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Libro proporcionado por el equipo - …descargar.lelibros.online/AA. VV_/Se Vende Magia (132)/Se Vende... · Fletcher Pratt 1950). Tellero Bo («Shottle Bop», Theodore Sturgeon 1948)

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Seleccionador: Avram Davidson. Con este volumen se inica la publicación deuna serie de antologías escogidas que, a lo largo de la colección, irán dandoa conocer los mejores relatos de fantasía. Para ello, nada más indicado queel que ahora aparece bajo el subtítulo de «Se vende magia», presentado porAvram Davidson.«Los mejores relatos de fantasía I» reúne de modo casi milagroso los dosaciertos que debe tener una buena antología. El primero, obviamente, es unahábil selección de las historias que la forman, cuyo nivel medio sólo puedecalificarse de soberbio. El segundo, aún más raro, es el haber sabidoencontrar un concepto original que le sirva de marco temático: los relatosincluidos aquí se centran alrededor de comercios enigmáticos einexplicables en los que puede hallarse, literalmente, de todo. Cuando elcliente empuja sus puertas polvorientas, no sabe qué va a saludarle desdelos estantes cubiertos de telarañas y los sucios mostradores…, todo puedeencontrarse, en este mundo o en otro, siempre que se esté dispuesto apagar su precio.A veces de forma terrorífica, otras con un humor chispeante, pero siemprederrochando imaginación, firmas del calibre de Alfred Bester, Robert Bloch,Ray Bradbury, Sprague de Camp, Terry Carr, Harlan Ellison, RobertSilverberg, Theodore Sturgeon, H. G. Wells y Jane Yolen, entre otros,desarrollan este apasionante tema de modo magistral.

CONTENIDO:

Introducción, Avram DavidsonTienda de chatarra, John BrosnanDel tiempo y la Tercera Avenida, Alfred BesterCada cual su botella, John CollierTal como está, Robert SilverbergLa capa, Robert BlochPiedra de toque, Terry CarrDoctor Bhumbo Singh, Avram DavidsonEl héroe es único, Harlan EllisonEl tritón malasio, Jane Yolen

Bébase entero: contra la locura de masas, Ray BradburyElephas Frumenti, L. Sprague de Camp y Fletcher PrattTellero Bo, Theodore SturgeonEl huevo de cristal, H. G. WellsLa mujer del vestido genético, Daniel Gilbert

AA. VV.Los mejores relatos de fantasía I. Se vende Magia

Los mejores relatos de fantasía 1

Contenido

Títulos originales de los relatos:

Tienda de chatarra (« Junk Shop» ; John Brosnan 1968).Del tiempo y la Tercera Avenid a (« Of Time and Third Avenue» ,

Alfred Bester 1951).Cada cual su botella (« Bottle Party» , John Collier 1939).Tal como está (« As Is» , Robert Silverberg 1968).La capa (« The Cloak» , Robert Bloch 1939).Piedra de toque (« Touchstone» , Terry Carr 1964).Doctor Bhumbo Singh (« Dr. Bhumbo Singh» , Avram Davidson

1982).El héroe es único (« The Cheese Stands Alone» , Harlan Ellison 1981).El tritón malasio (« The Malaysian Mer» , Jane Yolen 1982).Bébase entero: contra la locura de masas (« Drink Entire: Against the

Madness of Crowds» , Ray Bradbury 1975).Elephas Frumenti (« Elephas Frumenti» , L. Sprague de Camp and

Fletcher Pratt 1950).Tellero Bo (« Shottle Bop» , Theodore Sturgeon 1948).El huevo de cristal (« The Crystal Egg» , H. G. Wells).La mujer del vestido genético (« The Woman in the Designer

Genes» , Daniel Gilbert 1980).

Faltan del original inglés:

«Bazaar of the Bizarre». (Fritz Leiber).

Por sugerencias, recomendaciones y otras colaboraciones, elseleccionador desea expresar su agradecimiento a Arthur Jean Cox,Martin H. Greenburg, Lil Neville, Ann y Alan Nourse, H. Austin Miller Jr.,Lawrence Watt-Evans y, naturalmente, a HARLANELLISON.

Introducción

—Avram Davidson —

El lugar que él recorría ociosamente era uno de esos receptáculos deobjetos viejos y curiosos que parecen agazaparse en raros rincones de estaciudad para ocultar de la vista del público, celosos y desconfiados, susmohosos tesoros. Había cotas de malla erectas igual que monjes conarmadura, fantásticas tallas adquiridas en monasterios, oxidadas armas dediversos tipos, distorsionadas figurillas de porcelana, madera, metal ymarfil, cortinas y extraños muebles quizá diseñados en sueños…

—Charles Dickens

La tienda de antigüedades

Acerca de las descripciones de tiendas en la antigüedad clásica, puede decirseque aquellos establecimientos parecían ser pequeños y no estar particularmenteatestados de mercancías; y ello parece que siguió siendo cierto durante elRenacimiento. La tienda de artículos diversos se desarrolló en siglos posteriores,probablemente con el declive de los gremios. Numerosos mercaderes operabanen recintos o zonas de mercados, y si tenían que guardar las mercancías en suspuestos (suponiendo que poseyeran puestos, y no meramente una manta en elsuelo) tras el trabajo del día, sus existencias debían de ser forzosamentelimitadas. La descripción de un típico comercio al por menor en el Brasil deprincipios del siglo XIX puede muy bien ser válida para las tiendas de cualquierotro lugar: el tendero estimaba lo que iba a vender en el curso del día, y aprimera hora visitaba a su mayorista y adquiría el género. Si faltaba algo a lahora del cierre, el minorista se disgustaba y se reprendía por su malaplanificación. Posteriormente, en ese mismo siglo, existieron ciertos may oristasdel África occidental, y ciertamente de otros lugares, que se jactaban de queellos jamás « sacaban parte de la carga» .

Es decir, si uno de ellos recibía con el último barco cien cajas de, porejemplo, muselina sin blanquear en rollos, el mayorista no vendía menos de unacaja entera. Sólo un mayorista de segunda categoría compraba la caja y, tras« sacar parte de la carga» , vendía la tela por rollos. El comprador del rollo loponía en su estantería, y de ahí lo trasladaba al mostrador para medirlo, cortarloy venderlo por metros. Después de eso, la cuestión se reducía a hacer un buennegocio.

Recuerdo muy bien los « ludes» , aquellos cigarrillos sueltos que se vendían a

un penique. El paquete entero costaba entonces quince centavos y el beneficiodel detallista era únicamente de un penique si vendía la cajetilla sin abrir. Si, porotra parte, el vendedor abría una caja de Picay unes o Sweet Caporal, porejemplo, el tabaco podía pasarse y quedar invendible.

Todo ello, o bien casi todo, se destinaba al consumo más inmediato. Peroexistía algo enteramente distinto: el comercio de segunda mano, que no seprestaba con facilidad a la venta al por mayor y que existía en parte porque,antes de la industrialización, las cosas se hacían para que duraran; había quizámás pobres, y los pobres, ciertamente, poseían menos cosas. Que un productocayera en desuso era una idea cuya época aún no había llegado; plásticos ysintéticos eran algo en que ni siquiera los alquimistas podían soñar. Una prenda,un mueble, una pieza de armadura o incluso un utensilio de cocina, cualquiercosa podía resistir un uso de toda una vida y seguir siendo utilizable. Pues bien,supongamos que los herederos, el estado, los acreedores, quizá no deseabanseguir usando esos objetos. No existían ciertamente tiendas de caridad, de formaque ahí intervenía el vendedor de artículos de segunda mano, y el comercio decamisas y sábanas usadas podía ser tan activo

Como el de mercancías nuevas; así quedaba zanjado ese problema. Perohabía cosas para las que no podía esperarse una venta inmediata. Sin embargo,existía una nueva clase ociosa en formación que en un momento dado podíaadquirir los objetos demasiado valiosos para desecharse. Así nació una clase detenderos que, a diferencia de los minoristas, que a diario volvían a llenar susestanterías, invertía el coste del espacio de que disponían además del coste de lasmercancías. Y aunque algunas de estas mercancías no eran en realidadexcesivamente buenas, otras podían hallarse en ese gran limbo que separa lo útilde lo decorativo, la chatarra de lo antiguo, lo meramente curioso del artículo decoleccionista. Así, poco a poco, nació lo que Dickens denominómemorablemente La tienda de antigüedades.

Es imposible encontrar tiendas de antigüedades en galerías comerciales, ytampoco están en los centros comerciales. Los empresarios que precisanalmacenes de sostén no abren ese tipo de negocios. Esas tiendas surgen,simplemente. Bien, al menos así solía ser…

Había un anciano, ruso blanco, o quizá no tan blanco, que tenía una tienda delibros, revistas y cosas viejas en Saffron Cisco. Su establecimiento me pareciódivertido pero desconcertante.

—Todo esto es muy complicado —dije una vez, o quizá muchas veces.—No, complicado no —contestó él—. En esta mesa sólo puedes comprar. En

esta otra sólo puedes cambiar. En la tercera, allí, tienes que comprar y ademáscambiar algo. Y en la cuarta, allí, tienes que comprar y además cambiar doscosas.

Ese montaje no siempre concordaba con mis deseos inmediatos.

—Tiene una curiosa forma de llevar el negocio —le dije.—Llevo el negocio a mi manera —repuso él, tras volverse.Él ya ha desaparecido, su tienda ha desaparecido. En lugar de ella hay un

establecimiento que vende artículos envueltos en cartón y plástico duro. No hayconfusión. Hay que pagar en metálico. No se cambia nada. Volody a era uninflexible hijo de zorra. Le echo de menos.

Un día, en el otro extremo del continente, descubrí una vieja tienda enColombus Avenue que no había visto hasta entonces. En el escaparate había uncuadro de brillante colorido que mostraba siete circunvalados ejemplos deiconografía

Convencional católicoromana: la Santísima Virgen, san Patricio, el SagradoCorazón y no recuerdo qué más. Y, debajo de las siete figuras, un nombretotalmente distinto. Algo así como Ogun Yambala. No recuerdo qué más. Elconjunto estaba titulado Las siete potencias africanas. De interés seguro para miamigo Mike, el antropólogo. Entré en la tienda para comprar el cuadro.

—¿Cuánto vale ese cuadro del escaparate?Un delgado hombre de edad madura, que fumaba un cigarro puro del mismo

color que su tez, tostado, me contestó:—¿Qué cuadro? Ah, el cuadro de Shango. Hummm… el precio. —Me miró

la barba, las barbas eran entonces más raras que en años futuros—. Le haré unbuen descuento. Cincuenta centavos.

¿Aún lo conservas, Mike?Así conocí a Chris Oliva. Vendía cuerdas de banjo, horquillas, hierbas en

jarras, velas de colores, libros usados en varios idiomas, especias, dulces… Entreventa y venta fumaba cigarros puros y tocaba la mandolina. En una pared teníauna espeluznante litografía de san Jorge clavando la lanza.

—Hay quienes afirman que el dragón es prueba de cierto recuerdo racial delos saurios gigantes —dije una vez.

Chris arrugó un poco la frente.—Eso no es cierto —repuso—. El dragón era símbolo del mal.En otra pared había un marco con una fotografía inmensa de una mujer con

una vestidura de principios de siglo, obviamente una reina, con tiara incluida.—¿No es ésa la reina de España, Chris?Chris sonrió indulgentemente, y luego trató de disimular su sonrisa, ya que mi

ignorancia le causaba pena.—Es mi vieja reina Guillermina de Holanda. Yo soy de Surinam, de la

Guayana Holandesa. Los míos fueron dueños de todo esto —dijo moviendo lamano en un gesto que quería abarcar la totalidad de la vieja Nueva Ámsterdam.

Antes de que yo me trasladara, Chris desapareció, igual que su tienda. Adiós,

Chris Oliva. Como la vieja Nueva Ámsterdam: desaparecida, todo desaparecido.Desaparecida la pequeña tienda donde las damas vendían pasteles hechos en

el hogar por otras damas para que los compraran unas terceras damas.Desaparecido el viejo y aromático puesto donde el hombrecillo liaba a manocigarrillos baratos.

Desaparecido el encuadernador de los potes de goma y las prensas; y elestablecimiento tres escalones más arriba, atestado de jaulas, con olor de pájarosy alpiste, y siempre diversos hombres con cara de no-te-metas-conmigo-porque-miro, cuy a fija y obvia creencia era que la afición a las palomas era ladiferencia esencial que separaba al hombre del animal: desaparecido.

Una vez, para mi sorpresa, descubrí una tienda que era prácticamente unagujero en la pared, en un barrio de Los Ángeles donde uno no espera que lasparedes tengan agujeros. Un letrero en el escaparate decía: « Camisas» . Lamaravilla del caso es que y o necesitaba una camisa en ese momento. Entré. Unhombre de aspecto muy viejo interrumpió su siesta en un sillón.

—¿Una camisa bonita? —me preguntó.Sin levantarse, dio media vuelta y puso en el pequeño mostrador de madera

una caja de cartón con camisas en el interior, y, naturalmente, papel de seda.Actualmente no se permite la venta de camisas en cajas de cartón con papel deseda, sólo pueden venderse envueltas en plástico de mala calidad, y siempre sonde una talla que no te va. La tienda era, como digo, un cuchitril, pero un cuchitrillimpio.

—Llegué aquí por mi salud —dijo el hombre de viej ísimo aspecto—. Por eltiempo, por eso vine. A mi edad me quedo dormido muchas veces, y ¿por quédormirme en un banco del parque? Toda mi vida he tenido una tienda, mejordormirme en una; no es lo mismo que una habitación amueblada. Además, devez en cuando alguien compra una camisa. No es la moda de este año, pero elprecio es bueno, será de su talla, y si no lo es, devuélvala.

¿Alguna vez han tratado de devolver una camisa a unos grandes almacenes?Ja, ja. En fin, la camisa era de mi talla. La usé varios años. Miradas de envidia.

… y en cierta ocasión, nada menos que en El Paso, Texas, en una viejalibrería del tipo tradicional, encontré un ejemplar de una revista (una revistaantigua) con un relato que tenía mi firma, pero que yo no recordaba haberescrito. ¿Acaso me había desplazado oblicuamente en el tiempo? No, no. Poco apoco fui recordando. ¿No dormita a veces hasta el mismo Homero? Aquelhallazgo me proporcionó unos momentos interesantes, permítanme decirlo. Dossemanas más tarde, la vieja tienda, con libros, revistas, polvo y demás,desapareció.

En caso de que hayan empezado a preguntarse adonde pretendo ir, aparte delamentarme de que Ellos ya no abren viejas tiendas como antes, es a lo siguiente:que por eso la gente escribe sobre viejas tiendas, y a que les permite pasar de lo

objetivo a lo fantástico. Una gran diferencia entre la realidad y las consecuenciases ésta: en la fantasía uno llega a lo que ay er era un solar vacío y, ¡zas!,encuentra hoy una vieja tienda; mientras que en la realidad uno llega a lo queay er era una vieja tienda y, ¡zas!, encuentra hoy un solar vacío.

Así pues, ¿por qué esta historia de la vieja tiendecilla? ¿Qué pretendeexplicar? Es arquetípica y primordial; en lugar de la casita en el bosque tenemosla tiendecita en la ciudad. El propietario o propietaria es el anciano sabio o laanciana sabia, quizá podamos decir que la tienda es la cueva o la matriz: unodesea lo que hay dentro, pero al mismo tiempo tiene miedo, el lugar está oscuro,confuso y cerrado, contiene maravillas, contiene peligros, es el camino que abrela búsqueda del luminoso dong, me refiero a la sobrenatural nariz, es decir, la…

Bien, como Mencken solía decir, « puedes tener razón» .Y, como Demmon solía decir, « pero quizá no» .Pero, vamos. Ya nos hemos retrasado bastante. ¿Cuántas veces hemos

recorrido esa estrecha calle sin reparar en la vieja tiendecilla o, habiéndola visto,hemos pasado de largo? Empujemos la puerta…, se abre…, suena unacampanilla… Qué tienda tan rara… ¿Qué cosas podrá tener en venta?

¿Entramos?

Tienda de chatarra

— John Brosnan —

Australia, tierra natal de John Brosnan, es un país tan grande (casi tangrande como los Estados Unidos si descontamos Alaska) como parajustificar que este escritor haya creado un relato tan corto. «Lo escribí —explica Brosnan— mientras trabajaba de archivero en una oficina deimpuestos, poco después de llegar a Gran Bretaña tras un largo trayectopor tierra en un típico autobús de dos pisos, y creo que estaba muydeprimido en aquella época. He vivido en Londres desde entonces». Yahora el seleccionador debe refrenar su locuacidad, o la introducción serámás larga que el relato.

John Brosnan nació en Perth, Australia occidental, en 1947, y seestableció en Gran Bretaña en 1970. Ha escrito diversos libros sobre cine,entre ellos Future Tense: The Cinema of Science Fiction, y dos novelas,Skyship y The Midas Deep, así como cuentos «fundamentalmente denaturaleza humorística, aunque las opiniones varían».

Joe descubrió la tienda por casualidad durante uno de sus paseos a la hora delalmuerzo. Estaba apretujada entre una fábrica en ruinas y un vacío almacén enuna pequeña callejuela. Si le preguntan el lugar exacto, Joe será incapaz decontestar, aunque él sabe que se hallaba cerca de las cocheras de tranvías. Noera lo que se llama propiamente una tienda, dice Joe; no había escaparate, nohabía nada, en realidad no era más que una barraca.

En fin, Joe se detiene al llegar a la tienda y atisba el interior. No consigue vergran cosa porque el sol brilla bastante ese día, y el interior está oscuro, perovislumbra un letrero en una mesa, cerca de la puerta, que tiene escrita la palabraCHATARRA. Joe, como es sabido, es aficionado a husmear en tiendas dechatarra y similares, y entra. Todavía no puede ver nada, deslumbrado comoestá por el sol, pero el lugar huele mal. El ambiente es caluroso y húmedo, tieneun sabor « metálico» (si le preguntan a Joe qué pretende decir con eso, élsupondrá que se trata del criadero perfecto para uno de sus dolores de cabeza).Pero Joe decide que echará una rápida ojeada, y cuando por fin sus ojos seadaptan a la oscuridad interior, empieza a husmear.

Las existencias, suponiendo que se las pueda llamar así, están dispuestas endos hileras de mesas largas y estrechas que se extienden hasta la misma partetrasera de la tienda. Al principio nada parece prometedor a Joe, en realidad nisiquiera reconoce lo que ve; pero eso no le sorprende, ya que supone que los

objetos más vulgares parecen extraños cuando están alejados de su habitualentorno. Al coger una retorcida pieza de metal, preguntándose si procede de lasentrañas de un motor de reacción o de una lavadora, Joe nota de pronto quealguien está de pie junto a él. Sorprendido, se vuelve y ve a un anciano vestidocon un sucio mono.

Suponiendo que debe de ser el propietario de la tienda, como así esrealmente, Joe sonríe y le dice:

—Sólo estoy echando una ojeada. Le parece bien, ¿no? —Claro— dice elviejo, —mire cuanto quiera.

Él es un extraño bobalicón, según Joe. Piel amarillenta, ¿saben?, como deictericia, y ojos de brillante color anaranjado. Bien, pregunten a Joe luego. Lacuestión es que a Joe no le gusta el aspecto del anciano y confía en que seesfume. Joe considera que ser observado anula toda la diversión de curiosear.

—Estaré detrás —dice el viejo—. Dé un grito si encuentra algo que le guste.Y se va. Sintiéndose más feliz, Joe continúa su fisgoneo y, dos minutos más

tarde, topa con algo que le interesa. Es una esfera en forma de huevo, de veintecentímetros de diámetro, hecha con vidrio transparente o algo similar. Como porarte de magia —y Joe tiene sus ideas al respecto— el anciano vuelve a estarjunto a él con aire ansioso. Joe está tan sorprendido que el objeto por poco se leescapa de las manos.

—¿Le gusta? —pregunta el viejo.—Oh, no sé —dice Joe—. ¿Qué es? No será una de esas bolas de cristal, ¿eh?—Nooo —dice el viejo—. Es lo que podría llamarse una novedad. Mire

fijamente el interior.Joe obedece. Descubre que el huevo tiene un trozo de reluciente neblina en el

centro.—Observe —dice el viejo.Joe observa y ve que la zona de neblina se encoge. Se hace cada vez más

pequeña hasta que es imposible verla. Luego hay un brillante centelleo de luz y lazona de neblina reaparece, pero en esta ocasión creciendo.

—¿Qué es? —vuelve a preguntar Joe.—El universo —responde el anciano.—Oh —dice Joe, y luego piensa un poco—. Muy ingenioso, ciertamente.

Como una de esas escenas de Navidad para los niños. Las agitas y parece comosi nevara dentro.

—Nooo —dice el anciano—. Esto es genuino. Lo que está sosteniendo ustedes su verdadero universo.

—Me está tomando el pelo —dice Joe—. ¿Cómo puede meterse el universoentero en un huevo de cristal de este tamaño?

—No lo sé —responde el viejo—. Supongo que es como meter un barcodentro de una botella Era un hobby de un antepasado mío. Ni siquiera tengo una

pista de cómo lo hacía.—Pero ¿cómo podemos estar aquí sosteniendo el universo? —pregunta Joe—.

¿No deberíamos estar también dentro del huevo?—Estamos, o estaremos, o estuvimos; no estoy seguro. Una escala de tiempo

muy distinta, eso está claro por el hecho de que podemos ver la vibración deluniverso. Mientras hablamos, millones de años pasan dentro del huevo.

—Hummm —dice Joe.—Bien, ¿lo quiere? Será una maravillosa curiosidad en su cuarto de estar. Es

francamente espectacular si apaga las luces.—No quiero que se forme una idea equivocada —dice Joe—, pero me resulta

difícil tragar esta bola. ¿Puede demostrar que es el universo verdadero?El anciano suspira.—Naturalmente —dice—. Basta con que me mire los ojos.—Bueno… —dice Joe, y empieza a retroceder.—Mire —repite el viejo.Y Joe, simplemente para darle gusto, observa los curiosos ojos anaranjados

del viejo chiflado, y de repente comprende, comprende —pero no le pidan queexplique cómo— que el anciano está diciéndole la verdad.

—¡Cristo! —exclama Joe—. ¡Vaya antepasados que tiene!El viejo tipo ofrece una sonrisa a modo de excusa y se encoge de hombros.—Pero, como puede ver, yo he topado con tiempos difíciles…Joe vuelve a mirar el huevo.—Cristo —murmura—, el verdadero universo… —Luego le asalta un

pensamiento—. Eh, ¿cuánto quiere por esto?El anciano medita.—¿Qué le parece un dólar y medio? —pregunta.Joe menea la cabeza y, con aire de tristeza, deja el huevo en la mesa.—Lo que pensaba —comenta—, demasiado. ¿Qué otras cosas tiene?

Del tiempo y la Tercera Avenida

— Alfred Bester —

¿Por qué solía haber tantos bares en la Tercera Avenida de Nueva Yorkcon nombres como Reilly’s, Kelly’s, Teague’s, O’Rourke’s? La pregunta yla irónica respuesta («¿Por qué beben los irlandeses? Para tener algo quehacer mientras se están emborrachando») fueron probablementeinventadas por uno de ellos basándose en el principio (observado por eldoctor Johnson) de que los irlandeses son «personas muy correctas quenunca hablan bien unas de otras». El educado señor Bester, sin embargo,evita ese tipo de descripciones realistas, aunque paradójicamente elescenario de este relato de la época es uno de esos bares irlandeses deburlas y whisky, que prácticamente no son de ninguna época en concreto yque antes eran tan característicos de la Tercera Avenida de Manhattancomo los edificios de ladrillos rojos donde estaban estos bares. Más de unainyección de malta disfruté y o allí, a pesar de que yo, Dios lo sabe, no soyirlandés. Bueno, voy a ahorrarles estos tiernos recuerdos… Este pequeñocuento tiene realmente una gran moraleja.

Alfred Bester nació en 1913 en Nueva York. Mientras estabaconsiderando, y al mismo tiempo preparando, las carreras en derecho,música y biología molecular (entre otras), su gran fascinación por los tintesvitales y los procesos vitales en la fisiología lo llevaron a escribir suprimera historia de ciencia ficción. Se vendió. Lo mismo pasó con otroscuentos suyos, y con guiones para radio y televisión, y artículos pararevistas… Alfred Bester se convirtió finalmente en el jefe de redacción dela revista Holiday, que todavía permanece en nuestra memoria. Entre suscuentos están el clásico Fondly Fahrenheit y The Men Who MurderedMohammed. Entre sus libros están: El hombre demolido, The Stars MyDestination, Tigre, Tigre, The Computer Connection, The Light Fantastic,Star Light, Star Bright, Golem 100, The Deceivers y Starlight: Short Fiction.Alfred Bester vive en una pequeña ciudad en el sudeste de Pennsylvania.

Lo que a Macy molestó del hombre fue el hecho de que rechinara. Macy nosupo si eran los zapatos, pero supuso que eran las ropas. En el reservado de subar, bajo el póster que preguntaba: ¿QUIÉN TEME HABLAR DE LA BATALLADEL BOYNE?, Macy inspeccionó al extraño. Era alto, delgado y muy elegante.A pesar de su juventud, era casi calvo. Había pelusa en lo alto de su cabeza ysobre las cejas. Entonces el hombre buscó el billetero en su chaqueta, y Macy lo

comprendió. Eran sus ropas las que rechinaban.—Vale, señor Macy —dijo el extraño, con tono silábico—. Muy bien. Por

alquilar su reservado, con utilización exclusiva durante un crono…—¿Un qué? —preguntó Macy, nervioso.—Crono. ¿Palabra incorrecta? Oh, sí. Perdóneme. Una hora.—Usted es extranjero —dijo Macy—. ¿Cuál es su nombre? Apuesto a que es

ruso.—No. Extranjero no —respondió el extraño, y sus ojos temerosos se pasearon

por el reservado—. Llámeme Boyne.—¡Boyne! —repitió Macy, incrédulo.—Sí, Boy ne.El señor Boyne abrió un billetero que parecía un acordeón, hizo correr sus

dedos por distintos billetes de colores y monedas, y luego sacó un billete de ciendólares. Lo extendió a Macy y dijo:

—La tarifa de alquiler por una hora. Como acordamos. Cien dólares. Cójalosy váy ase.

Empujado por la fuerza de la mirada de Boyne, Macy cogió el billete yretrocedió bamboleante hacia la barra. Por encima del hombro, gorjeó:

—¿Qué quiere beber?—¿Beber? ¿Alcohol? ¡Puf! —respondió Boyne.Dio media vuelta y se precipitó hacia la cabina telefónica, buscó bajo la caja

del teléfono y localizó el cable conductor. De un bolsillo lateral sacó una pequeñacaja brillante y la enganchó en el cable, ocultándola a la vista. Luego levantó elreceptor.

—Coordenadas 73-58-15 oeste —dijo con rapidez—. 40-45-20 norte.Dispersión sigma. Parecéis espectros… —Después de una pausa, continuó—:¡Ya! ¡Ya! Transmisión clara. Quiero una atracción de Knight. Oliver WilsonKnight. Probabilidad de cuatro cifras significativas. ¿Tenéis las coordenadas?¿99,9807? Vale. Sostened…

Boy ne sacó la cabeza de la cabina y espió hacia la puerta del bar. Esperó conacerada concentración hasta que un joven y una hermosa muchacha entraron.Luego se volvió hacia el teléfono.

—Probabilidad cumplida. Oliver Wilson Knight en contacto. Vale. Suerte.Colgó el receptor, y cuando la pareja se dirigió hacia el reservado, él ya

estaba sentado bajo el póster.El joven tenía unos veintiséis años, de estatura mediana, y tendencia a la

obesidad. Su traje estaba arrugado, su engomado cabello castaño estabaarrugado, y su rostro amistoso estaba surcado de arrugas naturales. La chicatenía cabello negro, suaves ojos azules y una diminuta sonrisa reservada.Caminaban muy juntos, y les gustaba rozarse suavemente cuando pensaban quenadie les miraba. En ese momento se rozaron con el señor Macy.

—Lo siento, señor Knight —dijo Macy—. Usted y la joven no podránsentarse allí esta tarde. El reservado ha sido alquilado.

Sus rostros se desmoronaron.—Está bien, señor Macy —exclamó Boy ne—. Todo correcto. Feliz de que el

señor Knight y su amiga sean mis invitados.Knight y la chica se volvieron. Boyne sonrió y palmeó la silla junto a él.—Sentaos —dijo—. Estoy encantado, os lo aseguro.—Lamentamos parecer unos intrusos —dijo la joven—, pero éste es el único

lugar de la ciudad donde podemos encontrar una auténtica gaseosa de jengibreStone.

—Comprendo la situación, señorita Clinton. —Y volviéndose hacia Macy dijo—: Traiga las gaseosas y váyase. No hay más invitados. Estos son todos los queesperaba.

Knight y la joven miraron a Boyne con sorpresa mientras se sentaban conlentitud. Knight colocó un paquete de libros envueltos en papel sobre la mesa.

—¿Me conoce usted, señor…? —dijo la chica, tomando aliento.—Boy ne. Como en Boyne, batalla del. Sí, claro. Usted es la señorita Clinton.

Él es el señor Oliver Wilson Knight. Alquilé este reservado para verles esta tarde.—Supongo que está bromeando, ¿verdad? —preguntó Knight, y un débil rubor

apareció en sus mejillas.—Gaseosa de jengibre —dijo Boyne amablemente cuando llegó Macy,

depositó las botellas y los vasos, y partió con rapidez.—Usted no podía saber que íbamos a venir aquí —dijo Jane—. Nosotros

mismos no lo sabíamos…, hasta hace unos minutos.—Siento contradecirla, señorita Clinton. —Boy ne sonrió—. La probabilidad

de su llegada a la longitud 73-58-15, latitud 40-45-20 era del 99,9807 por ciento.Nadie puede escapar a cuatro cifras significativas.

—Oiga —comenzó Knight con enojo—, si ésta es su idea de…

—Por favor, beba su refresco y escuche mi idea, señor Knight—. Boyne seinclinó sobre la mesa con galvánica intensidad. —Esta hora ha sido dispuesta congran dificultad y mucho costo. ¿Por quién? No importa. Usted nos ha colocado enuna posición extremadamente peligrosa. Me han enviado para encontrar unasolución.

—¿Solución para qué? Jane trató de incorporarse—. Yo…, creo que es mejorirse…

Boyne le indicó que se sentara, y ella obedeció como si fuera una niña.Entonces se dirigió a Knight:

—Este mediodía entró usted en el establecimiento de J. D. Craig Co.,vendedor de libros. Usted adquirió, por medio de transferencia de moneda,cuatro libros. Tres carecen de importancia, pero el cuarto… —Palmeóenfáticamente el paquete—. Este es el quid de este encuentro.

—¿De qué demonios está hablando? —exclamó Knight—. Un volumenencuadernado consistente en una colección de hechos y estadísticas.

—¿El almanaque?—El almanaque.—¿Qué pasa con él?—Usted intentó adquirir un almanaque de 1950.—He comprado un almanaque de 1950.—¡No lo hizo! —proclamó Boyne—. Usted compró un almanaque de 1990.—¿Qué?—El Almanaque Mundial de 1990 está en este paquete —dijo Boyne con

claridad—. No me pregunte cómo. Hubo un descuido que ya ha sido castigado.Ahora el error debe ser corregido. Por eso estoy yo aquí. Por eso se dispuso esteencuentro. ¿Entiende?

Knight se echó a reír y se estiró hacia el paquete. Boyne se inclinó sobre lamesa y le cogió la muñeca.

—No lo debe abrir, señor Knight.—De acuerdo. —Knight se recostó en su silla, hizo una mueca risueña a Jane

y sorbió su gaseosa—. ¿Cuál es el motivo de esta farsa?—Debo tener el libro, señor Knight. Me gustaría salir de este bar con el

almanaque bajo el brazo.—Le gustaría, ¿eh?—Me gustaría.—¿El almanaque de 1990?—Sí.—Si existe algo parecido a un almanaque de 1990 —dijo Knight—, y si está

en este paquete, ni todos los diablos juntos podrían quitármelo.—¿Por qué, señor Knight?—No sea idiota. ¿Una mirada al futuro? Las noticias del mercado de

valores…, las carreras de caballos…, la política. Es dinero en efectivo. Seré rico.—Sí, en efecto —asintió Boy ne—. Más que rico. Omnipotente. Una mente

pequeña utilizaría el Almanaque del Futuro sólo para cosas pequeñas. Apostar alos resultados en el deporte y en las elecciones. Y en otras cosas. Pero unintelecto de dimensiones…, su intelecto…, no se detendría ahí.

—Si usted lo dice —sonrió Knight.—Deducción. Inducción. Conclusión. —Boyne remarcó los puntos con los

dedos—. Cada hecho le explicaría una historia completa. La inversión estatalreal, por ejemplo… Qué tierras comprar y vender. Los informes de los cambios

de población y los censos se lo dirían. Los transportes. La lista de desastresmarítimos y descarrilamientos de trenes le indicarían hasta qué punto eltransporte a reacción ha reemplazado al tren y al barco.

—¿Lo ha hecho? —rió Knight entre dientes.—Los informes de los vuelos le indicarían qué mercancías debería comprar.

Las listas de tráfico postal le indicarían las ciudades del futuro. Los ganadores delpremio Nobel le dirían qué científicos y qué nuevas invenciones vigilar. Lospresupuestos armamentísticos le indicarían qué fábricas y qué industriascontrolar. Los informes del costo de vida le dirían cómo proteger sus bienescontra la inflación o la deflación. La cotización de las divisas extranjeras, lasquiebras bancarias y el índice de las compañías de seguros le suministrarían laclave para protegerse contra cualquier desastre.

—Ésa es la idea —dijo Knight—. Eso me interesa.—¿Realmente lo cree así?—Sé que es así. Dinero en mi bolsillo. El mundo en mi bolsillo.—Perdone —dijo Boyne vivamente—, pero usted se limita a repetir los

sueños de la niñez. Quiere una fortuna. Sí. Pero sólo con esfuerzo…, con supropio esfuerzo. No hay felicidad en un regalo que no se ha ganado. No da másque culpa y desdicha. Usted ya es consciente de eso ahora.

—No estoy de acuerdo —dijo Knight.—¿No lo está? ¿Entonces por qué trabaja? ¿Por qué no roba? ¿Estafa? ¿Por

qué no quita a los otros su dinero para llenar sus propios bolsillos?—Pero y o… —comenzó Knight, y luego se detuvo.—El punto ha sido bien planteado, ¿eh? —Boyne hizo un gesto impaciente con

la mano—. No, señor Knight. Busque un argumento maduro. Usted es demasiadoambicioso y sano para conseguir el éxito mediante el robo.

—En tal caso, me gustaría saber si voy a tener éxito.—Sí. Correcto. Usted desea hojear las páginas para buscar su nombre. Quiere

tener un seguro. ¿Por qué? ¿No confía en sí mismo? Es un prometedor abogado.Sí, lo sé. Forma parte de mi información. ¿No tiene la señorita Clinton confianzaen usted?

—Sí —dijo Jane en voz alta—. El no necesita la confianza que un libro puedadarle.

—¿Qué más, señor Knight?Knight vaciló, serenándose ante la abrumadora intensidad del rostro de

Boy ne. Luego dijo:—Seguridad.—Eso no existe. La vida es peligro. Sólo podrá encontrar seguridad en la

muerte.—Usted y a sabe qué quiero decir —musitó Knight—. El conocimiento de la

vida hace posible una planificación. Está la bomba atómica.

Boyne asintió con rapidez.—Es cierto. Hay una crisis. Pero yo estoy aquí. El mundo continuará. Yo soy

la garantía.—Si le creo…—Y si no, ¿qué? —estalló Boyne—. Usted no necesita seguridad. Usted

necesita valor. —Y deslumbró a la pareja con una desdeñosa mirada—. Este esun país con una leyenda de padres pioneros, de quienes se supone que ustedadquirió el valor para afrontar las dificultades. D. Boone, E. Allen, S. Houston, A.Lincoln, G. Washington y otros. ¿Correcto?

—Supongo que sí —murmuró Knight—. Eso es lo que nos decimos a nosotrosmismos.

—¿Y dónde está ese valor en usted? ¡Puff! Es sólo cháchara. Lo desconocidole asusta. El peligro no le impulsa a luchar, como ocurría con D. Crockett; sólohace que gimotee y busque la solución en este libro. ¿Correcto?

—Pero la bomba atómica…—Es un peligro. Sí. Uno de tantos. ¿Y qué? ¿Usted hace trampas al solamario?—¿Solamario?—Perdón. —Boy ne reconsideró, haciendo chasquear los dedos con

impaciencia ante la interrupción de sus argumentos—. Es un juego con un soloparticipante, con cambios en el reagrupamiento de las cartas. Olvidé cómo…

—¡Oh! —La cara de Jane se iluminó—. El solitario.—Vale. Solitario. Gracias, señorita Clinton. —Boyne giró la mirada hacia

Knight—. ¿Usted hace trampas al solitario?—Ocasionalmente.—¿Le apetece ganar haciendo trampas?—No como regla.—Es triste, ¿no? Aburrido. Tedioso. Cansado. Le es indiferente. Usted desea

ganar honestamente.—Supongo que sí.—Y supone que lo hará una vez haya echado un vistazo al libro. Toda su vida

desearía haber jugado honestamente el juego de la vida. Se avergonzaría dehaber mirado. Se arrepentiría. Recordaría completamente las declaraciones denuestro profeta-filósofo Trynby ll, quien resumió todo en una iluminada y escasalínea. «El futuro es Tekon» , dijo Trynby ll. Señor Knight, no haga trampas. Dejeque le implore que me entregue el almanaque.

—¿Por qué no me lo quita?—Debe ser un obsequio. No podemos robar nada. No podemos darle nada.—Eso es mentira. Usted ha pagado a Macy para alquilar el reservado.—Se ha pagado a Macy, pero no le doy nada. Él pensará que ha sido

estafado, pero usted no dejará que sea así. Todo se ajustará sin dislocamientos.—Oiga…

—Todo ha sido cuidadosamente planificado. He apostado por usted, señorKnight. Ahora depende de su buen sentido. Entrégueme el almanaque. Medisolveré… reorientado…, y nunca volverá a verme de nuevo. ¡Sinvergüenza!Será una bonita historia de bar para narrar a los amigos. ¡Deme ese almanaque!

—¡Corte el rollo! —dijo Knight—. Esto es una farsa, ¿no se acuerda? Yo…—¿Lo es? —interrumpió Boy ne—. ¿Lo es? Míreme.Durante casi un minuto, la joven pareja contempló la pálida cara blanca con

sus ojos espectrales. La semisonrisa abandonó los labios de Knight, y Jane seestremeció involuntariamente. Hubo un escalofrío y desaliento en el reservado.

—¡Dios mío! —Knight miró con desamparo a Jane—. Esto no puede estarsucediendo. Me lo está haciendo creer. ¿Tú?

Jane asintió con brusquedad.—¿Qué podemos hacer? Si todo lo que dice es verdad, podemos rehusar y ser

felices para siempre.—No —dijo Jane, con voz entrecortada—. En ese libro puede haber dinero y

éxito, pero también separación y muerte. Dale el almanaque.—Cójalo —dijo Knight débilmente.Boyne se incorporó en seguida. Cogió el paquete y se dirigió a la cabina

telefónica. Cuando salió tenía tres libros en una mano y un pequeño envoltoriohecho con el papel del paquete en la otra. Colocó los libros sobre la mesa y sedetuvo por un momento, sosteniendo el envoltorio y sonriendo.

—Mi gratitud —dijo—. Ustedes han mitigado una situación precaria. Seríaagradable que recibieran algo a cambio. Tenemos prohibido transferir algo quepueda desviar las corrientes de los fenómenos existentes, pero al menos les daréun recuerdo del futuro.

Retrocedió, se inclinó exageradamente y dijo:—A vuestro servicio.Luego se volvió y empezó a salir del bar.—¡Eh! —llamó Knight—. ¿Y el recuerdo?—Macy lo tiene —respondió Boyne, y desapareció.La pareja se quedó algunos instantes en blanco, como durmientes que se

despiertan lentamente. Luego, mientras la realidad empezaba a retornar, secontemplaron uno al otro y estallaron en risas.

—Realmente me ha asustado —dijo Jane.—Y luego hablan de los personajes de la Tercera Avenida. ¡Qué actuación!

Pero ¿qué ha ganado con todo esto?—Bien…, tiene tu almanaque.—Pero eso no tiene sentido. —Knight comenzó a reír otra vez—. Todo ese

asunto de pagar a Macy sin darle nada. Y se supone que y o procuraré que no leestafen. Y el misterio del recuerdo del futuro…

La puerta del bar se abrió con brusquedad y Macy cruzó el salón hacia el

reservado.—¿Dónde está ése? —vociferó Macy—. ¿Dónde está el ladrón? Boyne, se

llama. Aunque debería llamarse Dillinger.—¿Por qué, señor Macy? —exclamó Jane—. ¿Qué ocurre?—¿Dónde está ése? —Macy aporreó la puerta del lavabo de hombres—. ¡Sal

de ahí, cuentista!—Se ha ido —dijo Knight—. Salió justo antes de que usted entrara.—¡Y usted, señor Knight! —Macy apuntó con un dedo tembloroso al joven

abogado—. Usted, ponerse junto a ladrones y estafadores. ¡Debería darlevergüenza!

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Knight.—Me dio un billete de cien dólares para alquilar este reservado. —Macy dio

un gemido de angustia—. Cien dólares. Llevé el billete a Bernie, el prestamista,por precaución, y me ha dicho que es falso. Es una falsificación.

—Oh, no. —Jane rió—. Es demasiado. ¿Una falsificación?—Mirad —gritó Macy, arrojando el billete sobre la mesa.Knight lo inspeccionó cuidadosamente. De pronto, palideció y la sonrisa se

desvaneció en su rostro. Buscó en sus bolsillos, extrajo un talonario y comenzó aescribir con dedos temblorosos.

—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Jane.—Asegurarme de que no se estafe al señor Macy —dijo Knight—. Tendrá

sus cien dólares, señor Macy.—¡Oliver! ¿Estás loco? Desprenderte de cien dólares…—Yo tampoco perderé nada —respondió Knight—. ¡Todo se ajustará sin

dislocamientos! Son diabólicos. ¡Diabólicos!—No comprendo.—Mira ese billete —dijo Knight, con voz temblorosa—. Míralo con detalle.Estaba bellamente impreso y, en apariencia, era auténtico. Los bondadosos

rasgos de Benjamín Franklin les contemplaban reales y apacibles; pero en laparte inferior de la esquina derecha habían impreso: Serie 1980 D. Y abajoestaba firmado: Oliver Wilson Knight, ministro de Hacienda.

Cada cual su botella

— John Collier —

Lean cualquier cosa de John Collier que caiga en sus manos. Este autorpastó en muchos floridos prados y retozó en muchos pequeños vallescubiertos de helechos. Durante años, más tarde, la gente solía preguntarse:«¿Qué ha sido de John Collier?». Me pregunto qué se habrá hecho de éldesde que nos dio el esquinazo. «¿Ha muerto John Collier?», preguntaba lagente, casi temiendo la respuesta. Y un día, por fin (finalmente por fin),llegó la noticia. El difunto John Collier no había estado muerto todo esetiempo. Había estado en Hollywood. Cada cual su botella, escrito antes deque nos diera el esquinazo, puede muy bien no ser solamente el últimorelato de esta especie. Es probablemente el relato fundamental.

John Collier nació en Londres en 1901. Poeta publicado, el señorCollier gozó de más fama como autor de las novelas Defy the Foul Fiend,His Monkey Wife y The Poacher y la colección de cuentos Fancies andGoodnights. Trabajó en guiones cinematográficos como los de La reina deÁfrica (protagonizada por Katharine Hepburn y Humphrey Bogart),Deception (Bette Davis) y El señor de la guerra (Charlton Heston). JohnCollier falleció en California en 1980.

Franklin Fletcher soñaba en el lujo en forma de pieles de tigre y mujereshermosas. En caso necesario estaba dispuesto a prescindir de las pieles de tigre.Por desgracia, las mujeres hermosas parecían igualmente raras e inaccesibles.En su despacho y en la pensión donde se alojaba, las chicas eran ratones, ogatunas, o coquetonas, o habían leído insuficientemente los anuncios. Franklin noconocía otras. A los treinta y cinco años renunció, y decidió que debía consolarsecon un hobby, que es un muy miserable segundo premio.

Merodeó por raros rincones de la ciudad, observó los escaparates deanticuarios y quincalleros, se preguntó qué demonios podía coleccionar. Llegó auna pobre tienda, de un pobre callejón, en cuyo polvoriento escaparate había unsolo objeto: un barco de aparejo complejo metido en una botella. Sintiéndosemás bien así él mismo, Franklin decidió entrar y preguntar el precio.

La tienda era pequeña y estaba medio vacía. Viejas estanterías se alineabanen las paredes, y estas estanterías tenían una gran cantidad de botellas, de todostipos y tamaños, que contenían diversos objetos únicamente interesantes porqueestaban embotellados. Mientras Franklin continuaba mirando, se abrió unapuertecilla y por ella salió el propietario arrastrando los pies, un acartonado

anciano con un elegante sombrero que parecía moderadamente sorprendido ycomplacido por tener un cliente.

Enseñó a Franklin ramilletes, aves del paraíso, la Batalla de Getty sburg,jardines japoneses en miniatura e incluso una cabeza humana contraída, todo elloen botellas tapadas.

—¿Y qué son esas cosas —preguntó Frank—, las del estante de abajo?—Ahí no hay mucho que mirar —dijo el anciano—. Mucha gente opina que

son cosas absurdas. Personalmente, me gustan.Sacó algunas muestras de la polvorienta oscuridad. Una botella parecía no

contener nada aparte de una reseca mosca, otras contenían quizá cerdas decaballo o pajas, o meros manojos del cielo sabe qué. Algunas botellas parecíanestar llenas de opalescente humo.

—Son —explicó el anciano— diversos tipos de genios, j inns, sibilas, demoniosy cosas por el estilo. Algunos, creo, es muy difícil meterlos en una botella, másdifícil que meter un barco con todo su aparejo.

—¡Oh, vamos! ¡Esto es Nueva York! —dijo Frank.—Tanto mayor motivo para esperar que haya embotellados los más

extraordinarios genios —dijo el anciano—. Se lo enseñaré. Aguarde unmomento. El tapón está un poco duro.

—¿Pretende decir que hay uno ahí dentro? —repuso Frank—. ¿Y va asoltarlo?

—¿Por qué no? —replicó el viejo, que había desistido de sus esfuerzos ysostenía la botella junto a la luz—. Este… ¡Santo cielo! ¡Porque no, ciertamente!Mis ojos cada vez están más débiles. Casi he destapado una botella que no debodestapar. ¡Un cliente muy desagradable, ése! ¡Válgame Dios! Es una suerte queno haya sacado ese tapón. Será mejor que lo vuelva a poner en el estante. Deborecordar que está abajo a la derecha. Le pondré una etiqueta uno de estos días.Aquí tengo algo más inofensivo.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Frank.—Se supone que es la mujer más bella del mundo —dijo el viejo—. Está

muy bien, si es que le gusta esa clase de cosas. Yo nunca me he molestado endestaparla. Buscaré algo más interesante.

—Bueno, desde un punto de vista científico —dijo Frank—, yo…—La ciencia no es todo —dijo el anciano—. Mire esto. —Levantó una botella

que contenía un objeto minúsculo, momificado, con aspecto de insecto, apenasvisible entre el mugre—. Pegue la oreja a la botella.

Frank así lo hizo. Y pronunciadas con una especie de silbido nada similar auna voz, escuchó las palabras:

—Louisiana Lad, Saratoga, cuatro con quince. Louisiana Lad, Saratoga,cuatro con quince —repetía sin cesar la « voz» .

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Frank.

—Eso es la Sibila de Cumas original —contestó el viejo—. Muy interesante.Ella está interesándose por las carreras de caballos.

—Muy interesante —dijo Frank—. De todas formas, me gustaría ver esa otrabotella. Adoro la belleza.

—Es un poco artista, ¿eh? —dijo el viejo—. Créame, lo que usted necesita enrealidad es un tipo bueno, de aptitudes variadas, serviciable. Aquí tengo uno, porejemplo. Le recomiendo a este personaj illo por experiencia personal. Él espráctico. Puede resolverle cualquier problema.

—Bueno, siendo así —dijo Frank—, ¿por qué no ha conseguido usted unpalacio, pieles de tigre y todo eso?

—Tuve todo eso —dijo el anciano—. Y él lo arregló. Sí, esta fue mi primerabotella. El resto llegó gracias a él. En primer lugar conseguí un palacio, cuadros,esculturas, esclavos. Y, como ha dicho usted, pieles de tigre. Le ordené quepusiera a Cleopatra en una de ellas.

—¿Cómo era ella? —exclamó Frank.—Estaba bien —repuso el anciano—, si es que le gusta ese tipo de cosas. Yo

me aburrí. Pensé, « Lo que me gustaría de verdad es una tiendecita, con todaclase de cosas metidas en botellas» . Y por eso le ordené que me complaciera. Élme consiguió la sibila. Él me consiguió ese tipo feroz. De hecho, él me consiguiótodo.

—¿Y ahora está él ahí dentro? —preguntó Frank.—Sí. Está dentro —dijo el viejo—. Escúchelo.Frank apretó la oreja a la botella. Y pronunciado en quejumbrosos tonos, oy ó:—Déjeme salir. Déjeme salir. Por favor, déjeme salir. Haré lo que sea.

Déjeme salir. Soy inofensivo. Por favor, déjeme salir. Sólo un ratito. Déjemesalir. Haré lo que sea. Por favor…

Frank miró al anciano.—Él está ahí, sí —dijo. —Está ahí.—Naturalmente que está ahí —dijo el viejo—. Yo no le vendería una botella

vacía. ¿Por quién me toma? De hecho, yo no vendería nunca esta botella, porrazones sentimentales, pero ya hace muchos años que tengo la tienda y usted esmi primer cliente.

Frank volvió a poner la oreja en la botella.—Déjeme salir. Déjeme salir. Oh, por favor, déjeme salir. Haré…—¡Dios mío! —exclamó Frank, nervioso—. ¿Está así siempre?—Muy probablemente —dijo el anciano—. No puedo decir que yo preste

atención. Prefiero la radio.—Parece más bien duro para él —dijo comprensivamente Frank.—Tal vez —repuso el viejo—. A la gente no parece gustarle las botellas. A mí,

sí. Me fascinan. Por ejemplo…—Dígame —le interrumpió Frank—, ¿es él realmente inofensivo?

—Oh, sí —contestó el anciano—. Válgame Dios, sí. Hay quien dice que esagente es engañosa…, sangre oriental y todo eso… Pero no opino igual. Solíadejarlo salir. Él hacía sus cosas y volvía a la botella. Debo decirlo, es muyeficiente.

