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Henry Miller Trópico de cáncer

Henry Miller

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Henry Miller es sin duda uno de los talentos más destacados de la literatura

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Henry MillerTrópico de cáncer

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HENRY MILLER (1891-1980) HenryValentine Miller nació el 26 de diciembre de1891 en Nueva York, en el seno de unafamilia humilde de origen alemán, siendo sumadre Louise Nieting y su padre HeinrichMiller, quien se dedicaba a la sastrería.

Principalmente autodidacta, Millerestudió durante dos meses en el CityCollege neoyorquino hasta que el jovenrebelde, gran amante de la literatura, enespecial del escritor ruso Fedor Dostoievski,fue expulsado de la universidad,ocupándose posteriormente en distintosoficios, entre ellos ranchero o mensajero de la Western Union.En 1917 contrajo matrimonio con una muchacha llamada BeatriceSylvas Wickens, con quien tuvo una hija, Barbara. En 1924 se divorció deBeatrice y se casó con la bailarina June Mansfield Smith, mujer que fuesumamente influyente en Henry por su modo liberado y despreocupadode vivir.

En los años 30 y en plena época de la Gran Depresión, Miller yJune trasladaron su residencia a París, ciudad en la cual llevó unaexistencia bohemia junto a Anais Nin, Gilberte Brassai y Alfred Perlés,empapándose de diferentes corrientes literarias, entre ellas elsurrealismo. En la capital francesa aparecería su primer libro publicado,"Trópico de Cáncer" (1934), un volumen prologado por su amiga Anais ycensurado en su país hasta la década de los '60. Junto a Nin escribiría"Una pasión literaria" (1932-1953, libro que recogía la correspondenciaentre ambos autores. El mismo año de la aparición de "Trópico deCáncer", publicada en la editorial Obelisk Press de Jack Kahane, Henry yJune se divorciarían.

Posteriormente Miller escribió novelas como "Primavera negra"(1936), "El universo de la muerte" (1938) y "Trópico de Capricornio" (1939).A pesar de que "Trópico de Cáncer" fue la primera novela publicada ensu trayectoria como literato, Miller había escrito previamente varios librosque no lograron ver la luz en su día, como "Clipped Wings", "Moloch" y"Crazy Cock".

Sus textos, ausentes de una estructura convencional y el uso deuna narración lineal, se vinculan a la exposición instrospectiva desde ununiverso esencialmente masculino, con tendencia a la exposiciónerótica y el proceder nihilista modelado con un cierto sentido lírico de laprosa, esencia libertaria y vitalista, y plasmación autobiográfica en baseal flujo de conciencia.

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En 1939 Henry dejó Francia, país en el que llegó a trabajar comoprofesor de inglés en el Liceo Carnot de Dijon, y pasó un tiempo junto aLawrence Durrell en Grecia para retornar en plena Segunda GuerraMundial a los Estados Unidos, ubicándose en California. Allí escribiríalibros como "El coloso de Marussi" (1941, título que abordaba suexperiencia griega, "Pesadilla del aire condicionado" (1945), "Díastranquilos en Clichy" (1956), "Big Sur y las naranjas del Bosco" (1957) o laafamada trilogía "La crucifixión rosada", conformada por los volúmenes"Sexus" (1949), "Plexus" (1952) y "Nexus" (1959), los cuales volvían a incidiren el aspecto sexual que singulariza sus trabajos literarios.

Al margen de sus novelas Miller también escribió ensayos sobreMarcel Proust, James Joyce o D. H. Lawrence.

Después de su divorcio con June, Henry se casó en 1944 conJanina Martha Lepska, joven inmigrante polaca, estudiante de filosofía,con quien tuvo dos hijos, Tony y Valentine. En 1952 se divorciarían. Unaño más tarde contrajo matrimonio con Eve McClure, de quien sesepararía en 1960. Su última esposa fue la cantante de cabaretjaponesa Hiroko Tokuda, con quien estuvo casado entre 1967 y 1977.

Una de sus últimas amantes fue la joven actriz Brenda Venus. Ellibro "Querida Brenda" (1986) recoge las cartas de amor remitidas por elautor de Nueva York a la morena intérprete, vista en películas como"Foxy Brown" o "Límite 48 horas".

