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Lecturas recomendadas de la Biblioteca Virtual de Mauricio Rojas. N o 1, febrero 2014 1 Alexis de Tocqueville La democracia en América Capítulos seleccionados por Mauricio Rojas

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Lecturas recomendadas de la Biblioteca Virtual de Mauricio Rojas. No 1, febrero 2014

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Alexis de Tocqueville

La democracia en América

Capítulos seleccionados por Mauricio Rojas

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Presentación

Pocas obras han sido tan influyentes como De la démocratie en Amérique de Alexis de Tocqueville (París 1805-­Cannes 1859), cuyo primer tomo apareció en 1835 y el segundo en 1840. Su base fueron las observaciones que el joven Tocqueville hizo durante el viaje que realizó a los estados del norte de Estados Unidos es decir, aquellos mayoritariamente poblados por colonos independientes el año 1831. Ante Tocqueville se desplegó entonces una realidad desconocida en Europa: la de una democracia construida por un pueblo que no conocía otras jerarquías que las del talento y el esfuerzo, donde las autocracias y las profundas divisiones propias de las sociedades estamentales habían sido reemplazadas por las asociaciones voluntarias de hombres libres e iguales que se autogobernaban.

El secreto de la democracia americana estaba en la conjunción de libertad y lo que . Las palabras iniciales de la obra lo dejan

Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones. Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce este primer hecho sobre la marcha de la sociedad. La mirada de Tocqueville es de asombro y admiración, pero sin dejar de advertir los problemas y riesgos ínsitos en la igualdad y la democracia. América (al menos la parte que él visitó) había entrado en la era de la igualdad y ese era el futuro que, tarde o temprano, le esperaba al resto de las naciones. Pero la igualdad puede servir para oprimir o para liberar, para fomentar el progreso o estrangularlo. Por ello, Tocqueville cierra su Las naciones de nuestros días, no podrían hacer que en su seno las condiciones no sean iguales;; pero depende de ellas que la igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.

Este dilema es hoy más actual que nunca y por ello leer a Tocqueville sigue siendo un ejercicio necesario para todos aquellos que quieran hermanar igualdad y libertad sin caer en los brazos de quienes usan la búsqueda de la igualdad como una invitación a destruir la libertad. La selección que he hecho es muy breve y ojalá que ella incentive al lector a adentrarse en esta obra que parece hacerse más relevante por cada día que pasa. He usado la traducción de Luis R. Cuéllar de 1957. Mauricio Rojas

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INTRODUCCIÓN Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones. Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce este primer hecho sobre la marcha de la sociedad. Da al espíritu público cierta dirección, determinado giro a las leyes;; a los gobernantes máximas nuevas, y costumbres particulares a los gobernados. Pronto reconocí que ese mismo hecho lleva su influencia mucho más allá de las costumbres políticas y de las leyes, y que no predomina menos sobre la sociedad civil que sobre el gobierno: crea opiniones, hace nacer sentimientos, sugiere usos y modifica todo lo que no es productivo. Así, pues, a medida que estudiaba la sociedad norteamericana, veía cada vez más, en la igualdad de condiciones, el hecho generador del que cada hecho particular parecía derivarse, y lo volvía a hallar constantemente ante mí como un punto de atracción hacia donde todas mis observaciones convergían. Entonces, transporté mi pensamiento hacia nuestro hemisferio, y me pareció percibir algo análogo al espectáculo que me ofrecía el Nuevo Mundo. Vi la igualdad de condiciones que, sin haber alcanzado como en los Estados Unidos sus límites extremos, se acercaba a ellos cada día más de prisa;; y la misma democracia, que gobernaba las sociedades norteamericanas, me pareció avanzar rápidamente hacia el poder en Europa. Desde ese momento concebí la idea de este libro. Una gran revolución democrática se palpa entre nosotros. Todos la ven;; pero no todos la juzgan de la misma manera. Unos la consideran como una cosa nueva y, tomándola por un accidente, creen poder detenerla todavía;; mientras otros la juzgan indestructible, porque les parece el hecho más continuo, el más antiguo y el más permanente que se conoce en la historia.

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Hay un país en el mundo donde la gran revolución social de que hablo parece haber alcanzado casi sus límites naturales. Se realizó allí de una manera sencilla y fácil o, mejor, se puede decir que ese país alcanza los resultados de la revolución democrática que se produce entre nosotros, sin haber conocido la revolución misma. Los emigrantes que vinieron a establecerse en América a principios del siglo XVII, trajeron de alguna manera el principio de la democracia contra el que se luchaba en el seno de las viejas sociedades de Europa, trasplantándolo al Nuevo Mundo. Allí, pudo crecer la libertad y, adentrándose en las costumbres, desarrollarse apaciblemente en las leyes. Me parece fuera de duda que, tarde o temprano, llegaremos, como los norteamericanos, a la igualdad casi completa de condiciones. No deduzco de eso que estemos llamados un día a obtener necesariamente, de semejante estado social, las consecuencias políticas que los norteamericanos han obtenido. Estoy muy lejos de creer que ellos hayan encontrado la única forma de gobierno que puede darse la democracia;; pero basta que en ambos países la causa generadora de las leyes y de las costumbres sea la misma, para que tengamos gran interés en conocer lo que ha producido en cada uno de ellos. No solamente para satisfacer una curiosidad, por otra parte muy legítima, he examinado la América;; quise encontrar en ella enseñanzas que pudiésemos aprovechar. Se engañarán quienes piensen que pretendí escribir un panegírico;; quienquiera que lea este libro quedará convencido de que no fue ése mi propósito. Mi propósito no ha sido tampoco preconizar tal forma de gobierno en general, porque pertenezco al grupo de los que creen que no hay casi nunca bondad absoluta en las leyes. No pretendí siquiera juzgar si la revolución social, cuya marcha me parece inevitable, era ventajosa o funesta para la humanidad. Admito esa revolución como un hecho realizado o a punto de realizarse y, entre los pueblos que la han visto desenvolverse en su seno, busqué aquél donde alcanzó el desarrollo más completo y pacífico, a fin de obtener las consecuencias naturales y conocer, si se puede, los medios de hacerla aprovechable para todos los hombres. Confieso que en Norteamérica he visto algo más que Norteamérica;; busqué en ella una imagen de la democracia misma, de sus tendencias, de su carácter, de sus prejuicios y

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de sus pasiones;; he querido conocerla, aunque no fuera más que para saber al menos lo que debíamos esperar o temer de ella. En la primera parte de esta obra, intenté mostrar la dirección que la democracia, entregada en América a sus tendencias y abandonada casi sin freno a sus instintos, daba naturalmente a las leyes, la marcha que imprimía al gobierno y en general el poder que adquiría sobre los negocios de Estado. He querido saber cuáles eran los bienes y los males producidos por ella. He investigado qué precauciones utilizaron los norteamericanos para dirigirla, qué otras habían omitido, y emprendí la tarea de conocer las causas que les permiten gobernar a la sociedad. Mi objetivo era dibujar en la segunda parte la influencia que ejercen en América la igualdad de condiciones y el gobierno democrático, sobre la sociedad civil, sobre los hábitos, las ideas y las costumbres;; pero comienzo a sentirme con menos ardor para la realización de tal designio. Antes de que yo pueda acabar la tarea que me había propuesto, mi trabajo se habrá vuelto casi inútil. Algún otro deberá mostrar pronto a los lectores los principales rasgos del carácter norteamericano y, ocultando bajo un ligero velo la gravedad de los cuadros, prestar a la verdad encantos con los que yo no habría podido adornarla1. No sé si logré dar a conocer lo que he visto en los Estados Unidos de América, pero estoy seguro de haber tenido un sincero deseo de hacerlo, y de no haber cedido más que sin darme cuenta a la necesidad de adaptar los hechos a las ideas, en lugar de someter las ideas a los hechos. Cuando un punto podía ser restablecido con ayuda de documentos escritos, tuve cuidado de recurrir a los textos originales y a las obras más auténticas y más estimadas2. He indicado mis fuentes en notas, y cada 1 En la época en que publiqué la primera edición de esta obra, M. Gustave de Beaumont, mi compañero de viaje por Norteamérica, trabajaba aún en su libro intitulado María, o la esclavitud en los Estados Unidos, que apareció después. El fin principal de M. de Beaumont ha sido poner de relieve y dar a conocer la situación de los negros en medio de la sociedad angloamericana. Su obra arrojará una viva y nueva luz sobre el problema de la esclavitud, de vital importancia para las Repúblicas. No sé si me engaño;; pero me parece que el libro de M. de Beaumont, después de haber interesado vivamente a quienes deseen buscar en él emociones y cuadros, debe obtener un éxito más sólido y durable entre los lectores que, ante todo, desean encontrar puntos de vista sinceros y verdades profundas. 2 Los documentos legislativos y administrativos me han sido proporcionados con

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uno podrá verificarlas. Cuando se ha tratado de opiniones, de usos políticos, de observaciones de costumbres, he buscado el consultar a los hombres más ilustrados. Si acontecía que la cosa fuera importante o dudosa, no me contentaba con un testigo, sino que no me determinaba más que sobre el conjunto de los testimonios. Aquí es preciso pedir al lector que me crea bajo mi palabra. Yo he podido a menudo citar en apoyo de lo que afirmo la autoridad de muchos nombres que le son conocidos, o que al menos son dignos de ello;; pero me guardé de hacerlo. El extranjero conoce a menudo dentro del hogar de su huésped importantes verdades, que éste confía tal vez a la amistad. Se siente aliviado con él por un silencio obligado. No se teme su indiscreción, porque está de paso. Cada una de esas confidencias era registrada por mí apenas la recibía, pero no saldrán jamás de mi cartera. Prefiero perjudicar el éxito de mis relatos, antes que añadir mi nombre a la lista de viajeros que devuelven penas y molestias en pago a la generosa hospitalidad que recibieron. Sé que, a pesar de mi cuidado, nada será más fácil que criticar mi libro, si alguien piensa alguna vez criticarlo. Los que quieran mirarlo de cerca encontrarán, me figuro, en la obra entera, un pensamiento fundamental que enlaza, por decirlo así, todas sus partes. Pero la diversidad de asuntos que he tenido que tratar es muy grande, y quien pretenda oponer un hecho aislado al conjunto de los hechos que cito, una idea separada al compendio de estas ideas, lo podrá lograr sin esfuerzo. Quisiera tan sólo que se me haga el favor de leerme con el mismo espíritu que ha presidido mi trabajo, y que se juzgue el libro por la impresión general que deje, como me he decidido yo también, no por tal o cual razón, sino por la mayoría de las razones.

benevolencia cuyo recuerdo provocará siempre mi gratitud. Entre los funcionarios norteamericanos que favorecieron así mis investigaciones, citaré, sobre todo, a Mr. Edward Livingston, entonces Secretario de Estado y ahora ministro plenipotenciario en París. Durante mi permanencia en el seno del Congreso, Mr. Livingston quiso lograr que me fueran entregados la mayor parte de los documentos que poseo en relación con el gobierno federal. Mr. Livingston es uno de los pocos hombres a quienes se quiere al leer sus escritos y se admira y honra aun antes de conocerlos y por los que se siente uno afortunado del deber del reconocimiento al contar con su amistad.

