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La leyenda - Algar Editorial

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La leyenda del amuleto

de jade

Vicent Enric Belda

Dibujos de Ferran Boscà

Traducción de Inmaculada Pérez Peiró

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Esta obra obtuvo el XI Premio de Narrativa Infantil Vicent Silvestre, patrocinado por Ediciones Bromera y promovido por el Ayuntamiento de Alzira. Formaron parte del jurado Ferran Ballester, Arantxa Bea, Consuelo Berenguer, Pere Duch y Xavier Mínguez. En 2008 fue incluida en los White Ravens, la se-lección anual que elabora la Biblioteca de Múnich de las obras infantiles y juveniles más destacadas de todo el mundo. En 2015, el compositor Josep Maria Bru Casanova presentó en Agullent su composición en música dodeca-fónica De leyenda, basada en esta misma novela.

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1 Todo cambió de repente

Nada, absolutamente nada hacía presagiar que aque-lla sería una mañana distinta a las demás. En reali-dad, parecía un día corriente de principios del mes de marzo, ni frío ni todavía demasiado cálido. En el colegio, después del recreo, el maestro leía parsimo-niosamente un dictado, mientras se paseaba entre las hileras de pupitres a un ritmo pausado. Los alumnos del octavo curso escuchábamos expectantes cada frase y nos aplicábamos a continuación sobre nuestros cuadernos, produciendo un animado murmullo con nuestros lápices afilados.

En un momento del ejercicio, llegó el director a la puerta de nuestra aula y dio un par de golpes discretos en el cristal con los nudillos de sus dedos.

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Tras un leve carraspeo, pronunció mi nombre con su gruesa voz. Dudé primero y me levanté con cautela. Finalmente salí de clase entre las miradas inquisido-ras de mis compañeros.

Seguí al director hasta su despacho.–Tu padre ha muerto, Víctor –me dijo de im-

proviso.Es cierto que uno no sabe nunca cuál puede ser

su reacción ante una noticia tan devastadora como aquella. Yo me quedé inmóvil, como hipnotizado, y simplemente me quedé callado.

Tampoco tenía ningún sentido hablar. Mi padre había muerto: así de simple y así de cruel. Su corazón se había detenido sin previo aviso. Su cuerpo se había desplomado en medio de una importante reunión de negocios, como si hubiera recibido el impacto de una flecha invisible enviada desde el mismo firmamento. Era 1976. Yo todavía no había cumplido los catorce años y no sabía cómo podría soportar aquel vacío tan inmenso que se había abierto de repente en mi corazón.

Hoy, treinta años después, hago auténticos es-fuerzos para que la imagen de mi padre no se borre del todo de mi memoria. Después de todo, es única-mente en el recuerdo donde perduran para siempre las personas a las que tanto hemos amado.

A grandes rasgos, recuerdo a mi padre como una persona buena. Todos los que lo habían conocido se

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referían a él como un ejemplo de integridad y de dedi-cación a su trabajo. A pesar de ello, murió arruinado. Algunos dijeron que los problemas económicos del último año lo habían llevado a la tumba. Después de aquello, mi madre y yo mismo pudimos comprobar cómo todo el esfuerzo de su vida se había convertido, de repente, en una desastrosa herencia de deudas mi-llonarias y de humillantes avisos de embargo.

–Así de mal están las cosas –sentenció nuestro abogado–. Como mucho, podéis intentar recuperar vuestra casa. Para lo demás, nada se puede hacer ya.

Y así, sin previo aviso, también desapareció nues-tro mundo confortable y seguro.

A pesar de todo, lo más triste es siempre la muerte de una persona a la que tanto se ha querido, ya que se siente como un inexplicable vértigo, y entonces nuestra existencia, nuestra vida completa, se revela como una circunstancia insegura, y nuestra realidad se convierte en un instante en algo perversamente pasajero y efímero, como un castillo de arena que el mar puede destruir a su capricho.

Para mi madre y para mí, los primeros meses fueron un verdadero caos: el dolor y un gran des-concierto se habían apoderado de nuestra existencia. Sin embargo, en cierto modo, una nueva realidad comenzó a construirse con las primeras lluvias de aquel nuevo y frío invierno...