—¿Podría conseguirme cualquier cosa?—Absolutamente cualquier cosa.—¿Y cuánto quiere por él? —preguntó Frank.—Oh, no lo sé —dijo el anciano—. Diez millones de dólares, tal vez.—¡Caramba! No tengo tanto. De todas formas, si él es tan bueno como usted

afirma, quizá consiga el dinero mediante un préstamo.—No se preocupe. Digamos que cinco dólares está bien. Tengo todo cuanto

quiero, esa es la verdad. ¿Se lo envuelvo?Frank pagó los cinco dólares y se apresuró a volver a casa con la preciosa

botella, aterrorizado, temiendo que se rompiera. En cuanto estuvo en suhabitación quitó el tapón. Del interior fluyó una prodigiosa cantidad de suciohumo, que de inmediato se solidificó hasta formar la figura de un grueso y rollizooriental de dos metros de altura, con bultos de grasa, nariz ganchuda, un blancoperverso en sus ojos, enorme mentón partido: en conjunto igual que un productorcinematográfico, pero más voluminoso. Frank, haciendo desesperados esfuerzospor decir algo, pidió shashlik, pinchos morunos y pastas turcas. Todo llegó almomento.

Frank, tras recobrar el equilibrio, notó que las modestas ofrendas eran deexcelente calidad, y que estaban dispuestas en platos de oro sólido, con soberbiosgrabados y pulidos hasta alcanzar una deslumbrante brillantez. Gracias apequeños detalles de este tipo puede reconocerse a un criado de primeracategoría. Frank estaba complacido, pero refrenó su entusiasmo.

—Los platos de oro están muy bien —dijo—. Pero vamos al grano. Megustaría un palacio.

—Oír es obedecer —dijo el moreno criado.—Deberá ser de tamaño adecuado —continuó Frank—, con una situación

adecuada, muebles adecuados, cuadros adecuados, esculturas adecuadas, tapicesy todo eso. Me gustaría que hubiera allí un buen número de pieles de tigre. Soymuy aficionado a las pieles de tigre.

—Allí estarán —dijo el esclavo.—Soy un poco artista —añadió Frank—, como observó tu antiguo amo. Mi

arte, por así decirlo, exige la presencia, sobre esas pieles de tigre, de variasmujeres jóvenes, rubias, morenas, pequeñas y bien proporcionadas, con unafigura digna de Juno, lánguidas, vivaces, todas hermosas, y no es preciso quevayan excesivamente vestidas. Odio el exceso de ropa. Es vulgar. ¿Tienes eso?

—Lo tengo —dijo el j inn.—Entonces quiero tenerlo yo —dijo Frank.

—Condesciende sólo en cerrar tus ojos durante el lapsus de un minuto —solicitó el siervo—, y al abrirlos te encontrarás rodeado por los agradablesobjetos que has descrito.

—De acuerdo —dijo Frank—. ¡Pero ningún truco, cuidado!Cerró los ojos tal como le habían pedido. Un sonido grave, un silbido, un

zumbido musical brotó y le envolvió. Al final del minuto Frank miró a sualrededor. Allí estaban los arcos, columnas, estatuas, tapices, etc., del palacio másexquisito imaginable, y en todas partes hacia donde dirigió la mirada vio una pielde tigre, y sobre cada piel de tigre había una joven reclinada, de soberbia bellezay ciertamente sin vulgar exceso de ropa.

Nuestro buen Frank quedó, para expresarlo suavemente, extasiado. Fuecorriendo de un lado a otro igual que una abeja en una floristería. En todas partesfue recibido con dulces sonrisas indescriptibles, y con miradas de franca o veladasimpatía. Sonrojos y párpados caídos. La llameante faz del ardor. Un hombrovuelto, pero en absoluto un hombro frío. Brazos abiertos, ¡y qué brazos! Amordisimulado, pero en vano. Amor triunfante.

—Debo afirmar —dijo Frank posteriormente— que he pasado una tarderealmente deliciosa. He disfrutado de cabo a rabo.

—En ese caso —dijo el j inn, que en ese momento estaba sirviendo la cena—,¿puedo implorar el favor de que se me permita ser su mayordomo, y elresponsable general de sus placeres, en lugar de volver a esa abominable botella?

—No veo por qué no —contestó Frank—. Parece bastante duro que, despuésde haber dispuesto todo esto, vuelvas a estar apretujado en la botella. Muy bien,serás mi may ordomo, pero entiende esto: sea cual sea el trato, deseo que nuncaentres en una habitación sin llamar primero. Y sobre todo, ninguna jugarreta.

El j inn, tras una zalamera sonrisa de gratitud, se retiró y Frank no tardó enretirarse a su harén, donde pasó la noche tan agradablemente como había pasadola tarde.

Transcurrieron varias semanas totalmente repletas de estos amenospasatiempos, hasta que Frank, en obediencia a la ley que ni siquiera los j inns máseficaces pueden ignorar, empezó a sentirse cada vez más raro, un poco hastiado,un poco inclinado a criticar y señalar errores.

—Estas criaturas son jóvenes y bonitas —le dijo a su j inn—, si a uno le gustaese tipo de cosas, pero supongo que difícilmente pueden ser de primera clase, oy o estaría más interesado por ellas. Yo, bien mirado, soy un experto. Nada puedecomplacerme salvo lo mejor. Llévatelas. Recoge todas las pieles de tigre exceptouna.

—Así se hará —dijo el j inn—. Observa, está hecho.—Y en esa piel de tigre restante —dijo Frank—, ponme a la misma

Cleopatra.Un instante después, Cleopatra estaba allí, con un aspecto, hay que admitirlo,

absolutamente soberbio.—¡Hola! —dijo ella—. ¡Aquí estoy, otra vez en una piel de tigre!—¿Otra vez? —gritó Frank, que de pronto recordó al viejo de la tienda—.

¡Venga! Llévatela. Tráeme a Helena de Troya.Un instante después, Helena de Troya estaba allí.—¡Hola! —dijo ella—. ¡Aquí estoy, otra vez en una piel de tigre!—¿Otra vez? —gritó Frank—. ¡Maldito sea aquel viejo! Llévatela. Tráeme a

la reina Ginebra.Ginebra dijo exactamente lo mismo. Igual que madame de Pompadour, lady

Hamilton y el resto de famosas bellezas que Frank logró imaginar.—No me extraña que ese viejo fuera un viejo tan enormemente arrugado —

comentó—. ¡Viejo vicioso! ¡Viejo demonio! Se ha llevado la plata de toda lacubertería. Llámame celoso si quieres, pero y o no pienso desempeñar un papelsecundario al lado de ese bribón, de ese viejo asqueroso. ¿Dónde puedo encontraruna criatura perfecta, digna de los abrazos de un hombre tan experto como yo?

—Si se digna en dejar ese problema en mis manos —dijo el j inn—,permítame recordarle que en aquella tienda había una botellita que mi anterioramo nunca había abierto, porque yo se la proporcioné cuando él había perdido elinterés en asuntos de esta clase. Sin embargo, esa botella es famosa por contenera la mujer más bella del mundo entero.

—¡Tienes razón! —exclamó Frank—. Consígueme esa botella sin demora.Al cabo de unos segundos la botella estaba ante él.—Puedes tomarte la tarde libre —dijo Frank al j inn.—Gracias —repuso el j inn—. Iré a ver a mi familia de Arabia. No la he visto

desde hace mucho tiempo.Y dicho esto hizo una reverencia y se fue. Frank centró su atención en la

botella, que no tardó mucho en abrir.De ella surgió la mujer más hermosa que puede imaginarse. Cleopatra y las

demás eran brujas desaliñadas comparadas con ella.—¿Dónde estoy? —preguntó la bella—. ¿Qué palacio tan hermoso es éste?

¿Qué hago en una piel de tigre? ¿Quién es este apuesto y joven príncipe?—¡Soy yo! —exclamó Frank, embelesado—. ¡Soy yo!La tarde pasó igual que un instante en el paraíso. Antes de que Frank se diera

cuenta, el j inn había vuelto, dispuesto a servir la cena. Frank tenía que cenar consu encantadora amiga, porque esta vez se trataba de amor, el auténtico amor. Losmaliciosos ojos del j inn, que entró con las viandas, se desorbitaron al contemplartanta belleza.

Sucedió que Frank, todo él amor y desasosiego, salió corriendo al jardín entrebocado y bocado, para coger una rosa para su amada. El j inn, con el pretexto deservir vino a la bella, se puso muy cerca de la mujer.

—No sé si me recuerdas —dijo en un susurro—. Yo estaba en la botella más

próxima a la tuya. A menudo te admiraba a través del vidrio.—Oh, sí —dijo ella—. Te recuerdo perfectamente.En ese momento volvió Frank. El j inn no podía seguir hablando, pero fue de

un lado a otro de la sala, inflando su monstruoso pecho y haciendo gala de susrollizos y morenos músculos.

—No debes temerle —dijo Frank—. Sólo es un j inn. No le prestes atención.Dime que me amas de verdad.

—Naturalmente que sí —dijo ella.—Bueno, dilo —repuso Frank—. ¿Por qué no lo dices?—Lo he dicho —contestó ella—. Naturalmente que sí. ¿No acabo de decirlo?Esta vaga y evasiva réplica oscureció la felicidad de Frank, como si una nube

hubiera tapado el sol. La duda brotó en su mente y destrozó por completomomentos de exquisito embeleso.

—¿En quién estás pensando? —preguntó Frank.—No lo sé —replicó ella.—Bien, tendrías que saberlo —afirmó él, y empezó una discusión.En un par de ocasiones Frank incluso ordenó a la bella que volviera a la

botella. Ella obedeció con una sonrisa maliciosa y reservada.—¿Por qué sonríe de esa forma? —le preguntó Frank al j inn, confiándole su

angustia.—No puedo asegurarlo —replicó el j inn—. A menos que ella tenga un

amante oculto ahí dentro…—¿Será posible? —exclamó Frank, consternado.—Es sorprendente cuánto espacio hay en una de esas botellas —dijo el j inn.—¡Sal! —gritó Frank—. ¡Sal ahora mismo!Su encantadora amiga surgió obediente.—¿Hay alguien más en esa botella? —chilló Frank.—¿Cómo iba a haber alguien? —preguntó ella, con una mirada de inocencia

más bien exagerada.—Dame una respuesta clara —dijo él—. Responde sí o no.—Sí o no —replicó ella enloquecedoramente.—¡Embustera, estás engañándome, ramera de poca monta! —exclamó Frank

—. Entraré ahí dentro y lo averiguaré personalmente. Si encuentro a otrohombre, ¡que Dios os ayude a los dos!

Dicho esto, y mediante un intenso esfuerzo de voluntad, Frank entrófluidamente en la botella. Miró por todas partes: no había nadie. De repenteescuchó un sonido en lo alto. Levantó los ojos, y el tapón estaba introduciéndose.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó Frank.—Estamos poniendo el tapón —contestó el j inn.Frank maldijo, suplicó, rogó e imploró.—¡Déjame salir! —chilló—. Déjame salir. Por favor, déjame salir. Déjame

salir. Haré lo que sea. Déjame salir, déjame.El j inn, no obstante, tenía otros asuntos que atender. Frank sufrió la infinita

mortificación de contemplar esos otros asuntos a través de las cristalinas paredesde su prisión. Al día siguiente notó que ascendía, que surcaba el aire velozmentey que le depositaban en la sucia tiendecilla, con las demás botellas, sin que nadiehubiera descubierto la falta de la suya.

Allí permaneció un interminable período, cubierto de polvo de pies a cabezay frenético y rabioso al pensar lo que estaría pasando en su exquisito palacioentre su j inn y su infiel amada. Finalmente, un grupo de marineros llegó porcasualidad a la tienda y, al oír que aquella botella contenía a la mujer más belladel mundo, la compraron mediante suscripción colectiva de la tripulación. Aldestapar la botella en alta mar y descubrir que allí sólo estaba el pobre Frank, sudesengaño no conoció límites y usaron al desgraciado con extrema atrocidad.

Tal como está

— Robert Silverberg —

No con todo el mundo puede hablarse de las diversas ediciones de ThePeriplus of the Erythraen Sea, o de las de Letter From Préster John, o delgrito de la cuaga, como ocurre con Robert Silverberg. No obstante, si biencontribuye tener cierta erudición para gozar con Tal como está, la cosa noexige tanto. Ahorraré a los lectores más que un simple codazo en lascostillas respecto a «los largos amoríos norteamericanos con el automóvil»,y acto seguido les aconsejaré, como hacían los alquimistas, Lege, lege/Leed, leed…

Si bien es cierto que Robert Silverberg ha escrito varios cientos delibros e innumerables relatos cortos, el autor se limita a decir:«Neoyorquino de nacimiento, me trasladé a California hace bastantetiempo. Llevo escribiendo cf [interrumpimos aquí a Silverberg para decirque, como ven, casi todos los autores escriben esto de forma distinta;¿tiene ello alguna importancia?}. Llevo escribiendo c-f treinta años (.'.') yhe publicado bastante de ese material. [Ha publicado bastante de otrascosas, además.] Entre mis libros más famosos están Dying Inside, Elcastillo de lord Valentine, The Books of Skulls y Alas nocturnas. Variospremios Hugo y Nébula, etc.». Un premio especial, diría yo, es un párrafoque leí en un periódico que empezaba así: «El historiador norteamericanoRobert Silverberg…».

—Tal como está —dijo el vendedor de coches mientras metía los pulgaresbajo el cinturón—, doscientos cincuenta dólares y puede llevárselo. No le digoque sea perfecto, pero se lo aseguro, conseguirá todo un coche por ese precio.

—Tal como está —dijo Sam Norton.—Tal como está. Estrictamente tal como está.Norton parecía un poco dudoso.—Es posible que corra bien, pero con un maletero que no se abre…—¿Y eso qué? —se mofó el vendedor—. Acaba de explicarme que va a

alquilar un U-Haul para llevar sus cosas a California. ¿Para qué necesita unmaletero? Escuche, cuando llegue a la costa y tenga un rato libre, lleve el cochea un garaje, explique la historia y es posible que con cinco minutos de soplete…

—¿Por qué no ha hecho eso usted mientras tenía el coche en venta?El vendedor adoptó un aire evasivo.—No tenemos tiempo para detalles de esa clase.

Norton olvidó el problema. Paseó otra vez alrededor del automóvil, loexaminó atentamente desde todos los ángulos. Era un pequeño sedán de cuatropuertas, color verde oscuro, con un acabado interior y exterior en buen estado, undecente juego de llantas y un fulgor general que sólo se presenta cuando uncoche está bien cuidado. El tapizado era respetable, la radio funcionaba bien, elmotor (hasta donde Sam podía juzgar) estaba perfectamente, y en la prueba elvehículo se había mostrado suave y fácil. El coche parecía ser un modelorazonablemente moderno, además; poseía cinturones de seguridad y faros deemergencia.

Sólo había un pequeño detalle anormal. El maletero no se abría. No eratampoco problema de una cerradura atascada; alguien había construido aquelcoche de forma que el maletero no se pudiera abrir. El propietario anterior, alparecer, lo había soldado con gran cuidado; nada era visible allí, aparte de unatenue línea que señalaba el lugar donde la tapa podía haberse abierto en otrostiempos.

Pero qué diablos. El automóvil estaba por lo demás en perfecto estado, y Samno se encontraba en situación de mostrarse demasiado exigente. De la noche a lamañana, prácticamente, le habían trasladado a la oficina de Los Ángeles, cosaque estaba muy bien desde el punto de vista de salir de Nueva York en medio deun horrible invierno, pero no tan bien tal como iban sus finanzas inmediatas. Lacompañía no pagaba gastos de traslado, sólo el transporte. Había entregado aSam cuatro billetes de ida clase turista, y punto. De forma que había metido aEllen y a los chicos en el primero avión hacia Los Ángeles, devolviendo el cuartobillete para usar el dinero en el traslado. Sam pensaba hacerlo de un modo lentopero barato: alquilando un remolque U-Haul para meter las pertenenciasfamiliares y partir hacia California por la autopista con la esperanza de que Ellenhubiera encontrado un piso cuando él llegara allí. Pero no podía esperar que elcacharro que era su coche actual le llevara muy lejos al oeste de Parsippany(New Jersey ) y mucho menos que le permitiera cruzar el desierto del Mojave. Ypor eso estaba allí, tratando de elegir un modelo usado decente por unosquinientos dólares, que era todo lo que podía permitirse pagar al contado.

Y allí estaba el encargado del puesto de automóviles usados, ofreciéndole unvehículo muy atray ente (con un solo y peculiar defecto) únicamente pordoscientos cincuenta dólares, con lo que le quedaría la misma cantidad disponiblepara los gastos del trayecto de costa a costa. Y en realidad él no necesitaba unmaletero, porque iba a conducir solo. Podía dejar el maletín en el asiento traseroy meter lo demás en el remolque. Y tampoco sería tan difícil pedir a algúnmecánico de Los Ángeles que abriera el maletero y lo dejara en condicionesaprovechables. Por otra parte, Ellen le reprendería seguramente por habercomprado un coche sin maletero; ella ya le había abroncado antes por otros« negocios» de esa clase. En tercer lugar, el misterio del maletero cerrado le

preocupaba. ¿Quién sabía qué encontraría allí cuando lo abriera? Quizás elvehículo había pertenecido a un contrabandista que tuvo que ocultar uncargamento precipitadamente, y el maletero podía estar repleto de maravillososlingotes de oro, o diamantes, o coñac de noventa años, que el contrabandistapensaba recobrar semanas más tarde antes de que le ocurriera algo inesperado.En cuarto lugar…

—¿Qué le parecería volver a probar el coche? —preguntó el vendedor.Norton meneó la cabeza.—No creo que sea preciso. Tengo una buena idea de cómo se porta.—Bueno, entonces, entremos en el despacho y cerremos el trato.—¿De qué año me ha dicho que era? —preguntó Norton para eludir la

maniobra.—Oh, del sesenta y cuatro o sesenta y cinco.—¿No está seguro?—A veces es imposible estarlo con estos productos extranjeros. Mire, no

cambian el modelo durante cinco, seis o diez años seguidos, excepto pequeñosdetalles que sólo un experto notaría. Piense en Volkswagen, por ejemplo…

—Y acabo de darme cuenta de que tampoco me ha dicho la marca —leinterrumpió Norton.

—Peugeot, tal vez, o algún modelo Fiat —dijo vagamente el vendedor—. Unade esas marcas.

—¿No lo sabe?Un encogimiento de hombros.—Bueno, repasamos los catálogos de marcas de hace algunos años, pero hay

tantos coches extranjeros…, y de algunos sólo importan unos cuantos miles y…Bueno, no conseguimos averiguarlo.

Norton se preguntó cómo iba a conseguir piezas de recambio para un cochede marca desconocida y fecha incierta. Entonces se dio cuenta de que estabapensando en el vehículo como si ya fuera suy o, a pesar de que cuanto máspensaba en la compra, menos le gustaba. Y luego pensó en los lingotes delmaletero. El coñac excepcional. La maleta llena de rubíes y zafiros.

—¿No debería decir el registro algo sobre el año y la marca? —preguntó.El vendedor cargó su peso sucesivamente sobre ambos pies.—La verdad es que no tenemos el registro. Pero el vehículo está

perfectamente legalizado. Eh, mire, me gustaría sacar este coche del garaje, asíque podemos dejarlo por doscientos veinticinco dólares, ¿de acuerdo?

—Todo esto parece muy misterioso. De todas formas, ¿cómo consiguió elcoche?

—Lo trajo un tipejo, hace un año. Hizo un año en noviembre, creo. Repaselas válvulas, me dijo. Volveré dentro de un mes, tengo que hacer un viaje denegocios. Pagó por adelantado la revisión y un mes de garaje. ¿Creerá que fue lo

último que supimos de él? Bueno, le guardamos el coche aquí diez, once meses,pero se acabó. Ahora tenemos que sacarlo de aquí. El abogado dice que podemosquedarnos con él a cambio de los gastos de garaje.

—Si lo compro, ¿me dará un papel diciendo que tienen ustedes derecho avenderlo?

—Claro, claro.—¿Y qué me dice del registro? Habrá que cambiar el seguro de mi antiguo

cacharro. ¿Y el papeleo?—Yo me ocuparé de todo —dijo el vendedor—. Usted llévese el coche de

aquí.—Doscientos —dijo Norton—. Tal como está.El vendedor suspiró.—Trato hecho. Tal como está.

Una suave nevada caía cuando Norton inició su gira a través del país tres díasmás tarde. Era un augurio, pero él no sabía de qué tipo. Decidió que la nieve seríasu última visión de un horrible fenómeno invernal que no volvería a ver, durantealgún tiempo. Según el Times, las temperaturas en Los Ángeles oscilaban entrelos veintidós y los veinticinco grados. No estaba mal para ser enero.

Norton se arrellanó ante el volante, apoyó el pie con suavidad en elacelerador y partió hacia el oeste a una excelente y razonable velocidad desetenta kilómetros por hora. No se atrevió a ir más de prisa con el voluminosoremolque detrás. No tenía mucha experiencia en conducir de esa forma (eraagente de ventas de ordenadores, y nunca llevaba aparatos de muestra), pero seadaptó rápidamente. Sólo había que recordar que el vehículo era un organismosegmentado y que debía serpentear en la debida forma. Benditas fueran lasautopistas, de todas formas. Simplemente conducir, en línea recta, recto, recto,hacia la tierra del sol naciente con tan sólo algunas curvas suaves y mediadocena de semáforos en el camino.

La nevada se intensificó un poco. Pero el coche respondió magníficamente,se adhirió a la carretera, y el limpiaparabrisas mantuvo despejada la visión. Samni siquiera había imaginado comprar un automóvil extranjero para el viaje,simplemente le había parecido bien adquirir un sólido Ply mouth, o un Chevvie,algo pesado y robusto que le permitiera atravesar amplios espacios abiertos. Perono se arrepentía de haber comprado un coche más pequeño. Tenía la potencia yla arrancada necesaria, y de todas formas de poco le habrían servido unoscuantos caballos más, con el remolque saltando detrás.

Sam estaba de un talante alegre, relajado. El coche parecía cómodo yprotector, un cálido ambiente cerrado que le acogería y cobijaría durante losmiles de kilómetros que le aguardaban. Aún se hallaba lo bastante cerca de

Nueva York para oír a Mozart por radio, cosa muy agradable. La calefacción delvehículo funcionaba bien. No había excesivo tráfico. La nieve, recién caída,blanca y esponjosa, era tanto más hermosa sabiendo que iba a quedar detrás.Sam incluso disfrutó con su soledad. Sería un descanso, en cierto sentido, recorrerOhio, Kansas, Colorado, Arizona y el resto de estados que le separaban de LosÁngeles. Cinco o seis días de paz y tranquilidad, sin conversaciones triviales, sinniños a los que divertir…

El estado de ánimo de Sam empezó a oscurecerse poco después de entrar enla autopista de Pennsy lvania. Cuando se tiene tiempo suficiente para pensar, alfinal se acaba pensando en cosas ya pensadas anteriormente. Y Sam, mientrasrodaba esa gris y silenciosa tarde por la capa de nieve cada vez más espesa,pensó en ciertos rasgos de un coche sin maletero que había pasado por alto dadasu prisa por ponerse en camino. ¿Tenía caja de herramientas, por ejemplo? Encaso de que pinchara una rueda, ¿dispondría de gato, tendría alguna llave? Y estole condujo a un pensamiento mucho más gélido: ¿tendría alguna rueda derepuesto? Un maletero era más que una cavidad en la parte de atrás; en lamayoría de automóviles contenía objetos utilísimos.

Y él no tenía ninguno.Ni había pensado en eso, hasta ese momento.Sam consideró la perspectiva de conducir de costa a costa sin una rueda de

repuesto, sin herramientas, y su estado de cálida seguridad se evaporóbruscamente. En la siguiente salida, decidió, buscaría una estación de servicio yse haría con un neumático, en seguida. Había espacio para ponerlo en el asientotrasero, junto a su equipaje. Y al mismo tiempo podía comprar también…

El U-Haul, notó de pronto Sam, iba de un lado a otro torpemente, como si lasruedas hubieran perdido tracción. Un instante después el coche hizo lo mismo, ySam notó que se movía lateralmente, realizando un hermoso patinaje sobre unoleoso tramo de autopista no pavimentado. Mover el volante en la mismadirección que el patinazo, eso se supone que hay que hacer, pensó Sam,extrañamente tranquilo. Sin saber cómo consiguió mantener el pie fuera delfreno pese a cualquier inclinación natural, y contempló con calmado horrorcómo coche y remolque se deslizaban plácidamente por el vacío carril hasta ellateral derecho y se detenían, sobre las ruedas y mirando al frente, en la nieveamontonada a lo largo de la cuneta.

Sam respiró con lentitud, se rascó la barbilla y apretó suavemente elacelerador. Las ruedas emitieron un agudo lamento en su girar sobre la nieve.Sam Norton no iba a ir a ninguna parte. Se había atascado.

El « tipejo» tenía una cara de sonrosadas mejillas, un cabello cano tan largoque se rizaba en las puntas y gafas de montura metálica. Miró la nieve que cubría

los automóviles del puesto de coches usados, frunció el entrecejo y caminópesadamente hacia la sala de exhibición.

—He venido a recoger mi coche —anunció—. Había que repasar lasválvulas. Me retrasaron los negocios en otra parte del mundo.

El vendedor estaba nervioso.—El coche no está aquí.—Eso veo. Búsquelo, pues.—Lo vendimos hace más o menos una semana.—¿Lo vendieron? ¿Han vendido mi coche? ¿Mi coche?—El coche que usted abandonó. El coche que guardamos aquí un año entero.

Esto no es un aparcamiento. Mire, primero hablé con mi abogado y él dijo…—Muy bien. Muy bien. ¿Quién fue el comprador?—Un tipo, se ha trasladado a California y necesitaba un coche para ir

rápidamente. Él…—¿Su nombre?—Mire, no puedo decirle eso. Él compró el coche de buena fe. No tiene

derecho a molestarlo.—Si quisiera —dijo el hombrecillo—, podría sacarle la información de varias

formas. Pero no importa. Localizaré el coche fácilmente. Y usted lamentaráciertamente este escandaloso quebranto de sus obligaciones de custodia. Lolamentará.

Salió furioso de la sala, murmurando, indignado.Varios minutos después el centelleo de un ray o brilló en el cielo.—¿Un rayo? —se extrañó el vendedor de automóviles—. ¿En enero?

¿Durante una ventisca?Cuando retumbó el trueno, todas las hojas de vidrio de las ventanas de la sala

de exhibición se hicieron añicos en el mismo instante.

Sam Norton permaneció sentado, haciendo girar las ruedas un rato concreciente furia. Sabía que eso no iba a servir de nada, pero no sabía qué otra cosapodía hacer, en aquella situación, aparte de apretar el acelerador y confiar enque el coche saliera de la nieve. Su otra esperanza, y la última, era que sepresentara la patrulla de carreteras, viera su apuro y llamara a un camión grúa.Pero la autopista estaba prácticamente desierta y los pocos vehículos quecirculaban pasaban sin detenerse.

Cuando ya habían transcurrido diez minutos, Sam decidió examinar lasituación de forma más minuciosa. Se preguntó vagamente si podría amontonarnieve con los pies para que las ruedas tuvieran un poco de apoy o. No parecíaplausible, pero no podía hacer mucho más. Sam salió del coche y se acercó a laparte trasera del vehículo.

Y observó por primera vez que el maletero estaba abierto.La tapa había saltado treinta centímetros, abriéndose por aquella línea de

demarcación limpiamente soldada. Sorprendido, Sam la levantó un poco más yatisbó el interior.

El interior tenía olor a humedad, a moho. Sam apenas pudo verlo porque laluz era tenue y la tapa no se levantaba más. Le pareció ver dispersos deformesobjetos, sin tamaño o forma particular, pero no notó nada al intentar tocarlos atientas. Le pareció como si las cosas que había en el maletero se apartaran de sumano, se esfumaran en los rincones más oscuros cuando él quería cogerlas. Peroentonces sus dedos encontraron algo frío y liso, y escuchó un feliz sonido demetal al chocar contra metal. Sacó la mano.

Apareció un juego de cadenas para ruedas.Sam sonrió ante su buena suerte. ¡Precisamente lo que necesitaba!

Desenredó rápidamente las cadenas y se agachó junto a las ruedas traseras paraasegurarlas. La tapa del maletero se cerró de golpe mientras Sam trabajaba (labisagra debía de estar suelta, pensó él), pero ese detalle no tenía importancia. Alcabo de cinco minutos había puesto las cadenas. Tras ponerse al volante, volvió aponer en marcha el coche, tocó el acelerador, apretó delicadamente elembrague y se mordió con fuerza el labio inferior a modo de ay uda para que elvehículo saliera del montón de nieve. El automóvil avanzó suavemente hastasituarse en un tramo despejado. Sam dejó puestas las cadenas hasta que llegó auna zona de servicio, tras doce kilómetros de autopista. Allí las quitó. Y allevantarse vio que el maletero estaba abierto otra vez. Echó las cadenas adentroy se arrodilló, intentando de nuevo ver qué otra cosa podía haber en el maletero.Pero ni forzando la vista descubrió nada. Al tocar la tapa, ésta se cerró de golpe yuna vez más la parte trasera del coche adoptó su asombroso aspecto de estartotalmente soldada.

No voy a razonar el porqué, pensó Sam. Se acercó a la estación y pidió alempleado que le vendiera un neumático de repuesto y un juego de herramientas.El empleado, con la frente fruncida, examinó el vehículo por la ventana ycomentó:

—No sé si habrá alguno que vaya bien. Tenemos el tipo estándar y elpequeño, pero usted necesita uno intermedio. Nunca había visto un neumáticocomo ese, francamente.

—Quizá debería verlo más de cerca —sugirió Norton—. Precisamente es untipo estándar de coche extranjero y…

—No. Puedo verlo desde aquí. ¿Qué coche lleva, de todas formas? ¿Uno deesos cacharros japoneses?

—Algo así.—Escuche, tal vez encuentre un neumático en Harrisburg. Allí hay un

proveedor especializado en coches extranjeros que le podrá conseguir un

silenciador, un amortiguador, lo que quiera.—Gracias —dijo Norton, y salió.No le apetecía detenerse cuando llegó al desvío de Harrisburg. Le

intranquilizaba un poco conducir sin neumático de recambio, pero el detalle no lepreocupaba tanto como antes. El maletero le había ofrecido unas cadenas cuandolas necesitó. Era imposible saber qué otras cosas podían aparecer allí en elmomento preciso. Sam siguió conduciendo.

Puesto que su vehículo no estaba disponible, el hombrecillo tenía que alquilarotro. Pero eso no era problema. En cualquier ciudad había agenciasespecializadas en esas cosas. Al poco rato el hombrecillo se puso en contacto conuna, no precisamente por teléfono, y explicó su dilema.

—La dificultad —dijo el hombrecillo— es que él me lleva una delantera devarios días. Le he seguido la pista hasta un punto al oeste de Chicago, y avanza abuen promedio, setecientos kilómetros por día.

—Será mejor que vaya volando, en ese caso.—Eso había pensado —dijo el hombrecillo—. ¿Qué puedo conseguir en

seguida?—Podía haberle ofrecido un bonito modelo persa, pero no funciona porque

están cosiéndole nuevas borlas. Pero a usted no le interesan demasiado lasalfombras, ¿verdad? Lo había olvidado.

—No confío en ellas cuando hay corrientes térmicas —dijo el hombrecillo—.Me metí en una corriente ascendente una vez, en Sikkim, y casi estaba en lacumbre del Himalaya cuando recobré el control. Durante un rato me parecióque acabaría puesto en órbita. ¿Qué hay en el establo?

—Bueno, algunos ejemplares bastante decentes. Hay un macho superior queha estado descansando todo el invierno, aunque ahora está un poco irritable…,usted quizá preferiría aquel caballo castrado, el bay o. ¿Por qué no pasa por aquíy lo decide usted mismo?

—Así lo haré —repuso el hombrecillo—. Continúan aceptando la tarjetaDiner’s Club, ¿no es cierto?

—Todas las tarjetas de crédito importantes, como siempre. Sin duda.

Norton se encontraba al sur de Illinois, a una hora de San Luis en una mañanahúmeda y con niebla, cuando se pinchó el neumático delantero derecho. Samesperaba que durara un día y medio desde que se detuvo en Altoona para llenarel depósito. El chico de la gasolinera había tocado las llantas y le había mostradoel punto débil, y Norton había asentido y preguntado qué posibilidades tenía decomprar un recambio, y el muchacho se había encogido de hombros mientras le

decía: « Es un tamaño curioso. Pruebe en Pittsburgh» . Sam probó en Pittsburgh,perdiendo hora y media allí y oyendo de boca de varios hombres probablementeexpertos que no se fabricaban neumáticos de aquel tamaño, de ningún modo.Norton empezaba a preguntarse cómo se las habría arreglado el anteriorpropietario del vehículo para encontrar repuestos. Quizá los neumáticos fueranlos originales, se imaginó. Pero estaba mórbidamente seguro de una cosa: aquelpunto débil cedería, sin duda, antes de que él viera Los Ángeles.

Cuando se produjo el pinchazo, Sam iba a cincuenta y cinco por hora, ydescubrió al instante qué había ocurrido.

Frenó sin perder el control. La cuneta era amplia en aquel lugar, pero aun asíNorton se alegró de que el pinchazo estuviera en el lado derecho del coche: eradifícil imaginar el cambio del neumático con el trasero expuesto al tráfico.Todavía estaba felicitándose por aquella pizca de buena suerte cuando recordóque no tenía neumático de recambio.

Curiosamente, Sam no se sintió muy preocupado por ello. Pasar doce horasdiarias ante el volante estaba produciéndole un efecto tranquilizador; en aquelmomento nada le preocupaba en exceso, ni siquiera la perspectiva de quedarencallado a una hora al este de San Luis. Iría andando hasta el teléfono máspróximo, estuviera donde estuviese, llamaría al Automóvil Club local y explicaríasu apuro, y ellos vendrían a buscarle y le remolcarían hasta la civilización. Luegose hospedaría en un motel un par de días y telefonearía a Ellen, que estaba encasa de su hermana, en Los Ángeles, y le diría que él estaba bien pero quellegaría con cierto retraso. Haría poner un parche en el neumático o bien elAutomóvil Club localizaría alguna tienda de San Luis que vendiera neumáticosraros, y todo acabaría bien. ¿Por qué dejarse llevar por el nerviosismo?

Sam bajó del coche y examinó el pinchazo, que realmente era deconsideración. Luego, al observar que el maletero se había abierto otra vez, seacercó a la parte trasera. Metió la mano a modo de prueba, esperando encontrarlas cadenas en la parte más externa, en el lugar donde las había dejado. Noestaban allí. Por el contrario, sus dedos se cerraron sobre una enorme barrametálica. Norton la sacó en parte del maletero y vio que había encontrado ungato. Precisamente eso, pensó. Y el neumático de recambio debería estar detrásmismo…, por aquí, ¿no? Sam intentó ver algo, pero la tapa apenas se había alzadomedio metro y era imposible ver mucho. Sus dedos encontraron excelentecaucho, no obstante. Sí, ahí estaba. Magnífico y rollizo, nuevo, con profundasestrías…, muy bonito. « Y junto al neumático, si continúa mi buena suerte, tengoque encontrar un cofre de doblones de oro» .

Los doblones no estaban allí. Quizá la próxima vez, pensó Sam. Sacó elneumático y pasó una sudorosa media hora poniéndolo. Cuando terminó, metió elgato, la llave y el neumático pinchado en el maletero, que de inmediato se cerrócon el usual y hermético grado de cierre. Una hora más tarde, sin más

incidentes, Sam cruzó el Mississippi y entró en San Luis, encontró una habitaciónen un reluciente motel nuevo junto al Gateway Arch, se dio una ducha caliente ytomó un par de cervezas frescas y finalmente pidió una conferencia con lahermana de Ellen. Su esposa acababa de volver tras una fracasada búsqueda depiso y parecía cansada y desilusionada. Los niños aullaban en segundo términocuando ella dijo:

—No estás conduciendo con cuidado, ¿verdad?—Naturalmente que sí.—Y el nuevo coche…, ¿se porta bien?—Su conducta no admite reproche —contestó Norton.—Mi hermana quiere saber de qué casa es. Dice que un Volvo es un buen tipo

de coche, cuando se quiere un modelo extranjero. Es un coche noruego.—Sueco —le corrigió Norton.—Ha comprado un coche sueco —oyó que Ellen decía a su hermana. La

respuesta fue ininteligible, pero un momento después Ellen dijo—: Dice que hassido muy listo. Esos suecos también hacen buenos coches.

El techo de vuelo era bajo, la visibilidad inferior a un kilómetro dada la espesaniebla. Los aeropuertos estaban cerrados en todo Pennsy lvania y el este de Ohio.Pero el hombrecillo volaba hacia el oeste, manteniéndose un poco por encima dela esponjosa blancura que se extendía hasta el horizonte. Iba a buena velocidad, yera un alivio no tener que preocuparse de los malditos aviones privados.

Además, el caballo castrado bay o tenía mucho vigor. Era un borrachín,devoraba combustible, ese era su único problema. Imposible hacer muchasmillas por bala de heno con los caballos disponibles en la actualidad, pensótristemente el hombrecillo. Todo se hallaba en estado de decadencia, y había queaceptar la situación.

El plan de vuelo original preveía que el hombrecillo diera alcance a suautomóvil al norte de Texas. Pero se había detenido en Chicago por el súbitocapricho de visitar a unos amigos, y calculaba que ya no alcanzaría al vehículohasta llegar a Arizona. Ansiaba ponerse ante el volante otra vez, después de tantosmeses…

Cuanto más pensaba en el maletero y en sus jugarretas, tanto máspreocupado por ello se sentía Sam Norton. Las cadenas, el neumático derecambio, el gato… ¿Cuál sería el próximo milagro? En Amarillo, Sam ofrecióveinte dólares a un mecánico si conseguía abrir el maletero. El mecánico pasólos dedos por la pulcra juntura, incrédulo.

—¿Quién es usted, uno de esos tíos de la tele? —preguntó él hombre—. ¿Se

está divirtiendo conmigo?—En absoluto —dijo Norton—. Sólo deseo que se abra el maletero.—Bueno, supongo que con un soplete oxiacetilénico, tal vez…Pero Norton sintió un vago terror ante la idea de abrir el coche de esa forma.

Desconocía por qué ese pensamiento le asustaba tanto, pero le asustaba, y salióde Amarillo con el coche intacto mientras el mecánico murmuraba y rociaba susbotas con jugo de tabaco. Cien kilómetros después, cerca de la frontera de NuevoMéxico y recorriendo un territorio desolado y desierto, calcinado por el clima,Norton decidió poner a prueba al maletero.

ÚLTIMA GASOLINERA ANTES DE ROSWELL, advertía un desgastadoletrero. ¡LLENE EL DEPÓSITO AHORA!

El indicador de gasolina indicaba que el depósito estaba casi vacío. Roswell sehallaba bastante lejos. No había otro ser humano a la vista, ningún pueblo, nisiquiera una cabaña. Aquel, decidió Norton, era el lugar adecuado para quedarsesin gasolina.

Pasó junto a la gasolinera a ochenta kilómetros por hora.Al cabo de unos minutos se hallaba a dos montañas y media de la gasolinera

y Sam empezó a dudar, no meramente de la sensatez de su acción, sino tambiénde su cordura. Quedarse deliberadamente sin gasolina iba contra toda razón; eramás difícil hacer eso que dejar sonar el teléfono sin cogerlo. Diez veces seordenó a sí mismo dar la vuelta para llenar el depósito, y diez veces rehusóobedecer.

La aguja fue bajando lentamente, hasta que indicó la E de Empty (vacío), ySam siguió adelante pese a ello. La aguja se deslizó por la zona roja deadvertencia, por debajo de la E. Norton había consumido incluso los litros degasolina que el depósito no registraba: el margen de seguridad para conductoresdescuidados. Y en cualquier momento a partir de entonces el coche…

… se detendría.Por primera vez en su vida Sam Norton se había quedado sin gasolina. Muy

bien, maletero, veamos de qué eres capaz, pensó él. Abrió la portezuela ypercibió el frígido silbido de la brisa de la montaña. Había silencio allí, un silencioominoso. Aparte de la grisácea franja de la carretera, aquel paraje tenía unaspecto oscuramente prehistórico, todo él artemisa, pinos piñoneros y ni rastrodel impacto del hombre. Norton se dirigió hacia la parte trasera del vehículo.

El maletero estaba abierto de nuevo.Parecía como si el maletero adivinara. « Ahora meto la mano y encuentro

una lata de cincuenta litros de gasolina que se ha materializado misteriosamentey…» .

Sam no palpó ninguna lata de gasolina en el maletero. Buscó a tientas muchorato y acabó con nada más útil que un rollo de gruesa cuerda.

¿Cuerda?

¿De qué sirve una cuerda para un hombre sin gasolina en el desierto?Norton levantó la cuerda, en busca de respuestas y sin hallar una sola. Pensó

que quizás esta vez el maletero no deseaba ayudarle. El patinazo, el pinchazo…,eso no había sido por culpa de él. Pero él había premeditado con malicia que elautomóvil se quedara sin gasolina, para ver qué sucedía, y quizás eso no estabadentro del alcance de los servicios del maletero.

¿Para qué la cuerda, de todas maneras?¿Una broma espeluznante? ¿Estaba indicándole el maletero que se ahorcara?

En aquel lugar ni siquiera podía hacerlo correctamente; no había un árbol lobastante alto para que un hombre se colgara, ni tan solo un poste telefónico.Norton sintió deseos de darse una patada. Allí estaba él, y allí permaneceríadurante horas, incluso días, quizás, hasta que pasara otro coche. ¡Qué estúpidodespliegue de habilidad!

Lanzó coléricamente la cuerda al aire, desenrollándola, y un extremo semantuvo tieso. La cuerda quedó inmóvil a un metro del suelo, rígida, apuntandoal cielo. Se formó una tenue nube azul turquesa en la punta superior, y de lo altobajó un delgado muchacho, musculoso, de tez olivácea, con un turbante y untaparrabos, que miró al boquiabierto Norton.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó bruscamente el muchacho.—Me he… quedado… sin… gasolina.—Hay una gasolinera treinta kilómetros más atrás. ¿Por qué no llenó el

depósito allí?—Yo… es que…—Maldito necio —dijo disgustado el muchacho—. ¿Por qué me liaré con

trabajos como este? Muy bien, no se mueva de aquí y veré qué puedo hacer.Volvió a subir a lo alto de la cuerda y desapareció.Al regresar, tres minutos más tarde, el muchacho llevaba una lata de

gasolina. Tras mirar enfurecido a Norton, abrió la tapa del depósito y echó lagasolina

—Con esto llegará a Roswell —dijo—. A partir de ahora mire el tablero devez en cuando. ¡Idiota!

Subió por la cuerda. Tras desaparecer, la cuerda quedó fláccida y cayó.Norton la recogió temblorosamente y la metió en el maletero, cuya tapa se cerrócon un golpe agresivo.

Media hora pasó antes de que Norton crey era seguro volver a ponerse alvolante. Paseó alrededor del vehículo más de mil veces, sin tranquilizar muchosus nervios, y por fin, ante la cercanía de la noche, subió al coche y lo puso enmarcha. El motor tosió y arrancó. Sam Norton inició la marcha hacia Roswell ala sobria y constante velocidad de veinticinco kilómetros por hora.

Estaba dispuesto a creer en cualquier cosa.Y por eso no le sorprendió que un llamativo caballo bayo con una

envergadura de alas similar a la de un DC-3 planeara en el aire, diera variasvueltas sobre el automóvil y realizara un limpio aterrizaje en la autopista, junto alvehículo. El caballo trotó al lado del coche, al mismo paso que éste, mientras elcanoso hombrecillo que iba en la silla gritaba:

—¡Abra de par en par la ventanilla, joven! ¡Tengo que hablar con usted!Norton abrió la ventanilla.—¿Se llama Sam Norton? —preguntó el hombrecillo.—Exacto.—Bien, escuche, Sam Norton. ¡Ese coche que conduce es mío!

Norton vio un sucio desvío y se metió en él. Al salir, el Pegaso le siguió altrote y se detuvo para que el j inete desmontara Luego el animal mordisqueómalhumoradamente la artemisa agitando sus enormes alas un par de veces antesde plegarlas pulcramente sobre el lomo.

—Mi coche, sí —dijo el hombrecillo—. Pedí que lo construyeranespecialmente hace unos años, cuando yo viajaba mucho. Lo dejé en el garajeel invierno pasado porque tenía que hacer un viaje de negocios al extranjero,pero nunca imaginé que lo vendieran sin saberlo yo antes de mi vuelta. Estamosen una época decadente, esa es la verdad.

—Su… coche… —dijo Norton.—Mi coche, claro. Temo que tendré que quitárselo, hijo. De todos modos no

querrá ser el dueño de un coche como éste. Demasiado complicado. Búsquese uncoche pequeño decente, de buena marca, ¿eh? Bien, pues desenganchemos eseremolque suy o y luego…

—Espere un momento —dijo Norton—. Compré este coche legalmente.Tengo el documento de compra para probarlo, y una carta del abogado delvendedor explicando que…

—No tiene la menor importancia —dijo el hombrecillo—. Un estafador pagaa otro estafador para que testifique en su favor. Eso no es demasiadoimpresionante. Sé que usted es parte inocente, pero el hecho continúa siendo queel coche me pertenece, y espero no tener que recurrir a especial persuasión paraobligarle a dejarlo.

—Quiere usted que yo salga y me vaya andando, ¿no? ¿En medio del desiertode Nuevo México, en plena puesta de sol? ¿Arrastrando el maldito remolque conmis manos?

—En realidad no había considerado mucho ese problema —dijo elhombrecillo—. No sería nada justo para usted, ¿verdad?

—Naturalmente que no. —Sam pensó un momento—. ¿Y qué me dice de losdoscientos dólares que pagué por el coche?

El hombrecillo se echó a reír.

—¡Una insignificancia, a mí me costó más alquilar el Pegaso paraperseguirle! ¡Y los gastos generales! ¿Sabe cuánto heno come ese bicho?

—Ese es su problema —dijo Norton—. El mío es que usted quiere dejarmeabandonado en el desierto y que quiere llevarse un coche que yo compré debuena fe por doscientos dólares y que aunque sea un coche condenadamentemágico…

—Silencio —dijo el hombrecillo—. ¡Se está poniendo muy nervioso, Sam!Podemos resolver el problema. Usted se dirige a Los Ángeles, ¿no es cierto?

—S-sí.—Igual que yo. Bien, viajaremos juntos. Yo les llevaré, a usted y a su

remolque, y luego el coche volverá a ser mío, y usted olvidará todo cuanto hayavisto en los últimos días.

—¿Y mis doscientos do…?—Oh, está bien.El hombrecillo se dirigió a la parte trasera del coche. El maletero se abrió. El

hombrecillo metió una mano y sacó un fajo de cruj ientes billetes nuevos, unadocena de billetes de veinte dólares, que entregó a Norton.

—Tenga. Con un pequeño extra, de propina. Y no los mire con tanto recelo,¿me oye? Es dinero de los Estados Unidos, bueno, legal, tierno. Hasta tienendistintos números de serie, todos. —Hizo un guiño y se acercó al caballo, queseguía comiendo, y le dio vigorosas palmadas en las ancas—. Vete y a. A casa.¡Ya me has costado bastante!

El caballo echó a andar por la autopista. Inició un galope y abrió sus soberbiasalas, que batieron furiosamente un instante, y luego emprendió el vuelo. Se alzó,describiendo un magnífico arco hasta no ser más que un halcón recortado en eloscureciente cielo, y luego desapareció.

El hombrecillo se deslizó en el asiento del conductor y acarició el volante conclaro afecto. Tras un gesto de cabeza del conductor, Norton ocupó el otro asiento,y el coche arrancó.

—Tengo entendido que vende ordenadores —dijo el hombrecillo cuando yahabían recorrido un par de kilómetros—. Cosas interesantísimas, los ordenadores.He estado pensando en computerizar nuestra empresa, ¿sabe? Es un negocio deproporciones bastante grandes. Mucha búsqueda con varitas, actualmente, entodo el mundo. Un poco de taumaturgia, alguna transmutación de vez en cuando,cosas por el estilo. Y aunque usamos métodos tradicionales, no ponemos reparosal punto de vista científico. Bien, permítame explicarle algo sobre nuestras ideas,y quizá pueda usted hacer sugerencias inteligentes, joven amigo, con lo quepodría obtener un bonito contrato…

Norton tuvo elaborado el proyecto del sistema antes de que llegaran a

Arizona. En Phoenix telefoneó a Ellen y supo que ella había alquilado unapartamento junto a Beverly Hills, en un vecindario que parecía terriblementecaro pero que en realidad no lo era, por lo menos no lo era comparado con otroslugares que ella había estado viendo, y …

—Perfectamente —dijo Sam—. Estoy a punto de concretar una magníficaventa. Conocí a… este… un autoestopista, y resulta que este hombre piensacomprar ordenadores, muy pronto. Se trata de una compañía bastanteimportante…

—Sam, no habrás estado bebiendo, ¿eh?—Ni una gota.—Un hombre que hacía autoestop y tú le vendes un ordenador. Y ahora me

hablarás del platillo volante que viste.—No seas tonta —dijo Norton—. Los platillos volantes no existen.Llegaron a Los Ángeles por la mañana, dos días más tarde. Por entonces Sam

había redactado el pedido, y todo estaba arreglado. La comisión, imaginaba él,bastaría para pagar un coche nuevo, quizá uno de esos modelos suecos conocidospor la hermana de Ellen. El hombrecillo pareció no tener problemas paraencontrar la dirección del apartamento alquilado por Ellen; hizo frente allaberinto de carreteras con total tranquilidad y seguridad, y frenó junto a la casa.

—Ha sido un viaje muy agradable, joven amigo —dijo el hombrecillo—.Hablaré con mis banqueros hoy mismo, más tarde, respecto a esas maravillosasmáquinas suyas. Mientras tanto, vamos a separarnos. Tendrá que desengancharel remolque.

—¿Qué se supone que voy a explicarle a mi esposa sobre el coche que metrajo hasta aquí?

—Oh, dígale simplemente que lo ha vendido al autoestopista con un buenbeneficio. Creo que ella apreciará el detalle.

Salieron del coche. Mientras Norton desenganchaba los empalmes delremolque, el hombrecillo sacó algo del maletero, que se había abierto un instanteantes. Era una amplia funda de lona. El hombrecillo la extendió sobre el coche.

—Écheme una mano con esto, por favor —dijo—. Póngala bien, que tape losguardabarros y todo.

Entró en el automóvil mientras Norton, asombrado, colocaba la funda consumo cuidado.

