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La problemática del poder constituyente y la reforma constitucional Javier Marcelo Ayala* Sumario: Introducción 1. El poder constituyente originario. 2. Una visión crítica del concepto de poder constituyente originario. 3. Nuestra opinión. 4. El poder constituyente derivado, o de reforma constitucional. 5. Nuestra opinión. 6. Nuestra propuesta: el referéndum constitucional. 7. Reflexión final. ' Universidad de Buenos Aires, Abogado, Programa de Actualización en Derecho Constitu- cional Profundizado, Facultad de Derecho, Profesor de Derecho Constitucional. Universi- dad Católica de Salta, Sistema Campus (a distancia), Facultad de Ciencias Económicas, Profesor de Derecho Constitucional.

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La problemática del poder constituyente y la reforma constitucional

Javier Marcelo Ayala*

Sumario:

Introducción1. El poder constituyente originario.2. Una visión crítica del concepto de poder constituyente

originario.3. Nuestra opinión.4. El poder constituyente derivado, o de reforma constitucional.5 . Nuestra opinión.6. Nuestra propuesta: el referéndum constitucional.7. Reflexión final.

' Universidad de Buenos Aires, Abogado, Programa de Actualización en Derecho Constitu­cional Profundizado, Facultad de Derecho, Profesor de Derecho Constitucional. Universi­dad Católica de Salta, Sistema Campus (a distancia), Facultad de Ciencias Económicas, Profesor de Derecho Constitucional.

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Introducción

El objetivo del presente trabajo es analizar, a través de las diferentes posiciones doctrinarias, el concepto de poder constituyente, a los fines de cuestionar en particular la noción de poder constituyente derivado, o de reforma constitucional. Luego de este recorrido por la opinión de diversos autores, intentaremos vincular las conclusiones obtenidas con algunos problemas concretos relacionados con la legitimidad de los pro­cesos de reforma constitucional.

í . El poder constituyente originario

Cuando se aborda el tema del poder constituyente, la primera noción definida o sistematizada por la doctrina jurídica es la del poder constitu­yente originario, o fundacional. Se entiende como tal a la capacidad, potencia o voluntad del pueblo de otorgarse una Constitución.

La mayoría de los autores lo han concebido como un poder metajurídi- co, absoluto, ilimitado, más cercano a un poder fáctico y de naturaleza; por consiguiente, más política que jurídica. Esto ha traído graves conse­cuencias para sostener la coherencia normativa del sistema, tal como veremos seguidamente. Veamos un conjunto de definiciones dadas por diversos iuspublicistas:

a) Para el abate Emanuel Sieyés (1748-1836), considerado el creador del concepto de poder constituyente, el mismo tiene dichas característi­cas, ya que la Constitución no puede ser fruto de la obra de los denomi­nados poderes constituidos, sino de un poder diferente, con amplias facultades, si bien limitado por el derecho natural de tipo racionalista. Es por eso que Jorge Vanossi le otorga al concepto de poder constitu­yente del abate la calificación de racional-ideal. En tal sentido, aclara el autor argentino:

Volvamos al personaje y a sus concepciones. No caben dudas de la filiación racionalista del pensamiento de Sieyés, que construye ideas e instituciones partiendo siempre de la deducción y sin mayores ataduras históricas con la fuerza de antecedentes... a lo que debemos agregar que si todas las ideas del abate están infiltradas de jusnatu- ralismo, su adscripción fue obviamente a la vertiente racionalista de

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la escuela del derecho natural, que estaba en boga en ese momento histórico político1.

En tal sentido, la noción de poder constituyente tiene en Sieyés una articulación que podríamos denominar silogística. En efecto, partiendo del concepto de representación política, señala que los representantes no están legitimados para hacer una Constitución, lo cual es funcional a su necesidad de impugnar los Estados Generales convocados por el Rey e imponer entonces una revolución jurídica que introduzca el predomi­nio de la burguesía. Por consiguiente, la Constitución puede ser sólo fruto de la voluntad de la Nación. Esta idea de voluntad o soberanía de la Nación es utilizado como sinónimo de voluntad o soberanía del pueblo, según Sánchez Viamonte, quien afirma: “Segundo: en la pluma de Sie­yés, el vocablo Nación era un eufemismo para designar al pueblo. Para él, son términos equivalentes y hasta sinónimos”2. En contra de esta opinión encontramos a Pizzolo, quien sostiene, en su obra Sociedad, poder y política que Sieyés sustituye conscientemente la noción de soberanía del pueblo por la de soberanía de la Nación, a los efectos de introducir el mecanismo de la representación política y evitar la participación directa del pueblo en la elaboración de la norma fundamental3. Esta voluntad, o poder constituyente que pertenece entonces a la Nación, es el que crea los poderes constituidos, o poderes de gobierno. Estos últimos son limitados, en el sentido de que no tienen competencia para cambiar la Constitución, en cuanto ley fundamental. La sociedad confía, entonces, a sus representantes o delegados sólo un poder limitado. Ahora bien, sosteniendo el principio de representación política, y por consiguiente el de gobierno representativo, la Constitución será entonces obra de representantes extraordinarios de la Nación. En tal sentido afirma Sieyés: “Un cuerpo de representantes extraordinarios suple a la Asamblea de la Nación. No tiene por qué estar encargado de

1 Vanossi, Jorge R einaldo, Teoría Constitucional, tomo I, p. 10. Buenos Aires, Desalm a, 1975.2 Sánchez Viamonte, Carlos, El Poder Constituyente, origen y formación del Poder Constituyente universal y especialmente argentino, p. 587. Buenos Aires, Editorial BibliográficaArgentina, 1957.3 Pizzolo, Calogero, Sociedad, poder y política, p. 128. Buenos Aires, Ediar, 2004.

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la plenitud de la voluntad nacional; sólo necesita de un poder especial, y en casos excepcionales, pero substituye a la nación en su independencia de toda form a con stitu c io n a l”4. Vemos entonces que el poder constituyente pertenece a la Nación o pueblo, y es ejercida por represen tan tes ad hoc, d istin tos a los gobernantes ordinarios. Probablemente la idea del abate fuera conciliar la teoría democrática de Rousseau con un gobierno representativo, haciendo coincidir al poder constituyente con la voluntad general {id. nota a pie de página). Similar idea sobre este tema sostiene Vanossi5.

Extraemos como conclusión entonces que el poder constituyente, en su primera elaboración doctrinaria, surge como elaboración teórica que permite preservar la voluntad popular en un sistema de democracia in­directa o representativa.

Participa en parte de esta idea Pizzolo, que concibe al poder constitu­yente, en la teoría de Sieyés, como la fuente de legitimidad del nuevo orden propuesto, e indicando que: “Las relaciones con la noción de vo­luntad general que desarrolla Rousseau son evidentes, aunque no del todo precisas”6. Siguiendo a este autor, el aporte más valioso del abate a la teoría constitucional es entonces, la división entre el poder constitu­yente y los poderes constituidos, consecuencia lógica de concebir a la Constitución como creadora de un nuevo orden (y no como una mera Constitución material o fáctica, idea aristotélica)7. Sin embargo, al man­tener a rajatabla el principio representativo, ya que la Constitución es obra de la nación a través y sólo a través de sus representantes ex­traordinarios, la voluntad general roussoniana se ve desnaturalizada, pues no prevé intervención directa del pueblo en la elaboración de la misma. Se consagra por ende una ficticia soberanía de la nación y una real soberanía de las Asambleas8.

4 Sieyés, Emmanuel, ¿Qué es el Tercer Estado? Ensayo sobre los privilegios, p. 149. Madrid, Alianza Editorial, 2003.5 Ob. Cit. en nota 1, nota al pie en la p. 21.6 Ob. Cit. en nota 3, p. 121.7 Ob. Cit. en nota 3, p. 126.8 Ob. Cit. en nota 3, p. 128.

