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La historia la muerte TEÓF ANES EGIDO La historiografía actual, desde que hacia 1929 perdiera su carácter casi exclusivamente cualitativo en su metodología y en la selectividad de sus temas, ha seguido ritmos tan sorprendentes como, por lo general, ignorados por los profanos a este queha- cer. En el relevo de preocupaciones, la historia social, la econó- mica, la demográfica, se han tomado la revancha de un predo- minio que, a decir verdad, nunca les fue raptado del todo; en el tratamiento metodológico se registraron cambios fecundos, que en su misma entraña llevaban la urgencia de la medición cuantitativa. Hasta el mismo libro de historia transfiguró su pai- saje, dominado ahora por columnas de precios, por niveles de renta, cifras de producción, reconstrucciones numéricas de con- cepciones, matrimonios, nacimientos y defunciones. Y se corrió el riesgo de esterilizar tanto esfuerzo denodado por la ilusión de la imposible exactitud, de revivir, en su versión numérica, la superada historia documental, positivista y rankiana. El riesgo no siempre se conjuró, mas, para infundir trascendencia a la base y al narcisismo del número, se comenzó a hablar de his- toria cuantitativa llevada al tercer nivel: el de las reacciones, los hábitos cuasiestructurales de la masa anónima, las actitudes tantas veces irracionales y mayoritarias, en contraste con las reflexivas, dominadoras e interesadas de las "élites". Nos esta- mos refiriendo a la historia fluida, aún no bien definida -qui- zá ahí radique parte de su embrujo- de las "mentalidades co- lectivas", historia tan ambigua como prometedora 1. 1 Existe una amplia literatura histórica acerca de la historia de las mentalidades. Formulaciones de interés para su comprensión, en P. CHAUNU, «Un nouveau champ pour l'historie sérielle: le quantitatif au troisieme niveaU), en Mélanges en l'hon- REVISTA DE EsPIRITUALIDAD, 40 (1981), 43-65

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La historia la muerte

TEÓF ANES EGIDO

La historiografía actual, desde que hacia 1929 perdiera su carácter casi exclusivamente cualitativo en su metodología y en la selectividad de sus temas, ha seguido ritmos tan sorprendentes como, por lo general, ignorados por los profanos a este queha­cer. En el relevo de preocupaciones, la historia social, la econó­mica, la demográfica, se han tomado la revancha de un predo­minio que, a decir verdad, nunca les fue raptado del todo; en el tratamiento metodológico se registraron cambios fecundos, que en su misma entraña llevaban la urgencia de la medición cuantitativa. Hasta el mismo libro de historia transfiguró su pai­saje, dominado ahora por columnas de precios, por niveles de renta, cifras de producción, reconstrucciones numéricas de con­cepciones, matrimonios, nacimientos y defunciones. Y se corrió el riesgo de esterilizar tanto esfuerzo denodado por la ilusión de la imposible exactitud, de revivir, en su versión numérica, la superada historia documental, positivista y rankiana. El riesgo no siempre se conjuró, mas, para infundir trascendencia a la base y al narcisismo del número, se comenzó a hablar de his­toria cuantitativa llevada al tercer nivel: el de las reacciones, los hábitos cuasiestructurales de la masa anónima, las actitudes tantas veces irracionales y mayoritarias, en contraste con las reflexivas, dominadoras e interesadas de las "élites". Nos esta­mos refiriendo a la historia fluida, aún no bien definida -qui­zá ahí radique parte de su embrujo- de las "mentalidades co­lectivas", historia tan ambigua como prometedora 1.

1 Existe una amplia literatura histórica acerca de la historia de las mentalidades. Formulaciones de interés para su comprensión, en P. CHAUNU, «Un nouveau champ pour l'historie sérielle: le quantitatif au troisieme niveaU), en Mélanges en l'hon-

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1. LA MUERTE, TEMA DE MODA EN LA HISTORIOGRAFÍA

En el marco amplísimo de las mentalidades colectivas (al menos por lo que al tiempo que va desde la Edad Media hasta el alumbramiento del llamado contemporáneo) se encuadra como capítulo inevitable y más atendido el de la religiosidad "popu­lar", Y, dentro del ámbito de esta religiosidad, el interés y las predilecciones historiográficas se están decantando últimamente hacia un tema en apariencia tan inasible como el de la muerte, de manera que su historia ha desplazado preocupaciones arrai­gadas, hasta convertirse éste de "las actitudes colectivas frente a la muerte en uno de los problemas mayores que se plantea actualmente la historia de las mentalidades" 2, en "uno de los caminos reales de la actual historiografía de las mentalidades" 3,

Se va cumpliendo el deseo que con su dosis de ironía formula­ra hace cuarenta años el gran innovador Lucien Febvre: "no disponemos de la historia del al}1or, no contamos aún con una historia de la muerte" 4, Al menos la historiografía occidental (más en ,concreto la francesa y la italiana) ofrece el espectáculo novísimo de cierta fascinación por la muerte como objetivo de su investigación y con ecos registrables en la producción anglo­sajona, no tan alérgica al problema como aventurara hace siete años la fina crítica de Le Roy Ladurie s,

No es que el tema sea nuevo del todo, puesto que ya había sido abordado por Huizinga en su siempre joven Otoño de la Edad Media, por los historiadores del arte, de la literatura, del pensamiento o de la espiritualidad, por los etnógrafos o la an-

neur de Fernand Braudel, II, Toulouse, 1973, pp, 105-125; Y en J_ LE GOFF, «Las mentalidades, una historia ambigua)), en Hacer la Historia, vol. !II, trad. esp., Bar­celona, 1980, pp. 81-98. En relación con el componenet religioso de esta historiogra­fía última, sus logros, tendencias y programas, cfr. B. PLONGERON, Religion et sociétés en Occident (XVI'-XX' siecles). Recherches frangaises et tendences inter­nationales (1973-1977), Paris. 1979.

2 M. VOVELLE, «Les attitudes devant la mort: problemes de méthode, approches et lectures différentes)), en Annales ESC, 31 (1975), p. 120.

3 L. TRENARD, «Un aspect de la nouvelle histoire: les honnnes devant la mort», en L'Information Historique, 42 (1980), p. 188. Reafirman esta realidad y esta atención munerosos congresos habidos con la muerte por tema. Ofr. recensión de algunos -al margen de los de carácter estrictamente demográfico- en Annales ESe, t. c., pp. 133-140.

4 Combats pour l'histoire, Paris, 1953 (recoge un articulo de 1941), p. 236. 5 En el arto «Ohaunu, Lebnm, Vovelle: la nouvelle histoire de la mort)), en

Le territoire de l'historien, Paris, 1973, p. 402.

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tropología 6; mas las fuentes utilizadas, de extracción elitista, y el forzado método cualitativo, aunque no desdeñable, no permi­tían tocar los sentimientos y las reacciones de los hombres sin historia, de ese subconsciente colectivo, dimensiones siempre es­quivas. La conjunción del tratamiento estadístico, cuantitativo o serial, de fuentes indirectas del más variado carácter, con la ambición d~ llegar a los niveles de las mentalidades colectivas, es lo que personifica al esfuerzo actual por detectar e interpre­tar las vivencias del hombre ante la muerte.

Uno de los pioneros, Fran~ois Lebrun, escogió para su estu­dio la región de Anjou y el tiempo largo de los siglos XVII y XVIII 7: encuadra el fenómeno de la muerte en sus condi~ donantes económicos, en las constantes demográficas de un ré­gimen de tipo antiguo, para abrir las compuertas al examen más amplio, frágil y elocuente de las actitudes sociales e individuales ante una muerte sentida desde la amenaza de su ataque hasta las "pompas fúnebres" y el culto a los difuntos, desde la ple­nitud barroca hasta la laicización perceptible en los síntomas que presenta la Ilustración en el último cuarto del siglo XVIII.

