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FEDOR DOSTOIEVSKY Páginas críticas del “Diario de un escritor” Traducción directa del ruso y prólogo de BERNARDO VERBITSKY Emecé Editores, 1944

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FEDOR DOSTOIEVSKY

Páginas críticas

del “Diario de

un escritor”

Traducción directa del ruso y prólogo de BERNARDO VERBITSKY

Emecé Editores, 1944

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F e d o r D o s t o y e v s k i P á g i n a s c r í t i c a s

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ÍNDICE

PRÓLOGO .................................................................................................................................................................................................... 3

1877. DICIEMBRE ........................................................................................................................................................................................ 8

LA MUERTE DE NEKRASOV. ACERCA DE LO QUE SE DIJO ANTE SU TUMBA ................................................................................ 8

PUCHKIN, LERMONTOV Y NEKRASOV .............................................................................................................................................. 10

EL POETA Y EL CIUDADANO ................................................................................................................................................................. 14

TESTIGO EN FAVOR DE NEKRASOV .................................................................................................................................................... 17

1880. AGOSTO ......................................................................................................................................................................................... 19

PALABRAS ACERCA DEL DISCURSO SOBRE PUCHKIN INSERTO MÁS ADELANTE ................................................................... 19

DISCURSO SOBRE PUCHKIN ................................................................................................................................................................ 24

DISPUTA AL CASO ................................................................................................................................................................................... 33 CUATRO LECCIONES SOBRE DIVERSOS TEMAS A PROPÓSITO DE UNA LECCIÓN QUE ME DICTÓ EL SEÑOR GRADOVSKY. CON UNA INVOCACIÓN AL SEÑOR GRADOVSKY ........................................................................................... 33

ALEKO Y DIERYIMORDA SUFRIMIENTOS DE ALEKO POR LA SERVIDUMBRE DEL MUJIK. ANÉCDOTAS ............................. 37

DOS PEQUEÑAS MITADES .................................................................................................................................................................... 42

HUMÍLLATE ANTE UNO, MUÉSTRATE ARROGANTE ANTE OTRO. TEMPESTAD EN EL VASITO ............................................ 48

VARIEDAD ................................................................................................................................................................................................. 51

EL QUE CUMPLE AÑOS .......................................................................................................................................................................... 55

MUERTE DE GEORGE SAND .................................................................................................................................................................. 57

ALGUNAS PALABRAS SOBRE GEORGE SAND ................................................................................................................................... 59

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PRÓLOGO

El Diario de un Escritor, que Dostoievsky comenzó a publicar en El Ciudadano, en 1873,

apareció más adelante en cuadernos mensuales destinados íntegramente a esa comunicación

singular que mantenía con sus lectores aparte de la que establecía a través de sus novelas. Y sus escritos tienen ciertamente la vivacidad del diálogo. Su genio "se pone cómodo" en esta

larga conversación a propósito de muchas cosas: el libro de actualidad, el suceso del día, el

proceso sensacional. Pero todo ello no es objeto de una divagación para llenar espacio, sino

que es referido concretamente a las ideas generales de Dostoievsky, perfectamente definidas por esos años, ocurrida ya esa "transformación de sus convicciones" violentamente debatida

por sus contemporáneos y que aún boy puede suscitar discusión. (Lo importante en todo caso

es comprender esa crisis o mejor dicho proceso espiritual). De esta manera el tono de

intimidad que distingue los ensayos que fueron para sus autores la forma plena de su expresión, adquiere en Dostoievsky el matiz de lo polémico, pero llevado a una intensidad

superior a la que puede adquirir cualquier discusión literaria de tipo corriente. Por lo demás,

esa violencia traduce la hondura con que los escritores rusos encaraban los problemas

estéticos, humanos. Las novelas de Dostoievsky constituyen un mundo, pero su novelística es además una concepción del mundo, interpretación del pasado, sentimiento del presente y

visión del porvenir. El Diario de un Escritor es el mejor complemento de su obra de creación al

par que revela que en ella todo es consciente.

Es probable que el rótulo general de Literatura Rusa despierte comúnmente en el espíritu

un eco favorable que se traduce sobre todo en un reconocimiento implícito de la generosidad de los ideales, del sentimiento cristiano de que está empapada. Pero no es muy seguro, en

cambio, que si en una encuesta se pidiera el trazado de un cuadro de lo que pudiera llamarse

literatura clásica europea incluyesen la mayoría de las respuestas a los escritores rusos. Éstos

son más bien relegados a una categoría especial. Su casi exceso de humanidad parece excluirles en cierto modo del encasillamiento de lo clásico. Ese desborde de humanidad y de

piedad excluiría la calidad moderada, ordenada, de lo literario clásico. En un aspecto, al

menos, la verdad es, sin embargo, otra. Un Tolstoy, por ejemplo, es la más alta expresión de

literatura estructurada. Tolstoy o Turguenev son severos arquitectos. Y Dostoievsky tiene supremamente desarrollada la facultad de construir. Es un técnico estricto, el más hábil quizá

de cuantos hayan existido. Cualquiera haya sido el apremio con que escribiera, concebía sus

novelas dentro de un desarrollo severamente planeado por la inteligencia. Si ante sus novelas

parece soportar el lector una avalancha volcánica, esa erupción de lava incandescente está

perfectamente controlada por el novelista. Lo mismo ocurre cuando reacciona con redoblado furor contra las evidencias. Su insurrección contra las verdades que aceptan las "gentes

inmediatas", contra "los todos" (vsiemstvó), su famosa discrepancia con el "dos más dos son

cuatro", tiene forma ordenada. Sus embestidas contra el muro no se traducen en gritos

inarticulados. Dostoievsky sabe razonar su negación de la razón.

Esa característica suya de conciliar la máxima exaltación dentro de un orden, implica

asimismo la existencia de intenciones definidas y éstas son las que se ven considerablemente

aclaradas a través del Diario de un Escritor, que inclusive ayuda a la mejor comprensión de

determinados personajes de sus novelas. Lo que no quiere decir que es indistinto tomar contacto con el universo dostoievskiano a través de sus esquemas ideológicos o de sus

novelas. Éstas son, desde luego, mucho más amplias, no ya porque incluyen más aspectos de

su total mensaje —entre ellos el esencial, o sea su conocimiento implacablemente lúcido del

alma humana—, sino porque en el orden mismo de lo religioso-político ocurre un fenómeno que no puede pasarse por alto. En el Diario de un Escritor la fe de Dostoievsky se muestra de

una sola pieza, embalada en la velocidad del ariete polémico. ¿Creía tan categóricamente?

Sabido es que no. Sus afirmaciones son un instante de su lucha, un episodio en la dinámica de

sus convicciones, en cuyas alternativas cree con esa categórica energía, pero en la que hay

asimismo dudas desgarradoras. Pero esas dudas que le atenacearon toda su vida, esas dudas que justamente dramatizan hasta el paroxismo su planteamiento del problema de la existencia

de Dios, que le atormentó siempre, en sus ensayos no existen. Transfiere a los personajes de

sus novelas toda vacilación y en la polémica sólo embiste con sus afirmaciones de fanático sin

fisuras, mostrándose feroz como buen profeta, aferrado a sus convicciones como a sus odios,

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que se manifiestan con el vigor incomparable que sólo puede prestarles el genio de

Dostoievsky.

Las partes elegidas para esta edición —y decimos partes y no fragmentos porque se

traducen íntegramente los capítulos elegidos— fueron escritas por Dostoievsky en los últimos

cinco años de su vida. El primero, cronológicamente, es el que dedica a George Sand al tener

noticia de la muerte de la escritora en junio de 1876. Dostoievsky explica, no sin emoción y con perfecta ecuanimidad, los sentimientos distantes en el tiempo y en la evolución de las

ideas que la obra de George Sand despertara en él treinta años atrás, cuando veía en la

literatura europea de 1840, con todos los literatos de su generación, una transposición de las

conquistas de la Revolución Francesa y su Declaración de los Derechos del Hombre, cuando una y otra eran para él el punto de partida hacia un mundo mejor.

Varios son los capítulos que en el Diario de un Escritor se dedican a Nekrasov. En la

entrega correspondiente al mes de febrero de 1877, y con motivo de la aparición de su libro

Ultimas Canciones, Dostoievsky recuerda su lejano encuentro con el poeta, tantas veces citado, y que tanta importancia tuvo en su vida. En el número de diciembre se refiere

Dostoievsky a la muerte de Nekrasov, relata el episodio registrado en su sepelio y hace una

estimación de la obra del poeta al mismo tiempo que le explica como persona con una lucidez

digna de sus novelas. Al juzgar a Nekrasov formula prácticamente una introducción a su

posterior Discurso sobre Puchkin, pronunciado tres años más tarde y en el que concluye de dar forma a viejas ideas muchas veces expresadas. Dostoievsky tiende toda su vida a perfeccionar

una construcción que armonice sus convicciones y parece vivir sólo el tiempo necesario para

lograrlo. El esfuerzo se cumple con Los hermanos Karamazov y luego de concluida ya no

escribe prácticamente otra cosa que el Discurso sobre Puchkin, considerado como su testamento literario, después de lo cual muere. Todo parece predestinado en esa existencia

donde lo corriente y normal se excluyen y por eso casi no asombra esta última coincidencia.

Dostoievsky, que casi cuarenta y cinco años antes, al morir Puchkin, cuando él sólo tenía 16,

afirmara que de no llevar luto por su madre, muerta hacía muy poco, lo habría vestido por el poeta, concluye su vida dando entera forma a lo que era algo superior a la devoción misma.

Cuando Dostoievsky amplía sus palabras ante la tumba de Nekrasov, parece terciar en la vieja

disputa, o simplemente indecisión, acerca de la posibilidad de definirse en favor de Puchkin,

Lermontov o Nekrasov, pero no bien se explica se comprende que su intervención en la

controversia es algo nuevo. Interfiere en una discusión y lo hace asombrando materialmente a los que discutían, con la profundidad de su propio punto de vista. Su concepción de Puchkin

basta para revelarnos la terrible profundidad de su vocación de artista, así como el sentido de

esa tensión de su obra, pasión inigualada.

Hay varios aspectos a considerar en esa glorificadora ubicación de Puchkin. Éste es para Dostoievsky el mejor intérprete del pueblo ruso, el primero, y en algún sentido seguía siendo

el único. Pero además era el profeta de Rusia, el hombre que en su obra y en su destino de

poeta había resumido y anticipado el destino futuro de Rusia. Eso representó sacar de los

términos relativos en que planteaban sus divergencias los occidentalistas y los eslavófilos, los dos sectores que agrupaban a la intelectualidad del país. En general, frente a. Dostoievsky se

siente en qué medida supera la escala a que ajusta su obra el común de los escritores.

Trabajan éstos un sector, cultivan su lote, por decirlo de algún modo. En la amplitud inmensa

de sus temas Dostoievsky abarca los problemas humanos y divinos, o mejor dicho no hace siquiera tal división porque para él es todo uno. Mira y ve en todas direcciones. Esto es lo que

también ocurre en su Discurso sobre Puchkin, que tanta impresión causara en toda Rusia,

sobre la que se reflejó la admiración que levantó en Moscú al pronunciarlo el 8 de junio de

1880 en sesión organizada por la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa. Allí mostró que

Puchkin se mantenía vivo, y mostró también la dignidad de la función asignada al arte y a los poetas. A su modo es una indirecta concepción del poeta y de la poesía.

Dostoievsky alcanzó de este modo, y muy poco antes de su muerte, acaecida en enero

de 1881, el máximo eco imaginable. Él señala en Puchkin el punto posible de coincidencia de

toda la intelectualidad de su país, y esto se revela exacto en la conciliación que logra respecto a sus propias palabras. Su explicación de Puchkin hace que la gloria de éste se confunda por

un instante con la propia, para sus contemporáneos, muy poco dispuestos a distinguirlo de ese

modo. Su análisis tan amplio, tan hondo, revela con respecto a todo cuanto se había dicho

hasta entonces la misma desproporción que anotábamos con respecto a su obra entera,

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referida al nivel común. Lanzó tanta luz sobre un tema, que por conocido no parecía

susceptible de esclarecimientos, que deslumbró a todos. Pero como lo había previsto él mismo, no tardaron en alzarse voces contrarias a la suya rechazando esa momentánea tregua entre

occidentalistas y eslavófilos. Figuraba en el último bando, pero lo excedía, como no cuesta

imaginarlo. Su eslavismo, que admitía las reformas de Pedro el Grande, en las que veía el

primer impulso hacia la universalidad de un fraterno espíritu ruso, no era sino un camino hacia la misión que asignaba a su patria. Dostoievsky no conoce limitaciones en su sueño mesiánico.

Parece intervenir en una disputa literaria, pero ocurre que a través de sus términos literatura

es vida, individuo es nación, cristianismo es concepción del universo. Sus ideas sobre Puchkin

reciben una polémica ampliación en la respuesta que Dostoievsky cree necesario hacer en uno de los últimos cuadernos del Diario de un Escritor al comentario que de su Discurso hace un

publicista, profesor de Derecho, A. D. Gradovsky, cuyo nombre nada significa hoy día, veinte

años menor que Dostoievsky, a quien sólo sobrevive ocho. El interés de la controversia con

este señor Gradovsky —es además una de las últimas páginas de Dostoievsky, quien muere pocos meses después— reside en que ejemplifica un conflicto en la sociedad rusa con relación

a Europa, e importa además no sólo por la inconmovible seguridad de Dostoievsky, sino

porque permite al lector formarse su propia opinión sobre la materia en debate y hasta sobre

la manera de encarar la discusión por Dostoievsky. La misma amplitud de los cargos que éste

dirigió a los occidentalistas, a los "intelectuales liberales", evita algún malentendido; pero tal vez convenga disipar cierto añadido de confusión que suma la terminología. Denominaciones

harto modernas pueden inducir a error, por lo cual es preciso quizá ponerse de acuerdo sobre

ciertas palabras y señalar asimismo los distintos aspectos que abarca la áspera respuesta de

Dostoievsky. Tal vez no sea conveniente admitir como absoluta la identidad entre los destinatarios de la andanada de Dostoievsky y los que hoy consideramos intelectuales que

creen en la libertad. De todos modos él se coloca en el extremo opuesto al movimiento liberal,

y debido a ello no es el señor Gredovsky el único que le ataca. Dostoievsky asegura estar con

el pueblo y contra el occidentalismo, pero aun aquello que el pueblo soporta Dostoievsky se lo adosa como inseparable a su destino. Por la ruta de Cristo llega a dar su apoyo al zar, que

sume al pueblo en la ignorancia, en la espantosa miseria, impidiendo su redención.

Dostoievsky, lector del Evangelio, parte de la pureza de los principios y termina por defender

las aprovechadas apariencias. Curioso equívoco que no tiene siquiera nada de nuevo y que

extremaba su disidencia con la intelectualidad de su tiempo, que no podía tragar ese mesianismo cristiano encarnado en el zar.

Hay una multitud de confusiones que Dostoievsky entrecruza con desenvoltura. No es la

simplificada oposición derecha-izquierda de hoy. Sus ataques a los liberales europeizados

implican la negación de la fórmula de Hegel: "Todo lo real es razonable", mediante la exaltación de valores típicamente rusos y el Evangelio. ¿No es ésta una protesta contra cierto

orden constituído? Dostoievsky así lo entiende y es capaz de sentir una nueva organización del

mundo sobre la base de ese Evangelio que impregna su espíritu. En los cuatro años de su vida

en la casa de los muertos no frecuenta otro libro, y este contacto permanente parece asimilar a su sangre ese libro escrito con parábolas. El mismo hermetismo de gran arquitecto de

estructuras difíciles puede haberse originado en su frecuentación de un libro cuyo resplandor

surge a través de una oscuridad formal. Con el Evangelio como arma asumía llameante la

posición opuesta a la civilización materialista de Occidente. Ama a su pueblo, tiene fe en él, lo ve incontaminado y le cierra con sus admoniciones el camino de Europa. Pero su exaltación de

valores rusos, aunque lleva la meta de la universal reconciliación, produce un desequilibrio que

se percibe más fuertemente en las páginas de la polémica. El catolicismo y el judaismo, el

socialismo y el ateísmo son objeto de una sola diatriba. Él, armado del Cristo ruso, arremete

contra todo y contra todos. Percibe verdades, y bultos que no lo son. Estos supuestos intelectuales que consumían champaña y manjares tan superexquisitos como los que describe,

¿eran acaso los escritores de la época? Es probable que viejos rencores afluyan a esta

polémica, envenenándola, desequilibrándola. Dostoievsky parece complacerse en este caso en

fomentar todos los equívocos. Podía irritarle quizá la actitud de Tolstoy, tan quejoso mientras retenía sus propiedades, pero razona además de tal manera que puede suponerse que un

Turguenev, por ejemplo, se opuso a la supresión de la servidumbre, siendo como fue uno de

los que primero pusieron su arte al servicio de la lucha por la abolición. Considera en un

mismo plano cierto europeísmo intelectual y a la naciente burguesía que ansiaba modernizarse ensanchando los incómodos moldes feudales. Pero éstos habían preservado una intrínseca

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pureza del pueblo ruso, y esto lo veía muy bien Dostoievsky. Creía en Cristo y en su pueblo, y

él, cuya alma turbulenta reflejaba más que ninguna otra el caos, tenía no obstante una tendencia al orden y deseaba encontrar en la vida una idea, una posibilidad de organización. Y

hay en esto elementos muy firmes: su fe en Cristo y en el pueblo. Sobre esos pilares tendía a

edificar una estructura tan perfecta como sus novelas. El Cristo ruso y su fe en el pueblo. Y

eso lo concibe tan fuertemente que excluye todo lo demás. De ahí sus "anti" muchas cosas. En todo esto, lo más importante es que Dostoievsky comprende que el Occidente perece y que

sus formas caducas no deben trasplantarse a Rusia, porque aun en su lugar de origen durarán

poco. Ve de un lado la Europa burguesa —que vive la etapa más voraz del capitalismo— y del

otro, un modo ruso, espiritual, moral, profundamente cristiano. Su patria no puede tomar el rumbo de la Europa utilitaria cuyo derrumbe pronostica con la tremenda voz del profeta

iracundo que ya está viendo lo que va a ocurrir. Señala a Rusia otro camino y ésa es su

predicción más acertada, ya que su patria tomó en efecto un camino distinto al de Europa en

el cuarto de siglo último. La proyección hacia la actualidad, su vínculo con todo el destino de Europa, aproxima esta dramática coyuntura literaria, este drama en una literatura, al interés

general. Ocurre con Dostoievsky que no simplificaba los problemas. En una trinchera de

combatientes no sólo pensaba en los fines inmediatos, en el desarrollo mismo de la lucha que

no le era indiferente, y complicaba con sus interrogantes la tarea de la liberación. Pero en

verdad él muestra con qué complejidad encaraban su liberación sus compatriotas. Y esto es válido para siempre, porque Dostoievsky, el más fidedigno portavoz ruso, es el intérprete de

una Rusia intemporal.

La última parte incluida en esta selección se publicó en enero de 1877. Comienza con un

cumplido elogio al Conde Tolstoy, según entonces se decía, por un sutil análisis del alma infantil, y luego confronta ese episodio de Infancia y Adolescencia con un suceso real donde la

ficción se hace verdad tremenda y un niño castigado en una escuela se inflinge la muerte,

realizando las imaginaciones del personaje del novelista. Dostoievsky saca conclusiones del

hecho. Señala que Tolstoy es el historiador de un tipo de familia de nobleza media, pero afirma que este cuadro social y familiar que el autor de Ana Karenina describe tiende a desaparecer, a

modificarse; nuevas transformaciones sociales crean grupos numéricamente más importantes

y que aun carecen de un artista que los represente. La vida se disgrega y al desaparecer los

viejos cauces se crea una indeterminación de los sectores y se favorece un caos en el que urge

encontrar algún orden. Y Dostoievsky se pregunta quién será capaz de discernir e indicar los nuevos principios sobre los cuales se edificará una nueva vida. Con todo lo cual el trozo deja

de ofrecer la inofensiva apariencia de simple comentario que reúne el suceso de actualidad y la

reminiscencia literaria, y nos transporta nuevamente hacia la pieza fundamental de esta

selección, el Discurso sobre Puchkin. Dostoievsky señala la extrema grandeza de Puchkin, el primero en describir a ese skitalietzs, especie de vagabundo moral, descontento, inadaptado

en su medio, sin arraigo en su tierra y sin amor a su pueblo. ¿Podían hacer otra cosa que

sentir desasosiego en la Rusia de la servidumbre y el absolutismo? Dostoievsky al menos es

categórico. Pero agrega, además, que Eugenio Onieguin es un tipo que luego se repite en la literatura rusa, pues ha sido el modelo de los héroes de Gogol y Lermontov, Turguenev y

Tolstoy. Esta observación hace evidente el pensamiento de Dostoievsky. Lo que no llega a

decir, pero sin duda piensa y hasta quiere sugerir, es que son sus propias novelas las que

representan una novedad sobre lo ya creado por Puchkin; es en sus novelas donde esos nuevos sectores, producto de la disgregación y evolución que anota, son reflejados,

encuentran eco. Y Dostoievsky pretende al mismo tiempo explicar la causa del infinito

desamparo y devolverle un rumbo en la vida a esa masa que deja de ser innominada a través

de sus personajes, los Raskolnikov, por un lado, y los Marmeladov por otro, los Smerdiakov y

los Alioscha. Dostoievsky es consciente autor de una obra vasta cuyo plan total no ha sido quizás íntegramente señalado aún y es él mismo quien nos proporciona algunos lineamientos

generales dentro de su mundo. Pero Dostoievsky no habla de sí mismo, no puede o no quiere

hacerlo. No llega a decir que mientras los demás ensayan variaciones sobre Aleko y Onieguin

su propia obra avanzaba por el camino que Puchkin dejó abierto. Y ese callar se deforma quizás en virulenta injusticia hacia los demás. De todas maneras ese silencio tiene algo de

conmovedor. No participa en la polémica con esa estatura gigantesca que hoy le vemos. Es

uno, en medio de una generación de escritores, y si bien se le admira, no es tan excluyente su

figura como hoy la vemos. Sólo la fuerza de sus convicciones es digna de su gloria actual. Por otra parte, aquó le vemos, no como estamos acostumbrados a enfrentarle en sus novelas,

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impersonal como un Dios creador de un universo, sino en algún modo tal como le vieron sus

contemporáneos: polemista, apasionado, humano, y como tal, vulnerable. Y de todos modos, a pesar de sus exageraciones o justamente por ellas, en tanto le asigna una misión ecuménica,

expresa la tónica del alma rusa, mide su coeficiente de exaltación.

BERNARDO VERBITSKY

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1877. DICIEMBRE

I

LA MUERTE DE NEKRASOV. ACERCA DE LO QUE SE DIJO ANTE SU TUMBA

Ha muerto Nekrasov. Yo lo vi por última vez un mes antes de su muerte. Ya entonces parecía casi un cadáver, de tal modo que hasta resultaba extraño ver que semejante cadáver

hablase, moviese los labios. Pero no sólo hablaba, sino que también conservaba toda la lucidez

de su inteligencia. Al parecer, aún no creía en la posibilidad de su cercana muerte. Una

semana antes de ella sobrevino una parálisis que afectó la parte derecha de su cuerpo, y en la

mañana del día 28 supe que Nekrasov había muerto la víspera, el 27, a las ocho de la noche. Ese mismo día fui a verlo. Horriblemente extenuado, enflaquecido por el sufrimiento, su rostro

impresionaba extraordinariamente. Al salir, escuché cómo el salmista, lenta y

cadenciosamente, leía ante el difunto:

"No hay hombre que no haya pecado."

Al volver a casa ya no pude trabajar; tomé los tres tomos de Nekrasov y comencé a

leerlos desde la primera página. Pasé la noche leyendo, hasta las seis de la mañana, y fue como si hubiera vuelto a vivir todos esos treinta años.

Esas primeras cuatro poesías, con las que se inicia el primer tomo, se publicaron en La

Colección Petersburguesa, en la que apareció mi propia primera narración. Después, a medida

que iba leyendo (y yo leía consecutivamente), ante mí parecía volver a extenderse toda mi

vida. Reconocí y recordé hasta aquéllas de sus poesías que primero leí en Siberia, cuando al salir de mi encierro de cuatro años en la cárcel, alcancé por fin el derecho de tomar en la

mano un libro. Recordé también la impresión entonces recibida.

Lo menos en esa noche releí, así, las dos terceras partes de todo cuanto escribió

Nekrasov; y, literalmente por primera vez, llegué a comprender qué lugar importante ocupó en mi vida Nekrasov como poeta, durante esos treinta años. Como poeta, claro está.

Personalmente nos encontrábamos poco, raramente, y sólo una vez con un sentimiento

plenamente cálido y comunicativo, en el comienzo de nuestra relación, en el año 45, en la

época de Pobres Gentes. Pero ya he hablado acerca de esto.

Hubo entre nosotros algunos momentos en los cuales, de una vez para siempre, se

diseñó ante mí ese hombre enigmático en el más esencial y el más encubierto aspecto de su

espíritu. Éste era justamente, de pronto lo intuí entonces, el corazón herido en el comienzo

mismo de la vida; y precisamente esa nunca cicatrizada herida fue el comienzo y el origen de toda su apasionada, martirizada, poesía del resto de su vida. Él me hablaba entonces, con

lágrimas, de su infancia, de su atormentada vida en la casa paterna, de su madre. Y el modo

como hablaba de su madre, la fuerza de la ternura con que él la recordaba hacían nacer el

presentimiento de que si alguna cosa habría sagrada en su vida al punto que pudiera salvarle y

servirle de faro, la estrella indicadora de una ruta, aun en medio de los más oscuros y fatales instantes de su destino, sólo sería, seguramente, esa inicial emoción de sus lágrimas infantiles,

cuando juntos sollozaban abrazados en alguna parte, furtivamente, evitando (como él me lo

contaba) que los vieran, con su martirizada madre, con ese ser para él tan amado. Yo creo que

ninguno de los ulteriores apegos en su vida pudo como éste influenciar y dominar tan poderosamente sobre su voluntad y sobre las no controladas y oscuras tendencias de su

espíritu, que le inquietaron toda la vida. Y aquellos oscuros impulsos del espíritu se

manifestaron ya entonces.

Después, recuerdo, y sin que pasara mucho tiempo, de algún modo nos distanciamos. Nuestra intimidad no se prolongó más allá de algunos meses. Contribuyeron a esto algunos

equívocos, circunstancias exteriores y la buena gente. Más tarde, pasados muchos años,

cuando yo había vuelto ya de Siberia, aunque no nos reuníamos a menudo, y a pesar de la

diferencia de nuestras convicciones que ya entonces comenzaba a manifestarse,

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conversábamos a veces hasta de extrañas cosas, como si en verdad algo continuara en

nuestras vidas, algo iniciado en la juventud, en el año 45, y que no quería ni podía romperse aunque pasaran años enteros sin que nos encontráramos. Así, una vez, creo que en el año 63,

entregándome un tomito de poesías suyas me señaló uno de los poemas, Desdichados, y dijo

sugestivamente: "Pensaba en usted cuando escribía esto" (es decir, sobre mi vida en Siberia),

"esto ha sido escrito acerca de usted". Y por fin también en los últimos tiempos volvimos a vernos alguna vez, mientras publicaba en su periódico mi novela Un adolescente.

En el entierro de Nekrasov se reunieron unos mil de sus admiradores. Era numerosa la

juventud estudisa. Salió el cortejo a las nueve de la mañana, y nos separamos en el

cementerio ya en el crepúsculo. Muchas oraciones se pronunciaron ante su ataúd, si bien hablaron pocos literatos. Entre otros, se leyeron unos hermosos versos, no recuerdo de quién.

Encontrándome bajo una profunda impresión, me abrí paso hasta su todavía abierta sepultura,

cubierta de flores y coronas, y con mi voz débil pronuncié después de los otros algunas

palabras. Comencé justamente con aquello de que era un corazón herido una vez para toda la vida, y esa herida no cerrada había sido la fuente de toda su poesía, de aquel terrible amor, de

ese hombre, que llegaba al sufrimiento, hacia todos cuantos sufren por la violencia, por la

crueldad de una voluntad desenfrenada, que oprime a nuestra mujer rusa, a nuestro niño en la

familia rusa, a nuestro hombre de pueblo en su suerte, tan frecuentemente amarga. Expuse

también mi convicción de que, en nuestra poesía, Nekrasov está a la par de aquellos poetas que vinieron con su "nueva palabra". Y en verdad (eludiendo toda cuestión acerca de la fuerza

artística de su poesía y sus dimensiones), Nekrasov fue realmente en alto grado original, y

realmente trajo una "nueva palabra". Es de su tiempo, por ejemplo, el poeta Tiuchev, poeta de

más amplitud y más artístico, y sin embargo Tiuchev nunca ocupará lugar tan visible y memorable en nuestra literatura como el que indiscutiblemente corresponde a Nekrasov. En

este sentido, en la serie de esos poetas (esto es, de los que vinieron con su "palabra nueva")

debe estar directamente colocado después de Puchkin y Lermontov. Cuando en voz alta

expresé ese pensamiento ocurrió un pequeño episodio: una voz desde la multitud gritó que Nekrasov era "superior" a Puchkin y Lermontov, y que éstos tan sólo fueron unos

"byronianos". Algunas voces apoyaron y gritaron: "Sí, superior".

Yo, por lo demás, no pensaba pronunciarme sobre alturas y medidas comparativas

acerca de los tres poetas. Pero he aquí lo que ocurrió después: en Noticias de la Bolsa, el

señor Scabichevsky, en su mensaje a la juventud acerca de la significación de Nekrasov, al relatar que, al parecer, cuando ante la tumba de Nekrasov a alguien (esto es, yo) "se le

ocurrió comparar su nombre con los de Puchkin y Lermontov, ustedes todos (esto es, toda la

juventud estudiosa) a una sola voz, en coro, gritaron: "Era superior, superior a ellos". Me

permito asegurar al señor Scabichevsky que le han transmitido mal, y que yo recuerdo muy firmemente (confío en que no me equivoco) que en un principio una sola voz gritó: "superior,

superior a ellos", y de inmediato agregó que Puchkin y Lermontov fueron "byronianos" —

agregado que es más apropiado y natural en una sola voz y opinión que en todos, en un único

momento, esto es, en un coro de mil—, de tal modo que este hecho atestigua, por cierto, más bien en favor de mi demostración de cómo fue este asunto. Y ya después, inmediatamente a

continuación dé la primera voz, gritaron todavía algunas otras voces, pero sólo algunas —yo

no escuché aquel coro de mil—, lo repito, y tengo la esperanza de no equivocarme en esto.

Insisto de tal modo acerca de esto, porque para mí sería sensible ver que toda nuestra juventud cae en semejante error. La gratitud hacia los eminentes hombres desaparecidos debe

ser inherente al corazón juvenil. Sin duda, el irónico grito acerca del "byronismo" y las

exclamaciones "superior, superior" surgieron no del deseo de intentar ante la abierta tumba de

nuestro amado difunto una disputa literaria, que hubiera estado fuera de lugar, sino que

simplemente hubo un cálido impulso de expresar con la mayor intensidad posible todo el sentimiento de ternura, gratitud y entusiasmo acumulado en el corazón hacia el grande y tan

fuertemente perturbado poeta nuestro, tan cercano a nosotros no obstante hallarse en el

féretro (¡mientras aquellos otros grandes poetas de pasados tiempos están ya tan lejos!).

Pero este episodio, allí mismo, en el lugar, despertó en mí el propósito de explicar mi pensamiento con más claridad en el número inmediato del Diario y expresar más

detalladamente cómo veo yo tan notable y extraordinario fenómeno de nuestra vida y nuestra

poesía como fue Nekrasov, y en qué residía justamente, a mi juicio, la esencia y el sentido de

ese fenómeno.

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10

II

PUCHKIN, LERMONTOV Y NEKRASOV

Y en primer lugar, con esa palabra "byroniano" no se puede insultar. El "byronismo" fue, aunque momentáneo, un grande, sagrado e indispensable fenómeno en la vida europea, si no

en la de toda la humanidad. El "byronismo" apareció en un minuto de aterradora angustia de

los hombres, de su desilusión y casi de su desesperación. Después del exaltado entusiasmo de

la nueva fe en los nuevos ideales proclamados al final del pasado siglo en Francia, a la cabeza entonces de las naciones del mundo europeo, se llegó a una salida tan distinta a la que se

aguardaba, tan decepcionante para la fe de los hombres, que acaso nunca hubo en la historia

de la Europa occidental minuto tan triste. Y no se debió únicamente a motivos exteriores

(políticos) el que cayeran de nuevo los ídolos, los ídolos levantados por un instante, sino a una íntima insolvencia que claramente vieron los corazones perspicaces y avanzadas inteligencias.