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Un elemento fundamental para nuestro análisis consiste en que el poder constituyente es concebido como ilimitado por Sieyés. Y decimos que es fundamental atento a que este concepto es mantenido por la mayoría de la doctrina moderna, si bien con algunas aclaraciones, como vere­mos más adelante. En este sentido Pizzolo señala que el poder constitu­yente es concebido por nuestro autor como un poder libre de ataduras9: “Siempre existiría la voluntad común de una nación, por encima de su propia constitución, con la legitimidad suficiente para pro­ducir un cambio o una ruptura en la vigencia de la norma fundamen­tal”10. Consecuencia de esto será un desprecio por las formas jurídicas vigentes en el caso que la Nación las considere ilegítimas, consagrándo­se un verdadero poder constituyente revolucionario11. Coincidimos con la opinión de Pizzolo, a punto tal que, a nuestro entender, el poder cons­tituyente en Sieyés es un instrumento a los fines de legitimar jurídica y políticamente un cambio de régimen. En palabras del abate: “Insista­mos: una Nación es independiente de toda forma; y de cualquier forma que quiera, basta con afirmar su voluntad para que todo derecho positi­vo se interrumpa ante ella como ante el origen y el dueño supremo de todo derecho positivo”12. Una consecuencia, tal vez no deseada, de esta concepción se verá en las dificultades de la doctrina y la praxis europea del siglo XIX frente a las nociones de supremacía constitucional y con­trol de constitucionalidad (si bien hay que atender en estos casos a cier­tas diferencias en cuanto a la legitimidad de la Constitución, y nos referimos al problema que plantearon las constituciones otorgadas y pactadas). En síntesis, para Sieyés el poder constituyente es poder po­lítico, fruto del consenso del pueblo o nación, ilimitado y supremo, es decir, no sujeto a formas jurídicas sino creador de ellas y nunca enca­denado a las mismas.

b) Una segunda concepción del poder constituyente, contemporánea a la de Sieyés, es la que surge en los Estados Unidos. La misma es fruto no de una elaboración intelectual especial, sino de un devenir históri­

9 Ob. Cit. en nota 3, p. 129.10 Ob. Cit. en nota 3, p. 129.11 Ob. Cit. en nota 3, p. 130.12 Ob. Cit. en nota 4, p. 149.

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co. Concebimos a esta noción más ligada a la idea de acto constitu­yente, en el sentido de ser producto de un acuerdo popular. En pala­bras de Pizzolo:

Siguiendo la vieja idea religiosa puritana, a tenor de la cual la funda­ción de una congregación venía determinada por un contrato en el que estatuían las reglas del culto, los primitivos colonos pensaron que, de igual manera que libremente podían organizar la comunidad religiosa, también podían libremente organizar la comunidad política. El llamado pacto de gracia puritano se transformó así en pacto político13.

Dos consecuencias extrae el autor de esta doctrina: en primer lugar, la identificación del acto constitucional con el contrato social; y en segun­do lugar, la condición de inalienable del ejercicio del poder constituyen­te. Esto último equivale a decir que el mismo supone, más tarde o más temprano, la intervención directa del pueblo, en cuanto titular de ese poder constituyente. He aquí una diferencia con respecto al modelo de Sieyés, el cual no concebía la participación directa del pueblo en la rati­ficación o elaboración de la Constitución.

Sánchez Viamonte afirma al respecto que: “La doctrina del poder cons­tituyente es francesa, pero la práctica institucional es americana y de origen inglés”14. Este autor seguidamente señala las características del acto constituyente americano, las que serían, a su entender: emancipa­ción internacional, soberanía interna con forma republicana y democrá­tica, texto escrito, condición de norma jurídica y control judicial de constitucionalidad15, oponiéndolas al sistema continental europeo, en el cual, a su entender, no se encuentra claramente definido el principio de supremacía constitucional. Lo que observamos, por nuestra parte, es que la doctrina del poder constituyente en los Estados Unidos se cons­truye entonces a través de la inferencia o inducción, contrariamente al concepto deductivo francés, vale decir, que es una reflexión que explica la práctica existente. Sin embargo, más allá de esta diferencia, y de otras cuyo análisis dejamos para más adelante (la intervención directa del pueblo en la elaboración o ratificación de la Constitución, por ejem-

13 Ob. Cit. en nota 3, p. 127.14 Ob. Cit. en nota 2, p. 566.15 Ob. Cit. en nota 2, p. 569.

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pío), la concepción del poder constituyente como ilimitado y absoluto - en términos de derecho positivo- es idéntica.

c) Otra posición interesante es la del jurista alemán Cari Schmitt. Este autor le dedica parte de su obra Teoría de la Constitución a la proble­mática del poder constituyente. En tal sentido, define al poder constitu­yente como:

(...) la voluntad política cuya fuerza o autoridad es capaz de adoptar la concreta decisión de conjunto sobre modo y forma de la propia existencia política, determinando así la existencia de la unidad políti­ca como un todo. De las decisiones de esta voluntad se deriva la validez de toda ulterior regulación legal-constitucional. Las decisio­nes, como tales, son cualitativamente distintas de las normaciones legal-constitucionales establecidas sobre su base16.

Basta recordar que sus concepciones filosófico-jurídicas se basan en el denominado decisionismo, sistema que entorniza a la voluntad por sobre la razón. Por esto Schmitt distingue -agregamos: casi hasta el despre­cio- el poder constituyente, pura voluntad, de las normas creadas por él: “Una ley constitucional es, por su contenido, la normación que lleva a la práctica la voluntad constituyente. Se encuentra por completo bajo el supuesto y sobre la base de la decisión política de conjunto contenida en esa voluntad”17. De más está decir que el poder constituyente, para Schmitt, está fuera del alcance de toda regulación jurídica. Es más, tam­poco está enmarcado en ninguna doctrina de derecho natural, contra­riamente a las posiciones analizadas previamente. Es pura voluntad incondicionada. Prácticamente un acto de fuerza. Y digo esto porque el autor va a resaltar de la posición de Sieyés este carácter volitivo puro del poder constituyente: “Basta que la Nación quiera. Este postulado de Sieyés apunta con mayor claridad a lo esencial del fenómeno. El Poder constituyente no está vinculado a formas jurídicas ni procedimientos (...)”18. Tanto sostiene esta idea de primacía de la voluntad-fuerza por

16 Schmitt, Cari, Teoría de la Constitución, pp. 85 a 87. Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, s/f.17 Ob. Cit. en nota 16, p. 88.18 Ob. Cit. en nota 16, p. 91.

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sobre lo normativo, que critica seguidamente el intento de establecer un representante o intérprete regular de la voluntad popular, asociando la democracia indirecta representativa propuesta por el francés con una aristocracia u oligarquía que obra como máscara para legitimar la en­tronización del estado burgués de derecho. Indica que no puede tras­ladarse la idea de soberanía y, por ende, la de poder constituyente, en forma mecánica de las monarquías a las democracias, ya que en las primeras la forma institucional es siempre la misma -el rey y su todopo­derosa voluntad-; mientras que en las segundas la suprema voluntad popular carece de forma19.

Este esfuerzo intelectual se dirige a negar la noción de que la titularidad del poder constituyente está en manos del pueblo, con el objeto de derri­bar la democracia parlamentaria, a la cual califica de burguesa, y con­sagrar otros posibles sujetos que titularicen dicho poder: una minoría, un dictador. El poder constituyente se reduce a un mero acto de fuerza y, frente al mismo, el pueblo asume un rol pasivo, que no debe estar limitado por el sufragio, práctica del siglo XIX, y puede ser reemplazada por su manifestación inmediata de voluntad: la aclamación. Modernamente, la opinión pública. No debe dejar de destacarse, pese a que no sólo no compartimos, sino que repudiamos expresamente las concepciones de este autor y sus funestas consecuencias, el rigor lógico de su argumentación: si el poder constituyente es pura voluntad y no está sujeto a norma alguna no tiene sentido formular que siempre deberá ejercerse a través de una asamblea o convención de representantes elegidos por el pueblo, o eventualmente ratificado por el sufragio libre del micmo. Puede reemplazarse válidamente -para Schmitt- por la opinión pública que legitime por aclamación a un eventual dictador. Un problema grave tiene su razonamiento. A nuestro entender, para este autor el derecho carece absolutamente de importancia, es pura forma. Y forma malea­ble. Lejos queda entonces cualquier idea de supremacía constitucional u orden jerárquico de normas. En esta cosmovisión la fuerza (con o sin el consenso pasivo del pueblo) termina reinando, por lo cual las institu-

19 Ob. Cit. en nota 16, pp. 92 y 93.

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ciones liberales -nacidas para proteger a todos los ciudadanos- son absolutamente superfluas.

