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Luces en el tunel y otros relatos

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RELATOSRELATOSRELATOSRELATOS JOSE GOIG

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EDITORIAL GOTX - 1998

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A quién me enseñó a escribir.

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Y como no podía ser de otra forma, a Cari.

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“Soy humano, nada humano me es ajeno.”

Publio Terencio

Esto pretende ser sólo un principio,

pero si fuera el final tampoco pasaría nada.

El autor

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AQUEL BAILE

Ni a ella ni a mí nos apetecía ir a esa boda. Era la típica boda donde la relación que te une con el novio o la novia es mínima, casi superficial, de la que tienes noticia cuando un buen día encuentras una invitación más bien hortera entre el correo diario.

Porque además, el ir de boda implicaba hacer un viaje de quinientos kilómetros para volver dentro de dos días.

Todavía en la cama, al despertar, lo comentamos. Sí, no, bueno, venga, vamos, quizás la comida esté bien. Ultimamente estabamos perezosos. Y estaba lloviendo. Creo que nadie convenció a nadie, pero al final preparamos las cosas.

Antes de salir de la ciudad, paramos delante de la panadería. Estaba diluviando.

Coge el paraguas le dije.

Ella salió a comprar algo con su paraguas de colorines. Puse la radio. Tuve que subir el volumen porque el golpear de las gotas no me dejaba oír lo que quería escuchar. Miré de un lado para otro, impaciente. No me gustaba esperar. Parecía que había cola en la panadería. Volví a curiosear, aunque no se veía gran cosa. En el carril contrario, como a unos veinte metros de distancia, estaba aparcado un camión de los que transportan coches. Lo vi pero no reparé. Ella no salía. Lo intenté ver de nuevo. Demasiadas gotas. Me fijé mejor. El piso de arriba llevaba cuatro coches. El de abajo, tres. Falta uno, pensé.

Bajé la ventanilla un poco. La cerré rápidamente. Me estaba mojando. Sí, sólo había tres coches en la parte baja. Pero uno de ellos tenía un aspecto extraño. Bajé de nuevo la ventana. Un poco más que antes. Retire el brazo del posamanos. El coche que me llamaba la atención era más largo de lo normal, tipo furgoneta, y llevaba tapada la parte trasera y también el capó. Pensé que cual sería la razón. Cerré. Maldita panadería. ¿Un furgón funerario?, me pregunté. Apreté el botón hasta el final. Sí, no podía ser otra cosa. Por eso era tan largo y por eso estaba casi cubierto. Quizás fuera un tema supersticioso el transportar de esta forma estos coches.

Por fin salió ella. Me olvidé del camión. Tampoco le dije nada. Arrancamos y le pedí un poco de pan. Empezaba a tener hambre.

El viaje se hizo pesado. Cuanto más nos acercábamos a nuestro destino más llovía.

Pasó la noche y llegó el día de la boda. Por la mañana paseamos. Echamos la siesta y nos vestimos con parsimonia. El hotel era cómodo y la calefacción excelente. Era media tarde y estaba oscureciendo.

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¿Nos quedamos? le pregunté.

Llegamos a la iglesia. En realidad era una vieja ermita en medio del campo. Ya se estaban formando los primeros grupos de invitados.

Creo que hemos llegado muy pronto le comenté.

Si quieres esperamos en el coche me respondió ella.

Queda un poco ridículo, ¿no? contesté.

Así que salimos y nos quedamos un tanto apartados. Los dos solos. A la hora acordada llegó el novio. Parecía nervioso pero tampoco me fijé mucho. Habían pasado diez minutos cuando apareció la novia.

Muy guapa me dijo ella.

Como todas las novias contesté.

Entramos a la iglesia y nos sentamos en un ala pero en los primeros bancos. La luz era bonita y sonaba un órgano. La gente empezó a entrar. Lo hizo el novio. Mire hacia el portón de la entrada. Vi a un señor asomado. Más bien, una cabeza asomando. No se veía más. Parecía muy mayor. Sonó una marcha y entró la novia.

¿No te emociona? le pregunté.

¿El qué? respondió ella.

Todo esto dije.

Hace tiempo que no me emocionan estas cosas.

La ceremonia transcurrió aburrida. Bostecé varias veces. No sabía donde meter las manos y las piernas. El banco era muy duro y me sentía incomodo. No volvía a ver al señor de la puerta hasta el momento de la comunión.

¿Te has fijado? le pregunté.

¿En qué?

Es el único hombre que va a comulgar.

¿Qué pasará dentro de diez años? le comenté.

Que no comulgará nadie respondió ella.

Me dio tiempo a fijarme bien en él. Vestía un traje claro, antiguo. Me gustaron sus zapatos, de color blanco. Se movía despacio, no andaba muy bien. No imaginaba los años que podía tener.

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De acuerdo al guión, acabó la ceremonia. Nos quedamos retrasados. Salimos de los últimos. Cuando marchábamos hacia la salida, le volví a ver en la misma posición que la primera vez. ¿A quién estaría esperando? o ¿qué estaría buscando?. Pasamos a su lado. Le miré. Dio la impresión de que me saludaba. Quizás fuera uno de esos saludos de cortesía o amabilidad que mucha gente mayor acostumbra a dar, pensé. Todavía quedaba algo más de una hora para la cena, así que nos fuimos a dar un paseo. Comentamos lo del señor. Los dos estabamos intrigados por saber quién era.

Nos sentamos a cenar. En una esquina. Solamente hablamos entre nosotros. Le vimos entrar y sentarse junto a los novios. Le estuve observando. Todo él desprendía una serenidad y una aparente paz interior que daba cierta envidia. La que parece que llevan consigo aquellas personas cuya vida se apaga, a las que las responsabilidades les han ido abandonando y cuyo objetivo es vivir el día a día sin planear siquiera el futuro más cercano.

Le vi bailar con la novia. Creo que se emocionó. Pensé que quizás él estaría pensando que podía ser su último baile. En aquel momento, me acordé del coche del día anterior y me entraron ganas de llorar. Le di la mano a ella y salimos a bailar.

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DE ROJO

Cuando yo estaba tomando una cerveza en un bar de una calle cercana, el estaría con sus padres en un coche que estaba intentando aparcar. Imagino que iría en el asiento de atrás, sólo, porque no tenía hermanos, y con los brazos apoyados en el asiento trasero, mirando las luces que le seguían. Llevaría puesto un abrigo de color azul o similar, que yo nunca llegué a ver, porque cuando yo lo vi, ya no lo llevaba puesto, pero estábamos en invierno, así que sus padres no permitirían que fuera de otra guisa.

Mientras yo acababa mi primera cerveza y mi novia su primer bitter, yo pedía otra botella y un pincho de tortilla. Ella no quería nada más, ni siquiera darme un beso, porque estaba enfadada conmigo. No mucho, pero lo suficiente como para no querer acercarse a mí en lo más mínimo. Aunque yo sabía que cuando se apagaran las luces del teatro, yo acercaría mi mano a la suya y no tendría otra opción que aceptármela, más que nada porque siempre obrábamos de la misma forma. Esta era una forma de reconciliación como otra cualquiera.

Cuando bajo la no atenta mirada de ella acabé con mi pequeña merienda, le pregunté que si quería algo más. No abrió la boca. Sólo hizo el gesto de cabeza que correspondía a lo que quería decir y era que no y que por favor la dejase en paz. Pero a mí no me gustaba dejar en paz a nadie aunque sí me gustaba que lo hicieran conmigo. Me sorprendió cuando me dijo que iba al servicio aunque qué menos podía esperar porque no me hubiera parecido de buen gusto que se marchara sin decir nada. Le dije adiós en tono de burla.

Mientras ella se pintaba un poco más los ojos, cosa que a mí no me gustaba, y se echaba polvos en la cara, yo pagaba la cuenta y le esperaba en el quicio del hueco del que salía la escalera que conducía a los servicios. Así que cuando ella apareció arriba, como unos veinte peldaños encima de mí, yo la vi primero y la pillé por sorpresa, porque ella no se imaginaba que yo estuviera ahí. Así que pude comprobar cómo ella esbozaba una ligera sonrisa, cosa que yo intenté disimular que me gustaba. En el fondo, yo quería continuar con éste juego hasta que se apagaran las luces, así que en cuanto ella empezó a bajar la escalera, yo aparte la mirada y me di la vuelta.

Cuando nos encontramos, no dijimos nada, y en ese momento, seguro que él estaba bajando del coche en compañía de sus padres, porque habían conseguido aparcar, por fin, después de dar mil vueltas a las dos mismas manzanas.

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Seguidamente, se encaminarían al teatro, despacio porque seguro que no les gustaba correr. Al mismo tiempo, nosotros salíamos del bar, primero ella, después yo.

Faltaban veinte minutos para que comenzara la función, pero como no hablábamos, no hubo lugar a discutir qué hacíamos ese rato así que automáticamente nos encaminamos a nuestro destino.

Había mucha gente en los alrededores. Me pareció desentonar porque no llevaba corbata pero no comenté nada porque no podía. Busqué mis entradas. Era imposible que me las hubiera dejado porque siempre revisaba una y otra vez antes de salir de casa que las llevaba conmigo. Quizás nos cruzamos con el niño en algún momento, pero no puedo recordar. Mientras le daba las entradas al señor de la entrada, extendía mi brazo derecho alrededor de la cintura de ella cómo si quisiera ayudarla a entrar. Para acceder a nuestra localidad, no teníamos que subir escaleras. Teníamos butaca de patio aunque un poco atrás. Cómo faltaba ya poco para el comienzo, el acomodador no podía atender a todos y a nosotros no nos tocó, con lo que me ahorré la incomodidad de darle dos monedas al señor, mientras piensas si en ese momento se estará acordando de toda tu familia porque considera poca o escasa la propina.

La butaca era incómoda, de color roja y presiento que raída, porque noté con mis sentidos cómo aquello estaba lleno de grietas y pequeños agujeros. Ella se sentó a mi izquierda, lo cual me gustaba, porque era nuestra posición natural. Parece que así las manos enganchaban mejor.

En ese momento, al niño ya lo habrían dejado sólo en la entrada del teatro, rogándole a uno de los acomodadores que se ocuparan de él lo mejor posible y que por favor no lo perdieran pues no tenían otro.

Mientras, yo miraba mi reloj desaforadamente para hacer que las agujas volaran hacia el momento en que se fuera la luz. La última vez que lo miré faltaba un minuto según la indicación digital. En ese momento, él entró en su palco colocado a mano derecha del escenario según yo lo veía. Vestía jersey rojo chillón, e iba sólo. Estaba en el nivel más bajo, desde el cual no sólo podía observar lo que pasaba en el escenario de primera mano sino que también podía escrutar el patio de butacas y asemejarse a un actor que ve a sus espectadores. Aunque el palco tenía cuatro butacas, no entró nadie más. Apoyo su cabeza en su mano reposada sobre el codo en el borde y con gesto aburrido se dispuso a hacer lo mismo que el resto de humanos: esperar a que empezara el espectáculo.

No sé si ella se fijó, pero no se lo dije porque todavía faltaban unos segundos para la reconciliación. Estaba yo pensando en eso cuando se fue la luz y sonaron los primeros acordes de la orquesta que fueron acompañados por unos tímidos aplausos.

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Ni yo ni ella ni él aplaudimos. Yo continuaba mirándole así que dejé el negocio que le esperaba a mis manos aparcado por un rato, lo cual sin duda debió de extrañarle a ella. De hecho, noté cómo se acomodaba en su butaca intentado alejarse lo más posible de mí, pero la disposición de las butacas en un teatro es tal que por mucho que te apartes, siempre tienes el halo del vecino cerca de ti.

Entretanto, a mí me interesaba más y más la actitud y aún más la historia de aquel muchacho solitario, que seguro no pasaba de once años. Su actitud, por lo aburrida y su historia porque mi mente no alcanzaba a pensar que algún padre pudiera dejar a su hijo “encerrado” en un teatro mientras ellos realizaban alguna otra actividad.

De vez en cuando, a mi cabeza volvía la obra que se estaba representando e igualmente la necesidad de adoptar una postura más equilibrada con mi compañera de asiento.