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No hay que olvidar tampoco que el autor que quiere hacerse comprende está obligado a llevar cada una de sus ideas a todas sus consecuencias teóricas, y a menudo hasta los límites de lo falso y de lo impracticable;; puesto que, si es a veces necesario apartarse de las reglas de la lógica en las acciones, no podría hacerse lo mismo en los relatos, y el hombre encuentra casi las mismas dificultades para ser inconsecuente en sus palabras, como las encuentra de ordinario para ser consecuente en sus actos. Concluyo señalando yo mismo lo que un gran número de lectores considerará como el defecto capital de la obra. Este libro no se pone al servicio de nadie. Al escribirlo, no pretendí servir ni combatir a ningún partido. No quise ver, desde un ángulo distinto del de los partidos sino más allá de lo que ellos ven;; y mientras ellos se ocupan del mañana, yo he querido pensar en el porvenir. Alexis de Tocqueville

Tomo II, Segunda Parte

Capítulo quinto El uso que hacen los norteamericanos de la asociación en la vida civil No pretendo hablar de esas asociaciones políticas por cuyo medio tratan los hombres de defenderse contra la acción despótica de una mayoría o contra las usurpaciones del poder real. En otro lugar me he ocupado ya de esto. Es evidente que si cada ciudadano, a medida que se hace individualmente más débil y, por consiguiente, más incapaz de preservar por sí solo su libertad, no aprendiese a unirse a sus semejantes para defenderla, la tiranía crecería, necesariamente con la igualdad. No se trata aquí sino de las asociaciones que se forman en la vida civil, y cuyo objeto no tiene nada de político.

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Las asociaciones políticas que existen en los Estados Unidos no forman más que una parte del cuadro inmenso que el conjunto de las asociaciones presenta en ese país. Los norteamericanos de todas las edades, de todas condiciones y del más variado ingenio, se unen constantemente y no sólo tienen asociaciones comerciales e industriales en que todos toman parte, sino otras mil diferentes: religiosas, morales, graves, fútiles, muy generales y muy particulares. Los norteamericanos se asocian para dar fiestas, fundar seminarios, establecer albergues, levantar iglesias, distribuir libros, enviar misioneros a los antípodas y también crean hospitales, prisiones y escuelas. Si se trata, en fin, de sacar a la luz pública una verdad o de desenvolver un sentimiento con el apoyo de un gran ejemplo, se asocian. Siempre que a la cabeza de una nueva empresa se vea, por ejemplo, en Francia al gobierno y en Inglaterra a un gran señor, en los Estados Unidos se verá, indudablemente, una asociación. He encontrado en Norteamérica ciertas asociaciones, de las cuales confieso que ni aun siquiera tenía idea, y muchas veces he admirado el arte prodigioso con que los habitantes de los Estados Unidos determinan un fin común para los esfuerzos de un gran número de hombres, haciéndolos marchar hacia él libremente. He recorrido después Inglaterra, de donde los norteamericanos han tomado algunas de sus leyes y muchos de sus usos, y me ha parecido que estaban muy lejos de hacer un empleo tan útil y tan constante de la asociación. Sucede muchas veces que los ingleses realizan aisladamente muy grandes cosas, mientras que apenas hay empresa, por pequeña que sea, para la cual no se unan los norteamericanos. Es evidente que los primeros consideran a la sociedad como un medio poderoso de acción, al paso que los otros ven en ella el único medio con que pueden obrar. Así, el país más democrático de la Tierra, es aquel en que los hombres han perfeccionado más el arte de seguir en común el objeto de sus deseos y han aplicado al mayor número de objetos esta nueva ciencia. ¿Se debe este resultado a un accidente, o consiste tal vez en que hay una relación necesaria entre las asociaciones y la igualdad? Las sociedades aristocráticas encierran siempre en su seno, en medio de multitud de individuos que no pueden nada por sí mismos, un pequeño número de

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ciudadanos muy ricos y muy poderosos, y cada uno de éstos puede ejecutar por sí solo grandes empresas. En las sociedades aristocráticas, los hombres no necesitan unirse para obrar, porque se conservan fuertemente unidos. Cada ciudadano rico y poderoso forma allí como la cabeza de una asociación permanente y forzada, que se compone de los que dependen de él y hace concurrir a la ejecución de sus designios. En los pueblos democráticos, por el contrario, todos los ciudadanos son independientes y débiles;; nada, casi, son por sí mismos, y ninguno de ellos puede obligar a sus semejantes a prestarle ayuda, de modo que caerían todos en la impotencia si no aprendiesen a ayudarse libremente. Si los hombres que viven en los países democráticos no tuviesen el derecho ni la satisfacción de unirse con fines políticos, su independencia correría grandes riesgos;; pero podrían conservar por largo tiempo sus riquezas y sus luces, mientras que si no adquiriesen la costumbre de asociarse en la vida ordinaria, la civilización misma estaría en peligro. Un pueblo en que los particulares perdiesen el poder de hacer aisladamente grandes cosas, sin adquirir la facultad de producirlas en común, volvería bien pronto a la barbarie. Desgraciadamente, el mismo estado social que hace las asociaciones tan necesarias en los pueblos democráticos, las vuelve más difíciles que en todos los demás. Cuando muchos miembros de una aristocracia quieren asociarse, lo hacen fácilmente, ya que cada uno de ellos contribuye con una gran fuerza, el número de socios puede ser muy pequeño y entonces les es más fácil conocerse, comprenderse y establecer reglas fijas. No se encuentra la misma facilidad en las naciones democráticas;; allí es preciso que sean muy numerosos los asociados para que la asociación tenga algún poder. Sé que hay muchos contemporáneos míos a quienes esto no detiene, pues pretenden que a medida que los ciudadanos se vuelven más débiles y más ineptos, es preciso hacer al gobierno más activo y más hábil, para que la sociedad ejecute lo que no pueden hacer los individuos. Creen que diciendo esto han respondido a todo, pero yo pienso que se equivocan.

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Un gobierno podría ocupar el lugar de algunas de las más grandes asociaciones norteamericanas y, en el seno de la Unión, muchos Estados particulares lo han defendido así. Pero ¿qué poder político es suficiente a la gran cantidad de empresas pequeñas que los ciudadanos norteamericanos realizan todos los días con ayuda de la asociación? Es fácil prever que se acerca el tiempo en que el hombre será incapaz de producir por sí solo las cosas más comunes y más necesarias para la vida. La tarea del poder social crecerá incesantemente y sus mismos esfuerzos la harán más vasta cada día, porque cuanto más ocupe el lugar de las asociaciones, mayor necesidad tendrán los particulares de que aquéllos vengan en su ayuda, al perder la idea de asociarse. Éstas son causas y efectos que se producen sin cesar. ¿La administración pública acabará por dirigir todas las industrias para las que no es suficiente un ciudadano aislado? Y si por fin llega un momento en que, por la extrema división de los bienes raíces, se encuentre la tierra repartida hasta lo infinito, de modo que no pueda cultivarse sino por asociaciones de labradores ¿será preciso que el Jefe del gobierno abandone la dirección del Estado para empuñar el arado? La moral y la inteligencia de un pueblo no correrían menos riesgo que sus negocios y su industria, si el gobierno viniese a formar parte de todas las asociaciones. Las ideas y los sentimientos no se renuevan, el corazón no se engrandece ni el espíritu humano se desarrolla, sino por la acción recíproca de unos hombres sobre otros. He hecho ver que esta acción es casi nula en los países democráticos y que es preciso crearla artificialmente. Esto es precisamente lo que las asociaciones pueden hacer. Cuando los miembros de una aristocracia adoptan una idea nueva o conciben un sentimiento nuevo, lo colocan en cierto modo a su lado en el gran teatro en que ellos mismos se hallan, y exponiéndolo así a la vista de la multitud, lo introducen con facilidad en el espíritu o en el corazón de todos aquellos que los rodean.

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En los países democráticos, sólo el poder social se halla naturalmente en estado de obrar así;; pero es fácil conocer que su acción es siempre insuficiente y muchas veces peligrosa. Un gobierno no puede bastar para conservar y renovar por sí sólo la afluencia de sentimientos y de ideas en un gran pueblo, así como no podría conducir todas las empresas industriales. En cuanto pretendiese salir de la esfera política, para lanzarse por esta nueva vía, ejercería, sin quererlo, una tiranía insoportable;; pues un gobierno no sabe más que dictar reglas precisas, impone los sentimientos e ideas que él favorece y con dificultad se pueden distinguir sus órdenes de sus consejos. Todavía será peor si se considera realmente interesado en que nada se altere, pues entonces permanecerá inmóvil y entorpecido por un sueño voluntario. Es, pues, indispensable, que un gobierno no obre por sí solo. Las asociaciones son las que en los pueblos democráticos deben ocupar el lugar de los particulares poderosos que la igualdad de condiciones ha hecho desaparecer. Tan pronto como varios habitantes de los Estados Unidos conciben un sentimiento o una idea que quieren propagar en el mundo, se buscan con insistencia y así se encuentran y se unen. Desde entonces ya no son hombres aislados, sino un poder que se ve de lejos, cuyas acciones sirven de ejemplo, un poder que habla y que es escuchado. La primera vez que oí decir en los Estados Unidos que cien mil hombres se habían comprometido públicamente a no hacer uso de licores fuertes, la cosa me pareció más ridícula que seria. Al principio, no veía por qué estos ciudadanos tan sobrios no se contentaban con beber agua en el seno de sus familias, y al fin pude comprender que aquellos cien mil norteamericanos, horrorizados por el progreso que hacia alrededor suyo la embriaguez, habían querido favorecer la sobriedad, obrando precisamente como un gran señor que se vistiera con muchísima sencillez a fin de inspirar a los ciudadanos desprecio por el lujo. Si estos cien mil hombres hubieran vivido en Francia, cada uno se habría dirigido al gobierno suplicándole que vigilase las tabernas en toda la superficie del reino. No hay nada, en mi concepto, que merezca más nuestra atención que las asociaciones morales e intelectuales de Norteamérica. Las asociaciones políticas e industriales de los norteamericanos se

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conciben fácilmente;; pero las otras se nos ocultan y, si las descubrimos, las comprendemos mal, porque nunca hemos visto nada semejante. Se debe reconocer, sin embargo, que son tan necesarias al pueblo norteamericano como las primeras y aún quizá más. En los países democráticos, la ciencia de las asociaciones es la ciencia madre y el progreso de todas las demás depende del progreso de ésta. Entre las leyes que rigen las sociedades humanas, hay una que parece más precisa y más clara que todas las demás. Para que los hombres permanezcan civilizados o lleguen a serlo, es necesario que el arte de asociarse se desarrolle entre ellos y se perfeccione en la misma proporción en que la igualdad de condiciones aumenta.

