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EL CRISTIANISMO DE DOSTOIEVSKY

Madaule, Jacques - El Cristianismo de Dostoievsky

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E L C R I S T I A N I S M O DE

D O S T O I E V S K Y

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Colección dirigida por

RAFAEL PIVIDAL

Publicados:

JAQUES MARITAIN

A C C I Ó N C A T Ó L I C A Y ACCIÓN P O L Í T I C A

(2* edición en prensa)

AUGUSTO J. DURELLI

E L N A C I O N A L I S M O A N T E E L C R I S T I A N I S M O

(Agotado)

LEÓN BLOY

P Á G I N A S E S C O G I D A S

ALBERTO WAGNER DE REYNA

I N T R O D U C C I Ó N A L A L I T U R G I A

SANTA CATALINA DE SIENA

C A R T A S P O L Í T I C A S

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E D I T O R I A L L O S A D A , S. A .

B U E N O S A I R E S

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Título original francés: Le christianisme de Dostoíevsky Derechos adquiridos para todos los

países de habla española.

Queda hecho el depósito que previene la ley núm, 11,723

- Copyright by Editorial Losada, S, A. Buenos Aires» 1952

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Se terminó de imprimir el día 25 de marzo de 1952. en Artes Gráficas Bartolomé U, Chiesmo, Ameghino 838, Avellaneda - Buenos Aires

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INTRODUCCIÓN

Escribir sobre un autor extranjero cuyo idioma no se conoce es una empresa temeraria. Gide, es verdad, me ha dado el ejemplo y a propósito de este mismo Dostoievsky. Es que no pertenece Dos-toievsky, hoy, sólo a su país sino a todos los hom-bres, sepan o ignoren el ruso. Acerca del mensaje que nos trae, tenemos el deber de interrogarnos y de interrogar a nuestro tiempo. La convulsión ge-neral de la que Europa y el mundo entero son tea-tro desde hace veinticinco años, ha tenido a Dos-toievsky por anunciador. Sé que hubo otros pro-fetas; pero ninguno estuvo, por muchos concep-tos, mejor situado que éh

Vivió de 1821 a 1881 en la Rusia de Nicolás I y de Alejandro IL Hacía apenas un siglo que Pedro el Grande había muerto. A pesar de las apariencias su obra era siempre discutida. No podía dejar de serlo, porque no se transforma a nn pueblo en un siglo. Las reformas de Pedro el Grande habían creado tan sólo un profundo des-equilibrio y una secreta angustia en el seno de la sociedad rusa, Dostoievsky ha sido el heraldo de e^a angustia y de ese desequilibrio. Angustiado y

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desequilibrado él mismo, se dirá, y se le objetará la más sana visión de las cosas, aquella que se encuentra, por ejemplo, en La guerra y la paz o en Ana Karénina. El conde León Tolstoy estaba bien de salud, aun demasiado bien. Sin embargo no sería difícil encontrar, hasta en sus obras más logradas, algunos rasgos de ese desequilibrio que estalla en Dostoievsky. Esta sociedad rusa la hemos visto hundirse después casi de la manera como Pedro Stepanóvich lo anunciaba a Karmazinov en Los poseídos. Recuérdese también la requisitoria del Procurador en Los hermanos Karamázov y tan-tas páginas del Diario de un escritor.

Es preciso, pues, admitir que el diagnóstico de Dostoievsky era exacto. Tal vez comunicó a Rusia su propia angustia; mas Rusia se la ha devuelto con creces; y hay un rasgo decisivo en su biogra-fía que conviene recordar por muy conocido que sea: su condena a muerte y el simulacro de ejecu-ción que tuvo lugar el 22 de diciembre de 1849 en la plaza de armas del Regimiento de Semiónovsky de San Petersburgo. Se deba o no datar desde esta época las crisis epileptiformes que Dostoievsky experimentó hasta el fin de su vida, no es menos cierto —y existe su propia confesión— que ese día se entreabrió para él la puerta de un mundo dis-tinto. Un mundo cuyo recuerdo nostálgico no ce-saría de perseguirlo. Luego fueron los cuatro años de presidio. Aquí encontró Dostoievsky a Cristo y al pueblo ruso estrechamente unidos en un mismo sufrimiento. Los otros rasgos de su biografía, aun-que algunos tengan el más alto interés, por ejem-

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pío, aquella pasión del juego que lo dominó durante diez años, interesan menos para la com-prensión de su obra o, mejor dicho, para su des-cubrimiento de sí mismo.

Con todo, Rusia no se concibe sin Europa. No hay problema que turbase más a Dostoievsky que el de las relaciones de Rusia con Europa. Este problema se plantea sobre tres planos distintos. 19 El de las relaciones políticas entre el Imperio Ruso y los otros Estados europeos. Dostoievsky no cesa de debatirlo en el Diario de un escritor es-pecialmente, a propósito de la guerra de los Balcanes en 1876-77. 2? Las relaciones políticas entre los pueblos no hacen sino traducir relacio-nes más íntimas y más profundas entre sus cultu-ras. Si Rusia inquieta a Europa, si Europa a su vez atrae y rechaza a Rusia, es que Rusia sola es el equivalente de toda Europa y la contrapesa con bastante exactitud. Dostoievsky insiste infini-dad de veces sobre esta facultad, propia del ruso, de asimilarse todas las lenguas y todas las culturas: de ser francés en Francia, inglés en In-glaterra . . . Efectivamente, Shakespeare, Racine, Schiller nutrieron a los jóvenes rusos de tal ma-nera que ninguna influencia extranjera sobre nos-otros puede ser comparada, ni de lejos, a las que ellos sufrieron. ¿Pero el ruso mismo quién es? ¿De qué modo se descubrirá a sí mismo, aislado como está de la tradición de su pueblo? Tal es la angus-tia que los oprime a todos: la imposibilidad para Rusia de definirse frente a Europa, esta Euro-pa peligrosa y atractiva de la cual no se puede

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prescindir una vez que se han puesto los labios sobre ella. Por último, este conflicto entre Ru-sia y Europa, entre el Oriente y el Occidente, entre el catolicismo y la ortodoxia, entre la tradición ancestral y las costumbres importadas, cada ruso lo encuentra de nuevo, insoluble, en el fondo de sí mismo. Se tiene la impresión de un esquife a la deriva sobre una ola cuya profundidad nadie ha sondeado.

Desde 1917 hemos asistido a un estallido y a una reconstrucción sobre la cual corren aún las noticias más contradictorias. Creo sigue siendo ver-dad que el ruso es siempre más capaz de revelarnos a nosotros mismos que de descubrir su verdadera naturaleza. La Unión Soviética ha revelado Euro-pa a sí misma. Esto exigiría largas explicaciones que aquí serían inoportunas. Mas en Dostoievsky encontramos también, y por efecto del mismo dón llevado a su última perfección, un prodigioso esr clarecimiento de las profundidades humanas, de eso que, hasta él, no podía ser dicho.

No pretendo, pues, que Dostoievsky represente a Rusia. Sé todo lo que su caso, aun en Rusia, ofrece de excepcional. No obstante, se me conce-derá que Dostoievsky es inconcebible fuera de Ru-sia, porque el malestar ruso ha sido la materia prima de su obra. Pero ese malestar se ha con-vertido hoy en el de nuestra civilización entera y por eso en ningún tiempo, quizá, fué Dostoievsky más actual. En efecto, estamos en trance de des-cubrir trágicamente la fragilidad de ciertas adqui-siciones que creíamos definitivas. Sobre más de

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un punto de Europa la civilización se ha descas-carado. Primero fué Rusia; pero después ha sido Alemania, y no hay uno solo de nosotros que no experimente por momentos, en el fondo de sí mis-mo, sordas complicaciones con el desorden.

La hora de Dostoievsky ha sonado, cuando las ca-tástrofes que él nos anuncia y nos describe ya no conciernen tan sólo a su país. En 1908 Gide mi-raba con esperanza hacia él como hacia uno de esos que darían al hombre, con un más perfecto conocimiento de sí mismo, la posibilidad de trans-formarse. Yo no sé si nuestra mirada está hoy car-gada de esperanza o de angustia; pero, en todo caso, es una interrogación aun más apasionada que pudo ser la de 1908. Estos treinta años han sido decisivos, como para Dostoievsky mismo los diez años silenciosos que transcurrieron de 1849 a 1859, entre el descubrimiento de la conspiración de Pe-trashevsky y el retorno a los ambientes literarios de Petersburgo. Se trata para nosotros, una vez más, de determinar nuestra posición y Dostoievsky puede ayudarnos mejor que nadie.

Lo he intentado en este modesto ensayo. Ruego al lector que no busque en él lo que no puede contener, es decir, un estudio exhaustivo del gran novelista ruso que exigiría tanto más imperiosa-mente el conocimiento de su idioma cuanto que escritos importantes aún no están traducidos al francés. Son simplemente las reflexiones de un lector que se pregunta en qué le atañe esta creación novelesca y en qué transforma tal creación lo que trae de nuevo. En este diálogo entre el escritor y

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el lector es conveniente que la voz del lector se haga oír algunas veces, sobre todo si ese lector es extranjero. He tratado de desembarazarme con al-gunas palabras de todo lo que hay de ruso en Dostoievsky y pido perdón por la ligereza del pro-cedimiento. Ahora vamos a examinarlo en sí mis-mo y como si no tuviera ni lugar ni edad. Vamos a vivir en la atmósfera de sus novelas y en la familiaridad de sus héroes; vamos a dejarnos llevar por la ola.

Es la única manera de leer a un novelista. En resumidas cuentas, uno se encuentra a sí mismo, pero cambiado. Lo propio de los artistas de genio es que no nos dejan intactos. No se lee impune-mente a Dostoievsky; y aun pienso que uno de los resultados más seguros de su obra, es el habernos hecho más vulnerables. Hay cosas que antes de él no comprendíamos y a las cuales nos hemos vuelto sensibles. A un inventario de estas rique-zas, inventario necesariamente incompleto, he que-rido consagrar este librito, con el fin de que aquellos que están acostumbrados ya a Dostoievsky, y a los cuales me dirijo sobre todo, encontrando nuevamente sus propias emociones, sean invitados a ahondarlas más; mientras espero excitar en los de-más la curiosidad de esta térra incógnita.

Un libro sobre Dostoievsky, en 1939, no puede proponerse otro fin. A Stendhal le gustaba decir que él sería comprendido hacia 1880 y no se equi-vocó mucho. Más de cincuenta años después de su muerte, parece que Dostoievsky está muy lejos to-davía de haber sido comprendido. Yo quisiera, más

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que enseñar —de lo cual no me siento capaz— des-pertar el recuerdo y excitar la curiosidad. Cualquiera que sea la reputación de Dostoievsky en Francia, no me parece que haya ganado profundamente aún la masa del público francés. Demasiadas cosas lo separan de nosotros y, en particular, de los medios católicos. No disimularé que él desconoció grave-mente el catolicismo. No es razón suficiente para que los católicos lo desconozcan; tanto más cuanto que Dostoievsky ^espero demostrarlo— es un escri-tor auténticamente cristiano. Porque si existe un problema entre Rusia y Europa, hay otro mucho más profundo y fundamental entre Rusia y Cristo, entre el hombre y Cristo. Aunque, a fin de cuentas, nos apareciese que Dostoievsky, enteramente ocupa-do en explorar los bajos fondos misteriosos de nues-tra alma, aquellos que se convirtieron a raíz del pecado original, en el lugar de nuestras contradic-ciones, no tuvo siempre la fuerza de mostrar la otra cara de esta realidad, no será inútil para nos-otros seguirlo en su exploración de los abismos. Hemos rechazado definitivamente una imagen de-masiado simple y demasiado vulgar del hombre. Esta imagen no era cristiana aunque usurpaba el título de tal. Si la mirada de un cristiano no co-mienza por ser la más penetrante y lúcida, ha falta-do a uno de sus deberes más esenciales, que es el deber de su presencia en el mundo. Dostoievsky nos preserva de adormecernos sobre certidumbres demasiado blandas y demasiado serenas. Aunque no nos hiciera otra favor, merecería que le pres-táramos una atención fraternal.

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III

LA ATMÓSFERA

Todo gran artista nos introduce en un mundo suyo que no deja de estar en relación con el que nosotros creemos conocer, pero que difiere de él, sin embargo, por una cualidad específica. Debe identificarse la atmósfera de un escritor como se identifica la de una ciudad. Por lo demás, es al-gunas veces lo mismo. Hay, así, una Rusia de Dostoievsky, que no estoy en condición de deter-minar hasta qué punto es la verdadera Rusia; pero esto tiene muy poca importancia, pues la verdadera Rusia es, sin duda, incomprensible e inexpresable. En esta Rusia de Dostoievsky, Peters-burgo ocupa un lugar preferente.

La ciudad de Pedro está construida artificial-mente en un extremo de Rusia, en un clima detes-table, para la Corte, la Administración y la miseria. De la Corte apenas se habla en Dostoievsky. Lo que de Petesburgo se nos revela es más bien el reverso de la decoración. De cuando en cuando vemos a algunos generales, las ventanas de cuyas casas brillantemente iluminadas atraviesan la fría

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y húmeda noche; o también una princesa que pasa en una elegante carretela. Pero quien nos requie-re es el miserable bribón al que la carretela sal-pica o aun arrolla; es el desgraciado copista, medio loco, que acecha en la noche helada la señal que su amada, dejando el baile a la hora convenida, no dejará de hacerle. Son las gentes con las botas destaconadas que temen dejar las suelas en el barro; son los funcionarios con el uniforme raído que tiemblan al ver posarse repentinamente sobre ellos la mirada olímpica de su Excelencia. Peters-burgo es la ciudad de los hoteles sucios, dirigidos por alemanas ávidas y obsequiosas. Las escaleras huelen mal, los pasamanos están pegajosos por la humedad; se vive en infectas buhardillas, amue-bladas solamente con un diván de cuero, roto; las disputas de los vecinos suben y bajan después de salir al exterior por todas las ventanas sobre los patios hediondos. Uno no está nunca solo; y siem-pre está uno solo en esta ciudad.

Por momentos, nos parece del todo real, y nos preguntamos si es verdad que estamos condenados a vivir en este aire malsano. Nos frotamos los ojos y creemos divisar en la lejanía la calma sosegante de los dominios donde pasamos la infancia. Mucho más de lo que en el primer momento parece, el mundo de Dostoievsky es, en efecto, un mundo nostálgico donde resuena sin cesar la llamada de una patria perdida. Se trata, bajo su forma más simple, del dominio donde los héroes pasaron sus años antes de que el infortunio los arrojase a Petersburgo. Aquí, todas las miserias de la Santa

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Rusia como un montón de hojas muertas; aquí las huérfanas que viven a expensas de una parienta cuyos reproches e insolencias sufren todos los días; aquí los intendentes calumniados que siguen in-terminables procesos en los que gastan los restos de su patrimonio; aquí los estudiantes hambrientos que se ganan la vida traduciendo estupideces alemanas.

A veces es el país del sueño, país raramente lo-grado y dibujado de un trazo rápido. No son los dominios opulentos de los Rostov y los Bolkonsky.

"¡Oh, hermosos días de mi infancia!... —excla-ma el héroe de Humillados y ofendidos—. ¡El sol era tan brillante, tan diferente del sol de Peters-burgo y nuestros pequeños corazones latían tan vivos, tan alegres! Entonces estábamos rodeados de campos y de bosques y no como ahora por monto-nes de piedras inanimadas. ¡Qué maravillas el jar-dín y el parque de Vassilievskoe, propiedad de que era intendente Nicolás Sergueich! Natacha y yo nos paseábamos por el jardín y por el gran bos-que húmedo que se extendía más lejos y en el cual nos perdimos un día."

A eso se limita la descripción del dominio y no se encontrará más, en Pobre gente, acerca del país donde Bárbara Alexeievna pasó una infancia feliz.

Con los años, el genio descriptivo de Dostoievsky ?anó algo, A pesar de eso, la descripción de los lugares y los ambientes siempre fué en él bastan-te elemental. Diríase que tiene prisa por acabar

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con todo ese decorado. Lo pone descuidadamente como podían hacerlo los directores de la comedia isabelina. Un simple rótulo le basta muchas veces. Y, sin embargo, acaso es él el verdadero, el autén-tico, el único poeta de Petersburgo, ciudad del exilio. Hay ciudades que han sido durante largo tiempo maduradas por el lugar: París, por ejemplo, de modo que también la ciudad debe considerarse como un fenómeno natural. Mas Petersburgo es una pesadilla; una ciudad monstruosa nacida de amores incestuosos entre Rusia y Europa. Podría ocurrir que, una mañana, se la viera disolverse no dejando en su lugar más que algunas landas pantanosas. Está habitada, más que por hombres, por espectros de tez de plomo y gestos rápidos que corren sin cesar por las calles como si un asunto urgente los llamase siempre a otra parte. Aun cuando los hace nacer y vivir en otros luga-res, los héroes de Dostoievsky son todos petersbur-gueses, quiero decir ciudadanos de esta ciudad maldita que él llama Petersburgo.

No es que Petersburgo no sea capaz de tener en-canto, algunos días de primavera cuando el sol disipa la tristeza de sus abigarradas fechadas, o bien en el verano en los almocaraües de brazos e islas que forman el Nevá. Encanto furtivo, y casi al instante desvanecido, recubierto por la sofocante polvareda que llena Crimen y castigo, novela del estío, del tufo petersburgués y de sus noches blan-cas como El eterno marido. Rusia no es Petersbur-go, cierto, pero Petersburgo ha recubierto tan bien a Rusia que se hace difícil volverla a encontrar

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debajo. En efecto, por todas partes encontramos gentes de Petersburgo que trasladan consigo los modos, las costumbres y los prejuicios de Peters-burgo. Es el caso, entre otros, de aquella pequeña ciudad lejana, teatro de Los poseídos. De Stepan Trofimovich a Pedro Stepanovich, pasando por la infortunada Julia Mijailovna, Petersburgo dirige de lejos el siniestro baile. Y lo mismo ocurre en ese extraño Estepánchikovo en que el solo prestigio petersburgués explica la tiranía que ejerce sobre sus huéspedes el parásito Foma Fomich.

Hablando con propiedad, no se puede decir que la maléfica ciudad no fuese descrita nunca por Dostoievsky. Una palabra aclara la perspectiva de una avenida, el bullicio de una calle o el miserable abandono de una plaza. Es casi imposible encon-trar en Crimen y castigo algo que se parezca a una descripción del siniestro Mercado del He .10. Sin embargo, no hay un solo lector que no se haya representado exactamente la inmensa plaza polvo-rienta adonde van a parar todas las prostitutas de la ciudad cuando están ya demasiado gastadas para tener aún clientes. Lo mismo sucede con esa inter-minable avenida en cuyo fondo se encuentra el Hotel Andrinópolis, donde Svidrigáilov pasó su última noche. Diríase que Dostoievsky quiere dejar el mayor campo posible a la imaginación del lec-tor. El mundo en el cual nos introduce, debemos crearlo nosotros.

Por eso es un mundo interior, un universo men-tal. Un mínimo de materia le basta para existir. Sólo en casos completamente excepcionales con-

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siente Dostoievsky en decirnos algo más de él. El más bello ejemplo que yo conozca es el de la casa de Rogozhin en El idiota. Es que la casa de Ro-gozhin representa aquí el papel de un personaje y hay en ella este elemento de misterio que era in-dispensable a la imaginación de Dostoievsky:

"De lejos, una casa atrajo su atención, sin duda por la singularidad de su aspecto. Más tarde, re-cordó haberse hecho esta reflexión: 'Seguramente aquélla es la casa.' Avanzó con una curiosidad in-tensa de verificar su conjetura, presintiendo al mismo tiempo que le sería esencialmente desagra-dable haber acertado. Era un gran edificio de tres pisos, sombrío, sin estilo, la fachada de un verde sucio. Algunos pocos caserones de este género, que datan de fines del siglo pasado, subsisten aún en aquel barrio de Petersburgo (donde todo se trans-forma tan rápidamente). Sólidamente construidos, presentan espesas murallas y ventanas muy espa-ciadas, enrejadas algunas del piso bajo, que ocupa a menudo la tienda de un cambista. El skopets dueño de la tienda vive generalmente en el piso de arriba. El exterior de estas casas es tan poco acogedor como el interior: en ellas todo parece frío, impenetrable y misterioso, sin que se puedan analizar fácilmente los motivos de esta impresión. La combinación de las líneas arquitectónicas tiene ciertamente algo oculto. Estos edificios casi no están habitados más que por mercaderes. Dominan-do sus vacilaciones, empujó una puerta de cristal, que se cerró con ruido detrás de él, y subió al primer piso por la escalera principal. Esta esca-

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lera era de piedra y estaba toscamente construida; desaparecía en la penumbra, entre muros pinta-dos de rojo. El príncipe sabía que Rogozhin ocu-paba, con su madre y su hermano, todo el primer piso de esta triste morada. El criado que le abrió la puerta lo condujo, sin anunciarlo, a través de un dédalo de habitaciones: entraron primero en una sala de recibir cuyas paredes imitaban el mármol; el suelo era de encina, el mobiliario pe-sado y basto, en el estilo de 1820. Después se metieron por una serie de pequeños cuartos que hacía rodeos y zigzags; aquí había que subir dos o tres escalones, y allí, descender otros tantos. Al fin, llamaron a una puer ta . .

He reproducido esta larga y minuciosa descrip-ción porque me parece totalmente característica de la manera de Dostoievsky. Se observará, en efec-to, que casi ningún detalle se dirige al ojo, si se hace abstracción del color verde sucio de la facha-da y del rojo de la escalera. Todo lo demás es men-tal, y debe ser reconstruido por nuestra imagi-nación. No obstante, hay aquí una potencia de evocación incomparable, de la que uno quisiera captar el secreto. Me parece que, en parte, se debe a una misteriosa correspondencia entre el perso-naje de Rogozhin y la casa que habita; entre esta casa y el conjunto de ideas, de costumbres y de supersticiones que caracterizan a la clase de los mer-caderes, de suerte que la composición de lugar marca la intersección del plano psicológico y del plano sociológico. Todo el arte de Dostoievsky, a diferencia de los novelistas occidentales de los cua-

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Ies se nutría, es un arte de símbolo. Es menester tomar aquí el término en su más estricto sentido, como se hace cuando se habla de símbolos algebrai-cos. El símbolo es el signo abstracto de una reali-dad que se mantiene casi siempre en los límites de lo inefable. Toda descripción demasiado pre-cisa y demasiado material impediría obtener el efecto buscado. El mundo de Dostoievsky es un mundo poético en el cual no se penetra más que furtivamente y como por violencia. Al principio de su carrera, en La Dueña, por ejemplo, el sue-ño poético afloraba aún a la superficie del re-lato, totalmente embarazado de originales perte-necientes al romanticismo y a aquella poesía de Schiller que hiciera honda impresión sobre Dos-toievsky adolescente. Pero conforme avanza en su carrera, la poesía se vuelve interior y, al mismo tiempo, reviste colores completamente originales. Entre las obras de los últimos años en ninguna parte aparece de modo más brillante que eíi El adolescente, libro extraño donde parece que, entre Los poseídos y Los hermanos Karamázov, el autor se hubiera abandonado más libremente a las vo-ces interiores.

Como prueba, citaré en primer lugar la historia del mercader de la ciudad de Afimievo, que cuen-ta el "errante" «Makar Ivanovich. Hay ahí algo tan específicamente ruso que es casi imposible expresarlo de otro modo que covüq lo ha hecho Dostoievsky mismo. Es preciso evocar esta oscura y profunda casa de mercader, llena de frágiles objetos, con el jardín que se prolonga hasta el

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río. En el interior Máximo Ivanovich Skotoboi-nikov (mata bueyes), avaro y malo, pero tocado algunas veces de singulares gracias, y el niño que recogió luego de azotarlo hasta casi dejarlo sin vida. El pequeño rompe por descuido un objeto de porcelana de Sajonia.

"Desde el tercer cuarto, lo oye de pronto Máximo Ivanovich y comienza a gritar. El niño huye despa-vorido: escapa por la terraza, atraviesa el jardín y por la puerta trasera desemboca derecho sobre el muelle. Allí hay un paseo de viejos citisos, un lugar alegre, en una palabra. Corrió al agua —la gente lo vió—; separó los brazos en el lugar justo donde atraca la barca y después tal vez tuvo miedo del agua y quedó clavado en el sitio. El lugar es ancho, el río rápido, las chalanas pasan; del otro lado, tiendas, una plaza, una iglesia con cúpulas de oro que br i l lan . . . "

Allí es donde el niño va a suicidarse luego de admirar un momento el erizo que lleva la hijita del coronel Ferzing. Pero la historia apenas intere-sa. El mismo Dostoievsky nos dice que los relatos de Makar no valían por su significación sino por su carácter conmovedor. El niño que, extendidos los brazos, se arroja al agua delante de esta deco-ración bizantina, con la obscura y rica casa a sus espaldas; de un lado las lamentaciones de una madre desesperada, y del otro los cantos litúrgicos de los monjes, tal es el cuadro que es necesario retener y que podría pasar por la mejor imagen cíe Rusia según Dostoievsky. Esta Rusia que él nun-ca cesó de buscar a lo largo de su carrera de

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escritor, y que volveremos a encontrar bajo tantas formas a través de su obra, sirve aquí de marco a una espantosa tragedia infantil.

Enfrente de Rusia, Europa, "el país de las santas maravillas"; lo encontramos también en El adoles-cente. Si Makar es puramente ruso, Versilov repre-senta a aquel que Europa cambió y que jamás conse-guirá desprenderse de ella. Tendremos que estudiar más adelante, en detalle, el personaje tan complejo de Versilov. Lo que quisiera retener de él, ahora, es el mito de la Edad de Oro.

"Hay en el Museo de Dresde un cuadro que el catálogo intitula Acis y Galatea. Yo lo llamé siempre La Edad de Oro, ignoro por qué . . . Vi, pues, en sue-ños este cuadro no tan sólo en pintura sino como una realidad. Por otra parte no sé exactamente lo que vi; como en el cuadro, un rincón del archipié-lago hace más de tres mil años; ondas azules y acariciantes, islas y rocas, una costa florecida; en la lejanía, un panorama mágico, una puesta de sol seductora. . . imposible expresar todo esto en palabras. Es la humanidad europea que recuerda su cuna. Esta idea llenó mi alma de amor filial. Allí estaba el paraíso terrestre de la humanidad; los dioses bajados del cielo se mezclaban con los hombres . . . ¡Oh, qué hermosos eran aquellos hom-bres! Se levantaban y se dormían felices e inocen-tes. Los prados y los bosquecillos se llenaban de sus cantos y de sus gritos alegres; un inmenso ex-ceso de energías vírgenes se derramaba en amor y en cándida alegría. El sol los inundaba de calor y de luz admirando a estos maravillosos niños. . .

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¡Sueño maravilloso, sublime aberración de la hu-manidadl La edad de oro es el sueño más invero-símil de todos los que han sido; pero por él los hombres dieron toda su vida y todas sus fuerzas; por él están muertos y fueron sacrificados los pro-fetas; sin él los pueblos no quieren vivir y ni siquiera pueden morir."

No hay que forzar las cosas. Yo no pretendo que todo el pensamiento de Dostoievsky sobre Ru-sia y sobre Europa pueda ser reducido a estos dos cuadros antitéticos, donde Europa aparece pura-mente pagana y viviendo en el nostálgico pesar de un paraíso perdido, que es el del paganismo, mientras Rusia sería la patria de un trágico cris-tianismo. El juicio de Dostoievsky sobre Europa es infinitamente más diverso, más matizado, más va-riable. Pero lo que me preocupa aquí, en este mo-mento, no es el fondo mismo de su pensamiento sino más bien su expresión. En este caso, es evi-dente que Europa "es el país de las santas maravi-llas" con el cual todo niño ruso soñaba en el colegio. Hay una nostalgia de Europa como hay una nostalgia del dominio rural; (pensemos en la casa de los Rostov de La guerra y la paz, pues no se encontrará en Dostoievsky ningún otro ejem-plo tan perfecto).

Entre las dos nostalgias, Petersburgo, ciudad imaginaria en los confines de dos mundos igual-mente imaginarios. No es Rusia ni Europa, sino el lugar de un trágico y precario encuentro. ¿Qué quiere decir Dostoievsky cuando, siguiendo a Push-kin, imagina que Petersburgo se borra como un

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mal sueño, como una niebla que el sol disipa? ¿Qué habría cambiado en el mundo si el viejo pantano finés hubiese recobrado el lugar de la ciudad arti-ficial? Lo que habría cambiado es que la Rusia de Dostoievsky habría dejado de existir: faltaría, pues, el lugar necesario para el encuentro de todas estas almas.

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III

LA COMPOSICIÓN

Casi todas las novelas de Dostoievsky están ani-madas, efectivamente, de ese movimiento de remo-lino algo demencial, que es el de una multitud atareada en las calles de una capital moderna. De ahí su complicación y los defectos muy aparentes —demasiado aparentes para ser reales— de su com-posición. Es imponible analizar Los poseídos o El adolescente. No son más que destinos que se cruzan y se entrecruzan, y constituyen una espe-cie de trama alrededor de un centro misterioso cuyo enigma nunca es enteramente descubierto. Re-latos uno y otro en primera persona. Mas este narrador está muy lejos de ser el héroe del drama. En Los poseídos el narrador no representa, lite-ralmente, ningún papel. En El adolescente, pa-rece que Dostoievsky hizo un esfuerzo para evitar este "defecto'' que le fué señalado por los críticos. Al principio, se tiene la impresión de que el ado-lescente Arcadio Makarovich, que narra los acon-tecimientos, es también el héroe principal de ellos. Pero uno no tarda en ser desengañado. Arcadio

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Makarovich representa, sin duda, un papel con-siderable en el drama, y hasta si se quiere, capital; pero este papel no pasa de ser el de un testigo. Hay testigos activos y, además, todo testimonio im-plica el despliegue de una extraordinaria actividad. Las novelas de Dostoievsky son precisamente testi-monios, especie de declaraciones. Todo pasa como si el narrador no tuviese otra cosa que hacer que espiar los hechos y gestos del prójimo. Que la esce-na sea en Petersburgo o en una pequeña ciudad al fondo de Rusia, siempre estamos sumergidos en la atmósfera específica de la pequeña ciudad en don-de la principal ocupación de cada uno es observar al vecino. Todo novelista, se dirá, sobre todo cuan-do se trata de un novelista realista, tiene asi algo del mirón, del espía, del curioso profesional. Sin duda. Pero además de lo que habría que decir so-bre el realismo de Dostoievsky, en ningún otro escritor se encuentra en el mismo grado esta ten-sión especial de la curiosidad, y éste es, quizá, uno de los rasgos que más impresionan desde el primer contacto con su obra. Alguien suscita en todos un interés apasionado: es Stavroguin en Los poseídos, Versilov en El adolescente. Estos perso-najes sirven, respectivamente, de centro a estas novelas inextricables; pero, cosa extraña, cuando entran en escena su secreto está ya detrás de ellos. Toda la energía del testigo se emplea en descubrir-lo y, en el fondo, fracasa. Nunca sabremos exacta-mente por qué se casó Stavroguin con María Timo-feievna ni lo que hizo Versilov en E'ms. No lo sa-bremos porque eso no puede saberse a ciencia

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cierta. Hay hechos que se reconstruyen como se puede, y después hay la interpretación de estos hechos, que es abandonada al lector, iba a decir al juez.

Esta atmósfera de proceso criminal es extrema-damente fuerte en todas las novelas del último período de Dostoievsky, a partir de Crimen y cas-tigo. Atmósfera extraña por poco que se reflexione sobre ella, ¿pues estas funciones de juez no son usurpadas por nosotros? ¿En qué Stavroguin y Ver-silov dependen de nuestro juicio? Simplemente por-que nos atraen. Víctimas de su magnetismo tene-mos, en cierto modo, el derecho a pedirles una satisfacción. Este magnetismo tenebroso es, en suma, tanto en Los poseídos como en El ado-lescente, el principal resorte de la acción. No in-fluye solamente sobre el narrador; influye también sobre todos los personajes, hombres o mujeres, mezclados a la acción. Él es el que, con todos estos hilos entremezclados, hace la trama. Una novela de Dostoievsky no es, pues, según la definición que se ha dado de la tragedia, algo que sucede. El hecho se ha producido ya en alguna parte, en el pasado; está semirrecubierto de sombra y de apa-riencias falaces. El que se descubre es el ser que ha cometido tal cosa y de la cual no puede des-hacerse ya, el ser que está poseído por su crimen. En el fondo es la técnica de Edipo Rey.

La composición de Crimen y castigo, de El idio-ta y de Los hermanos Karamázov es, sin duda algu-na, muy diferente. En Crimen y castigo asistimos al asesinato de la vieja usurera y son las reper-

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cusiones de este asesinato las que llenan la novela y le dan su vibración propia, como se ven en un estanque los círculos concéntricos provocados por el lanzamiento de una piedra. Mas éste es el pri-mer estado de una manera de hacer que, con los años, irá profundizándose. En cuanto a El idiota, en vez de ser una opacidad, como en los casos de Stavroguin y de Versilov, es una vacancia: la del príncipe Mishkin, que forma el centro del drama. Mucho habría que decir sobre lo que llamo aquí "opacidad" y "vacancia". Un polo blanco y un polo negro: Mishkin y Rogozhin. Pero es aún una visión demasiado simple de las cosas. En realidad, como ha observado muy bien B e r d i a e v M i s l i k i n es el punto de partida de la acción, una especie de fuerza centrífuga, mientras que Stavroguin y Ver-silov orientan el drama como fuerzas centrípetas. Polo atractivo y polo repulsivo, se pensará. Puede ser; pero a condición de no olvidar que el polo repulsivo es un polo luminoso, mientras que los polos atractivos son polos obscuros, enigmáticos. En Los hermanos Karamázov todos los procedimientos hasta entonces empleados son tomados de nuevo y utilizados. Tenemos el crimen y la instrucción ju-dicial propiamente dichos, como en Crimen y cas-tigo; el polo obscuro como en Los poseídos y en El adolescente, el polo luminoso como en El idiota. Pero esta vez no es un personaje único sino una familia entera. El misterio es el misterio Kara-mázov: Demetrio, Iván, Aliosha, Smerdiakov re-

L BERDIAEV, El esphitu de Dostoievsky.

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tienen de él cada uno una parte; pero es Feódor Pavlovich, el padre, y las tres mujeres de quienes aquellos han nacido, los que conservan el secreto de la parte original. Por otra parte, se sabe que Los hermanos Karamázov es una obra incompleta, pues Dostoievsky se proponía escribir una biografía de Aliosha de la cual sólo fué compuesta la pri-mera parte.

El misterio Karamázov es un misterio obscuro y luminoso a la vez; un misterio de tinieblas y de resurrección. Por eso las ondas que emite están tan diversamente coloreadas; ondas radiantes, lo cual da el dibujo mismo de la composición, el más perfecto éxito seguramente de Dostoievsky. El me-nos comprendido también, al menos bajo esta re-lación, pues Halperin-Kaminsky no tuvo anterior-mente escrúpulo en separar del conjunto, bajo el título de Precoces, todo lo que concernía a la his-toria de los pequeños amigos de Aliosha y, en particular, de Iliucha. Era imposible romper con más ceguera el ritmo maestro de las ondas blancas y negras. Todo procede en los Karamázov como en un cuadro: por relación de "valores", y es el más extraordinario cuadro de Rusia que poseamos; un cuadro que, en la intención de Dostoievsky, estaba destinado a contrapesar otro gran cuadro: La gue-rra y la paz. La comparación entre los dos escri-tores acaba por hacerse tan vana y tan clásica como el paralelo entre Corneille y Racine. No tengo la intención de abandonarme a ello siguiendo a otros muchos. Lo que quisiera señalar tan sólo es que La guerra y la paz realizaba, en cierta manera, lo

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que Dostoievsky soñara en el epílogo de El adoles-cente cuando hacía escribir a Nicolás Semenovich:

"Si yo fuera novelista, y si tuviera talento, ele-giría siempre mis héroes en la vieja nobleza rusa, porque solamente en ese medio de hombres culti-vados es donde se puede encontrar el buen orden y la bella impresión que son tan necesarios a una novela para dar al lector el sentimiento de lo exqui-sito. . . Pushkin indicó ya los argumentos de sus novelas futuras en "Las tradiciones de una familia rusa" y, creedle, hay en eso realmente todo lo que hemos tenido hasta ahora por hermoso. Al menos hay todo lo que hemos tenido por algo per-fecto. Al hablar así no es que yo esté absoluta-mente de acuerdo con la exactitud y la verdad de esta belleza; pero allí había formas completas de honor y de deber que, fuera de la nobleza, no exis-ten en ninguna parte de Rusia, no tan sólo acaba-das sino ni siquiera esbozadas... Sería ése un cua-dro estéticamente perfecto del espejismo ruso, el cual existió efectivamente hasta el día en que uno se dió cuenta de que era un espejismo".

¡Cómo se aplica todo esto a la descripción de la familia Rostov, y hasta de la familia Bolkonsky! A estas familias del tiempo de Alejandro I, Dos-toievsky opone, bajo Alejandro II, la familia Ka-ramázov. No nos remontemos más alto que el si-niestro Feódor Pavlovich. Nada se nos dice de su ascendencia sino que nació hidalgo. ¿Cómo este hidalgo provinciano pudo caer en el abismo moral donde lo vemos hundido? Eso no está explicado. Es el dato fundamental de la obra sin el cual no

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habría drama. Mas es evidente que Feódor Pav-lovich es, en el espíritu de Dostoievsky, el signe-de esa decadencia moral de que padece toda Rusia en el curso del siglo XIX. Si uno quiere explicár-selo es necesario leer la carta ya citada de Nicolás Semenovich y los numerosos artículos que han sido recogidos en el Diario de un escritor. Por otra parte, esto no presenta ya más que un interés histórico y no nos detendremos en su estudio. Que-da el que los Karamázov constituyen un gran fresco social: el estudio de un problema novelesco que atormentó a Dostoievsky desde 1870 y que se en-cuentra planteado ya en Los poseídos y en El adolescente. Eso pide la composición de la novela.

Ante todo, el lugar mismo de la acción, que no es ya Petersburgo sino la obscura y pequeña ciudad de Skotoprogonievski (mercado de bueyes). Ciudad imaginaria por lo demás y a la cual Dostoievsky no parece haberse resignado sino bastante tarde a darle un nombre propio, y un nombre ridículo. Skotoprogonievski es una pequeña ciudad rusa cualquiera. Eso hubiera podido pasar en cualquier parte. Se observará la importancia que adquiere el monasterio vecino, pues los monasterios son los conservatorios de la fe ortodoxa, y Dostoievsky, en el momento en que escribía su novela, había ido a pasar algunos días al célebre convento de Optina-Pustin. A medida que la obra avanza el monasterio se borra para dejar sitio a la ciudad. Por otra parte, ni el monasterio ni la ciudad son, hablando con propiedad, descritos; pero se ve que la turba-ción y la confusión no son menos grandes en aquél

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que en ésta; y Aliosha, que era en el espíritu de Dostoievsky el héroe principal de la acción, pasa del monasterio a la ciudad sin que su integridad sea afectada.

La composición en torno a Aliosha ha sido ge-neralmente poco comprendida. Primero porque este personaje no nos interesa tanto, quizá, como el autor lo había propuesto; pero también porque Aliosha np parece representar ningún papel activo en el drama. Es más bien una especie de testigo y se comprendería bastante bien que él tuviese la pluma como hacía en El adolescente Arcadio Ma-karovich. ¿Cómo explicar esta impotencia de Dos-toievsky en sus dos últimas novelas para hacei resaltar a aquel que consideraba sin embargo corno su principal personaje? A mi juicio, se debe a que él no concibe la novela a la manera de los fran-ceses como un principio, un medio y un fin (aun-que sufriera más que ningún otro la influencia de la novela francesa, sobre todo de Balzac a quien tradujo en su juventud, y hasta la de la tragedia clásica); ni a la manera de los alemanes, como un desarrollo, sino más bien —y esto me parece espe-cíficamente ruso— como una crónica. Sobre todo, es evidente en Los poseídos. "Crónica de los acon-tecimientos notables que han ocurrido en tal épo-ca en la ciudad d e , . . " Sucede, como hemos visto en Los poseídos o en El adolescente, que el acon-tecimiento sea anterior al instante en que el cro-nista toma la pluma, y este comienzo permanece siempre misterioso. Pero, hasta cuando la acción principal se desenvuelve delante de nosotros, como

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en los Karamázov, tenemos siempre la impresión de no comprender íntegramente su origen. Aquí la abyección de Feódor Pavlovich.

