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1 LA NEGOCIACIÓN COLECTIVA COMO INSTRUMENTO DE MEJORA DE LA PRODUCTIVIDAD: LOS LÍMITES A LA LUZ DEL ART 28 DE LA CARTA COMUNITARIA Y DE LOS CONVENIOS DE LA OIT Sumario I. Introducción II. La productividad: un concepto económico polisémico, con una polémica referencia constitucional III. Productividad y autonomía colectiva IV. La exacerbación de la función de mejora de la productividad por la reforma laboral de 2012: algunas de sus manifestaciones más relevantes V. Derecho a la negociación colectiva y mejora de la productividad: sus relaciones en el derecho transnacional A. En el derecho comunitario B. En el derecho internacional del trabajo VI. Bibliografía citada Fernando Valdés Dal-Ré Catedrático de Derecho del Trabajo Magistrado del Tribunal Constitucional

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LA NEGOCIACIÓN COLECTIVA COMO INSTRUMENTO DE MEJORA DE LA PRODUCTIVIDAD: LOS LÍMITES A LA LUZ DEL ART 28 DE LA CARTA COMUNITARIA Y DE LOS CONVENIOS DE LA OIT Sumario I. Introducción II. La productividad: un concepto económico polisémico, con una polémica referencia constitucional III. Productividad y autonomía colectiva IV. La exacerbación de la función de mejora de la productividad por la reforma laboral de 2012: algunas de sus manifestaciones más relevantes V. Derecho a la negociación colectiva y mejora de la productividad: sus relaciones en el derecho transnacional A. En el derecho comunitario B. En el derecho internacional del trabajo VI. Bibliografía citada Fernando Valdés Dal-Ré Catedrático de Derecho del Trabajo Magistrado del Tribunal Constitucional

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I. Introducción 1. La mera lectura del título de la exposición cuyo desarrollo me ha sido encomendado ofrece ya algunas pistas para identificar el núcleo básico de la misma, consistente en analizar, señaladamente desde una perspectiva jurídica, las relaciones existentes entre la productividad y la negociación colectiva. Y aunque esas relaciones aparecen en el enunciado de la ponencia ubicadas en normas de carácter transnacional – comunitario e internacional - , un adecuado tratamiento del objeto de la presente intervención tampoco puede eludir, aun cuando sea como necesaria base argumental, otro entorno normativo; un entorno más próximo, cual es el estrictamente nacional. Sin necesidad de entretenerme en buscar más o menos refinadas y fundadas argumentaciones justificativas de esta opción sistemática, la razón de esta conexión se encuentra en la rúbrica con la que ha quedado intitulado el Seminario: “Las reformas laborales a la luz del derecho transnacional del trabajo”. En tal sentido, las consideraciones que seguidamente expondré intentarán dar respuesta a las siguientes tres grandes cuestiones: 1º) La primera pretende examinar si “la mejora de la productividad” puede calificarse como una función susceptible de ser activada y asumida por la negociación colectiva. En la hipótesis de que la respuesta sea afirmativa, será preciso conocer en qué términos nuestra experiencia contractual colectiva articula y concreta la presencia de la productividad. En todo caso, deseo ya anticipar que las reflexiones efectuadas en este apartado responderán a una doble y deliberada opción metodológica: de un lado, y respecto del primer punto, a la que ofrece la teoría general de la negociación colectiva; de otro, y en referencia al segundo punto, el criterio expositivo se moverá estrictamente en el ámbito de la autonomía colectiva; o, si se prefiere, en el de la voluntad expresada y manifestada por los interlocutores sociales. 2º) Despejado el anterior interrogante, será preciso analizar, en segundo lugar, en qué modo, si alguno, las reformas laborales habidas en el curso de los últimos años han elevado de manera imperativa y heterónoma la defensa de la productividad en opción prioritaria de política legislativa y, en el supuesto de que la respuesta sea igualmente afirmativa, de qué modo o en qué aspectos concretos se ha plasmado legalmente esa opción de política de derecho en la estructura y funcionamiento de nuestro sistema negocial. 3º) Finalmente y como cuestión de cierre, habrá de examinarse si los vínculos que integran el par productividad/negociación colectiva tienen reflejo en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea del año 2000 y en los convenios de la Organización Internacional del Trabajo, señaladamente en los convenios 87, 98 y 154, intentando identificar, de un lado, la naturaleza normativa o jurisprudencial de dicho reflejo y, de otro, el carácter mediato o inmediato. No obstante y con carácter preliminar, me parece ineludible efectuar algunas observaciones sobre esa tan invocada expresión de “productividad”, intentando su definición y, sobre todo, su encuadramiento jurídico-constitucional.

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Tal es y no otra la sistemática a la que me disciplinaré, la cual, de otro lado, ha de conciliarse de manera ineludible con las razones de economía de tiempo que informan mi exposición. Ésta obligada conciliación puede ofrecer una razonable explicación sobre la autocontención expositiva que he de imprimir en mi intervención. II. La productividad: un concepto económico polisémico, con una polémica referencia constitucional 2. Desde una perspectiva estrictamente conceptual, la calificación de la productividad como una noción ajena al universo jurídico no es discutible, como tampoco lo es su procedencia, propia del mundo económico. Así lo confirma sin sombras de incertidumbre la simple lectura de las definiciones que de dicha noción ofrece el DRAE (2001), a tenor de las cuales la productividad es “la relación entre lo producido y los medios empleados, tales como mano de obra, materiales, energía, etc” o, en una segunda acepción, “la capacidad o grado de producción por unidad de trabajo, superficie de tierra cultivada, equipo industrial”. De neta extracción económica, la productividad dista de ser un concepto ni simple ni unívoco; es un concepto complejo y polisémico, susceptible de apropiarse de una pluralidad de significados. Sin pretensión por mi parte de entrar, ni tan siquiera de manera muy periférica en este debate, me limitaré a efectuar algunas consideraciones generales que pueden calificarse como tópicos o lugares comunes. En tal sentido, dos economistas de la talla intelectual de Samuelson y Nordhaus definen la productividad como la relación entre la cantidad de producción y la cantidad de factores (trabajo, tierra y capital); o, en otras palabras, el cociente entre la producción y los factores de producción. La productividad es, en su versión primera u esencial y por enunciar la idea con ayuda del bien conocido modelo económico elaborado por Leontieff, un indicador que mide la relación entre los elementos que participan en un proceso productivo (input) y los productos que se obtienen del mismo (output). La productividad es, así pues y como ya se ha hecho constar, un concepto complejo, en cuya medición pueden valorarse muy diversos elementos o factores, entre otros y señaladamente las inversiones, el capital humano, los recursos naturales o la tecnología. En consecuencia, la productividad puede ser medida en relación con un solo factor o con una pluralidad de ellos. En el primer sentido, una de las variantes del cálculo de productividad que más se maneja es el trabajo, que mide la relación entre la cantidad de trabajo empleada en la producción, calculada a su vez en atención al volumen bien de mano de obra bien de horas trabajadas. En el segundo de los sentidos apuntados, la variante más usual, de dimensión macroeconómica, es la productividad total de los factores, que valora la producción total por unidad de factor, obtenida a su vez por una media ponderada de todos los factores. De origen y significado económico, la productividad no ha sido, sin embargo, una noción anclada en el reducido campo del debate científico de la economía; muy antes al contrario, es una de las expresiones que, en el curso de las dos o tres últimas décadas, han logrado no solamente salir de su matriz

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original sino, con una mayor difusión, expandirse y dispersarse de manera transversal, terminando por erigirse en una de las nociones más reiteradamente invocadas por los gobiernos y agentes económicos para justificar o fundamentar medidas de muy diversa naturaleza y dimensión, incluidas, desde luego, las de carácter laboral o, más genéricamente, social. Luego tendré ocasión de ilustrar esta aseveración con algunos ejemplos bien próximos, siendo conveniente ahora poner el punto de mira en el proceso de juridificación de la noción misma de productividad. 3. En nuestro sistema jurídico, en efecto, este proceso ha merecido el mayor de los reconocimientos imaginables, pues la tan citada noción ha tomado asiento en el art. 38 de la Constitución española de 1978. Este pasaje constitucional, tras reconocer en su primer inciso “la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado”, declara en el segundo que “los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la productividad y, en su caso, de la planificación”. No es mi intención – y el momento no lo exigiría tampoco – entrar a analizar uno de los preceptos de nuestro texto constitucional que dieron lugar a más intensos debates en su fase de gestación, circunstancia ésta, por cierto, que contrasta notablemente con el muy bajo perfil polémico que desde entonces ha mantenido no solo ni tanto en el terreno estrictamente de teoría jurídico-constitucional sino, adicionalmente, en el plano de su aplicación práctica y su discusión contenciosa. A los efectos que aquí importan, bastará recordar que el art. 38 forma parte del contenido de la denominada Constitución económica o modelo constitucional económico, entendiendo por tal, con palabras de la STC 1/1982, de 28 de enero, el conjunto de “normas destinadas a proporcionar el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica” (FJ 1º) De entre los variados y complejos problemas de interpretación que suscita el segundo inciso del mencionado art. 38 CE, me voy a detener exclusivamente en uno en concreto; se trata de definir la naturaleza jurídico-constitucional de la “defensa de la productividad”. Con carácter preliminar, me parece aconsejable de todo punto efectuar un doble comentario a la expresión constitucionalmente utilizada. Es evidente, por lo pronto, que la fórmula constitucional no maneja un concepto concreto de productividad, cuestión ésta que queda diferida al ámbito de lo económico, resultando razonable, en todo caso, partir de la premisa de su carácter abierto, que puede y debe integrarse no solamente con las nociones estandarizadas al tiempo de la promulgación del texto constitucional sino, y en una perspectiva evolutiva, con aquellos conceptos que se vayan elaborando en el ámbito de la ciencia económica y que terminen siendo comúnmente admitidos e incorporados a la práctica económica como nuevas manifestaciones de medidas de cálculo de los procesos productivos y de los factores de producción. El segundo comentario pretende identificar los términos a partir de los cuales ha de abordarse constitucionalmente la discusión apenas enunciada. El art. 38 CE no utiliza el término productividad de manera aislada; antes al contrario, lo inserta en un giro gramatical complejo, de modo que es la defensa de la productividad el