—¿Quiere que tape también el parabrisas? —preguntó.—Todo —contestó el hombrecillo, y Norton tapó el parabrisas.El coche había quedado totalmente oculto. Se produjo un silbido, como de

aire que se escapa de un neumático. La funda empezó a bajar. Mientras caíahacia el suelo, se oy ó una alegre voz en el interior, una voz que gritaba:

—¡Buena suerte, joven amigo!Al cabo de unos instantes la funda estaba a menos de un metro de altura. Un

minuto después yacía plana, sobre el pavimento. No quedó rastro del coche.Quizá se había evaporado, quizá lo había tragado la tierra. Poco a poco, sinentender nada, Norton recogió la funda y la plegó hasta que pudo metérsela bajoel brazo. Después se dirigió a la casa para comunicar a su esposa que habíallegado a Los Ángeles.

Sam Norton jamás volvió a ver al hombrecillo, pero hizo la venta, y lacomisión le permitió comprar un coche nuevo y aún le sobró dinero. Todavíaconserva la funda. La tiene doblada y cuidadosamente guardada en el sótano.Teme deshacerse de ella, pero no le gusta pensar qué sucedería si alguienapareciera bajo la lona y la desplegara.

La capa

— Robert Bloch —

OCASIÓN: Una convención de ciencia ficción.ANTHONY boucher:… y cuando ingresó en el hospital, le preguntaron

cuál era su religión, y ella dijo: «Ninguna». ¡Y ellos anotaron:«Protestante»!

WATER BREEN: ¡Puf! Si me preguntaran cuál es mi religión, les diría:«¡Soy druida!».

ROBERT bloch: Oh, no hagas eso, te enviarían a un curador deárboles.

Esto es ciento por ciento cierto; yo estaba allí y lo oí. Quizá les décierta idea del Básico Bob Bloch: agudo, jovial y con una pizca deamargor. Se le atribuye (yo no estaba allí) una frase ya famosa. Cuando secomentó que otra persona tenía una reputación injustamente mala, aunquebien mirado, ya me entienden, «tiene el corazón de un niño», Bloch dijo:«Sí, y guarda ese corazón en su escritorio, en un frasco de formaldehído»,zanjando así el asunto.

Nacido en 1917, Robert Bloch creció en el saludable corazón delMidwest septentrional y, por lo que respecta a su infancia, suponemos quemás bien debió de acabar cuando tenía diecisiete años, edad en la quevendió el primer relato a Weird Tales. Pero no hemos acabado aún. Susrelatos han figurado en cuatrocientas antologías en una docena de idiomas.Ha escrito aproximadamente cincuenta libros, y su nombre aparece en loscréditos de al menos diez películas. Es autor de Psicosis. Numerosospremios. La propaganda de su aparición como orador en el TercerSimposio de Ciencia Ficción y fantasía de la universidad de Emory incluíala significativa frase, Las entradas para Robert Bloch pueden adquirirse porseparado… Robert y Eleanor Bloch viven en Los Ángeles.

El sol agonizaba, y su sangre salpicaba el cielo mientras el astro se arrastrabahacia un sepulcro más allá de las montañas. El plañidero viento lanzaba las hojassecas hacia el oeste, como si las apremiara a asistir al funeral del sol.

« ¡Tonterías!» , pensó Henderson, y dejó de pensar.El sol estaba poniéndose en un empañado cielo rojo, y un sucio y desapacible

viento pateaba las hojas medio rotas hacia una inmunda zanja. ¿Por qué perdía eltiempo con fantasía barata?

« ¡Tonterías!» , repitió Henderson.

Probablemente, ese humor lo provocaba el día, meditó. Al fin y al cabo, elsol estaba poniéndose en la víspera de Todos los Santos. Esa noche era la mástemida, cuando los espíritus aparecían y los cráneos gritaban en sus tumbas bajotierra.

Eso, o bien esa noche era simplemente otro día de otoño, pésimo y frío.Henderson suspiró. Hubo otro tiempo, reflexionó, en que la llegada de esa nochesignificaba algo. Una sombría Europa, gimiendo de supersticioso miedo,dedicaba esa víspera al sonriente Desconocido. Un millón de puertas seatrancaban en otra época para impedir el paso a los diabólicos visitantes, unmillón de plegarias se musitaban, un millón de velas se encendían. Esa idea teníaalgo majestuoso, reflexionó Henderson. La vida era una aventura en aquellostiempos, y los hombres andaban aterrorizados pensando en lo que encontrarían aldoblar una esquina de una calle durante la medianoche. Vivían en un mundo dediablos, de espíritus que se alimentaban de cadáveres, de apariciones quebuscaban almas… y, ¡cielos!, en aquellos días el alma de un hombre significabaalgo. Ese nuevo escepticismo había cobrado un profundo significado aparte de lavida. Los hombres ya no veneraban sus almas.

« ¡Tonterías!» , repitió Henderson, instintivamente. Había un rasgo crudo,típico del siglo veinte, en la expresión que siempre refrenaba sus introspectivosarranques de imaginación…

La voz de su cerebro que decía « tonterías» ocupaba el lugar de lahumanidad en Henderson, la humanidad vulgar que se haría eco del mismosentimiento nada más oír sus secretos pensamientos. Por eso Hendersonpronunciaba la palabra y trataba de olvidar problemas y frases recargadas almismo tiempo.

Estaba caminando por la calle durante la puesta de sol en busca de un disfrazpara la fiesta de esa noche, y era mejor concentrarse en localizar la tienda antesde que cerrara en vez de perder el tiempo soñando despierto en la víspera deTodos los Santos.

Los ojos de Henderson examinaron las sombras cada vez más negras de lossucios edificios que delimitaban la estrecha calle. De nuevo miró la dirección quehabía garabateado tras encontrarla en el listín telefónico.

¿Por qué demonios no encendían las luces las tiendas cuando oscurecía?Henderson no distinguía los números. Estaba en un barrio pobre, en ruinas, pero apesar de todo…

De pronto, Henderson avistó la tienda al otro lado de la calle y se dirigió haciaella. Pasó junto al escaparate y observó el interior. Los últimos rayos de sol caíanoblicuamente sobre el tejado del edificio y el escaparate y los artículos.Henderson respiró bruscamente una vez.

Estaba mirando el escaparate de una sastrería de disfraces, no observando através de una grieta del infierno. Entonces ¿por qué todo era rojo fuego,

iluminando sonrientes rostros de locos?—La puesta de sol —murmuró Henderson. Así era, naturalmente, y los

rostros eran simplemente ingeniosas máscaras como correspondía a esa clase deestablecimiento. De todos modos, la visión produjo un sobresalto al imaginativohombre. Abrió la puerta y entró.

El lugar estaba oscuro y silencioso. Había olor a soledad en el ambiente, eseolor que persiste en sitios largo tiempo tranquilos: sepulturas, tumbas en espesosbosques, cavernas… « Tonterías» .

¿Qué diablos le pasaba, de todas formas? Henderson sonrió para disculparsecon la vacía oscuridad. Era el olor de la tienda del sastre, y ese olor habíatrasladado a Henderson a sus tiempos de universitario y actor aficionado.Henderson conocía el olor de las bolas de naftalina, pieles deterioradas,maquillajes y pinturas. Había interpretado el papel de Hamlet y en sus manoshabía sostenido un sonriente cráneo que ocultaba todo el conocimiento en susvacíos ojos. Un cráneo, obtenido en una sastrería de disfraces.

Bien, ahí estaba de nuevo, y el cráneo dio la idea a Henderson. Al fin y alcabo, era la víspera de Todos los Santos. Con el humor que tenía, ciertamente, nodeseaba presentarse como rajá, ni como turco, ni como pirata, todo el mundorecurría a esos disfraces. ¿Por qué no un demonio, un brujo, un hombre lobo? Yapodía ver la cara de Lindstrom cuando entrara en el elegante ático vestido conalguna clase de harapos. El hombre sufriría un ataque, con su gentío de altasociedad ataviado con costosas imitaciones adquiridas en establecimientos decategoría. En cualquier caso Henderson no se preocupaba mucho por lossofisticados amigos de Lindstrom; una pandilla de j inetes aficionados y amazonascon arneses de joy as. ¿Por qué no cumplir con el espíritu de esa noche ydisfrazarse de monstruo?

Henderson permaneció en la penumbra, a la espera de que alguienencendiera la luz, saliera de la trastienda y le atendiera. Al cabo de un minuto sepuso impaciente y golpeó con brusquedad el mostrador.

—¡Oigan, ahí dentro! ¡Quiero que me atiendan!Silencio. Y un ruido de pies arrastrándose en la trastienda, y… una voz

desagradable para oírla en tinieblas. Una puerta bruscamente cerrada escaleraabajo y después sonido de fuertes pisadas. De pronto Henderson abrió la boca.¡Una negra masa estaba alzándose del suelo!

Era, naturalmente, el escotillón de la entrada del sótano. Un hombre arrastrólos pies hasta ponerse tras el mostrador, con un candil en la mano. Con aquellaluz, sus ojos parpadeaban soñolientamente.

La amarillenta cara del hombre se arrugó hasta formar una sonrisa.—Estaba durmiendo, me temo —dijo en voz baja el hombre—. ¿En qué

puedo servirle, caballero?—Busco un disfraz para esta noche.

—Oh, sí. ¿Y en qué ha pensado?La voz reflejaba fatiga, infinita fatiga. Los ojos seguían parpadeando en su

macilenta y fláccida cara.—Nada normal, me temo. Mire, preferiría algún traje de monstruo para una

fiesta… Supongo que no tendrá nada de ese estilo…—Puedo enseñarle máscaras.—No. Me refiero a un disfraz de hombre lobo, algo así. Algo más auténtico.—Ya. Lo auténtico.—Sí.¿Por qué subrayaba la palabra el viejo estúpido?—Tal vez…, sí. Tal vez tenga lo que busca, caballero. —Los ojos

parpadeaban, pero la fina boca se torció hasta sonreír—. Lo ideal para estanoche.

—¿Qué es?—¿Alguna vez ha considerado la posibilidad de ser un vampiro?—¿Como Drácula?—Ah…, sí, supongo que… como Drácula.—No es mala idea. Pero ¿piensa que tengo tipo para eso?El hombre le examinó con aquella forzada sonrisa.—Hay vampiros de todas clases, tengo entendido. Usted serviría

perfectamente.—No es un cumplido —se mofó Henderson—. Pero ¿por qué no? ¿En qué

consiste el disfraz?—¿Disfraz? Simple ropa de noche, o lo que usted viste. Yo le proporcionaré la

auténtica capa.—¿Sólo una capa, nada más?—Sólo una capa. Pero se lleva como una mortaja. Es una capa-mortaja,

¿sabe? Aguarde, se la enseñaré.Los pesados pies arrastraron al hombre hacia la trastienda. Bajó por la

entrada del sótano, y Henderson aguardó. Más ruidos, y por fin el ancianoreapareció con la capa. La agitó en la oscuridad para quitarle el polvo.

—Aquí está. La capa genuina.—¿Genuina?—Permítame que se la ponga… Obrará maravillas, se lo aseguro.La fría y pesada tela quedó colgando de los hombros de Henderson. El tenue

olor aumentó mohosamente en sus ventanas nasales cuando dio unos pasos atrásy se miró en el espejo. La luz era escasa, pero Henderson vio que la capaproducía una sorprendente transformación en su aspecto. Su alargada caraparecía más delgada, sus ojos se acentuaban con la palidez facial intensificadapor la sombría capa que vestía. Era una mortaja, negra y enorme.

—Genuina —murmuró el anciano.

Debía de haberse acercado de repente, porque Henderson no lo había visto enel espejo.

—Me la quedo —dijo Henderson—. ¿Cuánto es?—El precio le parecerá muy divertido, estoy seguro.—¿Cuánto?—Oh. Digamos…, ¿cinco dólares?—Tenga.El anciano cogió el dinero, sin dejar de parpadear, y apartó la capa de los

hombros de Henderson. Al deslizarse la tela, Henderson se sintió repentinamentecálido. Debía de hacer frío en el sótano, pues la capa estaba helada.

El anciano envolvió la capa, sonriente, y le dio el paquete.—Se la devolveré mañana —prometió Henderson.—No es necesario. La ha comprado. Es suya.—Pero…—Voy a dejar el negocio dentro de poco. Le será más útil a usted que a mí,

estoy seguro.—Pero…—Que tenga una placentera noche.Henderson fue hacia la puerta, confuso, y luego se volvió para saludar al

parpadeante anciano en la penumbra.Dos ojos le miraron llameantes desde el otro lado del mostrador: dos ojos que

no parpadeaban.—Buenas noches —dijo Henderson, y cerró la puerta con rapidez.Se preguntó si no estaría enloqueciendo un poco.A las ocho, Henderson estuvo a punto de telefonear a Lindstrom para decirle

que no iría. Los escalofríos se reprodujeron en cuanto se puso la maldita capa, yal mirarse en el espejo sus nublados ojos apenas distinguieron el reflejo.

Pero después de unos cuantos tragos se sintió mejor. No había comido nada, yel licor calentó su sangre. Paseó por la habitación, ensayó posturas con la capa, lahizo girar alrededor de su cuerpo y adoptó un aire que creyó feroz. ¡Maldita sea,él iba a ser todo un vampiro! Pidió un taxi por teléfono y bajó al portal. Llegó elconductor y Henderson estaba allí, con la negra capa arrebozada.

—Quiero que me lleve —dijo en voz baja.El taxista le miró, le vio con la capa, y palideció.—¿Qué es eso?—Le pedí que viniera —dijo guturalmente Henderson, mientras se

estremecía de secreto regocijo.Tras una feroz mirada de reojo, echó atrás la capa.—Sí, sí. De acuerdo.El conductor casi salió corriendo. Henderson le siguió.—¿Adonde, jefe…, digo señor?

La asustada cara no se volvió cuando Henderson recitó la dirección y serecostó.

El taxi arrancó con una sacudida que provocó la apagada risita de Henderson,muy acorde con su personaje. Con el sonido de la risa el conductor se dejó llevarpor el pánico y aceleró hasta el límite de velocidad dispuesto por el gobernador.Henderson prorrumpió en carcajadas, y el impresionable taxista se estremecióvisiblemente en su asiento. Fue toda una carrera, pero Henderson estabatotalmente desprevenido para lo que pasó. Tras abrir la puerta, ésta se cerróbruscamente y el taxista se apresuró a huir sin cobrar.

« Debo de tener los requisitos necesarios para este papel» , pensó Henderson,complacido mientras entraba en el ascensor que llevaba al ático.

Había tres o cuatro personas más en el ascensor. Henderson las había visto enotras fiestas a las que Lindstrom le había invitado, pero ninguna parecióreconocerle. A él le complació pensar que su vestimenta, una rara capa y un rarogesto ceñudo cambiaran totalmente su personalidad y su aspecto. Los otrosinvitados llevaban esmerados disfraces: una mujer vestía un disfraz de pastora deWatteau, otra iba ataviada de bailarina española, un hombre alto era Pagliacci ysu compañero vestía de torero. Sin embargo, Henderson reconoció a los cuatro;sabía que sus elegantes atuendos no eran verdaderos disfraces, sino simpleselaboraciones calculadas para realzar su aspecto. En las fiestas de disfraces lamay oría de la gente daba rienda suelta a reprimidos deseos. Las mujeresexhibían su silueta, los hombres acentuaban su personalidad como el torero, obufoneaban. Cosas penosas; esos necios convencionales se quitaban ansiosos sudeprimente ropa de trabajo y salían corriendo hacia una casa de campo, o arepresentar una obra de aficionados, o a participar en un baile de disfraces parasatisfacer su famélica imaginación. ¿Por qué no lucían llamativos colores en lacalle? Henderson consideraba a menudo la cuestión.

Los elegantes ocupantes del ascensor eran ciertamente hombres y mujeresde magnífico aspecto con sus disfraces, muy saludables, muy sonrosados, llenosde vitalidad. ¡Qué gargantas y cuellos tan robustos! Henderson observó losrollizos brazos de la mujer que tenía junto a él. Los miró fijamente, sin darsecuenta, un largo momento. Y luego vio que los ocupantes del ascensor se habíanapartado de él. Estaban en un rincón, como si les causara espanto la capa y elgesto ceñudo de Henderson, y los ojos de éste fijos en la mujer. La charla habíacesado de pronto. La mujer miró a Henderson, como si estuviera a punto dehablar, y en ese instante se abrieron las puertas del ascensor, ofreciendo un gratorespiro.

¿Qué diablos pasaba? Primero el taxista, luego la mujer. ¿Acaso él habíabebido demasiado?

Bien, no hubo posibilidad de considerarlo. Allí estaba Marcus Lindstrom,poniendo un vaso en la mano de Henderson.

—¿Qué tenemos aquí? ¡Ah, un espectro!No hacía falta mirar dos veces para observar que Lindstrom, como era

acostumbrado en esas fiestas, estaba ya mareado y empachado de botellas. Elrollizo anfitrión nadaba claramente en alcohol.

—Toma un trago, Henderson, amigo mío. Yo beberé de la botella. Ese disfraztuyo me ha espantado. ¿Dónde conseguiste el maquillaje?

—¿Maquillaje? No me he puesto maquillaje.—Oh. No te has puesto maquillaje. Qué… tonto soy.Henderson se preguntó si estaba loco. ¿Había retrocedido Lindstrom?

¿Estaban sus ojos realmente llenos de consternación? Oh, el hombre estabaclaramente ebrio.

—Te…, te veré luego —tartamudeó Lindstrom mientras se alejaba y atendíarápidamente a otros invitados.

Henderson contempló la nuca de Lindstrom. Carnosa y blanca. Sobresalía delcuello del traje y tenía una vena. Una vena en el carnoso cuello de Lindstrom. Elasustado Lindstrom.

Henderson quedó solo en el recibidor. De la sala llegaba el sonido de músicay risas, ruidos de fiesta. Henderson vaciló antes de entrar. Bebió la bebida quetenía en la mano: ron Bacardi, y fuerte. Después de tanta bebida estuvo a puntode marearle. Pero bebió mientras meditaba. ¿Qué le pasaba, qué ocurría con sudisfraz? ¿Por qué asustaba a la gente? ¿Estaba desempeñando inconscientementesu papel de vampiro? Ese sarcasmo de Lindstrom al hablar de maquillaje…

Instintivamente, Henderson se acercó al alargado espejo del recibidor. Setambaleó un poco, logró quedar inmóvil bajo la chillona luz. Miró el vidrio,observó el espejo, y no vio nada.

Se miró en el espejo, ¡y no había nadie allí!Henderson se rió queda, diabólicamente, en lo más hondo de su garganta. Y

al seguir contemplando el vacío espejo que no reflejaba nada, su risa setransformó en sombrío regocijo.

—Estoy borracho —musitó—. Debo de estar borracho. En el espejo de mipiso me vi difuso. Ahora me he pasado tanto que no puedo ver bien. Claro queestoy borracho. He hecho el ridículo, he asustado a la gente. Ahora veoalucinaciones…, o mejor dicho, no las veo. Visiones. Ángeles. —Bajó la voz—.Claro, ángeles. Justo detrás de mí, ahora mismo. Hola, ángel.

—Hola.Henderson dio media vuelta. Allí estaba ella, con una oscura capa, su cabello

un reluciente halo sobre una cara blanca y altiva, los ojos azul celeste y los labiosde rojo infernal.

—¿Eres real? —preguntó Henderson suavemente—. ¿O soy tan estúpido quecreo en milagros?

—El nombre de este milagro es Sheila Darrly, y le gustaría empolvarse la

nariz, por favor.—Tenga la bondad de usar este espejo por cortesía de Stephen Henderson —

replicó el hombre de la capa, sonriente.Se apartó un poco, con ojos atentos.La mujer volvió la cabeza y le obsequió con una sonrisa lenta y picara.—¿Nunca ha visto usar polvos? —preguntó.—No sabía que los ángeles usaran cosméticos —replicó Henderson—. Pero

hay muchas cosas que no sé respecto a los ángeles. A partir de ahora les dedicaréun estudio especial. Hay tantas cosas que deseo averiguar… Seguramente meencontrará detrás de usted toda la noche, con un cuaderno.

—¿Un vampiro con cuaderno?—Oh, pero soy un vampiro muy inteligente, no uno de esos de los bosques de

Transilvania. Descubrirá que soy encantador, estoy seguro.—Sí, tiene todo el aspecto de serlo —se burló la mujer—. Pero un ángel y un

vampiro…, es una curiosa combinación.—Podemos reformarnos mutuamente —observó Henderson—. Además,

sospecho que tiene usted algo de diablo. Una capa oscura sobre un disfraz deángel. Un ángel oscuro, ¿no? Puede haber nacido en mi ciudad natal y no en elcielo.

Henderson se mostraba petulante, pero ciclónicos pensamientosremolineaban bajo la burla. Recordó discusiones pasadas, cínicas observacioneshechas y creídas por él mismo.

En cierta ocasión Henderson había declarado que no existía el flechazo, salvoen novelas o películas donde un artificio tan espectacular servía para acelerar laacción. Había afirmado que la gente conocía romances en libros y películas yconsecuentemente adoptaba la creencia del flechazo cuando quizá lo único quesentía era deseo.

Pero esa mujer, Sheila, ese ángel rubio, había aparecido y eliminado todoslos pensamientos de la mente de Henderson, todos sus pensamientos demorbosidad, embriaguez y necias miradas a los espejos. Y le había hechozambullirse alocadamente en sueños de rojos labios, ojos de etéreo azul y finosbrazos blancos.

Parte de estos sentimientos se reflejaron en los ojos de Henderson, y lamujer lo comprendió al mirarle.

—Bien —dijo Sheila—, espero que el examen le complazca.—Un milagro de modestia, esto. Pero hay algo en particular que deseo saber

sobre la divinidad. ¿Bailan los ángeles?—¡Qué vampiro tan discreto! ¿En la habitación contigua?Entraron en la sala cogidos del brazo. Los juerguistas estaban en pleno gozo.

El licor había provocado jovialidad en su punto culminante, pero y a no habíabaile. Bulliciosas parejas reían agrupadas, abrazadas por toda la sala. Los

acostumbrados chistosos de fiesta realizaban sus payasadas en los rincones. Elambiente superficial, que Henderson detestaba, estaba en total evidencia.

La reacción hizo que Henderson se irguiera al máximo y echara atrás lacapa. La reacción provocó el gesto ceñudo de su pálido semblante, le obligó acaminar airosamente en meditativo silencio. Sheila pareció considerarlo comouna magnífica broma.

—Hágales un numerito de vampiro —dijo ella riéndose, apretándole el brazo.Y en consecuencia Henderson miró ceñudamente a las parejas, hizo

horrendos y despectivos ademanes a la mujer. Y su avance provocó giros decabezas, brusco cese de la charla. Recorrió la alargada sala como encarnaciónde la Muerte Roja. Los susurros siguieron su paso.

—¿Quién es ese?—Sus ojos…—¡Vampiro!—¡Hola, Drácula!Era Marcus Lindstrom y una morena de adusto aspecto con disfraz de

Cleopatra. Ambos avanzaron dando tumbos hacia Henderson. El anfitrión apenasse tenía en pie, y su compañera de borrachera estaba igualmente descompuesta.A Henderson le gustaba Lindstrom cuando lo encontraba sobrio en el club, perosu conducta en las fiestas siempre le irritaba. Lindstrom era particularmentedigno de censura en aquel estado, se mostraba grosero.

—Querida mía, quiero que conozcas a un muy querido amigo mío. Sí señor,siendo la víspera de Todos los Santos, he invitado al conde Drácula, y a su hija.Invité a su abuela, pero ella tiene que asistir a un Black Sabbath esta noche,acompañada por tía Jemima. ¡Ja! Conde, le presento a mi pequeña compañera.

La mujer miró de reojo a Henderson.—¡Oooooh, Drácula, qué ojos tan grandes tiene! ¡Ooooh, qué dientes tan

grandes tiene! ¡Oooooh…!—Francamente, Marcus —protestó Henderson, pero el anfitrión se había

vuelto y estaba gritando a los invitados.—¡Amigos, conoced a los verdaderos dioses! ¡El único vampiro genuino que

vive en cautividad! ¡Drácula Henderson, el único vampiro existente con dientesfalsos!

En cualquier otra circunstancia Henderson habría propinado a Lindstrom unrápido y eficaz puñetazo en la mandíbula. Pero Sheila estaba a su lado, y estabaen público. Era preferible complacer el torpe humor del anfitrión. ¿Por qué noser un vampiro?

Tras sonreír rápidamente a la mujer, Henderson se irguió, miró a los reunidosy frunció el ceño. Sus manos acariciaron la capa. Qué curioso, aún estaba fría.Al bajar los ojos, Henderson vio que la ropa estaba algo sucia en los bordes;barro o polvo. Pero la fría seda resbaló entre sus dedos cuando se cubrió el pecho

con ella, con su alargada mano. La sensación pareció inspirarle. Abrió almáximo los ojos, muy brillantes. Abrió la boca. Una sensación de fuerzadramática le inundó. Y observó el blando y carnoso cuello de Lindstrom, con lavena entre la blancura. Observó el cuello, vio que los presentes le observaban, yentonces el impulso se apoderó de él. Volvió la cabeza, con los ojos fijos en elarrugado cuello, el fluctuante, arrugado cuello del grueso anfitrión.

Unas manos se extendieron de pronto. Lindstrom chilló igual que una rataasustada. Era una rata rolliza, lustrosa, rebosante de sangre. A los vampiros lesgusta la sangre. Sangre de la rata, del cuello de la rata, de la vena del cuello de larata, de la vena del cuello de la chillona rata.

—Sangre caliente.La profunda voz era la de Henderson.Las manos eran las de Henderson.Las manos rodearon el cuello de Lindstrom. Las manos sintieron el calor,

buscaron la vena. El rostro de Henderson se inclinó en dirección al cuello y susmanos, mientras Lindstrom se debatía, apretaron con más fuerza. El semblantede Lindstrom estaba adquiriendo un tono púrpura. La sangre le subía a la cabeza.Excelente. ¡Sangre!

La boca de Henderson se abrió. Notó el aire en sus dientes. Se inclinó hacia elcarnoso cuello y…

—¡Basta! ¡Ya es suficiente!La voz, la refrescante voz de Sheila. Los dedos de ella en su brazo. Henderson

levantó la cabeza, sobresaltado. Soltó a Lindstrom, que se derrumbó con la bocaabierta.

Los invitados estaban mirando fijamente, y sus bocas formaban la instintivaO de asombro.

—¡Bravo! —musitó Sheila—. Le ha estado bien…, ¡pero le has asustado!Henderson pugnó un instante por recobrarse. Luego sonrió y se volvió.—Damas y caballeros —dijo—, acabo de ofrecer una pequeña demostración

para probar que lo que ha dicho de mí nuestro anfitrión es totalmente correcto.Soy un vampiro. Puesto que ya tienen un buen aviso, estoy seguro de que nocorrerán más riesgos. Si hay un médico en la casa, quizá me conforme con unatransfusión de sangre.

La O de asombro desapareció en las bocas y brotó risa de sobresaltadasgargantas. Risa histérica, luego sincera en parte. Henderson había salido bienlibrado. Sólo Marcus Lindstrom seguía mirando fijamente con unos ojos quereflejaban extremo miedo. Él lo sabía.

Y entonces acabó todo, porque uno de los chistosos salió del ascensor y entrócorriendo en la sala. Había bajado a la calle y venía con el delantal y el gorro deun vendedor de periódicos. Pasó entre los invitados con un montón de periódicosbajo el brazo.

—¡Extra! ¡Extra! ¡No se lo pierdan! ¡Horror en la víspera de Todos losSantos! ¡Extra!

Los risueños invitados compraron periódicos. Una mujer se acercó a Sheila,y Henderson observó aturdido que la mujer se iba.

—¡Hasta luego! —gritó ella, y su mirada introdujo fuego en las venas deHenderson.

Pero Henderson no podía olvidar la terrible sensación que se había apoderadode él al coger a Lindstrom. ¿Por qué?

De forma automática aceptó un periódico que le tendía el vociferantepseudovendedor. « Horror en la víspera de Todos los Santos» , gritaba el hombre.¿A qué se refería?

Nublados ojos buscaron en el periódico.Entonces Henderson se tambaleó. ¡Aquel titular! Era un extra, realmente.

Henderson repasó las columnas con creciente pánico.« Incendio en una sastrería de disfraces…, poco después de las ocho los

bomberos recibieron aviso de acudir a la tienda de… Llamas incontrolables…,totalmente en ruinas… Daños estimados en… Un detalle extraño: se desconoce elnombre del propietario… Un esqueleto fue encontrado en…» .

—¡No! —dijo Henderson en un jadeo.Leyó, volvió a leer aquello atentamente. El esqueleto había aparecido en una

caja de barro en el sótano de la tienda. La caja era un ataúd. Había otras doscajas, vacías. El esqueleto estaba envuelto en una capa, intacto a pesar delincendio…

Y en el recuadro de apresurada confección situado bajo la columna habíacomentarios de testigos presenciales, impresos bajo grandes titulares en grandesletras negras. La tienda causaba miedo a los vecinos. Clientela húngara, indiciosde vampirismo, desconocidos que entraban en la tienda. Un hombre se refería aun culto que al parecer celebraba reuniones en el local. Superstición en torno a loque se vendía: filtros de amor, estrafalarios amuletos y extraños disfraces.

Extraños disfraces…, vampiros…, capas… ¡Los ojos de aquel hombre!«Esta capa es auténtica» .«No podré usarla mucho más tiempo. Quédesela» .El recuerdo de aquellas palabras surgió vociferante en el cerebro de

Henderson. Salió presuroso de la sala y corrió hacia el espejo.Un instante, luego se tapó la cara con un brazo para proteger sus ojos de la

imagen que no estaba allí, del inexistente reflejo. Los vampiros carecen dereflejo.

No era extraña la rareza de su aspecto. No era extraño que brazos y cuellos loatrajeran. Había atacado a Lindstrom. ¡Dios! ¡Dios!

La capa era la culpable, la negra capa con sus manchas. Las manchas debarro, barro de tumba. Vestir la capa, la fría capa, le causaba las sensaciones de

un verdadero vampiro. Era una prenda maldita, una cosa que había tapado elcuerpo de un no muerto. La mohosa mancha de una manga era sangre.

Sangre. Qué agradable sería ver sangre. Paladear su calidez, su roja vida, talcomo fluía.

No. Eso era una locura. Él estaba borracho, loco.—Ah. Mi pálido amigo, el vampiro.Otra vez Sheila. Y sobre el horror se alzó el latido del corazón de Henderson.

Al mirar los brillantes ojos, la cálida boca en forma de roja invitación,Henderson sintió una oleada de calor. Observó el blanco cuello por encima de laoscura y reluciente capa, y sintió otra clase de calor. Amor, deseo y… hambre.

Ella debió de verlo en los ojos de Henderson, pero no se asustó. Muy alcontrario, su mirada devolvió las llamas.

¡También Sheila se había enamorado!Con un gesto impulsivo, Henderson soltó la capa de su cuello. El helado peso

desapareció. Henderson estaba libre. Curiosamente, no deseaba quitarse la capa,pero lo había hecho. Era un objeto maldito, y al cabo de unos instantes él podíahaber cogido a la mujer en sus brazos, para besarla, y continuar…

Pero Henderson no se atrevió a pensar en eso.—¿Cansado del disfraz? —preguntó ella.Con un gesto similar, también Sheila se quitó la capa y reveló la gloria de su

vestido de ángel. Su rubia perfección de estatua hizo brotar un jadeo de lagarganta de Henderson.

—Un ángel —musitó él.—Un diablo —se burló ella.Y de pronto se abrazaron. Henderson tenía en su mano las dos capas.

Permanecieron con los labios en busca de embeleso hasta que Lindstrom y ungrupo entraron ruidosamente en el recibidor.

Al ver a Henderson, el grueso anfitrión retrocedió.—Tú… —murmuró—. Tú eres…—Uno de los que se va —dijo Henderson, sonriente.Cogió del brazo a Sheila y la llevó hacia el vacío ascensor. La puerta se cerró

ante el rostro de Lindstrom, pálido y dominado por el miedo.—¿Nos vamos? —musitó Sheila, apretándose a Henderson.—Sí. Pero no a la tierra. No bajaremos a mi reino, subiremos… al tuyo.—¿El jardín de la terraza?—Exactamente, mi angelical amiga. Quiero hablar contigo con tus cielos

como fondo, besarte entre las nubes y…Los labios de ella buscaron los de él mientras el ascensor subía.—Ángel y diablo. ¡Vaya pareja!—Eso creo yo —confesó ella—. ¿Qué tendrán nuestros hijos, halos o

cuernos?

—Ambas cosas, estoy seguro.Salieron a la desierta terraza. Y de nuevo era la víspera de Todos los Santos.Henderson lo notó. Abajo estaba Lindstrom con sus elegantes amistades, en

una ebria fiesta de disfraces. Allí arriba había noche, silencio, tinieblas. Ningunaluz, sin música, ni bebida, sin los parloteos que hacían idénticas todas las fiestas.Una noche como las demás. Esa noche era individual en la terraza.

El cielo no era azul, sino negro. Las nubes flotaban como grises barbas desuspendidos gigantes que observaban el redondeado globo anaranjado de la luna.Un frío viento soplaba del mar, y llenaba el aire de suaves y lejanos murmullos.

Ese era el cielo que las brujas recorrían para acudir a su Sabbath. Esa era laluna de la hechicería, el oscuro silencio de negras plegarias y musitadasinvocaciones. Las nubes ocultaban monstruosas Presencias que deambulaban trashaber sido invocadas desde muy lejos. Era la víspera de Todos los Santos.

Además hacía bastante frío.—Dame mi capa —murmuró Sheila.Automáticamente, Henderson tendió la prenda, y el cuerpo de la mujer

remolineó bajo el oscuro esplendor de la tela. Sus ojos lanzaban llamas aHenderson, una llamada que éste no pudo resistir. Se besaron, temblorosos.

—Estás frío —dijo Sheila—. Ponte la capa.« Sí, Henderson —pensó él—. Ponte la capa mientras contemplas el cuello de

Sheila. Luego, cuando vuelvas a besarla, querrás su cuello, ella te lo dará poramor y tú lo aceptarás por… hambre» .

—Póntela, cariño, insisto —musitó la mujer.Sus ojos reflejaban impaciencia, ardían con una ansiedad igual a la de

Henderson.Henderson se estremeció.« ¿Ponerme la capa de tinieblas? ¿La capa de la tumba, la capa de la muerte,

la capa del vampiro? ¿La diabólica capa, llena de fría vida propia que hatransformado mi cara y mi mente, que ha saturado mi alma de un hambreespantosa?» .

—Toma.Los finos brazos de Sheila le rodearon, pusieron la capa sobre sus hombros.

Los dedos de la mujer le rozaron el cuello, como una caricia, mientras le atabanla capa al cuello.

Henderson se estremeció.Entonces notó, en todo su cuerpo, la helada frialdad que se convertía en un

calor más horrible. Sintió que se expandía, notó el gesto de mofa en su semblante.¡Eso era Poder!

Y la mujer delante, sus ojos provocativos, tentadores. Henderson vio elebúrneo cuello, el cálido y esbelto cuello, a la espera. Le esperaba a él, a suslabios.

A sus dientes.No, imposible. Él la amaba. Su amor debía vencer la locura. « Sí, viste la

capa, desafía su poder, y coge a Sheila en tus brazos como un hombre, no comoun demonio. Debo hacerlo. Es la prueba» .

—Sheila.Qué curioso, su voz era más grave.—Sí, cariño.—Sheila, debo decirte una cosa.Los ojos de ella, tan fascinantes. ¡Sería muy fácil!—Sheila, por favor. Has leído el periódico esta noche. Yo… compré la capa

allí. No puedo explicarlo. Viste cómo ataqué a Lindstrom. Quería hacerlo. ¿Meentiendes? Quería… morderle. Con esta maldita capa me siento como una deesas criaturas.

¿Por qué no variaba la mirada fija de Sheila? ¿Por qué no retrocedía deespanto? ¡Qué confiada inocencia! ¿Le había entendido ella? ¿Por qué no echabaa correr? Él podía perder el control en cualquier instante, podía atacar a la mujer.

—Te amo, Sheila. Créeme. Te amo.—Lo sé.Los ojos de ella brillaban con la luz de la luna.—Quiero hacer la prueba. Quiero besarte, con la capa puesta. Quiero sentir

que mi amor es más fuerte que… esto. Si me debilito, prométeme que tesepararás y saldrás corriendo, en seguida. Pero que no haya malos entendidos.Debo enfrentarme a esta sensación y combatirla. Quiero que mi amor sea puro,seguro. ¿Tienes miedo?

—No.Ella seguía mirándole a pesar de todo, igual que él miraba su cuello. ¡Si Sheila

supiera en qué estaba pensando!—¿No piensas que estoy loco? Fui a esa tienda… Él era un hombrecillo viejo

y horrible…, y me dio la capa. En realidad me dijo que pertenecía a un vampiroauténtico. Pensé que estaba burlándose, pero esta noche no pude verme en elespejo, y deseé el cuello de Lindstrom, y te deseo a ti. Pero debo superarlo.

—No estás loco. Lo sé. No tengo miedo.—Entonces…La cara de Sheila le desafió. Henderson hizo acopio de fuerzas. Agachó la

cabeza mientras sus impulsos batallaban. Durante un instante permaneció inmóvilbajo la espectral luna anaranjada, y su rostro se contorsionó a causa de la lucha.Y Sheila le tentó.

Los curiosos e increíbles labios rojos de la mujer se abrieron y de ellos brotóuna argentina risa, mientras sus blancos brazos salían de su negra túnica yrodeaban suavemente el cuello de Henderson.

—Lo sé… Lo supe cuando miré el espejo. Supe que tenías una capa como la

mía…, que conseguiste la tuya en la misma tienda que yo…Extrañamente, los labios de Sheila parecieron esquivar los de Henderson

mientras éste permanecía paralizado en un instante de conmoción. Después,Henderson notó en su cuello la helada dureza de los dientecillos de Sheila, unapicadura raramente calmante, y una negrura total que se alzaba ante él.

Piedra de toque

— Terry Carr —

En una vieja nota averiguo que escribí, Terry Carr nació en GrantsPass, Oregón, y creció leyendo The Gumps a la luz de lamparillas deaceite de ballena, pero no creo que eso sea cierto. ¿Y ustedes? Respecto acómo y por qué llegué a tener una vieja nota como ésa, no, Terry no me lapasó en clase. He adquirido este relato (y lo he publicado, naturalmente)en dos ocasiones anteriores; y ésta es la tercera. El libro de los Proverbiosdice que Una cuerda triple no se rompe fácilmente. ¿Estoy destinado acomprar y publicar indefinidamente este relato? Espero que así sea. Quizáshaya quien opine que el tema de este relato no concuerda realmente conlas dos definiciones de piedra de toque que ofrece un diccionario noabreviado. Después de leerlo, no obstante, confirmarán seguramente queel señor Carr ofrece una tercera definición. Terry Carr nació en Oregón en1937 y creció en San Francisco. Tras diez años de escritor y editor enNueva York, regresó a California y vive actualmente en la zona de la bahíade San Francisco en compañía de su esposa, la escritora Carol Carr. Elseñor Carr es autor de la novela de ciencia ficción Cirque y de variasdecenas de relatos cortos, muchos de los cuales aparecen en The Light atthe End of the Universe. Ha editado cerca de sesenta antologías de cienciaficción y fantasía, entre ellas las series Universo, The Best Science Fictionof the Year Fantasy Annual.

Tras treinta y dos años de observar con creciente perplej idad los hábitos delmundo y la vacilante búsqueda de amor y seguridad por parte de la gente,Randolph Helgar pensaba que había una sencilla respuesta para todo ello, que dealguna forma era posible agarrarse a la vida, aferrarla y apreciarla sin temor. Yun sábado por la mañana, a principios de marzo, cuando las nubes habíandesaparecido y el sol se alzaba pálido en el cielo, Randolph encontró lo quebuscaba.

La nieve había abandonado las calles de Greenwich Village desde hacía másde una semana, dejando tras de sí únicamente un quebradizo residuo en lasaceras. Todo el mundo seguía andando con paso incierto, como marineros depermiso en la costa. Randolph Helgar salió de su piso a las diez y se dirigió haciael oeste. El viento del este encrespó su arreglado cabello color arena,confiriéndole el superficial aspecto de la prisa, pero sus inquietos ojos grises y lavaga sonrisa que tan a menudo aparecía en su boca anulaban esa apariencia.

Randolph estaba más atareado buscando que andando.El mejor detalle de la ciudad, por lo que a él respectaba, era que nunca se la

podía cartografiar por completo. En cuanto se pensaba conocer todas las calles,todas las zapaterías, todos los puestos de bocadillos o pizzas, un día se encontrabaalgo nuevo, en un lugar no investigado hasta entonces. Una peculiar cegueraafecta a la gente que recorre las calles de Greenwich Village; la gente sólo sepercata de su lugar de destino.

El día anterior, en el autobús, camino del hogar tras salir del trabajo en laagencia de viajes, Randolph miró por la ventanilla y vio una librería cuyo sucioescaparate era serena evidencia del tiempo que el establecimiento llevaba enaquel lugar. Y por eso iba en busca de la librería esa mañana. Había anotado ladirección, pero y a no era preciso sacar la hoja de papel de la cartera: el acto deanotarla la había fijado en su memoria.

La tienda acababa de abrir cuando Randolph llegó. Un hombretón de reciaespalda, cabello negro y prominentes venas en el dorso de las manos estabadisponiendo la mesa de ocasiones delante de la librería. Randolph observó lamesa, llena de lomos borrados por el sol de anónimos libros de bolsillo, y saludóal hombretón con una inclinación de cabeza. Entró.

Los libros estaban amontonados a lo largo de las paredes. En diversos lugareshabía letreros hechos a mano que anunciaban MÚSICA, HISTORIA,PSICOLOGÍA, pero debían de llevar años allí, porque los libros de esas seccionesno estaban relacionados con los letreros. Cerca de la entrada había un viejoaparador moteado por la luz que entraba por el sucio escaparate; un letrero deuno de sus estantes decía $10. Junto a este mueble había una mesita redonda quegiraba sobre su base, pero no tenía puesto precio.

El propietario había vuelto a la librería y se hallaba junto a la puerta mirandoa Randolph.

—¿Desea algo especial? —preguntó al cabo de unos instantes.Randolph meneó la cabeza, echando atrás los mechones que caían sobre sus

ojos. Pasó los dedos por su pelo, peinándolo hacia atrás, y observó uno de losmontones de libros.

—Creo que quizá le interese esta sección —dijo el propietario, que caminópesadamente sobre las inseguras tablas del piso y se situó al lado de Randolph.

Alzó su manaza y la pasó por un estante. Un letrero decía: MAGIA,BRUJERÍA.

Randolph lo miró.—No —dijo.—Ninguno de estos libros está en venta —dijo el hombre. —Esta sección es

estrictamente una biblioteca de préstamo.Randolph alzó los ojos para mirar los del hombre de más edad. El hombretón

le devolvió la mirada tranquilamente, a la espera.

—¿No están en venta? —dijo Randolph.—No, forman parte de mi colección —repuso el librero—. Pero los alquilo a

diez centavos por día, si es que alguien desea leerlos, o bien…—¿Quién se los lleva?El pesado propietario se alzó de hombros, con la tenue pincelada de una

sonrisa en sus carnosos labios.—Gente. Gente que entra, ve los libros y piensa que quizá le guste leerlos.

Siempre los devuelven.Randolph examinó los libros de los estantes. Los lomos eran duros y

quebradizos, las letras parecían nuevas.—¿Cree que los leen? —preguntó.—Por supuesto. Muchos lectores vuelven y compran otras cosas.—¿Otros libros?El hombre sé encogió de hombros por segunda vez y dio media vuelta. Se

acercó lentamente a la trastienda.—Vendo otras cosas. Es imposible ganarse la vida vendiendo libros en estos

tiempos y esta época.Randolph siguió al hombretón a la oscuridad de la trastienda.—¿Qué otras cosas vende?—Quizá deba leer antes los libros —dijo el hombre, observándole con los ojos

entrecerrados.—¿Vende… pociones amorosas? ¿Sangre de murciélago seca? ¿Entrañas de

serpiente?—No —dijo el vendedor—. Me temo que tendrá que visitar a los tabaqueros

si quiere cosas como esas. Yo vendo únicamente cosas imperecederas.—¿Amuletos mágicos? —preguntó Randolph—.Sí —repuso lentamente el hombretón—. Algunos son auténticos, otros no.—Y supongo que los auténticos son más caros.—Aproximadamente valen lo mismo. Está en sus manos decidir cuáles son

auténticos.El hombretón se había agachado para buscar algo en un cajón de su

escritorio, y sacó una caja cuya tapa levantó. Puso la caja en el escritorio y alzóla mano para encender una desnuda bombilla que pendía del oscuro techo.

La caja contenía diversos amuletos, piedras, insectos resecos encerrados envidrio, tallas de madera y otros objetos. Todo estaba revuelto en la caja.Randolph removió el contenido con dos dedos.

—No creo en la magia —dijo.El hombretón sonrió lánguidamente—. Creo que yo tampoco. Pero algunas

de estas cosas son bastante interesantes. Algunas son de auténtica hechurasudamericana, otras proceden de Europa y Oriente. Valen dinero, sí señor.

—¿Qué es esto?— preguntó Randolph mientras cogía una piedra negra que

encajaba perfectamente en la palma de su mano. Las configuraciones de lapiedra se retorcían sobre sí mismas, igual que un puñado de masa de panadero.

—Es una piedra de toque. Pase los dedos por ella—.Es perfectamente lisa —dijo Randolph. —Se supone que tiene poderes

mágicos, hace que la gente se sienta contenta. Sosténgala en la mano.Randolph apretó los dedos sobre la piedra. Tal vez fuera la fuerza de la

sugestión, pero el tacto de la piedra era muy agradable. Tan lisa, igual que lapiel…

—El hombre que me la dio dijo que era un antiguo objeto hindú. EnglobaYang y Yin, los opuestos que se complementan y dan armonía al mundo. Puedever parte del símbolo en el aspecto de la piedra. —Sonrió lentamente—. Sesupone además que contiene un alma humana, igual que un huevo.

—Más bien como un fósil —dijo Randolph.No sabía qué clase de piedra era.—Le costará cinco dólares —dijo el hombretón.Randolph sopesó la piedra. Descansaba en su mano cómodamente, igual que

un gato que se dispone a dormir.—De acuerdo —contestó.Sacó un billete de la cartera y observó el papel donde había apuntado la

dirección de la librería el día anterior.—Si vuelvo aquí dentro de una semana —dijo—, ¿seguirá estando la tienda?

¿O habrá desaparecido, como supuestamente desaparecen las tiendas de magia?El hombretón no sonrió.—Esta tienda no es de esa clase. Me arruinaría si estuviera trasladándome

siempre.—De acuerdo —dijo Randolph, observando la negra piedra—. Cuando era

niño solía coger piedras en la playa y las llevaba encima semanas seguidas,porque me encantaban. En fin, supongo que esta piedra tiene esa clase de magia.

—Si decide que no desea tenerla, devuélvala —dijo el hombretón.

Cuando Randolph volvió al piso, Margo estaba levantándose. Bobby, de sieteaños, ya se había levantado y estaba fuera, al parecer. Randolph puso la cafeteracon el café de la noche anterior en la cocina y se sentó a la mesa de la cocinapara aguardar a que se calentara. Sacó la piedra de toque del bolsillo y pasó losdedos por ella.

Extraño… Era simplemente una roca negra, probablemente desgastada yalisada por el agua y más tarde, tal vez, por dedos que la habían frotado durantesiglos. Pese a lo que había dicho el vendedor respecto a un símbolo hindú, lapiedra no tenía forma particular.

Sin embargo, la piedra le produjo un peculiar efecto calmante. Quizá, pensó

Randolph, es simplemente que la gente debe tener algo en las manos mientraspiensa. Son las manos, el pulgar oponible, las que han hecho a los humanos talcomo son, o así opinan los antropólogos. Las manos dan al hombre la capacidadde trabajar con cosas, de construir, de hacer. Y todos tenemos la sensación detener que estar siempre usando las manos, o de lo contrario no vivimos deacuerdo con nuestra condición de seres humanos.

Por eso fuman tantas personas. Por eso tocan y se frotan la barbilla y por esotamborilean con los dedos en las mesas. Pero la piedra de toque regía las manos.

Una simple forma de magia.Margo entró en la cocina, peinando su largo cabello de modo que le cayera

sobre los hombros. Todavía no se había maquillado, y su carnosa boca parecíatan pálida como las nubes. Sacó tacitas y sirvió el café, y luego se sentó al otrolado de la mesa.

—¿Has comprado la pintura?—¿Pintura?—Ibas a pintar hoy la cocina. La pintura que hay está agrietándose y se cae.Randolph observó las paredes mientras acariciaba la piedra con los dedos.

Las paredes no tenían mal aspecto, decidió. Podían durar otros seis meses sinpintarlas. Al fin y al cabo, no era una calamidad que el yeso apareciera encimade la cocina.

—No creo que lo haga hoy —dijo.Margo no contestó. Cogió un libro de la silla contigua y buscó la hoja que

estaba ley endo.Randolph manoseó la piedra de toque y pensó en la playa de su niñez.

Había una fiesta esa noche en casa de Gene Blake, en el piso de abajo, peroen esta ocasión Randolph no tenía deseos de bajar. Blake era cuatro años másjoven que él, y de pronto la diferencia parecía insuperable. Blake explicabadescentrados chistes sobre la integración en el Sur, hablaba de escritores queRandolph sólo conocía gracias a las críticas del Times del domingo y eraaficionado a beber whisky y leche. No, no esa noche, dijo a Margo.

Después de la cena, Randolph se acomodó ante el televisor y, mientrassonaba en la cocina el lavado de platos y Bobby leía un tebeo en el rincón, viouna reposición de la mejor comedia de hacía tres temporadas. Cuando llegó elsegundo anuncio, sacó la piedra de toque de su bolsillo y la frotó ociosamente

Con el pulgar. Lo único preciso, pensó, es ignorar los anuncios.—¿Alguna vez has visto una rana? —le preguntó Bobby.Randolph levantó la cabeza y vio al niño junto a su silla, respirando

rápidamente como hacen los niños cuando tienen algo que decir.—Claro —dijo Randolph.

—¿Alguna vez has visto una negra? ¿Muerta?Randolph pensó un momento. No creía haber visto una rana negra muerta.—No —contestó.—¡Espera un momento! —dijo Bobby, y salió corriendo de la habitación.Randolph siguió mirando la pantalla del televisor y vio que la mujer tenía un

caballo en el cuarto de estar y se esforzaba en convencerlo de que subiera al pisosuperior antes de que llegara el marido. El caballo parecía irritado.

