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I. Ilustración contra fundamentalismo: el caso Lessing La concesión del Premio Lessing por parte del Senado de la Libre y Hanseática Ciudad de Hamburgo constituyó para mí un honor que me llenó de satisfacción en un doble sentido. Los ho- nores y el reconocimiento de carácter oficial han estado ausentes en el curso anterior de mi vida, y precisamente esta carencia ha valido a mis ojos como un signo de que el camino que yo había elegido era más honrado que el del sometimiento, que evité. Es así como he cultivado en mi carácter una desconfianza casi ins- tintiva frente a todas las distinciones institucionales, una descon- fianza que bordeaba la arrogancia. Dado, no obstante, que con el honor que se me concede a mí se honra también, así reza la de- claración del jurado, a la filosofía comprometida, a la filosofía que incluye entre sus objetivos también la ilustración política, depon- go de buena gana hoy esa arrogancia y acepto este premio con alegría y agradecimiento. Doble es mi alegría porque el premio lleva el nombre de Les- sing. Tenía cinco años cuando mi padre me contó por primera vez la parábola de los tres anillos. Tal vez empezó así la educación del género humano por el tercer nivel. No es de extrañar, por lo tan- to, que durante bastantes años la exaltación de los templarios me fuese más familiar que la sabiduría de Nathan. Estoy convencida, sin embargo, de que la influencia subterránea de esta historia tan precozmente escuchada contribuyó a mi liberación de una inma- durez autoculpabilizadora. Desde entonces mi relación con Les- sing ha sido siempre íntima. El término «intimidad» es aquí com- pletamente pertinente. Las construcciones filosóficas de Aristóte- les, Kant o Marx han influido profundamente en mi pensamien- to. Pero con las personas que crearon esas construcciones nunca habría tenido nada que ver: no se me habría ocurrido elegirlos como amigos míos. En cambio, Lessing ha sido y sigue siendo un amigo. Lessing nos extiende la mano, su grandeza no nos incomo- da: está a nuestro lado. En Die Hamburgisóhe Dramaturgie Les- sing escribe lo siguiente acerca de Sócrates: «Bellas sentencias y aforismos morales son precisamente lo que más raramente oímos de un filósofo como Sócrates; su modo de vida fue la única moral que predicó. Empero, conocer a los hombres y a nosotros mismos; estar atentos a nuestras emociones; ...juzgar cada cosa según su intención, eso es lo que aprendemos del contacto con él; eso es lo que aprendió Eurípides de Sócrates... ¡Dichoso el poeta que tiene un amigo así y puede tomar consejo de él todos 5

Heller, Agnes - Ilustración Contra Fundamentalismo. El Caso Lessing

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I. Ilustración contra fundamentalismo:el caso Lessing

La concesión del Premio Lessing por parte del Senado de la Libre y Hanseática Ciudad de Hamburgo constituyó para mí un honor que me llenó de satisfacción en un doble sentido. Los ho­nores y el reconocimiento de carácter oficial han estado ausentes en el curso anterior de mi vida, y precisamente esta carencia ha valido a mis ojos como un signo de que el camino que yo había elegido era más honrado que el del sometimiento, que evité. Es así como he cultivado en mi carácter una desconfianza casi ins­tintiva frente a todas las distinciones institucionales, una descon­fianza que bordeaba la arrogancia. Dado, no obstante, que con el honor que se me concede a mí se honra también, así reza la de­claración del jurado, a la filosofía comprometida, a la filosofía que incluye entre sus objetivos también la ilustración política, depon­go de buena gana hoy esa arrogancia y acepto este premio con alegría y agradecimiento.

Doble es mi alegría porque el premio lleva el nombre de Les­sing. Tenía cinco años cuando mi padre me contó por primera vez la parábola de los tres anillos. Tal vez empezó así la educación del género humano por el tercer nivel. No es de extrañar, por lo tan­to, que durante bastantes años la exaltación de los templarios me fuese más familiar que la sabiduría de Nathan. Estoy convencida, sin embargo, de que la influencia subterránea de esta historia tan precozmente escuchada contribuyó a mi liberación de una inma­durez autoculpabilizadora. Desde entonces mi relación con Les­sing ha sido siempre íntima. El término «intimidad» es aquí com­pletamente pertinente. Las construcciones filosóficas de Aristóte­les, Kant o Marx han influido profundamente en mi pensamien­to. Pero con las personas que crearon esas construcciones nunca habría tenido nada que ver: no se me habría ocurrido elegirlos como amigos míos. En cambio, Lessing ha sido y sigue siendo un amigo. Lessing nos extiende la mano, su grandeza no nos incomo­da: está a nuestro lado. En Die Hamburgisóhe Dramaturgie Les­sing escribe lo siguiente acerca de Sócrates: «Bellas sentencias y aforismos morales son precisamente lo que más raramente oímos de un filósofo como Sócrates; su modo de vida fue la única moral que predicó. Empero, conocer a los hombres y a nosotros mismos; estar atentos a nuestras emociones; ...juzgar cada cosa según su intención, eso es lo que aprendemos del contacto con él; eso es lo que aprendió Eurípides de Sócrates... ¡Dichoso el poeta que tiene un amigo así y puede tomar consejo de él todos

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los días, a todas horas!» Lessing se pintó a sí mismo aquí, tal como nosotros le vemos hoy a él. Pero Sócrates no escribió nada; tan sólo a sus discípulos personales les fue deparada la suerte de poder recabar el consejo del amigo en el trato cotidiano con él. Lessing, en cambio, nos ha legado sus escritos. Aun siendo textos, su efecto es el de la palabra oralmente articulada: Lessing nos habla personalmente. Es así como nos honra con su amistad aun doscientos años después de su muerte. Podemos recabar con­sejo de él todos los días, a todas horas.

