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DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAOCTUBRE 2013 514 Además VERDI CUMPLE DOS SIGLOS El cuento es un género creado para ser testigo del encuentro entre una persona y la coyuntura existencial que la amenaza RICARDO CHÁVEZ CASTAÑEDA LOS QUE CUENTAN

La Gaceta núm. 514 del FCE. Octubre de 2013 · 2 OCTUBRE DE 2013 José Carreño Carlón DIRECTOR GENERAL DEL FCE Tomás Granados Salinas DIRECTOR DE LA GACETA Alejandro Cruz Atienza

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Page 1: La Gaceta núm. 514 del FCE. Octubre de 2013 · 2 OCTUBRE DE 2013 José Carreño Carlón DIRECTOR GENERAL DEL FCE Tomás Granados Salinas DIRECTOR DE LA GACETA Alejandro Cruz Atienza

D E L F O N D O D E C U L T U R A E C O N Ó M I C A � O C T U B R E 2 0 1 3

514Además VERDI CUMPLE DOS SIGLOS

El cuento es un género creado para ser testigo del encuentro

entre una persona y la coyuntura existencial que la amenaza

— R I C A R D O C H ÁV E Z C A S TA Ñ E DA

LOS QUE CUENTAN

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José Carreño Carlón

DI R EC TO R G EN ER AL D EL FCE

Tomás Granados Salinas

DI R EC TO R D E L A GACE TA

Alejandro Cruz Atienza

J EFE D E R EDACCI Ó N

Ricardo Nudelman, Martha Cantú,

Adriana Konzevik, Susana López,

Alejandra Vázquez

CO N S E J O ED ITO RIAL

León Muñoz Santini

ARTE Y D IS EÑ O

Andrea García Flores

FO R MACIÓ N

Juana Laura Condado Rosas, María

Antonia Segura Chávez, Ernesto

Ramírez Morales

VERS I Ó N PAR A I NTER N E T

Impresora y Encuadernadora

Progreso, sa de cv

I M PR E S I Ó N

A l Fondo le encanta el cuento. Abundan los ejemplos en la historia de la editorial de esa afi ción por la narrativa breve, desde casos emocionantes como el alumbramiento, hace 60 años, de El llano en llamas, de Juan Rulfo, hasta publicaciones encaminadas a subrayar alguna faceta de un autor bien establecido, como la que confi rmará el lector que se asome a los Cuentos completos, de Carlos Fuentes, salido de nuestras prensas a comienzos de año. Entre esos dos

polos, el del libro que con incertidumbre se lanza a conquistar lectores y el del libro que ofrece nuevos puntos de contacto con un escritor consagrado, se abre un abanico muy ancho y muy rico, que en el caso del Fondo incluye a cuentistas como Edmundo Valadés, Francisco Rojas González, Juan José Arreola, Rosario Castellanos y el omnipresente Alfonso Reyes, entre los cimientos de la literatura vigesímica, hasta creadores sin tanto eco en el público pero de equivalente trascendencia narrativa, como Efrén Hernández, Francisco Tario y Amparo Dávila. Y como exquisiteces de nuestro catálogo pueden hallarse los Cuentos completos en prosa y verso, de Voltaire, o los Cuentos completos, de Dostoievski, ambos en reciente coedición con Siruela.

Hemos reunido aquí una sucinta muestra de autores por los que el Fondo ha apostado recientemente. Ricardo Chávez Castañeda es un narrador versátil, del que hemos dado a conocer lo mismo novelas para jóvenes que relatos de extrema sordidez; un ensayo suyo sobre por qué (y para qué) escribe cuentos sirve de dintel para esta atípica —al menos en los dos años de la más reciente “época” de esta Gaceta— muestra de creación literaria. Sin necesariamente compartir el credo del autor de Severiana, cuatro escritores activos actualmente comparten con nosotros textos que sirven de invitación para acercarse a sus más recientes volúmenes de cuento. Luis Jorge Boone, Alberto Chimal, Mario González Suárez y Mauricio Molina fabulan en nuestras páginas sobre asuntos tan diversos como fantasmas queretanos, viajeros en el tiempo, cinéfi los desconcertados y esposos a los que se les deshace la rutina. Es difícil hallar elementos comunes en estos cuatro relatos, que lo mismo juegan con el delirio que con lo cotidiano, con la sobriedad en el lenguaje que con la metanarración.

Aprovechamos el clima producido por estos textos para ofrecer sendas reseñas de libros que contienen, aunque no de manera exclusiva, los cuentos de Nedda G. de Anhalt y la siempre escueta y deslumbrante Mariana Frenk-Westheim. Se cierra esta entrega con un acorde del también cuentista Rafael Solana, que nos hace escuchar a Giuseppe Verdi en su bicentenario.

Vayamos ahora a ver qué cuentan.�W

Sí, más poemasJ U A N A L C Á N T A R A

LOS QUE CUENTAN

—————————

Decir la verdad desde los géneros literarios R I C A R D O C H Á V E Z C A S T A Ñ E D A

El hombre que recorre el acueducto L U I S J O R G E B O O N E

Tríptico del Viajero del Tiempo A L B E R T O C H I M A L

Región áureaM A R I O G O N Z Á L E Z S U Á R E Z

El sueño repetido M A U R I C I O M O L I N A

El aforismo comoproyecto de vidaR O B E R T O G A R C Í A B O N I L L A

Déjame que te diga, morenaA L E J A N D R O T O L E D O

CAPITELNOVEDADESO C T U B R E D E 2 0 1 3

Oyendo a VerdiR A F A E L S O L A N A

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EDITORIAL

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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica

es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227,

Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado

de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y

Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto

Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal,

Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716

FOTOG R AFÍA D E P O RTADA : © LEÓ N M U Ñ OZ SANTI N I

514A contar

HUMBERTO
Rectángulo
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LOS QUE CUENTAN POESÍA

Desconcertante por su desenfado y su amplitud de registro, Juan Alcántaraofrece en El río (notas y poemas) una gran variedad de modos de entender la poesía.

De la frase ocurrente a unos versos ortodoxos, del ensayo minúsculo en apenas una estrofaal juego de la forma, este libro que está por llegar a las librerías es testimonio de una relación libre,

gratamente exploratoria, con la literatura

Sí, más poemasJ U A N A L C Á N T A R A

sí, más poemas

no sé por qué

vienen como en una caravana

y uno cree que por

fin ya

logró el tono

el problema es que tienen sed

y que se van con sed

y que vendrán otros más con

sed y que se irán igual —el

espejismo es

esa sed el

milagro de la sed�W

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DOSSIER

Los que cuentan: eso son los cuentistas.

Reunimos aquí una teoría personal del género, cuatro ejemplos

de autores que lo practican hoy, dos reseñas de colecciones de relatos

recientemente publicadas.

El Fondo ha procurado desde hace décadas ofrecer

refugio a este género; siempre hemos buscado a los que cuentan.

Diga el lector si hemos atinado

LOS QUE CUENTAN

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Primero la confesión: soy cuen-tista. Y, sin embargo, en vein-ticinco años he escrito poco cuento porque nací en una mala época para el género. No soy el único traidor. Represen-to a muchos otros que elegi-mos llevar nuestra necesidad de expresión a otro género li-terario donde pudiésemos ser

leídos. Lo que me pregunto es: ¿qué no hemos podido decir, transmitir, contar, por esta decisión de darle la espalda al cuento? O más importante aun: ¿qué no hemos podido ver?

Cada género literario es una máquina de obser-vación y los traidores dejamos de ver cierta parte del mundo humano por cambiar el visor a través del cual lo observamos. Mi hipótesis: perdimos el género que más allá de dar cuenta de una vida (como lo haría la biografía o la autobiografía) nos permitía penetrar en el mayor misterio de cualquier existencia huma-na: su punto de quiebre, el momento en el cual cada persona se divide en un Antes y un Después.

En la época en que escribí mis primeros cuentos, las editoriales ya te decían claramente: “No, cuen-to no; no vende, no tiene lectores.” Me pregunto si de verdad se fueron los lectores antes que nosotros, si de verdad la traición empezó por allí. Porque si así fuese, nosotros habríamos sido una mera conse-cuencia. Lo que quiero decir es que eso hablaría de algo más interesante que el mercado editorial y las ventas y bla bla bla. Revelaría a toda una época dán-dole la espalda al género; y en este desdén se hallaría una especie de síntoma con el cual podríamos hacer un intento de diagnóstico o emprender una investi-gación detectivesca.

Prefiero hacer la tentativa de un diagnóstico: la época que le ha dado la espalda al género del cuen-to es una época ultrarrealista. Por lo tanto: a] han sido privilegiados aquellos géneros que creen que lo

que se ve a simple vista es la verdad —por ejemplo, la crónica, el testimonio y demás géneros periodísticos o ligados al periodismo—; b] ha sido encumbrado en pedestal el género que cree que para decir la verdad hay que mostrarlo y decirlo todo, o sea al género que cree que la verdad está en el exceso —por supuesto, me refiero a la novela dentro del los géneros de fic-ción, y a las memorias (sea en forma de biografías, autobiografías, diarios, correspondencias) dentro de los géneros no ficcionales—; c] se ha dado la espalda, por consecuencia, al único género narrativo que cree que la verdad ni está en el exceso ni se halla en la su-perficie de las cosas; es decir, hemos perdido, con el género cuentístico, la conciencia de que la verdad no puede ser contemplada a simple vista sino que a la verdad hay que cazarla o hay que construirla —y para ello se requiere de una fórmula, de una estructura, de un artificio, de un mirador, o como quiera llamár-sele. Claro, me refiero al cuento.

Es importante recordar lo que hemos olvidado: no basta la voluntad de querer conocer “la verdad”. “La verdad” es un arduo camino y es un largo proceso, y es preciso recorrerlos para hacérnosla accesible. Es decir: buscarla, identificarla, atraerla, meditarla y modelarla. Nuestra época hiperrealista piensa que el cuento no vale porque ninguna de sus historias reza: “Basada en un hecho real”.

“Lo suyo es un artificio”, nos dicen abierta o implícitamente.

No saben que atinan en el blanco y que su asevera-ción no es ninguna afrenta. La llamada artificialidad es una necesidad del género mismo pues siendo la verdad invisible a los ojos, hay que crear una trampa para atraerla: la trampa es el género mismo.

Soy un obseso, como todo autor, y la obsesión que tengo o que me tiene cogido a mí, es la necesidad casi sádica de exponer a un personaje a una situación límite. Siempre he creído que es en ese momento cuando emergen las esencias humanas, mismas que —mientras en el cuento definen si un personaje so-

brevivirá o no a su catástrofe— nos estarán revelan-do a nosotros, sus escritores y sus lectores, cuál es el repertorio humano para superar la fatalidad.

Hace poco me deslumbró tal revelación de que justamente eso es el género del cuento: un género creado para ser testigo precisamente del encuen-tro entre una persona y la coyuntura existencial que la amenaza.

Cuando era adolescente, yo tenía una amiga y un amigo, y esos amigos míos tenían a su vez una her-mana y un hermano. Con el correr del tiempo, cada uno de ellos, por su cuenta, sin conocerse —la her-mana de mi amiga y el hermano de mi amigo— aca-baron arrojándose al vacío, y yo me quedé en choque. Estuve tanto tiempo cerca de ellos, tanto tiempo en las inmediaciones de su camino a la muerte volunta-ria y no lo vi venir. Peor aún, ambos suicidios se lle-varon años en cumplirse y nadie de nosotros pudo hacer nada por detenerlos, por retenerlos. Lo que he ido entendiendo es que realmente no existió la posi-bilidad de dar ayuda, no, por lo menos, en aquel pre-sente que es cuando yo los conocí. Cuando yo los co-nocí ellos vivían ese largo periodo suyo de la conse-cuencia que un cuento ya no necesita narrar.

Lo que me sorprendí pensando es que quizá si hu-biésemos estado en el pasado, en su pasado, cuando todo eso empezó, algo habríamos podido hacer.

Ahora creo que quizá fue allí cuando descubrí que el único género capaz de brindarme ayuda para no ahogarme en el dolor y en la incomprensión era pre-cisamente el cuento.

La muerte es la situación más radical para el ser humano. Esta situación extrema ayuda a entender aquello a lo que se dedica el cuento: cazar los instan-tes que definen una vida.

Vayamos con mesura: todos los géneros literarios son trampas para seducir a la vida, para retenerla en las palabras, para convencerla de que nos mues-tre sus misterios y nos comparta sus secretos. Como cualquier trampero lo sabe, cada presa exige un ar-

Decir la verdad desde los géneros literarios

Una historia personal del cuentoR I C A R D O C H Á V E Z C A S T A Ñ E D A

ENSAYO

Abramos boca con este ejercicio de introspección de un certero practicante del género. Al escribir cuento, dice Chávez Castañeda, se desarrolla por fuerza “una teoría de la debilidad”, pues la tensión característica, lo fugaz del acercamiento a los personajes,

la necesaria ruptura en la trama hacen de este modo de narrar una vía para acceder a las situaciones límite que marcan la vida

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LOS QUE CUENTAN

tefacto distinto: no es lo mismo atrapar un lobo que apresar un zopilote. Según yo, según mis intuicio-nes, el arte-facto que es el cuento se especializa en la fatalidad. Es una máquina literaria destinada a rastrear la grave consecuencia de lo que hacemos o dejamos de hacer, de lo que nos hacen o nos dejan de hacer. “A toda acción corresponde una reacción”, “a toda causa corresponde un efecto”, diría la física del cuento, así haya que esperar pocos o muchos años en una vida humana para que ocurra la reacción corres-pondiente, para que el efecto de una pretérita causa, que se ha extendido a través de los años en forma de secuelas, llegue a término.

Pienso que todo género literario es una creencia. La creencia del cuento es que las existencias huma-nas se definen en un sólo momento de su vida. Ese momento capital divide las vidas en antes y después. Es decir, todo lo que ha precedido al momento cru-cial de una vida acaba revelándose como un ingenuo Antes y todo lo que sobrevendrá a ese momento se manifiesta como un fatalista Después. El cuento en-tonces intentaría recoger justo ese instante, la bisa-gra de una existencia. Por ello el cuento es breve: le basta con dar cuenta del momento en que una sub-jetividad humana se descubre, literal o metafórica-mente, parada en la cornisa. Por eso mismo el cuento cree que no son necesarios los antecedentes —es de-cir, carece de relevancia relatar aquello que ha debi-do sucederle previamente a una persona para condu-cirle a su momento fatal—, ni es necesario paradóji-camente mostrar los “procedenetes”, llamémosle así a los momentos en que se vaya completando “la gra-ve consecuencia” de lo que sucedió una vez.

En el breve instante existencial recogido por el cuento —si es elegido bien— estarán contendi-das ambas larguísimas secuencias del Antes y del Después.

Por eso el cuento es sutil y sugerente por necesidad.La teoría del iceberg propuesta por Hemingway

encontraría aquí una interpretación distinta: la masa descomunal de hielo que se oculta bajo la su-perficie de una historia contiene ese Antes y ese Des-pués de una existencia en la cornisa. Piensen, como yo, en aquel hermano de mi amigo. Él se arrojó del puente por desamor, más finamente dicho, por ha-ber sido desamado. Pero fue muchos años después del término de su relación romántica. Es de suponer que su momento coyuntural, su momento fatal, vino cuando su novia decidió en el último momento no casarse con él. Hemos oído cantidad de historias se-mejantes: el arrepentimiento del novio o de la novia que no acuden a la cita, la interrupción imprevista de una ceremonia matrimonial por el develamien-to de un secreto, la interrupción de un enlace por causa del accidente trágico de uno de los futuros es-posos, bla bla bla. Pero esta “misma historia” melo-dramática que hemos oído sobre una boda no con-cretada, no conduce a todas las personas al mismo lugar existencial. La manida y sobada historia de la boda interrumpida condujo al hermano de mi ami-go a una larga extinción —para mí él fue el primer ser triste, abiertamente triste, que recuerdo: ya sin defensa, ya sin resistencia, ya sin encubrimiento; y fue para mí también el primer fantasma en vida que recuerdo: blancura envuelta en ropas negras; y aho-ra digo que asimismo fue para mí “el último románti-co”, “el último Werther”—, porque su larga extinción, la grave consecuencia que devino del fin de su amor, la inevitable reacción a la vieja acción de desamor, lo al-canzó en aquel puente por el que diariamente pasaba yo: el puente que da a los carriles de una autopista siempre transitada y siempre de vértigo.

Lo que no puedo parar de preguntarme desde aquel lejano entonces es: ¿sabía él que se iba a arro-jar; es decir, lo planeó, lo previó, pudo anticiparlo?… ¿O fue un arrebato? Y también me pregunto: ¿enton-ces por qué tanto tiempo después?… ¿Había estado esperando que algo que lo retuviera o, justo lo con-trario, fueron los años que le llevó desasirse y desha-cerse de todo lo que lo sostenía en esta vida?

Mi creencia es esta: si yo escribiera un cuento que le hiciera justicia, no, no justicia, si yo escribiera un cuento que le hiciera verdad a él, a su fatalidad, la historia debería concentrarse sólo en el momento en que la chica está diciéndole que no se casa con él —o bien el cuento debería concentrarse en sus inme-diaciones: el momento inmediatamente anterior o en el momento inmediatamente posterior— y nada más. La magia del cuento es que si yo lograra, con esa sencillez de recursos característico del género, elegir bien el momento en que su vida se condenó,

podría hacerles intuir/presentir/saber aquello que hubo antes en esa vida, pero sobre todo lo que ven-dría después.

La magia buena y la magia mala del cuento es que en mi historia estaría sucediendo hasta la eternidad solamente ese momento donde ella le dirá, le está di-ciendo o le acaba de decir que no puede casarse con él. Si yo le hago verdad al hermano de mi amigo, cada lector, también hasta la eternidad, sabrá, cuando lea la historia, sin saber cómo, que su vida acaba de ser decidida en este momento; es decir, que su muerte, la experiencia humana más radical, acaba de empezar.

