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nº 181 / 2007 92 I. Diversidad “Mi tótem es la juma, es decir la garza blanca, que implica sabiduría y libertad, pero hay otros tótems en mi pueblo, cada clan tiene uno…” Clemencia Herrera, dirigente de la etnia huitoto y de la ONIC (Organización Nacional Indíge- na de Colombia), esboza así trazos de su cosmovisión, de su imaginario, como si dibujara esperanzas en el aire. Se encuentra en Lima para el VIII Festival Internacional de Cine y Vídeo de los Pueblos Indígenas (24-26 de abril), organizado por Chirapag, asociación indígena peruana y otras organizaciones, y auspiciado, entre varios, por la cooperación española. Con ella, andan por acá guaraníes, quichwas ecuatorianos y peruanos, mapuches, yaneshas, chiquitanos. Es una muestra pequeña, pero importante, de los 671 pue- blos indígenas reconocidos por los estados de América Lati- na y El Caribe, que —según la CEPAL—, hablan unos 860 idiomas y variaciones dialectales y que sumarían, en total, entre 30 y 50 millones de personas. La cifra, sin embargo, es brumosa por una razón: los censos son algo ciegos. Solo en los que se realizaron a partir del 2000 se incluyó el criterio de autoidentificación —muy valorado por los dirigentes indígenas— para hacer más visibles a los distintos pueblos originarios. Antes, en varios países —Chile, Costa Rica o Honduras, por ejemplo— no se incluía ninguna variable para identificarlos. O se apelaba a criterios curiosos. En Guatemala, por citar un caso, en un censo realizado alrededor de 1980, se les identificaba por lo siguiente: traje indígena, calzado indígena, idioma del hogar… También por autoidentificación, pero tal vez no sea ca- sualidad que este era, justamente, un país donde varias etnias sufrían los embates de la violencia estatal. Curiosamente, y aunque algunos no lo acepten, el Perú es el país que tiene actualmente más indígenas: 8’500.000. Lo sigue México, que tiene 6’101.630. No resulta sorpredente si se tiene en cuenta que ambos países fueron la sede de los dos grandes imperios pre-hispánicos —el inca y el azteca—, pero hay una proporción que hace la mestiza diferencia. Los indígenas peruanos son el 32% de la población; los mexicanos, apenas el 6,4%. El país que, proporcio- nalmente, tiene más indígenas es Bolivia, donde los 5’008.997 aimaras, quechuas, guaraníes, chiquitanos Ramiro Escobar Periodista Las voces INVISIBLES Se calcula que hay 300 millones de indígenas en todo el mundo, de los cuales entre 30 y 50 millones viven en América Latina y El Caribe. Están allí, aunque no lo parezca, y su exclusión es la que hace que nuestra región tenga el penoso honor de ser la más desigual, la zona donde, entrado ya el nuevo milenio, las voces del pasado no se escuchan plenamente. Aun cuando hoy la impronta de los pueblos originarios ya golpee las puertas del poder. Aun cuando para ellos la lucha seguirá siendo larga y tendida.

Las voces - idl.org.peidl.org.pe/idlrev/revistas/181/Internacional bloque.pdf · indígenas en todo el mundo, de los cuales entre 30 y 50 millones viven en América Latina y El Caribe

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nº 181 / 200792

I. Diversidad“Mi tótem es la juma, es decir la garza blanca, que implica sabiduría y libertad, pero hay otros tótems en mi pueblo, cada clan tiene uno…” Clemencia Herrera, dirigente de la etnia huitoto y de la ONIC (Organización Nacional Indíge-na de Colombia), esboza así trazos de su cosmovisión, de su imaginario, como si dibujara esperanzas en el aire.

Se encuentra en Lima para el VIII Festival Internacional de Cine y Vídeo de los Pueblos Indígenas (24-26 de abril), organizado por Chirapag, asociación indígena peruana y otras organizaciones, y auspiciado, entre varios, por la cooperación española. Con ella, andan por acá guaraníes, quichwas ecuatorianos y peruanos, mapuches, yaneshas, chiquitanos.

Es una muestra pequeña, pero importante, de los 671 pue-blos indígenas reconocidos por los estados de América Lati-na y El Caribe, que —según la CEPAL—, hablan unos 860 idiomas y variaciones dialectales y que sumarían, en total, entre 30 y 50 millones de personas. La cifra, sin embargo, es brumosa por una razón: los censos son algo ciegos.

Solo en los que se realizaron a partir del 2000 se incluyó el criterio de autoidentificación —muy valorado por

los dirigentes indígenas— para hacer más visibles a los distintos pueblos originarios. Antes, en varios países —Chile, Costa Rica o Honduras, por ejemplo— no se incluía ninguna variable para identificarlos. O se apelaba a criterios curiosos.

En Guatemala, por citar un caso, en un censo realizado alrededor de 1980, se les identificaba por lo siguiente: traje indígena, calzado indígena, idioma del hogar…También por autoidentificación, pero tal vez no sea ca-sualidad que este era, justamente, un país donde varias etnias sufrían los embates de la violencia estatal.

Curiosamente, y aunque algunos no lo acepten, el Perú es el país que tiene actualmente más indígenas: 8’500.000. Lo sigue México, que tiene 6’101.630. No resulta sorpredente si se tiene en cuenta que ambos países fueron la sede de los dos grandes imperios pre-hispánicos —el inca y el azteca—, pero hay una proporción que hace la mestiza diferencia.

Los indígenas peruanos son el 32% de la población; los mexicanos, apenas el 6,4%. El país que, proporcio-nalmente, tiene más indígenas es Bolivia, donde los 5’008.997 aimaras, quechuas, guaraníes, chiquitanos

Ramiro Escobar Periodista

Las voces INVISIBLES

Se calcula que hay 300 millones de indígenas en todo el mundo, de los cuales entre 30 y 50 millones viven en América Latina y El Caribe. Están allí, aunque no lo parezca, y su exclusión es la que hace que nuestra región tenga el penoso honor de ser la más desigual, la zona donde, entrado ya el nuevo milenio, las voces del pasado no se escuchan plenamente. Aun cuando hoy la impronta de los pueblos originarios ya golpee las puertas del poder. Aun cuando para ellos la lucha seguirá siendo larga y tendida.

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y otros pueblos (36 en total) suman el 62,2% de la población. En Guatemala, los mayas, quichés y otras etnias son el 41% del total.

La urdimbre entonces es compleja, múltiple, disímil. Brasil, por insistir en un caso más agudo, alberga la mayor cantidad de etnias (222), pero todas ellas son solamente el 0,4% de sus habitantes. En Paraguay, donde el guaraní es idioma oficial y lo habla hasta el Presidente, los indígenas de 20 etnias (no solo la gua-raní) son el 1,1% de la población.

¿Qué se está diciendo, por eso, cuando se dice Pueblos Indígenas de América Latina y El Caribe? Se dicen muchas cosas: Andes, cuenca amazónica, Chaco paraguayo, selva centroamericana (esta es la subregión donde los indígenas son minoritarios) e incluso grandes ciudades, pues muchos han migrado a ellas de manera desesperada y creciente.

Pero sobre todo se dice injusticia. Los tótems son muchos, como dice Clemencia, pero cierta mentalidad colonial, aún incrustada en el alma de buena parte de la clase política latinoamericana, vuelve tabú el tema indígena. Lo esconde, lo endulza, lo ignora, lo hiper-boliza. No lo ve tal como es: un asunto de personas, de ciudadanos. No de cifras.

II. Carencias

La ONU ya se va por el segundo Decenio de los Pueblos Indígenas. El primero fue entre 1994 y 2004 y el actual, que comenzó en el 2005, terminará el 2015, justo el año en que, en teoría, deben alcanzarse los Objetivos del Milenio. Es decir, el tiempo en que debe erradicar-se la extrema pobreza y el hambre, universalizarse la educación primaria….

… promoverse la igualdad de género, reducirse la mor-talidad de los niños menores de cinco años, mejorarse la salud materna, combatirse el VIH y el paludismo (así como otras enfermedades), garantizarse la sostenibili-dad del medio ambiente y crearse una alianza mundial para el desarrollo... Ocho objetivos y ocho carencias en el corazón indígena.

