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Lominchar Pacheco Alberto-Numancia Contra El Tirano

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

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NUMANCIA CONTRANUMANCIA CONTRA EL TIRANOEL TIRANO

Alberto Lominchar Pacheco

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

El contenido de este libro electrónico,es distribuido bajo

permiso de su autor por: www.librear.com

Autor:

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© Alberto Lominchar Pacheco. 2011.

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La libertad no hace a los hombres más felices. Los hace, sencillamente, hombres.

Manuel Azaña.

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La gloria y un poder inmenso cierran el cuadro de

las monarquías absolutas. Es el último aliento de la

gloria militar que con ellas expira; Su manto real, el

último que cubre los hombros de un poderoso monarca y

complemento magnífico de la gran revolución que ha

trastornado la faz del mundo, se presenta a decirle: “He

aquí el más grande de los generosos, el hijo del pueblo,

el genio escogido, el rey más obedecido y poderoso, el

privilegiado de la fortuna”. Pero todavía con cualidades

tan grandes, con tanta fuerza, con poder tan

extraordinario, no basta, pueblos, a hacer vuestra

felicidad, a renovar la sociedad corrompida, porque sólo

podéis labrar, a base de lucha y tiempo, vosotros

mismos vuestra felicidad; Porque la sociedad se formula

a sí misma; Porque el hombre más grande y elevado

sobre vuestros hombres vive una hora apenas en la vida

de la humanidad.

José de Espronceda. 1841

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Índice

CAPÍTULO I: La Amistad.......................................9CAPÍTULO II: Estudios.........................................28CAPÍTULO III: VEGUITA (Ventura De La Vega)..............40CAPÍTULO IV: Política. Los Clubes...........................53CAPÍTULO V: Travesuras......................................74CAPÍTULO VI: Noche Lúgubre...............................108CAPÍTULO VII: El Buen Retiro. Las Sociedades Secretas.137CAPÍTULO VIII: Tarde de Toros...............................161CAPÍTULO IX: La Academia del Mirto......................175CAPÍTULO X: ¡Regresan los Franceses!...................194

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CAPÍTULO XI: Una Semilla de Audacia.....................207CAPÍTULO XII: Las Temibles Represalias...................223CAPÍTULO XIII: Las Reuniones Numantinas.................239CAPÍTULO XIV: La Ejecución de Riego......................255CAPÍTULO XV: Un Cambio de Sede.........................267CAPÍTULO XVI: Clausura de San Mateo. El Mirto Peripatético .....................................................296CAPÍTULO XVII: Prácticas de Tiro.............................332CAPÍTULO XVIII: El Intento de MAgnicidio...................363CAPÍTULO XIX: Delación.......................................398CAPÍTULO XX: El Castigo.....................................427EPÍLOGO: Joven en Barco Camino de Portugal......459

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CAPÍTULO I:

La Amistad

Corría el turbulento año de 1823 en este

nuestro país y dos adolescentes, Pepe y

Patricio, llevaban una -para ellos- larga etapa

de camaradería, aunque en realidad ésta sólo

se remontase hasta 1820. Debemos de tener

en cuenta que tres años, para unos

jovenzuelos de quince y dieciséis aniversarios

respectivamente, significaban una porción

importante del tiempo de su aún limitada

existencia. Lo importante –cosa que ellos

ignoraban entonces- era que esa amistad, esos

lazos de unión fraternal continuarían fuertes e

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inquebrantables a pesar del sufrimiento, las

persecuciones y el dolor que el futuro próximo

les tenía reservado.

Pero centrémonos en el meollo de

nuestra historia y dejémonos de futuribles. El

caso es que el más joven, Pepe, nació un 25 de

marzo del terrible año de 1808, en

circunstancias un tanto anticipatorias de su

muy ajetreada vida.

En esa jornada, una sección de caballería

del regimiento de Borbón que había partido de

su base en Villafranca de los Barros (Badajoz),

se abría camino hacia la capital pacense,

urgida por órdenes superiores. El

desencadenante de tal traslado lo supusieron

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los sucesos acaecidos en Aranjuez los días 17 al

19 del mismo mes, en los que, mediante golpe

de estado, se dio al traste con el cetro de

Carlos IV para entronizar a su hijo, el bellaco

del príncipe Fernando.

Un vetusto carruaje arrastrado por mulas

formaba parte de aquel cortejo castrense,

poniendo la nota discordante a la marcialidad

del evento. De él partió un soldado que, a la

carrera, se acercó al caballo que gobernaba

Don Juan José Camilo Espronceda y Pimentel,

sargento mayor del regimiento. Reclamando la

atención del jinete, el mílite le comunicó una

corta serie de palabras atropelladas. El

sargento volvió grupas presurosamente y

abandonó la formación, cabalgando en sentido

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contrario a la dirección de la tropa hasta

alcanzar el coche que el soldado había

abandonado momentos antes. Acto seguido

echó pie a tierra y abrió la portezuela del

vehículo, penetrando raudamente en su

interior. Allí se hallaba una mujer aún joven y

en avanzado estado de gestación, a la que

acompañaba un núbil soldadito y una

muchacha que hacía las veces de doncella de

compañía. La señora se dirigió al veterano

sargento:

— Juan, mi vida. La criatura ya no

aguarda –dijo, entre evidentes gestos de

malestar, palpándose el vientre- Ha de ser

aquí.

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— Así lo ha querido la providencia, cariño

–comentó resignado Don Juan José

Espronceda-. Aprestémonos a lo inevitable y

sea todo en buena hora.

El marido, entre la angustia y la

esperanza, tomó la mano de su esposa

mientras el soldadete, que resultaba ser hijo

de una partera, hacía acopio de agua y paños,

con objeto de auxiliar, en la medida de sus

heredados conocimientos, a la inminente

madre.

Tras la agonía del alumbramiento, llevado

felizmente a buen puerto, vino el regocijo que

supuso el recibimiento de la criatura, robusta

y, a juzgar por su berreo, de buenos pulmones,

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a la que sus progenitores bautizaron

cristianamente ya en Almendralejo.

Fue, pues, de esta accidentada manera,

como inició su periplo por estos lares José

Ignacio Javier Oriol Encarnación de Espronceda

y Delgado. Sin tiempo para asimilar su venida

al mundo, el estallido de libertad que

propiciaron las jornadas del dos y tres de Mayo

de 1808 en las calles de Madrid arrastraron a

Don Juan José y a su entorno en la terrible

espiral de los acontecimientos. Doña Carmen,

la sufrida madre, y su recién estrenado retoño

se vieron obligados a peregrinar por la

geografía hispana tras los guerreros pasos del

cabeza de familia, el cual, durante la horrible

contienda, llegó a sufrir más por el bienestar

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de los suyos que por los azares bélicos

propiamente dichos.

Quién sabe si por las atípicas

circunstancias de su nacimiento o por un

carácter que luego se revelaría indomable, el

protagonista de nuestra historia disfrutaría de

una existencia trepidante, hasta tal punto que

podría decirse que fue, en el estricto sentido

de la expresión, un verdadero hombre de

acción. La historia nos enseña que su

experiencia vital pasó de la risa al llanto, de la

euforia a la depresión, del placer al dolor, en

un frenesí constante, en una acelerada carrera

sin solución de continuidad contra la línea del

tiempo.

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Así nació Pepe, así transcurrieron sus

primeros meses, sus prístinos años: debiendo

conocer desde el principio las fugaces glorias

de los triunfos militares y el inmenso

sufrimiento y destrucción que acarreaba un

conflicto como fue aquel de la Guerra de la

Independencia, como lo son, al cabo, todos. Su

más tierna infancia resultó un conjunto de

travesuras y pequeñas tropelías, criado como

anduvo entre armas –que enseguida aprendió a

manejar- y con tan peligrosos

entretenimientos militares estuvo a punto –en

más de una ocasión- de liar una desgracia. En

su peregrinar por la geografía española,

siguiendo junto a su madre las andanzas

bélicas de Don Juan José Camilo, pudo

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aprender a montar a caballo a la sorprendente

edad de cinco añitos. De hecho, su progenitor,

una vez había el pequeño adquirido este

hábito, le presentó como aspirante a cadete

del ejército, proposición que, dada la alta

estima en que se tenía a Don Juan José, fue

inmediatamente admitida: Habría que

imaginarse al chiquitín de pelo negro y rizado

intentado levantar una espada o cabalgando

todo lo enhiesto que la criatura pudiera,

tratando de jugar un papel en esa tremebunda

guerra a la que sus rasgados ojos de infante

trataban de descubrirle algo de noble.

En fin, que el pequeño debió seguir a sus

progenitores a través de los avatares de la

guerra hasta que ésta tocó a su fin. Luego,

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antes de 1820, le veremos instalado junto a su

familia en la madrileña calle del Lobo, donde

tendría como vecino, entre otros, al amigo del

alma del que ahora pasamos a tratar.

El otro pilar de esta hermosa historia de

camaradería tan especial fue Patricio de la

Escosura y Morrogh, nacido en Madrid el 5 de

noviembre de 1807. Su padre, Jerónimo de la

Escosura, era, al igual que el de Espronceda,

militar. La afición por la literatura de Escosura

padre le caracterizó toda su vida, hasta el

punto de que en los ambientes castrenses era

conocido por el apelativo del “estudiante con

charreteras”. Tal fue su ingenio y habilidad

literaria que llegó a ingresar en la Real

Academia de la Lengua, donde, andando los

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años, llegó a coincidir con su hijo Patricio.

A causa de los destinos oficiales del

padre, la familia –D. Jerónimo, Patricio y su

madre, Dña. Ana Morrogh Wollcott-, se instaló,

procedente de Valladolid, en Madrid el día 7

de marzo de 1812, justo en la jornada de la

forzada aceptación de la Constitución de Cádiz

por parte de Fernando VII.

Patricio fue matriculado en el colegio de

Doña María de Aragón, donde llegó a ser co-

pupilo de personajes tan ilustres como el que

luego fuera poeta y político Salustiano de

Olózaga. Esta corta etapa en sus estudios dio

paso a su ingreso en la Universidad Central,

establecida por aquel entonces en el que fue

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Colegio Imperial de San Isidro. Su

incorporación a ese centro data del año 1820.

Don Jerónimo tenía fe en que su hijo se

convirtiera en un hombre de leyes, cosa contra

la que la juventud y las muy diferentes

inclinaciones del joven Patricio se rebelarían.

Al muchacho lo que verdaderamente le atraía

era el manejo de la espada y el esplendor, la

pompa de los uniformes castrenses.

La fortuna deparó que ambas familias –los

Espronceda y los Escosura- fueran a cohabitar

en la misma casa de vecinos, sita en la calle

del Lobo. La de Pepe ocupaba el bajo

izquierdo del bloque. Otro de los inquilinos de

la parte baja –derecha- del edificio, José Valls,

cadete de infantería que vivía con su tío,

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coronel mayor del regimiento del infante

Carlos, era buen camarada de Patricio y fue el

que finalmente propició el encuentro y

presentación de los que luego serían

fraternales amigos. A mediados de 1820,

Espronceda era un muchachuelo travieso e

inteligente, pícaro y espabilado, que traía por

la calle de la amargura a su resignada madre,

una mujer recta, trabajadora y sacrificada

como pocas, y de un genio tronante y

explosivo. Su padre, D. Juan, resultaba ser

todo un perfecto caballero, un hombre bueno,

de afable carácter, que se había distinguido en

la Guerra de la Independencia por su bravura y

nobleza, aunque no estaba especialmente

dotado para el buen gobierno de una mente

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tan turbulenta como la de su vástago. El

padre, en su inacabable benignidad, dejaba

hacer al jovenzuelo y era la madre la que

presionaba a Pepe para que estudiara,

utilizando su habitual carácter recto y, en

ocasiones, desabrido.

Tanto Valls como Escosura no gozaban de

buena fama a los ojos de Doña María del

Carmen, con lo que las presentaciones se

demoraron un tanto. A iniciativa de Pepe Valls,

se concertó una cita secreta entre los tres

jóvenes en el patio de la vecindad al que,

lógicamente, los dos bajos tenían acceso.

Penetrando por la vivienda de Valls, éste y

Patricio esperaron a la hora convenida a

Espronceda, pero éste no acababa de llegar.

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Cuando ambos empezaban ya a impacientarse,

Espronceda dejó aparecer su figura por el

corredor abalconado del tercer piso de la casa

de vecinos. Antes de que los de abajo pudieran

interrogarle, Pepe Espronceda –todo rizos

negros y sonrisa sibilina- exclamó:

— ¡Atención, mis camaradas! ¡Háganme

un sitio que el descenso no admite demora!

Dicho lo cual se abalanzó sobre la

barandilla del balcón y de ahí, con agilidad

animal, selvática, se aferró a un canalón de

hojalata que desde el tejado descendía, lleno

de roña y cochambre, al patio de la finca. El

canalón restalló y se resintió gravemente del

peso soportado por su maltrecha estructura,

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pero el muchacho llegó al final del descenso

sano y salvo, para asombro del par que en el

suelo le esperaba. Saludó a Valls con un

movimiento de cabeza y una radiante,

enigmática sonrisa, ofreciendo después a

Escosura, francas, sus dos juveniles manos.

Con doce años recién cumplidos, examinó a

Patricio con una mirada penetrante y profunda

que surgía de unos ojos negros, rasgados y

exultantes.

En la forma de acceder a la cita, Patricio

cayó en la cuenta de que Espronceda no era

joven que gustara seguir los caminos trillados,

las convenciones vulgares; necesitaba la

atracción fascinadora del peligro. En él pudo

ya adivinar al muchacho inclinado más hacia la

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acción que hacia la contemplación, gentil,

amable, simpático y de reflejos felinos. La

sinceridad de su amplia sonrisa le revelaba al

zagal entrañable y más que constante en los

afectos.

Superada la inicial sorpresa, Pepe explicó

a los que le esperaban:

— He llegado a la cita antes de tiempo y,

harto de esperar, me he puesto a trepar por el

canalón para hacerle una visitilla a Antonio, el

amiguete del tercero. ¡Qué se le va a hacer, no

puedo parar quieto! En cuanto os he oído, me

he dicho: “Pepe, muchacho, haz una entrada

triunfal”. Y aquí me tenéis, dispuesto a lo que

sea.

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— ¿Lo ves, Patricio? –preguntó Valls-. ¿No

te dije que aquí Pepito no nos iba a defraudar?

— ¡Ya lo creo! ¡Menuda entrada en

escena! –exclamó Patricio-. A fe mía que

nuestra espera ha merecido la pena.

— Pepe Espronceda –añadió el recién

aterrizado, alargando su mano derecha hacia

Patricio-. Para servirte en lo que gustes.

— Patricio de la Escosura –dijo,

estrechando con firmeza la mano tendida-. Tu

fiel camarada desde este momento.

— ¿Me retiro, caballeros? –terció, en tono

de chufla, Pepe Valls-.

— Nos retiramos todos, mequetrefe, no

sea que amanezca mi augusta madre y nos

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disuelva la tertulia –aventuró Espronceda,

justo antes de indicar a los otros mozalbetes el

camino de salida hacia la calle, ámbito de

libertad-.

Éste fue, en fin, el curioso inicio de una

amistad profunda y leal, que sólo la muerte

pudo llegar a deshacer.

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CAPÍTULO II:

Estudios.

Entrados ya en 1821, Pepe Espronceda

fue matriculado en el prestigioso Colegio de

San Mateo, sito en la calle del mismo nombre,

céntrico recinto en aquella caótica ciudad de

Madrid. El colegio había sido puesto en

funcionamiento a principios de año por un

grupo de ilustres profesores liberales

moderados que tuvieron la desgracia de ser

clasificados de “afrancesados” por sus

compatriotas durante la ocupación

napoleónica. Se trataba de figuras tan

importantes como Alberto Lista, humanista,

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poeta y matemático, José Gómez Hermosilla,

adalid del clasicismo, y el director de la

institución, el muy ilustrado presbítero Juan

Manuel Calleja.

Patricio de la Escosura, como

mencionamos anteriormente, no cursó

estudios en San Mateo debido,

fundamentalmente, a que ya había iniciado la

carrera de leyes en la Universidad Central y a

que los ingresos de su padre –que lo era de

cuatro hijos- no le permitían afrontar los

gastos. Sin embargo, Pepe pudo coincidir en

aquel recinto con un nutrido grupo de

compañeros –luego figuras clave de la vida

pública y cultural española- tales como

Pezuela –más tarde Conde de Cheste-, Felipe

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Pardo o un brillantísimo alumno que estudiaba

interno, Ventura de la Vega.

El Colegio de San Mateo descollaba, pues,

no por su continente –una casona destartalada

y algo ruinosa- sino por la alta calidad de su

“contenido”, formado por grandes profesores y

excepcionales alumnos.

Pepe, sin embargo, no era en sentido

estricto un aplicado discípulo. Su talento

rebosaba, bien es cierto, pero él no hacía gran

cosa para encauzarlo por los márgenes

académicos.

— ¡Don José de Espronceda! ¿Puede usted

explicarnos –interpelaba el maestro Lista con

su marcado acento sevillano- en qué nube de

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qué cielo se posa ahora su cabecita? ¿Es que no

le interesan las ciencias matemáticas?

Pepe, como saliendo de un ensueño,

respondía:

— Discúlpeme usted, señor. He de

reconocerle que no puedo echarle freno a mi

imaginación, corcel que raudo viaja lejos en

busca de aventuras en cuanto me entran

números por las orejas…

— ¡Demonio de muchacho! ¡Céntrese o le

centro yo con la vara!

— No habrá que llegar a eso, ¿verdad,

maestro? Vuelvan mis pies a pisar firme suelo,

pósense mis entendederas en esta aula de

sabiduría.

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— ¡Menos chanzas, Espronceda! Espabile

-continuó el maestro, conteniendo la risa-, que

tenemos muchas artes que aprender.

En realidad, todo aquello se trataba de

intentar conducir por la senda del

conocimiento a unos muchachos de potencial

extraordinario pero de una escasa aplicación,

más dados a las fantasías propias de la edad

-sueños de valentía militar y exóticas

peripecias- que a los estudios. El hecho de que

los muchachos estaban a otras lo demuestra el

descanso matinal de ese mismo día. En aquella

jornada primaveral, los alumnos salieron al

patio del edificio con la intención de

distraerse un poco. Dicho patio era un enorme

corralón dentro del edificio que hacía

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funciones de escuela, y estaba vigilado por un

maestro.

— ¡A ver, Pepe! –decía Ventura de la Vega,

más conocido como “Veguita”- Patrúllame el

flanco por si aparece el celador, que hoy me

siento inspirado: Voy a hacerle un retrato a

Muñoz.

Y dicho esto, Veguita, con muchísimo

menos miedo que vergüenza, sacó del bolsillo

de su chaquetilla un trozo de carbón y se puso

a dibujar en una de las paredes –con

extraordinaria habilidad- un cuerpo

desgarbado, escuchimizado y famélico que

coronó con una buena cabeza de burro. El

retrato quería reflejar al maestro Muñoz, que

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había desdeñado, para su desgracia, el puesto

de cabo primero por ejercer de tutor de los

niños más pequeños de la institución.

Finalizado el trabajo pictórico, el

“torbellino” de Pepe Espronceda, que se

aburría en su papel de centinela, sugirió a

Veguita que ejercitaran entre ambos el noble

arte de la declamación, cosa que habrían de

hacer basándose en una creación original de

ambos, y que de nuevo tenía como objetivo al

pobre señor Muñoz. Subidos por turnos a una

vieja silla, los dos “elementos” empezaron a

recitar –para deleite de la muchachada, que se

había congregado al calor del inminente

choteo- un romance que comenzaba:

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Voy a daros una idea,

aunque bastante concisa,

de un hombre a quien por oler le huele

hasta la camisa… Y es que en esta ocasión, los

“autores” jugaban con la fama de sucio y

desaliñado de la cual gozaba el pedagogo

Muñoz. La algazara y la descontrolada bulla

estallaron incontenibles entre la audiencia del

evento, hecho éste que aconsejó a los bardos

una prudente retirada.

— ¡Eh! ¡Quietos, pencos, frenad el

vocerío, que el gendarme se nos viene encima!

–señaló, clamando en el desierto, Pepe-.

— Déjate, Pepe, y échale patas, que

Muñoz es poco dado a las artes escénicas…

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

A los pocos días de aquella jornada, la

nueva ocurrencia de patio de Veguita fue

preparar lo que el denominaba “unos trabajos

de voladura”. Acompañado de nuevo por su

inseparable compañero Pepe Espronceda y por

el hermano menor de los Pezuela, penetró en

una especie de desván situado en el ángulo

izquierdo del corralón, estancia que antaño

sirvió para guardar carruajes y donde en ese

momento se pudría infeliz y olvidado un

carcomido bombé.

Una vez allí el trío, el jovencísimo

Pezuela hizo las veces de vigía, mientras que

los otros dos se afanaron en arrastrase por

debajo del carruaje. Lograron ponerse de

rodillas y Pepe fue derramando, hasta hacer

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un montoncito, el contenido de unos cartuchos

de pólvora que había “distraído” de su casa.

Mientras, Veguita se esforzaba en soplar un

ascua para conseguir la llama que pondría

colofón a su plan dinamitero.

— ¡Bufa el rescoldo, Prometeo de

pacotilla…! –apremiaba, nervioso, Pepe-.

— Más que lo hago no me puedo afanar…

Esto está más húmedo que el mar Egeo, zote –

replicó Veguita, en referencia a la pólvora-.

— ¡Pues aplícale más yesca, pasmarote,

que en éstas nos quedamos sin la traca!

Afortunadamente para los tres, Pezuela

no hizo las labores de vigilancia como era de

rigor y se entretuvo lanzando escupitajos a un

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escarabajo pelotero que por allí pasaba. El

resultado: Muñoz, el profesor “mártir”, acertó

a pasar por el sobrado y descubrió la trama

pirotécnica, con lo que envió a sus tres

protagonistas al calabozo de los estudiantes,

estancia sucia y desagradable donde eran

confinados a castigo los más díscolos entre los

más díscolos de San Mateo.

— ¡Canastos, Pezuela! No se te puede

confiar misión alguna –comentaba enfadado

Pepe-. La próxima vez llamamos a tu hermano,

que de seguro está menos interesado en hacer

naufragar insectos que tú.

— Déjale, Pepe –terciaba Veguita-. Tú

tampoco andas libre de pecado. ¡Mira que

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caerte en el charco de la entrada con toda la

pólvora en el bolsillo antes de efectuar la

operación!

— También es verdad –señaló Pepe-.

Habremos de reconocer que la voladura de hoy

no ha sido precisamente un éxito…

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CAPÍTULO III:

VEGUITA (Ventura De La Vega)

-¡Psssst! ¡Veguita! ¡Veguita! –un susurro

en medio de la clase-. ¡Serás bicho rastrero!

¡Valiente sinvergüenza estás tú hecho! Conque

no habías estudiado nada, ¿eh? –quien así

hablaba era Pepe Espronceda, deslumbrado e

irritado, a partes iguales, con la brillante

exposición del tema “Usos y costumbres de la

nobleza en el Imperio Romano” con que

Veguita había deleitado al profesor Gómez

Hermosilla.

— Y no te he mentido, tarugo –replicó

Veguita desde su desvencijado pupitre-. Te

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dije que no había repasado en casa, no que no

se me hubiese quedado en la memoria.

Sí. Así resultaba ser Veguita. A la edad de

trece años, Ventura de la Vega presentaba ya

un intelecto portentoso. Podríamos decir que,

de aplicarse en aquella época las pruebas de

inteligencia, su nivel estaría rozando –si no

dentro de- la superdotación. Su memoria

resultaba prodigiosa, su velocidad de

pensamiento, un auténtico relámpago.

Destacaba igualmente en sus dotes de oratoria

y contaba con una facilidad portentosa para el

recitado poético y la declamación teatral.

Sin embargo, a pesar de estas virtudes

era un muchacho poco estudioso que

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desdeñaba el trabajo, porque en realidad se le

pasaba el tiempo entre ensoñaciones

fantásticas e ideas para cometer alguna que

otra tropelía.

Físicamente, Ventura daba una imagen de

niño frágil y endeble, bajo de talla y de porte

enfermizo. En su rostro, como contraste a esa

imagen, fulguraban dos ojos negros y

vivísimos, de una profunda mirada y un

enorme torrente de expresividad. Su sonrisa

-cuando la ejercitaba, que era a menudo-

transmitía una sensación mezcla de calidez y

comicidad: Más de una vez le salvó de la

severidad de algún castigo o le hizo granjearse

la protección de algún maestro.

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Buenaventura José María de la Vega y

Cárdenas –su nombre completo- había nacido

en Buenos Aires (capital del por aquel

entonces Virreinato del Río de la Plata) el 14

de Julio de 1807. Su padre, Diego de la Vega,

fue destinado desde España a aquella urbe con

las funciones de contador mayor, visitador de

la Real Hacienda y decano del Tribunal de

Cuentas –un “pez gordo”, vaya-. Su madre,

oriunda de Buenos Aires, procedía de cuna

noble y pudiente.

Ventura perdió a su padre a los cinco

años de edad y María de los Dolores Cárdenas,

en parte creyendo de provecho que Veguita

estudiase en la Madre Patria, en parte

temerosa de que los movimientos

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revolucionarios de independencia pudieran

atraer al pequeño, decidió enviarle a Madrid –

concretamente a casa de una tía bastante

entrada en años-. Así pues, el 30 de Junio de

1818, no habiendo cumplido aún los once años,

se dispuso que embarcara rumbo a la

Península. Manifestando su genio, ya por

entonces rebelde, tuvo que ser trasladado a la

fuerza a hombros de un esclavo. Aun así,

cuando estaban atravesando una céntrica

plaza, Ventura elevó su voz –a la vez que sus

brazos- y sobre las espaldas del africano gritó:

— ¿Es que nadie va a defenderme? ¿Acaso

no veis que, con la excusa de educarme, me

llevan a la patria de los oscuros colonizadores?

¡Ayudadme, compatriotas, salvad a un

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pequeño ciudadano indefenso!

El efecto que surtió ese discurso de

hombre puesto en los labios de un niño, junto

a las lágrimas que emitió, fue casi inmediato:

La circundante multitud que se afanaba en sus

quehaceres cotidianos cerró el paso al esclavo

y del tumulto organizado tuvieron que hacerse

cargo las fuerzas del orden. De esta forma, el

primer intento de embarque resultó frustrado

y el definitivo hubo de verificarse al día

siguiente. Para ello, Doña María Dolores tuvo

que emplear sus más altas dotes persuasivas:

— Ventura, hijo; Mira, tu deber es

obedecer a tu madre que sabe lo que es mejor

para ti. ¿O es que acaso crees que esta

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separación no es dolorosa para mí? Sólo pienso

en tu porvenir, y si para ello hay que poner un

océano de por medio entre nosotros, no dudes

que lo haré –y para que en su discurso

cupieran, aparte de las razones que se le

podrían dar a un joven, las pequeñas

concesiones que podrían hacerse a un corazón

de niño, continuó:

-Cariño, no estés pesaroso: Tu madre te

ha preparado un buen saco repleto de

golosinas y otra buena bolsa con tus juguetes

favoritos, para que no los eches en falta –y,

para acabar con sus argumentos, una mentira-.

Ahora que, si tanto te duele nuestra

provisional despedida, yo misma me

comprometo a viajar contigo y permanecer en

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Madrid hasta que te acostumbres a aquella

vida. ¿Conforme, mi alma?

— ¡Ah, madre! Si usted tiene a bien

acompañarme en mi destierro, entonces puede

que le haga caso. Mas -señaló reflexionando

con cómica seriedad-… mas no se crea que

parto convencido de esta mi naciente patria,

afligida damisela que a buen seguro me

necesita en la incierta hora de la lucha por la

emancipación…

De esta forma Ventura embarcó rumbo a

Gibraltar el primero de Julio de 1818. Una vez

a bordo se dio cuenta de que su madre había

desaparecido, quedándole como única

compañía un sacerdote buen amigo de la

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familia, persona encargada de protegerle y

custodiarle hasta llegar al domicilio de su tía

madrileña.

De aquellos sucesos al momento en que

Veguita justificaba su extraordinaria retentiva

a Pepe Espronceda en clase del inflexible

profesor Gómez Hermosilla, apenas habían

pasado dos años. Allí estaba: Asombrando con

su talento a profesores –a adultos en general-

y despertando las más agrias envidias entre los

compañeros de clase. Afortunadamente para

él, su trato agradabilísimo, su desenvoltura y

su infalible sonrisa le hacían fácilmente

perdonable por aquellos muchachos que, no

olvidemos, eran sobre todo sus amigos.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Pues bien, ya avanzada la mañana y en el

tiempo de asueto de la jornada, los muchachos

se reunieron en el patio. Hacia el grupo de

colegiales en el que se encontraban –

planeando alguna de las suyas- Ventura y Pepe,

se dirigió un jovenzuelo de quince años con un

leve acento sudamericano, que delataba su

procedencia del Perú. Era éste un alumno

sosegado, aplicado y extremadamente juicioso

para su edad. Cualquiera notaría, por la

expectación que creó su llegada, la

ascendencia que ejercía sobre sus

condiscípulos.

— ¡Eh, caballeretes! ¿Sabéis quién está

planeado que hable en la “Fontana” mañana

por la tarde?

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— No me lo digas –replicó Pepe-. El

grande, el ilustre, el prócer de la patria…

— … ¡Don Antonio Alcalá Galiano! –

completó, como una centella, Veguita.

— Eso es, señores –afirmó Felipe Pardo,

que así se llamaba el recién llegado-. ¿Nos lo

vamos a perder una vez más o le echaremos

bemoles?

— ¿Quién dijo miedo? –saltó Pepe-.

Mañana a las cinco todo hombre que de tal

condición se precie, en mi casa.

— ¡Contad conmigo! –se adhirió Veguita,

entusiasta-.

— Hay que encontrarse buenas excusas de

cara a la familia. ¿Individual o en grupo? –

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preguntó Felipe-.

— Creo que toca una grupal. No nos

queda mucho margen para la inspiración

solitaria –terció Pepe-

— Sea. ¿Qué os parece repaso de las

conjugaciones latinas en casa del maestro

Lista? –sugirió Veguita-.

-¡Muy buena! Nos proporciona una

coartada comunitaria y, además… ¡lo de los

estudios nunca falla! –dijo Felipe-.

— De acuerdo, caballeros. Mañana a la

hora convenida en la morada de su humilde

servidor –cerró Pepe-.

La reunión tocó de esa forma a su fin, ya

que una campanilla y la inminente irrupción

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del bonachón pero cascarrabias maestro

Muñoz lo quisieron de esa forma: Hubo, pues,

atropellada disolución y vuelta a los

desvencijados pupitres, a las maltrechas aulas,

donde las desbordadas mentes juveniles

pugnarían de nuevo por escapar del latín y la

gramática.

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CAPÍTULO IV:

Política. Los Clubes

Cuando a principios del mes de mayo de

1814 –recién finalizada la sangrienta y

horripilante Guerra de Independencia- el

Borbón Fernando VII regresó de su forzado

exilio, gran parte del pueblo español se las

prometía muy felices. Sin embargo, al poco de

poner pie en tierra hispana, el monarca

despachó como si nada las ilusiones de muchos

de sus súbditos: El día 4 de Mayo de ese mismo

año firmó en Valencia un decreto por el que

abolía la liberal Constitución de Cádiz de 1812

y las mismas Cortes emanadas de ella. Es así

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como empieza una nueva “edad oscura” de las

ideas en nuestro país, condenándose de nuevo

a las mentes más avanzadas y progresistas a la

persecución, el exilio o, como sucedió en miles

de casos, a la ejecución. Básicamente el

estado de las cosas volvía a la Edad Media, con

un rey en el papel de único gestor de las

políticas que gobernaban los destinos de la

nación, acompañado de una camarilla de

aduladores y soplones dispuestos a repartirse

cualquier migaja que del regio mantel se

vertiera.

Contra esta situación –y tras algunos

intentos fallidos de varios compañeros de

carrera- se sublevó en la localidad sevillana de

Cabezas de San Juan el teniente coronel

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Rafael del Riego. El hecho ocurrió el primero

de Enero de 1820, contando el caudillo militar

para ello con el batallón Asturias, que se

encontraba acampado en aquel pueblo a la

espera de ser embarcado para luchar contra

los movimientos independentistas que se

multiplicaban en América del Sur. Varios jefes

militares de otras regiones se sumaron a su

iniciativa. Tras un par de meses de confusas

luchas entre sublevados y absolutistas –con

períodos de frecuentes vacilaciones de los

insurrectos- se llegaría al mes de Marzo en el

que los liberales triunfaron en Madrid. Se

estableció entonces una Junta Provisional de

Gobierno y Fernando VII, viéndose derrotado –

pero eso sí, incapaz de dejar el poder- tuvo

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que tragar de mala gana con el

restablecimiento de la Constitución de 1812,

publicando un manifiesto que, con toda

facilidad, podría entrar en la historia como

uno de los más indecentemente hipócritas de

todos los tiempos y que acaba con la

“desternillante” frase: “Marchemos

francamente, y yo el primero, por la senda

constitucional.”. Comenzaba de esta forma lo

que la historia ha dado en llamar el Trienio

Liberal (1820-1823) y que se caracterizó,

básicamente, por una enconada lucha

ideológica a tres bandas entre exaltados

(izquierdas) y moderados (centro) por una

parte, y de ambos partidos

(constitucionalistas) frente a los absolutistas,

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que pretendían devolver a España el estatus

de monarquía feudal. Estos últimos,

partidarios del rey neto, como ellos mismos se

autotitulaban, preferían batallar contra el

resto de facciones utilizando principalmente

medios extraparlamentarios, como la

agitación, la infiltración de espías en las filas

liberales o la guerra de guerrillas, practicada

por partidas comandadas por bandoleros,

curas y frailes.

Del lado liberal, los moderados eran,

sobre todo, personas con un pasado

afrancesado y constitucionalistas de reformas

suaves. Los exaltados, sin embargo,

pretendían una revolución liberal más

profunda que en el terreno de las libertades

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

igualase a España con otros países europeos.

Lo que sí parece quedar claro es que este

período supuso un florecer de la prensa en sus

diversas tendencias ideológicas, de la

publicación de libros, de los estrenos de obras

teatrales y, sobre todo, del derecho a

asociarse políticamente. Es en este último

aspecto donde se encuadra el fenómeno

particular de aquella época denominado las

Sociedades Patrióticas o Clubes. Los miembros

de estas sociedades se reunían en alguno de

los múltiples cafés de Madrid para debatir y

propalar sus ideas, ya fuera mediante el

método del debate, ya mediante el recurso

más directo del mitin.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Pues bien, a uno de esos cafés, a la

reunión de una de esas Sociedades Patrióticas

se disponían a dirigirse, la tarde del día

después de haberlo acordado así, los

protagonistas de nuestra historia. Habían

quedado, como ya es sabido, en casa de Pepe

Espronceda y a la cita acudieron Felipe Pardo,

Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura.

Este último fue avisado por Pepe, ya que

cursaba estudios en la Universidad Central y no

pudo enterarse de lo acordado in situ. Doña

María del Carmen –madre de Espronceda-

estaba menos escamada de lo habitual, ya que

la presencia del “recto y cabal” Felipe Pardo

la tranquilizaba, creyendo que su ascendente

en el grupo garantizaría que aquello no había

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

de tratarse de una nueva excursión para

realizar alguna calaverada.

— Felipe, hijo, controla a estos

inconscientes que, a la que te descuides, se te

apartan del redil y no llegan a casa de D.

Alberto.

— No se preocupe usted, Doña Carmen,

que a éstos los tengo yo firmes. Camino,

aritmética y vuelta a los hogares –sentenció,

solemne, Felipe.

De esta forma el cuarteto, después de

una deambulación de despiste, emprendió el

cortísimo camino que separaba la morada de

Pepe –y de su vecino Patricio- del celebérrimo

y frecuentadísimo café “La Fontana de Oro”.

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Decimos cortísimo camino porque la casa de

vecinos que habitaban Pepe y Patricio se

hallaba en la calle del Lobo, uno de cuyos

extremos iba a parar a la Carrera de San

Jerónimo. Allí se hallaba radicado “La Fontana

de Oro”, justo en esa calle que por aquel

entonces aún no albergaba las Cortes

españolas. La Carrera era una calle repleta de

vida: En ella estaban emplazados cuatro

conventos, varias casas de nobles y un sinfín

de negocios particulares: una barbería, una

tienda de paños, una pequeña librería, una

perfumería, una tienda de comestibles con

horno y todo… se podría decir que San

Jerónimo era una de las pocas excepciones de

un Madrid cuyas vías resultaban ser sucias,

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incómodas, destartaladas y de una fealdad

realmente alarmante. El establecimiento hacia

el cual se encaminaron nuestros protagonistas

se encontraba hacia la mitad de aquella calle

y ejercía de centro de reunión liberal. En

concreto, fijó allí su sede la sociedad “Los

amigos del Orden”, especialmente crítica y

combativa con el gobierno moderado que en

ese momento regía los destinos del país. El

local contaba con un salón alargado –y su barra

correspondiente- donde estaban emplazadas

varias mesas que fundamentalmente eran

utilizadas para tomar café o chocolate al calor,

sin duda, de las conversaciones políticas del

momento. Al fondo de La Fontana, el salón se

ensanchaba para dar cobijo a la zona de

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tertulia propiamente dicha. En ella se alojaba

una tribuna y, alrededor de ésta, una serie de

bancos para el auditorio.