Es que, de hecho, la vida es un desarrollo con-tinuo en que el punto de partida, cualquiera que sea, es siempre arbitrario. No sabríamos imaginar un comienzo absoluto. Dostoievsky no se vale de astucias con esta dificultad. Y ahí reside, a mi parecer, lo que da a sus descripciones su verdadera profundidad. Igualmente es imposible, sin arbi-trariedad, recortar un trozo de esta trama viviente donde todo concurre a la unidad de la acción. Para que una crónica fuese completa sería necesario que dijese todo, que se perdiera casi al infinito por to-dos los atajos que se abren al azar de un encuentro imprevisto. Es imposible, pero se puede, al menos, no descuidar ninguna de estas acciones paralelas, de estas líneas fortuitas que cortan la línea prin-cipal. Así es cómo toma sitio en los Karamázov, entre La instrucción preparatoria e Iván Feodoro-vich, esta especie de episodio que se intitula Los muchachos; y el libro acaba con el entierro de Iliucha. Sí, mientras Demetrio Karamázov espera en la prisión el fin de su proceso, una vida dis-tinta continúa; una vida plena de frescura y de esperanza hasta en el sufrimiento y en la muerte. Es la vida a la que Aliosha se encuentra natural-mente mezclado: la profunda vida rusa que contie-ne, para Dostoievsky, todas las promesas de resu-rrección.

Y por eso, precisamente, Dostoievsky es un gran novelista y hasta un novelista único. En el fon-

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do sería erróneo buscar en los Karamázov un personaje principal. Si, en el prefacio, el autor anuncia la intención de escribir en dos novelas la biografía de Aliosha, no hay que deducir de ello que Aliosha haya sido siempre destinado a repre-sentar un papel de primer orden. En una crónica no hay personaje principal. Se puede, todo lo más, hablar de un personaje en torno al cual se cruzan poco más o menos los hilos de la acción. Segura-mente Dostoievsky no tuvo tiempo de escribir la segunda novela y puede suponerse que en ésta el papel de Aliosha hubiera sido más considerable. Esta novela habría sido, en su pensamiento mis-mo, el coronamiento de su carrera de escritor. Pero uno tiene derecho a preguntarse si es solamente tiempo lo que le faltó y si Dostoievsky era ca-paz de conducir a buen término, tal como la concebía, esta segunda tarea. La biografía de un hombre como Aliosha sólo podía estar profunda-mente ligada a las desgracias de Rusia, en un des-orden cuya salida no parece que Dostoievsky habría descubierto jamás.

En vano, pues, se le reprocharía el no haber-la compuesto. Su grandeza está en parte en ese defecto. Tolstoy solamente pudo escribir porque se apartaba de ciertos problemas. El arte de Dos-toievsky es, más que un instrumento de creación, un instrumento de investigación. No hace mucho tiem-po que se ha descubierto que el arte podía ejercer-se también sobre objetos problemáticos. Dostoievs-ky ha contribuido más que nadie a demostrarnos que uno puede servirse del arte como medio de

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investigación; es que todo era problema para él. Cuando crea a Aliosha, supone que el problema, problema ruso y problema humano, podría ser resuelto. Ha sucumbido a la tarea y, sin embargo, a nadie se le puede ocurrir la idea de sostener que los Karamázov fueron un fracaso.

De hecho, los problemas que plantea un Dos-toievsky, mejor dicho, los problemas que se le im-ponen son de los que no llevan en sí solución. En un mundo que se deshace no existen más que tales cuestiones; las demás son pseudo-cuestiones. Él tuvo conciencia aguda y dolorosa de este des-orden, y el desorden en sus novelas es la imagen y como el símbolo de otro desorden, que no es ima-ginario. Desorden en el convento donde la direc-ción del starets Zósimo no es aceptada por todo el mundo; pero a él se opone la actitud del gran ayunador y silenciario Theraponte. Desorden en la ciudad, donde parece que Rakitin, salido tam-bién del monasterio, contrapesa a Aliosha. La ner-viosidad ridicula de la señora Kojlakov se debe, precisamente^ a este desorden.

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III

RASKÓLNIKOV

El arte podría consistir en introducir un orden ficticio allí donde verdaderamente reina el desor-den. Muchos, que lo hacen así, reciben los aplausos de sus contemporáneos. Dostoievsky no era de ésos. Aspiraba a un orden auténtico. Si el arte no tiene por función el crearlo puede, al menos, sugerirlo; es que, en cierto sentido, todo arte es orden, selec-ción y jerarquía. El arte de Dostoievsky es también eso a pesar de algunas apariencias. Las cinco gran-des novelas de la segunda parte de su carrera se nos presentan como un desarrollo dialéctico. Su argumento único son los estragos que el raciona-lismo occidental ha causado en el alma rusa, el desorden que ha introducido en ella y los recursos de que dispone el alma rusa, no tanto para recha-zar brutalmente este racionalismo como para asu-mirlo en lo que tiene de legítimo y de inevitable con el fin de constituir un orden nuevo. Éste es, al menos, el problema más aparente; más adelante veremos que hay otros problemas más profundos y más substanciales.

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Conviene, a este respecto, conceder particular importancia a la pequeña novela compuesta en 1864, que ha sido traducida bajo el título de Me-morias escritas en un subterráneo. La primera par-te consiste en una especie de confesión atribuida a un pequeño funcionario petersburgués. En ningu-na parte mejor que ahí comprendemos la desnuda realidad del mal. Si el racionalismo es siempre incapaz de organizar el mundo humano es porque el mal está en el hombre como un dato irreducti-ble. El funcionario imagina que se impone a los hombres una especie de receta científica de feli-cidad. Esto no parece exceder las fuerzas de la razón humana; pero ¿qué va a producirse entonces?

"No me sorprendería en modo alguno ver sur-gir, por ejemplo, repentinamente, sin ton ni son, entre la futura cordura general, un gentleman, de rostro vulgar o, mejor dicho, retrógrado y burlón, quien, con las manos a la cintura, nos dijese a todos: 'Pues bien, señores, ¿no vamos a reducir a polvo de un puntapié toda esta sabiduría con el único fin de vivir nuevamente de acuerdo con nues-tra estúpida fantasía?' Eso no sería nada aún; lo molesto es que él encontraría imitadores. El hom-bre está hecho de ese modo".

Es decir, que por encima de su razón está su voluntad. Sin duda no estamos libres de resistir a una evidencia racional; pero es nuestra razón sola la que no está libre. Cuando ella está enca-denada, nuestra voluntad permanece independien-te. Podemos creer otra cosa, hasta que dos y dos no sean ya cuatro. Eso puede agradarnos justamente

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porque es absurdo. Se dirá, quizá, que está mal, y, en efecto, parece que todo el mal proviene de este consentimiento de lo absurdo, de esta prefe-rencia que somos susceptibles de dar al dolor —al nuestro y, bien entendido, al de los otros también— sobre lo que parece, evidentemente, nuestro verda-dero interés.

¿Pero es únicamente el mal lo que de ello re-sulta? El racionalismo está más allá del bien y del mal. Su discernimiento no comienza más que con la libertad, que no existe en la razón sino en la voluntad. El racionalismo niega la libertad hu-mana. La insurrección contra el orden científico, la repulsa de una felicidad en la cual no tenemos parte, no es tan sólo el efecto de nuestra maldad; es también la reivindicación irreductible de nues-tra libertad. Toda la grandeza del hombre reside en esta libertad. Su secreta tentación es librarse de ella y desprenderse de su carga; tentación racio-nalista que mordió potentemente en el alma rusa a mediados del siglo pasado. Lo que verdadera-mente es el pueblo ruso, al menos como lo vió Dostoievsky, es necesario preguntárselo a los Re-cuerdos de la Casa de los Muertos. El pueblo ruso, hasta en su más profunda abyección, lleva a Cristo. Las altas clases de la sociedad se apartaron de Cristo y del pueblo conjuntamente: el Occidente las sedujo; asimilaron muy rápidamente, demasia-do rápidamente, cierto, las ciencias occidentales y con ellas adulteraron hasta el idioma. En una rego-cijante página del Diario de un escritor, Dostoievs-ky nos muestra a esos rusos que en el extranjero

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afectan no hablar más que el francés y que llegan solamente a hablar tan mal el francés como su propio idioma. No hay ya comunicación posible con la masa profunda, la cual continúa viviendo según las costumbres ancestrales. De este modo la intelliguentsia está como superpuesta al pueblo ru-so. Sin embargo, la separación no es tal que no subsista entre esos intelectuales evolucionados algo específicamente ruso. De ahí su tormento, su insa-tisfacción, su desequilibrio. Han tomado al pie de la letra, con una profunda candidez bajo cínicas apariencias, las afirmaciones de la razón occiden-tal. Desde el momento que ya no hay Dios, y espe-rando la organización racional del mundo veni-dero, "todo está permitido". Por su parte, los hu-mildes contemplan por encima de ellos este ejem-plo desconcertante. Sin que el racionalismo les lle-gue profundamente saben también que "todo está permitido". Tal es, entre otros, el Smerdiakov de Los hermanos Karamázov. Pero no anticipemos. Porque el pueblo lleva en sí recursos casi infinitos de paciencia, de resignación y de amor: Dostoievs-ky los experimentó cuando compartía en Siberia el camastro con los presidiarios. Se regeneró entre aquellos seres simples, la mayor parte más desgra-ciados que culpables. Allí es donde definitivamen-te abandonó las doctrinas que lo habían conduci-do al presidio. Dostoievsky no hace suficiente dife-rencia entre su fe en el pueblo y su fe en Cristo. Este populismo, que fué más o menos el error de todos los eslavófilos (aunque Dostoievsky nunca compartiese íntegramente sus doctrinas), es, quizá,

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el gran pecado de las almas nobles y generosas del siglo pasado. Bajo el pretexto de devolver al pue-blo lo que le es, sin duda alguna, debido, se han exagerado sus méritos. No basta ser del pueblo para poseer la verdad, y Dostoievsky no hubiera estado tan torpemente engañado sobre el Cristo ortodoxo, que él opone al Cristo del catolicismo romano, si no hubiese sido inducido a error por su fe en el pueblo ruso.

Sea lo que fuere, tal es el doble punto de par-tida. Es posible escribir, ahora, Crimen y castigo. Rodion Romanovich es el prototipo de esos inte-lectuales extraviados que no han perdido ni toda conciencia ni toda generosidad, pero que piensan que la vieja moral está anticuada, y que un hombre superior no siempre está obligado a respetar escru-pulosamente sus prohibiciones. Se entrega a unaí experiencia: el asesinato de una vieja usurera, que parece no haber hecho más que mal en su vida, que no es útil a nadie y odiosa a todos; ¿no es éste un obstáculo que tenemos derecho a derribar? ¿Asesinar no es un acto que tenemos derecho a osar? Se observará que cualquiera que sea su mi-seria no es ella la que obliga a Raskólnikov al cri-men. Tenía otros muchos medios para salir de apu-ros, aunque no hubiera sido más que trabajar animosamente o recurrir a la generosidad de su amigo Razumijin. Pero el asesinato es un acto ejemplar. Uno de esos actos que es preciso haber cometido para estar seguro de que uno escapa a los límites de la humanidad vulgar. Napoleón en mi lugar no hubiese vacilado, piensa Raskólnikov.

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Es preciso tener las espaldas bastante fuertes para ser capaz de sobrellevar este crimen. Es una prueba que Raskólnikov intenta sobre sí mismo. Del resultado depende no solamente su propio por-venir sino, quizá, el de la humanidad entera. Con el mal se puede hacer el bien. Hemos rechazado, además, las nociones vulgares del bien y del mal. No hay un mal en sí, lo mismo que no hay un bien absoluto. La moral de los fuertes no podría ser la de los débiles. Ahora bien, hé aquí que el crimen abruma a Raskólnikov, y es toda la tragedia. Por-que en el crimen están comprometidos otros valo-res que los racionales. No somos los dueños de la vida. A pesar de haber calculado todo exactamen-te, de pronto lo imprevisto nos desconcierta. Hizo falta matar no solamente a la vieja usurera, sino también a Isabel, criatura simple e inocente. Ras-kólnikov no tenía ya elección.

Y ahora, hé aquí el castigo. No es el presidio, que no hacemos más que entrever, y donde el cri-minal encontrará, en el dolor, el principio de su propia resurrección. No es tampoco el remordi-miento en el sentido que se da ordinariamente a este término. Me parece más bien que es el ines-perado derrumbe de todo un mundo mental. Ras-kólnikov había contado con esa inmensa multitud de humillados y ofendidos que nunca cesan de es-tar presentes en la mirada de Dostoievsky. Son los miembros del Cristo sufriente y en ellos es donde reside el insoportable reproche, el reproche vi-viente. En su sueño de gloria el joven estudiante los había olvidado, Refluyen hacia él en el instante

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mismo en que el crimen es cometido y lo envuelven en su destino. Hé aquí la que se ha prostituido pa-ra ayudar a unos padres indignos (¿indignos?, en verdad más desgraciados aún que indignos). Pero Sonia no ha perdido su pureza. Sé muy bien todas las bromas que se pueden hacer sobre esas corte-sanas de corazón puro, de las cuales el romanticis-mo abusó un poco. No es dudoso que hubiese ha-bido en Dostoievsky un acceso de ese sentimenta-lismo "a lo Schiller", que él estigmatizó tan a me-nudo en otras circunstancias. Y sin embargo, si al-guna vez un personaje de un drama fué impres-cindible, aquí lo es Sonia, y Sonia tal como es, una Sonia "casta y ajada".

En el abismo donde voluntariamente se ha hun-dido, Raskólnikov solamente puede ser alcanzado ya por alguien que divida, en cierto grado, su pro-pia abyección. Tal es Sonia, que adivina el crimen y fuerza la confesión. También está, sin duda, Por-firio Petrovich, el juez de instrucción, que com-parte la cultura occidental de Raskólnikov y juega con él como el gato con el ratón. Pero Porfirio Petrovich solo, no hubiera bastado. A sus vigo-rosas deducciones, Raskólnikov era aún capaz de escapar victoriosamente si no hubiera sido por la mortal debilidad en que lo sume el contacto con Sonia. Aquí es donde medimos toda la profun-didad del "realismo" dostoievskiano. Tan pronto como se quiere penetrar hasta el fondo la verdad de las cosas, uno se da cuenta de que ellas están escalonadas en varios planos. Hay el plano jurídico y racional donde está Porfirio Petrovich. Penetra

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los móviles del crimen, conoce el mecanismo y, por momentos, lo gusta en aficionado ilustrado; pero nada en él es capaz de forzar la confesión, indis-pensable en ausencia de pruebas materiales. Esta confesión debe ser espontánea, surgir de las pro-fundidades de la libertad, es decir, en último aná-lisis, del lugar de donde ha salido el crimen mismo.

Entonces interviene Sonia, totalmente incapaz de analizar las razones del acto, pero que siente la falta porque siente la desgracia. Raskólnikov no es para Sonia más que un ser infinitamente más miserable todavía que ella. No lo condena por-que no tenemos derecho a juzgar a nuestro seme-jante. Lo compadece. Quiere compartir su cruz, to-mar su parte de una carga tan pesada, que el que la ha tomado sobre sí sucumbe bajo el peso. De este modo Raskólnikov es introducido en un mun-do distinto; un mundo que ni la piedad de su madre, ni la pureza de su hermana, ni la gene-rosa abnegación de Razumijin le permitieron sos-pechar: aquel en que cada uno sufre por todos y donde todos sufren por cada uno: en Cristo.

Se acabó para siempre esa vida en que el hom-bre superior, aun al precio de lo que la moral común llama un crimen, proporciona a la huma-nidad la felicidad. Hé aquí a Raskólnikov en la fila de los más humildes y de los más desgracia-dos, obligado a aceptar su propia salvación de Sonia y a recibir, en cambio, un sufrimiento que no había elegido. De esta derrota del hom-bre, que no puede trocarse en victoria más que por la confesión de nuestra debilidad, vemos otro

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ejemplo infinitamente más atroz en la persona de Svidrigáilov. Svidrigáilov es el primero, en Dos-toievsky, de esos asombrosos personajes que no tie-nen de humano más que la apariencia. En Hu-millados y ofendidos existía ya el príncipe Val-kovsky y su espantosa confesión al narrador, de la cual separo este pasaje, donde el hombre infame alumbra su caso con una anécdota:

"Había en París un empleado que se volvió lo-co. Cuando estuvieron convencidos de que tenía el cerebro desarreglado, se lo encerró en el mani-comio. Mientras su espíritu estaba cambiando hé aquí lo que había imaginado para divertirse: se quedaba desnudo como Adán, no conservando más que los zapatos; se echaba sobre los hombros una amplia capa que le llegaba hasta los pies, se hun-día un sombrero hasta los ojos y salía a la calle, donde se ponía a pasear con majestuosa gravedad. Para quien lo veía pasar, era un hombre como los demás a quien le agradaba pasearse con una gran capa. Pero tan pronto como encontraba un trans eúnte aislado se dirigía silenciosamente hacia éL serio y como absorbido en las más profundas me-ditaciones; parándose repentinamente delante del desconocido, abría su capa y se mostraba en todo. . . su candor. Esto duraba un segundo; después se tapa-ba de nuevo y, sin decir una palabra, sin que un solo músculo de la cara se le hubiera movido, se des-lizaba como la sombra de Hamlet del lado del espectador clavado en el sitio por el asombro. Obra-ba de esta manera con todo el mundo sin inquie-tarse por el sexo ni por la edad; en esto consistía

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todo su placer. Pues bien; yo también encuentro placer en desconcertar a un Schiller cualquiera sa-cándole la lengua en el momento en que menos Lo espera".

Como se ve, este cinismo apenas tiene nada común con el tonel relativamente amable donde Diógenes vivía. De hecho, no es cinismo sino des-esperación y esto debe acabar lógicamente en el suicidio de Svidrigáilov como en el de Smerdiakov.

Svidrigáilov está situado en Crimen y castigo al margen del drama. No hay duda de que representa en él un papel de importante "utilidad", pero este papel hubiera podido ser desempeñado por cual-quiera y no era necesario, sobre todo, colocar con tanta fuerza a este personaje si Dostoievsky no hu-biese tenido otra intención que la de contarnos el caso de Raskólnikov. Pero como desde 1860 sólo trató realmente, y continuó tratando siempre un mismo y único argumento, está siempre tentado a considerarlo cada vez bajo diversos aspectos. Ras-kólnikov marca un momento de la caída; un mo-mento en el cual cualquiera que sea el crimen, la posibilidad de un castigo redentor subsiste toda-vía. Con Svidrigáilov tocamos el fondo del abis-mo, penetramos en una especie de infierno terres-tre. El condenado no ignora, además, nada de su condición. A partir del momento, el cual queda misterioso, en que ha consentido en la negación suprema, ve que todas las salidas están cerradas ante él.

"—¿Y qué pasaría si solamente hubiera allí abajo arañas o algo semejante? —dijo de repente.

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—Es un loco —pensó Raskólnikov. —Siempre nos representamos la eternidad como

una idea que es imposible comprender, algo in-menso, inmenso. ¿Y por qué habrá de ser necesa-riamente inmenso? Repentinamente imagínese que, en lugar de eso, no hubiera allí más que un peque-ño cuarto, como quien dijera un baño en el campo, lleno de humo, con arañas en todos los rin-cones, y lié ahí toda la eternidad. Así es, sabe usted, como se me aparece algunas veces.

—¿Es posible, es posible que usted no imagine nada más consolador y más justo que eso? —excla-mó Raskólnikov con un sentimiento de malestar.

—¿Más justo? ¿Quién sabe? Tal vez eso es lo justo, y sabe usted que yo no hubiera dejado, por lo que a mí toca, de hacer expresamente las cosas así, respondió Svidrigáilov con una sonrisa indefinible".

Hay allí, seguro, un misterio de abismo, y las causas de la condenación de Svidrigáilov perma-necen obscuras. No obstante, conocemos bastante bien su historia para comprender que él escogió deliberadamente el mal. Aunque estos siniestros hidalgos afecten ser personas razonables, relacio-nados con las ideas occidentales a pesar de que apenas leen, y aunque su máxima sea: ya que todo está permitido cada uno debe seguir su instinto sin otra consideración, se ha descubierto que este instinto no era neutral. Podemos dejarnos engañar un instante por las apariencias, y no ver en ellos nada más que buenos vividores poco cargados de escrúpulos; pero mirándolos desde más cerca, no

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tarda en revelarse su verdadera naturaleza. Quien no elige el bien, elige necesariamente el mal. ¿Pero qué es el mal sino el sufrimiento infligido gratui-tamente y como por placer a una criatura inocente?

Tal es el mal absoluto. Aunque haya cometido un doble asesinato, y una, al menos, de sus vícti-mas fuese precisamente una inocente, Raskólnikov, sin embargo, no ha cometido el mal absoluto. La noción de la diferencia entre el bien y el mal per-manecía en él viviente, aun cuando meditaba el crimen. Creía en una doble moral, una ancha para los seres superiores y otra estrecha para el común de los hombres. No pensaba que todo estuviese permitido para nada. Tuvo piedad de la familia Marmeiádov y esta piedad es la que lo ha salvado, la que le ha valido la asistencia de Sonia. Pero Svidrigáilov ha preferido el mal, y este mal abso-luto, que es el sufrimiento infligido para nada a una criatura inocente. Para comprender enton-ces lo que pasa, es preciso analizar el tedio ruso, tal al menos como aparece en Dostoievsky.

Tocante a los terratenientes sin ocupación algu-na y mediocremente instruidos, como Svidrigáilov o Feódor Pavlovich, este tedio puede explicarse por motivos simplemente naturales y, en cierto modo, sociológicos.

"¿Y cómo hacer de otra manera? Éramos, hace ocho años de eso, toda una sociedad de personas bien educadas; tratábamos de matar el tiempo y todos, sabedlo, teníamos muy buenos modales; en-tre nosotros había poetas y capitalistas. ¿Ha obser-vado usted que entre nosotros, en nuestra sociedad

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rusa en general, las personas que tienen mejores modos son unos tunos? En el campo es donde yo me he abandonado."

Con todo, es evidente que esta explicación no basta. La vida de los terratenientes en Rusia a mediados del siglo pasado no difería sensiblemen-te, si nos remitimos a otros testimonios, de la de sus congéneres de la misma época en otras partes de Europa. El tedio de que ellos parecen atacados, en Dostoievsky, es una verdadera enfermedad del alma. Se trata, en el fondo, de ese mismo tedio de que habla Baudelaire en el poema liminar de las Flores del mal.

Es la comprobación por el hombre de su propia soledad, de su irremediable soledad en la propor-ción en que se niega a Dios, y con Dios, a la comu-nión de los demás hombres. Es un tedio metafísico. Pocas razones hay para dudar de que el mismo Dostoievsky no haya sido víctima de semejante te-dio. Nace a partir del momento en que el alma se da cuenta de que nada tiene importancia, ni siquiera la satisfacción de esos instintos a los cua-les parece entregada. Se bosteza y se hace cual-quier cosa; pero es siempre el mal lo que se hace así. Le es preciso al alma un vino cada vez más fuerte. Este vino solamente puede ser el del sufri-miento. Ningún error es más ingenuo que creer que el hombre busca la felicidad; se persuade a sí mismo de ello. Pero, en realidad, la felicidad, es decir, la ausencia permanente de sufrimiento actual (pues la felicidad de que aquí se trata es una felicidad puramente negativa) es tediosa. El alma

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no se siente ya vivir y este estado se asemeja a la muerte, pero a una muerte en que el tiempo con-tinuase pasando con inexpresable lentitud. Una muerte cuyo sujeto sería continuamente el testigo de su propia nada. ¿Cómo, entonces, sentirse vivir sino haciéndose sufrir? Y no hay para el hombre sufrimiento más exquisito que el que extrae de su propia crueldad, pues el hombre, si no es natural-mente bueno, nace compasivo. Se sabe que Scho-penhauer quería fundar la moral sobre esta piedad natural. No hay corazón a quien no conmueva se-cretamente la queja impotente del oprimido. Este acceso es un sufrimiento que se acompaña de vo-luptuosidad y de enternecimiento sobre nosotros mismos. El camino que conduce de una sensible-ría un poco fácil a la más perversa crueldad, es un camino rápidamente recorrido. ¿No se cuenta de Alejandro de Feres, uno de los más crueles tira-nos de quienes la antigüedad nos haya transmi-tido el recuerdo, que no podía asistir sin lágrimas a los infortunios de los héroes de las tragedias? Existe un medio más seguro de hacer correr estas lágrimas: provocar en sí mismo el sufrimiento que las justifique. A esa profundidad el sufrimiento y la voluptuosidad están unidos en el mismo es-pasmo.

Por otra parte, no creáis que el hombre perverso ejerce únicamente esta crueldad sobre los demás; la ejerce primero, con voluptuoso refinamiento, sobre sí mismo. Svidrigáilov comenzó a envilecerse en su soledad lugareña y de este envilecimiento sacó tanto dolor como placer. El cinismo de un

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príncipe Valkovsky no es sereno más que en apa-riencia. Sufre al descubrir ante el narrador su abominable desnudez. Insatisfecho de sí mismo, in-capaz por debilidad del esfuerzo que sería nece-sario realizar para dominarse, se ha abandonado desde hace tiempo como un perro muerto a la corriente del agua. Pero sufre, y por eso exhibe su propia indignidad con el fin de redoblar su sufrimiento y de extraer de él un deleite más agu-do. Ese rostro extraño que lo contempla con ho-rror, no es el del desconocido que arrastró a un cabaret cualquiera: es el suyo propio. Se mira a sí mismo sufrir, pues también él ha sido un "Schi-11er" en su juventud; y lo mismo Svidrigáilov fren-te a Raskólnikov.

Pero estos seres degradados, por muy necios que sean, y Dostoievsky insiste a menudo con compla-cencia sobre su profunda necedad, están siempre dotados de una lucidez temible. Eligen con seguri-dad a sus testigos o sus víctimas. Raskólnikov, car-gado con su crimen, suscita en cierto modo auto-máticamente en torno suyo a los personajes com-plementarios. Svidrigáilov no es menos necesario que Sonia cuando el drama se encara a este nivel. Los dos son atraídos por el mismo olor del asesi-nato, como un ángel de luz y un ángel de tinieblas. Se sitúan alrededor del criminal para señalarle exactamente su sitio. Un alma por salvar, un alma por perder o, mejor dicho, son la salvación y la maldición que se presentan simultáneamente a Ras-kólnikov para que éste haga, con pleno conoci-miento de causa, la elección defiintiva. Svidrigáilov

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no tiene más necesidad que Sonia misma de oír la confesión del crimen para saber quién es Ras-kólnikov. Es digno de observarse que sean tales los dos testigos privilegiados de semejante confesión. Nada, pues, muestra mejor el verdadero teatro de la novela dostoievskiana, el cual se abre sobre el abismo de arriba y el abismo de abajo: el del cielo y el del infierno.

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III

MISHKIN

Entre todas las novelas de Dostoievsky, El idiota es a la vez una de las más importantes y una de las más difíciles de penetrar. Podría parecer que uno de los personajes más normales de Crimen y cas-tigo fuera el recto y generoso Razumijin y que la salvación de Rusia estaría finalmente entre las ma-nos de hombres de esta especie. Pero hé aquí que, algunos años más tarde, no es a Razumijin sino a un ser gravemente anormal, el príncipe Mish-kin, a quien Dostoievsky parece confiar el papel de salvador. El público ruso fué desconcertado por El idiota y no podía dejar de serlo. Mirémoslo desde más cerca y preguntémonos si no ha existido durante largo tiempo un prejuicio de la psicología normal contra el cual, precisamente, Dostoievsky nos enseña a romper. Se recordará que ésta fué la tesis de Gide. Lo que podía subsistir de psicología normal en la psiquiatría clásica ha sido después, como se sabe, singularmente reducido por las inves-tigaciones de Freud y de sus discípulos. No es éste el lugar para pronunciarse sobre el freudismo ni

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sobre el psicoanálisis; pero hay que tener el coraje de reconocer que algunos resultados parecen hoy definitivamente adquiridos.

La psicología normal, tal como la literatura clá-sica parecía describírnosla (pues la literatura clá-sica tiene también sus subterráneos) es un diseño al cual no parece corresponder ninguna realidad concreta. Cuando Dostoievsky pone en escena per-sonajes normales como Razumijin o Porfirio Pe-trovich, los crea voluntariamente sin fondo y, por decirlo así, sin profundidad. Sólo percibimos de ellos algunos comportamientos exteriores que res-ponden a un conformismo social. De su alma casi nada sabemos. Porfirio Petrovich es una inteli-gencia pura puesta al servicio de una función. Com-prende, pero no siente. No es verdaderamente más que una "utilidad" en esta psicomaquia, que forma siempre el argumento verdadero de una novela de Dostoievsky. El encuentro de las almas, sus choques, sus reacciones recíprocas, hé ahí lo único que inte-resa, es decir lo que la inteligencia no puede expli-car, ni siquiera alcanzar. La inteligencia se ejercita en la superficie de las cosas. Dostoievsky pensaba, seguramente, como Bergson, que su campo propio es el arreglo del universo material, lo cual no le interesaba.

Pero sucede que el alma se escapa de su prisión y que la vislumbramos, desenvainada en parte, to-talmente desnuda y temblorosa. Eso es una anoma-lía. La vida normal no tolera semejantes manifes-taciones. Solamente se producen cuando hay algo profundamente desarreglado en el orden habitual

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del mundo. Toda novela de Dostoievsky contiene, desde su punto de partida, semejante desarreglo. En Crimen y castigo es el crimen de Raskólnikov, preexistente a su realización, el que constituye este desorden inicial. En sí mismo este crimen es ab-surdo, es decir, que es irreductible a las categorías de la inteligencia, y Porfirio Petrovich, a pesar de toda su habilidad profesional, jamás lo hubiera descubierto si, mucho antes de confesarlo Raskól-nikov, no se hubiese entregado progresivamente. En efecto, ninguno de los móviles del crimen le proporcionaba una explicación, suficiente. Nació en lo absoluto de la libertad y este absoluto es también, precisamente, como hemos visto ya, el dominio de lo absurdo.

Por eso la psicología de Dostoievsky nunca es, a despecho de cierta apariencia, una psicología ex-plicativa. Cuando se toca el misterio supremo, que es el de nuestra libertad, ninguna explicación ra-cional es ya válida, porque destruyendo el misterio se destruiría también la libertad. Puede mostrarse la libertad en acto, pero no se la puede analizar. La psicología de Dostoievsky es irracional en la pro-porción exacta en que tiene en cuenta las supremas realidades espirituales. Oponerla a la psicología clásica es demasiado fácil. Ésta no negaba lo irra-cional, como sería fácil demostrarlo por muchos ejemplos; pero lo reducía lo más posible porque le parecía que la obra de arte debe ser, ante todo, una obra de razón. Lo irracional se mostraba en cierto modo a pesar del artista como lo que él no había podido reprimir. Para Dostoievsky, al con-

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ti ario, lo irracional es el dominio propio del arte. Que yo sepa nunca profesó teóricamente tal doc-trina; pero la ha practicado.

Y esto estalla de manera sorprendente en El idiota. Sin duda en la primera parte de su carrera, antes del presidio, Dostoievsky trató ya un caso psíquico singular: El doble. Mas la aventura gro-tesca del señor Goliadkin que poco a poco se torna trágica y deja al lector una extraordinaria impre-sión de malestar, no era considerada más que es-quemáticamente y como un simple caso. Los se-gundos planos espirituales no estaban descubiertos. Qcurre de modo completamente distinto en El idiota, donde el príncipe Mishkin es mucho me-nos un enfermo que un inspirado. Es también una de las novelas en que la parte autobiográfica es muy importante. No porque se encuentre ningún equivalente, en la vida de Dostoievsky, de los acon-tecimientos que allí se relatan, sino a causa del papel que juega en ellos la epilepsia y la obsesión del suplicio. La primera conversación del príncipe con los Epanchiná es, en este aspecto, capital. Hé aquí la historia del condenado a muerte que no cree tener ya más que cinco minutos de vida:

"Aquel hombre me declaró que aquellos cinco minutos le habían parecido sin fin y de un valor inestimable. Le pareció que en aquellos cinco mi-nutos iba a vivir tan gran número de vidas que no había motivo para pensar en el último momento, de tal modo que hizo una repartición del tiempo que le quedaba por vivir: dos minutos para des-pedirse de sus compañeros, otros dos minutos para

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recogerse por última vez y el resto para dirigir alrededor de él una mirada postrera. Se acordaba perfectamente de haber ejecutado estas disposicio-nes como las había calculado. Iba a morir a los veintisiete años (exactamente la edad de Dostoievs-ky en el momento del simulacro de ejecución) pleno de salud y de vigor. Recordaba haber hecho, en el instante de los adioses, una pregunta bastante indi-ferente a uno de sus compañeros, a cuya respuesta había concedido un gran interés. Después de los adioses entró en el período de los dos minutos reservados a la meditación interior. Sabía de ante-mano en lo que pensaría; quería representarse sin cesar, tan rápida y claramente como fuera posible, lo que iba a suceder. Ahora él existía y vivía; dentro de tres minutos algo sucedería, ¿alguien o algo, pero quién, qué? ¿Dónde estaría él? Pensaba resolver todas estas incertidumbres durante los dos últimos minutos. Cerca de allí se elevaba una igle-sia cuya cúpula dorada brillaba bajo un sol des-lumbrador. Recordaba haberse fijado con terrible obstinación en aquella cúpula y en los rayos del sol que reflejaba; no podía desprender los ojos de ella; aquellos rayos le parecían ser esta naturaleza nueva que iba a ser la suya y se imaginaba que, dentro de tres minutos, se confundiría con ellos. Su incertidumbre y su repulsión ante lo desconocido que iba a surgir inmediatamente, eran asombrosas; pero declaraba que nada le había sido hasta en-tonces más penoso que este pensamiento: ¡si yo pudiese no morir! Si la vida me fuera devuelta jqué eternidad se abriría ante mí! ¡Transformaría

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cada minuto en un siglo de vida, ni uno solo per-dería y tendría en cuenta todos estos minutos para no dilapidarlos! Esta idea acabó por obsesionarlo de tal modo, que llegó a desear ser fusilado lo antes posible".

Para alumbrar este pasaje conviene cotejarlo con aquel en que se describen los instantes que en el príncipe Mishkin preceden a las crisis de epi-lepsia:

"Pensó, entre otras cosas, en la fase por la cual se anunciaban sus ataques de epilepsia cuando éstos le sorprendían en estado de vigilia. En plena crisis de angustia, de atontamiento, de opresión le parecía que, de pronto, su cerebro se abrasaba y que sus fuerzas vitales volvían a tomar un im-pulso prodigioso. En estos instantes, rápidos como el relámpago, el sentimiento de la vida y la con-ciencia se decuplicaban, por decirlo así, en él. Su espíritu y su corazón se iluminaban de intensa cla-ridad; todas sus dudas, todas sus inquietudes se calmaban a la vez, par convertirse en una soberana serenidad hecha de alegría luminosa, de armo-nía y de esperanza a favor de la cual su razón se alzaba hasta la comprensión de las causas finales".

Así es cómo el alma, en Mishkin, encuentra repentinamente paso a través del espesor del cuer-po. Percibe los indicios y los provoca con su sola presencia. Le basta pasar para que el drama es-talle. Si no se considera más que la fábula de la novela, todos los esfuerzos de Mishkin terminan en un lamentable fracaso: el asesinato de Natacha Filípovna por Rogozhin; y el príncipe mismo se

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abisma en la desesperación y en la decadencia. Di-ríase, primeramente, que así como Raskólnikov no fué bastante fuerte para soportar su tenebroso sino, tampoco lo fué Mishkin para llevar hasta el fin su vocación de luz. Pero eso no sería sino per-cibir un lado del problema: el más externo. Hay una enemistad natural entre la luz y las tinieblas. Cuando la luz aparece, en vez de expulsar a las tinieblas las transforma en sombras difíciles de ex-terminar. Muestra así el relieve y el contorno de las cosas.

Del mismo modo obra la aparición de Mish-kin en Rusia a su vuelta del extranjero. Ningún secreto es tan vergonzoso ni está tan escondido que no lo descubra al instante, o mejor dicho que no se le descubra como a pesar suyo y sin que él lo busque. Al contacto con esta alma inocente, las almas inquietas o culpables no saben ocultarse ya: entran en vibración. Es que él no es en sí mismo más que un alma afligida en un cuerpo de mise-ria, pero un cuerpo casi transparente. El príncipe Mishkin se entrega sin ninguna reserva, con una perfecta inocencia: mas turba de manera indecible a todos aquellos que se le acercan. Este hombre está liberado de todos los convencionalismos y de todos los automatismos a los cuales obedecen, por ejemplo, un Porfirio Petrovich o un general Epan-chiná con perfecta ingenuidad. No ha tenido que librarse de ellos: los ignora. En el fondo es su verdadera enfermedad, la que permite que se le trate de idiota, pues él dice simplemente las cosas que no hay que decir y que, sin embargo, deben

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ser dichas. Está ahí expresamente para decirlas; ha vuelto del extranjero sólo para ser actor de este drama que sin él, quizá, nunca se hubiera tramado; pero también es preciso que el drama estalle, no ciertamente por el placer del novelista, sino porque está escrito que "todo lo oculto apa-recerá".

Diríase la cruel penetración de la luz en una masa hasta entonces indistinta. La luz acaba por ser ahogada, pero era necesario que hubiese bri-llado. Dos mujeres son iluminadas por ella: pri-mero Aglaya Ivánovna, después Natacha Filípovna. El príncipe ejerce sobre las mujeres un extraño poder de fascinación debido a su debilidad y a su clarividencia a la vez. Están sin defensa ante él porque les sería muy fácil defenderse; pero, en otro plano, también porque no podemos de-fendernos y porque es agradable abandonarnos a quien posa sobre nosotros semejante mirada. Aglaya es la primera de esas muchachas de la aristocracia de las cuales Dostoievsky creará más adelante otros tipos totalmente análogos, en quienes la altivez na-tural, la pureza, se alian a una extraña debilidad: a la imposibilidad de resistir a ciertos impulsos re-pentinos. Por lo demás, es preciso reconocer que, en Dostoievsky, las mujeres son menos interesantes que los hombres, porque no tienen destino propio. Solamente las percibimos en función del hombre o de los hombres que las fascinan o bien que ellas fascinan. Son instrumentos de que se sirve Dios para forzar a las almas a descubrirse.

El amor no ocupaba en Crimen y castigo sino

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un lugar secundario. El idilio de Dunia, hermana de Raskólnikov, y Razumijin, está al margen del drama central. Entre Raskólnikov y Sonia no se puede hablar de amor sino dando a este término un sentido muy particular. Ningún deseo físico entre ellos sino tan sólo el reconocimiento de una fraternidad espiritual. Seguramente, aun a esta altura, la diferencia de sexos subsiste. El alma ul-trajada de Sonia es un alma ofrecida, pues lo pro-pio de la mujer es darse, y la de Raskólnikov, a pesar de su debilidad y de su agotamiento, sigue siendo un alma conquistadora. La salvación de Sonia no está en juicio; ni siquiera se plantea la cuestión. Se trata únicamente de Raskólnikov. El idiota, al contrario, es el primer gran poema de amor que ha escrito Dostoievsky. Digo justamente poema porque todo se desenvuelve en él según leyes que no son las de la prosa.

Mishkin está entre Aglaya y Natacha como Na-tacha misma está entre Mishkin y Rogozhin. Las dos tienen necesidad del príncipe, pero más Na-tacha porque es más desgraciada. En cuanto a Mishkin, ama a las dos, pero de diferente manera. Lo que le atrae de Aglaya es la pureza, la frescura de la joven, esa necesidad enfermiza que ella siente de ayuda y de protección, necesidad contra la cual se yergue en todo momento su soberbia. Para que fuese salvada, sería necesario disminuir este orgu-llo; que supiese ser simple y humilde, volverse una niña delante de Mishkin. Pero ¡ay! él no es otra cosa sino aquel Caballero pobre que can-taba Pushkin:

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Era un caballero pobre: silencioso y sencillo. Su rostro era obscuro y pálido, su alma denodada y franca.

Desgraciadamente, el "caballero pobre" murió en su torre como un demente. ¡Escena extraña aquella, cuando Aglaya recita ese poema con ex-traordinaria animación delante del príncipe y de una numerosa compañía! Escena profética en la cual Mishkin vislumbra la línea de su destino.

"En todo caso, ha dicho ella poco antes, es evi-dente que el caballero pobre no daba importan-cia a lo que era o hacía su dama. Bastaba que la hubiese elegido y hubiese creído en su "Belleza pura" para que se inclinase para siempre ante ella. Y en esto estaba su mérito, pues aunque ella se hubiese convertido más tarde en una ladrona, él no le hubiera guardado menos fe y habría conti-nuado rompiendo lanzas por su belleza pura. El poeta parece haber querido encarnar en una figura excepcional la potente noción del amor caballe-resco y platónico tal como la concibió la Edad Media. No se trata, naturalmente, más que de un ideal. En el "caballero pobre" este ideal alcanza su más alto grado y llega hasta el ascetismo. Mu-cho es, hay que reconocerlo, el ser capaz de semejante sentimiento, que supone por sí mismo un carácter de un temple especial, y que es, bajo cierto aspecto, muy laudable aun sin hablar aquí de Don Quijote, El "caballero pobre" es Don Qui-jote; un Don Quijote que no sería cómico sino

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serio. En un principio no lo entendí y me divertí con él; pero ahora amo al "caballero pobre" y estimo sus hazañas".