Tomo II, Tercera Parte Capítulo vigésimo primero Por qué llegan a hacerse raras las grandes revoluciones Un pueblo que por algunos siglos ha vivido bajo el régimen de castas y de clases, no llega a un estado social democrático, sino atravesando una larga serie de transformaciones más o menos penosas, con violentos esfuerzos y después de numerosas vicisitudes, durante las cuales los bienes, las pasiones y el poder cambian rápidamente de lugar. Aun después de concluida esta revolución, subsisten por largo tiempo los hábitos revolucionarios creados por ella, y también se suceden profundas agitaciones. Como todo esto tiene lugar en el momento en que igualan las condiciones, se concluye que existe una relación oculta y un lazo secreto entre la igualdad misma y las revoluciones;; de manera que la una no puede existir sin que nazcan las otras. Sobre este punto, el razonamiento parece de acuerdo con la experiencia. En un pueblo en que las clases son poco más o menos iguales, ningún lazo aparente une a los hombres, ni los mantiene firmes en su puesto;;

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ninguno disfruta del derecho permanente ni del poder de mandar, y nadie tiene por condición obedecer;; mas, encontrándose cada uno provisto de algunas luces y de algunos recursos, puede escoger su camino y marchar separado de todos sus semejantes. La misma causa que hace independientes a los ciudadanos unos de otros, los excita cada día hacia nuevos e inquietos deseos y los estimula sin cesar. Parece, pues, natural, creer que en una sociedad democrática, las ideas, las cosas y los hombres, deben cambiar eternamente de formas y de puestos, y que los siglos democráticos serán tiempos de transformaciones rápidas e incesantes. ¿Es así en efecto? ¿La igualdad de condiciones conduce a los hombres de un modo habitual y permanente hacia las revoluciones? ¿Contiene algún principio perturbador que impida a la sociedad tranquilizarse, disponiendo a los ciudadanos a renovar sin cesar sus leyes, sus doctrinas y sus costumbres? No lo creo, y como el asunto es de importancia, imploro la atención del lector. Casi todas las revoluciones que han cambiado la faz de los pueblos, han sido hechas para consagrar la desigualdad o para destruirla. Si se separan las causas secundarias que han producido las grandes agitaciones de los hombres, se encontrará casi siempre la desigualdad;; los pobres son los que han querido arrebatar los bienes a los ricos, o éstos han pretendido encadenar a los pobres. Si se pudiera constituir un estado social en el que cada uno tuviese algo que conservar y poco que adquirir, se habría hecho mucho por la paz del mundo. No ignoro que en un gran pueblo democrático se encuentran siempre ciudadanos muy pobres y otros muy ricos;; pero, en lugar de formar los pobres la inmensa mayoría de la nación, como sucede siempre en las sociedades aristocráticas, no son sino un corto numero, y la ley no los liga entre sí con los lazos de una miseria irremediable y hereditaria. Los ricos, por su parte, son pocos e impotentes;; no tienen privilegios que atraigan las miradas;; su riqueza misma, no estando incorporada a la tierra y representada por ella, es como invisible y no resulta fácil de usurpar. Así como no hay razas de pobres, no las hay tampoco de ricos;; éstos salen todos los días de la misma multitud, y a cada paso vuelven a

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confundirse con ella;; no forman, pues, una clase aparte que pueda ser definida y despojada, y como dependen por mil lazos secretos de la masa de sus conciudadanos, el pueblo no puede tocarlos sin herirse a sí mismos. Entre esos dos extremos de las sociedades democráticas, se encuentra una gran cantidad de hombres casi semejantes, que sin ser precisamente ricos ni pobres, poseen bastantes bienes para desear el orden, sin tener los suficientes para excitar la envidia. Éstos son naturalmente enemigos de los movimientos;; su inmovilidad mantiene en reposo todo lo que se encuentra más elevado o más bajo que ellos, y asegura al cuerpo social en su base;; no porque se hallen satisfechos con su fortuna presente, ni porque sientan un horror natural hacia una revolución de cuyos despojos participarían sin experimentar sus males, pues desean, al contrario, con un ardor singular, enriquecerse;; pero el obstáculo consiste en no saber a quién despojar. El mismo estado social que les sugiere constantemente deseos, encierra a éstos en límites precisos;; y aunque dé a los hombres más libertad para cambiar, los interesa menos en el cambio. Los hombres de las democracias no sólo no desean naturalmente las revoluciones, sino que las temen. No hay revolución que no amenace a la propiedad privada. La mayor parte de los que habitan los países democráticos son propietarios, y viven en la condición en la que los hombres dan más valor a su riqueza. Si se consideran con atención todas las clases que componen la sociedad, se observará que en ninguna provoca la propiedad pasiones más tenaces y severas que en la clase media. Por lo común los pobres no se fijan en lo que poseen, pues sufren mucho más por lo que les falta de lo que gozan con lo poco que tienen. Los ricos, fuera de las riquezas, tienen muchas pasiones que satisfacer y, además, el largo y penoso uso de una gran fortuna acaba algunas veces por hacerlos como insensibles a sus satisfacciones. Pero los que viven con una comodidad distante igualmente de la opulencia y de la miseria, dan a sus bienes un valor inmenso. Como no se hallan todavía muy lejos de la pobreza, ven inmediatamente sus rigores y los temen;; entre esta y ellos no hay sino un pequeño patrimonio en el que fijan sus temores y sus esperanzas. Cada día se interesan más en él por

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las constantes inquietudes que les causa y por los esfuerzos continuos que realizan para aumentarlo. Así es que la idea de ceder una pequeñísima parte les resulta insoportable, y la pérdida entera la miran como la mayor parte de sus desgracias, siendo el número de estos pequeños propietarios, ardientes e inquietos, el que la igualdad de condiciones aumenta sin cesar. Por eso, en las sociedades democráticas, la mayoría de los ciudadanos no ve claramente lo que puede ganar en una revolución, y sabe muy bien lo que puede perder. Dije en otro lugar de esta obra, de qué manera la igualdad de condiciones impelía naturalmente a los hombres hacia la industria y el comercio y cómo ella acrecentaba y diversificaba los bienes raíces;; hice ver igualmente por qué inspiraba a cada hombre un deseo constante y vehemente de aumentar su bienestar. Nada hay más contrario a las pasiones revolucionarias que todas estas cosas. Por último, una revolución puede servir a la industria y al comercio;; pero su primer efecto será siempre arruinar a los industriales y a los comerciantes, porque en sus comienzos no puede dejar de cambiar el estado general del consumo, trastornando momentáneamente la proporción que existe entre la producción y las necesidades. Tampoco encuentro nada más opuesto a las costumbres revolucionarias, que las costumbres comerciales. El comercio es naturalmente enemigo de todas las pasiones violentas;; ama la templanza;; se complace en los compromisos y huye de la cólera;; es sufrido, dócil, insinuante y no recurre a los extremos, sino cuando lo obliga la más imperiosa necesidad. El comercio hace a los hombres independientes, les da una alta idea de su valor individual, los conduce a realizar sus propios negocios y les enseña a lograr buenos resultados;; los dispone para la libertad y los aleja de las revoluciones. Los poseedores de bienes muebles, tienen más que temer en una revolución que todos los demás, porque de un lado su propiedad es por lo común más fácil de usurpar, y por el otro, a cada instante puede desaparecer totalmente;; los propietarios de bienes raíces no tienen que temerla, pues si pierden la renta de sus tierras, esperan al menos conservar, a través de todas las revoluciones, la tierra misma. Así se ve

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que a los unos afligen menos que a los otros los movimientos revolucionarios. A medida que los bienes muebles varían y se multiplican, y que crece el número de los que los poseen, los pueblos se hallan menos dispuestos a hacer revoluciones. Cualquiera que sea, por otra parte, la profesión que los hombres abracen y la especie de bienes que gocen, un rasgo les es común a todos. Ninguno se halla plenamente satisfecho con su fortuna presente y todos se esfuerzan por mil medios diversos para aumentarla. Considérese a cada uno de ellos en una época cualquiera de su vida, y se le verá ocupado en algunos planes nuevos que tienden a acrecentar su comodidad. No se le hable de intereses y derechos del género humano, pues sus negocios domésticos absorben por el momento todos sus pensamientos y le hacen desear que no haya agitaciones públicas. Esto les impide, no solamente hacer revoluciones, sino hasta desearlas. Las violentas pasiones políticas obran muy débilmente en hombres que han dedicado su alma entera a buscar el bienestar. El ardor que ponen en los negocios pequeños los calma en los grandes. Es cierto que se levantan de tiempo en tiempo en las sociedades democráticas algunos temerarios ambiciosos, cuyos inmensos deseos no pueden satisfacer siguiendo la ruta común. Éstos quieren las revoluciones y las provocan;; pero les es difícil hacerlas estallar, si algunos acontecimientos extraordinarios no vienen a ayudarlos. Naturalmente, es desventajosa la lucha contra el espíritu del siglo y del país, y un hombre, por poderoso que se le suponga, difícilmente sugiere a sus contemporáneos ideas y sentimientos que el conjunto de sus principios y de sus deseos rechazan. No se crea, pues, que cuando la igualdad de condiciones, llegando a ser un hecho antiguo y cierto, ha dado a las costumbres su carácter, los hombres se dejan fácilmente precipitar en los azares que les presenta un jefe imprudente o un innovador atrevido;; no porque ellos se resistan abiertamente, con el auxilio de sabias combinaciones, ni porque hayan premeditado un proyecto de resistencia. Al contrario, lo combaten con poca energía, a veces lo aplauden, pero nunca lo siguen. A su ardor oponen en secreto su inercia;; a sus instintos revolucionarios, oponen intereses conservadores;;

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a sus pasiones aventuradas, los gustos perezosos;; el buen juicio, a los desvíos de su genio, y a su poesía, oponen la prosa. Consigue sublevarlos por un momento con mil esfuerzos, mas pronto se le escapan y se sosiegan como arrastrados por su propio peso;; se esfuerza en animar a esta multitud indiferente y distraída, pero al fin se ve reducido a la impotencia, no porque esté vencido, sino porque le dejan solo. No digo que los hombres que viven en las sociedades democráticas sean naturalmente inmóviles, pues, al contrario, pienso que en su seno reina un movimiento eterno, y que nadie conoce el reposo;; mas creo que se agitan dentro de límites que jamás traspasan. Varían, alteran o renuevan cada día las cosas secundarias, pero tienen un gran cuidado de no tocar las principales, y si quieren las mudanzas, también temen a las revoluciones. Aunque los norteamericanos modifiquen o abroguen sin cesar algunas de sus leyes, están bien lejos de mostrar pasiones revolucionarias. Es fácil descubrir por la prontitud con que se detienen y se calman, cuando la agitación pública se hace amenazante y en el momento mismo en que parecen más excitadas las pasiones. Temen a una revolución como a la mayor de las desgracias y cada uno de ellos se resuelve interiormente a hacer grandes sacrificios para evitarla. No hay país en el mundo en donde el sentimiento de la propiedad se manifieste más activo e inquieto que en los Estados Unidos, ni donde la mayoría muestre menos inclinación hacia las doctrinas que amenazan alterar, de cualquier manera que sea, la situación de los bienes. He observado muchas veces que las teorías que son revolucionarias por su naturaleza, por no poderse realizar sino con una mudanza completa y algunas veces súbita del estado de propiedad y de las personas, son infinitamente menos favorecidas en los Estados Unidos que en las grandes monarquías de Europa. Si algunos hombres las profesan, la masa las rechaza con horror como por instinto. No temo decir que la mayor parte de las máximas que por costumbres se llaman democráticas en Francia, serían proscritas por la democracia de los Estados Unidos, y esto se comprende fácilmente. En Norteamérica tienen ideas y pasiones democráticas;; en Europa tenemos ideas y pasiones revolucionarias.

