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Mar Muerto limpiar - Tu librería de literatura fantástica en la red · la cara de Alan. Antes de que todo comenzara, nunca había disparado contra nadie en toda mi vida. Ni una

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CAPÍTULO UNO

No le volé los sesos a aquella puta hasta que empezó a comerse la cara de Alan.

Antes de que todo comenzara, nunca había disparado contra nadie en toda mi vida. Ni una sola vez. Y nunca empuñé un arma hasta pocas semanas antes de la Venganza de Hamelin. Joder, ni siquiera llamaba putas a las mujeres, pero aquella lo era. Y yo tenía una pistola en la mano.

Y le disparé.Esa cosa, esa... plaga cambió a la gente. No solo a los muertos,

sino a todo el mundo. Y me cambió a mí, ahora soy una persona diferente... Hazme caso, no sabes de lo que eres capaz hasta que te encuentras en una situación imposible, así que nunca digas nunca. El instinto de supervivencia es un verdadero hijo de puta, y cuando te encuentras con la espalda contra la pared, todo cam-bia. Todo. Lo sé. Cambió para mí. Lo cambió todo para mí.

Me llamo Lamar Reed, y así es como se acabó el mundo.Comenzó con las ratas. Hace un mes surgieron de las cloacas

como un enjambre. Bueno, quizá enjambre no sea la palabra adecuada. Enjambre sugiere velocidad, rapidez, y las ratas eran de todo menos rápidas. El primer ataque tuvo lugar en Nueva York, a esa hora en la que todo el mundo termina de trabajar. Imagínatelo. Aceras bullendo de actividad, multitudes apresu-rándose hacia el metro, el tren o el autobús, calles ahogadas con atascos, taxis entrando y saliendo del río de tráfico, bocinas atronando el aire, alcantarillas rebosando animales que los ca-miones aplastaban. Y entonces, en medio de todo ese caos, las ratas salen lentamente por una rejilla de la calle 31 y atacan a la gente... se suben por las piernas, arañan estómagos con esas patitas de garras afiladas, clavan sus amarillentos incisivos en mejillas, muslos y cuellos, en cualquier parte donde encuen-tran un pedazo de carne blando. Las ratas se alimentan.

Y las ratas están muertas, me olvidaba mencionarlo. Que las ratas ataquen masivamente a los peatones ya es bastante

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raro. Pero es que además eran ratas muertas, con tripas col-gando, con patas y colas deterioradas, con grandes y ulcerosas heridas infestadas de gusanos en sus costados. Carne podrida desbocada.

Oh, al principio no lo supimos. Recuerdo que me enteré por las noticias de la tele aquella misma tarde. Sentado en mi sofá en Baltimore Este, comiendo salchichas ahumadas directamen-te del envase y haciendo caso omiso del montón de facturas impagadas, preguntándome cuándo me cortarían la tele por cable por falta de pago y pensando dónde estaría mi cheque del paro. La cartera aún no lo había traído y las cosas se esta-ban poniendo difíciles. Semanas antes había conseguido algo de pasta, pero todo se lo llevó la hipoteca. Fue como tapar el agujero de una presa con un dedo, mientras aparecen docenas de agujeros más a tu alrededor.

Las noticias captaron mi atención a causa de lo raro de la situación. ¿Ratas atacando a personas? Cosa de locos. Pero los primeros datos empezaron a demostrar que eran ratas muertas. No muertas como cuando un agente de bolsa abre la ventana y se lanza al vacío, no, sino muertas como en los muertos vivien-tes. Esa mierda daba escalofríos. La gente se mofaba, los exper-tos acudían a los medios y las autoridades se negaban a hacer cualquier comentario. Las cadenas por cable emitían imágenes en directo. La MSNBC lo llamaba “disturbio”; la CNN espe-culaba sobre un posible ataque terrorista; y no sé lo que decía Fox News porque no conocía a nadie que viera Fox News. Lo que parecía claro era que nadie sabía qué cojones pasaba. Los hospitales de Nueva York estaban llenos de viandantes lesiona-dos; la mayoría a causa de los mordiscos, pero muchos habían resultado heridos en el caos resultante, pisoteados por la gente que huía. Otros sufrían de ataques al corazón debidos al estrés. La gente mordida estaba realmente enferma. Y murió. Y poco después volvió. Como las ratas.

Estaban muertos, pero volvieron.Los medios lo llamaron la Venganza de Hamelin. Acuña-

ron el nombre desde el principio. La Venganza de Hamelin: el regreso de las ratas que el flautista se llevara con él. En el

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cuento, cuando el alcalde se negó a pagar, Hamelin —bue-no, el flautista—concibió otro plan, llevarse a los niños del pueblo... o eso decían. Nadie se molestó en aclararle a los me-dios que Hamelin era el nombre del pueblo, no del flautista. No importaba. En su versión, la Venganza de Hamelin era cuando el flautista decidió desquitarse. Se llevó a los niños y devolvió las ratas al pueblo. Ahora, el cuento se había hecho realidad. Las ratas habían regresado, sí. Y habían desatado el infierno. Como el versículo de la Biblia, o la canción, o lo que fuera. El infierno.