La captación de los cambios de actitudes ante la muerte, sorprendida en tiempos larguÍsimos, ha sido la preocupación de un historiador d¡;: la totalidad como Philippe Aries, acogedor de planteamientos y dqtos ofrecidos por el diálogo interdisci­plinar con la sociología :y la etnoantropología. Sus obras ante­riores sobre la infancia, sobre la vida, han cedido el relevo a numerosos artículos dispersos sobre la muerte, recogidos en dos obras fundamentales 8. A Aries se le ha reprochado, con respeto inusitado casi siempre, el olvido relativo al que relega fuerzas motrices y actuantes en la configuración de la visión de la muer­te, que no puede volver las espaldas a los determinantes eco-

6 Por citar algunos ejemplos, además de aludir a la obra clásica de Maje sobre el arte religioso, cfr. A. TENENTI, La vie et la mort a travers ¡'art du XVI' sieele, Paris, 1952; ID., Il senso della morte e ¡'amore nella vita del Rinaseimento, To­rino, 1957; E. PANOFSKI, Tomb Seulture, London, 1964; el número especial de Annales ESe, 31 (1976), janvier-février; A. CHASTEL, {(L'ari et le sentiment de la mort au XVII' siecle», en Le XVII' Sieele, 1957, n.o 36-37; M. BmE, {(La société tradltionnuelle et la mort», ibid., n.o 106-107 (1975), 81-111, etc.

7 Les hommes et la mort en Anjou aux 17' et 18' sieeles. Essai de démographie et de psychologie historiques, Paris-La Haye, 1971.

B La obra, miscelánea, lleva el título de Essais sur la mort en Deeident du Moyen-Age a nos jours, Paris, 1975, que antes, con algún artículo menos, habla aparecido en Estados Unidos, Western Attitudes towal'd Detaeh jrom the Middle Ages to the Present, BaItimore, 1974. Cfr. su última versión, más definitiva, L'hom­me devant la mort, Paris, 1977.

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nómicos, demográficos, al campo ideológico tonificado por las creencias religiosas.

Estas son las parcelas qu~ ha tratado de cultivar el más cualificado historiador de las actitudes ante la muerte, Miche1 Vovelle. Como marxista coherente no podía prescindir de los modos de producción y las relaciones multiformes por ellos en­gendradas; como marxista nada vulgar no ha titubeado en dar cabida a los elementos religiosos imprescindibles en una forma­ción social concreta, con sus pervivencias y sus mutaciones. Lo más elocuente, y también lo más arriesgado, de Vovelle, ha de cifrarse en las fuentes utilizadas y en los métodos seguidos para rastrear las actitudes colectivas frente a la muerte. Primero llegó la prospección iconográfica del peso del más allá sorprendido en la estadística y análisis de altares privilegiados (de ánimas) de Provenza 9. La selva iconográfica de los retablos había sido ensayada, aunque desde otra perspectiva; mas nunca había sido explotada con la base formidable serial otro hontanar más cau­daloso aún: la masa de testamentos, avances de la muerte vivida por el testador provenzal del siglo XVIII. Discutible o no la concreción del proceso descristianizador de la Ilustración 10, Vo­velle ha abierto un horizonte nuevo a la investigación histórica sobre la visión de la muerte al contar y recontar las invocacio­nes testamentarias, las mandas de limosnas y misas, al pesar minuciosamente la cera encargada, al contabilizar tantos elemen­tos integrantes de los millares de documentos notariales tenidos en cuenta 11. ,Por último, y por no aludir a trabajos menores cada vez más frecuentes, Vovelle ha ofrecido una preciosa antología sobre el morir de antaño, a base del dato demográfico, de re­laciones más sofisticadas, con anotaciones pertinentes y que, a nuestro juicio, no han sido debidamente valoradas 12.

Son éstos, posiciones y métodos discutibles, y discutidos, de no fácil interpretación, precisamente por su fragilidad intrínseca y por atacar desde flancos diversos, casi siempre indirectos, un objetivo tabú. Quizá esta misma indeterminación explique en

9 En colaboración con Gaby Vovelle, Vision de la mort et de l'au-dela en Pro­vence d'apres les autels des limes du purgatoire (XV'-XX' siecles, Pal'is, 1970 (Avance en Annales ESe, pp. 1602-1634).

10 Matices a estas tesis, desde otro ángulo, R. FAVRE, La mort dans la litterature frangaise du XVIII' siecle, Lyon, 1978.

11 Piété baroque et déchristianisation en Provence au XVIII' si€cle. Les attitu­des devant la mort d'apres les clauses des testaments, Paris, 1973.

12 Mourir autrefois. Attitudes collectives devant la mort aux XVII' et XVIII' siecles, Paris, 1974.

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parte el cúmulo de posibilidades que se abre en torno a un ca­pítulo de atractivo indisimulable y tan trascendental en la vida del pasado. De hecho, las directrices anteriores han forzado de­fecciones, a veces clamorosas, y es revelador a más no poder que, en estos mismos días, historiadores obsesionados antes por mediciones de la producción económica en sus variados proce­sos y sectores, hayan basculado, con todas las garantías de su bagaje metodológico, hacia estas otras formas de historia de las mentalidades, y, en concreto, hacia el territorio de la muerte.

El traslado de preocupaciones no puede sorprender en Pierre Chaunu: su irrupción como historiador respetable se registró cuando aparecieron los ocho volúmenes empeñados en medir -y parece que no midió bien- toneladas y embarcaciones en­tre las Indias y Sevilla; mas nunca se mostró alérgico a las men­talidades, incluso no tardaría en convertirse en el formulador de la "historia cuantitativa del tercer nivel", expresión más seria de estas mismas mentalidades colectivas, tan presentes en su historia de la Europa clásica. Nada de extraño, por tanto, que su última investigación de calidad, llevada a cabo por un equipo bien dirigido, investigación anterior a sus actuales prédicas mo­ralistas y alarmantes, haya sido el análisis de la muerte en el París del Antiguo Régimen, siguiendo :Y completando el modelo y las fuentes que utilizara VoveJle para Provenza 13. Tampoco ha sido llamativa la sólo aparente "desviación" de Jean De1u­meau; a pesar de su arranque sobre la economía romana del XVI, en todos sus trabajos posteriores gravitó el peso de las menta­lidades religiosas en alguna manera; ha sido natural término de un proceso viejo la aparición de sus dos obras últimas que, de una u otra forma, afrontan el problema de la muerte y de los comportamientos colectivos ante ella y el miedo que la corteja 14.

Pero fueron sorpresivos para el mundo de los historiadores los gestos de Cipolla, centrado en los más variados aspectos de las economías preindustria1es, con su análisis de los comportamien­tos de un pueblo toscano, Monte Lupo, ante el ataque de la epi­demia de 1630-1631 15 ; y el del omniva1ente Le Roy Ladurie,

13 La mort i'L Paris, XVI', XVII' et XVIII' siecles, Parls, 1978. Cfr. valorar aportaciones y limites, J. MEYER, «Pierre Chaunu, La mort 11 Paris», en Revue Historique, n.O 534 (1980), 403-416.

" Jean DELUMEAU, La mort des pays de Cocagne. Comportements collectils de la Renaissance i'L l'age classique, Paris, 1976; In., La peur en Occident (XIV'-XVIlle siecles). Une cité assiégée, Paris, 1978.

15 CarIo M. CIPOLLA, Faith, Reason and the Plague: a Tuscan Story 01 the seventeenth Century, edito en 1977, trad. ingl., Sussex, 1979.