Mi reloj digital también tenía luz y yo tenía la mala costumbre de mirar de vez en cuando la hora que era aunque no estuviera aburriéndome, lo cual no era el caso. Ya habían pasado treinta minutos desde el comienzo. El niño parecía que seguía estando aburrido y fue en ese momento cuando hicieron acto de aparición en el escenario unos señores que con pistolas de fogueo dispararon tres o cuatro tiros que hicieron que ella se sobresaltara y que él abandonara la postura de pensador que hasta entonces había mantenido. Pero su postura ya nunca volvió a la original, porque la siguiente escena envolvía la aparición de unas cuantas señoritas ligeras de ropa que hicieron que yo me concentrara en escena pero sin dejar de ver la reacción del muchacho que fue de nervios y pudor. Nervios y pudor por lo que se le venía encima, ya que desde su posición hubiera podido tocar, aunque no lo hizo, y hubiera podido sentir y oler, cosa que no le quedó más remedio que hacer a aquel grupo que para él representaban una turbación a su espíritu. Una vez transcurrieron esos segundos en los que yo deseé estar donde él estaba con la edad que él tenía, vino a mí el deseo irrefrenable de apropiarme de lo que más a mano tenía y que en el fondo era lo único que tenía, así que ese fue el momento que yo elegí para que mi mano izquierda se posase en su mano derecha a la vez que mi cabeza se giraba lentamente hacia su lado para observar su reacción, que no fue otra que tapar mi mano con su otra mano a modo de emparedado y apretarme con tanta fuerza que tuve que forzar una retirada a tiempo. Pero insistí y esta vez todo fue mas suave y hasta la dureza de los asientos no impidió que nos recostásemos, nos juntásemos como si no existiera reposabrazos en medio y nos diéramos un pequeño beso que sellaba nuestra paz. El niño seguía traspuesto. El número anterior había terminado pero él no paraba de moverse en la silla. Si hubiera sido mi hijo le hubiera dicho que sí tenía ganas de ir al servicio. Y en eso fue que llegó el descanso y se encendieron las luces y nosotros nos quedamos

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agazapados y él desapareció para volver al cabo de unos minutos. En ese tiempo hablé con mi compañera de madriguera de lo que había visto durante la representación y le animé a que lo observara.

Sin más, transcurrió la segunda parte. Pudimos dormir pero no lo hicimos. Pudimos amar pero no era el lugar más apropiado así que dejamos pasar el tiempo a modo de juego que se lleva una hora sin que nada haya sucedido. Dejé de prestarle atención al niño, pero me juramenté que al acabar lo perseguiría para saber donde iba.

En ese momento, sus progenitores estarían apurando su cena, pagando rápidamente porque mi reloj advertía que quedaban diez minutos para el final. El le daría a ella un regalo porque era su aniversario de algo y correrían a por él. Yo pensaba o imaginaba que qué manera más rara de celebrar este tipo de cosas.

Cuando los aplausos se repetían una y otra vez mientras el telón nos mareaba con su movimiento de arriba abajo, él se marchó, lo que yo aproveché para tirar de ella e irnos, no sin pisar a alguien, con el fin de espiar los pasos de quién me había hecho pensar aquella noche. Lo pillamos rápidamente mientras recogía su abrigo que resultó ser negro. Y hubo un momento en que mi compañera y yo parecíamos sus padres porque estabamos detrás de él cuando abandonábamos el teatro, pero cuando bajamos el primer escalón hacia la calle, él nos abandonó para correr hacia donde se encontraban ellos, que habían tenido que venir corriendo porque se les notaba acelerados. Me fije, los miré y no acerté a comprender por qué no habían acompañado a su hijo.

Como ya podía hablar con ella, llegamos a la conclusión de que cuando tuviéramos un hijo quizás entenderíamos las razones y el porqué de lo que ahora nos asombraba.

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GRAPAS

Después de soltarme una retahila de explicaciones técnicas que no entendí ni me atreví a preguntar, me dijo que me mandaba una resonancia magnética. Según él, era para descartar alguna lesión seria. Me dolía la rodilla hacía tiempo y hasta este punto había llegado. A mí, esto me sonaba emocionante. Me parecía que yo era un auténtico deportista cuando en realidad no era nadie.

Siéntese un momento en esa sala me dijo la enfermera. Ahora mismo le llamamos.

Para ser una sala de espera de un hospital, era acogedora. Las paredes estaban pintadas con colores cálidos y albergaban algún que otro cuadro interesante. También había una televisión. Eche un vistazo. Tres personas más estaban esperando. Eran familia o lo parecían. Les pregunté si estaban esperando a pasar. Me contestaron que esperaban a un familiar que estaba dentro.

¿Dan los resultados en el momento? volví a preguntar.

No lo sé me contestó el que parecía más joven.

Apareció una señora y se fueron todos. Me quedé sólo unos minutos hasta que llegó un señor con bata verde.

Pasa por aquí me dijo.

Andamos unos veinte metros escasos.

¿Es la primera vez? me preguntó.

Pues sí contesté.

Desvístete. Puedes dejarte los zapatos y la ropa interior. Y te pones esa bata.

Quítate también todos los objetos metálicos añadió.

Entré en el vestidor y cerré la cortina. Me desvestí despacio. Miré la bata pero no me gustó. Se ataba por detrás. Al mirarme en el espejo, me encontré ridículo. Guarde todos mis objetos metálicos en el pantalón y descorrí la cortina.

¿Listo? me dijo el señor de la bata verde.

Sí.

La prueba dura unos treinta minutos. Notarás un ruido como el de una taladradora. Si te sientes mal, nos avisas con este timbre. ¿De acuerdo?.

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Asentí con la cabeza. Cuando me contó todo esto no me dió tiempo a pensar. Había visto un aparato redondo, pero pensaba que yo no iba a entrar ahí.. Pensé que si sólo era un problema de rodilla, no haría falta meter la cabeza.

Túmbate en la camilla me dijo.

Empecé a ponerme nervioso. Ya me temía lo peor.

Te atamos los pies, me dijo mientras con cinta adhesiva me unía los zapatos, para que no te muevas.

Siempre que quieras, nos avisas. Bueno, empezamos.

No pude imaginar que alguien se pudiera sentir mal allí hasta que ví que la camilla se movía hacia aquel tubo. En cuanto mi cabeza estuvo dentro, sentí que la angustia me inundaba. Yo no puedo aguantar aquí dentro, me dije. ¿Media hora?. Aquello era lo más parecido a un ataud de color blanco, donde te meten sin estar muerto. Ya estaba todo mi ser dentro de aquello. Si inclinaba la cabeza hacia atrás veía un poco el exterior. Eso me tranquilizó. Pasaron unos instantes. No pasaba nada. De repente, empecé a oír una especie de golpes secos, como martillazos. Tras unos cuantos de éstos, sonó lo que el doctor había descrito como taladradora. A mí me sonó más fuerte. Pensaba que un martillo neumático estaba a mi lado y que me iba a alcanzar la cabeza. Tenía que pensar en algo, aislarme.

Intenté fijarme en detalles. Había una especie de altavoz del que salía un cable que estaba pegado con cinta aislante a la pared blanca que estaba encima de mi cabeza. Un poco más adelante, asomaba lo a que mí me pareció un velcro. Pensé que me podría quedar pegado allí. De vez en cuando paraba el ruido. Un descanso y volvía a sonar. Observé unas manchas en mi techo. Me parecieron una procesión de hormigas. Hormigas magnéticas, pensé. Daba la impresión que se movían. De vez en cuando cerraba los ojos.. Intentaba no moverme. Acababa de empezar, pero ya me sonaba a eternidad. O me tranquilizo o acabo tocando el timbre, me dije. Cerré los ojos. Hice un repaso mental. ¿Qué llevo puesto?. ¿Por donde empiezo?. Por los pies. Me repasé a mí mismo. Zapatos, calcetines, sin pantalones, calzoncillos, la bata. No reloj, no anillo de casado, no cadena al cuello. Sin gafas. Lo repetí de nuevo, pero esta vez empezando por la cabeza. Nada metálico. Otra vez, de abajo a arriba. Me detuve en los calzoncillos. ¡Las grapas!. Llevaba grapas en los calzoncillos. Recordaba haberlas visto por la mañana. Con ellas grapaban el papel donde escribían mi número de habitación en la lavandería donde llevaban a lavar mi ropa cuando estaba fuera de casa. ¡Había quitado el papel, pero no las grapas!. Y ahora qué, me dije nerviosamente. Otra vez el sudor frío. ¿Les aviso?. No pude. Pensé que lo peor que podría pasarme, aparte de quedarme allí pegado para siempre, era que tuvieran que repetir la prueba. Traté de concentrarme cerrando los ojos. De pensar en algo

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agradable, de no escuchar el maldito soniquete. Me dormí y soñé. Ví como varias personas, entre ellos el señor de la bata verde, me extraían de aquel tubo, dejando mis calzoncillos allí dentro, adheridos a la máquina. Me ví en un espejo, más desnudo que antes. Estaba avergonzado. Todos los doctores me decían que porqué no les había avisado, que porqué no apreté el timbre. Me echaban la bronca. Me acurruqué en una esquina. Pensaba que me iban a pegar.

Algo me despertó. Al principio no supe lo que era. Volvió a sonar. Era una voz. A la tercera lo entendí.

Cuando te diga, toma aire decía la voz.

Pasaron unos segundos.

Toma todo el aire que puedas dijo de nuevo.

Echalo y aguanta sin respirar hasta que te digamos.

Conté. Iba por veinte cuando oí el ansiado “ya puedes respirar, descansa”. Esto se repitió hasta tres veces. Ya no me acordaba de las grapas. Oí que me decían que ya habían terminado. Se acabó el martirio, pensé.

La camilla se movió lentamente y pude ver la luz de la sala otra vez. Me levanté. Estaba mareado. Entré a vestirme. Al salir, me despedí. Salí lo más rápido que pude a la calle. Había anochecido. Mientras caminaba, me puse el anillo y la cadena. Había olvidado que eran parte de mi cuerpo. Encontré una cabina y llamé a mi casa. Después, entré en un bar y tomé un par de cervezas. Me sentí mejor.

Cuando llegué a casa, después de darle un beso a mi mujer, lo primero que hice fue quitarme las grapas y arrojarlas a la basura.

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LAS ESTRELLAS DEL VERANO

Era un viernes cualquiera, un día de verano. Le llegó la hora de ejecutar la rutina de siempre.

Quiero un taxi dijo él.

Se sucedieron las preguntas de siempre. Pensó que podrían poner un contestador automático.

¿Donde espera? le preguntaron.

En las barreras contestó.

En las barreras era donde más le gustaba esperar. Solía hacerlo de noche. Los diez minutos que tardaba en llegar el coche le servían para contemplar las estrellas. No entendía nada. Solamente las miraba. De vez en cuando contaba algunas. Esa noche pasaron quince minutos. Llegó. Era un coche negro, como todos. Había llegado a contar treinta y cuatro.

Buenas noches dijo el conductor.

Buenas contestó él.

¿El señor Freixas?

Sí; voy al aeropuerto.

No le gustaba hablar con los taxistas. Por eso le gustaban aquellos que no hablan con los clientes. Este parecía uno de ellos. Prefería no pensar el que decir, de qué hablar. Le gustaba ver pasar los coches y los arboles.

Algo le había sonado raro cuando había pronunciado su nombre. Siempre lo decían mal. Uno más, pensó. Pero no era eso. Había algo más. No era un defecto de pronunciación lo que le había llamado la atención.

Enfilaron la autopista. A lo lejos distinguió un rosario de luces. Era un atasco. Era anormal para la hora. Pensó que quizás fuera un accidente. No dijo nada. Alcanzaron las últimas luces y se detuvieron. Miró al taxista. Parecía cansado. Apartó la mirada. Volvió a mirarle. Cabeceaba. ¿Se estaba durmiendo? El coche avanzaba muy poco. Entre arranque y parada se despertaba un poco. Abría los ojos y los volvía a cerrar.

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Empezó a ponerse nervioso. No se atrevía a decir nada. No le gustaba molestar, pero parecía claro que este señor se estaba durmiendo.

¿Cómo es posible? pensó.

Empezó a intentar llamar la atención. Carraspeó, tosió, hizo ruido con el pie. Golpeó con el codo la puerta. A cada uno de estos estímulos, el señor que se dormía respondía con un cabeceo hacia arriba. Seguía sin atreverse a hablar, a decirle algo, a preguntarle que qué le pasaba, que si estaba enfermo. Tal era el estado del conductor que mantenía una gran distancia con el coche de delante. Hasta llegaron a darle las luces. Pensó que era el colmo que le enchufaran las luces en un atasco. Miro hacia las estrellas. Se intentó convencer a sí mismo que debía de mantener la calma. A esta velocidad no pasaría nada. Pero…¿qué sucedería cuando se acabase el atasco? Si no se acabara pronto, no llegaría a tiempo al aeropuerto y perdería el avión. Una noche perdida. Pero si se acababa, podía perder algo más.

Era una carretera de dos carriles. Pasaron al lado de un camión. Le impresionaron el tamaño de las ruedas vistas de cerca. Intercambió una mirada con el camionero. Le hubiera gustado bajar la ventanilla y decirle que su conductor se estaba durmiendo. Pero no podía. Su lema era haz y deja hacer, pero a lo peor esta no era la mejor ocasión para ponerlo en práctica. No sabía si iba a perder el avión o si se iba a matar.

