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Typee Herman Melville Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Herman Melville

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Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

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2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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¡Seis meses en el mar! Sí lector, como looye, seis meses sin ver tierra; navegando a lacaza de la ballena bajo el ardiente sol del Ecua-dor y sacudidos por las olas del encrespadoPacífico... Encima, el cielo; alrededor, el mar ¡ynada más! Semanas y semanas han pasadodesde que se agotaron nuestras provisionesfrescas. No queda ni una batata ni un solo ña-me. ¡Ay! Aquellos enormes racimos de plátanoque una vez adornaron la popa y el alcázar handesaparecido; y las deliciosas naranjas que col-gaban de las plataformas y los estays... ¡tam-bién desaparecieron! Sí, todo se agotó y sóloqueda carne salada y galletas duras. ¡Ah, uste-des, marineros de camarote, que arman tal al-boroto por un pasaje de dos semanas a travésdel Atlántico; que con tal patetismo narran lasdificultades y penurias que se sufren en elocéano, donde, después de una jornada de des-ayuno, comida y cena opulentos conversando,jugando naipes y bebiendo vino espumante, sutriste destino es encerrarse en camarotes de

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roble y caoba a dormir diez horas seguidas sinalgo que los perturbe, a no ser "esos inútilesmarineros vociferando y holgazaneando alláarriba"... ¿Qué dirían ustedes de estos seis me-ses sin siquiera ver tierra?

¡Oh, cuánto diera por la refrescante mi-rada a una simple brizna de hierba... por sabo-rear el aroma de un puñado de tierra! ¿Nohabrá algo fresco cerca? ¿No hay algo verdeque admirar? Sí, el interior de la borda estápintado de verde, pero de un tono horrible ypálido, como si nada que ostente siquiera laapariencia del verde pudiera florecer tan lejosde tierra. Hasta la corteza de la madera queahora usamos como leña fue roída y devoradapor un cerdito del capitán; y de eso tambiénhace tanto tiempo que el propio cerdito fuedevorado.

En el gallinero queda un único inquili-no: el otrora alegre y apuesto gallo, de intrépi-da conducta entre las tímidas gallinas. Mírenloahora; hélo ahí, todo el día abatido, sobre su

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incansable pata. Se aparta con repugnancia delgrano enmohecido que tiene delante y del aguasalobre de su cuenco. Sin duda sufre por lapérdida de sus compañeras, literalmente arre-batadas a él unas tras otra para no verlas jamás.Pero sus días de sufrimiento están contados,pues Mungo, nuestro negro cocinero, me dijo lavíspera que al fin se había dictado sentencia yla suerte del pobre "Pedro" estaba echada. Sumenguado cuerpo se pondría sobre la mesa elpróximo domingo y mucho antes del anochecersería sepultado con todas las ceremonias acos-tumbradas, dentro del estómago del capitán.¿Quién pudiera creer que exista alguien tancruel como para desear la muerte del infortu-nado Pedro? Sin embargo, nuestros marinerosruegan a cada momento -¡egoístas!- para que ala miserable ave le llegue su fin. Argumentanque el capitán no pondrá proa a puerto hastadisfrutar antes de un plato de carne fresca. Sóloesta infeliz ave puede proporcionarla; y unavez devorada, el capitán entrará en razón. No

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os deseo daño, Pedro, mas como estáis conde-nado tarde o temprano a seguir la suerte detoda vuestra especie, y como poner punto finala vuestra existencia será la señal de nuestraliberación, ¡cuánto deseo -a decir verdad- queseáis decapitado en este mismo instante! ¡Oh,cuánto anhelo volver a ver tierra llena de vida!El propio viejo barco añora divisar tierra unavez más a través de sus escobenes, y Jack Lewisasintió el otro día cuando el capitán criticó susmaniobras.

-Pues verá, capitán Vangs -ripostó va-lientemente Jack- , soy tan buen timonel comoel que más, pero ya ninguno de nosotros puedehacer maniobrar a esta "anciana". No podemosmantenerla bajo control, señor; nunca la he vi-gilado tanto, sin embargo, no responde a timón;luego, cuando la hago girar suavemente y tratode obligarla a trabajar, lo toma a mal y vuelve asalirse de rumbo; y todo porque sabe que haytierra a babor, señor, y no quiere virar a estri-bor.

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¿Sí? ¿Y por qué querría, Jack? ¿No cre-cieron en tierra cada uno de sus resistentes ma-deros, y no siente ella tanto como nosotros?

¡Pobre barco! Su propia apariencia refle-ja sus deseos; ¡en qué deplorables condicionesse encuentra! La pintura de sus costados, calci-nada por el sol abrasador, está ampollada yquebrada. Vean las algas que arrastra y cuándesagradables son esos horribles crustáceos queha agrupado en su popa; y cada vez que alza suproa, muestra sus chapas de cobre desgarradaso colgando en tiras cercenadas.

¡Pobre barco! repito; durante seis mesesha navegado y cabeceado sin descansar un ins-tante. Pero ¡calor! señora mía, espero verospronto a un minuto de alegre tierra, fondeadacómodamente en una verde caleta, protegidade los fuertes vientos.

-¡Viva, muchachos! Ya está resuelto: lasemana entrante nos dirigimos a las Marque-sas...

¡Las Marquesas! ¡Qué curiosas visiones

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de cosas extravagantes inspira el solo nombrar-las! Huríes desnudas... banquetes caníbales...innumerables cocoteros... arrecifes coralinos...jefes tatuados... templos de bambú; soleadosvalles plantados de árboles del pan... canoastalladas danzando sobre las destellantes aguasazules... bosques silvestres cuidados por ídoloshorripilantes... ritos paganos y sacrificios humanos.

Tales fueron los presentimientos extra-ñamente mezclados que me obsesionaron du-rante todo el trayecto desde que zarpamos. Sen-tía una irresistible curiosidad por ver esas islas,descritas tan ardorosamente por los viajeros deantaño.

El grupo al que nos dirigíamos ahora(aunque estaba entre los primeros descubri-mientos europeos en el Mar del Sur, visitadopor primera vez en 1595)1 sigue estando habi-

1 Las Islas Marquesas fueron descubiertas en1595 por Álvaro de Mendaña, que zarpara de Perú;

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tado por seres tan extraños y salvajes como losde entonces. Los misioneros enviados en susagrado errar habían navegado a lo largo desus adorables costas y las habían abandonado asus ídolos de madera y piedra. Interesantes sonlas circunstancias de su descubrimiento. En elrumbo de las naves de Mendaña, quien nave-gaba en busca de alguna región rica en oro,aparecieron estas islas como un lugar encanta-do, y por un momento el español pensó que subrillante sueño se había hecho realidad. Enhonor al marqués de Mendoza, entonces virreydel Perú, -bajo cuyos auspicios zarpó el nave-gante- les confirió el nombre que denota el ran-go de su patrono y ofreció al mundo, a su re-greso, un relato ambiguo y suntuoso de su be-lleza. Pero estas islas, imperturbadas duranteaños, volvieron a caer en su anterior oscuridad

las bautizó en honor no del virrey, sino de su esposala Marquesa de Mandonca.

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y sólo recientemente se ha conocido algo res-pecto de ellas. Cada cincuenta años, más o me-nos, algún explorador aventurero interrumpiríasu pacífico reposo, y asombrado por el extraor-dinario paisaje se sentiría tentado a proclamarel mérito de un nuevo descubrimiento.

De este interesante grupo se ha habladopoco, excepto una ligera mención en los esbo-zos de los viajes por el Mar del Sur. Cook, ensus reiteradas circunnavegaciones del globo2,apenas rozó sus costas; y todo lo que sabemosde ellas proviene de algunas narraciones gene-rales. Entre estas, dos las mencionan con parti-cularidad: el Diario de viaje de la fragata esta-dounidense 'Essex' al Pacífico, durante la últimaguerra3 de Porter, según se dice, contiene algu-

2 En 1774 Cook recaló brevemente en las Islas Marque-sas.

3 El título exacto del libro es Journal of a CruiseMade to the Pacific Ocean in the U.S. Frigate "Essex" in1812-13-14 (2 vols, Philadelphia, 1815). El capitánDavid Porter de la Marina de los Estados Unidos,

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nos detalles interesantes sobre los habitantes delas islas. Sin embargo, nunca me he topado conesta obra; y Stewart, el capellán de la corbetanorteamericana "Vincennes"4, también dedicó a

autor del libro, comandó el "Essex" durante la gue-rra de 1812 y, luego de capturar una serie de barcosen el Atlántico, bordeó el Cabo de Hornos, acosó alos balleneros británicos, en el Pacífico Sur y en no-viembre de 1813 tomó posesión de la isla de Nuku-jiva en nombre de los Estados Unidos. Aliado a otrastribus, invadió el valle de Typee y, después de unatenaz resistencia derrotó a sus habitantes e incendiómuchas de sus casas. Sin embargo, no pudo some-terla por completo y al abandonarla en 1814, losEstados Unidos no reclamaron la isla formalmente,se reanudó el estado de guerra entre los nativos y lostaipis desconfiaron permanentemente de los extran-jeros. El Diario de Porter fue una de las principalesfuentes de información de Melville para escribirTypee y su nombre aparece a menudo en sus páginas4 6Stewart, el capellán de la corbeta norteamericana "Vin-cennes": A Visit to the South Seas, in the U.S. SHIP"Vincennes" during the Years 1829 and 1830 de C. S.

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este mismo tema parte de su libro, titulado Unavisita a los Mares del sur.

En los últimos años, algunos barcos in-gleses y norteamericanos, enfrascados en laextensa captura de la ballena en el Pacífico, hanentrado ocasionalmente, cuando escasean lasprovisiones, en el cómodo puerto que existe enuna de las islas; pero el temor a los nativos,basado en el recuerdo de la horrible suerte quecorrieron muchos blancos caídos en sus manos,ha desalentado a sus tripulaciones a mezclarselo suficiente con la población para conocer biensus peculiares costumbres.

Las Misiones Protestantes parecen haberperdido la esperanza de reclamarle estas islas alpaganismo. El uso que han hecho de estas mi-siones los nativos ha intimidado hasta a los más

Stewart (2 vols, New York, 1831) fue otra fuente de in-formación importante para Melville. Comandado por elcapitán William Bolton Finch, el "Vincennes" viajó a lasMarquesas

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osados. Ellis5, en sus Polynesian Researches,brinda algunos relatos interesantes sobre losabortados intentos de la misión de Tahití6 porestablecer una delegación en algunas islas deeste grupo. Poco antes de mi visita a las Mar-quesas se produjo un curioso incidente relacio-nado con estos empeños, el cual no puedo dejarde mencionar.

Un intrépido misionero, resuelto ante el

5 Ellis: William Ellis, de la Sociedad Misionera deLondres, llegó a las Islas de la Sociedad en 1817 ytrabajó durante muchos años entre los polinesios. Suobra, Polynesian Researches (4 vols., London, 1833),fue la tercera fuente usada por Melville.

6 La Misión de Tahití: Melville evidentemen-te se refiere a la llegada en 1834 de los representan-tes de la Sociedad Misionera de Londres, los señoresStallworthy y Rodgerson. Al parecer fue Rodgersonel que fuera objeto de las poco delicadas investiga-ciones de los marquesinos

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poco éxito de los empeños anteriores por conci-liar a los salvajes, y confiando en la eficacia dela influencia femenina, introdujo entre ellos asu joven y bella esposa: la primera mujer blancaque visitara estas costas. Al principio los habi-tantes de las islas miraron con muda admira-ción un prodigio tan inusitado y parecían incli-nados a considerarla una nueva divinidad. Peropoco después, al familiarizarse con su encanta-dor aspecto y recelosos de los ropajes que cu-brían sus formas, se lanzaron a rasgar el sagra-do velo de calicó que la divinizaba y en grati-tud a su curiosidad sobrepasaron los límites delas buenas costumbres hasta el punto de ofen-der el sentido del decoro de la dama. Una vezcerciorados de su sexo, su idolatría se convirtióen desprecio y no hubo fin a las afrentas profe-ridas contra ella por los salvajes, quienes seexaltaron por el engaño de que creían habersido objetos. Para horror de su afectuoso espo-so, la despojaron de su ropa y dieron a enten-der que ya no continuaría con sus ofensas im-

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punemente. La dulce dama no fue lo suficienteangelical para soportar este desmán y, temero-sa de otros improperios, obligó a su esposo aabandonar su empresa y juntos regresaron aTahití.

Menos timidez por sus encantos mostróla Reina de la isla, la bella esposa de Mowanna,rey de Nukujiva7. A unos dos o tres años de

7 Mowanna, rey de Nukujiva: Moana II, jefede la tribu Tau, era el jefe supremo de Nukuji-va, con nebulosos derechos feudales sobre losdemás jefes. Su reinado fue interrumpido porun viaje a Inglaterra y un período de esclavituden las Islas del Navegante, de la cual fue resca-tado y regresado a Nukujiva en 1839 por unmisionero llamado Thompson. Sus derechos de"rey" son dudosos; fue ascendido a este puestopor los franceses quienes lo eligieron como untítere. Su "Reina", como Melville parece desco-nocer sorprendentemente, era la hija de quinceaños de edad de un jefe del valle del Typee.

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acaecidos estos sucesos, tuve la suerte de tocarestas islas mientras me encontraba a bordo deun buque de guerra8. Entonces los francesesmantenían la posesión de las Marquesas poralgún tiempo y ya se enorgullecían de los bené-ficos efectos traídos por su jurisdicción, comopodía discernirse por la deportación de los na-tivos. ¡Claro! en uno de sus intentos por refor-marlos masacraron alrededor de ciento cin-cuenta en Juitijú... pero eso es historia. En laépoca a que me refiero, la escuadra francesavisitaba la bahía de Nukujiva y durante unaentrevista entre uno de sus capitanes y nuestrorespetable Comodoro, el primero sugirió quenosotros, como buque insignia de la escuadranorteamericana, debíamos recibir personalmen-te una visita de la pareja real. El oficial francéstambién manifestó, con evidente satisfacción,que bajo sus instrucciones el rey y la reina

8 Melville se refiere a su segunda visita a Nukujiva el 6 deoctubre de 1843, cuando servía en el "U. S. S. UnitedStates

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habían adquirido los conocimientos adecuadossobre su elevada posición, y en todas las cere-monias se comportaban con la debida digni-dad. En consecuencia, se hicieron los preparati-vos para recibir a bordo a sus majestades deforma correspondiente con su rango.

En una tarde clara, una canoa alegre-mente engalanada con gallardetes se vio partirdesde una de las fragatas francesas y se dirigiódirectamente hacia nosotros. En la popa esta-ban reclinados Mowanna y su cónyuge. A me-dida que se acercaban les brindamos todos loshonores que merecían los miembros de la rea-leza: maniobramos las vergas, disparamos unsaludo y les dimos la bienvenida con algarabía.

Ascendieron por la escala de visita, re-cibieron el saludo del Comodoro, sombrero enmano y, al pasar por el alcázar, la guardia pre-sentó armas a la vez que la banda entonaba "Elrey de las Islas Caníbales". Hasta ahí todo ibabien. Los oficiales franceses reían y gesticula-ban con excesiva alegría, maravillosamente

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complacidos por la discreta manera en que es-tos distinguidos personajes se comportaban.

Su apariencia indudablemente había si-do calculada para producir un efecto. Su majes-tad el Rey llevaba un magnífico uniforme mili-tar, cargado de cordones y tejidos dorados,mientras que su cabeza rapada estaba cubiertapor una corona de cobre con plumaje de aves-truz. Sin embargo, había un ligero defecto en suapariencia: una gran mancha tatuada se exten-día por todo su rostro a la altura de los ojos,semejante a un gran par de gafas; y un rey engafas inspira ideas grotescas... Pero fue en losatuendos de la bella figura de su trigueña espo-sa que los modistos de la flota evidenciaron laalegría del gusto nacional. Vestía un llamativotejido de color escarlata, adornado con sedaamarilla que, al descender por debajo de susrodillas, exponía sus piernas desnudas, embe-llecidas con tatuajes en espiral, asemejándoseun poco a dos minúsculas columnas de Traja-

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no9. Sobre la cabeza llevaba un gracioso turban-te de terciopelo púrpura, adornado con espigasplateadas y coronado por un penacho de plu-mas diversas.

La tripulación de la nave, inclinada so-bre el pasamano para poder apreciar mejor elpanorama, atrajo pronto la atención de la reina.Sus ojos se clavaron en la figura de un viejo lobode mar, cuyos brazos, piernas y pecho descu-biertos mostraban tantas inscripciones en tintachina como la tapa de un sarcófago egipcio.Haciendo caso omiso de todas las indicacionesy reprimendas disimuladas de los oficialesfranceses, se acercó de inmediato al hombre,abrió más la pechera de su jersey, subió unapierna del ancho pantalón del marino y miró

9 Dos minúsculas columnas trajanas: la peculia-ridad de la columna trajana es el hecho de que mos-traba las campañas y victorias del emperador Traja-no en un friso tallado en bajo relieve que ascendíapor la columna en espiral.

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con admiración el pene azul-rosáceo que quedóasí a la vista de todos. Se asió al individuo aca-riciándolo y expresando su deleite con una se-rie de salvajes gestos y exclamaciones. El des-concierto de los educados galos ante suceso taninesperado puede imaginarse fácilmente, perofigúrense su consternación cuando de pronto ladama real, deseosa de mostrar los jeroglíficosque llevaba su dulce figura, se inclinó haciadelante por un momento y dando un mediogiro, se alzó la saya y reveló una escena de lacual los horrorizados franceses se apartaronprecipitadamente y lanzándose en sus botes,huyeron de tan catastrófica demostración.

CAPÌTUIO DOS

La antesala de las Marquesas - Somno-lencia a bordo - Visión del Mar del Sur - ¡Tierra ala vista! - La escuadra francesa fondeada en la ba-hía Nukujiva - Un extraño piloto - Una escolta decanoas - Una flotilla de cocos - Visitantes a nado -

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El "Dolly" abordado por ellas - Lo que siguió des-pués.

Nunca olvidaré los dieciocho o veintedías durante los cuales los ligeros vientos ali-sios nos empujaron suavemente hacia las islas.En busca de la ballena habíamos estado nave-gando por el Ecuador a unos veinte grados aloeste de las Galápagos; y toda nuestra faena,después de determinado nuestro derrotero, fueajustar las vergas y mantenernos a favor delviento: el buen barco y la constante brisa haríanel resto. El timonel nunca forzó a la "anciana"con maniobras extravagantes, sino que ajustósus piernas cómodamente en la caña del timóny echó siestas de una hora de duración. Cum-pliendo su labor, el "Dolly" no se salió de surumbo y, como esos personajes que siempretrabajan mejor por sí solos, realizó su trayectocon ligereza como el experimentado naveganteque era.

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¡Qué delicioso período de lánguidaociosidad tuvimos mientras nos deslizamos conel viento! No había que hacer nada; circunstan-cia que coincidía perfectamente con nuestrosdeseos de trabajar. Abandonamos completa-mente nuestros camarotes y extendiendo untoldo sobre el castillo de proa, dormimos, comi-mos y holgazaneamos allí el santo día. Todosparecían estar narcotizados. Incluso los oficia-les, cuyo deber les prohibía sentarse en susguardias, casi no podían mantenerse en pie einvariablemente tenían que ceder, recostarsecontra la borda y mirar absortos al mar. Eraimposible leer; en cuanto se abría un libro, elsueño no se hacía esperar.

Aunque no podía evitar ceder a la gene-ralizada languidez, en ocasiones lograba vencerel hechizo y admirar la belleza que tenía a mialrededor. El cielo presentaba una vasta exten-sión del azul más nítido y delicado, excepto enel horizonte, donde se podía divisar un finomanto de nubes pálidas que nunca cambiaban

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de forma ni color. Las prolongadas y acompa-sadas ondulaciones del Pacífico llegaban a no-sotros; su superficie quebrada por alguna pe-queña ola que brillaba bajo el sol. De cuando encuando un banco de peces voladores, asustadospor la corriente de agua desplazada por la qui-lla, saltaban en el aire y caían un segundo des-pués como una llovizna argentina sobre el mar.Entonces aparecía la soberbia albacora, con supiel destellante, saltando y a menudo descri-biendo un arco en su descenso, para desapare-cer bajo la superficie. A lo lejos, podía obser-varse el altivo chorro de la ballena y más cerca,casi al alcance de la mano, el tiburón merodea-dor; ese villano de los mares navegaba junto anosotros y, a una distancia prudencial, nosatisbaba con sus ojos diabólicos. En ocasiones,algún monstruo informe de las profundidadesque flotaba en la superficie, cuando nos acer-cábamos, se hundía lentamente en las azulesaguas y se perdía de vista. Pero el rasgo másimpresionante de esta escena era el silencio casi

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imperturbable que reinaba entre cielo y mar.Escasamente se oía algún sonido, salvo la respi-ración ocasional de la orca y el murmullo deltajamar cortando el agua. A medida que nosacercábamos a tierra, saludé con agrado la apa-rición de innumerables aves marinas. Chillandoy volando en espiral, acompañaron al barco y amenudo se posaban en sus vergas y estays. Esesujeto piratesco, apropiadamente llamado "hal-cón de los mares" con su rojo pico y negro plu-maje, voló sobre nosotros en círculos cada vezmenores hasta poderse distinguir ese extrañodestello de sus ojos; y entonces, satisfecho conlo observado, alzó su vuelo y desapareció en elaire. Pronto aparecerían otras pruebas de nues-tra proximidad a tierra y no tardaría mucho enoírse el alegre anuncio de que se divisaba, dadocon esa peculiar prolongación del sonido queadora el marino:

-¡Tieeerraa!El capitán, precipitándose a cubierta

desde su camarote, pidió a gritos su catalejo; el

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piloto con voz más alta, preguntó al vigía:-¿Hacia dóondee?El cocinero negro sacó su encrespada

cabeza por una claraboya y "Contramaestre", elperro, saltó entre las bitas y ladró fuertemente.¡Tierra! Sí, ahí estaba. Una apenas perceptible eirregular línea azul indicaba el escarpado con-torno de las elevadas alturas de Nukujiva.

Esta isla, generalmente una de las Mar-quesas, es considerada por algunos navegantescomo parte de un grupo aparte que comprendelas islas de Rujuka, Ropo y Nukujiva, las cualesrecibieron el nombre de Islas Washington.Forman un triángulo entre los 8°38' y 9°32' lati-tud sur y los 139°20' y 140°10' longitud oeste deGreenwich. Con qué poca exactitud se consi-deran un grupo aparte, se apreciará de inme-diato si se tiene en cuenta que están en la ve-cindad inmediata de otras islas, o sea, a menosde un grado al noroeste de ellas, que sus habi-tantes hablan el dialecto de las Marquesas yque sus leyes, religión y costumbres generales

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son idénticas. El único motivo por el cual fue-ron apartadas tan arbitrariamente puede atri-buirse al singular hecho de que su existencia sedesconocía completamente hasta 1791, año enque fueron descubiertas por el capitán Ingra-ham10 de Boston, Masachusetts, casi dos siglosdespués del descubrimiento de las islas colin-dantes por el enviado del virrey español. Apesar de esto, seguiré el ejemplo de la mayoríade los viajeros y las trataré como parte inte-grante de las Marquesas.

Nukujiva es la isla más importante deeste grupo, pues es la única en la que los barcossuelen parar y se conoce como el lugar en queel intrépido capitán Porter aprovisionó sus na-

10 Aunque las islas del sur de las Marquesas habían sidodescubiertas por los españoles en el siglo XVI y habíansido visitadas por un número de barcos en los dos siglosposteriores, las islas del norte escaparon a la atención delos navegantes hasta 1791, cuando fueron descubiertaspor el capitán Joseph Ingraham, al frente del mercanteestadounidense "Hope".

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ves11 durante la última guerra entre Inglaterra ylos Estados Unidos, y desde ella saltó sobre lagran flotilla de balleneros que navegaba poresos mares bajo pabellón enemigo. Esta islatiene unas veinte millas de largo y casi la mis-ma cantidad de ancho. Posee tres buenos puer-tos en sus costas; el mayor y mejor de los cualeses llamado por los moradores "Taioji" y bauti-zado por el capitán Porter como Bahía Massa-chussets. Las diversas tribus que habitan lascostas de las demás bahías, y todos los viajeros,la conocen generalmente por el nombre otorga-do a la propia isla: Nukujiva. Sus habitantes secorrompieron un poco, debido al reciente co-mercio con los europeos, pero en cuanto a suscostumbres peculiares y modo de vida general,han mantenido su carácter primitivo original,permaneciendo casi en el mismo estado naturalque el observado por los primeros hombres

11 El capitán Porter aprovisionó sus naves: véase la notaNº 5

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blancos. Los clanes hostiles que residen en laszonas más remotas de la isla y que en muy es-casas ocasiones se comunican con los extranje-ros, han permanecido en todos los aspectosinalterables en su conocido comportamiento deantaño.

La bahía de Nukujiva era el fondeaderoque deseábamos encontrar. Observamos la pe-numbra de las montañas al ocaso; y después denavegar toda la noche con una brisa muy lige-ra, nos encontramos muy cerca de la isla a lamañana siguiente, mas como la bahía que bus-cábamos estaba en la parte opuesta, nos vimosobligados a seguir bordeando la costa, admi-rando a medida que avanzábamos breves imá-genes de floridos valles, profundas cañadas,saltos de agua y ondulantes palmeras, ocultospor puntas y promontorios rocosos que en cadaocasión nos mostraban nuevos y sorprendentespaisajes de original belleza.

Los que navegan por primera vez a tra-vés del Mar del Sur por lo general se sorpren-

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den cuando ven la isla desde el mar. De losvagos recuentos que en ocasiones nos llegansobre su belleza, muchos se imaginan ampulo-sas y exaltadas planicies, matizadas por lasombra de deliciosas palmeras y provistas delas aguas de susurrantes arroyuelos, y todo elcampo con pocas elevaciones con el océano enderredor. La realidad es bien distinta: escar-padas costas rocosas, con sus elevados acanti-lados batidos por las olas, interrumpidas enocasiones por profundas gargantas que presen-tan a la vista boscosos valles, separados porestribaciones revestidas por acolchados céspe-des, que se deslizan hacia el mar desde un in-terior elevado y agreste; estos son los rasgoscaracterísticos de estas islas.

Hacia el mediodía estuvimos frente a laentrada del puerto y por fin bordeamos lenta-mente el promontorio intermedio y entramosen la bahía de Nukujiva. No hay palabras quehagan justicia a su belleza... pero mis ojos nopudieron apreciarla, sólo vi la bandera tricolor

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de Francia ondeando en el pabellón de seis na-ves, cuyos negros cascos y erizados costadosproclamaban su belicosidad. Ahí estaban, flo-tando en esa adorable bahía; las verdes emi-nencias de la costa las miraban quedamentecomo rechazando la severidad de su porte. Amis ojos nada podía desentonar más que esosbarcos; pero pronto conocí el motivo de su pre-sencia. El grupo de islas había sido tomado porel contraalmirante Du Petit Thouars, en nombrede la invencible nación francesa 12

Recibimos esta información del más ex-traordinario individuo, un genuino vagabundode los Mares del Sur, que llegó a nuestro barco

12 El grupo de islas había sido tomado por el contraalmi-rante Abel Du Petit Thouars quien comenzó la anexión delas Islas Marquesas en Tauata, en el grupo sur el 1ro demayo de 1842 y la completó cuando llegó a Nukujiva el 2de junio del mismo año. De los seis barcos que vio Mel-ville, sólo cinco eran buques de guerra; el sexto era unmercante que trajo de Valparaíso el caballo que maravillótanto a los marquesinos.

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en un bote ballenero en cuanto entramos a labahía y, con la ayuda de algunos hombres be-névolos que se encontraban en la pasarela, su-bió a bordo, porque nuestro visitante tenía esegrado de embriaguez en que el hombre se tornademasiado amistoso e inútil. A pesar de queapenas podía mantenerse en pie o deslizar sucuerpo por cubierta, no cesó de brindar mag-nánimamente sus servicios para pilotear el bar-co hasta un fondeadero seguro. Nuestro capi-tán, desconfiando de sus habilidades en estesentido, se negó a reconocer el carácter queasumía el sujeto; sin embargo nuestro personajeestaba determinado a desempeñar su papelpues, a fuerza de mucho insistir, logró colarseen el bote de estribor y, sosteniéndose de unobenque, empezó a vociferar sus órdenes consorprendente volubilidad y gestos muy caracte-rísticos. Por supuesto que nadie obedeció susvoces de mando; sin poder acallarlo, pasamospor delante de los barcos de la escuadra france-sa, cuyos oficiales observaron con claridad la

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actuación de este extraño personaje.Luego conoceríamos que nuestro excén-

trico amigo había sido teniente de la marinainglesa, pero habiendo deshonrado su banderacon alguna punible conducta en uno de losprincipales puertos de ultramar, abandonó subarco y vagó durante años por las islas del Pa-cífico hasta que estando accidentalmente enNukujiva cuando los franceses tomaron pose-sión de la plaza, fue nombrado práctico delpuerto por las autoridades recién constituidas.

A medida que avanzábamos lentamentepor la bahía, numerosas canoas partieron deambas orillas y pronto nos vimos en medio deuna flotilla de ellas cuyos salvajes ocupantesluchaban por abordarnos, empujándose unos alos otros en su infructuoso empeño. En ocasio-nes las sobresalientes batangas de sus chalupaschocaban entre sí y, enredándose bajo la super-ficie, amenazaban con volcarlas, luego sobre-vendría una escena de confusión imposible dedescribir. Nunca antes había presenciado gestos

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tan apasionados ni tamaño alboroto; Podíapensarse que los indígenas iban a degollarseentre sí, cuando en realidad trataban de desen-redar cordialmente sus barcas.

Esparcidos entre las canoas pude obser-var una serie de cocos que flotaban muy unidosen grupos y se sumergían una y otra vez con elvaivén de las olas. Por algún motivo inexplica-ble los cocos se acercaban gradualmente a nues-tro barco. Me incliné con curiosidad a la bordatratando de descifrar el misterio, cuando ungrupo más avanzado que los demás, atrajo miatención. En su centro pude adivinar la formade un coco, pero de una de las especies másextraordinarias que haya visto jamás. Giraba ydanzaba constantemente entre los demás de lamanera más singular y a medida que se acerca-ba, le noté un marcado parecido con el pardocráneo rapado de uno de los salvajes. Luegoreveló un par de ojos y comprendí que lo quehabía tomado por un fruto era en realidad lacabeza de un indígena, quien había adoptado

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este peculiar modo de llevar su producto almercado. Los cocos estaban unidos con tiras dela cáscara, parcialmente arrancada y amarradascon aspereza. Su dueño había introducido lacabeza entre ellos e impulzaba su collarín decocos con un movimiento de piernas debajo dela superficie del agua.

Me sorprendió un poco descubrir queentre los nativos que nos rodeaban no había niuna sola mujer. Entonces desconocía el hechode que debido a sus creencias religiosas el via-jar en canoas está terminantemente prohibido alas mujeres, incluso reciben pena de muerte sise les ve saltar a una canoa cuando las remol-can a la orilla; por consiguiente, si una damamarquesina viaja sobre el agua, arriesga supropia vida.

Ya estábamos a menos de milla y mediadel final de la bahía cuando algunos nativos,quienes para entonces se las habían agenciadopara subir a bordo a riesgo de hacer zozobrarsus canoas, nos señalaron hacia un movimiento

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del agua más allá de la proa. Al principio creíque era ocasionado por un banco de peces quejugueteaba en la superficie, pero nuestros sal-vajes amigos nos aseguraron que era un grupode juijenis (muchachas), que, procedentes de lacosta a nado, venían a darnos la bienvenida.Cuando se acercaron y pude observar el subir ybajar de sus cuerpos, con el brazo derecho enalto que sostenía sus vestidos sobre la superfi-cie y sus largos cabellos que serpenteaban trasellas mientras nadaban, pensé que sólo podíanser sirenas... y así se comportaron, ¡como sire-nas!

Aún estábamos a cierta distancia de laplaya y a lenta marcha, al pasar entre estas nin-fas flotantes, nos abordaron por todos lados:unas se asieron a los eslabones de la cadena delancla otras, a expensas de ser arrolladas por lanave, se colgaron de los barbiquejos del bau-prés y enrollando sus gráciles figuras en lassogas, quedaron suspendidas en el aire. Al finaltodas lograron subir por la borda, donde se

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apoyaron drenando agua salada, brillando porel baño, sus negrísimos cabellos caían sobre loshombros, entrecubriendo las partes desnudas.Ahí estaban, reluciendo salvaje vivacidad,riendo felizmente entre sí, conversando coninfinito regocijo. Lejos de toda pereza, se ayu-daron mutuamente en el sencillo arte de retocarsu belleza. Sus lujuriantes mechones, enrolla-dos hacia arriba y torcidos hasta su mínimaexpresión, se despojaron del elemento salobre,se enjugaron cuidadosamente todo el cuerpo y,de una conchita redonda que pasaba de manoen mano, se aplicaron una aromática unción.Sus retoques terminaron al pasarse algunastelas sueltas de tapa` blanca, muy ceñida en labreve cintura, alrededor de las caderas. Asíataviadas no dudaron más, abandonaron laborda y juguetearon por todo el barco. Muchasfueron a proa, y se encaramaron en la barandi-lla o corrieron al bauprés, mientras que otras sesentaron en el coronamiento o se acostaron enlos botes. ¡Qué paisajes para nosotros, célibes

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marineros! ¿Cómo evadir tamaña tentación?¿Quién podría pensar en lanzar al mar a estascándidas criaturas cuando habían nadado mi-llas sólo para recibirnos?

Su apariencia me subyugó: la extremajuventud, la piel bronceada, los rasgos delica-dos y figuras indescriptiblemente agraciadas,sus piernas de suaves líneas y sus movimientosnaturales, parecían tan extraños como bellos.

El "Dolly" había sido capturado; nuncaantes un barco había sido tomado por piratastan enérgicos e irresistibles... Ante esta situa-ción, sólo pudimos rendirnos prisioneros y du-rante todo el tiempo que permaneciera en labahía, el Dolly, y toda su tripulación, estaríatotalmente a merced de las sirenas.

En la noche de nuestra ubicación defini-tiva, el puente se iluminó con faroles y esta pin-toresca pandilla de sílfides, ataviadas con floresy ropajes de tapa abigarrada, inició un baile degran elegancia. Estas mujeres sienten pasiónpor la danza y la gracia y el espíritu salvajes del

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estilo sobrepasan todo lo bello experimentadopor mí hasta entonces. Los distintos bailes delas muchachas marquesinas son de extremabelleza, pero de una desenfadada voluptuosi-dad que no me atrevo a describir.

Nuestro barco se había rendido a todaespecie de juergas y perversiones. No se inter-puso la más tenue barrera entre las profanaspasiones de la tripulación y el ilimitado placerde ellas.

Durante toda su estancia prevalecieronel libertinaje más acentuado y la embriaguezmás vergonzosa, sólo con breves y ocasionalesinterrupciones. ¡Ay, pobres salvajes, expuestosa las influencias de estos ejemplos contaminan-tes! Ingenuos y confiados, son fácilmente con-ducidos a toda clase de vicios y la humanidadllora sobre la ruina así infligida sobre ellos porlos civilizadores europeos. Tres veces felicesson aquellos que, por habitar alguna isla aún nodescubierta en medio del océano, no han entra-do en contacto nocivo con el hombre blanco.

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CAPÌTULO TRES

Últimas operaciones de los franceses en LasMarquesas - Prudente conducta del almirante-Sensación producida por la llegada de extraños -Primer caballo visto por los indígenas - Reflexiones -Miserable subterfugio de los franceses - Digresiónsobre Typee - El almirante toma la isla - Enérgicaconducta de una dama inglesa.

Fue en el verano de 1842 cuando llega-mos a las islas; los franceses habían tomadoposesión de las Marquesas desde hacía variassemanas. En ese tiempo habían visitado algu-nos lugares importantes de este grupo y habíandesembarcado unos quinientos soldados envarios puntos. Estos se dedicaron a construirobras o a tomar medidas en previsión de losataques de los nativos, quienes en cualquier

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momento irrumpirían en franca hostilidad. Losnativos miraban con mezclados sentimientos deodio y temor a quienes se apropiaron tan arro-gantemente de sus costas. Los odiaban; pero elimpulso de su rencor era neutralizado por elterror a las baterías flotantes, que manteníansus mortíferos cañones dirigidos ostentosamen-te, no a fortificaciones y reductos, sino a ¡unpuñado de chozas de bambú, resguardadas porcocoteros! Este contraalmirante Du PetitThouars era indudablemente un valiente gue-rrero, pero uno cauteloso. ¡Cuatro fragatas dedoble batería y tres corbetas pesadas para ame-drentar y someter a un puñado de paganosindefensos! ¡Sesenta y ocho cañones para de-moler casas de ramas de cocoteros y cohetesCongreve13 para incendiar unos cuantos cober-

13 'Cohetes Congreve: el cohete Congreve, que fueutilizado por las fuerzas británicas durante las gue-rras napoleónicas, fue creado por el coronel WilliamCongreve, inspirado por el exitoso uso de los cohe-

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tizos para canoas!En Nukujiva había unos cien soldados

estacionados. Vivían en tiendas construidas enlas velas viejas y las piezas de repuesto de laescuadra, dentro de los límites de una fortalezaprovista de varios cañones de a nueve y rodea-da por un foso. Cada dos días los soldadosmarchaban en fila hacia una elevación cercanay, durante horas, realizaban todo tipo de ejerci-cios militares, rodeados por grupos de indíge-nas que observaban el espectáculo con salvajeadmiración, como salvaje era el odio hacia losacores de la Vieja Guardia de revista un día deverano en los Campos Elíseos no haría unaformación tan perfecta. Los uniformes de losoficiales, resplandecientes con galones y ador-nos dorados, como si estuvieran especialmente

tes por parte del líder indio Tipu Sultan durante elsitio de Seringapatam. Los cohetes Congreve y otrosproyectiles parecidos siguieron usándose en lasfuerzas militares europeas y norteamericanas hastafinales del siglo XIX

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calculados para deslumbrar a los nativos, pare-cían recién sacados de los baúles parisienses.

La sensación producida por la presenciade extraños no había disminuido a nuestra lle-gada a las islas. Los nativos seguían agrupán-dose alrededor del campamento y observabancon la mayor curiosidad todo lo que sucedíaante ellos. La forja de un herrero, situada alabrigo de palmeras cerca de la playa, atraíatanta atención que los centinelas apostados a sualrededor no cesaban de mantener a la curiosamultitud a una distancia prudencial que permi-tiera a los herreros ejercer su vocación. Peronada atrajo tanta admiración como el caballo,traído de Valparaíso por el "Achille", uno de losbuques de la escuadra. El animal, de notableporte, había sido llevado a tierra y colocado enuna cuadra de ramas de cocotero dentro delrecinto fortificado. En ocasiones era sacado y,engualdrapado alegremente, era montado poruno de los oficiales a todo galope por la playade dura arena. Esta actuación no dejaba de

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proporcionar fuertes aplausos y los nativosmanifestaban unánimemente que el Puorki nui(cerdo grande) era el espécimen zoológico másextraordinario que habían visto jamás.

La expedición para ocupar las Marque-sas había partido de Brest en la primavera de1842 y el secreto de su destino sólo era de cono-cimiento de su comandante. No es de extrañarque los que tramaban esta infracción de losderechos humanos trataran de ocultar su mons-truosidad ante los ojos del mundo. Sin embar-go, independientemente de su inicua conductaen este y en otros asuntos, los franceses siemprese han vanagloriado de ser la más humana ypulcra de las naciones. No obstante, un altogrado de refinamiento no parece atenuar losuficiente nuestras malvadas inclinaciones; y sila propia civilización fuera a valorarse por al-gunos de sus resultados, quizá fuera mejor queesa parte del mundo que llamamos salvajehubiese permanecido inalterable.

Un ejemplo de los vergonzosos subter-

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fugios que los franceses están prestos a utilizarpara encubrir cualquier crueldad que conside-ren necesaria para someter a los nativos mar-quesinos, bien merece ser mencionado. Conalguna débil excusa, Mowanna, rey de Nukuji-va, a quien los invasores engatusaron en prove-cho de sus intereses con regalos extravagantesy movían a su antojo como a un simple títere,había sido establecido como legítimo soberanode la isla, el supuesto gobernante por receta delos distintos clanes que quizá por siglos se hantratado entre sí como naciones aisladas. Losdesinteresados forasteros realizaron todo eltrayecto desde Francia para reinstaurar a estetan lastimado príncipe en las dignidades asu-midas por sus antecesores: los franceses estándeterminados a hacer reconocer este título. Sialguna tribu se negase a reconocer la autoridadde los franceses, desconociendo la corona galo-nada de Mowanna, que se atenga a las conse-cuencias de su obstinación. Bajo la protecciónde un pretexto parecido se cometieron los ultra-

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jes y masacres de Tahití la bella, reina de losMares del sur.

En estas expediciones bucaneras, el con-traalmirante Du Petit Thouars, abandonando elresto de su escuadra en las Marquesas, -quehabían estado ocupadas por sus fuerzas duran-te unos cinco meses-, partió hacia la isla conde-nada en la fragata "Reine Blanche". A su llega-da, como compensación por los supuestos in-sultos a la bandera de su país, exigió que leentregaran unos veinte o treinta mil dólares, delo contrario tomaría posesión de la plaza.

La fragata, inmediatamente después defondear, tensó sus cables, mostró sus cañones,posicionó a sus hombres y quedó a la expecta-tiva en la ensenada circular de Papeete, con sucostado perpendicular a la fiel ciudad; mientrassus numerosos cutters, amarrados en orden aun lado, estaban prestos a desembarcar cubier-tos por sus baterías. Mantuvo esta actitud beli-gerante por varios días, durante los cuales sesostuvieron conversaciones informales y la

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alarma se extendió por toda la isla. Muchos delos tahitianos estaban, en principio, dispuestosa recurrir a las armas y expulsar a los invasoresde sus costas; pero al final prevalecieron losconsejos más pacíficos y débiles. Pomare14, lainfeliz reina, incapaz de evitar la inminentedesgracia, aterrorizante la-arrogancia del fran-cés insolente, y llevada al máximo de la deses-peración; huyó de noche en una canoa hacia

14 16 Pomare, la infeliz reina: la ReinaPomare IV de Tahití (1827-1877) se convirtió enla víctima política de sus rivales misioneros.Habiendo expulsado a dos misioneros france-ses instigada por George Pritchard (el cónsulinglés que también era misionero protestante),se vio obligada, en septiembre de 1840 cuandoDu Petit Thouars llegó exigiendo reparaciones,a aceptar un protectorado francés. Por últimoTahití se convirtió en una colonia francesacuando su hijo Pomare V, abdicó en 1880.

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Emio.Durante el pánico que cundió, se produ-

jo un hecho de heroísmo femenino que no pue-do dejar de mencionar.

En el recinto de la mansión del conocidocónsul misionero Pritchard, entonces de visitaen Londres, la bandera consular de Gran Breta-ña ondeó como de costumbre ese día en unaalta asta erguida a unas pocas yardas de la pla-ya y a la vista de la fragata. Una mañana unoficial, al frente de una partida de hombres, sepresentó ante el pórtico de la residencia delseñor Pritchard y preguntó en un inglés entre-cortado por la señora, su esposa. La patronapronto acudió al llamado y el amable francéshizo una de sus mejores reverencias, y jugue-teando graciosamente con los cordones quedanzaban en su pecho, explicó con palabrascorteses el objetivo de su misión:

-El almirante desearía arriar la bandera(esperaba que fuera cosa hecha) y sus hombresestán listos para hacerlo,

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-Dígale a su amo, el pirata -ripostó laenérgica inglesa señalando al mástil que si des-ea bajar esa bandera tendrá que venir a hacerloél mismo; no permitiré que nadie más lo haga.

Luego la dama se inclinó con altivez yentró a la casa. Cuando el desconcertado oficialse retiraba lentamente, alzó la vista a la banderay se percató que el cordón que la izaba en susitio, iba desde la punta del mástil, atravesabael césped y terminaba en una ventana abiertaen lo alto de la mansión donde estaba sentadatejiendo tranquilamente la dama con la cualhabía acabado de conversar. ¿Arriarían la ban-dera? La señora Pritchard considera que no; yel contraalmirante Du Petit Thouars es de lamisma opinión.

CAPÌTULO CUATRO

Situación a bordo - Contenido de la des-pensa - Duración de los viajes por los Mares del

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Sur - Relato de un marinero en fuga - Determina-ción de abandonar la nave - La bahía de Nukuji-va - Los taiples - Su valle invadido por Porter -Reflexiones - La cañada de Tior - Entrevista delviejo rey con el almirante francés.

Nuestro barco no había pasado muchosdías en la bahía de Nukujiva cuando llegué a laconvicción de que debía abandonarlo. Que mismotivos por decidirme a dar este paso erannumerosos e importantes, puede deducirse delhecho de que preferí arriesgar mi suerte entrelos salvajes de la isla que soportar otro viaje abordo del "Dolly". Usando el laconismo categó-rico de los marinos, había decidido "huir". Aho-ra bien, como por lo general a esta palabra se leadjudica una connotación no muy halagüeñapara quien la pronuncia, me corresponde, poramor propio, brindar alguna explicación sobremi conducta.

Cuando subí a bordo del "Dolly", por

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supuesto firmé el reglamento del barco, el cualme comprometía voluntaria y legalmente aservir en determinado cargo durante el viaje; y,consideraciones especiales aparte, estaba dis-puesto a cumplir con el acuerdo. Pero como entodo contrato, si una de las partes incumple conlas obligaciones del pacto, ¿no está la otra exi-mida virtualmente de su responsabilidad?¿Quién se atreve a afirmar lo contrario?

