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¿DÓNDE ESTÁS, SEÑOR? SÍMBOLOS DEL ESPACIO EN LA BIBLIA Gianfranco Ravasi

Gianfranco Ravasi ¿DÓNDE ESTÁS, SEÑOR?

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Page 1: Gianfranco Ravasi ¿DÓNDE ESTÁS, SEÑOR?

¿DÓNDE ESTÁS, SEÑOR?SÍMBOLOS DEL ESPACIO

EN LA BIBLIA

Gianfranco Ravasi

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Contenido

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

I. EL SÍMBOLO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Jesús y sus «signos». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

Decir más allá del silencio» . . . . . . . . . . . . . . 21

Sobre el infinito y sus alrededores . . . . . . . . . 27

II. EL ESPACIO HABITADO . . . . . . . . . . . 39

Los santuarios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43

Babel y Jerusalén . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

III. EL ESPACIO CREADO . . . . . . . . . . . . . 67

La tierra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71

El cielo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

Los montes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93

Las aguas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

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IV. EL ESPACIO MÁS ALLÁ DEL ESPACIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115

El más allá: ¿un no-lugar?. . . . . . . . . . . . . . . . 119

El fuego frío del infierno . . . . . . . . . . . . . . . . 131

La purificación de los amigos de Dios . . . . . . 141

El jardín florido del paraíso . . . . . . . . . . . . . . 145

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Introducción

«Y al ver a Jesús, que pasaba por allí, [Juan]

dijo: “Ahí tenéis al Cordero de Dios”. Los

dos discípulos, que se lo oyeron decir, fueron

en pos de Jesús, quien al ver que le seguían

les preguntó: “¿Qué buscáis?”. Ellos contes-

taron: “Rabí (que significa ‘Maestro’), ¿dónde

vives?”» (Juan 1,36-38).

Tras la solemne introducción del prólogo, es así como se abre ejemplarmente el evangelio

de Juan: con una pregunta centrada en el «dón-de» de un encuentro y de un trato, en el espacio de un lugar en el que se habita: ¿dónde vives,

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Señor? Haciéndose eco de esta pregunta, el pre-sente libro parte de una reflexión sobre el sím-bolo para acercarse a un tema que recorre trans-versalmente las Escrituras: la dimensión del espacio y su constitución como horizonte de encuentro entre Dios y el hombre.

La Biblia está impregnada de la percepción del espacio: algunos de sus lugares han llegado a ser familiares a culturas enteras; en muchos de ellos se articula ese complejo entrelazamien-to de relaciones que constituye la historia de la salvación: Dios y el hombre se encuentran en un espacio, lo habitan e imprimen en él las huellas de la propia presencia. Descifrar estas huellas significa reconocer también en ellas el signo luminoso, siempre cambiante, de una realidad diferente y más compleja: una realidad que aún no se ha dado del todo, sino que hay que esperar en la esperanza y en la fe.

Exploraremos la riqueza de los símbolos bí-blicos del espacio en tres contextos diferentes que disponemos según un orden inductivo y que procede metafóricamente desde «abajo» hacia «arriba»: el espacio habitado, modelado

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Introducción

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por la pericia del hombre, que lo ha sometido a sus necesidades, pero en el que a veces ha recor-tado una ventana abierta al horizonte inmenso de lo divino; el espacio creado, modelado por las manos de Dios, que ha impreso en él el sello de su presencia; el espacio más allá del espacio, el de la vida más allá de la vida terrenal, ideal-mente infinito (concepto que abordaremos en breve), indisponible a los vivientes y, sin em-bargo, testigo de una particularísima modalidad de habitar.

Comenzamos, no obstante, con una re-flexión de carácter más general sobre los sím-bolos y sobre su misterioso asomarse al misterio de lo infinito; captaremos en ellos una premisa válida y eficaz para reflexionar sobre los lugares habitados por Dios y por el hombre.

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I

El símbolo

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«Los dioses habitan el símbolo: /asida por el brusco salto, / la poesía se acrecienta de

un más allá / sin protección». El poeta surrealista francés René Char (1907-1988) exaltaba así la función teológica del símbolo.

El símbolo es ese misterioso desconocido mediante el que asignamos a la realidad concre-ta un «más allá» por el valor trascendente; por él y con él, lo que vemos, tocamos y escuchamos habla lenguas nuevas, y de esta forma nos ofrece otro asidero para un conocimiento más amplio de aquello que creemos saber; en él encontramos un trampolín para saltar hacia un horizonte dife-rente, más vasto, inasible.