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Si Norteamérica sufriese alguna vez grandes revoluciones, las acarrearían los negros;; es decir, que no sería la igualdad de condiciones, sino, al contrario, la desigualdad la que las haría nacer. Cuando las condiciones son iguales, cada uno se encierra en sí mismo y olvida al público. Si los legisladores de los pueblos democráticos no tratasen de corregir esta funesta tendencia o la favorecieren con la idea de que aparta a los ciudadanos de las revoluciones, quizá acabarían ellos mismos por hacer el mal que quieren evitar, y llegaría un momento en que las pasiones desordenadas de algunos hombres, ayudándose del egoísmo torpe y de la pusilanimidad del mayor número, acabarían por obligar al cuerpo social a sufrir extrañas vicisitudes. En las sociedades democráticas, sólo las minorías desean las revoluciones;; mas estas minorías pueden algunas veces hacerlas. No quiero decir que las naciones democráticas estén libres de revoluciones, sino que su estado social no las favorece;; más bien las aleja. Abandonados a sí mismos los pueblos democráticos, no se comprometen fácilmente en grandes aventuras, y si son arrastrados hacia las revoluciones es sin saberlo, pues las sufren algunas veces, pero nunca las hacen. Y añado que, cuando se les ha permitido adquirir luces y experiencia, tampoco las dejan hacer. Sé que en esta materia pueden mucho las instituciones públicas por sí mismas, pues favorecen o reprimen los sentimientos que nacen del estado social. Repito que no sostengo que un pueblo esté al abrigo de trastornos, sólo porque en su seno sean iguales las condiciones;; pero creo que cualesquiera que sean las instituciones de un pueblo semejante, las grandes revoluciones serán siempre infinitamente menos violentas y raras de lo que se supone, y aun llego a describir cierto estado político que, combinándose con la igualdad, haría la sociedad más estacionaria que nunca lo ha sido en nuestro Occidente. Dos cosas admiran en los Estados Unidos, la gran movilidad de la mayor parte de las acciones humanas y la fijeza singular de ciertos principios. Los hombres se mueven sin cesar y el espíritu humano parece casi inmóvil. Una vez que se extiende y arraiga una opinión en el suelo norteamericano, se diría que ningún poder es capaz de extirparla. Las doctrinas generales en materia de religión, de filosofía y hasta de política,

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no varían absolutamente en los Estados Unidos, o al menos no se modifican sino después de un trabajo oculto y muchas veces insensible. Las más torpes preocupaciones no se borran sino con una lentitud inconcebible, en medio de ese continuo roce de las cosas y de los hombres. Oigo decir que las democracias, por su naturaleza y por sus hábitos, cambian a cada instante de sentimientos y de ideas. Esto puede ser cierto respecto a pequeñas naciones democráticas como las de la Antigüedad, que se reunían enteras en una plaza pública y se agitaban en seguida a merced de un orador;; pero yo no he visto nada semejante en el seno del gran pueblo democrático que ocupa las riberas opuestas de nuestro Océano. Lo que me ha llamado la atención en los Estados Unidos, es la dificultad que existe en desarraigar a la mayoría de una idea que ha concebido y desapasionar a un hombre que la adopte. No bastan para esto los escritos ni los discursos;; la experiencia sola puede conseguirlo, y algunas veces es preciso que ésta se repita. Si esto extraña a primera vista, un examen más detenido lo explica. No creo tan fácil como se imagina desarraigar las preocupaciones de un pueblo democrático, cambiar sus creencias, sustituir por nuevos principios religiosos, filosóficos, políticos y morales, a los que se hallan establecidos, en una palabra, hacer grandes y frecuentes revoluciones en las inteligencias;; no porque el espíritu humano esté ocioso, pues se agita sin cesar;; pero se ejercita más bien en variar hasta el infinito las consecuencias de los principios conocidos y en descubrir otros, que en buscar nuevos principios;; vuelve con ligereza sobre sí mismo, más bien que se lanza hacia adelante por un esfuerzo rápido y directo;; extiende poco a poco su esfera con pequeños movimientos continuos y precipitados y no la cambia de repente. Hombres iguales en derechos, en educación, en fortuna y, en una palabra, de condición semejante, tienen precisamente necesidades, hábitos y gustos casi análogos. Como miran los objetos bajo el mismo aspecto, su espíritu se inclina naturalmente hacia las mismas ideas, y aunque cada uno pudiera separarse de sus contemporáneos y formar creencias particulares, acaban por encontrarse todos, sin saberlo y sin querer, en cierto número de opiniones comunes.

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Cuanto más atentamente considero los efectos de la igualdad sobre la inteligencia, más me persuado de que la anarquía intelectual que presenciamos no es, como muchos suponen, el estado natural de los pueblos democráticos. Creo que se debe considerar más bien como un accidente peculiar de su juventud, y que no se manifiesta sino en esa época pasajera en que, habiendo roto los hombres los lazos antiguos que los unían, difieren todavía mucho por su origen, educación y costumbres de tal suerte que, conservando ideas, instintos y gustos muy diversos, nada les impide producirlos. Las principales opiniones de los hombres se hacen semejantes a medida que las condiciones se igualan. Tal me parece ser el hecho general y permanente;; lo demás es fortuito y pasajero. Creo que sucederá raramente que en el seno de una sociedad democrática, un hombre llegue a concebir de un solo golpe un sistema de ideas muy distinto del que han adoptado sus contemporáneos, y si semejante innovador se presentarse, me figuro que tendría mucha dificultad en hacerse escuchar y todavía más en hacerse creer. Cuando las condiciones son casi semejantes, un hombre no se deja fácilmente persuadir por otro. Como todos se ven tan de cerca, aprenden las mismas cosas y llevan la misma vida, ninguno se halla, naturalmente, dispuesto a tomar a otro por guía, ni a seguirlo ciegamente;; con dificultad se cree por su palabra a su igual o a su semejante. No solamente disminuye la confianza en las luces de ciertos individuos en las naciones democráticas, sino que, como lo dije en otra parte, la idea general de la superioridad intelectual que un hombre puede adquirir sobre todos los demás, no tarda en oscurecerse. A medida que los hombres se asemejan, el dogma de la igualdad de las inteligencias se insinúa en sus creencias y se hace más difícil a un innovador cualquiera adquirir y ejercer gran poder sobre el espíritu del pueblo. En tales sociedades, las súbitas revoluciones intelectuales son raras;; mas si se recorre la historia del mundo, se ve que la autoridad de un hombre más que la fuerza de un razonamiento ha producido las grandes y rápidas mudanzas de las opiniones humanas. Observamos, por otra parte que, como los hombres que viven en las sociedades democráticas no están ligados absolutamente los unos a los

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otros, es necesario convencer a cada uno de ellos, mientras que en las sociedades aristocráticas, basta poder obrar sobre el espíritu de algunos, para que lo sigan todos los demás. Si Lutero hubiera vivido en un siglo de igualdad y no hubiera tenido por oyentes a señores y príncipes, acaso habría encontrado más dificultad en cambiar la faz de Europa. Esto no depende de que los hombres de las democracias estén naturalmente convencidos de la certeza de sus opiniones y se hallen muy firmes en sus creencias, pues tienen frecuentemente dudas que a sus ojos nadie puede resolver. En una época semejante, el espíritu humano cambiaría gustoso de sitio;; pero como nada lo impele ni lo dirige, oscila sobre sí mismo sin conmoverse3. Aun después de haber adquirido la confianza de un pueblo democrático, es todavía muy difícil atraer su atención. Es casi imposible hacer escuchar a los hombres que viven en las democracias, cuando no se les habla de ellos mismos. Y no oyen lo que se les dice, porque están siempre fijos en las cosas que hacen. Se ven, en efecto, pocos ociosos en las naciones democráticas: la vida pasa allí en medio del movimiento y del ruido y los hombres se ocupan tanto en obrar, que apenas les queda tiempo para pensar. Lo más notable es que no solamente viven ocupados sino que se apasionan en sus ocupaciones, pues estando perpetuamente en actividad, cada una de sus

3 Si busco el estado social más favorable a las grandes revoluciones de la inteligencia, lo encuentro entre la igualdad completa de todos los ciudadanos y la separación absoluta de las clases. Bajo el régimen de castas, las generaciones se suceden sin que los hombres cambien de puesto;; los unos no esperan nada más, los otros nada mejor. La imaginación se adormece en medio de este silencio y de esta inmovilidad universal, y la idea misma del movimiento no se presenta al espíritu humano. Cuando las clases han sido abolidas y las condiciones se hacen casi iguales, todos los hombres se agitan sin cesar, pero cada uno de ellos es independiente, aislado y débil. Este último estado difiere mucho del primero;; pero es análogo en un punto. Las grandes revoluciones del espíritu humano son allí muy raras. Mas entre los dos extremos de la historia de los pueblos, se encuentra una edad intermedia, época gloriosa y agitada en que las condiciones no son bastante fijas para que la inteligencia repose, pero sí bastante desiguales para que ciertos hombres ejerzan un gran poder sobre el espíritu de los demás, y puedan algunos modificar las creencias de todos. Entonces es cuando los poderes reformadores se elevan y las ideas nuevas cambian de repente la faz del mundo.

