José Luis Comellas-Del 98 a La Semana Trágica, 1898-1909_ Crisis de Conciencia y Renovación Política-Biblioteca Nueva (2001)

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    DEL 98 A LA SEMANA TRÁGICA 1898-1909

    Crisis de conciencia y renovación política 

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    COLECCIÓN HISTORIA  BIBLIOTECA  NUEVA Dirigida por

     Juan Pablo Fusi

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     JOSÉ LUIS COMELLAS

    DEL 98 A LA SEMANA TRÁGICA 

    1898-1909Crisis de conciencia y renovación política 

    BIBLIOTECA NUEVA 

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    Cubierta: A. Imbert

    © José Luis Comellas, 2001© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2001

     Almagro, 3828010 Madrid

    ISBN: 84-7030-966-8Depósito Legal: M-46.243-2001

    Impreso en Rógar, S. A.Impreso en España - Printed in Spain

    Ninguna parte de esta publicación, incluido diseño de la cubierta, pue-de ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni porningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de graba-ción o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

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    ÍNDICE

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    INTRODUCCIÓN QUE PUEDE SER JUSTIFICACIÓN .......................... 13

    C APÍTULO PRIMERO. CUBA COMO PROBLEMA  ............................. 17Las piedras en el estanque ................................................. 19Una catástrofe sanitaria ..................................................... 23¿Una derrota buscada? ...................................................... 27Los posos de la derrota ..................................................... 33

    C APÍTULO 2. L AS MIELES DE LA DERROTA Y OTROS CAMBIOS DE ACTITUD .............................................................................. 37Un próspero desastre ........................................................ 39La revolución de los cuerpos intermedios ......................... 44El 98 de los obreros .......................................................... 50

    C APÍTULO 3. CONCIENCIA DE CRISIS .......................................... 59La llamada generación del 98 ........................................... 62El problema de España ..................................................... 70Los arbitristas .................................................................... 78

    Lucas Mallada: Los males de la patria .......................... 87Macías Picavea: El problema nacional  ......................... 93

    Vital Fité: Las desdichas de la patria  ............................ 99Luis Morote: La moral de la derrota ............................ 105Tomás Giménez Valdivielso: El atraso de España  ........ 109

    C APÍTULO 4. COSTA Y EL COSTISMO .......................................... 115La figura de Costa ............................................................ 116Una vida de lucha sin triunfo en vida ............................... 118El programa de Costa, o despensa y escuela ..................... 122Vieja y nueva política ....................................................... 131En la revolución de los cuerpos intermedios .................... 137

    C APÍTULO 5. R EGIONALISMOS Y NACIONALISMOS ........................ 145Cuestiones de unidad y diversidad ................................... 146

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     Antes y después del 98 ...................................................... 151 Algunos aspectos del regionalismo catalán ....................... 163Los «noventa y ochos» y el catalanismo político ............... 170Los orígenes del nacionalismo vasco ................................. 176Sabino Arana, un salto radical .......................................... 182

    C APÍTULO 6. EL REGENERACIONISMO AL PODER  ......................... 195El régimen ........................................................................ 196Otro profeta: Polavieja ...................................................... 208Regreso o repesca de Silvela .............................................. 213El gobierno Silvela-Polavieja ............................................. 217

    C APÍTULO 7. NUEVO SIGLO,   NUEVOS HOMBRES .......................... 225

     Alfonso XIII, regeneracionista .......................................... 227De Silvela a Maura ........................................................... 231Genio y figura de Antonio Maura .................................... 236El primer gobierno Maura ................................................ 243

    C APÍTULO 8. GOBIERNO L ARGO Y  SEMANA  TRÁGICA  ................. 249Las dificultades de encontrar una cabeza .......................... 251La hora de Maura ............................................................. 255Las grandes leyes reformistas ............................................ 261La Semana Trágica ............................................................ 264Lerroux y Ferrer ................................................................ 269Balance ............................................................................. 273La caída de Maura ............................................................ 279

    CONCLUSIÓN QUE PUDIERA SER CONTINUACIÓN ......................... 283

    BIBLIOGRAFÍA  ............................................................................ 289

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     A mis compañeros del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla, en testimonio de gratitud 

     por el afecto que me han demostradoen tantos años de entrañable convivencia universitaria 

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    Introducción

    que puede ser justificación

    Es un hecho que, de algún tiempo a esta parte, resulta frecuenteaprovechar el centenario, el sesquicentenario, el cincuentenario ohasta el vigesimoquinto aniversario de un acontecimiento histórico(y, por los mismos pretextos simbólicos, un cambio de siglo o de mi-lenio) para justificar libros, trabajos, congresos, simposios, conferen-cias y actos oficiales conmemorativos referidos siempre a la efemé-rides que se recuerda. Puede existir en ello, quién lo duda, un ciertointerés comercial en dar publicidad y una más amplia difusión al co-nocimiento de un pasado, tal vez ya medio perdido en el olvido que,de pronto, se ha vuelto a poner de moda. Puede existir también uninterés político, como denuncian con evidente intención los autoresde un trabajo que se menciona en algún punto de este libro. Interéspolítico ya lo hubo, ciertamente, en la conmemoración del primercentenario de la Revolución Francesa, Torre Eiffel incluida, o en el

    de la de 1848, que dio lugar a uno de los congresos históricos máscelebrados de la primera mitad del siglo  XX , aquel en que se consagróla poderosa personalidad histórica de Ernest Labrousse. Bienvenidosea ese interés político en fomentar actos conmemorativos, si ello da pie y medios económicos para realizar revisiones científicas de nues-tro pasado, o tan siquiera ensayos brillantes capaces de presentarnosel acontecimiento rememorado a una nueva luz. Y bienvenido el in-terés comercial, si es que en ese caso existe, en cuanto que abre la po-

    sibilidad a los historiadores de dar a conocer trabajos que de otromodo hubieran encontrado dificultades para salir a la luz. Lo únicoconveniente —por no decir necesario— que debería exigirse a las

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    entidades que invitan a tocar un tema determinado con motivo deuna ocasión determinada es la concesión de una total libertad a loshistoriadores para desarrollar sus tesis o sus hipótesis de trabajo deacuerdo con su propia y honrada visión. Menos necesaria —aunquetampoco deja de ser conveniente— parece la exigencia a esos histo-riadores de un esfuerzo de integridad científica que les deje, en la medida de lo posible, a salvo de los prejuicios ideológicos o políticos—o de otra índole cualquiera— a que el motivo de la celebraciónsimbólica pudiera predisponerles.

    Cumplidas estas condiciones, la facilidad tendida a nuevas in-vestigaciones o a estudios prevalidos de una superior técnica, o una 

    más actualizada información, es un hecho positivo y plausible, porlo que supone de posibilidad de progreso y de actualización sucesi-va de temas históricos más o menos abandonados durante un tiem-po. En 1998 ha tenido lugar en España el último aluvión de estudiosbasados en una fecha simbólica, haya sido o no el de cien años atrásel hito cronológico más significativo de una importante crisis his-tórica. Precisamente la conmemoración ha dado origen a títulos ta-les como «El mito del 98», «La invención del 98», «La generación

    de 1897» (y por tanto no del 98) o «La irrelevancia del Desastre»,«El 98 antes del 98», «El regeneracionismo como secuela del prerre-generacionismo», y títulos por el estilo. Tres han sido, al parecer, lasconclusiones derivadas de los innumerables congresos históricos y delas monografías salidas a la luz con motivo del centenario de la su-puesta capital efemérides: primero, el movimiento literario, culturaly de mentalidades colectivas o de grupos adscritos comunmente al«noventayochismo» posee una relación sólo indirecta con la derrota española en la guerra de Cuba, y hubiera tenido lugar de todas for-

    mas, sin necesidad de esa derrota; segundo, ese movimiento comien-za sus manifestaciones más específicas con anterioridad al año 1898,y en consecuencia su vinculación simbólica con lo acontecido en esa fecha resulta cuando menos una falsificación histórica hasta ciertopunto; tercero, lo que solemos entender por «crisis del 98» (que ya nocorresponde exactamente por lo dicho, a ese año) es mucho máscompleja de lo que simplistamente habíamos supuesto, y si quere-mos comprenderla en su totalidad, exige extenderla a fenómenos

    políticos, diplomáticos, institucionales, culturales, sociales, econó-micos, regionalistas o nacionalistas, de mentalidades, actitudes y comportamientos que hasta ahora tendíamos a estudiar por separa-do. Estos tres puntos se encontraban sobre la mesa desde algunos

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    años antes de 1998; fue la celebración del supuesto centenario la quepermitió no sólo un mayor desarrollo, sino una más precisa acentua-ción de conclusiones y un ajuste más pleno de las piezas en estudiosinterdisciplinares.

    Una de las tres aportaciones —ninguna de especial envergadu-ra— que realicé, porque me fueron solicitadas, con motivo de la efe-mérides, se titulaba precisamente «Razones de un centenario»1.

     Y fueron las reflexiones previas a aquel trabajo las que me convencie-ron de la extraordinaria complejidad de los llamados «noventa y ochos», y de la necesidad de un estudio global de todas sus facetas,si no deseábamos obtener una visión distorsionada, por parcial, del

    conjunto. También adquirí la convicción de que ese complejo histó-rico de «los noventa y ochos» no podría ofrecer a nuestra vista todosu relieve histórico —es decir, su trascendencia— sin un estudio,como mínimo, de sus secuelas inmediatas: el regeneracionismo; eldesenvolvimiento económico; las nuevas tendencias sociales, tantoen la clase obrera como en las clases medias; el desarrollo de los na-cionalismos y el intento —por fracasado que haya sido— de encon-trar nuevos cauces políticos.

