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La señora Dalloway Virginia Woolf La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores. Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa. ¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuvo esta impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par el balcón, en Bourton, y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana. . .! como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensación que la embargaba mientras estaba en pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir; mirando las flores mirando los árboles con el humo que sinuoso surgía de ellos, y las cornejas alzándose y descendiendo; y lo contempló, en pie, hasta que Peter Walsh dijo: "¿Meditando entre vegetales?"—¿fue eso?—, "Prefiero los hombres a las coliflores"—¿fue eso? Seguramente lo dijo a la hora del desayuno, una mañana en que ella había salido a la terraza. Peter Walsh. Regresaría de la India cualquiera de estos días, en junio o julio, Clarissa Dalloway lo había olvidado debido a lo aburridas que eran sus cartas: lo que una recordaba eran sus dichos, sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, sus malos humores, y, cuando millones de cosas se habían desvanecido totalmente —¡qué extraño era!—, unas cuantas frases como ésta referente a las verduras. Se detuvo un poco en la acera, para dejar pasar el camión de Durtnall. Mujer encantadora la consideraba Scrope Purvis 1925 1882-1941 1

La Señora Dalloway, Virginia Woolf

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La seora Dalloway

La seora Dalloway (Virginia Woolf ((La seora Dalloway decidi que ella misma comprara las flores.

S, ya que Lucy tendra trabajo ms que suficiente. Haba que desmontar las puertas; acudiran los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pens: qu maana difana, cual regalada a unos nios en la playa.

Qu fiesta! Qu aventura! Siempre tuvo esta impresin cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora le pareci or, abra de par en par el balcn, en Bourton, y sala al aire libre. Qu fresco, qu calmo, ms silencioso que ste, desde luego, era el aire a primera hora de la maana. . .! como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho aos, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensacin que la embargaba mientras estaba en pie ante el balcn abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir; mirando las flores mirando los rboles con el humo que sinuoso surga de ellos, y las cornejas alzndose y descendiendo; y lo contempl, en pie, hasta que Peter Walsh dijo: "Meditando entre vegetales?"fue eso?, "Prefiero los hombres a las coliflores"fue eso? Seguramente lo dijo a la hora del desayuno, una maana en que ella haba salido a la terraza. Peter Walsh. Regresara de la India cualquiera de estos das, en junio o julio, Clarissa Dalloway lo haba olvidado debido a lo aburridas que eran sus cartas: lo que una recordaba eran sus dichos, sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, sus malos humores, y, cuando millones de cosas se haban desvanecido totalmente qu extrao era!, unas cuantas frases como sta referente a las verduras.

Se detuvo un poco en la acera, para dejar pasar el camin de Durtnall. Mujer encantadora la consideraba Scrope Purvis (quien la conoca como se conoce a la gente que vive en la casa contigua en Westminster); algo de pjaro tena, algo de grajo, azul-verde, leve, vivaz, a pesar de que haba ya cumplido los cincuenta, y de que se haba quedado muy blanca a raz de su enfermedad. Y all estaba, como posada en una rama, sin ver a Scrope Purvis, esperando el momento de cruzar, muy erguida.

Despus de haber vivido en Westminster cuntos aos llevaba ahora all?, ms de veinte, una siente, incluso en medio del trnsito, o al despertar en la noche, y de ello estaba Clarissa muy cierta, un especial silencio o una solemnidad, una indescriptible pausa, una suspensin (aunque esto quiz fuera debido a su corazn, afectado, segn decan; por la gripe), antes de las campanadas del Big Ben. Ahora! Ahora sonaba solemne. Primero un aviso, musical; luego la hora, irrevocable. Los crculos de plomo se disolvieron en el aire. Mientras cruzaba Victoria Street, pens qu tontos somos. S, porque slo Dios sabe por qu la amamos tanto, por que la vemos as, crendose, construyndose alrededor de una, revolvindose, renaciendo de nuevo en cada instante; pero las ms horrendas arpas, las ms miserables mujeres sentadas ante los portales (bebiendo su cada) hacen lo mismo; y tena la absoluta certeza de que las leyes dictadas por el Parlamento de nada servan ante aquellas mujeres, debido a la misma razn: amaban la vida. En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el gritero y el zumbido; los carruajes, los automviles, los autobuses, los camiones, los hombres-anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los organillos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extrao canto de un avin en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio.

S, porque el mes de junio estaba mediado. La guerra haba terminado, salvo para algunos como la seora Foxcroft que anoche, en la embajada, se atormentaba porque aquel guapo muchacho haba muerto en la guerra y ahora un primo heredara la antigua casa solariega; o como Lady Bexborough quien, decan, inaugur una tmbola con el telegrama en la mano, John, su predilecto, haba muerto en la guerra: pero haba terminado; a Dios gracias, haba terminado. Era junio. El rey y la reina estaban en palacio. Y en todas partes, pese a ser an tan temprano, imperaba un ritmo, un movimiento de jacas al galope, un golpeteo de palos de cricket; Lords, Ascot, Ranelagh y todo lo dems; envueltos en la suave red del aire matutino gris azulado que, a medida que avanzara el da, lo ira liberando, y en sus cspedes ondulados apareceran las saltarinas jacas, cuyas manos con slo tocar levemente el suelo las impulsaban hacia lo alto, y los muchachos arremolinndose, y las rientes chicas con sus vestidos de transparente muselina que, incluso ahora, despus de haber bailado durante toda la noche, daban un paseo a sus perros absurdamente lanudos; e incluso ahora, a esta hora, viejas y discretas viudas hacendadas pasaban veloces en sus automviles, camino de misteriosas diligencias; y los tenderos se asomaban a los escaparates para disponer los diamantes falsos y los autnticos, los viejos y preciosos broches verde-mar con montura del siglo XVIII para tentar a los norteamericanos (pero hay que economizar, y no comprar temerariamente cosas para Elizabeth), y tambin ella, amndolo cual lo amaba, con una absurda y fiel pasin, ya que antepasados suyos haban sido cortesanos en el tiempo de los Jorges, iba aquella misma noche a iluminar y adornar, iba a dar una fiesta. Pero, cun extrao fue el silencio al entrar en el parque; la neblina; el murmullo; los felices patos de lento nadar; los panzudos pjaros de torpe andar; y quin se acercaba, dando la espalda a los edificios del gobierno, cual era pertinente, con una cartera de mano en la que destacaba el escudo real, sino el mismsimo Hugh Whitbread!; su viejo amigo Hugh! El admirable Hugh!

Excedindose quiz en el tono, ya que se conocan desde la infancia, Hugh dijo:

Muy buenos das, mi querida Clarissa. A dnde vas?

Me gusta pasear por Londresrepuso la seora Dalloway. En realidad, es mejor que pasear por el campo.

Ellos haban venidodesgraciadamentepara ir al mdico. Otra gente vena para ver cuadros, para ir a la pera, para presentar a sus hijas, los Whitbread venan "para ir al mdico". Innumerables veces haba visitado Clarissa a Evelyn Whitbread en la clnica. Estaba Evelyn de nuevo enferma? Evelyn estaba algo achacosa, dijo Hugh, dando a entender mediante una especie de erguimiento o hinchazn de su bien cubierto, varonil, extremadamente apuesto y a la perfeccin forrado cuerpo (siempre iba casi demasiado bien vestido, pero caba presumir que estaba obligado a ello por su pequeo cargo en la corte), que su esposa padeca cierta afeccin interna, nada grave, lo cual Clarissa Dalloway, por ser antigua amiga, comprendera a la perfeccin, sin exigirle explicaciones. Oh, s, claro, lo comprendi, qu pesadez, y experiment sentimientos de hermandad, y, al mismo tiempo, tuvo rara conciencia de su sombrero. No era el sombrero adecuado a aquella temprana hora de la maana, verdad? S, ya que Hugh siempre le causaba esta sensacin, mientras parloteaba, y se quitaba el sombrero en ademn un tanto ampuloso, y le aseguraba que pareca una muchacha de dieciocho aos, y le deca que, desde luego, esta noche ira a su fiesta, por cuanto Evelyn haba insistido en que as lo hiciera, aunque llegara un poco tarde debido a que asistira a la fiesta en palacio, a la que deba llevar a uno de los hijos de Jim, le causaba la sensacin de ser un poco desaliada a su lado, un poco colegiala; pero le tena afecto, en parte por conocerle de toda la vida, y le consideraba buena persona a su manera, a pesar de que Richard no poda soportarlo, y a pesar de Peter Walsh, quien an no haba perdonado a Clarissa que le tuviera simpata.

Recordaba escena tras escena, en Bourton. Peter furioso; Hugh, desde luego, no estaba a su altura en aspecto alguno, pero no era el perfecto imbcil que Peter crea; no era un puro y simple adoqun. Cuando su anciana madre le peda que dejara de cazar o que la llevara a Bath, Hugh lo haca sin rechistar; careca de egosmo, y en cuanto a la afirmacin, formulada por Peter, de que careca de corazn, careca de cerebro y careca de todo, salvo de los modales y apostura del caballero ingls, bien caba decir que era una de las peores manifestaciones del carcter de Peter. Peter poda ser intolerable, imposible, pero era adorable para pasear con l en una maana as.

(Junio haba hecho brotar todas las hojas de los rboles. Las madres de Pimlico amamantaban a sus hijos. La Armada transmita mensajes al Almirantazgo. Arlington Street y Piccadilly parecan dar calor al aire del parque, y alzar las hojas, ardientes y brillantes, en oleadas de aquella divina vitalidad que Clarissa amaba. Y, con entusiasmo, ahora Clarissa hubiera bailado, montado a caballo.)

Pero pareca que ella y Peter llevaran siglos y siglos lejos el uno del otro. Clarissa nunca escriba cartas, y las de Peter eran ms secas que un palo. Sin embargo, de repente a Clarissa se le ocurra pensar: qu dira Peter si estuviera conmigo?; ciertos das, ciertas imgenes le devolvan a Peter con paz, sin la antigua amargura; quizs esto fuera la recompensa de haber comenzado a amar a la gente; y regresaron las imgenes de una hermosa maana en el centro de St. James Park, s, realmente regresaron. Pero Peter, por hermosos que fueran los rboles, o el csped o la nia vestida de color de rosa, no vea nada. Si Clarissa se lo peda, Peter se pona las gafas; y miraba. Lo que le interesaba era el estado del mundo; Wagner, la poesa de Pope, el carcter de las gentes eternamente, y los defectos del alma de Clarissa. Cmo la rea! Cmo discutan! Clarissa se casara con un primer ministro y permanecera en pie en lo alto de una escalinata; la perfecta dama de sociedad, la llam Peter (por esto llor en su dormitorio), tena las hechuras de la perfecta dama de sociedad, deca Peter.

Por esto, Clarissa se encontr todava discutiendo en St. James Park, todava convencindose de que haba acertadocomo realmente acertal no casarse con Peter. Ya que en el matrimonio, entre personas que viven juntas da tras da en la misma casa, debe haber un poco de tolerancia, un poco de independencia; cosas que Richard le conceda, y ella a l. (Por ejemplo, dnde estaba Richard aquella maana? En la reunin de algn comit, aunque Clarissa nunca se lo preguntaba.) Pero, en el caso de Peter, era preciso compartirlo todo, meterse en todo. Y esto era intolerable, y, cuando se produjo aquella escena, junto a la fuente, en el jardincillo, Clarissa tuvo que romper con l, ya que de lo contrario, y de ello estaba convencida, ambos hubieran quedado aniquilados, destruidos. A pesar de lo cual, Clarissa haba llevado durante aos, clavado en el corazn, el dardo de la pena y de la angustia: y luego el horror de aquel momento en que alguien le dijo, en un concierto, que Peter se haba casado con una mujer a la que haba conocido en el barco rumbo a la India! Fue un momento que Clarissa nunca olvidara. Peter la motejaba de fra, sin corazn y mojigata. Clarissa nunca pudo comprender la intensidad de los sentimientos de Peter. Pero al parecer s podan aquellas mujeres indias, tontas, lindas, frgiles, insensatas. Y Clarissa hubiera podido ahorrarse su compasin. Porque Peter era perfectamente feliz, segn le deca, totalmente feliz, pese a que no haba hecho nada de aquello de lo que hablaban; su vida entera haba sido un fracaso. Esto tambin disgustaba a Clarissa.