Cuando los jóvenes franquearon el

umbral del negocio, pudieron darse cuenta de

la algarabía y el frenético trasiego que se

estaba produciendo en su interior. La

presencia del aún joven pero ya realidad

política Antonio Alcalá Galiano provocaba

aquella enorme expectación. Este gaditano de

treinta y dos años era uno de los puntales del

partido exaltado gracias a sus firmes e

incorruptibles pensamientos ideológicos y,

sobre todo, a sus excepcionales dotes de

orador. Felipe Pardo se dirigió entonces a sus

compañeros:

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Dejadme hablar a mí, que yo me daré

las mañas para que el dueño nos deje pasar.

El resto, confiados en el porte y la

serenidad de Felipe, no pusieron ninguna

objeción.

Tras esta advertencia, el joven Pardo

puso rumbo a la barra, donde pudo encontrar a

un hombre más bien gordo y de mediana edad,

cuyo mayor “encanto” residía en poseer unos

modales hoscos, un tono de voz desabrido y

una mirada torva y vidriosa.

— ¡Buenas tardes, señor cafetero, dueño

de este egregio negocio! Mis camaradas y yo le

rogamos nos sirva cuatro chocolatitos que

harán las veces de peaje para ver y escuchar

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al oráculo de nuestras Cortes.

El dueño del café miró entre molesto y

asqueado al joven y acto seguido tronó:

— ¡A ver, pollos! ¿Es que no sabéis que los

lechuguinos como vosotros no tenéis edad para

andar con politiqueos?

— Pero señor dueño de todo esto, ¿no nos

estará diciendo que la juventud de Madrid no

tiene derecho a ser patriota, verdad?

— ¡Qué majaderías dices, chaval!

Simplemente afirmo que los imberbes como

vosotros no podéis pasar.

— ¡Ah, ya! –intervino Pepe-. ¿No será que

aquí el jefe nos quiere juventud servilona y

beata?

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Rediós! –saltó iracundo el que estaba

tras el mostrador-. ¡Me vais a amargar la tarde

con vuestro piquito de oro! ¿Os vais ya u os

tengo que echar yo?

— Eso no sería nada prudente –terció

Patricio esta vez-. ¿Cómo va a explicar

entonces que ha largado de su local a varios

muchachos que están a punto de ingresar en la

Milicia Nacional?

— Este hombre es partidario del rey neto.

¡Absolutista convencido, vamos! –comentó,

para aumentar la presión, Pepe-.

El hecho es que Patricio había dado con

la clave. El posadero, bien por no meterse en

líos, bien por que aquellos impertinentes le

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

dejaran en paz, accedió finalmente de mala

gana a dejarles pasar.

— ¡Vale, pimpollos! ¡No me caldeéis la

cabeza! Os pongo cuatro chocolates, me los

abonáis y os metéis –con discreción- a

escuchar a D. Antonio, pero si dais motivo de

quejas… ¡Os largo a patadas en el trasero!

Los cuatro penetraron al fondo del local,

justo donde éste se ensanchaba para dar

cabida a la sala en la cual se encontraban la

tribuna y unos cuantos maltrechos bancos. La

mayoría de los asistentes se encontraba de pie

–la afluencia era enorme- y el ambiente

resultaba prácticamente irrespirable, debido a

la aglomeración humana y al humo del tabaco.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

De repente, y entre la algarabía y el barullo,

se hizo un espeso silencio. Un hombre delgado

y elegante, de ademanes firmes y

desenvueltos, subía con gran resolución al

altillo. En contraste con lo positivo de su

figura, los muchachos pudieron observar que el

personaje tenía un punto débil: Presentaba

una faz de extrema fealdad; Su cara era ancha

y desproporcionada, uno de sus ojos bizqueaba

considerablemente.

— ¡Arrea, chicos! –soltó Ventura-. Pero…

¡Si es feo como él solo!

— Un poco de respeto, Veguita. En honor

a su persona diremos… que es harto difícil de

mirar –replicó Pepe-.

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— Ya, ya… Hágase la calma y vayamos a

escuchar las palabras de esta lumbrera

nacional –sentenció Patricio-.

Con las primeras frases de su discurso,

Alcalá Galiano parecía desmentir el dicho

aquel de que una imagen vale más que mil

palabras, ya que la fluidez, la entonación

-cálida y aguerrida- y el uso de las pausas del

político atraían a los concurrentes hasta el

punto de hacerles olvidar lo poco agraciado de

su rostro.

— Estimado auditorio: Debo de

comunicarles, con todo el dolor de mi alma,

que nuestra amada Constitución se halla en

grave peligro. Supongamos que en un estado

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sujeto por algunos años al yugo del

despotismo, una revolución ha restituido la

libertad; supongamos que de resultas de esta

mudanza, han sido encargadas del gobierno

personas dignas de toda confianza de los

amantes de su patria y de las nuevas leyes, y

supongamos, también, hay uno muy diferente

a ellos en carácter y doctrinas, si no adicto a

la causa del despotismo antiguo, apegado a

una mentalidad aristocrática, lleno de

aversión a la mudanza violenta de la que nace

la situación nueva y pregunto: en el caso de

esta suposición, ¿estaría bien en los oradores

de estas reuniones entretenerse en vagos

elogios de la forma de gobierno existente o,

al revés, no sería conveniente y aun necesario

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

hablar del hombre cuya conducta se

desaprueba, y señalarle, y decir: Ahí le veis;

Ésa es la nube que empaña y ofusca en esta

hora la alegre serenidad del horizonte?

No bien acabada esta última frase, una

salva de muy ruidosos aplausos atronó el

abarrotado recinto. El cuarteto no pudo menos

que asistir conmocionado al brutal despliegue

dialéctico del gaditano.

— ¡Es el moderno tribuno de la plebe! –

gritó Felipe.

— ¡Ingenio de los ingenios! Este hombre

es un rapsoda de la prosodia –apostilló Pepe-.

— ¡Arrea con los argumentos, señores! ¡La

madre que…! ¡Vaya labia la del andaluz! –

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apostilló Veguita-.

Cuando terminada la intervención de

Alcalá Galiano, Pepe, Veguita, Patricio y Felipe

juzgaron prudente retirarse a sus hogares, ya

que la noche había caído sobre las calles de

Madrid y no querían despertar demasiadas

sospechas en sus respectivos hogares.

Abrumados por una ola de empellones,

codazos e improperios, los cuatro camaradas

se fueron abriendo paso, como el cielo les dio

a entender, entre aquella maraña amalgamada

de voces, acres olores de humana procedencia

e intoxicante y pesado tufo tabaquil. Su

postrer –y en apariencia inalcanzable-

objetivo: Arribar sanos y salvos, como al final

milagrosamente lograron, a la salida del antro.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

El camino de vuelta lo aprovecharon en

buscar excusas a su tardanza:

— Lo que hay que explicar es que

anduvimos haraganeando en casa del maestro

Lista y, por ello, nos tuvo retenidos hasta que

pusiéramos más atención en lo sabio de sus

enseñanzas -sugirió, acertadamente, Patricio-.

Dejemos que el castigo imaginario del maestro

impida el que se cierne sobre nuestras cholas

en caso de ser descubiertos.

El resto no puso ninguna objeción:

Coartada perfecta.

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CAPÍTULO V:

Travesuras

Uno de los poderosos argumentos que

Patricio de la Escosura utilizó para que el

oscuro dueño de la Fontana les franquease el

paso al establecimiento fue el hecho de que él

y Felipe Pardo estuvieran –por edad- próximos

a engrosar las filas de la Milicia Nacional.

Dicha Milicia era una organización vertical, en

el sentido de que pertenecían a ella individuos

de todas las clases sociales, desde el pueblo

llano pasando por los comerciantes, miembros

del ejército… hasta llegar a contar con

partidarios entre las clases nobiliarias. El nexo

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de unión de tan heterodoxo grupo se basaba

en la defensa a ultranza de los principios

básicos de la Constitución de 1812. Este

cuerpo fue creado por dicha Constitución con

el objetivo de mantener el orden ciudadano

desde un punto de vista liberal. Muchos de sus

miembros poseían la contrastada experiencia

que les había proporcionado la lucha contra los

franceses, y varios de ellos se habían

distinguido por sus heroicas acciones en tan

cruenta guerra.

La Milicia Nacional gozaba de un enorme

prestigio entre la mayoría de la ciudadanía y

se encargaba de mantener buenas relaciones

con los barrios celebrando actos vecinales

entre los que destacaban los famosos festejos

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

cívicos, banquetes populares en los que,

comida y bebida aparte, se hablaba bastante

de política.

El grupo de jovenzuelos del Colegio de

San Mateo –y el propio Patricio que,

recordemos, estaba matriculado en la

Universidad Central- bebía los vientos por

aquella institución que, aparte de significar

una defensa de los ideales liberales, entraba

en permanente confrontación con la Guardia

Real. Esta última, cuerpo de élite de Fernando

VII, representaba el núcleo duro de las ideas

absolutistas, siempre partidaria del Rey Neto.

Otro aspecto de la Milicia que encandilaba a

los muchachos era su ostentoso uniforme:

Aquella casaca azul con sus botones de plata;

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las iniciales M.N. Bordadas en el cuello; el

tremebundo morrión (gorro negro en forma

cónica y alargada); el correaje blanco cruzado

por el pecho y, finalmente, el sable y la

cartuchera hacían que los colegiales, imbuidos

de ideas románticas y caballerescas, perdieran

la chaveta. Decimos esto a cuento de que, ya

que de aficiones nos disponemos a hablar, la

afición desmedida de seguir a las comitivas y

desfiles de la Milicia era una de las favoritas

de los zagales. Se les iban las horas muertas

cuando, camino de sus estudios, se tropezaban

con alguna agrupación en marcha, imitándoles

los pasos y tarareando las músicas e himnos

que los milicianos interpretaban.

El resto del tiempo de asueto lo pasaban

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

entre idear y poner en práctica las más

brutales e ingeniosas calaveradas, que

asombraban a veces por su crueldad, siempre

por lo agudo e imaginativo de su concepción y

ejecución.

Una de sus aficiones favoritas consistía en

acercarse a las inmediaciones de la Puerta del

Sol –lugar de paseos y reuniones por

excelencia, centro de la vida social de la

Villa-, más concretamente a la calle de

Correos, donde tenía su entrada principal el

edificio de Reales Postas y Carruajes. Allí, y

aprovechando la confusión reinante en la zona

–recordemos que el hecho de viajar era

infrecuente en la época y en los aledaños de la

zona se congregaban, no sólo los viajeros y sus

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

allegados, sino también multitud de curiosos-,

la cuadrilla –formada habitualmente por Pardo,

Vega, Escosura y Espronceda- se solazaba

perpetrando una broma de lo más ruidosa.

Solían quedar en una calle poco transitada de

los alrededores pertrechados cada cual con un

hatillo y, una vez todos reunidos, daban

comienzo a su plan:

— ¡A ver, señores, vamos a pasar revista

al arsenal! –anunció, en una de esas ocasiones,

Patricio-. ¿Cuál ha sido nuestra metálica

cosecha?

— Yo, un par de cazos –dijo Espronceda-.

— Yo, una cacerolilla y una cazuela –el

turno, para Pardo-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— A mí me cabe la dicha de haber

encontrado un buen perol, de esos que

atruenan a base de bien -hizo público

Veguita-.

— Pues yo, camaradas, tras mucho

registrar la santa cocina de la casa, sólo he

podido toparme con esta olla podrida –señaló

Patricio, extrayendo de su recién desatado

hatillo un objeto roñoso y desvencijado-.

— ¡Ah, olla podrida! –saltó Pardo-. Vaya,

vaya… el correlato original del plato castellano

mencionado en el “Quijote”.

— ¿Cómo?

— Lo que te digo, Patricio. En la novelilla

de Cervantes se menciona una contundente

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

vianda semejante al cocido, pero con más

carne de caza.

— Pero… Felipe… ¿tú te has leído el

“Quijote”? –preguntó sorprendido Patricio-.

— ¿El menda? ¡Ni ganas, hombre! –sonrió

Felipe Pardo-. Tan sólo recuerdo un

comentario que hizo el profesor Gómez

Hermosilla en una de sus clases de literatura,

acerca de los platos mencionados en la novela.

El hombre, en cuanto puede, se deja caer

hablando de comidas, que a lo que parece es

un estómago andante.

— ¡Toma! ¿Y eso quién lo dice? –interrogó

Espronceda-.

— Mi padre, chico. Siempre está que si

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Hermosilla es un tragaldabas, que si

Hermosilla tiene la solitaria, que si Hermosilla

es un pozo sin fondo… de hecho, está

convencido de que el mal humor del profesor

es debido a que lo exiguo de sus honorarios no

le da para buenos banquetazos, y así, claro, la

paga con nosotros.

— ¡Bueno, bueno! ¡Un poco de orden! –

medió Patricio de la Escosura-. Al meollo,

caballeros, que estamos aquí a otros

menesteres.

Una vez centrados en el plan de acción,

los muchachos se repartieron los papeles,

cayéndole en suerte el de “distractor” a

Espronceda. Los otros se encargarían de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

ensartar todos los útiles de cocina a una buena

cuerda y esperar el momento propicio para

actuar. De esa forma, Pepe se acercó a un

carruaje que estaba preparado a la puerta del

edificio de postas y cuya salida era inminente.

Se dirigió al cochero:

-Perdóneme usía: ¿Me hace la merced de

decirme si este coche se dirige a Irún?

El cochero, malcarado y bruto, recio

como un asno, le miró de arriba a abajo, lanzó

un abundante escupitajo y le respondió desde

el pescante:

— No, pollo. Vamos a Cartagena.

— ¡Ah, bueno! ¿Y a cuanto está el billete?

En reales, claro…

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¿Pero tú no preguntabas por Irún?

— Sí, sí, pero nunca está de más estar

informado del precio del viaje a Cartagena.

— ¡Caray con el pollo! O eres medio

lerdo… o eres un gracioso.

— Por cierto, señor. Quisiera saber si mi

tía, que está impedida, la pobre, tendría que

comprar el mismo billete que una persona,

digamos, sana.

— Natural, lechuguino. No hay diferentes

tipos de billetes: Un asiento, una tarifa.

— No, si yo lo decía por si se le podía

aplicar un descuento, tullida como está, viuda

desde hace veinticinco años…

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Ya me hartas, botarate! –tronó el

cochero-. Lárgate con viento fresco si no

quieres que me apee y de un empellón te

ponga en el Irún de tus amores…

La conversación duraba el tiempo justo

para que, mientras Pardo vigilaba, Veguita y

Patricio ataran la maroma a la parte trasera

del carruaje con todos los cacharros atados,

cuidando de ocultarlos debajo de la parte que

ocupaban los pasajeros. Una vez terminada la

operación se retiraban a lugar seguro y con

buenas vistas, esperando la llegada de

Espronceda.

— ¡Caballeros, hora es de la metálica

sinfonía! –sentenciaba Patricio-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Ciertamente, Patricio. Excelente

trabajito, Pepe. El papel de tontito… ¡Lo

bordas!

— Muy gracioso, Felipe, muy gracioso. Ríe

el inepto del arte…

— ¡Atención! –chilló Veguita-.

Justo en ese momento, el carruaje del

cochero malcarado inició su marcha a

Cartagena, dejando tras de sí el más atronador

concierto de metales oxidados que oído

humano pueda concebir. La algarabía, las

chanzas de los viajeros y curiosos fueron

excepcionales y la verdad es que las

carcajadas de los muchachos no lo fueron

menos.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

En otra ocasión, su pasión por la pólvora

les llevó a hacer de dinamiteros una vez más.

Fue en la carrera de San Jerónimo, y el

objetivo elegido –tras sopesar otras muchas

posibilidades- fue el convento de las monjas

de Pinto. Dicho convento era una construcción

que, además del edificio propiamente dicho,

contaba con un extenso patio consecuencia de

la prolongación del muro que lo protegía. En el

patio se encontraban algunas tumbas de

religiosas y fieles generosos, amén de los

típicos cipreses. También contaba con un

pequeño huerto y un modestísimo número de

árboles frutales.

La cuadrilla formada ese día por Pepe,

Veguita, Patricio y el menor de los Pezuela –

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Felipe Pardo se encontraba enfermo- decidió

dar un sustillo y provocar la consiguiente

confusión en el convento y alrededores. La

misión se presentaba complicada, ya que San

Jerónimo era una calle bastante transitada y

llena de negocios. Para acometer la salvajada,

dos miembros del equipo debían hacer de

vigías –en ambas esquinas del muro- y otros

dos se encargarían de colocar la pólvora y

escalar el enladrillado para echar un vistazo

dentro del patio.

Así pues, Ventura de la Vega y Patricio se

apostaron respectivamente en una de las

esquinas de la manzana conventual y Pepe

junto con Pezuelita se responsabilizaron de la

voladura. Eligieron la tranquila hora de la

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

siesta para disminuir al máximo la posibilidad

de ser descubiertos y pasaron a la acción. Pepe

escogió una hendidura en el muro donde

depositar la carga de pólvora y fue auxiliado

en la labor por Pezuela. La misión se llevó a

cabo rápidamente y sin contratiempos. Sin

embargo, la audacia de Pepe no podía

conformarse con un “trabajo” cómodo y

sugirió a Pezuelita:

— Oye, Pezuela. Vamos a ver qué hay de

postre en el patio, ¿eh? Te ayudo a subir la

tapia y una vez dentro miras si puedes traerte

alguna naranja o producto del huerto.

— ¿Y cómo salgo luego, Pepe? –preguntó,

escamado, Pezuela-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Sencillo, muchacho. Un poco más allá

de donde estamos he observado que hay un

arbolillo bastante pegado al muro. Allí, ¿ves?

Trepas por él que yo te espero.

Convencido Pezuelita, Pepe puso las

manos entrelazadas a una altura adecuada

para que el primero pudiera utilizarlas como

apoyo de su pierna. En esas estaban cuando un

silbido procedente de la esquina inferior del

recinto les sobresaltó:

— ¡Eh, eh! ¡Zape! ¡Qué viene un esbirro! –

se trataba de la voz de Patricio, que alertaba

de un peligro: Un guardia real a caballo

avanzaba calle arriba lento y majestuoso,

pavoneándose a pesar del calor del día y de la

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

práctica ausencia de espectadores.

Los de la pólvora abandonaron

precipitadamente el intento de escalada y

disimularon cuanto pudieron.

— ¡Eh, vosotros! ¿Qué hacéis por aquí con

la solanera? –inquirió el guardia a Pepe-.

— Verá usted, señor. Les tenemos mucha

devoción a los santos de las monjitas de Pinto,

pero como las hermanas no nos dejan entrar a

observarlos, nos conformamos con estar

rondando este pío recinto, no vaya a ser que

en algún momento, conmovidas, se apiaden de

nosotros y nos permitan la entrada.

— ¡Caramba! ¡Vaya con la juventud! Al

final resultará que no todo va a ser impiedad y

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

liberalismo –opinó el jinete de casaca roja

desde lo alto de su magnífico caballo-. Bien,

¡qué haya suerte, muchachitos!

Tras comprobar que el guardia

desapareció de vista y la calle seguía en la

modorra, Pezuela logró saltar la tapia con

ayuda de Pepe. Hizo equilibrio sobre la misma

y se aferró a un naranjo para luego

desvanecerse. Al momento aparecía por la

copa del árbol señalado por Espronceda, sin

resuello y con un pequeño hatillo en la mano.

Auxiliado por Pepe realizó el descenso.

— Perfecto, ¿no? ¿Qué nos has

encontrado? –preguntó Espronceda-.

— ¡Calla, hombre! ¡Casi se me sale el

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

corazón por la boca! –repuso Pezuela, dándole

el hatillo con frutas a Pepe.

— ¿Pues?

— Desciendo por el naranjo que me

indicaste, voy a echar pie en tierra y… ¡al otro

lado del patio, frente a mí, me encuentro a

una monja!

— ¡Releches!

-Sí. Me he quedado petrificado, no sabía

cómo reaccionar. La monjita –revieja- parecía

mirar en mi dirección, pero ni se inmutaba. De

repente, me di cuenta de que llevaba un

bastón y unos anteojos oscuros. ¡Resulta que

es ciega!

— ¡Ah, qué alivio! ¡Suerte que tienes,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Pezuelita! Venga, vamos, repartamos el botín

de la merienda con los otros…. ¡Caray, que se

me olvida! Que falta darle fuego al ingenio…

Mecha al asunto, carrera, reunión de los

compañeros, búsqueda de un observatorio

seguro en espera de la deflagración. La

pequeña carga hizo explosión, descuajaringó

cuatro ladrillos mal contados. Eso sí, tronó de

lo lindo y el ruido despertó de la galbana a

algunos vecinos, lo cual resultó la mar de

cómico para cuatro pillastres por allí

escondidos.

Y luego estaba el asunto de los faroles:

Un caso de justicia poética en el sentido más

literal de la expresión. Resulta que a veces, en

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

los sofocantes crepúsculos del estío madrileño,

nuestros colegiales se entretenían eligiendo

una de esas luminarias callejeras y

sometiéndola a juicio –tal cual, al pie de la

letra-.

— Éste nos servirá –comentó Pepe-.

Calleja poco transitada, farol en proceso.

— Me ofrezco como abogado defensor –

saltó Patricio-.

— Entonces yo haré de fiscal –replicó

Pepe-.

— ¡Ah! Pues no me queda otra que tomar

el papel de juez –aseveró Veguita-. ¡Qué

comience el caso!

— Bien. Con la venia, señoría. Creo que

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

podemos imputar al acusado el delito de

ladrón de la luz solar, amén de colaborar con

la noche y las tinieblas –arguyó Pepe-.

— ¡Protesto, señoría! Lo único que se

puede decir de mi cliente es que aligera las

sombras nocturnas y nos provee con algo de

claridad cuando la luna nos falla –replicó

Patricio-.

— ¡Es un invento infernal, contra natura!

— ¡Es una muestra del progreso de la

ciencia, de los tiempos!

— ¡Hechicero!

— ¡Oscurantista!

— ¡Orden, orden! –intervino Vega-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Serénense, caballeros, que ya he tomado una

decisión. Es más, voy a presentar mi sentencia

en verso:

Nos podemos condenar

y condenamos al farol:

Competencia desleal

hacia los rayos del Sol.

La sentencia, a muerte, será ejecutada

de inmediato. Señorías, con su permiso voy a

proceder – y, agarrando el primero de los

abundantes pedruscos que le rodeaban,

Veguita apuntó, lanzó e hizo añicos la urna

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

depositaria del fuego y la claridad.

— ¡A correr tocan, camaradas! –anunció

Pepe.

Los vecinos, alertados por el estruendo,

asomaban ya algunas cabezas por las ventanas

e incluso los más rápidos, acostumbrados

seguramente al gamberrismo juvenil, corrían

escaleras abajo y palo en ristre, a la caza de

los perturbadores.

No podemos acabar este capítulo sin

narrar una de las variadas bromas de humor

negro que se gastaban los chavales. Era el caso

que alguna vez reunidos en pandilla -y no

encontrando forma mejor de pasar el tiempo-,

los muchachos poníanse a confeccionar una

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

lista con nombres de individuos famosos en las

inmediaciones del barrio por su indisimulado

apoyo al Rey Neto, es decir, absolutistas

irredentos e impenitentes. Una vez decidida la

potencial víctima, se pasaba a la acción.

Contaban para la chanza con un compañero de

San Mateo, un tal Perico, a la sazón hijo de un

hacendoso carpintero.

— Perico, majo: En habiendo una

defunción cualquiera de estas tardes, tú nos

avisas de urgencia, nos reunimos y le decimos

a tu padre que te ayudamos a trasladar la caja

mortuoria al lugar donde sea menester –dijo

Pepe-.

— ¿Y eso? –contestó Perico en el patio del

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

colegio, mientras se hurgaba la nariz con

cierta soltura.

— Broma a la vista. Le tenemos echado el

ojo a un servilón de la Plaza de la Cebada que

nos va a venir como anillo al dedo.

Convencido por un enorme poder de

persuasión –o por ciertas amenazas, vaya usted

a saber-, Perico accedía a colaborar en la

maquinación. A los pocos días, se dio uno de

esos luctuosos sucesos que suelen suceder a

los vivos, en un horario que a los chicos les

pareció conveniente. Enterados y reunidos,

Pepe, Patricio, Felipe Pardo y Veguita hicieron

acto de presencia en la carpintería del padre

de Perico pretendiendo casualidad en su

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

aparición.

— Nosotros ayudamos a Perico, Don

Cosme –señaló Pepe-.

— Hombre, muchachos, ¿no os sabrá mal?

Mirad que estas cosas impresionan mucho.

— No se apure, Don Cosme –agregó

Veguita-. En el camino hacia la madurez hay

que beber de cálices amargos.

— ¿Qué dices, pues? –interrogó,

extrañado, el carpintero.

— Nada, Don Cosme. Que para hacerse

uno un hombre tiene que apechugar con cosas

como éstas –tradujo Felipe-.

— Ah, eso sí. Está bueno; Agarrad cada

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

uno de una esquina que Perico os guía. No

tengáis cuidado, que el difunto vivía aquí

cerca.

El quinteto salió a la calle con los

pulmones rebosantes de virutas y enfiló –

enarbolando el ataúd- en dirección opuesta a

la calle adecuada.

— Venga, vamos. Paso ligero que no

tenemos todo el día –comentó Patricio-.

— ¿No os da impresión? Llevar estas tablas

de madera encima de nuestros hombros…

-preguntó Veguita-.

— Eres un remilgado, Veguita. Déjate de

poner reparos si no quieres acabar estrenando

la caja –dijo Pepe-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

La pequeña comitiva fue avanzando por

las callejas desempedradas y antihigiénicas,

levantando los cotilleos de los adultos que la

observaban y provocando en los zagalejos una

mezcla de temor y atracción, a la que algunos

sucumbían:

— ¡Déjeme ver al muerto, señor! –

imploraba uno de esos niños curiosos-.

— ¡Aparta de en medio, canijo! –replicó

Patricio- ¿O es que quieres ocupar su lugar?

— No seas bruto, Patricio. Deja vía libre,

criatura, que vamos de vacío y hay asuntos

que no esperan –apremió Pepe-.

Entre sudores y tropezones varios –causa,

en su mayoría, del penoso estado del firme-

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

fueron alcanzando su objetivo, que no era otro

que la temible Plaza de la Cebada. Llegados

allí, los jóvenes pusieron rumbo a una casa

solariega de aspecto lamentable, donde lo

único que parecía escapar a la ruina de su

fachada era un enorme escudo heráldico que

coronaba el portalón de entrada. Apoyaron el

féretro en el muro y Pepe se dispuso a llamar.

Tras unos cuantos segundos de espera, la

puerta chirrió todo lo que pudo y más y de la

oscuridad interior emergió un personaje viejo,

tétrico; Malcarado y macilento a partes

iguales. Vestía una levita oscura cuajada de

lamparones y de su boca podrida emanaba un

efluvio pestilente.

— ¿Quién es? ¿Qué horas son estas de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

importunar a un cristiano? –inquirió el viejo-.

— Buenas y cálidas tardes. ¿Es esta la

morada de Don Eulogio Mozas? –preguntó

Pepe-.

— Esta misma es, mozalbete

impertinente. ¿Qué buscas… qué buscáis por

estos lares?

— Pues créame usted que le

acompañamos en el duelo mis dolidos

compañeros y yo el primero.

— ¿Cómo? –soltó, confuso, Don Eulogio-.

— Sí, señor. Si adelanta un par de pasos

hacia afuera, comprobará que D. Cosme, el

carpintero, ha cumplido cabalmente con su

trabajo.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Madera de pino gallego, de primera

calidad, su señoría! –exclamó Veguita sin

apenas poder contener una sonrisa-.

— ¿Qué? ¿Me habéis traído un catafalco? –

rugió el viejo-. ¡Me voy a ciscar un vuestras

madres, pedazo de cabritos! ¡Aguardad que

alcance el trabuco, descastados!

Es evidente que la pandilla no esperó a

comprobar la puntería de Don Eulogio, ya que

en un abrir y cerrar de ojos una bamboleante

caja con patas trotaba a todo trapo

embocando la salida de la plaza.

— Y ahora… ahora vamos a trasladar el

cajón a su legítimo propietario –espetó, casi

sin aliento, Patricio-. ¡Lo estará echando de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

menos!

Por el camino hacia la corrala donde vivía

el difunto, el cortejillo juvenil –ya recuperado

de la carrera- barajaba próximos planes de

acción en los que poner de realce, de nuevo,

sus prodigiosos talentos adolescentes.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

CAPÍTULO VI:

Noche Lúgubre

En el año de gracia de 1789 aparece

publicado en El Correo de Madrid un relato

breve bajo el título de “Noches lúgubres”. Su

autor, José Cadalso y Vázquez de Andrade,

coronel del ejército, había muerto siete años

antes, en el asedio a Gibraltar, a consecuencia

de una esquirla de granada que penetró en su

sien. Fue, pues, una publicación póstuma, que

además quedó incompleta, ya que Cadalso

estaba trabajando en su remate cuando le

sobrevino la muerte. La obrita alcanzó cierto

éxito tras su difusión, quizá por lo morboso de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

su contenido: Un joven enamorado –Tediato-

pierde para siempre a su amada y, loco de

pasión, decide penetrar en el cementerio

donde ésta reposa con objeto de

desenterrarla.

Años más tarde, el relato fue publicado

en formato libro, dándose varias ediciones en

diversas capitales de España. Un ejemplar de

una de ellas, fechado en Madrid en 1818 y

editado por un tal T. Barrois, encontró

acomodo en la biblioteca personal de Don

Jerónimo de la Escosura, padre de Patricio y

lector empedernido. Por esos avatares del

destino –y gracias a la curiosidad innata a la

juventud, a la atracción por lo prohibido- la

obrilla cayó en manos de Patricio: Éste la

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

devoró con pasión y no tardó en difundirla

entre sus compañeros. El impacto que produjo

su lectura en la imaginación desbocada de los

muchachos fue enorme, no tardando en surtir

efecto. Fue así como, inopinadamente, Pepe

sugirió realizar un homenaje a la novelilla y a

su autor, proponiendo la descabellada idea de

realizar una excursión nocturna al cementerio

del Mediodía, sito allende la Puerta de Toledo.

Cierta noche estival de inusual brisa,

auspiciados por una luna en cuarto creciente,

el trío formado por Pepe, Patricio y Ventura

comenzó a surcar las calles de Madrid. ¿Las

calles de Madrid, hemos dicho? Ese caótico

laberinto formado por dispares añadiduras de

viviendas, iglesias, monasterios, casas

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

solariegas y humildísimos comercios eran las

vías de comunicación que los vecinos de la

villa tenían a su alcance. El camino que siguió

el terceto para acometer su nueva aventura

resumía la abigarrada y desquiciante

distribución arquitectónica de la ciudad:

Calzadas de empedrado roto y gastado –donde

lo había, cuando no paletadas de tierra monda

y lironda-, aceras raquíticas y fragmentadas

comidas por el empuje de los edificios y de los

puntales utilizados para sostener los mismos,

escombros de casas medio ruinosas… Por no

hablar de la insalubridad del ambiente: Orines

y deposiciones a la entrada de los portalones,

en cada esquina, basura y desperdicios por

doquier… formaban parte del decorado en

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

aquel curioso paseo nocturno. La oscuridad

regía en la mayoría del camino, ya que los

ridículos farolillos, colocados muy de trecho

en trecho, no servían para disipar las tinieblas.

Los amigos, pertrechados con hatillos en

los que guardaban frascas de vino, alguna

navaja, varios libros y otros elementos

personales, creían estar prevenidos contra

cualquier posible eventualidad. Como

contrapunto a la escasa visibilidad, Pepe y

Ventura portaban sendas linternas al uso de la

época, formadas por una urnita que sólo

proyectaba luz por la parte frontal, siendo la

parte trasera el lugar del asa.

Según fueron dejando atrás el centro de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

la villa para adentrarse en el extrarradio, la

sensación de inseguridad les iba ganando poco

a poco. Aquí y allá se formaban variopintos

grupos de desocupados que porfiaban en alta

voz, soltando a veces estridentes carcajadas.

Los borrachos de vino malo maldecían y

vomitaban en las esquinas, añadiendo más

olores a la ya de por sí cargada noche. El

ambiente se tornaba amenazante por

momentos.

— Esto no me gusta –dijo Ventura-. Habría

que volverse a casa si realmente queremos

amanecer vivos.

— ¡De eso nada, enclenque! Los hombres

se miden en estos trances, los niños gimotean

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

y llaman a mamá –exclamó Pepe-.

— ¡Señores, señores! –intervino Patricio-.

Dejemos las discusiones y confiemos en

nuestra buena estrella.

De repente, de entre la densa maraña de

sombras, dos bultos con forma humana

emergieron para plantarse delante del trío.

Uno de ellos, embozado en larga capa y tocado

con un sombrero, alto y recio, dejó ver parte

de su cara desvelada por un rayo de luna: Un

chirlo gigantesco cruzaba de parte a parte su

mejilla izquierda. El otro, de escasa estatura,

presentaba un encorvamiento tremebundo,

hecho que le confería a sus andares un aspecto

grotesco.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Mira, Julián! ¡Unos pimpollos! –

exclamó el de la cicatriz- Nos van a alegrar la

noche, ¿verdad?

— Verdad, verdad, Paco. Por los trapos

que se gastan, me parece que hemos “dao”

con el premio gordo.

— ¡A ver, lechuguinos! “Darnos” algo al

señor y a mí si no queréis que “sus” aviente la

filosa –dijo el alto, extrayendo de entre los

pliegues de su mugrienta capa una navaja de

excelentes proporciones.

— ¡Ah, ah! –exclamó Patricio, tragando

saliva y controlando en todo lo posible su

temblor de piernas-. Caballeros: Ustedes no

conocen a “Manuela”, ¿cierto?

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¿Manuela? ¡Qué Manuela ni cristo que

la crió! ¿Has “perdío” el norte, “creatura”?

— Nos quiere embromar, el pitiminí –

analizó el jorobado-. Pínchale un poco, a ver

qué sangre tiene.

— Un momento, señores –pidió Patricio-:

Pepe, majo, haz las presentaciones.

No hubo terminado de acabar la frase

cuando Pepe extrajo, con agilidad envidiable,

un pistolón de entre los recovecos de su levita

y, apuntando directamente a la cara del

hombre marcado por el chirlo, exclamó:

— ¡Ea, ciudadanos! Aquí tenemos a

“Manuela”, cargadita y en perfecto estado de

conservación.

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— Es inglesa, ya mató unos cuantos

franceses cuando lo de la invasión. No

queremos que ahora derrame sangre española,

¿verdad? –preguntó Patricio-.

— ¡Cierto, cierto, su señoría! –se apresuró

a decir el tal Paco-. Miren que la confusión…

Julián, no te quedes “pasmao”, invita a los

jóvenes a algo de vino…

— No se moleste, Julián. Tenemos que

proseguir nuestro camino, bastará con que no

nos entretengan ustedes –habló Pepe-.

El malcarado par puso pies en polvorosa

tan pronto como les fue posible y los

muchachos suspiraron de alivio.

— ¡No me llegaba la camisa al gaznate! –

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exclamó Patricio.

— ¡Quiá! Lo has hecho fenomenal, chico.

¡Mira como corren los muy patanes! –replicó

Pepe-.

El grupo siguió avanzando hacia su

objetivo. En la oscuridad de la noche,

tamizada por los lánguidos reflejos lunares, se

divisaban hogueras y fuegos que punteaban el

negror de la madrugada. Manolos y manolas,

exponentes del pueblo llano de Madrid,

alzaban sus voces al compás del rasgueo de las

guitarras, intentando olvidarse de la miseria

incrustada en sus vidas aplicando el castizo

dicho aquél de que “quien canta, su mal

espanta”.

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No bien allegados a la Puerta de Toledo,

los muchachos entrevieron los inquietantes

muros del cementerio del Mediodía.

— Curioso el nombre con que lo han

bautizado, ¿eh? -comentó Veguita-.

Cementerio del Mediodía. La hora central de la

jornada, representante de la plenitud de la

vida, para designar el lugar donde todo acaba.

— Aquí, “Mediodía” viene a significar

“sur”, zopenco –replicó Pepe-.

— Lo sé, lo sé. ¿Es que tú no haces juegos

de palabras?

— Todos los días. Recuerda que soy poeta.

— ¡Poeta de los malos, Pepe, de los

malos! –exclamó Veguita-.

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— Vamos, vamos. Dejaos de cháchara y

pongámonos al lío –intervino, juicioso,

Patricio-.

Acercándose a una de las tapias laterales

del camposanto, los muchachos decidieron

acometer su escalada. El primero en

realizarla, con innata facilidad, fue Pepe,

acostumbrado a esas lides. Desde arriba, se

ofreció a echar una mano al dúo que iniciaba

su ascensión. Una vez los tres estuvieron

arriba, se sentaron en el muro, como para

tomar aliento después del esfuerzo.

— ¿Bajamos? –preguntó Patricio.

— Bajemos –contestó Pepe, al que, por

otra parte, le sobraba cualquier descanso-.

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Una vez dentro del recinto y como por

arte de ensalmo, los jóvenes se hicieron

conscientes de la profunda tranquilidad que

transmitía el lugar. Sin embargo, no podía

decirse que se disfrutara de un silencio

completo: El ulular de las lechuzas y el frota-

frota de los grillos ponían telón de fondo a sus

precavidos pasos.

Paradójicamente, el emplazamiento

donde se hallaban les ofrecía un aire puro y

ausente de vicios, en profundo contraste con

el inficionado ambiente de basuras y

podredumbre que se respiraba en el centro de

la Villa. Los amigos, ante este panorama, no

pudieron más que caer en un breve pero

sentido mutismo que les llevó a reparar en el

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entorno que les rodeaba: El cementerio del

Mediodía estaba formado por un patio

principal y otros varios de dimensiones más

reducidas. Estos patios secundarios estaban

rodeados de unas galerías abovedadas que

servían de cubierta a nichos y panteones.

