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8/17/2019 Imbelloni
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Concepto y praxis del Folklore
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DOCTRINA DE LA PERVIVENCIA, BASEDEL FOLKLORE
En el capítulo que antecede hemos terminado por asignar gran
valor a la vieja definición dé Thoms, y, a pesar de que muchos auto-
res se empeñan en buscar otras nuevas, hemos concluido que,
previa una ligera perífrasis en su primer término (el gemís proximu
m ) , es entre todas la más perfecta: Aquella sección de la
Antropología Cultural que abarca el saber tradicional de las cla-
ses populares de las naciones civilizadas.
De ello surgió la obligación de conocer cuál es el lugar que
corresponde a la Etnografía y al Folklore en las ciencias del
Hombre:
C i e n c i a d e l H o m b r e (Antropología):
------------------- -------------------- -------------------- -------------------- ------- -------------------- -------------------- -------------------- ------------------ .
1-A. Morfológica: A n t r o p o l o g í a , A n t r o p o t a x i s :
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
C o n s u s p e c u lia res c ien c ia s d e sc rip ti v a s y co m p a ra tiv as
2 - A . C u l tu r a l : C u l tu r o l o g í a .
E t n o l o g í a :
Prehistoria;
Arqueología en el sentido que usamos
en America;
Etnografía;
Folklore
Luego nos hemos propuesto dirimir la controversia sobre lo
que debe ser admitido como objeto del Folklore, y hemos termi-
nado por reconocer que deben acogerse ‘todos’ los bienes patri-
moniales, sin distinción: 1° porque del punto de vista teórico resulta indesglosable la porción ‘psicológica’ de la ‘tecnológica’,
y este sentido dualista de la vida es del todo anticuado; 29 porque,
en el terreno de los hechos prácticos, existen objetos, utensilios,
dibujos, creaciones plásticas, etc. que están cargados de actividad
espiritual.
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Pero esta última digresión —necesaria sin duda— no debe
alejarnos sobremedida del hilo lógico de nuestro discurso. Se trata
de considerar, ahora, cuál es funcionalmente el lugar exacto que
corresponde al Folklore, y en cierto modo plantear la cuestión de
su mismo derecho a figurar como actividad científica.
7. — Ya hemos dicho que la finalidad general de toda la
Antropología cultural es la reconstrucción de los patrimonios.
Hacia este fin nos impele una curiosidad irrefrenable. Deseamos
esclarecer todas las formas por que ha pasado cada uno de nues
tros instrumentos, canciones, utensilios, armas, plegarias, mitos e
intuiciones del Universo.
Hacia el pasado, en el secreto de las tumbas, trabajan la Ar
queología y la Prehistoria.
Hacia la periferia del mundo civilizado, trabaja el viajero et
nógrafo.
Tenemos, pues, de un modo teórico, asegurada la indagación
de toda la Humanidad en el pasado y en el espacio: digo toda la
Humanidad que muestra a las claras tener con la vida civilizada
una relación de anterioridad, ya cronológica, ya formal.
Y entonces ¿qué otra curiosidad, qué otro sector pudo incitara los creadores del Folklore?
En contra de todas las apariencias, está el hecho que también
en las naciones civilizadas había lugar para una búsqueda comple
mentaria de la prehistórica, arqueológica y etnográfica.
Y es que hoy ninguna persona de medianos conocimientos es
taría dispuesta a aceptar un mapa del mundo habitado, en que
figurasen distintas mediantes dos colores la zona civilizada y la
zona inculta, porque tal separación es arbitraria. Tampoco el his
toriador aceptaría un cuadro cronológico de la vida de la
Humanidad, en el que fuese fijada una fecha para separar neta
mente la época inculta de la civilizada, aún se tratase de estable
cerla por separado en cada una de las naciones. Sabemos perfecta
mente que toda tentativa de separación neta, en el territorio y en
la cronología, debe resultar inexacta y en cierto modo infantil.
La razón consiste particularmente en la certidumbre que hoy
poseemos sobre la estratificación de las capas culturales. El estudio
topològico de las Culturas-patrones ha tenido por efecto el deli
neamiento de un mapa mucho más verídico del que antes habíase
imaginado. Cada uno de los patrimonios, es decir, cada una de las
civilizaciones construidas por el hombre, si la consideramos aísla
da como entidad vital autónoma, la vemos dotada de una fuerza
expansiva, de una verdadera “sed de espacio” que la impele a
atravesar largas distancias, emprender luchas de dominación cul
tural, instalarse en territorios lejanos, expulsar patrimonios o cul
turas preexistentes, y configurar, en definitiva, un cuadro integral
del Mundo cuyo aspecto preséntase harto complicado para el
profan o, aunque per fectamente inteligible para el filósofo de las
Culturas. De muy pocos lugares del mundo decimos con suficiente
seguridad que no se han producido allí superposiciones culturales
(y son los escasos sectores donde encontramos los últimos represen
tantes de las Culturas Primarias: Pigmeos-Pigmoides, Cazadores
inferiores, etc.). En cambio, es necesario distinguir en la totalidad
de la Ecumene, a unos cuantos sectores donde la superposición de
patrimonios se ha realizado con intensidad acentuada, de manera
que si empleamos una imagen que es familiar a los que ejecutan per
foraciones del suelo para excavar pozos, podremos decir que se en
cuentran allí numerosas capas patrimoniales, cubriendo una a otra
a guisa de hojas de cebolla. Estos sectores son los yacimientos perfo
rados por el arqueólogo: Creta, los Dos Ríos, el Nilo, Etruria, etc.,
y en el Nuevo Mundo la América Central, Mexico y el Perú An
tiguo.
