36
Marzo 2008 Número 447 Zen ISSN: 0185-3716 Jorge Luis Borges Bodhidharma D. T. Suzuki Ming-pen James H. Austin Víctor Kuri Gil Marguerite Yourcenar Yukio Mishima Nicolás Gómez Dávila Entrevista a Sergio Pitol Poema Matsuo Basho

Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

  • Upload
    buicong

  • View
    232

  • Download
    4

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

Marzo 2008 Número 447

Zen

ISSN

: 018

5-37

16

■ Jorge Luis Borges

■ Bodhidharma

■ D. T. Suzuki

■ Ming-pen

■ James H. Austin

■ Víctor Kuri Gil

■ Marguerite Yourcenar

■ Yukio Mishima

■ Nicolás Gómez Dávila

■ Entrevista a Sergio Pitol

Poema

■ Matsuo Basho

Page 3: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 1

SumarioPoema 3

Matsuo BashoEl Budismo 4

Jorge Luis BorgesLa entrada en el Camino por el fundador del Zen 6

BodhidharmaLos Diez Cuadros del Pastoreo del Buey, I 7

D. T. SuzukiLo similar y lo diferente 12

Ming-penMisticismo, Zen, Religión y Neurociencia 13

James H. AustinUn maestro chino 17

Víctor Kuri GilDe cómo fue salvado Wang-Fo 19

Marguerite YourcenarMis últimos veinticinco años 24

Yukio MishimaEl reaccionario auténtico 26

Nicolás Gómez DávilaEntrevista a Sergio Pitol 29

Ernesto Herrera y Moramay H. KuriEl Derecho Penal a juicio. Diccionario crítico,(coordinadores Gerardo Laveagay Alberto Lujambio) 31

Por Juan Carlos Gómez Martínez

Ilustración de portada: Retrato de Bashopor Buson.

Ilustraciones de interiores tomadas del libro El arte chino de Lubor Hájek, editado por el fce, 1966.

Page 4: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Juan Carlos Rodrí-guez, Joaquín Díez-Canedo, Citla li Marroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Bel-trán Félix.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónErnesto Ramírez Morales

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 447, marzo 2008

¿Qué es el zen? No es precisamente una religión, tampoco una fi losofía a secas, ni siquiera podemos decir que es una vía espiritual, porque el propio concepto de espí-ritu se desvanece —al igual que todos los objetos que conforman nuestras vidas— cuando la mente iluminada lo nombra. Entonces ¿cómo abordar esta enigmática vi-sión del mundo? La respuesta es tan sencilla como compleja: debemos “abandonar todas las suposiciones”. Éste es el gran poder y la penetrante inteligencia que desplie-ga el pensamiento zen. No dar nada por sentado, excepto, tal vez, la propia “nada”, e incluso ésta debe quedarse en una especie de suspensión del juicio. Los maestros zen enseñan que el Camino carece de direcciones determinadas; es más, enseñan que la iluminación es una cuestión absolutamente personal y que ningún precepto que ellos esgriman sirve de algo. El iluminado es aquel que, de súbito, se percata de que todo lo que lo rodea —incluidos sus pensamientos— es una ilusión. Pero esto no quiere decir que se niegue la existencia y ya. La vida sigue su curso, y el iluminado continúa su vida como un hombre más, pero con una pequeña diferencia: él ya no está atrapa-do por los condicionamientos, los apegos y las necesidades de la llamada “realidad”. No hay bien ni mal. El bien y el mal son productos del deseo del hombre por tratar de darle sentido al entorno en el que vive. Para el zen, no pasan de ser un soplo en la penumbra. Se dice que el objetivo del zen, o chan en chino, o dhyana en sánscrito (las tres palabras signifi can “meditar”), es vaciar la mente y encontrar el origen común de todo, el “vacío” del que deriva la exuberante sucesión de objetos y eventos que tejen la trama del diario transcurrir. Pero “vacío” no tiene la misma connotación que para un occidental común y corriente, es decir, no es una ausencia de objetos. “Vacío” es una simple palabra para sugerir o señalar algo que es innombrable, irrepresentable, pero que a la vez es pura plenitud. Hoy en día, cuando la estrechez de miras moder-na y occidental promete instaurarse como la única soberana, el pensamiento zen, en cambio, se perfi la como un necesario respiro de inteligencia y paz.

Este número de La Gaceta apuesta por este “respiro”, y para ello presenta algunas de las voces más apreciables del zen. Dos grandes maestros, Bodhidharma y Ming-pen nos muestran el sentido originario del zen, sin ningún tipo de interpretaciones occidentalizadas. Jorge Luis Borges hace una breve narración del inicio del budismo zen. D. T. Suzuki comenta los cuadros del maestro Kaku-an Shi-en. James H. Austin relaciona el zen, el misticismo y el cerebro. Víctor Kuri realiza un espléndido retrato del maestro chino Lu K’uan Yü. Marguerite Yourcenar nos deleita con su entrañable personaje Wang-Fo.

Pero, siguiendo los preceptos del zen, donde incluso las cosas más disímiles están conectadas, también se incluyeron otros textos, de temas diversos. Yukio Mishima hace una crítica feroz a los valores modernos y occidentales. El colombiano Nicolás Gómez Dávila, de quien Gabriel García Márquez dijo alguna vez: “si yo no fuera comunista pensaría en todo y para todo como él”, probablemente uno de los ensayis-tas más importantes y más olvidados de Latinoamérica, nos regala un texto extraor-dinario titulado El reaccionario auténtico. Y por último, contamos con una entrevista a Sergio Pitol, para celebrar su cumpleaños 75. G

Page 5: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 3

Poema*Matsuo Basho

* Matsuo Basho, Sendas de Oku, traducción de Octavio Paz y Eiki-chi Hayashiya, fce, México, 2005.

Page 6: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

4 la Gaceta número 447, marzo 2008

El Budismo*Jorge Luis Borges

Llegamos ahora al budismo zen y a Bodhidharma. Bodhidhar-ma fue el primer misionero, en el siglo sexto. Bodhidharma se traslada de la India a la China y se encuentra con un emperador que había fomentado el budismo y le enumera monasterios y santuarios y le informa del número de neófi tos budistas. Bod-hidharma le dice: “Todo eso pertenece al mundo de la ilusión; los monasterios y los monjes son tan irreales como tú y como yo”. Después se va a meditar y se sienta contra una pared.

La doctrina llega al Japón y se ramifi ca en diversas sectas. La más famosa es la zen. En la zen se ha descubierto un proce-dimiento para llegar a la iluminación. Sólo sirve después de años de meditación. Se llega bruscamente; no se trata de una serie de silogismos. Uno debe intuir de pronto la verdad. El procedimiento se llama satori y se trata de un hecho brusco, que está más allá de la lógica.

Nosotros pensamos siempre en términos de sujeto, objeto, causa, efecto, lógico, ilógico, algo y su contrario; tenemos que rebasar esas categorías. Según los doctores de la zen, llegar a la verdad por una intuición brusca, mediante una respuesta ilógi-ca. El neófi to pregunta al maestro qué es el Buddha. El maes-tro le responde: “El ciprés es el huerto”. Una contestación del todo ilógica que puede despertar la verdad. El neófi to pregun-ta por qué Bodhidharma vino del Oeste. El maestro puede responder: “Tres libras de lino”. Estas palabras no encierran un sentido alegórico; son una respuesta disparatada para desper-tar, de pronto, la intuición. Puede ser un golpe, también. El discípulo puede preguntar algo y el maestro puede contestar con un golpe. Hay una historia —desde luego tiene que ser legendaria— sobre Bodhidharma.

A Bodhidharma lo acompañaba un discípulo que le hacía preguntas y Bodhidharma nunca contestaba. El discípulo tra-taba de meditar y al cabo de un tiempo se cortó el brazo iz-quierdo y se presentó ante el maestro como una prueba de que quería ser su discípulo. Como una prueba de su intención se mutiló deliberadamente. El maestro, sin fi jarse en el hecho, que al fi n de todo era un hecho físico, un hecho ilusorio, le dijo: “¿Qué quieres?”. El discípulo le respondió: “He estado buscando mi mente durante mucho tiempo y no la he encon-trado”. El maestro resumió: “No la has encontrado porque no existe”. En ese momento el discípulo comprendió la verdad, comprendió que no existe el yo, comprendió que todo es irreal. Aquí tenemos, más o menos, lo esencial del budismo zen.

Es muy difícil exponer una religión, sobre todo una religión que uno no profesa. Creo que lo importante no es que vivamos el budismo como un juego de leyendas, sino como una disci-plina; una disciplina que está a nuestro alcance y que no exige de nosotros el ascetismo. Tampoco nos permite abandonarnos a las licencias de la vida carnal. Lo que nos pide es la medita-ción, una meditación que no tiene que ser sobre nuestras cul-pas, sobre nuestra vida pasada.

Uno de los temas de meditación del budismo zen es pensar que nuestra vida pasada fue ilusoria. Si yo fuera un monje bu-dista pensaría en este momento que he empezado a vivir ahora, que toda la vida anterior de Borges fue un sueño, que toda la historia universal fue un sueño. Mediante ejercicios de orden intelectual nos iremos liberando de la zen. Una vez que com-prendamos que el yo no existe, no pensaremos que el yo puede ser feliz o que nuestro deber es hacerlo feliz. Llegaremos a un estado de calma. Eso no quiere decir que el nirvana equivalga a la sensación del pensamiento y una prueba de ello estaría en la leyenda del Buddha. El Buddha, bajo la higuera sagrada, llega al nirvana, y, sin embargo, sigue viviendo y predicando la ley durante muchos años.

¿Qué signifi ca llegar al nirvana? Simplemente, que nuestros actos ya no arrojan sombras. Mientras estamos en este mundo estamos sujetos al karma. Cada uno de nuestros actos entreteje esa estructura mental que se llama karma. Cuando hemos lle-gado al nirvana nuestros actos ya no proyectan sombras, esta-mos libres. San Agustín dijo que cuando estamos salvados no tenemos por qué pensar en el bien o en el mal. Seguiremos obrando el bien, sin pensar en ello.

¿Qué es el nirvana? Buena parte de la atención que ha sus-citado el budismo en el Occidente se debe a esta hermosa pa-labra. Parece imposible que la palabra nirvana no encierre algo precioso. ¿Qué es el nirvana, literalmente? Es extinción, apa-gamiento. Se ha conjeturado que cuando alguien alcanza el nirvana, se apaga. Pero cuando muere, hay gran nirvana, y entonces, la extinción. Contrariamente, un orientalista austria-co hace notar que el Buddha usaba la física de su época, y la idea de la extinción no era entonces la misma que ahora: por-que se pensaba que una llama, al apagarse, no desaparecía. Se pensaba que la llama seguía viviendo, que perduraba en otro estado, y decir nirvana no signifi caba forzosamente la extin-ción. Puede signifi car que seguimos de otro modo. De un modo inconcebible para nosotros. En general, las metáforas de los místicos son metáforas nunciales, pero las de los budistas son distintas. Cuando se habla del nirvana no se habla del vino del nirvana o de la rosa del nirvana o del abrazo del nirvana. Se

* Fragmento de “El budismo” de Jorge Luis Borges, en Siete noches, fce, México, 2001

Page 7: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 5

lo compara, más bien, con una isla. Con una isla fi rme en me-dio de las tormentas. Se lo compara con una alta torre; puede comparárselo con un jardín, también. Es algo que existe por su cuenta, más allá de nosotros.

Lo que he dicho hoy es fragmentario. Hubiera sido absurdo que yo expusiera una doctrina a la cual he dedicado tantos años

—y de la cual he entendido poco, realmente— con ánimo de mostrar una pieza de museo. Para mí el budismo no es una pieza de museo: es un camino de salvación. No para mí, pero para millones de hombres. Es la religión más difundida del mundo y creo haberla tratado con todo respeto, al exponerla esta noche. G

Page 8: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

6 la Gaceta número 447, marzo 2008

La entrada en el Caminopor el fundador del Zen*Bodhidharma

Para entrar en el camino hay muchas vías, pero esencialmente son de dos clases, designadas como el principio y la conducta.

Entrar a través del principio consiste en alcanzar la fuente por medio de las enseñanzas y la profunda creencia de que todos los seres vivos tienen la misma y verdadera naturaleza esencial, pero está velada por los elementos exteriores y las ideas falsas, y no puede manifestarse por entero. Si abandonas la falsedad y vuelves a la realidad, morando en un estado de imperturbable observación, sin un yo ni un otro, considerando lo ordinario y lo sagrado por igual, persistiendo fi rme e inamo-viblemente, sin dejarte llevar por otras persuasiones, armoni-zarás profundamente con el principio. No albergar falsas con-cepciones, estar sereno y no luchar, se llama entrar en el Camino a través del principio.

Entrar por medio de la conducta se refi ere a las cuatro prác-ticas que incluyen todas las demás. ¿Cuáles son las cuatro prácticas? La primera es la compensación de la oposición. La segunda, adaptarse a las condiciones. La tercera, no buscar nada. La cuarta, actuar de acuerdo con la verdad.

La práctica de la compensación de la oposición signifi ca que cuando la gente que cultiva el Camino se ve acosada por el sufrimiento, debe pensar cómo en otras vidas pasadas olvidó lo fundamental y persiguió lo trivial durante innumerables siglos, fl uyendo con las oleadas de las existencias, generando mucha enemistad y odio, creando un sinfín de ofensas y sufrimientos. Aunque ahora pueda ser inocente, ve que su sufrimiento no es algo que los dioses infl ijan a los humanos, sino el fruto de sus acciones negativas del pasado. Por tanto, lo acepta satisfecho, sin mostrar animadversión ni quejarse. Las escrituras dicen: “Al experimentar el sufrimiento no se siente ansiedad, porque se posee el perfecto conocimiento”. Cuando desarrollas esta actitud, estás en armonía con el Camino. Progresar en él al comprender la oposición se denomina la práctica de compen-sar la oposición.

La segunda es la práctica de adaptarse a las condiciones. Los seres vivos no tienen un yo absoluto sino que están infl uidos por las condiciones y acciones. Sus experiencias de dolor y placer surgen de las condiciones. Aunque reciban unas exce-lentes recompensas, como la prosperidad y la fama, éstas son sólo los efectos de causas pasadas que ahora reciben. Cuando las condiciones se agoten, volverán a quedarse sin nada, así que ¿por qué tendría uno que alegrarse? La ganancia y la pérdida

surgen de condiciones, en la mente no aumenta ni disminuye nada. Cuando la infl uencia de la alegría no te agita, mantienes una profunda armonía con el Camino; se denomina la práctica de adaptarse a las condiciones.

La tercera es la práctica de no buscar nada. La gente mun-dana vaga siempre, apegándose codiciosamente aquí y allí. Esto se denomina buscar. El sabio comprende que el principio de la verdad absoluta es contrario a lo mundano. Al no luchar, se mantiene mentalmente sereno y se adapta físicamente a los cambios del destino.