Cuando llevaban casi quince minutos parados, se decidió a hablar.

Vaya atasco, ¿no? comentó.

Tardó en oír una respuesta.

Sí le contestó de forma extraña.

Así no le despertaré pensó.

No es normal esto, ¿no? añadió.

Nada era normal. Ni la situación ni el amigo que le había tocado en suerte, pensó mientras esperaba una respuesta.

No, contestó el conductor tras unos segundos.

Volvió a fingir que tosía. Esta vez de forma más decidida. Pero no sirvió de nada.

Distinguió al fondo unas luces como de policía o ambulancia. Quizás era el final del atasco. Se puso más nervioso.

Parece que ya salimos dijo.

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Sí le contestó cabeceando.

No podía más. Le ofreció un caramelo. No quiso.

Sacó las llaves. Las tiro contra el cristal. Eso parece que le despertó un poco más.

¿Qué ha pasado? preguntó el taxista.

Nada, se me han escapado las llaves. Perdone contestó.

Vaya, parece que llegaremos dijo el conductor.

Esas cuatro palabras iluminaron su cabeza. Cuatro palabras juntas, seguidas, formando una frase inteligible, con sentido. Pensó que ya estaba a salvo. Ahora le hablaría, le seguiría la corriente.

Pasaron las luces, el accidente. No parecía gran cosa. Empezaron a acelerar. Miró hacia atrás y vio un espectáculo de luces que iluminaban la noche.

Aquella mañana volvió a coger un taxi. Seguía siendo verano. El día era brillante.

Buenos días dijo. Voy a la calle Tantau, al número 334.

El taxista no contestó. Le extrañó que no le devolviera ni el saludo. Todo parecía tranquilo. Mejor, pensó. Estaba relajado.

Pasaron el tiempo y los kilómetros. De repente notó que el coche reducía la marcha. Oyó el sonido del intermitente. Se estaba desviando a la derecha. Se detuvieron lentamente. Nadie dijo nada. Vio como el taxista abría la puerta, se bajaba del coche y empezaba a cruzar la carretera. No le dio tiempo a decir nada. Le miraba desde dentro del taxi cómo caminaba despacio y atravesaba la autopista. No había coches. Volvió a pensar en que todo estaba muy tranquilo, demasiado. Rememoró el viaje. ¿Porqué no había coches? ¿No se había cruzado con nadie? ¿No habían adelantado a nadie? ¿Donde estaba la gente? Vio al taxista desaparecer tras una casa. Miró al cielo. Había estrellas aunque era de día. No pudo decir nada. No había con quién hablar. No pensó nada pero por primera vez tuvo miedo.

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LUCES EN EL TUNEL

No era Navidad. Sólo llovía. Para ser sinceros, daba la impresión de que allí siempre llovía. Esa fue una de las razones que nos llevaron a vivir allí. A todos nos gustaba. No sé porqué. Desde pequeño siempre sentí una especial predilección por los días oscuros, llenos de sombras y de aguas. De las nieblas que nunca levantaban y de las lluvias y las nieves que humedecían los inviernos, otoños e incluso primaveras de aquel lugar donde transcurrió mi infancia.

Hacía seis meses que él no venía. Era el único que vivía fuera. Estudiaba lejos de aquí, donde lucía el sol. Eso era lo que más le molestaba. Decía que echaba de menos los charcos. Nosotros le echábamos de menos a él.

Era el mayor. También era el más reservado, el más tímido. A pesar de eso, desde pequeño siempre tuvo una inclinación especial a amar la aventura, el viaje, la búsqueda de lo desconocido, la pasión por la novedad.

Tampoco sé porqué siempre había sido mi favorito. Me imagino que por ser el que despertó en mí instintos hasta entonces ocultos. Quizás por eso siempre esperaba estas reuniones con ansiedad. Todos en realidad las esperábamos.

Él ya llevaba tres años fuera. Mucho tiempo. Sus breves estancias hacían reverdecer años anteriores, excursiones anteriores, experiencias de antaño que aún sabiendo que nunca volverían de la misma forma, hacíamos lo posible por darles nuevos contenidos, ambientes, ilusiones.

El día que llegó era oscuro, muy oscuro, como no podía ser de otro modo. Pero no llovía.

Apenas entró por la puerta encendimos la luz. Si señor, ahí estaba él. No había cambiado mucho en este tiempo. Si, un detalle, la perilla; le daba un aire nuevo, raro; interesante, decía ella. Además, se la había tintado un poco. Eso fue lo que más nos extraño. No entendíamos ese signo de atrevimiento. Tampoco se lo preguntamos. En el fondo, todos sentíamos un poco de envidia por esa vida, mitad estudiante, mitad bohemio que él llevaba. La nuestra era más vulgar, tranquila, conocida y previsible. El que él estuviera tan lejos nos resultaba atractivo, sobre todo a sus hermanos. A los mayores ya se nos había pasado la oportunidad.

Aquella noche, la cena fue más larga de lo normal. Ella encendió velas. A mí me parecía cursi.

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Preparó el plato que a él más le gustaba. Precisamente, ese no era ni mucho menos mi favorito, así que no la ayude mucho en la preparación. Era una cuestión de principios. Me sentaba mal. Yo le decía que no tenía sentido que precisamente siempre comiéramos o cenáramos lo mismo cuando él venía. Seguro que nada más llegar, tras un largo viaje, comer o cenar era lo que menos le apetecía. Pero ella insistía y él no sabía decir que no. Nunca decía que no. Siempre existía una oportunidad para estar de acuerdo, para rechazar la negación tajante. Para conciliar los ánimos y serenar las discusiones. Creo que era una de las cosas que más me gustaban de él.

Acabó la cena y nos fuimos al calor de la chimenea. Era mi lugar favorito. Mis achaques iban en aumento últimamente y aquel calor natural me reconfortaba sobremanera.

Entre historia e historia, cogió mi vieja guitarra. Estaba colgada en la pared. Hubo que quitarle las telarañas. Su gran pasión. Aprendió a tocarla desde muy pequeño, un poco porque nos empeñamos, un poco porque rápidamente le cogió el gusto. Se sentía seguro detrás de aquel instrumento. Empezar a afinar la guitarra, cosa que yo siempre admiraba, rasgar las cuerdas y transformarse, era todo uno. El chico reservado se volvía un espíritu abierto, comunicativo, expresivo, lleno de vitalidad; realmente era otro. Su voz sonaba fuerte, potente, inundando la penumbra con sonidos mágicos.

Nunca nos había hablado de qué era lo que sentía en esos momentos, lo que vivía. ¿Era la música o era el canto lo que le atraía? De vez en cuando, alguno de los oyentes nos sumábamos a coro. Yo no daba la nota, pero sus hermanos no lo hacían mal. No encontrábamos el enlace genético que les había transferido ese don. Entre canción y canción, mientras sus hermanos hacían lo posible y lo imposible por meter baza y por contar sus historias, el desgranaba sus pequeñas y grandes aventuras. Aunque hablábamos por teléfono a menudo, aquel aparato no podía sustituir el boca a boca y el día a día.

Fue entonces cuando nos contó lo de esa chica que había conocido en una de las reuniones que celebraban en las casas de unos amigos. Ultimamente, tocaban juntos. Sólo la conocía desde hacía unas semanas, pero el amor por la música los había hecho inseparables durante ese tiempo. Compartían soledades. Ella también estaba alejada de los suyos. Tampoco hablaban la misma lengua. Pero para cantar, la unificaban. Y para entenderse, valía. Ella también tocaba la guitarra. Sus hermanos empezaron a tomarle el pelo con su amiga, pero no se inmutaba. Ya os enseñaré una foto, nos dijo.

Más tarde nos la enseñó. Era la foto de promoción que aparecía en el poster donde se anunciaba su actuación en un bar. Eso sí que nos sorprendió. El dueño del

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local era compatriota de ella, y como la colonia de su país era muy escasa, no le resultó muy complicado convencerle para que les dejara tocar un par de días a la semana. Martes y Jueves, de once a una de la madrugada. No eran los mejores días, según él. Poca gente, poco interés, se quejaba. Pero el dueño les había prometido una mejora en su calendario en pocas fechas. Ya llegará, afirmaba.

En el fondo, tampoco quería más ni esperaba mucho más. No era por el dinero en sí, que era anecdótico. Sólo quería pasar el rato, haciendo una de las cosas que más le gustaba. Lo único que pedía a cambio era un tímido aplauso y un gracias silencioso por su parte. Siempre hay alguien con quién compartir una canción en una noche cualquiera, solía decir.

No habían tenido mucho tiempo para ensayar, pero compartían inclinaciones, así que en pocos días tenían preparado un repertorio para salir del paso sin necesidad de improvisar mucho.

Tampoco se habían roto la cabeza para encontrar un nombre que ponerle a aquella unión. La conclusión había sido fácil y casi unánime. DOS. Sí, porqué más.

Entre cerveza y canción, le convencimos para que nos enseñara la foto del poster. Estaba celosamente doblada y cuidada cual mapa del tesoro que amenaza desmoronarse y quebrarse cuando se abre. No era muy grande para ser un reclamo publicitario. Bueno, era el primero, se excusó.

Él estaba de pie, la guitarra sujeta con la mano derecha, apoyada contra el suelo, a modo de fusil. Su mano izquierda sobre el hombro de ella. Ella, sentada. Él nervioso. Ella, tranquila, apenas sonriendo, pierna sobre pierna, falda larga. Su guitarra, a modo de retoño, en su regazo. Era una foto realmente atractiva. Tenía ese aire de foto antigua, de porte señorial, de escaso atrevimiento, de tímida relación. Era blanco y negro. Si no fuera por la vestimenta de él, pasaría por una postal del siglo pasado.

Has desentonado le dije.

¿Por qué? me contestó. Pareció que no le hubiera gustado mi comentario.

Se llama Adela dijo él.

Hacía años que no oía ese nombre. Nunca me gustó, pensé. La verdad es que era un acierto el nombre que le habían dado a la unión. Adela y su nombre no sonaban demasiado bien, ni su nombre y Adela tampoco.

¿Ojos azules? le pregunté.

No sé contestó.

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¿Cómo?

Sí, ya sabes que soy un poco despistado. Son claros, pero no sé....No sabría....

¿Cómo es posible? insistí.

Ya me conoces.

Siempre me sorprendía.

Verdes, azules, turquesa,... una mezcla comentó.

Dejó la foto en la mesa. La cogí. Sus hermanos le animaron a seguir cantando. Era tarde, llovía. Pero daba igual. Los vecinos más cercanos estaban a cien metros. No nos oirían.

Volví a releer la foto. El fondo, el decorado. No se me escapó. Lo vi. Estaba allí. En el suelo, apoyado en la pata derecha de la silla donde ella se sentaba. ¿Qué era? ¿Un animal?, ¿un muñeco?,....

¿Qué es eso? le pregunté interrumpiendo su charla.

Nada, un muñeco, un amuleto.

¿Un amuleto?

Sí, un osito, un recuerdo suyo dijo él.

No era el osito en sí lo que me llamo la atención. No. Había dos detalles, casi imperceptibles a simple vista, que me hicieron darle vueltas a la foto e insistir. Ella me miró con extrañeza.

¿Qué haces? me dijo.

Nada, dando vueltas.

¿Dándole vueltas a qué?

No sé, quiero ver qué es esto.

Pues un osito dijo ella.

No, no es un osito cualquiera dije yo.

Mientras, ellos cantaban y tocaban ajenos a mi investigación.

A la tercera canción lo vi.

Lo encontré le dije

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El qué me contestó.

Lo he visto insistí.

Una gorra vuelta hacia atrás y un parche en un ojo del osito. Eso es lo que había visto. El osito tuerto; lo bauticé.

Además, lo dije en alto :

El osito tuerto dije

Tuerto, ¿qué? dijo ella

- Sí, el osito está tuerto.

Ella cogió la foto y la empezó a escudriñar como yo.

Sí, está tuerto dijo.

Y qué añadió.

Nada, ¿no te da pena? le pregunté.

Se levantó y me besó en la mejilla.

Estás loco me dijo.

Y qué contesté.

Ellos a lo suyo. Era muy tarde. El tono de la velada se había vuelto más melancólico si cabe. Música suave, susurros, canciones habladas, no cantadas.

Me acerqué a la ventana. Hice un pequeño agujero en el cristal empañado para ver cómo chapoteaban los charcos a la luz de la farola. Era el momento ideal de acostarse y acurrucarse.