En medida no tan vistosa, también el etnógrafo encuentra es
tratificaciones de patrimonios, cuand o el arco y flecha, las plega
rias, los dioses, cantares, etc. del pueblo natural que investiga
muestran haberse originado en horizontes culturales anteriores, que
subyacen a los bienes culturales llegados en tiempos más recientes
de fuera, ya sea por el medio de conquistas y migraciones, ya de la
imitación por contacto, comercio y dominación religiosa o sujeción
polí tica.
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Ahora bien, y en esto consiste justamente el núcleo del asunto,
idéntico fenómeno fue descubierto en las naciones civilizadas, algo
vagamente en los tiempos anteriores, pero con notable firmeza a
p a rt ir de la m ita d del sig lo XIX, es to es, en la épo ca de la cre ac ión
del Folklore.
La primera y más sencilla manera de explicarlo consistió en la
fórmula que la nación se divide en dos entidades que conviven en
su seno, la primera es el Populus , la segunda el Vulgus, a guisa de
capas en. cierto, mod o superpuestas e impermeables.
Conservan esta formulación —a ún hoy— muchos tratadistas
entre los más encumbrados. Veamos a A. C. Haddon, autor que
hemos citado hasta este momento como experto folklorista, y que
fué además, óptimo etnógrafo: En todas las naciones civilizadas
hay siempre una parte menos culta, que ha quedado atrás en el
camino de la civilización , y que tod avía conserva en mayor o menor
grado una cierta fe en las antigu as tradiciones, y practica las
viejas costumbres (aunque de manera algo atenuada) ; esta parte de
la población es el “pueblo”, el Fo lk ; el Lor e del pueblo (esto es,
el conju nto de las nociones que lo integran ) es justam ente el objeto
de nuestra indagación. Como se ve, considera este autor únicamen-
te el aspecto actual del problema, e insiste en la diversidad de las
dos nociones Na ció n y Folk , sin prestar la menor atención al meca-
nismo que la produjera, y aduciendo la muy vaga explicación con-
tenida en la palabra surviva l, ya insistentemente empleada por
Tylor.
Tenemos, evidentemente, que trabajar más a fondo este terreno,
e introducir de manera sumamente cautelosa las nociones de per vi
vencia, estratificación y tradición.
8. — Para empezar, no renunciaremos a la eficacia elegante
que es propia de las demostraciones filosóficas, ya que nos perm i-
ten por sí solas ahondar el sentido del Folk.
Cuando dijimos que la nación se divide en Populus y Vulgus,
no sospechábamos siquiera que habríamos encontrado el equivalente
filológico del término anglosajón fo lk .
Populus era para los romanos toda población, y, añadimos, la
‘nación’ organizada políticamente; en la fórmula S. P. Q. R. se
indica que lo que nosotros llamamos el Estado se entendía compues-
to del Senatus y el Populus; este último dividido, como todos saben,
en gentes y plebs. Vulgus no es propiamente la plebs, es decir una
‘casta’ como diríamos hoy, o clase social, sino el conjunto de los
no ¡lustrados, que constituyen el populacho; pertenecen a él los
miembros de todas las clases que no tienen cultura o sabiduría: el
judiicium sapientis es diferente del jud icium vu lg i (Cicerón). En
las cosas de la religión y las altas especulaciones Horacio puede jac-
tarse de repudiar al profa num vulgus . El concepto es idéntico al
del clásico español: Y no penséis, señor, que yo llamo vulgo sola
mente a la gente plebeya y humilde, que todo aquel que no sabe,
aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en el número de
vulgo (Cervantes) .
En griego tenemos las mismas acepciones, quizás con predomi-
nancia del sentido de masa y muchedumbre, o grey, en la palabra
oylo? que fue ciertamente FoyXo; antes que cayese el antiguo
Digamma, letra desterrada más o menos en el siglo vi y repre-
sentada luego únicamente por una sobrevivencia gráfica, que es
el espíritu.
N o ha sido un a va na dig res ión : ten em os ah ora var ios anillo s dela antigua cadena:
lat. Vulgus; gr. FoyXo^; saj. Folk; germ. Volk.
En la forma del segundo se nota una metátesis evidente de los
dos sonidos consonanticos; en cuanto al sajón Folk, hermano del
Volk germánico, habría que escudriñar si ya se había operado la
pér dida del sen tid o dif er en cia l y má s o m enos dé bi lm en te despec tivo ,
pér did a que es un hech o en la len gu a alema na, don de Volk indica
acumulativamente todo el conjunto nacional.
Todo indicarla que el Folk sajón, palabra sobreviviente en la
sincresis lexicológica del Inglés moderno, conservaba un recóndito
y nostálgico sentido diferencial; del punto de vista semántico bien
fué elegida por Thoms al fundar el término Folk- lore, de consuno
con su clásica definición the uncultured classes of civilized nations.
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A título de curiosidad, no puedo dejar en silencio la doctrina
etimológica sostenida por el lingüista inglés arzobispo Richard C.