¡Y qué no ha sucedido a lo largo de estos doscientos años! Tampoco han faltado breves períodos transitorios en los que arro­gantemente se creía poder pensar que ya no había lugar a tomar consejo de Lessing. Pero esos tiempos han pasado ya, de nuevo. Hoy retomamos, temerosos, a su amistad. Su callada oración a la Providencia vuelve otra vez a nuestros labios: «Concede que no desespere de ti aun cuando tus pasos pudieran parecerme ir hacia atrás.»

* •

El fundamentalismo vuelve a florecer. Incluso sus formas tra­dicionales, que la Ilustración creía haber barrido para siempre del mundo, cuentan actualmente con multitud de seguidores tan­to en el primer mundo como en el segundo y el tercero. La ofen­siva de los fundamentalismos afecta a todas las relaciones huma­nas. Los fundamentalistas quieren determinar, regular y contro­lar todas nuestras manifestaciones vitales: de la alcoba a la corte de justicia, de la educación a nuestras opciones entre diferentes alternativas sociales y políticas. De idéntica manera proceden tam­bién otros fundamentalismos no tradicionales que derivan sus «verdades eternas», sean de índole nacionalista o ideológica, no del Dios que está en los cielos, sino de los ídolos de este mundo. Aho­ra bien, quien hoy se sigue identificando con la Ilustración no puede responder a este rechazo de la Ilustración con la risa cruel de la aversión a la humanidad, con una risa que llenó ya de espanto a Minna von Bamhelm, pues la aversión a la humani­dad es ya en sí misma una forma del rechazo de la Ilustración. Quienes han permanecido fieles a la Ilustración deberían, antes bien, aprender a comprender las necesidades humanas que, aun­que deformadas, se expresan en los fundamentalismos modernos.

Adorno y Horkheimer se aprestaron ya a esta tarea. Sin em­bargo, una justificada desesperación, característica de su tiempo, les llevó tan lejos como para descubrir en la propia Ilustración la culpabilidad por el rechazo de la Ilustración. Así llegaron a descui­dar el segundo, e incluso más importante, paso consistente en con­frontarse con esa tradición de la Ilustración que preconizaba una satisfacción no deformada, no fundamentalista, de las necesidades que se manifiestan en el fundamentalismo. Bajo la sombra de

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la Justine sadiana, Emilia Galotti cayó en el olvido. Ni una sola palabra de esta crítica de la Ilustración hace referencia al caso Lessing. Lessing estaba muy lejos de ser un guardián de la racio­nalidad instrumental. Lo que él opuso al fundamentalismo no era el saber verdadero, sino la verdad o, mejor dicho, las verdades, en plural. La verdad venía a ser para él la unidad de lo verdadero y lo bueno. La expresión más alta de la verdad no es la construc­ción de una ciencia exacta, sino saber hacerse querido y ser pla­centero para los demás. Para Lessing un argumento sólo es bue­no si conduce a buenos actos, si se propone conseguir buenos actos. Más aún, la bondad sin inteligencia está en su jerarquía de valores por encima de la inteligencia sin bondad. Sólo al fraile se abre por completo Nathan. Dice acerca de la tragedia decisiva de su vida: «Sólo le hablo de la piadosa simplicidad.» Y cuando se refiere a la tiranía del «anillo único» no piensa tan sólo en el fundamentalismo de las religiones tradicionales. Lessing sabía bien, lo había previsto, que también la Ilustración podía conducir a la tiranía del «anillo único». Incluso el francmasón no quiere pertenecer a una única logia. También la defensa del Misanthrope de Moliére frente a Rousseau constituye un testimonio de su pers­picacia. La inhumanidad del rigorismo moral fue percibida por Lessing como una nueva variante del fundamentalismo. Die Erzie- hung des Menschengeschlechts es una obra que, por muy imbuida de ingenuo progresismo que pueda parecer su concepción, tiene su sabiduría. No se propone, siguiendo el modelo de la racionali­dad instrumental, denunciar las viejas leyes como meras palabras y fantasías. La verdadera idea de la libertad consiste en liberarse completamente de la racionalidad finalista en el ámbito de las re­laciones humanas, sin excluir su forma sutil de fe en la inmorta­lidad personal, a la que sigue siendo inherente una relación me­dios-fines. Dice Lessing en este sentido: «Llegará, no cabe duda de que llegará el tiempo de la perfección, pues el hombre, cuanto más convencido esté su entendimiento de un futuro cada vez me­jor, dejará de tener necesidad de extraer motivaciones para sus actos de ese futuro, puesto que hará el bien porque es el bien...»

Si Adorno y Horkheimer afirman que la Ilustración fracasó en la fundamentación de la moral en principios generales, debemos añadir que Lessing no se propuso esto en absoluto. Muy al con­trario: esos principios generales habrían significado para él de nuevo la tiranía del anillo único, una tiranía a la que se oponía resueltamente. Si la verdad es la unidad de lo verdadero y lo bue­no y sólo puede ser confirmada retrospectivamente como tal verdad en el caso de que sea ieconocida por los hombres como algo querido y placentero, entonces se torna imposible formular hoy ningún género de principios universalmente válidos de la mo­ral. Hay muchas convicciones y todas esas convicciones tienen sus propios principios, sus principios correspondientes. Se puede

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ser bueno, esto es, acceder a la bondad, de diversas maneras, pero se debe ser bueno, aunque sea de maneras diversas. Se oculta ahí un principio moral que, a despecho del pluralismo, podría ser descrito como la idea regulativa de la verdad. No sabemos, cier­tamente, qué es la verdad, pero podemos no obstante, por servir­nos de la formulación hegeliana, estar en la verdad.

