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Fragmento Las diabólicas

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Mujeres adúlteras, mujeres asesinas, duquesas convertidas en vengativas prostitutas, e incluso mujeres tan perversas como para morir fulminadas en los brazos de su amante, son algunos de los personajes cuyos avatares pasionales narra Jules Barbey d’Aurevilly en estas seis historias.

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Mujeres adúlteras, mujeres asesinas, duquesas convertidas en vengativas prostitutas, e incluso mujeres tan perversas como para morir fulminadas en los brazos de su amante, son algunos de los personajes cuyos avatares pasionales narra Jules Barbey d’Aurevilly en estas seis historias que, en sus propias palabras, «no son diabluras, son diabólicas, historias reales de este tiempo de progreso y civilización tan deliciosas, tan divinas que, cuando uno se propone describirlas, parece siempre que el Diablo las ha dictado».

Mediante una prosa exquisita, el autor busca exorcizar al mundo de los males que tan bien conoció; para ello decide revelarlos en su más desnuda y profunda impiedad, puesto que es ahí donde «reside toda la moralidad de un libro». Sin embargo, Las diabólicas termina por poseer y envolver al propio lector, que resulta ser una víctima más de los «inocentes monstruos» femeninos que Jules Barbey d’Aurevilly inmortalizó en estas páginas que han resistido de maravilla al paso del tiempo.

JULES BARBEY D’AUREVILLY (Saint-Sauveur-le-Vicomte, 1808) fue autor de numerosas novelas, relatos y ensayos de crítica literaria. Es considerado uno de los grandes escritores franceses del siglo xix. La publicación de Las diabólicas, su obra maestra, le acarreó un juicio por ofensas a la moral pública, del cual fue absuelto, pero que le impidió publicar sus obras durante los siguientes ocho años. Murió en París en 1889.

ISBN 978-84-96867-26-0

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Las diabólicas

Jules Barbey d’Aurevilly

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Las diabólicasJules Barbey d’Aurevilly

Traducciónde Angela Selke

y Antonio Sánchez Barbudo

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Todos los derechos reservados.Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida

o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

título originalLes Diaboliques

Primera edición en Sexto Piso España: 2008

TraducciónAngela Selke yAntonio Sánchez Barbudo

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2008San Miguel # 36Colonia Barrio San LucasCoyoacán, 04030México D.F., México

Sexto Piso España, S. L.c/ Monte Esquinza 13, 4.º Dcha.28010, Madrid, España.

www.sextopiso.com

DiseñoEstudio Joaquín Gallego

ISBN: 13: 978-84-96867-26-0Depósito Legal:

Impreso en España

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Prefacio del autor 11

La cortina carmesí 17

El más bello amor de Don Juan 83

La felicidad en el crimen 113

El revés de las cartas de una partida de whist 179

Una comida de ateos 239

La venganza de una mujer 317

ÍNDICE

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¿A quién dedicar esto?

Jules BarBey d’aurevilly

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PREFACIO DEL AUTOR A L A PRIMER AEDICIÓN FR ANCESA

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¡He aquí las seis primeras!

Si el público muerde en ellas y las encuentra a su gusto, se publicarán próximamente las otras seis; pues son doce —como una docena de melocotones— estas narraciones pecadoras.

Se comprenderá que, con su título de diaBólicas, no tienen la pretensión de ser un libro de oraciones o de imitación cris-tiana… Sin embargo, han sido escritas por un moralista cristiano, que, además, presume de observación verdadera, y que es audaz; un moralista que cree —y ésa es su poética personal— que los pintores podero sos pueden pintar todo, y que su pintura siempre es bastante moral cuando es trági-ca y cuando inspira horror hacia aquello que reproduce. La verdadera inmoralidad sólo se encuentra en los Impasibles y en los Burlones. Ahora bien, el autor de este libro, que cree en el Diablo y en sus influencias en el mundo, no se ríe de ellas y no las cuenta a las almas puras sino para alejarlas de ellas.

Cuando se hayan leído estas diaBólicas, no creo que haya alguien dispuesto a cometerlas de hecho, y en esto reside toda la moralidad de un libro…

Dicho lo cual en honor suyo, surge otra cuestión: ¿Por qué dio el autor a estas pequeñas tragedias a pie llano ese nombre bien sonoro —y quizás demasiado— de diaBólicas?

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¿A causa de las historias mismas? ¿O bien por las mujeres de estas historias?

Estas historias son desgraciadamente verdaderas. Nada en ellas ha sido inventado. Sólo se ha omitido el verdadero nombre de los personajes, y esto es todo. Se les ha enmascarado, se han quitado las marcas de su ropa… «El alfabeto me pertenece», dijo Casanova cuando le reprochaban que no usase su nombre. El alfabeto de los novelistas es la vida de todos aquellos que tuvieron pasio-nes y aventuras; y sólo se trata de combinar, con la dis-creción de un arte profundo, las letras de ese alfabeto. Por lo demás, pese a lo fuerte de estas historias —aparte las prudencias necesarias—, habrá ciertamente cabezas vivas, excitadas por este título de diaBólicas, que no las encon-trarán tan diabólicas como pretenden ser. Estas perso-nas esperan sin duda invenciones, complicaciones, cosas rebuscadas, refinamientos, todo el aparato del melodra-ma moderno que se infiltra en todas partes, incluso en la novela. ¡Pero se equivocarán esas almas encantadoras! Las diaBólicas no son diabluras: son diaBólicas, historias reales de este tiempo de progreso y civilización tan deli-ciosas, tan divinas que, cuando uno se propone descri-birlas, parece siempre que el Diablo las ha dictado. El Diablo es como Dios. El maniqueísmo, que fue la fuente de las grandes herejías de la Edad Media, el maniqueísmo no es tan tonto. Malebranche decía que Dios se reconoce por el empleo de los medios más simples. El Diablo también.