Numerosas críticas ha recibido el pensamiento schmittiano. Quisiera señalar las que realiza, en relación al tema que nos ocupa, Jorge Vanos- si, quien indica que Schmitt confunde la idea de acto constituyente (un hecho) con la de poder constituyente (una función)20. Ese error lo lleva entonces a distinguir entre Constitución en sentido positivo, por un lado, y normaciones legal-constitucionales, meras leyes que carecen de su­premacía. Filosóficamente pensamos que Vanossi acierta al decir:

Y si rastreamos en los orígenes de esa preferencia, nos encontrare­mos con la vieja y permanente tentación del pensamiento jurídico y filosófico alemán de alinearse en orden al derecho o en orden al poder, que paradigmáticamente representan los sistemas de Kant y Hegel, respectivamente. Y Schmitt, aunque la eluda, no ha podido escapar a esa dicotomía: partiendo de uno de los términos de la alter­nativa transitará ese camino hasta sus últimas consecuencias. D es­pués de 1945 se arrepentirá21.

También sobre este tema podemos agregar que esta identificación entre derecho y poder realizada por Schmitt, constituye un reduccionismo que lleva a identificar vigencia o eficacia con validez, siendo este último un criterio específico del mundo del derecho. Nadie más autorizado para realizar esta observación que Hans Kelsen: “Admitido que la validez de un orden jurídico depende de su eficacia, queda uno expuesto al error de identificar los dos fenómenos y definir la validez del derecho como su eficacia, o al de describir lo jurídico en virtud de juicios sobre el ser y no en virtud de reglas sobre lo que ‘debe sercc. Ensayos de esta espe­cie se han hecho a menudo y han fracasado siempre”22. Kelsen, el kan­tiano, refuta a Schmitt, el hegeliano (o nietzscheano).

Más allá de estas observaciones tenemos que agrupar entonces al con­cepto de poder constituyente de Schmitt junto a los anteriores, el racional

20 Ob. Cit. en nota 1, pp. 55 y 5621 Ob. Cit. en nota 1 p. 56.22 Kelsen, Hans, Teoría General del Derecho y el Estado, p. 142. México DF, Imprenta Universitaria, 1958

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de Sieyés y el pragmático de los norteamericanos, en cuanto a su atributo de incondicionado frente al orden jurídico previo, si es que existe.

d) La doctrina nacional suele coincidir en cuanto a la caracterización del poder constituyente, reconociéndolo como: “ (...) la capacidad de poder político de dar a una comunidad un plexo jurídico de base y modificarlo”23; “(...) facultad soberana del pueblo a darse su ordena­miento jurídico-político fundamental originario por medio de una cons- tituc ión , y a rev isar a ésta, to tal o parc ia lm ente , cuando sea necesaria”24; “(...) la competencia, capacidad o energía para consti­tuir o dar constitución al estado, es decir, para organizado, para esta­blecer su estructura jurídico-política”25.

Una condición que agrega Spota, más bien propia del mundo del ser, es la de la durabilidad de su resultado26, y otra, a mi juicio más relevante, que indica que, al ser el pueblo el titular del mismo, será ilegítimo un poder impuesto como resultado de la pura fuerza o coacción indebida27. Similar posición tiene Pizzolo, al indicar que la fórmula que legitima una constitución moderna no puede reducirse a la coacción, sino que debe dejar lugar primordialmente al consenso.

En cuanto a su condición de ilimitado, también se le suele atribuir esa cualidad (obviamente al denominado poder constituyente originario). Por ejemplo, Linares Quintana indica: “El poder constituyente originario es ilimitado, en cuanto el pueblo, al constituirse originariamente en Es­tado y darse las bases de su ordenamiento jurídico, no se encuentra condicionado por limitación alguna de orden positivo (,..)”28. Queda por supuesto excluido de esta condición el poder constituyente derivado o

23 Spota, Alberto Antonio, Origen y naturaleza del poder constituyente, p. 9. Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1970.24 Linares Quintana, Segundo V., Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional,Tomo II, p. 123. Buenos Aires, Alfa, 1953.25 Bidart Campos, Germán José, Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argen­tino, Tomo I-A, pp. 477 y 478. Buenos Aires, Ediar, 1999-2000.26 Ob. Cit. en nota 23, p. 7.27 Ob. Cit. en nota 23, p. 16.28 Ob. Cit. en nota 24, p. 134.

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de reforma. Sobre el tema nos detendremos luego. Sí encuentra Linares Quintana -a l igual que en los casos vistos, salvo en Schmitt-, límites provenientes de un supuesto derecho natural, al cual identifica con va­lores naturales y absolutos (libertad, dignidad, justicia)29.

Participa de esta opinión Bidart Campos, quien dice que: “El poder cons­tituyente originario es, en principio, ilimitado. Ello significa que no tiene límites de derecho positivo, o dicho en otra forma, que no hay ninguna instancia superior que lo condicione”30. En cuanto a eventuales límites que no provengan del derecho positivo, este autor los admite, indicando que ellos pueden ser: el valor justicia -prácticamente un sinónimo de de­recho natural-, el condicionamiento de la realidad social y los límites que puedan derivar colateralmente del derecho internacional público. Es inte­resante este último concepto, ya que las dos primeras excepciones no pertenecen al mundo del derecho, sino al de la moral y al de la política. El último límite, por el contrario, debe ser visto como una valla concreta que recorta la soberanía de un estado, pero que opera no desde una suprema­cía -posible o no- del derecho internacional sobre el derecho interno, sino desde el costado, colateralmente, ya que para la admisión de estos lími­tes heterónomos al poder constituyente debe haber una habilitación de la misma constitución. Bidart Campos pone como ejemplo al caso argentino luego de la Reforma Constitucional de 1994, que otorga jerarquía consti­tucional a un conjunto de instrumentos internacionales, conforme su ar­tículo 75 inciso 22. Igualmente, el autor concluye que, en última instancia, el poder constituyente originario carece de límites de derecho positivo.

Similar posición sostiene Néstor Sagüés, en su obra Teoría de la Cons­titución. Allí afirma que el poder constituyente originario tiene límites axiológicos, fácticos y normativos. Estos últimos provienen del derecho internacional y/o comunitario. Pone como ejemplo el Pacto de San José de Costa Rica, que a su entender obraría como límite o tope normativa al ejercicio del poder constituyente revolucionario que pudiera producir­se en algún país signatario31.

* > n í ^ en "ota 24, p. 135.3i en, nota 25, p . 479.

3-güés, Néstor Pedro, Teoría de la Constitución, p. 280. Buenos Aires, Astrea, 2001.

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Con respecto a este tema, pensamos que el derecho internacional, y el derecho internacional de los derechos humanos en particular, opera como límite político-ético (la realidad más el valor justicia) frente al ejercicio del poder constituyente originario, que para nosotros abarca al funda­cional, o de primigeneidad (conforme Sánchez Viamonte) y al revolu­cionario. Indudablemente, sería poco viable un estado nuevo o una revolución en un estado existente que negara los principios humanita­rios básicos consagrados por el derecho internacional, es decir que, en términos de Alberto Spota, tiene pocas probabilidades de ser durable, por un lado y por otro, además deviene injusto y, al negar a su población los derechos humanos más elementales, sería un ejercicio ilegítimo del poder constituyente.

Concluimos nuevamente que el poder constituyente (el originario para la doctrina argentina) carece de límites de derecho positivo. Y esa es una característica ESENCIAL. Lo es porque un poder constituyente que no es ilimitado en términos de derecho pierde una condición que lo desnaturaliza totalmente. Volveremos sobre esto luego, al analizar la noción de poder constituyente derivado, o de reforma constitucional.

Y esa falta de límites está relacionada con el principio democrático. A nuestro entender, el poder constituyente expresa la capacidad del pue­blo para autogobernarse, y por ende, dictarse su constitución jurídica. El problema surgirá cuando el producto de ese poder, la Constitución es­crita, le ponga límites al principio democrático. Este tema es clarificado por Pedro de Vega, jurista español, en un erudito trabajo, “La reforma constitucional y el problema del poder constituyente”. Allí afirma:

(...) la necesidad de hacer valer, conforme al principio democrático, la suprema autoridad del pueblo frente a la autoridad del gobernante, no ofrece otra posibilidad ni otra alternativa que la de establecer, por el propio pueblo, una ley superior (la Constitución), que obligue por igual a gobernantes y gobernados. En contraposición a los poderes consti­tuidos, ordenados y limitados por la Constitución, aparece de este modo, como poder previo, ilimitado y total el poder constituyente32.