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concepto complejo que ha accedido al nivel normativo constitucional como ámbito material del destino de una concreta medidas de acción política. Efectuado este doble comentario y centrando ya la atención en el debate apenas enunciado, los pocos autores que se han aproximado al estudio del segundo inciso del art. 38 CE discuten si la defensa de la productividad constituye un derecho fundamental o debe ser entendido como un simple principio rector de la política social y económica. Innecesario resultar recordar las muy relevantes consecuencias de una u otra configuración, la principal de las cuales residiría en que, de atribuirse la cualidad de derecho fundamental, la defensa de la productividad atraería hacia si el conjunto de mecanismos de protección establecidos en el art. 53.1 de la Constitución: su regulación queda sujeta a un principio de reserva de ley así como al respeto de su contenido esencial. En verdad, el único argumento invocado por los defensores de la primera de las tesis enunciadas, la defensa de la productividad como derecho fundamental dotado de sustantividad y autonomía, ancla en razones de sistemática constitucional. Esta naturaleza nace, en definitiva, de la inclusión de ese concepto en el art. 38 CE, ubicado a su vez en la sección 2ª, intitulada “De los derechos y deberes de los ciudadanos”, del capítulo segundo del Título I (Moret Millas). No obstante, es posible identificar argumentos dotados de una mayor consistencia jurídico-constitucional, los cuales militan a favor de la segunda de las tesis apuntadas. Por lo pronto, una interpretación meramente gramatical del segundo inciso del art. 38 CE pone de manifiesto que la defensa de la productividad no queda vinculada a la libertad de empresa; ambos incisos constituyen formulaciones constitucionales diferenciadas, de manera que en modo alguno podría calificarse la productividad (su defensa) como una manifestación de la libertad de empresa, constitutiva de su contenido esencial. Desprovista pues de una conexión inmediata con ese derecho fundamental en que consiste la libertad de empresa, la configuración de la defensa de la productividad como un derecho fundamental autónomo esta privado de todo razonable fundamento, señaladamente por cuanto carecería de la estructura propia predicable de cualquier derecho. No habría, por lo pronto, sujeto activo, no resultando posible atribuir esa condición a cada uno de los titulares de la libertad de empresa, siendo evidente que las acciones de defensa de la productividad involucradas en aquél precepto constitucional no toleran destinatarios singulares, debiendo tener su radio de acción una dimensión bien colectiva (un sector de actividad o un grupo de empresas definido por un factor objetivo) bien general. De no entenderse así, cabría incluso configurar las acciones de defensa de la productividad dirigidas a una sola y única empresa como medidas contrarias a la libertad de competencia e igualdad y, como tales, vulneradoras de la propia libertad de empresa. La ausencia de un sujeto activo, titular de la defensa de la productividad, acarrea de manera automática la imposibilidad de identificar el sujeto pasivo, el obligado a atender requerimientos de hacer o de no hacer, sin que esta segunda condición pueda asignarse a los poderes públicos, a los que el propio art. 38 CE, al confiarles el mandato de garantizar y proteger la defensa de la productividad, les instala en una posición ajena a la estructura de ese presunto derecho. Resistiendo la poco consistente tentación de su calificación como derecho fundamental por razones de ubicación sistemática, la configuración de

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la defensa de la productividad como principio rector de la política económica tiene fundadas razones. Un cotejo entre las estructuras gramaticales empleadas en el segundo inciso del art. 38 CE y en los preceptos incorporados al capítulo 3º revela sin grandes esfuerzos la notable similitud entre uno y otros. Al afirmar que “los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad”, aquél pasaje está empleando el lenguaje o la dicción que se hace visible en la práctica totalidad de los artículos 39 a 52, que acotan el ámbito material del referido capítulo 3º, bastando con traer a colación algunos pocos ejemplos; en concreto, los arts. 39.1 (“los poderes públicos aseguran la protección social…”), 40.1 (“los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico), 41 (“los poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social…”), 43.3 (“los poderes públicos fomentarán la educación sanitaria,…”) y 44.1 (“los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura,…”). Pero al margen de esta interpretación gramatical comparada, una comprensión sistemática del precepto constitucional a examen también abona la tesis de que el segundo inciso instituye un mandato a los poderes públicos, mandato éste que ha de llevarse a cabo de conformidad con unos criterios que actúan como orientaciones guía de las acciones dirigidas a proteger la defensa de la productividad: “las exigencias”, de un lado, “de la economía general” y, de otro, “de la planificación”. No obstante, ambos criterios no pueden ser entendidos como cánones situados en posición de igualdad o simetría; las exigencias derivadas de la planificación actúan como orientación no ya complementaria sino subsidiaria, tal y como lo sugiere el empleo de la partícula “en su caso”, que antecede el enunciado de este segundo tipo de exigencias. Por lo demás, las consecuencias inmediatas de esta configuración son las dos siguientes; por una parte y en un plano negativo, la inaplicación al segundo inciso del art. 38 CE de los medios de protección propios de los derechos fundamentales y, por otra y en un terreno positivo, la vigencia del art. 53.3. Por consiguiente, el reconocimiento, el respeto y la protección de la defensa de la productividad informan la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos, pudiendo ser solo judicialmente alegada dicha defensa conforme a lo previsto en las leyes que la desarrollen. Una última observación aún me interesa realizar en este apartado, aun cuando su desarrollo lo efectuaré en ulterior epígrafe. En concepto económico de productividad no solo ha tomado asiento, en los términos que se acaban de analizar, en la Constitución española; la juridificación del mismo ha tenido y tiene un carácter descendente y transversal, siendo utilizado, aun cuando no solo por ellos, por los titulares de los diversos poderes normativos y habiéndose dispersado a lo largo y ancho del ordenamiento jurídico. A este proceso expansivo e invasivo no ha sido ajeno el ordenamiento laboral, que está siendo objeto de una constante y creciente colonización de nociones económicas, entre ellas la que aquí es objeto de examen: la productividad. Pero como he anticipado, de ello me ocuparé con posterioridad, bastando aquí haber dejado constancia de la amplitud del proceso y de su afectado al orden laboral.

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III. Productividad y autonomía colectiva 4. Analizado que ha sido el encuadramiento constitucional de la productividad, estamos ya en mejores condiciones de abordar la primera de las grandes cuestiones jurídicas en su momento enunciadas; a saber: si la productividad puede o no ser calificada como una de las eventuales funciones asumidas por la autonomía colectiva. Una vez despejado este interrogante y en el supuesto de que la respuesta resulte afirmativa, emerge de inmediato un segundo que también es obligado responder: en qué términos nuestra experiencia contractual colectiva articula y concreta la presencia de la productividad. Reiterando ideas ya expuestas, mientras el primer punto será objeto de tratamiento desde la teoría general de la negociación colectiva, la metodología expositiva del segundo se basará exclusivamente en declaraciones contenidas en las expresiones más relevantes adoptadas en España en el curso de la última década.

5. La negociación colectiva, entendida como institución nuclear de

cualquier sistema libre de relaciones laborales, ha venido cumpliendo, en lo esencial, dos grandes funciones: económica una y política la otra. En su dimensión económica, la negociación colectiva ha sido y sigue siendo un instrumento para la determinación convenida, en lugar de impuesta, de las condiciones que ordenan en las hoy denominadas economías de mercado, antes capitalistas, el trabajo por cuenta ajena y dependiente; un medio de ordenación del mercado de trabajo, dotado, en razón de los sujetos intervinientes y del procedimiento a través del cual estos adoptan sus decisiones, de una flexibilidad muy superior a la que cuentan los restantes cauces de regulación de las condiciones de trabajo: el legal, el contractual individual o, en fin, el unilateral del empresario, por citar los más significativos. Del lado de los trabajadores, esta función ha erigido a la negociación colectiva en el instrumento principal de ordenación del mercado de trabajo, logrando la mejora de sus condiciones de trabajo y, con ello, el progreso y cohesión sociales. Y, del lado de los empresarios, ha contribuido de una manera eficaz y transparente a asegurar una concurrencia leal entre las empresas, desplazando la mejora de la competitividad hacia campos distintos de los laborales, como pueden ser, a título de ejemplo, la formación, la inversión, la innovación o la eficiencia en el servicio. En su dimensión política, la negociación colectiva es un mecanismo de regulación de poder; constituye “un uso diplomático del poder”, expresión ésta en la que el término diplomático no alude al modo como de desenvuelve el proceso negociador (habilidad, flexibilidad o dureza, entre otros atributos) sino al empleo calculado de la estrategia de poder (Flanders).