Trench en su obra En glis h pas t and present, 1885, que la muy
expresiva palabra compuesta Folk -lore fuese «introducida en tiem
pos rec ien tes, tom ánd ola del idioma alemán». Ya sabemos qué el
vocablo Fo lk nada tiene que ver con un supuesto préstamo reciente
de la voz Volk, pues existía en el caudal antiguo de Inglaterra.Segu nda c uestión es la de saber quién usó por primera vez el .
conjunto Folk lore . La encuesta llevada a cabo por Eliezer Edwards
en su precioso Words, Facts and Pbrases, 1881, termina por com
prob ar que vió por primer a vez la luz de la publicidad en el nú me
ro del periódico inglés «Athenaeum» del día 22 de agosto de 1846,
en un artículo firmado por Ambrose Merton. Hay que advertir que
éste es un “ nombre de batalla” , y el artículo había sido escrito por
W. J. Thoms. Lo afirma explícitamente Thoms en «Notes and
Queries», 6 octubre 1872, al decir que fué un engendro propio;
se sirve de la conocida frase de Shakespeare: Alone l di t it (Corio-
lanus) .
Tercera, pero más substancial acaso, es la disputa entre ios que
admiten su pluralización y los que la excluyen, asegurando que la
frase Folk wan t me to go to Ita ly es incorrecta. El gramático Wal
ker sostiene que el plural debe decirse y escribirse, exactamente, en
la forma Folks. Pero Samuel Johnson en su diccionario advierte que
is properly a collective noun and as no plural except by modern
corruption. Y ésta, atendiendo a lo que arriba se ha expuesto, es
la verdadera doctrina; consecuencia y comprobación a la vez de la
ausencia de correlación directa en la vida semántica de Folk y
Volk.
Nótese bien que, al indicar, en las primeras páginas, la imp ro
piedad del término Folklore, sólo hemos insistido por una par te en
la indeterminación entre el ‘objeto’ y la ‘ciencia’ que lo estudia,
y por la otra en la vaguedad ‘actual’ de las dos palabras fo lk y
lore en el vocabulario corriente, lo que de ningún modo incide en
la propiedad ‘intrínseca’, y ésta pudo ser alcanzada luego por me
dio de nuestra elaboración comparada y erudita.
9. — Dilucidada, de este modo, la cuestión filológica, queda
por ver si la concepción de que en un pueblo viven dos entidades
superpuestas y prácticamente impermeables, puede ser expuesta por
la ciencia moderna en una forma menos esquemática y con menor
empirismo.
En dos direcciones podemos explorar el funcionamiento de un
patrimonio de bienes culturales con respecto a los patrimonios sub
yacentes: la primera es la consideración de la circulación en un
determinado territorio; la segunda es la de la receptividad.
En cuanto a la primera, muchos son los antecedentes reunidos
por la Culturo logía, por medio de sus mapas de distribución de ele
mentos. Desde ya largo tiempo se venía observando que un patri-
monio de cultura , imaginado a guisa de una ola en movimiento
constante desde su foco hacia la periferia, encuentra en su marcha
varias suertes de obstáculos, y entre ellos algunos que asumen el
aspecto de vallas territoriales. Es lo que produce ciertos tipos de
civilizaciones dispuestas en áreas entrecortadas, discontinuas. Si
representamos el área de un grupo nacional a guisa de un valle, y
señalamos la puerta de entrada de una civilización que avanza, así
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como, mediante una flecha, el sentido de su ingreso, observamos
una suerte de corrida de sus elementos constitutivos hacia las fron
teras del valle, cuya manifestación evidente es el arrinconamiento
del patrimonio más antiguo en las márgenes del área.
En segundo término se advierte —una vez acostumbrada la
vista a leer la página escrita por los fenómenos de la mecánica etno
lógica— que también existen, aquí y allá, en el mismo cauce mayor. un cierto número de pequeños islotes refractarios, en que el
patrim onio intru so encuentra dific ultad para su marcha y penetra
ción. Son generalmente sectores, de amplitud variable, circunscrip
tos por accidentes geográficos que hacen difícil, de modo más o
menos eficaz, la ingresión del nuevo patrimonio . Las montañas,
aun mas que las aguas, suelen producir tal efecto, y de allí la dis
tinción general de complejos de las alturas y complejos de la lla
nura, ya sea en el sentido propiamente racial, ya en el lingüístico,
el tecnológico, el mitológico, musical, etc.
Esta visión brutalmente física, debe ser enmendada y afinada
mediante la consideración de un ejemplo. Véase lo que ocurrió enel Peloponeso.
Todos saben que en el medio de este distrito casi insular se en
cuentra una especie de taza cóncava, limitada de todos lados por
Concepto y praxis del Folklore
una cadena de montañas, de naturaleza abrupta y regular elevación:
es la Arcadia. Cuando, por la lengua de tierra de Corinto, se arrojó
sobre el Peloponeso la invasión de los Dorios, éstos invadieron todas
las tierras costaneras y fundaron sus reinos en los valles interdigi
tales, pero dejaron intocada la Arcadia, que continuó siendo asilo
seguro de los pacíficos pastores Eolios; allí fueron preservadas las
novelas más remotas y el antiguo lenguaje, el Eolo-Arcadio. Podríase suponer que el ‘rol’ de las montañas saliese por ese ejemplo
demostrado según el paladar del más ambicioso determinismo geo
gráfico. Pero no es así. Los Eolios no se encontraban en la Arcadia
ab eterno, y eran —también ellos— tan extranjeros e intrusos como
los Dorios: se trata de dos ramas del grupo helénico de la migración
Ariana hacia el Sud, que llegaron uno tras otros con breve inter
valo de tiempo. Lo esencial consiste en que la migración primitiva,
de los Eolios, había sido lenta y pacífica, tal que logró cubrir toda
la península, sin distinción entre el altiplano interior y la costa,
mientras la sucesiva, de los Dorios, fué tumultuosa y agresiva, tal
que en brevísimo lapso estableció sus reales en la periferia, más
preocupada por desarrollar cuan to antes su preponderancia hacia
el Egeo, que por encerrarse en el claustro montañoso del interior.
