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Paliques / por Nemesio R. Canales.Canales, Nemesio R.[Río Piedras] : Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico, 1952.
http://hdl.handle.net/2027/uc1.$b454492
Public Domain, Google-digitizedhttp://www.hathitrust.org/access_use#pd-google
This work is in the Public Domain, meaning that it isnot subject to copyright. Users are free to copy, use,and redistribute the work in part or in whole. It is possiblethat heirs or the estate of the authors of individual portionsof the work, such as illustrations, assert copyrights overthese portions. Depending on the nature of subsequentuse that is made, additional rights may need to be obtainedindependently of anything we can address. The digitalimages and OCR of this work were produced by Google,Inc. (indicated by a watermark on each page in thePageTurner). Google requests that the images and OCRnot be re-hosted, redistributed or used commercially. The images are provided for educational, scholarly,non-commercial purposes.
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THE UNIVERSITY
OF CALIFORNIA
GIFT OF
Professor
Arturo Torres-Rioseco
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PALIQUES
POR
Nemesio R. Canales
Editorial Universitaria,
UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO
1951
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GIFT
Manufactured in The United States by
Waverly Press, Inc., Baltimore, Md.
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CUATRO PALABRAS
Con toda modestia (ya se sabe que la raíz de la verdadera modestia
consiste en decir lo que uno siente), declaro que publico este libro porque
creo que es bueno. Y no sólo bueno sino, único en su género en Puerto
Rico. Si me pongo en ridículo diciendo esto, mejor. El ridículo, la mueca
burlona en el rostro del necio, nunca ha probado nada. Y, con o sin ridículo,
siempre será una verdad, muy fácil de comprobar, que en Puerto Rico
se ha escrito mucho, pero que todas las obras que han visto la luz han
sido obras de erudición o de imaginación, y de estas últimas la mayor parte
en verso. Y los trabajos que he coleccionado en este tomo no son ni de
erudición ni de imaginación: son de un género de humorismo filosófico,
que nadie ha cultivado hasta ahora en Puerto Rico. Esto no quiere decir
que yo me crea un genio por el solo hecho de haber sido el primero en dar
tal o cual nota en nuestra raquítica y rutinaria literatura. Puede uno ser
un asno y entrar el primero en cualquier sitio; cualquiera sabe eso, pero
cualquiera sabe también que, genio o asno, el autor de un libro que es
único en su género en un país cualquiera merece que le lean, y como, de
cada cien que leen, hay, a veces, diez que compran el libro y cinco que lo
pagan, yo invoco ante esos cinco mi título de único a manera de reclamo
de editor.
Tengo que advertir también que los trabajos de mi libro son de fechas
distintas: unos artículos son de ayer, otros de un anteayer que yo mismo
no sé si significa dos o tres o más años. Y es claro: las ideas y sentimientos
que inspiraron algunos de esos trabajos ya no son mis ideas y sentimientos
de hoy, y si figuran en mi colección es porque, dada la lentitud aterradora
del trabajo de impresión, no me siento ya con valor bastante para demorar
la salida con nuevos retoques y expurgos. (En Puerto Rico es menos difícil
meterse en política y llegar a juez o consejero del Ejecutivo, o poner una
tienda y hacerse millonario, que imprimir un libro. Para sacar un libro de
la imprenta, además de loco, hay que ser más paciente que Job y más
terco que un aragonés).
Tiene mi libro un mérito indiscutible: no sabe a estilo, ni huele a esa
pesada y castiza corrección de los Ricardo de León, Cejador y otros cele-
brados, pero cargantes y antipáticos moscardones literarios, que todavía
andan por ahí. He dado mis impresiones de las cosas de la manera más
sincera y sencilla que he podido, preocupándome mucho de lo que tenía
que decir y muy poco, casi nada, de cómo lo tenía que decir. He puesto
siempre tanta curiosidad y emoción en las innumerables cosas interesantes
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PALIQUES
de que se compone el espectáculo de la vida que, francamente, no he tenido
tiempo de ir más allá de la conjugación en materia de estudios gramaticales.
Otra observación: le he puesto a mi libro el precio de un dólar, y no otro
más bajo, en primer lugar, porque, en comparación con las obras anodinas
de autores prominentes en política, pero sin pizca de personalidad literaria,
que aquí salen a venderse de cuando en cuando, mi libro es una joya y vale
un dineral; y en segundo lugar, porque ya que aquí el que compra un libro
se figura que le hace una limosna al autor, no quiero que las limosnas que
me han de hacer bajen de cien centavos cada una. En materia de limosnas
he descubierto que, mientras las baratas denigran, las caras dan hasta
cierto realce al que las recibe.
Y con esto, adiós, que, para prólogo de un libro condenado a ver la luz
en Burrolandia, sobra la mitad de lo dicho.
Ponce, P. R., Enero 26 de 1915.
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INDICE
Página
La seriedad de mi tío 1
Sobre los dependientes 4
Melancólicamente 6
Robespierrismo °
Ponce femenino"
Ojos que fueron míos no sé dónde 13
Los gallos 16
Lo que dice la guaba 1°
Mi sueño 21
Los hombres de resorte 24
La Banda Municipal 27
La virtud del dinero 30
Cosas de muertos 33
Gente nueva 35
Algo sobre letras 37
Riqueza y pobreza, 1 39
Riqueza y pobreza, II 42
Riqueza y pobreza, III 44
Riqueza y pobreza, IV 46
Riqueza y pobreza, V 48
Riqueza y pobreza, VI 51
Riqueza y pobreza, VII 53
Riqueza y pobreza, VIII 55
La solterona 58
Carta abierta, I °1
Carta abierta, II 62
Carta abierta, III 67
Del amor, la lujuria y la caridad 70
Sobre el secretario 73
La copla de Carreño 75
Sin nombre 77
Paso a la maña 79
A una novia que tuve en un sueño 82
La aventura de Mr. Wenar 84
V
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vi
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En plena noche 87
Democraterías 89
Don Paco y los fuegos 91
¿Cuándo se lanza Castro? 93
La intriga dexteriana 95
Los pájaros 98
La muerte del verdugo 100
Mi vara de majagua 102
Sobre el Chartreuse 104
Buscando pareja 106
Ponce 108
Las Bandas Municipales 110
La hazaña de un alcaide 112
En casa de Ferré 115
¡Pobrecitos los chinos! 117
No servimos 120
La proclama de las gracias 122
En recuerdo de Schriver 124
A manera de profecía 127
Matienzo y su fórmula 129
La cuñada del Czar 132
La Asociación de Ponce 135
The Portorrican Association of American Graduates 137
Mi consejo 140
Mi Fe 143
Romántica 145
Tristezas sonrientes 147
La reina joven 149
El atentado contra el Rey Alfonso XIII 151
Reflexiones de Año Nuevo 153
Respondiendo. Violencia y Crueldad 155
El brujo 159
Policía y macanas 161
Los "Caballeros de Colón" 164
Poniéndome precio 167
Insistiendo 170
Sobre el divorcio 173
El voto femenino 175
"El Honor", drama de Sudermann 178
Camino de un parque 181
Desde Jayuya 183
Pestes y más pestes 185
Don Quijote y Don Juan Tenorio 188
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PALIQUE
I
LA SERIEDAD DE MI TIO
La madurez del hombre consiste en hallar la seriedad que de niño ponía en sus ju-
guetes.
Nielzsche.
Yo no sabía que era cosa tan difícil encontrar un nombre, pero, desde
que me he visto pasando las de Caín para buscarle un epígrafe a mi gusto
a esta sección del periódico que se me ha encomendado, estoy hasta por
perdonarle a mi padre el feísimo delito que cometió conmigo llamándome
"Nemesio".
Por fin, alguien me sugirió "Palique" y yo me apresuré a adoptarlo.
Hay en ese nombre una reminiscencia de aquel genial Clarín que tanto
hizo por la cultura española, y aunque los paliques míos se parecerán a
los paliques de Clarín como una chancleta vieja a la botita de raso que le
sirve de estuche a un lindo y breve pie, siempre mis pobres garabatos al
salir al mundo marcharán mejor bajo la sombra de un nombre evocador
del simpático recuerdo de un autor ilustre.
Palique. . .. No puedo negar que le debo a Clarín un gran servicio. Si
él no me presta a tiempo ese nombre, todavía estaría yo volviéndome loco
ante el problema terrible del epígrafe.
La verdad es—pensará alguien—que parece risible y hasta absurdo eso
de que se llegue a perder la chaveta por cosa tan mezquina como un nom-
bre, pero yo le rujo a ese alguien que si vamos a desechar de la vida todo
lo que en ella parece risible y absurdo, seguramente no quedaría nada.
La misma vida, ¿no es una cadena de cosas risibles y absurdas hasta
más no poder? Nacer, crecer, morir, marchar a tientas en la densa lobre-
guez de un misterio insondable; no saber ni de dónde venimos ni a dónde
vamos. ¿Puede haber nada más risible y absurdo?
No, yo no me avergüenzo de la puerilidad de celebrar ruidosamente el
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2
PALIQUES
hallazgo de un nombre. Es más, en mi alma guardo siempre un rinconcito
abierto para la falda pantalón y para todas las bellas puerilidades de este
pícaro mundo.
Desdichado del hombre que no sepa pasar de cuando en cuando con
gesto desdeñoso ante las magnas cosas que el mundo venera para irse a
entusiasmar con una bagatela.
Desdichado de aquél que no haya aprendido a dislocar su espíritu des-
cendiendo alguna vez de un salto desde la cumbre al llano, desde lo grande
a lo pequeño, desde los graves y trascendentales pensamientos hasta las
cosas menudas y frívolas.
Desdichados los hombres que a fuerza de ser serios se han trocado en
momias.
Yo tuve un tío que era conocido y respetado de todo el mundo por una
férrea, extraordinaria, inmensa seriedad que daba miedo. Sus palabras, su
estilo, sus pasos, su gesto, su ropa, su barba, sus actos todos, tenían como
un sello de terrible austeridad que imprimía a la persona de mi tío la
apariencia majestuosa e imponente de un convento, de una catedral.
Para que nada faltase a la seriedad inmensa de mi tío, se llamaba Don
Bruno y era alcalde.
Una tarde Don Bruno me encontró por la calle correteando, y aga-
rrándome de un brazo se fué a sentar, caminando con su andar pausado
de siempre, a un banco de la plaza. Una vez allí, me hizo sentar a su lado,
y callamos los dos por largo rato.
Medio muerto de miedo, oigo sonar de pronto a mi lado el trueno pa-
voroso de la voz sepulcral de mi tío.—Dijo Don Bruno: "fíjate, niño, y
dime si a través de la barba percibes bien el alfiler de mi corbata". Yo
contesté que sí con voz humilde, y un momento después Don Bruno volvió
a hablar para decirme:
"Te sorprende mucho—¿no es verdad?—que te haya preguntado cosa
tan baladí; pero para que aprendas a no fiarte mucho de apariencias, te
voy a abrir el corazón, revelándote un secreto que nadie conoce. A pesar
de esta rígida, eterna seriedad que todo el mundo me atribuye, y en la
cual yo mismo tuve la candidez de creer por largo tiempo, es el caso, hijo
mío, que la mayor parte de las veces, cuando salgo a la calle y marcho
lentamente con el ceño arrugado, como dándole vueltas en el magín a
embrollados y enormes pensamientos, o no voy pensando nada, o voy
preguntándome a mí mismo si llevaré bien puesta la corbata, o si el primer
transeúnte que me salga al paso sabrá admirar la imponente majestad de
mi entrecejo y de mi andar solemne. Y cuando más preocupado me cree
la gente al verme pasar con la frente inclinada, yo voy mirando complacido
el brillo juguetón de las puntas de charol de mis zapatos. No te fíes, so-
brino, no te fíes de la rígida seriedad de las personas graves. Aquella zapa-
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LA SERIEDAD DE MI TIO
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teta que le pedía el cuerpo a Don Quijote en un escondrijo de Sierra Morena,
como para desentumecer su cuerpo y emanciparlo un momento de su incó-
moda pose caballesca, a mí también, a mí también hace ya largo tiempo
que me va haciendo falta. . . .
Yo te digo, sobrino del alma, que si en lugar de hallarnos en la plaza
del pueblo y a la vista de todos, estuviéramos en despoblado, ahora mismo
rodábamos los dos por la yerba, y nos pondríamos a jugar tierra, y a
ensayar mil saltos y dos mil volteretas. . . . Ríete, sobrino, de los hom-
bres serios; es decir, no te rías: compadécelos. . .. No hay cadena más
dura, ni dogal más terrible, ni un azote más cruel que el respeto de los
demás hombres. . . . Más que del peligro de la embriaguez, o el del juego
y todos los demás vicios juntos, huye y apártate con horror del peligro
de ser respetable. Antes de verte respetable, ahórcate. No te digo más".
Calló mi tío, dejamos el banco, yo crecí, él murió y todavía, cada vez
que me echo a la cara un gran personaje empingorotado, todo majestad y
tiesura, me dan una ganas atroces de irme derecho hacia él y soltarle a
quemarropa estas palabras: "amigo mío, comprendo la inmensidad de la
carga de su aburrimiento, y me asocio a su pena, pero no veo más remedio
para usted que el suicidio. Si no tiene usted valor para emanciparse del
yugo de su respetabilidad dando, a la vista de todo el mundo, unos cuantos
saltos y volteretas para curarse esa terrible anquilosis espiritual que padece,
comprenderá usted que le hago un bien recomendándole el veneno o la
horca"....
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PALIQUE
I I
SOBRE LOS DEPENDIENTES
Se ha realizado en Puerto Rico, en el espacio de unos cuantos meses, un
suceso de grandísima importancia, que apenas ha ocupado un momento la
atención del público y del que poco o nada han hablado los periódicos.
Me refiero a los dependientes en su campaña para obtener el cierre de
los establecimientos.—Son muchos, son legión los pobres dependientes.—Y
les llamo pobres, porque cada vez que pienso en la monotonía y aridez
espantosa de su labor cotidiana me siento presa de una inmensa pena.
Complacer a todo el mundo; estar siempre condenado a sonreírle a todos
aunque a uno se lo esté llevando el demonio; tener que pasarse todo el
santo día de pie como el soldado en campaña, yendo de un lado para otro,
siempre dispuesto a trasladar la mercancía del aparador al mostrador y
del mostrador al aparador para satisfacer el capricho del primer pelagatos
que se presenta con aires de comprador . . . ¿quiérese nada que se aproxime
más a la noción que tenemos de un suplicio, de una horrenda tortura
inquisitorial?
Pues esos pobres dependientes, sujetos a tan terrible suplicio, han ido
lentamente y a la chita callando, con un esfuerzo hoy y otro mañana,
arrancándole a los municipios principales de la isla ordenanzas piadosas
que imponen el cierre de los establecimientos a determinada hora de la
tarde—por lo general las seis o las siete.—San Juan, Ponce, Mayagüez,
Arecibo, casi todas las poblaciones importantes han respondido a la de-
manda de los dependientes, disponiendo el cierre de las tiendas.
Yo me alegro de todo corazón del triunfo de los dependientes. Y no es
sólo por el bienestar de esa clase por lo que me alegro; me alegro también
porque veo en su triunfo un halagador síntoma, un bello rasgo indicador
de que poco a poco nos vamos humanizando, cosa que, a la verdad, nos
estaba haciendo muchísima falta.
Era triste, era horrible pensar que había seres humanos condenados a
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SOBRE LOS DEPENDIENTES
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una labor perenne desde las primeras horas de la mañana hasta las diez o
las once de la noche. Para esos pobres seres humanos, la noche no signi-
ficaba, como para la generalidad de los hombres, un descanso, una tregua:
para ellos significaba, al contrario, no sólo una continuación, sino un au-
mento considerable de la cruel faena.
Está bien, o mejor, está mal (con arreglo a mis cánones), que se trabaje
y se sude y se sufra por el día; pero ya que eso parece imposible de evitar,
que al menos se nos deje gozar en paz de la noche, que no se nos obligue a
profanarla con el ingrato rumor del trabajo, que no mancillemos su belleza
augusta con la pringue maldita del sudor humano.
Yo tengo que decir a fuer de hombre sincero—aunque se me enoje la
novia—que desde hace muchos años, casi desde que vine al mundo, le
profeso un amor idolátrico a la noche. La noche es mi amiga, mi hermana,
mi dama; una elegante dama enlutada y olorosa a azahar en cuyo seno
palpitante se adormecen dulcemente mis congojas. . . . Creo que si me
dejaran sin ella, creo que si me anunciaran que, por virtud de algún tras-
torno súbito de la máquina cósmica los días iban a ser eternos, me pondría
tan furioso que habría que amarrarme.
No; no hay ni puede haber nada en la naturaleza que posea ese divino
encanto de la noche. El día será todo lo bueno que ustedes quieran, pero
no hay que negar que es de una fealdad plebeya que repugna, demasiado
sol, demasiado alarde de claridad chillona de mal gusto, demasiado ruido
vil derivado del trajín humano, insoportable olor a feria y a cocina, ince-
sante y descarado desfile de lamentables visiones de trabajo y de dolor,
de guerra y de miseria. . . .
En cambio, surge ella, la noche, como una inmensa flor de negrura y
de misterio, y el mundo adquiere un tinte incomparable de grandeza. Todo
calla; la algarabía infernal de la gran feria humana se suaviza, se apaga;
el vaho nefando de sudor y de bodrio se disipa; la madreselva derrama en
el espacio su vaga fragancia; en el lejano e inquietante azul van floreciendo
temblorosas las pálidas estrellas ... y por toda la tierra parece que se siente
el hálito encendido de unos labios de mujer que piden anhelantes muchos
besos. . . .
¡Oh el silencio poblado de rumores de la noche! ¡Oh la luna, esa pálida
y bella princesa quimérica, resbalando quedamente sobre el agua dormida
del lago! ¡Oh las cosas sin nombre, aromadas y exquisitas, que yo he apren-
dido a sentir y a sonar y a cantar al ofrecer mi mente a la caricia dulce
de las alas negras de la noche! ¡Oh, la noche, mi amiga, mi hermana, la
novia enlutada que me da muchos besos, muchos besos . . . besos que
huelen como la flor del naranjo!. . .
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MELANCOLICAMENTE
Era tu piano el que cantaba. Cantaba, llorando, una canción muy triste
en que el alma exquisita de Chopín vertió su pena.
Y mientras de tu piano iba saliendo lentamente el musical sollozo yo no
sé qué de imágenes borrosas de mi triste pasado iban surgiendo en mi alma
a la luz crepuscular del recuerdo.
Y eran todas siluetas de mujeres, y todas eran tristes y tenían en los
ojos meláncolicos nostalgias de amor.
i Oh, la voz quejumbrosa de tu piano cantando la vida y llorando la vida!
i Oh, la divina magia de Chopín haciendo de su inmensa tristeza un sublime
manjar!
Cantar la vida. . . . No se la puede cantar sin amarla, y no se la puede
amar sin llorarla, sin llorarla con el suave sollozo de poeta que vierte
Chopín en cada acorde tembloroso de un nocturno.
Chopín, música, amor. . . . Todo lo alado, lo vaporoso, lo que esconde
un matiz fugitivo de belleza, todo eso que columbramos vagamente como
un tenue celaje encima de la vida; todo eso que vibra en tu piano y que
ilumina con un lejano resplandor de luna tu dulce sonrisa, todo eso que
hace amable y ennoblece la existencia, es triste, siempre triste, e invita a
reclinar meláncolicamente la frente, y a buscar en el tibio contacto de un
cuerpo de mujer el consuelo del reposo y del olvido.
Yo pienso, mientras llora tu piano, que despojar la vida de lo que tiene
de triste sería lo mismo que despojarla de lo que tiene de bello, y que el
único camino para huir de la tristeza nos conduce también a huir de la
belleza. El dilema es éste: o vivir sin belleza como viven las bestias, o vivir
con belleza, esto es, con la eterna sed devoradora de lo alado, de lo va-
poroso, de lo que pone un resplandor de ideal en la mujer, en la flor, en
la ola, en el ave, en la montaña, en la música; de todo ese mundo de brumas,
de ensueños, de sombras, de anhelos que nos pone tristes, que nos hace
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MELANCOLICAMENTE
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llorar cuando vibra en tu piano el divino sollozo del alma torturada de
Chopín.
¿Será mejor no amar, no pensar, no soñar, no cantar, no embelesarse
con el acorde alado de tu piano, ni sentirse subyugado por el tenue res-
plandor de ideal de tu sonrisa?
¿Será mejor no sentir deslumbramientos y éxtasis y embriagueces, y
pasar como una bestia rumiando silenciosa su ración por los campos dila-
tados de la vida? Pero, entonces, ¿a qué vivir? ¿a qué seguir sintiendo y
pensando, si para esa sorda y opaca vida de rumiante basta y sobra con la
sola facultad de digerir?
¡Oh inexorable, oh trágica visión de la negrura del propio destino! Hay
que seguir la ruta dolorosa que nos marca la voz tiránica de nuestro tem-
peramento. Hay que inclinar la frente y resignarse a que la red de nuestros
nervios siga recogiendo, con cada sensación de belleza, el tósigo torturador
de un dolor, de una pena.
Hay que doblar la frente y seguir dejando que se claven implacables en
la carne las espinas que acompañan toda flor de belleza.
Hay que vivir; vivir para cantar, para llorar, para soñar, para aborrecer
la vida y maldecirla con la misma voz de suprema emoción con que la
ensalzamos y la amamos. Vivir para sentir que al eco tembloroso de la voz
de tu piano el alma se nos llena de imágenes dolientes de mujeres que
cuentan, llorando, leyendas de amor. Vivir para quererte, y para que
cada latido del melancólico amor con que te quiero resuene como un eco
lejano del sollozo de agonía de otros amores.
Vivir para saber que esa canción tan amarga que está llorando Chopín
en tu piano es la misma canción que tú cantas en cada sonrisa, y la misma
que dicen las gotas de la lluvia que ahora está cayendo, y la misma que
cantan los campos en paz cuando se duermen al beso de la luna, y la misma
que escucha el poeta en todas partes, a todas horas, fuera y dentro de
sí mismo.
Triste, amarga, dolorosa canción, cuyo ritmo es el eterno ritmo de la
vida, y cuya alma, como el alma de tu sonrisa, es de aroma.
¡De un aroma terrible que embriaga y que mata!...
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I V
ROBESPIERRISMO
Han apedreado a González Blanco allá en Bogotá.
He aquí el cable que trae la noticia: "González Blanco, conferencista
español, fué atacado y herido gravemente en Bogotá, Colombia, el do-
mingo último, por una multitud, que se consideró ofendida por la exposi-
ción de sus ideas religiosas".
González Blanco es católico y yo no soy católico, ni siquiera cristiano.
González Blanco es conservador, y yo llevo tan lejos mi liberalismo que
ya no sé ni lo que soy.
Sin embargo, González Blanco—llámese Andrés, Edmundo o Pedro—me
ha hecho gozar con los jugosos frutos de su amplia y refinadísima cultura,
y eso basta para que las pedradas de Bogotá me duelan casi tanto como si
las hubiera recibido yo mismo.
Todos los días no se topa uno por ahí con un González Blanco. Son
relativamente numerosos los hombres ilustrados, los eruditos, los que han
leído y aprendido muchas cosas en los libros; pero son pocos, poquísimos,
los hombres que tienen la máquina del cerebro convenientemente pre-
parada para depurar y alquitarar lo aprendido hasta el punto necesario
para extraer de los libros y de la naturaleza—más, mucho más de la na-
turaleza que de los libros—ese delicioso y portentoso néctar de la cultura
humana.
Yo no estoy muy fuerte que digamos en materias de apicultura, pero
me atrevo a opinar (con permiso de mi buen amigo Manolo Mejía) que
en el mundo de las abejas debe de ocurrir tres cuartos de lo mismo que
sucede en el mundo de los hombres. Abeja habrá—creo yo—que será una
pantera en lo tocante a caer sobre las flores y saquearlas y exprimirlas
hasta más no poder, pero que, a pesar de ello, no podrá evitar que, por
deficiencias irremediables del alambique de su minúsculo organismo, su
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ROBESPIEREISMO
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miel sea más basta, menos rica, de una calidad muy inferior a la elaborada
por otras abejas menos diligentes y glotonas.
Pues cosa parecida sucede con los hombres. Mucho estudiar, mucho
reventarse, mucha chamusquina de pestañas al calor del quinqué clásico
hasta atiborrarse el cerebro de datos y fechas y citas e historias; y cuando
más henchido está uno de las toneladas de barata erudición libresca ingeri-
das, menos trabaja en su función depuradora la deficiente alquitara mental
que llevamos dentro y en lugar de sabrosa y rica miel, la sustancia que
hemos elaborado es una espesa y detestable borra que da náuseas.
Los González Blanco no pertenecen a ese gremio. Se han tragado millares
de libros, pero han tenido a su servicio en función perenne un complicado
y finísimo alambique mental, y toda la erudición ingerida se les ha ido
poco a poco, gota a gota, volviendo cultura.
Y a un hombre así, con tan raro e inapreciable tesoro—que lejos de
esconderlo avaramente lo prodiga y derrocha en espléndidos banquetes
espirituales—¡le cae a pedradas una horda, y le obliga a refugiarse huyendo
no sé donde porque la horda se creyó ofendida en su liberalismo!
Liberalismo. . . . ¿Pero que entenderán muchos por "liberalismo"?
Da risa y ganas de llorar—todo a la vez—este liberalismo vocinglero y
tosco—en boga todavía en Bogotá y donde no es Bogotá—que no se cansa
de dar vivas a la libertad mientras está dispuesto a salirle al camino con
una piedra en cada mano al primer prójimo que, confiado en ese decan-
tado culto a la libertad, le suelte cuatro ideas que no le gustan o que no
comprende.
González Blanco, católico y conservador—(si es que el apedreado fué
Pedro)—pero traductor, comentador y vulgarizador en España de obras
tan radicales como las de Nietzsche y Max Stirner, ¿qué pensará de esta
libre América que le sale al paso a las ideas con una piedra en cada mano?
Hay muchos infelices por ahí que todavía creen que basta rotularse de
"liberales" o "librepensadores" para que en un santiamén se les caiga la
costra de fanatismo con que vinieron al mundo. De estos liberales o libre-
pensadores que creen de buena fe que van a reventar de liberalismo, senci-
llamente porque han dejado de ir a misa, y se saben cuatro cuentos sucios
de curas y frailes, y hablan de la "Marsellesa", y sacan a relucir, entre
chorretadas de baba admirativa, a Voltaire, y Dantón, y Robespierre—sin
saber que Voltaire, y Dantón, y Robespierre—los tres juntos—COMPREN-
DIAN y SENTIAN menos la libertad que lo que la comprende y la siente
en realidad debajo de su sotana cualquier curita ilustrado de cualquier
pueblo o aldea; de esos que gritan muy ufanos "viva la libertad y muera el
que no piense igual que pienso yo" ... y le caen a pedradas a González
Blanco ... ¡de esos líbrame y líbranos, Dios mío!
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Pero no me apartes, Dios mío, ni me libres, ni me prives de González
Blanco, aunque sea conservador, aunque sea católico, aunque sea clerical,
aunque sea el mismísimo demonio, ya que detrás de todo eso vislumbro
su cultura, su amplia y refinadísima cultura y en toda amplia cultura yo
sé de buena tinta que hay más liberalismo de a verdad que en cien carre-
tadas de DANTONES y ROBESPIERRES....
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PALIQUE
V
PONCE FEMENINO
El Club de señoras de Ponce. ...
Mi pluma se derrite hoy de gusto ante la perspectiva de ocuparse en
asunto tan simpático como el enunciado en la primera línea de este
"Palique".
Mi pluma y yo padecemos de la incurable dolencia de interesarnos más
por las bellas frivolidades del mundo femenil que por las pesadas y enfa-
dosas cosas que, con el pomposo y nada merecido nombre de "graves
cuestiones", entretienen y preocupan a los hombres.
La cuestión de Oriente, la cuestión de la paz universal, la cuestión del
precio de, la carne, la cuestión del ensanche de San Juan, la cuestión del
empréstito de Ponce . . . ¡Váyanse a la porra todas esas empingorotadas
cuestiones que no faltará quien las trate! y déjenme a mí que discurra
plácidamente por el amable y jubiloso mundo de las flores, y las cintas, y
los moños, y las modas, y los bailes, y los chismes y novelas y noviazgos
... y toda la encantadora legión de frivolidades que la sabiduría de la
mujer ha inventado para librar un poco a este mundo de la carga abomina-
ble de sosera y de tedio a que nosotros los hombres le hemos condenado.
¡Qué sería del planeta, qué sería de nosotros, Dios Santo y Bendito, si
no hubiera otra cosa que cuestiones graves y hombres serios chorreando
monotonía y aburrimiento por todos los poros!
i Qué sería de Ponce si no hubiera otro tema de conversación que la grave
cuestión del emprésito! Yo de mí sé decir que me volvería loco de remate
si de cuando en cuando no pudiera salir huyendo de la cuestión del em-
préstito y de otras cuestiones tiesas, arrugadas y solemnes, para darme un
baño de alegría y de sol, ofreciendo y entregando mi alma toda al enjambre
zumbador de todas esas cosas aladas, vaporosas, divinamente frívolas, que
los hombres sesudos y tiesos denominan, con un gesto de supremo desdén,
pamplinas y embelecos femeninos.
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¡Y cuánta gracia, cuánto ritmo, cuánta música, tienen las pamplinas y
embelecos cuando suenan en los labios de fresa de una mujer bella!
Volviendo al Club de Señoras, yo quiero, desde este humilde "Palique",
enviarle el sincero mensaje de mis simpatías y admiración por lo que han
hecho y por lo que están haciendo—Mientras todos en Ponce parecen
aquejados de invencible marasmo, mientras por todas partes se perciben
síntomas de postración o cansancio, mientras el calor juvenil que la bulli-
ciosa ciudad de antaño ponía en las manifestaciones todas de su vida social
se ha ido lentamente convirtiendo en una frialdad parecida a la muerte,
ellas, las damas, se reúnen, se agrupan, se proveen de casa, constituyen
en esa casa un hogar, y ese hogar hoy es el único refugio que en Ponce han
encontrado los antiguos hábitos de sociabilidad y gusto por el arte y la
cultura que una vez aquí brillaron.
Se nos debía caer a nosotros los hombres la cara de vergüenza ante la
lección admirable que nos dan las mujeres, organizando funciones como la
del jueves, celebrando veladas, poniendo en escena dramas y comedias;
recitando, cantando, bailando . . . fomentando en fin, el culto por el arte
en una noble y victoriosa expansión de cultura y de vida.
En cambio, para nosotros los hombres las únicas expansiones sociales
son uno o dos bailecitos de reglamento, la clásica e insulsa charla en la
eterna tertulia de café o botica, y la abominable consagración al dominó o
la viuda con los consabidos chistes desmayados al final de jugada. . . .
Yo les pido a las damas que completen la obra—y ya que nosotros los
pobrecitos hombres parece que no servimos sino para aburrirnos y ator-
mentarnos los unos a los otros con graves, cachazudos e idiotas problemas
sobre cosas que maldito sea lo que realmente le añaden o le quitan a la
vida—que sean caritativas y de cuando en cuando nos abran las puertas
de su Club y nos dejen asistir a sus reuniones y fiestas ... ¡a ver si así,
con su ayuda y la ayuda de Dios, nos podemos salvar del peligro terrible
de llegar a perder todo instinto de sociabilidad hasta irnos convirtiendo
poco a poco en unos mulos respingosos!
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V I
OJOS QUE FUERON MIOS NO SE DONDE
Hoy, bajo un cielo nebuloso, el mundo me parece gris y triste ... y yo
me estoy sintiendo también gris y triste como el mundo.
Yo ....
Dicen que no está bien, que es inmodesto y de mal gusto que uno hable
de sí mismo, pero a mí no hay quien me quite de la cabeza que eso es una
falacia más, una hipocresía más de las que andan sueltas por este valle de
lágrimas.
Ese precepto, como tantos otros vacíos y estúpidos, que la tradición nos
ha dejado, yo encuentro un placer despreciándolo, y hoy y mañana, y
siempre que se me antoje, hablaré sin tapujos de mí mismo, de mi propio
yo, y quizás haya quien se interese más por conocer algo de ese complejo
y poco explorado mundo interno mío, que por un acontecimiento cual-
quiera del mundo exterior. Hay pocas cosas hoy que despierten tan viva
curiosidad como los fenómenos psicológicos, ¿y quién con más autoridad
que yo para hablar y dar cuentas de mi psiquis?
Pero, ¿habráse visto ficción más estúpida que la de suponernos hasta
tal punto mezquinos e insignificantes que nos da vergüenza hacer mención
de nosotros mismos?
¡Qué cosa más asquerosa y más vil es la modestia! Decir siempre de
nosotros que no valemos nada, que somos muy poquita cosa, que tenemos
muy pobre opinión de lo nuestro: de lo que somos, o decimos, o hacemos,
o pensamos; decir siempre que nuestro libro es malo, que nuestra casa es
detestable, que nuestro traje es feo, que el discurso que vamos a pronunciar
será, como fruto de nuestro pobre ingenio, un verdadero adefesio; creernos
obligados, en fin, a hablar mal de nosotros mismos a todas horas y en todas
partes. . . . Francamente: si eso no fuera como es una vil comedia con que
tratamos de darnos los unos a los otros gato por liebre con respecto a
nuestra noción de lo que creemos valer, de nuestro propio mérito; si ese
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PALIQUES
sentimiento de ocultación o menosprecio del yo fuera sincero y tuviéramos
que tomarlo al pie de la letra ... ¡yo renegaría de la especie humana, y
me iba a un monte, o me haría un feroz anarquista!
Porque si soy malo o insignificante yo, y es malo o insignificante mi
vecino, y es malo o insignificante, por propia confesión, todo el que perora
o escribe o produce algo en un orden u otro de la actividad humana, ¿qué
habría que pensar de una humanidad así donde todo el mundo se declara
insignificante y nulo?
El cielo está sombrío y tristón como si tuviese ganas de llorar, y yo
siento también dentro de mí como si una voz muy recóndita y muy queda
que sonase en no sé qué rincón de mi espíritu me convidase a llorar, a
llorar mi pasado y mi presente y mi futuro, a verter toda la amargura de mi
vida huera y tediosa en un largo sollozo, en el sollozo ingénuo y sin rubores
de cuando era niño. . . .
¡Oh vaga reminiscencia de la suave canción de mi cuna! Como una luz
temblorosa perdida en la niebla, yo vislumbro, en la sombra crepuscular
de mi espíritu, la visión querida de una mujer triste que todavía con el
lánguido dejo de un rezo en los labios, se inclina hasta dejarme en la frente
el aroma de un beso.
Y con el recuerdo de aquel beso y aquella canción, desfilan por mi mente
otros recuerdos, y siento como si unos ojos muy claros, y muy grandes,
y muy bellos, ojos de mujer—como empapados de ese encanto tan suave y
lejano que pone en las cosas la luz de la luna—me estuviesen mirando,
mirando.
"Ojos que fueron míos no sé donde—no recuerdo si en sueños o en el
mundo—¡Ahora tan solo sé que me querían—que fueron fieles, y lloraron
mucho!"
Sí; Villaespesa lo dice en su verso divino. Quizás fué en sueños, quizás
fué en el mundo que esos ojos desolados me fueron fieles y lloraron mucho.
Y yo siento unas ansias inmensas de mezclar mis lágrimas con las lágri-
mas de esos ojos muy claros y muy tristes que me miran en esta hora
sombría y cruel en que tantos pensamientos amargos, y tanta evocación de
pasadas venturas o tristezas, me enerva y me abate.
Miro al pasado, y el pasado se me aparece como una árida y vasta
planicie donde sólo hay cipreses y tumbas. ... ¡Tumbas de cosas que quise
mucho y que la desilusión o el cansancio me hizo dejar de querer; tumbas
de cosas locamente ambicionadas que pasaron indiferentes o irónicas por
mi lado con rumbo a no sé donde; tumbas en que yo también, yo también
me he ido muriendo!
Miro al porvenir, y el porvenir se me figura un túnel, un túnel muy
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OJOS QUE FUERON MIOS NO SE DONDE
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largo, y muy negro, y muy estrecho entre cuyas paredes he de ir dejando
al pasar piltrafas palpitantes de mí mismo empapadas en dolor y en sangre.
Y en esta hora cruel en que la lividez de un día nebuloso me envuelve
como un horrible sudario, es tanta mi desolación, que quisiera volver a
ser niño y buscar el regazo de aquella madre triste y joven que me ungió
la frente con aroma de ternuras y de besos....
Volver a ser niño ... ¡y en un sollozo muy largo y muy quedo llorar mi
tristeza, la inmensa tristeza de las horas que he vivido y que aún he de
vivir, de las cosas que he enterrado y que aún he de enterrar, para siempre,
en la fosa insondable de mi alma!
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VII
LOS GALLOS
Quiero darme el gustazo de declararlo de manera pública y solemne:
me gustan, me enamoran los gallos y las riñas de gallos.
Me gustan los gallos porque son bellos: bellos por el matiz brillante de
su pluma; bellos por el corte impecable de su cuerpo eurítmico; bellos por
lo alegre y animoso de su canto; bellos por el bizarro empuje de sus bra-
vas almas.
Entre uno de esos hombres incoloros, vulgares, gruñones, hombres de
piel de cerdo que vienen a este mundo rellenos de pedantería para aburrir
al lucero del alba; entre uno de esos hombres y un gallo . . . ¡me quedo con
el gallo!
¡Ah, si muchos hombres tomasen por modelo de sus vidas insulsas al
gallo, ese noble animal consagrado al amor, y al combate, cuánta fealdad
cuánto aburrimiento, cuánta basura se echaría del mundo!
"Amor y lucha", la divisa del gallo, es la divisa excelsa de todo lo que
vive; amor y lucha, las dos fuerzas perennes y augustas que regulan el ritmo
portentoso de la vida.
Por el amor, la reproducción, la conservación de las especies, la serie de
generaciones que se eslabonan en el vértigo del tiempo; por el luchar sin
tregua, la eterna selección, madre del progreso.
Y me gustan las riñas de gallos, porque, además de distraer, educan,
enseñan; porque cada una de ellas constituye una lección objetiva de
admirables secretos biológicos, revelándonos cómo el iristinto es ley de vida
en los seres, cómo se transmiten los rasgos fisiológicos más nobles por
herencia, cómo la naturaleza en eterno acecho dirige por sendas cada vez
más tortuosas la marcha de su ejército de formas hacia ignotas pero presen-
tidas cumbres. .. .
Y me gustan además las riñas de gallos, porque vivo en Ponce, Puerto
Rico, patria del bostezo, sucursal del limbo, y a una persona que vive en
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LOS GALLOS
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Ponce, en esta sombría morada del tedio, y que no bebe ni chismorrea, ni
le adula a los santos, ni le gusta el "dominó" ni "la viuda", se le debe
perdonar, no ya que guste de las peleas de gallos, sino que adore con loca
adoración el cólera y la peste bubónica.—Cada cosa tiene su sitio y su
hora.—Trasládenme a París con una buena renta y juraré que es un salvaje
el aficionado a las riñas de gallos.
Ya sé que contra los gallos y sus riñas sabrosas y edificantes, algunos
bizcos de entendimiento, almas forradas de piel de camello, trovadores
del aburrimiento, esgrimen el manoseado y zángano argumento de la
crueldad.
Yo me río, me río y me río, con risa inagotable, de ese argumento. Com-
párese la crueldad de las riñas de gallos, de dos animales que riñen por
gusto, por saciar un instinto, sin haber sido obligados por la dignidad, ni
alquilados, ni de otro modo introducidos para el caso; compárese, digo,
esta crueldad con la crueldad ambiente, con los millones de crueldades que
cometemos y presenciamos a diario, murmurando aquí, engañando allá,
acometiendo y reventando siempre al prójimo en nombre del negocio, o
del estómago, o del partido, o de la religión, o de la familia, o del honor, o
de la patria, o del diablo y su hermano, y todo el mundo se reirá también
con risa estrepitosa de los camellos del aburrimiento, trovadores de la
polilla, almas bizcas que condenan la riña de gallos.
Pero, somos así; para las crueldades chiquitas tenemos un corazón de
mantequilla que se asusta y se estremece por nada hasta el llanto; para
las crueldades grandes que cometemos y sufrimos diariamente, en lugar de
corazón tenemos un ladrillo.
Que la casa tal se incendió anoche y la familia tal quedó en la calle;
que quinientas personas fueron descalabradas por un accidente ferroviario;
que el empleado tal quedó cesante con mujer y diez hijos; que don Fulano,
arruinado por una hipoteca se ha vuelto loco, arrojándose a la calle por una
ventana. . . por muy sensibles que seamos, ninguna de las noticias que
preceden nos hacen perder el apetito.
En cambio, se habla de gallos que pelean por gusto y de hombres que
se dan el gusto de presenciar esas riñas ... y es preciso taparse los oídos
ante el insulso vocear de los eternos pedantes de alma bizca, forrados de
aburrimiento de camello que protestan.
En apariencia, lo que indigna y subleva a éstos es la crueldad del espec-
táculo; pero, en realidad, lo que les hace perder la chaveta, es que haya
hombres que se diviertan, cuando ellos son enemigos mortales de todo lo
que significa alegría y esparcimiento, y de buena gana harían del mundo
un desierto espantable, habitado únicamente por camellos bizcos, forrados
de la piel aburrida de pedantes apolillados. . . .
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VIII
LO QUE DICE LA GUABA
Se queja Astol—mi querido compañero—de que la tierra huye. . . .
Leí ayer su última crónica—amena y elegante como todas las suyas—y
todavía me parece oírle gritar con una voz en que vibran mil reminiscen-
cias de una hidalga raza: "non fuyades, cobardes y mal aconsejados te-
rrones, que un solo caballero es el que os acomete".
Isíi los terrones huyen, se van, corren y corren con rumbo a las fauces
abiertas de los TRUSTS enormes.
Pero yo ni me asombro ni me quejo como Astol ante el fenómeno. Creo
que es natural, creo que se cumple una ley biológica en eso de los TRUSTS
y los terrones.
Los TRUSTS son grandes, son fuertes, son poderosos; hace muy bien la
tierra puertorriqueña huyendo de nuestras manos cloróticas, y yéndose—
coquetona y gentilmente—a ofrecérsele para que se la coman.
Es más, yo creo que si fuera terrón haría lo mismo. Entre una mano
tísica de la cual no pudiera esperar más que un temblequeo enfermizo, y
una mano robusta—toda salud, toda fuerza—que me brindara caricias y
halagos sanos y frecuentes, yo buscaría sin vacilar esta última.
¿Que eso es faltar al patriotismo? ¡Bah! la tierra no sabe de patriotismo.
Su misión es más alta que la del patriotismo; su misión es ser fecundada y
producir, y está por eso ansiosa de abrirse en innumerables surcos bajo el
arado para recoger la minúscula simiente, y abrigarla y calentarla en su
inmenso regazo, hasta dar a luz el tallo, y con el tallo la divina promesa
de las hojas y las flores.
Ella, la tierra, en su grande y certero instinto de mujer, sabe que los
tallos con sus hojas y sus frutos y sus flores son sus hijos—los hijos de sus
entrañas—y lo desatiende todo por darlos al mundo; porque dándolos al
mundo copiosamente, profusamente, generosamente, sin distraerse ni extra-
viarse ni perderse poniéndose a cavilar en el cómo y el cuándo de sus pasos,
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LO QUE DICE LA GUABA
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cumple su alta misión," su inmensa misión, de la manera más grata a Dios
y a los profetas.
La tierra se aprendió, no se sabe cómo, aquel pasaje bíblico en que
Jesús le perdona sus pecados a la Magdalena por haber amado mucho, y
desde entonces parece que se dijo: "puesto que según Jesús no se peca
amando, y el. amor es sabroso, amemos todo lo más que podamos; y puesto
que el amor es en su esencia y raíz un instinto y el instinto me lleva al
más fuerte, seamos del más fuerte". ...
Y de ahí que la tierra puertorriqueña saliera huyendo de nuestras manos
débiles y temblonas para ir a caer en los brazos vigorosos y ardientes
del TRUST.
Recuérdese, además, que ésta no es la primer caída de esta bella mujer,
nuestra tierra; antes, mucho antes, de dejarnos a nosotros por los TRUSTS,
había dejado a los indios por nosotros.
Ella sabe que su sino es caer, porque caer es amar, y aunque los hom-
bres la motejen, Jesús tiene para ella la dulce sonrisa de un eterno perdón
en los labios.
Y no se me diga tampoco que el propietario hace mal dejándola ir,
dejándola que vaya, coquetona y gentilmente, a ofrecérsele a los TRUSTS
para que se la coman. . ..
El propietario sabe también por instinto que la ley biológica, que emana
directamente de la Naturaleza, está antes que la mera ley patriótica, hecha
por los hombres, y olvida ésta para cumplir aquélla.
Su instinto individual de conservación, hábilmente disfrazado de instinto
comercial, con voz clara y perentoria le manda vender para realizar un
buen negocio y salvarse: el instinto del pueblo o de la raza, que es colectivo
y llega a él tan apagado que casi no se oye, le manda no vender.
Y el pobre propietario duda, vacila, se rasca pensativo la cabeza, se
acuerda de Astol, compadece a la patria ... y acaba por vender hasta la
última cuerda.
Yo confieso que haría lo mismo. Yo, propietario de cien, de quinientas,
de mil cuerdas, y poco fuerte para hacerlas producir debidamente, ni
siquiera me rascaba la cabeza; me iba derecho al TRUST y se las vendía
todas y encima le vendería también la camisa.
¡Qué diablos! Entre el instinto individual que con voz clara y perentoria
me marca un camino, y el instinto colectivo que con un lejano y confuso
murmullo me indica otro, no me avergüenzo de obedecer al primero.
El patriotismo es un bello y amable principio digno de ser galantemente
atendido y obsequiado.
Pero yo subí una vez a un monte de Jayuya y una guaba me dijo que
la Naturaleza, nuestra madre y señora, tiene siempre su palo en la mano
para aporrear y desbaratar principios. Dice ella—añadió la guaba—que
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ella, nuestra madre y señora, todo lo hace sin principios y aun contra los
principios cuando llega el caso; y que si a nosotros los hombres, muchachos
al fin, nos permite que de vez en cuando juguemos y pasemos el rato con
esos principios que hemos forjado a espaldas suyas, esto lo hace por pura
condescendencia de madre, y nunca porque esté dispuesta—ella también
que es ya una vieja y tiene muchas y grandes cosas que hacer—a dejarse
distraer y embaucar por tales infantiles chirimbolos.
Desde que yo le oí esa insolencia a la guaba jayuyana, ha llovido mucho
y he tenido ocasión de conocer y tratar muchos principios. Y he visto
también ¡ay! que siempre que los principios se han puesto a pelear con
los instintos han armado muchísimo alboroto, pero han acabado siempre
por salir corriendo en vergonzosa fuga. . . .
No obstante eso, tengo algo de poeta, y no puedo evitar que me esté
simpático el bello y noble arranque de Astol cuando grita: "non fuyades
cobardes y mal aconsejados terrones, que un solo caballero es el que os
acomete.. .."
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I X
MI SUEÑO
Hoy no está la Magdalena para tafetanes; quiero decir, que no está
mi ánimo en condiciones de escribir largo y tendido sobre ninguna cuestión
que valga la pena.
Hoy me siento tan incapaz, tan inepto como un mulo cerrero, para todo
trabajo mental.
Es temprano, son las seis de la tarde, pero tengo un sueño de todos los
demonios. Es un sueño del espíritu más bien que de los ojos. Hoy lo veo
todo a través de una bruma cenicienta y espesa, y creo que si me abrieran
la cabeza, no encontrarían en mi masa encefálica ni una sola célula que no
se hubiese acostado a dormir a pierna suelta.
Hacen bien, hacen bien mis pobres células cerebrales en echarse a dormir
plácidamente, mandando las ideas a freir espárragos. Y los demás hombres,
y el mundo todo, debieran aprovechar estos días de lluvia y de bruma para
olvidar, para olvidar un poco la vida, para sacudirse de encima preocupa-
ciones y tristezas y ajetreo y enconos y luchas, y buscar el descanso re-
parador durmiendo a pierna suelta un buen sueño, un sueño de piedra, un
sueño sin ensueños en que hasta el corazón, y la sangre, y los nervios se
nos duerman dentro. . . .
Calderón no sabía quizás que cuando escribió su frase, "La vida es
sueño" formuló la única verdad digna de respeto en este mundo.
Si yo fuera rey, hoy mataba yo a media humanidad, y mandaba a la
cárcel la otra media para poder, yo, el rey, solo y en paz, disfrutar a mis
anchas de la fiesta colosal de un colosal silencio, de un colosal letargo de
todas las cosas, durante el cual, ningún ruido—ni una voz, ni un murmullo,
ni un zumbido de mosquito—viniera a recordarme que soy un ser vivo
condenado al suplicio espantable de sentir y pensar.
¡Oh, ser rey, ser rey, para paralizarlo todo, para callarlo todo, para
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arroparlo todo con la manta inconsútil de un inmenso silencio de cripta>
y luego echarme boca arriba, y estirar bien las piernas y los brazos, y poco
a poco, poco a poco, ir olvidando los tratados, las naciones, las guerras,
los parlamentos, las sociedades, las contribuciones, los partidos, los pleitos,
los principios, los pecados, las virtudes, los santos, los diablos . . . irlo olvi-
dando todo para dormirme con el sueño de los justos o de los criminales
empedernidos, (que en eso y en otras cositas más que me callo coinciden
justos y criminales), hasta quedar convertido en un tranquilo y orgulloso
y venerable leño!
Estirar las piernas. ¡Tanto hablar de progreso, de evolución, de avance,
y todavía soportamos la enfadosa ignominia de las piernas! No; yo no
simpatizo con el hombre del porvenir, con el superhombre, si no me lo
imagino sin piernas. Si la evolución nos dejó sin cola, ¿por qué no nos ha
de dejar también sin piernas?