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asociaciones absorbe su alma. Parece que su exaltación en los negocios les impide acalorarse por las ideas. Creo que es muy difícil excitar el entusiasmo de un pueblo democrático por una teoría cualquiera que no tenga relación visible, directa e inmediata con la práctica de su vida. Un pueblo semejante no abandona tan fácilmente sus antiguas creencias, porque el entusiasmo es el que desvía el espíritu humano de la senda conocida y hace las grandes revoluciones intelectuales y las políticas. Así, los pueblos democráticos no tratan de buscar nuevas opiniones y aun cuando llegan a dudar de las que poseen las conservan no obstante, porque necesitarían largo tiempo y un examen detenido para cambiarlas. Las guardan no como ciertas, sino como establecidas. Hay otras razones más poderosas todavía, que impiden se haga fácilmente una gran mudanza en las doctrinas de un pueblo democrático, y las he indicado al principio de esta obra. Si en el seno de un pueblo semejante las influencias individuales son débiles y casi nulas, el poder que ejerce la masa sobre el espíritu es muy grande. Quiero decir, que no hay razón para creer que esto depende únicamente de la forma de gobierno, y que la mayoría debe perder su imperio intelectual con su poder político. Los hombres de la aristocracia poseen frecuentemente una grandeza y un poder que les son peculiares. Cuando no se encuentran de acuerdo con el mayor número de sus semejantes, se encierran en sí mismos, se ayudan y se consuelan. No sucede así en los pueblos democráticos;; la estimación pública se considera tan necesaria como el aire que se respira, y se cree, por decirlo así, que no se vive cuando no se está de acuerdo con la masa. Ésta no tiene necesidad de emplear leyes para reducir a los que no piensan como ella, pues le basta negarles su aprobación;; su aislamiento y su impotencia los abruman y desesperan. Siempre que se igualan las condiciones, la opinión general adquiere una inmensa influencia en el espíritu de cada individuo;; lo dirige y lo oprime. Esto depende más de la constitución misma de la sociedad, que de sus

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leyes políticas. A medida que los hombres se asemejan, cada uno se siente más débil delante de todos los demás;; no descubriendo nada que lo eleve sobre ellos ni que lo distinga, desconfía de sí mismo en cuanto lo combaten;; no solamente duda de sus fuerzas, sino hasta de su derecho, y se apresura a reconocer que no tiene razón cuando el mayor número lo afirma. La mayoría no tiene necesidad de violentarlo, pues lo convence. De cualquier manera que se organicen los poderes de una sociedad democrática y se establezcan, es siempre muy difícil creer lo que la masa no aprueba y profesar lo que ella condena: esto favorece maravillosamente la estabilidad de las creencias. Cuando una opinión se desenvuelve en un pueblo democrático y se establece en el espíritu del mayor número, subsiste en seguida por sí misma y se perpetúa sin esfuerzos, porque nadie la ataca. Desde luego, los que la habían rechazado como falsa, acaban por recibirla como general, y los que en el fondo de su corazón continúan combatiéndola no lo dejan ver, pues tienen buen cuidado de no comprometerse en una lucha peligrosa e inútil. Es cierto que cuando la mayoría de un pueblo cambia de opinión, puede ocasionar extrañas y súbitas revoluciones en el mundo de las inteligencias;; pero es muy difícil que su opinión cambie, y casi igualmente difícil hacerlo ver. Algunas veces sucede que el tiempo, los acontecimientos o el esfuerzo individual o aislado de las inteligencias, acaban por conmover o destruir poco a poco una creencia, sin que se descubra nada en lo exterior. No se la combate ciertamente, ni se reúne nadie para hacerle la guerra. Sus sectarios empiezan a dejarla uno a uno sin ruido;; pero cada día la abandonan algunos, hasta que al fin no la sigue más que un corto número, y en ese estado reina todavía. Como sus enemigos continúan en silencio, o si se comunican es en secreto, se hallan por mucho tiempo sin saber que se efectúa una revolución, y en esta duda permanecen inmóviles, observan y callan. La mayoría no cree, pero finge creer, y ese vano fantasma de la opinión pública basta para imponerse a los innovadores y hacerles guardar silencio y respeto. Vivimos en una época que ha presenciado las más rápidas variaciones en el espíritu de los hombres. Sin embargo, puede ser que bien pronto las

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principales opiniones humanas sean más estables de lo que lo han sido en los siglos precedentes de nuestra historia;; ese tiempo no ha llegado todavía, pero tal vez se aproxima. A medida que examino más de cerca las necesidades y los sentimientos naturales de los pueblos democráticos, más me persuado de que si la igualdad se estableciese de una manera general y permanente en el mundo, las grandes revoluciones intelectuales y políticas se harían más raras y difíciles de lo que se supone. Como los hombres de las democracias parecen siempre conmovidos, inseguros, alterados, dispuestos a cambiar de voluntad y de lugar, se imaginan algunos que van a abolir de repente sus leyes, a adoptar nuevas creencias y a tomar nuevas costumbres. No se piensa que si la igualdad conduce a los hombres al cambio, les sugiere gustos y les proporciona intereses que necesitan estabilidad para satisfacerse;; los impele y al mismo tiempo los detiene, los estimula y los atrae hacia la tierra, inflama sus deseos y limita sus fuerzas. Esto es lo que no se descubre a primera vista;; las pasiones que separan a los ciudadanos unos de otros en una democracia, se manifiestan por sí mismas;; pero no se ve a la primera ojeada la fuerza oculta que los retiene y los reúne. ¿Me atreveré yo a indicarla en medio de las ruinas que me rodean? Lo que más temo para las generaciones futuras no son las revoluciones. Si los ciudadanos siguen reconcentrándose más y más estrechamente en el círculo de los pequeños intereses domésticos y agitándose sin descanso, se puede temer que acaben por hacerse inaccesibles a esas grandes y poderosas conmociones públicas que trastornan los pueblos, pero que los desarrollan y renuevan. Al hacerse móvil la propiedad y el amor hacia ella tan inquieto y ardiente, no puedo menos de temer que los hombres lleguen a mirar toda nueva teoría como un peligro, toda innovación como un trastorno, todo progreso social como el primer paso hacia una revolución, y rehúsen enteramente moverse por miedo a que se les arrastre. Temo que se dejen poseer por el miserable amor de los goces presentes, que el interés de su suerte futura y el de sus descendientes desaparezcan y prefieran seguir descansadamente el curso de su destino, a hacer, en

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caso de necesidad, un pronto y enérgico esfuerzo para corregirlo. Se cree que las nuevas sociedades cambian diariamente de faz, y yo temo que acaben por fijarse invariablemente en las mismas leyes, preocupaciones y costumbres, de modo que el género humano se detenga y se limite;; que el espíritu se encierre eternamente en sí mismo, sin producir ideas nuevas;; que se consuma el hombre en pequeños movimientos aislados y estériles, y que la humanidad no adelante nada a pesar del continuo movimiento.

Tomo II, Cuarta Parte Capítulos sexto, séptimo y octavo

Capítulo sexto Qué clase de despotismo deben temer las naciones democráticas Durante mi permanencia en los Estados Unidos, observé que un estado social democrático tal como el de los norteamericanos, ofrecía una facilidad singular para el establecimiento del despotismo, y a mi regreso a Europa, vi que la mayor parte de nuestros príncipes se había servido ya de las ideas, sentimientos y necesidades que creaba este mismo estado social, para extender el círculo de su poder. Esto me indujo a creer que las naciones cristianas acabarían quizá por sufrir alguna opresión semejante a la de muchos otros pueblos de la Antigüedad. Un examen más detallado del asunto, y cinco años de nuevas meditaciones, no han disminuido mis recelos, pero han cambiado su objeto. Jamás se ha visto en los siglos pasados, soberano tan absoluto ni tan poderoso, que haya pretendido administrar por sí solo y sin la ayuda de los poderes secundarios, todas las partes de un gran imperio, ni lo hay tampoco que haya intentado sujetar a todos sus súbditos a una regla uniforme, ni descendido al lado de cada uno de ellos para regirlo y conducirlo.

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La idea de una empresa semejante no se había presentado jamás al espíritu humano, y si algún hombre hubiese llegado a concebirla, la insuficiencia de luces, la imperfección de los procedimientos administrativos y, sobre todo, los obstáculos naturales de la desigualdad de condiciones, lo habrían detenido bien pronto en la ejecución de tan vasto designio. Se ve que en el tiempo del mayor poder de los Césares, los diversos pueblos que habitaban el mundo romano, conservaban costumbres y usos diferentes;; aunque sujetas al mismo monarca, la mayor parte de las provincias eran administradas separadamente;; abundaban en municipios poderosos y activos, y aunque todo el gobierno del Imperio estuviese concentrado en las solas manos del soberano, y quedase siempre de árbitro en todas las cosas, los pormenores de la vida social y de la existencia individual estaban libres de su intervención. Es cierto que los emperadores poseían un poder inmenso y sin restricción, que les permitía entregarse libremente a sus más extravagantes inclinaciones y emplear en satisfacerlas toda la fuerza del Estado: abusaban con frecuencia de este poder para arrancar arbitrariamente a los ciudadanos sus bienes o su vida;; su tiranía pesaba con exceso sobre algunos, pero no se extendía a un gran número y aplicándose a ciertos objetos principales, descuidaba el resto, siendo a un mismo tiempo violenta y limitada. Creo que si el despotismo llegase a establecerse en las naciones democráticas de nuestros días, tendría diverso carácter;; se extendería más, sería más benigno y desagradaría a los hombres sin atormentarlos. No dudo que en los siglos de luces y de igualdad como los nuestros, los soberanos llegarían más fácilmente a reunir todos los poderes públicos en sus manos y a penetrar en el círculo de intereses privados más profundamente de lo que nunca pudo hacerlo nadie en la Antigüedad. Pero esta misma igualdad que facilita el despotismo, lo atempera. Ya hemos visto que a medida que los hombres se hacen más semejantes e iguales, las costumbres son más humanas e iguales también, y cuando no hay ningún ciudadano poderoso, la tiranía carece en cierto modo de ocasión y de escenario. Siendo medianas todas las fortunas, las pasiones se contienen naturalmente, la imaginación es limitada y los placeres sencillos. Esta moderación universal suaviza al soberano mismo y contiene dentro de ciertos límites el ímpetu desordenado de sus deseos.