Al hablar así, Aglaya piensa que la dama del caballero pobre, aquella cuyos actos son indiferen-tes, no es ella sino Natacha Filípovna.

El caso de ésta es mucho más complejo que el de Aglaya. En muchos aspectos es una prefigura de la Gruchineka de Los hermanos Karamázov. Estas desgraciadas criaturas tienen el dón, por su belle-za, de excitar el deseo de los hombres. Han sido ofendidas y humilladas en su juventud. Natacha Filípovna debió su subsistencia a la caridad inte-resada de un rico vividor. Recibió una educación refinada, que le permitió solamente comprender mejor su decadencia, y un buen día su alma se rebeló. Mishkin tuvo la intuición de todo eso contemplando el retrato de la joven:

"Entonces tuvo la sensación aun más intensa de que aquel rostro, además de la belleza, expresaba algo excepcional. Creyó leer en él un orgullo des-mesurado y un desprecio próximo al odio, con-trastando con una cierta disposición a la confian-za y a una sorprendente ingenuidad; tal oposición en una fisonomía despertaba un sentimiento de compasión. La belleza deslumbrante de la joven se hacía hasta insoportable sobre este rostro pálido de mejillas hundidas y ojos brillantes; belleza anormal en verdad".

Estas líneas revelan lo que es la belleza para Dostoievsky: la cosa más punzante del mundo, la cual no presagia la alegría sino el dolor para aque-

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lia que la posee y para aquellos que son impresio-nados por ella. Natacha es víctima de su belleza y eso mismo es lo que la hace bella y deseable; es también lo que enloquece a Rogozhin. Pocas fi-guras son tan conmovedoras como la de este hijo de mercader, que avanza armado del oro y del puñal hacia quien sabe de antemano que no po-seerá más que muerta y muerta por su propia mano. Rogozhin es el hombre del deseo, de este deseo precisamente que no puede ser satisfecho en la tierra. La belleza que desea no es un goce para él, sino un' sufrimiento. Es el dardo que le ha atravesado el corazón y de ahí no podrá arrancár-selo más que con la vida. Nada iguala en la lite-ratura del mundo, si no es la muerte de Desdémo-na, a la velada fúnebre de Natacha Filípovna por el príncipe Mishkin y Rogozhin. A través de todos los entrecruzamientos de la intriga, esas conversa-ciones anhelantes que no conducen a nada, pero por donde las almas se descubren cada vez un poco más, la muerte ineluctable de Natacha se precisa como en filigrana. En ninguno de sus libros ha empleado tanto Dostoievsky los indicios, poique Mishkin es un vidente como lo era el novelista mismo. Es decir, un hombre a quien 110 solamente los seres, sino los objetos inanimados entregan espontáneamente sus secretos. Sabe que todo tiene una significación para el alma despertada de ese pesado sueño poblado de fantasías vanas donde nos mantienen nuestros deseos y nuestras preocupacio-nes cotidianas.

En el retrato de Natacha Filípovna percibió el

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viento de la muerte, y de una muerte violenta. Lo sintió también en la mirada de Rogozhin.

"Un día o dos después de aquella partida, el príncipe León Nicolaievich Mishkin llegó a Mos-cú en el tren de la mañana. Nadie fué a esperarlo a la estación, pero al descender del vagón creyó distinguir de pronto, entre la multitud agolpada en torno a los viajeros, dos ojos incandescentes que lo examinaban extrañamente. Buscó de dónde procedía esta mirada pero nada distinguió ya. Quizá no era más que una ilusión, mas le dejó una impresión desagradable".

Algunos días después vuelve a encontrar esta mirada cuando va a ver a Rogozhin, a su casa. Es una mirada de asesino, una mirada de predesti-nado. Natacha Filípovna no se hace, además, ninguna ilusión sobre el destino que la espera. ¿No ha dicho un día a Rogozhin hablando de su casa-miento, el cual promete y difiere a la vez: "Tal vez, tú me mataiás antes"? Una atmósfera de muer-te y de demencia baña toda la conversación que sostienen el príncipe y Rogozhin en la siniestra casa de este último, hasta el momento en que Mishkin repara casualmente en ese cuchillo de jardín enteramente nuevo que sirve para recortar ]as páginas de la Historia de Rusia de Soloviev: el instrumento del crimen, que no está menos pre-destinado que el asesino y su víctima.

Se puede sonreír de semejantes presentimientos, por lo demás apenas señalados, pues el príncipe tiene algunas veces repentinas distracciones y la pregunta que quería hacer con respecto al cuchi-

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lio, finalmente no la hace. Mas hay que conside-rar que 'Mishkin no es solamente el testigo de estos obscuros destinos; es también, en gran escala, el actor. No pueden realizarse sin él; su presencia es necesaria a todo lo largo del drama como lo será en el momento de la velada suprema. Cuanto más se esfuerza por alejar a Natacha Filípovna de Rogozhin más aproxima el momento fatal. La pureza de Mishkin exalta las oscuras potencias en vez de ahogarlas. Cuando los dioses tienen sed, sólo la sangre puede aplacarlos. Ésta es la atmós-fera de la tragedia griega. Rogozhin no es libre ya de no desear a Natacha hasta la muerte, como ella no lo es en sí misma de no correr a su destino aunque lo conozca de antemano. Lo que Mish-kin quisiera devolverles es el ejercicio de su liber-tad soberana; pero eso es lo que el hombre no puede devolver al hombre una vez que él lo ha enajenado. En ninguna obra de Dostoievsky se muestra con tanta fuerza la derrota inexpresable de la libertad, y ninguna, por consiguiente, es más desesperada que El idiota aunque, por otra parte, esté llena de escenas divertidas y hasta graciosas.

¿Cómo resumir en algunas líneas la impresión de malestar que deja este libro complejo e inextri-cable? Hemos debido descuidar muchas cosas en este estudio, que no tiene la pretensión de ser un análisis. Además, las novelas de Dostoievsky ni se analizan ni se cuentan: se viven. Estamos sumidos en un mundo que no nos es familiar donde, a las tres dimensiones del nuestro, se ha añadido disi-muladamente una cuarta dimensión. Las personas

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"razonables", como el general Epanchiná y algunos más, tratan en vano de proseguir su existencia pa-cífica y de retraer las cosas al orden normal. Pero no hay orden normal en las cosas cuando no exis-ten seres normales. El orden normal solamente resulta de un olvido, de una suerte de distracción. No faltan distraídos en Dostoievsky, pero nunca dicen la última palabra. Por lo demás, los com-parsas no son menos interesantes que los persona-jes principales. Pienso en Gania especialmente, que se humilla hasta disputar a las llamas los mi-llares de rublos que Natacha, en una tarde de locura, arroja al fuego, y, sobre todo, en el extra-ordinario Lebedev quien, en un plano más humil-de y un poco innoble, presenta también esas dos postulaciones hacia el bien y hacia el mal que se exasperan en el corazón de todo hombre.

Así, en el combate espiritual que se libra a lo largo de estas mil páginas, el mal se cumple inexo-rablemente. Si Aglaya Ivánovna no es asesinada como su rival, no está por eso menos perdida. La especie de paraíso inocente que el príncipe Mish-kin hiciera entrever a las dos, él no ha sido capaz de darlo a una más que a otra. Y, por último, su propia decadencia separa de los hombres a este salvador impotente y desconocido. Símbolo en el espíritu de Dostoievsky, a mi parecer, de su propia patria, la cual no sabe cómo entregar a los otros pueblos el mensaje de que ella está cargada. ¿No subsiste, pues, ninguna esperanza para los hombres y esta ronda macabra va a proseguir indefinida-mente? No cesará en todo caso antes de que el

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mal no haya sido perseguido hasta en sus más profundas guaridas. Aún no hemos hecho más que vislumbrarlo con El idiota. Vamos a dar un paso más con Los poseídos y a encontrar un mal-dito más grande que Svidrigáilov.

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VI

STAVROGUIN

Se trata de Nicolás Vsievolodovich, la figura ciertamente más extraordinaria de Dostoievsky. Sta-vroguin, en persona, no aparece en el libro sino al cabo de trescientas páginas; pero desde el prin-cipio lo llena todo con su ausencia. ¿Qué era Ras-kólnikov en comparación con este ser prestigioso? Un pobre hombre lleno de debilidad, de irresolu-ción y de remordimiento. Pero Stavroguin ha sido concebido a semejanza de aquel primogénito de las criaturas, de aquel portaguión de los ángeles que fué Lucifer. Muchas veces es calificado de príncipe, y es necesario tomar este título, no en su sentido heráldico, sino en su sentido original; el príncipe es el primero de todos. Dostoievsky lo ha dotado de todas las cualidades naturales. Per-tenece, por su nacimiento, a aquella aristocracia rusa que parece haber ejercido tan potente atrac-ción sobre el novelista. Es rico, bello, inteligente y cultivado, fuerte; y esta fuerza de que hablo no es únicamente una potencia física: es también y más, una fuerza moral. Nada hay en el mundo

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ante lo cual Nicolás Vsievolodovich baje la mi-rada si no es, quizá, ante sí mismo. Alrededor suyo todos los seres sienten su prestigio; mejor sería decir su fascinación, ya que Dostoievsky lo trata en alguna parte de "serpiente sutil".

¿Las mujeres? Para atenernos a las que nos son mostradas en la novela, en primer lugar la pro-pia madre de Stavroguin, la imperiosa Bárbara Petrovna, que no cede ante nadie, pero que parece siempre tan tímida en presencia de su hijo. Sen-timiento natural muy explicable, se dirá. No hay ahí otra cosa. Al mismo tiempo que adora a Nico-lás Vsievolodovich, Bárbara Petrovna lo admira, lo teme y no lo comprende. ¿Qué especie de hom-bre es este hijo de Dios que ella ha dado al mundo? En este temor es preciso ver, a mi juicio, uno de los lazos que unen a Bárbara Petrovna con ese "viejo liberal del año 40", ese parásito distinguido, ese perezoso lleno de grandilocuencia y de preten-siones que es Stepan Trofimovich Verjovensky. Stepan Trofimovich ha sido el preceptor y el ami-go de Nicolás. La madre puede esperar siempre de él alguna luz sobre este hijo inquietante y soberbio. Por otra parte, está la mujer de Chatov a la cual no haremos más que recordarla; pero es digno de observarse que el desconfiado Chatov la haya en cierto modo abandonado a Stavroguin como un homenaje que le era debido. Después, María Timofeievna Lebiadkin, la "Coja". Con-viene aquí oír hablar a esta medio loca de su príncipe, tal como ella lo había amado:

"Únicamente el mío es un halcón radioso y un

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pr ínc ipe . . . Si le agrada, el mío se prosternará ante Dios; si no le agrada no lo hará. El pensa-miento que me ha hecho feliz durante estos cinco años es que mi halcón vive allá, al otro lado de las montañas, donde se cierne y contempla el sol".

María Timofeievna posee ese don de penetración que pertenece igualmente al príncipe Mishkin. Por eso la oímos hablar de Stavroguin como podría hacerlo de Lucifer mismo, que se ha negado a prosternarse ante Dios. Y también está Isabel Niko-laievna Tuchin, la altiva muchacha que no puede separar su corazón de Stavroguin; y, por último, la juiciosa, la prudente, la impecable Daria Pav-lovna, Dacha, la hermana de Chatov, quien se dis-pone a estar allí el último día, la tarde de la espantosa aventura, para recoger a Staviogum cuando todo esté consumado.

Los hombres no son menos seducidos y encade-nados, comenzando por el irascible Gaganov que prodiga a Stavroguin el insulto y el desprecio por-que, haga lo que haga, no puede escapar al senti-miento de que Stavroguin lo desprecia. Y, efec-tivamente, Stavroguin testimonia su más profundo desprecio por la muerte y por su adversario durante un duelo atroz. Además, ¿el extraordinario valor de Stavroguin no está hecho, en parte, por la convicción de que no puede ser destruido más que por sus pro-pias manos? Nadie tiene poder sobre él; pero cuan-do parte en la noche que precede al duelo, bajo la lluvia, ¿las tres paradas que efectúa no están destina-das a mostrarnos su triunfo y su decadencia a la vez? Hé aquí, primero, a Kirílov, en el alma del cual él

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ha implantado el ateísmo y la voluntad del suicidio como una especie de alegría. Después Chatov, quien, por el contrario, cree en el Dios ruso desde que un día Stavroguin le habló de él con extraña convicción; Chatov, que ha puesto toda su esperanza en Stavro-guin y que quisiera impedirle traicionarse a sí mis-mo. Por eso lo abofeteó el otro día delante de tantos testigos; mas Chatov no podrá salvar a Stav-roguin como Gaganov no podía destruirlo. Los dos están desarmados delante de él; ni siquiera Fedka, el presidiario evadido, que lo llama también "mi príncipe". El capitán Lebiadkin está igualmente aterrorizado por Stavroguin. No existe más que María Timofeievna para mirarlo a la cara.

Pero el más extraño es ciertamente Pedro Ste-panovich Verjovensky, hijo de Stepan Trofimovich. Se ha dicho de este personaje que es uno de los menos logrados en la obra de Dostoievsky. Es cierto que hay en él algo de esquemático y hasta de me-cánico; una mecánica medianamente rechinante. Verjovensky se nos aparece ante todo bajo el aspecto de un hablador inagotable. Que se le res-ponda o que no se le responda no puede dejar de hablar, y de hablar muy de prisa. Las palabras le salen con mucha facilidad y son casi siempre justas; pero de una justeza en cierto modo llana y lineal que no llega al fondo de las cosas. Ver-jovensky es un espíritu superficial. Posee una suerte de genio natural de la intriga que en él no se debe a un profundo conocimiento de los hom-bres sino más bien a un instinto elemental y a una increíble suficiencia que no se apura por na-

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da. Como se sabe, su papel es capital en Los po-seídos, pero es un papel puramente instrumental. Dilíase un muñeco cuyos hilos mueve algún genio desconocido.

Este genio desconocido es Stavroguin. Verjo-vensky se ha dado a él en cuerpo y alma. Uno cree que lucha por "la idea"; lo cree, quizá, él mismo si se le ocurre interrogarse seriamente sobre los mó-viles de sus actos, lo cual parece dudoso. Pero no es en nombre de una idea abstracta, de un sistema cualquiera a lo Chigalev por lo que se cometen crímenes tan abominables; es en nombre de un hombre, de una persona que se ha elegido entre todas y a la que se prefiere a sí mismo.

"Usted será el jefe, usted será la fuerza —dice Verjovensky a Stavroguin; yo seré su adjunto, su secretario. Mire, nosotros nos embarcamos en una nave, los remos serán de arce, las velas, de seda; en la popa estará sentada una bella virgen: la resplandeciente Isabel Nicolaievna . . ."

Y más adelante: "Entonces comenzará el motín; el mundo irá

sin pies ni cabeza como no lo ha hecho todavía. . . La noche descenderá sobre Rusia, la tierra llorará a sus antiguos Dioses... Entonces haremos la lla-mada. ¿A quién?

—¿A quién? — ¡Al Tsarevich Iván! —¿A quién? —Al Tsarevich Iván: ja usted, a usted! Stavroguin reflexionó un minuto. —¿Un impostor? —preguntó de repente miran-

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do al loco con profunda estupefacción. ¡Hé ahí, pues, cuál es su plan!"

Esta acusación de impostura ha sido dirigida ya contra él por la "vidente" María Timofeievna, que lo compara a Grichka Otrepiev, el falso Demetrio, que fué maldito en siete concilios; y en el momen-to en que iba a franquear el umbral, ella le ha gritado: "Grichka Otrepiev, ¡a-na-te-ma!" Se sabe que la impostura es uno de los rasgos característicos del diablo. De este modo volvemos siempre con Stavroguin, por analogía, a Lucifer. Y Verjo-vensky no es, cerca de este gran caído, sino un diablejo de cuarto orden.

¿Pero, en fin, cuál es el secreto de Stavroguin? Desde luego, se descubre en la carta a Daria Pav-lovna.

"Por todas partes he querido probar mi fuerza. Usted misma me lo aconsejó una vez para "cono-cerse a sí mismo". En estas experiencias para mí mismo o para hacer muestra de mi fuerza, ahora como antes, ella se ha revelado sin límites. Bajo su mirada, he recibido una bofetada de su herma-no. He confesado públicamente mi casamiento (con María Timofeievna). ¿Pero para qué aplicar esta fuerza? Hé ahí lo que yo no he visto jamás, lo que hoy todavía no veo a pesar de los ánimos que usted me prodigó en Suiza y en los cuales he creído. Lo mismo que otras veces, puedo tener el deseo de realizar una buena acción y eso me agrada; al mismo tiempo, quiero también el mal y eso me agrada igualmente. Pero uno y otro sentimientos tienen, como siempre, algo de mezquino, nunca

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de fuerte. Mis deseos son demasiado débiles, ellos no pueden dirigirme. Es posible cruzar un río sobre una viga, pero no sobre una viruta".

El caso de Stavroguin es verdaderamente único. No es un hombre de deseo como Rogozhin, cuyo total destino está escrito de antemano en la fata-lidad de sus deseos. Stavroguin puede, casi indi-ferente, resistirlos o satisfacerlos: su fuerza es de doble fin. Pero bien que satisfaga sus deseos, bien que los aplace, su insatisfacción es la misma. Ha gustado la nada de todo, la nada de toda fuerza puramente humana, pues lo que importa no es poseer en sí esta fuerza bruta, sino saber en qué emplearla: saber elegir. Stavroguin no ha elegi-do ni entre el bien y el mal, ni entre el acto y la abstención. Esta incapacidad para elegir, más-cara de la libertad, es la peor de las servidumbres. ¿Cuál podía ser el tedio de Svidrigáilov en com-paración con el tedio de Stavroguin? Este tedio —que se ponga atención en esto— es el mal abso-luto; porque el mal no está en ningún acto por horroroso que uno lo imagine, está en ese vacío interior donde no subsiste más que una fuerza en lo sucesivo sin empleo. Y por eso Stavroguin es un impostor.

Su fuerza le pertenece como a Lucifer, después de su caída, una gran parte de la potencia que le había sido dada por Dios. Mas es una potencia privada de fin y que no puede ya más que destruir. Las catástrofes de que es teatro la pequeña ciudad, solamente un observador superficial estaría ten-tado a atribuirlas a la actividad de Pedro Stepa-

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novich. Pedro Stepanovich es un ejecutante, por sí mismo sin importancia. El que destruye todo por su sola presencia, aun muda, aun inmóvil, es Stavroguin. Entre todas, se puede elegir, por ejem-plo, la escena en que encuentra por segunda vez, sobre el puente del río, al bandido Fedka. En términos claros éste le propone suprimir a María Timofeievna y a Lebiadkin. ¿Quiere o no quiere Stavroguin este crimen? £1 mismo, sin duda, sería incapaz de responder; pero por encima de su hom-bro tira detrás de él, al barro, con soberano des-cuido, unos cuantos billetes que serán, lo sabe, considerados por el bandido como un anticipo y un estímulo para el crimen. Así hace con Verjo-vensky y con todos los demás. Bastaría un gesto suyo para que todo volviese al orden, ¿pero para qué hacer este gesto? Stavroguin no tiene ya fuer-zas para eso.-

Y aunque de ello fuera capaz, no puede hacer semejante gesto, pues él, Stavroguin, es el origen de esta horrible solidaridad en el crimen, que constituye justamente la tragedia de Los poseídos. Ha dicho a Verjovensky:

"Persuada a cuatro miembros de un comité de liquidar al quinto so pretexto de que éste es espía, y al instante los habrá ligado con un solo nudo por la sangre vertida. Se convertirán en sus es-clavos: no osarán rebelarse ni pedir cuentas.

Es, pues, en vano que, un poco más tarde, pida a Verjovensky que perdone a Chatov, y que mues-tre por los proyectos de Pedro Stepanovich una tan perfecta indiferencia, que le arranca este grito:

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"Es la última de sus preocupaciones, lo sabía muy bien, exclamó el otro en un arrebato de rabia. Usted miente, indecente y miserable pequeño aris-tócrata; no le creo, pues usted tiene un apetito de lobo. . . Sepa usted que, en lo sucesivo, me cuesta demasiado caro para que renuncie a usted. No hay nadie sobre Ja tierra que sea semejante a usted. Yo lo he inventado de lo desconocido; lo he inven-tado mirándolo. Si no lo hubiera observado desde mi puesto, nunca se me hubiese ocurrido tal pro-yecto".

En verdad, no es Verjovensky quien ha inventa-do a Stavroguin, sino es Stavroguin el que ha inventado a Verjovenski, como ha inventado a Chatov y a Kirílov; además como ha inventado a sus amantes.

Tocamos aquí el aspecto más inquietante de esta extraña personalidad. Puede decirse que si Stavro-guin no estuviese irremediablemente perdido, si no fuese imperdonable, su prestigio y su influen-cia no serían tales. Sin duda se encontraría en la literatura romántica, de la que Dostoievsky se ha-bía nutrido, muchos héroes que se le parecen. Es un Don Juan, un Lara y hasta un Hamlet si se quiere; pero este abismo que los demás no hicieron más que presentir, Dostoievsky lo ha sondeado con increíble lucidez. Ha derribado al maldito de su pedestal; la maldición en él no es ya una perfec-ción sino un vacío, una ausencia. Hubo un día entre los días en que Stavroguin se faltó a sí mis-mo, en que faltó a Dios. Por eso se le vió faltar a todos los demás y atraerlos por su ausencia mis-

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ma, porque ellos quieren a toda costa crear en él lo que no es, lo que ya no es.

El propio Stavroguin cuenta ese día de ignomi-nia en el capítulo intitulado La confesión de Stavroguin, que consideraciones de prudencia im-pulsaron a Dostoievsky a suprimir. Haría falta reproducir por entero este extraño documento y comentarlo casi palabra por palabra. No es única-mente el secreto de Stavroguin, es el de Dostoievsky también, sin que haga falta atribuir al autor de Los hermanos Karamázov un crimen tan infame como el de su héroe. Algunos han llegado hasta eso, ¿pero para qué? Basta que el mismo Dos-toievsky haya sido atormentado por tales sueños, lo cual no ofrece ninguna duda. Para el novelista, aquí no se trata ya de observaciones hechas sobre los demás, sino de una de estas atroces verdades que no se descubren más que en sí mismo cuando uno tiene el coraje de dirigir sobre su alma una cierta mirada. Lo esencial, hélo aquí:

"Todas las veces que, en el curso de mi existen-cia, me he encontrado en una situación particular-mente vergonzosa, excesivamente humillante, mez-quina y, por encima de todo, ridicula, ésta ha exci-tado siempre en mí, al mismo tiempo que una cólera sin límites, un goce increíble. Lo mismo ocurre en el instante del crimen y en ese en que uno siente su vida en peligro. Si hubiera robado algo, habría experimentado durante la realización de ese robo, y hasta la borrachera, la conciencia de la profundidad de mi ignominia. No es la igno-minia lo que yo deseaba (sobre este punto mi ra-

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zqn era absolutamente buena); pero gustaba de la embriaguez que procede de una conciencia tortu-rada por su bajeza. Cada vez que, de pie sobre el terreno, he esperado el tiro del adversario, he sentido la misma violenta sensación de vergüenza y de furor y un día muy fuertemente. Confieso que la he buscado con frecuencia porque ella es para mí la más viva de todas las de este género. Cuan-do he recibido una bofetada (y he recibido dos en mi vida) existía esta sensación a pesar de mi terrible cólera. Pero si, con todo eso, uno retiene su cólera, el placer entonces sobrepasa todo lo que puede imaginarse".

Es fácil decir —y el mismo Dostoievsky nos su-giere esta explicación— que éstos son ios pasatiem-pos de un hastiado que está como obligado a buscar sensaciones cada vez más fuertes. Por lo demás, eso no debilitaría en nada el alcance de la cosa. De lo que aquí se trata, en verdad, es del placer que experimenta el hombre en destruirse por sus pro-pias manos. No por el suicidio o, al menos, inme-diatamente. Primero es preciso que el alma sea mortalmente herida y a eso se ha dedicado Stavro-guin durante los años de crapuloso desarreglo que vivió en San Petersburgo antes de volver a su ciu-dad natal para recibir allí, en público, la bofetada de Chatov. Ha violado a una pobre niña, Matrio-cha, hija de su patrona; una niña que para tra-ducir su repugnancia de sí misma, dice: "He matado a Dios". Y él sabe que ahora, reducida a la desesperación, ella está a punto de colgarse

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en un cuartucho, de lo cual nada le sería más fá-cil que librarla, ya que lo sabe.

"Al cabo de un minuto miré mi reloj y me fijé en la hora lo más exactamente posible. ¿Por qué tenía yo necesidad de tanta precisión? Lo ignoro, pero tuve fuerza para hacerlo y, en general, en aquel momento quería observarlo todo minuciosa-mente. Por lo tanto, me acuerdo de todo lo que noté y lo vuelvo a ver como si fuera en este mo-mento. Caía la tarde. Por encima de mí zumbaba una mosca que se obstinaba en posarse sobre mi rostro. La atrapé, la tuve un momento entre mis dedos y la solté por la ventana. Una carreta en-traba abajo, en el patio, haciendo ruido. En un rincón de éste un sastre sentado a la ventana can-taba en voz alta su canción desde hacía tiempo ya. Se me ocurrió que ya que nadie me había vis-to franquear la puerta y subir la escalera, me era más necesario que no se me viese, luego, cuando descendiera. Con precaución, retiré la silla dé la ventana para no ser descubierto por los inquilinos. Tomé un libro, que arrojé luego y me puse a con-siderar una minúscula araña roja sobre una hoja de geranio. Me perdí en esta contemplación; me acuerdo de todo hasta el último momento".

Se observará la obsesión de la araña que hemos encontrado ya en las visiones de Svidrigáilov. Un poco más adelante esta araña reaparece. Está aso-ciada entonces a la intención que tiene Stavroguin de erguirse sobre la punta de los pies para con-templar, sin abrir la puerta, el espectáculo de la suicida en su cuartucho. Y, por último, en el mo-

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snento en que, en una pequeña ciudad alemana, habiéndose dormido poco antes de ponerse el sol, Stavroguin sueña con la edad de oro, evocando casi en los mismos términos ese Acis y Galatea de Claudio de Lorena, con el cual más adelante, en El adolescente, soñará también Versilov.

"Era como si hubiera vivido todas estas sensa-ciones de mi sueño. No sé exactamente qué soñé, pero las rocas y el mar, y los rayos oblicuos del po-niente, todo eso creí volverlo a ver cuando me des-perté y, por primera vez en mi vida, abrí los ojos llenos de lágrimas. La sensación de una felicidad, desconocida aún para mí, atravesó mi corazón has-ta el malestar. La tarde había caído completamen-te; por la ventana de mi cuarto, a través de las plantas que florecían en ella, todo un manojo de centelleantes rayos proyectados oblicuamente por el sol poniente me inundaban con su luz. Me apre-suré a cerrar los ojos como ávido de volver a en-contrar el sueño desvanecido. Pero, súbitamente, percibí un punto en el centro de la deslumbran-te luz. El punto comenzó a tomar forma y, de re-pente, se me apareció distintamente una pequeña araña roja. Ella me recordó en seguida a la que había visto sobre la hoja de geranio mientras se esparcían también los rayos del sol poniente. Algo pareció hundirse en mí. Me enderecé y me senté sobre la cama. Hé ahí, pues, cómo todo eso ha-bía sucedido anteriormente''.

Y a partir de aquel momento, su inocente vícti-ma se le aparece cada dia, y si la visión no se presenta por sí misma, es él quien la provoca.

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Hé aquí, pues, a Stavroguin reducido al mismo punto que Raskólnikov. ¡Pero qué espantosa dis-tancia entre las dos situaciones! No es más fuerte que el otro, cierto, para soportar su crimen. Y co-mo le dice con fuerza al padre Tijon, hay una redención para ese crimen también, mucho más cuanto que tales crímenes son de esos que no co-mete, con esta lucidez, un alma que se ignora a sí misma y no conoce a Dios. Pero es también en es-ta lucidez donde reside lo que ellos pueden tener de inexpiable. Stavroguin es, al pie de la letra, un poseído. No sabemos por dónde ni cómo el de-monio ha entrado en él. El más antiguo recuerdo de su vida que nos aporta su biografía nos lo mues-tra como un joven dulce y tímido, mal educado por Stepan Trofimovich. Dostoievsky respeta aquí, como siempre, el misterio del origen sobre el cual la misma "confesión" no descorre el velo. No obs-tante, puede imaginarse que todo empieza por un inmenso orgullo 1. Orgullo de esta fuerza, precisa-mente, que no sentía nada imposible. Stavroguin ha olvidado la distinción entre el bien y el mal. Afir-ma hasta no haberla conocido nunca. De hecho, no la ignora. ¿De dónde le vendría, si no, esta volup-tuosidad que experimenta al hacer el mal y al rebajarse a sí mismo? En lugar de la simplicidad de los hijos de Dios, encontramos en él la astucia del

1 Sobre los orígenes del personaje Stavroguin en el espí-ritu del autor, que son tan apasionantes de estudiar, hay que leer las notas de Los poseídos, que Boris de Schloe-zer acaba de publicar en la colección de Obras completas de Dostoievsky, de la casa Gallimard.

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demonio. Y lo reconocemos en esta pregunta que hace al padre Tijon:

"—Cree usted en Dios? —lanzó, de repente, Stav-roguin.

—Creo en él. —Pues bien, se dice: "Si tú crees y tú ordenas

a una montaña trasladarse se trasladará.. .", lo que, además, es absurdo. Sin embargo, estoy intri-gado por saberlo: ¿trasladaría usted la montaña o no?

—Si Dios lo quiere, la trasladaré —articuló Ti-jon con calma y completamente dueño de sí mis-mo, bajando de nuevo los ojos.

—Lo que equivale a decir que es Dios mismo quien la traslada. ¿No usted en recompensa de su fe en Dios?"

Lo que quisiera Stavroguin, es trasladar la mon-taña por sí mismo, y sin que Dios tuviese nada que ver en ello. Pero Dios, así, no ha dado al hom-bre poder más que para destruirse, y es lo que hace Stavroguin, cuya persona es una persona "rota". Los "pedazos" de ella son precisamente todos estos hombres y estas mujeres que se estrechan alrede-dor suyo. Chatov, Kirílov, Verjovensky, María Ti-mofeievna, Dacha, Isabel Nikolaievna son otros tantos trozos separados de Stavroguin. Para él mismo, la imposibilidad de coincidir largamente con ninguno de ellos. Los hombres quieren apa-sionadamente "realizarlo"; las mujeres, salvarlo. Pero sólo Dios puede a la vez "realizar" y salvar a Stavroguin. Para eso haría falta que él consin-tiese en una inmensa humillación, en una humi-

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Ilación que sería exactamente el equivalente del orgullo que lo ha perdido. Hasta ahí debe llegar su fuerza, si no es vana y si no es la máscara trá-gica de la más total impotencia. Entretanto, asiste él mismo a su propia destrucción. Es como si se desdoblase, como si de repente otro personaje to-mase su sitio. Un personaje que él no vacila, ade-más, en llamar por su nombre.

"Y súbitamente, en términos concisos y cortados, de tal modo que era algunas veces difícil compren-derlo, contó que él estaba sujeto, principalmente de noche, a una suerte de alucinaciones; que le sucedía ver y sentir cerca de él la presencia de un ser malo, grotesco y "razonable''. ¡Entonces se pre-senta bajo aspectos y caracteres diversos, añadió, pero es siempre él, y cada vez yo entro en fu-ro r ! . . . "

Volveremos a encontrar más adelante este de-monio mediocre a la cabecera de Iván Karamázov. No deja de parecerse también al personaje chisto-so que, en las Memorias escritas en un subterrá-neo, echa abajo la organización racional de la humanidad. Para Dostoievsky, como para los hom-bres de la Edad Media, el diablo es mediocre y absurdo. Pero precisamente por eso nos tienta de manera irresistible. Estamos lejos de la demonolo* gía romántica, de ese gran Réprobo, cuyo orgullo parece insultar todavía a la omnipotencia de Dios. El diablo es mezquino, y lo que le falta por enci-ma de todo, es el sentimiento del honor. Cualquie-ra que lea a Dostoievsky con alguna atención no puede dejar de ser impresionado por el lugar que

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concede al honor. En el fondo, la noción del honor es extraña al espíritu ruso. Dostoievsky mismo con-viene en ello a veces, de un modo bastante curioso. Así es cómo, hablando de Gaganov, el adversario de Stavroguin, escribe:

"Ya en aquel momento de buena gana hubiera llorado de vergüenza al pensar que el tsar del antiguo imperio moscovita podía infligir a los bo-yardos rusos castigos corporales y enrojecía al establecer una comparación a este respecto [con la nobleza de los países de Occidente]."

De la misma manera hace decir a Karamázov: "Tanto como yo puedo juzgarla según lo que

veo, la esencia de la idea revolucionaria rusa con-siste en la negación del honor. Me agrada ver esto tan audaz y valientemente expresado. No, en Euro-pa no lo comprenderán aún, pero es precisamente lo que entre nosotros será comprendido con más prontitud. Para el ruso, el honor no es más que un peso molesto; lo fué siempre, durante todo el curso de su historia. Es tanto más fácil seducirlo preconizando "el derecho al deshonor."

Y Stavroguin, hablando a Verjovensky, se ex-presa casi en los mismos términos.

No trato de saber lo que hay de objetivamente cierto en estas apreciaciones hechas por un ruso sobre su propio pueblo. En todo caso, es cierto que el problema es de aquellos que atormentaron a Dostoievsky toda su vida. Sus héroes monstruosos, ya se trae de Valkovsky, de Svidrigáilov o de Sta-vroguin, son todas personas que han renunciado al honor; que, conservando más o menos ciertas

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apariencias de buena educación, se han abando-nado a la mala vida. Pero todo aquí es simbólico. De lo que se trata no es seguramente de honor mundano. Puede suceder que este honor quede a salvo. Es, por ejemplo, poco más o menos, el caso de Stavroguin sin que, en virtud misma del có-digo del honor, un Gaganov hubiera rehusado batirse contra tal adversario. El honor es, ante todo, el sentido de lo que nos debemos a nosotros mismos. No podemos esperar de los otros ciertas muestras exteriores de consideración más que en la medida en que nos tenemos a nosotros mismos por personas respetables. Pero es a este respeto de nosotros mismos al que el demonio nos incita pre-cisamente a renunciar. Nos empuja a consumar una especie de suicidio espiritual, a partir del cual "todo está permitido". Porque todo se ha vuelto indiferente. No hay ya ni alto ni bajo.

Por otra parte, el ser que ha cesado de respe-tarse a sí mismo pierde el sentimiento de su propia identidad. Su existencia no es ya más que el curso de un agua simplemente sometida a las su-gestiones de la pendiente. No hay ya puntos cardinales en función de los cuales le sea posible situarse. Y en el minuto mismo en que obra, se desdobla. Hay en él, todo junto, el consejero y el pagador, el testigo y el actor. Un prodigioso tedio se extiende sobre estas existencias sin fin. Sólo el deseo de una voluptuosidad inmediata e inaudita puede aún empujarlas al acto. En este punto, el ser caído, que fué superior y que conserva dotes naturales como Stavroguin, se entrega con curiosi-

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dad a experiencias, atroces, no solamente sobre sí mismo, sino también, y con preferencia, sobre los demás.

¿Por qué, por ejemplo, Stavroguin habló con tanto fuego a Chatov un día del dios ruso? No era porque él mismo creyese en él. Le es imposible creer en nada. Pero sintió que Chatov podía creer en él y quiso ver lo que esto daría. Ahora Chatov lo descubre y le dice con indignación: "No es para mí para quien he reclamado el respeto al principio de nuestra conversación. Usted hubiera debido comprenderlo bien, teniendo tanto espíritu". Pero Stavroguin no se desconcierta por tan poca cosa, y en el curso de esta extraordinaria entrevista, acaba por hacer confesar al desgraciado Chatov que él mismo no cree en Dios.

"Creo en Rusia, en su ortodoxia, creo en el cuerpo de Cristo. Creo que es en Rusia donde ten-drá lugar el nuevo advenimiento... creo —bal-buceó Chatov como presa del delirio.

—Pero en Dios, ¿cree usted en Dios? —Yo . . . creeré en Dios". Hé ahí cómo Stavroguin destruye con una mano

lo que ha sembrado con la otra, no por placer, cierto, sino como empujado por una implacable fatalidad.

Obra lo mismo con Kirílov, al cual ha persua-dido un día —quizás ése en que hablaba a Chatov del dios ruso— que el mejor medio que tenía el hombre para ponerse en el lugar de Dios era sui-cidarse, no en un acceso vulgar de desesperación, sino sin otro motivo que el de afirmarse así como

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dueño de su propia existencia. Y vuelve a ver a Kirílov como vuelve a ver a Chatov para con-templar su obra. A uno como a otro les ha facili-tado, por poco que valga, una regla de vida. Para él solo no la encuentra. No es que no la haya buscado. ¿No escribe en su Confesión: "Estuve en Oriente, en el monte Athos, donde escuché de pie las vísperas durante ocho horas; estuve en Egipto, he vivido en Suiza, he ido hasta Islandia; he seguido cursos durante un año en Gotinga"?

Aquí es donde vemos hasta qué punto la perso-nalidad de un Stavroguin es más completa que la de un Svidrigáilov o de un Valkovsky. Cualesquie-ra que sean los crímenes reales o imaginarios de que se acusa, encontramos en él una auténtica no-bleza que no consiente en morir. Stavroguin es un personaje a quien se puede amar, y se comprende la desgraciada pasión que inspira a una Isabel Ni-kolaievna. Es de esos seres para los cuales no se ve más que dos soluciones: la santidad por la redención de las faltas, que le propone el padre Tijon, o el suicidio. Infinitamente más cerca del príncipe Mishkin de lo que parece en un prin-cipio. Los dos tienen rasgos comunes; no solamen-te el poder sobre las mujeres sino también ése desdoblamiento de la personalidad que no es siem-pre la obra del demonio. La impotencia de uno para realizar el bien que concibe no tiene otro igual que la impotencia del otro para conjurar el mal que ha desencadenado. Salvar a Chatov no es menos imposible que salvar a Natacha Filí-povna.

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Pues, tanto en Los poseídos como en El idiota, asistimos a la soberana intervención del destino. Por lo demás, nada hay allí que un cristiano no pueda admitir, siempre que no olvide que el secreto de ese destino está en el misterio mis-mo de nuestra libertad inalienable. Stavroguin está condenado por haber hecho cierta elección cuando era soberanamente libre de no hacerla. No asistimos a esa elección, pues está claro que los hechos contenidos en la Confesión le son poste-riores en mucho. Para tratar de adivinar lo que no está dicho, creo que hay-que examinar desde más cerca el personaje de Stepan Trofimovich Verjovensky. Todo lector de Los poseídos no pue-de menos de sorprenderse del puesto que ocu-pa en el libro. Puesto que parece, desde luego, desproporcionado con su importancia en el drama. Diríase, en principio, que el narrador trata de dar la impresión de que su crónica está consagrada ante todo a los hechos y gestos de Stepan Trofi-movich.

¿Sería éste uno de los errores de composición que se reprochaba, parece, el mismo Dostoievsky y de que encontramos otro ejemplo en El adolescen-te? No lo parece. Preceptor, confidente y amigo de Stavroguin en su infancia, Stepan Trofimovich es, además, el padre de Pedro Stepanovich, el amigo de Isabel Nikolaievna, el preceptor de Da-cha y recibió en su casa durante largo tiempo a casi todos esos que se agrupan ahora alrededor de su hijo. Todo esto no es por azar. En primer lugar, está muy claro que en la efigie de Stepan

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Trofimovich, Dostoievsky quema sus antiguos dio-ses, esos que lo condujeron al presidio, aquellos liberales del año 40, de quienes el gran crítico Bielinsky fué el corifeo. Veía en ellos a los corrup-tores de la juventud. Aterrorizados, tal vez, por los hijos que engendraron, no fueron menos sus autén-ticos padres. Stepan Trofimovich es en muchos aspectos un personaje grotesco. Reímos de sus lá-grimas demasiado fáciles, de su cólera, de su co-bardía, de su pereza, de su falta de dignidad. Pero es necesario mirar más allá de este aspecto de las cosas. Este viejo sentimental es un "incré-dulo". En la capital de la provincia, donde vivía a expensas de Bárbara Petrovna, estuvo rodeado durante mucho tiempo de enorme prestigio. Puso de moda una manera elegante y en apariencia inofensiva de dudar de todo.

