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“Suelo preguntar y preguntarme: ¿sería concebible en este país un H. L. Mencken, un aclamado especialista en el arte de calumniar y de vituperar al país? Me parece que no. El patriotismo, el seudopatriotismo argentino es una pobre cosa que está a merced de un epigrama causal, de un puntapié montevideano o del puño izquierdo de Dempsey. Una sonrisa, un inocente olvido, nos duelen. La popularidad de Mencken es obra de su denigración pertinaz de los Estados Unidos; un Mencken argentino -con éxito- es inimaginable”, Jorge Luis Borges (1937) LA DEMOCRACIA Ultimas palabras (1926) Uno de los méritos de la democracia es muy evidente: es quizá la forma de gobierno más seductora que ha inventado el hombre. No cuesta trabajo encontrar la explicación de ello. Se basa sobre postulados que son palpablemente falsos y, como todos saben, para la gran mayoría de los hombres lo falso es inmensamente más fascinante y satisfactorio que lo cierto. La verdad tiene una dureza que los alarma y una atmósfera de determinación que choca con su romanticismo incurable. En todas las grandes emergencias de la vida recurren a las antiguas promesas, obviamente espurias pero muy reconfortantes, y entre todas esas antiguas promesas ninguna es más reconfortante que la que estipula que los humildes heredarán la Tierra. La encontrarnos tanto en el fondo del sistema religioso que predomina en el mundo moderno como en el fondo del sistema político imperante. La democracia le confiere una cierta apariencia de verdad objetiva y demostrable. El hombre masa, que funciona como ciudadano, recibe la impresión de que es realmente importante para el mundo, de que controla verdaderamente las cosas. Su sensiblero encolumnamiento detrás de pícaros, y charlatanes de feria le produce una impresión de vasto misterio y poder, y es merced a ello que los arzobispos, sargentos de policía y otros grandes personajes son felices. Le inculca asimismo la convicción de que es de algún modo inteligente, de que sus

H. L. Mencken - Extractos Acerca de La Democracia

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“Suelo preguntar y preguntarme: ¿sería concebible en este país un H. L. Mencken, un aclamado especialista en el arte de calumniar y de vituperar al país? Me parece que no. El patriotismo, el seudopatriotismo argentino es una pobre cosa que está a merced de un epigrama causal, de un puntapié montevideano o del puño izquierdo de Dempsey. Una sonrisa, un inocente olvido, nos duelen. La popularidad de Mencken es obra de su denigración pertinaz de los Estados Unidos; un Mencken argentino -con éxito- es inimaginable”, Jorge Luis Borges (1937)

LA DEMOCRACIA

Ultimas palabras (1926)

Uno de los méritos de la democracia es muy evidente: es quizá la forma de gobierno más seductora que ha inventado el hombre. No cuesta trabajo encontrar la explicación de ello. Se basa sobre postulados que son palpablemente falsos y, como todos saben, para la gran mayoría de los hombres lo falso es inmensamente más fascinante y satisfactorio que lo cierto. La verdad tiene una dureza que los alarma y una atmósfera de determinación que choca con su romanticismo incurable. En todas las grandes emergencias de la vida recurren a las antiguas promesas, obviamente espurias pero muy reconfortantes, y entre todas esas antiguas promesas ninguna es más reconfortante que la que estipula que los humildes heredarán la Tierra. La encontrarnos tanto en el fondo del sistema religioso que predomina en el mundo moderno como en el fondo del sistema político imperante. La democracia le confiere una cierta apariencia de verdad objetiva y demostrable. El hombre masa, que funciona como ciudadano, recibe la impresión de que es realmente importante para el mundo, de que controla verdaderamente las cosas. Su sensiblero encolumnamiento detrás de pícaros, y charlatanes de feria le produce una impresión de vasto misterio y poder, y es merced a ello que los arzobispos, sargentos de policía y otros grandes personajes son felices. Le inculca asimismo la convicción de que es de algún modo inteligente, de que sus superiores toman en serio sus ideas, y es merced a ello que los senadores de los Estados Unidos, los nigromantes y los Jóvenes Intelectuales son felices. Finalmente, le infunde la luminosa conciencia de que ha ejecutado triunfalmente un deber sublime, y es merced a esto que los verdugos y los maridos son felices.

Todas estas formas de dicha son claro está, ilusorias. No perduran. El demócrata, que se arroja al vacío para batir las alas y alabar a Dios, siempre aterriza violentamente. Las semillas de su fracaso residen en su propia estupidez: nunca puede librarse del ingenuo delirio -¡tan maravillosamente cristiano!- que lo induce a pensar que la felicidad es algo que uno puede arrebatarle al prójimo. Pero también hay semillas en la naturaleza misma de las cosas: una promesa, al fin y al cabo, no es más que una promesa, aunque esté sustentada por la revelación divina, y las probabilidades de que no se cumpla se pueden traducir en una deprimente fórmula matemática. Aquí aflora la ironía

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que se oculta detrás de toda aspiración humana. Como siempre, la búsqueda de la felicidad sólo produce, en última instancia, infelicidad. Enunciar esto, sin embargo, equivale a decir simplemente que el verdadero encanto de la democracia no lo disfruta el demócrata sino el espectador. A mi juicio, este espectador tiene la fortuna de asistir a una exhibición de primer agua y calibre. ¡Procuren imaginar algo de una heroicidad más absurda! ¡Qué simulaciones grotescas! ¡Qué desfile de imbecilidades patentes! ¡Qué proliferación de supercherías! ¿Pero acaso las supercherías no son hilarantes? Si no lo son, a partir de hoy renuncio a mis pretensiones de psicólogo. La superchería de la democracia, afirmo, es más hilarante que cualquier otra... más hilarante, incluso, con creces, que la superchería de la religión. Entre usted en su recinto de oraciones y medite sobriamente sobre cualquiera de las invenciones más características de la democracia. O sobre cualquiera de los típicos profetas demócratas. Si no se retira empalidecido y convulsionado por la risa, la conclusión lógica es que no se reirá ni siquiera en el Día del Juicio Final, al ver cómo los presbiterianos salen de la tumba cual polluelos del huevo, y cómo sus escápulas crían alas, y cómo saltan al espacio interestelar lanzando rugidos de alegría.