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Independientemente de estas razones sacadas de la naturaleza misma del estado social, podría añadir otras muchas, tomadas fuera de mi estudio;; mas quiero permanecer dentro de los límites que me he fijado. Los gobiernos democráticos pueden hacerse violentos y aun crueles en momentos de efervescencia y de grandes riesgos, pero estas crisis serán siempre raras y pasajeras. Cuando considero la mezquindad de las pasiones de los hombres de nuestros días, la molicie de sus costumbres, sus luces, la pureza de su religión, la dulzura de su moral, sus hábitos arreglados y laboriosos y su moderación casi general, tanto en el vicio como en la virtud, no temo que hallen tiranos en sus jefes, sino más bien tutores4. Creo, pues, que la opresión de que están amenazados los pueblos democráticos no se parece a nada de lo que ha precedido en el mundo y que nuestros contemporáneos ni siquiera recordarán su imagen. En vano busco en mí mismo una expresión que reproduzca y encierre exactamente la idea que me he formado de ella: las voces antiguas de despotismo y tiranía no le convienen. Esto es nuevo, y es preciso tratar de definirlo, puesto que no puedo darle nombre. Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo;; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma. Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos Y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve;;

4 A menudo me he preguntado lo que sucedería si, a causa de las costumbres democráticas y del carácter inquieto del ejército, se fundase en algunas naciones de nuestros días un gobierno militar. Creo que ese mismo gobierno no se alejaría del cuadro que he trazado en el capítulo a que se refiere esta nota, y no reproduciría los rasgos salvajes de la oligarquía militar. Estoy convencido de que en este caso se confundirían, en cierto modo, los hábitos del empleado y los del soldado: la administración tomaría algo del espíritu militar, y el militar algunos usos de la administración civil. El resultado sería un mando regular, claro, neto y absoluto;; el pueblo presentaría la imagen del ejército y la sociedad estaría gobernada como un cuartel.

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los toca y no los siente;; no existe sino en sí mismo y para él sólo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria. Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril;; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella;; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir. De este modo, hace cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío, encierra la acción de la libertad en un espacio más estrecho, y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo. La igualdad prepara a los hombres para todas estas cosas, los dispone a sufrirlas y aun frecuentemente a mirarlas como un beneficio. Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige;; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre;; no destruye, pero impide crear;; no tiraniza, pero oprime;; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante. Siempre he creído que esa especie de servidumbre arreglada, dulce y apacible, cuyo cuadro acabo de presentar, podría combinarse mejor de lo que se imagina con alguna de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo.

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En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones contrarias;; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo destruir ninguno de estos dos instintos contrarios, se esfuerzan en satisfacerlos ambos a la vez: imaginan un poder único tutelar, poderoso, pero elegido por los ciudadanos, y combinan la centralización con la soberanía del pueblo, dándoles esto algún descanso. Se conforman con tener tutor, pensando que ellos mismos lo han elegido. Cada individuo sufre porque se le sujeta, porque ve que no es un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien tiene el extremo de la cadena. En tal sistema, los ciudadanos salen un momento de la dependencia, para nombrar un jefe y vuelven a entrar en ella. Hoy día hay muchas personas que se acomodan fácilmente con esta especie de compromiso entre el despotismo administrativo y la soberanía del pueblo, que piensan haber garantizado bastante la libertad de los individuos, cuando la abandonan al poder nacional. Pero esto no basta, la naturaleza del jefe no es la que importa, sino la obediencia. No negaré, sin embargo, que una constitución semejante no sea infinitamente preferible a la que, después de haber concentrado todos los poderes, los depositara en manos de un hombre o de un cuerpo irresponsable. De todas las formas que el despotismo democrático puede tomar, indudablemente ésta sería la peor. Cuando el soberano es electivo o está vigilado de cerca por una legislatura realmente electiva e independiente, la opresión que hace sufrir a los individuos es algunas veces más grande, pero siempre es menos degradante, porque cada ciudadano, después de que se le sujeta y reduce a la impotencia, puede todavía figurarse que al obedecer no se somete sino a sí mismo y que a cada una de sus voluntades sacrifica todas las demás. Comprendo igualmente que, cuando el soberano representa a la nación y depende de ella, las fuerzas y los derechos que se arrancan a cada ciudadano, no sirven solamente al jefe del Estado, sino que aprovechan al Estado mismo y que los particulares obtienen algún fruto del sacrificio que han hecho al público de su independencia.

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Crear una representación nacional en un país muy centralizado, es disminuir el mal que la extrema centralización puede producir, pero no es destruirlo. Bien veo que de este modo se conserva la intervención individual en los negocios más importantes;; pero se anula en los pequeños y en los particulares. Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra. La sujeción en los pequeños negocios se manifiesta todos los días y se hace sentir indistintamente en todos los ciudadanos. No los desespera, pero los embaraza sin cesar y los conduce a renunciar al uso de su voluntad;; extingue así poco a poco su espíritu y enerva su alma, mientras que la obediencia debida en pequeño número de circunstancias muy graves, pero muy raras, no deja ver la servidumbre sino de tiempo en tiempo, y no la hace pesar sino sobre ciertos hombres. En vano se encargaría a estos mismos ciudadanos tan dependientes del poder central, de elegir alguna vez a los representantes de este poder;; un uso tan importante, pero tan corto de su libre albedrío no impediría que ellos perdiesen poco a poco la facultad de pensar, de sentir y de obrar por sí mismos, y que no descendiesen así gradualmente del nivel de la humanidad. Añado, además, que vendrían a ser bien pronto incapaces de ejercer el grande y único privilegio que les queda. Los pueblos democráticos, que han introducido la libertad en la esfera política, al mismo tiempo que aumentaban el despotismo en la esfera administrativa, han sido conducidos a singularidades bien extrañas. Si se trata de dirigir los pequeños negocios en que sólo el buen sentido puede bastar, juzgan que los ciudadanos son incapaces de ello;; si es preciso conducir el gobierno de todo el Estado, confían a estos ciudadanos inmensas prerrogativas, haciéndose alternativamente los juguetes del soberano y de sus señores;; más que reyes y menos que hombres. Después de haber agotado todos los diferentes sistemas de elección, sin hallar uno que les convenga, se aturden y buscan todavía, como si el mal que tratan de remediar no dependiera de la constitución del país, más bien que de la del cuerpo electoral.

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Es difícil, en efecto, concebir de qué manera hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse a sí mismos, pudieran dirigir bien a los que deben conducir, y no se creerá nunca que un gobierno liberal, enérgico y prudente, pueda salir de los sufragios de un pueblo de esclavos. Una constitución republicana, por un lado, y por otro ultramonárquica, me ha parecido siempre un monstruo efímero. Los vicios de los gobernantes y la imbecilidad de los gobernados, no tardarían en producir su ruina, y el pueblo, cansado de sus representantes y de sí mismo, crearía instituciones más libres o volvería pronto a doblar la cerviz ante un solo jefe5.

Capítulo séptimo

Continuación de los capítulos precedentes Creo que es más fácil establecer un gobierno absoluto y despótico en un pueblo donde las condiciones son iguales, que en cualquier otro, y pienso que si tal gobierno se estableciese una vez en un pueblo semejante, no solamente oprimiría a los hombres, sino que con el tiempo arrebataría a cada uno de ellos muchos de los principales atributos de la humanidad. El despotismo me parece particularmente temible en las edades democráticas. Me figuro que yo habría amado la libertad en todos los tiempos, pero en los que nos hallamos me inclino a adorarla. 5 No se puede decir de una manera absoluta y general, que el mayor peligro de nuestros días sea la licencia o la tiranía, la anarquía o el despotismo. Lo uno y lo otro es igualmente de temer y puede provenir de una misma causa, que es la apatía general, fruto del individualismo. Esta misma apatía hace que cuando el poder ejecutivo reúne algunas fuerzas, se halla en estado de oprimir. Ni el uno ni el otro pueden fundar nada duradero, pues lo que los hace obtener fácilmente algún éxito, impide que éste se prolongue por mucho tiempo. Se elevan porque nada se les opone, y caen porque nada los sostiene. Es mucho más importante combatir la apatía que la anarquía o el despotismo, pues aquélla puede crear indiferentemente lo uno o lo otro.

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Estoy, además, convencido de que todos los que en nuestro siglo intenten apoyar la libertad en el privilegio y en la aristocracia, tendrán poco éxito. Lo mismo acontecerá a los que quieran atraer y retener la autoridad en el seno de una sola clase. No hay en nuestros días soberano bastante hábil y fuerte para fundar el despotismo, restableciendo distinciones permanentes entre sus súbditos;; ni existe tampoco legislador tan sabio y poderoso que sea capaz de mantener instituciones libres, si no toma la igualdad por primer principio y por símbolo. Es preciso, pues, que todos nuestros contemporáneos que quieran crear o asegurar la independencia y la dignidad de sus semejantes, se muestren amigos de la igualdad. De esto depende el éxito de su santa empresa. Así, no se trata de reconstruir una sociedad aristocrática, sino de hacer salir la libertad del seno de la sociedad democrática en que Dios nos ha colocado. Estas dos primeras verdades me parecen sencillas, claras y fecundas y me inclinan naturalmente a considerar qué especie de gobierno libre puede establecerse en un pueblo donde los ciudadanos son iguales. Resulta de la constitución misma de las naciones democráticas y de sus necesidades, que en ellas el poder del soberano debe ser más uniforme, más centralizado, más extenso y más poderoso que en cualquiera otra parte. La sociedad es naturalmente más activa y más fuerte, el individuo más subordinado y más débil;; la una hace más;; el otro menos: esto es forzoso. No debemos esperar que, en los países democráticos, el círculo de la independencia individual, se extienda jamás tanto como en los aristocráticos. Tampoco debemos desearlo, pues en las naciones aristocráticas la sociedad es muchas veces sacrificada al individuo y la prosperidad del mayor número a la grandeza de algunos. Es a la vez necesario y conveniente que el poder central que dirige un pueblo democrático, sea activo y poderoso;; no para hacerlo hábil e indolente, sino sólo para impedir que abuse de su agilidad y de su fuerza. Lo que más contribuía a asegurar la independencia del individuo en los siglos aristocráticos al gobernar y administrar a la sociedad era

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sacrificada muchas veces al gobernar y administrar a los ciudadanos: el individuo se hallaba obligado a dejar en parte este cuidado a los miembros de la aristocracia;; de suerte que, encontrándose siempre dividido el poder social, no obraba nunca por entero y del mismo modo sobre cada hombre. No solamente el soberano no lo hacía todo por sí, sino que la mayor parte de los funcionarios que obraban en su lugar, obteniendo su poder del hecho de su nacimiento y no de él, no dependían constantemente de su autoridad. El soberano no podría crearlos o destituirlos a cada paso, según sus caprichos, ni sujetarlos a todos a su voluntad;; lo que garantizaba más la independencia individual. Sé muy bien que en nuestros días no se puede recurrir al mismo medio;; pero veo procederes democráticos que lo reemplazan. En lugar de dar al soberano únicamente todos los poderes administrativos que se confiaban a las corporaciones o a los nobles, se puede dar una parte a cuerpos secundarios formados temporalmente de simples ciudadanos. De este modo, será muy efectiva la libertad de los particulares, sin que su igualdad sea menor. Los norteamericanos, que no se fijan tanto en las palabras como nosotros, han conservado el nombre de condado al mayor de sus distritos administrativos;; pero han reemplazado en parte las funciones del conde por una asamblea provincial. Convendré sin dificultad en que en una época de igualdad como la nuestra, sería injusto y fuera de razón instituir funcionarios perpetuos;; pero nada impide establecer en lugar de ellos, hasta cierto punto, funcionarios electivos. La elección es un recurso democrático que asegura la independencia del funcionario del poder central, tanto o más de lo que puede hacerlo el derecho hereditario en los pueblos aristocráticos. Los países aristocráticos abundan en particulares ricos e influyentes, capaces de bastarse a sí mismos y a quienes no se oprime fácilmente ni en secreto;; tales hombres mantienen el poder en los hábitos generales de moderación y de recato.