Justo al comenzar nuestra exploración de los «espacios» de la Biblia, queremos desarrollar una reflexión de índole general sobre el símbolo como una dimensión típica del lenguaje religio-

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so. En él se produce una torsión por la que se parte de un significado contingente y se procede hacia un sentido superior y eterno. Pensemos, por ejemplo, en el Cantar de los Cantares, que conserva toda la fascinación del eros y del amor humano, pero, al mismo tiempo, lo «tuerce» para expresar toda su potencialidad hasta ascen-der al Amor divino. Resulta fácil la tentación de romper esta unidad de finito e infinito que asegura el símbolo: siguiendo con el ejemplo del Cantar, nos encontramos, por un lado, con la lectura meramente literalista, que reduce el poema al lecho de los amores de una pareja, y, por otro, con la interpretación alegórica, que transforma esas páginas en un concierto de almas y de ángeles totalmente desencarnado.

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JESÚS Y SUS «SIGNOS»

Con este principio de unidad, propio del sím-bolo (syn-ballein, como se sabe, significa en

griego «poner juntos»), podemos adentrarnos en el Nuevo Testamento, que –como el resto de la Biblia– ha privilegiado el símbolo. Es más, si evitamos el equívoco común según el cual el símbolo sería una mera metáfora, una vaga y libre expresión de significados que abandonan la realidad de partida para volar en los cielos de la fantasía, deberíamos decir que Jesucristo es el Símbolo supremo al que se opone el diábolos satánico (del griego dia-ballein, «dividir»): ¿aca-

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so no es verdad que en su persona se entrecruzan inseparablemente, como dice san Juan en su prólogo, sárx humana y Lógos divino, es decir, carne y Verbo, historia y eternidad, espacio e infinitud, contingencia y absoluto?

Desde esta perspectiva llegamos a entender por qué el evangelista Juan se refiere a los mi-lagros de Cristo denominándolos «signos» y no «prodigios» (cf. Jn 2,11.18.23; 3,2; 4,48.54; 6,2.14.26.30; etc.). El milagro evangélico, en efecto, no es una mera acción taumatúrgica ni mucho menos un acto espectacular (cuántas veces exige Jesús el secreto o elige realizarlos «apartado de la muchedumbre»). Ciertamente, son una intervención física que cura enfer-medades y libera del mal, pero ese suceso se convierte en símbolo de la salvación plena que Jesús está ofreciendo, es «signo» de la inaugu-ración del Reino de Dios. Pero hay algo más, y podemos ilustrarlo mediante otro aspecto de la obra de Cristo.

Además de sus manos, que curan y salvan, los evangelios presentan sus labios, que hablan. Pues bien, el lenguaje de Jesús es exquisitamen-

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Jesús y sus «signos»

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te simbólico, como confirma el uso sistemático de la parábola, que es, en la práctica, un símbo-lo narrado. Ahora bien, en esas 35 parábolas, que pueden llegar a ser 72 si se incluyen tam-bién comparaciones o imágenes desarrolladas, asistimos a un fenómeno muy sugerente. Como evoca el salmo 19, la misma realidad creada se hace portadora de un mensaje divino: hay una revelación que anida en el cosmos mismo. Es-tamos, por consiguiente, en presencia de una cualidad simbólica innata a la creación, y es precisamente esto lo que descubre y explicita Jesús.

De ahí que en su lenguaje parte del mundo cotidiano: la realidad concreta posee en sí mis-ma una carga que nos revela el Reino de Dios, sus características trascendentes y sus exigen-cias morales. No en vano el comienzo de las parábolas es con frecuencia el siguiente: «El Reino de los Cielos se parece a...». Por consi-guiente, es evidente que no hay que detener-se en la cosa en sí, en el mero relato, pues se le reduciría a un ídolo frío y cadavérico, a un dato de crónica. Pero tampoco debe ignorarse

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el punto de partida, imaginando que se trata de un mero revestimiento que hay que quitar para tener una nítida tesis teológica. En el pasado, muchos estaban convencidos de que los símbo-los de la Biblia eran una niebla, producida por mentes primitivas, que había que disipar para hacer destellar el cielo cristalino del pensa-miento y de la especulación teológica. En reali-dad, símbolo y mensaje son compactos y deben acogerse y comprenderse conjuntamente