Todo cuanto existe está vacío, no hay nada que desear. Las bendiciones y las maldiciones se siguen siempre unas a otras. Vivir en el mundo es como estar en una casa envuelta en lla-mas, toda la existencia corpórea implica dolor, ¿quién puede hallar la paz? Al comprender este punto dejamos de apegarnos a todo cuanto existe, dejamos de pensar y buscar cosas. Las escrituras dicen: “Buscar algo siempre es doloroso: no buscarlo es gozoso”. No buscar nada es claramente la conducta del Ca-mino, de ahí que se denomine la práctica de no buscar nada.

La cuarta es la práctica de actuar de acuerdo con la verdad. El principio de la pureza de la naturaleza esencial se denomina verdad. Según este principio, todas las apariencias están vacías; de modo que la contaminación, el apego, esto o aquello no existen. Las escrituras dicen: “En la verdad no hay seres, por-que está libre de la ignorancia de los seres. En la verdad no hay un yo, porque está libre de la ignorancia del yo”.

Por tanto, si el sabio puede creer en este principio, debe actuar de acuerdo con la verdad. La esencia de la verdad no es tacaña: al ser caritativa consigo misma, con la vida y los bienes, la mente no tiene pesar. Liberado de la personalidad y las cosas vacías, independiente y sin apego, con el único propósito de deshacerte de la ignorancia, edifi cando a la gente informal-mente, esto constituye tu propia práctica, lo cual puede tam-bién ayudar a los demás. Puede asimismo embellecer el sende-ro de la Iluminación.

Del mismo modo que esto es cierto con respecto a la cari-dad, también lo es con respecto a las otras cinco perfecciones o senderos de trascendencia. Practicar los seis senderos de trascendencia para liberarse de las ideas falsas, sin objetivar las prácticas, es lo que se llama la práctica de actuar de acuerdo con la verdad. G

* Thomas Cleary, Zen Básico. Los pasajes esenciales de los grandes maestros, traducción de Nuria Martí, Oniro, Barcelona, 2001.

Page 9: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 7

Los Diez Cuadros del Pastoreo del Buey, I*D. T. Suzuki

Nota preliminar

Se dice que el autor de estos “Diez Cuadros del Pastoreo del Buey” es un maestro Zen de la Dinastía Sung, conocido como Kaku-an Shi-en (Kuo-an Shih-yuan), perteneciente a la escue-la Rinzai. También es el autor de los poemas y palabras de in-troducción que acompañan los cuadros. Sin embargo, no fue el primero que intentó ilustrar, por medio de cuadros, etapas de la disciplina Zen, pues en su prefacio general de los cuadros se refi ere a otro maestro Zen llamado Seikyo (Ching-chu), pro-bablemente coetáneo suyo, quien empleó al buey para explicar su enseñanza Zen. Pero, en el caso de Seikyo, el desarrollo gradual de la vida Zen era indicado mediante un progresivo blanqueo del animal, que terminaba con la desaparición de todo el ser. En esto había sólo cinco cuadros, en vez de diez como los de Kaku-an. Kaku-an juzgó que esto era algo que inducía a error, pues el círculo vacío se constituía en meta de la disciplina Zen. Alguien podría considerar al mero vacío como de importancia total y como fi nal. De allí sus mejoras que die-ron por resultado los “Diez Cuadros del Pastoreo del Buey”, como los que ahora tenemos.

Según un comentarista de los Cuadros de Kaku-an, hay otra serie de los Cuadros del Pastoreo del Buey, de un maestro Zen llamado Jitoku Ki (Tzu-te Hui), que aparentemente conoció la existencia de los Cinco Cuadros de Seikyo, pues los de Jitoku son seis en total. El último, el número 6, va más allá de la etapa del absoluto vacío, donde termina el de Seikyo; el poema dice:

“Hasta más allá de los últimos límites se extiende un pasa-dizo

Por el que él vuelve entre los seis reinos de la existencia;Cada asunto mundano es una obra budista,Y dondequiera que va, encuentra su ambiente hogareño;Como gema brota hasta el barro,Como oro puro brilla hasta el horno;Por el camino sin fi n (de nacimiento y muerte) camina, su-

fi ciente, hacia sí mismo,En cualquier asociación que se halle, se desplaza pausada-

mente desapegado.”El buey de Jitoku se va tornando más blanco que el de Sei-

kyo, y en este aspecto particular ambos difi eren de la concep-ción de Kaku-an. En este último no hay un proceso de blan-queamiento. En Japón, los Diez Cuadros de Kaku-an circularon

ampliamente, y en la actualidad todos los libros de pastoreo de bueyes los reproducen. El primero pertenece, según creo, al siglo xv. Sin embargo, parece que hubo en boga una edición diferente, una perteneciente a la serie de cuadros de Seikyo y Jitoku. El autor es desconocido. La edición con el prefacio de Chung-hung, 1585, tiene diez cuadros, cada uno de los cuales está precedido por un poema de Pu-ming. En cuanto a quién fue este Pu-ming, el mismo Chung-hung declara su ignoran-cia. En estos cuadros, el colorido del buey cambia junto con su manejo por parte del pastor. Se reproducen aquí los raros im-presos chinos originales, traduciéndose también al español los versos de Pu-ming.

De manera que, hasta donde puedo identifi carlas, hay cua-tro variedades de Cuadros del Pastoreo del Buey: 1) de Kaku-an; 2) de Seikyo; 3) de Jitoku, y 4) de un autor desconocido.

Los “Cuadros” de Kaku-an aquí reproducidos son de Shu-bun, un sacerdote Zen del siglo xv. Los cuadros originales se conservan en Shokokuji, Kioto. Fue uno de los máximos pin-tores en blanco y negro del periodo Ashikaga.

Los Diez Cuadros del pastoreo del Buey, I, de Kaku-an

ILa Búsqueda del Buey. La bestia nunca se extravió. ¿De qué

vale buscarla? La razón de que el pastor no se halle en íntimos términos consigo mismo se debe a que él mismo violó su natu-raleza más recóndita. La bestia se perdió porque el pastor se apartó de la senda, siguiendo sus engañosos sentidos. Su hogar se aleja cada vez más de él desvíos y encrucijadas se confunden continuamente. El deseo de ganancia y el temor a la pérdida arden como fuego; las ideas sobre lo recto y lo equivocado brotan como falangio.

Sólo en el yermo, perdido en el bosque, ¡el muchacho bus-ca, busca!

Las aguas bullentes, las montañas distantes y el sendero sin fi n;

Exhausto y desesperado, no sabe dónde dirigirse,Sólo oye las cigarras de la tarde que cantan en los bosques

de arces.

IIHuellas a la vista. Con ayuda de los sutras e indagando en las

doctrinas, llegó a entender algo, halló las huellas. Ahora sabe que los vasos, por variados que sean, son todos de oro, y que el mundo objetivo es el refl ejo del Yo. Empero, no puede distin-guir lo bueno de lo que no lo es, su mente está aún confundida

* D. T. Suzuki, Manual de Budismo Zen, traducción de Héctor V. Morel, Editorial Kier, Buenos Aires, 1992.

Page 10: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

8 la Gaceta número 447, marzo 2008

sobre la verdad y la falacia. Como todavía no traspuso la puer-ta, se dice provisionalmente que advirtió las huellas.

Junto al arroyo y bajo los árboles están dispersas las huellas del que se perdió;

Crecen tupidos los pastos de dulce aroma. ¿Él halló el ca-mino?

Por más lejos que vague la bestia por las colinas,Su nariz llega a los cielos y nadie puede ocultarla.

IIIBuey a la vista. El pastor halla el camino por el sonido que

oye; de ese modo, ve dentro del origen de las cosas, y todos sus sentidos están en orden armonioso. Éste está presente mani-fi estamente en todas sus actividades. Semeja la sal en el agua y la cola en el color. (Está allí aunque no se lo pueda distinguir como una entidad individual.) Cuando dirija la vista apropiada-mente, descubrirá que no es otro que él mismo.

Más allá, en una rama se posa un ruiseñor que canta alegre-mente;

El sol es cálido, y sopla una suave brisa, verdes son los sau-ces en la orilla;

El buey está allí totalmente a su lado, en ningún sitio ha de ocultarse;

Con su espléndida cabeza ornamentada con imponentes cuernos ¿qué pintor podrá reproducirlo?

IVLa captura del buey. Perdido largo tiempo en el yermo, el

pastor encontró fi nalmente al buey y le echa mano. Pero, de-bido a la avasalladora presión del mundo externo, es difícil controlar al buey. Éste siente añoranza por el viejo campo de dulce aroma. La naturaleza salvaje todavía es indómita y recha-za por completo la opresión. Si el pastor desea ver al buey en total armonía con él, con seguridad ha de usar generosamente el látigo.

Con toda la energía de sus ser, el pastor sujetó por fi n al buey:

¡Pero cuán salvaje es la voluntad de éste, cuán ingobernable su poder!

Ocasionalmente, marcha arrogante por la mesetaCuando, de pronto, se pierde de nuevo en un nebuloso e

impenetrable paso de la montaña.

VPastoreo del buey. Cuando se desplaza un pensamiento, lo si-

gue otro, y luego otro: así se despierta una caravana intermina-ble de pensamientos. A través de la iluminación, todo esto se vuelca en la verdad; pero la falsedad se afi rma cuando reina la confusión. Las cosas no nos oprimen debido a un mundo ob-jetivo sino a una mente que se engaña a sí misma. No hay que dejar fl ojo el cabestro, hay que mantenerlo ajustado, sin con-sentir vacilaciones.

El pastor no ha de separarse de su látigo ni de su cuerda,No sea que el animal vague, distante, en un mundo de su-

ciedades;Cuando se lo cuida apropiadamente, crecerá puro y dócil;Por sí solo seguirá al pastor, sin cadena, sin nada que lo

ate.

VIRegreso al hogar, montado en el buey. La lucha ya pasó; al hom-

bre no le preocupan más la ganancia ni la pérdida. Tararea una tonada campestre de leñadores, entona aires sencillos de niños pueblerinos. Montado en el lomo del buey, sus ojos se fi jan en cosas que no son de la tierra, que no son terrenas. Aunque lo llamen, no volverá su cabeza; aunque se lo supliquen, no que-dará más rezagado.

Montado en el lomo del buey, sus ojos se fi jan en cosas que no son de la tierra, que no son terrenas. Aunque lo lla-men, no volverá su cabeza; aunque se lo supliquen, no quedará más rezagado.

Montado en el animal, se encamina lentamente hacia su hogar:

Envuelto en la niebla vespertina, ¡cuán armoniosamente se desvanece la fl auta!

¡Entonando una acompasada cancioncilla, su corazón se llena de júbilo indescriptible!

¿Es preciso decir que ahora él es uno de los que conocen?

VIIOlvidado el buey, el hombre queda solo. Los dharmas son uno y

el buey es simbólico. Cuando se sabe que lo que se necesita no es el señuelo ni la red para pájaros sino la liebre o el pez, eso se parece al oro separado de la escoria, a la luna que surge libre de nubes. El rayo luminoso único, sereno y penetrante, brilla incluso antes de los días de la creación.

Montado en el animal, por fi n está de regreso en su hogar,Donde hete aquí que el buey no está más; el hombre, solo,

se sienta, sereno.Aunque el rojo sol está alto en el cielo, él todavía sueña, en

sosiego,Bajo un techo de paja, yacen ociosamente su látigo y su

soga.

VIIIBuey y hombre desaparecen de la vista.1 Queda de lado toda

confusión y sólo reina la serenidad; ni siquiera subsiste la idea de santidad. No cavila sobre dónde está el Buda, y con rapidez desecha pensar sobre dónde hay no-Buda. Cuando no existe forma de dualismo, ni siquiera un ser de mil ojos logra detectar una escapatoria. Santidad ante la cual los pájaros ofrecen fl ores no es sino una farsa.

Todo está vacío: el látigo, la soga, el hombre y el buey:¿Quién podrá siquiera examinar la vastedad del cielo? Sobre

el horno que arde en llamas, no puede caer ni un copo de nieve:

Cuando subsiste este estado de cosas, está manifi esto el es-píritu del antiguo maestro.

1 Es interesante notar lo que sobre esto tiene que decir un fi lósofo místico: “El hombre se convertirá en verdaderamente pobre y tan libre de su voluntad de criatura como lo era cuando nació. Y yo os digo, por la verdad eterna, que mientras deseéis cumplir la voluntad de Dios, y tengáis algún deseo de eternidad y Dios, en ese lapso no sois verdaderamente pobres. Sólo tiene verdadera pobreza espiritual quien nada quiere, nada sabe, nada desea.” (De Eckhart, como lo cita Inge en Light, Life and Love.)

Page 11: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 9

IXVuelta al Origen, de regreso a la Fuente. Desde el principio

mismo, puro e inmaculado, el hombre nunca ha sido afectado por la mancilla. Observa cómo crecen las cosas, mientras mora en la inmóvil serenidad de la no-afi rmación. No se identifi ca con las transformaciones de apariencia máyica (que siguen alre-dedor de él), ni aprovecha nada de sí (lo cual es artifi cialidad). Las aguas son azules, las montañas son verdes; sentado solo, observa las cosas que experimentan cambios.

Volver al Origen, retornar a la Fuente: ¡éste ya es un paso en falso!

Mucho mejor es quedarse en casa, ciego y sordo, sin mucho alboroto;

Sentado en la choza, no toma conocimiento de las cosas externas,

Observa las corrientes que fl uyen nadie sabe adónde;y las fl ores color rojo vivo ¿para quién son?

XIngreso en la ciudad con las manos que confi eren la bienaventu-

ranza. La puerta de su cabaña pajiza está cerrada y ni los más sabios le conocen. No se captarán vislumbres de su vida inte-rior; pues él recorre su camino sin seguir los pasos de los anti-guos sabios. Llevando una calabaza2 penetra en el mercado; apoyado en su cayado3 llega a su casa. Se le encuentra acompa-ñado por bebedores de vino y carniceros; todos se convirtieron en Budas.

Desnudo el pecho y descalzo, penetra en la plaza del mer-cado;

Embadurnado con barro y cenizas, ¡qué amplia es su son-risa!

No es necesario el poder milagroso de los dioses,Pues le basta tocar para que los árboles muertos fl orezcan

en plenitud.

Los Diez Cuadros del Pastoreo del Buey, II

1. DíscoloCon sus cuernos fi eramente proyectados en el aire, la bestia

resopla.Corriendo locamente por los senderos montañosos, ¡se ex-

travía cada vez más y más!Una oscura nube se esparce por la entrada del valle,¡Y quién sabe cuánta hierba fi na y fresca pisotea con sus

salvajes cascos!

2. Se inicia la disciplinaPoseo una soga de cáñamo con la que le atravieso la nariz;Frenéticamente intenta una vez escaparse pero recibe rudos

y repetidos latigazos.La bestia se resiste a que la eduquen, con todo el poder que

existe en una naturaleza salvaje y díscola.