    Tal ha sido el conjunto de reflexiones o de hipótesis que me hanconducido a escribir este libro. No trato de desarrollar cada uno delos temas que se nos ofrecen por extenso, puesto que la obra, sobreresultar abrumadoramente ardua, no cabría de ninguna manera en elformato de esta colección. Tampoco he pretendido llegar hasta laspostreras consecuencias de la crisis española de entresiglos porque enel campo de la historia las consecuencias de un hecho no se extin-guen nunca del todo, y resultaría materialmente imposible fijar eltérmino cronológico real de la etapa que me he propuesto comentar:

    tal vez, para llegar a esas «últimas consecuencias» hubiera sido preci-so escribir una historia de España en el siglo  XX . La elección del mo-mento de la Semana Trágica y la caída de Maura como posible líderde una política regeneracionista es, por supuesto, arbitraria. En al-gún punto histórico-cronológico habría de terminar la secuencia.Para remediar en parte semejante arbitrariedad, aparece al final una conclusión que también es algo más que un resumen, epítome o co-

    INTRODUCCIÓN QUE PUEDE SER JUSTIFICACIÓN 15

    ———————1 Fue el discurso inaugural del Congreso organizado por la Asociación de His-

    toria Contemporánea, que se ha convertido, tras su ampliación en la monografía ci-tada con el núm. 60 en la Bibliografía.

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    mentario de lo escrito. Sin que por ello pretenda, porque no puedepretenderlo, llegar al final.

    Un trabajo histórico tampoco tiene posibilidades de llegar a unpunto final en otro sentido. El estudio exhaustivo de un tema —talcomo suele intentarse, en ocasiones con notable éxito, en una tesisdoctoral— requiere una paciente labor de microscopio para agotar-lo de un modo satisfactorio. De aquí que, en nuestros días, una bue-na cantidad de tesis doctorales sean tan completas en la realizaciónde su cometido como ceñidas a minúsculas cuestiones y, desde elpunto de la demanda social, difícilmente publicables. Esta exhausti-vidad requiere por su parte la limitación a una parcela mínima del

    conocer histórico. Las reflexiones contenidas en este libro sugieren,por ejemplo, un estudio detallado de los métodos terapéuticos y clí-nicos aplicados por los médicos militares españoles en la guerra deCuba; los orígenes costistas o no costistas de la Unión Nacional; lasraíces del ideario de Macías Picavea; el motivo por el que, en el girodel siglo, nace una reiterada preocupación en los anarquistas por la educación; el prodigioso incremento de capitales en la banca asturia-na a raíz de la paz de París; la relación entre la coyuntura de la indus-

    tria algodonera y la politización del catalanismo; la persona o perso-nas que «fabricaron» el ideario y la proclama de Polavieja, y fueronpor tanto «padres» del polaviejismo; la relación entre los escritoresdel 98 y los arbitristas regeneracionistas; los motivos del paso deMaura al conservadurismo; las razones de la extraña coyunda entrelas Cámaras Agrarias y las de Comercio; los complejos ideales e in-tereses mezclados en la discusión del proyecto de Ley de Adminis-tración Local, las causas eficientes de la caída de Maura en 1909; elpapel real de Francisco Ferrer Guardia en los hechos de la Semana 

    Trágica... y, como éstos, centenares o millares de trabajos monográ-ficos capaces de aportarnos luz sobre cuestiones hoy debatidas. Estelibro —por su carácter, por su extensión y por sus intenciones— esno tanto un resumen del estado de la cuestión o el resultado de unasreflexiones de tres años o una conclusión provisional tras las aporta-ciones realizadas con motivo del centenario del 98, como una suge-rencia de caminos que seguir, un planteamiento de trabajos más ex-tensos en su desarrollo y mucho más constreñidos en su contenido

    temático. Si consigue que alguno de los caminos sugeridos o hipóte-sis de trabajo esbozadas conduzca a una profundización más concre-ta de alguno de esos contenidos, habrá conseguido, cuando menos,una de sus principales finalidades.

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    Cuba!— provocó conmoción tan inmensa, si es que la conmociónfue realmente inmensa, y si es que la causa real de la conmoción—que evidentemente la hubo— está provocada en realidad por elhecho concreto de la pérdida de Cuba.

    Ciñéndonos de momento al caso de la Perla de las Antillas, esevidente que la pérdida de América hizo, desde el primer momento,previsible este colofón. No faltaron movimientos independentistasen la isla simultáneos a los del continente, desde el enigmático deMorales en 1795 hasta los de Aponte en 1812, los Cimarronesde Santiago en 1812, o incluso la Conspiración de la Escalera en 1840.

     Aparte de otras posibles razones, Cuba no se independizó al tiempo

    que México o Venezuela porque no poseía entonces una burguesía criolla lo suficientemente abundante, culta e influyente; y, quizá so-bre todo, porque era una isla. No podía ser ayudada por los insur-gentes de Tierra Firme, que nunca dominaron el mar, en tanto lasfuerzas metropolitanas, por mucho que hubiera decaído su capaci-dad naval tras la derrota de Trafalgar, contaban con los suficienteselementos para llegar a La Habana, al fondo del callejón de los ali-sios, sin dificultades ni barreras de ningún género. Precisamente por-

    que España conservó Cuba, ésta se convirtió, ya por los años 30 delsiglo  XIX , en la «América Chiquita», de suerte que la explotación in-tensiva de sus posibilidades la convirtió en sucedáneo del continenteperdido en determinados aspectos. Los productos ultramarinos quesurtían al comercio español —al punto de originar, precisamente enel siglo  XIX , un tipo específico de establecimiento comercial llamado«ultramarinos»— venían en su casi totalidad de Cuba.

    Cuba se convirtió en fuente fundamental de artículos tropicales,pero sobre todo de azúcar y de tabaco. España puso de moda el «ha-

    bano» en el mundo. Y por lo que se refiere al cultivo de la caña, bas-ta recordar que ya en 1820 Cuba producía el 13 por 100 del azúcaren el mundo, el 21 por 100 en 1844 y el 35 por 100 en 1860. Si la proporción creció más lentamente en el último tercio del siglo, ellono se debe a un enlentecimiento de las cifras productivas, sino a la aparición de nuevos centros productores en el planeta; con todo,en 1890 Cuba seguía siendo el primer país productor de azúcar en elmundo. Con su nuevo papel de «América Chiquita», la isla se

    transformó en sesenta años más que en los trescientos anteriores.En dos generaciones la población pasó de menos de un millón a tres millones, el producto interior se multiplicó por 15, en 1837 seinauguró la primera línea de ferrocarril (la Península tendría que

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    de entendimiento en el turno del ejercicio del poder. Aceptada portodos la propuesta de unas reglas del juego, en la que caben sin es-torbo unos y otros siempre que no intenten zancadillearse, el sistema que el propio Cánovas quiso denominar «Restauración» —nombrepor el que aún lo conocemos— registra una perduración de estabili-dad sin precedentes, de lentitud calmosa en la marcha de la política,de sucesiones previstas de antemano, que a nadie pillan de sorpresa,y una cadencia histórica sostenida, hasta, desde el punto de vista delos «acontecimientos», sumamente aburrida.

    Se hace preciso tener en cuenta, sobre todo cuando desde épocasposteriores, incluida la nuestra, se critican los vicios del régimen de la 

    Restauración, que lo que pretendió edificar Cánovas fue ante todo unsistema político para los políticos, destinado a acabar de una vez conlas inextinguibles rencillas que habían desasosegado España durantetres cuartos de siglo. En principio, al menos, no se propuso otra cosa.El resto: la paz, la prosperidad, el ambiente sosegado, el optimismorespirable en el aire, sería una consecuencia de aquel cambio de ritmo.Desde este punto de vista, la Restauración fue un éxito clamoroso, ya que acabó con la amenaza constante de una guerra civil, o de una re-

    volución o intento de tal a la semana. Nunca, en nuestra Edad Con-temporánea, se había vivido un clima tal de estabilidad, en que hasta los mismos cambios, nunca traumáticos, resultaban fácilmente previ-sibles a gran distancia. Qué duda cabe de que la inesperada, pero sos-tenida, estabilidad influyó en el ambiente.Y al socaire de la estabilidad,las fiestas, el humor, la confianza en el futuro, la popularidad de los fes-tejos taurinos, con la presencia de los dos grandes monstruos Lagarti-

     jo y Frascuelo, a más de Hermosilla, Pastor, Arjona o Regatero; o la delgénero chico, la zarzuela, que alcanza por aquellos años el momento

    más brillante de su historia con Arrieta, Chueca, Barbieri, Bretón oChapí, las verbenas de los barrios amenizadas por los organillos, o lascoplas de moda, o las compañías de teatro que recorren una Penínsu-la a cuyos más diversos rincones ya ha llegado el ferrocarril, proporcio-nan a la época un indisimulable aire de popularidad, y aún más decierto encanto, recordado con nostalgia por las amarillentas fotografías—entonces «daguerrotipos»— de los tiempos de nuestros bisabuelos.Sea cual fuere la realidad de la España profunda, la impresión que nos

    producen los recuerdos o los testimonios de la época de la Restaura-ción canovista es, ante todo, de amabilidad.Si lo «típico» recibe por lo general los denuestos de nuestros cos-

    tumbristas de la era isabelina, la Restauración parece coincidir con la 

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    exaltación del tipismo. La fiesta de los toros es ahora la «fiesta nacio-nal», y hasta un motivo de orgullo; la zarzuela destaca con ingenua alegría los ambientes más característicos de los barrios o de las co-marcas, los trajes regionales están más presentes en las fiestas que engeneraciones anteriores y, pese a todo su prurito de distinción, lasclases medias y aun las relativamente elevadas, llegado el momento,no tienen inconveniente en usar aquellas vestimentas o en bailar alson de las castañuelas. ¿Cabría hablar, hasta cierto punto, de algo pa-recido a una nueva época goyesca? El gusto por lo propio sustituye alembobado afrancesamiento formal del reinado de Isabel II, y hasta la zarzuela canta con aplauso general el valor del «soldadito español»

    y la copla la belleza de la «banderita española» en que se envuelve la protagonista. Eso sí, siempre en diminutivo. Sería interesante cono-cer el entero mecanismo de este paso de la inseguridad al aplomo,del complejo de inferioridad ante lo propio a una cierta, aunque talvez artificiosa, satisfacción por «lo nuestro». Pero difícilmente po-dríamos aspirar a comprender el ambiente de la Restauración sin to-mar conciencia de este cambio.