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Sé que las naciones democráticas no presentan naturalmente individuos semejantes;; pero se puede crear en ellas artificialmente alguna cosa análoga. Creo firmemente que no se puede formar de nuevo una aristocracia en el mundo;; mas también pienso que los simples ciudadanos pueden asociarse, constituir seres muy opulentos, muy influyentes y fuertes;; en una palabra, gente aristocrática. Se obtendrían de este modo muchas de las mayores ventajas políticas de la aristocracia, sin sus injusticias ni sus peligros. Una asociación política, industrial, comercial o bien científica o literaria, es un ciudadano ilustrado y poderoso que no se puede sujetar a voluntad ni oprimir en las tinieblas y que, al defender sus derechos particulares contra las exigencias del poder, salva las libertades comunes. En los tiempos de aristocracia, cada hombre está siempre ligado de una manera muy estrecha a muchos de sus conciudadanos, de modo que no se puede atacar al uno sin que los otros acudan en su auxilio. En los de igualdad, cada individuo se halla naturalmente aislado;; carece de amigos hereditarios de quienes pueda exigir auxilio, y no hay clases cuyas simpatías le estén aseguradas;; se le desprecia, pues, fácilmente, y se le atropella. En nuestros días un ciudadano a quien se oprime no tiene más que un medio de defensa, que es el de dirigirse a la nación entera, y si ella no le escucha, al género humano;; y no hay sino un medio de hacerlo, que es la prensa. Por eso la libertad de prensa es infinitamente más preciosa en las naciones democráticas que en todas las demás;; sola, cura la mayor parte de los males que la igualdad puede producir. La igualdad aísla y debilita a los hombres;; pero la prensa coloca al lado de cada uno de ellos un arma muy poderosa, de la que puede hacer uso el más débil y aislado. La igualdad quita a cada individuo el apoyo de sus vecinos, pero la prensa le permite llamar en su ayuda a todos sus conciudadanos y semejantes. La imprenta ha apresurado los progresos de la igualdad, y es uno de sus mejores correctivos. Creo que los hombres que viven en las aristocracias pueden, en rigor, pasarse sin la libertad de prensa, pero no los que habitan los países democráticos. Para garantizar la independencia personal de éstos, no confío en las grandes asambleas políticas, en las prerrogativas parlamentarias, ni en que se proclame la soberanía del pueblo. Todas

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estas cosas se concilian hasta cierto punto con la servidumbre individual;; mas esta esclavitud no puede ser completa, si la prensa es libre. La prensa es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad. Diré algo análogo del poder judicial. Es de la esencia del poder judicial ocuparse de intereses particulares y fijar su atención en los pequeños objetos expuestos a su vista;; también es privativo de este poder el no ir por sí mismo en socorro de los oprimidos;; pero sí, hallarse constantemente a disposición del más humilde de ellos. Cualquiera, por débil que sea, puede forzar siempre al juez a oír su queja y responder, lo que depende de la constitución misma del poder judicial. Un poder semejante es, pues, esencialmente aplicable a las necesidades de la libertad, en una época en que la vigilancia y la autoridad del soberano se introducen sin cesar en los más mínimos pormenores de las acciones humanas, y en que los ciudadanos demasiado débiles para protegerse a sí mismos, están muy aislados para poder contar con la ayuda de sus semejantes. Si la fuerza de los tribunales ha sido en todos los tiempos la garantía más grande que se puede ofrecer a la independencia individual, esto es particularmente cierto en los siglos democráticos: los derechos y los intereses particulares se hallan siempre en peligro, si el poder judicial no crece ni se extiende a medida que las condiciones se igualan. La igualdad sugiere a los hombres muchas inclinaciones peligrosas para la libertad, sobre las cuales el legislador debe velar constantemente. No hablaré aquí sino de las principales. Los hombres que viven en los siglos democráticos no comprenden fácilmente la utilidad de las formas y las desdeñan como por instinto: ya he dicho las razones de esto. Las formas excitan su desprecio y muchas veces su odio. Como, por lo común, no aspiran sino a los goces fáciles y presentes, se lanzan impetuosamente hacia el objeto de cada uno de sus deseos, y los menores obstáculos los desesperan. Este mismo carácter, transportado a la vida política, los dispone contra las formas que retardan o detienen cada día algunos de sus designios. El inconveniente que los hombres democráticos encuentran en las formas, es lo que las hace más útiles a la libertad;; su mérito principal

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consiste en servir de barrera entre el fuerte y el débil, el gobernante y el gobernado, y retardar al uno y dar al otro el tiempo de reconocerse. Las formas son más necesarias a medida que el soberano es más activo y poderoso, y los particulares más indolentes y débiles. Por esto, los pueblos democráticos tienen naturalmente más necesidad de las formas que los demás, y naturalmente las respetan menos. Examinemos este punto con atención. Nada es tan miserable como el soberbio desdén de la mayor parte de nuestros contemporáneos hacia las cuestiones de las formas;; porque las más insignificantes han adquirido en nuestros días una importancia que jamás hasta ahora habían tenido. Muchos de los mayores intereses de la humanidad se hallan ligados a ellas. Creo que si los hombres de Estado de los siglos aristocráticos podían algunas veces despreciar impunemente las formas y hacerse superiores a ellas, los que conducen los pueblos de hoy día deben considerar con respeto la menor de ellas, no descuidándolas sino cuando una imperiosa necesidad los obligue. En las aristocracias, se tenía la superstición de las formas. Es preciso que nosotros les demos un culto ilustrado y reflexivo. Otro instinto muy natural y también muy peligroso en los pueblos democráticos, es el que los conduce a despreciar o a estimar en poco los derechos individuales. Los hombres se adhieren en general a un derecho y le manifiestan respeto en razón de su importancia, o del largo uso que han hecho de él. Los derechos individuales en los pueblos democráticos son, por lo común, poco importantes, muy recientes e inestables. Esto hace que se los sacrifique sin dificultad y se los viole casi siempre sin remordimiento. Pero sucede que, al mismo tiempo y en las mismas naciones en que los hombres conciben un desprecio natural por los derechos de los individuos, los derechos de la sociedad se extienden naturalmente y se aseguran;; es decir, que los hombres se interesan menos por los derechos particulares, precisamente en el momento en que más les convendría retener y defender lo poco que les queda. En los tiempos democráticos en que nos hallamos, es en los que los verdaderos amigos de la libertad y de la grandeza humana deben estar dispuestos a impedir que el poder social sacrifique los menores derechos particulares de algunos individuos a la ejecución general de sus designios. No hay, en estos tiempos, ciudadano tan oscuro que no sea muy peligroso oprimirle, ni derechos individuales

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tan poco importantes que se puedan abandonar impunemente. La razón de esto es muy sencilla: cuando se viola el derecho particular de un individuo en una época en la que el espíritu humano está penetrado de la santidad de los derechos de clase, no se hace mal sino a quien se despoja;; pero violar un derecho semejante en nuestros días, es corromper profundamente las costumbres nacionales y poner en peligro la sociedad entera, pues la idea misma de estas clases de derechos tiende sin cesar entre nosotros a alterarse y perderse. Hay ciertos hábitos, ciertas ideas y ciertos vicios, que son propios del estado revolucionario que un largo trastorno no puede dejar de crear y generalizar, cualesquiera que sean por otra parte su carácter y su objeto. Cuando una nación cualquiera ha cambiado muchas veces en un corto espacio de tiempo de jefes, de opiniones y de leyes, los hombres que la componen acaban por contraer afición al movimiento y por habituarse a que todos los trastornos se ejecuten rápidamente con la ayuda de la fuerza. Conciben entonces un desprecio natural por las formas cuya impotencia ven todos los días, y no toleran sino con dolor el imperio de las normas a las que tantas veces se sustraen. Como las nociones ordinarias de la equidad y de la moral no bastan para explicar y justificar todas las cosas nuevas que la revolución crea diariamente, se adhiere al principio de la utilidad social, se crea el dogma de la necesidad política y se acostumbra de buen grado a sacrificar sin escrúpulo los intereses particulares y a hollar los derechos individuales, a fin de alcanzar con más prontitud el objeto general que se propone. Estos hábitos y estas ideas que yo llamaré revolucionarios, porque todas las revoluciones los producen, se hacen ver en el seno de las aristocracias tanto como en los pueblos democráticos;; pero en las primeras son frecuentemente menos poderosos y menos durables, porque encuentran costumbres, ideas, hábitos y defectos, que les son contrarios: se borran por sí mismos en el momento en que la revolución termina y la nación entera vuelve a su antigua senda política. No sucede así siempre en los países democráticos, donde debe temerse que, calmándose y regularizándose los instintos revolucionarios sin extinguirse, se transformen gradualmente en costumbres gubernativas y en hábitos administrativos. Por eso, no hay país donde las revoluciones sean más peligrosas que en las democracias;; pues, independientemente de los males accidentales y

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pasajeros que no deja nunca de hacer toda revolución, crean siempre males permanentes y, por decirlo así, eternos. Creo que hay resistencias justas y rebeliones legítimas: no digo, pues, de una manera absoluta, que los hombres de los tiempos aristocráticos no deban jamás hacer revoluciones;; pero pienso que deben vacilar más que todos los demás antes de emprenderlas, y que vale más sufrir muchas penas en el estado presente que recurrir a un remedio tan peligroso. Terminaré con una idea muy general, que encierra no solamente todas las ideas particulares expresadas en este capítulo, sino la mayor parte de las que en este libro me he propuesto exponer. En los siglos de aristocracia que han precedido al nuestro, había particulares muy poderosos y una autoridad muy débil. La imagen misma de la sociedad era obscura y se perdía en medio de los diversos poderes que regían a los ciudadanos. El principal esfuerzo de los hombres de estos tiempos, debió dirigirse a extender y fortalecer el poder social, a aumentar y asegurar sus prerrogativas y, por el contrario, a encerrar la independencia individual dentro de límites muy estrechos, subordinando el interés particular al general. Otros peligros y otros cuidados esperan a los hombres de nuestros días. En la mayor parte de las naciones modernas, el soberano, cualquiera que sea su origen, su constitución y su nombre, se hace poderoso y los particulares caen en el último grado de debilidad y dependencia. Todo era diferente en las antiguas sociedades. La unidad y la uniformidad no se encontraban en parte alguna. Todo amenaza volverse tan semejante en las nuestras, que la forma particular de cada individuo se perderá bien pronto en la fisonomía común. Nuestros padres estaban siempre dispuestos a abusar de la idea de que los derechos particulares deben respetarse, y nosotros nos hallamos inclinados naturalmente a exagerar esta otra: que el interés de un individuo debe ceder siempre al interés de muchos. El mundo político cambia y es preciso, en adelante, buscar nuevos remedios a males nuevos. Fijar al poder social extensos limites, pero visibles e inmóviles;; dar a los particulares ciertos derechos y garantizarles el goce tranquilo de ellos;; conservar al individuo la poca

