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Fotografía y territorio. La pantalla y el marco en la calina contemporánea

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Ponencia presentada por Lorena González para el III Encuentro de Críticos e investigadores en Valparaíso celebrado los días 10, 11 y 12 de noviembre de 2011.

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   FotoLore

 

 

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nos.  Lo  digit

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tal  ha 

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poseer 

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cámaras digitales y todos los beneficios que el medio de las dos dimensiones ofrece, otorga la 

posibilidad  de  que  cualquiera  puede  encargarse  libremente  de  administrar,  seleccionar, 

imprimir y almacenar cuántas imágenes de sí mismo y de lo que le rodea se le antoje. Nada de 

esperas, nada de tanques de revelado ni de las profundidades y sorpresas del grano, el papel, 

el encuadre,  las  texturas y medidas de  la  luz… Ahora cualquier error, cualquier desenfoque, 

cualquier  abismo,  será  rápidamente  solventado  con un  sencillo  “delete”  y  todos  tendrán  la 

posibilidad de guardarlas y transformarlas, de intervenirlas y difundirlas en cualquier momento 

y en  cualquier  lugar,  sin  la necesidad, ni  siquiera, de  imprimirlas o  volverlas materialmente 

"vivas". 

Esta  reflexión  guió  por  mucho  tiempo  mis  preocupaciones  por  esas  verdades  y 

ficciones de la fotografía en medio de un mundo hiper‐reproductor de imágenes. Hace un par 

de años  las palabras de Ticio Escobar en su texto El debe y el haber de  lo global me hicieron 

detenerme en otras consideraciones al verbalizar un precedente en torno al nuevo escenario 

que  para  las  artes  latinoamericanas  comportaba  la  cartografía  múltiple  y  diversa  de  la 

globalización,  ese  variopinto  y  complejo  organismo  que  va  trazando  desde  su  vertiginosa 

capacidad  de  legitimación  los movimientos —a  veces  grandiosos,  a  veces  terribles—  de  la 

escena  contemporánea  mundial.  Una  nueva  pregunta  comenzó  a  azuzar  mis  recorridos: 

¿cuántas  personas  tienen  en  realidad  acceso  a  estas  tecnologías  de  la  información  y  de  la 

producción digital? ¿Qué cosas son  las que estamos asentando y debatiendo como verdades 

generales?  ¿La  globalización permite  en  realidad  un  campo  de  acción  tan  válido  y múltiple 

como para reescribir algunos parámetros prácticos y teóricos? 

En  algún  momento  estos  contenidos  junto  a  la  impresión  por  el  premio  de  mi 

inmaculado  compañero  fotógrafo, me  situaron  frente  a  la  omnipotente  accesibilidad  de  la 

fotografía  y  su  grandilocuente  capacidad  de  ficción.  Llegué  a  pensar  que  la  cultura  de  la 

imagen era de verdad multitudinaria, creí con ciega  firmeza que estamos  todos  inmersos en 

una  esfera  iconográfica  que  nos  sobrepasa.  Entonces  una  sencilla  frase  del  ensayo    “El 

campesino y  la fotografía” del  libro El sentido social del gusto de Pierre Bourdieu, bastó para 

devolverme a mi propio engaño y a  la  llamada de atención que propone Escobar  frente a  lo 

global.  En  ese  texto,  gracias  a  un  juego  de  investigación  evaluativo  sobre  las  posibles 

consecuencias generadas por la introducción de una herramienta moderna en una comunidad 

al margen de  la urbe, Bourdieu evidencia que aunque el sujeto desplazado repara en el valor 

especial  de  lo  fotográfico para  testimoniar  sus momentos más  especiales,  considera que  la 

práctica de la fotografía es un lujo banal al que no puede ni le interesa acceder, un exceso que 

debe ser ejecutado por otros sin un oficio real. 

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Tanto  las  reflexiones  de  Ticio  Escobar  como  el  ejercicio  de  Bourdieu  revelan  que 

aquella cualidad virtual donde las redes sociales y los medios electrónicos supuestamente nos 

conectan a todos, nos unen, movilizan  ideas, acciones,  legalidades e historias, puede ser una 

ilusión.  Una  gran  calina  contemporánea  donde  se  instaura  ese  fantasma  híbrido  de 

visualidades y ocultamientos, de veladuras suspensas que construyen los períodos de grandes 

y largas sequías, de alteraciones atmosféricas y humedades no atendidas.  