De todos modos, sépase que yo aborrezco y maldigo las piernas. Sin
ellas el mundo sería una balsa de aceite; no habría faenas, no habría tra-
jines, no habría esfuerzo, no habría movimiento; no habría la condenada
obligación de correr y más correr tras de tanta ilusión engañosa, tras de
tanto ideal mentiroso y majadero como nos sale al camino para embau-
carnos y chiflarnos y hacernos sudar la gota gorda en balde años y años
hasta dar con nuestros pobres y cansados huesos en la tumba.
Sin ellas, no tendría yo que escribir este soso ''Palique"; yo no tendría
que ir al bufete mañana; yo no hubiera tenido que salir nunca de mis
verdes, encantadoras montañas de Jayuya para irme a dar tumbos y a
recibir palos y más palos por el mundo; yo no hubiera tenido que pasar
nunca por la pena atroz de aguantar regaños, palmetazos y tirones de
oreja—y lo que es peor—de tragarme sin chistar todas las sandeces abomi-
nables que tuvieron a bien enseñarme mis maestros desde la escuela ele-
mental a la universidad; y, sobre todo, yo no hubiera tenido nunca que
aprenderme de memoria, con peligro ¡ay! de quedarme idiota por toda la
vida, que el derecho es
"La ciencia de las leyes morales, fundadas en la naturaleza racional del
hombre, que rigen su libre actividad, para la realización del fin individual
y social, bajo un aspecto de condicionalidad recíproca exigible".
Leída esa respetable, augusta definición del Derecho, que más que para
seres humanos parece concebida y formulada para bueyes, yo quiero que
me digan las gentes sanas de corazón si no es natural que yo sienta ganas
de ser rey para fusilar a medio mundo, y encarcelar al otro medio, y que-
darme solo, y echarme boca arriba en una cama bien blanda, bien blanda,
y estirar bien las piernas, y entregarme todo, cuerpo y alma, a un sueño
sin ensueños, murmurando al hundirme en la noche del sueño, como un
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MI SUEÑO
rezo, como una suave canción de reposo, y de paz, y de olvido, estos
portentosos de Machado:
"Que las olas me traigan, y las olas me lleven,
y que nunca me obliguen el camino elegir.
¡Qué la vida se tome la pena de matarme,
ya que yo no me tomo la pena de vivir!"
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X
LOS HOMBRES DE RESORTE
Aunque "El Aguila" sea tan republicana y yo tan unionista, nada hay
en los códigos de Puerto Rico—¡estos feroces códigos de Puerto Rico!—ni
en el reglamento de la Junta Central, ni en el Alcorán, ni en la Biblia, que
me prohiba manifestar que estoy de acuerdo con "El Aguila" en un asunto
que trató hace poco.
Parece mal en Puerto Rico—donde estamos todavía en la edad del pavo
en materias políticas—que uno se confiese partidario de ninguna idea
política concebida por un adversario.
Para que no le motejen a uno de frialdad política, hay que estar siempre
a la greña con el adversario, aprovechando la menor ocasión para escupir
por el colmillo y salirle ladrando al camino.
Es realmente lamentable que esto suceda entre hermanos; y mucho más
lamentable aún que suceda, como sucede, por la niñería de creer que el
hombre vino al mundo para ponerse un rotulito en el espíritu—el rotulito
tal o el rotulito cual—y hacer luego girar toda su vida en torno de aquel
rotulito.
Yo he creído siempre que lo que más echa a perder este mundo es esa
manía infantil que tenemos de creernos obligados a llevar rótulo como las
sardinas y las butifarras catalanas.
Sale uno a la calle y emite una opinión, y lo primero que se saca a relucir
es lo del partido a que pertenecemos, o la doctrina religiosa o filosófica
que profesamos.
Parece que hay un empeño especial en que el mundo se parezca cada
vez más a una anaquelería de botica o de bazar de ropa hecha. No basta
ser hombre, y sentir y pensar, es preciso también que las ideas y los senti-
mientos tengan marca de fábrica. Hay que clasificarse, encajonarse, limi-
tarse y definirse para toda la vida; metiendo la cabeza dentro de un dogma
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LOS HOMBRES DE RESORTE
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religioso, y llamándose católico o protestante o mormón; dentro de un
partido político, y llamándose republicano o demócrata, o cualquiera otra
cosa; dentro de una doctrina filosófica, y llamándose hegeliano, o krausista,
o pesimista o materialista .. . u otro cualquiera de los innumerables istas
que nos afligen.
Es para desesperarse, pero no hay quien nos libre de los istas, de estos
aborrecibles istas, tiranos del entendimiento, que desempeñan en el mundo
de las ideas el mismo oficio que las marcas y etiquetas en el mundo de
las mercancías.
Y la consecuencia, la triste consecuencia de todo ello es que los cerebros
se petrifican, las almas se hacen uniformes, y cuando nos asomamos a ellas
ávidos de conocerlas y sorprenderlas en sus más ocultas modalidades, en
sus más íntimos rasgos, nos encontramos a lo mejor con que una etiqueta,
un ista, nos da sin más examen, la clave de todas las ideas y opiniones de
nuestro individuo, quien no queriendo tomarse el trabajo de pensar y
opinar con su cabeza, se fué a una biblioteca como quien va a la plaza a
hacer la compra, y se hizo de un credo, de una doctrina, de una cartilla
ideológica que le da hechos sus juicios y hasta las palabras en que ha de
expresarlos.
Me hacen pensar estos hombres en esa máquinas que en inglés se designan
con el nombre de slot-machines. Mete uno por un lado una monedita de
cinco centavos, y sale en seguida un cigarro por el otro lado. Los cinco
centavos nunca varían, el cigarro nunca varía; una monedita metida, un
cigarro sacado.
Con los hombres rotulados es lo mismo. Les introduce usted en la mente
una interrogación sobre cualquier asunto . . . pues ya sabe usted, ya puede
jurar usted que la frase que les saldrá por la boca será la que marca la
etiqueta, la que indica el rótulo religioso o político o filosófico que usan,
la misma conocidísima y manoseadísima frase que le había oído usted
quinientos años antes a su abuelo sobre el mismo asunto.
Y es claro: ¿qué encanto del demonio es posible hallar en el trato de
unos hombres cuyas ideas y hasta cuyas frases carecen de toda espontanei-
dad, de todo sabor personal, de todo perfume propio, porque no tuvieron
fragua mental que las calentara, porque fueron producidas automática-
mente, sin labor intelectual alguna, como los cigarros en las slot-machines?
Y no es esto lo peor; lo peor es que el hombre sometido a la servidumbre
del rotulito, no contento con aburrirnos con su automatismo desesperante,
nos sale a lo mejor al camino y nos ataca y nos hiere, y hasta nos mata si a
manos viene, no por volición espontánea suya, emanada de su propia alma,
sino porque su libro, su código, su dogma, su rótulo, le gobierna con la
misma fría, rígida precisión con que un resorte gobierna una máquina.
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PALIQUES
Pero, noto ahora con horror que he hablado como una cotorra separán-
dome y alejándome cada vez más de la cuestión que me proponía tratar,
esto es, del asunto en que "El Aguila" y yo estábamos de acuerdo.
Como es ya tarde, y no es cosa de seguir emborronando cuartillas, de-
jaremos el asunto para tratarlo en el próximo "Palique" o el día del juicio
por la tarde. Ahora, con permiso de ustedes me marcho a la cama, y sin
permiso de nadie, me pondré a soñar que unos ojos muy negros, muy negros,
me van devorando, me van devorando bocado a bocado. . ..
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X I
LA BANDA MUNICIPAL
Pues era de eso, de la banda municipal, que yo trataba o quise tratar
en mi último "Palique". Y era sobre eso, sobre la banda municipal, que
estábamos muy de acuerdo "El Aguila" y yo.
Es claro que, después de tan largo preámbulo, a muchos les va a parecer
del tamaño de un grano de anís la cuestión que "El Aguila" y yo hemos
tocado, pero a mí no me da la gana, ni a Cocolía tampoco, de creer que
hay ningún asunto local que pueda competir en importancia con éste de
la instauración en Ponce de una banda municipal, de una grande y rumbosa
banda, digna de esta ciudad de las grandes iniciativas, como dicen los
oradores cursis.
No; no es por falta de calles adoquinadas, ni por falta de ensanche del
acueducto, ni por falta de muelle, ni por falta de hospitales, ni por falta
de ninguna otra cosa parecida, que tenemos derecho a quejarnos los habi-
tantes de Ponce. Es por falta de alegría, por falta de esa santa alegría que
tonifica los nervios, que ensancha el corazón, que nos limpia de negras y
asquerosas sabandijas el alma, preparándonos para nuestra salvación eterna.
Se puede vivir sin calles adoquinadas, ni escuelas, ni muelles, ni acue-
ductos, ni hospitales; pero no se puede vivir sin salud, sin amor a la vida,
y no es posible tener salud, ni amar la vida, si antes no se conquista la
alegría, la santa, la amable alegría.
Yo estoy cansado ya de leer y oír diariamente sermones y homilías car-
gantes, encaminados al fin de edificarnos, de moralizarnos, de infundirnos
más seriedad, más laboriosidad, más austeridad, más religiosidad, más
cosas áridas acabadas en ad.
Puerto Rico, según algunos, está perdido, porque no somos serios, ni
laboriosos, ni respetuosos de la ley, ni cumplidores de nuestro deber ... ni
qué sé yo cuantas zarandajas más por el estilo. Y ahí verán ustedes lo que
son las cosas: a mí me parece precisamente todo lo contrario. Yo creo que
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no estamos perdidos, ni en camino de perdernos; pero si lo estamos, yo
juro que no puede ser sino porque somos demasiado serios, demasiado labo-
riosos, demasiado austeros, demasiado rígidos. Nos falta agilidad; nos falta
ese vigor del espíritu, esa lozanía, ese brillo, esa sal que proporciona la
alegría. Yo estoy por decir que, más que la derogación de la Ley Foraker,
nos conviene que los americanos nos traigan un poco de su alegría. Haced-
nos más alegres y nos habréis hecho más sanos, y dicho se está que siendo
más sanos, seremos más fuertes, más nobles, más buenos.
Estamos enfermos, pero no es por falta de carácter, ni de virtudes moji-
gatas de catecismo. Estamos enfermos de tristeza, enfermos de tedio, en-
fermos de seriedad, enfermos de anquilosis. No nos sabemos reír; nos parece
de buen gusto llevar siempre en la cara un gesto de mal humor, de mala
crianza, de odio a no se sabe qué; nuestro semblante es una perenne exposi-
ción de arrugas; nos avergonzamos de ser de cuando en cuando un poco
niños; lanzamos un desdeñoso gruñido cuando nos pasa por delante una
flor, una estrofa, una mujer; nos hiere y nos ofende que nos conviden a
una fiesta. . . .
En todas partes el hombre interrumpe su labor todos los días para ir a su
círculo, a su reunión, a su café, a su paseo; y se habla con simpatía y hasta
con orgullo de la fiesta de los domingos, de la jira al campo, del banquete
campestre al aire libre, bajo el follaje verde de los árboles; del concierto,
del baile, de todo lo que signifique animación y júbilo.
Aquí no; aquí se trabaja, se come, se duerme, se murmura un poco, y
para usted de contar.
Quitando lo del murmurar, en todo lo que atañe a sobriedad, laboriosidad,
austeridad, rigidez de cuerpo y espíritu, y una tonelada más de virtudes
teologales, podemos alabarnos de habernos ganado a los bueyes.
Y el resultado es que convertimos en un sitio de expiación, en un lugar
casi inhabitable, este ameno, este sabroso rinconcito del planeta en que
nacimos.
Mucho teatro, mucho parque, mucho jardín, mucho baile, mucho antídoto
contra nuestra secular tristeza de esclavos y beatos; muchas cosas, un
millón de cosas henchidas de color, de ritmo, de luz, de sol, de aroma, de
vida; he ahí lo que yo predico, lo que yo receto contra los males que nos
afligen, lo que yo canto, lo que yo adoro.
Seriedad, laboriosidad, austeridad .. . ¿De qué valen, de qué sirven si
son más viejas que el andar a pie, si ya se las sabía de memoria cuando
andaba por el mundo la puerca de Juan Bobo, y siempre han sido atro-
pelladas por la alegría humana, y siempre han naufragado tristemente en
el rojo y pujante torrente de la vida?
¡Bienaventurados los alegres, porque ellos amarán la vida y porque
amando la vida, y no despreciándola, ni motejándola, ni ensombreciéndola
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LA BANDA MUNICIPAL
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con sermones feos y huraños, harán suyos, sin darse cuenta, este mundo, y
teniendo este mundo se les dará por añadidura el reino de los cielos!
¡Bienaventurada la Banda Municipal, porque ella nos traerá el don de
la música, y con la música, una visión risueña de la vida que nos es nece-
saria para dejar de ser tristes, para dejar de parecer bueyes, pobres bueyes
de trabajo y de dolor que rumian tedio!.. .
Y vayan al diablo los hipócritas y mojigatos sermones, los huraños y
antipáticos sermones que quieren convertir al hombre en una momia, en
un bufo y absurdo monigote de cartón que le hace muecas y visajes a todo
lo que es bello, y es alegre, y es amable.
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LA VIRTUD DEL DINERO
Se habla siempre con profundo desdén del "vil metal". En el hogar, en
la escuela, en la iglesia, en el teatro, en la academia, en todas partes, la
afición al vil metal es reprobada como feísimo delito.
Y siempre, siempre, se le ha venido predicando al hombre que aborrezca
como pecado mortal la codicia.
En cambio, ¡cuántos himnos, cuántas alabanzas cantadas a la pobreza!
La pobreza honrada, la pobreza sostenida con decoro, la pobreza aceptada
alegremente, ¡qué virtud tan noble, qué cosa tan envidiable y tan bella!
Y los años se suceden, y los siglos pasan, y del fondo de hogares y es-
cuelas e iglesias y teatros, continúa elevándose a los cielos el clamor de los
hombres bendiciendo al pobre y condenando al rico.
Y sin embargo, sin embargo, infeliz de aquel que tome en serio el clamor
general que ensalza al pobre y abomina del rico. Basta lanzarse en el
torbellino del mundo, basta darse un chapuzón en la vida, basta iniciarse
en la refriega social, para que la vida nos enseñe a marronazos que, al
contrario de lo que cantan hogares y escuelas, iglesias y teatros, la pobreza
es un pecado abominable, y la riqueza la más alta, la más noble, la más
espléndida de las virtudes.
Tal como está organizada la vida, la riqueza es la fuerza, y la fuerza
es la salud, la inspiración, la armonía, la bondad, la fuente eterna de luz y
de progreso y de gloria.
La riqueza limpia, la riqueza ennoblece y embellece. Los más grandes
bandidos de la tierra cuando han triunfado, cuando se pasean por el mundo
ostentando el nombre de millonarios, lejos de parecemos bandidos nos
inspiran respeto, nos parecen seres superiores, y a su paso las más altivas
frentes se inclinan, las cabezas más erguidas se descubren.
Las mismas escuelas y academias e iglesias que se pasan la vida anatema-
tizando la riqueza y ensalzando al pobre, a cada donativo del bandido
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LA VIRTUD DEL DINERO
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millonario se postran reverentes y le llaman, entre cánticos entusiastas,
"varón magnánimo", "ilustre prócer", "generoso filántropo".
Y mientras al pobre, aunque sea inteligente y honrado, nos limitamos a
hacerle justicia, llamándole con cierto indefinible y recóndito desdén,
"buen hombre", apenas hemos divisado al rico le saludamos sonrientes y
efusivos, estrechamos con apretón nervioso su mano y le ofrecemos nuestra
casa, y se nos cae la baba, y reventamos de júbilo y orgullo si se digna
concedernos el honor de una visita.
Y el bandido millonario, el hombre sin entrañas, la fiera que se abrió
paso repartiendo entre los demás hombres dentelladas y zarpazos, al verse
alabado, festejado y adorado como un Dios, al notar que la sociedad le
devuelve bien por mal, se va dulcificando, empieza a sentir él también
respeto, casi adoración por sí mismo, y va lenta e inconscientemente ele-
vándose al nivel del tratamiento que recibe, y predica sermones, y escribe
libros de aliento para los jóvenes, y funda instituciones educativas, y hace
regios donativos a hospicios e iglesias ... y el rugir de la fiera de otro
tiempo se convierte en suavísima sonrisa, y el hombre sin entrañas que
empezó su camino en los antros tenebrosos de la miseria y el crimen, al
solo influjo del dinero redentor, acaba por morir en olor de santidad.
¿Se quiere una prueba más cumplida de que el dinero es el más poderoso
y eficaz agente de bien y de progreso, y de que pueden más para la salud
del cuerpo y del espíritu unas cuantas monedas que todos los predicadores
de la tierra?
Y si es así, el seguir haciéndole tragar a nuestros hijos en hogares y
escuelas la mentira de que es honroso y santo el desprecio al dinero y una
excelsa virtud la pobreza, constituye la más vil de las hipocresías, el más
despreciable y abyecto de los crímenes.
Con tan nociva educación, en lugar de preparar a nuestros hijos para
ser fuertes y conquistar a dentelladas el triunfo en la social refriega, los
hacemos débiles, enfermizos, propios solamente para nutrir hospitales y
cárceles, les despojamos de las armas necesarias para atacar y defenderse,
les limamos neciamente las uñas y los dientes, exponiéndoles a todas las
degradaciones, a todas las vilezas y dolores de la miseria.
Será amargo, será brutal lo que digo, pero la realidad, la inevitable
realidad de nuestra vida es más brutal y más amarga todavía.
Además, la culpa no es de nosotros, es de la organización social en que
vivimos. Pero mientras esa organización subsista, yo creo, yo afirmo, yo
sostengo que el primero de nuestros deberes consiste, al revés de lo que
decimos a nuestros hijos, en no ser pobres. Del mismo modo y en la misma
medida que nos avergonzamos de una enfermedad contagiosa debemos
avergonzarnos de ser pobres. Porque, ¿qué mayor enfermedad que la
pobreza?
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La pobreza nos hace débiles, nos hace ignorante y rudos, nos convierte
en una exhibición perpetua de fealdad e inmundicia, en un núcleo perenne
de villanía y de pereza y de crimen, en un tremendo e infeccioso virus en
que laten en germen todos los males, todas las lacerías.
Por ser pobres nuestros hijos crecen enclenques y enfermos, sin sangre
en las venas, sin luz en la mente; por ser pobres nos vemos forzados a
vender nuestro sudor a un precio cada vez más bajo aniquilando así la
incipiente rebeldía de nuestros hermanos en huelga; por ser pobres con-
vertimos los suburbios de las grandes ciudades en un inmenso, fétido
hacinamiento de harapos y desechos, y lástima y horrores; por ser pobres
miramos con bestial indiferencia el avance del pensamiento en la ciencia,
el rutilar de la belleza en el arte; por ser pobres rodamos y rodamos de
ignominia en ignominia hasta el hospital, o la cárcel, o el cadalso; por ser
pobres toda nuestra vida afectiva y nuestra vida intelectual se encierra en
el estómago, en un estómago insaciado que se queja....
Y es por eso que debemos odiar de todo corazón la pobreza, que es el
más grande, el más abominable de los crímenes. ¡Si hasta creo que es el
único crimen!
Y es por eso también que en hogares y escuelas, y teatros y academias,
le debemos predicar a nuestros hijos, como el deber más alto de todos los
deberes, el deber de ser ricos a todo trance; de sacrificar todo otro pensa-
miento al pensamiento de evitar la vergüenza de ser pobres; de correr
incansables e insaciables en busca de ese tan calumniado metal, sonoro y
brillante, que nos hace ricos, y al hacernos ricos nos ha'ce más sanos, más
limpios, más alegres, más generosos, más enérgicos, más grandes, más
hidalgos, más intrépidos, más nobles, más bellos. . . .
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COSAS DE MUERTOS
He estado hoy un rato acostado, después de almorzar, tratando en vano
de dormir la siesta. Y no pudiendo lograr que el sueño cerrase mis ojos—
estos feotes ojos míos que han visto tantas cosas que no valían la pena—me
puse a buscar con la imaginación cosas divertidas y amables en que pensar.
Y a vuelta de mucho pensar, caí en la extraña tentación de irme pintando
a mí mismo los diversos incidentes y detalles de mi muerte.
Me veo a mí mismo muerto, de resultas de haberme caído de un coche.
Estoy tendido en medio de la calle, hecho un horrible guiñapo sanguino-
lento. En torno mío, un grupo abigarrado de personas de distintos sexos
y edades comenta el suceso y me echa piropos.
Yo había sido más bueno que el pan, más patriota que Guzmán el
Bueno, más sabio que el Tostado, más justo que Catón, más valiente que
Amadís de Gaula, y qué sé yo cuantas cosas más. Hasta hubo alguien, creo
que fué una vieja algo cegata, que llegó a soltar la enorme barbaridad de
que yo había sido un buen tipo.
Era la leyenda que empezaba. ¡Yo no sé lo que sería del mundo si llegára-
mos a sentir algún día por los vivos la ternura que nos inspiran los muertos!
Tendríamos que estar huyendo siempre, tendríamos que escondernos los
unos de los otros para escapar a tanto piropo y tantísimo agasajo como se
nos trataría de prodigar en todas partes y a todas horas.
Por desdicha o por fortuna, no sucede así: somos galantes y tiernos con
los muertos—quizás porque no nos necesitan—pero, en cambio, tenemos
dientes y uñas de pantera para todo prójimo—macho o hembra—que se
nos pone a una vara de distancia.
Pues sí; yo estaba tendido en la calle, con la cara lívida, con el cuerpo
hecho trizas, con los ojos muy abiertos, muy abiertos, mientras un grupo
de gentes compadecidas hasta el llanto comenzaban a tejerme una suave y
hermosa leyenda.
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Nadie se atrevía a tocarme. Todos esperaban a la autoridad para el
levantamiento del cadáver. Todos hablaban en voz baja: blando susurro de
cuchicheos incoherentes en que vibraban inmensos respetos. Sólo un mu-
chacho que pasaba por mi lado se atrevió a darme un ligero pellizco en la
nariz. Cosa rara: mientras chillaban coléricos los del grupo ante aquella
inaudita reverencia, yo en mis adentros me reía satisfecho de aquella
humorada del muchacho, y hasta llegué a desear otros irreverentes pelliz-
cos. Más me gustó la familiaridad con que me trató el muchacho que el
murmullo halagador emanado de la inconsciente hipocresía de la muche-
dumbre.
Por fin, la autoridad—que se hace esperar siempre, como no se trate de
jugaditas de gallos y pecadillos bobos de infelices mujeres—se llegó solemne-
mente hasta mi cadáver, y ordenó mi traslado al hospital, donde proce-
dieron en seguida, con la mar de miramientos inútiles, que casi me hicieron
perder la paciencia, a meterme dentro de un largo, negro y horrible ataúd.
¿A qué viene esto del ataúd? me decía yo. Según me trajeron al hospital
en una ambulancia ¿no han podido de una vez conducirme sin más aparato
al cementerio?
Poco después, mi indignación subía de punto, al notar que metían el
ataúd dentro de un lujoso e imponente carro fúnebre.
Pero, ¿qué es esto, Dios mío? ¿A qué vienen tantas coronas, tanto color
negro, tanto lujo derrochado en este carro, ornamentado como para una
fiesta?—seguía diciendo yo. ¿Es que con tanta pompa se quiere expresar
público regocijo por mi muerte? Yo no me quejaría de ese regocijo, porque
a más de otros defectos fuí enredador y lengüilargo, pero, entonces, ¿cómo
se explica el luto aparatoso desplegado en todo? ¿Cómo se explica esa larga
fila de hombres de cara compungida que caminan tan despacio, como si me
llevasen en procesión por haber realizado alguna hazaña? ¿es que el hecho
de morirme, cosa tan sencilla y vulgar, me ha realzado de tal modo? ¿por
qué si voy muerto, si soy ya un montón informe de carne en proceso de
descomposición, en lugar de poner los caballos a galope para librarse de mí
cuanto antes, se cree todo el mundo en la obligación de vestir de etiqueta,
y afectar una profunda aflicción, y acompañarme ceremoniosamente, como
deseosos todos de tributarme honores que jamás me hicieron en vida? ¿es
que yo muerto, reducido a la condición lamentable de cosa que empieza a
podrirse, valgo más, merezco más, que cuando estaba vivo? ¿es que... .
Suspendo mis preguntas para volver a la feota y cachazuda realidad de
mi existencia, convencido más que nunca de que el mundo está loco, y
de que sólo por estar tan loco es que yo lo soporto, llegando hasta tomarle
cariño.. . .
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GENTE NUEVA
Me gusta, me gusta de veras la crónica última de Astol. Si yo me atu-
viera a la reglita de no hablar de los de la casa, tendría que haberme ca-
llado como un muerto la impresión excelente que me han hecho algunos
párrafos de dicha crónica.
Pero a mí me parece haber probado ya que no creo en la modestia, y
aun creyendo, no me da la realísima gana de respetarla. Permítanme, pues,
que me relama de gusto cometiendo la deliciosa inconveniencia de hablar
de los de la casa, con el entusiasmo que merecen.
Dice Astol: "Poeta, pule tu estilo, emplea castizamente tu idioma, pero
manifiesta tu individualidad al través de ambos, y si es preciso sacrificar
la eufonía al concepto, ¡sacrifícala!; si no encuentras la palabra propia,
¡invéntala!. . . Ya entonces, seguro de ti mismo, ríete a tus anchas de los
criticones caza-sílabas y de los expurgadores de diccionarios que no conci-
ben otro vuelo que el de las aves de corral".
Hace falta que se digan estas cosas en un país como éste que todavía
no ha salido del período de la crítica ramplona y verbalista a lo Valbuena.
Crítica de ideas, de procedimientos, de estilos, de puntos de vista en
materias estéticas; crítica honda, de la que consiste en coger a un autor,
y exprimir su obra y extraer el pensamiento que late en ella para sacarlo
a la vergüenza pública si es vulgar y anodino, y cantarle entusiástica loa
si es intenso, si es nuevo, si es brillante, si es bueno;. . . esa clase de crítica
a lo Sainte Beuve y a lo Andrés González Blanco, es algo que, desdichada-
mente, ni siquiera hemos olido por estos trigos de Dios, o mejor, por estos
cañaverales de la Guánica.
Aquí la crítica que hacemos es crítica pedantesca de colegial embotellado
recién salido del curso de Retórica. ¡Eh!, que tal verso está cojo por falta
de una sílaba, que tal otro contiene dos asonantes seguidos, que en tal
estrofa hay una cacofonía monstruosa. . . . No; no es una cacofonía lo que
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debe preocuparnos y alarmamos. No es la cacofonía, es la cacoquimia, o
abundancia de los malos humores de Zoilos engreídos, rellenos de ignoran-
cia y de rutina, lo que hay que temer, por el deplorable efecto que su labor
produce en el campo de nuestra literatura.
Bien, muy bien por Astol y por todos los que tengan el valor de secun-
darle. Hay que hacerle aquí ambiente a las nuevas ideas, mandando para
siempre a podrirse a un rincón como trasto inútil la vieja secta acartonada
de los que todavía quieren imponer la escuadra y el compás para los versos,
de los que todavía creen que la poesía consiste en hacerle coplitas muy
puliditas, muy atildaditas, pero reventando de sosería y ñoñez, a Filis, o a
las riberas del Yagüez o al recuerdo imperecedero de mi primera cana, o al
primer beso de amor estampado en la frente pura de la esposa, o a cualquiera
otra majadería por el estilo.
Tenemos una bizarra tropa de gente joven, anhelosa de más amplios
horizontes donde probar, volando, el vigor de sus alas, y es hora ya de que
vengan al palenque a reñir fiera y descomunal batalla con los moldes ran-
cios que encajonan y encanijan las ideas, con la secta acartonada de los
que todavía—¡todavía!—piensan que nos vamos a pasar la vida cantando
las cositas insulsas de siempre con las coplitas cursis, cortadas a tijera, que
recitaban declamando en los salones las niñas románticas que pasaron a
ser andando el tiempo nuestras bobísimas y queridísimas abuelas.
Hay que acabar con todo eso, y nadie mejor que Astol para lanzar la
primera piedra.
De Astol no se podrá decir que es un mozalbete que desea notoriedad y
la busca con atrevidas innovaciones y trasnochados modernismos.
Porque Astol empezó con los viejos, con los arcaístas, y en su tienda de
los acartonados, fué condecorado, fué laureado y vitoreado, y es ahora,
después que ha peleado y ha vencido entre los viejos, que lanza su grito de
guerra y rompe su lanza, su aguerrida lanza, entre los nuevos, entre los que
estamos cansados ya de odas y más odas insufribles, rellenas de sensiblerías
cursis de cocinera enamorada.
En breve seguiré hablando de otras cosas de los de la casa con la modestia
que me caracteriza.—Matos y Braschi, el primero por culpa de su crónica
"La eterna orquídea", y el segundo por culpa de su cuento "De la sima",
se habrán de sonrojar también púdicamente cuando diga de ellos cuatro
cosas merecidas que tengo que decir.
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ALGO SOBRE LETRAS
Recuerdo que hace poco anuncié que iba a hablar de "De la sima", de
Braschi, y de "La eterna orquídea", de Matos.
No soy muy fuerte en eso de hacer frases. Detesto el estilo hinchado,
sonoro, campanudo, que algunos emplean cuando quieren decir bien de una
obra cualquiera.
Me limito, pues, a declarar lisa y llanamente que los amigos Matos y
Braschi, por el exquisito manjar que nos han dejado saborear a los amantes
de lo bello, merecerían, cuando menos, que fuese yo mujer—y mujer
bonita—para darle cuatro abrazos a cada uno en premio de su fina labor
literaria.
Aquí hay mucho literato, mucha gente que garrapatea cuartillas, pero,
si yo fuera mujer, juro que a bien pocos les tocaría en suerte el bocado de
un buen abrazo mío.
Se abusa mucho todavía en Puerto Rico de la Retórica, esa condenada
Retórica que nos encariña con lo artificioso, con lo rebuscado, con el símil
pedantón y de mal gusto, con el período hueco y pomposo que no dice
nada, con la frase retorcida o endemoniada que nadie entiende, con una
colección, en fin, de altisonancias y sonoridades ridículas, capaces de hacerle
perder la paciencia a un santo.
Y es por eso que me entusiasman los dos trabajos de que estoy hablando:
porque en ellos la sencillez y el buen gusto se mantienen hasta el fin, y
no hay ningún manchón de colorete retórico que interrumpa la impresión
agradable que causan los tonos suaves del bello conjunto.
Es una humanidad triste la que nos pinta Braschi en "De la sima";
es una humanidad hampesca de zahúrda o zaguán, la que va surgiendo de
la oscura sima; pero se mueven todos en un ambiente tal de realidad, for-
man todos un cuadro de vida tan sencillo y tan intenso, que involuntaria-
mente nos sentimos como envueltos en la misma brumosa melancolía que
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flota sobre las figuras humildes y dolientes evocadas por el pincel del
artista.
En "De la sima" no hay sentimentalismo declamatorio, no hay ayes y
gritos y actitudes de melodrama; y sin embargo, esa sima de Braschi nos
sacude, nos conmueve, nos hace sentir la amarga sensación de aplana-
miento que produce—frente a ciertos destinos humanos—esta inmensa cosa
inexorable que se llama la vida.
En el cuento de Braschi no pasa nada: no hay intriga, no hay conflicto,
no hay puñalada, no hay casorio; sólo hay un puñado de desdichas huma-
nas agrupadas silenciosamente en la huraña lobreguez de un húmedo
zaguán. Y en eso, precisamente, está el mérito de la obra: en que la habili-
dad del autor no ha necesitado que pase nada en aquel zaguán para intere-
sarnos y conmovernos. Se ha limitado a ponernos delante tres o cuatro
tipos humanos bien reales, bien vivos—¡cosa tan difícil!—y esto lo ha
hecho con tal sobriedad de tintas y trazos tan vigorosos y diestros, que
difícilmente se le borran a uno del alma las líneas del cuadro.
¡Y qué decir de la hermosa canción en que Matos, en un bello rapto de
pensador o de poeta, saluda a la curva!
Leyendo "La eterna orquídea" llega uno a sentirse tan subyugado por
el ritmo de su prosa, de esa cálida y brillante prosa de Matos, que le dan a
uno ganas de no volverse a acordar de los versos. Porque ¿qué falta hacen
los versos cuando se logra cantar como canta Matos en el párrafo que voy a
transcribir como una muestra?
"Todo el arte esencial descansa en el arco, en el elipsoide, en la bellísima
serpentina de la curva, que da pomposas apariencias a la orquídea y fabu-
losos tonos de luz al arco iris. ¿Cómo no admirarla en la gentil belleza de la
mujer? Sus formas son la apoteosis musical de la curva: ellas tienen la caden-
cia de una onda vibrando sobre unas cuerdas de cristal: cantan la belleza
como lo puede hacer un poeta y trazan la belleza como lo pudieran hacer
estatuarios y pintores en sus más delicados ensueños de amor y de gloria".
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RIQUEZA Y POBREZA
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Se me atribuye por ahí tantísimo disparate con motivo de mis paliques
"La virtud del dinero" y "Lo que dice la guaba", que no tengo más reme-
dio que hacer algunas aclaraciones indispensables sobre ambas morroco-
tudas cuestiones.
Empecemos por "La virtud del dinero". Yo no retiro nada de lo que
allí dije con relación al dinero, pero ¡ea! no estoy dispuesto a tolerar que
nadie me suponga haciendo causa común con avaros, usureros, y demás
alimañas mal olientes.
Lo que yo escribí, lo escribí precisamente como una protesta contra este
medio social roñoso y absurdo que nos pone a todos en la necesidad de no
tener otra preocupación seria que la eterna preocupación del dinero.
¡El dinero!. . .
No creo que sacamos nada con sentir, o simular que sentimos, el santo
hoiTor del dinero. Es más, yo creo que amar el dinero es lo mismo que amar
la vida. Porque, ¿qué es la moneda sino un signo convencional que hemos
adoptado para facilitar el intercambio y disfrute de todos los productos
de la naturaleza y de la industria humana? ¿qué es la moneda sino un
símbolo con que en el comercio humano nos representamos todos los valores
de la tierra?
Por el dinero asistimos a una fiesta, entramos en un teatro, oímos a
Paderewski o a Kubelik, admiramos a la Duse, recorremos el mundo; por
el dinero comemos, vestimos, nos aseamos y educamos y pulimos; por el
dinero columbramos y tocamos los arcanos de la ciencia y los cielos del
arte.... ¿Qué es la moneda, pues, sino una inmensa fórmula suprema que
encierra y compendia cuanto hay de grande, cuanto hay de sano, cuanto
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hay de noble, cuanto hay de bello; todo lo que puede significar nutrición y
vigor para los cuerpos y solaz y emoción y alegría y éxtasis para las almas?
Pero conste que hay una enorme diferencia entre mi amor al dinero y el
amor del avaro o usurero.
En mi amor por el dinero resplandece mi amor por la vida, por las cosas
que ennoblecen y embellecen la existencia; en el amor del avaro, por el
contrario, no existe ni el mas leve destello de un solo anhelo natural y
humano.
Para mí el dinero es un signo, un medio, un camino. Para la pobre y
estúpida alimaña avariciosa, el dinero es un fin, algo que tiene valor per se,
algo con cuya mera posesión está contento, aunque todo lo demás le falte.
Ambos, el avaro y yo, adoramos el becerro de oro, pero, mientras el
avaro—y con el nombre de avaro designo yo a todo aquel que se roba
realizaciones de anhelos a sí mismo para meter dinero en la caja—mientras
el avaro traduce su oración al becerro en un estéril rezo, yo traduzco la
mía junto al becerro, saltándole encima y mandándole que me lleve a
todas partes.
Y es precisamente por el aprecio que yo hago del valor inmensurable
del dinero, que protesto y me rebelo con todas mis fuerzas contra el actual
sistema social que permite neciamente que unos pocos, unos cuantos pira-
tas rapaces, o unos cuantos hijos de piratas, o unos cuantos memos, prote-
gidos por el ciego azar, nos roben todo el dinero, es decir, toda la vida,
toda la crema de las cosas de este mundo.
No hay para que salirme diciendo que hay cosas—la inteligencia, el
valor, la integridad, la bondad, el arte, la belleza y muchas más—que están
por encima del dinero. En eso, yo, vil adorador del dinero, voy más lejos
que nadie. No sólo creo que esas—las más altas cualidades del espíritu—
están por encima del dinero, sino que creo que hasta una gota de agua,
una hoja de yagrumo, un huevo de gallina, un hijo o una uva, cualquier
cosa, en fin, vale mucho más que una onza de oro. La onza en sí nada vale;
es un signo, un símbolo, y los símbolos ya se sabe que—aparte del valor
que hemos querido que representen—real y positivamente valen menos que
un comino. ¡Si eso lo ve hasta un ciego!
Pero es precisamente por el respeto y el amor que yo Ies tengo a todas
esas cosas en que la naturaleza reparte sus dones y de los cuales el dinero
es símbolo, que yo insisto en predicar mi credo de amor a la riqueza y
aborrecimiento mortal a la pobreza. ¡Pero si es que hasta me parece una
monstruosidad abominable que a nadie se le diga que es bueno ser pobre,
esto es, no comer, no vestir, no estudiar, no pasear, no meditar, no vagar,
no sentir, no amar; no poderle imprimir a nuestro paso la orientación ape-
tecida; no poder cultivar por dentro y por fuera, como se cultiva una flor,
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nuestra propia personalidad; no poder ser dueños de nosotros mismos ni
una hora ni un minuto; no poder arder como las mariposas en el perenne y
colosal incendio de la vida ... ¡ser siempre, siempre, por los siglos de los
siglos, una pobre bestia resignada que trabaja y sufre!
Ahora, a modo de paréntesis, diré que no dispongo de más espacio, y
que es de rigor por lo tanto, dejar aquí la cosa para continuarla en el
próximo, interesante y monumental "Palique".
El tema me gusta, y creo que voy a estar hablando siete años seguidos
de lo mismo.
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XVII
RIQUEZA Y POBREZA
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Como lo anuncié, continúo hoy tratando la cuestión de "La virtud del
dinero" que dejé planteada en mis anteriores paliques. Quedamos en que,
considerando el dinero como una síntesis donde cabe todo lo que posee
algún valor en la tierra, yo me espantaba de que hubiera nadie que predi-
case que hay algún mérito en ser pobre.
Esto sentado, no tengo más remedio, para ser consecuente conmigo
mismo, que espantarme también ante este absurdo y abominable Sistema
Social que nos rige. ,
Se funda nuestra actual sociedad en la explotación de todos por unos
pocos, sin beneficio real para nadie. Millones y millones de hombres en
todos los puntos del planeta trabajan y sudan y se privan de todo, hasta
de lo más elemental, para engordar a una docena de privilegiados en cada
país, que ni siquiera se dan cuenta del privilegio de que disfrutan.
Y yo me distingo de la mayor parte de los que tratan con un sentido
humano y liberal esta cuestión, en que, lejos de renegar y maldecir de los
que gozan del absurdo privilegio de que todo les sobre mientras a los
demás todo les falta, lejos, repito, de echar pestes contra estos privilegiados,
les alabo y les aplaudo por ello, y hasta confieso sin rubor que si me viera
en el duro trance de tener que apechugar con un cargamento de millones,
no los soltaba después aunque llovieran sobre mí todos los sermones y
diatribas de la tierra. Sí, yo creo que hacen muy bien los ricos en arram-
blar con todo lo que puedan al amparo de una sociedad que lo consiente y
hasta lo premia.
No es malo ¡ qué ha de ser! tener muchos millones. Ya he dicho yo que lo
único malo, lo único criminal, es ser pobre. El dilema es éste: o se es pobre,
o se es rico; o se es explotado o explotador; o se es cordero o se es lobo.
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La elección no es dudosa, al menos para mí. Sépase bien, que entre los dos
papeles, el de cordero indefenso y resignado y el de lobo, elijo sin vacilar
este último: me declaro lobo, y lobos serán—¡si ha de depender de mí—mis
hijos y mis nietos! Pero el hecho de que yo no diga nada contra los ricos
ni contra los lobos, no significa, como pensará alguien, que yo esté conforme
con el actual sistema social, que consagra todas sus actividades a la defensa
del rico contra el pobre.
No es por sentimentalismo, por pura compasión del pobre, que debemos
tratar de renovar lo existente y poner en su lugar otra cosa. Es por egoísmo,
es por la conveniencia de todos, es por amor a la salud y a la estética del
mundo, que debemos suprimir a los pobres, ya que de éstos procede toda
la suciedad, toda la peste, toda la maldad esparcida sobre el globo.
Nos pasamos la vida fabricando escuelas para extinguir la ignorancia;
dictando leyes y más leyes sanitarias para extinguir las enfermedades;
estableciendo y sosteniendo cárceles y tribunales y pagando un costosísimo
ejército de funcionarios—jueces, fiscales, policía, alcaides, verdugo—para
extinguir los crímenes .. .
Y sin embargo, cada día los males combatidos aparecen más numerosos,
más fieros; y la brutalidad, y la enfermedad, y el crimen se reparten, inven-
cibles, el imperio del mundo.
Y es que, con respecto a los males sociales enumerados, procedemos de
la misma manera que ciertos médicos malos con respecto a las dolencias
orgánicas.
Se le queja uno a ciertos médicos de que se le ha empezado a cubrir el
cuerpo de tumores, y el médico sale recetando en seguida emplastos y
lavatorios para cada tumor, como si la enfermedad radicase en la piel y
no en la sangre.
Y la sociedad hace igual. Escuelas por aquí, sanidad por allá, cárceles y
tribunales y esbirros y verdugos por todas partes para combatir la ignoran-
cia, las enfermedades, los crímenes, sin tener en cuenta que todas esas
cosas no son más que síntomas, tumores, manifestaciones de un virus
infeccioso que radica, no en la superficie, sino en la esencia, en la sangre,
en la médula misma del organismo social. ¿Qué virus es ese? Lo verá y lo
sabrá el que tenga la suerte de oír con atención mi próximo palique.
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XVIII
RIQUEZA Y POBREZA
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Decía yo que nuestro organismo social tiene en la sangre un virus infec-
cioso, causa de la ignorancia, causa de pestilencia y de crímenes.
Pues bien, ese virus no es otro que el de la pobreza. Basta detenernos a
pensar un solo instante para convencernos de ello. Son los pobres, son los
enfermos del terrible virus de la miseria, los que nutren sin cesar hospi-
tales y cárceles.
Siendo esto así, yo quiero que se me diga si no es una tremenda estu-
pidez el creer que es a los pobres a quienes únicamente afecta el problema
de dejar de ser pobres, esto es, el problema de ser causa y raíz de todas las
lacerías humanas, de todos los males que llenan el mundo.
Yo digo que es a los ricos, a los poderosos, a los privilegiados de todo
género, a los que incumbe, no por principios filantrópicos más o menos
nebulosos, sino por egoísmo, por puro egoísmo, la tarea de ir borrando de
la tierra la mancha horrible de la miseria. ¿De qué vale tener una fortuna,
haber triunfado en la refriega social, haber escalado las más altas cumbres
de la riqueza o la gloria, si nada de eso nos libra de vivir en un mundo que
es un inmenso lapachar donde tenemos por fuerza que cubrirnos de lodo
hasta los ojos? ¿De qué vale que consagremos a la conquista del millón
redentor toda una vida, si, mientras más millones acumulemos, más acosa-
dos, más perseguidos nos hemos de ver por la siniestra legión de los enfer-
mos, de los leprosos, de los brutos, de los criminales? ¿No sacrificarían los
ricos la mitad de su riqueza a cambio de poder gozar en paz de la otra
mitad en un mundo curado para siempre del cáncer espantable de la igno-
rancia, madre de la violencia, abuela de los crímenes?
Y ya es hora de decir que no se combate la pobreza con esa ñoña caridad
de reglamento que levanta hospitales y asilos y haos de cuando en cuando
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una limosna. No se combate la sania, no se combate la viruela, no se com-
bate la lepra, ayudándolas a vivir con obras de misericordia; se combaten
persiguiéndolas, se combaten matándolas.
No se combate la pobreza, sino acabando con el pobre, y no se acaba
con el pobre llevándole en manadas a hospitales y cárceles y ayudándole
con limosnitas irrisorias de misericordia a seguir siendo pobres.
Si se pudiera acabar con la pobreza matando a los pobres, a lo Herodes,
yo no vacilaría en aconsejar ese procedimiento como más en armonía con
la barbarie de nuestro actual estado social; pero además de que el remedio
no nos curaría sino temporalmente, porque pronto volveríamos a llenarnos
de pobres, es seguro que los ricos, los mismos ricos, serían los primeros que
habrían de combatir con uñas y dientes contra esta matanza draconiana
que les dejaría privados de un golpe del brazo de los pobres, del sudor de
los pobres, de esa máquina humana más barata y más cómoda que ninguna
otra máquina.
Tenemos, pues, que no podemos matar a los pobres. Y si no podemos
matar a los pobres, ¿qué recurso, qué remedio, qué fórmula emplear para
librarnos de la pobreza?
El remedio es bien sencillo.
De la misma manera que cuando vemos a un individuo con síntomas
de viruela o de fiebre amarilla o de peste bubónica, consideramos nuestro
negocio, y no el suyo, alarmarnos y hasta volvernos locos por temor del
contagio, y le mandamos aislar y le buscamos un islote o un rincón cual-
quiera lo más distante posible para que los médicos se entiendan con él
y lo despachen cuanto antes, y, una vez muerto, seguimos considerando
nuestro negocio—y no el de la familia del finado—el pegarle fuego a la
casa y a la ropa y hasta al recuerdo del muerto; de la misma manera que
en ocasiones semejantes consideramos nuestro mejor negocio, nuestra más
apremiante y respetable necesidad echarnos sobre el apestado y tratar por
todos los medios a nuestro alcance de combatir en su persona la infección
iniciada, creo yo que debemos acostumbrarnos a ver en la pobreza un
mal—no para los pobres—sino para todos, los pobres y los ricos, con lo
cual vendríamos pronto a quedar convencidos de que el mejor negocio
para los ricos y los sanos y los poderosos consiste en no permitirle a nadie
el crimen de ser pobre, como no le permitimos a nadie el crimen de andar
suelto por la calle atacado de viruela, o de vómito, o de lepra, o de rabia.
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Considerado, pues, el pobre como un peligro o calamidad pública, o
para decirlo mejor, como la causa de todos los peligros y calamidades, ¿es
sensato, es prudente que sigamos considerando el problema de su pobreza
como cosa suya, exclusivamente suya, con la cual nada tenemos que ver,
como no sea para mostrarnos compadecidos con arreglo al Catecismo, y
para nutrir y entretener su pobreza con una degradante limosnita miseri-
cordiosa?
¿Quiénes son los que exhiben pústulas y horrores en los hospitales?
¿Quiénes son los tributarios únicos del Código Penal? ¿quiénes los que
roban, falsifican, y pelean, y matan incesantemente, dándole ocupación
constante a jueces, esbirros, fiscales, alcaides, verdugos? ¿quiénes los que,
hacinados en los suburbios de las ciudades, esparcen a los cuatro vientos
la simiente horrenda de toda epidemia? ¿quiénes los sucios, los tristes, los
rencorosos; los que se quejan, y piden, y asechan, y asaltan, en cada sombría
encrucijada? ¿quiénes los que han hecho peligroso hasta el amor, porque
por medio del amor transmiten el contagio terrible de abominables dolen-
cias desde el lupanar hasta un hogar limpio y honrado, y hasta los palacios
de los poderosos?
No hay más remedio que contestarme siempre que son siempre los pobres.
¿Se quiere mejor prueba de que el problema de la pobreza es un problema
de sanidad, como el problema de la viruela y la fiebre tifoidea?
¿Dejamos a los variolosos y tifoideos que ellos mismos se curen, confor-
mándonos con tirarles desde lejos el hueso de una beatífica limosnita?
No. Al enfermo de viruela o de tifus le cogemos por el cogote y lo bañamos
y lo curamos, por la cuenta que nos trae, y si no lo podemos curar, lo
matamos sin andarnos con chiquitas. ¡Y es que el miedo hace milagros!
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¡Es que el mejor agente conocido de actividad y de progreso social es el
miedo!
Por el miedo, pues, y no por sentimientos y principios filantrópicos que
todo el mundo finge respetar, pero que todo el mundo manda a paseo
cuando llega el momento; por el miedo, repito, llegaremos a hacer con los
pobres lo que hacemos con los apestados de todas clases: los agarraremos
por el cogote, y los bañaremos y curaremos a viva fuerza de la abominable
llaga de su pobreza ... y al que no podamos curar lo mataremos sin an-
darnos con melindres. Y lo más bonito de todo ello será, que, al que tenga-
mos que matar, porque se resiste a ser rico, lo mataremos serenamente,
humanamente, sencillamente, sin el terrible ceremonial feroz de la justicia
de hoy, sin llenarnos la boca diciendo que ejemplarizamos ó moralizamos
ó castigamos en nombre de la ley como decimos hoy cada vez que, por miedo,
o por venganza (vindicta), cometemos una gran salvajada judicial.
Pero—se me dirá—¿cómo vamos a deshacernos de los pobres? ¿cómo
vamos a resolver el milagro de extirpar de raíz toda pobreza? Y yo diré
que tan morrocotuda pregunta merece una morrocotuda contestación, y
que esta morrocotuda contestación merece otro morrocotudo palique. . . .
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Mi última pregunta era: "¿Qué haremos para extirpar la llaga de la
pobreza?"
A primera vista, parece cosa difícil lo de hallar una respuesta, pero,
luego que se piensa en ello, acabamos por encontrar la cuestión tan simple
y tan minúscula como un grano de anís.
¿Qué remedio emplear contra la pobreza? ¡Pues la riqueza! Ya ven
ustedes como eso se le hubiera podido ocurrir al mismo Juan Bobo.