Establecido este principio, entonces,permítame aplicarlo al caso en cuestión. Eninnumerables ocasiones no sólo las condicionestácitas, sino las enunciadas en el reglamentofueron violadas por parte del barco en que ser-ví. El régimen a bordo era tiránico; los enfer-mos fueron descuidados de forma inhumana;las provisiones repartidas parcamente en racio-nes escasas; y sus viajes fueron irracionalmenteprolongados. El capitán fue el autor de estosabusos; era inútil pensar que los remediaría nique cambiaría su conducta, la cual era en ex-tremo arbitraria y violenta. Su rápida respuesta

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a todas las quejas y protestas era... el cabo deun espeque, administrado tan convincentemen-te como para silenciar a la parte aquejada.

¿A quién podíamos acudir en desagra-vio? Habíamos dejado la ley y la igualdad alotro lado del Cabo de Hornos; y por desgracia,con muy pocas excepciones, nuestra tripulaciónestaba compuesta por un grupo de mezquinosy miserables, divididos entre sí, y unidos sólopara resistir sin remilgos la implacable tiraníadel capitán. Hubiera sido una locura que dos otres del grupo, sin ayuda del resto, intentasenenfrentarse a este malvado tratamiento. Sólohabrían atraído sobre ellos la venganza particu-lar de este "Señor del Tablón" y habrían some-tido a sus compañeros a mayores dificultades.

Pero, después de todo, estas cosas podí-an soportarse si hubiéramos tenido la esperan-za de ser separados rápidamente de ellas por ellógico término de nuestra servidumbre. ¡Peroqué triste futuro nos esperaba en este lugar! Lalongevidad de los viejos balleneros por el Cabo

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es proverbial, extendidos con frecuencia a unperíodo de más de cuatro o cinco años.

Algunos jóvenes barbilampiños quienes,forzados por las influencias del capitán Marryaty los tiempos difíciles15, embarcan en Nantucketpara una excursión de placer por el Pacífico, ycuyas ansiosas madres les suministran botes deleche para la ocasión, a menudo regresan con-vertidos en respetables hombres maduros.

30Los mismos preparativos para una de

15 "Las influencias del capitán Marryat y lostiempos difíciles: Las novelas de

aventuras de Frederick Marryat (1792-1848) in-dudablemente dieron un tono romántico a los vele-ros; y esto, en una época de depresión y desempleo(los años 1830), condujo a muchos jóvenes nortea-mericanos de la clase media, como Dana y Melville,a pasar algún tiempo en el mar. La novela más po-pular de Marryat fue, y sigue siendo, Mr. Midship-man Easy (1836).

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estas expediciones bastan para amedrentarlo auno. Como el barco no lleva carga, sus bodegasse llenan de provisiones para consumo propio.Los armadores, que fungen como proveedorespara el viaje, abastecen la despensa con granabundancia. Porciones escogidas de cerdo y res,cortadas según cálculos científicos de cada par-te del animal, y de todas las formas y tamañosconcebibles, se salan, embalan y almacenan enbarriles; y adoptan después una interminablevariedad en sus distintos grados de dureza y enlas peculiaridades de su salinidad. El aguatambién, decantada en fuertes toneles de seisbarriles, se reparte a razón de dos pintas diariaspor persona de a bordo; le sigue un amplio sur-tido de pan de mar, previamente reducido a unestado de petrificación con vistas a preservarlotanto del deterioro como de su consumo enmodo normal, suministrado para nutrición ydisfrute gastronómico de la tripulación.

Pero sin referirnos a la calidad de estosartículos de consumo de los marineros, la

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abundancia con que se suben a bordo de unballenero resulta casi increíble. En ocasiones,cuando tenemos la oportunidad de entrar en labodega y se ven las sucesivas hileras de tonelesy barriles, cuyo contenido está destinado a con-sumirse en su debido momento, el corazón sal-ta dentro del pecho.

Aunque en general, un barco que no hatenido la suerte de toparse con las ballenas con-tinua su recorrido de búsqueda hasta que ape-nas le quedan las provisiones suficientes pararegresar; entonces da la vuelta en silencio yhace el mejor de sus viajes para sus amigos.Aún existen casos en que incluso este obstáculonatural para la continuación del viaje es salva-do por capitanes testarudos que, tras negociarlos frutos del trabajo agotador de sus tripula-ciones por un nuevo suministro de provisionesen algún puerto de Chile o Perú, reinician labúsqueda desde cero con incesante celo y per-severancia. De nada sirve que los armadoresdel barco le pidan en cartas urgentes que regre-

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se, puesto que todo parece indicar que el viajeseguirá siendo infructuoso. ¡No señor! El hahecho una promesa: llenar el barco con buenaceite de ballena o no volver jamás a aguas nor-teamericanas.

Escuché una vez de un ballenero que,después de muchos años de ausencia, le dieronpor perdido. Lo último que se sabía de él era unenigmático reporte de que había tocado algu-nas de las inestables islas del lejano Pacífico,cuyos excéntricos desplazamientos se regis-tran cuidadosamente en cada nueva edición delas cartas del Mar del Sur. Después de un largointervalo, sin embargo, se dijo que el "Perseve-rancia" -ése era su nombre se encontraba enalgún lugar cerca de los confines de la tierra,navegando tan bien como siempre, con sus ve-las todas remendadas y acolchadas con hilos desoga, sus palos sujetados con viejas duelas debarril y sus jercias anudadas y empalmadas portodos lados. Su tripulación estaba compuestapor unos veinte venerables lobos de mar con

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aspecto decrépito de pensionista de Green-wich'16 que apenas podían andar por cubierta.Los cabos de todas las cuerdas corredizas, ex-cepto las drizas de señalización y las de acarreode popa, se movían mediante pastecas y termi-naban en el cabrestante o el molinete, de modoque ni un sólo cordel se braceaba o fijaba sinayuda de una máquina.

Su casco estaba incrustado de percebesque lo cubrían por completo. Tres tiburonescariñosos seguían su estela y todos los días seacercaban para engullir el contenido de la cube-ta del cocinero, que este lanzaba especialmentehacia ellos. Un gran cardumen de bonitos yalbacoras siempre les hacía compañía.

Este fue el relato que escuché sobre ese

16 "De pensionista de Greenwich: persona re-cluida en el Hospital deGreenwich para marineros jubilados, que fuera fundadoen 1705 y cerrado en 1873. Los pensionistas de Green-wich eran la contrapartida marina de los pensionistas deChelsea

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barco y su recuerdo siempre me obsesionó; nosupe qué le sucedió en definitiva; seguramentenunca regresó a su puerto de origen y supongoque aún sigue navegando por los océanos delmundo.

Habiéndome referido tanto a la dura-ción acostumbrada de estos viajes, y habiendoinformado que el nuestro había acabado decomenzar, pues sólo hemos navegado quincemeses y ya esto se considera un atraso, el lectorse percatará de que había poco que alentaracontinuar la marcha, especialmente cuandosiempre supuse que haríamos un viaje desgra-ciado y hasta ahora nuestros presentimientosestaban justificados.

Aquí debo aclarar, para ser franco, queaunque han pasado más de tres años desde queabandoné el barco, éste sigue navegando por elPacífico, pues hace pocos días leí una noticia enlos periódicos que decía que había tocado lasIslas Sandwich antes de dirigirse a las costasdel Japón.

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Pero regresemos a mi narración. Anteestas circunstancias, y sin otra opción si per-manecía a bordo del "Dolly", decidí abandonar-lo; por supuesto que era ignominioso huir se-cretamente de aquellos que me habían ultraja-do y maltratado; ¿pero cómo evitarlo si era miúnica alternativa? Ya resuelto, traté de obtenertoda la información que pude relacionada conla isla y sus habitantes para conformar mi plande fuga. A continuación expondré el resultadode mis indagaciones para que se comprendamejor la narración que sigue.

La bahía de Nukujiva, donde nos encon-trábamos, es una extensión de agua no muydiferente en su forma al espacio abarcado poruna herradura. Tiene, quizá, nueve millas decircunferencia. Se entra a ella desde el mar porun estrecho canal, flanqueado por dos islotesgemelos que irónicamente se alzan hasta unosquinientos pies. Desde ellos la costa se retira aambos lados y describe un profundo semicírcu-lo.

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Desde la orilla, la tierra asciende uni-formemente hacia todos lados con cuestas ypendientes verdes hasta que, desde colinas desuaves laderas y elevaciones moderadas, subegradualmente para formar majestuosas y altasmontañas cuyos azules contornos se extiendenpor todos lados hasta perderse a la vista. Elbello aspecto de la costa es realzado por pro-fundas y románticas cañadas que desciendenhasta ella casi a igual distancia unas de otras,saliendo aparentemente desde un mismo cen-tro, y sus extremos superiores se pierden bajo lasombra de las montañas. Al final de estos pe-queños valles corren ríos cristalinos, asumiendoaquí y allá la forma de finas cascadas, perdién-dose invisibles hasta reaparecer cayendo enruidosas cataratas y deslizarse suavemente has-ta el mar.

Las casas de los nativos, construidas debambú amarillo, artísticamente tejido en rejillay cubiertas con las largas hojas de la palma,están diseminadas con irregularidad por estos

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valles bajo la sombra de los cocoteros.Nada supera el imponente paisaje que

ofrece esta bahía. Vista desde nuestro barco enel centro de la rada, parece un gran anfiteatroen ruinas; y las profundas cañadas que arrugansus flancos, abarrotadas de enredaderas, pare-cen enormes grietas ocasionadas por la erosióndel tiempo. Muchas veces cuando me encon-traba absorto admirando esta belleza, sentí pe-na de que un paisaje tan encantador estuvieraoculto para el mundo en estos lejanos mares ycasi nunca satisfacieran los ojos de delicadosamantes de la naturaleza.

Además de esta bahía, las costas de laisla están interrumpidas por otras grandes ra-das hacia las cuales descienden anchos y verdesvalles. Habitados por igual número de tribussalvajes que, aunque hablan dialectos afines deuna lengua común y se rigen por leyes igualesy profesan la misma religión, desde tiemposinmemoriales libran entre sí guerras heredadasde sus antepasados. Las montañas intermedias,

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por lo general de dos o tres mil pies sobre elnivel del mar, definen geográficamente los terri-torios de cada una de estas tribus rivales, quenunca violan sus fronteras, salvo en expedicio-nes de guerra o saqueo. Colindantes con estabahía de Nukujiva y sólo separado de esta porlas montañas que se observan desde la rada,está el adorable valle de Japar, cuyos habitantesdisfrutan de las más amistosas relaciones conlos de Nukujiva. Al otro lado de Japar, y muycerca de éste, está el gran valle de los temiblestaipis, enemigos implacables de estas tribus.

Estos afamados guerreros parecen inspi-rar un terror indescriptible en los demás nati-vos. El sólo hecho de nombrarlos los atemoriza:la palabra "typee" en el dialecto marquesinosignifica devorador de carne humana. Resultasingular que este nombre se les asigne a ellosexclusivamente, porque los nativos de todo estegrupo de islas son caníbales incorregibles. Qui-zás hayan sido bautizados así por la ferocidadcaracterística de este clan, así como para trasla-

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darles con ello un estigma especial.Los taipis disfrutan de una notoriedad

prodigiosa en todas las islas. Los nativos deNukujiva a menudo contaron con mímica susterribles hazañas a la tripulación de nuestranave y mostraban las cicatrices de las heridasrecibidas en los desesperados enfrentamientoscon ellos. Cuando nos encontrábamos en tierratrataban de atemorizarnos señalando a uno deellos y diciendo "typee", pero manifestaban nopoca sorpresa cuando no sobresaltábamos antetan terrible anuncio. También era muy graciosover con qué honestidad negaban toda inclina-ción caníbal de su parte, mientras denunciabana sus enemigos -los taipis- de ser inveteradosdegustadores de la carne humana; pero másadelante tendré oportunidad de referirme aesta peculiaridad.

Aun cuando estaba convencido de quelos habitantes de esta bahía eran antropófagostan redomados como los de las demás tribus dela isla, no pude dejar de sentir una repugnancia

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especial y más incondicional hacia los susodi-chos taipis. Incluso antes de visitar las Marque-sas había escuchado de hombres que habíantocado el grupo de islas en viajes anteriores,algunos relatos repugnantes relacionados conestos salvajes; en mi mente permanecía fresca lahistoria del capitán del "Katherine"17, quien solounos meses antes, aventurándose imprudente-mente a entrar en esta bahía en un bote con elobjetivo de comerciar, fue capturado por losnativos, introducido en el valle y sólo fue sal-

17 "El capitán del "Katherine": en 1840 el capitánBrown del barco ballenero "Katherine" se vio en-vuelto en un combate con los taipis y durante untiempo de su vida estuvo en peligro cuando lo man-tuvieron cautivo temporalmente. Melville dio untoque romántico al incidente; al parecer Brown seescapó no gracias a "la intervención de una mucha-cha", sino a la ayuda de un joven español que habíasido adoptado por una tribu vecina y se convirtió entabú para todas las tribus de Nukujiva.

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vado de una cruel muerte gracias a la interven-ción de una joven que facilitó su fuga nocturnapor la playa de Nukujiva.

También había oído hablar de un barcoinglés que, después de un agotador viaje hacemuchos años, trató de entrar en la bahía deNukujiva y al llegar a dos o tres millas de lacosta fue recibido por una gran canoa llena denativos, que se ofrecieron para indicarles elcamino hacia su lugar de destino. El capitán,desconocedor de los asentamientos de la isla,accedió alegremente a la proposición y el barcosiguió a la canoa. Fue conducido con presteza auna bella ensenada y tiró anclas en esas aguasbajo las sombras de la prominente costa. Esamisma noche los pérfidos taipis, que lo habíanconducido hasta la fatal bahía, subieron en tro-pel en centenares al condenado barco y a unaseñal asesinaron a todos los tripulantes.

Nunca olvidaré la observación de unode los nuestros a medida que pasábamos len-tamente por la entrada de la bahía en nuestro

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camino hacia Nukujiva. Cuando admirábamospor la borda los verdes cabos, Ned, señalandoen dirección al traicionero valle, exclamó:

¡Ahí, mismo está Typee! ¡Oh, caníbalessanguinarios, qué banquete harían de nosotrossi decidimos desembarcar!, pero dicen que noles gusta la carne de marino, es demasiado sa-lada. ¿Eh, compañeros, les gustaría que losmandaran a tierra?

No me pasó por la mente -pues tembléante la pregunta que en sólo unas semanas yoestaría cautivo realmente en ese mismo valle.

Los franceses, aunque ya habían cele-brado las ceremonias de izar la bandera en to-das las plazas principales del grupo, aún nohabían visitado la bahía de Typee, previendouna fiera resistencia de parte de los salvajes deesos lugares, la cual por el momento al menosdeseaban evitar. Quizás estuvieran influidos aadoptar esta política desacostumbrada por elrecuerdo del beligerante recibimiento ofrecidopor los taipis al capitán Porter en 1814, cuando

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ese valiente y experto oficial intentó subyugaral clan sólo para satisfacer el odio mortal profe-sado por sus aliados los nukujivas y los japares.

En esa ocasión, según me contaron, undestacamento importante de marinos y marine-ros de la fragata "Essex", acompañados comomínimo por dos mil guerreros de Japar y Nu-kujiva, desembarcaron en botes y canoas en laplaya de la bahía y después de penetrar ciertadistancia en el valle, enfrentaron la más tenazresistencia de sus habitantes. Con valentía,aunque con muchas pérdidas, los taipis defen-dieron cada pulgada de tierra y después dedura pelea obligaron a sus agresores a abando-nar sus empeños de conquista.

Los invasores, en su retirada hacia elmar, despecharon su rechazo prendiendo fuegoa toda casa o templo que encontraron a su paso;una larga fila de ruinas humeantes desfiguró elotrora reluciente regazo del valle y reveló a suspaganos habitantes el espíritu que reinaba enlos pechos de los soldados cristianos. ¿Quién

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puede preguntarse por qué los taipis odiantanto a los extranjeros después de tales atroci-dades injustificadas?

Así es como aquellos que llamamos"salvajes" se ganaron ese calificativo. Cuandolos habitantes de alguna isla solitaria divisanpor primera vez la "gran canoa" de los euro-peos deslizándose por las azules aguas haciasus costas, corren en turba a la playa y esperancon los brazos abiertos para abrazar a los ex-tranjeros. ¡Abrazo mortal! Acogen en su seno alas víboras cuya mordida está destinada a en-venenar todas sus alegrías; y el sentimientoinstintivo de amor en sus pechos pronto setransforma en el odio más amargo.

Las atrocidades perpetradas en los Ma-res del Sur a algunos de los inofensivos isleñosson casi increíbles. Estos atropellos no se cono-cen en muchos de nuestros hogares; suceden enlos confines de la tierra; se hacen con apuro yno hay nadie que los revele. Pero sí existen mu-chos barquitos mercantes que han navegado

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por el Pacífico, cuyo rastro de isla en isla puedeseguirse por una serie de robos, secuestros yasesinatos a sangre fría y cuya iniquidad puedebastar para hundir sus culpables maderos en elfondo del océano.

En ocasiones nos llegan vagos recuentosde estos sucesos y los catalogamos fríamente deerróneos, impropios, innecesariamente severosy peligrosos para las tripulaciones de otros bar-cos. Cuánto cambia nuestro tono cuando lee-mos la elaborada descripción de la masacre dela tripulación del "Hobomak" a manos de losfijis; cuánto simpatizamos con las infelices víc-timas y con qué horror miramos a los diabóli-cos paganos que, después de todo, solamentevengaban las injustificadas heridas recibidas.Sólo respiramos revancha y equipamos buquesarmados que atravesarían miles de millas paraejecutar el castigo sumarísimo a los transgreso-res. Al llegar a su destino, incendiaron, mata-ron y destruyeron cumpliendo las instruccionesescritas y alejándose del escenario de la devas-

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tación, invocaron a todo el mundo cristiano aaplaudir su valentía y justicia.

¡Cuántas veces se aplica incorrectamen-te el término "salvajes"! Nadie que realmente lomerezca ha sido descubierto por navegantes oviajeros. Han encontrado a paganos y bárbarosa quienes, por las horribles crueldades, handesesperado y convertido en salvajes. Puedeafirmarse sin temor a equivocarse que en todoslos casos de ultrajes cometidos por los poline-sios, los europeos en algún momento u otro hansido los agresores y que la cruel y sangrientadisposición de algunos isleños se debe princi-palmente a la influencia de esos ejemplos.

Pero regresemos. Debido a la hostilidadexistente entre las distintas tribus que mencio-né, los espacios montañosos que separan susrespectivos territorios están deshabitados; losnativos invariablemente viven en las profundi-dades de los valles con vistas a resguardarse delas incursiones depredadoras de sus enemigos,que con frecuencia acechan sus fronteras pres-

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tos a cercenar a cualquier rezagado o a descen-der sobre los residentes de algún paraje aislado.Varias veces me topé con personas muy ancia-nas que por esta causa nunca han sobrepasadolas fronteras de su valle natal; algunos ni si-quiera han subido media montaña en toda suvida y quienes, por consiguiente, no tienen ideade cómo es la otra parte de la isla, cuyo períme-tro quizá no alcance las sesenta millas. El redu-cido espacio en que algunos de estos clanespasan sus días resulta casi increíble.

La cañada del Tior servirá como ilustra-ción de este hecho. La parte habitada no tienemás de cuatro millas de largo y varía en anchode media milla a menos de un cuarto de milla.Los rocosos farallones revestidos de enredade-ras a un lado, ascienden casi perpendicular-mente desde la base hasta una altura como mí-nimo de mil quinientos pies; mientras que alcruzar el valle --en fuerte contraste con la esce-na opuesta- se alzan verdes elevaciones for-mando una tras otra florecientes terrazas. Ro-

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deado por estas estupendas barreras, el valleestaría totalmente aislado del resto del mundo,salvo por su acceso marítimo por un extremo ydesde un estrecho desfiladero por el otro.

Nunca se borrará la impronta que pro-dujo en mi mente esta cañada, cuando la visitépor vez primera.

Había llegado a Nukujiva por mar en elbote de la nave y cuando entramos en la bahíade Tior el sol estaba en su cenit. El calor eraintenso y habíamos navegado con la suave ma-rejada pues había poco viento. El sol había des-cargado toda su furia sobre nosotros; y paracolmo no nos habíamos abastecido de aguapara este corto viaje. Por lo tanto, con el calor yla sed, me impacienté tanto por tocar tierra queantes de llegar me paré en la proa del bote listoa saltar, impulsado por tres o cuatro fuertesremazos, fui a caer en medio de un grupo dejóvenes salvajes que estaban preparados a dar-nos una calurosa bienvenida; y con ellos tras demí, gritando como diablillos, corrí en terreno

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abierto cerca del mar y me lancé como un cla-vadista a la sombra del primer cocotero queencontré.

¡Qué sensación tan agradable sentí! Mecreí flotar en algún medio nuevo, a la vez que amis oídos llegaban todo tipo de sonidos de lí-quido chorreante y borboteante. La gente pue-de decir lo que desee sobre las refrescantes in-fluencias de un baño de agua fría, pero cuandomi cuerpo transpire mándenme a los baños desombra de Tior, bajo los cocoteros, y en mediode la fresca y deliciosa atmósfera que los rodea.

¿Cómo poder describir la escena que te-nía ante mis ojos y que disfrutaba desde esteverde nicho? La estrecha cañada con sus abrup-tos y cercanos lados adyacentes tapizados deenredaderas, arqueada encima por un caladode ramas entrelazadas, casi oculta a la vista pormasas de verde follaje, parecía desde donde yoestaba un inmenso emparrado que revela suinterior al ojo humano, mientras que al yoavanzar se ampliaba gradualmente hasta mos-

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trar el valle más adorable que el hombre hayavisto.

También sucedió que el mismo día enque me encontraba en Tior, el almirante fran-cés, asistido por todos los botes de su escuadra,partió personalmente de Nukujiva para tomarposesión oficial de la plaza. Se quedó en el valleun par de horas, durante las cuales sostuvo unaceremoniosa entrevista con el rey.

El patriarca-soberano de Tior era unhombre de edad muy avanzada; pero aunque laedad había encorvado su forma y lo había tor-nado casi decrépito, su gigantesca figura man-tenía toda la magnitud y la grandeza originalesde su apariencia. Caminaba con lentitud y evi-dente pena, ayudando sus pasos vacilantes conuna pesada lanza de guerra en una de sus ma-nos y asistido por un grupo de jefes barbicanos,sobre uno de los cuales se apoyaba en ocasio-nes. El almirante se acercó con la cabeza descu-bierta y la mano extendida, mientras que elviejo rey lo saludó con un impresionante mo-

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vimiento de su lanza. Un instante después separaron uno al lado del otro, estos dos extre-mos de la escala social: el educado y espléndidofrancés y el pobre salvaje tatuado. Ambos eranaltos y nobles; pero en otros aspectos el contras-te era sorprendente. Du Petit Thouars exhibíasobre su persona todos los accesorios que deno-tan su rango. Llevaba una levita de almirantemuy adornada, un sombrero galonado y en elpecho una serie de medallas y condecoraciones;mientras que el sencillo isleño, salvo un insigni-ficante taparrabos de tela sobre la cadera, mos-traba toda la desnudez que le dio la naturaleza.

Y a qué inconmensurable distancia,pensé yo, están separados estos dos seres unodel otro. Uno muestra el resultado de largossiglos de civilización y refinamiento progresi-vos, que ha convertido gradualmente a la sim-ple criatura en la semblanza de todo lo elevadoy grande; mientras que el otro, después delmismo lapso, no ha adelantado un paso en lacarrera del mejoramiento. "Sin embargo, des-

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pués de todo -y me cito yo mismo- siendo taninsensible a las miles de necesidades y despoja-dos de los cuidados agobiantes ¿no es el salvajeel más feliz de los dos?" Estos fueron los pen-samientos que embargaron mi mente mientrasmiraba el novedoso espectáculo que tenía antemí. Era en verdad impresionante y poco proba-ble de olvidar. Incluso ahora recuerdo con ví-vida definición cada rasgo de esa escena. Lostonos de sombra en que se efectuó la entrevis-ta... la espléndida vegetación tropical que losrodeaba... la pintoresca muchedumbre de sol-dados y nativos entremezclados... e incluso elamarillo racimo de plátanos que entonces sos-tenía en mi mano y del cual a veces comíamientras estaba enfrascado en las anterioresreflexiones filosóficas.

CAPIIUIO CINCO

Consideraciones anteriores al intento de fuga -

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Toby, un compañero de viaje dispuesto a compartirla aventura - Última noche a bordo.

Habiendo resuelto incondicionalmenteabandonar la nave y obtenida toda la informa-ción concerniente a la bahía que me fue posiblede acuerdo con las circunstancias, repasé deli-beradamente en la mente todo plan de fugaadmisible, determinado a actuar con toda cau-tela en un intento cuyo fracaso enfrentaría lasconsecuencias más desagradables. La idea deser apresado y regresado al barco era tan inex-plicablemente repulsiva que estaba determina-do a no proceder con precipitación ni impru-dencia.

Sabia que nuestro respetable capitán,que sentía una preocupación tan paternal por elbienestar de su tripulación, no aceptarla gusto-samente que uno de sus mejores hombres en-frentase los peligros de un viaje entre los nati-vos de una isla salvaje; y yo estaba seguro de

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que cuando desapareciera, su ansiedad paternalo impulsaría a ofrecer, como recompensa, me-tros y metros de tela estampada de bellos colo-res por mi captura. Incluso podría apreciar misservicios con el valor de un mosquete, en cuyocaso era completamente seguro que toda lapoblación de la bahía se pondría en el acto trasde mí, incitada por la perspectiva de tan magni-ficente botín.

Averiguado el hecho mencionado antesde que los nativos como medida de precauciónviven agrupados en las profundidades de losvalles y evitan vagar por las partes más eleva-das de la costa, salvo obligados por alguna ex-pedición de guerra o saqueo, llegué a la conclu-sión de que si lograba pasar inadvertido por lasmontañas, podría fácilmente permanecer allímanteniéndome con las frutas que encontrasepor el camino hasta la partida del barco, cuyossucesos advertiría de inmediato por la posiciónventajosa que me permitiría observar todo elpuerto.

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La idea me agradó. Parecía mezclarbuena parte de sentido práctico con el conside-rable regocijo interno, pues cuanto placer sen-tiría al ver allá abajo el detestable barcuchodesde una altura de mil pies y contrastar elverde escenario que me rodeara con el recuerdode sus estrechos pasillos y sombríos camaro-tes... Ah, era realmente refrescante el sólo pen-sarlo; y a continuación me imaginé sentadobajo un cocotero en la cima de la montaña, conun racimo de plátanos al alcance de la mano,criticando sus evoluciones náuticas a su salidapor la bahía.

Por supuesto, había un desagradable in-conveniente a toda esta felicidad: la posibilidadde caer en manos de una partida de sanguina-rios taipis cuyo apetito estimulado quizá por elaire de regiones tan altas, podría impulsarlos adevorarme. Debo confesar que ésta era la partemás desagradable de todo el asunto.

Imagine que a una partida de estos sal-vajes gastrónomos les pasara por la mente

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hacer un festivo banquete con un pobre diabloque no tendría medio de huir o defensa alguna;pero no había escapatoria. Estaba dispuesto acorrer algunos riesgos con el propósito de lo-grar mis objetivos y contaba mucho con mi ca-pacidad de eludir a estos caníbales merodeado-res entre los muchos escondrijos suministradospor las montañas. Además, las probabilidadeseran diez a uno afavor de que ninguno ellos subiera hasta esasalturas.

Había decidido no comunicar mi plande abandonar el barco a ninguno de mis com-pañeros y mucho menos invitar a alguien a queme acompañase en la huída. Sin embargo, unanoche, mientras estaba en cubierta reflexionan-do sobe los distintos planes de fuga, vi a uno deellos apoyado en la borda, absorto en profundameditación. Era un muchacho de aproximada-mente mi misma edad por quien sentía simpa-tía; y Toby 20, nombre por el cual lo conocíamospues era renuente a revelarnos el verdadero era

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el candidato perfecto para acompañarme porser ágil, despierto Y servicial, de intrépida va-lentía y peculiarmente franco y audaz al expre-sar sus sentimientos. En más de una ocasión losaqué de apuros por esta causa; y no sé si fuepor esto o por cierta afinidad de sentimientosque siempre había mostrado inclinación por micompañía. Habíamos hecho muchas guardiasjuntos, pasábamos las aburridas horas hablan-do, cantando o haciendo cuentos, mezclado conuna buena cantidad de maldiciones por el difí-cil destino que teníamos por delante.

Toby, al igual que yo, se había desen-vuelto evidentemente en otro tipo de vida y suconversación a veces lo delataba, aunque siem-pre trató de disimularlo. Era uno de esos aven-tureros que a veces uno se encuentra en la mar,que no revelan su verdadero origen, nuncahablan de su pasado y vagan por el mundocomo perseguidos por algún hado misteriosoimposible de eludir.

Incluso en la apariencia de Toby había

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algo que me inclinaba hacia él, pues mientras lamayor parte de la tripulación era grosera tantofísica como mentalmente, Toby estaba dotadode una figura notablemente atrayente. Atavia-do con su marinera azul y pantalón de dril, erabien parecido, particularmente pequeño y del-gado, con miembros muy flexibles. El color desu piel, oscura por naturaleza, se había acen-tuado más por la exposición al sol del trópico ylos negros mechones de su cabellera tapabansus sienes dando un tono más oscuro a susgrandes ojos. Era un ser extraño y voluntarioso,caprichoso, inestable y melancólico... en oca-siones incluso taciturno. Tenía un temperamen-to agudo y colérico que, cuando estallaba, lotransportaba a un estado que rozaba el delirio.

Resulta curioso el poder que una perso-na violenta ejerce sobre espíritus más débiles.He visto a un hombre fornido, no falto de nor-mal valentía, acobardarse virtualmente ante losaccesos de cólera de este delgado mozalbete.Pero estos paroxismos eran muy esporádicos y

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en ellos mi generoso compañero vertía la bilisque individuos de temperamento más apacibleeliminaban a través de un continuo mal humorpor enojos triviales.

Nadie vio nunca reír a Toby. Quiero de-cir con el franco abandono de la hilaridad acarcajadas. Es cierto que sonreía a veces; yhabía en él buena parte de humor seco y sarcás-tico que revelaba aún más la imperturbablegravedad de su carácter.

Ultimamente había notado que la me-lancolía de Toby aumentaba; desde nuestrallegada a las islas le vi con frecuencia mirarpensativo hacia la costa, mientras el resto de latripulación se divertía en la bodega. Sabía quedetestaba el barco y pensé que si se le presenta-ba la oportunidad de escapar, la aprovecharíade inmediato.

Pero este intento resultaba tan peligrosoen el lugar en que estábamos que me consideréel único individuo a bordo suficientementearrojado para pensar en ello. En esto, sin em-

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bargo, estaba equivocado.Cuando vi a Toby inclinado en la borda,

como ya dije, absorto en sus pensamientos,pensé en seguida que el tema de sus meditacio-nes podría coincidir con el mío. Y si así era,pensé, ¿no es él, de todos mis compañeros deviaje, al que escogería como socio de mis pla-nes? ¿Y por qué no iba a tener a mi lado a uncamarada que compartiera los peligros y alivia-ra las dificultades de esta empresa? Tal vez meviera forzado a ocultarme en las montañas du-rante semanas, en cuyo caso, ¿no sería un con-suelo poder contar con un compañero?

Estos pensamientos pasaron vertigino-sos por mi mente y me pregunté por qué nohabía pensado antes en ello. Pero aún no erademasiado tarde. Una palmadita en el hombrosirvió para sacar a Toby de sus pensamientos;descubrí que estaba maduro para esta aventuray unas cuantas palabras bastaron para llegar aun entendimiento mutuo. En menos de unahora habíamos tocado los asuntos preliminares

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y habíamos decidido nuestro plan de acción.Luego ratificamos nuestro compromiso con unafectuoso apretón de manos y para no levantarsospechas nos fuimos a nuestras respectivashamacas a pasar nuestra última noche a bordodel "Dolly".

Al día siguiente, la guardia de estribor,a la cual pertenecíamos los dos, tendría licenciade ir a tierra y aprovechando esta oportunidadacordamos que tan pronto como nos fuera po-sible nos apartaríamos del resto del grupo sindespertar sospechas y nos dirigiríamos sin de-mora hacia las montañas. Vistas desde el barco,sus cumbres parecían inalcanzables, pero acá yallá inclinadas colinas se extendían casi hastatocar el mar, apuntalando las elevadas alturas aque estaban conectadas y formando esos ra-diantes valles que ya mencioné. Una de estascrestas nos pareció más accesible que las de-más, convencidos de que nos conduciría a lasotras montañas más alejadas. Con esto en men-te, observamos cuidadosamente su ubicación y

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características desde la nave, para que cuandoestuviéramos en tierra no se nos perdiera.

Nuestras intenciones principales eranocultamos hasta la partida del barco; despuésaventuramos a la recepción que nos dieran losnativos de Nukujiva; y luego permanecer en laisla tanto tiempo como nuestra estancia resulta-ra agradable hasta abandonarla en la primeraocasión favorable que se presentara.

CAPÌTULO SEIS

Una muestra de la oratoria náutica - Críti-cas de los marineros - Día de asueto para la guardiade estribor - Fuga a las montañas.

Temprano en la mañana la guardia deestribor formó en cubierta y nuestro honorablecapitán, parado en el puente sobre los camaro-tes, inició su arenga de la siguiente manera:

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-Bien, muchachos, como justamentehace seis meses que navegamos y casi hemosterminado nuestra labor en puerto, supongoque querrán ir a tierra. Bueno, lo que quierodecir es que hoy les daré licencia, por lo queprepárense tan pronto como deseen y váyanse;pero entiéndanlo bien, les doy permiso porquecreo que gruñirían como cualquier cañón viejosi no lo hiciera; al mismo tiempo, si quieren miconsejo, cada hijito de mamá debería quedarsea bordo y quitarse del camino de los caníbales.Diez a uno, muchachos, si van a tierra, se mete-rán en un lío infernal y ése será su fin; pues siesos bandidos tatuados los sorprenden aden-trados un poco en el valle, los ensartarán... deeso pueden estar seguros. Muchos hombresblancos pisaron estas tierras y nunca más sesupo de ellos. Por ejemplo, el de la vieja "Dido",que fondeó aquí hace unos dos años y envióuna partida de pase; no se supo de ellos duran-te semanas. Los nativos juraron desconocer suparadero y sólo tres regresaron al barco, uno de

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ellos desfigurado para siempre, pues los maldi-tos salvajes le tatuaron una ancha herida en elrostro. Pero es inútil contarles esto, porque es-toy seguro que no dejarán de ir; luego les diréque no me culpen si los nativos se los comen.Sin embargo, puede que tengan oportunidadde escapar si no se alejan del campamento fran-cés y regresan al barco antes del anochecer.Tengan esto presente si se les olvida lo demásque les he dicho. Arriba, márchense: anden enpareja y ármense; y estén atentos a cualquierllamado. A dos campanadas el bote descenderápara transportarlos; ¡y que El Señor se apiadede ustedes!

Distintas fueron las emociones refleja-das en los rostros de la guardia de estribormientras escuchábamos este discurso; pero alterminar se produjo un movimiento generalhacia el castillo de proa y pronto todos estába-mos preparándonos para el asueto anunciadopor el patrón. Durante los preparativos, suarenga se comentó en tonos no muy ortodoxos;

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y uno de la partida, después de llamarle menti-roso, hijo de cocinero, que envidiaba las pocashoras de libertad de un compañero, exclamócon una promesa:

-Pero no me arruinarás mi permiso, vie-jo loco, ni con todas tus jarcias; iría a tierraaunque todas las piedras de la playa fuerancarbones ardientes y todo árbol pincho de asary los caníbales me esperaran para cocinarme.

Este sentimiento fue general y decidi-mos que a pesar de los gruñidos del capitán,haríamos de este un día glorioso.

Pero Toby y yo teníamos otro asunto enjuego y aprovechamos la confusión que siem-pre reina en los preparativos de una tripulaciónque se dispone ir a tierra, para conferenciar ycompletar nuestros acuerdos. Como nuestroobjetivo era escapar a las montañas tan rápidocomo fuera posible, decidimos no agobiarnoscon atavíos innecesarios; y por consiguiente,mientras el resto se arreglaba con la idea desobresalir, nosotros nos limitamos a ponernos

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unos fuertes pantalones de marinero, unosbuenos escarpines y gruesos jerseys con unsombrero de paja para completar nuestro equi-po.

Cuando nuestros compañeros se extra-ñaron por nuestra actitud, Toby exclamó con suseriedad acostumbrada que los demás podíanhacer lo que quisieran, pero que él conservabasus ropas de gala para tierras americanas18,donde el nudo del pañuelo de un marinerotenía su significado; pero que por un montónde nativos impulsivos no tenía por qué esme-rarse e incluso estaba dispuesto a estar entreellos en cueros. Los hombres rieron conside-rándolo una de sus extrañas ideas y nadie sos-pechó.

Puede parecer extraño que nos compor-

18 Tierras americanas: territorio continental de la Américaespañola, y en especial, incluso después de su indepen-dencia, las colonias españolas que bordean el Caribe.Cartagena, Portobello y Veracruz eran los puertos princi-pales de las tierras americanas

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táramos así con los compañeros de nuestramisma guardia; pero entre nosotros había al-gunos que, si hubieran tenido la más leve sos-pecha de nuestros planes, lo habrían comuni-cado de inmediato al capitán a cambio de algu-na mezquina recompensa.

Tan pronto como se escucharon las doscampanadas, los hombres de pase fueron lla-mados a abordar el bote. Me retrasé un mo-mento en el castillo de proa para echar un vis-tazo de despedida a ese escenario tan familiar ycuando me dispuse a subir a cubierta mis ojosse fijaron en la cesta de pan y la fuente de carneque contenía los restos de nuestra última comi-da. Aunque no pensé antes proveerme alimen-to alguno para nuestra expedición, pues conta-ba totalmente con las frutas de la isla para man-tenernos por todos los lugares que fuéramos,no pude resistir los deseos de tomar algunasde, las reliquias que tenía ante mi para haceruna merienda. Así tomé dos puñados de esospedacitos de galletas duras y partidas que lla-

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man generalmente "anclas de guardiamarina" ylas lancé al fondo de mi jersey; en el mismosimple receptáculo donde había guardado va-rias libras de tabaco y unas yardas de tela dealgodón, artículos con los cuales pensaba com-prar la buena voluntad de los nativos, tan pron-to estuviéramos entre ellos al marcharse el bar-co.

Esta última adición a mi inventario oca-sionó una considerable protuberancia haciadelante, que moderé un poco moviendo lostrozos de pan por mi cintura y distribuyendolos tacos de tabaco entre los pliegues de la pie-za.

Apenas había terminado esta faenacuando una docena de voces mencionaron minombre y salí a cubierta, donde vi a toda laguardia sobre el bote, impaciente por partir.Salté la borda y me senté junto a los demás enla popa, mientras que los pobres hombres de laguardia de babor, accionaron sus remos y em-pezaron a transportarnos a la costa.

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Estábamos en la temporada de lluviasde las islas y los nativos habían presagiado casitoda la mañana uno de esos aguaceros que enesta época se producen con tanta frecuencia.Las grandes gotas empezaron a borbotear en elagua poco después que abandonamos el barcoy al momento de desembarcar llovía a cántaros.Buscamos abrigo en una inmensa casa de ca-noas que se erguía junto a la playa y esperamosa que amainaran las Primeras ráfagas de latormenta.

Sin embargo, la lluvia continuó sin ce-sar; y el monótono repiqueteo sobre nuestrascabezas empezó a ejercer un efecto soporíferoen los hombres, quienes, reclinándose aquí yallá sobre grandes canoas de guerra, despuésde conversar un rato se durmieron.

Esta era la oportunidad que esperába-mos, y Toby y yo la aprovechamos sin tardarescabulléndonos de la casa de canoas y metién-donos en las profundiades de un espeso palmarque estaba detrás del cobertizo. Luego de diez

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minutos de rápido andar llegamos a un clarodesde donde pudimos divisar la colina por lacual pretendíamos subir borrosamente perfila-da a través de la lluvia tropical, distante de no-sotros, como esperábamos, más de una milla.La línea recta hacia ella pasaba por una partepoblada de la bahía y, como deseábamos eludira los nativos y garantizar una tranquila retiradaa las montañas, decidimos dar un rodeo atrave-sando una extensa espesura para evitar acercar-nos a ellos.

El fuerte chubasco que aún caía sin cesarfacilitó nuestra empresa ya que obligaba a losisleños a mantenerse en sus hogares y evitabacualquier encuentro casual con ellos. Nuestrosgruesos jerseys pronto estuvieron completa-mente empapados y su peso, unido al de losartículos que habíamos ocultado en ellos, impi-dieron un poco nuestro avance; pero no po-díamos detenernos porque en cualquier instan-te los salvajes podrían sorprendernos y forzar-nos desde el inicio a renunciar a nuestra em-

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presa.Desde que abandonamos la casa de ca-

noas apenas habíamos intercambiado palabraentre nosotros; pero al llegar a un segundo cla-ro del bosque y divisar de nuevo la colina de-lante de nosotros, tomé a Toby por un brazo yseñalando el repecho hasta la altura que yacíadetrás, dije quedamente:

-Bueno, Toby, ni una sola palabra, niuna mirada atrás hasta que estemos en la cimade aquella montaña. No demoremos más,avancemos cuanto podamos y en unas horaspodremos reír a carcajadas. Tú eres más ligeroy ágil, ve delante que yo te sigo.

-Está bien, hermano -respondió Toby-.Andemos rápido; sólo tenemos que mantener-nos juntos, eso es todo.

Y al decir esto, con el salto de un jovencorzo, venció un arroyuelo que atravesabanuestro camino y avanzó con paso rápido.

Cuando llegamos al pie de la colina, nosdetuvo una gran masa de altas cañas amarillas,

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que crecían espesas una al lado de la otra y tanfirmes y duras como varillas de acero; y obser-vamos, para desilusión nuestra, que se extendí-an hasta la mitad de la elevación que pensába-mos ascender.

Por un momento tratamos de buscaruna ruta más viable; sin embargo, comproba-mos que no teníamos otro remedio que atrave-sar esta espesura de juncos de todas formas.Cambiamos nuestro orden de marcha pues yoera el más pesado y tomé la cabeza con vistas aabrirnos paso a través de este obstáculo, mien-tras Toby pasó a la retaguardia.

Dos o tres veces intenté penetrar la es-pesura y a fuerza de ciencia y paciencia pudi-mos adelantar algo; pero ante lo difícil de lalabor, abandoné el intento con desespero.

Colérico por haber encontrado un obs-táculo que no habíamos previsto, me lancé des-esperadamente contra él, aplastando contra elsuelo las cañas que tocaban mi cuerpo y, rein-corporándome, repetía la acción con igual efec-

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to. Veinte minutos después de este ejercicioexcesivo estaba casi extenuado, pero nos aden-tró algo en la espesura; cuando Toby, que cose-chaba el fruto de mi obra siguiéndome de cerca,me propuso cambiar de turno y pasar a la de-lantera con vistas a dar una tregua a mis es-fuerzos. Sin embargo, con su esbelta figura noprogresó mucho y me vi obligado a retomar mipuesto anterior.

Seguimos bregando, nuestros cuerpostranspiraban a borbotones, nuestros miembrosse arañaban y laceraban por las cañas rotas,cuando de pronto cesó de llover y la atmósferaen torno a nosotros se hizo más pesada y sofo-cante de lo que uno puede imaginar. Los elásti-cos juncos se recuperaban con rapidez de lapresión temporal de nuestros cuerpos y volvíana su posición inicial: se cerraban tras nosotros amedida que avanzábamos, evitando la circula-ción del aire que antes nos llegaba. Además, sugran altura nos tapaba totalmente la vista de losobjetos circundantes y nunca supimos si avan-

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zábamos en la dirección correcta.Fatigado por el esfuerzo prolongado y

jadeando casi sin aire para respirar, me sentítotalmente incapaz de dar un paso. Me subí lasmangas del jersey y exprimí el jugo que conte-nían en mi boca, pero las pocas gotas que logréextraer no me proporcionaron alivio y me dejécaer por un momento con obstinada apatía, dela cual fui sacado por Toby, quien había dise-ñado un plan para librarnos de la red en queestábamos atrapados.

Repartió golpes a diestro y siniestro conun cuchillo, cercenando las cañas a uno y otrolado, como un segador, y pronto hizo un claro anuestro alrededor. Esta escena me reanimó ycon mi propio cuchillo, corté y talé sin compa-sión. Pero ¡ay! mientras más avanzábamos másespesa y alta, y al parecer más interminable setornaba la maleza.

Empecé a pensar que estábamos bienatrapados y casi me convencí de que sin un parde alas nunca escaparíamos de esta agotadora

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labor; cuando inesperadamente discerní unrayo de luz entre las cañas a mi derecha y, des-pués de comunicar la alegre noticia a Toby,ambos nos llenamos de nuevos bríos y nosabrimos paso rápidamente hacia allí hasta en-contrarnos libres de perplejidades y muy cercade la ansiada colina. Luego de descansar unosminutos, comenzamos nuestro ascenso y des-pués de una subida algo fatigosa nos encon-tramos cerca de su cima. No obstante, en lugarde caminar a lo largo de esta colina, donde es-taríamos expuestos a la vista de los nativos delvalle, y en un lugar donde podrían intercepta-mos fácilmente si se lo proponían, avanzamoscautelosamente por una de sus cuestas, arras-trándonos de manos y rodillas y ocultos por lahierba por la cual nos deslizábamos, muy pare-cidos a un par de serpientes. Después de em-plear una hora en este incómodo modo de lo-comoción, nos incorporamos y proseguimosnuestro camino valientemente por la cresta dela colina.

