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Historia Cordoba - Hector Ramon Lobos - Capitulo IV - p. 251-310

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Capítulo IV

LA IGLESIA: LA INSTITUCIÓN, LA VIDA INTERNA Y LA POLÍTICA

Como ya se ha explicado, el patronato sobre la Iglesia es la herramienta que le permite al gobierno justificar su intervención en la organización y funcionamiento de la misma e, incluso, ir más allá, imponiendo su autoridad en aspectos que le son ajenos e instalando a sus amigos y partidarios en los puestos estratégicos de la administración tanto civil como eclesiástica. También usufructuar del cobro de los diezmos hasta 1848. Por otra parte, es evidente el entramado de intereses entre los sectores políticos y eclesiásticos y ello descansa, en gran medida, en la pertenencia de muchos de ellos a la misma élite.

Ese fenómeno tiende a consolidarse a raíz de que la decadencia de las órdenes regulares, que comienza a experimentarse a fines del dominio borbónico, le da una preeminencia inusitada al clero secular en la universidad, en el gobierno y, por ende, en el juego del poder. Rápida y ostensiblemente, gracias a su formación académica y a su pertenencia social, este clero comparte lugar con los seglares y, algunos, se convierten en cuasi funcionarios del nuevo estado.

Por fin, interesa recordar que la educación en todos sus niveles continúa en manos de la Iglesia, aunque se perciban signos de una mayor preocupación del Estado sobre todo en las primeras letras.

1. La Iglesia de Córdoba

Obviamente, la situación de la Iglesia de Córdoba no puede ser muy distinta a la del resto de las Provincias Unidas, tanto en los problemas generados por la ruptura de los lazos con la Santa Sede y con los generales de las distintas órdenes religiosas, como en los internos propios de la vida consagrada.

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1.1. La incomunicación con Roma

La relación entre Roma y las diócesis americanas es prácticamente nula hasta por lo menos 1818, a partir de cuando llegan a Roma informes directos desde América que le permiten construir una imagen bastante ajustada de la situación que se vive en las Provincias Unidas. Los problemas político-militares y el uso del patronato por parte de los go-biernos patrios le impiden a la Santa Sede recibir noticias fluidas de esos territorios. De todas maneras, aunque más informado, el pontífice no puede intervenir directamente en las sedes americanas, intentando un acercamiento por vías extra oficiales y con mucha prudencia.

Es que, estalladas las revoluciones en Hispanoamérica, Roma mantiene una actitud de prudente expectativa, más allá de que ceda ante la presión de España y de las demás potencias europeas en distintas oportunidades. Así, la Corte de Madrid logra sacarle dos instrumentos importantes para tratar de defender sus tambaleantes derechos, aunque no la condena explícita que se busca.

El breve de Pío VII, de 30 de enero de 1816, es una exhortación pa-ternal dirigida a los arzobispos y obispos de Hispanoamérica a favor de mantener la fidelidad a Fernando VII, haciendo notar las graves desven-turas que puede acarrearles a los pueblos una rebelión. Está en conso-nancia con una época legitimista y esa actitud cambia cuando se produce la independencia argentina, cuando van llegando nuevas noticias acerca de los movimientos y cuando muda el derrotero en España a partir de 1820, con lo que el papa parece revocar, de hecho, aquél breve.

En este contexto ambiguo, se formalizan algunos intentos indivi-duales por encontrar una salida a la situación de incomunicación existente. El 21 de setiembre de 1819, el soberano congreso ordena a 105 provisores de Córdoba y Salta entender en los recursos de los religiosos a sus respectivos prelados generales "entre tanto se allanase la comunicación con la Silla Apostólica". En diciembre de ese año, el provincial de los dominicos fray Mariano Suárez sostiene que cortada 12. comunicación con el vicario general de la orden residente en Madrid. el maestro general de Roma "es a quien debemos ocurrir en los ca.S'J~ de la ley, como que es la cabeza de toda la Orden". En consecuenc:2. le propon~ al director José Rondeau que les permita comunicarse '::rectamente con Roma, a lo que éste le responde, en enero de 1820. c. . ..:;: estima no ser "llegado el tiempo de sustraer a la provincia de Pred::::.dores, a los inconvenientes que puedan seguirse de la incomunica.c:::-.

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subsistente con las autoridades espirituales fuera del país; porque aún no le es, en su concepto, de relevar de idénticos inconvenientes a las demás Órdenes regulares, y generalmente a todos los fieles de las Provincias Unidas". Se teme que la indispensable intervención de Madrid cree antecedentes que perturben el proceso de independencia.

Poco después, en setiembre de 1821, el provisor del obispado de Buenos Aires José Valentín Gómez le insinúa al ministro Rivadavia que, habiendo existido correspondencia con Roma con buenos resultados, si no es llegado el momento de considerar que debe cesar la inco-municación. Ello de octubre se le responde que ya el congreso en 1819 había otorgado facultades extraordinarias no sólo mientras se allanaba la comunicación con el pontificado sino también mientras no se firmara un concordato, por lo que considera necesario mantener la situación existente.

No obstante estas dificultades, en 1819 se abre un segundo momento en el que se establece comunicación entre algunos eclesiásticos particulares y Roma, 10 que se prolonga en la misión Muzi y, luego, en la instauración de la Nunciatura de Brasil para América Latina, en 1829, con lo que si bien los contactos son esporádicos la información circula con bastante fluidez.

Los documentos que llegan a Roma entre 1818 y 1821 son los del ex obispo de Córdoba Rodrigo Antonio de Orellana, el de fray Pedro Luis Pacheco, regular de la orden de los franciscanos y profesor de la universidad mediterránea y el de Ignacio Cienfuegos, enviado oficial del gobierno chileno. El 18 de abril de 1823 se reúne en Roma la con-gregación de asuntos eclesiásticos extraordinarios para analizar dichos informes y se resuelve responder a esta última enviando una misión pontificia a Chile, que también debe detenerse en el Río de la Plata, designando responsable de la misma al auditor de la nunciatura de Viena, Giovanni Muzi, e integrándola con Giovanni María Mastai-Ferreti (futuro Pío IX) como asistente y Giuseppe Sallusti como secretario; indicio de la importancia que se le asigna. Sus instrucciones generales están dirigidas a poner orden y legitimidad en la Iglesia americana e incluyen el encargo de realizar un informe completo sobre su situación. En enero de 1824, la misión llega al Río de la Plata reconiendo Montevideo, Buenos Aires, Rosario, Córdoba, San Luis y Mendoza, para arribar a Santiago de Chile en marzo del mismo año. Con ella se inauguran de una manera formal las relaciones entre Roma y Chile, y una nueva etapa en las relaciones informales entre Roma y

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las Provincias Unidas, aun cuando la aversión de Muzi hacia los nuevos gobiernos americanos y su falta de habilidad política enturbie los resultados. Se establece un contacto directo entre el Papa y los eclesiás-ticos que se acercan a Roma, al tiempo que la imposibilidad española de gobernar América alienta la intervención pontificia en la vida eclesiástica americana aún a costa de los derechos patronales españoles sobre América. Desde ese año, el Papa comienza a nombrar vicarios capitulares en hispanoamérica bajo la figura de un obispo in partibus, esto es que ejercen funciones de tales en territorios de los que no son titulares.

Por otra parte, en el período de 1825 a 1834, al parecer los sacerdotes porteños Mariano Medrano y Mariano Escalada, que ocupan diferentes cargos en su diócesis y el primero es luego nombrado obispo de Buenos Aires, parecen actuar como lazo de comunicación con Roma, al punto de que aparecen siendo consultados por el pontificado en los primeros momentos del proceso de reorganización de la Iglesia local bajo el gobierno papal.

El 24 de setiembre de 1824, pocos meses antes de la batalla de Ayacucho que sella la independencia de la América española, el papa León XII da su encíclica Etsi iam diu en la que exhorta a los arzobispos y obispos hispanoamericanos a ponderar ante su grey las virtudes de Fernando VII aunque sin mandatos, excomuniones ni condenas. Al parecer es arrancada por la presión de la corte española y de los estados de la santa alianza, que no obstante nuevamente fracasan en su intento de obtener una condena formal de parte del pontífice.

El envío a Río de Janeiro de Pedro Ostini como nuncio para América del Sur en 1829, y la promulgación de la bula Solicitudo Ecclesiarum en 1831, por la que el papa Gregario XVI exhorta a los pueblos americanos a obedecer a los gobiernos de turno a fin de mantener y conservar la paz pública, única garantía de restablecer una Iglesia bien organizada sobre bases sólidas y dueña de sus legítimos derechos, parece preparar el camino para un acercamiento. Ciertamente, el objetivo de la Santa Sede es establecer un contacto directo con la América del sur para restaurar un gobierno eclesiástico sobre bases diferentes a las que tuviera el rey español como patrono de Indias.

Para algunos autores, en este período, evitar establecer relaciones formales con Roma responde a una voluntad política de las dirigencias provinciales por temor a que un concordato ponga en discusión el poder de los gobiernos locales sobre la Iglesia en su calidad de patronos.

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Por otra parte, cabe hacer notar que si bien el patronato es una prerro-gativa de la que hacen uso los gobiernos, también es una herramienta importante para legalizar y legitimar las acciones del· propio clero. Y ello, posiblemente, explique la demora en la firma de un concordato con Roma, lo que recién se hace en 1866.

Sin duda son muchos los problemas que genera el divorcio en que se ven precisados a vivir los gobiernos eclesiásticos de América en relación a la Santa Sede, lo cual va creando una cuestión institucional de muy dificil solución más allá de los testimonios de religiosidad que dan no pocos gobernantes y se plasman en las distintas disposiciones legales.

1.2. La diócesis de Córdoba

Ya se ha explicado que el patronato se ha anexado como parte de la soberanía que retrovierte a los pueblos americanos, por lo que aplicando el mismo principio las provincias autónomas se atribuyen el mismo privilegio sobre sus respectivas iglesias sin mayores discusiones, una cuestión que ya se viene ventilando desde fines del siglo XVIII.

Recuérdese que el patrono propone el sujeto de su preferencia para cubrir la plaza vacante y el Papa generalmente inviste al candidato. Pero cabe hacer notar que los gobiernos provinciales nunca designan obispos para ocupar las mitras vacantes, por lo que no caen en el cisma. y si bien muchas veces las medidas tomadas por las autoridades ponen a la administración eclesiástica en situaciones sumamente comprometidas, prevalece la cuestión de la forma y los procedimientos que deben seguirse para ocupar las vacantes diocesanas, por lo que el tema continúa. El problema de este período es que existen muchos patronos para una sola diócesis, ya que la de Córdoba abarca cuatro provincias que ahora se gobiernan separadamente. De todas maneras, el reglamento provisorio de 1821 explicita que el gobernador es patrono de la Iglesia de su provincia, por lo que en la práctica, y como consecuencia de la lógica política, la diócesis funciona con un patrón en Córdoba y uno en cada provincia de Mendoza, San Juan, San Luis y La Rioja.

El tema se plantea sin eufemismos a raíz de tener que elegirse al provisor del obispado por terminar el mandato de Mariano de Paz. El cabildo eclesiástico alerta al gobernador sobre que en "el actual estado de independencia civil de las provincias que comprenden este obispado", el retraso en la elección que por derecho canónico corresponde realizar "fomentaría la aspiración, que algunas habían manifestado, a

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ser también independientes en lo eclesiástico". Y sus temores son fundados. Se sabe que Cuyo nunca acepta de buena gana incorporarse a la diócesis

de Córdoba y que, con distintas excusas, sus gobiernos rara vez han enviado los diezmos al obispado. En otras palabras, ha ido madurando un anhelo de independencia religiosa que complemente al conseguido en el plano político. Y ello se hace realidad en 1834, cuando la santa sede crea el obispado de Cuyo. A partir de entonces, la diócesis de Córdoba se reduce a la provincia del mismo nombre y a La Rioja.

1.2.1. Su gobierno

En este período se acentúa, si cabe, una organización política que conjuga el funcionamiento de las instituciones civiles y eclesiásticas que tienden a legitimarse mutuamente; lo que explica que los conflictos que se van planteando se resuelven generalmente dentro de la misma provincia ya que ambas tienen cortados, por diferentes razones, los lazos con sus respetivas autoridades externas. En este contexto, es necesario destacar la importancia que adquieren temas como la elección de provisor.

Al desaparecer prácticamente el obispo desde el regreso de Orellana a España, los largos años de vacancia de la diócesis se hacen una constante, por 10 que la elección del nuevo provisor es considerada una instancia crucial en la re definición del ordenamiento de la Iglesia local. Con ella no sólo se ponen en juego importantes cuestiones como la armonía interna institucional, las redes de relaciones, el poder y el triunfo de una facción política, sino que su legitimidad es considerada una garantía necesaria en circunstancias en que las ambigiiedades reinan por doquier.

Ellos son los administradores y la máxima autoridad de la iglesia local, también la cara visible, por lo que la persona y el procedimiento seguido para la elección son componentes fundamentales de su legitimidad. Por ello y porque el funcionamiento armónico de las instituciones requiere la presencia de hombres que merezcan la aceptación de la sociedad, el tema preocupa al alto clero y al gobierno. Y esa preocupación se extiende, también, a la legalidad de los miembros del cabildo eclesiástico.

Sin duda, la vida de la Iglesia tiene para la provincia un lugar pre-ponderante y, por ello, los cordobeses están atentos a todo 10 que ocurra en ese ámbitó. Máxime cuando desde la ruptura con España ésta aparece como una de las pocas instituciones legítimas, junto con la del gobernador, que ha quedado en pie. Por 10 demás, Córdoba continúa funcio-

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nando como una sociedad tradicional, 10 que implica tener un concepto de cómo debe ser el orden social donde cada lugar ocupado por una persona sólo tiene sentido si es reconocido por el resto de la sElciedad. Por eso, para el grueso de los cordobeses, es imperioso mantener las formas.

Los puestos jerárquicos más importantes y, obviamente, los más codiciados son el de provisor y gobernador del obispado y los del cabildo eclesiástico. Al principio acceden a estos cargos miembros de la élite provincial y, eventualmente, de su zona de influencia. Luego, a causa del proceso revolucionario y de las luchas políticas posteriores, también 10 ocupan algunos forasteros y advenedizos que, generalmente, responden a la facción de turno en el gobierno.

Ya se ha explicado que el cabildo eclesiástico tiene entre sus funciones aconsejar al obispo en las cuestiones de gran importancia y, ante la vacancia de la diócesis, asumir la jurisdicción a fin de elegir en el término de ocho días un vicario capitular que haga las veces de vicario general para el gobierno del obispado; como los poderes del vicario son propuestos por el cabildo, éste se reserva casi siempre algunas prerrogativas.

A fines del período colonial las sillas capitulares ocupadas efectivamente continúan siendo ocho y los intentos por aumentar su número, con el consiguiente decoro de la iglesia mediterránea, fracasan por distintas razones en 1808 y 1814. A la escasez de cargos se suman las complicaciones políticas, de tal suerte que el cabildo los ve cubiertos o vaciados al ritmo de los enfrentamiento s armados y de las luchas de facciones. Entre 1827 y 1837, las cosas parecen encauzarse pese a la inestabilidad y al hecho de sucederse gobiernos de distinto signo: lo componen los cargos de deán, arcipreste (de reciente creación que sólo dura un par de años), arcediano, chantre, tesorero, canónigo de merced, canónigo magistral, prebendado, primer racionero, segundo racionero y un medio racionero. Para esta última fecha, la corporación entra nuevamente en crisis acompañando el proceso civil y debido a la escasez de clero, un fenómeno que se agrava hacia el final del período. Pero la propuesta que realiza el gobernador López de traer eclesiásti-cos de Buenos Aires para cubrir las vacantes choca con la férrea oposición del grueso de los cabildantes.

En general, en Córdoba, el encargado de realizar la elección del provisor y gobernador del obispado es el propio cabildo eclesiástico y, la mayoría de las veces, 10 hace de entre sus mismos miembros, por 10 que el poder se concentra en un pequeño círculo. Sobre un total de diecinueve provisores que cubren el período, cuatro nunca forman parte

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del cabildo (entre ellos José Nicolás Ortiz de Ocampo y Pedro Ignacio de Castro Barros) y dos se le incorporan después de su gestión (José Gabriel V ázquez y Juan Francisco de Castro y Careaga); amén de que sólo cinco nacen en otra provincia y tres en otra diócesis.

Cabe apuntar que el universo del clero que en algún momento forma parte de la jerarquía eclesiástica entre 1808 y 1852 se reduce a apenas cincuenta y dos personas, lo que habla de una rotación en los cargos y un número limitado de ellos. De este número, treinta y nueve son cordobeses (el 70 %), cuatro porteños, tres riojanos, dos salteños y uno mendocino, jujeño, santiagueño y catamarqueño, debiéndose hacer notar que algunos de estos foráneos están vinculados a la élite cordobesa de diversas formas. De los cuarenta y ocho sacerdotes que se tienen datos, diez nacen entre 1750 y 1770 (19,2 %), treinta entre 1770 y 1800 (cerca del 58 %) Y apenas ocho después de 1800. Es decir que es un grupo de hombres que crecen durante el gobierno de Carlos IV y que viven la mayoría de los acontecimientos más importantes de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Todos ellos provienen del sector privilegiado de la sociedad y gozan de distintos títulos universitarios (trece son doctores y ocho licenciados en teología; seis son doctores y tres bachilleres y licenciados en derecho civil y/o cánones; dos son abogados; y diecinueve son bachilleres o maestros en artes). Veintidós estudian en la Universidad de Córdoba durante la gestión franciscana, ocho lo hacen en la administración del clero secular y uno durante la dirección nacional; tres obtienen su título en Charcas y uno en Buenos Aires. En consecuencia, el perfil que predomina en estos eclesiásticos que conforman la jerarquía de la diócesis es el de ser cordobeses, provenir del sector dirigente, ser nacidos entre 1770 y 1800, haber estudiado en su universidad, particularmente durante la gestión franciscana, y contar con un diploma en teología o en filosofia; los menos han seguido la carrera de leyes pero casi ninguno ha efectuado la habilitación para ejercer la abogacía. De todas maneras, ya se ha explicado el maridaje que existe en la época entre la teología y el derecho.