Sí, amigos míos; la pobreza con su inevitable y siniestra escuela de
insalubridad, de ignorancia, de fealdad y de crimen, no se cura con ser-
mones, ni con sistemas de gobierno, ni con instituciones democráticas, ni
con asilos y hospitales, ni con huelgas de obreros para lograr un aumento
transitorio de salario, ni con prédicas y odas sobre la gran virtud del
trabajo, ni con ningún otro paliativo o música celestial por el estilo. La
pobreza, señoras y señores, se cura con una sola cosa: ¡con dinero! ¡con el
vil dinero!
Mientras una legión de apóstoles cejijuntos del proletariado aullan
contra la riqueza y los ricos, y piden que todos nos volvamos pobres, yo,
admirador de los ricos y enamorado de la riqueza, pido que todos nos
volvamos ricos.
¿Sabemos que la causa única, directa o remota de nuestras vilezas, de
nuestras traiciones, de nuestras violencias, de nuestros crímenes, y hasta
de nuestras enfermedades, es la pobreza? ¡Pues acabemos con la pobreza!
¿Cómo? Persiguiéndola, atacándola, disparándole sin tregua como hace-
mos con las epidemias.
Yo propondría, como remedio único para purgar el mundo de los ho-
rrores quu hoy nos afligen, que dejáramos reducido el Código Penal a un
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solo artículo en el cual se castigase con penas atroces-con la pena de muerte,
si fuera preciso—el delito de andar por la calle sin llevar una suma decente
en el bolsillo.
Algunos se reirán de esto considerándolo como una salida mía. Pero yo
me desquito de esa risa, riéndome a mi vez de la candidez que revela el
creer que la justicia de hoy difiere mucho en el fondo de la justicia mía.
¿Qué hace la justicia de hoy—esa justicia inútil que nos cuesta un ojo
de la cara—sino amontonar penas y más penas para castigo de rufianes,
ladrones y asesinos? ¿Y qué son esos ladrones y tramposos y asesinos
sino pobres o hijos de pobres? ¿qué son todos sino enfermos de la dolencia
atroz de la pobreza? ¿qué hace, pues, la justicia de hoy sino pasarse la
vida consagrada a la estéril tarea de mandar pobres y más pobres a la
cárcel, al presidio y al cadalso?
Se me dirá que hay ricos también que algunas veces se corren hasta dar
con sus cuerpos en la cárcel o la horca.
Pero ¿quién ignora que toda regla tiene excepciones y que una golon-
drina no hace verano?
Quedamos, pues, en que no hay que venirle con risitas y aspavientos al
"Artículo Unico del Código Penal Reformado" que yo preconizo.
Si sabemos que todos los crímenes son como un fermento de la levadura
de la pobreza, ¿a qué viene atacar el fermento si dejamos subsistir la
levadura? ¿a qué esperar que el pobre mate o robe, o cometa cualquier
fechoría semejante para castigarle? ¿A qué esperar, cruzados de brazos,
que el crimen se realice? ¿Qué es la justicia de hoy sino un acto de estéril
venganza, puesto que sabemos que nada remedia, puesto que viene siempre
después de hecho el daño, después de perpetrada la hazaña delictiva del
rufián o asesino?
Si sabemos que un perro está hidrófobo, ¿no cometeríamos una terrible
locura esperando, para librarnos de él, hasta que haya mordido una o
más veces?
Pues si hemos de castigar siempre en el pobre lo que sólo es una conse-
cuencia inevitable de su pobreza, ¿a qué esperar que robe o mate para atarle
codo con codo y mandarle a un presidio?
¿No sería más sensato reducirle a prisión, como propongo yo, por el
mero hecho de ser pobre, con lo cual evitaríamos el daño que iba a causar
su delito, y nuestra justicia—nuestra cruel justicia—tendría al menos la
disculpa de no ser estéril a sabiendas como lo es hoy?
—Pero es que nadie tiene la culpa de ser pobre, se me dirá. Y yo diré que
tampoco tiene el leproso la culpa de su lepra, y sin embargo, lo mandamos
sin escrúpulo a un islote, y allí lo aislamos para siempre del resto del
mundo. Tampoco tiene el perro la culpa de su rabia, y lo matamos sin
contemplaciones.
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Tanto en un caso como en otro, procedemos fríamente, humanamente,
y la pena que aplicamos tiende al noble fin de salvarnos de un horrible
contagio. Nuestra acción en ambos casos, no va acompañada como en los
procesos judiciales de ceremonias y ritos feroces e inicuos: nos defendemos
sencilla y brevemente, sin ningún alarde cruel, de un ataque, de un peligro.
En cambio, cuando hoy encarcelamos o matamos, lo hacemos, no para
evitar un daño, sino para castigar, esto es, para proporcionarnos el salvaje
placer de vengarnos de un daño ya irremediable. Véase, pues, la enorme
diferencia entre ambas cosas.
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RIQUEZA Y POBREZA
V I
Se me dirá también que sin pobres, esto es, sin máquinas de trabajo,
no podremos vivir ni unos ni otros, ni ricos ni pobres.
Y yo diré a esto que me alegro de que sea en nuestro propio bolsillo
donde radique la garantía de la vida de los pobres. ¡Es tan firme la garantía
del bolsillo!
Mas, siendo así que los pobres han de seguir existiendo, ¿cómo realizar
el milagro de desembarazarnos de la pobreza sin acabar con los pobres?
¿Cómo curar la pepita sin matar la gallina? ¿Cómo salvarnos de la hidrofo-
bia sin matar el perro?
Yo creo que la cosa no es tan difícil como a primera vista parece. Lo
único que la ha hecho hasta ahora inasequible es la ignorancia de los hom-
bres, fuente maldita de donde brotan todos los prejuicios que nos afligen.
Además, nos ha mantenido alejados siempre del fondo de la cuestión, la
manía que padecemos de oscurecer los problemas más claros, envolvién-
dolos en la niebla de un doctrinarismo filosófico que todo lo envenena y lo
echa a perder.
De un lado y de otro, en el campo de la cachazuda burguesía adinerada,
y en el campo adversario del proletariado hambriento, se ha perdido mucho
tiempo en baldíos tiquismiquis de enrevesada dialéctica sobre si la propie-
dad es o no un derecho inalienable, sobre si tenemos o no tenemos derecho
a los frutos de nuestro trabajo, y cien mil zarandajas más de esa calaña.
La manía que tenemos de creer que no se puede dar un paso en la vida
sin pedirle antes el santo y seña a un principio abstracto cualquiera, reli-
gioso o metafísico, la inaudita obstinación que hemos puesto siempre en
creer que los hombres venimos a este mundo a servirle a los principios,
cuando en realidad los principios los hemos inventado nosotros, ha tenido
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la culpa de que hayamos marchado tan despacio en esto de percatamos
de la facilidad con que podríamos, si quisiéramos, curarnos la sarna de la
pobreza.
Resolvamos la cuestión con el sano criterio de la conveniencia de cada
cual, con el sano criterio de una juiciosa ama de casa cuando manda a la
plaza por la compra, y veremos qué fácil, qué sencillo se nos vuelve.
¿Queremos que los pobres dejen de ser foco perenne de inmundicia, de
violencia, de fealdad y de crimen? Pues abaratemos el dinero tanto como
el agua de la pluma, ¿ Por qué nos esmeramos en proveer a todo el mundo
de agua haciendo que ésta llegue hasta el más miserable tugurio? Porque
la voz de nuestro propio interés nos dice que si falta el agua nos exponemos
al horror de una epidemia.
Hagamos, pues, lo mismo con el dinero. No permitamos por nada del
mundo que se estanque, que se quede quieto; hagamos que corra, hagamos
que se esparza jubiloso como un riego bienhechor por todas partes y nos
salvaremos de la pobreza, que es la peor, que es la madre de todas las
epidemias.
No sigamos cometiendo la insigne majadería de empeñarnos en abaratar
los artículos de primera necesidad—pan, bacalao, azúcar, etc.—mientras
dejamos que el dinero, el artículo de primera necesidad por excelencia, el
más indispensable para la salud del cuerpo y del espíritu, se estanque
estérilmente, sin beneficio para nadie, en la caja bien repleta de algunos
millonarios.
De qué vale ¡oh estúpidos gobiernos de todas partes! que pongáis tanto
empeño en ofrecernos pan o azúcar o bacalao baratos, si por otra parte, no
ponéis ningún empeño en proveernos de dinero para comprarlos? ¿Qué le
importa a quien tiene vacío el bolsillo que una libra de pan o de azúcar o
de carne valga tanto o más cuanto?
Es evidente, pues, que lo primero que tenemos que abaratar—antes que
el pan y que el bacalao y que el agua—es el dinero, ya que sin dinero no
hay pan, ni bacalao, ni agua, por muy baratas que estas cosas sean.
Pero—¡aquí viene lo gordo!—¿cómo abaratamos el dinero? ¿cómo hace-
mos que el dinero corra como el agua del acueducto?
Como la contestación no ha de caber ya en el corto espacio de que puedo
disponer, la dejaremos para el próximo palique.
Realmente, yo no pensé nunca en que la cuestión que vengo tratando a
la pata la llana, sin requilorios literarios de ninguna clase, me había de
resultar tan larga. Pero quise explicar mi artículo "La virtud del dinero"
para que no me levantaran falsos testimonios, y ya habrán visto ustedes
en la que me he metido.
¡Miren que comprometerse uno, así, sin más ni más, nada menos que a
poner el dinero barato, más barato que el bacalao, más barato que el agua
del acueducto!...
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XXII
RIQUEZA Y POBREZA
V I I
¿Cómo abaratar el dinero? Puesta la fe en Dios, y encomendándome de
todo corazón a la dama de mis pensamientos, me cuelo de rondón en los
dominios del dinero, y acometo la descomunal aventura de dar contesta-
ción a esta pregunta.
¿Cómo abaratar el dinero? Yo creo—aunque no entiendo ni quiero
entender pizca de economía—¡esa presumida pseudociencia pasada de
matar!—yo creo que para abaratar el dinero, lo mismo que para abaratar
cualquiera otra cosa de este mundo, lo primero que hay que hacer es
tratar de que la producción sea igual o superior al consumo. Una vez
logrado eso, el precio tiene que bajar forzosamente.
¿Qué sucede con respecto a la -prodvxxión del dinero? Pues sucede que
la producción del dinero puede ser tan copiosa como se quiera, toda vez que
el dinero es un mero signo convencional inventado para comodidad de los
hombres, y para este signo convencional lo mismo podemos valemos del
oro o la plata u otro metal cualquiera, que de trozos de cuero, o de hojas
de yagrumo.
¿Y cómo se explica que a pesar de la facuidad de producción—facilidad
mayor que la que tenemos para cualquier otro artículo de consumo—el
dinero se torna cada día más huraño, más arisco, más caro, al extremo de
que hay que reventarse para llegar a tener un puñado?
La respuesta es inevitable. Puesto que el dinero se produce y se puede
producir más profusamente que el agua, y puesto que la mayoría de los
hombres no tenemos dinero, ¡alguien se está quedando o se nos ha quedado
con todo el dinero! ¡alguien acapara y monopoliza tan indispensable artí-
culo! ¡alguien nos roba algo que es, que no puede menos de ser de todos,
porque es agua, porque es aire, porque es pan, porque es sangre, porque
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es alma, porque es alegría, porque es sol, porque es todo en la vida, porque
es la vida misma palpitando dentro de nosotros hecha sangre, hecha nervio,
hecha instinto, hecha emoción, hecha idea!
¿Y quién comete ese terrible hurto, ese inmenso despojo? ¿Dónde están
esos hombres, esas fieras, esos monstruos que acaparan y se roban esa
sagrada, esa inviolable, esa divina cosa que se llama la vida?
Pues ahí verán ustedes lo extraño del caso: esos mortales afortunados
que han llegado por azares del destino a repartirse el dinero, no son tales
fieras; ni siquiera son malos en la mayoría de los casos, y tan no lo son,
que yo, que soy incapaz de matar una pulga, estoy haciendo y seguiré
haciendo todo lo posible por ser uno de ellos.
Esos hombres cuando vinieron al mundo se encontraron con una sociedad
tan estúpida que permitía y hasta que exigía para subsistir ella misma, que
los hombres se pudieran despojar unos a otros del dinero, esto es, de la
vida, y, ¡es claro!, obligados a optar entre la riqueza y la pobreza, se deci-
dieron por la riqueza ... y a Roma por todo. ¿Hay algo censurable en la
conducta de esos hombres? No; lejos de censurarlos yo encuentro—después
de detenerme un momento a pensar sobre ello, que fué ciertamente un
sano y noble instinto el que dentro de ellos se rebeló a ser pobre. ¡Pues no
faltaba más que condenarse uno ciegamente a sí mismo y condenar a sus
hijos y a los hijos de sus hijos al andrajo, a la pringue, a la llaga, a la igno-
rancia, al crimen!
¿De quién es, pues, la culpa de que, mientras el dinero se pudre de
ociosidad en unas cuantas cajas, esa legión de horrores que se llaman la
pringue, y el andrajo, y la llaga, y la ignorancia, y el crimen, se repartan
triunfantes el mundo?
La culpa es de todos y de nadie; la culpa es de este monstruoso, abo-
minable sistema social en que vivimos. Si hay alguien, pues, que quiera
darse el lujo y el gustazo de pelear como David contra un monstruo, yo
le convido a disparar su honda contra la actual Sociedad, contra la actual
abominación que se llama Estado, sea monarquía, sea república; sea
aristocracia, oligarquía o democracia.
Pero—se me volverá a preguntar—¿puede el Estado evitar que se cumpla
esa ley natural que condena al inferior, al inepto, al indolente, al vago, al
pródigo, al ignorante, al cobarde, a ser despojado por el apto, esto es, por
el hombre-lobo, por el hombre-fuerza? En otros términos: ¿puede el Estado
—siendo como es el dinero cosa tan bella y por lo tanto tan codiciable—
impedir que los hombres se peleen sin cesar por su conquista?
Suelto sin pestañar un estentóreo sí más grande que una casa; pero
como no ha de caber aquí la explicación de esa afirmación, resuelvo trans-
ferirla para el próximo palique, en el cual pondré fin a este trabajo que
resulta ya, contra mis deseos, demasiado largo.
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XXIII
RIQUEZA Y POBREZA
VIII
Quedamos en que afirmaba yo que el Estado podía impedir que los
hombres se peleasen por el dinero.
¿Cómo?—Muy sencillamente; volviéndose él—el Estado—el único capi-
talista. En lugar de un capitalista aquí y otro allá que acaparan y mono-
polizan todo el dinero, un solo capital, una sola caja en manos del Estado,
y todos los hombres pasando a ser pupilos pensionados de ese Estado.
Los hombres, manteniendo perpetuamente al Estado con su labor diaria,
labor que sólo habría obligación de prestar hasta determinada edad, y que
es seguro que sólo significaría para cada uno un sacrificio diario de dos o
tres horas de su tiempo. A cambio de eso, el Estado asegurándole, garanti-
zándole a cada hombre el goce pleno de su vida mediante una pensión
pagadera en dinero diariamente, la cual pensión habría de ser bastante, no
sólo para la satisfacción de sus necesidades elementales o animales, sino
para las que nacen de sus fuentes más delicadas y nobles.
Antiguamente los hombres cachazudos soltaban la risa cuando se les
hablaba de un Estado así. Hoy los trusts, esos enormes trusts omnipotentes,
han venido a probar la posibilidad y viabilidad del Estado en cuestión.
Porque, si es posible una corporación en la que millares de hombres se
asocien con un nombre colectivo para una empresa cualquiera, no hay
razón para que todos los hombres de un pueblo no puedan unirse para
constituir con el nombre de Estado u otro cualquiera, un formidable trust
para la magna obra de socializar la propiedad y garantizarle a cada hombre
su ración de vida.
Pero—se me dirá—si se le asegura a cada hombre una pensión muy pocos
trabajarían. Y yo digo que en el Estado que yo preconizo, BASADO PRE-
CISAMENTE SOBRE EL TRABAJO DE TODOS, todos tendrían que
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dar su ración de trabajo para tener derecho a su ración de vida. El vago
de oficio—candidato a pobre—no sería tolerado ni un instante. De la misma
manera que, sin necesidad de tribunales ni de policía, nos libramos hoy,
por la inmediata e instintiva alarma de toda la comunidad de los dientes
de un perro rabioso, en el Estado nuevo, la presencia de un vago—de un hom-
bre dispuesto a vivir vida de parásito al estilo de los ricos y burócratas de
hoy, esto es, consumiendo sin producir sería acogida con la misma alarma
que un caso de rabia u otra epidemia, y el vago correría la misma suerte
que el perro rabioso. La divisa del nuevo Estado sería precisamente esa:
"Ni vagos ni pobres".
Pero—se me volverá a decir—si algunos, los más sobrios, empiezan a
guardarse parte de la pensión recibida, pronto se pondrían a acumular
dinero, y volveríamos irremisiblemente a las andadas, esto es, al capitalismo
de hoy, con su secuela natural de ruina y de pobreza para el mayor número.
Y yo digo que de la misma manera que la comunidad misma se sacu-
diría de encima, por egoísmo, al vago, temeroso de su contagio, también
reaccionaría toda por alarma instintiva contra un caso de avaricia. Y el
hombre cogido en flagrante delito de traición a la comunidad guar-
dando para sí la parte de pensión que no quiso o no supo gastar, con el
malvado intento de arrancársela para siempre a los fondos del Estado,
sería tratado sin ningún miramiento, con la misma implacable severidad
que el vago o el perro rabioso.
Es sabido que todo lo que se opone de una manera fundamental a la
tranquilidad, salud, bienestar o prejuicios de una colectividad, es eliminado
indefectiblemente del seno de tal colectividad, sin necesidad de policías ni
de jueces. Ya puede un Estado pasarse años y años promulgando leyes,
que si esas leyes no arraigan de algún modo en algún recoveco del alma
colectiva, del alma del pueblo, nadie, ni jueces, ni carceleros, ni guardias,
las librarán de verse burladas, pisoteadas, y olvidadas por todo el mundo.
En cambio—cuando una ley se basa en una necesidad o sentimiento de la
colectividad, cada ciudadano, cada hombre, cada calle, cada casa, consti-
tuye un celoso guardián de dicha ley.
He ahí, pues, el morrocotudo problema del abaratamiento del dinero
resuelto. He ahí el dinero—que es hoy una maldición—visitando periódica-
mente a cada hombre, brillando como el sol para todos y no para unos
pocos, viniendo como el agua a cada casa a saciar la sed de vida de todos
los hombres.
Queda todavía otra objeción que hacer: la falta de estímulo, fuente de
donde sale el progreso. Muerta la ambición de acumular dinero, moriría
también la actividad humana, y no habría progreso, oigo que alguien
me dice.
Vamos a suponer, contesto yo—que muriese el progreso: ¿Qué importa
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RIQUEZA T POBREZA. VIH
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el progreso? ¿Acaso hemos venido al mundo para servirle al progreso?
No; hemos venido para servirnos a nosotros mismos. Servidos y satis-
fechos nosotros, bien puede irse el progreso a la porra.
Pero es que yo niego que sea verdad eso de que el hombre no obedece
a otro estímulo, para desarrollar su actividad, que el de acumular dinero.
Es más, para mí el estímulo del dinero es puramente artificial, removido
el cual quedarían en perenne función todas las energías de la máquina
humana.
Si hoy nos peleamos por un puñado de onzas, porque desdichadamente
hemos llegado a darle más valor al símbolo que a la cosa, al puñado de
onzas más que al hombre, mañana—disipado para siempre el fantasma de
la pobreza—quedarían en pie todas las ambiciones naturales que hoy nos
mueven. ¿Quién se atreve a negar lo que puede como estímulo en el hom-
bre—aun en el hombre mixtificado de hoy—la ambición del saber, la
ambición del amor, la ambición de la gloria, fuertes e indestructibles y
preciosos resortes en el alma humana de todas las épocas?
Y como el papel se me acaba y he llegado al final, conste que hay tela
para un millón de paliques, y que lo expuesto es, por lo tanto, un mero
esbozo y no un cuadro definitivo y completo de un sistema social.
De una nueva sociedad pujante y bella que ya siento avanzar con vuelo
de huracán hacia nosotros. . . .
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XXIV
LA SOLTERONA
Cada vez que me pongo a pensar en las tristezas de este mundo, desfila
por mi alma la silueta doliente de ese tipo social, cuyo nombre le sirve de
epígrafe a estas líneas.
En torno de ese nombre, epitafio burlón colocado por la sociedad sobre
los despojos palpitantes de una vida cruelmente mutilada, la imaginación
vislumbra una leyenda de incurables nostalgias, de amarguras sin nombre,
de trágico y perenne caminar a través de los desiertos espantables y penum-
bras horrendas del sufrimiento humano. . . . Poema sombrío el que surge
de ese nombre; desgarrador poema en que mil y mil vírgenes dejaron el
sollozo expirante de sus vidas yermas . . .
Todos los seres humanos corremos hacia una meta, real o imaginaria;
todos tenemos una finalidad, un ideal que perseguir en el mundo; unos la
riqueza, otros la ciencia, otros el goce, otros el arte. Para ella, para la
pobre solterona, no hay ideales, no hay perspectivas; ante sus ojos, ante
sus ojos mustios de desconsuelo, se extiende siempre, muda e implacable,
la solitaria inmensidad de un desierto.
Hay horas, momentos en la vida, aun para el ser más rebelde a la poesía,
en que una cosa cualquiera impregnada de vago perfume de arte,—la
cadencia melancólica arrancada a una flauta en la distancia, la queja
triste y dulce que vibra en las cuerdas de un violín o una guitarra, el trino
fugitivo de un pájaro que pasa—nos conmueve de pronto, y trae a nuestra
alma como el roce de las alas de un ensueño que nos acaricia, como la
voz querida de un ideal lejano que nos saluda. ¿Qué pasará, qué pasará,
Dios mío, en el alma de la solterona, en esa pobre alma, sola y triste, en
uno de esos momentos?
Yo me he preguntado esto mismo muchas veces y he sentido vergüenza
de ser hombre. Porque somos los hombres, han sido los hombres los que
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LA SOLTERONA
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han ido acorralando a la mujer, tapiándola entre las cuatro paredes de un
hogar mazmorra, hurtándole el derecho a escoger libremente su camino, no
dejándole otra salida hacia el mundo, hacia la luz y el espacio, hacia el
batallar grandioso y perenne de la vida, que la puerta estrecha y mezquina
del matrimonio.
Y como por la puerta del matrimonio cada vez son menos las que salen,
resulta natural e inevitable que cada vez sea mayor el número de las que
se quedan, la legión de víctimas, la legión lamentable de reclusas que pasan
por el mundo sin haber luchado, sin haber sentido, sin haber gustado un
minuto siquiera inefables ternuras de amante, o embelesos sublimes de
madre, sin haber recibido ni otorgado una caricia, sin haber amado, sin
haber vivido.
No; no hay ni puede haber en la historia ni en el arte tragedia comparable
a la tragedia de esas vidas que fracasan, que sucumben, que fenecen silen-
ciosas, sin lucha y sin gloria, ferozmente inmoladas a un concepto del
honor falso y salvaje.
Hombres que os descubrís ante un ataúd repleto de carne muerta, hom-
bres que lloráis en el teatro ante un conflicto artificioso y mentido de melo-
drama, ¡descubríos y llorad ante esa gran tragedia!
Espíritus ramplones, carcomidos de prejuicios absurdos, apolillados de
bárbaras rutinas, yo os pregunto:
¿En virtud de qué noción de justicia le imponéis a la mujer como una
ley el conservarse casta y pura, en lucha insensata contra la naturaleza,
hasta el matrimonio, y si no hay matrimonio hasta la muerte, y en cambio
al hombre, con matrimonio o sin matrimonio lo dejáis en libertad de man-
charse todo cuanto quiera? En otros términos: ¿por qué el estado de
pureza virginal, que afectáis considerar como un honor en la mujer, consti-
tuye en el hombre una degradación y una vergüenza? ¿Es que también
para el honor hay sexos, debiendo distinguirse entre el honor macho y el
honor hembra?
¡Ah, picarones! Es simplemente que en eso del honor, como en todo,
lo ancho para nosotros, lo estrecho para ellas, las pobres mujeres. ¿Qué nos
importa que haya desastres y sacrificios y víctimas a millones si nada de
eso nos alcanza a nosotros? ¿Qué nos importa que subsista un prejuicio,
un convencionalismo bárbaro, que condena a toda mujer que no se casa a
la triste y yerta vida de la solterona o a la vida de oprobio y de infamia
de la ramera, si ninguno de esos dos espantosos abismos nos amenaza a
nosotros?
Ante tanta injusticia, las palabras de Elia, en el "Juan Gabriel Bork-
man", de Ibsen, paréceme que adquieren dantescas resonancias de anatema:
"Elia a Juan Gabriel.—¡Eres un asesino! ¡Has cometido un asesinato! Has
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matado mi vida para el amor. ¿Lo entiendes? ... La Sagrada Escritura
habla de un pecado misterioso para el cual no hay redención.
No comprendía yo qué pecado era ése que no podía ser perdonado;
ahora ya lo sé. ¡El crimen que no puede borrar el arrepentimiento, el pecado
a que la gracia no alcanza ... lo comete quien mate una vida para el amor!"
Oíd a Elia, y sentiréis en el rostro, y sentiréis en el alma, muy adentro,
muy adentro, la terrible impresión de un latigazo. . . .
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CARTA ABIERTA
I
Sr. Don Luis Lloréns Torres.
Querido amigo: Desde que usted publicó aquellas sus últimas composi-
ciones que llevan por título "Rapsodia Criolla", "Leticia y Margot" y
"Barcarolas", concebí la idea de salirle al camino para decirle a voces mi
entusiasmo.
Demasiado sé yo que esto no se estila en Puerto Rico.—Aquí los hombres
de letras no se entusiasman nunca por la obra de ningún compañero, y
si se entusiasman, lo hacen con tantísima reserva que nadie se entera.
Aquí somos, o nos hacemos, los indiferentes, los desdeñosos, los unos con
los otros.
No conocemos el placer del elogio, y cuando elogiamos, o lo hacemos de
la manera más hermética posible, como si nos avergonzáramos de ello como
un delito, o nos trepamos a la cumbre del ditirambo y soltamos sin pudor
alguno tan descomedidas y desatinadas alabanzas, que le hacemos caer la
cara de vergüenza al amigo o protector elogiado. Porque, ¡eso sí! siempre
tiene que ser un amigo o protector complaciente y aguantón en materia de
sablazos el objeto de nuestros ditirámbicos desahogos, como siempre tiene
que ser un enemigo personal la víctima de nuestras censuras.
Pero, dejemos a un lado estas cosas tristes, y vamos a lo que importa:
al deseo que yo tenía, y que hoy realizo, de hacer llegar hasta usted la
onda de mi sincero entusiasmo.
Sí; yo le aplaudo a usted, no sólo porque no pertenezco al gremio de los
que callan siempre por ceguera, o por sistema, o por envidia, o por otro
bajo instinto cualquiera, sino porque entiendo que aplaudirle a usted es
realizar una obra de bien, un acto de filantropía con la literatura puerto-
rriqueña que se caía ya de puro vieja y arrugada y chocha, y pedía a gritos
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PALIQUES
que alguien le viniera a inyectar un poco de sangre nueva. Usted ha hecho
eso, amigo mío ¡y no faltaba más sino que yo ahora me fuera a quedar
callado ante su hazaña!
Sepa usted, pues, que éste su amigo que más de una vez ha reñido con
usted por actitudes e ideas suyas que no le satisfacían, ahora, con la misma
independencia, le saluda, le aplaude, le aclama estrepitosamente para que
todo el mundo se entere. Y como no quiero parecerme a la taifa de badula-
ques que aquí pretenden arreglarlo todo con adjetivos amontonados sin
ton ni son, ya en alabanza, ya en censura, voy a decir el por qué de mis
congratulaciones.
Le aplaudo a usted, en primer lugar, porque, con todo y ser un poeta
conocido y consagrado por la fama, de los más festejados y mimados, por
cierto, por los acartonados, les ha dejado a todos de repente con un palmo
de narices, y desviándose de un salto del caminito trillado por ellos, em-
prendió libre y atrevido vuelo hacia los cármenes risueños del modernismo.
¡Ya sabía yo que usted no se había de quedar arrinconado y hecho una
momia entre las cuatro vetustas reglitas que le sirven de pauta a los acarto-
nados para sus coplitas amazacotadas y hueras en que todo parece calculado
para aburrir a uno y mandarle a la cama rendido de sueño, "porque no se
adivina en el poeta (copio de González Blanco) más que a un artífice mejor
o peor del verso, que ha aprendido mejor la lección en el aula de Retórica
y que la recita luego de corrido, siguiendo la trillada senda que sus ante-
cesores pisaron".
¡Qué bien retratan esas palabras a toda esa legión de vates ramplones
que, a fuerza de amontonar rimas y más rimas como quien amontona
ladrillos, llegaban a componer sobre cualquier fruslería kilométricas odas
de un falso lirismo altisonante y chillón; odas que luego eran leídas en la
botica y premiadas en certámenes, y para siempre le aseguraban a sus
autores el nombre de eminencias literarias, de cuyo genio nadie podía
dudar sin cometer una atroz irreverencia! ¡Cuántos y cuántos nombres de
venerables nulidades de ese jaez me vienen en tropel a la mente!
Algún día usted, o yo, o cualquiera de los nuevos, nos veremos obligados
a sacarlos con canas y todo a la vergüenza pública para que no se pongan
tantísimos moños. Se hace necesaria una renovación, una poda general en
el árbol de la lírica puertorriqueña para que no se nos muera en las manos,
y alguien va a tener que encargarse de esta poda cruel de grado o por
fuerza.
Divagaciones aparte, déjeme usted decir cuatro palabras de su "Rap-
sodia Criolla". Es la primera vez, ¡la primera vez! así como suena, que
Puerto Rico tenía el honor de ser cantado con un canto del corazón, intenso
y bello, por un poeta de veras. Ya pueden llover sobre mí por este dicho
palos y pedradas hasta dejarme sin vida que lo que es yo no retiro ni una
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CARTA ABIERTA. I
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coma de lo dicho. ¡ Como que lo voy a repetir otra vez por si no lo han oído!
Es la primera vez, ¡la primera vez! que un poeta puertorriqueño con estro
propio, dando una nota saliente, personal, ¡suya! le canta a esta bella isla de
Puerto Rico. Antes le habían cantado otros empingorotados poetas de
nuestra ínsula, pero sus cantos eran vulgares, artificiosos, campanudos, sin
espontaneidad, sin relieve personal alguno, sin olor, color ni sabor local,
pura imitación servil y ramplona de otros cantos de otros vates a sus
tierras ... y Puerto Rico los oyó porque no tenía más remedio, pero dando
evidentes señales de aburrimiento y de sueño. ¡Estos acartonados del
demonio han sido siempre tan kilométricos y narcotizantes!...
Como el papel se acaba y aún tengo que añadir algunas cosas más a
la presente, se despide hasta la próxima con expresiones a la familia.
Su amiguísimo.
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PALIQUE
XXVI
CARTA ABIERTA
I I
Querido amigo Lloréns: Hablábamos de su "Rapsodia" . .. ¡Con cuánta
gallardía, con cuánta exquisitez, supo usted dar relieve y colorido a todos
los matices de belleza desparramados por nuestra tierra! Mientras otros
vates nos rompían el tímpano al cantarle a Puerto Rico con resonancias
extemporáneas de trompa épica, usted, con certero, admirable instinto
poético que nunca podrá encomiarse bastante, supo encomendar a otro
instrumento más delicado y más dulce—la flauta—la expresión de su sentir
y con arpegios suaves, delicados, femeninos—como suave, delicada y feme-
nina es la campiña puertorriqueña—bordó una canción exquisita—toda
alma—que tiene como el tono apacible, como el contorno impreciso y la
gracia inefable de nuestras montañas cuando las columbramos desde un
recodo del camino bañadas por la vaga poesía de la tarde....
Cantó usted sencillamente, sin retoricismo, sin faramalla insustancial de
mal gusto, sin alardes pedantescos de zorrillismo o nuñezdearcismo pasado
por agua, sin tópicos manoseados de seudo lirismo, sin hinchazón, sin
prosopopeyas y apóstrofes rancios, sin resabio ni prejuicio alguno, en fin,
de los que caracterizan a la caterva empingorotada de los acartonados.
Gautier Benítez. ... ¿Quién que haya sabido apreciar los encantos de su
"Rapsodia" será capaz de negarme que todos esos defectos que he men-
cionado—defectos de que usted se ha librado—abundan que es una bendi-
ción, o maldición, de Dios en la kilométrica y amanerada oda de Gautier
Benítez a Puerto Rico? Y, antes que usted, ¿quién había cantado a Puerto
Rico más acertadamente que Gautier Benítez? Lo que quiere decir que a
usted corresponde enterita la gloria de haber arrancado el primero a su
alma la primera canción de poeta de a verdad para esta cálida y bella tierra
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CARTA ABIERTA. II
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de palmas y naranjos y mujeres mimosas y pálidas, cimbreantes, perezosas
y sabrosas que nos dió el destino.
Don Juan Valera, con aquella su guasona y fina verba, le decía una vez
a Rubén Darío: "La verdad: yo creía que era usted un Huguito".
Y eso es lo que hemos tenido en Puerto Rico: ¡una plaga de Huguüos
que daba grima! Cuantos ¡ay! de esos reverendos poetas acartonados que
el vulgo admira por la sola razón de que tienen blanca la cabeza y han sido
puestos en una vitrina; cuántos ¡ay! de esos que han pasado y pasan to-
davía entre nosotros por unos Homeros por la sola razón de que se atre-
vieron a rimar con esmero de albañil unas cuantas cositas anodinas para
Fifis, su novia, o para Borinquen, su patria; cuántos de esos ¡santo Dios!
no fueron nunca otra cosa que unos Huguüos, rellenos de metáforas de
calco y de lirismos de segunda mano, gárrulos y pedantes como estudiantes
de Retórica acabaditos de salir de clase!
Demasiado sé yo que el que dice estas cosas en Puerto Rico se expone
a que lo maten, pero ¡ qué quiere usted! hace tanto tiempo que me estaban
bailando en el cuerpo, que algún día las tenía que soltar para aliviarme
un poco de la carga de mentiras convencionales, que todos nos tenemos que
tragar desde la cuna.
¡ Oh, Borinqueña, virgen novia, descíñete los azahares—dame tu boca en
los palmares—y di en tus besos que eres mía—y que eres toda para mí!. . .
—Dilo rozándome la frente, que se estremezca a los hechizos—del aleteo
de tus rizos—como las flores se estremecen bajo el temblor del colibrí.
Le digo a usted, Lloréns amigo, que esa sola estrofa—esa sólita—vale
para cualquiera que tenga sangre de poeta, cien y mil y un millón de veces
más que todos los kilómetros de amojamados versos dedicados hasta ahora
a Puerto Rico. Ahí tenemos personalidad, brío, sencillez, espontaneidad y
ese divino llamear de verdadera emoción que distingue al poeta del carpin-
tero ensamblador de frases hechas y de metáforas ramplonas.
¿Y qué decir de "Barcarolas", de esas quejumbrosas barcarolas que usted
compuso "cuando surcaba la bahía de San Juan en su barca de Juana Díaz,
a la una, bajo la plata de la luna?"
Yo creía que a usted lo iban a desollar vivo cuando lanzó esa vibrante
barcarolada, que no es otra cosa que un intrépido y bello reto a los fósiles,
a esos vates de cartón que, desde el fondo de sus empolvadas vitrinas de
alimañas disecadas, le gruñen sordamente a toda evolución que ellos no
entienden.
Yo creía que iban a vaciar sobre usted el socorrido repertorio de siempre
contra los modernistas: mozalbete ávido de notoriedad, esteta, desconocedor
de la gramática, etcétera.
¡Cuesta tan poco despachar cualquier asunto que no se entiende con
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PALIQUES
cuatro frases despectivas, sobre todo, si esas frases nos vienen hechas ya
desde España, por Pérez Zúfiiga, Melitón González, y otros graciosos de
profesión que las vienen usando desde el año de la Nanita!
Ya sabía yo que aquí no había críticos capaces de atacarle a usted en el
terreno de las ideas, pero, en cambio, abundan que es una bendición, o
maldición, de Dios los critiquitos diente-perro, y esperaba ¡es claro! que uno
de éstos le saliera al camino a gritarle las majaderías ya manoseadas y
hasta desechadas por los Zúñigas y los González . . . ¡ porque hasta eso
tienen estos criticastros de torta de casabe!
No le desollaron a usted vivo y me alegro, y le felicito ... y me despido
hasta la próxima, en la cual le acabaré de decir otras cosas más que aquí
no caben.
Muy suyo.
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XXVII
CARTA ABIERTA
I I I
Mi buen amigo Lloréns: "¿Quiénes duermen en las torres y castillos y
atalayas y bohíos—escondidos de las lluvias, de los duendes de la noche
y de los fríos?—Son los nobles aristarcos de la rima, los profetas, mis
hermanos los poetas; son los bardos de mi antilla borincana—desteñidos
como momias en la torre parnasiana de un parnaso acurrucado—en los
fríos del pasado". .. .
¿Quién osará negar, Lloréns amigo, que en esa bella estrofa que trans-
cribo la forma es impecable? No hay nada más machacón en el mundo que
un pareado, y, sin embargo, en esos pareados de usted ha combinado tan
sabiamente los metros que, lejos de parecemos monótonos, nos impre-
sionan precisamente por la animación, flexibilidad y vigor que en ellos se
advierte
En "Barcarolas" es donde, más que en ninguna otra composición suya,
hace usted alardes de agilidad y soltura métricas, sin perder por eso su
verso nada en lo tocante a riqueza de cadencias y de tonos.
Hay gentes que no le encuentran la música a esos versos. ¿Pero qué culpa
tiene nadie de que el oído de esas gentes sea tan malo que no les sirva
más que para apreciar las sonoridades bombardinescas de que habla Chavier?
¿Acaso porque hay millones de individuos, cuyo sentido estético es tan
rudimentario que sólo pueden percibir el grosero ritmo de un tango haba-
nero, seis chorreao, o cosa por el estilo, debemos renegar para siempre de
las sonatas de Beethoven, nocturnos de Chopín y demás primores y pro-
digios de los genios de la música? ¡Bueno andaría el mundo si Campos
fuese considerado más grande que Chopín porque las danzas de aquél se
pegan al oído y los nocturnos no se pegan!
Ríase usted, pues, ríase a sus anchas de los que, por falta de oído hacen
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un gesto desdeñoso ante el ritmo delicado y grácil de sus últimos cantos,
sencillamente porque se apartan un poco de los cuatro o cinco metros
consagrados como cosa inmutable por los dómines desteñidos, que no ven
más allá de sus narices.
¿Qué sería, digo yo, de los Villaespesa, de los Machado, de los Marquina,
de los Jiménez, de todos los revolucionarios de la técnica que ahora brillan
y se imponen en España, si fueran tan desdichados que tuvieran que vivir
en Puerto Rico, sujetos a la idiota disciplina de nuestros engreídos copleros
acartonados, de nuestros encopetados dómines de botica que no toleran
que nadie vuele porque ellos son ápteros de nacimiento?
¡No hay que hacer caso, pues, de los críticos zonzos que se enjuagan la
boca con el necio estribillo del respeto á las reglas!
Las Reglas . . .¡bah! Sin ellas han crecido y han triunfado todos los
hombres de talento.
Y conste que esto del desprecio a las reglas no lo he inventado yo ni es
cosa reciente. Racine, nada menos que Racine, nacido en el 1639, decía
ya de las reglas lo que sigue: "La principal regla es agradar y conmover;
todas las demás no han sido hechas más que para llegar a la primera".
Y aunque no gusto de hacer citas (porque no me quiero parecer a cierto
ilustre plegario puertorriqueño que se desvive por soltar venga o no a
cuento una ristra de ellas), allá va, para escarmiento de Aristarcos igno-
rantes, la opinión del Rvdo. P. Feijoó sobre este asunto de las reglas,
vertida en su célebre obra "Cartas Eruditas".
Lean, pues, y aprendan, y callen los critiguitos de casabe:
"Puede asegurarse que no llegan a una razonable medianía todos aquellos
ingenios que se atan escrupulosamente a las reglas comunes. Para ningún
arte dieron los hombres ni podían dar jamás tantos preceptos que el cúmulo
de ellos sea comprensivo de cuanto bueno cabe en el Arte. La razón es
manifiesta, porque son infinitas las combinaciones de casos y circunstancias
que piden, ya nuevos preceptos, ya distintas modificaciones y limitaciones
de los ya establecidos. Quien no alcanza esto, poco alcanza. Yo convendría
muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como no pretendiesen
sujetar a los demás al mismo yugo. Ellos tienen justo motivo para hacerlo.
La falta de talento les obliga a esa servidumbre. Es menester numen,
fantasía, elevación, para asegurarse el acierto saliendo del camino trillado.
Los hombres de corto ingenio son como los niños de escuela, que si.se
arrojan a escribir sin pauta, en borrones y garabatos desperdician la tinta.
Al contrario, los de espíritu sublime logran los más fáciles rasgos cuando
generosamente se desprenden de los comunes documentos. Así, es bien que
cada uno se estreche o se alargue hasta aquel término que señaló el Autor
de la Naturaleza, sin constituir la facultad propia por norma de las ajenas.
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CARTA ABIERTA. III
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Quédese en la falda quien no tiene fuerza para arribar a la cumbre; mas
no pretenda hacer magisterio lo que es torpeza, ni acuse como ignorancia
del Arte lo que es valentía del Numen".
Como al ilustre P. Feijoó no se le puede despachar llamándole mozalbete,
ni decadente, ni afeminado, ni modernista, yo daría un doblón por ver qué
cara le ponen a su filípica los desteñidos rebejíos de Cataño y de Puerta
de Tierra. . ..
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PALIQUE
XXVIII
DEL AMOR, LA LUJURIA Y LA CARIDAD
Pues bien, yo necesito
Decirte que te quiero,
Decirte que te adoro
Con todo el corazón....
Acuña
He puesto esos versos ahí, en esa esquinita, sin saber por qué ni para
qué. Me proponía hoy nada menos que escribir una carta a mi simpático
amigo Matienzo Cintrón, sobre asuntos empingorotados de filosofía, y he
aquí que, de repente, esos versos—esos sencillos versos de un infeliz román-
tico—se me alborotan en no sé qué rincón de la mente donde se estaban
quietecitos, y casi casi puedo decir que, después de zumbar y zumbar
largo rato dentro de mi espíritu, han venido ellos mismos, volando, volando,
a posarse blandamente en un extremo del albo papel.
Y ya que están ahí, líbreme Dios del intento de moverlos, de quitarlos,
de borrarlos. .. . Ahí se quedarán, aunque no le escriba la carta a Matienzo,
aunque Matienzo crea que frente a los problemas morrocotudos que me
proponía, yo me he acobardado, yo me he agallinado.
Y si bien se mira, ¿qué mejor contestación puedo yo dar a Matienzo—que
me preguntaba sobre cosas tan abstrusas como el amor, la lujuria y la
caridad—que esos cuatro versos sencillos y espontáneos en que sentimos
latir todavía el alma entristecida de un poeta?
¿Qué opinión tiene usted, amigo Cerdo de Epicuro, dice Matienzo, del
amor, la lujuria y la caridad?
Y yo respondo:
"Pues bien, yo necesito
Decirte que te quiero,
Decirte que te adoro
Con todo el corazón".
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DEL AMOR, LA LUJURIA T LA CARIDAD
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Amor, lujuria, caridad. ... De todo eso hay en esa explosión lírica de
Acuña. Sólo que los tres sentimientos esos no los encontramos separaditos
y encasilladlos, cada cual en su sitio, sino que, al contrario, forman, con-
fundidos, un amasijo, un divino amasijo sentimental. Y si he de ser franco,
yo creo que en eso es que está equivocado mi ilustre amigo; en el empeño
de ver tres cosas distintas donde no hay ni puede haber más que una sola.
Son grados de una misma fuerza, oscilaciones de un mismo péndulo, facetas
de una misma gema.
Dadme un diamante en bruto—la lujuria,—y yo lo puliré y labraré
hasta sacarle facetas—el amor—y si luego lo pongo al fuego y lo volatilizo,
el humito o vapor desprendido nos dará la caridad. No cabe, pues, renegar
de la lujuria, porque en cada quintal de lujuria hay una arroba de amor y
unos cuantos gramos de caridad, y muerta la lujuria nos quedaríamos sin
amor, y muerto el amor nunca le veríamos la cara a la verdadera caridad,
a la simpática caridad de una Santa Teresa, pongo por caso.
Además, ¿quién le ha dicho a nadie que tenemos derecho a poner un
gesto avinagrado ante la madre lujuria, ni ante nada de lo que nos enlaza,
en la inmensa y misteriosa escala vital, con los animales? Acaso se le puede
permitir a ningún místico de a verdad que, frente a la vida, le ponga peros
a ninguno de sus múltiples aspectos? ¿No soy más místico yo—pobre cerdo
de Epicuro—encariñándome cada día más con la vida tal cual es, tal como
la siento arder no sólo en mi cerebro sino en mi corazón y en mi estómago,
que el amigo Matienzo diciendo a cada paso "esto quiero" y "esto no
quiero" como niño descontento y antojadizo que le pide a la Naturaleza,
separadas, las cosas que ella sacó de su seno juntas, para que juntas andu-
vieran por el mundo?
Considerada, repito, la lujuria como lo que es en su esencia, como una
inmanente energía o fuerza biológica, propia de todo ser viviente, ¿no
resulto más místico yo, quitándome el sombrero ante ella, que un apóstol o
sabio mancillándola con motes y persiguiéndola con feroces anatemas?
¿Acaso el amor es otra cosa que la misma lujuria alquitarada, pasada por
el tamiz de un temperamento templado y refinado por la educación o la
herencia, o por ambas cosas a la vez?
¿Y no sería insensato pedirle a la alquitara amor sin echarle antes lujuria,
como si le pidiéramos a la maquinaria de una central azúcar sin echarle
antes la caña?
Son términos que se corresponden dentro de una reciprocidad inmutable.
¿Quiere usted azúcar?—Pues siembre y corte cañas y más cañas.
¿Quiere usted amor, mucho amor, mucha dilatación de uno mismo hasta
sentirse hermano de los demás y amigo y enamorado de todas las cosas?
Pues siembre en su mundo interior muchos apetitos, mucha hambre de
espléndidas y carnales golosinas, mucho deseo de quemarse en unos labios
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o arder en la llama de unos ojos, y tendrá usted mucha caña que moler,
esto es, mucho material tosco, que destile gota a gota en su alquitara esas
mieles de amor, de amor refinado depurado, que usted le pide al mundo.
Pero, burla burlando, heme aquí discutiendo pico a pico con Matienzo,
mi ilustrado y amenísimo contendor, y heme aquí, ya al final de este enclen-
que articulejo, que no puedo alargar más de la cuenta, obligado a cerrarlo,
ya que no puedo seguir, con algo sintético y apabullante que diga y no
diga todo lo que yo quiero y no alcanzo a decir... .
Pues bien, yo necesito decirte que te quiero, decirte que te adoro con
todo el corazón.. ..
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XXIX
SOBRE EL SECRETARIO
Después de un maduro examen de conciencia, me veo obligado a confesar
que no tengo asunto para mi crónica de hoy. Y confieso también que me
pegaría un tiro. . . . ¡ Que cosa más idiota y más inmunda es un hombre que
escribe por escribir, sin que le salga de adentro, de muy adentro, el impulso
que mueve su pluma!
Creo sinceramente que si yo tuviera que pasar por este trance muchas
veces, pronto tendrían mis conciudadanos que pasar a su vez por la pena
de contemplar mi cuerpo miserando colgado de un árbol, con la lengua
kilométrica por fuera, en esa bufo-trágica actitud de los ahorcados.
Esto de la lengua por fuera, ¡oh inconcebibles brincos imaginativos!, me
hace pensar en el acontecimiento del día, en el suceso descomunal que llevan
y traen actualmente los periódicos: en la visita que nos está haciendo el
Secretario de la Guerra.
¿Qué relación hay entre una cosa y la otra, entre la lengua de un ahorcado
y la visita del Secretario? Seguramente que no existe ninguna, y que, si
existe, yo no la he podido ver, pero el caso es que mi pícara imaginación—
maromera empedernida—dió ese brinco, y por algo lo habrá dado ella, ya
que algunos sabios aseguran, aunque yo no lo creo, que no hay efecto
sin causa.
Y ahora que hemos llegado al Secretario, ¿no sería bueno que a mí se
me ocurriera algo, alguna luminosa observación o comentario morrocotudo,
con respecto a su visita?
Pensándolo bien, sin embargo, creo que lo mejor es que no se me ocurra
nada, no sea que vaya yo a soltar alguna enorme barbaridad que ponga en
peligro nuestra paz doméstica.
Porque, si me dejara yo llevar de la corriente de mis ideas, viéndome
estoy cometiendo el disparate de discrepar de la respetabilísima opinión de
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mis paisanos, tanto republicanos como unionistas, en lo tocante a las cosas
que le hemos pedido al bueno de Mr. Stimson, en mensajes y discursos.
Senado electivo, Ciudadanía colectiva: he ahí las notas que se destacan
más fuertemente en el coro de voces nativas.
Nuestros oradores más eminentes, nuestros prohombres más conspicuos
de ambos partidos han coincidido en esas dos peticiones: Ciudadanía colec-
tiva y Senado electivo han dicho los unos, y Senado electivo y Ciudadanía
colectiva han gritado, por variar, los otros.
Nos encontramos, pues, milagrosa y felizmente de acuerdo capuletos y
mónteseos; y yo, en señal de alegría, me he puesto a cantar con voz de
trueno una coplita jíbara.
Pero, ¿son igualmente buenas las dos cosas esas, Senado electivo y
Ciudadanía colectiva?—me pregunto. Y no tengo más remedio que respon-
derme incontinenti que no, que si el Senado electivo significa un manjar
excelente, porque nos garantiza a perpetuidad el gobierno propio que
demandamos, lo otro, lo de la Ciudadanía, es un infecto bodrio que nos
llevaría a un cólico fulminante, y de este cólico fulminante al cementerio.