Lleg a la salida del parque. Se qued parada unos instantes, contemplando los autobuses en Piccadilly.

Ahora no dira a nadie en el mundo entero qu era esto o lo otro. Se senta muy joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas, y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando. Tena la perpetua sensacin, mientras contemplaba los taxis, de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar, y sola; siempre haba considerado que era muy, muy peligroso vivir, aunque slo fuera un da. Y conste que no se crea inteligente ni extraordinaria. Ignoraba cmo se las haba arreglado para ir viviendo con los escasos conocimientos que Frulein Daniels le haba impartido. No saba nada; ni idiomas, ni historia; ahora rara vez lea un libro, como no fuera de memorias, en la cama; y sin embargo esto le pareca absorbente; todo esto; los taxis que pasaban; y nunca dira de Peter, ni dira de s misma, soy esto, soy aquello.

Su nico don era conocer a la gente, casi por instinto, pens, mientras prosegua su camino. Si se la pona en una habitacin con alguien, arqueaba la espalda como un gato, o ronroneaba. Devonshire House, Bath House, la casa con la cacata de porcelana, todas las haba visto iluminadas; y recordaba a Sylvia, a Fred, a Sally Seton, a tanta y tanta gente; y bailar durante toda la noche; y los carros avanzando camino del mercado; y el regreso a casa, en coche, cruzando el parque. Record que una vez arroj un cheln a las aguas de la Serpentine. Pero todo el mundo recordaba; lo que le gustaba era esto, aqu, ahora, ante ella; la seora gorda dentro del taxi. Caminando hacia Bond Street, se pregunt si acaso importaba que forzosamente tuviera que dejar de existir por entero; todo esto tendra que proseguir sin ella; se sinti molesta. O quiz se transformaba en un consuelo el pensar que la muerte no terminaba nada, sino que, en cierto modo, en las calles de Londres, en el ir y venir de las cosas, ella sobreviva, Peter sobreviva, vivan el uno en el otro, y ella era parte, tena la certeza, de los rboles de su casa, de la casa misma, a pesar de ser fea y destartalada; parte de la gente a la que no conoca, que formaba como una niebla entre la gente que conoca mejor, que la alzaban hasta dejarla posada en sus ramas, como haba visto que los rboles alzan la niebla, y que su vida y ella misma se extendan hasta muy lejos? En qu soaba, mientras contemplaba el escaparate de Hatchards? Qu pretenda recobrar? Qu imagen de blanco amanecer en el campo, mientras en el libro abierto lea

No temas ms al ardor del solNi las furiosas rabias invernales?Esta reciente experiencia del mundo haba formado en todos, todos los hombres y todas las mujeres, un pozo de lgrimas. Lgrimas y penas, valor y aguante, una apostura perfectamente erguida y estoica. Bastaba pensar, por ejemplo, en la mujer a quien ella ms admiraba, a Lady Bexborough inaugurando la tmbola.

All estaba Jaunts and Jollities de Jorrocks; all estaba Soapv Sponge y las Memorias de la seora Asquith y Big Gome Shooting in Nigeria; todos abiertos. Haba muchos libros, pero ninguno de ellos pareca ser el exactamente adecuado para drselo a Evelyn Whitbread en la clnica. Nada haba que pudiera divertirla y lograr que aquella indescriptible reseca mujercita pareciera, cuando entrara Clarissa, cordial, aunque slo fuera por un instante, antes de que las dos quedaran dispuestas para la generalmente interminable conversacin acerca de femeninas dolencias. Cunto deseaba que la gente se mostrase complacida en el momento en que ella entraba, pens Clarissa, y dio media vuelta y volvi atrs hacia Bond Street, enojada, porque le pareca tonto tener otras razones para hacer las cosas. Mucho mejor ser una de esas personas como Richard, quien haca las cosas por ellas mismas, en tanto que, pens, esperando el momento de cruzar, la mitad de las veces ella no haca las cosas simplemente, no las haca por s mismas, sino para que la gente pensara esto o lo otro; lo cual le constaba era una perfecta estupidez (y ahora el guardia levant la mano), ya que nadie se dejaba arrastrar ni siquiera durante un segundo. Oh, si pudiera comenzar a vivir de nuevo!, pens en el momento de pisar la calzada, hasta tendra un aspecto diferente!

En primer lugar, hubiera sido morena, como Lady Bexborough, de tez bruida y hermosos ojos. Hubiera sido, lo mismo que Lady Bexborough, lenta y seorial; un tanto corpulenta; una mujer interesada en la poltica igual que un hombre; con una casa de campo; extremadamente digna y muy sincera. Contrariamente, tena la figura estrecha como un palillo, y una carita ridcula, picuda cual la de un pjaro. Cierto era que tena buen porte, y lindas manos y lindos pies, y vesta bien, si se tena en cuenta lo poco que en ello gastaba. Pero ahora a menudo este cuerpo que llevaba (se detuvo para contemplar un cuadro holands), este cuerpo, con todas sus facultades, le pareca nada, nada en absoluto. Tena la rarsima sensacin de ser invisible, no vista, desconocida; ya no volvera a casarse, ya no volvera a tener hijos ahora, y slo le quedaba este pasmoso y un tanto solemne avance con todos los dems por Bond Street, este ser la seora Dalloway, ahora ni siquiera Clarissa, este ser la seora de Richard Dalloway.

Bond Street la fascinaba: Bond Street a primera hora de la maana, en aquella estacin: con las banderas ondeando, con sus tiendas; sin alharacas, sin relumbrn; una pieza de tweed en la tienda en que su padre se hizo los trajes durante cincuenta aos; unas cuantas perlas, pocas, un salmn dentro de una barra de hielo.

"Esto es todo", dijo mientras miraba la pescadera. "Esto es todo", repiti detenindose un instante ante el escaparate de una tienda de guantes en la que, antes de la guerra, caba comprar guantes casi perfectos. Y su viejo to William sola decir que a las seoras se las conoce por sus zapatos y sus guantes. El to William, una maana, en plena guerra, decidi quedarse en cama. Dijo: "Ya estoy harto." Guantes y zapatos: ella senta pasin por los guantes, pero su propia hija, su Elizabeth, se mostraba indiferente, los guantes y los zapatos le importaban un comino.

Un comino, pens mientras segua avanzando por Bond Street camino de una tienda en la que le reservaban flores cuando daba una fiesta. En realidad lo que ms le importaba a Elizabeth era su perro. Esta maana la casa entera ola a alquitrn. De todos modos, ms vala que a Elizabeth le diera por el pobre Grizzle que por la seorita Kilman; ms valan las peleas y el alquitrn y todo lo dems que quedarse sentada en un dormitorio mal aireado con un libro de rezos en las manos. Ms vala cualquier cosa, estaba tentada Clarissa a decidir. Pero, como deca Richard, quiz fuera solamente una fase, una de estas fases por las que todas las chicas pasan. Quiz se hubiera enamorado. Pero, por qu de la seorita Kilman?, que, desde luego, haba tenido mala suerte, lo cual siempre es preciso tener en cuenta, pero que, como Richard deca, era muy competente y tena verdadera mentalidad histrica. De todos modos, ahora eran inseparables, y Elizabeth, su propia hija, comulgaba; y cmo vesta, y cmo trataba a los invitados que no le caan bien. . . Por experiencia, Clarissa saba que el xtasis religioso endurece los modales de la gente (igual que las causas); amortigua su sensibilidad, ya que la seorita Kilman era capaz de hacer cualquier cosa en favor de los rusos y se mataba de hambre por los austracos, pero con su comportamiento privado infliga una verdadera tortura al prjimo, tan insensible era, ataviada con su impermeable verde. Haca aos y aos que llevaba aquel impermeable; sudaba; en cuanto entraba en una habitacin no pasaban cinco minutos sin que hiciera sentir su superioridad, tu inferioridad; lo pobre que era ella; lo rica que era una; cmo viva en un cuartucho, sin un almohadn, sin una cama, sin una alfombra, o sin lo que sea, con el alma cubierta por la herrumbre de la ofensa, despus de haber sido despedida de la escuela, durante la guerra, pobre criatura, amargada y desdichada! S, porque no se la odiaba a ella sino al concepto de ella, y, sin duda alguna, este concepto llevaba incorporadas muchas cosas que no eran de la seorita Kilman; y la seorita Kilman se haba convertido en uno de esos espectros con los que se lucha por la noche, uno de esos espectros que se ponen a horcajadas sobre nosotros y nos chupan la mitad de la sangre, dominadores y tirnicos, pero, sin la menor duda, si los dados de la fortuna hubieran cado de otra manera, ms favorable a la seorita Kilman, Clarissa la hubiera amado. Pero no en este mundo. No.

Era desesperante, pensaba, llevar este monstruo brutal agitndose en su interior; la irritaba or el sonido de las ramas quebrndose, y sentir sus cascos hincndose en las profundidades de aquel bosque de suelo cubierto por las hojas, el alma. No poda estar en momento alguno totalmente tranquila o totalmente segura, debido a que en cualquier instante el monstruo poda atacarla con su odio que, de manera especial despus de su ltima enfermedad, tena el poder de provocarle la sensacin de ser rasgada, de dolor en la espina dorsal. Le produca dolor fsico, y era causa de que todo su placer en la belleza, en la amistad, en sentirse bien, en ser amada y en convertir su hogar en un sitio delicioso, se balanceara, temblara y se inclinara, como si realmente hubiera un monstruo royendo las races, como si la amplia gama de satisfacciones slo fuera egosmo. Cunto odio!

Tonteras, tonteras!, se dijo gritndose a s misma, mientras empujaba la puerta giratoria de la floristera Mulberry.

Avanz ligera, alta, muy erguida, para recibir inmediatamente la bienvenida de la seorita Pym, con su cara de capullo y sus manos de rojo vivo, como si las hubiera tenido en agua fra con las flores.

All haba flores: espuelas de galn, guisantes de olor, ramos de lilas, y claveles, masas de claveles. All haba rosas; haba flor de lis. Ah, s, en el jardn terrenal respiraba los dulces olores, mientras, en pie, hablaba con la seorita Pym, que estaba obligada a atenderla, y que la consideraba amable, ya que amable haba sido desde haca aos; muy amable, pero este ao pareca ms vieja, mientras volva la cabeza a uno y otro lado, entre las flores de lis y las rosas, y las reverencias de los ramos de lilas, entornados los ojos, inhalando, despus del rugido de la calle, el delicioso aroma, la exquisita frescura. Y despus, al abrir los ojos, qu frescas, como ropa blanca recin lavada y planchada y puesta en cestas de mimbre, le parecieron las rosas; y los oscuros y altaneros claveles rojos, alta la cabeza; y los guisantes de olor desparramndose en los cuencos, con sus matices violeta, blanco nieve, plidos. Pareca que fuera de noche, y muchachas con vestidos de muselina salieran a coger guisantes de olor y rosas, despus del soberbio da de verano, con su cielo casi azul-negro, sus espuelas de galn, sus claveles, sus azucenas; y era el momento, entre las seis y las siete, en que toda florlas rosas, los claveles, las flores de lis y las lilasresplandece; blanca, violeta roja, anaranjado profundo; toda flor parece arder, suavemente, con pureza, en la tierra neblinosa; y cunto le gustaban las grises y blancas mariposas nocturnas, revoloteando, yendo y viniendo, por entre las belloritas de noche!