    Fernández Almagro, un «restauracionista» convencido que vivió

    los años posteriores al «Desastre», ve en el ambiente de la época finise-cular «una inconsciencia punto menos que infantil...; inconsciencia y optimismo... Libres de cuidados, las gentes se consagraban a sus ociospredilectos... Buen humor en todas partes... Las muchachas de talle deavispa y mangas de jamón cantan habaneras. Chotis de Chueca en losorganillos... ¡Dichosa edad y años dichosos aquellos!» (141, 8-9).O Baroja, recordando los mismos años, observa cómo «España entera,y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo:todo lo español era lo mejor» (J. C. Gibaja, en 234 II, 22). Visto

    —a posteriori— el desenlace, el optimismo parece suicida o por lomenos «inconsciente» e imprevisor. Sin ese desenlace, los veinticincoaños finales de nuestro siglo  XIX hubieran pasado a nuestra historia,tal vez, como una deliciosa belle époque.

    Remanso de la Restauración, pues. Al menos si comparamos suambiente con el que le precedió, pero también, quizá bajo una con-ciencia de crisis distinta, el que le siguió. Sobre ese apacible remansocayeron, por los años 90, las dos primeras piedras. Una de ellas fue el

    paso del anarquismo casi idílico del «hasta los ricos saldrán ganando»al terrorismo desesperado como consecuencia del retraso de la llega-da del paraíso inevitable. No porque en los años 90 hubieran empeo-rado las condiciones de los trabajadores, sino porque las esperanzas

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    mesiánicas en la difusión universal de la «nueva luz» se habían disi-pado. También la proliferación de los atentados terroristas en la Francia de los 90 pudo haber servido de ejemplo. Y así llegaronla bomba contra la sede del Fomento del Trabajo Nacional, la lanza-da contra Martínez Campos en un desfile, la que cayó desde el galli-nero al patio de butacas del Liceo barcelonés, la que atentó contra la procesión del Corpus en la también barcelonesa calle de Canvis Nousy, finalmente, los tres disparos de la pistola de Michelle Angiolilloque acabaron con la vida de Cánovas, autor y alma del sistema de la Restauración, y que simbolizaron el advenimiento de una nueva era en el propio sistema, si es que desde ese momento merece el mismo

    nombre que hasta entonces. Por cierto que estos tres disparos pare-cen estar relacionados con la segunda piedra arrojada sobre el reman-so. La reiteración de los atentados terroristas, aunque separados to-davía por meses o por años, obligaron a reconocer a muchos españo-les que la sazón histórica no se parecía ya a una época dorada.

    La segunda piedra que les obligó a despertar a la dura realidadfue la guerra de Cuba. Algo parecido al «grito de Baire» era ya pre-visible desde años antes. La conciencia nacionalista cubana no había 

    decrecido en los años felices de la Restauración, pese a la prosperidadgeneral, a los intereses comunes de peninsulares y criollos, y a los cada vez más frecuentes intercambios de hombres, ideas y mercancías: in-cluyendo en ese intercambio el poderoso flujo emigratorio de la me-trópoli a la isla. Todo fue bien hasta «el año de los tres ochos», en queel régimen de la Restauración pudo permitirse el lujo de organizarcon admiración de muchos una Exposición Universal en la Ciudad delos Prodigios, símbolo de la prosperidad y del adelanto de España.Pero a partir de aquel año se hizo patente una crisis económica de

    alcance mundial, que obligó en muchos casos a apretarse el cintu-rón, y al gobierno a adoptar, como otros países europeos, una po-lítica decididamente proteccionista. El arancel de 1891 imponía severas restricciones al comercio directo de los cubanos con los Es-tados Unidos... en un momento en que ya el 90 por 100 de la pro-ducción de azúcar de la isla iba a parar al gran país vecino. El descon-tento por las dificultades surgidas, y el hecho de que la crisis afecta-se a haciendas e ingenios, provocó la unión virtual entre los dos

    bandos insurgentes que en la guerra de 1868-1878 habían aparecidoseparados: la burguesía hacendada y la mano de obra de color, con-denada ahora al paro. Por eso, en el Manifiesto de Montecristi —fe-brero de 1895— José Martí y Máximo Gómez pudieron aducir que

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    «Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto.» «Cu-banos hay ya en Cuba de uno y otro color, olvidados para siempredel odio en que les pudo dividir la esclavitud» (242, 21). La afirma-ción no era enteramente cierta, pero sí en grado suficiente para queamplias masas de trabajadores de la tierra o de los ingenios se unie-sen a la insurgencia. La guerra iba a ser más difícil que la de los Diez

     Años y, por supuesto, mucho más que la casi anecdótica «Guerra Chiquita» de 1879.

     Y, sin embargo, el «grito de Baire» parece haber caído sobre la Es-paña de la Restauración como una inesperada sorpresa. Sólo catorcemil soldados guarnecían la isla, y ninguna providencia se había to-

    mado, desde quince años antes, para prevenir cualquier eventuali-dad. Gonzalo de Repáraz, en un artículo muy comentado de La Ilus-tración Española y Americana (8 de marzo, 1895, véase 059, 99), sepreguntaba:

    Después de dos guerras, ¿cómo es que no está estudiado elteatro de la principal campaña? ¿Cómo no tenemos un ejércitoultramarino de soldados adiestrados? ¿Cómo no han quedadoabiertos los caminos estratégicos que se hicieron... veinte años ha?

    ¿Cómo, para decirlo de una vez, nos pilla desprevenidos este con-flicto?

    Sagasta dimitió, porque todo en la Restauración parecía arreglar-se con elegantes y agradecidas dimisiones. Pero el remedio no resul-tó fácil. Cánovas envió de nuevo a Martínez Campos, vencedor en la guerra de veinte años antes. Pero las condiciones no eran las mismas,ni era posible simultanear, como entonces, las acciones militares conlas negociaciones, y practicar la táctica del «divide y vencerás». Mar-

    tínez Campos, convencido de que había que dar al conflicto una du-reza que él no deseaba, dimitió a su vez. Sólo en aquel momentocomprendieron los españoles que los tiempos apacibles y despreocu-pados habían pasado. Quizá para siempre.

    UNA CATÁSTROFE SANITARIA 

    Mucho se ha hablado de la imposibilidad de que, a fines de losaños 90, España estuviera en condiciones de mantener su presen-cia en Cuba. La afirmación, como todas las que «prevén» los he-chos a juzgar por su desenlace, es casi tan gratuita como un futuri-

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    ble, aunque en los últimos años parece haberse puesto de moda. De-fienden tal imposibilidad, entre otros, Hugh Thomas (258), P. S.Foner (094), Carlos Serrano (242), Julián Companys (063), JavierRubio (231) y, por supuesto, autores cubanos, como Yolanda Díaz o

     Alonso Valdés. La verdad es que no faltaron entonces quienes de-nunciaran la falta de preparación de las fuerzas armadas españolas.Por ejemplo, el pesimista Lucas Mallada, el precursor de nuestros ar-bitristas finiseculares, que en 1890 se lamentaba de que «no tenga-mos ejército bien organizado ni escuadra de importancia..., que elmaterial de combate sea de lo más pobre, y que, si nos viésemoscomprometidos en una guerra, nos faltarían elementos de defensa y 

    ataque» (163, 284-285). Y es cierto que hubo falta de preparación. Sin embargo, y sin queello pueda servir probablemente de disculpa, no podemos prescindirde la crisis hacendística que se echó de ver a partir de 1890, y queobligó a suspender casi totalmente la puesta en práctica del plan Cas-sola (en 1887) de modernización del Ejército y del aún más ambicio-so plan Rodríguez Arias del mismo año, que hubiera puesto la escua-dra española a la altura de una potencia colonial (véase 059, 100). Y 

    es que, como llegó a decir Cánovas en una frase muy suya, «lo posi-ble no es sino aquello que cabe en un presupuesto». Aun así, está cla-ro que, una vez iniciado el conflicto, tanto Cánovas como Sagasta hi-cieron honor a su promesa —textual en ambos— de empeñar en la defensa de Cuba «hasta el último hombre y la última peseta». Desuerte que, por muchos errores que los políticos o los militares pu-dieran cometer, de hecho, hasta el verano de 1897, es decir, hasta que el asesinato de Cánovas condujo a un drástico cambio de políti-ca, los españoles, aunque con dificultades superiores a las previstas en

    un principio, llevaban camino de ganar la guerra: al menos, tal es loque se infiere del estudio muy analista y muy documentado de LuisNavarro (190).

    Quizá, por el motivo que inmediatamente pasaremos a tocar, nopuede hablarse siquiera de una guerra dura y empeñada. Sí de una guerra bronca, desagradable, y con todos los dolorosos ingredientespropios de una guerra civil, porque eso es lo que fue: una guerra queenfrentó a cubanos contra cubanos, a españoles contra españoles.

