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maldororediciones Kubin El gabinete de curiosidades

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ALFRED KUBIN

EL GABINETE

DE CURIOSIDADES

AUTOBIOGRAFÍA

Traducción:Jorge SEGOVIA y Violetta BECK

MALDOROR ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizadapor los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición en lengua francesa:Le cabinet de curiosités

Éditions Allia, 1998Autobiographie

Éditions Eric Losfeld, 1962

© Primera edición: mayo 2004© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

Depósito legal: VG-739–2004ISBN: 84-933639-4-4

Maldoror ediciones, [email protected]

www.maldororediciones.eu

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EL GABINETE

DE CURIOSIDADES

dibujos de Alfred Kubinintervenidos por V.B.

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ang, calígrafo de renombre, vivía cerca de una ciudadde la provincia china de Se-tchuan. Poseía una peque-

ña propiedad, una casa situada en un pintoresco jardíncaído en el abandono. Su mujer, Niang-Niang, que habíasido muy bella en su juventud, era hija del rico granjero deun dominio imperial de la provincia vecina, y ambos vivie-ron largo tiempo felices. Fang pintaba día tras día sus cali-grafías, que con frecuencia eran máximas –destinadas a lossantuarios– que orlaba de dragones. Pintaba también bellasrepresentaciones de las ocho divinidades celestes y de losveinticuatro soberanos del infierno, que los devotos, debuena gana, entregaban al templo como ofrendas. Muypronto huérfano, aprendió la pintura con un viejo monjeque lo había tomado a su cuidado y regía el conventodonde transcurrió la juventud de Fang. Como el venerableanciano sentía que se acercaba su fin, le entregó a Fang,que entre lágrimas permanecía a su lado, un rollo en el quefiguraba el dibujo de un viejo maestro desconocido.Pintado sobre seda amarillecida, a tinta china negra, repre-sentaba un caballero y una serpiente en un paisaje desérti-co. El anciano maestro le hablaba con una voz apenas audi-ble a Fang, que lo escuchaba respetuosamente: “Estudiauna y otra vez este dibujo, intenta penetrar sin desmayo ensu prodigiosa técnica y sacarás provecho de tu perseveran-cia”. Aún tuvo tiempo de ofrecerle algún florilegio de poe-mas espirituales, y, poco después, entregó su alma.

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Fang guardó las últimas palabras del moribundo en sucorazón, como un mandamiento sagrado. El estudio deaquel dibujo y aquellos libros con espléndidos caracteresque contenían la sabiduría de tiempos pasados, le ayudó aprogresar y vivir tranquilo. Se casó joven y se instaló con sumujer en la propiedad que ésta había aportado como dote.Se aisló en aquel lugar, y era allí donde también recibía asus visitantes, que debían acudir a su morada si querían untrabajo ejecutado por su mano.Años más tarde ocurrió que una desgracia vino a turbaraquella vida tranquila: Niang-Niang llevaba mucho tiempoenferma. Cada uno de los médicos que el pintor consulta-ba le daba al mal un nombre diferente, cada uno prescri-bía sus remedios, pero nada se podía hacer. Fang acabó porcreer que su mujer estaba poseída e invocó al diablo. Esatentativa fracasó igualmente, y, después de penosos mesesde languidez, Niang-Niang, agotada, murió. El esposo, aba-tido, hizo levantar una gran sepultura. Pintó sus más bellasmáximas y dibujó las más bellas figuras de dioses sobre elféretro. Acudía con frecuencia a arrodillarse allí, para pen-sar en la muerta y en los días felices que tan rápido habíanpasado a su lado. Ella se le había vuelto absolutamenteindispensable, ella que estaba ahora ausente de su casa y desu vida. Lo que más añoraba era su alegría y veía clara-mente que, sin ella, le sería imposible continuar viviendocomo antes. Pronto iba a tener sesenta años, pero no loparecía: la piel de su cara todavía era tersa y sus ojos casta-ños aún estaban llenos de vida. Pensando que sólo unamudanza podría ayudarle, decidió pasar el resto de sus díascon su cuñado. Éste vivía muy lejos, en la ladera mongol delos montes Tannu, que se extienden del gran Altai hasta elcorazón de China.Aquel familiar dedicaba sus días a recoger y secar los frutos, y,como había oído decir el pintor, debía vivir allí muy a su gusto.