En otros ensayos he destacado este tema retomando esa  línea crítica donde Escobar 

afirma  que  el  principal  efecto  de  la  globalización  se  concentra  en  la  dispersión  de  las 

dicotomías  local‐internacional,  propio‐ajeno  y  centro‐periferia  que  condujeron  las 

confrontaciones  moderno‐postmoderno  durante  las  tres  últimas  décadas  del  siglo  xx.  Sin 

embargo, aunque los centros de poder han diluido las fronteras que antes dibujaban jerarquías 

entre  territorios diversos,  insiste en que  continúa manteniéndose un  claro  límite  entre  tres 

lugares de producción, desarrollo y consumo por todos conocidos:  los dominios acotados del 

arte y de la sociedad erudita, los escenarios populares de la cultura masiva y los propietarios de 

la tecnología de punta, reservada, como siempre, a los miembros de los poderes centrales. 

Del mismo modo, el filósofo Félix Guattari en su texto Plan sobre el planeta, pone en 

escena  que  el  capital  y  la  producción  se  han  expandido  de  tal  modo  en  las  nuevas 

comunidades  electrónicas  y  en  las  redes  plurales  de  ejercicio  mercantil,  que  sería  casi 

imposible  establecer  la  presencia  de  un  ente  rector  que  señale  y  condicione  las  directrices 

sociales.  Ante  esta  autonomía  reproductiva  tan  sólo  las  estructuras  y  los  valores  que  cada 

pequeña  comunidad  decida  asumir,  serán  reveladoras  de  su  propio  destino  frente  a  los 

movimientos ambivalentes de la pátina global. 

Ante  estas  dos  reflexiones  (la  de  Escobar  más  realista,  la  de  Guattari  un  tanto 

optimista) es preciso destacar que tan solo un 30% de la población mundial tiene actualmente 

acceso a estos medios, lo que confirma que una de las desventajas más evidentes de lo global 

es  esa  extraña  cualidad  que  tiene  de  asentar  la  espectacularidad  como  verdad.  El mundo 

global  implica  dos  peligros  fundamentales  en  la  consecución  y  renovación  de  valores, 

participación  y  estrategia  local  dentro  de  la  ciudad  latinoamericana:  el  primero,  hacernos 

partícipes de todo ello sin serlo; el segundo, creérnoslo. 

Una  vez  tocados  por  esta  encrucijada,  ¿no  se  retira  repentinamente  ese  valioso 

carrusel de imágenes que nos aferraba al mundo, que nos consolidaba y nos hacía pertenecer 

para  que  la  calina  pase  a  inundar  la  pantalla  de  nuestro  propio  marco  visual?  Como 

protagonistas perdidos de un film de ciencia ficción intentamos enfocar las siluetas legítimas y 

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veladas  de  una  realidad  donde  tan  solo  un  pequeño  porcentaje  participa  de  eso  que 

percibimos  como un  todo. ¿Qué  somos? ¿De qué estamos hablando? ¿Cuál es  la verdadera 

raíz  de  esas  verdades  globales,  en  realidad  desconocidas?  Y  frente  a  estos  peligros,  ¿qué 

sucede entonces con el ejercicio de la fotografía en nuestra contemporaneidad?  

Cada  vez más  usada  por  artistas  y  consumidores  de  todos  los  estratos,  edades  y 

procedencias, la fotografía digital se ha convertido en la punta de lanza no sólo de las nuevas 

tecnologías  sino  de  todas  nuestras  formas  de  relación,  intercambio  y  aseveración  de  la 

información, de nosotros mismos y de las relaciones con los demás. En el caso Venezolano hay 

que  agregar  que    padecemos  las  variables  de  una  sociedad  gobernada  por  lo mediático: 

espacio  urbano‐virtual  donde  se  promueve  con  insistencia  la  apertura,  la  flexibilidad,  la 

expansión y  la conexión, cuando en realidad sufrimos una marcada polarización sociopolítica 

que  ha  propiciado  la  fragmentación  de  los  vínculos  reales  del  ciudadano  con  sus  espacios, 

generando sentimientos permanentes de rechazo y desconfianza. 