¿No estamos ya cansados de repetirnos los unos a los otros en todos los
tonos que la Ciudadanía nos convertiría en Territorio organizado y que esta
forma de gobierno nos haría vomitar en el Tesoro Federal las tripas, o por
otro nombre, las rentas de aduanas? Y si eso es verdad, ¿para qué demonios
pedimos ahora la sobajada ciudadanía? ¿Es que queremos probarle al Se-
cretario que ni siquiera sabemos lo que pedimos, o es que se nos ha subido
el diablo del guachinanguismo varillero a la cabeza y estamos locos de re-
mate?
Al llegar a este punto, una racha de intenso mal humor me ha obligado
a salir de mi cuarto para irme al balcón a calmar mi arrechucho. Ha pasado
Carabuco, ese eminente aunque ignorado filósofo ambulante, discípulo de
Diógenes. Y como Carabuco me concede el honor de ser mi amigo, le he
preguntado al gran filósofo qué le parecía la visita del Secretario Stimson.
Por toda contestación, Carabuco amigo como todo buen filósofo de los
grandes símbolos que lo abarcan todo, soltó una sonora y estridente carca-
jada repleta de punzantes y terrible ironías. Recordé que Carabuco se rió
así también cuando vino Roosevelt, cuando vino Taft, cuando vino Root,
cuando vino Cannon; y sentí pena, una gran pena de no poder yo reír
también la enorme y expresiva carcajada, de no poseer como Carabuco un
símbolo donde poder verter de una vez las punzantes y terribles ironías que,
ante ciertas varilleras actitudes de ciertos guachinangos prohombrecitos, me
andan por el cuerpo, sibilantes y torvas como serpientes.
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XXX
LA COPLA DE CARRENO
Es medio día y está haciendo un calor de mil demonios.
Todos los ruidos que llegan al oído en esta hora tienen un insufrible
hedor de prosa ruin, municipal y espesa, que da náuseas.
Estridente rodar de carretas, rumor de coches, paso de automóviles sil-
bando bocinas ... y a lo lejos, a lo lejos, la voz aguardentosa de Carreño
entonando un cantar estrambótico donde salen a relucir nombres y más
nombres: Francisco Cepedas, Muñoz de Rivesra, don Herminios Díaz, San
Pascual Barrigón, Baldoriosty, don Pablos Ubarri, don Simón, la Yegua
Zaina que mató a Colón, etcétera. Este pobre Carreño tiene una colección
de nombres en el magín que no se agota nunca, y puesto a cantar, los va
soltando todos, revueltos de tan disparatada manera, que, oyéndola, se
tiene uno que agarrar la cabeza fuertemente para no perderla, para no
contagiarse de la estrafalaria manía de soltar nombres.
¿Que quién es Carreño? Pues Carreño es un pobre carretero chiflado que
va siempre por esas calles tirando de su carro y ensartando disparates y
más disparates en forma de copla, una copla monótona y ronca que no se
acaba nunca.
Yo miro con simpatía a Carreño por parecerme que su locura, más que
locura, es desvarío de poeta. Para mí Carreño es un rapsoda, dotado de tan
fuerte complexión poética, que no teniendo cosas delicadas que cantar, canta
disparates, y habiendo perdido a fuerza de tirar de un carro esa incómoda
vergüenza que nos encadena a los demás en lo tocante a la franca exteriori-
zación de nuestros instintos, obedece a su innata vocación barajando nom-
bres y más nombres mientras va tirando como un buey de su carro. Y
después de todo, ¿qué más da? ¿Qué más da que se citen nombres inco-
nexos y revueltos, o que se expresen emociones o anhelos o alegrías o
amarguras en molde irreprochable?
La cuestión es cantar. Lo importante es la canción, la música, el sonido.
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PALIQUES
... ¡Si muchas veces dice más, expresa más, canta más, conmueve más lo
que se deja de decir, lo que queda flotando en torno de un nombre, de una
palabra cualquiera trivial o imprecisa, que lo que se ha dicho de manera
acabada en la más bella estrofa!
I Cuántas veces no nos arrullamos a nosotros mismos largamente, dulce-
mente, repitiendo mil veces un nombre, un solo nombre que despierta en
nosotros mil dormidos ecos, mil errantes y truncadas melodías que se
quedaron enterradas en el alma prendidas de aquel nombre!
¡Oh el extraño! ¡oh el vago y divino perfume de un nombre empapado
en la suave melancolía crepuscular del recuerdo! ¡Cuántos de esos nombres
dicen a mi espíritu, vierten en mi espíritu una música de más rica potencia
emotiva que una rima de Bécquer, o una estrofa de Machado, o de Jiménez!
Son nombres en los cuales encuentro lo que ninguna poesía me puede
brindar; rumor de sollozos, calor de caricias, sensación de lágrimas, fra-
gancia de besos, exquisito temblor de ondulantes y mórbidas figuras
femeninas . . . ¡todo un enjambre de emociones pretéritas que resurgen de
súbito al conjuro de la música de un nombre!
La copla de Carreño, más clara ahora por venir de más cerca, se oye
de nuevo.
Y de la copla del pobre juglar callejero van saliendo otra vez, don Muñoz
de Rivesra, Francisco de Cepesda, don Polos Echevarrias, don Francisco
Parras, don Simón: vivos y muertos mezclados en una espantosa algarabía.
Y oyendo esos nombres, ■ an acudiendo a mi mente poco a poco hechos y
hombres de nuestra historia, y lentamente, lentamente va invadiendo mi
espíritu esa brumosa melancolía en que flotan las cosas que fueron. ¿Qué
es la historia sino un tejido de nombres? ¿Y qué puede haber más con-
movedor que la voz del pasado?
La voz del pasado es la que vibra en la copla de Carreño.. . . Trozos de la
historia, trozos de nuestra vida colectiva son los que a cada nombre van
pasando ante nosotros. Y pues la copla de Carreño nos hace recordar, y
al hacernos recordar nos obliga a sentir vagas melancolías, y pues no es la
versificación ni la pompa literaria lo que hace al poeta, sino el poder de
conmover con su canto . . .; yo saludo en Carreño al poeta, al rapsoda que
mientras tira de su carro va tejiendo con nombres la historia y evocando
leyendas, va tañendo un extraño monocordio que dice a veces mucho más
que la lira fanfarrona de un poeta de cartón cargado de laureles.
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XXXI
SIN NOMBRE
Así, sin nombre, se titulará este artículo. Lo llamo de ese modo, porque
estoy tan enterado, al empezar a escribir, de lo que voy a tratar como de
lo que está pensando a estas horas el Czar de Rusia sobre la inmortalidad
del cangrejo. Lo escribo porque no tengo más remedio, y me propongo
abusar de los lectores, si es que los tengo, sin el menor escrúpulo de con-
ciencia, ensartando palabras y más palabras hasta llenar el número de
cuartillas requerido. Esto de abusar de los lectores haciéndoles tragarse un
mar de tinta donde es más fácil perder la paciencia y rebelarse contra Dios
que pescar una sola idea que valga la pena es cosa que se realiza tan a
menudo, que nadie se va a espantar de que yo me declare cínicamente
dispuesto a hacer lo mismo.
Decía Voltaire que él aceptaba de buen grado todos los géneros lite-
rarios: que el único que no podía tragar era el fastidioso. Y es precisamente
ése, el género fastidioso, el que más abunda por esos trigos de Dios. Abre
uno un periódico con la esperanza de que le sacudan el ánimo suave o fuer-
temente con alguna idea, con alguna emoción, con algo en fin, que le recree
o le interese, y los ojos se cansan de saltar epígrafes y más epígrafes, de
engullirse sueltos y noticias anodinos, de echarse al coleto kilómetros y
más kilómetros de prosa maciza, sosa y desteñida, hasta que, a fuerza de
bostezar, acabamos por quedarnos dormidos con el periódico en las manos.
Tenía razón Voltaire. Todo, hasta la ciudadanía, puede y debe tolerarse
en este mundo, menos el género fastidioso. ¡Y qué bien dotadas, cuán
divinamente dotadas se hallan ciertas criaturas para sobresalir en ese
género! Y menos mal, menos mal, cuando llevan a los periódicos sus mortí-
feras secreciones de fastidio. Lo cruel, lo espantoso es encontrárselas en la
calle, verlas avanzar hacia uno, sentirlas que nos tocan en el hombro, que
nos detienen, que nos miran, que se aprestan ¡ay! con terrible frialdad de
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PALIQUE8
cirujanos a hundirnos en el vientre la cuchillada atroz de un cuento inter-
minable, de un chascarrillo fúnebre.
Ahora, y en la hora de mi muerte, yo declaro y juro que le tengo más
miedo a un semejante mío, de ésos que cultivan el género fastidioso, que a
un jaguar, que a un león, que a una manada de leones y jaguares guiada
por una legión de demonios rabiosos.
Un león o un jaguar me traga de un bocado, y ya no hay más que temer;
pero una fiera de ésas del género fastidioso, una vez que ha comenzado su
terrible faena de inquisidor, una vez que ha empezado a hilvanar la cadena
interminable de sus mil majaderías y pesadeces, ya no hay Josué que le
detenga en su labor infame, y no ya se olvida de nosotros, sino hasta de la
feísima y antipática y condenada madre que le parió.
¡Dios de bondad! ¡Las veces que yo me he visto acosado, zarandeado,
torturado por la charla abominable de una fiera de ésas! ¿Qué tal? ¿Cómo
está ese ánimo? ¿Te has enterado? . . . (unamonstruosabobería cualquiera.)
¡Qué te parece! por más que ya me lo había yo figurado. Lo que es a mí
no me cojen desprevenido estas cosas. Como que una vez, siendo yo todavía
un muchacho . . . por cierto que acababa de salir por aquel entonces de una
enfermedad del estómago que por poco las lío . . . recuerdo que me la curé
con las pildoras del Dr. Richards. . . . (Interrumpiéndose) ¿Tienes ahí un
cigarrillo? Había resuelto dejar el vicio a consecuencia de una tos muy per-
tinaz que padezco y que no me deja dormir. ¡Qué terrible es la nicotina!
(Aquí una larga disertación sobre la nicotina) Pues, como te iba diciendo,
una noche, siendo yo un muchacho, acabadito de salir de la escuela primaria,
ocurrió que mi abuelita, Q.E.P.D., me dió el consejo siguiente". . . .
Y viene sin remedio el consejo, más largo que el camino de Santiago y
se va el consejo y viene otro episodio cualquiera, y después otro y otro, y
cuando uno respira creyendo que el cuento se va a acabar, el chorlito de
plomo derretido de la horrenda narración del fastidioso brota de nuevo, y
toda la sangre nos empieza a hervir, y un sudor frío se nos va y otro se nos
viene... ¡y pensamos con pena en aquellos felices tiempos de la antro-
pofagía en que a un pobre hombre le era dable salir de un trance semejante
devorando a bocados a otro hombre!
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PALIQUE
XXXII
PASO A LA MANA
A falta de otra cosa mejor de qué tratar, venga a nos el cacareado asunto
del "Washington Post". Dijo el tal periódico que somos mansos y sumisos,
y se nos ha querido caer la lengua con ese motivo. Casi todos los periódicos
han protestado; casi todas las manos puertorriqueñas se han alzado indig-
nadas, con súbita y espontánea crispatura. Y desde hace una semana no
se oye hablar de otra cosa: Washington Post por aquí, Washington Post
por allá, Washington Post en todas partes y a todas horas.
Y la verdad es que, considerando con alguna serenidad el punto, la cosa
no merece la pena. Todo es una mera cuestión de amor propio, y ya se sabe
que las cuestiones de amor propio se reducen siempre a cero cuando se
estudian con un poquito de buen sentido.
—Señor Canales: Es usted un manso y un sumiso.
—Respuesta impulsiva del amor propio del señor Canales:—Y usted un
atrevido, y un deslenguado y un canalla, etcétera.
—Respuesta meditada de la razón del señor Canales: ¿Dice usted que soy
un manso y un sumiso? ¡Bueno! Es una opinión de usted sobre mis cuali-
dades personales que debo yo respetar como usted debe respetar las mías.
Es más, yo le doy las gracias por hacerme conocer sus opiniones sobre mi
persona. Lo malo sería que usted se las callase y me dejase a mí a oscuras.
A estas horas, yo sé lo que usted piensa de mí, mientras que no sabe usted
lo que pienso yo de usted. ¿ Quién está mejor de los dos? ¿Quién ocupa una
posición más ventajosa? Además, la opinión de usted puede ser justa o
injusta. Si es justa, esto es, si es una verdad que yo soy manso y sumiso,
no sacaré nada, no dejaré de serlo, porque usted crea que soy un Amadís
de Gaula; y si en realidad soy un Amadís de Gaula, tampoco perderé nada
porque usted, equivocándose, me crea un manso. Al contrario, mientras
más valiente sea yo en realidad, más conveniente debe parecerme que me
crean un manso, pues menos se defenderán de mí.
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PALIQUES
Entre las dos actitudes, la impulsiva y la razonada, yo me declaro sin
titubear por la última. Porque ¿qué demonios perdemos con saber lo que
piensa alguien, llámese un periódico o llámese una persona, sobre Puerto
Rico? ¿No es mejor saberlo que ignorarlo? ¿No hemos convenido en que la
libertad de pensar debe respetarse? Pues si debe respetarse, ¿cómo pre-
tendemos castigar o amenazar a nadie porque piense esto o aquello sobre
nosotros? ¿Cómo nos vamos a atufar y a sublevar contra el "Washington
Post" que nos cree mansos, si nosotros mismos hemos adoptado como
divisa en nuestro escudo un manso e inocente corderino incapaz de darle
un disgusto a una pulga? Si Puerto Rico es un león ¿por qué puso en su
escudo un cordero? Y si no es león y es cordero ¿por qué se ha de enfadar
de que se lo digan? ¿Es que el hecho de ser o no ser león o cordero depende
de que los demás nos crean o nos dejen de creer, nos digan o nos dejen de
decir, una cosa o la otra?
¡Válgame Dios! Tal parece que nunca nos acordaremos a tiempo del
vulgar y manoseado aforismo de que la calentura no está en la sábana.
En el presente caso, lo que debiera ser para nosotros verdadero motivo de
alarma es—no el que nos piensen o no nos piensen inofensivos—sino el serlo
o no serlo en realidad. Y si hemos de ser francos, ¿quién que haya hecho un
breve y ligerito examen de conciencia se atrevería asegurar que no está
en lo cierto el "Washington Post" al opinar que—colectivamente consi-
derados, por supuesto—somos más mansos que una jícara de chocolate?
¿Qué hemos hecho para aspirar al dictado de valientes? ¿Qué fazañas ex-
traordinarias hemos realizado? ¿Cuántos desaforados gigantes Caraculiam-
bros hemos partido por mitad del cuerpo? ¿Cuántos españoles o americanos
han caído bajo la arremetida feroz de nuestra lanza?
¡Bah! Somos mansos hasta la raíz del pelo. Lo seremos por esta razón,
o la otra, o la de más allá, pero lo somos; y si lo somos, bueno es que lo
sepamos, y para que lo sepamos bien, bueno es que nos lo digan.
Y después de todo ¿por qué hemos de apurarnos? Dios cuando dió la
llaga dió el remedio.
Es cierto que por el camino del valor no vamos a ninguna parte; pero,
en cambio, por el camino de la astucia nos tragamos hasta una pantera,
y vayáse lo uno por lo otro.
¿Somos pequeños, tan pequeños que no podemos ni debemos ser valien-
tes? Pues seamos mansos, y desarrollemos cada vez más la fuerza de los
mansos que es la astucia. ¿No podemos ser leones ni elefantes? Pues seamos
ratones, cobardes pero astutos e incansables e insufribles ratoncitos, ante
cuyos saltos y piruetas y mordiscos y artimañas, el león y el elefante aca-
barán por perder la chaveta y darse a todos los demonios.
Por lo que a mi toca, confieso que me está más simpático el papel de
ratón. Ya el valor—ese épico y bárbaro valor que entusiasmó a nuestros
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PASO A LA MAÑA
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abuelitos—ha pasado de moda. Ahora la cuestión es ganar y para ganar las
batallas colectivas como las individuales, el valor constituye hasta un
estorbo. Ahora es la maña—la maña de los ágiles ratones—la que se sube
de un brinco al lomo del valeroso elefante o del león invencible, y encima
de la fiereza de los dos baila su danza y recorre triunfante su ruta. ¡Paso,
pues, a la maña, paso a la jaibería nativa, bailando y cabalgando alegre-
mente sobre la gruesa piel de enormes y valientes hipopótamos cargados
de manteca, pero ayunos de intelecto!.. .
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PALIQUE
XXXIII
A UNA NOVIA QUE TUVE EN UN SUENO
No estés triste, mi bien; no estés triste por haberme amado, o por ha-
berme dado la buena nueva de que me amabas. ¿Que te acobarda el por-
venir? ¿Que vislumbras, temblando, decepciones amargas, contrariedades
invencibles, desvíos probables más crueles que la muerte?
Yo te pregunto, en respuesta a todo eso, si hay un solo minuto de dicha
en el mundo, un solo minuto de dicha entrevista, que no aparezca rodeado
de sombras, envuelto en lobregueces de duda que semejan de lejos crespones
de luto, sudarios de muerte.
Yo te pregunto si no es verdad que el dolor y la dicha andan de tal modo
asociados por el mundo, que sea dable, jamás, estar seguros de que, al
coger un puñadito de dicha, no nos traemos en la mano partículas de dolor,
ásperas e hirientes.
Yo te pregunto si no es cierto que cada paso dado en busca de ideal, no
nos acerca insensible y fatalmente a la noche, al abismo o la muerte.
Y, sin embargo, caminamos; y, sin embargo, enderezamos nuestros pasos
hacia el ideal, y nuestra mano trémula se crispa fuertemente al soñar con
robarle un puñado de dicha al destino.
Todo es incierto, todo es efímero, todo es inestable y equívoco en nuestra
ruta, pero marchamos; y lenta o velozmente—de acuerdo con nuestro
peculiar temperamento—vamos buscando entre la niebla la sonrisa de luz
de un ideal que nos llama.
Si así no fuese, ¿qué cabría hacer, sino echarse, caer tendidos a un lado
del camino, renunciando a todo avance, a todo esfuerzo, a toda vibración,
a toda vida?
¡Oh mi Ensueño! ¡Oh mi Diosa! La alondra de una bella, exquisita
ilusión cantó en mi alma una canción matinal en la que mil albores madru-
gueros centelleaban: una dulce canción de alborozo con alas salpicadas
de rocío. . . .
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A UNA NOVIA QUE TUVE EN UN SUEÑO
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¡Y la alondra de mi ilusión te vió triste, y acurrucóse trémula en el fondo
de mi espíritu, y dejó de cantar para rogarte con rendida plegaria que no
sufras, que no temas, que no dudes, que no viertas el acíbar de crueles
suspicacias en la copa de amor que yo te brindo!
No apartes, mi sultana, de tus labios la copa rebosante que te ofrezco.
Bébela lentamente, sorbo a sorbo, como he bebido yo lentamente, y sen-
tirás arder en tus arterias nueva vida, y sentirás como si un beso que bajase
de los cielos fuese ungiendo fibra a fibra tu carne adorable, tu carne de
raso. Es zumo de una ardiente juventud, es savia de primavera.... ¡es el
sol y es el ritmo de una vida lo que en mi copa de amor yo te ofrendo!
Es mi alma, mi alma loca de amor, la que te llama, la que te implora,
la que te dice que está sola y triste y que te espera.
Que te espera para llenar el silencio de su soledad de arrullos y para
hacer de su tristeza un canto. Un canto en que todos mis recuerdos de
amores pretéritos dejen su sollozo, un canto en que todos mis sueños de
niño y mis visiones de poeta te digan mi pasado, te ofrenden su música . . .
¡un canto que sea como una flor del doliente jardín de mi alma—cuyo
aroma contenga el aroma de todos mis amores!
¡Oh, mi pálida rosa de ensueño y de olvido! No apartes de tus labios la
copa que te brindo, copa llena de amor, de esa cosa divina e inmensa en
la que late el enigma de los mundos. Bébela lentamente, sorbo a sorbo,
como he bebido yo en tus ojos la divina embriaguez de una noche de amor
y de luna en cuyo ambiente percibí que flotaba el perfume inefable de mis
sueños de niño y mis visiones de poeta!
¡Bébela lentamente, lentamente, como he aspirado yo los efluvios de tu
cuerpo de flor y de diosa, y la alondra de la ilusión volverá a anidar y a
cantar en mi alma, y tu carne de flor y de diosa conocerá el divino temblor
de una larga caricia en que todas mis adoraciones te dirán su fervor, te
ungirán con su beso!
Bebe y bebe en mi copa de amor lentamente, largamente, dulcemente.
. . . Bebe mi vida, en esta excelsa hora de suprema idealidad en que florecen
temblorosas en el inmenso palacio azul de la noche las pálidas estrellas, y
en que sobre los campos dormidos resbala quedamente el beso de la luna.. ..
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XXXIV
LA AVENTURA DE MR. WENAR
Soñé anoche con Mr. Wenar. . . . Mr. Wenar (por si hay quien no lo sepa)
es un americano residente en Puerto Rico, que se propone nada menos que
recorrer, de un extremo a otro, los Estados Unidos, con el único fin de ir
anunciando a su paso los productos más valiosos de este suelo.
Cuando leí la noticia de esta hombrada que se ha empeñado en reaüzar
el tal Mr. Wenar, me pareció que la cosa era broma. Creí yo que Mr. Wenar
era un ser imaginario, algo así como ese simpático "Amigo Pérez" de que
de cuando en cuando se vale el chispeante Rodríguez Cabrero para sus
ingeniosos artículos.
¿Que ha de existir—pensaba yo—ningún americano ni puertorriqueño
con idea tan deliciosamente excéntrica en la cabeza? ¡Si aquí—seguía yo
pensando—aquí en Puerto Rico, fuera de algún asesinato, suicidio, incen-
dio, o visita de algún personaje, no ocurre nada que valga la pena! ¡Si esto
es una balsa de aceite! ¡Si el azar—ese incansable azar que en otras partes
inventa sucesos tan raros y emocionantes—parece que tiene en Puerto Rico
los papeles mojados! ¡Si aquí, en esta desdichada tierra del mangó bajito
todos los sucesos de este año se parecen, como un huevo a otro huevo, a
los sucesos del año pasado! ¡Si todo es soso, anodino, vulgar, hasta llegarle
a parecer a uno que no existimos, o que, si existimos, lo hacemos solamente
a título de vegetales o de ánimas del purgatorio! ¡Si los sucesos, antes de
salir a luz, parecen haber pasado por la cinta métrica y las tijeras de un
azar sastre que los mide, y los recorta y los vuelve a medir y a recortar
hasta no dejarles ni un pliegue de novedad, ni una arruga de emoción, ni
una temblante hilacha de sorpresa!
Pero pasa el tiempo, y no sólo la figura de Mr. Wenar no se desvanece,
como sería lógico tratándose de un fantasma, sino que, al contrario, adquiere
cada día más firme relieve, y ya hasta los mismos periódicos americanos nos
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LA AVENTURA DE MR. WENAB
hablan de su llegada a New York, y de los anuncios de que irá lleno su
lujoso automóvil de 40 caballos.
¿Qué de extraño tiene, pues, que la aventura de Mr. Wenar me im-
presione hasta hacerme soñar, si hace muchos años que la historia de Puerto
Rico—esta historia incolora y cansina hasta más no poder—no registra
ningún hecho de tan extraña catadura novelesca?
Hablan muchos de que vivimos en un época de inveterado positivismo,
en que no se oye hablar más que del dólar y del business. A esos yo les
pregunto qué tienen que decir de la aventura de Mr. Wenar, de ese Mr.
Wenar que sin lucro directo ni indirecto se propone descalabrar su carro,
y descalabrarse quizás él mismo, en su viaje épico a través de las inmensas
tierras americanas, buscando el anuncio del café y la pifia! Si eso no es
romanticismo puro, de la mejor cepa, del que movió a los Cruzados y a
los Pares de Francia, que venga Dios y lo vea.
Venir a Puerto Rico; no colgarse, una vez en Puerto Rico, de la próvida
ubre del presupuesto; dedicarse a la siembra de frutas; tener dinero, tener
automóvil, ser americano, y, así, como quien no hace nada, salir de pronto
a luz montado en lujoso automóvil, no para darse tono, ni para destripar a
nadie, ni para ganarse un premio, sino para partir hacia lejanas tierras
cargado de rimbombantes y salvadores anuncios de los frutos de este suelo
. .. ¿puede darse nada más singular, más gallardo, más épico, más abra-
cadabrante? Y esto no lo lleva a cabo un aventurero más o menos tronado,
ni un hidalgo manchego de los cascos calientes, ni un patriota exaltado del
corte de un Rizal o de un Martí, ni un poeta, ni un chiflado; sino un simple
americano, y por añadidura hombre de negocios, sembrador de frutas,
miembro de corporaciones, suscriptor del Porto-Rico Progress. ¡Cómo no se
va uno a entusiasmar ante aventura de un sabor tan romántico, realizada
por un hombre de esas condiciones, por un hombre que recibe y lee nada
menos que el Porto-Rico Progress, ese periódico tan sesudo, tan serióte, tan
reciamente práctico, tan calculado para matar en ciernes todo principio de
hervor imaginativo!
No; la verdad que este Mr. Wenar merece media docena de estatuas y
mil docenas de inscripciones conmemorativas de su viaje; de su épico viaje
a través del país de la libertad para ir llevando a todos los rincones de aquel
país la buena nueva de que ... "mi niño, el mejor café es el de Puerto Rico."
Yo no sé en qué piensan los poetas, estos haraganes poetas de Puerto
Rico, que no han tomado ya sus liras para cantar la homérica proeza, digna
de un Hernán Cortés, de un Pizarro, de un Vasco Núñez de Balboa.
¡Poetas puertorriqueños, príncipes de la rima, es la hora de cantar! ¡es
la hora de tejer la lírica corona del laurel simbólico en torno de la frente
gloriosa del intrépido y romántico caballero americano que a toques de
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bocina se apresta a conquistarle un nuevo mundo al café, a la pifia, a la
naranja, a la guayaba, al aguacate, al plátano!. ..
¿Dónde estás, oh Fernández Vanga, autor insigne de "La Pilada" que
no te aprestas a dar al mundo "La Weneriada", para inmortalizar, como es
debido, la hazaña portentosa del gran Wenar?
¡Oh, el automóvil generoso del romancesco Wenar, lanzándose de un salto
a lo desconocido, surcando ríos, salvando colinas, devorando leguas, volando
con alas de huracán a través del inmenso territorio para llevar a todas
partes la justa fama del café nativo!
¡ Dios te guíe, valeroso caballero del anuncio, en tu atrevida empresa, ya
que, gracias a ti, seremos conocidos. ... y ya que, también gracias a ti,
oh ilustre Mr. Wenar, aún podemos gozar de un poco de romanticismo en
Puerto Rico!
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XXXV
EN PLENA NOCHE
Cielo sombrío, huraño, con cara de mala crianza. .. .
Aire pesado, caliente, aire de cripta, aire de antesala de infierno a cuyo
influjo sentimos que el cerebro se nos vuelve grande como una caldera y
las ideas se ponen negras y oleosas como el hollín.
Muchas moscas que revolotean incansables en torno de uno, posándose
en la nariz, en los labios, en la frente, con una impertinencia machacona e
insufrible que hace odiar la vida.
Pienso que es horrible haber traído las moscas al mundo y haber hecho al
hombre tributario de ellas. ¡Tantos humos de excelsitud, tantas espirituali-
dades e inmortalidades que nos meten en la cabeza, para luego venir a
servirles de recreo a las moscas!
Sic üur ad astra (así se eleva la humanidad hasta lo infinito), dijo Vir-
gilio. Esto que aprendí o me hicieron aprender en la escuela—y que recuerdo
no sé por qué—me parece hoy la mayor de las necedades.
El infinito no se ve por ninguna parte. Lo que se ve es un cielo plomizo y
malcriado, que parece rezongar un larguísimo sermón de vieja gruñona;
un aire caliente y espeso como la borra, y una legión de innumerables
moscas que aturden y embrutecen y anonadan.. . .
Lo que se ve es el mundo—que es una inmunda cárcel—y la vida—que
es una broma idiota, una horrible joroba.
Lo que se ve son fealdades, maldades, vilezas, dolores, fastidios, tumores
y horrores.
Leopardi, Schopenhauer, Hartman, todos los que aborrecieron la vida,
todos los que dijeron mal de esta oscilación perenne de la existencia humana
entre el tedio y el dolor, tenían razón, tendrán razón siempre.
Y las señoritas de Mayagüez, esas niñas de Mayagüez que se tomaron
un veneno por no sé qué decepción amorosa, tenían razón también. ¿A qué
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sufrir, a qué empeñarse contra viento y marea en conservar este frío
guiñapo que se llama la vida?
Si somos de las moscas, si hemos de pertenecerles siempre, de cualquier
manera, en vida y en muerte, ¿por qué no entregarnos de una vez a ellas?
Vengan, vengan mis poetas, mis poetas favoritos, mis poetas tristes a
humedecer estas cuartillas con la gota amarga y rítmica de su melancolía.
Oíd a Rubén Darío:
"Dichoso el árbol que es apenas sensitivo—y más la piedra dura, porque
ésa ya no siente—pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo—
ni mayor pesadumbre que la vida consciente."
"Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,—y el temor de haber sido
y un futuro terror ... —y el espanto seguro de estar mañana muerto,—y
sufrir por la vida y por la sombra y por—lo que no conocemos y apenas
sospechamos,—y la carne que tienta con sus frescos racimos—y la tumba
que aguarda con sus fúnebres ramos,—¡y no saber a dónde vamos,—ni de
dónde venimos!..."
Ahora oigamos a Machado:
"Que las olas me traigan y las olas me lleven—y que nunca me obliguen
el camino a elegir.—Que la vida se tome la pena de matarme—ya que yo
no me tomo la pena de vivir."
Y antes que el papel se me acabe, venga también Villaespesa, a verternos
en el oído su música desolada y exquisita.
"Algo muy vago nuestro afán espera;—se siente un tenue amor hacia
la muerte,—anhelamos, cansados de sufrir,—una mano certera—que de una
puñalada nos libre—del cansancio supremo de vivir....
"¡Oh, por qué no tener un enemigo—que espiando en las sombras, sin
testigo—a nuestro pobre lecho se acercase—con cautelosos pasos de ladrón,
—y con un golpe de puñal parase—los latidos de nuestro corazón!"
¿Qué importa ahora, qué me importan ahora los graznidos destemplados
de los cuervos moralistas? ¡Bah! mientras más moralistas, mientras más
cuervos haya que graznen y alboroten, más feo se pondrá el mundo ...
i y más encanto de profunda verdad encontraremos en la música enferma
de mis poetas tristes!
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XXXVI
DEMOCRATERIAS
"El Presidente Taft—dice el cable—puso su veto al proyecto de ley
sobre la admisión de New Mexico y Arizona como Estados de la Unión,
declarando que la cláusula concediendo al pueblo el derecho de recall sobre
jueces, destruye la independencia del poder judicial, que constituye el
baluarte del gobierno popular, y que minar ese baluarte traería fatales
consecuencias al gobierno."
Desde que mi suerte aviesa trajo a mis manos ese empecatado parte
cablegrárico, el enorme corpazo de Mr. Taft me está bailando un tango
furibundo en la cabeza. He leído al revés y al derecho veinte veces seguidas
las palabras de Taft, y mientras más las leo más incomprensibles me
parecen.
"Yo no les concedo a ustedes, ha dicho Taft a Arizona y New Mexico,
el derecho de ingresar en calidad de Estados en la confederación americana,
porque ustedes han puesto en su constitución el recall, y yo no trago eso.
No lo trago, porque el tal recall mataría la independencia judicial, y sin la
independencia judicial no puede haber gobierno popular."
A mí no me ha quitado nunca el sueño lo de que Arizona y New Mexico
sean o no sean Estados. Si he de decir la verdad, el problema ese de la
forma o sistema político de un pueblo, me inspira poco más o menos igual
cuidado que la ceniza de mi cigarrillo o el polvo de mis zapatos. ¡Tiene tan
poco que ver el verdadero bienestar del hombre con el sistema de gobierno
del país en que vive!
Pero, no obstante mi indiferencia para esas cuestiones, no me ha sido
posible sustraerme a la impresión de asombro que la salida taftiana produce.
¡Independencia judicial! Creía yo que eso de la independencia judicial
significaba pura y simplemente que sobre un juez ningún funcionario o
entidad gubernativa, bien del orden legislativo, bien del ejecutivo, tenía
derecho a pesar con su influencia o autoridad oficial. Y ahora resulta que
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no es de eso sólo, no es de ciertas influencias burocráticas de lo que debe
quedar libre un juez por razón de su cargo, sino de toda responsabilidad,
de toda obligación de rendir cuentas de sus actos al mismo pueblo que lo
eligió.
Tenemos, pues, que según Taft, la entidad juez está por encima de la
entidad pueblo, y tenemos, además, que esto lo dice el primer magistrado
de una nación que se ufana de haber puesto en práctica mejor que ninguna
otra, los principios de gobierno del Pueblo por el Pueblo y para el Pueblo.
Jueces independientes, esto es, no dependientes, no sujetos a sanción al-
guna de ninguna autoridad. Pero ¿y la autoridad del pueblo? ¿No habíamos
quedado en que en todo régimen democrático la autoridad más alta, la
fuente de toda autoridad era el Pueblo? Si con arreglo a toda teoría de
gobierno democrático, los jueces no son más que simples mandatarios del
Pueblo, ¿no es lógico que el Pueblo posea, mediante el derecho ese de recall,
la facultad de retirarle el mandato, de suspenderle el poder a un juez cuyos
actos no le agradan por una razón u otra?
Naturalmente que sí; naturalmente que Arizona y New Mexico, al con-
signar en su constitución lo del recall, obedecían al deseo de que su gobierno
fuera un gobierno democrático, un gobierno del Pueblo por el Pueblo y para
el Pueblo. ¿Quién habría de pensar, pues, que en una República que se las
da de tan democrática, la aspiración de Arizona y New Mexico de ser
Estado habría de ser rechazada precisamente por su deseo de adoptar una
medida de índole tan genuinamente democrática?
Y he aquí que Taft arremete de pronto a Arizona y New Mexico y,
precisamente en nombre del gobierno popular, del gobierno del Pueblo, les
cierra a ambos las puertas con el pretexto ese de la "independencia judicial",
que equivale a una declaración paladina de que un gobierno popular no es
aquél en que la autoridad del pueblo se alce, independiente de toda traba,
por encima de todo, sino aquél en que un hombre cualquiera, de oficio
abogado se alce, una vez elegido juez, por encima del Pueblo.
Seguro estoy de que, después de eso, la tierra no se tragará a Taft, ni
Arizona ni New Mexico dirán esta boca es mía, y todo el mundo en la
patria del Tío Sam seguirá oyendo con ingenua complacencia en boca del
mismo Taft la coplita aquella de "gobierno del Pueblo por el Pueblo y
para el Pueblo", y los derechos políticos de millones y millones y millones
de almas en ambos territorios seguirán sujetos al capricho presidencial... y
Iqué bello país debe ser el de América, papá!
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XXXVII
DON PACO Y LOS FUEGOS
Tengo un amigo, más viejo que un papiro y más hablador que un perico,
con quien de tarde en tarde suelo toparme por ahí. Toparse con don Paco—
que ese es su nombre—y no entrar en seguida en conversación, es cosa tan
difícil como tomarle el pelo a un oso blanco.
Don Paco y yo nos encontramos hoy, muy de mañana en la plaza del
Mercado, y aunque hice lo imposible porque no me viera, pues iba de prisa,
los ojos de lince de don Paco me alcanzaron, y el papiro hablador se me
vino encima, y por espacio de dos horas me vi obligado a aguantar a pie
firme el terrible aguacero de su charla.
Don Paco—¡Amigo don Nemesio!
Yo—¡¡Adorable don Paco!!
Don Paco—¿Qué milagro es ese que se digna usted hoy dejarse ver por
aquí tan de mañana? ¿Qué le pasa? ¿Padece usted de insomnios? ¡Es na-
tural, es natural en un abogado! Son sobresaltos de la conciencia que a veces
se alborota y se pone a chillar por un quítame allá esas pajas, o esos plei-
tos. ...
¿Y qué hay de noticias?
Cuénteme, cuénteme, mi honorable amigo, algo nuevo, algo desusado que
me ayude a tragar esta inmunda pócima que aquí me administran. Don
Paco bebía (café). Pero no; no me cuente usted nada, no me diga usted
nada. Le conozco en la cara que nada sabe, como no sea lo de la "ola de
fuego", sucesora de la "ola del crimen" de hace algunos meses, y a la
verdad, que no me haría maldita la gracia que a estas horas me saliera
usted obsequiando con ninguna ola. Fuera del vals "Sobre las Olas," que
me trae recuerdos de algunas horas dulces, de mi loca juventud, todas las
demás olas, sean de cieno, de crimen, de fuego, de diablos, me tienen sin
cuidado. ¿Que menudean los incendios? ¿Que se ha hecho del voraz ele-
mento una fácil industria, un criminal negocio? ¡Bah! Yo le digo a usted,
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mi idolatrado amigo, que hace ya mucho tiempo que en esta materia de
negocios sólo se puede hablar de negocios buenos y negocios malos. Negocio
bueno: el que deja beneficios. Negocio malo: el que no rinde. ¿Eso de los
incendios produce? Pues téngalo usted por bueno y al que Dios se lo dé,
San Pedro se lo bendiga. ¿Que hay que mirarle el lado moral a todo nego-
cio, me dice usted? .. . (Yo, ¡ay! no decía nada.)
Pues, hágame usted el favor de decirme, mi reverendo amigo, hágame
usted el favor de decirme en seguida si es que sabe de algún negocio que,
mirado por el lado moral, pueda resistirse. O mejor, no me lo diga ahora
mismo, que quiero concederle un año, un añito de plazo para que conteste.
Ventas de alcoholes, de medicinas, de carnes en conserva, de embutidos,
etcétera, etcétera ... ¡venid chorreando veneno, vomitando la muerte a
poneros delante de este ingenuo y bobísimo amigo, digno de mejor suerte!
¡Venid, pobres mineros que reventáis en plena juventud; venid, jornaleros
misérrimos que sucumbís de anemia o de fiebres palúdicas sobre la vasta
sabana para ofrecerla sembrada de caña al próspero hacendado; venid,
hombres, mujeres y niños que en soberbias factorías tabacaleras por un
mezquino jornal vendéis vuestro sudor y repartís piltrafas de vuestros
envenenados pulmones; venid los fraudes todos, todas las usuras, todas las
rapiñas que por el mundo andáis vestidas con el cómodo y respetable traje
del negocio!
¡Venid a reíros en las barbas de este Juan Bobo, notario y abogado que
se espanta del negocio de los fuegos! ¡Oh, mi bobalicón don Nemesio! Este,
su secular amigo Paco, le asegura a usted bajo palabra de honor que, en
el medio social en que vivimos, la moral única de todo negocio es el tanto
por ciento de ganancia líquida y que es muy feo, muy de mal tono ignorar
cosa tan sabida. Déjese usted, pues, de inocentes aspavientos y busque
también algo que quemar, aunque sea una suegra. El fuego es estético.
Nerón supo lo que hizo cuando hizo arder a Roma. Una ciudad convertida
en un lago de convulsas llamas, debe ser, vista de lejos, una cosa soberbia.
¿Que hay victimas? ¿Y qué? El mundo es una inmensa carnicería. Cada
paso, cada aspiración de un ser vivo produce mil víctimas, mil muertes.
Hay que aprender a mirar la muerte cara a cara. ¿"No están de acuerdo
todas las filosofías en afirmar que la vida y la muerte no son mas que aspectos
de una misma cosa? Pues muera la vida y viva la muerte ... y más vale un
toma que dos te daré, y donde manda capitán no manda marinero, y ca-
marón que se duerme se lo lleva la corriente, y haz bien y no mires a quién, y
dime con quién andas y te diré quién eres ... y ya que parece que tiene
usted prisa de irse a desplumar algún cliente, déme esos cinco, y expresiones
a la familia, y que arda Troya, y no se olvide de mí en sus oraciones. . ..
No pude más. De un salto llegué a la puerta de la Plaza ... y todavía
tiemblo a la sola idea de que me vuelva a echar la zarpa, o mejor, la lengua,
el condenado viejo....
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XXXVIII
¿CUANDO SE LANZA CASTRO?
Me he preguntado eso a mí mismo muchas veces desde que supe por los
periódicos que el famoso "hombre fantasma" había desembarcado en
Venezuela.
No soy hombre malo ni gusto de guerras ni zafarranchos; pero la verdad
es que, si de mi dependiera, ya Castro habría empuñado su cortante espada
para teñir de roja sangre la arena. Y es que a fuerza de dar que hablar a
la prensa, a fuerza de verle peregrinar por el mundo perseguido por las
potencias europeas y americanas, a fuerza de oírle denominar "hombre
fantasma", su figura, la marcial figura del inquieto Castro, ha llegado a
interesarme, ha llegado a producirme impresión semejante a la que, de
muchacho, me producía la silueta romántica de uno de los bravos mosque-
teros de Alejandro Dumas.
iPorthos, Aramís, Artagnan . . .! ¡Cuántas veces, por seguir embobado el
hilo sinuoso de vuestras pintorescas aventuras, me olvidaba de estudiar la
sosísima lección de latín o retórica, y mi tierna cabeza infantil pagaba el
pato aguantando terribles coscorrones!
¡Oh, tramposos, pero nobles e intrépidos y amables mosqueteros! ¡Cuán-
tas veces, en la abominable y feliz edad del pavo, he sentido la peligrosa
tentación de imitar vuestro gesto caballeresco y heroico, y en un gallardo
arranque "artañánico", he querido anonadar a un adversario retándole a
singular combate ... para tenerme que arrepentir en seguida, bajo una lluvia
de mojicones, hasta de haber nacido!
No obstante eso, queridos mosqueteros, yo os miro (a pesar de los moji-
cones) con sincera y ardorosa simpatía; yo os tiendo la mano—esta mano
que el tiempo ha maltratado—en señal de que os tengo por amigos; yo, en
fin, os prometo que, si andando el tiempo, el cielo—o el infierno—me con-
cede algunos hijos, a ellos también, a ellos también, ¡qué diablos! ha de
llegar el perfume de vuestra leyenda. Sois el ideal, sois el tenue rayito de
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plata que viene de lejos a acariciar con un furtivo beso de poesía y de
ensueño nuestra triste alma.. .. Sois el festón de espuma que embellece a
la ola, a la amarga y torva ola de mundanal realidad que nos empuja... .
Sois celaje, sois trino, sois brisa, sois divino susurro de cosas lejanas que
nos convidan a volar de cuando en cuando sobre la prosa ruin de este
pícaro mundo; sois esa voz quimérica muy queda que a veces nos enseña
cómo rima una flor con una estrella; sois la sonrisa en la boca bermeja de la
bien amada ¡sois la bella y la eterna poesía!
Y vuelvo a Castro, vuelvo a preguntar cuándo se lanza, cuándo reso-
narán los cascos de su caballo sobre las piedras de las calles caraqueñas,
cuándo el caudillo sin miedo y sin tacha marchará sereno a vencer o a
morir....
¿Que idealizo demasiado a Castro? ¿Que le presto a su nombre y figura
un nimbo épico de que en realidad carece? ¿Que su causa no es una causa
altruísta y redentora, sino mera acometividad pasional de su ambición
desmedida o de fieros instintos de venganza?
¡Válgame Dios! Si vamos a ser tan exigentes e intolerantes, no habrá
figura histórica que resista nuestro análisis. Y abajo vendrían para siempre
los Viriatos, los Pelayos, los Gonzalos, los Aníbal y Escipiones, y Juanas de
Arco, y Agustinas y Napoleones ... y nos quedaríamos sin epopeya, y la
historia sería algo tan tedioso y feo como el inventario de un ventorrillero.
Y además, ¿qué nos importa si el impulso que mueve el brazo del cau-
dillo es personal y no altruísta? Venga el gesto bello, la actitud bizarra, el
arranque épico ... y lo demás, no nos quitará el sueño. Después de todo,
más vale un fin personal, franca y valientemente exteriorizado, que una
carretada de altruísmos dudosos e hipócritas, mojigatos y ñoños. Detrás de
estos rimbombantes altruísmos suele hallarse agachada cada fiera con cada
colmillo....
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LA INTRIGA DEXTERIANA
Yo quería mucho a Pepe Negrón Sanjurjo... .
Su cultura, su ingenio, su bondad, su delicado numen poético, su buen
gusto y refinado sentido estético que pone en todo lo que sale de su pluma
me le hacían simpático, me le hicieron simpático desde que cruzamos la
primer palabra.
Yo no quería ni mucho ni poco, yo no quería nada, al Comisionado de
Instrucción, Mr. Dexter. ¿Por qué no le quería? ¡Qué sé yo! Será porque le
conozco poco o porque le conozco demasiado; porque he oído demasiado
poco o demasiado mucho sus kilométricos, soporíferos y pajizos discursos;
por lo que hace o por lo que no hace al frente del Departamento de Edu-
cación; porque en su voz y en su figura todo es, o todo parece opaco, frío,
húmedo, casi sepulcral; será por la manera de mirar, o de andar, o de toser,
o de hablar, o de quedarse callado; será por el corte de su americana, o
por el perfil puritano de su cara solemne como un himno protestante . . .
será por esto o aquello, o lo de más allá, pero el caso es que yo no quería
mucho, ni poco, ni nada, a nuestro ilustre Comisionado de Educación.
Pero he aquí que de pronto me pongo a practicar un concienzudo sondeo
en los alborotados mares de mi espíritu, y descubro con horror que soy un
monstruo, un verdadero monstruo de volubilidad.
Nadie me lo va a creer, pero es lo cierto que ahora casi idolatro al Comi-
sionado Dexter, y que toda la simpatía que me inspiraba antes el poeta
Negrón Sanjurjo, se ha disipado tristemente.
¿Por qué? Casi no atino con la explicación, casi no sé como decirlo. A
mí me gustan de un modo atroz los lances de ingenio, los enredos chistosos,
las situaciones cómicas, los pasos de sainete, todo lo imprevisto, lo pintoresco,
lo farandúlico, lo que mueve a risa. Y es el caso que al Comisionado Dexter
le soy deudor de una buena y sabrosa intriga en que todo lo anterior abunda.
Sucedió que don José Negrón Sanjurjo era miembro de la Junta Escolar
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de Ponce. Sucedió que a don José Negrón Sanjurjo se le metió, no se sabe
cómo, en la cabeza, que él había sido puesto allí, en la Junta, por el voto de
sus conciudadanos, para algo. Sucedió que, llevado de esta descabellada
idea, se creyó, no sólo con derecho, sino con el deber de velar por los inte-
reses y el prestigio de la Junta. Y de error en error, el señor Negrón Sanjurjo
llegó a olvidarse del papel decorativo de los organismos electivos de Puerto
Rico y ¡horror de los horrores! de este olvido saltó a la inaudita pretensión
de que a la Junta se le rindieran cuentas de cierto "Playground" organi-
zado y regido por cierto Inspector hijo de Unele Sam, nieto de Júpiter y
ahijado del Comisionado, ¡como si fuera posible que a todo un señor Inspector
una vil juntilla de míseros nativos le pudiera salir pidiendo explicaciones en
nombre de la Ley! ¿Acaso puede haber ley que autorice la ignominia de que
una menguada junta aplatanada quiera entremeterse en lo que hizo o dejó
de hacer uno de esos seres infalibles que por humanidad consienten en
venirse a mostrar entre nosotros?
Ante la atroz irreverencia de Negrón Sanjurjo, el cielo se oscureeió, la
tierra tembló, y se le hincharon las reverendas narices a Mr. Dexter. Era
necesario proceder, se imponía un correctivo, los dioses no quedarían satis-
fechos mientras no se echara de la Junta al insensato, al sacrílego. Pero era
el caso que Negrón había sido elevado a su cargo por sufragio, y a pesar
de su nativismo se hacía un poco duro librarse de él.
Por la ilustre cabeza apostólica del Comisionado pasaban en tropel nubes
y más nubes. ... Se imponía el correctivo, ¿pero cuál? ¿pero dónde? ¿pero
cuándo? ¿pero cómo?
Junta sarnosa, nativismo insolente, poeta entremetido, Inspector, cuen-
tas, playground, patada, Taft..... Todas esas palabras, como lavas de un
furioso volcán interior, se atrepellaban hirvientes en la augusta boca del
Comisionado.
De pronto cesa de temblar la tierra, los pájaros cantan, el cielo se tifie
de un suave azul. . . . Una idea, ¡una idea! se había posado en la mente
colosal de Dexter....
Era la idea de la carta. ¡Todo estaba salvado! La carta se dirigiría al
Secretario, discretamente, cautelosamente, puritanamente, y se invocaría
la Ley, se citaría un precepto, y el empecatado poeta entremetido saldría
de cabeza por una ventana, y Júpiter quedaría servido y aplacado.
Y la carta fué, y la cesantía fulminante de Negrón Sanjurjo fué también,
y la cerilla irreverente que la mano impía del audaz poeta quiso encender,
apagada quedó para siempre, y la noche reinó otra vez soberana en torno
del "Playground" ... y sobre el lomo del Caribe continúa tendida como una
esmeralda la isla de Puerto Rico, y sobre la bella esmeralda sigue y seguirá
rutilando el genio portentoso del gran Dexter.
Y yo—que estaba más triste que un ciprés por culpa de una mujer me
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LA INTRIGA DEXTERIANA
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siento entusiasmado hasta el delirio con la imprevista, pintoresca y deliciosa
intriga dexteriana, y me saco del corazón al poeta entremetido y torpe que
no supo ajustarse a su papel decorativo, y en el sitio que ocupaba Negrón
Sanjurjo, coloco al melenudo y sepulcral Comisionado, forjador incom-
parable de esas farándulas y enredos ingeniosos de saínete que yo adoro.