Podemos realizar esto de diversas maneras, podemos estar en la verdad a partir de nuestras diversas convicciones y personali­dades, pero hay un procedimiento que es posible para todos no­sotros. Se está en la verdad cuando se utilizan los propios princi­pios racionalmente, cuando se argumenta de este modo en favor suyo y cuando se escuchan con ánimo abierto los argumentos de los demás. La apertura de ánimo, que posibilita en general el dis­curso racional, no se basa, sin embargo, en el propio discurso ra­cional, sino en la religio, en la vinculación de los hombres con sus congéneres. Lo que más tarde fue formulado por Goethe diciendo que las ideas no pueden ser tolerantes pero el ánimo debe ser tolerante, había sido ya una idea básica de Lessing. Cuando se está en la verdad hay que estar completamente convencido de que son los principios propios, y no los de los demás, los verda­deros. La idea de la tolerancia ni siquiera tolera la idea de la intolerancia. Pero si esto significase que precisamente quienes se reconocen en la idea de la tolerancia dejasen de tolerar, en consecuencia, las necesidades, pero sobre todo la existencia per­sonal de los intolerantes, entonces la tarea de la Ilustración re­sultaría de entrada una causa perdida.

No es esto, ciertamente, lo que estimaba Lessing. En él no hay propiamente discurso racional sin religio, sin la vinculación del que argumenta con todos los otros hombres, sin apertura de ánimo hacia todas las necesidades humanas, hacia los sentimien­tos y particularmente hacia los sufrimientos humanos. Por eso la moralidad es ante todo acción. Y en este punto quisiera for­mular una observación crítica al bellísimo ensayo de Hannah Arendt: Nathan no sacrifica la verdad a la amistad, porque en la concepción de Lessing la amistad deviene, a través del recono­cimiento de las necesidades del otro, símbolo de la religio y per­tenece a la verdad en tanto en cuanto pertenece a la bondad. Para que nuestras propias convicciones nos abran las puertas de los otros, para que no nos las cierren, debemos actuar de manera que nuestra verdad pueda aparecer ante las otras personas como algo placentero y querido. En consecuencia, también nosotros mismos debemos ser placenteros y dignos de estima. Pues lo pla­centero y lo estimable que hay en nosotros pertenece a la verdad de nuestra convicción. Cuando Falk expone al amigo Ernst sus ideas en Gesprache für Freymaurer precisa que la cautela de su manera de expresarse no debía interpretarse como «falta de con­vicción» por su parte. El tacto que, como ya señalaba Lukács, juega un papel central en la ética de Lessing, es un rasgo de ca­

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rácter decisivo del ánimo moral. Contribuye muy poderosamente a hacer placenteras y estimables nuestras convicciones.

El hecho de que los dos elementos constitutivos de lo bueno, la argumentación racional y la apertura de ánimo hacia todos los sufrimientos y necesidades humanas, sean totalmente inseparables uno de otro tiene como consecuencia que la distinción entre la esfera pública y la privada realmente no exista en Lessing. Hay en él, más bien, una gradación continua de esferas que se inter­penetran. Lo que resulta hoy tan atractivo en sus dramas mayores no es precisamente su función histórica. Conocemos muy bien, ciertamente, el papel decisivo de la dramaturgia burguesa en la época de Lessing y en la escena alemana. Pero todo esto nos in­teresa tan sólo a título de conocimiento histórico. En nuestro mundo emocional e intelectual estos dramas son, sobre todo, ex­posiciones simbólicas de relaciones humanas universales y no sólo en el sentido usual, como lo son también todas las grandes crea­ciones del espíritu humano, sino también en una perspectiva más específica. Por citar de nuevo las Gesprache fiir Freymaurer se­ñalemos que en ellas Falle caracteriza a la francmasonería con las siguientes palabras: «Pues en el fondo no se basa en relaciones exteriores, que tan fácilmente degeneran en reglamentaciones burguesas, sino en el sentir común de espíritus simpatizantes.» Po­dría decirse incluso que las reglamentaciones burguesas mencio­nadas juegan en la mayor parte de las obras de Lessing tan sólo un papel completamente exterior. Luego volveré sobre el hecho de que este papel exterior tiene también una función específica.

Las reglamentaciones burguesas mencionadas, empero, no de­finen en realidad la cualidad de las relaciones interpersonales. Los buenos y los malos aparecen unos ante otros como buenas y ma­las personas, como «almas desnudas», y no como representantes de sus estamentos respectivos. En este sentido —y obviamente sólo en este sentido— existe un parentesco muy cercano entre Lessing y Dostoievsky. La súbita catarsis del tirano (al final del Emilia Galotti) sólo puede comprenderse desde este punto de vista, en el caso de que no se quiera atribuir un ingenuo optimis­mo a Lessing, para lo que no hay, por otra parte, ningún motivo. Es imposible, evidentemente, imaginarse un Ricardo III, un Mac- beth e incluso un rey Felipe que al final del drama se conviertan súbitamente al bien. El poder político alienado es totalmente in­capaz de tales gestos. Sin embargo, a la vista de la inocencia muerta, el príncipe no se conduce como un príncipe sino como un hombre culpable, igual que Raskolnikof. En Lessing el hombre no está, en general, determinado por la situación del poder o por la de su estamento. El poder no tiene lógica. Sólo hay una lógica: la de las relaciones humanas. Por eso los hombres, en la medida en que son capaces de fomentar y preservar lo bueno de sus relaciones humanas, pueden vaciar el poder.