La nueva salida no se había definido aún, la nueva válvula no se abría, y todo se ahogaba bajo

el pasado horizonte, terriblemente restringido y encimado en el hombre. Los viejos ídolos

yacían rotos. Y en ese preciso minuto apareció un grande y poderoso genio, un apasionado poeta. En su voz resonó aquella angustia de entonces de la humanidad y la sombría desilusión

en su destino y sus engañosos ideales. Fue una nueva y hasta entonces no escuchada musa de

venganza y dolor, anatema y desesperación. El espíritu del "byronismo" de pronto atravesó

toda la humanidad, todo le hizo eco. Eso fue justamente como la apertura de la válvula; al

menos, en medio de los generales y sordos gemidos, inclusive en buena parte inconscientes, fue un grito poderoso en el que se reunieron y acordaron todos los gritos y gemidos de la

humanidad. ¿Cómo, entonces, no habría de obtener respuesta entre nosotros, y sobre todo

por parte de un espíritu conductor, tan grande y genial como Puchkin? Ningún fuerte talento,

ningún generoso corazón, podía entonces entre nosotros evitar el "byronismo". Y no tan sólo por simpatía a la distancia hacia Europa y hacia la humanidad europea, sino porque, también,

entre nosotros, en Rusia, precisamente en aquel tiempo, se revelaron muchos nuevos,

insolubles y dolorosos problemas y muchos viejos desencantos... Pero la grandeza de Puchkin,

como genio conductor, consistió justamente en que no obstante estar casi totalmente rodeado por gentes que no le comprendían, halló tan pronto un firme camino, encontró una grande y

anhelada salida para nosotros los rusos, y la señaló. Esa salida fue lo popular, el acatamiento

de la verdad del pueblo ruso. "Puchkin fue un fenómeno grande, extraordinario". Puchkin era

"no sólo un ruso, sino el primero de los hombres rusos". Si no entiende un ruso a Puchkin deja

de tener derecho a llamarse ruso. Él comprendió al pueblo ruso y concibió su misión con tal profundidad y amplitud como nunca lo hiciera nadie. Ya no hablo de que él, con la

universalidad de su genio y la capacidad de responder a los distintos aspectos espirituales de

la humanidad europea y casi de transformarse en genio de pueblos y nacionalidades

extranjeros, atestiguó acerca de la universalidad y el poder de abarcar del espíritu ruso, de tal modo que fue como si predijera el futuro predestinado del genio de Rusia en toda la

humanidad, en la que actuaría como el principio unificador, conciliador y regenerador. Ni

siquiera me referiré a que Puchkin es el primero, entre nosotros, que en su angustia y en

profética vislumbre exclamó:

¿Veré acaso al pueblo liberado,

y la esclavitud caída por orden del zar?

Sólo diré ahora del amor de Puchkin hacia el pueblo ruso. Era un amor que lo abarcaba

todo, un amor tal como nadie mostró antes que él. "No me quieras a mí, sino quiere lo mío",

he aquí lo que os dirá siempre el pueblo si quiere cerciorarse de la sinceridad de vuestro amor

hacia él. Amar, en el sentido de compadecer al pueblo por su necesidad, pobreza,

sufrimientos, puede hacerlo cualquier señor, sobre todo entre los humanitarios ilustrados europeístas. Pero el pueblo precisa que no se le ame tan sólo por sus sufrimientos, sino que se

le ame a él mismo. ¿Y qué significa amarle a él mismo? "Quiere aquello que yo quiero, respeta

aquello que yo respeto", he aquí lo que quiere decir y he aquí cómo os contestará el pueblo;

de lo contrario jamás os reconocerá como suyo propio por mucho que os apesadumbréis por

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su suerte. También discernirá lo falso por mucho que pretendáis seducirlo con compasivas

palabras. Puchkin justamente amó al pueblo como el pueblo exige que se le ame, y no trató de adivinar cómo es preciso amar al pueblo, no se preparó, no lo estudió: él mismo de pronto

mostró ser pueblo. Se inclinó ante la verdad del pueblo, reconoció la verdad del pueblo como

su propia verdad. A pesar de todos los defectos del pueblo y sus muchas ordinarias

costumbres, supo distinguir la elevada esencia de su espíritu cuando casi nadie miraba al pueblo de esa manera, y aceptó esa esencia como su ideal. Y eso cuando hasta los más

humanos y cultivados europeos amigos del pueblo ruso lamentaban francamente que el pueblo

nuestro fuera tan bajo que de ningún modo pudiese elevarse hasta la multitud callejera de

París. En el fondo estos amigos siempre despreciaron al pueblo. Ellos creían principalmente que era esclavo. Con la esclavitud disculpaban su caída, pero no podían de todos modos

querer a un esclavo; un esclavo era siempre repugnante. Puchkin fue el primero en proclamar

que el hombre ruso no es un esclavo, y que nunca lo fue, a pesar de una servidumbre muchas

veces secular. Hubo esclavitud, pero no hubo esclavos (en el grueso, claro está, en general, no en las frecuentes excepciones): tal la tesis de Puchkin. Hasta de la prestancia, del paso del

mujik ruso, deducía que no era esclavo ni podía serlo (aunque permaneciera en la esclavitud),

rasgo que en Puchkin testimonia su profundo y directo amor hacia el pueblo. Él reconoció

también el alto sentimiento de la propia dignidad en nuestro pueblo (de nuevo en general, al

lado de las inevitables y habituales excepciones); previo aquella serena dignidad con la que el pueblo nuestro recibiría la liberación de su servidumbre, cosa que no entendieron, por

ejemplo, los rusos europeístas más notablemente instruidos, mucho después de Puchkin,

quienes esperaron otra cosa del pueblo nuestro. ¡Oh!, ellos querían al pueblo sincera y

cálidamente, pero a su manera, es decir, a la europea; alborotaban sobre la bestial condición del pueblo, de la inhumana situación de su esclavitud, pero creían de todo corazón que el

pueblo nuestro era realmente bestia. Y fue con tal humana dignidad que de pronto ese pueblo

se encontró libre, sin el menor deseo de ofender a sus pasados señores: "Tú en tu lugar, y yo

en el mío; si quieres acercarte, siempre haré honor a todo lo bueno que de ti proceda".

Sí, para muchos nuestro campesino parecía extrañamente perplejo ante su liberación.

Muchos hasta decidieron que eso le ocurría debido a su incapacidad, a su estupidez, restos de

su pasada esclavitud. Y si esto se piensa ahora ¿cómo sería en tiempos de Puchkin?

¿No escuché yo mismo en mi juventud, de gentes progresistas y "competentes", que el

personaje de Puchkin, Savelich, en La hija del capitán, siervo de los propietarios Griniev, caído a los pies de Pugachov pidiéndole perdón por el señorito, y ofreciendo que "para escarmiento

se le ahorque mejor a él, un viejo", que ese personaje es no sólo la imagen del esclavo, sino la

apoteosis de la esclavitud rusa?

Puchkin amaba al pueblo no sólo por sus sufrimientos. Por los sufrimientos se compadece, pero la compasión va muy a menudo al lado del desprecio. Puchkin amaba todo

cuanto amó ese pueblo, cuanto éste honró. Amó la naturaleza rusa hasta la pasión; hasta el

enternecimiento amó la campaña rusa. Era, no un señor misericordioso y humano que

compadecía al mujik por amargo destino, sino un hombre que identificaba su corazón con el del hombre de pueblo, con su esencia encarnando casi su figura. Disminuir a Puchkin como

poeta, considerando que tendía al pueblo más bien histórica y arcaicamente, más consagrado

al pueblo antiguo que al de la realidad, es erróneo y ni siquiera tiene sentido. En esos temas

históricos y arcaicos vibra tal amor y tal estima del pueblo, que pertenecerán al pueblo eternamente, siempre, ahora y en el futuro, y no sólo a algún pueblo pasado perteneciente a

la historia. El pueblo nuestro ama su historia principalmente porque en ella encuentra

inconmovibles aquellas mismas cosas santas en las cuales sigue depositando hasta ahora su

fe, no obstante todo cuanto soportó y sufrió. Comenzando por la grande, inmensa figura del

cronista en Boris Godunov, hasta las de los secuaces de Pugachov, todo eso en Puchkin es pueblo en sus más hondas manifestaciones, y todo esto es comprensible al pueblo como su

propia sustancia. ¿Y es esto sólo? El espíritu ruso se derrama en las creaciones de Puchkin; la

vena rusa corre por doquier. En los grandes, inimitables, incomparables cantos de los eslavos

occidentales, cuya esencia es, no obstante, clara expresión del gran espíritu ruso, se volcaba toda la actitud rusa hacia los hermanos eslavos, se volcaba todo el corazón ruso, se anunciaba

toda la filosofía del pueblo, conservada hasta ahora en sus canciones, "bilinas", tradiciones,

leyendas, que expresaron todo cuanto ama y venera el pueblo y su ideal acerca de los héroes,

los zares, los defensores y endechadores del pueblo, imágenes de la virilidad, la humildad, el amor y el sacrificio; y la encantadora gracia de Puchkin, como por ejemplo en la charla de los

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dos mujiks borrachos, o en el relato del oso al que le mataron la osa, que constituyen una

visión excepcionalmente amable y tierna del pueblo. Si Puchkin hubiera vivido más, nos hubiera dejado tales tesoros artísticos para la comprensión del pueblo, que con su influencia se

habrían abreviado tiempo y plazos para la conversión de nuestra "inteligencia", tan altanera

hasta ahora ante el pueblo en el orgullo de su europeísmo, hacia la verdad del pueblo, hacia su

fuerza y hacia la conciencia de su misión.

Pues este acatamiento de la verdad del pueblo lo veo en parte (puede que sea el único

entre todos sus admiradores) también en Nekrasov, en sus obras mas vigorosas. Yo considero

que es muy estimable que él sea el "afligido por la infelicidad del pueblo" y que hablase tanto y

tan apasionadamente de sus desdichas, pero aprecio mucho más el hecho de que en los grandes atormentados y exaltados momentos de su vida, a pesar de todo el influjo contrario y

hasta contra sus propias convicciones, se inclinase ante la verdad del pueblo con todo su ser,

como lo atestiguan sus mejores creaciones. Es en este sentido que yo lo coloqué como venido

después de Puchkin y Lermontov, casi con aquella misma nueva palabra de éstos (porque la "palabra" de Puchkin es hasta ahora para nosotros una nueva palabra. Y no sólo nueva: ni

siquiera reconocida o descifrada por el más viejo equipo de sus lectores).

Antes de pasar a Nekrasov diré también dos palabras acerca de Lermontov, para

justificar el haberlo considerado también como un creyente en la verdad del pueblo. Lermontov

fue, por supuesto, un "byroniano", pero por la alta originalidad de su fuerza poética fue, aun como "byroniano", excepcional, burlón, caprichoso y arisco, siempre incrédulo hasta de su

propia inspiración, de su propio "byronismo". Pero si él hubiera dejado de ocuparse de la

enfermiza personalidad de los intelectuales rusos atormentados por su europeísmo,

seguramente hubiera terminado por descubrir un camino, como Puchkin, en el acatamiento de la verdad del pueblo, y acerca de esto hay grandes y exactos indicios.

Mas la muerte de nuevo se interpuso. En realidad, en todas sus poesías es sombrío,

caprichoso, quiere decir la verdad, pero a menudo miente, y lo sabe, y se atormenta porque

miente; pero no bien roza al pueblo se vuelve claro, lúcido. Él ama al soldado ruso, al cosaco, honra al pueblo. Y he aquí que una vez escribe un poema inmortal sobre cómo el joven

mercader Kalaschnikov mató por su deshonra al jefe de la guardia Kiribievich, y llamado por el

zar Iván, ante sus temibles ojos, le contesta que él mató al servidor del príncipe Kiribievich

"libre y voluntariamente, y no sin querer".

¿Recuerdan ustedes, señores, al siervo Schibanov? El siervo Schibanov lo era del príncipe Kurbsky, un emigrado ruso del siglo XVI que escribía al propio zar Iván cartas de oposición y

casi insultantes desde el extranjero, donde él se refugiaba seguro. Escrita una de esas cartas

llamó a su esclavo Schibanov y le ordenó llevar la carta a Moscú y entregarla personalmente al

zar. Así lo hizo el siervo Schibanov. En la plaza del Kremlin detuvo al zar saliendo del concilio, rodeado de su cortejo, y le entregó el mensaje de su señor, el príncipe Kurbsky. El zar levantó

su cetro de aguda contera, blandiéndolo lo hincó en un pie de Schibanov, se apoyó en él y

comenzó a leer. Schibanov, con su pie traspasado, no se movió. Y el zar, después, al contestar

al príncipe Kurbsky, le escribió entre otras cosas: "Avergüénzate ante tu siervo Schibanov". Esto significaba que él mismo se avergonzó ante el siervo Schibanov. Esta imagen del

"esclavo" ruso debió de impresionar el alma de Lermontov. Su Kalaschnikov habla al zar sin

reproche, sin recriminaciones para Kiribievich, habla sabiendo que le aguarda segura la pena

de muerte. Dice al zar "toda la verdad verdadera", que mató a su favorito "libre y voluntariamente, y no sin querer". Repito, hubiera Lermontov vivido más, y hubiéramos tenido

un gran poeta que también habría reconocido la verdad del pueblo, y quizá hasta un verdadero

"cantor afligido por la desgracia del pueblo". Pero esta denominación correspondió a

Nekrasov...

Repito, yo no comparo a Nekrasov con Puchkin, no mido con una archina para ver quién está más alto o mas bajo, porque aquí no puede haber comparación, ni siquiera cuestión sobre

ella. Puchkin, por la amplitud y profundidad de su genio ruso, es hasta ahora un sol en medio

de nuestro mundo espiritual. Es un grande y todavía incomprendido precursor. Nekrasov es

sólo un pequeño punto en comparación con él, un pequeño planeta, pero procedente de ese gran sol. Y más allá de todas las medidas (quién está más alto, quién más bajo) a Nekrasov le

está reservada la inmortalidad, completamente merecida, y ya he dicho por qué: por inclinarse

ante la verdad del pueblo, lo cual procedía en él no de alguna imitación, ya que eso ni siquiera

era enteramente consciente, sino por exigencia de una irresistible fuerza. Esto es tanto más

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notable en Nekrasov, cuanto que él en toda su vida estuvo bajo la influencia de gentes que, si

bien amaban al pueblo y se compadecían de él acaso con absoluta sinceridad, nunca reconocieron la verdad del pueblo y siempre colocaron su ilustración europea

incomparablemente más alto que la verdad del espíritu del pueblo. Sin profundizar en el alma

rusa y sin saber lo que ella aguarda y reclama, les ocurría frecuentemente que deseaban para

nuestro pueblo, no obstante todo su amor hacia él, aquello que directamente podría servir para su mal. ¿No fueron ellos en el movimiento popular ruso, en los últimos dos años, quienes

casi desconocieron la altura de aquella ascensión del espíritu del pueblo, que él, acaso desde la

primera vez, mostró con tal plenitud y fuerza, con lo que testimonia su buen sentido y su

hasta ahora poderosa viva unión con el único y magno pensamiento, con que casi augura su destino? Y como si fuera poco el no reconocer la verdad del movimiento popular, juzgábanlo

casi retrógrado y un testimonio de la irremediable inconsciencia del pueblo, de los endurecidos

siglos de su estancamiento espiritual. Nekrasov, no obstante su notable y extraordinariamente

vigoroso talento, carecía de una seria instrucción, o por lo menos su instrucción no era muy grande. No pudo deshacerse en toda su vida de ciertas influencias conocidas, pues no tenía

fuerzas para ello. Pero contaba con su propia original fuerza en el alma, que no le abandonó

nunca: este verdadero, apasionado y sobre todo inmediato amor al pueblo. Dolíase de sus

sufrimientos con toda el alma; pero veía en él no tan sólo una humillada imagen de la

esclavitud, una forma bestial, sino que supo con toda la fuerza de su amor comprender casi inconscientemente la belleza del pueblo, y su fuerza y su inteligencia, y su martirizada

mansedumbre, y hasta confiar en su futuro destino. Conscientemente pudo Nekrasov incurrir

en muchos errores. Pudo exclamar, en un imprompto dado a conocer por primera vez hace

poco, con alarmados reproches, meditando en el pueblo ya liberado de la servidumbre:

"... Pero ¿es feliz el pueblo?"

Su corazón presentía la aflicción del pueblo, pero si le hubieran preguntado: "¿qué debemos desear para el pueblo, y cómo realizarlo?", entonces él tal vez hubiera dado una

respuesta desacertada y hasta perniciosa. Y por supuesto no es posible culparle: el sentido

político es escaso entre nosotros hasta la rareza, y Nekrasov, repito, estuvo toda la vida

sometido a ajenas influencias. Pero con su corazón, con su elevada inspiración poética,

irresistiblemente se unía en sus grandes poemas a la esencia misma del pueblo. En ese sentido fue un poeta popular. Cualquiera que proceda del pueblo, aunque sea mínima su

cultura, entenderá bastante bien a Nekrasov; pero a condición de que tenga alguna. Plantear

la cuestión de si Nekrasov podría ser comprendido ya por todo el pueblo ruso no tendría

sentido; sería absurdo. ¿Qué entendería "el simple pueblo" en sus poemas Caballero por una hora, El silencio, Mujeres rusas? Hasta en su grande Vlas, que puede ser comprendido por la

gente (pero a la que no entusiasmará porque toda esa poesía hace tiempo se apartó de la vida

inmediata), ésta distinguirá seguramente dos o tres rasgos falsos. ¿Qué discernirá el pueblo en

uno de sus más vigorosos y atrayentes poemas: En el Volga? Éste es el verdadero espíritu y el tono de Byron. No, Nekrasov es por ahora poeta de la "inteligentsia" rusa tan sólo y habla con

amor y pasión del pueblo y de sus sufrimientos a aquella misma "inteligentsia" rusa. No hablo

del futuro; en el futuro el pueblo se fijará en Nekrasov. Comprenderá entonces que alguna vez

existió tan bondadoso señor ruso, que lloraba con afligidas lágrimas su dolor por el pueblo, y a quien no se le ocurría nada mejor, escapando de su riqueza y de las pecadoras tentaciones de

su vida señorial, que venir a él en sus más angustiados minutos, al pueblo; y en irresistible

amor hacia él purificar su corazón atormentado, porque en Nekrasov el amor al pueblo era

solamente un desahogo de la pena que hacia sí mismo sentía...

Pero antes de explicar hasta qué punto comprendo yo esta "propia tristeza" del amado poeta muerto hacia sí mismo, no puedo dejar de llamar la atención sobre una característica y

curiosa circunstancia, señalada en casi toda nuestra prensa, inmediatamente después de la

muerte de Nekrasov, en la mayor parte de los artículos que a él se refieren.

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III

EL POETA Y EL CIUDADANO

Todos los diarios, no bien llegaban a hablar de Nekrasov, a propósito de su muerte y sepelio, en cuanto comenzaban a determinar su significación, agregaban, todos sin excepción,

algunas consideraciones sobre cierto "sentido práctico" de Nekrasov, sobre ciertos defectos

suyos, y hasta vicios sobre cierta duplicidad en esa imagen que de sí nos ha dejado. Los

diarios del interior sólo insinuaban apenas este tema, en unos dos renglones, pero lo importante es que de todos modos lo han insinuado, al parecer por alguna necesidad que no

pudieron eludir. En otras publicaciones ocurría todavía algo más extraño. Sin formular, en

realidad, una acusación detallada, y como eludiéndola por el profundo y sincero respeto hacia

el difunto, se lanzaban sin embargo... a justificarle, de tal modo que resultaba aún más incomprensible. "Pero ¿qué pretenden justificar?", surge involuntaria la pregunta; "si saben

algo, no hay para qué ocultarlo; pero nosotros queremos saber si aún tiene él necesidad de

nuestras justificaciones". Tal era la pregunta que se encendía. Nada precisaron, no obstante,

conformándose con las justificaciones y reservas, como si quisieran prevenir cuanto antes a alguien, y especialmente, lo repito, como si no pudieran evitar sus insinuaciones, aunque tal

vez así lo quisieran. De manera general el caso es extraordinariamente curioso, pero

profundizándolo, ustedes, lo mismo que cualquiera, llegarán a la conclusión, a poco que lo

piensen, de que este caso es completamente normal, que hablando de Nekrasov como poeta

realmente no puede de ningún modo evitarse el hablar de él como persona, porque en Nekrasov el poeta y el ciudadano hasta tal punto están unidos, hasta tal punto no pueden

explicarse el uno sin el otro, y hasta tal punto considerados juntos explican el uno al otro, que

hablando de él como poeta, sin quererlo pasan ustedes al ciudadano y sienten que están

forzados y deben hacerlo así y no pueden evitarlo. Pero ¿qué podemos decir y qué es ciertamente lo que vemos? Se pronuncia la palabra "practicidad", esto es, la habilidad para

arreglar sus asuntos; pero no más, y se apresura a lanzar justificaciones: "él ha sufrido; desde

su infancia fue mordido por el ambiente"; soportó todavía joven en Petersburgo, desamparado

y sin refugio, muchas desdichas, y como consecuencia se volvió práctico (esto es, como si tal cosa no hubiera podido ya evitarse). Otros van todavía más lejos y hasta insinúan que sin este

"sentido práctico" Nekrasov no hubiera realizado obras tan notoriamente provechosas, dé

general utilidad, como, por ejemplo, llevar a cabo la edición del periódico y etc., etc. Entonces

¿dados los buenos fines es preciso disculpar los malos medios? Y eso, hablando de Nekrasov,

hombre que conmovía el corazón, provocaba entusiasmo y ternura hacia lo bueno y lo bello en sus poesías. Por supuesto, todo esto se dice para disculpar, pero a mí me parece que Nekrasov

no tiene necesidad de tales excusas. En tales excusas siempre se encierra algo que de algún

modo oscurece y disminuye la obra del disculpado, rebajando su nivel. En realidad, no bien yo

comience a disculpar la "duplicidad y practicidad" de una persona, parece que insistiera en demostrar que esta duplicidad es hasta natural dadas las circunstancias conocidas, y casi

indispensable. Y si es así, entonces es completamente preciso reconciliarse con la imagen del

hombre que hoy se golpea al pie del altar familiar y grita: "he caído, he caído". Y esto en

medio de la inmortal belleza de los versos que él en esa misma noche escribirá, para retomar al día siguiente, no bien pase la noche y se sequen las lágrimas, su "practicidad", justamente

porque ello, junto a todo lo demás, también es indispensable. Pero entonces ¿qué significan

estos lamentos y gritos que lanzó en los versos?. El arte por el arte, nada más, y hasta en su

más vulgar significado, pues él mismo ha elogiado esos versos suyos; con ellos se complace, está de ellos completamente satisfecho, los imprime y se hace acerca de ellos este cálculo:

añadirán, por así decir, lustre a la revista, agitarán los corazones juveniles. No; de justificar

todo eso sin explicárnoslo, correríamos el riesgo de caer en un gran error y suscitaríamos

perplejidad, y a la pregunta: "¿A quién estáis enterrando?", nosotros, acompañando su féretro,

estaríamos forzados a contestar que enterramos "al más brillante exponente del arte que existir pudiera". Pero, ¿había sido así, en realidad? No, a la verdad esto no fue así; en verdad

hemos enterrado al "cantor dolido de la desdicha del pueblo" y eterno mártir de sí mismo,

eterno, incansable, que nunca pudo hallar la paz y que con repugnancia y al precio del propio

sufrimiento rechazaba una barata reconciliación.

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Es preciso explicar este asunto, aclarar sincera e imparcialmente, y aceptar lo aclarado

tal como resulta, prescindiendo de la persona de quien se trate y de lejanas consideraciones. Aquí es justamente preciso aclarar en lo posible lo esencial para obtener con la mayor

exactitud su rostro de la explicación de la figura del difunto; así lo exigen nuestros corazones

para que no nos quede acerca de él ni la menor incertidumbre que involuntariamente

oscurezca su memoria, y que a menudo deja sobre figuras eminentes indignas sombras.

Personalmente poco he sabido de la vida práctica del difunto y no puedo por eso ilustrar

con anécdotas este asunto; pero, aunque pudiera, no lo quiero porque me sumergiría

directamente en aquello que yo mismo reconozco como murmuración. Porque estoy

firmemente convencido (y desde antes lo estaba) que de todo cuanto contaban del extinto, por lo menos la mitad, y pudiera ser que las tres cuartas partes, es pura mentira. Mentira,

absurdo, y murmuración. A un hombre tan notable y de tanto carácter como Nekrasov no

podían faltarle enemigos. Y lo que realmente hubo, lo que en verdad ocurrió, eso tampoco

pudo dejar de ser, en el momento, exagerado. Pero aun aceptado esto, veremos que hay, sin embargo, alguna otra cosa. ¿Qué es, pues? Algo incontestablemente sombrío, oscuro y

doloroso, porque ¿qué significan entonces aquellos quejidos, aquellos gritos, aquellas lágrimas

suyas, aquel reconocer que "había caído", aquella apasionada confesión ante la sombra de la

madre? ¿Era esto autocastigo, flagelación? Una vez más evitaré el aspecto anecdótico, pero

creo que la esencia de aquella sombría y dolorosa mitad de la vida de nuestro poeta parecía a él mismo presagiada ya en la aurora de su vida, en uno de sus primeros poemas, esbozado al

parecer antes de conocer a Bielinsky (y que más tarde rehizo hasta darles la forma en que

aparecieron impresos). He aquí esos versos:

Se encendían las luces del anochecer,

El viento soplaba, y empapaba la lluvia,

Cuando yo, viniendo de Poltava,

Entraba a la capital.

Llevaba entre las manos un largo bastón

Con un zurrón vacío a su extremo;

Sobre las espaldas un capote de piel de carnero,

Y en mi bolsillo quince centavos.

Sin dinero, oficio ni familia,

De escasa estatura y de aspecto ridículo;

Cuarenta años han pasado desde entonces—

Tengo en mi bolsillo un millón.

El millón, ¡he aquí el demonio de Nekrasov! Entonces, ¿amaba él tanto el oro, el lujo, los

placeres, y para conseguirlos se lanzó a lo "práctico"? No, más bien era un demonio de otro carácter, era el más sombrío y humillante de los demonios. Era el demonio del orgullo; la

ansiedad por la propia seguridad, la necesidad de separarse de los hombres por una firme

muralla y con independencia mirar serenamente su maldad, sus amenazas. Yo creo que este

demonio se apoderó del corazón del niño, del niño de quince años que se encontraba en las calles petersburguesas casi huyendo del padre. La tímida y orgullosa alma juvenil sentíase

derrotada y herida, no quería buscar protectores ni llegar a un acuerdo con ese extraño tropel

de gentes.

No era que la falta de fe hacia los hombres se hubiera infiltrado en su corazón tan

temprano, sino más bien se trataba de un sentimiento de escepticismo hacia ellos, prematuro, y por consiguiente, equivocado. Aunque no fueran ellos tan malvados, tan extraños como de

ellos se dice —se imaginaba él seguramente—, sólo constituyen con todo, una débil y medrosa

porquería, y por eso, sin maldad, lo perderían en cuanto se rozaran sus intereses. Fue allí que

empezaron, tal vez, las ilusiones de Nekrasov; puede ser que entonces se compusieron en la calle aquellos versos:

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En el bolsillo mío un millón.

Era un ansia sombría, taciturna, por la propia seguridad, para no depender de nadie. Yo

creo que no me equivoco; recuerdo algo así desde el comienzo mismo de mi conocimiento con

él. Al menos así lo creí después toda la vida. Pero ese demonio era no obstante un demonio ruin.

¿Acaso esta clase de seguridad podía provocar el ansia en el alma de Nekrasov, esa alma

capaz de dar resonancia a todo lo santo y a la no abandonada fe en ello?

¿Acaso con semejante seguridad se defienden almas tan ricamente dotadas? Semejantes hombres se lanzan descalzos al camino, con las manos vacías, pero en sus corazones hay luz y

claridad. La seguridad no reside para ellos en el oro. ¡El oro es vulgaridad, violencia,

despotismo! El oro puede ofrecer seguridad justamente a esa multitud débil y pusilánime que

Nekrasov mismo despreciaba. ¿Era posible que los cuadros de la violencia, y después el ansia de placer y corrupción, pudiesen arraigar en semejante corazón, el corazón de un hombre que

pudo clamar al de los otros: "Abandona todo, toma tu báculo y sígueme"?

Llévame a donde están los que han perecido

Por la causa grande del amor.

Pero el demonio venció, y el hombre quedó en el lugar y a ningún lado fue. Por eso lo

pagó con sufrimiento, con el sufrimiento de toda su vida. Y verdaderamente, sólo conocemos

sus versos; pero, ¿qué sabemos de la última lucha con su demonio, la lucha indudablemente dolorosa y prolongada por toda la vida? Y ya no hablo de las buenas acciones de Nekrasov: él

no las ha hecho públicas, y sin duda han existido; la gente comienza a testimoniar la caridad,

la delicadeza de esta alma "práctica". El señor Suvorin ya ha publicado algo sobre esto; estoy

seguro que aparecerán aún otros buenos testigos, no puede ser de otro modo. "¡Oh!, me dirán, pero usted también está tratando de justificarle, y más baratamente que nosotros". No,

yo no justifico, yo sólo esclarezco, y he llegado a un punto tal que puedo plantear una

pregunta, una pregunta concluyente y que todo lo resuelve.

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F e d o r D o s t o y e v s k i P á g i n a s c r í t i c a s

17

IV

TESTIGO EN FAVOR DE NEKRASOV

Ya Hamlet se asombraba de las lágrimas del actor que declamaba su papel llorando por cierta Hécuba: "¿Qué le importa Hécuba?", preguntaba Hamlet. La cuestión se presenta

directa: ¿era nuestro Nekrasov igual que ese actor, esto es, capaz sinceramente de echarse a

llorar por sí mismo y por aquella santidad espiritual de la que él mismo se privaba, volcar

después su aflicción (auténtica aflicción) en la inmortal belleza de los versos, y mañana mismo ser capaz de consolarse verdaderamente ... con la belleza de sus versos (solamente con la

belleza de los versos) ? Y como si fuera poco, ¿llegaba a mirar la belleza de esos versos como

cosa "práctica", capaz de procurar ganancia, dinero, reputación, y utilizarla en tal sentido? ¿O,

por el contrario, esos versos no quitaban su aflicción al poeta, no le satisfacían; su belleza, la fuerza en ellos expresada, le oprimía y atormentaba, pero no teniendo fuerzas para dominar a

su eterno demonio, las pasiones que toda su vida le vencieron, volvía a caer, y tranquilamente

aceptaba su caída, sin que se renovaran, más fuertes, sus quejidos y sus gritos en los

secretos, sagrados minutos de la penitencia, o cada vez se repetían y aumentaban en su corazón de tal modo que él mismo pudo al fin ver claro cuánto le costaba su demonio y qué

caro había pagado lo bueno que de él había recibido? En una palabra, si él podía hasta

reconciliarse momentáneamente con su demonio, y hasta por sí mismo se resolvía a justificar

su practicidad en sus conversaciones con las gentes; si era para siempre tal reconciliación y

tranquilidad, o, por el contrario, volaba instantáneamente de su corazón, dejando tras de sí un dolor más quemante, vergüenza, remordimiento. Entonces —siempre que se pudiera resolver

esta cuestión— ¿qué nos quedaría a nosotros? Sólo nos restaría condenarle porque, no

encontrándose con fuerzas para concluir con sus tentaciones, no terminó con sí mismo, como

hiciera aquel mártir de la antigüedad que habitaba una cueva y que, hallándose sin fuerzas para terminar con la sierpe de sus pasiones que le atormentaba, se enterró hasta la cintura en

la tierra y murió, triunfando así de su demonio, ya que no pudo, naturalmente, ahuyentarlo.

En tal caso nosotros mismos, esto es, cada uno de nosotros, nos encontraríamos en una

humillante y cómica situación si nos atreviéramos a asumir el papel de los jueces que pronuncian tales sentencias. Sin embargo, el poeta que escribió de sí mismo:

Tú puedes no ser un poeta,

pero estás obligado a ser ciudadano

con ello mismo parece reconocer el derecho de las gentes a juzgarle como "ciudadano".

Como personas nos daría, por supuesto, vergüenza juzgarle. Personalmente, ¿cómo somos

cada uno de nosotros? Sólo que no hablamos de nosotros en voz alta y ocultamos nuestra

ruindad, con la cual íntimamente nos reconciliamos tan plenamente. El poeta lloraba quizá por actos suyos que no nos habrían afectado de haberlos cometido nosotros. ¡Si sabemos de sus

caídas, de su demonio, por sus propios versos! De no existir tales versos, que él con una

sinceridad de confesión no temía publicar entonces, todo cuanto se dijese de él como hombre,

sobre su practicidad y todo lo demás, todo esto hubiese muerto por sí mismo, y se hubiera borrado de la memoria de las gentes, se hubiera reducido de tal modo que cualquier

justificación parecería totalmente innecesaria. Señalaré a propósito que para un individuo

práctico, y tan capaz de llevar adelante sus asuntos, realmente no resultaba práctico pregonar

sus gemidos y lamentaciones, lo que demostraría que no lo era tanto como algunos lo afirman. De todos modos, repito, debe ir al juicio civil porque él mismo reconoció ese juicio. De tal

manera que si aquella pregunta planteada ante nosotros más arriba: si el poeta se satisfacía

con sus versos, en los cuales vertía sus lágrimas, y se reconciliaba consigo mismo hasta

aquella tranquilidad que de nuevo le permitía lanzarse con el corazón aliviado a su

"practicidad", o por el contrario las reconciliaciones eran sólo momentáneas, de modo que luego se despreciaba a sí mismo por su infamia, atormentándose más y más amargamente, y

así por toda la vida; si esta cuestión, repito, pudiera ser resuelta según la segunda suposición,

entonces por supuesto en ese mismo instante podríamos reconciliarnos con Nekrasov

"ciudadano", porque los propios sufrimientos le purificarían completamente en nuestro

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recuerdo. Bien entendido, en seguida aparece una réplica: si ustedes no tienen fuerzas para

resolver tal cuestión (¿y quién es capaz de hacerlo?), entonces no debió siquiera ser planteada. Pero la cosa es, justamente, que puede ser resuelta. Hay un testigo que puede

resolverla. Ese testigo es el pueblo.