¡Oh venturosa Puerto Rico, esmeralda escondida entre espumajos de olas!
Eres pequeña, eres chiquita, eres mansa, eres inerme . . . ¡pero tienes a
Dexter!
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PALIQUE
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LOS PAJAROS
Cansado de hablar de los asuntos de los hombres, quiero hoy echar un
parrafito sobre los pájaros, sobre esos ramilletes con alas, que dijo Calderón.
¡Qué bellos, qué eurítmicos, qué amables son los pájaros! Yo he conocido,
en mi ya larga caminata por el mundo, muchas almas de cántaro, mucho
hombre con piel de elefante, pero casi estoy seguro de que el encanto de los
pájaros es tal, que aún a tales seres paquidérmicos se impone.
No hay gran riqueza de ellos en Puerto Rico, pero los poquitos que hay
¡qué alada, qué encantadora gracia vierten en el aire balsámico de nuestros
montes y collados!
Hay que aplaudir, pues, hay que aplaudir la resolución reciente de esa
buena Junta de Agricultura que establece penas para los que se metan con
los pájaros.
Quizás desde el punto de vista legal es impugnable esa resolución, toda
vez que ella entraña una función legislativa, y sólo la Legislatura—y nadie
más—puede propiamente ejercer tales funciones. Pero ¿a quién diablos se
le va á ocurrir la barbaridad de ponerse del lado de cosa tan antipática
como la Ley para irle en contra a los pobres e indefensos pajaritos? ¡Si
hasta es mejor, si hasta sería mejor que tuviera sus ribetes de ilegalidad la
resolución de la Junta! En materias de pájaros, como en materia de
flores, como en materia de otras muchas cosas que no tienen valor práctico
ninguno con arreglo a un criterio utilitario, vale más que no haya ley, o que
haya la menor cantidad de ley posible. ¿Hay algo más enemigo que la ley
de todo lo que sea ritmo, ondulación, poesía?
Ya que la Junta ha querido servir a la poesía amparando a los vagabundos
pájaros, es bueno que lo haya hecho sin acordarse gran cosa de códigos ni
de monsergas jurídicas. Después de todo, si hay alguna cosa que tenga la
culpa de que el mundo se halle tan echado a perder, esa cosa es el excesivo
afán que hemos puesto en codificar la vida. Hemos legislado demasiado; a
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LOS PAJAROS
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todo, aun a las cosas más altas y nobles, le hemos colgado un precepto, una
regla, una sanción. Y a fuerza de catalogar actos y más actos, a fuerza de
prohibir y más prohibir, el círculo de acción de cada hombre—lo que pu-
diéramos llamar la zona libre de cada individuo—se ha ido achicando de tal
modo, que ya es difícil dar un solo paso en un sentido o en otro, sin enco-
gernos o agacharnos de mil modos.
De ahí que a más de un eminente pensador contemporáneo se le haya
ocurrido imitar a los salvajes. ¿Y quién no? ¿Quién no suspira por un poco
de selvática barbarie en medio de una civilización como ésta que hemos
alcanzado que desde la cuna nos envuelve en una red de preceptos y san-
ciones y convencionalismos artificiosos y ruines que no nos deja libre ni el
resuello? Toda espontaneidad, todo fuerte impulso humano, toda expansión
natural de nuestra fuerza vital, se halla condenada, se halla constreñida y
sofocada por la losa de un dogma religioso, o moral, o jurídico, o social, o
de otra índole. Y el resultado es que nos vamos alejando de nuestra madre
naturaleza tanto y tanto, que ya, más que hombres, parecemos muñecos de
trapo, y el mundo cada día se asemeja más a un inmenso y odioso cuartel
regido por odiosas disciplinas.
Pensando en estas cosas, pensando en lo muy a gusto que la mayoría
de los hombres aceptan su gregaria ración de cánones y rutinas, se me
alborotan en el cuerpo tales instintos de rebeldía, que me dan ganas de
salir a un balcón y ponerme a predicar el canibalismo o cualquiera otra
salvajez por ese estilo. Si no lo hago, si no me he puesto a practicar un
poquitín de refrescante canibalismo comiéndome vivo a un semejante mío,
conste que no es por falta de ganas, sino por falta de valor. Por falta de
valor para hacer el papel de energúmeno, que es el papel más antipático
que conozco.
Pero de digresión en digresión, me he ido desviando tanto de la Junta
de Agricultura y de los pájaros, que ya, agotado el espacio, sólo me queda
tiempo para repetir que alabo la resolución, no por lo que tienen los pájaros
de beneficiosos a la agricultura, sino por ellos mismos, porque son bellos,
porque son eurítmicos, porque son amables; porque mientras nosotros los
hombres nos pasamos la vida rompiéndonos la crisma por un sin fin de
cosas prácticas que no valen la pena, ellos, allá, en el sombrío cafetal, se
saben emborrachar de rocío y de luz desde la copa de una guaba.
Y mientras las civilizadas Francias y Alemanias se enseñan los dientes
y se disponen a entrarse fieramente a cuchilladas por mezquinas rivali-
dades de mercachifles, ellos, los poetas de la selva, saludan al sol, saludan
al mundo con un canto en el pico y un temblor de alborozo en las inquie-
tas alas. .. .
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LA MUERTE DEL VERDUGO
Copio de "El Día":
"Leerían ayer nuestros abonados la muerte de Pedro Feliciano Duprey,
el verdugo del Pueblo de Puerto Rico.
He ahí un caso especial de "hombre". Ejecutó cerca de dos docenas de
hermanos; vivió en presidio, lega ciento noventa pesos por único patri-
monio.
He ahí lo que deja a cinco hijos que tuvo aquel insensato que mataba
semejantes como tritura granos de maíz una piedra de molino. Es un caso a
estudiar."
¡Vaya que si es un caso de estudio el caso de la vida de un Duprey! Y a
mí me gustan esos estudios de estos casos, tanto, que algo quiero decir con
respecto a Duprey, a las reflexiones que me inspira su muerte, evocadora
de su triste vida.
Lo primerito que se me viene a la mente es que no estoy conforme con el
dictado de "insensato" que el autor del suelto le aplica al finado. ¿Por qué
insensato? ¿Porque mataba semejantes como tritura granos de maíz una
piedra de molino? Yo no creo que haya nada de insensato en tener un oficio.
Un oficio siempre dignifica. Un oficio da cierto barniz de seriedad y hasta
de respetabilidad al que lo ejerce con orden y probidad para ganarse el
sustento.
¿Que su oficio consistía en matar semejantes? ¡Bah! Lo mismo da matar
semejantes como matar reses: la cuestión es tener un oficio. ¿Se le puede
llamar insensato a un hombre porque se dedique a estoquear vacas y novillos?
Tanto derecho a la vida tiene una vaca como un hombre, y tanta grima
debe producir derribar una vaca como tumbar de una puñalada a un hom-
bre. Lo que conmueve y espanta en estos casos es la efusión de sangre, y
más sangre, más calor de vida hay en la vaca que en el hombre. Sin em-
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LA MUERTE DEL VERDUGO
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bargo, nos ha dado por espantarnos del que mata, por oficio, hombres, y
no decimos nada del que mata reses.
Además, el matar, no vacas, sino hombres, semejantes, ha constituído
siempre un gran honor. ¿Qué han hecho los Alejandros y Césares y Na-
poleones, qué han hecho los "héroes" todos que llenan la historia para que
los reverenciemos y cantemos y honremos como a semidioses?
Pues no han hecho otra cosa que eso: matar hombres; tener el oficio de
matar semejantes. Y no uno, ni dos ni tres, sino por docenas, por miles, por
cientos de miles. Y mientras al pobre Duprey, que ejecutó nada más que un
puñadito de hombres-uno ahora y otro el año que viene-le llamamos con
horror insensato y monstruo, se nos cae la baba festejando, verbi gracia, al
almirante Togo, que de una sentada acabó qué sé yo con cuantos miles
de rusos.
Parece, pues, que lo malo del oficio no está en lo de matar hombres, sino
en lo de matarlos en pequeña escala. ¿Mata usted una vaca cada día y se
gana un dólar? ¡Pues es usted un vil carnicero! Pero, ¿mata usted o manda
usted matar—que es lo mismo—quinientas vacas diariamente, y se gana
usted con esa matanza un dineral. Pues ya entonces tendrá derecho a
llamarse honorable y a mirarnos por encima del hombro. El negocio de matar
gente es, pues, lo mismo que cualquiera otro negocio: hecho en pequeña
escala, no vale la pena, y está mal visto, y hasta nos ponen motes por ello;
pero en grande escala, al por mayor, nos da prestigio, nos hace grandes,
nos gana hasta estatuas.
No hay, pues, que hacer aspavientos ante el verdugo. Su industria es,
precisamente, la que conduce más rectamente a la gloria. Es la industria que
hizo inmortales los nombres de esos grandes carniceros que se llamaron
Alejandro, Aníbal, Escipión, César.... Es la industria que ejerció Na-
poleón, que mató él solo más hombres que todas las epidemias y todos los
médicos del mundo.
Y aquí, ante el recuerdo de Napoleón, me detengo. No se debe pasar
nunca de largo ante ese nombre, ante esa excelsa y radiosa silueta, la más
grande y gloriosa de toda la historia. ... No se debe pasar sin descubrirse,
sin murmurar un fervoroso rezo de admiración, de respeto, de amor, ante
el hombre huracán, ante el coloso, ante el dios.
Sí; Napoleón fué un dios que tenía un diablo dentro, o un diablo en cuya
mente había un dios.
Y aunque mataba semejantes "como tritura granos de maíz una piedra
de molino", yo no tengo más remedio, abrumado por su grandeza inmen-
surable, que detenerme ahora ante su nombre para rezarle mi respeto y
decirle mi amor en el verso divino de Rubén Darío para don Quijote:
"Noble peregrino de los peregrinos—que santificaste todos los caminos—
con el peso augusto de tu heroicidad—contra las certezas, contra las con-
ciencias—contra la mentira, contra la verdad... ."
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MI VARA DE MAJAGUA
Tenía en cartera un asunto de actualidad, para tratarlo ahora; pero
llueve, está lloviendo, estoy siendo arrullado por la lluvia, y esto quiere
decir que no me siento con ganas ni en condiciones de tratar de nada. Soy
inútil, cuando oigo llover, para todo lo que exija el más débil esfuerzo
mental. La lluvia me marea, me atonta, me aletarga, me limpia el cerebro
de toda idea, me hace caer en una especie de modorra dulce, durante la
cual me alejo más y más de toda realidad y me voy hundiendo como en
una sombría gruta propicia al ensueño.
Sí; no tratemos de ningún asunto. Mejor es divagar, mejor es soñar,
mejor es dejar el corazón libre para que salga a mojarse, a sentir la caricia
húmeda del aguacero, a dejarse envolver lentamente en la misma gasa
flotante de niebla en que está envuelto todo. ¡Son tan dulces esas cosas
melancólicas que nos dice en su divina música la lluvia!...
Recuerdo que cuando yo era niño, allá por el año de gracia de no sé
cuántos, nada me gustaba tanto como irme a corretear por los campos cada
vez que caía un buen aguacero. Nunca me he sentido, como entonces, tan
pariente, tan amigo de las plantas. Mientras más llovía, mientras más
furiosamente me azotaba el aguacero, más alegre, más verde, más lozano
de cuerpo y de espíritu me iba sintiendo yo.
Recuerdo que en esas correrías yo iba montado en un brioso corcel de
majagua, que daba siempre unos botes terribles al salir, y que cuando
echaba a correr cuesta abajo era tanta su fogosidad, que nada le detenía
hasta lograr dar en tierra con el gentil jinete. No hay que decir que a cada
caída las narices del jinete infeliz salían descalabradas, y que después de
esta desdicha siempre venía la desdicha mayor de una paliza.
¡Qué lejos, qué lejos se ha ido quedando en las lejanías del tiempo el buen
caballito aquel de color amarillo, cuyo delgado lomo yo oprimía con la
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MI VARA DE MAJAGUA
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misma bizarra y heroica actitud de un Hernán Cortés al lanzarse a galope a
través de la tierra americana!
¡Cuántas Américas he salido yo a conquistar montado en mi Pegaso de
majagua! ¡Cuántas veces la briosa varita me llevó a remotas, tenebrosas e
inexploradas regiones dentro del patio de mi casa, y cuántas veces me
pareció escuchar la débil y lastimera voz de una princesa encantada que,
para salir de las garras de algún desaforado gigante, reclamaba el esfuerzo
de mi brazo!
Mi pícara suerte—que ya desde entonces me empezaba a tratar con
malos modos—no me permitió nunca encontrar el escondrijo del gigante
que de no, no me cabe la menor duda que yo hubiera partido por la misma
mitad al tal gigante, y hubiera desencantado a la princesa, y a la grupa del
brioso corcel de majagua la habría llevado lejos, muy lejos, a los dominios
del rey su padre que nos recibiría a los dos con los brazos abiertos y lágrimas
en los ojos, y acababa por cederme su corona en prueba de gratitud, para
bien de mis vasallos y honra de mi familia.
Pero ¡ay! por mucho que corría y corría, y me rompía y me volvía a
romper las pobres narices, nunca quiso mi perra suerte que yo diera con la
bella princesa encantada que esperaba el esfuerzo de mi brazo. Nunca la
hablé, nunca encontré ni rastro de mi adorada princesa. ... Y como nunca
la he podido hallar por más que la he buscado y la busco, cada vez que
tropiezo en mi camino con alguna mujer bella y dulce, me parece que es ella
la princesa, mi princesa, la que yo buscaba en mi vara de majagua, y siento
el impulso vehemente de postrarme ante ella, y de decirle que la adoro, y de
preguntarle dónde está el gigante que la ultraja para hundirle en el vientre
la hoja de mi espada, y de pedirle después que me enseñe el camino para
volar con ella hacia el lejano confín azul donde se alza su palacio.
Ya no soy niño. Ya el fogoso corcel de majagua no me conduce en pos
de la quimera. Mi niñez se fué; perdí mi caballo.
Pero no importa; todavía sé soñar; todavía sé soltar el corazón para que
vaya a aletear y a solazarse en la lluvia; todavía el monótono cantar del
aguacero me saca de la adusta realidad. . . . Todavía vive no sé si en mi
alma o fuera de mi alma la bella princesa, y he de seguir buscándola sin
cansarme nunca mientras le quede un latido a mi sangre.
He de seguir buscándola, buscándola, hasta caer exánime en medio del
camino . . . ¡o hasta que la rosa divina de sus labios se abra para brindarme el
trono augusto de su alma en el palacio de mármol de su cuerpo!
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SOBRE EL CHARTREUSE
De un periódico americano copio lo que sigue:
"Los monjes cartujos, fabricantes del famoso licor conocido con el nom-
bre de Chartreuse, sostenían un pleito contra una corporación de New
York, denominada "Cusomier Company", con motivo del uso indebido que
ésta hacía de la marca y etiquetas del artículo en cuestión, para hacer pasar
como el genuino Chartreuse un vino similar que fabricaban. La Corte
Suprema de los Estados Unidos acaba de dar su fallo en el mencionado
pleito a favor de los monjes. Cuando éstos fueron forzados a salir de su
monasterio en Isere, Francia, se llevaron el secreto a España, y ahora
tienen una factoría en Tarragona, y allí continúan fabricando el licor, me-
diante la importación de Francia de las hierbas que necesitan."
Tienen suerte los monjes. Ganar en pleito el derecho al exclusivo uso del
nombre "Chartreuse" en los Estados Unidos, no es un grano de anís.
Debe ser colosal el consumo que una tan enorme y rica población como
los Estados Unicos hace del Chartreuse, de ese espirituoso Chartreuse, que
los buenos monjes preparaban allá en Francia, combinando sabiamente
ciertas hierbecitas.
Y ahora es Tarragona, ahora es España, el nuevo hogar de los monjes,
la que tendrá el honor de ser fuente del glorioso vino.
Yo creo que los monjes, si ya no lo son, serán pronto ricos. Y creo que
lo merecen, creo que es justo que lo sean.
Ellos, más que ninguna otra comunidad religiosa que yo conozca, le
prestan a la humanidad un precioso servicio. El servicio de un buen vinito
que sabe bien, y que en un santiamén nos hace saltar desde la vil materiali-
dad de nuestra vida diaria hasta las brumosas de la quimera donde toda
idealidad tiene su asiento.
No todo ha de ser sermones y más sermones para sacar a uno de las
garras traidoras del pecado y llevarlo derechito a Dios. Los sermones edifi-
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SOBRE EL CHARTREUSE
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can, pero cansan, aburren, molestan. Sabiendo esto, los buenos monjes
cartujos se dieron a combinar hierbas y más hierbas, y he ahí que de repente
el cielo les permite encontrar una fórmula de espiritualización que deja
atrás todas las usadas hasta el día por los más renombrados pastores y
apóstoles.
Es una fórmula breve, sencilla y dulce. Se parece al Amaos los unos a
los otros de Jesús. Sólo que la fórmula, en lugar de entrar por los oídos,
entra por la boca. Entra, se cuela de rondón en el estómago adoptando la
forma de un licor exquisito y aristocrático, y en unos cuantos minutos ya
está uno desligado de la vil materia, y con unas alas muy ágiles y muy locas
para volar, para perderse "en el piélago inmenso del vacío."
De ahí que la fórmula de los buenos monjes me parezca más eficaz que
la de Jesús. Ambas orientan hacia arriba, hacia lo ideal, hacia el ensueño;
pero la fórmula de los frailes entra por la boca y cumple su misión edifi-
cante más pronto.
Algunos ven en el Chartreuse un enemigo de la humanidad, puesto que
embriaga y enferma y acaba por arruinar el organismo. Y juzgándolo así,
creen que es censurable que personas con carácter religioso se dediquen a su
fabricación y venta. "¡Ministros de Dios explotando un vicio humano,
anunciando y vendiendo una feroz bebida!" . . .
Y creo que se equivocan los que así piensan. El Chartreuse no es un
enemigo de la humanidad. Lejos de serlo, me parece a mí que es uno de
sus mejores amigos. Nos conduce suavemente a la embriaguez, nos hace
alegres y buenos y felices, aunque sea momentáneamente, y esto debe agra-
decerse. ¿Que enferma y enerva y va matándonos poco a poco? ¡Bah!
También el amor enferma, y enerva, y mata, y, sin embargo, es cosa buena.
Casi puede sentarse como regla general que todo lo que acelera el correr
de la sangre, y exalta el espíritu, y nos hace vivir intensamente, es, a la
larga, nocivo a la salud. ¿Por qué, pues, nos hemos de fijar en el Char-
treuse para incriminarlo?
Y en cuanto a los monjes, yo digo que son precisamente ellos, por su
carácter religioso, los más llamados a difundir por el mundo ese precioso
agente de exaltación espiritual que se llama el Chartreuse.
Puesto que todos los caminos conducen a Dios, bueno es que unos vayan
hacia él lentamente por el camino de la oración, mientras otros llegan de
un salto, escogiendo un camino más corto y más suave y más alegre: el
camino de la embriaguez del Chartreuse, caminito simpático y fragante,
labrado en la dura roca del espíritu humano por el genio mañero de los
buenos monjes de Isere, Francia, ahora vecinos de Tarragona.
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BUSCANDO PAREJA
Hace días, va ya para una semana, que mi péñola y yo permanecíamos
ociosos.
Trabajos, ocupaciones, pejigueras profesionales de diversa índole, me
traían al retortero, sin darme punto de reposo, hasta que hoy, ya algo más
aliviado de faenas urgentes, vuelvo a soltar la lengua paliquera para espanto
de los lectores.
Pero después de tan largo silencio, son tantas las cosas que solicitan mi
atención, que me encuentro perplejo entre todas ellas sin saber a cuál pre-
ferir ni por dónde empezar.
Esta perplejidad mía de ahora, me hace recordar que algo muy seme-
jante le ocurre a uno cuando en un salón de baile, entre dos filas de mucha-
chas, vuelve uno la cabeza a un lado y a otro, sin saber por cuál ha de
decidirse en el trance difícil de buscar pareja. ¡Qué papel, qué papel más
importante representa siempre en nuestra vida el asunto, aparentemente
baladí, de buscar pareja!
¡Qué delicioso, qué divino goce el de sentirse envuelto en la ondulante
música de un vals cuando llevamos una buena pareja, cuando oprimimos
con nervioso brazo el talle de una mujer, rubia o morena o blanca, que por
cualquier concepto nos agrada, nos gusta, nos está simpática! ¡Y qué feroz
angustia, qué mortal desasosiego nos invade cuando, por cualquiera exi-
gencia de la etiqueta social, nos vemos obligados a cargar, muy a pesar
nuestro, con una parejita antipática, con alguna necia de nacimiento, que
nos asa los nervios y nos fríe la sangre!
Pues eso mismo es lo que nos sucede, lo que nos está sucediendo siempre
en la vida. Siempre la eterna cuestión de buscar pareja. Como que estoy
por creer que ese problema, el de buscar pareja, y el otro problema de
buscar y asegurarse el pan nuestro de cada día, constituyen los dos proble-
mas más grandes, más trascendentales en la vida de todo hombre.
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BUSCANDO PAREJA
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¡Los años que llevo yo, madre mía, devanándomelos sesos por encontrarle
solución al pavoroso problema de la pareja! ¡Cuántas veces he creído
haberla encontrado, a la pareja, a la media naranja ideal, y cuántas veces
decepcionado, sin alientos ya para seguir buscando, buscando, he llegado,
en un rapto de amargo pesimismo, a desechar por ilusoria toda esperanza
de darle solución al inmenso problema!
Y lo triste es que por duro que parezca el problemita, hay que seguir,
hay que seguir buscando un día y otro día, apechugando con una desilusión
hoy y con otra mañana, sin cansarse nunca, hasta dar algún día con la
suspirada pareja, cuyo flexible talle nos convide al delicioso goce de cruzar
la vida bien acompañados, bien ceñidos por el ritmo ondulante de un vals,
de ese perenne vals que brota dulcemente del alma de las cosas cuando el
alma nuestra y el alma de las cosas llegan a entenderse. . . .
¿No dicen que el teatro es imagen de la vida? Pues ahí está el teatro
para corroborar lo que vengo diciendo. No hay drama, ni comedia, ni
ópera, ni zarzuela, ni siquiera paso de sainete, donde la acción, donde toda
la trama no gire de cerca o de lejos alrededor de la eterna, de la única, de la
inmensa cuestión de la pareja.
Es tonto, pues, y hasta ridículo, el desdén que algunos hombres sienten o
aparentan hacia tal asunto. "Lo mismo da una mujer que otra", suelen decir.
Sin embargo, cuántos desastres, cuántos conflictos, cuántos choques,
cuántas terribles tragedias ocasionadas en la vida de esos mismos hombres
desdeñosos, a consecuencia, precisamente, de la selección de la pareja.
No; yo no creo que da lo mismo una mujer que otra. De una mujer a otra
mujer tiene que haber forzosamente tanta diferencia como de un hombre a
otro hombre. Y así como el asociarnos, en sociedad, o en el campo de los
negocios, con un hombre u otro hombre es cuestión muy importante que
no resolvemos sin grandes inquietudes mentales, así el asociarnos con esta
o aquella mujer, no para un día, ni para una fiesta, sino para el tremendo
negocio de cruzar la vida bien acompañados, es cosa que bien vale la pena
de pensarse, de medirse, de pasarla y volverla a pasar cien veces, mil veces,
por el torno del cerebro.
Es lo que decía mi tío Bruno, solterón empedernido, cuando le instaban
a casarse: "Yo no niego que no sea un bien el matrimonio, pero tampoco
se me debe negar a mí que es asunto muy serio, muy arduo, muy delicado,
y que a mis años sería imperdonable equivocarse. Déjenme, pues, seguirlo
pensando unos añitos más."
Y tanto y tanto lo quiso pensar, que pasaron añitos y vinieron añitos,
y se murió de viejo ... y todavía debe estar pensándolo, allá en el otro
barrio, mi cachazudo tío. . . .
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PONCE
He visto en estos días, tanto en "El Aguila" como en "El Día", muy
discretos y brillantes trabajos sobre una cuestión que me interesa y me
entusiasma de un modo extraordinario.
Se trata de la cuestión de Ponce, de la anemia de Ponce, del marasmo
incomprensible de Ponce. ¡Cómo no me había yo de interesar de veras en
un asunto en que se trata nada menos que de arengar a Ponce para que se
despierte, para que se mueva, para que vibre, para que viva!
Yo no creo gran cosa en la eficacia de estas arengas, pero cuando alguien
las hace sobre punto tan interesante para mí, no tengo más remedio que
asociarme de todo corazón a ellas y salir aplaudiendo como salgo ahora.
Sí; Ponce está enfermo. Quizá si su enfermedad no sea tal enfermedad, sino
sencillamente pereza, ganas de no hacer nada, de vivir acostado, pero el
caso es que realizan una bella acción los que tratan de echarlo a andar con
el garbo y gallardía de otros tiempos.
Muchos han hablado con tonos de censura sobre el ponceñismo exagerado
y algo fantasioso de los ponceños. Pues bien, yo declaro sin ambages que,
aunque no nací en Ponce, los años que llevo vividos aquí me han convertido
en el ponceñista más tremendo del mundo.
Puedo concebir perfectamente que se queme Mayagüez, que se hunda
San Juan, que desaparezca cualquier otro pueblo de la isla, y que, a pesar
de tan terribles catástrofes, Puerto Rico siga siendo Puerto Rico; pero no
puedo concebir de ningún modo, ni le permito a nadie que lo conciba, que
falte Ponce y que siga siendo todavía Puerto Rico un país habitable.
¿Que en dónde radica el mérito de Ponce para hacerle insustituíble?
¡Qué sé yo! Quizás radica el encanto de esta extraña ciudad en sus mujeres,
en sus flamboyanes, en la originalidad de algunos de sus tipos, en su situa-
ción topográfica, en el culto innegable que tiene por la noche. Quizás no
radique en nada de eso, o en todo eso a la vez, pero no se puede negar que
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PONCE
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este endiablado Ponce tiene gancho, un ganchito invisible que nos agarra
fuertemente por no sé qué región del corazón y no nos deja libres ni aunque
truene.
Para mí Ponce es la única ciudad de Puerto Rico que tiene color propio,
característico, suyo. Todos los demás pueblos de la isla, incluso San Juan,
que se las da ahora de gran ciudad, padecen de ventorrillitis. Por donde
quiera que uno va le sale al paso y le invade las narices y le marea y le
enferma la tufarada atroz del bacalao y el tocino... y de las ventas al
contado o a plazos con o sin garantía. El ambiente es tan espeso en tales
sitios, que se puede comer con cuchara, y cada bocado de ambiente que uno
se traga, le parece a uno que sabe a grasa, a grasa mal oliente e innoble
de buey gordo. Fuera del eterno negocio y la mezquina política, no hay
ardimientos, no hay entusiasmos, no hay calor de simpatía, no hay ni
siquiera momentáneos movimientos de inquietud por nada de este mundo.
Yo no digo que en Ponce no haya mucho de todo esto, pero no se puede
negar que aquí, en la ciudad enamorada de los flamboyanes, es donde se
deja sentir menos ese insufrible olor a grasa de buey gordo de que he
hablado.
Y es que Ponce, por la amplitud de sus patios, por la profusión de sus
árboles, por la gracia que le prestan sus gentiles y nobles flamboyanes, por
la abigarrada y estrafalaria colección de chiflados y bohemios que atesora,
por lo ruidoso y animado de sus coches y cafetines y demás ornamentos
de sus noches, por sus quenepas que saben a labios de mujer, y por sus
mujeres agridulces y fragantes como las quenepas . . ., por todo eso y mil
cosas más que se sienten pero que no pueden recordarse ni expresarse, tiene
un encanto indefinible y peculiar que cautiva y enamora.
¡Oh Ponce, la ciudad morena y ardiente, voluptuosa y amiga de la noche,
cuya alma es roja y bella como la flor del flamboyán!
Hay que ser ponceñistas, ponceñistas hasta la médula de los huesos,
porque sólo así, sólo emborrachándonos de ponceñismo, queriendo a Ponce,
soñando con Ponce, peleando por Ponce como se pelea por una novia,
enamorándonos cada vez más de su alma morena y ardiente y amiga de
la noche, es como lograremos que despierte de su sueño y que eche a andar
con el garbo y gentileza sin par de aquellos tiempos, todavía recientes, en
que ella se erguía con orgulloso gesto de sultana sobre todos los demás pue-
blos de Puerto Rico.
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LAS BANDAS MUNICIPALES
Daba mucha pena la plaza de Ponce en la noche del domingo. Discurría
por ella una multitud de damas y caballeros, que, por lo silenciosos y
cariacontecidos, parecían fantasmas sobre los cuales pesase una gran mal-
dición. Y era, sí, una maldición la que sobre ellos pesaba. Era la maldición
de una opinión del Attorney General que había caído como un rayo, en un
día aciago, sobre la plaza, sobre las plazas todas de Puerto Rico, y había
matado las bandas municipales.
¡Pobrecitas bandas, exterminadas de golpe, de un rudo y feroz golpe que
las deja sin vida inexorablemente, como si hubieran constituído un estorbo
o peligro o crimen público!
¡Pobrecitas bandas, que mansamente, humildemente, llenaban su pací-
fica y evangélica misión de obsequiarnos con un poco de música todos los
domingos!
Estábamos tristes, con una tristeza de siglos en la que muchas cosas
¡muchas! destilaban gota a gota su negra amargura... .Tristes por ser
esclavos, por ser pequeños, por ser mansos, por no haber disfrutado nunca,
nunca, ni un solo minuto, la exultación gloriosa de vivir sin amo, sin
coyunda, sin látigo, sin algún insufrible y altanero yo lo mando obligán-
donos perpetuamente a bajar la cerviz y a echar a andar con gesto de
ilotas.
Estábamos tristes también por vivir como apartados del mundo; en un
rincón de América donde no hay más consigna que el negocio, el trabajo,
la absurda brega humana en pos del oro; donde no hay parques, ni museos,
ni academias, ni teatros, ni jardines, ni fiestas; donde lo único que se percibe
a todas horas es la vocinglera competencia de los traficantes que se des-
gañitan hasta reventar por colocar su mercancía.
Estábamos tristes por vivir sin goces, sin esparcimientos, sin emociones
de arte y de vida, en un como sombrío embotamiento de las facultades más
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LAS BANDAS MUNICIPALES
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nobles del espíritu humano, consagrados y condenados por los siglos de los
siglos a comer y a sudar y a dormir como resumen de nuestra existencia.
Estábamos tristes con tristeza de siglos en el seno de una tierra bella y
pródiga ... y sobre nuestras vidas incoloras resbalaban, incoloros también,
los días de la semana. Todos iguales, todos mustios, todos tediosos y
tristes, con el tedio y la tristeza de la necia, de la absurda, de la negra
brega humana. . . .
Pero ese lento, ese espantable desfile de los días tediosos y feos de la
semana, se interrumpía un momento, y ese momento era cuando en la faz
simpática y noble de un domingo se dibujaba la sonrisa de bondad, la
sonrisa de consuelo y de perdón de una retreta.
Sí; yo quiero que me dejen llamar a las retretas sonrisas, ya que ellas
representan el único momento de la semana en que una ráfaga de música
que duraba desde las ocho hasta las diez, nos traía ondas de arte, de galan-
tería, de amor, que refrescaban y arrullaban nuestra alma. ¡Toda la poesía
de nuestras vidas yermas puede decirse que se resumía en esas dos fugaces
horas del domingo, en que Campos y Tavárez nos reunían en la plaza, y
allí nos envolvían en la caricia exquisita de su danza!
¡Oh la sonrisa musical del día domingo, a cuyo influjo tantas ávidas
almas de lánguidas y rítmicas mujeres tropicales se abrieron al amor por
vez primera!... Se fué la retreta, ese bello paréntesis colocado entre la
cadena de bostezos que compone nuestra triste vida. Se fueron las bandas
municipales en cuyas notas cantaban, soñaban, decían su nostalgia de ideal,
todos los domingos, Campos y Tavárez. Todo, todo se fué. Ahora la isla
olvidada, el banquito de almejas, la pequeña y mansa Puerto Rico vuelve
a rumiar resignada su tristeza, su gran tristeza de siglos y más siglos en
la que muchas cosas, ¡muchas! destilan gota a gota su inmensa amargura.
Y sobre nuestra desolación, sobre nuestra soledad y abatimiento de
pueblo entristecido por la esclavitud y el tedio, flotarán siempre, a manera
de nubes sobre un naufragio, unas cuantas preguntas.
¿Es sabio, señor Attorney General, arrebatarle a todo un pueblo la
única sonrisa, la única poesía de su mísera vida?
Cincuenta o cien pesos, una bagatela, pagados por los municipios a sus
bandas, ¿valían la pena de exasperar al manso y pequeño pueblo de la
isla hasta el punto de hacerle aborrecer más que nunca la odiosa coyunda?
¡Dios mío, Dios mío! ¡Cuándo se convencerá el mundo de que la manía
de tener opiniones para todo y de tomarlas en serio en el gobierno de los
demás hombres es cosa de mal gusto, hábito cursi que debe evitarse para
que los doctos no se rían de nosotros con lástima, y para que los indoctos
no nos odien!. . .
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LA HAZAÑA DE UN ALCAIDE
En una revista americana encuentro la siguiente noticia:
"Baker, jefe del presidio de Carson, Nevada, tiene, según nuestros in-
formes, ideas raras en lo que atañe al modo de tratar a los confinados.
Mr. Baker da a sus pupilos toda la libertad posible dentro de cuatro murallas,
pero les exige extricta obediencia a ciertas reglas. Sin embargo, él va mucho
más lejos que esto, y se ha hecho objeto de muy acerbas críticas. Una ley del
Estado, aprobada después de una enconada campaña política, prohibe el
juego bajo todas sus formas. Pero el alcaide Baker, se dice, aunque esto
parezca increíble, permite que los confinados a quienes gobierna jueguen
hasta la camisa. Según el rumor público, la rueda de la ruleta no descansa
dentro del presidio, donde también se juegan sin ningún tapujo, póker,
faro y otros juegos. Los confinados juegan con dinero del presidio, esto es,
con una moneda especial que sólo circula allí. De esta clase de moneda se
reparte una pequeña cantidad a cada confinado diariamente. Agregan las
noticias recogidas, que en estos juegos nunca se ha descubierto ninguna
trampa. La cuestión, sin embargo, ha sido llevada ya a conocimiento de las
autoridades del Estado, y se espera que ellas intervengan pronto y severa-
mente en las prácticas empleadas por el bondadoso alcaide para distrac-
ción de los presidiarios."
He copiado lo anterior, porque entre todos los sucesos ocurridos en los
Estados Unidos de mucho tiempo a esta parte, ninguno me ha chocado
tanto como el caso este de un alcaide que consiente tales deportes a sus
gobernados. Lo primerito que me llama la atención es que este singularísimo
caso de bondad alcaidesa haya ocurrido en país tan puritano y de tan
rígidos principios como los Estados Unidos.
Y es raro que un alcaide se ablande con los infelices que viven bajo su
férula; pero lo que realmente resulta un colmo es que ese alcaide que se
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LA HAZAÑA DE UN ALCAIDE
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ablanda, hasta el punto de infringir la ley por proporcionarles una distrac-
ción amena a los reos, sea americano, un americano de carne y hueso, que
vive en Carson, Nevada, y que en Carson, Nevada, se halla al frente de la
prisión principal del Estado.
¡Qué de exclamaciones habrán resonado de un extremo a otro de la gran
República, expresivas de la indignación y el asombro puritanos ante la
inaudita acción del pobre Baker! ¡Convertir el presidio en casa de juego!
¡Consentir que el alma torcida y maleante de malvados reos que extinguen
condena por atroces delitos, se deprave más y más con la infame práctica
del faro y el póker y la ruleta! ¡Oh manes de Washington, de Jefferson y
demás gloriosos varones dechados de virtudes, padres de la República! ¿Do
está el severo respeto a la Ley y a la Moral de que siempre dió muestras el
pueblo americano? ¿Do han ido los rectos principios que nos enseñaron con
sangre de sus venas nuestros antepasados? ¿Do ... re, mi, fa, sol, la, sí. . .?
Baker será depuesto; Baker será procesado; Baker será lanzado al abismo
del desprecio público, y sin embargo, sin embargo, bien miradas las cosas
¿qué ha hecho Baker?
Yo creo que no ha hecho nada malo. Es más: yo creo que lo hecho por
Baker, lejos de ser malo, es una noble y bella acción que merece una estatua.
Dejar a los infelices reos que olvidaran, siquiera fuese momentánea-
mente, lo cruel de su destino jugando a la ruleta y al póker.... ¡Válgame
Dios! ¡El ruido que se hace todavía en el mundo en torno de cositas que no
valen la pena! Jugar póker, o ruleta, o monte. ... De cada cien irrepro-
chables caballeros de esos que sueltan exclamaciones de asombro y de ira
contra los hombres bondadosos a lo Baker, que quieren más a sus seme-
jantes que a los principios, hay, por lo menos, noventa que juegan póker, o
ruleta, o monte, o faro, o todas esas cosas juntas, y si no juegan, sólo se
abstienen por economía, por temor de que la cosa les salga cara.
De cada cien caballeros de los que sueltan exclamaciones hipócritas en
nombre de la Ley y la Moral, hay por lo menos noventa y nueve que son o
han sido capaces de cualquier cochinada moral o legal para realizar un
negocio o para saciar cualquier bajo instinto. Pero viene un alcaide, un
Baker, y se conduele del terrible aislamiento en que consumen su vida unos
cuantos hombres infelices, y les concede, para distraerles, la merced de que
jueguen ... y el mundo todo se estremece de horror.
Y lo triste, lo más triste es que Baker está lejos, y que ni siquiera sé yo a
estas horas si su hazaña es cierta. Si lo supiera, y si estuviera cerca, Baker
sería depuesto, sería anatematizado siempre, pero al menos yo me daría el
gustazo de ir hasta él para tenderle mi mano y decirle:
"Choque, amigo Baker, Usted ha faltado a la Ley y a la Moral permi-
tiendo que se juegue, pero ha distraído, ha consolado un dolor, una miseria,
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PALIQUES
una desdicha humana. La Ley y la Moral tenían condenados a unos cuantos
hombres desdichados al tormento de una cárcel. . .. Usted, más humano que
la Ley y la Moral, aliviaba con el juego, que a veces es un bálsamo, el
suplicio de aquellos hombres. . . . Permítame, amigo Baker, sublime con-
culcador de la Ley y la Moral, que le erija un altar en mi alma. . . . De su
madera, de la madera de los Baker, es que salen los Jesucristos.. .."
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EN CASA DE FERRE
Desde luego, este mi palique de hoy no es para la gente seria. A las gentes
serias no les hace ninguna gracia—y hasta lo toman a insulto—que se les
hable de bailes y fiestas. Los bailes y fiestas de todo género figuran en la
vida de estas gentes en el capítulo de las "cosas frivolas", y ellos no quieren
cuentas con nada frívolo, con nada ligero, con nada que no sea tan espeso y
nutritivo y antipático como el caldo de gallina cuando es bueno.
Siento decirlo, pero creo que me moriría ahora mismo de tedio y des-
precio de la vida, si me obligaran de golpe y porrazo a trocar mi amada
frivolidad por la terrible seriedad de caldo de gallina de esos que van por
ahí cejijuntos y tiesos, reventando de respetabilidad.
Yo no sé si esta cosa incomprensible que llamamos la vida, es buena o
mala; pero, sea buena o sea mala, no me explico el gesto avinagrado que le
ponen los respetables. Porque, si es buena, ¿por qué no regocijarse a todas
horas de estarla viviendo? Y si es mala, ¿por qué no procurar hacerla menos
cruel, menos mala, salpicándola de notas alegres?
Siempre, desde que vine al mundo allá en una fértil y risueña vega de
Jayuya, he tenido la creencia de que al mundo lo que le hacía falta más
urgente para curarse de muchos de sus males era una buena mano de fiestas.
¿Está usted alegre? Pues ríase usted, y cante, y baile, para darle gusto a
sus nervios.
Por el contrario, ¿está usted triste porque le deben y no le pagan, o porque
le salió mal un negocio, o por culpa de una mala digestión, o de una con-
denada mujer que le tiene a usted frito? Pues es usted más bobo que la
puerca de Juan Bobo, si no sabe que si sigue usted rumiando en silencio y a
solas su amarga tristeza, ésta, lejos de ceder, irá creciendo hasta hacerse
insufrible; y que en esos casos es, precisamente, cuando mejor viene una
buena ración de algazara, de risas, de zambra, de baile, de fiestas, para que
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las alimañas sombrías de sus propios pensamientos, asustadas del bullicio,
se duerman o se vayan, dejándole en paz.
Todo esto, y mucho más que me reservo para otra ocasión, se lo decía
yo a eso de las doce de la noche, de la noche inolvidable del sábado, a un
gallardo y discreto cerezo que crece en el patio donde tuvo lugar la parte
más escogida y agradable de la fiesta sin rival de los esposos Ferré-Aguayo.
¡Oh la buena, la bella, la dulce sonrisa de innata bondad que tiene en los
labios la distinguida dama, esposa de Ferré!
[Oh el empaque franco, sencillo y alegre del simpático ingeniero que,
más que las puertas de su elegante casa, nos abrió aquella noche las de su
corazón para que lo tomásemos también por asalto y nos lo repartiéramos!
iOh aquel patio transformado de la noche a la mañana, como por arte
de magia, en un fastuoso jardín digno de Versalles!
Aquel patio tan hábilmente preparado, aquel patio con sus luces, con sus
matas, con su poético cenador columbrado allá en el fondo, con su pequeño
y coquetón escenario por cuyas tablas desfiló la gracia de Graciela Villa-
rraza, la voz espléndida de la Felici, el gesto encantador, divina mezcla de
candor y travesura, de Anita Cabrera, la belleza augusta, la belleza imperial,
la belleza radiosa y gloriosa de Gloria ... todo aquello que había allí aglo-
merado para nosotros, la bondad de los dueños de la casa, convidaba a
sentirse feliz, convidaba a cantar, convidaba a dejarse llevar dulcemente
por una onda de ensueño hacia el remoto país azul donde mora la eterna
quimera.
La fiesta terminó ... ¡y yo me traje en el alma para siempre, para siempre
... el arcano de unos ojos, la luz de una sonrisa, el aroma de un alma!
¡De un alma de poeta para la cual, en la inmensa quietud de esta hora,
yo escondo un beso en la brisa, en la luna, en la noche!. . .
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¡POBRECITOS LOS CHINOS!
Parece que la China se está echando a perder.
País quieto, pacífico, casi dormido a la sombra de sus célebres murallas,
era de los pocos lugares de la tierra con sentido común bastante para no
inquietarse por fórmulas políticas.
Allí, en el Celeste Imperio, un soberano—a veces soberana—llevaba él
solo las riendas del gobierno, y los subditos no tenían nunca que tirarse de
la trenza peleándose por un alcalde, ni descoyuntarse por ganar unas
elecciones.
Allí mandaba un hombre, e hiciéralo bien o mal, el hombre era obede-
cido, y la nación y la cosa pública marchaban por donde él quería que
marchasen, sin que tuvieran nunca los felices chinos necesidad de amargarse
la boca hablando de política.
¿Puede haber en el mundo nada comparable a la dicha de un pueblo que
no tiene política? Cámaras, proyectos de ley, partidos, asambleas, presi-
dentes, convenciones.... De toda esa abominable farándula, de todo ese
cargante y asfixiante maremágnum, cuya sola descripción espanta y ano-
nada, se veía libre, se vió libre siempre, por virtud de su genio, la patria
de Confucio.
Allí el hombre era esclavo, esclavo de un rey, de un emperador, de un
amo; pero sabía que era esclavo y aceptaba su sino, y dentro de su esclavitud
se acomodaba, y vivía su vida. Era esclavo, y es malo ser esclavo; pero
sabía que lo era y esto ya es un consuelo.
Tenía un amo llamado rey o emperador que gobernaba por derecho
divino como gobierna el papa, y es malo tener amo, pero el amo era un
hombre, uno solo, y éste es otro consuelo.
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Tenía que acatar la voluntad del amo, y es malo y triste eso, pero no es
tan malo ni tan triste como tener que aprenderse mil leyes con cien mil
interpretaciones para saber caminar sin peligro de esbirros, de abogados,
de jueces, de cárceles.
Es malo, sí señor, ser esclavo y tener amo como tenían los chinos, pero,
¿será eso comparable a la ignominia y a la tortura de creerse uno libre
porque se llama o le llaman ciudadano, y en realidad tener un amo en el
Alcalde, y otro amo en el agente de la policía y otro amo en el Juez, y otro
amo en el Fisco, y otro amo en la Legislatura, y otro en el Gobernador local,
y otro amo en el Jefe del negociado tal o cual, y en cada uno de sus subal-
ternos, y otro amo en el Presidente ... y más amos, en fin, en todas partes
y a todas horas que pelos tiene uno en la cabeza?
Si por ser esclavos y tener un amo eran dignos de lástima los chinos,
¿cómo no los vamos a compadecer ahora que quieren proclamar república y
acabar con un amo para erigir en su lugar cien amos, mil amos, cada mío
con una regla o ley o macana en la mano para no dejarles gozar en paz de
su vida ni una hora, ni un minuto, ni más ni menos que si fuesen americanos
de la libre América?
¡Pobrecitos chinos que se van a quitar ahora el peso de una Corte Im-
perial, fastuosa, elegante, bella, ennoblecida por el tono de majestad que
imprime a las cosas la huella de los siglos que pasaron, para echarse ¡ay!
sobre el sufrido lomo, a manera de albarda, la panza vil de un presidente,
panza repleta de votos y podrida de pústulas y tumores democráticos!
¡Pobrecitos los chinos que ahora, en lugar de esclavos conscientes de un
monarca de instintos refinados por la herencia, acostumbrado a reinar, y
por tanto mesurado en la acción, sobrio en el mando y cortés en el gesto,
van a ser gobernados por turba plebeya de engreídos funcionarios de repú-
blica, golosos de poder, ávidos de sentir su tosca mano besuqueada por el
siervo envilecido, estallando de pedantescos e idiotas doctrinarismos, gá-
rrulos como cotorras, grotescos como títeres, ordinarios y sucios de cuerpo y
de espíritu como lacayos!
¡Pobrecitos los chinos que van a dejar su monarquía absoluta para tener
cámaras, y constituciones, y códigos, y jueces, y partidos, y convenciones,
y vetos, y protestas, y elecciones, y presidentes, y fiestas cívicas, y juris-
dicciones, y departamentos, y oficinas, y derechos inalienables, y, en general,
las mil y una calamidades sin nombre que trae consigo la lepra de la farán-
dula democrática en los pueblos!
¡Oh la grande, la noble, la bella visión legendaria de un imperio inmenso
en cuyo centro se divisa la majestad secular de un altivo y romántico
palacio, mansión soberbia de un soberbio monarca de cetro y corona que es
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¡POBRECITOS LOS CHINOS!
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nieto de reyes y tiene en la sonrisa y en las manos el lustre de progenies
dilatadas y encumbradas!
¡Y oh la tristeza inmensa de ver todo eso de golpe y porrazo convertido
en humo, y en medio del humo la vulgar silueta de una Casa Blanca, y en
medio de la Casa Blanca, bajo una chistera, la figura panzuda, enorme-
mente, gorda y democrática ... de un Taft!
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Creo que nos hallamos en un momento político de perfecta calma. Hace
días, cosa de una semana, que no se oye nada que le ponga a uno los pelos
de punta.
Hasta parece—¡ay Dios!—hasta parece que el Attorney General, nuestro
admirable Attorney General, a fuerza de pensar ha caído en un letargo, y
ya no opina nada.
Ya sé que esto es raro, que es inverosímil, pero es cierto, y ante los hechos
no hay más que callar, y bajar la cabeza como yo la bajo.
Yo la bajo unas veces y otras la subo, y luego la vuelvo a bajar y a
subir, y me paso las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio
en constante cavilación, preguntándome sin parar si estará el Gobierno loco
que no cae en la cuenta de que ya llevamos una semana sin que podamos
quejarnos de ningún desmán, disparate, atropello, desaguisado o barbaridad
oficial de las que ahora se usan.
Si hasta parece que esto no es Puerto Rico, que Jájome no existe, que
St. Elmo no es St. Elmo, que Dexter se ha muerto, que las opiniones del
inagotable y admirable Attorney General se han declarado en huelga, que
lo de Mr. Wilson y el lío del ingeniero fué una pesadilla, que los sellitos
notariales en los "affidavits" se han ido a esconder ruborizados debajo de
la cama, que los municipios no han perdido su autonomía, ni los puertorri-
queños la libertad primero y después la vergüenza, y que las bandas muni-
cipales siguen vivas bajo la gloriosa bandera e improvisan melodías muy
dulces, tan dulces, que de lejos parece que dicen como allá en Mohawk
dijo Domínguez: "Preguntadle a las estrellas por qué brillan, al sol por
qué arde, y a los ruiseñores por qué cantan...."
Respiro ahora y pregunto: ¿Por qué a mi querido compañero de ahora y
condiscípulo de antes, señor Domínguez, se le ocurriría tan patética explo-
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NO SERVIMOS
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sión lírica a propósito nada menos que de cosa tan prosaica como la ciuda-
danía? Si hubiera sido por una bella muchacha de New York o de Balti-
more, yo me lo habría explicado en seguida, porque frente a una mujer no
hay rapto lírico que no sea oportuno, pero para la ciudadanía, y en Mohawk
. . . francamente: ¡yo me dejo asar vivo antes que salirle preguntando nada
a las estrellas y a los ruiseñores!
Y luego, que yo creo que preguntar tal cosa es poner en un brete a las
estrellas y a los ruiseñores. ¿Qué saben la sestrellas y los ruiseñores de
ciudadanías? Y si algo saben, seguramente que, interrogados por Domín-
guez en Mohawk, guardarían silencio por no ofender.