El poder existe sólo en tanto en cuanto es capaz, por su exis­

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tencia, de mutilar las relaciones humanas. Y es capaz de hacerlo cuando de alguna manera es internalizado. El vaciado del poder es precisamente el proceso a través del cual los individuos se liberan de esta internalización. Los tres dramas mayores de Les- sing constituyen variantes, bien que bajo una forma modernizada, de esta idea en el fondo estoica. En la última variante, en Nathan der Weise, sin embargo, Lessing consigue superar la huida del mundo en que siempre se resuelve la vieja idea estoica. Emilia Galotti y Minna von Barnhelm representan las posibilidades trágica y no trágica del vaciamiento del poder que existían en la época de Lessing. La solución de Nathan es en todo caso una utopía filo­sófica. El poder se ha vaciado aquí en el seno de las instituciones de la sociedad burguesa y al mismo tiempo también se ha hu­manizado: por eso la historia está concebida en forma de una fábula.

Actualmente, no menos que en la época de Lessing, existen si­tuaciones límite en las que sólo es posible vaciar el poder con la muerte voluntariamente elegida. El suicidio es la variante extrema de la huida del mundo. Pero si la otra alternativa es sólo la in- temalización de un poder tiránico, la pérdida total de la propia personalidad, la renuncia a las obligaciones morales, entonces pre­cisamente este tipo de huida constituye la única opción humana digna. Emilia Galotti se revela como una genuina y profunda pen­sadora cuando define con las siguientes palabras la esencia del poder: «¡El dominio! ¡El dominio! ¿Quién no es capaz de oponer­se al dominio? Pero el dominio no es nada; la seducción es el auténtico dominio.» Emilia elige la muerte no porque no sea ca­paz de oponerse al dominio, sino porque se siente demasiado débil como para oponerse a la seducción. Ella sabe que de seguir viviendo internalizaría por completo el poder y podría verse em­pujada tan lejos como a someterse voluntariamente al asesino de su amado. Voluntariamente, pero no con libertad, porque ¿sigue siendo libre la persona que obedece voluntariamente los cantos de sirena del tirano?

Por desgracia, nosotros, a quienes ha tocado vivir los trágicos avatares del destino en el siglo xx, podemos comprender dema­siado bien el mensaje de Emilia Galotti. Porque ¿en qué consistió el poder de Hitler y Stalin sino en la seducción? ¿Qué habría sido su dominio en ausencia de seducción? Nada, absolutamente nada. Los mismos hombres que fueron seducidos por uno de los dos poderes pudieron seguir oponiéndose, a pesar de todo, al otro. Pero cuando uno se encuentra ya inerme frente a la seduc­ción sólo queda, como única solución, la muerte voluntaria, pre­suponiendo que se quiera salvar la propia libertad. Cuando leo Emilia Galotti me viene infaliblemente a la memoria Darkness at Noon de Koestler. También este libro habla del dominio como, seducción. «Dte in silence», «muere en silencio», reza la nota del desconocido que se le hace llegar secretamente a Rubachov antes

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del proceso. Pero Rubachov no presta oídos a la voz de la ley moral. En vez de romper el círculo infernal, vuelve a someterse a la seducción. En vez de vaciar el poder que había asesinado a sus seres queridos, legitima a ese mismo poder con su someti­miento voluntario e internalizado. Por eso su figura no es trágica, aun cuando sea de todos modos asesinado. Sabemos bien que un destino similar le esperaba también a Emilia Galotti. La con­desa Orsina había advertido ya al padre de Emilia que el prínci­pe acostumbraba ya a los pocos días a abandonar a su suerte a sus seducidas. Pero Emilia Galotti no teme al final, sino a lo que media entre la libre elección y el final. Y esto es lo que no temía suficientemente Rubachov.

En Minna von Barnhelm el poder es vaciado de una forma no trágica. La situación es aquí también extrema, si bien en un sen­tido totalmente distinto que en Emilia Galotti. El poder aparece en una forma extrema, es decir, no aparece personificado en la comedia. Está presente sólo en Ja cabeza y en el ánimo de Tellheim como una idea fija. La fijación de Tellheim en el poder es de ca­rácter doble: es una fijación positiva y negativa. Tellheim se sien­te ofendido por el poder, incluso deshonrado. La idea de que el poder es capaz de deshonrarnos legitima a éste como fuente del honor. La idea de que el poder podría ofendemos lo legitima como fuente de reconocimiento. Pero para Minna el poder es desde un principio lo fútil. Comprende la fijación de Tellheim pero no la comparte ni lo más mínimo. Incluso la idea misma de un honor «atribuido» por el poder es para Minna tautológica. Considere­mos el siguiente diálogo: «Von Tellheim: El honor no es la voz de nuestra conciencia, no es el pronunciamiento de un puñado de justos... Das Fraulein: No, no, lo sé muy bien. El honor es... el honor.» Esta irónica tautología no es menos gesto de vacia­miento del poder que lo era el monólogo trágico de Emilia Ga­lotti. ¿Qué clase de categoría moral es ésta que no constituye la voz de nuestra conciencia y ni siquiera es el pronunciamiento de un puñado de justos? Como categoría moral sólo puede ser com­pletamente vacía y lo que es vacío no es vinculante. Un honor me­ramente exterior es sólo la fachada del poder, puesto que no dice propiamente nada sobre las personas, sino sólo acerca de sus «determinaciones burguesas». Minna trata en primer término de superar con amor la fijación de Tellheim en el poder, que está mezclada con ofensas, pero fracasa. Sin embargo, no fracasa cuan­do sigue su propia decisión de curar tal decisión recurriendo a la compasión. Así habla Tellheim: «La vejación y la ira más sañu­da habían nublado toda mi alma; el mismo amor, aun en el má­ximo despliegue de la felicidad, era incapaz de crear la luz. Pero envió a su hija, la compasión, que... dispersó la niebla y volvió a abrir todos los accesos de mi alma a las sensaciones de la ternu­ra... A partir de ahora no deseo oponer a la injusticia que me aho­ga aquí otra cosa sino el desprecio. ¿Es este país el mundo? ¿Sólo

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se levanta el sol aquí?» Con estas palabras queda rota la doble fijación de Tellheim al poder. Ahora el poder es despreciado y ha sido vaciado. Pero la huida del mundo sigue siendo aquí de impor­tancia, si bien no de la máxima. La decisión de apartarse del mun­do del poder sigue siendo también la última palabra de Tellheim, puesto que el poder ahora ya despreciado le ofrece satisfacción. Al final de la comedia una buena chica y un amigo sincero son los valores que abrazan tanto para Tellheim como para Wemer la totalidad de una vida acorde a la dignidad humana.