Es su amor por el pueblo. Y en primer lugar, ¿a qué habría de dejarse arrastrar un

hombre "práctico" por el amor al pueblo? Cada cual está ocupado en su asunto: unos con lo práctico; otros, afligiéndose por el pueblo. Admitamos que se tratara de un capricho de los que

vienen y pasan. Pero a Nekrasov no le pasó en toda su vida. Dirán: el pueblo para él era como

aquella Hécuba, motivo de lágrimas que desahogaba en los versos, y fuente de provecho. Pero

ya no hablo de que es difícil falsificar hasta tal punto semejante sinceridad en el amor como la que se percibe en las poesías de Nekrasov (sobre esto la disputa puede ser interminable), sino

que sólo diré que a mí me resulta claro el porqué Nekrasov quería tanto al pueblo, por qué

tendía de tal modo hacia él en los momentos penosos de su vida, por qué fue hacia él y qué es

lo que en él encontraba. Porque, como lo dije antes, el amor al pueblo era en Nekrasov como una salida a la aflicción por sí mismo. Pongan esto, acepten esto, y ha de serles claro todo

Nekrasov, como poeta y como ciudadano. Se purificaba a sus propios ojos en el servicio de su

corazón y su talento al pueblo. El pueblo era verdadera, íntima exigencia suya y no sólo tema

para versos. En su amor hacia él encontraba su justificación. Con sus sentimientos hacia el

pueblo enaltecía su espíritu. Pero lo más importante es que no encontró el objeto de su amor entre las gentes que le rodeaban, o en lo que esas gentes honran y en aquello ante lo cual

ellas se inclinan. Él, por el contrario, se apartaba de esas gentes y se iba hacia los ofendidos,

los resignados, los sencillos, los humillados, cuando le acometía repulsión hacia aquella vida a

la que en los minutos de desfallecimiento de su alma y de disolución se entregaba; él iba, y sobre las losas del humilde templo campesino recibía allí la curación. No habría elegido para sí

semejante salida, si no creyera en ella. En el amor al pueblo encontraba algo inmutable, una

constante y sagrada salida para todo cuanto le atormentaba. Y siendo ello así parece que no

encontró nada más sagrado, inmutable y verdadero ante lo cual inclinarse. No podía cifrar toda la autojustificación sólo en sus poemitas sobre el pueblo. Por eso se inclinaba ante la verdad

del pueblo. Si no encontró en su vida nada más digno de amor que el pueblo, significa, por

consiguiente, que reconoció la verdad del pueblo, y que la verdad está en el pueblo y que sólo

reside y se conserva en él. Si no reconocía esto de manera plenamente consciente ni figuraba

en el número de sus convicciones, con el corazón lo reconocía incontenible e inevitablemente. En este mujik vicioso, esa imagen humillada y rebajada que tanto le atormentaba, encontraba

seguramente algo verdadero y santo que no podía no honrar, hacia lo cual no podía responder

sino con todo su corazón. En ese sentido, hablando más arriba de su significación literaria, le

coloqué en la categoría de aquellos que reconocieron la verdad del pueblo. La misma eterna búsqueda de esta verdad, la eterna ansiedad, el eterno impulso hacia ella testimonian

claramente, repito, que le arrastraba hacia el pueblo una íntima exigencia, exigencia superior a

todo y que seguramente no puede sino atestiguar también sobre la íntima eterna angustia,

angustia ininterrumpida, no calmada con ninguna astuta argumentación tentadora, con ninguna paradoja, ninguna justificación práctica. Y si fue así, resulta, por lo tanto, que sufrió

toda su vida... Y entonces, ¿qué jueces somos para él, después de esto? Y de ser jueces, no

seríamos acusadores.

Nekrasov es un tipo histórico ruso, uno de los más macizos ejemplos de las contradicciones y hasta bifurcaciones a que en el dominio de la moral y de las convicciones

puede llegar el hombre ruso, en nuestra época triste y de transición. Pero ese hombre ha

quedado en nuestro corazón. ¡Los impulsos del amor de este poeta tan a menudo fueron

sinceros, puros e ingenuos! Su impulso hacia el pueblo fue tan elevado que le coloca como

poeta en el más alto lugar. En lo que al hombre, al ciudadano se refiere, también el amor al pueblo y su sufrimiento por él le justificaban y le redimían de muchas cosas, si realmente

había de qué redimirle...

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1880. AGOSTO

I

PALABRAS ACERCA DEL DISCURSO SOBRE PUCHKIN INSERTO MÁS ADELANTE

Mi discurso sobre Puchkin, y su significación, que se da a continuación y que constituye

la base de la materia de esta entrega del Diario del Escritor (número único en 1880)1 fue

pronunciado el 8 de junio de este año en una solemne sesión de la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa, ante numeroso público, y produjo significativa impresión. Iván Sergueievich

Aksakov, que en ese lugar dijo de sí mismo que todos le consideran como jefe de los

eslavófilos, anunció desde la cátedra que mi discurso "constituye un acontecimiento". No en mi

alabanza lo recuerdo ahora, sino para decir esto: Si mi discurso constituye un acontecimiento,

lo es sólo desde un punto de vista que señalaré más abajo. Para eso escribo esta introducción. Exactamente en mi discurso sólo quise señalar los siguientes cuatro puntos sobre la

importancia de Puchkin para Rusia.

I) Que fue Puchkin el primero que con su profundo, su penetrante y su genial espíritu y

su auténtico corazón ruso, descubrió y anotó la característica más importante de la índole enfermiza de nuestro tipo de intelectual, históricamente descuajado del suelo, que se

considera colocado por encima del pueblo. Él señaló, y con relieve colocó ante nosotros

nuestro tipo negativo, el hombre desasosegado que con ninguna cosa se conforma, que no

cree en el suelo natal, ni en las energías patrias, que niegan a Rusia y a sí mismo (esto es, a su sociedad, a esa capa de intelectualidad a que pertenece, elevada por sobre nuestra tierra

nativa); al fin de cuentas negativo, que no desea trabajar con los demás, y que sufre

sinceramente. Aleko y Onieguin originaron después una multitud semejante a ellos en nuestra

literatura artística. Detrás de ellos partieron los Pechorin, los Chichikov, los Rudin y Lavretzky,

Bolkonsky (en La guerra y la paz de León Tolstoy) y multitud de otros, atestiguando ya con su aparición la verdad del primitivo pensamiento de Puchkin. Le corresponde a su enorme talento

el honor y la gloria de haber señalado la más grave de las plagas existentes entre nosotros

después de la gran reforma social de Pedro. A su magistral diagnóstico debemos la indicación y

el reconocimiento de la dolencia que nos aqueja, y él mismo fue quien primero dio también el consuelo: porque él mismo dio la elevada esperanza de que esa enfermedad no es mortal, y

que la sociedad rusa puede ser curada, puede siempre renovarse y resucitar, si se aproxima a

la verdad del pueblo, pues

2) Puchkin fue el primero (realmente el primero, y antes que él nadie) en darnos los tipos artísticos de la belleza rusa, salidos directamente del espíritu ruso, descubiertos en la

verdad del pueblo, en nuestro suelo, y que él ha encontrado. De ello atestiguan tipos como

Tatiana, mujer plenamente rusa, que supo mantenerse indemne en medio del aluvión de la

mentira que la rodea; lo afirman tipos históricos, como por ejemplo el monje y otros en Boris Godunov, tipos tan reales como los de La Hija del Capitán, y muchas otras figuras que

resplandecen en sus poemas, en sus cuentos, en sus esbozos, hasta en su historia de la

insurrección de Pugachev. Y lo importante, lo que es preciso subrayar especialmente, es que

todos esos arquetipos de la positiva belleza del hombre ruso y de su alma son tomados

enteramente del espíritu popular. Aquí ya es necesario decir toda la verdad: no en nuestra actual civilización, ni en la así llamada cultura "europea" (que entre nosotros, dicho sea de

paso, nunca existió), no en las deformidades de una superficial asimilación de las ideas y

formas europeas percibió Puchkin esa belleza, sino únicamente la halló en el espíritu del

pueblo y sólo en él. Fue así que, repito, al par que señaló el mal pudo darnos una gran esperanza: "Creed en el espíritu del pueblo y esperad sólo de él la salvación, y seréis

salvados".

1 Confío que la publicación del Diario del Escritor continuará en el próximo año 1881, si mi salud lo permite.

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Profundizando en Puchkin, es imposible no hacer semejante deducción.

3) El tercer punto que yo quiero señalar en la significación de Puchkin es aquella personal característica, ese rasgo de genialidad artística que en ninguna parte y sólo en él se

encuentra: esa capacidad de una universal resonancia y plena identificación con el genio de

otras naciones, que llega a la encarnación casi absoluta. Dije en mi discurso que Europa ha

dado los más grandes genios artísticos del mundo: Shakespeare, Cervantes, Schiller, pero que en ninguno de ellos se advierte aquella capacidad, que sólo vemos en Puchkin. Y no se trata

aquí sólo de hacer eco, sino precisamente de la asombrosa plenitud de aquella identificación.

No pude, naturalmente, dejar de señalar este don en. la valoración que hice de Puchkin, como

la más característica particularidad de su genio, don que sólo a él pertenecía entre los artistas de todo el mundo, y que de todos le diferencia. Pero no ha sido, por supuesto, para disminuir a

genios europeos de la magnitud de Shakespeare y Schiller que dije aquello; tan estúpida

deducción de mis palabras sólo pudo haberla hecho un imbécil. No son afectados por mi más

pequeña duda la universalidad, la omnicomprensión, la insondable profundidad de los tipos universales del hombre de raza aria creados por Shakespeare por los siglos de los siglos. Y si

Shakespeare hubiera creado a Otelo realmente un moro veneciano y no un inglés, entonces

sólo le habría añadido una aureola de una local característica nacional, y el significado

universal de ese tipo habría quedado invariable porque también en un italiano habría

expresado con igual vigor aquello mismo que quiso expresar. Repito: no fue para atacar la importancia universal de Shakespeare y Schiller que yo señalé la facultad genial de Puchkin

para encarnar el genio de otras naciones, sino sólo porque deseaba señalar en esta facultad y

en su plenitud la indicación grande y profética que para nosotros alcanza, porque

4) Esa facultad es enteramente un don ruso, nacional, y Puchkin no hace sino compartirla con todo el pueblo nuestro, y como un perfecto artista ha sabido con más

perfección que nadie expresar esa facultad, por lo menos en su obra, en su actividad artística.

Justamente nuestro pueblo encierra en su alma esa tendencia a identificarse con los demás

pueblos, y hacia una universal reconciliación como ya lo evidenció más de una vez en las dos centurias transcurridas desde las reformas de Pedro. Pero al señalar esta facultad de nuestro

pueblo era imposible no exponer al mismo tiempo el alto consuelo que ella encierra para

nosotros, para nuestro futuro, la esperanza grande —tal vez la más grande— que alumbra

nuestro camino hacia adelante. Especialmente, yo señalé que nuestra tendencia hacia Europa,

inclusive con todo su arrebato y sus extremos, fue no sólo legítima y razonable en sus fundamentos, sino que lo nacional coincidía completamente con las aspiraciones del espíritu

mismo del pueblo, y al fin y al cabo persigue indiscutiblemente un elevado fin. En mi breve,

demasiado breve discurso, no pude, naturalmente, desarrollar ese pensamiento en toda su

amplitud; pero, al menos, todo lo que fue dicho me parece claro. Y no se debe, no es necesario indignarse por haber yo dicho: "que la mísera tierra nuestra acaso dirá al fin y al

cabo la nueva palabra al mundo". También es ridículo asegurar que antes de poder decir la

nueva palabra al mundo "nos es preciso desarrollarnos económica, científica y políticamente",

y sólo entonces soñar con "nuevas palabras" a organismos tan perfectos (en apariencia) como los pueblos de Europa. Yo justamente insisto en mi discurso en que no pretendo comparar al

pueblo ruso con los pueblos occidentales en las esferas de su prestigio económico o científico.

Sólo digo simplemente que el alma rusa, que el genio del pueblo ruso, le hacen tal vez el más

capacitado de todos los pueblos para recoger la idea de una unión de toda la humanidad, del fraternal amor, de la posición imparcial que perdona lo hostil, distingue y excusa lo

incompatible y concilia las contradicciones. Esto no es un rasgo económico y de ninguna otra

clase: es sólo un rasgo moral, ¿y puede alguien negar y discutir que el pueblo ruso lo posee?

¿Puede alguien decir que el pueblo ruso es sólo una masa inerte condenada sólo a servir

económicamente el progreso y desarrollo de nuestra "inteligentsia" europea, que se considera por encima de nuestro pueblo; que en sí mismo encierra sólo una muerta inercia, dé la cuál

nada corresponde esperar; que en el pueblo nó puede depositar ninguna esperanza? Aunque

son muchos quiénes lo aseguran, me arriesgo a sostener otra cosa. Repito: yo, naturalmente,

no pude demostrar esas "fantasías mías" (como yo mismo las califiqué con la debida exactitud y en la forma completa necesaria), pero no pude dejar de aludir a ello. Afirmar que la mísera y

desordenada tierra nuestra no puede encerrar tan elevada aspiración en tanto no se torne

económica y cívicamente semejante al Occidente, ya es sencillamente un absurdo. Los

fundamentos morales del tesoro espiritual, al menos en su básica esencia, no dependen de las fuerzas económicas. Nuestra mísera y desordenada tierra, aparte de su capa más elevada, es

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F e d o r D o s t o y e v s k i P á g i n a s c r í t i c a s

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homogénea como un solo hombre. Los ochenta millones de su población representan tal

unidad espiritual como en Europa no hay ni puede haber en parte alguna, y por consiguiente siquiera por eso no puede decirse que nuestra tierra es desordenada, y en sentido estricto no

puede decirse que es mísera. Por el contrario, en Europa, en esa Europa donde se acumulan

tantas riquezas, todo el fundamento civil de todas las naciones europeas, todo, está socavado

y tal vez mañana mismo se desplomará sin dejar vestigios por los siglos de los siglos, y en su lugar llegará algo nuevo nunca oído, distinto a cuanto hubo hasta ahora. Y todas las riquezas

acumuladas en Europa no la salvarán de la caída, porque "en un instante desaparecerá la

riqueza". En tanto, pretenden mostrar a nuestro pueblo justamente esa minada y contaminada

estructura civil como un ideal al que se debe aspirar, diciéndole que sólo cuando alcance ese ideal podrá osar balbucear algún mensaje dirigido a Europa. Nosotros afirmamos que llevando

dentro la fuerza de un espíritu de amor y de unión es posible aun bajo la actual miseria

económica nuestra, y no sólo bajo una miseria como la actual, hasta bajo una miseria como

hubo después de la invasión de Batieev o después del pogrom de tiempos del interregno, cuando únicamente debido al espíritu de unidad del pueblo Rusia fue salvada. Y por último, si

verdaderamente fuera tan indispensable para tener derecho de amar a la humanidad y llevar

en sí un alma hermanadora; para contener en sí el don de no odiar a los pueblos extranjeros

porque no se parecen a nosotros; para no tener el deseo de fortalecer a expensas de la de

otros la propia nacionalidad con el objeto de que ella sola todo lo obtenga, y considerar a las otras nacionalidades sólo como un limón que es posible exprimir (¡y es que pueblos de ese

espíritu los hay en Europa!), si verdaderamente para alcanzar todo eso, repito, es preciso

previamente volverse un pueblo y adoptar entre nosotros la burguesa organización europea,

¿es posible que a pesar de todo debamos también en esto copiar servilmente esta organización europea que en Europa mismo se desplomará mañana? ¿Es posible que ni aun en esto Jarán

posibilidad y permitirán al organismo ruso desarrollarse nacionalmente, según su propia

energía orgánica, sino que inevitablemente en forma despersonalizada imitaremos

lacayescamente a Europa? ¿Qué haremos entonces con ese organismo ruso? ¿Entienden esos señores qué es un organismo? ¡Y todavía nos hablan de ciencias naturales! "Eso el pueblo no

lo permitirá", dijo a propósito de esto dos años atrás su interlocutor a un ardiente

occidentalista. "Entonces es preciso aniquilar al pueblo", contestó el occidentalista, tranquilo y

majestuoso. Y no se trataba de un cualquiera, sino de uno de los representantes de nuestra

"inteligentsia". Esta anécdota es verídica.

Con aquellos cuatro puntos mencionados yo señalé la importancia de Puchkin para

nosotros, y mi discurso, repito, produjo impresión. No produjo esa impresión por especiales

méritos (insisto en esto), tampoco por el talento en la exposición (estoy en esto de acuerdo

con todos mis adversarios; no pretendo alabarme), sino por su franqueza y, me atrevo a decir esto, cierta innegabilidad de los hechos por mí expuestos, no obstante toda la brevedad y lo

incompleto de mi discurso. ¿Pero en qué consistió, sin embargo, el acontecimiento, según se

expresó Iván Sergueievich Aksakov? Justamente en que los eslavófilos, o el así llamado

partido ruso (¡Dios, tenemos entre nosotros un partido ruso!), hicieron que se diera un paso grande y tal vez concluyente hacia la reconciliación con los occidentalistas; porque los

eslavistas declararon la legalidad de las aspiraciones de los occidentalistas en Europa, toda la

legalidad, hasta de las exageraciones y sus consecuencias, y explicaron esta legalidad como

una pura aspiración popular rusa, coincidente con el espíritu mismo del pueblo. Justificaban hasta el entusiasmo su histórica necesidad con la fatalidad histórica, de modo que al fin y al

cabo, en el total si alguna vez éste fuera calculado, resultaría que los occidentalistas sirvieron

a la tierra rusa y a las aspiraciones de su espíritu tanto como toda aquella gente rusa que

sinceramente amaba su tierra natal y que acaso con excesivo celo ha vigilado hasta ahora

contra todos los arrebatos de los "rusos extranjeros". Se anunció, por fin, que todas las desinteligencias entre los dos partidos y todas las más enojosas controversias entre ellos había

sido hasta ahora sólo un gran malentendido. Todo esto, en conjunto, pudo constituir tal vez un

"acontecimiento", porque los representantes del eslavismo, allí mismo, inmediatamente

después de mi discurso, aceptaron plenamente todas sus conclusiones. Yo declaro ahora —como ya lo hice en mi mismo discurso—que el honor de este nuevo paso (si es que el sincero

deseo de reconciliarse constituye un honor), el mérito de esta palabra nueva, si desean

considerarla así, de ningún modo sólo a mí me corresponde, sino a todo el eslavismo, a todo el

espíritu y la tendencia del "partido" nuestro, que eso siempre estuvo claro para aquellos que imparcialmente profundizaron el eslavismo, que la idea que yo expresé les fue, si no

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expresada, por lo menos señalada más de una vez. Yo me limité a decirla en el momento

necesario. Y ahora la consecuencia: si los occidentalistas aceptaran nuestra conclusión, y estuvieran de acuerdo con ella, entonces, claro está, se anularán directamente todos los

equívocos entre los dos partidos, de modo que los "occidentalistas y los eslavistas" acerca de

nada disputarán, según se expresó Iván Sergueievich Aksakov, "como que desde ahora en lo

futuro todo está aclarado". Desde este punto de vista, puede aceptarse que mi discurso fue un "acontecimiento". Pero, ¡ay!, la palabra "acontecimiento" fue pronunciada sólo en sincero

arrebato de una de las partes, mas si será aceptada por la otra y no habrá de quedar sólo

como expresión ideal, esto ya es cuestión totalmente distinta. Junto a los eslavófilos que allí

en el estrado, apenas yo bajaba de la tribuna, me abrazaban y apretaban mi mano, también se acercaron a estrecharla los occidentalistas, y no cualesquiera de ellos, sino los primeros

representantes del occidentalismo, que ocupan en él un papel en primer plano, especialmente

ahora. Ellos estrecharon mi mano con el mismo cálido y franco arrebato de los eslavófilos, y

calificaron mi discurso de genial, y varias veces, apoyándose en esa palabra, insistieron en que era genial. Pero temo, temo sinceramente, no fuera todo aquello sino el producto de un

momento de arrebato. ¡Oh!, no temo que ellos renuncien a su opinión de que mi discurso era

genial, yo mismo sé que no lo es, por mucho que estuviera seducido por los elogios, de modo

que de todo corazón les perdono su desencanto sobre mi genialidad, pero he aquí lo que no

obstante puede suceder, he aquí lo que pueden decir los occidentalistas no bien lo piensen: (Nota bene: no me estoy refiriendo a los que estrecharon mi mano sino a los occidentalistas en

general, insisto en esto): "Pero, dirán tal vez los occidentalistas (escuchen: sólo "tal vez", y no

más), pero usted aceptó por fin, después de largas discusiones y controversias, que la

aspiración nuestra hacia Europa es legítima y normal, usted reconoció que también de nuestra parte hubo razón, ha arriado su estandarte; y bien, aceptamos su reconocimiento

benévolamente y nos apresuramos a declarar que de su parte esto no está tan mal: denota, al

menos, en usted alguna inteligencia que por lo demás nosotros nunca se la hemos negado,

con excepción quizá de los más embotados de los nuestros, por los cuales no deseamos ni podemos responder — pero... aquí, ve usted, aparece otra vez cierto nuevo motivo de

rozamiento, y es necesario aclararlo cuanto antes. La cosa es que su suposición, su deducción

acerca de eso que en nuestros arrebatos coincidimos al parecer con el espíritu popular y

misteriosamente a él tendíamos, esta suposición sigue siendo con todo para nosotros más que

dudosa, por lo cual el acuerdo entre nosotros de nuevo resulta imposible. Sepa que tendíamos a Europa, a su ciencia, y a la reforma de Pedro, pero de ningún modo al espíritu del pueblo

nuestro, porque el espíritu ese no llegamos a encontrarlo ni a olfatearlo en nuestro camino;

por el contrario, le dimos la espalda y más bien escapamos de él. Nosotros desde el comienzo

mismo seguimos independientemente nuestro camino, y nada de atender a cierto, al parecer, alado instinto del pueblo ruso hacia una universal receptividad y hacia la fusión de la

humanidad — en una palabra, hacia todo de cuanto usted ahora tanto nos habló. En el pueblo

ruso, ya que ahora se ha presentado la oportunidad de expresarse con completa franqueza,

nosotros, como antes, sólo vemos una masa inerte de la que nada tenemos que aprender, que obstaculiza el desarrollo de Rusia hacia un progresivo mejor, y a la cual es preciso volver a

crear y rehacer — y ya que no es posible y no se puede orgánicamente, entonces, al menos,

mecánicamente, esto es, simplemente obligándola de una vez por todas a obedecernos, por

los siglos de los siglos. Y para alcanzar esta obediencia es que es indispensable asimilarse la organización civil punto por punto como en los países de Europa, de los cuales justamente

ahora se trató. Verdaderamente nuestro pueblo es mísero y rústico, como lo fue siempre, y no

puede tener ni personalidad ni ideas. Toda la historia de nuestro pueblo es un absurdo, en la

que sabe el Diablo lo que no ha inferido, y en la que sólo nosotros hemos visto con exactitud.

Es necesario que un pueblo como el nuestro no tenga historia, y aquello que tomó bajo tal apariencia debe ser en conjunto olvidado con repulsión. Útil es que tuviera historia sólo

nuestra inteligente sociedad, a la que el pueblo debe limitarse a servir con su trabajo y sus

fuerzas. Por favor, no se inquieten ni griten: no es esclavizar a nuestro pueblo lo que

queremos, al hablar de su obediencia. ¡Oh, por supuesto que no!, no deduzcan, por favor, eso; somos humanos, somos europeos, usted bien lo sabe. Por el contrario, estamos dispuestos a

instruir de a poco a nuestro pueblo, en orden, y coronar nuestra obra elevando al pueblo hasta

nosotros, y transformar su nacionalidad en otra, y cualquiera que ella sea va a surgir sola

después de su educación. Daremos a su educación la misma base que nos sirvió a nosotros de comienzo, esto es, la negación de todo su pasado, y la maldición con la que él mismo debe

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traicionar su pasado. No bien enseñemos al hombre del pueblo a leer y escribir, en ese mismo

instante comenzaremos a seducirle con Europa, con su refinamiento, elegancia, ropa, bebidas, bailes — en una palabra, le obligaremos a avergonzarse de los "laptis" y el "kvas" de antes, a

avergonzarse de sus antiguas canciones, y aunque entre ellas hay algunas espléndidas y

musicales, de todos modos le obligaremos a cantar un rimado vodevil por mucho que usted se

encolerice por eso. En una palabra, para lograr tan buen fin influiremos previamente con toda clase de recursos en las cuerdas débiles de su carácter, tal como también ocurrió con nosotros,

y entonces el pueblo será nuestro. Se avergonzará de su pasado y lo maldecirá. ¡Quien

maldice su pasado, ése ya es nuestro!; he aquí nuestra fórmula. La aplicaremos enteramente

cuando comencemos la tarea de elevar al pueblo hasta nosotros. Si el pueblo se muestra incapaz para la educación, entonces "apartarse del pueblo". Porque en ese caso se manifestará

ya claramente que el pueblo nuestro es sólo una indigna y bárbara masa a la que solamente

debe obligarse a obeceder. Porque ¿qué se puede hacer aquí?: únicamente en la "inteligentsia"

y en Europa reside la verdad y por eso, bien que ustedes tienen ochenta millones de personas (con las cuales usted, al parecer, se jacta), todos esos millones deben antes servir a esa

verdad europea, ya que no hay otra ni puede haberla. Con la cantidad de millones usted no

nos asusta. He aquí nuestra conclusión de siempre, sólo ahora en toda su desnudez; a ella nos

atenemos. No podemos nosotros, aceptando su deducción, entretenernos con usted, por

ejemplo, acerca de cosas tan raras como la Pravoslavie (Ortodoxia) y cierto, al parecer, especial significado suyo. Tenemos la esperanza de que usted no nos lo pedirá, especialmente

ahora que la última palabra de Europa y de la ciencia europea en general es el ateísmo,

ilustrado y humano; y nosotros no podemos dejar de seguir a Europa.

Por eso aceptamos recibir aquella mitad de su discurso en la cual usted nos dedica alabanzas, con las restricciones conocidas; tendremos con usted esa gentileza. Pero aquella

mitad que se refiere a ustedes y todos esos sus "principios", nos disculpa, no la podemos

aceptar...

He aquí cuál puede ser la triste conclusión. Repito: yo no sólo no me atrevo a poner esa conclusión en labios de aquellos occidentalistas que estrecharon mi mano, mas ni siquiera en

los labios de muchos, de muchos de los más ilustrados de ellos, dirigentes rusos y gente

plenamente rusa a pesar de sus teorías, honorables y respetados ciudadanos rusos. Pero, por

eso, la masa, la masa de los desarraigados y disidentes, esa masa de vuestro occidentalismo,

el término medio, cauce por el cual corre la idea, toda esa masa que sigue la "dirección" y es numerosa como las arenas del mar, ¡oh!, allí denigrarán de ese modo inevitablemente, y hasta

pudiera ser qué ya lo hubiesen hecho. (Nota bene: en cuanto a la fe, por ejemplo, ya se

declaró en una publicación, con todo su natural ingenio, que el fin de los eslavistas es convertir

a Europa al credo ortodoxo.) Pero arrojemos los sombríos pensamientos y pongamos nuestra esperanza en los más avanzados representantes de nuestro europeísmo. Y si ellos aceptaran

siquiera la mitad de nuestras conclusiones, entonces honor y gloria a ellos por eso, y nosotros

los recibiremos con el entusiasmo de nuestro corazón. Aunque ellos aceptaran sólo una mitad,

esto es, reconociesen siquiera la independencia y personalidad del espíritu ruso, y la legitimidad de su existencia, y su humanidad, lo unificador de sus aspiraciones, entonces ya no

habría cosa sobre la cual discutir — por lo menos sobre lo fundamental, lo más importante.

Entonces realmente mi discurso serviría de fundamento para un nuevo acontecimiento. No

habría sido él el acontecimiento, lo digo por última vez (es indigno de semejante designación) , sino el gran triunfo de Puchkin que habría contribuido al acontecimiento de nuestra unificación,

unificación de todos los rusos realmente cultos y sinceros para los futuros hermosos fines.

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24

II

DISCURSO SOBRE PUCHKIN

Pronunciado el 8 de junio en la sesión de la Sociedad de los Amigos de la Literatura Rusa

Puchkin es un fenómeno extraordinario y acaso la única revelación del espíritu ruso, ha

dicho Gogol. Agrego por mi parte: y profética. Sí, en su aparición reside para todos nosotros,

rusos, algo indiscutiblemente profético. Puchkin justamente adviene cuando apenas comienza a insinuarse en nuestra sociedad una tendencia al autoconocimiento, pasada ya toda una

centuria después de las reformas de Pedro, y su aparición favorece fuertemente la iluminación

de nuestro oscuro camino con una nueva luz orientadora. Es en este sentido que Puchkin

constituye una profecía al par que una guía. Yo divido la actividad de nuestro gran poeta en tres períodos. No hablo ahora como crítico literario: en lo que se refiere a la actividad creadora

de Puchkin yo sólo quiero explicar mi pensamiento acerca del significado profético que para

nosotros adquiere y el alcance que doy a esa palabra. Haré notar no obstante, al mismo

tiempo, que los períodos de la actividad de Puchkin no tienen, me parece, fronteras muy marcadas entre sí. El comienzo de Onieguin, por ejemplo, pertenece, a mi parecer, todavía al

primer período de la actividad del poeta, pero termina Onieguin en el segundo período, cuando

Puchkin ya había encontrado sus ideales en la tierra natal, que él tomó apasionadamente, con

toda su alma, amante y perspicaz. Se da por aceptado que en el primer período de su

actividad Puchkin imitó a los poetas europeos, Parney, André Chenier y otros, especialmente Byron. Sí, los poetas europeos tuvieron, sin duda, una gran influencia en el desarrollo de su

genio, y conservaron ese ascendiente durante toda su vida. Ello no obstante, ni siquiera los

primeros poemas de Puchkin fueron una pura imitación, ya que también en ellos se expresaba

la extraordinaria independencia de su genio. En las imitaciones nunca aparece un sufrimiento tan individualizado y tan honda conciencia como exhibió Puchkin, por ejemplo, en Gitanos —

poema que yo atribuyo enteramente aún al primer período de su actividad, creadora. No hablo

ya de su fuerza creadora y de esa impetuosidad de que habría carecido de ser sólo un

imitador. En el tipo de Aleko, héroe del poema Gitanos, manifiesta ya un pensamiento vigoroso, profundo y absolutamente ruso, expresado después con tan armoniosa plenitud en

Onieguin, donde casi aquel mismo Aleko aparece, no ya en una luz fantástica, sino bajo su

aspecto palpablemente real y comprensible. En Aleko, Puchkin ya descubrió y esbozó

genialmente aquel desdichado "skitalietz", vagabundo en su propio suelo natal, ese histórico

mártir ruso cuya aparición era históricamente inevitable en nuestra sociedad descuajada del suelo. Por supuesto, no lo descubrió en Byron solamente. El tipo es verdadero y está captado

infaliblemente, tipo constante y al que se encuentra desde hace tiempo entre nosotros, en

nuestra tierra rusa. Estos desheredados vagabundos rusos continúan hasta ahora su

vagabundaje y tardarán mucho, creo, en desaparecer, y si ellos en nuestro tiempo ya no se dirigen a los campamentos de Gitanos a buscar sus ideales de vida en medio de su existencia

salvaje y original, y el reposo que en el seno de la naturaleza los defienda de la confusión y el

absurdo de la vida del sector refinado de nuestra sociedad rusa, de todos modos derivan hacia

el socialismo, que todavía no existía en tiempo de Aleko; van con la nueva fe al otro campo y trabajan en él celosamente, creyendo como Aleko que alcanzarán en su fantástico quehacer

sus fines y la felicidad, no sólo para sí mismos, sino para todo el mundo. Porque al "skitalietz"

ruso le es indispensable la felicidad universal para tranquilizarse: no lo acepta a menor precio

— por supuesto, en tanto el asunto no sale de la teoría. Es siempre el mismo hombre ruso, pero aparecido en distinto tiempo. Este hombre, lo repito, surgió precisamente en el comienzo

del segundo siglo después de las grandes reformas de Pedro, en nuestra sociedad inteligente,

desvinculada del pueblo, de la fuerza del pueblo. ¡Oh!, claro que una inmensa mayoría de los

rusos cultos, también en tiempo de Puchkin, del mismo modo que ahora en nuestra época,

servían y sirven pacíficamente como funcionarios en el fisco o en los ferrocarriles o en los bancos, o simplemente ganan dinero por distintos medios, o hasta se dedican a la ciencia,

dictan lecciones — y todo esto regularmente, perezosa y apaciblemente, recibiendo un sueldo,

jugando al "preferans", sin ninguna inclinación a correr a los campamentos o a cualquiera otro

lugar más adecuado a nuestro tiempo. Mucho, mucho es que liberalicen con "un matiz de

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socialismo europeo", al que dotan, sin embargo, de cierto benigno carácter ruso. Pero todo

esto es cuestión sólo transitoria. ¿Qué importa el que uno ni haya comenzado a inquietarse, y otro haya llegado a alcanzar la puerta cerrada para darse contra ella un fuerte golpe en la

frente? A todos, a su debido tiempo, les espera eso mismo si no salen al salvador camino de

las humildes relaciones con el pueblo. Pero aunque no les aguarde esto a todos, bastaría sólo

con los "elegidos", bastaría una décima parte de desasosegados para que la restante enorme mayoría perdiese a través de ellos la calma. Aleko, claro está, todavía no sabe expresar

correctamente sus angustias: en él todo esto es como algo todavía abstracto; en él la angustia

sólo se debe a la naturaleza, sus quejas por las modalidades mundanas; las aspiraciones

tienden al mundo todo; el llanto, por una verdad perdida por alguien en alguna parte y que él de ningún modo puede encontrar. Hay acá un poco de Jean Jacques Rousseau. En qué consiste

esa verdad, y dónde y cómo pudiera volver a aparecer, y cuándo llegó justamente a perderse,

por supuesto, ni él mismo lo dirá, pero sufre sinceramente. Por ahora el individuo fantasioso e

impaciente sólo ansia la salvación, principalmente por efecto de fenómenos exteriores; así debe ser: "la verdad, por así decirlo, está en alguna parte fuera de él, tal vez en otras tierras,

en las europeas, por ejemplo, con su sólida organización histórica, con su estabilizada vida

social y ciudadana". Y nunca entenderá que la verdad ante todo se halla en él, dentro de sí;

¿pero cómo ha de llegar a entenderlo si en su tierra él mismo no se pertenece, si ya en todo

un siglo se ha desacostumbrado del trabajo, no tiene cultura, creció como una joven pupila entre paredes cerradas? Cumplía obligaciones extrañas e irresponsables según que

perteneciera a una u otra de las catorce clases en que se divide la sociedad rusa instruida. Él,

por ahora, no es más que una desprendida brizna de hierba llevada por el aire. Y él eso lo

siente y lo sufre, a menudo muy dolorosamente. ¿Y qué importa si, perteneciendo acaso a la nobleza por nacimiento, y hasta muy probablemente poseyendo siervos, se permite,

tomándose la libertad que le concede su nobleza, la pequeña fantasía de entusiasmarse con

gentes que viven "sin ley", y llega a llevar y exhibir en el campamento gitano al oso? Se

comprende que la mujer, "la salvaje mujer", según la expresión de un poeta, pudiera constituir para él la esperanza de una salida de sus angustias, y es con aturdida, pero apasionada fe que

se consagra a Zemfira: "¡He aquí, por así decirlo, dónde está mi salida, he aquí dónde puede

estar mi felicidad, aquí, en el seno de la naturaleza, lejos del mundo, aquí, entre las gentes

entre las cuales no hay civilización ni leyes!" ¿Y qué resulta? En su primer choque con las

condiciones de esa salvaje naturaleza él no se contiene y enrojece sus manos de sangre. No sólo no servía el desdichado visionario para la armonía universal; tampoco para vivir entre

Gitanos; y ellos lo expulsan sin sentimiento de venganza, sin cólera, majestuosa pero

sencillamente:

Déjanos, hombre orgulloso:

somos salvajes, no hay entre nosotros leyes,

no herimos, no damos muerte.