Los rusos no están hechos para este género de ejercicios. Los jóvenes que sucedieron a la gene-ración de Bielinsky eran espíritus íntegros, secos y positivos. No permanecían a medio camino de la negación. Eso quedaba para las almas débiles y los corazones sentimentales como el mismo Stepan Trofimovich, que se contentaba con las persecu-ciones imaginarias del poder y de las ventajas muy positivas que le valió la amistad gruñona de Bár-bara Petrovna. Los otros tomaban al pie de la letra lo que les enseñaba con tanto descuido. Es preciso llamar a las cosas, brutalmente, por su nombre. El noble y delicado Stepan Trofimovich ha sido para su hijo un padre indigno y la falta de respeto que le testimonia Pedro Trofimovich

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es, en cierto sentido, un acto de justicia. Fué un mal maestro tanto para Isabel Nikolaievna como para Nicolás Vsevolodovich. Ya que se trata, ante todo, de este último, uno tiene la impresión de que Stepan Trofimovich, en lugar de educarlo, como era su obligación, destruyó en él las bases de toda educación posible. No es en las enseñanzas de este singular preceptor donde Stavroguin hubie-ra podido encontrar los elementos de una elección distinta de la que hizo. Sin duda, todo el arte de un Stepan Trofimovich consiste en apartar de sus propios labios este cáliz de elección. ¿Para qué elegir? Pero Stavroguin no era un joven impoten-te, ni tampoco un dilettante. Tenía terribles ape-titos por nutrir. Mientras Stepan Trofimovich se contentaba con algunas modestas satisfacciones, algunas pérdidas en el juego en el círculo y algu-nas botellas de vino, más las complicaciones sen-timentales de sus relaciones con la irascible Bárbara Petrovna, le hacían falta a Stavroguin, nacido rico y gran señor, y que llevaba en sí tal vez el destino de un Alejandro o de un Napoleón, vian-das más substanciales.

Stepan Trofimovich es el origen de todo, tan-to de la corrupción de Stavroguin como de los crímenes de un Fedka. ¿No era éste su siervo y no lo vendió como soldado para pagar una deuda de juego? El pecado mayor del viejo Verjovens-ky es la ligereza. La encontramos, además, en su hijo y éste es el lazo profundo que une a los dos personajes. ¿Cómo definir este defecto del alma? Una huida semiinconsciente delante de lo real.

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Stepan Trofimovich podría decir sin exageración que él soñó su vida. Se compuso con cierto arte un personaje cuyo modelo mantuvo durante veinte años. A este personaje le iban bien las pretendidas persecuciones de las autoridades. Un noble espí-ritu, que había hecho honor al pensamiento ruso, había sido ahogado por las sospechas de una po-licía imbécil. Esto permitía a Stepan Trofimovich aparentar el papel ventajoso del perseguido, sa-tisfaciendo al mismo tiempo, a poca costa, su pereza y su impotencia. Igualmente un sentimien-to desconocido lo unía a Bárbara Petrovna, de suerte que viviendo de sus beneficios podía pasar, sin embargo, a sus propios ojos, por un corazón incomprendido. Nada está perdido mientras cier-tas apariencias sean salvaguardadas. Así Stepan Trofimovich es el prototipo del impostor.

Su propio drama es que la máscara se descascara poco a poco y acaba por caer del todo; entonces la comedia acaba en tragedia. Pero es el drama mismo de la pequeña ciudad que sirve de teatro a Los poseídos. También ella vivió tranquila du-rante muchísimo tiempo con sólo el lote nor-mal de historias escandalosas que son indispen-sables a una pequeña ciudad que se respeta. Pero hé aquí que un viento de locura sopló sobre ella, y esta especie de locura colectiva es, tanto como la historia de Stavroguin, el argumento del libro. Comienza con la designación en calidad de gober-nador de Andrés Antonovich von Lembke, uno de aquellos innumerables alemanes que poblaban la administración rusa bajo el antiguo régimen y de

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los cuales Dostoievsky hace un retrato sorprendente. Pero el verdadero drama no es, bien entendido, el de la pequeña ciudad, sino el de la sociedad rusa por entero. No se comprendería nada de las inten-ciones de Dostoievsky, aquí y en otro lugar, si se olvidase un instante que para él el problema ruso es el problema esencial, y que se ocupaba tanto de sociología, como de psicología. Rusia no es, en su conjunto, más que una inmensa impostura; una impostura que él no denuncia con menos vigor que los mismos nihilistas. No obstante, si esto tiene para nosotros otro interés que el histórico, es por-que esta impostura rusa es una impostura univer-sal: la impostura de toda sociedad fundada sobre falsas apariencias.

No tengo la intención de estudiar aquí las posi-ciones políticas y sociales de Dostoievsky. Varia-ron, además, notablemente y fueron a menudo imprecisas. Pero tiene una actitud fundamental frente a toda sociedad que no está fundada sobre la verdad, es decir, sobre la verdad de Cristo. Antes de la Encarnación, las sociedades antiguas pudie-ron creer en su propia legitimidad, lo mismo que el hombre podía creer en su propia inocencia. Esto es lo que significa el mito de la Edad de Oro, el cual ocupa importante sitio en las preocupaciones de Dostoievsky. Después de la Encarnación, ya no es posible. A partir de aquel momento, así como el nuevo Adam no cesa de luchar contra el viejo hombre, hay un conflicto entre la Iglesia, que es la sociedad perfecta de los hijos de Dios, y el Es-tado, que es cuerpo de pecado. Dos actitudes eran

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posibles. Dostoievsky atribuye una a la iglesia romana; la otra a la iglesia ortodoxa. La Iglesia podía tratar de hacerse el Estado, reuniendo entre sus manos las dos espadas. Tal fué, según Dos-toievsky, la política romana y, en particular, la de los jesuítas. No me detendré a refutar este punto de vista, hecho de ignorancia y de prejui-cio. Hace falta decir solamente en descargo del gran novelista ruso, que fué inducido a error por algunas apariencias en la discusión de la "cues-tión romana", que apasionó a toda Europa entre 1860 y 1870. Para él la Iglesia católica representa, pues, la gran impostura que tiende, bajo el manto del cristianismo, a réstaurar la ciudad antigua y la dominación universal de Roma; pero toda so-ciedad humana que quiere justificarse fuera de la Iglesia se hace culpable de semejante impostura. Al contrario, la tendencia de la ortodoxia, como, por ejemplo, está expuesta por el padre Paisius en Los hermanos Karamázov, sería que el Estado se volviera la Iglesia. Entre la Iglesia que se trans-forma en Estado y el Estado que se transforma en Iglesia, hay la misma oposición que entre el Dios que se hace hombre y el hombre que se hace Dios, según el sueño insensato de Kirílov.

La situación de Rusia es particularmente trágica, porque, depositaría de la ortodoxia, es decir, de la verdad religiosa, está sin embargo tentada desde Pedro el Grande por el Occidente, o sea por la impostura romana. De ahí su desorden. Las autoridades no creen ya en su misión porque la fe ortodoxa no es ya para ellas más que una más-

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cara. Estamos en el momento en que dos augures no pueden ya mirarse sin reír. Es de buen tone no creer en los principios mismos sobre los cuales todo se funda. Por otra parte, un Estado no pue-de vivir respaldado solamente por una Administra-ción y por una Policía. Conviene también que se apoye sobre una sólida estructura social. Ahí están esas "personas respetables" de las cuales habla con una mezcla de ironía y de consideración el na-rrador de Los poseídos. Pero ya no hay per-sonas respetables en Rusia. Basta con un von Lembke y con una Julia 'Mijailovna, su mujer, para que un viento de locura sople sobre la pací-fica pequeña ciudad y todo se derrumbe en el asesinato y el incendio. Karmazinov lo comprende cuando dice a Pedro Stepanovich:

"La santa Rusia es menos capaz que los demás países del mundo de ofrecer una resistencia cual-quiera. La plebe quiere un poco todavía al dios ruso; pero según las últimas noticias, el dios ruso estaba muy enfermo, apenas si pudo resistir la última reforma a favor de los campesinos, al me-nos ha sido fuertemente quebrantado. Por otra parte hay los ferrocarriles, y después usted . . . Yo no creo del todo ya en el dios r u s o . . . Se rueda al abismo y se sabe desde hace largo tiempo que no hay nada a qué agarrarse. Rusia es por exce-lencia el país del mundo donde puede suceder todo lo que se quiera sin que nada se oponga a ello. Comprendo demasiado bien por qué los rusos que tienen dinero se largan todos al extranjero y en número más considerable cada año. Es simple-

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mente por instinto. La santa Rusia es el país de las casas de madera, lleno de mendigos. . . y de peligros, un país poblado en sus altas esferas de mendigos vanidosos y donde la gran mayoría vive en chozas sin tener qué comer. Se alegrará de cualquier salida, siempre que se le dé la explica-ción de ello. Sólo el gobierno quiere todavía re-sistir, pero blande su garrote en la sombra y gol-pea sobre los suyos. Aquí todo está juzgado y condenado. Rusia, tal como es, no tiene porvenir."

La falta de von Lembke no es su incapacidad notoria, sino que esta incapacidad proviene de que es imposible a un alemán, por definición, com-prender, cualquiera que sea, el malestar ruso. Sin embargo, incapacidad e incomprensión no hubie-ran bastado para desencadenar la catástrofe, pues después de todo, Rusia no sufrió realmente con esos administradores alemanes y Dostoievsky debía muy bien reconocerlo. Pero cerca de von Lembke hay un genio maligno: la desgraciada Julia Mi-jailovna. Ella no cree en Rusia más que Karmazi-nov, a quien admira. En cambio cree con ciega ingenuidad y terrorífica ignorancia en todas las ideas nuevas. Tiene miedo de no parecer nunca bastante avanzada. Por eso otorga toda su con-fianza a Pedro Stepanovich hasta el último mo-mento y se presta a su juego mortal. La ciudad comienza a hervir poco a poco como una cuba donde la uva fermenta. Los mayores pillos tienen acceso cerca de la mujer del gobernador. Ella se muestra llena de indulgencia ante los escándalos que provocan. En el fondo, cree que ellos repre-

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sentan el porvenir. Quisiera únicamente, a fuerza de bondad y de comprensión, incitarlos a tener un poco de paciencia y tallarse ella misma una re-putación política. A imitación de esta dama ridicu-la, pero simpática y generosa a pesar de su vanidad y ambición pueriles, toda la buena sociedad se abandona. Como cuando se remueve el légamo los elementos más turbios suben a la superficie, se ven aparecer en la ciudad figuras inquietantes y desconocidas, todas más o menos provistas de reco-mendaciones aduladoras dirigidas a Julia Mijai-lovna. La fiesta para las institutrices pobres de la provincia, que debía ser el triunfo de la desdi-chada, es un desastre, y el baile termina a la luz siniestra del incendio del Tsarietchié.

Pocas páginas son tan sorprendentes como las que están consagradas precisamente a este incendio. El ritmo, que al principio pudo parecer lento, se acelera al aproximarse la catástrofe. La tempes-tad sopla por todas partes. La víspera de la fiesta, ¿no ha declarado públicamente Stavroguin delan-te de su madre y de Isabel Nikolaievna, su casa-miento con María Timofeievna? El día mismo, entre la lectura literaria y el baile ¿no ha raptado a esta misma Isa y no la ha conducido a su do-minio de Eskvorechniki donde la encontraremos por la mañana, con su vestido de baile arrugado, contemplando en el horizonte las últimas luces del incendio? Las leyes divinas y humanas son abier-tamente violadas con cínica impudencia. El go-bernador von Lembke asiste, atontado, a la catástrofe, hasta el momento en que, queriendo

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ayudar a una mujer de edad a salvar su edredón, es matado por la caída de una viga. Todo se de-rrumba a la vez. Nada resiste. Y, sin embargo, como dice en un momento de lucidez Stepan Tro-fimovich, las gentes que son en apariencia el ori-gen de todo el mal son todavía más estúpidas que malas.

"Señores, he descubierto todo el secreto. Todo el secreto del efecto que producen (se trata de las proclamas que no cesan de circular clandestina-mente y que han comenzado a enloquecer al pobre von Lembke) está en su imbecilidad —sus ojos relampagueaban—. ¡Sí, señores, si al menos esta necedad fuera deliberada, simulada por el cálculo, joh!, sería casi genial! ¡Ayl, es preciso hacerles plena justicia: no han simulado nada en absoluto. Es la estupidez más aparente, la más cándida, la estupidez en una palabra, c'est la bétise dans son essence la plus puré, quelque chose comme un simple chimique1. Si esto fuera formulado con un poco más de inteligencia, cada uno reconocería al instante la profunda miseria que recubre esta tontería. Pero ahora todos vacilan en pronunciar-se, nadie cree que una cosa pueda ser tan ente-ramente estúpida. "Es imposible que no haya aquí algo más", se dice cada uno: y se busca un secreto, se entrevé un misterio, se quiere leer entre líneas; el efecto está logrado. ¡Oh! hasta ahora, nunca la tontería ha sido consagrada por un triunfo tan

1 En francés en el texto ruso: Es la estupidez en su esencia más pura, algo químicamente simple.

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solemne, aunque ella haya merecido con frecuencia obtenerlo . .

Se observará con qué insistencia Dostoievsky vuel-ve sobre la necedad fundamental de los nihilistas. No he hablado de la grotesca reunión de los "nuestros" en casa de Virguinsky. Pero ninguno ha dicho con más fuerza que el autor de Los poseídos hasta qué punto el mal es estúpido. Estúpido y mezquino el diablo que atormenta a "Stavroguin; estúpidos y mezquinos Liputin, Liam-chin y hasta su jefe Verjovensky. El padre ha co-nocido muy bien la necedad del hijo. Seguramente Pedro Stepanovich no carece de una astucia dia-bólica. Pero es bajo y se figura siempre que es posible hacer marchar a los hombres por motivos bajos. Así, les hace decidir el asesinato de Chatov, asustándolos con el miedo de una denuncia. El narrador observa que habría podido apelar a su sentimiento cívico o a otra noble pasión. Pero Verjovensky desprecia a los hombres porque él mismo es despreciable. No hay gran inteligencia sin corazón. Finalmente los crímenes de Pedro Stepanovich, por monstruosos que sean, son es-túpidos y mezquinos. Y esto resuena sobre la obra entera.

Cuando uno consigue desprenderse del entusias-mo del relato, no escapa a esta pregunta: "¿Todo esto para qué?" No hay tal vez una novela de Dostoievsky donde esta pregunta no se formule le-gítimamente. En el origen de todos los actos una perfecta arbitrariedad. Ninguna razón objetiva para que la pequeña ciudad hasta allí apacible

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sea de repente tan perturbada. ¿Por qué ese re-torno simultáneo de tantos personajes que habían desaparecido desde hacía tanto tiempo: Stavro-guin, Pedro Stepanovich, Isa, María Timofeiev-na, Kirílov, Chatov, Fedka, María Ignatievna, la mujer de Chatov? Sin ellos —y sin ellos todos-no habría drama. Y todavía no hablo del nuevo gobernador y de Julia Mijailovna. Nuestros es-píritus lógicos están tentados, desde luego, de denunciar la arbitrariedad del autor. Y, de hecho, apenas si se toma el trabajo de dar color con el menor pretexto a algunos de estos retornos como el de María Ignatievna, por ejemplo, la víspera de dar a luz. Pero si lo miramos desde más cerca, veremos que nada en la conducta humana está enteramente justificado por razones concluyentes. Hay siempre una parte de libertad, es decir, una parte de misterio, y hasta si uno quiere una parte de absurdo. Mientras la mayoría de los novelistas se esfuerza por ser menos inverosímil que la reali-dad, Dostoievsky no se preocupa de ello. ¿Por qué esos múltiples encuentros de Los poseídos? Simple-mente porque el autor tenía necesidad de ellos para edificar su obra, y esos encuentros, en el fondo, no son más extraordinarios que otros de que somos testigos cada día.

Sin embargo, no son tan arbitrarios como pare-cen. Es preciso, en Dostoievsky, que cada perso-naje sea impulsado hasta el límite de sí mismo, que ninguna de las posibilidades que guarda en sí haya sido dejada en la sombra. Por eso María Ignatievna vuelve cerca de Chatov la víspera del

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día en que éste debe ser muerto por sus antiguos camaradas. Pocos personajes son tan curiosos y tan interesantes como el de Chatov, que se hizo eslavófilo porque no podía ser ruso. No insisto sobre esta extraña imposibilidad que el mismo Dos-toievsky parece haber tan cruelmente experimenta-do. La encontraremos muy pronto con Versilov. Chatov, antiguo siervo barnizado de cultura, com-pletamente desarraigado, no encontró en parte al-guna su lugar en este mundo. Fué en vano que via-jase al extranjero y que llegase hasta América, esa América que en todo tiempo ha ejercido sobre los rusos tan potente atractivo; en vano que se mez-clase un momento a los grupos revolucionarios. Tampoco ahí podía encontrar el pan de que su alma estaba hambrienta. Porque el alma de Cha-tov entre todos esos "demonios" es un alma particularmente exigente y pura. No pudo sopor-tar largo tiempo la bajeza de aquéllos, su infamia, su estupidez racionalista tal como se expresa, por ejemplo, en el asombroso sistema de Chigalev.

Le hacía falta a Chatov un amor y una fe. Cre-yó encontrarlos en dos seres: Stavroguin y María Ignatievna, aquella hermosa joven que lo amó du-rante quince días en Ginebra, a él, Chatov, feo, desgraciado y torpe. Despüés lo traicionó precisa-mente con Stavroguin. Pero esto no lo quebrantó, no podía quebrantar la fe de Chatov en uno ni en otra. ¿No era natural que la hermosura fuera a la hermosura, la nobleza a la nobleza? ¿Quién era Chatov para perdonarlos? Sólo se perdona cuando hay ofensa. Pero Chatov en ningún mo-

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mentó tuvo el sentimiento de ser ofendido. Reci-bió el golpe del destino como había aceptado su extraordinaria suerte el día en que María Ignatiev-na cayó en sus brazos. Desde entonces no hizo más que esperarla como el padre de familia en el Evangelio esperaval hijo pródigo. Volverá si ella quiere, cuando quiera, y entonces no se hablará ya del pasado. Ella vuelve, en efecto, para dar a luz en la casa de Chatov al hijo de otro, el hijo de Stavroguin. Vuelve con el alma profundamente ofendida. Porque tiene conciencia dolorosa de sus agravios, se muestra al principio injusta e irrita-ble. No quisiera recibir de este marido engañado, abandonado, los favores que ha venido precisa-mente a pedirle. Pero Chatov no se molesta por nada. Da vueltas alrededor de ella con su torpeza natural, y si le pide que no la mire, él se esforzará benévolamente por dirigir sus ojos a otra parte.

El nacimiento del niño, el nacimiento en el co-razón de Chatov del sentimiento paternal hacia un hijo que no es suyo; la reconciliación de los esposos, esta punzante dulzura repentina entre ellos, es una de las cumbres del libro. Chatov tenía derecho antes de morir a este minuto de fe-licidad. Al fin pues, ha encontrado una razón de vivir. Entonces aparece el alférez Erkel para con-ducirlo a la muerte; Erkel, como el ángel del gran pasaje, inocente, puro y sencillamente impla-cable. ¿Por qué es necesario que Chatov muera? Ha sido condenado por Verjovensky, no porque él temiera verdaderamente una denuncia. Ése no es más que un pretexto,

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Todo se ceba en Chatov, y nada es tan sobreco-gedor como la meditación de Liputin, la víspera, cuando se pregunta a sí mismo si huirá al extran-jero "antes" o "después" de Chatov y, por fin, decide que huirá después. En ninguna parte apa-rece de una manera más real el hecho de que el mediocre Verjovensky es el instrumento del des-tino. Era necesario que Chatov muriese porque ninguna felonía humana, desde el Gólgota, se ha cumplido verdaderamente sin haber sido coronada por la muerte del justo. Chatov es una víctima no del temor sino del odio, y los tímidos tales como Virguinsky, que quisieran salvarlo en el últi-mo momento, no lo conseguirán. No hay aguama-nil en el mundo donde Pilatos pueda lavar sus manos.

Si no se admite de una vez por todas, no sólo que Dostoievsky es un novelista cristiano, sino que nada en su obra se explica fuera de la atmósfera cristiana y de los hechos providenciales, jamás se comprenderá ninguna de sus obras y en particular Los poseídos. La muerte de Kirílov es en ciertos aspectos el complemento de la de Chatov. Las dos constituyen por sí solas una muerte redentora. Kirílov, aunque extraviado y medio loco, tam-bién es un justo. Chatov no se engaña sobre ello, y así le dice la víspera de morir, cuando va a pedirle té caliente para reconfortar a María Ig-natievna:

"—¡Kirílov! —exclamó Chatov, teniendo la tete-ra bajo el brazo y en las manos el pan y el azúcar—, ¡Kirílov! Si usted. . . si usted pudiese renunciar

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a sus espantosas fantasías y deshacerse de su fe ateís ta . . . ¡Ah qué hombre sería usted, Kirílov!"

Kirílov es una caricatura de Cristo. Ha com-prendido; como Chatov, que el hombre no podía pasarse sin Dios. De esto les ha igualmente con-vencido Stavroguin. Pero mientras Chatov busca un refugio imposible en el seno del "dios ruso", en el cual no cree, Kirílov descubre la Tierra Prometida. Ya que Dios no ha descendido sobre la tierra, el hombre entonces llegará a ser Dios. Es el mismo Kirílov quien se hará Dios por su suicidio; y a partir del momento en que ha tomado esta decisión está penetrado de una extraña paz y experimenta a ratos la misma felicidad que el prín-cipe Mishkin. ¿No dice a Chatov en esa extraña noche que precede a la última, esa noche en que nace el hijo de Chatov:

"—Chatov, a usted le sucede también tener mi-nutos de eterna armonía?

—Mire, Kirílov, usted no debe pasar las noches sin dormir.

Kirílov volvió en sí y, cosa extraña, se puso a hablar con mucha más faeilidad que la de cos-tumbre; veíase que se había formulado estas cosas desde hacía tiempo, tal vez hasta las había escrito.

—Hay segundos —solamente llegan por cinco o seis a la vez— en que usted siente de pronto, de una manera absoluta, la presencia de la eterna armonía. No es algo terrestre, tampoco digo que lo sea celeste, pero digo que el hombre, bajo su forma terrenal, no puede soportarlo. Es preciso transformarse físicamente o morir. Éste es un sen-

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timiento claro e indiscutible. Le parece a uno sentir de golpe la naturaleza en su plenitud y usted dice: Sí, eso es verdad. Cuando Dios creó el mun-do, al término de cada día de creación, dijo: "Sí, eso es verdad, eso está bien". Eso . . . no es el enter-necimiento, no es más q u e . . . gozo. Usted no per-dona nada porque nada hay ya que perdonar. No es tampoco que usted ame, ¡ohl se trata ahí de al-go superior al amor. Lo más terrible es que sea tan claro y que usted experimente tal júbilo. Si eso exce-de de cinco segundos el alma no puede resistir, de-be desaparecer. Durante esos cinco segundos viví to-da una existencia y daría por ella mi vida entera, porque lo merece. Para soportar eso diez segundos, es necesario transformarse físicamente. Creo que el hombre debe dejar de engendrar. ¿Para qué los hijos, para qué la evolución si el fin está logrado? En el Evangelio se ha dicho que no habrá más alumbramientos después de la resurrección, pero que uno será semejante a los ángeles de Dios. Es una imagen. ¿Su mujer da a luz?"

He querido citar por completo este extraordina-rio pasaje donde se vuelve a encontrar, evidente-mente, pero de manera cuánto más precisa, el éxtasis del condenado a muerte y el de Mishkin en El idiota. Es necesario compararlo aún, me parece, con el atroz deleite que busca Stavroguin en el crimen. Stavroguin, Chatov, Kirílov, son los tres personajes dominantes de Los poseídos, por-que son los únicos que han descubierto la exi-gencia esencial de sus almas y porque esta exigen-cia no es la felicidad sino la alegría. Si están

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envueltos en un drama terrible del que Stavroguin es el protagonista, mientras que los otros dos son las víctimas inocentes es porque los tres, salvo tal vez Chatov (mas para él demasiado tarde), han buscado el goce por un camino sin salida. La maldad de los otros no es aquí —como a menudo lo hemos observado— más que instrumental. Es su insuficiencia lo que se manifiesta; la imposibi-lidad para el hombre de superarse a sí mismo sin la ayuda del Mediador. En Stavroguin este exceso no es ya más que una carrera implacable hacia el abismo y hacia la destrucción; tocante a Chatov, no es posible ya mantener una felicidad humana sobre ruinas. El honrado Chatov es un ser dema-siado débil y demasiado torpe para salvar algo del naufragio. En cuanto a Kirílov es cierto que prac-tica el perfecto desapego y vive en una indife-rencia absoluta. Pero este monje ateo rechaza la mano que lo sostiene sobre el abismo. Ha sen-tido el hálito de Dios, ese viento sutil de que se habla en el Libro de los Reyes, en la visión de Elias. Su éxtasis aun cuando puede explicarse por el insomnio y ciertas predisposiciones enfermizas a la epilepsia, por ejemplo, como lo sospecha Chatov, es un éxtasis auténtico. Desgraciadamente contem-pla —y él mismo lo confiesa— lo que no está per-mitido contemplar al hombre sin la ayuda de Dios. Hé ahí por qué su perdición es inevitable.

Como Cristo, él carga con los pecados de los hombres. La caricatura del Redentor llega hasta ahí. Para comprender a Kirílov y al mismo tiempo el profundo sentido de Los poseídos, es necesario

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releer atentamente su última conversación con Pedro Stepanovich:

"No comprendo cómo hasta ahora un ateo po-día saber que no existía Dios y no matarse inme-diatamente. Reconocer que no hay Dios, y no re-conocer al mismo tiempo que uno mismo se ha vuelto Dios, es un absurdo y una inconsecuencia, pues, de otro modo, uno no dejaría de matarse. Si tú lo reconoces eres un rey y 110 tienes necesidad de matarte, pero vives en el colmo de la gloria. Sólo el primero debe absolutamente matarse; si no ¿quién empezaría y quién probaría? Yo me mataré para empezar y para hacer patente la verdad. Aún no soy Dios más que a pesar mío, y soy desgraciado, ya que estoy detenido de afirmar mi propia voluntad. Todos son desgraciados por-que todos temen afirmar su voluntad. Si el hom-bre ha sido hasta el presente tan miserable y tan pobre es porque tenía miedo a proclamar el punto capital de six voluntad individual de la cual no hacía uso más que a escondidas y un poco a la manera de un colegial. Soy tremendamente desgra-ciado porque tengo un miedo terrible. El temor es la maldición del hombre. Pero yo haré presente mi voluntad; estoy obligado a creer firmemente que no creo. Yo empezaré, acabaré y abriré la puer-ta. Y salvaré . . . Esto es solamente lo que salvará a todos los hombres y los transformará físicamen-te desde la próxima generación, pues me parece que le es imposible al hombre, en su estado físico actual, privarse del antiguo Dios. He buscado durante tres años el atributo de mi divinidad y

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lo he encontrado: el atributo de mi divinidad es mi propia voluntad. Por todo esto puedo mostrar en su punto capital mi insubordinación y mi nueva y terrible libertad; pues es terrible. Me mato para afirmar mi insubordinación, mi nueva y terri-ble libertad".

Todos en esta novela, salvo evidentemente Pedro Stepanovich para el cual ninguna cuestión se plantea a pesar de que algunas veces esté dotado de un cierto entusiasmo, todos no cesan de plan-tearse la cuestión de la existencia de Dios. Lo que nos desconcierta, a nosotros occidentales, es que ellos no la planteen a nuestra manera. Para ellos no es un problema especulativo y que se resuelva por un aparato de razonamientos y de pruebas. Es una cuestión práctica. La existencia o la nega-ción de Dios comporta toda una concepción de la existencia. Todos han comenzado por negar a Dios, este mismo Dios con el que habían vivido sus antepasados y sin el cual, según Dostoievsky, no hay ya sociedad rusa posible. No es un Dios abstrac-to y metafísico el que ellos han negado sino un Dios personal y concreto, el Dios de la historia: el Cristo que se ha encarnado bajo César Augusto y que ha muerto bajo Tiberio. Pero no consegui-rán separarse de Él, arrancar de raíz de su alma esta faz llena de gargajos y de sangre» No pueden ya vivir en Él, porque ya no tienen fe; y mucho menos vivir sin Él. Es preciso, pues, reemplazarlo. Si Dios no se ha hecho hombre es necesario que el hombre se haga Dios. Esto es lo que el loco Kirí-lov afirma con una fuerza única. ¿Pero cómo

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puede el hombre hacerse Dios si no es afirmando de un modo alarmante su propia soberanía, la libre y total disposición de sí mismo? Si Dios no existe todo está permitido, dicen en otra parte muchos héroes de Dostoievsky; pero todo ¿qué quiere decir? Eso no significa violar muchachuelas y asistir impasible a un suicidio, como hace Sta-vroguin. Supone que se tenga el coraje de poner fin a la propia existencia.

¿Por qué razón? Porque de este modo se sale por su propia voluntad de la historia. Lo que Ki-rílov no perdona a Cristo es haberse sometido a la historia. Él expresa así este escándalo:

"Si es así, y si las leyes de la historia no han perdonado a Aquél, no han perdonado "su mi-lagro" y lo han forzado a vivir en medio de la mentira y a morir por la mentira, entonces el planeta es sólo mentira, descansa sobre la mentira y no es más que una estúpida irrisión. Por consi-guiente las leyes del planeta no son más que una mentira y un "vaudeville del diablo". ¿Para qué vivir?, responde si tú eres un hombre".

Este escándalo de la Encarnación corre desde los orígenes a través de toda la historia del cristia-nismo, y es, por ejemplo, el que en el siglo XII levantó a los Cátaros contra la Iglesia. El orgullo humano no puede aceptar la humillación de Dios y, según ciertas sectas, la falta de Lucifer fué no haber podido admitir esta Encarnación en el tiem-po. En cambio la vida no es soportable más que con Dios; por eso la Encarnación no se ha pro-ducido tan sólo en un momento de la historia,

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sino que se prolonga hasta el fin de los tiempos, de tal manera que Dios soporte en todo momento con nosotros los oprobios de la existencia. Todo el esfuerzo de Dostoievsky tiende a captar, a través del pueblo ruso, a este Dios encarnado y que no cesa de estar presente.

Pero los poseídos lo rechazan y por eso les ve-mos cometer los más espantosos crímenes. No porque amen el crimen por el crimen mismo. En-tre ellos hay especies de santos, tales como Kirílov, de todos el que quizá está más cerca de Dios con-forme a esta sentencia del padre Tijon a Stavro-guin: "El perfecto ateísmo se mantiene en la cumbre de la escala sobre el penúltimo peldaño que conduce a la fe perfecta (toda la cuestión está en saber si lo franqueará o no) mientras que el indiferente no tiene ninguna fe si no es el miedo ruin, y solamente algunas veces, si él es un hom-bre sensible". Todo el libro está colocado así bajo la inspiración de ese pasaje del Apocalipsis donde el Apóstol, escribiendo al Ángel de la Iglesia de Laodicea, ataca a los tibios. Esas palabras son citadas dos veces y no por casualidad. La primera vez por Tijon, quien, a ruego de Stavroguin, se las recita; la segunda por Sofía Matveievna, la ven-dedora de evangelios, quien las lee a Stepan Tro-fimovich.

Pero hay, por fin, un hombre, en todo el libro, que se salva y es precisamente Stepan Trofimo-vich. La novela termina con él del mismo modo que había comenzado. Stepan Trofimovich ha si-do toda su vida, como él mismo se acusa, el hom-

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bre de la mentira. Una mentira ingenua, cierto, de la que no se sabe nunca si el mentiroso es víctima o cómplice. En el momento en que el uni-verso se desploma, en que todas las leyes son viola-das, Stepan Trofimovich vislumbra la verdad y parte por la carretera como uno de esos vagabun-dos rusos de los cuales Dostoievsky ha hablado tanto. Ciertamente él ha sido más que nadie, du-rante veinticinco años, uno de esos tibios que Dios no ama. Tenía hermosas palabras en los labios y pocos recursos en el corazón. Pero, de pronto, ha comprendido, y avanza grotesco, en el frío y hú-medo octubre, con los pantalones enfundados en las botas, una manta, su saco de viaje, un bastón y el paraguas bajo el brazo. ¿Adonde va? No lo sabe. "A casa de ese mercader". . . ese hipotético mercader que lo tomará como preceptor en su casa. Pero no hay ningún mercader al término de ese camino insensato. Stepan Trofimovich lo sabe me-jor que nadie. Alrededor de él no hay más que los melancólicos campos segados y los bosques despo-jados ya por el otoño de la inmensa Rusia. Su primer encuentro, en los alrededores de Skvorech-niki es con Isa, que va también hacia la muerte sin que el amor fiel de «Mauricio Nicolaievich pueda nada sobre ella. Se arrodilla ante el viejo loco, pobre hombre que no comprende ya nada de los asuntos de este mundo, suponiendo que los haya comprendido alguna vez. Nada es tan pun-zante en la corta mañana ; agria y mojada, como este choque de dos impotencias y dos desespera-ciones,

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Uno y otra acaban de saber lo que pesa el amor humano. Bárbara Petrovna llegará demasiado tar-de a Stassovo para salvar la vida de su amigo; bastante pronto sin embargo para salvar su alma. Éste no morirá desesperado porque ha confesado su debilidad y se ha vuelto semejante a un niño. Una especie de luz sobrenatural le hace ahora com-prender todo y profetiza en su lecho de muerte. Designa por su nombre a los demonios que poseen a Rusia y que se han arrojado sobre la pequeña ciudad en sus cuerpos de cerdos, así como está escrito en San Lucas. Simboliza verdaderamente en su última hora a esta desgraciada patria que él ha traicionado como los demás y de la cual dudó más que nadie. "Pero el enfermo sanará y se sen-tará a los pies de Jesús, y nosotros lo miraremos con asombro".

Tal es la última palabra del libro, pues el sui-cidio de Stavroguin, después, no es ya más que un epílogo. El discurso ha terminado. No hay que asombrarse demasiado de que semejante obra no fuese comprendida en el momento de su publica-ción por aquellos mismos a los cuales se dirigía en primer lugar. Los acontecimientos debían darle más tarde una deslumbrante confirmación y nos-otros también esperamos el desenlace. Dostoievsky puso en ella demasiadas cosas y había supuesto muchas más todavía. Estos escritos del último pe-ríodo del gran novelista no se parecen en nada a lo que se había conocido hasta entonces, a nada de lo que se debía leer a continuación. ¿Cuál es el verdadero argumento de Los poseídos? ¿Es la

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crónica de una oscura historia criminal de la cual el proceso de Netchaiev pudo dar a Dostoievs-ky la primera idea? Es muy posible que sea éste el punto de partida. Pero esta crónica no inte-resó por sí misma al novelista y uno se sorprende de la negligencia con que refiere los hechos pura-mente materiales. ¿Ha querido demostrar hasta dón-de conducía necesariamente el liberalismo del año 40, aquel liberalismo de que él también había sido víctima? No es dudoso. Pero está claro que tam-poco eso le interesó profundamente.

¿Hay hasta un héroe principal y puede decirse que este héroe sea Stavroguin? Todo se ordena, cierto, alrededor de él, alrededor más bien de su fascinante ausencia. Mas existe una desproporción evidente entre Stavroguin y la amplitud de la obra. Stavroguin, como los otros, es una máscara, la más hermosa, la más atractiva, la más inquietante de todas. Que se lo quite, no obstante, y ya no se encuentra a nadie. Hay más humanidad en Cha-tov y en Kirílov que en Stavroguin. Y de todas esas efigies inhumanas, Pedro Stepanovich es con mucho la más odiosa. Consiste la importancia de Stavroguin en que él está situado en el medio dando, de una parte, la mano a Chatov y a Kirí-lov y no pudiendo, por otra, escapar a Pedro Stepanovich más que por la huida y, en fin, por la muerte. No porque Pedro Stepanovich en per-sona lo retenga aún, sino porque él mismo se ha vuelto un Pedro Stepanovich vacío de todo con-tenido espiritual. El verdadero argumento es la ausencia de Dios y, al mismo tiempo, la necesidad

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de Dios: la nostalgia de Dios. Nostalgia que no es únicamente rusa sino humana. No hay ya medio de rehacer el mundo sin Dios; ni siquiera hay medio ya de vivir humanamente sin Dios desde que Él se ha hecho hombre para salvarnos. Tal es la cuestión única, continuamente debatida a lo lar-go de esas páginas vibrantes. Puede parecer que esté mal o imperfectamente resuelta. Es que ella no lo estaba para el mismo Dostoievsky, genio de la inquietud. Hé ahí por qué experimentó la nece-sidad, después de Los poseídos, de continuar su obra, pues no había otro medio para él de re-solver sus propias angustias que encarnarlas en los personajes inventados y agotar con ellos toda la gama de las posibilidades.

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VI

VERSILOV

El adolescente parece indicar un relativo apaci-guamiento. Eso se debe en parte, seguramente, al hecho de que en el intervalo las condiciones de existencia de Dostoievsky mejoraron notablemente. Sin embargo, la relación entre la vida del nove-lista y su obra no es tan directa. Se sintió muy im-presionado por la incomprensión casi general que acogió a Los poseídos. Quería escribir esta vez una novela más accesible donde serían planteadas las mismas cuestiones, pero en una atmósfera me-nos desgarrante. Encontramos además aquí, las mis-mas cualidades y los mismos defectos que en las obras precedentes. La intriga es siempre extraordi-nariamente embrollada y cerrada. Todo gira alre-dedor de cierta carta que Catalina Nikolaievna escribió un día a un agente de negocios para sa-ber de qué manera podría eventualmente des-autorizar a su padre, el viejo príncipe Sokolsky. El porvenir de Catalina depende del descubri-miento o de la destrucción de esta carta e impor-tantes intereses están en juego.

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Es, como se ve desde el primer momento, un asunto bastante sórdido, donde Catalina Nicolaiev-na, a pesar de todas las buenas razones que podía tener para temer la chochez de su padre, no parece desempeñar un buen papel. No obstante hay que comenzar por ahí si se quiere comprender algo de El adolescente que, ante todo, es una novela de equívoco; de esta región incierta entre el bien y el mal donde no se sabe jamás hasta qué punto el bien aparente no recubre algún mal oculto, y a la inversa. El que se presenta como el héroe principal, Arcadio Makarovich Dolgoruki, ofrece una curiosa mezcla de ingenuidad y de astucia, de idealismo y de sentido positivo. Hijo natural del noble Versilov, es el hijo legítimo de un siervo y esto lo pone en una situación equívoca. En efec-to, la paternidad natural de Versilov no es puesta en duda por nadie y el mismo Versilov vive mari-talmente con la madre del joven.

Mas es cierto que Arcadio Makarovich ha su-frido cruelmente por su nacimiento ilegítimo, espe-cialmente en la pensión Tuchar, de Moscú, en la cual reconocemos apenas transformado el nombre de la pensión Suchar donde el mismo Dostoievsky fué criado. La parte de los recuerdos autobiográ-ficos es aquí preponderante. Arcadio Makarovich ha empezado la vida como un humillado y ofen-dido y es probable que también fuese el caso de Dostoievsky. Se trata de salir a cualquier precio de este estado de cosas y por eso el joven prepara un gran proyecto que consiste en hacerse rico como Rotschildc pues la riqueza es hoy la única cosa

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que valga y ella puede dar al hombre, con más seguridad que el nacimiento, que no se puede ade-más adquirir, o que cualquier otro don natural, el dominio del mundo. Hay sobre ello curiosas re-flexiones, las cuales es posible que fueran las de Dostoievsky mismo en una cierta época de su vida. El adolescente es, de todas sus grandes novelas, aquella en que la cuestión del dinero ocupa el mayor sitio y, en ciertos momentos, hasta el sitio preponderante, ya que Catalina Nicolaievna escri-bió su famosa carta para no ser desheredada.

Se sabe cuán dolorosa fué para Dostoievsky, ca< si hasta el fin de su existencia, la falta de dinero. Hay tres medios, pensaba, de procurárselo: o bien la pura y simple deshonestidad que practicaban Lambert y los "maestros cantores" que lo rodean; o bien la economía a la manera de los alemanes de quienes hace una descripción tan viva en Un ju-gador; o, en fin, el juego que es la intervención del azar y de la fortuna. Sábese que Dostoievsky hubo de recurrir a este tercer medio durante diez años de su vida. En cuanto a Arcadio Makarovich, comienza por la economía y continúa por el juego en el curso de algunos meses de sus veintiún años. Fuera de esto, jamás Dostoievsky, ni siquiera uno de sus héroes, ha amado el dinero por el dinero mismo. En ninguna obra novelesca se encuentran menos avaros que en la suya. Sus personajes se privan del dinero con una facilidad que descon-cierta. Es el caso de Versilov, por ejemplo, que ha dilapidado varias fortunas y que vive perfecta-mente a su gusto y en gran señor en la mediocridad,

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El dinero es solamente un signo; una cosa por sí misma sin valor y que no tiene ningún carác-ter sagrado, y, por consiguiente; importa muy poco la maneta como uno se lo procure siempre que sea honesta. La idea del pequeño burgués occi-dental, para quien el dinero debe ser ganado por el trabajo, es completamente extraña a Dostoievsky y a sus personajes. Cuando Arcadio Makarovich sueña con ser Rotschild, por ejemplo, no considera por un solo instante que se trataba de ganarse la vida por un trabajo regular. Piensa únicamente en una especie de comercio cuyos beneficios, al principio mediocres, irían continuamente aumen-tando. Este comercio es netamente especulativo y está más cerca del juego que de cualquier otra actividad. La única diferencia es que en el juego los riesgos de pérdida y los riesgos de ganancia son enormes. Arcadio Makarovich pasará con la mayor naturalidad del comercio al juego cuando las circunstancias lo impulsen a ello. La superiori-dad del juego son las emociones que procura; emo-ciones sobre las que Dostoievsky se ha expresado maravillosamente muchas veces.