En cuanto a las mujeres de estas historias, ¿por qué no habrían de ser diaBólicas? ¿No tienen acaso en su per-sona bastante «diabolismo» para merecer este nombre? ¡Diabólicas! No hay una sola a la que se pudiera decir en

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serio: «¡Mi ángel!», sin exagerar. Como el Diablo, que fue ángel también, pero que cambió, si ellas son ángeles, lo son a la manera del Diablo: la cabeza abajo y el res-to arriba. No hay ni una sola pura, virtuosa; inocentes monstruos en parte, presentan un total de buenos sen-timientos y moralidad muy poco considerable. Ellas podrían, pues, llamarse también «las diaBólicas», sin usurpar este título. El autor quiso hacer un pequeño museo con estas damas, en tanto que se haga el museo —aún más pequeño— de las damas que en la sociedad hacen contraste y pendant con aquéllas, pues todas las cosas son dobles. El arte tiene dos lóbulos como el cerebro. La naturaleza se parece a esas mujeres que tienen un ojo azul y el otro negro. He aquí el ojo negro dibujado con tinta, con la tinta de la pequeña virtud.

Tal vez se dibujará el ojo azul más tarde.Después de las diaBólicas, vendrán las celestes, si es

que se puede encontrar un azul bastante puro…Pero, ¿acaso existe?

Jules Ba rBey d’aurev illy

París, 10 de mayo de 1874

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L A CORTINA CARMESÍ

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Hace muchísimos años fui a cazar a las marismas del oeste, y como no había entonces ferrocarril en el país por el que hube de viajar, tomé la diligencia de…, que pasaba por un cruce de caminos cerca del castillo de Rueil, la cual, en el momento en que subí, no llevaba sino un solo pasajero. Esta persona, muy notable en todos los aspectos y a la que conocía por haberla encontrado muchas veces en los salones, era un hombre al que me permitiré lla-mar el vizconde de Brassard. ¡Precaución probablemen-te inútil! Esas pocas personas que forman la sociedad de París serán bien capaces de insertar aquí su verdadero nombre… Fue cerca de las cinco de la tarde. El sol alum-braba con sus débiles rayos una ruta polvorienta, bordada por álamos y praderas, por la que nos lanzamos al galope de cuatro caballos vigorosos, cuyas grupas musculares veíamos levantarse a cada golpe de fusta del postillón, de ese postillón, imagen de la vida, que siempre hace vibrar dema-siado su fusta en el momento de partir.

El vizconde de Brassard se hallaba entonces en ese instante de la existencia en que ya no se hace vibrar la fusta… Pero era uno de esos temperamentos dignos de ser ingleses (había sido educado en Inglaterra); tempe-ramentos que, aun heridos a muerte, nunca lo admitirían

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y morirían afirmando que están vivos. En el mundo, e inclu-so en los libros, es costumbre burlarse de las pretensiones de juventud de aquellos que ya han sobrepasado esa edad feliz de la inexperiencia y la necedad; y se burlan, con razón, si la forma de estas pretensiones resulta ridícula; pero cuando no lo es, cuando, por el contrario, aparece imponente, como la grandeza que no quiere decaer y la inspira, no digo que no tenga algo de insensato, ya que es inútil, pero es bello, como tantas cosas insensatas… Si el sentimiento del soldado que muere y no se rinde fue heroico en Waterloo, no lo es menos cara a cara a la vejez, la cual no posee siquiera la poesía de las bayonetas, que pudiera impresionarnos. Para algunas cabezas, construidas con un determinado carácter militar, el «nunca rendirse» constituye siempre y en todos los casos, como en la batalla de Waterloo, toda la cuestión.

El vizconde de Brassard, que no se rindió (aún vive y más adelante diré de qué modo, porque vale la pena saberlo), el vizconde de Brassard, pues, aparecía en el momento de subir yo a la diligencia de… como lo que el mundo, feroz como mujer joven, suele llamar, desgraciadamente, «un viejo guapo». Es cierto que para una persona que no diera importancia a las palabras o cifras en cuanto a esta cuestión de la edad, en que sólo se tiene la que se aparen-ta tener, el vizconde de Brassard hubiera podido pasar por «guapo», sin más. En aquella época, por lo menos, la marquesa de V…, que sabía a qué atenerse en cuanto a los jóvenes, por haber esquilado a una buena docena de ellos —como Dalila rapó a Sansón—, llevaba fastuosamente, sobre un fondo azul, en una pulsera muy amplia con dibujo de tablero negro y oro, un pedazo del bigote del vizconde,

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que el Diablo había enrojecido todavía más que el tiem-po… Sin embargo, viejo o no, no debéis imaginar en él, por esta expresión de «guapo», lanzada por el mundo, nada frívolo, menudo y exiguo, como se suele imaginar, por-que entonces no tendríais una idea justa de mi vizconde de Brassard, en el que tanto el espíritu como las maneras y fisonomía, eran amplios, macizos, opulentos, llenos de lentitud patricia, como convenía al más magnífico dandy que conocí; que conocí yo, que he visto a Brummel volverse loco y a d’Orsay morir.