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independencia, fuerza y originalidad que le quedan;; elevarlo al nivel de la sociedad, sosteniéndolo frente a ella;; tal me parece ser el primer objeto del legislador en el siglo en que entramos. Se dirá que los soberanos de nuestros tiempos no tratan de hacer con los hombres sino cosas grandes. Yo querría que pensasen algo en hacer grandes hombres, que diesen menos valor a la obra y más al obrero;; que no olvidasen que una nación no puede ser por largo tiempo fuerte, siendo cada hombre individualmente débil, y que hasta ahora no se han encontrado formas sociales ni combinaciones políticas, que puedan hacer enérgico a un pueblo compuesto de ciudadanos pusilánimes y débiles. Veo en nuestros contemporáneos dos ideas contrarias e igualmente funestas. Los unos no hallan en la igualdad sino las tendencias anárquicas que ésta hace nacer;; temen su libertad y se temen ellos mismos. Los otros, en menor número, pero más ilustrados, tienen otra visión. Al lado de la ruta que, partiendo de la igualdad conduce a la anarquía, han descubierto el camino que parece dirigir forzosamente a los hombres hacia la esclavitud;; someten ante todo su alma a esa esclavitud necesaria y, desesperando de permanecer libres, adoran ya en el fondo de su corazón al que ha de ser bien pronto su señor. Los primeros abandonan la libertad, porque la creen peligrosa;; los otros, porque la juzgan imposible. Si yo tuviese esta última creencia, no hubiera escrito la obra que se acaba de leer;; me habría limitado a compadecer en secreto el destino de mis semejantes. He querido poner en claro los peligros que la igualdad hace correr a la independencia humana, porque creo firmemente que son los más formidables y los más imprevistos de todos los que encierra el porvenir, pero no los creo insuperables. Los hombres que viven en los periodos democráticos que nosotros empezamos, tienen naturalmente el gusto de la independencia. No pueden soportar la regla y, hasta el estado que ellos prefieren, los cansa. Aman el poder, pero se inclinan a despreciar y aborrecer al que lo ejerce, escapándose fácilmente de sus manos, a causa de su pequeñez y de su

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misma movilidad. Tales instintos se encontrarán siempre, porque salen del fondo del estado social, que no cambia. Impedirán por largo tiempo que se establezca el despotismo, y suministrarán nuevas armas a cada generación que quiera luchar en favor de la libertad de los hombres. Tengamos, pues, ese temor saludable del porvenir, que hace velar y combatir, y no esa especie de terror blando y pasivo que abate los corazones y los enerva.

Capítulo octavo

Aspecto general del problema Antes de dejar para siempre el camino que acabo de recorrer, quisiera poder abrazar, de un solo golpe de vista, todos los rasgos que señalan la faz del nuevo mundo, y juzgar, en fin, la influencia general que debe ejercer la igualdad sobre la suerte de los hombres;; pero la dificultad de una empresa semejante me detiene, y frente a un objeto tan grande, siento que mi vista se obscurece y mi razón titubea. Esa nueva sociedad, que he tratado de pintar y que quiero juzgar, acaba apenas de nacer. El tiempo no ha fijado todavía su forma;; la gran revolución que la ha creado dura aún, y por lo que sucede en nuestros días es casi imposible prever lo que debe acontecer con la revolución misma, y lo que debe quedar después de ella. El mundo que se levanta está aún envuelto entre las ruinas del que cae, y en medio de la gran confusión que presentan los asuntos humanos, nadie puede decir lo que quedará de las antiguas instituciones y de las antiguas costumbres, ni lo que acabará por desaparecer. Aunque la revolución que se opere en el estado social, en las leyes, en las ideas y en los sentimientos de los hombres, esté todavía muy lejos de su fin, no se pueden comparar sus obras con nada de lo que se ha visto en el mundo. Retrocedo de siglo en siglo hasta la más remota Antigüedad, y no

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descubro nada parecido a lo que hoy se presenta a mi vista. Lo pasado no alumbra el porvenir, y el espíritu marcha en las tinieblas. Sin embargo, en medio de este cuadro tan vasto, tan nuevo y tan confuso, descubro algunos rasgos principales que sobresalen, y voy a indicarlos. Veo que los bienes y los males se reparten con igualdad en el mundo;; las grandes riquezas desaparecen;; el número de las pequeñas fortunas crece y los goces y los deseos se multiplican: no hay prosperidades extraordinarias ni miserias irremediables. La ambición es un sentimiento universal y existen pocas grandes ambiciones. Cada individuo está aislado y es débil;; la sociedad es ágil, perspicaz y fuerte;; los particulares hacen pequeñas cosas y el Estado inmensas. Las almas no son enérgicas;; pero las costumbres son dulces y las legislaciones, humanas. Si se encuentran pocos sacrificios, grandes virtudes elevadas, brillantes y puras, los hábitos son regulados, las violencias son raras y la crueldad casi desconocida. La existencia de los hombres es más larga y su propiedad se halla más segura: la vida no está llena de adornos, pero es cómoda y pacífica;; no hay placeres delicados ni muy groseros, poca cortesía en las maneras, y escasa brutalidad en los gustos;; no se encuentran tampoco hombres muy sabios ni poblaciones muy ignorantes;; el genio se hace raro y las luces más comunes. El espíritu humano se desarrolla por los esfuerzos combinados de todos los hombres y no por el poderoso impulso de algunos solamente. Hay menos perfección, pero más fecundidad en las obras. Todos los lazos de familia, de clase y de patria se aflojan, y el gran lazo de la humanidad se estrecha. Si entre todos estos rasgos diversos busco el que me parece más general y digno de atención, llego a descubrir lo que se nota en las fortunas bajo mil formas diversas. Casi todos los extremos se suavizan y se embotan y los puntos salientes se borran, para dar lugar a alguna cosa media, a la vez menos alta y menos baja, menos brillante y menos obscura de lo que se veía en el mundo. Cuando dirijo mi vista sobre esta multitud innumerable, compuesta de seres semejantes, en que nada absolutamente cambia de puesto, el espectáculo de esta uniformidad universal me pasma y me entristece, y casi echo de menos la sociedad que ya no existe.

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Cuando el mundo se componía de hombres muy grandes y muy ruines, muy ricos y muy pobres, muy sabios y muy ignorantes, retiraba yo mi vista de los segundos para dirigirla sólo a los primeros, y éstos la regocijaban;; mas creo que este plan nacía de mi debilidad, pues por no poder ver todo de un golpe, escogía y separaba entre tantos objetos los que deseaba contemplar. No sucede lo mismo al Ser Todopoderoso y eterno, cuya vista percibe necesariamente, a la vez, a todo el género humano y a cada hombre. Es natural creer que lo que más satisface las miradas del creador y conservador de los hombres, no es la prosperidad singular de alguno, sino el mayor bienestar de todos;; lo que parece una decadencia, es a sus ojos un progreso, y le agrada lo que me hiere. La igualdad es, quizás menos elevada;; pero más justa y su justicia hace su grandeza y su belleza. Me esfuerzo por penetrar en este punto de vista de la Divinidad, y desde él trato de considerar y juzgar las cosas humanas. Nadie sobre la Tierra puede afirmar de un modo absoluto y general que el nuevo estado de la sociedad es superior al estado antiguo, pero es fácil ver que es diferente. Hay ciertos vicios y ciertas virtudes inherentes a la constitución de las naciones aristocráticas, tan contrarios al genio de los pueblos nuevos, que no es posible introducirlos en su interior. Hay buenas inclinaciones y malos instintos, tan extraños a las primeras como naturales a los segundos;; ideas que se presentan por sí mismas a la imaginación de los unos, y que rechaza el espíritu de los otros. Son, pues, como dos humanidades distintas;; cada una de ellas tiene sus ventajas y sus inconvenientes particulares, sus bienes y sus males propios. Es preciso no comparar a las naciones nacientes con las que ya no existen: esto sería injusto, pues difiriendo mucho entre sí, no se pueden comparar. Tampoco sería razonable exigir de los hombres de nuestros tiempos las virtudes particulares que nacían del estado social de sus antepasados, pues este mismo estado social ha caído y arrastrado consigo los bienes y los males que le eran inherentes. Pero estas cosas se comprenden todavía mal en nuestros días. Veo un gran número de mis contemporáneos que pretenden escoger entre las instituciones,

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opiniones e ideas que nacían de la constitución aristocrática de la antigua sociedad;; abandonarían gustosos las unas, pero querrían conservar las otras y llevarlas consigo al mundo nuevo. Creo que consumen sus fuerzas y su tiempo en un trabajo honesto, pero estéril. No se trata ya de conservar las ventajas particulares que la desigualdad de condiciones presenta a los hombres, sino de asegurar los nuevos bienes que la igualdad les puede ofrecer. No debemos intentar hacernos semejantes a nuestros padres, sino esforzamos en alcanzar la felicidad y grandeza que nos es propia. En cuanto a mí, que habiendo llegado al término de mi carrera, descubro de lejos, pero a la vez, todos los objetos diversos que había contemplado separadamente al pasar, me siento lleno de temores y de esperanzas. Veo grandes peligros que es posible conjurar;; grandes males que se pueden evitar o disminuir. Y cada vez me afirmo más en la creencia de que, para que las naciones democráticas sean honradas y dichosas, basta que quieran serlo. No ignoro que muchos de mis contemporáneos han pensado que los pueblos no son jamás dueños de sus acciones, y que obedecen necesariamente a no sé qué fuerza insuperable e ininteligible, que nace de los acontecimientos anteriores, de la raza, del suelo o del clima. Éstas son falsas y fútiles doctrinas, que no pueden jamás dejar de producir hombres débiles y naciones pusilánimes;; la Providencia no ha creado el género humano ni enteramente independiente, ni completamente esclavo. Ha trazado, es verdad, alrededor de cada hombre, un círculo fatal de donde no puede salir;; pero, en sus vastos límites, el hombre es poderoso y libre. Lo mismo ocurre con los pueblos. Las naciones de nuestros días, no podrían hacer que en su seno las condiciones no sean iguales;; pero depende de ellas que la igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.