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Esta saliente estribación de las altasmontañas que rodeaban la bahía se alzaba enángulo agudo desde los valles que estaban ensu base y presentaba, con la excepción de algu-nas abruptas pendientes, la apariencia de ungran plano inclinado, deslizándose hasta el mardesde las alturas en la distancia. La habíamosascendido casi por donde comenzaba y desdesu punto más bajo, y ahora podíamos ver congran nitidez el camino a las montañas a lo largode su estrecha cresta, la cual estaba cubierta porun suave césped y en muchas partes tenía sólounos pies de ancho.

Toby y yo, pletóricos de alegría por eléxito que hasta el momento asistía nuestra em-presa y reconfortados por la refrescante atmós-fera que respirábamos, caminamos con rapidezy el mejor ánimo a lo largo de la colina, cuandode pronto desde los valles que se encontrabanabajo a ambos lados de nosotros escuchamoslos lejanos gritos de los nativos, que acababande descubrirnos y hasta quienes se revelaron

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perfectamente nuestras figuras, dibujadas enfranco relieve contra el cielo.

Lanzando una mirada al valle, vimos asus salvajes habitantes correr de un lugar a otroal parecer bajo la influencia de alguna repenti-na alarma y a nuestra vista parecían ligeramen-te mayores que pigmeos; mientras que susblancas viviendas de techos de ramas, reduci-das por la distancia, parecían miniaturas. Mirara los isleños desde aquellas alturas nos propor-cionó la sensación de seguridad confiando enque, si emprendían nuestra persecución, resul-taría infructuosa por la ventaja que teníamossobre ellos, a menos que se aventuraran a se-guirnos a las montañas, a donde sabíamos queno nos seguirían.

No obstante, decidimos aprovechar almáximo esta ventaja y donde las condicionesdel terreno lo permitieron, corrimos rápida-mente a lo largo de la cima de la colina hastaque nos detuvo un escarpado despeñadero queal principio pareció interponer una barrera real

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a nuestro avance ulterior. Sin embargo, a fuerzade mucho bregar y arriesgando el pescuezo,salvamos el obstáculo y continuamos nuestrafuga con incansable celeridad.

Habíamos abandonado la playa tem-prano en la mañana y después de un ascensoininterrumpido y en ocasiones difícil y peligro-so, durante el cual no volteamos la vista haciael mar ni una sola vez, nos encontramos a unastres horas antes del anochecer en la cima de loque parecía la montaña más alta de la isla, uninmenso peñasco colgante formado por rocasbasálticas y rodeado de plantas parásitas. De-bimos estar a más de tres mil pies sobre el niveldel mar y el panorama que vimos desde estaaltura era magnífico.

La solitaria bahía de Nukujiva, salpica-da aquí y allá con los puntos formados por losnegros cascos de los barcos que conformaban laescuadra francesa, reposaba en la base de unacadena circular de elevaciones, cuyas verdesladeras, perforadas por profundas cañadas o

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diversificadas por sonrientes valles, formabanen conjunto el más bello paisaje que haya vistojamás; y así viviera cien años, nunca olvidaríala profunda admiración que entonces experi-menté.

CAPÍTULO SIETE

El otro lado de la montaña - Decepción - In-ventario de los artículos traídos del barco - Divisiónde la existencia de pan - Apariencia del interior de laisla - Un descubrimiento - Un desfiladero y sus cas-cadas - Una noche insomne - otros descubrimientos -Mi indisposición - Un paisaje marquesino.

Mi curiosidad no era poca, respecto a loque encontraríamos al otro lado de las monta-ñas; y supuse, junto con Toby, que inmediata-

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mente después de ganar las alturas veríamoslas grandes bahías de Japar y Typee reposandoa nuestros pies hacia un lado, de la misma ma-nera en que la de Nukujiva se extendía en lasprofundidades del otro. Pero en esto pos equi-vocamos. En lugar de encontrar que la otra la-dera de la montaña que ascendimos se desliza-ra en dirección opuesta hacia anchos y espacio-sos valles, la tierra mantuvo su elevación gene-ral, sólo Interrumpida por una serie de cerros yvalles interiores que se extendían delante denosotros hasta el horizonte, con sus cuestasabruptas cubiertas de alegre verdor, y ondu-lando aquí y allá el follaje de macizos de tierraboscosa; en las cuales, sin embargo, no demosninguno de aquellos árboles con cuya frutahabíamos tetado con tanta seguridad.

Este fue un descubrimiento muy inespe-rado que prometía desbordar, todos nuestrosplanes, pues no podíamos pensar en descenderla montaña por Nukujiva en busca de alimen-tos. Si por este motivo fuéramos inducidos a

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desandar nuestro camino, no serían pocas lasprobabilidades de encontramos con los nativos,en cuyo caso, si no nos hacían daño, segura-mente nos conducirían al barco a cambio deuna recompensa de calicó y baratijas que sinduda nuestro capitán les daría como premiopor nuestra captura.

¿Qué hacer entonces? El "Dolly" no par-tiría quizás hasta después de diez días y ¿cómoíbamos a mantenemos durante todo ese tiem-po? Me arrepentí amargamente de nuestra im-prudencia de no abastecernos de una buenacantidad de galletas, cosa que no hubiera sidodifícil. Abrumado recordé el escaso puñado depan que guardé en la pechera de mi jersey ysentí deseos de saber qué cantidad había sopor-tado el fuerte ascenso de la montaña. Propuse aToby examinar juntos los distintos artículos quehabíamos traído del barco. Con este propósitonos sentamos en la hierba y fue curioso ver conqué buen juicio mi compañero había llenado supieza de ropa -que recalco estaba tan llena co-

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mo la mía- y le pedí que empezara a voltear sucontenido.

Luego de introducir una mano en elfondo de este espacioso receptáculo, sacó pri-mero a la luz aproximadamente una libra detabacos, aún agrupados en su forma original,con su parte exterior cubierta toda de blandosmendrugos de pan. Empapados y goteando,tenían la apariencia de haber sido extraídos delfondo del mar. Pero presté poca atención a sus-tancia de tan poco valor para nosotros en lasituación en que nos encontrábamos tan prontocomo me percaté de los indicios que confirma-ron la previsión de Toby de proveerse de unsuministro de alimento para la expedición.

Le pregunté ansioso qué cantidad habíatraído mientras revolvía el interior de su jersey;extrajo un puñadito de algo tan suave, pulposoy descolorido que por unos instantes se sor-prendió tanto como yo preguntándose de quémodo compuesto tan vil había llegado a su jer-sey. Sólo puedo describirlo como una mezcla

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de pan mojado y pedazos de tabaco, transfor-mados en una masa por la acción del sudor y lalluvia. Pero con todo lo repugnante que pudie-ra parecer, ahora lo considero un tesoro incal-culable y procedí con gran cuidado a trasladarsu pastosa masa a una gran hoja que arranquéde un arbusto que estaba a mi lado. Toby meinformó que esa mañana había colocado dosgalletas en el jersey para comérselas si sentíadeseos durante nuestra fuga. Ahora habíansido reducidas a la equívoca sustancia que yoacababa de colocar en la hoja.

Otra búsqueda dentro del jersey trajo ala vista unas cuatro o cinco yardas de calicóestampado, cuyo gracioso dibujo estaba algodesfigurado por las manchas amarillas del ta-baco con el cual había estado en contacto. Alsacar esta tela lentamente pulgada a pulgada,Toby me recordó a un prestidigitador realizan-do el número de la tira interminable. El si-guiente artículo era pequeño: la “bolsita" demarinero, que contiene aguja, hilo y otros uten-

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silios de costura; le siguieron un juego de afei-tar y dos o tres pedazos de tabaco para mascar,pescados del ahora vacío receptáculo. Despuésde inspeccionar estos artículos, saqué los pocosque yo había traído.

Como puede preverse del estado de loscomestibles de mi compañero, los míos estabanen condiciones deplorables y reducidos a unacantidad que no hubieran formado media do-cena de bocados para un hombre hambrientono muy inclinado a fumar tabaco y mucho me-nos comerlo. Unos cuantos pedazos de pan,una o dos yardas de tela blanca de algodón yvarias libras de tabaco torcido de primera cali-dad, eran todo lo que poseía.

Unimos toda la existencia de artículosvarios en un bulto compacto, el cual segúnacordamos llevaríamos por tumos. Pero lostristes restos de las galletas no se consumiríande inmediato: las precarias circunstancias enque estábamos hicieron considerarlos algo deque probablemente dependería el futuro de

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nuestra aventura. Después de un breve debate,en el cual expresamos nuestra resolución de nobajar a la bahía hasta la partida del barco, suge-rí a mi compañero que, a pesar de la escasacantidad de pan, debíamos dividirla en seispartes iguales que serían cada una nuestra ra-ción de un día. Asintió a mi proposición por loque me quité el pañuelo de seda del cuello ycortándolo en media docena de trozos, proce-dimos a hacer un reparto equitativo.

Al principio Toby, con un grado de deli-cadeza excesiva queme `pareció impropia deacuerdo con las circunstancias, empezó a sacarlas diminutas partículas de tabaco de entre lamezcla esponjosa; pero le increpé que con ellose reduciría considerablemente la cantidad.

Dividida la masa, descubrimos que laración de un día para los dos casi cabía en unacuchara. Envolvimos cada parte por separadoen el pedazo de seda que le correspondía yformamos con ellas un pequeño paquete, queentregué, con solemnes peticiones de fidelidad,

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a la custodia de Toby.Decidimos ayunar el resto del día, pues

nos habíamos reforzado con el desayuno matu-tino; y volviendo a incorporarnos, buscamosdónde guarecernos de la noche que, por la apa-riencia del cielo, prometía ser oscura y tempes-tuosa.

No había cerca de nosotros lugar algunoque respondiera a nuestros propósitos y, deespalda a Nukujiva, empezamos a explorarterreno desconocido al otro lado de la montaña.

En esta dirección hasta donde alcanza lavista, no había señal de vida ni algo que deno-tara incluso la estancia temporal de un hombre.Todo el paisaje parecía un lugar solitario im-perturbable; el interior de la isla al parecer nohabía sido habitado desde los albores de lacreación; y según avanzamos por esta soledad,nuestras voces sonaban raras en nuestros oídos,como si las palabras humanas nunca anteshubieran perturbado el espantoso silencio dellugar, interrumpido sólo por el suave murmu-

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llo de lejanos saltos de agua.Sin embargo, nuestra decepción por no

haber encontrado las distintas frutas que pen-sábamos disfrutar durante nuestra estancia enestos salvajes parajes, se compensó por el con-suelo de que por esta misma circunstancia esta-ríamos menos expuestos al encuentro casualcon las tribus indígenas que, como sabíamos,siempre habitan bajo las sombras de aquellosárboles que les proveen de alimentos.

Vagamos sin rumbo, buscando ansio-samente en cada arbusto que pasábamos hastaque, cuando logramos ascender una de las tan-tas colinas que interrumpían el terreno, vi en lahierba frente a mí algo que parecía un caminotrillado, el cual al parecer corría a lo largo de lacolina y descendía con ella en un profundo des-filadero aproximadamente a media milla dedonde estábamos.

Robinson Crusoe no se sorprendió másante la huella en la arena que nosotros ante esteinesperado descubrimiento. Mi primer impulso

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fue retroceder lo más rápido posible y encami-nar nuestros pasos en otra dirección; pero lacuriosidad por ver a donde conducía aquellasenda nos impulsó a seguirla. Continuamos; elcamino se hacía más visible a medida que ca-minábamos hasta que nos llevó al borde delbarranco, donde terminaba abruptamente.

-Entonces -dijo Toby mirando hacia elabismo-, todos los que vienen por este caminosaltan aquí, ¿no?

-No -respondí-; creo que de algún modobajan sin tener que saltar; ¿tú qué crees, lo in-tentamos?

-Y en nombre de las cavernas y las ma-drigueras, ¿qué esperas encontrar en el fondode ese abismo sino romperte el pescuezo? Estámás oscuro que la bodega de nuestro barco y elrugido de esas cascadas allá abajo te hará esta-llar el cerebro.

-Oh, no, Toby -exclamé riendo-; alláabajo hay algo; está claro, de lo contrario nohabría camino, y estoy resuelto a saber qué es.

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-Te diré una cosa, amigo -observó Tobycon rapidez-, si vas a meter las narices en todolo que despierte tu curiosidad, pronto recibirásun golpe en la cabeza; con toda seguridad tro-pezará con una partida de salvajes en medio detus descubrimientos y dudo mucho que eseacontecimiento te sea de particular agrado. Oyemi consejo de una vez y "subamos al bote ybusquemos nuevos derroteros"; además, se estáhaciendo tarde y tenemos que "recalar" en al-gún lugar para pasar la noche.

-Eso mismo estoy tratando de hacer -respondí-; y estoy pensando que este barranconos servirá para ello; pues es espacioso, aparta-do, con buen suministro de agua y puede pro-tegemos del mal tiempo.

-Sí, y del sueño también; nos afectará lagarganta y nos dará reumatismo -gritó Tobycon evidente desagrado.

-Muy bien, entonces, muchacho, en vistade que no me acompañarás, aquí voy yo solo.Te veré en la mañana.

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Y avanzando por el borde del precipiciodonde estábamos parados, empecé a descenderpor las enredadas raíces que colgaban en lasgritas de la roca, como había previsto, Toby, apesar de sus anteriores protestas, siguió miejemplo y descendió de un lado a otro con larapidez de una ardilla; pronto me pasó y llegóal fondo antes de que yo hiciera dos tercios deldescenso.

La vista que ahora nos saludaba siem-pre quedaría grabada en mi mente. Cinco es-pumosos riachuelos que corrían por sus res-pectivos cauces, crecidos y turbios por las re-cientes lluvias, se unían en una cascada de casiochenta pies y caían con salvaje estruendo enun profundo y negro pozo encerrado por lassombrías rocas y de aquí en masa compacta sedeslizaba por un escarpado cañón que parecíapenetrar en las entrañas de la tierra. Al frente,vastas raíces de árboles colgaban de los flancosdel barranco, goteando humedad y temblandopor las vibraciones producidas por la cascada.

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Ya atardecía y la débil luz que llegaba hasta lascavernas y profundidades boscosas acentuaronsu extraña apariencia, recordándonos que enbreve tiempo estaríamos en medio de una oscu-ridad absoluta.

Después de satisfacer mi curiosidad conesta escena maravillosa, me pregunté por qué elcamino que seguimos nos había conducido a unlugar tan singular y comencé a sospechar queera obra de los isleños. Esta conclusión resultóagradable pues redujo nuestro temor de encon-trarnos accidentalmente con ellos y pensé quequizás no encontraríamos un escondite másseguro que el lugar donde habíamos ido a pa-rar por cuestiones del azar. Toby estuvo deacuerdo conmigo en mirar el asunto desde estaperspectiva y Comenzamos de inmediato areunir las ramas de árboles que había alrededorcon vistas a construir un refugio temporal parapasar la noche. Nos vimos obligados a cons-truirlo cerca de la catarata, pues la corriente deagua llegaba casi hasta las paredes del desfila-

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dero. Empleamos los pocos momentos de luzque nos quedaban en cubrir nuestra cabaña conuna planta de grandes hojas lanceoladas quecrecía en las grietas del barranco. Nuestra ca-baña, si así podía llamársele, estaba compuestade seis y ocho de las ramas más rectas que pu-dimos hallar, colocadas oblicuamente contra laabrupta pared de piedra, con un extremo infe-rior a menos de un pie del agua. En el espaciocubierto de esta manera entramos a gatas yreposamos nuestros agotados cuerpos lo mejorque pudimos.

¡Nunca olvidaré esa horrible noche! Delpobre Toby no pude obtener ni una sola pala-bra. Hubiera sido un consuelo haber escuchadosu voz, pero no paró de temblar toda la santanoche como un hombre con convulsiones, susrodillas pegadas a la barbilla y la espalda co-ntra la sudorosa roca. Durante esta miserablenoche parecía que no había nada más que com-pletara nuestra total desdicha. La lluvia des-cendía con tal fuerza que nuestro pobre refugio

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resultó una burla. En vano intenté evadir losincesantes chorros que caían sobre mí; cuandoprotegía una parte se exponía otra y el aguahallaba continuamente una abertura por la cualfiltrarse para empapamos.

He resistido muchos chaparrones du-rante mi vida y en general no les di mucha im-portancia; pero los horrores acumulados aque-lla noche, la mortífera frialdad del lugar, la es-pantosa oscuridad y lo lamentable de nuestradesesperada situación, casi llegaron a abatirme.

Nadie dudará que madrugamos al díasiguiente: en cuanto vi el resplandor más tenueparecido a la luz del día, sacudí a mi compa-ñero por el hombro y le dije que estaba amane-ciendo. El pobre Toby alzó la cabeza y despuésde una breve pausa expresó con su fuerte voz:

-Entonces, compañero, mis neblineros seaveriaron pues veo más oscuridad con los ojosabiertos que con ellos cerrados.

-¡Tonterías -exclamé-; aún no estás des-pierto!

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-¡Despierto! -rugió Toby con furia-.¡Despierto! ¿Estás insinuando que pude dormir,no es así? Es un insulto suponer que se puedadormir en un lugar infernal como éste.

Cuando terminé de pedir disculpas a miamigo por haber malinterpretado su silencio,aumentó la claridad del día y salimos de nues-tra guarida. La lluvia había cesado, pero todoalrededor nuestro goteaba humedad. Nos qui-tamos la ropa mojada y la exprimimos todo loque pudimos. Tratamos de aumentar la circu-lación de nuestras entumecidas piernas frotán-dolas vigorosamente con las manos; y despuésde asearnos con el agua de la corriente y pone-mos las ropas húmedas, pensamos que seríaaconsejable romper nuestro prolongado ayuno,pues hacía veinticuatro horas que probábamosbocado.

Con este propósito sacamos nuestra ra-ción del día y después de sentarnos sobre unaroca desprendida, comenzamos a analizarnuestra comida. Primero la cortamos en dos

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partes iguales y luego de envolver una de ellasy reservarla para la cena, dividimos el resto denuevo en dos partes y echamos a suerte quiénescogería primero. Podía haber colocado el pe-dazo que me tocó en la yema de un dedo; noobstante, tuve el cuidado de que pasaran diezminutos entre mi primer mendrugo y el último.Qué buen adagio ese de "con hambre no haymal bocado". Esta minúscula porción de comi-da tenía un sabor que en otras circunstanciashubiera sido imposible impartir al más delicadomanjar. Un copioso sorbo del agua cristalinaque corría a nuestros pies sirvió para completaresta comida y luego nos incorporamos sensi-blemente refrescados y preparados para lo quese nos pudiera avecinar.

Examinamos cuidadosamente el abismodonde habíamos pernoctado. Atravesamos elrío y en la otra orilla descubrí las pruebas deque el lugar había sido visitado por alguienpoco antes de nuestra llegada. Otros hallazgosnos convencieron de que era frecuentado con

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regularidad y según concluimos por las huellasencontradas, con el propósito de obtener unacierta raíz con la que los nativos hacían un un-güento.

Estos descubrimientos nos impulsaron aabandonar un lugar que no nos había inducidoa permanecer en él, salvo la posibilidad 'de sen-tirnos seguro; y después de buscar un modo deascender de nuevo a regiones más altas, al finhallamos un posible camino de ascenso por laroca. Media hora de intensa labor nos llevó a lacima del mismo desfiladero que habíamos des-cendido la noche anterior.

Ahora le propuse a Toby que en vez dedar vueltas por la isla, expuestos a ser descu-biertos a cada instante, debíamos elegir un lu-gar para instalarnos durante el tiempo que du-rase el alimento, construir una choza cómoda yser todo lo prudentes y circunspectos posible.Mi compañero asintió a todo lo que le dije y nosdispusimos a cumplir nuestro plan.

Después de explorar sin éxito una caña-

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da cercana, cruzamos varias colinas que ya des-cribí antes y hacia el mediodía ascendimos unalarga e inclinada cuesta, pero aún sin haberdescubierto un sitio que se ajustara a nuestrospropósitos. Nubes bajas y oscuras presagiabantormenta y nos apresuramos a buscar abrigo enun grupo de espesos arbustos, donde parecíaterminar nuestro prolongado ascenso. Nos ti-ramos al abrigo de los arbustos y halando laalta hierba que crecía alrededor, nos cubrimoscompletamente para esperar la lluvia.

Sin embargo, ésta no llegó tan rápidocomo esperábamos y muchos minutos antes micompañero se rindió de sueño; no pasó muchopara que yo cayera en ese mismo estado defeliz olvido. En ese preciso momento se presen-tó la lluvia con una fuerza que desvaneció todointento de sueño. Aunque estábamos protegi-dos de alguna manera, pronto nuestras ropasestuvieron tan húmedas como siempre; des-pués de todo el trabajo que nos tomó secarlas,esto era irritante; pero no había remedio, por lo

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que recomiendo a todo joven viajero que aban-done un barco en románticas islas durante laépoca de lluvias que se provea de un buen pa-raguas.

Después de aproximadamente una hora,cesó de llover. Mi compañero no dejó de dor-mir ni un instante o al menos eso me pareció; yahora que todo había pasado no tuve el valorde despertarlo. Yo estaba acostado sobre la es-palda, totalmente rodeado de plantas, las hojasgoteaban sobre mí, las piernas escondidas entrela hierba; no pude evitar comparar nuestra si-tuación con la de los pequeños habitantes delbosque. ¡Pobres criaturas!.. Ahora me explicopor qué su constitución se deshace ante las pe-nurias a que están expuestos.

Durante la hora o dos que pasamos alabrigo de los arbustos, empecé a sentir sínto-mas que de inmediato atribuí a nuestra situa-ción de la noche anterior. Escalofríos y fiebrealta se repetían a intervalos, mientras una demis piernas estaba tan hinchada y me dolía

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tanto que incluso sospeché que había sidomordido por algún reptil venenoso, habitantecompatible con el abismo del cual habíamosacabado de salir. A propósito, debo destacaraquí -cosa que aprendí después- que todas lasislas de la Polinesia, junto con Irlanda, disfru-tan el privilegio de estar exentas de la presenciade serpientes venenosas, aunque si Saint Pa-trick alguna vez las visitó, es algo que no tengola intención de averiguar.

Como la sensación de enfermedad au-mentaba en mí, cambié de posición; no desean-do perturbar a mi aletargado camarada, meaparté de su lado dos o tres yardas. Moví for-tuitamente una rama y de pronto se reveló antemi vista una escena que incluso ahora recuerdocon toda la viveza de la primera vez. Creo quesi se me presenta una visión de los jardines delEdén, mi embeleso no sería mucho mayor.

Desde el sitio en que me encontraba, pa-

Saint Patrick: Santo patrón de Irlanda.

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ralizado por la sorpresa y el encanto, miré haciaabajo al seno de un valle, el cual se perdía enprolongadas ondulaciones hasta las azulesaguas que se divisaban a lo lejos. En medio deesta escena, a mitad de camino en dirección almar, apareciendo aquí y allá en medio del folla-je, podían observarse las casas de techos depalma de sus habitantes, relucientes bajo el solque las había blanqueado hasta deslumbrar. Elvalle tenía más de tres leguas de largo yaproximadamente una milla en su parte másancha.

Cada lado aparecía rodeado de escarpa-das y verdes cuestas que, uniéndose en el lugardonde me encontraba, formaban una termina-ción abrupta y semicircular de peñascos y pre-cipicios de cientos de pies de altura cubiertosde hierba, sobre los cuales se vertían innume-rables saltos de agua de distinta altura. Pero lamáxima belleza del panorama era su generalverdor; y en esto consiste, pienso yo, el encantocaracterístico de todo el paisaje polinesio. En

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todas partes debajo de mí, desde la base delprecipicio sobre cuya cima había estado repo-sando inconsciente de todo, la superficie delvalle presentaba un compacto follaje disemina-do con tal profusión que resultaba imposibledeterminar las distintas especies de árboles quelo componían.

Sin embargo, quizá no haya otro aspectode esta escena más impresionante que las silen-tes cascadas, cuyos finos hilos de agua, despuésde saltar desde los altos farallones, se pierdenentre la rica vegetación del valle.

Sobre todo el panorama reinaba el másprofundo silencio, que Casi temí quebrantarpues, como en los jardines encantados de loscuentos de hadas, una sola sílaba podría rom-per el hechizo. Durante largo rato, olvidándo-me de lo que pudiera ocurrirme, así como & lapresencia de mi adormecido compañero, mequedé admirando lo que tenía frente a mí, casiincapaz de comprender por qué medios mehabía convertido tan repentinamente en espec-

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tador de aquella escena maravillosa.

CAPITULO OCHO

Una cuestión importante ¿Typee o Japar? -A la caza de un ganso salvaje - Mis sufrimientos- Situación desesperada - Una noche en un ba-rranco - El desayuno - Feliz idea de Toby - Viajehacia el valle.

Recuperado de mi asombro ante la bellaescena que tenía ante mí, desperté a Toby y leinformé sobre mi descubrimiento. Juntos nosacercamos al borde del precipicio y la admira-ción de mi compañero no fue diferente a la mía.Un poco de reflexión, sin embargo, disminuyónuestra sorpresa de haber llegado tan inespe-radamente a esta cañada, pues los grandes va-lles de Japar y Typee, al quedar de este lado deNukujiva y extenderse considerablemente des-de el mar hacia el interior, necesariamente de-bían estar por aquí.

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La interrogante ahora era ante cuál deestos dos lugares estábamos nosotros. Tobyinsistía que ante la residencia de los japares yyo que el valle estaba habitado por sus enemi-gos, los fieros taipis. Por supuesto que yo noestaba totalmente convencido con mis propiosargumentos, pero la propuesta de Toby de des-cender sin pensarlo más y disfrutar de la hospi-talidad de sus ocupantes me pareció confiardemasiado en una simple suposición, a lo cualdecidí oponerme hasta convencernos con prue-bas de que podíamos proceder.

Nuestra decisión era de importancia vi-tal, pues los nativos de Japar no sólo estaban enpaz con los de Nukujiva, sino que compartíancon ellos las más amistosas relaciones; además,gozaban de buena reputación por amables yhumanos, lo cual nos hacía esperar de ellos, sino un cordial recibimiento, por lo menos unlugar de estancia durante el corto período quepermaneciéramos en su territorio.

Por otra parte, el solo nombre de Taipi

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provocó pánico en mi corazón, lo cual no tratéde disimular. Pensar que nos lanzaríamos vo-luntariamente a las manos de esos crueles sal-vajes, me pareció un acto de franca locura; ycasi pensé lo mismo de la idea de aventurarnosa bajar al valle, con la incertidumbre de cuál deestas dos tribus lo habitaban. No dudamos queestuviera habitado por una de las dos, puesconocíamos que residían por estos lares, aun-que nuestra información no aclaraba más.

Mi compañero, no obstante, incapaz deresistirse a la tentación de un abundante sumi-nistro de alimentos y otros medios de disfruteque provocaba el lugar, siguió aferrado a suimpensada idea del asunto, insensible ante to-dos mis razonamientos. Cuando le recordé quenos era imposible decidir con certeza y le hicehincapié sobre la horrible suerte que nos depa-raría descender irreflexivamente al valle y des-cubrir demasiado tarde el error que habíamoscometido, replicó detallándome todas las penu-rias que estábamos pasando en el presente y los

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sufrimientos que padeceríamos si permanecía-mos allí.

Deseoso de cambiar el tema de nuestraconversación, si era posible -pues vi que seríaen vano tratar de convencerlo- dirigí su aten-ción a una larga y despoblada porción de tierraque, deslizándose de las montañas del interior,descendía hasta el valle que teníamos delante.Le sugerí que detrás de esa cresta podía haberun valle amplio y deshabitado, con abundantesfrutas deliciosas de todas clases, pues habíaoído que se repetían por toda la isla y le propu-se que debíamos intentar llegar a él. Si lo queesperábamos era cierto, de inmediato busca-ríamos refugio y permaneceríamos allí el tiem-po que deseáramos.

Accedió a mi sugerencia y empezamos aestudiar el terreno que teníamos ante nosotroscon vistas a determinar cuál era la mejor rutaque debíamos tomar; pero la perspectiva eraúnica, pues se nos interponían escarpadas cres-tas, separadas por sombríos barrancos, que se

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extendían en línea paralela perpendiculares anuestro rumbo. Tendríamos que vencer todosestos obstáculos antes de poder llegar a nuestrodestino.

¡Un viaje agotador! Sin embargo, deci-dimos emprenderlo, aunque, por mi parte, meconsideré poco preparado para enfrentar lasfatigas que nos sobrevendrían, pues no cesabanmis temblores y ardores a causa de los escalo-fríos y la fiebre. No sé cómo describirte que enpoco tiempo podría satisfacerla para consuelode mi alma.

Al fin alcanzamos la cima de la segundaelevación, la más alta de las que he descritohasta ahora entre las que se extienden en líneaparalela entre nosotros y el valle a que deseá-bamos llegar. Dominaba la vista de toda la ex-tensión intermedia; y desanimado como estabapor otras circunstancias esta vista me sumió enla más profunda desesperación. Sólo había os-curos y horripilantes desfiladeros, separadospor agudas y perpendiculares cordilleras que se

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perdían en el horizonte. Si hubiéramos podidosaltar de una a otra de estas profundidadespero estrechas hendiduras, fácilmente ha-bríamos vencido la distancia; pero teníamosque descender al fondo de cada abismo y esca-lar una y otra vez las eminencias que teníamosdelante. Hasta Toby, aun cuando no padecíatanto como yo, se estremeció ante el efecto des-alentador del panorama.

Pero no lo contemplamos por muchotiempo debido a mi impaciencia por llegar has-ta las aguas del torrente que corría debajo. Conuna despreocupación por el peligro que nopuedo recordar sin estremecerme, nos lanza-mos a las profundidades del barranco, inte-rrumpiendo su salvaje silencio con los ecosproducidos por los fragmentos de roca que acada momento desgarrábamos, sin importamosla inseguridad de nuestro paso ni si las débilesraíces de juncos a que nos asíamos podían so-portar nuestro peso por un momento o si cede-rían al tocarlos. Por mi parte, apenas sabía si

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estaba cayendo libremente desde las alturas o sila terrible rapidez con que descendía era unacto voluntario.

En pocos minutos llegamos al fondo yarrodillado sobre un pequeño lecho de sudoro-sas rocas, me incliné sobre la corriente. ¡Quédeliciosa sensación experimenté ahora! Me de-tuve un segundo para concentrar todas miscapacidades de disfrute y sumergí los labios enel cristalino elemento que tenía ante mí. Si lasmanzanas de Sodoma19 se volvieran cenizas enmi boca, no hubiera sentido mayor repulsión:cada gota del fresco líquido pareció congelarcada gota de sangre de mis venas; la fiebre quehabía estado quemando mi cuerpo se tornó alinstante en violentos escalofríos que me sacu-dieron como descargas eléctricas, mientras elsudor producido por los últimos esfuerzos vio-lentos se congeló en heladas gotas sobre mi

19 La legendaria Fruta del Mar Muerto, espléndida porfuera, pero que se convertía en cenizas al morderla

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frente. La sed desapareció realmente y aborrecíel agua. Me incorporé y ver esas húmedas rocasrezumando humedad por cada una de sus grie-tas y el oscuro torrente corriendo por su tene-broso cauce, revivieron los fríos estremecimien-tos en mi temblorosa figura, y sentí un deseoincontrolable de ascender hasta los reconfortan-tes rayos de sol que antes me obligaron a bajaral barranco.

Después de dos horas de peligroso as-censo llegamos a la cumbre de otra elevación yapenas podía creer que habíamos cruzado eloscuro y profundo abismo que ahora quedabatras nosotros. De nuevo miramos el panoramadominado por la altura, pero era tan deprimen-te como el anterior. Pensé que en nuestra situa-ción actual nos sería imposible vencer todos losobstáculos que tendríamos por delante y re-nuncié a toda esperanza de llegar al valle quequedaba más allá de estos impedimentos;mientras que a la vez no podía concebir planalguno que nos librara de las dificultades en las

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que estábamos inmersos.Nunca me pasó por la mente la más re-

mota idea de regresar a Nukujiva, a menos queestuviéramos seguros de la partida de nuestrobarco, y en realidad era difícil lograrlo, separa-dos como estábamos de la bahía por una dis-tancia incalculable y también dudosos de sirecordaríamos el camino de regreso debido anuestro último vagar. Además, resultaba inso-portable pensar en desandar lo recorrido y con-siderar infructuosos todos nuestros penososesfuerzos.

Cuando un hombre está en dificultadesno existe nada más penoso para él que pensaren retroceder siquiera un ápice: una vuelta sis-temática sobre el camino ya trillado; y espe-cialmente si ama la aventura, puesto que existela remota esperanza de ser privado de vencerotras incitantes dificultades.

Fue este sentimiento lo que nos impulsóa descender el otro lado de la elevación quehabíamos acabado de subir, aunque nos hubie-

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ra sido imposible explicar el objeto exacto deeste impulso.

Sin intercambiar palabra sobre el asun-to, Toby y yo renunciamos al unísono al planque nos había aventurado tan lejos, percibiendomutuamente en nuestros rostros esa expresiónde desaliento más expresiva que las palabras.

Llegamos juntos, casi al final de este díaagotador, a la cavidad del tercer desfiladero,totalmente incapaces de realizar un esfuerzomás, hasta recuperar en algún grado la fuerzacon la ayuda de alimento y reposo.

Nos sentamos en el lugar menos incó-modo que encontramos y Toby extrajo de lapechera de su jersey el paquete sagrado. Ensilencio compartimos la minúscula porción decomida que había quedado del desayuno y sinproponemos ni una sola vez violar la santidadde nuestra promesa respecto a la cantidad res-tante, nos incorporamos y nos dispusimos aconstruir algún refugio que pudiera proveernosdel sueño que tanto necesitábamos.

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Por suerte este lugar se adaptaba más anuestros propósitos que el anterior, dondehabíamos pasado la víspera esa horrible noche.Quitamos los altos juncos del pequeño perocasi plano pedazo de tierra y los tejimos enforma de cesta para hacer una choza, la cualcubrimos con gran cantidad de hojas enormesde un árbol que crecía cerca. Las esparcimospor todos lados, dejando sólo una pequeñaabertura que escasamente nos permitía entrararrastrándonos en el refugio que de esta mane-ra habíamos construido.

Estos huecos en las profundidades,aunque protegidos de los vientos que atacabanlas cumbres de las elevadas crestas, son húme-dos y fríos en grado imposible de prever en esteclima; y desprovistos de otro abrigo que nues-tros jerseys de lana y finos pantalones de drilpara resistir la temperatura del lugar, nos esme-ramos al máximo para que nuestra habitaciónpor esa noche fuera todo lo cómoda posible.Por consiguiente, además de lo que ya había-

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mos hecho, reunimos todas las hojas que tuvi-mos a nuestro alcance y las apilamos sobrenuestra pequeña choza, a la cual entramos,arrastrando tras nosotros una reserva de hojassobre las cuales acostamos.

Esa noche nada me impidió, ni siquierael dolor que sentía, dormir plácidamente. Dor-mí en dos o tres intervalos, mientras Toby esta-ba tumbado a mi lado como un tronco o comosi estuviera envuelto entre dos sábanas deholanda. Por suerte no llovió, lo cual nos evitólas molestias que nos hubiera ocasionado unchaparrón.

Por la mañana me despertó la sonoravoz de mi compañero haciéndome vibrar lostímpanos, instándome a levantar. Salí a rastrasde nuestro lecho de hojas y me sorprendí al verlo que un buen descanso nocturno había pro-ducido en su apariencia. Estaba tan alegre yvivaz como un avecilla y mitigaba la intensidadde su apetito matutino mascando la suave cor-teza de una fina ramita que sostenía en la ma-

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no, acción que me conminó a imitar como antí-doto admirable contra los estragos del hambre.

Por mi parte, aunque me sentía corpo-ralmente más reconfortado que la noche ante-rior, no me atreví a mirar la pierna que mehabía dolido violenta e intermitente durante lasúltimas veinticuatro horas, sin experimentaruna sensación de alarma que en vano intentéborrar, No queriendo perturbar la fluidez aní-mica de mi compañero, logré ahogar las quejasque de otro modo habría ventilado e instándoloalegremente a acelerar nuestro banquete, medispuse a asearme en el arroyo. Después dehecho esto, comímos, o mejor absorbimos, me-diante un extraño proceso de succión, nuestrasrespectivas raciones nutritivas y luego empe-zamos a discutir qué pasos debíamos seguir.

-¿Qué vamos a hacer? -pregunté yo algoapesadumbrado.

-¡Bajar al mismo valle que descubrimosayer! -replicó Toby con una rapidez y fuerza devoz que casi me hizo sospechar que había de-

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vorado a escondidas la mitad de un buey enalgunas de las espesuras circundantes-. ¿Quéotra cosa nos queda por hacer? Porque segura-mente nos moriremos de hambre si nos que-damos aquí; y en cuanto a tus temores de esostaipis, confía en mí, son tonterías. Es imposibleque los habitantes del bello lugar que vimossean otra cosa que buenas personas; y si tú eli-ges morirte de hambre en una de estas cuevasmojadas, yo prefiero arriesgarme a bajar al va-lle y enfrentar las consecuencias.

-¿Y quién nos va a llevar hasta allá -pregunté- aun si decidimos hacer lo que pro-pones? ¿Vamos a subir y bajar todos esos pre-cipicios que cruzamos ayer hasta llegar al lugarde donde partimos y luego vamos a saltar des-de el peñasco hasta el valle?

-Es cierto; no pensé en eso -respondióToby-. Los dos flancos del valle parecen estarrodeados por precipicios ¿verdad?

-Sí -contesté-, tan erizados como los cos-tados de un barco de guerra, pero su altura

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multiplicada por cien.Mi compañero hundió la cabeza en el

pecho y quedó pensativo por un momento. Depronto se incorporó de un salto, con sus ojosrelucientes por ese brillo de inteligencia queindica la presencia de alguna idea deslumbran-te.

-¡Sí, sí! -exclamó-. Todos los ríos correnen la misma dirección y necesariamente tienenque pasar por el valle antes de ir a parar al mar;todo lo que tenemos que hacer es seguir la co-rriente y tarde o temprano llegaremos al valle.

-Tienes razón, Toby -le respondí-, tienesmucha razón; puede llevarnos hasta allá y rá-pido; porque mira el grado de inclinación conque corre el agua.

-Así es -expresó explosivamente micompañero, con un exceso de regocijo ante miconfirmación de su teoría-; así es, y es tan rectocomo un arpón. Partamos enseguida; vamosolvídate de todas esas ideas de los taipis y ¡queviva el valle de los Japar!

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-Más te vale que sea Japar, querido ami-go; ruega al cielo no equivocarte -indiqué conun movimiento de cabeza.

-¡Que así sea todo eso y mucho más! -gritó Toby ya corriendo-; pero es Japar, nopuede ser otra cosa. Un valle tan bello... esosbosques de árboles de pan... los cocoteros... esasespesuras de arbustos de guayaba... ¡Ah, com-pañero! No te quedes atrás; por todas las frutasdeliciosas del país, me muero por estar entreellas. Vamos, vamos, apúrate, avívate, olvídatede las piedras, quítalas de tu camino a patadas,como yo, y mañana, camarada, te lo prometo,viviremos como reyes. Vamos.

Y diciendo esto, corrió a lo largo del ba-rranco como un demente, olvidándose de miincapacidad de seguirle el paso. En pocos mi-nutos, sin embargo, después de aminorar laexaltación de su ánimo y detenerse un momen-to, me permitió darle alcance.

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CAPÍTULO NUEVE

Peligroso recorrido por el barranco - Des-censo al valle.

-La intrépida seguridad de Toby eracontagiosa y empecé a considerar el lado Japarde la cuestión. Sin embargo, no pude vencercierta sensación trepidante mientras avanzamospor estos sombríos parajes. Nuestro avance, alprincipio relativamente fácil, se hizo cada vezmás difícil. El fondo del barranco estaba cubier-to por fragmentos de rocas que habían caído delas alturas y ofrecían innumerables obstáculos ala rápida corriente, que se agitaba y rizaba parasalvarlos, formando a intervalos pequeños sal-tos de agua que caían en profundos pozos oque salpicaban violentamente sobre montonesde piedra.

Por la estrechez de la garganta y lo es-carpado de sus paredes, no hubo otra forma deavanzar que vadeando el río, tropezando a ca-da instante con los obstáculos ocultos bajo la

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superficie o contra las gigantescas raíces de losárboles. Pero la mayor dificultad que encon-tramos fue un cúmulo de ramas torcidas que,proyectándose casi horizontalmente de las pa-redes del abismo, se enroscaban en fantásticastrenzas casi hasta la orilla del río, impidiéndo-nos el paso, salvo por los bajos arcos que for-maban. Para pasar por debajo de estos, nos vi-mos obligados a caminar a gatas deslizándonossobre las piedras mojadas, o penetrando enprofundas lenguas con una penumbra queapenas permitía guiarnos. En ocasiones nosgolpeábamos la cabeza con alguna rama; ycuando imprudentemente nos deteníamos apasamos la mano por la parte dolorida, caía-mos a lo largo entre las afiladas puntas, cortán-donos y magullándonos, mientras las despia-dadas aguas empujaban nuestros abatidoscuerpos. Belzoni20 arrastrándose por los pasa-

20 Belzoni... las catacumbas egipcias:Giovanni Battista Belzoni (1778-1823) fue un precur-

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dizos subterráneos de las catacumbas egipcias,no encontró tantas dificultades como las queahora teníamos ante nosotros. Sin embargo,luchamos resueltamente contra ellas sabiendobien que nuestra única esperanza era avanzar.

Al ponerse el sol hicimos un alto en unsitio en el cual nos dispusimos a pasar la noche.Allí construimos una choza muy parecida a laanterior, entramos en ella y nos propusimosolvidar nuestros sufrimientos. Mi compañero,creo, durmió como un lirón; pero al amanecer,cuando salimos de nuestra cobija, me sentí casiincapaz de realizar movimiento alguno. Tobyme prescribió como remedio para mi dolenciael contenido de uno de nuestros paquetitos deseda, para tomar de inmediato en una sola do-sis. Sin embargo, por mucho que insistió no

sor en la exploración de las tumbas egipcias y uncoleccionista rapaz que trabajó con poco sentido dela disciplina académica o de la propiedad arqueoló-gica, pero cuyo Travels in Egypt fue lectura regularentre los años de mediados del siglo XIX. 72

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accedí a esta clase de tratamiento médico; porlo que compartimos nuestra acostumbrada por-ción y luego, en silencio, reanudamos el viaje.Ya era el cuarto día desde que salimos de Nu-kujiva y los retortijones por el hambre eranagudos y dolorosos. Estábamos obligados aapaciguarlos mascando la corteza tierna deraíces y ramitas que, aun cuando no nos ali-mentaban, al menos eran dulces y agradables alpaladar.

Nuestro avance a lo largo del cauce fueirremediablemente lento y al mediodía había-mos adelantado menos de una milla. Fue enesta parte del día que el ruido de las cascadas,que habíamos escuchado levemente durante lamañana, llegó a nosotros con más nitidez; y nopasó mucho para vernos detenidos por un pre-cipicio rocoso de casi cien pies de profundidad,que se extendía de un lado a otro del canal ysobre el cual saltaba ininterrumpida la salvajecorriente. A cada lado, las paredes del barrancopresentaban sus bordes sobresalientes y debajo

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la cascada, lo cual no nos dejaba otro medio deevitar la catarata que bordearla.

-¿Qué vamos a hacer, Toby? -dije yo.-Bien -replicó él-, como no podemos re-

gresar, supongo que tendremos que continuar.-Muy cierto, querido Toby; ¿pero cómo

te propones lograrlo?-Saltando, ya que no hay otro camino -

respondió sin titubear mi compañero-. Es laforma más rápida de bajar, pero como tú noestás en condiciones, buscaremos otra.

Y después de decir esto se arrastró concuidado adelante y atisbó por encima hacia elabismo, mientras yo me preguntaba de quéforma posible venceríamos este insuperableobstáculo. Tan pronto como mi compañeroterminó su investigación, inquirí ansioso por elresultado.

-El resultado de mis observaciones...¿eso quieres saber? - comenzó deliberadamenteToby con una de sus extrañas poses-. Pues bien,el resultado de mis observaciones se sabrá de

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inmediato. En el presente no es seguro cuál denuestros dos pescuezos tendrá el honor de par-tirse primero; pero cien a uno puede ser unabuena apuesta a favor del que salte primero.

-Entonces es algo imposible ¿no? -pregunté deprimido.

-No, camarada, todo lo contrario; es lomás fácil que hay en la vida. Lo único molestoes el tipo de tratamiento que puedan recibirnuestras infelices piernas cuando toquen elfondo, y qué tipo de viaje nos depare despuésel camino. Por lo pronto, sígueme y te mostraréla única posibilidad que tenemos.

Después de decir esto, me llevó al bordede la catarata y señaló a lo largo de la pared delbarranco hacia una serie de raíces de curiosaapariencia, de unas tres o cuatro pulgadas deespesor y varios pies de largo que, después deretorcerse entre las grietas de la roca, caíanperpendicularmente balanceándose en el aire,colgando sobre el abismo como si fueran oscu-ros carámbanos. Abarcaban casi toda la super-

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ficie a un lado del desfiladero, el más bajo in-cluso tocaba el agua. Muchos estaban cubiertospor musgos y estaban podridos con sus extre-mos partidos; y los más cercanos al salto esta-ban resbaladizos por la humedad.

El desesperado plan de Toby era entre-garnos a aquellas raíces de traicionera aparien-cia para deslizarnos de una a otra hasta ganarel fondo.

-¿Estás dispuesto a aventurarte? -preguntó Toby, mirándome con franqueza,pero sin decir una palabra sobre la factibilidadde su plan.

-Sí -fue mi respuesta; pues comprendíque era nuestro único recurso si queríamosproseguir; y en cuanto a regresar, todas lasideas en ese sentido desde hacía tiempo lashabía eliminado.