Fue Pepe quien se decidió a romper el

hechizo y comenzó a moverse con precaución,

como felino en tierra extraña. Entre las

tumbas y enterramientos, reparó en un bulto,

situado cerca de una esquina, que tenía toda

la pinta de una montonera. Acercándose, con

Espronceda a la cabeza, el grupo descubrió a

la débil luz de los faroles que se trataba de un

osario: El apilamiento estaba formado por

tibias, peronés, cráneos… despojos de seres

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anónimos expuestos a la intemperie.

— ¿Inmortalidad? –se preguntó Pepe,

señalando al bulto-. Me muestro bastante

escéptico. Aquí tenemos a unos cuantos que

más bien atestiguan lo contrario –y

dirigiéndose a los restos-… ¿Verdad,

antiguallas?

— ¡Qué bruto eres, Pepe! –exclamó

Veguita-. ¿Cómo puedes salirnos tan impío?

— No me seas meapilas, Veguita. Ríete

conmigo, que cuando seamos como éstos…

Exploraron con precaución el patio mayor

del cementerio, caminando entre los túmulos y

haciendo bromas al tono de susurros. Luego

decidieron penetrar en uno de los patios

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secundarios, por donde, cual si de un claustro

se tratase, pasearon fabricando

conversaciones que cambiaban sin solución de

continuidad de un cariz profundo a uno irónico

y festivo.

— Mirad, mirad –señaló Patricio en

referencia a los nichos bajo las galerías-. Esta

casa de vecinos de aquí, aparte lo barato de la

renta, genera pocos conflictos. ¡Los inquilinos

no deben de armar mucha gresca!

— Ya lo puedes tener por seguro! Aquí

paz… ¡y después gloria! –soltó Pepe,

provocando carcajadas entre sus dos

compañeros-.

— Bueno, caballeros. Vamos a lo

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importante. Lectura y libaciones, que para eso

trajimos excelentes libros y vino decente –

apremió Veguita-.

— Un instante, que ahora regreso –

intervino presuroso Pepe-. Comienzo yo con

“Hamlet”.

Antes de que Patricio y Ventura pudieran

preguntarle a dónde se dirigía, Pepe

desapareció en la oscuridad. Al poco de

marchar volvió con un objeto más o menos

esférico en la mano, que según se fue

acercando tomó la forma de un cráneo.

— Listo. Con esta calavera ya puedo

recitar a gusto -se aclaró la voz, bebió un buen

trago de la frasca que ya rondaba entre los

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compañeros y, dirigiéndose al cráneo, empezó:

“¡Ah, pobre Yorick!... Yo le conocí,

Horacio… Era un hombre sumamente gracioso,

y de la más fecunda imaginación. Me acuerdo

que siendo yo niño me llevó mil veces sobre

sus hombros… y ahora su vista me llena de

horror, y oprimido mi pecho palpita… ¿Qué se

hicieron tus burlas, tus cantares y aquellos

chistes repentinos que de ordinario animaban

la mesa con alegre estrépito? Ahora, falto ya

enteramente de músculos, ni aun puedes

reírte de tu propia deformidad”.

— ¡Bravo, bravo! ¡Qué dicción! ¡Menudo

sentimiento! –espetó Patricio-. Ahora, el turno

del insigne vate Don Ventura de la Vega.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Ventura, de aspecto enfermizo y

enclenque, tímido y a veces apocado, se

transformaba teniendo un texto a la vista. Sus

ojos comenzaban a refulgir y su voz no tardaba

en extender un poderoso influjo, una atracción

inenarrable que sólo poseen aquellos elegidos

que hacen revivir con su declamación la letra

impresa.

— ¡A ver, Patricio! Pásame las “Noches

lúgubres” –señaló Veguita-. Y tú, William-Pepe,

pon en mi mano esos restos –por la calavera-.

Ejem, ejem…

“¡Ay, qué veo! Todo mi pie derecho está

cubierto de gusanos. ¡Cuánta miseria me

anuncian! ¡En ésto se ha convertido tu carne!

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

¡De tus hermosos ojos se han engendrado

estos vivientes asquerosos! ¡Tu pelo, que en lo

fuerte de mi pasión llamé mil veces no sólo

más rubio, sino más precioso que el oro, ha

producido esta podre! ¡Tus blancas manos, tus

labios amorosos se han vuelto materia y

corrupción! ¡En qué estado están las tristes

reliquias de tu cadáver!”.

— ¡Tremendo, tremendo! ¡Eres el rey de

la prosodia! –gritó, dejándose llevar por la

emoción, Patricio-.

— Definitivamente, tienes el don de la

palabra, Veguita. Tú vales para esto –reconoció

Pepe Espronceda-.

Pero antes de que pudiera continuar con

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

sus elogios, un crujido metálico seguido de un

desagradable chirrido se abrió paso en la

quietud de la noche. Los muchachos se

aprestaron a esconderse, mas con tan mala

fortuna que la calavera que sostenía Veguita

escapara de su mano yéndose a chocar

estruendosamente contra las losas de la

galería.

— ¿Quién anda ahí? –preguntó la voz de

un hombre-. Salga quien quiera que sea.

¡Hágase presente!

— ¡Apariciones! –gritó, de repente, Pepe-.

— ¡Espectros! –secundó Patricio-.

— ¡Remordimientos del pasado! –poetizó

Veguita-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¿Apariciones? ¿Espectros? Venid, venid,

acercaos, que este enterrador os va a medir

las espaldas con su pala terruñera –comentó,

amenazante, el sepulturero, que era el que

hacia ellos avanzaba-.

A punto de entrar en la galería y mientras

repartía mandobles en las tinieblas, los

muchachos pudieron observar la silueta de un

hombre de media estatura, algo panzón.

— ¡Qué bestia! –soltó Patricio-. ¡Decidle

algo, que se nos viene encima!

— ¡Señor, señor, no se inquiete! Somos

gente de paz, humildes estudiantes en busca

de experiencias -probó Pepe-.

— Con que estudiantes, ¿eh? Caramba,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

caramba… ¡Vais a pagar cara la broma…!

— Patricio, ¿qué modales son los

nuestros? Ofrécele un trago de la frasca a este

caballero –apremió Pepe-.

El avizore de la frasca logró atemperar

los ánimos del agresor. Su voz se tornó más

humana.

— ¿Vino? ¿del bueno? –preguntó el de la

pala en ristre-.

— ¡Valdepeñas, caballero! Todo un gusto

para el paladar –sentenció Veguita-.

El sepulturero se quitó el sombrero, echó

mano del brebaje y lo tentó. Al acercarse

tanto dejó ver su reluciente calva a la luz de

las linternas.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Pero, ¿qué hacéis por estos lares,

creaturas? –preguntó, ya más calmado-.

— Investigar. Tan sólo eso –respondió

Patricio-.

— Y filosofar, leer, debatir…. Todo al calor

de un buen tinto.

— Y usted, si no es indiscreción, ¿qué

hace a estas horas por aquí? –interrogó Pepe-.

— Adelantar trabajo. No hago más que

dar vueltas en la yacija con el maldito calor de

las casas… Afuera corre algo de aire… ¡y no

tengo que aguantar a la mujer!

— Sabias palabras, caballero –apostilló

Patricio-. Pero, dígame, ¿podría preguntarle

algo acerca de su labor?

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Sí claro, mientras vayan rodando las

frascas…

— Acorde a su experiencia, fruto de

trabajar todo el tiempo con difuntos, cavar su

fosa, ayudarles a hacer su último descenso… y

luego vigilar su descanso, acorde su

experiencia, digo, señor, ¿usted cree que el

vergel de la vida se extiende más allá del

páramo de la muerte? –atinó a preguntar, por

fin, Patricio-.

— ¿Volver a la vida? ¿Andar por verdes

pastos en compañía del Señor? –preguntas que

en realidad no esperaban contestación ajena-.

Llevo más de diez años en este pudridero y he

escuchado historias de rituales, mil oraciones,

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brujerías y otros cuentos de viejas, y os puedo

asegurar, mal que me pese, que no he visto

mano ni ojo humanos que inertes entraran por

las cancelas e hicieran luego señal de

movimiento una vez yo les di tierra.

— Es lo que viene a confirmar mis teorías

–intervino Pepe-. ¿Y le gusta su trabajo?

— Sí, mucho. Ten en cuenta que soy

amante del sosiego, y no puede haber lugar

más tranquilo en la Tierra. Aquí no hay riñas;

se olvidaron de cuajo todas las disputas, los

celos, las pendencias, los politiqueos… Ellos –

dijo señalando a los nichos-… ellos sólo

quieren descansar. Por cierto, ¿un cigarrito? –y

alargó un pitillo a Pepe-. Cosecha propia. Nada

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

de lindezas, ya veréis.

Pepe lo encendió con la llama del farol,

aspiró el humo y entre toses sofocadas

exclamó:

— ¡Quebrantapechos!

— ¡Ya lo pasarás, abusativo! –apremió

Patricio, que lo recogió y dio una buena

calada-. Toma, Veguita, aromatízate….

Veguita… ¡Veguita! ¡El sitio de Zaragoza! Mira,

Pepe, ¡que éste se ha quedado dormido!

— Angelito… Cayó en brazos de las Musas

–comentó Pepe, sonriendo-. Usted nos

perdonará, señor, pero creo que debemos

regresar a nuestros lares.

— No hay problema, hijos. Id con dios y

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

no volváis por aquí, que este recinto cría

hombres melancólicos… -dijo el sepulturero-.

— Esperemos tardar en volver, caballero –

replicó Patricio-. Eso será buena señal.

Se despidieron del enterrador dejándole

lo que quedaba de las frascas y despertaron a

Veguita, que refunfuñando y de pésimo humor

tuvo que incorporarse al cortejo que partía.

Arriba en el cielo, el alba llamaba ya a

aldabonazos en las puertas de la oscuridad y

los contornos de la Villa iban haciéndose más

precisos. Un relente silencioso, que ayudaba a

digerir la experiencia, acompañó al trío en su

tranquilo regreso a la urbe.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

CAPÍTULO VII:

El Buen Retiro. Las Sociedades Secretas.

El Palacio del Buen Retiro fue mandado

construir por Felipe IV sobre un terreno que le

fue regalado por el Conde-Duque de Olivares.

Empezó a construirse sobre 1630 y fue

rematado en el año 1640. La edificación se

hizo en base a la improvisación, de tal modo

que se fueron añadiendo instalaciones según se

fue creyendo conveniente. Otro de los detalles

de este Palacio fue la mala calidad de los

materiales utilizados para su elaboración, algo

que la real residencia pagaría a la vuelta del

tiempo. Con todo, el suntuoso recinto

contaba, al final de su construcción, con dos

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cuerpos principales de base cuadrangular y un

par de plazas abiertas utilizadas para festejos

y celebraciones. Entre los elementos

singulares del Real Sitio cabía destacar la

leonera para la exhibición de animales salvajes

y un estanque de enormes dimensiones donde

se solían representar naumaquias, es decir,

representaciones de batallas navales con

barcos a escala. Durante el reinado de Carlos

III se añadieron al conjunto la Real Fábrica de

Porcelanas o el magnífico Observatorio

Astronómico. El fin de este magno conjunto

arquitectónico sobrevino con la invasión

francesa, periodo durante el cual las tropas

galas utilizaron el Palacio como cuartel. Se

colocó el polvorín en los jardines y, a

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consecuencia de ello, se montó un fortín para

protegerlo. Los desperfectos causados por el

invasor en combinación con la ínfima calidad

de los materiales de elaboración causaron la

ruina en la práctica totalidad del edificio. A

finales Julio de 1822 –época por la que camina

nuestra historia- los restos del Real Sitio se

reducían prácticamente a lo que queda en un

lugar que ha sido escenario de guerra, si bien

los reales jardines podían seguir siendo

visitados; Eso sí, guardando “los más mínimos

requisitos de indumentaria e higiene

personal”, como dejó establecido Carlos III.

Entre esas ruinas, en medio de la

canícula estival, paseaban allá por la última

semana del mes de julio Pepe y Patricio, los

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dos inseparables amigos. Atrás quedaron el

severo castigo por la escapada nocturna al

camposanto –y el recuerdo, en el caso de

Pepe, del rostro frío y duro de su madre

cuando, de amanecida, topó con él al abrir la

puerta de su casa- y las dificultades para

volver a entrar en contacto –aislamiento

forzoso para los miembros del trío

expedicionario-. Ambos amigos gustaban de

dar un garbeo por los jardines, especialmente

por la zona del Observatorio, donde, producto

de la guerra, podían encontrarse multitud de

cuevas que podían utilizarse como espacio de

juegos. Llevaban un puñado de cigarros

escamoteados del escritorio personal de Don

Jerónimo -padre de Patricio- y se disponían a

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

dar buena cuenta de ellos poniéndose, eso sí,

en sitio a salvo de miradas indiscretas.

Los jóvenes estaban inquietos pues,

pocos días antes, el 7 de julio, se había

producido un hecho que conmocionó a la

capital: el enfrentamiento en sus calles entre

la Guardia Real y las Milicias Nacionales. Hacia

el 30 de junio, la Guardia Real destacada en la

Villa se atrincheró en el Palacio de Oriente,

como parte de un proyecto que pretendía un

golpe de estado cuyo objeto era proclamar al

monarca “rey absoluto”. Esta maniobra

contaba con la anuencia de Fernando VII –

aunque bien se cuidó luego de disimularlo-. La

irresolución de la Guardia Real permitió a la

Milicia Nacional organizarse y el propio 7 de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

julio, cuando apoyados por los batallones

provenientes del Pardo los de Palacio

decidieron atacar, se encontraron con la feroz

resistencia de los milicianos a lo largo de las

calles de Madrid. El empuje de la Milicia

repelió a los guardias en la Plaza Mayor, los

cuales tuvieron que batirse en vergonzosa

retirada.

Aunque frustrado, el intento de golpe

daba muestra de las intenciones reales de la

parte menos progresiva de la sociedad

española. Pepe y Patricio, como jóvenes

ciudadanos concienciados con la realidad de su

país, no eran ajenos a este tipo de temas que,

por otra parte, excitaban sobremanera su

fantasía política y revolucionaria.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Se nos quieren merendar! –exclamó

Pepe, dando una profunda calada al cigarro

gentilmente donado por su colega-. Y el

“Deseado”, haciéndose el longuis… ¡pero

nosotros sabemos bien de qué pie cojea! Y no

lo digo sólo por los ataques de gota, ¿eh?

— Sí, sí. –remarcó Patricio, chupeteando

su tagarnina-. Los servilones ya ni disimulan.

Ahí los tienes, sublevándose aquí en Madrid o

formando sus partidas de curas cavernarios,

como ese tal Merino, por media España.

— Por no hablar de “Los Apostólicos”, esa

sociedad de sinvergüenzas que se propone

exaltar los ánimos de la plebe con sus

retrógradas ideas sobre el Rey Neto.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Masones y absolutistas! ¡Vaya una

contradicción! –señaló Patricio-. ¡Ah! Pues

anda que los rumores que se escuchan en la

Central…

— ¿Rumores en la Universidad? ¡No me lo

puedo creer! –comentó, con cierta sonrisa

irónica, Pepe-.

— Tú te chanceas, pero parece ser que

los dineros de Fernandito corren a raudales en

la Fontana de Oro y en el café de Lorencini

con objeto de corromper a los oradores.

— ¿Y para qué? –preguntó Pepe-.

— Pues está claro, hombre: Para

soliviantar a las masas con discursos

incendiarios que vayan contra el orden

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

constitucional.

— ¡Meridiano! Agitación, provocación…

Excusa perfecta para luego imponer su

absolutismo so pretexto del caos reinante –

reflexionó Pepe-. No, si es que de tontos, ni

uno de sus cabellos…

— Pues deberíamos de hacer algo –dijo

Patricio, sofocando una tos producto del

cigarro-.

— ¿Y qué? En la Milicia Nacional no nos

dejan ingresar todavía y la Masonería… ésa

dicen que no es para imberbes.

— ¿Tu padre no es del Gran Oriente? –

interrogó Patricio-.

— Yo creo que sí, pero el condenado no

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

suelta ni prenda. Lleva sus asuntos con

absoluto secretismo y sólo habla del tema para

poner a caer de un burro a los Comuneros, y

eso si se le pilla parlanchín con el vino de la

comida y la copita de sobremesa.

En ese preciso instante, acertó a pasar

cerca del parche de hierba donde estaban

reclinados y en plena función del humo una

pareja de edad madura, elegantes, denotando

su buena posición social: Él, tripón, de buenas

patillas, embutido en chaqué y pantalones

rayados; Ella cuidada, aún coqueta, luciendo

hermoso vestido, elegante sombrerito y

delicada sombrilla. El hombre se dirigió al dúo:

— ¡Eh, haraganes! ¿Qué hacéis que no os

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

estáis quemando las pestañas con los libros?

¡Qué vergüenza! Tan nuevos y ya dándole al

fumeteo…

— ¡Alto ahí señoría! Estamos disfrutando

del merecido descanso estival… y de unos

ínclitos cigarros donados por el bueno de Don

Jerónimo –replicó, ni corto ni perezoso, Pepe-.

— ¡Habrase visto, los lechuguinos!

Vámonos, Pedro, que esta juventud quiere

volver incluso antes de haber ido –indicó a su

marido la señorona-.

— Sí, no merece la pena. Dad gracias que

tengo el bastón arreglando, que de lo

contrario…

— Nos lo hubiese enseñado, ¿fetén?

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Marchen con dios, excelencias, y restauren

aquí, alejándose, la paz brutalmente

quebrantada –poetizó Patricio-.

Una vez solventada la molesta

interrupción, Pepe decidió seguir la charla en

el punto y manera en que la habían

abandonado:

— De todas formas… oye, Patricio;

¿Conoces tú a Miguel Ortiz Amor?

— El nombre me suena… Lo habrás

mentado alguna vez. ¿No estudia contigo?

— En efecto. Está en la clase de los

alumnos más veteranos de San Mateo y tengo

cierta confianza con él. ¿Sabes? Me ha contado

varias veces como son las “tenidas” masónicas

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

en el Gran Oriente.

— ¡Quiá! ¿Y de qué fuentes bebe, aquí el

magno experto? –preguntó, con sorna,

Patricio-.

— Su padre es asistente habitual, maestro

de alto grado, y le está poniendo al día con

objeto de irle preparando para su iniciación.

— ¡Caramba! Pues ya puedes

desembuchar, que no vas a encontrar oídos

más ávidos que éstos ante la perspectiva de

tamaña información.

— Bien, compadre; Te cuento. No sé si

estarás enterado que la logia del Grande

Oriente está sita en la calle de las Tres Cruces

–casa del número 3, para ser más exactos-.

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— ¡En pleno centro! La Puerta del Sol a

tiro de piedra.

— Según tengo entendido, la calle toma

su nombre de un auto de fe en el que la

Inquisición quemó en sendas cruces a dos

mujeres y un hombre, dicen que por haber

profanado una imagen de la Virgen en la

cercana calle de la Salud.

— ¡Buen antecedente! No podían haber

elegido lugar de origen más escabroso…

-reflexionó Patricio-.

— Ahí es donde se reúnen los caballeros

de la cinta verde…

— ¿La cinta verde?

— Sí. Es la marca distintiva de los

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masones. Si localizas a alguien con ella, date

por seguro que pertenece a la gran hermandad

–respondió Pepe Espronceda-.

— Interesante…

— En dicha casa de la calle de las Tres

Cruces, penetrarás directamente en un

vestíbulo al que llaman “Sala de los Pasos

Perdidos”, al que dan luz un grupo de

lámparas de aceite, que hacen la vez de

estrellas polares. Podrás ver, más adelante, un

habitáculo forrado en negro; Es la “Cámara de

las Meditaciones”. En ella podrás sorprenderte

contemplando ristras de huesos diversos y

mondas calaveras…

— ¡Cual si fueran chorizos del país! –

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apostilló Patricio-.

— ¡Calla, bocarán! ¡No me interrumpas!

En esa cámara encontrarás una mesa medio

descompuesta donde el secretario de la logia

extiende las actas, que el mal de la burocracia

también ha alcanzado a la fraternidad. Si eres

un no iniciado, un neófito, te encerrarán allí

para que reflexiones acerca del paso que vas a

tomar. En ese lúgubre ambiente tendrías que

hacer testamento de la vida que dejarías atrás

y responder unas preguntas acerca de las

intenciones que te guían para querer ingresar

en la logia…

— ¡Vaya! Ni aún en estos ritos te libras de

hacer exámenes….

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— Después te vendarían los ojos para

trasladarte a la logia propiamente dicha. Allí

te interrogará “el Venerable” y serás sometido

a pruebas diversas, tales como “beber la

sangre” (metáfora de cualquier bebedizo o

vinillo del país), los “golpes” (asestados con

martillos de madera por los hermanos, de

manera simbólica se supone, aunque alguno

pone más celo de los normal en el desempeño

de esta prueba) o las abluciones en el pilón

llamado “Mar de Bronce” (el bautismo a la

nueva vida de iniciado).

— ¡Tremendo! ¡Vaya banquete de estética

y simbología! –exclamó Patricio-.

— Si me dejas terminar, botarate, te diré

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que finalmente la venda en los ojos del

iniciado caería (otro símbolo más) y se

encontraría rodeado de espadas (de hoja de

lata) y de ígneas llamas (pintadas): Estas

imágenes representarían el cruel

remordimiento que acometería al recién

iniciado si traicionase a la logia.

— ¡Sensacional!

— El contenido de las reuniones, las

famosas “tenidas”, donde cada grado

(“aprendiz”, “compañero” y maestro masón”)

cumple con sus ritos organizados de una

manera concienzuda, es algo que Ortiz no me

quiso revelar…

— O no pudo, Pepe; Probable es que su

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padre no haya querido ir tan lejos todavía. Por

cierto, ¿y de los Comuneros? ¿Te contó algo

Ortiz? Por lo visto, corre el rumor de que el

mismísimo Riego está con ellos…

— Sí. Bajo el lema de “conoce a tu

enemigo”, su padre –liberal, dicen que estuvo

con los afrancesados- le explicó a Miguel

algunas de las interioridades de la sociedad

comunera.

— ¿Y cómo posee esa información? –

preguntó Patricio-.

— Parece ser que los del Grande Oriente

tienen algún infiltrado entre “Los Hijos de

Padilla”.

— ¡Espionaje! Todo esto no deja de ser

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una novela apasionante…

— ¡Tómalo en serio, Patricio!

— Perdona, compañero, pero creo que

estoy algo abrumado. Continúa, continúa –rogó

Patricio, que con la emoción dio tal calada al

cigarro que a punto estuvieron de saltársele

las lágrimas-.

— Éstos se reúnen en la calle de la

Inquisición. A la casa de reuniones la llaman

“La Fortaleza”. Gran parte de sus miembros

salieron de la masonería para crear una

hermandad de tendencia aún más liberal que

defendiera la Constitución de 1812. Las logias

reciben el nombre de “Castillos” y el

Venerable o Maestro de cada una de ellas el de

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“Castellano”. El color distintivo de los Hijos de

Padilla es el morado, en oposición al verde de

los masones. El recinto interior de la logia,

que recibe el nombre de “Plaza de Armas”,

está adornado con lienzos y telones en los que

se representan torreones con banderolas,

lanzas e inscripciones muy, muy patrióticas.

— ¡Esto es bueno! Pura estética

medieval…

— Los miembros tienen el apelativo de

“Guarnición” y se dirigen a los neófitos como

“reclutas”. En sus tenidas, los Caballeros

Comuneros suelen estar ataviados con cascos,

escudos y espadas –todo ello de “atrezzo”, eso

sí-y llevar una banda dorada al pecho.

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— Pues yo, de poder elegir, estaría donde

está gente como Riego, compañero

Espronceda.

— Ahí milita gran parte de los del partido

“exaltado”, los más liberales de entre los

liberales. Defienden la libertad a ultranza…

— …y son grandes enemigos del Rey Neto

–apostilló Patricio-. Pero no nos van a dejar

ingresar en sus filas aún.

— ¿De qué somos culpables, oh estimado

Patricio? –ironizó Pepe-. ¿Qué horrible delito es

achacable a la juventud? –y, poniéndose en

pie, se llevó la mano al pecho y continuó con

voz melodramática- Si nos cierran las puertas

a la cosa pública, si nos ciegan la entrada a la

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defensa de la patria, a la lucha contra la

tiranía y el oscurantismo… si, por nuestra

tierna edad no nos dejan alternativa….

¡Construiremos nuestra propia Sociedad!

¡Fundaremos algo nuevo que una a los jóvenes

contra el absolutismo!

— Pepe, Pepe… No te emociones –dijo

Patricio desde el suelo, tirando de la pernera

del pantalón a su amigo-. Que por aquí puede

pasar cualquiera…

— Tienes razón, compañero. –expresó

Pepe, volviendo a la realidad-. Me he dejado

llevar por la emoción, tal vez por la

indignación.

— La verdad es que a veces tienes unas

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cosas… Anda, regresemos a casa que se nos

echa encima la hora de la cena.

— ¡Y no quieras ver la cara de mi señora

madre cuando me retraso, chico! –exclamó

Pepe, mientras comenzaron a caminar para

salir del Buen Retiro-. Un monstruo de ojos de

fuego, una furia cuya visión dejaría helado el

corazón más valeroso…

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CAPÍTULO VIII:

Tarde de Toros

Hacia el año 1822, las preferencias del

tiempo de ocio del que disfrutaban los

madrileños se repartían, mayormente, entre

dos espectáculos bastante dispares entre sí:

Los toros y el teatro. Para disfrutar de éste

último, los habitantes de la Villa y Corte

contaban con dos opciones: El Teatro del

Príncipe (con sede en la plaza de Santa Ana) y

el Teatro de la Cruz (sito en la calle del mismo

nombre). Ambos locales compartían cercanía

espacial y rivalidad, una rivalidad inusitada

desde el punto de vista actual, hasta tal punto

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que cada uno poseía un grupo de aficionados

acérrimos defensores del buen nombre y

gustos dramáticos del respectivo teatro: Los

“chorizos” defendían –a como diera lugar- las

excelencias del Príncipe; los “Polacos”, la

calidad escénica y dramática del de la Cruz.

No resultaba, ni mucho menos, extraño

encontrar a ambos grupos en las céntricas

calles de la Villa dirimiendo sus disputas

estéticas a base de garrotazos. En los periodos

de tregua, las obras de Calderón, Tirso de

Molina, Lope de Vega o Moratín desfilaban

ante la mirada de un público aún sin

domesticar, que aplaudía a rabiar lo que era

de su agrado y “premiaba” con horrendos

pataleos, silbidos y naranjazos –u otros

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productos de la huerta- la mala ejecución de

los actores. Tampoco resultaba extraño ver a

las gentes de menor extracción social llevarse

bota de vino y merienda al recinto para hacer

más ameno el espectáculo, rellenando así los

tediosos huecos entre actos.

Otro evento que hacia aquella época

llegó a conquistar la atención de los

madrileños fue la ópera italiana,

especialmente la compuesta por el maestro

Giacomo Rossini, autor de obras como el

“Barbero de Sevilla” u “Otelo”. El furor y la

admiración que estas composiciones

levantaron en la sociedad aquella fueron

descomunales, pudiendo decir que el lírico

espectáculo se convirtió –por increíble que

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suene- en fenómeno de masas.

En cuanto a la tauromaquia… Cierta tarde

de septiembre del año 22, un grupo de

personas –un adulto y tres jovenzuelos-

hicieron su ingreso en el coso de la Villa,

dirigiéndose a la zona de localidades acorde

con su acomodada posición social. La

expedición estaba compuesta por Don Alberto

Lista, Pepe Espronceda, Patricio de la Escosura

–presentado “en sociedad” al maestro por

Pepe días antes- y Ventura de la Vega. Todos

ellos se encontraban allí a sugerencia del

maestro Lista, creyéndose los muchachos en la

obligación de aceptar la invitación que el

docto sevillano les había hecho. Tras una

cruenta batalla de golpes, empellones,

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codazos y “discúlpeme usted” cruzados con

“no faltaría más”, pudieron alcanzar su fila –

situada en la zona media/alta de sombra-. Al

menos dos de los muchachos –Pepe y Veguita-

no parecían estar especialmente cómodos en

aquel ambiente. Una vez aposentadas sus

sentaderas, Pepe dirigió una pregunta al

maestro:

— Discúlpeme, maestro, pero, ¿para qué

nos ha traído aquí? Con todo respeto, y desde

mi humilde punto de vista, no creo que sea

éste un espectáculo demasiado edificante.

— Vamos a ver, criatura. Tú quieres ser

escritor, ¿verdad?

— Sí, señor. No creo tener en la vida

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superior anhelo.

— Pues mira, Pepe. El escritor nace y

crece con el hábito de la observación.

— No entiendo, maestro. ¿Qué tiene que

ver la observación con la muerte de un bicho?

— Sencillo, chaval. Estamos en la plaza,

¿cierto? Echa una ojeada a tu alrededor. Tienes

ante ti el mejor fresco social que puede

retratar nuestra época. Aquí, concentrados,

hallamos representados a todos los estamentos

de ésta nuestra sociedad –bien es verdad que

juntos pero no revueltos- en un ambiente

festivo, distendido. Observa, escucha, siente,

huele…

Pepe –y por extensión Patricio y Veguita-

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empezó a reparar en el contexto que le

rodeaba. Puso su atención en los olores, una

intensa y variopinta mezcla olfativa compuesta

de efluvios corporales, suaves perfumes,

contundentes embutidos y vino peleón

derramado por las gradas. Después se dejó

llevar por lo que le llegaba a través del oído:

Los más sutiles y delicados saludos, las

interjecciones más caballerosas se confundían

con los improperios y las más horrorosas

injurias. Los suaves y corteses tratamientos

sociales bregaban por ser escuchados entre

sonorísimos eructos y risotadas estrepitosas. El

sonido de una guitarra acompañando al cante

de un “manolo” de voz chulesca y acazallada

vino a última hora a sumarse a la polifonía.

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— ¿Qué me decís de este “totum

revolutum”? ¿Hay o no hay elementos para el

estudio de los personajes? -preguntó,

retóricamente, el maestro Lista-.

— ¡Qué razón tiene, Don Alberto! –

exclamó Ventura-. Aquí se encuentran

elementos suficientes para hacer una buena

comedia.

— De ésas que tanto te gusta representar,

pillastre. Madera de actor tienes, hijo –

comentó Lista-. En dicción y modos dramáticos

no hay quien te gane…

— No le diga tal cosa, maestro, que aquí

el pollo pera es capaz de creérselo –intervino

Pepe-.

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— ¡Fijaos, fijaos! Acaba de hacer su

aparición la familia real –interrumpió Patricio-.

— ¡Ah sí! Son la reina María Josefa Amalia

de Sajonia y Don Carlos María Isidro, el

hermano del rey –dijo Veguita-.

— ¡Qué joven es la consorte! ¡Si parece

una niña! –añadió Lista-. Reparad en su

belleza, en su porte angelical.

— Dicen que es amabilísima en el trato –

añadió Patricio-. Da gusto departir con ella…

— Muy al contrario del meapilas de Don

Carlos. Me juego el gaznate que, ahí donde le

veis, acaba de dejar en palacio alguna

conspiración a medio hacer –soltó Pepe-. El

muy truhán andará en contacto con todas las

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partidas de frailes ultramontanos.

— ¡Bueno, basta de políticas! –exclamó

Don Alberto- Estaos atentos, el drama de la

muerte vuelve a comenzar…

Un torero escuchimizado y fibroso saltó a

la arena para recibir al bovino. Éste hizo acto

de presencia sin demasiada convicción, como

si fuera consciente de que en la tarde iban a

pintar bastos. El torerillo se lo tomaba con

calma.

— ¡Eh, esquelético! ¡Arrímate un poco,

que los morlacos no muerden! –gritaron desde

las gradas inferiores-.

— ¿Te traemos una lanza, valiente? –otra

voz, otra “pullita”-.

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— ¡Dale al capote, sinvergüenza! –y al de

al lado- Alcánzame un pedrusco, Vicentico,

que a éste le avío las entendederas.

El toro tuvo la mala ocurrencia de

pegarse a las tablas, justo debajo de la zona

donde se sentaban nuestros protagonistas. Uno

de los manolos de la fila de suelo comenzó a

hostigar al animal a golpe de palos. El bicho

gruñía y miraba hacia atrás extrañado.

— ¡Uuuuushh! ¡Tira “pal” “esmirriao”!.

¡Enséñale la cornamenta! –comentaba el de la

pértiga-.

El “tirillas” de la montera decidió hacer

de sus tripas corazón y se acercó al morlaco

con la sana intención de hacerle una serie de

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pases de fantasía, los cuales –

desafortunadamente- probaron ser un fiasco, a

juicio del respetable. El hecho desencadenó

una terrible bronca, una singular algarabía que

fue el preludio de una lluvia cerrada de

inmundicias y desperdicios: Cáscaras, mondas,

restos y frutas de cuerpo entero empezaron a

arreciar contra torero y bestia. Los más

indignados con la falta de bravura en el coso

arramblaron con cuanto cascote pudieron

llevarse a las manos y bautizaron con ellos al

singular par sobre la arena.

— ¡Madre del cielo! ¡Le van a desgraciar!

–gritaba, asombrado, Patricio-.

— ¡Y lo que es peor, nos van a dejar sin

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toro! –señaló Veguita-.

— ¿Cuáles son aquí los brutos? ¿Quién

actúa como animal en esta sangrienta fábula? –

preguntó, como pudo, Pepe-.

El motín de la plaza iba degenerando en

verdadero tumulto, con el torerillo huyendo a

la carrera y el morlaco espantado, muerto de

miedo, acorralado por lanzas y piedras.

— Observad, hijitos, -reflexionó Lista-

como la lidia puede reflejar todo el carácter

de la historia de nuestra patria: Lo trágico

deviene con extrema facilidad en un

galimatías patético y grotesco. A eso hemos

llegado; De eso será harto difícil que salgamos.

— Cierto es, maestro. Diga usted que la

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lección de hoy no se nos va a olvidar

fácilmente –remarcó Pepe, que aprobaba la

agudeza de Don Alberto-.

Mientras algunos miembros de la Milicia

Nacional se veían en el deber cívico de

intentar controlar lo incontrolable –y de paso

proteger la salud del muletilla- aún a costa de

sus ratos de esparcimiento, alumno y pupilos

abandonaban el coso, más pendientes de su

propia integridad personal que del

esperpéntico y bodeviliano espectáculo que la

plaza de la Villa y Corte volvía a revivir por

penúltima ocasión.

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CAPÍTULO IX:

La Academia del Mirto

Cierto día de finales de abril de 1823, un

puñado de alumnos del Colegio San Mateo

aguardaba en el aula a Don Alberto Lista. La

jornada escolar había concluido, pero habían

sido conminados por el maestro para que le

aguardasen. Entre el grupo que expectante se

sentaba frente a los pupitres se encontraban

Pepe Espronceda, Ventura de la Vega, Felipe

Pardo y Juan de la Pezuela, entre otros. El

maestro no se demoró en demasía y con

acento firme se dirigió al muchachil auditorio:

— Bien, jóvenes. Últimamente le he

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estado dando vueltas a la idea de formar una

especie de club poético como me sugirió

vuestro condiscípulo aquí presente, José de

Espronceda. Creo honestamente, Pepe, que

puede resultar una experiencia agradable y

enriquecedora para todos, incluso para éste

que os habla.

— Perdón, señor –interrumpió, con

timidez, Pepe-. ¿Ha considerado la posibilidad

de ejercer de tutor y guía de las actividades

del club? Hemos pensado que… En fin, sería un

gran honor para todos nosotros.

— Por supuesto, Pepe, por supuesto. Me

imagino que necesitáis un timonel que os

ayude a navegar entre las procelosas aguas de

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la literatura, máxime cuando vuestro navío

apenas acaba de abandonar la orilla.

— ¡Excelente, maestro! –exclamó Felipe

Pardo-. No podríamos encontrar mejor tutela.

— Bueno, bueno –apaciguó Lista-. Me he

tomado la libertad, mis aplicados socios, de

elegir un nombre para este proyecto que ahora

comienza a rodar. Le llamaremos, si no hay

objeción muy grande, “La Academia del

Mirto”, en honor a la diosa Venus, no por su

vertiente amorosa, sino por ser considerada

protectora de la belleza. Porque de eso se

trata, muchachos; de rendir constante tributo

a la belleza, de dejar ofrendas de tinta ante el

altar de la querida divinidad.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Genial!

— ¡Sublime!

Comentarios de esta índole, escapados de

eufóricas bocas, pusieron punto y seguido al

parlamento de Lista.

— ¿Y dónde nos reuniremos, maestro? –

preguntó Veguita-.

— Pues si no os parece mal, he pensado

que la primera y solemne reunión de la

Academia del Mirto tenga lugar en mi humilde

morada que, como algunos no ignoráis, se

encuentra en la calle de Valverde.

— ¡Estupendo!

— ¡Sensacional!

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— ¡Viva por siempre Don Alberto!

— ¡Basta, basta! –exigió Lista-. Os

aguardo, pues, en mi casa a las cinco de esta

tarde. Y sed puntuales, que el rigor en las

costumbres ayuda a mantener las mentes

despejadas.

La reunión se disolvió y cada cual regresó

a su hogar con la mente llena de sueños: Un

puñado de muchachitos deseosos de que el

reloj alcanzase la hora ansiada.