Coincidimos muchas personas amantes del género en que los grandes cuentos empiezan cuando se aca-ban. Es decir, que es en el momento en que el lector lee la última palabra escrita en el papel, cuando en verdad empieza a suceder el cuento en su cabeza, en su alma, en su corazón. Quiero pensar que sucede así porque al concluir la lectura, que es la punta del iceberg teoriza-da por Hemingway, comienza a emerger en el alma, el corazón y la cabeza del lector aquella gigantesca masa de hielo que estaba oculta y que empezará a susurrar-le la historia de lo que le sucedió al personaje antes de este momento coyuntural, pero sobre todo le su-surrará la historia de lo que ocurrió después aunque todavía no haya sucedido.

Leer y escribir cuento es un entrenamiento exis-tencial. Un ejercicio perceptual y mental para empe-zar a narrarnos de un modo distinto a las personas con las cuales nos vamos cruzando en la existencia. Un modo de afinar la intuición para empezar a des-cubrir, en las vidas reales que están a nuestro alrede-dor, sus puntos de quiebre.

Lo que quiero decir es que quizás este es el costo de vender el alma al género cuentístico. El desarro-llo de una triste sabiduría que conduce, a nuestro pesar, a perfeccionar la visión de la fragilidad hu-mana allí donde más nos duele: en nuestras perso-nas amadas.

Especializarnos en el fatalismo nos puede ir tor-nando en incómodos augures, en videntes desprecia-bles. ¿Se imaginan realizar biografías o autobiogra-fías que se limitaran a deducir si las personas resi-den todavía en su Antes o ya transitan en su obtuso Después; biografías o autobiografías cuya intención sería concentrarse en ubicar el posible punto de quiebre de toda una vida?

Dije que mi obsesión era crear situaciones límites donde mis personajes, en el trance de vida o muerte (vida o muerte mental, vida o muerte afectiva, vida o muerte social, vida o muerte física), me mostraran las esencias humanas que tendríamos que compartir todos nosotros y que llegado el caso serían nuestro último recurso para salvarnos.

Creo que la bondad, dentro de la maldad implíci-ta que vertebra al cuento, está justamente aquí: lo que queremos hacer es coleccionar estrategias de supervivencia.

Es en este sentido que puede pensarse que toda buena historia es un contagio, un parásito, una en-fermedad. Un lector no sale indemne de un buen cuento precisamente porque el cuento no soltará al lector hasta que el lector vea al personaje arrojándo-se por el puente por el lado del Después, pero tam-bién hasta que el lector vea al personaje siendo lle-vado a la cornisa donde la coyuntura de su vida está terminando con su Antes.

Los lectores estarán parasitados, contagiados, en-fermos, habitados por esta historia concentrada en una aparente decepción amorosa más hasta que lo-gren ver precisamente que no es una historia amoro-sa más, no para este hombre, no hasta que consigan ver al hermano de mi amigo a punto de salirse de la vida por la inexistente puerta de abajo; es decir, has-ta que lo vean haciendo lo que el cuento no necesitó contarles: lanzándose desde un suelo que se le hunde bajo los pies y que le guarda una última esperanza y una última utopía, inesperadas ambas, impertinen-tes ambas, tan locas como él: alas, amor mío, alas, por favor.

Sin saberlo, los lectores estarán tocados por una nueva manera de percibir la existencia. Sin saberlo, estarán decidiendo si mudarse a este triste observa-torio de la fragilidad humana por una razón funda-mental: quizá pueda prestar ayuda, prestarles ayu-da, o bien ayudarles a prestar ayuda.

Escritores y lectores de cuento somos hermanos de un mismo mal y de un mismo bien. Sucede que cuando el parásito, contagio, enfermedad que es un buen cuento quiera abandonar a sus lectores después de cumplido el cometido de la revelación, seremos

nosotros, los lectores, quienes no dejaremos a la his-toria marcharse de nosotros. Más que enamorados de una historia, nos hemos enamorado de la visión y del mirador y del recurso de sobrevivencia que quizá no sirvió al personaje pero que acaso nosotros logra-mos entrever. Estamos marcados por la historia en particular que fue el cuento leído y por la posible va-riante que sería su antihistoria, pero también esta-mos marcados por el género, por esta cosmovisión y por su creencia que nos parecen, de pronto, apropia-das, pertinentes, afines: la fatalidad existe pero aca-so también existe la posibilidad de interrumpirla.

Nosotros, como aquella célebre novela de Bradbury, Fahrenheit 451, nos convertimos entonces en recipien-tes vivos de una historia y de todo un género literario y de toda una posibilidad de no perder la vida.

¿No es eso lo que desearía todo escritor de cuen-tos? Ser el nuevo hogar y el nuevo brote de la epide-mia cuentística.

Sí y no. Todo escritor de cuentos quiere sobre todo asir una de las más tristes verdades de la existencia humana: nuestra vulnerabilidad y las mil rutas para destruirnos que tiene la vida. Quiroga se especializó en ver todos los finales trágicos con que la naturale-za nos está esperando: venenos, hormigas, acciden-tes, pulgones, etcétera. Cortázar se especializó en ver todos los finales trágicos que lo extraordinario nos depara en las esquinas más ordinarias y comu-nes de la vida. Onetti se especializó en ver todos los finales trágicos a que los seres humanos nos empu-jamos los unos a los otros. Rulfo se especializó en ver todos los finales trágicos a los que una vida triste y desamparada nos va orillando. Y así.

La otra historia es la de la hermana de mi amiga. La hermana de mi amiga parecía una niña normal hasta que descubrió a Dios o hasta que Dios la des-cubrió a ella. Poco a poco Dios la fue ocupando has-ta que ella abandonó todo lo que no era Dios: dejó estudios, dejó amigos, quiso dejar a su familia mu-chas veces, pero su familia salía a buscarla y la traía de vuelta esa misma noche o días después. Su misión era Dios y contagiar a Dios, así que predicaba. Para mí, su misión de predicar ya era un comportamien-to suicida porque ella —siguiendo quizá la consig-na cristiana de que quien necesita a Dios está entre los pecadores y no entre los justos— lo hacía por las noches y en los barrios más rabiosos del norte de mi ciudad. Descubrió el suicidio al mismo tiempo que la vergüenza de seguir viva, después de su primer intento de matarse. Lo intentó tantas veces que sus cinco hermanos y sus padres se turnaban para no dejarla sola ni en casa ni fuera de ella. Alguna vez tuvo que haberse liberado de todas las vigilancias y de todas las tentaciones de volver a fallar, se subió en un edificio y se arrojó de la azotea.

Como puede notarse, con la hermana de mi ami-ga relaté más los efectos del descubrimiento de Dios que la causa de esa necesidad de lo divino que súbita-mente debió de haber irrumpido en algún momento de su vida.

Así es el cuento. Un género maestro no para mos-trar causas —acaso ese género sería la memoria o la biografía o el psicoanálisis— sino los efectos.

Lo que muestra el cuento es el momento en que el efecto comienza o está por comenzar. ¿En cuál mo-mento de la historia de la hermana de mi amiga ten-dría que concentrarme yo para, como apunté antes, no hacerle justicia sino para hacerle verdad? ¿En qué momento se definió su vida y todo lo que vino des-pués sólo fue consecuencia, un túnel cuya única sali-da era la azotea de un edificio?

A diferencia de lo sucedido con el hermano de mi amigo, aquí el momento coyuntural y la cornisa no son fácilmente conjeturables.

Es aquí donde inicia la difícil labor de la búsqueda de la verdad que es el cuento. Imaginen la manida vi-sión de la laguna, la piedra cayendo en su centro y el oleaje hecho anillos que se expanden por el agua, órbi-tas de efectos que se desplazan siempre hacia las ori-llas. ¿Cuándo cayó la piedra en medio de la laguna que era la hermana de mi amiga? ¿Y qué fue la piedra? Eso es lo que me sigo preguntando aún.

Las historias de mis amigos y sus hermanos suici-das son reales. Pero un cuentista no necesita —como se cree en esta época ultrarrealista— historias rea-les. Antes de leer “Una rosa para Emily”, de William Faulkner, yo ya estaba obsesionado con las personas que se rebelan contra la muerte con la única posible rebeldía que tenemos al alcance de la mano: no dar el cadáver de nuestra persona amada. Siempre he que-rido escribir esta historia. Parece�P A S A A L A P Á G I N A 1 6

DECIR LA VERDAD DESDE LOS GÉNEROS LITERARIOS. UNA HISTORIA PERSONAL DEL CUENTO

Page 8: La Gaceta núm. 514 del FCE. Octubre de 2013 · 2 OCTUBRE DE 2013 José Carreño Carlón DIRECTOR GENERAL DEL FCE Tomás Granados Salinas DIRECTOR DE LA GACETA Alejandro Cruz Atienza

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Tenga cuidado de no convertirse usted mismo en una le-yenda. Así te precaven los guías en los recorridos noc-turnos por las casas antiguas de la ciudad de Querétaro. Se refieren a que no debes pasmarte demasiado obser-vando los grandes arcos coloniales y los bellos balcones como para bajar de la acera y exponerte a un accidente. Pero yo he podido encontrar otro sentido a sus sabias pa-labras. Somos seres construidos por recuerdos. Por eso el pasado nos llama, siembra de pistas las calles por las que andamos, para que olvidar sea imposible. Me maravilla la

forma en que esta ciudad se empeña en que las huellas de los siglos pasados perma-nezcan imborrables. La historia es un monumento que nos sale al paso, una ima-gen arcaica que poco a poco se traslapa con el paisaje del presente, oscureciéndolo, dotándolo de los antiguos blasones de lo legendario.

Tenga cuidado con las leyendas. Algunas son historias inventadas por la gen-te, sin ninguna base histórica. Apócrifas formas de recuperar las sombras inde-finidas que cruzan la plaza en la noche desierta. Pero, ¿acaso no tienen derecho los fantasmas a aparecer cobijados por la verdad o la mentira? Ambas no son sino versiones de nosotros mismos, retratos en espejo de nuestro interior.

Entramos a un patio interior adoquinado, con un gran árbol en medio, sus ramas dotaban de vida a la oscuridad. Alrededor del tronco se acomodaba una suerte de cantina cuyos bancos y barra eran de metal. Había jaulas vacías, me-ciéndose en la dirección del viento. Éramos un grupo de diez o doce personas. El guía sostenía un farol cuya escasa luz nos congregaba. Mientras nos acomo-dábamos en algunas bancas de hierro dispersas, pensé en cierta particularidad de estas arquitecturas coloniales: el adentro y el afuera conviven de varias for-mas. El paisaje invade los espacios particulares y éstos parecen querer fundir-se con la amplitud externa: los balcones que se asoman sobre las cabezas de los transeúntes, los arcos amplísimos de las entradas que aguardan a ser atrave-sados por gigantes, los patios interiores cada vez más amplios, más parecidos a un afuera que sin embargo sigue estando dentro de los límites de una casona familiar hoy convertida en otra cosa, local o restaurante, pero que no pierde su aire de lugar habitado por algo más que los vivos.

La narración empezó. Dos niños, nos contó el guía ataviado como noble diecio-chesco, desobedecieron el silencio de la noche, y encontraron su destino.

—Las campanas de todas las iglesias de la ciudad repicaron durante varias ho-ras. Un concierto de bronces templados por golpes de sacristanes cargó el aire de voces vibratorias que no llamaban a misa, sino que celebraban una suerte de tre-

Acérquese, desocupado lector, a este relato de relatos en el que la tradición oral demuestra todo su poder. Boone es un explorador del género que lo mismo recurre a la estructura

clásica, con su desenlace inesperado, que experimenta con la forma y los personajes. Acompañemos al narrador a una pesquisa por los inofensivos mitos de una ciudad

que aún puede depararnos sorpresas

EL HOMBRE QUE RECORRE

EL ACUEDUCTOLU I S J O R G E B O O N E

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CUENTO

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gua con las fuerzas aciagas del mundo. Las familias paseaban a altas horas de la noche, parejas jóvenes y ancianos ocupaban las bancas de las plazas. Luego todo fue silencio. Las personas entendieron lo que eso significaba. La ciudad se fue que-dando desierta. Casi. Tres niños tuvieron la audacia de no recogerse en sus casas y siguieron caminando, vagando de aquí a allá, haciendo escándalo con sus risas y las piedras que pateaban calle abajo. Pronto llegaron a una iglesia iluminada de forma inaudita. Era más de medianoche. Las bancas estaban repletas; al fondo, dos ataú-des frente al altar. Dos de los niños se adelantaron hacia el atrio, el tercero se quedó atrás, sintiendo mala espina. Sus compañeros llegaron hasta la puerta y pudieron ver el rostro del fraile que oficiaba la misa de cuerpo presente. El religioso era una calavera descarnada. Sus ojos resplandecían, puntos de luz roja perdidos en el caldero negrísimo de sus cuencas.

En la suerte de cantina donde nos encontrába-mos, de una puerta salió una figura torva de sayal oscuro, y se acercó a las personas que escuchaban conmigo la historia. Sus manos no eran sino lar-gos huesos que terminaban en filo, y en un tétrico gesto dibujaba con la derecha la señal de la cruz. La penumbra confería realidad a la aparición. Había actores escondidos en los rincones, tras los muros, esperando el momento preciso para encarnar a al-guno de los personajes. El cuero de un tambor em-pezó a retumbar justo a mis espaldas.

—La feligresía volteó a mirar lo que el fraile seña-laba, la intrusión de aquellos dos curiosos. Todos los presentes no eran sino huesos ataviados con ropas vie-jas, polvorientas. En ese momento, ambos niños caye-ron muertos. Sus cuerpecitos inertes completaron el velorio, que era, por cierto, el suyo. El tercer niño vol-vió a casa para contar el destino de sus amigos.

Los golpes de tambor nos condujeron a través de pasillos y salas sin luz; una rampa nos sacó al fresco de la noche y llegamos a un patio interior mucho más amplio. También tenía un árbol en medio, pero este mucho más viejo y grande. No pude escuchar muy bien lo que contaban, la presencia de un violinista pervirtió mi atención con las lacónicas pero desespe-radas notas que arrancaba a su instrumento. El caso fue que me separé del grupo y rodeé el árbol, llegué hasta el pilar donde se encontraba recargado, ensi-mismado frotando las cuerdas con el arco. Cuando se percató de mi presencia, tocó una breve nota en falso y se retiró del lugar sin interrumpir su melodía.

Fue cuando la vi. Vestida de muerte. Una joven dama de negro cuyo rostro blanquísimo resulta-ba tan delicado como el reflejo de la luna sobre el agua. Nunca he vuelto a mirar unos ojos tan hermosos y tan tristes. No me miró, pasó de largo, rozó apenas con las mangas de su vestido de luto a algunas personas que escuchaban la narración. Nade pareció darse cuenta de su presencia. Pero yo necesité que me mirara. La seguí cuando se retiraba por una puerta cercana. Al atravesarla, la perdí. Me pa-reció verla como una sombra que se alejaba a la distancia; ya no podía seguirla. No quise perderme y regresé con el grupo. Debía volver de día, buscarla a la luz del sol y darme cuenta de que no era una aparición sino una mujer a la que podía hablarle.

Para llegar a la siguiente historia salimos a dar un rodeo por las calles semide-siertas. No nos topamos con casi nadie. Apenas sombras fugaces se delineaban un instante antes de desaparecer en una esquina lejana. Atravesamos una plaza, dimos un rodeo para evitar un par de callejones y llegamos a la antigua mansión de un potentado que había sido usurero en su época. En los festines intermina-bles que acostumbraba ofrecer, sus invitados murmuraban que no parecía sufrir los estragos del tiempo. Nos acomodamos en las escaleras que conducían al se-gundo piso de la casona, donde antiguamente se encontraba el salón de banque-tes y la habitación de la hermana del usurero. Sentí un escalofrío y giré la cabeza para encontrar una figura femenina vestida por completo de blanco en el piso su-perior. El velo sobre su rostro no me impidió reconocerla. Se alejó. Era ella. Me puse de pie y subí. La busqué por los pasillos pero la perdí de nuevo. Volví a mi sitio para escuchar que un inexplicable estallido había acabado con la casa. Los testigos, cuando entraron horas después, encontraron el cuerpo calcinado del usurero pegado como una mancha en las vigas del techo. Una fuerza descomunal lo había vuelto la ceniza grumosa que ahora pendía de la madera. La historia es-taba a punto de concluir cuando vi de nuevo a la mujer asomándose desde el piso superior. Una ventana enmarcaba su rostro pálido. Su expresión era callada, fija, inconsolable. Un papel había sobrevivido a la destrucción del fuego. Se trataba de un contrato celebrado entre el hombre y el mismísimo Satanás, quien le concedía cincuenta años de prosperidad y juventud a cambio de su alma. El alma, que ha-bía sido�reclamada en el último festín.

Salimos. El recorrido había terminado. No pude preguntar a nadie por la ac-triz que interpretaba a la muerte. Nadie me prestaba atención, y cuando lo hacían se alzaban de hombros. Decidí hacer guardia en la entrada hasta verla salir. Pero no tuve que quedarme mucho tiempo. Noté de pronto que en la plaza que se aso-maba al fondo, una monja miraba en mi dirección sin hacer un solo movimiento. Su indumentaria era la de una capuchina, arcaica, fantasmal. El hábito oscuro, el cordón que ceñía su cintura, la capucha blanca que aureolaba su rostro. Caminó en dirección de una calleja a la izquierda. Era ella. Otro personaje. No podía perder-la. Debía averiguar dónde tenía lugar la leyenda que ahora encarnaba. Pregunté al último de la trupé que salía mientras se desmaquillaba y me dijo que la última fun-ción de la noche tenía lugar en el acueducto, donde contaban la historia de su cons-trucción, el marqués y la monja. Tenía que darme prisa si quería llegar.

Corrí todo lo que pude, hasta que los pulmones me dolieron. Temblaba. Pasa-ron pocos minutos, aunque no podría decirlo a ciencia cierta, pero llegué al lugar.

Al pie de una enorme caja de agua un narrador contaba una leyenda para nadie. Me acerqué lo suficiente para oír pero no para alterar la soledad de su relato ya empezado, dicho al viento de la noche.

—…sólo las historias de amor son inmortales. Y el amor no correspondido hace que la eternidad sepa amarga. El marqués mandó construir los setenta y dos ar-cos monumentales de este acueducto, fruto de su propio ingenio, para conseguir el amor de sor Marcela. “Trae el agua al pueblo”, le dijo, “y te corresponderé como mis hábitos no me lo permiten.” Un amor prohibido por la fe y la ley conocería su apoteosis gracias a la transparencia de agua. Pero el marqués nunca estuvo con-

forme con la forma santa del amor que la monja le propuso luego de que él hubo cumplido su parte, y la siguió frecuentando hasta la muerte, muerto desde antes, en vida, de pasión vacía y afectos desbarran-cados en el abismo del maltrato —su mirada se clavó en mí, me habló por primera y única vez—. No deje usted jamás que el amor se vaya. No lo permita.