—¡Mira! —dijo Bobby, y dejó caer la rana muerta en los pantalones de supadre.

Randolph la miró dos segundos antes de comprender de qué se trataba. Unapata y parte del cuerpo de la rana estaban aplastados, probablemente por larueda de un coche, y la amplia boca estaba abierta. Era gris, no negra.

Randolph la tiró al suelo.—Será mejor que la eches a la basura —dijo—. Olerá mal.—¡Pero he pagado sesenta canicas por ella! —dijo Bobby—. Y sólo tenía

veinticinco y tendrás que comprarme más.Randolph suspiró y cambió la piedra de mano.—De acuerdo —dijo—. El lunes. Guárdala en tu habitación.Volvió la cabeza hacia la pantalla, donde todo el mundo estaba detrás del

caballo y trataba de empujarlo escalera arriba.—¿No te gusta? —preguntó Bobby.Randolph miró inexpresivamente al niño.—Mi rana —dijo Bobby.Randolph pensó en ello un instante.—Creo que será mejor que la tires —dijo—. Pronto apestará.Bobby bajó la cabeza.—¿Puedo preguntárselo a mamá?Randolph no respondió, y supuso que el niño se alejaba. Había más

propaganda, y acarició ociosamente la idea de un anuncio de piedras de toque:« Desde hace dos milenios la humanidad ha buscado la respuesta al olor de lasaxilas, la halitosis, la regularidad de la menstruación… Ahora, por fin…» .

—¡Bobby! —gritó la esposa de Randolph en la cocina. Randolph levantó lacabeza, sorprendido—. ¡Saca eso del pasillo y ponlo en la basura ahora mismo!¡Ni una palabra más!

Al cabo de un instante Bobby entró lentamente en la habitación, con labarbilla en el pecho. Pero miró a Randolph con un vestigio de esperanza.

—Ella quiere que la tire a la basura.Randolph se encogió de hombros.—Llenará de olor la casa —dijo.—Bueno, pensaba que te gustaría de todas maneras —dijo Bobby—. Siempre

me dices que tú fuiste niño, y ella no.

Bobby esperó un instante, aguardó la respuesta de su padre, y al no llegar éstase fue corriendo bruscamente con la aplastada rana gris en su mano.

Margo entró en el cuarto de estar, secándose las manos con una toalla.—Ran, ¿por qué no has intervenido antes?—¿Qué?—Sabes que esas cosas me ponen enferma. Estaré dos días sin poder comer.—Estaba viendo el programa —dijo él.—Ese ya lo has visto dos veces. ¿Qué te pasa?—Tómate una aspirina si estás nerviosa —dijo Randolph.Apretó la piedra en la palma de su mano hasta que Margo sacudió la cabeza

y se fue.Pocos minutos después empezó un nuevo programa, un reportaje sobre gente

que se había manifestado en una base militar, protestando contra las bombasatómicas y la radiación. La cara de un profesor universitario apareció en lapantalla y el orador señaló gravemente un mapa.

—La Comisión de Energía Atómica admite que…Randolph suspiró y apagó el televisor.

Se acostó temprano esa noche. Al despertar a la mañana siguiente salió,compró un libro y volvió a la cama con él. Cogió la piedra de toque de la sillapróxima a la cama y le dio vueltas en sus manos un par de veces. Realmente erauna piedra muy vulgar. Negra, lisa, de suave curvatura… ¿Qué tenía la roca paraque todo pareciera tan carente de importancia, tan trivial?

Bien, naturalmente una piedra es una de las cosas más comunes del mundo,pensó Randolph. Las encuentras por todas partes; incluso en las calles de laciudad, donde todo está hecho por el hombre, hay piedras. Forman parte delsuelo, bajo el pavimento, son parte del mundo en que vivimos. Forman parte delhogar.

Randolph sostuvo la piedra de toque en una mano mientras leía.Margo llevaba varias horas fuera cuando Randolph acabó la lectura. Mientras

cerraba el libro entró ella y se quedó en la puerta, observándole en silencio.—¿Me quieres? —preguntó ella al cabo de unos instantes.Randolph levantó la cabeza, levemente sorprendido.—Sí, claro.—No estaba segura.—¿Por qué no? ¿Algo va mal?Margo se acercó y se sentó en la cama, junto a él, con su vestido de tela de

esponja.—Es que apenas me has hablado desde ay er. Pensaba que estabas enfadado

por algo.

Randolph sonrió.—No. ¿Por qué tenía que estar enfadado?—No lo sé. Parecía que… —Margo se encogió de hombros.Randolph le tocó la cara con la mano libre.—No te preocupes.Margo se echó junto a él, con la cabeza apoyada en su brazo.—¿Y me amas? ¿Todo va bien?Randolph hizo girar la piedra en su mano derecha.—Naturalmente que todo va bien —dijo en voz baja.Ella se apretó al cuerpo de su esposo.—Quiero besarte.—De acuerdo.Randolph rozó con sus labios la frente y la nariz de Margo. Después ella le

abrazó con fuerza mientras le besaba en los labios.Cuando Margo terminó, Randolph se recostó en el almohadón y contempló el

techo.—¿Hace sol hoy? —preguntó—. Aquí ha estado oscuro todo el día.—Quiero besarte más —dijo ella—. Si te parece bien.Randolph estaba percibiendo el calor de la piedra en su mano. Las piedras no

tienen calor, pensó. Solamente mi mano le da calor. Extraño.—Naturalmente que me parece bien —dijo, y volvió la cabeza para que ella

volviera a besarle.

Bobby estuvo en su habitación buena parte del día; Randolph supuso queestaría tramando algo. Margo, después de esa vez, no trató de hablar con él.Randolph siguió en la cama tocando la piedra y pensando, aunque cuandointentaba recordar en qué había pensado encontraba su mente en blanco.

Hacia las cinco y media se presentó en la puerta su amigo Blake. Randolph leoyó decir algo a Margo, y después el hombre entró en el dormitorio.

—Eh, ¿te encuentras bien? No estuviste en la fiesta ayer por la noche.Randolph hizo un gesto de indiferencia.—Claro. Tenía ganas de holgazanear este fin de semana.La curtida cara de Randolph se iluminó.—Bien, eso es bueno. Escucha, tengo un problema.—Un problema —dijo Randolph.Se incorporó en la cama mientras miraba ociosamente la piedra que tenía en

la mano.Blake hizo una pausa.—¿Seguro que todo va bien? —preguntó después—. ¿Ningún problema con

Margo? Ella no tenía muy buen aspecto cuando llegué.

—Los dos estamos bien.—Perfecto. Escucha, Ran, sabes que eres el único amigo íntimo que tengo,

¿verdad? Quiero decir que hay muchas personas en el mundo, pero que tú eres laúnica con la que puedo contar cuando las cosas se tuercen. Con cierta gentebromeo, pero contigo puedo hablar. Sabes escuchar. ¿No es cierto?

Randolph asintió. Suponía que Blake tenía razón.—Bien… Supongo que estarás enterado del escándalo de ayer por la noche.

Un par de tipos bebieron demasiado y hubo una pelea.—Me fui temprano a la cama.—Me sorprende que pudieras dormir. La discusión fue todo un alboroto al

cabo de un rato. Vino la policía. Rompieron tres ventanas y alguien derribó lanevera. Lo hicieron todo añicos. Una puerta tiene las bisagras arrancadas.

—No, no escuché nada.—¿Será posible? Bueno, escucha, Ran… El casero me tiene cogido por el

cuello. Quiere llevarme a juicio, quiere echarme a patadas. Ya conoces a esetipo. Necesito dinero de prisa, para solucionar las cosas.

Randolph no contestó. Había descubierto un punto de la piedra donde supulgar derecho encajaba perfectamente, como si la piedra hubiera sidomoldeada con él. Se pasó la piedra a la mano izquierda, pero el otro pulgar noencajaba con tanta exactitud.

Blake reflejaba nerviosismo.—Mira, sé que te lo digo con poco tiempo. No querría pedírtelo, pero estoy en

un apuro. ¿Podrías prestarme cien billetes?—¿Cien dólares?—Podría arreglarme con ochenta, pero supongo que un soborno al casero…—De acuerdo. No tiene importancia.Blake hizo otra pausa, mirando fijamente a Randolph.—¿Puedes?—Claro.—¿Qué? ¿Ochenta o cien?—Cien si te hacen falta.—¿Estás seguro de que… no será un problema, quedarte corto de dinero?

Quiero decir que podría buscar en otra parte…—Te firmaré un talón —dijo Randolph. Se levantó lentamente y sacó el

talonario del tocador—. ¿Cómo se escribe tu nombre?—G-E-N-E. —Blake estaba nervioso, indeciso—. ¿Seguro que no será un

problema? No quiero presionarte.—No.Randolph firmó el talón, lo arrancó y lo entregó a su amigo.—Eres un verdadero amigo —dijo Blake—. Un amigo de verdad.—Tonterías. —Randolph se encogió de hombros.

Blake se quedó unos instantes más, al parecer porque deseaba decir algo.Pero luego volvió a dar las gracias y se apresuró a irse. Margo entró, se quedó enla puerta y miró a su marido en silencio unos momentos. Después, también ellase fue.

—¿Comprarás las canicas mañana? —preguntó Bobby esa noche mientrascenaban.

—¿Canicas?—Te lo expliqué. Tengo que pagar a aquel chico por la rana que me hicisteis

tirar a la basura.—Ah. ¿Cuántas?—Treinta y cinco. Eran sesenta, y sólo tenía veinticinco.Bobby guardó silencio mientras tomaba su leche con cereales. Pinchó

cuidadosamente tres granos con el tenedor y los sacó de éste con los dientes.—Estoy seguro de que te olvidarás.Margo levantó la vista del plato que estaba comiendo en silencio.—¡Bobby!—He terminado de cenar —dijo rápidamente Bobby, y se levantó. Lanzó una

rápida mirada a Randolph—. Estoy seguro de que se olvidará —añadió, y se fuecorriendo.

Tras cinco minutos de silencio, Margo se levantó y empezó a recoger losplatos. Randolph estaba frotando la piedra de toque con el puente de su nariz.

—Me gustaría dormir contigo esta noche —dijo ella.—Naturalmente —dijo él, un poco sorprendido.Margo se detuvo junto a él y le tocó el brazo.—No me refiero sólo a dormir. Quiero hacer el amor.Randolph asintió.—De acuerdo.Pero cuando llegó el momento Margo se volvió y quedó silenciosa en la

oscuridad. Randolph se durmió con un brazo apoy ado descuidadamente en lascaderas de su esposa.

Al sonar el teléfono Randolph se despertó poco a poco. Ya había sonado cincoveces cuando lo descolgó.

Era Howard, de la agencia.—¿Se encuentra bien? —preguntó.—Sí, estoy bien —dijo Randolph.—Son más de las diez. Pensábamos que estaba enfermo y no había podido

llamar.—¿Más de las diez?Durante unos segundos Randolph no comprendió el significado de la hora.

Luego Margo apareció en la puerta de la cocina, sosteniendo el despertador en lamano, y él recordó que era lunes.

—Estaré allí dentro de una hora —se apresuró a decir—. No hay problema.Margo no se encontraba bien, pero ya se le ha pasado.

Margo, inexpresiva, dejó el despertador en la silla, junto a la cama, y miró unmomento a su marido antes de salir del dormitorio.

—Nada serio, espero —dijo Howard.—No, no hay problema. Le veré dentro de un rato.Randolph colgó. Se sentó en el borde de la cama y trató de recordar qué

había sucedido. Los últimos dos días eran una confusión. Había perdido algo, ¿noera cierto? Algo que llevaba en las manos.

—Intenté despertarte tres veces —dijo tranquilamente Margo. Había vuelto aldormitorio y estaba de pie, con las manos cruzadas bajo los pechos. Su voz erafirme, controlada—. Pero no me prestaste la más mínima atención.

Randolph iba recordando lentamente. Había tenido la piedra de toque en sumano al acostarse, pero debía de haber resbalado mientras dormía. Se puso abuscarla entre las mantas.

—¿Has visto la piedra? —preguntó a su mujer.—¿Qué?—La piedra. La he perdido.Se produjo un breve silencio.—No la he visto. ¿Tan importante es precisamente ahora?—Pagué cinco dólares por ella —dijo él, todavía rebuscando en la cama.—¿Por una piedra?Randolph se detuvo de pronto. Sí, cinco dólares por una piedra, pensó. No

parecía correcto.—Ran, ¿qué te pasa últimamente? Gene Blake estuvo aquí esta mañana.

Devolvió tu talón y dijo que te pidiera perdón. Estaba francamente trastornado.Dijo que no creía que tú quisieras realmente prestarle el dinero.

« Pero no era una simple piedra —pensó Randolph—. Era una piedra detoque, negra y lisa» .

—¿Te preocupa algo? —preguntó Margo.La nuca de Randolph estaba repentinamente fría. « ¿Preocuparme? —pensó

—. No, nada me preocupa. Ese es el problema» . Levantó la cabeza.—Es posible que haga frío afuera. ¿Puedes buscar mis guantes?Margo le miró un momento y se dirigió hacia el armario del pasillo. Randolph

se levantó y empezó a vestirse. Al cabo de unos instantes su esposa volvió con losguantes. Randolph se los puso.

—Hace un poco de frío aquí dentro —dijo.En cuanto Margo volvió a la cocina, Randolph siguió buscando en la cama,

esta vez fría y atentamente. Encontró la piedra bajo la almohada, y sin mirarla la

metió en una bolsa de papel. Puso la bolsa en el bolsillo de su abrigo.Al llegar a la agencia presentó sus excusas con la máxima desenvoltura

posible, aunque estaba seguro de que todos sabían que él se había dormido. Bien,eso no tenía importancia… una vez.

Aquella tarde se detuvo en la librería camino de su casa. La tienda estaba talcomo él la recordaba, y dentro se hallaba el mismo hombre, que alzó sus espesascejas al ver a Randolph.

—Ha vuelto muy rápido.—Quiero devolver la piedra de toque —dijo Randolph.—No me sorprende. Mucha gente devuelve mis objetos mágicos. A veces

pienso que sólo estoy alquilándolos, igual que los libros.—¿Querrá quedársela otra vez?—No por el mismo precio. Tengo que mantener el negocio.—¿Qué precio? —preguntó Randolph.—Sólo un dólar —dijo el hombretón—. O puede quedársela usted, si eso no es

suficiente.Randolph pensó un instante. Ciertamente no pensaba conservar la piedra, pero

un dólar no era mucho. Podía deshacerse de la piedra…Pero en ese caso alguien la cogería, era probable.—¿Tiene un martillo? —preguntó—. Creo que será mejor romperla.—Claro que tengo un martillo —dijo el hombretón.El librero metió la mano en un cajón de su escritorio y sacó un martillo, viejo

y roj izo a causa del óxido. Lo mostró a Randolph.—El alquiler del martillo cuesta un dólar —dijo.Randolph miró vivamente al hombretón, y luego decidió que el detalle no era

sorprendente. El hombre tenía que mantener el negocio, cierto.—De acuerdo. —Cogió el martillo—. Me pregunto si las venas de la piedra

serán tan lisas como el exterior.—Quizá veamos el alma fosilizada —dijo el hombretón—. Nunca conozco las

cosas que vendo.Randolph se arrodilló, y dejó que la piedra cayera de la bolsa al suelo. Rodó

describiendo un inestable círculo y finalmente se inmovilizó.—Yo sabía mucho de rocas cuando era niño —dijo Randolph—. Solía

cogerlas en la play a.Dio un martillazo a la piedra y ésta se deshizo en fragmentos que se

deslizaron por el suelo y rebotaron hasta detenerse. El trozo más grande quedójunto al pie de Randolph.

Randolph cogió ese fragmento y el propietario de la tienda encendió labombilla. Ambos examinaron el trozo de piedra.

Había un fósil, aunque Randolph no logró averiguar de qué. Era pequeño y nomuy definido, pero al mirarlo sintió un escalofrío. Era tan desagradable y

deforme como un feto humano, aunque más antiguo, un tipo de vida que murióen el barro del mundo antes de que naciera algo parecido a un hombre.

Doctor Bhumbo Singh

— Avram Davidson —

El nombre de Bhumbo Singh lo encontré hace mucho tiempo en, creo,el relato (muy posiblemente falso) de Zephanian Howell respecto alAgujero Negro de Calcuta. Era algo así: «Tratamos de obtener botes pormediación de Bhumbo Singh, pero no lo conseguimos». Eso era todo. ¿Porqué ese nombre siguió fermentando, o debería decir supurando, en mimente? No lo sé. Pero un día, estando (supongo) en algún lugar sinmáquina de escribir, cogí un cuaderno rayado y empecé a escribir esterelato. Lo dejé inacabado y lo olvidé, hasta que otro día, de nuevo sinmáquina, continué la narración y no volví a dejarla hasta completarla. Elescenario de su culminación fue la barca de Peter Stein, amarrada en elmuelle 6 de Sausalito, en esa extraordinaria comunidad debarcoshabitación, casas flotantes y simples barcas actualmente, ¡ay!, enlento proceso de destrucción. Pete, a pesar del hecho de ser ciego,construye buenas barcas. Y a él dedico este relato.

Avram Davidson nació en Yonkers, Nueva York, en 1923, sirvió en lamarina y con los marines de los Estados Unidos, y vendió su primer relatoel mes posterior a su licenciamiento. Editó The Magazine of Fantasy andScience Fiction a principios de la década de los sesenta y ha publicadoalrededor de quince novelas (entre ellas The Phoenix and the Mirror,Peregrine: Primus y Peregrine: Secundus, tres antologías anteriores,varias colecciones de cuentos y un ensayo, Crimes and Chaos. El señorDavidson vive probablemente en el noroeste del Pacífico.

La calle Trevelyan había tenido cuatro manzanas de longitud, pero en laactualidad sólo tiene tres, y en su extremo de popa está bloqueada por el linde deun paso superior. (¿Piensan que las palabras « Sin Salida» tienen un sonidosiniestro?). El gran edificio del bloque 300 solía estar consagrado al culto de laIglesia Episcopal Metodista de Mesopotamia (Sur) pero ya no está consagrado anada y actualmente es un almacén de cola. El edificio pequeño contiene la únicatienda de comestibles y comidas preparadas al estilo de Bután fuera de Asia; suclientela es escasa. Y el pequeño edificio de madera alberga un minúsculoestudio sumamente oscuro y sucio que vende hechizos, aromas y cabezascontraídas. Sus clientes son todavía más escasos.

Los hechizos son caros, los aromas son exorbitantes y los precios de lascabezas contraídas (por muy de primer corte que sean) son simplemente

excesivos.El estudio, no obstante, tiene un alquiler bajo (tiene un techo bajo, además),

no paga permiso de venta (abre, cuando abre, únicamente entre las siete de lanoche y las siete de la mañana, horas en que no funciona la oficina municipal delicencias). Y no carece de las ventas suficientes para mantener al propietario,nativo de las islas Andamán, con las pocas, muy pocas cosas sin las que la vidasería insoportable para él: calamar con cari, que come, come y come,irregulares perlas rosadas, que colecciona y luce (a solas y durante la faseizquierda de la luna). También viven allí tupay as. Se dice que estos animales sonparientes de los primates, y por tanto, se supone, del hombre. Verdad o mentira,no me importa. El propietario musita en sus diminutas orejas órdenes sumamenteabominables y luego los suelta, con gran y siniestra confianza. Y con una risadiabólica.

Los hechos que relato a continuación, los relato a ciencia cierta, porque melos narró mi amigo el señor Solapado. Y jamás se ha sabido que el señorSolapado mintiera.

En cualquier caso, por lo menos, no a mí.

—Le deseo una buena noche sin luna, señorón Solapado —dice el propietarioal acabar una encapotada y ceñuda tarde de mediados de noviembre—, yciertamente una mala noche para los que han tenido la fortuna de provocar elsumamente justo descontento de usted.

El propietario se rasca el inmundo lóbulo de una oreja con un inmundo dedo.(Esa época del año, a propósito, es el mes que fue eliminado del calendario

juliano por Julián el Apóstata. Jamás ha aparecido en el calendario gregoriano:un buen detalle, además).

—Y una buena noche para usted, doctor Bhumbo Singh —dice el señorSolapado—. En cuanto a ellos… ¡Ja, ja!

Cruza sus menudas manos embutidas en guantes color lila sobre laempuñadura de su muleta. Incluso varios supuestos expertos han afirmado que laempuñadura (observada con una luz mucho menos mortecina que la de la tiendade Bhumbo Singh) es de marfil. Están equivocados: es de hueso, puramentehueso… O quizás habría que decir, impuramente hueso…

—¡Ja, ja! —repite el doctor Bhumbo Singh.Él no tiene derecho alguno, en realidad, a ese distinguido apellido, que ha

tomado para deshonra de cierto tratante de caballos, un benevolente sij que enhora irreflexiva y con las constelaciones dispuestas malignamente tuvo la idea deadoptarle. Y ahora, el negocio.

—¿Un hechizo, sahib Solapado? —pregunta a continuación, mientras se frotala barbilla. Su barbilla lleva un tatuaje de apagado color azul que aterrorizaría los

corazones y aflojaría las cuerdas de las entrañas de los más viles rufianes deRangún, Labore, Peshawar, Pernambuco y Wei-hatta-hatta aún no colgados, sino fuera porque, claro está, casi siempre es totalmente invisible gracias al polvo,la pegajosa sustancia negra de los calamares con cari y un odio al aguasemejante a la hidrofobia—. ¿Un hechizo, un hechizo? ¿Un bonito hechizo? ¿Unacabeza partida?

—Vergüenza para sus cursis hechizos —dice tranquilamente el señor Evelyn(dos « es» ). Solapado—. Sólo son aptos para brujas, magos y niños o niñasexploradores. En cuanto a sus cabezas partidas, contraídas o lo que sea: Jo, jo.

Pone la punta de su índice derecho en el orificio derecho de su nariz. Guiñaun ojo.

El doctor Bhumbo Singh ensay a una mirada de reojo, pero no pone elcorazón en ello.

—Son anormalmente caras en estos tiempos, incluso al por may or —selamenta.

Y acto seguido desiste de mojigangas comerciales y se limita a esperar.—He venido a por un aroma, doctor —dice Solapado, alejando con la punta

de su maleta un grillo que ha huido de los víveres para alimentar a las tupay as.Los rojos oj illos del doctor Bh. Singh brillan como los de un hurón salvaje en

época de celo. Solapado baja y sube la cabeza rápida, vivamente, y produce unchasquido con sus fruncidos labios.

—Un aroma, sutil, lento, penetrante. Un aroma vil. Un aroma enigmático. Unaroma que parezca provenir de cualquier parte, pero un aroma que no dejerastro en cuanto a su procedencia. Un aroma diabólico. Un aroma que en unmomento dado, y con infinito alivio, disminuy a…, disminuya…, que casidesaparezca…, y que luego, alzándose como un fénix de sus fragantes cenizas,resurja en forma de pestilencia, peor, mucho peor que antes…

» Un aroma más que repugnante.Un ligero escalofrío recorre el inmundo y magro cuerpo del doctor Bhumbo

S. (Él no tiene derecho a ese título, pero ¿quién osaría negárselo? ¿La Asociaciónde Médicos? La última tribuna que ambas partes podían haber ocupado juntas,incluso en combate, también fue ocupada por Alberto Magno). Su lenguasobresale. (Es cierto que el doctor puede, si se le provoca, tocar con ella la puntade su más bien retroussé nariz; también es cierto que él puede, y lo hace, cazarmoscas con su lengua igual que un sapo o un camaleón. El señor Solapado no haconsiderado conveniente comunicármelo, no a mí). Su lengua retrocede.

—En pocas palabras, apreciadísimo cliente, es preciso un aroma queenloquezca a los hombres.

—¿« Hombres» , doctor Bhumbo Singh? ¿« Hombres» ? No he dicho nada dehombres. La palabra nunca ha salido de mi boca. El concepto, de hecho, jamásse ha formado en mi mente.

Bhumbo se estremece, en lo que podría ser un espasmo de malaria, pero queseguramente es risa silenciosa.

—Tengo el producto preciso —dice—. Exactamente lo que busca. El precioes meramente pro forma, el precio es mínimo, el precio es mil quinientas piezasde oro, de la acuñación del Gran Golconda. Por onza.

Las cejas de Solapado se alzan, descienden, caen.—¿« De la acuñación del Gran Golconda» ? Caramba, hasta los escolares

saben que el oro de Golconda era tan excesivamente puro que podía comersecomo mermelada, lo que justifica que queden tan pocas monedas de ese tipo.Vay a, vaya, doctor Bhumbo Singh, si trata y cobra así a sus apreciadísimosclientes, no me extraña que tenga tan pocos.

Un grumo de suciedad, enmarañado con telarañas, flota lentamente trassoltarse del invisible techo y cae al incalificable suelo. Se lo ignora. Elcomerciante se encoge de hombros.

—Ni siquiera para mi propio hermano, caballero, estoy dispuesto a prepararel aroma por menos dinero. —Considerando que el « propio» (y único) hermanode Bhumbo, Bhimbo, ha pasado los últimos siete años y medio cargado decadenas en el sexto subsolano de la prisión secretamente dirigida por esa viejaobesa, fea y diabólica, Fátima, la begún viuda de Oont, sin que Bhumbo hay aofrecido ni siquiera dos rupias para ajos, esta es probablemente la verdad—. Noobstante, dado mi gran respeto y consideración por usted y mi deseo demantener la relación, no le exigiré que compre una onza entera. Le venderé elaroma por gramos, o una cantidad ínfima.

—¡Trato hecho, señorón Bhumbo, trato hecho! —exclama el señor Solapado.Golpea con la muleta el inmundo, muy inmundo suelo.Las tupayas emiten agudos gañidos de irritación y Bhumbo les da grillos. Los

animales se calman, aparte de hacer ruidos no orales, cruj ientes.Cerca, en el paso superior, un camión o un autocamión pasa

estruendosamente; como resultado de ello el frágil edificio tiembla, y al menosuna cabeza contraída va de un lado a otro y hace rechinar sus dientes. Nadiepresta atención al hecho.

—Tenga el placer de volver aquí, pues, effendi Solapado, por (o quizás unpoco después) los Gules de Diciembre —dice Bhumbo Singh. Después duda unpoco—. « Diciembre» , así llaman los cristianos al siguiente medio mes.« Diciembre» , ¿no es cierto?

Eevely n Solapado (dos « es» ) se levanta para marcharse.—Muy cierto. Celebran una importante fiesta a ese respecto.—¿Ah, sí, ah, sí? —exclama Bhumbo Singh—. No lo sabía… ¡Qué importante

es ser sabio!Acompaña a su cliente a la sucia, muy sucia puerta con numerosas

reverencias, homenajes y genuflexiones. El cliente, tras poner el pie

superficialmente una vez en el desagradable cuello de Bhumbo, se ha ido yacuando se produce la última reverencia.

Desaparecido, desaparecido y a, y el distante eco del silbato de hojalata (conel que tiene la costumbre de tocar las notas de adorno del Lamento por sahib Nanacuando recorre como una araña esos caminos húmedos y oscuros) desaparecidoy a igualmente…

En las siguientes semanas, tanto Bhumbo Singh como su mismo simulacro sonvistos en infinidad de sumamente diversos lugares. Los mataderos de reses loconocen breves momentos; igual que carderías y curtidurías. Se le ve lanzarpuñados de las Semisilentes Arenas del Hazramawut (o Cortejos de la Muerte) alas ventanas de Abdulahi El-Ambergrisi (que también vende asafétida). Y elAbdulahi (un yazid de los y azidí) abre, vacila, se retira, lanza mediante una redde muy largo asidero una ampolla de no-sesabe-qué. Se observa de reojo que elBhumbo (y si no es él, ¿quién es?) se escabulle bajo el descargadero del viejomercado de pescado (condenado, desde entonces, por la Junta de Salud). Visitatambién los cobertizos de uno o dos y nunca más de tres extranjeros que entiempos viajaron por el mar en climas tropicales y que ahora viven enderrumbadas barracas en extremos opuestos de abandonados vertederos y quemuestran su arruinado semblante sólo a los semblantes de las arruinadas lunas.

Y por las noches, cuando la luna está oscura, Bhumbo deambula por fábricasde ungüentos, en busca de moscas.

De vez en cuando murmura, y si uno se atreviera a ponerse muy cerca, leoiría calcular sensatamente de esta forma:

—¡Con esa y con esa cantidad de doradas piezas de oro! Con algunas mecompraré más perlas rosadas irregulares y con otras me compraré más calamarcon cari y otras las reservaré para contemplarlas y otras, ¡no!, ¡sólo otra!, laentregaré a Iggulden el batidor de oro para que me haga una hoja de oro blanda,ancha y fina: la mitad la pondré como una máscara de estrangulamiento en lacara de cierto « explotador» de bienes raíces y con la otra porción La-Que-Prepara-Confituras preparará dulces calientes y empanadas y pasteles para mí ycuando esto se haya fundido como amarilla mantequilla lo comeré y no invitaréni a uno a disfrutar conmigo y después lameré mis doce dedos hasta que estén unpoco limpios…

Luego se ríe… Un sonido como de burbujeo de espesa grasa caliente en lasfétidas ollas de un festín caníbal.

Mientras tanto, ¿qué se ha hecho del señor Solapado?El señor Solapado mientras tanto hace visitas igualmente; pero de carácter

más sociable: el señor Solapado llama antes de entrar.—Oh. Soli. Eres tú —dice una mujer por la abertura de la bien encadenada

puerta—. ¿Qué quieres?—Gertrude, te he traído, siendo principios de mes, la suma de que me

despluman las condiciones de nuestro documento de divorcio —dice él—. Comode costumbre.

Mete el dinero por la grieta o hendidura entre la jamba y la puerta. Ella lorecoge con rapidez y pregunta:

—¿Esto es todo lo que voy a obtener? Como de costumbre.—No —suspira él—. Temo que no. Es, sin embargo, todo lo que vas a obtener

este o cualquier otro mes del año. Es el importe de la extorsión que sufro porparte de la combinación, no digo « confabulación» , de nuestros abogados y eljuez del tribunal. Gertrude: buenas noches.

Da media vuelta y se va. Ella emite un sonido que brota entre el paladar y lossenos paranasales, el sonido que la experiencia le ha enseñado a emitir a modode menosprecio. Después: clunchclunch… clac-clac…, los cerrojos nocturnos.Clank. La puerta.

El señor Solapado, una hora más tarde, bañado, rociado con agua de ron delaurel y vestido con lo mejor de lo mejor de su vestuario. Escupe en susrelucientes zapatos. Sombrero, guantes y bastón en una mano. Flores en la otra.

—Eevely n —dice ella, con una mano en su resplandeciente, rutilante corazón—. Qué encantadora sorpresa. Qué flores tan bonitas. Oh, qué agradable.

—Puedo entrar. Querida mía.—Claro que sí. No necesitas decirlo. Ahora no estaré sola. Un rato. Eevely n.Se besan.Solapado lanza una amplia mirada.—¿Interrumpo tu cena? —pregunta después.Ella observa el piso. Su expresión es de moderada sorpresa.—¿Cena? Oh. Un simple plato de ensalada de langosta con un corazón de

lechuga helado como un iceberg. Perifollo. Berro. Unas cucharaditas de caviar.Mantequilla dulce, sólo un poquito. Un huevo duro, finamente cortado.Kümmelbrot. Y una pequeñísima botella de Brut. Demasiado. Pero ya sabescómo me mima Anna. Cenarás conmigo.

Él mira alrededor, otra vez. Cristal. Tapices. Petit point. Watteau. Mueblesestilo Chippendale. Pregunta:

—¿Estás esperando?—Oh, no. No. Ahora no. Pondremos música. Oiremos música.Así lo hacen.Bailan.Cenan.Beben.

Conversan.Y…No lo hacen.—¡Cielos, qué hora es y a? Debes irte, Eevelyn.—Entonces, ¿esperas…?Cómo rutilan sus dedos cuando ella los alza para indicar lo que las palabras

solas no pueden indicar.—Eevely n. No espero a nadie. Debes saberlo. Nunca. Debes saberlo… Vete,

mi más dulce y querido.Él coge sombrero, guantes, bastón.—¿Cómo es posible que yo nunca…?Ella le pone en los lívidos labios sus dedos revestidos de anillos.—Chist. Oh. Chist. El hombre más noble, amable y generoso que conozco no

gruñirá. Él entenderá. Paciencia. Un beso antes de separarnos.El isleño de Andamán atisba un momento por las viscosas hendiduras de los

ojos. Que ahora se abren al reconocer.—¡Sahib Solapado!—¿Y quién esperaba que fuera? ¿La gruesa Fátima, quizá?

El isleño se estremece como si tuviera fiebre palúdica.—¡Ah, Sirviente de la Sabiduría, no la mencione ni indirectamente! ¿Acaso

no metió ella a mi miserable y temo que ya destrozado hermano en unaoscurísima mazmorra, simplemente por el azar de habérsele escapado unaventosidad en su jardín más externo? ¡Maligna hembra!

Solapado se encoge de hombros.—Bien, así sea. O así no sea… Bueno, Bhumbo Singh, he traído algunas

monedas de oro metidas, de acuerdo con la costumbre, en… ¡Ejem, ejem! —Solapado tose—. No necesito decirlo.

Y levanta la cabeza y mira alrededor, ansioso.Al instante el propietario de la tienda echa a caminar de un lado a otro

arrastrando los pies.—« Hacer sufrir de impotencia al virrey de Sindh» . No. « Imponer la plaga

de las almorranas al antipapa de…» . No. « La cabeza de lord Lovat, con boinaescocesa y gaita» , no. No. Ah. Ah.

Alza un minúsculo recipiente, al mismo tiempo empieza a leer la etiqueta(garabateada en envilecidísimo prácrito) y va a abrirla…

—¡Alto! ¡Alto! ¡Por misericordia, no lo abra!El hombre moreno deja en silencio el potecito, no mayor que un pulgar o

(digamos) del tamaño más pequeño posible de trufas españolas. Mira el objetocontiguo en el desordenado mostrador repleto de telarañas.

—« Causará tumores en la piel de la frente del favorito del Gran Bastardo deBorgoña» , ¡ah!

Solapado está al borde de la exasperación.—Bhumbo. Cálmese. Cálmese. Deje de parlotear. Deje ese hechizo. Déjelo,

digo, señor. Déjelo… Bien. Coja lo que tenía antes en la mano. Sí… ¡Y por amorde Kali, dé grillos a esas musarañas!

El isleño de Andamán continúa perdiendo el tiempo a pesar de todo, por loque el mismo Solapado, tras un sonido bucal de impaciencia, cumple sus propiasórdenes. Y además dedica al individuo una penetrante mirada de reproche, leaconseja que a partir de ahora use una clase de opio mejor o peor, y coloca ensus manos lo que contiene el oro.

—He pesado el preparado, no tengo duda alguna. En consecuencia cuente lasmonedas para que…

Pero su proveedor rechaza la exigencia.—Es suficiente, suficiente, sahib Solapado. Por el peso, creo que es correcto.

Perdone mi cotorreo: el martilleo, como ustedes dicen. —La voz y las manerasson bastante crispadas ahora—. Le ofrecería unas tazas de té, pero mis toscosbrebajes no tienen la finura precisa para su exquisito paladar, y no consigoencontrar el Lipton’s.

Solapado recorre el inmundo cubil con la mirada. (Sería preferible recorrerlocon una escoba).

—Y también se le habrá terminado la leche de víbora, me atrevería a decir.Qué pena. —Contempla una vez, contempla dos veces el oscuro lugar, sucio másde lo soportable, ciertamente imposible describir su desorden—. Ah, lainmemorial sabiduría de Oriente… Bhumbo: le deseo buenas Gules.

El otro inclina la cabeza.—¿No vivo únicamente para proveerle de aromas, sahib? —inquiere.E inicia la imprescindible serie de postraciones. En ese momento oye el

sonido del silbato de hojalata.

Algún tiempo después de eso.La nariz de Anna está muy roja, su voz es muy apagada.—Siemprre mi señorra gustaba cosas bonitas —dice—. Diamantes, ella

gustaba. Perrlas, ella gustaba. « Kaviarr, sólo puedo comerr un bocado, perodebe serr el mejorr» , me decía ella.

—Sí, sí, sí —conviene Solapado—. Muy cierto, muy cierto. Qué golpe para ti.Para ti y para mí.

Desea que Anna retuerza menos el pañuelo y lo use más.—Siemprre mi señorra erra muy particularr —prosigue Anna—. « Anna,

¿cómo te atrreves? ¿No lo hueles?» , prre-gunta ella. « Mirre debajo de donde

quierra» . La dejo mirrar debajo de vitrrina derecha: nada. La dejo mirrardebajo de vitrrina izquierrda: nada. « Bien, pues, señorra, ¿porr qué de prronto micocina no serr bonita y limpia? Venga a verr» . Ella viene, ella mirra, mirra,mirra. Nada. Huele, huele, huele. « Qué barrbarridad, mío Dios, qué olorr tanespantoso» , ella dice. Y dice y dice…

—Dios, Dios. Sí, sí. No te aflijas, donde está ahora cuidarán bien de ella…Anna (violentamente):—¿Qué? ¿Cuidarr de mi señorra mejorr que yo? Yo visito, llevo mi especial

grumpskentorten: ella grrita, sólo eso. « Señorra, señorra, ¿no “reconoce a Anna?¿Anna? Señorra Gortru-de, señorra Gortrude: ¡soy Anna!”. Pero ella sólo chilla.Y chilla y chilla.

Anna hace una demostración, puños cerrados, las cuerdas vocales,saliéndosele del cuello, la voz un agudo chillido triturante. Solapado le ruega quedesista.

Después, Solapado, con cierto alivio, regresa a su casa. El hombre es,ciertamente, un ser social. Pero a veces, pese al Autor del Génesis (creeSolapado), es conveniente estar solo. Solapado tiene sus rosas; las poda. Solapadotiene sus Calendarios Newgate; coteja la información. Solapado tiene primerasediciones (Mather, de Sade, von Sacher-Masoch); las lee. De vez en cuando alzalos ojos. Descubre, al cabo de un rato, que alza los ojos con más frecuencia quelos baja. Luego baja los ojos más que lo normal. Primero levanta el pie derechoy lo mueve hacia un lado. Baja el pie. Luego levanta el pie izquierdo y lo muevehacia un lado. Baja el pie. Después, habitación tras habitación y armario trasarmario, recorre la casa, con las ventanas nasales dilatadas.

—No es lo que pienso —dice firmemente—. No, es… lo que pienso.

Algún tiempo después de eso.Solapado se halla en otro lugar, y un lugar que no le gusta demasiado. Saca

horóscopos de forma interminable, no se permite el uso de lápices y por esoutiliza tizas. Los efectos son ciertamente de gran colorido pero es muy difícilobtener detalles finos. Solos y por parejas, la gente pasa por allí y, fingiendo nomirar, miran. Solapado no les hace caso. Pero ahora, de pronto, observa aalguien que se ha detenido… Observa, eso hace. Ese hombre está mirándoleabiertamente, sin fingir. Sonríe.

Solapado lo mira fijamente. Se sobresalta. Habla.—Oh, Dios mío. Oh. Oh. Bhumbo Singh. Me dijeron que él…, me dijeron que

usted había muerto. Me lo demostraron. Lo habían apretado entre la paredinterior y exterior de mi casa. Eso fue lo que me volvió loco. Eso fue lo que y o…No lo que yo había pensado. No lo que y o había comprado. Un error. Debídecírselo: Bhumbo Singh está vivo.

Se dispone a levantarse, es detenido por una mano morena y amable.—Oh, no, sahib y effendi o effendi Solapado. Bhumbo ha muerto.Solapado lanza un suave chillido, retrocede lentamente.—Yo soy Bhimbo, único hermano, gemelo del desleal antedicho. Quien, por

desgracia y a despecho de los lazos uterinos que nos unían, me dejó languideceren la mazmorra más profunda de Su Alteza Bibi Fátima, viuda begún de Oont,durante siete años, seis meses, una semana, y varios días, en vez de pagar rescatepor mi delito (completamente inintencionado, se lo aseguro: jamás comolegumbres antes de traficar lo que sea en el patio más exterior de unadescendiente de Timur el Terrible). Estuve en el sexto subsolano de su ahorailegal prisión, del que fui liberado por el nuevo gobierno independiente, que Kalilos bendiga con todos sus pares de manos. De ahí vine aquí. Y le forcé, a mihermano natal Bhumbo, a ser mordido en el corazón por hambrientas tupay asencerradas en un pote de calamares que sostuve sobre su desleal corazón. Cómochilló él…

Menea la cabeza, las pasiones pugnando.Solapado medita un instante, ignorando al hacer tal cosa la conducta de un

vecino que está ahora, como tantas otras veces, recitando lo que según él son loscompletos Cantos de Ossian en gaélico original. De memoria. En voz alta. Ydetalladamente.

—Bien, pues, entiendo por qué llevó a la muerte a su hermano. Naturalmente.Pero ¿por qué, oh, por qué, Bhimbo, lo metió entre las paredes internas yexternas de mi casa? ¿Con resultados tan fatales para mi persona? ¡Y, oh, el negrotorbellino!

Un encogimiento de hombros. Una mirada de apacible sorpresa.—¿Por qué? Bien, sahib, tenía que meterlo en alguna parte. Yo pensaba

regresar a mis islas natales, para iniciar allí un movimiento por la independenciaque quizás hubiera conducido, ¿quién sabe y por qué no?, a mi conversión enpresidente vitalicio. Pero en la desaseada tienda de mi hermano Bhumbo medemoré demasiado, buscando sus irregulares perlas rosadas. Mientras me hallabaen ello llegaron allá los hombres llamados Inspectores de Edificios y Bienestares.« Este tiene que estar chiflado» , dijo uno. « ¡Mirad, vaya lugar!» .

Bhimbo ríe serenamente.Solapado abre la boca. Luego piensa. Luego dice:—« Huida» , sí. Bhimbo, tenemos que unir nuestras sabias cabezas, gastarles

una jugarreta. Yo no puedo hacerlo solo. Asegurar nuestra liberación de…Los rufos e ictéricos ojos de Bhimbo se agrandan.—¡Pero, sahib, y a estoy liberado! Para un hombre, señor, que ha pasado

siete años y medio, más, en la mazmorra más profunda de la terrible y gruesaFátima, la tirana (ya depuesta), ¿qué es este lugar sino un hotel? Considérelo,sahib. Ropa limpia. Camas limpias. Tres veces por día, comida limpia…, servida

por criados. Más tentempiés. ¡Cuánto me gustan los tentempiés, sahib! Y además,una vez por semana, uno de los gurús, el llamado Shrink, habla conmigo en susagrado despacho. ¡Qué honor! A decir verdad, es imposible conseguir savia depalmera, pero cierto sirviente (a cambio de sencillos hechizos: mujeres, juego)trae un sabroso vino llamado Ripple, oculto en botellas de medicamentos. No hayhojas de betel, pero sí tombac, sahib. Y además, cine hablado en las cajasarmario. ¡Qué entretenido! ¡Cuántos crímenes! ¡Y también bañeras con ducha!¡Deportes! Tres veces por semana, ¡trabajos manuales terapéuticos! ¡Quédiversión!

Bhimbo alza la voz, un poco, para hacerse oír superando no sólo el ruido delbardo ossiánico sino también la del hombre que, gritando las palabras « ¡Hola,Joe!» en entrecortados ataques, estará insoportable al menos durante un cuartode hora.

—Sé cómo llaman a este lugar los suyos, sahib. Pero ¿sabe cómo lo llamoyo? Yo lo llamo paraíso, sahib.

El señor Solapado se entristece de nuevo y ve otra vez cómo se aproxima elnegro torbellino. Huele de nuevo el inefable, diabólico olor… ¿El olor quecompró él? ¿El olor que no compró? No importa. Se agarra a la mesa para uninstante más de contacto con la realidad, y pregunta:

—Pero ¿no le preocupa de ningún modo estar rodeado de locos eternamente?Bhimbo le mira. Su roj iamarillenta mirada es paciente y amable.—Ah, sahib. ¿No sabe la Única Gran Verdad? Todos los hombres están locos.La inmemorial sabiduría del Oriente está en su voz, y en sus ojos.

El héroe es único

— Harlan Ellison —

A los tres años de edad, disfrazado de derviche dongalawi, HarlanEllison colaboró en la toma de la Plaza Británica de Omdurman(¿Qmdurman?, ¿schenectady?, oh, bueno), cosa que ha lamentadosiempre. «No sé qué me pasó —se le ha oído murmurar—. Debió de seraquella bala de mosquete afgano, el balazo que recibí en la fatal batalla deMaiwand, que ha vibrado en mi pierna desde entonces: palpitación,palpitación, palpitación». A partir de entonces Harlan Ellison ha hechosaltar la banca de Montecarlo una, mil veces; ha hecho el amor, loco yapasionado, con once llorosas emperatrices, así como con 987 mujeres deotra condición; ha nadado repetidamente en el Helesponto («¡Porque estáallí, por eso!», responde muy crispado); ha publicado 885 litros y habebido leche suficiente para dejar a Australia a un metro de profundidadcuatro veces. Él es vasto, contiene multitudes…

Harlan Ellison nació en Cleveland, Ohio, en 1934. En la mejor viejatradición norteamericana, se fue de casa más tarde y entró en un circo: elrelato de su experiencia con «individuos grotescos y desalmados» podríahelarles la sangre; Ellison dice que por eso no toma nunca alcohol. Elseñor Ellison estudió en la universidad estatal de Ohio y prestó servicio enel ejército de los Estados Unidos. Escribió guiones para series televisivascomo «Alfred Hitchcock», «Star Trek», «The Outer Limits» y otras. Fueeditor en Rogue Magazine y Regency Books. Suyos son los guiones depelículas como Dream Merchants, I, Robot y A Boy and His Dog (Unmuchacho y su perro, de cuyo relato original también es el autor). PremiosHugo, Nébula, Edgar y muchos otros. Articulista, conferenciante, unmínimo de treinta y cinco libros, entre ellos Gentlemen Junkie, Memosfrom Purgatory, Rockabilly, Ellison Wonderland. Numerosos cuentos yartículos. Seleccionador de la famosa antología I trilogía Visionespeligrosas. Todo ello abundantemente traducido. Harlan Ellison se describecomo «… en el mejor de los casos, un moscardón», y vive en el sur deCalifornia, en una extraña y elevada casa en lo alto de una montaña.

Cort estaba acostado con los ojos cerrados, fingiendo que dormía, desde hacíaexactamente una hora después de que ella empezara a roncar. De vez en cuandopermitía que sus ojos se abrieran formando pequeñas rendijas para seguir el pasodel tiempo en la esfera luminosa del reloj que había dejado en la mesilla. A las

cinco en punto de la mañana salió de la cama del motel, que parecía una piscinaolímpica, recogió la ropa del enmarañado montón que había en el suelo y sevistió con rapidez en el cuarto de baño. No encendió la luz.

Como no recordaba el nombre de ella, no dejó una nota.Como no deseaba degradar a la chica, no dejó un billete de veinte dólares en

la mesilla.Como no podía irse con la celeridad que deseaba, sacó el coche del

aparcamiento empujándolo y dejó que cobrara impulso por el silencioso solarhasta llegar a la calle. A través de la abierta ventanilla giró el volante, cogió lapuerta antes de que el vehículo rodara hacia atrás, se metió y sólo entonces pusoen marcha el motor.

La Ruta 1 entre Big Sur y Monterrey estaba desierta. La niebla abundaba. Enalgún punto, a la izquierda, bajo los acantilados, el Pacífico murmurabaamenazas cual viejo enemigo. La niebla se ondulaba en la autopista, conjurandoectoplásmicas formas con las condensadas luces de los faros. La humedadpendía de los grandes y gruesos árboles como plateados recuerdos de tiemposanteriores a la llegada del hombre. La tortuosa carretera de la costa ascendía através de un terreno que recordó a Cort la selva tropical brasileña: empapado porla niebla y frígido, impenetrable y agresivamente siniestro. Cort aceleró,arriesgándose a que el desastre lo alcanzara. Debía de haber algo más que laamenaza de la selva.

Como tenía que haber en su vida algo más que endodoncias, rentas y frottagecargado de culpa a últimas horas de la noche con oj inegras ayudantes dedentista. Algo más que marcos de peltre con diplomas de prestigiosasuniversidades. Algo más que una esposa de una familia socialmente distinguida y2,6 hijos aptos para la visión propagandista, perfecta y empalagosa de lajuventud norteamericana de un fabricante. Algo más que levantarse todas lasmañanas en un mundo que no reservaba sorpresas.

Debía de haber desastre en alguna parte. En la selva, en la niebla, en lanoche.

Pero no en la Ruta 1 a las cinco y media. No para él, no en aquel momento.A las seis y media llegó a Monterrey y se dio cuenta de que no había comido

desde el mediodía del día anterior, cuando había terminado la terapia de loscanales dentales de la señora Udall; tras guardar el torno se quitó la bata, se pusola chaqueta, salió de su despacho sin decir una palabra a Jan y a Alicia, fue algaraje del sótano y partió hacia la costa, huyendo sin pensar en un destino.

No hubo tiempo de cenar cuando ligó con la camarera, y ningún puestonocturno de pizzas abierto para tomar algo antes de que ella se durmiera. El ácidohabía empezado a abrirle un agujero en el revestimiento de su estómago porculpa de tanto café y tan poca paz mental.

Cort se dirigió al centro turístico de Monterrey y no tuvo problemas para

localizar una alargada extensión de espacios de aparcamiento. No habíamovimiento alguno en las aceras de las tiendas. El sol parecía dispuesto a no salirnunca. La niebla era espesa y húmeda; corrientes de arena movediza fluíanalrededor de Cort. Durante un instante el escaparate de una tienda, repleto delámparas con base de madera flotante destinadas a salas subterráneas degrabación de Iowa, se solidificó en el centro de la remolineante niebla; actoseguido desapareció. Pero en ese instante Cort vio su cara en el cristal. Esa nochepodía prolongarse el día entero.

Cort recorrió atentamente las calles, en busca de algún madrugador localdonde pudiera conseguir un wafle con fresas heladas untadas con azucarado jugo.Un huevo frito por un solo lado. Algo agradable en la interminable oscuridad.

Nada abierto. Cort pensó en aquel detalle. ¿Nadie trabajaba temprano enMonterrey? ¿Ningún establecimiento se engalanaba para el asalto de las langostasque era la llegada de quinceañeros con mochilas, corpulentos vendedores demáquinas industriales con carmesíes sombreros a la moda y viudas semíticas deazulado cabello? ¿Se había producido un eclipse? ¿Era aquella la hoy osa, tímidafaz de la luna vuelta de lado? ¿Dónde demonios estaba la luz diurna?

La niebla pasó junto a Cort, se dividió en fajas un instante. Al final de unacallejuela vio una luz. Amarillenta, tan apagada como un pergamino, pálida ytimorata. Pero era una luz.