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medidor del producto de los diezmos, de las variaciones climá­ticas desde el año mil, del campesinado languedociano, y que, sin duda animado por el éxito comercial de su Montaillou 16,

acaba de dar a luz un hinchado volumen misceláneo, en el que domina el análisis del sentimiento occitano ante la muerte a tra­vés de una fuente -no puede discutirse- demasiado cualita­tiva 17.

Este recorrido no quiere alardear de erudición inútil y an­ticuada,entre otros motivos porque sólo hemos anotado algu­nos d~ tantos y tan desiguales ensayos y logros de la última historiografía; pretende únicamente insinuar la actualidad que los que Cipolla llamara "oscuros rincones de la historia" están cobrando en nuestros días y las posibilidades que abren a la reflexión histórica sobre actitudes colectivas que, a su vez, pue­den explicar formas universales de religiosidad, de espiritualidad compartidas por sectores mucho más amplios que los tradicio­nalmente tenidos en cuenta. Y la muerte, en un tiempo en el que protagonizaba la existencia de los hombres, fue también la determinante de estos comportamientos.

Aunque a remolque de la francesa, en buena parte coloni­zada por ésta, la historiografía española ha seguido rumbos pa­recidos desde los años cincuenta. No podía, ni puede, contar con análisis y síntesis como los citados, por la sencilla razón de que tampoco dispone de las mismas posibilidades, de programas investigadores, de dotaciones en personas y de financiación, im­posibles donde la historia científica no se halla asistida, no re­sulta rentable ni acaba de considerarse como área propia de investigación. Pero algo -iba a decir demasiado- se ha hecho desde el horizonte de las mentalidades colectivas por historia­dores generalmente jóvenes. y algunas conclusiones pueden ma­terializarse gracias a esas auténticas muestras de artesanía acerca de un factor como el de la muerte, capaz de explicar -aunque, naturalmente, no como elemento aislado- tantos aspectos fun­damentales de la sociedad española del Antiguo Régimen, tiem­po al que limitamos estas líneas por una opción no tan capri­chosa cuanto impuesta por la especialidad del que las escribe.

16 E. LE Roy LAnURIE, Montaillou, village aceitan de 1294 a 1324, París, 1975. 17 L'argent, l'amour et la mort en Pays d'Oc., París, 1980.

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2. LA MUERTE, SEÑORA DE LA VIDA

La primera impresión que se fija en la retina del observador es la de la omnipresencia de la muerte a lo largo de siglos, es decir, hasta que la revolución industrial cambie las condiciones materiales y, con ellas, las perspectivas de los hombres. Pero omnipresencia y muerte cercanas y familiares. Tan cercanas y familiares, que se afrontan -o, mejor, se viven, más aún: se conviven- con la mayor naturalidad. La muerte violenta en sus incontables formas descritas por la Imitación de Cristo, por fray Luis de Granada, por Alejo de Venegas, reasumida por toda la literatura ascética, recordada y gritada por los predica­dores apocalípticos y misioneros, más que rechazarse se asimi­la como espejo permanente de lo efímero de la existencia. Y la muerte violenta, accidental o provocada, fue un episodio cons­tante en aquella sociedad preindustrial, mucho más violenta de 10 que nos podamos imaginar. Incluso, cuando de ciudades con Chancillerías, Audiencias, Tribunales de la Inquisición se tra­taba, el espectáculo de la ejecución final de la sentencia o del Auto de fe se convertía en pública manifestación del arte de saber morir. De hecho las narraciones, documentos escalofrian­tes a veces, que las refieren ponen todo su énfasis no tanto en el morir, cuanto en el hacerlo bien, en el modo de ejecución o en si se falleció con los sacramentos 18.

1. Cfr. por -entre otros muchos casos--- ejemplo la admiraci6n del cura apun­tador ante una estocada mortal y bien dada en la obra, tan interesante para este tema, de Alberto MARCOS, Auge y declive de un núcleo mercantil y flnanciero de Castilla la Vieja. Evolución demográfica de Medina del Campo durante los siglos XVI y XVII, Valladolid, 1978, p. 190, donde se pueden encontrar variados (y pin­torescos) modos de muerte violenta, cuya importancia para aquella España había resaltado ya B. Bennassar, en Los españoles, actitudes y mentalidad, trad. esp., Barcelona, 1978, pp. 222 Y ss. Realidad extremeña, bien documentada e interpre­tada, por Angel RoDRíGUEZ SÁNcHEZ, «Morir en Extremadura, una primera apro­ldmaci6U1), en Norba, 1 (1980), PP. 279-297. No podemos detenemos en las ejecu­ciones de la justicia religiosa y de la civil. Los reos se sabían condenados, y las incontables relaciones de Autos de Fe confirman que este lance trágico tenía un valor catequético -incomprensible para nosotros--- y se convertla en confesi6n explicita del escaso valor que se concedía a la vida y del mucho que se otorgaba a la salvaci6n del alma por cuantos contemplaban el final ardiente del relajado. Cfr. ejemplo significativo en H_ KAMEN, La Inquisición española, trad. esp., Bar­celona, 1972, p. 208. Quizá se perciba esta realidad con más claridad en las eje­cuciones civiles a las que estaban acostumbradas las ciudades de Audiencias y Chancillerías. Cfr. interesantísimos datos del proceso personal y de la religiosidad de IOl> penados en la monografía de P. HERRERA PUGA, Sociedad y delincuencia en el Siglo de Oro, Madrid, 1974 (A. DOMÍl'!GUEZ ORTIZ, «Vida y obras del Padre

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No se necesitaba de la muerte esperada o inesperada para sentir su cercanía; basta con recordar las estructuras demográ­ficas constantes, los índices brutos de mortalidad hasta tocar cimas del 40 o 45 por mil (hoy andan en el 8-9 por mil) y que la esperanza de vida, en esa larga historia española que va desde el siglo XV hasta ~l XVIII, al igual que aconteciera con la euro­pea, no sobrepasaba los 26 años, conforme al modelo verificado por numerosos trabajos monográficos. La corrección de los da­tos brutos acentúa la tragedia de todos los días y de todas las familias de aquel mundo que, por fortuna, pese a los nostálgicos, y copiando el título de la obra clásica de Laslett, hemos perdido nosotros 19.

Porque la muerte acechaba desde el primer momento de la vida: entre el 25 y el 30 por cien de los nacidos fallecían antes de haber cumplido el año de existencia, ya fuere por factores endógenos, ya por los exteriores. Otro cuarto de los nacidos moría inexorablemente en edad infantil y juvenil, de manera que, en una demografía de tipo antiguo como la contemplada, y en frase repetida, afortunada y -al parecer- rigurosa de Pierre Goubert, se necesitaban al menos dos nacimientos para produ­cir un hombre 20. Nadie admite ya el tópico tan habitual como inexacto de las familias numerosas de los tiempos pasados. A no ser que se diese con las privilegiadas económicamente, puesto que ya desde el mismo nacimiento la muerte se comportaba con criterios descaradamente discriminatorios en perjuicio de los me­nos dotados, es decir, de los pobres. El caso de los más desasis­tidos, los niños expósitos (en muchas ciudades el 20 o 25 % de la totalidad de bautizados entre el siglo XVI y XVIII), no puede ser más elocuente: en Valladolid, en Madrid, en Sevilla, Burgos o Murcia, más del 80 por ciento de los niños ingresados en los

Pedro de Leóm>, en Archivo Hispalense, n.o 83, 2.° época, Sevilla, 1957), y en la reducida y densa de A. RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, Morir en Extremadura. La muerte en la horca a finales del Antiguo Régimen (1792·1909), Cáceres, 1980.