Junto a aquellos destinos, le siguen los rectorales de la catedral, la universidad y el Monserrat.

Sin duda, ocupar algún cargo en la jerarquía de la Iglesia local es signo de gran prestigio y contiene cierta cuota de poder, pero a los mismos no se accecie directamente sino a través del desempeño en una parroquia o en tareas pastorales que les permiten conocer la feligresía, sus problemas y prepararse en la tarea de mediar socialmente. Luego las re-

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laciones parentales, los grupos de intereses y la pertenencia política facilitan o no el ascenso a cargos superiores. Existen excepciones a la regla, donde el mérito, la capacidad y la espiritualidad tienen su expresión, sobre todo en los primeros tiempos. En fin, que no existe una sola forma de llegar a esos cargos ni los que 10 logran siguen recorridos semejantes; no hay reglas pero sí un peso creciente del color político de los candidatos, 10 que contribuye a enrarecer el ambiente eclesiástico.

1.2.2. Su organización

Siendo una prerrogativa del patrono velar por la religión de Estado, no debe llamar la atención que el gobierno intervenga también en la división de las jurisdicciones eclesiásticas menores, los curatos, atribución que le corresponde al obispo. En realidad, poco es 10 que se hace en los gobiernos de Bustos, Paz y Reynafé al respecto. Hay que esperar al de López para encontrar algunos intentos de mejorar el gobierno de las parroquias pese a los pocos clérigos disponibles. En realidad, la excesiva extensión de algunos curatos conspira contra una razonable administración de los mismos. En consecuencia, tras evaluar las necesidades de cada región y los pedidos de los propios fieles, en 1844, el gobierno divide el curato de Anejos en norte y sur, tomando como límite el río de Córdoba, y, en 1847, realiza 10 mismo con los de Pocho y de Calamuchita. De todas maneras, quedan inmensos curatos en manos de una sola parroquia, a 10 sumo con una viceparroquia, como los de Río Seco y Río Cuarto.

Hasta 1852, el territorio de la provincia está dividido en curatos sobre los cuales, en general, se han ido estableciendo los departamentos de la administración civil. Dentro de cada uno existen un número variable de iglesias, capillas y oratorio s atendidos por párrocos y sacerdotes auxiliares, cuando no por laicos especialmente formados para cubrir, en parte, la falta de sacerdotes y de religiosos. Ciertamente se mantienen las diferencias entre la ciudad y la campaña, habida cuenta la concentración de habitantes en aquella y las facilidades que ello implica para la pastoral. Sin embargo, cabe hacer notar que no sólo no se aumenta el número de templos y conventos, sino que éstos se ven afectados por la falta de quienes los sostengan y algunos están en plena decadencia.

En la ciudad de Córdoba continúa existiendo la catedral, que es la única parroquia de la ciudad hasta 1848, año en que se convierte a la iglesia de Nuestra Señora de Monserrat en una nueva parroquia. Dentro de ella caben mencionar las iglesias de la Compañía de Jesús, San-

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to Domingo, San Francisco, Santa Teresa de Jesús, La Merced, Pilar y la de San Roque, que actúa como vice-parroquia para atender las zonas más carenciadas.

En la campaña, sin pretender nombrar a todas las existentes y si-guiendo un orden norte-sur, se pueden mencionar, en el curato de Río Seco, Caminiaga y Chañar; en el de Tu1umba, Guyascaste, San Pedro, Macha y Santa Catalina; y en Ischilín las de San Pedro, Quilino y Capilla Los Algarrobos.

Hacia el oeste, en Pocho, Las Palmas (matriz), Sa1sacate, Nina1quín, Ambu1, Sanca1a, Pocho y Guasapampa; y, en San Javier, Nono, Panaho1ma y Las Talas. Mientras que en los grandes valles, en Punilla, la de San Marcos Sierra, la Capilla de Candonga y la de San Antonio; y en Ca1amuchita las de Soconcho (matriz), Río de los Sauces, San Agustín, La Cruz (Río Grande), San Antonio del Cano y el Oratorio Nuestra Señora de la Purísima.

En la región central, en el curato de Anejos, las de Alta Gracia, La Lagunilla, San Vicente, Sa1dán, La Calera y el Oratorio San José; en Santa Rosa de Río Primero, la Capilla de los Remedios y Ramallo; en tanto que en el Río Segundo se erige la iglesia de villa del Rosario o Ranchos y las capillas de El Tío y Arroyito.

Hacia el sur, en el Río Tercero Arriba, la Capilla de Rodríguez actúa como matriz, completándose con la Capilla de los Puestos de Ferreira, Cañada de Lucas y Punta del Agua; en el Río Tercero Abajo, las de villa Nueva del Rosario (matriz), Esquina del Estero y Fraile Muerto; y, por fin, en el Río Cuarto, las de villa de la Concepción, La Carlota, Sampacho, la capilla de la Candelaria y Las Barranquitas.

2. Su vida interior

2.1. El clero secular

Cuando en 1808 la universidad pasa a manos de los seculares, se completa el cuasi monopolio de la educación superior en sus manos, habida cuenta que con aquella también asumen el gobierno del colegio de Monserrat y que a ellos se suma al seminario conciliar. Es decir que logran el control de los espacios más encumbrados de la sociedad cor-dobesa, por el prestigio que da pertenecer a ellos y por las posibilidades que abre estar en un ámbito privilegiado donde se toma contacto

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con el saber sistemático y con las "novedades". Pero también, por ser lugares de encuentro, de reunión y de vinculación entre pares, que se traducen en amistades duraderas más allá que puedan militar luego en posiciones políticas contrarias. Por fin, estos lazos vinculan a los futuros eclesiásticos entre sí pero también a éstos y los laicos que estudian y, obviamente, a estos últimos también, consolidando la trama social de la que provienen. Son, sin duda, centros privilegiados de los sectores dirigentes de la sociedad que, por su proyección, convocan a miembros de otras provincias ampliando apreciablemente el ámbito de las relaciones. De sus aulas salen los cuadros políticos que tienen una actuación determinante en la independencia, en la formación de la entidad provincial y, luego, en la organización nacional.

Desde allí y por distintas vías, el clero secular accede al gobierno de la diócesis la que, en razón de estar vacante por casi cuarenta años, queda totalmente en sus manos. Integran el cabildo eclesiástico que elige a los provisores que deben gobernar el obispado, a los párrocos y ayudantes, a los capellanes de los dos conventos femeninos de la ciudad y a cuantos funcionarios requiera la administración de la iglesia.

Pero, además, los sacerdotes y religiosos colaboran desde sus orí-genes en el mantenimiento de la moral pública que se sustenta en los principios de la religión católica. El estado provincial no tiene un plan para reformar la Iglesia y adecuarla al estado, sino que pretende más bien servirse de ella considerando a sus miembros como funcionarios y custodios morales del nuevo orden. Y el clero cordobés, con su carga de moderado jansenismo e ilustración pero también con su centenaria tradición, hizo posible que la religión continuara siendo el cauce social y la base moral ahora de la virtud ciudadana, colaborando notablemente en la construcción de la entidad provincial.

Córdoba hereda, del reformismo borbónico, privilegiar el clero se-cular sobre el regular, el regalismo y la tendencia a regirse más por la costumbre local que por las normas que se tratan de universalizar desde Roma, un fenómeno que se ha acentuado con la revolución. Desde 1820 hasta mediados de 1850 el clero secular participa activamente en diversas áreas de gobierno; redacta reglamentaciones, leyes y decretos; asesora a políticos, forma parte de la legislatura y representa a la provincia. Ciertamente que esta imbricación entre sociedad civil y eclesiástica no es original de Córdoba sino que se da en casi todos los países hispanoamericanos, y también en la Europa contemporánea, teniendo como característica común el hecho de que en prácticamente todos los

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casos el Estado atraviesa un período de consolidación y de ingreso a una política moderna. Como bien se ha señalado, gracias a su formación académica, los seculares se convierten tanto en personal eclesiástico como en los cuadros políticos del nuevo Estado, invadiendo e11ugar de los laicos. Y si no existen mayores choques con éstos, por el momento, se debe a que son pocos los capacitados para cubrir la variedad de cargos que ofrece la burocracia provincial.

La reconocida función social del clero, en tanto representante y custodio de la moral pública, dota a sus miembros de la doble condición de ciudadanos y de clérigos y se sienten llamados a defender los intereses del pueblo cristiano y, ahora, de la nación cristiana, que coinciden con los suyos. También exhiben una fuerte cohesión de grupo aunque no exista igualdad de criterio en cuanto a cómo lograr la propagación de esos principios religiosos.

La tendencia a participar activamente en la vida política se hace más notoria con la Revolución de Mayo en 1810. Y si ello es evidente en la ciudad, también 10 es en la campaña, donde los curas son jueces, árbitros, generalmente los electores de sus curatos y, a veces, elegidos como representantes de sus comunidades. Bustos incorpora a su gabinete al doctor José María Bedoya y destaca a no pocos sacerdotes en distintas misiones y representaciones; algunos alternan entre el cabildo eclesiástico y la legislatura, aunque el ejercicio de dos cargos simultáneamente es prohibido por ley del 9 de abril de 1826. Es conocida la actuación del clero y de religiosos en la sala de representantes provincial, ocupando las funciones de presidente, vice y otros no menos importantes. Por todo ello, como bien se ha dicho, el clero piensa, opina y legisla en el marco de las actividades del gobierno provincial y, la mayoría de las veces, se encuentran en esas tareas con sus parientes, con quienes comparten discusiones y resoluciones de los asuntos de gobierno. Grupos familiares como los del Corro, los Allende, los Isasa, los Lascano, los Ramírez de Arellano, entre otros, tienen miembros laicos y eclesiásticos en distintos niveles del poder; y, en la legislatura, entre 1830 y 1840, es notable la presencia de los Pérez Bulnes, los Funes y los de la Bárcena. Rara vez los miembros de una familia coinciden en la sala de representantes, pues se cuida las formas; por 10 demás, la alternancia permite tener los intereses siempre representados.

Restaría hacer notar que la presencia de eclesiásticos es más im-portante al comenzar la década de 1820 que en las siguientes, quizás por la disminución del número de clérigos regulares y aún seculares,

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pero también porque paulatinamente son reemplazados por cuadros políticos de laicos que se han ido capacitando.

Sin duda que la íntima unión entre la esfera política y la religiosa tiene una de sus mayores expresiones en la defensa que realizan todos los gobiernos cordobeses de la religión católica, apostólica y romana, entendida como basamento cultural e ideológico del estado. Sobre ello parece existir un acuerdo prácticamente total.

También existe una evolución en el discurso del clero en la primera mitad del siglo XIX. Los sermones encendidamente revolucionarios de los primeros tiempos se mantienen durante la construcción del estado provincial pero adecuándose a las sucesivas tendencias políticas. En todos predominan las referencias a la defensa de la libertad y de la república, pero estas tienen poco de democráticas y liberales y mucho de romana, pues en la práctica se mantiene una noción corporativa de la sociedad. Ello se manifiesta, entre otras cosas, en la confusión entre el tradicional vecino y el moderno ciudadano o en el mantenimiento de categorías de corte corporativo tanto para el cobro de aranceles como para calificar a una persona en un censo. Y en este sentido, como afirman algunos autores, se está en presencia de una infiltración de modernidad en estructuras sociales tradicionales.

La defensa de la república evoluciona a la del federalismo y, con Manuel López, a la del régimen establecido. Rosas y "Quebracho" exigen al clero una adhesión partidaria que, en el caso del primero, explica sus encontronazos con los jesuitas recientemente arribados que se niegan a hacerla. Y no son los únicos como 10 prueban las persecuciones, embargos de bienes, expulsión de los cargos y los exilios de eclesiásticos que comienzan a menudear para castigar a los rebeldes. Pero hay quienes 10 hacen, y éstos resultan funcionales al régimen de López y al rosista al unir la religión y el federalismo en la figura del buen ciudadano, del buen federal y del buen cristiano.

2.1.1. Acerca de su formación

El concilio de Trento fija los requisitos que debe cumplimentar el jo-ven que desee ingresar al clero secular ya sea por mandato paterno o por vocación. A este sacerdote, al revalorar los sacramentos de la eucaristía y la confesión, 10 convierte en un cura de almas, un mediador entre Dios y los fieles; un ideal que se labra dificultosamente en el tiempo y que tiene en la experiencia española en América un contenido singular en la idea de

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misión. Para evitar la mendicidad del clero o que se emplee en cualquier oficio para mantenerse, como ocurre en la realidad, el concilio establece que el aspirante debe tener un patrimonio o beneficio que le permita vivir dignamente que, en Córdoba, se estima en 2.000 pesos. La "pobreza religiosa" es sólo posible para aquellos que se ordenan regulares, pues el convento y la orden se convierten en garantes de su subsistencia y educación.

Los beneficios eclesiásticos son otorgados por el obispo y suponen el usufructo de las rentas y la administración de la parroquia a cambio del cumplimiento de las cargas pastorales que le son propias. El cura es pro-pietario (titular) cuando concursa para obtener el cargo de cura párroco, de 10 contrario es interino; o goza de un beneficio simple, que implica el rezo de algunas misas y oraciones sin el resto de las cargas, una práctica que parece bastante extendida en Córdoba. El sustento de los sacerdotes puede descansar en la obtención de un beneficio eclesiástico (parroquia), en su patrimonio, en una capellanía lega o eclesiástica, o malvivir de las rentas del curato (emolumentos y primicias). Es común que si se ha ordenado a título de patrimonio pueda presentarse a concurso de oposición para cubrir una parroquia en calidad de propietario o permanecer sin cumplir ninguna actividad pastoral como "suelto" o domiciliario, atendiendo sus asuntos particulares. Sin embargo, la vacancia de la diócesis de Córdoba entre 1818 y 1852 va a espaciar los llamados a concurso por falta de autoridades com-petentes para sustanciarlos y por convenir a los gobiernos que se suceden. En consecuencia, crece el número de los interinos, cargos que deben ser cubiertos por los prelados pero que, en la práctica, intervienen los gobiernos proponiendo sus candidatos.

Para algunos sacerdotes, ser cura párroco rural durante varios años puede ser un trampolín hacia un mejor puesto en la ciudad o, incluso, llegar a una canongía; al respecto interesa señalar que el 31,5 % de los que forman parte en algún momento del cabildo eclesiástico son curas provenientes de parroquias rurales, 10 cual ciertamente no es poco. Para muchos, en cambio, el campo es su destino final aunque algunos prefieran presentarse a concurso para ocupar la parroquia de donde son oriundos para continuar manejando sus intereses de cerca. Sirva como ejemplo el presbítero Salvador Isasa, que es teniente de cura del curato de Punilla (en 1814) y vive en su estancia particular de Santa Savina; entre sus obligaciones se encuentra atender la capilla de Candelaria, pero según denuncias muy pocas veces se desplaza hacia allí.

Sin duda un tema importante es saber si el clero existente es suficiente para atender las necesidades de los feligreses, sobre todo si

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la población crece y el número de sacerdotes, seculares y religiosos, disminuye. Sin duda no 10 es. Para 1829 hay 59 clérigos en total en toda la provincia para atender una población superior a 76.000 habitantes. La situación cambia completamente si se atiende sólo a la ciudad, donde una lista de clérigos de 1841 permite estimar una relación de uno por 327 habitantes. Pero esto no debe llamar a engaño.

El panorama que presenta esa lista es ciertamente desalentador. Primero es necesario descartar a los miembros del cabildo eclesiástico porque no cumplen funciones pastorales directas. Luego marcar, como bien se ha sostenido, que sobre dieciséis clérigos seculares seis pasan los setenta años y están enfermos, dos son considerados ineptos, dos son "unitarios" -10 que los inhabilita- y dos cumplen funciones en los conventos de monjas; a 10 que cabe agregar los que no cumplen funciones propias de su ministerio y que figuran como "clérigos sueltos".

Por fin, un repaso de la situación de los regulares completa el pa-norama: cinco de los nueve dominicos tienen más de ochenta años y diversos achaques, amén que dos están designados para ocupar cargos en el convento de Santiago del Estero. De los seis franciscanos, cuatro están dedicados a atender el convento y uno acaba de ordenarse. La peor situación es la de los mercedarios, ya que los cinco padres que quedan son todos ancianos y enfermos.

Sin duda es notable la escasez del clero en la ciudad de Córdoba, pero es sumamente preocupante en la campaña donde las distancias y la dispersión de la población toma muy dificil la tarea pastoral. Conseguir coadjutores o tenientes de cura, es decir ayudantes, siempre es difícil. En alguna oportunidad se impide la salida de la provincia de cualquier sacerdote, sea regular o secular, por la falta que había de ellos; y, en 1826, ante un pedido que hace el cura de Tulumba, el provisor le contesta que "se hallaba apurado por el repetido reclamo de los curas por ayudantes, y no hallaba quien sirviese".

2.1.2. Las rentas eclesiásticas

El ejercicio del patronato introduce modificaciones de importancia en las relaciones entre el Estado y la Iglesia, algunas de las cuales son de orden económico.

Desde por 10 menos 1826, los miembros del cabildo eclesiástico y los capellanes del ejército son percibido s como funcionarios y retribui-

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dos por servir al estado provincial, y aunque no se cuenta con datos sobre esos emolumentos se sabe que en 1838 se le abona al provisor y gobernador del obispado trescientos pesos anuales. Con ser, al parecer, muy poco significativos, genera una relación de dependencia de la je-rarquía eclesiástica al gobierno lo que sí tiene importancia.