En general, los mismos accidentes geográficos que oponen valla in
franqueable para ciertas migraciones de hombres y costumbres, sonen cambio fácilmente superados por otras. No se trata, pues, de un
determinismo geográfico ‘absoluto’, sino ‘relativo’, cuyos efectos
se hacen visibles sólo en combinación con propiedades inherentes a
la masa, energía y grado del flujo incidente, tan to como a las posibilid
ades es de oposición del complejo humano paciente.
Tenemos, con esto, una base general para interpretar el fenó
meno de la expansión de una corriente de cultura A o B en un
ambito X o Z, en lo que concierne particularmente al concepto
de su circulación en el territ orio invadido. Pronto hemos de apro
vechar estos puntos en la formación del Folklore.
10- El momento a examinar ahora es el receptivo. N o se
trata, en realidad, de dos cosas distintas, sino de dos aspectos del
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mismo fenómeno; el primero, o de circulación, de índole más con
cerniente a la Culturología, el segundo, o de receptividad, a la
Etnología (y en la nomenclatura científica vieux style, también
a la Sociología),
Al considerar objetivamente cualquier agregación nacional,
y a pesar de toda doctrina social y política adoptada oficialmente,
siempre encontraremos el interesante fenómeno de su diferenciación
en varios eslabones o clases, y la existencia de una de ellas que
desempeña funciones directrices. No podrían hallarse fórmulas
generales para describir este proceso: en ciertos casos, especial
mente los de la historia, fue consecuencia del origen distinto
(clanes y gentes dominadoras y subyugadas), pero en los tiem
pos modernos la experiencia nos ha mostrado el caso de grupos
sociales constituidos en islas lejanas sobre la base de colonias de
criminales deportados, cuya segunda o tercera generación pre
sentaba de modo inequivocable los efectos del mismo proceso. Es
evidente que el ineluctable trabajo de especificación funcional
que surge en el seno de las sociedades, siempre conduce a la for
mación de un tejido dirigente (élite) distinto de la masa. De
ninguna manera hemos de intentar la discriminación de los varios
aspectos ‘profesionales’ del núcleo dirigente, pues todos saben dis
cernir la casta terrateniente, la sacerdotal, militar y tecnocrática
(neologismo que nos ahorra largas definic iones) . Su conjunto ac
túa, en medio del consentimiento común, como una real ‘clase su
perior’. Que los impuestos, las penalidades, los derechos legales, etc.
propios de esta clase sean teóricam ente iguales a los demás ciudada
nos, no es cosa que pueda interesar directamente a nuestro asunto;
nuestra atención se vuelve hacia la característica más saliente de
su actividad, que consiste en elaborar constantemente un patrón
de vida que cumple ante la masa el papel de ‘modelo’, porque
ésta lo considera la forma ‘cu lta ’ de la existencia.
El centro de acción de esa élite está formado por las gran
des ciudades, y particu larmente la capital política, y a veces la
capital financiera; más raramente la capital moral o religiosa.
Ahora bien, si se presta atención a los medios materiales que
condicionan la movilidad de los bienes de la cultura, pronto se
tiene la prueba de que las posibilidades de circulación favorecen en
amplia medida a la clase-modelo, ya sea en la marcha que siguen
desde el exte rior libros, modas, costumbres, juegos, licores, can
ciones, teatro, etc., ya en la que a partir del centro imitativo
asegura la dispersión hacia adentro. A guisa de las ramificaciones de
un ganglio, se extienden las redes de comunicación económica, co
mercial, política, artística y fabril.
Sea dicho, de paso, que esas mismas líneas conductoras son uti
lizadas por otros dos movimientos de bienes: el primero constitui
do por una circulación ‘complementaria’, en el mismo sentido cen
trífugo; el segundo por otra de ‘oposición’, en sentido contrario,
centrípeto. Ha y que considerar en el primer caso el lore de las
clases ínfimas de la ciudad, ya que también en la ciudad vive
y fermenta, en la capa subyacente, un ‘vulgo’ su i generis y fabrica
incesantemente modismos idiomáticos, cantares y costumbres de un
gusto más o menos discutible, que tienden, ellos también, a inva
dir las comarcas periféricas.
En cuanto a la corriente opositora, se tra ta del lore de las
provincias alejadas y conservadoras, que han guard ado en su
seno antiguas semillas de cultura y las envían, a guisa de reflujo,
en dirección a las ciudades. En los grandes cen tros esta merca
dería de rebote goza de una circulación prácticamente limitada,
siendo apetecida por pequeños núcleos de intelectuales, a manera
de añoranza.
“5 .
Que las condiciones que venimos ilustrando sobre la base
de un gráfico de natura leza simple y esquemática como es nuestro
dibujo, existan en la realidad concreta de las sociedades orga
nizadas, o naciones, no puede haber dudas, y es suficiente con
siderar algunas características del fraseario más común. En el len
guaje de muchos pueblos de Europa y Nortea méric a el adjetivo
montañés tiene un marcado sentido despectivo, o al menos des
valorativo. En Sudamérica abunda en general la calificación de
llanero, en virtud de peculiares condiciones de la instalación hu
mana con respecto a la configurac ión geográfica. En cuanto a
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urbano y villano o rústico, no hay por qué Insistir en tales for
mas, heredadas ya del latín (villicus y rusticus, en oposición a
urbs) .