Después que confirmé mi aprobación,Toby, sin pronunciar palabra, reptó por la mo-jada laja hasta que llegó a un punto donde pu-do alcanzar una de las raíces colgantes más

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largas; la sacudió y ésta se estremeció y cuandola soltó, vibró en el aire conio un grueso alam-bre bien tensado. Satisfecho por su escrutinio,mi ligero compañero se colgó ágilmente de ellaenroscando sus piernas a la usanza marinera, yse deslizó unos ocho o diez pies, donde su pesoprodujo un movimiento parecido al de un pén-dulo. No podía aventurarse a seguir descen-diendo, por lo que sosteniéndose de una mano,con la otra sacudió una a una otras raíces másdelgadas que tenía a su alrededor y al fin en-contró una que consideró confiable, se trasladóa ella y prosiguió su descenso.

Hasta ahí todo estaba bien; pero yo nopude evitar comparar mi estructura más pesa-da y condición incapacitante con su ágil figuray extraordinaria vivacidad; pero no había otroremedio y en menos de un minuto, me balan-ceaba directamente sobre su cabeza. Tan prontocomo sus ojos tomados hacia arriba le permitie-ron verme por un instante, exclamó en su acos-tumbrado tono firme, pues el peligro no parecía

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intimidarlo en lo más mínimo.-Compañero, hágame la gentileza de no

caer hasta que me haya quitado de su camino.Y entonces, balanceándose más hacia un

lado, continuó descendiendo. Entretanto yo metrasladé cautelosamente de la raíz por la queme deslizaba a otras dos cercanas, prefiriendodos cuerdas para mi arco mejor que una y te-niendo cuidado de comprobar su fortaleza an-tes de confiarles mi peso.

Al llegar al final de la segunda etapa deeste viaje vertical y al sacudir las largas raícesque tenía a mi alrededor, para consternaciónmía, se partieron una tras otra como boca decañon y cayeron fragmentadas hasta chocarcontra la pared del abismo salpicando agua ensu caída final.

A medida que las traicioneras raíces ce-dían una tras otra a la presión de mi brazo ycaían en el torrente, mi corazón se hundió de-ntro de mí. Las ramas de las que estaba sus-pendido se balanceaba de un lado a otro en el

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aire y esperaba que en cualquier momento separtieran en dos... Horrorizado por la horriblesuerte que me amenazaba, traté de alcanzarfrenéticamente la única raíz larga que me que-daba cerca, pero fue en vano: no pude llegar apesar de que mis dedos estaban a pocas pulga-das de ella. Una y otra vez intenté asirla, hastaque al final, enloquecido por lo apremiante demi situación, oscilé con violencia 3olpeandocon mi pie la pared' de piedra y cuando máscerca estuve de la raíz me aferré con desespera-ción y me pasé a ella. Vibró con violencia por elpeso repentino, pero por suerte no cedió.

Mis sentidos se nublaron al pensar en elespantoso riesgo que había corrido e involunta-riamente cerré los ojos para borrar de mi vistalas profundidades que tenía debajo. Por uninstante me sentí seguro y expresé una devotajaculatoria para dar gracias por haberme salva-do.

-¡Muy bien hecho! -gritó Toby desdeabajo-; eres más ágil de lo que pensaba... te vi

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saltando allá arriba de una rais a otra como unaardilla. Pero como te has desviado un poco, teaconsejo que continúes.

-Sí, sí, Toby, todo a su tiempo: dos o tresraíces fabulosas como esta y estaré contigo.

El resto de mi descenso resultó compa-rativamente fácil; las raíces abundaron más yen uno o dos sitios los salientes de las rocas meayudaron mucho. En pocos segundos estuveparado al lado de mi compañero.

Reemplazando un fuerte bastón por elque había desechado en la cima del precipicio,continuamos nuestro camino a lo largo del le-cho del barranco. Pronto nos saludó un ruidodelante de nosotros que aumentó paulatina-mente a medida que el sonido de la catarataque dejamos atrás se desvanecía en nuestrosoídos.

-¡Otro precipicio, Toby!-Muy bien, podemos bajarlos, ¡adelante!Realmente nada parecía deprimir o in-

timidar a este intrépido individuo. Taipis o

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Niágaras, estaba dispuesto a enfrentar a unoscomo a otros y no pude evitar felicitarme milveces por contar con un compañero así en unaempresa como ésta.

Luego de una hora de penoso avancellegamos al borde de otra cascada, aún máselevada que la anterior y flanqueada arriba yabajo por las mismas escarpadas masas de rocaque presentaban, sin embargo, estrechas salien-tes irregulares con escasa tierra en la cual crecíauna serie de árboles y arbustos, cuyo marcadoverdor contrastaba espléndidamente con lasespumosas aguas que caían entre ellos.

Toby, que invariablemente actuaba co-mo explorador, inició el reconocimiento. A suregreso me informo que las salientes de roca anuestra derecha nos permitirían llegar con pocoriesgo al pie de la catarata. En consecuencia,abandonando el cauce del río en el mismo pun-to en que descendía estrepitosamente, empe-zamos a deslizarnos por estas salientes hastallegar a unos pocos pies de otra que se inclina-

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ba hacia abajo en un ángulo más pronunciado ysobre la cual, ayudándonos mutuamente, lo-gramos posarnos sanos y salvos. Nos desliza-mos con cautela por ella, sosteniéndonos de lasraíces desnudas de los arbustos que se asían acada grieta. A medida que continuamos, el es-trecho paso se hizo más angosto aun para apo-yar los pies, hasta que de pronto, cuando lle-gamos a una esquina de la pared de piedradonde esperábamos se ensancharía, vimosconsternados que una o dos yardas más abajoterminaba abruptamente en un lugar que noteníamos esperanza de vencer.

Toby, como siempre, iba delante y espe-ré en silencio que me dijera qué proponía parasalir de este nuevo atolladero. Después de va-rios minutos durante los cuales mi compañerono había pronunciado palabra alguna, exclamé:

-Bueno, muchacho, ¿qué haremos aho-ra?

Respondió tranquilamente que lo mejorque podíamos hacer en un aprieto como éste

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era salir de él lo antes posible.-Sí, querido Toby, pero dime ¿cómo

vamos a salir de él? -Algo como esto...Así contestó y al mismo tiempo, para

horror mío, se dejó caer hacia un lado de la rocay, como pensé entonces, sólo por fortuna fue aparar a las anchas ramas de un tipo de palmeraque, con sus fuertes raíces penetrando en unasaliente, curvaba su tronco hacia arriba en elaire, y presentaba una espesa masa de follaje aunos veinte pies del lugar donde nos habíamosestancado. Involuntariamente quedé sin alientoante la expectativa de ver la figura de mi com-pañero, sostenido por un instante entre las ra-mas del árbol, hundirse y caer hasta llegar alfondo. Sin embargo, para mi sorpresa y regoci-jo, se recuperó y desenredando sus piernas delas ramas fracturadas, atisbó desde su lechofrondoso y gritó con fuerza:

-¡Vamos, ánimo! ¡No hay otra alternati-va!

Tras esto se lanzó por entre el follaje y,

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deslizándose por el tronco, en un instante esta-ba parado como mínimo a cincuenta pies deba-jo de mí, sobre el ancho rellano de piedra dedonde salía la palma por la cual había descen-dido.

Cuánto hubiera dado en ese momentopor haber estado a su lado. La acción que habíarealizado parecía casi un milagro y apenas pu-de dar crédito a lo que habían visto mis ojoscuando observé la distancia que un acto valero-so había puesto entre nosotros.

El "¡vamos!" animoso de Toby volvió aescucharse en mis oídos y temiendo perdertoda confianza en mí mismo si seguía pensandoen el paso que iba a dar, miré una vez más paraasegurarme de la ubicación relativa del árbolrespecto a mi posición. Luego, cerrando los ojosy pronunciando un ruego incomprensible, medeslicé hacia el vacío y después de un instantede apnea caí de un golpe sobre la palma; susramas crujieron y se rompieron con mi peso,me hundí cada vez más entre ellas hasta que

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me detuvo el entrar en contacto con su fuertetronco.

En pocos segundos estaba parado en labase del árbol tocándome por todos lados paracalcular las heridas que había recibido. Parasorpresa mía, los únicos efectos de mi acciónfueron algunas contusiones leves demasiadoinsignificantes para preocuparse por ellas. Elresto de nuestro descenso se realizó sin dificul-tades y media hora después de volver al ba-rranco, habíamos compartido nuestras racionesvespertinas, construido nuestra choza como decostumbre y cobijado para pasar la noche.

A la mañana siguiente, a pesar de nues-tra debilidad y la agonía del hambre que ahorapadecíamos, aunque ninguno de los dos lo con-fesamos, proseguimos penosamente por el de-primente y aún difícil y riesgoso paso, estimu-lados por la esperanza de que pronto divisa-ríamos el anhelado valle; y al anochecer, el ru-gir de una catarata que por algún tiempo veníasonando como un grave y profundo bajo al

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compás de saltos más pequeños, irrumpió ennuestros oídos en tonos más vibrantes y con-firmándonos su proximidad.

Esa noche llegamos al borde de un pre-cipicio, sobre el cual la negra corriente saltabaen una caída final de trescientos pies. La caídavertical terminaba en la región que tantohabíamos procurado. A cada lado del salto, doselevados picos perpendiculares reforzaban loslados del enorme peñasco y se proyectabanhacia el mar de follaje que ondulaba en el valle,y una serie de iguales prominencias formabanun semicírculo a un extremo del valle. Un grue-so arco de árboles colgaba del mismo borde dela cascada, permitiendo el paso de las aguas através de una abertura abovedada, lo cual im-ponía un raro y pintoresco toque a la escena.

El valle estaba ahora ante nosotros; peroen lugar de ser conducidos a su alegre seno porel gradual descenso del profundo barranco y elrío que habíamos seguido, todos nuestros es-fuerzos parecían haber sido inútiles ante este

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abrupto final. Pero a pesar de estar muy decep-cionados, no nos amilanamos.

Como se acercaba el ocaso decidimospasar la noche donde estábamos y a la mañanasiguiente, reconfortados por el sueño y por co-mer de un bocado toda nuestra existencia dealimentos, trataríamos de bajar al valle o pere-cer en el intento.

Nos acostamos en un lugar que de sólorecordarlo me hace temblar. Una meseta deroca que se proyectaba sobre el precipicio a unlado de la corriente, mojada por la pulveriza-ción del agua, sostenía un enorme tronco deárbol que debía haber llegado allí por algunaviolenta subida del agua. Estaba en posiciónoblicua, con un extremo descansando sobre laroca y el otro apoyado en el borde del barranco.Contra él pusimos en declive una serie de ra-mas medio deterioradas que estaban por losalrededores y, cubriéndolo todo con palos yhojas, esperamos la luz de la mañana debajo dela protección que pudimos proveernos.

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Durante toda esa noche el continuo ru-gir de la catarata, el horrible silbar del viento enlos árboles, el golpeteo de la lluvia y la oscuri-dad total, afectaron mi ánimo como nunca an-tes. Empapado, famélico y aterido hasta la mé-dula por la humedad del lugar y medio desqui-ciado por el dolor que sufría, me encogí teme-roso en la tierra bajo esta multiplicación de re-veses y me entregué a horribles presentimien-tos de futuros males. Mi compañero, cuyo áni-mo al fin se había quebrado, apenas pronuncióuna palabra durante toda la noche.

Luego de esperar el alba, nos levanta-mos de nuestro miserable jergón, estirando lasendurecidas articulaciones; y después de comertodo lo que quedaba de alimento, preparamosel inicio de la última etapa de este viaje.

No contaré nuevamente las veces queestuvimos a punto de perecer ni las temiblesdificultades que nos encontramos antes de po-der llegar al seno del valle. Como ya describí enescenas similares, baste decir que al final, des-

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pués de tribulaciones y peligros increíbles, lle-gamos sanos y salvos a la entrada de ese magní-fico valle que cinco días atrás había saltado ami vista de modo tan repentino y nos vimosprácticamente a la sombra de los mismos pe-ñascos desde cuyas cumbres habíamos admira-do aquel panorama.

CAPÍTULO DIEZ

La entrada al valle - Avance cauteloso -Un camino - Frutas - Descubrimiento de dos na-tivos - Su singular conducta - Acercamiento alas partes habitadas del valle - Reacción antenuestra presencia - Recibimiento en la casa deuno de los nativos.

El primer pensamiento que nos asaltófue ¿cómo obtener la fruta que estábamos con-vencidos debía crecer por las cercanías?

¿Typee o Japar? ¿Una horripilantemuerte a manos de los más fieros caníbales o

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un cálido recibimiento de una raza de salvajesmás amables? ¿Cuál de las dos? Pero ya erademasiado tarde para debatir la incertidumbreque pronto se resolvería.

La parte del valle donde nos encontrá-bamos parecía totalmente deshabitada. Unaespesura casi impenetrable se extendía de unlado a otro sin mostrar una sola planta queofreciera el alimento que confiadamente espe-rábamos; y con ese objetivo seguimos el cursodel río, escudriñando de un lado a otro a medi-da que atravesábamos la espesa selva.

Mi compañero, a cuyas sugerencias dedescender al valle había cedido, ahora que ac-tuábamos en consecuencia, comenzó a mani-festar un grado de cautela que no esperé de él.Propuso que si hallábamos un suministro ade-cuado de frutas, debíamos permanecer en estaparte de la isla al parecer no frecuentada, don-de correríamos menos riesgo de ser sorprendi-dos por sus habitantes, fueren quienes fueren,hasta estar lo suficientemente recuperados para

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reanudar el viaje. Cuando tuviéramos los ali-mentos que necesitábamos, fácilmente podría-mos regresar a la bahía de Nukujiva después depasado el tiempo suficiente que garantizase lapartida de nuestro barco.

Rechacé enérgicamente esta propuestapor plausible, pues las dificultades del caminoserían casi infranqueables debido a nuestrodesconocimiento de las características generalesdel país y recordé a mi compañero las penuriasque ya habíamos encontrado en nuestro indeci-so vagar. En una palabra, respondí que sihabíamos creído aconsejable bajar al valle, te-níamos que enfrentar las consecuencias, cua-lesquiera que estas fuesen; especialmente por-que estaba convencido de que no teníamos otraalternativa que acudir a los nativos de inmedia-to, y arriesgamos resueltamente al recibimientoque nos prodigaran; y que en cuanto a mí, ne-cesitaba descanso y cobija y mientras no lostuviera, me era totalmente imposible enfrentarsufrimientos como los padecidos en los últimos

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días. Ante la justeza de estas observaciones,Toby asintió un poco a regañadientes.

Nos sorprendimos de que, después deadentramos tanto en el valle, continuáramosrodeados por la misma selva impenetrable; ypensando que aunque a lo largo de las márge-nes del río habría espesura por algún tiempo, sinos adentrábamos más hallaríamos campoabierto. Le dije a Toby que mirara bien a unlado que yo atendería al otro para ver si descu-bríamos algún claro entre los arbustos, y enespecial para tratar de divisar la más leve apa-riencia de un camino o cualquier otra cosa quepudiera indicarnos la cercanía de los isleños.

No me olvido de aquellas furtivas y an-siosas miradas que dirigimos a las sombrasborrosas. Tampoco olvido con qué aprehensiónproseguimos, ignorantes del momento en quepodía saludamos la jabalina de algún salvajeemboscado. Por fin mi compañero hizo unapausa y me señaló una estrecha abertura en elfollaje. Nos introdujimos por ella y pronto nos

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llevó a un camino bien trillado hasta un espaciorelativamente abierto, en cuyo final divisamosun conjunto de árboles, cuyo nombre nativo esannui, de deliciosa fruta.

¡Qué carrera! Yo, cojeaba por la tierracomo un viejo decrépito y Toby corría haciadelante como un galgo. Con rapidez despojó unárbol de sus dos o tres frutas, pero para decep-ción nuestra resultaron estar muy deterioradas;los pájaros las habían descascarado parcialmen-te y sus centros estaban medio devorados. Sinembargo, las engullimos sin pensarlo dos vecesy no hay ambrosía que supiera más deliciosa.

Miramos a nuestro alrededor indecisoshacia donde dirigir nuestros pasos, pues el ca-mino que habíamos seguido hasta aquí parecíaperderse en la nada. Al final decidimos entraren una arboleda cercana y cuando habíamosavanzado unas pocas varas, precisamente ensus bordes, recogí un delgado brote del árboldel pan totalmente tierno con la suave cortezadesgarrada. Aún destilaba humedad y parecía

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que acababan de tirarlo. No dije una palabra,sólo lo pasé a Toby, quien se sobresaltó anteesta innegable evidencia de la cercanía de lossalvajes.

La vegetación se hizo ahora más espesa.A unos pasos más adelante había un pequeñomanojo de las mismas ramas atado con una tirade corteza. ¿Podría haberlo abandonado allíalgún nativo solitario que, alarmado al vernos,corrió a avisar de nuestra presencia a sus seme-jantes? ¿Typee o Japar? Pero ya era demasiadotarde para retroceder, por lo que continuamoslentamente; mi compañero lanzaba miradasardientes de un lado a otro por entre los árboleshasta que de pronto lo vi enroscarse como si lohubiera mordido una víbora. Hincándose derodillas, me hizo señas con una mano para queaguardara, mientras con la otra apartó unashojas y miró incisivo alguna cosa.

Haciendo caso omiso a su señal, meacerqué con rapidez a su lado y divisé dos figu-ras parcialmente ocultas por el denso follaje;

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estaban paradas juntas y totalmente inmóviles.Debían habernos visto antes y se retiraron a lasprofundidades de la selva para evitar que losviéramos.

Mi mente no dudó un instante. Dejé caermi bastón, rasgué el paquete de cosas que habíatraído del barco y desenrollé la tela de algodón;sosteniéndola con una mano, arranqué con laotra una ramita de los arbustos que tenía a milado, y diciéndole a Toby que siguiera mi ejem-plo, salí de la espesura y avancé unos pasos,meneando la rama en señal de paz hacia lasagazapadas figuras que tenía ante mí.

Eran una muchacha y un muchacho,apuestos y graciosos, y totalmente desnudos,salvo por una leve faja de corteza, del cualpendía en lados opuestos dos de las rojizashojas del árbol del pan. Un brazo del mucha-cho, medio oculto a la vista por los sueltos me-chones de ella, estaba sobre los hombros de lajoven, mientras que el otro sostenía una de lasmanos de ella; y así permanecieron juntos, con

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sus cabezas inclinadas hacia delante atentos almás leve ruido que hacíamos en nuestro avancey con un pie puesto adelante, como preparadospara huir de nuestra presencia.

A medida que nos acercamos su alarmaaumentó evidentemente. Temerosos de quehuyeran de nosotros en cualquier momento, medetuve y les hice señas de que avanzaran y re-cibieran el regalo que les extendía, pero no lohicieron; entonces pronuncié algunas palabrasde su idioma que conocía, con la escasa espe-ranza de que me entendieran, pero con la in-tención de demostrarles que no habíamos caídoallí del cielo. Esto pareció despertar cierta con-fianza en ellos, por lo que me acerqué aun máspresentándoles la tela con una mano y soste-niendo la rama con la otra, aunque ellos retro-cedían. Al final nos permitieron acercamos tan-to que pudimos lanzarle la tela por encima delos hombros, dándoles a entender que era paraellos y gracias a un sinnúmero de gestos parahacerles comprender que sentíamos el mayor

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respeto hacia ellos.La temerosa pareja ya no se alejaba y

nosotros nos esforzamos por que entendieranlo que deseábamos. Al hacerlo, Toby realizótoda una serie de ilustraciones mímicas; abrióla boca de oreja a oreja, se introdujo los dedosen la garganta, rechinó los dientes y movió losojos en círculos, hasta que realmente creí quelas pobres criaturas nos habían tomado por unapareja de caníbales blancos que harían un ban-quete de ellos. Sin embargo, aunque nos enten-dieron, no mostraron disposición alguna demitigar nuestras necesidades. A esta altura,empezó a llover con violencia y les indicamosque nos condujeran a algún lugar donde guare-cemos. A esta solicitud sí parecieron dispuestosa acceder, pero nada evidenció con mayor fuer-za el temor con que nos miraban que la formaen que, mientras caminaban delante de noso-tros, se volvían continuamente hacia atrás paravigilar todo movimiento que hiciéramos e in-cluso nuestras propias miradas.

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-¿Typee o Japar, Toby? -pregunté mien-tras caminábamos detrás de ellos.

-Japar, por supuesto -respondió con unamuestra de confianza que intentaba ocultar susdudas.

-Pronto lo sabremos -exclamé.En ese mismo momento me acerqué a

nuestros guías y pronunciando los dos nom-bres en modo interrogante señalando la partemás baja del valle, me dispuse a decidir la cues-tión en el acto. Repitieron una y otra vez laspalabras después de mí, pero sin dar énfasispeculiar alguno a ninguna de las dos, lo cualme desconcertó por completo y me impidiócomprenderlos. Una pareja de jóvenes más as-tutos que los encontrados por nosotros en estaocasión particular, probablemente no se encon-tarían en el camino otros viajeros.

Cada vez más curiosos de conocer nues-tro destino, lancé ahora en forma de preguntalas palabras japar y mortarki, esta última equi-valente a "bueno". Los dos nativos intercambia-

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ron miradas peculiares al oír esto y se mostra-ron sorprendidos; pero al repetirles la preguntay después de alguna consulta entre ellos, paragran regocijo de Toby, respondieron afirmati-vamente. Toby llegó ahora al éxtasis, especial-mente cuando los jóvenes salvajes repitieron surespuesta con gran energía, como deseosos dedemostrarnos que estando entre japares, de-bíamos considerarnos perfectamente seguros.

Aunque me asaltaron algunas dudas,fingí gran deleite con Toby al escuchar esteanuncio, mientras que mi compañero irrumpiócon una pantomima de rechazo hacia los taipisy un inconmensurable amor por el valle parti-cular en que estábamos. Nuestros guías no de-jaron de mirarse preocupados uno al otro comono pudiendo explicarse nuestra conducta.

Apuraron el paso y los seguimos, cuan-do repentinamente lanzaron un extraño grito, elcual recibió respuesta del otro lado de la arboledaque atravesábamos y en un segundo entramosen un claro a cuyo extremo se divisaba una

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choza larga y baja y frente a ella varias jóvenes.Tan pronto nos vieron, huyeron gritando salva-jemente hacia las malezas aledañas comoasombrados cervatillos. Unos momentos des-pués todo el valle retumbó con un salvaje albo-roto y los nativos corrieron hacia nosotros pro-venientes de todos lados.

Si un ejército invasor hubiera irrumpidoen su territorio no hubiera levantado tanto al-boroto. Pronto nos vimos rodeados por unadensa multitud y su ansioso deseo de vemos,casi nos impidió avanzar; una cantidad igualrodeó a los jóvenes guías que, con sorprendentevolubilidad, parecían explicar las circunstanciasen que nos habían encontrado. Cada palabra dela explicación pareció redoblar la sorpresa delos isleños, que nos miraban inquisidores.

Al fin llegamos a una edificación debambú grande y agraciada y mediante señas senos dijo que entráramos; los nativos nos abrie-ron paso. Entramos sin ceremonias y dejamoscaer nuestros cuerpos exhaustos sobre las este-

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ras que cubrían el piso. En un instante toda lavivienda se llenó de gente, mientras que los queno pudieron entrar nos miraban por entre lascañas.

Ya era de noche y con la escasa luz sólopudimos discernir los primitivos rostros anuestro alrededor relucientes de salvaje curio-sidad y asombro; las formas desnudas y lasextremidades tatuadas de fornidos guerreros, yaquí y allá las esbeltas figuras de jóvenes mu-chachas, todos enfrascados en una perfectatormenta de palabras relacionadas por supues-to con nosotros, mientras nuestros guías nocesaban de responder las innumerables pregun-tas que les hacían. Nada puede exceder la brus-ca gesticulación de esta gente cuando conver-san y en esta ocasión dieron rienda suelta atoda su vivacidad natural gritando y danzandoen un modo que llegó a intimidamos.

Cerca de donde estábamos tendidos,puestos en cuclillas había unos ocho o diez jefesde noble apariencia, pues eso resultaron ser,

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quienes, más reservados que el resto, nos ob-servaban con gran atención, lo cual perturbó nopoco nuestra ecuanimidad. Uno de ellos enparticular, que parecía ser el superior en rango,sentado frente a mí, me miraba de forma tansevera que me hizo estremecer. Ni una sola vezmovió los labios, sino que mantuvo su rígidaexpresión mirando siempre al frente. Nuncaantes fui objeto de observación tan obsesiva yextraña; una mirada inexpresiva, pero que pa-recía estar leyendo mis pensamientos.

Luego de este escrutinio que me alterólos nervios, tomé un poco de tabaco de mi jer-sey y se lo ofrecí con la intención de distraerle ylograr una buena impresión. En silencio recha-zó el regalo y, sin pronunciar palabra, me indi-có que volviera a guardarlo.

En mis relaciones anteriores con los na-tivos de Nukujiva y Tior había descubierto queregalar un pedazo de tabaco significaba ganar-se sus servicios. ¿Era este acto del jefe unamuestra de su enemistad? ¿Typee o Japar?, me

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pregunté. Quedé perplejo cuando en ese mismomomento el ser que tenía ante mí formuló esamisma pregunta.

Me volví a Toby y la vacilante luz deuna vela nativa me mostró su pálido rostro anteaquella interrogante fatídica. Callé por un mo-mento y, no sé por qué impulso, respondí:

Typee.La pétrea figura respondió con un mo-

vimiento afirmativo y murmuró: -¿Mortarki?-¡Mortarki! -añadí sin vacilar-. ¡Typee

mortarki!¡Qué cambio! Las sombrías figuras que

nos rodeaban empezaron a saltar, aplaudir ygritar una y otra vez las talismánicas sílabasque parecían haber sellado el asunto.

Cuando la agitación decreció, el jefeprincipal de nuevo en cuclillas frente a mí y conrepentina rabia, comenzó una filípica que se-gún pude entender por la repetición de la pala-bra japar, parecía dirigida hacia los nativos delvalle vecino. A todas estas denuncias asentimos

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Toby y yo, mientras encomiábamos el carácterguerrero de los taipis. Por supuesto, nuestrospanegíricos eran algo lacónicos, consistentes enla reiteración de ese nombre unido al efectivoadjetivo mortarki. Pero esto bastaba y sirviópara conciliar la buena voluntad de los nativos;nuestra afinidad con sus sentimientos en estesentido inspiró más la tendencia hacia la amis-tad que cualquier otra cosa que hubiera sucedi-do.

Al fin la ira del jefe se evaporó y en po-cos segundos volvió a su placidez anterior. Conla mano en el pecho me dio a entender que sellamaba Mehevi y a cambio, preguntó mi nom-bre. Vacilé un instante, pensando que le seríadifícil pronunciarlo. Luego con la mejor inten-ción de mis gestos le hice conocer que me lla-maba Tom. Sin embargo, la elección no fue lamejor: el jefe no pudo repetirla. "Tommo","Tomma", "Tomme", cualquier cosa menos Toma secas. Como insistía en adicionarle una sílabamás al nombre, llegué a un acuerdo con él en

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cuanto a "Tomo" y por ese nombre me llamarondurante todo el tiempo que permanecí en elvalle. El mismo proceso siguió con Toby, cuyomelifluo nombre les resultó más fácil de pro-nunciar.

Un intercambio de nombres equivale ala ratificación de buena voluntad y amistadentre esta gente sencilla; y conocedores delhecho, nos complació que se produjera.

Reclinados en nuestras esteras, dimosun tipo de recepción admitiendo a sucesivosgrupos de nativos, quienes se nos presentaronpronunciando sus nombres respectivos y seretiraban de buen humor al recibir los nuestrosa cambio. Durante esta ceremonia prevaleció elmayor regocijo, casi todas las presentaciones departe de los isleños eran seguidas por un re-frescante ataque de risas que me llevó a creerque algunos de ellos se divertían inocentementea expensas nuestras otorgándose una serie detítulos absurdos, cuyo sentido humorístico des-conocíamos por completo.

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Esta presentación nos llevó una hora;luego, al disminuir la concurrencia, me dirigí aMehevi y le di a entender que necesitábamoscomer y dormir. En seguida el atento jefe dijounas palabras a un nativo, que desapareció yregresó al rato con una jícara de poi-poi y dos otres cocos desprovistos de sus fibras y con lacáscara parcialmente abierta. En el acto lleva-mos a la boca una de estas copas naturales y enun segundo la despojamos del refrescante lí-quido que contenía. Luego pusieron ante noso-tros los poi-poi y a pesar de nuestro apetito, medetuve a pensar de qué forma comerlo.

Este renglón fundamental de la alimen-tación de los marquesinos se confecciona con elfruto del árbol del pan. Se asemeja en su texturaa nuestra goma de encuardernar libros, de coloramarillo, y un poco ácido al gusto.

Así era ese plato, cuyos méritos ahoradiscutiría. Lo miré desilusionado por un mo-mento e incapaz de continuar la ceremonia,introduje la mano en la blanda masa y para

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estrépito de los nativos, la extraje llena de poi-poi, el cual se adhirió a mis dedos produciendolargos hilos pegajosos. Su consistencia es tancompacta que al llevarme la mano llena a laboca casi levanto la jícara de la estera. Esta ex-hibición de torpeza -en la cual, en su turno,Toby me hizo compañía- dislocó de risas incon-trolables a todos los espectadores.

Tan pronto como disminuyó la diver-sión, Mehevi, solicitando nuestra atención,hundió el dedo índice de su diestra en el platoy dándole un rápido y magistral giro lo cubrióuniformemente con el preparado. Con un se-gundo movimiento singular evitó que el poi-poicayera al piso y se lo llevó a la boca, donde lointrodujo y lo sacó totalmente libre de la sus-tancia pegajosa. Esta exhibición tenía la eviden-te intención de instruirnos; por lo que ensayéde nuevo según los principios inculcados, perosin mucho éxito.

Sin embargo, un hombre hambrientohace poco caso a los modales convencionales,

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mucho menos en una isla del Pacífico, por loque Toby y yo dispusimos del plato a nuestroantojo embarrándonos toda la cara con el com-puesto aglutinante y embadurnándonos lasmanos casi hasta el brazo. Este plato no es enmodo alguno desagradable al paladar europeo,aunque al principio la forma de comerlo sí po-dría serlo. Por mi parte, después de unos díasme acostumbré a su sabor peculiar y llegó agustarme.

Aquel fue el primer plato; le siguieronotros, algunos realmente deliciosos. Termina-mos nuestro banquete bebiendo el agua de doscocos tiernos, luego nos deleitamos con el dulcearoma del tabaco, inhalado de una artística pi-pa que pasaba de mano en mano.

Durante la comida, los nativos nos ob-servaron con gran curiosidad siguiendo todosnuestros movimientos y pareciendo descubrirabundantes motivos de comentario ulterior. Susorpresa llegó al clímax cuando comenzamos aquitarnos la incómoda ropa empapada de llu-

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via. Escudriñaron nuestras blancas extremida-des y parecían incapaces de explicarse el con-traste que hacían con el color moreno de nues-tra tez, bronceada por los seis meses de exposi-ción al sol tropical. Tocaban nuestra piel delmismo modo que un comerciante valora unaespléndida pieza de satín; algunos incluso lle-garon a olernos en su curiosidad.

Este comportamiento singular me hizopensar que nunca antes habían visto a un hom-bre blanco, pero luego de reflexionar me con-vencí de que no podía ser así y una razón másacorde con esta conducta fluyó en mi mente.

Asustados por las horribles historiasque cuentan de sus habitantes, los barcos nuncatocan esta bahía, mientras que sus hostiles rela-ciones con las tribus de los valles vecinos impi-den a los taipis visitar las partes de la isla don-de ocasionalmente atracan las naves. Sin em-bargo, de cuando en cuando algún intrépidocapitán llega a las costas de la bahía con dos otres botes armados y acompañados de intérpre-

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tes. Los nativos que vi cerca del mar descubrena los extranjeros mucho antes de que estos lle-gan a sus aguas y, conocedores del propósitode su visita, proclaman a gritos la noticia. Me-diante una especie de telégrafo oral, las noticiasllegan a lo más intrincado del valle en un lapsoinconcebiblemente breve, haciendo que casitoda la población de la zona se traslade a laplaya cargando toda clase de frutas. El intérpre-te, que es invariablemente un kanaka tabú21, sal-ta a la orilla con las mercancías de intercambio,mientras los botes armados, con los remos pre-parados y cada hombre en su sitio, permanecefuera del rompiente con la proa hacia el mar,listo a zarpar ante el menor inconveniente.

21 Kannaka: en el sentido estricto del término,Kannaka o kanaka significa habitante de las IslasSandwich, proveniente de la palabra hawaiana quequiere decir "hombre"; sin embargo, durante el sigloXIX, se aplicó indiscriminadamente a cualquier isle-ño de los Mares del Sur.

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Concluido el trueque, uno de los botes se acercabajo la protección de los mosquetes de losotros, reúne la fruta con rapidez y los visitantesse retiran precipitadamente de lo que conside-ran con acierto un entorno peligroso.

Los contactos con los europeos son tanlimitados que no es de extrañar que los habi-tantes del valle manifiesten tanta curiosidadhacia nosotros, mucho más por las singularescircunstancias en que aparecimos ante ellos. Notengo la menor duda de que éramos los prime-ros blancos que se habían adentrado tanto en suterritorio, o al menos los primeros que habíanvenido del lado opuesto del valle. Lo que nostrajo allí tenía que parecer un rotundo misteriopara ellos y debido a nuestro desconocimientodel idioma, nos resultó imposible explicárselos.En respuesta a las preguntas que la elocuenciade sus gestos evidenciaba, sólo pudimos con-testar que procedíamos de Nukujiva, un lugar,recuérdese bien, con el cual estaban en guerra.El conocimiento de este hecho pareció alterar

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su ánimo y preguntaron:-¿Nukujiva mortarki?A lo cual respondimos naturalmente

con la negativa más enérgica.Luego nos hicieron miles de preguntas

más, de las cuales sólo pudimos entender quetenían algo que ver con los recientes movi-mientos de las tropas francesas, contra las cua-les parecían albergar el odio más temible. Esta-ban tan deseosos de obtener información eneste sentido que aún al vernos incapaces decontestarlas, siguieron abrumándonos a pre-guntas. A veces acertábamos alguna idea aisla-da del significado de la interrogante y tratamospor todos los medios posibles de comunicarleslo que deseaban conocer. Entonces su alegría yagradecimiento eran desbordantes y redobla-ban sus esfuerzos por comprendemos. Perotodo era en vano; al final nos miraron desespe-rados, como si fuésemos poseedores de unavaliosísima información; aunque no sabían có-mo llegar a ella.

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Después de un rato, el grupo que nosrodeaba se dispersó gradualmente y hacia lamedianoche nos dejaron (conjeturamos) conquienes parecían ser los ocupantes permanen-tes de aquella choza. Estos individuos nos ofre-cieron esteras limpias para dormir, nos cubrie-ron con varios lienzos de tapa y luego de apagarlas luces que ardían, se recostaron a nuestrolado. Después de una corta e insulsa conversa-ción, nos dormimos.

Capítulo once

Reflexiones nocturnas - Visitantes matu-tinos - Un guerrero con sus atuendos - Un escola-pio salvaje - Práctica de la curación -Sirvientepersonal - Descripción de una vivienda del valle- Retrato de sus habitantes.

Diversos y contradictorios fueron lospensamientos que me obsesionaron durante las

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horas de silencio que siguieron a los eventosnarrados en el capítulo anterior. Toby, agotadopor las fatigas del día, roncaba sonoramente ami lado; pero el dolor que yo sentía no mepermitió dormir y permanecí despierto con laspreocupaciones de nuestra situación. ¿Seríaposible que, después de todas las vicisitudespasadas, estuviéramos en el valle de los temi-bles taipis y a merced de sus habitantes, unaferoz tribu de salvajes?

¿Typee o Japar? Me estremecí cuandocomprendí que ya no había lugar a duda; yque, fuera de toda esperanza de fuga, estába-mos en las mismas circunstancias de cuya solamención había huido despavorido días atrás.¿Cuál sería nuestro miserable destino? Real-mente aún no nos habían tratado con violencia;no. Habían sido amables y hospitalarios connosotros. ¿Pero qué confianza podría tenerse delas volubles pasiones albergadas en el corazónde los salvajes? Su inconstancia y traición eranconocidas. ¿No sería que detrás de esta agrada-

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ble apariencia, los isleños esconden algún planmacabro y que su amistoso recibimiento seríasólo la antesala de alguna horrible catástrofe?¡Con qué intensidad estos pensamientos asalta-ron mi mente mientras permanecí recostado enmi estera rodeado por las tenues figuras deaquellos a quienes tanto temía!

Por la excitación de estos horribles pen-samientos dormité intranquilo, y al despertar,en medio de una terrible pesadilla, observé aun grupo curioso de nativos inclinados sobremí.

La luz del día era fuerte y la casa estabacasi llena de muchachas alegremente adorna-das con flores, quienes me observaron levan-tarme con sus rostros llenos de infantil curiosi-dad y deleite. Después de despertar a Toby, sesentaron en las esteras a nuestro alrededor ydieron rienda suelta a esos gestos indagadoresque desde tiempo inmemorial se ha atribuido alsexo débil.

Como estas incautas criaturas no esta-

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ban acompañadas de ninguna celosa ama, suproceder fue del todo informal y exento de li-mitaciones artificiales. Larga y minuciosa fue lainvestigación a que nos sometieron y tan ruido-so su alboroto que me sentí infinitamente aver-gonzado; y Toby se ofendió inconmensurable-mente por aquella familiaridad.

Estas vivaces jóvenes eran a la vez ma-ravillosamente amables y humanas, espantabanlos insectos que ocasionalmente se posaban ennuestras cejas, nos ofrecieron golosinas y secompadecieron por mi aflicción. Pero a pesarde toda su dulzura, mis sentimientos de su de-licadeza se estremecieron pues admití quehabían sobrepasado los límites normales deldecoro femenino.

Habiéndose divertido cuanto quisieron,nuestras jóvenes visitantes se retiraron, cedien-do su lugar a grupos sucesivos de jóvenes delotro sexo, quienes siguieron visitándonos hastamuy cerca del mediodía; para entonces no mequedaba duda de que la mayoría de los habi-

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tantes del valle habían venido a contemplarnuestra blanca apariencia.

Por fin, cuando las visitas comenzaron adisminuir, un soberbio guerrero inclinó las al-tas plumas de su gorro para pasar por la bajapuerta y entró a la casa. De inmediato me per-caté de que era algún personaje distinguido,pues los nativos lo miraron con la mayor defe-rencia y le abrieron paso a medida que se acer-caba. Su aspecto era imponente. La espléndiday larga cola de plumas de aves tropicales, mez-cladas apretadamente con el llamativo plumajedel gallo, estaba dispuesta en un gran semicír-culo sobre su cabeza, y sus extremos iban suje-tos a una corona de cuentas que le cubría lafrente. Alrededor del cuello llevaba varios co-llares enormes de colmillos de jabalí, pulidoscomo el marfil y dispuestos de tal forma que losmás grandes y largos caían sobre su ancho pe-cho. Incrustados en las amplias aberturas desus orejas había dos pequeños y afinados dien-tes de ballena, con la raíz hacia delante y tapa-

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da con hojas recién recolectadas; y el otro ex-tremo tallado con extrañas imágenes y figuras.Estas joyas salvajes, adornadas de esta maneraen su extremo abierto, y estrechándose y cur-vándose detrás de la oreja, se asemejaban unpoco a un par de cornucopias.

La cintura del guerrero estaba ceñidacon pesados pliegues de oscura tapa, que col-gaba delante y detrás grupos de borlas, mien-tras que tobilleras y brazaletes de trenzas decabellos humanos completaban su únicoatuendo. En su mano derecha asía una anchalanza bellamente tallada de casi quince pies delargo, hecha de madera brillante, de afiladapunta y el otro extremo aplanado como un re-mo. Colgando oblicuo de su cinturón había unapipa muy decorada; con la caña pintada de rojoy a su alrededor, así como del extremo en for-ma de ídolo, se enroscaban delgadas tiras defina tapa.

Pero lo más destacado en la apariencia

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del espléndido guerrero era el elaborado tatuajede sus extremidades. Todas las líneas, curvas yfiguras imaginables delineaban todo su cuerpoy en su grotesca variedad e infinita profusiónsólo pude compararlas con las agolpadas agru-paciones de patrones pintorescos vistos en oca-siones en las valijas piezas de encaje. El mássencillo y notable de estos ornamentos decora-ba el rostro del nativo. Dos listas anchas tatua-das, partiendo del centro de su cabeza rapada,zurcaban sus ojos -incluso los párpados- hastapoco más abajo de la oreja, donde se unían conotra lista que caía en línea recta a lo largo de lascomisuras de los labios y formaban la base deun triángulo. El guerrero, por la excelencia desus proporciones físicas, podría considerarserealmente parte de la nobleza de la tierra y laslíneas dibujadas en su rostro posiblemente de-notaban su alto rango.

Este personaje, luego de entrar en la ca-sa, se sentó a cierta distancia de Toby y de mí,mientras el resto de los salvajes nos miraban

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alternativamente, como en espera de algo queno llegaba. Mirando al jefe con atención, penséque su aspecto me era familiar. Tan pronto co-mo giró su rostro hacia mí y vi de nuevo susextraordinarios adornos enfrenté la extrañamirada que me había escudriñado la nocheanterior; a pesar de la alteración de su apa-riencia, reconocí entonces al noble Mehevi. Aldirigirme a él, avanzó al instante de la maneramás cordial y me saludó amablemente, pare-ciendo disfrutar el efecto que su barbáricoatuendo había producido en mí.

Decidí, en lo posible, ganarme la buenavoluntad de este individuo, pues percibí queera un hombre de gran autoridad en la tribu, yuno que podría ejercer una fuerte influencia ennuestra suerte futura. En mi empeño no fuirechazado; pues nada puede sobrepasar laamistad que manifestó hacia mi compañero yhacia mí. Extendió sus largas piernas a nuestrolado y se esforzó por hacernos comprendertoda la extensión de los amistosos sentimientos

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por los que había actuado así. La casi insupera-ble dificultad de comunicarnos nuestras ideasmortificó al jefe. Mostró gran deseo de enseña-mos las costumbres y peculiaridades de losapartados parajes que habíamos atravesado alque con frecuencia se refirió con el nombre deManika.

Pero lo que por sobre todas las cosasatrajo su atención fue los últimos movimientosde los franni como llamaba a los franceses, en lacercana bahía de Nukujiva. Este parecía ser untema interminable para él, del cual no temíainterrogamos. Toda la información que le di-mos al respecto fue que habíamos visto seisbarcos de guerra fondeados en la bahía enemi-ga cuando la abandonamos. Al conocer la noti-cia, Mehevi, con la ayuda de sus dedos, realizóun prolongado cálculo matemático, como esti-mando la cantidad de franceses en la escuadra.

Sólo después de utilizar esta forma decálculo notó mi pierna inflamada. La examinóde inmediato con la mayor atención y ordenó a

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un muchacho llevar algún mensaje.Después de unos minutos, el mensajero

volvió a entrar en la casa con un anciano quepodría haberse tomado por el mismísimoHipócrates22. Su cabeza era tan calva como lacáscara de un coco, fruto que precisamente seasemejaba a él en textura y color, mientras unalarga barba argentina caía casi hasta su tapa-rrabos de corteza de árbol. En torno a sus sienestenía una venda de hojas trenzadas del Omoo,presionada muy cerca de las cejas para protegersu débil vista de los rayos del sol. Sus torpespasos se apoyaban en un largo palo parecido ala vara con que los magos aparecen en escena yen la otra mano portaba un gran abanico de las

22 Hipócrates, que se destacó en los siglos V y IVa. C., era el médico griego considerado comúnmentecomo el padre de la medicina moderna, y es muypoco probable que hubiera sentido simpatía por losmétodos principalmente chamanísticos de los cu-randeros marquesinos, como el descrito por Mel-ville.

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verdes hojas del cocotero. Una gran bata detapa, anudada sobre el hombro, colgaba am-pliamente cubriendo su encorvada figura yrealzaba su aspecto venerable.

Mehevi, luego de saludar al anciano, lepidió que se sentara entre nosotros y descu-briendo mi pierna, le instó a examinarla. Elmédico nos miró a Toby y a mí e inició su labor.Después de observar diligentemente el miem-bro enfermo, empezó a tocarlo; y suponiendo alparecer que probablemente la infección lo habíadejado insensible, empezó a pincharlo y gol-pearlo de tal manera que rugí del dolor. Pen-sando que no necesitaba a alguien para darmepellizcos y apretones, me esforcé por resistiresta especie de tratamiento médico. Pero no erafácil librarse de las garras del viejo curandero,se aferraba a la infeliz pierna como si fuera algolargamente ansiado por él; y murmurando al-gún tipo de encantamiento, continuó su trabajollevándolo a tal extremo que me dejó casi sinsentido; mientras Mehevi, basado en el mismo

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principio que lleva a una madre afectiva a sos-tener a su hijo a la silla del dentista, me agarra-ba con todas sus fuerzas estimulando el dolorcon esta tortura.

Casi frenético de la rabia y el dolor, gritécomo un poseído23, mientras Toby se esforzabavanamente mediante todas las posturas conce-bibles con signos y gestos para disuadir a losnativos. Ver a mi compañero solidario con missufrimientos esforzarse por poner fin a mis an-gustias, me hizo pensar que era la propia en-carnación del sordo-mudo. Si mi torturadorcedió ante las súplicas de Toby o por cansanciopropio, no lo sé; pero de pronto dejó de mani-pularme y al mismo tiempo el jefe me soltó. Caíhacia atrás exhausto y sin aliento por la agonía

23 poseído bedlamita: Melville usa el término bed-lamita, un demente, porasociación con el antiguo hospital de Londres para en-fermos mentales, St. Mary of Bethlehem, aplicado en losdías de Melville indiscriminadamente a los asilos de locosa ambos lados del Atlántico.