La mayoría del clero vive de los ingresos que le corresponde por su actividad pastoral o bien de aquellos que le son propios. Así, un cura párroco rural, si no es beneficiario de su curato, sólo cuenta para su subsistencia con los productos del arancel parroquial -estipendios que pagan los fieles por los servicios sacerdotales como misas, entierros y casamientos- y con las primicias, o sea las donaciones, principalmente en especie, que los fieles hacen para colaborar con su manutención.

La principal fuente de recursos de la iglesia son los diezmos, acerca de cuya evolución se ha tratado en diferentes ocasiones y que, en el obispado de Córdoba, se pagan hasta 1854. Recuérdese que según el edicto general de 1752, el pago de los mismos alcanza a todo tipo de producción (ganado, granos, hortalizas, viñas, árboles frutales, algodón, ají), a todas las personas a excepción de los regulares (laicos, eclesiásticos, prebendado s de cualquier oficio eclesiástico o secular) y a ambos sexos. Entre 1807 y 1815, los diezmos parecen ingresar a la diócesis con bastante regularidad, más allá de las resistencias ofrecidas por los cuyanos. Una vez separada esta región, a partir de 1837, el diezmo pasa a ser administrado por el Estado suprimiéndose, por el término de doce años, el pago de la contribución en ganado, posiblemente como respuesta a la grave situación que vive la economía agraria cordobesa por la combinación de plagas, sequías, exacciones y pérdidas ocasionadas por los malones y la guerra civil. En 1849 se restablece dicha contribución, pero el Estado se reserva su remate a fin de utilizar esos fondos para la manutención de las fuerzas militares. En 1852 el gobierno de la provincia devuelve a la Iglesia el usufructo de este tributo que, como se adelantara, es abolido definitivamente en 1854.

Poco se sabe acerca de las primicias que forman parte de los ingresos del clero y que se cobran efectivamente. Es posible que se paguen con cierta regularidad, por lo que no generan mayores problemas; aunque también es posible que se haya mantenido una gran flexibilidad que sólo una crisis grave obliga a mencionar: en junio de 1837, el provisor del obispado Mariano López Coba se hace eco de los problemas existentes entre los curas rurales y sus fieles a causa de las primicias y

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establece unas "reglas fijas e invariables" para su percepción al tiempo que advierte que dicho pago es una obligación.

Otra fuente de recursos son los aranceles eclesiásticos que siempre fueron causa de conflictos. Tal como ocurre con los diezmos, la ade-cuación de los aranceles a la realidad de cada diócesis es fundamental. Entre 1815 y 1821 la cuestión vuelve a plantearse insistiéndose en la necesidad de una reforma. Pero recién en 1821 se ensaya una solución.

El 29 de enero de ese año se sanciona el "Prospecto de un Arancel Eclesiástico para las parroquias de la Provincia de Córdoba", de manera casi simultánea al reglamento provisorio. Este prospecto está firmado por Gregario José Gómez, José Norberto de Allende y José V élez y consta de algunos artículos preliminares en los que se estipula el carácter y el espíritu general que tienen estos emolumentos, para continuar con los aranceles a pagarse en la parroquia de la iglesia catedral y en los curatos rurales. Este arancel no fija costos de ningún tipo para la celebración de matrimonios pero sí para los demás servicios religiosos, aunque con disminuciones significativas en algunos casos: pagan las misas y entierros de todas clases y la "información de libertad" requerida a las parejas que van a contraer nupcias, pudiendo ser eximido de todo arancel si se presenta un certificado de pobreza. Por fin, a partir del monto general, se fija cuánto va a la iglesia, a los sacristanes, a los colectores (si los hay) y al cura párroco.

En agosto de 1821 se registran las primeras quejas, puesto que los derechos por matrimonio disminuyen en un 37 % mientras que los de entierros llegan a un 58 % menos respecto a 10 que se percibía en 1804. Se ha estimado que con este nuevo arancel, el párroco de un curato recibe un 36 % menos de 10 receptado en aquella fecha. Esto explica la reacción de los párrocos y de los curas rectores de la catedral, que elevan una representación a través de José Domingo de Allende en 1822. Por ella se sabe que éstos tienen un ingreso anual bruto de 551 pesos en el que el arancel representa el 43 % del total, 10 que ciertamente es muy importante. Por la época, un defensor de pobres y menores y procurador general cobra 500 pesos, un comisario de policía 400 pesos y un juez letrado en 10 civil y criminal 800 pesos anuales. De 10 que puede inferirse que aquel salario, al que es necesario deducir la caída del arancel, sin ser indecoroso está deprimido, máxime si como sostiene Allende "teniendo los párrocos y demás sacerdotes una jerarquía de honor, y de distinción en la sociedad y en la República, su congrua debe ser proporcionada al estado y conservación de ella". En 1825 el

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tema parece resuelto, pues se introducen varias pequeñas reformas para los aranceles vigentes en la ciudad.

Quizás 10 que salta a la vista sea que la manutención de los sacer-dotes está ligada a condiciones de inestabilidad y de precariedad, pues sus ingresos descansan en viejos mecanismos de recaudación. Parece evidente que los curas párrocos se ven enfrentados a las nuevas coyun-turas políticas y económicas sin muchas armas para defenderse y no sería de extrañar que la aceptación de algún cargo político no esté relacionada con la necesidad de aumentar sus recursos. En consecuencia, es posible caracterizar la situación del clero como de escasez tanto en el número y calidad de sus miembros como en el de los recursos para su subsistencia.

2.2. Las órdenes religiosas

Se sabe que la Iglesia no es una institución uniforme sino un orga-nismo amplio y dinámico que, en su devenir, va sufriendo modificaciones por una variedad de razones. Hasta la expulsión de los jesuitas, la Compañía y las órdenes regulares ocupan un espacio central en la iglesia local; luego, si bien los seculares van tomando lentamente la casi totalidad de la administración y gobierno de la diócesis, se mantiene el influjo de los regulares, particularmente de los franciscanos por su go-bierno de la universidad y su adhesión al regalismo borbónico. Pero el avance del clero secular se hace arrollador cuando le entregan esa casa de estudios y, especialmente, cuando el grueso adhiere a la revolución. Ese proceso se acentúa a partir de 1820, como consecuencia de la paulatina decadencia de las órdenes regulares y el correlativo predominio del clero secular, que muestra ser funcional al nuevo sistema político.

Otra razón que explica el fenómeno es el hecho de que mientras muchos de los religiosos son de origen extranjero o foráneo y, el resto, de origen social medio o bajo, el componente del clero secular es esen-cialmente cordobés, generalmente universitario y proveniente de los sectores privilegiados de su sociedad. A estos criollos se les abre una singular puerta para acceder a sitiales de honor y poder. Después de 1820, prácticamente conforman el único personal eclesiástico con que cuenta el obispado para llenar las distintas funciones.

Las relaciones entre el clero regular y el secular siempre fueron ti-rantes y, con el tiempo, la actitud de muchos de éstos hacia los religiosos es bastante despectiva particularmente por su deficiente prepara-

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ción intelectual. A su vez esto es producto de una relajación en las costumbres conventuales y el mantenimiento de actividades que poco y nada tienen que ver con la vida monástica, todo lo cual va socavando el prestigio de los regulares.

En las primeras décadas del siglo XIX, resulta dificil encontrar regulares que cumplan funciones sacerdotales por especial prescripción de los obispos, provisores y cabildos eclesiásticos que coinciden en defender su autoridad, a los párrocos y a sus ayudantes. Está en juego la autoridad del obispo sobre las distintas órdenes religiosas y el cobro de los derechos parroquiales que conforman el sustento del clero; por ello no pueden cumplir funciones sacerdotales sin el correspondiente permiso. Sin embargo, las necesidades pastorales aumentan mientras decrece el número de pastores y algunos conventos quedan al borde de la extinción, por lo que, sobre todo a partir de 1830, se hace cada vez más frecuente encontrar religiosos en la campaña realizando actividades pastorales sin permiso, viviendo en casas particulares y aún peregrinando sujetos a las dádivas de los vecinos. Por otra parte, muchos fieles prefieren a los regulares a quienes sienten más cerca, quizás porque socialmente provienen de sectores más afines o porque su humilde peregrinar los mueve a recibirlos.

Cortadas las comunicaciones con sus superiores, la asamblea del año XIII resuelve que los obispos, o en su defecto los provisores, reasuman sus primitivas facultades y actúen como autoridad sobre las comunidades religiosas. En 1814 se erige la comisaría general de regulares, a imitación de la española, que ya en 1816 es suprimida volviendo a la situación anterior y, eventualmente, del gobernador como patrono local. Pero las provincias regulares están formadas por varios conventos masculinos autónomos, en muchos de los cuales se aplican reformas que afectan su funcionamiento, su economía y, en algunos casos, su propia continuidad.

No ocurre 10 mismo en los monasterios de monjas, pues desde sus orígenes están bajo la jurisdicción de los obispos quienes, para facilitar su gobierno, nombran capellanes que administran los sacramentos y "desempeñan toda otra función anexa al cargo parroquial"; y los síndicos, que son laicos encargados de administrar los bienes. Ambos actúan como consultores y consejeros de las monjas pero, en la práctica, las prioras son la máxima autoridad dentro de los mismos.

Ya se ha hecho notar la singular independencia de que gozan las monjas dentro del claustro, su conexión con el mundo que las circunda

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e, incluso, su participación en la vida cordobesa sea por sus opiniones, sus contactos familiares o su función económica. Como se sabe, en los conventos hay una sala llamada locutorio que es donde ellas pueden re-cibir la visita de sus familiares y amigos, directores espirituales, al síndico del convento y a los acreedores. Una hermana, la escucha, vigila esos encuentros a través de los cuales se mantiene el control del convento, pero también es la que mantiene el contacto con el mundo exterior ge-neralmente a través de la correspondencia. De allí que este sea un cargo de la mayor importancia y que actúe inmediata a la madre superiora o priora. Cabe pensar que cada monja continúa ligada al mundo exterior a través de su familia y sus afectos, por 10 que no pueden dejar de partici-par, de alguna manera, en las cuestiones que 10 conmueven.

La decadencia de las órdenes masculinas viene notándose desde fines del siglo XVIII y las medidas adoptadas para revertir la indisciplina monástica no tienen mayores resultados; y la situación no cambia a principios del XIX. Así, por ejemplo, el prior de los dominicos, fray Felipe Serrano, es interrogado por el provisor del obispado a causa de la conducta de dos de sus religiosos que andan vagando por la campaña; a 10 que responde que ambos se trasladan a otro convento por 10 que están fuera de su responsabilidad, como también el hecho de que anden pidiendo limosna. Al parecer, ni los religiosos se sujetan a sus autoridades naturales ni éstas se preocupan mucho de la conducta de sus gobernados, de allí que proliferen las denuncias de curas vagabundos y desobedientes que no se logran controlar.

Paralelamente, existe en la mayoría un desorden financiero que mo-tiva, en 1828, que Bustos ejerza el patronato y exija a los conventos que presenten sus balances anuales para su aprobación. En 1831, Reynafé vuelve sobre el tema y nombra a Juan Pablo Bulnes para administrar las temporalidades de todos los conventos, monasterios y demás estableci-mientos públicos. Además de ser éste una persona sumamente controver-tida, el hecho de que sea un laico, asalariado por los conventos y elegido por el gobierno, es considerado una injerencia inadmisible. Pero de nada valen las quejas del provisor, ya que la comisión no fue suspendida.

Varias son las órdenes que tienen grandes dificultades para subsistir durante este período, particularmente los betlehemitas y los dominicos. Sin embargo, se asiste al regreso de la Compañía de Jesús con todo 10 que ello significa para Córdoba.

Respecto a los primeros, se sabe que los betlehemitas tienen a su cargo el hospital San Roque desde 1761, pero tras la revolución se ven

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afectados por la falta de vocaciones, haberse cerrado la casa de noviciado de Buenos Aires, la conducta incorregible de algunos hermanos y el desgobierno de la orden. Para 1826 quedan siete hermanos, muchos de los cuales no pertenecen a esta casa; al parecer se generaliza la costumbre de que los regulares circulen libremente y acudan a otros conventos, en los que se presentan también dudosos personajes.

A pesar de que las órdenes cordobesas no sufren ninguna reforma específica, la incomunicación con sus superiores, el relajamiento de las costumbres y de la vida monástica, una profunda crisis económica, su desplazamiento a un segundo plano en la consideración social y en su intervención en la política local son causas determinantes de la grave de-cadencia de estas instituciones, su vaciamiento y la supresión de no pocos conventos.

N o obstante 10 profunda de esta crisis, sorprende que entre 1831 y 1848 haya habido en la Sala de Representantes once regulares y que, de ellos, tres son superiores de sus órdenes: el franciscano fray Buenaventura Badía, el mercedario fray Felipe Pacheco y el dominico fray Felipe Serrano. Como bien se ha indicado, la presencia de estos regulares en la legislatura no contraviene ninguna de las reglas vigentes en la provincia, pero no deja de ser llamativa e indicativa de que al no estar sujetos a una estructura provincial sus miembros se sienten libres para actuar como ciudadano o vecino.

Los remesones de las reformas producidas en Buenos Aires se hacen sentir en el resto de las provincias, algunas agudizadas por la acentuación de problemas propios.

2.2.1. Los franciscanos

Sin duda, la escalada de los seculares tiene como principales opo-sitores a los franciscanos a los que desalojan de todas las instancias de la educación superior, procurando reducir su influencia y prestigio a la mínima expresión.

A fines de marzo de 1819, el comisario visitador fray Antonio Campana desnuda los conflictos internos que existen en el convento de Córdoba entre los que detentan la dirección de la congregación y un grupo que intenta cooptarla, para 10 cual "gritan por reforma, y atribuyen la decadencia de la disciplina regular a las presentes autoridades". Sin embargo, como se desprende de las normas prácticas que dan a continuación, los problemas son más amplios: "Que de ninguna mane-

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ra salgan los religiosos por la mañana al pórtico y plazuela del convento, y mucho menos a las pulperías inmediatas, para que cese el escándalo de la ociosidad que notan en nosotros los seglares, y el de estar de atalaya de cuantos pasan, de lo cual se quejan y aun retraen las personas vergonzosas de venir al templo y a las tiendas inmediatas". Las medidas están dirigidas especialmente a los cabecillas del grupo hostil que son los frailes Benito Hinestrosa y Francisco Aldao, en tanto que los problemas que plantea no son muy distintos a los que denunciara el provincial en 1806 [ver IlI, lI, 2.2].

En setiembre de 1820 es elegido provincial fray Hipólito Soler, pero ante diversos cuestionamientos -primero por una cuestión formal planteada por fray Pantaleón García en marzo de 1822 y, después, en agosto, por la insubordinación de los díscolos-, el gobernador Bustos se ve obligado a intervenir, ordenando el sometimiento de los frailes y en caso contrario que salgan del territorio de Córdoba al lugar que les señale el provincial. Al final de las actuaciones se determina: "Y resérvese este acuerdo con la escrupulosa sigilosidad prevenida por las Leyes de la materia, lacrándose con cierre doble".

En el capítulo del 8 de setiembre de 1823 es elegido provincial fray Dionisio Tarriba y, en igual día y mes de 1826, lo es fray Francisco de Paula Bosio que, al fallecer repentinamente en julio de 1828, es sustituido por fray Hipólito Soler. Sin embargo, según escribe el fraile Bosio en febrero de este año, se ha extendido "como un cáncer la relajación y abusos con escándalo de los religiosos virtuosos y seglares piadosos que observan nuestra conducta".

En mayo de 1828 es designado visitador general y presidente del capítulo que debe celebrarse al año siguiente fray Dionisio Tarriba. Prevista su reunión para setiembre de 1829, la invasión del general Paz impide enviar las convocatorias, por lo que se posterga para marzo de 1830 pero nuevamente la guerra lo impide. En consecuencia, solos el visitador y su definitorio dan poder al provincial fray Hipólito Soler para que rija la provincia hasta el próximo capítulo cuya fecha queda por determinar. Éste consulta con distintos asesores acerca de si el provincial y los definitorio s pueden sufragar en el próximo capítulo pues así lo establecen las leyes, a lo que se le responde que están hechas para evitar la perpetuación de los ambiciosos y que éste no es el caso. En consecuencia, Soler convoca a capítulo para el 28 de febrero de 1831 y traspasa la presidencia al provisor Castro Barros de acuerdo a las disposiciones del gobernador delegado José María Fragueiro. Ese

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capítulo nombra ministro provincial a fray Juan Bautista Fernández "con gran aceptación y contento".

Sin embargo, antes que pasaran tres meses, se produce la prisión de José María Paz y los frailes Buenaventura Badía y Fernando Braco interponen recurso de nulidad ante el gobernador José Roque Funes quien acepta la demanda el 21 de junio de 1831 y comisiona al provisor Benito Lascano para que invalide lo resuelto por el capítulo. Lascano, basado en la información que le suministran Badía y Braco, declara inválido el capítulo el 29 de julio hasta que su santidad resuelva lo que estime conveniente. Obviamente, reunidos los frailes del convento grande de San Jorge de Córdoba, bajo la presidencia del provisor Lascano, eligen guardián a fray Buenaventura Badía con aprobación del gobernador.

A mediados de setiembre, el provincial Juan Bautista Fernández emprende su defensa por la "violenta e ilegal resolución" que tomara el provisor "contraviniendo a las prerrogativas, inmunidades, privilegios y exenciones que goza [la orden] de cualquier potestad eclesiástica que no sea la del ministro general o del Romano Pontífice"; punto en el que Roma le da la razón. Luego dice que la nota del gobernador Funes es "revolucionaria, capciosa y de mala fe" y que los frailes denunciantes son dos franciscanos "mezclados en los asuntos políticos de su sistema de federación", amén de que Lascano es un "federal exaltado".