Cort se metió en la callejuela y atisbó a través del azogue en busca de lafuente. Parecía haberse esfumado. Pasó junto a cerradas panaderías, joyerías ybazares con material de escafandrista. Un fantasma en la niebla. Cortcomprendió que no sólo se enfrentaba a una ciudad vacía y a las fajas de niebla,sino también a un estado de temor. Gnotobiosis: estado ambiental en que aanimales libres de gérmenes se les inoculan trazas de microorganismosconocidos. Miedo.

La luz salió a flote entre las silenciosas y plateadas sombras del océano: yCort estaba delante mismo de ella. ¿Se había acercado él a la luz, o la luz a él?

Era una librería. Sin letrero. Y en el interior, muchos hombres y mujeres.Todos hojeando libros.

Cort permaneció en la oscuridad, inalcanzado por la somera luz de laanónima librería, con la mirada fija en la escena. Una tienda tan pequeña, a horatan temprana de la mañana, estaba atestada. Hombres y mujeres de pie, casitocándose unos a otros, todos absortos en el libro que tenían en la mano.Gnotobiosis: Cort notó que el miedo se deslizaba por sus venas y arterias igual queveneno.

Ninguno de los clientes volvía las hojas.De no haber sido por el ligero movimiento de los cuerpos, si nadie se hubiera

rascado el labio, parpadeado o movido los pies, si nadie hubiera hundido loshombros, erguido la espalda o mirado alrededor… Cort habría creído que

contemplaba maniquíes. Una extraña pero interesante escena para inducir a lostranseúntes a entrar y hojear. Estaban vivos, pero no volvían las hojas de loslibros que les absorbían. Ni dejaban un libro en su estante para coger otro. Loshombres, las mujeres, todos: fascinados por palabras en el punto donde estabanabiertos los libros.

Cort dio media vuelta para alejarse con la máxima rapidez posible.El coche. Sal a la carretera. Tiene que haber una parada de camiones, un

comedor, un restaurante económico, comida para llevar, algo. « He estado aquíotra vez, ¡y esto no es Monterrey !» .

Los golpes en el escaparate le detuvieron.Cort se volvió. La desesperada expresión en la cara de tortuga de la menuda

anciana atiesó su espalda. Cort notó que tenía la mano derecha levantada, comopuesta entre él y la visión de la vieja. Sacudió la cabeza, no, definitivamente no,pero sin tener la menor idea respecto a qué estaba rechazando.

Ella le hizo gestos para que se quedara con sus arrugadas y pequeñas manos,y pronunció palabras al otro lado del vidrio del escaparate. Las pronunció congran precisión y las palabras eran éstas:

« Tengo lo que necesita» .Luego le indicó por gestos que se acercara a la puerta, que entrara: « Tengo lo

que necesita» .La esfera luminosa del reloj de pulsera de Cort indicaba las 7.00. Aún era de

noche. La niebla seguía descendiendo del bosque de la península de Monterrey.Cort intentó alejarse. San Francisco estaba arriba. El sol debía de estar

llameando en Russian Hill, Candlestich Park y Coit Tower. El mundo reservabasorpresas a pesar de todo. Ahora estás libre, has roto el ciclo, oyó musitar a sufuturo. No respondas. Dirígete hacia el sol.

Vio que su mano se alzaba hacia el pomo de la puerta. Entró en la librería.Todos alzaron los ojos un momento, no denotaron emoción alguna en sus

semblantes, la puerta se cerró, siguieron mirando los libros. Cort estaba yadentro, con ellos.

—Estoy segura de que lo tengo en tapas duras, un ejemplar muy bienconservado —dijo la vieja tortuguilla que era la mujer.

Su sonrisa carecía de dientes. ¿Cómo puede haber niebla aquí dentro?—Sólo quiero hojear —dijo Cort.—Sí, claro —repuso ella—. Todos están hojeando.La anciana le puso una mano en su brazo y Cort se estremeció.—Hasta que abra algún restaurante.—» . Sí, claro.Cort tenía dificultades para respirar. Acidez.—¿Siempre…, siempre hay tanta oscuridad a primeras horas de la mañana?—Está fuera de estación —dijo ella—. Eche un vistazo. Tengo lo que necesita.

Exactamente lo que necesita.Cort obedeció.—No busco nada especial.La vieja caminó junto a él, una mano en su brazo.—Tampoco lo buscaban ellos. —La anciana señaló con la cabeza el

enjambre de hombres y mujeres—. Pero encontraron respuestas aquí. Tengo unsurtido magnífico.

Nadie volvía las páginas.Cort miró por encima del hombro de una mujer de edad madura que tenía la

vista fija en un libro con grabados de acero en ambas páginas abiertas.—Su curiosidad —explicó la tortuga— fue excitada por la pregunta: « ¿Cómo

se creó el primer vampiro?» . Un concepto fascinante, ¿no le parece? Siúnicamente es posible crear un vampiro a partir de un ser humano normal querecibe el mordisco de un vampiro, ¿cómo nació el primer vampiro? Ella haencontrado la respuesta aquí, entre mis prodigiosas existencias.

Cort miró el libro. Uno de los grabados en acero reproducía el Arca de Noé.Pero ¿no significaba eso que tuvo que haber dos a bordo?La tortuga le obligó a seguir recorriendo las hileras de libros. Cort se detuvo

junto a un joven que llevaba una camiseta muy apretada. Parecía estar agotadopor el trabajo. Tenía la cabeza inclinada, tan cerca del libro abierto en sus manosque su arreglado cabello rubio caía sobre sus ojos.

—Durante años ha sentido dolores simpáticos con una persona desconocida—explicó la anciana a modo de confidencia—. Sentía peligro, júbilo, lujuria,desesperación…, nada de ello personal, nada de ello relacionado en formaalguna con sus circunstancias en el momento concreto. Por fin comenzó acomprender que estaba unido a otra persona. Como los hermanos corsos. Perosus padres le aseguraron que él había nacido solo, que no existía gemelo. Élencontró la respuesta en este tomo.

La vieja hizo agitados gestos con sus manos llenas de azuladas venas.Cort miró más allá de la cabeza y el cabello del joven. Era un libro de historia

africana. Había lágrimas en los ojos del joven; había una mancha de humedaden la página par. Cort apartó la mirada rápidamente; no deseaba entremeterse.

El siguiente de la hilera era un hombre muy alto, con aspecto de asceta, quesostenía un pliego de papel obviamente escrito con una pluma de ave. Por losrasgos floridos y los remolineos de la escritura, Cort comprendió que el librodebía de ser muy antiguo y seguramente muy valioso. La mujer tortuga seagachó, con la cabeza tocando suavemente el pecho de Cort, y dijo:

—Siglo dieciséis. El primer infolio de Shakespeare. Este caballero pasó buenaparte de su vida adulta, y décadas de investigaciones académicas, atormentadopor el problema de quién escribió realmente The Booke of Sir Thomas More: elpoeta, o su rival, Anthony Munday. Ahí está la respuesta, ante sus ojos. Tengo

unas existencias tan magníficas…—¿Por qué este hombre…, por qué ninguna de estas personas pasa las hojas?—¿Por qué iban a molestarse? Han encontrado la respuesta que buscaban.—¿Y no desean saber nada más?—Al parecer, no. Interesante, ¿no le parece? Cort pensó que era más

estremecedor que interesante. Después, el estremecimiento se aferrópermanentemente a su corazón, como una lapa, con la muda pregunta, ¿cuántotiempo llevan así estos curiosos?

—Aquí hay una mujer que siempre había querido saber si el mal puro existeen todos los lugares de la faz de la tierra. —La mujer en cuestión llevaba unamantilla sobre los hombros, y contemplaba hipnotizada un libro de historia natural—. Este hombre anhelaba poseer una relación completa del contenido de la granBiblioteca de Alejandría, los temas de ese medio millón de papiros escritos amano antes de que la biblioteca fuera incendiada en el siglo quinto.

Era un hombre macilento y arrugado y en su semblante estaba grabada unaexpresión de fatiga tan vieja que Cort pensó en Stonehenge. Tenía la miradaclavada en dos hojas con caracteres infinitesimales y Cort no pudo distinguir unasola palabra entre aquellas cagadas de mosca.

—Una mujer que perdió la memoria —dijo la tortuga mientras señalaba conun gesto de su cabeza de tortuga a una hermosa criatura adornada con bufandasde seda de diez colores distintos—. Despertó en un burdel de Marrakech víctimade la trata de blancas, huyó para salvarse, ha pasado años errando por todaspartes, intentando descubrir quién es. —La vieja se rió; su risa era suave ycordial—. Ella lo averiguó aquí. El relato completo está en ese libro.

Cort se volvió para mirar a la tortuga, apartando la arrugada zarpa de subrazo.

—Y usted « tiene lo que y o necesito» , ¿verdad?—Sí. Tengo lo que necesita. Entre mis magníficas existencias.—¿Qué es exactamente lo que tiene y que y o necesito? Aquí. Entre sus

magníficas existencias.No le hacía falta que la mujer hablara. Cort sabía exactamente qué iba a

decir ella. Ella diría: « Vaya, tengo las respuestas a su búsqueda» , y después él sepasearía por la librería sintiéndose superior a los pobres diablos que llevaban allídesde sólo Dios sabía cuánto tiempo. Y finalmente él miraría a la vieja, sonreiríay diría: « Ni siquiera conozco las preguntas» , y ambos sonreirían con esaafirmación: él como un idiota porque se trataba de la frase más gastada posible,ella porque sabía que él iba a decir alguna tontería como aquella. Y él seabstendría de excusarse por su fugaz estupidez. Luego formularía la pregunta y lavieja señalaría un estante y contestaría: « El libro que desea está allí» , y lesugeriría que mirara tal y tal página para averiguar exactamente lo que deseabasaber: el motivo de su viaje por la costa.

Y si, diez mil años más tarde, la kármica esencia de lo único que queda deSuleimán el Magnífico, bendito sea su nombre, Suleimán del potente sello, sultány señor de los genios de todas las especies: jinns, efrits, iblis…; si esatransustanciada esencia se presenta de nuevo, como se presenta de nuevo elcometa Halley, ese espíritu que aparece como por encanto, recorriendo lacarmesí eternidad en su interminable hégira…, si se presenta de nuevoencontrará a Cort (doctor Alexander Cort, dentista cirujano de una cooperativade odontólogos) todavía de pie en la librería, codo a codo con los otros curiosos.Celacantos perfilados en esquisto, mastodontes repentinamente congelados enhielo, avispas embutidas en ámbar. Gnotobiosis: para siempre.

—¿Por qué tengo la sensación de que todo esto no es casualidad? —preguntóCort a la vieja mujer tortuga. Retrocedió poco a poco hacia la puerta—. ¿Por quétengo la sensación de que todo esto me esperaba, del mismo modo que esperó alresto de pobres y jodidos perdedores? ¿Por qué huele usted a gardenias podridas,vieja señora?

Casi estaba en la puerta.La anciana se hallaba en un espacio libre, en el centro de la librería,

mirándole fijamente.—Usted no es distinto, doctor Cort. Necesita las respuestas igual que los

demás.—Quizás una poción amorosa…, una piedra mágica…, inmortalidad…, toda

esa jerigonza. He visto lugares como este en películas de televisión. Pero y o nomuerdo, vieja señora. No tengo necesidades que usted pueda satisfacer.

Y su mano estaba en el pomo de la puerta; y lo hizo girar; y dio un tirón; y lapuerta se abrió a la siniestra niebla y la interminable noche y el bosque que leaguardaba. Y la anciana dijo:

—¿No le gustaría saber cuándo tendrá el mejor instante de toda su vida?Y Cort cerró la puerta y se quedó inmóvil con la espalda apoy ada en ella. Su

sonrisa era enfermiza.—Bien, me ha cogido —musitó.—Su momento de máxima felicidad —dijo la vieja en voz baja, sin apenas

mover sus finos labios—. De may or fuerza, de más satisfacción, la cima de subuena forma, de su control, el momento de mayor gallardía, cuando tenga elmejor aspecto y sea sumamente bien considerado por el resto del mundo. Sumomento culminante, de mayor impulso, su logro más apetecido, el queconfigurará el resto de su vida. El instante que jamás volverá a presentarse,aunque viva mil años. Aquí, entre mis magníficas existencias, tengo un tomo quele indicará el día, la hora, el minuto, el segundo de su mejor futuro. Pídalo y essuyo. Tengo lo que necesita.

—¿Y qué me costará?La anciana abrió su húmeda boca y sonrió. Sus arrugadas manillas quedaron

abiertas con las palmas hacia arriba ante ella.—Pues nada —dijo—. Igual que los demás…, usted sólo quiere hojear, ¿no es

cierto?El frío como de lapas que osificaba su columna vertebral indicó a Cort que

había cosas peores que tratar con el diablo. Sólo hojear, como ejercicio…—¿Y bien? —preguntó la vieja, a la espera.Cort meditó mientras se humedecía los labios, repentinamente secos cuando

el momento decisivo estaba a su alcance.¿Y si se produce dentro de pocos años? ¿Y si tengo poco tiempo para lograr

cualquier cosa que siempre quise conseguir? ¿Cómo voy a vivir el resto de mivida después de esto, sabiendo que nunca estará mejor, que jamás seré más feliz,más rico, más seguro, sabiendo que nunca superaré lo que hice en ese instante?¿Qué valor tendrá el resto de mi vida?

La menuda mujer tortuga apartó con los hombros a dos curiosos, que sesepararon perezosamente, como si se dieran la vuelta en la cama, y sacó un libropequeño y rechoncho de un estante situado a la altura de su cintura. Cortparpadeó con rapidez. No, ella no lo había sacado de los estantes. El libro se habíadeslizado y había saltado hacia la mano de la vieja. Parecía un viejo minilibro.

La anciana se acercó y le tendió el libro.—Sólo hojear —dijo húmedamente.Cort extendió la mano y se detuvo, dobló los dedos. La mujer arqueó los finos

bosquejos que eran sus cejas y le ofreció una mirada de diversión, irónica.—Está terriblemente ansiosa de que yo lea este libro —dijo Cort.—Estamos aquí para servir al público —dijo ella amistosamente.—Tengo que hacerle una pregunta. No, dos preguntas. Son dos preguntas que

quiero que me responda. Luego consideraré si hojeo sus magníficas existencias.—Si y o no puedo responderle, cosa que es, al fin y al cabo, nuestro trabajo

aquí, entonces estoy convencida de que un libro de mis magníficas existenciascontiene la respuesta adecuada. Pero…, coja este libro que necesita, sólo cójalo,y responderé a su pregunta. Preguntas. Dos preguntas. Muy importantes, estoysegura.

La anciana le tendió el librito. Cort lo miró. Era un minilibro, de los que habíaleído siendo niño, con páginas ilustradas alternadas con páginas de texto, conaventuras de héroes de tebeo como Red Ryder, La Sombra o Skippy. A sualcance, la respuesta a la pregunta que todo el mundo desea formular: ¿cuál seráel mejor momento de mi vida?

Cort no tocó el libro.—Yo preguntaré, usted responderá. Entonces me habrá cogido… entonces

me dedicaré a hojear.La anciana se alzó de hombros, como diciendo, « haga lo que prefiera» .Cort pensó: « Haga lo que haga, usted hará su agosto» .

—¿Cómo se llama esta librería? —dijo.La cara de la vieja se crispó. Cort notó una repentina oleada de recuerdos de

la infancia, de su primera lectura de un cuento de brujas. La cara de la mujertortuga adoptó un aire malvado.

—No tiene nombre. Simplemente existe.—¿Y cómo vamos a encontrarla en las páginas amarillas? —dijo Cort,

mofándose de la vieja.Era obvio que él se encontraba de pronto en situación de fuerza. Aunque no

tuviera la menor idea respecto a la fuente de donde fluía esa fuerza.—¡Ningún nombre! ¡Ningún nombre! No nos hace falta nombre. ¡Tenemos

una clientela muy selecta! ¡La librería jamás ha tenido nombre! ¡No nos hacenfalta nombres! —Su voz, suave como una tortuga, blanda, de chocolate, se habíatransformado en metal oxidado que araña metal oxidado—. ¡Ningún nombre, nole diré ningún nombre, no voy a mostrarle apestosas etiquetas!

Hizo una pausa para calmar su ira, y en pleno silencio Cort formuló susegunda pregunta.

—¿Qué gana usted con esto? ¿Cuánto le pagan? ¿Dónde está la línea debeneficio mínimo en su gráfica? ¿Qué saca usted de esto, pavorosa señora?

La mujer apretó los labios. Sus llameantes ojos parecían al mismo tiempoviejos y juvenilmente feroces y plateados.

—Clotho —dijo—. Clotho: Libros Raros.Cort no reconoció el nombre, pero por la forma en que ella lo pronunció, supo

que le había arrancado un importante secreto. Y lo había hecho, al parecer,porque él era el primero que lo preguntaba. Como cualquiera lo habría hecho, sihubiera preguntado. Y tras haber preguntado y ser respondido, Cort sabía queestaba a salvo de ella.

—Pues bien, dígame, señorita Clotho, o señora Clotho, o lo que sea. Dígame,¿qué gana usted con esto? ¿En qué moneda del reino le pagan? Usted se ocupa deesta tienda sobrenatural, atrapa a estos necios, y apuesto que apenas y o me vaya,¡zas!, todo se esfuma. De vuelta al País de los Ensueños. ¿Qué tipo de vidahogareña lleva? ¿Hace tres comidas diarias? ¿Se cambia el tampax cuando tienela regla? ¿Tiene aún la regla? ¿O ya ha pasado por la menopausia? ¿Inmortal,quizás? Dígame, extraña señora tortuga, si vive siempre, ¿cambia de vida?¿Todavía le gusta acostarse con un hombre? ¿Alguna vez lo hizo? ¿Cómo es sucaca, firme y dura? ¿Tienen que hacer caca las misteriosas viejas fantásticas quese esfuman con su librería? ¿O quizá no, eh?

—¡No puede hablarme así! —le gritó ella—. ¿Sabe quién soy ?—¡Mierda, no! —le respondió chillando Cort—. ¡No sé quién demonios es

usted, y lo que es más importante, me importa un cochino pepino quién es!Los lectores zombies había levantado la cabeza. Parecían angustiados. Como

si se hubiera roto un prolongadísimo trance. Pestañeaban furiosamente, se

movían sin objeto, parecían… marmotas que salen a examinar sus sombras.—¡Deje de gritar! —refunfuñó Clotho—. ¡Está poniendo nerviosos a mis

clientes!—¿Quiere decir que estoy despertándolos? ¡Venga, todo el mundo, salgan a

tomar el sol! ¡Dense un chapuzón! ¿Por qué están tan quietos? ¿Sabiduría deldestino?

—¡Cierre el pico!—¿Ah, sí? Tal vez lo haga y tal vez no, vieja tortuga. Si responde a mi

pregunta, por qué me aguardaba aquí especialmente a mí, es posible que deje aestos papanatas seguir hojeando.

La vieja se acercó a él tanto como pudo sin tocarle, y silbó igual que unaserpiente.

—¿Usted? —dijo con los dientes apretados—. ¿Por qué piensa que leesperábamos a usted precisamente? Esperamos a todo el mundo. Esta era suoportunidad. Todos tienen una oportunidad, todos tendrán su oportunidad en latienda del curioseo.

—¿Por qué dice « esperamos» ? ¿Se siente imperial?—Nosotras. Mis hermanas y yo.—Oh, hay más de una como usted, ¿eh? Una cadena de librerías. Muy agudo.

Pero supongo que tendrán sucursales en estos tiempos, con tanta competencia deotras cadenas…

Clotho apretó los dientes. Y por primera vez Cort vio que la vieja tortuga teníadientes detrás de sus rectos y finos labios.

—Coja este libro o salga de mi tienda —dijo la mujer en un mortíferosusurro.

Cort cogió el minilibro de las temblorosas manos de la vieja.—Nunca había tratado una persona tan vil, tan grosera —refunfuñó Clotho.—El cliente siempre tiene la razón, querida —dijo Cort.Y abrió el libro en la página exacta.La página donde leyó cuál sería su mejor momento. El conocimiento que

convertiría el resto de su vida en una idea tardía. Un fracasado pasando eltiempo. Una constante caminata montaña abajo.

¿Cuándo se produciría? ¿Dentro de un año? ¿Dos años? ¿Cinco, diez,veinticinco, cincuenta, o en el bendito instante final de la vida, después de habertrepado, trepado y trepado siempre hasta la cumbre? Cort leyó…

Leyó que su mejor momento se produjo cuando tenía diez años. Cuando, enel transcurso de un partido de béisbol en un solar, un partido en el que sólo sepodía batear si se echaba fuera a otro jugador, el mejor bateador del barrioconsiguió un tremendo golpe dirigido hacia la parte más alejada del centro delcampo, donde Cort se veía forzado a jugar siempre (porque se destacaba en estedeporte). Él corrió de espaldas, extendió su desnuda mano y milagrosamente, él,

el pequeño Alex Cort, saltó todo lo que pudo y el dolor de la desgastada y durabola al tocar su mano y quedarse en ella fue más dulce que cualquier sensaciónanterior… o posterior. El momento se revivía en las palabras de la página delterrible libro. Lentamente, poco a poco Cort cayó al suelo, sus pies tocaron tierray su vista fue hacia su mano, y allí, en la enrojecida y afligida palma, falta deguante de béisbol, estaba la pelota más dura jamás lanzada por un bateador. Alexera el mejor, el amo del mundo, lo más increíble en la faz de la tierra, enorme,intrépido y excelente, el experto inconmesurable, milagroso; un prodigio, unprodigio andante. Ése fue el mejor momento de su vida.

Cuando tenía diez años.Nada más haría en su vida, nada había hecho entre los diez y los treinta y

cinco años, su edad mientras leía el minilibro. Y observó que él, hasta quemuriera cuando se agotaran los años que le restaban de vida, no haría nada…nada podría compararse con aquel momento.

Cort alzó la cabeza lentamente. Tenía dificultades para ver. Estaba llorando.Clotho le sonreía desagradablemente.

—Tiene suerte de que yo no sea como mis hermanas. Ellas reaccionanmucho peor cuando las fastidian.

La vieja se alejó de él. El sonido del minilibro bruscamente cerrado en elmostrador del escaparate detuvo su caminar. Cort dio media vuelta sin pronunciarpalabra y se dirigió hacia la puerta. Oy ó detrás de él los apresurados pasos de laanciana.

—¿Adonde cree que va?—Vuelvo al mundo real. —Tenía dificultad para hablar. Las lágrimas le

obligaban a expresarse con sollozos y las palabras brotaban ásperamente.—¡Tiene que quedarse! ¡Todos se quedan!—Yo no, querida. El héroe es único.—Todo es inútil. Nunca volverá a conocer la grandeza. Sólo basura, despojos,

vacío. No habrá nada tan bueno aunque viva mil años.Cort abrió la puerta. La niebla continuaba allí. Y la noche. Y la última selva.

Cort se detuvo y miró a la vieja.—Si tengo suerte, no viviré mil años.Luego cruzó la puerta de « Clotho: Libros Raros» y la cerró con fuerza. La

vieja le observó al otro lado del escaparate cuando él se alejó entre la niebla.Se detuvo de nuevo y se agachó para hablar tan cerca del vidrio como fuera

posible. Ella estiró su carilla de tortuga y le oyó decir:—Lo que queda puede ser solamente el final de una vida de mierda… pero es

mi vida de mierda.« Y es la única diversión de la ciudad, querida. El héroe es único» .Luego Cort se adentró en la niebla, llorando; pero intentando silbar.

El tritón malasio

— Jane Yolen —

Aquellos desconocidos taxidermistas independientes, que se aplicabana su arte en un comercio históricamente oscuro entre lo que ahora esPapua-Nueva Guinea y lo que entonces eran las Indias Orientalesholandesas, solían cortar las patas de las aves del paraíso, esas aves deespléndido plumaje (parientes del cuervo común, tan poco espléndido ensu plumaje). Ello dio origen a la creencia, en otro tiempo muy extendida,de que el ave del paraíso carecía de patas y que, de hecho, pasaba toda suvida en el aire (!). Si un solo ornitorrinco con pico de pato, todo él pellejo ytrompa, se hubiera acercado entonces a Europa, ¿no habrían exclamadoalgunos eruditos, «¡fraude!», como en cualquier caso exclamaron cuandopor fin sucedió eso, a finales del siglo dieciocho? Y supongamos…supongamos que el Caso del Ornitorrinco Peculiar hubiera continuadoincierto, irresuelto. ¿No habría habido personas (siempre las hay) que alobservar una demanda crearan una oferta? ¿Que injertaran un pico depato al (por ejemplo) cuerpo de un castor? En resumen, nuestro punto es:detrás del fraude del «Jenny Hanniver» (como se denominaba a lostritones falsificados), ¿no puede existir la realidad de… «El tritón malasio»?

Jane Yolen escribe «… biografíay bibliografía: autora de setenta libros(los más recientes Neptune Rising/Songs and Tales of The Undersea Folk —que incluye El tritón malasio y Tales of Wonder—, sobre todo para lectoresjóvenes. Medalla Christopher por The Seeing Stick, Premio Caldecott porThe Emperor and the Kite, Premio Cometa de Oro de la Society ofChildren’s Book Writers… También imparto clases de literatura infantil enel Smith College. Doctora en Derecho honoraria de la universidad de OurLady of the Elms. Estoy casada, tengo tres hijos, un perro, un gato, uncobayo y un dragón rojo que vuela sobre la silla donde escribo, y doy decomer a los pájaros». Los relatos de la señora Yolen han aparecido en Famp; SF, Dragons of Light y otras antologías diversas. Vive enMassachusetts.

Las tiendas no eran visibles desde la calle principal, y además casi se perdíanen el laberinto de callejones. Pero la señora Stambley era una experta enantigüedades. Una ciudad nueva y un callejón nuevo excitaban sus instintos decazadora y coleccionista, como ella gustaba explicar a su grupo en el hogar. Queesa ciudad se hallara a medio mundo de distancia de su cómoda casa de Salem,

Massachusetts, no la preocupaba. Ella suponía que sabía cómo buscar, enInglaterra o en los Estados Unidos.

Había dormitado al sol mientras el barco recorría el Támesis. A su edad lascabezadas eran importantes. Su cabeza se bamboleó tranquilamente bajo lacubierta de flores plegadas en una diadema de color vino. Ni siquiera escuchó laperorata del guía turístico. En Greenwich desembarcó mansamente junto con elresto de turistas, pero se escabulló con facilidad del yugo del guía, que llevó alresto del rebaño a comprobar el tiempo medio de Greenwich. La señoraStambley, con su abultado bolso de cuero negro apretado en una firme manoenguantada, fue a explorar por su cuenta.

A la derecha de la calle del puerto había un grupo de tiendas y, presintió ella,un par de callejuelas. El olor, aquel olor fuerte, misterioso y tentador, la atrajo.

Se desentendió de la calle principal y de los grandes escaparates de losalmacenes. Un pequeño camino adoquinado separaba dos edificios y la señoraStambley se deslizó en él con la misma comodidad que un pie en una zapatillausada muchas veces. Había varios ramales, y ella los examinó con suslacrimosos ojos azules. Luego eligió uno. Sabía que sería el adecuado. Comodecía a menudo a su grupo, en casa, « Tengo un don, un poder. Nunca meequivoco en eso» .

Había varías tiendas pequeñas, ruinosas, que parecían introducirse las unas enlas otras. Tenían gastado aspecto, como si estuvieran acurrucadas juntas; elhúmedo viento del río convertía en polvo sus huesos, mientras una relucienteciudad crecía alrededor de ellas. Los escaparates estaban sucios, con rayas dededos. Sólo el comprador más intrépido podía entrar en esas tiendas. No habíanumeración en las puertas.

La primera tienda estaba llena de mapas. Y de no haber gastado ya suasignación para papel (ella separaba dinero para papel, oro y curiosidades) conuna rara carta de la alcurnia de McCodrun, la señora Stambley habría compradoun mapa de los mares británicos decorado con tritones que tocaban « susretorcidos cuernos» (eso había dicho el agachado vendedor). Se había sentidobrevemente tentada. Ella coleccionaba « objetos de mer» , como solíadenominarlos. Artefactos y antigüedades marinas. La magia marina era suespecialidad en el grupo. Pero el linaje de la familia McCodrun había agotado laholgada asignación para papel. Y la señora Stambley, siempre precisa en suscálculos, jamás gastaba más de lo permitido. Como tesorera del grupo, ella teníaque mantener a raya al resto de miembros. No podía hacer menos con ellamisma.

Por eso lanzó « ohs» y « ahs» en provecho del propietario, y porque el mapaera muy bello y probablemente del siglo diecisiete. Incluso logró que él rebajaravarias libras el precio, manteniendo su interés por el mapa. Y el propietario seimpresionó tanto con los conocimientos del mar y sus pobladores de la dama

norteamericana que le devolvió la sonrisa pese a no haber comprado nada.Las siguientes dos tiendas fueron una total pérdida de tiempo. Una estaba

llena de reproducciones y material de segunda mano, tazas de porcelanapobremente pintadas y tarada cristalería. La señora Stambley salió olisqueando,murmurando en voz baja « chatarra» , sin preocuparse de que la mujer delmostrador pudiera oírla. La tercera tienda fue peor, un supuesto establecimientode artesanía repleto de tapas tej idas a mano para teteras y pobres labores deganchillo de colorido simplemente consternador.

Al entrar en la cuarta tienda, la señora Stambley contuvo el aliento. El olorestaba allí, el olor a magia de alta mar. Tan profundo y tan oscuro que bien podíaprovenir de la Fosa de las Marianas. En todos sus años de búsqueda, ella nuncahabía hecho tal hallazgo. Se llevó la mano derecha al corazón y vaciló un pocomientras arrastraba uno de sus sensibles zapatos. Luego se irguió y miró elinterior.

La tienda era mucho más alargada que ancha, con una escalera que subía enel punto medio de la pared. El resto de las paredes estaba tapado por aparadoresdonde se exhibían con muy buen gusto platos y copas de estilo Victoria yEduardo. Un objeto en particular atrajo la atención de la norteamericana, porquetenía un Poseidón en un lado. Se acercó a mirarlo, pero el olor mágico noprocedía de allí.

Libros amontonados en el suelo obstruyeron su camino, y la señora Stambleyexaminó algunos. Encontró una Enciclopedia Británica casi completa, la ediciónde 1913, a la que únicamente faltaba el volumen decimotercero. Había unaprimera edición de El libro de los condenados de Fort, y un misterioso libromágico tan castigado por el agua que era imposible leer un solo hechizo. Habíatres ejemplares de bolsillo de El folklore del mar, un agradable libro que ella teníaen casa. E incluso el oscuro Melusina, o la señora del mar en inglés y francés.

La señora Stambley pasó cuidadosamente junto a los libros y miró un instantetres recipientes de vidrio que contenían bonitas réplicas de primitivas goletas,incluso con las tallas de los mascarones de proa: una doncella india, un ángel, unaanónima musa con largo y suelto cabello. Pero y a tenía varias cosas parecidasen su casa, siendo su favorita una supuesta copia del legendario barco delHolandés Errante. Mirar no cuesta nada, no obstante, y por eso ella estuvomirando bastante rato, concediéndose tiempo para acostumbrarse al olor aprofunda magia.

Casi tropezó con un cuarto recipiente, y tras darse la vuelta tuvo la conmociónde su vida.

En una vitrina de vidrio con adornos de bronce, apoyada en dos pies demadera, había un tritón malasio.

Ella había leído cosas sobre los tritones, naturalmente, en notas al pie deoscuras publicaciones especializadas y en un libro de encantamientos marinos

especiales, pero jamás, ni en sus más alocados pensamientos, había imaginadover uno. Se decía que los tritones habían desaparecido totalmente.

No eran auténticos tritones, por supuesto. Eran más bien obra de nativosmalasios realizados a partir de monos y peces. Los malasios mataban a losmonos, cortaban la parte superior, del ombligo para arriba, y les cosían una colade pez. Los restos momificados los vendían después a inocentes hombres de maren tiempos Victorianos. Los nativos llamaban tritones a las momias y los jóvenesmarineros lo creían, llevaban su compra al hogar y la regalaban a seres queridos.

Y ahí, apoy ado en pies de madera, se encontraba una muestraparticularmente horrible, probablemente rescatada del desván donde habíapermanecido tantos años, cubierta de polvo, pudriéndose.

Era de color verde grisáceo, predominando más el gris, y tan esquelético quesu caja torácica hizo pensar a la señora Stambley en fotos de niños africanosfamélicos. Tenía los brazos al frente, muy rígidos, como un perro que estuvierachapoteando fuera del agua. La mueca de la cara, que tenía abultados labios yenormes orejas, era una fija mirada de horror. La señora Stambley no consiguióver las costuras que unían la mitad de mono al pez.

—Veo que le gusta nuestro tritón —dijo una voz detrás.Pero la señora Stambley no volvió la cabeza. Simplemente no podía apartar

los ojos de la grotesca momia de la vitrina con adornos de bronce.—Un tritón malasio —murmuró la señora Stambley. Una parte de su ser

reparó en la etiqueta del precio a un lado de la vitrina: trescientas libras.Seiscientos dólares. Más de lo que llevaba encima… pero…

—De modo que sabe lo que es —prosiguió la voz—. Malo, malo. Muy malo.El tritón cerró y abrió sus párpados desprovistos de pestañas y volvió la

cabeza. Sus ojos eran totalmente negros, sin iris. Al doblar los labios haciaadentro dejó ver unos afilados dientes de apagado color amarillento. No teníalengua.

La señora Stambley trató de apartar la mirada y no pudo. Se sintió arrastrada,arrastrada y arrastrada hacia las negras profundidades de aquellos ojos.

—Eso es francamente muy malo —repitió la voz, pero ahora muy distante yapagándose con rapidez.

La señora Stambley trató de abrir la boca para chillar, pero sólo brotaronburbujas. Estaba totalmente rodeada de oscuridad, frío y humedad, y a pesar detodo algo siguió tirando de ella hacia abajo hasta que aterrizó, con undesagradable ruido sordo, en un suelo de arena. Se levantó, se arregló la falda yel sombrero. Luego, mientras ponía el bolso firmemente bajo el brazo, notó quealgo le aferraba el tobillo, como si las algas quisieran que ella echara raíces enaquel lugar. Empezó a debatirse cuando un cambio de la corriente que legolpeaba la cara la obligó a levantar la cabeza.

El tritón nadaba hacia ella, perezosamente, como si tuviera todo el tiempo del

mundo para llegar hasta la mujer.La señora Stambley cesó su derroche de fuerzas para deshacerse de la traba

de las algas, y abrió cuidadosamente su bolso sin dejar de mirar al tritón, que y ahabía recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de ella. Su boca se abríay cerraba con horribles mordiscos. Sus huesudos dedos, con opacas membranas,parecían estirados hacia la mujer. Su cara de mono sonreía. Tras él dejaba unaoscura y agitada estela.

El agua remolineó alrededor de la señora Stambley, le levantó la falda, hizoagitarse el dobladillo y dejó ver la braga. Por encima del tritón, muy arriba, laseñora Stambley vio las sombras más oscuras de unos tiburones que dabanvueltas, a la espera de lo que el tritón les dejara. Pero ni siquiera ellos osabanacercarse más mientras el tritón iba de caza.

Y después el fantástico animal estuvo tan cerca que la mujer vio el hueco desu boca, los tijereteados dientes, la negras uñas, la colérica vibración de lasmembranas. El ruido del animal llegó a la turista a través del filtro del agua. Igualque los lamentos y cruj idos de un barco que zozobra.

La mano de la señora Stambley y a estaba dentro del bolso, con los dedoscerrados sobre la cartera y buscando en el bolsillo de las monedas las plumas deabadejo que guardaba allí. Cogió las plumas y las sostuvo ante ella. Era magiaaérea, una magia más fuerte que la del mar, y estaban bendecidas en la iglesia.Daban buena suerte para enfrentarse a los pobladores del mar. La mano de lamujer sólo tembló un poco. Pronunció una palabra mágica que las agitadas aguasarrebataron de sus labios. El tritón se detuvo un instante, manteniendo susgrisáceas manos delante de su cara.

Las algas que rodeaban el tobillo de la señora Stambley se apartaron. Lamujer dio una patada y descubrió que estaba libre.

Pero por encima un gran tiburón blanco dio la vuelta bruscamente y lanzó ungolpe de agua hacia el cuerpo de la turista. Las minúsculas plumas se rompierony la señora Stambley tuvo que soltarlas. Las plumas pasaron flotando junto altritón y desaparecieron.

El animal bajó las manos, le sonrió como un mono de nuevo y siguiónadando. Pero ella sabía, igual que él, que el tritón no estaba a salvo de susconocimientos. Eso le dio una ligera esperanza.

La mano de la mujer volvió a introducirse en el bolso y buscó la cremallerade un bolsillo. La abrió y sacó varios huesecillos, de un cangrejo bayonetaencontrado en las islas Elizabeth frente a la costa de New Bedford. Era potentemagia marina y la señora Stambley confiaba enormemente en ellos. Cerró losdedos alrededor de los siete huesecillos, se los llevó primero al pecho, luego a lafrente, finalmente los lanzó al tritón.

Los huesos flotaron entre mujer y animal y con la luz que se filtrabaparecieron danzar, crecer, cambiar y unirse por fin formando una maraña.

La señora Stambley dio varias patadas, creó un seno de burbujas y,sosteniendo su sombrero con una mano y el bolso con la otra, entró como unaanguila en el laberinto de huesos. Sabía que el ardid sólo serviría un par deminutos en el mejor de los casos.

Detrás de ella oy ó el grito de caza del tritón, que buscaba la forma deintroducirse. La mujer hizo caso omiso de los gritos y se impulsó con los pies a unritmo constante, para situarse en el corazón del laberinto. Entrar era siempre másfácil que salir. La estela de burbujas llevaría adentro al tritón en cuantoencontrara la entrada. De momento la señora Stambley seguía oyendo sus golpescontra las paredes.

El bolso contenía un último objeto mágico. Una navaja arrastrada por el mar,abandonada en una playa de la costa norte, cerca de Rockport. Tenía unaempuñadura negra con una guarda, y ella había montado una moneda de plataen el mango.

El agua del mar formaba variables dibujos en la hoja, que un momentoparecían fuego, luego aire, la escritura del poder. La señora Stambley no era tantonta como para leer esa escritura. Se volvió hacia el pasillo por donde el tritóndebía aparecer. Con la navaja en la mano derecha, el sombrero torcido, el bolsoagarrado bajo el brazo izquierdo, la turista supuso que su aspecto no sería el deuna curtida luchadora. Pero en la magia, como cualquier bruja expena sabía, laapariencia era muy importante. Y ella no pensaba rendirse.

—Gran Lir —dijo, y su humana lengua añadió más urgencia a las burbujasque fluyeron de su boca—. Poseidón que ruges como un toro, Neptuno quearrojas lanzas, poderoso Njórd, Dragón de la cola hendida, mantenedme a salvoen las verdes palmas de vuestras manos. Sacadme ilesa del mar. Y cuandovuelva al hogar, os obsequiaré a vosotros y a los vuestros.

En algún lugar cercano chilló un animal, un toro, un caballo, una granserpiente marina. Era la respuesta. En unos instantes ella sabría el significado. Laseñora Stambley escondió detrás de la espalda su mano derecha, con la navaja,y esperó.

El agua del laberinto de huesos se agitó coléricamente y el tritón dobló elúltimo recodo. Al ver a la señora Stambley apoyada en la frágil pared, se echó areír. La risa brotó de su boca como una cascada, formando un torrente deburbujas. El ruido de las burbujas al reventar subray ó especialmente el regocijodel animal. Después, el tritón mostró de nuevo sus horribles dientes, agitó la colapara avanzar e inició la caza.

La señora Stambley mantuvo la navaja oculta hasta el último instante. Yentonces, mientras los esqueléticos brazos del tritón buscaban su cuerpo, mientraslos dedos de las manos apretaban el cuello de la mujer y sus afilados incisivosavanzaban hacia la garganta, la señora Stambley sacó el brazo y acuchilló alanimal en un costado. El tritón retrocedió horrorizado, y la mujer atacó de nuevo,

con la misma pericia, como si cortara pescado. El animal dobló la espalda, abrióla boca, lanzó un mudo chillido de burbujas y ascendió lentamente hacia lablanca luz de la superficie.

El laberinto de huesos se esfumó. La señora Stambley metió la navaja en subolso, alzó las manos por encima de la cabeza y ascendió igualmente, dejandoatrás una estela de burbujas tan oscuras como la sangre.

—Muy malo —acababa de decir la voz.La señora Stambley dio media vuelta y sonrió suavemente mientras se

arreglaba el sombrero.—Sí, lo sé —dijo—. Muy malo que se halle en ese estado. Por trescientas

libras me gustaría algo que estuviera un poco mejor cuidado.La turista se hizo a un lado.La propietaria de la tienda, una mujer arrugada y pintarrajeada con una

membrana entre los dedos índice y medio, respiraba con dificultad. En la vitrina,el momificado tritón había caído de espaldas. En un costado tenía una profundaherida de cuchillo. La cavidad pectoral estaba hueca. Apestaba. Bajo el cuerpohabía siete nudosos palitos que parecían, sorprendentemente, huesos.

—Sí —prosiguió la señora Stambley, sin molestarse en pedir disculpas por suapresurada salida—, un estado más bien lamentable. Me asombra que algunagente trate de embaucar a los turistas. Por suerte yo no soy tan tonta.

Atravesó la entrada y se alegró al comprobar que el sol iluminaba lacallejuela. Se llevó una mano a su abultado pecho y respiró profundamente.

—Espera, espera a que lo cuente al grupo —dijo.Luego se abrió paso hasta la calle principal, donde el resto de turistas y el guía

se hallaban tras bajar de la montaña. La señora Stambley caminó briosamentehacia ellos, arreglándose el sombrero una vez más y sonriente. Ni siquiera elpensamiento de haber perdido el mapa de los tritones logró deprimir su ánimo.La mirada de sorpresa de aquella vieja bruja que era la propietaria de la tiendacompensaba el susto. Pero ¿qué regalo suficientemente bueno podía ofrecer a losdioses? Un problema que ella podía resolver felizmente durante el viaje deregreso.

NOTA: Jane Yolen comenta esto de su TRITÓN MALASIO: « En realidad,tengo una foto de esa criatura que tomé en una tienducha de una callejuela deGreenwich. Valía 600 dólares y tenía la feliz etiqueta de “Vendido”. Era tanhorrible que tuve grandes deseos de comprarlo, pero mi marido y mis hijos mehabrían repudiado si aparezco en casa con aquello. Al fin y al cabo me habíanofrecido el viaje a Inglaterra como obsequio de Chanukah/Navidad y se habríansentido traicionados con una monstruosidad así en la mesita de café» . ¿Ah, sí?Bah. Qué va. Caramba, ¿en qué otra parte puede ponerse un tritón malasio?

Bébase entero: contra la locura de masas

— Ray Bradbury —

Pocas personas han tomado la medida de abochornar criminalmente alverano como Ray Bradbury en esta obra. El señor Bradbury creció, comoel señor Bloch, en el Midwest, cuyos inviernos no son para rosas y cuyosveranos no son para osos polares. ¿Y dónde vive ahora el señor Bradbury?Él, como el señor Bloch, vive en Los Ángeles, donde el verano es calurosopero no húmedo, donde el invierno no tiene reconocimiento legal y dondeno sopla «el venenoso viento que copuló con el río Este en una nocheresbaladiza como la grasa, infestada de basura». La primera vez que vi aRay Bradbury, el escritor vivía en esa Venecia sin dux al sur de SantaMontea, a la que entonces se llegaba, si no se tenía coche (y ninguno delos dos lo teníamos) con aquellos enormes tranvías rojos ahora tan extintoscomo si hubieran vagado por el pleistoceno; y quizá fue así. Todavía sueñocon ellos a veces, se deslizan por elevados terraplenes entre las azuladasaguas salpicadas de puntos verdes de los estuarios donde los ríos delrecuerdo afluyen a los mares del tiempo. Melissa Toad los conocería muybien.

Ray Bradbury nació en Waukegan, Illinois, en 1920. «Ray Bradburypublicó su primer relato el día de su vigésimo primer cumpleaños, en 1941.Desde entonces ha publicado más de cuatrocientos cuentos, diecisietenovelas y recopilaciones de relatos y poesías. Entre sus libros estánCrónicas Marcianas, Las doradas manzanas del sol y Long After Midnight.Ha escrito los argumentos de The Picasso Summer, I Sing the BodyElectric, Moby Dick y (muy recientemente). Something Wicked This WayComes. En 1953 formó un grupo teatral para producir sus obras TheWonderful Ice Cream Suit, The World of Ray Bradbury y Any Friend ofNicholas Nickleby is a Friend of Mine. A partir de entonces ha escritoobras teatrales basadas en sus libros Crónicas Marcianas, Fahrenheit 451 yDandelion Wine. Ray Bradbury está acabando en la actualidad una novelade crímenes y suspense, Death Is a Lonely Business; trabaja en unargumento, Omenemo; y está escribiendo una ópera, Leviathan 99». RayBradbury y su esposa, Maggie, viven en Los Ángeles.

Era una de esas noches tan rematadamente calurosas en que estás tumbado ysin saber qué hacer hasta las dos de la madrugada, luego te levantas dandotumbos, te remojas con tu fermentado sudor y bajas tambaleante al gran horno

del metro donde aúllan trenes perdidos.—Infierno —musitó Will Morgan.Y el infierno era, con un suelto ejército de bestias, gente que pasa la noche

errando del Bronx hasta Coney y viceversa, hora tras hora, en busca derepentinas inhalaciones de salino viento oceánico que tal vez te hagan jadear deagradecimiento.

En alguna parte, Dios, en alguna parte de Manhattan o más lejos habíarefrescante viento. Al amanecer, era preciso encontrarlo…

—¡Maldita sea!Atontado, Will Morgan vio maniacas oleadas de anuncios, chorros de sonrisas

dentífricas, sus ideas propagandísticas persiguiéndole por toda la calurosa islanocturna.

El tren gruñó y se detuvo.Otro tren permanecía parado en la vía opuesta.Increíble. Allí, en la abierta ventanilla del tren, al otro lado, estaba el viejo

Ned Amminger. ¿Viejo? Los dos tenían la misma edad, cuarenta años, pero…Will Morgan abrió su ventanilla.—¡Ned, hijo de puta!—¡Will, bastardo! ¿Paseas tan tarde a menudo?—¡Todas las noches calurosas desde 1946!—¡Yo también! ¡Me alegro de verte!—¡Mentiroso!Ambos se esfumaron entre el chirrido del acero.Dios mío, pensó Will Morgan, dos hombres que se odian, que trabajan a

menos de tres metros de distancia, que aprietan los dientes para el siguienteascenso, se topan en este infierno de Dante de una ciudad que se funde a las tresde la madrugada. Escucha el eco de nuestras voces, apagándose:

—¡Mentiroso…!Media hora después, en Washington Square, un fresco viento tocó la frente de

Will Morgan. Siguió al viento hacia una callejuela donde…La temperatura bajó diez grados.—Un momento —musitó Will.El viento tenía el olor de aquella fábrica de hielo, cuando él era niño y robaba

fríos cristales para frotarse las mejillas y metérselos debajo de la camisamientras gritaba para vencer el calor.

MELISSA TOAD, BRUJALAVANDERÍA:

DEJE SUS PROBLEMAS AQ UÍ A LAS 9 DE LAMAÑANA Y RECÓJALOS RECIÉN LAVADOS POR

LA NOCHE

Había un letrero de menor tamaño:

HECHIZOS, FILTROS CONTRA CLIMASTERRIBLES, CALUROSOS O FRÍOS. POCIONESPARA INSPIRAR A EMPLEADOS Y ASEGURAR

ASCENSOS. BÁLSAMOS, UNGÜENTOS Y POLVODE MOMIA EXTRAÍDO DE ANTIGUOS JEFES DE

EMPRESA. REMEDIOS PARA EL RUIDO.EMOLIENTES PARA AMBIENTES GASEOSOS O

POLUCIONADOS. LOCIONES PARACAMIONEROS PARANOICOS. MEDICINAS A

TOMAR ANTES DE NADAR EN LOS MUELLES.

Algunas botellas estaban esparcidas en el escaparate, con etiquetas quedecían:

MEMORIA PERFECTA.OLOR A FRESCO VIENTO DE ABRIL.

EL SILENCIO Y EL TREMOR DEL HERMOSOCANTO

Will se echó a reír y se detuvo.Porque el viento era frío e hizo cruj ir una puerta. Y de nuevo llegó el

recuerdo del hielo de las blancas grutas de la fábrica de su infancia, un mundoseparado de los sueños invernales y preservado en agosto.

—Entre —musitó una voz.La puerta se abrió.En el interior, un frío funeral aguardaba a Will.Un bloque de dos metros de transparente y goteante hielo reposaba cual

gigante reminiscencia de febrero en tres caballetes de aserrar.—Sí —murmuró él.En el escaparate de la ferretería de su pueblo, la esposa de un mago, MISS I.

SICKLE, estaba oculta en un inmenso rectángulo de hielo a medio fundir, comoun carámbano. Allí pasaba las noches ella, princesa de la Nieve. A media noche,Will y otros chicos iban a escondidas para verla sonreír en su frío sueño

cristalino. Pasaron la mitad de las noches del verano mirándola fijamente, cuatroo cinco muchachos de catorce años ardientes como un horno, esperando que susllameantes miradas fundieran el hielo…

El hielo jamás se fundió.—Espere —musitó Will. —Escuche…Dio un paso más dentro de la oscura tienda nocturna.Dios, sí. Allí, ¡en ese hielo! ¿No eran esos los contornos donde, sólo hacía unos

segundos, una mujer de nieve dormitaba con fríos sueños nocturnos? Sí. El hieloera hueco, curvado y encantador. Pero… la mujer había desaparecido. ¿Dóndeestaba?

—Aquí —murmuró la voz.Detrás del brillante y frío funeral, las sombras se movían en un apartado

rincón.—Bienvenido. Cierre la puerta.Will presintió que ella estaba en las sombras, no muy lejos. Su carne,

suponiendo que pudiera tocarla, sería fría, todavía estaría fresca tras su estanciaen la goteante tumba de nieve. Si él alargaba la mano…

—¿Qué hace aquí? —preguntó suavemente la voz de la mujer.—Una noche calurosa. Paseaba. Viajaba. En busca de viento frío. Creo que

necesitaba ay uda.—Ha venido al lugar indicado.—¡Pero esto es una locura! No creo en psiquiatras. Mis amigos me odian

porque afirmo que el Afilador y Freud murieron hace veinte años, con el circo.No creo en astrólogos, ni en la numerología, ni en curanderos quirománticos…

—Yo no leo las manos. Aunque… deme su mano.Will tendió la mano hacia la tenue penumbra.Los dedos de ella tocaron los de él. Fue el mismo tacto que el de la mano de

una niña que acaba de registrar una nevera.—Su letrero dice MELISSA TOAD, BRUJA. ¿Qué puede hacer una bruja en

Nueva York en el verano de 1974?—¿Conoce alguna ciudad que necesitara más una bruja que Nueva York este

año?—Cierto. Nos hemos vuelto locos. Pero ¿usted?—Una bruja nace de los mismos deseos de su época —dijo ella—. Yo nací en

Nueva York. Las cosas que peor están aquí me llamaron. Ahora llega usted, sinsaberlo, para buscarme. Deme la otra mano.