2 Símbolo del vacío (sunyata)3 No tiene propiedades suplementarias porque sabe que el deseo

de poseer es la maldición de la vida humana.

Page 12: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

10 la Gaceta número 447, marzo 2008

Mas el rústico pastor no cesa de jalar su manea ni su látigo siempre listo.

3. SujetoGradualmente sujeta, la bestia ahora está contenta con que

se la dirija por la nariz.Cruzando el arroyo, caminando por el sendero montañoso,

sigue cada paso de su jefe.Su guía mantiene ajustada la soga en su mano, sin dejarla ir;Durante todo el día se mantiene alerta, casi sin saber qué es

la fatiga.

4. VareoTras largos días de instrucción, empieza a manifestarse el

resultado y la bestia es vareada.Finalmente su naturaleza tan salvaje y díscola es domeñada,

se tornó más sumisa;

Pero el cuidador todavía no le tiene plena confi anza,Sujeta aún su soga de cáñamo con la que el buey está ahora

atado a un árbol.

5. DomadoBajo el verde sauce y junto al viejo arroyo de la montaña,El buey es puesto en libertad para que se solace.Al atardecer, cuando una niebla gris desciende sobre el pas-

tizal,El pastor se dirige a su hogar con el animal que le sigue

tranquilamente.

6. Sin trabasEn el verde campo, la bestia, contenta, pasa su tiempo ociosa;Ahora no se necesita el látigo ni ninguna clase de restric-

ción;También el pastor, sin prisa, se sienta bajo el pino,Ejecutando una armonía de paz, inundado de júbilo.

Page 13: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 11

7. Sin interferenciasEl arroyo primaveral fl uye lánguidamente bajo el sol ves-

pertino, junto a la orilla de sauces alineados.En la brumosa atmósfera, se observa que la hierba del prado

crece tupida.Cuando tiene hambre, pasta; cuando tiene sed, bebe; mien-

tras, el tiempo se desliza dulcementeY el pastor, sobre la peña, dormita durante horas, sin adver-

tir nada de lo que ocurre alrededor de él.

8. Todo está olvidadoLa bestia, totalmente blanca, está ahora rodeada por las

blancas nubes.El hombre está perfectamente tranquilo y despreocupado,

igual que su compañía.Las blancas nubes, impregnadas de luz lunar, proyectan

debajo sus blancas sombras.Las blancas nubes y la brillante luz lunar siguen, cada cual,

su curso de desplazamiento.

9. La Luna SolitariaLa bestia no está en ninguna parte, y el pastor es dueño de

su tiempo;Él es una nube solitaria que se deja llevar suavemente por

los picos montañosos;Batiendo palmas, canta alegremente bajo la luz de la luna,Pero recuerda que todavía queda un postrer muro que obs-

truye su caminata hacia el hogar.

10. Ambos han desaparecidoHombre y animal han desaparecido, no dejaron rastros.La brillante luz lunar está vacía, sin sombras, con la totali-

dad de los diez mil objetos en ella.Si alguien preguntara qué signifi ca esto,Contemple los lirios del campo y su verdor fresco, de dulce

aroma. G

Page 14: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

12 la Gaceta número 447, marzo 2008

Lo similar y lo diferente*Ming-pen

En la escuela Zen hay una clase de estudiantes brillantes que empiezan alcanzando una cierta comprensión de las palabras de los maestros y después se basan totalmente en ella. Enton-ces, si los maestros no tienen tiempo para preguntarse si están o no iluminados, dejan que se vayan por el momento.

Llegados a este punto, dichos estudiantes enseñan lo que han percibido a los demás; ahora ya no desean que nadie dude de las sentencias, sólo valoran el conocimiento fácil. Así es como se envuelven unos a otros en una telaraña de visiones intelectuales. Cuando hablan parece que enseñen zen, pero sus acciones están totalmente desconectadas de él.

Hay una clase de principiantes ignorantes y lentos que oyen que para estudiar el zen uno debe meditar sobre una sentencia y evocar un gran sentimiento de duda, después de lo cual podrá obtener una repentina percepción interior, y entonces se dedi-can durante veinte o treinta años a meditar fi rmemente sobre una sentencia, continuamente desde el principio hasta el fi nal, sin estar dispuestos a abandonarla. Con el tiempo, de repente sus ilusiones se desvanecen por completo y alcanzan el Des-pertar.

Después de ello quieren que cualquier estudiante que acuda a ellos en busca de ayuda, medite sobre las sentencias, experi-mente un sentimiento de duda y se concentre en ellas. Esta clase de maestros, aunque sea difícil progresar con ellos en la percepción interior, no acaban, sin embargo, estropeando la naturaleza de la gente.

Desde que existen las escuelas de zen, aunque afi rmaran li-mitarse a señalar la mente humana, han empleado una gran cantidad de distintos métodos. Basándose en el principio de

limitarse a señalarla, los maestros han guiado a sus discípulos de distintas maneras según la disposición de la gente y la pro-pia experiencia personal que tuvieron de la Iluminación; sin embargo, en cada caso el supremo principio y el fi nal último han sido los mismos: la gran labor de comprender y liberarse del nacimiento y la muerte, y nada más.

Las personas tienen mentalidades muy distintas y no todas pueden “cagar enseguida y acabar de una vez”. Hay sentencias para que uno pueda seguir teniendo en cuenta a los demás des-pués del Despertar, y otras para ver que se debe seguir practi-cando después de alcanzar la percepción interior: están conce-bidas para los casos en que el Despertar no ha sido completo y los practicantes conservan aún distintos apegos y no pueden re-solver los puntos difíciles ni deshacer las ataduras de los demás.

Por tanto, hay recomendaciones para tener en cuenta a los demás o practicar más, pero para los que han alcanzado la ple-na Iluminación, esas enseñanzas ya no existen.

Aunque los antiguos no meditaran sobre frases modelo ni generaran el sentimiento de duda, debe recordarse que antes de iluminarse tenían una actitud totalmente distinta de la gen-te actual. Si no enseñaras a ésta a mantener un concentrado esfuerzo, no habría nadie que no se quedara sentado envuelto en una telaraña de ideas ilusorias.

Un hombre del pasado dijo: “Depender de otos para obte-ner el conocimiento traba la puerta de tu propio despertar”. El Sutra de la completa Iluminación dice: “Si la gente de la era de-generada desea alcanzar el Camino, no le hagas perseguir la Iluminación, ya que aumentará su conocimiento pasado y con ello alimentará la idea que tiene de sí misma”. G

* Thomas Cleary, Zen Básico. Los pasajes esenciales de los grandes maestros, traducción de Nuria Martí, Oniro, Barcelona, 2001.

Page 15: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 13

Misticismo, Zen, Religión y Neurociencia*James H. Austin

En la amplia y total extensión de esa ciencia eminentemente desafi ante, la historia de las ideas, no hay un área más permanentemente provo-cativa que el misticismo.

E. O’Brien¹

Del misticismo se ha dicho a menudo que comienza en la bruma y termina en el cisma.

Robert Masters y Jean Houston²

Deberíamos comenzar con palabras occidentales familiares y reglas establecidas. Ellas ayudarían a aclarar lo que es el misti-cismo, lo que no es, y si el zen es una de sus formas. Después necesitaríamos defi nir la religión. En el proceso podemos de-cidir si el budismo zen es una clase de religión. Finalmente preguntemos: ¿La neurociencia sostiene alguna relación cons-tructiva con el misticismo, la religión o el zen?

No existe un lugar en el que el misticismo sea siempre bien recibido. Durante milenios ha sido sospechoso, pues en tiem-pos antiguos el místico (mystes, un iniciado) era alguien inicia-do en un secreto, y por ende alguien que causaba inquietud en los ritos esotéricos. La palabra aún nos inquieta. Conjura en sí misma asociaciones oscuras, creencias ocultas, prácticas miste-riosas. El escéptico común conviene con Samuel Johnson en que “Donde comienza el secreto o el misterio, el vicio y la bellaquería no están lejos”.3 Aquí defi nimos el misticismo en el sentido más general como la práctica constante del reestable-cimiento, mediante las más profundas intuiciones, de la rela-ción directa de uno con el supremo principio de realidad uni-versal. Abundan otras versiones. William James sostenía que una “conciencia de iluminación” era la marca esencial de un estado místico.4 Para Underhill, el misticismo era la “ciencia de lo fundamental, la ciencia de la unión con el absoluto y nada más”.5 Para Dumoulin, el verdadero misticismo signifi caba “una relación inmediata con la realidad espiritual absoluta”. Incluía todos nuestros esfuerzos para elevarnos a nosotros mis-mos a esa “esfera supersensorial, supercósmica” que es inme-diatamente experimentada.6 Para Keller, el misticismo era “la búsqueda, propia de cada religión y llevada dentro de cada re-ligión por algunos de sus adeptos, después de una total apre-hensión de lo que esa religión defi ne como el conocimiento

más alto y más íntimo disponible a sus adherentes”.7 Cuando aquí hablamos de misticismo su alcance no incluye el espiritua-lismo, el supernaturalismo o cualquier otra actividad que se crea que doble cucharas o que de otra forma suspenda las leyes físicas conocidas del universo.

En todo el mundo las tradiciones místicas tienden a caer en al menos dos categorías. Una escuela sostiene que la deidad principal o fuerza creativa yace fuera de sus adeptos. Tiene el sentido de moverse a través de escenarios que llevan arriba y fuera hacia su divina presencia. El concepto cristiano sigue esta orientación general. Desde su perspectiva, cuando a una perso-na se le ha otorgado esta aprehensión intuitiva de la realidad, es un don de la gracia concedido desde arriba.

Las escuelas de misticismo budista, incluido el zen, refl ejan la segunda orientación. Enseñan que el principio universal, o naturaleza de Buda, existe no sólo dentro de cada persona sino en todas partes.

Algunos observadores aseveran que hay una tercera catego-ría, la de las religiones proféticas. Es ejemplifi cada por algunas formas de judaísmo, Islam y cristianismo evangélico que prac-tican una intensa adoración devocional. Las concepciones proféticas vigorosas tienden a ser altamente inspiradoras y es-timulantes. Prestan una interpretación diferente, numinosa, a la experiencia religiosa. Aquí, “numinosa” implica el sentido de haber encontrado la presencia sagrada de la divinidad. La per-sona tiene la impresión de ser afectada signifi cativamente por algo que es al mismo tiempo totalmente diferente de cualquier otra cosa y completamente otro que su propio ser. En el con-texto meditativo budista, el relámpago de una experiencia mís-tica decisiva es menos violento que el impacto de una revela-ción típica en el contexto profético, y su tono es defi ni tivamente impersonal.8

Johnston observa que en el misticismo cristiano se observa una clase especial de concentración. Es aquella en que la ado-ración está urgida por suposiciones de amor que brotan fuera de la fe.9 En contraste, el concepto budista zen es abandonar todas las suposiciones. Ya estando fuera de ellas, los aspirantes intensifi can directamente su concentración, durante retiros

* James H. Austin, M. D. Zen and the Brain. Toward an Unders-tanding of Meditation and Consciousness, The MIT Press, Cambridge, Massachussets/Londres, Inglaterra.

1 E. O’Brien, Varieties of Mystic Experience, Holt, Rinehart & Wins-ton, Nueva York, 1964.

2 R. Masters and J. Houston, The Varieties of Psychedelic Experience, Holt, Reinhart & Winston, Nueva York, 1966.

3 S. Johnson, en S. Bent (comp.), Familiar Short Sayings of Great Men, Houghton Miffl in, Boston, 1987, p. 311.

4 William James, The Varieties of Religious Experience, Longmans, Green, Nueva York, 1925, p. 313.

5 E. Underhill, Mysticism, Dutton, Nueva York, 1961, p. 74.6 H. Dumoulin, A History of Zen Buddhism, Beacon Press, Boston,

1969, pp. 4, 13.

7 C. Keller, “Mystical literature”, S. Katz, (comp.) Mysticism and Philosophical Analysis, Sheldon, Londres, 1978, p. 79.

8 W. Kaufmann, Critique of Religion And Philosophy, Torchbook, Harper & Row, Nueva York, 1972.

9 W. Johnston, The Still Point. Refl ections on Zen and Christian Mys-ticism, Fordham University Press, Nueva York, 1970.

Page 16: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

14 la Gaceta número 447, marzo 2008

meditativos y por sus esfuerzos, a solucionar el acertijo de un koan. (Por ejemplo: “¿Cuál es el sonido de una mano?”) Las concepciones cristiana y budista también parten de premisas diferentes. Si la prédica es fundamentalista, el mensaje cristia-no puede sonar como esto: “Tú eres un pecador, necesitas arre-pentirte y ser salvado por Cristo”. Las enseñanzas budistas tien-den a oírse así: “Todos sufrimos, pero si llevas una vida recta y meditas, tus propios esfuerzos te llevarán lejos de esa angustia”.

¿Es el zen una forma de misticismo? Eugen Herrigel creyó que en efecto había una forma de misticismo budista. Su rasgo distintivo era el hacer hincapié en “una preparación metódica para la vida mística”.10 Por otra parte resulta instructivo trazar los pasos por medio de los cuales las opiniones sobre el zen de D. T. Suzuki se desarrollaron durante su larga, infl uyente ca-rrera. En el comienzo, hacia 1906, escribió: “No hay duda de que [el misticismo] es el alma de la vida religiosa”.11 Sobre el zen él también se refi rió a que “sus doctrinas, hablando amplia-mente, son las de un misticismo especulativo”.12 Más tarde, en 1939, escribiría, “No estoy seguro de si el zen puede ser iden-tifi cado con el misticismo”.13 Más adelante, “Esos maestros zen no son místicos, y su fi losofía no es el misticismo”.14 Aun-que él haya expresado tales tempranas opiniones, hacia 1939 Suzuki había llegado a creer que el zen era “un producto com-pleto único de la mente oriental, que se rehúsa a ser clasifi cado bajo ninguna etiqueta conocida, bien sea una fi losofía o una religión, o una forma de misticismo tal como es generalmente conocido en Occidente”.15 Mi sentir es que el zen cae no sólo dentro sino cerca del corazón de las defi niciones generales de misticismo anotadas antes. Con todo, el zen es difícil de ubicar tanto por aquellos que están adentro como por los que están afuera de él. Por qué esto es así será cada vez más claro.

Preguntemos, entonces ¿con cuáles defi niciones del térmi-no religión están de acuerdo los occidentales? Mientras nos acercamos al tercer milenio de nuestra era cristiana, muchas personas reconocen que una religión no tiene por qué imitar toda forma familiar eclesiástica, doctrinal o institucional que hemos desarrollado tan intensamente en Occidente. William James defi nió la religión como “los sentimientos, actos, y expe-riencias de hombres individuales en su soledad, siempre que comprendan por sí mismos el permanecer en relación con lo que sea que consideren lo divino”.16 Luckmann y Geertz defi -nen la religión como “un conjunto de símbolos cuyo objetivo es ofrecer un esquema interpretativo único para explicar la realidad última”.17 Comúnmente, nuestro diccionario de defi -niciones más simple dice que religión es un sistema de fe o culto profesado o practicado por sus adherentes. De nuevo, el budismo zen se ajusta a esas defi niciones. Pero el camino del zen ciertamente no es una religión sólo para los domingos.