    Luis Mariñas advierte que hubo en las filas españolas hasta 70.000voluntarios cubanos, mientras que la cifra de insurrectos no parecehaber pasado de 57.000 (169, 38; véase también 118, I, 225 y 255,nota 6); y M. Corral recuerda que hubo «criollos de reconocido

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    amor a España» que formaron espontáneamente contrapartidas con-tra los insurgentes (068, 42). Por la otra parte, el mismo Weyler re-conoce que hubo nativos peninsulares entre las filas enemigas (293,I, 341), y el historiador cubano C. Alonso Valdés nos transmite la asombrosa noticia de que hasta nueve españoles alcanzaron el gradode «general» (?) en el ejército mambí (009, 3). M. Cardenal de Ira-cheta nos recuerda en un artículo entrañable que su abuelo ManuelCardenal Gómez, criollo matanceño, combatió en las filas de losmambises, mientras su hijo, Manuel Cardenal Domínguez, jovenoficial de artillería, lo hizo heroicamente en el ejército español. Alterminar la guerra, padre e hijo se abrazaron efusivamente, y lo mis-

    mo lo hicieron combatientes de uno y otro bando2. A las ingratitudes de una guerra civil se unen las propias de una guerra de guerrillas. Los mambises poco hubieran podido hacer, malarmados y mal organizados, frente a un ejército regular. Las ventajasdel guerrillero (eso tuvieron ocasión de aprenderlo los ejércitos napo-leónicos ante las partidas españolas, la Wehrmacht ante las de Tito y Mihailovic, los americanos en Vietnam) consisten en el conocimien-to del terreno, la sorpresa, la emboscada, la misma versatilidad delcombatiente que puede presentarse en cualquier momento como unpacífico civil. Tales ventajas han permitido a las guerrillas enfrentar-se con éxito a los ejércitos mejor organizados del mundo. Quizá noesté de más recordar aquí, como ha hecho Carlos Serrano, que la guerra de Cuba, tal como hubo de plantearla Weyler, fue «la prime-ra guerra antiguerrilla de la historia» (242, 27). Sus medidas de du-reza (la «reconcentración», la libertad para disparar en «áreas prohi-bidas», el corte de aprovisionamientos a las zonas rebeldes) han sido,como reconoce Stanley Payne, «enormemente exageradas por la pro-

    paganda cubana»3 (podría haber añadido: y por la norteamericana).Sin que tratemos en este punto de juzgar con exactitud las medidasde Weyler para «contestar a la guerra con la guerra», lo cierto es quelas operaciones, llevadas a cabo con tanta lentitud como sistematis-mo, estaban produciendo sus efectos, y en la primavera de 1897 la victoria parecía asegurada. El 28 de abril de 1897 escribía Calixto

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    ———————2 El artículo de Cardenal Iracheta aparece reproducido en Nueva Revista, núme-

    ro 58, agosto de 1998, págs. 163-165.3 S. Payne, Los militares y la política de la España contemporánea, París, Ruedo

    Ibérico, 1968, pág. 65. La vindicación de Weyler, detallada y sin duda sincera (Mi mando en Cuba, Madrid, 6 vols., 1910), es para su desgracia de lectura indigesta.

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    García a Máximo Gómez: «las fuerzas que nos quedan, disminuidaspor largas y continuas marchas tanto como por las batallas, están de-caídas..., y lo que yo llamo impropiamente descanso es dejar a loshombres volver a sus casas» (258, I, 452). En agosto de 1898, en una de aquellas entrañables conversaciones entre ex enemigos, un com-batiente cubano confesó a un soldado español «hace un año, la in-surrección puede decirse que estaba aniquilada por completo». «Sicontinúa [Weyler] dos meses más, la insurrección no hubiera tenidomás remedio que sucumbir sin condiciones, pues ya nos era imposi-ble seguir combatiendo» (068, 226-228). Semanas después de aquelmomento de suprema desmoralización, asesinado Cánovas, Weyler

    era destituido.Guerra bronca, llena de marchas y contramarchas, de sorpresas y disparos por la espalda, de represalias, de acciones desesperantes en la manigua, en las montañas selváticas o en los campos embarrados du-rante la estación de las lluvias; pero no guerra continua y mortífera.

     Apenas hubo batallas propiamente dichas; lo que caracteriza el es-fuerzo español en Cuba es la acción de patrullas, la vigilancia en lastrochas, la protección de convoyes. Asombra saber que en tres años

    de combate sólo murieron por disparos enemigos 4.000 soldados es-pañoles, no más de tres al día: guerra —desde el punto de vista pu-ramente bélico— menos mortífera para nuestras tropas no la ha ha-bido en toda la historia de España. Basta recordar, por si fuera útil,que en el otro «desastre», el de Annual en 1921, cayeron bajo losefectos de disparos enemigos 9.000 españoles en un solo día.

    ¿De qué murieron, entonces, el resto de los 55.000 soldados queno volvieron de Cuba? En su mayoría de enfermedad: fundamental-mente fiebre amarilla, vómito negro, paludismo, disentería y otras

    dolencias tropicales. Quizá el estudio más completo en este sentidosea el de E. Hernández Sandoica (134), seguido por B. Frieiro (104,161). Las cifras que nos proporciona La Gaceta son todavía más des-proporcionadas: ¡sólo 2.150 soldados muertos en combate, y 53.500por enfermedad! Un hecho significativo: Eloy Gonzalo, el héroe deCascorro, que se jugó la vida hasta el límite extremo en una célebreacción de guerra, murió de vómito negro en un hospital de Matan-zas. Manuel Corral, uno de los más directos testigos de la situación,

    nos recuerda que su columna, integrada por 1.577 hombres, quedóen pocas semanas reducida a 500 por obra, sobre todo, del paludis-mo: entretanto, solamente había sufrido tres heridos en combate(068, 81). Si esto es así, hemos de llegar a la conclusión, no por cu-

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    riosa menos macabra, de que la guerra de Cuba, extraordinariamen-te poco sangrienta por enfrentamientos entre hombres, fue antetodo una catástrofe sanitaria. Esta realidad no puede servir de discul-pa, en tanto que parece dejar muy claro el bajo nivel de las medidasde previsión, o la escasez de medios materiales del mando español,que critica —posiblemente con razón— Hernández Sandoica. Sinembargo, tampoco podemos olvidar, si ello nos sirve de consuelo—o por lo menos como elemento comparativo— que, según datosconstatados por H. Thomas, los norteamericanos, en tres meses decombates activos en Cuba, sufrieron 496 muertos en acción de guerra y 5.509 por enfermedad (258, I, 125).

    La acción de los mambises fue incordiosa y desesperante; perono sólo no supuso en absoluto una victoria militar en el sentidoestricto del término, sino que en los últimos meses del mandatode Weyler estuvo a punto de desfallecer. Cuando el ex enemigo es-pañol preguntó al ex enemigo cubano: «Si ustedes lo creían así,¿por qué prolongaron la lucha?», la respuesta fue concluyente:«porque esperábamos la intervención de Estados Unidos». Ésa esotra cuestión.

    ¿UNA DERROTA BUSCADA?

    También se ha convertido en lugar común la afirmación de quela intervención de Estados Unidos en la guerra colonial era un hechoinevitable. Evidente: fue evitable mientras se evitó. Y no faltaron es-fuerzos fructuosos en la diplomacia española por conseguir ese obje-to. Después, las cosas se torcieron por obra de una serie de factores

    cuyo análisis completo sería imposible en este punto. Tampoco esposible reiterar todo lo que he tratado de dejar en claro en estudiosanteriores sobre el tema (059, 97 y sigs.). Sigue teniendo gran partede su vigor un viejo y sabio comentario de Jesús Pabón que defiendela tesis de dos hombres fuertes —Cánovas y Cleveland— y dos hom-bres débiles —Sagasta y MacKinley—, «capaces los primeros de evi-tar la guerra, incapaces los segundos de mantener la paz» (198, 143);una tesis que en tiempos actuales Julián Companys comparte, aun-

    que advirtiendo, como parece obvio, que en un caso y otro las con-diciones no eran las mismas (064, 189 sigs.). Cleveland sabía resistira la opinión, empujada por una prensa belicista (véase 026 y 065).Le oyó decir Mac Elroy: «mientras esté yo en la Presidencia no habrá 

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    guerra con España» (198, 148). Por su parte, Cánovas, que ya había sabido resistir a la opinión cuando el asunto de las Carolinas, man-tuvo una política tendente a evitar la intervención de Estados Uni-dos. Mientras vivió, lo consiguió, y tampoco es lícito formular futu-ribles a este respecto. El embajador americano, Woodford, recorda-ría, ya en tiempos de Sagasta, la «desesperante», pero eficaz táctica dilatoria de la época canovista, con la que de ninguna manera quería volver a lidiar en la nueva situación (145, 69-70). Por supuesto, y Perogrullo lo hubiera suscrito, si no es demostrable que con Cánovasen el poder España tampoco hubiera evitado la guerra con EstadosUnidos, no lo es igualmente que la hubiera evitado. Algo hay, sin

    embargo: las confidencias que el estadista español había hecho al di-rector de La Época, a comienzos de 1897, en el sentido de que «si a la guerra de Cuba le concedo una enorme importancia, a una gue-rra con los Estados Unidos le concedo muchísima más importancia todavía»; frase que, en el contexto de la conversación, permite supo-ner al periodista que Cánovas estaba dispuesto a sacrificar cualquiercosa —Cuba incluida, pero no sin una reunión internacional quepusiera límites a la pérdida— antes que aceptar una guerra con el co-

    loso norteamericano (059, 105).Por eso, y sin negar la importancia de los cambios habidos a úl-tima hora, y sin menoscabar la inteligencia y la buena voluntad deSagasta, cabe suponer que el asesinato de Cánovas fue un paso deci-sivo e irreversible en el proceso. En este punto sí se hace preciso te-ner en cuenta las circunstancias en que aquel asesinato tuvo lugar. La historia conoce muy bien el nombre de Michele Angiolillo, algo me-nos su filiación anarquista —consta que se negó a figurar entre losdiscípulos de Bakunin, aunque simpatizaba con ellos—, y menos

    aún, aunque cada vez se desvelan mejor los hechos, su carácter y suscontactos (059, 106). Pequeño intelectual, joven empleado de ferro-carriles, rubio, con gafas y aspecto tímido, se sabe que viajó de Ná-poles a París, y allí, al parecer de buenas a primeras, se entrevistó conel doctor Ramón Betances, representante de la revolución cubana y su aparato de propaganda en París y Londres4. Angiolillo, defensor delos oprimidos y de la libertad de los pueblos, le pareció a Betances

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    ———————4 Más detalles de la entrevista entre Betances y Angiolillo en J. Companys, A los 

    setenta y cinco años de la muerte de Cánovas, en BRAH, vol. CLXX, I, Madrid, 1973,págs. 175-193.