Para que no queden dudas de que la cuestión tiene un trasfondo político, relata la caída de Paz, la renuncia de Castro Barros y el regreso de Lascano, para luego explicar la reclusión y' extrañamiento de Castro Barros, tres canónigos de la catedral, varios doctores eclesiásticos, el comisario de la provincia franciscana Soler y el comisario visitador de la misma Tarriba. Como él no es ni unitario ni federal, los frailes conspiradores se contentan con privarlo de su provincialato sin dar razones. Lo cierto es que tratado el asunto en Roma, no obstante señalar la falta de jurisdicción de Lascano para llevar adelante semejante proceso, se le reconoce su buena voluntad para cortar el escándalo y prácticamente se atiene a lo resuelto por el provisor: ordena nombrar vicario provincial que convoque a capítulo, tarea que por delegación le cabe a Benito Lascano en octubre de 1833. Éste nombra como vicario provincial al guardián de Córdoba fray Buenaventura Badía, que no consigue celebrar el capítulo por fallecer en setiembre de 1835. En octubre, Lascano nombra vicario provincial a fray Cristóbal Gavica quien convoca a capítulo para el 17 de enero de 1836 en Cata-

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marca. Concretado al fin, se nombra provincial a fray Juan Bautista Fernández, aquel que fuera obligado a renunciar.

Al parecer, desde entonces, los franciscanos celebran normalmente sus capítulos.

2.2.2. Los mercedarios

Los enfrentamiento s internos mantienen a la provincia religiosa en situación precaria desde el capítulo de 1819, a 10 que luego se suman las reformas porteñas que impiden la reunión del correspondiente a 1822. De allí que el convento de San Lorenzo de Córdoba, imposibilitado de acudir a la sede apostólica ni al general de la orden, se dirija al provisor del obispado José Gabriel V ázquez en noviembre de este año, solicitándole que convoque a elecciones o resuelva 10 que estime más conveniente, atento a que la representación provincial está aislada y sin medios para gobernar, no ha podido terminar con las disensiones internas y "10 que es más, sin dar prelados a los conventos que llevasen el orden interior y promoviesen la observancia de la disciplina regular".

Consultado, el fiscal doctor don Estanislao de Learte considera, en febrero de 1823, que la provincia mercedaria del Tucumán ha "desapa-recido". En el mismo sentido 10 hace la junta de teólogos convocada al efecto en marzo del mismo año, por 10 que estima que el provisor puede nombrar prelado local del convento de la Merced hasta que la provincia congregada en capítulo pueda hacer los nombramientos acostumbrados o hasta que se recurra al Papa para que resuelva sobre la cuestión. Así 10 hace V ázquez el 24 de marzo, nombrando como presidente del convento de Córdoba a fray Gregorio Fernández, 10 que es aceptado por el gobierno. No hubo capítulo en 1825 pero sí en julio de 1827, presidido por el comisionado del provisor el doctor José Roque Funes, siendo elegido nuevamente fray Gregorio Fernández.

Fernández encuentra una total desorganización de la vida conventual, en parte porque el gobierno ha acudido a mercedarios para cubrir vacantes en las parroquias con acuerdo de los provisores y, en parte, porque por la falta de vocaciones la mayoría de los conventos no reúnen los seis u ocho religiosos necesarios para tener prelado y formar comunidad, por 10 que estima que "no puede haber provincial sin provincia" pidiendo su retiro o que ponga "al frente de ella un sujeto capaz de organizar los residuos" de la orden. Hacia fines de octubre de

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1828, tras consultar a una junta de teólogos, Bustos nombra comisionado a Learte con todas las facultades para intentar la reforma, pero éste se topa con la resistencia larvada de no pocos religiosos y no puede continuar adelante. Ni se depuso a Fernández ni se toman medidas contra la creciente relajación, lo que preocupa sobremanera al nuevo provisor Castro Barros en mayo de 1830.

En noviembre de ese año, se debe reunir el capítulo para elegir prelado provincial. Fernández comunica al gobierno que no se puede verificar "por haberse acabado las comunidades religiosas de la provincia", amén de que muchos religiosos se han jubilado y faltan quienes se ocupen de la enseñanza, el púlpito y los demás oficios como ocurre en el convento de Córdoba "que no tiene ni lector, ni predicador, ni maestro de latinidad, ni en quien poder hacer elección de comendador". Y termina por ofrecerle al gobierno las temporalidades de la orden, lo que provoca la reacción aireada del pro visor Castro Barros que lo acusa de pusilánime.

A fines de noviembre, el provisor y el gobernador acuerdan nombrar visitadores para dictaminar sobre estas cuestiones: la iglesia designa al rector de la catedral José Gabriel Echenique en tanto el gobierno a Dalmacio V élez Sársfield, acompañados del notario Manuel Bernabé de Orihuela. Nada se sabe acerca de lo ocurrido, pero para agosto de 1831, ya regresado Lascano al provisorato, continúa al frente de la comunidad Fernández aunque sin poderes. Las gestiones de Lascano tampoco conducen a cosas concretas y, para enero de 1835, Fernández insiste en sus argumentos ante José Vicente Reynafé. Tampoco prospera la medida adoptada por Fernández de vestir algunos jóvenes "por devoción el hábito religioso, y educarlos para que puedan serIo en realidad y propiedad", más allá que logra reunir diez con "buenos principios de latinidad".

Entre 1838 y 1839 aumentan las quejas por el relajamiento de las costumbres, que se pueden resumir así: falta de vida conventual, del debido estudio, "andar esos jóvenes Religiosos todo el día en las calles a pie y a caballo" y, por las noches, amanecerse jugando a las cartas. A fines de diciembre de 1838, ya no existe "de hecho y menos de derecho convento" y sus posesiones espirituales y materiales se encuentran "en el más completo abandono". En 1840, el convento mercedario de Córdoba, junto con el resto de la provincia religiosa, es disuelto hasta ser repuestos en 1859, por un rescrito del papa Pío IX.

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Inicialmente, el gobierno de la provincia se hace cargo de la admi-nistración de las temporalidades, el convento y las estancias de Yucat y la Calera, pero luego pide al provisor que elija un clérigo secular que 10 haga pero éste se excusa y, entonces, nombra a11aico don Leonardo Casas y Cordero para dicha tarea. Sin duda, el asunto es complicado al punto que el provisor no quiere comprometerse ni comprometer a los seculares; y el estado encuentra viable recurrir a un laico de acuerdo a su regalismo, con 10 que demuestra que la separación entre 10 civil y 10 eclesiástico es muy delgada. De todas maneras, existen trámites tendientes a restaurar la orden en la provincia por parte de Manuel López.

2.2.3. Los dominicos

Esta es también una orden gravemente afectada por la decadencia, la que parece no tener solución puertas adentro. Hay que esperar, como en las demás, que la llegada de nuevos religiosos desde el exterior renueven los cuadros y se puedan encarar las reformas necesarias para el restablecimiento de la vida conventual. Y ello ocurre a partir de 1857.

Entre tanto, para 1838, la situación del convento de predicadores de Córdoba es muy preocupante. El superior informa que de los seis religiosos existentes, incluido él, sólo tres están en condiciones de con-fesar y predicar; otros dos son muy ancianos y están incapacitados para cumplir sus funciones por el "estado patológico en que se hallan"; y un tercero sólo 10 puede hacer parcialmente por estar atacado de gota. El resto son estudiantes del primer año de teología y solo habiendo cursado el tercer afío estarán capacitados para confesar y predicar.

A fines de julio de 1839, el nuevo prior provincial fray Nepomuceno José Chorroarín le explica al maestro general de la orden fray Ángel Domingo Ancarani, que en los conventos del Tucumán existe una notoria desorientación y le informa que en más de treinta afíos sólo han recibido un oficio de los superiores de Roma, convocando al capítulo general de octubre de 1837. En enero de 1842, el visitador fray Felipe Santiago Savid informa que las discordias internas continúan sin podérse1as morigerar. En 1849, según una relación que el prior provincial fray José Manuel Pérez, elegido en el capítulo de noviembre de 1847, remite al maestro general de la orden, los conventos viven sumamente empobrecidos y llenos de deudas.

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Para este fraile, las turbulencias políticas que comienzan en 1810 contagian a toda la sociedad y, por cierto, a los mismos claustros, siendo éstos los males "que afligen a nuestra pobre provincia en otro tiempo tan floreciente". A continuación ensaya la siguiente explicación: "Se pusieron entonces los primeros obstáculos a la observancia regular. Posteriormente las transgresiones de este género se autorizaron por las circunstancias. Al fin no quedó sino una sombra [de dicha observancia] o, más bien, un imperfecto simulacro.

Lo mismo sucedió con los estudios. Se descuidó la enseñanza, que perdió su inflexible tenor. Con lo que poco después en nuestras escuelas sólo se daban de ella los primeros rudimentos, mezquinos, superficiales y estacionarios". Y ello fue así no sólo "por nuestra propia tibieza y disipación" y por la falta de postu1antes, sino, fundamentalmente, porque "Los gobernantes supremos de estos países, por razones que ellos llaman políticas, pretextando el derecho de patronato, intervienen directa o indirectamente desde tiempo atrás en los asuntos y el gobierno de los regulares; de tal suerte que, sin su licencia y beneplácito, pocas son las resoluciones que se pueden tomar".

y termina sosteniendo que todo esto "constituye lo que yo llamo el estado de tristísima agonía de nuestra provincia, y que me lleva a exclamar con frecuencia: Mis hermanos me han elegido provincial para asistirlos en su lecho de muerte".

Sin duda el panorama de los regulares en la primera mitad del siglo es desalentador. Para muchos la decadencia es el producto de una administración eclesiástica intervenida por los políticos; para otros, producto de las reformas que se introdujeron en algunas provincias. Pero en el obispado de Córdoba cuenta la indiferencia y la desatención que la jerarquía eclesiástica muestra hacia las distintas órdenes, a las que deja libradas a su suerte. La mejora vendrá años después, con la llegada de contingentes de religiosos europeos y el paulatino restablecimiento de la vida en común en los conventos de la provincia.

2.2.4. Los jesuitas nuevamente en Córdoba

El 26 de agosto de 1836, el gobernador de Buenos Aires autoriza el retorno de la restablecida Compañía de Jesús en aquella provincia. Pero recién en 1838, el superior padre Mariano Berdugo obtiene permiso para enviar algunos padres a misionar a Córdoba. Ello de diciembre arriban a esta ciudad los padres Fondá, la Peña y Francisco

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Colldeforns, siendo recibidos por el gobernador, el provisor del obispado doctor José Jenaro Carranza y un numeroso concurso de gente atraída por los recuerdos que la Compañía dejara en amplios sectores de su población y que, posiblemente, se magnificaron a raíz de la expulsión.

Quizás uno de los más entusiastas sostenedores de la Compañía es el gobernador López que les ofrece suprimir algunos establecimientos muy deteriorados y dotar con sus rentas un colegio, además de entregarles el gobierno y cátedra en la universidad. A esto último se niega el viceprovincial aduciendo que reemplazar a los nacionales existentes por extranjeros sólo podía producir un efecto negativo.

A principios de 1839 parecían encaminadas las tratativas para el es-tablecimiento definitivo de la orden en Córdoba. Además del apoyo del gobernador, una nota firmada por 54 vecinos de la ciudad, incluido el consulado de comercio, avala esa intención. Sin embargo, la resistencia se manifiesta en el seno de la legislatura donde un grupo de legisladores intenta sujetarlos a la autoridad diocesana, no darles estabilidad y limitar el número de sus miembros. Los debates son tensos y las comunicaciones entre el ejecutivo y la sala también. Finalmente, el 23 de mayo de 1839, la legislatura decreta que los religiosos de la Compañía de Jesús puedan establecerse en esta provincia y vivir en ella conforme a su Instituto; se les concede el templo de la Compañía "sin perjuicio del servicio que presta a las funciones religiosas y literarias de la universidad", y la casa de Noviciado para su aloj amiento; y el rector del Monserrat les entrega "todos los trastos, muebles y demás útiles de la iglesia que corre a su cargo" previo inventario. La resolución cuenta con el beneplácito del gobernador y del provisor del obispado.

Entre tanto, sea por el peso de la tradición sea porque ya se perciben los primer signos del cambio de actitud de Rosas respecto a ellos, el padre Berdugo va madurando la idea de volver a instalar en Córdoba el centro de estudios o colegio Máximo, para lo cual remite a esta ciudad cuatro sacerdotes, siete estudiantes teólogos y tres hermanos coadjutores de los recientemente llegados de España, con lo que se forma un plantel de diecisiete religiosos. Poco después, en marzo de 1840, vienen seis novicios más con lo que, de hecho, la comunidad de Córdoba queda convertida en casa de formación. Al año siguiente, sólo quedan en Buenos Aires el segundo y tercer año de teología, pasando a esta ciudad tres cursos más de la misma facultad. Respecto a la universidad, vuelven a rechazar el pedido de hacerse cargo de una

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cátedra de latinidad por las razones ya dadas y queda en suspenso el pedido de que en todo caso abran una en su colegio.

A mediados de 1840, Rosas, por medio de la mazorca, hace correr la voz de que los jesuitas estaban en relación con los unitarios, siendo insultados y difamados en la sociedad porteña. Y, un año después, esas persecuciones se extienden a Córdoba, donde todavía gozan del apoyo de Manuel López y del provisor del obispado, amén de la gran mayoría de la población. Pero la presión del gobernador de Buenos Aires se hace sentir, particularmente cuando en diciembre de 1847 se queja ante la legislatura porteña de la existencia de los jesuitas en Córdoba. De nada valen las cartas que el gobernador López remite al ministro Arana y al mismo Rosas en enero de 1848, desde el campamento de La Carlota. Y López, puesto en la disyuntiva, disuelve la Compañía de Jesús en la provincia ello de marzo de ese año, ordenando se les entreguen a sus miembros los respectivos pasaportes y al provisor del obispado todos los bienes.

El mismo gobernador, el 7 de abril de 1852, apenas caído Rosas, expide un decreto declarando vigente el decreto que los aceptara, los declara inocentes de todas las acusaciones que se les hicieran y reconoce que "su extrañamiento [fue] obra de la violencia y tiranía" del ex gobernador de Buenos Aires "y que al gobierno de Córdoba, no le fue posible reclamar medida tan caprichosa y arbitraria". Pero eso ya es otra historia.

3. La acción de la Iglesia

Interesa conocer cómo es la relación del párroco con sus fieles y cómo se aprecia su presencia en el lugar. Sin duda que su ausencia de la parroquia, su vida disoluta o disipada y, fundamentalmente, el in-cumplimiento de sus deberes pastorales, son motivo de descontento y de denuncia. Pero todo esto explica, también, que la vida de un cura párroco de campaña es dificil y que están librados a su suerte.

Es sabido que durante las visitas que realiza el obispo o sus enviados se efectúa el control de las parroquias, pues se pregunta a los feligreses si el cura o sus ayudantes cumplen con sus obligaciones. Por cierto que el contar con ayudantes le facilita la tarea pastoral al párroco, pero ya se ha visto que es dificil conseguirlos y algunos acuden a los regulares. Además, uno y otro acostumbran a abandonar ocasionalmen-

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te sus obligaciones por las causas más diversas. No faltan los párrocos que viven buena parte del año en la ciudad dejando sus parroquias abandonadas o en manos de un subalterno. Esto plantea el problema de que estos curas, llamados excusadores, carecen de las facultades del titular y sólo pueden cubrir las necesidades mínimas de la parroquia, 10 que deja a los fieles en parte sin asistencia. Como se ha señalado, los sacramentos tienen para el fiel un valor de orden, de legitimidad y de validez para los acontecimientos más relevantes del ser humano: su nacimiento, su casamiento y su muerte; de la misma manera que el ingreso a la pubertad y a la adultez, están marcados por la comunión y la confirmación. De allí que la falta de sacerdotes produzca inquietud e incertidumbre, amén de que, como 10 expresa un grupo de feligreses del curato de Río Seco, a los "padres de familia que desgraciadamente vivimos en este lugar nos aflige en extremo que nuestros hijos se casen sin ver siquiera frecuentar los santos sacramentos".

En este contexto, se prefiere la actuación de un cura de condición dudosa antes que los fieles mueran en pecado. De allí que, de no mediar el escándalo público, ciertas situaciones anómalas son toleradas. La re-lajación de las costumbres y un estilo familiar de relación con el medio da cuenta de la falta de límites entre sus múltiples niveles de pertenencia (familiar, vecinal, político, pastoral, etc.) y parece poner de manifiesto el carácter todavía arcaico de la función eclesiástica; o, más bien, el retro-ceso experimentado. En la primera mitad del siglo XIX, las mayores de-nuncias son por faltas al celibato; luego, en orden decreciente, por ebrie-dad, juego, malos tratos, faltas en la celebración de los sacramentos, incumplimiento de las obligaciones de párroco, amancebamiento con parroquianas, reconocimiento de hijos, etc. Varias circulares y suspen-siones in sacris intentan revertir la situación sin mayores resultados.

Otra falta común entre el clero es la solicitación en el confesionario, que no es comúnmente denunciada en Córdoba quizás porque ya no tiene la relevancia que tuvo en el siglo XVI y porque ha desaparecido el tribunal de la inquisición, que es el encargado de juzgarla. Sin duda que el espacio de intimidad que crea el confesionario brinda múltiples posibilidades al deshonesto; e incluso el mismo gobierno provinciallo llega a considerar como un lugar adecuado para también captar voluntades políticas. Si las consecuencias son limitadas se debe, en primer lugar, a la conciencia del confesor; luego al hecho de que la población masculina se resiste a cumplir con el precepto, aun cuando sea anual; y porque esa práctica generalmente aísla al solicitante aunque

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obstaculice la imagen del cura como guía y consejero espiritual. Ejemplos de lo expuesto son los casos del cura José Gregario de Ante, regular que se ha secularizado en 1830 y que cuenta con varias denuncias por reiterados hechos de "disipación, inmoralidad e insubordinación a la autoridad diocesana eludiendo sus órdenes y preceptos [ ... ] con el trato ilícito en que ... ha vivido en esta ciudad ... estando encargado de una de las Ayudantías de estos curatos rectorales, abandonándose su arreglo en esta línea hasta hacer solicitaciones intra confecionem". Y, en 1836, el del clérigo presbítero Román (o Romano) Torres, al que se abre causa criminal "por solicitante" contra dos mujeres. Sin duda es dificil para un sacerdote con vocación respetar las reglas marcadas por el concilio de Trento habida cuenta lo puntmoso del interrogatorio a que debe someter al pecador; tanto más lo es para aquellos que no tienen una vocación definida. Lo leve de la reprimenda habla de la posición de la jerarquía acerca del problema.