11. — Y a hemos renunc iado a tra tar el mecanismo que permite
la erección de las élites en su carácter de árbitros de las costum
bres y la c ul tu ra. Int erv ien en en ese proceso varias razones y causas
de orden mecánico (el ingreso de un pueblo más poderoso en el
caso de conquista militar, o de una población más refinada, en el
caso de captación comercial o pedagógica; no se olviden los fenó
menos de centralidad y vialidad, y la permeabilidad del territorio
desde los ganglios hasta la fronteras; ténganse presentes las ra
zones económicas, que permiten a los urbanos mayor acercamien
to a los centros de estudio y cultivación mental, y la considera
ción del tiempo útil, como sup erávit de los trabajos más o me
nos manuales y rudos y más o menos prolongados).
Pero quedan indudablemente razones de otro orden menos ma
terial, formadas p or factores psicológicos. Principalísima es la ten
dencia —consciente o inconsciente— de los núcleos encumbrados,
de renovarse a cada instante, y su afinidad hacia todo lo nuevo:
costumbres, bebidas, modismos del lenguaje y modos de vestir.
No repetiremos lo que excelentemente se ha dicho sobre el snob,
de modo particula r en. la literatu ra inglesa. Ese afán de lo nove
doso, esa absorción avidísima del dernier cri se extiende de las cosas
nimias hasta las concepciones y doctrinas.
De manera consciente o inconsciente, esta conducta del gru
po direc tor no deja de ser, además, un medio para mantener su
propio brillo y asegurar siempre m ayorm ente su predominio. No se
olvide que los modismos y costumbres del ganglio central, al des
plazarse incesantemente hacia las clases y zonas imitadoras, están
expuestas a un continuo desgaste: muy pronto cesan de ser bri
llantes y conspicuas, y se convierten en patrimonio ‘vulgar’. De
allí la necesidad, por parte de la élite, de absorber periódicamente
formas nuevas y prestigiosas, del mismo modo que el modisto
tiene interés en mantener continuamente despierta la inquietud
de su clientela con el renuevo de los patrones.
Siempre hablamos, sin distinción, de las formas superficiales
de la vida diaria, así como de las orientaciones del pensamiento.
Véase el ejemplo tan conocido entre nosotros de la revolución
cumplida cinco lustros atrás, en las Universidades de Buenos Aires y La Plata, donde un núcleo de. profesores jóvenes subs
tituyó a los que enseñaban en esas aulas, después de haber absor
bido el neo-idealismo del último movimiento filosófico europeo,
cuyos”cánones lograron esgrimir co nt ra el ya esclerótico sistema de
las ternas progresivas v del positivismo comtiano. De esos ganglios
intelectuales el movimiento se extendió con siempre menor resisten
cia a todas las universidades del país, para ejercer una notable
influencia también en las del exterior. Ello no quita la posibili
dad, y hasta la probabilidad, de que un nuevo grupo de profe
sores intente, mañana, reproducir la gesta a expensas de los
primeros, que natura lmente no serán más jóvenes, esgrimiendo
una nueva carta orgánica del pensamiento. (N o quiero ade
lantar conjeturas sobre cuál sería su ‘sentido’, si de reacción o
de intensificación: por un lado se vislumbran claras simpatías
hacia la reimplantación positivista de los problemas, aunque disimu
ladas bajo terminologías ambiguas, y por el otro las tendencias a
corregir la reforma anterior en lo que resultó ‘un cuento’, por
haberse cargado de todo el lastre sociológico de Durkheim y com
pañeros, que fueron los más empecinados epígonos de Comte.)
Esto naturalmente vale sólo para los hechos de fermentación in
terior, y prescinde de las corrientes que proceden de los ganglios
mundiales1, las que, de acuerdo a nuestro desarrollo teórico y aun
más a lo que enseña la experiencia, son —en definitiva— las
fuerzas preponderantes en todo lo que atañe a la concepción del
universo y condicionamiento de la conducta.
1 Esta profecía se cumplió en el último trimestre de 1955, pero las
fuerzas que operaron no fueron de origen mundial, sino puramente interiores.
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12. — Penetramos así, sin casi darnos cuenta, en el compli-
cado metabolismo de la Moda. Este campo, que ostenta nombres tan
ilustres como el de Simmel, está dominado por una personalidad
cien tífica de altísima alcu rnia: Gabriel Tarde. Son de Tarde los
conceptos de la invención y su complemento la imitación; Tarde
ha explicado egregiamente el mecanismo del duelo de invenciones
y distinguido las ‘acumulables’ de las 'substituibles´; suya es ladoc tr ina de los. núcleos im itadore s y los patrones. A él debemos
si hoy se discierne con claridad que en el conjunto de las naciones
existe en cada período histórico una nación modelo, que es seguida
po r tod as las demás (nac ione s imitadoras ), mien tras que en una
misma nación existe una clase modelo y otra capeadora y asimila-
dora, no sin poner en relieve que esta última opone, también, una
cierta resistencia a las novedades, una cierta inercia, que en parte
tiene efecto de conservación o antimoda, y esto constituye la
oposición.