Poco antes de que las campanas avisaran

de la hora quinta, un grupito de zagales con un

equipaje compuesto mayormente de ilusiones

se encontraba frente al portal del número 52

de la calle Valverde. Se trataba de una casa

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pequeña por lo que contaba su fachada, de

espacio justo para albergar dos balcones no

muy extensos. Penetraron en su portal,

descubriendo penumbra y no excesiva

limpieza. Ascendieron por una escalera

irregular de losas quebradas, a tientas por

falta de visibilidad. Al llegar al piso principal,

Pepe golpeó con suavidad en la puerta.

Una criada cerril sacada de las

profundidades del páramo manchego les abrió,

sin saludarles, con un seco:

— Síganme los señores. Don Alberto les

aguarda.

Penetraron sin transición en una pequeña

estancia de forma cuadrada con piso irregular

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de ladrillo malo. Alrededor de la habitación se

encontraban unas cuantas sillas sin orden ni

concierto y en el centro, presidiendo, la

sempiterna mesa camilla, con hule de tapete

verde. Don Alberto Lista se encontraba en ella

y, sonriente, saludó a los muchachos:

— ¿Qué hay, prometedores talentos? No os

quedéis ahí pasmados. Tomad una silla y

sentaos al albur en torno a mi mesa.

La criada ceñuda abandonó la escena, y

mohína volvió a sus quehaceres. Los poetillas

agarraron sendas sillas y tomaron asiento junto

al maestro. De esa forma pudieron observar a

Lista en la cercanía: Resultaba ser un hombre

de cuarenta y ocho años que, acaso por los

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

avatares de su azarosa vida, representaba

algunos más. Bajo de estatura y algo

encorvado, solía vestir con traje negro.

Particularmente, era usual verle con una levita

que le caía algo grande y demasiado larga, ya

pasada de moda para los gustos de la época.

En la tranquilidad de su hogar, era propenso a

cubrirse con un gorro de negra seda, coronado

por una borla que resultaba algo ridícula, la

cual se balanceaba de un lado para otro de un

modo constante, lo que ponía en aprietos y

colmaba de molestias al docto profesor.

Resaltaba sobremanera la cortedad de su

vista, producto, seguramente, de las penurias

que soportó a lo largo de su existencia. Aunque

su rostro no era de facciones bellas, la suave

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

armonía de su discurso y la templanza de sus

palabras le conferían un halo de atracción

ante todo aquel que pudiera escucharle.

Hablaba con un marcado acento andaluz –el

maestro nació en Sevilla- del que nunca quiso

desprenderse.

En la parte intelectual, Lista siempre

demostró ser un foco de sabiduría, una

lumbrera que iluminaba las inteligencias

díscolas y rebeldes de los muchachos a través

de su magisterio. La tarea le resultaba

sencilla: Dominaba las ciencias exactas

-especialmente las matemáticas-, la filosofía,

la teología –no en vano era sacerdote-,

sentaba cátedra en derecho y, por supuesto,

predicaba los fundamentos del noble arte de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

las letras. Podría decirse que Lista poseía el

espíritu de un hombre renacentista. Su

enseñanza destacaba por un excepcional dote

para explicar de un modo sencillo los

conceptos más profundos de cualquier

materia.

Ese hombre, que a la vista daba la

impresión de ser tan poca cosa, volvió a

dirigirse a los muchachos una vez éstos

tomaron asiento alrededor del admirado

maestro:

— Bien, bien. Así me gusta. De acuerdo,

¿quién de vosotros será el primero en

deleitarnos con sus composiciones?

Los zagales –Pepe, Patricio, Veguita,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Felipe Pardo y Juan de la Pezuela-

intercambiaron una serie de miradas de

asombro, conmocionados por lo inesperado del

trance. Tras unos segundos silenciosos, Pepe

extrajo de su chaleco un pliego de papel

cubierto de escrituras formadas por la más

primorosa caligrafía.

— Puedo comenzar yo, maestro, si no es

demasiada molestia –sugirió Pepe-.

— Adelante, adelante. Te esperamos

ansiosos –sentenció Don Alberto-.

— Gracias. Se trata de una oda que he

compuesto en homenaje a la muy noble Milicia

Nacional, con motivo de su heroica actuación

ante la rebelión de la Guardia Real y en

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defensa de nuestra Constitución. La he

titulado “Al siete de Julio”.

— ¡Ah, canastos! –exclamó Lista- ¿Vas a

entrar en materia política? Te advierto, Pepito,

que eso es meterse en materia pantanosa. Y

créeme que habla la voz de la experiencia.

El maestro, adivinando el desconcierto de

su pupilo ante el comentario, se apresuró a

animarle:

— No te apures, angelito, y comienza tu

lectura, que de todo, si bien expresado, se

puede hacer arte.

Pepe carraspeó, tosió, y se rascó hasta

finalmente dar comienzo al recitado. Su voz

adolescente sonó pura y poderosa, dotando a

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cada verso de una emoción y un sentimiento

conmovedores. El calado de su dicción

delataba al enorme poeta en ciernes.

Mientras, el maestro Lista sonreía

asintiendo al escuchar una metáfora de su

agrado o un giro léxico especialmente

ingenioso. También dejaba traslucir en su

rostro cuando alguna expresión o rasgo

estilístico le desagradaba, torciendo el gesto y

cabeceando levemente de un lado para otro.

Por fin, la declamación se extinguió. Los

muchachos se miraban entre sí expectantes, a

la espera del juicio del maestro.

— Has dado la talla, Pepe. Nos has

comunicado sensaciones (en eso estaremos

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todos de acuerdo) y las has expresado de un

modo convincente, pero algo irregular en su

forma.

— ¿Entonces…? –cuestionó Pepe, pidiendo

a Don Alberto más concreción-.

— Entonces puede decirse que tienes un

inmenso talento, pero que está, cual plaza de

toros, colmado de plebe.

Los compañeros –y hasta Espronceda

mismo- rieron con la ocurrencia de Lista. Éste

prosiguió:

— Hay un proverbio oriental que dice:

“Antes de escribir, asegúrate de que eres tú el

que tiene el dominio sobre la pluma, y no

viceversa.” Somos nosotros los que debemos

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

controlar la escritura, dominar nuestras

emociones, encauzarlas con el propósito de

conducirlas hacia la belleza. Y para ello

habremos de recurrir a la técnica: Técnica,

técnica y más técnica. Dominio de los

instrumentos de la lengua: Primero el “cómo”

y luego el “qué”.

— ¿Y de qué manera adquiriremos esa

técnica, maestro? –preguntó Felipe Pardo-.

— A través del estudio y la lectura. Hay

que leer y revisitar a los clásicos, el teatro y la

poesía del Siglo de Oro, Calderón, Quevedo,

Lope… Sin olvidar los orígenes de todo este

“negocio”: Horacio, Virgilio, Ovidio, Safo…

— Pero, Don Alberto, con el debido

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respeto, ¿no sería eso renunciar a la

originalidad? –se atrevió a preguntar Veguita-.

— ¿Originalidad, dices? Te diré, joven

Ventura, que el sano y fuerte árbol de la

literatura hace tiempo que fue plantado. El

tronco de este prodigio lo forman, entre otros,

algunos de los excelsos escritores que

anteriormente he comentado. No debéis,

pues, creer en vuestra vanidad que seréis

capaces de engendrar por vosotros mismos un

árbol de parecida calidad. Seguid mi consejo,

si en algo lo estimáis, y conformaos con

alcanzar a ser una de sus robustas ramas, que

al hacerlo no habréis alcanzado gloria

pequeña, ni mucho menos.

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— Usted nos ayudará a mejorar, ¿verdad,

maestro? –atinó a preguntar Pepe-.

— Ciertamente, ciertamente. Intentaré

ayudaros a sacar lo mejor de vosotros mismos,

a poner en marcha el potencial que tenéis (y

que es mucho, a fe mía). Escribiremos,

practicaremos, leeremos y comentaremos, nos

ejercitaremos en las habilidades lingüísticas,

en los tropos y en las metáforas: Pondré a

vuestra disposición el arsenal técnico

necesario para que os encumbréis como

poetas, hombres de letras. Por cierto… -y aquí

hizo una pausa- Pezuela, hijo, no ha abierto

usted la boca en todo el tiempo. ¿No podría su

señoría regalarnos los oídos con algún escrito

de su cosecha?

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Juan de la Pezuela abrió los ojos de

asombro y, azorado, sólo atinó a contestar:

— Mire usted, maestro… Realmente sólo

estoy aquí en calidad de acompañante, en

mera solidaridad con mis compañeros, pero

yo… -dudó- yo preferiría seguir la carrera

militar.

Ante la respuesta del zagal, Don Alberto

no pudo menos que echarse a reír. Cuando

alcanzó a reponerse, le replicó:

— Pero bueno, Pezuela, ambas

ocupaciones no son incompatibles: Fíjate en

mí, muchacho, que soy sacerdote, profesor y

literato… ¡y no me ha entrado el tabardillo! –y

continuó- De cualquier forma, es conveniente

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

que sigas asistiendo a estas reuniones, no sea

el caso de que al final caigas contagiado de

nuestro entusiasmo por las letras.

Y así, de esta curiosa manera, echó a

rodar la Academia del Mirto, escuela de

aprendizaje literario, vivero de amistad y

devoción hacia un maestro de trato humano y

justo, al que habría después de agradecérsele

varias y muy buenas vocaciones poéticas,

dramáticas y de otras áreas de la creación

artística.

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CAPÍTULO X:

¡Regresan los Franceses!

Por aquellas fechas –postrimerías de Abril

de 1823-, la Puerta del Sol era un hervidero de

rumores y especulaciones. Alrededor de la

estatua de la “Mariblanca” –blanca figura de

Venus que coronaba una fuente-, grupos

heterogéneos formados por individuos de la

más variopinta índole social se afanaban en

comentar los últimos acontecimientos

políticos: Y es que el ejército galo de los “Cien

Mil Hijos de San Luis”, comandado por el

Duque de Angulema –sobrino de Luis XVIII-,

proseguía su imparable avance hacia la capital

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del reino, avasallando con su potencial técnico

y numérico a las menguadas y básicamente

desorganizadas tropas constitucionalistas. El

objetivo de esta nueva expedición francesa no

era otro que el de reponer en sus privilegios

absolutos a Fernando VII. Para ello contaba

con el inestimable apoyo de diversas partidas

de frailes y guerrilleros que en esta ocasión,

paradójicamente, hacían causa común con las

tropas invasoras, cuando nacieron años antes

para combatirlas en la Guerra de la

Independencia.

Pepe y Patricio pululaban inquietos entre

la multitud de corrillos formados por la

alarmada población, ávidos de recoger cuenta

información les fuera posible acerca del

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apurado trance por el que estaba atravesando

–una vez más- el país. En un momento dado,

repararon en la tensa conversación que

sostenían un hombre de mediana edad y un

joven “pollo”. El primero lucía el severo

carácter de un funcionario, e iba ataviado de

casaca, chaleco y calzón con medias negras. El

otro portaba frac de color verderón, chaleco

de adornos barrocos, pantalón a rayas

bastante ajustado y un extravagante nudo de

corbata.

— Nos van a jeringar una vez más, Don

Roque –comentaba el “pollo”-. Le digo a usted

que los franchutes pasan el verano al calor de

los madriles.

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— ¿Qué has de contarme, Alvarito? –

replicó el hombre del negociado- Ese rubito de

Angulema, que los diablos lleven, tiene gente

suficiente para hacerse con la nación en

menos que canta un gallo.

— Y más si cuentan con los traidores, esos

bandoleros y curas vendepatrias que prefieren

ver a los franceses en Madrid antes que a los

españoles disfrutando de su Constitución.

— Y el gobierno, las cortes y el rey en

Sevilla…

— ¡A la fuerza ahorcan! –exclamó

Alvarito- Habrá que proteger la soberanía

nacional…

— Y el granuja del rey Fernando

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haciéndose el remolón para no ser evacuado:

Que si estoy indispuesto, que si otro ataque de

gota… ¡Ya, ya!

— Anda loco por la música. Los parásitos

cortesanos le tienen en una nube con tanta

adulación. Eso de que el monarca debe ser

soberano absoluto, a base de mucho

repetírselo, se lo ha acabado creyendo.

Pepe y Patricio abandonaron la

conversación y continuaron caminando en

dirección a la Plaza Mayor.

— Oye, Patricio. La cosa se está poniendo

fea. Creo que deberíamos entrar en acción –

comentó Pepe-.

— ¿De qué diantres estás hablando, chico?

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–preguntó Patricio-.

— ¿Recuerdas la jornada aquella que

estuvimos en el Buen Retiro conversando

acerca de las Sociedades Secretas?

— Recuerdo, recuerdo. Si tu intención es

la ingresar en una de ellas, haz memoria: No,

repito, no tenemos la edad. Nadie nos va a

admitir en ninguna de sus logias.

— Ahí voy, Patricio, ahí voy. Me refiero a

que si tenemos el acceso vetado a las logias

existentes… ¡La única salida que nos dejan es

fundar nosotros una!

— ¿Te has vuelto loco, Pepe? Tantas caídas

desde lo alto de tantas tapias…

— Escucha, compañero. Hay que ponerse

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

en contacto con los miembros de la Academia

del Mirto. Por supuesto, es importante que el

maestro Lista no sepa nada de todo esto:

Aunque conocemos sus tendencias políticas, no

aprobaría una medida de estas características,

por no hablar de su afán de protección…

— ¿No estás de chanza, Pepe? Mira que ya

tenemos suficientes quebraderos de cabeza.

— La cuestión es la siguiente: El ejército

de invasión va a acabar entrando en Madrid,

pero aún disponemos de unos días para darle

forma a nuestra organización. Tú de leyes

sabes ya un rato, ¿no es así?

— Alguna se me aposenta en la mollera

entre verso y trastada, cuando atino a

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aparecer por la “Central”. Ya sabes, la vida

universitaria… -y añadió, cortando en seco-

Pero, ¡no me líes! ¿Qué pretendes, criatura?

— Sencillo, camarada: Convocaremos una

reunión para recabar apoyos y recoger

sugerencias. Una vez contemos con los

fundamentos básicos, tú te encargarás de dar

forma escrita a los estatutos, que para eso

entiendes de fárragos jurídicos.

— Así que hablas en serio –dijo Patricio-.

— Evidente, querido amigo. Tenemos la

oportunidad de contribuir a frenar la regresión

que pretenden implantar en nuestra patria. Lo

único positivo de esta situación de mil

demonios es que se ha desenmascarado al

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tirano: Fernando el VII no nos quiere en

libertad.

— ¡Qué diablos! –exclamó Patricio,

exaltado por las palabras de Espronceda-. Algo

habrá que hacer, ¿verdad? Ya no somos

zagalejos…

— Ése es el espíritu, Patricio. Vamos a

regresar, demos la vuelta. La ocasión se

merece un cafelito en Lorencini.

El eufórico par renunció al objetivo de

alcanzar la Plaza Mayor y volvió a encaminar

sus pasos hacia la Puerta del Sol. Una vez en

ella, penetraron en el legendario café de

Lorencini, situado frente a la emblemática

fuente de Venus. El local poseía dimensiones

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reducidas y estaba compuesto de un gracioso

saloncito y un pasillo que acababa en un

pequeño patio de techo acristalado. Las mesas

y mostradores del café hacían el papel de

tribunas cuando algún orador político quería

dirigirse a la concurrencia. A la altura de la

jornada que arribaron los dos jóvenes –casi el

mediodía-, el negocio estaba concurrido pero

tranquilo, ya que los mitineros solían hacer

acto de presencia hacia la caída de la tarde.

Ambos camaradas se aproximaron al mostrador

y fueron atendidos por el mismo Don Carlos

Lorencini, propietario del local, en persona.

— ¿Qué va a ser, “pollos”? –preguntó Don

Carlos con aire indiferente-.

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— Un par de… orujillos, señoría –dijo,

sorprendiéndose a sí mismo, Pepe-.

— ¡Caray con los lechuguinos! ¿Acaso

ignoráis que eso es bebida de hombres?

— No se ponga así, Don Carlos, que hoy

estamos en una ocasión especial –replicó

Pepe-.

— ¿Ah, sí? ¿Y qué es ello, si puede

saberse?

— Estamos de albricias por un nacimiento

–contestó Patricio, adelantándose a

Espronceda-.

— Bueno, bueno… ¡Un nacimiento! ¡Y en

estos tiempos! Voy a poner los dos orujos y un

tercero para mí, que vamos a brindar por la

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salud y buena ventura de la criatura, que falta

le va a hacer… -el tabernero colmó tres

vasillos con una botella de aspecto sucio, tomó

el suyo y lo levantó-. ¡Qué la vida le sea

próspera!

— ¡Próspera y muy larga vida a la

pequeña! –exclamó Pepe, haciendo un guiño

cómplice a Patricio-.

— ¡Ah, pues! ¿Es una niña? –inquirió Don

Carlos-

— Sí –respondió Pepe-. Y la parentela ya

se ha decidido por un nombre.

— ¿Cúal será su gracia entonces,

muchacho?

— Esperanza. Esperanza se ha de llamar –

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afirmó, rotundo, Pepe-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

CAPÍTULO XI:

Una Semilla de Audacia

En una apacible y soleada tarde de

principios de Mayo, cierta pequeña

congregación compuesta por unos diez

muchachos se reunió en los altos del Buen

Retiro, convocada a instancias de Pepe

Espronceda y Patricio de la Escosura. Entre el

plantel asistente se encontraban algunos

miembros de la Academia del Mirto, tales

como Ventura de la Vega, Felipe Pardo o

Pezuela. Completaban el grupo alumnos del

Colegio de San Mateo, tales como Miguel Ortiz

Amor y Luis Ugarte. Éste último era hijo de un

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humilde sastre vizcaíno que, a base de su

esfuerzo y extraordinario quehacer, había

llegado a situarse como proveedor de la Corte.

Una vez el auditorio tomó asiento sobre

un mullido tapiz de césped, Pepe y Patricio

subieron a un montículo y comenzaron a

perorar:

— Estimados compañeros –empezó Pepe-.

En estos momentos trascendentales en los que

nos ha colocado la historia, la nación exige de

todos y cada uno de nosotros que asumamos el

papel de ciudadanos responsables. Es la hora

del compromiso. Por ello, Don Patricio de la

Escosura y éste que os habla hemos decido el

plantearos formar parte activa de una nueva

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sociedad secreta. Creo que entre los presentes

anida el mismo anhelo por la libertad que,

bien aprovechado, debe unirnos para derrocar

la inminente tiranía.

— ¡Sí!

— ¡Bravo!

— ¡Abajo con los serviles!

— No interrumpáis, por favor. Os

propongo, por todo ello, que brindéis vuestra

fiel adhesión a esta sociedad naciente que,

con vuestra ayuda, va a ponerse en marcha.

— ¡Claro, claro!

— ¡Faltaría más!

— Ni que decir tiene –tomó la palabra

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Patricio- que la incorporación al grupo

supondrá la aceptación de una regla basada en

el secreto más absoluto. Los enemigos de la

Constitución, esos malditos serviles, no

dudarán en aplastarnos si llegan a conocer

nuestras intenciones.

— Por no hablar de la multitud de espías

e infiltrados que, a sueldo del tirano, andan a

la busca de colarse en cualquier club de

carácter liberal, para así promover la agitación

y la insidia entre los nobles compañeros –

remarcó Pepe-.

— De momento, nadie fuera de este

selecto círculo, repito, absolutamente nadie,

debe tener conocimiento de nuestros planes, y

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

así habremos de afirmarlo en solemne

juramento.

— ¿Y cómo bautizaremos a esta secreta

alianza? –acertó a preguntar Felipe Pardo-.

— Pepe y yo creemos que sería de justicia

llamarla “Los Numantinos”, en pago a la deuda

que el pueblo español contrajo con aquel

indomable pueblo ibérico que hizo frente,

hasta las últimas consecuencias, al invasor

romano.

— Es un nombre acertado –afirmó Felipe-.

— Y más teniendo en cuenta lo gigantesco

del desafío que tenemos por delante –apostilló

Veguita-.

— Los de Numancia tuvieron enfrente al

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Imperio… ¡pero es que nosotros nos las vamos

a ver con tropas francesas y partidas de

españoles reaccionarios! –exclamó Pezuela-.

¡El desafío no es moco de pavo, compañeros!

— Ahora abriremos turno de sugerencias y

cuando hayamos recogido todas las propuestas

encargaremos a Patricio, en base a sus

conocimientos en la redacción de documentos,

la creación de los estatutos de nuestra

organización –prosiguió Pepe-.

— ¡Buena idea! –exclamó Luis Ugarte-.

¡Qué se note que los estudios en Leyes de

Patricio no están siendo en vano!

— Muy gracioso, Luisito, muy gracioso. A

lo mejor te interesa a ti la tarea… ¡Ah, no,

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perdona, que por lo visto suspendiste

Gramática! –lanzó Patricio, indignado-.

— ¡A lo mejor subo a la tribuna, tirillas, y

te hago comer tus propias palabras! –exclamó

Luis, herido en su amor propio.

— ¡Orden, orden! Serenaos, camaradas,

que estamos a cosas serias –pidió Pepe-.

— ¡Continúe el discurso, señor orador! –

pidió Veguita-.

— De acuerdo, de acuerdo. Bien. Prosigo –

retomó Pepe-. Nuestra intención es imprimir a

“Los Numantinos” un carácter político-

masónico, conjugando así la necesidad de

actuación efectiva con la estética propia de

una sociedad secreta. Intervendremos en

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defensa de las ideas de libertad e igualdad, sí,

pero con cierto estilo.

— ¡Qué bárbaro, Pepe!

— ¡Así se perora, pico de oro!

— Propongo, así mismo, que la

presidencia de esta noble institución recaiga

sobre Don Patricio de la Escosura, al

considerarle, desde mi punto de vista, persona

juiciosa y prudente, pero a la vez inclinada a

la acción cuando ésta tiene que producirse.

— ¡Por no hablar de los estudios que

tiene! –exclamó Miguel Ortiz-. ¡Es todo él

intelecto!

— ¿Votos a favor? –preguntó Pepe-.

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La totalidad de los asistentes alzó su

mano, en parte porque sabían que era la

mejor elección, en parte por el alivio que

suponía el no verse investidos de

responsabilidades mayores.

— Perfecto. Aprobamos otorgar la

presidencia al hermano Patricio de la Escosura

y Morrogh. Hablemos de nuestros objetivos –

prosiguió Pepe-. ¿Qué es lo que queremos

reivindicar?

— Deberíamos intentar derribar del trono

a Fernando VII, “El Insidioso” –propuso

Veguita-. Él ha convocado a los franceses que

ahora están a las puertas de Madrid. Él ha

instigado cualquier tipo de sedición contra los

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gobiernos constitucionalistas.

— Deberíamos dar al pueblo una

verdadera soberanía, para que pudiera

gobernarse como creyera conveniente –

sugirió Felipe Pardo-.

— Tendríamos que intentar propagar, una

vez la Sociedad esté consolidada, nuestras

ideas. Una Sociedad estancada es una

Sociedad muerta -habló, acertadamente, Luis

Ugarte-.

— Habría que incluir un artículo donde se

hablara de la necesidad de castigar, en la

medida de nuestras posibilidades, cualquier

tipo de crimen que contra la libertad se

cometa –apostilló Felipe Pardo-.

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— Justo es –añadió Patricio-. Deberé

tener en cuenta las ideas de los compañeros a

la hora de elaborar el documento fundacional.

— Así mismo –prosiguió Pepe-, hemos

decidido elegir como sede provisional de

nuestras reuniones una de las múltiples cuevas

que tachonan estos parajes. Concretamente,

Patricio y yo le hemos echado el ojo a una

cercana al Observatorio que, por sus

dimensiones, nos puede venir de perlas. La

covacha en cuestión tiene toda la pinta de

haber sido utilizada como almacén por los

franceses durante la guerra de liberación y

ahora, ironías del destino, nos puede rendir no

pequeño servicio a nosotros.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Estupendo!

— A falta de pan… ¡Buenas son tortas!

— ¡Ah! Otra cuestión; Para alcanzar los

fines que nos hemos ido marcando, la

presidencia de ésta nuestra organización

intentará recabar de sus miembros cuanto

material considere oportuno. Tened en cuenta

–remarcó Patricio- que a veces encontraréis

dificultades para conseguirlo y otras,

simplemente, deberéis recurrir a “distraer”

bienes de vuestros propios domicilios, bien

entendido que, a ser posible, deberán ser

reintegrados a su lugar original.

— ¡Habrá que andarse con tiento! ¡Mi

padre tiene un genio de mil demonios! –

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exclamó Felipe Pardo-. Si me pilla en un

descuido… ¡Baja segura en “Los Numantinos”!

— Por último, nombramos asesor especial

de la presidencia, debido a sus extensos

conocimientos sobre Sociedades Secretas, a

Don Miguel Ortiz Amor. ¿Aceptas, compañero? –

preguntó Pepe-.

— ¡Acepto, camarada! Aunque sospecho

que no me ofrecéis el cargo por mi sapiencia

en temas masónicos, sino por ser perro viejo.

¡Qué os llevo cuatro añetes a más de uno!

— Excelente. Creo que podemos poner fin

a tan provechosa sesión preparatoria –afirmó

Patricio-.

— ¡Marchad y hacedlo dispersos! No nos

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conviene empezar llamando la atención –

apostilló Pepe-. ¡Constitución y democracia!

— ¡Por siempre!

— ¡Viva!

— ¡Abajo los tiranos!

Esa misma noche, Patricio de la Escosura,

a la luz de una débil bujía, comenzó a

redactar los estatutos de la naciente

organización. Se encontraba solo en medio del

profundo silencio de su habitación, colmada la

imaginación por sueños de gallardía, audacia y

heroicidad. El temor a que su severo padre le

descubriera le hacía escribir casi de figuradas,

de tan tenue que resultaba la iluminación de

la cámara. El cálamo se deslizaba presuroso y

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

febril sobre las cuartillas, guiado por una mano

entusiasta y ebria de aventuras. Por el telón

de la mente del joven Patricio desfilaron

imágenes de intrigas y sabotaje: Mientras

escribía se imaginó participando en un complot

para asesinar al rey Fernando, en el que

disfrazados de guardias reales, “Los

numantinos” se infiltrarían en el gabinete del

monarca con objeto de pasarle a cuchillo u

obligarle a tomar un bebedizo de efectos

fulminantes. Estatutos y códigos –con

severísimos castigos en caso de traición-

surcaban las páginas emborronadas por el

inspiradísimo estudiante de leyes, cuya cabeza

iba a la vez produciendo nuevas

maquinaciones con las que derribar a los

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

sátrapas del mundo, viendo así refulgir en todo

el orbe el bello rostro de la libertad.

El alba, finalmente, le sorprendió

dormido de agotamiento sobre las notas de su

pequeño escritorio. Apagó la bujía, penetró en

su cama y dejó descansar por un breve rato su

alterada conciencia: Bajo la almohada, a buen

recaudo, aquellas hojas producto de la noche

de trabajo atestiguaban que el objetivo había

sido cumplido.

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CAPÍTULO XII:

Las Temibles Represalias

Y llegaron, al fin, los fatídicos días. Entre

el 19 y el 20 de Mayo de 1823, ante la

inminente llegada del ejército comandado por

el Duque de Angulema, los absolutistas

comenzaron a ejercer una cruenta represión

contra las personas e intereses de los

liberales. Hordas formadas en su mayoría por

integrantes del pueblo llano y capitaneadas

por furibundos curas ultramontanos desataron

una cruenta persecución sobre todo aquel

sospechoso de haber colaborado con las

fuerzas constitucionalistas. El simple hecho de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

simpatizar con las ideas del régimen

recientemente derrocado equivalía a estar en

la nómina de los objetivos. Las casas de

significados liberales fueron marcadas con

cruces y apedreadas –cuando no directamente

saqueadas- por la plebe incontrolada. Legiones

de borrachos manipulados por las sacristías se

ensañaban contra todo aquél que consideraran

no afecto a la idea del Rey Neto. Los frailes,

muchos de ellos componentes de la sociedad

secreta absolutista denominada “Los

Apostólicos”, eran llevados en andas por una

turba enfebrecida, cual si de auténticos santos

se trataran. Algunos infelices fueron

brutalmente maltratados por el mero hecho de

gastar bigote –signo “inequívoco”, para

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aquellas mentes “privilegiadas”, de profesar el

credo masónico-.

Por fin, el 23 de Mayo se verificó la

entrada de las tropas de Luis Antonio de

Borbón –Duque de Angulema y sobrino del rey

francés Luis XVIII- en la Villa y Corte.

Paradójicamente, y por influencia de éste,

hombre honrado, cortés y de buena fe, el

ejército galo frenó muchos de los desmanes

que los incontrolados intentaban perpetrar. El

Duque era un personaje afable y cortés,

caballero riguroso en el cumplimiento de lo

que él creía su deber, y abominaba de los

excesos que pudieran cometerse contra los

vencidos.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Pocos días después de esta fecha,

Ventura de la Vega se dirigía a cumplir unos

recados encomendados por su anciana tía

cuando, atravesando la Puerta del Sol, se vio

acometido por una panda de desarrapados

capitaneados por un fraile de hábitos

churretosos. Tres personajes que formaban en

aquel detestable grupo, ebrios y de mirar

torcido, cortaron el paso al joven Veguita.

— ¡Eh, tú, pimpollo! –le espetó, con su

fétido aliento, uno de ellos-. ¿A dónde vas con

tanta prisa?

— ¡Miradle! -exclamó otro- ¡Vaya greñas

que se gasta el lechuguino! Éste no es

personaje piadoso. Sus pelos le delatan.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Y lleva chaleco verde, señal de

que ha estado en tratos con los perros

masones del Gran Oriente! –apostilló el

tercero, bizco, con barba de cinco días y un

cabello sucio y grasiento-.

— Déjenme en paz, caballeros –articuló,

como pudo, venciendo el miedo, Veguita-.

— ¡Qué te dejemos en paz!… Eso no va

poder ser –terció el fraile, que vertió una

mirada torva y odiosa sobre el muchacho-.

Para andar por las calles del Madrid de nuestro

rey, Fernando el VII, el Absoluto, deberás lucir

un nuevo corte de pelo. ¡A ver, Matías, saca la

filosa! –añadió, dirigiéndose al bizco-.

En un abrir y cerrar de ojos, el Matías

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sacó de entre su faja una navaja de

asombrosas proporciones. Al abrirla, una hoja

sucia y oxidada ofreció su brillo mate al sol de

la mañana. Ventura fue aprisionado por tres o

cuatro elementos de la horda y aunque

forcejeó cuanto pudo, por fin tuvo que

rendirse a la evidencia de que estaba en

manos de aquella gentuza.

— ¡Esquila esos hierbajos que tiene el

lechuguino por pelos, Matías! Que no se diga

que no le hicimos un cristiano y piadoso

trabajo… -añadió, con sorna, el fraile-.

El Matías procedió a tironear del cabello

de Ventura, labor que, con la faca desdentada,

supuso un horrible sufrimiento para el

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muchacho.

— ¡Primorosa faena, mi buen barbero! –

comentó el fraile, una vez hubo concluido la

operación-.

— Y ahora… ¡Démosle un recordatorio

para que no olvide a quien debe respetar! –

apremió uno del grupo, deseoso de ver correr

la sangre- ¡A palos con él, hermanos!

¡Convirtamos al impío!

De improviso, unas cuantas varas

aparecieron de entre los pliegues de los

ropajes harapientos. La paliza se presentaba

inminente.

— ¡Toma el primero, por el Rey Nuestro

Señor! -gritó el Matías, descargando un fuerte

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golpe que impactó en el hombro de Ventura,

derribándolo al suelo en el instante-.

— ¡Trae, Matías, déjame a mí, que le voy

a dar ahora mismo una buena bendición! –

exclamó el fraile, ahíto de maldad-.

En el preciso instante en que fue a soltar

el mamporro sobre las espaldas del zagal

tendido en el suelo, una detonación sonó

diáfana a las espaldas de la jauría. La paliza

frenó en el acto y los maltratadores dirigieron

su mirada hacia el foco del sonido. Tras ellos,

un oficial francés, acompañado de cuatro

soldados de azulado uniforme, blandía una

pistola que aún humeaba al aire.

— ¡Quietos, salvajes! –exclamó en un mal

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castellano- ¡Apartad vuestras zarpas del chico

u os las veréis con el que os habla!

— ¡Eso habrá que verlo, caballero! –dijo

el fraile-. Este caballerete es nuestro

prisionero.

— ¿Prisionero vuestro, este niño

indefenso? Largaos con viento fresco,

alimañas, si no queréis hacer la función de un

colador.

Los atacantes, al comprobar que los

soldados cargaban sus armas y se aprestaban a

dirigirlas hacia ellos, intentaron contemporizar

–por la cuenta que les traía, claro-.

— Está bien, oficial. No se apure –dijo el

fraile-. Le dejaremos en custodia a esta pieza

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que, por las vestimentas y peinados, no debe

ser otra cosa que un horrible masón de los que

tanto daño han hecho al Rey, Nuestro Señor.

— Pues eso, ciudadanos, retírense, que

nosotros nos hacemos cargo de este ánima en

pena –zanjó el oficial-.

La horda se retiró de terrible mala gana y

tuvo que empezar a buscar otra víctima

propiciatoria en lugar más adecuado a sus

abyectos intereses.

— ¿Cuál es el nefando crimen, mi joven

caballero, que ha merecido tal castigo? –

preguntó el oficial, mientras ayudaba a

levantarse al maltrecho Ventura-.

— Parece ser que el de llevar mis cabellos

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a una longitud inaceptablemente larga –atinó a

responder Veguita-. Muchísimas gracias, señor.

Si no llega a ser por su intervención, a buen

seguro que esos cavernarios me hubiesen

escabechado.

— No tiene ninguna importancia. ¿Me

estás diciendo que te querían propinar una

tunda tan sólo por la forma de tus cabellos?

— Y por el chaleco verde que me acaban

de arrasar como bestias salvajes. Según ellos,

su color es signo inequívoco de que pertenezco

a una logia masónica.

— ¡Qué país, voto a bríos! ¡Qué el

demonio me arrastre con él a los infiernos si

logro comprender lo que se cuece en las

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mentes de esos sinvergüenzas!

— Son una pandilla de ignorantes

fanáticos, señor, si me permite usted la

observación –comentó Ventura, algo más

repuesto ya-.

— Bien dices, hijo. Ignorantes y fanáticos,

que para ver hoy en día a un español en sus

cabales menester es tropezarse con ciento de

caletre descompuesto. Sinceramente, amigo –y

aquí el oficial bajó el tono de su voz-, a veces

me repugna este trabajo. Tener que ayudar a

esta chusma a encumbrarse en el poder… Mira;

No es la primera vez que yo piso Madrid.

Estuve antes en el año ocho, a las órdenes del

Emperador, genio y figura de la estrategia.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Entonces pude comprobar, mal que me pese,

la extraordinaria bravura de este pueblo, al

que subestimamos por su falta de

organización. Los españoles lucharon como uno

solo en cuanto vieron su patria en peligro, y a

fe mía que conseguisteis entonces una gran

victoria. Vuelvo ahora, por segunda ocasión –

esta vez triunfante- a esta Villa, pero los

objetivos que nos mueven me parecen aún más

censurables. Todos sabemos quién es ese tal

Fernando “El Deseado”, que serpiente

rastrera, que manipulador de voluntades, qué

engreído personajillo vamos a entronizar como

monarca absoluto. Y esos coros de vítores a

nuestro paso, según avanzábamos hacia

Madrid… Muchos de esas voces nos plantearon

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digna y noble resistencia y ahora… ahora nos

abren sus brazos como si fuésemos sus

salvadores.

— No se preocupe, mi oficial, que como

usted dijo antes, todavía quedamos algunos

españoles con entendederas y –lo que es más

importante- de buen fondo. Cuando todo esto

haya pasado y las aguas regresen a su cauce,

vuelva usted por estos lares sin pistola ni

uniforme, sólo como hombre que tendrá en mí

a un fiel amigo. ¿Puedo seguir mi camino?

Debo de hacer algunos recados a mi anciana

tía…

— Sí, claro. Por supuesto.

Cuando Veguita comenzó a marchar con

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paso cansino y algo renqueante, la voz del

francés resonó a sus espaldas:

— ¡Un momento!

Ventura volvió su cabeza.

— ¡Regresa aquí!

El joven obedeció sin rechistar.

— ¡Soldado! –exclamó dirigiéndose a uno

de los tres que le acompañaban-. Extienda un

salvoconducto a este joven, que yo me

encargaré de firmarlo –y a Ventura-: Llevarás

contigo este papel. Podría serte útil si te ves

en dificultades con otro grupo de

delincuentes.

El oficial estampó su firma en el

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

documento y se lo hizo llegar a Veguita:

— ¡Adiós, mon amì! Y piensa que todos los

franceses no llevamos rabo y cuernos…

— ¡Así lo haré, oficial! ¡Descuide y suerte

en España! Ventura enderezó su camino

pensando en las mudanzas de la suerte. “He

pasado de estar a punto de ser linchado a

obtener un salvoconducto que nos puede venir

de perilla para la Sociedad. ¡Ay, si no me

doliera tanto la maldita cabeza! ¡De menuda

me he librado!”.

Ciertamente, la suerte que en otros

momentos de su vida le iba a resultar esquiva,

acompañó muy atinadamente al joven Veguita

en aquella peliaguda ocasión.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

CAPÍTULO XIII:

Las Reuniones Numantinas

Aquellas fatídicas fechas el salir a las

calles entrañaba especial riesgo. Las cuadrillas

de “manolos” (integrantes del pueblo llano)

andaban a la caza de cualquier “negro” –

apelativo que se aplicaba a los liberales- con

el que se toparan, enarbolando como grito de

guerra el muy edificante y altamente

instructivo de “vivan las caenas”. Había

comenzado el periodo de las depuraciones y

las purificaciones, eufemismos que en el fondo

significaban expulsiones en la Universidad para

los estudiantes y despidos injustificados para

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

los trabajadores y funcionarios sospechosos de

haber simpatizado con los gobiernos del

Trienio Liberal. Por otra parte, la palabra

“ejecución” comenzaba ya a tomar tétrico

protagonismo: El verdugo de la Plaza de la

Cebada trabajaba a destajo. Muchas familias

vieron expropiados sus bienes por ser afines a

los liberales y otras tantas vieron clausurados

sus negocios, forma segura de dar con sus

componentes en la más absoluta ruina.