32 Vega, Pedro de, La reforma Constitucional y la problemática del poder constituyen­te. Madrid, Tecnos, 1988.

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2. Una visión crítica del concepto de poder constituyente originario

Es interesante detenerse brevemente sobre la crítica que hace al con­cepto en estudio Genaro Carrió. En efecto, en “Sobre los límites del lenguaje normativo”, el autor parte de una extensa recopilación de defi­niciones y caracterizaciones del vocablo, algunas de ellas mencionadas en este trabajo y advierte que intentar definir y utilizar la noción de poder constituyente originario, se emprende una empresa insensata, que consiste en querer “hablar normativamente más allá de los límites ex­ternos del lenguaje normativo”.

En primer lugar, Carrió, siguiendo indudablemente a Schmitt33, indica que la distinción entre poder constituyente originario y poderes consti­tuidos tiene fundamento en las teorías del filósofo moderno Baruch Spinoza. Este último, al conceptualizar a Dios, distingue entre: Dios- Naturaleza (Natura naturans), sustancia única, indeterminada desde afuera de sí misma, ilimitada e infinita. Absolutamente libre; por un lado, y el sistema creado por Dios, como sistema establecido (Natura naturata). Este último no es libre. Leamos a Carrió: “El poder consti­tuyente originario sería algo así como la Natura naturans jurídica y los poderes constituidos, junto con las normas creadas por ellos, serían algo así como la Natura naturata del derecho”34. Manifiesta entonces Carrió la paradoja de que la ciencia constitucional recurra para funda­mentarse a un concepto totalmente abandonado por la ciencia experi­mental hace siglos.

En segundo lugar, nuestro autor critica el concepto de poder constitu­yente originario como obra de la razón, indicando que los seres huma­nos nos vemos inclinados a concebir una super-realidad ilimitada que funcione como fundamento último de sus posibilidades limitadas (¿Dios?). Citando a Kant, indica que esto no es más que un seudo concepto, una idea reguladora de nuestro conocimiento, que nunca puede ser objeto del mismo. Tal vez un vano intento de acceder a la cosa en s í kantiana.

33 Ob. Cit. en nota 16, p. 91.34 Carrió, Genaro, Sobre los límites del lenguaje normativo, p. 45. Buenos Aires, Astrea, 1973.

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Es un vano intento de llevar el principio de causalidad más allá del mun­do sensible, lo cual no sólo es imposible, sino además frustrante. La cadena causal sólo permite relacionar existencias empíricas (Ob. Cit., pp. 47/48). También señala que la filosofía lingüística actual condena estos intentos de traspasar los límites del lenguaje. La noción parece entonces fustigada por el kantismo y por la filosofía analítica. Desde el punto de vista del autor, “un sujeto jurídico dotado de una competencia total e ilimitada es tan inconcebible como un objeto que tuviera todas las propiedades posibles” (Ob. Cit., pp. 48/49). No existe competencia sin reglas, por lo cual no puede competencia fuera de ellas.

En tercer lugar, Carrió critica el requisito de la denominada eficacia actual del poder constituyente, diciendo que el mismo le da máxima ambigüedad al concepto. Toda manifestación sobre el ejercicio del po­der constituyente originario debe referirse necesariamente al pasado, por lo cual su utilidad deviene nula, en el sentido que sólo se limita a convalidar lo existente. Sabemos -d ice - que la lluvia moja, pero no por ello decimos que tiene competencia para mojar.

El autor concluye diciendo que, en primer término, el concepto de poder constituyente originario no reviste utilidad para la teoría constitucional, ya que es un elemento de confusión. En segundo lugar aclara que esta idea tiene que ver con la tendencia de la razón humana a buscar un primer principio incondicionado, lo cual está más allá de las posibilida­des de comprensión y entendimiento humano. Pero en tercer lugar indi­ca -con gran acierto-, que la utilidad del concepto es práctica: la función del poder constituyente originario e ilimitado es legitimar la democracia como sistema, entendida como gobierno de la mayoría.

Este interesante análisis enfoca, a nuestro entender aspectos esencia­les del problema. Proviene indudablemente de un iusfilósofo, de orienta­ción positivista. Pareciera que el poder constituyente, a su entender, puede reemplazarse por la Grundnorm de Kelsen, es decir, una hipóte­sis que permita validar el sistema jurídico35. Pero reconoce su utilidad metajurídica, es decir, como fórmula de legitimidad política.

35 Ob. Cit. en nota 22, pp. 135 y 136.

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L a p r o b l e m á t i c a d e l p o d e r c o n s t i t u y e n t e y l a r e f o r m a .

3. Nuestra opinión

Entendemos que la idea del poder constituyente es un concepto políti­co. Compartimos en esto las consideraciones hechas por Jorge Va- nossi, quien afirma que el poder constituyente es una idea extrajurídica, perteneciente al ámbito de la política o la sociología, objeto circuns­tancial de tratamiento por el derecho36. Como tal, cualquier funda- mentación jurídica va a resultar insatisfactoria. En este sentido, nos parece que las críticas de Genaro Carrió son atinadas. Sin embargo, debemos advertir que el sistema jurídico no es, a nuestro entender, autosuficiente, ni se justifica por sí mismo. Muchas son las objeciones que, por ejemplo, ha recibido la Grundnorm kelseniana, donde clara­mente se advierte que un sistema de normas, en el cual impera la lógica del deber ser, y la validez es el principio cardinal, necesita, en última instancia, de una mera hipótesis para obtener su fundamento último. Creemos que los sistemas jurídicos son instrumentos para con­seguir ciertos fines, y por ello no pueden escindirse totalmente de ellos. Sí pueden obtener autonomía teórica, y creemos que ese es el gran mérito de la obra de Kelsen. Por otra parte, tanto Carrió como el mismo Kelsen, a nuestro entender, admiten esta idea.

Por consiguiente, el concepto de poder constituyente opera como legi­timador de todo el ordenamiento constitucional democrático, desde la política, o la filosofía política, pudiendo no ser enteramente claro o poco justificable jurídicamente, pero imprescindible a los efectos de consagrar gobiernos que representen al pueblo. Es fuerza creadora que proviene desde fuera del sistema, y le da al gobierno característi­cas legítimas.

Tampoco compartimos la idea de que, por provenir desde fuera del sis­tema jurídico, el poder constituyente es una pura potencia que produce un hecho, el acto constituyente, en el cual se crea la Constitución. Nos parece que utilizar de tal manera el concepto sí constituye desviarlo de su finalidad y convertir su función legitimadora de la participación popu-

36 Ob. Cit. en nota 1, p. 173.

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lar, donde el consenso vence a la fuerza, en una mera aprobación de lo vigente. Creemos que ese es el error de Cari Schmitt, quien utiliza la idea para justificar la subordinación total del ordenamiento jurídico a la decisión del gobernante, consagrando un neoabsolutismo. Un atento análisis del problema nos debe llevar a realizar una visión histórico- política del mismo, y a concluir que el poder constituyente podrá ser un término metafísico, teológico, oscuro y metajurídico, pero nunca in­necesario ni superfluo. El sistema jurídico se valida, sin duda alguna, en nuestra opinión, con la norma hipotética de Kelsen, pero se legitima con el poder constituyente del abate Sieyés.

4. El poder constituyente derivado o de reforma constitucional

Pasaremos ahora a considerar la naturaleza del denominado poder cons­tituyente derivado o de reforma.

Digamos en primer lugar que este concepto, como diferente del origina­rio, no surge claramente, en las ideas de Sieyés, siendo elaborado pos­teriormente por la doctrina.

Una completa explicación del término la brinda Carlos Sánchez Via- monte. Este autor explica que el poder constituyente tiene una etapa de primigeneidad, en la cual el mismo se expresa a través de un acto cons­tituyente y dicta una Constitución, a la cual denominamos originaria. Ese es el poder constituyente originario. Luego de dictada esa norma suprema original, este poder no desaparece, sino que:

(...) entra en reposo, pero permanece vivo y operante en las disposi­ciones constitucionales, en las cuales adquiere permanencia o, por lo menos, estabilidad. Su ejercicio no se agota. Permanece en estado virtual o de latencia, apto para ponerse de nuevo en movimiento cada vez que sea necesaria la revisión de la Constitución o la reforma parcial de ella. Toda creación o modificación constitucional corres­ponde al poder constituyente, que es función y, también, cualidad característica de esa función. No se trata únicamente de las formas o procedimientos, sino de la cualidad o naturaleza de función que se ejerce y de la materia sobre la cual se ejerce37.