Todo esto, claro está, es fantástico, pero ese "hombre orgulloso" es real y está

exactamente sorprendido. Por primera vez ha sido captado entre nosotros, por Puchkin, y esto

es preciso recordarlo. Precisamente no bien algo deja de estar a su gusto, él con maldad

despedaza y ajusticia por su ofensa, o, hasta lo que es más cómodo, recordando que pertenece a una de las catorce clases, él mismo recurrirá tal vez (porque también esto ha

ocurrido) a la ley del despedazado y ajusticiado, y la invocará con tal que sea vengada su

personal ofensa. ¡No, ese poema genial no es una imitación! Ya apunta aquí una solución rusa

a la cuestión: "Humíllate, hombre orgulloso, y antes que nada quiebra tu orgullo; humíllate,

hombre ocioso, y ante todo trabaja en el suelo natal"; ésa es la solución según la verdad del pueblo, según éste lo entiende. "No se halla fuera de ti la verdad, sino en ti mismo;

encuéntrate a ti mismo, domínate, y divisarás la verdad. No en las cosas está esa verdad, no

fuera de ti, y no en alguna parte más allá de los mares, sino ante todo en tu propio trabajo, en

ti mismo. Si te vences, si te reprimes, te harás libre como nunca siquiera lo has imaginado, y comenzarás una obra grande, harás libres a otros, y divisarás la felicidad, porque cobrará

plenitud tu vida, y comprenderás por fin al pueblo tuyo y su santa verdad. No entre los Gitanos

ni en parte alguna hallarás la universal armonía si eres indigno de ella, si muestras maldad y

soberbia y exiges gratuitamente la vida, sin suponer siquiera que es preciso pagarla".

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Esta solución de la cuestión está ya fuertemente apuntada en el poema de Puchkin. Aún

más claramente está ello expresado en Eugenio Onieguin, poema ya no fantástico, sino palpablemente real, en el cual corporiza la verdadera vida rusa con tal fuerza creadora, y de

manera tan acabada, como nadie lo lograra hasta Puchkin ni después de él, me parece.

Onieguin llega desde Petersburgo, indispensablemente desde Petersburgo; esto era

indudablemente preciso en el poema, y Puchkin no pudo omitir rasgo tan fuertemente real en la biografía de su héroe. Repito de nuevo, éste es el mismo Aleko, según se advierte mejor

más adelante, cuando él exclama en su angustia:

¿Por qué como el asesor de Tula

no estoy paralitico?

Pero en el comienzo del poema, es todavía a medias un fatuo y mundano, y demasiado

poco ha vivido para llegar a desencantarse por completo de la vida. No obstante ya le comienza a visitar e inquietar el noble demonio del secreto aburrimiento.

Se siente extraño en ese apartado rincón, en el corazón de su patria. No sabe qué hacer

aquí y se siente como si estuviera de visita en su propia casa. Más adelante, cuando en su

angustia vagabundea en la tierra natal y por tierras extranjeras, como hombre

indiscutiblemente inteligente e indiscutiblemente sincero, se siente aún más extraño entre los extraños. Es cierto, él ama la tierra natal, pero no tiene confianza en ella. Claro que no ignora

que existen ideales patrios, pero no cree en ellos. Sólo cree en la completa imposibilidad de

cualquier trabajo en el suelo patrio, y mira a los creyentes en esa posibilidad —y entonces

como ahora no muy numerosos— con triste burla. Mató a Lenski simplemente por hipocondría, y, ¿cómo saberlo?, tal vez en su nostalgia por ideal universal — lo cual sería muy nuestro,

evidentemente. No es así Tatiana: ella es un tipo firme sólidamente en pie sobre su suelo; es

más profunda que Onieguin y por cierto más inteligente. Con sólo su delicado instinto

presiente dónde y en qué está la verdad, como se expresa en el final del poema. Acaso Puchkin hasta hubiera hecho mejor si hubiera titulado su poema con el nombre de Tatiana y

no con el de Onieguin, porque indiscutiblemente ella es su heroína. Es un tipo positivo y no

negativo, es un tipo de auténtica belleza, es la apoteosis de la mujer rusa, y a ella también

elige el poeta para expresar el sentido del poema en la famosa escena del último encuentro

entre Tatiana y Onieguin. Puede hasta decirse que ese afirmativo tipo de mujer rusa casi ya no se repitió con tal belleza en nuestra literatura — exceptuando tal vez la figura de Lisa en Nido

de Hidalgos de Turguenev. Pero la manera altanera de mirarlo todo hizo que Onieguin

estuviera lejos de conocer bien a Tatiana cuando su primer encuentro, bajo la figura modesta

de una pura inocente muchacha tan temerosa desde la primera vez. Él no supo distinguir en la pobre niña la perfección de sus cualidades, y realmente tal vez la consideró como un "embrión

moral". ¡Y es a ella a quien tiene por ese embrión, y después de su carta a Onieguin! Si hay

alguien que no pasa de un embrión moral en el poema es ciertamente el propio Onieguin, y

eso sin discusión. De ningún modo pudo él comprenderla. ¿Acaso conoce el alma humana? Es hombre de abstracciones, un inquieto soñador para toda su vida. No la reconoció ni después,

en Petersburgo, bajo su nueva figura de distinguida dama, cuando, según sus propios términos

en las cartas a Tatiana, "comprendía con el alma todas sus perfecciones". Porque ésas solo son

palabras. Ella pasó en su vida, y junto a él siguió desconocida y por él invalorada; en eso reside la tragedia de su romance. ¡Oh, si entonces, en el campo, en el primer encuentro con

ella, hubiera llegado allá, desde Inglaterra, Childe Harold, o hasta de algún modo Lord Byron

en persona, y notando su tímido, modesto encanto se la indicase, ¡oh!, Onieguin en ese mismo

instante se habría consternado y asombrado, porque en esos mártires del dolor universal ¡hay

a veces tanto servilismo espiritual! Pero esto no sucedió, y Onieguin, el que buscaba la armonía universal, leyéndole un sermón y conduciéndose de todos modos muy honradamente,

partió, con su angustia universal y con la sangre derramada sobre sus manos por estúpida

maldad, a vagabundear por la patria, sin detenerse a observarla, para exclamar, maldiciendo,

rebosando de salud y fuerza:

Soy joven, la vida es en mí fuerte,

¡A qué aguardar, angustia, angustia!

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Esto lo comprendió Tatiana. En inmortales estrofas del romance el poeta la describe visitando la casa de ese hombre para ella todavía tan sorprendente y enigmático. Ya no hablo

de los méritos artísticos, de la inalcanzable belleza y profundidad de estas estrofas. Hela aquí a

ella en su habitación: examina sus libros, sus cosas, sus objetos; procura adivinar por ellos su

alma, descifrar su enigma, y el "embrión moral" se detiene por fin en sus reflexiones, con extraña sonrisa, con el presentimiento de la solución del enigma, y sus labios murmuran

quedamente:

¿Y si él sólo fuera una parodia?

Sí, ella debió murmurarlo, ella había adivinado. En Petersburgo, pasado mucho tiempo,

en su nuevo encuentro, ella ya le conoce completamente. Y a propósito: ¿quién dijo que la

vida mundana, cortesana, tocó nocivamente su alma y que justamente su dignidad de encumbrada dama de mundo y nueva concepción mundana fueron en parte motivos de su

rechazo a Onieguin? No, eso no fue así. ¡No, ella es la misma Tania, la pasada lugareña Tania!

Ella no está corrompida; ella, por el contrario, está abrumada por esa ostentosa vida

petersburguesa, está quebrantada y sufre; odia su dignidad de dama de mundo, y quien la

juzga de otro modo no entiende absolutamente lo que quiso decir Puchkin. Y he aquí que dice firmemente a Onieguin:

Estoy a otro prometida

y habré de serle siempre fiel.

Ella expresó esto justamente como una mujer rusa, cuya apoteosis de este modo hace.

Ella expresa la verdad del poema. ¡Oh, yo no diré una palabra acerca de sus convicciones

religiosas, sobre su visión del sacramento del matrimonio; no, eso no lo tocaré! Pero qué, ¿será por eso que renunció a seguirlo no obstante que ella misma le dijo: "Yo lo amo a usted",

justamente porque ella "como una mujer rusa" (y no una meridional o alguna francesa) es

incapaz de un paso atrevido, carece de fuerzas para interrumpir su camino, carece de fuerza

para sacrificar el prestigio de los honores, la riqueza, su significación social, las convenciones

de la virtud? No, la mujer rusa es animosa. La mujer rusa osadamente irá tras aquello en que cree, y ya lo ha demostrado. Pero ella "está a otro prometida y habrá de serle siempre fiel". ¿A

quién, pues, y para qué es fiel? ¿Hacia quién son esas obligaciones? ¿Es a ese anciano general

a quien ella no puede amar, porque quiere a Onieguin, y con quien se casó sólo porque ante

ella "suplicándole con lágrimas la conjuraba su madre", y en su alma ofendida y lacerada sólo había entonces desesperación y ninguna esperanza por alguna claridad? Sí, es fiel a ese

general, su esposo, al hombre honrado que la amaba, que la respeta y que de ella se

enorgullece. No importa que "la madre lo impetrara", pero es ella y no alguna otra la que dio

su asentimiento; fue ella, ella misma que le juró ser su esposa fiel. No importa que se haya casado con él por desesperación; ahora él es su esposo, y su traición lo cubriría de ignominia,

de vergüenza, y le mataría. ¿Acaso puede un hombre fundar su felicidad en la desdicha de

otro? La felicidad no consiste sólo en los deleites del amor, sino en la elevada armonía del

espíritu. ¿Pero con qué tranquilizar el espíritu si detrás queda un deshonesto, despiadado, inhumano proceder? ¿Debía escapar sólo porque eso haría su felicidad? ¿Pero qué felicidad

puede ser ésta si está fundada en la desdicha ajena? Permitidme imaginar que vosotros

mismos levantáis el edificio del destino humano con la finalidad de hacer feliz a la gente, darle,

por fin, paz y tranquilidad. Y he aquí, imaginadlo también, que para eso fuera indispensable,

inevitablemente, atormentar tan sólo a un único ser humano que no es preciso sea de los mejores, que hasta podemos imaginar ridículo en el concepto de otros, no algún Shakespeare,

sino simplemente un honorable anciano, marido de una mujer joven en cuyo amor él creyera

ciegamente —bien que no conoce su corazón—, a la que respeta, y de quien se enorgullece,

que le hace sentir feliz y tranquilo. ¡Y he ahí que sólo es preciso infamarle, deshonrarle y atormentarle, para levantar sobre las lágrimas de ese viejo deshonrado el edificio de la

felicidad! ¿Consentiríais vosotros ser los arquitectos de tal edificio bajo esa condición? Ésa es la

cuestión. ¿Y podéis vosotros admitir por un minuto la idea de que la gente para quienes vais

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vosotros a construir ese edificio aceptaría tal felicidad si en sus fundamentos se coloca el

sufrimiento de un ser todo lo insignificante que se quiera, pero despiadada e injustamente atormentado? Y, aceptando esa felicidad, ¿podrían seguir siendo siempre felices? Diréis:

¿podía resolverlo de otro modo Tatiana con su alma elevada, con su corazón que tanto conocía

el sufrimiento? No, pues el alma rusa en su pureza lo resuelve así: "Que sea yo sola la que me

prive de la felicidad, que mi desdicha sea inconmensurablemente más fuerte que la desdicha de ese viejo; no importa que, por último, nadie y nunca, ni ese mismo viejo, se entere de mi

sacrificio y no lo valore; ¡no quiero ser feliz destruyendo a otro!" En esto reside la tragedia, y

ella se consuma; ya no puede pasarse el límite, ya es tarde, y Tatiana despacha a Onieguin.

Diréis: ¡Pero si el desdichado es Onieguin!; ¡salvó a uno, pero destruyó al otro! Permitidme: otra es aquí la cuestión, y tal vez la más importante del poema. Por otra parte, la cuestión de

por qué Tatiana no sigue a Onieguin tiene entre nosotros, por lo menos en nuestra literatura,

una historia en su género muy característica, y por eso es que me he permitido extenderme

tanto acerca de esta cuestión. Y lo más característico de todo es que la solución moral de esta cuestión fuera puesta en duda durante tanto tiempo. Yo pienso de este modo: aun cuando

Tatiana hubiera quedado libre, si hubiera muerto su anciano marido y ella enviudara, ni aun

entonces hubiera ido ella tras de Onieguin. Preciso es entonces comprender toda la esencia de

este carácter. Ella sabe muy bien a qué atenerse acerca de él: es un eterno vagabundo que ha

visto de pronto una mujer, a la que antes desdeñó, en su nueva brillante posición, circunstancia ésta que me parece esencial en todo el asunto. Pues esta niña a la que él casi

despreció, ahora recibe el homenaje del mundo, de la sociedad, esa autoridad tan imponente

para Onieguin, no obstante todas sus aspiraciones universales. He aquí por qué tiende hacia

ella como encandilado. ¡He aquí mi ideal!, exclama. ¡He aquí mi salvación, el alivio para mi angustia; lo había dejado pasar, y "la felicidad fue tan posible, tan próxima!" Y como antes

Aleko hacia Zemfira, así acude él a Tatiana, buscando en la nueva caprichosa fantasía la

solución de todos sus problemas. ¿Acaso esto no lo ve en él Tatiana; acaso ella no lo había

comprendido hacía tiempo? Sabe muy firmemente que él substancialmente sólo ama su nueva fantasía, y no a ella, humilde como la Tatiana de antes. ¡Sabe que la toma por algo distinto, y

no por lo que ella es; que ni siquiera es a ella a quien quiere; que tal vez él no quiere a nadie,

y hasta es incapaz de amar a pesar de que tan dolorosamente sufre! Ama su fantasía, pero es

que él mismo es irreal. Si ella lo siguiera, él se mostraría desencantado al día siguiente y

miraría su arrebato burlonamente. No hay suelo bajo sus pies, es una brizna llevada por el viento. Ella de ningún modo es así; en ella, en medio de la desesperación y la martirizante

conciencia de que está ya perdida su vida, hay no obstante algo firme, inamovible, en que se

apoya su alma. Son sus recuerdos de infancia, los recuerdos del lugar del nacimiento, de su

rincón aldeano en el que comenzó su humilde, pura vida; esto es, la "cruz y la sombra del ramaje ante la tumba de su pobre Niania". ¡Oh!, esos recuerdos, esas imágenes del pasado,

son ahora para ella lo más valioso, lo único que le ha quedado, y lo que salva su alma de la

definitiva desesperación. Y eso no es poco; por el contrario, es mucho, porque aquí hay toda

una base, aquí hay algo inconmovible e indestructible. Es el contacto con la patria, con el pueblo, con todo lo que tiene de sagrado. En cambio él, ¿quién es y qué es lo que tiene? No

iba ella a seguirla por compasión, tan sólo para consolarle, para regalarle siquiera por un

tiempo, movida por una infinita piedad, el espectro de una felicidad. No; hay almas profundas

y firmes que no pueden conscientemente entregar su santidad a la ignominia ni aun sintiendo una infinita compasión. No, Tatiana no pudo seguir a Onieguin.

De este modo en Onieguin, su poema inmortal, Puchkin se manifestó un gran escritor

nacional como hasta él no lo hubo nunca ni lo fue nadie. De una sola vez, del modo más

exacto, más penetrante, llegó profundamente en nuestra esencia, y señaló la actitud de

nuestra sociedad colocada por encima del pueblo. Describió el tipo del "skitalietz" ruso, al vagabundo tal como fue hasta nuestros días y como es en nuestros días, cuyo destino histórico

y su enorme significado, inclusive para nuestro futuro, fue el primero en adivinar con su genial

percepción; colocó a su lado un tipo positivo de indiscutible belleza en la figura de una mujer

rusa. Puchkin, por supuesto, fue también el primero de los escritores rusos en trazar ante nosotros, en otras obras de ese período de su actividad creadora, toda una serie de tipos rusos

positivamente espléndidos, hallados en el pueblo ruso. En su verdad reside la principal belleza

de esos tipos, una verdad indiscutible y palpable, de tal modo que ya no se les puede negar;

están de pie como esculpidos. Recordaré una vez más: no hablo como un crítico literario, y por lo mismo no me pondré a aclarar mi pensamiento con un examen especialmente detallado de

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esas obras geniales de nuestro poeta. Del tipo ruso del monje cronista, por ejemplo, pudiera

escribirse todo un libro para mostrar toda la importancia y todo el significado que para nosotros tiene la grandeza de esa figura rusa descubierta por Puchkin en la tierra rusa, por él

revelada, por él esculpida y colocada ante nosotros ahora ya para los siglos en la indiscutible

belleza espiritual, humilde y no obstante majestuosa, como testimonio de aquel poderoso

espíritu de la vida popular, que puede producir figuras tan incontestablemente verdaderas. Ese tipo existe; no se puede poner en duda, decir que es una ficción, que es sólo una fantasía e

idealización del poeta. Vosotros mismos lo contempláis y lo aceptáis: sí, es así; por

consiguiente, la fuerza vital de ese espíritu que los engendra es elevada e inmensa. En toda su

obra siéntese en Puchkin su fe en el carácter ruso, fe en su poder espiritual, y tal fe, de este modo, es también esperanza, elevada esperanza en el hombre ruso.

En la esperanza de gloria y de bien

miro hacia adelante sin temor,

dijo el mismo poeta acerca de otra cuestión; pero estas palabras pueden adaptarse a

toda su obra de creación de sentido nacional. Y nunca antes ni después de él, escritor alguno

se unía tan íntimamente, con tanta afinidad, con su pueblo como Puchkin. ¡Oh!, entre nosotros

hay muchos peritos en el conocimiento de nuestro pueblo, entre los escritores, quienes muy talentosamente, muy finamente y con tanta simpatía le describen, y, sin embargo, si se les

compara con Puchkin, entonces debe convenirse en que hasta ahora, con la excepción de uno

solo, cuando mucho de dos de los más recientes de sus continuadores, no son sino "señores"

que sobre el pueblo escriben. Aun en los más talentosos de ellos, hasta en esos dos que constituyen la excepción que yo recién recordaba, aparece de pronto cierto modo altanero,

como de otra condición, de otro mundo; cierto anhelo de levantar al pueblo a su nivel,

creyendo hacerle feliz con esa elevación. En Puchkin justamente hay algo de veras entroncado

con el pueblo, que llega en él hasta cierta simplicidad enternecedora. Considérese, por ejemplo, su relato sobre el oso y de cómo mató el mujik a su hidalga-osa, o recordad los

versos

Compadre Iván, no bien empecemos a beber...

y vosotros comprenderéis lo que yo quiero decir.

Son éstos, tesoros de arte e intuición artística, legados por nuestro gran poeta como

para orientar a los artistas que le seguirían en el futuro, para los futuros laboradores en el

mismo campo. Positivamente puede decirse: si no hubiera existido Puchkin no hubieran podido darse los talentos que le sucedieron. Al menos no hubieran podido, a pesar de sus grandes

dotes, manifestarse con tal vigor y claridad como lograron expresarse posteriormente, y ya en

nuestros días. Pero esto no se reduce al plano de la poesía, a la creación artística: de no existir

Puchkin, no se hubiera determinado tal vez con la inconmovible fuerza con que apareció después de él (y es preciso reconocer que ni siquiera en todos y hasta en demasiados pocos)

nuestra fe en nuestra independencia rusa, nuestra ya consciente esperanza en nuestra fuerza

como pueblo, y la fe, además, en la futura independiente significación dentro de la familia de

pueblos europeos. Esta proeza de Puchkin especialmente se aclara si se profundiza en lo que yo llamo tercer período de su actividad artística.

Una y otra vez repetiré: esos períodos no tienen tan firmes fronteras. Algunas de las

producciones inclusive de ese tercer período pudieron, por ejemplo, aparecer en los comienzos

mismos de nuestro poeta, porque Puchkin fue siempre un todo compacto, por así decir, un

organismo que lleva en sí todas sus concepciones desde un comienzo, en su interior, sin recibirlas de fuera. Lo exterior sólo despertaba en él aquello que ya estaba encerrado en las

profundidades de su alma. Pero ese organismo se desarrollaba, y los períodos de su

crecimiento realmente pueden señalarse, distinguiéndose en cada uno de ellos su particular

carácter y la gradual transformación de un período en otro. De este modo al tercer período puede atribuirse aquella categoría de sus obras en las cuales preeminentemente resplandecían

las ideas universales, se reflejaban formas poéticas de otros pueblos que su genio encarnaba.

Algunas de esas obras aparecieron ya después de la muerte de Puchkin. Y en ese mismo

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período de su actividad nuestro poeta ofrece en sí mismo algo hasta casi milagroso, nunca

oído ni visto antes de él en ninguna parte y que en nadie se había dado. Y en verdad, en las literaturas europeas hubo genios artísticos de enorme magnitud, tales como Shakespeare,

Cervantes, Schiller. Pero mostradme siquiera en uno de esos grandes genios la posesión de

semejante capacidad de resonancia para lo universal como nuestro Puchkin. Y esta aptitud,

principalísimo don de nuestra individualidad nacional, él la comparte precisamente con nuestro pueblo y por ello principalmente es poeta del pueblo. Los más grandes entre los poetas

europeos nunca pudieron encarnar en sí con tal fuerza el genio ajeno —siquiera de los pueblos

vecinos—, su espíritu, toda la oculta profundidad de ese espíritu y toda la angustia de su

vocación, como podía manifestarse en Puchkin. Por el contrario, encarándose con otros pueblos, los poetas europeos más a menudo los encarnaban adaptándolos a su propio

sentimiento nacional, los entendían a su manera. Hasta en Shakespeare, sus italianos, por

ejemplo, son casi sin excepción sus mismos ingleses. Puchkin es el único entre todos los

poetas del mundo que posee la facultad de identificarse con la ajena característica nacional. Ejemplo de ello, las escenas de Fausto, El Caballero Avaro, y la balada Vivía en el mundo un

pobre caballero. Leed su Don Juan, y de no existir la firma de Puchkin nunca reconoceréis que

eso no lo ha escrito un español. ¡Qué profundas fantásticas imágenes en el poema Festín

durante la peste! En ellas se percibe el genio de Inglaterra: esa asombrosa canción sobre la

peste del héroe del poema, esa canción de Mary con los versos

De nuestros niños en la ruidosa escuela,

dispersábanse las voces,

son canciones inglesas, es la pesadumbre del genio británico, su lamento, el martirizante

pensamiento de su futuro. Recordad los extraños versos:

Una vez ambulando entre salvajes valles.

Esto es la casi literal traducción de las tres primeras páginas de un extraño libro místico

escrito en prosa por un antiguo adepto a una secta religiosa inglesa. ¿Pero acaso esto es

simplemente una traducción? En esta triste pero extasiada música de estos versos se siente el

alma misma del protestantismo nórdico a través de ese heresiarca inglés, místico desorbitado, con sus obstinadas, tenebrosas, invencibles aspiraciones con toda la ausencia de trabas del

pensamiento místico. Leyendo estos extraños versos os parecerá escuchar el espíritu de los

siglos de la Reforma, se os hará comprensible este fuego bélico de los comienzos del

protestantismo y se os hará, por último, comprensible la historia misma, y no tan sólo en su pensamiento: parecería como si vosotros mismos hubierais estado allí, hubierais pasado junto

al campo fortificado de los sectarios, hubierais cantado junto a ellos sus himnos, llorado con

ellos en sus arrebatos místicos, y hubierais creído en lo que ellos creían. Y justamente: he aquí

al lado de ese misticismo religioso las estrofas religiosas del Corán o la Imitación del Corán: ¿acaso aquí no se halla el musulmán, acaso esto no es el espíritu mismo del Corán, y de su

espada, la sencilla grandeza de la fe y su temible fuerza sangrienta? Y he aquí también el

mundo antiguo, he aquí Noches egipcias, he aquí esos dioses terrenales que se impusieron

como tales ante el pueblo, cuyo genio y aspiraciones desprecian; sin creer ya más en él se convierten en dioses solitarios que, enloquecidos en su aislamiento, en la agonía de su tedio y

de su angustia, se consuelan con fantásticas brutalidades, placeres de insectos, placeres de la

araña hembra comiéndose a su macho. No hay, positivamente lo afirmo, no ha existido poeta

con esa universal capacidad de resonancia como Puchkin; pero no se trata tan sólo de la

resonancia, sino de su asombrosa profundidad, y de la consubstanciación de su espíritu con el espíritu de pueblos extraños, identificación casi perfecta y por eso mismo maravillosa, porque

en parte alguna y en ningún poeta del mundo entero se ha repetido semejante fenómeno. Sólo

en Puchkin ha existido, y en ese sentido, lo repito, constituye un fenómeno inaudito y nunca

visto a mi entender, profético, porque... porque precisamente en esto se manifiesta la esencia popular de su poesía, el sentido nacional llevado hasta las últimas consecuencias de su

desarrollo, nuestra nacionalidad con su futuro implicado ya en el presente, proféticamente

revelado. Porque ¿cuál es la fuerza del espíritu de la nacionalidad rusa sino su aspiración —en

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su última finalidad— hacia la universalidad y la humanidad toda? No bien Puchkin, plenamente

convertido en un poeta del pueblo, se puso en contacto con la fuerza del pueblo, de inmediato presintió la grande misión futura de esa fuerza. Él es aquí un augur, es aquí profeta.

¿Qué significa, verdaderamente, para nosotros la reforma de Pedro, y no sólo en lo que

se refiere al porvenir, sino hasta en relación con lo que ya ha sido y aconteció, lo que se ha

desarrollado ante nuestros ojos? ¿Qué representó para nosotros aquella reforma? No fue para nosotros sólo la adaptación de los trajes europeos, costumbres, inventos y ciencias europeos.

Profundicemos cómo fue la cosa, observemos atentamente. Sí, muy bien pudiera ser que

Pedro primitivamente sólo en ese sentido comenzó a cumplirla, esto es, en su más próximo

sentido utilitario. Pero ulteriormente, al desarrollar sus ideas hasta sus últimas consecuencias, Pedro, indudablemente, se sometió a cierto oculto presentimiento que le llevó hacia fines

futuros, sin duda más grandes que el inmediato utilitarismo. Del mismo modo el pueblo ruso

no aceptó tan sólo por el utilitarismo la reforma, sino que sin duda tuvo el presentimiento de

cierta lejana, incomparablemente más alta finalidad que la más próxima del utilitarismo, sintió esa finalidad, lo repito, sin duda inconscientemente, pero no obstante de inmediato y con una

vital plenitud. Pues de golpe se concretó nuestra tendencia hacia una vital unión, ¡la unión de

toda la humanidad! Sin hostilidad (como pareció debía de ocurrir), sino amistosamente, con

pleno amor, admitimos en nuestra alma el genio de las naciones extranjeras, de todas ellas,

sin hacer preferencias por diferencia de origen, poseyendo casi desde el principio el instinto necesario para eliminar las contradicciones, disculpar y reconciliar diferencias, con lo cual se

evidenció nuestra aptitud y nuestra tendencia, para nosotros mismos recién reveladas, hacia la

general unificación de todos los pueblos de la raza aria. Sí, la misión del hombre ruso es

indiscutiblemente paneuropea y universal. Ser verdaderamente ruso, ser plenamente ruso, puede que sólo signifique (en última instancia debieran subrayar esto) convertirse en el

hermano de todos los hombres, un omnihombre, si lo prefieren. ¡Oh!, todo esto del eslavismo

y del occidentalismo nuestros sólo constituye un gran malentendido, aunque sea histórico e

indispensable. Para un verdadero ruso, Europa y la heredad de toda la gran raza aria le son tan caros como la misma Rusia, como su suelo natal, porque nuestra heredad es universal,

adquirida no con la espada sino con el poder de la hermandad y la fraternal aspiración hacia la

unión de todos los hombres. Si quisierais profundizar en nuestra historia después de la

reforma de Pedro, encontraríais ya los vestigios e indicios de esta idea, de esta ilusión mía, si

lo preferís, en el carácter de nuestras relaciones con las naciones europeas, hasta en nuestra política exterior. Porque, ¿qué hizo Rusia en aquellos dos siglos con su política sino servir a

Europa, acaso bastante más que a sí misma? No pienso que esto aconteció sólo por la

incapacidad de nuestros políticos. ¡Oh, no saben los pueblos de Europa en qué medida nos son

caros! Y consecuentemente yo creo en esto: que nosotros, es decir, por supuesto, no nosotros, sino la futura gente rusa en el porvenir, comprenderemos unánimemente que llegar a ser un

verdadero ruso va justamente a significar: tender a una completa reconciliación en las

contradicciones europeas, mostrar una salida para la angustia europea en su alma rusa, de

omnímoda humanidad y fuerza conciliadora, albergar en ella con fraternal amor a todos nuestros hermanos para pronunciar finalmente tal vez la definitiva palabra de la grande,

general armonía, el concluyente acuerdo fraternal de todos los pueblos en las evangélicas

leyes de Cristo. Sé, demasiado sé, que mis palabras pueden parecer exaltadas, exageradas y

fantásticas. Así sea, pero yo no me arrepiento de haberlas pronunciado. Era menester que fueran expresadas y especialmente ahora, en el minuto de nuestro triunfo, en el minuto que

honramos a nuestro gran genio, que precisamente encarnó esa idea en toda su fuerza

artística. Por lo demás, se ha expresado ese pensamiento más de una vez, no es nada nuevo

lo que digo. Sobre todo, todo eso parecerá presuntuoso: "¿Es a nosotros, por así decirlo, a

nuestra indigente, a nuestra ordinaria tierra que corresponde semejante suerte? ¿Es a nosotros que está predestinado expresar una nueva palabra a la humanidad?" ¿Pero qué?

¿Acaso yo hablo de gloria económica, de la gloria de la espada o de la ciencia? Sólo hablo de la

fraternidad de los hombres y de que para la universal, para la fraternal unión de toda la

humanidad, el corazón ruso puede ser, entre el de todos los pueblos, el predestinado; lo veo en todos los rastros en nuestra historia, en nuestros hombres mejor dotados, en el genio

artístico de Puchkin. Será pobre nuestra tierra, pero esta pobre tierra "la ha bendecido Cristo

recorriéndola bajo la figura de siervo". ¿Por qué no habríamos de llevar en nosotros su última

palabra? ¿No ha nacido él mismo en un pesebre? Lo repito: por lo menos ya podemos referirnos a Puchkin, a la universalidad y la omnímoda humanidad de su genio. Supo hacer eco

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en su palabra al genio de otros pueblos como el propio. Al menos en arte, en la creación

artística, él puso indiscutiblemente de manifiesto esa aspiración del espíritu ruso a la universalidad, en la cual ya hay un indicio grandemente orientador. Si nuestro pensamiento es

sólo una fantasía, en Puchkin hay, por lo menos, sobre qué fundar esa fantasía. De haber

vivido más largo tiempo, puede que hubiera dado a conocer otras grandes e inmortales figuras

del alma rusa, ya más comprensibles para nuestros hermanos europeos, con lo cual los hubiera aproximado más hacia nosotros, acaso hubiese logrado explicar toda la verdad de

nuestras aspiraciones; y ellos habrían llegado a comprendernos más ahora, se anticiparían a

adivinarnos, habrían dejado de mirarnos desconfiada y altaneramente, como todavía nos

miran. De vivir Puchkin más tiempo, también entre nosotros habría tal vez menos equívocos y disputas de las que ahora vemos. Pero Dios lo resolvió de otro modo. Puchkin murió en pleno

desarrollo de sus fuerzas e indiscutiblemente se llevó consigo a su tumba un secreto. Y henos

aquí ahora sin él, procurando adivinar ese secreto.