A medianoche, los hospitales de Nueva York se convirtie-ron en mataderos. Como ya he dicho, los infectados murieron y regresaron. Y, tío, regresaron hambrientos. Regresaron con-vertidos en zombis. El secretario de prensa de la Casa Blanca utilizó esa palabra en una de sus conferencias. Hasta entonces, los medios llamaban caníbales a los atacantes. Pero cuando el gobierno lo confirmó, la palabra de moda fue zombis. Y ata-caron a los vivos igual que hicieran las ratas. Mordiendo, des-garrando y alimentándose de la carne de los vivos. Las vícti-mas que lograban huir a pesar de las heridas enfermaban de la Venganza de Hamelin horas después, como les había ocurrido a sus atacantes. Morían y volvían. Pero, ¿y los que eran despe-dazados? ¿Y los que terminaban —al menos, en gran parte—en los estómagos de los zombis? Bueno, pues lo que quedaba de ellos también regresaba. Los zombis no necesitan brazos, piernas u órganos internos. Mientras les quede cerebro, algo que controle sus impulsos y funciones motoras, el resto vuelve. Una presentadora de la CNN abandonó el plató después de que emitieran imágenes de un cadáver sin brazos vagando por las calles, arrastrando sus intestinos tras él como si fueran una ris-tra de salchichas. Pudieron oírse sus sollozos fuera de cámara, mientras un productor o un técnico le rogaba que volviera a su mesa y siguiera con el informativo. No lo hizo.

El caos se extendió por los cinco distritos. Al amanecer, la Guardia Nacional cerró Nueva York y la declaró en cuarente-na. Bloqueó los puentes y los túneles, y dejó que la gente mu-riera dentro. Unos cuantos soldados incluso dispararon contra

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los que intentaban escapar, los tirotearon bajo la suave luz del amanecer. Los medios aseguraron que era por el bien del país. Toda Nueva York fue declarada zona contaminada, nadie po-día entrar o salir... pero la Venganza de Hamelin escapó. La Venganza de Hamelin le dijo a las barricadas, a los soldados y a los carteles de cuarentena que se jodieran. Y la enferme-dad se expandió como un incendio en California. Aparecie-ron casos en Newark, Delaware; después en Trenton, Nueva Jersey; y, posteriormente, en Filadelfia. A la tarde siguiente ya había llegado a Baltimore. Se declaró la ley marcial en todo el país y se movilizó al ejército, pero fue como bañar de colo-nia a un cerdo. Las tropas eran buenas matando zombis, pero no podían matar la enfermedad. Bastaba un mordisco de una boca infectada. Y podías infectarte incluso sin ser mordido: una gota de sangre proyectada por el agujero de salida de una bala, el pus de una herida abierta salpicándote en los labios o en los ojos durante un ataque zombi... Bastaba con eso. En-fermas, mueres y vuelves. La gente que moría de un ataque al corazón, de cáncer, apuñalada o en un accidente de coche, se-guía muerta. Pero cualquiera que entrara en contacto directo con un zombi, cualquiera que se infectara, se unía a las filas de los muertos vivientes.

Y esas filas se incrementaban rápidamente. Primero las ratas, después la gente. A la semana siguiente, la enfermedad saltó a los perros y a los gatos. Y a otros animales. Por televisión dijeron que en Lancaster, Pennsylvania, una vaca atacó a un granjero amish. Suena divertido hasta que lo piensas un rato; después se convierte en una pesadilla. Ganado zombi. Esta vez la hambur-guesa te come a ti, protagonistas Lou Diamond Phillips y Mr. T. Parece una de esas horrorosas películas que emite el canal SyFy.

En las colinas de Hollywood, una manada de coyotes muer-tos despedazó a una madre y a su bebé. Una mierda horripilan-te. En Montana, un rebaño de cabras zombis devoró las manos de un cabrero. Un oso no muerto sembró el caos en una auto-pista de peaje de Ohio. Al menos, la enfermedad no se propagó a las aves. De haberlo hecho... Bueno, durante años habíamos estado preocupándonos por la gripe aviar. La idea de que las

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aves contrajeran la Venganza de Hamelin era terrorífica por-que hay pájaros por todas partes. No importa donde vayas, siempre ves pájaros. No hay ningún sitio donde puedas huir, donde ellos no puedan encontrarte. Las aves no se contagiaron, al menos que sepamos, pero muchos otros animales lo hicie-ron. No todos, pero suficientes. Las ovejas sí, pero los cerdos no. Los caballos eran inmunes, pero las vacas no. Simios: muerte equivale a zombi. Ciervos: sus muertes eran al viejo estilo.