El juego es una especie de posesión. Nada en el mundo puede impedir que juegue al que es presa del demonio. No se juega para ganar, o al menos esto no es más que una apariencia. Se juega para arriesgar, porque hay en nosotros una terrible po-tencia que nos incita a destruirnos. Todo está per-dido si pierdo esta vez. Pero en los segundos que preceden a la sentencia fatal de la ruleta hay un placer comparable al que experimentaba Stavro-

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guin cuando, batiéndose en duelo, esperaba el tiro de su adversario. Quien ha conocido este placer mortal no puede impedirse de volver a él a des-pecho de todas las promesas y de todas las ad-vertencias de su razón. El mismo Dostoievsky, sal-vado durante varios años, en el momento en que escribe El adolescente no puede contenerse de son-dear una vez más el fascinante abismo.

Por lo demás, este deleite del juego no es el único elemento equívoco que encontramos en el carácter de Arcadio Makarovich. Hay también los sentimientos muy complejos que le inspira su pa-dre natural, Versilov. En primer lugar, tenemos la impresión de que lo detesta, y no carece de razón, pues Versilov fué un padre indiferente que no pa-rece haberse preocupado de su hijo hasta sus vein-tiún años. Nada es tan punzante como el relato que Arcadio Makarovich hace a Versilov mismo de la manera como un día lo recibió su padre en Moscú en los tiempos de su esplendor. Pero sen-timos en ese relato —y ya antes— una violenta admiración y un profundo amor contenido. Dejo a los psicoanalistas —quienes además se han ocu-pado copiosamente de ello— el cuidado de deter-minar hasta qué punto este modo de ser de Arcadio Makarovich realiza el complejo de Edipo. Lo cier-to es que no podemos dejar de evocar aquí las relaciones de Dostoievsky con su propio padre, el viejo médico lituano, violento, bebedor y avaro, que acabó por morir trágicamente bajo las hor-quillas de sus campesinos. El motivo del odio al padre reaparecerá, de una manera infinitamente

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más trágica, en Los hermanos Karamázov. Aquí lo encontramos cada vez más recubierto por el presti-gio de Versilov.

En ciertos aspectos la seducción que ejerce Ver silov sobre su círculo íntimo recuerda a Stavroguin, En toda la obra de Dostoievsky no hay personaje más equívoco que el de Versilov. Continuamente al borde de la infamia jamás cae en ella del todo. Puede parecer, por ejemplo, que su unión con una joven sierva que acababa de casarse, fué particu-larmente infame. Igualmente infame la manera co-mo se desembarazó del marido por unos miles de rublos. Infame todavía el modo de abandonar va-lias veces a esta mujer amante y fiel. Con todo, él la amó a su manera. No hubo más que pureza en la forma como ella cayó en sus brazos, acerca de lo cual durante tanto tiempo y tan vanamente se ha interrogado Arcadio Makarovich. Andrés Petrovich (Versilov) había ido aquel año a pasar unos meses al campo, a uno de sus dominios. Se aburría; estaba lleno de nobles ideas extrañas, del sentimiento de su propia indignidad. Al mismo tiempo era allí el señor. ¿Qué hay de sorpren-dente que haya seducido casi sin quererlo y en todo caso sin ninguna palabra, a esta joven sierva casada con un hombre mucho mayor que ella?

"Tu madre y yo hemos vivido estos veinte años en el silencio... y todo lo que hay entre nosotros ha pasado también en el silencio. El principal rasgo de esta unión de veinte años ha sido el si-lencio. Creo que ni siquiera una sola vez hemos reñido, Ciertamente me he ausentado con frecuen*

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cia dejándola sola; pero siempre he acabado por volver".

El lenguaje que constantemente emplea Versi-lov es el de un hombre desilusionado. Con todo eso, si se lo quiere comprender, no se debe jamás olvidar en él al gran señor que, en cierto modo, no hizo más que usar frente a su sierva de un de-recho. Evidentemente, no se trata de un derecho formal sino de algo que ni siquiera se le ocurrió a Sofía que ella podría, que debería rehusarlo. Él tenía para ella, a sus ojos, todos los prestigios: no solamente el del nacimiento, sino el de la inte-ligencia y la belleza. Ella lo amó desde que lo vió, y jamás debía cesar de amarlo y de aguan-tarle todo con resignada sumisión. Pero, por otra parte, él no se ha conducido sin nobleza. Lo mejor es oírle de nuevo, pues no se pueden resumir, sin traicionarlas, confesiones tan llenas de matices.

"He hecho todo lo que he podido y créeme, no en provecho mío. Nosotros, quiero decir la gente bien por oposición al pueblo, éramos incapaces en-tonces de obrar en beneficio nuestro. Por el con-trario, nos hacíamos toda la injusticia posible y sospecho que en esto consistía entre nosotros "el interés superior, que es también el nuestro", en un sentido más elevado, se entiende. La generación avanzada de hoy es infinitamente más interesada que nosotros. Por consiguiente, expliqué todo a Makar Ivanovich [el marido legítimo de Sofía] con extraordinaria franqueza, aun ante el pecado. Admito hoy que muchas de estas cosas no tenían por qué ser explicadas, con mucha más razón con

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semejante franqueza. Sin hablar de humanidad, hu-biera sido más cortés; pero vaya usted a detenerse cuando, ebrio de bailes, se tiene gana de hacer un lindo paso. Tales eran, acaso, las exigencias de lo bello y del bien; todavía no he podido resolver la cuestión. En fin, es un tema demasiado pro-fundo para una conversación tan superficial como la nuestra. Aunque así sea, te juro que ahora me muero algunas 'veces de vergüenza ante este re-cuerdo. Le ofrecí tres mil rublos. Él callaba; yo solo hablaba. Me figuraba que tenía miedo de mí, es decir, de mi derecho señorial, y yo empleaba todas mis fuerzas en animarlo, me acuerdo de ello. Lo exhortaba a que me expresara sin temor todos sus deseos y hasta con todas las críticas posibles. A título de garantía le di mi palabra de que si rehusaba mis condiciones, esto es, los tres mil ru-blos, la liberación (para él y para su mujer, natu-ralmente) y un viaje al diablo (sin su mujer, naturalmente), no tenía más que decirlo y yo lo manumitiría inmediatamente; le devolvería su mu-jer y les regalaría a los dos los tres mil rublos, me parece, y entonces ya no serían ellos quienes se irían al diablo, sino yo quien me iría por tres años a Italia solo y solitario. Amigo mío, yo no hubiera conducido a Italia a la señorita Sapojko-va, puedes estar seguro de ello; era demasiado puro en ese momento. Pues bien; aquel Makar compren-día muy bien que yo habría procedido como le decía; pero continuó guardando silencio; y sola-mente cuando por tercera vez quise arrojarme a sus pies retrocedió, hizo un gesto de desprendi-

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miento y salió, aun con un cierto desparpajo que no dejó de sorprenderme, te lo juro. Por casuali-dad me vi entonces en un espejo y no lo olvi-daré jamás. En general, cuando ellos no dicen nada entonces es lo más temible. Y aquél era de un ca-rácter sombrío y, te lo confieso, no solamente no me inspiraba confianza cuando entraba en mi casa, sino que le tenía un miedo horrible. En ese medio hay caracteres, y en cantidad, que encierran en sí mismos, por decirlo así, la personificación de la inconveniencia, y eso es más de temer que los gol-pes. Sic. ¡Y cuánto he arriesgado, cuánto! Si aquel Uría de aldea se hubiera puesto a gritar a voz en cuello, a lanzar alaridos, por ejemplo, ¿q\xé hu-biera sido de mí y qué hubiese podido yo hacer? Hé ahí por qué, instintivamente, puse por delante, ante todo, los tres mil rublos; pero, por fortuna, aquel Makar Ivanovich era muy diferente . . . "

No insisto sobre lo inconveniente de semejantes confesiones de un padre a su hijo. Después de haber tratado a Arcadio Makarovich con la más perfecta desenvoltura, Versilov se le aproxima y hace de él, en cierto modo, su confidente. Entra en estas confidencias una mezcla de cinismo y de ligereza que es todo el modo de ser de Versilov. El hecho que él refiere tiene en sí mismo algo de odioso; odiosa también esta insistencia sobre los tres mil rublos para hacer callar a Makar Iva-novich, y, sin embargo, uno 110 tiene la impresión de que todo haya sido odioso en la conducta de Versilov. Él mismo tiene cuidado de subrayar lo que en ella entraba de nobleza verdadera o afec-

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tada. Esta vigilancia es sospechosa, pero la sin-ceridad del hombre no es dudosa. No eligió su compañera al azar de sus instintos, sin lo cual habría preferido seguramente a la señorita Sapoj-kova. La eligió probablemente porque ella repre-sentaba a sus ojos la simplicidad y la ingenuidad de una cierta clase de la población rusa; y, cierto, triunfar de esta ingenuidad no era muy hermoso ni muy caballeresco. Pero tal vez era ése, en el pensamiento de Versilov, el único medio de llegar al pueblo, de tomar contacto con él con relativo desprendimiento. Sofía Andreevna no cesará nun-ca de atraerlo y de retenerlo, en tanto que hija del pueblo auténtico, una hija del pueblo a quien ja-más comprenderá y que conservará siempre para él un elemento de misterio. Se puede, ciertamente, comparar la conducta de Versilov con la del prín-cipe Valkovsky de Humillados y ofendidos. Hay, no obstante, una enorme diferencia: que para Ver-silov la cuestión no está resuelta.

¿Qué cuestión? En el fondo siempre la misma: la cuestión de la existencia de Dios. Sin necesidad de plantearla con la misma brutalidad que en Los poseídos este problema impera también, bajo dis-tintos aspectos, en El adolescente. Versilov es un hombre que nunca consiguió arreglar sus cuen-tas con Dios. Sofía Andreevna hubiera podido ayu-darlo, pues ella cree en Dios, como todo el pueblo ruso. Pero Sofía Andreevna jamás habla, o, más bien, cuando habla es para mostrar que en su espíritu la cuestión no se plantea. Versilov la ha tentado y ella ha sucumbido. Vive con él en estado

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de pecado; pero, por otra parte, ella le testimonia una abnegación, una sumisión, que el amor hu-mano no puede sólo explicar. ¿Y cómo comprender también que Makar Ivanovich que es, en realidad, un santo hombre, un religioso errante acépte esta situación equívoca sin una palabra de reproba-ción? Viene de tiempo en tiempo a sentarse al hogar de la que sigue siendo legalmente su mujer y Versilov teme estas visitas porque aumentan su perplejidad.

Entonces ensaya otras experiencias como, por ejemplo, acudir en ayuda de una maestra pobre de la cual ha leído en los periódicos un anuncio desesperado. Pero la experiencia resulta mal. A pesar de toda la delicadeza de que da prueba Ver-silov la muchacha, mortalmente ofendida, se ahor-ca. ¿Por qué ese desenlace? Porque no puede acep-tarse nada de Versilov sin atribuirle alguna segun-da intención. Versilov es doble como lo era Sta-vroguin. Las almas simples y puras son ofendidas de modo insoportable por esta doblez. Cierto que él no tenía intención de abusar de la maestra, ni siquiera puede creerse que ella lo supusiese seria-mente; pero lo que ella vió bien es que aquel señor afable y distinguido solamente se interesaba por su suerte con un fin que se le escapaba y que la inquietaba tanto más. Versilov mató literalmen-te a esta pobre muchacha imponiéndole una carga que estaba por encima de sus fuerzas.

De este modo también hay que explicar la mis-teriosa aventura de Versilov en el extranjero. Allí una joven se suicidó a causa de él sin que pueda

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decirse que él fuera verdaderamente culpable. Tu-vo intención de casarse con aquella desgraciada de la cual se había hecho amar. En realidad él no amaba a ninguna otra mujer más que a Catalina Nikolaievna. Ella, como el mismo Versilov, está en el centro del drama. Es amada por el padre y por el hijo como lo será Gruchineca en Los Kciramázov. Catalina Nikolaievna, lo mismo que Natacha Filípovna e Isabel Nikolaievna, es la be-lleza de la mujer a la que no resiste el corazón de los hombres. Es consciente de esta belleza y no usa de ella sin una cierta coquetería, por ejemplo, con Arcadio Makarovich. Hasta el fin es difícil saber si su gentileza con respecto a este último, la forma que tiene de comportarse con él como una cama-rada, como una estudiante, es una comedia bien representada o una actitud sincera. Es muy proba-ble que sean las dos cosas, pues ella tiene razones para suponer que Arcadio es el detentador de la carta fatal. Pero, por otro lado, es verdaderamente feliz con el amor respetuoso que le declara este joven. De todas las mujeres de Dostoievsky ésta es probablemente la más compleja.

¿Ama o no ama a Andrés Petrovich? Sufre fuer-temente su ascendiente y, al mismo tiempo, lo teme. Teme ese fuego que arde bajo el barniz de modales aristocráticos. "Me parece —le dice en el curso de su única conversación en toda la novela—, me pa-rece que si usted hubiese podido amarme menos yo lo habría amado entonces". Amarla menos quie-re decir amarla para la vida y no para la muerte, para el aniquilamiento, como algunos instantes des-

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pués Versilov está obligado a confesárselo. Es la única manera, en efecto, de que un Versilov pueda amar. Todas sus desgracias provienen del amor que siente por Ajmakova (Catalina Nikolaievna). Amor maldito en su principio porque es a base de sensualidad, semejante al amor de Rogozhin por Natacha Filípovna. Ninguna sensualidad en el amor de Versilov por Sofía Andreevna, por eso encontrará finalmente su salvación cerca de ella. Pero el amor sensual divide nuestra alma contra sí misma. Hay en él un obscuro apetito de des-trucción. Lleva en sí más odio que ternura. Versi-lov odia a Ajmakova porque la cree capaz de pasarse sin él, de pensar en casarse con Bioring. Le niega el derecho a vivir sin su permiso. Volve-mos a encontrar en él los terribles celos de Rogozhin y los que experimentarán más tarde Feódor Pav-lovich y Demetrio Feodorovich Karamázov. Celos que el mismo Dostoievsky conocía muy bien por haberlos atrozmente experimentado.

Nunca se ha explicado el gran novelista sobre el amor como lo.ha hecho sobre tantos otros mo-tivos. En cierto modo, el amor desempeña en El adolescente un papel más importante que en las otras obras, excepto tal vez El idiota. La maldición del amor carnal se debe, ante todo, a que es en el hombre deseo de posesión. Pero no se posee al ser humano. Cualesquiera que sean la pasividad y la sumisión de la mujer, hay siempre un punto por donde ella escapa y salvaguarda su inalienable li-bertad. Es lo que el amante carnal no admite, y sucede que la misma muerte de la mujer amada

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no lo libera de su obsesión. En este aspecto, Dos-toievsky no ha ido más lejos que en El eterno ma-rido. En ninguna parte el infierno de los celos póstumos ha sido descripto de una manera tan alucinante.

El eterno marido es una especie de Bovary; pero un Bovary cuyo drama comenzase con la muerte de Erna. Su mujer lo engañó con todos los jóve-nes que vivían algún tiempo en la ciudad donde ellos residían. El marido no ignoró nada de esos infortunios. Lo que no sabía aún, la correspon-dencia descubierta después de la muerte de su mujer se lo hizo saber. Soportó todo en silencio y con aparente resignación. Sin embargo, Pavel Pav-lovich pasó su miserable vida meditando vengan-zas atroces. Mientras su mujer vivía, se callaba por-que tenía una terrible necesidad de ella. No preci-samente de ésta en particular sino de cualquiera otra que lo engañase de la misma manera. La ne-cesidad de este tormento se asemejaba al deleite de Stavroguin o al del jugador. Por eso lo vemos, poco tiempo después de su viudez, ir a Petersburgo no tanto para buscar un puesto como para encon-trar una mujer joven y bonita que lo engañará al instante. Pero busca allí otra cosa: busca a los antiguos amantes de su mujer sin los cuales no puede pasarse.

A uno que ha muerto, lo acompaña grotesca-mente hasta el cementerio. Al otro, Veltchaninov, que es con Pavel Pavlovich el principal héroe de la novela, no descansa hasta que lo convierte en algo así como su amigo; es decir, un hombre con

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el cual le sea posible hablar de su mujer y de las infidelidades de esta mujer. Toma sobre él una revancha innoble persiguiendo a una niña de la cual deja entender a su rival que es su propia hija y una noche intenta asesinar a Veltchaninov. Hay muchas cosas en Pavel Pavlovich: un elemento de cómico gesticulador pues, como todos los persona-jes condenados de Dostoievsky, es necio hasta lo indecible, de una necedad inhumana que lo hace, en cierto modo, invulnerable e incomprensible. Un elemento trágico, porque este Otelo de comisaría está atormentado por el deseo de destruirse a sí mismo. Pero, sobre todo, hay en él la desespera-ción de la imposible posesión. Pavel Pavlovich, prefigura del viejo Karamázov, no ha vendido su alma al diablo; mas la ha vendido a la mujer, al eterno femenino, de quien sabe que nunca será vencedor. Es el infierno que se ha elegido volun-tariamente en la tierra. Las novelas de Dostoievs* ky están así pobladas de personajes que, en el uso soberano de su libertad, han preferido la conde-nación.

No es necesario decir que el caso de Versilov es muy distinto y esto lo hace apasionante entre todos. El infierno no es para él más que una ten-tación de la cual apenas si puede contenerse. Para protegerlo al borde del abismo está Dios. ¿Pero cree él en Dios? Es toda la cuestión, como hemos visto, que se complica con otra: ¿Cree él en Rusia? Uno puede quejarse en buena lógica de que cons-tantemente en Dostoievsky problemas tan hetero-géneos estén de tal manera mezclados que la solu*

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ción de uno parece imponer la del otro. Pero es preciso tomar al novelista tal como es. Un caso de conciencia, en él, no se presenta jamás bajo una forma teórica y, en cierto sentido, abstracta. No alcanzamos la humanidad sino a través de la Rusia histórica como ella misma intenta pensarse y con-cebirse al día siguiente de la abolición de la escla-vitud, entre 1860 y 1880. Ya habíamos destacado en Chatov esta doble afirmación solidaria de la fe en Dios y de la fe en Rusia. Stavroguin vió bien el punto débil y lo subrayó cruelmente. Mas en los héroes de Dostoievsky y en el mismo Dostoievs-ky, como lo testimonian muchos pasajes del Diario de un escritor, la transición de lo concreto a lo abstracto, de lo particular a lo general, de lo rela-tivo a lo absoluto, de lo ruso a lo humano se veri-fica constantemente de un modo casi insensible, de suerte que no hay problema humano que no empiece por ser un problema específicamente ruso; ningún problema ruso que no sea también un pro-blema humano. No podemos desinteresarnos de los problemas rusos como él los plantea ni conside-rarlos como prescriptos porque ellos encierran pro-blemas humanos eternos; ni encarar estos proble-mas en sí mismos sin tener en cuenta el aspecto propiamente ruso —y ruso de una cierta época histórica— que él les ha dado siempre. ¿Qué más extraño desde el primer momento, por ejemplo, que la actitud de Isabel Nikolaievna en Los poseí-dos} Esta muchacha que se encuentra lanzada den-tro de tan trágicas dificultades personales, piensa publicar una especie de efemérides donde serían

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reunidos, año por año, los hechos más caracterís-ticos de la vida rusa. Es que si ella resolviese el enigma ruso habría resuelto a un tiempo su propio enigma.

Pertenecemos a una nación que, por mucho tiem-po, no ha sido un problema para sí misma. Hoy que para todo francés existe el problema de Fran-cia, nos aventuramos a comprender mejor lo que pasaba en la Rusia de Alejandro II. En El adoles-cente asistimos, asimismo, a una discusión entre los jóvenes intelectuales sobre el porvenir y el valor real de Rusia. La conclusión de este debate es el suicidio de uno de los interlocutores porque su fe en Rusia había sido quebrantada y él no podía vivir sin esta fe. "No comprendo, decía Kraft, que quien se va a matar, si está bajo la influencia de alguna idea dominante, a la cual se subordina enteramente el espíritu y el corazón, pueda tener una razón cualquiera de vivir fuera de esta idea". Todos ellos son así: monomaniacos de la "idea" y eso merece que uno se detenga un poco sobre ello.

Los que viven son los que creen. Todos los de* más, lo aparentan y están muertos ya, o bien ve getan penosamente en una zona intermedia que es como el limbo de esta ciudad de las almas, que constituye el universo de Dostoievsky. Pero la idea jamás es para ellos una abstracción; es una realidad concreta que se prueba cada día. Las gen-tes que uno encuentra, los acontecimientos que uno vive dan color o no a esta idea, la matan o la revigorizan. Si llega a morir se muere con ella: si

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alcanza lo inmutable y la inmortalidad vivida, en-tonces se franquea con ella las puertas de una especie de paraíso, como le sucede a Kirílov, que es un loco, se nos dice muchas veces. Pero entre el loco y el santo la distancia es infinitamente corta. En cuanto a Stavroguin, es el hombre que no tiene una idea, que no puede tenerla: todas están muertas para él aun antes de haber vivido. Puede únicamente sugerirlas a los demás; ser él mismo una idea para un Verjovensky, por ejemplo.

La idea está, pues, profundamente metida en lo real, y para un ruso de Dostoievsky, lo real es, desde luego, Rusia. Ana Grigorievna, su segunda mujer, refiere curiosamente que después de una estancia de cuatro años en el extranjero, Dostoievs-ky sintió la necesidad imperiosa de entrar, costare lo que costare, en su patria, porque si no perdería todo su talento y no podría escribir ya nada. El contacto con la vida rusa, con la humanidad rusa, le era indispensable. En Rusia, únicamente, podía plantearse los problemas que son la materia de su obra. Conviene alejarse algunas veces para colum-brar a Rusia en bloque y como en masa; pero es preciso volver si no se quiere carecer del alimento vital. Por eso mismo los rusos que preferían vivir en el extranjero le parecían a Dostoievsky tan poco interesantes. Dejaban de ser rusos. Ana Grigoriev-na observa, además, que a partir de este retorno a Rusia, Dostoievsky se mostró en su vida y en sus escritos profundamente cristiano, porque para él cristianismo y Rusia son profundamente insepara-bles. Antes de juzgar, aquí debemos esforzarnos en

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comprender. Nos es bastante fácil a nosotros, edu-cados en el catolicismo romano, decir que no hay Cristo ruso, sino un Cristo de las naciones, un Cristo ecuménico. Durante demasiado tiempo la ortodoxia se ha identificado con el nacionalismo ruso para que sea de él fácilmente separable. No es que la ortodoxia renuncie a su misión universal sino que esta misión universal se confunde, natu-ralmente, con la vocación del pueblo ruso. Así es —y así solamente— como se puede comprender el universalismo, de Dostoievsky. No ha llegado el mo-mento de apreciarlo en su valor sino de dibujarlo en sus contornos.

Ahora bien; tal es la manera como para un Ver-silov las cuestiones se plantean. Pertenece, como hemos visto, a aquella aristocracia rusa cuyo pres-tigio fué siempre muy grande a los ojos de Dos* toievsky, y que tenía por misión esencial dirigir al pueblo ruso por la vía de su destino. Porque era una aristocracia autóctona. Pero desde hace tiempo los lazos que la unían a la masa del pueblo han sido rotos. Desde Pedro el Grande el proble-ma está planteado entre Rusia y Europa. La aris-tocracia rusa, europeizándose demasiado pronto y sin discernimiento, se hizo extraña a la nación, casi tanto como aquellos alemanes que poblaron la a& ministración rusa bajo el régimen de los Roma-nov. Perdió a un tiempo toda confianza en sí misma y en su propia vocación. Tal puede uno representarse a Versilov a los veinticinco años en el momento en que va a pasar algunos meses a una de sus posesiones rurales, y encuentra a Sofía

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Andreevna, la mujer de toda su vida. En cierta manera esta falsa unión es simbólica. El pueblo va naturalmente a sus jefes; pero éstos, aun gozan-do de su cariño y de su abnegación, no consiguen romper su silencio. No hay ya lengua común y nosotros nos encontramos en presencia de una di-ficultad más; dificultad que el matrimonio de Ver-silov subraya cruelmente. De un lado de la ba* rricada están los hijos legítimos que ha tenido de su primera mujer. Viven en el círculo aristocrático de los Fanariotov, casi sin ningún contacto con su padre, que es, él mismo, un hombre sin casa ni hogar en el sentido de que no puede ya incorpo-rarse al pueblo como tampoco recuperar su puesto en la aristocracia de la que ha salido y de la que conserva las costumbres y los prejuicios. Los hijos legítimos son además personajes bastante curiosos. El hijo es un elegante joven, pretencioso y cobar-de, que ha guardado los modales de la aristocracia sin ninguna de sus virtudes. Es un futuro Val-kovsky; uno de esos hombres que desacreditan los regímenes por ligereza y por necedad a la vez.

Por el contrario, Ana Andreevna, la hija, es uno de los caracteres más interesantes del libro. Cierto que ella no vacila en intrigar y hasta bastante fea-mente, al fin, para casarse con el viejo príncipe Sokolsky. Pero en cierto modo está obligada por la necesidad y se siente por ella más piedad que reprobación, tanto más cuanto que es una persona seria que se da siempre —y parece que sincera-mente— motivos elevados. Sobre todo, es la víctima de su padre y de la falsa situación donde la ha

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metido, al meterse él mismo a su vez. A pesar de que ella acaba en una baja intriga había nacido para otros fines: para ser una de esas nobles mu-jeres en quienes se continúan una raza y una tra-dición.

Pero Versilov es el fin de un linaje. Al modo que ha gastado sus herencias sucesivas ha destruido todo y se ha mostrado incapaz de fundar nada. Acampa en su falso hogar en vez de vivir en él y observa con ojos indiferentes los infortunios de su hija natural, Isabel Makarovna. Por lo demás, no

.puede evitarlos. El drama de Andrés Petrovich es el drama de la impotencia, como el de Stavroguin. Que Isabel Makarovna haya sido seducida por el joven príncipe Sokolsky, que ella espere un hijo de él y que este mismo príncipe Sokolsky muera en prisión implicado en un negocio donde ha per-dido el honor, ¿qué se quiere que haga Versilov? Son asuntos de mujeres que la madre y la hija tra-tan llorando estrechada una en los brazos de la otra. Pero esto no le incumbe a él, al padre. Se man-tiene en la indiferencia rumiando sin esperanza sus propios problemas. Problemas vivos que le plan-tean sus hijos, su mujer, Ajmakova, Rusia ente-ra. Va a meditarlos algunas veces "a un pequeño traktir en el subsuelo de la calle. No había allí clase alta. Tocaban un organillo bronco y desafina-do; las servilletas grasicntas olían mal; nosotros nos instalamos en un rincón.

—¿Acaso no lo sabes tú? Me gusta algunas veces por fastidio.. . por terrible fastidio del alma en-trar en estas cloacas. Ese cuadro, esa aria tembló-

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rosa de Lucía, esos camareros en traje ruso hasta la exageración, ese humo de tabaco, esos gritos de los jugadores de billar, todo eso tan vulgar y tan prosaico que excita casi la fantasía. Algunas veces hay ruiseñores en esos traktirs. ¿Tú conoces esta vieja historia moscovita a lo Pedro Hipolito-vich? Un ruiseñor canta en un traktir de Moscú. Entra uno de esos mercaderes muy dado a irri-tarse. "¿Cuánto el ruiseñor?,, "¡Cien rublos!" "¡Que se lo ponga en el asador y me lo sirvan!". Así fué hecho. "¡Cortadme de él una tajada de dos cén-timos!". Yo se la conté un día a Pedro Hipoli-tovich, pero él no quiso creerla y hasta se in-d ignó . . . "

Este gusto de la infamia y de la crápula no es, tanto como podría suponerse, un gusto específica-mente ruso. Andrés Petrovich ha perdido su alma y la busca donde puede, de preferencia en los lugares bajos. Muestra el fondo de su naturaleza cuando habla del fastidio, del terrible fastidio del alma. Tedio tan profundo como el que opri-mía a Stavroguin, pero se manifiesta de una mane-ra más discreta. Casi todo está a medias tintas en El adolescente y hasta las violencias ahí son vio-lencias frustradas, lo cual da a esta obra difícil y compleja una extraordinaria poesía. Dostoievsky se abandona a ella más que en ninguna otra por-que el drama no es muy cerrado a pesar de las apariencias. Versilov es el dueño secreto de esta poesía. Las más estúpidas historias toman en su boca un sabor incomparable. Porque es doble, y de ahí que parezca siempre superior a lo que dice,

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como lo que dice es siempre superior a lo que hace. En el fondo no hay nada sino algunas pa-siones elementales, como la que lo arrastra hacia Ajmakova, y que es el motivo secreto de todos sus actos. Pero jamás se vio superficie más cam* biante. Uno está encantado de oír hablar a Ver-silov de cualquier cosa, hasta de los traktirs, que huelen a servilletas grasientas. Se sabe que ése no es el verdadero Versilov. Uno espera que él se entregue y, entretanto, no se aburre al escu-charlo. Es el más charlatán de todos los héroes de Dostoievsky.

Así como Stavroguin se envolvía en su silencio, Versilov se disimula detrás de sus palabras. Pa-labras dulces, graves, luminosas, impregnadas de una sinceridad equívoca. Todo lo que él dice es tal vez verdad; verdad seguramente para Dostoievs* ky que ha expresado a menudo por medio de Versilov pensamientos tomados, según él, del Día* rio de un escritor. Pero el mismo Versilov no cree en ello, no puede creerlo. De otro modo no habría ya drama. Si Versilov tuviera fe levantaría las montañas. Desgraciadamente, las montañas que él toca con dedo ligero permanecen en su mismo sitio.

Y el turbio y combatido sentimiento que inspira a su hijo, convertido en confidente suyo, lo expe-rimentan también todos los lectores. Tocamos aquí una de las dificultades mayores de Dostoievsky y uno de los puntos que lo separan más radicalmente de los psicólogos a la manera clásica.

En ellos encuentra uno "caracteres" que pueden definirse en algunas palabras y que quedan de cabo

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a rabo semejantes a sí mismos, de suerte que todo el drama está en el choque de fuerzas conocidas y mensurables. Que se trate del Padre Goriot o de Úrsula Mirouet, sabemos siempre con Balzac a qué atenernos y vemos desenvolverse la acción se-gún las leyes de una implacable lógica. Hay en ello una evidente satisfacción para el espíritu y sentimos algunas veces cierta irritación al no en-contrarla en el novelista ruso. Versilov, no más que Stavroguin, es un "carácter" en el sentido que dan a este término los manuales de literatura fran-cesa. Cuando antes he dicho que es un charlatán no lo he definido sino muy superficialmente, en función de una actitud exterior, como cuando digo que es un gran señor. Nunca sabremos quién es Versilov y el misterio permanecerá íntegro hasta el fin del libro. Es el misterio de todo hombre que viene a este mundo: el misterio de las almas que sólo Dios conoce.

Su mismo amor por Ajmakova tiene un carác-ter accidental, pues Versilov no es un sensual aunque lo parezca. Lo que ha habido entre Aj-makova y él es un encuentro de almas. La ha seducido un momento por la manera simple, hu-mana, seria, en que le hablaba como ningún otro le había jamás hablado, según ella lo confiesa a Arcadio Makarovich. La seriedad, este modo no-ble y elevado de encarar las cosas, lo volvemos a encontrar en su hija Ana Andreevna. Pero, al mis-mo tiempo, reservas singularmente turbias. Y son estas reservas las que han alejado a Ajmakova. Versilov no es uno de esos hombres de quien una

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mujer pueda siempre estar completamente segura. Ésta, preocupada por su seguridad, prefiere casar-se con Bioring, no tanto por su seguridad tempo-ral como por su seguridad espiritual. Bioring ja-más emprenderá nada contra su alma; por el contrario, lo que Versilov quisiera alcanzar es el lugar donde está el alma tal vez para probarla, tal vez para destruirla.

Él la admira y, sin embargo, la declara llena de todos los vicios. También ella, como hemos visto, es un enigma. Esto ata a Versilov mucho más que la deslumbrante hermosura de su rostro. Penetrar este enigma es para él, quizá, el medio de resolver su propio problema. El alma de Ver-silov está ligada a la de Ajmakova y nunca en-contramos el amor en Dostoievsky sino bajo la for-ma de esta misteriosa solidaridad de algunas almas entre sí. Lo repito: todo es interrogante para Ver-silov porque él mismo es una interrogación. Y, por otra parte, como es la única pregunta que se plantea de verdad en El adolescente, se deduce que de la resolución del misterio Versilov depen-den directa o indirectamente todos los personajes del libro. Pero hay causalidad recíproca en este sentido: que si todo tiende a resolverse en Versilov, también Versilov tiende a resolverse en todo. Frag-mentos de Versilov se encuentran en toda la novela. La insolencia de su hijo legítimo, el chambelán Versilov, es su propia insolencia, esa de que da muestra en el momento de su explicación con el militar alemán que sirve de testigo a Bioring. La gravedad, lo serio de Andreevna, existe igualmen-

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te en él; y también el entusiasmo sin cálculo de Isabel Makarovna; y, en fin, y sobre todo, la altivez, la generosidad, los arranques irreflexivos de Arca-dio «Makarovich. Confiándose a su hijo, Versilov en realidad se habla a sí mismo.

La situación del padre y la del hijo son, además, curiosamente análogas. Uno y otro están coloca-dos entre dos mujeres de las cuales están igual-mente enamorados. Si Ajmakova habla con tan-to agrado con Arcadio Makarovich es porque en-cuentra ciertamente en él algo de Versilov, y si esta mujer ha atraído a Arcadio es porque sabía que su padre experimentaba por ella una pasión. Pero, de la misma manera, podríamos descubrir que los sentimientos del padre y del hijo hacia la madre, Sofía Andreevna, son de naturaleza idén-tica. En ellos entra la ternura, la piedad, el res-peto y un poco de desprecio. Guardan de ella tiernos recuerdos y no quieren hacerla sufrir. Al mismo tiempo se la trata como a una humilde criada. Ella es quien nos recoge enfermos o mori-bundos; con ella contamos instintivamente para impedir los gestos mortales. A ella, en fin, confía Versilov su terrible secreto.

"Me parece que me desdoblo, sabe usted, —nos miró a todos con un rostro terriblemente serio y con el ansia más sincera de comunicarse—. En ver-dad me desdoblo con el pensamiento y eso es lo que yo más temo. Como si dijéramos que usted tiene cerca de sí su doble; usted es sensato y razo-nable pero el otro quiere absolutamente hacer al lado de usted una cosa absurda o, algunas veces,

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muy graciosa; y, de pronto, usted observa que es usted mismo quien quiere hacer esta cosa extraña y sabe Dios por qué; lo quiere usted como a pesar suyo, lo quiere usted oponiéndose a ello con todas sus fuerzas. Conocí en otros tiempos a un doctor, que en los funerales de su padre se puso repenti-namente a silbar en plena iglesia. Verdaderamente yo tenía miedo hoy de venir al entierro (se trata del entierro de Makar Ivanovich) porque se me había metido en la cabeza esta certidumbre abso-luta de que, de repente, yo me pondría a silbar o a reír como aquel desgraciado doctor que acabó tan m a l . . . Y, ciertamente, yo no sé por qué el recuerdo de aquel doctor me vuelve todo el día de hoy a la imaginación; de tal modo que no consigo desembarazarme de él. Mira, Sonia (es su mujer, Sofía Andreevna), he vuelto a coger la imagen (la había tomado y le daba vueltas entre sus manos) y, sabes, tengo un ansia loca en este mismo mo-mento de lanzarla contra la estufa de aquel rincón. Estoy seguro de que, del golpe, se romperá en dos mitades, ni más ni menos".

Algunos instantes más tarde cumple de hecho este gesto, exactamente como lo había anunciado. Gesto demente, cierto; pero su misma demencia no lo priva de toda significación. Si el icono le-gado por Makar Ivanovich se rompe en dos peda-zos simboliza la vida misma de Versilov en este instante decisivo de su destino. Esas dos mitades representan los dos personajes que en él se dispu-tan la preeminencia. Hay el ruso consciente de sus deberes hacia la patria y hacia sí mismo que ha

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escuchado con respeto durante los últimos días la enseñanza popular y mística del errante, el hom-bre ligado a Sofía Andreevna por un vínculo que es entre ellos más que toda unión legítima. Y, por otra parte, el hombre entregado a una pasión ex-clusiva y celosa por Ajmakova, capaz de romper su vida y la de los demás en un viento de locura. En el momento en que el segundo prevalece por algún tiempo sobre el primero, rompe la imagen, y él mismo tiene clara conciencia de lo que acaba de pasar, ya que a punto de salir y de ir a ciegas a su nuevo destino, dice a Sofía:

"No tomes eso por una alegoría, Sonia, no es la herencia de Makar la que he roto, era única-mente por eso, por r o m p e r . . . Pero a pesar de todo volveré a ti, volveré al último ángel. ¡Des-pués de todo, si quieres, tómalo por una alegoría, pues era una alegoría t ambién! . . . "

Y algunos momentos antes, a propósito de un ramillete que había tenido deseos de pisotear en la nieve, decía:

"Tenía una ansia loca de hacerlo. Ten piedad de mí, Sonia, y de mi propia cabeza. He tenido este deseo porque era demasiado hermoso. ¿Qué hay en el mundo más hermoso que una flor? Yo la llevo y por todas partes está la nieve y la helada. Nuestra helada y las flores, ¡qué contraste! Pero no es eso lo que me interesa; tenía deseos de pi-sotearlo simplemente porque era hermoso. Sonia, voy a desaparecer de nuevo; pero volveré muy pronto, porque me parece que tendré miedo. Ten-

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dré miedo. ¿Quién, pues, me curará del espanto! ¿Dónde encontrar un ángel como Sonia?"

Como se ve en el curso de esta escena el desor-den de Versilov llega a su colmo. Pero entonces precisamente es cuando él se entrega. El ramillete de flores tan bellas es la imagen de Ajmakova, a quien Versilov ama y detesta a causa de su gran hermosura. Ella se le aparece como una provoca-ción. Nadie sintió tanto como Dostoievsky el ca-rácter punzante de la belleza. Acordémonos de Natacha Filípovna. Entre la hermosura de la mu-jer y la condición real del hombre hay el mis-mo contraste que entre las flores y la nieve rusa. Y el famoso cuadro del Museo de Dresde que Dos-toievsky denominaba La Edad de Oro desempeña, una vez más, el mismo papel tanto para Versilov como en las confesiones de Stavroguin. Claudel expresa un pensamiento análogo cuando hace decir a Lala en La ciudad: "Yo soy la promesa que no puede ser cumplida y mi gracia consiste precisa-mente en eso". Si Catalina Nikolaievna se niega a casarse con Versilov, y aun a amarlo, es porque él le exige demasiado; le exige lo que su hermo-sura parece prometer; pero lo que ella es incapaz de dar: la solución de todos los problemas.

El amor en él se convierte entonces en cólera. ¿Por qué esta belleza si ella sólo debe servir para satisfacer a un Bioring cualquiera? ¿No vale más pisotearla? Y ahí está la explicación de la -carta infame que Versilov escribió a Bioring acusando a Ajmakova de tratar de corromper a Arcadio Makarovich. Frente a la belleza inaccesible y des-

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armada a la vez, Versilov cae en la desesperación. Pero lo que hay de notable, en efecto, es que Catalina Nikolaievna está desarmada. Ninguna mujer más simple y mejor que ésta. Lo que im-pera precisamente en sus relaciones con Arcadio Makarovich es una cierta ingenuidad de mucha-cha, una franqueza, una grandeza de corazón muy raras en una mujer de mundo. Ella no tiene nece-sidad de defenderse; está defendida por una impo-sibilidad misteriosa. Versilov lo sabe muy bien. Siente esas dos manos lealmente prestas a tenderse hacia las suyas y ese corazón que, al mismo tiem-po, se niega. No por mala voluntad sino porque lo que le es exigido está por encima de sus fuerzas. Entonces él oscila violentamente entre algunas re-soluciones: o bien abandonar generosamente la mujer amada al barón Bioring, o bien hacer un último esfuerzo para conquistarla. Y apenas ha tomado el primer partido cuando se lanza al se-gundo: tan imposible es a este género de hombres no ir hasta el fin de sus deseos. Y de ahí la cita en casa de Tatiana Pavlovna.