Retrocedí. Miré al cielo. Mis ojos se detuvieron en lo alto del acueducto. Ella. Su hábito ondeando por gracia del aire que me impedía verla fijamen-te. Crecía en fuerza. Aullaba. Busqué la forma de alcanzarla. Varios arcos más allá, localicé algunas piedras salientes que podrían servir de escalera. Subí, escalé entre rasguños y golpes que la piedra cruda me infligía cuando resbalaba. La noche impi-dió que viera la sangre brotar de mis dedos, pero la sentí, manchándome. Sudoroso y maltrecho llegué a la cima. El agua corría por el canal central, ocul-to dentro de la piedra. El rugido de la corriente me mareaba. Pero debía llegar hasta ella. Avancé con el reflejo de las luces distantes de la ciudad tallando en lo profundo de la noche su pequeña silueta eva-nescente. Avanzaba. Ella seguía distante. Parecía alejarse cada vez. Nueve años tardó en construir-se el acueducto, y parece que otros nueve he de re-correr para alcanzar a mi propia monja, lo mismo que el desdichado marqués. Apenas me he detenido para descansar unos instantes, pero debo empren-der mi carrera contra el tiempo. Ella se aleja, mas no desaparece, como si quisiera guiarme al final de la noche y sus fantasmas, a una hora luminosa y ver-dadera donde pueda al fin hablarle, pedirle que me mire. A veces me detengo, y ella, en la distancia, pa-rece detenerse, esperar a que pueda seguirla. No lo sé. Quizá sean ficciones de mi mente fatigada, quizá ella esté ya fuera por completo de mi vista. Perdida en la extensión incesante de la noche. No… Para se-

guir atento a la carrera me cuento las historias que escuché justo antes de caer en este encantamiento, esta maldición. Y recuerdo, de pronto, la primera adver-tencia, una escuchada al vuelo, oída como palabra vaga, carente de importancia. La recuerdo, pero no me detengo, no debo hacerlo. La recuerdo. Camino. Sigo ca-minando. Escucho a lo lejos: Tenga cuidado de no convertirse usted mismo en una leyenda.�W

Luis Jorge Boone es poeta, narrador y ensayista. El Fondo ha publicado sus libros de cuento La noche del caníbal (2008) y Largas filas de gente rara (2012).

EL HOMBRE QUE RECORRE EL ACUEDUCTO

o lejos: Tenga cuidado de no conve

RETROCEDÍ. MIRÉ AL CIELO.

MIS OJOS SEDETUVIERON EN LO

ALTO DEL ACUEDUCTO. ELLA. SU HÁBITO

ONDEANDO POR GRACIA DEL AIRE QUE

ME IMPEDÍA VERLA FIJAMENTE. CRECÍA

EN FUERZA. AULLABA. BUSQUÉ LA FORMA DE

ALCANZARLA.

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1. DIFÍCIL SERÁ CONTAR CÓMO EMPEZÓ TODO ESTOviajero del tiempo: Primero que nada, está el hecho de que, con aquello de po-der ir hacia delante y hacia atrás en el tiempo, ver dónde empieza y dónde acaba la historia es dificilísimo. No, es más, es imposible. Se podría empezar con lo que me pasó con tu amigo Herbert…

yo: ¿Quién? ¡Ah, Wells, el de La máquina del tiempo!vt: Ese. H. G. Un hombre muy simpático.y: Que yo conocí gracias a ti, dado que murió antes de que yo naciera.(Por los ventanales de la Casa de Horas Perdidas, el hogar del Viajero del Tiem-

po, se ven —como es habitual— los remolinos milagrosos. También se oye, tenue, el gemir del vacío, que se agita en sus sueños pero aún no despierta. Y en la televisión de la sala, la temperamental, están todos los programas, de todas las épocas, a la vez. Es decir, lo de siempre.)

vt: ¿Fue en ese orden? También se podría hablar de lo que me pasó a mí con tu otro amigo…

y: ¿Cuál?vt: El de la barba…y: ¿Eh? (Pausa.) ¡Ah, no…! Ya te dije que yo no conocí a Julio Verne.vt: ¿No? ¿Seguro?

y: Quién iba a decir que eras pésimo para las fechas.vt: A lo mejor te llevo a conocerlo y hoy te recuerdo como serás dentro de poco,

cuando ya lo hayas conocido.y: ¿Eh?vt: Es broma. (Pausa incómoda.) Bueno, no, no es cierto. Podría pasar. Recuer-

da lo que pasó cuando escribiste tu primer libro sobre mis aventuras.y: ¿Eh?vt: ¿Cómo que “Eh”?y: ¿Cuál libro?vt: ¿Cómo que “Cuál libro”? ¡El Viajero del Tiempo!y: Yo no he escrito nada titulado El Viajero del Tiempo.vt: ¿Cómo que no? ¡Si hasta lo publicaste! Fue…, ay, en qué siglo fue, tú me di-

jiste, el veintitantos…, si hasta me dijiste en qué país… Hasta me dijiste que eras, cómo se llama esto, escritor…

(Se interrumpe. Pausa muy incómoda.)vt: Todavía ni se te ha ocurrido, ¿verdad?y: Aunque no sería mala idea. He escrito algunas historias brevísimas. Mini-

ficciones, se llaman. Podría hacer más. De momento las publico en una red so-cial… ¿Sabes qué es una red social?

La imaginación de Alberto Chimal es un caleidoscopio: basta moverla un poco para que imágenes coloridas e intrigantes aparezcan delante de uno. Su gracioso e irreverente Viajero

del Tiempo, ése que le susurra historias que caben en un tweet, dialoga aquí con un yo que bien podría no ser Chimal y que arrastra a los lectores a su vertiginoso torbellino de historias

TRÍPTICO DEL VIAJERO DEL TIEMPO(FRAGMENTOS DE UN LIBRO

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vt (sin hacer caso; a lo lejos, el vacío se agita, y luego se queja, como si entra-ra en una pesadilla): Esto de las fechas es siempre un problema. Yo creía estar hablando con el tú que eres algún tiempo después de haber publicado El Viaje-ro del Tiempo, cuando estás a punto de hacer la continuación: El gato del Viajero del Tiempo.

y: ¿Tienes gato?(Como si estuviera esperando su pie en una obra de teatro, se escucha al gato: un

maullido, remoto, desde el fondo de algún corredor.)vt: Algún día te preguntarás cómo empezó todo esto.

2. ENTRETANTO…Entretanto, el Viajero del Tiempo se desplaza a fantásticas velocidades por la co-rriente de los siglos. (Esto es verdadero siempre.)

*Entretanto, el Viajero del Tiempo pone en reversa su máquina. Avanzan río

abajo los salmones. Alejo Carpentier desescribe hacia adelante.*Entretanto, Gabriel García Márquez dice al Viajero del Tiempo que no exagere

en sus cuentos pues la realidad siempre supera a la ficción.*Entretanto, el editor advierte al Viajero del Tiempo que los textos breves no

interesan a nadie y lo que vende es la novela gorda.*Entretanto, el Viajero del Tiempo se detiene en una noche de Edgar Allan Poe

a preguntarle si el caballero con el que habla es realmente una momia egipcia.*Entretanto, el Viajero del Tiempo cuenta al Golem de Praga la leyenda de

Franz Kafka y Max Brod, vecinos de la ciudad, guardadores de misterios.

*Entretanto, el Viajero del Tiempo lleva a Pancho

Villa a ver películas de los siglos 21 y 22 sobre Pan-cho Villa. Al salir lo ve satisfecho.

*Entretanto, el Viajero del Tiempo conversa con

Jane Austen y reconoce que sí, de siglo en siglo la bondad llega a ser recompensada.

*Entretanto, el Viajero del Tiempo oye al paciente

que delira en su camisa de fuerza: está contándole su propia historia, viaje por viaje.

*Entretanto, el Viajero del Tiempo escucha cantar

al rey David: la canción es sobre muchas noches y recuerda muchas muertes pequeñas.

*Entretanto, el Viajero del Tiempo huye de la ex-

plosión, que lo derriba y lo aturde: de pronto ha olvi-dado si está en Tunguska, Sodoma o qué.

*Entretanto, el Viajero del Tiempo escucha músi-

ca que no sólo no se ha subido ilegalmente a inter-net sino que no se ha compuesto. Aún.

*Entretanto, el Viajero del Tiempo deja el siglo cuya iglesia más antigua venera

a un Pequeño Pony (la Capilla Sixtina es púrpura brillante).*Entretanto, el Viajero del Tiempo escucha, de lejos, cómo discuten y pelean los

jóvenes escritores de Pompeya. Hablan de pasión, de historia y de fuego.*Entretanto, el Viajero del Tiempo mira un incendio de Roma desde lejos. No se

ve a ningún emperador. Pero se oyen los gritos.*Entretanto, el Viajero del Tiempo visita el Año de la Canica.—En el siglo xx hablaban de ustedes y luego ya no.—¿El siglo xx no es uno del pasado remoto?*Entretanto, el Viajero del Tiempo lleva a Robert Smith a conocer a Lovecraft,

quien de inmediato decide usarlo como personaje en un cuento. No dice cuál.*Entretanto, el Viajero del Tiempo me cuenta de los siglos en que la literatura

más popular no es ficción, ni no ficción, sino todo lo contrario.*Entretanto, el Viajero del Tiempo dice a Nikos Kazantzakis:—Realmente creo que debería llevar al menos una libreta. No sólo habla mu-

cho. ¡Habla arameo!*Entretanto, en otro lugar de Jerusalén, el Viajero del Tiempo oye que el hom-

bre le contesta:—¿Última cena de qué? ¿De quién? ¿No le dieron una dirección?*Entretanto, el Viajero del Tiempo visita el siglo donde cada identidad de David

Bowie preside una iglesia distinta, en guerra con las otras.*Entretanto, el Viajero del Tiempo se relaja: este no puede ser el asesino en se-

rie del que le hablaron. ¡Si trabaja de payaso en fiestas!*Entretanto, el Viajero del Tiempo escucha el lamento de Homero:—No sé, no sé, no estoy seguro de nada. ¡Aquel poema en el que me basé es mu-

chísimo mejor…!*

Entretanto, el Viajero del Tiempo señala a la anciana Anaïs Nin, digna y per-fecta, enteramente vestida.

—Sí tiene un aura —comenta Marilyn.*Entretanto, el Viajero del Tiempo ve a Harold Bloom huir a la carrera,

gritando.—Pensé —se asombra— que si lo invitaba a conocer a Shakespeare le daría

gusto.*Entretanto, el Viajero del Tiempo visita al Gran Cacique en su caverna y lo oye

decir:—No va a durar eso de la “escritura”. Sigo convencido.*Entretanto, el gato del Viajero del Tiempo se deja ver, pardinegro, en otra no-

che —una desesperada— de Edgar Allan Poe.—Miau —saluda, como si tal cosa, entre la lluvia y el viento.*Entretanto, el Viajero del Tiempo piensa en los otros sitios y tiempos que ocu-

pa ahora mismo, mañana, siempre. Qué fatiga y qué vértigo.

3. ME PESA EN EL CORAZÓN LA VIDA QUE VOY LLEVANDOviajero del tiempo: No es que la gente se repita. Pero, tarde o temprano, es in-evitable que nazca y viva alguna persona parecida a ti. De hecho, nacen muchas. Y algunas se parecen mucho. La historia es larga. Tú y todas las personas del mundo tienen varias copias aproximadas en el pasado y el futuro.

y: ¿Qué tan aproximadas?vt: Bastante. Por ejemplo, hay uno que es prácticamente igual a ti en el siglo

49875693847569 salvo por los ojos, que son azules. Y tres.

y: ¡Tres!vt: Era un iconoclasta. O lo será, dentro de

49875693847548 siglos. La moda de aquella época es, o fue, o será, tener tres brazos y él prefirió, o pre-ferirá…, o prefiere…

y: Sigue, por favor. (Estas confusiones son habi-tuales cuando el Viajero del Tiempo intenta hablar en un idioma como los de estas épocas.)

vt (tras una pausa incómoda, aunque breve): Bue-no. Prefirió hacerse crecer un tercer ojo, pues. De-cía que le permitía ver la realidad de otro modo: tengo entendido que no es una idea de ese siglo sola-mente… Él encabezó una revolución. Por otra parte no sólo se te parecía físicamente, sino que tuvo una biografía de lo más similar: los padres eran médi-cos, él se fue en circunstancias poco claras, la fami-lia de ella era compactocrática…

y: ¿Lo que en el siglo 21 llamamos “familia muégano”?

vt: Y hubo/hay/habrá otro aún más parecido a ti, del siglo Trucutú-Soda 10028-bis, con dos ojos del color de los tuyos, prácticamente la misma biogra-fía salvo los nombres y la localización en Nueva An-tártida, la misma historia de fracaso…

(Ahora sí aparece el gato del Viajero del Tiempo, muy orondo por el piso pulido de la Casa de Horas Perdidas. Se detiene, otea, corre. Está persiguiendo a un ratón que pasa a toda velocidad ante nosotros, parece igual a cualquier otro y es en realidad —luego lo sabré— un modelo juguetón e invulne-rable venido de los Siglos de la Fez Fucsia: le encanta jugar con los gatos y no sufre daño cuando lo muerden ni lo rasguñan.)

y: ¡Fracaso! (Escalofrío. Conciencia del futuro. Etcétera.) Podrías no habérmelo dicho.

vt: ¡Ay! (Pausa muy incómoda y larga.) A lo mejor me equivoqué de palabra… Y tampoco es que haya visto absolutamente toda tu biografía, ¿eh? La de este ca-si-tú del que te cuento a lo mejor no es tan igual: escribe historias que no están muy de acuerdo con las modas de su época, no se congracia con las autoridades del gusto, éstas se enojan porque a pesar de todo tiene quien lo lea, y entonces…

(Pausa. Me mira la cara lúgubre.)vt: Hay otros casi-tú que son herreros. Pescadores. Terroristas. Activistas

de todo tipo. Cazadores y recolectores luego de un apocalipsis o antes de una edad de oro. Reyes, pintores, mendigos, popes. Papisas, también: hay algunos que transitan de ser mujeres a ser hombres, o al revés, o a otros géneros. Hay uno que es un androide. Hay uno que es una especie. Hay uno que es un pez do-rado. Hay uno que es autor famoso y amado…

y: ¿Por qué no salimos? (Lo tomo del brazo. Salimos del cuarto hacia su máqui-na. Lo arrastraría a donde fuera para no seguir escuchando. El gato sigue jugando con su ratón indestructible. Por las ventanas se ve el tiempo que transcurre y que no se puede ganar, ni perder, ni acelerar, ni retener.)

vt (desde afuera, todavía intentando componer la situación; usted lo oye aquí, en el cuarto vacío): El que te contaba primero tiene una esposa que lo quiere mucho… Tú también, ¿no?�W

Alberto Chimal es narrador y ensayista. En el Fondo publicamos recientemente El último explorador. Diez aventuras inéditas (2012).

TRÍPTICO DEL VIAJERO DEL TIEMPO (FRAGMENTOS DE UN LIBRO EN FORMACIÓN)

ENTRETANTO, EL VIAJERO DEL TIEMPO

VISITA EL SIGLO DONDE CADA IDENTIDAD DE

DAVID BOWIE PRESIDE UNA IGLESIA DISTINTA,

EN GUERRA CON LAS OTRAS.

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LOS QUE CUENTAN

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LOS QUE CUENTAN

Una de las cosas que más odio en la vida es llegar tarde al cine, cuando la película ya empezó. Eso me causa una especie de vértigo y desorientación general. Pero no escarmiento, ya sé que Linda siempre se demora. Hoy era el último día que darían esta película y por nada del mundo me la iba a perder, se lo dije, si no apareces a tiempo me meto solo. Las luces ya estaban apagadas, era tanta la oscuridad que creí que me había equivo-cado de cortina. Miré hacia arriba, donde estaban los proyectores, encendidos; seguramente en la película

era de noche porque bien poca claridad pasaba a este lado de las butacas. Me guié por la luz reflejada en el filo del pasamano. Con la pantalla a mis espaldas pude ver el conjunto de asientos y elegir un lugar, mis ojos ya se habían acostumbrado. De camino para acá me quise figurar que la sala estaría abarrotada, pero no había na-die. Sentí que yo era la única persona del público y me dio miedo, y más aún porque me pareció que en la última fila había alguien escondido entre la sombra.

Busqué en la sala eso que llaman la región áurea; y allí me senté. Justo a tiem-po porque en ese momento la cámara era como una nave espacial que a imposible velocidad atraviesa el espacio hasta avistar la Tierra. Desciende vertiginosamen-te y me mareo, siento incluso una como turbulencia en el cine. Me sujeto a los brazos del sillón al sentarme, como un capitán. Atravesamos un grueso manto de borra espesa más que de nubes. ¿Cómo filmarán estas cosas? Por fin queda atrás la primera capa de la estratosfera y la bruma se va disipando en un azul esplén-dido que sin duda es el océano. Hay sol pero el aire está helado. El horizonte de trescientos sesenta grados parece infinito. Me figuro que hemos de estar a mitad del Atlántico a la altura del Ecuador. No se alcanza a ver costa alguna.

Seguimos bajando y parece aún lejos la superficie del agua. Me digo que a Linda le encantaría ver esto. Estoy inquieto, siento que no logro concentrar-me del todo en la película por estar al pendiente de que ella entre a la sala. Por cierto que el sonido ha ido subiendo paulatinamente, es el del ambiente; al parecer hay bocinas desde la pantalla hasta el fondo y en el muro de los proyectores.