Y, por supuesto, algunas especies que al principio parecían inmunes, al final terminaron contagiándose. Las ardillas no parecían afectadas, lo que resultaba extraño, ya que en el fondo son ratas con colas esponjosas; pero eso duró poco. Con tanto salto entre especies, no había manera de detener la enferme-dad. Todo sucedió muy deprisa. Cayeron Norteamérica, Sud-américa y Canadá. De ahí, la Venganza de Hamelin cruzó el océano e infectó Europa, Asia y el continente africano. Des-pués, descendió hasta Australia. Lo último que vimos antes de que la electricidad fallase, fueron unas imágenes granulosas de un millón de ratas abalanzándose sobre un millón de seres humanos en Bombay, India.

De repente, ya no tenía que preocuparme de las facturas sin pagar o de que la policía descubriera que fui uno de los que robaron el concesionario Ford durante la prueba de compra de un modelo. Ya no tenía que pensar si tendría las pelotas sufi-cientes para volverlo a hacer. Había cosas más importantes de qué preocuparse, como seguir vivo y no ser devorado por mis vecinos, o no ser tiroteado por algún cabrón subnormal.

Porque no solo teníamos que vigilar a los zombis. Si el Pre-sidente, el Consejo de Seguridad Nacional, los Centros de Control de Enfermedades y el resto del gobierno hubieran ac-tuado rápidamente, quizá nada de esto hubiera pasado. Pero no lo hicieron. Como en Pearl Harbour, el 11-S, el huracán Katrina, y todos los demás desastres nacionales. Cuando se vio enfrentado a una crisis inimaginable, el gobierno no supo responder de una forma eficaz y a tiempo. Quizá no pudo. Quiero decir, seguramente no hay un manual de instruccio-nes para saber qué hay que hacer cuando los muertos resuci-

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tan y se dedican a comerse a la gente. No es el tipo de cosas para las que se preparan planes de actuación. Es un escenario inimaginable.

Pero aquello no era producto de la imaginación. Era real.En las semanas siguientes, surgieron otros peligros además

de los zombis. Saqueadores y bandas armadas recorrían las ca-lles. La policía y la Guardia Nacional disparaban indiscrimi-nadamente a los muertos y a los vivos, y los Estados Unidos regresaron a los tiempos gloriosos del viejo Oeste. Cosas como la inocencia o la culpabilidad no importaban. La única ley en boga era la ley del revólver. Evacuaron Washington D.C., y en-viaron al Presidente, a todo su gabinete, y a todos los que traba-jan en la Casa Blanca y el Senado, a búnkeres subterráneos de Virginia, Maryland y Pennsylvania. Se suponía que desde allí podrían seguir gobernando el país. No pudieron, claro. Todo se desmoronó.

Nuestras ciudades y nuestros pueblos parecían Somalia o Beirut. Bueno, para ser sincero, mi barrio ya lo parecía antes de la Venganza de Hamelin. Ahora, la única diferencia era que el resto del país descubrió lo que significaba vivir en un gueto. En vez de pandillas de drogadictos enganchados a la meta o al crack, teníamos pandillas de pistoleros y zombis. No era muy diferente porque, como siempre, la policía seguía sin aparecer cuando la llamabas.

Recuerdo una conferencia de prensa con el ministro de Asun-tos Exteriores. Sudaba como un cerdo y parecía muy nervioso, aseguró a los periodistas que el presidente Tyler, el vicepresi-dente y los miembros del gobierno estaban bien, que la crisis pronto acabaría, que todo volvería a estar bajo control y que la sociedad recuperaría la normalidad. Hasta entonces, la ley mar-cial seguiría como medida de precaución.

Pero nadie restableció el orden. Mandaba aquel que fuera más efectivo con las armas, y este cambiaba cada minuto. La gente no aspiraba a que curasen la enfermedad ni impidieran su propagación, solo a no ser devorada por los zombis. Siem-pre se había preocupado por sus carreras o sus familias, por sus programas favoritos de televisión y lo que hacía su actor

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hollywoodiense preferido. Ahora, lo único que importaba era seguir vivos. Y lo peor era que, si les preguntabas, ni siquie-ra sabían porqué se molestaban en resistir. ¿Importaba? ¿Para qué? ¿De qué servía? Los zombis eran muchísimos más que los vivos. ¿Por qué no rendirse o pegarse un tiro? Como dije antes, el instinto de supervivencia es un hijo de puta. Haces lo que tienes que hacer, incluso aunque no sepas por qué.

Algunos tenían aspiraciones más elevadas, por supuesto. Cuando la sangre inunda las calles, existen más posibilida-des de hacer dinero. Es la eterna ley del gueto, y el mundo la aprendió deprisa. Las acciones, los bonos, la mierda como esa eran inútiles. Lo que importaba era la pasta en metálico, y los precios abusivos eran frecuentes. Cinco pavos por un litro de gasolina o una botella de agua. Y cuando el dinero en metálico también perdió su valor, se impuso el trueque. Tu mujer —o tu hija—a cambio de lo necesario para sobrevivir.