Miller, cuya influencia es muy apreciable en los escritores de ladenominada Generación Beat, como Jack Kerouac, Allen Ginsberg oWilliam Burroughs, moriría a causa de problemas circulatorios en lalocalidad californiana de Pacific Palisades. Era el 7 de junio de 1980 y elescritor tenía 88 años.

Henry y Anais

Fue en la Ciudad Luzdonde conoció a HenryMiller. El fauno mayor de laliteratura norteamericanaera por entonces unatribulado y hambrientodesconocido. Había llegadoa París en 1930 y estabaatravesando, como loescribiera después, la"segunda ordalía de su vida".

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Cuando al año próximo conoció a Anaïs, se preparaba a celebrarsu cuadragésimo cumpleaños y arrastraba como una bufandasumergida en el barro un pasado infausto que le estrujaba los sentidos.Estaba casado por segunda vez con June Edith Mansfield, una coristade cruda belleza a la que conoció trabajando en un cabaret. Ella, entreotras oscuras virtudes, tenía la de ser bisexual. Cuando Henry la vio, en1924, decidió casarse inmediatamente con ella, seducido por unapasión borrascosa.

Después de padecer una vida precaria en departamentos quedaban la idea de pocilgas antes que habitaciones para seres humanos,en Brooklyn y Greenwich Village, la sensual June, que había alentado asu marido para que abandone su puesto en la CosmodemonicTelegraph Company y se dedique íntegramente a su carrera de escritor,se consiguió un amigo, que confusamente toleró Henry, y le compró unboleto a Francia. Miller, en el año de su encuentro con Anaïs, no teníaun centavo. Había llegado a París aunque prefería España, pero acausa de su absoluta torpeza para manejar dinero, terminó anclándoseen la ciudad de la luz. Recordando esa época, más tarde escribiría quese hallaba "desesperadamente hambriento no sólo de hambre física ysensual, de tibieza humana y comprensión, sino también de inspiracióne iluminación".

Por entonces estaba pergüeñando las primeras páginas de suTrópico de cáncer, donde había anotado con sinceridad: "No tengodinero, ni recursos, ni esperanza. Soy el hombre más feliz del mundo". Notenía casa fija y raramente comía algo caliente.

Un abogado que atendía algunos asuntos de Anaïs fue el que lospresentó, de manera fortuita, al seleccionar Henry su tarjeta con el finde hacerse de una comida gratuita. Cuando el vagabundo Milleringresó a la residencia de Louveciennes, su rústico corazón, aceradopor el dolor y la violencia de la calle, se conmovió. Las paredes del hallestaban cubiertas de libros y cuadros de exóticos estilos.

Cuando vio a Anaïs, se le produjo un vacío en el estómago:aquella muchacha frágil era la que había leído todos aquellos libros, ycontaba además con una sensibilidad abierta que la llevaba a admirarlas impresiones más crudas del ser humano. En la sobremesa hablaronde D.H. Lawrence. Desde ese encuentro no habrían de separarse más,espiritualmente al menos, aunque sus amigos no les auguraron unaamistad trascendente. Anaïs, a pesar de su vocación por sofocarse desensualidad, en el fondo era una "niña-mujer" de vagos modalesaristocráticos, que requería siempre tener a su lado a su marido, HughGuiler, un banquero próspero y sobreprotector, y tenía una verdaderadebilidad por rodearse de un entorno armonioso, amigos elegantes,objetos caros, al punto de que con facilidad se le podía atribuir lasuperficialidad. Miller, en cambio, era un gangster calvo, cuarentón,con aspecto de sepulturero y una sonrisa crápula que usaba parasobrevivir en la asquerosidad de los barrios miserables donde se veíaobligado a vivir. Sin embargo, por insistencia del espíritu libertino deAnaïs y la tenue perversidad de Henry, se convirtieron en amantes.

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Anais Nin

Anaïs Nin (Neuilly-sur-Seine, Francia, 21de febrero de 1903 - Los Ángeles, 14 deenero de 1977) fue una escritora francesa,nacida de padres cubanos. Después dehaber pasado gran parte de su tempranainfancia con sus familiares cubanos, senaturalizó como ciudadana norteamericana;vivió y trabajó en París, Nueva York y LosÁngeles. Autora de novelas avant-garde enel estilo surrealista francés, es mejor conocidapor sus escritos sobre su vida y su tiemporecopilados en los llamados Diarios de AnaïsNin, volúmenes del 1 al 7.

