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infecto GSK Fs3 v0kv Q5 file3 Además de enfrentar el cólera, durante las últimas décadas de 1800 los adelantos científicos ayudaron a combatir tan graves padecimientos como el

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Además de enfrentar el cólera, durante las últimas décadas de

1800 los adelantos científicos ayudaron a combatir tan graves

padecimientos como el paludismo, la difteria, el tétanos, la pulmo-

nía, la meningitis, el botulismo, la disentería y la brucelosis. Por pri-

mera vez, las aulas universitarias acogieron a mujeres investigadoras

que, trabajando junto a sus colegas masculinos, dieron un ejemplo

de abnegación y perseverancia. Los esforzados científicos llegaron

incluso a exponerse ellos mismos a los peligrosos agentes patóge-

nos contra los cuales combatían, para erradicar de la faz de la

Tierra a algunas de las enfermedades más perniciosas que ha

conocido la historia de la humanidad.

Epidemias Masivas

Planeta

Una Lucha a través del

Un hospital de

campaña de la

Marina norteamericana

para tratar casos de

fiebre amarilla.

4

Monos El caso de la brucelosis constitu-

yó un caso curioso. Su agente

patógeno había sido ya descubierto

por el médico británico de origen

australiano David Bruce en la isla

de Malta. A comienzos del siglo XX

se observó que los gérmenes de la

enfermedad –a la sazón denomina-

da "fiebre de Malta"– eran excreta-

dos por las ovejas y las cabras, y

que los seres humanos la adquirían

consumiendo la leche de dichos

animales.

Como médico de la guarnición

inglesa en la isla, Bruce había ini-

ciado sus investigaciones acerca de

la forma en que el microbio pasaba

de las ubres de las cabras a la san-

gre de los soldados.

Para ello experimentó con un con-

tingente de monos que su joven

esposa le ayudó a controlar. Una vez

de regreso en Gran Bretaña, fue

enviado a la Escuela de Sanidad

Militar de Netley para enseñar bac-

teriología, y desde allí se le ordenó

viajar a África para estudiar un

extraño mal que afectaba al gana-

do. Se trataba del Nagana –que sig-

nifica "depresión y abatimiento" en

el dialecto zulú–. En Occidente se

conocía como "enfermedad del

sueño" e incluso, "letargo negro",

pues sus víctimas caían en un sopor

tan intenso que no podían siquiera

alimentarse, llegando a morir.

En medio de un calor sofocante y del

precario recinto que le servía de labo-

ratorio, descubrió que en la sangre

de los caballos enfermos se movían

verdaderas huestes de pequeños

demonios provistos de aletas, que él

reconoció como tripanosomas. Pos-

teriormente, reveló su mecanismo de

transmisión, a través de la sangre

infectada o de la picadura de la

mosca tsé tsé.

Tras ello, Bruce comprobó que la

picadura del insecto guardaba tam-

bién relación con lo que luego se

denominó tripanosomiasis africana.

Esta sigue siendo una de las seis

enfermedades tropicales relevantes

definidas por la Organización Mun-

dial de la Salud, junto con la chisto-

somiasis, la malaria, la filariasis, la

leishmaniasis y la lepra. Durante los

últimos años, el estudio de los pará-

sitos ha recobrado interés gracias al

desarrollo de las recombinaciones

genéticas y de la biología tanto mole-

cular como celular –disciplinas que

permiten estudiarlos en dicho nivel.

David Bruce.

Contingente de

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D urante las décadas de los ’20 y

de los ’30, la compañía de

Joseph Nathan hizo considerables

progresos, inaugurando un sinnúmero

de subsidiarias, de las cuales una de

las más importantes era Laboratorios

Glaxo. En 1927, Alec Nathan fue

designado presidente, y en aquella

misma época se abrieron las nuevas

instalaciones de la empresa en las

cercanías de Londres.

En tanto, el financista Philip Hill repa-

ró en que el negocio de las píldoras

laxantes Beecham podía diversificar-

se, convirtiéndose en la base de una

empresa de mayor envergadura. Así,

adquirió la propiedad de la compañía

y expandió su ámbito,

produciendo los exitosos

Polvos Beecham, analgési-

cos y respiratorios. De ser un

pequeño puesto en el merca-

do, la compañía pasó en pocos

años a convertirse en un negocio

de extensión nacional.