La locura aumentó. Quemar a los muertos se convirtió en una ley no escrita, pero las hogueras o los crematorios no bas-taban. En las últimas noticias que vi por la tele, un guardia nacional había ordenado disparar contra los civiles; fue acusa-do de asesinato y saqueo. En Miami, los zombis invadieron el aeropuerto. Un popular predicador televisivo se suicidó ante las cámaras, asegurando que había llegado el día de la Resu-rrección de los Muertos. En China se fundió un reactor nuclear. Chicago y Phoenix ardían. Los militares se retiraron de Nueva York tras perder el control y admitir su derrota.

Más y más gente moría cada día. Y volvían. Y cada día éra-mos menos y menos. Fue un verano muy cruel.

Yo me quedé en casa. No tenía familia, mi madre había muer-to hacía años de cáncer de mama. Nuestro seguro no sirvió de nada. Aunque la verdad es que poco podían haber hecho. Le encontraron un bulto durante un examen rutinario y, tres meses después, ya estaba muerta. Y nunca conocí a mi padre. Mi madre solo me dijo que era un inútil, eso es todo lo que le pude sacar. “Mamá háblame de papá”. “Era un inútil”. Tuve un hermano, Mar-cus, que vivía en California. Hacía años que no lo veía y, cuando los teléfonos dejaron de funcionar, no tuve modo de contactar

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con él. No tenía una relación seria hacía mucho, desde que mi pareja, Louis, se trasladó a Nueva Orleáns. Por ese lado, no tenía nada de qué preocuparme, así que me escondí. En casa estaba a salvo y no tenía razón para salir de allí.

El mayor problema con el que me enfrentaba era el paso del tiempo, el tener que quedarme en casa todo el día y toda la no-che sin televisión, X-Box o mierdas así. Tuve que buscar formas de mantener la mente ocupada porque si no me deprimía y empezaba a pensar en salir a la calle, buscar un zombi y dejar que me mordiera. La soledad fue lo peor, por eso me alegré al descubrir que Alan estaba vivo y que podíamos unirnos, aun-que él fuera desesperadamente hetero.

Alan era mi vecino, un tipo bastante decente. Trabajaba en en la misma fábrica que yo, y lo despidieron como a mí. Se apuntó en una agencia de trabajos temporales y unos días tra-bajaba y otros no. Le conseguían toda clase de empleos raros, como controlar el tráfico y cargar camiones. Y nunca dejó que las circunstancias lo abatieran, siempre permaneció alegre y jovial. Cuando se trasladó a mi casa —la suya era mucho menos segura—, mi soledad desapareció.

Pero, con el tiempo y su presencia, los víveres también fue-ron desapareciendo más deprisa de lo que suponíamos. Sin electricidad, la comida del frigorífico se estropeaba con faci-lidad, y la cocina olía igual que los zombis. Seguía teniendo mucha cerveza y comida enlatada y empaquetada. Y también mucha agua. Meábamos en las botellas vacías para conservar el agua de las cisternas; en caso de necesidad, siempre podría-mos beber de ellas.

Cuando se nos acabó la comida, tuvimos que salir fuera. Fue cuando participé en el saqueo de un local de la cadena Safeway. Sí, sé lo que estarás pensando: negro, gay, cerca de la treintena... normal que saqueara un supermercado. Pues que te jodan, no fue por eso. Vivía en una casa antigua, de esas construidas en fila, en medio de Druid Hill Park. Era un puto estercolero. En invierno teníamos que meter pedazos de tela en las grietas y tapábamos con plástico las ventanas para pro-tegernos un poco del frío. Durante mi infancia, mis mascotas