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sufrida.Mi infortunada pierna simulaba ahora

un bistec después de ser golpeado antes de sucocción. Mi médico, recuperado de las fatigasde su labor, como si estuviera ansioso de reme-diar el dolor a que me había sometido, sacóahora unas hierbas de una bolsita que llevabasuspendida de la cintura y humedeciéndolas enagua, las aplicó a las partes inflamadas, incli-nándose sobre ellas a la vez y susurrando unrezo o conversando confidencialmente con al-gún demonio imaginario situado dentro de mipantorrilla. Luego me vendaron la pierna conhojas y, gracias a Dios, cesaron las hostilidadesy pude descansar.

Poco después Mehevi se levantó parasalir, pero antes habló autoritariamente a unode los nativos a quien se dirigió como Kori-Kori; y de lo poco que pude comprender, me loseñaló como el hombre cuya tarea principal enlo adelante sería atender mi persona. No estoyseguro si lo comprendí todo desde el principio,

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pero la conducta subsiguiente de mi confiadosirviente personal me aseguró plenamente quetenía que haber sido así.

Sólo pude sorprenderme de la forma enque el jefe se dirigió a mí en esa ocasión,hablándome durante quince minutos comomínimo tan calmadamente como si yo pudieraentender todas las palabras que pronunció.Noté esta peculiaridad luego reiteradamente enmuchos isleños más.

Mehevi y el médico partieron y nos de-jaron solos al anochecer con diez o doce nati-vos, quienes para entonces estaba seguro com-ponían el núcleo familiar que compartíamosToby y yo. Como la vivienda a la que nos in-trodujeron fue mi morada permanente mientraspermanecí en el valle y como necesariamenteintimé con sus ocupantes, comenzaré por des-cribirlos. Esta descripción es válida tambiénpara casi todas las demás viviendas del valle yproporcionará una idea general de los nativos.

A un lado del valle y a la mitad de una

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cuesta algo abrupta y ondulante, con la másrica vegetación, se habían colocado grandespiedras alineadas hasta una altura de casi ochopies y dispuestas de manera que su superficiecorresponda con la forma de la vivienda que sele construye encima. Un estrecho espacio, sinembargo, se reserva delante de la vivienda so-bre la pila de piedras, el cual, rodeado de unabalaustrada de cañas, daba la apariencia de unpórtico, (llamado por los nativos "pai-paí"). Laestructura de la casa se hacía de largos palos debambú erguidos verticalmente y asegurados aintervalos por troncos transversales de la ligeramadera del habiscus24, atados con tiras de cor-teza. La parte trasera de la vivienda -construidacon sucesivas ramas de cocotero imbricadas,con sus largas hojas entretejidas- se inclina le-vemente por la vertical y se extiende desde elborde superior del pai-pai hasta unos veinte

24 El autor debe referirse al Hibiscus liliáceus o damaja-gua

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pies de su superficie; desde donde el techo -cubierto con las largas ramas de la palma- caeoblicuamente hasta unos cinco pies del piso,sobresaliendo su alero por delante de la casa.Esta se construye de cañas ligeras y elegantes,en un tipo de rejilla abierta bellamente adorna-da con diferentes enredaderas que sirven paraunir las distintas partes. Los lados de la casatienen una construcción similar; presentan tresaberturas para la circulación del aire, pero pro-tegidas de la lluvia.

La longitud de esta pintoresca edifica-ción sería de unas doce yardas, mientras que suancho no excede los doce pies. Su exterior, consus costados de juncos trenzados como cables,me recordaba una inmensa pajarera.

Inclinándose un poco, puede pasarsepor una estrecha puerta; y ante uno, al entrar,se ven dos troncos de cocotero perfectamenterectos y lisos que se extienden a todo lo largode la vivienda; uno de ellos situado contra laparte posterior de la casa y el otro paralelo al

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primero a unas dos yardas de separación, entreellos se extienden montones de esteras de ale-gres colores y variados dibujos. Estas esterasconstituyen el lugar común de reposo y diver-sión de los nativos, muy a la usanza de los di-vanes de los países orientales. En ellos dormíandurante la noche y se reclinaban plácidamentedurante gran parte del día. El resto del pisopresentaba sólo la superficie brillosa de gran-des piedras que componían el pai-pai.

Del caballete de la casa colgaban una se-rie de grandes paquetes envueltos en tela grue-sa; algunos de los cuales contenían las vesti-mentas de las festividades y otros artículos deuso personal guardados con gran estima. Elacceso a ellos era por medio de una soga quepasaba sobre el caballete y asía por un extremoel paquete, mientras que del otro, asegurado auna pared de la vivienda, éste podía bajarse osubirse a voluntad.

Contra la pared posterior de la casa ya-cían ordenadas graciosamente lanzas y jabali-

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nas, así como otros implementos de guerra.Fuera de la habitación y construido sobre elárea abierta frente a ella, había un pequeñocobertizo utilizado como despensa y en el cualse almacenaban distintos artículos de uso do-méstico. A unas cuantas yardas del pai-paihabía una gran nave de ramas de cocotero,donde se realizaba el acto de la preparación delpoi-poí, así como todas las faenas culinarias.

Así era la casa y sus alrededores; y comoya se habrá podido apreciar era imposible idearuna vivienda más cómoda y apropiada para elclima y la gente de este lugar. Era fresca, venti-lada, escrupulosamente limpia y libre de lahumedad y las impurezas de la tierra.

Ahora describamos a sus ocupantes; yotorgo a mi fiel sirviente Kori-Kori el honor deser el primero. Como su carácter se evidenciarágradualmente durante el transcurso de mi na-rración, por ahora me limitaré a describir suapariencia personal. Kori-Kori, aunque era elmás dedicado y bueno de los sirvientes del

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mundo, tenía una apariencia espantosa.Aparentaba unos veinticinco años de

edad y aproximadamente seis pies de estatura;era robusto y esbelto y de un aspecto extraor-dinario. Su cabeza había sido cuidadosamenterapada salvo por dos círculos del tamaño deuna moneda de un dólar, cerca de la fontanelaposterior, donde el cabello permitido crecerhasta un largo sorprendente, se enroscaba haciaarriba en dos nudos prominentes, que daban laapariencia de un par de cuernos. Su barba,arrancada de raíz en las partes circundantes,caía en largos pendientes, dos de los cualespartían de debajo de los labios e igual númerocolgaban desde su barbilla.

Kori-Kori, con el propósito de mejorar laobra de la naturaleza e impulsado quizá por eldeseo de añadir su toque a la comprometedoraexpresión de su rostro, había creído apropiadoembellecer su cara tatuándole tres anchas listaslongitudinales que, como carreteras rectas quedesafían todos los obstáculos, cruzaban por su

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nariz descendiendo por la depresión de los ojose incluso llegaban hasta la boca. Cada una zur-caba toda su cara; una se extendía desde susojos, otra cruzaba cerca de la nariz y la tercerapasaba por sus labios de una oreja a la otra. Surostro, cubierto de esta forma por aquellos ta-tuajes, siempre me recordaban esos infelicesque a veces observé mirando sentimentalmentehacia afuera desde las rejas de cualquier pri-sión; mientras que todo el cuerpo de mi salvajesirviente, cubierto con representaciones de avesy peces, así como de una variedad de las criatu-ras más deleznables, me sugerían la idea de unmuseo pictórico de historia natural o un ejem-plar ilustrado del Goldsmith's Animal Nature.

Pero realmente me parece insensible demi parte hablar así del pobre nativo, cuandoquizá le deba a sus más incesantes atenciones lapropia existencia que hoy disfruto.

Kori-Kori, no es mi intención heriros enlo que digo respecto a vuestros ornamentosexteriores; pero resultaron un tanto curiosos a

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mi vista desacostumbrada y por tanto me dilatoen describiros. Pero subestimar u olvidar vues-tros fieles servicios es algo de lo que nunca meculparán, incluso en los momentos más frívolosde mi existencia.

El padre de mi cercano seguidor era unnativo de gigantescas proporciones que habíaposeído en alguna ocasión una fuerza físicaprodigiosa; pero la elevada figura ahora cedíaal paso del tiempo, aunque parece que los es-tragos de las enfermedades nunca dañaron alguerrero. Marheyo -ese era su nombre- parecíahaberse retirado de toda participación activa enlos asuntos del valle, nunca o casi nunca acom-pañaba a los nativos en sus distintas expedicio-nes y empleaba la mayor parte de su tiempo enlevantar un pequeño cobertizo frente a su casa,a lo cual había dedicado unos cuatro meses, singrandes adelantos. Supongo que el anciano yachocheaba, pues manifestó de distintas mane-ras las características que denotan esta etapaparticular de la vejez.

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Recuerdo en particular que tenía unbuen par de aretes, fabricados de los dientes dealgún monstruo marino, los cuales se quitaba yponía unas cincuenta veces al día, entrando ysaliendo de su pequeña choza en cada ocasióncon toda la paciencia imaginable.

Algunas veces después de introducirlosen los orificios de las orejas, tomaba su lanza -que en peso y longitud se parecía a una vara depescar- y se escondía entre los arbustos vecinos,como al acecho del encuentro enemigo de al-gún guerrero caníbal. Pero de inmediato volvíaa regresar y ocultaba su arma bajo los grandesaleros de la casa y envolviendo cuidadosamen-te sus bastas joyas en un trozo de tela, conti-nuaría sus actos más pacíficos tan tranquila-mente como si no los hubiera interrumpido.

Sin embargo, a pesar de sus excentrici-dades, Marheyo era un viejo muy paternal yafectuoso y en este respecto se parecía mucho asu hijo Kori-Kori. La madre de este último erala señora de la familia, una destacada ama de

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casa y una mujer muy trabajadora. Si bien noconocía el arte de hacer jaleas, confituras, fla-nes, pasteles y otras golosinas conocidas, do-minaba perfectamente los misterios de la pre-paración del amar, el poi-poi y el kouku entreotros platos. Era una verdadera mujer trabaja-dora; iba y venía por la casa como una granseñora ante una visita inesperada; siempre re-partiendo tareas a las muchachas, que las pere-zosas a menudo dejaban de hacer, recostándoseen cualquier rincón y revolviendo bultos detapa vieja o dejando caer con estrépito las vasi-jas. A veces la veía en cuclillas frente a un granpilón de madera triturando el poi-poi con terri-ble vehemencia, golpeando con el mazo de pie-dra como si quisiera romper el mortero en añi-cos, otras veces, corriendo por el valle en buscade cierto tipo de hoja, usada en algunas de susrecónditas recetas y regresando, sudorosa yagotada, con un bulto de ellas insostenible porcualquier otra mujer común.

A decir verdad, la madre de Kori-Kori

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era la única persona laboriosa en todo el vallede Typee y no podía ser más activa aun cuandohubiera quedado viuda y desvalida, con unarecua desordenada de hijos pequeños, en laparte más pobre del mundo civilizado. No exis-tía necesidad alguna para el exceso de trabajorealizado por la anciana, pero ella parecía afa-narse por un impulso irresistible; sus piernas ybrazos se movían de un lado a otro como sidentro de su cuerpo hubiera escondido un mo-tor infatigable que la mantenía en continuomovimiento.

No supongan que por todo esto se com-portaba como una fiera o una arpía; tenía elmejor corazón del mundo y me trataba en par-ticular de una manera muy maternal, en oca-siones ponía en mi mano pequeños bocados dealimento selecto, algún exótico plato salvaje dedulce o repostería como una madre mimosaalimentando a un animalito enfermo con frutosagridulces. ¡Con cuánto ardor recuerdo a labuena, querida y afectuosa Tinor!

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Además de las personas que he mencio-nado, en el núcleo y mostrando hacia delantelos delicados pétalos que, cerrados, formabanuna perfecta esfera parecida a la más pura per-la. También llevaba guirnaldas, semejantes a sudisposición a las rojas coronas usadas por unaprincesa inglesa y compuestos por hojas y flo-res entretejidas, que con frecuencia tapaban sussientes; a menudo se le veía llevar brazaletes ytobilleras del mismo material. Realmente a lasmuchachas de la isla les apasionaban las floresy nunca se cansaban de adornar sus cuerposcon ellas; adorable rasgo de su carácter quedetallaremos más adelante.

Sin embargo, a mis ojos al menos, Fe-yawey era indiscutiblemente la mujer más ado-rable que había en Typee; no obstante mi des-cripción de su persona en alguna medida servi-rá para tener una idea de todas las muchachasjóvenes del valle. Luego juzgue usted, amigolector, la belleza de tales criaturas.

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CAPITULO DOCE

Laboriosidad de Korí-Korí - su dedicación -Su dedicación - Un baño en el arroyo - Deseos derefinamiento de las doncellas taipis - Paseo con Me-hevi - Una carretera taipi - Los árboles prohibidos -La tierra del Hula-Hula - El tai - Salvajes laceradospor el tiempo - Hospitalidad de Mehevi - Meditaciónnocturna - Aventuras en la oscuridad - Distingui-dos honores a los huéspedes - Extraña procesión yregreso a la casa de Marheyo.

Después que Mehevi salió de la casa,como relaté en el capítulo anterior, Kori-Koricomenzó a realizarlas funciones del puesto quele fuera asignado. Nos brindó distintas clasesde comida; y, cual si yo fuera un niño, insistióen alimentarme de su propia mano. Por su-puesto que me negué amablemente a seguireste procedimiento, pero todo fue en vano; y

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depositando un pote de kouku ante mí, se lavólas manos en una vasija con agua e introdu-ciendo sus manos en el plato, hizo unas bolaspequeñas con la comida y las puso en mi bocauna tras otra. Todas mis protestas contra estamedida sólo provocaron gran algarabía de suparte, la cual me vi obligado a aceptar; y facili-tada de esta manera la alimentación, prontodispuse de la comida. En cuanto a Toby, lo de-jaron comer a su modo y usanza.

Luego de la comida, mi asistente dispu-so las esteras para dormir y ordenándome acos-tarme, me cubrió con un gran lienzo de tapa,me lanzó una mirada de aprobación y dijo:

-Kai-kai, nai no, ¡ah! moi moi mortarki(Comió mucho, ¡ah! dormirá muy bien.)

No quise discutir la filosofía de esta sen-tencia, pues por las varías noches insomnespasadas y la disminución del dolor de la pier-na, me sentí inclinado a aprovechar la oportu-nidad que me daban.

A la mañana siguiente, al despertar, en-

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contré a Kori-Kori acostado a mi lado, mientrasmi compañero yacía al otro lado. Me sentí sen-siblemente repuesto después de una noche desólido reposo y de inmediato accedí a la pro-puesta de mi ayuda de cámara de que debíaasearme, aunque temeroso de realizar ese ejer-cicio. Sin embargo pronto me vi aliviado de esetemor; pues Kori-Kori, saltando del pai-pa¡ yapoyando su espalda en él, como un hombredispuesto a cargar un pesado fardo, con vocife-raciones y gestos excesivos me dio a entenderque me subiera a su grupa que así me llevaríahasta el arroyo que corría a unas doscientasyardas de la casa.

Nuestra aparición en la veranda al fren-te de la habitación reunió a una muchedumbreque se quedó observando y conversando entre sídel modo más animado. Hacían recordar a ungrupo de holgazanes reunidos a la puerta decualquier posada de pueblo de campo cuandose saca el equipaje de algún huésped distingui-do antes de su partida. Tan pronto como uní las

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manos sobre el cuello de mi dedicado acompa-ñante y él salió dando saltillos conmigo encima,la muchedumbre -compuesta principalmentede jóvenes de ambos sexos- nos siguió gritandoy saltando con infinito regocijo y nos acompañóhasta la ribera del río.

Cuando llegamos, Kori-Kori se introdu-jo en el agua hasta la cintura, me cargó en bra-zos y me depositó en una lisa roca negra quesobresalía unas pulgadas sobre la superficie delagua. El anfibio gentío que nos seguía se lanzóal agua tras nosotros y subiéndose encima deunas rocas cubiertas de hierba en donde rompíareiteradamente la corriente, esperó con curiosi-dad el espectáculo de nuestras abluciones ma-tutinas.

Un poco embarazado por la presenciade muchachas entre la multitud y sintiendo elrubor en mis mejillas por la penosa timidez,hice un cuenco primitivo uniendo ambas ma-nos y me refresqué la cara con el agua; luego,me quité la camisa e inclinándome me lavé de

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la cabeza a la cintura en el arroyo. Tan prontocomo Kori-Kori comprendió por mis movi-mientos que ese sería todo mi aseo, se mostrócompletamente perplejo y acercándose apresu-rado vertió un torrente de palabras en francadesaprobación por mi austeridad, instándomecon señales inconfundibles a sumergirme porcompleto. Tuve que acceder a sus indicaciones;y mi honesto acompañante, mirándome como aun niño obstinado e inexperto a quien debíaservir aun a expensas de ofenderlo, me levantóde la roca y suavemente me aseó las piernas.Terminada su tarea y devolviéndome a miasiento, no pude evitar admirar el paisaje quetenía a mi alrededor.

Desde las verdes superficies de lasgrandes rocas que habían esparcidas por el lu-gar, los nativos ahora se dejaban caer al agualanzándose en clavado y nadando por debajode la superficie en todas direcciones; las mu-chachas saltaban dentro del agua dejando versu desnudez con sus largas trenzas danzando

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sobre los hombros, sus ojos brillando comogotitas de rocío a los rayos del sol y su alegrerisa brotando ante cualquier gracioso incidente.

La tarde del día en que tomé mi primerbaño en el valle, recibimos otra visita de Mehe-vi. El noble salvaje parecía tener el mismo áni-mo agradable y modales tan cordiales comoantes. Después de quedarse una hora aproxi-madamente, se levantó de la estera y dirigién-dose a la puerta, invitó a Toby y a mí a acom-pañarlo. Le mostré mi pierna, pero Mehevi se-ñalando a Kori-Kori eliminó mi objeción; porconsiguiente, montado de nuevo a los hombrosdel fiel ayuda -como el anciano sobre Simbaden el mar-, seguí al jefe.

El aspecto de la ruta que seguíamos mesorprendió más que cualquier otra cosa vistaantes por mí, pues me ilustraba la indolencia delos isleños. El camino era evidentemente el másrecorrido del valle, varios más convergían a éldesde ambos flancos y quizá por varias genera-ciones había sido la calzada principal del lugar.

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Sin embargo, cuando me familiaricé más consus obstáculos, pareció tan difícil de recorrercomo la selva. Parte de la avenida bordéabauna abrupta elevación de tierra; su superficieestaba quebrada por frecuentes irregularidadesy estaba llena de grandes piedras sobresalien-tes, parcialmente tapadas por la caída del folla-je de la abundante vegetación. La carretera con-tinuó sinuosa, algunas veces pasando directa-mente sobre estos obstáculos, otras evadiéndo-los; en un momento subimos una repentinaprominencia gastada por las pisadas, en otrodescendimos en otro lado por una inclinadacañada y cruzamos el pedregoso lecho de unriachuelo. Aquí pasamos por las profundidadesde un claro del bosque, ocasionalmente obligándo-nos a inclinarnos debajo de grandes ramashorizontales; luego subimos sobre inmensostroncos y palos que se pudrían atravesados enel camino.

Así era la gran carretera de Typee. Des-pués de avanzar cierto tramo Kori-Kori jadea-

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ba y resoplaba por el peso de su carga; bajé desu espalda y asiéndome de la larga lanza deMehevi, apoyé mis pasos por sobre los nume-rosos obstáculos de la calzada prefiriendo estemodo de avance al que, debido a lo difícil delcamino, era igualmente penoso para mí comopara mi agotado sirviente.

Nuestro viaje terminó pronto, pues lue-go de escalar una repentina elevación, llegamosabruptamente a nuestro lugar de destino. Qui-siera que fuera posible describir con palabraseste lugar según lo recuerdo.

Ahí estaban los árboles prohibidos delvalle, escenario de muchas fiestas religiosas, demuchos ritos salvajes. Bajo las oscuras sombrasde los consagrados árboles del pan reinaba unapenumbra solemne, una penumbra eclesiástica.El temible genio de la adoración pagana parecíarondar en silencio el lugar, esparciendo suhechizo sobre todos los objetos que encontrara.Aquí y allá, en las profundidades de estas som-bras horribles, semiocultos a la vista por masas

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de colgante follaje, se alzaban los idolatradosaltares de los salvajes, construidos de enormesy pulidos monolitos negros colocados uno so-bre otro sin cementar hasta una altura de doceo quince pies y rodeados por un rústico temploabierto, encerrado dentro de una baja valla decañas y en el cual podía verse, en distintos gra-dos de decadencia, ofrendas de frutas del pan ycocos, así como restos putrefactos de algún sa-crificio reciente.

En el centro del bosque estaba el territo-rio sagrado del "HulaHula", lugar apartadopara la celebración del ritual fantástico religiosode este pueblo, compuesto por un gran pai-paiovalado, culminado a cada extremo por un al-tar de elevadas terrazas, guardado por filas dehorripilantes ídolos de madera y los dos ladosrestantes flanqueados por hileras de retoños debambú, cerrándose hacia el interior del cuadra-do así formado. Grandes árboles, plantados enel centro de este espacio y proporcionando unaamplia sombra sobre él, tenían construidos al-

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rededor de su tronco pequeños estrados, eleva-dos unos pocos pies del piso y con barandas decañas, formando así muchos púlpitos rústicosdesde los cuales los sacerdotes lanzaban susarengas a los devotos.

Este sacrosanto lugar era defendido dela profanación por los edictos más rectos deltabú omnipresente, que condenaba a la muerteinstantánea a toda mujer sacrílega que entrara otocara sus sagrados recintos o incluso osarapisar la tierra sacramentada por las sombras delsantuario.

El acceso al lugar era a través de una en-trada arcada, por un lado daba a una serie decocoteros altísimos, sembrados a intervalos a lolargo de una planicie de unas cien yardas. En elotro extremo de este espacio se veía una edifi-cación de dimensiones considerables reservadacomo albergue de los sacerdotes y sirvientesreligiosos de los árboles.

Cerca había otro edificio impresionante,construido igualmente sobre un pai-paí, y como

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mínimo de doscientos pies de largo, aunque nomás de veinte de ancho. El frontispicio de estaestructura era totalmente abierto y de un lado aotro corría una estrecha veranda, enrejada alborde del pai-pai con una verja de cañas. Suinterior presentaba la apariencia de un inmensosalón, con el piso cubierto con distintas capasde esteras, dispuestas entre troncos paralelosde cocoteros seleccionados por ser los más rec-tos del valle.

Hacia este edificio, bautizado en la len-gua nativa con el nombre de "Tai", nos condu-cía ahora Mehevi. Hasta aquí nos había acom-pañado un destacamento de nativos de ambossexos, pero tan pronto como nos acercamos lasmujeres se apartaron gradualmente del grupo yparadas a ambos lados, nos abrieron paso. Lasdespiadadas prohibiciones incluían tambiéneste edificio y se aplicaba la misma pena espan-tosa que garantizaba que el terreno Hula-Hulase mantuviera libre de la contaminación imagi-naria de la presencia femenina.

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Al entrar en la casa me sorprendió verseis mosquetes recostados en fila contra unapared de bambú, de cuyos cañones pendíanpequeñas bolsas de lona parcialmente llenas depólvora. Dispuestos alrededor de los mosque-tes, como los sables que adornan los mamparosque dividen los camarotes de los barcos de gue-rra, había una gran variedad de bastas lanzas yremos, jabalinas y garrotes.

-Entonces, éste debe ser el arsenal de latribu -comenté con Toby.

A medida que avanzamos a lo largo deledificio, nos sorprendió el aspecto de cuatro ocinco ancianos repugnantes, sobre cuyas figu-ras decrépitas el tiempo y el tatuaje parecenhaber borrado todo rasgo humano. Debido a lacontinua operación de este último proceso, quesólo termina entre los guerreros de la isla, des-pués de que todas las figuras esparcidas porsus extremidades en la juventud se unen (efec-to, sin embargo, logrado sólo en los casos deextrema longevidad), los cuerpos de estos

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hombres tenían un color azul uniforme, asumi-do gradualmente por el tatuaje a medida queenvejece el individuo. Su piel tenía un aspectoescamoso horripilante que, unido a su singularcoloración, hacía que sus miembros pareciesenpiezas polvorientas de jaspe. Sus cames, enalgunas partes, cuelgan en grandes plieguescomo la paquidermia de los rinocerontes. Suscabezas eran completamente calvas y sus caraslampiñas portaban miles de arrugas. Pero lapeculiaridad más notable de estos viejos era elaspecto de sus pies; los pulgares, parecidos alos radiantes de un compás de navegación, se-ñalaban a cualquier lugar del horizonte. Estoindudablemente era atribuible al hecho de quedurante casi un siglo de existencia, estos dedosnunca habían estado sujetos a ningún tipo deconfinamiento artificial y con la edad habíanrechazado vecindad alguna, por lo que se man-tenían todos abiertos.

Estas criaturas de aspecto repulsivo pa-recían haber perdido el control de sus extremi-

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dades inferiores y se mantenían sentados en elsuelo con las piernas cruzadas en estado deestupor. No llamamos su atención, parecíaninconscientes de nuestra presencia, mientrasMehevi nos sentó en las esteras y Kori-Koripronunció alguna jerga ininteligible.

En unos segundos un muchacho entrócon un cuenco de poi-poi y para comerme sucontenido me vi obligado nuevamente a some-terme a la oficiosa intervención de mi infatiga-ble sirviente. Le siguieron otros platos; el jefemanifestaba la más inoportuna hospitalidadforzándonos a participar del banquete y paraeliminar todo embarazo de nuestra parte, pre-dicó con el mejor de los ejemplos.

Concluida la comida, se encendió unapipa que pasó de boca en boca y cediendo pasoa su influencia soporífera, la quietud del lugary las penetrantes sombras del anochecer, micompañero y yo entramos en un estado desomnolencia, mientras el jefe y Kori-Kori pare-cían dormir a nuestro lado. Desperté de una

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siesta inquieta alrededor de la medianoche,según supuse; y levantándome parcialmente dela estera, me percaté de que nos rodeaba la ma-yor oscuridad. Toby aún dormía, pero nuestrosotros acompañantes habían desaparecido. Elúnico sonido que rompía el silencio del lugarera la asmática respiración de los ancianos queya mencioné, quienes reposaban a poca distan-cia de nosotros. Además de ellos, según pudedivisar, no había nadie más en la casa.

Temeroso de algún peligro, desperté ami camarada y nos enfrascamos en una susu-rrante conversación acerca de la inesperadaretirada de los nativos, cuando de pronto, enlas profundidades del bosque, vimos claramen-te las incipientes llamas de una hoguera y po-cos segundos después se iluminaron los árbolesque nos rodeaban, acentuando aún más la pe-numbra que nos absorbía.

Mientras mirábamos esta vista, oscurasfiguras parecieron moverse de un lugar a otrofrente a las llamas; otras, danzando y saltando,

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parecían demonios.Observando este nuevo fenómeno no

con poco estremecimiento, me dirigí a mi com-pañero:

-¿Qué querrá decir todo esto, Toby?-Oh, nada -respondió-; preparando la

hoguera, supongo.-¡Hoguera! -exclamé, mientras mi cora-

zón empezó a latir con vehemencia-. ¿Quéhoguera?

-Pues la hoguera donde nos cocinarán,sin duda, ¿qué otra cosa podría alborotar tantoa esos caníbales sino eso?

-Ah, Toby, deja a un lado tus bromas; noes momento para ellas. Algo va a suceder, estoyseguro.

-Bromas, ¿no? -advirtió Toby indigna-do-. ¿Me oíste acaso bromear? ¿Por qué creesque esos diablos nos han alimentado tan bienestos tres últimos días, a no ser por eso de quetanto temes hablar? Toma por ejemplo a eseKori-Kori... ¿no te ha estado estofando todo este

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tiempo con sus malditas papillas de la mismamanera en que ceban a los cerdos antes de sa-crificarlos? Confía en ello, nos comerán estamisma noche y ahí está el fuego en que nosasarán.

Este lado del asunto era algo que no te-nía previsto al mitigar mis temores y temblé depensar que realmente estábamos a merced deuna tribu de antropófagos y que la horriblecontingencia aludida por Toby estaba perfec-tamente dentro de las posibilidades.

-¡Ahí están; te lo dije! ¡Ya vienen por no-sotros! -exclamó mi compañero a continuación,a medida que las figuras de cuatro isleños mos-traban su perfil contra el fondo iluminado so-bre el paipai, acercándose hacia nosotros.

Vinieron sin hacer ruido, más bien fur-tivamente y se deslizaron atravesando la pe-numbra que nos rodeaba como prestos a saltarsobre algún objeto, temerosos de espantarloantes de apoderarse de él. ¡Santos cielos! Horri-bles fueron los pensamientos que me invadie-

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ron entonces. Un sudor frío me cubrió la frentey horrorizado esperé mi destino.

De pronto el silencio se rompió por losconocidos timbres de la voz de Mehevi; y porsu suave tono, mis temores se disiparon de in-mediato.

-jTommo, Toby; kai kai! (Comer.)Había esperado hablamos hasta cercio-

rarse de que estábamos despiertos, ante lo cualse sorprendió un poco.

-Kai kai, ¿no?-dijo Toby con brusquedad-. Bueno, cocínennos primero... ¿Pero qué esesto? -añadió, cuando vio que otro salvaje apa-reció con un gran plato de madera con algúntipo de carme guisada, según parecía por losolores que esparcía y que depositó a los pies deMehevi.

-¡Un niño guisado, me atrevería a afir-mar! Pero no lo voy a tocar, no importa lo quesea... Bien tonto sería en realidad, despiertoaquí en medio de la noche hartándome y esto-fándome sólo para servir de alimento a una

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pandilla de caníbales tramposos un día de es-tos... De eso nada. Veo bien lo que se traen.Estoy resuelto a convertirme en un saco dehuesos y pellejo; entonces, si quieren, que mecoman. Pero bueno, Tommo, tú tampoco vas acomer eso en la oscuridad, ¿no es cierto? ¿Có-mo vas a saber qué cosa es?

-Probándolo, amigo -contesté mastican-do un pedazo que Kori-Kori acababa de poneren mi boca-; y está delicioso, sabe a ternera.

-¡Un niño guisado, por el alma del capi-tán Cook! -espetó Toby con sorprendente ve-hemencia-. ¿Ternera? Pero si no hemos visto niuna sola vaca desde que desembarcamos. Terepito que estás deglutiendo los restos de unjapar muerto, estoy tan seguro como de queestás vivo, y no me equivoco.

Fue como un vomitivo. Me dio un vuel-co el estómago. Ciertamente, ¿de dónde losdemonios encarnados habrían sacado la came?Sin embargo, decidí satisfacer mi apetito a todacosta; y dirigiéndome a Mehevi, le di a enten-

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der que trajeran una luz. Cuando llegó, miréansioso el plato y reconocí los restos mutiladosde un cerdito.

-¡Puorki! -exclamó Kori-Kori, mirandocomplacido el plato; y desde aquel día no heolvidado la designación del puerco en la lenguatypee.

A la mañana siguiente, después de ali-mentados abundantemente de nuevo por elhospitalario Mehevi, Toby y yo nos dispusimosa partir. Pero el jefe nos pidió que pospusiéra-mos nuestros deseos.

Abo-abí (Esperen, esperen.) -dijo, y enconsecuencia volvimos a sentamos mientras,asistido por el celoso Kori-Kori, pareció darinstrucciones a una serie de nativos que estabanfuera de la casa y que estaban ocupados en cier-tos preparativos cuya naturaleza no comprendí.Pero no nos dejaron en la ignorancia por mu-cho tiempo, pues luego de unos segundos,cuando el jefe nos instó a acercarnos, nos perca-tamos de que había estado dirigiendo una clase

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de guardia de honor que nos escoltaría de vuel-ta a la casa de Marheyo.

La procesión estaba encabezada por dossalvajes de aspecto venerable, lanza en mano,en cuyo extremo ondeaba un banderín de tapablanca. Tras ellos iban varios jóvenes, portandovasijas de poi-poi; y a continuación cuatro nati-vos robustos sosteniendo largos palos de bam-bú de donde colgaban, como mínimo a veintepies del suelo, grandes cestas de tiernas frutasdel pan. Luego lo seguía una tropa de mucha-chos cargando racimos de bananas maduras ycestos tejidos de hojas de cocoteros, llenas decocos tiernos pelados que se asomaban por so-bre el verde cesto que los portaba. Al final de lacaravana iba un fornido isleño, sosteniendo ensu cabeza una bandeja de madera con los restosde nuestro festín de la noche anterior, ocultosbajo una capa de hojas de árbol del pan.

Sorprendido por todo este espectáculo,no pude evitar la risa por su aspecto grotesco ylas asociaciones que despertaron en mí. Mehe-

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vi, al parecer, quería repletar la despensa delviejo Marheyo, temeroso quizá de que sin estaprecaución sus huéspedes no se sintieran tanbien como ellos deseaban.

Tan pronto como bajé del pai-pai, laprocesión formó de nuevo encerrándonos en sucentro, donde permanecí parte del tiempo car-gado por Kori-Kori y a veces aliviándolo de sucarga cojeando con la ayuda de una lanza.Cuando partimos en ese orden, los nativos ini-ciaron un canto recitativo que, con distintasmodificaciones, continuaron hasta que llega-mos a nuestro destino.

Durante el trayecto, grupos de mucha-chas salían de entre los cocoteros del camino, seunían a nosotros y nos seguían con gritos deregocijo y disfrute, los cuales casi ahogaban lasfuertes notas recitativas. Al acercarnos al domi-cilio del viejo Marheyo, sus ocupantes salierona recibimos; y mientras disponían de los rega-los de Mehevi, el octogenario guerrero brindólos honores de su mansión con la cálida hospi-

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talidad de un lord inglés cuando hospeda a susamigos en algún castillo patrimonial.

CAPITULO TRECE

Intento de pedir ayuda a Nukujiva - Peli-grosa aventura de Toby en las montañas de Japar -Elocuencia de Kori-Kori.

En medio de estas escenas novelescaspasó una semana casi sin damos cuenta. Losnativos, impulsados por algún poder misterio-so, redoblaron sus atenciones un día tras otro.Sus modales para con nosotros resultaron inex-plicables. Seguramente, pensé yo, no actuaríanasí si nos desearan mal. Pero, ¿por qué esta pro-fusión de amables deferencias o qué pensaríanque seríamos capaces de darles a cambio?

Estábamos totalmente desorientados.Pero a pesar de los temores que no pude disi-par, el horrible carácter imputado a estos taipis

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parecía ser del todo inmerecido.-¡Pero si son caníbales! --exclamó Toby

en una ocasión en que elogié a la tribu.-Es cierto -respondí-, pero un grupo de

epicúreos más humanos, gentiles y amistososprobablemente no exista en todo el Pacífico.

No obstante el tratamiento recibido, co-nocía bien la veleidosa disposición de los salva-jes como para demostrarme ansioso de salir delvalle y ponerme al borde de una temible muer-te que, a pesar de todas estas alegres aparien-cias, podía seguir amenazándonos. Pero a miintención se interponía un obstáculo. Era inútilpensar en salir de aquel lugar hasta habermerecuperado de la fuerte invalidez que me aque-jaba; realmente mi pierna empezó a alarmarme,pues a pesar de las hierbas medicinales de losnativos, seguía de mal en peor. Sus leves apli-caciones, aunque mitigaban el dolor, no elimi-naban el trastorno y me convencí de que sin untratamiento mejor mis sufrimientos serían agu-dos y crónicos.

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¿Pero cómo procurarme mejor trata-miento? Podía obtenerlo fácilmente de los mé-dicos de la flota francesa que probablementeaún estaría fondeada en la bahía de Nukujiva,si pudiera llegar a ellos. ¿Pero cómo hacerlo?

Al final, por la emergencia del caso, lepropuse a Toby que tratase de llegar a Nukuji-va; y si no podía regresar al valle por agua enuno de los botes de la escuadra para sacarmede allí, que al menos me trajera algún medica-mento apropiado y regresara por tierra.

Mi compañero me escuchó en silencio yal principio pareció desagradarle la idea. Locierto es que estaba impaciente por huir delvalle y deseaba aprovechar la presente actitudde los nativos hacia nosotros para poder esca-par antes de que experimentásemos un cambiorepentino en su conducta. Como no concebíaabandonarme en mi invalidez, me imploró queme animara; me aseguró que pronto mejoraríay que en unos días regresaríamos a Nukujiva.

Además, Toby no resistía la idea de te-

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ner que regresar a este peligroso sitio; y encuanto a la esperanza de persuadir a los france-ses a dedicar la tripulación de un bote con elpropósito de rescatarme de los taipis, la consi-deró algo inútil; y con argumentos que no puderefutar, explicó las pocas posibilidades queexistían de que ellos provocasen las hostilida-des del clan por dicha medida; especialmente,por el hecho de que con vistas a aliviar sus te-mores, se habían limitado a no visitar esta ba-hía.

-Incluso si aceptaran -dijo Toby-, provo-carían tal conmoción en el valle que los ferocessalvajes nos sacrificarían a los dos.

Este hecho era incontestable; sin embar-go, me aferré a la idea de que podría lograr laotra parte de mi plan; al fin vencí sus escrúpu-los y acordó hacer el intento.

Tan pronto como logramos que los nati-vos entendieran nuestra intención, se opusieronrotundamente y por un momento casi me des-esperé por obtener su consentimiento. Manifes-

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taron la mayor preocupación a la más mínimaidea de que uno de nosotros los abandonara. Elpesar y la consternación de Kori-Kori en parti-cular fueron infinitos; se sumió en un total pa-roxismo de gestos dirigidos a comunicarnos nosólo su desprecio por Nukujiva y sus incivili-zados habitantes, sino también su asombro deque después de haber conocido a los instruidostaipis, mostráramos el menor deseo de retirar-nos, incluso por un tiempo, de esta agradablesociedad.

Sin embargo, hice caso omiso de sus ob-jeciones apelando a mi invalidez, de la cualaseguré a los nativos me recuperaría con rapi-dez si permitían a Toby ir a buscar los medica-mentos que necesitaba.

Se acordó que a la mañana siguiente micompañero partiría acompañado por uno o doscomponentes del núcleo familiar, quienes leindicarían un camino fácil para llegar a la bahíaantes de ponerse el sol.

Al despuntar el día siguiente, nuestra

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habitación bullía en movimiento. Uno de losjóvenes subió a un cocotero cercano y lanzóalgunos cocos tiernos que el viejo Marheyodespojó con rapidez de su verde cáscara y ama-rró a un palo corto. Con ellos Toby aplacaría lased durante su travesía.

Los preparativos terminaron y emocio-nado despedí a mi compañero. Me prometióregresar en tres días a lo sumo; e instándome amantenerme animado durante la espera, doblópor una esquina del pai-pai y pronto se perdióde vista guiado por el viejo Marheyo. Su parti-da me oprimió el corazón y luego de volver a lavivienda, me tiré desesperado sobre las esterasdel piso.

Después de dos horas el viejo regresó yme dio a entender que luego de acompañar aToby un rato y mostrarle el camino, lo dejó a susuerte.

Ya eran las doce del día, hora en que losnativos suelen dormir; yo estaba rodeado porlos cuerpos dormidos y me afectó el extraño

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silencio reinante. De pronto pensé que habíaescuchado un grito lejano, como procedente delas profundidades del bosque de cocoteros quese extendía frente a la casa.

Los sonidos se oyeron más altos y cer-canos y gradualmente todo el valle rugió porlos gritos de los salvajes. Los nativos dormidosa mi alrededor empezaron a levantarse alarma-dos y corrieron a enterarse de la causa de laconmoción. Kori-Kori, que había sido el prime-ro en levantarse, pronto regresó sin aliento yfrenético de excitación. Todo lo que pude en-tender de sus palabras fue que Toby había su-frido un accidente. Temeroso de alguna horri-ble calamidad, salí corriendo de la casa y vi aun tumulto de gente que, con sus llantos y la-mentaciones, salían del bosque portando en lasmanos un objeto, causa de todo este pesar. Amedida que se acercaron, los hombres redobla-ron sus gritos, mientras que las muchachasmoviendo sus brazos en alto, exclamaban las-timeramente:

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-¡Ruja, auja! ¡Toby mocki moi! (¡Ay, ay!¡Han matado a Toby!)Al siguiente momento la multitud abrió paso ymostró el cuerpo aparentemente sin vida de micompañero, cargado en brazos por dos hom-bres, la cabeza colgaba inerte contra el pechodel primero. Tenía la cara, el cuello y el pechocubiertos de sangre, que aún brotaba lentamen-te de una herida detrás de la sien. En medio dela mayor algarabía y confusión, el cuerpo fuetransportado a la casa y depositado sobre unaestera. Señalándoles a los nativos que se aparta-ran y dejaran circular el aire, me incliné ansio-samente sobre Toby y, poniéndole la mano enel pecho, me aseguré de que su corazón aúnlatía. Lleno de alegría, tomé una vasija de aguay le lancé el contenido a la cara, enjugué la san-gre y examiné ansioso la herida. Tenía unas trespulgadas de largo y después de apartar de ellalos cabellos ensangrentados, pude ver clara-mente el cráneo. De inmediato corté con micuchillo los mechones coagulados y lavé toda

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esa parte de la cabeza varias veces con agua.En pocos segundos Toby revivió, abrió

los ojos un instante y los cerró sin pronunciarpalabra. Kori-Kori, que había permanecidoarrodillado a mi lado, ahora frotaba sus piernassuavemente con las palmas de las manos, mien-tras una muchacha situada a su cabeza se man-tenía abanicándolo y yo seguía humedeciéndo-le la frente y los labios. Pronto mi pobre cama-rada mostró señales de reanimación y logré quebebiera unos sorbos de agua.

En la puerta apareció la vieja Tinor sos-teniendo en sus manos algunas plantas quehabía recogido y me indicó por señas que ex-primiera su jugo en la herida. Después dehacerlo, pensé que sería mejor dejarlo tranquilohasta darle tiempo a que recuperara sus facul-tades. Varias veces abrió los labios, pero teme-roso de su condición, permanecí en silencio. Enmenos de dos o tres horas, sin embargo, ya es-taba sentado y recuperado lo suficiente paracontarme lo ocurrido.

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"Después de salir de casa de Marheyo -explicó-, atravesamos el valle y ascendimos lasmontañas. Mi guía me informó que detrás deellas quedaba el valle de Japar, mientras que miruta a Nukujiva seguía la cordillera hasta elotro extremo de ese valle. Luego de subir untramo de la elevación, mi guía se detuvo y medio a entender que no podía acompañarme másy por señas me explicó que temía acercarse alterritorio de los enemigos de su tribu. No obs-tante, me indicó el camino que debía seguir,que ahora se veía con claridad y despidiéndosedescendió apresuradamente la montaña".

"Lleno de regocijo por estar tan cerca delos japares, aceleré el ascenso y pronto estuveen la cima. Terminaba en una aguda punta,desde la cual pude divisar los dos valles ene-migos. En este lugar me senté y descansé porun momento, aliviando la sed con los cocos.Pronto continué mi camino a lo largo de lamontaña, cuando de repente vi a tres isleñosque acababan de partir del valle japar, parados

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en el camino frente a mí. Estaban armados conpesadas lanzas y uno de ellos tenía aspecto dejefe. Me gritaron algo que no entendí y me ins-taron a acercarme".

"Sin vacilar en lo más mínimo avancéhacia ellos, y ya me encontraba a unas yardasdel primero cuando, señalando irritado el vallede Typee y pronunciando alguna exclamaciónsalvaje, hizo girar en remolino su arma comouna centella y en un instante me golpeó y caí alsuelo. El golpe me infligió esta herida y perdí elsentido. Tan pronto como lo recuperé vi a losisleños algo alejados y al parecer enfrascadosen una violenta discusión relacionada conmi-go".

"Mi primer impulso fue huir; pero al tra-tar de levantarme caí de espaldas y rodé por unprecipicio cubierto de hierbas. El hecho parecióhacerme recuperar mis facultades, pues pudeincorporarme y me lancé por el camino queacababa de ascender. No tuve necesidad demirar atrás pues, a juzgar por los gritos que

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escuché, sabía que mis enemigos me seguían decerca. Impulsado por los temibles gritos e in-sensible de la herida recibida (aunque la sangreque brotaba de ella me cubría los ojos casi ce-gándome), corrí por la ladera de la montaña ala velocidad del viento. En poco tiempo habíabajado casi un tercio de la distancia y los salva-jes habían dejado de gritar, cuando de prontoun terrible aullido sonó en mis oídos y en esemismo momento una pesada jabalina pasó pormi lado mientras iba a clavarse temblorosa enun árbol cercano. Le siguió otro grito y unasegunda lanza y una tercera atravesaron el airey ambas penetraron oblicuas en la tierra a unospies frente a mí. Los individuos lanzaron ungrito de rabia y decepción; pero temieron, se-gún supongo, introducirse más en el valle taipiy abandonaron la persecución. Los vi recuperarsus armas y regresar; yo continué mi descensolo más rápido que pude".

"No pude imaginarme qué había causa-do este feroz ataque de parte de los japar, a no

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ser que me vieran subir con Marheyo y que elmero hecho de venir del valle de Taipi fuerasuficiente para provocarlos."

"Mientras estuve en peligro casi me ol-vidé de la herida que había recibido; perocuando terminó la caza empezó a dolerme.Había perdido el sombrero en la huida y el solme ardía en la cabeza desnuda. Sentí náuseas ymareos; pero por miedo a desmayarme antesde recibir ayuda, me sostuve en pie lo mejorque pude y al fin pisé el valle; entonces medesplomé y no supe más hasta que me encontréacostado aquí en estas esteras y tú inclinadosobre mí con la vasija de agua en la mano."