Nuestras calles están azotadas por la violencia urbana. En este ejercicio el individuo ha 

perdido  el  contacto  con  su  territorio  e  incluso  ha  mermado  sus  conexiones  con  ciertas 

cartografías, debido a  las versiones que propicia un espacio signado por el  fundamentalismo 

político y  la controversia. El mundo mediático y  las redes sociales construyen para  todos  los 

casos una suerte de espasmo separatista y una falsa pertenencia a un país que funciona de una 

manera mientras la otra parte está errada, y viceversa. Mientras estas variables consolidan sus 

propios marcos y pantallas, las calles están vacías, abandonadas, durmiendo en los silencios de 

una noche irrecuperable.  

En  tanto  el mundo  global  asienta  su  ambigua  sensación  de  participación,  la  ciudad 

latinoamericana  extraña  los  pasos  de  un  vínculo  real  que  la  complete  como  estructura 

diseñada para el intercambio. Si estas necesarias preocupaciones locales van surgiendo en las 

reflexiones de algunos participantes silentes del espectáculo universal, ¿no es hora de que los 

artistas  comiencen  a  inquietarse  por  estos  senderos  interrogativos?  Debatir  sobre  la 

responsabilidad personal frente a  las complejidades de un contexto tan variable y engañoso, 

es quizás una emergencia necesaria antes de posicionar cualquier imagen en la pequeña esfera 

de los satélites expositivos. 

Pero ¿cómo comenzar a elaborar el compromiso de esta práctica y este pensamiento? 

El último quinquenio ha visto surgir un entramado artístico concentrado en los procedimientos 

abrasivos  de  los  sistemas  de  poder.  Sin  embargo,  en  las  bases  de  estos  ejercicios  siguen 

resonando  las preguntas sobre  la pertinencia de estos procesos, algunos desvanecidos en  los 

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aciertos de atender a las comunidades que los inspiran y otros ambivalentes, arropados por los 

peligros narcisistas de abusar de las catástrofes de algún otro para la consagración de la obra 

individual.  Para  el  crítico,  curador  y  teórico  francés  Nicolas  Bourriaud,  este  acontecer 

corresponde  precisamente  al  desenvolvimiento  prolífico  del  nuevo  desempeño  que  la 

globalización  y  la  era  de  la  Internet  le  han  conferido  a  las  relaciones  entre  autor, medios, 

lugares de difusión, obra y receptor.  

Son estos  los postulados de  su  llamada Estética  relacional,  la  cual  se ha dedicado a 

testimoniar y practicar modelos de interacción que activan reflexiones vinculantes en diversos 

órdenes de la vida social. Esta asignación establecida desde un segmento eurocéntrico del arte 

contemporáneo a partir del desempeño que este  curador  tuvo  como director del Palays de 

Tokyo  desde  finales  de  los  noventa  hasta  mediados  del  2000  en  la  ciudad  de  París,  ha 

generado  una  suerte  de moda  universal  y  de  particular  fijación  entre  artistas  de  todas  las 

disciplinas por las relaciones entre la imagen y el conflicto social. Sin embargo, este encuentro 

en muchos casos acertado, también ha devenido en un desarrollo excesivo de planteamientos 

donde los nuevos conceptualistas de la imagen han comenzado a especializarse en una especie 

de pornomiseria, estetizando relaciones, abandonos, crisis y soledades. 

  La gran pregunta en este momento es si podemos verdaderamente hablar de un arte 

de  contexto  y  de  una  fotografía  crítica  si  cada  uno  de  esos  procesos  no  genera  una 

transformación en el tejido original que los recibe y alberga. ¿No resulta arbitrario extraer las 

fisuras de lo social para complejizar los vacíos y dificultades de un otro a través de bastidores 

estéticos y  técnicas especializadas? ¿Qué pasará con estos contextos después de  la  imagen? 

¿Qué quedará más allá de  la vulgarización decorativa o  la parodia exotista que tanto vende? 

¿Qué  ocurrirá  con  esas  individualidades  y  grupos  arrebatados  de  su  desventura,  con  esas 

situaciones  anónimas  olvidadas  por  la  secuencia  inmediata  de  una  cámara  que  vendrá  a 

renovar  nuevas  tragedias?  Y  más  importante  aún:  ¿qué  destino  le  espera  a  la  imagen 

contemporánea en estos paradigmas multiplicadores? ¿No  tendrá  la  fotografía  ‐quien ya ha 

vivido  estas  diatribas  frente  el  sensacionalismo  y  el  amarillismo  de  algunas  tendencias 

documentalistas‐ que comenzar a hacerse preguntas reales sobre su origen, sus principios, su 

por qué, su cómo y muy especialmente su para qué? 