En la utopía filosófica Nathan der Weise, el tema del vacia­miento del poder es compuesto con una doble orquestación. Se subdivide en tema principal y temas secundarios que, entablando diálogo, elevan a un nivel teorético (pero no artístico) superior y resuelven el problema. La huida del mundo acorde a la dignidad humana aparece en uno de los temas secundarios de la pieza, en el destino de El-Hafi, que renuncia a su riqueza y su posición de poder y regresa al desierto. Y cuando Nathan le despide con las bellas palabras de que sólo el mendigo verdadero es el verdadero rey, no se retira él mismo al desierto. El-Hafi vacía el poder de una manera estoica, pero no contribuye en nada a la humanización de éste. La suerte del patriarca constituye asimismo una historia relativa al vaciamiento del poder. Mientras el monje se somete al patriarca, mientras el templario acude a él en busca de consejo, este fundamentalista maquiavélico —lo que constituye una com­binación frecuente y típica— , es un poder no menos amenaza­dor que el príncipe en Emilia Galotti. Desde el momento en que nadie le obedece ya, su posición de poder se convierte en una cás­cara vaciada del núcleo de la maldad. Su terrible amenaza de ha­cer quemar al judío suena casi ridicula porque un dirigente sin seguidores es siempre ridículo. Aquí seguimos estando ante las máximas posibilidades morales del presente —del presente de Lessing y también de nuestro mundo actual. Pero en el diálo­go entre Saladino y Nathan la historia es elevada (atifgehoben) al plano de una utopía filosófica. «Elevada» se entiende aquí en el sentido hegeliano de la palabra. Nathan tenía la posibilidad de vaciar el poder de Saladino a través de su muerte voluntaria, pero optó por tomar otro camino. Por una parte vacía el poder que se opone a los hombres, y al mismo tiempo lo humaniza transformándolo en un poder para los hombres. Sabe muy bien que Saladino se propone utilizar la verdad como una trampa. Por tanto, presenta a Saladino una verdad que es imposible de utilizar como una trampa. Si esta verdad se convierte en idea regulativa del poder, entonces no podrá utilizarse ya nunca contra los hom­bres. Y el poder no podrá servirse ya entonces de los hombres como un simple instrumento. Ésta es justamente la utopía que yo caracterizaba como «humanización del poder». El poder es va­ciado en la medida en que se pluraliza. No hay poder, sino pode­res, de la misma manera que no existe ya la verdad, sino sólo

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verdades. Para estar en la verdad el poder debe hacerse placen­tero a los hombres y ser querido por ellos, así como ser capaz de entablar una relación de diálogo con todas las otras verdades y poderes.

Es fácil percibir que esta utopía filosófica contiene también en sí una especie de escepticismo. En Gesprache für Freymaurer leemos el siguiente diálogo: «Falk: El orden, por tanto, debe po­der existir también en ausencia de gobierno. Ernst: Si cada cual sabe gobernarse a sí mismo, ¿por qué no? Falk: ¿Crees realmente que eso será posible alguna vez para los hombres? Ernst: ¡Será bien difícil! Falk: ¡Qué lástima! Ernst: Desde luego.» La plurali- zación y la humanización de los poderes es lo máximo de que es capaz el género humano. Como lo formula Falk: «La suma de las felicidades parciales de todos los miembros es la felicidad del Estado. Fuera de ésta no hay ninguna otra. Toda otra felicidad del Estado bajo la cual sufran aunque sean muy pocos miembros individuales, y sea forzoso que sufran, es encubrimiento de la tiranía. ¡Nada más!»

En la frase anterior la palabra «forzoso» es subrayada por el propio Lessing. Ciertamente, si los poderes se humanizasen, nin­gún miembro individual del Estado se vería forzado a sufrir. Pero aun el mejor Estado supone una relación de poder. No puede unificar a los hombres sin separarlos al mismo tiempo. Tal como lo expresa Falk: «Los hombres seguirían siendo entonces también judíos y cristianos y turcos y similares... (Se conducirían) no como meros hombres contra meros hombres, sino como tales hombres contra tales hombres, que se disputan una cierta preferencia es­piritual y basan en ella sus derechos...» Sólo a la luz de las Ges­prache für Freymaurer aparece con toda claridad la implicación teorética de la frase de Nathan: «¡Yo soy una persona!» Esta frase no debe entenderse como negación de su condición de judío. En la esfera del poder humanizado es «tal» persona, un individuo específico (un judío, un comerciante). Pero el poder humanizado es a su vez inhumano porque sigue unificando a los hombres a través de su división. Ser un «mero hombre» constituye una confesión del vaciamiento relativo del poder humanizado a tra­vés de las relaciones personales directas. El hombre debe volver la espalda al poder inhumano, resistir a su seducción, liberarse de sus determinaciones. Pero si la humanización del poder es posi­ble, entonces se comparte; entonces no ha lugar retirarse al de­sierto; entonces no es necesario, como dice Nathan, morir por la verdad. El discurso de las verdades (y los poderes) plurales es, como señalaba acertadamente Hannah Arendt, la forma de la con­frontación con el conjunto de las particularidades. Pero la amis­tad, este símbolo de las relaciones humanas directas, no se agota en este discurso. Los «meros hombres» pueden estrechar la mano a los «meros hombres» sólo cuando el hombre no se identifica con su papel en el discurso político. La distinción aristotélica entre el