37 Ob. Cit. en nota 2, p. 576.

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Ese poder de reforma, a su entender, tiene una diferencia con el origi­nario: posee límites. Y esos límites se los ha marcado el mismo poder constituyente originario, surgiendo del texto constitucional. Veamos: “Como el ejercicio del poder constituyente es discontinuo, cada vez que se pone en movimiento dentro de la etapa de continuidad, se halla con­dicionado jurídicamente por sí mismo, es decir, por la vigencia de una Constitución anterior, a la que está obligado a respetar como autolimita- ción para el futuro”. Ahora bien, si un movimiento revolucionario -no un mero golpe de Estado- triunfa e impone una nueva Constitución, ello sería entonces, ejercicio del poder constituyente originario, es decir, que implicaría un retorno a la etapa de primigeneidad. Para esto agrega Sánchez Viamonte la condición de que esa revolución esté dirigida in­equívocamente a destruir el sistema político e institucional vigente.

Esta posición es compartida en forma prácticamente unánime por la doctrina constitucional argentina. En similares términos se expresa Al­berto Spota: “Cuando digo poder constituyente derivado, estoy mentan­do qué cosa?; pues en principio al menos, la reforma de la norma primera usando los institutos jurídicos que la misma norma previo para su propia reforma38. Se advierte claramente de este párrafo la idea del poder reformador como jurídico, es decir, limitado por el derecho vigente.

Linares Quintana indica asimismo que el poder constituyente constitui­do, es decir, el derivado, está sujeto al procedimiento, condiciones y eventuales prohibiciones que determine la Constitución39.

Refiriéndose a este tema, también Vanossi coincide y afirma que, mien­tras el poder constituyente originario es un concepto metajurídico, el derivado es un concepto plenamente jurídico, una competencia, si bien extraordinaria, que no se rige por la mera fuerza, sino por la normativa constitucional existente. Por ende, así como hay ilimitación para el pri­mero, hay límites para el segundo (obviamente nos referimos a límites de derecho positivo). Distingue estos límites -com o la mayoría de la doctrina- en dos clases: de procedimiento, o formales, y de contenido, o

38 Ob. Cit. en nota 23, p. 42.39 Ob. Cit. en nota 24, p. 138.

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sustanciales. Sin embargo advierte que, en el caso de sistemas constitu­cionales flexibles, donde no hay principio de supremacía constitucional, el ejercicio del poder constituyente derivado es ilimitado, atento a que la Constitución vigente tiene el mismo rango que cualquier ley ordinaria, y, como tal, puede ser modificada por una norma posterior40.

Más allá de ocuparnos ahora brevemente del problema de los límites al poder de reforma constitucional, quiero empezar a resaltar que esta posición comentada, compartida por la mayoría de la doctrina, hace par­ticipar de la misma naturaleza a un poder jurídico y a un poder no jurídi­co. Por consiguiente lo importante no sería su condición de poder, sino su condición de constituyente. Tal vez el tema no sea tan sencillo.

Volviendo a la cuestión de los límites, el autor distingue, como decíamos, en procesales, a los cuales subdivide en formales, que tienen que ver con el trámite a seguir por el órgano reformador (quorum , mayorías), y temporales, relacionados, por ejemplo, con plazos de prohibición de re­forma, o cláusulas pétreas temporarias. Igualmente señala que los lími­tes sustanciales, a diferencia de los procesales, tendrían que ver en realidad no con lo adjetivo sino con temas o principios que no podrían ser objeto de una reforma (agrego, so pena de encontrarnos ante el ejercicio del poder constituyente originario). Agrega además los deno­minados límites heterónomos, provenientes de normas que obligan al Estado, como pactos federales o tratados internacionales41.

Donde la posición mayoritaria no es pacífica es en cuanto a la existen­cia, en el derecho argentino, de límites sustanciales o de contenido. Lo concreto es que ellos no surgen de la disposición constitucional sobre el tema -e l artículo 30-. Sin embargo, Germán Bidart Campos habla de la existencia de contenidos pétreos, irreformables, Ellos serían, a su en­tender: la forma de estado democrático, la forma de estado federal, la forma republicana de gobierno y la confesionalidad del estado. De esta forma, no podría válidamente reemplazarse la democracia por el totali­tarismo, el federalismo por el unitarismo, la república por la monarquía y la confesionalidad por el estado laico. Hace el autor una sutil distinción,

40 Ob. Cit. en nota ], p. 176.41 Ob. Cit. en nota 1, p. 178.

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indicando que lo prohibido no sería su reforma -y a que ello no surge y hasta se contradice con el texto del artículo 30, que prescribe que la Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus par­tes- sino su abolición. Seguidamente afirma: “Este endurecimiento que petrifica a los mencionados contenidos subsistirá mientras la estructura social de la cual derivan conserve su misma fisonomía; en cuanto la estructura social donde se soporta un contenido pétreo cambie funda­mentalmente, el contenido pétreo dejará de serlo”42. Esta versión última -algo aggiornada- de su teoría enriendemos que intenta resguardar algo así como las características básicas del texto constitucional, advir­tiendo que una reforma de estos tópicos constituiría, en última instancia, ejercicio del poder constituyente originario.

En primer lugar, estimamos que dentro del catálogo de contenidos pé­treos se encuentran valores o principios muy diferentes, como la demo­cracia como forma de estado, o la república, por un lado, y el federalismo o la confesionalidad, por otro. No hay, para el prestigioso autor, diferen­cias jerárquicas entre ellos. Es más, agregamos que el Constituyente de 1994, al introducir, por ejemplo, el nuevo artículo 36, le ha otorgado un carácter especial al sistema democrático, a punto tal de relacionar la no vigencia de la Constitución con el quebrantamiento del orden democrá­tico, y le ha dado un valor tal que parecería darle la razón al autor. Esto no sucede con los otros valores mencionados. Igualmente, considera­mos que esta teoría es de dudosa utilidad ante la claridad de lo previsto por el artículo 30 del texto constitucional. En efecto, al indicarse que la norma suprema puede modificarse en forma total o parcial, siguiendo el procedimiento indicado, se está estableciendo indudablemente que pue­den modificarse todos los contenidos de la Constitución, si hay consen­so político para ello y se siguen los procedimientos previstos por ella. Pareciera entonces que los límites sustanciales pertenecen en realidad al campo de lo metajurídico (político, filosófico, sociológico), o de la normativa internacional.

Sobre este tema Vanossi hace una primera diferenciación doctrinaria entre lo que serían cláusulas pétreas, vale decir, prohibiciones expresas

42 Ob. Cit. en nota 25, p. 485.i

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de modificar ciertos temas -supongamos por hipótesis los cuatro men­cionados por Bidart Campos-, por un lado, y contenidos pétreos, es decir, aquellos temas que el intérprete u operador de la Constitución deduce o infiere estima irreformables. Considera que la finalidad de los mismos estriba en la mayor preservación del sistema o régimen político. En cuanto a su opinión, se pronuncia por la inexistencia de cláusulas pétreas expresas, o sea, de contenidos pétreas irreformables, en base a la idea de que todo Estado puede modificar, también sustancialmente, su ordenamiento jurídico, siempre y cuando siga los procedimientos cons­titucionales previstos. Y referido a las cláusulas pétreas expresas, indi­ca que las mismas devienen inútiles y relativas, más allá de ser, muchas veces, hijas de la buena intención de preservar el sistema constitucio­nal. Y sostiene que son inútiles atentos a que su eficacia se ve impedida frente violaciones o quebrantamientos revolucionarios, por un lado, y modificaciones de la misma cláusula pétrea por una reforma, por otro43.

Propone entonces Vanossi como alternativa la posibilidad de establecer varios niveles de rigidez constitucional, intentando no impedir, sino es­paciar y dificultar el procedimiento de reforma según los casos.

Nuevamente vamos a coincidir con este último autor en cuanto al re­chazo de la teoría de los contenidos pétreos, así como con la inutilidad de las cláusulas pétreas sustanciales, que pueden ser reemplazadas por diferentes niveles de rigidez constitucional. En tal sentido, adelantamos nuestra opinión favorable a, en una eventual reforma constitucional, in­corporar a nuestro sistema el referéndum constitucional, que puede obrar como una nueva instancia de aprobación -esta vez ejercida directa­mente por el pueblo- frente a modificaciones de ciertos temas o tópicos considerados esenciales o básicos del sistema político-constitucional.