Nin comenzó a escribir su diario acomienzos del siglo XX, a la edad de once años. Continuó escribiendoen sus diarios por varias décadas, y a lo largo de la vida conoció y serelacionó con mucha gente interesante e influyente del mundo artísticoy literario, así como del mundo de la psicología, incluyendo a HenryMiller, Antonin Artaud, Otto Rank, Edmund Wilson, Gore Vidal, JamesAgee, y Lawrence Durrell.

Los manuscritos originales de sus diarios, que constan de 35,000páginas, se encuentran actualmente en el Departamento deColecciones Especiales de la UCLA (Universidad de California en LosÁngeles).

Terriblemente, terriblemente vivo, afligido, absolutamente consciente deque te necesito. He de verte, te veo brillante y maravillosa y al mismo tiempo lehe escrito a June y me siento desgarrado, pero tú lo entenderás, debesentenderlo. Anais, no te apartes de mí. Me envuelves como una llamabrillante. Anais, por Dios, si supieras lo que siento en este momento. Quieroconocerte mejor. Te quiero. Te quise cuando viniste a sentarte en mi cama -esa segunda tarde fue toda como una cálida neblina- y de nuevo oigo cómopronuncias mi nombre, con ese extraño acento tuyo. Despiertas en mí talmezcla de sentimientos que no sé cómo acercarme a ti. Ven a mí, aproxímatea mí, será de lo más hermoso, te lo prometo. No sabes cuánto me gusta tufranqueza, es casi humildad. Sería incapaz de oponerme a ella. Esta noche hepensado que debería estar casado con una mujer como tú. O es que el amor,al principio inspira siempre esos pensamientos?. No temo que quieras herirme.Veo que tú también posees fuerza, de distinto orden, más escurridiza. No, no teromperás. Dije muchas tonterías sobre tu fragilidad. Siempre he sentido unpoco de vergüenza, pero la última vez menos. Acabará desapareciendotoda.

Carta de Henry Miller a Anaïs Nin

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Trópico de cáncer

Recuerdo muy bien cómo leí Trópico de Cáncer la primera vez, hacetreinta años: al galope, sobreexcitado, en el curso de una sola noche. Unamigo español había conseguido una versión francesa de ese gran libromaldito sobre el que circulaban en Lima tantas fábulas y, al verme tan ansiosode leerlo, me lo prestó por unas horas. Fue una experiencia extraña,totalmente distinta de lo que había imaginado, pues el libro no eraescandaloso, como se decía, por sus episodios eróticos sino más bien por suvulgaridad y su alegre nihilismo. Me recordó a Céline, en cuyas novelas laspalabrotas y la mugre se volvían también poesía, y a la Nadja de Bretón, pues,igual que en este libro, en Trópico de Cáncer la realidad más cotidiana setransmutaba súbitamente en imágenes oníricas, en inquietantes pesadillas.

El libro me impresionó pero no creo que megustara: tenía entonces —lo tengo todavía— elprejuicio de que las novelas deben contar historiasque empiecen y acaben, de que su obligación esoponer al caos de la vida un orden artificioso,pulcro y persuasivo. Trópico de Cáncer —y todos loslibros posteriores de Miller— son caos en estadopuro, anarquía efervescente, un gran chisporroteoromántico y tremendista del que el lector salemareado, convulsionado y algo más deprimidosobre la existencia humana de lo que estaba antesdel espectáculo. El riesgo de este género deliteratura suelta, deshuesada, es la charlatanería yHenry Miller, como otro «maldito» contemporáneo,Jean Genet, naufragó a menudo en ella. PeroTrópico de Cáncer, su primera novela, sorteófelizmente el peligro. Es, sin? duda, el mejor libro que escribió, una de lasgrandes creaciones literarias de la entreguerra y, en la obra de Miller, la novelaque estuvo más cerca de ser una obra maestra. La he releído ahora converdadero placer. El tiempo y las malas costumbres de nuestra época hanrebajado su violencia y lo que parecían sus atrevimientos retóricos; ahora yasabemos que los pedos y las gonorreas pueden ser también estéticos. Pero ellono ha empobrecido el sortilegio de su prosa ni le ha restado fuerza. Por elcontrario: le ha añadido un relente de serenidad, una suerte de madurez. Alaparecer el libro, en 1934, en una editorial semiclandestina, en el exiliolingüístico, y ser víctima de prohibiciones y ataques edificantes, lo que sevaloraba o maldecía en él era su iconoclasia, la insolencia con que las peorespalabras malsonantes desplazaban en sus frases a las consideradas de buengusto, así como la obsesión escatológica. Hoy ese aspecto del libro choca apocos lectores, pues la literatura moderna ha ido haciendo suyas esascostumbres que inauguró Miller con Trópico de Cáncer y ellas han pasado, encierto modo, a ser tan extendidas que, en muchos casos, se han vuelto untópico, como hablar de la geometría de las pasiones en el siglo XVIII yvilipendiar al burgués en la época romántica o comprometerse históricamenteen tiempos del existencialismo. La palabrota dejó de serlo hace un buentiempo y el sexo y sus ceremonias se han vulgarizado hasta la saciedad. Estono deja de tener algunos inconvenientes, desde luego, pero una de sus