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DECIR MÁS ALLÁ DEL SILENCIO»

El símbolo nos permite, por consiguiente, superar la «teología negativa» –que solo

dice: «Dios no es como...»– o bien el silencio absoluto y sagrado (la denominada teología «apofática»), y nos lleva a hablar de Dios y de su misterio afirmando que «Dios es como...». Esta es la función del símbolo. En el libro de la Sabiduría, un escrito bíblico griego com-puesto en los umbrales del cristianismo, se lee: «Porque en la grandeza y hermosura de lo creado se contempla, por analogía, a su Crea-dor» (13,5).

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Ahora bien, no solo la creación tiene una función simbólica teológica, pues también la his-toria puede revelarnos a Dios y su mensaje. Je-sús se inspira casi en el nivel de la crónica negra, por ejemplo, en el derrumbamiento de una torre o en un acto represivo de la policía imperial ro-mana, para intuir en estos hechos un anuncio de juicio y conversión (cf. Lc 13,2-5). Pero es sobre todo recurriendo al acontecimiento de la libera-ción de Israel de la opresión faraónica como el Nuevo Testamento saca significados ulteriores, siguiendo las huellas de cuanto ya se había he-cho en el Antiguo Testamento, para el que el éxodo de Egipto era el símbolo de la liberación última y perfecta, de la redención plena (léase, por ejemplo, Sab 11–19).

Desde esta perspectiva se comprenden la reanudación simbólica en clave bautismal del paso por el mar Rojo –tema frecuente en el Nuevo Testamento y en la posterior tradición cristiana–, la del maná en clave eucarística (Jn 6), la del agua de la roca, la de la tienda-santua-rio del desierto, la de la Iglesia como «estirpe elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo

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Decir más allá del silencio»

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destinado a ser posesión de Dios» (1 Pe 2,9; cf. Éx 19,6), y así otras muchas reformulaciones del valor simbólico, desde los acontecimientos del éxodo histórico hasta la transfiguración de Moisés en la figura de Cristo, como ocurre a menudo en los evangelios, sobre todo en el ser-món de la montaña. A la tipología del éxodo hay que reconducir también esa parábola en ac-ción en la que se ve a Cristo caminando sobre las aguas del mar, símbolo de su dominio sobre el caos acuático, emblema de la nada, del mal y de la muerte.

Para concluir esta reflexión de carácter in-troductorio, queremos hacer una mención al libro más «simbólico» de todo el Nuevo Tes-tamento, el Apocalipsis, que extrae del éxodo veterotestamentario no pocos elementos (pién-sese, por ejemplo, en Cristo como Cordero in-molado). En este libro llega a sus últimas conse-cuencias un proceso particular: el de la elabora-ción de una gramática específica e innovadora para los símbolos. De hecho, fue una literatura como la apocalíptica, ya presente en Ezequiel y Daniel, y usada también en algunos casos por

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Jesús (cf. Mc 13; Mt 25–26), la que imprimió a las simbologías significados nuevos o modalida-des de aplicación inéditas.

Pensemos en el simbolismo zoomorfo que está tras el Cordero, pero también en los mons-truos y dragones desconcertantes (véase en el capítulo 9 cómo se ha transformado la plaga de las langostas que se encuentra en el Éxodo). Pensemos en el iridiscente espectro del simbo-lismo cromático, que asigna funciones sorpren-dentes a algunos colores distintos del blanco, que estaba ya codificado como emblema de la luz divina. Pensemos en la densísima simbolo-gía numérica: aunque el Apocalipsis se basa en el dominante número siete de la tradición, entre cardinales, ordinales y fraccionales en él apa-recen 283 números diferentes. Aquí ya se está pasando del símbolo a la metáfora libre, a la alegoría, en un misterioso revoloteo de significa-dos creativos que echan por tierra las vestiduras de la base concreta de partida. Así pues, en el Apocalipsis podemos intuir el primer paso ha-cia la superación del rigor del símbolo, tal como lo hemos descrito y lo hemos encontrado sobre

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todo en los evangelios, para entrar en el mundo más fluido de la alegoría, capaz de hacer brotar significados totalmente independientes de la raíz cósmica o histórica de partida. Es el comienzo de la famosa y original interpretación alegórica de la Biblia, ampliamente practicada por los Padres de la Iglesia.