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DISPUTA AL CASO

CUATRO LECCIONES SOBRE DIVERSOS TEMAS A PROPÓSITO DE UNA LECCIÓN QUE ME DICTÓ EL SEÑOR GRADOVSKY. CON UNA INVOCACIÓN AL SEÑOR

GRADOVSKY

I

ACERCA DEL MAS FUNDAMENTAL ASUNTO

Había cerrado ya mi Diario limitándome a mi Discurso pronunciado el 8 de junio en Moscú, y la introducción al mismo, que escribí presintiendo el alboroto que verdaderamente se

levantó posteriormente en nuestra prensa, después de la aparición de mi Discurso en Noticias

de Moscú. Pero leída su crítica, señor Gradovsky, yo hice detener la impresión del Diario para

agregarle una respuesta a sus ataques. ¡Oh!, mis presentimientos se justificaron, el alboroto que se levantó es terrible: que soy un soberbio, que soy un cobarde y un Manilov2, y un poeta,

y que hubiera sido preciso traer la policía para contener los arrebatos del público —una policía

moral, una policía liberal, naturalmente—. ¿Pero por qué no a la verdadera? Si la policía

verdadera es ahora entre nosotros liberal, de ninguna manera menos liberal que los liberales

que así accionan en mi contra. ¡En verdad no faltó mucho para que interviniese la verdadera! Pero dejaremos esto por ahora; pasaré directamente a responderle a usted acerca de sus

puntos. Quiero hacer constar como cosa previa que personalmente nada tengo que hacer ni

discutir con usted. No me es posible chocar con usted y ni se me ha ocurrido tener en vista el

convencerle. Ya en ocasiones anteriores, al leer algunos de sus artículos, me asombraba siempre del curso de sus pensamientos. ¿Por qué entonces ahora le contesto? Únicamente

teniendo en cuenta a otros que nos van a juzgar, esto es, a los lectores. Para estos otros es

para quienes escribo. Yo siento, presiento, hasta veo, que surgen y salen nuevos elementos

ansiosos de una nueva palabra, a quienes se les han hecho insoportables las viejas ridiculeces liberales, todas las palabras de esperanza en Rusia del viejo pasado, el escepticismo liberal-

desdentado de los viejos cadáveres a los que se ha olvidado de sepultar y que siguen

considerándose como de la joven generación, hartos del viejo liberal-guía y salvador de Rusia

que en los veinte lustros de su residencia entre nosotros sólo se destacó como "el hombre que grita a diestra y siniestra en el mercado", según la expresión popular. En una palabra, se me

ocurrió decir mucho aparte de una respuesta a sus observaciones, de modo que contestando

ahora no hago sino aprovechar la ocasión.

Usted se ocupa antes que nada de la cuestión, y hasta me reprocha porque no lo deduje

más claramente: ¿de dónde proceden nuestros "vagabundos", de los que yo hablé en mi Discurso? Pues esto es una larga historia; es preciso comenzarla desde lejos. Para ello, sea lo

que fuere aquello que a propósito de eso le contestase, usted de todos modos no lo aprobaría

porque ya tiene el preconcepto, ya tiene preparado su propio juicio acerca de dónde ellos se

crearon y cómo fueron creados: "De la angustia, por así decir, de convivir con los Skvosnik-Dmujanovskis y de la civil aflicción debida a que entonces aún no habían sido liberados los

campesinos". La deducción es digna de un liberal contemporáneo, hablando en general, para

quien todo cuanto atañe a Rusia está desde hace mucho resuelto y despachado, según un

criterio de extraordinaria ligereza, muy propia del liberal ruso. No obstante, la cuestión ésta es bastante más complicada de lo que usted piensa, a pesar de la tan concluyente solución que

propone. De los "Skvosniki y la aflicción" hablaré oportunamente; pero antes que nada

permítame recoger una característica palabrita empleada, una vez más, con ligereza que tiene

algo de petulancia y que no puedo pasar por alto.

Usted dice:

2 Personaje de Gogol de Almas Muertas cuyo nombre caracteriza individuos fantasiosos de sueños absurdos.

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"Así o de otro modo, pero hace ya dos siglos nos encontramos bajo la influencia de la

ilustración europea, que actúa sobre nosotros con extraordinaria fuerza, gracias a la "universal capacidad de resonancia" del hombre ruso, reconocida por el señor Dostoievsky como nuestro

rasgo nacional. No podemos eludir aquella influencia ni habría tampoco por qué intentarlo.

Esto es un hecho contra el cual nada podemos hacer, por el sencillo motivo de que cada

hombre ruso, deseoso de hacerse ilustrado indispensablemente recibirá esa ilustración de fuentes europeo-occidentales, por la completa ausencia de fuentes rusas".

Está dicho sin duda impulsivamente; pero usted ha pronunciado una palabra importante:

"ilustración". Permítame, pues, preguntar qué abarca usted con ella: ¿La ciencia occidental,

conocimientos útiles, la técnica, o la ilustración del espíritu? Lo primero, esto es, ciencias y técnicas, no debemos eludirlo, y realmente no hay razón para que nos apartemos de ellas.

Acepto, asimismo, completamente que no hay otra parte de donde recibirlas que de fuentes

europeo-occidentales, por lo cual la alabanza a Europa y nuestro agradecimiento son eternos.

Pero por ilustración yo entiendo (pienso que nadie puede comprenderlo de otro modo) lo que ya literalmente se expresa en la palabra misma "ilustración", esto es, luz espiritual, iluminando

el alma, alumbrando el corazón, orientando la inteligencia y mostrándole el camino en la vida.

Pero si es así permítame hacerle notar que no necesitamos derivar semejante ilustración de

fuentes europeo-occidentales, por la plena existencia (y no por su ausencia) de fuentes rusas.

¿Se asombra usted? Ahí tiene usted: en las discusiones me gusta comenzar planteando derechamente lo esencial del punto cuestionado.

Yo afirmo que nuestro pueblo se ha ilustrado ya hace tiempo, al recibir en su esencia a

Cristo y sus enseñanzas. Me dirá que el pueblo no conoce la doctrina de Cristo, y que no se

dirigen a él los predicadores. Pero esa objeción es vacua: lo sabe todo, todo lo que precisamente debe saberse, aunque acaso no pudiese aprobar un examen de catecismo.

Aprendió en los templos, en los que por siglos escuchó las oraciones y los himnos, superiores a

los predicadores. Los aprendió, y los ha cantado en los bosques, en trance de salvarse de sus

enemigos; quizá al tiempo de la invasión de Batievo ya los cantaba: "Señor, despierta nuestras fuerzas", y los aprendió porque excepto Cristo nada le quedaba entonces; pero en él,

en ese solo himno, reside toda la verdad de Cristo. Y qué importa si los predicadores han leído

poco ante las gentes, y los diáconos rezongan indescifrablemente, según la mayor acusación

contra nuestra Iglesia imaginada por los liberales, junto con aquella otra de que la lengua

eclesiástico-eslava es al parecer incomprensible para el pueblo. (¡Y los creyentes de la vieja fe, por Dios!) En cambio, saldrá un pope y leerá: "Señor Vladico, vientre mío", y en ese rezo se

halla toda la esencia del cristianismo, todo su catecismo, y el pueblo sabe esa oración de

memoria. Sabe también de memoria muchas de las vidas de santos, las repite y las escucha

con enternecimiento. ¡Pero la principal escuela del cristianismo que el pueblo cursó son los siglos de infinitos e interminables sufrimientos que ha sobrellevado durante su historia,

cuando, abandonado de todos, trabajando para todos, tan sólo le quedaba Cristo, al que

aceptó entonces en su alma para la eternidad, y que por eso salvó de la desesperación su

alma! Por lo demás, ¿para qué le estoy diciendo esto? ¿Es que yo quiero convencerle? Mis palabras le parecerán, naturalmente, pueriles hasta ser casi inelegantes. Pero repetiré por

tercera vez: no escribo para usted. El tema es importante y exige que sobre él se hable mucho

y en especial, y yo he de hacerlo en tanto tenga una pluma en las manos, expresando ahora

mi pensamiento sólo en su conclusión fundamental: Si nuestro pueblo está desde hace mucho ilustrado por haberse asimilado en su esencia a Cristo y sus enseñanzas, es que junto con Él,

con Cristo, naturalmente, se asimiló la verdadera ilustración. Con semejante reserva de

ilustración, las ciencias de Occidente, claro está, se convierten para él en verdadero beneficio,

y no será por ellas que Cristo se oscurezca entre nosotros como en el Occidente, donde por lo

demás tampoco se oscureció la imagen de Cristo debido a las ciencias, como afirman los liberales, ya que ocurrió antes de su desenvolvimiento, cuando la Iglesia occidental,

transformada de Iglesia en el gobierno de Roma, desfiguró la imagen de Cristo, encarnándola

en el Papado. Sí, en Occidente ya no hay, en realidad, Cristianismo ni Iglesia, si bien hay

muchos cristianos y nunca desaparecerán. El Catolicismo ya no es, en verdad, Cristianismo, y se convierte en idolatría, y el protestantismo se convierte a pasos gigantescos en ateísmo y en

vacilante, fluida, cambiante (y no inmutable) moral.

¡Oh, por supuesto, usted en seguida me objetará que el Cristianismo y la adoración de

Cristo de ninguna manera son ni encierran en sí todo el ciclo de la ilustración, que no son sino algunos de sus grados; que son precisas por el contrario las ciencias, las ideas civiles, la

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evolución, etc., etc. Nada tengo a esto que contestarle, ni sería elegante hacerlo, porque si

bien tiene usted razón a propósito de las ciencias, por ejemplo, nunca aceptaría usted, en cambio, que el Cristianismo de nuestro pueblo es, y debe seguir siéndolo siembre, el

fundamento más importante, vital de su ilustración! Yo había dicho en mi Discurso que

Tatiana, renunciando a seguir a Onieguin, se condujo a la rusa, según la verdad del pueblo

ruso, y a uno de mis críticos, ofendido porque el pueblo ruso tiene una verdad, se le ocurrió objetarme con la cuestión: "¿Y el pecado contra el séptimo mandamiento?" ¿Acaso puede

contestarse a semejantes críticos? Se hallan ofendidos sobre todo porque el pueblo ruso pueda

tener su verdad y por lo tanto sea realmente ilustrado. ¿Acaso el pecado de adulterio existe en

todo nuestro pueblo y existe como verdad? ¿Lo acepta todo el pueblo como lo justo? Cierto, nuestro pueblo es tosco, si bien está lejos de serlo su totalidad; ¡oh!, no todo, puedo jurarlo

como testigo, porque yo he visto a nuestro pueblo y lo conozco, he convivido con él suficientes

años, he comido con él, he dormido a su lado, y yo mismo a "los malhechores estuve

incorporado"; realicé con él trabajos que verdaderamente encallecen, en el tiempo que otros, "lavándose las manos en sangre", liberalizaban ante el pueblo, y lo ridiculizaban decretando en

sus conferencias y en sus artículos de los periódicos, que el pueblo nuestro "tenía la figura de

bestia y su misma estampa". ¡No me digan, pues, que yo no conozco al pueblo! Lo conozco:

de él acepté nuevamente en mi alma a Cristo, al que conocí todavía niño, en la casa paterna, y

al que perdí al transformarme a mi turno en "un liberal europeo". Pero admitamos que sea, que en efecto sea nuestro pueblo pecador y tosco, que sea todavía bestial su figura: "El hijo a

expensas de la madre viajaba, la joven esposa enganchada", algún origen habrá tenido esa

canción. Todas las canciones rusas se tomaron de algún suceso, ¿notaron ustedes eso? Pero

sean ustedes justos siquiera una vez, gentes liberales: ¡recuerden todo cuanto el pueblo debió soportar en tantos siglos! ¡Conviene preguntarse quién es más culpable de su figura de bestia

en lugar de condenarle por ella! Es ridículo condenar al mujik porque no está peinado por un

peluquero francés de la Bolshoi Morskoi, pero justamente casi a tales acusaciones llegan

nuestros liberales europeos cuando se lanzan contra el pueblo ruso y se dan a despreciarle. ¡Que no ha refinado su personalidad, que no tiene rasgos nacionales! Dios mío, y en el

Occidente, cualquiera sea el pueblo que ustedes consideren, ¿acaso hay menos ebriedad y

latrocinio, no hay acaso la misma brutalidad, y aliado de ésta una crueldad (que no hay en

nuestro pueblo) y una bien aderezada ignorancia, verdadera desilustración, porque está unida

a tal impiedad que ya ni la consideran pecado, pero he aquí lo que hay en él de indiscutiblemente bueno: ¡y es que tomado en su conjunto (y no tan sólo idealmente sino en

su sentido más real), nunca ha tomado, no lo toma ahora, ni tomará nunca, su pecado por la

verdad! Él pecará, pero siempre ha de decir tarde o temprano: he incurrido en falta. Si el

pecador no lo dice, lo dirá otro en su lugar, y la verdad será mantenida. El pecado es hediondo, y la hediondez pasará cuando el Sol resplandezca plenamente. El pecado es asunto

transitorio, y Cristo es eterno. El pueblo peca y se envilece diariamente, pero en sus mejores

minutos, en los minutos de Cristo, nunca se engañará en lo que respecta a la verdad. Y esto es

lo importante: en qué cree el pueblo como su verdad, dónde la coloca, cómo se la representa, hacia qué dirige sus mayores anhelos, qué es lo que ama, qué pide a Dios, qué le hace llorar,

orando. Y el ideal del pueblo es Cristo. Y con Cristo, naturalmente, viene la ilustración, y en

sus momentos decisivos, nuestro pueblo resuelve y ha resuelto cualquier asunto, social,

público, siempre cristianamente. Usted dirá con burla: "llorar es poco, también lo es gemir; es preciso actuar, es preciso ser". Y entre ustedes mismos, señores rusos ilustrados a la europea,

¿hay muchos justos? ¿Podríais indicarme vuestros santos, los que vosotros colocáis en lugar

de Cristo? Pero, sabedlo, en el pueblo hay hasta santos. Hay caracteres positivos de

inimaginables belleza y fuerza, que todavía no alcanzó a tocar vuestra observación. Existen

esos santos y mártires de la verdad — ¿los vemos o no los vemos? No sé: al que le está dado ver, aquél, naturalmente, los verá y comprenderá; aquel que sólo ve en el pueblo figura de

bestia, aquél, naturalmente, nada verá. Pero el pueblo, al menos, sabe que cuenta con

aquellos justos, cree que ellos existen, la fuerza de ese pensamiento le hace esperar que ellos

en el momento necesario para todos le salvarán. ¿Y no ha salvado tantas veces nuestro pueblo a la patria? Y todavía no hace mucho, cuando parecía enfangado de pecados, en su ebriedad,

en su inmoralidad, se regeneró espiritualmente, recuperando su integridad, en la última guerra

por la fe de Cristo, oprimida entre eslavos por musulmanes. Aceptó la lucha, se aferró a ella

como al sacrificio de su purificación del pecado y de la inmoralidad, y mandó sus hijos a morir por la causa santa, y no gritó ante la caída del rublo, o al encarecer el precio de la carne.

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Escuchaba ávidamente, ávidamente preguntaba, y él mismo leía sobre la guerra, lo cual

muchos pueden atestiguarlo como nosotros. Lo sé: la elevación del espíritu de nuestro pueblo en la última guerra, y, más aún, los motivos de esa elevación no son reconocidos por los

liberales, que se ríen de estas ideas: "Esa gentuza tiene una idea unificadora, un sentimiento

ciudadano, un pensamiento político — ¿acaso puede esto permitirse?" ¿Y por qué, por qué

nuestro liberal europeo es tan a menudo enemigo del pueblo ruso? ¿Por qué en Europa los que a sí mismos se llaman demócratas siempre están con el pueblo, por lo menos en él se apoyan,

en tanto que el demócrata nuestro frecuentemente presume de aristócrata y termina al fin de

cuentas sirviendo casi siempre a todo aquello que aplasta la fuerza del pueblo, acabando por

definirse señorialmente? ¡Oh!, yo no afirmo que ellos conscientemente sean enemigos del pueblo, pero precisamente esta inconciencia es lo trágico. ¿Sentirá usted indignación por estas

cuestiones? No importa. Para mí todo esto son axiomas, y ya nunca, por cierto, dejaré de

proclamarlos y demostrarlos en tanto escriba y hable. Y así tendremos esta conclusión: con las

ciencias ocurre como he dicho, pero en cuanto a "ilustración" nada tenemos que tomar de las fuentes europeo-occidentales. De lo contrario, extraeríamos fórmulas sociales, tales como, por

ejemplo: Chacun pour soi et Dieu pour tous, o, après moi le deluge. ¡Oh!, de inmediato

gritarán: "¿Es que no tenemos entre nosotros refranes semejantes, no se dice acaso entre

nosotros: "La hospitalidad ya aprovechada no se recuerda", y centenares de otros aforismos

de la misma categoría? Sí, tiene el pueblo muchos refranes y de todas las clases: el espíritu del pueblo es amplio, lo es también el humor, y cuando se desarrolla la conciencia apunta el

desprecio, pero no son sin embargo más que refranes; nuestro pueblo no cree en su verdad

moral, se burla de ellos, y, por lo menos en su conjunto, los niega. ¿Pero se atrevería usted a

sostener que "chacun pour soi et Dieu pour tous" es sólo un refrán, y no ya una fórmula social por todos aceptada en Occidente, a la cual todos allá sirven y en la cual creen? Por lo menos,

todos aquellos que se alzan por encima del pueblo son los mismos que lo sujetan por las

riendas, poseen la tierra y los proletarios, y los que hacen guardia a la "ilustración europea".

¿Para qué, pues, precisamos semejante ilustración? Buscaremos otra entre nosotros. La ciencia es una cosa, y la ilustración otra. Poniendo nuestra esperanza en el pueblo y sus

fuerzas quizá logremos mostrar ya en su totalidad, en el pleno esplendor y brillo, esta nuestra

ilustración en Cristo. Usted me dirá, se sobreentiende, que toda esta larga divagación no es sin

embargo respuesta a su crítica. No importa. Yo mismo lo considero sólo como un prólogo,

aunque, eso sí, indispensable. De igual modo que usted ha señalado en mi Discurso aquellos puntos de disentimiento que usted mismo considera los más importantes y hasta

importantísimos, así yo destaqué también un punto tal entre los suyos, que considero el más

fundamental de nuestra disensión, el mayor obstáculo para que lleguemos a un acuerdo. Pero

el prólogo ha terminado, acerquémonos a su crítica y ahora ya sin digresiones,

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II

ALEKO Y DIERYIMORDA SUFRIMIENTOS DE ALEKO POR LA SERVIDUMBRE DEL MUJIK.

ANÉCDOTAS

Usted escribe al criticar mi Discurso:

"Pero Puchkin, representando a Aleko y Onieguin con sus negaciones, no mostró qué es

lo que justamente "negaban" ellos, y sería en alto grado arriesgado afirmar que ellos negaban

precisamente "la verdad del pueblo", principio fundamental de una concepción rusa del mundo. Esto no se ve en ninguna parte".

Bueno, se vea o no se vea, sea o no arriesgado el afirmarlo, en seguida volveremos a

eso, pero antes he aquí lo que usted dice de los Dmujanovski, de los cuales al parecer escapó

Aleko hacia los gitanos:

"Pero realmente, el mundo de los vagabundos de entonces —escribe usted— no era un mundo negador de otro mundo. Para la explicación de esos tipos, son indispensables otros

tipos, que Puchkin no reprodujo, si bien se refirió a ellos circunstancialmente con ardiente

indignación. La naturaleza de su talento le impedía descender a esa oscuridad y elevar a "perla

de creación" los buhos, mochuelos y murciélagos que llenan las plantas subterráneas de la vivienda rusa (y no las superiores). Esto lo hizo Gogol, grande reverso de Puchkin. Él explicó al

mundo por qué Aleko escapó hacia los Gitanos, el porqué del aburrimiento de Onieguin, y por

qué se multiplicaban en el mundo "los hombres superfluos" inmortalizados por Turguenev. Los

Korobochka, Sobakevich, Skvosniki-Dmujanovski, los Dieryimorda, los Tiapkin-Liapkin, son al lado una sombra de Aleko, Beltov, Rudin y muchos otros. Éste es el fondo sin el cual son

incomprensibles las figuras de los últimos. Pero estos héroes gogolianos eran rusos, gente

rusa, ¡y hasta qué punto! Korobochka no padecía de la tristeza universal, Skvosnik-

Dmujanovski sabía entenderse magníficamente con los comerciantes, Sobakevich comprendía

demasiado a sus campesinos, y ellos del mismo modo le veían a él. Naturalmente, Aleko y Rudin no veían ni entendían nada de esto; escapaban simplemente hacia donde cada uno

podía: Aleko con los gitanos, Rudin a París, para morir por un asunto que le era

completamente ajeno".

Ellos, ahí tiene usted, simplemente escapaban. ¡Oh, la facilidad de los juicios periodísticos! ¡Y qué fácil le resulta a usted todo esto, cómo lo tiene usted todo listo y de

antemano resuelto! Realmente, habla usted con lugares comunes. A propósito, ¿con qué

objeto se detiene usted a decir que todos esos héroes gogolianos eran rusos? — "gente rusa,

¡y hasta qué punto!" Nada tiene que ver con nuestra discusión. ¿Acaso alguien ignora que ellos eran rusos? Sí, tanto Aleko como Onieguin eran rusos, también somos rusos usted y yo; ruso,

completamente ruso, lo fue también Rudin, escapado a París para morir por un asunto que le

era al parecer completamente ajeno, como usted lo afirma. Sí, justamente él es ruso en tan

alto grado, porque el asunto por el cual muere en París de ninguna manera le era tan ajeno como hubiera sido a un inglés o a un alemán — porque todo asunto europeo, universal, de

toda la humanidad, hace ya mucho que no es extraño al hombre ruso. Sí, ¡ése es el rasgo

característico de Rudin! La tragedia de Rudin consiste propiamente en que no encontró

ocupación en su tierra y murió en tierra de otros, pero de ninguna manera tan extraña a él

como usted afirma. Pero he aquí, no obstante, en qué consiste el asunto: todos esos Skvosniki y Sobakevich, aunque gentes rusas, son gentes rusas echadas a perder, desarraigadas de su

suelo, y aunque conocen al pueblo por uno de sus lados, nada saben y ni siquiera sospechan

que existe este segundo lado — y en ello reside toda la cuestión. Nada sospecharon acerca del

alma del pueblo, de todo aquello que el pueblo ansia, de lo que orando pide, porque despreciaban terriblemente al pueblo. Hasta le negaban alma, salvo tal vez para su recuerdo.

"Sobakevich comprendía demasiado a sus campesinos", afirma usted. Esto es imposible.

Sobakevich sólo veía en su Proshka algo que se puede vender a Chichikov. Usted afirma que

Skvosnik-Dmujanovski sabía entenderse magníficamente con los comerciantes. ¡Tenga compasión! Mas lea usted mismo la tirada del alcalde a los comerciantes en el quinto acto: es

posible que así sólo se hable con los perros, pero no con gente; ¿es esto lo que para usted

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significa entenderse magníficamente? ¿O es que usted se jacta de ello? Ya sería preferible

tomarlos a golpes o arrastrarlos por el suelo, de los pelos. En mi infancia vi una vez pasar por la carretera a un cazador, de vistoso uniforme, con sombrero de tres picos con una pluma, que

a lo largo de toda la carrera golpeaba con terribles puñetazos en la espalda al cochero que,

excitado, fustigaba a la galopante troika. Ese cazador era, por supuesto, ruso de nacimiento,

pero hasta tal punto ofuscado, y divorciado del pueblo, que no podía entenderse con un hombre ruso de otro modo que con su enorme puño en lugar de cualquier conversación. Y sin

embargo él pasó toda su vida entre cocheros y diversas gentes de pueblo. Pero los pliegues de

su uniforme, el sombrero con la pluma, su grado de oficial, sus lustradas botas

petersburguesas, le eran más caros, sincera y espiritualmente, no sólo que el mujik ruso, sino, pudiera ser, que toda Rusia, que cruzaba a lo largo y a lo ancho y en la cual él, según toda

verosimilitud, nada había encontrado de notable y digno de otra cosa que de su puño o la

punta de sus lustradas botas. A él toda Rusia se le figuraba bajo su mando, y todo cuanto

estaba fuera de él resultábale casi indigno de existir. ¡Cómo podría tal individuo comprender la esencia del pueblo y su alma! Ése era un ruso, pero ya un ruso "europeo", sólo que su

europeísmo procedía no de la ilustración, sino como en muchos, extraordinariamente muchos

casos, de la depravación. Sí, esta depravación se aceptó entre nosotros más de una vez como

el medio auténtico para transformar a los rusos en europeos. El hijo, pues, de semejante

cazador será quizás un profesor, esto es, un europeo patentado. Así que no hable de la comprensión de ellos del alma del pueblo. Fueron necesarios Puchkin, los Jomiakov, los

Samarin, Aksakov, para que se comenzara a interpretar la verdadera esencia del pueblo.

(Antes de ellos también se la había mencionado, pero siempre en cierto estilo clásico y

teatral). Y cuando ellos finalmente comenzaron a hablar de "verdad del pueblo", todos los miraron como a idiotas y epilépticos, que tenían por ideal "comer rábano y escribir denuncias".

¡Sí, denuncias! Ellos hasta tal punto asombraron a todos con su aparición y con sus opiniones,

que los liberales comenzaron a tener sus dudas: ¿no llegarían tal vez a denunciarlos? Juzguen

ustedes mismos: ¿acaso están lejos de esa estúpida manera de ver a los eslavófilos muchos liberales contemporáneos?

Pero al asunto. Usted afirma que Aleko escapó hacia los gitanos por Dieryimorda.

Supongamos que eso es verdad. Pero lo peor de todo es que usted mismo, señor Gradovsky,

reconoce, completamente convencido, el derecho de Aleko a semejante aversión: "No hubiera

podido no ir con los gitanos porque era demasiado indeseable Dieryimorda". Y yo afirmo que Aleko y Onieguin eran también en su género Dieryimordas, y en otro sentido todavía peores.

Sólo con la diferencia que yo no los culpo de ningún modo, reconociendo plenamente lo trágico

de su destino, en tanto que usted los alaba por haber desertado: "Hombres tan grandes e

interesantes ¿cómo hubieran podido soportar semejantes monstruos?" Usted se equivoca terriblemente; deduce que Aleko y Onieguin no eran de ninguna manera desarraigados de su

suelo y no negaban la verdad del pueblo. Además de esto: "No eran en absoluto soberbios",

llega usted a afirmar. Pero es que aquí la soberbia es consecuencia directa, lógica e inevitable

de la abstracción que hacían de su suelo, de su desapego hacia él. No podrán negar que ellos ignoraban su tierra, que crecieron y sólo se educaron en institutos, que únicamente conocían a

Rusia a través de sus empleos en Petersburgo, y que con respecto al pueblo estaban en la

relación del señor con el siervo. No importa que hubieran convivido en el campo con los

mujiks. Mi cazador se había entendido toda la vida con los cocheros y sólo les concedía que eran dignos de sus puñetazos. Aleko y Onieguin eran para con Rusia altaneros e impacientes

como todas las gentes que viven en grupo aparte del pueblo, teniéndolo todo a su disposición,

esto es, el trabajo del mujik y la ilustración europea, que también conseguían gratis. Pero

precisamente el que todos nuestros hombres inteligentes con una notoria preparación

histórica, en la casi totalidad de los siglos de nuestra historia, se convirtieran en ociosos afeminados se explica por haber hecho abstracción, por su desarraigo del suelo natal. No

padecía por causa de Dieryimorda, sino por no saber comprender a Dieryimorda y su origen.

Era demasiado orgulloso para ello. No se lo supo explicar y no encontró la posibilidad de

trabajar en la tierra natal. Pero consideraba como estúpidos a aquellos que creían en esa posibilidad, o los tomaba por Dieryimordas. Y no sólo ante Dieryimorda era orgulloso nuestro

skitalietz, sino hasta con toda Rusia, porque toda Rusia, según su concluyente deducción, sólo

incluía esclavos o Dieryimordas. Si es que contenía algo más honorable, era a ellos, los Aleko y

Onieguin, y nada más. Después de esto la soberbia viene por sí misma: viviendo en la abstracción, ellos realmente comenzaron a asombrarse de su nobleza y eminencia con

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respecto a los ruines Dieryimordas, a los cuales no podían sin embargo comprender. De no

haber sido soberbios habrían visto que ellos mismos eran Dieryimordas, y, entrevisto esto, habrían tal vez encontrado entonces, precisamente en esa adivinación, una salida hacia la

reconciliación. Pero tenían para con el pueblo un sentimiento que ya no era tanto de orgullo

cuanto de repugnancia, y esto hacia todos sin excepción. Usted no creerá en todo eso; usted,

por el contrario, diciendo que verdaderamente los rasgos interiores de Aleko y Onieguin no están bien observados, altaneramente comienza a amonestarme por la estrechez de la visión y

porque "cura los síntomas sin atacar el mal en su raíz". Usted afirma que yo, diciendo:

"Humíllate, hombre orgulloso", sólo enjuicio a Aleko en sus cualidades personales, omitiendo la

raíz de la cuestión "como si por así decir toda la esencia del asunto se redujese a las cualidades personales del que se enorgullece y no desea humillarse". "No está resuelta la

cuestión, dice usted, de ante qué se mostraban orgullosos los skital tsi, y queda sin respuesta

la otra: ante qué corresponde humillarse". Todo esto es demasiado altanero de su parte. Creo

haber deducido directamente que los "skitaltsi" son productos de la evolución histórica de nuestra sociedad; por consecuencia no amontono toda la culpa sobre ellos personalmente y

sus condiciones personales. Usted lo ha leído, así está escrito e impreso, luego, ¿para qué lo

altera? Resumiendo mi tirada sobre el "Humíllate", usted escribe:

"En esas palabras el señor Dostoievsky expresa lo más sagrado de sus convicciones,

aquello que constituye simultáneamente la fuerza y la debilidad del autor de Los hermanos Karamazov. En esas palabras se encierra un elevado ideal religioso, una vigorosa predicación

de una moral personal, pero no hay la menor alusión a ideales sociales."

Y luego de esas palabras comienza usted de inmediato a criticar la idea del

"perfeccionamiento individual en el espíritu del amor cristiano". Pasaré en seguida a su opinión sobre el "perfeccionamiento individual", pero daré primero vuelta ante usted los forros mismos

de su pensamiento, los que quisiera precisamente ocultar. ¡Se ha irritado usted tanto conmigo

no tan sólo porque acuso al "vagabundo", sino porque yo, al contrario que usted, no lo

reconozco como ideal de la perfección moral, ni lo considero el hombre ruso más sano, tal como puede y debe ser! Reconociendo que en Aleko y Onieguin hay "rasgos no observados"

usted argumenta de mala fe. Para su íntima opinión, que usted por algún motivo no quiere

exteriorizar plenamente, los "vagabundos" son normales y magníficos, bastando para ser esto

último el haber huido de Dieryimorda. Usted mira con indignación a quien se atreva a señalar

en ellos el menor defecto. Ya lo dice directamente: "Sería absurdo afirmar que ellos perecieron por su orgullo y no quisieron humillarse ante la verdad del pueblo". Por último afirma con calor

e insiste en que esos hombres emanciparon al campesino. Usted escribe:

"Diremos más: si en el alma de los mejores de estos "vagabundos" de la primera mitad

de nuestro siglo alentaba alguna idea, fue precisamente la idea del pueblo; el más ardiente de sus odios se refería justamente a la servidumbre que pesaba sobre el pueblo. No importa que

hayan amado al pueblo y odiado la servidumbre a su manera, a la "europea". Pero ¿quiénes

sino ellos prepararon nuestra sociedad para la abolición de la servidumbre? De la mejor

manera que pudieron sirvieron a la tierra nativa, en un comienzo en calidad de predicadores de la liberación y después en calidad de intermediarios de primera fila."

Esto es lo que significa que los "vagabundos" odiaban la servidumbre a su manera, a la

"europea"; en eso reside toda su fuerza. La cosa es que odiaban la servidumbre, pero no a

causa del mujik ruso, ya que éste trabajaba para ellos, los alimentaba, de tal modo que se encontraban en el número de los opresores. ¿Quién les impedía, si hasta tal punto les

abrumaba una ciudadana aflicción que necesitaban irse con los gitanos, o a las barricadas de

París; quién les impedía liberar cuando menos a sus propios campesinos de la tierra para

aliviar de tal manera a su conciencia, en lo que concernía al menos a su personal

responsabilidad? Pero apenas se registraron tales liberaciones entre nosotros, y en cambio las lamentaciones ciudadanas se extendían por muchas partes. "El medio, por así decir, atrapaba,

y ¿cómo, pues, privarse de su capital?" Pero, ¿por qué no privarse cuando su aflicción por la

servidumbre llegaba a tal extremo que les hacía correr a las barricadas? Pues la cosa es que

en el "pueblito París" se precisa dinero a pesar de todo, aunque se haya ido a luchar a las barricadas, y he aquí que eran los siervos quienes proveían de la renta. Y aun hacían algo más

simple: hipotecaban, vendían o cambiaban los campesinos (¿no es todo lo mismo?), y

realizadas las moneditas se iban a París a ayudar a la publicación de periódicos y diarios

radicales franceses para la salvación de toda la humanidad y no tan sólo del mujik ruso.