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buen ciudadano y el buen hombre reaparece aquí. El segundo in* cluye al primero, pero es también algo más. Por eso decía yo que el concepto del vaciamiento del poder se encuentra elevado en sentido hegeliano en la utopía filosófica de Nathan der Weise: por un lado es negado, pero también preservado a un nivel superior. El discurso y la religio vuelven a aparecer nuevamente juntos.

* *

En los tres dramas de Lessing que acabamos de analizar, el poder aparece en tres formas completamente distintas. En Natharn der Weise es fundamentalista, en Minna von Bamhelm burocrá­tico y en Emilia Galotti cínico-tiránico. Ya por esto mismo la crí­tica de la Dialéctica de la Ilustración no es en absoluto pertinen­te en el caso de Lessing. Cuando Lessing presenta batalla al fun- damentalismo lo hace para emprender un camino en el que ni el principio burocrático ni el cínico-tiránico puedan ponerse en el lugar del fundamentalismo. La distinción entre lo «inmoral» y lo «descortés» presente en el Anti-Goetze tiene también este sentido. Sólo el fundamentalismo identifica lo descortés con lo inmoral. Hay que evitar lo inmoral aun cuando no pueda hacerse más que de un modo «descortés».

La distinción entre lo «moral» y lo «cortés» se convirtió más tarde en una de las ideas básicas de la filosofía moral kantiana. En este punto no es Lessing menos radical. Pero la moral que él con­trapone a las buenas maneras se concibe como la unidad de la razón y el mundo de sentimientos individual. Las maneras y la moral se contraponen como el nombre y la esencia. Las mane­ras son un mero nombre, no son esenciales. La moral es lo esen­cial, aun cuando no sea designada con un solo nombre, esto es, aun cuando no pueda ser atribuida a una única idea o convicción social concreta. La autoridad moral no es la ley, sino el hombre bueno, el hombre que hace el bien. Hablando de Cristo en Die Erziehung des Menschengeschlechts, Lessing le describe como el primer maestro fiable y práctico de la inmortalidad del alma: «El primer maestro práctico. Pues una cosa es la inmortalidad del alma como especulación filosófica, y así presumirla, desearla, creerla. Y otra muy distinta disponer las acciones interiores y ex­teriores de uno en función de ella.» Y añade: «Siempre fue pri­vativo de él preconizar la pureza de corazón en la perspectiva de la otra vida.» Sittah, en Nathan der Weise, sin embargo, caracte­riza a los cristianos de su tiempo con estas palabras: «No sus virtudes, sino su nombre es lo que hay que difundir por todas partes... Su nombre, su nombre es lo único que debe importar­les.» Y de nuevo tengo que citar un fragmento de las Gesprdche für Freymáurer: «Falk: ...Esta explicación, esta iluminación te tranquilizará y te hará feliz, aun cuando no seas llamado franc­masón. Emst: Pones mucho énfasis en que sea llamado eso. Falk:

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Porque se puede ser algo sin ser llamado así.» En uno de los momentos más sublimes de Nathan der Weise vuelve a aparecer el problema de la inesencialidad de los nombres. «Monje: Nathan, Nathan, ¡sois un cristiano! ¡Vive Dios, sois un cristiano! ¡Nunca hubo un cristiano mejor! Nathan: ¡Pues estamos bien! Porque lo que me hace un cristiano a vuestros ojos es lo que os hace, a los míos, un judío.»

Ya me he referido antes a la distinción entre las determina­ciones burguesas y la religio —la vinculación con los semejantes. El hombre es, sin ser llamado nada, sólo en la esfera de la religio (como «mero hombre»). Pero también en el mundo burgués, en el mundo de las determinaciones burguesas, en el que no es el «mero hombre» el que se contrapone a los «meros hombres», sino «tal» hombre a «tales» otros hombres, debemos relativizar ininterrum­pidamente nuestra «denominación». «¿Eres un francmasón?», pre­gunta Emst. Y Falk responde: «Creo serlo.» La pregunta «¿qué eres tú?» debe contestarse siempre de esta manera; por ejemplo: creo que soy cristiano; creo que soy socialista; creo que soy libe­ral; creo que soy demócrata. Cuando podemos responder a ese in­terrogante con un simple «soy» entonces o bien están en juego determinaciones orgánicas que en realidad no hemos elegido o con­firmado libremente, o bien tenemos la convicción de que repre­sentamos con nuestras determinaciones particulares la verdad como tal, la verdad absoluta. En ambos casos nos encontramos ante un género de fundamentalismo. Se podría incluso responder con Nathan a esta pregunta: «Yo soy una persona», pero con esta respuesta nos situamos fuera de las determinaciones y con­vicciones burguesas, en la esfera de la religio, de la vinculación humana.