Y, cuando comenz a ir, en compaa de la seorita Pym, de jarro en jarro, escogiendo, tonteras, tonteras, se deca a s misma, ms y ms dulcemente, como si aquella belleza, aquel aroma, aquel color y el hecho de que la seorita Pym le tuviera simpata y confiara en ella, formaran una ola por la que ella se dejaba llevar, ahogando aquel odio, superando aquel monstruo, superndolo todo; y la ola la levantaba ms y ms cuando, oh!, en la calle son un disparo!

Estos automviles!dijo la seorita Pym, mientras iba a mirar a travs del escaparate.

Y regres sonriendo con expresin de disculpa, llenas las manos de guisantes de olor, como si ella fuera responsable de aquellos automviles, de aquellos neumticos de automvil.

La violenta explosin que hizo dar un salto a la seora Dalloway y oblig a la seorita Pym a ir al escaparate y a pedir disculpas proceda de un automvil que se haba detenido junto a la acera opuesta, exactamente delante del escaparate de la floristera Mulberry. Los transentes que, desde luego, se haban detenido para mirar, tuvieron el tiempo justo de ver una cara de suma importancia contra el fondo de la tapicera gris trtola, antes de que una mano masculina corriera la cortinilla y nada ms pudiera verse, salvo una porcin de color gris trtola.

Sin embargo, inmediatamente comenzaron a correr los rumores desde la mitad de Bond Street hacia Oxford Street, por una parte, y hacia la perfumera de Atkinson, por otra, pasando invisibles, inaudibles, como una nube, veloces, como un velo sobre colinas, y descendiendo, de modo parecido a la brusca serenidad y el brusco silencio de la nube sobre rostros que un segundo antes estaban en el mayor desorden. Pero ahora el ala del misterio haba pasado por ellos; haban odo la voz de la autoridad; el espritu de la religin haba salido al exterior con los ojos vendados y la boca abierta de par en par. Aunque nadie saba qu rostro era aquel que haba sido vislumbrado. Sera el Prncipe de Gales, la Reina, el Primer Ministro? De quin era aquella cara? Nadie lo saba.

Edgar J. Watkiss, con la tubera de plomo arrollada al brazo, dijo de modo audible y, desde luego, humorista, con su acento londinense:

El vehculo del Primer Ministro.

Septimus Warren Smith, que se encontr con el paso obstaculizado, le oy.

Septimus Warren Smith, de unos treinta aos, plida la cara, nariz ganchuda, calzado con zapatos marrones y ataviado con un deslucido abrigo, tena ojos castaos animados por ese brillo de aprensin que provoca aprensiones a los seres ms desconocidos. El mundo haba levantado el ltigo. Dnde descendera?

Todo haba quedado detenido. El trepidar de los motores sonaba como un pulso irregular, batiendo en la totalidad de un cuerpo. El sol se hizo extraordinariamente ardiente, debido a que el automvil se haba detenido ante el escaparate de la floristera Mulberry; viejas seoras en lo alto de los autobuses abrieron negras sombrillas; aqu una sombrilla verde, all una sombrilla roja, se abrieron con un leve plop. La seora Dalloway se acerc a la ventana, llenos los brazos de guisantes de olor, y mir hacia fuera, con su carita rosada fruncida inquisitivamente. Todos miraban el automvil. Septimus miraba. Los chicos que iban en bicicleta se apearon de un salto. El trnsito se detuvo y se acumularon los vehculos. Y all estaba el automvil, corridas las cortinillas, y en ellas un curioso dibujo en forma de rbol, pens Septimus, y aquella gradual convergencia de todo en un centro que estaba producindose ante sus ojos, como si un horror casi hubiera salido a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas, le aterr. El mundo vacilaba y se estremeca y amenazaba con estallar en llamas. Soy yo quien obstruye el camino, pens Septimus. Acaso no le miraban y le sealaban con el dedo; acaso no estaba all plantado, arraigado en el pavimento, para un propsito determinado? Pero qu propsito?

Vmonos, Septimusdijo su esposa, mujer menuda, con grandes ojos en su rostro plido y delgado; una muchacha italiana.

Pero la propia Lucrezia no poda evitar el seguir mirando el automvil y el dibujo en forma de rbol de las cortinillas. Sera la Reina? La Reina que iba de compras?

El chfer, que haba abierto algo, tocado algo, cerrado algo, se sent al volante.

Vmonosdijo Lucrezia.

Pero su marido, s, porque ya llevaban casados cuatro, cinco aos, dio un salto sorprendido, se irrit, como si Lucrezia le hubiera interrumpido, y dijo:

De acuerdo!

La gente debe darse cuenta; la gente debe ver. La gente, pens Lucrezia, mirando a la multitud que contemplaba el automvil, la gente inglesa, con sus hijos, sus caballos y sus ropas, que en cierto modo admiraba, pero que ahora eran todos "gente", porque Septimus haba dicho "Me matar", y eran unas palabras terribles. Y si le haban odo? Lucrezia mir a la multitud. Senta deseos de gritar socorro!, socorro!, dirigindose a los mozos de las carniceras y a las mujeres. Socorro! Haca slo unos meses, el ltimo otoo, ella y Septimus haban permanecido en pie en el Embankment envueltos en la misma capa, mientras Septimus lea un papel en vez de hablar, y ella le haba arrancado el papel de las manos, y haba redo en las mismsimas barbas del viejo que les observaba! Pero los fracasos se ocultan. Deba llevarse a Septimus a algn parque.

Ahora cruzaremos la calledijo.

Tena derecho al brazo de Septimus, pese a que era insensible. Septimus dara el brazo a Lucrezia, que era tan sencilla, tan impulsiva, slo contaba veinticuatro aos, careca de amigos en Inglaterra, y haba salido de Italia por culpa de Septimus que era un don nadie.

El automvil, con las cortinillas corridas y un aire de inescrutable reserva, avanz hacia Piccadilly, siendo todava contemplado, alterando todava los rostros a ambos lados de la calle con idntico aliento oscuro de veneracin, sin que nadie supiera si se trataba de la Reina, el Prncipe o el Primer Ministro. El rostro en s mismo slo haba sido visto por tres personas unos pocos segundos. Incluso el sexo era ahora objeto de controversia. Pero no caba la menor duda acerca de la grandeza de quien iba sentado dentro del automvil; la grandeza pasaba, oculta, a lo largo de Bond Street, separada solamente por el alcance de una mano de la gente comn que quizs ahora, por primera y ltima vez, haba estado en posicin de poder hablar con la soberana de Inglaterra, duradero smbolo del Estado que llegar al conocimiento de curiosos anticuarios, apartando las ruinas del tiempo, cuando Londres sea un sendero cubierto por la hierba y todos los que caminaban presurosos por la calle aquel mircoles por la maana no sean ms que huesos, con unas cuantas alianzas mezcladas con su propio polvo y con el oro de innumerables dientes cariados. Entonces el rostro del automvil sera conocido.

Probablemente se trata de la Reina, pens la seora Dalloway, saliendo de la floristera Mulberry con sus flores: la Reina. Y durante un segundo adopt un aire de gran dignidad, all, en pie ante la floristera, al sol, mientras el automvil pasaba despacio, como un caballo al paso, con las cortinillas corridas. La Reina camino de algn hospital, la Reina yendo a la inauguracin de alguna tmbola, pens Clarissa.

El trnsito era terriblemente denso, teniendo en cuenta la hora. Lords, Ascot, Hurlingham?, se pregunt Clarissa, porque la calle estaba obstruida. Los individuos de la clase media britnica, sentados unos junto a otros en lo alto de los autobuses con sus paquetes y sus paraguas, s, e incluso con pieles, en semejante da, eran, pens, ms ridculos, ms diferentes a todo de lo que caba imaginar; y la mismsima Reina detenida; la Reina sin poder seguir su camino. Clarissa estaba detenida a un lado de Brook Street; Sir John Buckhurst, el viejo juez, estaba al otro lado, con el automvil en medio, entre los dos (Sir John haba aplicado la Ley durante muchos aos, y le gustaban las mujeres bien vestidas), cuando el chfer, inclinndose muy levemente, dijo o mostr algo al guardia, que salud y alz el brazo y efectu un brusco movimiento lateral de la cabeza, con lo que ech el autobs a un lado, y el automvil sigui adelante. Despacio y muy silenciosamente, prosigui su camino.

Clarissa procur adivinar; Clarissa lo saba de cierto, desde luego; haba visto algo blanco, mgico, circular, en la mano del lacayo, un disco con un nombre inscrito en l el de la Reina, el del Prncipe de Gales, el del Primer Ministro?, que, en mritos de su propio lustre, se abra camino abrasador (Clarissa vea cmo el automvil se empequeeca, cmo desapareca), para relumbrar entre candelabros, destellantes estrellas, pechos envarados por las hojas de roble, Hugh Whitbread y sus colegas, los caballeros de Inglaterra, aquella noche en el Palacio de Buckingham. Y Clarissa tambin daba una fiesta. Se envar un poco; as estara de pie en lo alto de la escalinata.

El automvil se haba ido, pero haba dejado una leve estela que pasaba por las guanteras, las sombrereras, las sastreras, a ambos lados de Bond Street.

Durante treinta segundos todas las cabezas estuvieron inclinadas a un mismo lado, hacia la calle. Las seoras, en trance de escoger un par de guantes por encima o por debajo del codo, de color limn o gris plido?, se interrumpieron; y, cuando la frase estuvo terminada, algo haba cambiado. Algo tan leve, en algunos casos concretos, que no haba instrumento de precisin, incluso capaz de poder transmitir conmociones ocurridas en China, capaz de registrar sus vibraciones; algo que, sin embargo, era en su plenitud un tanto formidable, y, en su capacidad de llamar la atencin, eficacsimo; por cuanto, en todas las sombrereras y las sastreras, los desconocidos se miraron entre s, y pensaron en los muertos, en la bandera, en el Imperio. En una taberna de una calleja lateral, un hombre de las colonias insult a la Casa de Windsor, y esto motiv palabras gruesas, ruptura de jarras de cerveza y un general altercado, que provoc extraos ecos a lo lejos, en los odos de las muchachas que compraban blanca ropa interior, adornada con puro hilo blanco, para su boda. S, ya que la superficial agitacin producida por el paso del automvil, ara, al hundirse, algo muy profundo.

Despus de deslizarse por Piccadilly, el automvil penetr en St. James's Street. Hombres altos, hombres de robusta constitucin, hombres bien vestidos, con sus chaqus, sus blancas pecheras y su cabello peinado hacia atrs, hombres que, por razones de difcil determinacin, se hallaban en pie en el ventanal de White's, las manos detrs de los faldones del chaqu, miraron hacia fuera, e instintivamente se dieron cuenta de que la grandeza pasaba por la calle, y la plida luz de la inmortal presencia los envolvi como haba envuelto a Clarissa Dalloway. Inmediatamente se irguieron todava ms, y quitaron las manos de debajo de los faldones de los chaqus, y parecieron dispuestos a servir a la Monarqua, en la misma boca del can, caso de ser necesario, tal como sus antepasados haban hecho. Los blancos bustos y las pequeas mesas al fondo, cubiertas con nmeros del Tatler y botellas de soda, parecieron dar su aprobacin; parecieron reflejar el ondulante trigo y las casas solariegas de Inglaterra; y parecieron devolver el dbil murmullo de las ruedas del motor del automvil, como una rumorosa galera devuelve una sola voz ampliada y con sonoridad multiplicada por el podero de toda una catedral. Envuelta en su chal, con sus flores en la acera Moll Prat dese buena suerte al querido muchacho (era el Prncipe de Gales, sin duda alguna), y de buena gana hubiera arrojado el precio de una cervezaun ramillete de rosasa la calzada de St. James's Street, sencillamente impulsada por la alegra y el desprecio a la pobreza, si no hubiera visto que el guardia la estaba mirando, con lo que evit la manifestacin de lealtad de una vieja irlandesa. Los centinelas de St. James's saludaron, y el polica de Queen Alexandra dio su aprobacin.