Hace especial hincapié en la práctica de la conciencia momento a momento en la vida diaria a través de todos los días de la semana. El aspirante serio del zen se embarca en un viaje continuo de toda la vida en la dirección de convertirse en un ser humano completamente desarrollado.

Mucha gente supone que un neurocientífi co tendrá un acer-camiento a los temas místicos con mayor objetividad que un místico. En la práctica, tales distinciones no son siempre per-tinentes. Los científi cos raramente son cien por ciento analíti-cos. Más bien cuando comienzan a trabajar, frecuentemente emplean la más subjetiva de las premisas, por lo que hacen sus avances más creativos mediante saltos intuitivos.18 Pero sea lo que fuere que tengan en común, la ciencia tiende a sostener el misticismo con el brazo extendido. La corriente principal de la tradición académica del Occidente no se siente a gusto con nada que juzgue como irracional. También sostendrá que nin-gún cerebro puede criticar el misticismo con el rigor intelec-tual requerido una vez que ha condescendido lo sufi ciente para inclinarse hacia lo místico.

Algunos científi cos esenciales también le temen al misticis-mo, y por buenas razones. Sintiéndose a sí mismos los más honestos en la búsqueda del grial científi co, trabajan en el la-boratorio primero para reunir un cuerpo valioso de datos, después para interpretarlos lógica, seriamente. Así que su meta es siempre resolver paradojas, no, ciertamente, crearlas con deliberación. No sorprende que esos científi cos instintivamen-te rechacen a los místicos. Los místicos hacen más que crecer a gusto con las paradojas. Algunos hablan de ellas. Y cuando lo hacen sueltan largas sartas de metáforas arcanas desde un mun-do oculto que ningún científi co puede entender.

Los siglos pasados vieron a los místicos como reclusos de ojos salvajes que usaban cabello largo y afectada vestimenta simple, a veces andrajosa. Sabemos hoy que las experiencias místicas ocurren comúnmente en, por lo demás, personas “nor-males” sanas. Además, un número en aumento de ellas siguen una u otra tradición mística, meditan regularmente, tanto solos como con otros, y participan en retiros religiosos ocasionales.

Así que el problema no es si el místico asiste a una iglesia formal o profesa cualquier doctrina establecida. El punto críti-co tiene que ver con qué sucede en verdad —momento a mo-mento— dentro de esa amplia defi nición de religión desarro-llada arriba. En esto estaríamos totalmente de acuerdo con Andrew Greeley, un clérigo católico con un doctorado en so-ciología. Greeley concluye que el místico llega a ser verdade-ramente religioso cuando él o ella fi nalmente conoce “la forma en que verdaderamente son las cosas”.19 En el zen, esta corta frase también describe el especial conocimiento, ese más pro-fundo entendimiento, que sirve como un criterio válido para que una persona sea “religiosa”. “La manera en que verdaderamen-te son las cosas” expresa la profunda intuición de que la realidad última, ligada con lo sagrado, vive en el eterno aquí y ahora.

Albert Schweitzer fue golpeado una vez por una intuición semejante. Esta profunda “reverencia por cualquier clase de vida” llevó a transformar el modo en que vivía y trabajaba como médico misionero en África. Schweitzer desarrolló su propia

10 E. Herrigel, The Method of Zen, Vintage, Nueva York, 1974, p. 14.

11 D. Suzuki, Studies in Zen, Delta, Nueva York, 1955, p. 21.12 Ibid, p. 11.13 Ibid, p. 74.14 Ibid, p. 76.15 Ibid, p. 84.16 James, op. cit., p. 31.17 T. Luckman and C. Geertz, citado en A. Greeley, The Sociology

of the Paranormal. A Reconnaisance, Sage Research Paper, vol.3, series 90-023, Beverly Hills, Calif., 1975, p. 56.

18 J. Austin, Chase, Chance and Creativity. The Lucky Art of Novelty, Columbia University Press, Nueva York, 1978, p. 166.

19 Greeley, op. cit.

Page 17: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 15

versión de lo que era un místico. El místico, sugirió, era una persona que vivía entre lo temporal y lo terreno, aunque perte-neciente a lo eterno y supraterreno, habiendo trascendido cual-quier división entre los dos.20 Pero trampas semánticas y supo-siciones acechan en el interior de tales consideraciones. ¿Cómo sabemos que hay una “eternidad”? ¿Qué quiere decir verdade-ramente “supraterreno”? Las preguntas no terminan allí. El misticismo en sí mismo está abierto ampliamente a retos en otros terrenos. La ontología preguntará de él: ¿Qué son los primeros principios del ser, y cómo se interrelacionan con la verdadera naturaleza de la realidad? La gnoseología probará: ¿Cómo llegamos verdaderamente a saber, y qué límites tiene ese conocimiento? Poniéndolo de otra forma, ¿son las expe-riencias místicas “meramente subjetivas”? O son intuiciones correctas que revelan nuestra naturaleza básica existencial más profunda. Sólo en el último caso las experiencias serían venta-

nas válidas hacia una “realidad última” en sentido objetivo ab-soluto. Nadie lleva esos temas a la imprenta.

Mientras tanto, el lector advierte una omisión vital: ¿Qué pasa con Dios en tales preguntas? Greeley sugiere que la expe-riencia mística no necesariamente implica una intervención especial divina.21 Ningún Dios toma posesión de nadie, por así decirlo, cuando el sujeto es sólo un testigo pasivo en la expe-riencia. En cambio, Greeley concluye que lo que sí toma pose-sión son “profundos poderes normalmente latentes en la per-sonalidad humana”. Ésos son los poderes que “producen en nosotros experiencias de conocimiento e intuición que simple-mente no están disponibles en la vida diaria”.

La forma judeo-cristiana de monoteísmo sitúa su abovedada deidad en lo más alto. Ruth Feller Sasaki describe la concep-ción del budismo zen del más alto principio universal como venido de otra dirección.

20 A. Schweitzer, The Mysticism of Paul the Apostle, Macmillan, Nueva York, 1960.

21 A. Greeley, Ecstasy, A Way of Knowing, Prentice-Hall, Englewo-od Cliffs, Nueva Jersey, 1974.

Page 18: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

16 la Gaceta número 447, marzo 2008

El zen sostiene que no hay un dios externo que haya creado ni al universo ni al hombre. Dios —si puedo pedir prestada esa palabra por un momento—, el universo y el hombre forman una existencia indivisible, un total absoluto. Sólo Esto-es. Todo y cualquier cosa que se nos aparece como una entidad individual o fenómeno, bien sea un pla-neta o un átomo, un ratón o un hombre, no es sino una manifestación temporal de Esto bajo una cierta forma; cada actividad que toma lugar, bien sea un nacimiento o la muer-te, el amor o desayunar, no es sino una manifestación tem-poral de Esto que se presenta como actividad. Cada uno de nosotros somos como una célula en el cuerpo del Gran Yo. [Habiendo llegado a ser esta célula] realiza sus funciones, y muere, transformada hacia otra manifestación.22

En breve, la intuición del zen contempla este “Gran Yo”, no a Dios.

Si es así, entonces ¿de dónde viene la experiencia de este Gran Yo? La premisa de este libro es que debe venir del cerebro, por-que el cerebro es el órgano de la mente. Sostiene la misma pers-pectiva si surgen experiencias místicas o elevadas de forma es-pontánea, cultivada o inducida por drogas. Nuestra tesis es que un entrenamiento meditativo previo y la práctica diaria ayudan a liberar funciones básicas neurofi siológicas preexistentes. Esta tesis conducirá a la siguiente proposición: las experiencias mís-ticas surgen cuando funciones normales se reagrupan en nuevos conjuntos.

Desde tal punto de vista el cerebro está primero, su fenóme-no mental, después. R. W. Sperry es alguien que propone arti-culadamente este tipo de perspectiva “arriba-abajo”.23 Sus profundas opiniones desarrolladas en el contexto de su investi-gación, ganadora del premio Nobel, sobre animales y pacientes cuyos hemisferios fueron divididos, dejándolos con lo que se llamó un cerebro separado. Sperry retoma la interfase entre ciencia y religión en los puntos en donde James los dejó. Co-mienza su propia tesis con una nota optimista. Él cree que las neurociencias ya han rechazado el reduccionismo y el determi-nismo mecanicista por un lado, y los dualismos por el otro. Como resultado encuentra que el camino es ahora claro “para un enfoque racional a la teoría y la prescripción de valores, y a una fusión natural de ciencia y religión”.

Para llegar a sus conclusiones, Sperry hace más que evitar aquellos dualismos que podrían considerar al cerebro y la men-te como dos entidades separadas. Él también rechaza el puro fi sicalismo. ¿Por qué? Porque éste sostiene la tesis inaceptable de que “todas las interacciones de alto nivel, incluidas las del cerebro, son susceptibles de ser reducibles y explicables, en principio, en términos de las fuerzas fundamentales últimas de

la física”. Muchos otros aparte de Sperry ya han encontrado faltas en los determinismos materialistas y físicos. ¿Cómo nos ayuda saber sólo sobre quarks, moléculas o el alto contenido de agua en el cerebro? La teoría cuántica sola no nos permite predecir el modo en que todos ellos actúan juntos para permi-tirle al cerebro funcionar como el órgano de la mente.

En lugar de eso, Sperry sostiene que nuestro cerebro fun-ciona de manera que va más allá de las fuerzas elementales de la física. En un sentido muy real, tenemos sutilezas personales que van más allá de nuestros quarks. Tal punto de vista implica que todo nuestro cerebro desarrolla nuevas propiedades, pro-piedades emergentes. Son propiedades generadas sólo por inte-racciones dentro de un sistema más amplio visto como un todo, no por las acciones de un pequeño constituyente aislado. Las propiedades emergentes son siempre mucho más que la suma de sus partes. Tomemos por ejemplo las nuevas propie-dades emergentes del H2O. Nunca podríamos imaginar que el agua sea un líquido si conociéramos sólo las propiedades de sus dos gases constitutivos, el hidrógeno y el oxígeno.

Además, en sus niveles fi siológicos más altos de procesa-miento emergente, nuestro cerebro también desarrolla nota-bles propiedades causales nuevas. Éstas son propiedades del más alto nivel que pueden operar en la forma arriba-abajo. Ellas causan que las cosas cambien en los niveles psico-químicos y fi sio-lógicos más bajos. Ya sea que tales propiedades emerjan cons-ciente o subconscientemente, actúan para transformar sucesos corriente abajo, regulando nuestros sistemas de valores y las maneras en que nos comportamos.

La tesis de Sperry se expande en este principio general de “causación hacia abajo”. Desde este punto de vista, él entonces presenta su apreciación alternativa de la forma en que las cosas son en verdad. Esto simplemente signifi ca “que propiedades más altas en cualquier entidad, bien sea una sociedad o una molécula, invariablemente imponen [su control causal] sobre las propiedades más bajas de sus infraestructuras”. Él concibe estas más altas entidades como “realidades causales por dere-cho propio”. En consecuencia, ellas tampoco estarán nunca determinadas completamente por las propiedades causales o sus componentes, o por las leyes que gobiernan sus interaccio-nes, o por los sucesos al azar de la mecánica cuántica. Así que lo que revela fi nalmente la neurociencia moderna a Sperry es una clase diferente de universo jerárquico centrado en el cere-bro. Un universo “controlado por una rica profusión de pode-res emergentes cualitativamente diversos que llegan a ser gra-dualmente complejos y competentes”. G

Traducción de Víctori Kuri Gil

22 R. Sasaki, “Zen: A method for religious awakening”, citado en N. Ross, The World of Zen. An East-West Anthology, Vintage, Nueva York, 1960, p. 18.

23 R. W. Sperry, “Changing Priorities”, Annual Review of Neuros-cience, 1981, 4:1-15.

Page 19: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 17

Un maestro chinoVíctor Kuri Gil

A mi hermano Eduardo

Poco ha trascendido a la curiosidad de sus lectores occidentales la vida del maestro chino Lu K´uan Yü, nacido en Cantón en 1898. Este hombre también llamado Charles Luk, (nombre elegido tal vez por sus amigos budistas ingleses) quiso enseñar el Dharma (verdad) e instruir a Occidente sobre diversos as-pectos de la fi losofía y prácticas chinas de autoeducación, como le gustaba a Luk designar a las escuelas y sectas del budismo (el maestro utilizaba la palabra secta en su sentido recto, sección, rama de un todo mayor), así como al yoga taoísta, del que tam-bién se ocupó, sin mencionar lo sufi ciente su labor de difusión

histórica, de gran interés, pues realizó, entre otras muchas, la traducción al inglés del texto La transmisión de la lámpara, que incluye la sucesión cronológica basada en la memoria del mito, la leyenda y la tradición, “Los cuarenta gathas de transmisión” o poemas (gatha) con los que los budas y patriarcas del zen transmitieron el Dharma y el título de maestro. Asimismo, La transmisión de la lámpara (siglo x a. C.), contiene la defi nición más antigua que se haya hecho del chan (zen), como doctrina transmitida fuera de las escrituras, “de mente a mente”, sin mediación de palabras ni códigos escritos, tal como el Buda

Page 20: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

18 la Gaceta número 447, marzo 2008

Sakyamuni lo hizo, al dar a su discípulo Mahakasyapa una fl or en reconocimiento a su profunda comprensión, expresada en una sonrisa, en lugar de un discurso, convirtiéndolo en el pri-mer patriarca indio del chan. Chan es una palabra china que se deriva de la pronunciación china de la palabra sánscrita Dhya-na. La japonesa “zen” es la derivación de chan, y al parecer todas signifi can “meditar”. (Al respecto existe una detallada explicación lingüístico-fonética realizada por Taizen Deshima-ru en Internet.) Remarcábamos la labor de Lu K’uan Yü para señalarlo como uno de los más completos expositores de todo aquello que antecede y parte del momento de la transmisión misma, y que es el cuerpo doctrinario que abarca a los budas anteriores al Sakyamuni y a los patriarcas posteriores indios y chinos, justo hasta Hui-Neng, el sexto y último patriarca del chan, genealogía que debería ser parte de una enseñanza inte-gral del zen. Como en el caso del maestro D. T. Suzuki, cuya monumental obra representa el fundamento del conocimiento del zen en Occidente y que por ende ignorarlo equivale a des-estimar la base racional de la transmisión (que sin ser irracional —evitamos ese término porque lo tememos—, involucra una particular o especial comprensión), la obra del maestro Luk, igualmente grande, auténtica y reveladora, complementa — con su enseñanza de la matriz del chan u origen chino de la doctri-na budista macerada en la sangre taoísta— de manera sustan-cial, la parte escrita del zen básico.