Sobremanera interesante es el fenómeno de la antimoda, que
se revela en todas las actividades exteriores del Hombre, aunque
pro ced e de un sen tim ien to que nace sólo en peculiares condiciones
de cultivo interior, y puede definirse como una especie de hastío
co ntr a las formas gregarias en general. Thomas Carlyle ha sacado
bue n prov echo , en su fin o libro Sartus Resartus, de esta actitudaristocrática en favor de los ‘trajes desusados’. Se trata, natural-
mente de manifestaciones propias de pocos individuos, o, en las so-
ciedades más refinadas, de grupos poco numerosos, tal que se Ies
llama comúnmente ‘excéntricos’; nunca de grandes masas. En
Buenos Aires se ha podido observar, en las salas del teatro clásico
de prosa y en las reuniones artísticas de gran selección, a un juez
jubi lado que se dist ingue por sus chalecos violeta punteados y el
saco de corte largo, sin hombreras, corbata negra con nudo volu-
minoso, cabellos sueltos al estilo de los grandes melancólicos; es una
figura austera, algo romántica, del final del Ochocientos, que sus-
cita el sarcasmo de los engominados, pero encarna un perfecto
ejemplar de la antimoda. Su oposición dialéctica a la uniformidad
gregaria es en cierto sentido reconfortante, como contraprueba de
un refinamiento de cultura de que por lo general carecen las so-
ciedades ‘nuevas’; en cuanto a la dosis de valor moral, es cierta-
mente mayor en un portador de ‘traje desusado’, según la frase de
Carlyle, que en el que se atreve a lucir por primero el chocante
último figurín de un artista de cinematógrafo.
Esta fuerza de oposición, por su parte, no sale del ya co-
nocido mecanismo de la primera ley de Tarde, o de la imitación, porque se resuelve en imitar a sus propios antecesores, y cultivar
su herencia, que es la ‘costumbre’.
He aquí el deslinde: cuando el ‘modelo’ se elige dentro de su
propio pasado, tenemos la ‘costumbre’, que opera en sentido con-
servativo; cuando se amolda a los contemporáneos, tenemos la
‘moda’, que es veleidosa.
El carácter de oposición deriva de la resistencia opuesta por la
primera al fenómeno imitat ivo, que tiene por objeto los modelos
exteriores.
Por último, hay que recordar la gran verdad que en cada época
predomina el cultivo de una peculiar forma de vida, considerada
‘moderna’ y ‘superior’, aunque es simplemente la forma carac-
teríst ica del ‘pueblo modelo’ de ese instan te. En cuanto a las leyes
que condicionan ese sentir y especialmente la elección del modelo,
no cultivemos la ilusión que se trate de una operación infalible,
tal que mediante ella se sopesen las cualidades y la esencia de una
real superioridad. Y he aqu í una parado ja: mientras los filósofos
y sociólogos se ven siempre en apuro cuando hay que juzgar sobre
el concepto de ‘superioridad’, la sensibilidad inconsciente de los
pueblos no prueba vacilación alguna y cuelga siempre a su cabecera
el símbolo de un ‘pueblo modelo’ designado sin dificultad de
elección. Tarde ha podido convencerse de que a este concepto
están vinculadas en particular modo las ideas de poder y riqueza,
es decir, que en un momento determinado, al cundir la convic-
ción que un grupo nacional privilegiado posee en mayor copia la
serie de bienes sociales más apetecidos, se levanta su figura con
Jos contornos y las prerrogativas del prestigio.
Cuestión secundaria es si la copia del modelo procede ab inte-
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rioribus ad exteriora, c o m o a f i r m a T a r d e , o , e n c a m b i o , ab exterioribus ad interiora. E l hecho c ier to es que en t re los zu lúés deÁ f r i c a y l o s m e d i c i n e - m e n d e la P r a d e r a n o r t e a m e r i c a n a f u é n o
tado e l uso del sombrero de copa mucho an tes que pudiesen apreciar
l a poes ía de B yron (aun que a veces fuese l l evado no para cubr i r
l a cabeza, s ino como adorno de l a p ierna) . De l mismo modo los
zapatos romos con l a caracter í s t i ca curva ‘amer icana’ han go
zado de l a p referencia de muchos pueblos semicu l tos , y yo pude
notar no s in sorpresa su enorme acep tación por los c iudadanos
calz ado s de las colonias del Áf rica o cciden tal y las islas del Cabo
Verde, aunque no l l egaran todavía a esos puer tos los Magazines
q u e s e p r e g o n a n e n Br o a d w a y .
13. — C um plido nue stro am plio ‘excursus’ sobre los caracteres
d e circulación y receptividad , vemos ahora con mayor aproximación en qué consiste la materia propia del Folklore.
Cuando Thoms, en su irreprochable definición del Folklore,
hab ló del traditional learning of the incultured classes of civilized nations, sabemos ahora que se refería justamente a la finalidadde prese rvar los bienes que integ ran el patrimonio o los patrimonios
‘sumergidos’, los que bien merecen el apelativo de substratumo substraía, porque en la vida nacional han quedado encubiertos p or el superstratumque llena la superficie.
Si queremos d istinguirlo por su objeto, o — mejor dicho— por
el mecanismo que ha determinado el objeto, diremos que el Folk
lore es el estudio de las supervivencias ( survivals), que en castellano llama remos con m ayor propiedad las pervivencias. Tal es la
definición de Haddon, aunque conviene subrayar que no es en
rigor una verdadera definición, y más bien una acertada cali
ficación.
“El estudio de las llamadas Pervivencias es una de las ramas
más im portantes de la Antropología” — dice el magnífico Rec tor
de Ox ford, prof. R . Mar ett— y añade: "parece que coincide con
el interés central de lo que se conoce por Folklore”.