¿Puedo responder a la pregunta «eres la hija de tu padre» di­ciendo: «creo que lo soy»? No, pero por otra parte sí. No, si se trata de la confirmación de una relación orgánica. En tal caso a esta y otras preguntas análogas sólo puedo contestar con un «sí» unívoco. Pero si en la pregunta se implica también la libre elec­ción de la relación orgánicamente dada, entonces la respuesta «creo que lo soy» es completamente pertinente. Cuando se toma esta circunstancia en consideración, el desarrollo de la acción de Nathan der Weise no aparece ya como una convención dramá­tica y puede verse como una confirmación simbólica de un pro­fundo pensamiento filosófico. Ni el templario, ni Recha ni Nathan son lo que parecen ser. El templario no es un francón, sino un turco. Recha no es judía, es cristiana y es hija de un turco mu­sulmán. Nathan no es el padre de Recha. Y cuando Recha pre­gunta: «¿Pero es sólo la sangre lo que hace a un padre? ¿Sólo la sangre?», está eligiendo a Nathan como padre igual como éste la había elegido antes a ella como hija. Recha podría muy bien de­cir: «Creo que soy la hija de Nathan», y esto significaría: «He aceptado voluntariamente las enseñanzas de Nathan y hoy vuelvo

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a aceptarlas voluntariamente. Quiero serle fiel voluntariamente. Quiero ser digna de su bondad. Soy la hija de Nathan aun cuando ya no me llame hija suya.» Según Lessing las relaciones puramen­te orgánicas, la muda aceptación de estas relaciones y la identi­ficación con ellas, constituyen el suelo nutricio del fundamentalis- mo. No obstante, el polo opuesto de las relaciones orgánicas no son las «mecánicas», sino las voluntarias, las elegidas racional­mente. Si algo es elegido voluntariamente, existe la autoridad de la elección: la personalidad libre. Por eso no puedo ni debo decir que soy lo que me llamo, sino sólo que creo que lo soy. Con las palabras: «Creo que lo soy» expreso mi decisión de permanecer fiel a las motivaciones, libres y profundas, de mi elección y con ello a mi misma.

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Frecuentemente, he aludido aquí al concepto que tiene Lessing de la amistad como símbolo de las relaciones puramente humanas, situadas por encima de todas las determinaciones burguesas. La amistad es libremente elegida y carece por completo de elemen­tos constitutivos de carácter orgánico. Pero precisamente por eso podría ser vista también como símbolo de las determinaciones bur­guesas, porque también éstas, como hemos visto, son considera­das por Lessing como libremente elegidas o reelegidas. En la es­fera burguesa la norma ha de ser la igualdad porque las relacio­nes burguesas reproducen continuamente la desigualdad. La igual­dad y la desigualdad son determinaciones de la reflexión. La amis­tad, sin embargo, es una relación que se sitúa por encima de estas determinaciones de la reflexión. Lo mismo sucede con el amor, que incluye a ia amistad. Las palabras de Tellheim: «La igualdad es siempre el vínculo más fuerte del amor» son repetidas irritada y burlonamente por Minna. La igualdad es una determinación cuan­titativa, mientras que el amor y la amistad no son vínculos cuan- tificables. La igualdad es una categoría propia de los contactos mercantiles. En la amistad, empero, no hay contactos mercanti­les; lo que reina en ella son las donaciones. Tal vez puede resultar sorprendente el gran papel que juegan la riqueza, los bienes y el dinero en los dramas de Lessing. La inesencialidad de la riqueza, los bienes y el dinero en la amistad sólo podía ser plasmada plás­ticamente de esta manera. «Tenemos si tiene nuestro amigo», dice Werner. Cuando Nathan halla en Saladino un amigo, le regala más de lo que Saladino pretendía antes obtener de él mediante la violencia. En la amistad y el amor amigable no existe el «mío» y el «tuyo». Lo que separa a los hombres en el mundo burgués es lo que les une en la amistad. La amistad no es una relación menos recíproca que el contrato. Pero es la forma más elevada de la reciprocidad. Es la reciprocidad de lo esencial. En los Manuscritos económico-filosóficos el joven Marx expresa la misma

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idea de la siguiente manera: «Si asumes a los seres humanos como seres humanos y asumes su relación con el mundo como una relación humana, entonces sólo podrás cambiar amor por amor, confianza por confianza, etc.» No creo que sea llevar demasiado lejos la especulación reconocer la idea directriz de la obra de Lessing Die Erziehung des Menschengeschlechts en la siguiente frase de Marx: «Toda la historia es la historia de la preparación y el desarrollo del "ser humano" como objeto de la consciencia material y de la necesidad del “ser humano como ser humano".» Ciertamente, el joven Marx era mucho menos escéptico que Les- sing. Para él, al menos en los Manuscritos económico-filosóficos, la unidad inmediata del individuo y la especie era un proyecto universal-social. Como sabemos ya, Lessing fue mucho más mo­desto. Lessing concebía la unidad inmediata de la especie y la personalidad individual en el seno de una sociedad en la que a pesar de la pluralidad de las verdades y de los poderes, a pesar de las relaciones racionales y discursivas entre estas verdades y poderes, a pesar del hecho de que ningún miembro del Estado debía ser desdichado, sólo podía unificar a los ciudadanos divi­diéndolos, es decir, en el seno de una sociedad en la que no se po­dían abolir las distinciones de rango de origen burgués. Hoy la utopía racional de Lessing nos aparece no sólo como más terrenal, sino también como más cercana a nosotros, que la exagerada uto­pía del joven Marx y, precisamente por eso, en su racionalismo aparece paradójicamente como más radical.