A pesar de que todo libro de zen empieza por advertir al lector sobre la inutilidad de toda práctica que no sea la del za-zen (meditación en cierta postura), es decir la necesidad de “desaprender”, apartarse de los estímulos intelectuales como libros y especulaciones fi losófi cas, la verdad es que para llegar a aprovechar el tiempo de meditación, y más si no se tiene un buen maestro a la mano, es indispensable intentar hacerse de una sólida cultura “de antecedentes” relativos al zen, su espíri-tu y su sabor peculiar, y en eso la obra de Luk como la de Su-zuki son ineludibles.

La paradoja parece ser inevitable, así como la lectura crítica de los muchos (buenos) libros (esenciales) con que se adquiere un fundamento previo a la decisión de “sentarse a meditar”. Tal vez de esa manera cumplimos con la advertencia del maes-tro Suzuki cuando nos pide a los occidentales que no abando-nemos las bases de nuestra cultura y pretendamos orientalizar-

nos por la mera forma, o los gestos, o las gesticulaciones. El cultivo y el discernimiento nos pueden ayudar a saber servirnos con provecho del zen. La iluminación buscada, acaso, como remarcaba justamente Hui-Neng en su gatha, ya se tiene y no se puede perder. Si se busca la iluminación de la iluminación (Novalis decía que todos los hombres son genios y el llamado genio, era el genio del genio), es válido hacerlo, pero por los medios idóneos y alejados de imposturas y deformaciones al uso.

El maestro Luk, frente a la tendencia del logro de la medi-tación como fi n último, abogaba por la sobriedad compasiva y recordaba que el sila, la moralidad, una de las prácticas precep-tivas budistas básicas, debía estar tan presente en la enseñanza como la cuenta de la respiración o la observación de la postura, si bien es cierto que el logro del “vacío” supone la superación de los “defectos de carácter” como dicen en AA. Aunque éste puede ser un punto neurálgico que exigiría hacer distinciones y precisiones, lo que a su vez nos llevaría de nuevo al señala-miento de Luk y a la apreciación del sistema de preceptos como está.

El maestro Luk poseyó la budeidad de manera integral, su conocimiento de todas las formas de autorrealización budista del gran y del pequeño vehículo, como lo demuestra su libro Secretos de la meditación china, era profunda, pues el budismo goza de un variado registro de formas y recursos, aparte de una gran adaptabilidad y fl exibilidad para con todo tipo de mentes, ya que, supone, en el fondo todas son una sola, la mente del Buda.

Su gran obra, Ch’an and Zen Teaching (Enseñanzas chan y zen) de 1961, en tres tomos, aún está esperando traductor al español y cuando se vierta a nuestro idioma, seguro será parte de lo que ya es un canon de “clásicos” traducidos del zen, que afortunadamente no ha dejado de aumentar desde las versiones de las obras de D. T. Suzuki. Pienso en Paul Wienphal, Euge-ne Herrigel, Chang Chen-chi, Edward Conze, Taizen Deshi-maru, Shunryu Suzuki, para mencionar algunos. Las obras pueden variar, no obstante el zen se abre camino entre gustos, sensibilidades y subjetividades diferentes. Lo que importa es la “nada”. Alguien cantaba “One light, the light that is one though the lamps be many” (“Una luz, la luz que es una aunque las lámparas sean muchas”.) Una de esas lámparas sin duda es Lu K’uan Yü. G

Page 21: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 19

De cómo fue salvado Wang-Fo*Marguerite Yourcenar

El viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling iban sin rumbo por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente, pues Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, de día a mirar las libélulas. Llevaban poca carga, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas, y no las cosas mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de adquirirse, salvo pinceles, botes de laca y tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fo cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo y des-preciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, encorvado bajo el peso de un saco lleno de esbozos, doblaba la espalda con respeto como si cargara la bóveda celestial, pues ese saco, para Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna en verano.

No había nacido Ling para recorrer los caminos junto a un anciano que se apoderaba de la aurora y capturaba el crepúscu-lo. Su padre era cambista de oro; su madre, la hija única de un comerciante en jade que le había heredado sus bienes, maldi-ciéndola porque no había sido varón. Ling había crecido en una casa en la que la riqueza eliminaba los azares. Esta existen-cia protegida y llena de cuidados lo había hecho tímido: temía a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le buscó una esposa y la escogió muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber alcanzado la edad en que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, in-fantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lá-grimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción al extremo de morirse y su hijo quedó solo en la casa pintada de bermellón, junto a su joven esposa, que sonreía sin cesar, y a un ciruelo que cada primavera daba fl ores rosas. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido como se ama un espe-jo que no se empaña nunca, un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas de té para obedecer a la moda y favorecía moderadamente a las acróbatas y las bailarinas.

Una noche, en una taberna, tuvo como compañero de mesa a Wang-Fo. El anciano había bebido a fi n de encontrar un es-tado adecuado para pintar a un borracho; su cabeza se inclina-ba como si se esforzara en medir la distancia entre su mano y la taza. El alcohol de arroz había soltado la lengua de este taci-turno artesano y esa noche Wang hablaba como si el silencio fuese un muro y las palabras colores destinados a cubrirlo.

Gracias a él, Ling conoció la belleza de las caras de los bebe-dores difuminadas en el humo de las bebidas calientes, el es-plendor moreno de las carnes lamidas por los lengüetazos des-iguales del fuego y el exquisito color de rosas de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento destrozó la ventana; el aguacero penetró en el cuarto. Wang-Fo se inclinó para que Ling ad mirara la raya lívida del relámpago y Ling, maravillado, dejó de temer a la tempestad.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor y como Wang-Fo esta-ba sin dinero y sin techo, humildemente le ofreció alojamiento. Regresaron juntos; Ling llevaba una linterna, su luz proyectaba en los charcos fulgores inesperados. Aquella noche, sorprendi-do, Ling supo que los muros de su casa no eran rojos como lo había creído, sino que tenían el color de una naranja a punto de pudrirse. En el patio, Wang-Fo advirtió la forma delicada de un arbusto, al que nadie había prestado atención hasta en-tonces, y lo comparó a una joven dejándose secar la cabellera. En el pasillo, siguió embelesado la marcha titubeante de una hormiga por la hendidura de la muralla, y el horror de Ling hacia esos bichos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fo acababa de regalarle un alma y una percepción nue-vas, Ling acostó respetuosamente al anciano en el cuarto don-de su padre y su madre habían muerto.

Hacía años que Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era bastante irreal como para servirle de modelo, pero Ling podía hacerlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipe tirando con un arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del presente era bastante irreal como para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fo la retrató con traje de hada entre las nubes del poniente, y la jo-ven lloró pues era presagio de muerte. Cuando Ling empezó a preferir los retratos que de ella hacía Wang, el rostro de su mujer empezó a marchitarse, como la fl or que lucha contra el viento cálido o las lluvias de verano. Una mañana, la encontra-ron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chal que la ahorcaba fl otaban entreveradas con sus cabellos; parecía aún más delgada que de costumbre y pura como las bellas que cantaban los poetas de los tiempos idos. Wang-Fo la pintó por última vez porque le gustaba aquel tinte verde que cubre el rostro de los muertos. Su discípulo Ling trituraba los colores y esta tarea exigía tanta atención que se olvidaba de verter lá-grimas.

Ling vendió uno tras otro sus esclavos, sus jades y los peces * Marguerite Yourcenar, Cuentos orientales, traducción de Nicole

Vaisse, Universidad Autónoma de Zacatecas, México, 1989.

Page 22: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

20 la Gaceta número 447, marzo 2008

de su fuente para procurar al maestro botes de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la aban-donaron y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado de una ciudad donde ya los rostros no podían enseñarle ningún secreto de fealdad o de belleza, y maestro y discípulo fueron vagando juntos por los caminos del reino de Han.

Su reputación les precedía en los pueblos, en las puertas de los fuertes y bajo el pórtico de los templos en los que se refu-gian, al caer la noche, los peregrinos temerosos. Se decía que Wang-Fo tenía el poder de dar vida a sus retratos por un últi-mo toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros les su-plicaba que les pintara un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. Wang se regocijaba ante estas opiniones diferentes que le permitían estudiar a su alrededor expresiones de agradecimiento, de mie-do o de veneración.

Ling mendigaba la comida, vigilaba el sueño del maestro y aprovechaba su éxtasis para masajearle los pies. Al amanecer, cuando el anciano estaba aún dormido, salía a cazar tímidos paisajes disimulados detrás de los ramos de juncos. De noche, cuando el maestro, desanimado, arrojaba los pinceles al piso, él los recogía. Cuando Wang estaba triste y hablaba de su avan-zada edad, Ling le enseñaba sonriendo el robusto tronco de un viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling apa-rentaba escucharlo humildemente.

Un día, al ponerse el sol, llegaron ante los suburbios de la ciudad imperial y Ling buscó para Wang-Fo un albergue don-de pasar la noche. El anciano se cobijó en sus harapos y Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues la primavera acababa apenas de nacer y el piso de tierra apisonada estaba todavía helado. Al amanecer, unas fuertes pisadas retumbaron en los pasillos del albergue; se oían los susurros del dueño y gritos de mando en una lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. Sin dudar que venían a arrestarlo, se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fo a atravesar el vado del si-guiente río.

Los soldados entraron con linternas. La llama que se fi ltra-ba a través del papel abigarrado lanzaba refl ejos azules o rojos en los cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en sus hombros, y los más feroces de pronto rugían sin razón. Deja-ron caer pesadamente la mano en la nuca de Wang-Fo, que no pudo menos que notar que sus mangas no correspondían al color de sus abrigos.

Sostenido por su discípulo, Wang-Fo siguió a los soldados, tropezando por el camino disparejo. La gente agrupada se bur-laba de esos dos criminales, quienes seguramente eran llevados a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados con-testaban con un gesto salvaje. Sus manos amarradas sufrían y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su amo, lo que para él era una manera más tierna de llorar.

Llegaron al umbral del palacio imperial cuyos muros viole-tas se alzaban a la luz del día como una pared de crepúsculo. Los soldados condujeron a Wang a través de innumerables salas cuadradas o circulares cuya forma simbolizaba las estacio-nes, los puntos cardinales, el macho y la hembra, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas emitían una nota mu-sical al girar sobre sí mismas de modo que se recorría toda la

gama al atravesar el palacio de oriente a poniente. Todo con-curría para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehuma-nas, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas aquí habían de ser defi nitivas y terribles como la sabiduría de los ancestros. Por fi n, el aire se hizo más escaso; el silencio era tan profundo que un prisionero bajo tortura no se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó la cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el pequeño grupo entró a la sala del trono donde se hallaba el Hijo del Cielo.

Era una sala desprovista de muros, sostenida por macizas columnas de piedra azul. Un jardín se desplegaba del otro lado de los troncos de mármol y cada fl or contenida en sus bosques pertenecía a una rara especie traída de ultramar. Pero ninguna tenía perfume, por temor a que los aromas perturbaran la me-ditación del Celeste Dragón. Por respeto al silencio en el que se sumergían sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad-mitido en el interior del recinto y se había ahuyentado también a las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del resto del mundo para que el viento, que pasaba sobre perros reventados y cadáveres en los campos de batalla, no pudiera permitirse rozar la manga del Emperador.

El Celeste Maestro estaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un anciano, aunque ape-nas tenía 20 años. Su vestido era azul para fi gurar el invierno y verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocado demasiado alto y que sólo refl ejara los astros y el implacable cielo. A su derecha se halla-ba su Ministro de Perfectos Placeres y a su izquierda su Con-sejero de Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, afi naban el oído para recoger el menor sonido de sus labios, había tomado la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Celeste Dragón —dijo Wang-Fo protestando—, soy vie-jo, soy pobre, soy débil. Eres como el verano, soy como el in-vierno. Tienes diez mil vidas; sólo tengo una y está por acabar. ¿Qué te he hecho? Amarraron mis manos que nunca te ocasio-naron daño.

—¿Me preguntas qué me has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador. Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha y los refl ejos del piso de jade la volvieron glauca, semejante a una planta submarina. Wang-Fo, maravillado por esos largos dedos fi nos, buscó en sus re-cuerdos si no había hecho, del Emperador o de sus ascendien-tes, algún mediocre retrato que mereciera la muerte. Pero era poco probable, pues Wan-Fo hasta ahora casi no había fre-cuentado la corte de los emperadores prefi riendo las chozas de los campesinos o, en las ciudades, los barrios de las cortesanas y las tabernas de los muelles donde pelean los cargadores.

—¿Me preguntas qué me has hecho, viejo Wang-Fo? —vol-vió a decir el Emperador inclinando su delgado cuello hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero, como el ve-neno de los demás sólo puede escurrirse en nosotros por nues-tros nueve orifi cios, para enfrentarte con tus culpas debo pa-searte por los corredores de mi memoria y contarte mi vida. Mi padre había reunido una colección de pinturas en el cuarto más secreto del palacio, pues él pensaba que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos de la vista de los profanos ante quienes no pueden bajar los ojos. En esas salas fui criado, viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad alrededor de mí de modo que creciera en ella. Habían apartado de mí la

Page 23: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 21

agitada marea de mis futuros súbditos, para evitar a mi candor la salpicadura de las almas humanas y nadie tenía el permiso de pasar ante mi puerta por temor a que la sombra de aquel hom-bre o aquella mujer se extendiera hasta mí. Los pocos viejos servidores que me habían otorgado se hacían presentes lo me-nos posible; las horas giraban en círculos; los colores de tus pinturas renacían con el alba, palidecían con el crepúsculo. De noche, cuando no lograba dormir, las miraba y, durante cerca de diez años, las miré cada noche. De día, sentado en una al-fombra cuyo dibujo conocía de memoria, mis manos vacías des-cansando en mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las ale-grías que me procuraría el porvenir. Me representaba al mundo con el país de Han en medio, semejante a la monótona y pro-funda llanura de la mano surcada por las fatales líneas de los Cinco Ríos. Alrededor, el mar en el que nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que soportaban al cielo. Y, para ayudarme a representar todas estas cosas, utilizaban tus pintu-ras. Me hiciste creer que el mar era como el vasto manto de agua desplegado en tus telas, tan azul que al caer una piedra en él, no puede más que transformarse en zafi ro; que las mujeres

se abrían y se cerraban como fl ores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus jardines; y que los jóvenes guerreros de fi na cintura que vigilan los fuertes fronterizos eran a su vez fl echas que podían atrave-sar tu corazón. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Mandé preparar mi litera: sacudido por unos caminos de los que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las pro-vincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres semejantes a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es a su vez un jardín. Los guijarros de las playas me asquearon de los océa-nos; la sangre de los torturados es menos roja que la granada de tus telas; la miseria de las aldeas no me deja ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna como la carne muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros, y la risa grosera de mis soldados me da náuseas. Me mentiste Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un montón de manchas confusas, tiradas al vacío por un pintor insensato, continuamente borradas por nuestras lágrimas. El reino de

Page 24: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

22 la Gaceta número 447, marzo 2008

Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Empe-rador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre montañas cubiertas de nieve que no puede derretirse, y sobre campos de narcisos que no pueden morir. Por eso, Wang-Fo, busqué el suplicio reservado para ti, cuyos sortilegios me as-quearon de lo que poseo y me dieron el deseo de lo que jamás poseeré. Y para encerrarte en la única celda de la que no podrás salir, decidí que te quemen los ojos, porque tus ojos Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos de diez encrucijadas que te lle-van al corazón de tu imperio, decidí que te cortasen las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fo?