Fue, en efecto, un dandy aquel vizconde de Brassard. Si lo hubiese sido menos, hubiera seguramente llegado a ser mariscal de Francia. Desde su juventud había sido uno de los más brillantes oficiales de la época final del Primer Imperio. He oído decir muchas veces a sus camaradas de regimiento, que el vizconde se distinguía por una bravura a la Murat, combinada con la de un Marmont. Con ella —y con una cabeza muy cuadrada y muy fría, cuando no se tocaba el tambor— hubiera podido en muy poco tiempo elevarse hasta las primeras filas de la jerarquía militar, si no hubiese sido por el dandismo… Si combináis el dan-dismo con las cualidades que hacen al oficial: el senti-miento de la disciplina, la regularidad en el servicio, etc., etc., veréis lo que queda del oficial en esta combinación, y si éste no estalla como un polvorín. Para que no estallase en veinte ocasiones de su vida de oficial, fue necesario que el vizconde de Brassard, como todos los dandys, se sintiese feliz. Mazarino lo hubiera empleado; sus sobrinas también, pero por una razón distinta: porque era soberbio.

Había poseído esa belleza más necesaria para el soldado que para cualquier otra persona, ya que no hay juventud sin

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belleza y el ejército es la juventud de Francia. Esa belleza, que no sólo seduce a las mujeres sino también a las circunstan-cias mismas —esas bribonas—, no fue la única protección de la que gozaba la cabeza del capitán de Brassard. Era, según creo, de raza normanda, la raza de Guillermo el Conquista-dor, y se dice que había conquistado mucho… Después de la abdicación del emperador, se había pasado, naturalmente, al lado de los Borbones; y durante los Cien Días había per-manecido fiel a éstos, lo cual no fue ya tan natural. Por esta razón, después de haber vuelto los Borbones por segun-da vez, el vizconde fue armado caballero de San Luis por la propia mano de Carlos x (entonces el Delfín). Durante todo el periodo de la Restauración, el hermoso Brassard no montó ni una sola vez la guardia ante las Tullerías sin que la duquesa de Angulema no le dirigiese, al pasar, algunas palabras graciosas. Ella, en la que la desgracia había matado a la gracia, supo volver a encontrar alguna para él. El minis-tro, al presenciar este favor, hubiera hecho todo lo posible para que progresase el hombre a quien Madame distinguía de este modo; pero, aun con la mejor voluntad del mundo, ¿qué podía hacer en favor de este dandy rabioso, el cual —un día de revista— había levantado la espada, frente a la bandera de su regimiento, contra el inspector general, a causa de una observación de éste sobre el servicio…? Ya tuvo que hacer bastante para salvarle de un consejo de guerra. Ese desprecio despreocupado hacia la disciplina, el vizconde de Brassard lo había manifestado en todas partes: excepto en campaña, donde se volvía a encontrar por entero al oficial, nunca se sujetaba él a las obligacio-nes militares. Muchas veces se le había visto, por ejemplo, correr el riesgo de ser castigado con un arresto por tiempo

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indefinido abandonando furtivamente su guarnición a fin de ir a divertirse a una ciudad vecina, y no volver sino los días de parada o de revista, advertido por algún soldado que le tenía afecto; porque si a los jefes poco les gustó tener a sus órdenes a un hombre a quien repugnaba toda clase de disciplina y de rutina, sus soldados, en cambio, lo adoraban. Se portaba de un modo excelente con ellos; no les exigía nada, sino ser muy valientes, muy puntillosos y presumi-dos; imaginando, en fin, de este modo el tipo del antiguo soldado francés, del que el Permiso de diez horas y tres o cuatro viejas canciones —verdaderas obras maestras— han legado una imagen tan exacta y encantadora. El vizconde los empujaba quizás demasiado hacia el duelo, pero creía que éste era el mejor medio para desarrollar en ellos el espíritu militar. «No soy un gobierno», solía decir, «y no dispongo de condecoraciones para dárselas cuando se baten valientemente entre sí; pero las condecoraciones de las cuales soy gran maestre (gozaba de una fortuna personal bastante considerable), son guantes, correajes de repuesto y todo lo que pueda engalanarlos sin que se oponga a ello la ordenanza». Así, la compañía que él mandaba eclipsaba, por la belleza de sus uniformes, a todas las demás compa-ñías de granaderos de los regimientos de la Guardia, tan brillantes todas ellas. Fue así como exaltó hasta el límite la personalidad del soldado, que siempre se presta, en Fran-cia, a la fatuidad y a la coquetería; esas dos provocaciones permanentes, la una por el tono que adopta y la otra a causa de la envidia que excita. Se comprenderá por todo ello que las otras compañías de su regimiento estuviesen celosas. Los soldados habrían peleado por poder entrar en ésta y, después, por no salir de ella.

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Tal fue, durante la Restauración, la posición tan excep-cional del capitán vizconde de Brassard. Y como entonces no existía, como en la época del Imperio, todas las mañanas el recurso del heroísmo en acción, que hace perdonarlo todo, nadie seguramente hubiera podido prever o adivinar cuánto tiempo duraría aquella insubordinación que asom-braba a sus camaradas y de la que se valía contra los jefes con la misma audacia con que hubiera arriesgado su vida si hubiese ido al combate, cuando la Revolución de 1830 les alivió a ellos de la preocupación —si es que la tuvieron— y al imprudente capitán de la humillación de una destitu-ción que cada día le amenazaba de forma más inminente. Herido gravemente durante los Tres Días, había desdeñado entrar al servicio de la nueva dinastía de los Orleans, a la que despreciaba.