Hace varios meses una alumna del taller de curaduría que dicto en la Escuela de Letras 

de la Universidad Central de Venezuela me mostraba su turbación por una intención curatorial 

que  la  llenaba de angustia. Quería, mordida por  la calina de  las  redes sociales, concretar un 

proyecto expositivo que criticara a la página Tumblr. Desconcertada me enseñó aquella tarde 

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una gran cantidad de curadurías anónimas que flotan en este sitio, imágenes que bracean en la 

nada gracias a la infinita repetición de bloggeos que las colocan allí: fuentes iconográficas que 

no  pertenecen  a  nadie,  fotogramas  de  películas,  portadas  de  revistas,  fotos  de  álbumes 

personales. Mientras escuchaba  su ofuscada explicación y  sus  inquietudes  sin norte,  la miré 

con conmoción y aturdimiento a la vez. 

En un punto muy íntimo y de alguna manera me sentí acompañada al ver su juventud 

tan  atenta  a  ese  contexto  abrasivo.  En  el  fondo  me  veía  a  mí  misma  frente  a  ella, 

preguntándome  cuánto  de  nuestra  producción  fotográfica  más  reciente,  reconocida, 

publicada, exhibida y apoyada por las esferas legitimadoras de lo visual, si fueran extraídas de 

su contexto, si en algún momento se les retirara de la autoría, del nombre, de la galería, de la 

feria,  del  texto,  del  escándalo  social,  la memoria  oprimida  o  el  sensacionalismo  de  turno, 

¿cuántas de  ellas,  repito, no  caerían en ese mismo marasmo  agresivo, en ese  sin  fin  inútil, 

sórdido e  indeleble de  cualquier  secuencia de Tumblr? En nuestra  conversación,  llegamos a 

dos buenas conclusiones sobre  la fotografía en  la actualidad. La primera es que el artista y el 

proceso  emprendido  deben  concentrarse  en  retornarle  a  ese  contexto  algo  de  lo  que  se 

apropian, avalar una  recompensa simbólica o material que  le devuelva al espacio de  trabajo 

una ganancia, una retribución por los sintagmas cedidos en la investigación creativa. 

En  segundo  lugar,  que  en  la  propia  imagen  deberían  germinar  los  destellos  de  esa 

descarga,  traslaciones  tangibles  y  figuradas de un  intercambio que  a  través de  las distintas 

artesanías de  la materia y gracias a  la  técnica, se hará visible en el  formato: destino único y 

especial de una imagen, estructura donde resonarán por siempre las respiraciones infinitas de 

la metáfora. ¿Podremos encontrar este ansiado paraje? ¿Nos toparemos con esa estructura de 

acción  y  resistencia,  de  particularidad  y  sentido  múltiple,  de  unicidad  y  polisemia?  En  el 

contexto  venezolano me  quedo,  por  ahora,  con  algunos  ejemplos  que  aprecio  rescatables. 

Intersticios de procesos que  intentan  aproximarse  a ese extraño  lugar mediante estrategias 

diversas de formulación y presentación. 

 

II 

El  fotógrafo  Iván Amaya  es un  investigador  social que  con  su proyecto Ciudades de 

arriba  (2004‐2009),  lleva varios años revelando  los matices de una estética construida desde 

esa  arquitectura del barrio  inaccesible para muchos. Cada  serie es desarrollada  a  través de 

largos períodos, podría incluso decirse que no tienen principio ni fin. Con paciencia, Amaya se 

inserta en estas geodesias, intercambia con las comunidades, imparte talleres. Entre tanto va 

surgiendo  en  su  cámara  una  armonía  no  vista  por  el  resto  de  la  urbe,  engranajes  de  una 

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trasformación que sin prejuicios aprehende en su lente, enalteciendo los colores, los formatos 

y  los materiales  con  los  cuales  el  barrio  va  asentando  su  belleza  particular,  sus  formas  de 

construirse, sus desempeños, su vivir. En la mirada de este creador destaca el respeto por una 

topografía  trashumante  y  por  los  nexos  que  ella misma  reconstruye  con  la  tradición  y  las 

paradojas del modernismo  latinoamericano. El  centro de acción  son  las  casas más altas,  las 

difíciles, aquellas que están completamente alejadas de la mirada del ciudadano común. 