Ella nos mueve a cumplir un doble cometido. Por un lado nos obliga a participar en el proceso de humanización del poder. So­bre cómo deberíamos hacerlo, Lessing no da ninguna prescrip­ción de carácter general. Sabemos bien que en el caso de que un poder tiránico sólo pueda ser vaciado mediante nuestro autosacri- ficio, no deberemos eludirlo. Sabemos también que si el poder bu­rocrático sólo puede ser vaciado con el desprecio y la indiferencia, debemos educamos para esa indiferencia y ese desprecio. Pero también sabemos que posiblemente la humanización del poder tiene sus máximas probabilidades cuando está en marcha el pro­ceso de pluralización de los poderes y las verdades, cuando es po­sible entablar con ellas un discurso racional. Sabemos que para permanecer fieles a nuestros deberes, debemos liberarnos de todo género de fundamentalismo, de cualquier identificación con nues­tras determinaciones orgánicas y que a la pregunta de si somos tal o cual cosa debemos responder diciendo: «creo que lo soy». Y tampoco debemos olvidar otra paradoja de las Gesprache für Freymaurer de Lessing: «Lo que cuesta sangre, seguro que no vale la sangre vertida.»

La utopía racional de Lessing nos obliga, por otro lado, a con­figurar nuestros contactos personales como amistad auténtica, como vinculaciones entre «meros hombres» para hacer realidad aquí al menos y no mañana, sino ya hoy, zafándonos de todas las

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determinaciones burguesas, la unidad del individuo y la especie. Pero ninguno de estos dos deberes se basa exclusivamente en la razón. Ambos requieren la apertura del ánimo, el amor a los semejantes, así como la compasión, compartir todos los sufri­mientos humanos. No son idénticos a los rigurosos deberes del imperativo categórico. Existen situaciones trágicas, pero la mayo­ría de los conflictos no son trágicos y la amistad es una empresa básicamente serena. «¿Qué puede contemplar más gratamente el Creador que una criatura alegre?», dice Minna. Sí, ¿por qué no la alegría, si se articula con la razón, el amor y la compasión? Si no confiamos en nuestros propios sentidos y ánimo, ¿cómo podremos confiar en cualquier otra persona? Y sin confianza no hay amis­tad, ni tampoco discurso.

Así debemos aplicar al propio Lessing las palabras que éste escribió acerca de Sócrates: «Su modo de vida es la única moral que predicó.» Ahora bien, ¿por qué tendría que ser esta moral de menos valor que cualesquiera principios de validez general? Los principios morales son en general vacuos mientras no se revelan como válidos en los actos de al menos algunas personas vivas. Para convertirse en maestro práctico del género humano se ne­cesita saber resolver los conflictos no con la sabiduría filosófica de un Nathan, sino con la sabiduría terrenal y cotidiana de una Minna. Ninguno de nosotros es un Barón de Münchhausen que tirándose a sí mismo de los pelos pueda sacarse del lodazal: ne­cesitamos que alguien nos tienda las manos. Y ese alguien necesi­ta, a su vez, nuestras manos. Ninguna filosofía moral, por com­pleta y consecuente que sea, podrá nunca hacer por nosotros lo que otra persona, dotada de razón ágil y ánimo abierto, es capaz de hacer. Atenernos al modo de vida de Lessing consti­tuye una vía que ofrece más puntos de apoyo para una ética práctica digna del ser humano que cualesquiera principios mera­mente filosóficos. Interpretar las normas universales de la liber­tad de tal manera que la interpretación respete las necesidades de las demás personas constituye un hilo conductor simple, pero seguro, para nuestra actuación. No es, empero, una garantía de bondad. En realidad, no existen garantías de este género. Pero llegado el caso de que en esta o aquella situación no adoptásemos la buena opción, siempre podríamos decir con el templario: «¡Hice lo que hice! Perdóname, Nathan.» ¿Sucede así cotidianamente? El sabio Nathan dice: «El milagro supremo es que los milagros verdaderos, auténticos, puedan llegar también a ser algo tan co­tidiano.»

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El don divino del poeta es expresar sus sufrimientos, escribió Goethe. Lessing, hombre de la Ilustración, transformó este don di­vino en una empresa humana, libremente elegida: ofreció en su

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poesía dramática este don divino a los sometidos. Con gesto ami­gable, Lessing les brinda el lenguaje, la palabra, el argumento, y los sometidos se liberan con ello, sus sufrimientos y alegrías se articulan con claridad poética. Todos los protagonistas de los dramas de madurez de Lessing son personas sometidas en su épo­ca: tres de ellos son mujeres y uno es judío. Mujeres y judíos, los marginados de la sociedad burguesa, los oprimidos de todos los estamentos y clases sociales, cuya participación consistía úni­camente en callar y obedecer, los parias del mundo, los símbolos de la nada, los seres siempre dirigidos por los demás, personas que no estaban en condiciones de dirigirse a sí mismas: este tipo de seres son los que aparecen en todos estos dramas como su­periores en un plano moral-humano. El arte poético de Lessing es ya por esto un testimonio de moralidad práctica.

Aquellos a quienes no les fue dado este don divino de saber expresar lo que el hombre sufre, tienen las mismas obligaciones sin disponer de los mismos medios. Y por mencionar sólo cuál es el problema del teórico: no puede regalar ninguna liberación a los sometidos, lo único que puede hacer es tomar la palabra en favor de ellos y en su lugar. Y es aquí donde se esconde siem­pre el peligro de la imputación de necesidades, de la atribución de intereses y de consciencia, de deseos y de ideas. Así es, aquí es donde se esconde también el peligro de imponer nuestro anillo como el único verdadero a los sometidos. De la relativización de las verdades, por su lado, tampoco puede decirse que sea una panacea, pues sólo ofrece una solución allí donde el discurso afec­ta a quienes ya se han liberado. Realmente, no hay ninguna pa­nacea; lo que existe, sin embargo, es una idea que podría servir como hilo conductor del discurso teórico. Esta idea es el parti­dismo en favor de la razón, unido a otro, a saber, al partidismo en favor de quienes más sufren, y actuar en el espíritu de estas dos obligaciones. Esta idea es, justamente, el legado de Lessing.

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