Y cuando otro definidor, Hartland, ya en 1897, dijo que “el
Folklore es la ciencia de la tradición”, no hay que entender que
quisiese evocar algo distinto del survival, como objeto del Folklore, sino simplemente, por medio de una figura o traslado, enfo
car al proceso que ha hecho posible la conservación del objeto,
pro ce so qu e se c ond ens a en un a sola pa lab ra : la tradición. Recordemos que este vocablo es el abstracto operativo del verbo tradere; del mismo y con igual desinencia se forman los vocablos herma
nos traducción, traición y tracción, los que con sutiles distincionessemánticas significan respectivamente la traslación de un idioma
a otro, la entrega al enemigo, y el arrastre material de un cuerpo
pesa do. De ah í que ‘tr ad ic ió n’ no in diq ue co n pr op ied ad un ob je
to, sino la acción de su transferencia. Luego, en nuestro asunto,
tradición indica el mecanismo por el cual heredamos los bienes que
fueron propios de nuestros mayores, mientras pervivencia es la
pro pie da d de esos biene s her eda ble s, de co ns er va r su fo rm a a tr a
vés del tiempo. Sólo por extensión de lengua je, a guisa de tropo,
ambas palabras son empleadas para indicar las formas concretas
que heredamos.
Y aqui viene al caso dirigir una segunda mirada crítica a las
formulacion es de p uro gusto ‘psicologista’, las cuales tiende n a
confundir las modalidades interiores de un agregado social o de
uno de sus sectores, por ejemplo, de la infa ncia , con las formas
de lo que es objeto de tradición. Nadie duda que en el fondo de
tales agregaciones o sectores perduren impulsos hondamente arrai
gados, correspondientes a culturas de substratum, sumergidos ocamuflados por barnices y modismos de superstratum, pe ro deesto a confundir la tendencia con las formas concretas, hay un
paso insa lvab le.
Ya sabemos que existen juegos de la infancia y cantilenas,
coplas y centones en que se ve clara la pervivencia de costumbres
y ritos de épocas muy remotas, tales como, por ejemplo, los sacri
ficios cruentos de fundación, etc., y que esos juegos y cantares se
pue den ve r y oí r en las plaz as y pat ios de nu es tr as ciud ades . Per o
hay quien ha tomado por su cuenta la tarea de efectuar cómputos
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de gran paciencia y diligencia, en unas cuantas plazas y sitios de
juegos infant iles de las g randes ciudades, y ha averiguado por este
medio que una masa ingente de los niños que allí concurren, alrededor del cincuenta por ciento, no tomaban pa rte en tales re
gocijos, porque ignoraban tanto el juego como los cantares. He
aquí una prueba palpable de la conveniencia de no confundir el
objeto con el mecanismo transmisorio: a estos niños les había fal
tado Io que substancialmente constituye la ‘tradición’.Ésta notable observación del Prof. J. L. Gillin, de la Universi
dad de Wisconsin, comunicada en su artículo The sociology of recreation (1914), permite al antropólogo excluir el concepto delas creencias innatas’, y adm itir sólo el de los ‘estímulos’. Las
fórmulas concretas deben ser en todo caso ‘trasmitidas’, y para elniño, asi como para el adulto, es un placer emocional recibir ese‘lenguaje’ por medio del mecanismo de la tradición.
14. — Esta parte de la indagación folklórica, que se preguntacuál es el lugar que ocupan las formas heredadas (trasmitidas)en la vida moderna, con respecto a la actividad del núcleo que lasrecoge, no es de las más simples. Pertenece con todo derecho aaquel sector de la Etnología que es dominado por el “criterio funcional”, con tanto fervor aplicado por Malinowski.
Es cierto que las formas heredadas tienen el poder de conservar por mucho tiempo su estilo y conformación, y Marettañade que en teoría pueden ser preservadas indefinidamente, perola experiencia nos enseña que un giro ineluctable las condena a perder progresivamente su eficacia vital en el desenvolvimientomoderno de una etnía . También en esto hay que hacer diferencias:los sacerdotes conservaron po r muchos siglos el uso del pedernaly la yesca, cuando ya otros métodos más recientes para encender
el fuego habian sido aceptados en todas las demás costumbres dela masa laica. En las ceremonias de “desen terrar el hacha” o “se pu ltar el hacha” que son equivalentes a la declaración de guerray respectivamente a la contratación de la paz, tuvo igualmente su
empleo el antiguo pedernal de los padres, aún mucho después de
usarse el hacha de metal en la vida diaria. Vemos en estos ejemplos
(podríanse fácilmente citar miles) que en la religión y el derecho público, lo que se hereda de los mayores no solamente conservasus formas exteriores, sino también su ‘función’.
Menor eficacia evidencia la preservación propia de los sectoressociales dedicados a la vida económica, comercial e industrial. Y
como estas actividades dominan actualmente la existencia de las
naciones, se comprende fácilmente que las reliquias de los patrimonios pretéritos representan siempre mayormente un resto sin im
portancia. “Éste es el fuego vivo —dice Marett hablando de la
existencia diaria—, aquello el rescoldo.”Es muy posible que en determinadas ocasiones de la vida
de un pueblo las fuerzas conservadoras intenten un movimientode acentuada antimoda; así lo hicieron los partidarios de Catónel Censor en la Roma de los Escipiones, así el emperador Juliano,enalteciendo la filosofía de la religión nacional contra el Cristianismo. Pero el poder que está en las manos de las clases directivastermina generalmente por imponerse y sofocar tales insurrecciones
más o menos individuales.Estas contra-reacciones de los estados organizados fueron com
paradas a las operaciones de apendicitis (Maret t): consisten, enefecto, en la estirpación de un órgano que aparentemente no tiene
ya funciones específicas. Tal el decreto de la República China queobligó a cortar la coleta occipital, cuya costumbre se perdía en laantigüedad más remota; tal es el de la República turca, que acabade desterrar el característico harím y substituir la escritura árabe
por el alfabeto latino.