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inequívocas ventajas es que ahora se puede, por fin, averiguar si Henry Millerfue, además de un dinamitero verbal y un novelista sicalíptico, un artistagenuino.

Lo fue, sin la menor duda. Un verdadero creador, con un mundo propioy una visión de la realidad humana y de la literatura que lo singularizannítidamente entre los escritores de su tiempo. Representó, en nuestra época,como Céline o Genet, a esa luciferina tradición de inconoclastas de muyvariada condición para quienes escribir ha significado a lo largo de la historiadesafiar las convenciones de la época, aguar la fiesta de la armonía social,sacando a la luz pública todas las alimañas y suciedades que la sociedad —aveces con razón y otras sin ella— se empeña en reprimir. Ésta es una de las másimportantes funciones de la literatura: recordar a los hombres que, por másfirme que parezca el suelo que pisan y por más radiante que luzca la ciudadque habitan, hay demonios escondidos por todas partes que pueden, encualquier momento, provocar un cataclismo.

Cataclismo, apocalipsis son palabras que vienen inmediatamente acuento cuando se habla de Trópico de Cáncer, a pesar de que en sus páginasno hay más sangre que la de algunos pugilatos de borrachines ni otra guerraque las fornicaciones (siempre beligerantes) de sus personajes. Pero unpresentimiento de inminente catástrofe ronda sus páginas, la intuición de quetodo aquello que se narra está a punto de desaparecer en un granholocausto. Esta adivinación empuja a su pintoresca y promiscua humanidada vivir en semejante frenesí disoluto. Un mundo que se acaba, que sedesintegra moral y socialmente en una juerga histérica esperando la llegadade la peste y la muerte, como en una fantasía truculenta de Jerónimo Bosco.En términos históricos esto es rigurosamente cierto. Miller escribió la novela, enParís, entre 1931 y 1933, mientras se echaban los cimientos de la granconflagración que arrasaría a Europa unos años más tarde. Eran años debonanza y francachelas, de alegre inconsciencia y espléndida creatividad.Florecían todas las vanguardias estéticas y los surrealistas encantaban a losmodernos con su imaginería poética y sus «espectáculos provocación». Parísera la capital del mundo artístico y de la felicidad humana.

En Trópico de Cáncer aparece el revés de esta trama. Su mundo esparisino pero está como a años luz de aquella sociedad de triunfadores y deoptimistas prósperos: se compone de parias, seudopintores, seudoescritores,marginados y parásitos que viven en la periferia de la ciudad, sin participar dela fiesta, peleándose por los desechos. Expatriados que han perdido el cordónumbilical con su país de origen —Estados Unidos, Rusia—, no han echadoraíces en París y viven en una especie de limbo cultural. Su geografía secompone de burdeles, bares, hoteles de mal vivir, tugurios sórdidos,restaurantes ínfimos y los parques, plazas y calles que imantan a losvagabundos. Para sobrevivir en esa patria difícil, todo vale: desde el oficioembrutecedor —corregir las pruebas de un periódico— hasta el sablazo, elcafichazgo o el cuento del tío. Un vago propósito artístico es la coartadamoral más frecuente entre esta fauna —escribir la novela fundamental, pintarlos cuadros redentores, etc—, pero, en verdad, lo único serio allí es la falta deseriedad de sus gentes, su promiscuidad, su pasiva indiferencia, su lentadesintegración.