Entre tanto, una pequea multitud se haba reunido ante el Palacio de Buckingham. Distrados pero pletricos de confianza, todos pobres, esperaban; miraban el Palacio, con la bandera ondeando; miraban a Victoria hinchada en lo alto de su montculo, admirando el caer del agua, los geranios; de entre los automviles que pasaban por el Mall se fijaban en uno o en otro; prodigaban en vano su emocin a simples ciudadanos que haban salido a dar, un paseo en coche; reservaban su tributo, en espera de la ocasin adecuada, al paso de este o aquel automvil; y dejaban en todo instante que el rumor se acumulara en sus venas y tensara los nervios de sus muslos, al pensar en la posibilidad de que la Realeza los mirara; la Reina haciendo una reverencia; el Prncipe saludando; al pensar en la celestial vida concedida por la divinidad a los reyes; en los cortesanos y las profundas reverencias; en la antigua casa de muecas de la Reina; en la Princesa Mary casada con un ingls, y en el Prncipe... ah!, el Prncipe!, quien, segn decan, se pareca pasmosamente al viejo Rey Eduardo, aunque era mucho ms delgado. El Prncipe viva en St. James's pero poda muy bien ir a visitar a su madre por la maana.

Esto dijo Sarah Bletchley con su hijo pequeo en brazos, moviendo la punta del pie arriba y abajo, como si estuviera ante el fuego del hogar en su casa de Pimlico, aunque con la vista fija en el Mall, mientras la mirada de Emily Coates apuntaba a las ventanas del Palacio, y pensaba en las doncellas, las innumerables doncellas, en los dormitorios, los innumerables dormitorios. Un anciano caballero con un terrier de Aberdeen, y hombres sin ocupacin, engrosaron la multitud. El menudo seor Bowley, que se alojaba en el Albany, y que tena tapadas con cera las ms profundas fuentes de la vida, aun cuando poda destaparlas sbitamente, de manera incongruente y sentimental, ante hechos como ste: mujeres pobres en espera de ver pasar a la Reina, mujeres pobres, simpticos niitos, hurfanos, viudas, la guerrano, no. . ., tena lgrimas en los ojos. Una brisa clida que se deslizaba por el Mall entre los delgados rboles, pasando junto a los hroes de bronce, alz la bandera que ondeaba en el britnico pecho del seor Bowley, quien levant su sombrero en el aire, en el momento en que el automvil penetraba en el Mall, y lo mantuvo levantado mientras el automvil se acercaba, dejando que las pobres madres de Pimlico le rodearan y le oprimieran, y se qued muy erguido. El automvil se acercaba.

De repente la seora Coates mir al cielo. El sonido de un aeroplano penetr en tremendo zumbido en los odos de la multitud. Por all vena, sobre los rboles, dejando tras s una estela de humo blanco, que se ondulaba y retorca, escribiendo algo!, trazando letras en el cielo! Todos alzaron la vista.

Despus de dejarse caer como muerto, el aeroplano se alz rectamente, dibuj un arco, aceler, se hundi; se alz e, hiciera lo que hiciera, fuera a donde fuera, detrs iba dejando una gruesa y alborotada lnea de humo blanco, que se rizaba y retorca en el cielo formando letras. Pero, qu letras? Era acaso una C? Una E y despus una L? Slo un instante se quedaban las letras quietas; luego se movan y se mezclaban y se borraban del cielo, y el aeroplano veloz se alejaba todava ms, y de nuevo, en un nuevo espacio del cielo, comenzaba a escribir, una K y una E y una Y quiz.

Blaxodijo la seora Coates, en voz tensa, maravillada, fija la vista en lo alto, con el nio rgido y blanco en sus brazos.

Kreemomurmur como una sonmbula la seora Bletchley.

Sosteniendo el sombrero con la mano perfectamente quieta, el seor Bowley mir a lo alto. A lo largo del Mall la gente parada miraba el cielo. Y, mientras miraban, el mundo entero qued en total silencio, y una bandada de gaviotas cruz el cielo, primero una, en cabeza, y despus otra, y en este extraordinario silencio y paz, en esta palidez, en esta pureza, las campanas sonaron doce veces, y el sonido fue muriendo entre las gaviotas.

El aeroplano giraba y corra y trazaba curvas exactamente en el lugar deseado, aprisa, libremente, como un patinador...

Esto es una Edijo la seora Bletchley... O como un bailarn...

Es caramelo murmur el seor Bowley...

(y el automvil cruz la verja, y nadie lo mir), y cerrando la salida de humo se alej de prisa ms y ms, y el humo se adelgaz y fue a juntarse con las anchas y blancas formas de las nubes.

Haba desaparecido; estaba detrs de las nubes. No haba sonido. Las nubes a las que las letras E, G o L se haban unido se movan libremente, como si estuvieran destinadas a ir de oeste a este, en cumplimiento de una misin de la mayor importancia que jams podra ser revelada, aun cuando, ciertamente, era esto: una misin de la mayor importancia. De repente, tal como un tren sale del tnel, de las nubes sali otra vez el aeroplano el sonido penetr en los odos de toda la gente del Mall, de Green Park, de Piccadilly, de Regent Street, de Regent's Park, y la barra de humo se curv tras l y el aeroplano descendi, y se elev y escribi letra tras letra, pero qu palabra escriba?

Lucrezia Warren Smith, sentada junto a su marido en un asiento del Sendero Ancho de Regent's. Park, alz la vista y grit:

Mira, mira, Septimus!

S, porque el doctor Holmes le haba dicho que deba procurar que su marido (que no padeca nada serio, aunque estaba algo delicado) se tomara inters en cosas ajenas a su persona.

Septimus levant la vista y pens: parece que me dirigen un mensaje. Aunque no en palabras propiamente dichas; es decir, todava no poda leer aquel mensaje; sin embargo aquella belleza, aquella exquisita belleza era evidente, y las lgrimas llenaron los ojos de Septimus mientras contemplaba cmo las palabras de humo se debilitaban y se mezclaban con el cielo y le otorgaban su inagotable caridad, su riente bondad, forma tras forma de inimaginable belleza, dndole a entender su propsito de darle, a cambio de nada, para siempre, slo con mirar, belleza, ms belleza! Las lgrimas se deslizaban por las mejillas de Septimus.

Era caramelo; anunciaban caramelos, dijo una niera a Rezia. Las dos juntas comenzaron a deletrear C. . .a. . .r. . .

"K...R...", dijo la niera, y Septimus la oy pronunciar junto a su odo: "Cay. . . Arr. . ." con voz profunda, suave, como un dulce rgano, pero con una cierta brusquedad de saltamontes, que rasc deliciosamente la espina dorsal de Septimus, y mand a su cerebro oleadas de sonido que, al chocar, se rompieron. Fue un maravilloso descubrimiento: la voz humana, dadas ciertas condiciones atmosfricas (ante todo hay que ser cientfico, muy cientfico), puede dar vida a los rboles! Afortunadamente Rezia puso su mano, con tremendo peso, sobre la rodilla de Septimus, con lo que ste qued aplomado, ya que de lo contrario la excitacin de ver a los olmos levantndose y cayendo, levantndose y cayendo, con todas sus hojas encendidas y el color debilitndose y fortificndose del azul al verde de una ola traslcida, como plumeros de caballos, como plumas en la cabeza de una seora, tan altiva era la manera en que se alzaban y descendan tan soberbia, le hubiera hecho perder la razn. Pero Septimus no estaba dispuesto a enloquecer. Cerrara los ojos; no vera nada ms.

Pero por seas le llamaban; las hojas estaban vivas; los rboles estaban vivos. Y las hojas, por estar conectadas mediante millones de fibras con el cuerpo de Septimus, all sentado, lo abanicaban de arriba abajo; cuando la rama se alargaba, tambin Septimus se expresaba as. Los gorriones revoloteando, alzndose y descendiendo sobre melladas fuentes formaban parte de aquel dibujo; del blanco y el azul rayado por las negras ramas. Con premeditacin los sonidos componan armonas, y los espacios entre ellas eran tan expresivos como los sonidos. Un nio lloraba. A la derecha y a lo lejos son un cuerno. Todo ello, juntamente considerado, significaba el nacimiento de una nueva religin.

Septimus!dijo Rezia.

Septimus sufri un violento sobresalto. La gente forzosamente tuvo que darse cuenta.

Voy a la fuente y vuelvodijo Rezia.

S, porque no poda aguantarlo ms. El doctor Holmes poda decir que a Septimus no le ocurra nada. Pero Rezia hubiera preferido verle muerto! Era incapaz de seguir sentada a su lado, cuando le daban aquellos sobresaltos, y cuando no la vea, y cuando lo transformaba todo en algo terrible; cielo y rbol, nios jugando, carros rodando, silbatos silbando, todo cayendo: todo era terrible. Y Septimus no se matara, y Rezia no poda explicarlo a nadie. "Septimus ha estado trabajando demasiado", esto era cuanto Rezia poda decir a su propia madre. Pens que amar la convierte a una en un ser solitario. No poda hablar con nadie, ahora ni siquiera con Septimus, y, volviendo la vista atrs, le vio sentado, envuelto en su deslucido abrigo, solo y encorvado, fija la vista en el vaco. Indicaba cobarda el que un hombre dijera que quera matarse, pero Septimus haba luchado; era valiente, ahora ya no era Septimus. Rezia se pona su nuevo cuello de encaje. Se pona el sombrero nuevo, y Septimus ni se daba cuenta; y era feliz sin ella. Pero, sin Septimus, no haba nada que pudiera hacer feliz a Rezia! Nada! Septimus era un egosta. Todos los hombres lo son. Y no estaba enfermo. El doctor Holmes deca que Septimus no tena nada. Rezia extendi la mano ante su vista. Mira! La alianza le resbalaba; tanto haba adelgazado. Era ella quien sufra, pero no poda contrselo a nadie.

Lejos estaba Italia y las blancas casas y la habitacin en que sus hermanas confeccionaban sombreros, y las calles atestadas todos los atardeceres de gente que iba de paseo, que rea sonoramente, de gente que no estaba tan slo medio viva, como la gente de aqu que, sentada en tristes sillas, contemplaba unas flores, pocas y feas, que crecan en tiestos!

Me gustara que vierais los jardines de Miln dijo Rezia en voz alta. Pero, a quin?