A fines de los ’30, la Beecham realizó

dos movimientos fundamentales: en

primer lugar, adquirió una compañía

llamada Maclean’s, productora del

conocido dentífrico del mismo nombre

y la bebida energética Lucozade, que

en poco más de una década significó

casi la mitad de las ganancias de la

empresa.

La incorporación de ambos productos

selló la participación de la compañía en

el mercado de los refrescos y del cui-

dado oral. Posteriormente, se patentó la

Leche Malteada Horlicks, cuyo consu-

mo regular en la noche se promociona-

ba como un eficaz inductor natural del

sueño. También comenzó a fabricarse

el producto denominado Ribena, desa-

rrollado para la venta en hospitales

pediátricos por su alto contenido en

vitamina C.

La segunda adquisición relevante de la

Beecham fue la compra de la Eno,

fabricante de la célebre sal de fruta y

dueña de una enorme red de subsidia-

rias en América, Sudáfrica, Australia,

Nueva Zelanda y Europa Occidental.

Píldoras,sal de fruta

y leche malteada

6

Mujeres al microscopio

Una de las enfermedades que pudie-

ron combatirse gracias a los avan-

ces de la virología fue la fiebre

amarilla, que había segado la vida de

miles de ciudadanos norteamerica-

nos antes y durante la Primera

Guerra Mundial.

La fiebre amarilla se caracterizaba

precisamente por altas temperatu-

ras y por la coloración cetrina que

adquiría la piel. Provocaba náuseas

y, en los casos más virulentos,

hemorragias con vómitos negros. Es

probable que procediese del África,

portada por los primeros esclavos de

aquel continente. A comienzos del

siglo XIX se estableció la primera

relación entre la enfermedad y los

mosquitos, pero aquellas conclusio-

nes no fueron desarrolladas hasta

casi un siglo después por los inves-

tigadores norteamericanos James

Carroll, Jesse Lazear, Arístides

Agramonte y Walter Reed.

En las bases estadounidenses situa-

das en el trópico se establecieron

intensas políticas de limpieza que per-

mitieron controlar el mal. Así, William

Gorgas, jefe de la Oficina Sanitaria

Americana en La Habana, ordenó cua-

rentena para todas las personas sos-

pechosas de padecer la fiebre

amarilla, y dispuso la destrucción de

todos los lugares donde se criaban

mosquitos. De esta forma, la enferme-

dad fue erradicada de aquella ciudad.

Entre tanto, la construcción del

Canal de Panamá había sido deteni-

da, pues en tan sólo un mes pere-

cieron cerca de mil trabajadores

reclutados por los franceses que

construían la obra. Poco tiempo des-

pués de que el proyecto fuese tras-

pasado a los norteamericanos en

1904, el mismo doctor Gorgas sos-

pechó que sobrevendría un desas-

tre. Debió enfrentar al gobernador de

la zona, quien decía que gastar un

dólar en sanidad equivalía a arrojar-

lo a la bahía. Sin embargo, la epide-

mia se inició a poco andar; el

funcionario debió tragarse sus pala-

bras y permitir un suministro de

agua con bombas, junto con la insta-

lación de trampas para mosquitos.

Letales

mosquitos

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Carroll heroicamente accedieron–.

Lazear se dejó picar por mosquitos

que, previamente, habían atacado a

pacientes de la enfermedad. Reclutó

también a siete voluntarios, pero nin-

guno de ellos enfermó.

James Carroll, por su parte, se dejó

atacar por un insecto que había pica-

do a cuatro enfermos –dos de ellos

graves–. "Si hay algo de cierto en la

teoría del mosquito, voy a tener un

buen ataque de fiebre amarilla", escri-

bió aquella misma noche, a pesar de

tener esposa y cinco hijos.