En éstas se vieron Los Numantinos y es

por ello que tuvieron que aguardar algunas

semanas para hacer su ansiado debut, justo el

tiempo imprescindible para que las nuevas

autoridades –apremiadas por el ejército

invasor, abrumado y avergonzado a partes

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

iguales por el dantesco espectáculo de las

calles- lograran atemperar un tanto los ánimos

de agitadores y camorristas. Aun así debían de

andarse con suma cautela, ya que los

miembros de la masonería absolutista,

integrados en sociedades de nombres tan

reveladores como “Los Apostólicos” o el

tristemente famoso “Ángel Exterminador”,

patrullaban los barrios en busca de víctimas

sobre las que cernirse: Para estos retrógrados,

los muchachos podrían resultar un bocado más

que apetecible. Resultaba, pues, evidente que

Los Numantinos no querían acabar en las

zarpas de esas hermandades de asesinos cuya

única misión consistía en mandar “herejes” al

cielo por la vía rápida.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Cuando amainó relativamente la

tormenta, los jóvenes de la presidencia

decidieron convocar a reunión en una cueva

situada en la parte inculta del Buen Retiro,

muy cerca del Real Observatorio, en la zona

del alto de San Blas.

Camuflados en pequeños hatillos y con el

máximo sigilo posible, los muchachos

trasladaron al refugio una serie de materiales

con los que decorar la sede de sus encuentros

clandestinos. Una vez allí y comprobado que

no faltaba nadie, se dispusieron a vestir la

cueva con lúgubres y espantosas galas, acordes

con la idea que los zagales tenían acerca de lo

que debía de ser una sociedad masónica.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Con la ilusión desbordada como acicate,

los miembros de la secta se afanaron en

disponer cada pieza del decorado en su lugar

conveniente, enfebrecidos por el placer que

les proporcionaba esta actividad. En cuestión

de un rato, instalaron una pequeña mesa que

habían trasladado con las patas desmontadas

encima de un monticulillo de tierra, que

actuaba a modo de tarima: Ése sería el rincón

consagrado a la presidencia. Para el resto la

concurrencia, no hubo mejor solución que

instalar algunos pequeños taburetes, y eso

para los asistentes más afortunados: El resto

tendría que conformarse con aposentar sus

posaderas sobre el térreo suelo. Se cubrieron

mesas y taburetes con tela de bayeta negra.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Con ese mismo material se confeccionó una

cortina para tapar la entrada de la cueva.

Una serie de faroles de papel rojo, de

manufactura casera, alumbrados por lámparas

de espíritu de vino ayudaban a luchar contra la

triste penumbra de aquel agujero. Dichos

faroles fueron troquelados con lóbregas

figuras, transparentándose así a la luz difusa

huesos, calaveras y otras fantasías que los

muchachos se habían dedicado a modelar

sobre el papel. El decorado empezaba de esa

forma a cumplir la oscura misión terrorífica

que los iniciados creían imprescindible para

sus ocultas reuniones.

Encima de la mesa, la presidencia colocó

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

todos los útiles necesarios para escribir –

cálamos y papel en abundancia-, amén de un

par de espadas y sendas pistolas, cruzadas de

un modo simbólico. Estas armas procedían de

alguna de las casas de los miembros, tomadas

temporalmente bajo “préstamo” para aquellas

especiales circunstancias.

Una vez culminado el rito escenográfico,

los “hermanos” comenzaron a enfundarse en

ropones negros o capas del mismo color.

Cubrieron su rostro con máscaras de carnaval

veneciano y sacaron de donde las tuvieran

escondidas pequeñas armas blancas, tales

como navajas o ínfimos cuchillos: De tal guisa,

se encontraban ya preparados para la solemne

apertura de la sesión.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Estimados hermanos! ¡Afectos

camaradas! –prorrumpió Pepe Espronceda,

situado junto a Patricio en la mesa de

presidencia-: Vamos a dar comienzo a nuestra

“tenida”. En primer lugar, y antes de que

Patricio pase a dar lectura a los estatutos de

nuestra organización, es mi deber daros una

pésima noticia: Miguel Ortiz Amor, consejero

de esta vuestra presidencia, nos ha dejado de

manera forzosa: Su padre, a tenor de la

persecución que sufría por parte de las filas

realistas y en vista de su deficiente

rendimiento académico, ha decidido enviarle a

estudiar a la Universidad Pontificia de Oñate.

— ¿Cómo?

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡No hay derecho!

— ¡Qué se escape! Tiene derecho a

decidir su futuro… -dijo Veguita-.

— Bueno, bueno… Ante este hecho hemos

de reconocer que poca cosa podemos hacer –

continuó Pepe-. Sin embargo, el camarada

Miguel ha asegurado a Patricio que en su nuevo

destino hará todo cuanto esté en sus manos

para propagar nuestra sociedad entre sus

futuros condiscípulos. En ello ha empeñado su

palabra, y a fe mía que cumplirá con lo

prometido como leal y noble compañero que

es.

— ¡Viva Miguel Ortiz! –exclamó Felipe

Pardo-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Por siempre nuestro camarada! –

añadió un zagal llamado Indalecio, a la sazón

mancebo de una botica sita en la calle de

Hortaleza-.

— De acuerdo –tomó la palabra el

honorable presidente, Patricio de la Escosura-.

Atengámonos a los hechos y dejemos de

lamentar lo que difícilmente ha de ser

cambiado. Ahora paso a leer los solemnes

estatutos de nuestra hermandad, que deberán

ser refrendados por los miembros aquí

presentes y que no podrán ser desvelados sin

el consentimiento de la organización, bajo

pena de las más terribles represalias.

Dicho esto, tomó con mimo en sus manos

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

los pliegos de papel en los que había invertido

una noche en blanco y todo su caudal de

sueños y esperanzas. Según avanzaba en la

lectura, los compañeros iban asintiendo a su

contenido o coreando las frases más audaces e

ingeniosas. Cuando Patricio dejó caer la frase

final “¡Muera la tiranía, arriba por siempre la

libertad!” el reducido grupo de muchachos

prorrumpió en un emocionadísimo aplauso.

— Un aspecto fundamental se deriva de

nuestros estatutos, a saber: Hemos definido al

enemigo, ese tal Fernando de Borbón que,

apoyándose en un ejército extranjero, va a

derribar la Constitución del pueblo. Pues bien,

yo digo –continuó Patricio- que desde este

mismo instante pasemos a no mencionar su

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

nombre ignominioso nunca más.

— ¿Y cómo llamaremos a la “alhaja”?

— ¿“Narices”, como le llama mi padre? –

comentó Felipe Pardo-.

— No, no… eso ya está inventado –dijo

Patricio-. Veréis; En un viejo libro de la

biblioteca de mi padre, Don Jerónimo,

comprobé cierta noche de invernal

aburrimiento que hay en lo más profundo del

África determinadas tribus ancestrales de

costumbres peculiares. Para esas tribus, el

demonio es “aquel cuyo nombre no debe ser

pronunciado”, so pena (según sus creencias)

de caer en sortilegio, calamidad o desdicha. El

mero hecho de articular su nombre supone el

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riesgo de enfrentarse a la maldición.

— ¿Y a cuento de qué toda esa murga,

presidente? –preguntó Veguita, balanceándose

hacia atrás y hacia delante en su taburete.

— Propongo que, al igual que esas tribus

hacen con el diablo, nosotros conozcamos al

“Deseado” con el apelativo, muchísimo más

merecido, del “Innombrable”.

— ¡Superior!

— ¡Ole tu sangre, presidente! La

algarabía aumentaba por momentos y el

escándalo podría levantar sospechas en los

alrededores. Los abrazos, gritos, aullidos y el

patear de los juveniles pies en el suelo

provocaron que Pepe llamase al orden a sus

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camaradas.

— ¡Venga, basta! ¡Ya es suficiente!

¡Centraos, corcho, que parecéis críos de leche!

Unos segundos después, y restablecida

cierta paz, Pepe pudo intervenir:

— Me vais a permitir que os recuerde,

porque así lo considero necesario, cuál es el

objetivo insustituible, razón de ser de esta

congregación secreta en buena hora fundada –

hizo una pausa de silencio que aprovechó para

tomar en su mano una de las espadas de la

mesa de presidencia-: Nuestra misión no es

otra que la de derrocar al sátrapa que nos va a

ser impuesto para instaurar una república al

modo griego, república donde la democracia

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

sea el modo de elegir a los gobiernos –nueva

pausa, que aprovechó Pepe para elevar la

espada y redoblar el volumen de su voz-. El

pueblo será el encargado de detentar la

soberanía patria. ¡Eso sí, un pueblo educado e

instruido, no los gañanes absolutistas éstos

que, por pura ignorancia, se arrastran y

babean ante Su Corrupta Majestad, el Rey,

Señor digno de tal morralla!

El frenesí estalló, ya casi incontenible, en

las filas de Los Numantinos. La cueva era una

explosión de emociones contenidas, reprimidas

a lo largo de días de angustia y persecución,

de atropellos y abusos indecentes, del más

abyecto deseo de venganza aplicado a las

calles, las gentes, los barrios de una Corte y

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Villa que, por arte de magia, había cambiado

mayoritariamente de camisa con la llegada de

Los Cien Mil Hijos de San Luis.

Poco importaban ya el orden y concierto

de las votaciones, la aprobación de los

estatutos y las propuestas de los hermanos: La

“tenida” original de Los Numantinos había sido

un éxito, aunque sólo fuera por la inyección de

moral que supuso para todos los componentes

de tan variopinto grupo.

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CAPÍTULO XIV:

La Ejecución de Riego

El 7 de Noviembre de 1823 fue la fecha

escogida por las nuevas autoridades para

cometer un auténtico asesinato jurídico –esto

es, camuflado bajo el manto de la legalidad-

en la persona de Rafael del Riego y Flórez

Valdés. El paladín constitucionalista, el héroe

de Cabezas de San Juan, tendría que afrontar

el cadalso bajo las acusaciones de alta traición

y lesa majestad, al haber votado en las Cortes

la deposición temporal de Fernando VII,

cuando éste se negó a abandonar Madrid en el

momento en el que el gobierno tuvo que ser

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

evacuado de la Villa y Corte debido a la

presión ejercida por las tropas francesas.

El día antes, la Gaceta de Madrid había

publicado una carta en demanda de perdón

por parte de Fernando VII, supuestamente

firmada por el reo. El tono sumiso y humillado

de esas líneas hace suponer que o bien fue

coaccionado o bien le fue prometido un tardío

indulto… o bien nunca llegó a escribir tal nota

suplicatoria.

El caso y razón es que la bochornosa e

impúdica ceremonia estaba a punto de tener

lugar. Entre la multitud expectante, frente al

Colegio de los Estudios de San Isidro –en plena

calle de Toledo-Patricio, Pepe y Ventura

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

observaban el tremebundo espectáculo con los

ojos desorbitados y el corazón encogido por

una amalgama de pena, rabia e indignación.

Rodeando a los muchachos, cientos de

“manolos” y “manolas”, chulos de arrabal,

parecían encantados con la miserable carnaza

que se les ofrecía. Aquellos desarrapados, los

desheredados de la sociedad –la inmensa

mayoría, en definitiva- resultaban repulsivos,

no por su procedencia, sino por la soberbia y

despreocupación con la que aceptaban su

situación. Su abrumadora incultura, su

ignorancia supina les hacía fácilmente

manipulables por el poder: Así sucedió, por

ejemplo, en el Motín de Aranjuez, así volvía a

suceder con la enésima restauración del

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

absolutismo.

— ¡Vivan las caenas!

— ¡Viva por siempre el Rey nuestro Señor

y protector!

— ¡Mueran los perros liberales!

— ¡Los masones a la hoguera! Gritos de

tal calibre intelectual recorrían las filas y filas

de seres humanos sedientos de sacrificios a su

crueldad. También podían contarse, en el

numen de los curiosos, cierta cantidad de

representantes de las clases altas, delatados

por sus maneras e indumentarias. Y clero.

Mucho clero… Frailes y curas, luciendo

dispares galas, encantados de que, una vez

más, se fuera a impartir real justicia.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Sinvergüenzas! ¡Malditos canallas! –

musitó Pepe, cuando el asco venció al temor-.

— ¡Van a asesinar a un preclaro hijo de la

patria! No me puedo creer que nadie mueva un

dedo por este hombre… -susurró Patricio,

apretando los puños hasta hacerse sangrar las

palmas de sus manos-.

Los gritos y el bullicio se extendían por

doquier, en lo que parecía conformar un acto

festivo más que una acción repelente y

deleznable perpetrada contra una persona que

lo había dado todo en pos de sus ideales:

Porque aquellos que tuvieron la fortuna de

tratar con Riego sabían que era individuo

simpático, firme e íntegro en sus convicciones,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

pacífico y bonachón en el trato y de un

incurable idealismo que, a la postre, le iba a

costar la vida. El personaje histórico, el

hombre de profunda mirada azul y rostro

agradable, el defensor de causas que, a tenor

de la tesitura nacional de la época, estaban

condenadas al ostracismo, iba a ser el objeto

de una clamorosa injusticia: Estaba a punto de

perecer víctima de la inquina personal del

rencoroso capricho fernandino.

En un momento dado, un silencio casi

unánime se cernió sobre la muchedumbre: La

Guardia Real contenía a los congregados,

impeliéndolos a apartarse de la vía; La

macabra comitiva estaba llegando. Avanzando

desde el margen derecho de la calle de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Toledo, un burro famélico y reventado se

arrastraba cansino por medio de la vía. Tiraba,

como buenamente podía, de un serón de

esparto desportillado y sucio, dentro del cual

se encontraba algo que remedaba a una figura

humana. El triste espectro que viajaba en su

interior portaba negra hopa y el birrete

especial con que solía tocarse a los reos de

muerte. Su faz pálida, su postura exánime

indicaban que el individuo estaba ya a las

puertas del otro mundo. Incapaz de sostenerse

por sí mismo, era socorrido por un par de

hermanos de la Paz y Caridad, que hacían de

esa piadosa manera honor al nombre de su

congregación. Delante y detrás del pollino y su

carga, una legión de frailes exhortaba al reo

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para conseguir su postrer arrepentimiento:

— ¡Hermano pecador! ¡La hora de

reunirte con el creador está cercana!

¡Abomina de tus terribles crímenes, no sea que

pagues también con tu alma! –requería al reo

uno de los religiosos-.

— ¡Da glorias al Señor! ¡Implora su

infinita misericordia en este trance tan

amargo! –le azuzaba otro, carente del más

mínimo tacto-.

Riego parecía hacer caso omiso de las

recomendaciones, la mirada perdida en un

lejano horizonte. Sus ojos, velados por un

profundo abatimiento, parecían haber

abandonado toda esperanza.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Un tambor ronco y brutal rompía la

quietud de la concurrencia, marcando el paso

de la lúgubre comitiva. Las campanas de las

iglesias cercanas, acompañando al duelo,

tañían con acentos lastimosos.

— ¡Le van a matar, los muy cobardes! –

susurraba, ciego de indignación, Veguita-.

Los muchachos siguieron el terrible

desfile a lo largo de la calle de Toledo hasta

que al fin desembocó en la nefasta Plaza de la

Cebada. El cadalso estaba dispuesto en el

centro de la misma; El verdugo, impertérrito,

aguardaba formal y paciente. Los hermanos de

la Paz y la Caridad ayudaron a Riego a apearse

–no sin grandes dificultades- y lo entregaron a

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un par de guardias que, arrastrándolo, le

guiaron hacia el fatídico patíbulo.

— ¡Gloria a Fernando el Séptimo, ungido

por Dios como nuestro padre salvador! –se

chilló desde el público-.

— ¡Viva Cristo Rey! ¡Abajo la impiedad

masónica! –grito que resonó en medio de la

quietud-.

El condenado fue conminado a pronunciar

unas últimas palabras, a lo cual no dio

respuesta. El semblante estupefacto y

aterrorizado de Rafael del Riego resumía el

desconcierto que le provocaba el que Madrid,

la ciudad que poco tiempo atrás le rindiera

pleitesía, fuera a verle morir de un modo tan

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ruin, despojándole de todo honor militar.

El verdugo ajustó la soga al cuello del reo

y, en unos segundos que parecieron alargarse

hasta la eternidad, se preparó para accionar la

palanca. Después vino un ruido sordo, un fugaz

balanceo y un hombre menos sobre la faz de la

Tierra.

La muchedumbre, satisfecha en sus

deseos de espectáculo, empezó a disgregarse y

el trío de Numantinos, con los ojos arrasados

en lágrimas, fue retornando a sus hogares con

paso cansino y abatido.

— ¡Vengaremos esta injusticia, ya lo

veréis! –exclamó Pepe, con un hilo de voz y un

nudo en la garganta-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡No te quepa duda, Pepe! Esto no va a

quedar así… -reflexionaba Veguita, sorbiendo

la mocarrera que impunemente le descendía-.

— Cabeza y un buen plan de acción… Hay

que reunir a la Sociedad –intervino Patricio-.

El camino de vuelta al hogar se les hizo

interminable, pues un manto fúnebre cubría

sus hombros. Tres escolares adolescentes se

habían convertido, por un brutal golpe del

destino, en adultos concienciados, conscientes

de la verdadera realidad del mundo en el que

les había tocado en suerte vivir.

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CAPÍTULO XV:

Un Cambio de Sede

Pocas jornadas después del legal

homicidio de Riego, quiso la fortuna que los

Numantinos encontraran un nuevo lugar donde

reunirse, un emplazamiento más amplio e

higiénico que la cueva de los altos del Retiro,

acorde con las altas miras de tan noble

conciliábulo.

Resultó que Indalecio, a la sazón

miembro de la logia muchachil, laboraba de

mancebo en una botica de la calle de

Hortaleza. El dueño del negocio, moderno

alquimista, profesaba ideas liberales y a

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sugerencia del joven numantino les había

cedido, no sin mucho meditarlo debido a la

represión circundante, el sótano de su

farmacia con fines al progreso de las “tenidas”

oficiales de la novísima sociedad.

Ante la afortunada perspectiva, los

muchachos no vieron el momento en el que

trasladar cachivaches y artilugios a la sede de

estreno. Pusieron manos a la obra y en ésas

estaban Pepe, Patricio y Veguita, que

marchaban juntos portando algunos

materiales, cuando, poco antes de arribar a la

dirección por Indalecio indicada, toparon por

azar con un trío de prostitutas que, cansadas y

ojerosas, hacían la calle con la más absoluta

de las desganas.

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— ¡Eh, compadres! –exclamó Pepe-.

¡Mirad lo que nos sale al encuentro!

— ¿De qué diantres hablas, Pepe? –

preguntó Patricio.

— De esa trilogía de la carne, zopenco –

respondió, señalando a las mujeres públicas-.

Me parece que es tiempo de embromar,

caballeros.

— Hombre, Pepe, déjalas en paz, que no

tienen pinta de estar en su mejor día –

aconsejó Veguita-

— Pues por eso mismo, compañero, por

eso mismo. Vamos a ver si conseguimos

arrancarles alguna sonrisilla –añadió

Espronceda, totalmente convencido de que

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había que actuar-.

Pepe se adelantó unos pasos a la pareja

que le acompañaba y soltó, ni corto ni

perezoso, la siguiente exclamación a las

buenas señoras:

— ¡Salve, oh sacerdotisas del placer!

Animado por la primera andanada, Patricio

disparó la suya:

— ¡Saludos, afroditas callejeras! Y

Veguita añadió, por aquello de no quedarse

atrás:

— ¡Mis humildes reverencias, eternas

hetairas accesibles! –doblando el espinazo

varias veces mientras esto decía-.

— ¡Afuera con esa jerga, pollos! –replicó

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una de las aludidas-.

— ¡Ahuecando el ala, pajaritos, que no

está el horno para bollos! –soltó otra, con

gesto de hastío-.

— ¡Ah, señoras! –exclamó Pepe- Pues si no

está aquí precisamente el horno para bollos,

¿dónde bemoles lo va a estar?

— Déjalos, Matilde. ¿No ves que están

locos? -aconsejó una tercera- Tién la cabeza

“revoleá”… -la prostituta paró en seco su

parlamento y la conexión neuronal se hizo por

fin en su cerebro- Pero calla… ¡Claro… el

horno para bollos! ¿Serán sinvergüenzas?

¡Pillastres incurables! -prorrumpió la mujer,

cayendo en la cuenta de la obscena metáfora

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con la que Pepe se había descolgado-

— ¡“Jodíos” zagalejos! ¡Anda por ahí, si

no queréis que informemos a la autoridad! –

exclamó la Matilde con una sonrisa-.

Tras este simpático incidente, el trío

arribó finalmente a la puerta de entrada de la

botica. Miraron a un lado y otro de la calle.

Una vez comprobaron que no había nadie que

en ellos reparara su atención, tocaron a la

puerta. Ésta cedió casi de inmediato con un

leve crujido: Frente a ellos, el compañero

Indalecio.

— ¡Pasad, pasad! –les dijo-. Ya estamos

todos aquí. Os estábamos aguardando.

Dentro de la botica distinguieron las

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caras de sus camaradas y repararon en una

desconocida:

— Tengo el honor de presentaros a Don

Eladio, boticario… e incurable liberal –añadió

Indalecio-.

— ¡Buenas tardes, señor! –saludó Patricio-

No sé cómo agradecerle que nos ceda parte de

su local para nuestros propósitos.

— ¡A las buenas de dios, muchacho! –

respondió el boticario-. No me lo agradezcas,

jovenzuelo, que ya veremos en qué termina

esto. ¡Ah! Si no fuera porque soy un negro

impenitente… Yo también conspiré de

estudiante, ¿sabéis?

El hombre que así hablaba les había

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recibido con un mandil tiznado en polvos y un

teloncillo de cabellos estratégicamente

distribuido para disimular las calvas de su

hiperbólica cabeza. A pesar de estar a

principios del mes de diciembre, unas gotillas

de sudor perlaban su relleno rostro.

— Bueno, bueno… Así es que vosotros sois

los temibles Numantinos, ¿eh? –prosiguió el

boticario-. Pues ya podéis andaros con mil

ojos, que la cosa no está para chanzas. Si os

descubren –dijo, deslizando su mirada por el

grupo de muchachos-, no dudéis por un

instante que alegaré ignorancia; Afirmaré que

todo el montaje se desarrolló a espaldas mías.

De todas formas… ¡Ánimo y suerte, hijos míos!

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— ¿Algún consejito más, Don Eladio? –

preguntó Indalecio-.

— Pues… Sobre todo medid vuestros

pasos, emplead sigilo y discreción en

cantidades abundantes. ¡Cualquier precaución,

en este “negocio”, es poca, que os lo digo yo!

El boticario se dirigió a la puerta, agarró

el postigo y, antes de abrir, volvió de nuevo su

rostro a la concurrencia, para fijarlo en el

mancebo:

— Y recuerda, Indalecio: Tú y sólo tú eres

el más frágil eslabón de esta cadena. Si se

descubre el pastel… ¡Vas a correr con la mayor

parte de los gastos! En fin, sea lo que dios

quiera… -añadió, para salir definitivamente y

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cerrar la puerta tras de sí-.

— Te tiene aprecio el viejo, ¿eh,

Indalecio? –preguntó Pepe, irónico-.

— ¡Y qué lo digas, chico! –replicó el

mancebo-. Bien; Vamos al tema. Regla número

uno: A partir de hoy nunca, insisto, nunca

volveremos a pasar por la puerta de la botica.

Accederemos al sótano por la entrada que

tiene en el portal de la casa. Levantaremos

menos sospechas…

— De acuerdo, Indalecio. Nada de entrar

por botica, nos queda claro –afirmó Patricio-.

— Bueno; Pues ahora seguidme. Os

mostraré el lugar donde se van a celebrar

nuestras “tenidas”. De entrada -dijo mientras

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bajaban por las escalerillas-, os prevengo que

vamos a tener que echarle un rato al

acondicionamiento del garito.

Por fin llegaron al sótano. El panorama

que se ofrecía ante sus ojos no resultaba muy

halagüeño que digamos, pero a los

Numantinos, a tenor del recuerdo del lugar

donde procedían, les pareció el súmmum de la

excelencia.

El habitáculo, recinto abovedado, estaba

pobremente iluminado por tres tragaluces que

daban al exterior. Ninguna ventana más

aportaba visibilidad. El polvo pugnaba en

protagonismo con las telarañas; En pequeñas

estanterías –también apilados en rincones o

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esparcidos por los suelos-, ejércitos de

materiales de botica se apiñaban

caóticamente: Retortas mugrientas,

alambiques desportillados, tarros de esencias,

líquidos para friegas, ungüentos milagrosos…

Los muchachos se aplicaron a realizar una

limpieza concienzuda y exhaustiva del local,

operación que les llevó algo así como un par

de horas. Una vez terminado el saneamiento,

el sótano pudo ser redecorado: Volvieron a

entrar en danza las calaveras, los negros

telones, las lamparillas de espíritu de vino, las

espadas, las armas de fuego, las capas y

túnicas oscuras, amén de, por supuesto, las

caretas venecianas. Para finalizar, se levantó

una tarima sobre la cual colocar la mesa de

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presidencia, acompañada de las sillas

correspondientes. La muy respetable sesión

podía, finalmente, dar comienzo.

Tomó la palabra Patricio, a la sazón digno

presidente de la sociedad:

— Estimados compañeros: La muy

luctuosa “tenida” de hoy presentará –creo que

en esto estaremos todos de acuerdo- un único

punto en el orden del día: La venganza del vil

holocausto ofrecido a la canalla realista en la

persona del Capitán General y Mariscal en jefe

del Tercer Cuerpo de Ejército, Don Rafael de

Riego y Flórez Valdés.

— ¡Eso, eso! –exclamación anónima y

sentida-

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— ¡Asesinos!

-¡Sinvergüenzas!

— Meridiano, presidente; Debemos hacer

justicia -afirmó Veguita, asombrado de su

propia resolución-.

— Bien, bien –prosiguió Patricio-. Pasemos

a los datos: El “Innombrable” regresó a Madrid

el 13 de Noviembre del presente, después de

haber sido entregado a los franceses por los

liberales aún entonces resistentes en Cádiz,

haciendo su maldita entrada triunfal por

Atocha; El pueblo le tributó un vergonzante y

adulador recibimiento. Antes de ayer asistió al

Teatro del Príncipe, siendo agasajado con una

ópera de Rossini en su honor. Día sí, día

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también las iglesias de la Villa ofrecen

solemnes misas al “serenísimo Rey, nuestro

Señor, caudillo defensor de la cristiandad y el

legítimo buen orden”.

— Lastimosa verborrea lisonjera la de los

apóstoles del nuevo orden –interrumpió Pepe,

todo él semblante crispado, a la derecha del

presidente-.

— Continúo: Por supuesto, las autoridades

locales ya le tienen proyectados un par de

arcos del triunfo para conmemorar la victoria

de una guerra en la cual el “personaje” no ha

movido ni un solo dedo –denunció Patricio-.

— ¡Ah! Y no te olvides de los desfiles

laudatorios… -comentó Felipe Pardo-.

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— Y los banquetes a la mayor gloria del

sátrapa… -intervino Luis Ugarte-.

— Efectivamente, efectivamente –

continuó Patricio-. Como podéis observar, al

“Innombrable” no le faltan ocasiones para

pasear su desvergüenza por las calles de la

Villa. A nosotros nos corresponde

aprovecharnos de ésa su debilidad ególatra

para darle el escarmiento que se merece.

— ¿Y cuál sería la forma, presidente? –

preguntó Pezuela, intrigadísimo por el tono

que estaba adquiriendo la sesión-.

— Felipe, por favor –indicó Patricio-.

Haznos el honor de subir a la tribuna a darnos

razón de tu interesante hallazgo.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Felipe Pardo abandonó su silla –antes de

que ella, a juzgar por sus trazas, pudiera

abandonarle a él- y se encaminó a la tarima.

Subió, se aclaró la voz y arrancó su perorata:

— Con la venia de presidencia –dijo,

dirigiéndose a Pepe y Patricio-. Queridos

compañeros: Cierto día de hace pocas fechas

sucediome que, caminado despreocupado por

la calle Mayor en dirección al hogar de unos

amigos, reparé por el más absoluto azar en

una casa saqueada. Sus habitantes, a lo que

me he podido informar notorios liberales,

andan huidos por temor a la represión. Según

parece, todos los bienes de alguna valía han

sido robados por la chusma facciosa. La puerta

de entrada está marcada con la “X” de la

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ignominia, signo que utilizan las ratas serviles

para señalar la presencia de

constitucionalistas. Pues bien, cerciorándome

previamente de pasar desapercibido, me

acerqué a la entrada y empujé: La puerta

cedió con relativa facilidad, está mal

atrancada. Me di cuenta de lo sencillo que nos

podría resultar el acceso…

— ¿De qué demonios nos hablas,

compañero? –intervino Indalecio, el

mancebo- ¿Acaso tienes intención de

emanciparte del seno familiar? A tu señor

padre no le va a resultar muy gracioso…

— ¡Haz el favor, zopenco, que no es

tiempo de chascarrillos! –replicó Felipe,

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enfadado-. Pues bien; una vez dentro, sorteé

el desorden de cachivaches como pude y

ascendí al piso de arriba, donde descubrí un

pequeño ventanuco enrejado de interesantes

aplicaciones…

— Pues sigo sin entender –interrumpió, de

nuevo, Indalecio-.

— Si me dejas acabar, podré señalar al

resto de camaradas la utilidad de aquel lugar.

Creo poder afirmar, sin temor a equivocarme,

que el caserón y, más concretamente, el

ventanuco del piso de arriba, nos

proporcionarían una posición de tiro

excelente. ¡Ah! Y para colmo de parabienes,

he descubierto un pequeño boquete en el

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techo de aquella ruina que nos vendría de

perlas para la huida.

— ¡Acabáramos! –exclamó Indalecio-. Tú

planeas un regicidio.

— ¿Es qué se plantea algo diferente en

esta solemne sesión? –replicó Felipe-. Al grano

es al grano, Indalecio.

— ¿Cuándo tendremos ocasión de llevar a

cabo lo que nos propones? –interrogó Pezuela,

henchido de adrenalina-.

— Hay que esperar el momento propicio,

aunque, conociendo la vanidad del

“Innombrable”, me atrevo a pronosticar que

será pronto. Uno de esos desfiles servilones,

con el rey llevado en andas por clero y plebe,

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pasará inevitablemente por la calle Mayor,

camino a la plaza del mismo nombre, con

destino al Palacio de Oriente. Como supongo,

el monarca estará encantado de darle

publicidad al evento, con lo cual nos

concederá algunos días –siquiera horas- de

antelación con las que ultimar nuestro plan.

— ¿Y quién va a ser el héroe que apriete

el gatillo? –preguntó Veguita-. A mí ya sabéis

que me tiembla un poco el pulso…

— Tranquilo, Ventura –replicó Pepe,

sonriendo-. A ti te reservamos otro papel

dentro de la misión. En el momento decisivo

no queremos temblores de ningún tipo.

Risas generalizadas y notable embarazo

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

de Veguita. Espronceda continuó:

— Si nadie se opone a ello, me ofrezco

como voluntario para mandar un canalla hacia

el infierno. Creo que, modestia aparte, soy

gran tirador.

— ¡Evidente, Pepe! Te has pegado como

una lapa a las pistolas desde que echaste los

dientes… -indicó Felipe-.

— ¡Sí, sí! ¡El candidato perfecto! –expresó

Pezuela-

— ¡Pepe, Pepe, que nunca apunta en

vano! ¡Sea nuestra mano vengadora! –exclamó

Luis Ugarte-.

— ¡Viva Don José de Espronceda, el

hombre que los tiene bien cuadrados! –gritó

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Indalecio-.

— Conformes –apuntó Patricio-. En el

preciso momento en el que salte la liebre

echaremos a andar la maquinaria. Habrá que

perfilar las líneas maestras del plan, cosa en la

que abundaremos en la próxima “tenida”.

— Por ahora, prestemos solemnísimo y

fiel juramento de que todos cumpliremos con

nuestro inexcusable deber para con la patria –

dijo Pepe-. Excuso decir que, si detectados,

castigaremos con toda crudeza a delatores,

traidores y otra morralla abominable.

Una vez terminado su parlamento, Pepe

tomó con suavidad una de las espadas

emplazadas sobre la mesa de presidencia y,

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con un rápido movimiento, se tajó la palma de

su mano izquierda. Pasó el arma blanca a

Patricio, el cual realizó la misma operación.

Lenta pero firmemente la espada fue abriendo

las carnes de todos los Numantinos. El dolor

del corte apenas era sentido, de tan excitados

que estaban los muchachos.

Cuando el último de ellos terminó la

ceremonia, pusiéronse todos en pie y formaron

un gran círculo. Extendiendo sus brazos,

entremezclaron sus manos, haciendo piña con

ellas. El rojizo líquido elemento, aliento de

vida, resbaló por las extremidades superiores

de los jóvenes tibio y espeso.

— ¡Jurad, nobles caballeros, compañeros

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en armas por la causa de la libertad! ¡Jurad

que prestaréis audaz servicio a la humillada

Constitución! –gritó Patricio-.

— ¡Juramos!

— ¡Jurad que, a la menor oportunidad,

vengaremos a Riego y acabaremos con el

“Innombrable”!

— ¡Juramos!

— Queda pues sentado el irrompible

juramento. ¡Igualdad!, ¡Fraternidad!,

¡Apoteosis de la Democracia!: ¡Numancia

contra el Tirano! –gritó, al límite de sus

fuerzas, Pepe-.

— ¡Numancia contra el Tirano! –

respondieron a voz prieta y unánime los

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Numantinos.

La euforia estalló entre las filas

juveniles: Abrazos, apretones de manos… y

lágrimas, muchas lágrimas; Lágrimas

provocadas por un incontrolable y sublime

sentimiento de solidaridad. Los miembros de

aquella humilde e idealista sociedad habían

descubierto en ese preciso instante, para su

eterno recuerdo, el maravilloso vínculo que

une a los más nobles y altruistas de los seres

humanos.

De repente, y roto ya el hechizo, el

bueno de Veguita se acercó al presidente, Don

Patricio de la Escosura, que había retomado ya

su puesto en la tarima. Aplicó su boca al oído

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del directivo y susurró en él unas cuantas

palabras:

— Oye, Patricio; A ver si con la emoción

se te va a olvidar lo mío…

— ¡Ah, sí! –replicó Patricio-. No te apures,

que ahora mismo lo anuncio.

— ¡Orden, orden! –pidió el presidente-.

Ocupe cada miembro su lugar, por favor.

Los Numantinos obedecieron las

indicaciones y Patricio pudo continuar:

— Para demostrar que no sólo de política

vive esta augusta sociedad, el compañero

Veguita me ha rogado que anuncie su

actuación.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¿Actuación? ¿Qué actuación? –preguntó

Indalecio-

— Ventura, gran aficionado al teatro y

cómico amateur, nos va a representar un

fragmento de la obra inmortal de Calderón “La

vida es sueño”. Adelante, Veguita, viste los

harapos y transfórmate en Segismundo.

Ventura se atavió con un traje

confeccionado de trapos viejos y ante la

estupefacción del improvisado público

arrancó, mano en el corazón:

— ¡Ay, mísero de mí,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Ay, infelice! …

Alegría y regocijo generales. Los jóvenes

disfrutaban de aquel zascandil, aquel pillo que

dramatizaba esa obra cumbre del Siglo de Oro

dándole una vena cómica, exagerando la

dicción de un modo que, de tan patético,

sonaba irónicamente ridículo. Curiosos,

cuando menos, esos tiempos en los que, a

pesar del miedo, la represión y la injusticia

rampantes, la diversión y la cultura caminaban

juntas de la mano, para mayor gloria de

aquella brillante generación.

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CAPÍTULO XVI:

Clausura de San Mateo. El Mirto Peripatético

Una mañana tormentosa y desapacible,

pocos días antes de Navidad, la totalidad de

los alumnos del Colegio de San Mateo fueron

concentrados en la mayor de las aulas de la

institución. Serios y circunspectos, Don José

Gómez de Hermosilla y Don Alberto Lista

comparecían ante los estudiantes. El emérito

sacerdote tomó la palabra:

— Queridos pupilos: Ayer mismo tuvimos

la visita de un real agente de la Instrucción

Pública. Dicho señor, arrogante y maleducado,

vino a hacernos entrega de una notificación en

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

la que se nos apremiaba al cierre de nuestra

escuela.

-¿Qué? –preguntó, sobrecogido, Pepe-.

— ¡No puede ser, maestro! –intervino

Veguita-.

— ¡Silencio, criaturas! Dejadme

continuar. A pesar de mis súplicas y las del

propio director de estos estudios, Don Juan

Manuel Calleja, nos vimos obligados, bajo

severas amenazas, a firmar el “enterado” al

pie del documento. Tanto uno como otro

intentamos de mil modos y maneras retrasar la

cruel decisión, posponer lo que expresamos

causaría un tremendo daño a la juventud que

aquí os preparáis para el futuro. No hubo

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remedio. Éste es el último día en que esta

bienintencionada escuela abrirá sus puertas al

conocimiento.

— ¡Así miran por el porvenir de la nación,

los muy facciosos! –exclamó Felipe Pardo-.