Cuando la Revolución de julio los convirtió en dueños de un país que no supieron conservar, el capitán se encontraba en cama, enfermo de una herida que se había hecho en el pie bailando —lo mismo que si hubiera disparado— en el último baile de la duquesa de Berry. Pero al primer toque del tambor no había por ello dejado de levantarse para reunirse con su compañía, y como no le fue posible ponerse las botas, a causa de la herida, se fue al motín como si se dirigiese a un baile, con calzado de charol y medias de seda, y así se puso a la cabeza de sus granaderos en la plaza de la Bastilla, habiendo recibido el encargo de barrer el bulevar en toda su longitud. París, donde aún no habían sido erigidas las barricadas, presentaba un aspecto siniestro y temible. Estaba desierto. El sol cayó sobre la ciudad con toda su fuerza, como una primera lluvia de fuego, a la que hubo de seguir otra, pues todas sus ventanas, con la máscara

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de sus persianas cerradas, debían, un momento después, escupir la muerte… El capitán de Brassard ordenó a sus soldados colocarse en dos filas, a lo largo de las casas y lo más cerca de ellas que fuera posible, de forma que cada una de las hileras no estuviese expuesta sino a las balas del fusil que procedieran de enfrente, y él mismo —más dandy que nunca— se puso en medio de la calzada. Ofreciendo un blanco, por ambos lados, a miles de fusiles, pistolas y carabinas, desde la Bastilla hasta la calle de Richelieu, el capitán no había sido alcanzado por ninguna bala, a pesar de la anchura de su pecho, de la que tal vez estaba un tanto orgulloso, pues exhibía su pecho durante el combate, cual una bella mujer que, en un baile, quisiera hacer resaltar sus hermosos senos; no había sido herido, pues, cuando, lle-gado cerca de Frascati, en el ángulo de la calle de Richelieu, y en el momento de ordenar a sus tropas que se agrupasen tras él para tomar la primera barricada que encontraron en su camino, recibió una bala en su pecho magnífico, dos veces provocador —por sus anchuras y por los largos galones de plata que brillaban sobre sus hombros—, y una piedra le rompió un brazo, todo lo cual no le impidió tomar la barri-cada y avanzar hasta la Madeleine, a la cabeza de sus hom-bres entusiasmados. Allí, dos mujeres que en una carroza trataban de huir del París sublevado, viendo a un oficial de la Guardia herido, cubierto de sangre y acostado sobre los bloques de piedra que en aquella época rodeaban la iglesia de la Magdalena, aún en construcción, pusieron su coche a su disposición, y el capitán se hizo llevar por ellas hasta el Gros-Caillou, donde se encontró entonces al mariscal de Raguse y dijo a éste con aire militar: «Mariscal, tal vez tengo todavía dos horas; pero durante este tiempo, le ruego

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me coloque en donde quiera». Sin embargo, se equivocó… Aún tuvo algo más que dos horas de vida: la bala que lo había atravesado no lo mató. Yo lo conocí más de quince años después y entonces creía que, a despecho de la medicina y de su médico, que le había prohibido expresamente beber durante todo el tiempo que durase la fiebre causada por su herida, sólo podría salvarse de una muerte segura gracias al vino de Burdeos.

¡Y había que ver cómo bebía! Porque, dandy en todo, lo era también en cuanto a su manera de beber… bebía como un cosaco. Se mandó hacer una espléndida copa de cristal de Bohemia que podía contener —que Dios me condene si no es verdad— una botella de vino de Burdeos, y él se la bebía de un solo trago. Y solía añadir aún, después de habérsela bebido, que él hacía todo en estas proporciones, y era verdad. En un tiempo, sin embargo, en que la fuerza bajo todas sus formas va disminuyendo, quizás pensase que no tenía mucho de qué estar fatuo. Pero el vizconde lo era a la manera de Bassompierre, y también bebía el vino como éste. Yo lo vi apurar doce de sus copas de Bohemia, y ni siquiera se le notó. Lo he visto, además, otras muchas veces durante esos banquetes que la gente llama orgías, y nunca, aun después de los más ardientes tragos, sobrepa-saba el estado de una ligera embriaguez a la que él llamaba, con gracia algo soldadesca, «estar un poco engalanado», haciendo el gesto militar de colocar un galón en su gorra. Y yo, queriendo haceros comprender bien, en interés de la historia que sigue, qué clase de hombre era el vizconde, ¿por qué no habría de decir que le conocí siete queridas a la vez a este buen braguard del siglo xix, como se le hubiera llamado con el lenguaje pintoresco del siglo xvi? A estas

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queridas las llamó él, poéticamente, «las siete cuerdas de su lira», aunque ciertamente yo no apruebe esa manera musical y liviana de hablar de su propia inmoralidad. Pero ¿qué queréis? Si el capitán vizconde de Brassard no hubiese sido todo lo que tuve el honor de deciros, mi historia sería menos picante, y, probablemente, ni siquiera hubiera pen-sado contárosla.

Cierto es que no esperé en absoluto encontrarle cuando subí a la diligencia de… en el cruce de caminos cerca del castillo de Rueil. Hacía mucho que no nos veíamos y me ale-gró volver a encontrarlo, con la perspectiva de pasar algunas horas juntos, a un hombre que aún era de nuestro tiempo y que ya se distinguía, sin embargo, tanto de los hombres de nuestro tiempo. El vizconde de Brassard, que hubiera podido entrar en la armadura de Francisco I y moverse en ella con tanta holgura como en su esbelta chaqueta azul de oficial de la Guardia Real, no se parecía, ni por su perfil ni por sus proporciones, a los jóvenes más celebrados del presente. Este sol que declinaba, de elegancia grandiosa y radiante durante tanto tiempo, hubiera hecho parecer bien mezquinas y paliduchas a todas las medias lunas a la moda, que entonces subían al horizonte. Bello con la belleza del emperador Nicolás, a quien se parecía por su torso, aun-que con un rostro menos ideal y un perfil menos griego, llevaba una breve barba, aún negra, lo mismo que su cabellera, por un misterio de organización o de toillette impenetrable; y esa barba invadía hasta lo alto de sus mejillas, de tez ani-mada y viril. Bajo una frente de gran nobleza —una frente abombada, sin ninguna arruga, blanca como el brazo de una mujer— que la gorra de piel de los granaderos (que, como el casco, hace caer el pelo), despoblándola en la parte