He discurrido hasta hoy sobre la posibilidad de que la democracia sea una enfermedad autoinmunizadora, como el sarampión. Es, quizás, algo más: es autofagocitadora. Uno no puede observarla objetivamente sin sentirse impresionado por su curiosa falta de confianza en sí misma, por su tendencia aparentemente invencible a renegar de toda su filosofía al primer síntoma de conmoción. No necesito destacar lo que sucede invariablemente en los Estados democráticos cuando se cierne una amenaza sobre la seguridad nacional. En dichas oportunidades, todos los grandes tribunos de la democracia se convierten, mediante un acto tan sencillo como el de respirar, en déspotas de una ferocidad casi legendaria. Y este proceso tampoco está circunscrito a las épocas de alarma y terror: se registra un día sí y otro también. La democracia siempre parece predispuesta a matar aquello que teóricamente ama. Todos sus axiomas concluyen en rotundas paradojas, muchas de las cuales implican contradicciones flagrantes. La masa está capacitada para gobernarnos a todos... pero es necesario controlarla estrictamente. No gobiernan los hombres, sino las leyes… pero los hombres ocupan los estrados para decir la última palabra sobre lo que es y lo que puede ser la ley. La función suprema del ciudadano consiste en servir al Estado… pero la primera sospecha que recae sobre él, cuando intenta cumplir dicha función, gira en torno de su estolidez y su deshonestidad, ¿La sospecha está casi siempre justificada? Pues entonces la farsa resulta aun más formidable.

Por mi parte confieso que la farsa me produce gran deleite. Disfruto colosalmente con la democracia. Es singularmente necia, y por lo tanto singularmente divertida. ¿Enaltece a los pelafustanes, los cobardes, los farsantes, los timadores, los brutos? Entonces el placer de verlos derrumbarse compensa y diluye la pena de verlos trepar. ¿Es sumamente despilfarradora, extravagante, deshonesta? Pues también lo es cualquier otro tipo de gobierno: todos por igual son enemigos de la gente honrada. ¿Su rasgo natural es la tunantería? Al fin y al cabo hemos soportado esa tunantería desde 1776 y todavía sobrevivimos. Es posible que a la larga se descubra que la tunantería es ineludiblemente necesaria para el gobierno humano e incluso para la misma civilización… que, en el fondo, la civilización no es más que una monumental estafa. No lo sé. Me

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limito a informar que cuando despluman a los incautos el espectáculo es infinitamente divertido. Pero quizá la explicación resida en que soy un hombre un poco malicioso: cuando de estúpidos se trata, tiendo a ser poco compasivo. Lo que no entiendo es cómo quienes los quieren, los compadecen y se sienten afligidos cuando alguien los corrompe y se burla de ellos, pueden creer en la democracia. ¿Cómo es posible que quienes son sinceramente demócratas sean demócratas?

Un punto ciego (1920)

Sin duda mi hostilidad a la democracia en cuanto teoría política se debe, como todo prejuicio humano, a una carencia interior, a un defecto que reside mucho menos en la teoría que en mí mismo. En este caso se trata muy probablemente de mi incapacidad para envidiar. Esta emoción, o debilidad, o como quieran llamada, se halla totalmente ausente de mi estructura personal: en el lugar donde debería estar, hay un hueco. La suerte ajena me deja tan indiferente como Juan Sebastián Bach a un picapedrero. No me produce alegría ni pena. Por ejemplo, el hecho de que John D. Rockefeller haya tenido más dinero que yo me importa tan poco como el hecho de que haya creído en la inmersión total o haya usado puños de camisa desmontables. Y el hecho de que uno u otro asno semidesconocido haya sido electo presidente de los Estados Unidos o designado profesor de Harvard, o se haya casado con una mujer rica, o incluso bella y simpática... me conmueve tan poco como el último embuste que llega de Europa Oriental.

La razón de ello no reside ni remotamente en una nobleza innata o una virtud adquirida. Reside en la circunstancia accidental de que la actividad que desarrollo en el mundo casi nunca me hace competir en forma demasiado violenta con otras personas. Tengo, claro está, rivales, pero no compiten conmigo directa y exactamente, como un dueño de rotisería, sacerdote, abogado o político compite con otro. Su éxito casi nunca me cuesta algo, y cuando me cuesta, este hecho queda generalmente oculto. Siempre tuve suficiente dinero para satisfacer mis modestas necesidades y siempre me resultó fácil conseguir más de lo que realmente quiero. Escéptico respecto de todas las ideas, incluidas en especial las mías, nunca me dolió que triunfaran las de algún otro imbécil.

De modo que nunca siento envidia y no puedo simpatizar con quienes la sienten. Tampoco puedo entusiasmarme con alucinaciones tales como la democracia y el puritanismo, porque si se las despoja de su contenido de envidia pierden su savia vital: todas ellas descansan inamoviblemente sobre el odio que los hombres inferiores alimentan contra quien lo pasa mejor. A menudo uno oye explicarlas, claro está, con otro criterio. El puritanismo pasa por ser una forma excelsa de obediencia a la ley divina. A la democracia se la describe como fraternidad, incluso como altruismo. Todas estas ideas son equivocadas. En el fondo del puritanismo hay un solo impulso

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auténtico: el de castigar al hombre dotado de una mayor capacidad para disfrutar de la dicha, el de reducirlo al desgraciado nivel de los hombres "buenos", o sea de los hombres estúpidos, pusilánimes y eternamente infelices. Y hay un solo argumento sólido para defender la democracia, a saber, el argumento de que es un delito que un hombre se crea mejor que los otros, y un crimen aun mayor que demuestre serlo.

Lo que más admiro en un hombre es la serenidad de espíritu, la virtud inmutable de no caer en la indignación moral, y la tolerancia omnímoda; en síntesis, lo que se denomina vulgarmente magnanimidad. No debemos confundir a semejante hombre con el que elude los porrazos de la vida. Por el contrario, a menudo es un ávido gladiador, que disfruta extraordinariamente de la presencia de adversarios. Pero cuando pelea lo hace a la manera del caballero que libra un duelo, no del estibador que voltea a los parroquianos de una taberna portuaria. O sea que defiende cuidadosamente su amor propio mediante la presunción de que su rival es un hombre tan decente como él, e igualmente honesto, y que quizá, después de todo, tiene razón. Es obviamente imposible que un demócrata asuma semejante actitud. Su rasgo característico consiste en que siempre ataca a sus adversarios no solo con todas las armas, sino también con bufidos y reprimendas; en que siempre está lleno de indignación moral; en que es incapaz de imaginar la honorabilidad de su antagonista; y en que, por lo tanto, es incapaz de ser honorable él mismo. Esos tipos no me gustan. No comparto sus emociones. No entiendo su indignación, su cólera. Sobre todo, no puedo escrutar su envidia. Y por eso me opongo a ellos

Cómo son concertados los matrimonios (How marriages are arranged)