Nuestra región no es la más pobre del mundo; no dra-maticemos. Pero entre los pueblos originarios es posible encontrar niveles de pobreza casi africanos, lo que habla muy mal de nuestras prioridades. Harry Anthony Patrinos y Gillette Hall, dos entusiastas estudiosos de este ingrato fenómeno, nos alcanzan unos datos que son literalmente sublevantes.

Uno global: en América Latina, ser indígena aumen-ta notablemente tus posibilidades de ser pobre. En

ToDoS LoS RoSTRoS. Hay indígenas en la selva, en la sierra, en las costas tropicales. Cada etnia tiene su color.

México, por ejemplo, donde se cacarea tanto sobre el presunto éxito del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte, 1994), las posibilidades de que un zapoteco o chiapaneco se vuelva más pobre subieron de 25 a 30% luego de 1990.

La situación varía de acuerdo con el país (en Bolivia, ese porcentaje bajó de 16 a 13% desde 1990). Pero una tendencia que sí es, digamos, bastante más demo-crática, es la menor paga que se le hace a alguien por el solo hecho de ser indígena (“no tiene explicación en términos de características productivas”, dicen, más benignamente, Patrinos y Hall).

En Ecuador, un hombre indígena gana 45% menos que uno no indígena; en Guatemala, 42% menos, y en el Perú 58% menos. Esta tendencia podría bajar, pero

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Entre los pueblos originarios es posible encontrar niveles de pobreza casi africanos, lo que habla muy mal de nuestras prioridades.

MÁS Y MENoS. La población indígena está repartida de manera desigual. Pero la exclusión marca a todo el conjunto.

PROPORCIÓN DE INDÍGENAS EN AMÉRICA LATINA

EN PANTALLA. Los propios pueblos originarios están tratando de construir su imagen.

hay un problema central: mejorar los niveles de ingreso implica mejorar la capacitación, la educación. Y en las zonas indígenas las aulas han proliferado, aunque sin la compañía de la calidad.

Hay programas bilingües en varios países, solo que a la vez alarmantes señales de bajo rendimiento. En el Perú, los niños indígenas rindieron 27% menos que los no indígenas en pruebas de matemáticas. No hay, en suma, un link apropiado entre lo que se invierte en tiempo, en educación, y los resultados posteriores. La pared discriminatoria está sólida.

“La mayor vulnerabilidad está en los niños y las mu-jeres”, dice Tarcila Rivera, directora de Chirapaq, sin olvidar que los hombres también la sufren. A la pobre calidad educativa —¿serviría de mucho univerzalizar la educación primaria si esos son los resultados?— se suma la desnutrición infantil, un mal endémico entre la mayoría de pueblos originarios.

Según la CEPAL, ha disminuido en la región en los últi-mos quince años, pero en países como Bolivia, Ecuador, Guatemala y Perú es —en menores de 5 años— más del doble que la de la población no indígena. El Objetivo n.º 4 del Milenio (“reducir la mortalidad infantil”) se complica debido a este panorama y es particularmente grave en Bolivia y Paraguay.

En este último país, de 1.000 niños nacidos vivos en la etnia mbya, unos 93 se mueren antes de los 5 años. Se trata de un nivel de mortalidad superior al registrado en Camerún y Kenia (alrededor de 70), algo que le hace decir a Hipólito Acevei, lider indígena guaraní, lo siguiente: rocherure, yai copo rá jhá guá entero veva jhá petei cha...

Estamos reclamando para que vivamos alegres y unidos en igualdad, significa eso, más o menos, en la lengua que habla hasta José Luis Chilavert. Son palabras dema-siado generosas para lo dramático de la situación, de pronto mal traducidas, pero que, en esencia, forman parte de ese grito que hasta ahora no se escucha en las alturas del poder.

III. Poder

¿Qué se requiere para erradicar esta vetusta práctica de ningunear a los indígenas como si fueran extraños en su propia tierra? La regla número uno debería inscribirse, a fuego lento, en el cerebro de algunas autoridades o ciudadanos de a pie: ni desprecio ni melosa compasión. Basta de basureo, pero también basta de caridad culposa, de ayuda navideña.

Si el 80% de los indígenas latinoamericanos está en situa-ción de pobreza o extrema pobreza, es porque no se les ha otorgado derechos, se les ha convertido en ciudadanos de segunda (o tercera o cuarta) y se les ha dado mendrugos del poder. No hablo solo del poder político, sino de la capacidad de decidir qué hacer con sus cuerpos y sus almas.

El tema de la salud en ello es paradigmático. La cobertura sanitaria es pésima en las zonas indígenas (en México solo alcanza a 17% de la población indígena, frente a 43% en los no indígenas), pero la solución se aliviaría si se insistiera

aun más en incorporar el conocimiento indígena tradicio-nal en la lucha contra las diversas enfermedades.

Esto lo reconoce el Convenio 169 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) y lo recomienda la OPS (Orga-nización Panamericana de la Salud), pero es un pleito que los estados de la región no se han comprado a fondo. Se debería seguir el rastro de experiencias exitosas, como la de la Federación Indígena de Imbabura (Ecuador).

De acuerdo con la OPS, un programa combinado de medici-na quechua y alopática, llevado a cabo por esta organización, logró reducir notablemente la mortalidad infantil en la comunidad de Otavalo y fomentó el uso de anticonceptivos. Darle esa oportunidad a los pueblos originarios implica hacer realidad el término de moda: “empoderamiento”.

Algo similar debería ocurrir con el peludo asunto de los territorios indígenas, que tantas turbulencias causa, sobre todo debido a la presencia de empresas mineras, madereras o petroleras. Es increíble que hasta ahora no se asuma, desde el poder, que para nuestros pueblos originarios su tierra es mucho más que unas cuantas toneladas de polvo y árboles.

El suelo en que viven los indígenas tiene que ver con el sustento, con la economía —ya sea de subsistencia o diversificada—, con la posibilidad de extraer recursos y seguir reproduciendo la sabiduría tradicional. Pero también tiene que ver con la memoria, con la historia, con los ancestros, con el pasado, que siempre está actuando en el presente.

Para cualquier indígena que se respete como tal, la tierra está viva y es difícilmente negociable. Por esa razón, el principio, archiconocido pero obviado, del “consenti-miento previo, libre e informado”, hoy ya consagrado incluso por la ONU, debería ser ley en los hechos y no en la letra. Esa también sería una manera de otorgar ciudadanía en concreto.

Actualmente, dicho principio figura incluso en varias constituciones de la región y si se pusiera en práctica se hubiera evitado hasta derramamientos de sangre. De acuerdo con él, todo lo que se haga en un territorio indígena debe ser consultado antes. No se puede pasar por encima de los indígenas como si fueran parte de la fauna o simplemente no existieran.

Reconocer este principio ayudaría, además, a valorar la filosofía indígena de respeto del medio ambiente. No es perfecta —me distancio de quienes creen que los pueblos originarios son angélicos y nunca cometen errores—, aunque, sobre el terreno, suele ser bastante más armoniosa con el entorno que las actividades ob-sesivamente extractivas.

Todas estas serían formas de otorgar poder real a los indígenas, más allá de incluirlos a la carrera en listas parlamentarias o ponerlos como imagen obligada en las fotos de promoción turística. Puede ser —como ocurre en parte ahora en Bolivia— que eso vaya aparejado con la emergencia de liderazgos políticos surgidos desde las mismas etnias.

Solo que los mismos dirigentes indígenas más lúcidos se toman esto con cuidado: “Los pueblos originarios tienen que hacer alianzas si quieren ejercer el poder —comenta Tarcila—, no se puede ser excluyente”. No se trata, en suma, de voltear la tortilla, de vengar los siglos de despre-cio. Se trata de crear un mundo más colorido y razonable, una democracia pluricultural.

Colofón

Param takin/allpan tusun/ puquy parapa/takiyninmi/ sallqa runapa tusuyninmi…Canta la lluvia, la tierra baila, el cantar de la lluvia es el cantar de los hombres… La sentencia en quechua pegada en una pared de la sede de Chirapaq (‘centellear’ en el mismo idioma) me sumerge en una reflexión más profunda en medio de tanta estadística dramática.