Este fue el relato de Toby acerca de sutriste experiencia. Después supe que, por suer-te, había caído cerca de un lugar que los nativosfrecuentan en busca de leña. Una partida lo viocaer y papilla... Ah, mucho de todo... dando laalarma, lo alzaron; luego de intentar infructuo-samente revivirlo en el arroyuelo, lo trajeroncorriendo a la casa

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Este incidente nubló nuestro futuro. Nosrecordó que estábamos rodeados de tribusenemigas, cuyos territorios no podríamos vio-lar para ir a Nukujiva sin enfrentar los efectosde su salvaje resentimiento. Parecía no existiruna vía de escape abierta salvo el mar, el cualbañaba las partes más bajas del valle

Nuestros amigos taipis se aprovecharondel reciente desastreinclinaciones caníbales de los japares, tema quesabían perfectamente que nos alarmaba; mien-tras que a la vez rechazaban honestamentecualquier participación en costumbre tan horri-ble. No dejaron de exhortarnos a admirar labelleza natural de su valle y la prodigiosaabundancia de frutas exóticas que este propor-cionaba; sobresaliendo en este aspecto entretodos los valles de los alrededores.

Kori-Kori parecía sentir un deseo tansincero de metemos en el cerebro los puntos devista apropiados a este respecto que, asistido ensus intentos con el poco conocimiento del

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idioma que habíamos adquirido, nos hizo com-prender realmente gran parte de lo que habíadicho. Con vistas a facilitar nuestro correctoentendimiento de lo que quería decir, al princi-pio resumió sus ideas a la mínima expresión:

-jJapar kikino noi -exclamó-, noi noi, kaikai kannaka! ¡Ah, oule mortarkí! (Todo lo cualsignifica: ¡Esos japares son terribles! ¡Devoran agran cantidad de hombres! ¡Ah, son espanto-samente malos!

De esa forma explicó mediante una seriede gestos, durante los cuales salía de la casaseñalando con desprecio al valle japar; regresa-ba corriendo de nuevo con una rapidez quemostraba su temor a perder parte del significa-do antes de empezar otra idea; y continuabasus ilustraciones sosteniendo las partes carno-sas de mi brazo entre sus dientes, indicandocon ese hecho que la gente que vivía en esadirección sólo me trataría de esa manera.

Cerciorado de que entendimos plena-mente este aspecto, prosiguió con otro.

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-¡Ah, Taipí mortarkí! No¡ no¡ maiori... no¡no¡ uai... no¡ no¡ poi-poi... ¡Ah, no¡ no¡ kaiki...¡Ah, no¡, no¡, no¡! (Todo lo cual literalmenteinterpretado significaría: "¡Ah, Taipi, Este sí esun buen lugar. Les garantizo que no hay peli-gro de quedarse sin alimentos... hay muchasfrutas del pan... mucha agua... mucha papilla...(Ah, mucho de todo... ¡Ah, mucho, mucho, mu-cho!) Sus palabras estaban acompañadas de untropel de comentarios en símbolos y gestos ne-cesariamente comprensibles.

Sin embargo, al continuar su arenga,Kori-Kori, en franca emulación con nuestrosmás cultos oradores, empezó a hablar difusa-mente de otros asuntos relacionados, haciendohincapié quizás en las reflexiones morales quesugería el tema; y continuó esta retahila de pa-labras ininteligibles e imponentes que en reali-dad me produjeron una jaqueca que me durótodo el día.

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CAPÍTULO CATORCE

Gran acontecimiento en el valle - El telé-grafo de la isla - Algo sucede a Toby - Feyaweymuestra compasión - Reflexiones melancólicas -Misteriosa conducta de los isleños - Devoción deKori-Kori - Una cama natural - Un lujo - Kori-Korienciende fuego a la manera taipi.

En pocos días Toby se había recuperadode los efectos de su aventura con los guerrerosjapares; la herida de su cabeza sanó con rapidezcon el tratamiento vegetal de la buena Tinor.Yo, menos afortunado que mi compañero, aúnlanguidecía de dolor, cuyo origen y naturalezaseguían siendo un misterio. Como estaba to-talmente desvinculado del mundo civilizado ysentía la ineficacia de todo lo que los nativospudieran hacer por mí; y sabiendo también quemientras permaneciese enfermo, me sería im-posible abandonar el valle, independientemen-

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te de las oportunidades que se pudieran pre-sentar y temeroso de que podríamos ser objetosde algún capricho de parte de los isleños,abandoné toda esperanza de recuperación y fuipresa de los pensamientos más tenebrosos. So-bre mí cayó la más profunda decepción, que nisiquiera las amistosas demostraciones de micompañero, las devotas atenciones de Kori-Koriy todas las influencias apaciguadoras de Feya-wey pudieron hacer desaparecer.

Una mañana que yo permanecía aún enlas esteras sumido en melancólicos pensamien-tos sin ver quién me rodeaba, Toby, que sehabía levantado una hora antes, volvió con mu-cha prisa y con gran júbilo me dijo que me ale-grase y animara porque creía, de acuerdo con loque había oído entre los nativos, que unos botesse acercaban a la bahía.

Esto operó en mí un mágico efecto. Lahora de nuestra liberación parecía haber llega-do y al levantarme me convencí de que ocurríaalgo inusitado. La exclamación "¡Boti!" se repe-

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tía en todas direcciones; a lo lejos se oían gritos,al principio débiles, pero luego crecían acer-cándose hasta ser comprendidos por un indivi-duo que subido en lo alto de un cocotero cerca-no, los transmitía a otro palmar y de allí se repi-tió a otro hasta que la noticia llegó a lo másrecóndito del valle. Este era el telégrafo oral delos isleños; por medio del cual la informaciónabreviada podía llegar en cuestión de minutosdesde el mar a los sitios más remotos hasta unadistancia de ocho o nueve millas. En esta oca-sión el correo funcionó activamente y una in-formación era seguida por otra con inconcebi-ble velocidad.

Ahora pareció prevalecer la mayorconmoción. A cada noticia, que los indígenasseguían con gran interés redoblando sus esfuer-zos para recoger frutas con vistas a venderlas alos esperados visitantes. Unos quitaban la cás-cara a los cocos; otros, subidos a los árboles,arrojaban frutas a sus compañeros, que las en-tongaban al caer y otros tejían con rápidos mo-

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vimientos de dedos los cestos para transportarlas frutas.

Sucedían otras cosas al mismo tiempo.Por un lado se veía a un fornido guerrero lus-trando su lanza con un pedazo de tapa o ajus-tándose el taparrabos a la cintura; por otro sedivisaba una muchacha adornándose con florescomo si tuviera en perspectiva alguna conquis-ta; mientras que, al igual que en todos los casosde prisa y confusión en cualquier parte delmundo, unos cuantos individuos corrían de unlugar a otro con sorprendente vigor y perseve-rancia sin hacer nada y obstaculizando a losdemás.

Nunca habíamos visto a los isleños ental estado de excitación y ajetreo; y la escenaevidenció que aquello ocurría solamente enraras ocasiones.

Cuando pensé todo el tiempo que debíaesperar antes de que se presentase una oportu-nidad similar para escapar lamenté amarga-mente no poder aprovecharla.

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Por la impresión que pude obtener, pa-recía que los nativos armaron tal alboroto portemor a llegar demasiado tarde a la playa. En-fermo y débil como estaba, me hubiera mar-chado de inmediato con Toby, pero Kori-Korino sólo se negó a transportarme, sino que mani-festó el más incontenible rechazo a que nosalejáramos de la casa. El resto de los salvajestambién se opusieron a nuestros deseos y pare-cieron entristecidos y asombrados ante lahonestidad de nuestra petición. Percibí contoda claridad que mientras mi sirviente no pa-recía limitarme los movimientos, estaba deter-minado a impedir mi marcha. Me pareció enesta ocasión particular, así como muy a menu-do después, que cumplía las órdenes de algunaotra persona, aunque al mismo tiempo, me te-nía un vivo afecto.

Toby, que había decidido acompañar alos isleños, si era posible, en cuanto estuvierandispuestos a partir, y que por ese motivo refre-naba su ansiedad, ahora me hizo ver que era

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inútil albergar mi esperanza de llegar a la playaa tiempo para aprovechar cualquier oportuni-dad que se presentase.

-¿No te das cuenta -me dijo- que lospropios salvajes temen llegar tarde y que sidemostramos demasiada intranquilidad vamosa estropear las posibilidades que tenemos debeneficiarnos de este afortunado evento? Siaparentas estar tranquilo y despreocupado, nolevantarás sus sospechas y entonces seguro medejarán ir con ellos a la playa pensando quesólo voy por curiosidad. Si logro llegar a losbotes, les contaré en las condiciones en que tedejé y se pueden tomar medidas para garanti-zar nuestra fuga.

No quise oponerme a esta posibilidad ycomo los nativos ya habían terminado sus pre-parativos, observé con el mayor interés cómoera recibida la intención de Toby. En cuantoentendieron a mi compañero que yo me queda-ría, no pusieron objeción e incluso la aceptaroncon gusto. Su singular conducta en esta ocasión

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no dejó de extrañarme y cubrió los sucesos si-guientes con un misterio adicional.

Los isleños corrieron ahora por el sen-dero que conduce a la costa. Estreché caluro-samente la mano de Toby, le di mi sombrero depaja para que se cubriera la herida, ya que élhabía perdido el suyo. Respondió cordialmenteal estrechón de manos y me prometió solem-nemente regresar tan pronto como los botesabandonaran la costa; se alejó de mi lado y enun instante desapareció entre los cocoteros.

A pesar de las desagradables reflexionesque embargaron mi mente, me entretuve con laanimada vista que tenía ante mis ojos. Uno trasotro, los nativos marcharon por el estrechosendero cargados de todo tipo de frutas. Allá seveía uno que, después de vanos intentos porpersuadir a un arisco cerdo para que cediera ala presión de las cuerdas, al final tuvo que car-gar en brazos al perverso animal que luchabacontra el desnudo pecho y chillaba sin parar.Acá iban dos, que a poca distancia se confundi-

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rían con los espías hebreos que llevaron a Moi-sés los enormes racimos de uvas25 Corrían losdos, separados por un palo a una distancia deun par de yardas y de) cual colgaba un gran racimode plátanos que oscilaba de un lado a otro porlos rítmicos saltos que daban. Aquí iba otro,sudando de tanto correr y cargar una serie decocos y quien, temeroso de retrasarse, no sepreocupaba por recoger los que caían de sucesto pareciendo pensar sólo en llegar a su des-tino sin importarle cuántos cocos llegarían conél.

En poco tiempo el último rezagado des-aparecería por el sendero y los débiles gritos delos demás se oyeron cada vez más lejanos. Estaparte del valle quedó casi desierta, Kori-Kori,su anciano padre y otros viejos decrépitos fue-ron los únicos que quedaron.

25 Véase Números XIII, 17-25, en que Moisés envía a susespías a la tierra de Canáan. "Y llegaron al arroyo deEscol, cortaron allí una rama que tenía un racimo de uvas,y entre dos se lo llevaron colgado de un palo

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Hacia el anochecer, los isleños empeza-ron a regresar de la playa en pequeños gruposy, al acercarse a la casa, busqué a mi compañe-ro entre ellos. Pasaron uno tras otro por la casay él no estaba. Suponiendo que aparecería deun momento a otro con algún miembro de lafamilia, acallé mis temores y esperé paciente-mente verlo llegar en compañía de la bella Fe-yawey. Al fin vi acercarse a Tinor, seguida porlas muchachas y dos jóvenes que por lo generalresidían en casa de Marheyo; pero mi compa-ñero no venía con ellos y muy alarmado tratéde descubrir la causa de su demora.

Mis angustiosas preguntas parecieronembarazar a los nativos. Sus informes eran con-tradictorios; uno me daba a entender que Tobyestaría en seguida con nosotros; otro, que nosabía dónde estaba; mientras un tercero, muyenfadado, me aseguró que se había marchado yno volvería a verle jamás. Entonces creí que conaquellas aseveraciones intentaban ocultarmealguna desgracia insoportable.

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Temiendo que le hubiera ocurrido algu-na calamidad, busqué a la joven Feyawey parasacarle la verdad.

Esta dulce muchacha desde el principiome había atraído, no sólo por su extraordinariabelleza, sino también por su atractivo rostrosingularmente dotado de inteligencia y humil-dad. De todos los nativos, sólo ella parecíaapreciar el efecto que producían en nosotros lascircunstancias en que estábamos mi amigo yyo. Al dirigirse a mí, especialmente cuando yoestaba recostado en las esteras angustiado dedolor, había una ternura en sus gestos impo-sible de obviar y resistir. Siempre que entraba ala casa, la expresión de su rostro indicaba lamayor simpatía por mí; y dirigiéndose al lugardonde yo estaba, con una mano levantada enseñal de tristeza, y sus grandes ojos fijos en losmíos, murmuraba: "¡Auja, auja, Tommo! y sesentaba apesadumbrada a mi lado.

Su expresión me convenció de que mecompadecía profundamente por estar lejos de

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mi patria y mis amigos y fuera de todo contactocon ellos. Ciertamente, en ocasiones llegué areconocer que por su mente pasaban dulcespensamientos insospechados en una persona desu condición; parecía saber que existen fuertesligaduras que nos sujetan a nuestros hogares;que hay hermanos y hermanas ansiosos porvemos regresar, quienes quizá no volverían avernos jamás.

I Con esta compasiva luz aparecía Fe-yawey a mis ojos; y depositando toda mi con-fianza en su candor e inteligencia, recurrí a ellaalarmado para saber de mi compañero.

Mis preguntas evidentemente la afligie-ron. Miró a su alrededor, a uno y otro de losnativos presentes, como si no supiera qué res-ponder. Al fin, cediendo a mi insistencia, ven-ció sus escrúpulos y me dio a entender que To-by se había marchado en los botes que habíanvisitado la bahía, pero prometió volver al tér-mino de tres días. Al principio lo acusé dehaberme abandonado pérfidamente; pero al

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recobrar mi compostura, me reprobé el haberleimputado una acción tan vil y me tranquilizó laseguridad de que había aprovechado la opor-tunidad de ir a Nukujiva a coordinar lo necesa-rio para sacarme del valle. De cualquier modo,pensé, regresaría con medicamentos y entonces,ya recuperado, no me sería difícil partir.

Consolado de esta manera, me acostéaquella noche más contento que los últimosdías. El siguiente pasó sin que los nativos hicie-ran alusión a Toby deseosos de esquivar esteasunto. Esto suscitó mis dudas, pero cuandollegó la noche me felicité que el segundo díahubiese acabado y que al siguiente Toby estaríade nuevo conmigo. Pero el siguiente llegó ypasó sin que mi compañero apareciera.

Bueno, pensé yo, contaría tres días des-de la mañana que partió... regresará mañana.

Pero aquel largo día terminó sin que re-tomase. Incluso entonces no desesperé; penséque algo lo detendría, que esperaba en Nukuji-va la salida de un bote y que en un día o dos le

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vería de nuevo. Pero un día tras otro me desilu-sionaron; y por fin la esperanza me abandonó yfui víctima de la desesperación.

Pensé entristecido que había logrado es-capar y ya no le preocupaban las calamidadesque podían esperar a su infortunado com-pañero. Tonto de mi si pensaba que alguien seatrevería por voluntad propia a enfrentarse alos peligros de este valle una vez escapado deél. Se había marchado y me había dejado solopara afrontar todos los peligros que me rodea-ban. Así busqué a veces un desesperado con-suelo echando la culpa a Toby; mientras que enotras se sumía en los amargos remordimientospor haberme traído la mala suerte con mi pro-pia imprudencia.

En otras ocasiones se me ocurría quedespués de todo estos traicioneros salvajes sehabían encargado de él, de aquí la confusiónque produjo en ellos mis preguntas y sus res-puestas contradictorias o quizás estaba cautivoen otra parte del valle o, más terrible aún, había

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encontrado el destino que a mí me hacía tem-blar. Pero todas estas especulaciones eran va-nas, no tenía noticias de Toby; se había mar-chado para nunca volver.

La conducta de los isleños me parecióinexplicable. Toda referencia a mi camaradaperdido era cuidadosamente eludida y si algu-na vez estaban obligados a responder a misfrecuentes preguntas sobre el tema, todos lodenunciaban como un ingrato que me habíaabandonado para marcharse a un lugar tan vily detestable como Nukujiva.

Pero cualquiera que fuese su suerte lue-go de haber partido, los nativos multiplicaronsus amabilidades y atenciones con un grado dedeferencia difícil de superar hacia algún visi-tante celestial. Kori-Kori no dejó un momentode estar a mi lado, si no era para cumplir misdeseos. El fiel sirviente, dos veces al día, apro-vechando el fresco de la mañana y la noche,insistía en llevarme al arroyo y me bañaba ensus templadas aguas.

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Con frecuencia en la noche me llevaba aun sitio particular del arroyo, donde la bellaescena producía una benéfica influencia en mimente. En este lugar las aguas corrían entrebancos cubiertos de césped, plantados conenormes árboles de pan cuyas amplias ramasformaban una especie de bóveda; cerca delarroyo había varias lajas negras. Una de ellas,tenía en su parte superior una cavidad planaque, llena de verdes hojas, formaba una camaadmirable.

En este lugar a menudo permanecíhoras cubierto con un velo de fina tapa, mien-tras Feyawey, sentada a mi lado y sosteniendoen su mano un abanico tejido con las hojas deuna verde rama de cocotero, espantaba los in-sectos que ocasionalmente se posaban en micara; y Kori-Kori, con el propósito de alejar mimelancolía, realizaba miles de payasadas antenosotros. Cuando mis ojos erraban por estaromántica escena, siempre se detenían en lafigura semisumergida de Feyawey que, parada

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dentro del agua, atrapaba en una pequeña reduna especie de marisco diminuto muy gustadopor su gente. Algunas veces un grupo venía asentarse a conversar sobre una piedra baja quese encontraba en medio del arroyo, se dedicaban apulir cocos frotándolos con piedra y agua: unaoperación que pronto los convierte en ligeras yelegantes vasijas para beber, muy parecidas alas copas hechas con carapacho de tortuga.

Pero la sedante influencia del bello es-cenario y la exhibición de vida humana en unmedio tan novedoso y encantador, no fueronmi único consuelo.

Todas las noches las muchachas de lacasa se reunían a mi alrededor sobre las esterasy después de apartar a Kori-Kori de mi lado(quien, no obstante, se retiraba sólo un poco yobservaba sus movimientos con la mayor aten-ción), me untaban por todo el cuerpo un aceiteoloroso extraído de una raíz amarilla previa-mente triturada entre dos piedras y que en sulengua denominaban aka. ¡Y qué refrescantes y

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agradables son los jugos de la aka cuando sonaplicados en las piernas por las suaves manosde estas dulces ninfas, cuyos brillantes ojoscentellean de bondad! Saludaba con satisfac-ción la diaria repetición de la lujosa práctica, enla cual olvidaba todos mis problemas y ente-rraba por esos instantes todo sentimiento detristeza.

A veces, con el fresco de la tarde, mi de-voto servidor me sacaba al pai-pai delante de lacasa y, sentándome en su borde, me protegía elcuerpo de los enojosos insectos que en ocasio-nes revoloteaban en el aire y me tapaba con ungran lienzo de tapa. Luego empleaba cerca deveinte minutos en preparar todo para garanti-zar mi comodidad personal.

Terminados los arreglos, me encendía lapipa y me la daba. Frecuentemente debía hacerfuego con este fin, y como el modo que em-pleaba era totalmente diferente a lo que habíavisto u oído, lo describiré.

Un recto y seco palo del habiscus algo

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desgastado de unos seis pies de largo y trespulgadas de diámetro y un pedazo de maderano mayor de un pie por una pulgada de ancho,es lo que se encuentra invariablemente en todaslas casas de Typee, como una caja de cerillas enlas cocinas de nuestro país.

El isleño, colocando el palo oblicuamen-te contra algún objeto con uno de sus extremosformando un ángulo de 45 grados, monta ahorcajadas en él como un chiquillo que va agalopar sobre una caña y luego toma el pedazode madera firmemente con ambas manos a lavez que hace rozar su punta lentamente haciaarriba y abajo a lo largo de unas cuantas pulga-das sobre el palo principal, hasta que hace unaranura en la madera, con un abrupto final en lapunta que está más alejada de él, donde todaslas partículas creadas por la fricción se acumu-lan en un montoncito. Al principio Kori-Koriempezó despacio, pero gradualmente aceleró elpaso produciendo calor con la fricción, accio-nando furiosamente el palo a lo largo de la

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humeante canaleta, moviendo sus manos conimpresionante rapidez, transpirando por cadaporo de su cuerpo. Al llegar al clímax de sulabor, se detiene jadeante con sus ojos casi sa-liéndose de sus órbitas por el violento ejercicio.Este es el punto crítico de la operación; todossus esfuerzos anteriores son vanos si no man-tiene la rapidez del movimiento hasta que apa-rece la trabajosa chispa. De pronto se detiene yqueda totalmente inmóvil. Sus manos aún re-tienen el pequeño pedazo de madera que esconvulsivamente empujado por la canal hastael extremo del palo entre el finísimo polvoacumulado allí, como si hubiera ensartado auna culebra que estuviera retorciéndose y lu-chando por escapar de sus garras. Al siguientemomento una delicada columnilla de humosube en el aire en espiral, se enciende el aserríny Kori-Kori, casi sin aliento, desmonta de sucabalgadura.

Esta operación me pareció una de las la-bores más trabajosas de las realizadas en todo

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el Typee; y si hubiera conocido mejor su idiomapara traducir mis ideas, indudablemente hubie-ra sugerido a los nativos más influyentes laconveniencia de establecer un grupo de donce-llas en el centro del valle con el propósito demantener vivo el indispensable fuego y así evi-tar la necesidad de tan grande derroche deenergía y humor como en aquellas ocasiones.Sin embargo, hubieran existido algunas dificul-tades para llevar a vías de hecho este plan.

¡Qué otra prueba muestra este hechosobre la diferencia existente entre los dos ex-tremos de vida salvaje y civilizada! Un nobletaipi puede mantener una familia numerosa yproporcionarle toda la muy respetable educa-ción caníbal con un trabajo y ansiedad infini-tamente menor que el dedicado en el sencilloproceso de hacer fuego; mientras que un pobreartesano europeo, que con una cerilla realiza lamisma operación en un segundo, llega al ago-tamiento de su ingenio para conseguir esta co-mida que los niños de la Polinesia, sin molestar

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a sus padres, toman de las ramas de cualquierárbol cercano.

CAPÌTULO QUINCE

Amabilidad de Marheyo y los demás is-leños - Descripción del árbol del pan - Distintosmodos de preparar la fruta.

Todos los habitantes del valle me trata-ron con gran amabilidad, pero con los de lafamilia Marheyo, entre los cuales vivía ahora,nada pudo sobrepasar sus empeños por pro-porcionarme comodidad. Prestaban las mayo-res atenciones para satisfacer mi paladar. Con-tinuamente me daban de comer y cuando, des-pués de hartarme, rechazaba los alimentos queme ofrecían, parecían pensar que mi apetito

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necesitaba algún fuerte estimulante para excitaresta actividad.

Con esta idea el viejo Marheyo acos-tumbraba bajar a la playa al romper el día conel propósito de recoger distintas clases de algas,algunas de las cuales se consideran un lujo enestos parajes. Después de todo un día en estosmenesteres, regresaba al anochecer con algunascortezas de cocos llenas de plantas acuáticas. Alprepararlas demostraba toda la maestría de uncocinero profesional, aunque el principal miste-rio del asunto consistía en verter agua en canti-dades apropiadas sobre el contenido de loscocos.

La primera vez que sometió una de es-tas ensaladas marinas a mi consideración, pen-sé naturalmente que cualquier cosa recogidacon tanto trabajo debía poseer méritos especia-les, pero un bocado fue suficiente; y grande fuela consternación del viejo guerrero al ver larapidez con que rechacé su epicúreo obsequio.

Cuan cierto es que la rareza de un artí-

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culo especial incremente desmesuradamente suvalor. En algunas zonas del valle, no sé dóndepero probablemente cerca del mar, las mucha-chas tenían la costumbre de procurarse peque-ñas cantidades de sal; el resultado del trabajoconjunto de un grupo de cinco o seis mucha-chas no llenaría un dedal. Traían a casa esteprecioso artículo, envuelto en una gran hoja; ycomo prueba especial de la estimación que metenían, extendían una inmensa hoja en el sueloy me invitaban a saborearla.

Por el exagerado valor que le atribuían aeste artículo creo realmente que con unos kilosde sal común de Liverpool podría comprarsetodo el territorio taipi. Con una pizca de sal enuna mano y una cuarta parte del fruto del panen la otra, el jefe mayor del valle se reiría detodas las delicias de un banquete parisino.

La celebridad del árbol del pan y el im-portante sitio que ocupa en las prioridades delos taipis me induce a dar con cierto detalle unadescripción de esta especie de las distintas va-

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riantes de preparación del fruto.El árbol del pan en su mayor esplendor

es grande y elevado, desempeña el mismo pa-pel en el paisaje marquesino que el olmo enNueva Inglaterra. Este último se le parece algoen altura, la amplia extensión de sus ramas y suvenerable e imponente aspecto.

Las hojas del árbol del pan son de grantamaño y sus bordes están rizados y cortadostan fantásticamente como las de un cuello pli-sado femenino. Como anualmente cambian lashojas, casi compiten, en la brillante variedad desus cambiantes tonalidades, con las fugacessombras del pez dorado moribundo. Los tintesotoñales de nuestros bosques americanos, contoda su magnificencia, no pueden compararsecon este árbol.

La hoja, en una de sus etapas, cuandocasi todos los colores del prisma se mezclan ensu superficie, se convierte a menudo en uno delos soberbios y sorprendentes sombreros de losnativos. La fibra principal que atraviesa todo su

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largo se abre hasta una distancia conveniente ycon los elásticos lados apartados, la cabeza seintroduce en ellos con la parte posterior másbaja que la anterior, la cual se dobla con garbohacia arriba y la parte restante cae lateralmentehasta detrás de la oreja.

La fruta tiene gran parecido en magni-tud y aspecto general con una de nuestras ci-dras comunes, pero sin líneas en su superficie,sino que está toda punteada con pequeñasprominencias cónicas, como los clavos de unportón de una iglesia antigua. La cáscara tienequizás un octavo de pulgada de espesor; y qui-tándola cuando el fruto está en su punto demadurez, presenta un bello globo de blancapulpa que puede comerse en su totalidad, salvosu fino centro, que sale con facilidad.

El fruto del árbol del pan, sin embargo,nunca se come y en realidad no es apropiadohasta que se somete a una forma u otra de coc-ción.

La más sencilla de cocinarlo, según creo

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la mejor, consiste en colocar cualquier cantidadde fruta fresca cuando se encuentra en un esta-do particular de maduración, entre las brasasdel mismo modo en que se asa una patata.Después de unos diez o quince minutos, la ver-de cáscara se oscurece y raja, mostrando entrelas ranuras su blanco interior. Tan pronto comose refresca se le cae la cáscara y queda la suavepulpa redonda en toda su pureza y estado másdelicioso. Cocida de esta forma tiene un saborsuave y agradable.

Algunas veces después de asadas alfuego, los nativos las apartan de la lumbrebruscamente y las lanzan en un recipiente deagua fría y revuelven hasta hacer una mezclaque denominan bo-ashou. Nunca soporté esteplato y ciertamente esta preparación no estámuy de moda entre los taipis más refinados.

Existe una forma de servir el fruto quelo convierte en un plato digno de un rey. Tanpronto como se retira del fuego, se le quita lacáscara y el corazón, se echa en un mortero de

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piedra y se tritura con un pilón de la mismamateria. Mientras una persona hace esta opera-ción, otra toma un coco y lo abre a la mitad(cosa que dominan a la perfección) y procede arallar la masa en finas partículas. Esto se haceutilizando la concha de una madreperla atadafinamente al extremo de un fuerte palo y cuyaparte aguda corta como una sierra. Este palo esa veces una ramificación de un árbol, con dos otres ramas menores que brotan de un centrocomo piernas informes y lo mantienen erguidoa dos o tres pies del suelo.

El nativo coloca primero un depósitodebajo del palo con el propósito de que caiganen él los fragmentos rallados, se monta a horca-jadas sobre él como sobre un caballito de jugue-te y colocando la masa esférica de coco alrede-dor de los afilados dientes de la concha de ma-dreperla, lo hace girar y la blanca masa cae co-mo nieve dentro del receptáculo. Habiendoobtenido una cantidad conveniente de cocorallado, lo colocan en una bolsa hecha de la

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fibra en forma de red del cocotero y compri-miéndolo sobre el fruto bien triturado en unavasija de madera, le deja caer una espesa cremalechosa que pronto cubre casi toda la fruta conel delicioso líquido.

Esta preparación se llama kouku y es su-culenta. El caballito, el mortero y el pilón seguardaban en casa de Marheyo, y Kori-Kori noperdía la ocasión de mostrarme sus habilidadesen su uso.

Pero los dos platos más comunes que sehacían con este fruto eran el amar y el poi-poi.

En cierta época del año, cuando el frutode los cien bosques del valle madura, y cuelgaen racimos de doradas esferas, los isleños sereúnen para la cosecha e inician su recolecciónen la abundancia que los rodea. Los árboles sonliberados de su carga; el fruto, separado de sucáscara y corazón, se reúne en grandes reci-pientes de madera, donde la pulposa fruta semacera rápidamente con una piedra y se con-vierte en una masa llamada tutao para los nati-

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vos. Luego ésta se divide en porciones, se em-paqueta y envuelve en hojas y cortezas; seguarda en grandes agujeros hechos en el suelo,de donde puede sacarse según se va necesitan-do. En estas condiciones el tutao dura años yhasta mejora con la edad. Antes de comerse, sinembargo, debe pasar por un proceso adicional:se abre en el suelo un horno primitivo cuyofondo se cubre de piedras y sobre ellas se en-ciende un buen fuego. En cuanto se ha alcan-zaddo el grado preciso de calor, se quitan lasbrasas y las piedras se cubren con gruesas ca-pas de hojas sobre las cuales se deposita unpaquete de tutao y se cubre con otra capa dehojas. Sobre todo ello se echa tierra hasta for-mar un montón.

El tutao cocido de esa manera se llamaamar; la acción del horno lo convierte en unatorta color ámbar, un poco ácida pero agrada-ble al gusto.

Mediante otro proceso final, el amar setransforma en poi-poi. Este cambio se hace rá-

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pidamente. El amar se coloca en una vasija y semezcla con agua hasta que adquiere la consis-tencia del pudín y es entonces que está listopara comerse. De esta manera se consume ge-neralmente el tutao. El modo singular de co-merlo ya lo he descrito antes.

Si la fruta del pan no fuera capaz deconservarse durante mucho tiempo, los nativosse verían expuestos al hambre; pues, debido aalguna causa desconocida, los árboles dejan dedar fruto y en estas ocasiones los isleños de-penden principalmente de los suministros quehayan almacenado.

Este árbol importante, que raramente seencuentra en las islas Sandwich y sólo de malacalidad, así como en Tahití, no abunda comopara ser la fuente principal de alimento, obtienesu máximo esplendor en el excelente clima delas Marquesas, donde crece en gran número yflorece con la mayor abundancia.

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CAPITULO DIECISEIS

Melancolía - Suceso en el Tai - Anécdotade Marheyo - Rapado de la cabeza de un gue-rrero.

Contemplando ahora este período y re-cordando las innumerables pruebas de amabi-lidad y respeto que recibí de los nativos delvalle, sólo puedo comprender cómo, en mediode circunstancias tan consoladoras, mi menteaún se consumía por tristes presagios y perma-necía presa de la más profunda melancolía. Escierto que las sospechosas circunstancias en quehabía ocurrido la desaparición de Toby basta-ban para suscitar desconfianza hacia los salva-jes en cuyo poder estaba, especialmente cuandose unía al hecho de que estos hombres, amablesy respetuosos hacia mi persona, eran despuésde todo una partida de caníbales.

Pero mi principal motivo de ansiedad, el

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cual envenenaba todo disfrute personal, era lamisteriosa enfermedad de mi pierna, que per-manecía incurable. Todas las aplicaciones vege-tales de Tinor, unidas a las intenciones másseveras del viejo curandero y los cuidados afec-tivos de Kori-Kori, habían fracasado. Casi esta-ba inválido y el dolor que padecía era irresisti-ble. La incontenible enfermedad no mostrabaseñales de mejoramiento; todo lo contrario, suviolencia crecía por días y amenazaba con re-sultados fatales, a menos que se empleara al-gún medio poderoso para contrarrestarla. Pare-cía como si estuviera destinado a hundirme conesta grave aflicción o, cuando menos, impedir-me aprovechar la oportunidad de escapar delvalle.

Un incidente que ocurrió, según pudecalcular, unas tres semanas después de la des-aparición de Toby, me convenció de que losnativos por un motivo u otro interpondríantodos los obstáculos posibles a mi partida.

Una mañana se suscitó gran nerviosis-

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mo entre la gente vecina a mi casa y prontodescubrí que procedía de una vaga noticia deque se habían visto unos botes acercándose a labahía. De inmediato todo fue ajetreo y anima-ción. Yo había mejorado un poco y con el espí-ritu más levantado, accedí a la invitación deKori-Kori de ir a visitar al jefe Mehevi en ellugar llamado Tai, que como describí antes,estaba en los bosques prohibidos. Este recintosagrado quedaba a poca distancia de la casa deMarheyo, entre ésta y el mar; el sendero queconducía al mar pasaba directamente por de-lante del Tai y de aquí bordeaba los bosques.

Estaba yo allí, reposando sobre las este-ras dentro del edificio sagrado en compañía deMehevi y varios jefes más, cuando se escuchó lanoticia por primera vez. Sentí un estremeci-miento de alegría en todo el cuerpo; quizá Tobyvendría en uno de los botes. Me puse de pie deinmediato y mi primer impulso fue correr a laplaya sin atender a la distancia que me separa-ba de ella ni a mi incapacidad. Tan pronto co-

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mo Mehevi se percató del efecto que el anunciohabía provocado en mí y la impaciencia quemanifesté por ir a la playa, su rostro asumió lainflexible rigidez que tanto me había preocu-pado el día de nuestra llegada al valle. Cuandome dispuse a abandonar el Tai, me puso unamano en el hombro y dijo con gravedad:

-Abo, abo (Espera, espera.)Sólo haciendo caso al pensamiento que

ocupaba mi mente y sin escuchar sus palabras,pasé delante de él, cuando repentinamenteasumió un tono más imperativo y me ordenó:

-¡Moi! (¡Siéntate!)Aunque extrañado por su actitud, la ex-

citación bajo la cual me encontraba era dema-siado fuerte para permitirme obedecer la in-esperada orden y seguí cojeando hacia el bordedel pa¡-pa¡ con Kori-Kori halándome por unbrazo empeñado en aguantarme, cuando losnativos presentes se pusieron de pie y se ali-nearon a lo largo del frente de la edificaciónmientras Mehevi me miraba con severidad y

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reiteró su mandato aún más duramente.Fue en ese momento, cuando cincuenta

rostros salvajes me miraron, que sentí por pri-mera vez que realmente estaba preso en el va-lle. Esta convicción se apoderó de mí con fuerzapunzante y confirmé mis peores temores. Mepercaté de inmediato que era inútil resistir y,descorazonado, volví a sentarme en la esteraabandonándome por un momento a la desespe-ración.

Ahora observé a los nativos, unos trasotro, correr a través del Tai siguiendo la rutaque conducía al mar. Estos salvajes, pensé, qui-zá pronto entrarían en contacto con algún com-patriota mío, que fácilmente podría devolvermela libertad si supiera en las condiciones en queme encontraba, No hay palabras para describirmi abatimiento; y en la amargura de mi alma,maldecí mil veces al pérfido Toby que me habíaabandonado a mi destrucción. Fue en vano queKori-Kori intentara obsequiarme con comida,encendiera mi pipa o tratara de llamar mi aten-

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ción haciendo las payasadas acostumbradasque antes me habían divertido. Estaba total-mente afectado por esta última desgracia quetanto había temido que pasara y nunca tuve elvalor de enfrentar.

Absorto en mi pesar, permanecí en elTai durante unas horas, hasta que gritos a in-tervalos procedentes de los bosques detrás dela casa anunciaron el regreso de la playa de losnativos.

Nunca pude saber si aquella mañana losbotes habían visitado la playa. Los salvajes measeguraron que no, pero yo me incliné a creerque decepcionándome de esa manera buscabancalmar la violencia de mi abatimiento. Sea co-mo fuera, este incidente demostró con todaclaridad que los taipis tenían la intención demantenerme prisionero. Como aún me tratabancon la misma deferencia que antes, no podíaexplicarme aquella singular conducta. Si loshubiera instruido en los rudimentos de la me-cánica o hubiese manifestado disposición de

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serles útil de algún modo, su conducta tendríaun motivo explicable, pero en aquellas condi-ciones no lo era.

Durante toda mi estancia en la isla, endos o tres ocasiones los nativos se dirigieron amí para obtener información superior con queyo contaba; y esto ahora me parece tan extrañoque no podría relacionarlo.

Las pocas cosas que habíamos traído deNukujiva iban envueltas en un pequeño paque-te que cargamos con nosotros en nuestro des-censo al valle. Este paquete, en la primera no-che de nuestra llegada, lo utilicé como almoha-da, pero a la mañana siguiente, cuando los na-tivos lo inspeccionaron, observaron su conteni-do como si fuese una bolsa de diamantes, einsistieron en guardar apropiadamente tesorotan valioso. Se ató a él una cuerda que se pasósobre una viga del techo de la casa, se levantó yquedó colgado precisamente sobre las esterasen las que generalmente nos acostábamos.Cuando deseaba algo de él, sencillamente esti-

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raba un dedo a una caña de bambú cercana ydesatando la cuerda, bajaba el paquete. Estabamuy a mano y me esmeré por hacerles entendera los nativos mi aprobación de aquel invento.Este paquete contenía principalmente una cu-chilla de afeitar en su caja, aguja e hilos, una odos libras de tabaco y unas cuantas yardas decalicó estampado.

Debí mencionar que poco después de ladesaparición de Toby, percatándome de quedesconocía el tiempo que pasaría en el valle silograba escapar de él, y considerando que todomi guardarropa consistía en una camisa y unpar de pantalones, decidí guardar estos vesti-dos en seguida para preservarlos hasta cuandovolviera a estar entre seres civilizados. Por lotanto me vi obligado a usar el traje taipi, unpoco alterado sin embargo debido a mi propioconcepto del decoro, y en el cual no tengo dudaque parecía un antiguo senador romano en-vuelto en los pliegos de su toga. Unos lienzosde tapa amarilla envolvían mi cintura, descen-

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dían hasta los pies como las enaguas de unamujer, sólo que no recurrí a esos voluminososmiriñaques con que nuestras gentiles damassuelen aumentar sus sublimes figuras. Esta fuepor lo general mi indumentaria de casa, mien-tras que cuando salía le añadía una amplia batadel mismo material, que me envolvía por com-pleto y me protegía de los rayos del sol.

Una mañana se me rompió este manto;y para mostrar a los isleños su fácil reparación,bajé mi bulto, extraje el hilo y la aguja y procedía coser el orificio. Observaron este maravillosoempleo de la ciencia con intensa admiración; ymientras cosía, el viejo Marheyo, uno de losespectadores, repentinamente se golpeó la fren-te con la palma de la mano, corrió a un rincónde la casa, extrajo un sólido pedazo de tela, quese debió haber procurado hacía tiempo o quehabía traficado en la playa, y me pidió vehe-mentemente que ejercitase un poco de mi artecon ella. Accedí deseoso, aunque ciertamenteuna aguja tan pequeña como la mía nunca an-

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tes había hecho puntadas tan gigantescas enuna tela. Terminada la costura, el viejo Mar-heyo me dio un abrazo paternal; se despojó desu moro (faldón), envolvió el calicó en su cintu-ra y colocándose sus dos pendientes en las ore-jas, tomó su lanza y salió de la casa como unvaliente templario provisto de una nueva ycostosa armadura.

Nunca utilicé mi navaja de afeitar du-rante mi estancia en la isla, sin embargo fuemuy admirada por los taipis; y Narmoni, ungran héroe entre ellos, muy preciso en el arre-glo cosmético y general de su persona y el indi-viduo más tatuado de todo el valle, pensó quele resultaría de gran ventaja utilizarla en su yarapada cabeza.

El utensilio que generalmente utilizabanpara estos menesteres es un diente de tiburón,tan apropiado para este fin como el tenedor deun solo diente para alzar heno. Narmoni sepercató de la ventaja de mi navaja sobre elutensilio indígena, por lo que una mañana me

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pidió como un favor personal que le volviera aafeitar la cabeza. Le respondí que era muy ás-pera y no podía utilizarse sin antes afilarla.Para que me entendiera hice los movimientoscorrespondientes en la palma de mi mano.Narmoni entendió al instante, corrió a la casa yregresó con una piedra tan grande como unarueda de amolar y me indicó que lo hiciera. Porsupuesto no me quedó otro remedio que ponermanos a la obra y comencé a afeitarlo con rapi-dez. Se quejó y estremeció por el dolor pero,totalmente convencido de mi habilidad, resistiócomo un mártir.

Aunque nunca vi a Narmoni combatir,después de esta experiencia pondría mi vida ensus manos por su gran valor y firmeza. Antesde empezar la operación, su cabeza estaba cu-bierta por cabellos cortos y duros, pero una vezconcluida se parecía a un campo arado. Noobstante, como el jefe expresó la mayor satisfac-ción por el resultado, fui lo suficientementesabio de no contradecirlo.

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CAPÍTULO DIECISIETE

Mejoría de salud y espíritu - Alegría de lostaipis - Sus disfrutes comparados con los de co-munidades más ilustradas - Una escaramuza enla montaña con los guerreros de Japar.

Pasaron los días, no había cambioperceptible en la conducta de los isleños haciamí. Gradualmente perdí la noción de los díasde la semana y me hundí insensible en esa apa-tía que sigue a algún violento ataque de deses-peración. Mi pierna sanó repentinamente, lahinchazón desapareció, el dolor disminuyó ytenía todos los motivos para pensar que prontoestaría totalmente recuperado de la enfermedadque tanto me había aquejado.

Tan pronto como fui capaz de pasearpor el valle en compañía de los nativos, que me

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seguían en tropel siempre que me aventuraba asalir de casa, empecé a experimentar una cele-ridad de pensamientos que me alejó de aque-llos terribles presentimientos de los cualeshabía sido presa. Dondequiera que iba era reci-bido con la mayor deferencia; me obsequiabansiempre las frutas más deliciosas; me atendíanninfas de negros ojos; y además gozaba de losservicios del leal Kori-Kori y pensé que parauna estancia entre antropófagos, no podíahaber nada más agradable.

En realidad mis paseos eran limitados.En dirección al mar, no podía ir por prohibiciónexpresa de los salvajes; y luego de dos o tresintentos infructuosos por llegar a él, sólo parasatisfacer mi curiosidad, abandoné la idea. Eraen vano pensar llegar allí inadvertido, pues losnativos me escoltaban a todos lados y, que yorecuerde, no me dejaron solo ni un instante.

Las verdes y abruptas elevaciones quecorrían a lo largo de la parte alta del valle, don-de estaba la casa de Marheyo, excluía toda es-

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peranza de fuga por esa zona, aunque hubierapodido escapar de los miles de ojos que memiraban.

Pero estas reflexiones rara vez ocuparonmi mente; me abandonaba al paso de las horasy, si alguna vez me embargaban pensamientosdesagradables, los desechaba rápidamente.Cuando admiraba el verde recinto en que mehallaba prisionero, me inclinaba a pensar queestaba en un "valle de ensueños" y que más alláde las montañas sólo había un mundo de an-siedad y preocupaciones.

Al ampliar mis paseos por el valle y fa-miliarizarme con las costumbres de sus habi-tantes, confieso que, a pesar de las condicionesdesventajosas, el salvaje polinesio, rodeado detoda la prolijidad de la naturaleza, disfruta deuna existencia infinitamente más feliz que ladel autocomplaciente hombre europeo.

El desvalido que tiembla bajo el frío cie-lo y vive hambriento en la inhospitalaria Tierradel Fuego, ciertamente podría beneficiarse con

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la civilización, pues ella aliviaría sus necesida-des físicas. Pero el indígena voluptuoso, contodos sus deseos satisfechos, a quien la Provi-dencia le ha suministrado abundantementetodas las fuentes de disfrute natural y puro, y aquien no lo aquejan muchos de los males y laspenalidades de la vida, ¿qué le reportaría estara merced de la civilización? Podría "cultivar elintelecto"... "elevar sus pensamientos"... segúncreo estas son las frases establecidas, ¿pero se-ría feliz? Dejemos que las sonrientes y populo-sas islas hawaianas, con sus nativos ahora en-fermos, hambreados y moribundos, respondana esta pregunta. Los misioneros pueden inten-tar disfrazar el asunto como quieran, pero loshechos son incontrovertibles; y el cristiano másdevoto que visite ese grupo de islas con unamente imparcial, se marcharía angustiado pre-guntándose:

-¡Ay, son estos los frutos de veinticincoaños de civilización!

En la etapa primitiva de la sociedad, los

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disfrutes de la vida, aunque pocos y sencillos,están difundidos y son ilimitados; pero la civi-lización, con todos los beneficios que reporta,mantiene en reserva miles de males: la gastritis,los celos, las rivalidades sociales, el abandonode la familia y las miles de incomodidades au-toinfligidas de la vida sofisticada, que totalizanla creciente miseria de la humanidad, todosestos males son desconocidos en estos pueblosincivilizados.