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    «un fanático, o más que un fanático, un alucinado». De aquellas en-trevistas entre el pintoresco y excéntrico médico antillano y el idea-lista ferroviario italiano nacieron la idea y el dinero destinados a aca-bar con la vida del primer ministro español (059, 107). Lo queaquella muerte significó lo dejó bien claro al día siguiente, 9 deagosto de 1897, la prensa norteamericana:

    The New Yorker: «El culpable de la situación actual era Cáno-vas...; su poder era tan grande, que una vez quitado de en medio,son de esperar las más lisonjeras consecuencias...»

    The New York World: «Los cubanos van, ¡por fin!, a ver reali-zados sus sueños de libertad, porque ahora, sin Cánovas, la guerra entre los Estados Unidos y España es inevitable...»

    The Washington Post: «La muerte de Cánovas ha sido bien re-cibida por los cubanos... Cánovas... era el principal y único res-ponsable de las relaciones amistosas entre España y los EstadosUnidos» (059,108).

    Una vez «quitado de en medio» Cánovas, las cosas eran por lomenos más fáciles. También es cierto que con las nuevas circunstan-

    cias, desde la presidencia de MacKinley al más o menos turbio asun-to del Maine, pasando por la concesión de un estatus de autonomía a Cuba —que era precisamente, según Pabón, lo que menos podíandesear los estadounidenses—, la situación se había hecho más difícil.No se trata en este punto de repetir los ya bien conocidos aconteci-mientos de la guerra entre España y Estados Unidos, sino, en todocaso, de comentar su fulgurante desenlace. «Una pequeña guerra de-liciosa», escribió un periodista norteamericano, para inevitable ver-güenza de españoles. Con todo, la superioridad real —que no vir-

    tual— de los yanquis no era en aquel momento tan aplastante comohoy tendemos a figurarnos. En Estados Unidos no existía serviciomilitar obligatorio, y las fuerzas que desembarcaron en Cuba (18.000 hombres, frente a los 220.000 españoles que combatían enla isla) difícilmente hubieran podido conseguir sus objetivos, a pesarde que la mayor parte de las tropas peninsulares estaban fijadas al ter-reno por la presencia de los renacidos mambises. Sebastian Balfourse ve obligado a contradecirse cuando, después de dar por supuesta 

    la superioridad yanqui, reconoce que las tropas norteamericanas noeran capaces de medirse con sus fusiles Springfield y Remington a los eficaces Mauser manejados con mayor experiencia por los espa-ñoles (024, 50). Fracasó el desembarco en Manzanillo, y si los ame-

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    ricanos lograron poner pie en Daiquirí, Siboney y Guantánamo, fueporque aquellos puntos de la costa estaban desguarnecidos. Confuerzas doce veces superiores a los defensores, a duras penas lograronvencer en El Caney y las Lomas de San Juan (un análisis técnico deestos combates en A. Rodríguez González, 224, 65-71), y J. CalvoPoyato estima que «los españoles ponían de manifiesto lo que supon-dría a los americanos una guerra larga y dura» (060, véase 27, nota 6). Es más, el corresponsal Davis, del Herald, escribía a su directorque «otra victoria como la del 1.º de julio, y nuestras tropas tendránque retirarse... Estamos ante un posible desastre». Y no se engañaba,porque el general Shafter, comandante de las tropas desembarcadas,

    tenía preparado un plan de reembarque y lo había propuesto al ga-binete de Washington, que lo estaba discutiendo precisamente en la tarde del domingo 3 de julio, justo cuando se conoció la noticia dela facilísima victoria naval.

    Porque, como es bien sabido, la guerra se decidió en el mar.También se discute si la superioridad de la escuadra del almiranteSampson sobre la de Cervera era «abrumadora» o simplemente «no-table». Por un tiempo perduraron los ecos de la polémica entre Abe-

    lardo Maella y Mariano González Arnao (en Historia 16, núms. 233y 237, 1995 y 1996, respectivamente), habiendo terciado en ella como concertador el mejor especialista en historia naval de la época de la Restauración, Agustín Rodríguez González («La situación de la 

     Armada», 109), que refuta las tesis extremas y deja clara la inferiori-dad técnica de la mayoría de nuestros barcos, pero sostiene al mismotiempo que la desproporción no era escandalosa, y no hubiera sidoun milagro el éxito de nuestros barcos si se hubiera realizado el planBustamante: salir de Santiago de noche con los torpederos por de-

    lante hasta ponerlos en disposición de tiro y, bajo sus efectos, sacarlos cruceros en abanico para aprovechar el desconcierto del adversa-rio. Se hizo todo lo contrario, por razones que no han sido nunca ex-plicadas. Hasta entonces, eso también conviene dejarlo en claro, enlos no muy numerosos encuentros navales registrados frente a lascostas de Cuba, los barcos españoles, aun peor dotados, habían lle-vado ventaja sobre los norteamericanos. En aguas de Cárdenas, la ca-ñonera Ligera averió gravemente y puso en fuga al francamente su-

    perior torpedero Cushing; el 11 de mayo, el intento de desembarcoen Cienfuegos y Cárdenas fue rechazado con pleno éxito por la arti-llería de costa y los pocos barcos españoles vigilantes en la zona; y frente a las costas de La Habana, el 15 de mayo, los cruceros Conde 

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    de Venadito y Nueva España pusieron en fuga espectacular a cincobarcos enemigos que creían fácil el acceso hasta la misma bocana dela bahía (085, 94-110). Nuestros barcos se mostraban más experi-mentados y decididos. ¿No sería posible forzar el cerco de Santiagomediante la práctica sorpresiva del plan Bustamante, o alcanzarcuando menos un resultado honroso que evitase la desaparición dela flota española y obligase a Sampson a dispersar sus fuerzas? ¿Porqué no se puso en práctica este plan, aprobado por la mayor parte delos oficiales y, en cambio, se decidió la salida de los buques de línea,uno a uno y contra sol, ofreciendo la célebre «T» de Mahan en sen-tido contrario, anulando a la fuerza la mitad operativa de la artille-

    ría? Lo que el 3 de julio deseaba Cervera era ciertamente escaparpero, ¿fue la forma en que lo hizo la más adecuada para conseguir sumodesto propósito? Sabemos que los documentos que contenían lasinstrucciones concretas sobre la salida del almirante Cervera fue-ron quemados a posteriori, y que el propio almirante español fueconsciente desde el primer momento de que se le mandaba al ma-tadero; tan pesimistas fueron los telegramas que envió, que enotras circunstancias cualesquiera le hubieran valido la inmediata 

    destitución; su último mensaje expresaba el más hondo y amargoderrotismo: 27 de abril, «Con la conciencia tranquila, voy al sacri-ficio...» (085, 77-78). Cervera, si no por propia decisión, por la dequienes le aconsejaron, rechazó el plan Bustamante y decidió salirde Santiago en las condiciones más suicidas posibles. Tanto, queConcas y los suyos «manifestaron que en su honor y conciencia tenían el convencimiento de que el gobierno de Madrid tenía eldeliberado propósito de que la escuadra fuese destruida lo antesposible para hallar un medio de llegar inmediatamente a la paz»

    (085, 112). Así fueron las cosas. Cervera decidió salir en el momento menosoportuno y de la manera más inoportuna, con una moral que ya an-daba por los suelos. Bajo el fuego de la escuadra enemiga, debida-mente desplegada, y con sus propios barcos en fila de a uno, virandoa estribor para dejar al enemigo el favor del sol y regalarle la mitad desu artillería, toda la proel. En realidad, más que huir, lo que hicieronlos barcos españoles (ninguno de ellos se hundió) fue embarrancar

    en la costa, alguno de ellos, como el Colón, casi incólume: porque elabnegado y poco glorioso empeño —probablemente contra sus pro-pios deseos— de Cervera fue perder los barcos y salvar a los hom-bres. Lo consiguió en gran parte, porque si la batalla de Santiago de

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    Cuba fue la de resultado más desigual de la historia, en cambio, la tasa de mortalidad de los vencidos fue la más baja proporcionalmen-te, ya que se perdió el 100 por 100 de los navíos y sólo el 13 por 100de las tripulaciones, bien entendido que sólo un 5 por 100 de losmuertos se deben a disparos enemigos y el resto a la dificultad deabordar a nado una costa rocosa y llena de cayos. Tampoco se puedecriticar el sacrificado heroísmo de Cervera, ni su resignada decisiónde perder la escuadra al menor precio humano posible. Es una refle-xión que coincide con el comentario general de Carlos Serrano, re-ferido a la forma en que se prefirió el desenlace: «cuando se conven-cieron de no poder conseguir la pacificación de las colonias, los espa-

    ñoles escogieron la derrota al menor precio político posible» (242, 46).No sólo al menor precio político posible —que el precio político hu-bieron de pagarlo sin remedio en años sucesivos—, sino al menorprecio humano, que tiene también, al cabo, un cierto valor políti-co... La prolongación de la guerra no tenía ya sentido para un paísque había gastado en ella cuatro presupuestos y no barruntaba la me-nor opción de victoria ante un enemigo que disponía, a la larga, deunas posibilidades ilimitadas, a más del incordio de unas guerrillas

    que ya, después del apaciguamiento de Blanco, podían hacer impo-sible la vida a los españoles en Cuba. Perder era ganar, por vergonzo-so que resultara: y perder de una forma fulminante, indiscutible, queno ofreciera dudas de ninguna clase.