Las estrellas y los ruiseñores hablan de luz, de belleza, de idealidad,
de ritmo, de gracia, de arte, de poesía y de ensueño ... ¡y todo esto está
tan lejos de lo que representa la ciudadanía!
No. ¡que no hablen los ruiseñores, que no digan nada las estrellas, porque,
si llegan a abrir la boca, no será para decir nada bueno de ese constante
pordioseo de una ciudadanía que nunca nos dan, y que, si nos la llegan a
dar, no nos va a servir para maldita de Dios la cosa!
¿Por qué? Porque no hemos nacido—y hay que decirlo claro—para ciuda-
danos; porque el traje de ciudadanos americanos nos pegaría tan mal que,
dentro de él, daríamos lástima; porque esa ciudadanía se hizo para hombres
prácticos, faltos de imaginación, consagrados al business, esclavizados por
el yugo del tanto por ciento, metódicos, rutinarios, puritanos, fríos e inge-
nuos. . . .
¿Somos nosotros así? No; somos todo lo contrario; somos vehementes,
imaginativos, soñadores, algo holgazanes, irónicos, rebeldes a toda disci-
plina, un poco filósofos y un poco poetas. Demasiado poetas para pasar de
largo sin ninguna emoción junto a un ruiseñor que está cantando; dema-
siado filósofos para no quedarnos abismados ante el lejano misterio parpa-
deante de una estrella, mientras el hombre práctico, el ciudadano de verdad,
marcha sin pestañear a su negocio....
No; que no hablen las estrellas y los ruiseñores; y si hablan, que digan
la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad: (formulita judicial,
necia y chabacana como todo lo judicial).
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LA PROCLAMA DE LAS GRACIAS
¡Oh la gran proclama del gran Taft pidiéndole al gran pueblo americano
gracias para el Gran Dios por los grandes beneficios!
Todos los años la misma proclama, las mismas gracias, los mismos bene-
ficios recibidos. Son gracias de reglamento que se dan siempre en la misma
fecha, por los mismos motivos y en la misma forma; enumerando, vengan o
no a cuento, las mismas mercedes. Si ha llovido, porque ha llovido; si no ha
llovido, porque no ha llovido; si blanco, porque blanco; si negro, porque
negro. ¡Qué adorable candor el de un pueblo que en pleno siglo veinte sabe
sacar un día para dar las gracias a la Providencia! ¡Y qué bondadosa
Providencia la que oye sin chistar todos los años las mismas gracias formula-
das en la misma lengua y en el mismo tono!
Si yo le doy un bizcocho a un prójimo cualquiera y el tal prójimo me
da las gracias, y luego, en un rapto de mal humor, le doy un palo al mismo
prójimo, y oigo que éste, con aire compungido, me da las gracias otra vez,
francamente: yo no tendría muy alto concepto de la sinceridad de las
gracias de mi prójimo, y hasta, sin ánimo de ofender, yo pensaría para mi
capote: "¡Pero qué servilón es este gran hipócrita de mi prójimo!"
Yo diría eso, pero, por lo visto, la Providencia, o no se entera, o si se
entera de las tales gracias, dadas de manera tan sospechosa, prefiere ca-
llarse para probarnos todos los años—haciendo como si se dejara engañar—
su grande, su inagotable, su infinita bondad para con las flaquezas humanas.
Al fin y al cabo, la práctica esa de las gracias no revela ninguna maldad,
sino un extraño, un inmenso, un estupendo candor inofensivo, digno de
admirarse y hasta de aplaudirse por lo que tiene de infantil y pintoresco.
De la misma manera que no nos enfadamos, antes bien, nos alegramos
de ver un taparrabo, por lo que tiene el espectáculo de primitivo y de
exótico, creo yo que debe ser motivo de regocijo para todos el saber que
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LA PROCLAMA DE LAS GRACIAS
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hay por ahí todavía pueblos que, a semejanza de los judíos, creen que son
predilectos de la Providencia, que tienen de su parte a Dios.
El día que no quede ni un solo vestigio de éstos para recordarnos que,
todavía, parte de la humanidad al menos, no ha salido de la niñez, echaremos
muy de menos las candorosas gracias y los inocentes taparrabos, pues
siempre es grato saber que estamos cerca de la infancia y que la fría y
arrugada vejez queda aún muy lejos.
Y ahora viene a mi cansado lápiz paliquero el nombre tan traído y
llevado de nuestro ilustre Colton. No es para censurarle por ningún error o
desaguisado, con o sin opinión, cometido en el desempeño de su augusto
cargo. Líbreme Dios de interrumpir con ingratos chillidos de censura este
gran silencio de la media noche tan propicio al olvido y al perdón...
Sí; yo perdono a Colton, si es que ha hecho algo malo, pues en este mo-
mento de olvido, yo no me acuerdo ni quiero acordarme. Y si no ha hecho
nada malo—contra lo que teníamos derecho a esperar de él, dada su misión
de Gobernador—le perdono también de todo corazón.
Precisamente, si ha habido alguna ocasión en que Colton haya merecido
calurosos elogios, seguramente que ninguna mejor que ésta de ahora en que
acaba de dar una brillante prueba de ingenio que a su vez, aunque parezca
mentira, revela en él inusitada inclinación o tendencia a respetarnos.
Para evitar que la boca se le haga agua al que esto lea, digo sin más
preámbulos que el rasgo de ingenio a que me refiero es el de la forma de
lanzar en Puerto Rico la proclama de Taft "para dar gracias."
Mientras en la proclama de Taft se le encomienda al pueblo de los Esta-
dos Unidos que eleve sus preces al Altísimo por la lluvia de favores recibidos,
el cuco de Mr. Colton se limita a encargarnos simplemente que pensemos
con gratitud en todos aquellos que nos hayan hecho algún beneficio.
Vemos, pues, que Colton ha tenido el tacto de conocer en qué país vivía,
y viéndonos poco preparados, esto es, poco dispuestos a tomar en serio, con
el candor infantil propio de las circunstancias, eso de los favores políticos y
económicos de Dios, se escurrió por la tangente y dejó reducida la cosa a
cuatro palabritas muy sencillas que tienen la rara y apreciable virtud de decir
y no decir, conformándose con pedirnos únicamente, en una forma muy
cortés por cierto, que "pensemos con gratitud en las personas que nos hayan
hecho beneficios."
Bien, Mr. Colton, bien. Nos ha mostrado usted un gran respeto no
queriéndonos hablar como a niños, y hay que darle las gracias en nombre
de la raza.
En nombre de una vieja raza que, a fuerza de vivir, se encuentra ¡ay!
tan lejos del taparrabo, que se ríe de las gracias de reglamento de Taft.
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L I I
EN RECUERDO DE SCHRIVER
Todavía siento cruzar por mi alma la visión trágica de la caída.
Fué de tarde. Fué en una tarde clara, apacible, quieta, casi extática.
Sobre el verdor del campo, húmedo todavía de la lluvia reciente, flotaba
una melancolía suave, como de recuerdo, como de presagio.
Sobre los árboles dormidos en la quietud del paisaje pasaba de vez en
cuando la brisa, una brisa muy tenue, haciendo ondular perezosamente
alguna que otra rama.
Yo noté que en la tierra y en el cielo todo tenía, después de la lluvia,
ese inefable secreto de melodía, ese secreto llanto de que Jiménez—el
exquisito poeta andaluz—nos habla en sus "Pastorales".
Parecía que de la yerba mojada se escapaba un vago perfume que a mí
me hacía pensar en esas cosas delicadas con alma de mujer que aletean en
los nocturnos de Chopín o en las prosas divinas de Valle Inclán.
Allá lejos, el sol—ya agonizante—vestía de oro las nubes, las cumbres,
las almas.
Habíamos presenciado el primer vuelo. Sobre la multitud había pasado
ya triunfamiente la maravilla de la máquina en su vuelo primero; y todos
teníamos ya, en los ojos, en la frente, en el espíritu, como el reflejo de la luz
de una nunca vista apoteosis.
De pronto sonó un rumor: "Va a volar el otro aviador."
Y vimos a Schriver que llegaba al aparato, que lo medía y acariciaba con
los ojos como para animarle y disponerle a otro viaje, que probaba el
motor, que se sentaba después, que se quitaba la gorra, que sonreía. . . .
Y me pareció su semblante, a la luz de su sonrisa, el de un hombre muy
sencillo, muy bueno, muy niño, muy héroe.
Luego... la tragedia. El prodigio de la máquina navegando otra vez
gallarda y ágil en el aire apacible y azul de la tarde, y en una última y
arriesgada maniobra, la emoción dolorosa de ver súbitamente la roja silueta
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EN RECUERDO DE SCHRIVER
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del aparato desapareciendo, borrándose del horizonte como se borra el
resplandor de un relámpago.
Yo no sé si a todos les pasará lo mismo; pero yo siento que mi pena,
con ser tanta la que me dejó en el alma aquella caída brusca del hombre
de la plácida sonrisa de niño y de héroe, se ha desvanecido, se ha apagado,
se ha como esfumado en el consuelo de su muerte.
Un cuerpo vivo que se agita convulso entre crueles zarpazos de un dolor
implacable, me entristece, me acobarda, me anonada. Un hombre que
descansa, que duerme en la serena y suprema ausencia de toda sensibilidad,
de todo dolor, de toda vida, me inspira sólo .. . esa melancolía suave que
flotaba en el aire de la tarde, sobre el verdor del campo, con algo de recuerdo
o de presagio.
Raro y bello destino el de Todd Schriver. Era sencillamente un hombre,
un organismo humano compuesto de carne, de músculos, de sangre, de
nervios; y en una tarde muy clara y muy dulce, en que los árboles dormidos
parecían en éxtasis y el sol vestía de oro las nubes y las cumbres y las
almas, todo el fluido vital de su organismo súbitamente se perdió, hecho
suspiro, en el aire. ... Y ahora Todd Schriver no es un simple viajero del
espacio, algo bohemio, algo loco, que nos emociona y arrebata con su sereno
y sonriente heroísmo. Ahora es más que eso, ahora su vida es suspiro, es
temblor de emoción, es perfume, es algo así como una melodía delicada y
melancólica que suena en nuestra alma con ese lento y dulce ritmo de las
cosas muy bellas y muy tristes.
Y hemos ganado todos con el noble espectáculo de la intrépida aventura.
Hemos aprendido la lección de que no es cierto eso de que el heroísmo quedó
sepultado con los hombres de edades pretéritas; con los Leónidas, con los
Vercingetorix, con los Scévolas. Somos todavía héroes, tenemos todavía
en el alma aquella llamarada de arrojo, de audacia, de amor de bizarras
aventuras que redujo a cenizas las naves españolas a una voz de Cortés.
Hay todavía bancos, bolsas, casas de empeño, tiendas, juzgados, tanto por
ciento, negocios; y hombres que sólo se preocupan por el majestuoso pro-
ceso que sigue su digestión, regulada como un péndulo por el laborioso
engranaje de esas cosas mencionadas, piezas indispensables del tosco me-
canismo social que hoy padecemos.
Pero hay también—¡pues no los iba a haber—hombres que olvidan el
proceso de su digestión para sentirse águilas, para cernerse, gallardos y
ágiles, sobre las ramplonas realidades de una vida burguesa o idiota, para
sentir, en la urdimbre de sus nervios—suspensos en el aire azul y suave
de una tarde decorada por el oro del sol moribundo—algo así como la
magna, como la colosal vibración de todas las cosas que ondulan y que
esplenden y que cantan aquí abajo.
Ya no resuenan en las vertientes de los Andes, sonoras y arrogantes, las
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pisadas triunfales de los hispanos caballos de epopeya que cantó Chocano;
pero se oyen, pero detonan como truenos en los aires, límpidas y épicas, las
explosiones de esa mágica gasolina con que el genio del hombre ensaya, en
una frágil máquina su sueño de cóndor.
Es bueno, sí, que Todd Schriver haya venido a Ponce. Ponce parecía frío,
parecía mustio, parecía muerto, y Todd Schriver le hizo vibrar, le hizo
aplaudir, le hizo temblar, le hizo llorar. Y es bueno que Ponce haya aplau-
dido y llorado. En los aplausos y en las lágrimas late otra hermosa lección
que es bueno aprender.
Nos enseñan los aplausos y las lágrimas que, si bien a los hombres de
digestión pertenece el respeto, el sosiego, el confort, y el dinero, ellos, aplau-
sos, y lágrimas, sólo se tributan a los locos, a los bohemios, a los atormen-
tados por recónditos y grandes anhelos, a los héroes de alma espléndida que
tienen sonrisa de niño al emprender un peligroso viaje hacia las cumbres y
las nubes. Sólo para éstos tiene el mundo—como si quisiera compensarles
de su penuria de monedas—las flores de su aplauso y de sus lágrimas, la
más alta, la más noble ofrenda humana.
Y ese monopolio de todos los tiempos, ese monopolio de la más alta y
más noble ofrenda humana, es testimonio irrecusable de que para el mundo,
para este mismo mundo que sirve y adula a los hombres de majestuosa y
solemne digestión, sólo los bohemios, los inquietos, los atormentados por el
hervor de recónditos anhelos, los que aman, los que sueñan, los que vuelan,
son ... ¡lo que más brilla, lo que más seduce, lo que más vale!
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LUI
A MANERA DE PROFECIA
Quiero darle, un adiós, un adiós sentimental al año que se va.
No sabría decir si fué bueno o fué malo. Quizá no me importa gran cosa
lo de si fué malo o fué bueno. No cabe duda de que no fué aburrido, de
que no nos hizo bostezar demasiado, de que nos obsequió de cuando en
cuando con sucesos emocionantes y pintorescos. Son esos títulos más que
suficientes a hacerle simpático a mis ojos. ¿Qué más se le puede pedir a un
pobre año sino que nos alivie un poquito de la carga abominable de aburri-
miento que llevamos? ¿Acaso es posible olvidar que a él—a este pobre año
viejo que nos deja—le debemos una impresión nueva, con la cual ni siquiera
soñábamos cuando llegamos al mundo? Vimos volar; presenciamos el pro-
digio de un hombre jugando al esconder con nosotros desde detrás de una
nube; gustamos el deleite desconocido de aplaudir la locura de un peligroso
pero bello salto humano hacia el palacio azul donde tiemblan, donde triun-
fan las alas de los pájaros. ¿Qué más podemos pedir?
Y todavía queda algo más que anotar en el haber del año viejo. Es el
gesto amable con que se despide. Gesto compuesto de multitud de matices
delicados de sonrisa esparcidos en el aire, en el campo, en el mar, en los
montes, en todo lo que abarca la mirada.
Hemos tenido en los últimos días de este gentil Diciembre una brisa ligera
y balsámica, un cielo de raso, un incomparable verdor en los árboles, un no
sé qué de alegría dulce, de tranquilo alborozo en el ambiente. Es como un
simulacro de primavera que nos ha querido ofrecer el año agonizante, des-
pués de los días lluviosos y de los cielos cejijuntos de meses anteriores.
Ya sé que estas cosas no preocupan mucho a la mayor parte de las gentes,
pero es bueno hablar de ellas, tocarlas, aunque no sea más que con la punta
de los dedos, una vez que otra, para ir poco a poco acostumbrando los oídos
del vulgo a esa clase de música. Siempre he creído que mientras todos los
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hombres no sepamos percibir y saborear los infinitos matices de belleza que
ofrecen las cosas de la tierra, nunca dejaremos de ser en el fondo unos per-
fectos bárbaros. Podrá ser un error, pero siempre he tenido por cosa segura
que para empezar a ser buenos, a perder la costra grosera de salvajismo
que llevamos todos más o menos oculta, lo primero que hay que hacer es
aprender a soltarle un piropo, un piropo salido del fondo del corazón, a una
flor, a una puesta de sol, a una fuente, a la visión azul de una lejana y
amable montaña. ...
De la misma manera que el presente pertenece a los hombres de garra,
el porvenir es de los hombres de ala.
Así como hoy el hombre que sepa y pueda repartir más feroces dentelladas
es el que llegará primero, mañana sólo llegarán, sólo privarán, sólo triun-
farán aquellos que estén dotados de un espíritu tan ligero, tan ágil, que les
permita flotar en un claro de luna o en el oro de la tarde.
Estos hombres de alas serán los que dictarán la ley a los demás. ¿No fué
el mundo una vez de los valientes, de los hombres de guerra, de los que
mejor sabían partir en rebanadas el cuerpo de un semejante? ¿Y no pasó la
edad del guerrero?
¿No fué el mundo después del mercader, del que mejor conocía el arte
de robarle a su prójimo comprándole o vendiéndole? Pues de la misma
manera que el guerrero fué vencido y gobernado por el mercader, no ha de
pasar mucho tiempo sin que éste sea, a su vez, derribado por las alas del
poeta o del filósofo. Poetas y filósofos son para mí una misma cosa. Ambas
cosas representan sólo distintos aspectos de un mismo tipo humano. Ambas,
poesía y filosofía, corresponden a dos distintas etapas del espíritu. De todo
buen filósofo se puede asegurar que fué en su juventud poeta; de todo buen
poeta se puede asegurar que no llegará a viejo sin volverse filósofo.
Y como no se puede ser poeta ni filósofo si no se sabe y se puede flotar
en un claro de luna o en la bruma indecisa y melancólica de un monte
lejano, y como el porvenir pertenece a los hombres de espíritu ágil y dotado
de alas ... yo me despido del año viejo invitándole a beber una copa por
el pronto y por el santo advenimiento de poetas y filósofos, los futuros
señores de este pícaro mundo. . . .
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L I V
MATIENZO Y SU FORMULA
No sé si he dicho antes de ahora que de todos los viejos de Puerto Rico
el más joven, el que tiene más lozanía en el espíritu, es Matienzo.
Matienzo no pertenece a la asociación de los jóvenes turcos, pero yo
apuesto cualquier cosa a que no hay ningún joven puertorriqueño por turco
que sea que pueda competir con él en lo tocante a gracia y flexibilidad
juvenil.
No es oro todo lo que reluce. No todo pollo imberbe de esos que la corren
por ahí merece realmente el dictado de joven. En muchos de ellos la juventud
es puramente epidérmica, no pasa de la piel. Se escarba un poquito en ellos,
y en seguida se topa uno con cada cosa vieja que da grima. Y es que, no
obstante la tersura de su piel, su mentalidad, su acervo ideológico, su
mundo interior viene de lejos, de sus abuelos, de sus antepasados, y así
sus sentimientos y sus pensamientos por mucha modernidad aparente que
revistan son más viejos que el andar a pie.
En Matienzo se da el fenómeno contrario. Peina canas y tiene en la piel
arrugas, pero su mundo interior, en perenne renovación, le presta tal
perfume de juventud a sus ideas, que pocos jóvenes hay que puedan medirse
con él en agilidad de espíritu.
Son de él, son de ese primaveral Matienzo, que, sin usar juvenilina,
posee el secreto de una perpetua y lozana juventud, las palabras que a
continuación transcribo, tomándolas de un número ya viejo de "La Corres-
pondencia":
"Los jóvenes americanos perderían en Puerto Rico aquel sólido candor
tan propio para llevar la población escolar hasta edades en que la gente del
trópico anda ya esparcida por los cuatro rincones de la vida social, definitiva-
mente instalada y produciendo su contribución al acervo común. Pero, en
cambio, adquirirían mayor gracia, malignidad sin perversidad, y la viveza,
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que es al espíritu lo que el atletismo al cuerpo. Tomarían la vida menos
en serio, y un tinte de filosofía escéptica les liaría menos engreídos y más
simpáticos. Serían menos anglo-sajones y más hombres, se dignarían tratar
a los negros como a otros hombres cualesquiera y se elevaría en su corazón
el concepto cristiano de la fraternidad humana. Aprenderían geografía uni-
versal y que el mundo existe más allá de Alaska y del río Bravo. Sabrían
que su lengua nacional es el inglés y que están obligados por algún tiempo
todavía a tolerar que en algunas partes se hablen otros idiomas que no
el suyo propio. Sin duda alguna saldrían de aquí más sabios de lo que
llegaron. Reirían un poquito más, beberían un poquito menos, y más de
una vez se olvidarían de la tiranía de la letra de la Biblia, y del peso sofo-
cante del dólar. Subidos a una hamaca debajo de los palmares de coco,
manejando las cuerdas de un tiple, entenderían mejor el cantar de los
cantares que bajo las bóvedas góticas de sus templos del Norte, oyendo la
salmodia moribunda de sus órganos o la plática seria y fría de un joven
comentador de las viejas escrituras. Serían más tolerantes con nuestra
guachafita, con nuestro atolondramiento, que nosotros padecemos despiertos
y ojo avizor, y que ellos para producirla tienen que apelar a la intoxicación
y a la muerte, porque sólo intoxicados o muertos logran algunos librarse del
horrible peso de su seriedad poco menos que hierática y que les hace la vida
odiosa...."
Son de oro esas palabras de Matienzo. Son toda una psicología de las
dos razas que hoy conviven en nuestra tierra. Ellas muestran bien a las
claras dos cosas: primero, que Matienzo sabe ver bien cuando quiere;
segundo, que ciertas cositas nuestras que para la gente vulgar son indicio
alarmante de inferioridad, bien examinadas, bien meditadas, quieren decir
todo lo contrario; esto es, que precisamente por ser más viejos, por haber
vivido más, por poseer una cultura menos aparatosa, pero más honda, más
antigua, más intensa, por estar naturalmente dotados de una opulenta
imaginación de que carecen nuestros actuales mentores, es que parecemos
negligentes, poco serios, incapaces de encajar bien dentro de ciertos moldes,
dentro de ciertas sencillísimas rutinas de la vida práctica.
"Sólo intoxicados o muertos logran algunos libertarse del horrible peso
de su seriedad poco menos que hierática, y que les hace la vida odiosa."
Hay que aplaudir, hay que entusiasmarse con Matienzo por ese dicho.
Es la primera vez que un pensador de aquí encuentra la verdadera, la
única fórmula para estudiar y comprender ciertas anomalías del momento
presente.
Enseña esa formulitamás que todo un curso pedagógico sobre "el examen
comparativo de las razas latina y sajona", u otra tesis por el estilo.
Es más; la tal formulita casi nos da la clave para descifrar enterito el
enigma del fracaso en Puerto Rico del gobierno americano.
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MATIENZO Y SU FORMULA
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Fracasan los gobernadores y los comisionados del modo que hemos
visto, no por exceso de maldad ni por sobra de despotismo. Fracasan por
su seriedad, por su hierática, inmensa e incurable seriedad, muy parecida
a la del niño cuando sale a la calle vistiendo sus primeros pantalones o
calzando sus primeros zapatos.
Fracasan porque no saben sonreír, porque no han aprendido todavía a
contemplar la vida con ojos de bondad y de ironía, con mirada latina de
viejo escéptico, burlón e indulgente. . . .
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L V
LA CUÑADA DEL CZAR
Noticia interesante que copio de una revista:
"Una indicación notable de lo mucho que se extiende en el mundo el
feminismo, nos la ofrece ahora uno de los más atrasados países de Europa,
el imperio ruso. La Gran Duquesa Isabel, hermana de la Czarina, y viuda
del Gran Duque Sergio, muerto a manos de los revolucionarios en Moscú
hace algunos años, se marchó al extranjero después del asesinato de su
marido, y a su regreso a Rusia proclamó audazmente el principio de que
la mujer debe gozar de iguales derechos sociales y políticos que el hombre.
Esta actitud inesperada y agresiva enfadó al Czar, quien, a fin de redu-
cirla al silencio, le ordenó ir a Moscú con la misión de abrir un convento
para mujeres de cuna aristocrática.
La Gran Duquesa obedeció y pronto estableció el deseado convento, bien
repleto de monjas y en activas funciones. Pero si el Czar creía que se había
salido con la suya, en su empeño de destruir su propaganda, se equivocó
lastimosamente, pues la Gran Duquesa no perdió su tiempo en el convento,
y muy pronto la gran mayoría de las monjas se convirtió a sus ideas. El
Czar, muy a su pesar, aceptó la derrota, y gracias a la Czarina que inter-
cedió por ella, la Gran Duquesa tiene ahora permiso para venir a San
Petersburgo durante unas cuantas semanas por año. Esto le da a ella una
buena oportunidad para hacer propaganda feminista tanto dentro como
fuera del convento."
Confieso que he transcrito lo anterior con una grande, inefable fruición.
Pocas cosas en el mundo me sublevan tanto como la abyecta condición de
siervas resignadas en que hasta la presente edad han estado colocadas las
mujeres. Si por algo me está simpático ese excelso Ibsen, es por haber mos-
trado al mundo en sus portentosos dramas, toda la brutal injusticia de
nuestro tiránico proceder con las mujeres.
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LA CUÑADA DEL CZAR
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Y es claro: viendo a toda una señora rusa, hermana de la Czarina,
abrazar resueltamente la causa de su sexo, frente a las barbas iracundas
del mismo Czar; viendo a esa adorable Gran Duquesa reclutar hasta monjas
para su noble campaña reivindicadora, la fe que ya me iba faltando ante la
brutalidad desesperante de nuestras atroces costumbres misoginistas, se
inflama de nuevo, y ganas me dan de asociarme a la Gran Duquesa para
irme con ella a reclutar las pocas monjas que aún se resisten a engrosar las
filas del audaz ejército.
Porque es un ej ército, es un ejército cada vez más nutrido y más intrépido
el que lucha por la causa, por nuestra causa, por la causa de todos; que
no es sólo la mujer la que se redime y se salva. Somos nosotros también,
somos los hombres, los pobres hombres, ahitos de grosería, repletos de
brutalidad, los que saldremos ganando cuando gane su hermosa victoria
final el feminismo. ¿Qué mayor ganancia para nosotros que dejar de ser
amos, y como tales amos aborrecibles y traicionados sin remedio, para
convertirnos en amigos, y camaradas y hermanos? Esos mismos que hacen
a cada paso chistes pedestres a propósito de la falda-pantalón o de tal o
cual nimio detalle o incidente de la labor feminista, ¿se han puesto alguna
vez a pensar en la soledad siniestra en que vivimos los hombres por sobra
de hijas, de esposas, de siervas, de aves de corral, o de flores mustias de
invernáculo, y falta, ¡falta cruel, falta terrible!, dela mujer ennoblecida por
un ambiente de libertad, que pueda y sepa entendernos, ayudarnos, dis-
traernos, siendo nuestra amiga, nuestra camarada, nuestra hermana?
¡Bah! ¿qué entienden de estas cosas, de esas mieles divinas que destilan
en el alma los consejos, o confidencias o consuelos de una amiga o de una
hermana, los que no han sabido ver jamás en la mujer otra cosa que una
bella y sumisa bestezuela cuya carne de raso es sólo un prosaico plato más
en el menú de nuestra cotidiana existencia? ¿Qué entienden de ennobleci-
miento de la humana personalidad por la lucha y la libertad, los que no
sólo seespantan sino que se ufanan de su odioso y grotesco papel de amos
condenados a estricta vigilancia, a perenne y despreciable espionaje, para
que la pobre e ignorante bestezuela esclavizada—ya en nombre de este
principio o del otro—no salga, no corra, con estrépito de escándalo o con
sigilo de traición, fuera del corral donde vivió su idiota vida de ave domés-
tica, o del invernadero cruel en que a fuerza de encierro y de sombra con-
sumió su color y su perfume.
Pero, jugando jugando, me he puesto serio—yo, que tengo la monomanía
de no ponerme nunca serio;—y hasta he llegado a sermonear—yo.que tengo
la más firme convicción de que son los sermones los que han echado a perder
el mundo. Digo, si es que está perdido, que no lo está, ¡qué ha de estar!,
mientras haya duquesas cuñadas de Czares que estén dispuestas a llevar
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adelante, siempre adelante, hasta el mismo corazón asustadizo de las mon-
jas, el noble empeño de librarnos a los hombres del bochorno de ser amos,
pobres amos, pobres amos grotescos condenados a vil espionaje junto a la
tapia del corral por donde puede saltar el ratero a llevarse y a robarnos la
ingenua y sumisa bestezuela de blancas e incitantes morbideces.
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L V I
LA ASOCIACION DE PONCE
Aunque mi amigo, mi casi hermano Germánico Belaval está, y con razón,
más desesperadamente enamorado cada día, y es sabido que cuando uno
se enamora se olvida hasta de la hora que es, todavía le sobran energías y
arrestos para dar cima a empresas tan altas, difíciles y nobles como la de
constituir una liga de hombres decididos y entusiastas para trabajar por el
progreso de Ponce.
Cuando yo ví a Germánico metido en ese lío, me persigné devotamente,
y hasta llegué a encomendarle a la Virgen del Perpetuo Socorro: tan seguro
me parecía su fracaso, habida cuenta de la enorme apatía secular de todos
nosotros, los infelices pecadores de Borinquen.
Pero está visto que con una buena y firme voluntad, un poco de valor y
una miajita de figura se va a todas partes. ¿Quién me había de decir a mí,
ni le había de decir a nadie, que a la voz de Germánico acudiese tanta
gente de la buena, de la sana, de la que no se queda en su casa, rascándose
idiotamente la repleta e innoble barriga, cuando el clarín de las causas
generosas le canta en el alma?
Sí; ya lo han dicho antes que yo "El Aguila" y "El Día", pero yo quiero
tener el gusto de decirlo otra vez: vino mucha gente, mucha y buena—sin
excluirme yo—a la primera reunión celebrada con el fin expuesto. Y se
habló, se discutió, se hicieron proyectos, se fabricaron, quizás, castillos en
el aire, se vivió, en una palabra. Hay gentes tan bobas que no saben lo
que vale, para lo que sirve, un castillo en el aire. Sirve, señor imbécil, para
sentir uno el aleteo de su propia imaginación, el vuelo del espíritu, el
clamor de los anhelos multicolores que "como pájaros" se agitan y tiem-
blan esperando su hora dentro de nosotros. . . . Sirve . . . para lo que sirve
todo lo que no sirve. Todo lo que no sirve con arreglo al criterio patizambo
y boquituerto de los que no conocen la inefable música de una puesta de
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sol, de una noche de luna, de un jardín, de unos ojos bien golosos de mujer.
... Acordaos de Bécquer, hombres que os rascáis plácidamente la innoble
barriga cuando los demás nos reunimos a pensar en el progreso de Ponce:
"Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran;
Mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira;
Mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas;
Mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía!"
Es bueno recitar estas cosas; es bueno meterle de cuando en cuando algo
de Bécquer por los oídos, por las borricas orejas empedernidas, a toda esa
gente coja y tuerta, y jorobada de alma, cuyo ideal de vida es el mismo
del cerdo. Sí; hay que darles a probar a Bécquer . . . aunque no sea nada
más que para darles el disgusto.
Y ya que hablé de la reunión, y de la reunión salté a la poesía, no quiero
que se quede sin decir que en aquella reunión de elementos tan distintos,
tan distantes, tan republicanos unos, tan unionistas otros, tan Domenech
éste, tan Astol aquél, yo noté un relumbre de poesía tan raro, tan vívido,
tan grato y tan bello, que no se ha borrado todavía de mi memoria. Era la
poesía de los odios extintos, de los prejuicios muertos, de las pasiones feroces
de otro tiempo vencidas y atadas. Era, sí, la poesía del cariño, del afecto,
de la simpatía fraternal entre hombres que se habían separado que se habían
odiado. ... Era la poesía, encerrada por los siglos de los siglos en el alma
visionaria y luminosa de la raza, que iba volando con alas de canción sobre
nosotros para decirnos a todos esa inmensa cosa tan dulce y tan santa que
le dice perpetuamente a los hijos el corazón desbordante de las madres.
En ella, en esa inmensa cosa dulce y bella, ¡yo juro que radica el secreto,
la fórmula de alquimia para llegar a quererlo todo, y a perderlo todo!. ..
La fórmula es sencilla; basta que nos amemos, basta que nos sepamos y
nos sintamos cada vez más hermanos, más hermanos, bien sea para cantar
la común victoria, o bien para llorar la común desgracia....
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L V I I
THE PORTORRICAN ASSOCIATION OF
AMERICAN GRADUATES
Como en San Juan se forma tanta corporación con nombre americano,
bueno será advertir que ahora no se trata de una combinación para moler
caña o sembrar piña, sino de una sociedad de los profesionales que hayan
hecho sus estudios en los Estados Unidos. El nombre, puesto así en ameri-
cano, huele a cosa de negocio, pero .. . palabra de honor que no hay nada
de negocio en todo ello.
Es, al contrario, patriotismo sano y joven, lo que hace nacer la idea.
¿Que en dónde está el patriotismo? Pues en el programa, manifiesto—o
como se llame—de la nueva asociación. Bien claro dice el tal manifiesto cuál
es el propósito de los jóvenes graduados que se agrupan: trabajar juntos
para conseguir el self-government bajo la gloriosa bandera de la soberanía
americana. ¿Puede haber nada más patriótico que eso del self-government
bajo una bandera gloriosa?
¿A quién no le entusiasma un self-government gozado en paz bajo una
bandera gloriosa? Gloriosa, sí, gloriosa; porque si no ha de ser gloriosa,
¿para qué quiere uno bandera? ¿para qué quiere uno self-government?
Yo concedo que la idea esa del self-government bajo la soberanía ameri-
cana no es muy nueva que digamos, ya que todos los partidos que se han
formado en Puerto Rico, y se han formado muchos, la han sobajado algo;
pero cuando las cosas son buenas, para nada importa que sean nuevas.
Pues no faltaba más sino que fuéramos a apagar ahora los ardores juveniles
de la nueva agrupación cometiendo la descortesía de recordarles que desde
el año de la nana los partidos políticos en Puerto Rico, no han cesado de
trabajar por ese mismo self-government (con gloria, banderita y soberanía)
que ella—la flamante agrupación—patrocina y que el resultado de tanto
trabajar ha sido el que hayamos navegado con rumbo al dichoso self-gov-
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ernment por el mar azul de las ilusiones juveniles, con la velocidad de una
bola de plomo. No, lo que es yo no cometo esa descortesía con gentes que
son mis compañeros de profesión, mis hermanos en el grado. La conciencia
me estaría chillando toda la vida como le debe estar chillando al "Heraldo".
¡Oh, ese "Heraldo"!... Yo estaba en San Juan, yo estaba entre ellos
mis simpáticos y patrióticos compañeros graduados y asociados; y oyén-
doles se me caía la baba de gusto—el gusto de ver el pleito de la patria
puesto al fin en manos competentes, en manos de abogado—y de la baba
pasé al palmoteo y al hurra, y tiré siete veces el sombrero, y todo trémulo
me disponía ya, convencido y conmovido, a caer en brazos de la Porto-
rrican, cuando un muchacho va voceando el "Heraldo" y una maldita
afición a leer me lleva a comprarlo y a leerle . . .¡y adiós mi dinero!
¡Oh, ese "Heraldo"! ¡Cómo tendrá entrañas ese demonio de Balbás para
destruir de un golpe las doradas ilusiones de unos cuantos jóvenes de grado,
que se unen con el patriótico fin de emprender incansable peregrinación
hacia un gobierno de gloriosa bandera!
"¿Qué sois?—ha preguntado el "Heraldo"—¿Sois un partido? Pues en-
tonces, ¿cómo se explica que un partido que se organiza para trabajar por la
realización de una idea no les ofrezca entrada franca á todos los amigos
de la idea que pidan sitio en la hueste? ¿Cómo se explica que sólo quepan
en vuestra tienda los graduados americanos? ¿Sois, acaso,—vuelve a pre-
guntar el "Heraldo"—una sociedad privada, una fraternidad? Pues si sois
eso y no lo otro, ¿a que exigís, como condición previa y precisa de ingreso,
una franca adhesión a una idea política como esa del self-government bajo
la soberanía americana?"
La verdad; yo no sé cómo a mí no me dió algo cuando me topé con el
terrible cuestionario del "Heraldo".
Yo no sé cómo le permiten a ciertos hombres salirle a uno así, de sopetón,
en mitad de la calle, con tales impertinentes, descorteses y apabullantes
preguntas. ¡De algo le ha de valer a uno, señores, la respetabilidad que
siempre proporciona el grado! ¡Mandarlo a uno con miles sacrificios a que
se queme las pestañas hasta hacerse de un título, para que luego salga un
lego en la ciencia sublime del derecho a pedirle a uno explicaciones y a
sacarle a uno los colores a la cara por un quítame allá esas pajas! "¿Quosque
tándem abutere Catilina?" ¿Es así cómo en Puerto Rico se trata a las
personas de grado?
Y lo peor es que este pueblo tiene en la masa de la sangre la afición a
la guasa, y que, cualquier día, siguiendo el ejemplo pernicioso del "Heraldo",
se le va a ocurrir a cualquiera, a un limpiabotas, pongo por caso, gritarnos
con sorna y hasta con betún, alguna pesadez por el estilo de la que sigue:
—"Mire usté, mister: ¿De cuándo acá pa defendei un idear político se
necesita er grado americano?"
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Que no se enteren, ¡por Dios! que no se enteren los limpiabotas de la
patriótica idea de la "Portorrican Association of American Graduates."
Sí, que no se enteren, que no se enteren los héroes del betún, porque, si
llegan a enterarse, yo voy a tener que tirar el grado y comprarme una estaca
para que no se atrevan a gritarme:
"¿De cuándo acá, pa defendeZ un idear político, se necesita er grado?
Avise, mister, que lo queremos pedil por correo."
Y después, todos a una voz:
"Suelta el mono, Teresa.. . ."
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L V I I I
MI CONSEJO
Pues señor, "El Aguila" y "La Democracia" se han ido a la greña y están
soltándose cada piropo que da grima.
"El Aguila" dice que si Muñoz esto, que si Muñoz aquello....
"La Democracia" afirma que si los republicanos por aquí, que si los
republicanos por allá. ...
Total: que ambos periódicos, con la bilis alborotada, se sacan los trapitos
al sol, y que entre los espectadores de la monumental refriega unos apuestan
al "Aguila" y otros van a "La Democracia", y después de tirarse los trastos
a la cabeza, "El Aguila" sigue siendo Aguila y "La Democracia", Demo-
cracia ... y aquí no ha pasado nada.
A mí nadie me ha dado vela en este entierro, pero precisamente yo vivo—
no hay que olvidar que soy abogado—de meterme en lo que no me importa,
y no es cosa de quedarme sin meter la cuchara en el asunto.
Llueve.... Y este inefable ritmo de la lluvia que predispone a la con-
templación del mundo y de la vida, me lleva a mí a pensar en que quizás
sería mejor para todos, incluso para los mismos contendientes, que dejaran
para otra ocasión sus golpes y mandobles. ¿No decimos todos los días, no
lo dicen también "El Aguila" y "La Democracia", que el pobre Puerto Rico
está enfermo, está postrado en cama con una fiebre muy alta, producida—
entre otras cosas—por la mucha opinión brauniana que ha tenido que tra-
garse en lo que va de año?
Pues si está la patria en ese doloroso trance, ¿no sería cruel que agraváse-
mos sus males poniéndonos a pelear desaforadamente junto a su lecho
de dolor?
Y luego, si pudiéramos decir siquiera que la tal pelea es por cosas de
suma importancia que la imponen como cuestión de honor, menos mal.
Pero lo triste es que ni siquiera tendremos el consuelo de poder decir, de
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MI CONSEJO
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poder asegurar que la cosa es seria, de esas que obligan a uno a veces a
marchar con altivez suprema al campo del honor.
No, desdichadamente la cosa no es de campo de honor, ni de altivez
suprema, ni de nada. Es, sencillamente, una bagatela, algo que trae a la
mente lo de la pajita en la oreja de los niños de escuela. Es el eterno más
eres tú que hemos venido cultivando años y más años con tan poco provecho
para tirios y troyanos.
Al principio, la pajita en la oreja del periódico republicano, que el perió-
dico federal o unionista se creía en el deber de ir a quitar para armar ca-
morra, constituía un espectáculo que ofrecía cierto interés por aquello de la
novedad. Pero se ha repetido tanto el tal espectáculo, hemos oído tantas
veces las mismas palabras de grueso calibre ir como bombas de un campo
a otro campo, lanzadas por los mismos contendientes, que ya tanta repeti-
ción ha acabado por cansarnos y aburrirnos, hasta llegarnos a parecer cursi.
Ya los sombreros no caen, como antes, a la arena, pregonando nuestro
entusiasmo frenético por el lidiador amigo; ya la emoción no nos acelera
el pulso, ni nos eriza el pelo: ahora bostezamos. . ..
Y yo digo: está bien que nos haga bostezar el Attorney General con su
lluvia de opiniones, que al fin para algo vino el buen señor con buen sueldo
a Puerto Rico, y a falta de otra cosa nos hace bostezar, que ya es algo;
pero, no está bien ¡qué ha de estar bien! que nuestros propios paladines
de la prensa, que estamos necesitando ahora más que nunca para romper
lanzas contra el común enemigo, nos condenen a repartir los bostezos.
Tantos bostezos para la última opinión del Attorney General; tantos bos-
tezos para las peleítas de "La Democracia" y "El Aguila".
Tanta cuestión por tratar, tanto entuerto que enderezar, tanta cuitada
doncella burlada por amparar y vengar, tanto y tanto gigante ensoberbecido
por desollar ... y la intrépida "Aguila" y la arrogante "Democracia", olvi-
dando entuertos y doncellas y gigantes, para irse a la greña y decirse
insolencias y sacarse trapitos que ahora más que nunca debieran guar-
darse. ...
Yo sé que me estoy metiendo en lo que no me importa, y que quizás
no me lo van a agradecer "El Aguila" y "LaDemocracia", pero ¡caramba!,
alguien tenía que terciar en la contienda y tratar de hacer las paces, para
que no se diga que en estos momentos en que por una feliz casuaüdad esta-
mos todos—capuletos y mónteseos—de acuerdo en reconocer el común
peligro y en deseos de acometer al mismo enemigo, nos dedicamos nosotros
los bonachones e infelices hijos de Borinquen a la infantil tarea de men-
tarnos la madre.
Tómenlo como lo quieran tomar los dos conspicuos y aguerridos adalides
de la prensa, pero créanme, crean esto que les digo con sincero afecto:
Desechemos para siempre la costumbre cursi de decirnos frases gordas por
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un quítame allá esas pajas—por el solo hecho de defender distintas o con-
trarias opiniones políticas—y vuelvan sus lanzas, sus heroicas lanzas, contra
la turba de jumentos que a trote largo se nos viene encima.
Es el humilde, fraternal consejo que me atrevo a daros, al filo de la media
noche; de una noche negra y desapacible, pero bella, desde la cual miro con
ojos serenos las cosas extrañas que forman la vida. . . .
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L I X
MI FE
Matienzo, en "La Correspondencia", la emprende contra Mr. Wilson,
Comisionado del Interior, y de refilón se deja caer contra mi pobre y
japonesa humanidad para decirme dos o tres cositas que me vienen á mí
de perilla para asunto de este palique.
Me llama Matienzo hombre sin fe y sin amor a los ideales; y declara que
nada me podía llamar que sonara tan gratamente en mi oído.
Sí, reconozco, con el aire avergonzado propio de las circunstancias, que
no poseo ni un adarme de fe en mí mismo, y que no me preocupa gran
cosa eso de los ideales. ¡Pero qué demonio de hombre es este Matienzo!
¿Cómo habrá logrado enterarse de una cosa que yo me tenía tan callada?
Pero vamos a lo de la fe en mí mismo. ¿Por qué he de tenerla? Y si no
la tengo, ¿por qué he de aparentar que la tengo?
La fe... ¡valiente pindonga es la señora esa! Casi estoy a punto de
darle un abrazo al sagacísimo don Rosendo por haber sacado a relucir—sin
yo pedírselo—ese nuevo encanto mío.
¡Un hombre que no tiene fe en sí mismo! Me van a creer un ser extraor-
dinario, un genio, un superhombre, amigo Matienzo, cuando se enteren
por ahí—gracias a usted y a los canales de Mr. Wilson—de que yo he dado
la abominable prueba de sensatez de quedarme desnudo de fe antes de
llegar a viejo. No va a quedar por ahí un solo viejo que no sienta deseos de
venirme a saludar y aplaudir por haber hecho, todavía joven, lo que a ellos
les obligó a hacer, a fuerza de quebrantos y reveses, la sabia experiencia.
Ellos esperaron a perder la juventud primero, para irse resignando después,
poco a poco, a despojarse hasta del recuerdo de toda la fe que almacenaron
en la edad del pavo.
Yo también, yo también tuve fe. Yo también, yo también vine al mundo,
como muchos, como todos, cargadito de fe en la fuerza de mi hercúleo
brazo y en la pujanza de mi alma de gallo. Yo también armado de todas
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144
PALIQUES
armas, intenté, en una hermosa mañana dorada por el rubicundo Febo,
hacer una gallarda salida al campo de Montiel de los bellos ideales, pero
¡ay! pronto los implacables molinos de viento vinieron a ponerse en mi
camino para enseñarme con un cruel revolcón que no se puede dar un paso
firme por el tortuoso camino de la vida sin despojarse antes de esa espesa
venda que llaman la fe.
¿Cómo voy a tener ganas de fe si a cada paso veo pirámides de fe venirse
abajo con terrible estruendo por cosa tan vulgar como la trompada de
algún elefante o la coz de un jumento? ¿Cómo conservar la fe después de
haber visto tantos y tantos invencibles caballeros que han salido corriendo
y dando gritos al primer anuncio del primer encuentro?
Y además, ¿qué Américas he descubierto yo, qué Marengos y Austerlitz
he ganado, qué moros me he tragado para creerme un conquistador y salir
por el mundo lleno de fe en mí mismo y escupiendo por el colmillo?
No; lo que es a mí nadie me vuelve a meter en el cuerpo la fe que he
perdido para bien mío y honra de mi familia.
Y si lo he de decir todito de una vez, conste que la fe—ya en los demás,
ya en sí mismo—me parece lo más aborrecible y pernicioso de este mundo.
La fe nos ciega, nos hace impulsivos, nos vuelve intolerantes y feroces,
nos trueca en energúmenos. El mismo Matienzo—ese chispeante Matienzo
que si no tuviera fe en tantísimo embeleco como tiene en la cabeza sería
delicioso—nos ofrece la mejor demostración de todo esto. No hay para
él nada bueno, nada sano, nada merecedor de respeto o de cariño si no
está dentro del molde peculiar de sus ideas, de sus creencias, de sus pre-
juicios.
Lloréns y yo—que le queremos y le admiramos de veras—nos lo hemos
dichos varias veces: ¡qué grande y qué simpático resultaría este delicioso
viejo-joven, si viniera un ciclón y cargara de una vez con el maldito fardo
de tanta chifladura como lleva en el cuerpo!
No; yo repito que no quiero cuentas con nada que huela a fe. Todas las
abominaciones de la historia son hijas, precisamente, de la pindonga esa.
... En cambio, a los escépticos, a los descreídos, a los rebeldes al yugo de
todo dogma, a los faltos de fe en los demás y en ellos mismos, a los que han
discutido las ideas ajenas y las ideas propias, es a quienes únicamente
debemos todo el progreso, todo el saber, toda la belleza, toda la luz de que
estamos disfrutando en este siglo.
Quédese, pues, la fe para los otros, para los fuertes temperamentos que
aman la lucha porque aman el odio y la violencia.
Yo para mí, sólo pido que me dejen seguir mundo arriba, mundo arriba
cantando mi coplita-—una copla sencilla, una humilde coplita jayuyana,
muy irónica, pero también muy tolerante—que yo le canto a la inmensa
vanidad y a la infinita vacuidad de todo.
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L X
ROMANTICA
Estoy solo y me siento romántico.
Parece mentira que un hombre pueda sentirse romántico bajo la Ley
Foraker, bajo St. Elmo, bajo las tasaciones del Tesorero y las opiniones
del Attorney General, bajo la Asociación de Puerto Rico, bajo la Feria
Insular, bajo la Ley de Riego, bajo las cosas de Mr. Dexter, bajo la estaca
del Consejo Ejecutivo, bajo la Portorrican Association of American Gra-
duates, bajo las mil quinientas plagas abominables de este sangrigordo
gobierno de Jájome Alto....
Parece mentira, y es hasta una vergüenza, pero hace luna, y entra un aire
suave y galán hasta mi celda de soltero, y no hay más remedio para este
infeliz pecador que sentirse romántico esta noche hasta la mismísima
médula.
¡Qué quieren ustedes! Soy así; nací así. Y lo peor de todo es que yo no
me arrepiento, ¡qué he de arrepentir!
Saborear la luna, comerse a bocados, lentos y deliciosos bocados ideales,
la poesía de la noche, olvidarse uno de Jájomes Altos y Jájomes Bajos para
poblar su celda de soltero de serpentinas y tentadoras imágenes que sonríen
y que besan; beber uno, en fin, hasta embriagarse en la copa de inmensa
belleza que nos brinda en esta hora este mundo de inmenso misterio, es
algo que podrá ser una tontería, pero que yo nunca quisiera perder, porque
si lo pierdo le cobraría tal odio a la vida, que me volvería asceta y me iría
a dejarme podrir en un desierto, o me volvía caníbal y me comía a mi
suegra.
¡Oh, la inmensa y la dulce, la bella y la santa poesía de la noche!
Dejadme, empedernidos lectores, que os diga—aunque ello nada os im-
porte—que la noche es tan buena conmigo, que gracias a ella, sólo gracias
a ella, es que logro consolarme de esa cadena de atroces desdichas que se
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PALIQUES
llaman: ser ciudadano de Puerto Rico condenado a que un Dexter me
enseñe, y un St. Elmo me siga los pasos, y un Cannon me desprecie, y un
Taft me parta; vivir bajo la horrenda amenaza de que un Tesorero me suba
la contribución y me mate de hambre, o de que un Attorney General me
fulmine una opinión y me mate de tedio, o de asombro o de risa; y por si
eso no fuera bastante, ser, además, ¡horror! abogado-notario, con derecho
¡Dios mío! a soñar con self governmmt y banderas gloriosas por razón de
mi augusto carácter de graduado americano. . . .