Efectivamente, Carroll contrajo la

dolencia, y su compañero Lazear lo

envió al pabellon de los pacientes,

donde permanceió varios días y

noches debatiéndose contra la muer-

te. No obstante, logró curarse, y

El grupo sufrió fracaso tras fracaso,

hasta que sus miembros decidieron

visitar al doctor Carlos Finlay, un

residente de La Habana poseedor de

gruesas patillas y de una dudosa

reputación como científico, quien

clamaba a quien quisiera escucharlo

que la causa de la enfermedad era

un mosquito.

Reed había observado que el pade-

cimiento no se registraba entre las

enfermeras que atendían a los

pacientes, por lo que descartaba que

se tratase de un bacilo.

Reed decidió escuchar a Finlay, pero

sin animales con los cuales experi-

mentar, las conclusiones eran esqui-

vas. Enfrentó a sus colaboradores, y

les pidió que fuesen conejillos de

Indias voluntarios –a lo cual Lazear y

Se controló así el padecimiento, aun-

que no se podía aún aislar al agente

patógeno. Para ello, el comandante

Walter Reed arribó a La Habana el día

25 de junio con la difícil misión de

"prestar especial atención a los asun-

tos relacionados con al causa y pre-

vención de la fiebre amarilla".

Nada de fácil resultaba su cometido,

considerando que ya el mismo

Pasteur se había ocupado del tema, y

que Reed no era especialmente des-

tacado en el campo de la bacteriolo-

gía. Iba acompañado del doctor

James Carroll, y a ambos los espera-

ba el bacteriólogo formado en Europa

Jesse Lazear, de 34 años. Allí estaba

también Arístides Agramonte, encar-

gado de las autopsias, quien había

sufrido en sí mismo los estragos de la

enfermedad.

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durante el resto de su vida asegu-

raría que aquéllos fueron los días

más orgullosos de su vida. "Fui el

primer caso de fiebre amarilla pro-

ducida por la picadura experimental

de un mosquito", solía repetir.

Lazear, sin embargo, permanecía

escéptico ante la pureza experi-

mental de la prueba, pues Carroll

había visitado zonas peligrosas

anteriormente. Pese a ello, él

mismo dio su vida para descubrir la

respuesta: un 13 de septiembre,

mientras pasaba visita a los enfer-

mos, un mosquito se posó en su

mano. El no hizo caso, ignorando la

posibilidad de que se tratase justa-

mente de uno de los animales

transmisores. Pero pronto comenzó

a mostrar síntomas inequívocos, y

doce días más tarde falleció.

Se levantó un campamento experi-

mental con soldados que, volunta-

riamente, se dejaban picar por

mosquitos –y aun inyectar sangre

contaminada– "por la causa de la

humanidad y en interés de la cien-

cia". Otros, inmigrantes empobreci-

dos, se sometían a las pruebas por

la suma de doscientos dólares.

Se descubrió así el diminuto virus

causante de la enfermedad, en lo

que constituyó el primer informe

acerca de un patógeno viral en

humanos. Posteriormente se elabo-

ró la vacuna y la fiebre amarilla

logró ser erradicada.

Walter Reed.

9

E n tanto, la lucha contra el estrep-

tococo hemolítico mostró nuevos

avances. En 1936 el patólogo alemán

Gerhard Domagk comprobó que la sul-

fonamidocrisoidina, un tinte comercia-

lizado bajo la marca Prontosil, curaba

a los ratones infectados con dosis leta-

les de dichos microorganismos. En la

misma época, un grupo de investiga-

dores del Instituto Pasteur de París

lograron degradar la sustancia de la

misma forma en que era descompues-

ta por el organismo humano. Al aislar

su principio activo, comenzó una

nueva era –la era de las sulfas, que

demostraron ser útiles para combatir

un sinnúmero de gérmenes.