Aunque la cara de la mujer era sólo un espectro de fría carne en lapenumbra, Will notó que los ojos de la bruja recorrían su temblorosa mano.

—Oh, ¿por qué ha esperado tanto? —se lamentó ella—. Casi es demasiadotarde.

—Demasiado tarde, ¿para qué?

—Para salvarle. Para recibir el don que yo puedo dar.El corazón de Will latió con fuerza.—¿Qué puede darme usted?—Paz —dijo ella—. Serenidad. Quietud en pleno jaleo. Soy hija del viento

venenoso que copuló con el río Este en una noche resbaladiza como la grasa,infestada de basura. Me revuelvo contra mi origen. Vacuno contra las mismasiras que me trajeron al mundo. Soy un suero originado en venenos. Soy elantídoto de cualquier tiempo. Soy la cura. La ciudad le mata, ¿verdad? Manhattanes el ejecutor de su castigo. Permítame que sea su escudo.

—¿Cómo?—Usted será mi pupilo. Mi protección le rodeará, igual que un invisible grupo

de sabuesos. El metro nunca violará sus oídos. La polución jamás llenará de tizónsus pulmones o su nariz, ni hará febril su vista. Puedo enseñar a su paladar, en elalmuerzo, a saborear los ricos campos del Edén en el perro caliente más sencillo,más barato y demasiado tierno. El agua, sorbida de la nevera de su oficina, seráun raro vino de exquisita familia. La policía, cuando la requiera, responderá. Lostaxis, corriendo a ninguna parte libres de servicio, se detendrán aunque ustedsolamente guiñe un ojo. Aparecerán entradas cuando se acerque a la ventanillade un teatro. Las señales de tráfico cambiarán, en hora punta, fíjese bien, aunqueconduzca su coche en las calles más céntricas, y ningún semáforo se pondrárojo. Verde siempre, si usted va conmigo.

» Si va conmigo, nuestro piso será un claro umbroso en un bosque, lleno degritos de pájaros y reclamos amorosos desde el primer caluroso y desabrido díade junio hasta la última hora después del primer lunes de septiembre, cuando losmuertos vivientes, azotados por el calor, se vuelven locos con los trenes paradosque regresan del mar. Nuestras habitaciones estarán llenas de campanillas decristal. Nuestra cocina, un iglú en julio donde podremos compartir una comida dehelado casero y Cháteu Lafite Rothschild. ¿Nuestra despensa?… Albaricoquesfrescos en agosto o febrero. Jugo de naranja recién exprimida todas las mañanas,leche fría para desay unar, frescos besos a las cuatro de la tarde, mi bocasiempre del sabor de un melocotón frío, mi cuerpo siempre con el gusto deciruelas cubiertas de escarcha. El sabor empieza muy cerca, como dijo EdithWharton.

» Siempre que usted quiera volver a casa estando en la oficina en plenotrabajo en un espantoso día, yo llamaré a su jefe y sus deseos se cumplirán. Alpoco tiempo, usted será el jefe y volverá al hogar, de todas formas, paraencontrar pollo frío, ponche de frutas y a mí. Verano en las islas Vírgenes.Otoños tan cargados de promesas que usted se volverá lunático en la formacorrecta. Inviernos, por supuesto, a la inversa. Yo seré su hogar. Dulce perro,échate aquí. Yo caeré sobre usted como copos de nieve.

» En resumen, tendrá todo. Yo pido poco a cambio. Sólo su alma.

Will se puso rígido y estuvo a punto de soltar la mano de la mujer.—Bien, ¿no es eso lo que esperaba que le pediría? —La mujer se echó a reír

—. Pero las almas no pueden venderse. Lo único posible es perder el alma y novolver a encontrarla. ¿Quiere que le diga qué quiero realmente de usted?

—Dígalo.—Cásese conmigo —dijo ella.« Véndame su alma» , pensó Will, y no lo dijo. Pero ella lo leyó en sus ojos.—Oh, querido —dijo la mujer—. ¿Es eso pedir demasiado? ¿Pese a todo lo

que ofrezco?—¡Tengo que meditarlo!Sin darse cuenta, Will había retrocedido un paso.La voz de la mujer reflejó mucha tristeza.—Si tiene que meditar mucho una cosa, nunca la hará. Cuando termina un

libro sabe si le gusta, ¿verdad? Al final de una obra de teatro usted está despierto odormido, ¿verdad? Bien, una mujer hermosa es una mujer hermosa, ¿verdad?, yuna buena vida es una buena vida.

—¿Por qué no sale a la luz? ¿Cómo sé y o que es hermosa?—No puede saberlo a menos que entre en la oscuridad. ¿No se lo indica mi

voz? ¿No? Pobre hombre. Si no confía en mí ahora, no seré suya, nunca.—Necesito tiempo para pensar. ¡Volveré mañana por la noche! ¿Qué pueden

significar veinticuatro horas?—Para una persona de su edad, todo.—¡Sólo tengo cuarenta años!—Hablo de su alma, y en cuanto a eso es tarde.—¡Concédame otra noche!—La tendrá, de todas formas, por su cuenta y riesgo.—Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios, Dios —dijo Will, con los ojos cerrados.—Ojalá Él pudiera ayudarle ahora mismo. Será mejor que se marche. Es

usted un niño anciano. Qué pena. Qué pena. ¿Vive su madre?—Murió hace diez años.—No, empezó a vivir —dijo la mujer.Will retrocedió hacia la puerta y se detuvo, intentando calmar su confuso

corazón, intentando mover su pesada lengua:—¿Desde cuándo está en este lugar?Ella se echó a reír, con un levísimo toque de amargura.—Tres veranos como este. Y en esos tres años, sólo seis hombres han entrado

en mi tienda. Dos echaron a correr inmediatamente. Dos se quedaron un ratopero se fueron. Uno volvió por segunda vez, y desapareció. El sexto hombre tuvoque admitir finalmente, después de tres visitas, que él no creía. Ya ve, nadie creeen un amor exhaustivo y protector cuando lo ven claro. Un chico del campopodría quedarse para siempre, dada su simplicidad, que es lluvia, viento y

semillas. ¿Un neoyorquino? Recela de todo.» Sea usted quien sea, o lo que sea, oh, buen señor, quédese, ordeñe la vaca y

ponga la leche fresca en el sombrío y refrescante cobertizo, a la sombra delroble que crece en mi buhardilla. Quédese y coja berros para lavarse los dientes.Quédese en la Despensa del Norte con el aroma de caquis, kuncuats y uvas.Quédese y frene mi lengua para que yo deje de hablar así. Quédese y refrenemi boca para que yo pueda respirar. Quédese, porque estoy aburrida de hablar ydebo necesitar amor. Quédese. Quédese.

Tan ardiente era su voz, tan trémula, tan suave, tan dulce, que Willcomprendió que estaba perdido si no echaba a correr.

—¡Mañana por la noche! —gritó.Su zapato tropezó con algo. En el suelo había un trozo de hielo caído del

bloque.Will se agachó, cogió el carámbano y salió corriendo.La puerta se cerró bruscamente. Las luces se apagaron. En su prisa, Will no

vio el letrero: MELISSA TOAD, BRUJA.Fea, pensó Will mientras corría. Una bestia, pensó, ella debe de ser una bestia

y fea. ¡Sí, eso es! ¡Mentiras! ¡Todo mentiras! Ella…Tropezó con alguien.En medio de la calle, los dos se agarraron, se cogieron, se miraron fijamente.¡Ned Amminger! ¡Dios mío, era el viejo Ned!Eran las cuatro de la mañana, el ambiente continuaba siendo ardoroso. Y allí

estaba Ned Amminger, un sonámbulo en busca de fríos vientos, la ropa pegada asu ardiente carne formando rosetones, la cara chorreando sudor, los ojosmuertos, los pies cruj iendo en sus calurosos, calcinados zapatos de cuero.

Ambos se tambalearon en el momento de la colisión.Un espasmo de malicia hizo estremecer a Will Morgan. Agarró al viejo Ned

Amminger, le obligó a dar media vuelta y le dejó de cara al oscuro callejón. Enlas profundidades de la callejuela… ¿no estaba encendida otra vez la luz delescaparate? ¡Sí!

—¡Ned! ¡Por ahí! ¡Ve por ahí!Cegado por el calor, mortalmente fatigado, el viejo Ned Amminger entró

dando tumbos en el callejón.—¡Espera! —gritó Will Morgan, arrepentido de su malicia.Pero Amminger se había esfumado.En el metro, Will Morgan probó el carámbano.Era Amor. Era Delicia. Era Mujer.Cuando llegó estruendosamente el tren, las manos de Will estaban vacías, su

cuerpo corrompido por el sudor. ¿Y el dulce sabor en su boca? Polvo.Siete de la mañana y sin dormir.En algún lugar, un inmenso alto horno abrió su puerta y quemó Nueva York

hasta dejar la ciudad en ruinas.Levántate —pensó Will Morgan—. ¡De prisa! ¡Corre al centro!» .Porque había recordado aquel letrero:LAVANDERÍA:DEJE SUS PROBLEMAS AQUÍ A LAS 9 DE LA MAÑANA Y RECÓJALOS

RECIÉN LAVADOS POR LA NOCHE.Will no fue al centro. Se levantó, se duchó y salió al horno para perder su

empleo.Lo supo cuando subía en el delirantemente caluroso ascensor en compañía

del señor Binns, el moreno y furioso jefe de personal. Las cejas de Binnssaltaban, sus labios se movían sobre sus dientes pronunciando mudas maldiciones.Por debajo de su traje se notaban los puercoespines de su ardiente vello quepugnaban por salir a la superficie cual agujas. Cuando llegaron al pisodecimocuarto, Binns era antropoide.

Alrededor, los empleados erraban como un ejército italiano que acudía aparticipar en una guerra perdida.

—¿Dónde está el viejo Amminger? —preguntó Will Morgan, mirandofijamente un escritorio vacío.

—Llamó diciendo que estaba enfermo. Postración por el calor. Estará aquí almediodía —dijo alguien.

Mucho antes del mediodía el enfriador de agua estaba vacío, y la red deacondicionamiento (?) de aire se suicidó a las once treinta y dos. Doscientaspersonas se transformaron en toscas bestias encadenadas a escritorios junto aventanas inventadas para que no se abrieran.

Faltando un minuto para las doce, el señor Binns, por el intercomunicador, lesordenó formar junto a sus escritorios. Así lo hicieron. Aguardaron, tambaleantes.La temperatura era de treinta y siete grados. Poco a poco, Binns empezó arecorrer la larga hilera. El ardoroso siseo de invisibles moscas no se separaba deél.

—Muy bien, damas y caballeros —dijo—. Todos saben que hay unarecesión, por más felizmente que el presidente de los Estados Unidos la presente.Yo preferiría darles un navajazo en el estómago a traspasarles la espalda. Bien,mientras recorro la hilera, bajaré la cabeza y susurraré: « Usted» . Losempleados que oigan esta palabra, darán media vuelta, recogerán sus cosas y seirán. Una paga de cuatro semanas por cesantía les aguarda en la salida. ¡Unmomento! ¡Falta alguien!

—El viejo Ned Amminger —dijo Will Morgan, y se mordió la lengua.—¿El viejo Ned? —dijo el señor Binns, mirándole coléricamente—. ¿Viejo?

¿Viejo?El señor Binns y Ned Amminger tenían exactamente la misma edad.El señor Binns aguardaba, nervioso.

—Ned —dijo Will Morgan, sofocando las maldiciones que se hacía a símismo—, debería estar aquí…

—Aquí —dijo una voz.Todos volvieron la cabeza.En el extremo opuesto de la hilera, en la puerta, estaba el viejo Ned o Ned

Amminger. Observó la reunión de almas perdidas, interpretó destrucción en elsemblante de Binns, se acobardó. Pero luego ocupó tímidamente su lugar junto aWill Morgan.

—Muy bien —dijo Binns—. Voy a empezar.Inició el avance: susurro, avance, susurro, avance, susurro. Dos personas,

cuatro, finalmente seis dieron media vuelta para poner en orden sus escritorios.Will Morgan respiró profundamente, contuvo la respiración, aguardó.Binns se paró en seco delante de él.« ¿No lo dice? —pensó Morgan—. ¡No lo dice!» .—Usted —susurró Binns.Morgan dio media vuelta y se llevó la mano a su henchido pecho. « Usted» ,

la palabra restalló en su cabeza. ¡Usted!Binns se detuvo para mirar a Ned Amminger.—Bueno, viejo Ned —dijo.Morgan, con los ojos cerrados, pensó: « Dilo, díselo a él, estás despedido,

Ned, ¡despedido!» .—El viejo Ned —dijo Binns, en tono afectuoso.Morgan se vino abajo con el sonido extraño, afectuoso y dulce de la voz de

Binns.Un ocioso viento de los mares del Sur pasó suavemente por el ambiente.

Morgan parpadeó y se levantó, olisqueando. La sala, azotada por el sol, se habíallenado de olor a olas y fría arena blanca.

—Ned, mi querido viejo Ned —dijo el señor Binns, apaciblemente.Atónito, Will Morgan siguió aguardando. « Estoy loco» , pensó.—Ned —dijo el señor Binns, amablemente—. Quédese con nosotros.

Quédese. —Y acto seguido, rápidamente, añadió—: Eso es todo. ¡Hora decomer!

Y Binns se fue y los heridos y los agonizantes abandonaron el campo debatalla. Y Will Morgan volvió la cabeza por fin para mirar directamente al viejoNed Amminger, mientras esperaba. ¿Por qué, Dios mío, por qué?

Y obtuvo respuesta…Ned Amminger estaba allí, no viejo, no joven, más bien un intermedio. Y no

era el Ned Amminger que había asomado alocadamente la cabeza por laventanilla de un caluroso tren, ni el que estaba deambulando por WashingtonSquare a las cuatro de la madrugada.

Este Ned Amminger estaba sereno, como si oyera lejanos sonidos de un

verde territorio, viento, hojas y un clima amistoso que vagaba en la fresca brisade un lago.

El sudor se había secado en su sonrosada cara. Sus ojos no estaban inyectadosen sangre, eran unos ojos firmes, azules y serenos. Ned era una isla paradisíacaen el mar muerto e inmóvil de escritorios y máquinas de escribir que podíanponerse en marcha y chillar como insectos eléctricos. Ned estaba observando lapartida de los muertos vivientes. Y eso no le preocupaba. Se hallaba enespléndido y hermoso aislamiento en el interior del sosiego y la frescura de subella piel.

—¡No! —exclamó Will Morgan, y salió corriendo.No supo adonde iba hasta que se encontró en el lavabo de caballeros,

excavando frenéticamente en la papelera.Encontró lo que sabía que encontraría, una botellita con la etiqueta:BÉBASE ENTERO: CONTRA LA LOCURA DE MASAS.Tembloroso, Will destapó la botella. Sólo quedaba una pequeñísima gota azul

claro. Tambaleándose junto a la cerrada y ardiente ventana, Will dejó caer lagota en su lengua.

Al instante, su cuerpo pareció haber saltado a una marejada de frialdad. Sualiento brotó como una fuente de aplastado y perfumado trébol.

Will agarró la botella con tanta fuerza que la rompió. Jadeó mientrascontemplaba la sangre.

Se abrió la puerta. Ned Amminger estaba allí, observando. Se quedó sólo uninstante, luego dio media vuelta y salió. La puerta se cerró.

Algunos segundos después, Morgan, con los trastos de su escritorio resonandoen el maletín, bajó en el ascensor.

Al salir, volvió la cabeza para dar las gracias al operario.Su aliento debió de tocar la cara del operario.El operario sonrió.¡Una loca, incomprensible, encantadora, hermosa sonrisa!Las luces estaban apagadas en el callejón a medianoche, en la tiendecilla. No

había en el escaparate ningún letrero que dijera MELISSA TOAD, BRUJA. Nohabía botellas.

Will llamó a la puerta durante cinco largos minutos, sin obtener respuesta.Pateó la puerta durante otros dos minutos.

Y por fin, con un suspiro, no queriendo hacerlo, la puerta se abrió.—Entre —dijo una voz muy fatigada.En el interior Will notó el ambiente sólo un poco fresco. El enorme trozo de

hielo, donde había visto la fantasmal silueta de una mujer encantadora, habíamenguado, había perdido una mitad de su peso y goteaba sin cesar camino de laruina.

En alguna parte de la oscuridad, la mujer le aguardaba. Pero Will presintió

que ella estaba vestida en esta ocasión, ataviada y preparada, lista para salir. Willabrió la boca para gritar, para hacer algo, pero la voz de la mujer se lo impidió:

—Le advertí. Llega demasiado tarde.—¡Nunca es demasiado tarde! —dijo Will.—Ayer por la noche habría sido posible. Pero en las últimas veinticuatro

horas se partió su última hebra. Lo presiento. Lo sé. Lo afirmo. Ha muerto,muerto, muerto.

—¿Qué ha muerto, maldita sea?—Pues su alma, por supuesto. Muerta. Devorada. Digerida. Esfumada. Está

vacío. No hay nada ahí.Vio que la mano de ella salía de la oscuridad. La mano tocó el pecho de Will.

Quizás imaginó él que los dedos femeninos atravesaban sus costillas para sondearsus pulmones, su inquieto y acongojado corazón.

—Oh, sí, no está —gimió la bruja—. Qué triste. La ciudad lo desenvolviócomo un caramelo y se lo comió. Usted no es más que una polvorienta botella deleche abandonada en la puerta de una casa, una araña que construye un nido enel tejado. El estrépito del tráfico le golpeó la médula hasta convertirla en polvo.El metro succionó su respiración como un gato succiona el alma de una criatura.Las aspiradoras actuaron en su cerebro. El alcohol disolvió el resto. Máquinas deescribir y ordenadores se ocuparon de los posos en sus tripas, le imprimieron enpapel, le perforaron hasta transformarlo en confetti, le arrojaron por la aberturade una cloaca. La televisión le garabateó con nerviosos tics en viejas pantallasfantasmas. Sus últimos restos los llevará un gran autobús urbano, un fiero bulldogque le mantendrá masticado en la enorme boca con labios de goma que es supuerta.

—¡No! —exclamó él—. ¡He cambiado de opinión! ¡Cásese conmigo!¡Cásese…!

Su voz agrietó la tumba de hielo, que se hizo añicos en el suelo a espaldas deWill. La silueta de la mujer hermosa se fundió en el suelo. Revolviéndose, WillMorgan se lanzó a la oscuridad.

Topó con la pared en el mismo momento que un panel se cerrababruscamente.

Era inútil chillar. Will estaba solo.Al anochecer, en julio, un año después, en el metro, Will vio a Ned

Amminger por primera vez en 365 días.Entre los apretujones, los golpes y el flujo de ardiente lava cuando los trenes

pasaban estruendosamente, llevando al infierno un millón de almas, Ammingerestaba tan frío como hojas de menta bajo verde lluvia. La gente de cera que lerodeaba se fundía. Él iba vadeando en su arroyo de truchas privado.

—¡Ned! —gritó Will Morgan, corriendo para cogerle la mano yestrechársela efusivamente—. ¡Ned, Ned! ¡El mejor amigo que he tenido!

—Sí, es cierto, ¿verdad? —dijo el joven Ned, risueño.¡Y, oh, Dios, cuán cierto era! El querido Ned, el buen Ned, ¡amigo de toda la

vida! ¡Échame tu aliento, Ned! ¡Dame el aliento de tu vida!—¡Eres presidente de la empresa, Ned! ¡Me enteré!—Sí. ¿Me acompañas a tomar un trago?Pese al tremendo calor, un vapor de limonada helada brotaba del cremoso y

fresco traje de Ned mientras ambos hombres buscaban un taxi. En medio demaldiciones, gritos y bocinazos, Ned alzó una mano.

Un taxi se detuvo. El viaje fue sereno.En el bloque de apartamentos, por la noche, un hombre armado con una

pistola salió de las sombras.—Dadme todo lo que lleváis —dijo.—Más tarde —dijo Ned, sonriente, echando sobre el individuo un aroma de

manzanas frescas.—Más tarde. —El hombre se hizo a un lado para dejarles pasar—. Más tarde.Ya en el ascensor, Ned dijo:—¿Sabías que estoy casado? Hace casi un año. Una excelente esposa.—¿Es… —empezó a decir Will Morgan, y cambió de idea—… guapa?—Oh, sí. Te encantará. Te encantará el piso.« Sí —pensó Morgan—. Un verde claro umbroso, campanillas de cristal,

fresca hierba como alfombra. Lo sé, lo sé» .Entraron en el piso, que ciertamente era una isla tropical. El joven Ned sirvió

grandes vasos de champaña helado.—¿Por qué brindamos?—Por ti, Ned. Por tu esposa. Por mí. Por la medianoche, por esta noche.—¿Por qué por la medianoche?—Cuando yo baje y encuentre a ese tipo que espera en el portal con su

pistola. Ese tipo al que dij iste « más tarde» . Y él estuvo de acuerdo. Estaré allí asolas con él. Curioso, ridículo, curioso. Y mi aliento es un aliento ordinario, nohuele a melones ni a peras. Y él aguardando tantas horas con su sudorosa pistola,irritado por el calor. Qué magnífica broma. Bien…, ¿un brindis?

—¡Un brindis!Bebieron.Y en ese momento, entró la esposa. Ella los oy ó reír de forma distinta, y

participó en la risa.Pero los ojos de la mujer, cuando miraron a Will Morgan, se llenaron de

pronto de lágrimas.Y Will Morgan sabía por quién lloraba ella.

Elephas Frumenti

— L. Sprague de Camp y Fletcher Pratt —

Omar el Tendero solía preguntarse que podían comprar los vinaterosque fuera la mitad de precioso que el producto que ellos vendían. Elelefante del muchacho del elefante de Kipling, cargado de años y vigoroso,recibía una ración diaria de aguardiente de palma, una especie de licorasiático… ¿Hay una relación? Si es así, en De Camp y Pratt tenemos loshombres para establecerla. Fue al fin y al cabo L. (de Lyon) Sprague deCamp el hombre que, en An Elephant for Aristotle, nos llevó literariamentea lo largo de la ruta que según la tradición siguió un colosal ejemplar indioenviado por Alejandro el Grande a su viejo tutor: una ruta seguida dehecho por el mismo De Camp, para entenderlo bien. Sobre el típicamentehospitalario Fletcher Pratt, un viejo amigo escribe: «En su enormemansión gótica, un serpenteante barco de vapor, había estanterías repletasde todo lo bebible que existe bajo el sol, y no hay licor existente desde1955 que yo no haya probado allí». Este relato es uno de los veinticinco(como mínimo) de Tales From Gavagan’s Bar, y representa la únicaexplicación científica sostenible en cuanto a por qué un elefante puede serde color de rosa.

L. Sprague de Camp, titulado M. S. en ingeniería y economía, nació enNueva York en 1907. Oficial de la Reserva Naval en la segunda guerramundial, “durante buena parte de los últimos cuarenta años ha seguido lacarrera de escritor independiente”. Cuatrocientos setenta y cinco relatos,guiones y artículos, muchos traducidos, así como noventa y cinco libros,entre ellos The Ancient Engineers, Great Cities of the Ancient World, H. P.Lovecraft: A Biography, Science-Fiction Handbook (todos ellos fuera de lanovelística), The Dragón of the Ishtar Gate, The Bronze Fod of Rhodes,Lest Darkness Fall (novelas) y Héroes and Hobgoblins (poesía). Haeditado antologías como Warlocks and Warriors y recopilaciones como TheConan Swordbook. Entre sus colaboradores figuran el fallecido FletcherPratt, el difunto Willi Ley, Lin Cárter y Catherine Crook de Camp, suesposa. Los De Camp viven en Pennsylvania.

Fletcher Pratt nació en una reserva india del estado de Nueva York en1897. Bibliotecario, boxeador profesional, reportero, escritor y traductorde ciencia ficción, criptógrafo, erudito, historiador, criador de titíes,fabuloso anfitrión: Fletcher Pratt. Escribió, él solo, Secret and Urgent, TheHeroic Years, Hail, Caesar!, Ordean by Fire, The Well of the Unicorn, TheBlue Star y otros. Junto con L. Sprague de Camp escribió The IncompleteEnchanter, Wall of Serpents, The Land of Unreason, The Carnelian Cube y

Tales from Gavagan’s Bar. Fletcher Pratt falleció en 1956.

El hombrecillo calvo con traje de lana estuvo a punto de tirar el vaso aldejarlo con un cuidado indicativo de que tener cuidado era ya una necesidad.

—Piense en los perros —dijo—. De verdad, querida, no existe prácticamentelímite a lo que puede conseguirse mediante reproducción selectiva.

—Excepto que de donde yo vengo, a veces pensamos en otras cosas —dijo larubia, subrayando el viejo chiste del New Yorker con un meneo del torso que erapura Pólice Gazette.

El señor Witherwax alzó su nariz del segundo Martini.—¿Los conoce, señor Cohan? —preguntó.El señor Cohan se puso de perfil para apurar un vaso.—Ese debe de ser el profesor Thott, y un caballero muy educado, además.

No conozco exactamente el nombre de la dama, aunque creo que él la hallamado Ellie, o algo parecido. ¿Le gustaría conocerlos?

—Por supuesto. He leído en un libro algo sobre esa reproducción selectiva,pero no considero que sea tan excelente, y quizás él puede aclarar algo alrespecto.

El señor Cohan se abrió camino hasta el final de la barra y avanzópesadamente hacia la mesa.

—Un placer conocerle, profesor Thott —dijo Witherwax.—Caballero, el placer es mío, todo mío. Señora Jonas, ¿puedo presentarle a

un viejo amigo mío, llamado Witherwax? Viejo en el sentido de su madurez conlos admirables líquidos producidos por el bar de Gavagan, en tanto que losmismos líquidos han madurado en madera… ¡Ja, ja!… Una madurez de trespremisas. Siéntese, señor Witherwax. Llamo su atención respecto a las notablescualidades del alcohol, y la peripecia no es la menos importante de ellas.

—Sí, eso es cierto —dijo el señor Witherwax. Su expresión había adoptadocierto parecido con la del búho disecado de la barra—. Lo que yo iba apreguntarle…

—Caballero, percibo haber usado una pedantería más apropiada para el aula,con el resultado de que no se ha establecido comunicación. Peripecia es lainversión de papeles. Mientras me hallo en estado de virtuosa sobriedad, persigo ala señora Jonas, la tiento con alcohólicas diversiones. Pero después del tercerPresidente, ella me persigue a mí, de acuerdo con la antigua regla biológica: elalcohol aumenta el deseo femenino y mengua la potencia masculina.

En la barra, el señor Cohan parecía haber captado solamente una parte deldiscurso.

—Bollos no tenemos —dijo—. Pero puede coger algunas galletas saladas. —

Metió la mano debajo de la barra en busca del platillo—. Todas acabadas. Yacabo de abrir una caja esta mañana. Ahí van los beneficios del bar. En los viejostiempos el almuerzo gratis, y ahora las galletas saladas.

—Lo que iba a preguntar… —dijo Witherwax.El profesor Thott se levantó e hizo una reverencia, una reverencia que

terminó volviéndole a dejar sentado de una forma más bien brusca.—¡Ah, el misterio del universo y la música de las esferas, como Próspero lo

habría planteado! ¿Quién persigue? ¿Quién huy e? El perverso. Se preserva lafilosofía manteniéndose en el intermedio platoniano, el filo entre persecución yfuga, maldad y virtud. Señor Cohan, una ronda de Presidentes, por favor,incluyendo un vaso para mi envejecido amigo.

—Permítame pagar esta ronda —dijo firmemente Witherwax—. Lo que yoiba a preguntarle está relacionado con la reproducción selectiva.

El profesor se agitó, pestañeó dos veces, se recostó en la silla y apoyó unamano en la mesa.

—¿Desea que yo sea académico? Muy bien. Pero tengo testigos de que ustedmismo lo ha solicitado.

—Mire lo que ha hecho —dijo la señora Jonas—. Lo ha sobresaltado y él nose quedará sin cuerda hasta que caiga dormido.

—Lo que deseo saber… —empezó a decir Witherwax, pero Thott leinterrumpió, rebosante de felicidad.

—Ofreceré únicamente el bosquejo más breve y menos técnico posible —dijo—. Supongamos que, de entre dieciséis ratones, cogemos los dos de may ortamaño y hacemos que procreen. Sus hijos se aparearán a su vez con los de lapareja de mayor tamaño de otro grupo de dieciséis. Y así sucesivamente. Contiempo y material suficientes, y favoreciendo que la especie produzca miembrosde mayor tamaño, sería fácil crear ratones como leones.

—¡Uf! —dijo la señora Jonas—. Debería dejar de beber. Su imaginación sevuelve espantosa.

—Entiendo —dijo Witherwax—. Como un libro que leí una vez, donde habíaratas tan enormes que comían caballos, y avispas del tamaño de perros.

—Recuerdo el libro —dijo Thott, dando un sorbo a su Presidente—. Era Elalimento de los dioses, de H. G. Wells. Temo, no obstante, que el método descritopor él no era el de la genética y por tanto carece de validez científica.

—Pero ¿podría usted crear criaturas así mediante reproducción selectiva? —preguntó Witherwax.

—Ciertamente. Moscas domésticas tan voluminosas como tigres. Essimplemente cuestión de…

La señora Jonas alzó una mano.—Alvin, qué espantosa idea. —Espero que jamás la ponga en práctica.—No hay motivo de aprensión, querida mía. La ley del hexaedro regular nos

protegerá eternamente de tales visitas.—¿Cómo? —preguntó Witherwax.—La ley del hexaedro regular. Si doblas las dimensiones, cuadruplicas el área

y multiplicas por ocho la masa. El resultado es… bien, hablando en términosprácticos, sin tecnicismos, una mosca común del tamaño de un tigre tendría unaspatas demasiado delgadas y unas alas demasiado pequeñas para resistir su peso.

—Alvin —dijo la señora Jonas—, eso no es práctico. ¿Cómo se movería lamosca?

El profesor ensay ó otra reverencia, menos lograda incluso que la primerapuesto que la hizo sentado.

—Madame, la finalidad de ese experimento no sería práctica sinodemostrativa. Una mosca del tamaño de un tigre sería una masa de gelatina quehabría que alimentar con cuchara. —Thott levantó una mano—. No hay motivopara que alguien cree ese monstruo. Y puesto que la naturaleza no tiene ventajasque ofrecer a insectos de gran tamaño, dejaría de crearlos. Convengo en que laidea es repugnante. Yo preferiría el proy ecto optativo de crear elefantes deltamaño de moscas…, o golondrinas.

Witherwax hizo una seña al señor Cohan.—Eso está bien. Repítalo. Pero ¿no le haría caer en desgracia aquí también su

ley del hexaedro regular?—De ningún modo, caballero. En caso de una reducción de tamaño, la ley

actuaría en mi favor. La masa quedaría dividida por ocho, pero los músculosseguirían siendo los mismos en proporción, capaces de soportar un pesomuchísimo may or. Las patas y las alas de un minúsculo elefante no sólo losostendrían, sino que le conferirían la agilidad de un colibrí. Considere el caso delelefante enano de Sicilia durante el plis…

—Alvin —dijo la señora Jonas—, estás borracho. De lo contrario recordaríascómo se pronuncia pleistoceno, y no hablarías de alas de elefante.

—En absoluto, querida mía. Yo esperaría con suma confianza que unaespecie así desarrollara la habilidad del vuelo mediante orejas agrandadas, comoel Dumbo de las películas.

La señora Jonas se rió tontamente.—De todas maneras no me gustaría un elefante del tamaño de una mosca.

Como mascota sería muy pequeño y se metería por todas partes. Que sea deltamaño de un gamo, algo así.

Separó sus dedos índices menos de diez centímetros.—Muy bien, querida mía —dijo el profesor—. En cuanto logre obtener una

subvención de la Fundación Carnegie, abordaré el proy ecto.—Sí, pero —dijo Witherwax—, ¿cómo alimentaría a un elefante de ese

tamaño? ¿Sería posible domesticarlo?—Si es posible domesticar a un hombre, un elefante debería ser cosa fácil —

dijo la señora Jonas—. Y se le podría aumentar con avena o heno. Mucho máslimpio que tener latas de comida para perro por toda la casa.

El profesor se frotó la barbilla.—Hum —dijo—. El ritmo de absorción de alimento variaría en la misma

proporción que la superficie intestinal…, que variaría el cuadrado de lasdimensiones… No estoy seguro de los resultados, pero temo que deberíamosrecurrir a un alimento más concentrado y menos convencional. Supongo quepodríamos alimentar a nuestro Elephas micros, como propongo llamarlo, conterrones de azúcar. No, nada de Elephas micros, Elephas microtatus, « el elefantemás pequeño, más minúsculo» .

El señor Cohan, que había olvidado a su otro único cliente para apoy arse en labarra de cara al grupo, intervino en ese momento.

—El señor Considine, el vendedor, estaba diciéndome que el alimento másconcentrado que puede obtenerse es un buen whisky de malta.

—¡Eso es! —El profesor dio una palmada en la mesa—. No Elephasmicrotatus, sino Elephas frumenti, el elefante del whisky, del producto de que sealimenta. Lo criaremos con una dieta de alcohol. Alto contenido energético.

—Oh, pero eso no servirá —protestó la señora Jonas—. Nadie querrá unamascota que debe aumentarse siempre de whisky. Especialmente con niñosalrededor.

—Escuche —dijo Witherwax—, si realmente desea tener estos animales,¿por qué no los tiene en algún lugar donde no hay a niños cerca y donde el whiskyesté… en bares, por ejemplo?

—Profunda observación —dijo el profesor Thott—. Y hablando de rondas,señor Cohan, sírvanos otra. Tenemos caballos como mascotas al aire libre, gatoscomo mascotas en el hogar, canarios como mascotas en jaulas. ¿Por qué no unanimal especialmente ideado y creado para ser una mascota de bar? Y apropósito…, ese búho disecado que tiene a modo de mascota, señor Cohan, estáponiéndose francamente sarnoso.

—Esos animales robarían cosas como esa —dijo la señora Jonas como sisoñara—. Cogerían cosas como plumas de búho, galletas saladas y etiquetas decerveza para construir sus nidos, en los rincones oscuros, cerca del techo.Saldrían por la noche…

El profesor inclinó la cabeza para ofrecer una benigna mirada a la señoraJonas mientras el señor Cohan servía la bebida.

—Querida mía —dijo Thott—, algo se le está subiendo a la cabeza, o bienesta discusión sobre el futuro Elephas frumenti o el auténtico spiritus frumenti.Cuando usted se pone poética…

La rubia se había recostado y estaba mirando el techo.—No soy poética. Eso que hay ahí arriba, en lo alto de la columna, es el nido

de uno de sus elefantes de bar.

—¿Qué hay ahí arriba? —dijo Thott.—Eso que hay ahí arriba, donde está tan oscuro.—Yo no veo nada —dijo el señor Cohan—. Y si no le importa que lo diga,

este bar es limpio, no tiene una sola rata.—No serían demasiado dóciles —dijo la señora Jonas, todavía mirando el

techo—. Y si creyeran que no tienen suficiente alimento, saldrían y cogeríanellos mismos lo que quisieran cuando el barman no los viera.

—Eso parece divertido —dijo Thott.Echó atrás su silla y se dispuso a subirse a ella.—No lo haga, Alvin —dijo la señora Jonas—. Se partirá el cuello… Piense en

ello, ellos alimentarían a sus hijos…—Póngase junto a mí, en ese caso, y déjeme apoyar la mano en su hombro.—¡Eh! —dijo de pronto Witherwax—. ¿Quién se ha tomado mi bebida?La señora Jonas bajó los ojos.—¿No ha sido usted?—Ni siquiera la he tocado. El señor Cohan acaba de servirla, ¿no es cierto?—Lo hice. Pero hace un par de minutos, y es posible que usted…—Imposible. Definitiva, positivamente: no he bebido… ¡Eh, señores, miren la

mesa!—Si tuviera las otras gafas —dijo Thott, tambaleándose, más bien vacilante

mientras observaba las sombras del techo.—Miren la mesa —repitió Witherwax, señalándola.El vaso donde había estado su bebida estaba vacío. El de Thott aún tenía

medio cóctel. El vaso de la señora Jonas estaba volcado, y de su borde habíafluido una pizca de cóctel Presidente, formando una rosada e irregular manchadel tamaño de una mano infantil.

Cuando siguieron el dedo de Witherwax, los otros dos vieron que, a partir deesa mancha, una hilera de pequeños y húmedos rastros cruzaban la mesa hasta elotro extremo, donde las diminutas pisadas cesaban bruscamente. Eran circulares,del tamaño de una moneda muy pequeña, con un borde delantero similar al deuna concha, como si las hubiera dejado un…

Tellero Bo

— Theodore Sturgeon —

Para muchos, este relato de Theodore Sturgeon es la fuente de todos loscuentos sobre tiendas raras…, y seguramente lo es de gran cantidad deellos. Parece imposible publicar una antología de este tipo y no incluirlo.Dejaré que el relato hable por sí mismo (y por los mágicos días de lamágica revista Unknown, más tarde Unknown Worlds) y reconoceré quemi favorito entre los cuentos de Sturgeon es La otra Celia, y que meextraña personalmente que La otra Celia no sea no sólo más famoso, sinouniversalmente más conocido. En cuanto al mismo Theodore Sturgeon,forma parte del pueblo mágico. En cualquier parte que haya estado sumorada, habrá humo de enebro y el sabor y el aroma de manzanassilvestres. Él forma parte del pueblo mágico, es él quien entreteje elcírculo.

Nunca había visto esa tienda, y yo vivía en la misma manzana, al doblar laesquina. Incluso puedo darles las señas, si las quieren. « Tellero Bo» , entre lascalles Veinte y Veintiuna, en la Décima Avenida de Nueva York. Podránencontrarla si la buscan. Además, tal vez valga la pena el rato que pierdan.

Pero harán mejor no yendo.« Tellero Bo» . Me atrajo. Era una tiendecilla con un letrero deteriorado por la

intemperie, colgado de un saliente de hierro, un letrero que cruj íamelancólicamente con el viento de finales de otoño. Pasé junto a la tienda,pensando en el anillo de compromiso que llevaba en el bolsillo y que acababa dedevolverme Audrey, y mi mente estaba muy alejada de cualquier tienducha.Estaba pensando que Audrey podría haber usado un término más amable que« inútil» al describirme. Y que su retorcida observación de que yo era « unincompetente psicópata constitucional» era tan impertinente como espectacular.Ella debía de haberlo leído en alguna parte, compensada como estaba esaobservación por « ¡Y y o no me casaría contigo aunque fueras el último hombrede la Tierra!» , que es una frase notablemente gastada.

—¡Tellero Bo! —murmuré, y luego me detuve, preguntándome dónde habíavisto esas curiosas sílabas con las que me expresaba.

Las había visto en el letrero, claro, y habían atraído mi atención. « ¿Quépuede ser esa tienda?» , me pregunté. Yo mismo repliqué prontamente: « Ni idea.Vuelve y echa un vistazo» . Y eso hice, desandé la acera este de la DécimaAvenida, pensando qué clase de hombre sería el propietario de un

establecimiento así y a qué negocio se dedicaba. El segundo punto me lo aclaróun letrero del escaparate, simplemente oscurecido por el polvo y las cenizas deaparentes siglos, que decía:

VENDEMOS BOTELLAS

Había otra línea con letras más pequeñas. Froté el incrustado vidrio con lamanga y finalmente logré ver:

Esto mismo:Con cosas dentro.

VENDEMOS BOTELLAS Con cosas dentro.

Bien, por supuesto, entré. A veces hay cosas deliciosas dentro de las botellas,y tal como me encontraba yo, podía soportar algo que fuera un poco delicioso.

—¡Ciérrela! —chilló una voz cuando empujé la puerta.La voz provenía de un reluciente huevo que flotaba detrás del mostrador. Al

observarlo vi que no era un huevo, sino la calva cabeza de un viejo aferrado alborde del mostrador, con su flacucho cuerpo empujado por la suave corrienteque se colaba por la abierta puerta, como si estuviera hecho de burbujas. Unpoco sorprendido, cerré la puerta con el tacón. El viejo cayó de bruces alinstante, y se puso trabajosamente en pie, sonriendo.

—Ah, me alegra verle otra vez —dijo con áspero tono.Creo que también sus cuerdas bucales estaban oxidadas. Todo lo que había allí

lo estaba. Cuando se cerró la puerta me sentí como si estuviera dentro de un grancerebro oxidado que acababa de cerrar los ojos. Oh, sí, había bastante luz. Perono se trataba de la luz de la lámpara, ni de luz diurna. Era… igual que la luzreflejada por las mejillas de gente pálida. No puedo decir que me gustaramucho.

—¿Por qué dice « otra vez» —pregunté irritado—. Usted no me ha vistonunca.

—Le he visto al entrar. Caí, me levanté y le vi otra vez —se evadió el viejo, yrebosaba de alegría—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Oh —dije yo—. Bien, he visto su letrero. ¿Qué tiene en una botella que mepueda gustar?

—¿Qué desea?—¿Qué tiene?El viejo inició un aflautado cántico. Todavía lo recuerdo, palabra por palabra.

Por medio billete, un poco de suerteO una botella de buena estrellaO un frasco de alegría, o Myrna LoyPara almorzar con excelente ternera.

Sírvase un vaso de esta vieja jarraY nunca con la lluvia se mojará.Botellas de sonrisas y para ganar carrerasY lociones con las que los dolores calmará.

Botellas de duendes y frescos gorgojosDe un marque ningún hombre ha vistoY la savia de la siringa de PanY un elixir con que el miedo disipo.

Con el cuerno en polvo de un unicornioPodrá conseguir buena compañía,Magníficas influencias, un buen empleo…¡A precio de ganga, hoy es su día!

—¡Alto, un momento! —espeté—. ¿Pretende decir que vende sangre dedragón, tinta de la pluma del fraile Bacon y todo ese galimatías?

El viejo asintió rápidamente y una sonrisa llenó su increíble cara.—¿Artículos genuinos? —proseguí.Él continuó asintiendo. Le miré un momento.—¿Pretende seguir así, con los dientes fuera de la boca y su pelada cara

delante de mí, diciéndome que hoy y ahora, en esta ciudad y a plena luz del día,vende esa basura? ¿Y espera que yo… yo, un instruido intelectual…?

—Usted es muy estúpido, y doblemente pomposo —dijo serenamente elviejo.

Le miré ferozmente y alargué la mano hacia el pomo de la puerta…, y ahíme quedé paralizado. Y lo digo en serio. Porque el viejo sacó de pronto un viejopulverizador y me roció dos veces cuando yo daba media vuelta. Y que memuera si no digo la verdad, ¡no podía moverme! Podía maldecir, eso sí, y vayasi lo hice.

El propietario saltó el mostrador y corrió hacia mí. Debía de haber estado depie sobre una caja, porque vi que apenas medía un metro de estatura. Se agarró alos faldones de mi frac, trepó por mi espalda y se deslizó por mi brazo, queestaba extendido hacia la puerta. Se sentó en mi muñeca, hizo oscilar sus pies yse rió de mí. Por lo que y o notaba, el viejo no pesaba absolutamente nada.

Cuando agoté mi irreverencia (me enorgullezco de no repetir jamás unafrase insultante), el viejo dijo:

—¿Prueba eso algo para usted, mi engreído y tonto amigo? Eso era el aceiteesencial del cabello de las Gorgonas. Y hasta que no le dé un antídoto,¡permanecerá aquí a partir de ahora hasta dentro de una semana, hasta elmáximo prartes!

—¡Sáqueme de aquí —rugí— o le soplaré tan fuerte que perderá los sesos porlos poros de los pies!

El viejo se echó a reír.Traté de librarme otra vez y no pude. Parecía que mi epidermis se había

convertido en acero al carbono. Empecé a maldecir de nuevo, pero desistí pordesesperación.

—Tiene un alto concepto de su persona —dijo el propietario de Tellero Bo—.¡Mírese! Vaya, yo no lo contrataría para que me lavara el escaparate. Ustedespera casarse con una mujer acostumbrada al mínimo bienestar animal ydespués se disgusta porque ella le rechaza. ¿Por qué le rechaza ella? Porque ustedjamás conseguirá un empleo. Usted es un inútil. Un holgazán. ¡Je, je! Y tiene eldescaro de ir por ahí poniendo a la gente en su sitio. Bien, si y o estuviera en susituación pediría educadamente que me soltaran y luego comprobaría si algunapersona de esta tienda tiene la bondad de venderme una botella llena de algo quesirva de ayuda.

Jamás me excuso con nadie, nunca doy un paso atrás y no acepto una solapatraña de simples comerciantes. Pero este caso era distinto. Jamás me habíanpetrificado, ni me habían echado en cara tantas verdades irritantes. Me calmé.

—Vale, vale, suélteme pues. Compraré algo.—Su tono es malhumorado —dijo muy complacido mientras caía

suavemente al suelo y preparaba su pulverizador—. Tiene que decir, « Por favor,se lo suplico» .

—Se lo suplico —dije, casi asfixiado por la humillación.El viejo volvió al mostrador y regresó con unos polvos envueltos que me dio a

oler. A los pocos instantes empecé a sudar, y mis extremidades perdieron larigidez con tanta rapidez que estuve a punto de caer. Habría estado tumbado deespaldas si el viejo no me hubiera llevado solícitamente hasta una silla. Mientrasla fuerza volvía poco a poco a mis conmocionados tej idos, pensé que podíaaplastar la nariz de aquel diablillo por haberme hecho esa jugarreta. Pero un algoextraño me detuvo…, extraño porque nunca había tenido esa experiencia. Era

simplemente la idea de que, en cuanto saliera de la tienda, estaría de acuerdo conel viejo por tener tan pobre opinión de mi persona.

Él no estaba preocupado. Tras frotarse las manos animadamente, volvió a susestantes.

—Bien, veamos… ¿Qué será lo mejor para usted, me pregunto? Hum… Éxitoes algo que no puede justificar. ¿Dinero? No sabe cómo gastarlo. ¿Un buenempleo? No está capacitado para ninguno.

Volvió sus apacibles ojos hacia mí y meneó la cabeza.—Triste caso. Qué pena, qué pena.Yo no sabía dónde meterme.—¿Una compañera perfecta? Nanay. Usted es demasiado estúpido para

reconocer la perfección, demasiado vanidoso para apreciarla. No creo que yopueda… ¡Espere!

Cogió rápidamente cuatro o cinco botellas y potes de la infinidad deestanterías y desapareció en alguna parte de los oscuros escondrijos de la tienda.De inmediato oí ruido de violenta actividad. Tintineos y suaves estrépitos. Agitarde líquidos. El rápido y susurrante chirrido de un mortero y su mano. El fangososonido de un líquido añadido a un ingrediente seco sin dejar de revolverlo. Y porfin, tras un silencio bastante prolongado, el gorgoteo de un líquido al entrar en unabotella a través de un embudo con filtro. El propietario de la tienda reapareciócon aire de triunfo con una pequeña botella sin etiqueta.

—¡Esto servirá! —dijo muy alegre.—¿Para qué?—¡Hombre, para curarle!—Curar… —Mi pomposa actitud, como decía Audrey, se había recuperado

mientras el viejo preparaba la mezcla—. ¿Por qué habla de curar? ¡No tengonada!

—Mi querido niñito —dijo ofensivamente el propietario—. Algo debe tener,ciertamente. ¿Es feliz? ¿Alguna vez ha sido feliz? No. Bien, y o arreglaré todo eso.Es decir, le ofrezco el punto de partida que usted precisa. Como cualquier otracura, requiere su cooperación.

» Va por mal camino, joven amigo. Padece lo que en la profesión sedenomina metempsicosis retrogresiva del ego en su forma más maligna.Incapacitado constitucional para tener un empleo. Sociófago total. No me gusta.Usted no gusta a nadie.

—¿Q qué pretende hacer? —tartamudeé, con la sensación de hallarme en unazona sometida a intenso bombardeo.

El viejo me tendió la botella.—Vuelva a casa. Métase solo en una habitación, cuanto más pequeña mejor.

Beba esto, en la misma botella. Aguarde acontecimientos. Eso es todo.—Pero…, ¿de qué me servirá eso?

—A usted de nada. Será de gran utilidad para su persona. Tanta utilidad comousted quiera. Pero escúcheme bien. Mientras lo use para mejorar, todo irá bien.Úselo para satisfacer sus deseos, como base para alardear, o para vengarse, ysufrirá enormemente. Recuérdelo.

—Pero ¿qué es esto? ¿Cómo…?—Estoy vendiéndole un talento. Usted no tiene ninguno ahora. Cuando

descubra qué clase de talento es, dependerá de usted usarlo en provecho propio.Ahora, váyase. Continúa sin gustarme.

—¿Qué le debo? —murmuré, totalmente derrotado.—La botella contiene el precio. Usted no pagará un centavo a menos que no

siga mis instrucciones. Ahora va a marcharse…, ¿o debo destapar una botella dej inn? Y no me refiero a ginebra…

—Me iré —dije. Había visto algo que se agitaba en las profundidades de ungarrafón, en un extremo del mostrador, y no me gustaba un pelo—. Adiós.

—Osadi —contestó él.Salí, seguí la Décima Avenida, me metí por la calle Veinte y en ningún

momento volví la vista atrás. Y por muchas razones me arrepiento ahora de nohaberlo hecho, porque había algo muy extraño, sin duda alguna, en Tellero Bo, enaquella tienda.

No me calmé hasta que volví a casa. Pero en cuanto tuve una taza de caféitaliano en el estómago me sentí mejor. Finalmente, me mostré escépticorespecto al incidente. En realidad sentía la tentación de burlarme. Perocuriosamente no quería burlarme en voz demasiado alta. Observé la botella concierto desdén, y el vidrio tenía un algo que parecía devolverme la mirada. La olíy la tiré detrás de unos viejos sombreros, en el estante superior del armario, yluego me senté para relajarme. Puse los pies en el pomo de la puerta y medeslicé en el sillón hasta quedar apoyado en los omoplatos. Y como afirma elviejo dicho, « A veces me acomodo y pienso, y a veces sólo me acomodo» . Loprimero es bastante fácil, y es lo que incluso un perfecto haragán debe hacerantes de llegar al segundo y más dichoso estado. Cuesta años de prácticarelajarse lo suficiente para llegar a ese « sólo me acomodo» . Yo lo hago desdehace tiempo.