Indígenas somos todos. Al menos todos los que nacimos en esta tierra y la queremos. Pero nunca seremos felices si una parte de nosotros vive hundida en la desesperan-za. Para cantar con la lluvia, es necesario que todos nos mojemos, que bailemos con la fuerza de nuestra sangre, que corre con cierto dolor por todo el continente.

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Entre los pueblos originarios es posible encontrar niveles de pobreza casi africanos, lo que habla muy mal de nuestras prioridades.

MÁS Y MENoS. La población indígena está repartida de manera desigual. Pero la exclusión marca a todo el conjunto.

PROPORCIÓN DE INDÍGENAS EN AMÉRICA LATINA

EN PANTALLA. Los propios pueblos originarios están tratando de construir su imagen.

hay un problema central: mejorar los niveles de ingreso implica mejorar la capacitación, la educación. Y en las zonas indígenas las aulas han proliferado, aunque sin la compañía de la calidad.

Hay programas bilingües en varios países, solo que a la vez alarmantes señales de bajo rendimiento. En el Perú, los niños indígenas rindieron 27% menos que los no indígenas en pruebas de matemáticas. No hay, en suma, un link apropiado entre lo que se invierte en tiempo, en educación, y los resultados posteriores. La pared discriminatoria está sólida.

“La mayor vulnerabilidad está en los niños y las mu-jeres”, dice Tarcila Rivera, directora de Chirapaq, sin olvidar que los hombres también la sufren. A la pobre calidad educativa —¿serviría de mucho univerzalizar la educación primaria si esos son los resultados?— se suma la desnutrición infantil, un mal endémico entre la mayoría de pueblos originarios.

Según la CEPAL, ha disminuido en la región en los últi-mos quince años, pero en países como Bolivia, Ecuador, Guatemala y Perú es —en menores de 5 años— más del doble que la de la población no indígena. El Objetivo n.º 4 del Milenio (“reducir la mortalidad infantil”) se complica debido a este panorama y es particularmente grave en Bolivia y Paraguay.

En este último país, de 1.000 niños nacidos vivos en la etnia mbya, unos 93 se mueren antes de los 5 años. Se trata de un nivel de mortalidad superior al registrado en Camerún y Kenia (alrededor de 70), algo que le hace decir a Hipólito Acevei, lider indígena guaraní, lo siguiente: rocherure, yai copo rá jhá guá entero veva jhá petei cha...

Estamos reclamando para que vivamos alegres y unidos en igualdad, significa eso, más o menos, en la lengua que habla hasta José Luis Chilavert. Son palabras dema-siado generosas para lo dramático de la situación, de pronto mal traducidas, pero que, en esencia, forman parte de ese grito que hasta ahora no se escucha en las alturas del poder.

III. Poder

¿Qué se requiere para erradicar esta vetusta práctica de ningunear a los indígenas como si fueran extraños en su propia tierra? La regla número uno debería inscribirse, a fuego lento, en el cerebro de algunas autoridades o ciudadanos de a pie: ni desprecio ni melosa compasión. Basta de basureo, pero también basta de caridad culposa, de ayuda navideña.

Si el 80% de los indígenas latinoamericanos está en situa-ción de pobreza o extrema pobreza, es porque no se les ha otorgado derechos, se les ha convertido en ciudadanos de segunda (o tercera o cuarta) y se les ha dado mendrugos del poder. No hablo solo del poder político, sino de la capacidad de decidir qué hacer con sus cuerpos y sus almas.

El tema de la salud en ello es paradigmático. La cobertura sanitaria es pésima en las zonas indígenas (en México solo alcanza a 17% de la población indígena, frente a 43% en los no indígenas), pero la solución se aliviaría si se insistiera

aun más en incorporar el conocimiento indígena tradicio-nal en la lucha contra las diversas enfermedades.

Esto lo reconoce el Convenio 169 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) y lo recomienda la OPS (Orga-nización Panamericana de la Salud), pero es un pleito que los estados de la región no se han comprado a fondo. Se debería seguir el rastro de experiencias exitosas, como la de la Federación Indígena de Imbabura (Ecuador).

De acuerdo con la OPS, un programa combinado de medici-na quechua y alopática, llevado a cabo por esta organización, logró reducir notablemente la mortalidad infantil en la comunidad de Otavalo y fomentó el uso de anticonceptivos. Darle esa oportunidad a los pueblos originarios implica hacer realidad el término de moda: “empoderamiento”.

Algo similar debería ocurrir con el peludo asunto de los territorios indígenas, que tantas turbulencias causa, sobre todo debido a la presencia de empresas mineras, madereras o petroleras. Es increíble que hasta ahora no se asuma, desde el poder, que para nuestros pueblos originarios su tierra es mucho más que unas cuantas toneladas de polvo y árboles.

El suelo en que viven los indígenas tiene que ver con el sustento, con la economía —ya sea de subsistencia o diversificada—, con la posibilidad de extraer recursos y seguir reproduciendo la sabiduría tradicional. Pero también tiene que ver con la memoria, con la historia, con los ancestros, con el pasado, que siempre está actuando en el presente.

Para cualquier indígena que se respete como tal, la tierra está viva y es difícilmente negociable. Por esa razón, el principio, archiconocido pero obviado, del “consenti-miento previo, libre e informado”, hoy ya consagrado incluso por la ONU, debería ser ley en los hechos y no en la letra. Esa también sería una manera de otorgar ciudadanía en concreto.

Actualmente, dicho principio figura incluso en varias constituciones de la región y si se pusiera en práctica se hubiera evitado hasta derramamientos de sangre. De acuerdo con él, todo lo que se haga en un territorio indígena debe ser consultado antes. No se puede pasar por encima de los indígenas como si fueran parte de la fauna o simplemente no existieran.

Reconocer este principio ayudaría, además, a valorar la filosofía indígena de respeto del medio ambiente. No es perfecta —me distancio de quienes creen que los pueblos originarios son angélicos y nunca cometen errores—, aunque, sobre el terreno, suele ser bastante más armoniosa con el entorno que las actividades ob-sesivamente extractivas.

Todas estas serían formas de otorgar poder real a los indígenas, más allá de incluirlos a la carrera en listas parlamentarias o ponerlos como imagen obligada en las fotos de promoción turística. Puede ser —como ocurre en parte ahora en Bolivia— que eso vaya aparejado con la emergencia de liderazgos políticos surgidos desde las mismas etnias.

Solo que los mismos dirigentes indígenas más lúcidos se toman esto con cuidado: “Los pueblos originarios tienen que hacer alianzas si quieren ejercer el poder —comenta Tarcila—, no se puede ser excluyente”. No se trata, en suma, de voltear la tortilla, de vengar los siglos de despre-cio. Se trata de crear un mundo más colorido y razonable, una democracia pluricultural.

Colofón

Param takin/allpan tusun/ puquy parapa/takiyninmi/ sallqa runapa tusuyninmi…Canta la lluvia, la tierra baila, el cantar de la lluvia es el cantar de los hombres… La sentencia en quechua pegada en una pared de la sede de Chirapaq (‘centellear’ en el mismo idioma) me sumerge en una reflexión más profunda en medio de tanta estadística dramática.

Indígenas somos todos. Al menos todos los que nacimos en esta tierra y la queremos. Pero nunca seremos felices si una parte de nosotros vive hundida en la desesperan-za. Para cantar con la lluvia, es necesario que todos nos mojemos, que bailemos con la fuerza de nuestra sangre, que corre con cierto dolor por todo el continente.

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>>> Entre las cosas que más lamento de mi vida es haber vivido en Chicago solo un año. Fue unas tres décadas atrás, justo después de terminar la universidad. Quedé inmediatamente fascinado por una ciudad de tal energía, incomparable espíritu, gran diversidad y con el mejor jazz y el mejor blues que uno pueda encontrar. Es, como el historiador británico Eric Hobsbawm dijo una vez, “la ciudad americana por excelencia”.

Chicago es también un punto de referencia esencial para entender el notable ascenso de Barack Obama en la escena política nacional y el porqué es, hoy por hoy, un serio contendor para ser el próximo Presidente de los Estados Unidos.