He dicho que las mujeres no son sentimentales, poco propensas a que la mera emoción y la apariencia corrompan su juicio de la situación. La doctrina quizá dé lugar a protestas. La hipótesis de que lo son es una sensiblería favorita; un sentimentalismo se usará para sentar las bases de otro; los perros comerán perros. Pero la consignación de unos pocos hechos obvios bastará para respaldar mi argumento, a pesar de la vasta acumulación de basura romántica en contrario. Vayamos, por ejemplo, a la esfera en la que los dos sexos entran en conflicto constantemente y en la cual, como resultado, sus hábitos mentales contrastan con mayor claridad, a saber: el campo del matrimonio monógamo. Seguramente ningún argumento será necesario para demostrar la aptitud y efectividad superior de las mujeres aquí, y, con ello, su mayor autodominio, su más prudente ponderación de las consideraciones, su poder superior para resistir a la sugestión emocional. El solo hecho de que los matrimonios se concreten es, de hecho, una prueba de que ellas son más imperturbables que los hombres, y más adeptas a emplear sus recursos intelectuales, ya que es claramente de interés para un hombre evitar el matrimonio tanto como pueda, como lo es para la mujer contraer un matrimonio favorable tan pronto como sea posible. Los esfuerzos de los dos

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sexos están de este modo dirigidos hacia extremos diametralmente antagónicos en una de las principales preocupaciones de la vida. ¿Qué lado prevalece comúnmente? Le dejo el veredicto al jurado. Todos los hombres normales luchan para no sucumbir al matrimonio; algunos lo consiguen con éxito durante períodos relativamente largos; unos pocos extraordinariamente perspicaces y valientes (o quizá afortunados) escapan del todo. Pero como todos saben, tomando una generación y también otra, el hombre promedio se casa a su debido tiempo y la mujer media consigue un esposo. Así, la mayor parte de las mujeres, en este claro conflicto interminable, hacen ostensible su superioridad sustancial frente a la gran mayoría masculina. No muchos hombres, dignos de ese nombre, ganan nada de valor neto a través del matrimonio, al menos como está actualmente la institución planteada por el cristianismo. Incluso sobrevaluando sus beneficios al máximo, éstos quedan supeditados por desventajas aplastantes. Cuando un hombre se casa, ello no es más que un signo de que el talento femenino para la persuasión y la intimidación –o sea, el talento femenino para sobrevivir en un mundo de deseos y conceptos chocantes, la competencia femenina y la inteligencia– lo ha forzado en una negociación más o menos detestable con sus propias inclinaciones honestas y mejores intereses. Que esa negociación sea una señal de su estolidez o cobardía relativa, es lo mismo: ambas cosas, en sus síntomas y efectos, son casi idénticas. En el primer caso se casa porque ha sido claramente derribado en un combate de intelectos; en el segundo se resigna al matrimonio como la forma más segura de relación amorosa. En ambos casos la sentimentalidad masculina inherente es el arma principal en mano de su oponente. Lo hace arrostrar la ficción de su iniciativa, e incluso de su osadía, en medio de las más crudas y obvias operaciones en su contra. Lo obliga a aceptar como real la farsa descarada en que las mujeres siempre destacan, y nunca tanto como cuando acechan a un hombre. Sobre todo, lo encandila con el atractivo del romance en una transacción que, en el mejor caso, es tan grosera como la venta de una mula. Un hombre en completa posesión de las modestas facultades que la naturaleza generalmente le concede está al menos ligeramente por encima de la idiotez como para darse cuenta de que el matrimonio es un negocio en el que él se lleva la peor parte, inclusive cuando, en algún que otro detalle, obtiene un beneficio palpable. Él nunca quiere todo aquello que la cosa implica. Quiere, a lo sumo, ciertas partes. Puede desear, digamos, un ama de llaves para proteger sus bienes y entretener a sus amigos; pero puede estremecerse ante el pensamiento de compartir su bañera con alguien, y la cocina casera puede ser francamente venenosa para él. Puede anhelar un hijo que rece sobre su tumba; y aun así sufrir intensamente por la sola aproximación de sus parientes políticos. Puede soñar con una señora hermosa y servicial, menos exigente y briosa que lo que cualquier soltero espera descubrir; y horrorizarse al tener que dar a conocer a ella su libreta de depósitos, su árbol genealógico y sus ambiciones secretas. Él puede querer compañía y no intimidad, o intimidad y no compañía. Puede querer una cocinera y no una compañera de negocios o una compañera de negocios y no una cocinera. Pero para poder conseguir la o las cosas que le apetecen, tiene que tomar muchas otras que no le agradan –que ningún hombre sano, en verdad, puede imaginablemente querer– y la mujer que él «eligió» se dedica a la empresa de empujarlo a este trato casi armenio. Una vez que el juego está razonablemente dispuesto, ella identifica sus debilidades con superlativa delicadeza y precisión, y las explota con todos sus recursos superiores. Él lleva una desventaja desde el comienzo; su tonta y sentimental creencia en

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teorías que ella sabe falsas –por ejemplo, la teoría que ella retrocede ante él, y está espantada por las vulgares carnalidades del matrimonio mismo– le otorga a ella un arma contra él, la cual maneja con destreza instintiva, apremiante. El momento en que ella percibe este sentimentalismo burbujeante dentro de él –esto es, el instante en que su tosca sonrisa afectada y sus ojos bamboleantes indican que ha sucumbido al desastre intelectual llamado enamoramiento–, ya es suyo para hacer con él lo que quiera. Salvo que medie una intervención divina, puede darse por casado en el acto.

Retrato de un mundo ideal (1924)

Es tan sabido que cuando el organismo humano consume alcohol en solución acuosa diluida éste actúa como depresor, y no como estimulante, que hasta los fisiólogos más avanzados empiezan a tomar conciencia de este hecho. El profano inteligente ya no echa mano al porrón cuando está en vísperas de un trabajo importante, ya sea intelectual o manual, sino que recurre a él cuando concluye la tarea y quiere relajar la tensión nerviosa y reducir la presión del bazo. El alcohol, por así decir, nos serena. Levanta el umbral de sensibilidad y nos hace menos susceptibles a los estímulos externos, particularmente cuando éstos son desagradables. Al frenar todas las cualidades que nos ayudan a progresar en el mundo y a sobresalir entre nuestros semejantes –por ejemplo, la combatividad, la astucia, la diligencia, la ambición–, libera las cualidades que nos endulzan y nos hacen simpáticos: por ejemplo, la amabilidad, la generosidad, la tolerancia, el humor, la comprensión. El hombre que se ha echado a la bodega dos o tres cocteles es menos competente que antes para gobernar un acorazado por el Ambrose Channel, o para amputar una pierna, o para redactar una escritura hipotecaria, o para dirigir la Misa en Si Menor de Bach, pero es mucho más apto para agasajar a los comensales, o para admirar a una chica bonita, o para escuchar la Misa en Si Menor de Bach. Quienes mejor ejecutan los trabajos duros y útiles del mundo, que van desde extraer muelas hasta cosechar patatas, son los hombres que están tan sobrios como otros tantos ocupantes del pabellón de los condenados a muerte, pero quienes mejor hacen las cosas bellas e inútiles, seductoras y regocijantes, son los hombres que, como se dice habitualmente, están hechos una uva. El Pithecanthropus erectus era abstemio, pero tengan la certidumbre de que los ángeles saben qué es lo que conviene catar a las cinco de la tarde.