Dije que me iba a dormir. Ella me acompañó. Así que, entre besos, buenas noches y buenos deseos nos despedimos de la pandilla de incansables músicos.

Nos costó dormir. Demasiadas emociones. No hablamos mucho. Al final, un beso, un buenas noches y cada uno a ocupar su terreno y su porción de almohada. Las sabanas desprendían un fino frescor así que ella invadió mi territorio. Me abrazó.

Se nos hizo muy tarde por la mañana. No se oía nada excepto nuestra amiga inseparable, la lluvia, que golpeaba sonoramente cristales y suelos. Me desperté todavía dormido. Ella estaba dormida, como siempre. La besé. Se dio la vuelta hacia mí.

¿Qué hora es? preguntó.

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Muy tarde contesté Las 11.

Debemos levantarnos si queremos salir dije.

¿Llueve? me preguntó.

¿Tú que crees? respondí.

Todavía remoloneamos un rato más. Nos levantamos a la vez. No me gustaba que ella se levantara antes que yo. Nuestro plan para esa mañana era salir a caminar. Cerca de casa, podíamos enfilar rápidamente un camino que subía y subía y se perdía en la inmensidad de un maravilloso hayedo. El día acompañaba.

Empezamos a mover a los trasnochadores. No podían ni querían moverse. Tardaron un buen rato en aparecer por la cocina.

Para entonces, ella y yo ya habíamos dado cuenta de un gran desayuno. Probablemente, hoy no comeríamos. Llevaríamos unos bocadillos para reponer fuerzas por el camino. El trecho era largo.

Yo ya iba por la página de internacional. Ya había recogido el periódico del buzón que adornaba la entrada a la casa. Buen día para andar por ahí repartiendo prensa en lugares como éste, pensé. No perdonaba ni un sólo día el poder leer, aunque fuera por encima. Me gustaba saber qué pasaba por ahí, qué pensaba la gente y cómo descubrir a través de las noticias que día a día nos hacíamos un poco más viejos, que aquellos que gobernaron nuestra niñez, morían hoy y que aquellos ídolos que llenaron de goles y de sueños nuestros patios de colegios, eran hoy entrenadores a punto de jubilarse. Pero no importaba, allí estaba mi fiel amigo, fiel a su cita diaria y dispuesto a hacerme pasar un buen rato. A ella no le gustaba. Años atrás intentó empezar a leerlo. Pero le aburría. Quizás cuando yo no vea o no pueda leer, le diré que me lo lea. Así mataremos dos pájaros de un tiro.

Ellos desayunaron cómo auténticos salvajes. Tenían hambre. Ella siempre les insistía en que el desayuno era importante, lo más importante del día. Yo no decía nada. Nunca me había gustado obligar a nadie a comer.

Era bastante más de mediodía cuando después de un ceremonioso pertrecharse de abrigos, botas y demás, nos lanzamos a la aventura de mojarnos, eso que a todos nos encantaba. Pisar charcos y meterse en el barro. Pisar la hierba húmeda. Pasamos unas cinco horas andando. Entre medias, había dejado de llover un rato. Casi no paramos. Ibamos no muy rápidos. Charlando. Recordando. Aventurando. Pasamos un buen rato. Yo no había vuelto a pensar en la foto; extrañamente.

Cuando llegamos a casa, estaba anocheciendo. Preparamos algo caliente, reconfortante. No es que hiciera frío, pero la humedad nos pedía algo así. Luego, una

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ducha y al salón. Yo, a mi sillón. Perdón, a nuestro sillón, doble. Siempre nos sentábamos ella y yo juntos. O siempre que podíamos, por lo menos.

Nadie tenía mucha hambre. El café había venido acompañado por un tremendo bizcocho que ella solía preparar, así que nadie tenía mucha hambre. A las once, les animé a salir. Había un poco de pereza. Sobretodo en ella. Bajamos al pueblo a tomar algo. El llevó una mochila.

¿Qué llevas? le pregunté.

Nada me dijo.

Diez minutos más tarde, estabamos sentados en una mesa redonda, en un rincón del más viejo de los dos bares que tenía el pueblo. El otro era para los jóvenes. El dueño, ya conocido, después de tantas visitas, era un tipo agradable, de los que viven y dejan vivir, de los que no te preguntan si no les preguntas y de los que siempre te desea lo mejor.

Pedimos unas cervezas. Sonaba la música. Nada conocido. No me gustaba.

El cogió su mochila y la abrió. Todos le mirábamos con curiosidad. Sacó uno de esos archivadores de fotos que podían albergar cientos de ellas. No me gustaban. No eran manejables.

Eso que es, ¿otra sorpresa? le pregunté.

Nada nuevo contestó el Más de lo mismo.

Fuimos pasándonos el álbum. Yo dije que quería ser el último. Todos preguntaban algo. ¿Y esto?, ¿Y aquello?, ¿Y ésta?, ¿Y aquel?, ¿Y qué hacíais allí ?

Mientras me tocaba el turno y veía cómo ella veía las fotos con una sonrisa en su boca, me volví a acordar de los ojos de Adela. De reojo, había visto que las fotos eran en color. No me gustaba ver cosas a la vez que las veían los demás. Quería verlas por mí mismo, descubrir lo que fuera yo sólo.

Así que aproveché para ir al servicio. Fue una excusa. Cuando volví, todavía no habían acabado.

¿Bueno, qué? interrumpí.

Estaba ya nervioso. Tardó un rato más y llego a mis manos. Mientras, me había entretenido en meterle prisa a ella, pellizcándole los brazos y haciéndole cosquillas.

Las primeras fotos eran fotos de grupos, unos grandes, otros más pequeños, siempre más de dos. No había intención de captar paisajes ni decorados. Parecía que

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la única intención de estas fotos era captar ese ambiente de grupo, de colegas compartiendo una noche, un buen rato, una breve amistad.

El estaba en la mayoría, Adela también. No podía verle los ojos. El flash enrojecía los ojos de todos los presentes. Después llegó otro grupo de fotos. Más exteriores, más luz, algún primer plano, algún paisaje escondiéndose tras una cara alegre.

Al fin apareció. Era Adela, primer plano. Sonriente.

¿Ya te has quedado tranquilo? me dijo ella.

¿ Tranquilo?, ¿porqué? contesté.

Verdes, azules, amarillos, ¿rosas? me dijo ella riéndose.

Negros.... contesté yo.

Al final, no pude adivinar el color.

Ya quedaban pocas fotos. Llegué a la penúltima. Ya no me acordaba de él. Pero volvía más elegante y apuesto que nunca. Mi amigo el tuerto. No era un primer plano pero casi. Ahí se podía apreciar el tono de el muñeco. Gris, probablemente; manoseado. Ojo azul. Parche negro. Gorra verde hacia atrás. Nada más. Ningún traje. Ningún otro atributo. No reparé más. Curioso, pensé.

¿ Hay más? pregunté.

¿Te han gustado¿ contestó él.

No están mal dije.

No, no hay más.

¿Otra cerveza? dije en voz alta, mientras le pellizcaba otra vez.

Ella gritó.

No chilles dije te van a oír.

Ya sabes que no me gusta dijo ella.

Ya lo sé, pero a mí sí contesté.

Me levanté a pedir. Los observé desde la barra. Daba la impresión de que se estaban riendo de mí. Charlé un rato con el dueño. Hablamos de fútbol.

Desde la mesa me hicieron señas.

Volví con la bebida. Pagaba la casa, me dijo el dueño.

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¿A qué viene tanta risa? pregunté.

¿Qué risa? contestaron todos casi al unísono.

Son tus manías dijo ella.

¿Qué manías? pregunté.

De viejo contestó.

Le volví a pellizcar. No hubo forma de sacarle de qué hablaban. Quizás fuera cierto que cada día era más viejo. Bueno, eso era cierto. ¿Pero se notaba tanto? ¿En qué?

Allí se estaba bien. El local se había ido llenando. Había cierto bullicio, lo que invitaba a levantar la voz para ser oído, aunque a mí no me gustaba levantar la voz. No me gustaba que me oyeran los demás cuando no quería ser oído.

Pasó una hora. Volví a por la última ronda. Ella ya no bebió nada. Para terminar, pedimos una de las especialidades de la casa. Tarta de manzana con chocolate caliente. A ella le gustaba pero yo no le dejaba que comiera. Sabía que le daba envidia pero me gustaba regodearme delante de ella.

¿Sabes que está muy buena? le dije.

¿Quién?.

Llegamos a casa. Pasamos a la sala. Ningún mensaje en el contestador. Cada vez llamaba menos gente.

Nos sentamos y charlamos durante un buen rato. La conversación vino y se fue por múltiples derroteros. Siempre me gustaba quedarme sólo defendiendo mis ideas. Pero sí alguien las apoyaba, cambiaba algún matiz para volver a empezar. Había que seguir debatiendo. No valía que todos estuviéramos de acuerdo en todo. Ella se había apoyado hace un rato en mi hombro. Ellos me advirtieron, - se te está durmiendo.

¿El qué? pregunté.

¡¡¡ Ella ! ! !

La desperté y se asustó.

No reaccionaba.

Estabamos hablando de ti le dije.

¿Bien o mal? contestó.

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Regular añadí.

Era una de las cosas que menos me gustaban. Siempre se dormía. En el cine, en el teatro, en los conciertos, en cualquier espectáculo. Lástima de dinero, le solía decir.

Esa noche, no había ganas de guitarra. Cuando ellos se despidieron entre nuevos besos y abrazos especialmente dirigidos a ella, me quedé un rato con ella.

¿Te has dado cuenta de que ya no me dan un beso por la noche? le comenté.

Ni por la mañana se rió.

Pues a mí no me hace gracia.

Ya hace mucho tiempo me dijo Te estas volviendo viejo.

Y maniático, ¿no? le respondí.

Esto ha cambiado.

Y más que cambiará me respondió.

Al cabo de un rato, me levanté y atravesé el salón hasta llegar a la estantería de las fotos. Así le llamábamos. Cogí un viejo álbum de fotos. El más viejo. El que estaba debajo de todos y el que más polvo tenía. Hubo un tiempo que hasta me gustaba hacer fotografías pero últimamente ya no me apetecía. Prefería contemplar, ver, observar. No quería captar nada. No quería guardar nada. Lo único que me importaban eran las vivencias.

Trae que le pase un trapo me dijo.

No me gusta, contesté con sorna Es como debe de estar. Los viejos acumulan polvo, ¿no?

Se levantó y trajo una bayeta. Al principio me resistí. Luego cedí.

¿Qué buscas? me preguntó, mientras salía del salón.

A mi amigo.

Mi respuesta la detuvo.

A que amigo dijo ella.

Al último que me he echado. Hacía tiempo que no encontraba a nadie, ¿verdad?

Ella no siguió. Marchó a dejar el trapo.

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Volvió. Se sentó a mi lado. Me veía pasar las hojas tranquilamente, fijándome en cada detalle. Buscando y rebuscando. Eran viejas. Muy viejas.

No lo encuentro le dije.

El qué....

A mi amigo... contesté. Ya te lo he dicho.

¿Es animado o inanimado? me preguntó.

No sé. Sólo sé que está tuerto.

Me miró con cara rara. Extrañada. Casi me pega. De hecho, me pellizcó. Ella también lo sabía hacer.

Buscaba ese muñeco entre las fotos. Aunque lo hubiese visto en algún sitio, ¿porqué iba a existir una foto con eso en nuestra casa¿. ¿Porqué lo habría fotografiado yo alguna vez? No tenía sentido. Esto no lo pensaba yo, lo decía ella. Al final me convenció.

Vámonos a dormir me dijo.

Espera un poco…

Para qué esperar, pensé. No tenía sentido.

Pasó la semana. Él tenía que marcharse. La última noche salimos a cenar. Siempre lo mismo. Siempre hola y adiós. Siempre despidiéndonos, pensando que alguien quiera que nos volvamos a ver. Lagrimas, besos y abrazos. Media vida diciendo hola y la otra media diciendo hasta luego. Pero no me acostumbraba. Nadie lo hacía.

No fuimos a despedirle al aeropuerto. A nadie le gustaba. Las emociones, en casa, entre cuatro paredes. A ninguno nos gustaban las despedidas rodeadas de extraños, entre miradas inoportunas y paredes frías. Pidió el taxi. Estas escenas parecían frías. Le recogió y le dijimos hasta pronto. Bajó la ventanilla y levantó su mano.

La abracé. Como siempre, una lágrima apareció por su mejilla.

Siempre igual le dije.

No contestó.