15. — ¿Superior? ¿inferior? he aquí una incógnita inquietante.
¿Son siempre superiores las formas nuevas, o del superstratum y siempre inferiores las del substratum? Aunque así lo pretende lasuperstición del ‘progreso’, ninguna persona de conciencia y expe
riencia podría afirmarlo con seguro criterio.En lo que concierne, por ejemplo, a la valoración estética, fá
cil resulta reconocer que el rechazo de las formas ‘superadas´ y
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el aprecio por las que las reemplazan, dependen, únicamente de la
virulencia del nuevo figurín elegido, el que a su vez representa la
mentalidad peculiar del ‘pueblo modelo’, es decir de las ricas ciu-
dades o de la nación prestigiosa en cuyo campo magnético hemos
penetrado en calidad de elementos pasivos. Cada cierto número de
años nuestros ediles pasan en reseña las estatuas de los paseos pú-
blicos, y advierten la necesidad de que algunas de ellas sean des-
plazadas, de los lugares céntricos, y luego, paulatinamente, conde-
nadas a refugiarse en los depósitos municipales. El caso de la ciudad
de Budapest es realmente ejemplar. Existe en una de sus plazas más
famosas un monumento al Congreso nacional, en cuya mole se le-
vantan las estatuas de legisladores insignes del siglo pasado, en
actitud de perorar en la asamblea con los gestos entusiastas o aira-
dos que fueron propios de las costumbres del Ochocientos. Hoy
ese monumento constituye un escándalo estético, a pesar de que sus
autores fueron artistas concienzudos, muy celebrados en su tiem-
po, y la comuna ha estudiado seriamente el proyec to de eliminarlo.
¿Acaso la concitación de las pasiones que suscitaron la admiración
de nuestros padres y que, en suma, tejieron la vida política del si-
glo xrx, es algo condenable como ‘inferior’, por el solo hecho que
los pueblos idolatrados en el último veintenio hacen alarde de mo-
dales flemáticos?
Y, para hablar de cosas más cercanas, ¿estamos bien seguros
de que los estilos y vidalas del Norte argentino son realmente ri-
dicula escoria y resaca anticuada, por el solo hecho que han perdido
su vigencia? Hoy en las provincias del Norte ya no queda casi
vestigio de la música nat iva, ni de las danzas locales. Los jóvenes
que se aprestan a bailar ponen en el gramófono discos de bailables
más o menos discretamente conexos con la música de jazz, con
mayor frecuencia que el mismo tango. ¿Es ello prueba de superiori-
dad o de inferioridad?
La cuestión, planteada en esta forma, no ofrece posibilidades
para una respuesta responsable. Lo único que puede decirse con
seriedad objetiva, es que estos hechos comprueban el cundir de una
estética fundada en la elección del pueblo norteamericano como tipo
y pauta, y ello no puede ser un misterio para nadie, puesto que la
acción de este último en calidad de ‘pueblo modelo’, se ha exten-
dido rápidamente sobre casi toda la esfera. Sería pueril pensar que
antes de asimilar su música, los demás pueblos procediesen a la
confrontación cuidadosa de los valores intrinsecos que le son pro-
pios, por el hecho que el mecanismo es muy otro, pues la imitación
acompaña en sucesión automática a la adjudicación del prestigio,y éste se basa, a su vez, en la fama de riqueza y poder. En el caso
particular que citamos, es ú til elemento de juicio el recordar que
cuando el maestro bohemio Antón Dvorak, alrededor de 1895, se
propuso componer, en agradecimiento a EE. UU., su famosa sin-
fonía N ° 5 “el Nuevo Mundo” e incluir en ella, como en una apo-
teosis, algunas invenciones musicales representativas de Norteamé-
rica, después de varios años de búsquedas construyó su obra sobre
la base de los negro spirituals, que —como todos saben— fueron
elaboraciones melódicas hechas por los esclavos de las plantaciones,
alrededor de los himnos cantados en los oficios religiosos protes-
tantes.
16.— Los principales ‘momentos’ del proceso de estratificación
cultural de las naciones cultas, que acabamos de ilustrar en esta
segunda etapa, han tenido, como es natural, diversos modos de en-
foque, y explicaciones harto distintas. En algunos casos se trata
—simplemente— de formulaciones concurrentes, o complemen-
tarias de las nuestras, o de un mero cambio de terminología.
Así, por ejemplo, los autores que emplean el lenguaje creado
por las ciencias sociales y económicas, prefieren decir que en las
grandes ciudades el comercio y la industria condicionan hábitos
de vida más intensos, mientras en las aldeas se tiende a conservar
un ritmo más lento. Por lo tanto, la cultura intensiva seria pro-
pia del tipo de civilización industrial, y la menos activa del tipo
agrario y pastoril. Nada tenemos que objetar a esta terminología,
porque también ella conduce a reconocer, aunque de modo no
explícito, que la captación de las formas del ‘pueblo modelo’ es
mayor y más rápida en la ciudad que en el campo.