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superior, había hecho aún más amplia y más altiva, el vizconde de Brassard escondía casi —tan hundidos apa-recían bajo las cejas arqueadas— un par de ojos chispean-tes, de un azul muy sombrío, pero muy brillantes en su hondura, y ardientes como dos zafiros tallados en punta. Esos ojos, sin hacer el esfuerzo de escudriñar, eran, sin embargo, penetrantes. Nos dimos la mano y charlamos. El capitán de Brassard hablaba despacio, con voz vibrante que se diría era capaz de llenar el Campo de Marte con sus órdenes. Educado desde su infancia, como ya dijimos, en Inglaterra, tal vez pensaba en inglés; pero esta lentitud, que no tenía nada de azoramiento, daba un tono muy peculiar a todo lo que decía, incluso a sus bromas, pues el capitán gustaba de la broma, y aun de las bromas un tanto arriesgadas. El capitán de Brassard iba siempre dema-siado lejos, dijo de él la condesa de F… esa bonita viuda que desde la muerte de su marido no lleva sino tres colores: negro, malva y blanco. Era necesario que pasara por ser una muy buena relación para que no pareciese a veces, la suya, mala compañía. Pero ya sabéis que en el barrio de Saint-Germain se perdona todo a los que realmente forman parte de él.

Una de las ventajas que ofrece la charla en un coche es que puede cesar en el momento en que ya no hay nada que decirse, y esto sin causar azoramiento a nadie. En un salón no se goza de esta libertad. La cortesía impone el deber de hablar a toda costa, y esta hipocresía inocente es castigada a menudo con el vacío y el aburrimiento de esas conversacio-nes en que los necios, aun los nacidos silenciosos (y exis-ten algunos de éstos), se esfuerzan y deshacen queriendo decir algo y ser amables. En un coche público todo el mundo

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se siente como en su casa, tanto como en casa de otros, y se puede sin inconveniente, si se quiere, volver al silencio y hacer seguir los ensueños a la conversación… Desgracia-damente los azares de la vida son horriblemente banales, y antaño (pues ya aquella época es antaño) se podía subir veinte veces a un coche público —como hoy día veinte ve ces a un vagón— sin encontrar ni a una persona de charla ani-mada e interesante… El vizconde de Brassard cambió conmigo primero algunas ideas nacidas de los acciden-tes del camino, las particularidades del paisaje y algunos recuerdos del mundo en el que nos habíamos encontrado en otro tiempo; después, el día que declinaba vertió sobre nosotros su silencio envuelto en crepúsculo. La noche, que en otoño parece caer bruscamente del cielo, de tan rápidamente como se presenta, nos hizo sentir su frescor, y nos envolvimos en nuestros abrigos, buscando con nues-tras sienes la dura esquina que es la almohada de los que viajan. No sé si mi compañero se durmió en su ángulo del coche; pero yo permanecí despierto en el mío. Estaba tan hastiado de la ruta que atravesamos, y por la que había pasa-do tantas veces, que apenas miré los objetos exteriores, que desaparecían con el movimiento del coche y parecían correr en las sombras en dirección opuesta a aquella en que íba-mos. Atravesamos por muchos pueblos pequeños, sem-brados aquí y allá, sobre esa larga ruta que los postillones llamaron entonces todavía «cinta de cola», en recuerdo de la que ellos llevaron, y la cual ha sido cortada, sin embargo, desde hace tanto tiempo. La noche se tornó negra como un horno apagado y, en esta oscuridad, las ciudades desco-nocidas por las que atravesamos cobraban extrañas fiso-nomías y nos proporcionaban la ilusión de encontrarnos

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en el fin del mundo… Esa especie de sensaciones que estoy señalando aquí, lo mismo que el recuerdo de las últimas impresiones de un estado de cosas desaparecido, ya no existe y no volverá para nadie. Hoy día, los ferroca-rriles, con sus estaciones a la entrada de las ciudades, ya no permiten al viajero abrazar con una rápida mirada el panorama fugitivo de sus calles, al galope de caballos de una diligencia que, al poco rato, cambiaría de caballos para volver a partir. En la mayoría de las pequeñas ciudades por las que pasábamos, los faroles, ese lujo tardío, eran raros; y dentro de ellas se veía seguramente menos bien que en los caminos que acabábamos de abandonar. Allí, por lo menos, el cielo tenía amplitud, y la grandeza del espacio ofrecía una luz vaga; mientras que aquí, la cercanía de las casas —cuyas sombras parecían abrazarse, proyectadas sobre las estrechas calles—, el pequeño trozo del cielo y las estre-llas que se percibían por entre las dos filas de tejados, hacía aún mayor el misterio de estos pueblos dormidos, en los que el único ser que encontrábamos era, a la puerta de alguna fonda, un mozo de establo con su linterna, que llevaba a los caballos frescos de posta, atando las correas de su atalaje, mientras silbaba o blasfemaba contra sus caballos recalci-trantes o demasiado vivos… Aparte de esto y de la eterna interpelación, siempre la misma, de algún viajero, aturdido por el sueño, que bajaba un vidrio y gritaba en la noche —más sonora en el silencio—: «¿Dónde estamos ahora, postillón…?» no se oyó ni se vio nada vivo alrededor de aquel coche o dentro de él; en aquel coche lleno de gente que dormía, en aquella ciudad dormida, en el que tal vez algún soñador como yo intentara, a través de la ventana de su compartimiento, discernir la fachada de las casas