Hay algunos curas que son especialmente conflictivos, como es el caso de Cosme Blanes que tiene problemas con casi todos los vecinos más importantes de los curatos en que sirve. Entre 1818 y 1822 en 1s-chilín con Mariano Usandivaras, patrono de la capma del Rosario, por sus estipendios; luego en la parroquia de Alta Gracia con José Manuel Solares, por semejantes razones; pero, en 1831, es promovido a una media ración en el cabildo eclesiástico y, en 1836, es ascendido a la dignidad de tesorero del mismo, culminación de una carrera muy fruc-tífera. Al parecer, como en el caso de los laicos, los excesos de los curas no implican una condena permanente, pudiendo ascender siempre y cuando tengan los contactos necesarios, generalmente políticos.

Uno de los problemas más graves con que choca la catequesis es la gran cantidad de fieles "sin educación" o con una muy deficiente, particularmente por "la ignorancia en la Doctrina Cristiana" que conlleva el incumplimiento de los preceptos. Si bien el control sobre las prácticas de los fieles es difícil, no es imposible, siendo uno de los trabajos del sacerdote velar para que su comunidad cumpla con esos preceptos y viva dignamente en la virtud; por cierto que el control efectivo que el cura párroco puede tener es mayor cuanto más pequeña es su feligresía y menos dispersa está.

Los sacramentos que se cumplen con dificultad son la confesión y el matrimonio. Conocedores de la gran resistencia que ofrecen los varones para cumplir con el primero, los párrocos suelen ser benignos con sus feligreses e, incluso, en algunos casos que cabe la excomunión,

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prefieren métodos persuasivos otorgándoles ochos días "para cumplir con esta cristiana obligación" lo que, en general, da buenos resultados. Tanto o más complicado parece ser el problema de los casamientos por una variedad de razones, entre las que pueden mencionarse el tema del arancelamiento, la cuestión de los grados de afinidad de las parejas en un mercado matrimonial restringido y la falta de sacerdotes, todo lo cual fomenta las uniones de hecho.

Más allá de que la falta de arraigo de los sacramentos entre los fieles se atribuya al desconocimiento de la doctrina cristiana, la verdad es que también influye negativamente el maltrato recibido por la autoridad eclesiástica y la falta de respeto por la disciplina y ordenamientos canónicos de parte del estado provincial, todo lo cual lleva al crecimiento de "la inmoralidad por los mismos que debían combatirla con su ejemplo". A partir de estas consideraciones, el vicario apostólico Benito Lascano publica en la puerta de la catedral, en 1836, un auto ordenando "a todos los eclesiásticos seculares como regulares que por el espacio de cuatro años, enseñen breve, y catequísticamente a los fieles, en todos los sermones así morales como Panegéricos, en el exordio de ellos, por punto doctrinal, la santa doctrina y obligación que tienen todos los cristianos, de respetar, reverenciar, y obedecer a los Prelados de la Iglesia". Un año después, en momentos de mucha tensión política y social, el provisor del obispado Mariano López Coba convoca a los párrocos para que insten a sus fieles a dar "un testimonio público de su creencia, presentándose al examen de los párrocos, obteniendo cédula de aprobación para cerciorarse de su estado, conociendo sus necesidades y aplicasen los medios necesarios convenientes". Esto es, pide a la comunidad de creyentes que fiscalicen la idoneidad y legitimidad de sus sacerdotes.

En toda sociedad, y por supuesto en la cordobesa, las formas externas revisten una especial importancia porque representan el orden social mismo. La marcha de los acontecimientos políticos y sociales preocupan y atemorizan a la población porque parecen conducir a la pérdida del orden social vigente. En lo que respecta al tema que se está tratando, el hecho de saber que en las calles circulan seglares disfrazados de clérigos para gozar de los beneficios de ese estado inquietan, lo mismo que los clérigos que aparentan ser laicos. En 1836, el provisor le recuerda a todo el clero que debe asistir a los oficios religiosos en "habito coral desde el día del jueves de la semana Mayor hasta el domingo de Pascua, bajo la pena de cuatro pesos

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de multa". Años después, en 1840, cuando aumentan las denuncias sobre la escasez de sacerdotes y parece aumentar la relajación, el fiscal eclesiástico, presbítero Millán, vuelve a denunciar que los clérigos menores usan el solideo cuando sólo lo pueden hacer "los ordenados in sacris". Por su parte, el obispo Ramírez de Arellano se ve en figurillas para hacer cumplir la norma del concilio de Trento respecto a que los sacerdotes no vistan con lujo y eviten los afeites inapropiados a su carácter, a fin de mostrar en su aspecto externo su rectitud interior y su moral. Observa con pesar el uso "de las pelucas, que ha principiado a introducirse con escándalo entre algunos, y el demasiado, y esmerado aliño con aceites, y partidos en el peinado, a manera de legos, entre otros individuos del clero secular", lo que va contra "la modestia, y circunspecta dignidad del sacerdocio". Por lo demás, el proceso general de laicización parece alcanzar también al vestuario de los sacerdotes.

Ya se ha mostrado que la concentración en la persona del obispo del ejercicio de la justicia ordinaria si bien permite mantener unidad de criterio conspira contra la resolución adecuada y rápida de los casos. Pero, además, la situación se agrava cuando hay inestabilidad política como ocurre después de la Revolución de Mayo y, sobre todo, a partir de 1820, cuando la unidad se fragmenta tras la caída del gobierno central y el patronato sobre la Iglesia de Córdoba es transferido al gobernador de la provincia; y aún en 1834, al disgregarse parte del obispado para conformar la diócesis de Cuyo, manteniéndose sólo la subordinación de La Rioja al gobierno eclesiástico de Córdoba aun cuando constituya una entidad política independiente.

También se ha analizado que el clero católico es un actor social de relevante presencia en el poder político de la época y que, en general, tiene una destacada actitud de apoyo a la independencia y a los distintos gobiernos que se suceden. Igualmente que las luchas entre unitarios y federales inficionan a muchos de sus miembros, lo que les vale a algunos sufrir el destierro no bien triunfan los contrarios, como le ocurre a Benito Lascano, a Pedro Ignacio de Castro Barros o al cura Salustiano de la Bárcena, expulsado este último de la provincia en 1850 por haberse expresado contra el gobierno desde el púlpito de la iglesia de Santo Domingo, para nombrar sólo los casos notorios. Hubo otras, como la que vuelve a caer sobre la Compañía de Jesús que debe abandonar el territorio provincial en 1848, cuando Rosas dispone una nueva expulsión.

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Se ha sostenido que no obstante estos hechos y otros que se han expuesto, que señalan el poder del Estado, es evidente que los distintos gobiernos tienen un interés especial por mantenerse cercanos a la iglesia, habida cuenta que en una sociedad como la cordobesa, profundamente religiosa, cualquier gobierno con pretensiones de perdurar no puede ignorar el poder social de la Iglesia. Sin embargo, es notable la afirmación e intervención del poder civil sobre el religioso durante todo el período, con las consecuencias ya conocidas sobre la disciplina del clero secular y regular y el resentimiento de la vida religiosa general.

Las conocidas dificultades que afronta la enseñanza de la doctrina cristiana y la administración de los sacramentos tiene una de sus expli-caciones más sólidas en la escasez y escasa preparación de los sacerdotes en la diócesis. Además, la negligencia y desidia de algunos religiosos en el cumplimiento de sus funciones pastorales favorece el desarrollo de situaciones irregulares, especialmente en zonas alejadas del obispado. Más aún, como se ha expuesto, no faltan casos de irregularidades en la administración de los sacramentos que se suman a otras tales como transgresiones al celibato (amancebamiento s y pecado de solicitación), ebriedad, juego y malos tratos, los que están relacionados con una relajación de costumbres del clero -en consonancia con la que experimenta la sociedad en su conjunto- y a las que cabe añadir, promediando el siglo XIX, un grado de libertad de acción respecto de las autoridades romanas que ha comenzado con la revolución y se profundiza en la época federal.

Respecto a la conocida vocación misionera de la iglesia y de sus prelados, sólo se registra la emprendida por Benito Lascano. No bien es promovido a deán, considera que el cargo le exige misionar y a co-mienzos de 1827 se dispone a crear una escuela de primeras letras "para sólo indios" en La Carlota, en villa de la Concepción "o en otro lugar que yo considere a propósito"; y, en octubre, va a misionar entre los indios pampas. Como resultado de sus esfuerzos, logra establecer la reducción de Santa Catalina de Siena sobre el río Tercero arriba que, para julio de 1828, cuenta con 42 indios casi todos infieles y donde, en enero del año siguiente, se han levantado ocho cuartos de adobe para el doctrinante. Sin embargo, para mayo de 1830 apenas cuenta con diez indios y finalmente es abandonada. Una vez más fracasa un esfuerzo de esta índole entre los nómades habitantes de las pampas, aunque deba hacerse notar que ya no existen estructuras adecuadas para

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estos emprendimiento ni en el clero secular, que prácticamente nunca las tuvo, ni entre las órdenes religiosas una vez expulsados los jesuitas y desarticulados los franciscanos.

No obstante lo expuesto, existe en la feligresía cordobesa una notable fidelidad a las enseñanzas de la iglesia y una apreciable necesidad de satisfacer sus necesidades espirituales. Así lo da a entender lo ocurrido a raíz de la llegada de los jesuitas nuevamente a Córdoba en diciembre de 1838: los reciben unas tres mil personas que desbordan el templo desde dos horas antes de la ceremonia y, al día siguiente, es preciso "sacar el púlpito a la puerta de la iglesia". Esa convocatoria se traduce en una labor masiva: "El trabajo del confesionario no solía bajar de quince horas diarias. Confesábanse los hombres por la tarde, desde temprano hasta las diez y media de la noche. Y cuando los padres se retiraban un rato a descansar a la penosa tarea del día, comenzaban ya a ocupar el atrio de la iglesia nuevos grupos de mujeres. De manera que, cuando al rayar el alba, abrían la iglesia; la muchedumbre se precipitaba sobre los confesionarios. Y lo más doloroso era que muchas, después de haber pasado buena parte de la noche al sereno y toda la mañana aguardando su turno, a las doce o una, tenían que volver a su casa sin confesarse". Durante quince días se trabaja a ese ritmo, disminuyendo luego pero "seguían todavía las confesiones sin término". Luego aumentaron las predicaciones y, correlativamente, la demanda de ejercicios espirituales que son nuevamente puestos en práctica en la antigua casa que edificaran para dicho fin. Y en este proceso, el gobernador López da el ejemplo.

Algo similar ocurre en la campaña, como cuando fueron invitados a descansar en la estancia de Alta Gracia, otrora de la Compañía, donde se encuentran con niños y adultos ansiosos por conocerlos y escucharlos. Ya Gillespie había notado el peso de los jesuitas en las tradiciones culturales de Calamuchita, lo mismo que otros viajeros en distintas regiones de la provincia. No obstante tropezar ahora con las luchas civiles, en abril del año siguiente se realizan ocho misiones por el curato de Anejos, siendo las más significativas las efectuadas en Guadalupe y en Alta Gracia.

Para 1845, la situación de la iglesia en la campaña es ciertamente delicada. Los jesuitas encuentra que en Pocho, para una población es-timada en 12.000 almas, sólo hay un sacerdote de 60 años. Durante su misión dan 400 sacramentos, "reunieron matrimonios separados, y se renovó la fidelidad que en muchos faltaba ... y era tan grande el con-

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curso [de gente], que se llenaba la capilla, y el pretil o cementerio que suele haber delante de la misma iglesia". En la oportunidad reparten "muchos ejemplares de una oracioncita contra la impureza" que procuran enseñar de memoria, atraen a los maestros "con algunos escapularios y prometiéndoles misas", y terminan apuntando que en "medio del abandono en que viven aquellos campesinos, se nota en ellos mucha docilidad para practicar los medios necesarios para una verdadera reforma de vida". Poco después, los tres jesuitas parten para misionar en Chañar y Río Seco.

Las sangrientas luchas civiles ensombrecen la vida de las familias cordobesas. Así, en ocasión de la revolución de octubre de 1840 y su posterior derrota, muchos habitantes desesperados se refugian en las iglesias y conventos religiosos en procura de eludir las venganzas. El superior jesuita de Córdoba, padre José Fondá, dice que "todas las iglesias y conventos, así de frailes como de monjas estuvieron por mucho tiempo, llenas de gente, sin salir de ellos día y noche; que en el convento de San Francisco, se agolpó tanta gente, que los padres retirándose a lo más apartado de él, cedieron sus celdas y toda la clausura a una multitud de personas de uno y otro sexo; que por las calles no se encontraba un alma ni a la mitad del día".

Con el terror, aumenta la tarea apostólica de la iglesia y los jesuitas, que habían improvisado una casa de ejercicios, se ven obligados a trabajar con tandas de ochenta personas que allí se congregaban. A éstos corresponde, también, establecer la celebración del mes de María, que se fija en noviembre y al que concurre tanta gente que se debe habilitar también el atrio del templo.

A principios de 1843, mientras en Buenos Aires son nuevamente expulsados, en Córdoba se da un notable impulso a las tareas apostólicas contando con el apoyo del gobernador López que, para Cuaresma, da orden a todo el ejército de línea residente en la ciudad para que cumpla con el precepto pascual, con la obligación de presentar cada uno un billete que atestiguase haberse confesado y comulgado.

En ese contexto, no es de extrañar que el noviciado de Córdoba se muestre vigoroso y, para 1845, aumente el número de sus seminaristas con ocho jóvenes. Al año siguiente, mientras el padre Peña evangeliza en Río Tercero y se celebra el mes de María, el padre Fondá predica en la plaza "a todas las tropas reunidas, con su General, el Gobernador López, a la cabeza".

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Son tiempos de enorme debilidad instituciona1, semejantes a los que soporta la vida civil. Toda la vida ec1esia1 y conventual ha sufrido graves embates que las han puesto al borde de la extinción, como ocurre con algunas provincias religiosas. Córdoba, por su tradicional concentración de gente y centros de formación, resiste mejor que los conventos de otras provincias tantos avatares pero no deja de sufrir sus consecuencias en el número y calidad de sus miembros. Todos parecen estar demasiado ocupados en las luchas intestinas como para preocuparse en propagar la fe; por 10 que el hecho de que ésta exista sólidamente emaizada en el pueblo es más obra de la fortaleza interior de los fieles que de los encargados de explicitarla. La llegada de los jesuitas es un hálito de esperanza y de renovación en un ambiente generalizado de relajación espiritual, de desidia y de abandono.

4. Las relaciones entre los gobiernos y la Iglesia

En el contexto formativo de la identidad y entidad provincial, la Iglesia juega un papel fundamental actuando como guía del orden social y como mediadora y fuente de legitimidad del orden político. Es casi unánime el sentir de sus pensadores y del grueso de sus habitantes de pertenecer a una sociedad donde existe una unidad indisoluble entre religión y patria, entre las esferas espiritual y secular, a la manera que la entendían los miembros de la escuela jurídico-teológica española de los siglos XVI y XVII, pero convenientemente remozada por los aportes de la modernidad y de los desarrollos políticos del constitucionalismo. Ejemplo de ello es el propio reglamento provisorio de la provincia, que básicamente es su constitución desde 1821 hasta 1855 o, por 10 menos, hasta 1847, donde se percibe una visión orgánica de la sociedad en la que las garantías de los individuos se desprenden de su pertenencia al cuerpo social. Esta cosmovisión católica se funda en una visión totalizadora de la realidad, en la que la religión es la vía de acceso a la Salvación y en el tardío concepto de considerar al hombre inserto en un orden natural prescripto por voluntad divina, que no debe trastocarse. En realidad, en esto último, existe una confusión y aún cierta manipulación del pensamiento tradicional por los intereses sociales sectoriales.

Lo cierto es que la pretendida república federal y católica de Córdoba se construye, como bien se ha dicho, a partir de una legislación que prevé un sistema republicano de gobierno tripartito, bajo el cual la

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religión oficial y de Estado es la católica. Sin embargo, es sabido que más allá de la letra la realidad condujo a la concentración del poder en manos del ejecutivo, que subordina a los otros dos. Pero aún así, parece ser el modelo en que se inspira Juan Bautista A1berdi para pensar su república posible en pueblos que pasan sin transición de un régimen monárquico a uno republicano de gobierno. Y esta sociedad cordobesa, que es jerárquica y está ordenada según "la naturaleza de las cosas", que está sustentada en los principios de la religión católica y de la república, cuyos dirigentes conforman una élite de laicos y clérigos unidos por múltiples lazos e intereses que velan por el correcto funcionamiento de la sociedad, parece transitar por el camino que finalmente la llevaría a la república verdadera.

Más allá de las creencias del notable tucumano, que estudió en Córdoba, parece que los cordobeses que fundan en 1820 un gobierno autónomo tienen claramente presente la idea de preservar el orden como un valor supremo que los aleje de la disolución social que amenaza a ésta y a todas las Provincias Unidas. El clero, que viene participando activa y directamente en la tarea de fundamentar la existencia de una nueva nación, definir la forma de gobierno a adoptar y colaborar en su organización, realiza ahora semejante tarea proporcionando los fundamentos teóricos al nuevo sistema, participando en la elaboración de su legislación, resolviendo problemas de gobierno, tratando de mantener la unión entre las partes del "cuerpo social" y aún apoyando desde la cátedra, el púlpito, los escritos, los confesionarios y los periódicos lo actuado por los civiles.