Nos acercamos a un nuevo cúmulo de nimbos; en breves instantes lo atravesa-mos y allá a lo lejos, justo en la raya donde pega el sol, se distingue un punto os-curo. Ya no es la bruma sino el charolazo de la luz lo que resta nitidez a la imagen. Conforme descendemos se aprecia en detalle la piel del mar. Es verde, está un poco encrespado y empezamos a seguir la estela de espuma que deja tras de sí una em-barcación. Eso era el punto negro. Es un buque mercante más bien pequeño. Esa

música dodecafónica no ayuda a hacerse una idea clara de la atmósfera o la situa-ción. Damos vuelta en torno al barco, cada vez más cerca en la espiral. Lleva dos contenedores en la cubierta. En el puente no se distingue a nadie. Parece sin tri-pulación pero mantiene el rumbo firme y va rápido. Se ve muy viejo, de todo el filo de la borda se desprenden escurrimientos de óxido. A babor el casco muestra, tam-bién como una mancha, que en algún tiempo su hierro estuvo pintado de amarillo y rojo. Lepra: eso recuerda su textura. De ese mismo lado, del ancla sólo queda el muñón. En el muro de estribor brillan como espejuelos las ciegas claraboyas; nada se mira hacia adentro.

Corte. ¡Ya era hora! En lo que parece el interior de la nave un grupo de hombres discute en torno a una mesa. Tienen la ropa sucia, están sudados. Una mínima luz verdosa los congrega como a insectos. Sobre la mesa hay papeles, quizá cartas de na-vegación, y un instrumento que no conozco. De donde comienza la penumbra sale una voz, su tono es imprecatorio. Suelta una retahíla en un idioma escandinavo, o eso me parece. Se suceden una tras otra las caras sucias de los otros. El siguiente close-up se detiene en las penumbras, de donde se asoma conforme surte las palabras el ros-tro cuadrado del que habla. Lleva el pelo al ras, lampiño, las narices chatas. Por fin aparecen los subtítulos y nos enteramos de que llevan un oso en la bodega. Apenas le queda vitualla para un año más: dice. Otro, de rasgos mulatos, levanta un mosquete; algo grita en su malhadada lengua sin que lo acompañe traducción ninguna.

Corte de nuevo. En lo que parece un amplio camarote vemos a un hombre sentado en un sillón. Fuma y acentúa su gesto con la dignidad de un monóculo. Tiene voz de urraca, suena a alemán lo que habla. Aquí los subtítulos no se demoran: No tengo pri-sa por arribar a ningún puerto, Dindi. Mientras estemos juntos este viaje no acabará. Me pregunto si se puede realmente conocer a alguien. ¿Lo que en ti veo es la imagen de mi alma? Y tú… ¿qué ves en mí, Dindi?

Dindi hace un ruido indescifrable desde la oscuridad de la derecha. La cámara recorre el piso y va mostrando, como si lo olfateara un perro, un cinturón de cue-ro, una bota de motociclista y algo que semeja una toalla arrugada. Por más de un instante el espectador podría pensar que Dindi es un muchacho. Vemos el medio plano de una espalda desnuda hasta que la cubre una bata de satín. Dindi se da la vuelta. Corte a:

Van a matar al oso o eso parece. En contraplano vemos al grupo de hombres abrir con violencia una puerta. Uno de ellos lleva un catalejo, no se sabe en rea-lidad cuántos son y como si no siempre fueran los mismos. Traen gesto de preo-cupación más que de enojo. Cual si fuera el líder, un marinero andrajoso con peto de mecánico se acerca a mirar al oso, blande una llave inglesa. Una masa de pelos se interpone entre los que vemos la película y el resto de los hombres. Después de

Vayamos al cine de la mano de González Suárez. Aquí narra una inconexa película que le sirve de pretexto para darnos a conocer al impaciente, sensible y un tanto paranoico narrador,

verdadero protagonista de lo que ocurre dentro y fuera de la pantalla. El ancho mar, un oso amenazante, luz y sombras opresivas: con piezas así de diversas el cuentista atrapa al lector en

una malla que termina por disolverse

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LOS QUE CUENTAN

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LOS QUE CUENTAN

un momento se distingue claramente el contorno de la cabeza del oso, sus oreji-tas. Se mueve de forma oscilante como para dejar ver a los marineros, siguiendo el ritmo de una musiquilla que ha surgido imperceptiblemente. De nueva cuenta discuten cada uno en su idioma. A una larga perorata sigue en la pantalla un sub-título: ¡No te abandonaremos! Enseguida los hombres salen empujándose de la escena. El cuadro se cierra hasta el detalle de sus ropas luidas y disímbolas.

Saltamos al puente, donde se halla el capitán; habla en inglés, inglés británi-co. I see the light, dice impolutamente; a Linda le encantaría su pronunciación. Y estos bestias de no sé quiénes traducen en la pantalla: Ya veo la luz al final del túnel. Me irrita una súbita impaciencia. Llegué tarde, de algo me perdí, y me ha costado concentrarme porque me incomoda estar solo en el cine. Yo creo que un tema importante para elegir pareja es si esa persona es compatible con uno para ir a ver una película; que por lo menos comprenda el ritual de ir al cine. Para mí es motivo de divorcio que uno de los dos quiera siempre ir a los musicales. No los soporto. Son de pura mariconada, ¿cuándo alguien ha visto gente cantando bajo la lluvia?

Vuelve otra vez la toma aérea y de súbito se ilumina la sala. Al mirar a mi lado descubro que otras personas han llegado. Pocas, hay muchos asientos entre una y otra. Me siento tentado a gritar el nombre de Linda. ¿Habrá entrado y no me di cuenta? En eso sube el volumen: le estamos dando un largo vistazo a todo el círculo del horizonte y una música orquestal hace parecer más fastuosa la ima-gen. La hora del cielo no ha variado. El barco sigue avanzando como un punto ne-gro en la luz y sin que se divise por ningún lado ni la más borrosa línea de alguna playa.

El capitán no es viejo, sólo luce cansado. Se pasa la lengua por sus delgados la-bios. Si mantenemos el rumbo, forzosamente en algún momento debemos tocar tierra, dice. Al frente del kepí luce una placa muy dorada con una piedra roja en el centro. Aún tenemos suficiente energía. La cámara se desliza hacia el punto exacto del timón, que tiene en sus manos un muchacho vestido de hindú. El ca-pitán levanta una taza de té. Su mesa de navegación es como un grabado de la su-perficie del mar. Es fino, está pintado de azul. Aunque parece de bronce se dis-tingue el movimiento de las ondas y las crestas de espuma. Esto no puede durar siempre, dice antes de beber. Habrá que preparar más té; cargado.

En eso empieza a oírse un vocerío. Son los hombres de hace rato. Entran en el puente. Se mueven como un animal grande hasta que del bulto uno de ellos se separa. Su mano derecha es un garfio, viste los restos de un chaleco que atrae la vista hacia su vientre coriáceo. En un atrabiliario castellano le exige al almirante que dirija la carabela al más próximo puerto y de inmediato. En la mano izquier-da blande un sable pero luce más filoso su garfio. En el acercamiento a su rostro vemos que además de mugre minuciosos tatuajes recubren su piel. Escupe. Da un paso hacia atrás y emerge a continuación un viejo con un solo diente que parece campanear mientras vocifera.

Señores, si ustedes me matan el barco quedará a la deriva: responde el capitán para enseguida darle un brevísimo sorbo a su taza. Y a usted, míster Atkinson, le recuerdo que la jaula del oso debe fregarse cada seis horas. Míster Atkinson es el anciano. Se miran unos a otros, indecisos, hasta que algo se agita en la mesa de navegación. El capitán se vuelve hacia ella y con un ligero levantamiento de su mano le indica a los hombres que no se muevan de donde están. ¿Qué pasa?, pre-gunta el joven hindú sin desatender el timón. El capitán sonríe, se quita el kepí y —por un instante el carbunclo lanza un destello hasta el fondo de la sala, a la que por cierto ha llegado más gente, y pienso en Linda con molestia— se lo co-loca bajo el brazo antes de agacharse. En efecto, algo bulle en la superficie de la mesa de navegación pero no se distingue qué. Algún control acciona el capitán para conseguir un acercamiento, entonces se aprecian los detalles de las ondas y al cabo de unos segundos una numerosa manada de delfines salta del agua. El hindú sonríe. Ellos de nuevo, dice el capitán. La cámara planea sobre la superfi-cie de la mesa siguiendo a los cetáceos. Parecen perros corriendo tras el carro de su amo. La cámara salta y se sumerge bajo las olas, desciende olvidándose de los delfines. De azul turquesa el mar va cambiando a violeta, luego es casi marrón con destellos de relámpagos rojos en la distancia.

Qué soledad hay abajo, pero lo peor es que los pocos bichos que se pasean por allí parecen dibujos de monstruos. Uno de éstos surge inesperadamente de las sombras y se acerca al haz de luz que acompaña a la cámara. Vemos que se lanza hacia el fondo arenoso, al hacer esto parece una mantarraya, pero abajo toma la forma de una tortuga y devora a un bicho más pequeño. Hay un silencio opresivo que zumba en los oídos; a una distancia imprecisa pasa un batiscafo, tiene una lucecita al frente o eso parecía porque en realidad es un animal del abismo, nos mira. La cámara sube como asustada y en un instante llega a la superficie: sien-to que incluso me duele la cabeza. Sin embargo no cae de nuevo, se sigue hacia el cielo hasta tocar el azul morado. Se queda allí planeando, se acentúa la soledad de la mirada. Nada ni nadie se ve. Abajo la luz oculta el paisaje. O simplemente no lo hay, apenas sabemos que entre esos innumerables colores un barco navega en la superficie de un océano que es todo el planeta. Fundido a negro.

—Aunque no lo creas, yo sabía que estaba a punto de morir; no sentía miedo, nada… una rastrera conformidad. Entonces nos conocimos, y se me concedió se-guir viviendo. A eso sólo puede corresponderle estar a tu lado hasta la muerte—la cámara ha venido deslizándose por el piso mientras discurre el parlamento. Evidentemente es el tipo del monóculo quien habla, es su voz de urraca germa-na. Vemos un tapete, parece un prado, sus flores brotan de una filigrana persa. Hay tirada una botella verde de ginebra, está vacía y ha perdido el tapón; una tira de pastillas de no sabemos qué; hay también unos comprimidos rosas sueltos. Unos zapatos blancos de tenista. De pronto cae en la escena una cajetilla de ciga-rros aplastada y roja—. Lo cierto, Dindi, es que hemos de ser muy inconscientes o de alguna manera invulnerables para no sentirnos abatidos por la inmensidad que nos circunda… la incertidumbre… Es como si de pronto una de esas grageas toma-ra consciencia de sí misma y comenzara a rodar por el piso, preguntándose dónde está, y puede que de pronto aparezca alguien como tú o como yo que se la lance a la boca con un buche de coñac. Ja. He tenido la visión de que en algún punto allá ade-lante ya se encuentra un monstruo marino con las fauces abiertas listo para engu-llirnos. Ninguna resistencia ofrecemos cuando nos sujeta con sus tenazas y sus tentáculos, nuestros cuerpos sangran. Alguien de la tripulación logra escapar,

cae al agua; supón tú que es el capitán, Dindi, se salva de la bestia pero se queda abandonado en el mar, en una balsa de hule. Quizá fuera mejor que se lo comiera también, quizá esa sea la única forma de salir a otro lado…

Disolvencia a la jaula del oso. Como si fuera consciente de que muchas perso-nas lo están viendo en el cine —que por cierto ya se llenó y de Linda ni sus luces— comienza a dar maromas. Cada vez que se levanta mira a la cámara. Va hacia el rincón donde está amontonada su paja. Se concentra en agitarla y lanzarla al aire. Luego se tira de panza emitiendo gruñidos como de gusto. Saca una tira de pasti-llas blancas que se lleva a la boca una a una. Sube la intensidad de esa musiquita deliciosa que suena cada vez que aparece. Se pone más contento, y baila. La gen-te se empieza a reír, y él parece darse cuenta pues improvisa payasadas una tras otra, complacido. Lo último que se le ocurre es arrojarse en vuelo contra la cáma-ra y al cortarse la escena estalla una carcajada general.

A mí también me ha caído en gracia, entonces me doy cuenta de que alguien se ha sentado a mi derecha, pues al reacomodarme en la butaca mi mano roza a otra mano. No sé cómo me descuidé, según yo éste era el asiento de Linda; se tendrá que sentar a mi izquierda, donde ¡también ya hay alguien! Me irrita ver que este cretino se lanza palomitas a la boca y hace unos sonidos infames al masticarlas. Me tienta el impulso de cambiarme de lugar, y al pasear la vista por la sala descu-bro que se ha llenado. Justo enfrente de mí hay una pareja que se besa sin recato. Qué tontería venir al cine a eso, bien podrían irse a un sitio más apropiado. Se recortan las siluetas de varias personas cruzando desde la derecha, ninguna de ellas me parece la de Linda. Detrás de mí suenan las voces de un par de mujeres. Ya viene la parte que te digo, le dice una a la otra…

Cuando vuelvo mis ojos a la pantalla tardo unos segundos en comprender qué veo. Primero creo que la cámara está haciendo un barrido por un muro de ado-be, aunque percibo que no se corresponde con la textura, ésta más bien recuer-da a la piedra. En eso se abre el cuadro y podemos ver el poderoso costado de un Leviatán: de entre el público suben exclamaciones de asombro. Una infinidad de burbujas se desprende continuamente del cuerpo del monstruo, hace unos giros que quizá sean imposibles para otros. Se mueve como si buscara algo. En la pan-talla no aparece nada que pueda permitir darse una idea del tamaño de la fiera, cuya piel se ha tornado verdosa. Y ahora una cámara subjetiva deja ver lo que ve el animal en su desplazamiento. Allá lejos se distinguen contornos de tiburones, parecen navajas cortando en círculo. La bestia los embiste con las fauces abiertas y no queda ninguno a la vista. Enseguida vamos velozmente hacia arriba con el impulso de un delfín que al percibir la superficie del agua acelera el coletazo y salta al aire. Corte.

En el puente, en la mesa de navegación emerge la fiera. Las mujeres, que no han dejado de hablar, gritan y comentan la película sin consideración por los de-más. El capitán apenas puede contener su impresión, finge que carece de impor-tancia eso que los amotinados también han visto. Irrumpe la melodía socarrona del oso unos segundos antes del corte a:

El contorno de la cabeza del oso, la cámara subjetiva avanza por los pasillos del barco. Apenas ahora soy consciente de que desde hace rato, de la embarcación se desprende un gemido, un rechinar de fierros. Me viene la idea de que ese barco es una lata de sardinas impulsada por el motor de una licuadora. Llegamos a una puerta de hierro pintada de azul. Las manos del oso toman el manubrio y lo gi-ran. Cambia el plano y desde adentro vemos que se abre una escotilla y penetra el oso. Camina con decisión en dos patas hasta cubrir el cuadro con el pelaje de su pecho. ¡Caramba, qué bien actúa ese oso!, ¿qué diría Linda?

—Estuve pensando en lo que me dijiste. Quizá sí estamos disueltos… o más bien no hemos acabado de disolvernos, somos como grumos refunfuñones de una sustancia animada —la cámara va mostrando aspectos del mobiliario del cama-rote; hay poca luz pero pueden verse con nitidez incluso los detalles, lo que más bien tiene un efecto asfixiante, la atmósfera se siente densa, algo huele mal, los colores parecen quemados—. Se va pasando nuestra vida mientras sabemos que ya estamos en el camino a lo desconocido. El ser que amamos es un extraño, y no importa. Aunque tú fueras yo o al revés, nunca dejaremos de estar solos —ve-mos el acercamiento a la puerta de una vitrina, un par de manos enguantadas la abren, extraen de ella una caja negra sin escudos, de allí sacan un arma: es una Luger, se escucha quizá demasiado fuerte que las manos le quitan el seguro. Di-solvencia a:

Primer plano del capitán, que enciende su pipa y dice: Nada, señores, nada aún. Lo menos conveniente en este momento es que descuiden sus puestos, eso puede ser fatal. La ferocidad de los amotinados es poco convincente, más bien parece que con esas actitudes exaltadas quisieran ocultar su miedo. El cuadro se cierra hasta los labios del capitán, que abarcan toda la pantalla. Señores, en verdad no sé cómo pueden ser tan estúpidos, ¿acaso no se percatan de que el oso los ma-nipula? Ahora los marineros se miran unos a otros como niños sorprendidos en falta. La cámara va recorriendo sus rostros —¡vaya que son feos!— hasta enfocar el del tatuado: su piel deja ver, a pesar de la suciedad, una escena náutica: hay un barco en su pómulo derecho, el otro lado de la cara es el cuerpo de una ballena lanzándose sobre la nave desde la oreja y el cuello. Las narices del animal son las del hombre. Sus ojos son como dos escotillas de agua. Escupe y avanza hacia el muchacho del timón.

Corte a: las delicadas facciones del piloto… se me hacen conocidas. Por un mo-mento tengo la impresión de que es una mujer o que se me escapa lo esencial de la intención de tales acercamientos. Aunque el joven es moreno sus ojos muestran un color turquesa; la cámara penetra en ellos y comienza a dibu jarse un arrecife de coral surcado por infinitos peces de colores. Luego, como si atravesara la pan-talla un pulpo, aparece una mancha negra de tinta hasta que se aclara en un azul de miedo donde un cardumen de sardinas danza para escapar de los atunes. La mirada sube a la superficie y sale por los ojos del tatuado, que le ordena a los otros apresar al capitán. Corte a:

Se abre de golpe una escotilla, todos quedamos deslumbrados. De en medio del resplandor se desprende la silueta del oso, que avanza para dejarnos saber que ha salido a cubierta. La cámara lo sigue, casi corre. Apenas se soporta la luz. Cuán oscuros son los interiores de esta película, reconozco. De prontouna voz en off em-pieza a decir: No te das cuenta del espacio dentro de ti. Vives como en un ataúd. Es una voz de mujer, en ruso, segura, sensual. ¿Morir?, ¡como si � PA SA A L A PÁG I NA 1 6

REGIÓN ÁUREA

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A raceli y Fernando, después de vivir juntos durante va-rios años, mantenían un equilibrio virtuoso salpicado de miradas fugaces, gestos minúsculos, señales de ca-riño, enfado y complicidad. Sin hijos, solos, ya pasados los cuarenta, compartían un pequeño departamento y, como sucede con este tipo de parejas, la convivencia requería de un tenue y dilatado esfuerzo. Conversaban de los eventos cotidianos con aburrimiento, pero las minucias de comer juntos o tomar un café compensa-ban el vacío aparente de sus vidas. De cuando en cuan-

do el sexo los unía y hacían el amor sin teatralidad ni simulacro; era una manera de estar más juntos: un refugio frente al caos del exterior compuesto de pagos, deu-das, rentas, problemas en el trabajo, la amenaza de la violencia, vérselas con el trá-fico, sudar para alcanzar la siguiente quincena aguantando la respiración, como si la alberca del tiempo fuera demasiado grande para sus pulmones.