Aquel día fue un poco más triste. Para combatirlo, les convencí para ir de compras. Teníamos que renovar algunas mesas del jardín. Nos acostamos pronto. Habíamos conseguido robarle unas fotocopias de su “DOS”, así que él, Adela y el otro

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se instalaron en nuestra casa, a modo de artistas permanentes que anunciaban una actuación a la que no podíamos asistir. Los pusimos en una pared del pasillo. A ella no le gustaba. A mí me gustaba llenar las paredes de cosas. De tonterías, decía ella.

Habían pasado tres meses desde que él se marchó. Nos llegaban buenas noticias. Seguían tocando y cantando. Habían progresado. Ahora, ya actuaban los sábados. No era del todo cierto. Era sábado cuando nos llamo para decírnoslo. Realmente, aquél iba a ser el primero. Estaba muy ilusionado. Nos contagió. La diferencia horaria hizo que nos lo dijera cuando su día empezaba y el nuestro decaía.

Aquella noche, los chicos nos dejaron solos a ella y a mí. Fueron al cine. Nos quedamos en casa. Llovía. Un libro, un poco de té, un bizcocho, unos arrumacos. No queríamos cocinar. No cenamos. Encendí la televisión. Cuanto tiempo, pensé. La apagamos. Cogí un libro. Tampoco duré mucho. No sabía qué hacer. Nos acostamos temprano. Yo estaba cansado. Ella también. Triste y alegre a la vez. Actuarían durante nuestros sueños, pensé. Se lo dije a ella. No me hizo mucho caso. Ella se durmió antes. Yo me dormí después.

Aquel día tampoco era Navidad. Pero llovía. Por eso decidí que lo mejor era coger el metro. Había aparcado lejos de allí y el tráfico estaba pesado así que tardaríamos menos que en autobús. Iba con él. A él le daba igual una cosa que otra. No opinaba todavía.

Él gritaba y saltaba a mi lado. Era muy pequeño. No sé cuantos años tenía. Siempre quería que fuera pequeño siempre. No quería soltar su mano nunca, y si él empezaba a soltarse, yo se la requería.

El túnel era largo, muy largo. Mucha gente iba y venía. No era la primera vez que él montaba, eso seguro, pero quizás fuera la segunda. La primera vez no se olvida nunca. Pero esta vez fue parecida. A lo mejor, lo que yo recordaba no eran las sensaciones de la primera vez sino de ésta. Eran sensaciones que me llenaban y me hacían sentirme grande por dentro.

Él iba alucinado. Todo el mundo ante él. Ya vamos a llegar, le decía yo. ¡Vamos a ver el tren !, le repetía. Él no hablaba todavía. Bueno, hablaba a su modo. Nadie le entendía. Ella un poco más que yo. Ya hablaría, nos decíamos. Ya leería. Ya haría de todo. Nadie tenía prisa por entonces.

Nervios, ojos grandes, la boca abierta, puro nervio, saltando, bailando, a su modo.

¿ten? acertó a decir.

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¡Ya está cerca! le contesté yo.

A mitad del túnel, empecé a oír algo. Murmullos, conversaciones, ruido, gritos,...Pero entre todo aquello, se distinguía algo más. Es música, pensé. Sí, y además sonaba bien. Otro músico callejero. Cada día abundaban más. Me gustaban. No que estuvieran en la calle. No que tuvieran que ganarse la vida así. Me gustaba lo que hacían. Me gustaba su música. Me gustaba su valentía para estar ahí, mendigando un poco de vida. Qué mérito. Quizás algo de envidia.

Su mano seguía aferrada a la mía. Cada vez más excitado. Los dos.

¿No oyes el chuchú? le pregunté yo.

Vamos corriendo, que se escapa.

¡¡¡ No ta !!! me dijo.

Él quería acelerar, yo le paraba. Le frenaba. Me gustaba hacerle rabiar.

Volvimos la esquina a la derecha. El túnel seguía. Cada vez más despacio y más rápidos a la vez. Yo deseando llegar para ver otra vez su cara de sorpresa, descubriendo el mundo a cada segundo. Él también. Pero a la vez, quería retenerle, vivir esos segundos, sentir su excitación, disfrutar de su nerviosismo. Ya faltaba poco.

Volví a imaginármelo. Sintiendo que la luz de la locomotora lo enfocaba sólo a él. Mirando las ruedas girar. Oyendo los frenos chirriar. Abriéndose las puertas hacia un nuevo hogar, donde iríamos de pie, o sentados y yo le cogería en brazos y le intentaría enseñar las estaciones fantasmas y le cantaría las paradas y le pitaría en cada salida y le diría que por ahí dentro no había luz, que siempre era de noche, y que nunca llovía.

Conforme avanzábamos, la música se hacía más perceptible. No reconocible. No sabía qué era. Ni siquiera sabía qué tocaba.

Acababa el segundo túnel. Me sabía el camino. Ahora, tocaba girar a la izquierda. En la esquina, un puesto de periódicos. En ocasiones, me paraba a curiosear las revistas. Ese día no.

Empezaba un primer tramo de escalera. Lo cogí en brazos. Empezaba a estar cansado. Todavía no era muy hábil para saltar dentro. Miramos los dos hacia abajo. Yo tenía un poco de vértigo. Él no lo sé. Se agarraba a mí cómo si se fuera a caer.

La escalera se acababa. Busqué mentalmente. Giro a la derecha, pasillo mediano, giro a la izquierda y última escalera antes del andén.

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Al acabar la escalera, lo dejé en el suelo. No le gustó, pero le convencí fácilmente. Pesaba mucho.

¡Corre, que se escapa! le dije.

Volvió a tirar de mí. Todo se hacía más audible. Ese pasillo se convirtió en un mundo de sensaciones. Reconocía la canción. Era una flauta. Me gustaba. Y yo allí, con él, en ese preciso momento. Una buena forma de pasar la tarde. De pasar unos breves segundos. Instantes mágicos.

El pasillo iba a acabar. Todo sonaba más claro. Más fluido.

¿Te gusta? le pregunté.

Chii.... respondió.

¿Qué habría pensado que le habría preguntado? pensé.

Doblamos la esquina. La melodía lo inundaba todo. Tapaba voces y ecos.

Busqué con la mirada. No lo vi. Mucha gente. Era la última subida. Lo que fuera estaba al borde de la última escalera. Los vi. Ellos, él y yo estabamos al borde de la última escalera. Nosotros subiríamos. Ellos se quedarían ahí.

Una niña, una silla y un músico. Era joven, quizás como yo. Pero más avejentado. Barba canosa. La flauta era negra. La canción, única para aquel instante. Él me tiraba. No reparó. En la silla, de color verde, una niña. Pequeña, recostada. Ojos bonitos. Vestido raído. La miré. Me miró. En el suelo, un sombrero, negro, con alguna moneda dentro. Junto al sombrero, un osito tuerto, la gorra hacia atrás. Empezaba la escalera. Lo volví a coger en brazos. Lo levanté con cuidado. Aquella escena me emocionó. Lo apreté fuertemente. Quise demostrarle en ese momento que le quería.

Subíamos. Él mirando hacia arriba, esperando el final, llegaba su tren. Yo mirando hacia abajo. Viéndolos, oyéndoles, oyéndole, sintiéndolo. Venía un tren. Tapaba la música. La escalera acababa. Se me escapaba el momento. Se acabó. Volvió al suelo. No era nuestro tren. Era el otro. Fuimos a la cabecera del andén. Ya no se oía nada. Me olvidé. Ya sólo vivía el momento de ver el túnel iluminarse.

Pasó un rato. Me agaché junto a él. Él mirando, yo también. Él paralizado, esperando. Yo a su lado. Lo oímos.

¡Ya está! le dije

Se iluminó. Miré su cara.

A medida que se acercaba e iba frenando me levanté. Le agarré fuerte. Lo levanté y me lo puse en brazos. No decía nada. No supo hablar. Abrí la puerta. Había

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sitio. Nos sentamos. Sólo entonces me acordé de la escena escaleras abajo. La reviví. Me olvidé por un momento de él. Todavía pasó un buen rato hasta que llegamos a nuestra estación. Nos bajamos.

Me agaché de nuevo con él. Alguien nos miró.

Dile adiós al tren dije.

Él agitó la mano, mil veces. Aquello se iba.

Adiosssss..... dije yo.

No nos movimos hasta que el último vagón desapareció. Estabamos solos. No quería andar más. Lo subí tan alto como pude y lo bajé de golpe. Le gustó. Se rió. Más, dijo. Luego, le contesté. Salimos a la calle. Tardé en recordar donde había dejado el coche. Estaba aturdido. Lo senté atrás. Le até el cinturón y nos fuimos a casa. Le canté una canción. Hacía tiempo que era de noche. Aunque yo no quería, se durmió. Lo miré por el espejo y cambié de emisora. Todavía faltaba un rato para llegar a casa. Hubiera querido que aquel viaje durará un poco más.

Lo subí en brazos. Dormido. Ella le besó. No le desvestimos. Lo acostamos. Nos quedamos un rato observándolo. Lo arropamos. Se dio la vuelta. La besé, salimos de puntillas y entornamos su puerta.

Él volvió tras dos meses. Cada vez traía más fotos y más ilusiones. “DOS” funcionaba. Ese día hacía mucho frío. Al anochecer empezó a nevar. Tampoco era Navidad.

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ME DIJERON

Me dijeron que se podía volar con una camiseta negra. Tampoco era tonto, así que lo intenté desde un primer piso. No me dio tiempo a darme cuenta de que no me habían dicho toda la verdad. Cuando me desperté en el hospital, me preguntaron muchas cosas, pero yo no entendía nada. Yo solo intentaba adivinar quién me había dicho que era posible hacer eso. Pero no lo conseguí. Luego me encerraron. Seguían haciéndome preguntas pero yo no contestaba. No me apetecía hablar. Llegó un día de verano y salí de allí. Mi única actividad consistía en adivinar el nombre del que yo pensaba era el culpable de mi situación. Cómo no lo encontraba, decidí intentarlo de nuevo. Me tuve que comprar otra camiseta negra porque la primera había desaparecido. Pensé que quizás no me habían mentido. Quizás fuera un error de cálculo mío. Así que me subí al último piso. Era un quinto. Tampoco lo dude mucho y salté. La caída no era mucho más larga que la anterior pero lo suficiente para acordarme en esos breves segundos de quién me había engañado. No sé si llegué a gritar su nombre. Pero daba igual. Nadie me hubiera oído. Así que hoy que ya no estoy aquí, no tengo a nadie a quién susurrarle el nombre.

RELOJES HERMANOS

Cantar conmigo, coño, que el cantar da alegría; y la alegría es lo único que nos queda.

Esto lo decía quién estaba de pie a la entrada del metro, antes del primer escalón. Tenía una guitarra entre sus manos, pero no la tocaba. La funda, tirada por los suelos. Servía para recoger los premios que parecía que no habían llegado todavía.

Yo había salido a mi hora de siempre, me había parado en el bar de costumbre, había hecho la compra de siempre y me había dirigido a la estación de siempre.

Creo que en este, mi primer trabajo y único hasta la fecha, nunca había dejado de salir ningún día más allá de las seis horas y un minuto. El reloj que presidía mi segunda habitación me decía sigilosamente que ya era la hora. Eso sucedía cinco minutos antes de que me marchase. No porque hubiera ninguna sirena, no porque dieran las seis. Sólo porque yo, sabiendo como todos los mortales saben que se acerca la hora del final de la jornada, unos minutos antes empezaba a mirarlo y no paraba. Y no había minuto que no viera con mis ojos.

Entonces, recogía con calma y ordenaba cuidadosamente todos mis útiles de trabajo. No eran muchos pero llevaba su tiempo. Después, observando de reojo el

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reloj, desplazaba la silla hacia atrás, procurando hacer el menor ruido posible. Me ponía en pie y sacudía, con cuidado de no ensuciar la mesa, mi chaleco de los rescoldos de mi goma de borrar, que era el instrumento que a mí más me gustaba, porque era capaz de cambiar las cosas, de empezar de cero; algo que yo echaba de menos en mi vida.

Inmediatamente descolgaba mi chaqueta y gabán, si era invierno, del perchero que estaba colocado a mi izquierda. Me los colocaba siguiendo la misma rutina de siempre, mano izquierda tras mano derecha, verificando que los bolsillos contenían lo que debían contener. Ese instante coincidía con los números 18 y 01 apareciendo en el reloj.

Decía buenas tardes a los presentes, que eran tres y que empezaban a hacer lo mismo que yo. Nunca decía hasta mañana ni intercambiamos otras frases en este momento de la despedida. Tampoco hablábamos mucho el resto del día. Yo siempre pensaba que allí se habían refugiado las cuatro personas más reservadas del planeta.