Todos los gobernadores cordobeses son religiosos en mayor o menor grado, respetuosos de las creencias de su pueblo, cuidadosos en las relaciones con la iglesia, pero sería un error suponer que vacilen en combatir a los curas y religiosos contrarios a la causa de la independencia, primero, y a los de su gobierno después, incluido el obispo; en cuanto proyecto e intervención tienen a nivel nacional son defensores de la católica como religión del estado; procuran mantener la independencia de ambas esferas pero siempre subordinando la espiritual a los fines del estado, tal como lo enseñaran los déspotas ilustrados de los que son herederos. De allí el celo por sus prerrogativas como máximos funcionarios civiles y como patronos.

Sería un grave error suponer que las relaciones entre el Estado y la Iglesia son armónicas y siempre complementarias. Existen numerosos motivos de fricción tal cual se ha visto y se continuará viendo,

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donde juegan ideologías, derechos y aún cuestiones personales o de partido, por lo que el panorama de esas relaciones es sumamente com-plejo. Y en el fondo, siempre omnipresente, el patronato.

Como se ha visto, ya el deán Funes, desde su posición regalista, ha considerado desde el principio que el sostén de la Iglesia otorga per se derechos al Estado sobre su administración. Y esta postura es adoptada por todos los gobiernos patrios. Luego, según el artículo 3° del reglamento provisorio, el gobernador "puede proveer todas las canongías y prebendas que vacaren y remover a los que por algún crimen se hagan dignos de semejante castigo, ínterin la Provincia de Córdoba sea la única contribuyente por el sostén del Coro de esta Iglesia Catedral". Pero la institución alcanza su mayor desarrollo durante el gobierno de Manuel López.

Unos días antes de que Rosas decrete, el 27 de febrero de 1837, que se reserva el derecho de otorgar el pase o exequatur a cualquier documento llegado desde Roma, el gobernador de Córdoba se pronuncia en ese sentido para su jurisdicción. Efectivamente, el 21 de febrero, López le ordena al cabildo eclesiástico que antes de enviar cualquier tipo de correspondencia al nuncio en Brasil se eleve al gobierno de la provincia para que apruebe o replique el documento. Y si bien no parece ser obligatorio en todos los casos y para todo tipo de comunicación, evidentemente se establece un control previo e importante de la correspondencia enviada a las autoridades eclesiásticas designadas por la santa sede.

Es decir que el documento pontificio debe obtener el pase del en-cargado de las relaciones exteriores, el gobernador de Buenos Aires; éste lo envía luego al gobierno de la provincia de Córdoba, quien lo examina y le da un segundo pase antes de enviarlo al cabildo eclesiástico; de manera que si bien el exequatur de Rosas es necesario, el visto bueno del patrono provincial es imprescindible en los casos de comunicaciones del exterior. En otras ocasiones, el gobernador inspecciona la documentación llegada desde Roma y luego la envía con una recomendación a Buenos Aires para obtener su pase.

Desde esta perspectiva regalista, se sienten con el derecho de inter-venir en los asuntos propios de la iglesia y promueven la existencia de bandos en los claustros y en la jerarquía eclesiástica; influyen en el nombramiento de obispos y provisores, ordenan las actividades del cabildo eclesiástico, proponen e imponen personas para los distintos cargos utilizando el recurso de la aprobación de la elección, participan de-

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cisivamente en las cuestiones disciplinarias toda vez que aceptan los re-cursos que les llegan cada vez más asiduamente; y llegan a establecer una correspondencia directa con la santa sede, a la que acude para obtener la aprobación de su conducta. Es la extensión de la política al interior de la iglesia que, aunque no es nuevo, nunca ha alcanzado tamaño desarrollo, en donde los bandos en pugna recurren al poder de turno cuando quieren obtener cargos y beneficios con el consiguiente relajamiento de la disciplina eclesiástica y conventual. Y, en general, no pocos mediocres encuentran un medio para ascender resintiendo la calidad de la dirigencia de la iglesia cordobesa.

Por 10 demás, la práctica religiosa no sólo es una necesidad espiritual sino, también, parte del ritual social que se debe cumplir provocando la confusión entre la puntual observancia de la liturgia católica con un deber más de la función pública. Esto tiene una acusada manifestación con Manuel López, un hombre conservador y dogmático que profundiza la confusión entre 10 público y 10 privado, como parece atestiguarlo la recomendación a su hijo de 1846 en el sentido que "el hombre sin religión para nada vale" y le aconseja ordenar a todos los que están bajo su dependencia "que concurran a la Iglesia a cumplir con el rito de Semana Santa, como yo 10 hago".

Los mensajes del gobernador revelan sistemáticamente su preocu-pación por el culto. En ellos da cuenta del arreglo y progreso de mo-nasterios e iglesias como una cuestión de importancia para el Estado. En las poblaciones de frontera que crea o fomenta, procura establecer un edificio para la práctica del culto a pesar de la precariedad de los recursos del erario provincial. Cada fiesta patria, cada triunfo del régimen o de las armas de la confederación es festejada con la solemnidad de un Tedéum. En fin, 10 religioso, combinado con una cuidada exaltación del espíritu patriótico, es la simbiosis que le sirve para apuntalar su régimen.

4.1. Bustos y la Iglesia

Cabe recordar que en razón de haber pasado Benito Lascano a Buenos Aires como diputado, desde el 22 de junio de 1818 se desempeña como provisor y gobernador de la diócesis de Córdoba el doctor don Manuel Mariano de Paz. Para entonces, el cabildo eclesiástico ha sido renovado: aunque jubilado y en Buenos Aires, Funes sigue como deán; el arcediano Juan Justo Rodríguez se jubila y 10 reemplaza Juan

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Francisco de Castro y Careaga (porteño y pariente del director Puey-rredón); Benito Lascano asume como tesorero, José Gregorio Baigorrí en la canonjía de merced; Gregorio José Gómez como chantre por muerte de Mendiolaza; como racionero 10 hace Bernardino Millán y como medio racionero Francisco Cándido Gutiérrez. Sólo queda sin cambio la canonjía magistral a cargo de Miguel Calixto del Corro.

Años después asume Juan Bautista Bustos el gobierno de la provin-cia, al que se considera un católico sincero pero de tendencia liberal y quizás excesivamente regalista en sus relaciones con la Iglesia; 10 que determina que no obstante los testimonios de religiosidad dados, por ejemplo en el Reglamento provisorio y en su posición frente a libertad de cultos, más de una vez intervenga en la jurisdicción de la Iglesia.

Al concluir los dos años de provisorato de Manuel Mariano de Paz, el 23 de junio de 1820, el gobernador Bustos, argumentando el "imperio de las actuales circunstancias de la provincia", ordena que se mantenga en los mismos términos hasta que, arregladas éstas, él mismo se 10 comunicará al cabildo para que "con la correspondiente libertad" proceda a elegir a quien convenga. La injerencia de Bustos es juzgada improcedente por los capitulares, quienes resuelven enviar una diputación ante el gobernador para "conservar la buena armonía". Sin embargo, Bustos se mantiene firme en su posición y el cabildo eclesiástico resuelve, tras tres intentos rechazados y por "la fuerza que les amenazaba", aceptar 10 dispuesto "bajo las anteriores protestas".

En el camino ha quedado, también, la preocupación del cabildo eclesiástico por mantener legitimada la autoridad del provisor en mo-mentos que se teme la escisión de Cuyo y de La Rioja. Sin embargo, y pese a la evidencia de que peligra la gobernabilidad, Bustos trata de tranquilizar al cabildo aduciendo que el patronato es una de sus atri-buciones y que esto es suficiente garantía para mantener la unidad de la diócesis. No parece percatarse de que una de las implicancias de la separación política de las provincias cuyanas es que el patronato queda en manos de sus gobernadores y que se pierden las rentas de la región, como en definitiva ocurre.

Una disposición legislativa de mediados de diciembre de 1820, dis-pensando del pago de derechos parroquiales a los pobres, promueve otra controversia. La asamblea forma en enero del año siguiente una comisión para proyectar una reforma de los aranceles parroquiales que, tras expedirse y obtener la aprobación del resto de la legislatura, 10 pasa al ejecutivo que 10 eleva al provisor y gobernador del obispado.

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Manuel Mariano Paz, tras omitir responder y siendo nuevamente con-minado, se opone al proyecto sosteniendo que esa facultad "es y ha sido hasta aquí privativa de la jurisdicción de la Iglesia". La legislatura pasa la respuesta a consideración de una junta de teólogos integrada por el licenciado Benito Lascano, fray Panta1eón García, doctores José Gabrie1 Vázquez, Estanis1ao Learte y e11aico José Dámaso Gigena que se expide, el 9 de marzo de 1821, sosteniendo que es de "exclusiva competencia de la legislatura el imponer contribuciones, extenderlas o moderarlas, según las circunstancias, siendo fuera de toda duda que estos derechos parroquia1es son una efectiva y real contribución". Luego abunda en la necesidad de evitar los enfrentamiento s superfluos entre el estado y la iglesia, no continuar alimentando a los enemigos de ésta y del Papa acerca de su intransigencia y su presunto "espíritu de dominación", y fija una posición claramente regalista e ilustrada respecto de las relaciones entre uno y otro poder: la iglesia tiene "una administración puramente espiritual en los reinos católicos, y su autoridad temporal no existe sino en cuanto al estado eclesiástico, y aun esto es por concesión de los soberanos". Ese mismo día se eleva 10 resuelto a la legislatura que 10 acepta y pasa al gobernador quien, el 13, 10 promulga y publica.

Pese a las dificultades, el provisor Mariano de Paz se mantiene en el cargo hasta julio de 1821, en que renuncia, y, el 6 de julio, sólo se logran reunir cuatro canónigos para considerarla, puesto que el magistral del Corro ha sido confinado en Ca1amuchita por el gobernador sustituto Francisco de Bedoya desde el 7 de abril anterior. Nada se pudo resolver y reunidos nuevamente el 28, pero sólo Castro y Careaga, Gómez y Lascano, se plantean una serie de cuestiones acerca de la legitimidad de la elección a realizarse y porque Lascano sostiene su derecho a reasumir esos poderes que recibiera directamente del obispo en 1817 y dado que no se puede declarar la sede vacante. Las discusiones giran en torno a si la elección hecha por el obispo tiene más validez que la que pueda hacer el cabildo o si, como dice el derecho canónico, al morir el obispo expira ipso Jacto la jurisdicción de su vicario. Sin duda son cuestiones que ponen de relieve las grandes dificultades que se presentan por la falta de comunicación con Roma y la necesidad de solucionarlas en la diócesis.

Tras una serie de actos fallidos, el 30 se elige como provisor al se-cretario del cabildo José Gabrie1 V ázquez, 10 que motiva la apelación de Lascano desde La Rioja (adonde ya está desterrado por decreto del

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14 de agosto) y el cuestionamiento de 10 realizado sin su presencia por parte del también extrañado del Corro. El regreso de ambos no modifica mayormente la situación salvo la intervención del maestrescuela de la catedral de Buenos Aires don Luis José de Chorroarín, nombrado juez delegado por el arzobispo de Charcas. Pero ni el vicario de Buenos Aires ni su cabildo eclesiástico quieren mezclarse en el asunto, niegan los poderes del juez Chorroarín y dejan a Córdoba en total libertad para obedecer o no su dictamen. Se está en un momento de máxima defensa de las autonomías provinciales y el asunto puede tocarlas. Y así 10 entiende Bustos que, en marzo de 1822, solicita al cabildo local le envíe inmediatamente todo el expediente para resolver, adelantándose a desestimar la competencia de Chorroarín para intervenir.

EllO de junio, el gobernador le expresa al cabildo que con 10 actuado "se minan las bases constitucionales de la independencia de ella" y le recuerda que, por el derecho de patronato, todas las dudas sobre la materia se le deben consultar; y en un auto contra Lascano termina con la controversia al amenazarlo con removerlo perpetuamente "de la silla que obtiene". Más aún, como patrono lleva a su casa los libros del cabildo eclesiástico donde se encuentran las apelaciones de ambos canónigos ante el metropolitano, los que devuelve meses después "borradas todas las actas de la materia". Sin duda, se trata de una intromisión desembozada del poder político en asuntos de la Iglesia. Ciertamente que la cuestión no queda allí; no faltan clérigos y laicos que entienden no ser legítimo 10 actuado y la controversia se extiende a sectores más amplios de la población incluidas las mujeres. Todavía en marzo de 1824 algunos continúan cuestionando la legitimidad de la autoridad eclesiástica, 10 que no es un dato menor en una sociedad como la cordobesa.

En mayo de ese año, V ázquez presenta su renuncia al cargo por motivos de salud la que es rechazada en distintos momentos hasta que, en agosto de 1826, el gobernador Bustos accede a su solicitud advirtiendo al cabildo eclesiástico que el "gobierno supremo de esta provincia no puede mirar con indiferencia la colocación de empleado alguno que no esté en consonancia con las miras del orden, que imperiosamente demanda el beneficio público de la misma provincia". El 31 de agosto, el cabildo acepta la renuncia y nombra al arcediano jubilado Juan Justo Rodríguez por tres años.

Éste, imposibilitado de efectuar personalmente la visita a la diócesis, en febrero de 1827 nombra a Castro Barros para que la realice en

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Cuyo acompañado del doctor José Saturnino de Allende. Además, en reemplazo de la casa de ejercicios espirituales convertida en cuartel, destina para ese fin un edificio anejo a la iglesia del Pilar, al que refac-ciona con la limosna de los fieles.

En marzo de 1828, ante un suelto del periódico cordobés La verdad sin rodeos contra la Compañía de Jesús, Rodríguez prohíbe la lectura del periódico y ordena a sus editores anular un párrafo del mismo bajo pena de excomunión. Esta actitud le vale el repudio de Bustos quien considera injusta la pena porque "no solamente no se toca cosa alguna perteneciente al dogma, pero ni tampoco a la moral y disciplina eclesiástica", sólo a una sociedad de hombres que "son malos, que atentarán contra el sistema republicano, etc."; y, luego, que los jesuitas fueron expulsados de España y otros reinos, "uniformidad que hace ver la evidencia de la criminalidad, no de individuos, sino del cuerpo todo o del instituto". Con prudencia, Rodríguez procura demostrar a Bustos que cuando el periódico ataca a los jesuitas lo hace también al breve de Pío VII del 7 de agosto de 1814, por el que los restituye en atención a su utilidad y méritos para la expansión de la fe. La cuestión queda allí, aunque cueste pensar que Bustos cambie opinión tan drástica.

A fines de diciembre del mismo año, debe enfrentar nuevamente al gobernador al negarle el derecho de exigir que las comunidades de ambos sexos le presenten las cuentas para su aprobación. El despotismo ilustrado ha calado hondo.

En enero de 1829, fallece el deán Gregorio Funes y, para reempla-zarlo, el gobernador propone al tesorero Benito Lascano, que se hace cargo a principios de octubre. De la camada de viejos canónigos, muchos de los cuales cumplen un papel fundamental en el proceso revolucionario, sólo queda Rodríguez que ya se encuentra cansado y enfermo y presenta su renuncia en junio de 1828 pero es sostenido en el cargo hasta marzo de 1829, en que se accede a su retiro. Producida la elección, por mayoría de votos es designado el deán Benito Lascano por tiempo indeterminado, otorgándole todas las facultades aún la de "poder, por ausencia o enfermedad, delegar su autoridad en sujeto de su confianza"; una elección que es aprobada por el gobierno.

4.2. Una acción armónica

Casi inmediatamente, el 13 de abril, delega su autoridad en el ar-cediano Bernardino Millán mientras dure su ausencia de la ciudad,

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motivada por el triunfo del general Paz y su asunción al gobierno de la provincia. El 25, el nuevo mandatario le comunica al cabildo eclesiástico que es conveniente que Lascano sea removido del cargo y se nombre otro. Ello de mayo se vota por unanimidad y por tiempo indefinido al doctor Pedro Ignacio de Castro Barros para el cargo, lo que es aceptado por Paz. A partir de entonces se inicia una relación armónica entre ambos poderes a punto tal que, por ejemplo, el prelado suprime más fiestas no laborables de las que le pide el ejecutivo para promover la industria y los trabajos del campo. O, ya en el terreno político, apoya el bando del 28 de junio de 1829 ordenando la entrega de los objetos pertenecientes a los jefes invasores de la provincia y promueve una colecta entre los sacerdotes de la diócesis para ayudar en las necesidades del gobierno; y, en setiembre, propone al cabildo eclesiástico auxiliar al gobierno "con las piezas de plata menos necesarias al culto", para ser utilizadas como prendas y garantías de empréstitos tal como los inmueble s lo han sido para hipotecas, a lo que éste se allana. Sin embargo, el gobierno se los devuelve el 23 de ese mes por haberse normalizado el comercio y entrar nuevos recursos.