El analista Michael Shifter, contra lo que se dice generalmente en el Perú, plantea la posibilidad de que Obama alcance la Presidencia de los Estados Unidos, por más que falte todavía mucho para las elecciones y tenga aún grandes desafíos por delante. Sobre él nos describe también una historia y un perfil fascinantes: ascendencia, formación, virtudes, defectos, y semejanzas y diferencias con ex presidentes como Kennedy y Clinton, o contendores como Hillary.

obama:

¿El primer presidente negro de Estados Unidos?

Es cierto que Obama ha viajado mucho y tiene una historia diversa y fascinante. De padre negro de Kenya y madre blanca de Kansas, pasó parte de su juventud en Indonesia y en Hawaii. Fue a la universidad, prime-ro en Los Ángeles y luego en Nueva York. Más tarde obtuvo grandes distinciones en la Escuela de Derecho de Harvard, en las afueras de Boston. Y en los últimos años ha estado en Washington como senador represen-tando a un estado del medio oeste, Illinois, la tierra de Abraham Lincoln.

Pero Obama obtuvo su educación política en Chicago, y en los Estados Unidos es difícil encontrar una mejor escuela. Chicago es conocida por la rudeza de su política y como un ambiente poco propicio para los débiles. Una de las figuras más memorables de la política estadouni-dense es el ex alcalde demócrata Richard J. Daley, quien murió en el cargo luego de veintiún años de ejercerlo. Su poderosa maquinaria política fue brillantemente

capturada en el clásico libro Boss del periodista Mike Royko. Hoy, el hijo de Daley, también un magnífico político, está disfrutando una notable carrera —aca-ba de empezar su sexto periodo en el cargo— como Alcalde de la tercera ciudad más grande del país. No es de sorprender que Daley apoye de manera entusiasta a Obama, el hijo predilecto de Chicago.

En la década de 1980 Obama incursionó en política como promotor comunitario en Chicago, siguiendo el método desarrollado por el científico social radical Saul Alinsky. Esta técnica suponía enfatizar en las preocupaciones del día a día de los ciudadanos pobres, haciendo que se enfurezcan con sus pésimas condiciones de vida, apelando a sus propios intereses para empujarlos a actuar. Con una ejemplar mezcla de idealismo extremo y rudo pragmatismo callejero, Obama agitó a las comunidades negras pobres para pelear por me-joras como servicios de empleo y la eliminación del uso de asbesto. De hecho, un excelente perfil de Obama en el diario The New Republic (marzo del 2007) está convenientemente titulado “El agitador” (“The Agitator”).

Sin embargo, Obama tiene otro lado, aparentemente contradictorio con su rol de agitador, que fue resalta-do en un artículo de la revista The New Yorker (mayo del 2007) que llevaba por título “El conciliador” (“The Conciliador”). Por medio de la promoción comunitaria y otras experiencias políticas, Obama descubrió que agitar no era suficiente —también quería entender y empatar con el otro lado, para encontrar soluciones más viables a los problemas—. De esta manera podía empujar por el cambio y, al mismo tiempo, buscar acuerdos y consenso. Esta cualidad también nació en Chicago y fue luego cul-tivada en la Escuela de Derecho de Harvard; así como, finalmente, en su carrera política como senador estatal por siete años y luego como senador nacional.

En el elocuente y memorable discurso en la convención presidencial demócrata del 2004 que lo llevó a la pro-minencia nacional, Obama proyectó la imagen de una figura de inspiración y cambio. Parecía estar por encima de las peleas políticas y trascender las agudas divisiones entre los “estados rojos” (republicanos) y los “estados azules” (demócratas). En Obama resonaba ya el tema de una América unida —un rechazo a la mezquindad de la política partidista— que es hoy la base de su atractivo.

Obama comparte importantes cualidades con los ex presidentes Bill Clinton y John F. Kennedy. Clinton, el único presidente demócrata reelegido desde Franklin Roosevelt, enfurecía (y todavía lo hace) a los republi-canos porque era (y es) un político extremadamente talentoso y, a la vez, tan rudo como ellos. Hoy en día, Bill Clinton y su esposa Hillary —actual senadora por New York y la principal rival de Obama para la nomi-nación presidencial demócrata— han quedado a su vez impactados por la rudeza y el formidable talento para la recaudación de fondos de Obama. Rompiendo marcas en donaciones para la campaña, Obama ha conseguido dinero de figuras prominentes de Hollywood e incluso de Nueva York, que por largo tiempo colaboraron con Clinton. En este aspecto, se parece más a Clinton que otros candidatos presidenciales demócratas previos, como John Kerry (2004), Al Gore (2000), Michael Dukakis (1988) o Walter Mondale (1984), que fallaron en generar el suficiente entusiasmo para ganar.

También como Bill Clinton —y a diferencia de otros con-tendores demócratas—, Obama se muestra sumamente cómodo entre las comunidades afroamericanas y en las iglesias a lo largo y ancho del país. Su experiencia en Chi-cago ha sido crítica para llegar a este nivel de comodidad. Pero al ser hijo de un matrimonio mixto y de un africano (por lo tanto, no un descendiente de esclavo), Obama ha tenido que responder a absurdas preocupaciones sobre su real compromiso con el movimiento de derechos civiles. Sin embargo, si uno examina su historia personal y lo ve interactuar con audiencias afroamericanas, quedan pocas dudas de su aprecio por ese rasgo de su identidad.

Si Hillary Clinton no fuera candidata, Obama segura-mente podría capturar más votos afroamericanos para el 2008. Pero Bill Clinton, habiendo nacido en el sur y pasado mucho tiempo de su vida en iglesias negras, sigue siendo muy popular entre los ciudadanos de tal procedencia. Encuestas recientes sugieren que Hillary está recibiendo un poco más de votos afroamericanos que Obama. La era Clinton es recordada con mucho aprecio por la comunidad negra. Aunque hay un gran

Chicago es un punto de referencia para entender a obama.

Michael Shifter Vicepresidente del Diálogo Interamericano

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>>> Entre las cosas que más lamento de mi vida es haber vivido en Chicago solo un año. Fue unas tres décadas atrás, justo después de terminar la universidad. Quedé inmediatamente fascinado por una ciudad de tal energía, incomparable espíritu, gran diversidad y con el mejor jazz y el mejor blues que uno pueda encontrar. Es, como el historiador británico Eric Hobsbawm dijo una vez, “la ciudad americana por excelencia”.

Chicago es también un punto de referencia esencial para entender el notable ascenso de Barack Obama en la escena política nacional y el porqué es, hoy por hoy, un serio contendor para ser el próximo Presidente de los Estados Unidos.

El analista Michael Shifter, contra lo que se dice generalmente en el Perú, plantea la posibilidad de que Obama alcance la Presidencia de los Estados Unidos, por más que falte todavía mucho para las elecciones y tenga aún grandes desafíos por delante. Sobre él nos describe también una historia y un perfil fascinantes: ascendencia, formación, virtudes, defectos, y semejanzas y diferencias con ex presidentes como Kennedy y Clinton, o contendores como Hillary.

obama:

¿El primer presidente negro de Estados Unidos?

Es cierto que Obama ha viajado mucho y tiene una historia diversa y fascinante. De padre negro de Kenya y madre blanca de Kansas, pasó parte de su juventud en Indonesia y en Hawaii. Fue a la universidad, prime-ro en Los Ángeles y luego en Nueva York. Más tarde obtuvo grandes distinciones en la Escuela de Derecho de Harvard, en las afueras de Boston. Y en los últimos años ha estado en Washington como senador represen-tando a un estado del medio oeste, Illinois, la tierra de Abraham Lincoln.

Pero Obama obtuvo su educación política en Chicago, y en los Estados Unidos es difícil encontrar una mejor escuela. Chicago es conocida por la rudeza de su política y como un ambiente poco propicio para los débiles. Una de las figuras más memorables de la política estadouni-dense es el ex alcalde demócrata Richard J. Daley, quien murió en el cargo luego de veintiún años de ejercerlo. Su poderosa maquinaria política fue brillantemente

capturada en el clásico libro Boss del periodista Mike Royko. Hoy, el hijo de Daley, también un magnífico político, está disfrutando una notable carrera —aca-ba de empezar su sexto periodo en el cargo— como Alcalde de la tercera ciudad más grande del país. No es de sorprender que Daley apoye de manera entusiasta a Obama, el hijo predilecto de Chicago.