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El viaje duraría tres meses y le llevaría a regiones totalmentedesconocidas. La decisión era audaz para un hombre viejo,pero Fang no se arredró, y acabó convirtiendo su propiedaden dinero. Adquirió entonces un robusto mulo, cogió el rolloilustrado recibido en herencia, los libros del maestro, quehabía sido como un padre para él, y partió para ese largo peri-plo el día mismo de sus sesenta años.Recorrió las regiones más maravillosas, bordeó ríos larguí-simos, atravesó bosques silenciosos e interminables, asícomo ciudades florecientes. Hasta entonces, había vistopocas cosas del mundo, pero ahora ya no era capaz de gran-des esfuerzos. A menudo se agarraba, fatigado, a su montu-ra; su cara amarillecida se cubría poco a poco de numero-sas arrugas. Con frecuencia, por la noche, caía rendido,lleno del sentimiento de que los mejores momentos de suvida habían pasado. Pero la mañana lo encontraba denuevo fresco y dispuesto, y continuaba buscando su caminosin cansarse, informándose entre las gentes del lugar. Erahacia la época de la primera cosecha del té y habían trans-currido cerca de ocho semanas desde su partida. Ahoradebía franquear una montaña muy escarpada. A las tres dela madrugada, Fang, derrengado a pesar de su últimapausa, se encontraba a bastante altura en la montaña, lejosy por encima de todos los pueblos. El valeroso mulo trepa-ba lenta y regularmente la ruta de montaña que cada vez sehacía más difícil. En la cumbre, Fang vio repetidas vecessobre la pared rocosa las máximas sagradas: ¡Om mari padme

hum! que allí habían pintado en gruesos trazos azules losperegrinos budistas. Aquellas oraciones en sánscrito hacíanreferencia a la reencarnación de Buda a partir de una florde loto y significaban: “¡Om! ¡El tesoro está en el loto!Amén.” Eran los últimos signos de vida humana. A partir deallí, ya no podía hablarse de camino, el mulo llevaba a sucaballero por una sombría trocha de piedras. Sólo se veían

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allí algunas matas de hierba y pobres matorrales de hibisco,y el pintor dejaba que su montura buscase por sí misma sucamino a pasos inciertos entre las piedras inestables. El ani-mal se enfoscaba a menudo y se negaba a continuar. Fang,arrancado de sus ensoñaciones con un sobresalto, miró entorno a él. A sus espaldas, el sol estaba a punto de ocultarse.Ante él, sólo había una comarca salvaje, de infinitas colinaspedregosas por todas partes. Fue entonces cuando sintióque un raro estremecimiento le recorría la columna verte-bral. Un sentimiento extraño, y, sin embargo, familiar, pene-tró en su corazón en el instante mismo de ver una serpientede un color gris y abrillantado que, saliendo de una fisuradel suelo, lanzaba su lengua contra el mulo. Fang sacó sucorta espada, dispuesto a matar aquel reptil que le horrori-zaba y atraía a la vez, en caso de que éste se volviese peligro-so. Pero fue inútil. Como si lo hubiera pensado mejor, la ser-piente, cuyo ropaje de escamas salpicado de múltiples colo-res tenía reflejos metálicos debido al sol poniente, se deslizóbajo una piedra con un silbido que parecía una risa para susadentros. La luz del sol desapareció en el horizonte, y, casi almismo tiempo, cayó un crepúsculo pálido. El pintor, alivia-do, quiso enfundar su espada y fue en ese momento cuandosu mirada encontró por azar su propia imagen reflejada enla ancha funda plateada. La nariz anormalmente afilada, losojos hundidos en las órbitas: era la imagen petrificada de unm o r i b u n d o .Interiormente, se sentía lleno de valor y colmado de unaprofunda alegría. Pensaba en el rollo ilustrado y sabía quela serpiente era el símbolo del final de su vida. El mulo y sucaballero se perdieron entonces en las tinieblas, que ahorainvadían raudamente la región desértica.

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l guía de los creyentes, el califa Abdul Aziz, al que elpueblo llamaba la Sombra de Dios, se había retirado

como casi cada noche en estos últimos tiempos a uno delos numerosos pabellones del jardín del viejo serrallo. El“quiosco del pavo real” donde al tímido sultán le gustabapasar solo las horas que precedían a la caída de la nochese encontraba sobre las altas orillas del mar de Mármara,oculto en parte por árboles y abundantes matorrales. Elestado en el cual –trigésimo segundo príncipe del linajede los Osman– encontró el Imperio turco tras su llegada altrono era, como se sabe, tan desesperado, que hubiesehecho falta una mano particularmente enérgica y unavoluntad particularmente firme para imponer nuevamen-te el orden. La prosperidad del Islam había declinadohacía mucho tiempo, desde hacía siglos, y, del poder tem-poral del Padischah, no quedaban más que algunos vesti-gios. Los errores de sultanes y visires, las exacciones de lospachás acabaron por empobrecer los campos uno trasotro. A eso se había añadido en los últimos tiempos la avi-dez de las grandes potencias, y, nadie, a poco que estuvie-se informado, podía dudar ya del fin inminente deTurquía. Uno de los más clarividentes sobre ese punto era,además, el avisado Abdul Aziz mismo. Ante las múltiples einsuperables dificultades que necesitaría superar para sal-var una vez más a su imperio, una extraña transformaciónse operaba en el corazón del déspota. Trastocó todos losproyectos de “guerra santa” que su sed de poder habíaconcebido. Con una soberbia y sincera despreocupación,