Castro Barros tiene que enfrentar un ruidoso litigio entre el cabildo eclesiástico de Córdoba y las autoridades civiles y eclesiásticas de Cuyo. Por breve del 22 de diciembre de 1828 el pontífice León XII crea el vicariato apostólico de Cuyo, nombrando para el nuevo cargo al obispo titular de Tanmaco fray Justo Santa María de Oro, respondiendo de esta manera a un pedido de aquellas autoridades sin el conocimiento de las cordobesas. El cabildo eclesiástico de Córdoba, enterado de la resolución de la Santa Sede por comunicado del 3 de junio de 1830, se manifiesta asombrado y ve en la solicitud del gobierno y pueblo de San Juan los vicios de obrepción y subrepción, por lo que la mayoría de los canónigos opina que el vicario capitular Castro Barros debe elevar un recurso a la Santa Sede. Ello queda consignado en el acuerdo del 25 de junio, donde también se dispone comunicarlo a las autoridades civiles de Cuyo y enviar al vicario apostólico un traslado del acta. Como el gobierno de Mendoza muestra dudas sobre la validez del breve, Castro Barros propone al cabildo la idea de suspenderlo temporalmente, otorgando a la vez facultades al obispo Oro para que administre la vicaría en nombre de las autoridades religiosas de Córdoba. En sesión del 6 de agosto se aprueba el proyecto de Castro Barros por cuatro votos contra tres, uno de los cuales es el de Lascano. El gobierno civil de San Juan y el obispo Oro rechazan abiertamente el

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proceder de los canónigos, haciendo imprimir el último un folleto en que defiende su causa y trata de regalista y galicano al doctor Baigorrí que observara el breve por carecer del placet de la autoridad temporal. Por su parte el gobernador le responde al cabildo que "ni esa corporación ni alguna otra de la Iglesia Católica, puede ni debe suspender los efectos de la determinación y Breve Pontificio que expresamente contiene un precepto formal de obediencia a todos los cristianos en materias espirituales, inhibiendo al cabildo eclesiástico, a V.S. [Castro Barros] y a cualquier otro en todo el País de Cuyo, el ejercicio de la jurisdicción ordinaria" que se le ha conferido al obispo titular Santa María de Oro, constituyéndolo su vicario apostólico en todo el País de Cuyo. "Por lo cual el gobierno advierte al señor don Pedro Ignacio Castro, que considera atentatoria a la religión, unidad de la Iglesia, obediencia al Romano Pontífice, consideraciones debidas a esta provincia de San Juan y su gobierno, las pretensiones que promueve en la nota de 15 de agosto". Por cierto que la misiva pone en sus justos términos la cuestión, finalizando esta disputa con el breve expedido el 21 de noviembre de 1832 por Su Santidad Gregario XVI, que confirma el dado anteriormente por León XII.

Con la prisión del general Paz, el 11 de junio Castro Barros presenta su renuncia la que es aceptada por unanimidad por el cabildo eclesiástico que procede a nombrar en su lugar, también por unanimidad, a Benito Lascano con la consabida aprobación oficial. El nuevo gobierno se apresura a tomar preso y luego desterrar a los Ranchos (villa del Rosario) a Castro Barros, tres canónigos de la catedral, al comisario de la provincia de los franciscanos y al visitador de la misma orden, desde donde algunos pasan a Santa Fe. Así comienza el ilustre riojano su peregrinaje en el exilio, que comprende la Banda Oriental y Chile, en donde muere en abril de 1849.

4.3. Lascano y Reynafé: dos personalidades obstinadas

Ya Juan Bautista Bustos había solicitado a Lascano que se hiciera cargo del gobierno de la diócesis en noviembre de 1827 y luego 10 re-comienda a la Santa Sede para ser promovido al obispado de Córdoba. El parecer del gobernador es acompañado por el provisor Rodríguez y por los provinciales de la Merced, de Santo Domingo y de San Francisco; por su parte el nuncio en Río de Janeiro Pedro Ostini, en sus comunicaciones con el obispo de Buenos Aires Mariano Medrano,

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considera que para el obispado de Córdoba existen tres sujetos adecuados: el obispo taumacense y vicario apostólico fray Justo Santa María de Oro, Lascano y Castro Barros, terminando por inclinarse por los dos últimos. Finalmente, por breve del 19 de octubre de 1830, Pío VIII nombra a Lascano obispo de Comanén in pártibus injidelium y vicario apostólico de Córdoba, con la segregación de Cuyo.

Llama la atención que un personaje tan controvertido, tantas veces expulsado de Córdoba y de su cargo por razones políticas y conocidamente parcial a favor del federalismo, haya concitado tales adhesiones. Es cierto que uno de sus perseguidores, el gobernador Bustos, luego de desterrarlo cambia drásticamente de opinión tras convencerse de haber estado mal asesorado. Sin duda sus méritos sacerdotales compensan largamente estas cuestiones y su fuerte carácter, reconociéndosele su "integridad de costumbres, ciencia y amor y celo por la defensa de los derechos de la Sede Apostólica", amén de tener apenas cincuenta años y gozar de buena salud. El 30 de octubre de 1831 se realiza la consagración episcopal en Buenos Aires y, el 4 de diciembre, es aceptado por el cabildo eclesiástico de Córdoba. Después de dieciséis años de vacancia, la diócesis de Córdoba tiene un nuevo prelado legitimado por Roma.

Sin embargo, con el nuevo gobierno las relaciones van a ser tirantes. El 5 de agosto de ese año ha sido elegido gobernador José Vicente Reynafé que, el 24 de setiembre, pide a Rosas y a Medrano que aceleren la consagración de Lascano pues lo necesita en Córdoba. Más el 11 de octubre le escribe a éste aduciendo que para preservar la "tranquilidad y felicidad del pueblo ... tenga a bien no regresar a la provincia de Córdoba, mientras este gobierno no avise a su señoría ilustrísima haber cesado los motivos que le obligaban a tomar esta desagradable como inevitable medida". La disposición sorprende a todos y provoca la reacción de Rosas, que presiona ante Reynafé para que dé marcha atrás en una medida que ofende a un reconocido federal. Superado el problema, Lascano entra a Córdoba el 5 de diciembre de 1831, donde pasa al colegio de Monserrat preparado provisionalmente para "su habitación".

Poco dura la calma. Lascano se encuentra con que el gobierno ha declarado vacantes en octubre la dignidades de chantre, tesorero y segunda ración, separando de esos cargos a Miguel Calixto del Corro, José Gregorio Baigorrí y Estanislao de Learte "para siempre, por haber pertenecido exclusivamente a la administración anterior". Luego, ha procedido a ascender a tesorero al magistral Juan Bautista Marín, a

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racionero al medio Manuel Tiburcio de las Casas, a darle la media ración a Cosme Damián Blanes, la canonjía magistral a Hipólito Rama110, canónigo de merced a José Antonio Sánchez y deán a Juan José Espinosa. Esto no sólo constituye un intervencionismo abrumador del poder civil sino que, a juicio de Lascano, Rama110, Blanes, Sánchez y Espinosa son "indignos de las prebendas que obtienen".

No obstante, el obispo trata de mantener las buenas relaciones y obtiene algunos resultados: el 10 de diciembre nombra vicario general al arcipreste doctor Juan Antonio López Crespo, cura rector más antiguo de la catedral y provisor del obispado hasta aquel momento, 10 que es aceptado. Él, a su vez, acepta la creación de un administrador de temporalidades de los religiosos por parte del gobierno. Por fin, cuando Lascano solicita las rentas de la vicaria que ascienden a cuatro mil pesos, tras el dictamen del fiscal de estado se le admite 10 solicitado en enero de 1833.

Corresponde a su esfuerzo la apertura del seminario conciliar con catorce alumnos, la reparación de la casa de ejercicios y la efectiva do-tación de las prebendas del coro, para 10 cual pide al gobierno de La Rioja le remita los diezmos. En acuerdo con Reynafé logran que sea nombrado rector de la universidad el doctor José Dámaso Gigena "con asignación de renta, que hasta entonces nadie había tenido"; sin embargo, poco después éste renuncia. Pero no vacila en advertir al gobernador que "ya es tiempo de respetar y proteger la disciplina de la Iglesia, para que sus primeros prelados ejerzan libremente su misión apostólica en utilidad de los fieles". Por fin, manifiesta estar próximo a conferir órdenes mayores a cuatro postulantes, confirmar en jueves santo en la ciudad y marchar, ellO de abril, a la campaña para "administrar el sacramento de la confirmación". Pero sobreviene un fuerte enfrentamiento con el gobierno.

Ya a mediados de marzo de 1832, Reynafé no acepta el nombra-miento que hace Lascano de un rezante en sustitución del tesorero ausente Juan Bautista Marin. Pero el detonante es la cuestión que plantea el cura y vicario de villa de la Concepción del Río Cuarto don Valentín Tisera, que ya arrastra graves problemas de conducta desde 1814 y que fuera mantenido por el propio Lascano en 1818 contra la opinión del obispo Ore11ana. En mayo de 1829, el ministro José Manuel de Isasa le informa al provisor Castro Barros que Tisera está preso en Córdoba porque sus fieles 10 han repudiado "por el influjo y parte activa que ha tenido en el llamamiento de los indios que han

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ocupado aquellos lugares"; por 10 que pide sea puesto incomunicado en el Monserrat. Pero Lascano 10 libera arguyendo que fue preso por motivos políticos, de 10 que no va a tardar en arrepentirse, sobre todo después que le entable acusación formal el comandante de Río Cuarto don Pedro Bengo1ea. En 1831, en la curia se le inicia un proceso, junto con su hermano, por ser "genios revoltosos e inquietos" y por "que se mezcla en negocios seculares en todo y para todo".

No es de extrañar, pues, que cuando en octubre de 1833 Reynafé presente a Tisera para cubrir uno de los curatos rectora1es de la catedral se produzca su inmediato rechazo y las consiguientes protestas del provisor. Lo cierto es que mientras Lascano se termina haciendo eco de la in conducta de Tisera, el gobernador Reynafé 10 apoya, sosteniendo que es inocente y víctima de persecución política. Con la acusación de Bengolea y el testimonio de cinco testigos "respetables", el obispo suspende a Tisera in sacris y le ordena tomar unos ejercicios para repensar su conducta; a 10 que el cura responde interponiendo recurso de fuerza al gobierno. Catorce nuevos testigos y el dictamen del letrado J ulián Gil, determinan que Tisera sea condenado a quedar arrestado en el convento de San Francisco.

En esa oportunidad, el 20 de marzo de 1832, el gobernador delegado Calixto María González ordena ponerlo en libertad "hasta la decisión del recurso de protección pendiente". Ante esto, el obispo considera necesario salir en defensa de sus derechos en una causa que pertenece al fuero eclesiástico sin duda alguna. El 23, manifiesta la invalidez de 10 actuado por el gobierno 10 que resume de la siguiente manera: carece de jurisdicción para mandarIo en este caso; tampoco la tiene sobre la persona del cura Tisera; porque se ha expedido sin oír a la otra parte y porque está pendiente el recurso que se menciona. En consecuencia, "consultando ... el decoro de mi dignidad, los respetos de mi autoridad y el orden prescrito por las leyes, suplico a vuestra excelencia enmiende su auto reclamado, ordene vuelva el cura Tisera a su arresto, y no turbe el libre ejercicio de mi jurisdicción, haciendo al efecto por mi parte las protestas que ya son por derecho hechas".

Por supuesto que el escrito de Lascano levanta polvareda -aunque sus asesores José Dámaso Gigena y Francisco Antonio Gonzá1ez no 10 encuentren ofensivo- y el inflexible gobernador delegado González ve en él un ataque a su investidura. Asesorado por el licenciado Juan Prudencio Palacios y el doctor José Roque Funes -que estiman que 10 dispuesto no compromete la libertad y jurisdicción de la Ig1e-

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sia-, el gobernador delegado le responde el 3 de abril con conceptos muy duros y, esa misma noche, a las diez horas, sin previo aviso, manda un carruaje a la casa del obispo que 10 conduce desterrado de la provincia e incomunicado a Rosario, en Santa Fe, con destino final a Corrientes. No es la primera vez que el gobierno invoca la "conveniencia pública y conservación del orden y tranquilidad de la provincia" para justificar una medida de esta naturaleza y el embargo de sus bienes, como 10 hace en sus notas al cabildo eclesiástico y a la legislatura. Tampoco lo es que ante una cuestión de poderes ejerza la fuerza, no le dé al acusado razón de su decisión, le prohíba toda comunicación y ejecute 10 ordenado en horas de la noche, a fin de evitar el conocimiento del pueblo. La intromisión del poder civil sobre el religioso es notoria y notable, apoyado por reconocidos regalistas como Funes y Palacios y en una legislatura obsecuente que dicta una ley de destitución y destierro para monseñor Lascano, a quien se califica de "atentador contra las autoridades Supremas del Estado, constante infractor de sus Leyes fundamentales" y se lo condena a ser privado de la ciudadanía y a ser inhabilitado para ejercer en Córdoba empleos y obtener beneficio alguno. El 26 de julio de 1834, José Antonio Reynafé expide un decreto retirando el exequátur a la bula por la que el Pontífice ha instituido obispo de Comanén y vicario apostólico de Córdoba a Benito Lascano. El celo mostrado por el gobernador y sus delegados por sus privilegios de patrono no oculta su política de apoyar a sus amigos y partidarios para ocupar cargos estratégicos en la diócesis.

A raíz de su expatriación, el obispo Lascano le extiende las facul-tades de gobierno al vicario general Juan Antonio López Crespo y, para sustituirlo en caso de muerte, en el mismo cargo a su secretario el chantre José Domingo de Allende. Claro está que el candidato del gobernador es otro, el doctor José Antonio Sánchez, quien no es aceptado por el cabildo eclesiástico que, por unanimidad, reconoce a López Crespo; y el gobierno resuelve acatar la decisión. El tema del cura Tisera queda paralizado por el momento y el vicario se aboca, a mediados de junio, a realizar la visita a las casas sujetas al ordinario como lo son las de Santa Catalina, Santa Teresa, Pilar, Hospital, Huérfanas y colegio seminario. Y en lo demás mantiene correspondencia con su obispo.

Lascano, por su parte, durante algún tiempo piensa que 10 ocurrido se debió a decisiones de González, hasta que cae en la cuenta que

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éste ha actuado por órdenes de Reynafé. De todas maneras, en carta al gobernador del 24 de mayo de 1832, le reclama por los libelos infama-torios en su contra y por los irrespetuosos comentarios de algunos pe-riódicos cordobeses, a lo que responde airadamente Reynafé. A fines de julio, le recuerda que el reglamento provisorio dado por el congreso de Tucumán "sujeta a los gobiernos al juicio de residencia después de haber concluido su término", por lo que pide sea sometido al mismo el ex delegado González; obviamente el tema es soslayado por el gobernador.

En noviembre, dada su salud y la escases de sus rentas -Reynafé se las ha rebajado desde el 18 de junio a un tercio-, solicita al gobernador licencia para pasar a La Rioja por ser provincia de su jurisdicción religiosa, ya que civilmente es independiente. El gobernador le otorga ahora la mitad de sus rentas y con la otra que atienda sus obligaciones como obispo en su nuevo destino, disponiendo que el gobierno de Corrientes salga fiador del traslado solicitado.

Pedro Ferré no sólo se interesa por el retorno de Lascano a Córdoba sino que gestiona ante Rosas su apoyo para cambiar la postura de Reynafé. Pero tanto éste como sus hermanos insisten en considerar que Lascano "le niega el patronato" al gobernador, por lo que el de Buenos Aires resuelve negarle la licencia al obispo para residir en San Nicolás de los Arroyos y en Pergamino; luego se vale de la mediación de Pedro Feliciano Sáenz de Cavia para convencer a Reynafé de que acceda al traslado solicitado. El 14 de enero de 1833, el gobernador cordobés exige que el de La Rioja, don Jacinto Rincón, que ya ha mostrado su beneplácito para recibirlo, garantice el traslado, a lo que responde Lascano que es inocente y que no habiéndosele oído ni declarado culpable no corresponde esa fianza.

Rosas anula el decreto anterior y, ello de marzo de 1833, Reynafé le da licencia a Lascano para "transferirse a cualquiera de las provincias que indica, con tal que no toque la del que suscribe". A fines de abril, Balcarce le da el correspondiente pasaporte para que pase libremente por Buenos Aires "hasta encontrarse con el señor general don Juan Facundo Quiroga", lo que constituye toda una declaración de guerra a Reynafé puesto que nadie puede ignorar sus enfrentamientos con el riojano. Tras insistir en que se le permita quedar unos días en Córdoba, el gobernador delegado Benito Otero lo permite a principios de julio, por lo que estuvo en esta ciudad hasta el 11 de agosto, día en que parte a La Rioja luego de "haber ordenado cuatro sacerdo-

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tes, después de haber administrado el sacramento de la confirmación a innumerables personas, y después de haber remediado varias de las muchas necesidades que tiene esta Iglesia".

Ya en La Rioja, el 21 de noviembre de 1833, Lascano le comunica a su vicario general y gobernador del obispado Juan Antonio López Crespo que "re asumo todas mis facultades en 10 gubernativo del obispado" que le delegara.

Su primer acto es no aceptar la jubilación que se le dispensara al tesorero catedralicio José Gregorio Baigorrí, por haberlo sido por decreto gubernamental sin intervención del obispo. Luego, en diciembre, se dirige al cabildo eclesiástico integrado por no pocos curas nombrados por el gobierno, haciéndoles notar que el breve pontificio ordena la pronta obediencia a su autoridad bajo pena de suspensión in sacris ipso Jacto incurren da (de inmediata aplicación) a aquellos que pretendan "innovar, dividir y turbar el ejercicio de nuestra jurisdicción". El cabildo responde unánimemente "que jamás había pensado ... contrariar las disposiciones de aquel a quien reconocía por prelado"; pero Reynafé sí acusa el golpe, que en definitiva a él está dirigido.

El 20 de enero de 1934 se queja el obispo del embargo de sus rentas y, ese mismo día, López Crespo reclama al gobierno por el injustificado ejercicio del patronato en la provisión de beneficios parroquiales, reafirmando el principio de que sólo se pueden presentar sujetos nominados y examinados previamente por la autoridad eclesiástica, y de que en los casos de interinato la nominación corresponde exclusivamente al obispo. El gobierno pretende presentarlos y calificarlos como un derecho exclusivo del "supremo patrón de la provincia". López Crespo termina renunciando superado por tales dislates.