     Aunque esta forma buscada y fácil de derrota no carecía tam-poco de riesgos, comenzando por la propia indignación de losmandos en la isla —no del general Blanco, que al parecer estaba ya en el asunto—, que no pudieron evitar la palabra «¡traición!»(068, 200). Afortunadamente, la proclama de Cienfuegos, redac-

    tada por el general Chacón y firmada por todos los jefes y oficia-les, aunque protestaba airadamente contra la rendición de un ejér-cito que no había sido derrotado, terminaba diciendo: «queremoshacer constar que si los poderes públicos, responsables de la Na-ción, imponen la paz a este intacto y decidido Ejército, resignadosacataremos este mandato, mas no sin protestar en nuestro fuerointerno de soluciones que no salvan el honor de las armas ni de-

     jan incólume el prestigio esencial del Ejército» (068, 200-201). El

    hecho sería también determinante en lo sucesivo. La especie de una derrota buscada debió circular en su momento por Madrid cuan-do Baroja, en una de sus divagaciones, recuerda que «claro es quehay casos como el de España en 1898, que mandó la escuadra de

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    Cervera, débil, contra la de Estados Unidos, que era mucho másfuerte; pero es que España entonces quería acabar con aquella si-tuación cuanto antes» (029, 9, 257).

    LOS POSOS DE LA DERROTA 

    «O la guerra o el deshonor», había dicho Sagasta, como dramá-tica alternativa ante la eventualidad de un enfrentamiento con Esta-dos Unidos. Cierto que después, y tal como se desarrollaron los he-chos, periodistas, comentaristas e historiadores han desarrollado pro-

    fusamente la idea de que el gobierno español no supo evitar ni la guerra ni el deshonor. Por lo menos, desde que lo afirmó García Es-cudero, se viene especulando, sin embargo, con otra eventualidad:o la guerra o la revolución. Se generalizó hasta un grado bastanteconsiderable —y sigue contemplándose hoy— la idea según la cuallos políticos estaban persuadidos de que la entrega incondicional deCuba daría alas a los elementos antirrégimen (incluyendo a republi-canos y anarquistas que, paradójicamente, se oponían a la idea de

    guerra), y España podía verse envuelta en una gravísima crisis inter-na, peor si cabe —al menos para los políticos consagrados— que la propia derrota militar. ¿Y la derrota misma? Sobre todo, ¿Cómo seprodujo tal derrota? Se esperaba una protesta general, una conmo-ción, atizada por la vergüenza nacional. La impresión de vergüenza es fácilmente rastreable en los testimonios de la época, pero lo queestá perfectamente claro es que la protesta y la conmoción popularno alcanzaron en absoluto la gravedad que las clases dirigentes pre-veían.

    Sebastian Balfour se extraña de la escasa repercusión social quetuvieron las noticias del «Desastre». Algunas manifestaciones y gritoscontra el gobierno en Madrid, Barcelona, Valencia, Alicante, Carta-gena, Sevilla y otras ciudades5 apenas alteraron el ambiente habitual(024, 101). Después, nada. Como observa Vicente Cacho: «el im-pacto emocional del 98 se desvaneció con notable rapidez» (039, 73).Francos Rodríguez, testigo presencial de los hechos en la capital, noscuenta que:

    CUBA COMO PROBLEMA  33

    ———————5 Si en Linares hubo sangre, ello se debió a que la protesta adquirió desde el pri-

    mer momento un carácter social.

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    Pues bien, Meco adquirió una cierta popularidad como represen-tante de la culpa colectiva, que podía alcanzar a todos los españoles.Hasta el punto de que en los carnavales de 1899, el tradicional en-tierro de la sardina fue convertido por los madrileños en el entierrode Meco, representado por un grotesco muñeco. Rubén Darío, corres-ponsal por aquellos días en Madrid de La Nación de Buenos Aires,nos pinta con un desgarro magistral la esperpéntica escena.

    La mascarada en cuestión era de un pintoresco bufotrágicoindiscutible: la caricatura de los políticos del desastre, las ollas delpresupuesto por incensarios, Meco camino del cementerio, y tras

    la fúnebre mojiganga, una murga trompeteando a todo pulmónla marcha de Cádiz. Decidme si no es un modo de divertirse conlívidos reflejos a lo Poe, y si en este carnaval no ha habido, si nola mascarada de la muerte roja, la mascarada de la muerte negra (OC, VII, 79).

    La mascarada de la muerte negra: ¿quién no piensa en las pintu-ras, negras, esperpénticas, del más noventayochista de nuestros pin-tores, Gutiérrez Solana?6 (Cierto que Rubén, pasado el espanto ini-

    cial, piensa que, en medio de todo, «esta alegría es un buen síntoma:enfermo que baila, no muere».) Alguien más habló por aquellos días carnavalescos de mascara-

    das. Fue el conde de las Almenas, en su famoso y durísimo alegatoen el Senado: «Tengo que hablar, y hablar muy claro.» Y en efecto,fulminó con los dicterios más duros a políticos, militares, adminis-tradores, caciques. Fue entonces cuando, entre airadas protestas, de-claró que había que «subir muchas fajas de la cintura al cuello». Perolo más significativo es tal vez el hecho de que se sentía respaldado pormillones de españoles: «Yo sé que estoy interpretando un sentimien-to inmenso del país... como no se ha visto jamás.» Y al fin la alusiónmacabra al carnaval: si los que nos gobiernan «quieren que continúeel grotesco carnaval político», se exponen a que termine con «un bai-le de cabezas» (DSS, 21 de febrero de 1899).

    «Sentimiento inmenso del país.» ¿Lo hubo o no lo hubo? ¿Es la base de actitudes nuevas, que habrían de cuajar, de acuerdo con eltópico al menos, en el noventayochismo y en el regeneracionismo?

    CUBA COMO PROBLEMA  35

    ———————6 Otro pintor, Darío de Regoyos, escribió precisamente en 1899 un libro titula-

    do La España negra.

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    ¿O este movimiento fue patrimonio de exiguas minorías de hombresinquietos, que solo habría de generalizarse con el tiempo? ¿Cómo seexplica la aparente —al menos aparente— indiferencia popular? Pa-rece indudable que hubo una crisis en la conciencia española en elmomento de cambio de siglo. Pero esta crisis tardó, a lo que parece,cierto tiempo en generalizarse y todo el tiempo del mundo en con-vertirse en una actitud unitaria. Por otra parte, la crisis de entresiglospuede tener, quién lo duda, una relación con el «Desastre» y sus se-cuelas; pero se nos aparece mucho más compleja de lo que ha dadoen suponerse, y llena de contradicciones. En los capítulos que siguenhabremos de aludir a algunas de ellas.

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    .

    C APÍTULO 2

    Las mieles de la derrota y otros cambios de actitud

    El llamado Desastre — nombre que comenzó a utilizarse por en-tonces, pero que sobre todo se generalizó después— supuso un trau-ma en la conciencia colectiva de los españoles; pero —decíamos—ese trauma fue menos intenso en sus manifestaciones visibles de lo

    que hubiera sido esperable. Y es que, además, por los testimonios y comentarios coetáneos que constan, la indignación y la exigencia deresponsabilidades por la derrota en sí fueron un fenómeno pasajero.Grupos de españoles se manifestaron ya cuando conocieron la des-trucción de la escuadra del Pacífico en Cavite (más, curiosamente,que cuando se conoció la de Cervera en Santiago [véase 085, 104])y también con motivo de la firma de la paz de París, el momento enque, como si para muchos fuera una sorpresa —en realidad no po-

    día serlo—, se convirtió en verdad oficial la pérdida de Cuba, Puer-to Rico y Filipinas. También fue grande el sentimiento popular enaquellos puertos a los que llegaron los soldados repatriados, muchosde ellos heridos, enfermos, o en lamentables condiciones. Pero elsentimiento concreto por aquella pérdida o el dolor de los españolespor haberse quedado sin sus últimos territorios ultramarinos apenasresultó expreso a partir de 1900. Pudo mantenerse, y de hecho semantuvo en muchos casos, quién lo duda, pero escasean los testimo-nios concretos de tal sentimiento. Un hecho que puede llamarnos la 

    atención —y se trata sólo de un ejemplo— es el que recordaba en uncongreso conmemorativo del centenario («Los Noventa y Ocho ibé-

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    ricos y el mar», Lisboa, abril de 1998) José Carlos Mainer cuandohacía notar que la guerra de Cuba y la derrota en ella prácticamenteno aparecen mencionadas en toda la literatura de la llamada —pre-tendidamente por lo ocurrido en esa fecha— generación del 98.O, dicho sea en otras palabras, como las de Carlos Serrano: «no exis-te una literatura del Desastre» («conciencia...» 200, 235 y sigs.) A la llamada generación del 98 y otros fenómenos del llamado «noventa-yochismo» nos referiremos en su lugar.