19 Son cada vez más numerosas las monografías de historia demográfica sobre ciudades concretas que corroboran estos datos, y es una lástima que no podamos aducir una indicación completa de tantos trabajos en curso como se están reali· zando. Puede verse una síntesis en la reciente y novedosa obra de V. PÉREZ MOREDA, Las crisis de mortalidad en la España interior (siglos XVI·XIX), Madrid, 1980, sobre todo en las pp. 140·141 Y en la bibliografía completa que cierra el volumen.

20 El principio, enunciado con cierto humor habitual a Pierre Goubert, se acep­ta por casi todos los historiadores de la población y de la familia. Cfr. A. ARMEN­GAUD, La famille et l'enfant en France et en Anglaterre du XVI' au XVIII' siecle. Aspects démographiques, Paris, 1975, p. 74. Y, por lo que se refiere a España en su interior, amplio muestrario de datos rigurosos en V. PÉREZ MOREDA, o. c., pp. 154-167.

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lugares de recogimiento mueren al poco tiempo de haber sido encontrados en el torno, en sitios, tiempo y condiciones los más propicios para acelerar su fallecimiento 21.

La muerte activa no se detiene tras esta "masacre de ino­centes". Dentro de lo que puede considerarse como mortalidad "normal", los historiadores de la población, de la medicina, de la familia, han relevado la realidad de los asaltos constantes de enfermedades intestinales características del tiempo estivooto­ñal, de las bronquiopulmonares que acechaban en la transición del invierno a los primeros días de primavera, ya que, como es bien sabido para el especialista, también tiene sus predilecciones estacionales la muerte de las sociedades preindustriales que no se cuida de ocultar sus prefurencias por otros serIares, siempre, como es natural, los más débiles. Este es el caso de la mujer, en primer lugar, más erosionable a causa del trabajo y del parto, tan arriesgado entonces, que se tiene abierta su tumba los se­senta días antes del alumbramiento; que las sinodales recomien­dan la confesión en el último mes de su preñado, en previsión del desenlace desgraciado, tan habitual como manifiesta la do­cumentación directa 22.

Y, también entre los adultos, cómo no, la muerte se ceba con verdadera voracidad en los contingentes numerosÍsimos y abigarrados de la pobreza, ya sea la del inmenso campesinado siempre al borde de la miseria, ya la de los cinturones margina­les de la ciudad, "auténtica tumba de hombres", y, dentro del ámbito urbano, en esos reductos de los hospitales de enfermos hacinados y contagiosos, sin medios profilácticos ni terapéuticos, instituciones pensadas, dotadas y gestionadas para el pobre por las solidaridades, los ricos o la Iglesia.

Entre unos y otros motivos, 10 cierto es que hasta el si-

21 Las cifras pueden contrastarse en su fría, cruel y rara unanimidad gracias a las monografías existentes: M. F'ERNÁNDEZ ALVAREZ, en las páginas dedicadas a este problema en su obra La sociedad española del Renacimiento, Salamanca, 1970, pp. 163-173; los índices inferiores que para zonas gallegas arroja el hospital de Santiago de Compostela (estudiado por A. Eiras y J. M. Pérez Garda) se com­pensan de sobra con las de Burgos, a tenor de los datos de que dispone María del Carmen Oveja en su tesina en curso; las de Valladolid en algunos trabajos mios; las de Madrid (J. SOUBEYROUX, Paupérlsme et rapports soclaux a Madrid au XVIIIe siecle, II, Lille-Paris, 1978, p. 587), las de Sevilla (L. C. ALVAREZ SANTALO, Marginación social y mentalidad en Andalucía Occidental. Expósitos en Sevilla (1613-1910), Sevilla, 1980), de Murcia (H. KAMEN, Sapin in the Later Seventeenth Century, 1665-1700, London-New-York, 1980, p. 281) Y con otros resultados reco­gidos por V. PÉREZ MOREDA, O. c., pp. 180-181.

22 Testimonios muy explícitos en V. PÉREZ MOREDA, O. c., pp. 198-200; A. RODRf­GUEZ SÁNCHEZ, arto c., pp. 285-86.

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glo XIX, a tenor de las variantes mínimas regionales, sólo el 20 por ciento de los nacidos llegaba a la venerable ancianidad de los 52 años, según el modelo de Fourastié, comprobado a base de documentos fiables para el caso de la España interior por Pérez Moreda 23. Casi ni tiempo había para envejecer; me­jor dioho: se era viejo desde los cuarenta años.

3. LA PESTE Y LA MUERTE

Sobre este ritmo "normal" actuaban otros segadores impla­cables de vidas, más violentos, al menos más clamorosos, que mermaron las poblaciones en cadencia tan frecuente como rigu­rosa. Eran los ataques epidémicos del tifus exantemático ("ta­bardillo", "pintas"), de la viruela, el paludismo ("tercianas", "cuartanas"), antecesores temidos del cólera y la fiebre amarilla que tomaron su relevo, con grados diferenciados de morbilidad y letalidad. Y, sobre todos, la peste, compañera de la guerra (menos letal de 10 que se creyó) y del hambre, tríptico de las rogativas tradicionales. Actualmente, al menos así parece dedu­cirse de la obra dePérez Moreda, se resta derta importancia al protagonismo de la peste para otorgarlo a los otros agentes letales. No 10 creyeron así quienes tuvieron que enfrentarse con ella y que la seguirían temiendo aún cuando haya desaparecido algo misteriosamente en el siglo XVIII. De hecho, su desapa­rición determinó en buena medida el cambio de régimen demo­gráfico del tipo antiguo al moderno. Pero, antes de retirarse, tuvo tiempo sobrado para marcar por muchos siglos a la socie­dad con un talante especial.

Prescindiendo de su actuación decisiva en tiempos medieva­les, con momentos culminantes, largos y trágicos cual el de la llamada "peste negra" 24; de la inevitable conexión con las cri­sis de subsistencia (ese proceso desencadenado a partir de las malas cosechas en economías agrarias) 25; de los efectos econó-

23 Cfr. en A. ARMENGAUD, O. c., p. 76; V. PÉREZ MOREDA, O. C., p. 188. 24 Mucho se ha escrito sobre la peste medieval; cfr. buenos trabajos en J. N.

BrRABEN, Les hommes et la peste en France et dans les pays européens et médite­rranéens, 2 vals., Paris, 1975. Y sobre la mitificada «peste negra», puesta a punto, accesible e informativa en el pliego que Carreras Pachón, Mitre y Valdeón le dedican en el n.O 56 (diciembre 1980) de Historia 16.

25 Pérez Moreda cuestiona la dependencia excesiva entre estas crisis y la mor­talidad consiguiente, concediendo mayor actividad a los agentes de morbilidad.

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micos, de las tensiones sociales o altruismos colectivos que siem­pre generó el ataque; de la sorprendente capacidad de recupera­ción de aquella sociedad, nos interesa por el momento insistir en los efectos letales y actitudes que fuerza el que ha sido de­nominado por Bennassar como "el gran personaje de la historia de antaño" 26.

Las mediciones cuantitativas aportadas por los especialistas coinciden con el testimonio de testigos presenciales, desde las trágicas y vívidas aportaciones del Cura de los Palacios, en aque­lla España mitificada de los Reyes Católicos, hasta los poste­riores que escoltaron toda la historia de algo endémico casi, que arreció en España del siglo XVI, que reveló su virulencia es­pecial en el siguiente y que, como hemos dicho, es capaz de sembrar el pánico por 1720 ante las noticias de la ¿última? peste mediterránea de Marsella por 1720 27. "Aparte de las pestilen­cias limitadas -sintetiza el buen conocedor Domínguez Ortiz-, cada treinta o cuarenta años había alguna de tremendas pro­porciones que barría pueblos y comarcas enteras. Si la de 1599-1601 asoló especialmente a Castilla, la de 1648-53 se ensañó con todo el Levante y el Sur, causando en numerosas ciudades, como Murcia o Sevilla, mortandades hasta del 40 y 50 por ciento de sus pobladores" 28.