Araceli trabajaba como secretaria en un banco: sus horarios eran rigurosos, pero ya sabía cómo sobrellevarlos. Se desdoblaba en un ser eficaz, que se sumer-gía en sus tareas con detenimiento no por un afán de excelencia, sino sólo para poder pasar desapercibida por sus jefes y compañeros de trabajo. La discreción era su emblema, si bien conversaba en los descansos con sus compañeros de tra-bajo y acudía a las reuniones obligadas de la oficina.

La vida de Fernando no era menos refractaria al mundo de los otros. Había abandonado la carrera de maestro muy joven y había decidido trabajar en un si-tio de taxis donde percibía un poco más de lo que hubiera ganado como profesor de matemáticas en una secundaria. No tenía ambiciones de ningún tipo; de he-cho éstas le parecían un exceso de vanidad: su centro se encontraba en Araceli; no quería más, no buscaba otra cosa. Él también sabía cómo disfrazarse del cho-fer acomedido que mantenía limpia y bien aireada su unidad, lo que a menudo redundaba en una buena propina. Silencioso, tímido, ponía música clásica a sus clientes, quienes a menudo le pedían que mejor apagara la radio. No se aventura-ba por lugares oscuros ni por callejones peligrosos. Nunca, en todo el tiempo que llevaba trabajando como taxista, se había encontrado en una situación peligrosa, salvo algunas ocasiones en que tenía que llevar a algún ebrio en la madrugada o atestiguar peleas y forcejeos de prostitutas con sus clientes o parejas en estado inconveniente. A las seis de la mañana terminaba su trabajo y se iba a su casa a desayunar con Araceli, quien lo esperaba con una taza de café, ya vestida y lista

para irse al trabajo, mientras Fernando se quedaba en la casa, leyendo el pe-riódico, hasta que le daba hambre, se preparaba un buen almuerzo y a eso del mediodía se sumergía en un espeso sueño del que despertaba un poco antes del anochecer.

Cuando Araceli llegaba al departamento Fernando ya tenía preparado algo para cenar. Conversaban de los detalles nimios del trabajo y luego Fernando se alistaba para salir a trabajar mientras Araceli se desmaquillaba, se quitaba el tra-je, las pantimedias y se ponía su camisón. A eso de las diez de la noche los dos se lavaban los dientes y ella se quedaba a ver la televisión y él salía de la casa.

Sin embargo el equilibrio siempre es algo precario y sólo puede perdurar durante algún tiempo: la entropía, el azar, hacen de las suyas y algún elemen-to externo rompe con los estado armónicos lanzándolos al caos. No fue ni un amante, ni una querida, ni un accidente, ni una discusión sobre el tedio de la existencia; lo que desató la crisis no fue provocado por ellos, sino por un agen-te externo, un virus, una especie de enfermedad de la realidad que afecta aun al más silencioso y escondido rincón del universo: comenzaron a soñarse, y los sueños, como todas las formas que transcurren en el tiempo, son una especie y tienen sus formas, sus géneros, sus variantes; pesadillas, fantasías, deseos ocultos, comenzaron a emerger primero bajo la forma de leves señales y más tarde con la potencia de una tormenta impredecible.

Cuando llegó a la estación del metro, Araceli miró sorprendida el andén. No había casi nadie. Parecía una mañana de domingo. A lo lejos, al otro lado, se al-canzaban a ver un par de figuras esperando. El espacio parecía haberse alargado. Miró su reloj: las manecillas se movían mucho más lento que de costumbre. Cada segundo duraba una eternidad. “Voy a llegar tarde”, pensó. Una mujer desnuda, cubierta de una delgada película de pintura roja, con zapatos negros de tacón, muy atractiva y joven, pasó de repente frente a ella. Había salido de la nada. Le pareció conocida. Trató de no mirarla para no incomodarla, pero era imposible quitarle la vista de encima. En realidad aquella muchacha le atraía. Cuando llegó el metro la perdió de vista. El vagón estaba atestado. Unas manos le rozaron las caderas. Una señora, casi una enana, se apretujaba contra sus senos. Araceli la miró y pensó que era una bebé gigante a la que estaba amamantando. La gente se fue bajando del metro hasta que quedaron unas cuantas personas. Un vende-dor de música le ofreció descargar en su celular un quinteto de Shostakóvich o un preludio de Chopin. El rostro del sujeto presentaba múltiples heridas y le recor-daba vagamente a Fernando, acaso por la propensión a la música clásica. La roja

De la monotonía cotidiana a lo impredecible del mundo onírico, este cuento conduce al lector por un abanico de entornos y sensaciones. Uno diría que los primeros sorprendidos

por la vuelta de tuerca que prepara el autor son los propios protagonistas, que se ven envueltos en una ilusión, en el deseo de reinventarse el uno para el otro. Molina nos recuerda que

los sueños son fuente de esperanza

EL SUEÑO REPETIDOM AU R I C I O M O L I N A

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mujer desnuda se le acercó y le pidió algo en secreto. El hombre sonrió y sacó de su morral una pequeña caja roja con un moño negro y se la dio. La mujer desnuda bajó del metro y Araceli escuchó cómo se alejaba taconeando a toda prisa.

Llegar a la oficina era como entrar a un recinto donde reinaba un aguacero; las máquinas de escribir, innumerables, resonaban interminablemente. Hacía unos meses, recordaba, habían desaparecido las computadoras por motivos de seguridad. Lo más extraño no era ver a todos los empleados escribiendo infor-mes o tecleando cuentas en las máquinas registradoras, había otro elemento más perturbador: al principio parecían alucinaciones, proyecciones bidimen-sionales, pero comenzaron de repente a moverse a su antojo por toda la ofici-na. Eran los signos de interrogación convertidos en siniestros escorpiones que se movían por todos lados, se salían de las páginas con los aguijones erectos, dispuestos al ataque. Los enfermeros esperaban. De pronto, una secretaria gri-taba aguijoneada por uno de los arácnidos y se la llevaban en una ambulancia. Nunca había regresado nadie. El diabólico espectáculo duraba toda la jornada. Al final del día se daba parte de las víctimas de los signos. En épocas de cri-sis la situación era alarmante. Los alacranes de interrogación hacían extrañas formaciones arremolinándose en las paredes, recorrían las mesas, saltaban so-bre los empleados. Si alguno de ellos, debido al horror, se agitaba, se salía de su lugar o emitía algún gemido de susto o de picadura, era inmediatamente re-movido. El despido o la muerte eran las únicas salidas. Las ambulancias iban y venían, impasibles. Se llevaban a las víctimas y siempre había desempleados dispuestos a sustituirlos.

Un fuerte olor a café inundó la atmósfera. Araceli despertó sorprendida de en-contrarse en su propia cama. Fernando le sonreía.

—Se te hizo tarde. ¿Qué tal dormiste?Una mujer desnuda cubierta de pintura roja esperaba impaciente para subirse

al taxi. Era Araceli, sólo que mucho más joven. Le pidió dirigirse a unos departa-mentos en el norte de la ciudad. Todo estaba en ruinas. “Acaso ya llegó el fin del mundo y no nos hemos dado cuenta”, pensó. A través del espejo retrovisor pudo observarla: sí era Araceli unos diez años antes, justo cuando se habían conocido. La mujer mantuvo los ojos cerrados durante todo el trayecto, pero sus pezones no parpadeaban, lo miraban fijamente. En plena madrugada. Sintió celos y rabia, pero no se atrevió a expresarlos. Cuando bajó del auto frente a un edificio gigan-tesco, la mujer le pagó con una caja roja envuelta con un moño negro. Al abrirla se encontró con unos curiosos pendientes de pelo de los que colgaban dientes hu-manos. Se miró la cara en el espejo retrovisor y no tardó en reconocer un par de agujeros atravesando sus propios colmillos.

Fue la primera vez que pensó en el significado de los dientes y los cabellos en los sueños. Pensó que si en sueños significaban una cosa, ¿no significaban lo mis-mo cuando estaba despierto? ¿Estaba dormido?

Se deshizo de sus pensamientos cuando su padre, muerto desde hacía muchos años, lo detuvo y le pidió que lo llevara a la calle de Xólotl, cerca del cine Cosmos, a cambio de una jugosa propina. Ni siquiera sabía cómo llegar hasta allá. Su padre le indicó la ruta. Llevaba un abrigo de lana y al abordar el taxi se quitó el sombre-ro de fieltro.

—Ahí naciste, ¿sabes? Te criamos como pudimos, tu madre y yo. ¿Cómo está ella?

—Bien, bien… Prepara un muy buen pozole y todavía de cuando en cuando nos hace enchiladas verdes, como las hacía la abuela.

—¿La ves a menudo?—Sí, sí. Cuando puedo…—¿Y hablan de mí, con ella, con tus hermanos?—Casi no… El otro día vimos una foto tuya.—Con razón se me olvidan tanto las cosas. ¿Por qué está todo así… en ruinas?—Hace tiempo que el gobierno le declaró la guerra a la población y nos estamos

extinguiendo.La lluvia de ceniza había arreciado.Dejó a su padre en una zona de casas bajas incendiadas.—¿Estás seguro de que quieres que te deje aquí? ¿No quieres venir a la casa un

momento? Me gustaría que conocieras a mi mujer. Sólo sería un rato.—No… vivimos en lugares diferentes. No quiero ser una carga. Cualquier lugar

es lo mismo. En cuanto te olvides de mí voy a desaparecer hasta que me vuelvas a recordar. De cualquier forma te voy a estar esperando, con tu abuela, en la casa.

Su padre descendió del vehículo y desapareció detrás de una reja que cercaba un lote baldío.

Encendió la radio. Un locutor, enloquecido, anunciaba el fin de la muerte, el comienzo de una nueva vida. Cambió de estación y escuchó un extraño rezo, casi un murmullo, era un poema de Paul Celan: Ya nadie nos moldea con tierra y con arcilla, / ya nadie con su hálito despierta nuestro polvo. / Nadie. // Alabado seas, / Nadie. / Queremos florecer/ por tu amor / contra / Ti.

Cuando llegó a su casa encontró a Araceli desnuda, joven, exactamente tal y como la había conocido años antes, sentada en el sillón de la sala, el cuerpo ma-quillado de rojo, con los zapatos negros de tacón y los aretes de cabello en los oí-dos de los que pendían los colmillos de Fernando. Todo flotaba a unos milíme-tros del suelo: una leve falla de la gravedad.

—Ya no es necesario volver a salir —dijo Araceli imperturbable, con gestos hip-nóticos, con los ojos cerrados. Sus senos lo miraban fijamente.

Se tomaron de la mano y se perdieron en el fondo de su habitación.�W

Mauricio Molina es narrador y ensayista. En el Fondo se publicó La trama secreta. Ficciones 1991-2011 (2012), una antología de su narrativa breve.

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V I E N E D E L A PÁG I N A 7� morboso y quizá lo es. Yo me defiendo diciendo: quiero saber a qué clase de persona tendría que morírsele qué clase de persona para empujarlo a tal extremo de locura rebelde, y quiero saber quién es ese alguien que manten-dría de allí y para siempre un cadáver en su casa, en su cama, en su alma, en me-dio de todas y cada una de sus ideas hasta el final de su vida, y quién es ese cadá-ver que sería convertido entonces en símbolo de vida, en símbolo de nuestra vic-toria sobre la muerte. En el fondo me preocupa una de las tragedias onettianas: lo que nos mal-podemos hacer los seres humanos los unos a los otros, por ejemplo, una novia que dice que mejor no; por ejemplo, una familia que siembra a un Dios que terminará por precipitar a su hija hacia la inexistencia; por ejemplo, una per-sona que simplemente se nos muere.

Lo que me interesa indagar, por encima del mal-poder, es el bien-poder. Es de-cir, lo que podemos hacernos los seres humanos para prestarnos ayuda y así li-brar del mejor modo posible nuestro propio momento coyuntural.

¿Qué es el cuentista entonces? Retomando la metáfora de la piedra, la laguna y el oleaje producido, creo que los cuentistas son aquellas personas obsesionadas en hacer un inventario de las piedras, de los lagos y de los efectos que pueden ser producidos con los encuentros de ciertos lagos y ciertas piedras; es decir, perso-nas obsesionadas en hacer una compilación de todas las convergencias que pue-den destruir una existencia humana.

Por eso un cuentista es incapaz de ignorar tragedia alguna de la vida. Allí donde suceda una tragedia, el cuentista se detendrá para empezar la peliaguda labor de reconocer la causa y el pretérito origen de la piedra que produjo hoy en día tal efecto radical.

Los cuentistas acabamos siendo conocedores de piedras y de vulnerabilida-des humanas. O sea, de los riesgos que supone el mundo para el ser humano y de las debilidades existentes en todos nosotros donde golpes bien dados nos rom-perían. Un cuentista sabe y nunca olvida que la existencia no deja de lanzarnos pedradas. Un cuentista sabe y nunca olvida que cada uno de nosotros posee una fisura, el manido “talón de Aquiles”, aquello que de ser alcanzado te condenará a la caída.

Por eso el cuento no crea personajes sino personifica las grietas humanas.Por eso el cuentista acaba trazando su propio mapa de las vulnerabilidades.Por eso todo buen cuentista acaba encarnando una teoría de la debilidad.¿Quién quisiera dedicarse a este trabajo? ¿A quién puede interesarle crear tal

cartografía de la fatalidad? A lo mejor lo único que yo quiero es entender el mis-terio de la naturaleza humana que puede condenar una existencia en un único instante. A lo mejor lo único que quiero entender —cuando escribo cuento, es de-cir, cuando contemplo la vida desde el mirador de este género— es cómo se hubie-ran podido salvar los hermanos de mis amigos.

Confieso entonces —para dar cierre a esta reflexión— una última creencia que es mía y que, más que poética, es una ética.

¿Mi última creencia? Creo en la utopía.Creo, y por eso amo al género: creo que el cuento puede salvar vidas.Creo que si yo lograra contar la verdad de los hermanos de mis amigos, quizás

otros hermanos y otros amigos no tendrían que llegar al cielo para después arro-jarse desde allí.

Creo y eso es todo. Creo, creo, creo, y quizá no es sino una última esperanza y una última utopía, inesperadas ambas, impertinentes ambas, tan locas como yo: alas, amor mío, alas, por favor.

Pero no me importa.�W

Ricardo Chávez Castañeda, traidor del género cuentístico, profesor y miembro de la llamada generación del crack, ha publicado cerca de 15 libros, seis de ellos en el Fondo.

DECIR LA VERDAD DESDE LOS GÉNEROS LITERARIOS. UNA HISTORIA PERSONAL DEL CUENTO REGIÓN ÁUREA

V I E N E D E L A PÁG I N A 1 3� pudiera hacerse de eso una promesa! Pareces niño cuando di-ces que morirías por mí.

No me enteré en qué momento cambió la toma: ahora vemos al oso desde arri-ba. Camina hacia el frente, en la misma dirección que el barco, lo acompaña su música. En otro punto de la cubierta aparece un hombre que a señas llama a otros y señala hacia el oso, como diciendo ¡allá va! Ese hombre, ese hombre… es uno de los marineros, y desde hace rato me recuerda a alguien… Yo fui capaz de vivir por ti —la voz continúa—. Sufres porque no te das cuenta de que nada importa, de que nada es real en la manera que tú crees. El oso desaparece de pronto de la cubierta. Como buscándolo, la cámara asciende y empieza a dar vueltas en torno al buque. Me estruja la sensación de que navega decididamente hacia ningún lado, como nuestro planeta en el espacio.

En un acercamiento a la quilla se aprecia que efectivamente va muy rápido, y vuelve a subir el volumen del chirriar del barco. Sí, la inmensidad puede asfixiar-nos, pero no hay que llegar a ningún sitio, el presente que ves es tu puerto, te lo voy a demostrar: su voz tiene algo de suplicante. Aquí estoy y no te basta. En la siguiente vuelta la cámara ubica al oso, ahora en estribor; ni rastro de los hom-bres. De pronto se detiene, levanta la nariz hacia el cielo, como olfateando la luz. Parpadea, quizá deslumbrado, aunque el sol no se ve por ningún lado. Luego mira hacia el mar reflexivamente y ¡salta por la borda! Al mismo tiempo suenan dos disparos mientras la mujer dice: ¿Eso querías?

Corte a: el capitán tiene en la mano una pistola, se nota que acaba de disparar-la. El público se inquieta, como pólvora se prenden toses por toda la sala. ¡Bas-ta, he dicho! —el joven hindú se acomoda el turbante… Sí, es muy guapo para ser hombre; Linda sabría—. Vuelvan a sus puestos inmediatamente, daremos un vi-raje, los necesito a todos. ¿De cuántos botes salvavidas disponemos, señor Rob-ins? De ninguno, señor, no hay uno solo que sirva, dice Robins, en inglés. ¡Ya lo saben!, contesta el capitán, que con mirada desafiante ve salir a los hombres. La disparidad de sus vestimentas me hace pensar que vienen de distintas épocas, más que de diferentes tierras. Y justo ahora me llama la atención que no reconoz-co a ninguno de los actores… El capitán le ordena al piloto reducir la velocidad y virar treinta grados a babor. El joven lo mira, alarmado. ¡Ahora!, afirma el capi-tán al tiempo que se agacha sobre su mesa de navegación. Por un instante vemos que el Leviatán está al frente, muy cerca.

Todo empieza a crujir y de pronto estamos en algún punto del barco, en la sen-tina o la cubierta más baja. El agua es negra, huele a herrumbre y marisco podri-do. Cruzan la oscuridad como espadazos los rayos de una par de lámparas sordas con que se alumbran varios hombres chapoteando hacia el letrero rojo de sali-da. Los gritos inundan el cine y siento efectivamente el barquinazo. La gente tra-ta de levantarse de sus asientos y los que logran ponerse en pie estúpidamente corren y se tropiezan. Truena el casco del barco y junto con una luz turbia pene-tra una ola verde en la sala. Yo me levanto en pie sobre la butaca buscando a Lin-da, aullando su nombre. Me parece oír que alguien me contesta. Sí, tiene que ser ella, se había sentado hasta adelante. Me tiro a alcanzarla. El agua está fría y muy salada, me siento triste y asustado. Yo te dije que en la vida me quedaría contigo hasta los créditos, y después de la película te tomaría de la mano para ir a cenar y luego hacer el amor.