En resumen, la contratación colectiva puede ser entendida como un complejo y delicado proceso político-social cuyo input es el conflicto y cuyo output son las normas contratadas. O en términos funcionales, la negociación colectiva es un mecanismo de resolución de conflictos (conflict resolving) así como de creación de normas (rule-making). Es el principal procedimiento ideado en las sociedades democráticas para asegurar el mantenimiento del conflicto entre el capital y el trabajo dentro de límites socialmente aceptables.

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Desde una perspectiva jurídica, una y otra función, la económica y la política, fueron inicialmente denominadas, por los fundadores del entonces derecho emergente del trabajo, como función normativa y función obligacional. No es cuestión ahora de entrar a analizar los términos de esta transposición, de la transformación de las funciones económica y política en normativa y obligacional, bastando con efectuar, y de manera sumaria, algunos elementales recordatorios.

La diferenciación entre una función normativa y otra obligacional se remonta a las primeras construcciones dogmáticas sobre la figura del convenio colectivo; a aquellas elaboradas en los inicios del siglo XX; se encuentra presente ya en los albores del pensamiento jurídico laboral, no siendo en modo alguno aventurado atribuir la paternidad de la categoría, al menos la mediata o indirecta, a la primera generación de laboralistas o, si se prefiere, a los fundadores del derecho del trabajo. Por otra parte, esta diferenciación ha constituido un constante compañero de viaje de las sucesivas elaboraciones doctrinales acerca de la autonomía contractual colectiva, habiendo logrado mantener durante las diferentes etapas del ya no corto trayecto histórico recorrido por el derecho del

Pero lo anterior recordado, en lo que ahora interesa reparar es que, en los nuevos escenarios nacidos de los cambios económicos y tecnológicos derivados de la economía global, a esas dos clásicas funciones se ha venido a adicionar una tercera: la función de gestión. Tal función trae causa en el “descubrimiento” por parte de los empresarios de la aptitud de la negociación colectiva para actuar como instrumento de gestión flexible tanto del trabajo como, sobre todo, de la organización del trabajo. Lo que late en la aparición y consolidación de esta nueva función es la noción de empresa flexible, sujeta a constantes movimientos de adaptación frente los cambiantes requerimientos del mercado. Tal es y no otra, la opción de política de derecho a la que responde el mandato formulado al Gobierno por la disposición adicional vigésima primera de la Ley 35/2010, de medidas urgente para la reforma del mercado de trabajo, de adoptar, en caso de que los interlocutores sociales no alcancen un acuerdo para la reforma de la negociación colectiva, las iniciativas que correspondan para lograr, entre otros objetivos, incluido el encargado de desarrollar su función tradicional, consistente en actuar “como procedimiento de fijación de las condiciones laborales y de empleo”, la “adaptación a las necesidades de los trabajadores, las empresas y sectores productivos”. En esta locución no solo hay una expresa alusión a la función de gestión del convenio colectivo; además de ella, el legislador reconoce la centralidad que la misma ha ido adquiriendo, hasta el punto de comprometerse en adoptar las medidas necesarias para su plena y satisfactoria puesta en práctica.

6. La implantación de los mecanismos adecuados para el desarrollo de

la función de gestión constituye, de seguro, una constante de nuestro sistema de negociación colectiva durante los últimos años. En tal sentido y sin descender al examen del concreto contenido de los convenios colectivos, que no haría sino acreditar la creciente relevancia y centralidad de la misma, de ella se han venido ocupando de manera constante y reiterada los acuerdos interprofesionales sobre negociación colectiva suscritos a lo largo de la primera década del presente siglo (ANCs). En tal sentido, ya en el primero de ellos, en

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el ANC-2002, las organizaciones sindicales y las asociaciones empresariales más representativas de ámbito estatal, tras manifestar que “las necesidades de las empresas de responder a un entorno que se modifica con rapidez exigen el desarrollo de su capacidad de adaptación, al que deben contribuir también las relaciones laborales mediante la aplicación de los mecanismos de flexibilidad interna”, declaran que “los convenios colectivos tienen la capacidad de tratar un conjunto de elementos que permiten avanzar en esa dirección”. De ahí, el catálogo de orientaciones que el citado acuerdo menciona sobre, entre otras materias, las estructuras profesionales, la movilidad funcional o el tiempo de trabajo, en relación al cual, por ejemplo, se reconoce que una mejor gestión de la duración y redistribución de la jornada por parte de la negociación colectiva puede “aumentar la productividad” y lograr una mejor conciliación “de las necesidades de los trabajadores y de las empresas”.

Serán estas, como ya se ha anticipado, unas ideas ininterrumpidamente reiteradas por los ANCs ulteriores, volviendo a quedar plasmadas en el acuerdo que cierra, hasta el presente, esta serie, el correspondiente al trienio 2009-2011. Este último ANC enuncia, entre los “objetivos fundamentales que han de procurar perseguir los convenios colectivos”, los dos siguientes: por una parte, “el establecimiento de marcos que permitan a las empresas mantener y mejorar su posición en el mercado y su productividad, y adaptarse internamente ante circunstancias cambiantes, manteniendo el adecuado equilibrio entre empresas y trabajadores” y, por otra, “el desarrollo de instrumentos de información y de análisis para favorecer la adecuada adaptación a los cambios productivos”. Y ya más recientemente, en el acuerdo bipartito firmados por los interlocutores sociales en febrero de 2011 sobre “criterios básicos para la reforma de la negociación colectiva” se alude, como uno de los temas a revisar, “la imprescindible adecuación (de los convenios colectivos) a los cambios en los sectores y en la empresa”.

Esta nueva función de los convenios colectivos también ocupa un lugar esencial en los acuerdos tripartitos, fruto de los procesos de concertación social Así, y por limitar la referencia al más reciente, las partes firmante del Acuerdo Social y Económico (ASE) de febrero de 2011 proclaman en su parte introductoria que “la negociación colectiva juega un papel esencial para que, desde una representación y participación real de empresarios y trabajadores, se produzca una mejora en la organización del trabajo (...)”.

La función de gestión de la negociación colectiva ha sido estimulada, sobre todo, por los muy relevantes cambios habidos en el sistema económico, ya analizados. Pero, al margen de ello, otros condicionantes externos han contribuido, bien que en menor medida, a la expansión de esta función. Entre otros, los dos siguientes. El primero ha sido la progresiva afirmación de que el procedimiento de negociación colectiva no se cierra con la firma del convenio o acuerdo colectivo; antes al contrario, se extiende durante todo su tiempo de duración a través de la administración conjunta de su contenido. Por éste lado, el clásico modelo estático, propio del sistema español de negociación colectiva (aunque no sólo de él), irá incorporando rasgos del modelo dinámico, que tuvo su mejor arraigo en el mundo anglosajón de la segunda mitad del siglo pasado. A esta lógica responde uno de los criterios básicos para la reforma de la negociación colectiva, contenidos en el ASE, a tenor del cual las partes firmantes reconocen la conveniencia de apoyar “una mejor gestión y administración permanente de los convenios durante su ámbito temporal,

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potenciando”, entre otros, los instrumentos de consulta e interpretación. El segundo factor que ha propiciado la emergencia y desarrollo de esta función trae causa en la creciente e imparable difuminación entre la negociación colectiva y la consulta, difuminación ésta fomentada y estimulada por la difusión de ésta última, de la consulta, en los procesos de reestructuración de empresas (movilidad geográfica, modificación sustancial de condiciones de trabajo o despidos colectivos) a través de la figura de los acuerdos de empresa (Valdés 2012).

La función de gestión del convenio, como no podía ser de otro modo, también ha estado presente en los últimos movimientos legislativos. En tal sentido, tal fue la opción de política de derecho a la que respondió el mandato formulado al Gobierno por la disposición adicional vigésima primera de la Ley 35/2010 de adoptar, en caso de que los interlocutores sociales no alcancen un acuerdo para la reforma de la negociación colectiva, las iniciativas que correspondan para lograr, entre otros objetivos, incluido el encargado de desarrollar su función tradicional, consistente en actuar “como procedimiento de fijación de las condiciones laborales y de empleo”, la “adaptación a las necesidades de los trabajadores, las empresas y sectores productivos”. En esta locución no solo hay una expresa alusión a la función de gestión del convenio colectivo; además de ella, el legislador reconoce la centralidad que la misma ha ido adquiriendo, hasta el punto de comprometerse en adoptar las medidas necesarias para su plena y satisfactoria puesta en práctica. Y también fue la lógica de la que se hizo eco el RD-Ley 7/2011 al afirmar en su exposición de motivos que con la reforma se persigue “introducir mayores niveles de dinamismo y agilidad en la negociación colectiva (...), de manera que se aumente su capacidad de adaptabilidad a los cambios en la situación económica y sociolaboral (...)”.

7. Las observaciones precedentes han estado motivadas, todas ellas, a

procurar la consecución de un doble y combinado objetivo, que, en última instancia, facilita no solo la mejor inteligencia de las respuestas a las cuestiones objeto ahora de examen sino, además y con carácter previo, la exacta comprensión de los términos de las cuestiones mismas.

La apertura de debate sobre si resulta o no posible el tratamiento de la productividad por parte de la negociación colectiva reenvía al análisis de las funciones básicas de la actividad contractual colectiva. Analizadas que han sido tales funciones, el interrogante enunciado no puede sino ser respondido de manera afirmativa.