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fueron las cucarachas. El vecindario era sucio: basura en las aceras y terrenos no edificados, cubiertos de hierba muerta y trozos de vidrio. Vi como mis amigos eran tiroteados en las calles, vi su sangre secarse en las aceras, vi a los polis y a los curas encogerse de hombros en resignada conmiseración. No les importaba, no le importaba a nadie. El único momento en que se nos tenía en cuenta era durante las elecciones... o cuando un blanco rico era asesinado. Pasé mi infancia rodea-do de mierda. Cada vez que quería salir a jugar, tenía que ir apartando a patadas los viales de crack. Las drogas estaban por todas partes. Y el crimen también. Era una forma de vida, pero yo no caí en esa mierda. Seguí en el colegio, conseguí un trabajo, nunca me drogué, nunca me emborraché, nunca le robé nada a nadie. Como ya he dicho, hasta aquel atraco no había empuñado un arma en mi vida. Y no me siento orgu-lloso de ese incidente. Así que métete tus estereotipos en el culo, tío. Soy un tipo educado. No fui a la universidad, pero acabé el instituto. Fui a clase y conseguí mi diploma al viejo estilo. Leía mucho y veía el Discovery Channel. No hablaba como un pringado, ni sentía la necesidad de emular a nin-gún rapero. Apretaba los dientes cada vez que algún conocido blanco bien intencionado se dirigía a mí en una fiesta, cuando la conversación versaba sobre baloncesto, las compensaciones a los antiguos esclavos, la carrera de Colin Powell hacia la presidencia o el hip-hop. No me gustaban las cadenas, ni los anillos de oro y respetaba a las mujeres, no las veía como sim-ples fulanas. No pasaba el tiempo delante de las licorerías y consideraba que Puff Daddy era un capullo. ¿Vota o muere? Jódete, estúpido y engreído hijo de puta. Y opinaba lo mismo de Jesse Jackson y Al Sharpton. ¿Se suponía que podían sen-tirse identificados con todo lo que yo había vivido? Vamos, por favor. Ninguno hablaba por mí, no sentía la necesidad de respetarlos solo porque compartiéramos el mismo color de piel. No me cubría de joyería, no dejaba que mis pantalones cayeran a la altura de mis putos tobillos y me negaba a dejar que la cultura inspirada por los medios me impusiera cómo vestir, hablar, caminar, pensar o comportarme.

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No me hables de igualdad de derechos. Vengo oyendo toda mi vida esa mierda por ambas partes, desde el tranquilo, casi exculpatorio, racismo de los blancos y desde el reproche más flagrante de mi propia raza, simplemente porque me negaba a vivir de la forma condicionada en que ellos piensan que debe-ría vivir un afroamericano. Ellos pensaban que algo malo me pasaba, solo porque me negaba a actuar como un pandillero.

Incluso en los días buenos, cuando me enfrentaba a todos y cada uno de los estereotipos de ser negro y conseguía derribar-los, incluso entonces, me encontraba con otro tipo de prejuicios a causa de mi orientación sexual.

¿Crees que es duro ser negro? Pues intenta ser un negro gay y verás.

En comparación, la Venganza de Hamelin es coser y cantar.El mayor estereotipo de todos era mi empleo fijo. La gente

esperaba que traficara con drogas, que viviera del paro o que fuera un peluquero moñas. No sé por qué. No tengo nada de gánster ni de femenino. Quizá es que veían demasiados episo-dios de Will y Grace o New Jack City. Tenía un buen trabajo en una cadena de montaje, en la Ford de White Marsh, y lo conser-vé. El problema es que él no me conservó a mí. Eso es lo que me llevó hasta el concesionario Ford con una pistola en la cintura. Y tuve que vivir con sentimiento de culpa por lo que hice, hasta que llegó la Venganza de Hamelin.

Estaba pensando en todo eso cuando Alan y yo saqueamos el Safeway.

Llegamos al aparcamiento en medio de la noche y encon-tramos a otra docena de personas armadas con el mismo plan. Cogimos dos carritos y entramos antes de que vaciaran las es-tanterías. No había ni policía ni zombis. Los otros saqueado-res nos ignoraron, ocupados en sus propios asuntos. Cuatro de ellos parecían formar un equipo, los demás iban cada uno por su cuenta.

La sección de carnicería y las de productos perecederos apestaban como cloacas abiertas al aire libre. La hediondez de los vegetales podridos y de la carne pasada espesaba el aire. Oía un zumbido extraño y me di cuenta que el escaparate de

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la carnicería estaba cubierto de enormes y perezosas moscas. Miles de pequeños gusanos blancos hurgaban entre los filetes rancios, las hamburguesas y las costillas de cerdo. Recuerdo que llegué a preguntarme si la Venganza de Hamelin se exten-dería a los insectos: mosquitos, garrapatas y otros chupasan-gres. Esperaba que no. Si los insectos y los pájaros también se infectaban estaríamos muy, pero que muy jodidos.

Pero, claro, igualmente estábamos muy, pero que muy jodidos.La fruta y los vegetales estaban cubiertos de pelusilla y baba

y más moscas. Cuando pasamos por ese pasillo tuvimos que aguantar la respiración, y tuvimos que hacerlo de nuevo al cru-zar frente a los productos lácteos. Cartones de leche reventados rebosaban un moho verde-azulado y la peste era abrumadora. Un hombre gordo que vestía una camiseta sucia estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra una de las máquinas refrigeradoras, y devoraba a cucharadas la leche estropeada de un cartón como si fuera cuajada.

—Eh, tío, vas a enfermar —le gritó Alan—. Esa mierda te matará.

—Eso espero —respondió el hombre, sonriendo con triste-za—. No tengo cojones suficientes para pegarme un tiro o dejar que una de esas cosas me muerda.