En la década de 1980 Obama incursionó en política como promotor comunitario en Chicago, siguiendo el método desarrollado por el científico social radical Saul Alinsky. Esta técnica suponía enfatizar en las preocupaciones del día a día de los ciudadanos pobres, haciendo que se enfurezcan con sus pésimas condiciones de vida, apelando a sus propios intereses para empujarlos a actuar. Con una ejemplar mezcla de idealismo extremo y rudo pragmatismo callejero, Obama agitó a las comunidades negras pobres para pelear por me-joras como servicios de empleo y la eliminación del uso de asbesto. De hecho, un excelente perfil de Obama en el diario The New Republic (marzo del 2007) está convenientemente titulado “El agitador” (“The Agitator”).

Sin embargo, Obama tiene otro lado, aparentemente contradictorio con su rol de agitador, que fue resalta-do en un artículo de la revista The New Yorker (mayo del 2007) que llevaba por título “El conciliador” (“The Conciliador”). Por medio de la promoción comunitaria y otras experiencias políticas, Obama descubrió que agitar no era suficiente —también quería entender y empatar con el otro lado, para encontrar soluciones más viables a los problemas—. De esta manera podía empujar por el cambio y, al mismo tiempo, buscar acuerdos y consenso. Esta cualidad también nació en Chicago y fue luego cul-tivada en la Escuela de Derecho de Harvard; así como, finalmente, en su carrera política como senador estatal por siete años y luego como senador nacional.

En el elocuente y memorable discurso en la convención presidencial demócrata del 2004 que lo llevó a la pro-minencia nacional, Obama proyectó la imagen de una figura de inspiración y cambio. Parecía estar por encima de las peleas políticas y trascender las agudas divisiones entre los “estados rojos” (republicanos) y los “estados azules” (demócratas). En Obama resonaba ya el tema de una América unida —un rechazo a la mezquindad de la política partidista— que es hoy la base de su atractivo.

Obama comparte importantes cualidades con los ex presidentes Bill Clinton y John F. Kennedy. Clinton, el único presidente demócrata reelegido desde Franklin Roosevelt, enfurecía (y todavía lo hace) a los republi-canos porque era (y es) un político extremadamente talentoso y, a la vez, tan rudo como ellos. Hoy en día, Bill Clinton y su esposa Hillary —actual senadora por New York y la principal rival de Obama para la nomi-nación presidencial demócrata— han quedado a su vez impactados por la rudeza y el formidable talento para la recaudación de fondos de Obama. Rompiendo marcas en donaciones para la campaña, Obama ha conseguido dinero de figuras prominentes de Hollywood e incluso de Nueva York, que por largo tiempo colaboraron con Clinton. En este aspecto, se parece más a Clinton que otros candidatos presidenciales demócratas previos, como John Kerry (2004), Al Gore (2000), Michael Dukakis (1988) o Walter Mondale (1984), que fallaron en generar el suficiente entusiasmo para ganar.

También como Bill Clinton —y a diferencia de otros con-tendores demócratas—, Obama se muestra sumamente cómodo entre las comunidades afroamericanas y en las iglesias a lo largo y ancho del país. Su experiencia en Chi-cago ha sido crítica para llegar a este nivel de comodidad. Pero al ser hijo de un matrimonio mixto y de un africano (por lo tanto, no un descendiente de esclavo), Obama ha tenido que responder a absurdas preocupaciones sobre su real compromiso con el movimiento de derechos civiles. Sin embargo, si uno examina su historia personal y lo ve interactuar con audiencias afroamericanas, quedan pocas dudas de su aprecio por ese rasgo de su identidad.

Si Hillary Clinton no fuera candidata, Obama segura-mente podría capturar más votos afroamericanos para el 2008. Pero Bill Clinton, habiendo nacido en el sur y pasado mucho tiempo de su vida en iglesias negras, sigue siendo muy popular entre los ciudadanos de tal procedencia. Encuestas recientes sugieren que Hillary está recibiendo un poco más de votos afroamericanos que Obama. La era Clinton es recordada con mucho aprecio por la comunidad negra. Aunque hay un gran

Chicago es un punto de referencia para entender a obama.

Michael Shifter Vicepresidente del Diálogo Interamericano

nº 181 / 200798

entusiasmo por la posibilidad de que Obama sea el primer presidente negro de los Estados Unidos, cabe recordar el comentario de la poeta Maya Angelou, quien dijo que Bill Clinton ya tiene esa distinción.

La comparación entre Obama y John F. Kennedy tam-bién viene al caso. Obama, de 45 años, representa, como Kennedy, quien fue elegido en 1960 a los 43 años, un giro generacional. El discurso de la campaña de Obama hace énfasis en la necesidad de voltear la página y de unir a un país dividido. Algunos comentaristas han comparado las inteligencias, la articulación y la buena apariencia de Obama y Kennedy. (Con mucho respeto, estaría en desacuerdo con cualquier comparación entre sus sentidos del humor, pues dudo de que Obama pueda alcanzar la aguda ironía que Kennedy irradiaba de ma-nera tan magnífica en sus memorables conferencias de prensa, que continuó viendo hasta el día de hoy.)

Obama es incluso más impresionante que Clinton o Kennedy en por lo menos un aspecto (aparte de que uno espera que los supere en disciplina y conducta personal). Sus dos memorias —Dreams from my Fathers (1996) y The Audacity of Hope (2006)— dejan en claro que Obama es, también, un inusualmente reflexivo y excepcionalmente talentoso escritor; cosa rara hasta entre las más inteligentes figuras políticas. Con dos memorias a tan corta edad, es probable que Obama haya escrito ya más libros que los que han leído algunos miembros del Senado estadounidense.

Las principales dudas sobre Obama tienen que ver con su relativa falta de experiencia política y su tenden-cia a hablar generalizando, sin propuestas concretas (precisamente lo opuesto a Hillary Clinton, quien es fuerte con los detalles y débil en la retórica). En el tema de la experiencia política, Obama se beneficia del desastre de la Administración de Bush, que se jactaba de tener al más “experimentado” equipo de política exterior (incluyendo a veteranos como Rums-feld y Cheney) de los últimos tiempos. Cuando se le pregunta sobre esto, Obama recuerda sabiamente su experiencia como promotor comunitario en las calles

de Chicago y señala que Abraham Lincoln, a quien admira mucho, llevaba solo dos años en el Congreso antes de ser elegido Presidente.

Sobre la segunda cuestión, cabe recordar que las eleccio-nes no son en noviembre del 2007, sino en noviembre del 2008. Mucho tiempo queda aún en una campaña que se ha iniciado ridículamente temprano, de manera que Obama va a tener la oportunidad de perfilar sus posiciones sobre los temas con mayor precisión. Pero es verdad que ya los medios lo presionan para ser más específico. La revista The Economist tituló una columna reciente sobre Obama “¿En dónde está la carne?” (“Where’s the Beef?”).

También es verdad que Obama tiene la ventaja de haber estado en contra de la hoy ampliamente impopular gue-rra con Irak desde el comienzo. (Hillary, en cambio, votó en el Senado a favor de autorizar a los Estados Unidos para ir a la guerra, y, además, se ha negado hasta ahora a disculparse por su voto.) Pero en la mayoría de cuestio-nes de política exterior, incluyendo a Latinoamérica, ha sido hasta ahora muy poco específico (dedicó solo trece palabras a la región en su único discurso importante sobre política exterior) y hay muy poca luz sobre cuáles serán sus prioridades o su foco principal.