Forzosamente, entre unos y otros agentes, se tuvo que for­jar, como de hecho se forjó, una mentalidad de cercanía, de familiaridad con la muerte, en quien -según apreciaciones de Fourastié- al tocar la vejez de la cincuentena había contem­plado cómo en su familia directa (excluyendo tíos, sobrinos, pri­mos carnales) la muerte de una media de nueve personas al me­nos: uno de sus abuelos (los otros tres habían fallecido antes de nacer él), los dos padres, dos o tres hermanos, dos o tres

26 BENNASSAR, Recherches sur les grandes épidémies dans le Nord de l'Es­pagne i'L la fin du XVI' siecle. Problemes de documentatlon et de méthode, Paris, 1969, p. 61.

27 Sobre la última de las citadas pestes y las reacciones de pánico que provoca, cfr. numerosos trabajos de M. y J. L. PESET, cuya síntesis puede verse en Muerte en España (polítJcd y sociedad entre la peste y el cólera), Madrid, 1972. y en «Epidemias y sociedad en la España del Antiguo Régimen», Estudios de Historia Social, 4 (1978), 7-28. Sobre las anteriores, y prescindiendo de monografías COn­cretas, citamos s6lo, por referirse a las actitudes colectivas, además de la obra de Bennassar (nota anterior); de las páginas pioneras -suprimidas en reediciones posteriores- de A. Domlnguez Ortiz, escritas en La sociedad española del si­glO XVII, t. r., Madrid, 1963; de los análisis que para la España interior hace Pérez Moreda, la monografía interesante de A. CARRERAS PANCHÓN, La peste y los médicos en la España del Renacimiento, Salamanca, 1976.

28 Historia de la Iglesia en España, IV, Madrid, 1979, p. 6.

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de sus hijos; además de las hambres, carestías, epidemias graves, enfermedades de todo tipo, espectáculos de miseria y sufrimien­to que desfilaban ante su persona y ante sus ojos en rápida su­cesión. "La muerte, en aquella época larga, se hallaba en el centro de la vida, al igual que el cementerio estaba en el centro de su ciudad o de su pueblo" 29.

4. SACRALIZACIÓN DE LOS SISTEMAS SANITARIOS

Los historiadores de la medicina y de la población españo­las se han encargado de resaltar algo que era universal: la ab~ soluta incapacidad de los sistemas sanitarios para afrontar las urgencias de la lucha contra la muerte, la imposibilidad de ga­rantizar -incluso en tiempos de mortalidad "normal" - la efi­cacia hospitalaria y la asistencia médica, realidad mejor percep­tible aún en países que, como el de los reinos hispanos, jamás ocultó durante tanto tiempo la prevención cordial hacia una pro­fesión que asociaba a la condición judía y que no acababa de romper con remedios más aptos para la puntilla que para la curación del paciente. Las invectivas de Quevedo -por citar a alguien- contra los médicos, constituyen la versión sarcástica de lo que Santa Teresa dice con más finura y no menos ironía, al referirse a tiempos de juventud (no estaba aún convencida del "muero porque no muero" de la madurez) y a la enfermedad que la llevó al borde de la tumba: "como me vi tan tullida y en tan poca edad .y cuál me habían parado los médicos de la tierra, determiné acudir a los del cielo para que me sanasen" (Vida, 6,5).

Santa Teresa no hace sino testificar una de las más arraiga­das convicciones d~ la religiosidad popular de la que ella par­ticipó en mayor medida de 10 que suele pensarse: la ruptura de barreras entre 10 natural y 10 sobrenatural y la traslación del cuidado médico, tanto preventivo como curativo, a la corte ce­lestial, lo que equivale a la introducción de los protectores ce­lestes en las cuitas terrenales ante la muerte. Ella ha dado con un santo (San José) que la valió para todo: las investigaciones de Vovelle revelan el peso progresivo que en la devoción po-

29 Ap. A. ARMENGAUD, O. y l. cc.

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pular del barroco ejerce su consideración como abogado de la buena muerte 3D. Pero al margen de motivaciones teológicas, be­biendo en la tradición cristiana y en profundas reminiscencias paganas, y mucho antes del barroco y de la contrarreforma, la religiosidad popular ha fijado el batallón de santos terapeutas, cada uno con su competencia celosamente circunscrita, hasta cristalizar en ese complicado cuadro médico, anterior a la con­figuración d~ las especialidades de la posterior medicina cien­tífica (no queremos ni insinuar que antecedente causal de ésta) 31,

El contacto con lo sobrenatural se intensifica en los frecuen­tes asaltos de la epidemia de turno o de la peste que hacen saltar todos los componentes de la religiosidad popular permanente. En tales casos, junto a la planificación sanitaria de las autori­dades civiles, se acude masivamente a la defensa celestial. Es el tiempo de los pánicos, de escenas apocalípticas entre quienes no han podido abandonar los "luego, lejos y por largo tiempo" núcleos afectados (es decir, y como siempre, entre los menos dotados). El clero con cura pastoral y el regular suele perma­necer entre los apestados para ejercer la caridad, animar pro­cesiones, novenas, penitencias clamorosas, exorcismos, rogativas y otros gestos contra los que nada pueden las tímidas sugeren­cias de la autoridad o de algún prelado, convencidos de que las pías aglomeraciones se podían convertir en el mejor vehícu­lo del contagio.

Bennassar ha intentado registrar los momentos distintos del clima de exaltación religiosa que campea en el N arte de Espa­ña, desde que llega la noticia del itinerario de la peste hasta que su furia comienza a amainar (y el del Norte de España es un modelo que se corresponde casi miméticamente con el de toda la Europa católica) 32. La sacralización del ambiente se ex­perimenta al comprobar (además de la explosión de todas las pasiones, más aún de las carnales) la pervivencia de las con­vicciones bíblicas, que relacionan el azote con el pecado y con la ira de Dios desatada. La justicia divina tiene que aplacarse

30 M. VOVELLE, Vision de la mort, cit. El influjo de Santa Teresa se jtmtaria a la visión de San José como patrono de la buena muerte y la expansión de su culto en el XVII.

31 Sobre estos aspectos y desde una perspectiva más general, cfr. nuestro tra­bajo en esta misma Revista, «Mundo y espiritualidad en la España Moderna», 38, (1979), 243-262.