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¿Asegura usted que a todos ellos les mordía la aflicción por el mujik en servidumbre? No es

que fuera sobre el mujik esclavizado, sino en general la abstracta pesadumbre sobre la esclavitud en la humanidad: no debe existir, es incivilizado, ¡Liberté, Egalité, Fraternité! En lo

que concretamente se refiere al mujik ruso, pudiera ser que la aflicción de ningún modo

acongojara a esos grandes corazones tan terriblemente. He oído multitud de manifestaciones,

dichas en la intimidad por personas muy, pero muy "ilustradas" de los pasados buenos viejos tiempos, y las recuerdo: "La esclavitud es, sin duda, un espantoso mal —convenían ellos entre

sí—, pero considerándolo bien, nuestro pueblo ¿es acaso un pueblo? ¿Se parece acaso al

pueblo de París del año 93? Ya está totalmente habituado a la esclavitud, su rostro, su figura

ya dan la imagen del esclavo, de modo que si bien, hablando en general, la vara, por ejemplo, es desde luego una terrible ignominia, resulta, ¡por Dios que sí!, que para el hombre ruso la

varita es aún indispensable: "Es preciso azotar al mujik ruso; el mujikito ruso se entristece si

no se le azota, porque así es este país", he aquí lo que yo escuché en un tiempo, lo juro, hasta

de gente de veras extremadamente culta. Esto es "una sobria verdad". Pudiera ser que Onieguin no azotara a sus siervos, si bien esto es difícil de determinar exactamente; pero de

Aleko, estoy seguro que azotaba, y no por crueldad de corazón, sino casi por piedad, hasta con

buenos propósitos: "Esto es para él indispensable, no puede vivir sin la varita, él mismo viene

y pide: azótame, señor, haz un hombre, está totalmente consentido. ¿Qué hacer con gente de

esta índole?, diréis: bueno, ¡la satisfaremos azotándola!" Repito, el sentimiento en ellos hacia el mujik llegaba frecuentemente hasta la ruindad. Y cuántas despreciables anécdotas

circulaban entre ellos sobre el mujik, despreciables e impúdicas, sobre su alma esclava, sobre

su "idolatría", sobre su pope, sobre su mujer, difundidas desaprensivamente muchas veces por

gentes cuya vida familiar semejaba frecuentemente casi una casa de tolerancia. ¡Oh!, bien entendido que no siempre por maldad, sino muchas veces justamente sólo por un excesivo

calor en la adopción de las últimas ideas europeas, a la Lucrecia Floriani, por ejemplo,

entendidas a nuestro modo y asimiladas con toda la vehemencia rusa. Eran rusos en todo.

¡Oh!, esos apesadumbrados "skitaltsi" eran a veces grandes bribones, señor Gradovsky, y precisamente estas mismas anecdotitas sobre el mujik ruso, y la despreciativa opinión sobre

él, casi siempre suavizaban en sus corazones el filo de su civil aflicción por la servidumbre,

dándole de este modo un carácter que era solo abstracto, universal. Pero una aflicción de un

carácter abstracto-universal se hace perfectamente soportable por mucho que se prolongue,

porque en ese caso se hace alimento espiritual la contemplación de la propia belleza moral y el vuelo de su pensamiento civil, en tanto que corporalmente se alimentaban —¡y de qué

modo!— con el censo de aquellos mismos campesinos. Es oportuno recordar la anécdota que

relataba hace poco en un diario un hombre de edad, observador de aquellos tiempos, acerca

de un encuentro entre los más firmes liberales rusos, hombres de universal talento, de aquel entonces, con una mujer del pueblo. Aquí se trataba de vagabundos irremediables, por así

decir, ya patentados, y que así mismos se consideraban, en ese sentido, históricos. En verano,

ahí tiene usted, justamente en el año cuarenta y cinco, en una hermosa finca cercana a Moscú

donde se servían "comidas colosales", según la observación de aquel mismo lugareño, se reunieron una vez multitud de visitas: los más humanitarios profesores, admirables aficionados

y peritos en bellas artes y otros etcéteras, gloriosos demócratas posteriormente convertidos en

ilustres dirigentes políticos de significación casi mundial, críticos, escritores, damas

encantadoras por su educación. Y en cierto momento toda esa gente, seguramente después de la comida con champaña, con empanadas de trufas y hasta de leche de ave (por algo han sido

llamadas comidas "colosales"), se dirigió a pasear al campo. Entre el centeno encuentran a

una segadora. Los trabajos rurales del verano son conocidos: se levantan los mujiks y las

mujeres a las cuatro de la mañana y van a ganarse el pan trabajando hasta la noche. La

cosecha es difícil; doce horas encorvados, el sol quema. La segadora, introduciéndose en el centeno, habitualmente ni se ve. Y he aquí que en el centeno encuentra nuestra banda una

segadora —imagínense ustedes— en "un traje primitivo" (¡en camisa!). ¡Es terrible! Se les

despertaron todas sus nociones acerca del mundo, su humano sentimiento, y se escuchó de

inmediato una voz ofendida: "¡Sólo la mujer rusa, entre todas las mujeres del mundo, no se avergüenza ante la gente!", a lo que sigue, por supuesto, la deducción obtenida allí mismo:

"Sólo la mujer rusa, entre todas, es de tal modo que ante ella nadie y por nada se

avergüenza" (esto es, que no es preciso avergonzarse, ¿no es así?). Se suscitó una discusión.

Aparecieron defensores de la mujer, ¡pero qué defensores, y contra qué objeciones les fue preciso combatir! Y semejantes opiniones y juicios pudieron suscitarse en esa multitud de

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vagabundos-propietarios que se habían atracado de champaña y de ostras. ¿Y a expensas de

quién? ¡Pero si es pobre su trabajo! ¡Si es para ustedes que ella, mártires del mundo, trabaja, si es sobre su fatiga que ustedes se han hartado! Porque atormentada por el sol y el sudor se

decidió a aligerar su ropa, quedando en camisa para trabajar en el centeno donde no se la

veía, por eso era una desvergonzada, ofendía vuestros pudorosos sentimientos: "era la más

desvergonzada entre todas las mujeres". ¡Oh ustedes, los castos! Pero vuestras "diversiones en París", vuestros desahogos en el "pueblito París", y el can can en el Mabille que hacía

derretir a estos rusos con sólo mentarlo, y la bonita cancioncita:

"Ma commere quand je danse

"Comment va mon cotillon?",

con un gracioso arremangarse las polleras y un mover la cadera, eso no indigna a

nuestros castísimos caballeros; por el contrario, les seduce. "Por favor, si es en ellas tan gracioso: ese can can, esos meneos de cadera, ¿qué son si no élegante article de París, en su

categoría? ¡En tanto que aquí sólo tenemos una mujer, una campesina rusa, un verdadero

leño!" No, aquí ya ni siquiera es la convicción de la bajeza de nuestro mujik y el pueblo; aquí

ya se ha transformado en sentimiento; aquí ya se manifestaba una sensación personal de

repugnancia hacia el mujik. ¡Oh!, por supuesto involuntaria, casi inconsciente, de la que ni ellos mismos se daban cuenta. Lo confieso: de ningún modo puedo estar de acuerdo con punto

tan capital de su tesis, señor Gradovsky. "¿Quiénes, si no ellos, prepararon a la sociedad para

la abolición de la servidumbre?" Tal vez contribuyeron con su abstracta charlatanería,

gastando el filo de su aflicción ciudadana según todas las reglas. ¡Oh!, claro, todo fue en beneficio común y sirvió para el asunto. Pero fueron hombres de la clase de Samarin, por

ejemplo, y no sus vagabundos, los que favorecieron la liberación del campesino y ayudaron a

los que se esforzaban por obtenerla. Semejante tipo de hombres como Samarin, tipo que en

nada se asemejaba a los "skitaltsi", apareció para aquel gran trabajo de entonces en no pequeño número, señor Gradovsky; pero sobre ellos, usted, por supuesto, ni una palabra. A

los "skitaltsi" este asunto, según todos los signos, les aburrió pronto, y de nuevo comenzaron

a experimentar repugnancia. No hubieran sido vagabundos si hubieran procedido de otro

modo. Recibido el rescate procedían a vender sus restantes tierras y bosques a los

comerciantes y acaparadores para su tala y destrucción, y emigrando al extranjero crearon el ausentismo... Usted, naturalmente, no estará de acuerdo con mi opinión, señor profesor, ¡pero

qué puedo hacerle! De ningún modo puedo yo aceptar reconocer esa figura tan cara para

usted del liberal ruso de elevado origen, como ideal del verdadero hombre ruso normal, tipo

representativo del ruso en el pasado, en el presente y en el futuro. Poco de sensato hicieron estas gentes en las últimas décadas en el campo del pueblo. Y esta afirmación es más exacta

que su ditirambo a la gloria de estos señores.

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III

DOS PEQUEÑAS MITADES

Y ahora pasaré a sus observaciones sobre "el perfeccionamiento individual en el espíritu del amor cristiano" y a su completa, al parecer, insuficiencia, comparativamente con los

"ideales sociales", y sobre todo con las "instituciones sociales". ¡Oh!, usted mismo comienza

diciendo que éste es el punto más importante en nuestra divergencia. Escribe usted:

"Ahora llegamos al punto más importante en nuestra divergencia con el señor Dostoievsky. Exigiendo humildad ante la verdad del pueblo, ante los ideales del pueblo, él

acepta esta "verdad" y estos ideales como algo listo, inconmovible y eterno. Nos permitimos

decirle: No; los ideales sociales de nuestro pueblo se encuentran todavía en proceso de

organización, desarrollo. Mucho le queda aún en este trabajo de auto-elaboración para hacer digno del nombre de gran pueblo".

Ya le he contestado en parte a propósito de la "verdad" e ideales del pueblo al comienzo

del artículo, en su primera parte. Esta verdad y esos ideales del pueblo usted los encuentra

francamente insuficientes para la evolución de los ideales sociales de Rusia. La religión es una cosa, y la cuestión social otra, quiere usted decir. Corta usted el vivo, integral organismo con

su docto bisturí en dos mitades, y afirma que estas dos mitades deben ser completamente

independientes una de la otra. Miremos más de cerca, analicemos esas dos mitades

separadamente y puede que algo lleguemos a deducir. Examinaremos en un comienzo la mitad

que se refiere al "perfeccionamiento en el espíritu del amor cristiano". Usted escribe:

"El señor Dostoievsky exhorta a trabajar en nuestro interior y a humillarse. El

perfeccionamiento individual en el espíritu del amor cristiano es, naturalmente, la primera

condición para toda acción pequeña o grande. Pero de esto no resulta que las gentes,

individualmente perfeccionadas en el pensamiento cristiano, indispensablemente deben organizar una sociedad perfecta (?!). Nos permitiremos traer un ejemplo:

"El apóstol Pablo instruía a esclavos y señores en sus recíprocas relaciones, y unos y

otros podían escuchar y ordinariamente acataban la palabra del apóstol; ellos personalmente

eran buenos cristianos, pero la esclavitud no se redimía con ello y seguía siendo una institución inmoral. Así exactamente el señor Dostoievsky, e igualmente todos nosotros,

habremos conocido excelentes cristianos entre los propietarios rurales o entre los campesinos.

Pero la servidumbre siguió siendo una ignominia ante Dios, y el Zar Libertador apareció como

intérprete de las exigencias de la moral individual, tanto como de la moral social, acerca de la

cual no existía antaño debida comprensión, a pesar de que acaso no era entonces menor el número de las "buenas gentes".

"La moral individual y la social no son una misma cosa. De aquí resulta que ningún

perfeccionamiento social puede ser alcanzado sólo a través de un mejoramiento de la calidad

individual de los hombres. Traeremos de nuevo un ejemplo. Supongamos que a partir del año 1800 una serie de predicadores del amor y la humildad cristianos se hubiera propuesto

mejorar la moralidad de los Korobochka y Sobakevich. ¿Puede acaso suponerse que ellos

consiguieran la abolición de la servidumbre sin necesidad de una palabra de autoridad para la

supresión de ese "fenómeno"? Por el contrario, Korobochka habría comenzado por argumentar que ella era una verdadera cristiana y auténtica "madre" de sus campesinos, y hubiera seguido

en esa convicción a pesar de todas las pruebas del predicador...

"El mejoramiento de los hombres en un sentido social no puede ser producido sólo con

un trabajo "sobre sí" ni con la humildad personal. Este actuar sobre sí mismo y apaciguar sus pasiones puede hacerse hasta en el desierto y en una isla deshabitada. Pero como seres

sociales los hombres se desarrollan y mejoran en el trabajo de uno junto al otro, de uno para

el otro, uno con el otro. He aquí por qué en muy alto grado la perfección social de los hombres

depende de la perfección de las instituciones sociales que educan en el hombre, si no una

cristiana, una cívica valentía".

¡Mire cuánto he citado de su escrito! Todo esto es horrorosamente altanero y deja

terriblemente malparado al "perfeccionamiento individual por el espíritu del amor cristiano",

como si dijera: en los asuntos, por así decir, ciudadanos casi para nada sirve. ¡Es curioso el

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modo cómo usted entiende el Cristianismo! Supone sólo que Korobochka y Sobakevich eran

verdaderos cristianos, ya perfectos (usted mismo habla de perfección), y pregunta si pudiera entonces persuadírseles a renunciar a la servidumbre. He aquí una cuestión pérfida, la que

usted plantea, y es lógico que usted conteste: "No, no se puede persuadir a Korobochka, aun

siendo una perfecta cristiana". A esto contesta directamente: si Korobochka fuera o pudiera

ser una verdadera, perfecta cristiana, entonces la servidumbre ni siquiera existiría en su dominio, de modo que no habría de qué ocuparse, aun conservando ella en su baúl todos los

contratos y documentos donde consta la servidumbre. Permítame todavía: ¿acaso Korobochka

fue antes cristiana y nació tal? Por consiguiente, ¿según la doctrina de los nuevos predicadores

del Cristianismo, usted entiende el Cristianismo antiguo, igual según su substancia, pero fortalecido, perfecto, por así decir, que ya ha alcanzado su ideal? Pero entonces, por favor,

¡cómo podría hablarse de esclavos y señores! ¡Es preciso comprender siquiera

aproximadamente el cristianismo! ¿Y qué le importaría entonces a Korobochka, ya perfecta

cristiana, que sus campesinos fueran siervos o liberados? Es para ellos una "madre", ya una verdadera madre, y una "madre" en el momento habría suprimido el pasado "señorío". Esto

sucedería por sí mismo. La condición pasada de señora y el pasado esclavo se habrían disipado

como la niebla ante el Sol, y en su lugar habrían surgido hombres completamente nuevos,

estableciéndose entre ellos relaciones antes no oídas. El asunto es si en realidad podría

cumplirse lo inaudito: si habrían aparecido en todo lugar perfectos cristianos, antes tan escasos en número que era difícil encontrarlos. Ya que usted mismo ha hecho tan fantástica

suposición, señor Gradovsky, si usted mismo se ha resuelto por tan asombrosa fantasía,

acepte entonces las consecuencias. Le aseguro, señor Gradovsky, que los campesinos de la

Korobochka no la abandonarían por sí mismos, por el sencillo motivo de que cada uno busca donde estar mejor. En esas instituciones suyas, ¿acaso estarían mejor que con la afectuosa y

maternal propietaria? Me atrevo a asegurarle también que si en tiempo del apóstol Pablo se

conservaba la esclavitud era justamente porque las comunidades que entonces surgían no

eran todavía perfectas (como lo vemos en las epístolas del apóstol). Pero aquellos miembros de la Iglesia que personalmente alcanzaban entonces la perfección ya no tenían ni podían

tener esclavos, porque ellos se convertían en sus hermanos, y un hermano, un verdadero

hermano, no puede tener a su hermano por esclavo. Según usted, de algún modo resulta que

la predicación cristiana era débil. Por lo menos escribe que la predicación del apóstol no

concluía con la esclavitud. Pero otros sabios, especialmente historiadores europeos, en su mayoría reprochaban al cristianismo porque al parecer era contrario a la esclavitud. Eso

significa no comprender la esencia del asunto. Suponer tan sólo que María Egipcíaca tuviese

campesinos siervos y que no quisiese dejarlos en libertad. ¡Qué absurdo! En el cristianismo, en

el verdadero cristianismo, hay y habrá señores y servidores, pero no puede concebirse que haya esclavos. Yo hablo del verdadero perfecto cristianismo. Los servidores no son esclavos. El

discípulo Timoteo servía a Pablo cuando ellos iban juntos; pero lea las epístolas de Pablo a

Timoteo. ¿Le escribe como a un esclavo, siquiera como a un sirviente? ¡Por favor! Éste es

precisamente su "niño Timoteo", bienamado hijo suyo. ¡Tales, justamente tales, serán las relaciones del señor hacia sus servidores, si unos y otros se volvieran perfectos cristianos!

Habrá señores y servidores, pero los señores ya no serán amos, y los servidores ya no serán

esclavos. Supóngase que en la sociedad futura hubiese un Kepler, un Kant, un Shakespeare;

todos les venerarían reconociendo la importancia de la tarea eminente por ellos cumplida en beneficio general. Pero no tendría tiempo Shakespeare para restar a su trabajo, para dedicarse

al arreglo de su habitación y otras pequeñas tareas domésticas. Y créame: inevitablemente se

ofrecerá a servirle, de modo espontáneo, otro ciudadano para cumplir lo que este servicio de

Shakespeare exigiese. ¿Y se habrá humillado por eso, será un esclavo? De ningún modo. Sabe

que Shakespeare es infinitamente más útil: "Honor y gloria a ti, le dirá, y para mí es una alegría servirte; siquiera habré servido en algo al provecho general, al conservarte horas para

tu elevada tarea, pero no soy esclavo. Precisamente por tener la conciencia de que tú,

Shakespeare, estás por encima de mí con tu genio, al venir a servirte, pruebo justamente con

esa conciencia que en cuanto a dignidad moral humana yo no soy en nada inferior a ti, y como hombre soy tu igual". Pero ya no dirá esto entonces, porque ni surgirán tales cuestiones ni

siquiera se pensará en ellas. Porque todos serán hombres verdaderamente nuevos, hijos de

Cristo, y toda la pasada animalidad será vencida. Usted dirá, naturalmente, que esto es de

nuevo una fantasía. Pero no fui yo quien comenzó a fantasear primero, sino usted mismo:

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usted ha llegado a imaginar a Korobochka ya una cristiana perfecta con "hijos siervos" a los

que no quiere dejar en libertad; lo cual es más claramente fantástico.

Los inteligentes se reirán aquí, y dirán: "¿Vale la pena, después de eso, procurar la

autoperfección en el espíritu del amor cristiano, si el verdadero cristianismo, según se deduce,

no existe sobre la tierra, o tan escasamente que es difícil distinguirlo, porque de otro modo (de

acuerdo con mis propias palabras) al instante todo se habría arreglado, toda esclavitud quedaría abolida, los tipos como Korobochka se transformarían en genios luminosos, y a todos

sólo quedará entonar himnos a Dios? Sí, por supuesto, señores zumbones; los auténticos

cristianos son aún horriblemente escasos (aunque los hay). ¿Pero cómo sabe usted justamente

cuántos de ellos son precisos para que no muera el ideal del cristianismo en el pueblo, y con él su gran esperanza? Aplique esto a las ideas mundanas: ¿cuántos verdaderos ciudadanos son

precisos para que no muera en la sociedad la valentía ciudadana? Tampoco contestará usted a

esto. Aquí hay una economía política propia, de una naturaleza completamente especial, y

para todos nosotros desconocida, hasta desconocida para usted, señor Gradovsky. Objetarán de nuevo: Si tan pocos son los que profesan la alta idea, ¿cuál es su utilidad? Y usted, ¿qué

sabe, hacia qué utilidad finalmente conducirá? Hasta ahora, a mi juicio, sólo fue preciso que no

muriera el gran ideal. Distinto es lo que ahora sucede, cuando algo nuevo avanza en el mundo

en todas partes... Sí; aquí no se trata de utilidad, sino de verdad. Porque si yo creo que la

verdad reside aquí, justamente en lo que yo creo, entonces, ¿qué me importa aun si el mundo entero no creyese en mi verdad, se burle de mí y tome otro camino? Precisamente esto es lo

que hace la fuerza de una gran idea moral; con eso se une a los hombres en la más fuerte

alianza; porque se mide no en inmediato beneficio, sino que les orienta hacia el futuro, a los

fines eternos, al gozo de lo absoluto, ¿Con qué unirá usted a los hombres para el logro de sus fines ciudadanos si no cuenta con el fundamento primordial de una gran idea moral? Pero las

ideas morales se reducen a una: todas se basan en la idea de la perfección individual absoluta,

puesta al frente como un ideal, porque lo lleva en sí todo, todas las aspiraciones, todas las

ansias, y por consiguiente de ella salen también todos vuestros ideales civiles. Pero pruebe usted unificar a los hombres en una sociedad civil solamente con el fin de "salvar las pancitas".

Nada obtendrá aparte de la fórmula moral: Chacun pour soi et Dieu pour tous. Con semejante

fórmula ninguna institución ciudadana vivirá largo tiempo, señor Gradovsky.

Pero yo iré más lejos, tengo la intención de asombrarle. ¡Sepa, sabio profesor, que ideales sociales sin conexión orgánica con los ideales morales, existentes por sí mismos, como

partes separadas del todo por su docto bisturí, tales, en fin, que pueden ser tomados de fuera

y trasplantados en cualquier lugar nuevo con éxito y subsistir con la apariencia de una

"institución", semejante ideales —digo yo— no los hay absolutamente, no existieron nunca, y ni pueden existir! Pero, además, ¿qué significa ideal social? ¿Cómo entender esta expresión?

Naturalmente, su esencia reside en la tendencia de los hombres a buscar una fórmula para su

organización social en lo posible correcta y capaz de satisfacer a todos, ¿no es así? Pero esa

fórmula no la conocen los hombres: vienen buscándola en los seis mil años de su período histórico y no pueden encontrarla. La hormiga sabe la fórmula de su hormiguero, también la

abeja la de su colmena (aunque no lo saben al modo humano, lo saben a su modo; no

necesitan más); pero el hombre no sabe su fórmula. ¿De dónde, pues, habría de tomar el ideal

de una organización civil la sociedad humana? Investigue en la historia y en seguida verá de dónde se toma. Verá que es únicamente el producto del perfeccionamiento moral de cada

individuo; con él comienza; así ha sido siempre y seguirá por los siglos de los siglos. En el

origen de cada pueblo, de cada nacionalidad, la idea moral siempre ha precedido a la creación

de esa nacionalidad, porque era ella que la creaba. Procedía siempre esta idea moral de las

ideas místicas, de la convicción de que el hombre es eterno, que él no es simplemente un animal más sobre la tierra, sino que está vinculado a otros mundos y con la eternidad. Estas

convicciones se concretaban siempre y en todas partes en la religión, en la adhesión a la

nueva idea, y de inmediato se creaba civilmente una nueva nacionalidad. Prestemos atención a

los hebreos y musulmanes: la nacionalidad en los hebreos se constituyó sólo después de la ley de Moisés, aunque ya había comenzado desde la ley de Abraham, y las nacionalidades

musulmanas aparecieron sólo después del Corán. Para conservar el tesoro espiritual recibido

se atraen unos a otros, los hombres, y sólo entonces, con celo, con inquietud, "trabajando uno

junto al otro, uno para el otro y uno con el otro (como usted con elocuencia ha escrito), sólo entonces comienzan a buscar los hombres la manera de organizarse para conservar el tesoro

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recibido sin perder nada de él, y a buscar una fórmula ciudadana de la vida en común, que

justamente les ayudaría a extender por todo el mundo en la plenitud de su gloria aquel tesoro espiritual que ellos recibieron. Y advertirá que no bien en el transcurso del tiempo, de los

siglos (porque también aquí hay una ley propia, para nosotros desconocida), comienza a

tambalearse y debilitarse en la nacionalidad que se considere su ideal espiritual, de inmediato

comienza a caer la nación misma y con ésta todo su estatuto ciudadano, y desaparecen todos aquellos ideales ciudadanos que habían llegado a configurarse. Según el carácter en que se

constituía en el pueblo la religión, en ese carácter se engendraban y se concretaban las formas

ciudadanas de ese pueblo. Por consiguiente los ideales ciudadanos están siempre ligados

directa y orgánicamente a los ideales morales, y lo más importante es que sin duda sólo y únicamente de ellos se derivan. Pero por sí mismos nunca aparecen, porque apareciendo

tienen sólo por finalidad la satisfacción de la aspiración moral de la nacionalidad considerada,

en la medida en que esa aspiración moral exista en ella. Pero, por consiguiente, "el

autoperfeccionaitniento en el espíritu religioso" en la vida de los pueblos es el fundamento de todo, porque el autoperfeccionamiento es también culto de la religión recibida, y "los ideales

ciudadanos" nunca se dan solos, sin esa aspiración hacia el autoperfeccionamiento, ni pueden

de otro modo originarse. Recordará tal vez que usted mismo dijo que el

"autoperfeccionamiento individual es el principio de todo" y que nada se le ha ocurrido dividir

con el bisturí. Esto es, sin embargo, lo que ha hecho; ha dividido un organismo vivo en dos mitades. El autoperfeccionamiento individual es "no sólo el principio de todo", sino también la

continuación de todo y su salida. Abarca, crea y conserva el organismo nacional, y lo hace sólo

por sí mismo. Para él vive la fórmula ciudadana de la nación, porque sólo fue creada para

conservarlo como lo primordial del tesoro recibido. Cuando se pierde en la nación la exigencia general del autoperfeccionamiento de cada uno en aquel espíritu que lo ha concebido,

desaparecen entonces poco a poco todas las "instituciones ciudadanas", porque ya no hay

nada para conservar. De esta manera de ningún modo puede decirse eso que usted expresó

en esta siguiente frase suya:

"He aquí por qué en tal alto grado el perfeccionamiento social de la gente depende de la

perfección de las instituciones sociales que educan en el hombre, si no una cristiana, una civil

valentía!".

¡"Si no una cristiana, una civil valentía"! ¿Acaso no se ve aquí el docto bisturí dividiendo

lo indivisible, despedazando la integridad de un organismo vivo en dos separadas mitades muertas, la moral y la civil? Usted dirá que "en las instituciones sociales" y en la dignidad de

"ciudadano" puede encerrarse la más sublime idea moral, que la "idea ciudadana" en las

naciones ya maduras, evolucionadas, siempre sustituye a la idea religiosa primordial en la que

se origina y a la cual por derecho sucede. Sí, así lo afirman muchos; pero nosotros de tal fantasía no hemos podido comprobar la confirmación. Cuando se extinguía la idea religiosa-

moral en la nacionalidad, siempre asumía formas de pánico la necesidad de unión con el sólo

fin de "salvar las pancitas", pues no existen en tales circunstancias otros fines para esa unión

ciudadana. Justamente ahora la burguesía francesa se une con esa finalidad de "salvación de las pancitas", defendiéndose del cuarto estado que está golpeando a las puertas de aquella

clase. Pero la "salvación de las pancitas" es la más débil y la más inferior de cuantas ideas

pueden unificar a la humanidad. Esto es ya el comienzo del fin. Se unen, pero en tanto ya

aguzan la vista como para dispersarse cuanto antes en todas direcciones ante el primer peligro. ¿Y qué puede salvar aquí la "institución" como tal, considerada en sí misma? De haber

hermanos, también habría hermandad. Pero si no hay hermanos, de ninguna "institución"

obtendrá usted fraternidad. ¿De qué sirve levantar una "institución" y escribir al frente:

Liberté, Egalité, Fraternité? Nada se logrará, con semejante "institución", de tal modo que

inevitablemente será preciso añadir a las tres "instituciones" palabritas una cuarta: "ou la mort", "fraternité ou la mort", e irán los hermanos a decapitar a los hermanos para obtener, a

través de la "institución pública", la fraternidad. Éste es sólo un ejemplo, pero bueno. Usted,

señor Gradovsky, como Aleko, busca la salvación en las cosas y fenómenos exteriores: "No

importa que entre nosotros, en Rusia, sólo haya tontos y pillos (tal vez sea así para ojos extraños), pero bastará con trasplantar de Europa cualquier "institución" y según ustedes todo

estará salvado. La adaptación mecánica entre nosotros de formas europeas (que allá mañana

mismo se desplomaran) extrañas a nuestro pueblo, inútiles para su libertad, es, como se sabe,

la idea básica del europeísmo ruso. Y aquí está usted, señor Gradovsky, censurando nuestro desorden con el que avergüenza a Rusia señalándolo ante Europa, dignándose decir:

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"Pero en tanto, ni siquiera podemos encararnos con tales diferencias y contradicciones,

que Europa superó hace mucho tiempo".

¿Europa las ha superado? ¿Pero quién ha podido llegar a decírselo? Pero si vuestra

Europa está en todas partes en víspera de una caída general y terrible. El hormiguero en el

cual subsiste, sin Iglesia y sin Cristo (porque la Iglesia enturbió su ideal hace ya tiempo, y en

todo lugar se ha encarnado allá en el Estado), tambaleante hasta su base el principio moral, perdido todo lo general y todo lo absoluto, ese hormiguero, digo yo, está completamente

minado. Se alza el cuarto estado, llama y golpea a la puerta, y si no le abren romperá la

puerta. No quiere los pasados ideales, rechaza toda ley hasta ahora existente. No aceptará

compromisos, no hará concesiones; no salvaréis el edificio a fuerza de puntales. Las pequeñas concesiones sólo enardecen, y él lo exige todo. Sobrevendrá algo que nadie es siquiera capaz

de imaginar. Todos esos parlamentarios, todas esas teorías ciudadanas, ahora en boga, todas

las riquezas acumuladas, los Bancos, las ciencias, los judíos, todo eso se desplomará en un

instante y pasará sin dejar rastros, salvo quizá los judíos, que también entonces encontrarán cómo conducirse, de modo que ellos más bien hallarán que hacer en medio de la nueva

situación. Todo esto "está cerca, a la puerta". ¿Usted se ríe? ¡Bienaventurados los que ríen!

Que le dé Dios vida, y lo verá usted mismo. Se asombrará entonces. Usted me dirá riendo:

"Bien quiere usted a Europa cuando de este modo le profetiza". ¿Acaso yo me alegro? Yo sólo

presiento que está lista la suma. La cuenta definitiva, el pago total, puede suceder hasta mucho más pronto de lo que la más poderosa fantasía pudiera conjeturar. Los síntomas son

terribles. Bastaría esa duradera antinaturalidad de la situación política de los estados europeos

para provocar el comienzo del derrumbe. ¿Y cómo podría ser natural cuando lo antinatural está

puesto en sus bases y se ha acumulado a lo largo de los siglos? No puede una pequeña parte de la humanidad dominar a toda la humanidad restante como a esclavos, y sin embargo para

esa única finalidad se prestaron hasta ahora todas las instituciones ciudadanas (que dejaron

hace ya mucho de ser instituciones cristianas) de Europa, ahora absolutamente pagana. Esta

artificiosidad y esas "insolubles" cuestiones políticas (de todos conocidas, por lo demás) inevitablemente deben llevar a una magna, definitiva y divisoria guerra política en la cual

todos estarán envueltos, y que estallará aún dentro del presente siglo y hasta en la década

que transcurre. ¿Qué le parece a usted: soportará allá la sociedad, ahora, una larga guerra

política? El fabricante es pusilánime y medroso, también el judío; las fábricas y los bancos se

cerrarán todos; apenas la guerra se prolongue o amenace prolongarse serán arrojados a la calle millones de proletarios, habrá millones de bocas hambrientas. ¿Acaso pondrá sus

esperanzas en la prudencia de los políticos y en que ellos no tramarán la guerra? ¿Pero cuándo

fue posible poner esperanzas en esa prudencia? Acaso tiene esperanzas en las Cámaras, en

que ellas no concederán los fondos para la guerra, previendo las consecuencias. ¿Pero cuándo previeron allá las Cámaras consecuencia alguna y rehusaron fondos a un conductor turco? Y he

aquí al proletariado en la calle. ¿Qué piensa usted?, ¿ahora, como antes, esperará

pacientemente en tanto muere de hambre? ¿Esto, después del socialismo político, después de

las Internacionales, congresos socialistas y, la comuna de París? No; ahora ya no será al modo de antes: ellos se arrojarán sobre Europa, y todo lo viejo se desplomará para siempre. Ese

oleaje sólo será contenido en nuestra propia orilla, y sólo entonces se revelará ante todos

hasta qué grado nuestro organismo nacional es distinto del europeo. Entonces también

ustedes, señores doctrinarios, tal vez recapaciten para comenzar a buscar entre nosotros "principios del pueblo", ante los cuales ahora sólo se ríen. Y es ahora que ustedes, señores,

ahora, nos señalan a Europa como modelo y aconsejan implantar entre nosotros precisamente

esas mismas instituciones que allá mañana habrán de desplomarse, cumplido ya su ciclo de

absurdo, en las cuales desde hace tiempo ya ni creen en la propia Europa muchos hombres

inteligentes, y que sólo se mantienen y existen hasta ahora únicamente por la inercia. ¿Y quién, salvo un abstracto doctrinario, puede tomar la comedia de la unión burguesa que vemos

en Europa por la fórmula normal de la unión de los hombres sobre la tierra? ¿Que ellos han

resuelto hace tiempo sus problemas? Esto, después de una veintena de constitucio« nes en

menos de un siglo y después de no menos de diez revoluciones. Oh, si, tal vez, y sólo entonces, liberados por un instante de Europa, nos ocuparemos ya por nosotros mismos, sin la

tutela de Europa, de nuestros ideales sociales propios, indispensablemente derivados de Cristo

y el autoperfeccionamiento, señor Gradovsky. Usted preguntará: ¿pero qué ideales propios

sociales y ciudadanos podremos tener junto a Europa? Sí, ideales sociales, mejores que los suyos europeos, más fuertes que ellos, más fuertes y hasta —¡oh, espanto!— más liberales,

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porque proceden directamente del organismo del pueblo nuestro, en lugar de un lacayuno-

impersonal trasplante del Occidente. No puedo ahora naturalmente extenderme sobre esto, siquiera sea porque aun sin ello el artículo resulta largo. En tanto, recuerde: ¿Qué fue y qué

procuraba ser la primitiva Iglesia Cristiana? Comenzó inmediatamente después de Cristo sin

más que con algunos hombres, y en seguida, casi en los primeros días después de Cristo, se

lanzó a descubrir su "fórmula ciudadana", basada enteramente en la esperanza moral y el alivio del espíritu según los principios del autoperfeccionamiento individual. Comenzaron las

comunidades cristianas —las Iglesias—, pronto comenzó a tomar forma una nueva y hasta

entonces desconocida nacionalidad, que a todos hermana, que abarca a todos los hombres,

bajo la forma de una ecuménica Iglesia universal. Pero ella fue perseguida, su ideal se edificó bajo tierra, y sobre ésta, por encima del suelo, también se construyó un enorme edificio, un

colosal hormiguero, el antiguo Imperio Romano, que también aparecía como un ideal y como

una solución para las aspiraciones morales de todo el mundo antiguo. Apareció el hombre-

dios, el Imperio mismo se encarnó como idea religiosa, dando en sí y consigo salida a los anhelos morales de todo el mundo antiguo. Pero el hormiguero había sido socavado por la

Iglesia. Ocurrió el choque de dos de las ideas más antagónicas que pudieran encontrarse sobre

la tierra: el hombre-dios salió al paso del Dios-Hombre, Apolo Belvedere con Cristo. Surgió un

compromiso: el Imperio aceptó el Cristianismo, y la Iglesia el derecho y el estado romanos.