Los resultados fueron incorporados

rápidamente a la industria, y asimilados

casi como un milagro. A partir del

hallazgo de la sulfanilamida, se desen-

cadenó una búsqueda febril de sustan-

cias semejantes. Se pudieron elaborar

así la sulfapiridina, la sulfadiazina y el

sulfisoxazol. Dichos compuestos se

caracterizaban por su gran eficacia no

sólo para curar infecciones, sino tam-

bién para prevenirlas. Por primera vez

había medicamentos capaces de incidir

positivamente en diversos padecimien-

tos causados por estreptococos

–fiebre puerperal, erisipela,

meningitis meningocócica y gonorrea,

entre otras–. Aunque no curaban todas

las infecciones, a menudo acortaban su

duración y reducían las complicacio-

nes. Por su parte, en el tratamiento de

la neumonía, las sulfas reemplazaron a

la sueroterapia utilizada hasta enton-

ces. En 1939, recibiría el Premio Nobel

por sus descubrimientos, aunque el

gobierno nazi le prohibió aceptarlo. Ya

comenzaba la investigación para des-

cubrir una nueva sustancia –la penicili-

na– que terminaría por destronar a la

mayoría de los fármacos descubiertos

hasta entonces.

La Invaluable

Sulfa

El Prontosil se comercializaba

en diversas presentaciones.

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Sus habilidades de investigador y su metó-

dica sensatez lo llevaron a descubrir un

medicamento contra las infecciones que

salvaría millones de vidas y que produciría

una inédita revolución en la medicina.

Alexander Fleming nació en 1881, en la

localidad escocesa de Ayrshire. Brillante

alumno universitario, ganó varios premios

en su clase y sobresalió en las áreas de

fisiología, farmacología, patología y medi-

cina forense. Aunque su propósito inicial

era convertirse en cirujano, luego se inte-

resó en la investigación y en dicho campo

hizo su más valioso aporte científico, tra-

bajando en el laboratorio del St. Mary

Hospital de Londres. Allí obtuvo una

medalla de oro por un estudio titulado “El

diagnóstico de la infección bacteriana

aguda”, que sugería ya el camino por el

cual se enfilarían sus intereses científicos.

Durante la Primera Guerra Mundial fue

destinado al frente galo. Allí estudió el

comportamiento de los antisépticos, y

demostró que la gangrena y el tétanos

resultantes de las heridas eran causados

por agentes patógenos hallados en el

campo. Comprobó además que los anti-

sépticos que se utilizaban en aquel enton-

ces no lograban penetrar del todo los

tejidos lesionados y, más aún, reducían el

poder bactericida natural de la sangre. Sin

embargo, el drama bélico desmoralizó al

científico, sobre todo por el hecho de que

no le fue posible prever y curar las infec-

ciones, causa primordial de las bajas.

Motivado por su experiencia como médi-

co militar, comenzó a investigar sustan-

cias antibacterianas y su influencia sobre

los tejidos animales, para tratar las heri-

das infectadas.

Durante los años ’20 se produjo el pri-

mero de sus grandes descubrimientos.

Con su propia secreción nasal, extraída

durante un catarro, develó la existencia

de la lisozima, una enzima que destruía

tanto las bacterias de la mucosidad nasal

como aquellas de ciertos fluidos corpo-

rales. No obstante, nunca consiguió ais-

lar la sustancia, lo que hubiese

significado un gran aporte, pues ésta no

destruía los tejidos vivos.

Tras más de una década de investi-

gaciones, reiterados fracasos y difi-

cultades que parecían infranqueables,

el primer antibiótico hizo su entrada en

el mundo en el momento más indica-

do: cuando la Segunda Guerra produ-

cía miles de víctimas a causa de las

infecciones.

Una fría mañana de primavera,

Alexander Fleming, de vuelta de vacacio-

nes, ingresó a su laboratorio en el

Hospital St. Mary. Durante su ausencia,

un viento húmedo entró por la ventana e

Durante algunos años previos a la

segunda Guerra Mundial, se confeccio-

nó una multiplicidad de fármacos en

base a los bacteriófagos. Sin embargo,

el desarrollo de dichas sustancias se

interrumpió con el descubrimiento de

otras sustancias de insospechada

potencia.