Ajmakova se ha rendido a ella sin vacilar. Sabe lo que arriesga; pero sabe también lo que queda de nobleza en el corazón de Versilov. Después de tantos años, el último diálogo de estos dos seres que se aman y no pueden más que hacerse sufrir uno a otro es punzante. Versilov acaba por descu-brir el fondo de su pensamiento: no pedirá ya nada a Catalina Nikolaievna, únicamente si ella acepta no casarse con Bioring:

"Escúcheme, articuló completamente pálido, dé-

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me una limosna, todavía no me ame usted, no viva conmigo, no nos veamos jamás; yo seré su esclavo si usted me llama, desapareceré al instante si usted no quiere verme más, ni oírme, única-mente . . . únicamente no se case usted.

Mi corazón se encogió hasta el sufrimiento cuando oí estas palabras. Esta súplica, ingenua-mente humillada era tanto más lastimera, traspa-saba tanto más el corazón cuanto que era más franca y más imposible. Sí, seguramente, pedía la limosna. ¿Podía él creer que ella consentiría? Y, sin embargo, se rebajaba hasta hacer la prueba; intentaba pedírselo. Este grado de decadencia era insoportable de ver. En cuanto a ella todos los rasgos de su rostro se deformaron de dolor. Pero antes de que hubiese dicho una palabra, él con* tinuó:

—Yo la aniquilaré —exclamó súbitamente con una voz rara, cambiada, que no era la suya.

Pero ella le respondió también extrañamente, también con una voz que no era la suya:

—Si yo le concedo esta limosna usted se ven-gará después más cruelmente aun de lo que ahora me amenaza, porque usted no olvidará nunca que se ha hecho mendigo ante m í . . . "

Bien que, por un imposible, ella consienta en ca-sarse con él, de lo cual por otra parte no se trata; bien que renuncie a casarse con Bioring o cual-quier otro; bien, en fin, que se niegue a todo como lo hace, no parece, pues, existir ninguna esperanza para Ajmakova de no ser "aniquilada" por Ver-silov. A partir de este instante fatal en que se ha

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rebajado hasta mendigar, no le queda otro remedio ya que pisotear en la nieve el ramillete de flores. Tal es el reto desesperado que la belleza desarmada de la mujer dirige al hombre desde el momento que ella se resiste a su deseo. Se observará que, si se exceptúan Razumijin y Dunia Raskólnikov, que no son a pesar de todo sino personajes de segundo plano, no existe en toda la obra de Dostoievsky un solo ejemplo de amor feliz. Es que el amor fe-liz resolvería el problema que, precisamente, no tiene solución humana. El hombre pide a la mu-jer el secreto de su destino y ella no puede re-velárselo. La belleza no es una respuesta sino una promesa.

Versilov podría encontrar esta respuesta, parece, cerca de Sonia a quien llama en alguna parte "su ángel, su reina, su mar tirio". Porque Sonia no res-pondería en su propio nombre sino en nombre de cosas más antiguas y más venerables que ella mis-ma: en nombre de esas verdades que expresa en su sencillo lenguaje el errante Makar Ivanovich. Pero para eso es preciso que Versilov renuncie a su orgullo, a su apetito de posesión exclusiva, a sí mismo en una palabra. "Si el grano no muere . . . " Versilov sólo renunciará a ello cuando haya in-tentado lo imposible del otro lado: ese imposible que intenta también al mismo tiempo su hija Ana Andreevna cerca del viejo príncipe Sokolsky. Es necesario, desde luego, que el ramillete haya sido pisoteado. Lo mismo le sucedía a Stavroguin, quien debía ver por última vez a Isa antes de entregarse en manos de la "enfermera" Dacha. Versilov es un

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Stavroguin frustrado, es decir, salvado. Mientras la fatalidad se ceba en el otro, no permitiendo las circunstancias que Dacha llegue a tiempo, la Providencia salva a Versilov de sí mismo.

"Ella, divisando a Versilov, quedó, súbitamente, pálida como un lienzo; lo examinó fijamente unos instantes con un espanto indecible y, de repente, cayó desmayada. Él se arrojó sobre ella. Todo esto me parece verlo aún. Me acuerdo de haber visto con terror su cara roja, casi carmesí, y sus ojos inyectados de sangre. Me parece que, al mismo tiempo que me observaba en el cuarto, no me reco-noció. La cogió inanimada, la levantó con una fuerza increíble; la tomó en brazos tan fácilmente como una pluma y con aire de loco se puso a pa-searla de un lado a otro del cuarto como un niño. El aposento era minúsculo; pero él erraba de un rincón a otro sin comprender por qué obraba así. En el espacio de un instante había perdido la ra-zón. La miraba siempre, miraba su rostro. Yo corría detrás de él; tenía miedo sobre todo del re-vólver que él había olvidado en su mano derecha y que apoyaba contra la cabeza de ella. Mas me rechazó una vez con el codo y otra con el pie. Yo quería llamar a Trichatov; pero temía también irri-tar al loco. Por último separé de golpe la cortina y le supliqué que la depositara en el lecho. Se acercó y la depositó; pero se plantó delante de ella, la miró un minuto a los ojos y, de repente, inclinándose besó por dos veces sus labios pálidos. Comprendí por fin que estaba resueltamente fuera de sí, De pronto, como si una idea se le hubiera

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ocurrido súbitamente, blandió el revólver contra ella, lo cogió por la culata y le apuntó a la cabeza. Instantáneamente le agarré el brazo con todas mis fuerzas y llamé a Trichatov. Me acuerdo que los dos luchamos contra él; pero que logró desem-barazar su brazo y tirar sobre sí mismo. Había querido matarla y matarse él luego. Mas como le habíamos impedido matarla dirigió el revólver di-rectamente contra su corazón. Tuve tiempo sin embargo de empujar su brazo hacia lo alto y la bala se le alojó en el hombro".

Toda esta escena, donde la locura parece desem-peñar el primer papel es, como la del icono, alta-mente significativa. Versilov ha obtenido al fin lo que quería. Este paseo demente por el cuarto de Tatiana Pavlovna con Ajmakova inanimada en sus brazos es precisamente lo que él esperaba de ella.

La vida no tendrá ya sentido para él a partir del momento en que Ajmakova vuelva en sí de su desmayo y en que Versilov no esté ya bajo el imperio de la fiebre ardiente. Sólo la muerte, la muerte de los dos, puede terminar todo. Y como él no lo consigue, queda entonces la perspectiva de una nueva vida y de una lenta cura física y moral al lado de Sonia Andreevna. Tal es la con-clusión del libro que, en realidad, no es una con-clusión y que nos deja un poco insatisfechos. Entre Los poseídos y Los hermanos Karamázov, esta novela marca una espera, una pausa inquieta. Ahí están puestos todos los problemas esenciales; pe-ro no están resueltos. Nada prueba que Versi-

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lov, ya que erró su propio suicidio, hubiese vuelto efectivamente a la casa del Padre. Este hijo pró-digo continúa hasta el fin inquieto y equívoco. Se ve que, no habiendo encontrado su lugar, él es capaz todavía de partir. No se cura de ciertos des-arraigos. Queda en él una secreta nostalgia; nos-talgia de Europa, nostalgia del gran mundo; pero, más profundamente, nostalgia del paraíso. Queda tal vez la imagen sorprendente del pueblo ruso no como Dostoievsky la soñaba sino como él no podía dejar de verla. Pleno de grandeza y de as-piraciones generosas; pero ahogando de mala ma-nera en él las violencias ancestrales, va pregun-tando a todos los ecos: "¿Quién soy yo?" Ni la vía de los occidentalistas ni la de los eslavófilos, a pesar de algunas apariencias engañosas, satisfi-cieron a Dostoievsky. Creía en el pueblo desde los Recuerdos de la casa de los muertos; pero era in-capaz de captarlo en su esencia. Se apartó de Euro-pa y, sin embargo, ella sigue siendo "el país de las santas maravillas". La síntesis armoniosa no pudo hacerse y Versilov continuará doble y desafinado. Pocas músicas son tan punzantes como las de estas dos voces enemigas; pero indispensables una a la otra.

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VII

LOS HERMANOS KARAMÁZOV

Esta armonía imposible y, sin embargo, necesa-ria, Dostoievsky trató de realizarla por última vez en Los hermanos Karamázov. Aquí es donde el gran escritor, nuevo Pushkin, intentó dar por fin a su pueblo la palabra que esperaba de él1 . Todos los problemas que Dostoievsky se había plan-teado desde hacía veinte años son puestos de nuevo en Los hermanos Karamázov y ahí debían encon-trar su solución. Lo que para Goethe fué el Fausto. lo que debía ser para Claudel El zapato de raso, son para él Los hermanos Karamázov. Desgracia-damente son un Fausto incompleto y falta la se-gunda parte, es decir, justamente la conclusión. He dicho ya que, según toda verosimilitud, no se trata de un simple azar sino de una imposibilidad trá-gica. Dostoievsky dirigió la revista Grazhdanín, co-laboró con regularidad en El Me?isajero Ruso; fué el amigo de Pobiedonostzev que sería luego el ins-pirador de la política reaccionaria de Alejandro III.

1 Esta palabra que toda Rusia creyó escuchar, en efecto, cuando Dostoievsky pronunció su famoso discurso sobre Pushkin, en Moscú, el 8 de junio de 1880.

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Todo esto lo designa en apariencia como un hom-bre de derechas, un conservador tradicionalista, cuando no, hablando con propiedad, un eslavófilo. Pero en realidad Dostoievsky no estaba de acuerdo con nadie y no lo estaba siempre consigo mismo. Éste es el carácter trágico de su propio destino. Para terminar los Karamázov como lo hubiera so-ñado, es decir, para concluir, le hubiese sido ne-cesario resolver su propio problema. Este proble-ma ha quedado planteado, pero en términos inol-vidables.

Jamás tomó mejor su tiempo, calculó más exac-tamente sus medidas. Si la escena de los Kara-mázov es una pequeña ciudad y no San Peters-burgo es porque la "fuerza impura" que fermen-taba en Rusia como una mala levadura desbordó los círculos de la capital y se extendió hasta las provincias más lejanas. También es porque el no-velista quiso introducirnos en el corazón mismo de la vida rusa y no sobre ese extremo reborde del mundo ortodoxo que constituye la nueva capi-tal. Sus personajes pertenecen a la nobleza porque hay un problema doloroso de la nobleza rusa, y no a la gran nobleza, que perdió todo contacto viviente con el medio nacional. Pero tan pronto como coloca sus datos el novelista es arrebatado por su argumento, quiero decir, por sus personajes.

Y, en jDrimer lugar, quien está puesto, no ex-plicado, es Feódor Pavlovich, el padre, la fuente envenenada de la familia. Él es el dato inicial y cierra así dignamente la larga serie de monstruos que, desde el príncipe Valkovsky y Svidrigáilov,

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se mueve en los bajos fondos de la obra. Feódor Pavlovich ha perdido su alma al punto de que no se acuerda muy bien de haberla poseído nunca. Está devorado por dos pasiones sólo en apariencia con-tradictorias: la sensualidad y la avaricia. Es el ins-tinto de la propiedad llevado a sus límites extre-mos. A Feódor Pavlovich le gusta todo lo que es agradable de tomar: las sopas de pescado, que le prepara Smerdiakov, tanto como el coñac y las mujeres. Cualquier mujer es buena para él. De este modo no vaciló en violar a la pobre inocente Isabel Smerdiachtchaia. Este crimen se asemeja al de Stavroguin y constituye para Dostoievsky una verdadera obsesión. Por otra parte, Feódor Pavlo-vich ha tenido dos esposas legítimas. La primera, Adelaida Ivanovna Miussov, "morena, atrevida, irascible, dotada de un vigor asombroso" era una joven novelera de buena familia que había con-certado con Feódor Pavlovich un casamiento no de amor sino de aventura: había sido raptada por él. Fué la madre de Demetrio, después se escapó con un seminarista a Petersburgo y allí murió misera-blemente.

Los rasgos de esta madre fantástica y violenta los volveremos a encontrar en su hijo Mitia. Mi-da recuerda sin duda a varios personajes anteriores de Dostoievsky, por ejemplo el joven príncipe Ser-gio Sokolsky en El adolescente. Es un verdadero ru-so, violento, sensual; pero bueno y generoso y que se mantiene siempre entre dos abismos igual-mente atraído por los dos: un abismo celeste y un abismo infernal. Hasta en la peor abyección jamás

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pierde del todo el sentimiento de su nobleza. Pero no puede permanecer en esta nobleza; no tarda en pesarle y eso es lo que ordena todas sus relaciones con Catalina Ivanovna. Ella representa para él lo imposible como Ajmakova para Versilov y como Isa para Stavroguin. Sin embargo, ha encontrado un día el medio de ponerla a sus pies y se ha com-portado entonces como un perfecto caballero. Des-pués de eso ella no puede sino casarse con él. Este casamiento —un buen casamiento por todos los conceptos— tendría como consecuencia arrancar a Mitia de la crápula donde se arrastra. Por eso él no la quiere. Inventa que Katia está enamorada de su hermano Iván. Mitia hace todo lo posible para em-pujarlos el uno hacia el otro, para darse a sí mis-mo un pretexto para no casarse con Katia. La ofen-de cruelmente pregonando su enlace con Gruchi-neka. Cansado de que su novia lo admire, comete una indelicadeza a expensas de ella. Pero todo esto apenas basta, pues Katia no quiere ser menos gene-rosa con él y está presta a sacrificarse hasta la muer-te.

La carne desea contra el espíritu. Si Mitia quiere separar de él a Katia es debido a Gruchineka. Cerca de ésta tiene por rival a su propio padre y esto constituye el nudo mismo del drama. La sensualidad de los dos Karamázov les yergue el uno contra el otro. Gruchineka es sostenida por un rico mercader y juega con el amor del padre y con el amor del hijo divirtiéndose pérfidamente en excitarlos el uno contra el otro, firmemente resuelta a no ceder a ninguno. Ella guarda en el

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fondo de su corazón el recuerdo de su primer amor, de aquel polaco que le había cantado otras veces canciones embriagadoras y después se marchó. Gruchineka se venga en todos los hombres de la perfidia de uno solo. Esta alma dolorida no es un alma vulgar. Pero ellos no ven más que su cuerpo que les atrae irresistiblemente. En toda la obra de Dostoievsky no hay quizá figura más atrac-tiva que ésta. Gruchineka ha sido mortalmente ofendida en su honor de mujer, de ahí que la veamos dura y amarga. Ella no perdona a Katia, por ejemplo, ser una joven pura y bien criada que desprecia seguramente a la cortesana desde el fondo de su corazón. El encuentro de las dos ri-vales es una de las escenas más asombrosas de Dostoievsky. Ha encontrado el medio de rehacer, sin repetirse, el Extraordinario encuentro de Na-tacha Filípovna y Aglaya Ivanovna:

"Déme usted su mano, su linda mano, querida señorita, bella entre todas. Ella llevó suavemente esta mano a sus labios con el extraño deseo de "co-rresponder" a los besos recibidos. Catalina Ivanov-na no retiró su mano. Había escuchado con tími-da esperanza la última promesa de Gruchineka —tan extrañamente expresada— de "complacerla cie-gamente". La miraba con ansiedad a los ojos; veía en ellos la misma expresión ingenua y confiada, la misma alegría serena. . . "¡Ella es quizá dema-siado ingenua!", se dijo Catalina Ivanovna en un vislumbre de esperanza. Gruchineka entre tanto, encantada con esta "linda manita" la llevaba len-

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tamente a sus labios. Casi los tocaba ya cuando se detuvo para reflexionar.

—Mire, mi ángel —dijo arrastrando su voz más empalagosa— después de todo yo no le besaré la mano. Y esbozó una alegre risita.

—Como usted quiera . . . ¿qué tiene usted? —tembló Catalina Ivanovna.

—Acuérdese usted de esto: usted ha besado mi mano; pero yo no he besado la suya.

Un fulgor brilló en sus ojos. Se fijaba obstina-damente en Catalina Ivanovna".

Así es como se vengan algunas veces, cruel-mente, "los humillados y los ofendidos". Dos-toievsky conoció muy bien al pueblo: su rencor y su orgullo. Sabía que para ganar su corazón no es suficiente un grano de buena voluntad. Pero precisamente por eso, por esa maldad un poco perversa, Gruchineka enloquece el corazón del jo-ven caballero Mitia. £1 cree que es mala, que no cederá, que es capaz de preferir a su padre porque le ha prometido darle tres mil rublos en un sobre atado con una cinta rosa el día que ella consienta en ir a su casa. Con todo, prefiere el infierno con Gruchineka que no el paraíso con Catalina Iva-novna. Esto se explica por el deseo sensual que ella le inspira. Todo lo que le mostró una vez de su cuerpo es un pequeño pie blanco que él cubrió de besos apasionados. Pero hay otra cosa en Mitia Ka-ramázov: el instinto, así como en Stavroguin, como en Versilov, de su propia destrucción. Prevé que Gruchineka es el instrumento de esta destrucción. Por ella ha hecho ya una inmundicia: ha gastado

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en una fiesta insensata, en Mokroi, la mitad del di-nero que le había confiado Catalina Ivanovna. Y se siente estallar, en medio de esa bacanal, la risa del jugador que juega su última moneda de oro. Mitia Karamázov ha quemado sus navios. Ahora no le queda ya más que un crimen por cometer: matar a su padre.

Todo el mundo lo espera. Todo el mundo sabe de antemano que lo matará y él mismo lo cree. ¿Cómo no va a detestar a semejante padre? Dos-toievsky vuelve a tomar aquí, pero infinitamente con más vigor que en El adolescente9 el tema del odio al padre, y se conoce que eso respondía en él a sentimientos profundos, largo tiempo contenidos. Odio que no se explica únicamente porque Feódor Pavlovich sea un ser indigno. Pero hay entre sus hijos y él una repulsión física casi visceral. Mitia no puede ver esta prominente nuez de la garganta sin tener ganas de matar. El hijo sería el vengador de la madre. Sin embargo no ha matado y éste es el milagro de «Mitia. Hé ahí por qué el starets Zó-simo se ha prosternado humildemente ante él; no porque debía matar sino porque debía llevar justa-mente el peso de una condena injusta.

"A mi juicio, señores, a mi juicio hé aquí lo que ha sucedido —continuó dulcemente—. ¿Ha sido mi madre que imploraba a Dios por mí, un espíritu celeste que me ha besado en la frente en ese mo-mento? No sé, pero el diablo ha sido vencido. Me separé de la ventana y corrí hacia la empa-lizada".

Tal es Mitia Karamázov y Gruchineka, al fin,

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lo comprende. Ella encuentra aquel día, en Mok-roi, al amante de su juventud, el polaco, que venía a buscarla. Mas no era ya el mismo. Se encuentra en presencia de un ser orgulloso y vil en quien no reconoce ya al cantor irresistible de otras ve-ces. Mitia llega de repente a la mitad de la abu-rrida velada. Como la última vez, llega con las manos llenas de dinero. Está generoso, desinte-resado y desesperado. Ab?ndona a Gruchineka al polaco en caso de que ella quiera seguirlo toda-vía. £1 se matará esta mañana porque ha derra-mado la sangre del viejo criado Gregorio, el que lo ha criado de niño y a quien cree haber matado. La segunda fiesta de Mokroi es una escena inolvida-ble. Mitia Karamázov ha subido su Calvario. Le hemos seguido por todas partes en la búsqueda vana de los tres mil rublos que quiere inexcusa-blemente devolver a Catalina Ivanovna; de esos tres mil rublos que le debe su padre y que éste ha puesto dentro de un sobre para dárselos a Gruchineka. Ahora, todo ha terminado. Ha em-pezado a gastar su suprema reserva; ha desgarrado sobre su pecho el saquito que contenía los mil quinientos rublos destinados a pagar los primeros gastos de su instalación con Gruchineka. No habrá ya hogar, no hay porvenir alguno ya para Mitia Karamázov.

Los zánganos pueden entrar y los aldeanos bai-lar. Una vez más, la última, Mitia los obsequia. Pero hé aquí que todo cambia inesperadamente. Separada de su polaco, Gruchineka se convierte en una nueva mujer, la mujer que era en el fondo;

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pero que se ocultaba mientras permanecía bajo el golpe de la gran injuria. Dice a Mitia que lo ama y no es en broma. Las palabras que uno y otro pronuncian en medio de la orgía y en el delirio, son palabras de verdad. De nuevo el ángel habla a Mitia, el mismo sin duda que retuvo antes su mano presta al parricidio. Pero este ángel tendrá en lo sucesivo los rasgos y la voz de Gruchineka. Ella dice extrañamente:

"¿Katia? ¿Aquella señorita? No, tú no has co-gido nada suyo. Indemnízala, toma mi dinero. —¿Por qué gritas? Todo lo mío es tuyo. ¿Qué importa el dinero? Lo dilapidamos sin poder impe-dírnoslo. Nos iremos más bien a labrar la tierra. Es necesario trabajar, ¿entiendes? Aliosha lo ha ordenado. Yo no seré tu amante sino tu mujer, tu esclava, trabajaré contigo. Iremos a saludar a la señorita, a pedirle perdón y partiremos. Devuél-vele su dinero y ámame .. . Olvídala. Si la amas todavía la estrangularé.. . Le sacaré los ojos con una aguja . . .

—Te amo a ti, a ti sola; yo te amaré en Siberia. —¿Por qué en Siberia? Sea, en Siberia, si tú quie-

res. ¿Qué más da? . . . Trabajaremos.. . Hay nie-ve . . . Me gusta viajar sobre la nieve. . . Me agrada el tintineo de la campanilla. . . ¿Oyes allá una que suena?. . . ¿Dónde es? Viajeros que pasan. . . Se ha callado.

Ella cerró los ojos y pareció adormecerse. Una campanilla había sonado, en efecto, en la lejanía. Mitia inclinó la cabeza sobre el pecho de Gruchi-neka. Sólo notaba que el tintineo había cesado y

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que a las canciones y a la algazara había sucedido un silencio de muerte. Gruchineka abrió los ojos.

—¿Qué hay? ¿He dormido? ¡Ah, sí, la campani-lla! . . . He soñado que viajaba sobre la nieve . . . La campanilla tintineaba y me he amodorra lo. íbamos los dos lejos, lejos. Te abrazaba, me apre-taba contra ti, tenía frío y la nieve centelleaba... ¿Sabes cómo centellea al claro de luna? Me creía en otra parte y no sobre la t ierra. . . Me despierto con mi bien amado junto a mí, ¡qué hermoso es!

—Junto a ti —murmuró Mitia cubriendo de be-sos el pecho y las manos de su amiga. De pronto le pareció que Gruchineka miraba directamente por encima de su cabeza, con una mirada extra-ñamente fija. La sorpresa, casi el espanto, se pintó sobre su rostro.

—Mitia, ¿quién nos mira? —balbuceó ella. Mitia se volvió y vio a alguien que había separado las cortinas y los examinaba. Se levantó y avanzó vi-vamente hacia el indiscreto.

—Venga aquí, se lo ruego —dijo una voz de-cidida".

Este breve vislumbre de la felicidad entre dos aflicciones es uno de los textos más punzantes que yo conozca. Una cumbre de la literatura universal; una verdad que nos concierne a todos. Ninguno, tanto como Mitia, tiene el sentido del pecado aun cuando no puede reprimirse de ceder a él con todo su cuerpo y con toda su alma. Ha sido preservado milagrosamente del más grande pecado, que hubie-ra sido el asesinato de su padre. Pero otros dos pe-san todavía sobre su alma: uno es esta estafa que ha

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cometido a costa de Catalina Ivanovna; el otro es el mazazo que ha dado a Gregorio al franquear la em-palizada. De ahí la sangre que tiene en las manos. Mas hé aquí que uno de los dos le es perdonado; tomará el dinero que le da Gruchineka para resar-cir a Catalina Ivanovna. La indignidad que el amor le había hecho cometer, el amor le pro-pone repararla. En cuanto al otro, al pecado de la sangre, seguramente le será preciso expiarlo luego. Pero la expiación ahora no le causa miedo, ya que existe un alma en el mundo que cree en él. El amor de Gruchineka, él lo siente bien, es una fe y una fe hallada de nuevo. La traición de su polaco la había hecho dudar del hombre. Ella descubre que este individuo, orgulloso, cobarde y trapacero no era digno de provocar semejante desesperación; pe-ro, al mismo tiempo, que otro era capaz de alimen-tar su nueva fe: Mitia Karamázov. El sonido de la campanilla en la noche, no obstante ser anunciado-ra del castigo, resuena con alegría en sus corazones, porque la campanilla es en sí misma algo alegre y porque todo es alegría en los instantes de alegría, hasta la anunciación de la muerte.

Ahora Mitia está entregado a la justicia de los hombres. Ninguno se ha inclinado con más inquie-tud que Dostoievsky sobre los arbitrios ele esta jus-ticia. Ya en tiempos de Crimen y castigo estudiaba el comportamiento de ella en el personaje de Porfi-rio Petrovich. Al principio de los Karamázov ima-ginaba en casa del starets Zósimo una discusión en-tre Iván y el Padre Paisius sobre la organización de los tribunales eclesiásticos; y más tarde, el mismo

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Zósimo, evocando los recuerdos de su vida munda-na, recordaba la historia de un crimen largo tiem-po ignorado e impune. La justicia de los hombres es un instrumento de Dios, falseado de mil mane-ras, pero auténtico, sin embargo. Debemos someter-nos a ella para expiar nuestras faltas, pues estas faltas no atañen solamente a Dios y a nosotros, abarcan también a la comunidad entera de los hom-bres. De ahí esta majestad que es necesario recono-cer bajo apariencias algunas veces grotescas. El is-prcivnik, el procurador Hipólito Kirilovich, el juez de instrucción Nicolás Partenovich son hombres de quienes ninguna debilidad se nos escapa. Conocemos la ternura un poco gruñona y algunas veces brutal del ispravnik, ia ambición exasperada del procura-dor que es, además, un enfermo; la gravedad fingi-da del juez de instrucción. Tampoco son descono-cidos para Mitia que ayer todavía frecuentaba las casas de ellos. Ahora, entre ellos y él está el presunto crimen. Las relaciones habituales se rompen para hacer sitio a nuevas relaciones. Ya habíamos asisti-do a esta transformación entre Porfirio y Raskólni-kov. Aquí es tanto más brutal cuanto que el crimen parece más evidente. Todo abruma a Mitia; ni un testimonio en favor suyo; y la verdad que él afirma parece inverosímil. Desde luego, no admite que se ponga en duda su palabra; se enfada. Poco a poco comprende que no es ya, en las manos de sus jueces, un hombre semejante a los demás, un igual, sino un criminal, es decir, un ser que la sociedad elimi-na de su seno y que sus agentes tratan como a un ob-

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jéto, uno de esos objetos del que su deber profesio-nal es descubrir el secreto.

Sólo Gruchineka le permanece fiel con una in-comparable dignidad, la cual impone hasta a los mismos mandatarios de la ley.

"— Agrafena Alexandrovna —dijo Mitia levantán-dose— lo juro ante Dios: soy inocente de la muerte de mi padre.

Mitia se volvió a sentar. Gruchineka se levantó, se persignó devotamente ante el icono.

— ¡Alabado sea Dios! —dijo ella con efusión, y añadió dirigiéndose a Nicolás Partenovich: —Creed lo que él dice. Lo conozco, es capaz de decir cual-quier cosa por burla o por terquedad; pero jamás habla contra su conciencia. ¡Él dice toda la ver-dad! ¡Podéis estar seguro de ello!

—Gracias, Agrafena Alexandrovna, tú me das ánimos —dijo Mitia con voz trémula".

Quedan cerca de él, es verdad, sus dos hermanos, Iván y Aliosha. Son hijos de otra mujer y cons-tituyen frente a Mitia un grupo diferente. Su ma-dre, Sofía Ivanovna, era una joven dulce, C á n d i -

da y desgraciada. Antes de su casamiento había intentado colgarse de un clavo en la despensa por-que no podía soportar el mal carácter de su bien-hechora. Pertenece a la tribu de los "humillados y ofendidos". Su último verdugo, durante los siete años que duró su matrimonio, fué Feódor Pavlo-vich. Él decía riendo: "Estos ojos inocentes n e traspasan el alma". Puede imaginarse lo que fué la ^ida de esta mujer dulce y resignada en la casa de semejante hombre, aunque el viejo criado Gre-

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gorio hubiese tomado partido por ella. Los dos hijos no han conservado de la madre más que un recuerdo muy pálido, salvo Aliosha, sin embargo, que se acuerda de un rasgo de su primera infan-cia:

"Recordaba una dulce tarde de verano, la ven-tana abierta a los rayos oblicuos del poniente; en un rincón del cuarto una imagen santa con la lám-para encendida, y delante de la imagen, su madre, arrodillada, sollozando con fuertes gemidos como en una crisis de nervios. Lo había cogido en sus brazos estrechándolo hasta ahogarlo e imploraba a la Santa Virgen, aflojando su brazo sólo para tenderlo hacia la imagen. Pero la nodriza había acudido y lo había arrancado asustada de los bra-zos de la desgraciada. Aliosha recordaba el rostro de su madre, exaltado, sublime; pero apenas le gustaba hablar de ello".

En cuanto a Feódor Pavlovich la denominaba la "poseída". Los jóvenes han recibido, sin que Feó-dor hiciese nada para ello, una instrucción bastante sólida, y, al presente, se hallan de nuevo, así como Mitia, cerca de su padre. Iván vive en casa del mismo Feódor Pavlovich y parece entenderse a ma-ravilla con él. Aliosha es novicio en el convento próximo a la ciudad. Por lo que toca a Mitia, que ha venido para arreglar definitivamente sus cuen-tas pecuniarias con Feódor Pavlovich, se ha insta-lado aparte. Es el mismo principio del libro en el sentido de que no habría drama si estos cuatro personajes no se hubieran hallado reunidos por el destino. La presencia de Mitia es muy natural;

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la de los otros dos, que han sido criados lejos de la casa paterna, se explica menos. Este encuentro evoca aquel en el salón de Bárbara Petrovna, que es el verdadero comienzo de Los poseídos. Y tam-bién, en El adolescente, el retorno a Petersburgo de Arcadio Makarovich y hasta el retorno a Rusia del príncipe Mishkin. Se dirá que Dostoievsky se preocupa poco de la verosimilitud. Convoca a los personajes que le son necesarios para la accción que ha imaginado.

Sin embargo, mirándolos desde más cerca, seme-jantes encuentros no son raros en la vida real. Pero la mayoría de los novelistas de tipo occidental ex-perimentan la necesidad de explicar lo que la reali-dad se limita habitualmente a ofrecer. Dostoievsky está detenido entre este deseo de explicar, que él guarda de sus modelos, y la intuición profunda de un misterio impenetrable a toda explicación. De ahí un determinado giro, algunas veces fastidioso, de su relato y no pocas complicaciones inútiles. Se dirá que no es "natural", como si lo natural consistiese precisamente en dar satisfacción a las exigencias de una razón que sólo comprende la superficie de las cosas. Él es desconcertante como la naturaleza y co-mo la vida. Aparte de esto, no es únicamente miste-rioso el encuentro de los tres hermanos; lo son tam-bién sus relaciones, que no pertenece al novelista des-embrollar sino tan sólo colocarlas tales como las ve. Se expone uno, en efecto, a una incomprensión total de Dostoievsky si no se admite que él es, ante todo, un vidente.

Ve y oye a Iván y a Aliosha Karamázov- Se

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limita a describírnoslos cualesquiera que hayan podido ser sus anteriores intenciones o aun las que conservaba al escribir su obra. Por eso puede ponerse en duda que si hubiera vivido más tiempo hubiese continuado viendo a Aliosha tal como lo de-seaba. En ninguna parte, quizá, tanto como en Los hermanos Karamázov es evidente que un artista de esta especie no hace lo que quiere. Iván Karamázov es uno de sus personajes más complejos. Es necesa-rio no olvidar jamás, si queremos verlo bien a nues-tra vez, que es muy joven, ha sobrepasado apenas los veinte años, y que algunas veces su sonrisa, el fue-go de sus ojos, la tez de su rostro son aún casi los de un niño. Pero es instruido y habla bien con toda la autoridad de un hombre ya maduro. Este doble aspecto de Iván lo encontramos de nuevo en su ca-rácter. Su pasión por Catalina Ivanovna es la de un joven lleno de ingenuidad y de reticencias. No qui-siera quitar la novia a su hermano, pues él tiene el sentido de una cierta nobleza moral; y como Ca-talina Ivanovna lo ama también y se encuentra en disposiciones análogas a las suyas, hay entre ellos un combate muy doloroso de generosidad y de amor propio heridos. Pero Iván Karamázov está poseído, sobre todo, por una atroz inquietud re-ligiosa.

Inquietud que tenemos el derecho de recono-cer es la misma de Dostoievsky. Iván es un sen-sual como su padre y un místico como su madre. Sería cómodo, en suma, para la bestia que hay en él que Dios no existiese. Pero, por otra parte, tie-ne bajo los ojos, en el envilecimiento de su pro-

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pió padre, a quien detesta tanto como desprecia, el resultado de una tal negación. En efecto, como le dirá Iván mismo a Smerdiakov: "Si Dios no existe, todo está permitido", e Iván Karamázov por su parte, no puede decidirse justamente a que todo sea permitido. Sabe demasiado bien qué al -menes cometería entonces, aquellos precisamente que desea, como el parricidio. Si Dios no existe, Iván será parricida. Tal es el problema metafísico que está planteado en el centro mismo del drama. Son motivos análogos a los que hicieron de Ras-kólnikov un asesino. ¿Pero cómo admitir la exis-tencia de Dios? No es el sensual quien se levanta aquí, sino exactamente lo que hay de más tierno y más elevado en el alma de Iván. Está detenido por la existencia del mal en el mundo. No de un mal cualquiera, sino del mal absoluto, que es el sufrimiento inmerecido de los inocentes. "Com-prendo la solidaridad del pecado y del castigo, pero no puede aplicarse a los pequeños inocentes; y si verdaderamente son solidarios de los delitos de sus padres, es una verdad que no es de este mun-do y que yo no comprendo". Pues la rebelión de Iván no es únicamente la rebelión del corazón humano, es, sobre todo, la de la razón que choca por todas partes con el escándalo. No existe más que el sufrimiento. "Yo quiero el perdón, el beso universal, la supresión del sufrimiento". Hay al-go más profundo todavía: Iván quiere vivir. Lo proclama con un vigor desesperado. ¿Pero no existe una antinomia esencial entre el cristianis-mo y la vida? Lo que Iván rechaza, para terminar,

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no es tanto el sufrimiento de los demás como su propio sufrimiento. Rechaza la Cruz porque ella propone al hombre un ideal demasiado elevado pa-ra su naturaleza. Y así es como somos introduci-dos en la leyenda del Gran Inquisidor, quien está en el centro del pensamiento de Dostoievsky.

No recordaré los términos de esta leyenda. Que haya contenido, en la mente de Dostoievsky, una critica del catolicismo, no es eso lo que interesa. Se trata de un juicio sobre el cristianismo mismo,

xsobre su esencia. El Gran Inquisidor reprocha a Jesús el haber rechazado las tres tentaciones en el desierto; el haber hecho imposible de este modo la felicidad de la humanidad. Porque el hombre tiene necesidad de pan, se inclina ante el poder y sufre el prestigio del milagro. En lugar de eso, Jesús pretende salvarlo recurriendo a la libertad. Sólo Cristo no ha deseado un sórdido reconoci-miento, ni temor, nii admiración. Lo espera todo de un libre dón del corazón). ¿Pero cuántos son capaces de este dón? Sólo algunos santos desgrana-dos a lo largo de la historia. Para la masa de las almas necesitadas y los corazones pusilánimes no queda en la tierra más que la continuación de sus injustos sufrimientos, y más allá, una no menos in-justa condenación. Cristo no responde. El mismo Aliosha no responde nada.

El sofisma de la argumentación reside en el hecho de que Iván deniega todo valor a un sufri-miento que no es libremente consentido. Se niega a encarar un solo instante esta hipótesis que le parece monstruosa. Bajo esta repulsa, se disimula

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en realidad la negación de otra vida trascenden-te. Una vida de la que, por otra parte, no es ne-cesario suponer que comience tan sólo para nos-otros con la muerte. Por el contrario, está escrito letra por letra que el paraíso y el infierno están dentro de nosotros. ¡Y cuántos personajes de Dos-toievsky, comenzando por el mismo Iván, no han experimentado realmente en sí mismos el estable-cimiento del infierno! Sabemos ahora cuál es la causa casi siempre de este establecimiento: es el sufrimiento injustamente infligido al prójimo. Nin-guno lo siente con más fuerza que Iván Karamá-zov. Aparece en toda la novela atormentado por esta fascinante tentación. Experimenta, como un vértigo, la atroz posibilidad. No cederá a esta ten-tación mientras subsista en él algo del espíritu de su madre, la mártir y la "poseída". Pero el demo-nio conseguirá privarle, al fin, del uso de sus fa-cultades; hacer de él un poseído en el sentido más estricto del término. Posesión que responde a la otra, como el infierno al paraíso.

La obsesión del sufrimiento injusto se explica además en el desgraciado joven por el recuerdo más o menos inconsciente de los dolores materna-les. También él quiere vengar a su madre, y cuan-do evoca otras atrocidades piensa en Feódor Pav-lovich sin nombrarlo. No quiere volverse seme-jante a su padre, cuya pesada herencia bestia] siente pesar sobre él. Y para eso no descubre más que un medio: matarlo. Pero matar al padre no está permitido, si Dios existe. Es necesario, pi es, que Dios no exista. Y se sirve, como argumento,

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del mismo sufrimiento injusto que hacía arrodi-llarse a la madre ante las imágenes santas. ¿Cuál puede ser la causa de este sufrimiento si no es Dios ni, por consiguiente, el diablo, ya que está ligada la existencia del uno a la del otro? La libertad del hombre. Se hacen sufrir unos a otros sin objeto porque no saben qué hacer con su terrible liber-tad.

Si se quiere hacerlos felices, permitirles vivir, en fin, es preciso, pues, desembarazarlos de este dón pernicioso. Éste era ya el punto de vista que desarrollaba Chigalev en Los poseídos. Sería ne-cesario seducirlos y subyugarlos y no permanecer ante ellos como alguien que espera un dón gratui-to. Cristo ha faltado a su misión. Lejos de re-procharle, como Nietzsche, el haber predicado una religión de esclavos, Iván y el Gran Inquisidor le reprochan el no haber hablado más que para el pequeño número de los elegidos. Tocamos aquí la piedra del escándalo y del disentimiento de que habla el Evangelio. Escándalo del dolor y escán-dalo de la libertad no son, en el fondo, sino un solo y mismo escándalo. El dolor es hijo de la libertad. Se puede soñar con suprimir el dolor suprimiendo la libertad. Es el sueño de todos los edificadores de Salentos y de todos aquellos que dirigen una mirada melancólica hacia la edad de oro y la primitiva inocencia. Pero esta inocencia, perdida por la libertad, no puede ser reconquis-tada más que por ella.

Ninguno ha comprendido mejor que Dostoievsky hasta qué punto es soberana nuestra libertad y

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hace de nosotros, sobre un cierto plano, los iguales a Dios. El Sumo Poder se inclina ante ella y per-manece suspendido de su asentimiento. En el fon-do, es el pensamiento de Kirílov, quien espera hacer fracasar a Dios mismo y substituirlo por su negativa. Pero otros hombres más impíos aún, co-mo Chigalev y el Gran Inquisidor, están tenta-dos de hacer lo que Dios no ha querido poique sus dones están sin arrepentimiento: arrebatar al hombre el presente fatal. Si hay que elegir entre la felicidad y la libertad, eligen la felicidad para los otros, pues para ellos mismos conservan la car-ga de la libertad. Es decir, que en su amor intem-perante por la humanidad, la desconocen y la suprimen. Pues no hay diferencia esencial entre las grandes matanzas periódicas de que habla Chi-galev y la Utopía del Gran Inquisidor. Su argu-mento es que la libertad, por definición misma, es absurda, ya que no es sino la libertad de elegir entre el bien y el mal. Lo que la razón nos de-muestra como el bien, ¿por qué quedamos libres de no elegirlo? ¿Cómo justificar esta supremacía de la voluntad sobre la razón?

Por eso se ha visto siempre al racionalismo im-pugnar el misterio, la trascendencia, a Dios mis-mo. Negándose a aceptar el Dios incognoscible, el hombre se hace a su propia semejanza, un Dios razonable: el Dios-hombre que Kirílov opone al hombre-Dios, pues no hay que engañarse sobre el verdadero sentido del gesto de Kirílov. Segura-mente es el uso supremo de la libertad; pero a condición de que se entienda por supremo tam-

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bién él último. La razón contra la libertad es el hombre contra Dios. Pero es también el hombre contra sí mismo, porque no le es posible suprimir la libertad sin decaer esencialmente en su dignidad. Es preciso, pues, aceptar el riesgo; el riesgo que ha corrido Cristo apartándose del Tentador, que ha-blaba al nuevo Adán con el mismo lenguaje que había hablado a Eva en el Paraíso terrestre. Lo que la libertad ha comprometido, la libertad sola lo rehará apoyada no sobre 'la razón sino sobre la Gracia.