32 Cfr. B. BENNASSAR, Recherches, pp. 54-56.

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con el forcejeo por lograr la gracia del Protomédico Universal 33,

con todo el repertorio, tan ensayado y sabido, que revela el pro­tagonismo y la universalidad de los santos terapeutas especiali­zados. Son casi siempre los mismos: no falta, no puede faltar San Roque, compañero inevitable de San Sebastián, el tandem clásico, acompañados de San Matías (Santander), por San Ni­colás (Valladolid), es decir, por santos y vú-genes de tradición local (Nuestra Señora del Mar, Santander; de San Lorenzo, Va­lladolid). Cuando la peste declina en su furor se suceden las acciones de gracias, los votos municipales: buena parte de los patronatos locales, de erección de ermitas, se relacionan con ca­tástrofes de este 'tipo ° con otras similares como las sucedidas en cadena con ocasión del terremoto lisboeta de 1755 34 • Es también la ocasión de recapacitar sobre el decaimiento de leal­tades cuasifeudales, renovadas ante el espoleo de la crisis, con los santos protectores. Lo acontecido en VilIalón de Campos (feria otrora brillante, mortecina precisamente a partir de 1699, a tenor de la sólida tesis de Elena Maza), puede servir como ejemplo de actitudes reiteradas en otros lugares: "Voto de San Roque -se lee en las actas municipales del 6 julio 1599-. Este día, estando el regimiento, dijo que esta villa ha tenido y tiene por costumbre inmemorial de guardar el día del glorioso santo San Roque y hacer fiestas, y de ello esta 'Villa tiene voto y costumbre de hacerlo; y de algunos años a esta parte se ha dejado de cumplir enteramente, a cuya causa ha sido Nuestro Señor servido que este presente año en esta Villa haya habido y hay algunas enfermedades, de las cuales han muerto muchas personas; y esta villa tomaba y toma por abogado al santo San Roque, patrón de estas Españas, para que sea intercesor y rue­gue a Nuestro Señor Jesucristo por nosotros, y esta villa apla­que, supla y alce las enfermedades que al presente hay en esta villa y habiere de aquí en adelante; y teniéndole, como le to­man, por tal abogado, hacían e hicieron voto de que el dicho día del santo San Roque que en cada un año se guarde en esta villa y no se trabaje ni en la villa ni en el campo, y al que tra-

33 P. LAÍN ENTRALGO, Enfermedad y pecado, Barcelona, 1961; A. CARRERAS PAN­OHÓN, O. c., pp. 117-121.

34 Un ejemplo de tantos: F. XlMÉNEZ, Sermón que en la fiesta que anualmente pelebra el Ayuntamiento de la Excma. ciudad de Cádiz al Patriarca Sr. S. Jose! como a su patrono y protector, declarado tal desde el terremoto del año 1755, predicó el dla 10 de mayo del presente 1772, Cádiz, 1772,

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bajare ejecute la justicia de pena a .cada uno doscientos mara­vedís, y a la procesión que se ha de hacer por el cabildo general asistan a ella la justicia y regimiento y vecinos", etc., etc. 35.

5. ASISTENCIA y SEGURIDAD SOCIALES HASTA EN EL MÁs ALLÁ

Las CrISIS de mortalidad no hacen sino manifestar estructu­ras más profundas y duraderas, que explican en buena parte el montaje asistencial, afianzado sobre el movimiento fundacional de cofradías con sus orígenes medievales y su proliferación ba­rroca. Suele creerse que la cofradía del Antiguo Régimen fue una institución eclesiástica; en realidad responde a iniciativas espontáneas, individuales o colectivas, que, como casi todo, de­bía ser sancionado por el refrendo episcopal o equivalente. Sea lo que fuere, tanto las cofradías gremiales como las devociona­les, más aún las benéficas, guardan estrecha relación con el sec­tor gigantesco de la asistencia social bajo la forma de socorros mutuos, con todos los atisbos de una primitiva organización de la seguridad social. No siempre son las creadoras de hospitales e instituciones gemelas, pero, casi sin excepción, son las encar­gadas de su gestión. Y, de todas formas, son los testigos de la sacralización de este sector, con la inevitable relación que se percibe entre los establecimientos -atomizados antes de las obli­gadas reducciones- y el santo terapeuta especializado, como puede comprobarse palmariamente por las síntesis de Jiménez Salas, Rumeu de Armas o por los estudios monográficos que sobre dos emporios con trayectorias muy semejantes, Sevilla y Medina del Campo, han realizado últimamente Carmona y Al­berto Marcos 36.

35 El texto, modelo de tantos otros similares, ha sido recogido por Elena MAZA, «Villal6n de Campos y la peste de 1599. Estudio demográficO), en Cuadernos de Investigación Histórica, 2 (1978), p. 381.

36 A. Rumo DE ARMAS, Historia de la previsión social en España. Cofradías, gremios, hermandades, montepíos, Madrid, 1944; M. JIMÉNEz SALAS, Historia de la asistencia social en España en la Edad Moderna, Madrid, 1958; In., «BenefiJ cencia eclesiástica», en Dice. de Historia Eclesiástica de España, 1, Madrid, 1972, pp. 213-238; C. Rrco-AVELLo, «Evolución histórica de la asistencia hospitalaria en España», en Revista de la Univ. de Madrid, 3 (1954-9), 57-67; J. M. PALOMARES IBÁÑEZ, La asistencia social en Valladilod. El hospital de pobres y lal Real Casa de Misericordia (1724-1847), Valladolid, 1975; A. MARCOS, O. c.; ID., «El sistema hospitalario de Medina del Campo en el siglo XVlll, en Cuadernos de Investigación Histórica, 2 (1978), pp. 341·362; J. l. CARMONA GARCÍA, El sistema de hospitalidad pública en la Sevilla del Antiguo Régimen, Sevilla, 1979.

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Contra la ineficacia y las pésimas condiciones materiales de tales establecimientos tronaron los observadores del Renacimien­to, los arbitristas del siglo XVII y, más estruendosa y utópica­mente aún, los proyectistas de la Ilustración. Dada la situación de la medicina, aquellos cofrades hacían lo humanamente po­sible. Lo que no ofrece duda alguna es que se trataba de ase­gurar, más que la salud corporal, la del alma. Es decir, que todo aquel entramado, cuando no eran simples hospederías de pocas noches -a veces hasta en este caso-, estaba pensado para la preparación de la muerte en mayor medida que para la preservación de la vida. La dotación personal, la importancia de las capellanías, las cláusulas de las reglas respectivas, lo con­firman sin lugar a discusiones 37, Lo que sucede con los niños expósitos, con sus cofradías y hospitales cada vez más frecuen­tes, puede explicitar la realidad de que para aquellas gestes, fa­miliarizadas a la convivencia con ella, no era la muerte física la más triste, sino el riesgo de la eterna; autos, mandas funda­cionales, doloridos ante el espectáculo del "innumerables niños recién nacidos, expuestos a la inclemencia de los temporales, que, ya por el rigor de los fríos en su tierna edad y desabrigo, ya por la impiedad de los perros, apenas habían abierto los ojos a esta vida cuando se hallaban despojados de ella", se conmue­ven más profundamente aún ante el riesgo de perder la vida del alma "por faltarles el agua del bautismo" 38.

Como se convive con los difuntos y con su destino, y como el de la salvación es el gran negocio (las indulgencias están tra­duciendo a un plano no siempre sobrenatural la dinámica de las operaciones bancarias), la asistencia social se traslada a la ultraterrena, más decisiva, como puede verse sin gran esfuerzo, en última instancia. No necesitan de las solidaridades los pri­vilegiados, a no ser para asegurarse los sufragios legados a tenor de sus disponibilidades en las mandas testamentarias, materia prima envidiable para recomponer el nivel de las fortunas y la visión que de la muerte tienen los mejor dotados: los testamen­tos de la España del Antiguo Régimen dan la sensación de 01'-

37 Opero con datos ofrecidos en conversaciones y seminarios de los Departamen· tos de Historia Moderna y Contemporánea de Valladolid por mis colegas Elena Maza, Alberto Marcos, Pedro Caras a (a los que no responsabilizo de esta inter­pretación), que están estudiando modelos hospitalarios de Valladolid, Palencia, Burgos.

38 En L. C. ALVAREZ SANTALO, o. O., p. 19. Casi en los mismos términos se en· cuentran donaciones primitivas para el hospital gemelo de Valladolid.