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En apenas seis meses parecía que toda nuestra vida anterior se había reducido a cero. También, al final, habíamos perdido nuestra casa y nos tuvimos que trasladar a un pequeño piso de alquiler a las afue-ras de la ciudad. Mi madre, que no había trabajado nunca, tuvo que aceptar resignada un empleo de dependienta en un comercio. Por lo que a mí res-pecta, con todo aquel trasiego, acabé repitiendo el curso y me vi obligado a cambiar el colegio privado tan caro donde siempre había estudiado por otro más cercano y mucho más modesto. Además, ese mismo mes de septiembre me puse a buscar un trabajo a tiempo parcial.

La primera ocupación que conseguí fue la de camarero en la barra de un pequeño cine del barrio. Después trabajé de asistente del encargado en unos recreativos muy grandes del centro de la ciudad: una especie de almacén repleto de ruidosas máqui-nas pinball, de mesas de pimpón, de futbolines y de unos pocos billares americanos. En definitiva, un animado y entretenido paraíso para las pandillas de jóvenes desocupados, y también para algunos tíos con ganas de bronca que me hicieron la vida imposible.

Y fue precisamente a causa de una pelea sin graves consecuencias con un chico de dieciséis años por lo que el encargado acabó por despedirme de los billares.

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Por suerte, al cabo de poco tiempo encontré un nuevo trabajo de fin de semana, como repartidor a domicilio para un modesto restaurante chino del barrio viejo, justo en la otra punta de la ciudad. Por aquellos días los restaurantes chinos eran muy escasos en todo el país, e incluso en las ciudades más grandes resultaban de un desconcertante y muy raro exotis-mo. De hecho, ese fue el primer restaurante chino que yo había visto en mi vida.

Tal vez por eso, aquel restaurante chino llamado Xiannü, perdido en los más profundos callejones del barrio viejo, me cautivó de inmediato, desde el mismo momento en que, en respuesta a un anuncio breve de un periódico local, había cruzado su vistosa fachada, bajo dos farolillos rojos tradicionales, y me dejé seducir por la magia de las paredes tapizadas de terciopelo carmesí, por los biombos y el techo de ma-dera ricamente tallados con motivos mitológicos: garzas, leones dorados y fantásticos dragones de fue-go; y por aquella música misteriosa que parecía flotar en el ambiente como una brisa cálida, como la dulce voz de una persona amada.

Así pues, aquella me pareció la mejor ocupación que podría nunca haber soñado; por eso preferí no mencionar al anciano Cheng Xiyou, el propieta-rio del restaurante, que aún no tenía el permiso de circulación para conducir el viejo ciclomotor de repartidor que había visto aparcado en la puerta.

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De todos modos, en 1976 aquel hecho resultaba un detalle de poca importancia, ya que nadie se preocupaba de quien simplemente pretendía hacer bien su trabajo.

Desde el viernes por la tarde al domingo por la noche, mi ocupación consistía principalmente en repartir por toda la ciudad aquellos platos chinos tan deliciosos: rollitos de primavera, pollo con al-mendras, arroz tres delicias, tallarines al bambú... y los acompañaba con mi natural simpatía y con un raro pero convincente acento de Hong Kong, que terminé imitando para vencer las reticencias de aquellos clientes que esperaban encontrarse, al abrir la puerta de sus casas, con un repartidor oriental y no con un chaval pelirrojo de ojos azules y redondos.

Por eso, para confundir a mis clientes, ya que había llegado a mis oídos que también en la isla de Hong Kong había algunos rubios occidentales que hablaban chino, aprendí unas pocas palabras de aquel país, y recuerdo que deseaba las buenas noches cuando llegaba a una casa –wăn ān–, y daba las gracias –xièxie–, o agradecía la propina reclinando la cabeza –gănjī–. Después, me despedía –cíxíng–, y hacía como que no entendía nada si me querían hacer alguna pregunta.

Estaba tan contento con mi nuevo trabajo que había llegado a la conclusión de que finalmente había

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encontrado mi lugar en el mundo, en aquel pequeño restaurante chino llamado Xiannü del barrio viejo. Aunque debo confesar además que también me había dejado hipnotizar por la misteriosa belleza de una niña: una camarera china llamada Li Bei. Sus trenzas negras, sus ojos rasgados y su minúscula nariz en medio de su cara perfecta me tenían cautivado desde el primer momento en que la vi.