    Es un hecho por otra parte indiscutible que existe una concien-cia de crisis o una crisis de conciencia. José Luis Abellán llama la «primera crisis de la conciencia española» a la sufrida en la época de

    Carlos II, cuando se pasa del austracismo al racionalismo preborbó-nico y reformista de los novatores, siendo la segunda crisis de con-ciencia la del paso del siglo  XIX al  XX (002). Y cuando Jacques Mau-rice y Carlos Serrano titulan la primera parte de su libro (180) De la crisis de conciencia a la conciencia de crisis, nos están proporcionandouna notable pista sobre la etiología de aquel curioso fenómeno. Si la conciencia de crisis fue el resultado de una crisis de conciencia, nofueron los hechos críticos los que provocaron tal conciencia sino, entodo caso, los que potenciaron algo ya existente. Es un hecho que ya no se discute que la crisis de conciencia fue anterior al posible percu-tor del Desastre . Por la sencilla razón de que esa crisis se advierte des-de bastante antes de 1898. La primera de las Herejías de PompeyoGener fue publicada en 1888 (123) y Los males de la Patria de Lu-cas Mallada, quizá la más negra de las pinturas negras de nuestra literatura arbitrista, data de 1890 (163). Habrá que seguir la pista almovimiento de Los Españoles Honrados, nacido por 1894, y acerca del cual no existe ningún trabajo expreso, pero que por todos los in-

    dicios manifiesta el mismo espíritu que solemos atribuir al regenera-cionismo noventayochista. Por lo que se refiere a la «generación»propiamente dicha, Eric Storm pretende llamarla «generaciónde 1897» (252), por estimar que es en este año cuando la mayoría desus miembros experimentan un viraje decisivo, aquel que habría de marcar en adelante sus trayectorias. Hay motivos para pensar queen muchos el viraje empezó ya antes. Sea lo que fuere, ya no puedeser considerada como «generación del Desastre», o provocada por

    una reacción al Desastre. De otro lado, tampoco puede hablarse deun fenómeno genéricamente español (y, por consiguiente, inducidopor la derrota de Cuba). Juan Pan-Montojo encuentra que «el 98 nofue tanto un acontecimiento singular español cuanto una manifesta-

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    ción concreta de la historia occidental que se ha dado en llamar “finde siglo” o fin de siècle» (¿98 o fin de siglo? 200, 9). Yvan Lissorgues y Serge Salaüm, desde un punto de vista cultural, generalizan tambiénla crisis española como una manifestación específica de la crisis defin del siglo en Europa (232, 100), y a este respecto, la conclusión deMainer es terminante: «En el 98, lo de menos fue la crisis colonial.»

     Añade: «El 98 sólo se entiende cabalmente en el más amplio marcode una coyuntura universal de fin de siglo» (160, 112).

    Dejemos para más adelante los temas específicos que se refierena lo que llamamos «generación del 98» y «regeneracionismo». Báste-nos de momento constatar la existencia de algo parecido a una crisis

    de conciencia en sectores más o menos amplios del alma española enel momento del paso del siglo  XIX al  XX , y en muchos casos anteriora ese momento; y su relativa independencia respecto de «lo que seperdió en Cuba», que pudo ser mucho pero que no fue, por motivosentre otros cronológicos, su causa inicial. Ahora bien, una crisis su-pone la ruptura o al menos el conflicto con algo anterior pero al mis-mo tiempo un propósito de vida nueva, una apertura a realidadesdistintas. Para el llamado 98, como expresión de la «crisis», tendría-mos a modo de complemento el llamado regeneracionismo —en susentido más amplio— como expresión de ese nuevo propósito o de-seo de esa nueva realidad. En ese sentido amplio, el regeneracionis-mo cobra tintes de renovación en los más diversos sectores de la vida española, y no sólo en el terreno cultural o en la literatura proyectis-ta (véase por ejemplo, 278). En este capítulo preferiremos centrarnosen esos sectores que no hacen una referencia específica a la cultura.

    UN PRÓSPERO DESASTRE

    Uno de los hechos más sorprendentes, no por insuficientementeestudiado menos digno de resaltarse, es la recuperación económica que siguió de inmediato a la guerra de Cuba. «Jamás en la historia una derrota sentó tan bien a España como la de 1898. Fue algo así como mano de santo» (060, 35-36). Apenas conocida la noticia deldesastre de la escuadra de Cervera, se estabilizó la Bolsa, que en las

    semanas siguientes inició un trend de ascenso como no se recordaba en mucho tiempo, hasta el punto de que el año del Desastre sería elmás glorioso de la década en nuestra historia bursátil. La pendientede ascenso sería además duradera, puesto que iba a mantenerse con

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    pocas soluciones de continuidad, por lo menos hasta 1906. Algo vi-bró en las entretelas de la economía española para fomentar semejan-te euforia. Y no cabe asegurar que todo se debió al «bálsamo de la paz», puesto que ya en la segunda mitad del siglo  XIX  las paces nosuelen provocar un respiro inmediato: sino que más bien son las en-cargadas de cobrar las consecuencias de los gastos extraordinarios dela guerra. Esta tendencia paradójica —los «desastres de la paz», tanpuestos de relieve por Keynes— se acentúa, por supuesto, en el siglo XX ,pero no dejó de operarse en mayor o menor grado por lo menos a partir de la crisis que siguió a la guerra de Crimea.

    Por demás sorprendente y ya bien conocido (véase por ejem-

    plo, 256, 74 y sigs.) es el inmediato desarrollo de la actividad banca-ria. Si entre 1888 y 1898 se fundaron nueve bancos (menos de unopor año), entre 1899 y 1901 se fundaron veintidós, a más de sietepor año, o lo que es lo mismo: el ritmo de establecimiento de nue-vos centros financieros se multiplicó súbitamente por nueve nada másacabar la guerra de Cuba (véase también 202, 220 y sigs.). Entre estosbancos figuran el Asturiano, el de Crédito Industrial de Santander(luego fundido con el Banco de Santander), el Naviero de Bilbao (des-

    pués refundido en el Banco de Bilbao), el Banco de Vizcaya, el BancoEspañol de Crédito (producto de la adquisición por capitales españo-les del Crédito Mobiliario), el Banco Hispanoamericano, el Banco At-lántico, el Banco de Andalucía, el Banco de Valencia, el Banco Gui-puzcoano... En suma, y de modo sorpresivo, en los tres años que si-guieron al Desastre se creó todo el tejido de la banca española del siglo XX , hasta las fusiones (más que fundaciones) de los años 80 y 90.

    Se ha querido explicar este explosivo fenómeno por la repatria-ción de capitales procedentes de Cuba (y hay casos concretos, como

    los de los bancos Hispanoamericano o Atlántico en que consta ex-presamente el origen de sus capitales). Los españoles —e incluso loscriollos, que al fin y al cabo, eran todos unos—, que pensaron enuna ocupación permanente de la isla por los norteamericanos —oen una grave dificultad de desenvolvimiento— se apresuraron a des-invertir en Cuba y a trasladar sus capitales a España. Estos capitalesfrescos, absolutamente disponibles y manejables con libertad de cri-terio, les habrían permitido establecer sociedades de crédito moder-

    nas, dotadas de una mayor agilidad e iniciativa que la banca tradicio-nal y, al mismo tiempo, realizar inversiones en sectores «modernos»de la producción o hasta el momento insuficientes: químicas, abo-nos artificiales, maquinaria agrícola especializada, eléctricas. Para 

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    Sardá, la repatriación de capitales «fue un hecho de enorme relevan-cia». «Los recursos de América permitieron... ahora, como en otrossiglos, la subsistencia y el progreso de la economía española» (114, 262).No parece sino que, en este caso concreto, la pérdida de América vi-niera a aportar el mismo efecto (afluencia masiva de dinero) que su-puso cuatro siglos antes la conquista. García Delgado y Jiménez es-timan el importe de los capitales procedentes del Nuevo Mundo en2.000 millones de pesetas-oro (ibíd, 263; véase intentos de cuantifi-cación en 179, 24-25).

    Con todo, estas apreciaciones han sido matizadas por otros au-tores (201, 261 y sigs.; 164, 72; 256, 349). Las aportaciones cuba-

    nas fueron importantes, pero ni su magnitud ni su influjo en elpromisorio resurgir de la economía española son capaces de expli-car todo lo sucedido. Existe también una afluencia de capitales deMéxico y Argentina, que difícilmente se identifican con el meca-nismo de la crisis cubana, y que sería conveniente estudiar con másdetalle; y más aún, se ha constatado una creciente afluencia de ca-pitales franceses, como si España se hubiese convertido de prontoen un paraíso de inversión. Pero no se trata sólo de la entrada de

    capitales foráneos —o más bien de capitales españoles invertidoshasta entonces allende los mares—, sino también de un nuevo es-píritu que parece responder a un impulso endógeno de nuevosesfuerzos, iniciativas fecundas, inversiones en sectores avanzados,tendencia generalizada a la fusión de capitales, rompiendo una lar-ga y negativa inercia de nuestra tradición financiera e industrial; y 

     junto a todo ello, una renovada confianza en el futuro que pareceresponder a un «regeneracionismo económico» (060, 37) que bienpudiera ser una manifestación más de esa especie de «regeneracio-

    nismo vital» que, fuera de los ámbitos intelectual, ensayístico y po-lítico, puede advertirse en los años del cambio de siglo. Constatareste hecho pudiera resultar de importancia fundamental. Un perió-dico especializado de la época, El Economista (núm. 720, 10 de marzode 1900, pág. 177), revela a las claras este impetuoso impulso:

    En el último semestre se han fundado en España bancos, em-presas y sociedades industriales y agrícolas que representan un ca-

    pital de 150 millones de pesetas. El trabajo, el crédito, la vigoro-sa confianza en las propias fuerzas están levantando a la nación a un nivel nunca conocido. Las acciones suscritas representan másdel doble...

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    El hecho de que en nada se aluda al origen de los capitales inver-tidos no demuestra ni rebate opinión alguna sobre la aportación ul-tramarina. Lo único claro es la conciencia de una euforia basada en«el trabajo, el crédito» y, quizá sobre todo, «la vigorosa confianza en las propias fuerzas». Hay como un espíritu nuevo que arrastra a una política más decidida de inversiones e iniciativas. Y el sorpren-dente incremento de la participación en sociedades mediante la sus-cripción de acciones puede ser también un buen instrumento de me-dida del nuevo talante y la nueva mentalidad que por entonces seimpone.