Por encima de nosotros ordenaba y dictaba nuestro jefe. Eran su presencia y maneras, escondidas tras una fina pared de madera, las que dominaban el gélido ambiente que se respiraba allí dentro. Siempre sabíamos de su inmediata llegada porque tenía la costumbre de aparecer en escena chasqueando los dedos de ambas manos y haciendo palmas sucesivamente. Odiaba ese gesto y creo que a consecuencia de eso le odiaba a él. De mi trabajo no voy a decir mucho más. No me gustaba, pero tampoco me apetecía cambiar.

Una vez bajados los treinta y siete escalones, divididos en dos tandas, que separaban el primer piso de la calle, torcía a mano derecha y como a unos doscientos metros me paraba en un bar que hacía esquina. Se llamaba “Los del norte”, aunque nadie de allí tenía nada que ver con esas latitudes. Uno cualquiera de los dos camareros me saludaba cortésmente, repitiéndome la cantinela acostumbrada, a lo que yo respondía que sí, que hacía mucho frío, si era otoño o invierno, o que hacía muy buen día si era primavera o verano. Porque la ciudad donde transcurría todo esto era una ciudad de extremos. Siempre pensaba que estos señores pensarían que yo era un imbécil. Tras esperar, mirar unos segundos hacia la calle y matar ese tiempo muerto, llegaba mi café con leche en vaso largo, al que acompañaba de un croissant o bollo suizo según los días y no según la estación climática.

A eso de las seis horas y veinte minutos recibía el cambio de mi consumición y decía adiós tímidamente. Al salir del bar, giraba a la izquierda, pasaba por delante del portal número veintisiete , donde se escondía la placa avejentada y obsoleta de mi lugar de trabajo, y caminaba unos quinientos metros en línea recta hasta donde estaba el cartel que anunciaba la estación del metro.

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Más o menos, a la mitad de esos quinientos metros, me paraba en una panadería que últimamente había empezado a vender también algunos periódicos. Compraba media barra de pan sobado y mientras el amable tendero cortaba el pan, lo envolvía y me cobraba, ojeaba la portada de uno de ellos. No había tiempo para más. Me gustaría comprarlo de vez en cuando, pero tenía el problema de que me dormía leyéndolo. Por eso tampoco leía libros y por eso tampoco iba al cine. Este pequeño establecimiento también tenía un reloj. Solían ser las seis y veinticinco. Ya sólo quedaban cuatro minutos para llegar al andén. Mi tren salía a las seis y treinta y cuatro pero me gustaba llegar siempre unos minutos antes.

Aquel día, mi paisaje rutinario, ordinario y aburrido cambió. Hasta llegar a la entrada todo había sido igual; pero ya desde lejos divisé aquella figura que de píe, rompía la monotonía del entorno; no con su música, no con su voz, sino con sus gritos. Con la típica ansiedad que azuzaba mi espíritu ante la presencia de algo fuera de la norma, aceleré mi paso para descubrir cuanto antes qué le pasaba a ese señor o qué pasaba allí. Llevaba corbata y gabardina. Lo miré y volvió a chillar. Repetía las tres mismas frases una y otra vez. Creo que estaba bebido. Me dio la impresión de que me miraba. Al bajar las escaleras todo volvió a su normalidad. El murmullo acostumbrado y el trajín de siempre. Ya no se oían los gritos de la calle. Tampoco aquel día se retrasó el tren en el que me senté y me condujo a mi otro habitáculo.

Cuando entré en la antesala de mi primera habitación, el reloj, que estaba colocado sobre el espejo de la derecha, marcaba las 7 y media. Ya sólo me quedaba refugiarme en mi pequeña habitación, una más de la pensión. Allí vivía, allí cocinaba en mi pequeño hornillo eléctrico y allí dormía. Creo que no soñaba, al menos yo no recordaba nunca el haberme despertando reconociendo un sueño, como había gente que decía que le pasaba.

El día siguiente llegó pero no abandoné mi lugar de trabajo a las seis horas y un minuto. A media mañana, el que mandaba me ordenó con los acostumbrados no muy buenos modales, que tenía que llevar unos papeles en mano a uno de sus clientes. Debía de esperar a que los firmase y me los debía traer de vuelta. Supuse que la importancia de aquellos papeles no sería mucha dado que era yo el depositario de tamaña confianza y nunca se me había valorado para tales empresas. Los papeles me los dio la secretaria de mi amo y señor en un sobre que a su vez yo deposité en lo más profundo del bolsillo derecho de mi gabán. Así que a las once y veintisiete minutos, recogí mi ropa y salí a la calle.

Cuando me dirigí a la estación de siempre, reparé que esta mañana no había visto al señor de corbata que no cantaba. Tampoco estaba ahora.

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Esta vez, mi viaje duró un poco más de lo normal. Resultó que el despacho de este cliente estaba no muy lejos de mi humilde casa. Cuando llegué al portal número setenta y uno, me detuve un momento. Extraje de mi bolsillo el sobre y verifiqué la dirección. La puerta estaba abierta. Al subir las escaleras de la entrada, el conserje me dio los buenos días y me preguntó que donde iba. Era un tercer piso. Subí despacio porque las escaleras me fatigaban. Antes de apretar el timbre negro enmarcado en blanco, descansé unos segundos, intentando que no se notara el jadeo en mi voz. Oí pasos al otro lado, oí como alguien hurgaba en la mirilla y me miraba. Después, se abrió la puerta y apareció ante mí una señora de mediana edad, con traje oscuro y mirada huidiza. Le saludé y me respondió sin mucho entusiasmo. Le expuse los motivos de mi visita. Entonces me acompañó a una sala y me dijo que tendría que esperar un rato pues el sujeto de mi visita se encontraba ocupado en esos momentos.

La sala de espera me resultó un tanto familiar, pues estaba coronada por un reloj idéntico al que presidía mi trabajo. Marcaba la una y diecisiete, acompañándole el texto 17 Noviembre. Todo era austero en el lugar. La mesa que centraba la habitación estaba vacía. Y el cenicero que estaba en una esquina también. Me gustó el cuadro colgado enfrente de mi silla. Era un paisaje similar al que yo había visto muchos años decorando la pared de la casa de mis padres. Quizás el autor fuera el mismo. Quizás, miles de familias tuvieran algo parecido en sus casas, pero a mí me gustaba.

En los catorce minutos que pasaron hasta que la señora abrió la puerta y me invitó a pasar, me dio tiempo a contar todas las flores del papel que empapelaba las paredes. Eran de colores mustios y parecían desgastadas o quemadas por un sol que nunca las visitaba. La antesala del despacho que estaba a punto de pisar también tenía el mismo papel. Me fijé, mientras la señora que me había atendido, intentaba, no sin gran esfuerzo, abrir la puerta tras la que se encontraba el señor que me iba a recibir.

No pude darme cuenta si el despacho también estaba empapelado, porque en cuanto entré y vi la figura que estando sentada se levantó al verme entrar, me quedé paralizado. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo. No dije nada y al verme en tal situación, mi interlocutor me preguntó que si me encontraba bien. Le contesté que hacía frío afuera y que me encontraba destemplado. Mi mano temblorosa se dirigió al bolsillo izquierdo. Allí no estaba el sobre. Estaba nervioso. Pedí perdón y fui aceptado. Saqué el sobre y tras dejarlo sobre su mano extendida, crucé mis manos a la espalda, intentado disimular mi estado de turbación.

Aunque era algo que no me gustaba hacer, lo examiné, lo miré mil veces, con el mayor disimulo posible, mientras leía los documentos con atención. Tras una pausa, sacó una pluma negra con tinta azul y firmó todos y cada uno de los folios. Yo seguía sin salir de mi asombro. Ese señor que yo estaba escudriñando era una copia exacta

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del que yo había visto el día anterior, hace solamente unas horas en la entrada de un metro, vociferando. Para mí estaba claro. Me parecía que no podía ser el mismo. En otro tiempo o en otra circunstancia o si yo hubiera sido otra persona, le hubiera preguntado que si tenía una guitarra, o más bien, que si sabía tocarla, o que si tenía un hermano. No lo hice. Me devolvió los papeles. Fueron al bolsillo derecho. Me dio la mano. Yo todavía temblaba. Me dijo que me cuidara. Asentí con la cabeza. No tenía ninguna certeza, pero en mi interior, lo único que pensaba era que ese señor tenía un hermano y además gemelo. Me repugnó el hecho de que él estuviera en su sillón y el otro en la calle.

Cuando llegué a mi oficina, ésta estaba cerrada, pues eran las tres y seis minutos. No me di cuenta de que era la hora de la comida. Fui a mi bar favorito a una hora no acostumbrada, pues no me apetecía ir a la casa de comidas y además tendría que comer muy de prisa, cosa que no me gustaba. Se extrañaron al verme. Pedí una cerveza y un bocadillo. No dejaba de pensar en él o en ellos.

Hice tiempo hasta las tres y media que era cuando teníamos que estar de vuelta. Todos menos el jefe estabamos en la puerta cuando apareció el ama de llaves. Entramos y mi cabeza seguía en ebullición.

Cuando llegó el jefe, tarde como acostumbraba, le pasé el sobre a la secretaria. Aquello fue lo último que hice. Marcaba las cuatro y diez minutos. Repetí el rito de las seis y un minuto, aunque con un poco más de rapidez. Todos me miraban extrañados. Salí sin decir nada. Cuando cerraba la puerta, dejaba detrás de mí muchos años. No quería volver. No iba a volver. Salí a la calle y aunque en mi interior algo había cambiado, la calle y la gente me devolvió a la realidad triste y apocada de mi existencia. Volví al bar de siempre. Esta vez, su extrañeza fue total. Oí sus cuchicheos. No me importaban. Pedí una copa de anís. Me la bebí lentamente, pero de un trago. Cuando salí a la calle ya era casi de noche. Todo seguía oscuro. No giré a la izquierda como hubiera sido lo normal en un día normal. Pero esta vez no quería ir donde siempre me encaminaban mis pasos cuando salía del bar. Así que cambié, me perdí y todavía no sé si me he encontrado.

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SOMBRAS Y SILUETAS

No sólo estaba sólo sino que me sentía sólo. Era un viaje más, pero otra vez fuera de casa. Empezaba a estar cansado, quizás harto. El paisaje que estaba atravesando me era familiar. De hecho, había estado antes aquí. Estaba bastante lejos de mi hogar, lo suficiente para que todo el entorno fuera diferente. Habían pasado ya muchos años y seguía teniendo buenos recuerdos de aquella vez.

Desde unos cuantos kilómetros atrás, había entrado en una zona especialmente increíble por su paisaje. Me gustaba pero llegaba a ser opresivo. Daba la impresión de que cielo y tierra se confundían y de que no existía esa línea divisoria en el horizonte que nos hace sentir que estamos aquí y que pisamos suelo.

Miré el indicador de gasolina. Estaba casi lleno. Sabiendo donde iba y donde me estaba metiendo, tuve la precaución de parar antes y llenar el depósito. A partir de este punto, pasarían 60 o 70 kilómetros hasta que volviera a ver algo o alguien, excepto cielo y campo.

El mapa marcaba como próximo hito en mi ruta un minúsculo pueblo, o más bien, un conjunto de cuatro casas, donde tiempos atrás existía un hotel que yo ha había habitado. No sabía si seguía estando ahí. No me importaba, porque tras otro trecho un poco más grande, encontraría una pequeña villa donde si sería seguro encontrar alojamiento.

Pasaban el tiempo pero no pasaba nada más. Muy de vez en cuando me cruzaba con algún coche. Llevaba la música puesta. Me hacía compañía. Había puesto algo tranquilo, no muy estridente. Intentaba seguirla, cantando un poco. Me aburría.

Al empezar a bajar una pequeña colina, no sé porqué miré a mi derecha. Pero debió ser lo que vi lo que me hizo girar la cabeza. No podía ser una sombra porque las sombras necesitan alimentarse de luz y allí la única luz que había era la de los faros de mi coche. Quizás fuera una alucinación, propia del entorno y de la soledad, pero yo creo que estaba cuerdo. Lo que fuera, sombra o silueta de forma indefinida e indescifrable, me acompañaba un poco más allá del borde de la carretera. Cada muy poco tiempo giraba la cabeza y seguía ahí. En ningún momento sentí miedo ni nada parecido. Tras una curva a la izquierda, divisé las primeras y únicas luces del pueblo. Cuando las alcance desapareció lo que me seguía. No tardé mucho en llegar al hotel que conocía. Puede que lo hubieran cambiado de nombre o que el aspecto exterior hubiera cambiado un poco pero estaba abierto y había habitaciones libres.