Por lo pronto y en la medida en que la productividad forma parte esencial de los elementos que fundamenta el ejercicio de la actividad empresarial, su mejora se integra en la función económica de la propia negociación colectiva. Formulado el juicio desde la perspectiva del sujeto empresarial negociador sea individual sea colectivo (asociación empresarial), cualquier instrumento nacido de la autonomía colectiva, al ordenar el mercado de trabajo, tenderá a establecer unos costes laborales que resulten, ponderadas las condiciones objetivas concurrentes durante el trato contractual, lo más favorables posibles para el cálculo de la productividad laboral. La mejora de la productividad se integra así de manera natural, y sin necesidad de mayores complementos, en

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el núcleo que define las orientaciones conformadoras de las más tradicionales y canónicas estrategias negociadoras empresariales.

Pero al margen de ello, resulta indudable que la función de gestión asumida recientemente por la negociación colectiva ha instalado en un plano de mayor actualidad la mejora de la productividad. Aun cuando, en una primera impresión, la literalidad de los acuerdos interprofesionales pactados en los últimos años y a los que se viene de hacer mención eludan en ocasiones la cita de la mejora de la productividad, no parece discutible la estrecha vinculación existente entre la función del convenio colectivo de facilitar la adaptación de las condiciones de trabajo y de la propia organización laboral de los cambios constantes del mercado y la mejora de la productividad. En un esfuerzo de sintetizar esa vinculación, rehuyendo de toda idea simplificadora, no me parece aventurado apreciar la existencia de elementos de conexión entre medidas de flexibilidad, interna y externa, y mejora de la productividad. Esas medidas, en su recta y cabal comprensión y, sobre todo, utilización por los empresarios han de ir destinadas, al menos tendencialmente, a mejorar la productividad de la empresa o de las empresas del sector.

IV. La exacerbación de la función de mejora de la productividad por la reforma laboral de 2012: algunas de sus manifestaciones más relevantes 8. Despejada la primera de las cuestiones enunciadas en la parte introductoria de la presente exposición, hemos de analizar seguidamente en qué modo las reformas laborales habidas en el curso de los últimos años han elevado de manera imperativa y heterónoma la defensa de la productividad a opción de política legislativa y en qué aspectos concretos se ha plasmado legalmente esa opción de política de derecho en la estructura y funcionamiento de nuestro sistema negocial. Como ya he tenido ocasión de argumentar en otro lugar (Valdés 2012), la reforma laboral de 2012 ha exacerbado hasta límites desconocidos en nuestro ordenamiento la función de gestión del convenio colectivo y, por tanto y como lógico reflejo de ello, la mejora de la productividad. Como habrá oportunidad de razonar en breve, algunos de los cambios legislativos adoptados por el RD-Ley 3/2012, primero, y hechos suyos por la Ley 3/2012, más tarde, han debilitado las funciones más tradicionales de la negociación colectiva, de la que aquellas normas tienen una concepción bien alejada de las exigencias del Estado social, pues la entienden como un simple utensilio puesto al servicio de la capacidad del empresario de adaptar su organización productiva no solo a los razonables y verificables requerimientos exigidos por un mercado en constante cambio sino, más genéricamente, al interés de la empresa, apreciado conforme a cánones subjetivos. El eventual descuelgue de los convenios colectivos mediante decisiones imperativas así como la prioridad aplicativa concedida, sin limitación de tipo alguno, a los convenios de empresa traslucen y expresan una contundente opción de política de derecho: el convenio colectivo es un mero aparejo de los intereses empresariales y, como tal, sustituible o modificable a su voluntad. O por decirlo con el lenguaje formalmente más contenido de la exposición de motivos de la Ley 3/2013, la negociación colectiva ha de actuar como “un instrumento, y no (como) un obstáculo, para adaptar las condiciones laborales a las concretas

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circunstancias de la empresa”. En todo caso, algún relevante cambio en materia de negociación colectiva de ha justificado mediante una abierta invocación a la “necesidad de que los poderes públicos velen por la defensa de la productividad“ ex art. 38 CE. Tal ha acontecido con la introducción de una fórmula de arbitraje obligatorio ante la Comisión Consultiva Nacional de Convenios Colectivos (CCNCC) en caso de desacuerdo en el proceso negocial dirigido a la inaplicación de las condiciones de trabajo establecidas en convenio colectivo estatutario.

De otro lado, tan relevante cambio no se ha materializado de una manera concertada y consensuada a través de una de estas dos vías: habiendo hecho suyas las orientaciones ya pactadas por los agentes sociales y enunciadas en el citado AENC 2012-2014 o habiendo procedido a la apertura previa de un proceso de diálogo social tripartito. Muy antes al contrario y poniendo entre paréntesis la dilatada cultura política de concertación social, esta última reforma se ha instrumentado a través de una decisión legal, unilateralmente elaborada e imperativamente impuesta, y que no fue en momento alguno ni tan siquiera consultada con las organizaciones de representación de intereses de los trabajadores y empresarios. Tienen razón los preámbulos del RD-Ley 3/2002 y de la Ley 3/2012 al afirmar que es este un objetivo común, al que sirve la integridad de los cambios operados en la reforma de la negociación colectiva, señaladamente en las modificaciones de los contenidos normativos de los arts. 82.3 (inaplicación del convenio colectivo) y 84.1 (prioridad aplicativa del convenio de empresa). En todo caso, un examen de conjunto de las modificaciones introducidas en estos pasajes legales constituye el único medio que puede ofrecer la verdadera medida de hasta qué punto el legislador reformista ha acentuado la función de gestión del convenio. Dejando para más adelante el examen del contenido concreto de estas modificaciones, no resultará impertinente ilustrar la tesis aquí mantenida con algunos ejemplos. En concreto, invocaré dos, relacionados precisamente con los cambios efectuados en cada uno de los mencionados preceptos legales, que son los que, en realidad, instrumentan la intensa reforma experimentada por nuestro sistema negocial estatutario. Es bien sabido que la regulación legal vigente hasta la reforma de 2012 establecía como único ámbito convencional en el que resultaba viable la inaplicación del salario el del convenio sectorial. La finalidad del antiguo art. 82.3 ET era, así pues, la de permitir a las empresas salir – “descolgarse” en la jerga consolidada - de la disciplina económica del convenio de sector que resultase de aplicación. Entre otras muchas alteraciones, el nuevo régimen jurídico de esta institución consiente ahora a las empresas la inaplicación salarial establecida en los dos grandes niveles convencionales: el sectorial, pero también el de empresa. Esta regla novedosa constituye un buen ejemplo de la comprensión que el legislador tiene del convenio, al que se concibe, ante todo y sobre todo, como un instrumento que, con independencia del lugar y momento de negociación, ha de permanecer en una constante expectativa de excepción aplicativa o, lo que es igual, ha de ser siempre susceptible de adaptarse a las circunstancias económicas, productivas, organizativas y técnicas de la empresa; esto es, a las vicisitudes tanto exógenas como endógenas que experimenta la gestión que hace el empresario de su propia organización productiva.

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Aun cuando la función de gestión es predicable del convenio, sea cual fuere su ámbito aplicativo, puede aceptarse que el nivel más adecuado para el desenvolvimiento de esta función es el nivel empresa o similar (centro de trabajo y grupos de empresa organizados conforme a un principio de concentración). Por consiguiente, la descentralización negocial en estos últimos ámbitos se convierte en la mejor garantía para que el convenio pueda cumplir de manera natural las funciones de acomodación y ajuste de las condiciones de trabajo a la marcha de la empresa. La reforma del art. 84 ET por parte del RD-Ley 7/2011 se hizo eco de la estrecha relación existente entre la función de gestión del convenio y la descentralización negocial en el nivel de empresa, instituyendo una segunda excepción al juego de la regla general de concurrencia entre convenios colectivos, la del prior in tempore, consistente en la atribución al convenio de empresa posterior in tempore de una limitada prioridad aplicativa, cuya vigencia, en todo caso, quedó condicionada a la inexistencia de pacto en contrario previsto en un acuerdo o en un convenio estatal o autonómico. Ahora, la reforma de 2012 no solamente ha procedido a suprimir este último condicionamiento; dando una vuelta de tuerca a la liberalización de la negociación de empresa, ha configurado la prioridad aplicativa del convenio de empresa como una norma de orden público, quedando instalada al abrigo de la disposición por parte de niveles negociales superiores. En otro orden de consideraciones, la reforma de 2012 no se ha limitado a multiplicar las oportunidades para el desarrollo, por parte de la actividad contractual colectiva, de la tan citada función de gestión a través de la cual el empresario persigue y, normalmente, logrará la acomodación de las condiciones de trabajo a las necesidades de la empresa. Además de agudizar esta función y como un deliberado complemento de esta opción de política de derecho, el legislador reformista ha introducido algunas previsiones destinadas a debilitar o desdibujar las funciones tradicionales de la negociación colectiva, la económica y la política. Es ésta, por lo demás, una orientación de política legislativa que la reforma concreta con carácter transversal, pudiendo apreciarse, pues, en la práctica totalidad de las instituciones laborales alteradas.