Pero se argumentará que estos chocan-tes seres sin principios, son caníbales. Es muycierto; y resulta un rasgo en contra en su carác-ter. Pero lo son sólo cuando intentan satisfacersus deseos de venganza hacia sus enemigos; yme pregunto si el mero hecho de comer camehumana en raras ocasiones supera el barbaris-mo de esa costumbre practicada hasta hacepocos años en la ilustrada Inglaterra, en la queun traidor condenado, quizás un hombre cul-pable de honradez, patriotismo y otros delitosatroces parecidos, perdía su cabeza cercenada

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por una enorme hacha, le sacaban las entrañasy la echaban al fuego; mientras su cuerpo des-cuartizado, con la cabeza sobre un palo, se de-jaba pudrir en la plaza pública.

La habilidad desalmada que desplega-mos en la invención de todo tipo de máquinasde muerte, la justificación con que libramosnuestras guerras y la miseria y la desolaciónque les siguen, son suficientes para distinguir alhombre blanco civilizado como el animal másferoz que existe sobre la faz de la tierra.

Su crueldad implacable puede apreciar-se en las instituciones de nuestra propia patria.Hay una en particular, adoptada recientementeen uno de los estados de la Unión, que sostienehaber sido dictada con las intenciones más mi-sericordiosas. Con vistas a destruir a nuestrosmalefactores, el sacar de sus venas gota a gotala sangre que tan cobardemente no derrama-mos de un solo golpe que pondría punto final asus sufrimientos, se considera infinitamentepreferible al anticuado castigo de la horca, mu-

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cho menos angustioso para las víctimas y másacorde con el refinado espíritu de estos tiem-pos; y sin embargo no alcanzan las palabraspara describir los horrores que infligimos a estapobre gente, a quienes encerramos en las celdasde nuestras cárceles y los condenamos al aisla-miento perpetuo en el centro mismo de la civi-lización.

Pero no es necesario multiplicar losejemplos de la barbarie civilizada; sobrepasanen mucho la miseria que causan, los crímenesque miramos con tanto aborrecimiento en nues-tros semejantes menos ilustrados.

El término "salvaje", en mi opinión, seaplica con frecuencia erróneamente; y cuandopienso en los vicios, las crueldades y las atroci-dades de todo tipo que se observan en la co-rrupta atmósfera de una civilización enferma,me inclino a pensar que en lo tocante a la mal-dad relativa de las partes correspondientes,cuatro o cinco marquesinos enviados a los Es-tados Unidos como misioneros proporcionarían

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tanta utilidad como igual número de norteame-ricanos enviados a esas islas con el mismo obje-tivo.

Una vez escuché como ejemplo de latemible depravación de cierta tribu del Pacíficoque en su lengua no había una palabra que ex-presara la idea de la virtud. La afirmación erainfundada; pero si así fuera, podría argumen-tarse diciendo que su idioma carece casi total-mente de términos que expresen las deliciosasideas trasladadas por nuestro infinito catálogode crímenes civilizados.

En este estado de espíritu, todo aquelloque se me presentaba en el valle me parecíailuminado con un nuevo significado; y lasoportunidades que tuve de observar las cos-tumbres de los nativos, venían a aumentar misfavorables impresiones. Una particularidad queme admiró fue la perpetua hilaridad reinanteen todo el valle. Parecía no existir cuidados,tristezas, problemas ni vejaciones en todo elTypee, Las horas pasaban tan alegremente co-

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mo las parejas de los bailes campesinos.No había ninguna de las miles de causas

de irritación que la inteligencia del hombrecivilizado ha creado para amargar su propiafelicidad. No había vencimiento de hipotecas,notas de protesta, facturas que pagar, ni deudasde honor en el Typee; no había sastres ni zapa-teros irracionales pensando perversamente enel dinero, acreedores de ningún tipo, abogadosde asaltos y agresión que fomenten la discor-dia, apoyando a sus clientes en los pleitos paradespués enfrentarlos implacablemente; nohabía matrimonios infelices que duermen eter-namente en cuartos separados y que ocupan unlugar más en la mesa familiar, ninguna viudaabandonada con sus hijos hambrientos a ex-pensas de la fría caridad del mundo, ningúnpordiosero, ni una sola cárcel para deudores,ningún orgulloso despiadado en el Typee; opara resumirlo todo en una palabra, no existíael dinero. Esa "causa de todos los males" no sepodía encontrar en el valle.

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En este aislado lugar de felicidad nohabía viejas enfadadas, señoras charlatanas,solteronas marchitas, ni damiselas enfermas deamor; ningún solterón amargado, esposos des-atentos, jóvenes melancólicos y afligidos ni chi-quillos majaderos. Todo era alegría, diversión ybuen humor. Las tristezas, la hipocondría y eldesaliento se escondían entre las peñas y lascavidades de las rocas.

Se podía ver a un grupo de niños jugue-tear todo el día sin pelearse o reñir. Esos mis-mos niños en nuestra tierra no podrían haberjugado juntos una hora sin pegarse y arañarse.También podía verse una reunión de mucha-chas, sin envidiarse los encantos mutuos, nidesplegar la ridícula afectación de la nobleza,ni moverse dentro de estrechos corsets, comotantas autómatas que conocemos, sino libres yfrancamente felices y desenvueltas.

Había algunos sitios en aquel soleadovalle donde frecuentemente iban a adornarsecon guirnaldas de flores. Verlas reclinadas bajo

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las sombras de una de aquellas bellas arbole-das; cubierta la tierra a su alrededor con floresmulticolores, dedicadas a tejer collares y coro-nas, era para pensar que todos los capullos delvalle I se habían reunido para rendir tributofestivo a la Flora.

Los hombres jóvenes parecían tener casisiempre algún motivo de diversión y ocupaciónque les proporcionaba una constante variedadde distracciones. Ya sea pescando, tallando ca-noas o pulimentando sus ornamentos, nuncamostraban señales de discusión o molestiasentre ellos.

En cuanto a los guerreros, estos mante-nían una tranquila dignidad en su comporta-miento, yendo a veces de casa en casa, dondesiempre eran bien recibidos con la atenciónesperada a tan distinguido huésped. Los ancia-nos, que había muchos en el valle, permanecíanen sus esteras reclinados tranquilamente horasy horas, fumando y conversando con toda laparsimonia de su edad.

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Pero la continua felicidad que, segúnpude juzgar, prevalecía en el valle, procedíaprincipalmente de aquella sensación que Rous-seau nos contó que experimentó una vez, o sea,la simple sensación de complacencia de unasana existencia física. Y ciertamente en este par-ticular los taipis poseen amplias razones parafelicitarse a sí mismos, porque las enfermeda-des eran casi desconocidas para ellos. Durantetodo el período de mi estancia sólo vi a un in-válido entre ellos; y en su suave piel no se ob-servaban cicatrices ni marcas de enfermedades.

Sin embargo, la tranquilidad general ala que me he referido, fue rota en aquel tiempopor un acontecimiento que probó que los isle-ños no estaban exentos de aquellas circunstan-cias que perturban la quietud de las comunida-des más civilizadas.

Habiendo permanecido un tiempo con-siderable en el valle, empecé a sorprendermede que la violenta hostilidad existente entre sushabitantes y los de la bahía vecina de Japar no

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se había materializado en un encuentro bélico.Aunque los valientes taipis con frecuencia ma-nifestaban con gestos su inmortal odio contrasus enemigos, así como el disgusto que sentíanpor sus inclinaciones caníbales; aun cuandocontaban las injurias múltiples recibidas de sumano con una paciencia digna de admiración,parecían estar sentados obviando sus ofensas yse refrenaban de tomar represalias. Los japares,ocultos tras sus montañas y casi nunca observa-dos en sus cumbres, no me parecían proporcio-nar una causa adecuada para esa excesiva ani-mosidad evidenciada hacia ellos por los heroi-cos residentes de nuestro valle y estuve incli-nado a creer que los hechos de sangre atribui-dos a ellos habían sido muy exagerados.

Por otra parte, como los gritos de guerrahasta entonces no habían perturbado la sereni-dad de la tribu, empecé a desconfiar de la vera-cidad de aquellos reportes que adscribían uncarácter tan fiero y beligerante a la nación ty-pee. Seguramente, pensé, estas historias terri-

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bles que escuché sobre la ferocidad con quelucha ban, la mortífera intensidad del odio y ladiabólica maldad con que tomaban venganzasobre las formas inanimadas de los vencidos,no eran otra cosa que fábulas y debo confesarque experimenté cierta sensación de disgusto alhaber equivocado mis suposiciones. Me sentícomo un joven que va al teatro en espera de seremocionado por una tragedia sangrienta y llegacasi a derramar lágrimas de decepción al des-cubrir una cursi comedia.

No pude dejar de pensar que había caí-do en un pueblo muy difamado y reflexionémucho acerca de la desventaja de tener malafama, lo cual en este caso le había dado a unatribu de salvajes, tan pacífica como ovejas, lareputación de una sarta de asesinos.

Sin embargo, los hechos subsiguientesdemostraron que me había apresurado un pocoal llegar a esa conclusión. Un mediodía, estan-do en el Tai, me había recostado en las esterasjunto a varios jefes y gradualmente caí en la

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mejor de las siestas cuando fui despertado porun tremendo alboroto, vi a los nativos coger susarmas y correr fuera, mientras que el más po-deroso de los jefes, tomando los seis mosquetesque estaban alineados contra la pared de bam-bú, les siguió y pronto desapareció entre loscocoteros. Estos movimientos fueron acompa-ñados de salvajes gritos entre los que sobresalí-an "¡Japares, japares!". Los isleños pasaron co-rriendo el Tai y atravesaron el valle en direc-ción al territorio Japar. En seguida escuché elsordo disparo de un mosquete proveniente delas colinas cercanas y luego un estallido de vo-ces en la misma dirección. Al oírlo, las mujeresque se hallaban congregadas en las arboledas,irrumpieron en alaridos, como hacen invaria-blemente en cualquier situación de alarma yexcitación con vistas a tranquilizarse y molestara los contrarios. En esta ocasión particular, elruido fue tan fuerte y lo continuaron con tantapersistencia que por un momento, si se hubie-ran hecho cargas de fusilería en las montañas

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próximas, yo no hubiera podido oír los dispa-ros.

Cuando la conmoción de estas mujerescesó un poco, seguí escuchando algo que meproprocionara más información. Escuché otrodisparo y entonces un segundo griterío en lascolinas. Después sobrevino la tranquilidad, lacual duró tanto que llegué a pensar que losejércitos contendientes habían acordado sus-pender las hostilidades; entonces se escuchó untercer disparo, seguido como antes de más gri-tos. Después de esto, durante casi dos horas noocurrió nada digno de comentario, salvo algu-nos gritos que llegaban desde una ladera cerca-na resonando como los de un grupo de mucha-chos perdidos en el bosque.

Durante esta pausa quedé parado en elpórtico del Tai, directamente frente a la monta-ña de Japar y con nadie a mi lado sino Kori-Kori y los decrépitos ancianos de los que yahablé. Estos últimos nunca se levantaron de susesteras y parecían inconscientes de que algo

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desacostumbrado estuviera sucediendo.En lo que respecta a Kori-Kori, parecía

pensar que estábamos en medio de grandesacontecimientos y trató celosamente de im-presionarme con su importancia. A cada ruidoque llegaba a nosotros le pedía información, alo que él me contestaba, cual si estuviera dota-do de una segunda visión, con una serie depantomimas que me indicaban la forma exactaen que los invencibles taipis castigaban en esepreciso momento la insolencia de sus enemigos.

-Mehevi janna papi no¡ Japar -exclamabacada cinco minutos, dándome a entender quebajo aquel distinguido capitán los guerreros desu país realizaban prodigios de valentía.

Habiendo oído sólo cuatro disparos demosquete, pensé que los isleños los usaban dela misma manera que lo hacía la artillería pesa-da del sultán Solimán en el sitio de Bizancio26,

26 Melville comete aquí un error evidente. Elprimer sultán otomano Sulemán (Sulemán, el Mag-

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empleando una o dos horas en cargarlos y dis-pararlos. Por fin, no escuchándose sonido algu-no de las montañas, llegué a la conclusión deque la contienda había terminado de un modou otro. Y así fue en realidad, pues al rato llegóun mensajero al Taí, jadeante por el esfuerzo, ycomunicó la noticia de la gran victoria alcanza-da por sus compatriotas:

-¡Japar pu arva! ¡Japar pu arua27! (Los co-

nífico) no empezó a reinar hasta sesenta y siete añosdespués de la caída de Bizancio, y la sitiada fue Vie-na. Los sultanes que dirigieron la última campañaexitosa contra Constantinopla fueron Murad II yMohammed II.

27 Mientras Napoleón Bonaparte ganó sus gue-rras por el éxito obtenido en las batallas campales, elgeneral romano Quinto Fabio Máximo (que murióen 203 a. C.) mantuvo su ejército intacto y obtuvo unmodesto éxito hostigando a las fuerzas cartaginesasque habían invadido Italia bajo el mando de Aníbaly por tanto evitó bajas mayores en que hubiera incu-rrido si tomaba una postura de guerra de posicio-

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bardes huyeron.)Kori-Kori quedó extasiado y comenzó

una apasionad arenga que, por lo que pudeentender, quería decir que el resultado concor-daba exactamente con sus expectativas y queademás intentaba convencerme de que era unaempresa totalmente inútil, incluso para un ejér-cito completo, ofrecer batalla contra los irresis-tibles héroes de nuestro valle. A todo esto asen-tí, por supuesto, y esperé con interés la llegadade los vencedores, cuya victoria yo temía queno hubiese sido lograda sin pérdidas de su par-te.

Pero en esto también me equivoqué;pues Mehevi, al dirigir las operaciones bélicas,se inclinó más a la táctica de Fabio que a la deBonaparte, reservando sus fuerzas y no expo-

nes. De aquí el adjetivo "Fabiano", adoptado luegopor la Sociedad Fabiana, que abogaba por alcanzarel socialismo mediante la erosión gradual y no porel conflicto revolucionario.

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niendo a sus tropas a riesgos innecesarios. Lapérdida total de los vencedores en este obstina-do encuentro fue, en muertos, heridos y des-aparecidos, un dedo y parte de otro (cuyo pro-pietario lo traía en la mano), un brazo muy con-tusionado y considerable pérdida de' sangre delmuslo de un jefe que había recibido una feaherida por una lanza japar. Lo que el enemigosufrió no pude descubrirlo, pero supongo quelograron rescatar los cuerpos de sus muertos.

Ese fue el resultado de la batalla segúnlo que pude observar: y como pareció conside-rarse un acontecimiento de gran importancia,llegué a la conclusión de que las guerras de losnativos no estaban matizadas por grandes de-rramamientos de sangre. Luego conocí cómo sehabía originado la escaramuza. Cierto númerode japares habían sido descubiertos merodean-do en la ladera taipi de la montaña no con muybuenas intenciones; se dio la alarma y los inva-sores, después de alguna resistencia, fueronperseguidos hasta la frontera. ¿pero por qué el

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intrépido Mehevi no había llevado la guerra aJapar? ¿Por qué no había proseguido su des-censo al valle enemigo y había traído algúntrofeo de su victoria, algún material para elentretenimiento de los caníbales que, segúnhabía oído, terminaba generalmente todo en-cuentro?

Después de todo yo me inclinaba a creerque aquellos estremecedores festivales ocurríanrara vez entre los isleños si es que, en realidad,alguna vez se producían.

Durante dos o tres días este aconteci-miento fue el tema de comentario general; lue-go la excitación cesó gradualmente y el valleprosiguió su acostumbrada tranquilidad.

CAPÍTULO DIECIOCHO

Nadando en compañía de las muchachas delvalle - Una canoa - Efectos del tabú - Una excursión

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de placer por la laguna - Bello capricho de Feyawey -Un forastero llega al valle - Su misteriosa conducta -Oratoria nativa - La entrevista - Sus resultados -Partida del forastero.

E1 retorno de la salud y de la paz men-tal me proporcionó un nuevo interés hacia todolo que me rodeaba. Traté de pasar el tiempocon los distintos entretenimientos que tenía ami alcance. Bañarme en compañía de un grupode muchachas era mi principal diversión. Go-zábamos de esta recreación en las aguas de unpequeño lago que formaba el arroyo que cru-zaba el valle. Esta adorable porción de agua eracasi circular y de trescientas yardas de ancho.Su belleza era indescriptible. Alrededor de susorillas ondeaban grandes ramas de árboles tro-picales, por encima de ellas se alzaban los rec-tos de troncos de cocoteros, culminando por elpenacho de sus graciosas ramas, oscilando en elaire como las plumas de un avestruz.

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La gracia y la facilidad con que las mu-chachas del valle nadaban en el agua y su fami-liaridad con este elemento resultaban realmentesorprendentes. Algunas veces se les veía desli-zarse bajo la superficie aparentemente sin mo-ver piernas ni brazos; luego, poniéndose delado, revelando sus formas en rápido progreso,se alzaban por un instante en el aire para volvera hundirse en las profundidades y al siguientemomento regresar a la superficie.

Recuerdo que una ocasión en que meencontraba entre un grupo de ninfas, contandovanamente con mi superior fuerza, traté delanzar a algunas al agua, pero pronto me arre-pentiría de mi temeridad: las anfibias criaturasme rodearon como una familia de delfines ytomándome de piernas y brazos, me lanzaron yhundieron en el agua hasta que por los extra-ños sonidos que retumbaron en mis oídos y porlas visiones sobrenaturales que danzaron antemis ojos, pensé estar en el mundo de los muer-tos. Mis probabilidades entre ellas eran las de

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una enorme ballena atacada por todos ladospor un banco de peces espada. Cuando al finme liberaron, se alejaron nadando en todas di-recciones riéndose de mis vanos esfuerzos poralcanzarlas.

En el lago no había botes; pero a peti-ción y uso exclusivo mío, algunos jóvenes de lafamilia de Marheyo, bajo la dirección del infati-gable Kori-Kori, trajeron desde el mar una ca-noa ligera y bellamente tallada. La pusieron enel lago y flotó con la gracia de un cisne. Perosiento decir que produjo un efecto inesperado.Las dulces muchachas, que antes acostumbra-ban acompañarme en mis incursiones al lago,ahora lo rehuían. El objeto prohibido, resguar-dado por los edictos del "tabú" ampliaba suprohibición a las aguas en que yacía.

Durante unos días Kori-Kori, con uno odos jóvenes más, me acompañaron en mis pa-seos al lago y mientras yo remaba en mi canoa,ellos nadaban detrás gritando y tratando dealcanzarme. Pero siempre sentí atracción por lo

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que en el "Libro de los jóvenes" se explica como"la compañía de damas inteligentes y virtuo-sas"; y en ausencia de las sirenas, la diversión sehizo monótona e insípida. Una mañana expreséa mi fiel servidor mis deseos de que las ninfasregresaran. El honesto hombre me miró asom-brado por un instante, negó solemnemente conun movimiento de cabeza y murmuró:

-¡Tabú, tabú!Con ese laconismo me dio a entender

que no podía esperar el retorno de las jóveneshasta que me deshiciera de la canoa. Pero yome oponía a este procedimiento; no sólo desea-ba que la canoa se quedara donde estaba, sinoque también quería que la bella Feyawey subie-ra a ella y me acompañara por el lago. Estaproposición aterrorizó por completo a Kori-Kori. Protestó como de algo demasiado mons-truoso de concebir. No sólo chocaba con susentido de la moral, sino que iba en contra detodos sus preceptos religiosos.

Sin embargo, a pesar de que el "tabú"

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era una cosa muy delicada, decidí probar sucapacidad de enfrentar un ataque. Acudí al jefeMehevi, quien se esforzó por disuadirme de mipropósito, pero yo no aceptaría una negativapor respuesta; y en consecuencia aumenté elardor de mi petición. Al final inició una pro-longada y, sin duda, ilustre y elocuente exposi-ción de la historia y la naturaleza del "tabú"relacionado con este caso en particular, em-pleando un conjunto de las palabras más extra-ordinarias que, por su sorprendente longitud ysonoridad, tengo todos los motivos para creerque tenían un carácter teológico. Pero lo quedijo no me convenció; quizás en parte porqueno entendí nada, pero principalmente porquede ninguna manera podía entender por quéuna mujer no podía subir a una canoa al igualque un hombre. Por fin se tomó más razonabley convino en que, por el mucho cariño que meprofesaba, consultaría con los sacerdotes y ve-ría qué se podía hacer.

Cómo fue que los sacerdotes de Typee

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conciliaron el asunto con sus conciencias, no losé; pero así ocurrió y, a la larga, Feyawey fueeximida de esta parte del tabú. Un hecho así nohabía ocurrido jamás en el valle, pero ya erahora de que los isleños aprendieran un poco degalantería y creo que el precedente que sentéprodujo sus beneficios. Era verdaderamenteridículo que criaturas tan adorables tuvieranque bregar en el agua como patos, mientras queun grupo de hombrachos bogaban sobre la su-perficie montados en sus canoas.

Al día siguiente de la emancipación deFeyawey hicimos un delicioso almuerzo en ellago: la ninfa, Kori-Kori y yo. Mi fiel sirvientetrajo de la casa un pote de poi-poi, media doce-na de cocos, tres pipas y tres ñames y a mí so-bre su espalda gran parte del camino. Buenacarga, pero Kori-Kori era un hombre fortísimopara su tamaño y de ningún modo perezoso.Pasamos un día magnífico: mi cuidador tomó elremo y nos llevó suavemente a lo largo de laorilla, bajo la sombra de las ramas colgantes.

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Feyawey y yo nos acostamos en la popa de lacanoa, en el mejor sentido del acto, y la delica-da ninfa fumaba ocasionalmente de la pipa yexhalaba el suave aroma del tabaco, al cual ellaañadía el perfume de su aliento. Extraño comopueda parecer, no hay nada que realce más labelleza de una mujer que el acto de fumar.¡Cuán cautivadora resulta una dama peruana,balanceándose en su hamaca de hierba tejida,extendida entre dos naranjos, inhalando la fra-gancia de un buen habano! Pero Feyawey, sos-teniendo en su delicada mano olivácea la cañaamarilla de su pipa, con sus figuras talladasdejando escapar lánguidamente a cada instantepor la boca y la nariz ligeras nubecillas dehumo resultaba aún más atractiva.

Así navegamos durante horas, en lasque admiré tanto el cálido cielo tropical comolas transparentes profundidades lacustres; ycuando mis ojos, en su paso por este escenariode embrujo, vieron la grotesca figura tatuadade Kori-Kori para ir a parar en la mirada pensa-

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tiva de Feyawey, pensé que me habían trans-portado a un cuento de hadas: tan irreal meparecían las cosas.

Esta adorable porción de agua era el si-tio más fresco de todo el valle y ahora lo habíaconvertido en un lugar de continuo recreo du-rante el período más caluroso del día. Uno desus lados terminaba cerca de una garganta quese ensanchaba gradualmente y se alzaba hastala cima de las alturas que bordeaban el valle.Los fuertes vientos alisios, chocando contraestas elevaciones, giraban y resoplaban en suscumbres y en ocasiones descendían por elabrupto precipicio para surcar el valle, erizan-do a su paso la tranquila superficie del lago.

Otro día, después de remar un rato dejéa Kori-Kori en tierra y llevé la canoa al otrolado del lago. Al hacer girar la canoa, a Feya-wey, que me acompañaba, pareció sobrevenirleuna feliz idea. Con una exclamación de alegríase despojó de su amplio ropón abrochado sobreel hombro (con el propósito de protegerse del

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sol) y extendiéndolo como una vela, se puso depie en la proa de la embarcación con los brazosextendidos. Nosotros los norteamericanos nosvanagloriamos de nuestros rectos y lisos másti-les, pero uno más bello que Feyawey nuncatuvo barco alguno.

En seguida el viento hinchó la tela, laslargas trenzas castañas de Feyawey ondearonen el aire y la canoa se deslizó rápidamentesobre el agua y se dirigió como una flecha haciala orilla. Sentado en la popa, guié su curso conel remo hasta que llegó a la inclinada orilla yFeyawey con un ligero salto pisó tierra; mien-tras Kori-Kori, que había observado nuestrasmaniobras admirado, ahora aplaudía transpor-tado y gritaba como un demente. En muchasotras ocasiones repetimos este acto.

Si el lector no se ha percatado todavíade que yo era el más entusiasta admirador de lajoven Feyawey, sólo puedo decirle que conocepoco de los asuntos del corazón y no piensomolestarme en ilustrarle sobre ello.

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Con la tela que traje del barco le hice unvestido a esta adorable muchacha. Debo confe-sar que con él ella parecía una cantante de ópe-ra. Las faldas de estas últimas por lo generalcomienzan por encima del codo, pero la de mibella isleña empezaba en la cintura y llegaba auna distancia del suelo suficiente para revelarlos tobillos más hermosos del universo.

El día que Feyawey se puso por primeravez este vestido fue memorable porque ese díame presentaron a un desconocido. Por la tarde,encontrándome acostado en la casa, escuché ungran alboroto afuera; pero acostumbrado a lascasi continuas griterías del valle, no le prestémucha atención hasta que el viejo Marheyo,corriendo hacia mí exaltado, me comunicó lasorprendente noticia.

-Marnu perni (que interpretado queríadecir que un individuo llamado Memu se esta-ba acercando).

Mi estimado amigo esperaba evidente-mente que esta noticia me produjera un gran

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impacto y por un momento quedó mirándomeesperando mi reacción, pero como yo permane-cí inconmovible, el anciano salió de nuevo conla misma premura con la que había entrado.

"Marnu, Marnu", pensé yo, nunca habíaoído ese nombre. Será algún personaje distin-guido, supuse por el ruido que hacían los salva-jes; las voces se acercaron cada vez más, mien-tras todos gritaban:

-¡Marnu! ¡Marnu!Pensé que era algún célebre guerrero

que aún no había tenido el honor de visitarme yahora deseaba presentarme sus respetos. Tanvanidoso me había vuelto por la aduladoraatención a la que estaba acostumbrado que mesentí medio inclinado a darle una fría acogida aeste Marnu en castigo por su negligencia,cuando la excitada multitud se dejó ver convo-yando a uno de los especimenes humanos mássorprendentes.

El extraño no podía tener más de veinti-cinco años y algo más alto de lo normal; si

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hubiera tenido un milímetro más de estatura, sehubiera roto la simetría de su cuerpo. Susmiembros estaban bellamente formados, mien-tras que las elegantes líneas de su figura, juntocon su barbilla lampiña, le hubieran hecho lapersonificación de un Apolo polinesio; y enrealidad el óvalo de su cara y la regularidad desus facciones me hicieron recordar un busto dela antigüedad. Pero la tranquilidad del mármoldel artista se trocaba en una cálida y vívidaexpresión sólo vista en los habitantes de losMares del Sur, uno de los prodigios de la natu-raleza. Los copiosos cabellos de Marnu eranoscuros y rizados, y se enroscaban en las sienesy el cuello en anillos pequeños que subían ybajaban en continua danza mientras conversa-ba. Sus mejillas poseían la suavidad femenina ysu cara estaba exenta del más leve tatuaje, aun-que el resto del cuerpo estaba todo dibujado degraciosas figuras que, a diferencia del patróninconexo usual entre los nativos, parecía seguirun diseño general.

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El tatuaje de su espalda en particularatrajo mi atención. El artista indudablemente seesmeró en su trabajo. A lo largo de la columnavertebral delineó con precisión el delgado, ele-vado y rómbico tronco del bello artu, del cualsalían ramas que, dispuestas alternas, dejabancaer sus hojas bien dibujadas y de elaboradaterminación. Realmente este tatuaje fue el mejorejemplo de Bellas Artes que encontré en el Ty-pee. El extraño, visto por detrás, sugería la ideade una vid enredada a la pared de un jardín.Sobre su pecho, brazos y piernas mostraba ungran número de figuras; sin embargo, cada unaparecía tener conexión con el efecto general quedebía producir. El tatuaje era de un azul inten-so y contrastado con el claro color oliváceo dela piel, producía un efecto singular y hasta ele-gante. Un ligero taparrabos de tapa blanca, es-casamente de dos pulgadas de ancho, pero conamplias borlas que colgaban delante y detrás,componían toda la indumentaria del extraño.

Avanzó rodeado de nativos, portando

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en un brazo un pequeño rollo de tela indígenay en la otra una larga lanza ricamente decora-da. Sus ademanes eran los de un viajero quehabía llegado a una cómoda etapa de su viaje.A cada momento sonreía a un lado y a otro alos que lo rodeaban y contestaba alegremente asus incesantes preguntas, produciéndoles unjúbilo incontrolable.

Sorprendido por su peculiar aspecto ycomportamiento, tan diferente a las cabezasrapadas y los rostros tatuados de los demásnativos, involuntariamente me puse de piecuando entró a la casa y le brindé asiento enuna estera. Pero sin dignarse a aceptar la corte-sía ni a reconocer el incontrovertible hecho demi presencia, el forastero pasó con indiferenciapor mi lado y se lanzó en el otro extremo dellargo lecho que atravesaba la única habitaciónde la casa de Marheyo.

Si la señora Primavera, orgullosa de subelleza y poder, es interrumpida por el Invier-no en plena temporada, no sentiría mayor in-

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dignación que la mía ante este hecho inespera-do.

Me sumí en el mayor asombro. La con-ducta de los salvajes me había preparado a so-portar en todos los recién llegados las mismasexpresiones extravagantes de curiosidad yatención. Lo singular de su conducta, sin em-bargo, sólo aumentó mis deseos de descubrirquién era este notable personaje que ahora atra-ía la atención de todos.

Tinor colocó delante de él un plato depoi-poi, del cual el forastero se deleitó, alter-nando cada bocado con una rápida excla-mación, la cual era acogida y comentada por lagente que llenaba la casa. Cuando observé lasorprendente devoción de los nativos para conél y la retirada temporal de la atención paraconmigo, me molesté. La gloria de Tommo ce-só, cavilé; y mientras más rápido salga del va-lle, mejor. Así pensé entonces y esos pensa-mientos estaban alentados por los gloriososprincipios inherentes a toda naturaleza heroica:

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la fuertemente arraigada determinación de po-seer la mayor porción del pastel o tener que irsesin nada.

Marnu, aquel personaje tan atractivo,habiendo satisfecho su apetito e inhalado unascuantas bocanadas de la pipa que le obse-quiaron, inició un discurso que encantó com-pletamente a su auditorio.

De lo poco que pude entender, a pesarde sus animados gestos y la variada expresiónde sus gesticulaciones, reflejadas como espejosen los rostros que lo rodeaban, pude descubrirfácilmente el origen de las pasiones que pre-tendía encender. Por la reiteración de las pala-bras Nukujiua y franni (franceses) y algunasotras conocidas por mí, parecía contar a su au-ditorio los sucesos ocurridos recientemente enlas bahías vecinas. Pero no pude entender cómollegaron a conocimiento suyo, a menos queviniera directo de Nukujiva, suposición basadaen su apariencia de viajero. No obstante, aun-que fuera nativo de la región, no podía expli-

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carme aquel amistoso recibimiento de los taipis.Ciertamente nunca había presenciado

una muestra de elocuencia natural como la deMarnu en el transcurso de su oratoria. La graciade los gestos con que movía su flexible figura,los sorprendentes movimientos de sus brazosdesnudos y, sobre todo, el fuego que brillaba ensus ojos, infligían un efecto a las cambiantesinflexiones de su voz, de las cuales se hubierasentido orgulloso el orador más aclamado. Enun momento en que estaba reclinado en la este-ra apoyado tranquilamente sobre el codo, narrócon desenfado las agresiones de los franceses,sus hostiles visitas a las bahías cercanas, enu-merándolas por orden: Japar, Puerka, Nukuji-va, Tior... y luego, poniéndose de pie y lanzán-dose hacia delante con las manos como garras yrostro distorsionado de pasión, profirió unasarta de invectivas. Retrocediendo a una posi-ción de mando, exhortó a los taipis a resistiraquellos atropellos recordándoles, con una fieramirada, que todavía el terror de su nombre los

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había librado de la agresión; y con tono desde-ñoso, habló en términos irónicos de la maravi-llosa intrepidez de los franceses, quienes, concinco canoas de guerra y cientos de hombres,no se habían atrevido a atacar a los guerrerosdel valle.

El efecto producido en el público fueelectrizante: todos quedaron mirándolo con losojos encendidos y las piernas tambaleantes,como si acabaran de escuchar la voz inspiradade un profeta.

Pero parecía que los poderes de Marnueran tan versátiles como extraordinarios. Tanpronto como terminó su vehemente discurso,volvió a acostarse en la estera y, al elegir a al-gunos entre la multitud, llamándolos por sunombre de un modo humorístico desconocidopor mí, llenó de regocijo a todos los reunidosallí.

Tenía respuesta para todos; y, volvién-dose rápidamente de uno a otro, les decía algu-na agudeza, lo cual estos seguirían con explo-

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siones de risas. Dirigía sus palabras tanto ahombres como a mujeres. Sólo Dios sabe quéles decía, pero provocaba risas y rubores quetrastornaban los ingenuos rostros. Realmenteme inclino a creer que Mamu, con su simpáticafigura y ademanes cautivadores, era el tristeseductor de las muchachas más sencillas de laisla.

Durante todo este tiempo no dejó de ig-norarme ni por un momento. Parecía que des-conocía por completo mi presencia. No halloexplicación para esta actitud tan extraña. Mepercaté fácilmente de que era un hombre demucha influencia entre los isleños, que poseíadones extraordinarios y que estaba dotado demayores conocimientos que sus semejantes delvalle. Por estos motivos temí que si, por unacausa u otra, tenía sentimientos poco amistososhacia mi persona, ejerciera su poderosa in-fluencia para perjudicarme.

Resultaba evidente que no residía en elvalle, sin embargo, ¿de dónde había venido?

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Los taipis estaban rodeados de tribus enemigas,entonces ¿cómo era posible que, perteneciendoa una de ellas, fuera recibido con tanta cordia-lidad?

La apariencia personal del enigmáticoforastero sugería otras perplejidades. La caralimpia de tatuajes y su cabeza sin rapar, eranpeculiaridades nunca notadas por mí en otraspartes de la isla y siempre había oído que seconsideraban indispensables en los guerrerosmarquesinos. En general el asunto era total-mente incomprensible y esperé ansioso porhallarle una solución.

Al fin, por ciertas insinuaciones, sospe-ché que se estaba refiriendo a mí, aunque pare-cía cuidadoso de pronunciar mi nombre o mi-rar hacia donde yo me encontraba. De prontose levantó de la estera donde había estado re-clinado y sin dejar de conversar, se me acercó;sus ojos evitaban los míos y se sentó a menosde una yarda de mí. Apenas me había recupe-rado de mi sorpresa cuando repentinamente se

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viró y, con el mejor de los rostros, me extendiósu mano derecha amistosamente. Yo, por su-puesto, acepté el gentil desafío y, tan prontocomo se estrecharon nuestras manos, se inclinóhacia mí y musitó con musicalidad:

-¿Cómo estar usted? ¿Cuánto tiempo enesta bahía? ¿Gusta esta bahía?

Si tres lanzas japares me hubieran atra-vesado a la vez, no me hubieran paralizadomás que el escuchar estas tres preguntas. Porun instante quedé atónito y luego contesté nosé qué; pero tan pronto me repuse, pensé comouna flecha que podría obtener alguna informa-ción de este individuo respecto a Toby, quesospechaba los nativos me ocultaban. En conse-cuencia, le pregunté por la desaparición de micompañero, pero dijo desconocer el asunto.Entonces le pregunté de dónde procedía y merespondió que de Nukujiva. Cuando le expresémi sorpresa, me miró un momento, como dis-frutando mi perplejidad, y con extraña vivaci-dad, exclamo:

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-¡Ah, yo tabú! Voy Nukujiva; voy Tior;voy Typee; voy todas partes... Nadie tocarme...¡Yo, tabú!

Esta explicación hubiera sido ininteligi-ble si no me hubiera acordado de algo que yahabía escuchado acerca de la singular costum-bre entre estos isleños. Aunque el país estáocupado por distintas tribus cuya mutua hosti-lidad casi excluye todo contacto entre ellas,existen casos en que una persona, habiendoratificado sus relaciones amistosas hacia algúnindividuo del valle cuyos habitantes están enguerra con el suyo, puede, en circunstanciasparticulares, aventurarse a entrar impunementeen el territorio de su amigo, donde, en otrascircunstancias, sería recibido como a un enemi-go. De esta forma se respeta la amistad perso-nal entre ellos y el individuo protegido se con-sidera "tabú" y su persona, hasta cierto punto,se declara sagrada. De este modo el forasterome informó tener acceso a todos los valles de laisla.

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Curioso por conocer cómo había apren-dido el inglés, le hice la pregunta correspon-diente. Al principio, por un motivo u otro, laevadió; pero después me dijo que cuando eraniño fue llevado a alta mar por el capitán de unbarco de comercio con quien pasó tres años,viviendo parte del tiempo con él en Sidney,Australia; y que, en una segunda visita a la isla,el capitán, a petición suya, le había permitidoquedarse entre sus compatriotas. La rapideznatural del salvaje había sido mejorada por sucontacto con los hombres blancos y su conoci-miento parcial del idioma extranjero le habíaproporcionado prominencia sobre sus semejan-tes menos dotados.

Cuando pregunté al ahora afable Marnuel motivo por el cual no se había dirigido a mícon anterioridad, inquirió honestamente quéhabía pensado yo de su conducta entonces. Lecontesté que supuse que fuera un gran jefe oguerrero que ya había visto suficientes blancosy pensaba que no valía la pena reparar en un

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pobre marinero. Pareció muy satisfecho por laexaltada opinión que me había formado de él yme dio a entender que se había comportado deesa manera a propósito para aumentar mi sor-presa, hasta hallar el momento apropiado dehablarme.

Marnu quiso saber mi versión de cómome había convertido en un habitante del valleTypee. Cuando le conté las circunstancias en lasque Toby y yo habíamos llegado a él, escuchócon vivo interés, pero en cuanto aludí a su au-sencia, aún inexplicable, cambió la conversa-ción como si no quisiera hablar de ello. Real-mente parecía que todo lo relacionado con To-by fuera motivo de inquietud y ansiedad paramí. A pesar de las negativas de Mamu de nosaber nada, no pude evitar sospechar que meestaba engañando; y esta sospecha revivióaquellos terribles temores respecto a mi propiasuerte, que corto tiempo atrás albergaba en mipecho.

Influido por estas ideas, sentí un fuerte

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deseo de aprovecharla protección del extraño yregresar con él a Nukujiva. Pero tan prontocomo se lo insinué, dijo sin inmutarse que eratotalmente imposible, asegurándome que lostaipis nunca me dejarían abandonar el valle.Aun cuando lo que dijo confirmó sencillamentela impresión que tenía antes, aumentó mi an-siedad de huir de un cautiverio que, indepen-dientemente de lo aceptable o incluso agra-dable en algunos aspectos, implicaba una suer-te marcada por las más temibles contingencias.

No podía concebir que Toby hubiera si-do tratado tan bien como yo y que toda la ama-bilidad de los nativos hubiera terminado con sumisteriosa desaparición. ¿No me esperaba lamisma suerte, demasiado triste para pensar enella? Instado por estas reflexiones, insistí en mipetición a Mamu; pero él sólo ripostó con ma-yor vehemencia la imposibilidad de mi huida yrepitió su aseveración anterior de que los taipisno me dejarían partir.

Cuando intenté preguntarle los motivos

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que les impulsaban a mantenerme prisionero,Mamu asumió de nuevo el tono misterioso queme había atormentado cuando le inquirí sobrela suerte de mi compañero.

Este rechazo aumentó mis augurios inci-tándome a renovar los intentos, por lo que lepedí que intercediera por mí con los nativospara que consintieran en mi partida. Pareciófuertemente opuesto a esto; pero cediendo alfin a mi insistencia, se dirigió a varios jefes,quienes con el resto de la gente habían estadoobservándonos durante toda nuestra conversa-ción. Su petición, sin embargo, fue acogida conla más violenta negativa, manifestándose enmiradas y gestos airados y un perfecto torrentede palabras apasionadas dirigidas a él y a mí.Marnu, evidentemente arrepentido, desaprobóel resentimiento de la multitud y en pocos mo-mentos logró apaciguar algo los clamores pro-vocados por su petición.

Con el mayor interés esperé la respuestaa sus palabras para saber el efecto que haría su

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intercesión; y una amarga decepción invadiómi pecho cuando vi la firme determinación delos isleños. Marnu me dijo con evidente alarmaen su rostro que aunque lo admitían amistosa-mente en el valle, no podía entrometerse en susasuntos, pues entonces le retirarían de inmedia-to los derechos del "tabú" y si permanecía neu-tral no tendría que enfrentar las enemistades dela tribu.

En aquel momento Mehevi, que estabapresente, lo interrumpió airado; y por las pala-bras que pronunció en tono autoritario, eviden-temente le mandaba a terminar la conversaciónconmigo y a retirarse al otro lado de la casa.Marnu en seguida se levantó, indicándomeapresurado que no le volviera a dirigir la pala-bra y, si valoraba en algo mi seguridad, que noinsistiera en el tema de mi partida; y, entonces,cumpliendo la orden del jefe reiterada nueva-mente, se apartó de mí.

En ese momento percibí, no con pocaaprensión, la misma expresión salvaje en los

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rostros nativos que me había estremecido du-rante los sucesos del Tai. Sus desconfiadas mi-radas iban de Marnu a mí, como sospechandodel carácter de nuestra conversación en unidioma ininteligible para ellos, lo cual parecíaalbergar la creencia de que habíamos acordadoalgo para eludir su vigilancia.

Los rostros de aquella gente revelan ma-ravillosamente las emociones de su alma y lasimperfecciones de su lenguaje oral se compen-san con la nerviosa elocuencia de sus miradas ygestos; podía descubrir en cada variación de lasexpresiones de sus caras todas las pasiones queinesperadamente surgían en sus corazones.

-No necesitaba reflexionar para conven-cerme, por lo que estaba pasando, que no olvi-darían fácilmente la intervención de Mamu; yen consecuencia, esforzándome al máximo porreprimir mis sentimientos, me acerqué a Mehe-vi en tono de buen humor con vistas a disiparla mala impresión que pudiera haber recibido.Pero el airado jefe no se contentó fácilmente y

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me rechazó con esa severa expresión que yaexpliqué y puso cuidado en que su com-portamiento expresará el resentimiento y eldesagrado que yo merecía.

Marnu, al otro extremo de la casa, al pa-recer deseoso de desviar la atención para favo-recerme, divertía a la gente con sus excentrici-dades; pero sus intentos fueron en vano puesno levantaron las risas acostumbradas y se dis-puso a marcharse. Nadie se inmutó con su mo-vimiento, por lo que recogiendo su rollo detapa y su lanza, avanzó hacia el borde del pai-pai, y despidiéndose de todos con un movi-miento de mano a la silenciosa multitud, melanzó una mirada de piedad y reproche y seperdió por el sendero que partía de la casa. Ob-servé su figura perderse en la oscuridad de laselva y me sumí en desesperadas reflexiones.

CAPITULO DIECINUEVE

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Reflexiones después de la partida de Marnu- Batalla de tiratacos - Extraño capricho de Marheyo- Confección de la tapa.

Lo aprendido acerca de las intencionesde los salvajes me afligió profundamente.

Marnu, según percibí, era un hombreque por su preparación superior y los conoci-mientos adquiridos por los sucesos ocurridosen las distintas bahías de la isla, era muy esti-mado por los habitantes del valle. Lo habíanrecibido con el mayor respeto y cordial bienve-nida. Los nativos atendieron a sus palabrasmanifestando la mayor gratitud cuando se refe-ría a cada uno de ellos. Sin embargo, unas po-cas palabras a mi favor con la intención de li-brarme de mi cautiverio habían bastado no sólopara desaparecer toda la armonía y buena vo-luntad, sino que, si creemos en lo que me dijo,incluso había puesto en peligro su seguridadpersonal.

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¡Qué fuertemente arraigada, entonces,debía ser la determinación de los taipis respectoa mí y con qué rapidez mostraban sus extrañaspasiones! Sólo sugerir mi partida había aparta-do de mí, al menos por el momento, a Mehevi,el más influyente de todos los jefes y quienhabía mostrado en tantas oportunidades suamistad hacia mí. El resto de los nativos tam-bién exhibió su fuerte rechazo a mis deseos yhasta el mismo Kori-Kori parecía compartir ladesaprobación general para conmigo.

En vano di vueltas en mi cabeza paraencontrarles un motivo, pero no pude descu-brirlo.

Sin embargo, cualquiera que fuese, laescena que acababa de presenciar me anuncia-ba el peligro que corría si chocaba con aquellosespíritus apasionados y caprichosos contra loscuales era inútil, e incluso fatal, luchar. Mi úni-ca esperanza era hacer creer a los nativos queestaba de acuerdo con permanecer en el valle y,adoptando una actitud tranquila y alegre, alejar

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las sospechas que había levantado. Recobradasu confianza, en poco tiempo dejarían de vigi-larme y entonces aprovecharía cualquier opor-tunidad que se presentase para huir. Por consi-guiente, decidí sacar el mayor provecho de midesventaja y resistir resueltamente lo que pu-diera sobrevenir. En esta empresa obtuve éxitosinesperados. Cuando se produjo la visita deMarnu, había permanecido en el valle segúnmis cálculos unos dos meses. Aunque no estabatotalmente recuperado de mi enfermedad, nosufría dolor y podía moverme. En resumen,todo parecía indicar que me recuperaría pronto.Libre de aprensiones desde este punto de vistay resuelto a enfrentar mi futuro, me sumí en losplaceres sociales del valle sepultando todas laspreocupaciones y recuerdos de mi vida anterioren los salvajes disfrutes que me proporciona-ban.

En mi vagar por el valle y conocer mejorel carácter de sus habitantes, me sorprendíacada vez más la alegría que encontraba en to-

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das partes. Las mentes de estos sencillos seres,despreocupados de graves asuntos, eran capa-ces de disfrutar al máximo en circunstanciasque hubieran pasado inadvertidas en comuni-dades más avanzadas. Todas las alegrías pare-cían estar formadas de los incidentes más in-significantes del momento; pero estos diminu-tos sucesos unidos hasta provocar felicidad,casi nunca se experimentan en individuos másilustrados, cuyos placeres se extraen de fuentesmás elevadas aunque extrañas.