    Uno de los índices más expresivos del cambio puede encontrar-

    se en la política de fusiones, tan cicatera en el ánimo de los empresa-rios españoles en la época precedente. Ahí tenemos, como simpleejemplo, la fusión en 1902 de los Altos Hornos de Bilbao, la Iberia y la Vizcaya en un histórico complejo siderúrgico: los Altos Hornos de Vizcaya; el establecimiento de la Papelera Española (1901) como re-sultado de la fusión de once empresas; La General Eléctrica (1901),como fusión de doce empresas; y otras compañías que representanpor lo general reunión de capitales, como la Duro Felguera (amplia-

    ción de la antigua Duro y Compañía, en 1900); la Hidroeléctrica Ibérica (1901, más tarde Iberduero); la SA CROS (1903), que decu-plicó de un plumazo la producción de abonos químicos en España;y compañías de seguros, como La Aurora y La Polar. Como resulta-do de ese impulso, la producción siderúrgica pasaría de 263.000toneladas de hierro colado en 1898 a más de 400.000 en 1903.En 1900 existían 861 compañías eléctricas en proceso de rápida fu-sión para cubrir redes más extensas: duplicarían su producción enseis años. Un trend tan pronunciado de ascenso en términos genera-

    les no se había presenciado ni en los años más prósperos de la Res-tauración. Flores de Lemus contempla satisfecho cómo «la actividadproductora puja por aquellos años con enorme actividad» (145, 261).Sólo la industria textil catalana no experimentó el boom de 1900, poruna razón muy sencilla: lo había experimentado antes, precisamen-te gracias a la guerra y merced a la demanda acelerada de uniformesmilitares para las distintas campañas de verano e invierno en Cuba,uniformes que, por otra parte, se destrozaban con pasmosa facilidad

    durante la lucha en la manigua. La coyuntura de paz disminuyó esa demanda, así como la de los cubanos ya independizados; este contra-tiempo tuvo que ver, según estima Borja de Riquer, en el nacimien-to del nacionalismo político en el seno de la burguesía catalana 

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    (219): pero también Cataluña se benefició de la coyuntura de 1900en el sector de la producción eléctrica o la de abonos químicos.

    Que el súbito crecimiento no se limitó a los sectores financieroso industriales, queda evidenciado por los notables esfuerzos que sehicieron en el campo de la agricultura para sustituir los productosque llegaban de las colonias. Las Canarias forzaron su producción deplátanos, que reemplazaron, si no en cantidad, sí en calidad a las ba-nanas tropicales. Menos éxito tuvieron las islas como centro produc-tor de tabaco que, con todo, abasteció durante tiempo los mercadospeninsulares. Las maderas preciosas o el cacao fueron buscados enGuinea Ecuatorial, cuya colonización recibió por entonces un nota-

    ble impulso: justo en 1900 se firmó con Francia un tratado que ase-guraba a los españoles la penetración sin competencia en aquel terri-torio. Pero fue sobre todo en la Península donde se manifestó, según

     J. I. Jiménez Blanco, «una nueva mentalidad agraria», con la intro-ducción de nuevos cultivos, de nuevas técnicas y de fertilizantes quí-micos (139, véase especialmente Introducción a t. III). El hasta en-tonces insustituible azúcar cubano trató de reemplazarse por el culti-vo de caña en la costa mediterránea andaluza (especialmente en la 

     Axarquía malagueña y granadina), un cultivo que ya había sido ten-tado con anterioridad; pero pronto sus mediocres rendimientos die-ron paso a la impetuosa introducción de la remolacha, sobre todo enlas cuencas del Ebro y del Guadalquivir. Si ya en 1900 se obtenían35.000 toneladas de azúcar de caña y 63.000 de remolacha, en 1910el producto de la caña se había reducido a 20.000 toneladas, mien-tras el de la remolacha llegaba a las 100.000, y se mantendría en pro-porción creciente en los años que siguieron. La importación de azú-car era cada vez menos una necesidad. En los primeros años del siglo XX  se potenciaron los cultivos especializados de huerta, se recupera-ron los de vinos, maltratados en años anteriores por la filoxera, y cre-cieron notablemente los de frutos secos, destinados ya en parte a la exportación; pero sobre todo se consagraron los de cítricos, exporta-dos también en gran parte: Carlos Seco no duda en colocar en los ca-torce primeros años del siglo  XX  la «edad de Oro de la naranja»(237). En cuanto a la exportación de aceite, las cifras son tambiéncategóricas: se pasó de 13.000 toneladas en 1900 a 21.400 en 1905.

    No parece que pueda hablarse generalizadamente de una revoluciónen las técnicas y la producción agrícola, pero sí —contra lo que mu-chas veces se ha dejado entender— de un cambio notable y a mejor,inducido por la crisis colonial o por el nuevo ánimo que la siguió.

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    El tan notable como inesperado desarrollo de la economía espa-ñola, que siguió con rigurosa inmediatez al «Desastre», sirvió para enriquecer, qué duda cabe, al sector financiero, a los industriales, a los inversores, a los grandes propietarios agrícolas; pero no debió sernegativo en la población en general, por cuanto aumentó por enton-ces sorprendentemente el número de ahorradores. Los depósitos enCajas de Ahorro y Bancos pasaron, entre 1897 y 1905, de 230 a 400millones de pesetas, lo que supone un incremento del 74 por 100.

     Y García Delgado y Jiménez observan que «algún brío debían tenersin duda la economía y la industria española cuando un indicadortan fino del progreso económico secular como el que mide el consu-

    mo de energía primaria, aumentó en más de un 60 por 100 entre1900 y 1913 (145, 266 y nota 10). Y añaden que sólo este esfuerzoinicial de base pudo hacer posible el boom que aprovechó la coyun-tura de la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918.

    LA REVOLUCIÓN DE LOS CUERPOS INTERMEDIOS

    Sebastian Balfour la llama «revolución de las clases medias» (024,74 y sigs.), y quizá la expresión resulte perfectamente aceptable, si te-nemos una cierta precaución a la hora de precisar de qué «clases me-dias» se trata. Durante mucho tiempo, y en especial por influjo de la historiografía marxista, se hizo frecuente confundir clases mediascon «burguesía». Burgueses serían no sólo quienes mediante las for-mas de producción capitalistas disfrutaban de la «plusvalía» por me-dio de la explotación de las clases proletarias, sino quienes partici-paban de sus mismas ideas o su misma mentalidad, así fueran pro-

    fesionales, médicos, abogados, intelectuales, pequeños comerciantesautónomos, empleados, militares. Muchos de estos «burgueses», noresponsables de explotación alguna, fueron ya destacados protago-nistas de la vida activa en nuestro siglo  XIX . Una proporción muy alta de los políticos de la era liberal o de la misma Restauración eran gen-tes de origen relativamente humilde: y los casos de Cánovas, Sagas-ta, Pi i Margall o Castelar podrían servir de insigne ejemplo. No cabeen este punto pretender que hacia 1898 la pequeña burguesía se le-

    vanta contra la alta burguesía, o la pequeña contra la alta clase me-dia. Sin embargo —y eso sí que convendría notarlo— es entoncescuando empieza a hablarse de la «sufrida clase media», aquella queno posee elementos de presión como ya empieza a tenerlos la clase

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    obrera; y que por su talante pacato se limita a respetar sumisamentelas reglas, y contemplar con pasiva resignación la marcha, no siem-pre favorable, de la historia: aunque esa conciencia de clase media,cuyo destino no parece ser sino aguantarse, no cristalizará clara y en-fáticamente (y en gran parte de Europa) hasta los años que siguen a la Primera Guerra Mundial y especialmente a la Gran Depresión.

    En general, puede que resulte válido decir que en la época de en-tresiglos, y en el caso concreto de España, la clase media que se in-digna no es la más empobrecida, sino la excluida del ejercicio de lasresponsabilidades públicas. El elenco gobernante no es, o por lo me-nos no tiene por qué ser, de más elevada extracción original que

    otros miembros de las capas sociales intermedias; pero su elevaciónen el ámbito de la vida pública ha supuesto casi siempre su ascenso enel campo del uso de la riqueza y de la influencia. En general, losque mandan no mandan porque son ricos, sino que son ricos porquemandan. A la ley pueden encontrársele todas las excepciones que sequieran, y en especial dentro de ese ejercicio de la influencia comar-cal o local que dio en llamarse caciquismo, y que va a sufrir, precisa-mente al filo del 98, las más unánimes y acendradas críticas. Pero si

    distinguimos, a la manera de Costa, «oligarquía» de «caciquismo»nos encontramos con que se trata de dos minorías inevitablementeinterrelacionadas, pero distintas y difícilmente miscibles. Casi nunca —las excepciones son solemnes, pero escasas— un «cacique» propia-mente dicho, hasta por la cuenta que le tiene, llega hasta los altospuestos del gobierno y de la administración del Estado. A su tiempohabremos de recaer sobre el tema.

    No se trata de una revolución de pobres contra ricos, ni de nada que recuerde a un enfrentamiento entre niveles sociales; lo que ocurre

    es más bien, a poco que analicemos los hechos, una especie de in-dignada rebelión de aquellos que tienen fuerza pero no tienen podercontra aquellos que sí lo tienen. Una visión ingenua de la realidadoficial nos presentaría esta rebelión como paradójica. No se trata de«nuevas» clases que alcanzan un nivel socioeconómico suficientepara asumir las responsabilidades públicas, y reclaman su consi-guiente ejercicio; no se trata del disgusto de «los franceses que pagandoscientos noventa y nueve francos de impuestos» y por un franco

    de diferencia no pueden acceder a la condición de ciudadanos acti-vos. En la España de 1900 todos los ciudadanos, hasta los más mo-destos, son activos, en el sentido de que disfrutan —como muchoseuropeos aún no pueden disfrutar— del sufragio universal. El ejerci-

    L AS MIELES DE LA DERROTA Y OTROS CAMBIOS DE ACTITUD 45

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