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esfumadas por la noche, o quizás suspendiera su mirada y su pensamiento en alguna ventana alumbrada todavía a hora avanzada de la noche; ventana de una de esas pequeñas ciudades de costumbres reguladas y simples, en las que la noche parecía hecha para dormir únicamente. La vigilia de un ser humano, aunque no sea sino la de un centinela, mientras todos los demás están hundidos ya en el sopor, en el sopor de los animales cansados, siempre tiene algo de impresionante. Mas ignorar qué es lo que mantiene a un ser despierto tras una ventana con la cortina bajada, allí donde la luz indica vida y pensamiento, añade la poesía del sueño a la poesía de la realidad. Por lo menos, en cuanto a mí, nunca pude ver una ventana alumbrada en la noche en una ciudad dormida por la que pasé, sin añadir a ese marco de luz un mundo de pensamientos; sin imaginar, tras las cortinas, intimidades y dramas… Y ahora, al cabo de tantos años, aún guardo en mi memoria la imagen de aquellas ventanas que permanecen eterna y melancólica-mente iluminadas, y me hacen decir, a menudo, cuando pensando en ellas surgen en mis ensueños:«¿Qué es, pues, lo que hay detrás de esas cortinas?».

Ahora bien, una de las que permanecieron durante más tiempo en mi memoria (dentro de poco comprenderéis la razón de ello), fue una ventana de una de las calles de la ciudad de… por la que pasamos aquella noche.

Era una ventana situada tres casas más allá del hotel donde paramos para mudar los caballos; mi recuerdo es preciso, como veis; pero es que esta ventana la pude con-templar durante más tiempo que el que se emplea para la mudanza de los caballos. Ocurrió un accidente en una de las ruedas de nuestro coche, fueron en busca del carrero y

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fue preciso despertarlo. Ahora bien, despertar a un cons-tructor de carros, en una ciudad de provincia dormida, y hacerlo levantarse para afirmar un tornillo de una diligen-cia, cuando él no tenía competencia en aquella línea, no fue asunto de unos minutos… Si el mecánico estaba tan profundamente sumido en sus sueños como la gente en nuestro coche, no debió de ser fácil despertarlo… Desde mi compartimiento oí, a través del tabique, los ronqui-dos de los viajeros y ni un solo pasajero de los de la parte de arriba, que como se sabe, siempre tienen la manía de des-cender en el momento de detenerse la diligencia, proba-blemente (porque la vanidad entra en Francia por todas partes, incluso por la parte superior de las diligencias) para mostrar su habilidad en volver a subir, había bajado esta vez. Cierto es que el hotel ante el cual nos detuvimos estaba completamente cerrado. No cenamos allí porque habíamos cenado durante la parada precedente. El hotel estaba ador-milado como nosotros; nada hubo que revelase que tuviera vida; ningún ruido perturbaba el profundo silencio… a no ser el del barrer, monótono y fatigado, de alguna persona (hombre o mujer… no se pudo saber, porque la oscuridad era demasiado profunda para poder darse cuenta de ello) en el gran patio de este hotel mudo, cuyo zaguán solía per-manecer abierto. Aquel arrastrarse de la escoba sobre el pavimento también tenía algo de dormido, o, por lo menos, parecía tener un gran deseo de dormirse. La fachada del hotel estaba negra como la de las demás casas de la calle, en la que no había más luz que la que emanaba de una sola ventana… esa ventana, precisamente, que mi memoria lle-vó consigo y cuya imagen aún tengo aquí, bajo la frente… La casa en la que brillaba esa luz —pero no se podía decir que

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brillara, porque estaba tamizada por medio de una doble cortina carmesí, cuyo espesor atravesaba misteriosamen-te—, era un gran edificio de un solo piso, que parecía, sin embargo, situado en lo alto.

—¡Qué extraño! —exclamó el conde de Brassard, como hablando consigo mismo—, se diría que es siempre la mis-ma cortina.

Me volví hacia él, como si hubiese podido verle la cara en nuestro oscuro compartimiento; pero la lámpara coloca-da debajo del asiento del cochero, destinada a alumbrar a los caballos y el camino, se había precisamente acabado de apagar… Creí que el conde estaba durmiendo, pero no dormía, y se había quedado impresionado, como yo, por la atmósfera que envolvía a aquella ventana; pero, mejor enterado que yo, él supo por qué le impresionó.

El tono, pues, que adoptó para pronunciar aquella frase —algo tan simple, sin embargo— fue tan poco propio de la voz de mi vizconde de Brassard, y me asombró tan gran-demente, que quise a toda costa satisfacer la curiosidad, que me asaltó súbitamente, de contemplar su rostro, y rasqué una cerilla como si hubiera querido encender mi puro. El rayo azulado de la cerilla cortó la oscuridad.

El vizconde estaba pálido, no como un muerto, sino como la muerte misma.

¿Por qué había palidecido…? Aquella ventana, de aspec-to tan singular; esa reflexión y esa palidez de un hombre que no solía palidecer a menudo, pues era de temperamento sanguíneo, y la emoción, si es que estuvo emocionado, debía más bien de hacerle enrojecer hasta el cráneo; todo esto y el estremecimiento que sentí correr por los músculos de sus potentes bíceps, me produjo la impresión de que ocultaba

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algo… algo que yo, cazador de historias, podría tal vez llegar a saber si observase la conducta adecuada.

—Usted también miró, pues, esa ventana, capitán, e incluso la reconoció —le dije con un tono despreocupado, como si no diera importancia alguna a la contestación; con ese tono que es la hipocresía de la curiosidad.

—¡Caramba, que si la reconozco! —contestó con su voz acostumbrada, cuyo timbre sonoro apoyaba las palabras.

La serenidad había vuelto a este dandy, al más forni-do y majestuoso de todos los dandys, los cuales, como se sabe, desprecian toda emoción, considerándola como algo inferior, y no creen, como aquel necio de Goethe, que el asombro pueda constituir jamás una posición honorable para el espíritu humano.