No haba nadie. Sus palabras se desvanecieron. Como se extingue un cohete. Brilla, despus de haberse abierto paso en la noche, se rinde a la noche, desciende la oscuridad, cubre los perfiles de casas y torres, se suavizan las laderas de las colinas, y se hunden. Pero pese a que todo desaparece, la noche est repleta; privado de color, en la ceguera de las ventanas, todo existe de manera ms grave, todo da lo que la franca luz del da no puede transmitir, la inquietud y la intriga de las cosas conglomeradas en las tinieblas, apiadas en las tinieblas, carentes del relieve que les da el alba cuando, pintando los muros de blanco y de gris, rebrillando en los cristales de las ventanas, levantando la niebla de los campos mostrando las vacas pardirrojas que pastan en paz, todo queda de nuevo amarrado a los ojos, todo existe otra vez. Estoy sola, estoy sola!, grit junto a la fluente de Regent's Park (contemplando al indio con su cruz), quiz como lo estoy a medianoche cuando, borrados todos los lmites, el pas recupera su antigua forma, tal como los romanos lo vieron, envuelto en nubes, cuando desembarcaron, y las colinas carecan de nombre, y los ros serpenteaban hacia no saban ellos dnde. Tal era la oscuridad en que Rezia se hallaba, cuando de repente, cual si hubiera aparecido una plataforma y Rezia se encontrara en ella, se dijo que era la esposa de Septimus, casada con l haca aos en Miln, s, su esposa, y nunca, nunca, dira que Septimus estaba loco! Y, ahora, se haba ido, se haba ido a matarse, tal como haba amenazado, a arrojarse al paso de un carro! Pero no, all estaba, an sentado solo, con su deslucido abrigo, cruzadas las piernas, fija la vista, hablando para s en voz alta.

Los hombres no deben cortar los rboles. Hay un Dios. (Septimus anotaba estas revelaciones al dorso de sobres.) Cambia el mundo. Nadie mata por odio. Hazlo saber (lo escribi). Esper. Escuch. Un gorrin, encaramado en la verja ante l, pi Septimus, Septimus, cuatro o cinco veces, y sigui emitiendo notas para cantar con lozana y penetracin, en griego, que el crimen no existe, y se le uni otro gorrin, y ambos cantaron en voces prolongadas y penetrantes, en griego, en los rboles del valle de la vida, ms all del ro por el que los muertos caminan, que la muerte no existe.

All estaba la mano de Septimus, all estaban los muertos. Cosas blancas se congregaban al otro lado de la verja frente a l. Pero no osaba mirar. Evans estaba detrs de la verja!

Qu dices? pregunt Rezia de repente, sentndose a su lado.

Interrumpido de nuevo! Rezia le estaba interrumpiendo siempre.

Lejos de la gente, deban alejarse de la gente, dijo Septimus (levantndose de un salto), e irse all inmediatamente, al lugar en que haba sillas bajo la copa de un rbol, y la larga ladera del parque descenda como una pieza de verde lana, con un cielo de tela azul y humo rosado muy en lo alto, y haba un conglomerado de casas lejanas e irregulares envueltas en humo y el trnsito murmuraba en crculo, y a la derecha animales de sombros colores alargaban el largo cuello sobre la empalizada del zoo, ladrando y aullando. All se sentaron, bajo la copa del rbol.

Indicando una reducida tropa de muchachos con palos de jugar al cricket, uno de los cuales arrastraba los pies y daba giros sobre un taln y arrastraba los pies, como si imitara a un payaso, Rezia implor:

Mira.

Rezia implor "mira", debido a que el doctor Holmes le haba dicho que deba procurar que Septimus se fijara en cosas reales, que fuera al music hall, que jugara al cricket. S, dijo el doctor Holmes, no hay juego como el cricket, juego al aire libre, el ms indicado para su marido.

Mirarepiti Rezia.

Mira, le invitaba lo no visto, la voz que ahora comunicaba con l, que era el ser ms grande de la humanidad, Septimus, ltimamente transportado de la vida a la muerte, el Seor que haba venido para renovar la sociedad, el que yaca como una colcha, como una capa de nieve slo tocada por el sol sin consumirse jams sufriendo siempre, el chivo expiatorio, el sufriente eterno, pero l no quera ser esto, gimi, apartando de s con un ademn aquel eterno sufrir, aquella eterna soledad.

Para evitar que hablara en voz alta, para s, fuera de casa, Rezia repiti:

Mira.

Y volvi a implorar:

Oh, mira.

Pero, qu poda mirar? Unos cuantos corderos. Esto era todo.

Cmo ir a la estacin del metro de Regent's Park, s, podan decirle cmo ir a la estacin del metro de Regent's Park, pregunt Maisie Johnson. Haca slo dos das que haba llegado de Edimburgo.

Para que no viera a Septimus, Rezia la ech a un lado con un ademn, y exclam:

No es por aqu! Es por all!

Los dos parecen raros, pens Maisie Johnson. Todo le pareca muy raro. Era la primera vez que estaba en Londres, y haba venido para trabajar a las rdenes de su to en Leadenhall Street, y ahora, al cruzar Regent's Park por la maana, aquella pareja la haba sobresaltado. La joven pareca extranjera, y el hombre pareca raro; hasta el punto de que, cuando fuera vieja, an los recordara, y entre otros recuerdos hara sonar el recuerdo de la hermosa maana de verano en que haba cruzado Regent's Park cincuenta aos atrs. S, ya que ella slo contaba diecinueve aos, y por fin haba alcanzado su propsito de ir a Londres; y ahora, qu rara era aquella pareja a quien haba preguntado cmo ir a la estacin del metro; la chica se haba sobresaltado y haba agitado la mano, y el hombre pareca terriblemente raro; quiz se estaban peleando; quiz se estaban separando para siempre; le constaba que algo les ocurra; y ahora toda esa gente (haba vuelto al Sendero Ancho), los estanques de piedra, las lindas flores, los hombres viejos y las mujeres, invlidos casi todos ellos, sentados en sillas, todo pareca, despus de Edimburgo, muy raro. Y Maisie Johnson se uni a la gente que arrastraba suavemente los pies, miraba con vaguedad, a la gente besada por la brisa, mientras las ardillas se suban a las ramas y se acicalaban, los gorriones revoloteaban abandonando las fuentes para pedir migajas, y los perros se entretenan en la barandilla y se entretenan los unos a los otros, baados por el suave y clido aire que daba al mirar fijo y sin sorpresa con el que reciban la vida cierta expresin caprichosa y dulcificada, y Maisie Johnson supo, sin la menor duda, que deba gritar oh! (ya que aquel joven sentado la haba sobresaltado mucho; le constaba que all pasaba algo).

Horror! horror!, deseaba gritar. (Haba abandonado a los suyos; le haban advertido lo que poda ocurrir.)

Por qu no se haba quedado en casa?, grit crispando la mano en la bola de hierro de la verja.

Esta chica, pens la seora Dempster (que guardaba restos de pan para las ardillas y a menudo almorzaba en Regent's Park), no sabe nada de nada; y realmente la seora Dempster consideraba que ms vala ser un poco robusta, un poco desaliada, un poco moderada en las ambiciones. Percy beba. Bueno, mejor tener un hijo, pens la seora Dempster. Fue duro para la seora Dempster, y no pudo evitar una sonrisa al ver a aquella chica. Te casars, porque eres lo bastante linda para ello, pens la seora Dempster. Csate, pens, y vers. Oh, las cocineras y todo lo dems. Cada hombre tiene su manera de ser. Pero no s si hubiera decidido lo mismo que decid, si hubiera estado enterada de antemano, pens la seora Dempster, y no pudo evitar el deseo de decirle unas palabras al odo a Maisie Johnson, de sentir en la arrugada piel de su cara vieja y marchita el beso de la piedad. S, porque ha sido una vida dura, pens la seora Dempster. Qu no he dado yo a esta vida? Rosas; la figura; y tambin los pies. (Escondi los pies deformes y abollados bajo la falda.)

Rosas, pens con sarcasmo. Basura, querida. S, porque realmente, entre comer, beber, cohabitar, entre das buenos y das malos, la vida no haba sido cuestin de rosas, y digamos tambin, lo cual es ms importante todava, que Carrie Dempster no senta el menor deseo de cambiar su sino por el de otra mujer, fuere quien fuese, de Kentish Town. Pero imploraba piedad. Piedad por la prdida de las rosas. Peda la piedad de Maisie Johnson, en pie junto a los prados de jacintos.

Pero, ah, el aeroplano! Acaso la seora Dempster no haba ansiado siempre ver pases extranjeros? Tena un sobrino misionero. El aeroplano se elevaba veloz. Siempre se haca a la mar, en Margate, aunque sin perder de vista la tierra, y no aguantaba a las mujeres que teman al agua. El aeroplano gir y descendi. La seora Dempster tena el estmago en la boca. Hacia arriba otra vez. Dentro va un guapo muchacho, apost la seora Dempster; y se alej y se alej, deprisa, desvanecindose, ms y ms lejos, el aeroplano, pasando muy alto sobre Greenwich y todos los mstiles, sobre la islilla de grises iglesias, San Pablo y las dems, hasta que a uno y otro lado de Londres, se extendieron llanos los campos y los bosques castao oscuro en donde aventureros tordos, saltando audazmente, rpida la mirada, atrapaban al caracol y lo golpeaban contra una piedra, una, dos, tres veces.

El aeroplano se alej ms y ms hasta que slo fue una brillante chispa, una aspiracin, una concentracin, un smbolo (tal le pareci al seor Bentley, que vigorosamente segaba el csped de su jardn en Greenwich) del alma del hombre; de su decisin, pens el seor Bentley segando el csped alrededor del cedro, de escapar de su propio cuerpo, salir de su casa, mediante el pensamiento, Einstein, la especulacin, las matemticas, la teora de Mendel. Veloz se alejaba el aeroplano.

Entonces, mientras un hombre andrajoso y estrambtico con una cartera de cuero, permaneca en pie en la escalinata de la catedral de St. Paul, y dudaba, porque dentro estaba el blsamo, una gran bienvenida, innumerables tumbas con banderas ondeando encima, trofeos de victorias conseguidas, no contra ejrcitos, sino, pensaba el hombre, sobre este enojoso espritu de bsqueda de la verdad que me ha dejado en la situacin en que me encuentro, y, ms an, la catedral ofreca compaa, pensaba el hombre, porque le invita a uno a ser miembro de una sociedad; grandes hombres pertenecen a ella; hay mrtires que han muerto por ella; por qu no entrar, pens, y poner esta cartera de cuero repleta de folletos ante un altar, una cruz, el smbolo de algo que se ha elevado por encima de la bsqueda, la persecucin y la unin de palabras, y se ha convertido en puro espritu, sin cuerpo, etreo, por qu no entrar?, pens, y mientras el hombre dudaba el aeroplano se alej sobre Ludgate Circus.

Era raro; era silencioso. Ni un sonido se oa por encima del trnsito. Pareca que nadie lo guiara, que volara por obra de su propia voluntad. Y ahora se alz en una curva, y suba rectamente, como algo que se elevara en xtasis, en puro deleite, y de su parte trasera surga el humo que, retorcindose, escribi una C y una A y una R.

Qu miran? pregunt Clarissa Dalloway a la doncella que le abri la puerta de su casa.

El vestbulo de su casa era fresco como una cripta. La seora Dalloway se llev la mano a los ojos, y, mientras la doncella cerraba la puerta, la seora Dalloway oy el rumor de las faldas de Lucy, y se sinti como una monja que se ha apartado del mundo y nota la sensacin de los familiares velos que la envuelven, y su reaccin a las viejas devociones. La cocinera silbaba en la cocina. Oy el tecleo de una mquina de escribir. Era su vida, y, bajando la cabeza sobre la mesa del vestbulo, se inclin bajo aquella influencia, se sinti bendita y purificada, dicindose, en el momento de coger el bloc con el mensaje telefnico escrito en l, que momentos como aqul eran brotes del rbol de la vida, flores de tinieblas, pens (como si una hermosa rosa hubiera florecido slo para sus ojos). Y ni por un momento crey en Dios, pero, pens, levantando el bloc, precisamente por ello una debe recompensar en el vivir cotidiano a los domsticos, s, a los perros y a los canarios, y sobre todo a Richard, su marido, que era la base de todode los alegres sonidos, de las verdes luces, del silbar de la cocinera, ya que la seora Walker era irlandesa y se pasaba el da silbando, una debe pagar este secreto depsito de exquisitos instantes, pens, y levant ms el bloc; mientras Lucy estaba en pie junto a ella intentando explicarle:

El seor Dalloway, seora...