No; no sigo enumerando desdichas, porque, o yo estoy loco de remate—
que no tendría nada de extraño ni de desagradable—o yo he sentido a las
piedras de la calle quejarse y llorar, compadecidas de tantos dolores. Des-
pués de todo, yo creo que si las piedras de la calle no han llorado, no tar-
darán en ablandarse, y derramar copioso llanto. ¡Cómo no han de llorar
las pobres piedras puertorriqueñas, cuando se den cuenta de que otras
piedras de otros pueblos—de otros pueblos menos ultrajados y oprimidos—
han servido para llevar a las fortalezas y palacios el tonante y terrible
mensaje de las vibrantes muchedumbres irritadas!. . . ¡Cómo no habrán de
llorar las pobres piedras al sentirse impotentes para trasmitir—con la elo-
cuencia de las piedras de otros pueblos—la protesta iracunda de la tierra
sin ventura en que descansan!
Pero. . . después de todo y pensándolo bien, ¿qué me tiene que im-
portar a mí que las piedras lloren o no lloren, y que a Puerto Rico o al
mundo, todo, se lo esté llevando el demonio?
Venga mi innato romanticismo a tender su velo de poesía sobre las
cosas. Venga mi innato romanticismo a decirme muy quedo al oído que
nada importa que la tierra padezca mientras pueda tremolar sobre sus
desventuras mi gloriosa bandera de graduado americano. ... Y venga la
noche, mi musa la Noche, a decorar mi celda de soltero con la plata encan-
tada de su luz de luna.
Venga también el aire balsámico y galán que se cuela suavemente por la
abierta celosía, a fingirme furtivas caricias de labios amados que tímida-
mente me rozan la frente: ¡besos que me mandan las flores que duermen
muy lejos, muy lejos, arropadas por la paz infinita de los campos!
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L X I
TRISTEZAS SONRIENTES
En el tiempo que llevo sin escribir-—consagrado enteramente a ajetreos
profesionales—¡cuántas cosas, unas alegres, otras ridículas, otras sombrías
y hasta trágicas, han pasado, convidándome a escribir, por delante de mi
pluma!
Hay entre las últimas, las trágicas, una que me será muy difícil olvidar.
Me ha dejado en el alma la impresión cruel de una sonrisa ... ¡y qué cosa
más difícil de olvidar la impresión de la sonrisa desolada con que un hombre
se despide en silencio de la vida!
Yo nunca había visto ni soñado nada tan apacible, tan suave, y al mismo
tiempo tan desesperado y trágico, como aquella sonrisa. Toda la amargura
de una vida larga y agitada, parecía haberse refugiado en ella. Y decía
tanto la extraña sonrisa de desaliento y cansancio de vivir; temblaba en
ella tal expresión de dolor humano grande y mudo, que yo evoqué la
imagen de un náufrago que viniese a flor de agua por la vez última, y, antes
de hundirse para siempre, envolviese en una postrera, convulsa caricia de
sus ojos tristes la visión querida de la tierra lejana y perdida.
¡Oh majestad de las almas vencidas que se abaten y sucumben silen-
ciosas, sin protestas ni quejidos, bajo la pesadumbre de un inmenso sufri-
miento inconfesado!
i Oh insuperable majestad de las almas vencidas que, al caer sin alientos
en la arena, todavía tienen fuerzas para llevar a los labios un fugitivo dulzor
de sonrisa!
Chopín, Gluck, Beethoven. ... Es la música, es vuestra música la única
lengua humana que puede hablarnos de ciertas tristezas. Es vuestra música
la que parece extraer de toda una espantable mole de dolor ese vago perfume
exquisito que es su alma. Es la magia de vuestra música la que realiza el
milagro de reducir todo un negro y espantoso mar de sufrimiento a una
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gota, a una lágrima: lágrima misteriosa que después vaga por el mundo
narrando su pena, encerrada en la celda cristalina de un arpegio. . ..
Es ella, es vuestra excelsa y dulce música, la que, ante el enigma de
una sonrisa doliente que vimos un momento y que de pronto no nos dijo
nada, poco a poco, en un rincón de nuestro espíritu inexplorado y hondo,
hace brotar súbitamente un divino recuerdo de armonía, a cuya luz—vaga
y triste como un claror de luna—lo que fué un sencillo fruncimiento de los
labios, se va transfigurando, hasta llegar a convertirse en algo enorme que
casi nos agobia y nos espanta.
Chopín, Gluck, Beethoven.. . .¿Qué es vuestra música sino una sonrisa,
la sonrisa triste que también tuvisteis, en los labios o en el alma, frente a
las inclemencias de la vida? ¿Qué es vuestra música sino una sonrisa muy
dulce y muy amarga en que llora su adiós vuestro ideal expirante?
¡Oh, la música grande, luminosa y melancólica como un fulgor de luna,
en que vosotros, los magos del sonido, nos brindáis ese aroma exquisito
que es el centro palpitante de todo dolor, que es el alma de toda tristeza!
¡Oh vosotros, los que habéis cincelado vuestro propio dolor hasta tro-
carlo en imagen fascinante de la vida; los que habéis encerrado como larvas
de ensueños en cristal de sonidos; los que brindáis el alma toda luz en la
sutil y divina caricia de un arpegio!. . . Dejadme que os admire y que os
adore. ... Y dejadme que os diga que os admiro y os adoro por encima de
todo otro efecto, porque, gracias a vuestra música, he conocido el sublime
secreto de llorar sin lágrimas, de pensar sin ideas, de rezar sin oraciones, de
amar y de cantar sin palabras.. . . Porque, gracias a ella, he podido envol-
verme reverente, como en onda de incienso, en el aroma vago de una
tristeza grande y muda que culminó en sonrisa. .. .
¡Sonrisa inolvidable en que lloraba su adiós a la vida un noble espíritu
fatigado y triste que se sentía morir!...
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L X I I
LA REINA JOVEN
Bello, sugestivo nombre para un drama romántico. Y bello, sugestivo
tipo el de una reina joven para protagonista de un drama en que la fan-
tasía de un autor quisiese recrearse imaginando escenas y bordando episo-
dios en torno de la sutil, intensa, fascinadora psicología de una joven so-
berana en cuya alma sollozase la nostalgia de azul, de libertad y de amor
de una alondra enjaulada.
¡Qué jardines, impregnados de quiméricos y lánguidos ensueños de luna,
se vislumbran, dilatándose hasta más allá de la vida, cuando se mira el
mundo a través de los ojos fulgurantes y ávidos de una reina joven dotada
de una fuerte y delicada alma!
No; ¡si este Guimerá no tiene perdón de Dios! Haber llegado hasta el
alcázar suntuoso de la "Reina Joven", haberla hecho avanzar como un
sueño hacia nosotros, vestida de azul e iluminada la faz de alabastro por
dos diamantes negros y magníficos—los ojos de la Fábregas—para después
disipar el encanto, matar toda ilusión en nuestra alma con mil cosas vul-
gares y absurdas .. . francamente, ¡es para descuartizar a un autor!
Aquel drama, aquella hermosa comedia romántica que esperábamos, a
poco de empezar se nos convirtió ¡oh dolor! en una ridícula e insulsa moji-
ganga política de monárquicos contra republicanos.
¡Qué trama, Dios de Israel, qué trama la del famoso drama romántico
de Guimerá!
¿Habeis leído las descabelladas y cursis patrañas que aparecen en las
novelas de la popularísima y tontísima Carolina Invernizo?
Pues algo parecido es el drama.
Un caballo que se desboca, una mujer—la reina—que está a punto de
perecer en la carrera del caballo desbocado, un gallardo mancebo que
heroicamente se lanza a salvarla y que después resulta ser nada menos que
el caudillo o jefe de los republicanos; gesto de éste tan heroico y altivo
como cursi ante la reina emocionada y agradecida; pésimo gusto de ésta
al sentirse impresionada por el porte caballerescamente cursi del jefe de los
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republicanos que sólo abría la boca para soltar pomposas pero huecas y
pedestres frases de un sectarismo grosero que merecían la cárcel; la consi-
guiente intriguilla amorosa después, salpicada de suspirillos de la reina y
de necias e insufribles frases de relumbrón del jefe de los republicanos; una
revolucioncita luego en la que se despilfarra la pólvora y se economiza hasta
la sordidez el sentido común; y al final, en el momento culminante en que
la monarquía es vencida y las masas armadas invaden el salón, y parece que
el mundo va a desquiciarse ... un "amor mío" inoportuno y baboso de la
reina joven para el jefe republicano, en las barbas mismas de los nobles
que se agrupan en su torno para defender en ella el prestigio de la monarquía
vencida. Total: una serie tediosa de episodios ridículos por lo absurdos, en
que no sale a brillar en ningún momento ni un solo grande y delicado, o
nuevo y escondido matiz de algún afecto humano, ni una sola fuerte, bella
y deslumbradora idea.
Los actores trabajaron bien, como es costumbre en ellos; pero mientras
mejor trabajaban, mientras más empeño tenían en caracterizar las figuras
inverosímiles creadas por el autor, más de relieve ponían lo falso de las
situaciones y lo insulso y pedestre de la acción.
A mí me dolía ya la cabeza de tanto oírle a Rolando—el héroe—las
enormes y ramplonas necedades que soltaba, una veces dándose aires de
matón, y otras veces adoptando la eficiente, pero cargante actitud de
hipócrita mansedumbre de los pastores protestantes.
Es muy probable que haya muchos Rolandos por el mundo, relleno de
frases hechas propias para campañas políticas, y de una austeridad de se-
gunda mano, que no es otra cosa que el orgullo soez propio de un majadero
que se cree un apóstol y se enamora de sí mismo. Es muy probable, repito,
aunque muy triste, que baya muchos Rolandos que no sepan amar a una
reina sin creer al mismo tiempo que traicionan la república; que no sepan
que vale más un sentimiento, por ruin que parezca, que una frase de pulpito
o de barril por sonora que resulte; es muy probable que estos Rolandos
grotescos y pedantes que, no queriendo cuentas con la reina, porque su necio
sectarismo se lo veda, en el momento de salvarla, en lugar de escurrirse
entre las gentes para no ser vistos, se queden allí, muy altivamente, para
que la tal reina les vea y les dé las gracias a la vista de toda su corte; es
probable, digo, que estos Rolandos lleguen hasta acaudillar partidos y hacer
revoluciones . . . ¡ pero yo me niego a creer que tenga nadie el derecho de
presentarnos—como héroe de un drama—a un Rolando de éstos, todo
vulgaridad, cuya alma de tocino, si bien logró el amor de una reina bobona,
no tiene ningún aspecto interesante que ofrecer para enamorar al público!
¡Qué tristeza la del destino de aquellas joyas—los brillantes negros de los
ojos trágicos de Virginia Fábregas-—viniendo a parar a las torpes manos
de un Rolando que, más que las joyas, merecía que lo llevaran corriendo a
la cárcel!
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L X I I I
EL ATENTADO CONTRA EL REY
ALFONSO XIII
Han tratado otra vez de asesinar al rey de España Alfonso XIII. El
pueblo, indignado, hizo lo posible por linchar al asesino, hombre de fisono-
mía simpática y hasta inteligente, que por ninguno de sus rasgos físicos
demostraba ser un criminal.
Esto de que el tal hombre tuviese fisonomía simpática y hasta inteligente
es cosa extraordinariamente chocante para la mayoría de las gentes. No
acaban de comprender cómo una persona que ha disparado su revólver
contra un rey sportman que sale a la calle a caracolear gallardamente en
su brioso caballo, pueda no tener cara de monstruo. Es una gran desilusión
para los hombres honrados el que la naturaleza no haya marcado a estos
hombres que se atreven a robar, a incendiar y a matar, poniéndoles ojos
de chacal, frente de chimpancé y hocico de hipopótamo. Pero la naturaleza
tiene, muy a menudo, bromas de esa índole. Para ella no hay buenos ni
malos. A todos los trata por igual. A todos los hace nacer, crecer, multipli-
carse ... y a todos, buenos y malos, bandidos y santos, nos propina, llegada
la hora, el puntapié supremo de la muerte. Esto, después de todo, es un
gran consuelo para aquellos que, como yo, por menosprecio y hasta asco de
los llamados buenos, se han ido a militar en las filas de los malos. Pero,
volviendo al caso de la tentativa de asesinato de Madrid, lo primero que
se me ocurre es felicitar al joven y campechano monarca por lo bien librado
que ha salido del asalto.
Yo soy demócrata; pero entre tener por amo y señor teórico de mi vida
a un joven y amable caballero, de porte elegante y afable sonrisa, a quien
la herencia o la casualidad hizo rey, y tener por amo y señor efectivo de
mis actos a un empingorotado burgués de vientre abultado y honorable a
quien la herencia, o la trapacería, o la casualidad, hizo rico para que yo no
tuviera más remedio que servirle a cambio de un jornal o morirme de
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hambre, prefiero sin vacilar al primero, llámese rey, sultán, emperador o
papa. Felicito pues, de todo corazón al simpático aunque mediocre Alfon-
sito, y le deseo una feliz y dilatada existencia.
Pero, después de alegrarme con Alfonso, corro hacia el agresor, lo con-
templo un momento, y en seguida me descubro en señal de respeto y le
pido la generosa mano para apretársela en señal de entusiasmo por su
hazaña. La hazaña concebida será una insensatez, no conducirá a nada, no
salvará la causa; pero hay que reconocer ¡vive Dios! que su autor pertenece
al gremio, cada vez más reducido, de los que sin miedo y sin tacha arriesgan
su existencia en defensa de un ideal y a esta clase de héroes siempre se le
brindaron palmas.
Hay una multitud de hombres, muy estimables hombres muchos de ellos,
que labran su fortuna con un negocio o profesión respetable, en que no
brilla nunca un puñal ni detona un revólver; pero... ya se sabe que de
esta clase de hombres estimable se apartan con desdén los poetas, las mu-
jeres y los niños, seres de fino instinto. Y yo, que tengo sangre de niño,
de poeta y de mujer, paso de largo ante estos hombres estimables, y me voy
a aplaudir y a cantar a los otros, a los de alma luminosa y ardiente y manos
generosas en que brilla un puñal y detona un revólver. A éstos es a quienes
la humanidad les debe—y de ellos es que espera-—toda luz, toda emancipa-
ción, todo progreso. De los otros, de los señores honorables que al amparo
de la ley negocian y prosperan, sólo prejuicios y durezas y cadenas y tedios
y digestiones solemnes es lo que ha recogido siempre la humanidad.
El rey, representante del estado, representa por tanto a los últimos, esto
es, a los que diariamente y sordamente torturan, y extenúan, y matan a
millares y millares de hombres, modernos siervos de la gleba, forzándoles,
a cambio de una sórdida paga, a ir dejando el sudor y la salud y la vida en
la mina, en la fábrica, en el andamio, en el surco.
Ante la visión de estos innumerables asesinatos lentos y sordos que diaria-
mente, al amparo de la ley, se van cometiendo en todas partes en beneficio
de la digestión solemne de unos cuantos millonarios que ni siquiera se dan
cuenta de que ellos son los amos del Estado y por consiguiente los reyes del
rey, ¿qué significa el disparo, o los disparos, de Madrid, hechos en un
momento de exaltación altruísta y vengadora?
¡ Vengan conmigo los niños, las mujeres, los poetas; y a ese mártir a quien
todos persiguen con gritos de odio, porque disparó su arma contra el inicuo
y sangriento sistema social de hoy, llamémosle nuestro, y brindémosle .. .
esas divinas cosas que no tienen precio y que se llaman aplausos, y rimas,
y ensueños, y amor!
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L X I V
REFLEXIONES DE ANO NUEVO
Como escribo en Enero 3 de 1913, considero, al igual de la mayor parte
de mis contemporáneos, que me hallo en el ineludible deber, de desear, por
variar, el mayor número posible de calamidades en el año nuevo a todos
mis lectores.
Confieso que me cargan de una manera atroz las zalemas insulsas e
hipócritas que nos prodigamos en estos días. Cualquiera que llegase de
otro planeta y nos viese la cara de bizcocho borracho con que nos deseamos
sin cesar felices pascuas, nos tendría por la gente más bonachona y jovial
del universo, alegres de vivir en una Arcadia y de querernos y tratarnos
como hermanos en el mejor de los mundos posibles.. . .
Y bien sabemos todos que el que de tal modo pensase, dejándose seducir
por las vanas apariencias, cometería un enorme y ridículo error. No somos
bonachones ni joviales, ni nos tratamos y queremos como hermanos, ni es
la tierra una Arcadia. Es, precisamente, al revés: somos malignos e ira-
cundos, y nos odiamos y tratamos como perros, y este mundo que habita-
mos, aunque bien podría ser una Arcadia, lo hemos vuelto, por nuestros
fanatismos y torpezas, lo mismo que un infierno.
¡Oh, si esta alegría efusiva, si esta cordialidad, si esta dulcedumbre de
jalea de guayaba que el pueril embeleco de un año que muere y otro que
nace nos hace derrochar profusamente fuese la regla, la norma para todo
el año, o siquiera para la mitad del año! ¡Qué amable gesto sonriente
tendría el mundo entonces!
Y bien a poca costa que podríamos llegar, si quisiéramos, o mejor, si
supiéramos, a tan dichoso estado. No tendríamos que sacrificar nada.
Bastaría que empezáramos a encontrar un poco ridícula la excesiva rigidez
de cuerpo y de espíritu que pone en nosotros la idea que tenemos de que
realizamos una labor muy importante y muy seria cuando vamos por la
mañana camino de la oficina, o la tienda, o el taller, o cualquiera otro sitio
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de trabajo. Bastaría que nos empeñásemos de veras en rescatar una hora o
dos horas de cada día—que no faltan en la vida de ningún hombre, por
atareado y por pobre que esté—para no trabajar ni pensar en lo que traba-
jamos, para desechar toda preocupación, y entregarnos plenamente, sin enco-
gimientos ni rigideces, a un recreo, a un pasatiempo cualquiera por fútil
que parezca, sea éste, el otro, o el de más allá. El que no puede irse a pasear
en automóvil, puede subirse a un trole, y el que no puede o no quiere pasear
ni en automóvil ni en trole, ahí tiene los pies para echarse a andar y entre-
tenerse con el espectáculo, siempre interesante, de la vida de los demás, o
salirse al campo a saturarse de efluvios de naturaleza, a ensimismarse con
el rumor del correr sosegado de algún río, o el vaivén de las ramas de los
árboles, o el cantar de algún ave, o el chirriar de algún carro, o cuales-
quiera de los mil rumores de que está compuesta esa música inefable de las
tardes. Y si nada de esto satisface, buscar otra cosa, cada cual según su
inclinación y hacer esa cosa con la misma idea de su importancia que si
fuera un negocio o una empresa cualquiera de esas que hemos dado en
llamar serias.
La cuestión es salir fuera de nuestro carapacho de tortugas, y ser indul-
gentes y buenos para con nosotros mismos, no negándonos ni regateán-
donos, una o dos horas cada día, el placer de dejar corretear y dar brincos
a sus anchas al muchacho campechano—y hasta algo truhán—que todos
llevamos dentro de nosotros.
Ser indulgentes y buenos con nosotros mismos, dije, y no lo dije a humo
de pajas. La mayoría de los hombres, casi todos por la maldita monomanía
de creerse venidos al mundo con la misión tal o el deber cual, o también, a
veces, por haberse dejado absorber más de la cuenta por la rutina de éste
o del otro negocio o trabajo, viven en privación constante y estéril de todo
cuanto puede serles grato. ¿Y qué es eso sino absurda y horrible crueldad
con uno mismo?
Y mal puede ser bueno y manso para los demás el que es malo para con-
sigo mismo. Sólo puede dar una cosa el que la tiene. Sólo puede brindar
bondad e indulgencia a los demás el que empieza por ser bondadoso e
indulgente con sí mismo.
Desechemos, pues, como un vil y tonto engaño, este aire de bizcocho
borracho que ponemos para decirnos las consabidas insulseces de fin de
año, y tengamos el valor de trocar las zalemas en gruñidos como cuadra
mejor a nuestra salvaje condición de malignos y feroces perros; o adoptemos
para siempre la consigna de ser realmente buenos y efusivos y cordiales los
unos con los otros todo el año, dándonos, por fin, cuenta de que lo más
sensato es tratarnos como lo que somos; unos pobres viajeros que hacen
juntos el serpeante y misterioso camino de la vida.
¡Camino de la vida que es bien breve y del cual ni siquiera sabemos ni
el principio ni el fin!. . .
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RESPONDIENDO
VIOLENCIA Y CRUELDAD
Mi ilustrado amigo don Arístides Chavier tiene la culpa de que yo salga
hoy de mi mutismo de tantos días para endilgarle al sufrido lector este
nuevo palique. Hacía tiempo que no se me ocurría nada. El espectáculo del
mundo, este interesantísimo espectáculo de los hombres y las cosas, no me
sugería nada.
Gracias a Dios que ha venido Chavier a tirarme un poquito de la lengua
con la pregunta que me hace en su ameno trabajo "Notas Musicales",
publicado en EL DIA del martes.
"¿Qué le parecen a usted, amigo Canales, esas parrafadas?"
Y el amigo Canales, antes de contestar, cree conveniente informar al
lector de que esas parrafadas a que alude Chavier son las frases de una señora
llamada Valentine de Saint Point, sufragista y futurista rabiosa, publi-
cadas en un periódico francés.
Dichas frases, que transcribió el señor Chavier, son las siguientes:
"La Humanidad es mediocre. La mayoría de las mujeres no es superior
ni inferior a la mayoría de los hombres. Ambos sexos son iguales. Ambos
merecen el mismo desprecio.
"Lo que más necesitan las mujeres, lo mismo que los hombres, es la
virilidad. Es la bestia lo que es necesario proponer como modelo.
"¡Mujeres por tanto tiempo sometidas a la moral y a los prejuicios,
retornad a vuestro sublime instinto, a la violencia, a la crueldad!
"Que la mujer reconozca nuevamente su crueldad y su violencia, que
hacen que ella se muestre encarnizada con los vencidos, porque son ven-
cidos, hasta mutilarlos. ¡Mujeres, volveos sublimemente injustas, como
todas las fuerzas de la Naturaleza!"
Y ahora, conocida la parrafada a que se refirió el amigo Chavier, marcho
resuelto, con el heroísmo espartano que me caracteriza, a acometer la des-
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comunal empresa de contestar la pregunta del ilustrado y simpático cola-
borador de EL DIA.
¿Quiere que le sea franco amigo Chavier? ¿Quiere que sin tapujos le
diga mi modesto y sincero parecer con respecto a las palabras de Madame
Valentine de Saint Point?
Pues digo que me parecen de perlas, y que las aplaudo con toda mi alma,
y que es lástima que no haya una legión de mujeres ya en el mundo capaces
de decir y sentir las mismas palabras, en las que arde un tan bello y ele-
gante sentimiento de protesta.
"La humanidad es mediocre", dice la intrépida sufragista. Y es verdad,
amigo Chavier, y esto lo han dicho más de diez y más de cien filósofos, y
no constituye, pues, ninguna novedad. ¿Se atreverá usted a negar que entre
un millón de hombres es muy difícil encontrar uno que no merezca el
calificativo ese de mediocre?
Y como yo disputo también por verdad inconcusa lo de que "la mayoría
de los hombres no es superior ni inferior a la mayoría de las mujeres",
dicho se está que, siendo éstos mediocres, no me puede asombrar que
Madame Saint Point desprecie por igual a los dos sexos.
Si no hubieran tantos hombres brutos y tanta mujer bestia no existiría
la terrible desigualdad jurídica y social entre hombres y mujeres que hace
de los primeros tiranos empedernidos y de las últimas sumisas esclavas.
Quedamos, pues, en que hasta ahora no ha dicho nada del otro mundo
nuestra Valentine. Sigamos.
"¡Mujeres por tanto tiempo sometidas a la moral y a los prejuicios,
retornad a vuestro sublime instinto, a la violencia, a la crueldad!"
Deteniéndonos serenamente ante este párrafo, nos es forzoso declarar
que tampoco nos parece mal. Todo depende del punto de vista que se tome.
Para el señor Chavier la moral es algo muy grande, muy alto, que debe
reverenciarse a todas horas. Para mí, en cambio, la moral es simplemente
un embeleco más entre los muchos que hemos inventado los hombres para
entristecer y envilecer más y más la vida. Siempre lo he creido así, y mien-
tras más viejo me pongo más enemigo me voy sintiendo de todo ese fárrago
de prejuicios morales que nos envenena y nos aflige.
La vieja máxima aprendida en la escuela de que "la ociosidad es madre
de todos los vicios", es falsa de toda falsedad. No es la ociosidad ¡que ha
de ser! la madre de todos los vicios; la verdadera madre de todos los
vicios, de todos los vicios que debilitan y degradan y anulan al hombre,
es la moral, esa caduca y ñoña moral en cuyo nombre nos motejamos,
aborrecemos y encadenamos sin misericordia los unos a los otros.
Y por más que a usted le pese, amigo Chavier, hay que reconocer que
toda la filosofía y la literatura de hoy no es otra cosa que una reacción
contra esa condenada moral que tanto tiempo nos ha reventado.
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RESPONDIENDO
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En cuanto al retomo al instinto, a la crueldad y a la violencia que pre-
coniza Madame Saint Point, permítaseme conservarlo como materia de otro
palique, ya que éste no lo quiero ni lo puedo alargar más de la cuenta.
Dijo algo también Madame Saint Point—la que nos presentó Chavier—
respecto a la violencia y crueldad con las mujeres.
Me parece—y digo me parece porque no tengo a la mano la transcrip-
ción—que Madame Saint Point en su intrépida arenga instaba a las mujeres
a un retorno al instinto y a ser violentas y crueles cuando fuere preciso.
Yo creo que todo eso está muy bien. Volver al instinto es volver a la
naturaleza, fuente perenne de toda fuerza y de toda belleza. Volver al
instinto es emanciparse de esta red de artificios y convencionalismos que
nos envuelve a hombres y mujeres, pero mucho más a las mujeres que a
los hombres. Somos muñecos, muñecos rellenos de ignorancia y pedantería
que la civilización hace mover acompasadamente en torno de unos cuantos
viejísimos prejuicios religiosos y sociales y morales y jurídicos, derivados
de nociones falsas y bárbaras de la vida, y que poco a poco nos han ido
despojando de toda personalidad.
¿Qué de pecaminoso tiene, pues, que la buena madama de Chavier nos
predique un retorno al instinto, que no es más que un regreso a nuestra
olvidada y calumniada humanidad?
Volvamos al instinto y seamos violentos y crueles, dijo la madama. Y
yo creo otra vez que dijo bien, no porque a mí me guste lo violento y lo
cruel, sino porque pienso que sin violencia y crueldad nunca podría inten-
tar el esclavo romper sus cadenas.
Yo no tendría valor para matar un pollito de a real, y todo lo violento
me horripila, pero no me atreveré nunca negar a las mujeres el derecho a
la crueldad, hija de la violencia, para ponerse en camino de ser libres.
Todos los oprimidos, todos los que soportan un yugo político o social,
han necesitado indignarse primero para atreverse después a luchar. Sin
esas grandes y tremendas cóleras que han pasado rugientes por el alma
del esclavo cuando la voz de un caudillo o de un apóstol le ha hecho ver
su mísera condición, la historia no registraría ni un solo caso de fecunda
rebeldía. ¿Y hay nada más violento y más cruel en sus efectos que la cólera?
Sed violentos y crueles, esto es, indignaos, esto es, estad dispuestos a
sacrificar todo otro sentimiento de mezquina aceptación de vuestra suerte
de hoy al grande y potente sentimiento de rebelión que os anima, o que
debe de animaros, contra el monopolio brutal de la libertad ejercido por
el hombre de todos los tiempos. Eso ha dicho Madame Saint Point, o eso
ha querido decir, que es lo mismo.
Son, pues, las suyas palabras de propaganda dichas para inflamar cora-
zones femeninos y disponerlos así a la conquista del ideal. Y si esas can-
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dentes palabras en boca de una mujer nos asombran y nos asustan, ¡qué
de sustos y qué de asombros nos aguardan cuando nos demos cuenta de
las montañas de violencia y de crueldad que la ignorancia de los hombres
ha ido acumulando sobre el alma femenina!
Soy un contemplativo, casi un místico, y no me es posible simpatizar
con la violencia y la crueldad futuristas eregidas en norma absoluta de vida.
A medida que me voy cargando de años me voy encariñando más y más
con el pensar sereno y el sentir suave de los que más que actores aspiramos
a ser espectadores de la vida. Pero esto no es motivo para que yo me declare
ahora un doctrinario y pazguato pacifista, enemigo de toda actitud u orien-
tación violenta y guerrera. Amo la vida descansada del que huye del mundanal
ruido para que no haya nada ni nadie que lo encocore, pero no por eso les
voy a regatear mi aplauso a los que bravamente, esto es, con violencia y
crueldad, son suficientemente jóvenes para esgrimir una lanza en defensa
o en contra de algo.
Soy un contemplativo más manso que una oveja, casi un místico (aun-
que no adoro a Dios); pero ¿cómo voy a negar que con soñadores y místicos
nada más no iríamos a ninguna parte y el mundo se quedaría parado y se
echaría a perder?
Cuanto a lo dicho por la madama de Chavier sobre la justicia ¡ahí sí
que estoy con ella! No hay nada que me guste más que ver que se meten
con la justicia y la motejan y apalean de mil maneras.
¡Qué espantable y apestosa es la justicia, esta feísima y contrahecha
noción de la justicia que nos hace a los hombres pasarnos la vida vengán-
donos fría y ruinmente los unos de los otros, entre una nube de polizontes
y alguaciles y fiscales y expedientes y verdugos!
"Seamos injustos como la naturaleza, que es también injusta," dijo la
Saint Point.
¿Ha calumniado a la naturaleza Madame Saint Point llamándola in-
justa? Basta abrir los ojos para convecernos de que "Dios ayuda a los
malos, cuando son más que los buenos", y de que nuestra madre natu-
raleza, si compareciera ante un tribunal para ser juzgada con arreglo a un
criterio humano de justicia, sería indefectiblemente declarada culpable de
los más abominables y atroces delitos. No tengo, pues, nada que objetar
tampoco a las palabras últimas de la madama. El único reparo que yo le
pondría es que, dirigido a las mujeres, el consejo huelga; ya que tengo por
averiguado que las mujeres son los seres más injustos de la tierra. Son
injustas en esencia, presencia y potencia. Y es precisamente ésta su con-
génita incapacidad para comprender y practicar toda noción de justicia,
uno de los puntos en que yo las declaro de todo corazón superiores al hom-
bre. Superiores al hombre. Y endiabladas. Y sabrosas. Y adorables.
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L X V I
EL BRUJO
Sí; hay un brujo entre nosotros. Yo lo he visto, es decir, he visto el
enorme gentío que diariamente se agolpa frente a su casa.
Me he puesto a contar y han pasado de cien las cabezas. Cada cabeza
representa, según dicen, una peseta, pues éste es el modesto estipendio
que cobra el tal brujo por cada bendición que dibuja sobre una botella de
agua común, que queda, por virtud de la bendición, convertida en agua
milagrosa, ante la cual no hay enfermedad que se resista.
A ese paso se va a hacer pronto millonario ese hombre, me dijo alguien.
Yo no respondí nada. En lugar de responder me puse a meditar y de
meditación en meditación he venido a parar a la convicción de que censura-
mos indignados la industria del brujo por pura envidia, por pena que nos
da de no ser nosotros los brujos para sacarles fácilmente el dinero a nues-
tros semejantes y hacemos ricos de la noche a la mañana.
El brujo ese podrá ser un tramposo; pero, si lo es, seguramente que hay
muchos de los que hacen negocios por el mundo que le dan quince y raya.
No hay industria ni comercio donde no se encuentre, más o menos encu-
bierta, la misma o mayor dosis de engaño, de trampa, de fraude, que las
gentes creen ver en el agua milagrosa del brujo de "Rabo del Buey".
"Es escandaloso, es inmoral, que se le permita a ese hombre hacer lo
que hace", dice alguien.
Y yo pienso; no es escandaloso lo que hace ese hombre. Su industria es
buena, es productiva, pero hay un millón de industrias que producen más,
con menos fatiga para el que las explota y nadie las tilda de escandalosas.
Hay indudablemente un elemento de engaño en la industria pintoresca del
agua milagrosa, pero si fuéramos a tildar de escandalosos e inmorales todos
los negocios en que haya un elemento de engaño, no quedaría en pie ni
un solo negociante.
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"Pero es, se me replicará, que todo negociante da algo, poco o mucho,
malo o bueno, algo que tiene un valor positivo, a cambio de lo que recibe."
Y yo pregunto al replicante: ¿es que no da algo también, a cambio de la
modesta peseta que recibe, el brujo de las aguas milagrosas?
¡Vaya si da! Da ilusión, da esperanza, da la dicha momentánea o dura-
dera de creerse a punto de sanar de una grave dolencia, da, en muchos
casos, la salud. Ya se sabe lo que puede la autosugestión. Ya se sabe que
un eminente médico parisién, nada religioso, mandaba muchos de sus en-
fermos a Lourdes y la mayor parte—lo ha escrito él mismo—volvían sanos
y alegres.
"Pero es que ese hombre se va a hacer millonario a costa de los demás."
Bien ¿y qué? ¿Qué importa que haya un millonario más? ¿Hay algún
millonario cuyos millones no hayan salido del bolsillo de los demás?
No; yo no censuro al buen brujo del "Rabo del Buey". Lejos de censu-
rarle, le encomio y le aplaudo por lo limpio y hábil de su negocio. Al fin
y al cabo las pesetas que salen del negocio ese, no representan veneno ni
lágrimas para nadie como muchos dólares de más de un respetado y hasta
honorable negocio que yo conozco.
"Pero es que esas pesetas salen, por regla general, del bolsillo de la
gente pobre."
¿Y qué? Acaso no es del bolsillo de las gentes pobres, y hasta de las
entrañas de la gente pobre, que han salido todos los millones que en el
mundo han sido?
iBah! Dejemos al buen brujo que siga cobrando sus pesetas a cambio
de sus inofensivas bendiciones. Dejémosle que prospere hasta hacerse, si es
posible, millonario.
Esas pesetas que él va amontonando, dispersas en los bolsillos de los
pobres, nada valían, nada eran, nada agregaban al bienestar o a la dicha
de ninguno de esos pobres. ¿Qué es una peseta? ¿Para qué sirven veinti-
cinco centavos? A lo sumo para una mala comida.
En cambio, esas mismas pesetas, que aisladas y dispersas no valían nada,
reunidas, aglomeradas, cayendo, por la habilidad del brujo, como el agua
generosa de una fuente, en un solo bolsillo, representan la riqueza, el poder,
la alegría, la dicha, la salud del cuerpo y la del alma para un ser humano.
De la miseria, de la mugre, de lo fétido, de lo triste, el buen brujo va
extrayendo lentamente un precioso tesoro.
¿Quién que ame lo sano y lo bello no aplaude al buen brujo por esa
generosa, magnífica hazaña de transmutación?
Yo me asocio de todo corazón a la labor edificante del brujo de la calle
del "Rabo del Buey" y le deseo que la superstición le llene el camino de
pesetas. ¡No hay nada más hermoso que ganarse el pan sin el sudor de la
frente!. . .
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POLICIA Y MACANAS
La prensa de estos días ha protestado ruidosamente contra un atropello
cometido por un miembro de la policía en la persona de un caballero de
San Juan.
Francamente; bien miradas las cosas, creo yo que no hay motivo para
alarmarnos y alborotarnos tanto cada vez que a uno de la policía se le va
la mano y tiene la desgracia de estropear a alguien.
Una de dos: o nos acabamos ahora mismo de caer de algún nido, o esta-
mos perfectamente enterados de que una macana sólo sirve para pegar, y
que si hemos autorizado al policía para que la use, esto es, para que pegue,
le hemos puesto en el caso de que se aficione a pegar, y ya fomentada por
nosotros mismos la afición de pegar—y hasta premiada con un sueldo—no
nos debe extrañar que le pegue y machaque al lucero del alba.
Creo que la cosa no puede ser más sencilla. Désele al hombre más pací-
fico, más inofensivo de este mundo, una carabina; oblígúese a ese hombre
a que cargue con la tal carabina para donde quiera que vaya, y ya se verá
como no pasa mucho tiempo sin que el hombre cordero coja confianza con
la terrible arma y a cada paso y por un quítame allá esas pajas se sentirá
dispuesto a dispararla.
No hay que ser un doctor en Psicología para darse cuenta de la enorme
e irresistible influencia que ejerce en nosotros—en lo más íntimo y aparen-
temente inaccesible e inmutable de nuestro carácter—el hábito prolongado
de realizar determinado acto.
¡Qué de susto bien o mal disimulado, no sentimos la primera vez que
subimos a un automóvil! Y, sin embargo, si seguimos subiendo un día y
otro día, no tardaremos en perderle todo el miedo a la máquina hasta el
punto de tragarnos con perfecta impasibilidad leguas y más leguas en
vertiginosa carrera.
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¡Qué tensión de nervios la del cirujano que por primera vez se dispone a
abrirle la barriga a un semejante! Continúa, sin embargo, el cirujano
abriendo vientres, y antes de llegar al décimo vientre ya hunde su cuchilla
con la misma frialdad con que se trincha un ave.
<¡A qué seguir amontonando ejemplos para dejar demostrada cosa tan
sabida? Y si esto es así, ¿no cometemos una tremenda inconsecuencia al
quejarnos de uno de la policía porque machacó en San Juan la cabeza de
un caballero, siendo así que hemos sido nosotros los que le hemos puesto
al guardia la macana en la mano, haciéndole por fuerza contraer el feo
hábito de triturar cabezas?
Se me dirá que le hemos dado la macana, no para atrepellar a nadie,
sino para que la use discretamente, cuando sea absolutamente necesario
para conservar el orden; pero ¿quién puede negar que del uso nace el abuso,
y que quien tiene por oficio romper cráneos acaba fatalmente, aunque sea
un santo por familiarizarse poco a poco con la vil tarea hasta llegar a rom-
perlos al menor pretexto? Queda, pues, la cuestión reducida a un dilema
bien claro: o se hunden las macanas para que se salven las cabezas, o se
hunden las cabezas para que se salven las macanas.
¿No queremos que ocurran más atropellos repugnantes como ese de San
Juan y como otros mil que han ocurrido y ocurrirán en la isla? Pues no
hay más que un remedio, por cierto bien sencillo: suprimir para siempre la
macana, esa salvaje y repugnante macana que da tan lamentable idea de
lo que somos, y que es una tentación perenne para el que no la lleva.
Pero es—me dirán los Cándidos enamorados del orden—que entonces
quedaría la policía desarmada y sin medios de imponer su autoridad. Pero
es—contesto yo—que en la gran mayoría de los casos la presencia del uni-
forme basta por sí sola para poner a raya a los más audaces, y que aún si
esto no fuera verdad, siempre queda el recurso de sustituir la macana con
el sable o el revólver.
Pero es—se me volverá a decir—que entonces tendremos otra vez al
guardia inclinado a dar cuchilladas o tiros en lugar de palos, y habremos
empeorado las cosas. Y yo vuelvo a responder a esta nueva objeción que
si me dejaran la cosa a mí yo suprimiría macana, sable y revólver, dejando
sólo en manos del agente policiaco un palillo de dientes, y de este modo el
pueblo no tendría ante sus ojos el corruptor ejemplo de grosería y de vio-
lencia que ofrece un guardia armado de cualquier cosa, llámese garrote o
revólver.
Yo quizás haría más; yo suprimiría al guardia, ya que lo creo más nocivo
que eficaz como instrumento de orden, pues está demostrado que no hay
mejor ni más barata policía que el pueblo mismo.
Pero como sería difícil, dado lo bárbaro de nuestro actual estado social,
convencer a las gentes de cosa tan clara, sigo abogando por la salvajada
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POLICIA Y MACANAS
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menor del sable o el revólver, para sustituir la salvajada mayor de la
macana.
El sable o el revólver hieren, matan; pero no machacan, no trituran, no
ofenden de manera tan brutal como la macana todo sentimiento de digni-
dad humana.
No creo que haya nada en este mundo tan innoble como un macanazo.
¿Qué hombre, por poco delicado que sea, no prefiere mil veces ser herido
de muerte por un sable o la bala de un revólver a soportar la atroz igno-
minia de unos macanazos?
Decididamente es increíble que en el seno de una sociedad civilizada y
cristiana se tolere que haya representantes de la autoridad que lleven, como
emblema de su misión oficial, un grosero garrote pendiente de un cordón.
La verdad es que una sociedad así sólo merece que le abran la cabeza a
garrotazo limpio. . ..
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L X V I I I
LOS "CABALLEROS DE COLON"
Estos caballeros de Colón constituyen hoy en Ponce el tema de todas
las conversaciones.
Se puede empezar hablando del mal tiempo reinante, de los rendimientos
comparados de la caña de este año y la del año pasado, de Wilson y de
Roosevelt, de unionistas y republicanos, etc., etc., etc.; pero de cualquier
modo que se empiece hay que ir a parar invariablemente en "los caballeros
de Colón".
Y la cosa no es para menos. Un chorro de graznantes automóviles en-
trándose en la ciudad y parándose de pronto frente al edificio de la "Acción
Social Católica", y un banquete monstruo hoy en el suntuoso comedor del
Hotel Francés, banquete que presidirá el obispo, y al cual asistirán cono-
cidas y prestigiosas personalidades de toda la isla, no es suceso para pasar
inadvertido en ninguna parte y mucho menos en Ponce, donde casi nunca
ocurre nada.
Y mientras la nueva orden religiosa dedica esta plácida mañana de un
ramplón domingo, a ejercicios piadosos primero, y después a comer rica-
mente en el suntuoso comedor del Hotel Francés, seguramente que más de
cuatro y más de diez librepensadores no podrán comer a causa de habérseles
revuelto la bilis. Digo esto porque ya me he encontrado por ahí con más
de un amigo que de buena gana habría puesto una bomba al paso de los
automóviles graznantes de los caballeros de Colón.
Yo no sé si será por falta o por sobra de librepensamiento, pero lo cierto
es que a mí los caballeros de Colón no me han quitado el apetito, ni me
han revuelto nada. Al contrario; yo les veo con gusto invadir la ciudad a
toques estridentes de bocina; yo les veo con gusto ir a misa primero y
después al Hotel Francés ... y hasta confieso que de buena gana, si me
hubieran convidado, me sentaría a su mesa y comería y charlaría con ellos.
Sí; a mí me gusta más comer y charlar con un obispo católico y con la
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LOS "caballeros de colon"
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escolta de ese obispo que con un presidente de comité, o agente viajero, o
director de central.
¿Qué le puedo yo oír que valga la pena a un presidente de comité o de
central o agente de negocios?
En cambio, a un obispo, o cortesano de obispo, siempre se le pesca en
lo que dice algo que será verdad o no lo será, pero en que nunca dejará de
percibirse algún aroma de espiritualidad, alguna remota vislumbre de infi-
nitud, de eternidad, de ese inefable no sé qué que palpita en el alma de
misterio de las cosas y que es lo único que le imprime un tono de nobleza
a esta mísera vida.
Se me dirá, me dirán mis amigos, que esta aristocrática orden de los
caballeros de Colón persigue fines de regresión, de oscurantismo, de ese
áspero y absorbente fanatismo tan contrario a la libertad y al progreso de
los pueblos. Y yo diré que quizás sea eso verdad, pero que si vamos a
aborrecer todo lo que representa regresión y fanatismo tendríamos que
aborrecer otras muchas cosas que pasan por liberales y que son tan retró-
gradas como la más intransigente orden religiosa.
No pudiendo, pues, eliminar todo lo que hay de retrógrado y de bárbaro
en nuestra actual sociedad, yo insisto en asegurar que, lejos de revolverme
la bilis, me gustan, me están simpáticos esos flamantes caballeros de Colón.
Vengan a lo que vengan, busquen lo que busquen, yo veo en ellos, en
los caballeros que escoltan al obispo, algo de pintoresco que me seduce.
Si todas las cosas tienen su lado bueno y su lado malo, ¿por qué empeñarnos
en mirarlas siempre por el lado malo?
Y, mirando por el lado bueno, ¿no suena mejor lo de "Caballeros de
Colón" que una de esas sugar, tobáceo, o guayaba agrio companies que se
organizan por ahí todos los días?
Yo podré estar a estas horas haciéndome sospechoso de un reaccionarismo
atroz, pero la verdad es que entre los caballeros de Colón, y los accionistas
de "The Cerro Gordo Sugar" o "Mafeifo Company", prefiero a los pri-
meros.
Los primeros se organizan para propagar una fe, para pelear por un ideal,
para buscar en la vida la huella luminosa del paso de un Dios.. .. Los
segundos, los accionistas de "The Cerro Gordo", se organizan para buscar
un dividendo, esto, es, para reunir en una de nuestras fértiles llanuras una
legión de hombres, y día por día irle exprimiendo el sudor, y con el sudor
la vida, a esa legión de hombres. . ..
Propagar una fe—aunque sea equivocada—luchar por un ideal, aunque
sea el más estrafalario del mundo, siempre será a mis ojos—si no tan pro-
vechoso—más bonito, mucho más bonito que formar una corporación para
extraerle la mayor cantidad de por cientos al sudor humano.
De la misma manera que estaban más cerca del evangelismo de Jesucristo
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los deslices de amor de Magdalena que las virtudes rígidas y chillonas de
los fariseos, yo siento hoy que están más cerca de mi ateísmo los ideales
de los caballeros de Colón que los cálculos fríos y pesados de los buscadores
del tanto por ciento.
A pesar de mi ateísmo—quizás más bien, a causa de mi ateísmo—hace
tiempo que creo firmemente en la necesidad de espiritualizar más y más la
vida. Y en esa tarea de espiritualización, no puedo menos de reconocerle
más eficacia al moho de las viejas espadas de los anacrónicos caballeros de
Colón, que a la rígida austeridad libertaria de los que creen que, por negar
a Dios y mofarse de los santos, ya están emancipados de todo yugo de
dogma o de prejuicio.
Bienvenidas sean, pues, a la calma sanchopancesca de esta ciudad, las
estridentes bocinas anunciadoras de que han llegado los "Caballeros de
Colón".
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PONIENDOME PRECIO
Voy a tocar hoy una cuestión muy espinosa. Se trata de que ha comen-
zado ya el período electoral.
Se trata de que, una vez iniciado el período electoral, los oradores se
ponen en boga, y no hay pueblo de la isla que no se disponga a celebrar
su meeting o sus meetings.
Se trata, finalmente, de que yo ¡ay! pertenezco, por malos de mis peca-
dos, al gremio desdichado de los que toman la palabra.
Arrastrado por un mi amigo de cuyo nombre no quiero acordarme por no
maldecirlo, me atreví una vez a escalar la tribuna con un embotellado entre
pecho y espalda, y desde entonces perdí para siempre la calma y el sosiego.
En cada período electoral me he visto obligado a rodar de pueblo en
pueblo, convertido a la fuerza en un torrente inagotable e inaguantable de
elocuencia. He hablado en San Juan, Ponce, Mayagüez, Arecibo, San
Germán, Yauco, etc., etc.; y he dicho, y les he oído a mis colegas, tantas
necedades, que no sé cómo no he ido a parar hecho un idiota o un criminal,
al manicomio o a la cárcel.
Creo sinceramente que no puede existir mayor desgracia en este perro
mundo que la desgracia de verse uno obligado a volverse elocuente cada
dos años, con esa elocuencia insubstancial y cursi de los meetings políticos.
Yo he dicho ya en todos los tonos que no tengo vocación ni aptitudes
para la oratoria; que cada discurso me cuesta un esfuerzo tan extraordi-
nario que me pone en un tris de perder la razón y hasta la vida; que sólo
sirvo para estar callado; y que de buena gana me amputaría la lengua y
me quedaría mudo, si no fuera porque, de cuando en cuando, siento una
gran necesidad de murmurar algo, cosas del alma muy hondas y muy
vagas, en el oído ávido de una amable mujer. . . .
Yo he dicho en todos los tonos que antes de tomar la palabra tomaría el
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presidio o la horca, y lo repito ahora, y lo estaré diciendo mientras viva;
¡pero no me lo quieren creer! Se figuran que lo digo por esa hipócrita y
condenada modestia que nuestros bobalicones abuelos cultivaron tanto.
Se figuran que lo digo, como lo dicen otros, por darme tono, por darle más
realce a mis discursos, por echar mano de la manoseada formulita oratoria
que consiste en decir modestamente al comienzo del discurso, que uno no ea
orador y que tiene la lengua torpe, y qué sé yo cuantas enfadosas zaran-
dajas más.
No hay, pues, salvación para mí. Quiera o no quiera he de ser orador,
y ya me estoy viendo rodar una vez más de pueblo en pueblo con tamaño
discurso en la boca.
Y lo peor de todo no es eso. Lo peor de todo es que todavía mis queridos
paisanos no se han dado cuenta de que, por lo menos mientras no salgamos
de esta edad mercantilista en que vivimos, un discurso, malo o bueno, debe
tener un valor, subido o bajo, como lo tiene una receta de un médico, una
defensa de abogado, o un artículo de comerciante.
Ya que se nos hace hablar, páguesenos. Ya que se nos piden discursos
y más discursos, tásense estos discursos y retribuyase el esfuerzo mental
grande o pequeño que cuestan.
¿Quién se atreve ir a pedir medicinas a una botica o telas a una tienda
sin pagar su precio? ¿Quién se atreve llegar a un hotel y sentarse a la mesa
y pedir que le sirvan gratis?
¿Pues por qué razón se ha de considerar al orador, por malo que sea,
fuera de esa ley universal de la compensación? Si es un robo el tomar mer-
cancías en una tienda sin idea de pagarlas, ¿por qué no ha de ser robo el
tomarle discursos a un orador sin intención de retribuirle el esfuerzo?