Antes de que la industria farmacológica

fijara pruebas clínicas establecidas,

Alexander Fleming, bacteriólogo esco-

cés y ganador del Premio Nobel en

1945, era aficionado a autoinocularse, y

elaboraba vacunas cada vez que un

miembro de su familia podecía dolen-

cias simples, como una amigdalitis o un

resfrío común.

de la Penicilina

El milagro

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Milagro de la penicilina

infiltró una de las cápsulas donde criaba

estafilococos –microorganismos

en los cuales a la sazón trabaja-

ba, y que extraía de furúnculos y

abscesos varios–. Con su flema

típicamente británica, el bacte-

riólogo analizó la muestra con-

taminada y se dio cuenta de

que, donde el moho se había

instalado, las colonias de bacte-

rias habían desaparecido.

Fleming decidió examinar al

vándalo en su microscopio y

descubrió que se trataba de un

vulgar y bien conocido tejido de

hongos, los Penicillium notatum.

Intrigado, el bacteriólogo realizó

varios experimentos. Comprobó que

donde pasaba el Penicillium, morían

las bacterias. En 1929 comunicó a la

prensa sus primeras impresiones. Sin

embargo, sus estudios con hongos, como

los de sus predecesores, fracasaron –ya

en 1895, un obscuro estudiante de medi-

cina de la Marina italiana, Vincenzo

Tiberio, había observado que ciertos

mohos torpedeaban despiadadamente a

las bacterias, aunque no había persevera-

do en su investigación–. Fleming, más

tenaz, no dejó enmohecer sus descubri-

mientos y se lanzó al ataque en 1936 con

ocasión del Congreso Internacional de

Microbiología organizado en Londres.

Sufrió un nuevo revés que, sin embargo,

no le impidió seguir adelante –convenci-

do de que la penicilina, fabricada por sus

hongos, será algún día un medicamento

universal–. Contaminados por fin, otros

sabios se lanzaron al cultivo intensivo de

la penicilina y elaboraron un método para

extraer sus sustratos nutritivos.

La penicilina como medicamento no se

habría hecho tan popular si no hubiese

sido por el trabajo del patólogo australia-

no Howard Florey, quien, en 1935, fue

nombrado director de la escuela Dunn de

Patología de Oxford. Florey contrató al

bioquímico Ernst Chain, un judío alemán

que acababa de huir de los nazis, y

ambos se dedicaron a estudiar sustancias

antibacterianas. Al iniciar el trabajo con

la penicilina de Fleming, descubrieron

las dificultades que se presentaban al

aislar el ingrediente activo del líquido

producido por el moho. Estaban a

punto de abandonar el asunto cuando

otro bioquímico del equipo desarrolló

un método para pasar la penicilina

nuevamente al agua, cambiando su

acidez. De esta forma, Howard Walter

Florey y Ernst Boris Chain compartieron

en 1945 el Premio Nobel de Medicina

junto a Fleming.

Durante la Segunda Guerra Mundial,

Glaxo jugó un papel fundamental en la

producción de penicilina, llegando a ser

responsable del 80 por ciento de las

dosis del medicamento en el Reino

Unido. Por su parte, la Beecham adqui-

rió una gran extensión de terreno en el

sur de Inglaterra, en la cual montó sus

prestigiosos laboratorios de investiga-

ción farmacéutica –en los cuales reali-

zaron cruciales descubrimientos para

el progreso de la medicina–: ya por la

década de los ’50, el uso indiscrimina-

do de la penicilina había generado

alarmantes brotes de resistencia, al

punto que algunos hospitales debieron

clausurar alas completas de atención.

A fines de la década, los científicos de

Beecham habían descubierto la mane-

ra de fabricar penicilina sintética, lo

que soslayaba el problema. Con los

años, la compañía se convertiría en

una empresa líder en tratamientos de

combate a las infecciones.

12

13

A mediados de los ’60 se hizo

evidente que la producción de

beta-lactamasa constituía tam-

bién un importante mecanismo

de resistencia entre bacilos Gram

negativos –tales como las espe-

cies Klebsiella y la E. coli–, y que

casi todas las penicilinas eran

susceptibles a él en mayor o

menor medida.