Al oír la sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo despostillado y se arrojó sobre el Emperador. Dos guardias lo detuvieron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió en un suspiro:

—También te odio, viejo Wang-Fo, porque has sabido ha-certe amar. Maten a ese perro.

Ling dio un brinco hacia adelante para evitar que su sangre fuera a manchar el vestido del maestro. Uno de los soldados levantó su sable y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, como una fl or cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El emperador hizo una seña y dos eunucos secaron los ojos de Wang-Fo.

—Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y enjuga tus lágrimas, porque no es el momento de llorar. Tus ojos de-ben permanecer claros para que la poca luz que les queda no se empañe con tu llanto. Porque no deseo tu muerte sólo por rencor, no quiero verte sufrir sólo por crueldad. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. En mi colección de tus obras, tengo una admirable pintura en la que las montañas, el estuario de los ríos y el mar se refl ejan, sin duda infi nitamente pequeños, pero con una evidencia que los objetos mismos no pueden igualar, como las fi guras que se refl ejan en una esfera. Pero esta pintu-ra no está terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra está sólo

Page 25: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 23

esbozada. Sin duda, en el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, te fi jaste en un pájaro que paseaba o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las ondas. No terminaste las franjas del abrigo del mar, ni la cabellera de las algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedan en terminar esa pintura, que así conten-drá los últimos secretos acumulados en el transcurso de tu larga vida. No dudo de que tus manos, casi desaparecidas, tem-blarán en la tela de seda y el infi nito penetrará en tu obra a través de esos cortes de la desgracia. Y no dudo de que tus ojos, casi aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sen-tidos humanos. Éste es mi proyecto, viejo Wang-Fo, y puedo obligarte a que lo cumplas. Si te niegas, antes de quitarte los ojos, haré quemar todas tus obras y entonces te encontrarás como un padre cuyos hijos han sido asesinados y a quien se le ha destrozado la esperanza de posteridad. Pero, si quieres, pue-des creer que esta última orden es sólo un efecto de mi bondad, porque sé que la tela es la única amante que jamás hayas aca-riciado. Y ofrecerte pinceles, colores y tintas para ocupar tus últimas horas, es como ofrecer una mujer a un condenado a muerte.

El emperador movió el dedo meñique y dos eunucos traje-ron respetuosamente la pintura inacabada en la que Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo enjugó sus lágrimas y sonrió porque ese pequeño esbozo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba una frescura del alma a la cual Wan-Fo ya no podía aspirar. Sin embargo, algo faltaba, pues en la época en que Wang-Fo lo había pintado, todavía no había contemplado bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus fl ancos desnudos, y no se había compenetrado lo sufi ciente en la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y empezó a extender sobre el mar inacabado amplias pinceladas azules. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, trituraba los colores; se desenvolvía bas-tante mal con ese trabajo y más que nunca Wang-Fo sufrió por la ausencia de su discípulo Ling.

Wang empezó por pintar de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. Luego añadió a la superfi cie del mar unas pequeñas arrugas que hacían más profundo el sentimiento de su serenidad. El pavimento de jade se humede-cía singularmente, pero Wang-Fo, absorbido por su pintura, no se daba cuenta de que trabajaba sentado en el agua.

La menuda barca, aumentada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de distancia, rá-pida y viva como un batir de alas. El ruido se acercó, llenó suavemente toda la sala, luego cesó y las gotas temblaban in-móviles, suspendidas en los remos del barquero. El hierro rojo destinado a los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo desde hacía largo tiempo. Los cortesanos, con el agua hasta los hombros, inmovilizados por la etiqueta, se alza-ban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fi n al nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubiera podido oír la caída de unas lágrimas.

Y era, en efecto, Ling. Tenía puesto su viejo vestido de to-dos los días y su manga derecha llevaba todavía la rasgadura que no había tenido tiempo de zurcir por la mañana antes de la llegada de los soldados. Pero alrededor del cuello tenía una extraña bufanda roja.

Wang-Fo le dijo suavemente mientras pintaba:—Te creía muerto.—Estando vivo usted —dijo Ling respetuosamente—,

¿cómo podría morir?Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se

refl ejaba en el agua, de modo que Ling parecía navegar en una cueva. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superfi cie como serpientes y la cabeza pálida del Emperador fl otaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo Wang-Fo con melancolía—. Estos desdichados van a perecer, si no están ya muertos. Nun-ca pensé que hubiera sufi ciente agua en el mar como para ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer?

—No temas, Maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se encontrarán secos y ni siquiera recordarán que sus mangas hayan estado mojadas. Sólo el Emperador guardará en el cora-zón un poco de amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de una pintura.

Y añadió:—El mar está hermoso, el viento favorable, los pájaros ma-

rinos hacen sus nidos. Vámonos, Maestro mío, hacia el país allende el mar.

—Vámonos—, dijo el viejo pintor.Wang-Fo agarró el timón y Ling los remos. Otra vez la

cadencia de los remos llenó toda la sala, fi rme y rítmica como un latido de corazón. El nivel del agua disminuía insensible-mente alrededor de las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Pronto, sólo unos escasos charcos brillaron en los hoyos del pavimento de jade. Los vestidos de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la franja de su abrigo.

El rollo de seda acabado por Wang-Fo estaba colocado en la mesa baja. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se ale-jaba poco a poco dejando tras ella un ligero surco que se cerra-ba en el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero se divisaba todavía la bu-fanda roja de Ling y la barba de Wang-Fo fl otaba al viento.

El pulso de los remos se desvaneció, cesó, borrado por la distancia. El Emperador, inclinado hacia adelante, con la mano sobre los ojos, miraba cómo se alejaba la barca de Wang que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Una neblina de oro se levantó y se desplegó sobre el mar. Por fi n, la barca dio vuelta alrededor de una roca que cerraba la entrada a la alta mar; la sombra de un acantilado cayó sobre ella; el surco se borró de la superfi cie desierta y el pintor Wang-Fo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en este mar de jade azul que Wang-Fo acababa de inventar. G

Page 26: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

24 la Gaceta número 447, marzo 2008

Mis últimos veinticinco años*Yukio Mishima

Cuando pienso en mis últimos veinticinco años me maravillo de cuán vacíos han sido. No puedo decir que realmente he “vivido”. Sólo los atravesé tapándome la nariz.

Aquello que odiaba hace veinticinco años continúa sobrevi-viendo con obstinación, si bien bajo formas levemente distin-tas. No sólo sobrevivió sino que se propagó y se infi ltró con enorme virulencia en todo Japón. Se trata del terrible virus de la democracia de posguerra y de la hipocresía que generó.

Yo alimentaba la esperanza de que las hipocresías y los en-gaños desaparecieran con el fi nal de la ocupación norteameri-cana, pero fue sólo una ilusión. Por el contrario, sorprenden-temente, los japoneses han elegido convertirlos en parte de su naturaleza y los han introducido en la política, la economía, la sociedad y hasta en la cultura.

Desde 1945 hasta 1957 se pensó que yo era un tranquilo partidario del “arte por el arte”. Yo me limitaba a sonreír con desprecio. Un joven, en cierto modo frágil como era yo, no conocía otro medio para oponerse que sonreír con desprecio. Luego comencé a sentir que debía luchar precisamente contra mis sonrisas irónicas, contra mi cinismo.

En estos veinticinco años los conocimientos sólo me dieron infelicidad. Todas mis alegrías surgieron de otra fuente.

Es verdad que continué escribiendo novelas. Y también nu-merosas obras teatrales. Pero para un autor acumular escritos equivale a acumular excrementos. La literatura no me ha ayu-dado en absoluto a ser más sabio. Y ni siquiera a transformar-me en un maravilloso idiota.

En cierto modo, tengo el orgullo de haber mantenido duran-te estos veinticinco años cierta pureza ideológica, aunque en el fondo no puedo considerarlo un gran mérito. No sufrí la pri-sión, no derramé mi sangre para conservarme fi el a mis ideas. Y, por otra parte, mi negación a traicionarlas puede ser una prueba de cierta testarudez un poco obtusa más que la demostración de una dúctil y sutil sensibilidad. Un examen más profundo pon-dría de manifi esto mi carencia de “tenacidad viril”. Pero en el fondo todo ello no tiene la menor importancia.

La pregunta que me obsesiona es si he cumplido lo que había prometido. No hay duda de que con mi negación y mi crítica he prometido algo. No soy un político, y mantener la palabra empeñada no signifi ca para mí procurar a alguien ven-tajas reales; sin embargo, estoy obsesionado día y noche por la sensación de no haber cumplido aún una promesa más necesa-

ria e importante que las de los políticos. En algunas ocasiones me sentí tentado por la idea de sacrifi car incluso la literatura con tal de cumplir esa promesa. Tal vez sea un refl ejo de “or-gullo viril”, pero no hay duda de que el haber vivido tranqui-lamente durante estos veinticinco años de democracia, obte-niendo ventajas de ella a pesar de mi desaprobación, hiere mi espíritu desde hace largo tiempo.

Volviendo a mi problema individual, en estos veinticinco años he seguido un plan bastante extraño, que por otra parte no ha sido sufi cientemente comprendido. No me importa, dado que no lo emprendí para obtener comprensión. Mi pro-yecto era conceder el mismo valor a mi cuerpo y a mi espíritu y ofrecer una demostración práctica de ello, destruyendo así de raíz las ilusiones del modernismo literario.

Es un antiguo sueño mío fundir, mediante un acto de volun-tad, los extremados contrastes de la fragilidad del cuerpo y de la fuerza de la literatura, de la debilidad de la literatura y de la solidez del cuerpo: una empresa probablemente jamás intenta-da ni siquiera por los escritores europeos, y cuyo cumplimien-to me habría permitido, como escribió Baudelaire, “ser el verdugo y el ajusticiado”. La época moderna comenzó tal vez cuando en la distancia entre el objeto y el sujeto se descubrió la soledad y el perverso orgullo del artista. Pero este signifi ca-do de “moderno” puede aplicarse también al mundo antiguo, a poetas como Otomo no Yakamochi1 y a autores trágicos como Eurípides.

Durante estos veinticinco años he encontrado muchos ami-gos y perdido otros tantos. La responsabilidad de ello debo atribuírsela únicamente a mi egoísmo. No busco la virtud de la tolerancia y por ello tendré el mismo destino que Akinari Ueda2 y Gennai Hiraga3.

A menudo me pregunto cómo, a pesar de ser más bien rudo y bastante oscuro, no logro alcanzar el estado del “placer vul-gar”. No amo mucho la vida. A no ser que luchar continua-mente contra los molinos de viento signifi que amar la vida.

En estos veinticinco años he perdido una por una todas mis esperanzas, y ahora que me parece haber llegado al fi nal de mi

* Yukio Mishima, Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis, tra-ducción de Martin Raskin Gutman, Palmyra, Madrid, 2006.

1 Poeta y político del siglo viii.2 Escritor, poeta y estudioso de la literatura antigua (1734-1809),

fue autor de los famosos Cuentos de lluvia y de luna y Luna de las llu-vias.

3 Vivió entre 1726 y 1779. Dotado de un ingenio versátil, cons-

truyó una asombrosa máquina eléctrica que, pese a todo, no le valió los favores del sogún. Decepcionado, prefi rió dedicarse a la literatura. Encarcelado por haber matado a un discípulo, se suicidó ayunando.

Page 27: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 25

viaje estoy asombrado por el inmenso derroche de energía que he dedicado a esperanzas totalmente vacuas y vulgares. Si hu-biese concentrado la misma energía en desesperar, tal vez ha-bría obtenido algo más.

No puedo continuar alimentando esperanzas para el Japón futuro. Cada vez crece más en mí la certeza de que, si nada cambia, “Japón” está destinado a desaparecer. En su lugar que-

dará, en una punta del Asia extremo-oriental, un gran país productor, inorgánico, vacío, neutral y neutro, próspero y cau-to. Con los que consideran que ello puede ser tolerable, prefi e-ro ni siquiera hablar.

(Artículo publicado en el diario Sankei el 7 de julio de 1970.) G

Page 28: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

26 la Gaceta número 447, marzo 2008

El reaccionario auténtico*Nicolás Gómez Dávila

La existencia del reaccionario auténtico suele escandalizar al progresista. Su presencia vagamente lo incomoda. Ante la acti-tud reaccionaria el progresista siente un ligero menosprecio, acompañado de sorpresa y desasosiego.

Para aplacar sus recelos, el progresista acostumbra interpre-tar esa actitud intempestiva y chocante como disfraz de intere-ses o como síntoma de estulticia; pero solos el periodista, el político, y el tonto, no se azoran, secretamente, ante la tenaci-dad con que las más altas inteligencias de Occidente, desde hace ciento cincuenta años, acumulan objeciones contra el mundo moderno. Un desdén complaciente no parece, en efecto, la contestación adecuada a una actitud donde puede hermanarse un Goethe a un Dostoievski.

Pero si todas las tesis del reaccionario sorprenden al progre-sista, la mera postura reaccionaria lo desconcierta. Que el re-accionario proteste contra la sociedad progresista, la juzgue, y la condene, pero que se resigne, sin embargo, a su actual mo-nopolio de la historia, le parece una posición extravagante.

El progresista radical, por una parte, no comprende cómo el reaccionario condena un hecho que admite, y el progresista liberal, por otra, no entiende cómo admite un hecho que con-dena. El primero le exige que renuncie a condenar si reconoce que el hecho es necesario, y el segundo que no se limite a abs-tenerse si confi esa que el hecho es reprobable. Aquel lo conmi-na a rendirse, éste a actuar. Ambos censuran su pasiva lealtad a la derrota.

El progresista radical y el progresista liberal, en efecto, re-prenden al reaccionario de distinta manera, porque el uno sostiene que la necesidad es razón, mientras que el otro afi rma que la razón es libertad. Una distinta visión de la historia con-diciona sus críticas.

Para el progresista radical, necesidad y razón son sinóni-mos: la razón es la sustancia de la necesidad, y la necesidad el proceso en que la razón se realiza. Ambas son un solo torrente de existencias.