Pero cuando estaba a punto de introducirme en el estado vegetal, algo meirritó. Me esforcé en ignorarlo. Manifesté una inhumana falta de curiosidad, perola irritación persistió. Una ligera presión en el codo, en el punto donde tocaba elbrazo del sillón. Me vi en el desagradable aprieto de tener que concentrarme enello; y sabiendo que concentrarme en algo era lo menos deseable posible. Desistífinalmente, y tras un profundo suspiro abrí los ojos y eché un vistazo.

Era la botella.Me restregué los ojos y volví a mirar, pero la botella continuaba allí. La

puerta del armario estaba abierta tal como yo la había dejado, y el estante

quedaba casi encima de mí. Debía de haberse caído. Crey endo que si la malditabotella estaba en el suelo no podría caer más, la aparté del brazo del sillón con micodo.

Rebotó. Rebotó con una precisión tan asombrosa que cay ó exactamente en elmismo punto de partida: en el brazo del sillón, junto a mi codo. Sorprendido, laempujé violentamente. En esta ocasión la empujé con fuerza suficiente paralanzarla contra la pared, donde rebotó. De ahí fue al estante de la mesita y acabóen el brazo del sillón…, acogedoramente apoyada en mi hombro. Agitado por losrebotes, el tapón saltó y quedó en mi regazo. Y así quedé yo, respirando lasemanaciones agridulces de su contenido, sintiéndome infernalmente asustado yridículo.

Cogí la botella y la olí. Había olido lo mismo en alguna otra parte… ¿Dónde?… Ah…, oh, sí, el rimel que usan las chinas de los cabarets baratos de SanFrancisco. El líquido era oscuro, negro ahumado. Lo probé cautelosamente. Noera malo. Si no era alcohólico, el viejo de la tienda había descubierto un malditosustituto del alcohol, muy bueno. Con el segundo sorbo me gustó y con el tercerodisfruté y no hubo cuarto porque por entonces la botellita estaba vacía. Entoncesfue cuando recordé qué era aquel ingrediente oscuro de olor tan curioso. Unahierba usada por los orientales para ver seres sobrenaturales. ¡Necia superstición!

Y luego el líquido que me había tomado, cálido y agradable en mi estómago,se transformó en producto efervescente. Después creo que se hinchó. Traté deincorporarme y no pude. La habitación pareció desintegrarse y lanzar contra mísus pedazos, y me desmayé.

Nunca despierten como desperté yo. Por su bien, tengan cuidado con estascosas. No les deseo que salgan de un mal sueño, miren alrededor y vean cosasrevoloteando, flotando, volando, reptando y arrastrándose junto a ustedes;abultadas criaturas sangrando, diáfanos seres sin patas, pizcas y fragmentos depálida anatomía humana. Terrorífico. Una mano humana flotando a pocoscentímetros de mi nariz; y con mi jadeo de sorpresa se alejó de mí, con los dedosagitándose con el removido aire de mi aliento. Algo con venas y bulboso saltódesde debajo del sillón y rodó por el suelo. Oí un golpecito, y al levantar lacabeza vi unas fauces no unidas a cara alguna con los dientes rechinando. Creoque perdí la calma y grité un poco. Sé que volví a perder el conocimiento.

Cuando desperté de nuevo (quizás fue horas después, porque era de día ytanto el despertador como el reloj de pulsera se habían parado) las cosas habíanmejorado ligeramente. Oh, sí, había algunos horrores. Pero curiosamente y a nome preocupaban tanto. Estaba prácticamente convencido de haberme vueltoloco. Y puesto que tenía esa convicción, ¿por qué preocuparse? No lo sé, debió deser uno de los ingredientes de la botella el que me calmó. Sentí curiosidad yexcitación, y nada más. Miré la habitación, y casi me gustó lo que vi.

¡Las paredes eran verdes! El descolorido papel de la pared se había

transformado en algo pasmosamente bello. Las paredes estaban cubiertas demusgo, eso parecía; pero jamás un musgo así había crecido para que lo vieranunos ojos de hombre. Era alargado y espeso, y tenía un ligero movimientoperpetuo, no el movimiento provocado por una brisa, sino el del crecimiento.Fascinado, me acerqué y lo miré atentamente. Crecía, sí, con la rápida magiaque conduce de la espora a la vesícula de aire, de ahí a la raíz y nueva formaciónde esporas. Y la veloz magia del desarrollo era una simple parte del mágicoconjunto, porque jamás ha existido ese color verde. Extendí la mano para tocar yacariciar la pared, pero sólo noté el papel. Mas cuando apreté los dedos, sentí elligero contacto en la palma de mi mano, el peso de veinte rayos de sol, la blandaelasticidad de una oscuridad negra como el azabache en un lugar cerrado. Lasensación fue de exquisito éxtasis, y nunca he sido más feliz que en aquelmomento.

Alrededor de los zócalos había menudos y níveos hongos, y el suelo era dehierba. En la parte de la puerta del armario que tenía las bisagras se alzaba unamaraña de enredaderas en flor, y los pétalos tenían coloridos indescriptibles. Mesentí como si hubiera estado ciego hasta entonces, y también sordo, porque pudeoír los susurros de unos nebulosos insectos rojos entre las hojas y el constantemurmullo del crecimiento. Me rodeaba por completo un mundo nuevo ymaravilloso, tan delicado que el viento levantado por mis movimientos arrancabapétalos de las flores, un mundo tan real y natural que desafiaba su propiaincredibilidad. Anonadado, di vueltas y más vueltas, corrí de pared en pared,miré debajo de mis viejos muebles, en mis viejos libros. Y en todas partesencontré cosas nuevas y más prodigiosamente hermosas. Mientras estabatumbado observando los brotes de la cama, donde había anidado una colonia delagartos brillantes como joyas, oí los sollozos.

Era un llanto joven y quejumbroso, y no tenía derecho a estar en mihabitación, donde abundaba la felicidad. Me levanté y miré alrededor, y allí, enun rincón, estaba la translúcida silueta de una niña. Estaba apoyada en la pared.Sus delgadas piernas estaban cruzadas ante ella, sostenía tristemente en una manola pata de un deshilachado elefante de trapo y con la otra mano ocultaba suslloros. Su cabello era largo y oscuro, y le caía por encima de cara y hombros.

—¿Qué pasa, pequeña? —pregunté—. Odio oír llorar a un niño de esa forma.La niña interrumpió un sollozo y se apartó el pelo de los ojos, y miró más allá

de donde y o estaba, toda ella espanto, piel olivácea e hinchados ojazos de colorlila.

—¡Oh! —chilló.—¿Qué pasa? —repetí—. ¿Por qué lloras?La niña apretó el elefante contra su pecho en un gesto defensivo.—¿Dónde estás? —gimoteó.—Delante mismo de ti —dije sorprendido—. ¿No me ves?

Ella sacudió la cabeza.—Estoy asustada. ¿Quién eres?—No pienso hacerte daño. Te he oído llorar y quería ver si podía ayudarte.

¿No puedes verme?—No —musitó la pequeña—. ¿Eres un ángel?Me eché a reír.—¡Naturalmente que no!Me acerqué y le puse una mano en el hombro. La mano atravesó su cuerpo y

la niña se sobresaltó y se encogió, y dio un grito.—Lo siento —me apresuré a decir—. No pretendía… ¿No puedes verme? Yo

te veo.Ella sacudió la cabeza otra vez.—Creo que eres un fantasma —me dijo.—¡No me digas! —repuse—. ¿Y quién eres tú?—Soy Ginny —dijo la pequeña—. Tengo que estar aquí, y no puedo jugar

con nadie.Parpadeó, y barrunté más lágrimas.—¿De dónde has venido? —pregunté.—Vine aquí con mi madre —dijo ella—. Hemos vivido en muchísimas

pensiones como esta. Mi madre fregaba suelos en oficinas. Pero aquí es dondeme puse tan enferma. Estuve enferma mucho tiempo. Entonces un día melevanté de la cama y llegué aquí, pero cuando miré atrás yo seguía en la cama.Fue muy raro. Vinieron unos hombres y pusieron a la Ginny que estaba en lacama en una camilla y se la llevaron, a mí, fuera. Al cabo de un rato mamátambién se fue. Ella lloró mucho antes de irse, y cuando la llamé no me oy ó. Ellano ha vuelto, y yo tengo que estar aquí.

—¿Por qué?—Oh, tengo que estar. No…, no sé por qué. Tengo…, tengo que estar aquí.—¿Y qué haces?—Estoy aquí y pienso cosas. Una señora vivía aquí, y tenía un niña igual que

yo. Las dos jugábamos juntas hasta que la señora nos vio un día. La señora sepuso escandalosa. Dijo a su hija que estaba poseída. La niña me gritó: « ¡Ginny !¡Ginny ! ¡Dile a mamá que estás aquí!» . Y yo lo intenté, pero la señora no meveía. Luego la señora se asustó y cogió a su hija y lloró y y o sentí pena. Me vinecorriendo aquí y me escondí y pasaron unos días y la otra niña me olvidó, creo.Se fueron —terminó la pequeña con patética conclusión.

Me impresioné.—¿Qué será de ti, Ginny?—No lo sé —dijo ella, y su voz reflejaba preocupación—. Supongo que me

quedaré aquí y esperaré que vuelva mi mamá. Llevo mucho tiempo aquí. Y creoque me lo merezco.

—¿Por qué, guapa?Ella se miró los zapatos con aire culpable.—Me sentí muy mal cuando estaba enferma, y no lo aguantaba. Me levanté

de la cama antes de tiempo. Tenía que haberme quedado acostada. Por eso mefui. Pero mamá volverá, y a lo verás.

—Naturalmente que volverá —murmuré. Tenía un nudo en la garganta—.Tómatelo con calma, pequeña. Cuando quieras hablar con alguien, grita. Yohablaré contigo siempre que esté por aquí.

Ella sonrió, y fue muy bonito ver esa sonrisa. ¡Qué mala pasada para unaniña! Cogí mi sombrero y salí.

Afuera las cosas estaban igual que en la habitación. Los corredores y lasalfombrillas llenas de polvo de la escalera tenían nuevos recubrimientos debrillante y casi intangible follaje. Ya no había oscuridad, porque todas las hojastenían una pálida luz propia. De tanto en tanto vi cosas no tan bonitas. Había unser que se reía tontamente e iba de un lado a otro en el rellano del tercer piso. Eraun poco borroso, pero se parecía mucho a Erogan Cabeza de Barril, un pobrediablo irlandés que cometió un robo en un almacén hacía cosa de un año y tuvola mala suerte de matarse con su pistola. No lo lamenté.

En el primer piso, en el escalón inferior, vi dos jóvenes sentados. La chicaapoy aba la cabeza en el hombro de su compañero, y él la abrazaba, y vi labarandilla a través de sus cuerpos. Me detuve para escuchar. Sus voces erantenues, y parecían venir de muy lejos.

—Hay una sola salida —dijo él.—¡No hables así, Tommy!—¿Qué otra cosa podemos hacer? Hace tres años que te amo, y todavía no

podemos casarnos. Sin dinero, sin esperanza…, nada. Sue, si lo hacemos, sé quesiempre estaremos juntos. Siempre y siempre…

Al cabo de largo rato ella contestó:—De acuerdo, Tommy. Consigue una pistola, como has dicho. —De pronto la

chica se apretó al joven—. Oh, Tommy, ¿estás seguro de que siempre estaremosjuntos como ahora?

—Siempre —musitó él, y la besó—. Como ahora.Luego hubo un prolongado silencio y ninguno de los dos se movió. De repente

los vi otra vez como al principio.—Hay una sola salida —dijo él.—¡No hables así, Tommy!—¿Qué otra cosa podemos hacer? Hace tres años que te amo…La conversación continuó así, una y otra vez.Me sentía muy mal. Salí a la calle.La verdad empezaba a traslucirse en mi cabeza. El hombre de la tienda lo

había denominado « talento» . Yo no podía estar loco, ¿no? No me sentía como un

loco. La poción de la botella había abierto mis ojos a un nuevo mundo. ¿Quémundo era aquel?

Un mundo poblado de espíritus. Allí estaban, los fantasmas de los cuentos, losaparecidos regulares, pobres almas condenadas…, todos los accesorios de unafantasía sobrenatural, incluso la vegetación que crecía en ella. Eso eraperfectamente lógico: árboles, pájaros, hongos, flores… Un mundo fantasma enun mundo tal como lo conocemos, y un mundo tal como lo conocemos debetener vegetación. Sí, yo veía a los fantasmas. ¡Pero ellos no podían verme!

Muy bien. ¿Qué podía sacar en claro? No podía hablar ni escribir de elloporque nadie me creería. Y además, tenía esta noticia en exclusiva, por lo que yosabía. ¿Por qué dar una tajada a mucha otra gente?

Pero ¿qué tajada?No, a menos que pudiera recibir ayuda de alguna parte, no había porcentaje

alguno para mí que yo viera. Y entonces, seis días después de tomar aquel trago,recordé el único lugar donde podía recibir ayuda.

¡Tellero Bo!Me hallaba en la Sexta Avenida en ese momento, tratando de encontrar algo

barato que pudiera gustar a Ginny. La niña no podía tocar nada que yo lecomprara, pero disfrutaba mirando cosas: libros con grabados y similares. Trascomprarle un librito con fotografías de trenes a partir del « De Witt Clinton» , lepregunté qué trenes se parecían a los que ella había visto, y así averigüéaproximadamente cuánto tiempo llevaba allí la pequeña. Casi dieciocho años. Enfin, tuve la brillante idea y me dirigí hacia la Décima Avenida y Tellero Bo. Iba apreguntar al viejo, él me respondería. Y cuando llegué a la Calle Veintiuna medetuve y miré fijamente el panorama. Ante mí tenía una lisa pared. En toda esaparte de la manzana no había gente. No había ni rastro de una tienda.

Permanecí allí dos minutos largos sin atreverme a pensar. Luego me dirigíhacia la Calle Veinte y seguí por la Veintiuna. Después regresé. Ninguna tienda.Había terminado sin respuesta a mi pregunta: ¿qué iba a hacer yo con ese« talento» ?

Estaba hablando con Ginny una tarde sobre esto y lo de más allá cuando unapierna humana, de la rodilla hacia abajo, completa y abultada, pasó flotandoentre los dos. Retrocedí de espanto, pero Ginny empujó suavemente la piernacon una mano. La pierna se inclinó con el contacto y se dirigió hacia la ventana,un poco abierta por la parte inferior. La pierna flotó hacia la rendija y fuesuccionada como una nube de humo de cigarrillo, volviendo a formarse al otrolado. Rebotó un momento en el vidrio y se alejó como un globo.

—¡Santo cielo! —dije jadeando—. ¿Qué era eso?Ginny se echó a reír.

—Oh, una de las Cosas que siempre están volando por aquí. ¿Te has asustado?Yo me asustaba también, pero he visto tantas que ya no me preocupo. Por eso nome tocan.

—Pero, en nombre de todas esas cosas desagradables, ¿qué son esas Cosas?—Partes. —Ginny era toda ella infantil savoir faire.—¿Partes de qué?—De gente, tonto. Es una clase de juego, creo yo. Mira, si alguien se hace

daño y pierde algo…, un dedo, una oreja o algo…, bueno, la oreja…, la parte dedentro, quiero decir, como yo que estaba dentro de la Ginny que se llevaron deaquí… Bueno, pues esa parte regresa al último lugar donde ha vivido la personaque era su propietaria. Luego vuelve al lugar anterior a ése, y siempre así. No vamuy de prisa. Después, cuando sucede algo a una persona entera, la parte dedentro va en busca del resto de ella. Recoge trocito por trocito… ¡Mira!

La pequeña extendió sus diáfanos dedos pulgar e índice y cogió un trozo detelaraña en el aire.

Me agaché y observé atentamente. Era un fragmento de semitransparentepiel humana, acanalada y verticilada.

—Alguien debió de hacerse un corte en un dedo —dijo Ginny con sumanaturalidad— mientras vivía en esta habitación. Cuando a alguien le pasa algo…¡Ya lo ves! La persona volverá a buscarlo.

—¡Cielo santo! —exclamé—. ¿Y esto le pasa a todo el mundo?—No lo sé. Alguna gente tiene que quedarse donde está… como yo. Pero

creo que si no has hecho nada para merecer estar quieto en un sitio, tienes que irpor todas partes buscando lo que perdiste.

Había pensado en cosas más agradables durante mi vida.

Durante varios días observé un fantasma gris que revoloteaba de parte a partedel bloque. Siempre estaba en la calle, nunca dentro. Gimoteaba constantemente.Era, o había sido, un hombrecillo inofensivo, de esa clase de hombres que llevanbombín y cuello muy almidonado. Él no me prestó atención; ningún fantasma sefijaba en mí, porque al parecer y o era invisible para ellos. Pero le veía tan amenudo que a los pocos días comprendí que iba a echarle de menos si se iba.Decidí charlar con él en cuanto volviera a verle.

Salí de la casa una mañana y paseé unos minutos delante de los escalones deentrada. Sí, a través de los restos flotantes de mi nuevo, sobrenatural ycoexistente mundo llegó la fina silueta del espectro observado por mí, su cara deconejo retorcida, sus ojos hundidos y tristes, su frac y su chaleco a ray as,inmaculadas. Fui tras él.

—¡Eh! —grité.Él se sobresaltó violentamente y habría echado a correr, estoy seguro, de

haber sabido de donde provenía mi voz.—Cálmese, amigo —le dije—. No quiero hacerle daño.—¿Quién es usted?—No me conocería aunque se lo dijese —repuse—. Bueno, deje de temblar

y hábleme de usted.Se sacó su cara de espectro con un espectral pañuelo, y después manoseó

nerviosamente un mondadientes de oro.—¡Válgame Dios! —dijo—. Nadie ha hablado conmigo desde hace años. No

estoy en mis cabales, comprenda.—Entiendo —dije—. Bueno, tómelo con calma. Por casualidad le he visto

vagar por aquí últimamente. Sentía curiosidad. ¿Busca a alguien?—Oh, no —contestó. Puesto que tenía la oportunidad de hablar de sus

problemas, el espectro olvidó su miedo a la misteriosa voz de ninguna parte quehabía trabado conversación con él—. Estoy buscando mi casa.

—Hum —dije y o—. ¿Hace mucho tiempo que busca?—Oh, sí. —Su nariz se agitó—. Salí a trabajar una mañana hace mucho

tiempo, y al bajar del transbordador me detuve un momento para mirar las obrasdel ferrocarril elevado tan novedoso que estaban construyendo cerca. De prontohubo un ruido muy fuerte… ¡Dios mío! Fue terrible… y lo siguiente que supe esque yo estaba al otro lado de la acera, ¡mirando a un hombre idéntico a mí!Había caído una viga y… ¡Dios mío! —Se enjugó el sudor otra vez—. Desdeentonces he estado buscando. No encuentro a alguien que sepa dónde vivía y o, yno entiendo por qué hay cosas flotando por todas partes, y jamás pensé quellegaría un día en que la hierba creciera en la parte baja de Broadway… Oh, esterrible.

El espectro se echó a llorar.Sentí pena por él. Era fácil saber qué había pasado. ¡La conmoción fue tan

fuerte que hasta el espíritu de aquel hombre sufría amnesia! Pobre diablillo…Hasta que estuviera íntegro, no encontraría descanso. El tema me interesó.¿Podía reaccionar un fantasma con los usuales remedios de la amnesia? Si eraasí, ¿qué sería de él después?

—¿Dice que bajó de un transbordador?—Sí.—En ese caso usted debía de vivir en la isla… ¡En Staten Island, al otro lado

de la bahía!—¿Lo cree realmente? —Miró fijamente a través de mi cuerpo, atónito y

esperanzado.—¡Naturalmente! Dígame, ¿le parecería bien que le acompañara? Es posible

que entre los dos localicemos su casa.—¡Oh, eso sería espléndido! Pero… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué dirá mi esposa?Sonreí.

—Ella querrá saber dónde ha estado usted. En fin, ella se alegrará de verle,supongo. Vamos, pongámonos en marcha.

Le di un empujón en dirección al metro y eché a andar junto a él. De vez encuando algún transeúnte me lanzaba una mirada por caminar con una manoextendida ante mí y hablar solo. Eso no me preocupó demasiado, porque loshabitantes del mundo del espectro chillaban y se reían tontamente cuando leveían hacer prácticamente lo mismo. Entre todos los seres humanos, sólo yo erainvisible para los fantasmas, y el fantasmilla del bombín se sonrojó de vergüenzahasta tal punto que creí que iba a reventar.

Saltamos a un metro (una nueva experiencia para él, deduje) y nos dirigimosa South Ferry. La red de metros de Nueva York es un lugar muy desagradablepara una persona dotada como yo. Todos los seres que disfrutan acechando en laoscuridad están ahí, y abundan los restos despedazados de hombres. A partir deaquel día usé el autobús.

Subimos a un transbordador sin más demora. El fantasmilla gris lo pasó muybien en el viaje. Me hizo preguntas sobre los barcos del puerto y sus banderas, yse maravilló al ver la escasez de embarcaciones a vela. Hizo un gesto despectivotras observar la Estatua de la Libertad; la última vez que la había visto, explicó,todavía tenía el color original, bronceado oro, antes de perder la pátina. Gracias aesto determiné que el espectro debía de haber nacido poco antes de 1880: ¡debíade llevar más de sesenta años buscando su casa!

Bajamos en la isla, y a partir de aquí dejé que el fantasma tomara lainiciativa. Al llegar a la cima de Fort Hill, él dijo de repente:

—Me llamo John Quigg. ¡Vivo en el 45 de la Cuarta Avenida!Jamás he visto a una persona tan contenta como el espectro con su

descubrimiento. Y a partir de aquí todo fue fácil. Él dobló a la izquierda porsegunda vez, siguió recto dos manzanas y tomó la calle de la derecha. Observé(él no) que esa calle se llamaba « Winter Avenue» . Y recordé vagamente quelas calles de aquel barrio habían sido numeradas hacía años.

El espectro caminó animadamente colina arriba hasta que de pronto sedetuvo y volvió la cabeza, vacilante.

—Y digo yo, ¿todavía está conmigo? —preguntó.—Todavía aquí —dije.—Ahora estoy bien. No puedo expresarle cuánto aprecio lo que ha hecho.

¿Hay algo que pueda hacer por usted?Medité.—Difícilmente. Somos de distintas épocas, ¿sabe? Las cosas cambian.El fantasma observó, no sin cierto aire patético, el nuevo bloque de pisos de la

esquina y asintió.—Creo saber lo que me pasó —dijo en voz baja—. Pero supongo que no hay

problema… Hice testamento, y los chicos eran may ores. —Suspiró—. Pero de

no haber sido por usted aún estaría vagando por todo Manhattan. Veamos… ¡Ah!¡Venga conmigo!

De pronto echó a correr. Le seguí tan de prisa como pude. Casi en la cima dela colina había un enorme caserón con tejas de madera, con una estúpida cúpulay totalmente falto de pintura. Estaba sucio y derruido, y al verlo la cara delhombrecito se crispó tristemente. Tragó saliva, se metió por una brecha de lacerca y se acercó al caserón. Tras buscar por todas partes de la crecida hierba,localizó una piedra muy hundida en la maleza.

—Aquí es —dijo—. Excave debajo de la piedra. No hay mención de esto enmi testamento, aparte de una pequeña asignación para pagar el alquiler de lacaja. Sí, una caja de seguridad, y la llave y los poderes legales están debajo deesa piedra. Yo la oculté —se rió nerviosamente— una noche, para que no la vierami esposa, y no tuve oportunidad alguna de explicárselo. Puede quedarse concualquier cosa que le sirva.

Se volvió hacia la casa, irguió los hombros y marchó hacia la puerta lateral,que se abrió de golpe para dejarle pasar con una apropiada ráfaga de viento.Agucé el oído un instante y después sonreí al escuchar la diatriba que estalló. Elviejo Quigg tuvo que aguantar una bronca de padre y muy señor mío por partede su esposa, ¡que había estado esperándole más de sesenta años! Fue un amargotorrente de insultos, aunque…, bien, ella debía de amarle. La mujer no podíaabandonar la casa hasta estar « completa» , suponiendo que la teoría de Ginnyfuera correcta, y en realidad no podía estar completa hasta que su maridoregresara al hogar. El caso me divirtió. ¡La pareja iba a estar bien a partir deahora!

Encontré una vieja palanca en el camino de entrada y acometí la tierra querodeaba la piedra. Me costó bastante y me magullé las manos, pero al cabo de unrato arranqué la piedra y pude excavar. Cierto, había una grasienta bolsa de sedadebajo. La saqué y con sumo cuidado desaté las cuerdas. Dentro había una llavey una carta dirigida a un banco neoyorquino; la carta sólo hablaba del« portador» y autorizaba al uso de la llave. Me eché a reír. El sumiso y apacibleJohn Quigg, estaba seguro, había puesto aparte unos « ahorros» . Con un plan deesa clase, un hombre podía poner pies en polvorosa sin dejar rastro. ¡El muysinvergüenza! Jamás sabré qué tenía debajo de la manga aquel hombrecillo, peroapuesto a que estaba implicada una mujer. ¡Y que incluso la mencionaría en sutestamento! Ah, bien…, ¡yo le reprendería!

No me costó mucho encontrar el banco. Tuve ciertas dificultades para llegara las cajas de seguridad, porque perdieron mucho tiempo buscando la mía en losviejos archivos. Pero finalmente se aclaró el papeleo, y fui orgulloso poseedor depoco menos de ocho mil dólares en billetes pequeños… ¡y ni uno solodescolorido!

Bien, a partir de aquel momento me establecí bien. ¿Qué hice? Primero

compré ropa y a continuación empecé a preocuparme de mí mismo. Fui portodas partes y acabé conociendo mucha gente, y cuantos más individuos conocíatanto más me iba dando cuenta de que eran unos bobos supersticiosos. No podíaculpar a nadie por esquivar una escalera donde se agazapaba un genuinobasilisco, naturalmente, pero ¡qué demonios, ni debajo de una escalera entre milhay bestias! En fin, mi pregunta estaba respondida. Gasté dos mil dólares en unelegante despacho con cortinas y tenue luz indirecta, instalé un teléfono y puse unsencillo letrerito en la puerta: Consejero Psíquico. Y, vaya, me fue muy bien.

Mis clientes eran en su may oría de las capas altas, porque yo cobraba caro.En general no era difícil ponerse en contacto con los parientes de un muerto, queera lo que ellos deseaban usualmente. Casi todos los fantasmas están locos porponerse en contacto con este mundo, ésa es la verdad. Ésa es una de las razonesde que prácticamente cualquier persona pueda ser médium si pone en ello elsuficiente empeño. Dios sabe que no cuesta mucho ponerse en contacto con elespíritu medio. Algunos, por supuesto, no eran asequibles. Si un hombre lleva unavida bastante recta, y estira la pata sin dejar cabos sueltos, queda libre. Nuncaaverigüé adonde van esos espíritus libres. Lo único que supe es que era imposibleponerse en contacto con ellos. Pero la gran mayoría de individuos debe volver yatar esos cabos sueltos después de la muerte: corregir algún errorcillo aquí,ay udar a cierta persona a la que habían molestado, lavar algunos trapos sucios…De ahí viene la misma suerte, creo. No se consigue algo con nada.

Si tienes buena suerte, es porque así lo dispone alguien que te hizo unacochinada en el pasado, o que se portó mal con tu padre, con tu abuelo o con tutío abuelo Julius. Todo se arregla a la larga, y hasta que no se arregla, una pobrealma vaga por la tierra intentando hacer algo al respecto. Media humanidad vapor ahí refunfuñando por su mala suerte. ¡Si usted y usted y usted supieran tansólo cuántos poderes están implorando la oportunidad de ayudarles si ustedes loconsienten! Y si lo consienten, contribuirán a despejar la confusión en que ellosconvirtieron sus vidas aquí, y les darán libertad para ir al lugar adonde vancuando han arreglado todo. La próxima vez que usted se halle en un aprieto,márchese a cualquier parte, solo, y abra su mente a estas criaturas. Ellosintervendrán y le llevarán por el buen camino, si usted consigue renunciar a supresunción y a su errónea confianza en su propio juicio.

Tenía un par de espectrales secuaces para hacer recados. El primero, un exasesino llamado Rachuba el Tuerto era la aparición más rápida que he conocidocuando se trataba de localizar a un anhelado antepasado. Y luego estaba elprofesor Grafe, un profesor de ciencias sociales con cara de rana que habíamalversado un fondo de caridad antes de caer en el Hudson cuando trataba dehuir. Era capaz de rastrear las genealogías más tortuosas en sólo unos segundos, ydeducir el paradero más probable del espíritu de un pariente desaparecido. Estapareja era la única fuerza laboral que yo podía usar, y aunque cada vez que

ayudaban a uno de mis clientes se acercaban más a la libertad, ambos estabantan enmarañados con sus desordenadas vidas que yo estaba seguro de contar consus servicios durante años.

¿Pero creen que iba a estar satisfecho haciendo dinero mano sobre mano sinluchar realmente por conseguirlo? Oh, no. No yo. No, yo tenía que divertirme delo lindo. Tenía que meditar los acontecimientos de los últimos meses, y tenía queponerme dramático con aquella estrafalaria de Audrey, que en realidad no eradigna de mi preocupación. No bastaba haber demostrado a Audrey que estabaequivocada al decir que yo nunca valdría nada. Y no estaba contento cuandopensaba en la pandilla. Tenía que demostrarles quién era yo.

Incluso recordé lo que me dijo el hombrecillo de Tellero Bo sobre el uso demi « talento» para alardear o vengarme. Pero supuse que yo aventajaba a todoel mundo. Engreído, eso era yo. Bien, podía mandar a uno de mis espectralessecuaces en un momento dado y averiguar con exactitud qué había hechoalguien hacía tres horas, cualquier día. Con la sombra del profesor junto a mí,podía anular cualquier afirmación improbable y ofrecer razones lógicas einmediatas por hacer tal cosa. Nadie podía decirme nada, y yo podía vencer endiscusión a cualquiera, maniobrar mejor, ser más listo. Yo era todo un tipo. Mepuse a pensar: « ¿Qué utilidad tiene estar tan bien si la pandilla del West Side nosabe ni una palabra?» . Y: « ¡Chico, ese imbécil que es Risueño Sam reventaría sime viera flotar por Broadway con mi nuevo coche de seis mil dólares!» . Y:« ¡Pensar en el tiempo y las lágrimas que perdí con una boba como Audrey !» .En otras palabras, estaba tropezando con un complejo de inferioridad. Actuécomo un tonto de remate, y lo era. Fui al West Side.

Era un frígida noche de finales de invierno. Me había afanado para vestirmey limpiar el coche, de forma que los dos estuviéramos brillantes y relucientes ydeslumbráramos a más de un par de ojos. Qué pena que no abrillantara un pocomi cerebro.

Llegué al salón de billar de Casey, poniendo cuidado en hacerlo demasiado deprisa, y me concentré en los chirridos de las llantas y el estremecedor rugido delmotor de veinticuatro cilindros antes de quitar el contacto. No me apresuré a salirdel coche, además. Me recosté y encendí un puro de medio dólar. Luego mearreglé el sombrero de forma que quedara ladeado y toqué la bocina,obligándola a tocar « Tuxedo Junction» durante cuarenta y ocho segundos.Después miré hacia la sala de billar.

Bien, durante un instante me arrepentí de haber ido, si aquel era el efecto quemi vuelta al redil iba a causar. Y a partir de ese momento me olvidé de todoexcepto de cómo iba a salude allí.

Había dos figuras agazapadas en la reluciente entrada del salón de billar. Ellocal se hallaba en una esquina de una callejuela, tan corta que el ayuntamientohabía recurrido al salón de billar, una vieja institución, para el suministro de luz.

Tras observar atentamente reconocí una de las recortadas siluetas como la deRisueño Sam. Y el otro era Fred Bellew. Ellos sólo me miraron, no se movieron,no dijeron nada.

—¡Eh, pequeños! —dije, y en ese momento noté que a lo largo de lasoscurecidas paredes que flanqueaban la brillante entrada estaban todos ellos: lahorda entera. Aquello no me gustó nada.

—Hola —dijo tranquilamente Fred.Sabía que a él no iba a gustarle mi exhibición. No esperaba que a ninguno de

ellos le gustara, por supuesto, pero el disgusto de Fred derivaba de su aversión yel de los otros de su resentimiento, y por primera vez me sentí un pocodespreciable. Salí de mi cochazo y les dejé echar una ojeada a mi eleganteplumaje.

—¡Vaya bombón! —se burló Sam, y lo dijo muy claramente.Otros contuvieron la risa.—¡Fiu fiu! —fue el agudo sonido que brotó de la oscuridad del local.Me acerqué a Sam y sonreí. No tenía ganas de hacerlo.—Hace tanto tiempo que no te veo que había olvidado lo sinvergüenza que

eres —dije—. ¿Qué tal?—Voy tirando —repuso él, y añadió ofensivamente—: Todavía trabajo para

ganarme la vida.El murmullo que recorrió el gentío me indicó que el acto más inteligente

posible era meterme en mi reluciente automóvil nuevo y poner pies enpolvorosa. Me quedé.

—Muy listo, ¿eh? —dije débilmente.Habían estado bebiendo, observé. Todos. De pronto me encontraba en apuros.

Sam se metió las manos en los bolsillos y me miró despectivamente. Era el únicohombre baj ito que podía hacerme eso.

—Será mejor que vuelvas con tus bolas de cristal, farsante —dijo tras untenso silencio—. Nos gustan los tipos que sudan. Y hasta nos gustan los tipos quese dedican a estafar, si lo hacen porque son más listos o más duros que elprój imo. Pero suerte y palique no bastan. ¡Largo!

Miré alrededor, impotente. Estaba consiguiendo lo que había buscado. Detodas formas, ¿qué esperaba yo? ¿Que aquellos tipos se apelotonaran junto a mí yme estrecharan la mano por actuar así?

Apenas se movieron, pero de pronto todos me rodearon. Si yo no pensabaalgo rápidamente, me lincharían. Y cuando aquella pandilla atacaba a alguien, lohacía simplemente bien. Respiré profundamente.

—No estoy pidiéndote nada, Sam. Nada. Eso significa consejo, ¿comprendes?—¿Has encontrado la horma de tu zapato? —dijo, colérico—. Tú y tus

tonterías. Hemos oído hablar de ti. ¡Embaucando a viudas por cincuenta dólaresla consulta para que hablen con sus « queridos muertos» ! ¡Investigador psíquico!

¡Vaya carrera! ¡Venga, lárgate!Tenía algo adonde agarrarme en ese momento.—Un farsante, ¿eh? Apuesto lo que quieras a que te presento un fantasma que

te pondría los pelos de punta, si es que tienes el valor suficiente para ir adonde y ote diga.

—¿Ah, sí? Vaya chiste. ¡Escuchadlo, pandilla! —Se echó a reír. Luego siguiómirándome y siguió hablando por una comisura de sus labios—. Muy bien, tú lohas querido. Venga, ricachón. Acepto la apuesta. Fred será depositario de lasapuestas. ¿Qué te parece diez de tus piojosos billetes por cada uno de los míos?Toma, Fred… guarda estos diez dólares.

—Te ofrezco veinte contra uno —dije casi histéricamente—. Y te llevaré a unlugar donde te toparás con el fantasma más vulgar y más vil de que hayas tenidonoticia.

Los presentes rugieron. Sam rió con ellos, pero no trató de echarse atrás. Concualquier miembro de aquella pandilla, una apuesta era una apuesta. Él me habíaprovocado, había establecido las apuestas y estaba obligado. Yo me limité aasentir y puse doscientos dólares en la mano de Fred Bellew. Éste y Sam subieronal coche, y en el momento de la partida el Risueño sacó la cabeza y agitó lamano.

—¡Os veré en el infierno, chicos! —dijo—. ¡Voy a evocar un fantasma y unode los dos matará del susto al otro!

Toqué la bocina para no oír los vítores y hurras de la acera y salí de allí. Di lavuelta y me dirigí fuera del centro.

—¿Adonde? —preguntó Fred al cabo de un rato.—No te vayas —dije, sin saber adonde.Debe de haber algún sitio no lejos de aquí donde pueda encontrar un espectro

adecuado, pensé, uno que haga desistir a Sam y me reconcilie con los chicos.Abrí el compartimento del tablero y dejé salir a Ikey. Ikey era un diablillo unpoco torcido que se pilló la cola entre dos planchas de acero cuando montaba enel coche, y tenía que estar allí hasta que redujeran a chatarra el vehículo.

—Hola, Ike —musité.El diablillo me miró. El resplandor de la luz del compartimento se reflejó

rojamente en sus brillantes oj illos.—Llama al profesor, por favor. No quiero llamarlo a gritos porque esos

primos del asiento trasero me oirían. No podrán oírte a ti.—De acuerdo, jefe —dijo él.Y tras llevarse los dedos a los labios, emitió un agudo chillido capaz de helar

la sangre.Eran las letras de identificación del profe, por así decirlo. El viejo voló por

delante del coche, dio media vuelta y se deslizó junto a mí por la ventanilla, queyo había abierto un poco.

—Dios mío —dijo jadeante—. Ojalá no me hubiera citado en un lugar queviaja con tan alto grado de celeridad. Me agoté para darle alcance.

—No me venga con ésas, profesor —musité—. Usted puede alcanzar a unavión estratosférico si se lo propone. Escuche, tengo un tipo ahí detrás que quiereque un fantasma le dé un buen susto. ¿Sabe de alguno por aquí cerca?

El profesor se puso sus espectrales quevedos.—Vaya, sí. ¿Recuerda que le hablé de la casa Wolfmeyer?—¡Santo cielo!… Él es francamente malo.—Servirá para su objetivo admirablemente. Pero no me pida que le

acompañe. Ninguno de nosotros se relaciona con Wolfmeyer. Y por el amor deDios, tenga cuidado.

—Supongo que podré arreglármelas. ¿Dónde está eso?El profesor me dio instrucciones concretas, me deseó buenas noches y se fue.

Yo quedé un poco sorprendido. El profesor viajaba conmigo muchas veces, ynunca le había visto rechazar una oportunidad de ver nuevos escenarios. Restéimportancia al detalle y proseguí mi camino. Creo que fui así de tonto.

Salí de la ciudad y continué por el campo hasta cierta vieja granja.Wolfmeyer, alemán de Pennsy lvania, se había ahorcado allí. Había sido, y era,un tipo vicioso. En vez de portarse bien, era un rebelde. Wolfmeyer sabíaperfectamente que, a menos que hiciera mucho bien para compensar el mal quehabía causado, permanecería donde estaba el resto de la eternidad. Eso noparecía preocuparle mucho. Su carácter hosco lo había convertido en unfantasma francamente malo. Ocho personas habían muerto en esa casa desdeque el viejo se pudrió en la cuerda. Tres eran inquilinos que habían alquilado lacasa, otros tres vagabundos y los dos restantes investigadores psíquicos. Todos seahorcaron. Así actuaba Wolfmeyer. Creo que disfrutaba realmente siendo unespectro. En cualquier caso era muy concienzudo en su trabajo.

Yo no quería causar daño alguno a Risueño Sam. Sólo deseaba darle unalección. ¡Y lean lo que sucedió!

Llegamos a la casa poco antes de la medianoche. Nadie había habladodemasiado, aparte de que y o hablé a Fred y Sam de Wolfmeyer, y expliqué conbastante claridad qué se podía esperar de él. Los dos se rieron mucho, así que mecallé y seguí conduciendo. El siguiente fragmento de conversación provino deFred, que determinó las condiciones de la apuesta. Para ganar, Sam debíapermanecer en la casa hasta el amanecer. No debía pedir ayuda, no podía salir.Debía llevar un rollo de cuerda, hacer un lazo en un extremo y atar el otro en la« Viga de Wolfmeyer» , es decir, la gran viga de madera de roble en la que elviejo se había ahorcado (y otras ocho personas tras él). Esto era aumentar latentación para que Wolfmeyer se ocupara de Risueño Sam, y fue idea mía. Yodebía entrar con Sam, para vigilarle en caso de que el juego fuera demasiadopeligroso. Fred se quedaría en el coche a cien metros de distancia, en la

carretera, y aguardaría.Aparqué el automóvil a la distancia acordada y Sam y y o salimos. Sam

llevaba al hombro la cuerda, con el lazo hecho y a. Fred se había apagadonotablemente, y su expresión era de suma seriedad.

—Creo que no me gusta esto —dijo él mientras miraba la casa, que parecíadar la espalda a la carretera, un ser maligno sumido en sus pensamientos.

—¿Y bien, Sam? —dije yo—. ¿Quieres dejarlo ahora y dar por terminada laapuesta?

Sam siguió la dirección de la mirada de Fred. El aspecto del lugar eradeprimente sin duda, y el alcohol que había bebido el Risueño se había disipado.Sam pensó un momento, luego se encogió de hombros y sonrió. Tuve queadmirar a aquella rata.

—¡Demonios, seguiré hasta el final! No podrás engañarme con el escenario,farsante.

—¡No creo que sea un farsante, Sam! —gritó sorprendentemente Fred.La resistencia aumentó la terquedad de Sam, aunque deduje por su expresión

que el tipo no era tan tonto.—Vamos, farsante —dijo él, y se alejó de la carretera.Entramos en la casa por la puerta de una bodega, cuy o suelo ascendía hasta

una ventana del primer piso. Saqué una linterna e iluminé el camino hasta la viga.Sólo era una de las muchas que se complacían en convertir el sonido de nuestrospasos en risueños susurros que recorrían habitaciones y pasillos y no se apagabannunca. Bajo la famosa viga de madera, el suelo estaba manchado de sangre.

Ayudé a Sam a colocar la cuerda, y luego apagué la linterna. La situacióndebió de ser difícil para él a partir de entonces. A mí no me preocupaba, porquepodía ver cualquier cosa que se acercara antes de que se echara sobre mí, yademás, ningún fantasma podía verme. Y no sólo eso. Para mí, paredes, suelos ytechos estaban iluminados por el fosforescente resplandor de múltiplestonalidades de las omnipresentes placas espectrales. Dado su sobrenatural efecto,deseé que Sam pudiera ver los espectrales mohos alimentándose vorazmente conla sangre que había bajo la viga.

Sam respiraba y a con dificultad, pero y o sabía que era preciso algo más queoscuridad y silencio para fastidiarle. Sam tendría que estar solo, y entoncesrecibiría una visita o algo parecido.

—Adiós, chico —dije y o mientras le daba una palmada en el hombro.Di media vuelta y salí de la habitación.Me preocupé de que me oyera salir de la casa y luego volví a entrar en

silencio. Era sin lugar a dudas el lugar más abandonado que he visto. Incluso losfantasmas lo evitaban, a excepción, como es lógico, de Wolfmey er. Sólo habíaexuberante vegetación, invisible para todos excepto para mí, y el profundosilencio con los murmullos de la respiración de Sam. Al cabo de diez minutos

supe con certeza que Risueño Sam tenía más valor que el que yo le atribuía.Había que asustarle. Él no podía asustarse, ni se asustaría, por las buenas.

Me acurruqué en las paredes de una habitación contigua y me puse cómodo.Supuse que Wolfmeyer aparecería pronto. Y confiaba ardientemente en poderdetener al fantasma antes de que fuera demasiado lejos. Absurdo que el juegofuera algo más que una buena lección para un sabelotodo. Yo me sentía muycomplacido, y estaba totalmente desprevenido para lo que sucedió.

Estaba mirando la puerta opuesta cuando noté que desde hacía algunossegundos había allí un palidísimo fulgor. El brillo aumentó mientras yo loobservaba, aumentó y fluctuó con suavidad. Era verde, ese verde de las cosasmohosas y putrefactas. E iba acompañado de un hedor sutilmente inquietante. Elolor de carne tan muerta que ha dejado de ser olorosa. Era sumamente horrible,y y o, francamente, me asusté tanto que perdí los estribos. Pasaron unos instantesantes de que la consoladora idea de mi invulnerabilidad volviera a mi mente, yme acurruqué más cerca de la pared y observé.

Y apareció Wolfmeyer.El suy o era el espectro de un hombre viejo, muy viejo. Llevaba una suelta e

inmunda vestidura, y sus desnudos brazos, extendidos ante él, eran largos yfuertes. Su cabeza, con el enmarañado cabello y la barba, temblaba sobre uncuello roto y destrozado igual que la hoja de un cuchillo recién clavado en blandamadera. Sus lentos pasos al cruzar la habitación prolongaban el temblor de lacabeza. Sus ojos estaban encendidos; eran rojos, con llamas de color verdeoscuro enterradas en ellos. Sus dientes caninos se habían alargado hasta formarromos colmillos amarillentos, columnas que soportaban su torcida sonrisa. Elpútrido fulgor verde era un horrendo halo que le rodeaba. Wolfmey er era un serbrillante y diabólico.

Pasó junto a mí totalmente inconsciente de mi presencia y se detuvo ante lapuerta de la habitación donde Sam aguardaba junto a la cuerda. Permaneció enel umbral, con las garras extendidas, y el temblor de su cabeza fue cesando pocoa poco. Miró fijamente a Sam y de pronto abrió su boca y aulló. Fue un sonidoapagado y siniestro, como surgido de la garganta de un lejano perro, y aunqueyo no podía ver el interior de la habitación, supe que Sam había vuelto la cabezabruscamente y estaba contemplando al espíritu. Wolfmey er alzó un poco losbrazos, pareció tambalearse, y después entró en la habitación.

Arranqué mi cuerpo del pavoroso terror que me dominaba y me puse en pie.Si no actuaba rápido…

Tras acercarme a la puerta de puntillas, me detuve el tiempo suficiente paraver que Wolfmeyer agitaba erráticamente los brazos por encima de su cabeza. Elmovimiento alborotó su túnica y su silueta vibró verdosamente. Vi que Samestaba de pie, con los ojos desorbitados, tambaleándose hacia atrás, hacia lacuerda. Se agarró el cuello, abrió la boca y no emitió sonido alguno. Su cabeza se

inclinó, su cuello se dobló, su crispada cara miró al techo mientras sus piernashuían del fantasma, hacia el lazo ya preparado. Y en ese momento me pusejunto a un hombro de Wolfmey er, apoy é los labios en su oreja y dije:

—¡Buuuu!Casi me eché a reír. Wolfmeyer chilló, dio un salto de tres metros y, sin

detenerse para mirar alrededor, huy ó apresuradamente de la habitación, contanta prisa que sólo era una mancha. ¡Un espectro francamente asustado!

Al mismo tiempo Risueño Sam se irguió, con expresión relajada y aliviada, yse sentó junto a la cuerda produciendo un sordo ruido. Fue casi la mejor visiónque jamás he deseado ver. Quedó sentado, con la cara empapada de frío sudor,las manos entre las rodillas, la mirada fija en sus pies.

—¡Eso te enseñará! —exclamé muy alegre, y me acerqué a él—. ¡Paga,escoria, y me da igual que te mueras de hambre por esta semana!

Sam no se movía. Supuse que estaba muy conmocionado.—¡Vamos! —dije—. ¡Recóbrate, hombre! ¿No has visto bastante? Ese tipo

viejo puede volver en cualquier momento. ¡De pie!Sam no se movió.—¡Sam!No se movió.—¡Sam!Le cogí de los hombros. Sam cay ó de costado y permaneció inmóvil. Estaba

bien muerto.No hice nada y durante un rato no abrí la boca. Luego me arrodillé junto a él.—Eh, Sam —dije desesperanzado—. Sam… ¡Basta ya, hombre!Al cabo de un minuto me levanté lentamente y me dirigí hacia la puerta.

Había dado tres pasos cuando me detuve. ¡Pasaba algo raro! Me froté los ojos.Sí… ¡cada vez había más oscuridad! La vaga luminiscencia de enredaderas yflores del mundo fantasma se apagaba, desaparecía, desaparecía…

¡Pero eso no había pasado antes!No importaba, pensé desesperado. Está sucediendo ahora, sí. ¡Tengo que salir

de aquí!¿Lo ven? Ya lo ven. Fue el líquido, el maldito líquido de Tellero Bo. ¡El efecto

estaba disipándose! Al morir Sam, el líquido… ¡el líquido dejó de producirmeefecto! ¿Era eso lo que tenía que pagar por la botella? ¿Era eso lo que iba a pasarsi usaba la poción para vengarme?

La luz casi se había extinguido… y acabó extinguiéndose. No podía ver nadaaparte de una puerta. ¿Por qué podía ver la puerta? ¿Qué era aquella luz de colorverde claro que llenaba el polvoriento marco?

¡Wolfmeyer! ¡Tengo que salir de aquí!Ya no podía ver a los fantasmas. Ellos me veían a mí. Eché a correr. Crucé

como un ray o la oscura habitación y choqué con la pared opuesta. Me aparté

dando tumbos, con sangre entre los dedos que me llevé bruscamente a la cara.Corrí de nuevo. Otra pared me aporreó. ¿Dónde estaba la otra puerta? Seguícorriendo, y de nuevo topé con pared. Chillé y continué corriendo. Tropecé conel cadáver de Sam. Mi cabeza se introdujo en el lazo. La cuerda apretó migaznate y mi cuello se partió con un doloroso crunch. Forcejeé medio minuto, yfinalmente quedé colgado.

Bien muerto, y o. Wolfmey er no dejó de reír.Fred nos encontró por la mañana. Se llevó nuestros cadáveres en el coche.

Ahora tengo que permanecer aquí y vagar por este maldito caserón. Yo yWolfmeyer.

El huevo de cristal

— H. G. Wells —

Hubo una época en la que parecía que H. G. Wells lo sabía todo, eindudablemente H. G. Wells parecía estar de acuerdo con ello. Inclusoahora que las viejas batallas parecen ya medio ganadas y de algunamanera ya no son tan conmovedoras, y los viejos adjetivos han idoperdiendo su luminosidad y todo eso…, incluso ahora sigue siendoindudablemente cierto que H. G. Wells sabía mucho de pequeños tenderos,los cuales aún seguían luchando no solamente por sobrevivir, sino queincluso iban persiguiendo cierto nivel patético de prestigio social, a pesarde que apenas pudieran llevar sus propios libros (si es que lo conseguían).El padre de Wells fue uno de esos tenderos, y esta experiencia personal (ypenosa) reaparece muchas veces en sus historias cortas y en novelas comoKipps. Bonaparte dijo que «los ingleses son una nación de tenderos», yKhrushchev dijo que «todos los tenderos son ladrones»: ninguno de los doshabía tenido una tienda. Wells no sólo conocía las versiones menores delcomercio y del negocio en la última parte del siglo XIX, sino que tambiénconocía los aspectos menores de la ciencia; él había estudiado y enseñadoen las escuelas de ciencia antes de que existieran las universidades para laciencia. En cuanto a su brillante talento para explicar cuentos, antes deque este don se evaporara en aburrida polémica política (seguramente noresultó fastidioso cuando concluyó una nota a George Orwell con estaspalabras: «¡Lee mis obras tempranas, cagón!») yo dije en todas partes queWells «como un gigante vestido con joyas, se eleva y reluce muy porencima de todos nosotros». Y es lo que sigo diciendo hoy todavía.