Entre encargo y encargo, me pasaba el tiempo apoyado en la barra del restaurante Xiannü obser-vando a Li Bei: sus maneras elegantes, su apariencia reservada, su discreta y enigmática sonrisa. Su sola presencia me turbaba los sentidos de modo que, ante aquel ser tan especial, me sentía inseguro, balbuceaba a menudo y todo se me caía de las manos como si las tuviera hechas de plastilina. Por eso, el cocinero del restaurante, un tipo llamado Lou, me gritaba a menudo con su vocabulario mínimo y una expre-sión, shăguā, con la que se dirigía a mí siempre. Sin embargo, presentía que contaba con la complicidad del propietario, el anciano Cheng Xiyou, y tenía la secreta impresión de que también Li Bei se había fijado en mí.

Aunque ahora pueda resultar cursi la expresión, debo confesar que, a medida que avanzaba el invier-no, aquella niña china se había convertido en la luz que iluminaba mis días, ya que cada mañana era el recuerdo diáfano de su imagen lo que me despertaba,

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de una manera obsesiva. Por eso esperaba inquieto que pasara rápida la semana, y que llegara por fin el viernes por la tarde para poder volver a mi trabajo. Y entonces me ponía mi anorak corriendo y salía de casa feliz bajo la lluvia de invierno, ansioso de encon-trarme lo más pronto posible con mi amada Li Bei.

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2 Una declaración de amor

Todo había cambiado de repente desde la muerte de mi padre, y parecía que los cambios que habían transformado mi existencia habían hecho de mí una persona diferente, bastante menos reservada y tímida de lo que siempre había sido. Aun así, fue muy duro comprobar que no tenía ningún amigo, al menos ese tipo de amigos de verdad en quien uno puede confiar sin reservas: una persona con quien compartir las preocupaciones, los secretos, los más íntimos deseos. De hecho, ninguno de mis conocidos, ni tampo-co ninguno de los antiguos compañeros del colegio privado donde había pasado casi toda mi vida, se interesó por mí desde que me cambié de barrio. Tal vez fue por eso que me quedé tan pillado por Li Bei.

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Con el tiempo Li Bei y yo habíamos llegado a establecer una cierta amistad. Nos gustaba especial-mente compartir la adoración que sentíamos por el viejo Xiyou. Cheng Xiyou era un anciano encantador y de trato bondadoso, a pesar de que se mostraba siempre muy hermético y tenía una mirada impene-trable y esquiva, endurecida sin duda por los rigores de una larga existencia de privaciones y de adversida-des. Conservaba una salud de hierro, aunque, según yo había oído decir en una ocasión, aquel anciano muy pronto iba a cumplir los cien años.

Li Bei y yo compartíamos también la misma antipatía por el cocinero Lou, del que nos reíamos siempre que podíamos sin que él se percatara. Tenía el cocinero una apariencia vulgar, de la que solo ca-bía destacar su cabeza grande y redonda y su cabe-llo puntiagudo de color ceniza, además de una piel muy lívida y llena de granos. Ciertamente, había algo mezquino en su carácter. Por lo menos, a mí me pareció siempre un individuo hosco y desagradable. Shăguā, me llamaba continuamente. Fue gracias a Li Bei por lo que supe que aquella expresión, shăguā, significaba ‘idiota’, pero eso no sucedió hasta que hubo pasado bastante tiempo desde que empecé a trabajar en el restaurante Xiannü.

Además del viejo Cheng Xiyou, Li Bei y el co-cinero Lou, a veces llegaban otras personas con ras-gos orientales al restaurante Xiannü; gente de paso

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hacia un destino desconocido. En general, siempre me parecían seres misteriosos que arrastraban una historia triste a sus espaldas y un futuro muy incier-to dibujado en sus desconfiadas miradas. Llegaban un día y se instalaban en una pequeña habitación, en el desván que había arriba del restaurante, y a la mañana siguiente se habían marchado en silencio, sin dejar rastro.

El origen de Li Bei me era también desconocido. En un primer momento, creí que tal vez fuera la nie-ta del anciano Cheng Xiyou, ya que establecí incons-cientemente una relación entre ellos por su peculiar acento. De hecho, su manera de hablar cuando se dirigían a mí no se parecía a la del cocinero Lou, ni tampoco me recordaba a ninguna lengua concreta, sino que sonaba en mis oídos de manera extraña, como si fuera una suma remota y próxima a la vez de muy diferentes lenguas. Finalmente supe que Li Bei había llegado pocas semanas antes que yo al restaurante Xiannü y que buscaba en mi ciudad a alguna persona con la que la unía algún parentesco o alguna relación que no pude precisar en aquel momento.