—¿Suicidio? —Fruncí el ceño—. ¿Por qué quieres matarte así?El hombre se metió otra cucharada de leche verdosa en la

boca.—¿Es que no os dais cuenta, chicos? Solo nos quedan dos op-

ciones: podemos unirnos a ellos o podemos alimentarlos. En cualquiera de los dos casos, estamos muertos.

Una lágrima se deslizó por su mejilla. Nos fuimos sin saber qué decir.

—Se ha rendido —reconoció Alan cuando ya no podía oírnos.—Que se joda —dije—. Yo pienso luchar.—¿Te has preguntado por qué?—¿Por qué, qué?—¿Por qué luchamos por sobrevivir? ¿Por qué nos sentamos en

tu casa volviéndonos locos? Quiero decir, ¿Cuál es la alternativa? Esta mierda no va a mejorar, s solo empeorará. ¿Por qué molestarse?

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No tenía respuesta.Alan y yo llenamos nuestros carritos de agua embotellada,

vegetales, fruta y carne enlatadas, comida seca como cerea-les y harina de avena, pilas, aspirinas, agua oxigenada, crema antibacteriana, vendas, vitaminas, mecheros, cerillas y otras cosas de utilidad. Alan incluso cogió un pequeño cilindro de propano para mi barbacoa, pero hice que lo devolviera. Aun-que tuviéramos carne o vegetales frescos que cocinar, el aro-ma que desprenderían atraería a los depredadores, a los vivos y a los otros.

Una mosca aterrizó en el antebrazo de Alan cuando iba a coger una caja de barritas de Muesli. Soltó un pequeño y as-queado grito, y lanzó un manotazo. Cuando apartó la mano, el insecto estaba aplastado sobre su brazo. Lo dejó caer al suelo y se limpió en su camiseta. Me pregunté si estaría pensando lo mismo que yo sobre los insectos.

—¿Listo, Lamar?—Sí. Vamos a nuestra casa.—¿Nuestra casa? —Resopló Alan—. ¿Eso es ahora? ¿Nues-

tra casa?No le contesté.Teníamos suficientes cosas en nuestros dos carritos para

resistir un mes. Quizá más si lo racionábamos. Supuse que podíamos instalarnos allí, montar una barricada y esperar acontecimientos. Camino de la salida añadí una caja de cer-vezas calientes a nuestro cargamento. Pasamos por la caja registradora sintiéndome raro por no pagar nada. Entonces, salimos al infierno. Nuestros compañeros de saqueo no discu-tían entre ellos, pero todo el lugar tenía un ambiente de terror subyacente. Daba la impresión de que toda la tienda estaba a punto de explotar.

O de que los zombis iban a aparecer.Íbamos de camino a casa cuando sucedió. Las calles estaban

desiertas excepto por los vehículos abandonados, la mayoría de ellos parecían destrozados a causa de un choque o de los disparos, y unos cuantos habían ardido. Hacía poco que ha-bía llovido y el pavimento brillaba. Al no haber electricidad,

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no teníamos luces que iluminaran nuestro camino, pero había luna llena, y su apagado fulgor resultaba extrañamente recon-fortante. Trozos de cristal crujían bajo nuestros pies. Una rueda del carrito de Alan chirriaba. Un perro ladraba en alguna par-te. El estruendo de un disparo levantó ecos entre los edificios. Un avión pasó por encima de ellos con sus luces rojas y azu-les parpadeando contra la oscuridad. Me pregunté quién iría a bordo y hacia dónde se dirigirían. El viento portaba el hedor de la descomposición. Estábamos a finales de agosto y el verano pronto acabaría, pero los días seguían siendo bochornosos y las noches apenas tolerables. El calor exacerbaba la fetidez de los muertos vivientes, pero eso también tenía su lado bueno, podíamos olerlos llegar antes de verlos y así podíamos escapar.

Un gato no muerto yacía retorcido en medio de la carretera, incapaz de moverse. Su columna vertebral estaba aplastada por un neumático que, además, le había reventado el estómago. En la acera, algo que una vez pudo ser un cuervo muerto se había convertido en un amasijo informe de tejido podrido. Alan ro-deó aquel montón de corrupción y la rueda chirrió en protesta. Miré a los gusanos retorcerse entre los restos del ave y volví a preguntarme si estaría viva o muerta.

La brisa desapareció y el calor regresó, junto con el hedor. Avanzábamos vigilantes, echando constantes miradas por en-cima del hombro. La rueda de mi carrito empezó a torcerse, convirtiendo el avance en un suplicio, cada vez que se encalla-ba en una piedra o en un trozo de cristal, tenía que redoblar los esfuerzos. Cuando nos topamos con una zona de acera llena de grietas, bajé el carrito al asfalto. Al pasar junto a una rejilla de desagüe junto al bordillo, descubrí sobre ella una cabeza corta-da. Unos cuantos jirones de carne colgaban bajo la mandíbula, pero eso era todo. El agua bañaba la cabeza y se arremolinaba antes de ser tragada por la rejilla. Mientras mirábamos, una lengua negra se deslizó de la boca como una babosa. Los ojos azules siguieron codiciosos nuestros pasos.