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Me dieron una habitación grande en la planta baja. La cama era enorme, demasiado amplia para una sola persona. Saqué alguna cosa de la bolsa de viaje y llamé a mi casa. Todos estaban bien. Después, bajé a cenar al restaurante del hotel. Solo había una mesa ocupada cuando llegué. El local era acogedor aunque un poco triste. La iluminación general era escasa. Cada mesa individual tenía una vela que daba un aire de misteriosa intimidad a la cena. Cené poco y rápido porque cuando estaba a solas no me apetecía comer. Antes de que yo acabara, desapareció la pareja que me hacía compañía. Me saludaron débilmente al salir. No tarde mucho en marcharme yo también. Fui al bar. Había una hermosa chimenea. Pedí una cerveza y me senté enfrente de la lumbre. Apareció al rato un señor que se sentó en el sillón de al lado. Entablamos conversación inmediatamente. Sería un poco mayor que yo, aunque su pelo cano le daba un aspecto avejentado. Era otro solitario de la carretera, viajando de aquí para allá. Pasaron dos o tres cervezas. Yo estaba bien allí y él también lo parecía. Charlamos de todo, del amor y de la vida, de la muerte y de la soledad. Tal y como suele pasar en estas situaciones, nos enseñamos las fotos de nuestros seres queridos entre trago y trago. Extrañamente a lo que me solía pasar, había congeniado con esta persona.

Muy amablemente, el camarero nos dijo que tenían que cerrar en unos minutos. Quedamos en vernos al día siguiente y cenar juntos.

No tardé en dormirme. Había bebido demasiado. Y por eso me desperté pronto, con mal cuerpo.

El día se presentaba idéntico al de ayer. El cielo no iba a cambiar de color. Desayuné poco y con poca hambre. Enseguida, cogí el coche. Tenía que visitar a un par de clientes. El día fue aburrido. No vi a la sombra. Me acordé de ella cuando puse la cinta de Elvis Costello. Tenía prisa por acabar mi jornada. Me apetecía volver al hotel y salir a cenar.

Al llegar, me pegué una ducha de agua caliente y llamé a la habitación de mi amigo. Nadie contestó. Me extrañó, pues me había comentado que para esa hora ya estaría de vuelta de sobra. Miré un rato la televisión y pasé por la recepción del hotel.

Allí me lo dijeron. Lo habían encontrado muerto en su cama. No contestó al teléfono que intentó despertarle de su sueño infinito. Lo intentaron varias veces más y decidieron forzar la habitación. Me dijeron que el médico sólo pudo certificar que había muerto hacía unas cuantas horas. Posiblemente, un par de horas después de despedirme de él. No pregunté más. Volví a mi habitación y cuando cerré la puerta empecé a llorar. No cené. Me fui al bar. Me senté en el mismo sitio que la noche anterior. No vino nadie a hacerme compañía.

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Dormí poco y mal. Me desperté sólo, mucho antes de lo planeado. Ya no me apetecía estar allí. Pagué rápidamente y me marché. Todavía era de noche cuando ya estaba en la carretera. Volvía a casa. Pensé que si volvía otra vez por aquí, no volvería a alojarme en el mismo sitio. Vi de nuevo la silueta, esta vez a mi izquierda. Apagué la música. A medida que amanecía, aunque no se veía el sol, se iba difuminando mi visión. En un momento dado dejé de verla. No tuve más remedio que pensar en la persona que había conocido durante unas horas y entonces una lágrima salpicó mi camisa.

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UNA VEZ MAS

Se acercaba la fiesta del pueblo. A mí no me gustaba especialmente, sobre todo porque era en invierno. Siempre había pensado que sería mejor para todos que se celebrara en primavera o verano. Habría más participación y no se limitarían las actividades a locales cerrados y cubiertos. Pero este año me había tocado a mí el conseguir que alguien viniera a poner un poco de música en las casas, lo cual me había alegrado. Desde que yo tenía uso de razón, siempre se había traído a un acordeonista. No sé por qué. Yo sabía que existían guitarras y otros instrumentos; lo sabía de oídas y por fotos. Unos decían que era el instrumento más alegre; otros decían que un acordeón valía por muchos de los otros. El caso es que cuando me tocó el turno de pensar, no lo pensé mucho.

El que había venido el invierno pasado se murió a los tres meses de nuestra fiesta. Era un señor mayor que nos había acompañado los últimos cinco años. Así que mi misión no era fácil, pero tampoco imposible. Me cogí la bici y marché para el pueblo vecino, donde también celebraban fiestas, un par de meses antes que la nuestra, y donde también solían llevar a la misma persona que nosotros. No lo sabíamos por ellos, sino por el acordeonista. Normalmente, no hablábamos mucho con los vecinos del otro pueblo, y tampoco se nos ocurría acercarnos a sus fiestas, igual que ellos no venían a las nuestras. Pero yo tenía allí un amigo, o lo que yo llamaba un amigo. Lo conocía desde los tiempos de la escuela cuando íbamos juntos a otro pueblo que acogía la única escuela para toda la comarca.

Sólo eran tres kilómetros, eso sí, cuesta arriba. No tarde mucho en encontrarle, porque siempre estaba en el mismo sitio, en su trozo de campo, trabajando. Si no era hora de trabajar estaba en su casa. Los dos nos llevábamos bien. Me recibió alzando su mano. Era poco hablador. Incluso regateaba los saludos hablados. Hablamos durante un rato sobre el campo y le pregunté lo que buscaba. No tuvo problema en decirme a quién habían traído y dónde vivía. Enseguida me marché, después de preguntarle si vendría a la fiesta. El me contestó diciendo que yo no había ido a su pueblo. Me volvió a levantar el brazo de la misma forma cuando nos despedimos.

Se llamaba Carlos y vivía en un pueblo que estaba a diez kilómetros del mío. No fui ese mismo día. Lo dejé para el día siguiente. Madrugué un poco más y fui a buscarlo. Cuando llegué a su pueblo, tuve que preguntar por él. Este ya era un pueblo un poco más grande. Pero rápidamente me indicaron donde estaba su parcela. Estaba a las afueras. Cuando me acercaba vi a una persona con la azada y pensé que era él. Dejé mi bici junto a la verja y pasé. Le saludé un poco de lejos con un buenos días un poco subido de tono. Me contestó con lo mismo. Le pregunté si era Carlos. Era él.

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Después de comentar el frío que hacía y cómo iba la labor, le comenté lo que quería. Llegamos a un acuerdo rápidamente. Le pagaríamos un poco más que lo que habíamos hecho el año anterior. No puso ningún tipo de pegas. Se le veía sereno y tranquilo. Le dije dónde podría encontrarme y quedamos en que se pasaría por mi casa el sábado antes de comer.

A mí era fácil encontrarme, porque normalmente estaba en casa. No trabajaba en el campo porque no podía. Y ya que no podía, tampoco me gustaba estar viendo cómo mis hermanos y mi padre trabajaban. Me sentía mal e inútil. Así que me quedaba en casa y leía, o más bien, aprendía a leer leyendo. Rebuscaba librerías cuando iba a la ciudad, y con el poco dinero que me daban en casa compraba libros, revistas y periódicos viejos que devoraba continuamente. Hacía tres años que tuve el accidente que me dejó lo suficientemente cojo para ser considerado un inútil para el campo. Lo pasé muy mal. Lo superé no sé cómo, pero lo hice. Me agarré a esos libros y creo que ellos me devolvieron a este mundo. Eso y la bici, en la cual me podía desplazar y aunque era incómoda para mi problema, a mí me gustaba y mientras las distancias no fueran largas, lo soportaba. Eso me permitía conocer un poco los alrededores y tener la sensación de que valía para algo. Así que solía pasar la mañana en casa con mi madre y hermanas. Alguna vez les ayudaba a preparar la comida aunque no me dejaban mucho porque se veía mal. Después de comer era cuando me gustaba coger la bici e ir tranquilamente a algún prado o a ver las vacas de mi tío o los caballos de mi padre. En eso si que podía ayudar un poco y les daba de comer.

Pasaron los días y llegó el sábado. El día había salido plomizo pero no llovía. Ya el pueblo empezaba a bullir. Mi única preocupación era que el acordeonista viniera, tocara y se fuera sin más sobresaltos. Yo no participaba del carácter despreocupado en general de mi familia. Me gustaba hacer las cosas bien. No es que ellos las hicieran mal, pero yo era más perfeccionista. En todos los sentidos, me sentía, y creo que ellos me veían también, como un bicho raro. Por eso, esa mañana esperaba impaciente que se presentara en casa a la hora prometida. No me moví de allí. Los hombres al campo y las mujeres en casa. La comida era un poco especial, no sólo por ser la fiesta sino porque teníamos que dar de comer al forastero. También había que darle cobijo por la noche, así que mis hermanas le prepararon un camastro en el desván. Decían que se iba a helar, aunque se tapara con todas las mantas que le habían preparado. A mí, todos estos detalles me gustaba contemplarlos. Pensaba que la cortesía era buena consejera, que había que causar una buena impresión.

Carlos llegó sobre la una y media. Dejó su bici junto a la puerta, dio una voz y desde la ventana le dijimos que subiera. Nuestra casa, aún teniendo planta baja, empezaba realmente en la primera planta. Yo le esperé al final de la escalera. Nos saludamos. Llevaba el acordeón en bandolera. Me preguntó que dónde podía dejarlo y

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lo llevamos a mi cuarto. Saludó a la familia y rápidamente mi madre le ofreció un vaso de vino. Tenía como unos cuarenta años y era de buena planta. Creo que alguna de mis hermanas, ya en edad de merecer, desvió su mirada en un gesto de vergüenza. Estuvimos charlando un rato. Mi madre se bastaba sola para darle toda la conversación del mundo. Y él no hacía ascos.

Un poco después llegaron los que estaban en el campo. Se preparó todo y empezamos a comer. La comida fue buena y alegre. Mi madre, desviviéndose porque a Carlos no le faltara de nada. Me fijé en que bebía mucho, pero tampoco le di mayor importancia. También lo hacía mi padre y alguno de mis hermanos. Cuando estabamos con el postre, mi madre le pidió que tocara algo. Yo me ofrecí a ir a buscar su instrumento. No tenía funda. En el acordeón estaba grabado Carlos H. Se lo di y entre risas y algún que otro grito de ánimo, empezó a tocar. Sonaba muy bien. Al cabo de unos segundos, alguien empezó a cantar y otros y otras se unieron. Yo no participaba. Prefería escuchar y además cantar me daba vergüenza. Entre canción y melodía, él se iba acabando la botella de pacharán.

Era costumbre que antes de la cena que inauguraba de algún modo la fiesta, en la que todo el pueblo, unas cien personas, nos juntábamos en unos salones de la antigua escuela, el músico se paseara por el pueblo. Eso lo aprovechaba mucha gente para invitarle a entrar a su casa a tomar algo. Era después de la cena cuando el invitado asumía el papel estelar porque era el encargado de animar el baile con su música y sus canciones.

Así que cuando acabó en mi casa con la primera botella, nos fuimos él, dos de mis hermanos y yo a hacer el paseíllo. Yo la verdad es que todavía lo veía bien, aunque me empezaba a preocupar qué podría pasar si seguía bebiendo de esa forma.

El comenzó a tocar nada más salir de nuestra casa y al compás de su música fueron apareciendo vecinos en ventanas y puertas que observaban con atención nuestro recorrido. Y así fue cómo empezamos a entrar en una casa y en otra y en otra. Y en cada una nos ofrecían algo. Yo no bebía, mis hermanos algo, pero Carlos sí. Yo se lo comenté a mis hermanos. Se rieron. Pero yo no me reía. A mi me importaba que este hombre pudiera llegar en condiciones al baile. Siguió el paseo. Y fueron cayendo mas vasos de vino. Había anochecido y al salir de una de las casas le pregunté si se encontraba bien. Me contestó que sí, pero yo ya notaba que empezaba a acusar el esfuerzo. Ni su voz ni su música sonaban como antes. Yo intenté evitar que entráramos en todos los sitios que nos ofrecían y de hecho lo conseguí en alguna ocasión. Mientras, mis hermanos cada vez se iban entonando más y cada vez se reían más de él y de mí. Yo no estaba a gusto. De alguna forma, la responsabilidad de que este señor saliera a tocar y animara el baile dependía de mí, porque a mí se me había

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encomendado la labor de encontrarlo y a mi me correspondía la labor de que se marchara al día siguiente, sano y salvo y con el pueblo contento.

Faltaban todavía un par de horas para la cena, así que pensé que sería buena idea el retirarse por un rato. Se lo comenté a mis hermanos. Me tuve que poner un poco serio con ellos y les pedí que me acompañaran a la primera parcela que tenía nuestro padre a la salida del pueblo. Allí fuimos. A él no hubo que convencerle mucho. Siguió tocando pero en cuanto llegamos a la borda y le animamos a que descansara un poco, se tumbó en un escalón de piedra y se quedó dormido. Ellos se partían de risa y yo la verdad es que también me unía a ellos de vez en cuando, al oír sus comentarios y burlas. Nos entretuvimos en tirar piedras a un viejo bote oxidado. Gané porque era el más sereno de los tres. Nuestro amigo roncaba a nuestras espaldas.