—No paso por aquí a menudo —continuó, pues, muy tranquilamente el vizconde de Brassard—, e incluso evi-to pasar por aquí. Pero existen cosas que no se pueden olvidar. Pocas, pero las hay. Yo conozco tres de ellas: el primer uniforme que uno se pone, la primera batalla en que se combatió y la primera mujer que se ha poseído. Bueno, y para mí, esta ventana constituye la cuarta cosa que no puedo olvidar.

Se detuvo y bajó la ventanilla que tenía enfrente… ¿Fue acaso para poder contemplar mejor aquella ventana de la que me habló…? El conductor de la diligencia había ido a buscar al mecánico y no había vuelto. Los caballos frescos aún no habían llegado; los que nos habían llevado hasta allí, inmóviles por la fatiga, exhaustos, aún no desenganchados, con la cabeza colgando sobre sus piernas, soñando con su establo, ni siquiera dieron sobre el silencioso pavimento una voz de impaciencia. Nuestra diligencia dormida parecía

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un coche encantado, petrificado por la varita de las hadas en algún claro del bosque de la Bella Durmiente.

—El hecho es —dije— que, para un hombre de imagina-ción, esta ventana posee cierta fisonomía.

—No sé lo que puede significar para usted —contestó el vizconde de Brassard—, pero sé lo que representa para mí. Es la ventana de la habitación que fue mi primer cuarto de guarnición. He vivido allí… ¡Demonios! ¡Enseguida hará treinta y cinco años de aquello! Tras esa cortina, que parece no haber sido cambiada en tantos años, y que encuentro iluminada absolutamente como lo fue cuando…

De nuevo se detuvo, reprimiendo su pensamiento; pero yo tuve cuidado de hacerlo salir de él.

—¿Mientras usted estuvo estudiando la táctica, capitán, durante sus primeras vigilias de subteniente?

—Me hace usted demasiado honor —contestó—. Es verdad que era subteniente en aquel momento, pero las noches que entonces pasé, no las pasé inclinado sobre mi táctica, y si tuve mi lámpara encendida a horas indebidas, como dice la gente ordenada, no fue ciertamente para leer al mariscal de Sajonia.

—Pero —dije rápido como un golpe de raqueta—, ¿tal vez fue para imitarle?

Me devolvió mi bala.—¡Oh, no fue entonces cuando imité al mariscal de Sajonia,

tal como usted lo entiende! Esto no ocurrió sino mucho más tarde. En aquel entonces no era yo más que un mozalbete sub-teniente, muy espigado dentro del uniforme, pero muy torpe, muy tímido con las mujeres, aunque éstas nunca quisieron creerlo, probablemente a causa de mi maldita cara. Nunca gocé con ellas el beneficio de mi timidez. Además, tenía sólo

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diecisiete años en aquellos tiempos felices. Acababa de salir de la Escuela Militar. En aquella época se salía de allí a la edad con la que hoy día se entra, porque si el emperador, ese terrible consumidor de hombres, hubiese durado en el poder, hubiera acabado por tener soldados de doce años; del mismo modo que los sultanes de Asia poseen odaliscas de nueve años de edad.

«Si empieza a hablar del emperador y de las odaliscas —pensé—, no voy a enterarme de nada».

—Y sin embargo, vizconde —repliqué—, me atrevo a apostar que si usted ha conservado tan presente recuerdo de esa ventana que brilla allá arriba, es porque hubo una mujer detrás de su cortina.

—Y usted ganaría su apuesta, señor —contestó gra-vemente.

—¡Ah, caramba! —contesté—, estaba bien seguro de esto. Para un hombre como usted, en una pequeña ciudad de pro-vincia, por donde tal vez no pasó más de diez veces desde la época de su primera guarnición, no puede haber sino un sitio sostenido o alguna mujer tomada por asalto capaz de hacerle recordar tan vivamente la ventana de una casa que usted hoy encuentra iluminada de un cierto modo, en la oscuridad.

—Sin embargo, no sostuve ahí ningún sitio… por lo menos ninguno militar —contestó el vizconde, siempre con la misma gravedad; pero la gravedad era muchas veces su modo de bromear— y, por otra parte, cuando uno se rinde tan aprisa, ¿puede llamarse eso un sitio…? Y en cuanto a tomar a una mujer, con o sin escala, ya le dije que en aquella época era completamente incapaz de hacerlo… Así que no fue una mujer lo que se tomó allí: ¡fue a mí mismo!

Le hice un saludo. ¿Lo vería en aquel compartimiento sombrío?

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—Ha sido tomado incluso Berg-op-Zoom —le dije.—Y los subtenientes de diecisiete años —añadió él— no

son, por lo general, Berg-op-Zooms de sabiduría; y de con-tinencia inexpugnable.

—Así que —dije alegremente— otra señora o señorita Putifar…

—Fue una señorita —interrumpió él con una sencillez bastante cómica.

—¡Para ponerla en el montón de todas las otras, capi-tán! Sólo que en este caso, el José fue militar… este José no habrá huido…

—Huyó perfectamente, por el contrario —replicó, con la mayor sangre fría—, aunque demasiado tarde, ¡y con un miedo! Con un miedo capaz de hacerme comprender la frase del mariscal Ney, que escuché con mis dos oídos y que, procedente de un hombre como él, confieso que me alivió un poco: «¡Quisiera bien saber quién es el Juan… (soltó aquí en toda su extensión cierta palabra) que dice no haber sentido miedo nunca…!».

—¡Una historia que le produjo a usted esa sensación, debe de ser sumamente interesante, capitán!