Por lo pronto, el debilitamiento de la función económica se lleva a cabo configurando ciertas reglas jurídicas como de derecho necesario absoluto; esto es, cerrando el paso al ejercicio por la negociación colectiva de su acción normativa. Pero además de haber acrecido la densidad del orden público laboral en nuestro ordenamiento jurídico, el legislador reformista de 2012 ha introducido una nueva causa en la caracterización de la norma laboral como espacio vedado al ejercicio por la contratación colectiva de su función más tradicional, aquella que estuvo en el momento de aparición y la ha acompañado a lo largo de su ya no corto recorrido histórico. Hasta el presente, en efecto, dicha caracterización ha venido amparada en alguna de estas dos causas: tutela de los trabajadores, señaladamente de sus derechos fundamentales1, y garantía de la unidad del ordenamiento jurídico en su conjunto2. La reforma de 2012 ha adiciona una nueva motivación, vinculada ahora a la defensa de las oportunidades de implantación por el empresario de todo tipo de medidas de

1 A esta causa responden, por ejemplos, las reglas de orden público enunciadas en los arts: 6.1, 6.2, 6.3,

párr. 1º, 11.c o 27.2, todos ellos del ET 2 Vid, a título ejemplificativo, arts. 7.a y b y 26.4 ET

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flexibilidad – y en modo alguno de flexiseguridad, como interesadamente sugieren los preámbulos de las disposiciones legales reformistas -, señaladamente las internas. El establecimiento de una duración del período de prueba de un año, “en todo caso”, en el nuevo contrato de fomento de los emprendedores y la atribución a los convenios de empresa de una regla de prioridad aplicativa ilustran de manera ejemplar estas orientaciones.

Además de este incremento del derecho necesario absoluto, que lleva aparejado, como efecto automático, el debilitamiento de la función normativa del convenio o acuerdo colectivo, el legislador también ha actuado en el frente de la función política, mermando su margen de maniobra y su capacidad de expresión. Un ejemplo clamoroso de esta actuación lo ofrece la implantación de la fórmula del arbitraje obligatorio en caso de ausencia de acuerdo en las iniciativas empresariales de inaplicación del convenio colectivo (art. 83.2 ET). 9. No es cuestión ahora de entrar a examinar con detalle aquellos los cambios en la regulación de la negociación colectiva estatutaria y que aparecen más directamente vinculados con la defensa de la productividad; esto, los arts. 83.2 y 84.2. A los efectos que aquí interesan, bastará con efectuar algunas observaciones generales.

En relación con el primero de los preceptos evocados, no estará de más comenzar por recordar que la reforma laboral del 2010 ordenó a los acuerdos interprofesionales de ámbito estatal o autonómico establecer procedimientos de aplicación general y directa para solventar las discrepancias en la negociación de los acuerdos de modificación de las condiciones colectivamente pactadas, incluido el compromiso previo de someter las discrepancias a un arbitraje voluntario. Atendiendo a este mandato, los interlocutores sociales suscribieron el 7 de febrero del corriente, pocos días antes pues de dictarse por el gobierno del PP el RD-Ley 3/2012, el V Acuerdo para la solución autónoma de conflictos (ASAC).

Desconociendo los resultados alcanzados a través de la negociación colectiva en la cumbre, el penúltimo párrafo del revisado art. 82.3 ET establece que, en aquellos supuestos de conclusión sin acuerdo del período de consultas instado en un proceso de inaplicación en el ámbito de una empresa de alguna o algunas de las condiciones de trabajo previstas en el convenio colectivo aplicable en los que las partes no se hubieren sometido a procedimientos autónomos de solución de conflictos o éstos no hubieran solucionado la discrepancia, cualquiera de las partes podrá solicitar la actuación de la Comisión Consultiva de Convenios Colectivos (CCNCC) o del órgano autonómico equivalente el cual podrá acordar la resolución de la controversia bien en el seno de la propia comisión nacional u órgano autonómico bien a través de la designación de un árbitro a fin de que, en una u otra hipótesis, se dicte - por expresar la idea con la terminología utilizada por el pasaje legal a examen - la oportuna “decisión”, que “tendrá la eficacia de los acuerdos”. La finalidad del reseñado precepto es muy clara, habiendo quedado plasmada en unos términos que no ofrecen margen a la incertidumbre. A partir de la entrada en vigor de la norma de urgencia, los desacuerdos nacidos de los procesos de negociación destinados a atender la iniciativa empresarial de descolgarse de la disciplina normativa del convenio colectivo estatutario que resulte aplicable en la empresa, sea de sector o sea el vigente en la propia empresa, habrán de sustanciarse de manera obligatoria a través de la decisión

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adoptada por un tercero ajeno a las partes en conflicto. Sin entrar ahora a discutir la adecuación entre la terminología empleada (“decisión) y la realidad social normada, la conformidad constitucional de esta medida legislativa se intenta fundamentar en el preámbulo de la ley, como ya se ha hecho constar, en atención al carácter tripartito del o de los órganos encargados de solventar la controversia, buscándose como amparo de constitucionalidad el art. 38 CE. Por decirlo con sus propias palabras: “se trata, en todo caso, de órganos tripartitos y, por tanto, con presencia de las organizaciones sindicales y empresariales, junto con la Administración cuya intervención se justifica también en la necesidad de que los poderes públicos velen por la defensa de la productividad tal y como se deriva del artículo 38” de la CE (párrafo sexto, apartado IV). No es cuestión ahora de discutir la conformidad constitucional de una regla semejante, bastando con destacar la errática y extravagante regla que residencia en la Comisión Consultiva de Convenios Colectivos o en las respectivas instituciones autonómicas de naturaleza semejante, en lugar de en la Fundación Sima o en los correspondientes tribunales o institutos laborales autonómicos que ejercen idénticas funciones, la decisión de dictar en su seno el laudo arbitral o designar a un árbitro externo para que sea él el que lo dicte. Por su parte, el propósito implícito y la consecuencia resultante de la regulación de la nueva regla de prioridad aplicativa a los convenios de empresa (art. 84.2 ET) no están siendo otros que permitir a los pactos firmados en este éste específico nivel negocial, que hasta la reforma no hubieran podido ser aplicados por el juego del principio de no-afectación, una vigencia temporalmente anticipada. La regla prior in tempore experimenta así una relajación o moderación temporalmente transitoria y materialmente parcial, paralizando su vigencia no respecto del conjunto del clausulado de ese concreto convenio de empresa sino, más limitadamente, de las materias que integran la lista legalmente establecida. En relación con las restantes materias que pueden formar parte del contenido normativo de un convenio colectivo, la tan citada regla prior in tempore seguirá desarrollando plenos efectos operativos hasta tanto en cuanto el convenio de empresa no active en beneficio propio esa regla; esto es, no se convierta, respecto del convenio sectorial, en convenio anterior. En ese momento, cesará ya la aplicación de la regla especial y la integridad de las cláusulas pactadas en el convenio de empresa desplegará una eficacia material plena.

Así entendida, la nueva regla especial a examen constituye una más de las ya numerosas medidas de flexibilidad interna introducidas por las distintas reformas aprobadas en el curso de los dos últimos años, señaladamente por las Leyes 35/2010 y 3/2012, abriendo una vía alternativa tanto a la modificación sustancial de condiciones de trabajo establecidas en convenio (art. 41.6 ET) como al descuelgue salarial (art. 82.3 ET). Una comparación entre los listados de condiciones de trabajo susceptibles de ser modificadas a través de estos últimos preceptos y los que gozan de preferencia aplicativa ex art. 84.2 ET así lo sugiere; confirma, en verdad, que el legislador de 2011, al redactar el catálogo de materias que anticipan su vigencia, haciendo ceder la regla prior in tempore, tuvo bien presente el contenido normativo de los tan citados arts. 41 y 83.2 ET. Por otra parte, las tres medidas comparten un mismo objetivo de fondo, cual es el facilitar la sustitución de ciertas condiciones del convenio aplicable por otras que, por hipótesis, habrán de resultar más beneficiosas para

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los intereses del empresario o, si se prefiere, menos favorables para el trabajador. No obstante y a diferencia del régimen aplicable a esas otras medidas, la nueva regla especial de solución de concurrencia no pide, para su validez jurídica, la existencia de una causa justificada de índole económica, técnica, organizativa o productiva; basta que medie entre las partes legitimadas acuerdo en la apertura del trato contractual y posterior negociación.

Por lo demás, la negociación del convenio de empresa o asimilado que pretenda activar la preferencia aplicativa ex art. 84.2 ET ha de sujetarse, sin excepción o reserva alguna, a las reglas de legitimación que en cada caso, según el nivel negocial, establece el art. 87.1 de este mismo texto legal. Por consiguiente y en ausencia de representación de los trabajadores, el empresario habrá de atenerse, si precisa recurrir a medidas de flexibilidad interna, al régimen de adaptación previsto en los ya citados arts. 41.6 y 82.3 ET, sin poder recurrir a la vía del art. 84.2, que la encontrará clausurada. V. Derecho a la negociación colectiva y mejora de la productividad: sus relaciones en el derecho transnacional A. En el derecho comunitario 10. A pesar de que la hoy Unión Europea nació y se fue construyendo y desarrollando como una comunidad jurídica, constituye un tópico comúnmente aceptado subrayar la existencia de un doble y en buena medida combinado déficit jurídico, que solo ha logrado solventarse, al menos desde una perspectiva formal, medio siglo después de la firma del tratado fundacional. El primer y más general déficit ha consistido en la ausencia de un catálogo, dotado de normatividad, derechos fundamentales y libertades públicas, al margen y con independencia tanto de su nomen como de su encaje institucional. El segundo déficit, de alcance más específico, puede también ser enunciado en términos breves: los derechos que la experiencia constitucional comparada y la dogmática jurídica han venido a denominar como derechos sociales se han desarrollado mediante a través de los cauces del derecho derivado a resultas, en gran medida, de la jurisprudencia pretoriana dictada por el actual Tribunal de Justicia (TJ), inicialmente articulada mediante interpretaciones expansivas del principio de igualdad salarial por razón de sexo. No es cuestión ahora de reconstruir el itinerario que corre entre Roma y Lisboa, bastando con recordar, a modo de síntesis, dos momentos en este recorrido. Por lo pronto, la adopción como una declaración solemne de la Carta Comunitaria de los derechos fundamentales de los Trabajadores (Estrasburgo 1989) ilustra de manera ejemplar y sin paliativos los dos mencionado déficits. De su lado, las conclusiones del Consejo de Colonia (junio 1999) definen por vez primera una voluntad política de abrir un proceso de “constitucionalización” y reconocimiento de la ciudadanía europea. En aplicación de lo previsto en las mencionadas conclusiones y en base a los informes Simitis y Herzog, se aprobaría en diciembre de 2000 la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDFUE-2000), texto “de lúcido título” (Terradillos) pero que, de un lado, no habría de ser incorporado al derecho originario, dada la expresa oposición de media docena de países, y,