Una pequeña parte de la Iglesia se refugió en el desierto y se decidió a continuar su anterior trabajo: aparecieron de nuevo comunidades cristianas, después monasterios, todo tan sólo

como un ensayo, y así hasta nuestros días. La enorme parte restante de la Iglesia se dividió

posteriormente, como es sabido, en dos mitades. En la mitad de Occidente el Estado terminó

por vencer completamente a la Iglesia. La Iglesia se anuló y se encarnó ya completamente en el Estado. Apareció el Papado, continuación del antiguo Imperio Romano en su nueva

encarnación. En la mitad oriental el Estado fue subyugado y destruido por la espada de

Mahoma, y quedó sólo Cristo, ya separado del Estado. Y aquel Estado que aceptó y de nuevo

elevó a Cristo padeció por siglos terribles sufrimientos de los enemigos, de los tártaros, del desorden, de la servidumbre, de Europa y del europeísmo, y de tal modo hasta ahora los

soporta que en su seno todavía no se ha elaborado realmente una verdadera fórmula social en

el sentido del espíritu del amor y del autoperfeccionamiento cristiano. Pero no le corresponde a

usted reprocharle por eso, señor Gradovsky. En tanto el pueblo nuestro sólo sea portador de

Cristo, únicamente en él deposita su esperanza. Él se llamó a sí mismo "crestianin" (campesino), esto es, cristiano, y aquí no se trata sólo de la palabra; en ella reside la idea que

llenará todo su futuro. Usted, señor Gradovsky, reprocha cruelmente a Rusia por su desorden.

¿Pero quién dificultó hasta ahora su organización, en estos últimos dos siglos, y especialmente

en las últimas cinco décadas? Pues todos los europeístas rusos semejantes a usted, señor Gradovsky, que se han movido de acá en dos siglos y que ahora aún más especialmente están

sobre nosotros. ¿Quién es enemigo de un desarrollo orgánico e independiente de Rusia según

sus propios principios populares? ¡Quien burlonamente no reconoce ni la existencia de estos

principios y se obstina en no verlos! ¿Quién quiso rehacer nuestro pueblo en un intento fantástico, "elevándolo hacia si", para hacer simplemente a todos iguales a los mismos

liberales europeos, arrancando de tiempo en tiempo a hombrecitos a la masa del pueblo,

haciéndolos europeos siquiera sea en los pliegues del uniforme? Con lo cual no sostengo que el

europeo se ha corrompido; yo sólo digo que transformar al ruso en europeo, tal como los liberales lo transforman, es a menudo la esencia misma de la corrupción. Pero es que eso

constituye todo el ideal de su programa de actividad: justamente, arrancar de vez en cuando

un hombrecito al grueso de la masa. ¡Qué absurdo! Pretendieron de este modo elegir y

transformar a los 80 millones de nuestro pueblo. ¿Pero es posible que usted seriamente piense

que nuestro pueblo todo, en la integridad de su masa, aceptará volverse tan impersonal como estos señores europeizantes rusos?

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48

IV

HUMÍLLATE ANTE UNO, MUÉSTRATE ARROGANTE ANTE OTRO. TEMPESTAD EN EL VASITO

Hasta ahora me había limitado a discutir con usted, señor Gradovsky; pero ahora quiero

reprocharle por la intencionada alteración de mi pensamiento en el punto más importante de mi Discurso:

Usted escribe:

"Demasiadas injusticias, restos de la secular esclavitud, residen en él (esto es, en el

pueblo nuestro) para que pueda exigir la adoración y encima de todo pretender orientar a toda

Europa por el camino de la verdad, como lo predice el señor Dostoievsky. ¡Extraño asunto! El hombre que condena el orgullo en la persona de aislados vagabundos exhorta al orgullo a todo

un pueblo en el cual él ve algo así como un apóstol universal. A uno dice: "¡Humíllate!" Al otro

dice: "¡Yérguete!" Y más adelante:

"Y sin haber hecho lo que corresponde en favor del pueblo, ponerse a pensar de pronto sobre su papel en la humanidad, ¿no es prematuro? El señor Dostoievsky se enorgullece de

que nosotros durante dos siglos sirviéramos a Europa. Confesémoslo: ese "servicio" suscita en

nosotros un sentimiento que no es de alegría. El tiempo del Congreso de Viena, y en general la

época de los congresos, ¿puede ser objeto de nuestro "orgullo"? ¿Aquellos tiempos en que nosotros, sirviendo a Metternich, aplastábamos los movimientos nacionales de Italia y

Alemania y hasta atrepellábamos a los ortodoxos griegos? ¡Y qué odio concitamos en Europa

justamente por ese "servicio"!"

Me detendré para comenzar en esta última pequeña, casi inocente modificación. ¿Acaso

yo, diciendo que "nosotros en los últimos dos siglos servimos a Europa tal vez hasta más que a nosotros mismos", acaso alabé el modo cómo servimos? Sólo quise señalar el hecho del

servicio, y este hecho verdadero. Pero el hecho del servir y aquello: cómo servimos, son dos

asuntos totalmente distintos. Nosotros pudimos haber incurrido en muchos errores políticos,

también los europeos los cometen numerosos a cada instante; pero no son nuestros yerros los que yo alabé, sino sólo señalé el hecho de nuestro servicio (casi siempre desinteresado). ¿Es

posible que usted no comprenda que esas dos cosas son diferentes?

"El señor Dostoievsky se enorgullece de que nosotros hayamos servido a Europa", dice

usted. No dije esto en absoluto; con orgullo sólo señalé un rasgo de nuestro espíritu nacional, rasgo muy significativo. ¿De modo que buscar un espléndido, un fuerte rasgo en el espíritu

nacional significa inevitablemente enorgullecerse? ¿Y lo dice usted a propósito de Metternich y

los Congresos? ¿Es usted quien me va a enseñar acerca de eso? Si cuando era usted todavía

estudiante, hablaba yo sobre el servicio a Metternich hasta con más fuerza que usted, y justamente por las palabras sobre el frustrado servicio a Metternich (entre otras palabras, por

supuesto) debí responder treinta años atrás de la manera que es conocida. ¿Que para qué ha

desfigurado usted eso? Pues para demostrar esto: "Vean lo liberal que soy yo, en tanto que el

poeta, amante entusiasta del pueblo, escuchen qué cosas retrógradas muele,

enorgulleciéndose de nuestro servicio a Metternich". Amor propio, señor Gradovsky.

Pero si esto naturalmente son pequeñeces, no son pequeñeces lo que sigue. ¿De tal

modo, diciendo al pueblo: "elévate con el espíritu" significa decirle: "Enorgullécete", significa

incitarlo al orgullo, enseñarle el orgullo? Imagínese, señor Gradovsky, que usted dice a sus

queridos hijos: "Hijos, elevad vuestro espíritu; hijos, sed nobles". ¿Es posible que esto signifique que usted les enseña el orgullo, o que usted mismo, enseñándoles, se enorgullece?

¿Y qué es lo que yo dije? Yo hablé de la esperanza "de convertirse en el hermano de todos los

hombres al final de todo", pidiendo subrayar las palabras "al final de todo". ¿Es posible que la

luminosa esperanza de que siquiera alguna vez, en nuestro mundo doliente, se realizará la fraternidad, y que tal vez también a nosotros nos permitirán ser hermanos de todos los

hombres, es posible que esta esperanza sea en sí misma orgullo? Pero si yo directamente dije

en el final del Discurso: "¿Y qué: acaso hablo de la gloria económica, la gloria de la espada o

de la ciencia? Yo sólo hablé de la fraternidad de los hombres y de que para la unificación

universal, de toda la humanidad, el corazón ruso es tal vez entre el de todos los pueblos el

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más predestinado ..." Ésas son mis palabras. ¿Acaso hay en ellas un llamamiento al orgullo? A

continuación de las palabras citadas de mi Discurso agregué: "Será pobre nuestra tierra, pero esta pobre tierra la ha bendecido Cristo recorriéndola bajo la figura de siervo".

¿Esta palabra de Cristo significa una incitación al orgullo? ¿Y la esperanza de darle a esa

palabra un contenido es orgullo? Usted escribe con indignación: "Es prematuro para nosotros

exigir adoración". Pero, por favor, ¿qué exigencia de adoración hay aquí? Este anhelo de universal servicio, de convertirse en servidores y hermanos para todos, y servirles con nuestro

amor, ¿significa exigir de todos adoración? Si hay aquí exigencia de adoración, entonces el

santo, desinteresado deseo de servir a todos se convierte de inmediato en un absurdo. A los

servidores no se les adora, y el hermano no desea que el hermano se le hinque de rodillas. Imagínese, señor Gradovsky, que hubiese hecho alguna buena obra, o se dispusiese a

realizarla, y he aquí que usted, en el camino, en medio de su bondadoso enternecimiento,

pensase y se figurase: "¡Cómo se alegrará ese desdichado de la inesperada ayuda que le llevo;

cómo se reanimará su espíritu; cómo revivirá e irá a comunicar su alegría a sus familiares, a sus hijos, para llorar con ellos!... Pensando e imaginando esto usted, por supuesto, usted

mismo sentirá enternecimiento, que llegará hasta las lágrimas (¿es posible que esto nunca

haya ocurrido con usted?), y he aquí que al lado suyo una voz inteligente le dice al oído: "¡Tú

te enorgulleces imaginándote todo esto! ¿Es de orgullo que derramas lágrimas?" Entiéndalo

usted: la sola esperanza de que también nosotros los rusos podamos significar algo para la humanidad, que lleguemos a ser —siquiera en un futuro lejano— dignos de servirla

fraternalmente, esa sola esperanza despertó entusiasmo y lágrimas de exaltación en los miles

de personas de mi auditorio. Y no por vanagloria, no por orgullo, recuerdo esto, sino

únicamente para señalar la seriedad del momento. Sólo se manifestó la luminosa esperanza de que también nosotros podemos ser algo en la Humanidad, aunque solamente fuese ser

hermanos para los demás hombres, y he aquí que bastó esa cálida alusión para unirnos a

todos en una sola idea y en un solo sentimiento. Se abrazaban los desconocidos y se juraban

unos a otros ser mejores en adelante. A mí se me acercaron los ancianos y me dijeron: "Hemos sido durante veinte años enemigos y nos dañamos uno al otro, pero por vuestra

palabra nos reconciliamos". En un diario se apresuraron a observar que todo este entusiasmo

nada expresa, que ya hubo semejante estado de ánimo "con besos de mano", y que

inútilmente los oradores subían, hablaban y remataban sus discursos... "Cualquier cosa que

ellos dijeran, no habría sido distinto el entusiasmo, porque ya existía en Moscú tan propicia disposición". Pero si ese periodista hubiera ido allá y hubiera dicho algo por su cuenta, ¿habría

logrado el mismo eco que yo, o no? ¿"Por qué, entonces, a lo largo de los tres días anteriores,

si bien se dijeron discursos que alcanzaron enormes ovaciones, no se produjo con nadie

aquello que ocurrió después del discurso mío? Fue un momento único en el festival de Puchkin, y no se repitió. Sabe Dios que no es para mi alabanza lo que digo, pero el momento aquél fue

demasiado serio, y eso no lo puedo silenciar. Su seriedad residía justamente en el hecho de

que en la sociedad se manifestaran con brillo y claridad nuevos elementos, reveláranse gentes

ansiosas de heroísmo, pensamientos consoladores, votos de consagrarse a la obra. Lo cual significa que se niega ya nuestra sociedad a satisfacerse tan sólo con las ridiculeces de

nuestros liberales ante Rusia, ¡significa que abomina ya de la teoría sobre la eterna debilidad

de Rusia! Bastó expresar una esperanza, una sola alusión, y los corazones se encendieron con

la santa ansiedad por una obra de amplitud universal, el servicio fraternal y la proeza. ¿Es de orgullo que se habían encendido? ¿Es de orgullo que derramaron lágrimas? ¿Era al orgullo que

yo los había incitado? ¡Ah, usted! Ve usted, señor Gradovsky: la seriedad de ese momento

asustó de pronto a muchos en nuestro vasito liberal, tanto más cuando fue tan inesperado.

"¿Cómo? Hasta ahora tan agradablemente, y para nosotros tan útilmente, de todos nos

reíamos y sobre todas las cosas escupíamos, y resulta que de pronto... ¡pero esto es un motín! ¡Policía!" Saltaron algunos asustados señores: "¿Y qué pasará ahora con nosotros? También

nosotros hemos escrito... ¿Adonde habremos de meternos ahora? Borrar, borrar rápidamente,

y, para que no quede ni rastro, explicar cuanto antes por toda Rusia que eso fue sólo un

generoso estado de animo que sobrevino en el hospitalario Moscú, un bonito momento después de la alegría de los banquetes y nada más; pero eso sí, de la conspiración que se

haga cargo la policía". Y empezaron: que yo era un miedoso, que era un poeta, que era un ser

insignificante, y era nula la importancia de mi discurso; en una palabra, en medio de su fiebre

se condujeron imprudentemente: el público podía no creerles. Hubiera sido preciso, por el contrario, conducir este asunto astutamente, acercarse con mas sangre fría, y elogiar siquiera

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alguna cosa en mi discurso: "a pesar de todo hay fluidez en las ideas", y después, poco a

poco, poco a poco, perdiendo escrúpulo, borrarlo todo para satisfacción general. En una palabra, procedieron con poco arte. Apareció una laguna, se hacía preciso llenarla, y entonces

de inmediato se encontró un sólido y experimentado crítico que reuniera la irresponsabilidad

del ataque con el conveniente "comilfotismo". Ese crítico fue usted, señor Gradovsky: usted

escribió, le leyeron, y todos se tranquilizaron. Usted ha prestado un servicio, y de manera excelente, a la sociedad; por lo menos, en todas partes han impreso sus palabras: "No resiste

una severa crítica el discurso del poeta; los poetas son poetas, pero la gente inteligente se

alarma y siempre es tiempo de bañar con agua fría al visionario". En el final mismo de su

artículo usted pide que le disculpe las expresiones que yo pueda considerar ásperas. Yo, concluyendo mi artículo, no pido a usted disculpas por la acritud, señor Bradovsky, en caso

que la hubiera en mi artículo. No he contestado personalmente a A. D. Gradovsky, sino al

publicista Gradovsky. Personalmente yo no tengo ni el menor motivo para no respetarle. Y si

no respeto sus opiniones y a ello me atengo, ¿con qué lo suavizaré pidiendo disculpas? Pero me resultaba penoso que el más serio y significativo minuto en la vida de nuestra sociedad se

representara desfigurado, se explicara equivocadamente. Penoso resultaba ver que la idea que

yo sirvo fuera arrastrada por las calles. Y era usted el que la arrastraba.

Lo sé; me dirán de todos lados que no valía la pena y era ridículo escribir tan larga

respuesta a su artículo, bastante corto comparativamente con el mío. Pero, repito, su artículo sólo sirvió como pretexto: yo deseaba expresar algo en general. Tengo la intención de

reanudar el año próximo el Diario del Escritor. Que sirva así este número del Diario a mi

profession de foi para el futuro, un número de "ensayo", por así decirlo.

Dirán todavía, quizá, que yo con mi respuesta he destruido todo el sentido de mi Discurso pronunciado en Moscú, donde exhortaba a los dos partidos rusos a unirse, a

reconciliarse, y reconocía la legitimidad de uno y de otro. ¡No, absolutamente no, el sentido

del Discurso no está destruido, y por el contrario resulta fortalecido porque yo justamente

señalo en mi respuesta a usted, que los dos partidos, en su desvío, en su enemistad recíproca, colocan ellos mismos su actividad en una situación anormal, cuando en la unificación y en la

reconciliación del uno con el otro pudieran tal vez elevarlo todo, salvarlo todo, despertar

infinitas fuerzas y llamar a Rusia a una nueva, fuerte y grande vida, hasta ahora nunca vista!

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VARIEDAD

LA SÁTIRA RUSA. "LA TIERRA VIRGEN". "ÚLTIMAS CANCIONES". "VIEJOS RECUERDOS".

También de literatura me he ocupado este mes, es decir, de las letras, de las Bellas Letras, y he leído ciertas cosas con mucho interés. A propósito, no hace mucho leí una extraña

opinión sobre la sátira rusa, sobre nuestra sátira contemporánea, actual. Ha sido emitida en

Francia. Hay en ella una conclusión visible. No recuerdo todas sus palabras, pero he aquí un

sentido: "La sátira rusa pareciera temer toda buena acción en la sociedad rusa. Cuando se encuentra ante una acción de ese género se llena de inquietud y no se tranquiliza hasta que

descubre en los forros de aquella conducta a un pillo. Entonces de inmediato se regocija y

grita: "No es de ningún modo una buena acción, no hay de qué alegrarse, véanlo por sí

mismos, también aquí hay un pillastre".

¿Es justa esta opinión? No creo que sea justa. Sólo sé que la sátira tiene entre nosotros

ilustres representantes que tienen gran difusión. El público gusta mucho de la sátira, y no

obstante, ésta es al menos mi convicción, ese mismo público es incomparablemente más

afecto a la belleza positiva, a la que aspira y ansia ávidamente. El conde León Tolstoy es, sin ninguna duda, el escritor más querido por el público de todos los matices.

Nuestra sátira, por brillante que ella sea, padece realmente de cierta imprecisión: he aquí

lo que acaso pudiera decirse de ella. Positivamente no se puede a veces comprender por

completo lo que en general quiere expresar nuestra sátira. De este modo parece que en ella no

hay ninguna segunda intención; ¿pero puede ser esto así? ¿En qué cree la sátira?, ¿en nombre de qué acusa? Todo esto parece sumergirse en las tinieblas de la incertidumbre. No puede de

ningún modo averiguarse qué es lo que ella misma tiene por bueno.

Y he aquí que tales interrogantes suscitan extrañas reflexiones.

He leído La Tierra Virgen de Turguenev, y espero la segunda parte. A propósito: ya hace treinta años que escribo, y en todos esos treinta años, constantemente, muchas veces tuve la

oportunidad de hacer una cómica observación. Todos nuestros críticos (y yo sigo el

movimiento literario desde hace casi cuarenta años), tanto los que han muerto como los

actuales, todos aquellos, en una palabra, que alcanzo a recordar, apenas comenzaban a escribir más o menos solemnemente sobre literatura rusa de su tiempo (antes, por ejemplo,

las revistas publicaban en enero reseñas sobre todo el año transcurrido) empleaban siempre,

con algunas variantes, pero con gran complacencia, la misma frase: "En esta época en que la

literatura rusa se halla en tal decadencia", "en esta época en que la literatura rusa presenta tal

estancamiento", "en nuestro anacronismo literario", "atravesando el desierto de la literatura rusa", ect., etc. Bajo mil modos, el mismo pensamiento. Pero en realidad en esos cuarenta

años aparecieron las últimas obras de Puchkin, comenzó y concluyó Gogol, hemos tenido a

Letmontov, aparecieron Ostrovsky, Turguenev, Goncharov y alrededor de otros diez escritores

que, cuando menos, estaban dotados de talento. ¡Y esto sólo referido a la literatura de creación! Positivamente puede decirse que casi nunca y en ninguna literatura, en tan breve

período, aparecieron tantos escritores talentosos como entre nosotros, tan consecutivamente,

sin interrupción. A pesar de ello acabo de leer, aun ahora, en el mes pasado, sobre el

estancamiento de la literatura rusa y "sobre el desierto de la literatura rusa". Por lo demás ésta no es sino una observación divertida; la cosa es completamente inofensiva y no tiene

importancia alguna. De este modo puede uno reírse de ella.

De La Tierra Virgen, por supuesto nada he de decir; todos esperan la segunda parte. Por

lo demás no es a mí a quien corresponde hablar. El mérito artístico de la obra de Turguenev está fuera de duda. Sólo haré notar una cosa: en la página 92 de la novela El Mensajero de

Europa hay en su encabezamiento 15 ó 20 líneas, y en esas líneas parece condensarse, a mi

juicio, todo el pensamiento de la obra, como si se expresara todo el punto de vista del autor al

respecto. Siento decir que ese punto de vista es completamente equivocado y que estoy con él

en profundo desacuerdo. Son las palabras que dice el autor acerca de uno de los personajes de la novela: Solomin.

He leído las Últimas Canciones de Nekrasov, en el volumen de enero de Anales de la

Patria. Canciones apasionadas y palabras inexpresadas como siempre en Nekrasov, ¡pero qué

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dolorosos gemidos de enfermo! Nuestro poeta está muy enfermo y —él me lo ha dicho— ve

claramente su estado. Pero yo no lo creo... Es un organismo robusto y sensible. Sufre atrozmente; tiene no sé qué úlcera en los intestinos, difícil de diagnosticar, pero yo no creo

que no la soporte hasta la primavera, y entonces, en las termas, en el extranjero, en otro

clima, se repondrá cuanto antes; estoy convencido. Ocurren cosas extrañas con la gente: en

nuestra vida raramente nos hemos encontrado; existieron entre nosotros malentendidos, pero también aconteció un hecho que hizo que yo nunca pudiera olvidarle. Fue justamente nuestro

primer encuentro en la vida. Y qué: no hace mucho fui a verle, y Nekrasov, enfermo,

atormentado, dedicó sus primeras palabras a recordar aquellos tiempos. Entonces (fue hace

treinta años) sucedió algo tan juvenil, tan fresco, tan bueno, que su recuerdo debía quedar para siempre en el corazón de los que en ello participaron. Teníamos poco más de veinte años.

Yo vivía en Petersburgo, un año después que entregara mi renuncia de ingeniero, sin que yo

mismo supiera por qué, movido por proyectos poco claros, imprecisos. Era en mayo del año

cuarenta y cinco. En el comienzo del invierno yo empecé de pronto Pobres Gentes, mi primera obra; hasta entonces nada había escrito. Terminada la novela, yo no sabía qué hacer con ella

ni a quién confiársela. Carecía en absoluto de vinculaciones literarias, salvo quizá con D. V.

Grigorovich; pero éste mismo nada había publicado aún aparte de un pequeño artículo: Los

Organilleros de Petersburgo, en una colección. Me parece que entonces se disponía él a pasar

el verano en el campo, pero en tanto vivía desde un tiempo en casa de Nekrasov. Visitándome me dijo: "Tráigame el manuscrito (él no lo había leído todavía). Nekrasov quiere editar una

colección el año próximo; se lo mostraré". Se lo llevé, vi durante un minuto a Nekrasov, nos

dimos la mano. Me confundía el pensar que había traído mi obra, y me fui cuanto antes, sin

cambiar con Nekrasov casi ni una palabra. No me hacía ilusiones sobre el éxito, y temía al partido de los Anales de la Patria, como decíamos entonces. Yo había leído años atrás con

interés a Bielinsky, pero él me parecía amenazador y terrible, y "ridiculizará él mis Pobres

Gentes", pensaba yo a veces. Pero sólo a veces: "los he escrito con pasión, casi con lágrimas;

¿es posible que todas esas horas que he vivido con la pluma en la mano ante esa novela, que todo sea mentira, un espejismo, falso sentimiento?" Pera pensaba yo así no más que por

minutos y pronto retornaba a la desconfianza. La noche de ese día en que entregué el

manuscrito fui a visitar a uno de mis antiguos camaradas que vivía lejos; conversamos juntos

durante toda la noche de Las Almas Muertas y la leímos no recuerdo por cuál vez. (Así ocurría

entonces entre los jóvenes: se reunían dos o tres —"¿y no habríamos de leer, señores, a Gogol?*'—, se sentaban y leían, inclusive toda la noche. Entonces entre los jóvenes eran

muchos, muchos, los que parecían transidos por la espera de algo). Regresaba a mi casa

cuando ya eran las cuatro, en una bella noche blanca de Petersburgo, clara como el día. Hacía

una temperatura espléndida, tibia. Entré en casa; no me acosté, y fui a sentarme ante la ventana abierta. De pronto el timbre me sorprendió extraordinariamente, y he aquí que

Nekrasov y Grigorovich se lanzan a abrazarme, en un impulso de entusiasmo en el que los dos

casi lloraban. Ellos en la víspera, vueltos temprano a su casa, tomaron el manuscrito, y

comenzaron a leer, como ensayo: "Nos bastarán diez páginas para saber de que se trata". Pero leídas diez páginas, resolvieron leer otras diez, y después, sin interrumpirse,

permanecieron toda la noche hasta la madrugada, leyendo en voz alta, y turnándose cuando

uno se fatigaba. "Leía el pasaje sobre la muerte del estudiante" —me transmitía tiempo

después Grigorivich— "y de pronto noto, en la parte donde el padre corre en busca de un ataúd, que la voz de Nekrasov se quiebra, una y otra vez y de pronto sin contenerse golpeó

con la palma el manuscrito: "¡Ah, qué hombre!" Se trataba de usted y así fue toda la noche".

Cuando terminaron (eran siete pliegos de hojas) a una voz resolvieron ir a verme de

inmediato: "¡Qué importa que duerma, le despertaremos, esto es más importante que el

sueño!" Después, cuando pude observar de más cerca el carácter de Nekrasov, a menudo me asombraba de aquel minuto: su carácter era cerrado, receloso, prudente, poco comunicativo.

Así, por lo menos, me pareció él siempre, de tal modo que aquel minuto de nuestro primer

encuentro fue verdaderamente la expresión de su sentimiento más íntimo. Ellos

permanecieron conmigo alrededor de media hora, media hora durante la cual Dios sabe cuánto hablamos, entendiéndonos con medias palabras, con exclamaciones, apurándonos: hablamos

de poesía y de la verdad, "la situación de entonces!" y, naturalmente, sobre Gogol, con citas

de El Revisor y Las Almas Muertas; pero sobre todo de Bielinsky. "Hoy mismo le llevaré su

novela y usted verá ¡qué hombre, qué clase de hombre que es! Se conocerán ustedes, y verá ¡qué alma tiene!", decía con entusiasmo Nekrasov, sacudiéndome las espaldas con las dos

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manos. "Y ahora duerma, duerma, nos vamos, y mañana vaya a nuestra casa". ¡Como si

pudiera dormirme después de esa visita! ¡Qué entusiasmo, qué éxito!; pero principalmente el sentimiento me era caro, lo recuerdo claramente: "Muchos obtienen éxito, los elogian, los

aceptan, los felicitan, pero ellos han venido con lágrimas, a las cuatro, a despertarme porque

esto es más importante que el sueño... ¡Qué bueno es esto!" Así era lo que pensaba, ¡a quién

se le ocurría dormir!

Nekrasov llevó el manuscrito a Bielinsky ese mismo día. Él mantenía una actitud de

adoración hacia Bielinsky y, al parecer, fue quien más le quiso en toda su vida. Por entonces

Nekrasov nada había escrito aún que fuera de la envergadura que lograría pronto, un año más

tarde. Nekrasov se encontraba en Petersburgo, a lo que yo sé, desde los dieciséis años, completamente solo. También comenzó a escribir a esa misma edad. Poco sé de cómo llegó a

conocer a Bielinsky, pero Bielinsky le adivinó desde sus comienzos, y tal vez influyó

fuertemente sobre el carácter de su poesía. A pesar de la juventud de Nekrasov y de la

diferencia de sus años, entre, ellos sin duda ya existieron tales instantes y fueron dichas tales palabras de las que impresionan para toda la vida y ligan indisolublemente. "Un nuevo Gogol

ha aparecido", gritó Nekrasov entrando en su casa con Pobres Gentes. "Para usted los Gogol

crecen como hongos", le observó Bielinsky con dureza, pero tomó el manuscrito. Cuando

Nekrasov volvió por la noche, Bielinsky lo recibió con "verdadera agitación". "¡Tráigalo, tráigalo

cuanto antes!" Y he aquí (eso ya era al tercer día) me llevaron ante él. Recuerdo que al primer vistazo me asombró mucho su exterior, su nariz, su frente... Me lo imaginaba, no sé por qué,

del todo distinto, "a ese espantable, terrible criticó". Me recibió extraordinariamente grave y

reservado. "Así deberá ser", pensé yo; pero apenas pasaron, creo, pocos minutos todo se

transformó: la importancia no emanaba de su persona, no del crítico eminente que recibía al escritor debutante de 22 años, sino, por así decir, de su respeto por aquellos sentimientos que

deseaba derramar sobre mí cuanto antes, por aquellas palabras que con tan extraordinaria

solicitud pronunció. Discurría ardorosamente, con ojos de fiebre. "¿Y usted, comprende usted

mismo, me repitió varias veces en el tono enfático a que estaba acostumbrado, qué es lo que usted ha escrito?" Siempre levantaba la voz, cuando hablaba poseído de emoción. "Usted

simplemente con un directo instinto, como un artista, ha podido escribir esto, ¿pero ha medido

usted mismo toda esta terrible verdad que nos ha enseñado? No puede ser que usted con sus

veinte años ya lo hubiera comprendido. Este desdichado funcionario suyo que ha servido con

tanta abnegación, y que se ha anulado de tal modo a sí mismo que no se atreve a sentir por sí la menor estima, se siente tan envilecido que ni se reconoce el derecho a ser desdichado y

considera toda queja como una impiedad, y cuando un hombre bueno, su jefe, le da esos cien

rublos, se siente deshecho, anonadado de asombro porque alguien como él pudiera inspirar

lástima a "Vuestra Excelencia", no a "Su Excelencia" sino a "Vuestra Excelencia" según le hace usted decir. ¡Y ese botón descosido, ese momento en que besa la mano del general; aquí ya

no hay piedad hacia ese desdichado, sino horror, horror! ¡En esa gratitud hay pavor! ¡Hay allí

una tragedia! Usted ha llegado a la esencia del asunto, de una vez ha mostrado lo más

importante. Nosotros, publicistas y críticos, sólo sabemos razonar, con palabras procuramos explicarlo, y usted, artista, de un trazo, en una imagen, representa la esencia misma, que

puede palparse, para que resulte todo comprensible al lector menos capaz de razonar! ¡He

aquí el secreto del arte, he aquí la verdad en el arte! ¡He aquí el servicio que el artista presta a

la verdad! ¡La verdad le ha sido a usted descubierta y anunciada como a un artista, la ha alcanzado usted como un don: valorice, pues, su don, permanézcale fiel y será un gran

escritor!"

Todo esto me dijo entonces. Todo esto dijo él después acerca de mí a muchos otros que

aún viven y pueden atestiguarlo. Salí de su casa enajenado. Me detuve en la esquina de su

casa, miré hacia el cielo, el claro día, las gentes que pasaban, y yo todo, con todo mi ser, experimentaba que transcurría una hora solemne en mi vida, en la que una ruptura se había

operado para siempre, que había empezado algo totalmente nuevo, pero tal como yo no lo

había imaginado entonces ni en mis sueños más apasionados. (Y yo era entonces un soñador

apasionado). "¿Es verdaderamente posible que yo sea tan grande?, pensaba avergonzado de mí mismo con cierto tímido entusiasmo. No se rían ustedes, nunca he pensado después que yo

era grande, pero entonces ¿acaso era posible resistirlo? "¡Oh, yo seré digno de esos elogios!

Pero ¡qué hombres! ¡Qué hombres! ¡He aquí donde hay hombres! ¡Seré digno, procuraré ser

digno como ellos, permaneceré "fiel"! ¡Oh, qué aturdido soy! ¡Y si Bielinsky supiera cuántas cosas malas, vergonzozas hay en mí! Y se dice siempre que todos estos literatos son

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orgullosos, llenos de amor propio. Hombres tales sólo se encuentran en Rusia, ellos "están

solos, pero en ellos está la verdad, y lo verdadero, el bien; la verdad siempre triunfa sobre el vicio y el mal: venceremos. ¡Oh, ir hacia ellos, con ellos!"