— Sí. Nos quieren convertir en un país de

acémilas integrales –remachó Pepe, repleto de

indignación-.

— Sin duda alguna. Estos meapilas son los

paladines de la ignorancia supina –comentó

Pezuela-.

— ¡Pezuela! –exclamó Lista- Contén tu

boca, que tienes a un sacerdote delante.

— Excúseme usted, maestro: Presa soy

del enfado –reconoció Pezuela-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

El profesor Hermosilla, seco, repelente y

de hosco mirar, se aprestó a intervenir:

— Ahora es cuando os va a pesar el no

haber aprovechado los estudios que os ofrecía

esta noble institución, gandules. Recordaréis

con dolor las trastadas y el haraganeo que os

han apartado del conocimiento.

Los muchachos agacharon las cabezas

ante tan terrible reconvención.

— No sea usted tan duro, profesor

Hermosilla –terció Lista-. Al fin y al cabo todo

está en la sangre caliente que les proporciona

la edad… Suficiente castigo llevan para andar

ahora echando sal en la herida…

— Digo lo que siento, estimado profesor

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Lista –continuó Hermosilla-. Esta insolente

juventud no atina a reconocer los valores del

esfuerzo y del sacrificio, la aplicación y el

trabajo bien hecho.

— De verdad que nos pesa, señor

Hermosilla, pero el nuevo gobierno no nos va a

dar ocasión de rectificar –comentó Veguita-.

— ¿Lo ve usted, compañero Hermosilla?

Los muchachos no tienen tan mal fondo. En fin

–añadió Lista, dirigiéndose al alumnado-, qué

queréis que os diga: No os voy a negar que

esto se veía venir. Los pedagogos que echamos

a rodar esta escuela llevamos varios años

sometidos a acoso y persecución debido a

nuestras ideas ilustradas. Estábamos en la

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

nómina de sospechosos y sabíamos que, al

cambio de gobierno, seríamos rápidamente

señalados. Ya estamos acostumbrados a la

situación. Lo que hubiésemos deseado evitar y

a la postre no hemos conseguido era que

nuestros “pecados” pudieran perjudicar

vuestra instrucción: No lo hemos logrado. No

nos lo han permitido.

— ¡Viva el maestro Lista! –exclamó Felipe

Pardo-.

— ¡Mal haya los cerriles que no dejan a

tan ilustres personajes ejercer su magisterio! –

voceó Pepe-.

— ¡Basta de política, insensatos! –gritó

Hermosilla-. Don Alberto –por Lista-, me retiro

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

a mis quehaceres. Despida usted como

buenamente pueda a esta panda de

descarriados.

— ¡Vaya con dios, Don José! –replicó

Lista, mientras Hermosilla se retiraba-. Bien.

Ahora que estamos solos os diré que tenéis

abiertas las puertas de mi casa. En ella podréis

encontrar la instrucción que os ha sido negada

aquí. No os oculto que el espacio, como

algunos ya sabréis, es escaso y el mobiliario

austero, pero os prometo poner todo el

modesto caudal de mi sabiduría al servicio de

vuestras mentes.

Los alumnos prorrumpieron en una salva

de aplausos y vítores al insigne docente.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Calmado ya el alboroto gracias a la

intervención aplacadora de Lista, éste señaló:

— Marchen en paz todos los alumnos,

excepto los miembros de la Academia del

Mirto. Llevad la cabeza bien alta, conservad el

espíritu de curiosidad y el ansia por aprender;

Acaso sea ése el mejor bagaje que podáis

acumular a lo largo de vuestras vidas.

Parte del alumnado se retiró de las

dependencias de San Mateo, ya para no volver

jamás. El resto –los componentes del grupo

literario- quedaron a solas con su mentor.

— Esta tarde, aun siendo día triste, estáis

convocados a una sesión peripatética de la

Academia del Mirto. Os espero en mi casa a la

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

hora usual –dijo Lista-.

Los “académicos” se miraron unos a otros

inquietos e indecisos; Todos desconocían el

significado de la palabra “peripatética”, ese

adjetivo tan eufónico que el maestro había

utilizado.

— ¿Pasa algo? –preguntó el sacerdote

dejando escapar una sonrisilla, pues creía

adivinar la causa del azoramiento en los

chavales-

— Sí, maestro –se atrevió a decir Pepe-.

El caso es que… Verá… La cosa es que

ignoramos lo que entiende usted por

“peripatética sesión”.

Lista se echó a reír.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Lo que entiendo yo (y todo el orbe

civilizado) por “peripatética sesión”, querido

Pepe, es áquella la cual se realiza caminando,

de tal modo que el aire libre ayude a estimular

la inspiración de los participantes. Es un

método griego, si me guardas el secreto.

¡Venga, venga, marchen, y estudien más,

caray! –dijo el maestro, mientras observaba

con tristeza salir del aula a los chicos-

Tras una mañana lluviosa y mortecina, se

engendró, como por ensalmo, una tarde

límpida y brillante, de una tibieza inusual para

el comienzo del invierno. La expedición de

“académicos”, encabezada por Don Alberto

Lista, partió a la hora señalada del hogar del

pedagogo. El objetivo era el Buen Retiro,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

concretamente la zona de los altos, desde

donde el grupo obtendría una magnífica

perspectiva de la Villa y Corte. Para ello,

decidieron navegar por el Salón del Prado,

para tomar así de paso el pulso a la buena

sociedad madrileña. El maestro no perdió

oportunidad de empezar a perorar desde el

comienzo del recorrido:

— Practicad el verso sáfico, el espondeo,

la silva y el soneto. ¡Ah! Y, por supuesto, no os

olvidéis del romance, estrofa popular pero en

extremo lucida.

— ¿Y cuáles son, a su juicio, los temas

sobre los que deben versar nuestras

composiciones? –preguntó Patricio, poniéndose

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

a la altura de Lista-

— De eso hay poca duda, mi joven amigo.

Como siempre gusto de decir, “miremos a los

clásicos”: Griegos y romanos eligieron a los

héroes de su historia para componer los más

augustos poemas. En ese aspecto, imitad sin

rubor a los antiguos y elegid así las historias y

hazañas de los que han sido orgullo del patrio

suelo: Pensad en Colón, en el Cid; Reparad en

el valor de Don Pelayo o en la bravura del Gran

Capitán… Y practicad; Sobre todo practicad.

No os importe emborronar pliegos y pliegos de

papel, abundando en los modos, estudiando las

estrofas…. Sólo a través del constante

ejercicio mejoraréis vuestra técnica.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¿Y no nos convertiremos en meros

amanuenses si seguimos las sendas que otros

ya han marcado? –preguntó, audaz, Pepe-.

— ¡No, Pepe, no! –exclamó, sonriendo,

Lista-. El dominio de los metros y estilos sirve

para adquirir seguridad. Una vez firme en su

base, el autor podrá desplegar su talento,

explorar nuevos suelos.

— ¿Algún consejo más, señor? –intervino

Veguita-

— Rehuid del ingenio si no va

acompañado de la razón. Nuestro objetivo

debe ser el entendimiento del lector, no tanto

el oropel o el fuego de artificio. Ya sé que esto

os resultará complicado: Sois jóvenes, queréis

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

impresionar. Reprimíos, estudiad las formas y

leed con avidez: El poeta que lleváis dentro de

seguro os lo agradecerá.

El grupo, a paso más que decente,

descendía ya por San Jerónimo. La Carrera

estallaba en vida, aprovechando sus inquilinos

el breve regalo que el tibio sol invernal les

ofrecía. Las casas de nobles, habitadas por

títulos de antiguas costumbres, se

ensoberbecían dormitando al amparo de sus

escudos heráldicos. La multitud de negocios

arracimados hervía de actividad: Allí podía

verse la barbería del maestro Calleja (héroe

de la Guerra de Independencia), la tienda de

paños con sus cristales sucios y ennegrecidos,

la librería con sus minúsculos escaparates,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

ofreciendo al posible lector las pocas

novedades que en aquellas fechas la censura

permitía ofrecer… La “Academia” desfilaba a

la altura de la perfumería, cuyos aromas

etéreos pugnaban con aquellos más

mundanales y prosaicos que exhalaba la

modesta tienda de comestibles y los productos

de su horno. En cuestión de pocos minutos se

encontraron caminado junto a la fachada del

Palacio de Medinaceli, mojón que marcaba el

final de la Carrera. Toparon con la fuente de

Neptuno, incorporándose al Salón del Prado

tomando por la derecha. Entre las hileras de

árboles, las clases altas de la Villa y Corte

prodigaban sus estudiados paseos de

exhibición en los que lucir sus más selectas

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

galas. Este ritual solía ocurrir antes o después

–según las costumbres de cada casa- de sorber

con delicadeza y exquisitos modales un

chocolatito, echar una mano de baraja

española o participar en una tertulia a

domicilio -de buen tono, eso sí, nada de andar

enredando con la perniciosa política de

marras-. Entre los paseantes de orden con los

que se cruzaron los “académicos” llamaba la

atención una pareja formada por un señor de

impoluta levita, extraordinario chaleco y

sombrero bajo a la moda. Su acompañante

lucía un ruidoso vestido que iba crujiendo y

raspando ostentosamente, de una claridad

hiriente a la vista. Coronaba el conjunto un

hiperbólico sombrero que hacía las delicias de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

las aves circundantes: La señora,

evidentemente, no quería pasar

desapercibida.

— ¡A la paz de dios, Don Alberto! –dijo el

tipo elegante, dirigiéndose al maestro-.

— ¡Buena tarde, Don Ramiro y señora! –

contestó, dando un cabezazo, Lista-.

“Muerto de hambre” comentó en un

murmullo Don Ramiro a su esposa, en cuanto

se encontraron a una distancia prudencial de

grupo.

— No sé cómo te atreves a dirigirle el

saludo a ese tipejo. ¿Acaso no es el maestrillo

aquel que compone versos? –replicó la dama-.

— ¡Ah! ¿Qué quieres, Gertrudis? Uno tiene

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

tan buen corazón…

Don Alberto Lista tiraba de la cuadrilla

con un paso que, según avanzaba, se iba

haciendo más pesado y cansino. Su desastrado

aspecto, su abrigo raído y salpicado de

manchurrones, el andar encorvado, los

andares tristes y descabalados, en fin,

delataban en el hombre los rigores de toda una

vida de azares e inquietudes.

Carruajes de nobles maderas, como el

nogal bruñido o la caoba, se abrían paso sin

ningún tipo de miramiento para con los

viandantes. El cochero manejaba en ellos con

aire seco y estirado, mientras que en la parte

trasera, en pie sobre una tabla saliente,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

viajaban dos levitones (lacayos de la

servidumbre) empingorotados con grandes y

extravagantes sombreros. Aquellas tartanas

surcaban el Prado sin otro objetivo que el de

mostrar a los paseantes la ostentación de los

dueños –camuflados tras la cortinillas de la

ventanas del carruaje-.

La perorata del maestro era ciertas –

pocas- veces interrumpida por algún discreto

saludo al que Lista respondía echándose mano

al ala de su abollado sombrero. Los más de los

que con él se cruzaron le conocían, pero

entonces, en aquel nuevo orden nacional,

fingieron no hacerle aprecio, porque el

sacerdote había vuelto a ser, mal que le

pesara, otro apestado político.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Al fin arribaron al Buen Retiro, tomando

dirección hacia los altos, desde donde podrían

disfrutar de una excelente panorámica de

aquella ciudad donde unas ciento cincuenta

mil almas pugnaban por la supervivencia en

clara desigualdad de condiciones. Un

crepúsculo morado y tibio iba rompiendo el día

para cuando decidieron situarse en un

emplazamiento al gusto de Lista. El aire, frío e

inmisericorde, caía a plomo sobre los hombros

de los “académicos”:

— Maestro, abríguese: Tome mi capote –

ofreció Felipe Pardo, solícito-.

— ¡Ay, gracias, hijo! ¡Estáis en todo! –

reconoció Don Alberto, arropándose con la

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

prenda-.

— Cualquier atención es poca para

nuestro benefactor –afirmó Pardo-.

Lista pareció ensimismarse ante la urbe

que tenía delante. Tras un prolongado silencio

–que los muchachos íntegramente respetaron-

rompió su letargo con unas palabras: -

Observad con detalle nuestra ciudad: Desde

este punto, la Villa y Corte presenta

exactamente el mismo aspecto que tenía antes

del regreso de los franceses. Semeja aquella

otra ciudad cuya sociedad bullía, previa a la

restauración fernandina en el trono de sus

absolutos mayores. Algo ha cambiado, sí, de

ello no hay duda. Sin embargo, yo creo

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

firmemente en el alma de esta urbe y estoy

convencido que su espíritu permanece

inalterable a pesar de todas estas turbulencias

pasajeras.

— Ya, maestro. Pues a mí me parece que

esta Villa es ciertamente feudo de villanos –

intervino Pepe-. Esta corte ampara y permite

la traición. Es la capital del doble fondo, el

engaño y la componenda. Es el lugar por cuyas

calles corre la sangre del inocente. Es el lugar

donde triunfa la ignorancia bajo el grito de

“vivan las caenas”.

— No seas tan duro, Pepe. Tú sabes mejor

que nadie que la ignorancia es fácilmente

manejable. Deslumbrado por el oropel, cegado

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

por palabras ampulosas, el pueblo, en su

incultura, es presa que se deja llevar con

facilidad. Ése es nuestro campo de batalla:

Sólo el conocimiento nos ha de traer una

nación más libre. Por ahí debemos comenzar.

— Ni eso nos dejan, maestro –comentó

Patricio-. Antes de ayer le llegó una

notificación a mi padre, Don Jerónimo, por la

cual se me impurificaba de la Universidad

Central. El documento afirmaba que no podría

seguir ejerciendo mis estudios en tan noble

institución ni ser matriculado en universidad

alguna del territorio patrio.

— ¿Qué me dices, muchacho? –exclamó

Lista-. ¡Qué el cielo nos asista! –paró de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

repente su discurso, deteniéndose a

reflexionar durante unos segundos- Quieren un

pueblo inerme, y a fe mía que llevan trazas de

conseguirlo…

— Maestro –intervino Pepe-: No nos están

dejando demasiadas alternativas. Mire usted;

Yo soy persona de acción. No puedo orillarme

al borde del camino mientras sé positivamente

que el gran carruaje del mundo se apresta a

pasar a mi vera. Mi deber es agarrarlo a como

dé lugar y unirme a su alocada carrera. Ése es

mi sino. Para otra cosa no valgo, que yo no me

arredro ni me avengo a componendas. Mi

corazón es un caldero; mi sangre, fuego

hirviente en constante ebullición. ¡Salga el sol,

pues, por donde quiera, que a mí ha de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

alcanzarme en escena!

— ¡Quiá, hijos! Dejaos de politiqueos, si

no queréis veros como el que os habla –

aconsejó Lista-. A ver, Pepito –añadió, como

para desviar la atención del tema-, ¿has traído

a este digno conciliábulo algún poemilla de tu

cosecha? Rindamos pleitesía a la diosa Venus,

motivo real que a estas reuniones nos convoca.

— Por supuesto, Don Alberto. Con permiso

de los concurrentes…

Espronceda extrajo unos pliegos

arrugados del bolsillo interno de su abrigo. El

añil que teñía el cielo fue recrudeciendo su

color y un telón de oscuridad comenzaba a

extender su reino. Cuando el joven, con

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

acento emocionado, comenzó a recitar a la luz

de un minúsculo farol, las estrellas titilaban en

el gran decorado del cielo.

A la noche

Salve, oh tú, noche serena, Que al

mundo velas augusta, Y los pesares de un

triste

Con tu oscuridad endulzas.

El arroyuelo a lo lejos

Más acallado murmura,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Y entre las ramas el aura

Eco armonioso susurra.

Se cubre el monte de sombras Que las

praderas anublan, Y las estrellas apenas

Con trémula luz alumbran.

Melancólico rüido

Del mar las olas murmuran, Y fatuos,

rápidos fuegos

Entre sus aguas fluctúan.

El majestüoso río

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Sus claras ondas enluta,

Y los colores del campo

Se ven en sombra confusa.

Al aprisco sus ovejas

Lleva el pastor con presura, Y el labrador

impaciente

Los pesados bueyes punza.

En sus hogares le esperan Su esposa y

prole robusta, Parca cena, preparada

Sin sobresalto ni angustia.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Todos süave reposo

En tu calma, ¡oh noche!, buscan, Y aun

las lágrimas tus sueños Al desventurado

enjugan.

¡Oh qué silencio! ¡Oh qué grata

Oscuridad y tristura!

¡Cómo el alma contemplaros En sí

recogida gusta!

Del mustio agorero búho

El ronco graznar se escucha, Que el

magnífico reposo

Interrumpe de las tumbas.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Allá en la elevada torre

Lánguida lámpara alumbra, Y en

derredor negras sombras, Agitándose,

circulan.

Mas ya el pértigo de plata

Muestra naciente la luna,

Y las cimas del otero

De cándida luz inunda.

Con majestad se adelanta

Y las estrellas ofusca,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Y el azul del alto cielo

Reverbera en lumbre pura.

Deslízase manso el río

Y su luz trémula ondula

En sus aguas retratada,

Que, terso espejo, relumbran.

Al blando batir del remo

Dulces cantares se escuchan Del

pescador, y su barco

Al plácido rayo cruza.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

El ruiseñor a su esposa

Con vario cántico arrulla,

Y en la calma de los bosques Dice él solo

sus ternuras.

Tal vez de algún caserío

Se ve subir en confusas

Ondas el humo, y por ellas Entreclarear

la luna.

Por el espeso ramaje

Penetrar sus rayos dudan, Y las hojas que

los quiebran, Hacen que tímidos luzcan.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Ora la brisa süave

Entre las flores susurra,

Y de sus gratos aromas

El ancho campo perfuma.

Ora acaso en la montaña

Eco sonoro modula

Algún lánguido sonido,

Que otro a imitar se apresura.

Silencio, plácida calma

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

A algún murmullo se juntan Tal vez,

haciendo más grata La faz de la noche

augusta.

¡Oh! Salve, amiga del triste, Con blando

bálsamo endulza Los pesares de mi pecho,

Que en ti su consuelo buscan.

Los asistentes contemplaron en silencio

la ciudad y el cielo que la cubría. Esporádicos

puntos de luz salpicaban la amorfa silueta de

la urbe, de aspecto fantasmal y sobrecogedor.

El lejano sonido de una guitarra y el ladrido de

algún perro rompían la relativa quietud del

momento.

— Tú has de ser poeta, Pepe. No

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

equivoques la senda –afirmó Don Alberto-. Tu

talento está alzando el vuelo; No permitas

nunca que lo enfangue la política.

José de Espronceda, henchido de orgullo,

recibió las cálidas muestras de homenaje que

le prodigaron sus compañeros.

— ¡Genial, Pepe! –le espetó Patricio,

palmeando su espalda con firmeza-.

— ¡Sublime, sublime, hijo de las musas! –

dijo Veguita, sinceramente emocionado por el

poema-

— Bien está por hoy. Marchemos pues,

queridos, hacia el hogar y sus lumbres, que la

espalda de este pobre viejo empieza a

resentirse con el húmedo relente –apremió

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Lista, hablando por boca de sus achaques-.

La comitiva inició camino de regreso. En

su trayecto, cuadrillas de soldados franceses y

borrachos ateridos les contemplaron con

indiferencia. Sólo las despedidas rompieron el

pesado silencio que, vástago de amargas

reflexiones, envolvía a todos y cada uno de los

integrantes del grupo.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

CAPÍTULO XVII:

Prácticas de Tiro

A principios de primavera de 1824, en

mañana tibia de un domingo alternante en

nubes y claros, el reducido grupo de

Numantinos formado por Pepe, Patricio,

Ventura y Felipe se había citado en el portalón

de la calle del Lobo que hacía las veces de

entrada a la casa de los dos primeros. Se juzgó

oportuno no convocar al resto de miembros de

la sociedad secreta: No resultaba aquélla

ocasión de hacer demasiado bulto ni levantar

excesivas sospechas. La cuadrilla iba

apertrechada de pinturas, pinceles, paletas,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

algún caballete y todo aquel útil pictórico, en

fin, que consideraron necesario para ejercer el

bello arte visual. Veguita, entre sus

materiales, portaba un lienzo vetusto y

deslustrado, con los colores en fuga:

— Lo he sacado del viejo desván de mi

tía: ¡Debe de tener al menos tantos años como

ella! –dijo Ventura-.

— Con que tenga la mitad, ya va aviado

–intervino, con sorna, Pepe-.

— ¡Toda una reliquia! –exclamó Felipe,

refiriéndose al paisaje, bucólico y pastoril, que

Ventura sostenía entre sus manos-.

— ¡Ah, pues yo no me quedo atrás! –

afirmó Patricio-. Observad –dijo, mientras les

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

enseñaba un retrato incompleto-: Es mi padre,

charreteras a los hombros y libro en mano.

Obra mía, no creáis. ¡Un auténtico disparate,

ya lo sé!... Pero ha de venirnos de susto en

caso de un encuentro con la autoridad.

— Efectivamente, Patricio –comentó

Felipe-. Si de disimular se trata, un cuadro a

medio hacer será la coartada perfecta.

Antes de iniciar el camino que se habían

propuesto realizar, penetraron en la tahona de

la misma calle del Lobo, donde tomaron

provisión de hogazas, roscas, bollitos y algún

que otro confite con los que acompañar las

ristras de chorizos que, a buen recaudo entre

sus ropas, tenían la misión de hacerles más

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

liviano el trayecto.

— ¡Buen almuerzo, pollos! –les deseó el

panadero, desde una cara racheada de

harina-.

— Muchas gracias, caballero. Ya sabe

usted: “Estómago joven no admite remilgos” –

contestó Veguita, tan risueño como en él era

usual-.

El dueño del horno vio partir a los

muchachos rascándose la rala cabeza y

añorando aquellos felices años que se fueron

para no volver, llevándose sus cabellos como

botín de la huida.

Pero no sólo de pan y artefactos

pictóricos vive el hombre –y mucho menos el

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

joven-: Entre las vueltas de sus ropajes, tres

pistolas inglesas –contando con la ya conocida

“Manuela”- y su correspondiente munición

viajaban a salvo de miradas indiscretas;

Porque, en realidad, lo que a ojos de cualquier

mortal podría resultar una excursión al campo

para disfrutar de la espléndida mañana

dominical y ejercitar el noble oficio del pincel,

escondía un propósito más turbio, menos

lúdico: Afinar, lejos del mundanal ruido, la

puntería de Pepe Espronceda.

Tras un rato de brujulear por los madriles

y su infames travesías embocaron por la calle

de Toledo, siguiéndola hasta alcanzar la Puerta

del mismo nombre, la cual atravesaron.

Prosiguieron después camino y de esa forma

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

alcanzaron el cementerio del Mediodía. Tras

una mirada de observación al recinto del

último descanso –comentando la noche de

aventuras que allí pasaron-, dejaron atrás sus

tapias de ladrillo y continuaron a buena

marcha, siempre rumbo al sur. A poco de salir

al extrarradio, los Numantinos avistaron un

ventorro de mala muerte, lugar de ellos

conocido, ya que de allí habían obtenido

cabalgaduras en otros paseos anteriores. Se

acercaron, con la sed acuciándoles, al portón

de entrada, abierto de par en par. Una vez

atravesado dieron con sus cuerpos en el

inmenso patio, dirigiéndose de inmediato

hacia el lado izquierdo, donde sabían

positivamente se encontraba la barra

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mugrienta y el puñado de mesas de presunta

madera que componían la parte de la posada.

Al penetrar, los pocos parroquianos –que

podrían pasar por ser cualquier cosa excepto

miembros de un club literario- observaron a

los recién llegados con caras de muy pocos

amigos. Algunos vieron en los jóvenes la

oportunidad de conseguir algo de diversión en

esa monótona mañana de domingo. Uno de los

clientes, sentado a la mesa de al lado de la

puerta, se dirigió a ellos, pretendiendo romper

el fuego de las chanzas. Era tuerto de un ojo y

vidrioso del otro, la boca torcida y una cicatriz

de mediano tamaño a la altura de la barbilla.

Completaba su aspecto un vestuario formado

por pantalón de negro riguroso, camisa blanca,

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faja encarnada y prieta y pañuelo a la cabeza.

El infeliz dejó la mano de cartas que tenía a

medias con su compañero –igualmente

malcarado- y lanzó la primera andanada:

— ¡Uy, uy! ¡Vaya con los refinados

señoritos! ¿No se habrán perdido, por un

casual, sus señorías?

El ventero –que estaba al otro lado de la

barra- se sacó el dedo del oído y dejó de

rascarse la nariz para cortar el ataque por lo

sano:

— ¡Quieto “parao”, muerto de hambre! ¡A

ver si tenéis que decir algo de los señores,

gañanes, vosotros que os pasáis todo el día

frente al chato de morapio y a duras penas

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

pagáis el dinero que se me debe!

— ¡Hombre, Julián, no te pases –replicó

el tuerto-, que somos clientela habitual!

— Muchas gracias, caballero –dijo Pepe,

ya apoyado en la barra-. La verdad es que no

tenemos el cuerpo para líos a estas horas de la

mañana.

— No se preocupen, no se preocupen –

expresó el ventero-. Disculpen a estos incultos

sin estudios que, el diablo sabrá por qué, se

han empeñado en frecuentar mi negocio. Pero

vamos, díganme: ¿Qué se les ofrece?

— Pues verá usted –terció Patricio-;

Nuestra intención es alquilarle unos burritos a

usted.

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— Y tres o cuatro botas de Valdepeñas –

intervino Veguita, sofocado por la calima

matutina-.

— Y tres o cuatro botas de Valdepeñas –

repitió, maquinalmente, Patricio-. A devolver,

claro está, a nuestro regreso junto con los

jumentos.

— Bien, bien, sin problema –comentó el

ventero, para hacer de inmediato una pausa

reflexiva antes de continuar- Pero el caso es

que… En fin, me es desagradable tener que

decirles esto pero… tendrán que dejarme una

fianza si quieren hacer el alquiler. Sólo de unos

pocos reales, ya me entienden.

— ¡Pero, caray, Don Julián! ¿Cómo nos

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viene usted con ésas? –replicó Pepe-. ¡Qué ya

nos tiene muy vistos!

— Ya, ya, hijos, pero comprendan… El

caso es que la última vez alquilé sendos burros

a dos pollos así como ustedes, de buen porte…

¡Y tuve que estarme dos días por esos campos

de dios para dar con el paradero de mis pobres

rucios! Resulta que los dos finolis se habían

emborrachado, habían emborrachado a los

pollinos y me los habían abandonado al albur,

¡hala!, así, por las buenas. ¡Hacerme eso a mí,

que quiero a esos bichos como a mis propios

hijos!

— Bueeeeeno… ¡Sea, Don Julián! Más

tarde habremos de recuperar lo que nos

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corresponde –cedió Pepe-.

— ¡Ah, vale! Pues siendo así no hay

impedimento. Vamos pues al patio, que allí les

esperan mis alhajas.

Salieron los jóvenes junto al posadero,

notando en sus espaldas los puñales oculares

lanzados por los garrulos hartos de vinacho. En

el patio, justo en la tapia frontal a la entrada

de la posada, pudieron observar un porche

cubierto de tejas, envigado en madera. Al

acercarse a él pudieron ver una fila de burros

famélicos y escuchimizados, cuajados de

moscas y avispones. Para que no les faltase de

nada, una hilera de mataduras y cortes

cruzaba sus maltrechos lomos.

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— Aquí los tienen. ¿Acaso no da gloria

verlos? –preguntó el posadero-.

— En la gloria tenían que estar… -susurró

Veguita, sonriendo-.

— ¿Cómo dice, muchacho?

— No, nada. Que sí, que son una

bendición de bichos –mintió Veguita-.

— ¡Pues venga, venga! Elijan cuatro a su

gusto, pasen a cargar con las botas de

Valdepeñas y abónenme lo que es de ley.

Tras de apertrecharse de vino y saldar la

cuenta con el ventero, los Numantinos

desataron los cuatro jumentos que a su juicio

consideraron menos damnificados y salieron de

la venta, no sin antes colocar la molesta carga

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que llevaban en las alforjas de las caballerías.

En marcha otra vez –en esta ocasión

sobre cuatro patas renqueantes-, los

muchachos afrontaron la parte final de su

trayecto.

El pedregoso camino estaba salpicado de

quiebras y guijarros de tal modo que, entre

saltos, botes y cabeceos, el desenlace se

preveía inminente. Sólo restaba saber a quién

elegiría el destino como víctima propiciatoria,

cuestión ésta que se resolvió prontamente: Un

rebuzno brutal, seguido de una tremenda

costalada que hizo retumbar el suelo,

enmudeció al grupo: El perjudicado fue

Veguita, magullado pero prácticamente ileso,

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por fortuna para sus riñones. Tras los

momentos de lógico desconcierto llovieron las

risas de rigor y con ellas las chanzas, sus

hermanas ibéricas.

— ¡Levanta, Veguita, hombre, que no es

tiempo de cosecha! –dijo Patricio-.

— Ventura, majo, ¿acaso ignoras que la

parte indicada para montar una caballería es

la grupa, no sus pezuñas? –añadió Pepe,

socarrón-.

El pobre caído se frotaba cabeza y lomos

perdido en su desconcierto, demasiado

preocupado por recuperar el resuello como

para dar ingeniosa réplica a las bromas. Tan

pronto como dejaron de chotearse, los tres

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compañeros socorrieron solícitos al

perjudicado Ventura, dolorido y, sin embargo,

milagrosamente intacto.

En cuestión de hora y pico de baches,

zarandeos y crujir de huesos, la cuadrilla

divisó un pequeño oasis en medio del páramo

castellano, una isla de álamos silvestres que

los jóvenes reconocieron como el objeto final

de sus andanzas. Entre los verdes reflejos de

las hojas de los árboles blanqueaba un

edificio, al que los muchachos se fueron

aproximando. Se trataba de una minúscula

ermita al pie de la que corría un regatillo,

causa de la súbita explosión de verdura que

maquillaba aquella desolación. Según se

fueron aproximando a ella, los Numantinos

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pudieron observar que la antaño puerta de

entrada –hueco lleno de matojos- estaba

coronada por una hornacina, hornacina que

albergaba una Virgen de yeso descabezada y

algo ennegrecida. Los lienzos que una vez

conformaron las paredes del edificio habían

colapsado, viniéndose abajo en varios trechos

del recinto. Los pedazos de muro que aún

resistían se encontraban tiznados,

probablemente por las hogueras realizadas por

caminantes o pastores, en días o noches de

riguroso frío.

Dentro apenas podía reconocerse la

pequeña elevación sede del altar. Un amasijo

de piedras y restos de entrecruzadas y

carcomidas vigas de madera completaban la

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decoración.

La cuadrilla eligió un fragmento del muro

que aún se sostenía dignamente en pie y

colgaron de él, por su parte exterior, el viejo

cuadro de la tía de Veguita.

— Este engendro pictórico nos va a venir

de muerte –comentó Patricio-. Para que luego

hablen de la inutilidad del arte…

Salieron las pistolas a la luz. Ventura,

Patricio y Felipe se encargaron de limpiarlas,

ponerlas a punto y, finalmente, cargarlas.

Pepe recogió la primera y se colocó del blanco

a una distancia que él juzgaba acorde con la

que tendría que salvar el arma el día del

regicidio. Dobló su brazo hacia arriba para

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pegar el arma a su hombro. Posteriormente lo

extendió, alargó y mantuvo en esa posición por

unos instantes; Era el momento de máxima

concentración para el tirador: Pepe debía

sentir la pistola como una prolongación de su

propia mano. En segundos sonó una detonación

sorda, que espantó a unos cuantos gorriones

de un álamo próximo. El disparo erró su

objetivo en cuestión de un metro.

— Tiene desviación a la derecha –comentó

Pepe-. Además, larga un extraño cuando

golpea el percutor. De ésta mejor nos

olvidamos.

Patricio puso en sus manos la segunda

pistola. Se repitió el ritual paso por paso.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Volvió a sonar el disparo, con parecido

resultado: Desvío y decepción.

Al fin le llegó el turno a “Manuela”, la

joya de la corona, y no sólo por sus

prestaciones. “Manuela” había acompañado a

los chicos en multitud de ocasiones de peligro

y aventuras. Poseía un valor sentimental

añadido.

— Vieja pero fiable, amigos, vieja pero

fiable –comentó Pepe al recoger el arma con

especial cariño-. ¡Vamos allá, “Manuela”,

dales a éstos una lección de fuego!

El boquete humeante que se abrió en las

carnes del cuadro reveló el éxito de la

operación.

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— ¡Bravo, bravo! –exclamó Veguita-.

— ¡Larga vida a “Manuela”! –exclamaron,

abrazados, Patricio y Felipe-.

Completado el ensayo de puntería, la

cuadrilla se dedicó a reponer fuerzas, dando

cuenta de chorizos, panes, roscas y otros

dulces, a la mayor gloria de sus batientes

mandíbulas y sus insondables estómagos. El

vino contribuyó a rebajar la pesadez de los

alimentos y elevó poderosamente la moral de

los compañeros.

— ¡Date por frito, “Innombrable”! –

declaró, medio atragantado, Veguita-.

— ¡Qué disfrute mientras pueda de sus

lujos, que en su estancia en el infierno poco

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los va a utilizar! –añadió Felipe-.

Las horas habían pasado presurosas y el

sol se elevaba poderoso en las alturas del

cielo. La representación numantina juzgó

conveniente levantar el campamento, embutir

los materiales en las alforjas de los

cuadrúpedos y poner rumbo a la urbe cuanto

antes.

En medio de su regreso -y poco después

de haber devuelto los pollinos y recuperado los

reales de fianza retenidos por el ventero- la

comitiva andante reparó en que una pareja de

guardias reales a caballo comenzaba a

descender el empinado sendero que ellos

estaban tomando. Seguramente se dirigían a la

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venta que los zagales habían dejado atrás, con

objeto de despejar el gaznate polvoriento con

unos chatos de Valdepeñas. Se imponía lidiar,

pues, con aquellos dos. Por fortuna, las

casacas rojas del uniforme realista llamaban la

atención a leguas, con lo cual los jóvenes

dispusieron de unos momentos para afianzar su

coartada.

— Y sobre todo, nada de nervios, ¿eh? –

previno Pepe- Si no sabéis que decir o creéis

que vais a meter la zanca, silencio, y que

corra el turno de palabra.

— ¡Vamos allá, que esto es pan comido! –

animó Felipe- De todos es sabido que nunca se

conoció realista con entendederas.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

La pareja de orden llegó a la altura de la

cuadrilla.

— ¡Hola, hola! Excursionistas… -comentó,

gracioso sin gracia, el mayor de ellos, canoso y

de mejillas coloradotas-.

— Artistas, señor, artistas –corrigió Pepe-.

— ¿Ah, sí? ¿Y qué clase de arte practicáis,

si se puede saber?

— Se puede y se va a saber, con su

permiso –prosiguió Pepe-. Somos estudiantes

de pintura en la Real Academia de San

Fernando y vamos buscando sitios tranquilos

donde practicar el muy noble y muy antiguo

arte de los pinceles.

— ¡Ay! Mira tú que finos nos han salido los

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muchachuelos, ¿verdad, Vicente? –comentó el

del rubor en las mejillas al repollo de su

acompañante-. En mi época no perdíamos el

tiempo con esas sandeces y nos dedicábamos a

perseguir faldas, como zagales sanotes que

éramos. A ver, Vicente, ¿tú qué dices?

— Pues… -intentó intervenir el joven

guardia-.

— Nada, nada. Lo que yo te cuente. No es

la juventud tiempo para andarlo

desperdiciando en zarandajas. De todas

formas… –pareció reflexionar por un instante,

su espíritu inquisidor en funcionamiento- ¿Qué

diantres lleváis en esos bultos?

— Lienzos y materiales pictóricos, señor –

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dijo Patricio, sacando el retrato inacabado de

su padre junto con un manojo de pinturas y

pinceles-. Pura calidad, ¿eh?

— Pues a mí esto me huele raro, ¿no es

cierto, Vicente?

— A ver, yo creo… -balbució el guardia

novato, temiendo, con razón, que su frase

quedaría inacabada-.

— ¡Qué sí, qué sí! Que la gente no va al

quinto carajo a pintar la mona –comentó,

escamado, el de las canas-. Vamos a echar un

buen vistazo a todos esos hatillos…

Hubo un momento cargado de tensión y

azoramiento, que resolvió inesperadamente

Veguita:

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Con su permiso, señor, antes quisiera

enseñarle… -señaló Ventura-.

— ¡Alto esas manos o te riego en pólvora!

–exclamó el guardia veterano al comprobar

que Veguita echaba mano al interior de su

camisa-

— ¡Tranquilo, caballero, sosiéguese! Tan

sólo es un pedazo de papel… Si tiene usted la

bondad de dejármelo extraer… Tengo sumo

interés en que su merced lo lea.

— ¡Ah, recontra, un papel! Siendo así…

¡Pero despacito, que mi dedo índice peca de

nervioso! –explicó el canoso, levantando el

percutor del pistolón que portaba, de tamaño

nada despreciable-

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Veguita sacó con cautela el documento y

se lo acercó al guardia. Éste se tomó unos

instantes para leer su contenido y miró a su

compañero, callando por unos instantes. Al fin

soltó:

— ¡Vaya, vaya! Salvoconducto en toda

regla firmado por un oficial francés. ¡Haber

empezado por ahí, zagales! Sálvenos el cielo

de buscarnos problemas con nuestros

bienhechores, ¿verdad, Vicente?