Todo esto es tan evidente que me asombra que jamás ningún utopista haya propuesto abolir todos los males del mundo mediante el sencillo recurso de achispar ligeramente a toda la raza humana y mantenerla así. Recuerden que no hablo de emborracharla, sino sólo de achisparla ligeramente, y ruego que me disculpen por no saber describir ese estado en términos más

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decorosos. El hombre achispado es el que saca a relucir todas sus mejores cualidades. No sólo es inmensamente más amable que el hombre fríamente sobrio, sino que también es incalculablemente más bueno. Reacciona frente a todas las situaciones con una actitud expansiva, generosa y humana. Se transforma en un individuo más liberal, más tolerante, más benévolo. Es mejor como ciudadano, como marido, como padre y como amigo. Semejantes hombres nunca promueven las empresas que hacen incómoda y peligrosa la vida humana sobre la Tierra. No provocan guerras ni saquean u oprimen a los demás. Quienes perpetraron todas las grandes infamias del mundo fueron hombres sobrios, y casi siempre abstemios. Pero quienes brindaron a la humanidad todas las cosas fascinantes y bellas, desde el Cantar de los cantares hasta la tortuga á la Maryland, y desde las nueve sinfonías de Beethoven hasta el martini, fueron hombres que, cuando llegaba la hora, cambiaban el agua de pozo por algo con un poco de color y con más componentes que el oxígeno y el hidrógeno.

Sé, claro está, que la tarea de achispar a toda la raza humana y de mantenerla achispada un año sí y otro también plantearía formidables problemas técnicos. Sería difícil lograr que la dosis diaria de cada individuo se acomodara exactamente a sus necesidades particulares y sería igualmente difícil hacérsela llegar precisamente en el momento oportuno. Por un lado, existiría siempre el peligro de que ocasionalmente grandes minorías recuperaran la sobriedad total y desencadenaran guerras, disputas teológicas, reformas morales y demás incordios análogos. Al mismo tiempo, existiría el peligro de que otras minorías se embriagaran realmente y nos fastidiaran a todos con sus gritos jactanciosos o sus llantos sensibleros. Pero, naturalmente, estos problemas técnicos no son en modo alguno insuperables. Quizás podríamos solucionarlos renunciando a administrar el alcohol por boca y distribuyéndolo mediante la impregnación del aire con sus vahos. Formulo la sugerencia y la pongo en circulación. Estos asuntos corren por cuenta de hombres idóneos en terapéutica, cuestiones de gobierno y eficiencia comercial. Actualmente contamos con ellos y a menudo sus empresas reflejan una gran dosis de ingenio, pero puesto que en la mayoría de los casos están sobrios, dedican demasiado tiempo a hostigar al resto de la gente. Medio achispados serían diez veces más geniales y quizá su eficiencia se reduciría a la mitad. Miles de ellos, relevados de sus actuales deberes antisociales, estarían ociosos y ávidos de trabajar. A ellos les confío la solución de este problema. Si su éxito no es absoluto, por lo menos será parcial.

Queda en pie la objeción de que aunque se tratara de pequeñas dosis de alcohol, si a cada una de ellas la siguieran otra antes de que hubiesen disipado los efectos de la primera, la salud física de la raza se resentiría, aumentaría la tasa de mortalidad y desaparecerían, exterminadas, categorías íntegras de seres humanos. Mi respuesta consiste en que lo que propongo no es la prolongación del ciclo vital sino la multiplicación de sus goces. Supongamos que su duración se reduzca en un 20 por ciento. Pues yo afirmo que sus deleites aumentarán por lo menos en un 100 por ciento. Engañados por los estadígrafos, caemos con frecuencia en el error de venerar simples números. Decir que A vivirá hasta los 80 años y que B morirá a los 40 no implica una demostración plausible de que A debe inspirarnos más envidia que B. En la práctica, es posible que A tenga que pasar la totalidad de sus 80 años en Kansas o Arkansas, comiendo sólo maíz y carne de cerdo y bebiendo únicamente agua de río contaminada, en tanto que es posible que B pase sus 20 años de vida

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responsable en la Costa Azul, wie Gott im Frankreich. Aduzco que, aun suponiendo que la duración media de la vida humana se redujera en un 50 por ciento, el mundo que imagino sería infinitamente más feliz y encantador que este en el que vivimos hoy, y que después de haber saboreado su paz y dicha ningún ser humano inteligente volvería por su propia voluntad a las torpes brutalidades y estupideces que ahora padecemos y que nos esforzamos neciamente por prolongar. Si aun en estos días deprimentes los norteamericanos sagaces continúan aferrándose a la vida y empeñándose en estirarla más y más, no lo hacen ciertamente por una razón lógica sino sólo por instinto. El que se obstina es el bruto primitivo que hay en ellos, no el hombre. Éste sabe demasiado bien que diez años en un país auténticamente civilizado y dichoso valdrían infinitamente más que una era geológica bajo las maldiciones que ahora debemos enfrentar y soportar todos los días.