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de otro y desde su inicio, aparecería lastrado como consecuencia de su declarada falta de eficacia jurídica vinculante. La superación de tan relevante deficiencia sería, finalmente, instrumentada algunos años después a través de una doble y conjugada secuencia. De un lado, en diciembre de 2007 se suscribiría en Estrasburgo una nueva versión de la Carta que introduciría un reducido número de cambios, bien que no menores, en la versión previa; de otro, en abril de 2008 se firmaría el Tratado de Lisboa, cuyo artículo 6º, párrafo primero, atribuiría a la Carta “el mismo valor jurídico que los Tratados”. Con semejante reconocimiento así como con la inclusión en la Carta de la mayor parte de los derechos sociales se pone punto final a los históricos y crónicos déficits del derecho comunitario en materia de derechos fundamentales; al menos, en su nuda formalización. 11. Apartándose de la sistemática más tradicional adoptada tanto por las constituciones europeas aprobadas tras la II Guerra Mundial como por los textos internacionales de derechos humanos, la CDFUE clasifica los derechos que formula en seis grandes grupos: dignidad, libertades, igualdad, solidaridad, ciudadanía y justicia. Este modo de catalogación ofrece algunas relevantes, no solo de orden metodológico, sino sobre todo de fondo, ya que logra unificar “las múltiples posiciones subjetivas en torno a unos valores de referencia”, los cuales, a su vez, quedan agrupados en la posición de la persona y su intrínseca dignidad (Tur Ausina). En su mayor parte, los denominados derechos sociales se contienen en el título IV (“solidaridad”), que dedica sus doce artículos (arts. 27-38) a enunciar, en su mayor parte derechos de contenido laboral, entre los cuales se encuentra el “derecho a la “negociación y acción colectiva” (art. 28), además de otros derechos de ese mismo carácter: “a la información y consulta de los trabajadores en la empresa” (art. 27), al “acceso a los servicios de colocación” (art. 29), “a la protección en caso de despido injustificado” (art. 30), a las “condiciones de trabajo justas y equitativas” (art. 31) o, en fin, la “prohibición del trabajo infantil y la protección de los jóvenes en el trabajo” (art. 32). En esta tipología de derechos fundamentales laborales, lo más llamativo resulta ser, a mi juicio, la ausencia de un expreso reconocimiento de la libertad sindical, que pierde su tradicional y razonable sustantividad y autonomía para quedar embebida en el genérico “derecho de reunión y de asociación” que recoge, de manera indiferenciada, los derechos asociativos de carácter “político, sindical y cívico”. Centrando la atención en lo que aquí importa, el art. 28 reza del tenor literal siguiente: “Los trabajadores y los empresarios, o sus organizaciones respectivas, de conformidad con el derecho comunitario y con las legislaciones y prácticas nacionales, tienen derecho a negociar y celebrar convenios colectivos, en los niveles adecuados, y a emprender, en caso de conflicto de intereses, acciones colectivas para la defensa de sus intereses, incluida la huelga”. Dos son, así pues, los derechos reconocidos en el precepto que se viene de transcribir. En una primera impresión, pudiera pensarse que el tratamiento de la acción colectiva, junto al de negociación colectiva, pretende consagrar a

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nivel comunitario un bien conocido modelo, de raíz alemana, de derecho de huelga, que, en resumida síntesis, condiciona la validez de las acciones colectivas a su conexión con tratos contractuales colectivos. No es ésta, sin embargo, una tesis que tenga amparo en una interpretación ni literal ni sistemática del precepto a examen. La agrupación en un mismo artículo de ambos derechos, más que formular restricciones o limitaciones al ejercicio de las acciones colectivas, de seguro responde a razones de la afinidad material existente entre ambos derechos, que se mueven en el ámbito de las relaciones laborales colectivas. El examen de los derechos establecidos en la CDFUE abre un ingente caudal de problemas de todos los cuales aquí no resultaría posible dar cuenta. De entre todos ellos, me detendré en uno en concreto, cual es el relativo a la configuración o naturaleza jurídica del derecho a la negociación colectiva. A pesar de su extensión, la Carta tiene una estructura sencilla. De un lado, los primeros seis títulos (capítulos, en su versión original) agrupan, conforme a la rotulación ya señalada, los derechos fundamentales que se enunciar; de otro, el título VII, intitulado “disposiciones generales que rigen la interpretación y la aplicación de la Carta” (“disposiciones generales”, en la versión primitiva), formula las denominadas cláusulas horizontales. En concreto, el art. 51.1 establece una división binaria entre los derechos que la Carta instituye, distinguiendo entre derechos propiamente dichos y principios. Probablemente, la principal diferencia entre ambos reside en la diversidad de obligaciones que, respecto de cada tipo, tienen los Estados: mientras que los derechos han de ser respetados, los principios han de ser observados, debiéndose promover la aplicación de unos y otros, “con arreglo a sus respectivas competencias y dentro de los límites de las competencias que los Tratados atribuyen a la Unión”. Analizando la terminología empleada por el art. 51.1 de la Carta a la luz del idioma castellano, la distinción entre derechos y principios incurre en una petición de principio; es redundante y, por tanto, privada de toda eficacia diferenciadora pues las dos expresiones utilizadas – “respetar y “observar” – son sinónimas: el respeto del derecho comporta su observación y, a la inversa, la observación de un principio equivale a su respeto. No obstante ello y más allá de la semántica, la doctrina mayoritaria entiende que el elemento distintivo atiende a su eficacia directa. En tal sentido, se entiende que, mientras los derechos son de aplicación inmediata, los principios se limitan a enunciar directrices y mandatos dirigidos al legislador comunitario. Enjuiciada la diferenciación a la luz de nuestro sistema constitucional, bien podría concluirse afirmando que los principios vendrían a asimilarse a nuestros “principios rectores de la política social y económica”, cuyo reconocimiento, respeto y protección quedan diferidos a las leyes que los desarrollen. Con independencia de este debate, lo que importa destacar es que la CDFUE no identifica cuáles, de entre los derechos fundamentales tipificados, han de ser calificados como derechos y cuáles habrán de serlo como principios. Por este lado, la concreción queda reenviada al juicio de los intérpretes del derecho comunitario, señaladamente del TJ. Lejos de constituir un obstáculo para la progresión de los derechos sociales, la ausencia de una clara diferenciación entre derechos y principios ha sido positivamente valorada por un sector de la doctrina, que entiende que, a través de una interpretación de conjunto de los derechos de la Carta, el TJ podría dotar de un contenido

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sustantivo a determinados derechos sociales configurables inicialmente como principios. En tal sentido, Rolla ha señalado que la Carta ofrece un singular interés metodológico, pues, al descartar la concreta catalogación entre derechos y principios, permite unificar las diversas posiciones subjetivas en torno a los valores de referencia (dignidad, libertad, igualdad, solidaridad, ciudadanía y justicia). En todo caso y en mi opinión, la propia Carta ofrece alguna pista, de carácter semántico, para poder calificar, al menos en una primera aproximación, los derechos que instituye en alguna de las dos grandes modalidades objeto de examen. Una lectura reposada del articulado de los seis primeros títulos de la Carta advierte el distinto lenguaje utilizado en su enunciado gramatical: mientras algunos derechos son tipificados bajo esta denominación, en relación con otros se omite o evita esa calificación. Limitando las consideraciones al título IV, la expresión derecho no aparece en los arts. 33.1 (protección general de la familia), 36 (“acceso a los servicios de interés económico general”), 37 (“protección del medio ambiente”) y 38 (“protección de los consumidores”). La aplicación de esta tesis, a la que no se puede tildar de estar privada de razonabilidad, al terreno que aquí importa se adivina de inmediato: la Carta reconoce la negociación colectiva, a todos los efectos, como un derecho fundamental. Como todo derecho enunciado por la Carta, también el derecho a la negociación colectiva está sujeto a los límites y restricciones establecidos con carácter general en el art. 52.1, precepto éste incluido en el capítulo de las cláusulas horizontales. Estructurado en dos incisos, el contenido del primero de ellos tiene una notable semejanza con el art. 53.1 CE. Como éste, también aquél condiciona la introducción de limitaciones de los derechos y libertades a un principio de reserva de ley así como ordena, en todo caso, respetar su contenido esencial. Por su parte, el segundo inciso identifica el marco jurídico general que han de observar las limitaciones que se establezcan, las cuales han de obedecer a una de estas dos motivaciones: ser necesarias y responder a objetivos de interés general reconocidos por la Unión o procurar la protección de otros derechos y libertades. En relación con este precepto, las “Explicaciones” del Presidium sobre la Carta, a las que se refiere el art. 52.7 y que fueron publicadas en 2007 (2007/C 303/02) sin valor jurídico, hacen constar que la fórmula empleada en el apartado 1º del art. 52 se inspira en la jurisprudencia del TJ en la que constituye cláusula de estilo la idea de que pueden introducirse tales restricciones siempre que respondan efectivamente a “objetivos de interés general perseguidos por la Unión y no constituyan, teniendo en cuenta el objetivo perseguido, una intervención desmesurada e intolerable que afecte a la esencia misma” del derecho. Es ésta una interpretación jurisprudencial general, que elude las referencias a los concretos límites normativos, poniendo el acento en el empleo de un canon de proporcionalidad entre el ejercicio del derecho y la consecución de los objetivos de la Unión. Por lo demás y conforme igualmente hacen constar las citadas “Explicaciones”, la referencia a “los intereses generales reconocidos por la Unión abarca los objetivos mencionados en el artículo 3 del Tratado de la Unión así como otros intereses protegidos por disposiciones específicas de los Tratados de la Unión, como el apartado 1 del artículo 4” y “el apartado 3 del artículo 35 y los artículos 36 y 346” del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea.