Vemos entonces que para este sector mayoritario de la doctrina no tie­ne inconvenientes en asociar y encontrar identidad entre un poder polí­tico incondicionado -e l poder constituyente originario- y un poder jurídico limitado -e l poder constituyente derivado-. El problema se circunscribe a cuáles son los límites (procesales o sustanciales) y, por supuesto, al

43 Ob. Cit. en nota 1, pp. 191 y siguientes.

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tema del control de constitucionalidad de una reforma constitucional. Quizá si se concluyera que no existe un poder constituyente de reforma, sino que éste es el mero ejercicio de facultades regladas por la Consti­tución, y por ello poder jurídico de reforma, la discusión perdería bas­tante de su sentido.

Hay algunos autores que han sostenido esta posición. El más notorio de ellos es Cari Schmitt. El mismo afirma, en su Teoría de la Constitución:

Una facultad de ‘reformar la constitución’, atribuida por una norma- ción legal-constitucional, significa que una o varias regulaciones legal-constitucionales pueden ser sustituidas por otras regulacio­nes legal-constitucionales, pero sólo bajo el supuesto de que que­den garantizadas la identidad y continuidad de la Constitución como un todo. ( ...) Los órganos competentes para acordar una ley de refor­ma de la Constitución no se convierten en titular o sujeto del Poder constituyente. Tampoco están comisionados para el ejercicio perma­nente de este Poder constituyente; por tanto, no son una especie de Asamblea Nacional constituyente con dictadura soberana, que siem­pre subsiste en estado de latencia44.

Vanossi sistematiza una serie de conceptos que Schmitt deriva del de Constitución, entre los cuales de encuentra el de reforma constitucional. En esa clasificación distingue, entre otros, el de reforma, que es una revi­sión parcial del texto constitucional, del de supresión, que sería el cambio total de constitución pero conservando el Poder constituyente45. Es inte­resante observar como, desde perspectivas ideológicas distintas -iusna- turalismo por un lado y decisionismo por otro-, se establecen límites sustanciales frente a una reforma de la Constitución. En efecto, para Schmitt una reforma no sólo es una revisión parcial, sino que además no puede alterar ciertos principios básicos del Estados: “Una reforma de la Constitución que transforme un Estado basado en el principio monárquico en uno dominado por el Poder Constituyente del pueblo, no es en ningún modo constitucional”46. Una forma de adherir a la idea de contenidos pétreos, ya que si se alteraran éstos, aun respetando los procedimientos

44 Ob. Cit. en nota 7, p. 120.45 Ob. Cit. en nota 1, p. 58.46 Ob. Cit. en nota 1, p. 120.

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de reforma establecidos en el texto constitucional, estaríamos no ante la abolición, como propone Bidart Campos, sino ante supresión de la Cons­titución en términos schmittianos. Lo cual es bastante similar.

Resumiendo entonces, para Schmitt el poder de reforma es jurídico, y sólo se limita -m ás que limitadamente por cierto- a enmendar aspectos parciales de la Constitución, denominada por él normación legal-consti- tucional. Este andamiaje jurídico se ubica muy por debajo, es decir, total­mente subordinado al mundo del poder, al reino de la decisión política. Por consiguiente entre el poder constituyente, que crea una Constitución en sentido material, y el poder de reforma de la constitución formal, hay una enorme distancia. Son poderes sustancialmente distintos.

Las teorías de este autor han sido sumamente criticadas. Dentro de los autores argentinos, Jorge Vanossi advierte la contradicción entre conce­bir un poder constituyente originario omnímodo y frente a él un poder de reforma raquítico, que impide cualquier evolución de las instituciones jurí­dicas y conduce -paradójicamente- a la necesidad de producir quebran­tamientos o supresiones constitucionales a los fines de cambiar las instituciones47. También Sánchez Viamonte indica que es un serio incon­veniente teórico en el que incurre Schmitt al considerar al poder de refor­ma no como poder constituyente, pues esto conduce al escándalo de dejar la normativa constitucional - la Constitución formal tan menospreciada- en manos de los poderes constituidos48. Su sistema, entonces, entregaría a los poderes constituidos la redacción de las reformas constitucionales.

Nos parecen válidas las críticas reseñadas, pero igualmente advertimos que, dentro de la cosmovisión schmittiana, las normas, más allá de su rango, no son demasiado importantes, y poco le debían interesar las contradicciones apuntadas precedentemente.

Sintetizando entonces, pareciera que Schmitt coincide en limitar el po­der de reforma, al igual que los autores comentados, pero disiente con ellos al negar a este poder el carácter de ejercicio de poder constituyen­te (es constituyente pero no poder, conforme su pensamiento).

47 Ob. Cit. en nota 1, pp. 63 y 64.48 Ob. Cit. en nota 2, p. 572.

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Estimo que el autor que pone en claro los valores en juego en esta dis­cusión es Pedro de Vega. El mismo afirma, como ya hemos visto, que el poder constituyente -originario- es una expresión histórica del principio democrático, de la soberanía popular. Constituye el triunfo de la con­cepción democrática de la burguesía, que pone en manos del conjunto de la Nación -arrebatándosela al monarca- la soberanía y, por ende, la facultad de dictar una Constitución (más allá de los problemas que han existido en Europa con las denominadas constituciones otorgadas -por el Rey- y pactadas -entre el Rey y el pueblo-).

Muy acertadamente advierte De Vega que pese a lo dicho sobre el triunfo del principio democrático o de soberanía popular a través del ejercicio del poder constituyente; su producto, la Constitución formal, escrita, que goza de supremacía y rigidez, constituye en sí mismo el triunfo de otro principio: el de supremacía, que va a entrar en colisión con el primero. En efecto, tendremos entonces dos principios soberanos enfrentados: por un lado la soberanía popular, a la cual podríamos definir con la frase atribuida a Sieyés basta que la Nación quiera, y por otro el de soberanía de la Constitución, que se traduce en rigidez y supremacía, con poderes de reforma limitados y circunscriptos a las regulaciones de la Constitución originaria. Sabiamente dice:

(...) o se considera que la Constitución como ley suprema puede prever y organizar sus propios procesos de transformación y de cambio, en cuyo caso el principio democrático queda convertido en una mera decla­ración retórica, o se estima que, para salvar la soberanía popular, es al pueblo a quien corresponderá siempre, como titular del poder constitu­yente, realizar y aprobar cualquier modificación de la Constitución, en cuyo supuesto se verá corrosivamente afectada la idea de supremacía. Difícilmente cabrá otorgar a la Constitución el calificativo de ley supre­ma, si sus obligadas y más elementales adaptaciones al cambio histórico no pueden ser previstas ni reguladas por ella misma49.

Continúa expresando el autor que la solución que encuentra la teoría constitucional a este dilema es precisamente la técnica de la reforma constitucional, vale decir, que para De Vega la idea de poder de reforma

49 Ob. Cit. en nota 32, pp. 20 y 21.

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o revisión es una solución de transacción elaborada por la doctrina a los fines de conciliar dos principios que están en colisión: la soberanía po­pular y la soberanía de la constitución. Afirma que:

Lo que con ella se pretende salvar es tanto el principio político de­mocrático como el principio jurídico de supremacía constitucional, configurando un poder especial entre el poder constituyente origi­nario y el poder constituido ordinario, al que la doctrina francesa conoce con el nombre de ‘poder constituyente constituido’ (pouvoir constituant instituté), y al que nosotros denominaremos indiferen­temente ‘poder de reforma’ o ‘poder de revisión’50.

Y consecuentemente, al ser el poder de reforma producto de una solu­ción transaccional entre dos principios, tiene características de los dos pero no es enteramente igual a ninguno de ellos. Para De Vega, enton­ces, el poder de revisar o reformar la Constitución no es poder constitu­yente. Según sus palabras:

(...) lo que ya no cabe bajo ningún concepto es entremezclar y con­fundir las nociones de poder constituyente y poder de revisión. El poder constituyente, como poder soberano, previo y total, podrá en todo momento, claro es, modificar, transformar y destruir, incluso, el ordenamiento constitucional. Pero será en ejercicio de sus atribucio­nes soberanas, operando como res facti , non juris . A la inversa, el poder de reforma, en la medida que aparece reglado y ordenado en la Constitución, se convierte en un poder limitado, lo que quiere decir que la actividad de revisión no puede ser entendida nunca como una actividad soberana y libre. Se concretaría de esta forma la separación que media entre la acción legal y la revolución51.