Además, no es obligatorio admitir que una alcoholización moderada de toda la raza reduciría realmente el ciclo vital. Muchos de nosotros ya estamos moderadamente alcoholizados y sin embargo conseguimos sobrevivir tanto como los puritanos. Y en lo que a los mismos puritanos concierne, ¿quién protestaría si la inhalación del aire impregnado en alcohol les produjera delirium tremens y los esterilizara y exterminara? Las ventajas que cosecharía la humanidad en general serían obvias e incalculables. Todas las peores cepas, que ahora no sólo perduran sino que incluso prosperan, desaparecerían en pocas generaciones, y en consecuencia el ser humano medio se alejaría apreciablemente, digamos, de la pauta que marca un clérigo bautista de Georgia para acercarse a la pauta de Shakespeare, Mozart y Goethe. Aunque se necesitaría una eternidad, claro está, para recorrer todo el trayecto, cada generación asistiría a un progreso lento pero seguro. Ahora, como todos saben, no progresamos en absoluto, sino que retrocedemos sistemáticamente. Es tan evidente que el hombre civilizado medio de hoy es inferior al hombre civilizado medio de hace dos o tres generaciones, que no es necesario presentar testimonios para probarlo. Es menos emprendedor y valiente, es menos habilidoso y variado, se parece cada vez más a un conejo y cada vez menos a un león. Las duras opresiones lo han convertido en lo que es. Es víctima de los tiranos. Bien, ningún hombre con dos o tres cocteles adentro es un tirano. Puede ser tonto pero no cruel. Puede ser bullicioso, pero también es tolerante, generoso y benévolo. Mi propuesta reimplantaría el cristianismo en el mundo. Rescataría a la humanidad de los moralistas, los pedantes y los brutos.

Sacrificio (1928)

Siempre me entristece ver a los niños yendo a la escuela. Durante la media hora anterior a las nueve de la mañana pasan bamboleándose por la plaza situada frente a mi casa de Baltimore con

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el aire abatido de los neoyorquinos que bajan del ferry para ir al trabajo. Casualmente deben marchar cuesta arriba, pero sospecho que se demorarían igualmente si caminaran cuesta bajo. [...]. Por la tarde, cuando vuelven a casa, corren y brincan como gacelas. Están cansados pero se sienten felices, y la dicha de los jóvenes siempre asume la forma de contracciones bruscas y reiteradas de los músculos estriados, en particular los de las piernas, los brazos y la laringe.

A mi juicio, la idea de que los escolares están casi siempre contentos con su suerte implica un triste engaño. En general son capaces de soportarla, pero les gusta tanto como al soldado le gusta la vida en la trinchera. La necesidad de sobrellevarla los convierte en actores. Aprenden a mentir… y quizás esto es lo más valioso –para un ciudadano del mundo cristiano– que aprenden en la escuela. Ningún niño quiere y admira realmente a su maestra. Lo más que puede hacer, suponiendo que sea dueño de todas sus facultades, es tolerarla como tolera el aceite de ricino. La maestra puede ser la flor más hermosa del jardín pedagógico, pero lo más que niño consigue ver en ella es la imagen de una carcelera que podría ser peor.

Pienso que el período escolar es el más desdichado de toda la existencia humana. Está poblado de tareas insulsas e ininteligibles, de reglamentaciones nuevas y desagradables, de trasgresiones brutales al sentido común y el decoro. Un niño razonablemente despierto no necesita mucho tiempo para descubrir que la mayor parte de las enseñanzas con que lo atosigan son absurdas, y que a nadie le interesa realmente que las asimile o no. Sus padres tienden a aburrirse con sus lecciones y deberes, a menos que tengan una mente infantil, y son incapaces de ocultar este hecho cuando él los escudriña con sus ojos penetrantes. A sus primeros maestros los ve sencillamente como policías fastidiosos. A los posteriores generalmente los cataloga, con mucha razón, como asnos.

Una de las grandes tragedias de la juventud –y la juventud es la época de las verdaderas tragedias– reside por cierto en el hecho de que a los jóvenes se los pone primordialmente en contacto con adultos que no le inspiran respeto [...] Sus compañeros materiales, impuestos por los decretos inexorables de un estado desalmado e irracional, son las “señoras maestras”, de sexo masculino y femenino, o sea personas de vida trivial y pedestre, tan poco capaces de acicatear el espíritu de emulación de un niño sano como otras tantas comadronas u otros tantos empleados de la perrera.

No es extraño entonces que los escolares recurran a sus pares, en lugar de recurrir a sus maestros, para buscar estímulo. Sospecho que ésta es una de las causas principales de la delincuencia juvenil que prolifera en Estados Unidos, porque los muchachos que se destacan por encima de la masa y atraen a sus camaradas más débiles son los relativamente temerarios y díscolos. Pero cualesquiera sean las consecuencias, el hecho en sí mismo es bastante natural, porque un joven flagelado por un exceso de energía tiene sed de aventura y experimentación. Lo que le suministran sus maestros es casi siempre lo contrario. Las maestras tienen instintos de amas de compañía y los maestros casi nunca se elevan por encima del nivel de los jefes de boy-scouts y los secretarios de la Asociación Cristiana de Jóvenes. A un adulto le resultaría bastante difícil soportar semejante

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compañía, aun con la ayuda del alcohol y el cinismo. Para un niño que se está desarrollando, ésta es una tortura. [...] Hoy se ha extinguido la vieja pedagogía, y la reemplaza una ciencia nueva y complicada. Por desgracia, ésta es en gran medida obra de imbéciles, y por ende continúa el infortunio de los jóvenes. En todo el ámbito de la cultura humana no hay un gremio más fantásticamente inepto que el de los pedagogos. Si alguien lo duda, que lea las revistas de pedagogía. Mejor aún, que solicite una pila de las tesis que los Kandidaten escriben y publican cuando aspiran al doctorado. No se encontrará nada peor en la literatura de la astrología, la comercialización científica o la Iglesia de Cristo Científico. Pero para seguir su especialidad, las pobres “señoras maestras” deben afanarse por estudiarla e incluso por dominarla. No es extraño que sueñen con el amor doméstico dentro del marco de la ley, aunque ello implique la maldición de cocinar.

Los escolares de hoy se hallan expuestos a esta catarata de puerilidad desde que escapan del jardín de infantes hasta que se refugian en la universidad o en la esclavitud asalariada. ¿Sus vidas son felices? Pregúntese usted si sería feliz en el caso de que tuviera que escuchar durante seis o siete horas diarias los discursos de espiritistas o adventistas del Séptimo Día. A un niño inteligente debe resultarle espantoso someterse a semejante vivisección, y sin duda el hecho de que la pobre maestra también sufre no basta para mitigar sus tormentos. Ya no es suficiente que ella ame su arte y lo practique con esmero. También debe deslomarse todos los años en la escuela de verano, maldiciendo su suerte y superponiendo audazmente más y más capas de colorete. Al fin su mente se transforma en un negro abismo de gráficos y fórmulas, de estadísticas falsas extraídas de una psicología de pacotilla, y está tan poco capacitada para enseñar como lo está una máquina de sumar.