Clarissa ley en el bloc: "Lady Bruton desea saber si el seor Dalloway puede almorzar con ella hoy."

El seor Dalloway, seora, me ha encargado que le dijera que hoy no almorzar en casa.

Vaya!

Y Lucy, tal como Clarissa deseaba, particip en su desilusin (aunque no en el dolor); Lucy sinti la concordia entre las dos; obedeci a la insinuacin; pens en el modo en que las gentes de la clase media aman; dor con calma su propio futuro; y, cogiendo la sombrilla de la seora Dalloway, la transport como si fuera un arma sagrada que una diosa, despus de haberse comportado honrosamente en el campo de batalla, abandona, y la coloc en el paragero.

Clarissa dijo: "No temas ms." No temas ms el ardor del sol; porque la desagradable sorpresa de que Lady Bruton hubiera invitado a almorzar a Richard sin ella hizo que el momento en que Clarissa se hallaba se estremeciera, tal como la planta en el cauce del ro siente el golpe del remo y se estremece: as se estremeci, as tembl Clarissa.

Millicent Bruton, cuyos almuerzos, segn se deca, eran extremadamente divertidos, no la haba invitado. Los celos vulgares no podan separar a Clarissa de Richard. Pero Clarissa tema al tiempo en s mismo, y haba ledo en el rostro de Lady Bruton, como si fuera un crculo tallado en impasible piedra, que la vida iba acabndose, que ao tras ao quedaba recortada su participacin en ella, que el margen que le quedaba poco poda ya ampliarse, poco poda absorber, como en los aos juveniles, los colores, las sales, los tonos de la existencia, de manera que Clarissa llenaba la habitacin en que entraba, y senta a menudo, en el momento de quedar dubitativa ante la entrada de su sala de estar, la exquisita sensacin de estar en suspenso, cual la siente el nadador que se dispone a arrojarse al mar, mientras ste se oscurece y se ilumina bajo su cuerpo, y las olas amenazan con romper, pero slo rasgan suavemente la superficie, y, al parecer, hacen rodar, ocultan e incrustan de perlas las algas.

Dej el bloc en la mesa del vestbulo. Comenz a subir despacio la escalera, como si hubiera salido de una fiesta en la que ahora este amigo, luego aqul, hubieran reflejado su propia cara, hubieran sido el eco de su voz; como si hubiera cerrado la puerta y hubiera salido y hubiera quedado sola, solitaria figura contra una noche terrible, o mejor, para ser exactos, contra la objetiva mirada de esta maana de junio; esta maana que tena para algunos la suavidad del ptalo de rosa, segn saba y segn sinti en el momento en que se detuvo junto a la ventana abierta en la escalera, cuyas cortinas ondeaban, dejando entrar los ladridos de los perros, dejando entrar, pens, sintindose repentinamente marchita, avejentada, sin pecho, la barahnda, el aliento y el florecer del da fuera de la casa, fuera de la ventana, fuera de su propio cuerpo y de su cerebro que ahora vacilaba, porque Lady Bruton, cuyos almuerzos, se deca, eran extraordinariamente divertidos, no la haba invitado.

Como una monja retirndose, o como un nio explorando una torre, fue hasta el piso superior, se detuvo ante una ventana, se dirigi al bao. All estaba el linleo verde y un grifo que goteaba. Haba un vaco alrededor del corazn de la vida; una estancia de tico. Las mujeres deben despojarse de sus ricos atavos. Al llegar el medioda deben quitarse las ropas. Pinch la almohadilla y dej el amarillo sombrero con plumas sobre la cama. Las sbanas estaban limpias, tensamente estiradas en una ancha banda que iba de un lado al otro. Su cama se hara ms y ms estrecha. La vela se haba consumido hasta su mitad, y Clarissa estaba profundamente inmersa en las Memorias del Barn Marbot. Hasta muy avanzada la noche haba ledo la retirada de Mosc. Debido a que la Cmara deliberaba hasta muy tarde, Richard haba insistido en que Clarissa, despus de su enfermedad, durmiera sin ser molestada. Y realmente ella prefera leer la retirada de Mosc. Richard lo saba. Por esto el dormitorio era una estancia de tico; la cama, estrecha; y mientras yaca all leyendo, ya que dorma mal, no poda apartar de s una virginidad conservada a travs de los partos, pegada a ella como una sbana. Bella en la adolescencia, lleg bruscamente el instantepor ejemplo, en el ro, bajo los bosques de Clievedenen que, en mritos de una contraccin de este fro espritu, Clarissa haba frustrado a Richard. Y despus en Constantinopla, y una y otra vez. Clarissa saba qu era lo que le faltaba. No era belleza, no era inteligencia. Era algo central y penetrante; algo clido que alteraba superficie y estremeca el fro contacto de hombre y mujer, o de mujeres juntas. Porque esto era algo que ella poda percibir oscuramente. Le dola, senta escrpulos cuyo origen slo Dios conoca, o, quizs, eso crea, enviados por la Naturaleza (siempre sabia); sin embargo, a veces no poda resistir el encanto de una mujer, no de una muchacha, de una mujer confesando, cual a menudo le confesaban, un mal paso, una locura. Y, tanto si se deba a piedad, o a la belleza de estas mujeres, o a que era mayor que ellas, o a una causa accidental, como un dbil aroma o un violn en la casa contigua (tan extrao es el poder de los sonidos en ciertos momentos), Clarissa senta sin lugar a dudas lo que los hombres sienten. Slo por un instante; pero bastaba. Era una sbita revelacin, un placer cual el del rubor que una intenta contener y que despus, al extenderse, hace que una ceda a su expansin, y el rubor llega hasta el ltimo confn, y all queda temblando, y el mundo se acerca, pletrico de pasmoso significado, con la presin del xtasis, rompiendo su fina piel y brotando, manando, con extraordinario alivio, sobre las grietas y las llagas. Entonces, durante este momento, Clarissa haba visto una iluminacin, una cerilla ardiendo en una planta de azafrn, un significado interior casi expresado. Pero la cercana desapareca; lo duro se suavizaba. Haba terminado el momento. Contra tales momentos (tambin con mujeres), contrastaba (en el momento de dejar el sombrero) la cama, el Barn Marbot y la vela medio consumida. Mientras yaca despierta, el suelo gema; la casa iluminada se oscureca de repente, y si levantaba la cabeza poda or el seco sonido de la manecilla de la puerta que Richard devolva con la mayor suavidad posible a su posicin originaria, y Richard suba la escalera en calcetines, y entonces, a menudo, se le caa la botella de agua caliente y lanzaba una maldicin! Y cmo rea Clarissa!

Pero esta cuestin de amar (pens, guardando la chaqueta), este enamorarse de mujeres. Por ejemplo, Sally Seton; su relacin en los viejos tiempos con Sally Seton. Acaso no haba sido amor, a fin de cuentas?

Estaba sentada en el suelosta era su primera impresin de Sally, estaba sentada en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas, fumando un cigarrillo. Dnde pudo ocurrir? En casa de los Manning? De los Kinloch-Jones? En una fiesta (aun cuando no saba con certeza dnde), ya que recordaba claramente haber preguntado al hombre en cuya compaa estaba: "Quin es sta?" Y l se lo dijo, y aadi que los padres de Sally no se llevaban bien (cunto la escandaliz que los padres se pelearan!). Pero en el curso de la velada no pudo apartar la vista de Sally. Era una extraordinaria belleza, la clase de belleza que ms admiraba Clarissa, morena, ojos grandes, con aquel aire que, por no tenerlo ella, siempre envidiaba, una especie de abandono, cual si fuera capaz de decir cualquier cosa, de hacer cualquier cosa, un aire mucho ms frecuente en las extranjeras que en las inglesas. Sally siempre deca que por sus venas corra sangre francesa, que un antepasado suyo que haba estado con Mara Antonieta y al que cortaron la cabeza, dej un anillo con un rub. Quiz fue aquel verano en que Sally se present en Bourton, para pasar unos das, y entr totalmente por sorpresa, sin un penique en el bolsillo, despus de la cena, sobresaltando de tal manera a la pobre ta Helena que nunca la perdon. En su casa se haba producido una terrible pelea. Literalmente, no tena ni un penique aquella noche en que recurri a ellos; haba empeado un broche para ir a Bourton. Haba ido all en un brusco impulso, en un arrebato. Y estuvieron hablando hasta altas horas de la noche. Sally fue quien le hizo caer en la cuenta, por vez primera, de lo plcida y resguardada que era la vida en Bourton. Clarissa no saba nada acerca de sexualidad, nada acerca de problemas sociales. En una ocasin vio a un viejo caer muerto en un campo; haba visto vacas inmediatamente despus de tener cra. Pero a ta Helena nunca le gustaron las discusiones, fueran del tema que fueren (cuando Sally le dio a Clarissa el William Morris, tuvo que forrarlo con papel color pardo). Hora tras hora estuvieron sentadas, hablando, en el dormitorio del ltimo piso de la casa, hablando de la vida, de cmo iban a reformar el mundo. Queran fundar una sociedad que aboliera la propiedad privada, y realmente escribieron una carta, aunque no la mandaron. Las ideas eran de Sally, desde luego, pero muy pronto Clarissa qued tan entusiasmada como la propia Sally, y lea a Platn en cama antes del desayuno, lea a Morris, lea a Shelley a todas horas.

La fuerza de Sally, sus dones, su personalidad eran pasmosas. Por ejemplo, estaba lo que haca con las flores. En Bourton siempre tenan pequeos y rgidos jarrones a lo largo de la mesa. Pues Sally sali, cogi malvas, daliastodo gnero de flores que jams haban sido vistas juntas, les cort la cabeza, y las arroj a unos cuencos con agua, donde quedaron flotando. El efecto fue extraordinario, al entrar a cenar, al ocaso. (Desde luego, ta Helena consider cruel tratar as a las flores.) Despus Sally olvid la esponja, y corri por el pasillo desnuda. Y aquella lgubre y vieja criada, Ellen Atkins, anduvo quejndose: "Y si algn caballero la hubiera visto, qu?" Sally, realmente, escandalizaba. Era desaliada, deca pap.

Lo raro ahora, al recordarlo, era la pureza, la integridad, de sus sentimientos, hacia Sally. No eran como los sentimientos hacia un hombre. Se trataba de un sentimiento completamente desinteresado, y adems tena una caracterstica especial que slo puede darse entre mujeres, entre mujeres recin salidas de la adolescencia. Era un sentimiento protector, por parte de Clarissa; naca de cierta sensacin de estar las dos acordes, aliadas, del presentimiento de que algo forzosamente las separara (siempre que hablaban de matrimonio, lo hacan como si se tratara de una catstrofe, lo cual conduca a aquella actitud de caballeroso paladn, a aquel sentimiento de proteccin, ms fuerte en Clarissa que en Sally). En aquellos das, Sally se comportaba como una total insensata; por alarde, hacia las cosas ms idiotas: recorra en bicicleta el parapeto que limitaba la terraza; fumaba cigarros. Absurda, era muy absurda. Pero su encanto resultaba avasallador, al menos para Clarissa, y recordaba los momentos en que, de pie en su dormitorio, en el ltimo piso de la casa, con la botella de agua caliente en las manos, deca en voz alta: "Sally est bajo este techo. . . ! Est bajo este techo!"