—¡Caramba! —dijo bruscamente—, si usted tiene tanta curiosidad, bien puedo contarle esa historia, que fue un suceso corrosivo en mi vida, como el ácido corroe el acero, y que marcó para siempre con una mancha negra todos mis placeres de libertino… ¡Ah, no siempre se saca provecho de ser libertino! —añadió, con una melancolía que me sobrecogió, por venir de una persona tan vigorosa y alegre, que creí forrada con cobre, como un bergantín griego.

El vizconde volvió a subir la ventanilla que había bajado, bien fuese porque temiese que el sonido de su voz saliese

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fuera y se oyera allá lo que iba a contar, aunque no había nadie alrededor del coche, inmóvil y como abandonado, o bien porque aquel ruido regular de escoba, que iba y venía y que rascaba con tanto penar el pavimento del amplio patio del hotel, le pareciese un acompañamiento importuno para su historia; y yo le escuché, atento sólo a su voz, a los matices más insignificantes de su voz, porque no podía ver su rostro en aquel negro compartimiento cerrado; le escuché con los ojos fijos más que nunca en aquella ventana de la cortina carmesí, que brillaba siempre del mismo modo fascinador, y de la que me iba a hablar:

—Tenía, pues, diecisiete años y acababa de salir de la Escuela Militar —continuó—. Nombrado subteniente en un simple regimiento de infantería de línea, que estaba esperando, con la impaciencia que en aquellos tiempos se experimentaba, la orden de marchar a Alemania, donde el emperador sostenía la campaña que la historia llamó la campaña de 1813, sólo tuve tiempo para abrazar a mi viejo padre en el fondo de su provincia, antes de reunirme, en esta ciudad en que nos hallamos ahora, con el batallón del que formé parte; porque esta menuda ciudad, con unos miles de habitantes, todo lo más, no era guarnición sino de nuestros dos primeros batallones… Los otros dos habían sido distri-buidos entre las aldeas vecinas. Usted, que probablemente sólo ha pasado por esta ciudad en el camino de regreso a su oeste, no puede imaginar lo que esto representaba —por lo menos hace treinta años—, para alguien obligado, como lo estuve yo entonces, a permanecer en ella. Fue seguramente la peor guarnición a la que el azar —que creo es siempre el Diablo; y, en este caso, el ministro de la guerra— hubiese podido enviarme para iniciar mi carrera. Rayos y truenos,

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¡qué aburrimiento! No recuerdo haber pasado en ninguna parte, desde entonces, una estancia más mustia y aburrida. Sin embargo, a causa de la edad que tenía entonces, y con la primera embriaguez del uniforme —una sensación que usted no conoce, pero que experimentan todos aquellos que han llevado uniforme—, apenas sufrí ante lo que más tarde me hubiese parecido insoportable. En el fondo, ¿qué me importaba esta lúgubre ciudad de provincia…? Vivía en ella, después de todo, menos que en mi uniforme —una obra maestra de Thomassin y Pied, que era todo mi encanto—. Este uniforme, del que estaba enamorado locamente, veló y embelleció para mí todas las cosas; y fue —esto le parece rá exagerado, pero es la verdad— mi verdadera guarni-ción. Siempre que me aburría demasiado en esta ciudad sin movimiento, sin interés y sin vida, me ponía el uni-forme de gala, y el aburrimiento huía de mi cuello alto. Yo era como esas mujeres que no dejan de arreglarse cuida-dosamente aunque están solas y no esperan a nadie. Me vestía… para mí únicamente. Gozaba de un modo solitario de mis hombreras y del cordón de mi sable que brillaba al sol en algún rincón de la avenida desierta, donde, hacia las cuatro, solía pasear, sin buscar a nadie para ser feliz; se me hinchaba entonces el pecho, tanto más cuanto que, más tarde, en el bulevar de Gand, oí decir a alguien detrás de mí, que daba el brazo a alguna mujer: «Hay que admitir que tiene un orgulloso gesto de oficial». Por lo demás, no existían en esta ciudad nada rica, que no tenía comercio ni actividad de ninguna clase, sino algunas familias antiguas, casi arruinadas, enfadadas contra el emperador porque éste no había ahorcado a los ladrones de la Revolución, y que por esta razón, no hacían caso a sus oficiales. No hubo pues, ni

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Mujeres adúlteras, mujeres asesinas, duquesas convertidas en vengativas prostitutas, e incluso mujeres tan perversas como para morir fulminadas en los brazos de su amante, son algunos de los personajes cuyos avatares pasionales narra Jules Barbey d’Aurevilly en estas seis historias que, en sus propias palabras, «no son diabluras, son diabólicas, historias reales de este tiempo de progreso y civilización tan deliciosas, tan divinas que, cuando uno se propone describirlas, parece siempre que el Diablo las ha dictado».

Mediante una prosa exquisita, el autor busca exorcizar al mundo de los males que tan bien conoció; para ello decide revelarlos en su más desnuda y profunda impiedad, puesto que es ahí donde «reside toda la moralidad de un libro». Sin embargo, Las diabólicas termina por poseer y envolver al propio lector, que resulta ser una víctima más de los «inocentes monstruos» femeninos que Jules Barbey d’Aurevilly inmortalizó en estas páginas que han resistido de maravilla al paso del tiempo.

JULES BARBEY D’AUREVILLY (Saint-Sauveur-le-Vicomte, 1808) fue autor de numerosas novelas, relatos y ensayos de crítica literaria. Es considerado uno de los grandes escritores franceses del siglo xix. La publicación de Las diabólicas, su obra maestra, le acarreó un juicio por ofensas a la moral pública, del cual fue absuelto, pero que le impidió publicar sus obras durante los siguientes ocho años. Murió en París en 1889.

ISBN 978-84-96867-26-0