¡El oso!, por allá a los lejos lo veo nadar, me doy cuenta de que es mucho más grande de lo que parecía cuando se lanza contra el monstruo, pero no tan grande porque éste lo resiste sin dificultad. Pienso que aunque lograra vencerlo, ya es demasiado tarde. Fin, sólo el The end podría ayudarnos.�W

Mario González Suárez es narrador. El Fondo publicó recientemente El libro de las pasiones (2013). Este relato pertenece a Insomnios, título de próxima aparición bajo el sello de Aldus, en coedición con el CNCA.

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LOS QUE CUENTAN

Los ancestros de Marianne Frenk-Westheim, de origen se-faradí, fueron expulsados de Es-paña en 1492; sus padres prove-nían de Bohemia. Ella nació el 4 de junio de 1898 en Hamburgo. A los trece años de edad la lec-tura de un libro didáctico la ini-ció en sus estudios del español; también aprendió portugués y

francés. En 1921 se casó con el médico Ernst Cohn, quien, ante los ataques antisemitas, en 1929 sustitu-yó su apellido por el de Frenk y se propuso abando-nar su país. El matrimonio, su hijo Sylvester Felix y su hija Margit Annemarie llegaron al puerto de Ve-racruz el 22 de abril de 1933. De inmediato se rela-cionaron con humanistas, artistas e intelectuales.

Una de las labores más importantes de Mariana Frenk-Westheim ha sido la traducción de la obra del crítico de arte Paul Westheim, en su tiempo, el más importante en Europa, fundador y editor por mu-chos años de la revista Das Kunsblatt (1917-1933). (Westheim huyó de Alemania en 1933 y ocho años más tarde abandona Cassis-sur-Mer —cerca de Mar-sella— y llega a Veracruz en 1941.) Dos años después de la muerte del doctor Frenk (1957), Mariana se casó con Paul. Durante un viaje a Berlín, donde rea-lizaba una serie de conferencias, Westheim murió.

En el exilio, Mariana Frenk-Westheim desarro-lló una significativa labor como docente, promotora cultural, curadora de museos, traductora y escrito-ra. Mariana viviría 71 años en México, cuyo cielo y la intensidad de sus paisajes rurales y urbanos la arro-baron. Su periodo creativo más fructífero fue entre los setenta y los noventa años de edad. Colaboró en diversas publicaciones, entre las que destacan los su-plementos dirigidos por Fernando Benítez: México en la Cultura (de Novedades), La Cultura en México (de Siempre!) y Sábado (de Unomásuno). Ella murió en la ciudad de México el 24 de junio de 2004, semanas después de haber cum-plido 106 años de edad.

Su traducción de Pedro Páramo —que ahora alcanza más de medio siglo— fue la primera en ser publicada (1958). Lue-go siguió El llano en llamas (1964) y por petición del propio autor tradujo El ga-llo de oro (1984). Fuera de México, la obra de Rulfo ha tenido su mayor acogida en Alemania. La traductora llegó a decir: “cuando leí Pedro Páramo pensé inme-diatamente ‘ésta es una obra maestra y yo la voy a traducir’. La novela de Rulfo me fascinó. La obra de Rulfo cambió mi ima-gen de México. Pero no se puede decir ‘así es México’, ‘éste también es México’. La visión de Rulfo es muy profunda y veraz, pero parcial.”

La obra ensayística de Mariana Frenk-Westheim, quien adquirió la nacionalidad mexicana en 1936, se reunió por vez pri-mera en Arte entre dos continentes. Artícu-

los y ensayos (Siglo XXI, 2005) y contiene textos sobre artes plásticas que escribió a lo largo de más de 40 años y pronto se publicará Recuerdos y retratos de Mariana Frenk-Westheim. Entrevistas, homenajes y cartas.

Mariana tenía 28 años cuando escribió su primer texto de ficción conocido; en México, su obra creati-va apareció en la prensa desde 1939. Ella confesó que le habría gustado escribir más, y admitió que no ha-bría podido incursionar en la novela porque no era lo suficientemente observadora; prefirió los textos breves y sintéticos. Sus obras de ficción se gestan en la urdimbre cotidiana y biográfica. Al referirse a su libro Y mil aventuras (1992), anotó que sus aforismos “vienen volando como pájaros o mariposas, perfec-tos en su forma definitiva o todavía con defectos es-tilísticos que hay que corregir”.

Su Aforismos, cuentos y otras aventuras será una de las publicaciones más significativas en nuestras letras durante 2013. Los géneros mencionados en el título se bifurcan con el ensayo y la autobiogra-fía. Esta reunión de escritos incluye sus dos libros y Mariposa, eternidad de lo efímero (1982), además de todos los textos publicados en la prensa y la mayoría de los inéditos escritos desde 1926 hasta 2003. Sólo quedaron fuera algunos poemas intraducibles, po-cos cuentos inconclusos y algunas obras para niños de los años treinta del siglo xx. Los 524 textos están ordenados por género: aforismos, diálogos, relatos breves y muy breves, cuentos de mayor extensión y “Otras aventuras”, que son textos autobiográficos diversos; en esta sección, ordenada temáticamente, aparece el primer escrito de Mariana, elaborado a los 28 años de edad.

Excepcional es la minucia filológica, literaria, bi-bliográfica y genérica de esta antología. Contiene una sección de notas que establecen la procedencia de los textos, incluida la clasificación en el archivo

personal de Mariana, que próximamen-te se integrará a la biblioteca de la nueva sede de la Academia Mexicana de la Len-gua. Se añaden fuentes bibliográficas y una cronología de vida y de obra de la au-tora de “La institución”, así como un índi-ce temático y otro de nombres. La presen-tación es una cartografía de los textos que Esther Janowitz describe y analiza temá-tica, genérica y biográficamente: los afo-rismos son la columna vertebral de la obra de Mariana, que escribió cerca de cuatro-cientos; Janowitz señala que su autora rara vez tuvo que enmendar o pulir algo, “y cuando corregía sólo era para hacerlos más concisos”. Los temas centrales en la obra de Mariana son la vida, la muerte, el amor, el tiempo, la vejez, la creatividad y la escritura. Los deseos giran en torno a un principio: “Ahora sé qué es la felicidad. Es la esperanza de encontrarla.”

La escritura de Frenk-Westheim se signa por la sencillez, la amenidad y una profundidad que concluye —a partir de

anécdotas cotidianas, muchas de ellas aun domésti-cas— sobre la fugacidad de la vida y la esperanza de la felicidad, cuya plenitud sólo es instantánea. Las desdichas se funden con la sorpresa y la jovialidad en reposo. La tristeza se anuncia, pero su aliento no aspira a la conmiseración. La longevidad convierte la experiencia en sabiduría. El paso del tiempo tam-bién enseña que la plenitud de la vida y sus prodigios emergen en hechos y situaciones elementales. La ra-cionalidad, es cierto, tampoco garantiza la cordura o el entendimiento.

En Alemania el cuento corto fue cultivado por los integrantes del Grupo 47, que se desarrolló después de la segunda Guerra Mundial y a cuyos miembros nuestra autora conocía bien. Janowitz vincula los cuentos largos con la biografía de Ma-riana. Lo cotidiano marcha junto a la fantasía en-tre la naturaleza y las revelaciones fantásticas; es-tos ámbitos recaen en el tema de la búsqueda que abriga, la identidad, la otredad —y la extranjería—, el aislamiento y la soledad, que a su vez se arropa en la añoranza y la nostalgia, aunque se impone una jovial gallardía. Sentido del humor y sabiduría se funden.

Se deja entrever el periplo de una exiliada que clausuró su morada natal y emprendió la gran aven-tura por el océano y sus enigmas; el viaje de traslado al nuevo mundo es la imagen de un talento que mul-tiplicó sus habilidades en la reflexión y el saber en las artes, sobre todo a partir de la lectura, la traducción y la escritura. El tema del Holocausto (la Shoah) apa-rece en una ocasión, cuando describe el destino de Erwin Fischer, quien huyó de un campo de concen-tración en Polonia y llegó a México.

Esta antología reúne el legado creativo de Maria-na Frenk Westheim; la escrupulosidad de su confor-mación lo vuelve un texto modélico para académi-cos, editores y editoriales institucionales que con frecuencia publican antologías sin rigor ni horizon-tes críticos. Uno de los elementos más rescatables de Aforismos, cuentos y otras aventuras, gracias a las fuentes y apéndices, reside en que los lectores y estu-diosos pueden advertir de manera paralela los estre-chos vínculos entre la vida y la obra de la humanista alemana, quien precisó: “todo lo que escribe uno es hasta cierto punto autobiográfico”. Además del es-tilo ágil, directo y de una hondura concentrada, en-contramos un corpus excepcional sobre un género revitalizado: el aforismo.

La memoria es un tema central en esta antología. Relato, ficción —entre la plétora a lo grotesco— se integra a la aspiración estética, junto a las convic-ciones éticas de una creadora que vitalizó sin cesar la noción de identidad a través de la búsqueda del co-nocimiento, logrando un ideal: la poética de la vida desde la creación.�W

Roberto García Bonilla, académico y periodista, es autor de Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y obra de Juan Rulfo (El Centauro-Conaculta, 2009).

Califi car de breve la obra de Mariana Frenk-Westheim es leer con criteriosabsurdamente cuantifi cadores. El volumen que acabamos de poner a circular tiene,

sí, pocas páginas, pero de una amplitud muy superior a la del papel que ocupan.Ingeniosa, juguetona, por momento insolente, siempre profunda, su escritura es un ejemplo

de la mejor densidad literaria, pues con muy poco dice mucho

El aforismo como proyecto de vidaR O B E R T O G A R C Í A B O N I L L A

RESEÑA

AFORISMOS, CUENTOS Y OTRAS

AVENTURAS

M A R I A N A

F R E N K -

W E S T H E I M

letras mexicanas

1ª ed., 2013, 349 pp.

978 968 16 1393 6

$215

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LOS QUE CUENTAN

No “del puente a la ala-meda”, como dice el vals peruano de Cha-buca Granda, sino del Paseo de la Reforma a la Alameda, para luego enfilarse hacia el Pala-cio Postal y doblar a la derecha, o dar la vuelta a la manzana (en tres

décadas las calles, y las cosas, han cambiado de sen-tido), para arribar al Palacio de Minería. El señor Vargas conducía el automóvil negro. Y al detener-se el coche descendía de él una mujer esplendoro-sa que parecía salida de una película de Fellini, con un vestido largo colorido, lentes oscuros, collares y brazaletes extravagantes, cual diva cinematográfi-ca. Como reina rumbera se introducía al viejo edi-ficio, subía rítmicamente las escaleras y llegaba al salón en el que Ignacio Trejo Fuentes impartía el taller de crítica literaria, quizá los miércoles de cua-tro a seis de la tarde, ¿o era los viernes? Podría ser. La memoria construye realidades, barajea los nai-pes del recuerdo y les da una disposición no exacta sino posible.

¿Nedda, te llamas Nedda? Algo explicaba ella, seguro, de la ópera Pagliacci, de Ruggero Leonca-vallo, que le gustaba mucho a sus padres, de don-de surge su nombre de pila. ¿Habrá mencionado a la actriz argentina Nedda Francy? No sé, no creo. Se hablaba, sobre todo, de libros. El coordinador nos hacía leer uno por semana, por lo común nove-dades de tamaño medio (no más de 200 páginas); aunque un día, enfurecido por aquellos que sólo iban a calentar la banca, nos asestó La vida exa-gerada de Martín Romaña, obra original, esa sí, de Alfredo Bryce Echenique, de 631 páginas exactas, y dijo que quien no llegara a la siguiente clase con la lectura completa mejor ni se presentara. Y sólo tres tristes tigres, quizá —entre ellos Nedda, por supuesto—, nos presentamos, exhaustos aunque felices, con la tarea cumplida. Por lo menos había-mos llegado al punto final, aunque no todos trajé-ramos la reseña escrita.

Hablábamos de los libros nuevos, lo que se coci-naba entonces en la literatura mexicana. No siem-pre coincidíamos: lo que uno consideraba brillante para otro era un fracaso rotundo. De eso se trataba, y se trata aún; buscábamos entre nosotros ser muy sinceros en cuanto a nuestros gustos, lo que llegó a provocar amenas discusiones. La práctica de vue-lo consistía en argumentar, dar una explicación de por qué aquellas obras nos habían sorprendido, para bien o para mal. Puedo dar con el año exacto de esas reuniones al recordar uno de los títulos que leímos: Los años falsos, de Josefina Vicens, que edi-tó Martín Casillas en 1982. Al cerrar el primer ciclo, a Nacho Trejo se le ocurrió que podíamos avanzar y dedicarnos no ya a lo más reciente, que a veces nos exasperaba, sino detenernos en un solo título que a todos causara entusiasmo. Este fue Palinuro de Mé-xico, de Fernando del Paso.

Entre un taller y el otro fuimos cono-ciendo la historia de Nedda, quien no sólo era buena lectora sino, también, amiga de los escritores. Algo decía al paso de sus cuates Mario, Octavio o Guillermo, que eran, en ese orden, Vargas Llosa, Paz y Cabrera Infante. Meses después, en el baño de invitados de su casa podía con-firmarse esa cercanía por una fotografía de grupo que se contemplaba sentado en el retrete, lo que alargaba el momento; en la imagen enmarcada aparecían aquellos que mencionaba en el taller, no sé si to-dos ellos o sólo algunos y otros más.

Era, pues, una mujer de libros que trataba a los autores de la más “alta so-ciedad” literaria. Como para envidiarla y querer estar cerca de ella. Por razones que aún no entiendo (y quizá hoy quiera explicar), se asumía como huésped oca-sional de la República de las Letras. No ejercía la escritura o no se había anima-do, hasta entonces, a mostrar sus escri-tos. Fue quizás un comenzar a hacerlo, ejercicio en el que andábamos varios de nosotros.

El mismo Ignacio Trejo generosamente nos em-pujó a publicar, llevando nuestras reseñas al suple-mento Sábado, del diario Unomásuno, que todavía contaba con su formación estelar: Fernando Bení-tez, como jefe de la nave; Cristina Pacheco y Huber-to Batis, segundos a bordo.

No sé si invento o recuerdo: Nedda y yo nos en-contrábamos en un Sanborns de Reforma, donde estaba el cine Chapultepec, y revisábamos lo escri-to, lo corregíamos, para encaminarnos al diario, en la difícil faena de entregar una colaboración. Era una forma de protegernos o acompañarnos. Batis había tomado ya las riendas del suplemento, y tenía fama de irascible. Éramos dos o tres, porque en oca-siones también se agregaba Daniel González Due-ñas. O pasaba que íbamos sólo Daniel y yo. Al hacer la visita, uno sólo se volvía presa fácil del ogro Batis.

Así empezó Nedda a escribir. Ella lo sabrá mejor que yo, a mí me parece que las cosas fueron de esta manera. Es el relato que uno arma. Con conjeturas ciframos lo que ha sido nuestra vida y lo que ha sido la existencia de aquellos que se han topado con no-sotros. ¿Fue en verdad así, Nedda? La memoria es buena para inventar. Por otro lado, el cegato “lo vi con estos ojos”, asegura Salomón de la Selva, es ene-migo del recuerdo.

Un ancla son las fechas. En la edición de Déja-me que te cuente que ha puesto a circular el Fon-do de Cultura Económica, los cuentos de El correo del azar están fechados en 1980, pero la plaqueta se publicó en 1984: fue el número 50 de Los Libros del Fakir, de la editorial Oasis, con un tiraje de 400 ejemplares, al cuidado de Luis Mario Schneider. Quizás el motivo secreto de que ella apareciera en el taller de crítica literaria de Minería, especulo ahora, fue que poco antes le había picado el gusani-llo de la escritura. Y el aguijón fue tan potente que

de entonces a la fecha, tres décadas más tarde, no se ha detenido.

Los que presentamos el libro en el 84, en la sala Ponce de Bellas Artes, segui-mos aquí, aunque, como dice Neruda, “ya no somos los mismos”. Con algunos de nosotros Nedda intentó armar en su casa un taller particular de cuento, que adop-tó sus propios rituales. Estuvimos ahí Josefina Estrada, Vicente Quirarte, Car-men Carrara, Daniel González Dueñas, Adriana Pacheco y el que esto escribe. Entre otros. Se revisaban las obras con mirada severa, éramos rudos a la hora de exponer nuestros puntos de vista. La co-ronación, y el fin de los conflictos, era el momento en que aparecían los postres, pequeñas obras de arte que inundaban la sala y con las que nos transportábamos de inmediato a un salón proustiano. Lue-go llegaba Enrique, el marido de Nedda (auténtico anhalito), que venía de la ofici-na; era un hombre dulce, afable, entera-mente luminoso. Quizás en aquella épo-

ca empezó a escribir Nedda El banquete, publicado en 1991 por la Universidad Nacional.

Y luego cada quien siguió su camino, en solita-rio, o con otros acompañamientos. Nedda no cejó, su vida se convirtió en una selva de palabras; uno de los frutos de esa constancia es este libro que reúne lo publicado en el género del cuento y algo más, lo hasta ahora inédito. Es la suma de sus fic-ciones y de sus fricciones, tanto políticas como amorosas. Sus duelos, también. Es memoria y creación, recuerdo de una infancia dichosa y per-dida, o reinvención de sus experiencias como es-pectadora cinematográfica, lectora voraz y hasta fanática del béisbol; un tomo lleno de musicalidad y de ritmo, que a ratos se lee como quien escucha y canta, y hasta baila, a la vez, un bolero habanero o un vals peruano: “Déjame que te cuente, limeña; déja-me que te diga, morena”.�W

Alejandro Toledo, escritor y periodista, es autor de la antología El hilo del minotauro. Cuentistas mexicanos inclasificables ( FCE, 2006).

Empezó a circular hace unos meses un volumen que reúne lo escrito a lo largo de casi treinta años por Nedda G. de Anhalt.