— Hombre, me imagino yo que…

— ¡Por supuesto, compadre! Cuarenta mil

soldados del ejército de su majestad Luis XVIII

no pueden estar equivocados, compañero. Y

este legajo lo rubrica un oficial de las tropas

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amigas… Su gloriosa alteza, Don Fernando VII,

nos ha insistido tanto en congeniar con

nuestros vecinos…

— Será ahora, porque hace unos añitos

bien que los aborrecíamos –explotó, al fin, el

novato de casaca roja-.

— ¡Calla, deslenguado! ¿Ves como no se

te puede dejar hablar? –comentó con

embarazo el veterano-. En fin, caballeretes:

No les entretenemos más, que ya tendrán prisa

por llegar a sus casas…

La cabalgante pareja partió a buen paso,

dejando pronto atrás a los Numantinos, los

cuales, al verse libres de vigilancia, celebraron

la gran ocurrencia y capacidad de previsión

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que Ventura había demostrado.

— ¡Eres un lince, Veguita, un auténtico

lince! –dijo Pepe, mientras palmeaba con

violencia la espalda del otro muchacho-.

— Pero, ¿de dónde canastos has sacado tú

ese papelote? –preguntó Patricio,

genuinamente asombrado-.

— ¿Os acordáis de la vez aquella en que

una pandilla de realistas por poco me lincha

en la Puerta del Sol?

— ¡Claro, fenómeno, como para olvidarlo!

–exclamó Felipe Pardo-.

— Pues el gentil oficial francés que a base

de cartuchazos puso en fuga a aquel rebaño

me extendió este documento salvador, que

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desde entonces guardo como oro en paño.

— ¿Y por qué demonios no nos lo habías

comentado, cazurro? –preguntó Patricio-.

— Bueno, ya sabéis lo despistes que soy…

Se me olvidó por completo.

Entre risas, comentando cada momento

de la jornada transcurrida, el restante camino

de vuelta hacia Madrid se cubrió sin mayores

incidencias y, lo que es más importante, los

acontecimientos dominicales significaron un

enorme espaldarazo de moral para los eventos

que, sin duda alguna, se avecinaban.

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CAPÍTULO XVIII:

El Intento de MAgnicidio

Al fin llegó la ocasión propicia, la

conjunción de los hados tan largamente

esperada. Los Numantinos habían preparado

con toda la puntillosa precisión de la que

fueron capaces el atentado, atentado que a la

luz de sus juveniles magines no parecía tan

suicida, después de todo. El momento

largamente deseado parecía, dadas las

circunstancias, al alcance de la mano. El día

30 de Mayo –San Fernando en el santoral- se

iba a celebrar un magno desfile –otro de

tantos- dedicado al “salvador de la nación”,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

“el paladín de la cristiandad” y varios títulos

más, tan rimbombantes como inciertos,

aplicados al rey Fernando VII. Con motivo de

su onomástica, los palmeros oficiales y

oficiosos decidieron, en un nada original

arrebato, que el mayor tributo que al tirano se

le podría hacer consistía en volver a llevarlo

en andas.

Oportunamente enterados los Numantinos

de la programación del evento y del recorrido

que éste previsiblemente iba a tomar, se

decidió poner en práctica la ejecución del

regicidio. Durante aquellos días en espera de

la ocasión adecuada, los muchachos ultimaron

detalles y repartieron papeles en la misión,

además de aclarar los puntos considerados

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como “oscuros” o “flojos” que en el desarrollo

de su plan se les fueron presentando. Mimaron

con cuidado y especial dedicación a

“Manuela”, extremando su limpieza y

mantenimiento, sabedores de la vital

importancia del arma de fuego en toda aquella

trama.

Acorde a las noticias que los Numantinos

pudieron recabar, la “procesión” se celebraría

ese mismo día 30 por la tarde, pero la

Sociedad Secreta decidió reunirse a primera

hora de la mañana para empezar a actuar

cuanto antes.

Al salir de sus hogares, de amanecida, los

miembros del complot se habían despedido de

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padres, madres, tía (en el caso de Veguita)…

de una manera que a sus familiares les

parecería, sin duda, en extremo efusiva:

— ¡Qué barbaridad, Pepe! Me vas a

asfixiar con tus abrazos. ¡Ni que te fueras a la

guerra, zalamero! ¡No veo yo a qué vienen

estos cariños repentinos! –decía Doña María del

Carmen, señora madre de Espronceda,

mientras pugnaba por zafarse de los brazos de

su hijo-.

— ¡Qué sé yo, madre! Me ha dado por ahí.

Es que nunca encuentro ocasión para

expresarle lo mucho que la quiero –replicó

Pepe-.

— Ya, ya, Pepito –prosiguió Doña María del

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Carmen, levemente escamada-. No querrás

embaucarme con agasajos para sacarme algo,

¿verdad? –preguntó, malinterpretando de parte

a parte las intenciones del joven-.

— En absoluto, madre. No se apure,

mujer, que esta demostración de afecto es

totalmente desinteresada. Créamelo, hágame

ese favor –dijo Pepe, forzando una sonrisa en

su turbado semblante-.

— ¡Ea, Pepe, vuelve! –dijo la señora al ver

que el hijo se disponía traspasar el umbral de

la puerta de casa- Ven aquí, cabeza loca. Ven

y dame un buen beso.

Los zagales se dieron cita en los sótanos

de la botica e hicieron un último repaso del

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plan de acción. Entre nervios y caras

descompuestas por la tensión y el ansia,

fueron adjudicando las tareas de un modo ya

definitivo. Por último, Pepe arengó al grupo:

— No hay marcha atrás, amigos. Ya no hay

marcha atrás. Debemos actuar por el bien de

nuestra patria, sacudir con brutal golpe la

apatía que ha provocado “El Innombrable”.

¡Despertemos las conciencias nacionales!

¡Convirtamos este día en una fecha para

recordar! Gritad conmigo, pues: ¡Numancia

contra el tirano!

— ¡Numancia, siempre, contra el tirano! –

corearon a una los congregados-.

— Bien está. Salgamos y hagamos de una

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

vez lo que hace tiempo que debió ser hecho –

sentenció, con una firmeza apabullante para

un chaval de dieciséis años, José de

Espronceda-.

La comitiva abandonó la calle Hortaleza

rumbo a la Mayor. Atravesaron la Puerta del

Sol, que aún dormitaba de pereza a esas horas

somnolientas. Llegados al fin a la calle Mayor,

comenzaron a desplegar su actividad. Con

objeto de no levantar demasiadas sospechas a

lo largo de la jornada, se habían establecido

entre los Numantinos turnos rotativos de

vigilancia; Los muchachos se irían relevando

en distintos puntos estratégicos de aquella

importante vía para así poder dar la señal de

alarma a Pepe –el tirador apostado en la

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ventana del edificio elegido- en el momento

en que cualquier incidencia se produjese. Todo

movimiento que pudiera resultar peligroso o

susceptible de alterar el desarrollo de la

operación debía pasar a conocimiento de

Espronceda, para que éste procediera, sin más

dilación, a la huida. Frente a la casa cuyo piso

alto ocuparía Pepe siempre debería de haber

un vigía presto a sacar de su bolsillo un

pañuelo rojo o dar un buen silbo, señal

inequívoca de escape inmediato para el

tirador.

La calle Mayor aparecía poco transitada a

esas horas. Se desperezaba lentamente,

sacudiéndose la galbana que produce la

amanecida imitando los despaciosos

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

movimientos de un lagarto que reacciona a los

primeros rayos de sol. El principal problema

para que Espronceda se introdujera en el

inmueble elegido parecía plantearlo una

pareja que charlaba animadamente justo en

aquella acera. El par conversador se

encontraba cercano a la puerta de entrada y

mirando en esa dirección. Uno de ellos era un

elegantísimo caballero de distinguida levita,

impresionante bastón confeccionado en

madera noble y unos relucientes botines a la

farolé. El otro individuo presentaba un aspecto

inconfundible: Su hábito de congregación

religiosa no dejaba mayor lugar a dudas.

Los muchachos daban la impresión de

estar paralizados ante la incómoda e

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

imprevista interferencia, debatiéndose entre

esperar a que la molesta pareja abandonase la

zona o provocar una situación de oportuna

distracción. La primera opción no resultaba

demasiado conveniente, ya que la calle

empezaría pronto a poblarse de tránsito, así

que el hábil e ingenioso Veguita decidió tomar

la iniciativa. Ventura de la Vega cruzó la

calzada desde la acera en la que se

encontraba y avanzó acercándose por la

espalda a los contertulios.

— ¡Madre del cielo! ¡Gracias a dios que le

encuentro, Don Jenaro! Llevo una hora

buscándole. Es la pobre abuela Margarita, que

ha empeorado al alba. ¡Ay, Señor, que no sé yo

si va a salir de este trance!

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

La pareja se giró de inmediato para

atender aquella voz que había llamado su

atención. Saliendo de su desconcierto, el

caballero de postín espetó al joven:

— ¿Pero qué dices, criatura?

— Pues eso, Don Jenaro, que debe usted

acompañarme a ver si se puede hacer algo

para aliviar a la anciana abuelita.

— ¡Qué abuelita ni qué bemoles! ¿Y quién

es ese Don Jenaro? Aquí no hay más que Don

Venancio, padre reverendísimo, y un servidor,

Don José Torralba, funcionario de Gracia y

Justicia.

— ¡Ah, vaya! Pues créame su merced si le

digo que es usted en todo semejante a Don

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Jenaro, el médico de la familia –explicó

Veguita-. Está uno tan desesperado… ¡Ustedes

sabrán disculpar la embarazosa confusión!

— Nada, hijo, nada –intervino el fraile-.

Ve y encuentra en buena hora a tu doctor, pero

no olvidéis de procurar a tu abuela el consuelo

espiritual que necesita… ¡Hay que congraciarse

con el Altísimo previo a comparecer ante su

severísimo tribunal!

— No se apure usted, padre, que el cura

lo tenemos en casa. Es mi tío Juan, santo

varón y miembro de los Agustinos.

— Entonces ya me quedo más tranquilo.

Habiendo sacerdote en el hogar, ya puede uno

entregar su alma a gusto… -sentenció el

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

religioso-.

— Y ahora marcha, mozalbete, que no se

hicieron las mañanas para perderlas aquí

contigo –le espetó el funcionario, visiblemente

molesto por aquella interrupción-.

Durante el breve intervalo de tiempo en

el cual se produjo aquella confusa

conversación entre Veguita y la pareja, el

resto de Numantinos aprovechó para realizar

un rápido barrido visual de la zona y dar el

visto bueno a Espronceda que, en tres

zancadas ágiles y desenvueltas se acercó a la

puerta del domicilio abandonado. Con un

movimiento felino asestó un golpe de hombro

a la tabla de madera medio atrancada y

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

penetró como una sombra por la estrecha

abertura del portón entornado.

Pepe avanzó con precaución entre la

umbría del interior. Esperó unos segundos a

que sus ojos se hicieran a la escasez de luz y

echó a andar, decidido, entre los restos de

muebles y cenizas, residuos de las fogatas que

algún inconsciente tuvo a bien realizar.

Espronceda removió con un pie los antiguos

rescoldos y pudo comprobar, para su

indignación, que lo que allí había sido pasto de

las llamas eran unos cuantos volúmenes de

lectura, severamente mutilados por el fuego.

Decidió dejar atrás aquel sacrilegio y comenzó

a subir, como dios le dio a entender, las

escaleras que llevaban al piso de arriba,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

plagadas de obstáculos y desperdicios. Una vez

en la zona superior, lo primero que le llamó la

atención fue una pintada en la pared derecha,

según se observaba desde los peldaños. Con

letra chusca y temblona, algún ·”intelectual”

había escrito: “Esto te pasa por masón y

liberal. ¡Descreído!”. El joven obvió tal

derroche literario y clavó su vista al frente:

Allí se encontraba el pequeño ventanuco que

iba a mantener sus sentidos ocupados durante

un buen puñado de horas. Se acercó a él y

procedió a limpiar sus alrededores con esmero.

Necesitaba una zona franca, libre de

impedimentos, que le permitiera un mínimo de

libertad en sus movimientos. Culminada la

operación, decidió echar un vistazo al exterior,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

asomándose con suma cautela por la ventana.

Frente a él, en la acera opuesta, descubrió la

figura de Felipe Pardo, semblante tenso pero

sin aparentes signos de alarma. Al retirar su

cabeza cayó en la cuenta de que algo se le

había enredado en un pie: Se trataba de un

pedazo de tela que había, en tiempos

mejores, formado parte de una cortinilla. Lo

recogió, extendió y colocó con precaución

para cubrir la ventana. Ese trapo inservible

podía facilitar su vigilancia del exterior,

ocultando su cabeza a posibles miradas

inquisitivas.

Comenzaba así, para Pepe, un maratón

destinado a mantener un nivel de tensión

constante evitando caer desfondado. Se

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

trataba de realizar un delicado equilibrio entre

concentración y ahorro de fuerzas. Extendió a

su lado, entre el polvo, el hatillo donde

portaba pan, queso, vino y algo de embutido.

Por un instante se dedicó a observarlo,

reflexionando quizás acerca de cómo ir

distribuyendo la pitanza a lo largo de aquella

jornada que tan larga se preveía.

Las horas iban pasando lentamente,

deslizándose incontables entre las manos del

tiempo. Afortunadamente, la adrenalina

generada por su cuerpo compensaba el tedio

que acompañaba a Espronceda en su

vigilancia. Los compañeros de abajo se iban

relevando, aparentemente sin mayor

problema, mientras la afluencia de público iba

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

aumentando progresivamente en la calle

Mayor. Multitud de variopintos personajes de

toda extracción social, aunque

preferentemente de clase baja, se

desplegaban atropelladamente para intentar

conseguir el mejor sitio, algún rincón

privilegiado desde donde observar el desfile

más nítidamente. Algunos soñaban con siquiera

rozar el carruaje del monarca, transmitirle

algún grito adulatorio que pudiese halagar sus

regios oídos.

Al tirador silente le entraban bascas

presenciando el obsceno y rastrero

espectáculo que ante sus ojos se estaba

desarrollando. Espronceda comprobó in situ,

con una mezcla de asco y vergüenza, que

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

aquel régimen despótico estaba sostenido

mayoritariamente por el pueblo llano, que

ejercía una vez más de dócil felpudo donde los

pies de aquel real rufián se limpiaban con

delectación. Se trataba de una brutal

regresión al pasado, a lo más profundo de la

Edad Media, como si la Independencia de los

Estados Unidos, la Revolución Francesa o la

Constitución liberal de Cádiz jamás hubieran

tenido lugar: Un pueblo entero perdía sus ya

de por sí menguadas libertades y lo celebraba

cantando.

Para olvidarse de lo que le repugnaba

afuera, Pepe se puso a meditar. Entre vistazo y

vistazo desde el lateral del ventanillo, a

cubierto por la tela que él mismo había

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

emplazado allí, el joven comenzó a reflexionar

sobre las consecuencias que la misión traería a

su vida. Pensó en su padre, destinado por

entonces en Guadalajara. Se planteó la duda

acerca de si la misión que su hijo estaba a

punto de llevar a cabo significaría motivo de

orgullo o, por el contrario, razón de escarnio

para él. Pensó en su madre, rígida e inflexible

mujer en apariencia, pero capaz de albergar

un enorme cariño por los suyos. Pepe se

preguntaba incluso si la dureza en el trato de

Doña María del Carmen no sería consecuencia

de la conducta desordenada y rebelde en la

que tanto él se prodigaba. Pensó, también, en

sus compañeros Numantinos, en todo aquello

que las consecuencias de su acto les

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

depararían dentro de breves horas. ¿Acabarían

siendo héroes o -como en tantos otros casos-

desolados mártires de la causa incomprendidos

por sus coetáneos?

Para salir de la ensoñación en la que se

había instalado temporalmente, volvió a

revisar la calle: Frente a él tenía establecido

en turno de vigilancia a su fiel amigo Patricio,

confundido entre las gentes, inconfundible sin

embargo para él. Desde abajo, soportando

codazos y vítores ensordecedores, Patricio de

la Escosura tuvo voluntad y ganas para

ofrecerle una sonrisa. “Todo está bien,

hermano.” Parecía indicarle con ese gesto de

tranquilidad. En ese momento Pepe se aplicó a

dar buena cuenta de algunas viandas,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

regándolas con algún trago de vino. El sabor

del queso y el embutido, combinado con la

bebida espirituosa, relajaron un tanto sus

músculos y ofrecieron ligera tregua a su

fatigada mente. Al terminar el receso y mirar

por el resquicio que ofrecía la cortinilla por

enésima vez, un sobresalto, seguido de un

tremendo escalofrío que recorrió su espina

dorsal, le pusieron en inmediata alerta: Por

más que se esforzaba, no conseguía localizar a

Patricio ni a ningún otro de los compañeros

haciendo la pertinente guardia frente a la

acera de la casona. Tragó saliva y buscó en su

ofuscado cerebro la reacción que le salvara de

aquel peligro. No hubo tiempo para mucho. Un

crujido en los peldaños del piso de abajo

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

señalaban la inminencia de lo que se

avecinaba, la resolución de aquella angustiosa

duda: En unos instantes, esos pasos tendrían

dueño.

Pepe se apretó contra la pared de la

ventana, el corazón a punto de estallarle en el

pecho, asiendo a “Manuela” con la firmeza

desesperada del que se sabe acorralado. Los

pasos avanzaron con una lentitud exasperante

hasta alcanzar el umbral de la puerta. Un

personaje muy familiar ocupó el campo visual

de Pepe Espronceda.

— ¿Pero te has vuelto majara, estúpido? –

dijo Espronceda, con voz temblona- ¡Maldito

imbécil! ¡Y yo que creí que tenías algo de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

seso…!

— Bueno, el poco que tenía lo perdí al

conocerte, botarate –replicó Patricio,

sonriendo a su amigo-.

— Pues ya me dirás qué haces aquí –soltó

Pepe, bajando a “Manuela”-. Eres un

inconsciente, has abandonado tu posición.

— Sólo para estar contigo, camarada. No

quería dejarte a tu suerte en este trago tan

jodido. Además –continuó Patricio-, no he

abandonado nada: Mira por la ventana.

Espronceda obedeció al recién llegado y

comprobó que Veguita estaba frente a él,

luchando por hacerse un hueco estable entre

la alocada marea humana.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¿Pero cómo rayos te has podido colar

en la casa sin llamar la atención? Anda que si

te ha visto alguien…

— Tranquilo, poeta. Ha sido cuestión de

lo más sencillo. Me he cambiado de acera y, en

llegando a la altura de la casona, me he

puesto a gritar como un loco “¡Ya viene, ya

viene, ya se ve aparecer a su augusta

majestad!”. La plebe se ha arracimado y

apelotonado, formando un maremágnum de

cabezas, gritos e insultos. La falta de espacio y

el desorden son grandes aliados a la hora de

incubar peleas, y así es como ha nacido la de

ahí abajo. Entre tamaño lío, como tú

comprenderás, ¿quién va a prestar atención a

una puerta que cede, a un muchachito que por

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

ella se desliza?

— ¡Maldito inconsciente! ¡Me has dado el

susto de mi vida! Anda, ven. Dame un abrazo –

exigió Pepe-.

Los dos pilares numantinos se fundieron

en un tembloroso abrazo, que a ambos sirvió

de alivio.

— Ahora coge algo de comida, hazte a un

lado y no me entorpezcas con tu letal

verborrea de leguleyo –apremió Pepe-.

— Disculpe su eminencia –replicó Patricio

mientras se hacía con algo de queso y el vino-.

Tenga usted por seguro que éste su servidor

procurará no decir ni pío y le prestará

solamente un valioso apoyo moral.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Escosura se trasladó al fondo de la

estancia, sentándose apoyado contra el muro

donde se encontraba la puerta. Pepe volvió a

ocupar su posición bajo la ventana. Tras un

breve momento de calma, un estruendo en la

calle señaló que el momento tan largamente

ansiado se aproximaba. Alguien había lanzado

una salva de trabuco, señal inequívoca de la

inminencia del paso del cortejo real.

Efectivamente; proveniente de la Puerta

del Sol, la regia comitiva enfilaba el primer

tramo de la calle Mayor. Se dirigía hacia el

Palacio de Oriente, después de haber dado una

vuelta por medio Madrid –incluido el Salón del

Prado, donde el fantoche se lució a su gusto-.

La cuestión es que la calle Mayor fue evitada

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

en la primera parte del recorrido –quizá con

objeto de reservarla para la parte final del

mismo-, con lo que los muchachos tuvieron

que esperar a las postrimerías de la parada

para perpetrar su acción. De cualquier forma,

los curiosos que se agolpaban en aquella

conocidísima travesía eran ya testigos de los

primeros colores y figuras del desfile, a la vez

que sus oídos percibían los iniciales acordes de

la estruendosa fanfarria.

Pepe apretó los dientes ante la

inminencia del desenlace, cualquiera que éste

fuera. Hizo situarse a Patricio junto a él, bajo

la ventana, con objeto de que le sujetara la

cortina en el crítico momento del disparo.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Haz algo útil, gañán! –susurró

Espronceda a su amigo-: Apártame el telón un

instante, que voy a darle lumbre a un señor

que viaja en carruaje.

Patricio sonrió sin decir palabra ante las

indicaciones de su compañero. Sabía

perfectamente que a partir de entonces todo

quedaba en sus manos.

Desde su posición y a través de la franja

de perspectiva que permitía la tela levantada

por Patricio, Pepe fue presenciando toda la

parafernalia que formaba parte de aquella

hiperbólica comparsa. Observó a los lacayos

con pelucas, emperifollados, marchando con

solemnes bastones, abriéndoles el paso a los

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

mejores caballos de las cuadras reales,

penacho en frente y montados por flamantes

Guardias Reales. Una cohorte de uniformes,

sables y condecoraciones atestaba la calzada,

avanzando presuntuosos cual pavos reales.

Escuchó el frenético trompeteo de la banda

marcial, observó sus delirantes vestimentas, el

ímpetu con que se dejaban los pulmones en

cada soplido. La bulla, el jaleo, los gritos

indignantemente aduladores acechaban por

doquier y se entremezclaban con el fulgor de

las bayonetas que portaban aquellos impolutos

soldaditos de plomo. Cerca de la comitiva,

rondando como un moscón alrededor de

empalagosa miel, siempre podía encontrarse

un poeta, perpetrando sus ripios a la mayor

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

gloria del monarca agasajado.

Al fin clavó sus ojos en el carruaje del

monarca. El coche regio avanzaba a duras

penas, cortejado por Guardia Real a caballo.

Fernando el Séptimo lucía sus mejores galas,

cubierto de armiño y portando la

característica banda celeste al pecho. Repartía

saludos a diestro y siniestro, con una sonrisa

abominable y torcida en su rostro sibilino.

Todo en él indicaba que estaba encantado con

la situación: A la postre había conseguido

tener al país donde él siempre deseó, es decir,

dando palmas y vitoreando su omnipotente

liderazgo.

Pepe deseó fervientemente borrar esa

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

sonrisa mezcla de estupidez y mezquindad… o

congelarla para siempre en el tiempo, con

objeto de que trascendiera de esta vida el

rictus grimoso que era propio de aquel

individuo. Preparado y en posición, Espronceda

se propuso, con un disparo, la nada

despreciable tarea de mandar a ese hombre

nefando al muladar de la historia. Se imaginó

la detonación y, un instante después, la cabeza

del monarca floja y ladeada, remedando la de

un absurdo pelele, con el cuerpo a medio

vencer sobre el lujoso asiento del carruaje. El

tirador contuvo el aliento. El instante supremo

había llegado. Pepe concentró todo su mundo

en el dedo que apretó el gatillo y… un leve

ruido amortiguado, acompañado de un hilillo

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

de humo procedente de su arma le indicaron lo

peor: En el momento crucial, “Manuela” les

había fallado. Durante unos segundos el joven

trató de hacer reaccionar a su pistola,

sacudiéndola, levantando y bajando el

percutor. Pero fue inútil, pues cualquier

maniobra de reanimación resultaría, entre los

nervios de la situación y la premura en el

tiempo, absolutamente vana. Miró a Patricio

apretando ojos y dientes, cabeceando,

destrozado por la adversidad.

— ¡Rediós, rediós! ¡”Manuela”,

“Manuelilla”, qué me has hecho! –exclamó

Pepe, los ojos fijos en su pistola-. ¡Se nos va a

escapar vivo, Patricio, el rufián del Borbón se

nos escapa! –dijo entonces, con voz rota

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

dedicada al compañero-.

Escosura, saliendo del trance, apremió a

Pepe:

— ¡Déjalo, corcho, que ya no tiene

remedio! ¡Vámonos de aquí, no vaya a ser que

encima descubran el pastel!

Tirando de Espronceda, Patricio inició

movimiento hacia la parte de la habitación

donde se encontraba el boquete en el tejado.

Echando mano de un desportillado mueble

trepó hasta alcanzar el aire de Madrid.

Tumbado sobre las tejas, apremió a Pepe a

través del agujero:

— ¡Vamos, hombre, sube para arriba! ¡No

te quedes como un pasmarote, que no sé lo

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

que puede resistir este tejado!

El joven de pelo negro y ojos brillantes

ascendió maquinalmente, perdidos sus

pensamientos entre mares de sueños rotos.

El desfile proseguía su marcha cansina y

triunfal, ahora sí, inapelable, de vuelta hacia

la gruta del dragón.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

CAPÍTULO XIX:

Delación

El fallido intento de regicidio tuvo como

consecuencia un acto de profunda reflexión en

el seno de los Numantinos. El fracaso significó

un salto cualitativo en la madurez de sus

miembros, que comprendieron el hecho de que

no basta con descabezar un régimen para

acabar con él. Se debía atacar sus

fundamentos, las bases sobre las que

sustentaba. Descubrieron, como resultado, dos

caminos que apenas habían explorado para

lograr alcanzar sus metas: La pedagogía y el

proselitismo. Se plantearon ganar adeptos

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

entre la juventud, a base de explicar las

bondades que reportaba vivir en un sistema

que otorgara mayores libertades.

Evidentemente, el método de crecer para

ampliar las simpatías liberales entre cuanta

más gente mejor entrañaba un peligro más que

obvio, pero los muchachos decidieron

enfrentarlo en aras de difundir su mensaje y

evitar caer en la endogamia o el sectarismo.

Al mismo tiempo, un importante suceso

vino a modificar la estructura de la

organización: El padre de Patricio, Don

Jerónimo de la Escosura, decidió enviarle a

proseguir sus estudios a Francia, acompañado

de cierto oficial galo que estuvo albergado en

su casa durante varios meses. La inhabilitación

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

universitaria que pesaba sobre el joven

-además de las sospechas más que fundadas

del progenitor de que Patricio andaba metido

en algún club político- desencadenó la decisión

de apartarle de la escena el tiempo que fuese

conveniente. Así pues, en Septiembre de 1824,

Patricio de la Escosura partió en forzoso exilio

hacia Bayona. La decisión tomada por Don

Jerónimo probó ser acertadísima, ya que los

acontecimientos que estaban a punto de

desencadenarse iban a demostrarle hasta qué

punto se había mostrado previsor con respecto

al futuro de su vástago.

Pocos meses después, un día cualquiera

en la primavera de 1825, vemos a Fernando VII

en el real gabinete del Palacio de Oriente. Se

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

plantea rubricar algunos de los decretos que se

acumulan sobre la mesa, pero, hastiado,

desecha inmediatamente la idea. Reflexiona.

“¡Maldito país de los demonios! ¡Cuán

ímprobo el esfuerzo que me ha costado

hacerles entrar en razón! Terrible este

pueblo, brutal y hosco, pero manejable si uno

sabe aprovecharse de la marea. Y luego esta

corte de aduladores, lisonjeros y dobla-

espinazos que en mala hora me ha tocado en

suerte. Están acogotados, claro. Saben que

ahora soy yo, por fin, el que maneja el

cotarro. Decretos, permisos, discursos… ¡Palo

y tentetieso! Ése es el único mensaje que

entienden los españolitos. Y aquí Fernando de

Borbón sabrá administrar tal medicina.”

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

De repente, un sirviente interrumpe el

hilo de tan elaborados pensamientos.

Arrastrando los flecos de la librea, arrastrando

sus pies, casi a rastras con unos brazos largos y

sarmentosos… En fin, rastrero todo él. Con la

cabeza gacha, se va acercando -humilde hasta

la sumisión total- hacia el escritorio de madera

de caoba, colmado de papeles que en este día

tampoco verán la luz.

Coletilla, el perrillo favorito del

monarca, zigzaguea entre las barroquísimas

patas de la mesa y los pies del tirano,

demostrando mayor cantidad de rasgos

humanos positivos –fidelidad, nobleza,

alegría…- de los que se había permitido el

Borbón a lo largo de su vida.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

El sirviente levanta tímidamente la voz:

— Su Serenísima Majestad, con su

permiso: El ministro de Gracia y Justicia pide

ser recibido de urgencia.

— Ahora no puede ser –dice Fernando,

apoyándose en un gesto despectivo realizado

con su mano-.

— Ya se lo había avisado yo, Su Majestad,

pero él ha insistido en que se trata de un

asunto de extrema gravedad.

— Bien, bien. Que pase, pues. Si no

queda más remedio… -afirma, contrariado, el

sátrapa-.

Entra en escena Francisco Tadeo de

Calomarde. Aragonés –de Villel, para más

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

señas-, ministro de Gracia y Justicia, hijo de

ministro de Gracia y Justicia. En este momento

alcanza la edad de cincuenta años. Servil y

absolutista por naturaleza, repugna los

cambios y las evoluciones políticas. Cursó la

carrera de Leyes, y es un personaje pedante,

redicho al hablar. Tiene notoria fama de

adulador y de pájaro zorruno, astuto, maestro

en el arte de tratar a las personas y de

obtener de cada cual lo que más le convenga

en cada ocasión. Se aproxima al rey,

aguardando a que éste le interpele.

— Veamos, Calomarde. ¿Qué es lo que

ocurre y es tan importante como para

interrumpirme en la gobernanza de la nave del

Estado?

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Disculpe Su Majestad, pero, con todo

respeto, creo mi deber informaros sobre un

asunto trascendente, que juzgo resultará de su

interés.

— Pues tú dirás –dice Fernando,

acariciando el lomo de “Coletilla”-.

— Hemos detenido a un mozuelo, un tal

Luis Ugarte. Su padre, sastre proveedor de la

Corte, le ha denunciado. Mucho se teme que

ande metido en líos masónicos.

Concretamente, tiene fundadas sospechas de

que esté involucrado en un club secreto

formado junto con un puñado de sus

amiguitos.

— ¡Ay, ay, ay! –exclama Fernando- ¡Tan

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

chico y ya conspirando! ¿Me permites una

pregunta, Paquito? –dice, en tono irónico, el

monarca-.

— Por supuesto, Majestad.

— Si la terrible organización existe –

continuó con la ironía- y este mozo forma

efectivamente parte de ella, entonces, ¿me

puedes decir, Paquito, por qué tenemos un

sólo cachorrillo y no toda la camada?

— Verá usted, Alteza: En cuanto

recibimos el soplo pusimos a dos agentes a

seguir los pasos del muchacho, pero el muy

ladino ha caído en la cuenta de que le

espiaban y les ha tenido dando un buen garbeo

por todo Madrid… Inteligente que es el mozo…

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— O torpes nuestros agentes, Paquito, o

torpes nuestros agentes. Bueno, bueno. Te

dejo a cargo del asunto. A ti siempre te han

gustado los niños… -sonríe el monarca de su

propia chanza-. Tan sólo te exijo que esta vez

atrapéis a toda la colección… ¡Les daremos a

esos estudiantes una lección magistral! ¿Nada

más?

— Simplemente una cosa más, Majestad.

Tengo al muchacho ahí afuera. ¿Quiere hacerle

algunas preguntas usted mismo?

— ¿Por quién me tomas, Paquito? ¡Yo no

soy funcionario del orden! ¡Encárgate tú del

“prenda”, carajo, que un rey no desciende a

esos temas!

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Calomarde pliega la columna en

reiteradas ocasiones y se retira de espaldas a

la puerta del gabinete. Sale de la suntuosa

habitación y se dirige a la sala donde dos

agentes de la policía fernandina custodian a

Luis Ugarte. Entra, presuntuoso, sabedor del

poder que acumula en sus manos. Se siente

temido más que respetado, y eso le gusta.

Disfruta haciendo su sucio trabajo,

persiguiendo liberales y masones,

descubriendo paranoicas teorías conspirativas

que pudieran poner en peligro la estabilidad

del régimen.

El joven de origen vizcaíno, pálido de

miedo, apenas se hace sostener por un par de

piernas temblonas.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Soltadle y retiraos! –ordena,

imperioso, Calomarde-.

Los agentes se retiran sin chistar y dejan

en la sala a muchacho y ministro.

— Bueno, bueno. Así que tú eres Luisito

Ugarte, ¿eh, criatura? –comienza el ministro-.

— Así es, excelencia. Ya le he dicho mi

gracia nada más llegar.

— Bien. Me gusta estar seguro de con

quien hablo. ¿Sabes quién soy yo?

— Sí, excelencia. Usted es Don Jesús

Tadeo de Calomarde, ministro de Gracia y

Justicia.

— ¡Ea! Chico listo. Como ya he

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

comentado con anterioridad, siempre es

conveniente saber quién es nuestro

interlocutor. Y ahora que ya estamos en tratos,

me gustaría conocer en qué absurdos líos

andas metido y quién te ha embaucado para

participar en esas actividades indeseables.

— Me temo, señor, que no comprendo de

qué me está hablando usía –responde el joven

Luis-.

— ¡Hola, hola! ¿Con que esas tenemos?

Mira, hijo, no es cuestión de jugar a hacerse el

héroe en estos días. ¿Eres consciente de la

gravedad de tu situación?

— Sé que estoy detenido, pero ignoro con

qué cargos.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Estás entrando en una dinámica que no

te conviene en absoluto, muchacho. Luisito,

Luisito –comenta el ministro, dando vueltas

por la estancia con las manos a la espalda-…

Lo sabemos casi todo. En realidad, sólo

queremos que tú confieses el mal que estáis

intentando hacer a la Monarquía, la

cristiandad y, sobre todo, al Rey Nuestro Señor.

He estado departiendo con su Majestad hace

un instante y gracias a su magnánimo corazón

está dispuesto a perdonarte, siempre que

colabores y ayudes a parar esta infantil locura.

— No puedo serle útil, señor. En

realidad… no quiero serle útil –comenta Luis,

sacando fuerzas de flaqueza-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— De acuerdo; Míralo de esta forma.

Puedes colaborar para evitar que esta

chiquillada se convierta en un mal mayor.

Considéralo como un favor que les vas a hacer

a tus camaradas. Porque… no querrás que tus

compañeros caigan en un gravísimo entuerto

del que ya no puedan salir, ¿verdad? –dice

Calomarde, esta vez apoyando su mano en el

hombro de Luis-. No, ya me imagino que no.

Libérales de seguir participando en un juego

peligroso que atenta contra los principios más

sagrados del natural orden patrio.

— Con todo respeto, excelencia: Ya le he

dicho que no me es posible proporcionarle

información alguna –dice Luis, mirando

fijamente hacia las ventanas para escapar del

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

influjo ministerial-.

— Conforme. Hablemos de tu padre

entonces. Me han comentado que es un

excelente sastre… ¡y nada menos que

proveedor de la Corte! Eso da buena prueba de

su fantástica labor. Confeccionar trajes y

vestidos para bailes y recepciones, cuajados

de encajes y bordados, plenos de adornos y

galas… En fin –dice el ministro, torciendo el

gesto-, sería una lástima que el pobre tuviera

que buscarse otra ocupación. Ya sabes que,

hoy en día, la competencia es terrible, y hay

sastrecillos jóvenes que van abriéndose hueco

a base de ambición…

— ¡Señor! ¡Mi padre no tiene nada que

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

ver con este asunto! –salta, indignado, el

joven-.

— Te equivocas, mozo. Él también se verá

afectado por tus decisiones. Como puedes

observar, no es cuestión de perjudicar a tantas

personas por un orgullo mal entendido…

— Pero… pero… -balbuce Luis Ugarte,

destrozado, viéndose sin salida- No puede

hacerme esto…

— Puedo y lo haré, si no me dejas

alternativa.

— ¿Y qué es lo que quiere, que le haga

una lista de los miembros de la Sociedad?

— ¡No, no! No es necesario dar nombres.

Simplemente entérate de cuando se celebrará

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

la próxima reunión y pon una buena excusa

para justificar tu ausencia de hoy. El día

señalado pondré un puñado de hombres del

Rey a tus espaldas y ellos se encargarán del

resto. Así de sencillo. Con un poco de suerte,

tus amigos ni siquiera repararán en conectar

tu llegada con la irrupción de los agentes del

orden.

— Sea –dice, descorazonado, Luis-.

¿Puedo marcharme ya?

— Por supuesto, muchacho. Pero

recuerda: Tenemos un trato. No vayas a

estropearlo o tu padre y tú lo pasaréis muy,

muy mal…

— No se apure, excelencia. Sé a lo que

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

atenerme. Con su permiso… -añade Luis, que

se retira con la cabeza gacha y arrastrando los

pies, deseando salir de Palacio cuanto antes-.

Aproximadamente una semana después,

Luis fue convocado a un nuevo cónclave

numantino. Mandó recado a la Corte y a la

hora señalada varios agentes de la policía

secreta fernandina, de paisano, le esperaron

apostados en distintos puntos de su calle.

Aquellos hombres formaban parte de la recién

creada Policía General del Reino, compuesta

en su mayor parte por miembros del ejército

adictos al régimen y conocidos como

“Celadores Reales”. A veces, cuando así se les

requería, actuaban sin uniforme, como era el

caso.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

El muchacho salió del hogar cabizbajo,

con las manos en los bolsillos, desmoralizado.