Ya sé que seguidamente invocará alguien razones de patriotismo, pero
esto del patriotismo da ganas de reír si se tiene en cuenta que ni el médico,
ni el comerciante, ni el abogado, ni nadie, por muy patriota que sea, da
otra cosa que su voto a su partido. A nadie se le ocurre ir a pedir telas al
comerciante o drogas al boticario invocando la razón del patriotismo. Se
podrá dar dinero, pero esto es a título de regalo o donativo, como se da
para un hospital u otra obra benéfica.
Si, pues, a nadie se le pide como contribución obligatoria a un partido
otra cosa que el voto, ¿por qué ha de ser el orador el único obligado a poner
encima de su voto su trabajo, su ímprobo trabajo, sin más retribución que
la de una sonrisita y un apretoncito de mano al bajar, hecho una sopa,
de la tribuna?
No; lo que es a mí nadie me roba más el sudor. Lo que es a mí nadie
me lleva y me trae en época electoral, nadie me joroba más con discursos
en plazas y en despoblado; nadie me impone la dura obligación de volverme
un Demóstenes, sin estar dispuesto a pagarme en buen dinero un precio
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PONIENDOME PRECIO
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razonable por mi esfuerzo. Una de dos: o mis discursos no valen nada y
en ese caso nadie pierde nada con no solicitarlos y dejarme tranquilo en mi
casa; o valen algo, y en este caso hay que pedirme precio y pagarme por ellos.
Sepan, pues, mis queridos correligionarios que este elocuentísimo orador,
nuevo Cicerón domiciliado en Ponce, Puerto Rico, les ofrece modestamente
sus servicios tribunicios este año por un precio módico que variará según
la distancia del pueblo, y según la duración del discurso.
Aquí, en la calle Isabel, No. 11, estoy a la disposición de todo comité o
individuo que haya aprendido a apreciar y respetar debidamente el tra-
bajo ajeno.
Para los otros, para los gorristas de todo género acostumbrados a robarse
el ajeno trabajo, para esos hace tiempo ¡ea! que me he puesto un candado
en la boca.
He vivido y viviré siempre en poeta, pero de poeta a mentecato hay un
enorme abismo. He dicho.
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INSISTIENDO
Creo que no vendrían mal algunas líneas más sobre el asunto que traté
aquí mismo el otro día bajo el epígrafe "Poniéndome Precio".
Dudan algunos de que yo haya hablado en serio al ponerle precio a mis
discursos, y afirman otros—entre éstos un periódico de Arecibo—que he
hecho mal en decir lo que dije, porque no suenan bien expresiones de un
tan descarnado mercantilismo en boca de un patriota.
A unos y a otros quiero repetirles que sigo creyéndome con derechos
divinos y humanos a una compensación en metálico por cada palabra o
serie de palabras que pronuncie en esta campaña política o en cual-
quiera otra.
Mi argumentación es bien clara. Todo esfuerzo humano, todo trabajo
realizado en esta edad mercantilista, merece una retribución. Es así que un
discurso, más o menos largo, más o menos bueno, representa un esfuerzo,
un trabajo mental de los más arduos; luego todo discurso merece una
retribución.
Esta retribución puede cobrarse directa o indirectamente, y puede no
cobrarse en absoluto, haciendo tácita o expresa renuncia de ella; pero ni
la forma de cobrarla, ni el hecho de que se renuncie en algunos casos, implican
que no tenga uno el derecho de exigirla.
¿Qué razón hay—repito aquí—para que un médico cobre sus recetas y
un comerciante sus mercaderías y un abogado sus defensas, y para que un
orador-—en cambio—no pueda cobrar sus discursos?
"Pero usted es un patriota, señor Canales", oigo que me dicen. Y yo
pregunto: ¿es que los patriotas no pagados hay que irlos siempre a buscar
a la clase o gremio de los oradores? ¿es que de la misma manera que existe
el orador patriota no existe también el comerciante patriota, el abogado
patriota, el médico patriota, etcétera? Y, si existen éstos, ¿por qué a ellos
no se les pide que trabajen o sirvan gratis como se le pide al orador?
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INSISTIENDO
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Hay gentes para las cuales el soltar un discurso en cualquiera ocasión
constituye el mayor de los placeres. A estas gentes comprendo yo que nada
se les pague, toda vez que el gusto que se dan es la mejor recompensa. Pero
a los que, lejos de gozar, experimentamos un enorme disgusto cuando nos
vemos forzados a improvisar una perorata, ¿se nos puede negar el derecho
a una retribución que nos compense del disgusto experimentado?
Además, si en todas partes un discurso tiene su precio, como lo tiene
una pieza de tela, un barril de arenques, una receta de médico o una de-
fensa de abogado, ¿por qué ha de ser Puerto Rico la única excepción a esta
regla tan general como justa?
"Pero es—me dicen de Arecibo—que usted es un leader y un patriota."
Pero no—«ontesto yo—que yo no soy ni un leader ni un patriota. No soy
un leader, porque no tengo ni capacidad ni vocación para serlo. Si cuando
he querido ser leader de mí mismo he fracasado lastimosamente ¿no sería
un necio o un farsante tratando de serlo respecto a los demás? Y, ya en el
trance de las confesiones, declaro que tampoco soy patriota. Un patriota
es aquél que lucha y se sacrifica por la patria, y yo ni he hecho ni me siento
dispuesto a hacer ningún sacrificio serio por la patria. Es verdad que he
intervenido modesta y oscuramente en la política de mi país, y que he
militado y milito con gusto en el partido unionista, ¿pero eso es ser pa-
triota? Para intervenir en la política y afiliarse a un partido, basta y sobra
con ser una de estas dos cosas: o un buscón que persigue algún medro
personal, o una persona de buen sentido que cree de buena fe que no se
pierde nada con poner algo de su parte a favor de tal o cual idea, de tal o
cual sistema político que, por redundar en beneficio de todos, no puede por
menos de resultar también de algún beneficio individual para él. ¿A cuál
de estos dos grandes grupos pertenezco yo? No lo sé a punto fijo. Unas
veces he sido lo último y otras veces he sido lo primero, según las circuns-
tancias y el impulso del momento; y creo sinceramente que sería muy
difícil encontrar a alguien, sea o no sea patriota, que no tenga un poquito
de lo uno y de lo otro.
"Pero entonces—se me dirá-—no es usted entusiasta, no es usted fer-
voroso partidario de ninguna idea o empresa patriótica."
Sí; soy entusiasta, a pesar mío, y mucho más de lo que yo quisiera. Sólo
que mis entusiasmos van por otro camino que por el de la patria. Mis
entusiasmos de la hora presente son de raza, no de patria. Peleo por lo
que hay en mí de hispano latino, no por lo que hay en mí de puertorriqueño.
Si la lucha de ahora fuera con venezolanos, argentinos, dominicanos o
españoles, yo no me metía en nada, o sería sencillamente un buscón más.
A cualquiera de ellos yo no tendría inconveniente en entregarle la patria,
toda la patria. Pero mientras la lucha sea con americanos, con sajones, con
gentes de otra raza, desdeñosa u odiadora de la mía, pondré con entusiasmo
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mi voto y mi dinero,—si lo tengo, no mis discursos—a disposición del
partido unionista que es el que realiza más de cerca mi ideal.. . .
Contribuyendo con dinero, mi sacrificio será menor, infinitamente menor
que el que representa un solo discurso; pero lucirá más, y me pondrá, ante
los ojos pasmados de mis conciudadanos, en el mismo rango elevadísimo
que, dentro de nuestros partidos, se les concede siempre a los llamados
gordos, esos ricos tacaños que, con cara de vinagre, sueltan cincuenta pesos,
creyéndose después con derecho a que les den la luna y les lustren las
botas. . . .
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SOBRE EL DIVORCIO
Art. 165 del Código Civil de Puerto Rico:
"En ningún caso puede concederse el divorcio cuando la causa en que se
funde sea el resultado de un convenio o confabulación entre marido y
mujer, o de una aquiescencia de cualquiera de ellos para conseguirlo."
¿Puede darse, en este mundo o en el otro, nada más estúpido, más ab-
surdo, más abominable que la disposición legal que acabo de transcribir?
Usted, señor mío, encontrará abiertas de par en par las puertas de una
corte de justicia para solicitar y obtener la disolución del vínculo matri-
monial, siempre que usted pueda alegar y probar a la faz de todo el mundo
en juicio oral y público, que entre usted y su mujer ha ocurrido cualquiera
de las ocho cosas espantosas que señala el código como motivo de divorcio.
Cualquiera de esas ocho cosas—adulterio, embriaguez habitual, trato
cruel, etcétera—bien probadita, esto es, bien sacadita a la vergüenza
pública, bien puesta de manifiesto una vez y otra vez ante los ojos curiosos
del público, en los estrados de una corte, le dará a usted derecho a la sen-
tencia de divorcio que desea. Pero, eso sí: tiene que haber lucha; tiene que
haber una riña judicial en que ambos cónyuges se saquen los trapos al sol y
traten de cubrirse del mayor oprobio posible; tiene que haber uno que
quiera salir de la jaula conyugal y otro que le cierre el paso a todo trance;
tiene que haber uno que diga sí y otro que grite no. Porque si tiene usted
la desdicha de llegar pacíficamente, sin necesidad de escándalo, a un acuerdo
o convenio mediante el cual ambos se declaren incapacitados para seguir
la vida en común .. . ¡ya se ha fastidiado usted, y no hay divorcio!
Quiere decir amigo mío, que la Ley le dice a usted: "Siempre que tú
hayas inferido o sufrido una o más de las ocho cosas espantables, y pidas o
te pidan judicialmente el divorcio, está bien; yo lo concederé después de la
averiguación y el escándalo consiguientes.
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PALIQUES
Pero si yo llego a averiguar que ustedes—los dos—en vista de las cir-
cunstancias, han tenido la sensatez de estar de acuerdo en lo tocante a la
imposibilidad de seguir atados, y han convenido en gestionar, de la manera
más breve, económica y discreta, el divorcio, ¡entonces sí que les reviento,
condenándoles a seguir arrastrando, por los siglos de los siglos, la cadena!"
¡Oh jamás como se debe condenada legislación que obliga a las personas
a valerse de abogado, y a ir a una corte a exhibir lacerías y horrores de la
intimidad doméstica para obtener por fuerza y con escándalo una separa-
ción que ambos desean y se conceden mutuamente de buen grado! Dan
ganas de volarse los sesos de un balazo en presencia de tales enormidades,
elevadas por la estupidez humana a la categoría, casi sagrada, de leyes.
¡Qué asco ser abogado, esto es, ministro, sacerdote, arúspice de la ley, de
esa, la más vil, la más abominable de las plagas humanas!
Y lo triste no es eso sólo; lo triste es que todavía hay por ahí paquider-
mos que, no conformes con este restringido y canijo derecho al divorcio que
reconoce tímidamente la ley, pugnan por borrar de una plumada todo lo
legislado sobre el divorcio, para volvernos a los tiempos bárbaros en que
no existía medio legal ninguno para poner término a la infernal situación
de mi matrimonio mal avenido.
Roosevelt, nada menos que el inmenso Roosevelt, ha tronado en la
tribuna y en la prensa repetidas veces contra el divorcio. Y, como él,
muchos allá y acá. No paran mientes estos espíritus espesos en que todo
lo que se diga en contra del divorcio resulta siempre dicho como para herir
de muerte al matrimonio, pues es bien claro que sin matrimonios fracasados
no habría divorcios, y que, por consiguiente, mientras más se nos llame la
atención sobre la abundancia de los divorcios, más de relieve pondremos la
abundancia, mayor aún, de los matrimonios desquiciados.
No deben andar muy cómodas las parejas dentro del matrimonio cuando
son tantos los que buscan la puerta o el agujero de la ley para escaparse.
Nadie se va de donde está a gusto.
¿Queremos, en resumen, que no haya divorcios? Pues reformemos el
matrimonio hasta hacerle cómodo, fácil y agradable, hasta hacerle com-
patible con la libertad y felicidad humanas, y ya nadie querrá escaparse por
muchas puertas y ventanas que se le abran.
¿Que, después de ensayarlo, resulta imposible hacer del matrimonio
una cosa buena, bonita y barata, compatible con la libertad y bienestar
humano?
Pues entonces, abajo el matrimonio. ¡Sálvense las personas y mueran los
principios!
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EL VOTO FEMENINO
Voy a darme un bombo. Lo merezco, y no es cosa de dejarle a otro el
trabajo de dármelo.
Es el caso, señores, que yo tuve, hace algún tiempo, la imperdonable
debilidad de hacerme nombrar delegado a la Cámara.
He dicho me hice nombrar y no dije me nombraron, porque ya no es un
secreto para nadie que aquí—como en todas partes—no son nuestros con-
ciudadanos los que nombran a uno, sino uno el que hace que le nombren
los conciudadanos, lo que es, naturalmente, cosa muy distinta. En este
asunto de los delegados, como en otros muchos, por no decir como en
todos, el pueblo es tan dueño de su elección, esto es, de la facultad que
en teoría se le concede de designar a éste o al otro candidato, como lo soy
yo de las decisiones del Czar de Rusia.
Pero, digresiones aparte, el hecho es que yo fuí delegado.
Y no bien me hube arrellenado, con la comodidad de un viejo canónigo,
en mi butaca de padre de la patria, empezó a preocuparme y a inquie-
tarme más de la cuenta la idea de que, una de dos: o yo había ido allí con
la respetable y tradicional misión de no hacer nada y dejar las cosas como
estaban, o había ido con el compromiso de emprender la tonta tarea de
corregir abusos, remediar injusticias y desempeñar las demás funciones de
un celoso, entendido y pazguato legislador.
Aunque lo primero, esto es, lo de no hacer nada, me gustaba más, conse-
cuente con mi vieja costumbre de llevarme la contraria a mí mismo, resolví
lo segundo, esto es, ponerme a hacer algo. Y ya resuelto a hacer algo, me
puse a buscar ansiosamente abusos que corregir e injusticias que remediar
en el cuerpo de nuestras leyes. ¡Madre mía! ¡las cosas que vi! ¡qué de
pústulas, chichones, cánceres y jorobas descubrieron mis ojos en el augusto
cuerpo de nuestras leyes! ¡qué de innobles rapiñas toleradas y hasta santifi-
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cadas en el Código Civil! ¡qué de bajas infamias perpetradas fríamente en
cada página, en cada artículo y hasta en cada letra del Código Penal!
Temblando de pies a cabeza, ya iba a apartar para siempre mi horrori-
zada vista de aquel sombrío cuadro, cuando me acordé de que en él no
habían puesto jamás sus pequeñinas manos pecadoras las mujeres, a quie-
nes, desde tiempo inmemorial, se les había usurpado todo derecho a inter-
venir en los asuntos públicos. ¡Dios sabe, me dije, si gran parte de las
atrocidades jurídicas que se llaman leyes no se habrían perpetrado a no
ser por esta secular usurpación!
Del anterior pensamiento nació el proyecto de ley que presenté a poco
"para la emancipación legal de la mujer".
Todos los hombres serios de la Cámara miraron mi proyecto con esa
cargante risita de desdén que los tales hombres serios tienen para todo
aquello que no entienden. Y, puesto a discusión, saltó mi elocuente amigo
De Diego a la palestra, y sus períodos relampagueantes convencieron a
todo el mundo de que yo estaba loco y que nuestras castas y angelicales
mujeres estaban muy bien como estaban y para nada necesitaban más
derechos de los que ya tenían. Así quedó la cosa, y ya nadie, ni yo mismo,
se volvió a acordar de los asendereados y maltrechos derechos de la mujer,
cuando no hace muchos días, me tropiezo en "La Democracia" con un
manifiesto de Muñoz Rivera en que, después de reconocer que ya en los
Estados Unidos van quedando muy pocos estados que no hayan implan-
tado el voto femenino, abogaba porque aquí en Puerto Rico nos dispusiéra-
mos también a realizar tan noble acto de justicia.
A mí no me sorprende que el señor Muñoz Rivera, hombre inteligente
y progresista, se haya convertido en abogado del sufragio femenino; pero
me sorprende y hasta me aflige que ni él, ni los que comentaron y ensal-
zaron las declaraciones de su manifiesto, hayan dicho una palabra en re-
cuerdo de mi labor, buena o mala, en pro de dicha idea, cuando tuve la
desdicha de ser delegado. Y ya que pasa el tiempo y nadie me da el bombo
a que tengo tanto, tantísimo derecho por haber sido el primer paladín de
la causa feminista en Puerto Rico, allá voy yo mismo a recordar mi hazaña
y a rendirme a mí mismo el sincero homenaje de mi más entusiasta ad-
miración.
Ya que esta perra admiración incurable que les tengo a las malditas
mujeres me hizo soportar durante más de dos semanas la risita necia de
los hombres cargantes mal llamados serios que me tenían por loco, déjeseme
ahora el infantil placer de darme tono aplaudiendo en Muñoz lo que Muñoz
se olvidó de aplaudir en mí. Si uno se roba a sí mismo estas satisfacciones
infantiles de la vanidad que derriten de gusto por ahí a tanto mentecato,
¿con qué otros elementos vamos a contar para llenar este espantable vacío
de la vida?
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Señor Muñoz Rivera: este pequeño hombre de cara gorda, irregular y
aburrida, nacido en Jayuya, a quien usted sin duda recuerda y admira en
silencio por su pasada campaña en pro de la mujer puertorriqueña, le sale
al paso a usted en este luminoso día de hoy, para gritarle su entusiástica
adhesión y sincera admiración por sus hermosos propósitos en beneficio de
la noble causa de la noble mujer puertorriqueña, (cuyos menudos y gracio-
sos pies, bien lavaditos, no me cansaría nunca de besar).
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"EL HONOR", DRAMA DE SUDERMANN
No vienen nunca mal algunas palabras, aunque algo tardías, sobre este
drama.
Nuestro público, poco o nada acostumbrado a obras del calibre intelectual
de ésta de Sudermann, ya que nuestro progreso teatral no pasa de la sensi-
blería cursi y de las insulsas chocarrerías del conde Danilo, está, más que
ningún otro, necesitado de que se le oriente en lo tocante a formar juicio
sobre las cosas que pasan por nuestra escena.
No es que pretenda yo que mis juicios deban tomarse siempre como lo
mejor de lo mejor; pero por equivocada que sea una opinión, cuando es
sincera y se presenta humildemente a falta de otra mejor, siempre contri-
buye, mucho o poco, a la general cultura. Y yo digo: aquí tenemos el gusto
tan echado a perder por el género chico y la opereta, que sólo a fuerza de
reprimendas y disciplinazos podemos llegar a enderezarnos y corregirnos.
Hoy por hoy, somos unos soberanos burros que sólo tenemos paladar para
la vil bazofia de la vil parranda de las viudas alegres y princesas del dólar.
Y, dejándome ya de preámbulos, paso a decir que el drama de Suder-
mann representado en nuestro teatro es una de las dos o tres obras mejores
que ha puesto en escena la inteligente y adorable mejicana.
Creo sinceramente que Virginia Fábregas merece una estatua. ¡Pues no
es nada el haberse atrevido a salimos de golpe y porrazo con ese gigante
de Sudermann a nosotros los de Ponce, estos infelices boricuas que todavía
no hemos salido de ese dichoso período de la infancia en que se va al teatro,
más que por la obra de arte, por las decoraciones y los trajes de las ac-
trices!
Cuando a mí me dijeron que iban a dar Sudermann, juré que Virginia,
la exquisita mujer de ojos brujos, se había vuelto loca.
—"¿Pero esa buena señora no escarmienta? ¿Acaso no sabe la infeliz que,
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"el honor", drama de sudermann
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si nos le dormimos a Benavente y pateamos a Martínez Sierra, lo menos
que vamos a hacer con Sudermann es perder el sentido?"
No hizo ningún caso de mis gritos la heroica y simpática paisana de
Porfirio y de Madero, y vino Sudermann, y el paso del coloso del teatro
alemán por nuestra escena no nos metió el resuello en el cuerpo.
Una de dos: o no entendimos una palabra de lo que nos dijo el gigante
alemán por boca de los tipos tan humanos y tan reales de su drama, movién-
dose con el ritmo de la vida dentro de una trama tan sencilla como verosímil;
o no entendimos una palabra, repito, y esto es lo más probable, o entendi-
mos al coloso tan bien y tan bien que parecía que ya le conocíamos y le
habíamos oído muchas veces.
De todos modos, es un triunfo para Virginia Fábregas el habernos hecho
tragar a Sudermann. Es como si por el tierno pescuezo de un pichón de
paloma o pollito de a real se hace pasar de golpe la ración morrocotuda del
almuerzo de un águila. La Fábregas era la única persona que podía hacer
ese milagro y yo, pasada ya la primera alarma, y habiéndole cogido afición
al milagro, me atrevo a pedirle que lo repita poniéndonos "Heimat", otra
obra del mismo Sudermann, traducida al francés con el nombre de Magda.
Ya que nos tragamos sin protesta la primera, "El Honor", vamos a ver
si apechugamos con la segunda. Y yo respondo de que, después que tenga-
mos digeridas diez o doce obras de ese calibre, ya no habrá plato fuerte
literario que no deseemos probar, y mandaremos a paseo para siempre a
las empalagosas señoras, y demás adefesios de la cursi y chillona senli-
mentalería melodramática andante.
Pero, tanto hablar, y todavía no he dicho nada sobre lo más importante,
sobre la tesis que desarrolla tan magistralmente Sudermann en los cuatro
actos de su drama. Y es lo peor que ya estoy al final de estas cuartillas.
Trataré, pues, de encerrar en las cuatro palabras que me quedan lo que
yo creo que es la idea fundamental de "El Honor".
El honor, dice Sudermann, es un fantasma que cambia de aspecto según
el sitio, época, clima, costumbres, raza y demás circunstancias que con-
curren en la formación del tipo moral de una sociedad o pueblo. Lo que es
censurado y hasta castigado en París o Vlena o Londres, es celebrado y
premiado en Constantinopla o Pekín. Y ese cambiante fantasma del honor
no sólo varía de pueblo a pueblo, sino también de clase a clase. El honor
de las clases altas es gordo, arrogante, fanfarrón y de gentil continente;
el de las clases bajas, por el contrario, es feo, desmedrado y cojitranco.
Ambos son falsos y embusteros; ambos son espejismos de la mente humana;
pero mientras el honor rico es de aspecto halagador y brillante, el honor
pobre anda sucio, andrajoso y hambriento, y da náuseas.
Resumen: el honor, para ser tal honor, necesita vestir de frac y andar
en automóvil. Si no hay frac ni automóvil, toda forma de honor es ridícula.
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Si aspira usted a ser hombre de honor, hágase rico antes; aunque tenga
que empezar por ser bandido. Honor legítimo, honor de buena ley, puede
hallarse habitando en la casa de un ex-ladrón rico; pero jamás se encon-
trará a sus anchas en la choza de un pobre.
Moraleja: si quieres levantar del lodo a una familia pobre e infundirle la
idea del honor, ahórrate las palabras, y dale dinero y ya verás cómo todo
cambia y tras de la buena alimentación, el buen vestido y el buen baño,
llegará poco a poco el honor. . . .
Ved, pues, si no había mucha miga en el drama del gigante alemán,
representado la otra noche por la excelente compañía de la hermosa mujer
de ojos brujos.. . .
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CAMINO DE UN PARQUE
Hace un calor tan grande, tan africano, que le derrite a uno hasta las
ganas de vivir.
Y en la tremenda angustia de este calor bárbaro, la idea de lo verde, de
lo fresco, de lo eglógico, me persigue como una obsesión.
¡Qué amable y qué bello sería el mundo si estas ciudades secas y anti-
páticas estuviesen rodeadas de frondosos bosques donde uno perderse en
estas horas perras de canícula!
Pero en vano tiende uno la vista por todas partes buscando con histérico
afán un trozo de verdor, un fragmento de égloga.
Aquí sólo hay casas y más casas—apiñadas unas sobre otras como si se
quisieran contar algo muy gordo al oído sobre las yermas y opacas vidas
de sus dueños—y aceras y muros y techos de ardiente ladrillo que tuesta
los ojos.
¡Qué hombres los que edificaron estas ciudades! ¡Cómo se echa de ver
por todas partes su tosquedad terrible! Para ellos el sitio ideal para un
pueblo era el más seco y el más plano, el que se asemejase más a una galleta.
Su gran lujo consistía en tostarse dentro de los espesos muros de una casa
hermética, sin acordarse nunca de las soberbias campiñas que estaban
tan cerca.
Sabían aquellos hombres sudar la gota gorda en rudas faenas comerciales
o agrícolas hasta reunir, para sus yernos generalmente, un capital más o
menos grande que ellos no gozaban; pero ignoraban que el licor de la vida
resulta una pócima demasiado amarga cuando no se le sabe echar de cuando
en cuando, su gota de poesía.
Y los hombres de hoy—hijos o nietos de aquéllos—poco han adelantado
en su visión del mundo. Quieren que haya cloacas, quieren que las calles
sean adoquinadas, quieren progreso, mucho progreso; pero para nada se
acuerdan de que estamos en un clima tórrido donde la más elemental de
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las necesidades es un parque, un trozo de campiña libre donde poder ten-
derse, cuando el calor aprieta, a la sombra de un gigantesco y susurrante
árbol.
¿Por qué Ponce no tiene un parque? ¿Por qué esa bizarra "Liga Pro-
gresista", que tantas empresas generosas ha iniciado, no rompe su intrépida
lanza en pro de ese elemento indispensable de ornato y de higiene? ¿Es que
es cosa tan difícil el hallazgo de unas pocas cuerdas de terreno propias
para el objeto indicado? ¿No nos brinda nuestra pródiga naturaleza, aquí,
allá, y más allá, sitios deliciosos donde bastaría tender sencillamente una
cerca para tener el parque soñado?
No es sólo limpiando corrales y matando ratones como se higieniza un
pueblo. Hay que darle también un trozo de campo en que—siquiera el
domingo—sus pulmones gocen de un baño de oxígeno.
No es construyendo más y más escuelas como se hace cultura. La cultura
no consiste en saber multiplicar y dividir ni en meterse una gramática,
una historia y un mapa en la cabeza. La cultura consiste en abrirse ven-
tanas al espíritu por donde entre y salga en perenne reflujo esa indecisa
luz crepuscular que emana de la armonía y el misterio de las cosas. La
cultura consiste en apropiarse y llevar dentro de uno algo así como un eco
de ese latido eterno del mundo, que se anuncia lo mismo en el crujir de
una rama que en la canción de un pájaro o el temblor de una estrella.
La cultura consiste en llevar cada cual en su mente un poquito de azul,
un fragmento de cielo... ¡y también un girón, un girón blanco y suave
de esa niebla que flota y que ondula sobre la paz de oración melancólica o
de místico éxtasis de una cumbre lejana y altiva!. . .
Hay que ir, para buscar higiene y progreso cultural, más allá de la escuela.
Hay que coger el amable eamino de un parque, de una playa, de una colina,
de un monte, de un campo, de un rincón cualquiera saturado de naturaleza,
donde haya mucho sol, mucho cielo, mucha brisa, mucha flor, mucha rama
entrelazada, mucho follaje que borde sobre nuestra cabeza cansada y en-
ferma un dosel de verdura y de paz.
Un cimbreante dosel bajo el cual nuestros jóvenes, seducidos por la
belleza del sitio, sientan súbitamente el natural anhelo de acariciar los oídos
de sus novias con música de versos.
Música de los versos de Bécquer, de Machado o de Darío que ahuyente
de sus labios para siempre las chocarrerías e insulseces que aprendieron en
tertulias de esquina o de café.
¡Música excelsa en cuyo fondo el temblor de la rama, de la canción y
de la estrella, forman un ritmo que despierta con cada ondulación en
nuestras almas . .. como un eco lejano y doliente del eterno e inmenso
latido del corazón del mundo!
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DESDE JAYUYA
Querido amigo Bombón:
Pocas veces he tenido el honor de detestar a nadie tan cordialmente
como le detesto a usted en este instante. Y la causa de este mortal abo-
rrecimiento en que le tengo ahora, al escribir estas condenadas cuartillas,
es bien clara, y ya usted, que es tan lince, debiera haberla vislumbrado.
Le odio a usted, querido amigo Bombón, de todo corazón, porque tiene
usted la culpa, la feísima culpa de que yo me vea sometido a la vil tarea
de escribir un "Palique" solamente porque he contraído en el mundo el
necio hábito de cumplir mis compromisos, y por mucho que he procurado
olvidar el que tengo con usted de escribir algo desde estas montañas no
me ha sido posible lograrlo.
Aquí me tiene usted, pues, con el papel sobre las rodillas, y dispuesto a
salir, cuanto antes y de cualquier modo, de esta enfadosa tarea.
Le hablaría sobre mis impresiones de Jayuya, pero esto de las impresiones
es cosa que ha servido tantas veces de pretexto para aburrir a los lectores
con una sarta de majaderías cursis que, desde luego, creo que lo mejor que
podré hacer es callármelas, y conste que con ello realizo un grande y doloroso
sacrificio. Porque en lo tocante a impresiones no puedo ocultar que las he
tenido en gran número y de la mejor calidad.
¡Pues no es nada salir de sopetón de la ingrata y adusta compañía de
escrituras y expedientes y demandas y mociones para venir a caer como
llovido del cielo en el mismo medio de esta espléndida vega jayuyana, que
es—Icréame Cintrón!—algo así como un amplio jardín, un hermoso jardín
por el centro del cual se ve pasar sonriente y melancólico, como un viejo
poeta que ha amado mucho, un sosegado y romántico río!
Junto a ese señor río ¡qué bien suenan las canciones entonadas a la luz
de la luna por un grupo de gentiles y alegres muchachas del pueblo!
Junto a ese amable río de plata ¡qué de cosas musicales y exquisitas
cruzan por mi alma frente a la visión noble y bella cual ninguna otra de
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estas montañas que parecen, por lo suave y elegante del gesto perezoso con
que se inclinan unas sobre otras en esta hora de la tarde, algo así como
plásticos sueños de alma de mujer enamorada y triste que persigue en los
aires "la libélula vaga de una vaga ilusión . .."!
Ya ve usted que le hablo—como dicen en "Amores y Amoríos"—en poeta.
Y es que no lo puedo remediar, ni lo quiero remediar tampoco, ¡qué ca-
ramba!
Esto está hecho para mirarlo y sentirlo y tomarlo así, en poeta. Aquí
no se le debiera conceder la entrada a nadie que no haya estado, siquiera
alguna vez en su vida, enfermo de ese mal de la poesía que a mí me invade
cada vez que me alejo de escrituras, mociones y expedientes, y despierto
de nuevo—casi podría decir resucito—a la clara visión de la grande, de la
enorme, de la honda, de la inmensa y de la eterna naturaleza.
A papá—que es el alcalde—yo no desespero de convencerle de que hay
que dictar una terrible ordenanza prohibiendo, bajo pena de expulsión, o
azote, o muerte, que se traigan a esta divina vega pensamientos mezquinos
y ramplones, de esos que destilan tanta y tan idiota prosa por el mundo.
Aquí el único crimen debiera consistir en no saber cantar con el río, en no
saber soñar con las montañas, en no saber sentir dentro de uno el aleteo y
el susurro de esas divinas cosas musicales que la brisa—esta fina y dulce
brisa bien oliente—conduce sin cesar entre sus pliegues.
Usted, mi querido Bombón, puede rabiar todo lo que quiera; pero yo
le digo y le juro a usted, que, desde estas alturas, todo eso, todo ese mundo
de trapisondas, enredos, trajines, vanidades, y pasiones en que ustedes se
encuentran—ahí en la esquina del "Comercio" y "Mayor"—me parece
tan pequeño y miserable que no sé cómo voy a tener valor de volver otra
vez a sumarme a la legión infeliz de los que vivimos en su fétido, abominable
y asesino ambiente. El bufete, la redacción de EL DIA, el hotel en que
habito, la plaza, las calles . . . ¡váyase todo eso muy al infierno!
Todo eso representa afán, cavilación, lucha, violencia ... y yo—que
estoy ya hace tiempo harto de todas esas cosas—sólo quisiera vivir para
acostarme, para tenderme a la sombra de un árbol cualquiera, y a través
del encaje de sus ramas viajar con los ojos por el cielo, mientras, envuelta
en fragancia de nardos, cruza por mi alma, la visión querida de una pálida
faz de mujer, en cuyos labios tiembla una sonrisa.
Pero, burla burlando, ya he llegado hasta la octava cuartilla y no es
cosa de perder más tiempo en la necia tarea de escribir garabatos, mientras
ahí, a dos pasos de la cama donde escribo, está el balcón, y más allá del
balcón, la tarde—¡la tarde, amigo Cintrón!—que es en Jayuya más augusta,
más solemne que en ninguna otra parte, más digna de ser cantada con
alma de poeta.
¡Oh poesía insuperable la poesía de esta hora "en que solloza moribundo
el día ..."!
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PESTES Y MAS PESTES
La peste va avanzando. Y a medida que la sentimos avanzar, nuestro
miedo crece y crece hasta que casi no nos cabe dentro del pellejo.
Este miedo ejerce en el alma de muchas gentes una1 muy saludable
influencia.] Mientras a unos, puercos de nacimiento en su cuerpo y en su
casa, les ha hecho enamorarse repentinamente del agua y del jabón—los
dos mejores médicos del alma y del cuerpo que existen,—a otros muchos
puercos también de nacimiento en su alma, les ha hecho la merced de en-
cariñarlos de pronto con la belleza del hábito de la liberalidad. Conocían
éstos a los dos médicos excelentes y nada pedantes denominados doña
Agua y don Jabón, y por rutina fregoteaban quizás diariamente su piel;
pero no se acordaban nunca de lavarse el alma y .. . ¡tenían cada costra!
Costras de sordidez, de ruindad, de un ciego, brutal, casi delirante culto
de la roñería. Y gracias a la invasión de la peste, muchas de estas costras
han ido cayendo, como lo comprueban las copiosas dádivas que en estos
días de pánico ha recibido, casi sin moverse la comisión de la "Liga Pro-
gresista" encargada de reunir fondos para sanear la ciudad.
Gente que durante toda su cachazuda existencia de crustáceos jamás
supieron lo que era meter la mano en el bolsillo para desprenderse de una
peseta en beneficio de alguien o de algo, hoy se han visto empujadas por
el miedo hasta las oficinas de la Liga donde han dejado, casi sin dolor,
dólares y más dólares.
En presencia de esto, dan ganas de pedirle a Dios que nos suelte una
pestecita un día sí y otro no.
Una pestecita como ésta de ahora, suave, mansa, hasta bien educada,
que, sin matar mucha gente, nos tenga siempre ante los ojos el fantasma
de la muerte, único que logra que los sucios de cuerpo y de alma se decidan
a lavarse tantísimas mugres como llevan encima.
El fantasma de la muerte. ... La verdad es que yo no me explico por
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qué ciertas gentes, esas que llevan como cien quintales de roña en el alma,
esas que encierran su vida toda dentro de las costuras de su bolsillo o el
metal de su caja, esas que van por ahí uncidas como bestias al yugo vil de
la codicia, esas que viven esclavizadas por el dólar, esas, en fin, que no
estudian, que no sueñan, que no cantan, que no aman, que no vibran, que
no viven, le tienen tal terror invencible a la muerte.
¿Para qué diablos querrán esos benditos una vida que no usan, que no
gastan, que no queman en la llama de ninguna pasión, ni entusiasmo, ni
ideal? ¿Para qué querrán conservar y defender con uñas y dientes una
existencia opaca y fría, una vida gris y pesada como el plomo, más fea y
más puerca que la misma peste, que no les sirve para maldita de Dios
la cosa?
Quizás la quieren conservar y defender de la misma manera ciega y
torpe que defienden y conservan el dinero. Por el asnal placer—raquítico
y bajo, pero placer al fin—de sentirse poseedores de algo precioso que es
suyo, muy suyo, tan suyo que les ata y les inmoviliza y los vuelve centinelas
y esclavos por siempre, por siempre. Tan suyo que ni una sola molécula se
deja nunca cautivar por otro, pues para evitar esto, para evitar que nadie
lo atrape y lo goce, son ellos los primeros en privarse de toda familiaridad
con el sagrado tesoro escondido.
Hacen estos bolonios desdichados con la vida y el dinero—(términos
equivalentes)—lo que hacen las sanguijuelas con la sangre. Chupan y
chupan con una sed insaciable y feroz la sangre humana para gozarla, no
para usarla, no para hacerla arder en el incendio prodigioso del vivir, sino
para almacenarla, para llevarla dentro convertida en un líquido negro y
viscoso e inflarse hasta reventar con ella. Entre ellos, entre estos pobres
bolonios ilusos e insulsos, y las pulgas esas que tan comedidamente reparten
la peste (y que al parecer le han dado su honrada palabra a la Sanidad
Insular de no alejarse mucho de San Juan al hombro de nadie), yo descubro
grandes y misteriosas afinidades. Ambos, pulgas y bolonios, son depósitos
y vehículos de infección, pero yo prefiero a las pulgas. Porque es verdad
que las pulgas conducen y esparcen la plaga, pero es una sola plaga, la
peste bubónica, que camina despacio, (y que, si hemos de creer a Mariano
Abril, ha convertido a San Juan en poco menos que en un edén). Pero los
bolonios no se contentan con regar por el mundo una peste, una plaga:
ellos ¡ay! guardan y llevan constantemente en su alma de crustáceos todos
los virus de todas las plagas.
Plaga de codicias engendradoras de miserias; plaga de prejuicios engen-
dradores de odios y pasiones espantables; plaga de bajos e innobles instintos
que todo lo envilecen y lo emporcan; plaga de brutales y feroces egoísmos
disfrazados con nombres altisonantes y hueros; plaga de hipócritas y rígidas
virtudes negativas que en el fondo no son más que cobardes y groseros
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antifaces de vicios inmundos; plaga de ruindades, de dolos, de ignorancias,
de rapiñas, de inicuas y miserables degradaciones; plaga, en fin, de sarna,
de roña, de esa roña nauseabunda e incurable que les llena de costras
el alma.
¡Esa sucia y hedionda alma de crustáceo que vive, sin aire, y sin sol,
entre las costuras de un bolsillo, y que no sale nunca fuera de su encierro,
para asomarse al mundo y a la vida, sino cuando su hermana, la pulga del
ratón reparte la peste bubónica.. . .
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DON QUIJOTE Y DON JUAN TENORIO
Antonio Zozaya, un eminente escritor español, hace en el periódico de
Madrid "Mundo Gráfico", una interesante comparación entre don Juan
Tenorio y Don Quijote.
Tanto Zozaya, como Unamuno le tienen una gran ojeriza al gran Tenorio
y dicen de él todo lo malo que se puede decir del más abominable bandido.
Desde fanfarrón y necio para abajo no hay epíteto desdoroso que no le
lancen a la cara. Y como yo, sin dejar de admirar en Don Alonso Quijano
lo que hay de bueno, le he profesado siempre una gran devoción a Tenorio,
cada vez que he leído los denuestos con que Unamuno y Zozaya obsequian
a mi héroe, me he sentido tan adolorido como si los palos me los hubieran
dado a mí, y no es cosa de seguir aguantando en silencio más palos.
Creo sinceramente que si es grande, interesante y gloriosa la figura del
gran visionario de la Mancha no lo es menos la del excelso don Juan. No
hay que decir que entre ser Tirso de Molina, o Zorrilla, y ser Cervantes, yo
preferiría sin vacilar ser Cervantes. Pero no hay que decir tampoco que
entre ser Don Quijote y ser don Juan, yo no me consolaría nunca de no
decidirme incontinenti por don Juan.
Si el mundo estuviera lleno de agresivos Quijotes amparadores de don-
cellas y desfacedores de entuertos, sería una calamidad el mundo. En cam-
bio, suéltense por ahí un millón de Tenorios, ya se vería lo inquieto, alegre,
remozado e interesante que se ponía el mundo.
Lo que hay es que—y lo digo sin tapujos aunque se trate de dos grandes
escritores—ni Zozaya ni Unamuno han sabido ver el tipo de don Juan.
Ambos le han mirado y remirado, pero ninguno le ha visto bien. Y es que
ambos han mirado a través de una densa nube de prejuicios de moralista,
y no es extraño que con la visión así obstruída el tipo les haya resultado
contrahecho hasta la monstruosidad Ahora, oigamos a Zozaya.
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"El famoso burlador de Sevilla se nos antoja un fanfarrón incapaz de
sentir el amor ni las grandes concepciones humanas. En la lista de sus mu-
jeres no hay una sola verdaderamente poseída, conquistada por su mag-
nanimidad y nobleza. Las mujeres deben despreciar a don Juan Tenorio
tanto como reverenciar a don Quijote. Ni una sola vez el amante de doña
Inés comprende ni menos tributa consideración a su sexo. Una semana le
basta para rendir a sus fáciles víctimas y una hora para olvidarlas y sus-
tituirlas por otras no más dignas de compasión".
Esto dice Zozaya de mi héroe. Y le llamo así, mi héroe, porque de todos
los hombres de acción que he conocido en la historia y en la literatura, los
que más me gustan, los que he comprendido más y hecho míos, son Na-
poleón y don Juan, y, por la índole de sus empresas, gusto más de don
Juan que de Napoleón. Este luchaba por la gloria y el poder, mientras que
las luchas de don Juan, siempre buscaban la conquista del amor, que vale
más para mí como ideal, que el poder y la gloria.
Y ahora, veamos si en las frases de Zozaya, parecidas a las de Unamuno,
hay alguna razón.
"El burlador de Sevilla, dice Zozaya, se nos antoja un fanfarrón, etc.,"
Y digo yo: si fanfarrón era don Juan no le iba en zaga don Quijote. Casi
puede decirse que si eliminamos las fanfarronadas quijotescas de la obra de
Cervantes poco o nada quedaría del gran libro. Como que a cada paso que
da el buen manchego suelta mil fanfarronadas. Y no veo yo por qué hemos
de encontrar censurable en don Juan lo que aplaudimos en Don Quijote.
Lo que hay es que ni las fanfarronadas del uno ni las del otro tienen nada
de particular. En ambos resulta excusable y hasta simpático el fanfarronear.
Fanfarronean de puro repletos que están de su ideal, de puro entregados
que están ambos a la generosa confianza en sí mismos que nace de sentirse
a la altura del papel o misión que desempeñan. Así es como creo yo que es
justo interpretar estas fanfarronadas. Todos fanfarroneamos, con mayor o
menor disimulo. Mientras más llenos estamos de nosotros mismos, mien-
tras más pujanza de vida tenemos, más natural es que soltemos fanfa-
rronadas. Y el único reparo, que cabe hacer a los fanfarrones es el de la
insinceridad. Pero, sea usted sincero, mi señor don Alonso o mi señor don
Juan, y ya puede usted cansarse de decir fanfarronadas, pues, lejos de
tenérselas a mal, se las aplaudiremos, ya que ellas son como un comentario
o música con que usted se acompaña y nos recrea a lo largo del camino.
"El famoso burlador de Sevilla se nos antoja un fanfarrón incapaz de
sentir el amor ni las grandes concepciones de la vida."
¿En qué se fundará Zozaya para ese antojo de creer al insigne sevillano
incapaz de sentir el amor? Tan lo sintió que no dejó en su corazón sitio
para ningún otro sentimiento. Tan lo sintió que le entregó su alma y su
cuerpo, y ya no pudo hacer otra cosa en la vida que amar. Amó desaforada-
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mente, como si una llama infernal o divina (yo tengo para mí que divina)
le abrasara el alma, siendo este amor lo mismo que un torrente desbordado
que se henchía más y más mientras más avanzaba, mientras más corría.
No amó a ésta, ni a aquélla, ni a la de más allá, sino a todas. Donde quiera
que ardían unos ojos de mujer o detonaba el rojo de unos labios en flor,
o un talle femenino mostraba su inquietante curvatura, allí estaba él do-
blando gentilmente la rodilla y diciendo todo trémulo su ferviente plegaria
de amor.
Y mientras don Quijote, allá en las soledades umbrías de la sierra, hacía
el amor tan por lo fino que lo desnaturalizaba, lo sacaba de quicio, y lo
echaba a perder, ensartando sutilezas escolásticas y discreteos retóricos
como único tributo amoroso a la sombra, que no a la persona, de la amada,
cuando lo que pide el amor no son discreteos ni sutilezas sino llamas y lava;
mientras don Quijote, repito, imaginaba el amor en lugar de sentirlo, y se
valía de él como de un juguete o embeleco para imitar con mil fingidos ayes,
suspiros, letanías y aleluyas de enamorado platónico las congojas amorosas
de los caballeros andantes, don Juan seguía paladeando, en vivas y des-
bordantes ánforas de amor, mieles exquisitas, sin apagar jamás la sed
inmensa de su alma de brasa. ¿Cómo, pues, se atreve nadie a decir de mi
héroe que era incapaz de sentir el amor cuando le vemos amar de esta
manera, llegando en su embriaguez erótica hasta retar a Dios siendo un
creyente? Precisamente en esto encuentro yo el toque definitivo de sublime
grandeza que hay en el tipo de Don Juan. En que siendo hombre de su
tiempo, atado por la doctrina que profesaba a la superstición horripilante
del cielo y el infierno, cumplió atrevidamente su hermoso destino, y no
tembló jamás ni ante la hostil mirada de los hombres ni las terribles iras
de su Dios.
No; no declamó Don Juan el amor como lo declamaron Petrarca y Qui-
jotes; sino que lo sintió, lo vivió, lo llevó como un sol en sí mismo y de su
luz y su calor se inundaron cabañas y palacios.
Pero es, dice Zozaya, que en la lista de sus mujeres no hay una sola
conquistada por su magnanimidad y nobleza.
¡Aviado hubiera estado don Juan si hubiera usado de tales armas, la mag-
nanimidad y la nobleza, para sus conquistas! Con estas virtudes la única
cosa femenina que se puede conquistar es la buena opinión de nuestros
semejantes, y tras la buena opinión, la estimación de hombres y mujeres;
pero éstas, las mujeres, ya es sabido que no se rinden al que estiman sino
al que aman, y de la estimación al amor hay mas camino por andar que
de aquí a la luna.
Además; para un alma de mujer no hay magnanimidad ni nobleza com-
parables a las de dejarles en los oídos, o en los ojos, o en los labios una cálida
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manifestación de amor. Don Juan, que no era bobo, sabía esto, y por ello
fué que no perdió su tiempo en otras magnanimidades.
Y ahora caemos en la más morrocotuda aseveración de Zozaya; la de
que las mujeres deben despreciar a, Don Juan tanto como reverenciar a
Don Quijote, porque "ni una sola vez el amante de Doña Inés comprende
ni menos tributa consideración a su sexo".
No, señor Zozaya; usted podrá lograr que las mujeres reverencien a Don
Quijote todo lo que quiera, pero esperar que desprecien a don Juan, a ese
gran místico del amor que consagró a ellas, las mujeres—su vida toda y
hasta la salvación de su alma, eso sí que ni usted ni nadie lo podrá alcanzar
mientras no cambie de raíz la adorable condición de la mujer.
Que el amante de Doña Inés no comprendió ni tributó consideración al
sexo femenino... . ¡Vaya una atrocidad, digna, por lo menos, de mil furi-
bundos arañazos de mujer!
¿Qué consideración mayor, qué tributo mas alto puede ofrecérsele a la
mujer que enloquecer por ella con la grande y con la bella locura de Don
Juan? ¿Acaso podían las mujeres exigirle a mi héroe más de lo que hizo
atreviéndose por ellas hasta arrostrar la cólera de Dios y la amenaza
horrenda del cielo?
¿Qué consideración, qué culto mostró Don Quijote por el sexo femenino
cuando ni a una sola de las mujeres que le amaron, o lo fingieron amar
supo corresponder de un modo generoso? ¿Cuántas veces los épicos ijares
del gran Rocinante ensangrentaron la espuela de su señor, anheloso de
llegar rápidamente hasta los pies de una mujer para hacerle la divina merced
de "encenderle los labios con un beso de amor"?
—Pero es, replica Zozaya, que a Don Juan le basta una semana para
rendir a sus fáciles víctimas y una hora para olvidarlas.
¿Y qué? digo yo. ¿Se iba a pasar la vida junto a la primera flor que hubo
de hallar en su camino, cuando había tantas, igualmente adorables, que le
esperaban para ensayar en él la virtud milagrosa de su aroma?
No se puede, mi querido señor Zozaya, comprender y juzgar a Don Juan,
ni comprender y juzgar a César, Napoleón, ni a hombre ninguno de una
fuerte y original personalidad, con pueriles escrúpulos de beata. Un hombre
que le consagre todo el hervor de su sangre y de su alma a una sola mujer,
será, dentro del transitorio artificialismo del actual mecanismo social, un
buen esposo, un buen padre, un excelente ciudadano; pero ese mismo hom-
bre ante la naturaleza no tendrá más remedio que bajar la frente y con-
fesarse humillado que es casi un eunuco. Quien, en medio de un jardín donde
ondulasen gallardamente todas las flores que alegran el mundo, sintiese
de repente que ha saciado en una sola flor toda su sed de belleza, ¿podría
pretender que le tuviéramos por verdadero amante de las flores?
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No es, pues, extraño que, atormentado Don Juan por ansias incurables
de belleza, no se detuviese largo tiempo junto, a cada mujer que le amó.
Era poeta, y cuando estaba al lado del jazmín soñaba con la dalia, y cuando
se paraba junto a ésta, le sonreía a lo lejos la incitante visión del clavel o
la rosa. El camino por recorrer era largo y había que andar de prisa y saber
olvidar. El olvidó, y fué mejor así. Mejor para Don Juan y mejor para ellas.
Mejor para Don Juan, porque sólo pasando y olvidando velozmente era
posible servir a su ideal. Y mejor para ellas—las mujeres—porque si tenían
alma, sobre la pena del olvido ha debido flotar el consuelo de que vale más
el recuerdo de una hora del amor de Don Juan que la realidad de una vida
muy larga de amor en el alma de pavo de un hombre vulgar.
Y es porque comprenden todo esto que ellas—las mujeres—seguirán por
siempre reverenciando a Don Quijote como quieren Zozaya y Unamuno . . .
¡pero amando a Don Juan!
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