Prosas breves, apuntes por momentos surrealistas, relatos hechos a partir de cartas: los textos que conforman esta memoria, completada con una gran diversidad

de pinturas elegidas por la autora, son testimonio de una mirada irrepetible, humorosa y desenfadada

Déjame que te diga, morena

A L E J A N D R O T O L E D O

RESEÑA

DÉJAME QUE TE CUENTE

Colección de cuentos

1980-2009

N E D D A G . D E

A N H A L T

letras mexicanas

1ª ed., 2013, 438 pp.

978 607 16 1316 5

$360

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DESPUÉS DE LA CRISIS

A L A I N T O U R A I N E

Pocos teóricos sobre la democracia y los movimientos sociales han sido tan influyentes en el mundo hispánico como Alain Touraine, quien ha sido condecorado con múltiples reconocimientos, entre los que se encuentra el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, otorgado en 2010 (y un doctorado Honoris Causa de la Ibero de Puebla, hace apenas unos días). En esta obra, dirigida a los nuevos protagonistas de eso que el sociólogo francés ha denominado “situación postsocial”, el autor explica la actual crisis económica y plantea formas de producción novedosas, acordes a las necesidades ecológicas y humanas de hoy. Para Touraine, estos agentes de cambio deben apoyarse en las recientes técnicas de comunicación, así como colocarse por encima de la realidad económica y social que determina el capitalismo globalizado y financiero. Se está frente a un ensayo inquietante que apunta hacia la transformación como única vía para evitar crisis futuras. De Touraine hemos publicado, entre otros títulos: ¿Qué es la democracia? y Crítica de la modernidad.

sociología

Traducción de Mar tí Soler

1ª ed., 2013, 177 pp.

978 607 16 1647 0

$150

DEL CIELO Y SUS MARAVILLAS, DE LA TIERRA Y SUS MISERIAS

H O M E R O A R I D J I S

Son varios los libros de poesía que el Fondo ha publicado de este autor michoacano nacido en 1940, creador de una vasta obra en la que así como ha explorado temas de la historia y el ser mexicanos, de crítica social y observación de la realidad, ha cultivado universos sentimentales y ecológicos propios. En este nuevo volumen, toma la imagen de las maravillas del cielo y las miserias de la tierra para ofrecer más de 160 poemas, de registros diversos, con los que ofrece un reflejo multifacético del vertiginoso mundo en el que vivimos, del amor, del doble, de la espiritualidad: “Quien se habla a sí mismo / espera hablar con Dios un día, / pero mientras llega ese momento / habrá que hablar de las criaturas de cada día.  // Ninguna conversación es más posible / que la que se mantiene con uno mismo. / Ninguna incomunicación es más frustrante / que la que se tiene con nuestro propio abismo.” El lector interesado puede continuar con obras recientes, como Diario de sueños, o el clásico Mirándola dormir, que en 2014 cumplirá medio siglo de haber sido publicado.

poesía

1ª ed., 2013, 231 pp.

978 607 16 1479 7

$230

LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD LÍQUIDA

Z Y G M U N T B A U M A N

Filósofo y sociólogo de origen polaco, Bauman lleva una larga trayectoria intelectual pensando sobre el mundo contemporáneo, contraponiendo las categorías modernidad sólida y líquida frente a las muy conocidas modernidad y posmodernidad. Así lo hizo al abordar el amor y las relaciones interpersonales, el trabajo y la pobreza, las instituciones y la identidad, y ahora, en esta nueva obra, la cultura. En consonancia con las prácticas egoístas y efímeras que se imponen en el mundo líquido, el también ganador del premio Príncipe de Asturias en 2010 ve en la cultura de nuestros días un factor de seducción y de alimentación de prácticas de consumo, antes que un agente de cambio y educación como anteriormente se le concebía. De este modo, presenta un análisis crítico sobre la historia de este concepto y examina sus dinámicas presentes, marcadas por la globalización, las migraciones y la interacción entre poblaciones, y apela por un diálogo entre culturas que se abra y esté dispuesto a enriquecerse con la diversidad y la visión del “otro”. En el Fondo hemos publicado varios de sus trabajos, entre ellos Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos

A mazon es uno de los pocos actores verdaderamente globales en la esce-na mundial del libro. Si bien su cuasi omnipresencia ya no extraña a na-

die, los modos en que se comporta no dejan de depararnos sorpresas, pues muestran de ma-nera simultánea lo peor y lo mejor del comercio electrónico. En las semanas recientes hemos visto la apertura de su dominio con termina-ción .mx y, en Francia, la denuncia de sus escla-vizantes formas de tratar al personal, más una valiente reacción gubernamental ante las aña-gazas con que busca darle la vuelta a la célebre ley Lang, ésa que en los años ochenta buscó pre-servar el patrimonio librero francés; por si fue-ra poco, está en preparación la cirugía mayor a la que se someterá The Washington Post, el añe-jo diario estadunidense adquirido por el gurú amazónico Jeff Bezos. La tienda omnímoda y su inasible dueño suelen actuar con la cordia-lidad de un matarife y con las delicadas mane-ras de un bulldozer; sobra decir que han revolu-cionado las ventas en línea, pero los benefi cios que provocan en los clientes —concebidos sólo como eso, la fuente inagotable de centavos al por menor— parecen superados con creces por los perjuicios que diseminan a su alrededor.

E mpecemos con las buenas noticias, que las hay, aunque también tengan un costadito incómodo. Ya existe el domi-nio mexicano de Amazon, aunque por

el momento sólo sirve para que los lectores compren libros electrónicos. Esta apertura tie-ne por ahora dos importantes consecuencias, una entre los lectores y otra entre los editores. Para quienes ya tuvieran una cuenta en la tien-da afi ncada en Estados Unidos, o sea en el domi-nio .com, la noticia signifi ca poco o nada, pues no parece haber productos disponibles en nues-tro país que no lo estuvieran ya, o fueran a es-tarlo de inmediato, en el original Amazon; la no-vedad trascendente tiene que ver con el Kindle, que hoy es fácil de adquirir en las librerías Gan-dhi, a precios no muy dispares de los que se con-siguen del otro lado del Bravo (aunque sólo es-tén llegando de este lado unos pocos modelos). El pequeño mercado del libro electrónico en México sólo se librará del dilema del huevo y la gallina cuando haya en circulación un número considerable de maquinitas con las cuales se tenga acceso a una notable variedad de conteni-dos. Los primeros intentos por ofrecer disposi-tivos dedicados a la lectura digital, como el Sony Reader o el Papyre, se quedaron en lo anecdótico porque hasta hace no mucho la ofer-ta libresca en nuestro país era pobrísima —si no en número, sí en calidad, pues abundaban las obras autoeditadas—; esa pobreza bibliográfi ca generaba a su vez un interés casi nulo entre los lectores por hacerse de un aparato que funcio-na con tinta electrónica.

C omo jugar al profeta es un ejercicio con denado al ridículo, no conviene hacer pronósticos osados, pero sí es posible prever un vuelco en la circu-

lación del libro electrónico en México debido a la apertura de Amazon y a la disponibilidad de esa máquina de vender, y de leer, que se llama Kindle. Se corre el riesgo, sin embargo, de que su llegada establezca condiciones de compe-tencia tales entre los libreros y demás vende-

Río arriba,río abajo

C A P I T E L

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O C T U B R E D E 2 0 1 3 2 1O C T U B R E D E 2 0 1 3 2 1

DEL ALCOHOL Y LOS PAÍSES EN DESARROLLOUna perspectiva de salud pública

R O B I N R O O M E T A L .

Detonada por la publicación de un estudio realizado en 1994 por la Organización Mundial de la Salud sobre el alcoholismo y las estrategias y políticas de salud para enfrentarlo, en 1995 se puso en marcha una investigación colectiva, comandada por Robin Room, sobre este tema en los países en desarrollo. El resultado es este valioso trabajo, editado originalmente en 2002 y ahora actualizado y ampliado, que expone lo que se sabe acerca de la epidemiología de los problemas relacionados con el alcohol en países como el nuestro, considera las estrategias que pueden adoptar los gobiernos para reducir esos daños y presenta pruebas de su efectividad. El libro comienza colocando a la bebida en su contexto, considerando los factores históricos así como económicos, sociales y culturales que determinan el consumo de alcohol. Luego da cuanta de cómo ha pasado de ser un producto comunal a una mercancía global, así como de las consecuencias que esto ha traído. Por último, propone líneas de acción, que contemplan la compleja gama de culturas, de niveles de gobierno, así como los ambientes del alcoholismo y sus pautas. Discutir desde la salud pública un asunto como éste nos prepara para abordar el consumo de otras drogas hoy proscritas pero que podrían dejar de serlo.

biblioteca de l a sa lud

Traducción de Juan José Utrilla

prefacio de Carissa F. Etienne

1ª ed., fce-Organización Panamericana

de la Sa lud, 2013, 415 pp.

978 607 16 1478 0

$310

humanos, Modernidad líquida, Vida de consumo y La sociedad sitiada.

sociología

Traducción de Lilia Mosconi

1ª ed., fce-A rgentina, 2013, 101 pp.

978 607 16 1507 7

$120

MÁS ALLÁ DE LA MANO INVISIBLEFundamentos para una nueva economía

K A U S H I K B A S U

Hace más de dos siglos el economista Adam Smith creo la metáfora de la mano invisible para explicar el funcionamiento de los mercados y su equilibrio en el capitalismo. Con ella, expresaba que en este sistema había un “fuerza imperceptible” que organizaba el comportamiento egoísta de las personas para producir la máxima utilidad posible. Mal interpretada, o no, esta imagen fincó las bases de la economía neoclásica y ha dado pauta a una sociedad injusta e inequitativa. En esta obra, el hoy vicepresidente del Banco Mundial reformula este planteamiento y analiza, en un trabajo alejado de la jerga técnica y cargado de humor, los fundamentos de la economía dominante para replantearlos y proponer nuevas vías que combatan la pobreza, la inequidad y la discriminación. Entre las dimensiones que el libro aborda se encuentran la evolución de las preferencias de los individuos, las normas sociales, la identidad, las leyes y su implementación, la discriminación, y los límites de la verdad y la libre agencia. Leer a Basu, como habrá atestiguado quien haya visto el número anterior de La Gaceta, es grato y estimulante; este libro resulta, además, esperanzador.

economía

Traducción de Roberto Reyes Mazzoni y revisión

de la traducción de David Mayer Foulkes

1ª ed., 2013, 306 pp.

978 607 16 1512 1

$245

EL SUEÑO DE VICTORIO

V E R I D I A N A S C A R P E L L I

Si algo tiene este libro, es la frescura y la originalidad de aquellas obras que estimulan la imaginación y permiten soñar. La joven autora brasileña despliega en poco más de treinta páginas una serie de ilustraciones coloridas y diversas en las que toma como centro el sueño de Victorio, un cochino que una vez cobijado por los brazos de Morfeo se lanza a explorar diferentes mundos poblados de medusas, capas de superhéroes, disfraces camaleónicos, dulces y aves de ensueño. Traspasando una etapa y otra más, se aventura en lo desconocido y es arrojado hacia el asombro , en una travesía onírica que experimenta como una danza de libertad. ¿Pero qué es lo que escucha?, ¿qué sorpresa se llevará cuando despierte? Primer título de esta autora en el catálogo del Fondo, el libro ofrece además una cuidada encuadernación japonesa que, gracias a sus páginas dobles, brinda un peso y volumen especial para la lectura de los pequeños soñadores.

los especiales de a la orilla del viento

Traducción de Mariana Mendía

1ª ed., 2013, 32 pp.

978 607 16 1315 8

$65

dores de ebooks que en el mediano plazo Ama-zon logre ser entre nosotros lo que querría ser a escala planetaria: el único canal por el que se vendan los libros convertidos en bytes. Si llegara a convertirse en monopsonio, es decir en el único comprador, las condiciones con-tractuales que impondría a autores y editores serían aún más severas. Es necesario que los hacedores de libros y las instituciones guber-namentales ideen mecanismos no para poner diques a Amazon —cosa que ha logrado hacer-se en el río brasileño que inspiró a Bezos a la hora de bautizar su empresa—, pero sí para ha-cer compatibles los objetivos de la tienda y los de la sociedad lectora que deseamos.

Q ue los intereses de una y otra no suelen estar alineados puede verse en En los dominios de Amazon. Re-lato de un infi ltrado, del joven pe-

riodista Jean-Baptiste Malet. El libro es una denuncia frontal del modo en que la compañía estadunidense opera en Francia: como Ama-zon es informativamente inexpugnable, el au-tor decidió hacerse pasar por trabajador even-tual, para lo cual se sometió al proceso de se-lección, a la capacitación y, peor aún, a los fero-ces ritmos de trabajo en uno de los almacenes desde los que diariamente se despacha el bati-burrillo de mercancías que se adquieren con la comodidad de un clic. Estamos ante una audaz pieza periodística, escrita con un apasiona-miento contenido y con un detalle que produ-ce escalofríos y hace que el dedo índice dude antes de apretar el botón de comprar. Según la experiencia de Malet, el trabajo de los pickers es el de un robot: cada día, los recolectores de productos empujan su carrito en busca de los ítems comprados y caminan más de 20 kiló-metros siguiendo las frías instrucciones que reciben en su lector de código de barras, que a la vez es un rastreador digital que registra si el individuo se detuvo o si se desvió de la ruta, datos con los que se evalúa su productividad y se condiciona la posibilidad de, al vencerse el contrato temporal, incorporarse indefi ni-damente a la plantilla. Las exigencias corpo-rales, los truquitos para reducir el tiempo de descanso, las estrategias para infundir un su-perfi cial optimismo entre los trabajadores, el violento acuerdo de las autoridades regionales con la empresa para favorecer que se instale aquí o allá, el cerco que impide a los empleados compartir su malestar y organizarse: En los dominios de Amazon es un puñetazo certero que deja grogui al lector que suele bañarse en las amazónicas aguas del comercio online.

O tra práctica depredadora de Amazon produjo la infrecuente alianza de los diputados de derecha e izquier-da en Francia para defender la pie-

dra fundamental del sistema francés de circu-lación de libros: el precio único. Desde su im-plantación en el Hexágono, Amazon desplegó estrategias para vencer a sus competidores por la vía de los descuentos y las promociones que equivalen a reducir el precio —como no cobrar el envío a domicilio—; esta práctica fue denun-ciada por los organismos gremiales, que fue-ron de fracaso en fracaso en los tribunales, pero hoy es algo contra la ley gracias a la unión de los representantes de la Unión por un Mo-vimiento Popular y el Partido Socialista. Sin duda, esta clase de restricción, que afecta en lo inmediato a los compradores pero en pos de un benefi cio colectivo y a la larga, suele verse como un atentado contra los sacrosantos clientes, en cuyo servicio se envuelven los eje-cutivos de Amazon para defender su proceder.

M ientras ocurren estas navegaciones hacia arriba y hacia abajo en el río de ventas en línea, el dueño del bar-co ha dado un paso hacia un terre-

no desconocido. Con muchos ojos pendientes de que la crisálida de The Washington Post se abra para que alce el vuelo un nuevo periodis-mo digital, Jeff Bezos sigue marcando el ritmo de la innovación y la explotación en internet.

T O M Á S G R A N A D O S S A L I N A S

NOVEDADES

Page 22: La Gaceta núm. 514 del FCE. Octubre de 2013 · 2 OCTUBRE DE 2013 José Carreño Carlón DIRECTOR GENERAL DEL FCE Tomás Granados Salinas DIRECTOR DE LA GACETA Alejandro Cruz Atienza

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ta con su creencia de haber nacido en octubre de 1814; mientras que al fir-mar el acta de promesa matrimonial a Margherita Barezzi, en abril de 1836, sólo dijo tener veintidós años cumplidos. En cuanto a la hora… serían las ocho, serían las nueve, que tal vez en el campo no se lleva-ba muy estrechamente esa cuenta, y los anocheceres, más presurosos en el otoño que en el verano, pueden inducir a error. Y por lo que hace al día… ¿quién se equivoca? Hace no-tar Gatti, biógrafo de Verdi, que “in campagna, è abitudine lasciar trasco-rrere qualche giorno prima di portare al fonte battesimale gli infanti di sana costituzione fisica”, de donde deriva que es muy posible que quien tuviera razón fuera la madre de Verdi, “che lo diceva nato il nove di ottobre. Ri-cordare, in tale giorno, la festa di San Donnino, patrono della diocesi nella cui giurisdizione trovansi Busseto e Le Roncole; e la coincidenza della so-lennità doveva essersi impressa nella mente della donna”. De donde supone que los que erraban, en el día, eran los que firmaron las actas bautismal y de registro civil; pero la madre de Verdi, ella se equivocaba en un año entero. De seguro porque ninguno, ni madre, ni padre, ni párroco, ni ad-junto a la alcaldía, ni testigos, ni pa-drinos, suponían, ni remotamente, que aquel niño estuviera destinado a la celebridad, y que la fecha de su nacimiento, y hasta la hora, fuesen a ser discutidas por su biógrafos en los siglos venideros. La primera vez que Verdi supo la verdad acerca de la fecha de su nacimiento, la verdad oficial, por lo menos, fue cuando, ya a los sesenta y tres años de edad, que él creía ser solamente sesenta y dos, mandó buscar su fe de bautismo a la parroquia de Le Roncole, en 1876. […]

Todavía, para quienes gusten de las cosas complicadas, pueden éstas complicarse más: para su versión del libro que sobre Verdi escribió Pougin, el traductor Jacopo Caponi, que qui-so enriquecerlo con notas originales, ordenó que le sacaran copia del acta bautismal del que llegaría a ser un gran músico, y de ese trabajo se en-cargó, como ecónomo de la iglesita de Le Roncole, un Antonio Chiappari que lo hizo de tan mala manera que introdujo no menos de media docena de groseros errores en la copia, uno de los cuales fue cambiar la hora octa-va por la hora sexta, y otro poner dife-rente orden en los nombres de pila del catecúmeno; en una “statistica per-sonale di Verdi Carlo, oste in Roncole di Busseto, e della sua famiglia”, que llenó a 21 de enero de 1832 el alcalde de Busseto, Antonio Accarini, en oca-sión del subsidio solicitado por Giu-seppe para dirigirse al conservatorio de Milán, documento que se conserva en el archivo del Monte de Piedad de Busseto, la fecha de nacimiento apun-tada, 9 de octubre de 1814, ha sido ta-chada, y suplantada por 10 de octu-bre de 1813… pero quién sabe en qué época se habrá sobrepuesto esa recti-ficación. El caso es que la estatua de Verdi que se levanta en la plaza mayor de Busseto fue inaugurada el 9 de oc-tubre de 1913, en fiestas dedicadas a celebrar en ese día preciso el primer centenario del nacimiento del insigne bussetano.