El 30 de mayo, en carta al nuncio Fabbrini, Lascano le dice que el "patronato es el que se alega para todas estas injerencias. Este patronato 10 ejercen ... por el espíritu de partido ... Si el ayudante o párroco que ha de nombrarse, por buenas que sean sus cualidades, es del partido opuesto al gobierno, 10 repulsan forzosamente ... Si es del partido del gobierno, se clasifica de bueno por vicioso e ignorante que sea ... Este es un manejo que nos hace desesperar, causa muchos males a la Iglesia y trae una monstruosa variación, por no decir destrucción en su disciplina".

En su enfrentamiento, no vacila en enviarle una carta, en abril, al canónigo José Antonio Sánchez, al que considera confidente de Reynafé, acusándolo de actuar contra la Iglesia y en favor del gobierno. Sin duda el carácter de Lascano siempre le juega malas pasadas.

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Entre tanto, vuelve a la palestra el tema del cura Tisera, al que el gobierno manda a la villa de la Concepción "en comisión importante" en febrero de 1833, cuando aún se encuentra bajo proceso. En octubre, intenta nombrarlo rector interino de la catedral, 10 que es objetado por López Crespo y determina que el obispo lo suspenda "omnino in sacris" en noviembre, hasta que se sentencie la causa criminal que tiene pendiente en el vicariato apostólico. Dicha causa sigue en manos del comisionado Bernardino Millán, cuyo dictamen del 2 de enero de 1834 es objeto de un recurso de fuerza que es aceptado, el 24 de febrero, por la cámara de justicia con lo que convierten este recurso extrajudicial en judicial, usurpan la jurisdicción eclesiástica y lo pasan a la justicia civil. Más aún, el la de marzo dicha cámara, presidida por José Roque Funes e integrada por Francisco Delgado y Santiago Derqui, toma "la sustanciación de toda la causa, reteniendo los autos originales" y también, el 6 de junio, la suspensión in sacris impuesta por el obispo.

Ante el cariz que van tomando los acontecimientos, en abril de 1834, desde La Rioja, el obispo les advierte a los miembros del cabildo eclesiástico de Córdoba que deben obedecer sus decisiones "bajo pena de suspensión in sacris ipso Jacto incurrenda a todos y a cada uno de los miembros que procurasen turbar su apostólica jurisdicción". Lascano sabe que aquellos cabildantes puestos por Reynafé argumentan que él no tiene autoridad en el asunto y que el resto no se anima a pronunciarse, por lo que esta disposición coloca al cuerpo entre la espada y la pared.

Pero también responde duramente al poder civil. El 30 de junio, Lascano declara a los miembros de la cámara excomulgados con exco-munión mayor lo mismo que al doctor José Antonio Ortiz del Valle, defensor de Tisera, "por usurpadores, perseguidores, perturbadores de nuestra jurisdicción eclesiástica". El tribunal procede a recoger los edictos antes de publicarse, los retiene y da su versión de 10 sucedido a la legislatura, contando por supuesto con el apoyo del gobernador. Quedan así formalmente enfrentados ambos poderes.

La represalia no tarda en llegar. A mediados de julio la cámara ordena al cabildo eclesiástico que toda nota de Lascano referente al proceso de Tisera debe ser tenida por "casada y sin fuerza ni efecto alguno legal, debiéndose por lo mismo remitir a este superior tribunal de justicia bajo de la más seria prevención". Simultáneamente, Reynafé le quita las rentas y ordena que toda disposición de cualquier clase que provenga del obispo no puede ser cumplida sin el

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pase del gobierno; las mismas deben presentarse sin abrirse en el acto de ser recibidas; los que no cumplan con esta orden son penados, si son eclesiásticos con la "pérdida de temporalidades y confinación fuera de la provincia y los seculares, en la multa de quinientos pesos". La orden es acatada por López Crespo que se lo comunica a los curas para su cumplimiento.

Luego se expide la legislatura, cuyo presidente es Ortiz del Valle, que dispone el 19 de julio que el obispo "por atentador contra las au-toridades supremas del Estado ... queda perpetuamente privado de la ciudadanía que disfrutaba en esta provincia, e inhábil por consiguiente para ejercer en ella empleo y obtener beneficio alguno". Y poste-riormente, ante un pedido expreso del ejecutivo, resuelve que el gobierno proceda a retirar el exequátur de la bula de Pío VIII por la que nombra obispo al licenciado Benito Lascano por lo que, según su razonamiento, "las funciones que ejercía como vicario apostólico en la provincia de Córdoba ... quedan sin efecto alguno". Estas disposiciones son inmediatamente aprobadas y publicadas por el gobernador y se resuelve dar cuenta de lo obrado al Papa. No satisfechos, Funes y Derqui le abren proceso a Lascano el 2 de agosto, librando carta exhortatoria al gobernador de La Rioja para que lo intime a presentarse en el término de treinta días ante el tribunal que conforman. Las pasiones mandan, el derecho y la prudencia están ausentes.

El autoritarismo de Reynafé llega a su máxima expresión cuando, por decreto del 27 de enero de 1835, declara vacante la sede cordobesa y en "defensa de los ciudadanos, de los magistrados y de los sagrados derechos, inherentes a la soberanía del estado", le encarga al cabildo que nombre vicario en el plazo de ocho días y por el término de un año, plazo que estima suficiente para que el Papa se expida a su favor; y les advierte que antes de dar a conocer al elegido debe ser aprobado por el gobierno. El tema es sumamente espinoso para los capitulares y la resolución se dilata por una variedad de razones hasta que es elegido por mayoría de votos José Gregario Baigorrí, quien no obstante contar con la aprobación del gobierno se niega a asumir entre otras cosas porque es pública su enemistad con Lascano y porque no puede desconocer que su candidatura es vetada por el nuncio de Río de Janeiro. EllO de febrero es elegido el doctor José Gabriel Echenique y aceptado por Reynafé.

El obispo, por su parte, el 20 de noviembre de 1834 le escribe al gobernador acusando a la cámara de justicia de haber provocado toda

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esta cuestión transformando la causa de Tisera en un problema de estado y de haber sido muerto civilmente sin ser oído, por 10 que pide ser escuchado en un cabildo abierto. Por supuesto que sus alegatos se pierden en los vericueto s de la burocracia. Resulta difícil saber hasta qué punto pudo influir su rencor hacia Reynafé en los planes de Facundo Quiroga contra el gobierno de Córdoba, aunque sin duda lo tuvo. Por lo demás, desde Río de Janeiro, el nuncio Fabbrini ha puesto en guardia al cardenal Bernetti contra la candidatura de Baigorrí y, a principios de agosto, estima que existen fuertes indicios contra los Reynafé por el asesinato de Quiroga, cuya caída traería como consecuencia el retorno pacífico de Lascano a Córdoba.

Sin embargo, producida ésta, el gobernador Pedro Nolasco Rodríguez acusa ante la Santa Sede a Lascano de ser el causante de la desunión reinante y pide un sucesor, proponiendo a Baigorrí o al canónigo de merced José Antonio Sánchez. En Roma el tema es tratado y se llega a la conclusión que si bien el obispo tiene "un carácter fogoso y resentido, fueron provocadas por la malignidad de sus rivales". Cuando se está barajando la posibilidad de nombrar un nuevo obispo y dejar como auxiliar en La Rioja a Lascano, el gobernador de ésta Fernando Villafañe propone la restitución del obispo a su catedral y que se mantenga una sola diócesis. Ese mismo mes de noviembre, asume el gobierno de Córdoba Manuel López, amigo de Lascano, que por cierto se pronuncia a favor de esta solución.

El tema también toca al cabildo eclesiástico, donde el chantre José Domingo de Allende plantea la vuelta del obispo el 10 de noviembre. Echenique renuncia y el gobernador Andrés A velino Aramburú, en su breve gobierno, acepta el dictamen del asesor general José Dámaso Gigena en el sentido de que no se habían empleado con Lascano las disposiciones previstas en las Leyes de Indias y que la discusión acerca de la validez de sus disposiciones llevaría un tiempo de que no se cuenta, por lo que sugiere se le envíe el pasaporte para su pronto regreso. El cabildo, por su parte, solicita el libre ejercicio de la jurisdicción y la restitución de sus derechos, habida cuenta que se 10 ha sancionado sin labrar sumario alguno y sin respetar su derecho a defensa. La legislatura también hace su mea culpa el 30 de noviembre, haciendo notar que Reynafé le ocultó información preciosa y declara, a continuación, "por nulas e ilegales y de ningún valor las resoluciones de la [anterior] legislatura ... En su consecuencia, queda restituido el expresado ilustrísimo señor Obispo al pleno goce de la ciudadanía y exe-

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quátur". Inmediatamente se reintegra al doctor Juan Antonio López Crespo a la vicaría general y al provisorato y se lo invita al obispo a volver a Córdoba, donde será recibido con todos los honores.

A fines de diciembre, Lascano pide se le devuelvan las temporalida-des y, por muerte de López Crespo, nombra en su lugar al chantre José Domingo de Allende. También le escribe agradecido a Rosas, a quien considera el responsable de "mi restauración a la catedral de Córdoba".

Respecto al tema que se erigió en motivo de tan enconada disputa entre los poderes civil y eclesiástico, también se encamina a su solución: el cura V alentín Tisera vivió recluido en el Monserrat, junto con el magistral José Hipólito Ramallo por orden del gobernador y acuerdo del obispo. En marzo de 1836, la causa llega a la sentencia de removerlo del beneficio que detentaba en Río Cuarto por "desvíos de la buena moral y descuidos graves en su oficio pastoral"; luego se retira a aquella población donde muere en setiembre de 1841.

Respecto a los excomulgados, el obispo convoca a todos los confe-sores para revisar los casos en febrero de 1836, encontrando que José Roque Funes, Santiago Derqui y José Antonio Ortiz del Valle se man-tienen ostentosamente contumaces, por lo que se les conserva la pena. Y, con la misma fecha, declara írrito s y nulos los actos del vicario capitular elegido en su ausencia, pero revalida las dispensas y matrimonios para no dañar a los inocentes.

4.4. Las relaciones durante el gobierno de Manuel López

A fines de diciembre de 1835 arriba Lascano a la sede episcopal, donde es recibido en extramuros por el gobierno, demás autoridades y un gran concurso de vecinos. Desde allí es conducido como en triunfo por calles tapizadas de flores yaguas de olores que se arrojan desde balcones y azoteas, vivas y repiques de campanas, y "una lucida tropa de caballería e infantería que guarecía las calles, junto con el cañón que hacía salvas de triunfo y alegría". Hacía mucho tiempo que el pueblo de Córdoba no pasaba por un momento de tanto júbilo.

El regocijo general fue tal que mueve al gobernador López, el 14 de enero de 1836, a escribir al papa Gregorio XVI solicitando que diese a Benito Lascano la titularidad del obispado de Córdoba. Pero Lascano está cansado y con la salud quebrantada, por lo que delega en José Domingo de Allende facultades para que gobierne la diócesis como provicario apostólico, quien no tiene problemas para ser recono-

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cido por el cabildo eclesiástico, el gobernador y el mismo representante pontificio del Brasil, por lo que queda confirmado en el cargo.

Entre tanto, el 11 de julio de ese año, la santa sede lo nombra obispo en propiedad, pero no llega a enterarse porque fallece el 30 de ese mes. Cuando en febrero de 1837 llega a Córdoba la noticia de la promoción de Lascano a obispo, Baigorrí sostiene que la delegación hecha en Allende carece de valor porque al morir el titular cesa el designado y la sede queda vacante, debiéndose reunir el cabildo para elegir quien ocupe el cargo de vicario capitular. Nuevamente se plantea un problema de legalidad, por lo que el cabildo decide prolongar la vicaría de Allende y consultar al nuncio del Brasil para "esclarecer esta duda".

Molesto por la decisión adoptada, el gobernador convoca a una junta de eclesiásticos "doctos" para que se expidan, los que declaran que la diócesis está vacante y que se debe procederse a elegir vicario. López le comunica este pronunciamiento al cabildo y les dice que si continúan teniendo dudas sobre el tema deben volver a consultarlo por escrito. También le recuerda que espera "se tengan muy presentes los decretos expedidos por este gobierno, y a más, propenda recaiga dicha elección en un individuo que revista las cualidades de saber y de virtud, y que por lo mismo se pueda esperar, con bastante fundamento y sin equivocación, que marchará de uniformidad con el gobierno y cooperará con actividad, decisión y entusiasmo al sostén y conservación de la causa santa de la federación y de las columnas firmes de la patria argentina". En buen romance, sólo admitirá a su candidato que lo es el deán de Buenos Aires don Diego Estanislao de Zavaleta.

Además de inferir a los cordobeses una ofensa gratuita considerando que no hay persona capaz para dicho cargo, los capitulares temen que al ser de otra jurisdicción contraríe las leyes canónicas; por otra parte el magistral Bulnes los convence que lo obrado por el obispo es válido de acuerdo a las leyes de Indias y el parecer de Solórzano Pereyra, por lo que tratan de cambiar el parecer del gobierno. La respuesta de López es negativa y también veta la elección que hacen del canónigo de merced Gaspar Martierena, por lo que se vuelve a Allende con el acuerdo del gobernador y, particularmente, del nuncio de Río de Janeiro. La propuesta de Zabaleta queda zanjada cuando éste renuncia a ser propuesto con acuerdo de Rosas, por ser insegura la situación.

El 20 de abril de 1837, López ordena la reunión del cabildo para elegir vicario, ocasiones donde el gobernador rechaza por ocho veces seguidas a los electos: primero es Allende, luego el mencionado Zaba-

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leta que ya dijo no admitir el nombramiento; le suceden el arcediano Bernardino Celestino Millán, el magistral Fernando Bulnes, el deán Juan José Espinosa y el prebendado Ildefonso Marín; lo conforma la elección del prebendado José Gabriel V ázquez, pero éste renuncia por enfermedad; luego se elige al doctor Eduardo Ramírez de Arellano que también es rechazado. Finalmente, el 25 de abril y a despecho de su insistente renuncia, es elegido el candidato del gobierno don Mariano López Cobo.

A raíz de que el cabildo intenta restringir su jurisdicción -la vicaría de monjas, el uso del pontifical y las dimisorias para órdenes-, López Cobo renuncia por lo que le deben reconocer todas las facultades con la reserva de las dimisorias. El vicario se desempeña a satisfacción del gobierno que, vencidos los seis meses de su nombramiento, propone sea reelecto, lo que así sucede. El 15 de diciembre de 1838, Manuel López deja en libertad al cabildo para que elija el propietario, lo que recae en el arcediano jubilado Bernardino Celestino Millán cuyo nombramiento es aprobado por el gobierno y por el mismo López Cobo.

A lo largo de 1839 y en 1841 fallecen Allende, Vázquez y Millán, lo que determina una renovación del cabildo eclesiástico siendo elegido para vicario capitular el maestro Victoriano Lascano y, por su renuncia, José Bruno de la Cerda.

Otra vieja cuestión es el tema de los nombramientos para llenar cargos en parroquias, capellanías y dignidades. López no vacila en cubrirlos y en remover de los mismos a quienes no son federales, poniendo en su lugar a eclesiásticos adictos. Su actitud es demostrativa del uso que hace de sus prerrogativas como patrono y del fin político con que digita los nombramientos poniendo en los cargos a amigos y adictos.

Las persecuciones políticas, tan usuales durante el gobierno de López, alcanzan también a los sacerdotes y religiosos disidentes o molestos para el régimen. Ya desde el 23 de noviembre de 1835 le ordena al cabildo eclesiástico remover de sus cargos "a todo Vicario o cura antifederal". Luego le pide al vicario el allanamiento de los fueros de algunos eclesiásticos, a fin de poder detenerlos y juzgarlos por cuestiones políticas, como ocurre en marzo de 1842 con los fueros del deán José María Espinosa, del magistral Fernando Pérez Bulnes y de los canónigos José Gregorio Patiño, Manuel Álvarez, Calixto del Corro, Genaro Carranza, Francisco Javier Granillo y Bernabé Caldas. Las remociones realizadas por causas políticas se sustentan en el derecho de patronato.

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un derecho que recién perderá vigencia cuando se organice la confede-ración al mando de Urquiza en 1853. Y la razón invocada, como en el caso de los laicos, es "por salvaje unitario de pública voz y fama".

Es tal el control que se quiere ejercer, que se ordena confeccionar listas de los que sirven en los conventos y parroquias y se establece una junta censora encargada de inspeccionar "todas las obras manuscritas o impresas que lleguen a circular en esta capital y departamentos de campaña". Al gobierno le preocupa no sólo los libros y periódicos de propaganda unitaria sino, además, los papeles y libros protestantes que van dejando distintos viajeros en su paso por la ciudad.

Pro mediando 1841, como una proyección de lo que ocurre en Buenos Aires, la acción de los mazorqueros se hace cada vez más temible en Córdoba y, en parte, está dirigida contra los recién retornados jesuitas, a los que se acusa de no predicar el federalismo y ser unitarios. En julio, para disminuir la presión, el gobernador y el provisor del obispado acuerdan invitar a todos los eclesiásticos regulares y seculares de la dió-cesis a que dediquen un momento de sus sermones a exhortar a los feli-greses a suplicar por sus autoridades y por la federación. La acción de Rosas está dirigida a conseguir que los jesuitas actúen como federales, que se subordinen a la autoridad episcopal, que prediquen la confederación y que coloquen como sus superiores a los designados por él, amén de cuestiones menores; en fin, que se conviertan en un instrumento de su poder. Como no lo consigue, a principios de 1843 ordena que salgan de Buenos Aires los jesuitas que no estuviesen secularizados, con lo que da por terminada la experiencia que él mismo comenzara. A partir de abril, sólo en Córdoba queda un foco de vida jesuítica.

Durante este largo y agitado período no se funda ningún curato -lo que ocurre en la segunda mitad del siglo XIX- ni se perciben actividades especiales en la vida parroquial las que, al parecer, cobran nueva vida avanzado el siglo.

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