—¿Deberíamos matarlo? —preguntó Alan.—Ya está muerto.—Sabes a lo que me refiero.

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—¿Para qué molestarse? —Respondí, encogiéndome de hom-bros—. Ya no puede hacerle daño a nadie. Solo es una cabeza.

—Jodidamente asquerosa.—Sí.—¿Cuánto tiempo supones que puede sobrevivir así?—Hasta que termine de pudrirse, supongo. No tiene estó-

mago ni nada, pero mírala, si pudiera nos mordería. Haga lo que haga la maldita enfermedad, provoca que esas cosas ac-túen por instinto. Como los tiburones. Todo lo que hacen los tiburones es nadar y comer. Y todo lo que hacen esas cosas es caminar y comer. Ese ya no puede caminar, pero aún tiene hambre. Seguro que seguirá teniendo hambre hasta que se le pudra el cerebro.

Alan se quedó contemplando la cabeza.—Me pregunto si son capaces de pensar...No respondí porque no lo sabía. Alan movió una de sus

piernas y le dio un puntapié a la cabeza como si fuera un balón de fútbol. La cabeza salió volando por los aires y pro-dujo un sonido hueco y húmedo al rebotar en el capó de un coche abandonado.

—Gol de campo —sonrió Alan—. Tendría que jugar con los Cuervos.

—Vamos —dije—. Llevemos todo esto a casa, aprovechando que no hay moros en la costa.

Habíamos recorrido dos manzanas más cuando sucedió. Alan iba armado con una espada que se había comprado en Tijuana durante unas vacaciones. Era un pedazo de chatarra, pero había afilado la hoja y practicado con ella en mi cocina. Antes de que se pudrieran, podía partir melones por la mitad, pero no habíamos tenido oportunidad de probarla en un zom-bi. Yo llevaba una pistola, no sé de qué tipo. Como he dicho antes, nunca fui aficionado a las armas. En el asalto al conce-sionario utilicé una Ruger calibre 22, que compré en el centro junto con una caja de munición; después la tiré a las aguas del puerto. Cuando todo estalló semanas después, me arrepentí de haberlo hecho. Mi arma nueva era un revólver, eso sí lo sabía, pero nada más, excepto que si apretaba el gatillo dis-

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paraba una bala. Seguía llamándola pistola y Alan intentaba corregirme diciendo que era un revólver y no una pistola, pero para mí no había diferencia, ni me importaba mientras funcio-nase. Se la quité a un tipo muerto que encontramos de camino a un supermercado, tirado en medio de un cruce de calles. Tras algunos experimentos, descubrí cómo abrir el cilindro. Conte-nía cuatro balas.

Como Alan con su espada, todavía no la había probado con-tra ellos.

Hasta que aquella puta zombi surgió de entre los arbustos...Es el problema con los zombis. Puedes huir de ellos con una

relativa facilidad. Normalmente son callados, pero también lentos y estúpidos. Los ves venir, así que no resulta complicado escapar. Además, como dije antes, aunque no veas a esos ca-brones puedes olerlos. ¿Sabes cómo huelen los animales aplas-tados en las carreteras? Pues igual, con la diferencia de que los zombis se mueven. Aquella noche la brisa era cambiante. Tan pronto llegaba de la bahía de Chesapeake como del interior, pero daba igual, porque el hedor de la podredumbre se hacía tan fuerte que no sabías si se acercaba un zombi o solo era la fetidez de la propia ciudad, un cementerio gigantesco lleno de cadáveres podridos.

Pasamos por delante de una pequeña hilera de casas, con un marchito y destrozado seto frente a ellas. Las ventanas es-taban rotas, los marcos de aluminio salpicados de sangre. La zombi debió llegar desde detrás del seto porque era el único lugar donde esconderse. No la vimos, no la oímos... hasta que se abalanzó sobre Alan.

Iba detrás de mí, hablando en voz baja sobre largarse de la ciudad y dirigirse a campo abierto, a los bosques de Penns-ylvania o del sur de Maryland. Quizá incluso llegar a Ocean City o algunas de las zonas playeras más desoladas. Yo estaba en contra, creía que debíamos quedarnos en mi casa porque no sabíamos una mierda de cómo estaban las cosas por allí. ¿Y si los bosques estaban llenos de animales infectados? Esperé la réplica de Alan. Su carrito me adelantó y, al mismo tiempo, Alan empezó a gritar.