El altamente exitoso programa de

investigación basado en el 6-APA

de la BRL, había mejorado la

capacidad de absorción oral de

ciertas penicilinas, su estabilidad

frente a las beta-lactamasas y su

amplitud de espectro. Sin embar-

go, el equipo no había podido

desarrollar un agente que pose-

yese las tres propiedades en con-

junto, lo que habría ofrecido la

posibilidad de combatir las bacte-

rias Gram negativas, algunas de

las cuales son productoras inna-

tas de beta-lactamasas o han

adquirido la capacidad de produ-

cirlas mediante la transferencia

plasmática. La modificación quí-

mica de la molécula de penicilina

con el fin de obtener estabilidad

frente a las beta-lactamasas con-

tinuó siendo una importante línea

de investigación, aunque comen-

zaron a buscarse vías alternativas

de acción.

En 1967 se diseñó un programa

para identificar compuestos que

pudiesen inhibir a la beta-lacta-

masa y que, por lo tanto, prote-

giesen de la degradación a

aquéllas de amplio espectro,

dejándolas en libertad para dar

en el blanco e inhibir la prolifera-

ción bacteriana.

En 1968, sus esfuerzos fueron

recompensados. Después de

analizar mil quinientos caldos

de cultivo, la muestra número mil

627 –proveniente de un cultivo

de Streptomyces olivaceous–

exhibió una marcada actividad

inhibitoria de la beta-lactamasa.

En estudios posteriores se com-

probó que tal compuesto –deno-

minado MM4550–, era también

antibiótico, y los químicos del

equipo de investigadores espe-

cularon que podía tratarse de un

compuesto de beta-lactamasa.

En 1971 se publicó un informe

sobre una nueva clase de anti-

bióticos de beta-lactamasas de

Streptomyces spp. –las cefami-

cinas-. Los investigadores del

BRL se preguntaron si el

MM4550 que ellos habían descu-

bierto en forma independiente a

través de su programa de moni-

toreo de beta-lactamasa, era

también una cefamicina. Sin

embargo, los cromatogramas

demostraron que no lo era, a par-

tir de una muestra de la cepa de

Streptomyces –la Streptomyces

clavuligerus– que obtuvo el bio-

químico Martin Cole, del BRL.

Pese a ello, también se observó

que la Streptomyces clavuligerus

producía por sí misma un inhibi-

dor de la beta-lactamasa, aun-

Beecham Amplía el Espectro

14

producidas por bacterias Gram-posi-

tivas y Gram-negativas de importan-

cia clínica. Una posibilidad era la

combinación de ácido clavulanato

con amoxicilina –la mejor penicilina

oral de amplio espectro disponible

en aquel momento–. La conversión

de clavunalato en bruto en un pro-

ducto medicinal presentaba un enor-

me desafío científico, pues la

sustancia era muy sensible a la

humedad. Es por ello que los miem-

bros del equipo se encontraban tre-

mendamente descorazonados, y

llegaron a pensar en la eventual

imposibilidad de formular un medi-

camento viable.

que uno diferente al del MM4550, al

que llamaron ácido clavulánico, el

nuevo inhibidor de beta-lactamasa.

El desarrollo de MM4550 fue poste-

riormente abandonado debido a pro-

blemas de toxicidad y de rapidez

metabólica. Sin embargo, se trató del

primer ejemplo de una nueva familia

de compuestos de beta-lactamasas

–los ácidos olivánicos.

El descubrimiento del ácido clavulá-

nico en 1972 condujo a una intensa

investigación por parte de científicos

de la Beecham acerca de sus carac-

terísticas y propiedades. La fármaco-

quinética, la farmacología, la

toxicología y las propiedades farma-

céuticas fueron también rigurosa-

mente estudiadas como precursores

esenciales del aún no concebido

Augmentin.

Durante los ’70, la incidencia de la

producción de beta-lactamasas en-

tre patógenos respiratorios comunes

se convirtió en un problema clínico

en potencia. La esporádica presencia

de brotes de beta-lactamasa en bro-

tes de Haemophilus influenzae se

hacía cada vez más frecuente. Ello

hacía más urgente la necesidad de

una penicilina de amplio espectro

que mostrase estabilidad frente al

rango en aumento de beta-lactamasas

© Europa Press Ltda.Derechos reservado en todo el mundo

Diseño Editorial:Rodrigo BarreraCarlos Vidal

Editor:Edmundo Tapia

Infectología, 150 años de Hallazgos y Personajes

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