Presumiblemente, en la medida en que la campaña continúe, Obama nos proveerá de más detalles sobre sus posiciones sobre políticas estadounidenses hacia América Latina y otras cuestiones. Pero en esta elección lo específico puede terminar siendo menos importante que el deseo del país por un cambio en el ánimo y el es-tilo político. Un candidato que sea visto como apto para promover el cambio y a la vez reconciliar diferencias tiene un gran atractivo. Las encuestas muestran que el público estadounidense está descontento con la dirección hacia la cual se dirige el país. Muchos —tanto demócratas como republicanos— están angustiados por el agudo declive de la imagen y el prestigio de los Estados Unidos en el mundo, producto en gran medida de la debacle de Irak. La prioridad más grande para quien entre en la Casa Blanca el 20 de enero del 2009 será reparar este considerable daño; algo que no podría esperar un día más.

Algunos comentaristas han comparado las inteligencias, la articulación y la buena apariencia de obama y Kennedy.

Abrigamos la esperanza y la convicción de que en un futuro todavía no muy preciso los países de América del Sur tenemos que terminar integrados, tal como ocurre en otras regiones del mundo. Este proceso de integración incluye también a Chile, pese a que este país, por diversas razones, mantiene latentes conflictos o antipatías con el Perú, Bolivia y la Argentina, es decir, con sus tres vecinos, lo que, sin duda, dificulta el avance sostenido de la anhelada unificación.

En este artículo pretendemos realizar algunas reflexio-nes sobre el devenir de las relaciones entre el Perú y Chile en las últimas décadas, y tratamos de determinar cuál es la situación actual.

Las relaciones antes de la guerra Perú-Ecuador

Las relaciones entre Chile y el Perú antes del con-flicto del Cenepa entre nuestro país y el Ecuador (1995) habían llegado a una situación de bastante estabilidad, al punto que se podía sostener que, en el caso del Perú, la antigua herida de la Guerra del Pacífico (1879-1893) había ya cicatrizado o estaba a punto de hacerlo. Y ello pese a ciertas actitudes mezquinas de Chile producidas en las negociaciones sobre la administración del muelle de Arica (1992), cuyo producto, la Convención de Lima —negocia-da finalmente por el Gobierno de Fujimori—, fue rechazado por la opinión pública peruana en su versión original, por no ajustarse al Tratado de Ancón de 1929.

La política también está hecha de gestos, y en aquella ocasión Chile tuvo la oportunidad de sellar esta cicatriz con uno alturado que nunca llegó es-pontáneamente.

Perú-Chile:

HIToS CoNFLICTIVoS

>>>

Carlos Fernández Politólogo

Hay un interés especial por publicar este artículo en ideele: ha sido rechazado por otros. Es una posición particular con la que se puede discrepar pero que expresa un punto de vista representativo de un sector verdaderamente existente.

Internacional 99

entusiasmo por la posibilidad de que Obama sea el primer presidente negro de los Estados Unidos, cabe recordar el comentario de la poeta Maya Angelou, quien dijo que Bill Clinton ya tiene esa distinción.

La comparación entre Obama y John F. Kennedy tam-bién viene al caso. Obama, de 45 años, representa, como Kennedy, quien fue elegido en 1960 a los 43 años, un giro generacional. El discurso de la campaña de Obama hace énfasis en la necesidad de voltear la página y de unir a un país dividido. Algunos comentaristas han comparado las inteligencias, la articulación y la buena apariencia de Obama y Kennedy. (Con mucho respeto, estaría en desacuerdo con cualquier comparación entre sus sentidos del humor, pues dudo de que Obama pueda alcanzar la aguda ironía que Kennedy irradiaba de ma-nera tan magnífica en sus memorables conferencias de prensa, que continuó viendo hasta el día de hoy.)

Obama es incluso más impresionante que Clinton o Kennedy en por lo menos un aspecto (aparte de que uno espera que los supere en disciplina y conducta personal). Sus dos memorias —Dreams from my Fathers (1996) y The Audacity of Hope (2006)— dejan en claro que Obama es, también, un inusualmente reflexivo y excepcionalmente talentoso escritor; cosa rara hasta entre las más inteligentes figuras políticas. Con dos memorias a tan corta edad, es probable que Obama haya escrito ya más libros que los que han leído algunos miembros del Senado estadounidense.

Las principales dudas sobre Obama tienen que ver con su relativa falta de experiencia política y su tenden-cia a hablar generalizando, sin propuestas concretas (precisamente lo opuesto a Hillary Clinton, quien es fuerte con los detalles y débil en la retórica). En el tema de la experiencia política, Obama se beneficia del desastre de la Administración de Bush, que se jactaba de tener al más “experimentado” equipo de política exterior (incluyendo a veteranos como Rums-feld y Cheney) de los últimos tiempos. Cuando se le pregunta sobre esto, Obama recuerda sabiamente su experiencia como promotor comunitario en las calles

de Chicago y señala que Abraham Lincoln, a quien admira mucho, llevaba solo dos años en el Congreso antes de ser elegido Presidente.

Sobre la segunda cuestión, cabe recordar que las eleccio-nes no son en noviembre del 2007, sino en noviembre del 2008. Mucho tiempo queda aún en una campaña que se ha iniciado ridículamente temprano, de manera que Obama va a tener la oportunidad de perfilar sus posiciones sobre los temas con mayor precisión. Pero es verdad que ya los medios lo presionan para ser más específico. La revista The Economist tituló una columna reciente sobre Obama “¿En dónde está la carne?” (“Where’s the Beef?”).

También es verdad que Obama tiene la ventaja de haber estado en contra de la hoy ampliamente impopular gue-rra con Irak desde el comienzo. (Hillary, en cambio, votó en el Senado a favor de autorizar a los Estados Unidos para ir a la guerra, y, además, se ha negado hasta ahora a disculparse por su voto.) Pero en la mayoría de cuestio-nes de política exterior, incluyendo a Latinoamérica, ha sido hasta ahora muy poco específico (dedicó solo trece palabras a la región en su único discurso importante sobre política exterior) y hay muy poca luz sobre cuáles serán sus prioridades o su foco principal.

Presumiblemente, en la medida en que la campaña continúe, Obama nos proveerá de más detalles sobre sus posiciones sobre políticas estadounidenses hacia América Latina y otras cuestiones. Pero en esta elección lo específico puede terminar siendo menos importante que el deseo del país por un cambio en el ánimo y el es-tilo político. Un candidato que sea visto como apto para promover el cambio y a la vez reconciliar diferencias tiene un gran atractivo. Las encuestas muestran que el público estadounidense está descontento con la dirección hacia la cual se dirige el país. Muchos —tanto demócratas como republicanos— están angustiados por el agudo declive de la imagen y el prestigio de los Estados Unidos en el mundo, producto en gran medida de la debacle de Irak. La prioridad más grande para quien entre en la Casa Blanca el 20 de enero del 2009 será reparar este considerable daño; algo que no podría esperar un día más.

Algunos comentaristas han comparado las inteligencias, la articulación y la buena apariencia de obama y Kennedy.

Abrigamos la esperanza y la convicción de que en un futuro todavía no muy preciso los países de América del Sur tenemos que terminar integrados, tal como ocurre en otras regiones del mundo. Este proceso de integración incluye también a Chile, pese a que este país, por diversas razones, mantiene latentes conflictos o antipatías con el Perú, Bolivia y la Argentina, es decir, con sus tres vecinos, lo que, sin duda, dificulta el avance sostenido de la anhelada unificación.

En este artículo pretendemos realizar algunas reflexio-nes sobre el devenir de las relaciones entre el Perú y Chile en las últimas décadas, y tratamos de determinar cuál es la situación actual.

Las relaciones antes de la guerra Perú-Ecuador

Las relaciones entre Chile y el Perú antes del con-flicto del Cenepa entre nuestro país y el Ecuador (1995) habían llegado a una situación de bastante estabilidad, al punto que se podía sostener que, en el caso del Perú, la antigua herida de la Guerra del Pacífico (1879-1893) había ya cicatrizado o estaba a punto de hacerlo. Y ello pese a ciertas actitudes mezquinas de Chile producidas en las negociaciones sobre la administración del muelle de Arica (1992), cuyo producto, la Convención de Lima —negocia-da finalmente por el Gobierno de Fujimori—, fue rechazado por la opinión pública peruana en su versión original, por no ajustarse al Tratado de Ancón de 1929.

La política también está hecha de gestos, y en aquella ocasión Chile tuvo la oportunidad de sellar esta cicatriz con uno alturado que nunca llegó es-pontáneamente.