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denar la herencia eterna d~l testador en igual -a veces mayor­medida que la de sus bienes materiales. Y, en mentalidades po­seídas por el concepto y la vivencia o desvivencia de la homa, ésta se cifra en el fasto de las decisivas, es decir, en las "homas fúnebres", tanto más llamativas y ostentosas cuantos más cléri­gos oficiasen en ellas, cuanta más cera luciese en los funerales, cuantos más pobres escoltasen la conducción del cadáver, cuan­tas más misas se celebrasen en el día del sepelio, en los días, años y a veces siglos posteriores a la muerte 39. Buen porcentaje de cofradías aseguraron su base económica .y el núcleo funda­mental de sus rentas precisamente por la gestión de estas volun­tades últimas numerosas o por la prestación de los servicios de­mandados, pues las hubo especializadas en la asistencia a los entierros con cierto carácter de "profesionales" de la muerte. Y, por supuesto, en todas las reglas de todas las cofradías de todos los colores campean las cláusulas que garantizan a los cofrades la asistencia y los sufragios póstumos como el más ape­tecido de los "seguros sociales", en gesto tan familiar entonces como extraño para tiempos secularizados.

Mas la solidaridad con los muertos no se limita al cumpli­miento de cláusulas testamentarias, de servicios pagados. En aquellas sociedades existen contingentes nutridos, verdaderas ma­sas, de población engrosadora del pauperismo en sus múltiples modalidades. Pues bien, Larquie, Soubeyroux, los libros parro­quiales de defunciones, ofrecen datos suficientes para probar que uno de los objetivos perseguidos por los profesionales de la pobreza, por los "pobres de solemnidad", se cifró en el logro de su "derecho" a la gratuidad de las homas fúnebres 40.

En descarada competencia con los anteriores, menos mima­dos que ellos, pululan otros pobres que no pueden acogerse al privilegio de la solemnidad reconocida. Son los que suelen ocu­par las camas de hospicios y hospitales creados para ellos, en las ciudades, los que aparecen muertos en la calle sin nadie que los reconozca, muchos d~ los ajusticiados en lugares donde exis­ten tribunales supremos regionales. Para asegurar el entierro y

39 N o se ha analizado este particular, por lo que se refiere a España, con la misma atención que, por ejemplo, se ha hecho en Francia. Buenos datos en la obra que Bennassar escribió sobre el Valladolid del Siglo de Oro, y en los tra­bajos citados por A. Rodríguez Sánchez.

40 J. SOUBEYROUX, O. c.; C. LARQUIE, «Une approche quantitative de la pauvreté: les madrilenes et la mort au XVIIe siecle», en Annales de Démagraphie Histarique, (1978), 176-196.

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sufragios de estos últimos hay cofradías especializadas, celosas del monopolio de su caridad: tal la penitencial de la Pasión de Valladolid, activa en la ciudad de chancillería y de los Autos de Fe inquisitoriales 41; o la gemela de Nuestra Señora de la Caridad de Cáceres, dedicada a la atención de los condenados a muerte por la Audiencia de Extremadura y cuyas actas han prestado excelente material al interesante libro de Angel Rodrí­guez, Morir en Extremadura 42. Para los pobres también tenía previstas la caridad colectiva sus instituciones aseguradoras de las "honras" fúnebres, seguramente las únicas de que podían gozar los desheredados: la vieja cofradía de Nuestra Señora de Esgueva, relacionada con los orígenes de la ciudad de Vallado­lid, incluía entre sus ordenanzas, fielmente cumplidas a lo lar­go de su historia, la cláusula de que los "que finaren en dicha enfermería, que los entierren en el cementerio de Santa María la Antigua los nuestros capellanes, y que les den mortaja y todas las otras cosas que hubieren menester para los enterrar, de los bienes de dicha cofradía". Para los que no muriesen en ninguno de los hospitales estaba la cofradía de la Misericordia, "de las más célebres de España", acota con cierto orgullo AntolÍnez de Burgos, precisamente por su dedicación a "acudir a enterrar a los que mueren tan pobres, que no tienen con qué enterrarse; en años trabajosos sucede enterrar veinte o treinta" 43.

6. Los CEMENTERIOS, CONVIVENCIA DE VIVOS Y MUERTOS

Los historiadores de las actitudes ante la muerte suelen in­sistir en el sentido del cementerio, en su ubicación, como signo de la entrañable convivencia de los vivos con los muertos, de la familiaridad natural entre la Iglesia peregrina del catolicismo y la de quienes están ya en la triunfante o en la purgante. Porque el cementerio durante largos siglos -es otra perogrullada para los especialistas- está situado en los lugares neurálgicos de la población. Ahora bien, en una sociedad acostumbrada a las di-

41 Estudio estos aspectos en «Religiosidad popular y asistencia social en Valla­dolid: los Cofradías marianas en el siglo XVI), en Estudios Marianos, Salamanca, 1980, p. 216.

42 O. C.

43 «Religiosidad popular y asistencial social, pp. 216-217. No fue infrecuente el caso (según datos de Elena Maza) de ricos nobles que prescriben ser enterrados a la manera de pobres para conseguir las indulgencias de que disfrutaba el tesoro del Hospital de Esgueva.

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ferencias de ricos y pobres, se admite también con la mayor naturalidad la discriminación d~ los enterramientos, sancionada por los intereses d~l clero. El templo, y cuanto más cerca del altar mayor mejor, es el lugar más demandado por los pudien­tes, como puede contrastarse por las voluntades finales de los testadores. Era ésta una de las formas de ingresos de la Iglesia, de embellecimiento de los templos, de la proliferación de capi­llas, y por tanto resulta explicable la preocupación de las actas sinodales por regular y actualizar los costos de los "rompimien­tos". Los menos dotados no podían asegurarse el privilegio del suelo sagrado del templo, pero sabían que sus cuerpos serían sepultados en los otros cementerios de cofradías u hospitales, siempre al pie de la Iglesia y en el corazón de la dudad, cuyo paisaje urbano es incomprensible en el Antiguo Régimen sin los espacios dedicados a los difuntos 44.

7. EL ALEJAMIENTO DE LA MUERTE Y LA CRISIS

DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR

Los ilustrados, como los anteriores erasmistas, no fueron capaces de comprender la espiritualidad "popular", tan lejos de la suya privilegiada. Sus campañas, sonoras y minoritarias, no perdonaron flancos en el desmantelamiento de una religiosidad que fuera el soporte de tantas actitudes colectivas, ,y fue enton­ces cuando se consagró, ya definitivamente, la cadena de cate­gorías tales como ignorancia, superstición, oscurantismo, aplica­das sin contemplaciones a formas culturales que no coincidie­ran con las de la "élites". El ataque sistemático cuajó al regis­trarse las extrañas conjunciones de ilustrados y gobiernos des­póticos, d~ regalistas con los impropiamente llamados "janse­nistas" españoles, de preliberales y absolutistas. Todos los dis­positivos, algunos formidables, se dispararon en aquella segunda mitad del siglo, después de 1766, como resortes contenidos y a la espera de las condiciones favorables para saltar 45.

En la ofensiva general, uno de los objetivos prioritarios se fijó en todo el sistema de prácticas relacionadas con la muerte y ~n su cortejo de "supersticiones". No podemos descender a

"A. RODRíGUEZ SÁNCHEZ, O. y arto CC., ofrece buenos datos al respecto. 45 Slntesis brillante de todos estos elementos en el amplio capítulo que al pro­

blema dedica A. MESTRE, Historia de la Iglesia en España, t. IV, Madrid, 1979.