Este nuevo poder, intermedio, cumple importantes funciones, al evitar el anquilosamiento del sistema constitucional. En primer lugar, permite adecuar la realidad política a la jurídica, logrando entonces en realidad defender la Constitución vigente, facilitando su cambio y evitando su ruptura o abolición52. En segundo lugar se convierte en una auténtica institución de garantía, ya que promueve la defensa de la Constitución,

50 Ob. Cit. en nota 32, p. 22.51 Ob. Cit. en nota 32, p. 65.52 Ob. Cit. en nota 32, pp. 67 y 68.

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consagrando su supremacía (que sea una verdadera lex superior), y evitando que sea modificada, ora por una revolución (ejercicio del poder constituyente originario), ora por los mismos poderes de gobierno (ejer­cicio de los poderes constituidos)53. Y, finalmente, en consonancia, con la primera de las funciones comentadas, permite lograr la coincidencia entre la Constitución material y la formal54.

En síntesis: este nuevo poder de reforma, intermedio entre el constitu­yente y el legislativo ordinario, es la principal garantía de la evolución de las instituciones jurídicas y de la continuidad del Estado como tal.

5. Nuestra opinión

Suele decirse que los escolásticos enseñaban que: “allí donde hay un problema, debe hacerse una distinción”. Y parece que, si ya el concepto de poder constituyente es un problema, el de poder constituyente deri­vado es un problema aún mayor. En efecto, este último aparece, desde una perspectiva lógica, participando de una misma naturaleza con aquél, ya que su objeto - la Constitución- es el mismo. Sin embargo, un abismo los separa, ya que mientras el poder constituyente es ilimitado jurídica­mente, el derivado es, por definición, limitado por la Constitución vigen­te. Agrego algo más, mientras el originario se encuentra totalmente fuera del alcance del derecho y constituye una realidad política que crea nor­mas jurídicas, el derivado está sometido y regulado por el derecho. Sin duda alguna es una competencia reglada. Esto nos induce a pensar que, más allá de que su objeto o finalidad sea la de modificar la Constitución, no se lo puede entender como poder constituyente, ya que carece de la característica esencial que define a ese poder: su incondicionalidad.

Es por ello que -coincidiendo en un todo con Pedro de Vega- estima­mos que debemos hacer, como los antiguos escolásticos, una distinción.Y separaremos, por un lado, al poder constituyente, entendiendo como tal sólo al denominado poder constituyente originario, con las caracte­

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rísticas ya descriptas; y por otro al poder reformador, limitado, jurídico, condicionado: una competencia extraordinaria. Y entenderemos a este último como la garantía de equilibrio entre la democracia y la suprema­cía -y supervivencia- de la Constitución.

En atención a lo dicho, creemos que la otra clave que permite echar luz sobre el problema es el consenso. En efecto, podemos argüir que, para que una nueva Constitución se imponga, es decir, para que se ejerza con éxito el poder constituyente, se necesita un grado máximo de consenso, porque se está hablando de sancionar la norma suprema que debe regir en un país. Si no se cuenta con ese consenso, la Constitución será, en última instancia, ilegítima, y como tal, impuesta por la fuerza. Tal como enseña Pizzolo, ante la falta de consenso, se necesitará un grado cada vez mayor de fuerza, el cual viciará de ilegitimidad al régimen impuesto de esa forma. Va de suyo, entonces, que nuestro razonamiento es válido siempre y cuando nos circunscribamos a teorizar sobre la Constitución que debe regir en un sistema democrático, donde la base del consenso es el principio democrático y la soberanía popular. Seguimos entonces diciendo que, para sancionar una reforma de la constitución vigente, que implica un cambio parcial y se hace conforme a las previsiones establecidas en la misma Constitución vigente, se necesitará un enorme grado de consenso, casi exactamente igual al anterior, puesto que se trata de modificar la norma suprema. Recordemos que, si bien es una competencia establecida en la Constitución, es también ejercicio del principio democrático, de soberanía popular, en un grado máximo. Y finalmente, para sancionar una ley ordinaria, jerárquicamente inferior a la Constitución será necesario obtener un consenso menor. Vemos así que podría establecerse, como hipótesis, una escala gradual de consen­so, que va de mayor a menor, conforme hablemos de sancionar una nueva Constitución, reformar algún aspecto de la existente o sancionar y/o modificar leyes.

Si se nos permitiera proseguir con esta hipótesis, deberíamos indicar que la diferencia entre aquellas normas que necesitan un grado mayor de consen­so, o sea, las referidas a la sanción de una nueva Constitución o la reforma de la existente, y las de jerarquía inferior debería estar dada -a nuestro entender- por el mayor o menor grado de participación popular directa en

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el otorgamiento de ese consenso. Para decirlo claramente, sostenemos que el ejercicio del poder constituyente y del poder reformador, más allá que no sean iguales, se ve total y absolutamente legitimado cuando el pueblo puede participar en forma directa en el proceso de elaboración del texto constitu­cional, a través de mecanismos de democracia semidirecta, como el refe­réndum. Sostenemos entonces que ambos poderes deben estar unidos en cuanto a que necesitan del máximo consenso popular para poder ejercerse, conforme la doctrina del estado democrático.

En cambio, la sanción de la legislación ordinaria puede ser hecha, por lo general, sin la participación directa del pueblo, a través de sus re­presentantes.

Sintetizando entonces, en nuestra opinión, el poder de reforma constitu­cional no es poder constituyente, en cuanto es una competencia jurídica reglada, sino un poder extraordinario sometido a las previsiones de la Constitución vigente. Lo que sí comparte -o debe compartir- con el poder constituyente, es la necesidad de obtener consenso máximo para su sanción, un consenso mayor al necesario para sancionar una ley. Dicho consenso tendría que expresarse, a los fines de preservar el prin­cipio de soberanía popular, a través del referéndum constitucional.

Se nos acusará probablemente de utopistas por proponer esto último, pero defendemos esta posición como forma de garantizar la voluntad del pueblo en la sanción de la norma fundamental que ha de regirlo. También lo hacemos a los fines de proponer una serie de cambios con­cretos en el mecanismo de reforma constitucional vigente en nuestro país. Lo desarrollaremos seguidamente.

6. Nuestra propuesta: el referéndum constitucional

Existen en el derecho comparado diversos mecanismos técnicos para miplementar una reforma constitucional. Conforme Jorge Vanossi55 y, atendiendo a los órganos que pueden convocar y realizar la reforma, podemos encontrar:

55 Ob. Cit. en nota 1, p. 318.

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-E n cuanto a los órganos convocantes: En primer lugar la iniciativa exclusiva del Poder Ejecutivo, que posee connotaciones autocráticas y bonapartistas (se practicó durante el gobierno de los dos Napoleones).

En segundo lugar la iniciativa exclusiva del Legislativo, idea más demo­crática y pluralista, que se utilizó en las constituciones francesas de 1791, del año III y de 1946. Es el sistema de nuestro país, conforme al artículo 30 de la Constitución Nacional.

- En tercer término, nos encontramos con la iniciativa indistinta del Poder Ejecutivo y del Legislativo, inspirada en el equilibrio y modera­ción entre los Poderes. Se aplicó en las constituciones francesas de 1875 y 1958.

En cuarto lugar, la iniciativa conjunta del pueblo y del Poder Legislativo. Para Vanossi constituyen injertos de democracia directa en el régimen representativo, expresados a través de formas semidirectas de demo­cracia. Pueden implementarse a través de la iniciativa popular, como en Suiza y Uruguay, o a través del referéndum. Este último puede ser pre­vio a la Reforma, como consulta, como en algunos Estados norteameri­canos, o posterior a una declaración de necesidad de la misma, tal como prescribía el art. 221 de la Constitución de Mendoza de 1916.

Finalmente, en quinto término, nos encontramos frente a sistemas que prevén la reforma periódica en el mismo texto constitucional. Se imple- menta en algunos estados norteamericanos.

Éstos son, entonces, los sistemas comparados en cuanto al ejercicio de la denominada facultad preconstituyente o mejor, facultad de prerre- forma, si se nos permite el barbarismo.

- Con respecto al órgano que ha de realizar la Reforma, nuestro autor enumera las siguientes modalidades56:

Por un lado encontramos el sistema de Convención ad hoc, vale decir, que la Reforma es realizada por una Convención, generalmente elegida

56 Ob. Cit. en nota 1, pp. 340 y siguientes.

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por el pueblo, convocada especialmente para esa tarea. Es el sistema que nos rige, y que consagra un punto máximo de rigidez constitucional - la denominada rigidez orgánica-.