Para  la  investigadora  Lisa  Blackmore  un  grupo  de  17  fotografías  polaroid  donde 

documentó edificaciones emblemáticas bajo el título Edificio progreso, reunió los encuadres de 

arquitecturas  vulnerables  que  han  formado  una  parte  importante  de  la  ciudad  de  Caracas: 

sedes de bancos, centros comerciales, lugares de esparcimiento y patrimonios arquitectónicos 

transformados por la reciente diatriba política junto con algunos panoramas iconográficos que 

eran ya una  referencia  colectiva en el  centro de  la  capital. En  la  sala, otro  conjunto de 8 8 

piezas  mostraba  las  fachadas  de  las  infraestructuras  que  en  la  actualidad  soportan  la 

problemática institucionalidad de los museos nacionales: ese lugar de preservación y difusión 

del  símbolo  y  la  imagen,  de  producción  de  la  creatividad  y  el  conocimiento  sobre  cuyos 

destinos inciertos vagamos hoy.  

Sin embargo, la propuesta de Blackmore no fue una simple documentación gráfica de 

estos  lugares.  En  su  acción  también  respiraba  la  esencia  de  un mecanismo  particular  que 

desde  las  estrategias  del  arte  contemporáneo  reunió  en  estas  obras  las  aristas  de  un 

movimiento profuso y cíclico: en primer lugar, el uso de la técnica instantánea de la Polaroid y 

de  una  película  velada  en  cada  toma  fotográfica,  con  lo  cual  reconstruye  la  búsqueda 

conceptual  a  la que  remite desde  las marcas  vetustas del  formato de  cada  pieza;  luego,  la 

sugerencia  de  un  recorrido  corporal  en  el  que  observa,  selecciona,  revive,  fragmenta, 

suspende  los  pasos  y  la  respiración  de  su mirada  confrontada  con  ese  volátil  bastimento 

citadino; por último, una  acertada museografía en  la que  cada una de estas  interrelaciones 

entre  el  individuo  y  la  ruina  se  convirtieron  en  momentáneos  y  exquisitos  objetos 

"museables", dolorosos souvenirs de esas poéticas de una memoria individual que la creadora 

moviliza  para  convertirlas  en  instantáneas  urgentes  y  colectivas,  hermosas  y  paradójicas 

reliquias  de  un  sombrío  "presente  provisional"  que  gobierna  el  curso  de  la  sociedad 

venezolana. 

En  el  caso  de  Juan  Carlos  Rodríguez,  artista  conceptual  de  amplia  trayectoria,  las 

dificultades de la zona venezolana del Alto Apure con la frontera colombiana, fueron relatadas 

por  su  inmersión  en  la  comunidad  y  la  posterior  investigación  de  los  casos  de  sicariato, 

parmilitarismo,  crimen  y  violencia  que  padece  la  región.  En  una  actividad  performántica 

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Rodríguez se plegó para respirar de estas realidades. Al formar parte por varios años de estos 

territorios en conflicto diluyó sus procesos de autoría hacia una suerte de invivencia donde los 

abismos de lo social se tramaron a través de él. Este fue el caso de la exposición titulada Teatro 

de  Operaciones  Nº1  (2009)  realizada  en  Periférico  Arte  Contemporáneo,  donde  el 

performance,  la  instalación,  el  video  y  la  fotografía  pusieron  en  escena  toda  la  dramática 

situación  de  la  frontera.  En  el  caso  de  la  fotografía  se  apegó  a  los  registros  del mercadeo 

massmediático de símbolos y estrategias que promocionan la figura del llanero vernáculo para 

establecer  importantes  paradigmas  críticos  de  estos  estereotipos.  En  la muestra,  una  serie 

especial destacaba por sus maniobras conceptuales y formales. Luego de una investigación con 

los  voceros  de  la  memoria  colectiva,  Rodríguez  logró  detectar  los  casos  de  muertes  por 

encargo más recordados en la comunidad. Pidió la descripción de los sucesos y contrató a una 

suerte de sicario fotográfico que se trasladó al lugar de los hechos y quien tomó la imagen de 

ese  lugar  silente  donde  fallecieron  las  víctimas.  En  sala,  capturas  proscritas  de  abrumados 

desvanecimientos  se  repetían  e  invertían  el  ejercicio  "real"  de  la  desaparición.  Una  frase 

rotulada  sobre  la  secuencia  coreaba  las palabras que un  viejo del pueblo  le diría  al  artista, 

luego  que  comenzaran  a  perseguirlo  por  profundizar  en  estas  peligrosas  investigaciones 

visuales: "No se puede arriesgar la vida por un hombre que ya está muerto." 