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Este es un mundo —un submundo, más bien— que yo conocí en larealidad, a fines de los años cincuenta, y estoy seguro de que no debía sermuy diferente del que frecuentó Miller —y le inspiró Trópico de Cáncer— veinteaños atrás. A mí la muerte lenta e inútil de esa bohemia parisina me producíahorror y sólo la necesidad me tuvo cerca de ella, mientras no hubo otroremedio. Por eso mismo, puedo apreciar, en todo su mérito, la proeza quesignifica transfigurar literariamente ese medio, esas gentes, esos ritos y toda esaasfixiante mediocridad, en las dramáticas y heroicas existencias que aparecenen la novela. Pero, tal vez, lo más notable es que en semejante ambiente,corroído por la inercia y el derrotismo, haya podido ser concebido y realizadoun proyecto creativo tan ambicioso como es Trópico de Cáncer. (El libro fuereescrito tres veces y reducido, en su versión final, a una tercera parte.)

Porque se trata de unacreación antes que de untestimonio. Su valor documentales indiscutible pero lo añadidopor la fantasía y las obsesionesde Miller prevalece sobre lohistórico y confiere a Trópico deCáncer su categoría literaria. Loautobiográfico en el libro esuna apariencia más que unarealidad, una estrategianarrativa para dar unsemblante fidedigno a lo que es una ficción. Esto ocurre en una novelainevitablemente, con prescindencia de las intenciones del autor. Tal vez Millerquiso volcarse a sí mismo en su historia, ofrecerse en espectáculo en un granalarde exhibicionista de desnudamiento total. Pero el resultado no fue distintodel que obtiene el novelista que se retrae cuidadosamente de su mundonarrativo y trata de despersonalizarlo al máximo. El «Henry» de Trópico deCáncer no es el Henry Miller que escribió la novela, aunque usurpe su nombre yrefiera algunos episodios parecidos a los que aquél vivió, porque entre amboslas divergencias son mayores que las coincidencias. El autor es siempre un serde carne y hueso y el personaje está hecho de palabras, es una fantasíaanimada por el verbo cuya existencia depende de un contexto retórico —otros seres de tan engañosa naturaleza como la suya— y de la credibilidad delos lectores. El Henry Miller que escribió la novela era un cuarentón mediomuerto de hambre, errante vagabundo decepcionado de la civilizaciónmoderna y poseído por una pasión creativa; el «Henry» de Trópico de Cánceres una invención que gana nuestra simpatía o nuestra repulsa por unaidiosincrasia que va desplegándose ante los ojos del lector de maneraautónoma, dentro de los confines de la ficción, sin que para creer en él —verlo, sentirlo y sobre todo oírlo— tengamos que cotejarlo con e modelo vivoque supuestamente sirvió para crearlo. Entre el autor y el narrador de unanovela hay siempre una distancia; aquél crea a éste siempre, sea un narradorinvisible o esté entrometido en la historia, sea un dios todopoderoso einapelable que lo sabe todo o viva como un personaje entre los personajes, ytenga una visión tan recortada y subjetiva como la de cualquiera de suscongéneres ficticios. El narrador es, en todos los casos, la primera criatura quefantasea ese fantaseador alambicado que es e autor de una novela.

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El narrador-personaje de Trópico de Cáncer es la gran creación de lanovela, el éxito supremo de Miller come novelista. Ese «Henry» obsceno ynarcisista, despectivo del mundo, solícito sólo con su falo y sus tripas, tiene;ante todo, una verba inconfundible, una rabelesiana vitalidad para transmutaren arte lo vulgar y lo sucio, para espiritualizar con su gran vozarrón poético lasfunciones fisiológicas, la mezquindad, lo sórdido, para dar una dignidadestética a la grosería. Lo más notable en él no es la desenvoltura y naturalidadcon que describe la vida sexual o fantasea sobre ella, llegando a unosextremos de impudor sin precedentes en la literatura moderna, sino su actitudmoral. ¿Sería más justo, tal vez, hablar de amoralidad? No lo creo. Porque,aunque el comportamiento del narrador y sus opiniones desafíen la moralestablecida —las morales establecidas, más bien—, sería injusto hablar en sucaso de indiferencia sobre este tema. Su manera de actuar y de pensar escoherente: su desprecio de las convenciones sociales responde a unaconvicción profunda, a una cierta visión del hombre, de la sociedad y de lacultura, que, aunque de manera confusa, se va transparentando a lo largo dellibro.