Aquí percibimos la debilidad capital de Dos-toievsky. Aunque ha visto bien el misterio de la libertad, al punto de mostrarse en cierto momento como un verdadero profeta de ella, parece haber desconocido el misterio de la Gracia. En verdad da a la oración un gran papel, y sabemos, particu-larmente por los recuerdos de su segunda mujer, Ana Grigorievna, que ella tuvo también este pa-pel en su propia vida. Pero en ninguna parte ha se-ñalado que, sin la Gracia, no podría haber oración, poique sin la Gracia no hay tampoco caridad. Por lo demás, no lo ignora, ya que hace decir a Iván:

"Debo confesarte una cosa: Yo no he podido comprender jamás cómo puede uno amar a su prójimo. A mi parecer, es precisamente al piójimo a quien uno no puede amar; al menos no puede uno amarlo sino a distancia. Yo he leído en algu-na parte a propósito de un santo, Juan el Mise-ticordioso, que un caminante hambriento y aterido fué a suplicarle un día que le reanimara. El santo se echó sobre él, lo tomó en sus brazos y se puso

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a insuflar su aliento en la boca purulenta del desgraciado, infectada por una horrible enferme-dad. Estoy persuadido de que él hizo eso mintién-dose a sí mismo, en un sentimiento de amor dic-tado por el deber y por espíritu de penitencia. Es necesario que un hombre esté oculto para que se le pueda amar; luego que muestra su rostro el amor desaparece".

Es difícil marcar mejor el irreductible divorcio entre el amor y la razón. No se experimenta amor verdadero sino por un ser concreto y fuera de toda razón. El amor de una abstracción, el único que la razón tolera no es el amor; y hasta se ve que aquellos que están llenos de este amor abstracto ignoran al otro en proporción. La caridad de Cristo es una caridad concreta. Es totalmente im-posible experimentarla sin la Gracia. Iván la ha visto bien, pero Aliosha sólo le da respuestas poco satisfactorias. No obstante, si Cristo no ha venido a traernos su Gracia, Iván tiene razón en todos los sentidos: nuestros sufrimientos son absurdos y va-nos, y no hay Dios cuya existencia nos interese si no es un Dios de Gracia. Me parece que aquí estamos en el corazón mismo de la angustia dos-toievskiana.

Y, para comprenderla, nos falta ahora conside-rar al tercer hermano: Aliosha, que ha nacido de la misma madre que Iván. No hay duda de que al crear a Aliosha, Dostoievsky ha querido realizar la más alta ambición de su carrera. Lo que no ha-bía logrado por completo con el príncipe Mish-kin, lo que no estaba más que esbozado en Cha-

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tov o en Makar Ivanovich debe, por fin, apare-cer al presente en todo su esplendor. Aliosha es un joven ruso, es decir, que lleva en sí todas las taras del hombre y especialmente del hombre ru-so. No en vano es el hijo de Feódor Pavlovich. Tiene algo de este padre atroz: una potente ani-malidad que no refrena sino a duras penas. Sin embargo, se ha conservado puro no sólo de cuer-po sino de espíritu por un dón que es, si se quiere, un dón de la gracia, aunque Dostoievsky no lo de-ja entender en ninguna parte. Admito que no fue-ra ése su papel de novelista. Sin embargo, todo pa-sa como si la inocencia de Aliosha fuera un dón de naturaleza que debemos aceptar de la misma ma-nera que aceptamos la perversidad de Feódor Pav-lovich.

Esta inocencia no excluye la lucidez. Todo lo contrario. Aliosha lee en las almas como el prín-cipe 'Mishkin, y a cada minuto parece prever to-do lo que no puede impedir. Pero se abstiene de juzgar. No se puede decir que Feódor Pavlovich encuentre gracia a sus ojos. Él no lo juzga y pare-ce que, por momentos, la blancura transparente de este hijo desconcierta al inmundo viejo. Entretan-to, aquí se muestra ya la impotencia de Aliosha, Pues no puede nada por su padre, nada por na-die, parece, sino en un caso que trataremos des-pués. Todo se verifica como si, desde el punto de vista humano al menos, el cernido de los buenos y malos estuviera ya realizado. Uno piensa en esta palabra del Evangelio: "Dejad a los muertos ente-rrar a sus muertos". No parece existir oración efi-

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caz de los vivos por los muertos. Seguramente en-tre unos y otros existe una zona intermedia, una suerte de Purgatorio terrestre por donde yerran los seres como Demetrio y hasta Iván. Pero para un Svidrigáilov, para un Stavroguin, para un Feó-dor Pavlovich, para un Smerdiakov todo está per-dido sin remedio. La oración del inocente no pue-de rehacer lo que ha deshecho el sufrimiento gra-tuito que le fué infligido.

Aliosha ha entrado en el monasterio donde si-gue las enseñanzas del starets Zósimo, de quien es el discípulo predilecto. Zósimo es en el pensa-miento de Dostoievsky la figura perfecta del reli-gioso ruso, como Aliosha debía ser la del hombre ruso. Lo vemos primero en el momento en que recibe a mujeres de toda condición que vienen a poner a sus pies sus miserias y sus dolores. Estas páginas están entre las más conmovedoras de Dos-toievsky, porque ha conseguido expresar ahí todo lo que sentía de la ternura y de la piedad pro-funda de su pueblo. Nos ha reprochado frecuen-temente a nosotros occidentales, franceses en par-ticular, el no comprender nada del alma rusa. Tal como se muestra aquí me parece que podría decir-se de ella que es un alma premoderna; el alma de un pueblo para el que no hubiera habido renaci-miento y en el que vería superponerse, a una cris-tiandad medioeval milagrosamente preservada, las audacias y los excesos de un modernismo sin con-trapeso. Iván Karamázov y todos los intelectuales de su género no tan sólo coexisten con este inmen-so pueblo cristiano sino que son de la misma pasta.

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El starets va de los unos a los otros con perfecta soltura porque Cristo está en todas partes con él. Porque no hay otra palabra más totalmente huma-na que la suya y porque toda palabra humana es capaz de llegar al corazón del hombre sin distin-ción de clase ni de nivel intelectual.

El verdadero lugar donde todos los rusos pue-den aún comulgar, según Dostoievsky, es la orto-doxia y la fe en Cristo. El clima del monasterio, y en particular el de la célula del starets, es un clima fuera del tiempo y extraño al siglo. El siglo pe-netra allí en las personas de Miussov, de Feódor Pavlovich y de sus hijos; penetra con escándalo y no sabe mantenerse. Pero este escándalo no cau-sa más remolinos que una piedra arrojada dentro de un estanque, el cual, instantes después, vuelve a encontrar la calma tersa de su superficie. Zósimo es uno de esos seres a quienes nada puede ya tur-bar. Como muchos santos, ha tenido una juventud borrascosa. Siendo oficial, abofeteó a su criado la víspera de un duelo; pero fué también el origen de su conversión:

"Revivo la escena como si se repitiera: El pobre muchacho de pie, ante mí, y yo abofeteándolo a brazo partido, él con sus manos en la costura del pantalón, la cabeza erguida, los grandes ojos abier-tos, temblando a cada golpe, sin osar siquiera al-zar los brazos para protegerse. ¡Cómo un hombre puede ser reducido a este estado golpeado por otro hombre! ¡Qué crimen! Fué como una aguja que me atravesó el alma. Yo estaba como loco y el sol brillaba, las hojas alegraban la vista, los pája-

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ros alababan al Señor. Me cubrí el rostro con las manos, me tendí sobre la cama y estallé en sollo-zos. Me acordaba entonces de mi hermano Marcelo y de sus últimas palabras a los criados: "Mis bien amados, ¿por qué me servís, por qué me amáis^ ¿Soy yo digno de ser servido? Sí; ¿soy yo digno? Eso me preguntaba yo de pronto. En efecto, ¿a tí-tulo de qué merecía ser servido por otro hombre creado como yo a imagen de Dios? Esta pregunta me atravesó el espíritu por primera vez. "Madre querida, en verdad cada uno es culpable ante to-dos por todos; sólo que los hombres lo ignoran; si lo supieran sería al instante el paraíso". Señor, será verdad, pensaba yo llorando: yo soy tal vez el más culpable de todos los hombres, el peor que existe".

Se ve cuál es el fondo de la doctrina, que es el sentimiento universal del pecado. No se juzga a los culpables porque uno también es culpable y está comprendido en la misma reprobación. De nuevo encontramos aquí esta constante de Dos-toievsky: la meditación sobre los "humillados y ofendidos". La llevaba en sí antes del presidio, ya que en 1846 escribía Pobre gente, y, al mismo tiempo, la respuesta más pertinente que pueda darse a la rebelión de Iván: porque el mal existe, porque está en el fondo de cada uno de nosotros, los hombres pueden y deben amarse entre sí. Por-que hay en alguna parte niños inocentes a quie-nes se tortura yo puedo amar a todos los hom-bres comenzando por mi prójimo, pues yo me soli-darizo a la vez con las víctimas y con los verdugos:

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con las víctimas por las ofensas y las humillacio-nes que yo he sufrido; con los verdugos por las que he infligido o por las que siento que era capaz de infligir.

La humildad sola es más grande que la ofensa y puede verdaderamente borrarla. Y también yo soy culpable, dice el santo. Entonces, ¿por qué he de vengarme? El orgulloso, al contrario, se quiere puro y sin tacha. Cree poder suprimir el mal del mundo y cae en un mal peor. La razón es natural-mente orgullosa. Nos permite concebir un mundo de donde el mal sería extirpado. Pero esta razón es escasa, porque el mundo que concibe sería tam-bién un mundo de donde sería desterrado el mis-terio de lo irrazonable, que es, en suma, el miste-rio del amor. La irracionalidad es de doble sen-tido, cierto, pues hay una irracionalidad del odio no menos que una irracionalidad del amor. Uno de los más grandes descubrimientos de Dostoievsky es, precisamente, el descubrimiento de esta irracio-nalidad maldita. Ella es necesaria para contrape-sar a la otra. Si los dos abismos entre los cuales ca-mina el hombre no fueran iguales, no serían dos abismos, y no habría ya sino una apariencia de libertad. La libertad consiste en poder elegir en-tre dos absolutos; por eso ella es, fuera del tiem-po, nuestro atributo esencial.

No obstante, el perdón de la ofensa por el hu-millado no basta para borrarla. Para ello es pre-ciso también el arrepentimiento del ofensor y su expiación voluntaria. Dostoievsky fué igualmente atormentado por esta necesidad de la expiación

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y por el sentimiento de la falta. Durante cuatro años él mismo había meditado duramente sobre eso. Condenado, hubiera podido considerar la sen-tencia injusta, y rebelarse. Aceptó su cruz des-cubriendo en el Evangelio que le entregaron las viudas de los "decembristas" la culpabilidad universal. Y más adelante, de Raskólnikov a De-metrio Karamázov no vemos más que criminales que suben voluntariamente su calvario, aunque fuese injusto en apariencia. Al contrario, si Sta-vroguin está definitivamente perdido es porque se negó a honrar su propia firma, y es significativo que en la biografía del starets encontremos dos criminales que han aceptado la expiación. El pri-mero es el mismo Zósimo, que pide perdón a su criado y renuncia a la vida mundana a raíz de la ofensa de que se hizo culpable. El segundo es este hombre misterioso que ha asesinado en otros tiempos en condiciones tales que su crimen per-manece impune para siempre jamás. Pero no pue-de soportar el peso de su crimen. Habría todo un estudio por escribir sobre el remordimiento en Dostoievsky. Todo sucede como si el alma hubiese asumido una carga demasiado pesada para ella. Raskólnikov, Stavroguin, el visitador nocturno de Zósimo, son tres almas abatidas. Tienden las ma-nos suplicantes hacia las almas puras: Sonia, Ti-jon, Zósimo.

Pero estas almas puras no pueden nada sino aconsejar la expiación. Pues aunque esté escrito: "Llevad los unos las cargas de los otros", la liber-tad de cada uno, sin embargo, es a tal punto in-

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alienable que no queda para el que abusa de la suya más que hacer uso en la reparación, en sen-tido inverso, de la misma potencia. Quien fué capaz de cometer el crimen en secreto debe ser capaz también de confesarlo en público. En los tres casos es aconsejada la confesión pública, que constituye el primer paso, y el más penoso de todos, en la vía del castigo. Quien no confiesa continúa participando de la mentira universal. No puede ser salvado aun en el caso de que expíe. Las tor-turas morales de Stavroguin no lo conducirán más que al suicidio, y lo mismo las de un Svidrigáilov o de un Smerdiakov. En este infierno terrestre donde el criminal se encierra el día de su crimen hay una sola salida: la confesión, y no cualquier confesión. Ni el cinismo de un príncipe Valkovsky ni el de Svidrigáilov pueden ser redentores. Son caricaturas de la verdadera confesión. El cínico dice también: todos somos culpables, y usted, que me escucha con virtuosa indignación, usted no lo es menos que yo. Pero eso es lo contrario de la verdad de la cual toma el aspecto.

El que confiesa en la verdad se reconoce único culpable. A los otros pertenece, a su ejemplo, des-cubrir sus propios crímenes y hacer de ellos, li-bremente, la confesión. Cada uno de nosotros no es juez y responsable más que de sí mismo ante Dios y ante sus hermanos. Como tú estuviste solo en el crimen con tu divina libertad, tú estarás solo en la expiación, No esperes ninguna ayuda, ningún consuelo. Ellos se apartarán de ti como de un pestífero, porque tú los has denunciado sin

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quererlo. Para rehacer la comunidad de los hom-bres hay que comenzar por romperla. Y, no obs-tante, por una maravillosa vuelta de las cosas, en el momento en que el culpable acepta y reivindica su propia soledad, ella acaba. Hasta aquí él estaba solo entre los hombres, quienes se dejaban engañar por su falso semblante de hombre honrado. Ahora que ha arrojado la máscara, está con todos, y ellos aceptan la responsabilidad del castigo, aun cuando rechacen la del crimen. No hay prueba más deci-siva para un alma; no hay otra prueba más penosa y a la que el alma se niegue con más obstinación.

Una de las cumbres de la obra de Dostoievsky es esta escena en que el criminal oculto, a punto de ceder, vuelve a encontrar a Zósimo para ma-tarlo. Es decir, para matar a Dios. ¿Pues quién es Zósimo sino el hombre de Dios, que sabe lo que Dios ha visto, que dice lo que Dios ha dicho? Imposible escapar a esta evidencia mientras este hombre esté vivo; mientras me exponga a encon-trarlo y a ver sus ojos posados sobre mí; esos ojos por donde pasa el reflejo de mi crimen, esos ojos que testimonian. El hombre, requerido para descubrir su rostro, busca todos los pretextos. No carece de audacia contra Dios. Ahora él es cobar-de ante los hombres. Pero es su humillación mis-ma la que lo salvará. No se trata, como se ve, de rechazar el sufrimiento, sino de salir a su encuentro.

Tal es el hombre en cuyas manos se ha puesto Aliosha; el hombre que ha hecho la paz en su corazón y que la esparce alrededor de sí. No sólo

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Zósimo está en paz con todos los hombies, por-que está en paz con Dios, sino que está en paz también con todas las criaturas de Dios, los ino-centes, las plantas y los animales que no han co-metido pecado. Y, en la abnegación, está el paraíso iecobrado; este paraíso con el que en vano sueñan un Stavroguin o un Versilov. La libertad ha de-vuelto al hombre eso de que había sido privado por ella.

"En mi juventud, pronto hará cuarenta años, recorríamos Rusia el hermano Antimo y yo pidien-do para nuestro monasterio. Una vez, pasamos la noche con los pescadores en la orilla de un gran río navegable. Un joven campesino de buena cara, mirada dulce y límpida, de unos diez y ocho años de edad, vino a sentarse cerca de nosotros; se apre-suraba a llegar el día siguiente a su puesto para remar en una barca mercante. Era una hermosa noche de julio, tranquila y cálida; los vapores subían del río y nos refrescaban, de cuando en cuando un pez emergía; los pájaros se habían ca-llado, todo respiraba paz, oración. Estábamos solos, sin dormirnos, aquel joven y yo; hablamos de la belleza del mundo y de su misterio. Cada hierba, cada insecto, una hormiga, una abeja do-rada, todos conocen su camino de un modo asom-broso, por instinto; todos atestiguan el misterio divino y ellos mismos lo realizan continuamente. Vi que el corazón de aquel gentil muchacho se inflamaba. Me confió qae amaba el bosque y los pájaros que habitan en él; era pajarero, entendía sus cantos, sabía atraer a cada uno de ellos. "Nada

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vale la vida en el bosque —me dijo—, aunque, a mi juicio, todo sea perfecto." Es cierto —le respon-dí yo—, todo es perfecto y magnífico porque todo es verdad. Mira el caballo, noble animal familiar al hombre, o el buey que lo alimenta y trabaja para él, curvado, pensativo. Considera su fisono-mía: ¡qué dulzura, qué apego a su dueño, quien a menudo les golpea sin piedad; qué mansedum-bre, qué confianza, qué hermosura! Está uno conmovido de saberlos sin pecado, pues todo es perfecto, inocente, salvo el hombre, y Cristo está en primer lugar con los animales. "¿Es posible —preguntó el adolescente— que Cristo esté también con ellos?" ¿Cómo podría ser de otro modo? —le repliqué—, pues el Verbo está destinado a todos; todas las criaturas, hasta la más humilde hoja, aspiran al Verbo, cantan la gloria de Dios, gimen inconscientemente hacia Cristo: es el misterio de su existencia sin pecado. Allá abajo, en la selva, vaga un oso temible amenazante y feroz sin que él tenga conciencia de su falta. Y le conté cómo un santo, que cumplía su salvación en el bosque, donde tenía su celda, recibió un día la visita de un oso. Se compadeció de la bestia, la abordó sin temor, le dió un trozo de pan. "Vete —le dijo—, que Cristo sea contigo". Y la fiera se retiró dócil-mente sin causarle daño. El joven se conmovió al saber que el ermitaño resultó indemne y que Cristo estaba también con el oso. "¡Qué hermo-so es, cuán buenas y maravillosas son todas las obras de Dios!" Se hundió en una dulce fantasía. Yo vi que había comprendido. Se adormeció a mi

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lado en un sueño ligero, inocente. ¡Que el señor bendiga a la juventud! Oré por él antes de dor-mirme. ¡Señor, envía la paz y la luz a los tuyos!"

He querido citar todo este pasaje porque me parece capital. Alumbra de un modo singular el cristianismo ruso tal como se ha mantenido en la continuidad de los Padres griegos, con un acento verdaderamente franciscano. De lo que se trata, en conclusión, es de hacer la paz no solamente consigo mismo y con los demás hombres, sino con la naturaleza entera. Zósimo es un ser de armonía y de paz. Lo que Aliosha debe aprender en su escuela es la manera de ser él mismo un hacedor de paz, cualesquiera que sean los dramas a los cuales le será dado asistir y que él no podrá impedir. Por eso Zósimo no le aconseja permanecer en el mo-nasterio, sino que lo envía al mundo. No obstante, antes de esta partida estallará el gran escándalo que herirá el alma de Aliosha antes de estar de-finitivamente afirmado. Zósimo muere como se podía esperar que él muriese: en la piedad y en el recogimiento. Pero hé aquí que su cadáver se pone a esparcir un olor nauseabundo mucho antes que de ordinario.

Se esperaban milagros y no se tiene más que este cuerpo que huele semejante al de Lázaro. Los fieles del starets están aterrados; sus enemigos levantan ruidosamente la cabeza y se asiste a uno de esos tumultos de que Dostoievsky tiene el se-creto y que recuerdan la siniestra fiesta de Julia Mijaiiovna a beneficio de las maestras pobres. Aliosha mismo está escandalizado, porque es un

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hombre carnal como sus hermanos, como todos los hombres. Él también esperaba milagros y no ve sino un humilde despojo que se descompone. "Yo no me sublevo contra mi Dios" —dice a Rakitin, que representa cerca de él el papel del Tentador—, únicamente "no acepto su mundo". Son las mis-mas palabras de Iván cuando se disponía a leer la Leyenda del Gran Inquisidor. Aceptar a Dios no basta. Es preciso también aceptar su obra y ahí está lo más difícil. Ahora bien; hé aquí que Ra-kitin conduce al joven a casa de Gruchineka, a casa de esta mujer que levanta al padre contra el hijo. Se deja conducir porque en ese momento experimenta un abandono sin igual. La misma prueba en suma que conocieron Pedro y los Após-toles cuando Cristo, vencido y muerto, los dejó, en apariencia, solos.

Iba a casa de Gruchineka para perderse. Pero esta mujer es también una criatura de dolor y de esperanza,-Mientras Aliosha se desconoce a sí mis-mo, ella no lo desconoce y le narra la leyenda de la cebolla por la cual uno puede ser salvado. Esta entrevista con Gruchineka confirma las ense-ñanzas del starets y tiene más importancia que el fenómeno físico que, a la misma hora en la celda mortuoria, escandaliza al monasterio y a la ciu-dad. El alma de Aliosha saldrá de esta vacilación templada para las pruebas futuras. Vuelve al mo-nasterio, escucha al Padre Paisius hacer la lectura, a la cabecera del muerto, de las Bodas de Caná del Evangelio. El mismo Zósimo se le aparece como si aún estuviera vivo para anunciarle la bue-

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na nueva, es decir, que él está invitado a las Bo-das, que todos los hombres y la tierra entera están invitados a las Bodas. Al salir de la celda, Aliosha se arrodilla y besa la tierra.

"Ignoraba por qué apretaba la tierra; no com-prendía por qué hubiera querido, irresistiblemente, abrazarla enteramente; pero la abrazaba sollozan-do, inundándola con sus lágrimas y se prometía con exaltación amarla, amarla siempre. "Riega la tierra con lágrimas de alegría y ámala . . . " Estas palabras resonaban en su alma. ¿Por qué lloraba? ¡Oh!, en su éxtasis lloraba hasta por aquellas es-trellas que brillaban en el infinito y "no se aver-gonzaba de esta exaltación". Se hubiera dicho que los hilos de esos mundos innumerables convergían en su alma y que ésta vibraba "al contacto con los otros mundos". Hubiese querido perdonar a todos, no por él, sino por los otros y por todo; "los demás lo pedirían por mí". Estas palabras le volvían también a la memoria. Cada vez más sentía de una manera clara y casi tangible que un sentimiento firme e inquebrantable penetraba en su alma, que una idea se adueñaba para siempre de su espíritu. Se había prosternado débil adoles-cente y se levantó sólido luchador para el resto de sus días; tuvo conciencia de ello al instante de su crisis. Y nunca más, en lo sucesivo, Aliosha pudo olvidar este instante. "Mi alma ha sido vi-sitada en esta hora", decía más tarde creyendo firmemente en la verdad de sus palabras".

Aliosha es, pues, el hombre —el único, por decir la verdad, en toda la obra de Dostoievsky— que

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ha encontrado el sentido de su destino; que lo ha encontrado sin tener necesidad de buscarlo. La simplicidad de Aliosha es la de la naturaleza. Su himno de acción de gracias se confunde con el de todas las criaturas, de las más humildes a las más elevadas. Es algo como el paraíso recobrado, este paraíso que Dostoievsky no cesó de perseguir a lo largo de su vida. El mal que no existe ya. Las angustias de Iván están resueltas. No porque el mal en sí no prosiga sus estragos. La serenidad de Aliosha atraviesa el más obscuro drama. Mas esto no impide al himno de acción de gracias subir hacia Dios. En todas partes por donde el joven pasa, la paz está con él; una paz, por lo demás, que él raramente se muestra capaz de divi-dir con quinquiera que sea. Hé aquí a Isa, por ejemplo, la hija de la inenarrable señora Koja-kov. Ama a Aliosha y, al mismo tiempo, no puede sufrirlo. Precisamente a causa de esta serenidad que emana de todo su ser y a la que ella se niega con desesperación. Dostoievsky ha analizado a me-nudo la altivez femenina. Casi todas sus heroínas han sido heridas en su soberbia. Acordémonos de Natacha Filípovna. La mujer es a la vez potente y débil. Potente por su belleza a la que el hombre no resiste y cuyo deseo lo divide contra sí mismo y lo precipita en el crimen o en la locura. Pero, al mismo tiempo, ella es siempre una víctima. En toda la obra de Dostoievsky no se encuentra una sola mujer triunfante.

Es que esta misma belleza es una debilidad. La mujer no la posee más que para darla. En la mi-

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rada que se echa sobre ella discierne primeramente la concupiscencia. Una Natacha Filípovna, una Gruchineka, una Catalina Nikolaievna son bellas presas cuya entera vida consiste en defenderse contra una caza agotadora. Seguramente les acon-tece que encuentran el amor puro, el que no pide nada, del que tienen hambre y sed más que de otro. Pero porque son criaturas de pecado no pueden detenerse en él y corren a su perdición. Es difícil salvar a un ser contra su voluntad. Se ve bien con el ejemplo de Mauricio Nikolaievich en Los poseídosque ni siquiera puede proteger a Isabel Nikolaievna de la muerte que ella recibe en su presencia.

Ningún alma más pura, más cándida, más vir-ginal que la de Isa. Ninguna ofensa particular le ha sido hecha, con excepción de la enfermedad de la cual, por lo demás, parece que debe curar. Y nada debería ser más apaciguador para Isa que el amor de Aliosha; pero está ultrajada por el sen-timiento de su propia insuficiencia, que es el tor-mento de las almas nobles. No está segura de ser digna de lo que Aliosha le ofrece y quisiera mos-trarse indigna de ello para apartarlo de sí; muy semejante en esto a Mitia cuando trata de reba-jarse cerca de Catalina Ivanovna. Isa es una niña, A juicio de todos aquellos que lo conocieron, Dostoievsky amaba mucho a los niños, a los adoles-centes que se debaten torpemente entre el bien y el mal. No compartía las ilusiones vulgares so-bre el candor del alma infantil. Sabía más bien que todas las potencias del mal están ahí ocultas

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y esperan solamente una ocasión para manifestarse. Aliosha entre los niños es probablemente su obra maestra.

Y en primer lugar Isa y Aliosha. "Hay en us-ted algo de malo y al mismo tiempo de ingenuo", dice él. Y un poco más adelante ella dice: "Yo no quiero ser feliz". Hé ahí la palabra: los hom-bres no quieren ser felices, y ni siquiera los niños o esta adolescente que sale apenas de la infancia. La felicidad está al alcance de sus manos; pero ellos la desgarran adrede porque tienen sed de su propio sufrimiento como si comprendieran, aun esos que no tienen ya la fe, que el dolor es real-mente la única cosa que merecen. Un sufrimiento sin motivo, para nada. Isa se pilla de intento el dedo en una puerta luego que Aliosha ha salido, poique quiere sufrir y porque esta maldad que despliega es en primer término una maldad con-tra sí misma. Por eso son vanos todos los sistemas a lo Chigalev y todas las recetas de felicidad universal y automática. Ése fué, a mi parecer, el supremo descubrimiento de Dostoievsky; descubri-miento inagotable. Al que no quiere la felicidad hay que darle el amor en su lugar. Tal ha sido el gesto de Cristo y tal es la respuesta que Él hubiera podido dar al Gran Inquisidor si Él no hubiese tenido a menos el responder. El deseo desatinado del sufrimiento corre a través de toda esta obra, y aquellos que parecían escapar a él, como Aliosha o Zósimo, lo han aceptado de antemano.

El buen sufrimiento es aquel que uno acepta, el malo aquel que uno busca. Es necesario dejar

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llegar los dolores inevitables, como Cristo hacía con los niños. Pienso en el dulce Aliosha cuando trata de acudir en ayuda del desgraciado Iliucha mordido cruelmente en la mano. Este episodio no constituye una digresión, muy al contrario. El justo hace lo que puede. Salvar a sus hermanos, salvar a su propio padre, eso es superior a las fuerzas de Aliosha. El uno está tan profundamente hundido en el mal que en él ha perdido hasta el sentido del sufrimiento mismo. Cuando el alma está muerta se torna incapaz de experimentar nada. Feódor Pavlovich no sufre ya por los do-lores que inflige y, ciertamente, no desea la tra-gedia que él hace inevitable. Ciego y sordo no ve nada más que su deseo más inmediato, y se adelanta hacia la muerte como un demente. En cuanto a los otros aún pueden ser salvados; pero eso no depende ya de Aliosha. Es preciso que vayan hasta el fondo de sí mismos: el uno hasta el borde del parricidio y a la condena injusta; el otro hasta la locura y el eclipse grotesco de esta inteligencia de la que ha abusado.

En cambio, con los niños queda algo por hacer. Se puede consolar a Iliucha; se puede hacer a los demás mejores enseñándoles que hay también una realización de sí mismo en el bien que uno hace. Iliucha, el capitán Snieguiriov y toda su familia son de los humillados y los ofendidos. Hay que acercarse a ellos con infinitas precauciones, pues sus heridas están sangrando siempre. Y toda la delicadeza de Aliosha no podrá impedir, desde luego, que Snieguiriov pisotee el dinero que se le

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lleva. "¿Qué habría dicho yo a mi hijo si hubiese aceptado el rescate de nuestra vergüenza?" Los se-res desgraciados se estrechan unos contra otros; su honor está en su misma miseria y no toleran que se la toque aunque fuese para aliviarla.

"Este hombre es un pusilánime, explica Aliosha, un carácter débil, un noble corazón abatido. No ceso de preguntarme qué lo ha impulsado d'e pronto a amoscarse, pues hasta el último minuto, se lo aseguro, no sospechaba que pisotearía el dinero. Pues bien; creo discernir algunos motivos en su conducta. En primer lugar no ha sabido disimular la alegría que le causaba la vista del dinero. Si hubiera tenido modos como otros en semejantes casos, se hubiese, finalmente, resignado. Pero después de haber ostentado su alegría con demasiada crudeza, le fué forzoso rebelarse. Mire, Isa, en semejantes situaciones la sinceridad no vale nada. El desgraciado hablaba con una voz tan débil, tan rápida, que parecía reír o llorar todo el tiempo. Ha llorado verdaderamente de alegría. Me ha hablado de sus hijas, del puesto que se le daría en otra ciudad; y tras haberse desahogado ha tenido súbitamente vergüenza de haberme descubierto su alma. Al instante me ha detestado. Es de esos pobres vergonzosos cuya so-berbia es extrema. Se ha ofendido sobre todo por haberme tomado demasiado pronto por amigo suyo; después de haberse echado sobre mí para intimidarme, acabó por estrecharme en sus brazos y acariciarme a la vista de los billetes. En esta postura debía sentir toda su humillación, y en-

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tonces es cuando yo he cometido un grave error. Le he declarado que si no tenía bastante dinero para marcharse a otra ciudad se le daría más; que yo mismo se lo daría de mis propios recursos, l ié ahí lo que lo ha herido: ¿por qué acudía yo también en su ayuda? Mire, Isa, nada es más penoso para un desgraciado que el ver a toda ía gente considerarse como bienhechores... Se lo he oído decir al starets. No sé cómo expresar esto; pero lo he notado a menudo en mí mismo. Yo experimento el mismo sentimiento. Pero,, sobre todo, aunque ignoraba hasta el último momento que pisotearía los billetes, él lo presentía fatal-mente. Por eso experimentaba una tal alegría..

Ninguno ha conocido mejor que Dostoievsky la esencial dignidad del alma humana: cómo es fácil herirla, cómo es difícil después hacerla olvidar el ultraje. El único medio no es indignarse sino comprender. Este miserable amor propio es todo lo que les queda a algunos seres privados de todo. No hay que herirlos, sino salvarlos con eso, por eso, si es posible. Y tal vez es el papel que, en consecuencia, juega Aliosha cerca del capitán Snieguiriov y su hijo. Al mismo tiempo asocia a una bella obra a todos los jóvenes que lo siguen y en primer lugar a Smurov, esta figura tan inte-resante. Comprenden por instinto una cierta gran-deza; basta proponérsela. La solución de todo, una vez más, es el amor. Hay que hacerles amar a Iliucha. No se negará a que lo consuelen y lo compadezcan; pero a condición de ser amado pri-meramente. Amado, es decir, respetado en su

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dignidad esencial. En efecto, este amor que es aquel con el que Dios nos ama, resulta del des-cubrimiento en cada ser de lo que hay de único y de irreemplazable, de lo que él sólo puede dar con exclusión de cualquier otro. Para que el des-graciado no sienta alrededor suyo bienhechores, sino amigos y hermanos, es necesario que ellos tengan también algo que pedirle. Lo que estos camaradas tienen que pedirle ahora es su propia alegría.

Desde su lecho de moribundo hé aquí que Iliu-cha se convierte de pronto en jefe de la banda. Ellos han sabido que el ser más falto de todo tiene las manos llenas de riquezas. Tal es la lección que jamás deberán olvidar y que Aliosha les re-comienda para el resto de sus días. Es que los hombres pueden realmente hacer algo unos por otros, pero solamente en el mutuo amor. Hacía falta este claro de aire puro en el obscuro drama de los Karamázov. Era necesario que Aliosha con-servase este gobierno de sí mismo, este olvido perfectamente natural de sus propias penas, mien-tras su hermano era injustamente condenado a presidio; mientras Iván se debatía en la fiebre ardiente. Hacía falta esto para que los Karamázov adquiriesen su cabal significación. El entierro de Iliucha domina así no solamente los Karamázov sino la obra entera de Dostoievsky. Funerales in-finitamente tristes en la nieve; en la nieve sembra-da de flores como Versilov había soñado un día hacerlo. El pobre capitán ha vuelto a entrar en la desesperación de los pobres, de los desgraciados.

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Mas los niños están llenos de esperanza. Han aprendido que el alma humana es inmortal. Sien-ten en medio de ellos la presencia inefable de Iliucha como un rasgo de unión y como un guía. La muerte ha sido vencida esta vez; vencida por el amor.

Nos es preciso retornar ahora cerca de Mitia y de Iván. Mitia es sucesivamente confundido por todos los testigos cuando afirma no haber gastado más de mil quinientos rublos con motivo de su primera expedición a Mokroi. Si al menos la explicación que él da pareciese aceptable. ¿Pero cómo creer que haya conservado tan largo tiempo sobre su pecho la mitad de la suma que le había confiado Catalina Ivanovna? ¿Cómo creer que poseyendo esta suma multiplicase, la víspera del asesinato de su padre, las vanas gestiones que todo el mundo conoce, precisamente para procurarse tres mil rublos, es decir, el dinero que él sabía debía encontrar en la cabecera de la cama de Feódor Pavlovich? ¿Cómo explicarse sobre todo, si esta historia es verídica, que haya esperado tan-to tiempo para revelarla a la justicia y que no lo hiciese sino con extrema repugnancia? Para eso se necesitaría admitir que se puede seguir siendo hombre de honor aun cuando uno se haya hecho culpable de una odiosa malversación. Toda la de-fensa de Mitia, en efecto, está en su palabra. Mas la palabra de un acusado nada vale ante la jus-ticia humana si él no puede apoyarla sobre prue-bas palpables. Aún antes de ser condenado el

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hombre ha perdido ya el honor, pues el honor consiste precisamente en ser creído en la palabra; y si se pone en duda su palabra usted tiene dere-cho a exigir una reparación. Un acusado no puede exigir tal cosa.

Jamás había marcado Dostoievsky con tanta fuer-za la horrible situación de un acusado. Raskólni-kov, delante de Porfirio Petrovich, no cayó tan bajo. El juego era infinitamente más sutil. Aquí la opinión de los jueces está hecha de antemano y apenas la disimulan. Saben que Mitia miente, y ellos creen saber por qué miente. Es el último grado de la decadencia y Mitia se siente borrado del número de los humanos. Dostoievsky meditó mucho sobre este destierro de la sociedad, aun cuando las autoridades judiciales no fueran real-mente comprendidas. Versilov se encontraba, por ejemplo, en esta posición a raíz del misterioso asunto de Ems. Tres posibilidades subsisten ante el hombre expulsado de este modo: rehabilitarse por alguna hazaña, y es lo que intenta Versilov cuando renuncia por su propia voluntad a la he-rencia que un juicio acaba de atribuirle (pero eso no le es posible a Mitia); o caer en el cinismo más abyecto como hace un Lebedev, por ejemplo, que va proclamando él mismo su ignominia al ins-tante de ser descubierta; o bien aceptar la con-dena, aun injusta, y servirse de ella como de un instrumento de salvación. Tal será finalmente la actitud de Mitia.

El caso de Iván es más doloroso todavía que el de su hermano. Él no puede ser sospechoso para

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nadie del asesinato de su padre, ya que había partido para Moscú la víspera del acontecimiento; pero había deseado más que ningún otro la muerte del padre. El odio de Mitia hacia el padre no es nada en comparación con el que le tenía Iván. Entre Mitia y el padre había rivalidad de intereses, rivalidad amorosa. El odio estaba sobre el tono de la violencia y de la cólera. El odio de Iván está sobre el tono del desprecio, y de un des-precio tanto más profundo cuanto le es necesario admitir, sin embargo, que esta miseria es su propio padre. Es decir, una posibilidad de sí mismo. Iván no puede ver a Feódor Pavlovich sin pensar: "Yo soy su sangre y en todo momento puedo volverme semejante a él". Por eso hace falta que el padre desaparezca. Y este odio, buscando en sí mismo su propia justificación, Iván lo encuentra en el ateísmo, pues "si Dios no existe todo está permi-tido". Con todo eso, Iván no puede matar por sí mismo porque no es un hombre sanguinario. Otros ejecutarán la obra que él ha concebido y, en primera línea entre ellos, Mitia. Existe en aparien-cia una cierta amistad entre Iván y Mitia. Este último tiene confianza en Iván e Iván se muestra presto a devolverle el servicio. En realidad hace falta toda la ingenuidad de Mitia, para fiarse de él. Iván detesta y desprecia a Mitia, no por cierto a la manera que detesta y desprecia a su padre, sino porque Mitia es muy distinto de él; porque Iván ama a Catalina Ivanovna y es necesario que Mitia se deshonre completamente para que Katia consienta en amar a Iván; en fin, porque Mitia

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está designado de antemano en el espíritu de Iván para matar al padre y porque es imposible no odiar y despreciar a ese que uno carga con semejantes trabajos; ese de quien se espera que ejecute lo que uno no se atreve a hacer por sí mismo.

Iván está persuadido, pues, de que Mitia es cul-pable. Por otra parte, conviene que Mitia sea cul-pable para acabar de perderlo cerca de Catalina Ivanovna. A pesar de eso, Iván quiere salvarlo; se interesa apasionadamente por su defensa y por un eventual plan de evasión en caso de ser condenado. En realidad Iván no puede soportar, más que Raskólnikov, el remordimiento que lo carcome. Si él no es culpable de hecho, lo es de intención. Le parece, pues, justo salvar al verdadero culpable. Porque el remordimiento —al menos Iván lo cree así— no viene tanto del asesinato —¿quién podría deplorar el haber suprimido a un monstruo?— como del hecho de que Mitia, aun culpable, será condenado en una amplia medida en lugar de Iván. Además, esta actitud caballeresca no puede más que agradar a la novelesca Catalina Ivanovna, e Iván asocia a sus esfuerzos en favor de Mitia a la que poco más o menos se ha convertido en su novia.

Aprovecharse de un crimen sin haberlo come-tido; salvar al culpable como se paga una deuda, y seducir al mismo tiempo a la joven que se ama, es algo demasiado hermoso para un alma después de todo delicada como la de Iván. Sobre todo es demasiado hermoso para ser posible. De ahí las

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crecientes inquietudes de Iván, sus disputas atro-ces con Catalina Ivanovna; esa locura y ese desdo-blamiento que poco a poco ascienden en él. Pues hay finalmente una hipótesis que Iván no puede excluir: que Mitia no sea el verdadero culpable. Todo parece agobiarlo, es cierto; pero Iván sabe por su parte algunas pequeñas cosas y conoce bas-tante a su hermano para comprender, lo mismo que Aliosha, que no se tiene derecho a dudar de la palabra de Mitia más allá de un cierto punto. Iván quisiera que Mitia fuese culpable porque esta culpabilidad lo descargaría a él mismo de un gran peso. Si Mitia es verdaderamente culpable, Iván es nada, poco más o menos, en el crimen. Ha podido preverlo, ¿pero cómo impedirlo?

Desgraciadamente para Iván, existe el criado Smerdiakov que es, en realidad, el cuarto her-mano Karamázov. Smerdiakov aconsejó un cierto día a Iván partir para Moscú y le dejó entender que este viaje permitiría muchas cosas, entre las cuales, la muerte de Feódor Pavlovich. Asesinato difícil de realizar mientras Iván permaneciera en la casa y el viejo no estuviese solo. Todo eso no fué expresado, seguro, más que a medias palabras; pero Smerdiakov podía decir al final de la entre-vista: "Es agradable hablar con un hombre inte* ligente". Seguramente, Smerdiakov insinuaba que el asesino sería Mitia. No obstante hay esta con-fusión: si el asesino no es Mitia, es decir, si se da crédito a sus denegaciones, entonces no hay más que un solo asesino posible: Smerdiakov precisa-

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mente; y si Smerdiakov es culpable, Jván comparte el crimen con él.