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12. La aplicación de los criterios generales que informan la aplicación de los derechos reconocidos en la Carta al derecho a la negociación conduce a una primera conclusión: el ejercicio de la negociación colectiva puede ser limitado con vistas a la protección de los objetivos jurídicamente atribuidos a la Unión pero no los reconocidos en los derechos nacionales. Por este lado y en razón del carácter nacional de las normas reguladoras de la negociación colectiva pueden producirse desconexiones entre los derechos de dimensión europea y estatal en lo que concierne al ámbito de aplicación de este derecho. Las resoluciones por el TJ de los conflictos Laval, Vicking, Ruffert y CE v. Luxemburgo ilustran de manera ejemplar los problemas que pueden surgir a propósito del ejercicio de los derechos colectivos de trabajo, en general, y de la actividad contractual colectiva, en particular. En la actualidad puede afirmarse que los convenios colectivos se encuentran sujetos a doble control derivado: de un lado, de la protección de la competencia en el mercado y, de otro, del ejercicio de las libertades económicas. O en palabras de mayor desarrollo, los contenidos de los convenios pueden perturbar la acción en el mercado de bienes y servicios de terceros actores económicos o, por decirlo con la terminología empleada en la sentencia Albany de 21 de septiembre 1999, los convenios colectivos no pueden actuar como acuerdos entre empresas por su naturaleza y objeto. Adicionalmente, la aplicación de los pactos colectivos no pueden ser no puede constituirse en impedimento para el ejercicio de las libertades económicas, señaladamente las de establecimiento y prestación de servicios en el ámbito de la Unión Europea. Sin entrar en el debate de esta jurisprudencia europea, muy restrictiva de los derechos colectivos laborales y que, a pesar de las severas críticas recibidas, no ha sido objeto no ya de rectificación sino tan siquiera de matización, me interesa destacar la doble idea expuesta con acierto por Guamán Hernández. De una parte, las limitaciones introducidas por el TJ no solo no traen causa en una norma escrita, sea de la Unión sea de los Estados miembros; tampoco resulta posible encontrar un precepto que explicite la aplicación de las normas de la competencia a los convenios colectivos que, al ser pactos entre privados, podrían entenderse excluidos del ámbito de aplicación de las libertades de circulación. Sin embargo y de otra, tampoco cabe alegar la opción inversa, pues no existe una cláusula social en el derecho comunitario que permita excepcionar los convenios colectivos de las leyes del mercado. Y es en este contexto, que la reforma de los tratados no ha sabido o querido encarar mediante la adecuada modificación de los arts. 152 y ss. del TFUE, en el que el TJ ha construido una doctrina a todas luces restrictiva del ejercicio de la negociación colectiva y de la aplicación de sus resultados, contrariando de lleno el sentido y el alcance de normas y jurisprudencia de dimensión estrictamente nacionales y apartándose de este modo, por cierto, de lo prevenido en el art. 52.4 de la Carta en la que se establece que, en la medida en que ella se reconozcan derechos fundamentales “resultantes de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, dichos derechos se interpretarán en armonía con las citadas tradiciones”. Por lo demás y no es lo de menos, los informes procedentes tanto de la OIT como las decisiones adoptadas por el Comité Europeo de Derechos Sociales (CEDS) sobre la saga de los asuntos Laval están insistiendo en que la regulación de las libertades

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nacionales, derivadas bien de manera directa por norma nacional bien indirectamente por norma comunitaria, no pueden comportar restricciones desproporcionadas a los derechos laborales colectivos, lo que acontece, precisamente cuando se atribuye a priori un valor preponderante a las libertades económicas en su ponderación con esos derechos. En concreto y por lo que concierne a las éstas últimas, el CEDS, mediante decisión de fondo de 13 de febrero de 2013 ha afirmado que los cambios establecidos en la legislación sueca tras la sentencia Laval violan los apartados 2 y 4 del art 6 de la Carta Social Europea (Jimena Quesada). Al margen de la jurisprudencia expuesta y en lo que me consta, no existe norma europea o doctrina del TJ que hayan establecido o tenido que pronunciarse sobre posibles límites al ejercicio del derecho fundamental consagrado en el art. 28 CDFUE. La tarea de identificar la eventual causa de esos límites es, de seguro, una tarea abierta a la especulación. No obstante, no me parece aventurado efectuar una última observación en relación directa con el objeto de esta exposición. Como ya se ha señalado, y ahora se reitera, el art. 52.1 de la Carta consiente el establecimiento de límites a los derechos fundamentales en los dos siguientes supuestos, que tienen ambos que someterse, en todo caso, al canon de proporcionalidad: de un lado, la limitación ha de ser necesaria para la defensa de objetivos de interés general reconocidos en la Unión y, de otro, dicha limitación debe sea igualmente ser necesaria para la protección de otros derechos y libertades. En este contexto normativo, la primera observación pretende interrogarse sobre la posibilidad de la utilización de la mejora de la productividad como fundamento restrictivo del ejercicio de la negociación colectiva. Con todas las dificultades que plantea el problema, por razón de tratarse de un enunciado y de una respuesta de carácter sustancialmente hipotética, no me parece que esa eventualidad pueda tener amparo en el derecho europeo. Por lo pronto, el único derecho que podría ser invocado es la libertad de empresa, que consagra el art. 16 de la Carta conforme a lo establecido, además de a la legislación comunitaria, a las normas “y prácticas nacionales”. Sin necesidad de reiterar ideas ya expuestas y argumentadas, la mejora de la productividad ni forma parte del contenido esencial de la libertad de empresa ni puede ser entendida, per se, como un derecho fundamental, aseveración ésta que puede extenderse sin esfuerzo alguno al ámbito comunitario. Privada pues de la condición de derecho autónomo y no integrada en el contenido de la libertad de empresa, la mejora de la productividad no podría invocarse como supuesto merecedor, ex art. 52.1 CDFUE, de una protección determinante de una limitación al ejercicio del derecho a la negociación colectiva. En relación con el segundo supuesto de hecho, tampoco la mejora de la productividad tiene fácil encaje como restricción proporcionada al ejercicio del derecho a la negociación colectiva. Desde luego y al menos de manera expresa, los tratados no mencionan esta medida en el capítulo de los objetivos de interés general reconocidos por la Unión y enunciados en alguno de los preceptos relacionados en las ya evocadas “Explicaciones”. Por otra parte, tampoco tiene fácil acomodo la tan citada mejora de la productividad de forma indirecta o derivada, considerando que existe una implícita inclusión en alguno de los objetivos expresamente enunciados en el art. 3.1 del TFUE. En principio