Perú-Chile:

HIToS CoNFLICTIVoS

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Carlos Fernández Politólogo

Hay un interés especial por publicar este artículo en ideele: ha sido rechazado por otros. Es una posición particular con la que se puede discrepar pero que expresa un punto de vista representativo de un sector verdaderamente existente.

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DIN

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nº 181 / 2007100

Sin duda, dentro del conjunto de las relaciones con Chile existen percepciones positivas en la población peruana que hay que resaltar. La buena imagen que ha sabido proyectar internacionalmente el Estado chileno ha influenciado en parte de los peruanos, quienes poseen una visión de Chile como la de un país próspero, enrumbado tras la estela del desarrollo. Esta es una de las razones por las que cientos de peruanos viajan a dicho país buscando mejores horizontes. Es probable que la difusión de los problemas suscitados en los rubros de pensiones, educación y salud en el país del sur pueda ir variando esta sobredimensionada imagen de Chile.

Es necesario reconocer que en el ámbito de las rela-ciones diplomáticas y comerciales las cosas marchan bien, y son prudentemente monitoreadas por ambas cancillerías. Sin embargo, de vez en cuando suceden exabruptos como el caso de la serie Epopeya, que sugieren a ciertas autoridades gubernamentales de ambos lados que todavía hay algunos temas que mejor sería no recordar ahora.

1 El Gobierno de la Argentina también vendió armas al Ecuador durante el conflicto con el Perú. La diferencia ha sido que luego las autoridades argentinas y su sociedad civil ofrecieron disculpas públicas a los peruanos. Además, el ex presidente Menem y unos cuarenta ex funcionarios y militares fueron enjuiciados y detenidos.

2 Declaraciones de José Rodríguez Elizondo aparecidas en el diario La República (del Perú) el 4 de noviembre del 2005, en el artículo titulado “Lagos desmiente la versión del traslado de carabineros a frontera”.

El grave error cometido por Chile al enviar armamento en pleno conflicto entre Perú y el Ecuador ha generado un retroceso importante en nuestras relaciones.

1995: La “mala jugada chilena”

Enrarecidas las relaciones con nuestro vecino del sur por su innecesaria rigidez en las negociaciones del muelle de Arica, el Perú se vio inmerso en un conflicto armado con el Ecuador, uno de cuyos resultados ha sido la superación de nuestro problema limítrofe con dicho país y el desarrollo de una relación fraterna con ese pueblo hermano.

En medio de ese conflicto pasó algo inaudito: Chile, uno de los cuatro garantes del Proceso de Paz del Perú con el Ecuador, envió en pleno conflicto armas a este país, que fueron embarcadas en dos aviones Hércules que aterrizaron en el Grupo 10 de la Fuerza Aérea de Chile el 31 de enero de 1995.

Este hecho, que puede ser considerado ilegal, fue per-cibido por los peruanos como un gesto inamistoso, por decir lo menos. Vender armamento al Ecuador en plena guerra, a sabiendas de que esas armas iban a servir para

apuntar a los soldados peruanos, fue una actitud que, a nuestro entender, reactivó un sentimiento antichileno que ya estaba en franco proceso de extinción en gran parte de la población peruana.

Y el responsable político de este lamentable incidente fue el Gobierno de Concertación de Chile, la misma organización política que hoy gobierna esa nación.1

Las consecuencias de la venta de armas al Ecuador

Ese grave error cometido por Chile ha generado un re-troceso importante en la construcción de las relaciones de mutua confianza y colaboración entre ambos pueblos. No solamente ha recordado de mala manera un hecho histórico del siglo XIX ya casi perdido en el tiempo, sino que ha generado ciertas reacciones y desatado una serie de procesos que vale la pena señalar.

La primera reacción social —y la más importan-

te— ha sido la de crear nuevamente las condiciones

para la aparición de movimientos nacionalistas, cuyo

discurso antichileno forma parte de su repertorio.

En el terreno político, no es difícil constatar que

Ollanta Humala captó y canalizó electoralmente

parte de este sentimiento de rechazo de la pobla-

ción al comportamiento chileno. Obviamente, este

tipo de movimientos no favorecen al proceso de

integración con Chile.

Pero también en el terreno de la economía ha habido

cambios en el comportamiento de algunos sectores

del empresariado peruano. Se ha podido comprobar

una secuencia de campañas informales a través de

diferentes medios de comunicación, que resaltan los

“productos hechos en el Perú” frente a los producidos

en otros países (como Chile).

Asimismo, es posible verificar que, luego de que el Perú se enteró de la venta de armas de Chile al Ecuador, la presen-cia de los chilenos y sus inversiones, consideradas hasta entonces como cualquier “inversión extranjera”, dejaron de ser vistas de tal manera. A partir de ese momento pasaron a ser descritas como “inversiones chilenas”, y los diversos medios y analistas peruanos empezaron a focalizarlas y, en algunos casos, a escudriñarlas.

Parte de esta reacción nacionalista hizo revivir un tradicional concepto, el de los “sectores y recursos es-tratégicos”, que deberían estar en manos del Estado, de los peruanos, pero no de las empresas extranjeras. La polémica pública sobre a quiénes se podía o no vender nuestros puertos es un claro ejemplo de ello. En ese mo-mento la opinión pública impidió que empresas chilenas pudieran acceder a estas propiedades portuarias.

Esta discusión permitió transparentar las diversas posiciones existentes en el Perú, y así quedó en evi-dencia que ciertos sectores poderosos de la economía peruana estaban de acuerdo con el acceso de los ex-tranjeros —incluidos los chilenos— a los llamados

“sectores estratégicos”. El Grupo Romero es uno de estos conglomerados que han abierto las puertas a las empresas chilenas a sectores sensibles de la economía peruana, como son los puertos y la distribución de la gasolina. En este último caso, el Grupo Romero se ha asociado a la Empresa Nacional de Petróleos (ENAP) del Estado chileno.

Temas casi anecdóticos como las nacionalidades del pisco, el suspiro de limeña, la chilemoya o, ahora último, el cebiche, en el contexto descrito, no dejan de causar cierta irritación en un público sensibilizado nuevamente con el discurso nacionalista.

Los conflictos limítrofes

En medio del panorama descrito ha ido cobrando cuerpo una disputa por los límites, marinos primero y última-mente terrestre (por 37.610 m²). El error en el trazado del mapa de la nueva región chilena de Arica Parinacota, en el que se amputaba una parte del territorio peruano, no dejó de producir un cosquilleo en más de un peruano. Por la poca significación de lo disputado en materia de límites, vuelve a presentarse la posibilidad para que Chile muestre algún gesto que persiga ir borrando an-teriores y poco amistosos comportamientos. A la fecha, no se tiene noticia de ninguno relevante.

Pese a pequeños indicios mostrados por Chile de querer corregir la tendencia de las últimas décadas, como puede ser la intención de devolver al Perú un pequeño lote de libros saqueados durante la guerra del XIX, la política exte-rior del Gobierno de Michelle Bachelet frente al Perú está aún por verse. El manejo de la Cancillería chilena durante el Gobierno de Lagos (de la Concertación, como el de Ba-chelet), según el analista chileno José Rodríguez Elizondo, “no tuvo una estrategia proactiva desde el comienzo”; el propio Rodríguez Elizondo ha sentenciado luego que “la arrogancia chilena puede ser nuestro estilo”.

En el terreno de la geopolítica, esta estrategia vecinal —o este estilo, como lo llama el mismo autor— “no pue-de ser un puente interoceánico, una plataforma mundial de inversiones, si los pilares están minados”.2

Los peruanos somos conscientes de que en Chile to-davía casi la mitad de la población vota por partidos políticos de derecha, algunos moderados pero otros radicales, cuyas alucinaciones prusianas aún pueden

seguir causando molestias a nuestros pueblos, que lo único que desean es vivir con justicia social y en paz con sus semejantes. Felizmente, los tiempos han cambiado en estas latitudes y esas posiciones son cada vez menos atractivas y valoradas.