Al cabo de una hora le intentamos despertar. Nos costó. Hubo que menearlo mucho y tirarle un poco de agua. Esto avivó nuestro humor. Cuando logramos despertarle, creo que le costó reconocer dónde se encontraba. Su cara empezaba a ser un poema, sobre todo al ver a tres personas a carcajada limpia delante suyo. Le pregunté que qué tal se encontraba. Contestó que mal. Pero lo primero que pidió fué un vaso de vino. Mi hermano Juan casi vomita de la risa que le entró. Le comenté que si no había bebido bastante. No dijo nada. Faltaba menos de una hora para la cena. Si íbamos al pueblo, éste no tocaba. Cuando se levantó de su asiento, tenía cara de muerto en vez de acordeonista. Insistía en que sería bueno que pasara por casa para arreglarse un poco. Le logramos convencer. A duras penas llegamos. No podía ni con el acordeón. Aunque procuramos no hacer ruido, nuestra madre nos descubrió cuando enfilabamos el aseo. Allí lo dejamos. Ella preguntó que qué pasaba. Le dijimos que Carlos se encontraba un poco mal. Se sonrió. A mi ya no me parecía gracioso. Estuvo allí dentro más de media hora. De vez en cuando le gritaba que qué tal se encontraba. Siempre decía que bien. Yo seguía dudando que hubiera baile, o por lo menos que apareciera el invitado. Cuando salió, parecía que la cara se le había alegrado un poco, o por lo menos, le había vuelto un poco el color. Miró a mis hermanos y estos se echaron a reir y salieron corriendo. El no decía nada. Me preguntó que si había que cenar. Le dije que sí. No puso buena cara.

Nos fuimos para la escuela. El llevaba el acordeón a la espalda aunque más parecía que llevara un camión. Caminaba semi encorvado. La gente se nos quedaba mirando y cuchicheando. Yo no me encontraba a gusto pero no podía ni se me ocurría actuar de otra forma. Nos sentamos toda la familia junta y pusimos a Carlos en medio de nosotros. Lo primero que hizo al sentarse fue tirarse al vaso de vino a medio llenar. Yo, que estaba a su lado, se lo quité. Cogí una botella de agua y se la di. Le pregunté si iba a cenar. Me dijo que no. Le comenté que si iba a aguantar. Cuando me dijo que qué tenía que aguantar, le dije que tenía que salir a la tarima y tocar el acordeón, y

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que se fuera preparando. En ese momento, se levantó de súbito y salió corriendo hacia la puerta. Yo y Juan fuimos tras él. Las risas eran generales. El endiablado corría más que nosotros, pero no duró mucho. Parecía que buscaba la esquina más acogedora. Allí apoyó sus brazos y vomitó lo que no está en los escritos. Juan no paraba de reírse. Cuando se dio la vuelta, nos dimos cuenta de que Carlos no podía tocar esa noche ni una pandereta. Lo llevamos a casa y lo acostamos en el desván. Lo tapamos bien y no tardo ni medio segundo en cerrar los ojos. A mí creo que ya me daba igual todo. Al fin y al cabo, de qué podía tener yo la culpa. Cuando regresamos a la escuela se lo comenté al alcalde. Algo ya había oído y no le pilló por sorpresa. Me dijo que no era la primera vez que pasaba. Así que se levantó y fue a la mesa donde estaba Basilio, abuelo de 78 años, pero que era un portento con la bandurria. Y además tenía voz. Basilio se levantó entusiasmado y le dijo a su mujer: otra vez María, no sé qué va a pasar el día que me muera.

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UNA MALETA CUALQUIERA

Lo primero que vi cuando llegué a la estación fue a un señor que se dirigía hacia mí con paso dubitativo. Era un mendigo que llevaba en su mano unos papeles. Extendió su guante y me acercó uno. No me dijo la voluntad ni nada parecido. No abrió la boca. Dudé unos instantes y saqué de mi bolsillo unas monedas. Tampoco dijo gracias. Yo le dije hasta luego. Era una media cuartilla con cuatro líneas seguidas y una línea final que decía Anónimo. Las cuatro líneas decían:

Sin amor no hay esperanza,

Sin esperanza no hay ilusión,

Sin ilusión no hay vida,

Y sin vida no hay amor.

Volví la vista para ver de nuevo a la persona que me lo había dado pero no le ví. Me guardé el papel en el bolsillo de mi pantalón.

Quedaba una hora hasta que saliera mi tren, así que me fui a la cafetería. Pedí una cerveza y un bocadillo. Saqué el papel del bolsillo y lo volví a leer. Las esperas me consumían.

Estaba medio dormido cuando me despertó el soniquete que anunciaba que en la vía cuatro se iba a instalar mi tren. Cogí mis bultos y busqué dónde estaba. Se encontraba como a unos cien metros a mi derecha. Estaba cansado y tenía ganas de sentarme, de intentar ponerme cómodo y cerrar los ojos.

Mi vagón era el número veintiuno y mi asiento el treinta y cuatro. Había pedido ventanilla y no se habían equivocado. Pero la ventana estaba sucia. Además daba igual porque anochecería pronto.

Empezó a entrar gente al vagón cuando dejé mis dos bolsas al lado de una maleta que estaba justo encima de mí. Pensé de quién podría ser pero no vi a nadie en varios asientos en torno a mi.

Me daba igual. En parte ya muchas cosas me daban igual. Hace unos años hubiera maldecido al señor que ocupaba mi parte de portaequipajes. Y qué mas da. Esa era una de mis frases o pensamientos favoritos últimamente.

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Mi vagón era de segunda, así que por definición era incómodo. Faltaban quince minutos para la salida teórica y ya no sabía cómo ponerme. Justo en ese momento apareció una señora ya mayor que se sentó enfrente mío. Gracias a que era bajita, al igual que yo, nuestros pies no chocaban y no nos molestábamos. Le ayudé a subir su maleta y me lo agradeció. Al principio no me agradó la idea de llevar tan cercana compañía pero recurrí a mi “y qué” y me olvidé. Además, me iba a dormir. Me preguntó directamente que dónde iba. Le contesté. Afortunadamente, no conocía a nadie en esa ciudad con lo cual no le di ninguna opción a que me dijera que conocía alguien allí o que su sobrino favorito había hecho la mili en el único acuartelamiento de la ciudad. Por cortesía y sólo por eso le devolví la pregunta. Me dijo que a Burgos; pero yo no conocía a nadie allí. Bueno, conocí a una de esas personas que pasan por tu vida, se alejan y cuando las recuerdas te entran ganas de vomitar. Pero no le conté nada de esto.

De reojo, por la ventana, vi cómo pasaba a mi lado un señor con gorra y bandera roja que pensé iba a dar el banderazo de salida a nuestro viaje. Oí un silbato y en unos segundos, aquello se movió. Recuerdo que de pequeño siempre me maravillaba la sensación de movimiento, el arranque de uno de estos monstruos con sus ruidos y sus quejidos; con la sensación de que algo nuevo y desconocido nos esperaba al final del viaje. No sentía eso ahora. Sólo quería dormir.

No sé en qué punto pero lo conseguí. Creo que fue cuando ella me estaba contando que hacía diez años había sufrido un accidente de tren. Pero no me dio tiempo a preguntarle si le había pasado algo. A simple vista no lo parecía. Cuando desperté, estabamos parados en medio de la nada. Miré mi reloj. Hacía dos horas que habíamos salido. Me desperecé y me levanté. Eche un vistazo. Todos dormían. Incluso ella. Miré hacia arriba. Allí seguían mis bolsas. No es porque llevara nada de valor. Era una vieja obsesión que me acompañaba. Afortunadamente cada vez menor. Consistía en pensar que me robarían todo cuando estuviera dormido. Pero había logrado sustituir esta obsesión por otras menores, nimias y sin importancia, lo cual confería a mi vida un aire de despreocupación semitotal.

No se veía nada afuera. Dentro habitaba la penumbra. Probablemente estaríamos esperando a cruzarnos con otro tren. Así fue. El ruido ensordecedor del cruce no logró despertar a nadie.

Me gustaba observar a la gente dormida. Me imaginaba que estaban descansando, que se olvidaban de todo, lo que yo lograba despierto. Seguro que no era así del todo. Seguro que también tenían problemas, que algunos incluso estaban locos y que a otros no les gustaría despertarse nunca porque el estado ideal del hombre era estar dormido, donde todo se abandona al azar del transcurrir del tiempo.

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Cuando arrancamos me senté. Ya no podía dormir. Empece a pensar. No sé en qué. Normalmente no pensaba, o no conscientemente. Me había acostumbrado.

Pasaron el tiempo y las estaciones y el vagón se iba vaciando. También iba amaneciendo. Pronto llegaríamos a Burgos. Mi compañera seguía dormida. La tuve que despertar unos minutos antes. Me volvió a dar las gracias. Le ayudé a bajar sus cosas al andén. Allí le estaban esperando. Al principio pensé en la suerte de que alguien te espere. Luego ya no volví a pensar más. Volví a mi sitio.

Sólo quedábamos dos personas en el compartimento. No sé porqué pero tenía ganas de ver desaparecer esa maleta de encima de mí. En la siguiente estación, vi como se levantaba mi acompañante y vi cómo no venía hacia mí sino que simplemente no decía nada y se iba. Y allí estaba yo con mis dos bolsas y una maleta encima de mi cabeza.

Ya había amanecido del todo. Eché cuentas y me quedaban tres horas de viaje. A partir de este punto empezaba una zona de túneles. En éstos tenía la sensación de viajar al infierno.

Fue en el primer túnel cuando oí una voz. Pensé que estaba en el infierno o que tal vez el tren se había estrellado sin darme yo cuenta y yo ya no era yo ni estaba allí. Pero volví a ver la luz y recobré la realidad. No pasaba nada. Enfilamos el segundo túnel. Volví a oír algo. Como no me gustaba pensar, no quise hacerlo. Quedaban dos más. En el tercero me concentré en contra de mi voluntad. Y de nuevo escuché la voz, solo que esta vez incluso pude reconocer las palabras. Alguien decía que estaba sólo. Lo primero que pensé fue que yo también. Aunque en el cuarto, mi concentración había superado con creces mi límite, no escuché nada. Sabía que esta zona se había acabado así que bajé la cortinilla porque quería dormir. No me dejó. Ese “otro” habló de nuevo. Dijo lo mismo. En los tiempos en que mi mente era analítica y racional, me había gustado deducir el origen de los problemas siguiendo un análisis pormenorizado y detallado de las situaciones así que me dispuse a averiguar, otra vez en contra de mi voluntad, qué pasaba allí. Cómo aquello no dejaba de hablar, aunque sin cambiar el contenido de sus palabras, descubrí rápidamente que el sonido provenía de encima de mí. Y lo que estaba encima de mí eran mis dos bolsas y la maleta que yo daba por abandonada. Estaba seguro que en mis bolsas no guardaba ningún artilugio electrónico ni parecido capaz de emitir sonidos. Así que la deducción era fácil. Aunque el “y qué” me impulsaba a no hacer nada, mi antigua personalidad me obligó a levantarme, asir la maleta, bajarla y posarla en el asiento. Ya sólo me quedaba abrirla. Tenía un par de cintas con hebillas. Las desaté tranquilamente y tirando del asa levanté la parte superior. Estaba vacía. Hacía un rato que no decía nada. Cuando me dispuse a cerrarla, oí que decía: me hubiera gustado ser un niño para no estar sólo. La cerré, pero no la subí a su sitio natural. La dejé a mi lado. En ese momento me

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acordé que de pequeño me gustaba que mis padres me dieran la mano donde quiera que fuéramos, sobre todo en los lugares extraños. Así que en un acto reflejo, fuera de pensamiento, mi mano derecha se dirigió al asa de la maleta y la abrazó.

Cuando llegué a mi destino, la llevé conmigo. Estaba nublado. Cuando bajé los escalones y pisé el andén, no vi a nadie. Sabía que nadie me esperaría pero me daba igual; estaba a gusto con mi nuevo amigo.

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AQUEL BAILE ...............................................................

DE ROJO .....................................................................

GRAPAS ......................................................................

LAS ESTRELLAS DEL VERANO .......................................

LUCES EN EL TUNEL ....................................................

ME DIJERON ................................................................

RELOJES HERMANOS ...................................................

SOMBRAS Y SILUETAS .................................................

UNA VEZ MAS ............................................................

UNA MALETA CUALQUIERA ..........................................