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podría ser invocado el objetivo de lograr un “desarrollo sostenible de Europa basado en un crecimiento económico equilibrado y en la estabilidad de los precios”. Es este, no obstante y en mi opinión, un camino de débil y corto recorrido, pues, en sí misma considerada, la mejora de la productividad no es un estabilizador de precios, contribuyendo solo de manera alejada y colateral a un crecimiento económico equilibrado, cuyo logro requiere la activa presencia de otros muchos elementos de naturaleza bien distinta a la de la mera productividad en el trabajo. Algo más de fundamentación pudiera tener otro objetivo de interés general, consistente en la promoción de “una economía social de mercado altamente competitiva”; en una primera impresión, así lo confirmarían las estrechas relaciones entre productividad y competitividad. Sin embargo, tampoco me parece consistente el argumento, al menos por las dos siguientes razones. En primer lugar, por cuanto tales relaciones son estrechas en la medida en que la productividad se calcula de manera multifactor; pero se van atenuando a medida que van cayendo factores en el proceso de elaboración del indicador, hasta terminar siendo tenue si el único factor valorado es el de la productividad en el trabajo. Adicionalmente, el objetivo de la mejora de la competitividad ha de ponderarse y enjuiciarse a la luz del tipo de economía en el que ha de encontrar su normal desarrollo, que es una economía social de mercado. La cláusula del Estado social podría desempeñar una importante función de moderación en las eventuales iniciativas que se adoptasen a fin de mejorar la productividad laboral y tuvieran un efecto limitativo del ejercicio del derecho de negociación. B. En el derecho internacional del trabajo 13. En ejercicio de sus funciones normativas, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha venido prestando una especial atención a la negociación colectiva, configurándola como un elemento esencial de la libertad sindical. En tal sentido y por lo pronto, la Declaración de 1998 relativa a los “Principios y Derechos Fundamentales en el Trabajo”, que define el núcleo básico de las normas socio-laborales identificando aquellos Convenios de carácter obligatorio incluso para los Estados que no los hubiesen ratificado, ha conferido la condición de derecho fundamental al derecho a la negociación colectiva (art. 2.a; Von Potobsky). Al margen de ello, la negociación colectiva es objeto de tratamiento, con mayor o menor intensidad reguladora, en cuatro Convenios: los nums. 87 (sobre la libertad sindical y la protección del derecho de sindicación), 98 (sobre derecho de sindicación y negociación colectiva), 151 (sobre relaciones de trabajo en la administración pública) y 154 (sobre negociación colectiva). Este bloque legislativo no regula de una manera plena este derecho, pudiendo apreciase algunas omisiones de tono no menor, como, por ejemplo, la eficacia jurídica del convenio colectivo, habiéndose destacado, con toda razón, que el propósito esencial de este bloque es el reconocimiento de la libertad negocial colectiva más que la implantación de una garantía del derecho a la negociación colectiva (Rodríguez-Piñero). Con todo y con ello, las limitaciones han sido aliviadas, en buena medida, como consecuencia de las muy diversas comisiones de seguimiento, señaladamente la Comisión de Investigación y Conciliación en materia de libertad sindical y el Comité de Libertad Sindical (CLS).

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Excedería con creces la tarea de resumir, incluso de manera resumida, la doctrina elaborada por las comisiones de seguimiento en relación con el derecho de negociación colectiva, siendo de destacar la labor editorial de la propia OIT que publica, actualizándola periódicamente, una “recopilación de decisiones y principios del CLS del Consejo de Administración de este organismo internacional”. En todo caso y, al menos, hasta la 5ª edición de dicha Recopilación (2006), el tan citado Comité no ha tenido la ocasión de pronunciarse sobre vías de conciliación entre la adopción por los poderes públicos de medidas limitativas del derecho de negociación colectiva amparadas en la mejora de la productividad laboral en la empresa. Desde luego, el CLS ha conocido, en muy abundantes ocasiones, de decisiones de los Estados restrictivas de ese derecho, relativas, por ejemplo, a la exigencia de someter la validez de los convenios colectivos a autorización administrativa, a la obligación de renegociar convenios colectivos en contra de la voluntad de las partes o, en fin, a los topes salariales. Sin embargo, y ésta es una idea en la que me interesa insistir, el establecimiento de un límite al convenio colectivo con fines de defensa y mejora de la productividad es un asunto que ha quedado, al menos hasta el presente, ajeno al debate del CLS. El dato más relevante, a efectos de la presente exposición, es que la reforma laboral de 2012 ha sido objeto de un específico informe del citado Comité aprobado por el Consejo de Administración en su 320ª reunión celebrada en Ginebra entre los días 13 a 27 de febrero de 2014 (caso 2947), en el que se sustancian las quejas contra el Gobierno de España presentadas por CC.OO, UGT, CSIF, USO así como otras organizaciones sindicales del sector público por violación de los anteriormente citados Convenios OIT, al que viene a adicionarse el Convenio núm. 135, sobre representantes de los trabajadores. Dando por reproducidas las quejas formuladas por los querellantes así como las observaciones formuladas por el Gobierno, lo que importa destacar son las conclusiones del informe relacionadas con las modificaciones operadas por la reforma laboral de 2012 vinculadas, directa o indirectamente, con la finalidad de mejorar la productividad. Por lo pronto y en lo que se refiere a la reforma operada en el art. 84.2, el informe razona del tenor siguiente: “El Comité destaca que la elaboración de procedimientos que favorecen de manera sistemática la negociación descentralizada de disposiciones derogatorias menos favorables que las disposiciones de nivel superior puede desestabilizar globalmente los mecanismos de negociación colectiva así como las organizaciones de empleadores y de trabajadores y debilita la libertad sindical y la negociación colectiva en violación de los principios consagrados en los Convenios núms. 87 y 98 [véase 365.º informe, caso núm. 2820 (Grecia), párrafo 997]. A juicio del Comité, el problema de si las dificultades económicas graves de las empresas pueden reclamar en determinados casos la modificación de los convenio colectivos debe abordarse y pudiendo ser tratado de diferentes maneras, éstas deberían concretarse en el marco del diálogo social” (apartado 453). Al margen de la referencia al informe de Grecia, la doctrina ahí establecida no constituye ninguna novedad, pues el CLS ha venido señalando en muy reiteradas ocasiones que “la determinación del nivel de negociación colectiva debería depender

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esencialmente de la voluntad de las partes y, por consiguiente, dicho nivel no debería ser impuesto en virtud de la legislación”, no debiendo ésta obstaculizar la negociación colectiva a nivel de industria” (casos, entre otros muchos, núm. 1906, párrafo 553; núm. 1975, párrafo 117; 2099, párrafo 193 y 2403, párrafo 600). De su lado y respecto del principal cambio introducido en el procedimiento de inaplicación de las condiciones de trabajo establecidas en convenio colectivo estatutario, consistente en la implantación de un arbitraje obligatorio en caso de desacuerdo de las partes, justificado de manera expresa en la exposición de motivos de la Ley 3/2012, como ya se hizo constar, en base al mandato a los poderes enunciado en el art. 38 CE de adoptar medidas en defensa de la productividad, son de aplicación las conclusiones siguientes:

“La suspensión o la derogación — por vía de decreto, sin el acuerdo de las partes — de convenciones colectivas pactadas libremente por las mismas, viola el principio de negociación colectiva libre y voluntaria establecida en el artículo 4 del Convenio núm. 98. Si un gobierno desea que las cláusulas de una convención colectiva vigente se ajusten a la política económica del país, debe tratar de convencer a las partes de que tengan en cuenta voluntariamente tales consideraciones, sin imponerles la renegociación de los convenios colectivos vigentes”. En verdad, la conclusión tampoco constituye novedad alguna en la doctrina del CS, que ha hecho constar en reiteradas ocasiones que las disposiciones de establecen que, a falta de acuerdo entre las partes, los puntos en litigio serán decididos por arbitraje obligatorio “no están de conformidad con el principio de negociación voluntaria contenido en el art. 4 del Convenio núm. 98” (casos núm. 2261, párrafo 665, y núm. 2281, párrafo 631). Y es que el recurso de arbitraje obligatorio cuando las partes no llegan a un acuerdo en la negociación colectiva solo es admisible en el marco de los servicios esenciales en sentido estricto (aquellos servicios cuya interrupción podría poner en peligro la vida, la seguridad o la salud de las persona en toda o parte de la población” (entre otros, casos núm. 2015, párrafo 408, núm. 2261, párrafo 665 y 2305, párrafo 506).

VI. Bibliografía citada

- Flanders, A. (1969), “The nature of collective bargaining”, en A. Flanders Collective Bargaining, Londres (Penguin Books), pp. 11-40

- Guamán Hernández, A. (2011): “Negociación colectiva, Derecho de la competencia y libertades de circulación en la Unión Europea”, Revista del Ministerio de Trabajo e Inmigración, núm. 92, pp. 143-190

- Jimena Quesada, L. (2014): “La protección internacional de los derechos sociales y laborales”, Revista de Derecho Social núm. 65, pp. 13-28

- Moret Millás, V. (2012): “La productividad en la Constitución española”, Revista Parlamentaria de la Asamblea de Madrid núm. 26, pp. 119-152

- OIT, (2006) : La libertad sindical, 5ª ed. Revisada, Ginebra (OIT) - Potobsky, von G. (2007): “El devenir de las normas internacionales del

trabajo”, Revista de Derecho Social-Latinoamericana núm. 3, pp-46

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- Rolla, G. (2009). “La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea en una perspectiva comparada. Técnicas de codificación y cláusulas de interpretación”, Revista de Derecho Constitucional europeo núm. 11, pp. 135-163

- Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, M. (2006): “la protección internacional de la negociación colectiva: una difícil tarea”, Relaciones Laborales núm. 18, pp. 1-13

- Samuelson, P./Nordhaus, W. (1993): Economía, Madrid (Mac Graw-Hill) - Terradillos Ormaetxea, E. (2011), “Los derechos fundamentales sociales

en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea”, Revista del Ministerio de Trabajo e Inmigración núm. 92, pp. 53-74

- Tur Ausina, R. (2009): “luces y sombras de losderechos sociales en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea”, Revista Europea de Derechos Fundamentales núm. 13, pp. 323-349

- Valdés Dal-Ré, F. (2012): “El sistema español de negociación coelctiva, entre la continuidad y el cambio”, en F. Valdés La negociación colectiva, entre tradición y renovación, Granada (Ed. Comares), pp. 7-28

- Id. (2013), “La exaltación de la función del convenio colectivo como instrumentos de adaptación a las necesidades de la empresa”, Ferrer, A. /Ruesga, S., Objetivo el trabajo. Anuario de Relaciones laborales 2013, Madrid (Marcial Pons), pp. 200-209