En segundo lugar, ubica Vanossi a lo que denomina sistema de Asam­blea Nacional. El mismo consiste en la realización de la Reforma por órganos ya existentes (y permanentes), pero que se juntan a ese efecto. Un ejemplo sería la unión, en un Congreso bicameral, de ambas cáma­ras legislativas para realizar la reforma. Este sistema se implemento en la Constitución francesa de 1875.

En tercer término se ubican los sistemas de diferencia procesal. En ellos la Reforma la efectúa el órgano legislativo ordinario, sin perder sus características, pero el trámite suele ser más complicado que el necesario para sancionar una ley común, ya que en ese caso no habría rigidez cons­titucional. Hay variadas maneras de implementar este sistema: mayoría legal, que consiste en establecer que, para el cómputo de los votos debe tenerse en cuenta el total de los miembros de una Cámara, y no sólo los presentes; mayoría calificada, que implica la exigencia de una mayoría especial de votos, superior a la necesaria para sancionar una ley ordinaria (suele ser de dos tercios o tres cuartos), doble aprobación o lectura en un mismo período de sesiones, como es el caso de Italia.

También dentro de este sistema se considera la aprobación por el órga­no legislativo, pero en períodos consecutivos, luego de una renovación parlamentaria (Suecia 1809), así como la aprobación por el Parlamento, posterior disolución de dicho órgano legislativo y posterior aprobación por un nuevo Parlamento. En este último caso, la elección de un nuevo Parlamento cumple la función de un referéndum -según Vanossi-, don­de el pueblo opinará sobre la conveniencia o no de la Reforma propues­ta. Se implemento en la Constitución francesa de 1791, que requería el voto de tres asambleas consecutivas, más el de una cuarta que debía renovar íntegramente a sus miembros57.

57 Ob. Cit. en nota 1, p. 355.

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Finalmente existen sistemas que contemplan específicamente el referén­dum como paso necesario para la sanción de una reforma constitucional. El mismo puede ser facultativo, limitado a que sea solicitado por un cierto número de ciudadanos o que no hubiera obtenido una cierta mayoría en el Parlamento (Constitución de Francia 1946). O como la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999. En este caso, dicha Carta Magna distingue entre enmiendas constitucionales, a las que considera modificaciones o adiciones de uno o más artículos de la Constitución que no alteran su estructura fundamental (artículo 340) y reformas constitu­cionales, que son revisiones parciales de la Constitución y sustituciones de una o más normas sin que se alteren la estructura y los principios fundamentales del texto constitucional (artículo 342). El procedimiento es diferente en ambos casos. Para las enmiendas, se requiere la aprobación de la mayoría de la Asamblea Nacional conforme al procedimiento de formación y sanción de las leyes. Satisfecho este paso, el Poder Electoral convocará a un referéndum dentro de los treinta días de su recepción formal (artículo 341 incisos 2 y 3). En el caso de las reformas, por su mayor entidad, la Constitución venezolana prevé una discusión en gene­ral, luego una capítulo por capítulo y finalmente otra artículo por artículo (artículo 344). Luego de ello, dentro de los treinta días siguientes, se con­vocará a un referendo para aprobar dicha reforma. La misma puede apro­barse en conjunto o, si lo piden, por lo menos una tercera parte de la Asamblea Nacional, o el Presidente o la Presidenta de la República o no menos del 5% de los electores inscritos en el Registro Civil y Electoral; podrá votarse separadamente hasta una tercera parte de la reforma (ar­tículo 345). En ambos casos, entonces, está contemplado el referéndum constitucional. También hay casos donde el referéndum constitucional puede ser obligatorio, como en de Suiza.

Podemos citar como ejemplos de nuestro Derecho Público Provincial en materia de referéndum constitucional los casos de La Rioja (arts. 81 y 82) y Tierra del Fuego (art. 191). Esta última provincia contempla el ins­tituto, pero circunscripto al caso de las denominadas enmiendas, o refor­mas de un solo artículo, tal como son conocidas en el Derecho

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Constitucional Comparado58. Por consiguiente toda reforma mayor se hará por el sistema de Convención. Volviendo a la enmienda, ésta debe ser votada por las dos terceras partes de la Legislatura y luego ser ratificada por el pueblo en referéndum. Existe sin embargo un límite, que consiste en que no pueden modificarse de esta forma las Declaraciones, derechos y garantías provinciales, ni realizarse reformas que alteren el espíritu de la Constitución provincial. Además, se les agrega un límite temporal: las enmiendas pueden realizarse con intervalos superiores a dos años.

Hemos visto entonces las numerosas variantes que ofrece el Derecho Constitucional Comparado en materia de reformas constitucionales. Recordando los dos principios que debe respetar toda técnica de refor­ma -e l de supremacía constitucional y el de soberanía popular-, pode­mos afirmar, en base a lo reseñado, que todos los sistemas satisfacen, por el solo hecho de garantizar la rigidez, el principio de supremacía de la Constitución. Sin embargo, pareciera que no todos satisfacen de igual manera el principio de soberanía popular (o democrático). Descartemos modelos que establecen sistemas de iniciativa exclusiva del Ejecutivo - los bonapartistas- a los cuales estimamos directamente antidemocráti­cos; todos los otros contemplan, al intervenir el Poder Legislativo, un grado cierto de compromiso con el principio democrático. Sin embargo, estimamos que el mismo se ve plenamente -y no parcialmente- satisfe­cho sólo si los mecanismos de reforma constitucional consagran, de al­guna manera, la posibilidad de intervención directa de la ciudadanía, a través del derecho de iniciativa a promover la reforma, por un lado, y a través del derecho de ratificar una reforma dispuesta por el Parlamento o por una Convención Constituyente.

Por lo dicho entonces, propiciamos la reforma del texto constitucional argentino a los fines de incorporar estos mecanismos, lo cual implicaría la reforma del artículo 30, así como los del 39 -que veda la iniciativa popular en estos casos y de la ley 25432, de consulta popular, que extiende a este instituto las prohibiciones del artículo 39 de la Constitución.

58 Confr. Ob. Cit. en nota 31, p. 296.

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Frente a esta posición que sostenemos se alza una objeción, que es expresada por Karl Loewenstein:

Tras las experiencias acumuladas a lo largo del tiempo hay razón para dudar; sin embargo, sobre si el referéndum constitucional es una institución útil o peligrosa, por muy inatacable que sea teóricamente su valor de auténtica proclamación de la voluntad popular. La cues­tión es: puede el elector medio emitir realmente un juicio razonable sobre un documento tan complicado como es una moderna constitu­ción, o su criterio en el referéndum estará tan determinado em ocio­nalmente que sea imposible una decisión auténtica de la voluntad?59.

El autor se inclina entonces a circunscribir el referéndum a los casos de cambio total del texto constitucional, donde sí habría una comprensión más cabal del ciudadano sobre lo que está en juego, y desecharla en los casos de enmiendas.

No compartimos esta ilustre opinión. Nos parece, por el contrario, que las instituciones de democracia semidirecta son valiosas para garantizar el principio de soberanía popular en una reforma constitucional. Y ese principio teórico no puede ser dejado de lado por consideración de tipo tecnocrático, por más razonables que éstas sean. El problema debe reducirse entonces a la forma en que han de introducirse estos meca­nismos, a los fines de no convertirlos en instrumentos manipulables por demagogos de turno o disputas meramente pasionales. En tal sentido, nos parece oportuna la idea del constituyente fueguino, en el sentido de limitar el marco de la iniciativa popular de reforma constitucional y ex­cluir del mismo el plexo de derechos y garantías -que estimamos intan­gible y como tal no sujeto a mayorías circunstanciales-. Con respecto al referéndum, creemos que debe instituirse a los fines de agregar una etapa ratificatoria, luego de una eventual enmienda (un solo artículo) aprobada por el Congreso, con mayoría de dos tercios de la totalidad de los miembros de cada Cámara o luego de la finalización de la tarea de una Convención Constituyente, tal como está regulado en el procedi­miento actual, y también a los fines ratificatorios.

59 Loewenstein, Karl, Teoría de la Constitución, p. 181. Barcelona, Ariel, 1986.

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7. Reflexión final

Luego de este recorrido por la temática del Poder Constituyente, quisié­ramos concluir señalando la enorme importancia que reviste el tema, y la necesidad de contribuir permanentemente al debate sobre el mismo, atendiendo sus implicancias prácticas. No debemos olvidar que una Cons­titución legítima en el marco del paradigma democrático es aquella que, fruto del más amplio consenso de la población, consagra derechos y garantías para todos los que van a ser regidos por ella. Y esto no es mera teoría.

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