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Solté mi propio carrito y me di media vuelta. La zombi esta-ba aferrada a Alan, arañándolo y mordiéndolo. Al acercarme, la peste me provocó náuseas. Había rodeado por la espalda a Alan con sus hinchados y podridos brazos, como una aman-te apasionada, y se había encaramado a su espalda. Lo tenía casi inmovilizado, doblado bajo el peso, pero aún así conseguía mantenerse en pie. Ella no llevaba zapatos ni calcetines, y sus pies estaban llenos de suciedad.

Alan soltó su espada, que cayó al suelo resonando metálica-mente. Paralizado por el pánico, solo podía mirar, mientras él, doblado, intentaba golpear con los puños a la arpía aferrada a su espalda. La criatura gemía y él gritaba. Las uñas rotas de la mujer muerta le rasgaban brazos y cuello, arrancando peda-zos de piel. Se inclinó hacia delante y le hincó los dientes en la mejilla. Entonces, echó la cabeza hacia atrás y la carne de Alan se estiró como un chicle. Alan volvió a gritar y, a pesar de la oscuridad, pude ver cómo la sangre manaba de su boca. Su piel se estiró todavía más, y se desgarró. La mejilla de Alan colgaba de los cerrados dientes de la zombi. Su grito se convirtió en un gorgoteo. Aparte de unos breves gemidos, el cadáver no emitió ningún sonido.

Fue entonces cuando me acordé de la pistola. La tenía en la mano todo el rato, pero me había quedado tan jodidamente he-lado por el shock y el miedo, que me olvidé de ella. La cabeza de la zombi asomaba por encima del hombro de Alan y masti-caba la carne de su mejilla, mientras él maldecía y escupía. La sangre manaba de su cara y de su cuello empapándole la ropa. Su piel había palidecido, y podía verle los dientes y la lengua a través del desgarrón de la mejilla. Sorprendentemente, no se había derrumbado. Seguía intentando golpearla, emitiendo un sonido gorgoteante. Cuando se dio media vuelta, levanté el revólver. La cabeza de la zombi se inclinó para propinar otro mordisco.

Me acerqué otro paso, le apoyé el cañón de la pistola en la frente y apreté el gatillo al tiempo que apartaba la cara, cerraba los ojos y mantenía la boca cerrada, apretando los labios para que no me entrara ninguna salpicadura. Se produjo una explo-

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sión y la pistola saltó en mi mano. Por encima del hedor de la zombi, capté el olor de la pólvora y el pelo quemado.

La zombi relajó los músculos, soltó su presa y se desplo-mó sobre el asfalto como un saco de cemento. Alan cayó de rodillas. Intentó gritar de nuevo, pero solo emitió un sonido confuso, como el de un animal salvaje. Sus ojos giraron hacia mí, abiertos y llenos de horror. El sudor y la sangre cubrían lo que quedaba de su cara. Intentó hablar, pero apenas pude comprenderlo.

—Iiissss raaaaa... me.—Oh, mierda.Retrocedí. Alan estaba muerto. Aunque consiguiera detener

la hemorragia y tapar de alguna manera el agujero de su cara, lo habían mordido. La Venganza de Hamelin ya corría por sus venas. Estaba muerto desde el momento en que le desgarraron la piel.

Escuché un tintineo de cristal procedente de un callejón cer-cano. Los zombis se habían puesto en marcha, atraídos por el disparo.

—Laaaar... —gimió Alan—. Iiissss raaaaa... meee.Lamar, dispárame.Alcé la pistola. Mi mano temblaba.—Lo siento, tío. Lo siento de verdad.Hice lo que me pedía. Le disparé.Como dije antes, las cosas han cambiado. La gente ha cam-

biado, incluido yo. Ni siquiera aparté la mirada. El disparo re-sonó en la noche. En algún lado ladró un perro y otro cadáver podrido apareció en la calle. Cuando me vio, sonrió y emitió un largo gemido. Enjugándome las lágrimas alcé la pistola. Pero volví a bajarla. El zombi estaba demasiado lejos para mi punte-ría y no podía permitirme malgastar balas.

Me olvidé de los carritos y corrí a casa. Vi más zombis, pero permanecí fuera de su alcance. Surgían tambaleantes de los callejones, las casas y los edificios de apartamentos. No encon-tré a nadie más vivo, pero escuché los gritos de una mujer. No podía deducir su procedencia y, para ser sincero, tampoco in-tenté buscarla. Cuando asusté a una rata y desapareció tras un

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coche aparcado, casi se me escapó un grito. No sabía si estaba viva o muerta. Me pregunté si podía considerarme afortunado por seguir vivo o maldito por no haber muerto ya. Claro que, de haber muerto, ahora sería un zombi. Y también me pregun-té si ellos sabían —recordaban—quiénes habían sido antes. Si, de existir algo llamado alma, seguía en su interior, consciente y contemplándolo todo a través de los ojos muertos, incapaz de dominar aquel cuerpo secuestrado.

Entonces decidí que no estaba preparado para descubrirlo.

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