Deberíamos sentir más compasión por los escolares. La idea de que son dichosos corre pareja con la idea de que la langosta que cocinamos en la olla lo es. En muchos sentidos, son las peores víctimas, las más patéticas, de esa compleja trama de futilezas y crueldades que llamamos civilización. La raza humana es tan estúpida que nunca logró inculcarles por métodos indoloros y agradables las triquiñuelas y los desvaríos necesarios. Los gatos y los perros se portan mejor con sus crías, y otro tanto se puede decir, en verdad, de los salvajes. Todo lo que se enseña hasta el fin de la escuela primaria se le podría enseñar en dos años a un niño inteligente, mediante un sistema realmente científico, sin mayor crueldad que la que se pone en la extracción de un diente. Pero ahora la misma operación abarca nueve años y una larga serie de laparotomías sin anestesia.

¿En la escuela se aprende algo verdaderamente valioso? A veces lo dudo. Además, muchos hombres más sabios que yo lo dudan, aunque generalmente excluyen de sus objeciones la lectura y la escritura. La “señora maestra”, dicen, puede enseñarles a sus clientes a leer y escribir. Todo lo que aprenden luego lo asimilan por propia cuenta. Yo voy más lejos. Pienso que habitualmente los niños se enseñan a sí mismos, o los unos a los otros, a leer y escribir. Es posible que la “señora maestra” les muestre cómo se aprende, y despierte en ellos el deseo de cultuvarse, pero casi nunca les enseña realmente. Está demasiado ocupada redactando informes, aprobando exámenes, y esforzándose por averiguar qué es lo que los incontables “super-gogos” que la acosan

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quieren que haga y diga. Ella es tan infeliz como sus discípulos y odia el estudio con tanto encono como lo odian éstos.

Tipos humanos

El romántico (1918)Existe un tipo de hombre cuya vista exagera inevitablemente, cuyo oído capta inevitablemente más de lo que la orquesta toca, cuya imaginación duplica y triplica inevitablemente los datos que le comunican sus cinco sentidos. Es el entusiasta, el creyente, el romántico. Es el tipo de hombre que, si fuera bacteriólogo, proclamaría que el estreptococo piógeno es tan grande como un perro San Bernardo, tan inteligente como Sócrates, tan bello como la Catedral de Beauvais y tan respetable como un profesor de la Universidad de Yale.

El creyente (1919)La fe se puede definir en pocas palabras como la propensión a creer, contra toda lógica, que sucederá lo improbable. Por lo tanto tiene un regusto patológico. Se aparta del mecanismo normal del intelecto e ingresa en el reino tenebroso de la metafísica trascendente. El hombre lleno de fe es sencillamente aquel que ha perdido (o no ha tenido jamás) la facultad de razonar en forma clara y realista. No es un simple asno: está realmente enfermo. Peor aún, es incurable, porque el desencanto, que es en el fondo un fenómeno objetivo, no puede modificar definitivamente su dolencia subjetiva. Su fe asume la virulencia de una infección crónica. Lo que dice, en esencia, es lo siguiente: “Confiemos en Dios, quien siempre nos embaucó en el pasado”.

El médico (1919)La higiene es la medicina corrompida por la moralidad. Es imposible encontrar un higienista que no envilezca su teoría de lo sano con una teoría de lo virtuoso. Todo el arte de la higiene se condensa, ciertamente, en una exhortación ética. Esto determina que en última instancia entre en un conflicto radical con la medicina propiamente dicha. El verdadero fin de la medicina no consiste en hacer virtuosos a los hombres sino en salvaguardarlos y rescatarlos de las consecuencias de sus vicios. El médico no predica el arrepentimiento, sino que ofrece la absolución.

El metafísico (sin fecha)El metafísico es aquel que, cuando decimos que el doble de dos es cuatro, pregunta qué entendemos por doble, por dos, por tres y por cuatro. A cambio de semejantes preguntas, los metafísicos viven en las universidades con lujo asiático y se los respeta como hombres cultos e inteligentes.

El filósofo (1927)En la historia humana no hay antecedentes de un filósofo feliz: sólo existe en la leyenda romántica. Muchos de ellos se suicidaron; muchos otros expulsaron del hogar a sus hijos y apalearon a sus esposas. Y esto no debe maravillarnos. Si queréis descubrir lo que siente un

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filósofo mientras práctica su profesión, id al zoológico más próximo y observad a un chimpancé consagrado a la tediosa e inútil tarea de espulgarse. Ambos sufren espantosamente y ninguno de ellos puede triunfar.

El altruista (1920)Una buena parte del altruismo, incluido aquel que es totalmente sincero, se asienta sobre el hecho de que es incómodo estar rodeado de gente infeliz. Esto se aplica particularmente a la vida familiar. El hombre se sacrifica para satisfacer los deseos de su esposa, no porque le produzca un gran placer renunciar a lo que anhela para sí, sino porque le gustaría aún menos verla sentada con la cara larga ante la mesa común.

El iconoclasta (1924)El iconoclasta cumple una función probatoria suficiente cuando demuestra, con su blasfemia, que este o aquel ídolo es vulnerable..., que por lo menos un visitante del templo sigue lleno de dudas. Quienes más hicieron por la liberación del intelecto humano fueron aquellos pícaros que arrojaron gatos muertos en los santuarios y luego salieron a trajinar por los caminos, demostrando a todos los hombres que el escepticismo, al fin y al cabo, no entraña riesgos: que el dios montado sobre el altar es un fraude. Una carcajada vale por diez mil silogismos.

El hombre bueno (1923)En el mejor de los casos, el hombre es siempre una especie de animal unipulmonado, que nunca es absolutamente completo y perfecto en el sentido en que, digamos, una cucaracha es perfecta. Cuando ostenta una cualidad valiosa, casi siempre carece de otra. Dadle una cabeza y le faltará corazón. Dadle un corazón con cuatro litros de capacidad y su cabeza contendrá escasamente medio. El noventa por ciento de las veces el artista es un timador y un individuo proclive a seducir a las así llamadas vírgenes. El patriota es un fanático intolerante y, la mayoría de las veces, un jactancioso y un cobarde. A menudo el hombre dotado de coraje físico está, desde el punto de vista intelectual, a la altura de un clérigo bautista. El gigante intelectual padece de los riñones y es incapaz de enhebrar una aguja. En todos mis años de búsqueda por este mundo, desde la Puerta de Oro al oeste hasta el Vístula al este, y desde las Orkney Islands al norte hasta las costas del Caribe en el sur, jamás he encontrado un hombre cabalmente moral que fuera honorable.