H(erbert). G(eorge). Wells nació en 1866 en Bromley, Kent. Su carreracomo escritor empezó de forma brillante con la publicación de La máquinadel tiempo en 1895. Le siguieron La isla del Dr. Moreau, El hombreinvisible, La guerra de los mundos, Los primeros hombres en la Luna,Kipps, La guerra en el aire, La historia de Mr. Polly y muchos más,incluyendo El esquema de la historia en 1920, e Imágenes de cosas futurasen 1933. Wells fue un miembro influyente de la Sociedad Fabiana(socialista) entre 1903 y 1908, y «en 1914 creó la esperanzadora frase “Laguerra que acabará con las guerras”». Había pronosticado que loscomunistas tomarían el poder en Gran Bretaña, y que él moriría aconsecuencia de ello; pero murió en 1946 en Londres, conservando sucarácter polémico y todavía libre.

Hasta hace un año, cerca de Seven Dials había una tienda pequeña y deaspecto mugriento sobre la cual, deteriorado por el tiempo, un letrero amarilloanunciaba: « C. Cave, Naturalista y Anticuario» . El contenido de su escaparateera curiosamente variado. Comprendía algunos colmillos de elefante y un juegoincompleto de ajedrez, abalorios y armas, un estuche con ojos, dos calaveras detigre y una humana, varios monos disecados y comidos por las polillas (unosostenía una lámpara), un bargueño anticuado, un huevo de avestruz cubierto dehuevos de mosca, aparejos de pesca y una pecera vacía extraordinariamentesucia. En el momento en que empieza la historia había también un bloque decristal de roca, tallado en forma de huevo y brillantemente pulimentado.

Y aquello era lo que estaban mirando dos personas, de pie frente alescaparate, una de ellas un clérigo alto y delgado, la otra un joven de barbanegra, tez morena y vestuario discreto. El joven moreno gesticulaba convehemencia mientras hablaba, y parecía ansioso de que su compañeroadquiriera el artículo.

Mientras ellos permanecían allí, el señor Cave entró en su tienda, su barbatodavía oscilando con el pan y la mantequilla de su té. Cuando vio a estoshombres y al objeto de su atención, su semblante se desmoronó. Miróculpablemente por encima de su hombro, y con suavidad cerró la puerta. Era unanciano pequeño, de cara pálida y extraños ojos de un azul acuoso; su pelo era decolor gris sucio, y llevaba una raída levita azul, un viejo sombrero de copa y unaszapatillas afelpadas con el tacón muy gastado. Se quedó mirando a los doshombres mientras éstos hablaban. El clérigo buscó en el bolsillo de su pantalón,examinó un puñado de dinero y enseñó los dientes con una sonrisa desatisfacción. El señor Cave pareció aún más deprimido cuando ellos entraron enla tienda.

El clérigo, sin ceremonia alguna, preguntó el precio del huevo de cristal. Elseñor Cave lanzó una mirada nerviosa hacia la puerta que daba a la trastienda ydijo que cinco libras. El clérigo protestó, tanto hacia su compañero como hacia elseñor Cave, diciendo que el precio era alto —en efecto, era mucho más de lo queel señor Cave tenía intención de pedir cuando puso a la venta el artículo—, ysiguió un intento de regateo. El señor Cave se dirigió hacia la puerta y la mantuvoabierta:

—Cinco libras es mi precio —dijo, como si quisiera ahorrarse las molestiasde una inútil discusión.

Mientras tanto, la parte superior del rostro de una mujer había aparecido porencima de la cortinilla en el panel superior de cristal de la puerta que daba a latrastienda y miraba curiosamente a los dos clientes.

—Cinco libras es mi precio —dijo el señor Cave, con un estremecimiento ensu voz.

Hasta entonces el joven moreno había permanecido como espectador,observando vivamente al señor Cave. Ahora habló.

—Dale cinco libras —dijo.El clérigo le miró para ver si hablaba en serio, y, cuando volvió a mirar al

señor Cave, vio que la cara del anciano estaba pálida.—Es mucho dinero —dijo el clérigo y, rebuscando en su bolsillo, empezó a

contar sus recursos.Tenía poco más de treinta chelines, y recurrió a su compañero, con quien

parecía mantener una relación de considerable confianza. Esto dio al señor Cavela ocasión de ordenar sus pensamientos, y empezó a explicar de forma agitadaque el cristal, en cierto modo, no estaba a la venta. Sus dos clientes se quedaronlógicamente sorprendidos, e inquirieron por qué no había pensado en ello antes deempezar a regatear. El señor Cave se mostró confundido, pero persistió en suhistoria, que el cristal no estaba a la venta aquella tarde, que y a había aparecidoun posible comprador. Los dos, interpretando aquello como un intento deaumentar aún más el precio, hicieron como si fueran a abandonar la tienda.Pero, en ese instante, la puerta de la trastienda se abrió y apareció la propietariadel flequillo oscuro y ojos pequeños.

Era una mujer corpulenta, de facciones toscas, más joven y mucho másgruesa que el señor Cave; andaba con pesadez y su cara estaba sonrojada.

—Ese cristal está a la venta —dijo—. Y cinco libras es bastante buen preciopor él. No sé en qué estás pensando, Cave. ¡No aceptar la oferta del caballero!

El señor Cave, enormemente turbado por la interrupción, la miró colérico porencima de los espejuelos y, sin excesiva convicción, hizo valer su derecho atratar sus negocios a su manera. Y empezó un altercado. Los dos clientescontemplaban la escena con interés y cierta diversión, ay udando, en ocasiones, ala señora Cave con sugerencias. El señor Cave insistió en una historia confusa eimposible acerca de que habían preguntado por el cristal aquella mañana, y suagitación se hizo penosa. Pero siguió en sus trece con extraordinariadeterminación.

Fue el joven oriental quien terminó con la curiosa controversia. Propuso quevolverían al cabo de dos días a fin de dar una justa oportunidad al pretendidocliente.

—Y entonces volveremos a insistir —dijo el clérigo—. Cinco libras.La señora Cave se vio obligada a pedir disculpas por su marido, explicando

que él, a veces, « era un poco raro» , y nada más salir los dos clientes, la parejareanudó con toda libertad la discusión del incidente en todos sus matices.

La señora Cave habló a su marido con extraordinaria franqueza. El pobrehombrecillo, temblando de emoción, enredado entre sus historias, sostuvo por unaparte que tenía otro cliente en perspectiva, y por otra que el cristal valíahonestamente por lo menos diez guineas.

—¿Pues por qué has pedido cinco libras? —dijo su esposa.—¡Deja que lleve mis asuntos a mi manera! —dijo el señor Cave.Con el señor Cave vivían una hijastra y un hijastro, y aquella noche, en la

cena, volvió a discutirse la transacción. Ninguno de ellos tenía en gran estima losmétodos comerciales del señor Cave, y este comportamiento les parecía elcolmo de la necedad.

—Yo diría que con anterioridad se ha negado a vender ese cristal —dijo elhijastro, un desgarbado patán de dieciocho.

—¡Pero son cinco libras! —dijo la hijastra, una polémica joven de veintiséisaños.

Las respuestas del señor Cave eran calamitosas; sólo conseguía farfullardébiles afirmaciones de que él era quien mejor conocía sus negocios. Ellos leimpulsaron a que abandonara su cena medio consumida para que cerrara latienda por la noche, y salió con las orejas ardientes y lágrimas de vejación detrásde sus lentes. « ¿Por qué había dejado tanto tiempo el cristal en el escaparate?¡Había sido una insensatez!» . Ése era el problema encerrado en su mente. Poralgún rato no consiguió descubrir la forma de evitar la venta.

Después de cenar, su hijastra y su hijastro se animaron mutuamente ysalieron, y su esposa se retiró arriba para reflexionar acerca de los aspectoscomerciales del cristal, tomando un poco de azúcar y limón en agua caliente. Elseñor Cave entró en la tienda y permaneció allí hasta tarde, pretextando hacerunas ornamentaciones doradas para unas peceras, pero en realidad con un íntimopropósito que se explicará mejor más adelante.

Al día siguiente, la señora Cave descubrió que el cristal había sido retirado delescaparate, y que se encontraba detrás de unos libros de segunda mano quetrataban de la pesca con caña. Ella volvió a situarlo en la posición más visible.Pero no volvió a discutir al respecto, ya que una jaqueca de tipo nervioso la alejóde la polémica. El señor Cave siempre estaba lejos de ella. El día transcurriódesapaciblemente. El señor Cave estaba, si eso era posible, más abstraído de lonormal, y al mismo tiempo desacostumbradamente irritable. Por la tarde,mientras su esposa dormía su acostumbrada siesta, volvió a retirar el cristal delescaparate.

Al día siguiente, el señor Cave tenía que efectuar la entrega de una partida depequeños tiburones a una de las escuelas de medicina donde se necesitaban paradisección. En su ausencia, la mente de la señora Cave retornó al tema del cristal,y a los métodos más adecuados de gastar la ganancia de cinco libras. Ya habíaideado unos métodos muy agradables —entre otros, un vestido de seda verdepara ella y un viaje a Richmond—, cuando el repiqueteo de la campanilla de lapuerta principal la condujo a la tienda. El cliente era un profesor que venía aquejarse por no haberle enviado ciertas ranas que había solicitado para el díaanterior. La señora Cave no aprobaba esta rama científica del negocio del señor

Cave, y el caballero, que había entrado con aspecto más bien agresivo, se retiródespués de un breve intercambio de palabras, totalmente civilizadas en lo que a élconcernía. Entonces la mirada de la señora Cave se volvió con naturalidad haciael escaparate; la visión del cristal era la garantía de las cinco libras y de sussueños. ¡Cuál no sería su sorpresa al descubrir que éste había desaparecido!

Se acercó al lugar detrás del mostrador donde lo había descubierto el díaanterior. No estaba allí, e inmediatamente empezó una ansiosa búsqueda por latienda.

Cuando el señor Cave regresó de sus asuntos con los pequeños tiburones, a esode las dos menos cuarto, halló la tienda algo desordenada, y a su esposa,extremadamente encolerizada y de rodillas detrás del mostrador, registrandoentre sus útiles de taxidermista. Su rostro inflamado y colérico surgió por encimadel mostrador. Mientras la discordante campanilla anunciaba el regreso de sumarido a quien ella acusó inmediatamente de « haberlo escondido» .

—¿Escondido qué? —preguntó el señor Cave.—¡El cristal!Entonces, el señor Cave, aparentemente muy sorprendido, se precipitó hacia

el escaparate.—¿No está aquí? ¡Santo cielo! ¿Qué ha sido de él?Justo entonces, el hijastro del señor Cave, que había llegado a casa uno o dos

minutos antes que el señor Cave, entró en la tienda desde la habitación interior,blasfemando con entera libertad. Trabajaba de aprendiz con un comerciante demuebles de segunda mano calle abajo, pero efectuaba sus comidas en casa yestaba lógicamente irritado al no encontrar la comida a punto.

Pero cuando se enteró de la pérdida del cristal, olvidó su comida, y su ira sedesvió de su madre a su padrastro. Su primera idea, lógicamente, fue que él lohabía escondido. Pero el señor Cave negó resueltamente todo conocimiento decuál había sido su suerte —proporcionando espontáneamente su declaraciónjurada al respecto— e ingeniándoselas para llegar al punto de acusar primero asu esposa, y luego a su hijastro, de haberlo cogido con vistas a una venta privada.Así empezó una discusión sumamente mordaz y emotiva, que finalizó con laseñora Cave en un estado de nervios muy peculiar, entre histérica y frenética, yhaciendo que por la tarde el hijastro llegara con media hora de retraso alestablecimiento de muebles. El señor Cave se refugió de las emociones de suesposa en la tienda.

Por la noche, con menos pasión y con espíritu crítico, se reanudó el tema antela presencia de la hijastra. La cena transcurrió tristemente y culminó en unaescena penosa. El señor Cave cayó por fin en una enorme desesperación y saliódando un violento portazo. El resto de la familia, tras discutir su comportamientocon la libertad que su ausencia garantizaba, registró la casa desde la buhardillahasta el sótano, con la esperanza de hallar el cristal.

Al día siguiente, los dos clientes aparecieron de nuevo. La señora Cave losrecibió casi con lágrimas. Dejó entrever que nadie podía imaginar cuánto habíatenido que soportar ella por culpa de Cave en las distintas épocas de superegrinaje matrimonial. También les ofreció un informe alterado de ladesaparición. El clérigo y el oriental rieron en silencio entre sí y dijeron queaquello era absolutamente extraordinario. Como la señora Cave parecía dispuestaa proporcionarles la historia completa de su vida, hicieron ademán de irse de latienda. Por consiguiente, la señora Cave, que aún no había perdido las esperanzas,solicitó la dirección del clérigo, para, si conseguía algo de Cave, podercomunicárselo. La dirección fue debidamente proporcionada, pero, al parecer,luego se extravió. La señora Cave no consiguió recordar nada al respecto.

Al anochecer de aquel día, los Cave parecían haber agotado todas susemociones, y el señor Cave, que había estado fuera por la tarde, cenó en unlóbrego aislamiento que contrastaba agradablemente con la apasionadacontroversia de los días anteriores. Durante algún tiempo las relaciones fueronmuy tirantes en la casa de los Cave, pero ni el cristal ni el cliente reaparecieron.

Bien, hablando claro, deberíamos reconocer que el señor Cave era unembustero. Él sabía perfectamente bien dónde se hallaba el cristal. Estaba en elaposento del señor Jacoby Wace, profesor ay udante en el hospital de St.Catherine, en Westbourne Street. Se encontraba sobre el aparador, parcialmentecubierto por una tela de terciopelo negro y junto a una garrafa de whiskyamericano. Y es del señor Wace, precisamente, de quien proceden los detalles enlos cuales se basa esta narración. Cave había trasladado el objeto al hospitaloculto en el saco de los pequeños tiburones, y, una vez allí, había convencido aljoven investigador para que se lo guardara. El señor Wace se había mostrado untanto indeciso. Su relación con el señor Cave era algo peculiar. Le gustaban lossujetos extraños, y en más de una ocasión había invitado al anciano a fumar y abeber en sus aposentos, y a desarrollar su curiosa visión de la vida en general yde su esposa en particular. El señor Wace también se había encontrado a vecescon la señora Cave cuando el señor Cave no estaba en casa para atenderle.Estaba enterado de las constantes interferencias a las que Cave se veía sometido,y, después de sopesar imparcialmente la historia, decidió dar refugio al cristal. Elseñor Cave prometió explicarle con más detalle, en otra ocasión, las razones desu extraordinaria afición por el cristal, pero le dijo claramente que veía visionesen su interior. Aquella misma noche volvió a visitar al señor Wace.

Le narró una complicada historia. Dijo que el cristal había llegado a su poderjunto con otras cosas sueltas, en la liquidación de las mercancías de otrocomerciante de curiosidades, y que al desconocer cuál podría ser su valor, lohabía marcado en diez chelines. Había permanecido en su poder, con ese precio,durante algunos meses, y y a pensaba en « reducir la cifra» cuando hizo undescubrimiento extraordinario.

En aquella época gozaba de muy mala salud —hay que tener presente que, alo largo de toda esta experiencia, su condición física estaba muy decaída—,estaba considerablemente angustiado con motivo de la negligencia, incluso de losexplícitos malos tratos, que recibía de su esposa y de sus hijastros. Su esposa eravanidosa, extravagante e insensible, y sentía una afición creciente por la bebidacuando estaba a solas; su hijastra era ruin y astuta; y su hijastro había concebidouna violenta aversión hacia él, y no perdía ocasión para demostrárselo. Lasexigencias de su negocio eran altamente pesadas para él, y el señor Wace nocree que estuviera totalmente libre de algún exceso ocasional. Había empezadosu vida en una posición confortable. Era un hombre bastante instruido, y padeciósin interrupción durante semanas, de melancolía e insomnio. Temiendo molestara su familia, cuando sus reflexiones se volvían intolerables, se deslizaba ensilencio fuera de la cama para no despertar a su esposa, y vagaba por la casa. Yuna mañana, de últimos de agosto, a eso de las tres de la madrugada, el azardirigió sus pasos hacia la tienda.

La sucia tiendecilla estaba impenetrablemente oscura excepto en un punto,donde percibió un inusual destello de luz. Al acercarse a él, descubrió que setrataba del huevo de cristal, que se hallaba en el rincón del mostrador que daba alescaparate. Un tenue ray o de luz penetraba por una rendija de la persiana,chocaba contra el objeto, y parecía como si fuera a rellenar todo su interior.

Al señor Cave se le ocurrió que aquello no coincidía con las leyes de la ópticatal y como él las había entendido en su época juvenil. Podía comprender que losrayos fueran refractados por el cristal hacia un foco en su interior, pero estadifusión no coincidía con sus conocimientos de física. Se acercó más al cristal,escudriñando su interior y la superficie con un momentáneo renacimiento de lacuriosidad científica que en su juventud había determinado la elección de suprofesión. Se sorprendió al comprobar que la luz no era constante, sino queoscilaba dentro de la sustancia del huevo, como si aquel objeto fuera una esferahueca con algún vapor luminoso. Desplazándose para obtener diferentes puntosde vista, de pronto comprobó que se había colocado entre el rayo y el cristal, yque sin embargo, éste continuaba siendo luminoso. Grandemente sorprendido, loalejó del ray o de luz y lo trasladó a la parte más oscura de la tienda. Continuóbrillando durante cuatro o cinco minutos, y luego se fue debilitando lentamentehasta apagarse. Lo situó bajo la débil luz del día y su luminosidad reapareció casiinmediatamente.

Por lo menos hasta ese punto el señor Wace pudo comprobar laextraordinaria historia del señor Cave. Él mismo había colocado repetidas vecesel cristal ante un rayo de luz (cuyo diámetro debía de ser inferior a unmilímetro). Y dentro de la perfecta oscuridad, la que puede proporcionar unaenvoltura de terciopelo, el cristal parecía, sin lugar a dudas, débilmentefosforescente. Sin embargo, parecía que la luminosidad era de una clase

excepcional, que no resultaba igualmente visible a todos los ojos; el señorHarbinger —cuy o nombre resultará familiar al lector científico en relación conel Instituto Pasteur— era totalmente incapaz de ver ninguna luz. Y la capacidaddel propio señor Wace para apreciarla era muy inferior en comparación con ladel señor Cave. Incluso con el señor Cave, la intensidad variabaconsiderablemente: su visión era mucho más vívida durante los estados deextrema debilidad y fatiga.

Desde el primer momento, esta luz en el cristal había ejercido una curiosafascinación sobre el señor Cave. Y dice más de su alma solitaria el hecho de queno contara a ningún ser humano sus curiosas observaciones, que lo que diría unvolumen de escritos patéticos. Parecía estar viviendo en una atmósfera de tanmezquino resentimiento que de haber admitido la existencia de un goce hubieracorrido el riesgo de perderlo. Averiguó que a medida que avanzaba el alba, yaumentaba la difusión de la luz, según todas las apariencias el cristal dejaba deser luminoso. Y durante algún tiempo fue incapaz de ver nada dentro, exceptopor la noche, en los rincones oscuros de la tienda.

Pero se le ocurrió utilizar una vieja tela de terciopelo que usaba como fondopara una colección de minerales, y doblando el paño, y cubriéndose con él lacabeza y las manos, era capaz de ver el movimiento luminoso en el interior delcristal incluso durante el día. Tomaba muchas precauciones a fin de no serdescubierto por su esposa, y practicaba esta ocupación sólo por las tardes,mientras ella dormía arriba, y además lo hacía disimuladamente en un huecodebajo del mostrador. Y un día, dándole vueltas al cristal entre las manos, vioalgo. Apareció y desapareció como un destello, pero le dio la impresión de que elobjeto le había desvelado, por un instante, la visión de un país inmenso y extraño;y, al girarlo otra vez, justo cuando la luz se desvanecía, volvió a tener la mismavisión.

Bien, resultaría tedioso e innecesario exponer todas las fases deldescubrimiento del señor Cave a partir de este punto. Basta con decir que elefecto fue éste: inclinando el cristal en un ángulo de 137 grados en dirección alrayo luminoso, se conseguía una clara y uniforme imagen de un paisaje inmensoy peculiar. No era nada que se pareciera a un sueño; producía una definidaimpresión de realidad, y cuanto mejor era la luz, más real y sólido parecía. Setrataba de una imagen en movimiento: es decir, ciertos objetos se movían en él,pero lentamente y de forma ordenada como las cosas reales, y, a medida que ibacambiando la dirección de la iluminación y de la visión del paisaje, tambiéncambiaba. En verdad debía de ser como mirar una escena a través de un cristalovalado, haciéndolo girar a fin de obtener diferentes facetas.

Las manifestaciones del señor Cave, me aseguró el señor Wace, eranextremadamente exactas, y totalmente exentas de esa cualidad emotiva quecontamina las impresiones alucinatorias. Pero hay que recordar que todos los

esfuerzos del señor Wace para ver cualquier claridad similar en la lánguidaopalescencia del cristal resultaron totalmente infructuosos, por mucho que lointentara. La diferencia en la intensidad de las impresiones recibidas por los doshombres era muy grande, y es bastante probable que lo que para el señor Caveera una visión, no fuera más que una confusa nebulosidad para el señor Wace.

La visión, tal como la describía el señor Cave, era invariablemente la de unaextensa llanura, y siempre le parecía estar contemplándola desde unaconsiderable altura, como desde una torre o un mástil. Al este y al oeste lallanura limitaba a una distancia remota con unos enormes riscos de color roj izo,que le recordaban unos que había visto en algún cuadro; aunque el señor Wacefue incapaz de averiguar de qué cuadro se trataba. Estos riscos iban de norte a sur—podía saber los puntos de la brújula por las estrellas que eran visibles durante lanoche—, y se alejaban en una perspectiva casi ilimitada, desvaneciéndose en lacalina de la distancia antes de unirse. Él se hallaba más cerca de los riscosorientales, y durante su primera visión el sol se levantaba por encima de ellos.Negras contra la luz del sol, y pálidas contra sus sombras, se distinguían multitudde formas elevándose, que el señor Cave consideró que eran pájaros. Una largafila de edificios se extendía debajo de él; como si los estuviera mirando desde loalto; y a medida que se acercaban al margen borroso y refractado de la imagenperdían su nitidez. También había árboles curiosos de forma y de color, un verdecomo de musgo y un gris exquisito, junto a un ancho canal resplandeciente. Yalgo de gran tamaño y color brillante voló cruzando el cuadro. Pero la primeravez que el señor Cave vio estas imágenes, las vio como si fueran relámpagos; susmanos temblaban, su cabeza se movía y la visión iba y venía y crecía,difuminándose. Y al principio tuvo enormes dificultades para volver a encontrarla imagen una vez perdida su dirección.

La siguiente visión clara, que se presentó una semana después de la primera,sin haberse otorgado en este intervalo más que unas ojeadas atormentadas ycierta experiencia útil, le mostró el valle en toda su extensión. La visión eradiferente, pero él tenía la curiosa convicción, que sus observaciones posterioresconfirmaron totalmente, de que estaba mirando aquel extraño mundoexactamente desde el mismo sitio, a pesar de que mirara en una direccióndiferente. La larga fachada del gran edificio, cuy o tejado había visto antes desdelo alto, retrocedía ahora en la perspectiva. Reconoció el tejado. En el centro de lafachada había una terraza de sólidas proporciones y extraordinaria longitud, y enmedio de ésta, a determinados intervalos, se elevaban unos enormes aunqueelegantes mástiles, los cuales sostenían pequeños objetos brillantes que reflejabanel ocaso del sol. La importancia de estos pequeños objetos no se le ocurrió alseñor Cave hasta algún tiempo después, cuando describía la escena al señorWace. La terraza estaba suspendida sobre un soto cubierto por la más exuberantey atractiva vegetación, y más allá un extenso prado sobre el cual reposaban

ciertas anchas criaturas parecidas a los escarabajos, pero muchísimo másgrandes. Más allá aún, había un terraplén ricamente decorado con piedrasrosáceas. Y más allá de éste, bordeada de malezas roj izas, y recorriendo el valleen paralelo exacto con los lejanos riscos, había una extensión de agua quesemejaba un espejo. El aire parecía repleto de escuadrillas de grandes pájarosque maniobraban en curvas majestuosas; y al otro lado del río había grancantidad de espléndidos edificios de aspecto multicolor, que brillaban por sutracería y ornamentación metálicas, en medio de un bosque de árboles parecidosal musgo y al liquen. Y, de pronto, algo cruzó repentinamente la visión, como elondular de un ventilador o el batir de las alas, y una cara, o más bien la partesuperior de una cara con ojos muy grandes, apareció como si estuviera muycerca de la suy a propia, como si se encontrara al otro lado del cristal.

El señor Cave se quedó tan asombrado y tan impresionado por la absolutarealidad de aquellos ojos, que se retiró del cristal para examinarlo por detrás.Estaba tan absorto en la contemplación del cristal, que se sorprendió alencontrarse entre la fría oscuridad de su tiendecilla, con su familiar olor a alcoholmetílico, a moho y podredumbre. Y mientras observaba a su alrededor, elresplandor del cristal se fue apagando hasta desaparecer.

Tales fueron las primeras impresiones generales del señor Cave. La historiaes curiosamente directa y detallada. Desde el comienzo, cuando el valle habíaaparecido momentáneamente ante sus sentidos, su imaginación quedóextrañamente afectada, y a medida que empezaba a apreciar los detalles de laescena que contemplaba, su asombro fue aumentando hasta convertirse enpasión. Distraído e indiferente, se ocupaba de su negocio pensando sólo en elmomento en que podría volver a su observación. Y entonces, unas semanasdespués de su primera visión del valle, aparecieron los dos clientes cuya ofertaprodujo gran tensión y excitación, y el cristal escapó por muy poco a su venta,como ya he explicado.

Mientras el objeto fue sólo un secreto del señor Cave, se quedó en una simplemaravilla, algo hacia lo cual acercarse en secreto y atisbar, igual que un niñopodía atisbar un jardín prohibido. Pero, aunque sea un investigador científicojoven, el señor Wace posee una mente especialmente lúcida e ilativa. En cuantoel cristal y el relato llegaron a él y, viendo con sus propios ojos la fosforescencia,se persuadió de que existían realmente ciertas pruebas en cuanto a lasafirmaciones del señor Cave, y procedió a analizar la cuestión sistemáticamente.

El señor Cave sólo deseaba deleitar sus ojos con el mundo fantástico que veía,y cada noche, desde las ocho y media hasta las diez y media, acudía allí, y aveces, en ausencia del señor Wace, también iba durante el día. Y los domingospor la tarde también. Desde el primer momento el señor Wace tomó copiosasnotas, y fue debido a su método científico que se aprobó la relación entre ladirección por la que entraba el rayo inicial en el cristal y la orientación de la

imagen. Y tapando el cristal con una caja perforada, con una pequeña aberturapara recibir el ray o incitador, y cambiando las cortinas opacas de holanda negra,mejoraron extraordinariamente las condiciones de la observación; así, al cabo depoco tiempo lograron examinar el valle en cualquier dirección que ellosdesearan.

Así, despejado el camino, podemos dar una breve relación de este mundovisionario que aparecía en el interior del cristal. En todas las ocasiones era elseñor Cave quien lo veía, y el método de trabajo era invariable: él contemplabael cristal e informaba de cuanto veía, mientras el señor Wace (que al serestudiante de ciencias había aprendido el ardid de escribir a oscuras) escribía unabreve reseña de la información. Cuando el cristal se apagaba, lo introducían en sucaja, en la posición adecuada, y encendían la luz eléctrica. El señor Wace hacíapreguntas, y sugería observaciones para aclarar puntos difíciles. En realidad,nada podía resultar menos visionario y más prosaico.

La atención del señor Cave había sido captada rápidamente por las criaturasen forma de pájaro que había visto con tal abundancia en sus primeras visiones.Su primera impresión pronto fue corregida, y durante un tiempo consideró quebien podían representar una especie de murciélago diurno. Luego pensó, lo cualresultó bastante grotesco, que podían ser querubines. Sus cabezas eran redondas ycuriosamente humanas, y fueron los ojos de uno de ellos los que le sobrecogieronen su segunda observación. Tenían anchas alas plateadas, desprovistas de plumas,pero que centelleaban con la misma brillantez que un pez recién cogido, y con lamisma sutil gama de colores. Y el señor Wace supo que estas alas no parecíanapoy arse en el plano de un ala de pájaro o de un murciélago, sino en unascostillas curvadas que irradiaban del cuerpo. (Una especie de ala de mariposacon costillas curvadas parece expresar mejor su apariencia). El cuerpo erapequeño, pero equipado con dos racimos de órganos prensiles, como lostentáculos, justo debajo de la boca. Por muy increíble que le pareciera al señorCave, al final se persuadió irremisiblemente de que estas criaturas eran laspropietarias de los grandes edificios casi humanos y del magnífico jardín quehacía tan espléndido el amplio valle. Y el señor Cave percibió que los edificios,entre otras peculiaridades, no tenían puertas, sino que era por las grandesventanas circulares, que se abrían libremente, por donde entraban y salían lascriaturas. Se posaban sobre sus tentáculos, plegaban sus alas casi a la pequeñez deuna caña y saltaban al interior. Pero entre ellas había una multitud de criaturas dealas más pequeñas, como grandes libélulas, polillas y escarabajos voladores, ypor el césped de brillante colorido, unos escarabajos se arrastrabanperezosamente de un lado a otro. Y todavía más, en los terraplenes y en lasterrazas se veían unas criaturas de gran cabeza similares a las moscas de mayortamaño, pero sin alas, que brincaban atareadas sobre su maraña de tentáculos enforma de mano.

Ya se ha hecho alusión a los brillantes objetos sobre los mástiles que selevantaban por encima de la terraza del edificio más cercano. El señor Cave, trasmirar fijamente a uno de estos mástiles en un día especialmente claro, cayó enla cuenta de que el objeto brillante que allí se encontraba era un cristalexactamente igual que el que él estaba atisbando. Y una inspección todavía másminuciosa le convenció de que cada uno, aproximadamente unos veinte, sosteníaun objeto similar.

De vez en cuando, una de las grandes criaturas voladoras revoloteaba hastauno de ellos y, tras plegar sus alas y enrollar parte de los tentáculos en el mástil,miraba fijamente el cristal durante un rato —a veces durante más de quinceminutos—. Y una serie de observaciones, realizadas por sugerencia del señorWace, persuadieron a los dos observadores de que, por lo que se refería a estemundo visionario, el cristal que estaban escudriñando se hallaba efectivamenteen la cúspide del último mástil situado en la terraza, y que por lo menos en unaocasión, uno de estos habitantes de otro mundo había mirado al señor Cave a lacara mientras efectuaba observaciones. Eso por lo que respecta a los hechosesenciales de esta historia realmente singular.

A menos que lo descartemos todo como una ingeniosa invención del señorWace, debemos creer una de estas dos cosas: o bien el cristal del señor Cave sehallaba en dos mundos a la vez, y mientras se movía en uno permanecíaestacionario en el otro, lo cual parece del todo absurdo; o bien mantenía unapeculiar relación con otro cristal exactamente igual en este otro mundo, de modoque lo que veía en el interior del que se hallaba en este mundo resultaba, bajocondiciones adecuadas, visible para un observador en el correspondiente cristaldel otro mundo; y viceversa. Hasta ahora, ignoramos realmente de qué formados cristales pueden entrar en relación, pero hoy en día sabemos lo suficientecomo para comprender que el hecho no es del todo imposible. Esta relación entrelos dos cristales fue una suposición que se le ocurrió al señor Wace, y a mí almenos me parece extremadamente creíble…

¿Y dónde estaba ese otro mundo? Al respecto, la vivaz inteligencia del señorWace también arrojó luz rápidamente. Después de ponerse el sol, el cielo seoscureció con rapidez, el crepúsculo fue un breve intervalo, y las estrellasbrillaron. Podían reconocerse las mismas que nosotros vemos, agrupadas en lasmismas constelaciones. El señor Cave reconoció la Osa, las Pléyades, Aldebarány Sirio: por tanto, el otro mundo debía de encontrarse en algún lugar del sistemasolar y, como máximo, sólo a unos centenares de millones de kilómetros delnuestro. Siguiendo esta pista, el señor Wace aprendió que el cielo de medianocheera de un azul más oscuro incluso que el de nuestro cielo invernal, y que el Solparecía un poco más pequeño… ¡Y que había dos lunas pequeñas!, « iguales quenuestra Luna, pero más pequeñas, con diferentes marcas» , una de las cuales semovía con tanta rapidez que su movimiento resultaba claramente visible si se la

observaba. Estas lunas nunca se elevaban al cielo, sino que se desvanecíanmientras iban surgiendo: es decir, cada vez que daban la vuelta se eclipsabanporque estaban muy cerca de su planeta primario. Y todo esto respondecompletamente, aunque el señor Cave no lo supiera, a lo que deben de ser lascondiciones de Marte.

Por tanto, parece una conclusión sumamente plausible que al atisbar en elinterior de este cristal, lo que el señor Cave realmente viera fuese el planetaMarte y sus habitantes. Y, en el caso de que así fuera, entonces la estrellavespertina que resplandecía con toda brillantez en el cielo de aquella distantevisión era nada menos que nuestra familiar Tierra.

Durante algún tiempo, los marcianos, si es que eran marcianos, no parecieronenterarse de la inspección del señor Cave. Una o dos veces se acercaron aatisbar, y se marcharon en seguida a algún otro mástil, como si la visión no fuerasatisfactoria. Durante este tiempo, el señor Cave pudo contemplar la situación deeste pueblo alado sin ser molestado por su atención, y, aunque el informe esnecesariamente vago y fragmentario, no por ello resulta menos sugestivo.Imaginad la impresión que de la humanidad obtendría un observador marciano,el cual, tras un difícil proceso de preparación y con considerable fatiga de losojos, lograra observar Londres desde la aguja de la iglesia de St. Martin duranteintervalos, como mucho, de tres o cuatro minutos. El señor Cave fue incapaz deaveriguar si los marcianos alados eran los mismos que brincaban por losterraplenes y las terrazas, y si estos últimos podían volar a voluntad. Varias vecesvio bípedos torpes, que recordaban vagamente a los monos, blancos yparcialmente translúcidos, alimentándose entre algunos de los árboles de liquen,y en una ocasión vio que un grupo de éstos huía ante el acoso de uno de losmarcianos saltadores de cabeza redonda. Uno de éstos atrapó a uno con sustentáculos, y entonces la imagen se desvaneció repentinamente, dejando al señorCave completamente impotente en la oscuridad. En otra ocasión, una cosaenorme, de la que el señor Cave pensó en un principio que era un insecto gigante,apareció avanzando con extraordinaria rapidez por el terraplén junto al canal.Mientras se acercaba, el señor Cave percibió que era un mecanismo de metalbrillante y de extraordinaria complej idad. Y luego, cuando volvió a mirar, yaestaba fuera de su vista.

Al cabo de algún tiempo, el señor Wace pretendió atraer la atención de losmarcianos, y la siguiente vez que los extraños ojos de uno de ellos aparecieroncerca del cristal, el señor Cave gritó y saltó a un lado, e inmediatamenteencendieron la luz y empezaron a gesticular de forma sugestiva para hacerseñales. Pero cuando el señor Cave volvió a examinar el cristal, el marcianohabía desaparecido.

Hasta aquí habían progresado estas observaciones a principios de noviembre,y entonces el señor Cave, notando que las sospechas de su familia sobre el cristal

se habían calmado, empezó a llevarlo con él de una parte a otra, a fin deconsolarse como había hecho en ocasiones anteriores, de día y de noche, con loque se había convertido rápidamente en el acontecimiento más real de suexistencia.

En diciembre, el trabajo del señor Wace fue en aumento debido a lainminencia de un examen, las sesiones tuvieron que suspenderse de mala ganadurante una semana, y durante diez u once días —no está muy seguro de cuántos— no volvió a ver a Cave. Entonces, ansioso por reanudar las investigaciones, yaliviada la tensión de sus trabajos estacionales, se dirigió a Seven Dials. En laesquina notó unos postigos delante del escaparate de una pajarería y luego otrosante el de un zapatero remendón. La tienda del señor Cave estaba cerrada.

Llamó y le abrió la puerta el hijastro, vestido de negro. Éste llamó en seguidaa la señora Cave, quien, según el señor Wace pudo observar, vestía un traje deluto barato pero amplio e imponente. Sin demasiada sorpresa, el señor Wace seenteró de que el señor Cave había muerto y ya había sido enterrado. Ella estaballorando, y su voz era profunda. Acababa de regresar de Highgate. Su menteparecía preocupada por su propio futuro y por los honorables detalles de lasexequias, pero el señor Wace pudo por fin conocer los detalles de la muerte deCave. Le habían encontrado muerto en la tienda por la mañana temprano, al díasiguiente de su última visita al señor Wace, y el cristal había quedado atrapadoentre sus manos frías como la piedra. Su rostro sonreía, dijo la señora Cave, y elpaño de terciopelo negro de los minerales yacía a sus pies en el suelo. Debía dellevar ya muerto cinco o seis horas cuando lo encontraron.

Esto produjo una gran conmoción en el señor Wace, que empezó areprocharse amargamente por haber descuidado los evidentes síntomas de lamala salud del anciano. Pero su principal preocupación era el cristal. Abordó eltema con precaución, pues conocía las peculiaridades de la señora Cave. Sequedó sin habla al saber que había sido vendido.

El primer impulso de la señora Cave, tras subir el cuerpo de Cave aldormitorio, había sido escribir al clérigo chiflado que había ofrecido cinco libraspor el cristal, para informarle de su recuperación; pero, tras una violentabúsqueda a la que se sumó la hija, se convencieron de que habían perdido sudirección. Como carecían de los medios requeridos para llorar y enterrar a Cavecon el primoroso estilo que exige la dignidad de un habitante de Seven Dials,habían recurrido a un amigo anticuario de Great Portland Street. Él habíaaccedido amablemente a hacerse cargo de parte de la mercancía según tasación.Él mismo efectuó la tasación, y el huevo de cristal fue incluido en uno de loslotes. El señor Wace, tras manifestar las frases de condolencia, un tantoimprovisadas tal vez, corrió de inmediato a Great Portland Street. Pero allí seenteró de que el huevo de cristal ya había sido vendido a un hombre alto ymoreno vestido de gris.

Y aquí terminan bruscamente los hechos materiales de esta curiosa historiaque, al menos para mí, resulta muy sugestiva. El comerciante de Great PortlandStreet no sabía quién era el hombre alto y vestido de gris; no le había observadocon la suficiente atención para describirlo con detalle. Ni siquiera sabía quédirección había tomado esta persona después de abandonar la tienda. Durantealgún tiempo el señor Wace permaneció en la tienda, poniendo a prueba lapaciencia del comerciante con preguntas desesperadas, dando libre curso a supropia exasperación. Por fin, comprendiendo bruscamente que todo el asunto sele había escapado de las manos, que se había desvanecido como una visiónnocturna, regresó a sus habitaciones, un poco sorprendido de encontrar las notasque había tomado, aún tangibles y visibles sobre su desordenada mesa.

Su disgusto y su decepción fueron naturalmente muy grandes. Realizó unasegunda visita (igualmente infructuosa) al comerciante de Great Portland Street,y recurrió a los anuncios en aquellos periódicos que tenían más probabilidades decaer en manos de un coleccionista de artículos raros. También escribió cartas aThe Daily Chronicle y a Nature, pero ambas publicaciones, sospechando que setrataba de una broma, le pidieron que reconsiderara su acción antes de imprimir,y le advirtieron que aquella historia tan extraña, lamentablemente sin pruebasque la sustentaran, podía poner en peligro su reputación como investigador. Porotra parte, las obligaciones de su propio trabajo eran perentorias. Así, al cabo deun mes, salvo por algún recordatorio ocasional a ciertos anticuarios, tuvo queabandonar de mala gana la búsqueda del huevo de cristal, que a partir de ese díapermanece en algún lugar desconocido. Sin embargo, él me ha dicho, y yo locreo firmemente, que de vez en cuando tiene arrebatos de celo en los queabandona sus más urgentes ocupaciones y vuelve a iniciar la búsqueda.

Que permanezca o no perdido para siempre, con su material y su propioorigen, son cosas sobre las que se puede especular en todo momento. Si el actualpropietario es un coleccionista, cabría esperar que las indagaciones del señorWace hubieran llegado a sus oídos a través de los anticuarios. Ya que había sidocapaz de descubrir al clérigo y al « oriental» del señor Cave, que no eran sino elreverendo James Parker y el joven príncipe de Bosso-Kuni, en Java. Les estoymuy agradecido por determinados pormenores. El interés del príncipe no sedebía más que a una simple curiosidad… y extravagancia. Se había mostrado tanansioso de comprar porque Cave era extrañamente reacio a vender. También esmuy posible que el comprador en segunda instancia fuera simplemente uncomprador ocasional, y no un coleccionista, y que el huevo de cristal seencuentre en estos momentos, posiblemente, a menos de un kilómetro dedistancia, decorando un salón o sirviendo de pisapapeles, sin que se conozcan susextraordinarias propiedades. Y, por lo tanto, se debe en parte a la idea de dichaposibilidad que yo haya dado a esta narración una forma que le dará laoportunidad de ser leída por el normal consumidor de ficción.

Mis propias ideas en esta materia son prácticamente idénticas a las del señorWace. Estoy convencido de que el cristal en lo alto del mástil en Marte y elhuevo de cristal del señor Cave se hallan en alguna clase de relación física, peroque de momento resulta inexplicable, y ambos creemos, además, que el cristalterrestre debió de ser enviado aquí desde allí —posiblemente en fecha remota—con el fin de ofrecer a los marcianos una visión próxima de nuestras costumbres.Es muy posible que los que aparecen en los cristales de otros mástiles también seencuentren en nuestro globo. Ninguna teoría de las alucinaciones alcanza aexplicar los hechos.

La mujer del vestido genético

— Daniel Gilbert —

Cuando le pedí «algún material biográfico», Daniel Gilbert replicóanimosamente: «Empecé a escribir cf en 1978, cuando tropecé con Ubik.Era la primera vez que leía ciencia ficción. Por entonces Phil Dickcomenzó a ofrecerme muchos e inmerecidos ánimos. Excelente hombre,ciertamente. Escribo muy despacio y con poca frecuencia porque miprimer amor es la psicología experimental. De este modo mi obra apareceirregularmente y Diossabe-cuándo. Soy un psicólogo que chapotea en laciencia ficción, Erik Satie y Emerson. Actualmente aspiro a un puesto en elDepartamento de Psicología de la universidad de Princeton. Soy miembrode la National Science Foundation y espero ser eyaculado a la desolacióndel mercado académico en 1985. Mi trabajo en psicología socialexperimental (no, que Dios no lo quiera, psicología clínica) está clasificadoentre los límites de la teoría del atributo y el conocimiento social…». Eneste momento resonó en mis oídos la jovial voz de Isaac Asimovhablándome de otro tema: «Incluso un analfabeto científico como túdebería entender esto», me dijo el Buen Doctor. Quizás alguna vibraciónde esa voz ha llegado hasta el señor Gilbert, porque él sigue diciendo:«Soy muy torpe con esto de la biografía, así que inventa algo que sea másintrigante». Bien, de acuerdo. A los diecisiete años Daniel Gilbert era elfactor más joven al servicio de la empresa Hudson’s Bay, antes de huir deFort Ungava con una hermosa esquimal, y… Pero quizá sea mejor quesigamos con la historia.

Daniel Gilbert escribe: «Nací en 1958 y estoy casado con una expertaen informática más lista que yo (Windy), y tengo un derecho a afirmar labuena salud de ambos: un retoño de siete años llamado Arlo. Bibliografía:algunos relatos de cf en Questar, Amazing Stories, en Perpetual Light deAlan Ryan, Pawn to Infínity de Fred y Joan Saberhagen, New Dimensions13 de Marta Randall. También he escrito (en colaboración con C. G. Lord)artículos sobre psicología».

Llevaba veinte minutos tratando de hablar por el intercomunicador con laseñorita Hartley (una hazaña similar a la resurrección de Lázaro, aunque encierta forma más complicada por el hecho de que la señorita Hartley es unaestúpida, no un muerto) cuando por fin decidí ir a la sala para averiguar qué lepasaba.

El individuo era vulgar, y yo, violando mi convicción más profunda (laadquisición de negocios lucrativos) estuve a punto de no verlo sentado en el diván.Estaba hojeando un número de la revista Ingeniería Genética, que como eslógico conservamos en portapliegos de similicuero con bordes dorados. Nuestraclientela es aficionada a estas cosas.

—Ah, buenos días, caballero —dije.Definitivamente había que reprender a la señorita Hartley por abandonar su

puesto en la sala de recepción y dejar desatendido a un cliente. Observé unmoscardón que zumbaba irritantemente en la sala. Extendí hábilmente mi lenguay lo cacé.

Esos insectos, qué fastidio.—Permítanle excusarme por el tratamiento grosero e inexcusable que ha

sufrido usted —dije—, y asegurarle que ésta no es la línea seguida por DiseñosNeomórficos. ¿Puedo ofrecerle un jerez?

—Desde luego.Él apenas levantó los ojos de la revista.Brinqué de un solo salto hasta el frasco de jerez.Enseña siempre lo mejor que tengas para ofrecer, enséñalo claramente y de

modo tal que neutralice al jactancioso que todos llevamos dentro. No he llegado aser Primer Ejecutivo y V.I.P. de la Casa de Diseños Neomórficos por ignorarmáximas como estas. Observé que el visitante había visto mi majestuoso salto yme acerqué a él con aire natural, ofreciéndole un orbe de platino con jerez.

—¿Le han enseñado nuestra moda actual? —inquirí.—Ah, ah.Mi capacidad perceptiva es tan afilada como una cimitarra, y al momento

noté que el chic no era la lengua madre de aquel hombre. Cambié prontamenteal menos fluido inglés, que carece de posibilidades para reflejar el matiz de lamoda, pero que es francamente útil con los plebey os. Hablo fluidamente setentay tres idiomas naturales y seis artificiales, y la frase, « ¿Metálico, cuentacorriente o tarjeta?» es igualmente deliciosa en todos ellos.

—Anfibio básico —dije, volviéndome para ofrecerle una vista de mis bolsasde aire—. Una opción conservadora para caballeros parciales. La llevo desde el23 y todavía no he salido del círculo de la moda. No obstante, nuestra línea deverano ofrece un estilo en cierto modo más espectacular, si ésa es supreferencia.

—Comprendo —dijo el caballero, sin interés.Debo admitir que me desconcertó esta réplica superficial. ¿Había perdido mi

toque de gracia? ¡Ciertamente no! Comencé en este negocio como visitador,vendiendo injertos de ala nada funcionales para un almacén que vendía aldescuento, y no he llegado tan lejos para que me disuadan con tanta facilidad.

Además, sería provechoso que mis dos jefes de ventas, Simson y Seeforth,

vieran al Viejo salir del despacho como una reliquia ambulante y hacer unaventa. No, no discutan. Sé lo que ellos piensan de mí.

Recorrí con la mirada al individuo como si fuera un guante blanco. Yo no soyel oráculo de Delfos del mundo de la moda, ni deseo parecer didáctico. Algunosprefieren un cambio morfológico total, otros un injerto de buen gusto.

Aquel hombre no tenía nada de eso.Lucía el mismo cuerpo vulgar de homo sapiens con el que indudablemente

vino al mundo. ¿Qué hacía él, por tanto, sorbiendo jerez en la sala de la másprestigiosa casa de diseños genéticos de Nueva Bombón?

—Al parecer —dije, acercándome peligrosamente a la potencial ira delcliente—, usted prefiere la moda mamífera. —Un buen vendedor debe calcularlos riesgos, y el hombre no parecía alterado—. Con espléndido gusto —añadí—.¿Ha pensado en un cambio morfológico total o en un injerto elegante? Podemossatisfacer ambas peticiones, por supuesto, y aunque en mi época una agalla aquío un pie palmeado allí era el pináculo del encanto, los tiempos han cambiado yme gustaría sugerirle que un cambio morfológico completo, tal vez un simio o lalínea Rodentia, le situaría en condiciones de ser un absoluto innovador entre lachic-de-la-chic…

—Señor…, eh…Me miró fija, desagradablemente.—Starsworth, discúlpeme. Pero llámeme Harvard.—Señor Harvard, no he venido aquí por mí. Francamente, no me va esta

clase de cosas.¿Cosas?¿Había dicho aquel homo (que estaba bebiendo mi jerez, dicho sea de paso)

« cosas» ? Respiré profundamente varias veces como me había aconsejado mianalista en cierta ocasión, y reprimí mi cólera.

—Distinguido señor, la ingeniería genética difícilmente puede ser un merodictado de la moda, un necio capricho social. No obstante, me pondréprontamente a su servicio si tiene la bondad de explicarme cómo.

—Bien, es mi esposa —repuso, y se rascó la barbilla (qué gesto tan grosero)—. Ella desea un nuevo cambio.

—¿Una alteración subsiguiente?—Sí, lo ha captado.Cómo ofende al oído la vulgaridad. No obstante, logré conservar la debida

calma.—Cualquier transformación neomórfica puede invertirse o mejorarse para

satisfacer el gusto personal, y estoy seguro de que su encantadora esposaaplaudirá su decisión de consentir que Casa de Diseños Neomórficos efectúedichas modificaciones. Pero…, ¿dónde está su esposa, caballero?

El caballero miró hacia el techo, sus ojos volaron por la sala.

—No lo sé —dijo—. Estaba zumbando por aquí.

Nota acerca del recopilador

Avram Davidson (1923) publicó sus primeros relatos a mediados de los añoscincuenta en la prestigiosa revista norteamericana The Magazine of Fantasy andScience Fiction, para pasar a ser editor de la misma de 1962 a 1964. Suproducción literaria se caracteriza por un nivel estilístico inusual dentro delgénero, con novelas como Joy leg (1962), escrita en colaboración con WardMoore, Masters of the Maze (1965) y The Pboenix and the Mirror (1969), y enparticular las colecciones de relatos Or All the Seas with Oysters (1962), WhatStrange Stars and Skies (1965), Strange Seas and Shorts (1971) y The Enquires ofDoctor Eszterbazy (1975), esta última con lazo argumenta!, común entre loscuentos.

Ganó el premio Hugo en 1958 por « Or All tbe Seas with Oysters» (« … Ytodos los mares llenos de ostras» , Nueva Dimensión, n.° 39, Dronte, Barcelona,1972), y el World Fantasy Award por The Enquires of Doctor Eszterhazy en1976, y por el relato « Nápoles» en 1979.