Debemos detenernos un poco aquí, en este ex-traño personaje de Smerdiakov. Se sabe que era hijo natural de Feódor Pavlovich y de una ino-cente desgraciada: Isabel Smerdiachtchaia. La vio-lación de Isabel es sin duda el acto más crapuloso de Feódor Pavlovich. Es el crimen que engendra el castigo. La bestialidad humana puede desarro-llarse a tal punto en algunos seres que no expe-rimentan ya la necesidad de elegir, en amor, su compañera. Cualquier mujer es buena para ellos. Hasta la idiota del lugar, rodeada por otro lado de la veneración universal. Porque Smerdiachtchaia era una especie de santa que recuerda por ciertos rasgos al príncipe Mishkin y especialmente a Ma-ría Timofeievna, la coja, esposa legítima de Stav-roguin. La violación de esta muchacha fué por parte de Feódor Pavlovich un verdadero sacrilegio. Nueve meses después ella vino a morir, dando un hijo al mundo, en las estufas de su inmundo seductor. Feódor Pavlovich recogió al niño; liizo de él su criado, su cocinero, y en una cierta me-dida, su confidente.

¿Quién es, pues, Smerdiakov? En primer lugar uno de esos hombres del pueblo de quienes Dos-toievsky hablaba veinte años antes en el Diario de un escritor, que se creen superiores a su clase porque han recibido un principio de instrucción. Fué a Moscú a estudiar cocina; sacó \ algunas am-biciones cuidadosamente disimuladas y que, no obstante, estallan a pesar suyo en su manera de

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ser y en el cuidado que pone en su atavío. Smer-diakov es un pretencioso humillado por sus orí-genes, que no se siente igual a los nobles de los cuales es pariente natural; pero que abruma sin embargo con su desprecio al simple y fiel Grego-rio, que cuidó —un cuidado ingrato— de su edu-cación. En algunos detalles Smerdiakov recuerda a Arcadio 'Makarovich. No se puede saber desde luego si ama o detesta a Feódor Pavlovich; pero uno se da cuenta en seguida de que, a pesar de su aparente fidelidad, sólo puede detestarlo, porque Feódor Pavlovich lo trata con esa crapulosa des-envoltura que es su manera hacia todos esos de los cuales piensa no tener nada que temer. En cambio el criado admira a Iván. Las cínicas teorías del joven encuentran en Smerdiakov un profundo eco. Le gusta confundir delante de Iván, con su lógica implacable, la piedad un poco gastada de Gregorio. Un día, Iván dijo que si Dios no existe todo está permitido. Desde entonces basta con admitir que Dios no exista . . .

El ateísmo de Iván no ha servido, pues, única-mente para excusarlo a sí mismo del odio que tiene a su padre; es el origen del crimen. De hecho Smerdiakov es el doble de Iván; un doble inferior y repugnante que se atreverá a hacer lo que Iván mismo no tiene fuerza más que para desear. Iván no busca especialmente, cierto, la conversación de Smerdiakov a quien afecta despreciar; pero no puede evitarlo. El otro se yergue ante él en el instante decisivo como el tentador disimulado, hu-milde, sumiso e irresistible. Vacilaba en partir y

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parte bajo el consejo pérfido de Smerdiakov. Ha-bía muchas razones ciertamente para esa partida. En cierto sentido es una liberación; Iván escapa de este modo a una atmósfera que se había hecho irrespirable. Experimenta un sentimiento de infi-nito alivio cuando su coche se pone en camino; mas este mismo alivio es equívoco, pues es también el alivio de un hombre que ha tomado una de-cisión determinada y que ahora sólo tiene que esperar a que ella dé sus frutos. Alejándose de su padre, de aquella casa trágica alrededor de la cual ronda el crimen, Iván se asemeja extrañamen-te a Stavroguin, que contempla una araña roja mientras su víctima se ahorca. Todo esto no se le escapa y por eso va a ver a Smerdiakov por tres veces. Lo que espera de él es que le cargue con el crimen, pues cada vez se hace más claro en la conciencia de Iván que, si Smerdiakov ha matado, no ha sido más que un instrumento entre sus ma-nos. No habría matado si Iván no le hubiese dado autorización para ello afirmando que todo está permitido, y después mandato con su partida. Por consiguiente Iván tiene el mayor interés en que el verdadero culpable sea Mitia. Y con todo, no puede impedirse de rondar alrededor de Smerdia-kov hasta que haya obtenido de sus labios la con-fesión del crimen que ellos han cometido juntos. Smerdiakov, habiendo cumplido su obra, no es ya sino la sombra de sí mismo. Ha estado siempre enfermo, atacado de epilepsia, la enfermedad de Dostoievsky y la de Mishkin. La más seria coar-tada que puede proporcionar, y que ha bastado

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para apartar de él las sospechas de la justicia, es que era presa de una violenta crisis la noche mis-ma del crimen. Mas él había previsto esta crisis, Iván lo sabe. Era una de las causas que debían permitir a Mitia realizar el parricidio, y no se puede afirmar que fuese totalmente simulada. Smerdiakov no es un enfermo imaginario; pero tal vez la verdadera crisis siguió a la realización del crimen. Desde luego hubo simulación. Los tres diálogos entre Iván y Smerdiakov son una de las obras maestras de Dostoievsky. Tan perfecto y del mismo orden, en suma, que Edipo Rey.

Pero para comprender a Smerdiakov y el papel que representa cerca de Iván son insuficientes los datos de la psicología ordinaria. Smerdiakov y el diablo que, poco después de la tercera entrevista, se le aparece a Iván, son de la misma naturaleza. No están fuera de Iván sino en él. Smerdiakov, al matar a Feódor Pavlovich, no hace más que ejecu-tar la voluntad de Iván. ¿De qué voluntad se trata? Seguramente no de una voluntad conscien-te sino de uno de esos impulsos que no siempre somos dueños de rechazar. En la noche que pre-cedió a la partida de Iván para Moscú y en la noche misma del crimen, él se acuerda de haber salido de su cuarto y de haber espiado desde el pasillo los movimientos de su padre, abajo. Su cuerpo era ya el de un parricida y, sin embargo, no podía decidirse al acto. Entonces es cuando interviene Smerdiakov con palabras de doble sen-tido y guiños de ojos que parecen decir: "Lo com-prendo sin que usted tenga necesidad de hablarme.

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Ese favor que usted no se atreve a pedirme, que tendría horror de pedirme, yo se lo haré sin em-bargo siempre que usted quiera autorizarme para ello. Basta que usted parta, pues su presencia es un estorbo. Mientras usted esté aquí impide que el acontecimiento se produzca". A la obsequiosi-dad del criado se mezcla sordamente la insolencia del cómplice. Hubiera hecho falta entonces gol-pear a Smerdiakov, exorcizarle de alguna manera; pero Iván no supo sino partir como el otro le aconsejaba.

Ahora todo demuestra que Mitia es el único culpable. Todo salvo la voz de Aliosha, que no miente nunca. Él es quien persigue a su hermano en la misma forma que la ciudad de Tebas, atacada por la peste, persiguió a Edipo. Aliosha dice que Smerdiakov ha matado, e Iván es empujado hacia Smerdiakov como el criminal se va a rondar alre-dedor de su crimen. Smerdiakov continúa mante-niendo el mismo lenguaje sibilino que le es pro-pio. Cada conversación marca un progreso en el descubrimiento de la verdad. Por otro lado, Cata-lina Ivanovna, cegada por su amor, intenta conven-cer a Iván que Mitia es culpable. Llega hasta hacerle leer una carta de Mitia que, en efecto, parece decisiva. 'Mas Aliosha ha pronunciado pa-labras de muy distinto modo decisivas:

"—¿Te acuerdas de aquella tarde en que Deme-trio hizo irrupción y pegó a nuestro padre? Más tarde, te dije en el patio que yo me reservaba "el derecho de desear"; díme, ¿pensaste tú, entonces, que yo deseaba la muerte de nuestro padre?

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—Sí —dijo dulcemente Aliosha. —Además, no era difícil de adivinar. ¿Pero no

pensaste también que yo hubiera deseado que "los reptiles se devorasen entre sí", es decir, que De-metrio matara lo más pronto posible a nuestro pa-dre . . . y que para ello hubiese yo prestado hasta la mano?

Aliosha palideció, miró en silencio a su hermano en los ojos.

—¡Habla! —exclamó Iván—. Quiero saber lo que tú has pensado. Me es necesaria toda la ver-dad.

Se sofocaba y miraba de antemano a Aliosha de un modo ruin.

—Perdóname; yo he pensado también eso— murmuró éste sin añadir circunstancia atenuante".

De ese modo Aliosha y Smerdiakov son el do-ble espejo en el cual puede Iván contemplar hol-gadamente su alma de criminal. Por eso volverá obstinadamente junto a Smerdiakov hasta que éste le diga por fin; "Usted ha matado, usted es el principal asesino, yo no he sido más que su auxi-liar, su instrumento fiel; usted ha sugerido, yo he realizado". Tampoco es completamente verdad. En la proporción en que Smerdiakov tiene una existencia independiente, culpa a Iván para dis-culparse a sí mismo y para saciar una venganza atroz. La verdad, una vez más, saldrá de labios de Aliosha. Como encuentran a su hermano presa de un acceso de fiebre después de su vuelta de casa de Smerdiakov y de su entrevista con el dia-

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blo, le dice: "¡Hermano, reprímete: no eres tú quien ha matado; no es verdad!"

La caridad de Aliosha y el odio de Smerdiakov son igualmente clarividentes. El espíritu de Iván está como dividido entre dos mundos. De todos los personajes del drama él es el más próximo y el más alejado a la vez de Aliosha. El más próxi-mo por la sangre, ya que son del mismo padre y de la misma madre. Pero el orgullo ha perdido a Iván y ha despertado en él los monstruos ador-mecidos; el orgullo del espíritu que es, quizá, ese misterioso pecado para el cual no hay remisión. Iván es la última figura de aquella inetlligentsia de la cual Dostoievsky estaba cada vez más per-suadido de que perdía a Rusia. Si entre el hombre se interpone como un mediador el hombre del espíritu, la inteligencia multiplica las pasiones proveyéndolas de una justificación aparente. La misma nobleza de Iván no es ya sino orgullo. Si mañana quiere denunciarse en el proceso como el instigador del crimen, el diablo le dirá que ésa es también una manifestación del orgullo, Y los acontecimientos se precipitan, en efecto, para evi-tar que sea hecha justicia.

Iván está en un estado tal que no se le puede ya creer. En cuanto a Smerdiakov, se ahorca ins-tantes después de hacer la confesión de su crimen. Pues tampoco él ha matado por tres mil rublos, esos tres mil rublos con los cuales contaba para ir a establecerse en Moscú y tal vez en el extranjero; ha matado porque él creía en Iván, porque admi-raba a Iván. El ídolo acaba de hundirse. Smer-

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diakov ha podido comprobar que su héroe no era siquiera tan inteligente como él había pensado, ya que no ha sido capaz de comprender, al primer golpe, que Smerdiakov había matado por él. Y si él no ha sido capaz de ello no es por falta de espíritu, sino porque su alma retrocedía ante se-mejante horror. ¡Pero, entonces, no es verdad, pues, que todo esté permitido! De ahí que Smer-diakov haya caído en la desesperación, porque si no está permitido todo, él está perdido.

Y al dfa siguiente, en el momento en que la declaración de Iván, por incoherente que fuese, estaba a punto de quebrantar la convicción del jurado, Catalina Ivanovna se precipita. Ella no puede soportar más el espectáculo del noble héroe, víctima de su fiebre ardiente, que se sacrifica para salvar a su hermano indigno del castigo que ha merecido. Lee una carta abrumadora y acarrea la sentencia. El extraordinario gesto de Catalina Ivanovna es el del amor herido. En ese momento ella no considera y no escucha ya nada. Leería esa carta aun cuando tuviese la convicción de que Iván dice la verdad, porque ella prefiere cualquier cosa justamente a esta verdad.

Conviene que Mitia sea culpable para que Ca-talina Ivanovna pueda amar a Iván sin remordi-miento. Ella cree en él como Smerdiakov. Así es como Iván pasa a través del drama rodeado de un prestigio maléfico. La inteligencia de Iván no ha causado menos estragos que la sensualidad de su padre o la de Mitia. Nunca, quizá, el lazo sutil y profundo que une la inteligencia a la sensuali-

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dad ha sido evidenciado con más fuerza. ¿Qué habría sido de Iván si Dostoievsky hubiese tenido tiempo de acabar su obra? Hace alusión en algu-na parte a las consecuencias que para él tuvo el amor que le inspiró Catalina Ivanovna, y señala que eso podría ser objeto de otra novela. Ni si-quiera sabemos si estuvo siempre en su intención el escribirla, pero es probable. La continuación de la historia de Aliosha habría permitido sin duda la de la historia de Iván y la de la historia de Mitia. No podemos suprimirlas. No podemos tan-to menos cuanto Dostoiesvky parece haber alcan-zado con Iván una especie de extremidad. La inteligencia sólo podía redimirse por la aceptación del dolor y de la humillación. ¿Pero tiene dere-cho a imaginar que, sin la Gracia, hubiera sido capaz Iván de aceptar el dolor y la humillación? Fuera de la cual no había ya más que la desespe-ración; la misma que conduce a Stavroguin a su miserable horca.

El caso de Mitia es diferente. Acepta ser cas-tigado por el crimen que no ha cometido. En conclusión, él no fué culpable más que de arre-bato, de violencia y de pasiones desenfrenadas. Es un débil y una víctima; víctima de su herencia y de su educación. Aun en el caso de ser incapaz de soportar el castigo sabrá hacerse una vida nue-va. Por eso es digno de recibir, una vez más, en su prisión, la visita de Catalina Ivanovna y de oír estas palabras admirables:

"El amor se ha desvanecido, Mitia, pero el pa-

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sado me es dolorosamente querido. Sábelo para siempre. Ahora supongamos por un instante lo que hubiera podido ser verdad, murmuró ella con una sonrisa crispada, fijándose de nuevo en él con alegría. Ahora, nos amamos cada uno dentro de sí mismo; no obstante yo te amaré siempre y tú lo mismo. ¿Lo sabías? Oye, ámame, ámame toda tu vida —suspiró con una voz temblorosa que casi amenazaba".

Toda la crueldad de Dostoievsky reside en esta última frase dulce y amarga, y en el final de la esce-na donde se produce un nuevo encuentro entre Katia y Gruchineka. ¿Pero no es ésta la crueldad misma de la vida implacable? El extraordinario epílogo de Los hermanos Karamázov tiene dos tiempos: la visita de Katia a la prisión y el en-tierro de Iliucha.

En efecto, no quedaba ya nada por decir. La muerte de un inocente niño y el juramento de sus camaradas sobre la piedra donde había que-rido ser enterrado, contienen la desgarrante res-puesta a la pregunta hecha otras veces por Iván: ¿Para qué sirven las lágrimas y los sufrimientos del inocente? Tocante a esa "mentira que se ha transformado por un instante en verdad" —se trata del amor de Katia hacia Mitia— ¿no es la perpetua mentira de la vida misma, el cambiante manto de Maia, caído por un momento? Mitia, Iván, Aliosha, Katia, Gruchineka, todas estas almas no pueden sino dificultosamente hallarse conci-lladas un instante. Mas no importa, si este ins-

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tante es el de la verdad, pues él contará más que toda la vida absurda y mala que seguirá. Es exac-tamente lo que dice Aliosha a los adolescentes que han creído en su palabra.

De este modo a las preguntas que la obra ante-rior había hecho, los Karamázov no dan ninguna respuesta y el artista ha sucumbido en su camino porque no hay solución, o, al menos, hay una solución para el hombre, que es su propia consu-mación; pero no la hay para el novelista, quien tiene todos los derechos, salvo el de falsear la vida. La vida continúa y por eso se interrumpe la novela. ¿Qué existencia, después de la evasión, llevaron en América Mitia y Gruchineka? ¿A qué nueva vida o a qué absoluta desesperación des-pertará Iván cuando salga de la fiebre ardiente? ¿A qué imprevistos desastres el indomable orgullo de Katia la conducirá? ¿Qué llegarán a ser, por toda Rusia, los jóvenes que Aliosha agrupó un mo-mento en torno de él sobre una tumba? ¿Y el mismo Aliosha cómo llenará cerca de Isa y de sus contemporáneos, la misteriosa misión por la cual el starets Zósimo le aconsejó dejar el monasterio? Otras tantas preguntas que deben quedar sin res-puesta, a las cuales no es concebible que una con-testación satisfactoria hubiese podido darse jamás. ¿De dónde proviene esta impotencia para concluir al término de una de las obras más perfectas que se conozca? Creo que se debe a la naturaleza mis-ma de la novela en tanto que género literario. No tiene otra conclusión aceptable que la muerte,

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que es también el fin de todas las tragedias. La originalidad patética de Los hermanos Karamázov es que la vida continúa, mientras el creador su-cumbe.

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CONCLUSIÓN

No creo disminuir a Dostoievsky —al contrario-diciendo que, en conjunto, su obra es un fracaso* pero un fracaso tan fecundo que tiene para nos-otros más valor que tantos éxitos mediocres. Es un fracaso en el sentido, como acabamos de verlo, de que a la pregunta que él mismo ha hecho, Dos-toievsky no da ninguna respuesta. Jamás la novela ha sido para él una simple "descripción de las costumbres de aquel siglo". Se ha observado cómo el aspecto exterior de las cosas le interesa poco. Sólo cuentan para él las almas y lo que ellas signi-fican. En ese mundo extraño donde nos obliga a vivir todo está subordinado al alma, incluso la edad, el sexo, la condición social y hasta el ca-rácter. Desde entonces la única cuestión que se plantea es la de la salvación.

Al principio de su carrera —y cuando él mismo no había sufrido aún las grandes pruebas que le esperaban— la mirada de Dostoievsky había sido atraída y como fascinada por la desgracia de aque-llos que debía denominar más tarde Los humilla-dos y los ofendidos. Sucede que la falta de dinero, la condición inhumana que soporta el pueblo en

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las grandes ciudades rusas, en Petersburgo especial-mente, parece ser la causa de estas humillaciones y de estas ofensas. Eso no es sino una apariencia.

El hombre no recibe de las cosas humillación y ofensa, sino tan sólo de sus semejantes. No hay más que el hombre para ofender al hombre, para herirlo en su dignidad esencial. La primera intui-ción de Dostoievsky fué, pues, la incomparable dignidad de la persona humana. Ella resplandece en el rostro de los niños, en la inocente ingenuidad de la joven; está en nosotros como un reflejo del Paraíso perdido.

No seríamos tan desgraciados si no nos acordá-ramos de otra cosa, si no aspirásemos a una armo-nía para la cual estamos hechos y que no sabemos alcanzar ya. He señalado en el caso de Stavroguin y de Versilov la extraordinaria importancia del mito de la edad de oro. Uno lo vuelve a encon-trar también en El sueño de un hombre ridículo. Esta punzante nostalgia forma como la base fun-damental de toda la obra. El hombre ha nacido "hijo del sol" para la alegría. Tal es en él esta gran llama que quema. Desgraciadamente, ha apren-dido a conocer el Bien y el Mal y, al instante mismo, ha pecado. Desde ese momento la desar-monía ha entrado en el mundo. El pecado fué la primera ofensa y la primera humillación, no tan sólo una ofensa a Dios, sino una ofensa que el hombre se ha infligido a sí mismo en primer lugar. ¿Por qué el pecado? Porque Dios ha hecho al hombre un regalo fatal: la libertad.

La libertad, tal como la entiende Dostoievsky, es

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el poder soberano de elegir entre el Bien y el Mal. Sobre ella reposa la esencial dignidad del alma humana. También parece que ella es la cau-sa de todas nuestras desgracias y que si fuera po-sible suprimirla se devolvería al hombre, de una vez y para siempre, la felicidad y la armonía de las cuales se ha privado. Tal es el fin que se pro ponen, desde hace siglos, todos los teóricos ra-cionalistas, que no pueden concebir que si el hombre conociese verdaderamente el Bien y nc pudiera ya engañarse sobre su interés, no elegiría por sí mismo lo que es mejor. Bastaría, pues, arran-car a los hombres de sus absurdos prejuicios; ele varios en la luz de la razón pura para devolverles la felicidad perdida. Tal fué la ilusión del "siglo de las luces" y eseo es lo que la intelligentsia rusa ha visto en las prestigiosas ciencias de Occidente.

Parece que el mismo Dostoievsky participó, en un cierto momento de su vida, de este error contra el cual, a continuación, luchó tanto. Pero no tardó en darse cuenta de que el hombre prefiere misterio-sámente su libertad a su misma felicidad. Ése es uno de sus descubrimientos más esenciales. El hom-bre desea sufrir y hacer sufrir; hé aquí por qué elige el mal irracionalmente. Por otra parte, es necesario ver que un acto libre no puede ser sino un acto irracional. La noción del acto gratuito es inadmisible para el racionalismo, pues el racio-nalismo procede por deducciones rigurosas, de don-de toda gratuidad es necesariamente excluida. Tan-to como decir que la noción misma de libertad humana es inconcebible en un sistema racionalista

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y, por consiguiente, también la de dignidad hu-mana. Pero el novelista no es un teórico, es un visionario. No demuestra la libertad, tanto más cuanto que está fuera y por encima de toda demos-tración posible. La muestra; ella es un heuio en su obra: la roca donde choca la razón.

Eso da, a la obra entera de Dostoievsky, su carác-ter más aparente y más profundo a la vez. Quiero hablar de ese caos y de ese desorden de que él nos ofrece el ejemplo; desorden que no está única-mente en la composición de sus novelas sino en el alma misma de los personajes. Dostoievsky jamás explica, muestra siempre; y si parece dar algunas explicaciones como, por ejemplo, en el caso de Raskólnikov o en el de Iván Karamázov, estas ex-plicaciones no llegan, no pueden llegar al fondo de las cosas. En el origen de todos los dramas que ha construido, encontramos un "dato" irreduc-tible que es preciso aceptar sin pruebas: es la in-dignidad de Feódor Pavlovich o el carácter del eterno marido. Mas a partir del día en que el hom-bre ha elegido libremente el mal, se ha hecho víctima de una implacable lógica. El mal uso de la libertad la enajena al punto que no puede ya retomarla. El hombre ha dejado el paraíso de la libertad para caer en el abismo de la fatalidad.

Entregado al demonio de la avaricia y de la sensualidad, Feódor Pavlovich no podrá, en lo su-cesivo, retroceder ante nada. Al pie de la letra, él no vive ya, pero sus pasiones viven en su lugar, las cuales lo conducen adonde ellas quieren. Cuan-do Smerdiakov, en el momento de golpear al viejo,

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le dice que se incline sobre la ventana y que él mismo llame a Gruchineka, no puede ya dejar de hacer el gesto fatal, no tender la nuca a los golpes del asesino; y aquí hallamos de nuevo la atmós-fera de la tragedia antigua. Es, en lo grotesco, el mismo modo del eterno marido al buscar por todas partes una mujer para reemplazar a la que ha muerto; y acaba por encontrarla, porque le es imposible vivir sin ser engañado, como a otros sin ser pegados. Cuando semejante recurso no existe, es decir, cuando el asesino armado no se yergue detrás de él, entonces el hombre, entregado a su fatalidad, acaba en el suicidio, y ése es el caso de Svidrigáilov, de Stavroguin y de Smerdiakov. Pues no hay ya sino esta destrucción de sí mismo conforme al orden que se ha elegido.

Estamos aquí en el fondo del infierno dostoievs-kiano, en el punto en que el alma elige delibera-damente su propia perdición. Este misterio de ini-quidad es casi insondable. No obstante, parece que, en el origen, se encuentra una cierta experiencia de fastidio. El terrateniente Svidrigáilov se ha abu-rrido terriblemente. Su alma estaba en él como un bien sin dueño. Por una parte existían las viejas prohibiciones religiosas en las cuales no creía y, por otra, la nueva doctrina racionalista que pa-recía decir que todo está permitido. Entonces, para salir de la nada ha hecho el mal, no como el primer hombre para saber qué gusto tiene. Y lo mismo fué, aunque en distinta manera, en el caso de Stavroguin. Estos hombres, como no saben qué hacer con su alma, se dedican a mancillarla. De

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nuevo hallamos la ofensa y la humillación, no ya aplicadas a los demás, sino a sí mismo. Por lo demás sólo se puede realmente ofender y humillar a los otros cuando uno se ha humillado a sí mismo. Es como si algo en el hombre no pudiese sufrir, sin fastidio, el espectáculo de su propia pureza. Co-mo si cada hombre fuera dos.

Hemos visto que esta idea del desdoblamiento de la personalidad ocupa un lugar considerable en la psicología de Dostoievsky. Sin duda hay que ver en ella la consecuencia de algunas perturba-ciones patológicas de que padecía el escritor. Pero hay más que eso. En cada uno de nosotros existe la posibilidad de fenómenps análogos. El alma humana, después de la Caída, está dividida contra sí misma, de tal manera que la nostalgia del Pa-raíso perdido se confunde con la búsqueda de la unidad perdida. El tedio nace de este conflicto, de este desequilibrio entre las dos mitades de nos-otros mismos. El problema, muy bien planteado por cierto en El adolescente, sería descubrir la idea que nos unificase. Así es como Arcadio Ma-karovich quiso hacerse el hombre de una idea. La desgracia es que no sea unificante cualquier idea. Un hombre como Svidrigáilov no tiene ninsuna

o especie de idea. Por consiguiente, se deja arras-trar por la pendiente de sus bajos instintos, que es una pendiente mortal. El drama de Stavroguin y hasta el de Versilov, aunque ellos estén situados en un nivel muy distinto que Svidrigáilov o que Feódor Pavlovich, es de la misma especie. Por no haber encontrado la idea que los unificase, se dise-

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minan. Versilov va preguntando a todo el mun-do: ¿Quién soy yo? Tocante a Stavroguin tiene una tienda de Ideas para los demás, pero para él mismo no hay nada.

Que la idea de Arcadio Makarovich es insufi-ciente lo prueba toda su historia. No supo resis-tir la presencia de Catalina Nikolaievna y por ella se hizo jugador. ¿Cuál es, pues, el papel de la mujer y del amor en esta psicomaquia? La mujer es doble como el hombre, y a la vez celeste y terrestre. El hombre carnal está atraído por la mujer terrenal y entregado por ella al demonio de la sensualidad. Es el caso de Rogozhin delante de Natacha Filípovna y de otros muchos. El de-monio de la lujuria es un demonio cruel y san-guinario. Simboliza en Dostoievsky todas las fuer-zas malas de nuestra naturaleza. Todos los hom-bres perdidos en su obra son hombres sensuales y libertinos que han querido abusar de la inocen-cia. El atentado que ellos han perpetrado contra su alma no pueden impedirse de continuarlo con-tra las demás almas inocentes, siempre que ellas estén revestidas de esa vestidura carnal que excite su sensualidad. Así es como Svidrigáilov persigue a Dunia Raskólnikov. La peor ofensa que pueda sufrir el alma femenina es que su cuerpo virginal sea entregado a la sensualidad del hombre.

Hé ahí de lo que sufrió Natacha Filípovna y por eso el príncipe Mishkin reconoció inmedia-tamente en ella un alma cruelmente ultrajada; mas no un alma perdida. . . En toda la obra de Dostoievsky no se encuentra un solo ejemplo de

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una mujer que haya perdido su alma. No sola-mente Sonia Marmeládov no perdió la suya some-tiéndose voluntariamente al ultraje para subvenir a las necesidades de la familia, sino que puede decirse que la salvó por este sacrificio. Doctrina audaz, seguramente, y que los moralistas no acep-tarán sin trabajo. No se trata aquí de moral, y la falta no reside en el acto sino en la intención. La pureza es ciertamente el honor de la mujer y debe guardar este honor más que su misma vida. Mas puede imaginarse en ella un estado tal de humil-dad, un desposeimiento tal de sí misma, que sacri-fique este honor, no por sensualidad o por debi-lidad, sino por abnegación. Es la historia de María Egipcíaca. Sé muy bien que, haciendo esto, ella pone en juego su alma; pero no es para una Sonia para quien está escrito: "El que quiere salvar su alma la perderá, mas el que la pierde la salvará."

Muy distinta es Natacha Filípovna ultrajada a pesar suyo y convertida en instrumento de pla-cer en manos de su "protector". Su alma estará en adelante dividida contra sí misma. La parte terrenal y carnal está ávida de venganza. Nada es más punzante que la orgía nocturna en el curso de la cual Natacha trata con tan insolente cruel-dad a Gabriel Ardalionovich. No son ios billetes de cien rublos, el alma misma de la joven arde, y esta alma ardiente es también la que ultrajará a Aglaya. No obstante, el príncipe Mishkin sabe que en Natacha hay otra cosa: una Natacha celes-tial, y que la otra no pondría tanto encarniza-miento en perderse, si no huyese, en el lodo, de

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ese doble que ella cree mancillado para siempre. Mishkin es verdaderamente el único que Natacha haya amado, el único que Natacha podría amar si no se lo prohibiese como algo de lo cual no es digna ya. Le queda, entonces, el alma de Ro-gozhin que arde como la suya y que le trae un fin conforme a su orden: la muerte que ella busca en sus brazos. Y en cuanto a Rogozhin, el amor pesa sobre su alma como una obsesión atroz, como el obscuro rostro del destino que no le deja ya nin-guna especie de libertad.

De este modo la mujer lleva en sí la muerte y la vida no tanto para sí misma como para los hombres que se apasionan por su fatal hermosura. Ella no tiene existencia propia, pero existe en función de aquel que debe perder o salvar. Está puesta como una añagaza, como un espejuelo a las alondras, y puede suceder que el espejuelo sea roto por el fuego de los cazadores, pero es un accidente. Tal es la posición de Isabel Nikolaievna en Los poseídos y de Catalina Nikolaievna en El adoles-cente. Bellas, peligrosamente bellas, pero objetos y no sujetos del drama. Isabel es exaltada, un poco loca; su alma es el lugar de todas las con-tradicciones y de los sentimientos más violentos y más opuestos. Nada puede ella por Stavroguin si-no sacrificarle su honra de mujer en el curso de la noche más trágica y más miserable que se pue-da imaginar. A él mismo no le importa esa honra, porque ni siquiera tiene ya fuerza para desear la hermosura. Ha caído por debajo del hombre y a

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Isa no le queda otra salida que morir en el fango, sacrificada por un bruto, sobre el cadáver de la pobre loca que fué su irrisoria rival.

Catalina Nikolaievna parece más equilibrada. Ella respira salud de cuerpo y de alma. Está pro-tegida por todo un aparato social que parece sin-gularmente más sólido en El adolescente que en Los poseídos. 'Mas, en el fondo, espera del hom-bre, y precisamente de Versilov, la revelación de sí misma. Entretanto, se divierte en juegos equí-vocos y peligrosos con el joven Arcadio Makaro-vich. ¿Hace falta, pues, ver en ella el monstruo de perversidad que denuncia en sus cartas semi-dementes Versilov? En Dostoievsky la mujer es siempre la víctima del hombre, y únicamente su instinto de conservación o el deseo de venganza la hace mala. Peligrosa lo es para sí misma y para los otros, por su poder de seducción y por su co-quetería natural que es, con frecuencia, inconscien-te. Así Catalina Nikolaievna perturba, sin que-rerlo, a Arcadio Makarovich y se venga al mismo tiempo de Andrés Petrovich, que ha hecho im-posible para ella una vida normal, esa que hubiera encontrado al lado de Bioring. Del mismo modo que, en Los poseídos, Isabel no pudo responder al pobre amor, al inmenso amor de Mauricio Ni-kolaievich a causa de Stavroguin.

La mujer no se encuentra más que en un sólido encuadramiento social, en donde se instalan las viejas y extraordinarias damas, autoritarias y des-póticas, que Dostoievsky se entretiene en pintarnos

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en El jugador o en El idiota; o, además de eso, cuando ella permanece en la inocente simplicidad de la infancia. Es el caso de Sonia Marmeládov, el de María Timofeievna y, sobre todo, el de la ma-dre, en El adolescente. Esta mujer borrosa y sufri-da, cuyo amor por él Versilov no llega a decir cuál fué: muy cerca de la naturaleza y muy cerca de Dios a la vez, en una región en que no parece existir aún la distinción entre el Bien y el Mal. Mas nunca la mujer goza de esa libertad que le es propia al hombre; tan pronto como se levanta se convierte en la víctima de su fatalidad. Así Cata-lina Ivanovna en Los hermanos Karamázov, dividi-da entre Mitia e Iván.

Existe en Dostoievsky una verdadera nostalgia de la inocencia; de la inocencia nunca perdida o de la inocencia encontrada de nuevo. Mishkin es la figura del que no ha perdido la inocencia. No porque no conozca el mal; al contrario, lo ve con incomparable lucidez; pero es invulnerable, y no sin razón Aglaya lo compara al caballero pobre, pues una suerte de armadura lo protege. Por otra parte, él sabe que la Alegría existe. Parece pasar a través del drama pa&a proponer a los hombres y a las mujeres una alegría de la cual se apartan, pues es la alegría del Paraíso perdido. Es nece-sario relacionar la mística del pueblo con la misma tendencia. Seguramente Dostoievsky la compartía con buen número de sus contemporáneos y espe-cialmente con sus compatriotas. Eso es lo que ellos habían retenido de la doctrina de Rousseau. Pero

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en Dostoievsky hay más. Creyó encontrar nueva-mente esta inocencia en el seno del crimen mismo en La casa de los muertos. Estamos aquí en plena Edad Media, ciertamente una Edad Media imagi-naria y en cierto modo soñada, de la cual quiero hablar. Este pueblo, que es un pueblo de pecadores y de criminales, no ha existido jamás en ninguna parte, en ninguna época: pecadores humildes y dulces, pecadores cuyas lágrimas, sufrimiento y arre-pentimiento lavan las faltas. La santidad brota de ellos como una especie de fruto natural por-que, no obstante sus faltas, son el pueblo de Cristo, un verdadero pueblo de Dios. Así Makar Ivano-vich, que ha vendido, en suma, a su mujer, y lue-go se ha hecho "errante"; así estas mujeres que vienen a contar sus penas al starets Zósimo; así Aliosha Karamázov que no es del pueblo, pero que vuelve a él.

Sin embargo, Dostoievsky nunca olvida que esta-mos bajo la ley del pecado y que la misma ino-cencia es culpable. No siempre se puede triunfar del pecado en sí ni menos del pecado en los de-más; pero se puede siempre purificarlo por el dolor redentor. El Cristo de Dostoievsky nunca es el Cris-to de gloria, el Pantocrator de los mosaicos bizan-tinos. Es el hombre de Dolores que se ha cubierto con todos los pecados de los hombres como con un innoble manto. Tal es Aquel que pertenece al pueblo ruso devolver al mundo; Aquel que la Igle-sia romana ha traicionado. Su reino no es de este mundo, pues este mundo está entregado a las po-tencias del mal y Satán reina en él. Por eso la

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actitud esencial de Dostoievsky y de sus héroes es una suerte de desafío al mundo.

El crimen de Raskólnikov en un desafío. Él po-día aceptar el mundo y hacerse en él un puesto honorable; pero ha preferido desafiarlo. No ha po-dido soportar las consecuencias de ese desafío y de ahí que el aislamiento preceda al castigo. Este aislamiento no es tal, sin embargo, que no le per-mita encontrar a Sonia, cuya vida es otro escán-dalo y que también lleva, a su manera, un humilde desafío. El mundo triunfa en apariencia bajo los rasgos del Juez de Instrucción Porfirio Petrovich; pero es sólo en apariencia; y cuando el castigo haya hecho su obra podemos pensar que Raskól-nikov y Sonia no habrán triunfado menos del mundo que de sí mismos. Es un desafío también, aunque en sentido contrario, la actitud de Mish-kin, cuya debilidad de espíritu consiste, sobre to-do, en que viola inocentemente todas las conven-ciones mundanas. El vaso precioso que rompe con un torpe movimiento, en el curso de una violenta discusión religiosa, es un símbolo.

Y Stavroguin, por último, es el desafío y el es-cándalo mismos. Que ofenda al viejo Gaganov, que muerda en la oreja al gobernador de la pro-vincia o que revele su casamiento con María Timofeievna, en cada uno de sus actos aparece siem-pre la misma voluntad de desafío. En fin, no conozco nada más hiriente que el escándalo pro-vocado por Verjovensky y sus amigos en la fiesta a beneficio de las maestras pobres. Esta protesta desesperada contra el orden del mundo, que pare-

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ce satánica, y que lo es en algunas de sus manifes-taciones, no haría falta creer, sin embargo, que Dostoievsky la reprueba absolutamente. Ninguno ha sabido mejor que él hasta qué punto el orden del mundo es frágil y dudoso. Cuando el ilustre escritor Karmazinov tiene conciencia de esta fragi-lidad expresa la opinión misma de Dostoievsky. Si la revuelta es mala y condenable, no lo es, pues, en tanto que revuelta, sino porque ella no tiende a substituir el orden del poder por el del amor.

La ciudad que quieren fundar los rebeldes es una caricatura de la Ciudad de Dios. Pretende reemplazar lo arbitrario y ;la injusticia por la razón. Mas el hombre se mofa de la razón y pre-fiere lo arbitrario, porque prefiere el amor, y el amor es gratuidad pura, inconcebible fuera de la libertad soberana. Decir que Cristo ha querido ser amado libremente, es excesivo; ha querido ser amado y no podía serlo sino libremente. Si esta libertad, que Dostoievsky pasó su vida iluminando, no termina en el amor, termina en la destrucción. La verdadera elección no es entre el Bien y el Mal; es entre el amor y el odio. No es posible la indife-rencia. El que se aparta del amor está entregado al odio y al desprecio de los otros y de sí mismo. De ahí todas las ofensas y todas las humillaciones de que está llena la obra de Dostoievsky. La esen-cial dignidad del alma humana está en ser capaz de inspirar y de experimentar el amor en la liber-tad. Ahora bien, ese mundo por el cual no ha rogado Cristo, es un mundo sin amor. Por eso al que no ama, el mundo le es entregado en cierto

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EL CRISTIA?%'ISMO DE DOSTOIEVSKY

modo, como la ciudad a Stavroguin y a Verjo-vensky.

Contra ellos nada puede defender al inocente. Ningún milagro se producirá para salvar a la niña mancillada que está en trance de ahorcarse, o a Chatov, o a Kirílov mismo. Toda la paradoja del Gran Inquisidor, y el fondo de la doctrina dos-toievskiana, está en esta aparente impotencia del amor. El amor solamente es concebible desarma-do. Armar al amor de poder es matarlo matando la libertad, que es su condición necesaria. Por eso el cuerpo del starets huele mal, porque si no oliera, el amor escaparía a este escándalo que debe acom-pañarlo por todas partes, para que los que tienen oídos no oigan y los que tienen ojos no vean. So-nia Marmeládov se sacrificó por amor y eso no im-pidió a su familia desaparecer de la manera más horrible, así como el amor que su madre tenía por él y que él tenía por ella no detuvo a Raskólnikov al borde del crimen. Hé aquí, por fin, iluminada la trágica impotencia de Mishkin, impotencia tan-to más notable cuanto que es consciente de sí mis-ma. ¿Por qué no salva ni a Natacha Filípovna, ni a Rogozhin, ni a Aglaya? Es que unos y otros han perdido la facultad de ser amados como es debido, es que cada uno rechaza, a su manera, el amor"que le ofrece el príncipe. Natacha porque arrastra tras sí un pasado de que se avergüenza, pero no es bastante humilde para comprender que el amor es capaz de borrarlo. Ella no tiene fe en el amor y el amor supone la fe. Para salvar a Rogozhin sería pre-ciso curarle de ese desequilibrio que produjeron en

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J A C Q U E S M A D A U L E

él una brusca herencia y la presencia de Natacha. Pero su alma no le pertenece ya; ha perdido la li-bertad sin la cual es imposible acoger al amor. Fi-nalmente, Aglaya Epanchiná carece de simplicidad. Le es difícil a un rico entrar en el Reino de los Cielos, pero no le es más fácil a una mujer de mundo.

En Los poseídos encontramos dos seres "pu-ros": Kirílov y Chatov. Chatov recibió del amor la más extraña revelación, ya que por una par-te es el mismo Stavroguin quien cambió su co-razón, y por otra, su gran amor por María, su mu-jer, aunque ella lo dejase y lo traicionase precisa-mente con Stavroguin. Una de las escenas innolvi-dables del libro es el retorno de María Chatov y la bondad con que su marido la acoge y la cuida. Pe-ro lo que hay de más considerable es que Chatcv descubre la felicidad al mismo tiempo que el amor. Poco importa ahora que muera: ha conocido la plenitud sobre la tierra. Por lo que toca a Kirílov, es bueno porque ha comprendido que el hombre no puede realizarse verdaderamente sino en la ab-negación de sí mismo. No hace ya acepción de per° sonas porque no hace acepción de sí mismo. Este personaje de Kirílov es, además, uno de los más misteriosos y uno de los más inquietantes de toda la obra. Con él el ateísmo extremo alcanza la santi-dad , y uno puede preguntarse hasta qué punto Dos-toievsky no estaba dispuesto algunos días a dar la razón a Kirílov. Hay m ello una de las pendientes de esta alma inquieta y dividida. De todos modos, un diálogo trágico está entablado entre Dios y el

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