Intermezzo sobre la monogamia (1921)

El éxito del matrimonio monógamo en el mundo cristiano se atribuye casi siempre a consideraciones éticas. Esto es tan absurdo como atribuir las guerras a consideraciones éticas... algo que, naturalmente, se hace a menudo. La sencilla verdad consiste en que dichas consideraciones no son más que conclusiones extraídas de la experiencia, y que se las desecha rápidamente cuando la experiencia se vuelve contra ellas. En este caso la experiencia todavía es

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abrumadoramente favorable a la monogamia. Los hombres civilizados la defienden porque funciona bien. ¿Y por qué funciona bien? Porque es el más eficaz de todos los antídotos conocidos contra los sobresaltos y terrores de la pasión. En síntesis, la monogamia mata la pasión… que es el más peligroso de los enemigos que continúan amenazando a lo que hemos dado en llamar civilización, civilización esta que se asienta sobre el orden, el decoro, la continencia, la formalidad, la laboriosidad y la regimentación. El hombre civilizado -el hombre civilizado ideal- es sencillamente aquel que nunca sacrifica la seguridad común en aras de sus pasiones particulares. Alcanza la perfección cuando deja de amar apasionadamente, cuando rebaja la más profunda de todas sus experiencias instintivas del nivel de un éxtasis al nivel de un simple recurso destinado a reaprovisionar los ejércitos y talleres del mundo, a mantener zurcidas las ropas, a reducir la tasa de mortalidad infantil, a suministrar suficientes inquilinos para cada dueño de casa, y a permitir que la policía sepa dónde está cada ciudadano a toda hora del día o la noche. La monogamia ayuda a materializar este cuadro mediante la destrucción del apetito. Impone a las altas partes contratantes una intimidad demasiado persistente y absoluta: toman contacto en demasiados puntos y con demasiada constancia. Luego se desvanece todo el misterio de la relación y quedan en la posición asexuada de dos hermanos de distinto sexo. Por lo tanto, ese "máximo de tentación" al que se refiere George Bernard Shaw lleva en sí mismo la simiente de su propia descomposición. El marido empieza por besar a una linda chica: su esposa. Es agradable tenerla tan al alcance de la mano y bien predispuesta. Termina por recurrir a ardides maquiavélicos para evitar besar a la que comparte diariamente sus comidas, libros, toallas de baño, billetera, parientes, ambiciones, secretos, malestares y negocios, pues aquel se convierte en un acto casi tan romántico como el de hacerse lustrar los zapatos. Ni siquiera todo el sentimentalismo innato del hombre puede vencer el disgusto y el hastío que se infiltran en el matrimonio. Ni siquiera toda la capacidad histriónica de la mujer puede insuflarle alguna apariencia de placer y espontaneidad. Los defensores de la monogamia, seducidos por sus implicancias morales, no saben sacarle todo el provecho que puede brindar. Piénsese, por ejemplo, en la importante misión moral de proteger la virtud de los célibes, o sea de los que todavía son apasionados. El método actual para tratar, digamos, con un joven de veinte años, consiste en circundarlo de espantajos y prohibiciones, en tratar de convencerlo mediante recursos lógicos de que la pasión es peligrosa. He aquí una redundancia y una imbecilidad: una redundancia porque ya sabe que es peligrosa, y una imbecilidad porque es imposible matar una pasión embistiéndola con argumentos adversos. La forma de matarla consiste en darle rienda en condiciones desfavorables y desalentadoras, en reducirla, gradualmente, a algo absurdo y horrible. Cuánto más se lograría, entonces, si a los jóvenes libertinos se les prohibiera la poligamia, antes del matrimonio, pero se les permitiera la monogamia. En este caso la prohibición sería relativamente fácil de imponer, y no imposible, como en la otra alternativa. La curiosidad quedaría satisfecha, la naturaleza desbordaría las compuertas, e incluso el romance entraría en juego. Noventa y nueve de cada cien jóvenes se someterían, aunque solo fuera porque sería mucho más fácil someterse que resistir. ¿Y el resultado? Evidentemente sería encomiable... si se acepta, claro está, la definición vigente de lo encomiable. Después de seis meses el producto sería un joven domesticado y desilusionado, tan

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desprovisto de pasiones inquietantes y desmoralizantes como un anciano de ochenta años, o sea, sería el ciudadano ideal de la cristiandad.

La colaboradora (1924)

Toda mujer inteligente sabe por instinto que las mayores ambiciones de su marido encierran para ella un peligro capital, y que si se materializan puede perder la hegemonía que ejerce sobre él. No sueña con un esposo infinitamente brillante sino con un esposo infinitamente "sólido", o sea irremediablemente atado a ella por las cadenas de la normalidad. Le encantaría verlo ingresar en la Casa Blanca, porque al ocupante de la Casa Blanca lo vigilan con tanta persistencia como a un arzobispo. Pero la inquietaría mucho verlo convertirse en un Goethe o un Wagner. En mis tiempos he conocido a muchos hombres de gran talento, en la medida en que el talento puede existir en los Estados Unidos, y la mayoría de ellos estaban casados. No recuerdo a uno solo cuya esposa pareciera resignada a aceptar sus logros con absoluta serenidad. En todos los casos la dama destilaba un miedo palpable -producto de la intuición femenina, o sea del crudo realismo y el sentido común-, miedo de que el triunfo de él redujera el poder de ella, de que a medida que mejoraba como hombre empeorara como marido. Este es un razonamiento en el que no encuentro ninguna falla. Ciertamente el marido ideal no es un hombre de intelecto activo y audaz sino de mentalidad plácida y conformista. Es obvio que en este contexto el buen comerciante triunfa sobre el artista y el aventurero. Todas sus recompensas se traducen fácilmente en términos de comodidad y dicha domésticas. No lo embriaga la admiración de otras mujeres, pues ninguna de ellas, por mucho que valore las virtudes que tiene como marido, se hace alguna ilusión acerca de las que tiene como amante. Sobre todo, no tiene una mente analítica y por lo tanto no será propenso a disecar su matrimonio, acto este que es el punto de partida del peor tipo de desdicha doméstica. Al examinar su matrimonio inteligentemente, ningún hombre puede dejar de percibir que contiene, por lo menos en parte, un ingrediente de esclavitud, y que el esclavo es él. Feliz de la mujer cuyo marido tiene la dosis de estupidez necesaria para no ensayar jamás esta autopsia.