Los países vecinos de Chile seguimos esperando los cambios en la política exterior de ese país, que, estamos seguros, se nutrirán de aquellos valores y principios so-cialistas y socialcristianos por los que muchos chilenos ofrendaron, no hace mucho, lo mejor de sus vidas.

La otra cara de La Moneda

Internacional 101

Sin duda, dentro del conjunto de las relaciones con Chile existen percepciones positivas en la población peruana que hay que resaltar. La buena imagen que ha sabido proyectar internacionalmente el Estado chileno ha influenciado en parte de los peruanos, quienes poseen una visión de Chile como la de un país próspero, enrumbado tras la estela del desarrollo. Esta es una de las razones por las que cientos de peruanos viajan a dicho país buscando mejores horizontes. Es probable que la difusión de los problemas suscitados en los rubros de pensiones, educación y salud en el país del sur pueda ir variando esta sobredimensionada imagen de Chile.

Es necesario reconocer que en el ámbito de las rela-ciones diplomáticas y comerciales las cosas marchan bien, y son prudentemente monitoreadas por ambas cancillerías. Sin embargo, de vez en cuando suceden exabruptos como el caso de la serie Epopeya, que sugieren a ciertas autoridades gubernamentales de ambos lados que todavía hay algunos temas que mejor sería no recordar ahora.

1 El Gobierno de la Argentina también vendió armas al Ecuador durante el conflicto con el Perú. La diferencia ha sido que luego las autoridades argentinas y su sociedad civil ofrecieron disculpas públicas a los peruanos. Además, el ex presidente Menem y unos cuarenta ex funcionarios y militares fueron enjuiciados y detenidos.

2 Declaraciones de José Rodríguez Elizondo aparecidas en el diario La República (del Perú) el 4 de noviembre del 2005, en el artículo titulado “Lagos desmiente la versión del traslado de carabineros a frontera”.

El grave error cometido por Chile al enviar armamento en pleno conflicto entre Perú y el Ecuador ha generado un retroceso importante en nuestras relaciones.

1995: La “mala jugada chilena”

Enrarecidas las relaciones con nuestro vecino del sur por su innecesaria rigidez en las negociaciones del muelle de Arica, el Perú se vio inmerso en un conflicto armado con el Ecuador, uno de cuyos resultados ha sido la superación de nuestro problema limítrofe con dicho país y el desarrollo de una relación fraterna con ese pueblo hermano.

En medio de ese conflicto pasó algo inaudito: Chile, uno de los cuatro garantes del Proceso de Paz del Perú con el Ecuador, envió en pleno conflicto armas a este país, que fueron embarcadas en dos aviones Hércules que aterrizaron en el Grupo 10 de la Fuerza Aérea de Chile el 31 de enero de 1995.

Este hecho, que puede ser considerado ilegal, fue per-cibido por los peruanos como un gesto inamistoso, por decir lo menos. Vender armamento al Ecuador en plena guerra, a sabiendas de que esas armas iban a servir para

apuntar a los soldados peruanos, fue una actitud que, a nuestro entender, reactivó un sentimiento antichileno que ya estaba en franco proceso de extinción en gran parte de la población peruana.

Y el responsable político de este lamentable incidente fue el Gobierno de Concertación de Chile, la misma organización política que hoy gobierna esa nación.1

Las consecuencias de la venta de armas al Ecuador

Ese grave error cometido por Chile ha generado un re-troceso importante en la construcción de las relaciones de mutua confianza y colaboración entre ambos pueblos. No solamente ha recordado de mala manera un hecho histórico del siglo XIX ya casi perdido en el tiempo, sino que ha generado ciertas reacciones y desatado una serie de procesos que vale la pena señalar.

La primera reacción social —y la más importan-

te— ha sido la de crear nuevamente las condiciones

para la aparición de movimientos nacionalistas, cuyo

discurso antichileno forma parte de su repertorio.

En el terreno político, no es difícil constatar que

Ollanta Humala captó y canalizó electoralmente

parte de este sentimiento de rechazo de la pobla-

ción al comportamiento chileno. Obviamente, este

tipo de movimientos no favorecen al proceso de

integración con Chile.

Pero también en el terreno de la economía ha habido

cambios en el comportamiento de algunos sectores

del empresariado peruano. Se ha podido comprobar

una secuencia de campañas informales a través de

diferentes medios de comunicación, que resaltan los

“productos hechos en el Perú” frente a los producidos

en otros países (como Chile).

Asimismo, es posible verificar que, luego de que el Perú se enteró de la venta de armas de Chile al Ecuador, la presen-cia de los chilenos y sus inversiones, consideradas hasta entonces como cualquier “inversión extranjera”, dejaron de ser vistas de tal manera. A partir de ese momento pasaron a ser descritas como “inversiones chilenas”, y los diversos medios y analistas peruanos empezaron a focalizarlas y, en algunos casos, a escudriñarlas.

Parte de esta reacción nacionalista hizo revivir un tradicional concepto, el de los “sectores y recursos es-tratégicos”, que deberían estar en manos del Estado, de los peruanos, pero no de las empresas extranjeras. La polémica pública sobre a quiénes se podía o no vender nuestros puertos es un claro ejemplo de ello. En ese mo-mento la opinión pública impidió que empresas chilenas pudieran acceder a estas propiedades portuarias.

Esta discusión permitió transparentar las diversas posiciones existentes en el Perú, y así quedó en evi-dencia que ciertos sectores poderosos de la economía peruana estaban de acuerdo con el acceso de los ex-tranjeros —incluidos los chilenos— a los llamados

“sectores estratégicos”. El Grupo Romero es uno de estos conglomerados que han abierto las puertas a las empresas chilenas a sectores sensibles de la economía peruana, como son los puertos y la distribución de la gasolina. En este último caso, el Grupo Romero se ha asociado a la Empresa Nacional de Petróleos (ENAP) del Estado chileno.

Temas casi anecdóticos como las nacionalidades del pisco, el suspiro de limeña, la chilemoya o, ahora último, el cebiche, en el contexto descrito, no dejan de causar cierta irritación en un público sensibilizado nuevamente con el discurso nacionalista.

Los conflictos limítrofes

En medio del panorama descrito ha ido cobrando cuerpo una disputa por los límites, marinos primero y última-mente terrestre (por 37.610 m²). El error en el trazado del mapa de la nueva región chilena de Arica Parinacota, en el que se amputaba una parte del territorio peruano, no dejó de producir un cosquilleo en más de un peruano. Por la poca significación de lo disputado en materia de límites, vuelve a presentarse la posibilidad para que Chile muestre algún gesto que persiga ir borrando an-teriores y poco amistosos comportamientos. A la fecha, no se tiene noticia de ninguno relevante.

Pese a pequeños indicios mostrados por Chile de querer corregir la tendencia de las últimas décadas, como puede ser la intención de devolver al Perú un pequeño lote de libros saqueados durante la guerra del XIX, la política exte-rior del Gobierno de Michelle Bachelet frente al Perú está aún por verse. El manejo de la Cancillería chilena durante el Gobierno de Lagos (de la Concertación, como el de Ba-chelet), según el analista chileno José Rodríguez Elizondo, “no tuvo una estrategia proactiva desde el comienzo”; el propio Rodríguez Elizondo ha sentenciado luego que “la arrogancia chilena puede ser nuestro estilo”.

En el terreno de la geopolítica, esta estrategia vecinal —o este estilo, como lo llama el mismo autor— “no pue-de ser un puente interoceánico, una plataforma mundial de inversiones, si los pilares están minados”.2

Los peruanos somos conscientes de que en Chile to-davía casi la mitad de la población vota por partidos políticos de derecha, algunos moderados pero otros radicales, cuyas alucinaciones prusianas aún pueden

seguir causando molestias a nuestros pueblos, que lo único que desean es vivir con justicia social y en paz con sus semejantes. Felizmente, los tiempos han cambiado en estas latitudes y esas posiciones son cada vez menos atractivas y valoradas.

Los países vecinos de Chile seguimos esperando los cambios en la política exterior de ese país, que, estamos seguros, se nutrirán de aquellos valores y principios so-cialistas y socialcristianos por los que muchos chilenos ofrendaron, no hace mucho, lo mejor de sus vidas.

La otra cara de La Moneda

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