¿Llamará la atención que luego, para ejecutar la música de Verdi tenga cada director o cada artista su propia interpretación, si ni siquiera en la lec-tura del acta de su fe de bautismo pue-de todo el mundo ponerse de acuerdo? […]

Todo edificio tiene una primera pie-dra; la primera piedra del edificio Ver-

En su libro so-bre Verdi, su vida, su obra y su muerte, José Luis Tapia dice que, al tratar de comprobar en libros o pe-riódicos algu-nas cosas que

ya sabía, se encontró confundido y per-plejo porque halló informaciones con-tradictorias. Esto ocurre muy a menudo en gran pluralidad de asuntos, especial-mente si son históricos, y también les sucede con frecuencia a los contadores, que cada vez que vuelven a hacer una suma llegan a un resultado diferente, y a los enfermos, a quienes cada médico que consultan les diagnostica un mal distin-to; en el caso de Verdi, las confusiones comienzan cuando se pretende ir a con-firmar con el testimonio, que sin duda se debe considerar valioso, de Verdi mis-mo, la fecha o la hora de su nacimiento; Verdi vivió equivocado acerca de estos asuntos, en los que atribuía su informa-ción a su propia madre, que por lo visto era olvidadiza, y que transmitió esa cua-lidad a su hijo. Ahora para nosotros, que tenemos a la vista el acta de bautizo, en latín, y, en francés el acta de registro ci-vil (los franceses estaban estrenándolo y eran muy celosos de su cumplimien-to) está aparentemente clara la fecha del nacimiento de Verdi; pero para él mis-mo, que no conocía esos documentos, no lo estaba; no sabía bien ni el año, ni el día, ni la hora; él estuvo creyendo que había nacido en 1814, y no en 1813, el 9 de octubre, y no el 10, a las nueve de la no-che, o a las nueve y media, como también asentó alguna vez, en carta a su amiga la condesa Giuseppina Negroni Prati; pero cuando sacó pasaporte para ir a Milán, el 22 de mayo de 1832, confesó tener die-ciocho años de edad, cosa que no se ajus-

di es el coro “Va pensiero sull’ali dora-te”, de la ópera Nabucco, la tercera de las escritas por ese compositor.

Antes había escrito Verdi algunas páginas: una sinfonía para El barbero, de Rossini, seis canciones, que se pu-blicaron y hasta un par de óperas que se estrenaron con muy diferente éxito, Oberto y Un giorno di regno; pero todo aquello había sido inicial, preparatorio de lo que vendría más tarde; las can-ciones están hoy tan olvidadas como Oberto, que tuvo una acogida amisto-sa por parte del público milanés, pero muy poco tiempo más tarde se hundió lamentablemente en el teatro Carlo Felice de Génova; en cuanto al desas-tre de Un giorno, fue tan completo que no solamente la obra fue retirada in-mediatamente después de la primera representación, sino que su autor se prometió a sí mismo, amargado has-ta lo más profundo por aquel fraca-so, nunca más volver a escribir para el teatro; rompió el contrato para tres obras que le había sido firmado por Merelli a raíz de la favorable acepta-ción de Oberto y de las cuales solamen-te entregó Un giorno; y se redujo a sus habitaciones, hosco como un oso, y sin querer saber nada más del arte lírico, ni, casi, de la vida, que tan mal le había tratado, destruyendo en breve lapso su carrera y su familia.

Pero el empresario, en una ocasión en que lo encontró en un café, le me-tió un libreto que había sido recha-zado por Nicolai, el de Nabucco, en la bolsa del abrigo, y lo obligó a lle-várselo; Verdi, al llegar a su casa por la noche, arrojó ese libreto lejos de sí, con hastío, y sin la menor intención de leerlo; el libro cayó al suelo abierto precisamente en el pasaje en que Ver-di pudo leer, aun no queriendo, aquel verso que llamó poderosamente su atención, y que le hizo continuar con

Cumple 200 años de nacido Giuseppe Verdi, el magnífico músico parmesano. Para motivar que nuestros lectores se acerquen a su vida y obra hemos tomado

este fragmento de Oyendo a Verdi (el Fondo lo reunió, junto con textos sobre Loti y Queiroz, en Musas latinas) en que Solana, con moderada ironía, recorre el arte del compositor de Nabucco y diserta sobre el misterio de su fecha de nacimiento

Oyendo a VerdiR A F A E L S O L A N A

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ejemplo, en “Casta diva” de Bellini, o en “Chi mi frena in questa ora”, de Donizetti, que son igualmente fra-ses un poco solemnes, graves, lentas, con un aliento reposado; pero en el resto de la ópera Verdi utilizó otros ritmos mucho más vivaces, y con ello, en cierta medida, innovó, sobre sus inmediatos predecesores; cierto que se encuentran en Bellini algu-nos trozos agitados. (“Guerra, gue-rra”, por ejemplo, en Norma) y que los hay en Rossini (la cavatina “Lar-go al factotum”, del Barbero, podría servir de ejemplo); pero la música de Verdi, desde Nabucco, y esto habría de seguir en las obras siguientes, se siente como más enérgica, y, por em-plear una palabra muy gráfica, más varonil; Donizetti y Bellini parecen lánguidos, después de escuchar Na-bucco, y lo que vino posteriormente. Ritmo muy cortado, uso de percusio-nes para llevarlo, notas brevísimas, tan breves algunas del primer acto del Nabucco como no recordamos otras entre las que se han hecho muy famosas, hasta llegar a parecer redo-bles, en el tiempo presto usado para algún pasaje, y en el coro “Cadran cadranno” del acto final una marcia-lidad, una virilidad a la que ni Son-nambula ni Elissir habían acostum-brado al público de aquella edad. Esta hombría, más campesina que militar, del oso bussetano, había de conservar-se como una característica de sus obras hasta la marcha triunfal de Aída, o, más adelante, el acto inicial de Otello, el “essultate” que abre la parte del te-nor. Imaginamos que este estilo enér-gico, al que si tomáramos prestado un término que nuestro siglo utiliza lla-maríamos “vitaminado”, fue para los auditores de óperas de principios del segundo tercio del siglo pasado una sorprendente novedad, y queremos creer que la recibieron con agrado.

Verdi, con sus ochenta y seis años de vida, una existencia casi tan larga como la de los legendarios Tiziano y Fontenelle, atravesó casi todo el siglo xix, desde los días de Napoleón hasta el último de la centuria. Fue un siglo muy animado, así en lo político como en lo artístico; conoció varias revolu-ciones, lo mismo sociales que litera-rias. Y Verdi pasó por todo eso. No es posible, cuando se permanece por tan largo tiempo vivo, y en actividad, no ir asumiendo las diversas actitudes que los tiempos van aconsejando. Quien se mantuviera rígido, hasta los ochen-ta años, en la posición que adoptó a los veinte, no tendría fama de hombre fir-me y sólido en sus convicciones, sino de terco, y pasaría durante la mayor parte de su vida por retardatario.

Como político, Verdi tiene toda cla-se de matices; si al principio de su vida dedicaba sus obras a reales personajes, más tarde pasó por republicano, sin fundamento, y acabó por ser senador del reino.

Como artista, también recorre una gama extensa. Le cupo coincidir con algunas corrientes artísticas muy vi-gorosas, como el romanticismo y el naturalismo, por ejemplo, y se ajustó a ellas, y con ellas evolucionó.

Pero, aunque Traviata (y, en cierto sentido, también, Luisa Miller) perte-nezca al género burgués, y coincida con el naturalismo y aunque Aída haya sido ideada como una especie de africanerie en un estilo realista, que hace sentir el peso que tuvieron en las letras y en las artes libros como Le roman de la momie, de Gautier, y Salammbô, de Flaubert, la mayor parte de la obra de Verdi puede inscribirse, no nada más por los asun-

tos escogidos, sino por el espíritu, den-tro del más exaltado romanticismo. […]

El argumento de Nabucodonosor, hijo de la pluma del poeta Temístocles Solera, es un ejemplo de furioso ro-manticismo. Habrían de serlo también otras de las obras que siguieran a ésta, y muy destacadamente Ernani, que fue precisamente la pieza con la que se dio la batalla romántica, la histórica no-che del 25 de febrero de 1830. Compa-rado, por ejemplo, con el de Aída que es otro asunto situado siglos antes de Cristo en un mundo diverso del de la cultura clásica occidental, encontra-mos que ya para Aída, de acuerdo con las nuevas corrientes, tuvo el libretis-ta cuidado de no poner en la obra nada que no fuera posible, naturalmente, científicamente, y estudió con algún cuidado las costumbres y la historia del antiguo Egipto, y dio por supuesto que escenógrafos y sastres cuidarían también de reproducir, y los utileros también, lo más de cerca que fuese po-sible la arquitectura tebana, las ropas de faraones y sacerdotes, según apa-recen en las viejas pinturas y escultu-ras, y aun los muebles, los utensilios, los espejos, los abanicos, los penates, con el mayor apego a la verdad apren-dida en los libros y en los museos. No en otra forma trabajaron Gautier y Flaubert, en una ardua tarea de labo-ratorio, para la redacción de sus obras maestras. Cuando Aída se puso en Pa-rís, con un despliegue de oro en trajes y decoraciones, ese lujo pareció de mal gusto, pues la escenografía y el vestua-rio de esa obra aspiraban más a pare-cer auténticos y fieles que ostentosos y deslumbrantes.

Lo de Nabucco había sido otra cosa. Allí no se observó una gran preocupa-ción por la verdad histórica, ni tampo-co por la verosimilitud de los aconte-cimientos. Se dio cabida a lo sobrena-tural, a lo maravilloso, y se concedió crédito a la Biblia para seguir el orden de los sucesos. Hay un rayo vengador (y de esto sabía algo Verdi desde su infancia) como en otras óperas, Don Carlo, por ejemplo, hay “una voz del Cielo” y como en otras hay brujas y fantasmas. Y los personajes están ins-pirados por pasiones exaltadas, no de proporciones humanas, como las de los de Aída, sino por una soberbia, una ira, un odio, una envidia en grado he-roico, a la manera de la época. Es , en fin, una obra con todas las virtudes de excitación, de entusiasmo, de grande-za y de fuerza, pero también con todos los defectos de naturalidad, de conten-ción y de equilibrio que son propios de la escuela romántica, dentro de la que Verdi está inscrito con todos los hono-res que le conceden dentro de ella ran-go eminente.

En Nabucco, en el papel de Abigaíl, hemos leído que Giuseppina Strepponi estaba “afascinante”. La gran cantan-te, en el apogeo de su juventud y de sus facultades, encontró un papel al que supo dar el mayor brillo, y que le per-mitió lucirse en igual medida, o tal vez en medida mayor, que los papeles do-nizettianos que hasta entonces habían sido su especialidad. Nos es fácil supo-ner el estupor, el embeleso de Verdi, que se veía al mismo tiempo ante una mujer bella, ante una artista de talen-to, y ante la cristalización de su pro-pio sueño, la encarnación de una hija de su fantasía; ningún esfuerzo cues-ta imaginar que debió de quedar ena-morado, como Pigmalión de Galatea, sin saber quizá muy claramente dónde comenzaba Abigaíl y dónde termina-ba la Strepponi. Joven y lleno de fuer-

la estrofa, y finalmente con la obra entera: “Va pensiero sull’ali dorate”.

La inspiración, que se había ido, volvió; el deseo de trabajar, que había desaparecido, reapareció; el interés dormido despertó, y la mano inactiva volvió a tomar la pluma; Verdi escribió la música para aquellos versos; y sobre ella, toda la ópera Nabucodonosor, y sobre esa ópera, y no sobre la primera, que ya estaba olvidada y yacía bajo las ruinas de la siguiente, fincó luego toda su carrera.

Las óperas se escriben, seguramen-te el que no lo sepa lo supone, como se filman las películas, no rigurosamen-te por orden, empezando en el prólogo para acabar con el último acto, sino a saltos, a trozos, que luego se arman, se aglutinan con algunas bisagras de re-citativos, y toman forma de actos o de cuadros; de Nabucco lo primero que escribió Verdi fue este coro, que en la obra aparece ya muy cerca del final. Luego utilizó sus frases más caracte-rísticas para la obertura, o sinfonía, en que también usó otros trozos felices de la partitura. En torno a esta melodía fue creciendo toda la ópera, como en torno a la gruta del milagro se va cons-truyendo una catedral, y luego una ciudad entera. Aprovechó Verdi algu-nos materiales que ya tenía, como por ejemplo una marcha juvenil a la que no había dado destino. Otros residuos de sus primeros balbuceos como compo-sitor habían de servir para I lombardi.

A lo largo de su carrera, muchísi-mas otras veces cuajaría Verdi trozos destinados a obtener una celebridad inmensa, y bastaría mencionar en-tre los que todos tenemos memoriza-dos el brindis de Traviata, “di quella pira”, del Trovador, “La donna è mo-bile”, de Rigoletto, el dueto de la amis-tad de Don Carlos, o la marcha triun-fal de Aída; sin embargo, la melodía escogida para acompañar a los restos de Verdi en su solemne traslado, en 1901, fue precisamente “Va pensiero”, y cabe pensar que quienes la prefirie-ron acertaron, no solamente porque su aire majestuoso y solemne la hace más propia para una ceremonia de esa ín-dole que cualquiera otro de los trozos señalados, o de muchos más que pue-den venir a la memoria, sino porque hay en ella algo de profundo, de perso-nal, de trascendente, algo que se siente como si fuera el alma misma de Verdi reducida a unos compases de música. Ese sentimiento sobrecoge al auditor desde que por primera vez escucha ese coro del Nabucco, y siempre lo emocio-na hondamente.

De este coro, y del que pronto se-ría su réplica “O signori, dal tetto na-tío”, de I lombardi, dice Primo Lavi en su libro Paesaggi e figure musicali que “Furono, non un lamento imbele, ma una protesta virile”, y que bien pronto salieron del teatro para resonar en las plazas y en el campo, cantados no ya por coristas, sino por ciudadanos; a es-tas composiciones se refiere el mismo autor cuando, en otro artículo dice que las obras de Verdi excedieron el campo puro del arte, como las de ninguno de su antecesores, para ejercer influencia sobre la vida nacional.

La melodía de “Va pensiero” es fe-licísima; ha dado la vuelta al mundo y perdura entre la música viva desde hace más de un siglo y cuarto; desde la primera ocasión en que se la oye, se de-tiene en ella la atención, prefiriéndo-la a casi todo lo que dentro de la mis-ma obra la acompaña. Es una frase, la primera, del corte de algunas que al-canzaban gran popularidad en aque-lla época, y la conservan; pienso, por

za, apenas de 28 años de edad, y con dos de viudez, fácil habrá sido a Verdi convertirse de admirador en adorador de Giuseppina, en quien todo nos per-mite adivinar que se había desperta-do ya desde antes de este estreno una simpatía por aquel joven músico, cuya primera obra una recomendación de ella había hecho posible estrenar. La vida amorosa de Verdi no tuvo muchos capítulos; uno muy breve, inicial: su noviazgo y su matrimonio con Marg-herita, la hija de su protector Antonio Barezzi, un vínculo que muy pronto disolvió la muerte. Luego, la liaison que le ató a la Strepponi, por algunos años, hasta que se decidió a convertir-la en su legítima esposa, para llevar al lado de ella la mayor parte de su vida, pues ella, que era menor que él, murió octogenaria. Dos esposas, como Rossi-ni, pero “mejor la segunda que la pri-mera”, y no, como en el caso del autor de Guillermo Tell, cada una peor que la otra; y… un episodio insuficiente-mente comprobado, tal vez imaginario nada más: sus amoríos, quizá más rea-les que supuestos, con la cantante ale-mana Teresa Stolz, amores que serían una de las causas de su rompimiento con el director Mariani, que la ama-ba, y que por ella se convirtió en el paladín y el introductor de la música germánica en Italia.

La Strepponi, Peppina, como Ver-di la llamaba en sus cartas, o Madame Verdi, como la llamaban los amigos del compositor, fue una mujer muy inteligente, y muy entendida en músi-ca. Acerca de su agudeza, nos quedan pruebas en su correspondencia, que dista mucho de ser desabrida o vul-gar; en cuanto a su gusto y sus conoci-mientos, muchos la consideran como la consejera y la censora de su ilustre marido, muy especialmente en los úl-timos años de su vida; se atribuye a ella una gran influencia para la com-posición de Falstaff. También la tuvo en la preferencia que Verdi mostró en algún tiempo por la ciudad de París (madame Verdi conocía perfectamen-te el idioma francés, y, como Verdi, a veces en ese idioma escribía) y su des-pego por el terruño bussetano, donde, sobre todo antes de su matrimonio, no era mirada con toda la consideración que hubiera sido de desearse, especial-mente por quienes habían conocido a Margherita, o eran sus parientes; con la muy honrosa excepción de don An-tonio Barezzi, el suegro de Verdi, que siempre fue comprensivo y caballero-so, frente a la que vino a sustituir, al lado de Verdi, a su hija.

Muy poco tiempo después de triun-far en Nabucco, dejó la Strepponi la carrera teatral, para no volver a ella nunca. Verdi perdió a una buena intér-prete tal vez, pero luego hallaría otras, muchas excelentes; encontró, en cam-bio, a una fidelísima, comprensiva, es-timulante, talentosa compañera para toda su vida, a una mujer cuyo conse-jo le fue de inestimable valor no sola-mente para el diario vivir, sino hasta para la creación artística. Una sibila, que supo adivinar su futuro… y no dejó de contribuir para forjarlo, y que lo disfrutó, por más de medio siglo, como una verdadera reina.�W

Rafael Solana, dramaturgo, narrador y ensayista, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 1986. En el Fondo hemos publicado, además del volumen en el que aparece este texto, El sol de octubre (1959) y La casa de la Santísima y Todos los cuentos (2000).

OYENDO A VERDI

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