No, ahora las palabras no significaban nada para ella. Ni siquiera poda percibir el eco de su antigua emocin. Pero recordaba los escalofros de excitacin, y el peinarse en una especie de xtasis (ahora la vieja sensacin comenz a regresar a ella, en el momento en que se quitaba las horquillas del pelo y las dejaba en la mesa tocador para arreglarse el peinado), con las cornejas ascendiendo y descendiendo en la luz rosada del atardecer, y bajar la escalera, y al cruzar la sala, sentir que "si muriera ahora, sera sumamente feliz". Este era su sentimiento, el sentimiento de Otelo, y lo senta, estaba convencida de ello, con tanta fuerza como Shakespeare quiso que Otelo lo sintiera, todo porque haba bajado a cenar, con un vestido blanco, para encontrarse con Sally Seton!

Ella iba vestida de tul color rosado, era posible? De todos modos, pareca todo luz, todo esplendor, como un pjaro o como un levsimo plumn que, llevado por el viento, se posa un instante en una zarza. Pero nada hay tan raro, cuando se est enamorada (y qu era aquello sino amor?), como la total indiferencia de los dems. La ta Helena desapareci despus de la cena; pap lea el peridico. Peter Walsh quizs estuviera all, y la vieja seorita Cummings; Joseph Breitkopf s estaba, sin la menor duda, ya que iba todos los veranos, pobre viejo, para pasar all semanas y semanas, y finga ensear alemn a Clarissa, aunque en realidad se dedicaba a tocar el piano y a cantar obras de Brahms con muy poca voz.

Todo lo anterior era como un paisaje de fondo para Sally. Estaba en pie, junto al hogar, hablando con aquella voz tan hermosa que cuanto deca sonaba como una caricia, y se diriga a pap, que haba comenzado a sentirse atrado un tanto en contra de su voluntad (nunca pudo olvidar que, despus de prestar uno de sus libros a Sally, lo encontr empapado en la terraza), cuando de repente Sally dijo: "Qu vergenza estar sentados dentro!", y todos salieron a la terraza y pasearon arriba y abajo. Peter Walsh y Joseph Breitkopf siguieron hablando de Wagner. Clarissa y Sally les seguan, un poco rezagadas. Entonces se produjo el momento ms exquisito de la vida de Clarissa, al pasar junto a una hornacina de piedra con flores. Sally se detuvo; cogi una flor; bes a Clarissa en los labios. Fue como si el mundo entero se pusiera cabeza abajo! Los otros haban desaparecido; estaba a solas con Sally. Y tuvo la impresin de que le hubieran hecho un regalo, envuelto, y que le hubieran dicho que lo guardara sin mirarlo, un diamante, algo infinitamente precioso, envuelto, que mientras hablaban (arriba y abajo, arriba y abajo) desenvolvi, o cuyo envoltorio fue traspasado por el esplendor, la revelacin, el sentimiento religioso, hasta que el viejo Joseph y Peter Walsh aparecieron frente a ellas.

Contemplando las estrellas?dijo Peter.

Fue como darse de cara contra una pared de granito en la oscuridad! Fue vergonzoso! Fue horrible!

No por ella. Slo sinti que Sally era ahora maltratada, sinti la hostilidad de Peter, sus celos, su decisin de entrometerse en la camaradera de ellas dos. Vio todo lo anterior como se ve un paisaje a la luz de un relmpago. Y Sally (jams la admir tanto!) sigui valerosamente invicta. Ri. Invit al viejo Joseph a que le dijera el nombre de las estrellas, y l lo hizo con toda seriedad. Sally qued all, en pie, prestando atencin. Oy los nombres de las estrellas.

"Qu horror!", se dijo Clarissa, como si hubiera sabido en todo momento que algo interrumpira, amargara, su instante de felicidad.

Sin embargo fue mucho lo que despus lleg a deberle a Peter Walsh. Siempre que pensaba en l recordaba sus peleas suscitadas por cualquier causa, quiz motivadas por lo mucho que Clarissa deseaba la buena opinin de Peter. Le deba palabras como "sentimental", "civilizado". Todos los das de Clarissa comenzaban como si Peter fuera su guardin. Un libro era sentimental; una actitud ante la vida era sentimental. "Sentimental", quiz Clarissa fuera "sentimental" por pensar en el pasado. Qu pensara Peter, se pregunt Clarissa, cuando regresara?

Qu haba envejecido? Lo dira, o acaso Clarissa vera, cuando Peter regresara, que pensaba que haba envejecido? Era cierto. Desde su enfermedad se haba quedado con el cabello casi blanco.

Al dejar el broche sobre la mesa, sinti un sbito espasmo, como si, mientras meditaba, las heladas garras hubieran tenido ocasin de clavarse en ella. Todava no era vieja. Acababa de entrar en su quincuagsimo segundo ao. Le quedaban meses y meses de aquel ao, intactos. Junio, julio, agosto! Todos ellos casi enteros, y, como si quisiera atrapar la gota que cae, Clarissa (acercndose a la mesa de vestirse) se sumi en el mismsimo corazn del momento, lo dej clavado, all, el momento de esta maana de junio en la que haba la presin de todas las otras maanas, viendo el espejo, la mesilla, y todos los frascos, concentrando todo su ser en un punto (mientras miraba el espejo), viendo la delicada cara rosada de la mujer que aquella misma noche dara una fiesta, de Clarissa Dalloway, de s misma.

Cuntos millones de veces haba visto su rostro y siempre con la misma imperceptible contraccin! Oprima los labios, cuando se miraba al espejo. Lo haca para dar a su cara aquella forma puntiaguda. As era ella: puntiaguda, aguzada, definida. As era ella, cuando un esfuerzo, una invitacin a ser ella misma, juntaba las diferentes partesslo ella saba cun diferentes, cun incompatibles, y quedaban componiendo ante el mundo un centro, un diamante, una mujer que estaba sentada en su sala de estar y constitua un punto de convergencia, un esplendor sin duda en algunas vidas aburridas, quizs un refugio para los solitarios; haba ayudado a gente joven que le estaba agradecida. Haba intentado ser siempre la misma, no mostrar jams ni un signo de sus otras facetas, deficiencias, celos, vanidades, sospechas, cual esta de Lady Bruton que no la haba invitado a almorzar; lo cual, pens (peinndose por fin), era de una bajeza sin nombre! Bueno, y dnde estaba el vestido?

Sus vestidos de noche colgaban en el armario. Clarissa hundi la mano en aquella suavidad, descolg cuidadosamente el vestido verde y lo llev a la ventana. Estaba rasgado. Alguien le haba pisado el borde de la falda. En la fiesta de la embajada haba notado que el vestido ceda en la parte de los pliegues. A la luz artificial el verde brillaba, pero ahora, al sol, perda su color. Lo arreglara ella misma. Las criadas tenan demasiado trabajo. Se lo pondra esta noche. Cogera las sedas, las tijeras, el qu?el dedal, naturalmente, y bajara a la sala de estar, porque tambin tena que escribir, y vigilar para que todo estuviera ms o menos en orden.

Es raro, pens detenindose en lo alto de la escalera y reuniendo aquella forma de diamante, aquella persona unida, es raro el modo en que la duea de una casa conoce el instante por el que la casa pasa, su humor del momento. Leves sonidos se elevaban en espiral por el hueco de la escalera: el murmullo de un pao mojado, un martilleo, golpes con la mano, cierta sonoridad cuando la puerta principal se abra, tintineo de la plata sobre una bandeja. Plata limpia para la fiesta. Todo era para la fiesta.

(Y Lucy, entrando en la sala con la bandeja en las manos, puso los gigantescos candelabros en la repisa del hogar, con la urna de plata en medio, y orient el delfn de cristal hacia el reloj. Acudiran; estaran en pie; hablaran en el tono pulido que Lucy saba imitar, las damas y los caballeros. Y, de entre todos, su ama era la ms bella; ama de plata, de lencera, de porcelana; y el sol, la plata, las puertas desmontadas, los empleados de Rumpelmayer, todo le daba la sensacin, mientras dejaba la daga de cortar papel en la mesa con incrustaciones, de algo logrado. Mirad! Mirad!, dijo, dirigindose a sus viejas amigas de la panadera, en donde trabaj por vez primera en su vida, en Caterham, mientras se contemplaba disimuladamente en el espejo. Lucy era Lady ngela atendiendo a la Princesa Mary, en el instante en que entr la seora Dalloway.)

Oh, Lucy dijo Clarissa, qu limpia est la plata!

Les gust la comedia de anoche?dijo, mientras volva a poner en postura vertical el delfn. Tuvieron que irse antes de que terminaradijo. Tenan que estar de vuelta a las diez!dijo. No saben cmo terminadijo. Es un poco duro realmentedijo (sus sirvientas podan llegar ms tarde, si pedan permiso) . Qu lstima dijo, cogiendo el almohadn rado que estaba en medio del sof, y ponindolo en manos de Lucy, y dndole un leve empujn, y gritando: Llveselo! Dselo a la seora Walker de mi parte! Llveselo!

Y Lucy se detuvo en la puerta de la sala, sosteniendo el almohadn, y pregunt muy tmidamente, ponindose ligeramente colorada, si poda ayudarla quizs a remendar la rotura del vestido.

Muchas gracias, Lucy, oh, muchas graciascontest la seora Dalloway.

Y gracias, gracias, sigui diciendo (sentndose en el sof con el vestido sobre las rodillas, con las tijeras y las sedas), gracias, gracias, sigui diciendo, agradecida en trminos generales a sus sirvientas por ayudarla a ser as, a ser como deseaba, dulce y generosa. Las sirvientas le tenan simpata. Y luego este vestido, dnde estaba la rotura? y ahora tena que enhebrar la aguja. Era uno de sus vestidos favoritos, hecho por Sally Parker, casi el ltimo que confeccion, porque Sally se haba retirado, viva en Ealing, y si tengo un momento, pens Clarissa (pero ya no volvera a tener un momento), ir a verla a Ealing. S, porque era todo un personaje, pens Clarissa, una verdadera artista. Un poco excntricos, s, eran sus pensamientos, pero sus vestidos nunca fueron raros. Una poda llevarlos en Hatfield; en el Palacio de Buckingham. Los haba llevado en Hatfield; en el Palacio de Buckingham.

La paz envolvi a Clarissa, la calma, la satisfaccin, mientras la aguja, juntando suavemente la seda de elegante cada, una los verdes pliegues y los cosa, muy lentamente, a la cintura. De la misma manera en los das de verano las olas se juntan, se abalanzan y caen; se juntan y caen; y el mundo entero parece decir "esto es todo" con ms y ms gravedad, hasta que incluso el corazn en el cuerpo que yace al sol en la playa tambin dice esto es todo. No temas ms, dice el corazn. No temas ms, dice el corazn, confiando su carga a algn mar que suspira colectivamente por todas las penas, y renueva, comienza, junta, deja caer. Y slo el cuerpo presta atencin a la abeja que pasa; la ola rompiendo; el perro ladrando, ladrando y ladrando a lo lejos.

El timbre de la puerta principal! exclam Clarissa, deteniendo la aguja. Y, alertada, escuch.

La seora Dalloway me recibirdijo en el vestbulo el hombre de mediana edad. S, s, a m me recibirrepiti, mientras con benevolencia echaba a Lucy a un lado, y muy de prisa, corriendo, empezaba a subir la escalera. S, s, smurmuraba mientras suba corriendo la escalera. Me recibir. Despus de haber pasado cinco aos en la India, Clarissa me recibir.

Quin puede. . .? Quin puede. . .? pregunt Clarissa.

(Lo dijo pensando que era indignante que la interrumpieran a las once de la maana del da en que daba una fiesta.) Haba odo pasos en la escalera. Oy una mano en la puerta. Intent ocultar el vestido, como una virgen protegiendo la castidad, resguardando su intimidad. Ahora la manecilla de bronce gir. Ahora la puerta se abri, y entr. . . durante un segundo no pudo recordar cmo se llamaba!, tan sorprendida qued al verle, tan contenta, tan intimidada, tan profundamente sorprendida de que Peter Walsh la visitara inesperadamente aquella maana! (No haba ledo su carta.)