Su conciencia le estrujaba el cerebro, dándole

vueltas a algo que, en el fondo, ya no tenía

ningún remedio. Pateó las piedras que osaban

interponerse en su camino, haciendo caso

omiso de la realidad que le circundaba: Para

Madrid la vida seguía, la ciudad no parecía

entender el drama que estaba a punto de

desarrollarse en la existencia de un puñado de

zagales con más ilusiones que criterio

práctico. Al alcanzar la Puerta del Sol no

reparó en los ciegos que pugnaban por ser

escuchados, enzarzados en feroz competencia,

en la monótona declamación de sus

truculentos romances. Tampoco escuchó los

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gritos de los aguadores, pregonando las

bondades del agua de sus cubas, ni los de las

naranjeras, empeñadas en que la calidad de

sus “excelentes” naranjas se conociera en el

extrarradio madrileño a base de berridos

inhumanos. Le eran indiferentes la multitud de

elegantes petimetres que sin duda se dirigían a

cortejar a la dama de sus sueños, dispuestos a

conquistar su atención con versos y frases

estudiadas. En esa mañana, ya podría dar el

mundo vuelta y que todos caminasen cabeza

abajo, que el pobre Luis Ugarte no había de

darse cuenta del portento. Los sicarios

fernandinos, confiados de ir a tiro hecho,

apenas ponían una pizca de disimulo en su

labor de seguimiento, con lo que le

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

recordaban aún más al mozo lo inminente del

naufragio numantino y su inestimable

colaboración para que ello sucediera.

A medida que el joven avanzaba, las

calles se iban relevando como si fueran

decorados de un estreno en un teatro de

segunda fila, sin orden aparente, sin

significado, cuando lo único que resuena en los

fueros internos de alguien son los ecos de la

traición, el seco golpear de la conciencia sobre

el yunque de los pensamientos.

Al fin topó, autómata de sus propias

piernas, con el portón de entrada al portal

objeto de su deambular. Dominado por un

inmenso sentimiento de repulsión empujó la

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

puerta para llegar al oscuro corredor donde se

encontraban las escaleras que daban acceso a

la botica. Descendió al sótano como quien

desciende a los mismísimos infiernos. Llamó

con clave secreta. Fue admitido y recibido. En

tan sólo unos instantes, la policía,

inobservante de las más elementales normas

de urbanidad, irrumpió estruendosamente en

el portal, bajó galopando los peldaños y redujo

a añicos la puerta de entrada al sótano.

Los miembros de la Sociedad Secreta

quedaron como petrificados ante la inesperada

imagen de un grupo de hombres penetrando

por la fuerza en su recinto sagrado.

— ¡Ea, sinvergüenzas! ¡Se os han acabado

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

las correrías! –gritó uno de los invasores, a la

sazón el líder del cotarro-. ¡Sacad los grilletes,

que éstos tienen habitación reservada en la

Cárcel de la Corona! –dijo, dirigiéndose a los

cuatro policías que le acompañaban-.

En el momento en que los guardias se

disponían a hacer sus detenciones, Pepe,

rápido donde los hubiera, saltó hacia la mesa

de presidencia –forrada en negra bayeta, por

supuesto- y agarró por el cañón una de las

pistolas que allí se encontraban. El polizonte

que fue a pararle recibió un fulminante

trastazo en la mandíbula propinado por la

culata del arma, cuyo resultado fue que dos de

las muelas del agente comenzaran a flotar sin

destino conocido atravesando la estancia.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Hijo de satanás! ¡Cogedme al de las

greñas negras! –gritó el jefe-.

Felipe Pardo tampoco se anduvo con

rodeos y consiguió alcanzar, en medio de la

confusión, una de las espadas que formaban

parte de la parafernalia numantina, acertando

a rasguñar a otro miembro de la partida

invasora. Pepe se vio emboscado entre dos

fuegos y mientras pugnaba por hacer frente a

un enemigo frontal recibió una tremenda

descarga a sus espaldas: Cayó de bruces sobre

el suelo, severamente maltrecho. Entre todo

aquel galimatías de gritos y carreras, algunos

jóvenes intentaron la huida, pero la vía de

salida hacia el portal estaba taponada por un

guardián inmutable.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Ya está bien! ¡Suelta la espada o te

hago un par de agujeros! –exclamó el jefe de

la partida, pistolón en ristre, dirigiéndose a

Felipe, que espada en mano se resistía a ser

capturado-.

El argumento de la autoridad no podía ser

más convincente, así que los muchachos

depusieron su beligerante actitud. Ayudaron a

levantarse al conmocionado Pepe y en un

santiamén fueron reducidos y confinados entre

grilletes. Resultaba patente que los

Numantinos, sociedad político-masónica

fundada por entusiastas amigos de la libertad y

la democracia, había llegado a su fin.

La desoladora comitiva abandonó el local

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

e inició así un breve peregrinaje por la Villa

que había de llevarla a la Cárcel de la Corona.

Entre empujones, empellones, gritos e

insultos, los zagales arrastraban sus pies,

hundidos, desconcertados, abatidos por el

inmenso dolor que les causaba la derrota. En

la mayoría de ellos apenas se había hecho

presente el miedo. Tan sólo la indignación y la

rabia punzante tenían cabida en sus

destrozados corazones.

— ¡Observen, ciudadanos, a qué se

dedican algunos de nuestros jóvenes,

intoxicados por el liberalismo y la masonería! –

exclamaba, a voz en grito, el policía al mando,

mientras señalaba a los desangelados

convictos-.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Manolos y manolas, pueblo llano y

ramplón, comerciantes, leguleyos…

contribuían al triste espectáculo escupiendo,

lanzando desperdicios y abusando verbalmente

de aquellos chicuelos. Hubo quien intentó

atinarles con piedras, pero el jefe de

expedición se lo impidió:

— Mi deber es llevarles enteros a prisión,

a la espera de juicio. ¡Ordenes son órdenes! –

parecía excusarse el agente fernandino-.

En un corto trayecto que a los derrotados

pareció hacérseles interminable, arribaron a la

Plaza de la Provincia, cercana a la Plaza

Mayor, donde destacaba la silueta de la Cárcel

de la Corona. Aquel edificio, paradójicamente

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

tan bello, que portaba en su frontispicio un

escudo monumental y cuatro excelentes

esculturas –representando las cuatro virtudes

cardinales-, se les presentaba a todos los

compañeros de secta como una cruel caverna

de torturas y desmanes, albergadora de no se

sabe muy bien que horribles suplicios en horas

privadas de toda libertad.

Al traspasar el umbral de aquella

institución, Pepe, Felipe, Ventura y los demás

dejaban en la calle los restos de su inocencia,

renunciaban abrupta e involuntariamente a

una niñez acabada de forma prematura,

pisoteada por los hechos y las circunstancias

de un país al que, una vez más, se le había

negado todo atisbo de redención.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

CAPÍTULO XX:

El Castigo

Cuatro o cinco días después de su

detención, la práctica totalidad de los

Numantinos seguían a la espera de juicio en la

Cárcel de la Corona, sobrecogidos ante la

posibilidad de un rigurosísimo escarmiento.

Tan sólo se habían salvado de la quema

Patricio de la Escosura –exiliado en

Francia bajo el pretexto de continuar sus

estudios-, Miguel Ortiz Amor –que había

cambiado la Universidad de Oñate por la de

Valladolid- y Luis Ugarte, que había visto

recompensada su delación con un indulto.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Las horas caían lentas y pesadas para los

muchachos encarcelados, agravadas por la

incertidumbre sobre cuál sería el destino que

les aguardaba. Allí penaban, en un largo

corredor provisto de celdas minúsculas a uno y

otro lado. Les envolvía y embargaba una casi

completa oscuridad, apenas rota por unos

ridículos ventanales enrejados que a duras

penas dejaban pasar la luz del sol. El

ambiente, lóbrego y sobrecargado, hacía la

tarea de respirar harto desagradable. Todo se

había conjurado, en fin, para hacer de aquella

estancia un maremágnum de angustia, temor y

malestar físico al que aquellos jóvenes,

mayoritariamente procedentes de familias

acomodadas, difícilmente podrían

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

acostumbrarse. La única bendición en ese

lugar horrendo le llegó a Pepe en forma de

casualidad: El carcelero le había emplazado en

una celda contigua a la de Ventura de la Vega,

con lo que ambos pudieron prestarse mutuo

apoyo moral en lo que duró su reclusión allí.

— Dicen que nos van a encasquetar un

tribunal militar, con ese malnacido de

Chaperón como jefe supremo –comentó Pepe,

agarrado a los barrotes y sacando su rostro

entre ellos-.

— Veremos a ver –replicó Veguita-. El

ministro de Gobernación, Cea Bermúdez, era

pariente lejano de mi difunto tío. Me consta

que está moviendo algunos hilos…

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— Pues más nos vale. Esperemos que

consiga hacer buena su condición de

parentesco porque, si no, a fe mía que estas

bestias nos escabechan.

— ¡Callaos, sinvergüenzas! –intervino la

voz de otro preso, común para más señas- Todo

esto os está bien empleado, por andar en

componendas contra su Majestad. No habrá

justicia en España si a poco no se os ve

colgando de una soga…

— ¡Cállate tú, Ernesto, y deja en paz a

los chavales! –exclamó otro recluso, en

contestación al primero- Hay que tenerlos bien

puestos para intentar montarle gresca al

“Narices”.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¡Respeta a su Majestad, botarate!

— ¡Respeta tú a los que desean mejorar

las condiciones de tu miserable vida, meapilas!

— ¡Desgraciado!

— ¡Servilón!

— ¡A ver esa boca, Romero, que te estoy

oyendo! -intervino el carcelero, desde el fondo

del pasillo-

— Mi padre está en Madrid –siguió, en un

murmullo, Pepe-. Él también está haciendo lo

que puede, intentando utilizar sus castrenses

influencias para atenuar nuestra condena.

— ¿Y cómo lo sabes? –preguntó Ventura-.

— Me lo ha dicho el carcelero, que a

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

lo que parece tuvo el honor de luchar a sus

órdenes contra los franceses en Badajoz.

Justo en ese momento, la cancela que

daba acceso al pasillo de celdas tintineó con

un ruido de llaves magnificado por el eco. La

reja chirrió sobre sus goznes y se oyeron pasos.

En cuestión de segundos Pepe se encontró

frente a frente con la cara cansada y abatida

de Don Juan José Camilo de Espronceda.

— ¡Padre! ¡Padre! –gritó, emocionado, el

joven-.

— Tan sólo unos minutos, ¿eh, Don Juan

José? Me la estoy jugando con este asunto... –

intervino el guardián-.

— No se preocupe. Intentaré ser lo más

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

breve posible –dijo Don Juan José, en un hilo

de voz-.

El padre de Espronceda, un anciano que

ya había sobrepasado los setenta años, parecía

tener la mirada perdida, vidriosa, abrumado

por un peso tan grande para una edad tan

poco propicia a los sobresaltos. Había

alcanzado en el ejército el grado de coronel y

ejercía sus funciones plácidamente en

Guadalajara, justo hasta enterarse de la

funesta noticia. Intentó recomponer su figura

y armarse de entereza para dirigirse a su hijo:

— ¡Pepe, Pepillo mío! ¿Qué es lo que has

hecho?

— ¡Ay, padre, que nos han delatado! Un

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

compañero, vaya usted a saber por qué

motivos, ha servido nuestras cabezas en

bandeja de plata a los esbirros de este

régimen.

— ¡Silencio, insensato! ¡Deja de hablar de

esa forma! ¿Acaso no comprendes la gravedad

de tu situación?

— Lo siento, padre. Comprenda usted, los

nervios, la excitación, el cansancio…

— Y el miedo, Pepe, y el miedo.

— Y el miedo, padre. Para qué lo vamos a

negar…

— Escúchame bien –dijo Don Juan José,

esforzándose al máximo para deshacer el nudo

que se había formado en su garganta-. No hay

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

mucho tiempo, así que presta atención. Tu

madre está al borde del colapso y en atención

a ella he venido para hablarte.

— ¡Mi pobre madre! ¡Me imagino cuánto

estará sufriendo!

— Déjate de tardíos lamentos. Deberías

de haber pensado en ella, en todos nosotros,

antes de haberte embarcado en esta locura

suicida que ahora nos trae de cabeza. Bien. En

consideración a mi cargo y provecta edad, he

podido tener acceso a algunos superiores que

me han asegurado que harán todo lo que les

sea humanamente posible con objeto de

suavizar el rigor de vuestra penitencia.

— ¡Mil gracias, padre! Como se conoce

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

que quiere usted a su hijo, aunque le haya

salido algo ligero de cascos…

— También me han llegado noticias de

que Don Francisco Cea Bermúdez está

revolviendo el reino para que no caigáis reos

de una comisión militar... –y añadió, bajando

el tono- Sólo el cielo sabe la sentencia que os

pueden endilgar esos desalmados…

— Totalmente de acuerdo, señor.

— Solamente te ruego que en estos

momentos de espera no des lugar a quedar en

aún mayor evidencia. Compórtate y sigue las

instrucciones de esta gente al pie de la letra.

— No se apure, padre. Haré todo cuanto

usted me dice.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— De acuerdo. Debo retirarme –el anciano

alargó su mano para estrechar las que estaban

al otro lado de los barrotes-. Cuídate, Pepe.

— Cuídese, padre –dijo Espronceda,

demorándose en liberar la mano de su

progenitor-. De muchos recuerdos a madre…

Fuera ya del respectivo campo visual,

padre e hijo comenzaron a sollozar; Cada cual,

eso sí, por diferentes motivos, aunque raíces

ambos de un mismo sentimiento de temor e

impotencia.

El caso es que el juicio se celebró al

poco, consiguiendo la suma de voluntades e

influencias de amigos y familiares que fuera en

su versión civil. La responsabilidad de

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

administrar justicia en nombre del rey recayó

sobre la Sala de Alcaldes de la Villa, cuyos

componentes, sin ser hermanitas de la

Caridad, trataron a los acusados con un

mínimo de humanidad y dulcificaron un tanto

sus penas. La Sala consideró que, puestos a

reconvertir y recuperar a los jóvenes para el

nuevo orden creado -cruel ironía histórica la

de que un régimen que retrotraía al país al

medievo fuera la última novedad en España-,

lo más adecuado sería que la reclusión

impuesta a cada uno de los miembros de la

Sociedad Numantina fuese llevada a cabo en

instituciones religiosas: Se trataba de

catequizar las díscolas mentes de los

muchachos a la vez que se intentaba borrar de

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ellas toda traza de librepensamiento.

Así pues, los muchachos fueron

condenados a varios años de encierro en

distintos monasterios distribuidos por la

geografía hispánica. Veguita permaneció en

Madrid, bajo la vigilancia de los Padres del

Convento de la Trinidad. Pepe, sin embargo,

fue enviado al convento de San Francisco en

Guadalajara. En esa adjudicación de destino

tuvo mucho que ver Don Juan José, su padre,

que allí residía, como ya hemos mencionado,

por motivos castrenses.

En aquellas jornadas, Los Numantinos

disfrutaron en general de un trato amable y

correcto por parte de las distintas

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

congregaciones religiosas, que no habían sido

contagiadas del fanatismo e intransigencia de

las autoridades civiles.

Cierto día de primavera, año 1825, Pepe

Espronceda se hallaba en el claustro del

Convento de San Francisco, cumpliendo su

particular penitencia. Se trataba de un lugar

recoleto y pacífico, inspirador de calma y

tranquilidad. Los cuatro laterales del recinto

estaban compuestos de arcadas en forma de

semicírculo, sobre las que se encontraba un

piso alto también repleto de arcos. La piedra

caliza pugnaba en protagonismo con el ladrillo

como materiales visibles de la construcción.

Una hilera de cipreses rodeaba el claustro,

apoyados sobre un tapiz de hierba. En el

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

centro del patio se elevaba, sobrio y estático,

un pozo de mediano tamaño, sobre el que se

apoyaba el joven Espronceda. En sus manos

sostenía una carta y la lectura de la misma

daba a sus rasgos un tono relajado, de

absoluta distensión. De cuando en cuando

sonreía, echaba los brazos en alto o soltaba

algún bufido, según lo que las líneas del

documento inspiraban al lector. En esas estaba

en el momento que vino a interrumpirle el

Padre Vicente, religioso al que se había

encomendado la tarea de velar por el

bienestar físico y espiritual de Pepe. Portaba

el clásico hábito franciscano, color marrón

claro y coronado por capucha, y el muy

afamado cordón franciscano de tres borlas

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

colgado a la cintura. En sus manos,

constantemente, un escapulario. Hablando de

su aspecto mundanal, el Padre Vicente era un

hombre de unos cincuenta años, delgado y

adusto sin caer en lo severo, de barba

encanecida y ojos de un azul profundo.

— ¿Qué hay, Pepillo? ¿Qué nuevas te

cuenta tu compañero del alma? –dijo el Padre,

refiriéndose al contenido de la carta-.

— ¡Ah, es usted! –replicó Pepe levantando

la cabeza, como saliendo de un sueño-. Muchas

y buenas, Padre Vicente, muchas y buenas.

¡Este chico es un pillastre! Figúrese usía que

acude a todos los actos de la comunidad

trinitaria mostrando la mayor devoción

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

posible, cuando a él no se le suele ver pisando

una iglesia. Me cuenta que ha encontrado

nueva inspiración en los asuntos sagrados, así

que se ha puesto a componer versos religiosos

“de alta profundidad espiritual” –en ese

instante Pepe no pudo contener la risa, que se

le escapaba del alma a borbotones-.

— ¡Pepe! –le amonestó el religioso-.

— Perdone usted, Padre. Mi risa no

significa burla de las cuestiones divinas, sino

asombro ante las cosas mundanas de este

tarambana de Veguita.

— La gente cambia, Pepillo. No es

necesario ser tan irónico.

— Ya. Pues mire usted que puede tener

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

razón porque al muy truhán le ha dado

también por cantar en el coro de los frailes las

Vísperas y los Maitines, supongo que para

castigo de sus religiosos oídos.

— Bien, bien. El mozo comienza a andar

por la buena senda. ¡Ya podías aprender algo

de él en vez de ser tan descreído!

— Está bueno, Padre, pero ahora escuche

que sigo: Por las tardes, el ínclito Veguita

disfruta jugando al escondite en la huerta del

monasterio con los Hermanos más jóvenes.

— No se aburre, no. –comentó el Padre

Vicente, sonriendo-. ¿Y por la noche?

— ¡Ah! La noche la reserva para una

peculiar tertulia que tiene montada en la

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

celda de un tal Padre González, donde lo

mismo recita poesías que inventa acertijos y

charadas o despliega su encanto y gracejo a

base de chanzas e ingeniosas ocurrencias.

¡Demonio de muchacho!

— ¡Pepe!

— Perdón, Padre.

— Perdonado, Pepillo.

— Pues mire usted –dijo Pepe, moviendo

de un lado a otro su cabeza y sin dejar de

sonreír- que en cuestión de rellenar la panza

tampoco le va mal. Me cuenta que le tienen

alimentado a base de sopas de tortuga, salmón

y alguna que otra carne exquisita. Por no

hablar de los sabrosos chocolates con

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

soconusco, excepcional deleite para su

paladar.

— ¡Diantre, Pepillo! ¡Tu amigo es un

artista!

— No lo sabe usted bien, Padre –en ese

instante, Espronceda pareció reflexionar por

un momento-Padre Vicente, ¿podría yo darle

réplica a mi fiel compañero?

— ¿Devolverle contestación, te refieres?

Claro está. Eso sí, siempre que en tu texto no

injuries, calumnies o levantes falso testimonio

contra alguno de los grandes personajes que

han traído la paz a éste nuestro amado reino.

— ¿La… la paz? –balbució, desconcertado,

Pepe-.

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— ¡Pepeeee!

— Disculpe usted, Padre.

— Recuerda por qué estás aquí. No

remuevas toda esa suciedad que antaño

albergó tu mente, aplaca tus ánimos juveniles.

Por ellos te has visto donde te ves.

— De acuerdo, Padre.

— Bien está.

— Padre Vicente…

— Sí. Dime.

— Si yo, en la misiva, dibujo la realidad

tal cual se presenta a mis ojos, tal cual se

presenta a la vista del resto de mortales…

¿sería eso injuriar, calumniar o levantar falso

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testimonio?

— Ni lo sería ni lo será, muchacho. La

verdad no ofende a Dios, cuanto menos ha de

ofender el oído del hombre. Ahora, cuida de

observar con tino y procura dulcificar lo que

penetra en tu visión… Porque… No nos querrás

buscar conflictos, ¿verdad?

— Descuide, Padre. Su honor y la

reputación de esta venerable congregación

quedarán totalmente salvaguardadas.

— Ve, pues, y escribe tranquilo a tu

amiguito.

Pepe se dispuso a cobijarse en su celda

determinado a echarle unas líneas a Ventura,

pero antes de alcanzar la salida del claustro le

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alcanzó la voz del Padre Vicente:

— ¡Pepe!

— Dígame su merced –contestó

Espronceda, dándose media vuelta-.

— Y que no me entere yo que andas

convirtiéndome a los novicios o vamos a tener

más que palabras.

— Sea, Padre –replicó Pepe esbozando

una sonrisa, para luego añadir-. Aunque no

debe de olvidar usía que si la carne es débil, la

boca, parte de ella, puede serlo del mismo

modo.

El Padre Vicente no pudo más que reír de

la ocurrencia de aquel adorable sinvergüenza

que el destino les había mandado como

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penitencia.

Al fin Pepe se encerró en su diminuta

celda. La quietud del cuarto, unida al

rumoroso sonido de los álamos del exterior, le

hicieron caer instantáneamente en una

especie de ensoñación. Imaginó ser un monje

copista de la Edad Media, todo el día “ora et

labora”, enterrado entre maravillosos códices

bellamente iluminados por pan de oro.

Repasaría sus páginas, plenas de una caligrafía

prácticamente sobrenatural, de otro mundo,

procedentes de algún soplo divino más que de

una humana manufactura.

El piar alegre y cantarín de los gorriones,

de algún jilguero o petirrojo, el lento y

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espacioso tañer de las campanas, no podían

ser muy diferentes al ruido de fondo que

aquellos copistas medievales escuchaban

mientras, con extrema minuciosidad, se

dedicaban a reproducir aquellas obras de arte

intemporal.

En medio de toda esa quietud

sobrecogedora Espronceda tomó el cálamo, lo

sumergió en tinta y agarrando unos pliegos de

papel se dispuso a escribir a su querido

compañero Ventura de la Vega, cómplice de

tantas y tantas correrías:

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

Estimadísimo Veguita:

He recibido tu misiva y en cuanto me ha

sido posible he decido responderte.

Primeramente he de confesarte la sinceridad

de todas y cada una de las líneas que vas a

leer. Me arriesgo a escribirte conforme a mis

sentimientos, sin previa censura, esperando y

confiando en la buena fe de los Padres

Franciscanos, pues prefiero jugármela a que

no llegue una carta franca y abierta a que

llegue mutilada o retocada que, al cabo,

viene a ser una y la misma cosa. La verdad es

que tus letras me han reportado gran alegría.

El relato de tus andanzas con los Padres

Trinitarios me han proporcionado un buen rato

de divertimento. Ya veo que vives a cuerpo de

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rey, y la verdad es que no me extraña en

absoluto, debido a tu proverbial facilidad

para ganarte a todas y cada una de las

personas que te rodean. El hechizo de tus

ojillos negros y tu fluidísimo verbo han

logrado –como no podía ser de otra forma-

que los pobres religiosos hayan caído en tu

trampa. Por mi parte, sigo trabajando en mis

poemas y composiciones –tiempo tengo aquí

más que de sobra- y modestamente pienso que

estoy adelantando mucho en mejorar mi estilo

y técnica. De hecho, te puedo comentar que

ando embarcado en la confección de un largo

romance al que voy a titular “El Pelayo”, el

cual narra la epopeya de tan insigne personaje

histórico de los anales patrios. En cuanto

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

pueda, he de hacérselo llegar al Maestro Lista

para que me dé su justa opinión acerca de su

calidad. Me parece que la temática y las

formas métricas elegidas serán de su

completo agrado, aunque me atrevo a

adelantarte que de seguro le encuentra

multitud de fallas -¡Ya sabes lo exigente que

es Don Alberto!-. En fin; De mi estancia aquí,

decirte que intento difundir nuestras ideas

entre los frailes más jóvenes, ya sea mediante

algún panfletillo que reparto a escondidas, ya

mediante alguna conversación furtiva que

intente esquivar la estricta vigilancia a la que

me somete el Padre Vicente, franciscano a

cuyo cargo ha sido encomendada mi custodia.

Lo cierto es que el buen señor me lo pone

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bastante difícil, pero yo no pienso cejar en el

empeño –ya me conoces, ¿no?-. Por lo demás,

aprovecho la sabiduría de estas gentes para

progresar en mi conocimiento de materias tan

provechosas como el latín y la filosofía, ya

que no me gustaría tampoco descuidar mi

formación. Y leo: Leo cuanto puedo –o, para

ser más exactos, me dejan- de los volúmenes

que guardan los Padres en su excelente

biblioteca, cuajada de clásicos griegos y

romanos y de autores medievales de la

cristiandad.

Por lo demás, he de reconocer que mi

mente es un hervidero de proyectos, que

espero llevar a buen puerto una vez termine

esta condena con la que nos quieren hacer

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entrar en vereda. El más importante de ellos –

sin duda el más urgente en mi orden de

preferencias- es el de viajar. Necesito ver

mundo, Veguita, ampliar mis menguadas

perspectivas, visitar otros países

democráticamente mucho más avanzados que

el nuestro, con objeto de recopilar

información y estrategias que algún día

-espero no muy lejano- nos permitan aplicar

esas experiencias en suelo patrio: Porque

necesito sacudirme esta galbana hispánica,

esta soberana decepción que me va

consumiendo poco a poco. La verdad es que

pienso mucho en Patricio, en su forzada

estancia en Francia, aunque por otra parte me

da cierta envidia, ya que ha tenido la inmensa

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

fortuna de librarse de esta hoguera

inquisitorial en la que nos han sumido estos

nuevos Torquemadas. Si el tiempo y las

circunstancias me lo permiten, no te quepa la

menor duda de que haré lo que esté en mis

manos para poder encontrarme con él en la

gloriosa patria de la revolución.

En fin, Ventura. Me voy despidiendo de

ti. A este periodo de nuestras vidas tarde o

temprano le llegará su San Martín, así que nos

ha de pillar preparados. Creo que todos

hemos aprendido una valiosa lección del

embrollo que nos ha tocado vivir. Esta

experiencia –no tengo la menor duda- ha de

servirnos para hacernos más fuertes y creo

que nos ayudará a madurar a pasos

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

agigantados. Espero, queridísimo compañero

de fatigas, poder darte un ciclópeo abrazo a

la mayor brevedad posible. De momento,

habremos de conformarnos con este

monumental saludo que te envía tu siempre

amigo: José de Espronceda.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

EPÍLOGO:

Joven en Barco Camino de Portugal

En las postrimerías de una inusualmente

fresca noche de Julio de 1827, una balandra

sarda surcaba el Atlántico aproximándose a

Lisboa. Después de tres azarosas jornadas de

viaje que tuvieron su inicio en el puerto de

Gibraltar, la pequeña nave estaba a punto de

arribar a su objetivo. La primera ciudad

moderna europea permanecía con sus galas

ocultas en la madrugada debido a la influencia

de una bruma difusa y a la cierta distancia que

del barco aún la separaba. La capital lusa,

cual dama celosa de sus encantos, parecía

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

querer esconder su renovado rostro, fruto de

la reconstrucción a la que fue sometida tras el

tremendo terremoto de 1755.

Asomado a la borda de aquella modesta

embarcación, un joven de diecinueve años

observaba el reflejo de la luna llena sobre las

cambiantes ondas marinas. La blanca luz se

dejaba mecer por los vaivenes caprichosos del

sutil oleaje oceánico, jugando a romperse y

reunir de nuevo sus trozos sobre el oscuro

manto acuático. La mente del muchacho

utilizaba ese telón de fondo para proyectar las

imágenes y recuerdos que a ella acudían en

esa hora de calma y meditación. José de

Espronceda ni podía ni quería descansar y

había abandonado la cámara de bajo cubierta,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

atestada de pasajeros e inundada por un calor

húmedo y rancio, unido a una mezcla de olores

tal, que desperezó ipso facto el poco sueño

que aún le faltaba por perder. Abajo eran

treinta y tantos los pasajeros que pugnaban

por mantener un espacio donde descansar, en

un ambiente que sometía los nervios a

constante prueba. Una luz tenue y

fantasmagórica era el único consuelo entre

aquella marea de cuerpos destrozados por la

fatiga.

Pepe prefirió alejarse de aquella

monumental mezcolanza para pensar al

socaire de la brisa. En su cerebro se sucedían

las remembranzas de todo lo acontecido en los

últimos años de su vida: Las jocosas aventuras,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

las audacias, las travesuras, los estudios en el

ya clausurado colegio de San Mateo… También

tuvo tiempo para acordarse de sus amigos, de

Patricio, de Ventura, de Felipe… así que volvió

a repasar mentalmente toda aquella ejemplar

historia de camaradería, compañerismo y

lucha por las perdidas libertades. Hubo

momentos en que, funesto y tenaz, le

acometió el miedo, la angustia, la añoranza de

la patria que atrás dejaba. En esas estaba

cuando una mano apoyada en su hombro vino a

liberarle de sus ensoñaciones.

— ¿Qué hay, joven caballero? ¿Acaso no

puede usted conciliar el sueño?

La potente voz provenía de un hombre

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

robusto y algo grueso, de modales un tanto

hoscos y genio torcido. Se trataba de un

comisario de guerra español a la sazón

también tripulante de aquella nave.

— ¿Cómo podría, señor? Esa cámara de

ahí abajo es lo más parecido a los infiernos

que Dante pintó en su “Divina Comedia” –Pepe

hizo una pausa-. Aunque, aquí entre nosotros,

no creo que, de haber un infierno, alcance

tales grados de bochorno, sofocación o

condensación humana cuales los que presenta

esta balandra del demonio.

— Muy pensativo le veo, si no es

indiscreción el comentario –señaló el

comisario-. ¿Mal de amores, quizá? ¿Melancolía

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

al dejar España?

— Nada de lo primero y algo bastante de

lo segundo. ¿Usted es también emigrado?

— Puede decirse que sí, joven. Le puedo

confesar que su majestad el rey Fernando VII

no es de mis monarcas favoritos precisamente.

Regresaré a España porque allí se encuentra mi

sustento, pero aprovecho cualquier ocasión

para aceptar tareas en el extranjero. Donde

otros terruñeros dicen “no”, yo digo “allá

voy”.

— Bien, señor. Pues entonces entenderá

mis sentimientos. Llevo en el alma una mezcla

de asco y de rabia, y no sé si en ese orden

precisamente.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

— ¿Exiliado político?

— Exiliado y punto. La gran mayoría de

usos y costumbres del día en la patria me es

totalmente ajena. No comulgo con el orden

establecido ni con el pueblo que servilmente

lo sustenta.

-Bueno, bien. Usted es joven y demasiado

fogoso aún, pero con la edad ha de ver que a

todo se acostumbra uno: La necesidad es la

señora madre de la adaptación, si me permite

decirle.

El comisario de guerra era un hombre

pendenciero, excesivamente obsesionado con

las cuestiones del honor y ya había tenido

varios encontronazos a lo largo de la travesía

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con algún que otro catalán de aspecto rústico

a costa de cualquier cuestión referente al

rancho de navegación o del espacio disponible

para cada cual en la diminuta cámara. Su

carácter atrabiliario y desabrido le había

granjeado la antipatía de la mayor parte del

pasaje y Pepe sabía que debía andarse con

tacto a la hora de tratar con tan delicado

personaje.

— Me encuentro algo cansado, caballero.

¿Le apetece que bajemos un rato a descansar?

–inquirió Espronceda-.

— Vayamos, pues. Tengamos el coraje y la

habilidad de encontrar espacio donde no lo

hay.

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

La pareja descendió hacia la cámara

despaciosamente. En lugar de instalarse entre

la multitud, decidieron aposentarse en las

escalerillas, el lugar más desahogado de toda

aquella estancia.

En la penumbra apenas pudieron

distinguir el totum revolutum de figuras

humanas, rodando entre náuseas y quejidos,

respiraciones pesadas a causa de la escasez de

oxígeno. El aire viciado pendía en el ambiente.

Llamaba especialmente la atención el aullido

lastimero y exasperante de una mujer que se

mezclaba con sus propias maldiciones y

juramentos. La dama estaba gravemente

enferma y agonizaba en compañía de su

marido, hombre serio, circunspecto y

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resignado ante tal trance. Una chanza, cierta

ocurrencia que se le escapó al comisario hizo

que Pepe soltase una carcajada que molestó

sobremanera al esposo de la mujer

desahuciada, el cual se dirigió amenazante

hacia el muchacho y le espetó:

— ¿Te parece ésta hora para risas,

jovenzuelo insolente?

— Dígame usted, pues, a qué hora me

debo yo de reír, caballero –respondió, en un

arranque de mal humor, Pepe-.

El marido, encorajinado ante tal

contestación, levantó su puño, dispuesto a

descargarlo contra el osado muchacho, pero

un golpe de timón le hizo perder el equilibrio y

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acabó atizando a uno de los catalanes que, sin

comerlo ni beberlo, se encontró metido en la

refriega. Estalló así una caótica pelea que

enredó a la mayor parte del hastiado pasaje.

Alguien golpeó el farol que prestaba débil luz

a la escena y los mamporros se repartieron al

azar de la oscuridad. Tras unos minutos

interminables, el cansancio impuso calma a los

genios destemplados. Pepe decidió volver en

solitario a cubierta para volver a llenar sus

pulmones de aire puro y deshacerse así de

todo aquella infernal zarabanda.

El sol emergía poderoso y bello al final

del horizonte oceánico. Un leve viento marino

del amanecer empujaba todos los recuerdos de

una mala noche y una peor travesía,

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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco

inspirando en el joven una fortaleza que se

había ido debilitando en las jornadas de viaje.

Un rebaño de nubes se teñía en carmesí,

delicadas y mansas sobre un fondo azul oscuro.

Los primeros rayos del astro rey tendían

alargadas sábanas doradas sobre la superficie

acuática que parecían moverse al capricho de

las olas. Todo ese espectáculo, en fin, llegó

para reconfortar los ánimos del muchacho,

inspirándole nuevos pensamientos y

esperanzas.

De repente, algo arrancó a Pepe de su

plácido letargo. Una comitiva, encabezada por

el marido llevando a hombros el cadáver de su

esposa, desfiló lentamente hacia cubierta. El

hombre reflejaba en sus facciones una mezcla

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de pena, rabia y resignación. Se paró cerca de

Espronceda y, sin mirarle, dejó caer sobre las

tablas el cuerpo de su mujer al que dedicó una

última mirada, antes de arrojarla con

resolución a las espumas que la balandra

surcaba. El cadáver pareció pugnar por un

momento contra las aguas para luego

desaparecer definitivamente. Terminada la

operación, el marido volvió a lo más recóndito

de la cámara sin mediar palabra, con objeto

sin duda de mascar en solitario su desolación.

Lisboa aparecía ya nítida a la vista y en

breves instantes la balandra arribó a la costa

lusa. Al atracar en el puerto de Lisboa, una

barcaza abordó al navío recién llegado.

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— ¿Qué nos quiere esa gente? –preguntó

curioso Pepe-.

— Son de inspección médica. Vienen a

revisar el estado del barco y hacernos pasar

una breve cuarentena –respondió el comisario

de guerra-.

— Creerán que los españoles venimos a

traerles alguna rara enfermedad que ellos no

tengan, como si no sobrasen en el mundo

cientos de ellas.

— Puede ser. Ahora, que la más grave

dolencia que portábamos hace unos minutos

que yace con las bestias marinas en el fondo

del océano –comentó el comisario, en

referencia a la mujer muerta-.

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Un par de hombres subieron a la

embarcación y hablaron en portugués con el

comisario, el cual poseía sus rudimentos del

lenguaje extranjero.

— ¿Qué desean? –interrogó Espronceda a

su compañero de viaje-.

— Nos demandan una gabela sanitaria.

— ¿Una gabela? ¿Y eso qué demonios es?

— Pues el pago de una tasa de salud para

el gobierno de Portugal.

— ¡Vaya con los lusos! –exclamó Pepe-.

Bueno, ¿y a cuánto asciende la suma?

— Tres pesetas por cabeza.

Espronceda alargó un duro a uno de

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aquellos hombres y recibió dos pesetas de

cambio. Al tomarlas en su mano, con ademán

raudo y dispuesto, decidió arrojarlas al mar:

Había echado por la borda todo el capital que

llevaba encima.

— ¿Pero por qué ha hecho eso, hombre de

dios? –le preguntó, azorado, el comisario-.

— Mire usted, señor. Simplemente no

quiero entrar en tan gran ciudad con tan poco

dinero.

Una vez guardada la ínfima cuarentena y

hechas las despedidas de rigor, Pepe se

sumergió con ansia de aventuras en la bella

capital. El radiante sol de la mañana -unido a

las espectaculares estampas que a su vista se

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ofrecían- fue suficiente aliciente para hacerle

olvidar que andaba sin pan que le sustentase

ni techo fijo donde poder guarecerse. La falta

de conocidos en aquellas tierras y la incógnita

que le presentaban sus gentes no parecían

arredrar en lo más mínimo su pujante espíritu

juvenil. Todo aquello no representaba ningún

problema para un muchacho de voluntad

extraordinaria cuyo instinto no ignoraba que

sólo disponemos de una vida: Y Pepe estaba

determinado a aprovecharla plenamente.

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