Se podría definir como la moral de un anarquista romántico en rebelióncontra la sociedad industrializada y moderna en la que vislumbra unaamenaza para la soberanía individual. Las imprecaciones contra el «progreso»y la robotización de la humanidad —lo que, en un libro posterior, Miller llamaría«la pesadilla refrigerada»— no son muy distintas de las que, por esos mismosaños, lanzaban Louis-Ferdinand Céline, en libros también llenos de injuriascontra la inhumanidad de la vida moderna, o Ezra Pound, para quien lasociedad «mercantil» significaba el fin de la cultura. Céline y Pound —comoDrieu La Rochelle y Robert Brasillach— creían que esto implicaba decadencia,una desviación de ciertos patrones ejemplares alcanzados por el Occidenteen ciertos momentos del pasado (Roma, la Edad Media, el Renacimiento). Esepasadismo reaccionario los echó en brazos del fascismo. En el caso de Millerno ocurrió así porque el rechazo frontal de la sociedad moderna él no lo haceen nombre de una civilización ideal, extinta o inventada, sino del individuo,cuyos derechos, caprichos, sueños e instintos son para Miller inalienables ypreciosos valores en vías de extinción que deben ser reivindicados a voz encuello antes de que los rodillos implacables de la modernidad acaben conellos.

Su postura no es menos utópica que la de otros escritores «malditos» enguerra contra el odiado progreso, pero sí más simpática, y, en última instancia,más defendible que la de aquellos que, creyendo defender la cultura o latradición, se hicieron nazis. Ése es un peligro del que vacunó a Miller su rabiosoindividualismo. Ninguna forma de organización social y sobre todo decolectivismo es tolerable para este rebelde que ha dejado su trabajo, sufamilia y toda clase de responsabilidades porque representaban para élservidumbres, que ha elegido ser un paria y un marginal porque de este modo,pese a las incomodidades y al hambre,, llevando este género de existenciapreserva mejor su libertad.

Es esta convicción —la de que, viviendo de ese modo pordiosero y alabrigo de toda obligación y sin respetar ninguna de las convenciones socialesvigentes, es más libre y más auténtico que en el horrible enjambre de losciudadanos enajenados— la que hace de «Henry», pesimista incurable sobre

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el destino de la humanidad, un hombre jocundo, gozador de la vida y, encierto modo, feliz. Esa insólita mezcla es uno de los rasgos más originales yatractivos que tiene el personaje, el mayor encanto de la novela, la que tornallevadero, ameno y hasta seductor el ambiente de frustración, amoralismo,abandono y mugre en que transcurre la historia.

Aunque hablar de «historia» no sea del todo exacto en Trópico deCáncer. Más justo sería decir escenas, cuadros, episodios, deshilvanados y sinuna cronología muy precisa, a los que coagula sólo la presencia del narrador,fuerza ególatra tan abrumadora que todos los demás personajes quedanreducidos a comparsas borrosos. Pero esta forma inconexa no es gratuita:corresponde a la idiosincrasia del narrador, refleja su anarquía contumaz, sualergia a toda organización y orden, esa suprema arbitrariedad que élconfunde con la libertad. En Trópico de Cáncer, Miller alcanzó el difícilequilibrio entre el desorden de la espontaneidad y de la pura intuición y elmínimo control racional y planificado que exige cualquier ficción para serpersuasiva (ya que ella, aunque sea más historia de instintos y de pasiones quede ideas, siempre deberá pasar por la inteligencia del lector antes de llegar asus emociones y a su corazón). En libros posteriores no fue así, y por eso,muchos de ellos, aunque el lenguaje chisporroteara a veces como un belloincendio y hubiera episodios memorables, resultaban tediosos, demasiadoamorfos para ilusionar al lector. En éste, en cambio, el lector queda atrapadodesde la primera frase y el hechizo no se rompe hasta el final, en esa beatíficacontemplación del discurrir del Sena con que termina la excursión por losterritorios de la vida marginal y las cavernas del sexo.

El libro es hermoso y su filosofía, aunque ingenua, nos llega al alma. Es verdad,no hay civilización que resista un individualismo tan intransigente y extremo,salvo aquella que esté dispuesta a retroceder al hombre a la época delgarrote y el gruñido. Pero, aun así, qué nostalgia despierta esa llamada a lairresponsabilidad total, a ese gran desarreglo de la vida y el sexo que precedióa la sociedad, a las reglas, a las prohibiciones, a la ley…