Qu tal, cmo ests? dijo Peter Walsh, temblando de veras, cogiendo las dos manos de Clarissa, besndole ambas manos.

Ha envejecido, pens Peter Walsh sentndose. No le dir nada, pens, porque ha envejecido. Me est mirando, pens, bruscamente dominado por la timidez, a pesar de que le haba besado las manos. Se meti la mano en el bolsillo, sac un cortaplumas grande y lo abri a medias.

Exactamente igual, pens Clarissa; el mismo extrao aspecto; el mismo traje a cuadros; su cara parece un poco alterada, un poco ms delgada, un poco ms seca quiz, pero tiene un aspecto magnfico, y es el mismo de entonces.

Qu maravilloso volverte a ver!exclam.

Peter abri del todo el cortaplumas. Muy propio de l, pens Clarissa.

Anoche lleg a la ciudad, dijo l; hubiera debido irse al campo inmediatamente; y qu novedades haba?, cmo estaban todos?, Richard?, Elizabeth?

Qu significa esto?dijo, indicando con el cortaplumas el vestido verde.

Va muy bien vestido, pens Clarissa; sin embargo, siempre me critica.

Aqu est, remendando un vestido; remendando un vestido, como de costumbre, pens Peter Walsh; aqu ha estado sentada todo el tiempo que yo he estado en la India; remendando el vestido; entretenindose; yendo a fiestas; corriendo a la Cmara y regresando y todo lo dems, pens, mientras iba irritndose ms y ms, agitndose ms y ms, porque nada hay en el mundo tan malo para algunas mujeres como el matrimonio, pens y la poltica; y tener un marido conservador, como el admirable Richard. As es, as es, pens, cerrando el cuchillo con un seco sonido.

Richard est muy biendijo Clarissa. Richard est en un comit.

Abri las tijeras y le pregunt si le molestaba que terminara de hacer lo que estaba haciendo con el vestido, ya que aquella noche daba una fiesta.

A la que no te invitar, mi querido Peter!

Pero fue delicioso orle decir aquello: mi querido Peter! En realidad, todo era delicioso: la plata, las sillas... todo era tan delicioso!

Y por qu no iba a invitarle a la fiesta?, pregunt.

Desde luego, pens Clarissa, es encantador! Totalmente encantador! Ahora recuerdo lo dificilsimo que fue tomar la decisin. Y por qu tom la decisin de no casarme con l, aquel verano?, se pregunt.

Es extraordinario que hayas venido esta maana! grit Clarissa, poniendo las manos una encima de la otra sobre el vestido. Recuerdas cmo batan las persianas, en Bourton?

Efectivamente, batan.

Y record desayunar solo, muy intimidado, con el padre de Clarissa; y el padre haba muerto; y Peter Walsh no haba escrito a Clarissa. Pero la verdad era que nunca se haba llevado bien con el viejo Parry, aquel viejo y flojo quejumbroso, el padre de Clarissa, Justin Parry.

A menudo deseo haberme llevado mejor con tu padredijo.

Pap nunca tuvo simpata hacia ninguno de mis. . . de nuestros amigos.

Y de buena gana se hubiera Clarissa mordido la lengua por haber recordado con estas palabras a Peter Walsh el que se hubiera querido casar con ella.

Desde luego, quise hacerlo, pens Peter Walsh; casi me destroz el corazn, pens; y qued dominado por su propia pena, que se alz como una luna que se contempla desde una terraza, horriblemente hermosa en la luz del da naufragante. Jams he sido tan desdichado, pens. Y, como si de veras estuviera sentado en la terraza, se inclin un poco hacia Clarissa; adelant la mano; la levant; la dej caer. All arriba, sobre ellos, colgaba aquella luna. Tambin Clarissa pareca estar sentada con l en la terraza, a la luz de la luna.

Ahora es de Herbertdijo Clarissa. Ahora nunca voy all.

Entonces, tal como ocurre en una terraza a la luz de la luna, cuando una persona comienza a sentirse avergonzada de estar ya aburrida, y sin embargo la otra est sentada en silencio, muy tranquila, mirando con tristeza la luna, y la primera prefiere no hablar, mueve el pie, se aclara la garganta, advierte la existencia de una voluta de hierro en la pata de una mesa, toca una hoja, pero no dice nada, as se comport Peter Walsh ahora. S, porque, a santo de qu regresar al pasado?, pens. Por qu inducirle a volver a pensar en el pasado? Por qu hacerle sufrir, despus de haberle torturado de manera tan infernal? Por qu?

Recuerdas el lago?pregunt Clarissa.

Lo dijo en voz brusca, bajo el peso de una emocin que le atenazaba el corazn, que daba rigidez a los msculos de la garganta, y que contrajo sus labios en un espasmo al pronunciar la palabra "lago". S, porque era una nia que arrojaba pan a los patos, entre sus padres, y al mismo tiempo una mujer mayor que acuda al lado de sus padres, que estaban en pie junto al lago, y ella iba con su vida en brazos, vida que, a medida que se acercaba a sus padres, creca ms y ms en sus brazos, hasta llegar a ser una vida entera, una vida completa, que puso ante ellos, diciendo: "Esto es lo que he hecho con mi vida! Esto!" Y qu haba hecho con ella? Realmente, qu? Sentada all, cosiendo, esta maana, en compaa de Peter Walsh.

Mir a Peter Walsh; su mirada, pasando a travs de aquel tiempo y de aquella emocin, le alcanz dubitativa se pos llorosa en l, se alz y se alej en un revoloteo, cual un pjaro que toca una rama y se alza y se aleja revoloteando. Con gran sencillez, se sec los ojos.

Sdijo Peter. S, s, sdijo, como si Clarissa sacara a la superficie algo que causaba verdadero dolor a medida que ascenda.

Basta, basta!, deseaba gritar Peter. Porque no era viejo; su vida no haba terminado; no, ni mucho menos. Haca poco que haba cumplido los cincuenta. Se lo digo o no?, pens. De buena gana se desahogara contndoselo todo. Pero es demasiado fra, pens; cosiendo, con sus tijeras; Daisy pareca vulgar, al lado de Clarissa. Y pensara que soy un fracasado, y es cierto que lo soy segn ellos, pens; segn los Dalloway. No tena la menor duda al respecto; era un fracasado, al lado de todo aquellola mesa con incrustaciones, el ornamental cortapapeles, el delfn y los candelabros, la tapicera de las sillas y los viejos y valiosos grabados ingleses a todo color, era un fracasado! Detesto la presuntuosa complacencia de todo esto, pens; es cosa de Richard, no de Clarissa; pero Clarissa se cas con l. (En este instante Lucy entr en la estancia con plata, ms plata, pero su aspecto era encantador, esbelto y grcil, pens Peter, cuando se inclin para dejar la plata.) Y as han vivido constantemente!, pens, semana tras semana; la vida de Clarissa; en tanto que yo, pens; e inmediatamente todo pareci irradiar de l: viajes, cabalgadas, peleas, aventuras, partidas de bridge, amores, trabajo, trabajo, trabajo!, y sac el cortaplumas sin el menor disimulo, el viejo cortaplumas con cachas de cuerno que Clarissa poda jurar haba tenido en el curso de aquellos treinta aos, y crisp sobre l la mano.

Qu costumbre tan extraordinaria, pens Clarissa; siempre jugando con un cuchillo. Y siempre, tambin, hacindola sentirse una frvola, de mente vaca, una simple charlatana atolondrada. Pero tambin yo tengo la culpa, pens, y, cogiendo la aguja, llam, como una reina cuyos guardianes se han dormido y la han dejado sin proteccin (haba quedado sorprendida por aquella visita, visita que la haba alterado), de manera que cualquiera puede acercarse y mirarla, mientras yace con las zarzas mecindose sobre su cuerpo, llam en su ayuda a las cosas que haca, las cosas que le gustaban, su marido, Elizabeth, ella misma, cosas que ahora Peter apenas conoca, para que acudieran todas a ella y derrotaran al enemigo.

Bien, y qu has hecho en estos aos?dijo.

De igual manera, antes de que la batalla comience, los caballos patean el suelo, alzan la cabeza, reluce la luz en sus ijares, curvan el cuello. De la misma manera, Peter Walsh y Clarissa, sentados el uno al lado del otro en el sof azul, se desafiaban. En el interior de Peter Walsh, piafaban y se alzaban sus poderes. Procedentes de distintas zonas, reuni toda suerte de cosas: alabanzas, su carrera en Oxford, su matrimonio del que Clarissa nada saba, lo que haba amado, y el haber llevado a cabo su tarea.

Millones de cosas! exclam.

Y, estimulado por aquel conjunto de poderes que ahora embestan en todas direcciones y le daban la sensacin terrorfica, y al mismo tiempo extremadamente excitante, de ser transportado en volandas sobre los hombros de gente a la que l no poda ver, se llev las manos a la frente.

Clarissa, muy erguida, contuvo el aliento.

Estoy enamoradodijo Peter Walsh.

Pero no lo dijo a Clarissa, sino a aquella mujer levantada en la oscuridad para que uno no pudiera tocarla y se viera obligado a dejar la guirnalda en el csped, en la oscuridad.

Enamoradorepiti, dirigindose ahora con cierta sequedad a Clarissa Dalloway. Enamorado de una muchacha en la India.

Haba depositado su guirnalda. Clarissa poda hacer lo que quisiera con ella.

Enamorado!dijo Clarissa.

A su edad, con su corbatita de lazo, aplastado por aquel monstruo! Y tiene el cuello descarnado, las manos rojas, y es seis meses mayor que yo! Lo pens con los ojos destellantes, pero en su corazn sinti, de todas maneras: est enamorado. Tiene esto, sinti; est enamorado.

Pero el indomable egotismo que constantemente derriba a las huestes que se le oponen, el ro que dice adelante, adelante, adelanteaunque reconoce que podemos no tener una meta, no por ello deja de decir adelante, este indomable egotismo dio color a las mejillas de Clarissa, la hizo parecer muy joven, muy sonrosada, con los ojos muy brillantes, mientras estaba sentada con el vestido sobre las rodillas, la aguja junto al borde de la seda verde, temblando un poco. Estaba enamorado! No de ella. De alguna mujer ms joven, naturalmente.

Y quin es ella?pregunt.

Ahora aquella estatua sera arrancada de su pedestal, y quedara en el suelo, entre los dos.

Una mujer casada, por desdicha. La esposa de un mayor del Ejrcito de la India.

Y, con curiosamente irnica dulzura, Peter Walsh sonri al colocar en tan ridcula postura a aquella mujer ante Clarissa.

(De todos modos, est enamorado, pens Clarissa.)

Tiene dos hijos de corta edadprosigui Peter Walsh muy razonable, chico y chica. Y he venido para ver a mis abogados, por lo del divorcio.

Aqu estn!, pens Peter. Haz con ellos lo que quieras, Clarissa! Aqu estn! Y, segundo a segundo, le pareca que la esposa del mayor del Ejrcito de la India (su Daisy) y sus hijos de corta edad se transformaban en seres ms y ms adorables a medida que Clarissa los miraba; como si l hubiera puesto una bolita gris en una bandeja, y se hubiera alzado un hermoso rbol en el salado y puro aire de su intimidad (ya que, en cierta manera, nadie le entenda tan bien, nadie senta tan al unsono con l, como Clarissa), su exquisita intimidad.

Aquella mujer halagaba a Peter, le engaaba, pens Clarissa, dando forma a la mujer, la esposa de