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detalles, generosa y documeníadamente analizados por Mestre, Appolis, Tomsich, Paula Demerson, Saugnieux y cuantos se han ocupado de las opciones "parajansenistas" del XVIII español. Baste con aludir al proceso que se instruye contra las cofradías; la forma más característica de la asistencia compleja antes de la muerte, en ella y después de ella, progresivamente desban­cada por juntas de caridad, por montepíos más secularizados -más eficaces también-, por la supresión sistemática que se configura por los años de 1770, brillantemente estudiada por Parid Abbad 46, por las transferencias a cargos salidos de las reformas en la administración municipal de Carlos III 47, hasta abocar a la desamortización finisecular de fundaciones, hospi­cios, obras pías por las expectativas hacendísticas de Godoy 48,

que patentizan el final de un largo período anterior sacralizado y sacralizador.

La relación de los vivos con los muertos se transmutará más perceptiblemente aún en un cambio no tan baladí como para nuestros ojos pudiera aparecer: el de los cementerios. Se ha estudiado la polémica que en Europa se desencadenó desde la segunda mitad del XVIII contra la vieja costumbre de enterrar en la iglesia :Y de los cementerios urbanos. En España la ofen­siva se materializó en reales órdenes de 1787. Las resistencias a las determinaciones de los gobiernos y a las sugerencias de los ilustrados no llegaron sólo del frente "reaccionario" clerical, alarmado ante el corte de una de sus incontables y fecundas fuentes de ingresos; actuaba toda la fuerza de una religiosidad popular renuente a la ruptura de la conexión entrañable con los difuntos y cifrada en la cercanía y familiaridad de la muer­te. ,Por ~so la campaña orquestada por las instancias superiores fracasó rotundamente, a pesar del apoyo recibido de parte de la jerarquía influyente y sensibilizada. Sólo tendría éxito cuando las circunstancias cambiaran d~ forma radical, cuando el go­bierno de José 1 actuase sin contemplaciones o cuando los libe­rales del siglo XIX contasen con resortes nuevos. De hecho,

"«La confrérie condamnée ou une spontanéité festive confisquée. Un autre aspect de l'Espagne a la fin de l'Ancien Régime», en Mélanges de la Casa de Ve­lázquez, 13 (1977), 361-384.

47 Cfr. o. c. de A. RUMEU DE ARMAS; los numerosos artículos de W. J. CALLAHAN,

reasumidos en La Santa y Real Hermandad del Refugio y Piedad de Madrid, 1618-1832, Madrid, 1980; J. GUILLAM6N, Las reformas de la administración local en tiem­pos de Carlos IlI, Madrid, 1980.

4B Hemos recogido la bibliografía e interpretaciones en Historia de la Iglesia en España, t. IV, Madrid, 1979, pp. 208-212.

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la geografía del cementerio se desplazaría del centro de la vida por la década de 1830, es decir, coincidiendo con las mutacio­nes más profundas compañeras del liberalismo de matiz radi­cal, el de la exclaustración y las desamortizaciones 49.

Es arriesgado -además de incorrecto- el sólo amago de aherrojar a fechas concretas los cambios de mentalidades colec­tivas arraigadas. Es más, el analfabetismo de las clases mayo­ritarias imposibilita captar sus reacciones ante los hechos con­sumados. Las "élites", por ~l contrario, no callaron su gozo ante la separación reciente entre vivos y muertos, y es indudable que compartieron el alborozo que irradia un entusiasmado artículo que el "Boletín Oficial de la Provincia" de Valladolid publicó cuando pudo inaugurarse el cementerio nuevos extramuros de la ciudad. El artículo se despedía triunfalmente:

"Viva la providencia saludable que da a Dios cuIta y a los hombres vida; huya la corrupción abominable, respiren en el templo el agradable a:romático olor, que a orar convida; triunfen ya los inciensos primitivos, y no maten los muertos a los vivos" 50.

Los versos son pésimos, no hay duda; pero expresan buena parte de los sentimientos contenidos o gritados por las minorías ilustradas del siglo anterior: la solidaridad con los difuntos ha roto su contacto espacial en aras de postulados médicos, higié­nicos y de retorno a la pureza primera del culto cristiano (nos imaginamos que los historiadores de las primitivas formas cul­tuales de la Iglesia no ~starían de acuerdo con la última exi­gencia).

8. CONCLUSIÓN

El cambio de localización de los muertos, de los cemente­rios, es la expresión palpable de otras mutaciones de la menta­lidad colectiva en relación con la muerte. Pero la mentalidad

"A. GoNZÁLEZ DÍAZ, «Los cementerios españoles en los siglos XVIII y XIX)), en Archivo Español de Arte, 1970, pp. 289-320; con más sentido histórico, V. PÉREZ

MOREDA, O. C., pp. 425-430. 50 Recogido por P. MARCOS MARTfNEZ, Sanidad, sociedad y epidemia en Vallado­

lid en 1834 (memoria de lic. inédita), Valladolid, 1980, p. 146.

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y sus cambios no se conformaron como efectos fortuitos; obe­decen a factores más generales que los simplemente ideológicos. Podemos pensar que la corta esperanza de vida anterior inci­taba a asegurarse la salvación y la existencia, que, al no estar sometida a tantos riesgos, no í!ra tan fugaz y aventurada como la terrena. Habría que averiguar -si ello fuera posible- el peso que en el utillaje mental de tantos siglos ejerció el "para siempre" dí! la eternidad creída en contraste con el valor rela­tivo y episódico de un tránsito tan efímero por la corta, mala e incómoda posada de la vida.

Por eso, el universo mental -entero que gira en torno a la muerte no se transforma ~nos referimos al caso español~~~ por la inventada irreligiosidad de los ilustrados, por "la política sec­taria d~ los hombres de la Ilustración (que) fue apagando en los corazones de los humildes la f~ ~n Dios y apartándolos de la acción bienhechora d~ la Iglesia" 51. Actuaron otros agentes más definitorios: las cofradías y sus instituciones habían mos­trado suficientemente su incapacidad ante las urgencias de la asistencia social, podían ser instrumentalizadas como asociacio­nes de oposición al poder político (decidido desde 1766 a erra­dicar cualquier forma d~ asociacionismo "peligroso"), y su pro­ceso era inevitable desde que s~ instruyera el de los gremios como formas d~ producción con todos los signos de arcaísmo 52.

La quina, por otra parte, se mostraba más eficaz contra el pa­ludismo dieciochesco que las rogativas y demás conjuros sobre­naturales 53. Y el elemento económico, determinante de nuevas condiciones objetivas que permiten vivir mejor, afianza un nue­vo régimen demográfico, que va añadiendo años a la esperanza de vida, y que, por ello mismo, aleja la presencia de una muerte que ha abandonado su apariencia catastrófica antigua al des­prenderse del vehículo aterrorizador de la peste. Todo, en con­clusión, contribuye a la visión del mundo y de la muerte con

51 A. RUMEU DE ARMAS, o. c., p. 516. 52 A. RUMEU DE ARMAS, O. C.; dentro de coordenadas más históricas, y para un

ámbito con fuerte tradición gremial, la magistral obra de Pedro MOLAS RIBALTA, Los gremios barceloneses del siglo XVIII. La estructura corporativa ante el co­mienzo de la Revolución Industrial, Madrid, 1970; y, relacionado con la asistencia social en otro ámbito geográfico, el trabajo colectivo de A. M. BERNAL, A. COLLAN­TES DE TERÁN, A. GARCíA·BAQUERO, «Sevilla: de los gremios a la industrlalizacióm>, en Estudios de Historia Social, n.O 5-6 (1978), 7·307.

53 Cfr. M. y J. L. PESET, o. y arto ce.

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LA NUEVA HISTORIA DE LA MUERTE 65

ojos más secularizados, a universalizar la convicción del ana­cronismo de toda una red de prácticas y de vivencias sustenta­doras de un sistema que centraba su forcejeo en "morir bien" y trocarlo por otro entramado, no menos complejo, obsesiona­do por no morir.