Hace pocas semanas la exposición Paraíso artificial (2011) de la artista Suwon Lee en la 

galería El Anexo, nos colocó frente a otras tramas de la escena social. El proceso giró en torno 

al balneario Las Aguas de Moisés en el estado Sucre, centro turístico cuyo principal atractivo es 

una  inquietante  y  recargada  infraestructura  que  se  ha  desarrollado  en  torno  a  las  aguas 

termales del lugar, presentando junto a esta, otra serie desarrollada en Caracas en el período 

que  comprendió  la  expulsión  de  los  buhoneros  y  vendedores  informales,  de  uno  de  los 

Bulevares más importantes de la capital antes de su remodelación definitiva. 

Frente a las imágenes, Lee nos confronta con la sensación suspensa de un no lugar. En 

el  caso  de  las  aguas  termales  los  formatos  imperialistas  de  aquel  espacio  silente  y 

monumentalmente  agresivo  se  evidenciaron  en  formas  que  superaban  cualquier  vínculo 

humano.  Lo más aterrador era que  lo humano  continuaba allí, desplazado, diletante,  febril; 

coqueteando  y  conviviendo  a  sus  anchas  con  la  desgracia,  atiborrado  de  arquitecturas 

transitorias y promesas mesiánicas,  feliz en  la miseria. Recuerdo que mientras recorría estas 

piezas me conmovieron los puntos mediante los cuales la artista complejizó esas panorámicas 

fotográficas  de  la  ruina  y  el  kitsch:  un  vidrio  que  resplandece  en  la  lejana  fila  de  carros 

estacionados detrás de un oso polar, un pequeño pájaro que se posa sobre la aleta de una orca 

o una  fila de chinchorros colgados entre  los arcos del  imperio en construcción; sin olvidar al 

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turista encaramado en una efigie para retratarse  junto al cartel "prohibido subir" o  la clásica 

pareja de enamorados abrazados en  las aguas adyacentes al  imponente Moisés portador de 

las escrituras sagradas. 

En un mesón central otra secuencia movible de pequeñas fotografías  impresas sobre 

papel  de  algodón  permitía  al  espectador manipular  el  recorrido  de  la  imagen.  Este  sinfín 

manual es la mencionada serie en el bulevar de Sabana Grande donde paseantes y habitantes 

sin  historia  se  acomodaron  a  la  expropiación, mientras  la  luz  desplegaba  sus  atajos  por  el 

porvenir incierto de una de las más relevantes vialidades de intercambio intelectual de nuestro 

pasado urbano. Aquí  también, como en el citado complejo  turístico,  repican  los avatares de 

movilizaciones  ofuscadas  y  aislamientos  sin  norte,  de  idolatrías  sin  pasado  y  rastros 

incandescentes  de  una  vida  fantasmática.  En  ambos  trabajos  las  arquitecturas  se  levantan 

como  sórdidas  pátinas  embellecedoras  de  lo  ruin,  mientras  el  ritmo  carcomido  de  la 

supervivencia sigue bailando en el abuso, la ilegalidad y la penuria, aseverando los matices de 

esa evasiva máscara que gobierna el bullicioso día a día de un cotidiano infernal. 

  Para  cerrar, me  gustaría  incluir una de  las propuestas más  relevantes dentro de  las 

discusiones e interrogantes que se han hilado en este texto. Es el trabajo del joven sociólogo y 

fotógrafo  venezolano Rafael  Serrano,  acertado desenlace de  la  controversia  en  torno  a  ese 

objeto artístico que se  traslada desde el silencio  referencial y el desajuste estructural de  los 

años  noventa  hasta  las  vibraciones  del  vínculo  y  el  despertar  de  nuevas  conexiones  con  el 

llamado "arte relacional". El trabajo corresponde a su primera muestra individual bajo el título 

Situación de posible deslizamiento (2011) en los espacios de Oficina #1, donde a través de una 

acción  desde  el  campo  del  arte  profundizó  con  honestidad  en  los  linderos  del  entorno, 

otorgando algunas  luces para esos cuestionamientos que rondan  la gimnasia creativa actual: 

artista+vínculo+denuncia = obra.  