Otro de los misterios que rodeaba a Li Bei era el de su edad concreta, ya que, a pesar de que era un poco más bajita que yo y de que tenía el aspecto de una niña de no más de doce años, ella no perdía la ocasión de repetirme una y otra vez que tenía más

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años, que era bastante más mayor de lo que me pu-diera parecer a mí.

En cualquier caso, yo estaba obsesionado con Li Bei, y un día, cuando había terminado de realizar un pedido con el viejo ciclomotor, quise confesarle mis sentimientos por ella. De modo que esperé en la puerta de la cocina a que ella pasara y, cuando la vi llegar, saqué pecho, respiré hondo y salí a su paso precipitadamente.

Solo conseguí de Li Bei una mirada de enojo porque, con aquella tonta sorpresa, había hecho que se le cayera al suelo la bandeja con las sobras de una cena. Luego, cuando ambos nos disponíamos a agacharnos para ordenar todo aquel desastre, nues-tras cabezas chocaron accidentalmente y a ella se le escapó una tímida sonrisa que quiso ocultar con sus manos. Y con la promesa de amor que significó para mí aquella sonrisa, esperé la siguiente oportunidad, que ya no podía hacerse esperar.

Coincidió entonces que una maestra del nuevo colegio me había prestado una novela antigua de la biblioteca. En ella, el protagonista, un caballero llamado Tirante, declaraba su amor a la princesa Car-mesina utilizando una sencilla argucia: un pequeño espejo cerrado. Según se contaba, el caballero Tirante le dio el espejo a la princesa y le dijo así, más o me-nos: «Señora, la imagen que aquí encontraréis puede darme la muerte o la vida. Ordenadle, vuestra alteza,

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que tenga piedad de mí». Y la princesa corrió a su cuarto y pensó que dentro de la cajita encontraría pintado el retrato de otra dama. Sin embargo, lo que vio fue su propia imagen reflejada en un espejo, y así, de manera inesperada, supo la princesa Carmesina que Tirante la amaba.

Decidí que imitaría aquella manera tan bonita de declarar mi amor, por eso busqué en la habita-ción de mi madre un pequeño espejo de bolsillo que se abría como si fuera un librito, y esperé una buena ocasión para confesar mi amor a Li Bei.

Aquella misma noche esperé a que se marchara la última pareja del restaurante y ayudé a Li Bei y al viejo Xiyou a ordenar todo el local. Tuve que insistir para que ella me permitiera acompañarla a sacar la basura. Arrastramos pesadamente el gran cubo por medio de la calle, hasta el contenedor que había en una esquina. Era domingo, casi medianoche. Los adoquines del suelo estaban húmedos por la lluvia reciente y brillaban con los reflejos tenues de los farolillos rojos y de la luz de una tímida luna, que se ocultaba continuamente entre las nubes.

No se oía ningún ruido excepto nuestros pasos por la calle. Durante un momento tuve la impresión de que estábamos solos en toda la ciudad, entre aquel laberinto de casas deshabitadas. Todo en aquel barrio viejo me parecía entonces igualmente decadente y sombrío. Agarré a Li Bei de la mano y la llevé hasta

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un rincón discreto. Ella me siguió sin oponerse y me miró en silencio con sus ojos oblicuos, que eran como dos rayas de tinta, tan encantadores y tan ex-presivos que parecía que eran capaces de hablarme. Me armé de valor. Le ofrecí el espejo cerrado. Le dije que dentro encontraría la imagen de la persona de la que yo estaba enamorado.

Entonces ocurrió un hecho imprevisto, ya que, a pesar de que Li Bei había abierto el espejo y había mirado en su interior, la expresión de su cara al verse no fue de felicidad, ni tampoco de alegría, ni siquiera de sorpresa, sino que un incierto e inexplicable terror se dibujó en su rostro, como si su propia imagen, ma-tizada por la escasa luz de aquel rincón, le resultara incomprensiblemente desagradable, extrañamente horrible.

Cerró el espejo de repente y me lo lanzó asustada. A continuación se marchó, poseída por un incom-prensible pánico. En ese momento no supe cómo interpretar aquella extraña reacción de Li Bei al con-templar su propia imagen reflejada en el espejo, ya que ella seguía siendo para mí la persona más bella y encantadora que hubiera podido contemplar nunca.