La historia del progresista radical no es la suma de lo mera-mente acontecido, sino una epifanía de la razón. Aun cuando enseñe que el confl icto es el mecanismo vector de la historia, toda superación resulta de un acto necesario, y la serie discon-tinua de los actos es la senda que trazan, al avanzar sobre la carne vencida, los pasos de la razón indeclinable.

El progresista radical sólo adhiere a la idea que la historia

cauciona, porque el perfi l de la necesidad revela los rasgos de la razón naciente. Desde el curso mismo de la historia emerge la norma ideal que lo nimba.

Convencido de la racionalidad de la historia, el progresista radical se asigna el deber de colaborar a su éxito. La raíz de la obligación ética yace, para él, en nuestra posibilidad de impul-sar la historia hacia sus propios fi nes. El progresista radical se inclina sobre el hecho inminente para favorecer su adveni-miento, porque al actuar en el sentido de la historia la razón individual coincide con la razón del mundo.

Para el progresista radical, pues, condenar la historia no es, tan solo, una empresa vana, sino también una empresa estulta. Empresa vana porque la historia es necesidad; empresa estulta porque la historia es razón.

El progresista liberal, en cambio, se instala en una pura contingencia. La libertad, para él, es sustancia de la razón, y la historia es el proceso en que el hombre realiza su libertad.

La historia del progresista liberal no es un proceso necesa-rio, sino el ascenso de la libertad humana hacia la plena pose-sión de sí misma. El hombre forja su historia imponiendo a la naturaleza los fallos de su libre voluntad.

Si el odio y la codicia arrastran al hombre entre laberintos sangrientos, la lucha se realiza entre libertades pervertidas y libertades rectas. La necesidad es, meramente, el peso opaco de nuestra propia inercia, y el progresista liberal estima que la buena voluntad puede rescatar al hombre, en cualquier instan-te, de las servidumbres que lo oprimen.

El progresista liberal exige que la historia se comporte de manera acorde con lo que su razón postula, puesto que la liber-tad la crea; y como su libertad también engendra las causas que defi ende, ningún hecho puede primar contra el derecho que la libertad establece.

El acto revolucionario condensa la obligación ética del pro-gresista liberal, porque romper lo que la estorba es el acto esencial de la libertad que se realiza. La historia es una materia inerte que labra una voluntad soberana.

Para el progresista liberal, pues, resignarse a la historia es una actitud inmoral y estulta. Estulta porque la historia es li-bertad; inmoral porque la libertad es nuestra esencia.

El reaccionario, sin embargo, es el estulto que asume la vanidad de condenar la historia, y la inmoralidad de resignarse a ella.

Progresismo radical y progresismo liberal elaboran visiones parciales. La historia no es necesidad, ni libertad, sino su inte-gración fl exible.

La historia, en efecto, no es un monstruo divino. La polva-* Ensayo publicado en la Revista de la Universidad de Antioquia,

número 240, abril-junio de 1995.

Page 29: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 27

reda humana no parece levantarse como bajo el hálito de una bestia sagrada; las épocas no parecen ordenarse como estadios en la embriogenia de un animal metafísico; los hechos no se im-brican los unos con los otros como escamas de un pez celeste.

Pero si la historia no es un sistema abstracto que germina bajo leyes implacables, tampoco es el dócil alimento de la lo-cura humana. La antojadiza y gratuita voluntad del hombre no es su rector supremo. Los hechos no se amoldan, como una pasta viscosa y plástica, entre dedos afanosos.

En efecto, la historia no resulta de una necesidad imperso-nal, ni del capricho humano, sino de una dialéctica de la volun-tad donde la opción libre se desenvuelve en consecuencias ne-cesarias.

La historia no se desarrolla como un proceso dialéctico único y autónomo, que prolonga en dialéctica vital la dialéctica de la naturaleza inanimada, sino en un pluralismo de procesos dialécticos, numerosos como los actos libres y atados a la diver-sidad de sus suelos carnales.

Si la libertad es el acto creador de la historia, si cada acto libre engendra una historia nueva, el libre acto creador se pro-

yecta sobre el mundo en un proceso irrevocable. La libertad secreta la historia como una araña metafísica la geometría de su tela.

La libertad, en efecto, se aliena en el mismo gesto en que se asume, porque el acto libre posee una estructura coherente, una organización interna, una proliferación normal de secue-las. El acto se despliega, se dilata, se expande en consecuencias necesarias, de manera acorde con su carácter íntimo y con su naturaleza inteligible. Cada acto somete un trozo de mundo a una confi guración específi ca.

La historia, por lo tanto, es una trabazón de libertades en-durecidas en procesos dialécticos. Mientras más hondo sea el estrato donde brota el acto libre, más variadas son las zonas de actividad que el proceso determina, y mayor su duración. El acto superfi cial y periférico se agota en episodios biográfi cos, mientras que el acto central y profundo puede crear una época para una sociedad entera.

La historia se articula, así, en instantes y en épocas: en actos libres y en procesos dialécticos. Los instantes son su alma fugi-tiva, las épocas su cuerpo tangible. Las épocas se extienden

Page 30: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

28 la Gaceta número 447, marzo 2008

como trechos entre dos instantes: su instante germinal, y el instante donde la clausura el acto incoativo de una nueva vida. Sobre goznes de libertad giran puertas de bronce.

Las épocas no tienen una duración irrevocable: el encuentro con procesos surgidos desde mayor hondura puede interrum-pirlas, la inercia de la voluntad puede prolongarlas. La conver-sión es posible, la pasividad familiar. La historia es una necesi-dad que la libertad engendra, y la casualidad destroza.

Las épocas colectivas son el resultado de una comunión activa en una decisión idéntica, o de la contaminación pasiva de voluntades inertes; pero mientras dura el proceso dialéctico en que las libertades se han vertido, la libertad del inconforme se retuerce en una inefi caz rebeldía. La libertad social no es op-ción permanente, sino blandura repentina en la coyuntura de las cosas.

El ejercicio de la libertad supone una inteligencia sensible a la historia, porque ante la libertad alienada de una sociedad entera el hombre sólo puede acechar el ruido de la necesidad que se quiebra. Todo propósito se frustra si no se inserta en las hendiduras cardinales de una vida.

Frente a la historia sólo surge la obligación ética de actuar cuando la conciencia aprueba la fi nalidad que momentánea-mente impera o cuando las circunstancias culminan en una conjuntura propicia a nuestra libertad.

El hombre que el destino coloca en una época sin fi n previ-sible, y cuyo carácter hiere los más hondos nervios de su ser, no puede sacrifi car, atropelladamente, su repugnancia a sus bríos, ni su inteligencia a su vanidad. El gesto espectacular y huero merece el aplauso público, y el desdén de aquellos a quienes la meditación reclama. En los parajes sombríos de la historia, el hombre debe resignarse a minar con paciencia las soberbias humanas.

El hombre puede, así, condenar la necesidad sin contrade-cirse, aunque no pueda actuar sino cuando la necesidad se de-rrumba.

Si el reaccionario admite la actual esterilidad de sus princi-pios y la inutilidad de sus censuras, no es porque le baste el espectáculo de las confusiones humanas. El reaccionario no se abstiene de actuar porque el riesgo lo espante, sino porque estima que actualmente las fuerzas sociales se vierten raudas hacia una meta que desdeña. Dentro del actual proceso las fuerzas sociales han cavado su cauce en la roca, y nada torcerá su curso mientras no desemboquen en el raso de una llanura incierta. La gesticulación de los náufragos sólo hace fl uir sus cuerpos paralelamente a distinta orilla.

Pero si el reaccionario es impotente en nuestro tiempo, su condición lo obliga a testimoniar su asco. La libertad, para el reaccionario, es sumisión a un mandato.

En efecto, aun cuando no sea ni necesidad, ni capricho, la historia, para el reaccionario, no es, sin embargo, dialéctica de la voluntad inmanente, sino aventura temporal entre el hom-bre y lo que lo trasciende. Sus obras son trazas, sobre la arena revuelta, del cuerpo del hombre y del cuerpo del ángel. La historia del reaccionario es un jirón, rasgado por la libertad del hombre, que oscila al soplo del destino.

El reaccionario no puede callar, porque su libertad no es meramente el asilo donde el hombre escapa del tráfago que lo aturde, y adonde se refugia para asumirse a sí mismo. En el acto libre el reaccionario no toma, tan sólo, posesión de su esencia.

La libertad no es una posibilidad abstracta de elegir entre bienes conocidos, sino la concreta condición dentro de la cual nos es otorgada la posesión de nuevos bienes. La libertad no es instancia que falle pleitos entre instintos, sino la montaña des-de la cual el hombre contempla la ascensión de nuevas estre-llas, entre el polvo luminoso del cielo estrellado.

La libertad coloca al hombre entre prohibiciones que no son físicas e imperativos que no son vitales. El instante libre disipa la vana claridad del día, para que se yerga, sobre el hori-zonte del alma, el inmóvil universo que desliza sus luces tran-seúntes sobre el temblor de nuestra carne.

Si el progresista se vierte hacia el futuro, y el conservador hacia el pasado, el reaccionario no mide sus anhelos con la his-toria de ayer o con la historia de mañana. El reaccionario no aclama lo que ha de traer el alba próxima, ni se aferra a las úl-timas sombras de la noche. Su morada se levanta en ese espacio luminoso donde las esencias lo interpelan con sus presencias inmortales.

El reaccionario escapa de la servidumbre de la historia, por-que persigue en la selva humana la huella de pasos divinos. Los hombres y los hechos son, para el reaccionario, una carne ser-vil y mortal que alientan soplos tramontanos.

Ser reaccionario es defender causas que no ruedan sobre el tablero de la historia, causas que no importa perder.

Ser reaccionario es saber que sólo descubrimos lo que cree-mos inventar; es admitir que nuestra imaginación no crea, sino desnuda blandos cuerpos.

Ser reaccionario no es abrazar determinadas causas, ni abo-gar por determinados fi nes, sino someter nuestra voluntad a la necesidad que no constriñe, rendir nuestra libertad a la exigen-cia que no compele; es encontrar las evidencias que nos guían adormecidas a la orilla de estanques milenarios.

El reaccionario no es el soñador nostálgico de pasados abo-lidos, sino el cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas. G

Page 31: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 29

Entrevista a Sergio PitolErnesto Herrera y Moramay H. Kuri

Viajero constante, Sergio Pitol abandona el país en los sesenta y se queda con la imagen de una Ciudad de México en creci-miento. Para celebrar el cumpleaños de este gran escritor, conversamos brevemente con él. Transcribimos aquí esta con-versación a manera de homenaje.

S.P.—Cuando me fui, la Ciudad de México tenía cinco mi-llones de habitantes o cinco y medio. Cuando volví del extran-jero, no la reconocía porque Hank González había hecho los ejes viales y destruido muchas de las fachadas clásicas. Antes de irme, cuando vivía en la Ciudad de México, el centro era el centro, es decir, donde estaban los cafés, los teatros, la música y todo lo demás; y al volver, con esto de los ejes viales, me sentí totalmente desubicado, no encontraba nada.

H.—Usted, cuando regresa, ¿adónde se va a vivir?S.P.—Al sur, a una casa que tenía en Coyoacán. Coyoacán

me gustaba muchísimo. Luego estuve tres años aquí, cuando decidí volver a México. En esa época ya estaba la inversión térmica y cuando llegaba me bloqueaba la nariz y los ojos. Yo trabajaba desde las cinco hasta las doce de la mañana y con eso de la inversión térmica no podía escribir, sobre todo por las molestias en los ojos. Un día me fui a Jalapa, que es la capital de Veracruz, y entonces me quedé una semana y me gustó tanto que decidí quedarme a vivir allá. Hasta mi perro Sacho se sentía mal en México, había que llevarlo al doctor cada se-mana porque sangraba mucho. Cuando nos fuimos a vivir a Jalapa, nunca se volvió a enfermar…

H.— ¿Por el momento no está escribiendo nada?S.P.—No, no, hasta que esté bien.H.—¿Todavía escribe a mano?S.P. —A mano totalmente.H.—¿Y después contrata una secretaria?S.P. —No, yo después lo paso a la máquina y tengo un secre-

tario que me lo pasa en la computadora y le da el toque fi nal.H.—O sea que nunca ha dejado de escribir a mano.S.P. —No. Ahora sí quiero aprender a usar la computadora,

bueno, no para escribir pero sí para navegar en la red, en el Internet. Buscar y aprender y todas esas cosas.

H.—Es muy fácil.Entrando en materia, su Trilogía del Carnaval, usted lo ha

dicho, resultó un poco a posteriori, de un modo inconsciente usted fue construyéndola.

S.P.—Sí, el primer libro de la trilogía, El desfi le del amor, surgió de la siguiente manera: yo tenía como dos años hacien-do notas. Cuando llegué a Praga, en la Embajada donde traba-jaba, no tenía demasiadas cosas que hacer, entonces tuve la oportunidad de escribir esta novela, teníamos muy poco traba-jo, así que en las tardes y muchas noches me sentaba a escribir y, de ahí, de todas esas notas que tenía, saqué personajes e his-torias y lo reescribí muy rápido. Yo solía escribir muy lento, pero quizá porque estaba pensando en algunas otras cosas, me tardé cinco meses en escribirla, cinco meses que para mí fue-ron como dos años o dos años y medio. Y es que no encontra-ba el tejido de esos personajes que tenía ya hechos, los veía a

Foto

graf

ía d

e M

oram

ay H

erre

ra K

uri

Page 32: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

30 la Gaceta número 447, marzo 2008

todos pero no encontraba el hilo. Entonces fue magnífi co, porque pareció que las musas de pronto aparecieron y pusieron una cosa ahí alrededor, me invadieron. Resulta que me invita-ron de la Secretaría de Relaciones Exteriores de Checoslova-quia a una exposición, porque era el centenario de un escritor y periodista que se llamaba Egon Erwin Kirsch. Yo sabía que había sido muy importante no sólo en Checoslovaquia sino en todo el centro de Europa, él fue una especie de iniciador del Nuevo Periodismo, del involucramiento de las técnicas litera-rias en el quehacer del periodismo. Además fue un gran viaje-ro, desde niño estuvo en Alemania, Francia, Estados Unidos, etcétera. Fue autor de muchas crónicas, actualizando cosas, por ejemplo, que sucedieron hace 400 años.