El arte y el sexo (1919)

Una de las hipótesis favoritas de los derviches puritanos que se especializan en pornografía es la que postula que, si se reprime debidamente el instinto sexual, este puede "sublimarse", como dicen ellos, asumiendo la forma de idealismo, y sobre todo de idealismo estético. Esta hipótesis aparece en todos sus libros, y sobre ella se asienta la teoría de que si una inmensa legión de espías, soplones y polizontes impusiera coactivamente la castidad, la República se convertiría en una comuna de estetas morales. Naturalmente, estos no son más que embustes farisaicos. Si la hipótesis fuera cierta, todos los grandes artistas habrían salido de las filas de los herméticamente reprimidos, o sea, de las filas de las solteronas y los solterones. Pero, como todo el mundo sabe, la verdad es que los artistas notables jamás son puritanos, y pocas veces son incluso respetables en

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el sentido vulgar de la palabra. Ningún hombre moral -moral, esto es, desde el punto de vista de la Asociación Cristiana de Jóvenes- ha pintado jamás un cuadro que merezca ser contemplado, o compuesto una sinfonía que merezca ser escuchada, o escrito un libro que merezca ser leído, y es muy improbable que alguna vez lo haya hecho una mujer virtuosa.

Citas

" Cuando oigas a un hombre hablar de su amor por la patria, es signo de que espera que le paguen por eso ".

" Confianza es el sentimiento de poder creer a una persona, incluso cuando sabemos que en su lugar nosotros también mentiríamos ".

" Democracia es el arte de manejar el circo desde la jaula de los simios ".

" A una persona naturalmente confiada le lleva bastante tiempo reconciliarse con la idea de que, después de todo, Dios no lo ayudará ".

" Cae la cabeza del rey, y la tiranía se vuelve libertad. El cambio parece abismal. Luego, pedazo a pedazo, la cara de la libertad se endurece, y poco a poco se vuelve la misma vieja cara de la tiranía. Después, otro ciclo, y luego otro más. Pero bajo el juego de todos estos opuestos hay algo fundamental y permanente: la ilusión básica de que el hombre puede ser gobernado y al mismo tiempo ser libre ".

" Cuando A molesta o hiere a B con el pretexto de salvar o mejorar X, A es un sinvergüenza ".

" Cuando dos mujeres se besan, siempre recuerdan a los boxeadores profesionales cuando se estrechan las manos ".

" De todos los mecanismos de escape, la muerte es el más eficiente ".

" El hombre se hace civilizado no en proporción a su disposición para creer, sino en proporción a su facilidad para dudar ".

" El New Deal empezó —como el ejército de Salvación— prometiendo la salvación de la humanidad. Pero terminó —como el ejército de Salvación— abriendo tiendas de compra y venta y perturbando la paz ".

" El soltero desea una esposa pero se alegra de no tenerla ".

" En resumen: 1) El cosmos es una rueda de la fortuna gigante dando 10 000 revoluciones por minuto. 2) El hombre es una mosca mareada dando un paseo en

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esa rueda. 3) La religión es la teoría de que la rueda fue diseñada y puesta en marcha para darle el paseo ".

" Es completamente lícito para una católica evitar el embarazo recurriendo a las matemáticas, aunque todavía está prohibido recurrir a la física o a la química ".

" Es imposible imaginar el universo manejado por un sabio, justo y omnipotente Dios, pero es muy fácil imaginarlo administrado por un consejo de dioses. Si ese consejo en verdad existe, opera precisamente como el consejo de una corporación que está perdiendo dinero ".

" Hay una solución fácil para todo problema humano: clara, plausible y equivocada ".

" La conciencia es una voz interior que nos advierte que alguien puede estar mirando ".

" La fe puede ser brevemente definida como la creencia ilógica en la ocurrencia de lo improbable ".

" La naturaleza aborrece a un tonto ".

" Los solteros saben más acerca de las mujeres que los casados; si no fuese así, ellos también lo estarían ".

" Misógino: hombre que odia a la mujer tanto como las mujeres se odian entre sí ".

" Puritanismo: El atormentante miedo de que alguien, en algún lugar, es feliz ".

" Que es una campaña política sino un esfuerzo concentrado para quitar a un grupo de políticos que son malos, y poner a otros que se cree que son mejores. La primer conclusión, creo que siempre es atinada; la segunda, es ciertamente falsa. Porque, si la experiencia nos enseña algo, es esto: que un buen político, en la democracia, es tan impensable como un ladrón honesto ".

" Remordimiento: arrepentimiento de haber esperado tanto para hacer algo ".

" Teología: esfuerzo de explicar lo que no se sabe, poniendolo en términos de no “ser digno” de saber ".

" Todo hombre decente se avergüenza del gobierno bajo el que vive ".

" Un cínico es alguien que, cuando huele flores, busca inmediatamente un ataúd ".

" Un idealista es alguien que, notando que las rosas huelen mejor que las coles, concluye que también harían mejor sopa ".

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" Vive de manera que puedas mirar fijamente a los ojos de cualquiera y mandarlo al diablo ".

" Todo gobierno es, en su esencia, una conspiración contra el hombre superior: su único objetivo permanente es oprimirlo y malograrlo. Si es aristocrático en organización, entonces busca proteger al hombre que es superior ante la ley contra el hombre que es superior ante los hechos; si es democrático, entonces busca proteger al hombre que es inferior en todo contra ambos. Una de sus funciones primarias es regir a los hombres por la fuerza, para hacerlos tan iguales como sea posible y tan dependientes uno del otro como sea posible, para buscar y combatir la originalidad entre ellos. Todo lo que puede ver en una idea original es un cambio potencial, y por tanto una invasión a sus prerrogativas. El hombre más peligroso para cualquier gobierno es el hombre que tiene la habilidad de pensar las cosas por si mismo, sin que le importen las supersticiones o tabúes. Casi inevitablemente llega a la conclusión de que el gobierno bajo el cual vive es deshonesto, loco e intolerable, y así, si es un romántico, trata de cambiarlo. E incluso si no lo es, si es muy apto para extender el descontento entre quienes lo son ".

" Auto respeto— El sentimiento de seguridad de que nadie, hasta ahora, sospecha nada ".

" Verdad — Algo que de alguna manera desacredita a alguien ".

" Juez — Un estudiante de leyes que corrige sus propios exámenes ".

" Jurado — Un grupo de doce personas quienes, habiendo mentido al juez respecto a su oído, salud y compromisos laborales, han fallado en engañarlo ".

" Abogado — Alguien que nos protege de los ladrones retirando la tentación ".

" Envidia es la teoría de que alguien más tiene igual de poco gusto ".

" Riqueza — Cualquier salario que sea por lo menos $100 dólares más al año que el salario del marido de la hermana de nuestra esposa ".

" El hecho básico de la existencia humana es, no una tragedia, sino un aburrimiento. No es tanto una guerra más que un esperar en una fila de personas. La objeción hacia ella no es que sea predominantemente dolorosa sino que carece de sentido ".