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comprensible solamente a la luz del fatalismo de los orien-tales que creen fanáticamente en la predestinación, el sul-tán decidió –cuando las dificultades arrastraron a su paíspor la pendiente a la que son condenados los imperiosabandonados por sus gobernantes– consagrarse sólo a losplaceres a los que le daba derecho su rango de Padischah.Como hombre previsor, no pensando más que en su pro-pio futuro, reunió numerosos tesoros, recurriendo paraello a toda clase de oscuros medios. Lingotes de oro, pie-dras preciosas sin tallar, perlas de grosor y colores extraor-dinarios, magníficas armas antiguas damasquinadas fue-ron escondidas en vastos subterráneos secretos. Ta m b i é nse ocupaba, de la mañana a la noche, en desarrollar susuntuoso harén y sus emisarios debían encontrarle a cual-quier precio a las más bellas entre las más bellas mujeresde todas las provincias. Conocemos el nombre de setentay nueve de sus favoritas. Mas, el sultán comenzó a acusarfísicamente el golpe de sus placeres. Abdul Aziz no podíaocultarlo. Sobre aquel cuerpo que descansaba sobre unascortas piernas, su rostro se mantenía aún terso, los ojosbellos y las cejas notablemente tupidas, pero aunque sólocontaba cuarenta y seis años, el guía de los creyentes teníala apariencia de un sexagenario –lo que no parecía inquie-tar a sus médicos personales. Los abundantes placeres detal modo de vida reclamaban mucho sueño y como éste nollegaba, se operó una segunda transformación en la sin-gular naturaleza de aquel soberano. Repentinamente, seapartó de la sociedad e incluso de sus bienamadas muje-res. Nadie, ni su anciana madre, la sultana Validé, podíaacercársele sin arriesgarse a la pena de muerte. Así vivióen adelante Abdul Aziz, como un hombre que rechazabatodos los placeres, incluso los vinos que hasta aquelmomento no había visto con mal ojo sobre la mesa, a pesarde la prohibición del Corán. En el soberano que comen-

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zaba a buscar la soledad, apareció una tendencia opuestaal libertinaje sensual que había caracterizado el últimoperíodo de su vida.El exceso en todo parece en los asiáticos una necesidadnatural. En Abdul Aziz, el exceso se había vuelto intelectual.Pasaba la mayor parte del tiempo soñando con la época desu feliz juventud, hurgando amargamente en sus recuerdosa la búsqueda de esos momentos de felicidad lamentable-mente enterrados. Cantidad de imágenes imprecisas lo ocu-paban sin tregua, ora una jornada de caza en la que habíaparticipado al lado de su padre, ora una fiesta nocturna a laque había asistido en compañía de francos, fiesta a la queactualmente se negaría a asistir. Permanecía sentado bajo latechumbre de su “quiosco del pavo real” en una actitudmeditativa, una vez más apoyado sobre los suaves cojines desu otomana, abandonado a la vaga luz de una visión inte-rior, en tanto que a lo lejos discurría el Bósforo y el débilcanto de un pájaro que se adormecía llegaba hasta susoídos. En ese momento se le apareció, vestida con un velodelicado, la imagen prodigiosamente bella de aquella extra-ña esclava, muerta en plena juventud, que le hizo conocerpor vez primera los placeres del amor. Había sido su her-mana Djemila quien se la había ofrecido. Mucho tiempohabía pasado desde su muerte, pero su imagen giraba denuevo sin ruido, ante aquel hombre envejecido prematura-mente, con aquella extraña e incomparable danza que anta-ño había encendido la sangre del príncipe. “¡Quédate!”,musitó el sultán reclinando su cabeza sobre un cojín.Pensaba aún en la aparición que comenzaba a desvanecer-se cuando sucumbió al más largo sueño que jamás se hayavisto. Sus servidores permanecieron cerca de él, aun cuan-do siguió sin recobrar la conciencia.Ocho días más tarde, Abdul Aziz fue destronado y muertopor manos criminales.

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