Las autoridades checas me insistieron mucho para que fuera a esta inauguración y ahí, paseando por una de las salas, de pronto vi que estaban Silvestre Revueltas, Frida Khalo, Diego Rivera y otras grandes personalidades de la cultura y del me-dio. De pronto me di cuenta, al ver la primera reproducción de una casa, de que era idéntica a otra que estaba a dos cuadras de mi casa en Coyoacán. Y lo que pasaba es que el artista estuvo aquí muchos años, durante la guerra, porque él era judío y México lo alojó, le dio asilo, con otras varias personalidades que fueron exiliados de sus países. Así que me quedé ahí un rato observando a la gente y ya no vi la exposición. Eso era como estar en otro mundo. Luego, de vuelta a casa, paré en una cafetería y les pedí a los meseros unos papeles y ahí me quedé como dos horas hasta que encontré todo lo que había estado buscando para mi historia; todo lo que antes había uni-do y además ese elemento de la guerra, de los exiliados, y em-pecé de nuevo. Además yo nunca había podido, en los cuentos y en las dos novelas anteriores, hacer diálogos, yo más bien describía todo, y desde ahí, sin ninguna difi cultad, puse los diálogos y tesituras a los personajes, primero a uno, luego a otro… Después lo mandé a Anagrama y a ERA, que son mis editores, y recibí el Premio Herralde, que entonces me abrió muchas puertas al relativo éxito del que gozo actualmente.

Y, en el viaje que yo hice, que luego sería el libro El viaje, conocí a la señora que sería la protagonista de Domar a la divi-na garza…

Hice entonces miles de notas y cuando llegué a Georgia, caminando en un parque, recordé a esa señora a la que había conocido un mes antes en Moscú y empecé a escribir la parte más importante, como la base del Tríptico. Esto fue casi un carnaval, pero no sabía que desembocaría en esa trilogía.

H.—Entre El desfi le del amor y Domar a la divina garza, se tardó lo que más o menos era su tiempo normal, pero entre Domar a la divina garza y La vida conyugal fue muy rápida la escritura.

En esta segunda trilogía, publicada por Anagrama, usted llevaba sus notas, es decir sus cuadernos, etc., y esto ya no era estrictamente un apunte sino más bien una obra acabada.

S.P. —Llegué a México, como les comentaba, con el Trípti-co y quise buscar algo en mis cajones, las viejas cosas, algún prólogo que había hecho, las conferencias que había dado y todo lo que tuviera ya terminado. Esos libros a veces son nulos, a veces, no siempre… y fue, ahí lo digo en El arte de la fuga, donde empezó todo para esta segunda trilogía. Resulta que fui a Guadalajara para ir a un psicólogo…

H.—Ah, sí, Federico.S.P.—Sí, Federico, que en realidad no era un psicólogo sino

alguien que me iba a hipnotizar. Me lo había recomendado Juan Villoro, porque su cuñado le platicaba cosas extraordina-rias de este señor, como, por ejemplo, que un poeta muy bueno se bloqueó y no pudo escribir más, no pudo hacer ni una línea en dos años, entonces recurrió a Federico y lo curó inmediata-mente, jajajajajajaja, y de ahí se puso a escribir como loco y cosas así, y yo me dije, “bueno, si eso es posible, voy a verlo, debe de haber alguna cosa que me ayude a dejar de fumar”…

H.—Ah, era para dejar de fumar, yo pensé que era porque usted también estaba bloqueado…

S.P. —No, era para dejar de fumar, pero también era para sentir cómo se siente un desbloqueo, y la verdad es que fue una experiencia muy violenta, muy fuerte. El ver a mi madre cuan-do la sacaron del agua muerta.

H.—Claro, porque usted cuenta que en un punto de la hip-nosis volvió a esta casa, a Veracruz, donde estaba con su her-mano y eso lo llevó al momento en que vieron a su madre ahogada…

S.P.—Pero nosotros desde que éramos niños íbamos a esa casa que usted menciona, era de unos parientes muy cercanos y nunca me había acordado de eso. El grito que di fue porque nosotros habíamos ido con mi madre a visitar a esta gente, habíamos ido con el hermano de mi madre y su madre a hacer-le una fi esta, y fue en esta última parte en la que me acordé de mí viendo todo y sentí la impotencia de ese momento de des-cubrir que mi madre había muerto.

Ya hacía poco que mi padre había muerto y luego mi ma-dre… y pensé, la verdad, que nos habían regalado. Después estuve durante muchas semanas digiriendo el asunto de la hip-nosis, y toda esa experiencia y como que empecé a quitar infor-mación, sentía que nada tenía sentido, entonces empecé a re-cordar que había estado en tal lado o en este otro, y luego lo escribí, y de ahí salió la trilogía.

H.—A la manera proustiana ¿no?S.P. —Sí, sí, algo así…H.—Pero entonces Federico lo llevó a esta regresión, pero

por lo que vemos no lo ayudó a dejar de fumar….S.P. —Jajajajaja, pues no, en realidad no. Fíjese que Federi-

co me dijo, “vas a ver muchas cosas, van a ser cosas que te van a doler y te van a llevar a ver en dónde empezaste a fumar, desde cuándo, en qué circunstancias, etc., porque es muy im-portante, porque esto no es una hipnosis tradicional… vas a ver toda tu vida como en una película”, y sí, vi toda mi vida, jajaja-jaja, pero no dejé de fumar, vi mi película con un cigarro en la boca…

H.—Además, en esta trilogía como que desparecen las sec-ciones tradicionales…

El último, El mago de Viena ya no tiene los títulos ni nada, es un camino continuo. Ahí también se hace una construcción que es importante, donde también, como en El Carnaval, ca-ben las cosas trágicas

S.P. —El viaje me gustó escribirlo enormemente, después de salir de la cama y del desayuno me pasaba todo el día escribien-do; es muy radical porque hay cosas del stalinismo. Dentro de todo este realismo, la imaginación literaria siempre está pre-sente… Por esta trilogía me dieron el Premio Cervantes.

Sergio, cansado de hablar, aunque sonriendo, dio por termi-nada la plática, pero nos dejó la promesa de regalarnos un nuevo libro cuando se sienta mejor. G

Page 33: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

número 447, marzo 2008 la Gaceta 31

El Derecho Penal a juicio.Diccionario críticoJuan Carlos Gómez Martínez

El Derecho Penal a jucio. Diciconario crítico, coordinado por Gerardo Laveaga y Alberto Lujambio,

inacipe, México, 2008

Mucha tinta ha corrido en torno a temas como aborto, juicios orales, legalización de las drogas, tolerancia cero o violencia intrafamiliar. La mayoría han sido trata-dos de manera técnica y poco entendible para el gran público, por lo que mucha gente de diversas esferas sociales, cultu-rales y económicas se pregunta constan-temente: ¿qué piensa tal o cual persona-je acerca de alguno de estos temas?

Para responder lo anterior, el Institu-to Nacional de Ciencias Penales recien-temente publicó el libro El Derecho Penal a juicio. Diccionario crítico, en el que polí-ticos, jueces y abogados de todas las co-rrientes y tendencias abordan estos y mu-chos temas más con una característica muy especial: exponen su posición per-sonal respecto a cada uno de ellos.

Esta obra editorial, ideada y coordi-nada por Gerardo Laveaga y Alberto Lujambio, contiene los comentarios de 134 autores acerca de 74 temas conside-rados de gran sensibilidad en el ámbito de la justicia y la seguridad pública. En dichas opiniones el lector no encontrará complejas argumentaciones jurídicas, propias de la tradicional tramitología judicial, sino una postura individual ex-presada en unas cuantas líneas que mues-tran el conocimiento, experiencia y par-ticular visión que del mundo tiene cada uno de sus autores.

De esta manera, en el controvertido tema del aborto —acerca del cual próxi-mamente la Suprema Corte de Justicia se pronunciará— el estudioso, pero tam-bién el periodista, el científi co social o el lego en materia jurídico-penal que se acerque a las páginas de este libro podrá conocer que existen autores que sostie-nen que el legislador no está obligado constitucionalmente a penalizar conduc-tas —según el ministro de la Suprema Corte de Justicia, Jesús Gudiño Pela-yo—, o que la libertad reproductiva prevista en el artículo cuarto de la Cons-titución puede y debe extenderse a la

decisión de la mujer para no tener a un hijo en contra de su voluntad, como sos-tiene Miguel Carbonell. También hay quienes, como José Hidalgo Murillo, catedrático de la Universidad Panameri-cana, consideran esta práctica como una sinrazón médica y legal cuya defensa demerita el valor de la vida.

El tratamiento de la “tolerancia cero” es un excelente ejercicio de opinión jurí-dica sobre las bases de democracia y to-lerancia mutua, algo poco frecuente en el medio legal mexicano. Como ejem-plos de ello, el lector conocerá la breve pero contundente opinión de Susana Ba-rroso Montero, de que la introducción de esta práctica —unida a la de la “impu-nidad cero” — debe ser la bandera que guíe el combate al delito; asimismo, otro se encontrarán opiniones —como las de Fernando Serrano Migallón— en el sen-tido de que sólo es una solución “mediá-tica”, o la de Sergio García Ramírez, que cuestiona severamente el sentido de la frase, y se pregunta: “¿Qué es lo que no toleraremos?”.

La eutanasia es otro de los temas que también proporciona un rico y diverso material para la discusión, cambio o man-tenimiento de posturas acerca de la últi-ma decisión de una persona ante el infor-tunio de enfrentar un drástico cambio en sus circunstancias vitales, y que se pre-gunta cómo y cuándo morir. Felipe Gó-mez Mont atribuye a una reprobable “inercia religiosa” el que esta práctica aún no haya sido aceptada en nuestro país. En esta línea de pensamiento progresista, Luis de la Barreda considera que no es racional y, por ende, “humano” imponer-le a alguien el deber de vivir, y mucho menos que el Estado intervenga en ello. En contraste, Manuel Espino, haciéndo-se eco de medievales tesis tomistas, con-sidera que como nadie es dueño de la vida o la muerte, lo que se debe hacer es pro-porcionar asistencia material y espiritual a un enfermo en fase terminal, cuyo su-

frimiento y el de sus seres queridos está por debajo de la inviolabilidad de la vida.

Y qué decir de los juicios orales, pre-vistos en la mal llamada “reforma ju-dicial” que, en unas semanas más, se aprobará en el Congreso de la Unión, res pecto a los cuales hay autores —como el presidente de la Corte, maestro Gui-llermo Ortiz Mayagoitia— que advier-ten acerca de los inconvenientes que esta clase de procedimientos generarán en las tareas de los juzgadores (sobre todo en el número de sentencias que pudie-ran llegar a dictarse); mientras que otros —como Raúl Carrancá— destacan la necesidad de adoptar esta clase de jui-cios, pero de manera gradual, con lo que se abriría la posibilidad de revivir la olvi-dada “oratoria forense”, gracias a la cual miles de abo gados se verían forzados a hablar y escribir de modo medianamen-te correcto.

En el dogmático mundo del Derecho, pocas obras han sido concebidas para fomentar el debate y la discusión. Por lo general, todos los libros contienen con-ceptos que pretenden encajonar la reali-dad en unas cuantas palabras, y si la pri-mera no cabe en ellas es porque se está ante la presencia de un hecho sui generis. ¿Por qué siempre es más importante eti-quetar que buscar explicaciones?

El Derecho Penal a juicio. Diccionario crítico es un libro que no debe faltar en el escritorio tanto del estudioso de las Cien-cias Penales, como de los analistas de la problemática nacional, en el que se en-cuentran reunidos comentarios de aca-démicos de gran erudición, como René González de la Vega, José Roldán Xopa y Ulises Schmill; voces siempre autori-zadas como la de Gabriel Larrea, el mi-nistro Genaro Góngora o la de Ricardo Franco Guzmán; abogados conocedo-res como Jorge Nader o Juan Velásquez, y jóvenes con ideas frescas y proposi-tivas como Edgar Zurita o Ernesto Luquín. G

Page 34: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

VENTAS [email protected]

Carretera Picacho-Ajusco 227, Col. Bosques del Pedregal,Tlalpan, C. P. 14738, México, D. F.

Tels.: 5227 4655 y 4657www.fondodeculturaeconomica.com

Almacén: José Ma. Joaristi 205,Col. Paraje San Juan, México, D. F.

Tels.: 5612 1915 y 1975, Fax: 5612 0710

Page 35: Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

FILIALES DEL FONDOFILIALES DEL FONDO

Letras sin fronteraswww.fondodeculturaeconomica.comwww.fondodeculturaeconomica.com

[email protected]

Carretera Picacho-Ajusco 227, Col. Bosques del Pedregal,Tlalpan, C. P. 14738, México, D. F.

Tels.: 5227 4672www.fondodeculturaeconomica.com

Almacén: José Ma. Joaristi, 205, Col. Paraje San Juan, México, D. F.Tels.: 5612 1915 y 1975, Fax: 5612 0710

ARGENTINA

Gerente: Leandro de SagastizábalSede y almacén:

El Salvador 5665, C1414BQECapital Federal, Buenos Aires

Tel. y Fax: (5411) 4771 8977 ext. [email protected]

[email protected]

BRASIL

Gerente: Susana AcostaSede, almacén y librería:Rua Bartira 351, Perdizes,

São Paulo CEP 05009-000Tel.: (5511) 3672 3397 y 3864 1496

Fax: (5511) 3862 [email protected]

CENTROAMÉRICA

Gerente: Carlos SepúlvedaSede, almacén y librería: 6a. Avenida

8-65, Zona 9 Guatemala, C. A.Tel.: (502) 2334 1635Fax: (502) 2332 4216

www.fceguatemala.com

CHILE

Gerente: Oscar BravoSede, almacén y librería:

Paseo Bulnes 152,Santiago de Chile

Tels.: (562) 5944 100, 110, 115 y 125Fax: (562) 5944 101

[email protected]

ESTADOS UNIDOS

Gerente: Dorina RazoSede y almacén:

2293 Verus St., San Diego, CA 92154,Tel.: (619) 4290 455, Fax: (619) 4290 827

[email protected]

COLOMBIA

Gerente: César AguilarSede, almacén y librería:Calle 73, 54-31, Barrio 12

de Octubre, BogotáTel.: (571) 4858 585

[email protected]

PERÚ

Gerente: Rosario TorresSede, almacén y librería: Jirón Berlín

238, Mirafl ores, Lima 18Tel.: (511) 4472 848, Fax: (511) 4470 760

Librería: Comandante Espinal840, Mirafl ores

Librería: Jirón Julin 387, [email protected]

www.fceperu.com.pe

ESPAÑA

Gerente: Marcelo DíazSede y almacén: Vía de los

Poblados 17, Edifi cio Indebuilding-Gaico 4-15 28033, Madrid

Tel.: (3491) 763 2800 y 5044Fax: (3491) 763 5133Librería: Juan Rulfo,

C. Fernando El Católico 86Conjunto Residencial Galaxia,

Madrid 28015Tels.: (3491) 5432 904 y 960

Fax: (3491) 5498 [email protected]

www.fcede.es

VENEZUELA

Gerente: Pedro Juan TucatSede y almacén: Edifi cio Torre Polar

P. B. Local "E" Plaza Venezuela, CaracasTel.: (58212) 5744 753Fax: (58212) 5747 442

Librería: Av. Francisco Suranoentre la 2a Avenida de las Delicias

y calle Santos Erminy,Sabana Grande, Caracas

Tel.: (58212) 7632 710Fax: (58212) 7632 [email protected]

www.fcevenezuela.com