  El primer acierto de Serrano fue trabajar desde su contexto con un posible derrumbe 

de  las bases del edificio donde vive. Esta alarma sin respuesta efectiva de  las autoridades, se 

agudizó durante el período de  lluvias que el año pasado puso en emergencia a  la ciudad de 

Caracas.  En  sala,  reconstruyó  la  cronología:  cartas  internas,  comunicados  municipales  y 

testimonios de sus habitantes. Junto a  las vitrinas y carteleras un conjunto fotográfico relató 

las medidas de emergencia que  tomaron  los vecinos para contrarrestar  los efectos del agua 

sobre  el  terreno.  En  cada  fotografía,  una  especie  de microángulo  evidenció  a  través  de  un 

hermoso acabado  formal,  las poéticas de esos pliegues de plástico que  intentaban  salvar  la 

estructura. Unido a esto, un  silencioso  video  relató entre  las  grietas el  curso palpitante del 

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terreno durante los días de crisis, mientras la comunidad aprovechó la muestra para concretar 

jornadas de trabajo que consolidaron nuevas posibilidades de acción. 

  En su totalidad, esta exposición proyectó importantes reflexiones. Responsable con el 

contexto del que se apropia, Serrano es efectivo con la materialización estética de las piezas en 

el  espacio museográfico  y  certero  con  la  ejecución  de  una muestra  que  también  se  volvió 

metáfora de esa cantidad de víctimas que dejaron las lluvias en nuestro país. En los territorios 

del  arte,  respondió  preguntas  y  despertó  en  la mirada  del  espectador  un  extraño  temblor, 

confrontándonos con las emanaciones vivas que desde el presente de la obra nos trasladaron 

al gerundio de esa realidad inestable, dura, continua y voraz que estaba y que está, sucediendo 

ahora mismo en todo el mundo.  

 

 

III 

Antes  de  concluir,  quisiera  anotar  que  tal  vez  en  estos  ejemplos  que  he  traído  a 

colación no estén todos los elementos comentados en el transcurrir de esta ponencia. Quizás 

en sus localismos no pueda conseguirse ese gesto trascendente y único que concluí pertinente 

en el  intercambio con mi alumna. Me costaría a mí misma afirmarlo con  toda seguridad. Lo 

que  me  animó  a  citarlos  es  que  no  basta  con  contemplar  estos  trabajos  digitalizados  o 

impresos  en  un  catálogo.  A  estas  imágenes  hay  que  verlas  en  vivo,  sentirlas  en  el  espacio 

museográfico, en sus formatos vibrantes, llenos de preguntas, dudas e inquietudes. ¿Será eso 

lo que las hace ser lo que son? 

Tal vez. Tampoco me atrevo a posicionarlas completamente porque vivo allí, porque 

respiro a diario los problemas que ellas convocan, lo que traducen, lo que contienen y lo que 

estalla en su materialidad. Sin embargo, fijas en mi mente, consciente de sus procesos, de sus 

años de trabajo en series que se vuelven una forma de vida para estos artistas, encuentro las 

poéticas de una valiosa experiencia que al mismo tiempo es un campo de inéditas inquietudes. 

En  el  fondo  estos  creadores  trabajan  con  honestidad  para modelar  sus  aproximaciones  y 

cuestionamientos. Es posible que sólo una época  tan secular como  la nuestra haga surgir tal 

cantidad de preguntas, y que abatidos y  felices nos  interroguemos cada cierto  tiempo sobre 

los marcos  y  las  pantallas  de  la  secuencia  delirante  de  nuestro  pequeño  segmento  global. 

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¿Pero no será acaso la propia duda sobre ese lugar, sus respuestas, esquivos y el beneplácito 

de cada nueva formulación, el camino?  

En  el  estatus  actual  de  la  imagen  contemporánea  y  frente  a  las  desapariciones  y 

camuflajes  generados  por  los  avatares  de  la  ficción  global,  es  probable  que  nunca 

encontremos esa imagen. Sin embargo, tal vez el destino, al que como diría Borges le agradan 

las repeticiones, las variantes y las simetrías, nos esté diciendo en este juego de los dobles que 

los retos de  la fotografía como discurso están aún por construirse y que tal vez el anhelo de 

esa necesidad infinitamente nunca satisfecha, de ese empalme inacabado, de esa contingencia 

presentida  por  encontrar  en  una  propuesta  la  esencia  y  el  ser  mismo  de  la  imagen,  se 

convierta en la historia (también infinita e indefinida, escrita y por escribirse), de la fotografía 

actual. 

 

Lorena González 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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BIBLIOGRAFÍA 

 

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