Yo pensaba todo esto; recuerdo aquel minuto con la más completa claridad, y nunca

pude después olvidarlo. Fue el instante más maravilloso de mi vida. En el presidio,

recordándolo, fortalecía mi espíritu. Aun ahora cada vez que lo recuerdo es con exaltación. Y he aquí que pasados treinta años, yo he vuelto a recordar todo ese instante, y ha sido como si

de nuevo lo viviera, sentado junto a la cama de Nekrasov enfermo. Yo no se lo evoqué

detalladamente, me limité a recordarle lo que fueron esos instantes nuestros de entonces y

pude ver que él mismo lo recordaba. Y yo sabía que él se acordaba. Cuando volví del presidio él me indicó una de sus poesías en un libro suyo: "esto lo escribí yo entonces pensando en

usted", me dijo. Y pasamos toda nuestra vida separadamente. En su lecho de dolor él recuerda

ahora a los amigos desaparecidos:

Sus cantos proféticos no llegaron a cantarse,

cayeron víctimas de la maldad, de la traición,

en la flor de la edad; me miran sus retratos

con reproche desde la pared.

Pesada es aquí esta expresión: con reproche. ¿Hemos sido "justos", lo hemos sido? Que

cada uno resuelva según su juicio y conciencia. Pero lean ustedes mismos estas canciones

sufrientes, ¡y que de nuevo se reanime nuestro amado y apasionado poeta! ¡Poeta que se

apasionaba por la desdicha...!

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EL QUE CUMPLE AÑOS

¿Recuerdan ustedes Infancia y Adolescencia del Conde Tolstoy? Hay allí un muchacho,

héroe del poema. Pero no es un muchacho cualquiera, no es como otros niños, no es como su

hermano Volodia. No tiene más de unos doce años, pero en su cabeza y en su corazón se albergan pensamientos y sentimientos impropios de su edad. Se abandona ya a sus sueños

con pasión y ya sabe que mejor es guardarlos para sí mismo. Un arisco pudor y un alto orgullo

le impiden exteriorizarlos. Envidia a su hermano, a quien considera incomparablemente

superior a él, especialmente por su habilidad y la belleza del rostro, y si bien secretamente tiene el presentimiento que su hermano es inferior a él en todo sentido, persigue este

pensamiento y lo considera una bajeza. Se mira demasiado a menudo en el espejo y llega a la

conclusión de que es monstruosamente feo. Le ronda el pensamiento de que nadie le quiere,

que le desprecian ... En una palabra, es un muchacho fuera de lo común, al par que pertenece a ese tipo de familia de esa nobleza media, de la que fue poeta e historiador, según la

tradición de Puchkin, plenamente, el Conde León Tolstoy. Y he aquí que en su casa, en la gran

casa familiar moscovita, se reúnen visitas. Es el cumpleaños de su hermana; se reúnen con

grandes y niños, también muchachas y chicos. Comienzan los juegos, el baile. Nuestro héroe es torpe, danza peor que todos, quiere distinguirse por el ingenio, pero no lo consigue —y hay

aquí justamente tantas muchachas bonitas— y, su pensamiento constante, su eterna sospecha

de que él es más feo que todos. En su desesperación está resuelto a todo para asombrar a los

presentes. Ante todas las jovencitas y ante todos esos muchachos, orgullosos y mayores, que

no le tomaban en cuenta, de pronto, fuera de sí, con ese sentimiento que hace arrojarse al abismo abierto ante los pies, saca la lengua a su preceptor, y ante todos, lo golpea a

puñetazos. "¡Ahora sabrán todos quién es él, lo ha mostrado!" Le arrastran afrentosamente y

le encierran en una pieza que sirve de depósito. Sintiéndose perdido, y ya para siempre, el

muchacho comienza a soñar. Se escapó de la casa, ingresa en el ejército, en un combate mata numerosos turcos y cae atravesado de heridas. ¡Victoria!, ¿dónde está nuestro salvador?,

gritan todos abrazándole, estrechándole. Ya está él en Moscú, desfila por el boulevard Tver con

el brazo vendado, le recibe el Emperador... Y de pronto el pensamiento de que la puerta se

abrirá para dar paso al preceptor con una vara, dispersa esas imaginaciones como si fueran polvo. Comienzan otras. De pronto se le ocurre el motivo por el cual "todos le detestan":

¡seguramente es un bastardo y se lo ocultan...! El torbellino se acelera: he aquí que muere,

entran en ese cuarto y encuentran su cadáver: "¡Pobre muchacho!", todos le compadecen.

"¡Era un buen muchacho! Usted ha causado su muerte", dice el padre al preceptor, y las

lágrimas ahogan al soñador. Toda esa historia concluye con la enfermedad del niño, en la fiebre y el delirio. Estudio psicológico extraordinariamente serio del alma infantil,

admirablemente escrito.

Es a propósito que recordé este estudio de manera tan detallada. Recibí desde K. una

carta en la que se me describe la muerte de un niño, de un muchacho que también tiene doce años, y bien pudiera ser que se trate de algo parecido. Por lo demás, reproduciré las

referencias de la carta sin cambiar palabra de su texto. El tema es interesante.

"En la tarde del 8 de noviembre se extendió en la ciudad la noticia de un suicidio; se

había ahorcado un adolescente de doce o trece años, que estudiaba en el Gimnasio. Las circunstancias del suceso fueron las siguientes: El profesor de la materia cuya lección no supo

ese día el niño, le castigó, obligándole a quedar en el colegio hasta las cinco de la tarde. El

escolar desató una cuerda de una polea que descubrió y la aseguró a un clavo del cual se

acostumbraba a colgar la pizarra (que por algún motivo fue descolgada ese día) y se estranguló. El sereno, lavando los pisos de las habitaciones vecinas, vio al desdichado, se

precipitó a llamar al Inspector, éste acudió, quitaron el lazo al suicida, pero no pudieron

devolverle a la vida... ¿Cuál fue el motivo del suicidio? El niño no se había manifestado ni

violento ni retraído, estudiaba en general, sólo en los últimos tiempos había recibido de su

maestro algunas amonestaciones que concluyeron por determinar que fuera castigado... Resulta que su padre era muy severo y que en el día del suceso el niño cumplía años. Acaso

con entusiasmo infantil pensaba en cómo le recibirían en casa: la madre, el padre, los

hermanitos, las hermanitas... Y en lugar de esto debía quedar solo, sólito, hambriento en la

casa vacía, teniendo presente el enojo del padre que debería afrontar, así como la humillación, la vergüenza y tal vez el castigo que tendría que soportar. Que existía la posibilidad de poner

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fin a su vida, no lo ignoraba (¿y cuál de los niños de nuestra época no sabe eso?). Es una

terrible pena por el chico, lamentable por el Inspector, hombre y pedagogo excelente a quien sus alumnos adoran; terrible para la escuela que ve ocurrir tales cosas entre sus paredes.

¿Qué habrán sentido los compañeros del muerto y los otros niños que allí estudiaban —los de

las clases preparatorias son aún verdaderas criaturas—, cuando se enteraron de lo que había

ocurrido? ¿No es excesivamente fuerte semejante aprendizaje? ¿No es dejar que tome demasiada importancia para los inscriptos en la pizarra de notas y promociones los clavos de

los que se cuelgan los alumnos? ¿No hay demasiado formalismo y una sequedad sin corazón

en nuestra educación?" Naturalmente da una terrible pena este pequeño que cumplía años,

pero yo no quiero extenderme acerca de los probables motivos de este amargo suceso y especialmente sobre el tema "de los dos, los puntos, la excesiva severidad, etc." Todo esto

también existía antes y no se llegaba al suicidio y esto asegura que la causa es otra. He citado

el episodio de "Adolescencia" del Conde Tolstoy por la setaejanza de ambos casos, pero hay

entre ellos enorme diferencia. No hay duda de que si el pequeño Mischa se mató, ello no se debe únicamente a la furia y el temor. Estos dos sentimientos —tanto ese furor como el

enfermizo miedo— son demasiado simples y más bien hubieran encontrado salida en sí

mismos. Por lo demás, realmente pudo influir el terror al castigo, especialmente sobre una

enfermiza susceptibilidad, pero de todos modos el sentimiento existente en ese caso es

bastante más complejo y bien pudo haber ocurrido algo por el estilo de lo que ha descripto el Conde Tolstoy, esto es, esos problemas infantiles rechazados y todavía inconscientes, la fuerte

sensación de una opresiva injusticia* la precoz sensación recelosa y martirizante de la propia

insignificancia, la pregunta multiplicada enfermizante. "¿Por qué todos hasta tal punto no me

quieren?", el anhelo terrible de obligarles a compadecerle, esto es, en el fondo, el desesperado deseo de ser amado por todos, y tantas otras complejidades y matices. Lo cierto es que si

estos u otros matices existieron, hay rastros de cierta nueva realidad, completamente distinta

a la que pudo haber encontrado en ese tipo de antigua familia de Moscú de la que resultó

historiador entre nosotros el Conde León Tolstoy, cuyo advenimiento tuvo lugar justamente al tiempo que sobrevenía una escisión radical entre la antigua nobleza y las nuevas formas de

vida todavía en gestación y casi absolutamente desconocidas.

Hay aquí en este caso del niño que cumplía años un rasgo especial ya completamente de

nuestro tiempo. El muchacho del Conde Tolstoy pudo soñar con dolorosas lágrimas de una

desfalleciente ternura en el alma, que ellos entrarían para encontrarle muerto, y que comenzarían a quererle, compadecerle, y acusarse a sí mismos. Inclusive pudo pensar en el

suicidio, pero sólo pensar: las severas tradiciones de una familia noble se hubieran dejado

sentir hasta sobre un niño de doce años y no hubiera conducido su sueño al acto; pero aquí lo

pensó y lo hizo. Señalándolo no me refiero a la actual epidemia de suicidios. Se siente que aquí algo no está bien, que una enorme parte de la organización rusa de la vida quedó del

todo sin que nadie la observara, sin historiador. Por lo menos resulta claro que la vida de

nuestra nobleza media, tan brillantemente descripta por nuestros escritores, es demasiado

insignificante y constituye un sector particular de la vida rusa. ¿Quién será, pues, el historiador de los restantes sectores, más numerosos de lo que parece? Y si en ese caos en el que ya hace

tiempo, pero especialmente ahora, se debate nuestra vida social no es dado descubrir una ley

regular, ni siquiera hilos conductores, ni a un artista de la magnitud de un Shakespeare,

¿quién aclarará siquiera una parte de ese caos aun sin pensar en hilos conductores? Lo más grave es que nadie parece inquietarse, como si fuera demasiado prematuro para nuestros más

eminentes artistas. Entre nosotros es indiscutible que la vida se disgrega y que por

consiguiente también la familia se va disgregando entre nosotros. Pero es inevitable, y la vida

de nuevo se constituirá ya sobre nuevos principios. ¿Quién los discernirá y nos lo mostrará?

¿Quién podrá siquiera definir y expresar las leyes de esa disgregación y la nueva creación? ¿O es aún muy pronto? Pero, ¿acaso conocemos tan bien nuestro mismo pasado?

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MUERTE DE GEORGE SAND

El último número del Diario, correspondiente a mayo, estaba ya compuesto y en prensa

cuando me enteré por los diarios de la muerte de George Sand (murió el 27 de mayo-8 de

junio de 1876). De este modo no alcancé a decir siquiera una palabra acerca de esta muerte. Pero había bastado que leyera esa noticia para comprender cuánto significó en mi vida aquel

nombre, cuánto correspondió en una época a ese poeta, de mi entusiasmo, de mi admiración,

y todo lo que me dio entonces de alegría, de felicidad. Sin temor escribo cada una de estas

palabras, porque así fue literalmente. Ella fue una de nuestras contemporáneas (quiero decir, nuestras) que más plenamente realizó el tipo de idealista de los años treinta y cuarenta. Es

uno de los nombres de nuestro poderoso siglo, presuntuoso y al mismo tiempo doloroso, pleno

de ideales inexpresados, de los más indefinidos deseos, nombre que surgió allá lejos, "en el

país de las sagradas maravillas!", que nos atraía quitando a lo nuestro, nuestra Rusia siempre en gestación, mucho pensar, mucho amor, la fuerza de santos y nobles impulsos, vivísima vida

y caras convicciones. Pero no debemos lamentarlo: exaltando tales nombres y admirándolos,

los rusos sirvieron y sirven a su más verdadera misión. Que no se asombren de estas palabras

mías, y sobre todo en relación a George Sand, acerca de quien puede hasta hoy discutirse y a quien la mitad de nosotros, si no las nueve décimas partes, ya alcanzaron a olvidar; pero ella a

pesar de todo desempeñó un papel entre nosotros en su tiempo, ¿y quién estará más

dispuesto a recordarla sobre su tumba que nosotros, sus contemporáneos de todo el mundo?

Nosotros, los rusos, tenemos dos patrias: nuestra Rusia y Europa, aun en el caso de llamarnos

eslavófilos (que ellos no me guarden enojo por esto). No es preciso disputar sobre ello. La más alta entre las altas misiones que los rusos reconocen como un deber asumir en el futuro, es la

misión de reunir la humanidad en un solo haz, es el universal servicio a la humanidad; no sólo

a Rusia, no al mundo eslavo, sino a la humanidad toda. Reflexionadlo, y también vosotros

aceptaréis que los eslavófilos reconocieron eso mismo —por eso nos exhortaban a ser más estrictamente rusos, a serlo más firme y responsablemente—, comprendiendo precisamente

que esa tendencia a unificar la humanidad es el más importante rasgo de la personalidad rusa,

así como su misión. Por otra parte, todo esto exige todavía muchas explicaciones, por lo

menos la de que el servicio de un ideal universalmente humano y un aturdido vagabundear por Europa, abandonando voluntariamente la patria, son dos cosas diametralmente opuestas,

aunque hasta ahora se las confunda. Por el contrario, mucho, mucho de lo que tomamos de

Europa y trasplantamos entre nosotros no se limitó a la copia servil, como indispensablemente

lo exigen los Potuguin, sino que lo incorporamos a nuestro organismo, a nuestra carne y

nuestra sangre; hemos sobrellevado y hasta padecimos con independencia punto por punto, como en el Occidente, otras cosas que allá eran familiares. Esto es lo que los europeos no

quieren admitir por nada del mundo; lo que ha sido mejor, por el momento. De ese modo se

cumplirá más imperceptible y tranquilamente un proceso indispensable que asombrará al

mundo en sus consecuencias, proceso que puede seguirse del modo más claro y palpable en la actitud que observamos con respecto a la literatura de los demás pueblos. Sus poetas son para

nosotros, al menos para la mayoría de nuestras gentes cultivadas, igualmente familiares que

los suyos en sus países de Occidente. Yo afirmo y repito que todo poeta, pensador, filántropo

europeo, aparte de su propia tierra, en ninguna otra parte del mundo es tan íntimamente comprendido y más aceptado como en Rusia. Shakespeare, Byron, Walter Scott, Dickens, nos

son más familiares y comprensibles que, por ejemplo, a los alemanes, si bien por supuesto

circula entre nosotros sólo la décima parte de los ejemplares, en su traducción rusa, que en la

libresca Alemania. La Convención francesa del año 93 al otorgar una credencial de ciudadano "au poète allemand Schiller, l'ami de l'humanité", a pesar de haber hecho con ello un gesto

hermoso, soberbio, profético, no sospechaba siquiera que en el otro extremo de Europa, en la

bárbara Rusia, ese mismo Schiller era bastante más nacional y bastante más caro a los

bárbaros rusos, no sólo que a Francia, la de aquel tiempo, sino a la de más tarde, en todo

nuestro siglo, durante el cual Schiller, ciudadano francés y "l'ami de l'humanité", sólo era conocido en Francia por los profesores de literatura y eso no por todos. Entre nosotros en

cambio, junto con Yukovsky, se introdujo en el alma rusa, dejó en ella una señal, significó por

sí mismo casi un período en la historia de nuestra cultura. Esta actitud rusa respecto a la

literatura universal es un fenómeno que casi no se ha repetido en otros pueblos en tal medida a lo largo de toda la historia, y si esta característica es realmente nuestra particularidad

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nacional rusa, ¿qué susceptible patriotismo, qué chauvinismo tendría derecho a protestar

contra este fenómeno y no querría ver por el contrario un hecho pleno de promesas y claramente profético para la adivinación de nuestro porvenir?

¡Oh!, por supuesto, muchos sonreirán, tal vez, al leer más arriba la importancia que yo

atribuyo a George Sand; pero los que rían serán injustos: ya ha transcurrido bastante tiempo

de estos hechos pasados y hasta la misma George Sand ha muerto viejita, a los setenta años, habiendo tal vez sobrevivido en mucho a su gloria. Pero todo aquello que en la aparición de

ese poeta significó una "nueva palabra", todo lo que tuvo valor universal, todo eso suscitó en

el mismo instante en nuestra Rusia fuerte y profunda impresión, no pasó inadvertido,

demostrándose con ello que todo poeta que surgiera en Europa, que se levantara allá para enunciar un pensamiento y manifestar una fuerza nueva, no podía dejar de convertirse de

¡inmediato en un poeta ruso, no podía evadirse al pensamiento ruso, y no convertirse casi en

una fuerza rusa. Por lo demás, de ningún modo aspiro a escribir un artículo crítico sobre

George Sand, sino simplemente decir unas palabras de adiós a la que se ha ido, ante su tumba todavía fresca.

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ALGUNAS PALABRAS SOBRE GEORGE SAND

La aparición de George Sand en la literatura coincide con los años de mi primera

juventud, y mucho me alegra ahora que fuera hace tanto tiempo, porque pasados más de

treinta años puede hablarse casi con entera franqueza. Es preciso señalar que entonces la única forma permitida era la novela, y todo el resto, poco menos que todo cuanto fuera

pensamiento, y especialmente si venía de Francia, estaba severamente prohibido. Por

supuesto, a menudo ocurría que no sabían vigilar —¿y de dónde habrían de aprenderlo?—. El

mismo Metterních lo hacía mal, con más razón sus imitadores entre nosotros. Y por eso es que dejaban pasar "cosas terribles" (por ejemplo, logró pasar todo Bielinsky). Pero por ello mismo

para no equivocarse, resolvieron prohibirlo casi todo sin excepción, de modo que se terminó,

como se sabe, con las "transparencias". Pero las novelas, sin embargo, se permitieron desde

un comienzo, después y hasta en el final, y justamente con George Sand los guardianes se engañaron en grande. Recuérdense los versos:

Los tomos de Thiers y Rabó

él se sabe de memoria,

y como un furibundo Mirabeau

glorifica la libertad.

Estos versos son notables, de un raro talento, y quedarán para siempre porque son

históricos y tanto más valiosos porque fueron escritos por Denis Davidov, poeta tan puramente ruso. Pero cuando Davidov, que a Thiers (por su Historia de la Revolución, bien entendido)

consideraba entonces peligroso y le ubicaba en sus versos junto a cierto Rabo (quien no sé por

cierto si existió), se comprende que era muy poco lo que estaba oficialmente permitido. Y que

resultó: que lo que nos invadió entonces bajo la forma de novelas no solo sirvió igualmente para el caso, sino que fue tal vez por el contrario la forma más "peligrosa", según aquellos

tiempos, porque para Rabo no se encontraron tantos cazadores, pero los hubo por millares

para George Sand. Aquí es preciso señalar también que entre nosotros, a pesar de todos los

Magnitski y Liprandi, ya desde el pasado siglo se seguía de cerca todo el movimiento intelectual de Europa, y de inmediato, de las capas superiores de nuestra "inteligentsia"

pasaba a la masa, que apenas comenzaba a interesarse por los hombres de pensamiento.

Exactamente es lo que sucedió con el movimiento europeo del año treinta. Muy pronto se

comprendió entre nosotros el gran movimiento literario producido en Europa en el comienzo

mismo de la cuarta década. Ya eran conocidos entre nosotros los nombres de muchos oradores, historiadores, profesores, que acababan de hacer su aparición. Y siquiera en parte,

se hizo notorio hacia dónde tenía todo ese movimiento, que se manifestó con especial impulso

en el arte, en la novela, y sobre todo, en George Sand. Es cierto que Senkovsky y Bulgarin

pusieron en guardia al público contra George Sand aun antes de la aparición de sus novelas en idioma ruso. Asustaron especialmente a las damas rusas con que ella usaba pantalones,

quisieron atemorizar con la depravación, y procuraron ridiculizarla. Senkovsky, disponiéndose

él mismo a traducir a George Sand para su revista "Biblioteca para la lectura", comenzó a

llamarle en letras de molde Señor Egor Sand, y al parecer quedó seriamente satisfecho de su ingenio. Ulteriormente, en el año 48, Bulgarin escribió en La Abeja del Norte que ella se

emborrachaba diariamente con Pierre Leroux en los arrabales y que participaba en las noches

atenienses en el Ministerio del Interior, que daba el ministro, ese bandido de Ledru-Rollin. Yo

mismo lo he leído y lo recuerdo muy bien. Pero entonces, en el año 48, George Sand ya era conocida de todo el público lector y nadie creía a Bulgarin. Ella apareció en idioma ruso

aproximadamente por la mitad del año treinta; lástima que no recuerdo cuál fue la primera de

sus obras ni en qué fecha se tradujo entre nosotros; pero la admiración que produjo fue de

todos modos considerable. Creo que como a mí, todavía en la adolescencia, a todos sorprendió

la castidad, la elevada pureza manifestada en sus tipos y los ideales que sustentaba y el encanto sobrio, el tono contenido del relato. ¡Y esa mujer era la que llevaba pantalones y

exhibía su depravación! Tenía, yo creo, unos dieciséis años, cuando leí por primera vez su

novela "L'Uscoque", una de las más encantadoras entre sus primeras producciones. Recuerdo

que después pasé la noche en estado febril. Creo no equivocarme si digo que George Sand,

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por lo menos, según mis recuerdos, ocupó de inmediato el primer lugar entre una pléyade de

nuevos escritores de pronto destacados ruidosamente en toda Europa. Hasta Dickens, que apareció entre nosotros casi simultáneamente, debió tal vez ceder ante ella en la atención de

nuestro público. Ya no hablo de Balzac, que apareció antes que ella y que dio por el año treinta

obras tales como Eugenia Grandet y El Viejo Goriot (y con quien fue tan injusto Bielisnky que

no advirtió en absoluto su importancia en la literatura francesa). Por lo demás, yo digo todo esto no desde el punto de vista de alguna estimación crítica, sino que lo recuerdo simplemente

a propósito del gusto de la masa de lectores rusos de entonces, de la impresión inmediata que

le causaban sus lecturas. Lo principal era que el lector sabía extraer hasta de las novelas todo

aquello contra lo que se le quería preservar. Por lo menos entre nosotros, hacia mediados del año cuarenta no ignoraba la mayoría de los lectores que George Sand era uno de los

representantes más brillantes, más austeros, más probos, de aquella nueva clase de hombres

de Occidente que aparecieron comenzando por negar formalmente las conquistas "positivas"

con las que terminó su actividad la sangrienta Revolución Francesa (más exactamente, europea) de fines del pasado siglo. A su término (después de Napoleón I), aparecieron nuevas

tentativas para expresar los nuevos anhelos y los nuevos ideales. Las inteligencias avanzadas

bien pronto comprendieron que sólo se había cambiado de despotismo, "Ote toi de là que m'y

mette", que los nuevos triunfadores del mundo (los burgueses) se mostraron peores, de ser

posible, que los pasados déspotas (los nobles) y que "libertad, igualdad y fraternidad" resultaron sólo frases sonoras y nada más. Además, aparecieron tales doctrinas por las cuales

las frases sonoras se revelaron frases irrealizables. Los triunfadores pronunciaban, o mejor

recordaban, esas tres palabras sacramentales sólo para ridiculizarlas; hasta apareció una

ciencia (la de los economistas) cuyos brillantes representantes, que entonces parecían llegar con una palabra nueva, ayudaban a la burla y la condenación del significado utópico de esas

tres palabras, por las cuales tanta sangre se había derramado. De este modo junto a los

vencedores llenos de entusiasmo, comenzaron a aparecer rostros desalentados y tristes, que

asustaban a los triunfadores. Y fue en esta época que de pronto surgió realmente una nueva palabra y nacieron nuevas esperanzas: aparecieron gentes que proclamaban directamente que

se había procedido mal al no llevar las cosas hasta el fin, que nada se había logrado con el

cambio político de los vencedores, que era necesario proseguir, que la regeneración de la

humanidad debía ser radical, social. Por supuesto aparecieron junto a esos llamamientos las

conclusiones más funestas y monstruosas, pero lo importante fue que se encendió de nuevo la esperanza y de nuevo comenzó a renacer la fe. La historia de ese movimiento es conocida,

hasta ahora continúa y no parece que esté dispuesto a detenerse. Yo no quiero hablar aquí en

favor o en contra: sólo deseaba señalar el lugar de George Sand en ese movimiento. Su lugar

hay que buscarlo en el comienzo mismo de aquél. Entonces, encontrándola en Europa, decían que ella predicaba sobre la nueva situación de la mujer y que profetizaba acerca "de los

derechos de la mujer libre" (expresión que acerca de ella usó Senkovsky); pero esto no era

cierto porque no predicaba únicamente acerca de la mujer y no había inventado ninguna

"mujer libre". George Sand pertenecía a todo el movimiento y no sólo a la predicación de los derechos de la mujer. Cierto, como mujer ella prefería, naturalmente, crear heroínas a héroes,

y las mujeres de todo el mundo deben ahora llevar luto por ella, pues ha muerto una de sus

más altas y espléndidas representantes, y aparte de eso, mujer como casi no existió otra por

la fuerza de su talento y su inteligencia, y cuyo nombre en adelante histórico, nombre que no está destinado al olvido, no desaparecerá de la humanidad europea.

En cuanto a sus heroínas, de nuevo lo repito, desde la primera vez cuando sólo tenía 16

años me sorprendió la extraña contradicción entre todo cuanto sobre ella se escribía y decía y

lo que yo realmente estaba viendo. En el hecho, muchas o por lo menos algunas de sus

heroínas representaban un tipo de tan elevada pureza moral, que ni hubiera sido posible concebir sin un enorme anhelo de pureza en el alma misma del poeta, sin el culto estricto del

deber, sin comprender y reconocer como más elevada la belleza de la misericordia, la

paciencia y la justicia. Cierto que entre la misericordia, la paciencia, y el reconocimiento de las

obligaciones aparecía el extraordinario orgullo de sus reivindicaciones, pero también este orgullo tenía un valor porque procedía de aquella alta verdad sin la cual nunca hubiera podido

mantener la humanidad su nivel moral. Ese orgullo no es la hostilidad "quand même", fundada

en que yo, por así decir, soy mejor que tú, y tú eres peor que yo, sino sólo en el sentimiento

de la absoluta incapacidad de reconciliarse con la falsedad, el vicio, aunque lo repito, este sentimiento no excluye ni el perdón ni la misericordia; además este orgullo impone

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voluntariamente una responsabilidad proporcionalmente grande. Esas heroínas suyas ansiaban

el sacrificio, la proeza. Especialmente me gustaban entonces, en sus primeras obras, algunos tipos de muchachas, las de sus llamadas novelas venecianas (a las que pertenecen

"L'Uscoque" y "Aldini"), tipos completados después con la novela Jeanne, obra ya genial, que

ofrece la más clara, y tal vez indiscutible, solución del problema histórico sobre Juana de Arco.

En la pequeña campesina moderna ella de pronto resucita ante nosotros la figura histórica de Juana de Arco y claramente justifica la real posibilidad de este fenómeno grande y milagroso, a

través de ella misma, porque nadie fuera de George Sand entre los poetas contemporáneos

llevaba en su alma el puro ideal de la inocente muchacha, pura y tan poderosa en su

inocencia. Todos esos tipos de muchachas, de las que yo hablé más arriba, repiten en varias obras consecutivas un único problema, un solo tema (por otra parte no son sólo las

muchachas: el tema se repite después en su magnífica novela La Marquise, también de las

principales). Describe el recto, honrado pero inexperto carácter de una mujer joven, con esa

orgullosa castidad que no teme y no puede ser enlodada ni por la proximidad del vicio, aunque de pronto ese ser se encontrara por azar en la guarida misma del vicio. La necesidad de un

sacrificio (como si justamente de ella se lo aguardara) impresiona el corazón de la muchacha y

sin pensarlo y sin ahorrárselo, desinteresadamente, abnegadamente, realiza de pronto el paso

más peligroso y fatal. Aquello que ella ve y encuentra no la turba después ni la asusta; por el

contrario, al instante eleva la valentía en el joven corazón que entonces por primera vez conoce todas sus fuerzas —fuerzas de la inocencia, la honestidad, la pureza—, duplica sus

energías y muestra nuevos caminos, nuevos horizontes no conocidos hasta entonces por ella,

pero sí por su valeroso y fresco espíritu no contaminado por las transigencias de la vida.

Agregúese la más irreprochable y espléndida forma poemática. George Sand gustaba especialmente entonces terminar sus poemas felizmente, con el triunfo de la inocencia, la

franqueza y la juventud, la ingenua intrepidez. ¿Semejantes figuras podrán perturbar la

sociedad, despertar dudas y espanto? Por el contrario, los padres y las madres más severas

permitieron en sus familias la lectura de George Sand; sólo que se asombraban: "¿por qué todos hablan tanto de ella?" Pero aquí se levantaron voces de advertencia: "en el orgullo de

esta requisitoria femenina, en esa castidad irreconciliable con el vicio, en esta osadía con que

la inocencia se lanza a la lucha y mira claramente a los ojos, se encierra un veneno, el futuro

veneno de la protesta femenina, de la emancipación de la mujer". ¡Y qué!, pudiera ser que con

respecto al veneno dijeran lo justo; realmente se ha dado origen al veneno, pero qué es lo que va a destruir, qué puede hacer perecer ese veneno, y qué puede salvarse — todo esto es lo

que integraba el problema, pero por largo tiempo no se había resuelto.

Ahora hace mucho que todos estos problemas están ya resueltos (creo que así es). Es preciso señalar que hacia el año cuarenta la gloria de George Sand y la fe en sus fuerzas y su

genio estaba tan alto, que nosotros, sus contemporáneos, esperábamos todos de ella algo

incomparablemente más grande para el futuro, una todavía no oída palabra nueva, algo ya

concluyente y definitivo. Tales esperanzas no se cumplieron: resultó que en aquel tiempo, esto es, hacia fines del año 40, ella había ya dicho todo cuanto le estaba destinado expresar, y

ahora ante su tumba aún fresca puede decirse la última palabra acerca de ella.

George Sand no es un pensador, pero sí uno de los más videntes presentidores (si es que

me está permitido expresarme con tan amanerada frase) de ese futuro feliz que espera a la humanidad, en el logro de cuyos ideales creyó animosa y generosamente toda la vida,

precisamente porque en su propia alma fue capaz de alentar un ideal. La conservación de esta

fe hasta el fin constituye el privilegio de todas las almas elevadas, de todos los que

verdaderamente aman al género humano. George Sand ha muerto deísta, creyendo

firmemente en Dios y en su propia inmortalidad, pero tratándose de ella, poco es decir esto: por encima de todo fue quizá la más cristiana de todos los escritores franceses

contemporáneos suyos, aunque formalmente (como católica) no confesaba a Cristo. Por

supuesto, como francesa que era, de acuerdo con las concepciones de sus compatriotas,

George Sand no podía en conciencia reconocer que "en todo el universo no hay otro nombre que el Suyo, por el cual se puede ser salvado", idea principal de la ortodoxia; no obstante esa

contradicción aparente y formal, lo repito, George Sand se cuenta tal vez entre quienes más

perfectamente confesaron a Cristo, sin que ella lo supiera. Ella basó su socialismo, sus

convicciones, sus esperanzas, sus ideales, en el sentido moral, en la sed espiritual del hombre, en su aspiración a la perfección y la pureza, y no en las necesidades que tienen las hormigas.

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Ella creía incondicionalmente en la personalidad humana (hasta su inmortalidad), y ha

exaltado y objetivado su concepción, durante toda su vida, en cada una de sus obras, y así coincidía, en su pensamiento y sentimiento, con una de las ideas fundamentales del

cristianismo, esto es, con el reconocimiento de la personalidad humana y su libertad (y por

consiguiente, su responsabilidad). De ahí que reconociera el deber y las exigencias morales, y

de ahí su completo reconocimiento de la responsabilidad del hombre. Y pudiera ser que no hubo pensador o escritor de su tiempo en Francia que con tanta fuerza comprendiera "que no

sólo de pan vive el hombre". ¿Qué importa así el orgullo de sus reivindicaciones y su protesta,

si este orgullo, lo repito, nunca excluyó la misericordia, el perdón de las ofensas, y hasta una

ilimitada paciencia fundada en la piedad hacia el mismo ofensor? Por el contrario, George Sand en sus obras más de una vez se dejó seducir por la belleza de esas verdades y más de una vez

encarnó tipos que profesaban aquel sincero perdón y amor. Escriben de ella que murió como

madre admirable, esforzándose hasta el fin de su vida, manteniendo relaciones cordiales con

los campesinos de los alrededores y adorada por sus amigos. Parece que ella se inclinaba a dar importancia a su origen aristocrático (descendía por la madre de la casa real de Saxe), pero se

puede sostener firmemente que si ella valoraba la aristocracia en las gentes, sólo la

consideraba fundada en la perfección del espíritu, del alma humana: ella no podía dejar de

amar todo cuanto fuera grande, reconciliarse con lo bajo, transigir con las ideas... y tal vez en

este sentido fuera excesivamente orgullosa. Cierto, tampoco le gustaba presentar en sus novelas personajes humildes, justos pero forzados a ceder, ridículos y castigados, como los

hay en las novelas de ese gran cristiano que es Dickens; por el contrario, pintaba orgullosas a

sus heroínas, las hacía igual que reinas. De esto es de lo que ella gustaba, y tal particularidad,

debe señalarse, es bastante característica.