Por ejemplo, ¿qué pueblo de mortalesintelectuales y refinados se satisfaría en lo másmínimo disparando tacos? Sólo suponer estaposibilidad provocaría su indignación; sin em-bargo, toda la población de Taipi no hizo otracosa durante diez días, con diversión infantil ygriterías también, por el disfrute que les produ-cía.

Un día me entretuve con un inquietochiquillo de unos seis años que me perseguíacon un palo de bambú de unos tres pies de lar-

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go con el cual en ocasiones me molestaba. Qui-tándole el palo, se me ocurrió hacerle al niñouno de esos fusiles con los que recordaba habervisto jugar a otros niños. Con mi cuchillo cortédos ranuras paralelas de varias pulgadas delargo y cortando por un extremo la elástica tiraentre ambas la doblé e introduje su punta poruna muesca hecha a propósito. Cualquier obje-to pequeño colocado aquí se proyectaría congran fuerza a través del tubo con sólo liberar latira fuera de la muesca.

Si hubiera tenido la más remota idea dela sensación que produciría esta pieza, hubierasacado patente de invención. El muchacho es-capó con el aparato, medio loco de contento, yveinte minutos después me vi rodeado de unaruidosa muchedumbre: venerables ancianosbarbicanos, responsables cabezas de familia,valientes guerreros, madres, jóvenes, mucha-chas y niños, todos llevaban en la mano palosde bambú y cada uno pedía ser el primero.

Durante tres o cuatro horas me enfras-

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qué en la fabricación de tiratacos, pero al finalcedí mi buena voluntad e interés en el asunto aun joven de sorprendente habilidad, a quienpronto inicié en el arte de fabricarlos.

El ruido sordo de los tiratacos resonabapor todo el valle.

Duelos, escaramuzas, pequeños comba-tes, y la participación general invadieron elvalle. Aquí, en un sendero que conducía a laselva, se caía en una malvada emboscada y unoera punto de fuego de un pelotón de fusileroscuyas piernas tatuadas podían verse a travésdel follaje. Allá uno era asaltado por la intrépi-da guarnición de una casa, que dirigía sus ca-ñones de bambú a través de las aberturas queforman las cañas en las paredes. También unopodía ser atacado por un destacamento defrancotiradores subidos en lo alto de un pai-pai.

Tras el sonido, guayabitas verdes, semi-llas y bayas volaban en todas direcciones y du-rante esta peligrosa situación temí que, al igualque el hombre y su toro de latón, yo fuese víc-

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tima de mi propia invención. No obstante, co-mo suele suceder con todas las cosas, esta pasógradualmente, aunque a partir de entonces elsonido de los tiratacos podía escucharse a cual-quier hora del día.

Fue precisamente al terminar la guerrade los tiratacos que me divirtió mucho un ex-traño capricho de Marheyo.

Cuando me marché del barco llevaba unpar de zapatos que con el uso que tuvieron,escalando precipicios y deslizándose por losdesfiladeros, estaban tan estropeados que nopodían usarse; al menos eso hubiera pensadogeneralmente una persona normal.

Pero las cosas inservibles en un aspectopueden servir en otro, es decir, si se tiene elingenio necesario para lograrlo. Marheyo po-seía ese ingenio en grado superlativo y lo probócon el uso que dio a aquellos zapatos desgas-tados.

Cualquier artículo que me perteneciese,a pesar de lo trivial, parecía sagrado para los

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nativos; y observé que durante varios días des-pués de ser miembro de aquella casa, mis zapa-tos estaban donde los había tirado la primeravez. Recordé, sin embargo, que no estaban ensu lugar habitual; pero no me preocupé por ellosuponiendo que Tinor, como cualquier otraama de casa, tropezándose con ellos en sus la-bores domésticas, los había botado de la casa.Pero pronto vi que me había equivocado.

Un día vi a Marheyo merodeando a mialrededor en inusitada actividad y en tal gradoque casi superaba a Kori-Kori en sus funciones.Se ofreció para llevarme a horcajadas al arroyoy cuando me negué, continuó dando vueltascerca de mí como un viejo perro casero sin ami-lanarse por mi negativa. No podía suponer deningún modo qué deseaba el anciano, hasta quede repente, aprovechando la ausencia temporalde la familia, inició una sarta de gestos seña-lando a mis pies y a un bultico que colgaba dela viga del techo. Al fin tuve una vaga idea delo quería decirme y le indiqué que bajara el

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paquete. Cumplió la orden en un instante ydesenrollando la pieza de tapa, descubrió antemis ojos los mismos zapatos que yo creía des-trozados.

De inmediato comprendí sus deseos ygenerosamente le obsequié los zapatos, que yaestaban muy enmohecidos, sin saber para quédiablos los quería.

Aquella misma tarde vi al venerableguerrero acercarse a la casa con paso lento ymajestuoso llevando sus pendientes en las ore-jas, su lanza en la mano y el par de zapatosmuy ornamentales colgados del cuello por unatira de corteza oscilando de un lado a otro de suancho pecho. En el traje de gala del eleganteMarheyo, estos pendientes de piel fueron desdeentonces el rasgo más sobresaliente.

Pero volvamos a algo más importante.A pesar de que toda la existencia de los habi-tantes del valle parecía exenta de trabajos,había algunos empleos menores que, aunqueocupaciones más bien entretenidas que laborio-

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sas, contribuían a su comodidad y lujo. Entreellas, la más importante era la elaboración de latela indígena llamada tapa y tan conocida, conalgunas modificaciones, en todo el archipiélagopolinesio. Como se comprenderá, este útil y enocasiones elegante artículo se confecciona apartir de la corteza de distintos árboles. Pero,como considero que nunca antes se ha descritosu fabricación, explicaré lo que conozco de ella.

En la manufactura de la bella tapa blan-ca usada generalmente en las Marquesas, laoperación preliminar consiste en reunir ciertacantidad de ramas verdes del árbol adecuado.La corteza tierna exterior se arranca y se dese-cha, quedando al descubierto un delgado mate-rial fibroso que se desprende cuidadosamenteen tiras y el cual está adherido a la rama.Cuando se ha reunido una cantidad suficientede la fibra, las distintas tiras se envuelven enuna capa de hojas grandes, que los nativos usanprecisamente como nosotros usamos el papelde envolver, y que se amarran con varias vuel-

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tas de cordel. El paquete así formado se sumer-je en el lecho de alguna corriente de agua bajouna piedra pesada para evitar que se escape.Luego de permanecer dos o tres días en esteestado, se saca y se seca al aire por breve tiem-po, mientras se inspecciona en todas sus partescon vistas a garantizar el efecto de la operación.Este proceso se repite varias veces hasta que seobtiene el resultado deseado.

Cuando el material está listo para elproceso ulterior, presenta señales de descom-posición incipiente: las fibras se reblandecen yse toman maleables. Las distintas tiras se ex-tienden, una a una, en capas sucesivas sobrealguna superficie plana -por lo general el troncocaído de un cocotero- y la pila así formada sesomete a golpes moderados y pausados conuna especie de mazo de madera. El mazo sehace de una madera muy dura parecida al éba-no, es de unas doce pulgadas de largo y quizádos de ancho, con un cabo cilíndrico; en suforma es la contrapartida exacta de nuestros

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bates de cricket. Las partes planas del imple-mento están marcadas con unas leves ranurasparalelas, de distintas profundidades en loslados según se aplique en las diversas etapas dela operación. Estas marcas producen listas, pa-recidas a las del corderoy, en la tela ya termi-nada. Golpeado de esta manera, el material seconvierte en una masa que, humedecida oca-sionalmente con agua, se batana a ratos me-diante un proceso de maceración, con vistas aobtener el espesor requerido. De esta forma eltejido se hace fácilmente de distintos grados defortaleza y grosor con el propósito de satisfacersus numerosos usos.

Terminada la operación que acabo dedescribir, la tela recién hecha se extiende sobrela hierba para blanquearla y secarla, ad-quiriendo en seguida una sorprendente blancu-ra. Algunas veces, en las primeras etapas de lafabricación, la materia se impregna de un zumovegetal que le proporciona una coloración inde-leble. A menudo se ve en amarillo o en marrón,

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pero el gusto sencillo de los pobladores delTypee los lleva a preferir su color natural.

La notable esposa de Kammahammaha,célebre conquistador y rey de las Islas Sand-wich28, acostumbraba a enorgullecerse por sushabilidades en el teñido de la tapa con colorescontrastantes dispuestos en figuras regulares; y,en medio de las innovaciones de entonces, se laconsideró hacia el final de sus días, como unadama de la escuela antigua, por preferir la telanacional a la variedad de los tejidos europeos.Pero el arte de estampar la tapa se desconoce enlas Islas Marquesas.

28 Kamehameha (1 782-1819) fue la figura másimportante de la historia de Hawai. Soberano deuno de los cuatro reinos de las Islas Sandwich,unió a todo el grupo de islas bajo su dominiohacia 1810 y logró refrenar los intentos de losoficiales navales rusos y los piratas españoles deinvadir su país. Bajo su gobierno se desarrollóel comercio de sándalo

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En mi paso por el valle, a menudo meatrajo el ruido del mazo que, cuando se empleaen la elaboración de la tela, produce un clarosonido musical a cada golpe de la dura madera,capaz de ser escuchado a grandes distancias.Cuando se unían varios utensilios en la mismaoperación y cercanos uno del otro, el efecto delsonido en el oído de la persona ubicada a ciertadistancia resulta realmente encantador.

CAPÍTULO VEINTE

Historia de un día normal en el valle delTypee - Danzas de las muchachas marquesinas.

Nada puede ser tan uniforme y normalcomo la vida en el Typee; un día tranquilo depaz y felicidad sigue a otro en suave sucesión; yentre estos incivilizados salvajes, la historia deun día es la historia de una vida. Por consi-guiente, describiré con la brevedad que pueda

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uno de nuestros días en el valle.Empecemos con la mañana. No éramos

muy madrugadores: cuando el sol lanzaba susdorados rayos sobre las montañas de Japar, medespojaba de la bata de tapa, me envolvía lalarga túnica a la cintura y salía afuera con Fe-yawey, Kori-Kori y el resto de la familia y nosencaminábamos al arroyo. En él encontrábamosa todos los que vivían en esa parte del valle ynos bañabamos juntos. El aire fresco de la ma-ñana y la fría corriente nos avivaban el cuerpoy el espíritu; y luego de media hora en esta re-creación, regresábamos a la casa. Tinor y Mar-heyo recogían por el camino leña para el fuego,algunos muchachos trepaban en busca de co-cos, Kori-Kori hacía sus extravagantes travesu-ras para mi diversión particular, y Feyawey yyo, aunque no de brazos pero a veces tomadosde la mano, caminábamos juntos sintiendoamor por todo el mundo y en especial por no-sotros mismos.

Pronto llegaba la hora del desayuno.

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Los isleños son algo asténicos en este sentido:reservan su apetito para un momento posteriordel día. Por mi parte, con la ayuda de mi sir-viente, que, como ya expliqué, siempre me ali-mentaba en estas ocasiones, yo comía un pocode poi-poi mezclado con masa de coco en unode los cuencos de Tinor dedicado exclusiva-mente a mi uso personal. Una porción asadadel fruto del árbol del pan, una torta pequeñade amar o una ración de kouku, dos o tres bana-nas o una fruta del maumí, un annoi o algunaotra fruta agradable y nutritiva, servían di-ariamente para diversificar la comida, la cualterminaba siempre con el líquido de un coco odos.

Mientras participaba de esta sencillacomida, la familia de la casa Marheyo, al estilode los antiguos romanos, se reclinaba en grupossociales sobre el diván de esteras y la digestiónse estimulaba con una alegre conversación.

Después de concluido el desayuno, seencendían pipas; y, entre ellas, la especial dedi-

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cada a mí, un regalo del noble Mehevi. Los is-leños, que sólo fuman una o dos bocanadas alargos intervalos mientras pasan sus pipas con-tinuamente de uno a otro, consideraban algofantástico que yo fumase sistemáticamente cua-tro o cinco pipas seguidas. Cuando ya han cir-culado dos o tres pipas, se rompe el grupo gra-dualmente. Marheyo se marcha a la cabaña enperenne construcción y Tinor empieza a ins-peccionar sus rollos de tapa o emplea el tiempoen tejer tapices de fibras vegetales. Las mucha-chas se maquillan con sus olorosos aceites, sepeinan o revisan sus curiosas joyas y comparanjuntas sus dijes de marfil, hechos de colmillosde jabalí o dientes de ballena. Los jóvenes yguerreros sacan sus lanzas, remos, aparejos,mazas de combate y conchas de guerra y seenfrascan en tallar toda clase de figuras en ellosusando afiladas conchas o pedernal y adornán-dolos, especialmente las conchas de guerra, conborlas de corteza tejida y mechones de pelohumano. Algunos, inmediatamente después de

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desayunar, vuelven a reclinarse en las tentado-ras esteras para proseguir el descanso de lanoche anterior, durmiendo tan pesadamentecomo si no lo hubieran hecho durante una se-mana. Otros salen a los bosques con el propósi-to de reunir frutas o fibras de cortezas y hojas;estas últimas se recopilan continuamente y tie-nen cientos de usos. Otros más, quizá junto amuchachas, recogen flores o se dirigen al arro-yo con pequeñas vasijas para pulirlas en elagua friccionándolas con una piedra lisa. Enrealidad estos inocentes siempre tenían algoque hacer y no sería fácil enumerar todas susocupaciones, o más bien placeres.

Mis mañanas las pasaba de distintasmaneras. A veces vagaba de casa en casa, segu-ro de recibir un cordial recibimiento donde-quiera que fuera o de una arboleda a otra, deuna sombra a otra en compañía de Kori-Kori yFeyawey, así como de un grupo de alegres hol-gazanes. Era demasiado indolente para ejerci-tarme y aceptando una de las muchas invita-

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ciones que continuamente recibía, me echabasobre las esteras de cualquier casa hospitalariay me ocupaba plácidamente en observar laslabores de los que me rodeaban o incluso enayudarlos. Cuando me decidía por esto último,la alegría de los isleños no tenía límites y siem-pre se disputaban el honor de instruirme encualquier arte particular. Pronto aprendí a con-feccionar tapa: trenzaba las fibras tan bien co-mo el mejor de ellos; y una vez, usando mi cu-chillo, tallé el mango de una jabalina con talexquisitez que no tengo dudas de que aún Ka-munu, su dueño, la conserva como un raro es-pécimen de mis habilidades. Al acercarse elmediodía, empezaban a regresar todos los quese habían marchado de la casa; y cuando el solestaba en su cenit casi no se escuchaba ruidoalguno en el valle: a todos los embargaba elsueño.

La tranquila siesta nunca se omitía, sal-vo por el viejo Marheyo, que por su carácterexcéntrico no parecía regirse por principios

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inviolables, sino que actuando acorde con suánimo del momento, dormía, comía o trabajabaen su cabaña sin preocuparse del tiempo o ellugar. Con frecuencia podía vérsele durmiendoal sol del mediodía o bañándose en el arroyo amedianoche. Una vez lo vi encaramado aochenta pies del suelo, sobre las ramas de uncocotero, fumando; y a menudo lo observé me-tido en el agua hasta la cintura, ocupado enarrancarse los escasos pelos de la barba usandoconchas como pinzas.

La siesta del mediodía duraba por logeneral una hora y media, muchas veces, más;y después que los durmientes se levantaban delas esteras, de nuevo tomaban sus pipas y sedisponían a tomar la comida más importantedel día.

Yo, sin embargo, como los caballeros delplacer, que desayunan en casa y comen en elclub, casi invariablemente durante mis interva-los saludables, comía con los jefes célibes delTai, quienes siempre se alegraban de verme y

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me brindaban lo mejor de su despensa. Mehevipor lo general me presentaba, entre otras golo-sinas, un cerdo asado, lo cual, sin duda, hacíasólo para mí.

El Tai es un sitio magnífico. Le hacíabien a mi cuerpo y a mi espíritu. Exento de in-trusiones femeninas, no había límite para eljúbilo de los guerreros quienes, al igual que loscaballeros de Europa después de retirar losmanteles y de marcharse las damas, dan riendasuelta a su buen humor.

Luego de pasar gran parte de la tarde enel Tai, generalmente iba, aprovechando el fres-co viento vespertino, a navegar por la lagunacon Feyawey o a bañarme en las aguas delarroyo con algunos salvajes quienes, a estahora, siempre merodeaban por allí. Al acercarsela penumbra de la noche, la familia Marheyovolvía a reunirse bajo su techo: se encendíanlamparitas, se entonaban cantos curiosos, senarraban historias interminables (en las cualesyo era el más brillante) y toda clase de juegos

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servían para pasar el tiempo.Con mucha frecuencia las jóvenes dan-

zaban frente a sus casas a la luz de la luna.Existe una gran variedad de bailes, en los cua-les, sin embargo, nunca vi participar a los hom-bres. Todos consisten en rápidas evoluciones demovimientos traviesos y retozones, en los cua-les cada miembro cumple su cometido. En rea-lidad las muchachas marquesinas bailan contodo el cuerpo; no sólo mueven los pies, sinosus brazos, manos, dedos y hasta los ojos pare-cen bailar en sus rostros.

Las doncellas no usan otra cosa que flo-res y sus túnicas de gala; y cuando giran en ladanza, parecen una bandada de sílfides olivá-ceas29 a punto de volar. Con tal gracia mueven

29 La alusión es a La sílfide de Filippo Taglioni, precursorde los grandes ballets románticos, presentado por primeravez en la Opera de París en 1832 y fue el precursor delballet Las sílfides de Fokine, tan conocido por los aman-tes del ballet moderno. Poco después de su primera pre-sentación, La sílfide fue llevada a los Estados Unidos por

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sus volátiles figuras, doblan el cuello, alzan susbrazos desnudos, se deslizan, flotan y giran,que excitaban hasta al joven más tranquilo,sosegado y modesto que era yo.

A menos que se realizara una festividadparticular, los residentes de la casa de Marheyose retiraban a sus esteras temprano en la noche,pero no durante toda la noche, pues luego dedormir un rato, se levantaban, volvían a encen-der las lámparas, tomaban la tercera y últimacomida del día, en que sólo se comía poi-poi yentonces, después de aspirar una bocanada delnarcótico humo de las pipas, se disponían a lagran empresa de la noche: dormir. Entre los

Madame Celeste, y en 1839 la bailó en Nueva York lagran Marie Taglioni, seguida de Fanny Ellsler, que levan-tó un amplio entusiasmo durante su gira por los EstadosUnidos en 1840-42. Probablemente fue la danza de FannyEllsler la que recordó Melville cuando observaba a lasmuchachas de Typee, pues ella se ganó la admiración delas personas cultas norteamericana y fue excesivamentealabada por Emerson, Longfellow y Margaret Fuller.

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marquesinos podría considerarse la gran em-presa de la vida, pues pasan gran parte deltiempo en brazos de Somnus30. La natural forta-leza de su constitución no se muestra más enfá-ticamente que por la cantidad de horas quepueden dormir. Para muchos de ellos la vidarepresenta en realidad casi una ininterrumpidasiesta placentera.

CAPÍTULO VEINTIUNO

El manantial de Arva Wai* - Notables res-tos de monumentos -Algunas ideas respecto a lahistoria de los pai-pai del valle.

Casi todos los países cuentan con ma-nantiales de aguas medicinales famosos por susvirtudes curativas. El balneario del Typee estásumido en la más profunda soledad y en raras

30 Somn us: divinidad romana que personifica al sueño

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ocasiones recibe un visitante. Está alejado detoda vivienda, un poco elevado en la montaña,cerca del final del valle; y se llega a él por unsendero sombreado por el más bello follaje yestá adornado por un millar de plantas aromá-ticas.

Las aguas minerales de Arwa Wai31 bro-tan de las hendiduras de una roca y, deslizán-dose por su superficie musgosa, van a caer enchorro pulverizado en un lecho natural de pie-dras rodeado por césped y flores violetas, tanfresco y bello como lo permite el perenne rocío.

Esta agua es muy estimada por los isle-ños, algunos de los cuales la consideran unabebida agradable y medicinal; la transportan dela montaña en sus vasijas y la almacenan deba-

31 Arva Wai: creo que esto podría traducirse por"Aguas Fuertes". Arva es el nombre que se le da auna raíz cuyas propiedades son tanto embriagado-ras como medicinales. Wai es el vocablo marquesinopara el agua.

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jo de montones de hojas en algún escondrijooscuro cerca de la casa. El viejo Marheyo ado-raba las aguas del manantial. De cuando encuando escapaba a la montaña cargando unagran vasija y, jadeante por el esfuerzo, la traíallena del valioso líquido.

El agua sabía a una decena de cosasdesagradables y era lo suficientemente nausea-bunda como para haber hecho la fortuna delpropietario del balneario si hubiera estado si-tuado en el centro de un país civilizado.

Como no soy científico, no puedo ofre-cer un análisis químico del agua. Todo lo que sésobre ella es que un día Marheyo en presenciamía vertió la última gota que quedaba en sugran vasija y observé en el fondo del depósitoun poco de sedimento muy parecido a nuestraarena común. Si siempre está disuelto en elagua y es lo que le da su sabor y virtud peculia-res, o si su presencia es sólo incidental, no lopuedo asegurar.

Un día, cuando regresaba de este ma-

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nantial por un camino secundario, observé unaescena que me recordó a Stonehenge y las labo-res arquitectónicas de los druidas32

Al pie de una de las montañas y rodea-das por todas partes por una densa selva, sealzaban, paso a paso, vastas terrazas de piedrahasta una distancia considerable por su ladera.

32 La idea de que Stonehenge es obra de los drui-das parece tener su origen en el siglo XVII con elanticuario John Aubrey y se popularizó por WilliamStukely a mediados del XVIII; desde entonces se hamantenido esta creencia en la mente popular, peroindudablemente es incorrecta. El monumento puedehaber desempeñado un papel importante en el cultodruida de los celtas -aún no conocemos lo suficienteesa religión para afirmarlo-, pero su construcción,que data del período comprendido entre 1800 y 1600a. C., sin duda fue obra de pueblos más primitivos,pueblos de la primera Edad del Bronce creadores delos grandes megalitos de toda Europa, y que de deMinos: posibilidades que son más románticas, siMelville las hubiera conocido, que su relación conlos oscuros druidas.

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Estas terrazas no deben tener más de cien yar-das de largo por veinte de ancho. Su magnitud,no obstante, resulta menos sorprendente que elenorme tamaño de los bloques que las compo-nen. Algunas de las piedras, de forma ovalada,tienen de diez a quince pies de longitud y cincoo seis de espesor. Sus lados son lisos, aunquecuadrados y de una formación muy regular, sinmarcas de cincel. Están unidas sin cemento y aratos se observan grietas entre ellas. La terrazasuperior y la inferior presentan una construc-ción singular. Ambas tienen una depresióncuadrangular en su centro, permitiendo que elresto se eleve varios pies por encima de estecuadrado. Entre las piedras han penetrado lasraíces de inmensos árboles y sus anchas ramassobresalen formando una bóveda casi impene-trable al sol. Sobre ellas se enredan una sarta deparras silvestres, en cuyo sinuoso abrazo casiocultan a muchas de las piedras, mientras queen otros lugares la espesura las cubre por com-pleto. Hay un sendero salvaje que cruza obli-

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cuamente dos de estas terrazas; y la sombra estan oscura, la vegetación tan densa, que un ex-traño podría pasar por allí sin percatarse de suexistencia.

Estas estructuras tienen todos los indi-cios de ser muy antiguas y Kori-Kori, que era laautoridad a que recurría en todos los asuntoscorrespondientes a la investigación científica,me dio a entender que estaban ahí desde lacreación del mundo, que los grandes dioses lashabían construido y durarían por siempre. Larápida explicación de Kori-Kori y el atribuirlesun origen divino, me convencieron de inmedia-to de que ni él ni el resto de sus coetáneos sabí-an nada de ellas.

Al mirar este monumento, indudable-mente obra de una raza extinta y olvidada33,

33 Las recientes investigaciones arqueológicashan establecido que las construcciones megalíticasde las Marquesas en realidad datan de épocas rela-tivamente recientes (de los últimos 400 años) y fue-

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sepultada de esta forma en el verde escondrijode la isla en los confines de la tierra, cuya exis-tencia se desconocía apenas ayer, me sobrevinoun sentimiento de espanto más fuerte que siestuviera mirando la majestuosa base de la Pi-rámide de Keops34. No hay descripciones, no

ron erigidas por los pueblos que habitaban la islacuando Melville llegó a ella. Otros recuentos con-temporáneos sugieren que ya se utilizaban a princi-pios del siglo XIX, y Melville parece haber confun-dido las indicaciones de sus informantes si se ima-ginó que aquellos otorgaban a razas pasadas el cré-dito de obras quede hecho se atribuían a los jefes bien recordados por lospolinesios, pueblo altamente consciente de su linaje.

34 Melville no hablaba, en ese momento, por ex-periencia propia. Cuando vio por primera vez lasPirámides en su visita a Egipto en 1857, lo sobre-cogió el terror -a pesar del experimentado marinoque era- cuando miró hacia abajo desde lo alto de laGran Pirámide. Recuerda a los monumentos egip-cios como "algo vasto, indefinido, incomprensible yhorroroso

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hay esculturas, ninguna pista que indique suhistoria; sólo piedras mudas. ¡Cuántas genera-ciones de estos magníficos árboles que las cu-bren habrán crecido, florecido y languidecido!

Estas ruinas sugieren naturalmente mu-chas reflexiones interesantes. Establecen la épo-ca de prosperidad de la isla, una opinión quelos teóricos interesados en la creación de losdistintos grupos de islas de los Mares del Sur,no siempre se inclinan a dar. Por mi parte,pienso que es probable que seres humanoshabitasen los valles de las Marquesas hace tresmilenios al igual que lo hacían en las arenas deEgipto. El origen de la isla de Nukujiva nopuede imputarse a los corales; pues a pesar delo infatigables que son, no tendrían la fuerzapara apilar una piedra sobre otra a más de tresmil pies por sobre el nivel del mar. El que estaisla pueda haber surgido por la erupción de unvolcán submarino es tan posible como cual-quier otra cosa. Nadie puede atestiguar lo con-trario; y por tanto no diré nada en contra de

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esta suposición. Ciertamente los geólogos afir-man que todo el continente americano se formóigualmente por la explosión simultánea de unacadena de Etnas que iba desde el Polo Nortehasta el paralelo del Cabo de Hornos; yo seríael último hombre en el mundo en contradecir-los.

Ya mencioné que las viviendas de los is-leños estaban construidas invariablemente so-bre bases de piedra, que denominan paipai. Susdimensiones, sin embargo, así como las piedrasque lo componen, son relativamente pequeñas;aunque existen otras construcciones más gran-des de similares características que constituyenlos morais o cementerios, así como los lugaresfestivos, en casi todos los valles de la isla. Al-gunos de estos apilamientos de piedra son tanextensos y grandes que se habrá necesitadocierto grado de labor y habilidad para cons-truirlos, de modo que escasamente puedo creerque fueran hechos por los antecesores de susactuales moradores. Si así fuera, esta raza la-

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mentablemente habría involucionado en el co-nocimiento de la mecánica. Sin hablar de suindolencia habitual, ¿cómo gente tan simplehabrá podido mover o fijar bloques tan enor-mes? ¿Y cómo habrán podido tallarlos y con-formarlos con sus rudimentarios implementos?

Todos estos pai-pai mayores, como eldel terreno del HulaHula en el valle del Typee,llevan la señal incuestionable de la antigüedad;y me inclino a creer que su erección puede ads-cribirse a la misma raza de hombres que cons-truyeron los restos aún más antiguos que yadescribí.

De acuerdo con la explicación de Kori-Kori, el pai-pai que sirve de base al terreno deHula-Hula fue construido hace muchísimaslunas bajo la dirección de Mounu, un gran jefey guerrero y, como parece, el maestro albañilde los taipis. Fue erigido para la expresa finali-dad a que se dedica actualmente en el increíbleperíodo de un sol; y se dedicó a los inmortalesídolos de madera mediante un gran festival que

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duró diez días y diez noches.Entre los pai-pai más pequeños, que sir-

ven de base a las viviendas de los nativos, nun-ca vi alguno de reciente construcción. En todaspartes del valle existen muchas de estas basesde piedra sin casa encima. Esto es muy conve-niente, pues siempre que un isleño emprende-dor decide emigrar a unos cientos de yardas dedonde nació, todo lo que tiene que hacer paraestablecerse en otro lugar es seleccionar uno delos muchos pai-paí vacíos y sin más ceremonialevantar su casa de bambú encima.

CAPÍTULO VEINTIDOS

Preparativos para un gran festival en el va-lle - Extraños manejos en los bosques prohibidos -Monumento de las yacijas - Traje de gala de las don-cellas taipis - Salida para el festival.

Desde que empezó a disminuir mi coje-

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ra, visité diariamente a Mehevi en el Tai, quieninvariablemente me daba la más cordial bien-venida. Siempre me acompañaron en estos pa-seos Feyawey y el omnipresente Kori-Kori. Laprimera, tan pronto como nos acercábamos alTai, lugar tabú para el sexo femenino, se retira-ba a una cabaña aledaña como si su delicadezafemenina la inhibiera de acercarse a una habita-ción considerada un lugar exclusivo para hom-bres.

Y a decir verdad, así podía considerarse.Aunque era residencia permanente de variosjefes distinguidos y del noble Mehevi en parti-cular, también era en determinadas temporadasel sitio favorito de los alegres, conversadores yancianos nativos del valle, quienes recurrían aél de la misma manera que personajes similaresfrecuentan una taberna en los países civiliza-dos. Allí pasaban horas charlando, fumando,comiendo poi-poi o muy ocupados en dormirpara bienestar de sus constituciones.

Este edificio parecía ser el cuartel gene-

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ral del valle, donde se concentraban todos losrumores que rondaban; y verlo lleno de unamultitud de nativos, hombres, conversando engrupos animados, mientras otras multitudesentraban y salían continuamente, se hubierapensado que era una Bolsa salvaje donde sediscutía la suba y la caída de las acciones poli-nesias. Mehevi fungía como señor supremo dellugar; pasaba la mayor parte del tiempo allí; y amenudo cuando, en ciertas horas del día, ellugar estaba desierto salvo por los glaucos cen-tenarios que ya formaban parte del edificio, elpropio jefe disfrutaba de su "otiumcum dígnita-te”35 sobre las lujosas esteras que cubrían elsuelo.

Cuando yo entraba, él se levantaba in-variablemente y, como un noble que sirve deanfitrión en su mansión, me invitaba a reclinar-me donde quisiese gritando "¡Tamari!" (Mu-chacho), para que este apareciera, se retirara al

35 otium cum dign itate: ocio con dignidad

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instante y trajera algún plato apetitoso que eljefe me obsequiaría. A decir verdad, Mehevi seesmeraba en su cocina para honrar mis reitera-das visitas, cuestión que no debe parecer extra-ña si recordamos que los solteros de todo elmundo son famosos por comer cenas poco ex-cepcionales.

Un día, al acercarme al Tai, observé lospreparativos que se estaban haciendo y quedenotaban que se acercaba un festival. Algunosde los síntomas me recordaban los ruidos quehacen los pinches de un gran hotel cuando seva a dar un banquete. Los nativos corrían de unlado a otro, enfrascados en distintos menes-teres: unos cargaban enormes vasijas de bambúhasta el arroyo para llenarlas de agua, otrosperseguían a furiosos cerdos por la selva inten-tando capturarlos, y otros más preparabangrandes cantidades de poi-poi en profundosrecipientes de madera.

Luego de observar estos evidentes indi-cios por un rato, me atrajo una arboleda vecina

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debido a un prodigioso alboroto que escuché.Al dirigirme allá, descubrí que se trataba de unenorme cerdo que los nativos mantenían inmó-vil en el suelo, mientras que otro nativo forni-do, armado de una maza, dirigía infructuososgolpes a la cabeza del animal. Una y otra vezerraba el golpe contra su intranquila víctima,pero resoplando y jadeando del esfuerzo, con-tinuaba su batallar; y después de propinar unacantidad de golpes suficientes para tumbar auna manada de toros, con uno más aplastantelo dejó muerto a sus pies.

Sin dejarle verter una gota de sangre delcuerpo, el animal fue llevado a una hogueraque había sido preparada cerca y cuatro salva-jes, sosteniéndolo por las patas, lo pasaron rá-pidamente por el fuego de un lado a otro. Alinstante, el olor de las cerdas quemadas revelóel objeto de este procedimiento. Ya terminadala operación, fue retirado del fuego, separaronsus entrañas como partes selectas y lo lavaroncuidadosamente con agua. Un gran tapiz verde,

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hecho de las largas hojas de una palmera, inge-niosamente unida con alfileres de bambú, fueextendido en el suelo, y sobre el cual se puso yenvolvió el cuerpo para trasladarlo a un hornopreparado previamente. Aquí se puso sobre laspiedras recalentadas en el fondo y se cubrió congruesas capas de hojas, todo lo cual se cubriócon un montón de tierra.

Este era el método sumario con que lostaipis convierten a los cerdos perversos y re-beldes en las chuletas más suaves y agradablesdel mundo; un bocado que al tocar la lengua sederrite como la suave sonrisa de los labios deuna beldad.

Recomiendo este modo peculiar de coc-ción a todos los cocineros, carniceros y amas decasa. El infortunado cerdo cuya suerte acabo decontar no fue el único que murió ese día memo-rable. Muchos tristes gruñidos e imploranteschillidos proclamaron por todo el valle lo quesucedería; y creo firmemente que todos losprimogénitos de esa especie perecieron antes

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de la puesta del sol.La escena alrededor del Tai estaba ahora

más animada. Cerdos y poi-poi se cocinaban ennumerosos hornos, los cuales, cubiertos pormontoncitos de tierra fresca, parecían grandeshormigueros. Grupos de salvajes machacabanvigorosamente el poi-poi con sus mazas de pie-dra y otros recogían frutos del árbol del pan ycocos en los bosques vecinos; mientras que unaexcesiva multitud, con vistas a estimular al re-sto en sus labores, se mantenía a la espera ygritaba sin descanso.

Es una peculiaridad de estos pueblosque, cuando se enfrascan en una labor, siemprearmen gran alboroto. Con tan poca frecuenciatrabajan que cuando lo hacen parecen decidi-dos a que una acción tan meritoria no deba es-capar a la atención de los demás. Si, por ejem-plo, tienen la ocasión de trasladar una piedra acorta distancia, que quizá puedan hacerlo doshombres fornidos, se reúnen muchos a su alre-dedor y después de larga discusión, la levantan

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entre todos, cada uno pugnando por aguantarlay transportarla, gritando y jadeando como sihicieran un gran esfuerzo. Verlos así en estasocasiones, me recuerda a una infinidad dehormigas reunidas empujando a su cueva elcadáver de un insecto.

Después de observar atentamente du-rante algún tiempo estas demostraciones dejúbilo, entré al Tai donde estaba Mehevi, si-guiendo complacido la animada escena y enocasiones impartiendo órdenes. El jefe parecíaestar de un buen humor extraordinario y medio a entender que al día siguiente se produci-rían grandes acontecimientos en los bosques ytambién en el Tai; y me pidió que no me losperdiera por nada del mundo. Sin embargo, laconmemoración de qué suceso o en honor dequé distinguido personaje festejaban, lo ignora-ba. Mehevi intentó explicarme, pero fracasó lomismo que cuando trató de iniciarme en losarcanos del tabú. Al abandonar el Tai, Kori-Kori, que como siempre me acompañaba, vio

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que mi curiosidad quedó insatisfecha y resolvióhacer algo al respecto. Con esto en mente, mellevó por el bosque tabú señalándome una seriede objetos esforzándose por explicármelos conuna jerga irrepetible. En especial me condujo auna estructura piramidal extraordinaria deunas tres yardas cuadradas de base y quizádiez pies de altura, recientemente erigida, lacual ocupaba una curiosa posición. Estabacompuesta principalmente de grandes calaba-zas vacías y algunas cáscaras de coco muy pu-lidas y se parecía mucho a una pila de cráneoshumanos. Mi cicerone comprendió mi asombroante el salvaje monumento y en seguida me loexplicó. Pero todo fue en vano, y hasta el mo-mento la naturaleza de aquel monumento siguesiendo un misterio para mí. Sin embargo, comodesempeñaba un papel destacado en los festi-vales, pensé bautizarlo en mi mente como "Fies-ta de las calabazas".

A la mañana siguiente, me levanté unpoco tarde, y encontré a toda la familia Mar-

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heyo enfrascada en los preparativos para elfestival. El viejo guerrero se arrollaba los dosmechones de pelo gris que le crecían desde lacorona de la cabeza; sus pendientes y lanza,todo bien limpio, estaban a su lado, mientrasque el par de zapatos viejos colgaban de unacaña en la pared de la casa. Los jóvenes estabanocupados en sus menesteres y las muchachas,incluida Feyawey, se untaban aka, se arregla-ban sus largas trenzas y ejecutaban otros debe-res de tocador.

Habiendo completado sus preparativos,las muchachas se mostraron ahora en traje degala, cuyo adorno más importante era un collarde flores blancas, sin tallos y sujetas a una fibrade tapa. Llevaban los adornos correspondientesen las orejas y una corona de guirnaldas en lacabeza. Alrededor de la cintura llevaban unacorta falda de blanca tela y algunas de ellas,añadían a esto un manto del mismo género,sujeto en elaborado arco sobre el hombro iz-quierdo y cayendo a lo largo de la figura en

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pintorescos pliegues.Ataviada de esta manera, la encantado-

ra Feyawey podía competir con cualquier be-lleza del mundo.

La gente puede decir lo que quiera res-pecto a la moda de nuestras señoras. Sus joyas,plumas, sedas y terciopelos, parecerían insigni-ficantes ante la exquisita simplicidad adoptadapor las ninfas del valle en aquella fiesta. Mehubiera gustado ver una fila de bellas princesasen la Abadía de Westminster, paradas por uninstante frente a este grupo de isleñas; su rigi-dez, formalidad y afectación comparadas con lagracia natural de estas salvajes. Hubiera sidouna muñeca contra la Venus de Médici36.

36 La Venus de Medici es la afamada estatua que está enel Museo de los Oficios en Florencia, esculpida parapatronos romanos por el artista griego de la escuela neo-ática. Inspirada en la pérdida Venus de Cnido, constituyeuna degeneración del gusto del arte de Fidias y los demásescultores atenienses clásicos, pero desde el Renacimien-to tardío hasta el siglo XIX cobró gran valor no sólo co-

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Al rato nos dejaron a Kori-Kori y a mísolos en la casa, el resto de los moradores partióhacia los Bosques Prohibidos. Mi sirviente seveía impaciente por seguirlos y estaba tan in-quieto por mi tardanza como un caballero queespera, sombrero en mano, por su compañerapara salir a cenar. Por fin, cediendo a su impa-ciencia, partí hacia el Tai. Según pasábamos porlas casas que sobresalían de la selva por el ca-mino que transitábamos, observé que estabantotalmente vacías.

Cuando llegamos a la roca con que ter-mina abruptamente el sendero y que nos ocul-taba del lugar de la fiesta, grandes gritos y unrumor confuso me aseguraron que se habíacongregado una gran multitud para la ocasión.Kori-Kori, luego de salvar la elevación, se de-tuvo por un instante como lo hace un dandi a lapuerta de un salón de baile con el propósito de

mo obra de arte, sino también como una representaciónidealizada de la belleza femenina.

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darle un toque final a su indumentaria. Duran-te este breve período se me ocurrió que yotambién debía cuidar un poco de mi presencia.Pero como no tenía traje de fiesta, quedé unpoco perplejo pensando en cómo adornarme.Sin embargo, como deseaba causar sensación,me propuse lograrlo conociendo que nada gus-taba más a los salvajes que verme vestido comoellos; por lo que me quité el largo manto detapa que acostumbraba echarme sobre loshombros siempre que salía de la casa y mequedé sólo con el faldón que me caía de la cin-tura a las rodillas.

Mi sagaz asistente agradeció el cumpli-do que yo hacía a su manera de vestir y comen-zó a arreglar los pliegues del único adorno quequedaba sobre mí. Mientras lo hacía, vi a ungrupo de muchachas que estaban sentadas so-bre el césped rodeadas de montones de floreshaciendo guirnaldas. Les indiqué que me ense-ñaran su obra y en un instante tuve una docenaa mi disposición. Puse una alrededor de la es-

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pecie de sombrero que me había hecho de hojasde palmera y con otras me hice un soberbiocinturón. Terminadas estas operaciones, con elpaso lento y digno de un hombre elegante, subía la roca.

CAPITULO VEINTITRES

La "Fiesta de las calabazas".

Toda la población del valle parecíahaberse congregado dentro de los límites deeste bosque. A lo lejos podía verse el largo fron-tispicio del Tai, con su inmenso pórtico repletode hombres, ataviados con una gran variedadde vestidos fantásticos y vociferando con ani-madas gesticulaciones; mientras que el espacioque mediaba entre aquello y el lugar donde meencontraba, estaba animado por grupos de mu-

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jeres graciosamente adornadas que bailaban,saltaban y proferían exclamaciones. Tan prontocomo me divisaron me dieron gritos de bienve-nida y se acercaron bailando y cantando unarecitativa indígena. El cambio de mi indumen-taria pareció transportarlas de placer y agru-pándose a mi lado por todas partes, me acom-pañaron hasta el Tai. Sin embargo, cuando casillegamos a él, estas joviales ninfas detuvieronsu carrera y apartándose a ambos lados, meabrieron paso hasta el atestado edificio.

Cuando ya estuve sobre el pai-pai, deun vistazo comprobé que los festejos ya habíancomenzado.

¡Qué abundancia proliferaba en todaspartes! El festín de Warwick37, de carne y cer-

37 Richard Neville, Conde de Warwick (1428-71)se ganó el nombre de "hacedor de reyes" debido asus actividades e intrigas en las Guerras de las Ro-sas; la referencia a él sugiere que antes de escribirTypee, Melville había leído The Last of the Barons deLytton, publicada en 1843.

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veza a sus partidarios, fue pobre comparadocon el del noble Mehevi. A lo largo del pórticodel Tai estaban alineados los recipientes talla-dos como canoas de veinte pies de largo reple-tos de fresco poi-poi y protegidos del sol porlas anchas hojas del banano. A intervalos seveían montones de verdes frutas del pan apila-das en forma de pirámide semejantes a las balasde cañón en un arsenal. Insertadas en los inters-ticios de las enormes piedras que formaban elpai-pai estaban largas ramificaciones de árbo-les, de cuyas ramas, y protegidos del sol por elfollaje, había colgados innumerables paquetescon la carne de los abundantes puercos sacrifi-cados cubiertos de hojas y dispuestos de estamanera para hacerlos más accesibles a la multi-tud. Apoyados en la valla del pórtico se veíauna gran cantidad de gruesos bambúes cerra-dos por un extremo y cada uno con cuatro o

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cinco galones de agua del arroyo.Así preparado el banquete, sólo restaba

que todos se sirvieran a su gusto. Apenas pasa-do un segundo, las ramificaciones transplanta-das que mencioné antes fueron despojadas delos frutos que nunca habían producido. Lasvasijas volvían a llenarse del inmenso recipien-te de poi-poi y multitud de fogatas se encendie-ron en torno del Tai con el propósito de tostarla fruta del pan.

Dentro del propio edificio se producíauna escena de lo más extraordinaria. El inmen-so espacio cubierto de esteras que estaba entrelas líneas paralelas de troncos de cocoteros quese extendían como mínimo a doscientos pies atodo lo largo de la casa, estaba ocupado por lasfiguras reclinadas de jefes y guerreros que co-mían a paso acelerado o disfrutaban de la cal-ma de la vida polinesia bajo los sedanteshumos del tabaco. Fumaban grandes pipashechas de la dura cáscara de pequeños cocoscuriosamente tallados con extraños dibujos

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paganos. Pasaban de una boca a la otra de losfumadores, quienes tomando dos o tres boca-nadas, las pasaban a sus vecinos; en ocasionesestirándose indolentemente sobre el cuerpo dealgún otro dormido de tanto comer.

El tabaco usado por los taipis era suavey aromático; como siempre lo vi en hojas y losnativos parecían tener un buen suministro deellas, llegué a la conclusión de que tenía que serun producto del valle. Ciertamente Kori-Korime dio a entender que así era; pero nunca viuna planta de tabaco en la isla.

En Nukujiva y creo que en los demásvalles, la planta es muy escasa y se obtiene sóloen pequeñas cantidades por mediación de losextranjeros; por lo que fumar resulta un granlujo entre los habitantes de estos lugares. Nopuedo adivinar cómo los taipis estaban tanbien pertrechados de él. Los considero dema-siado indolentes para dedicar alguna atención asu cultivo; y en realidad, según mis observa-ciones, ni una pizca de suelo está cultivada a no

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ser por el sol y la lluvia. La planta del tabaco,sin embargo, como la caña de azúcar, podríacrecer silvestre en algún sitio remoto del valle.

Había mucha gente en el Taí para quie-nes el tabaco no significaba un estímulo sufi-ciente y por consiguiente habían recurrido alarva38 como agente más poderoso para produ-cir el efecto deseado.

El arua es una raíz muy difundida enlos Mares del Sur y de la cual se extrae un zu-mo cuyos efectos sobre el sistema al principioson estimulantes en grado moderado; peropronto relaja los músculos y ejerciendo su in-fluencia narcótica, induce al sueño. En el valleesta bebida se prepara por lo general de la si-guiente manera: unos seis muchachos sentadosen círculo alrededor de un recipiente vacío tie-nen a su lado cierta cantidad de arva picada enpedazos. Una vasija de agua se pasa entre ellos

38 arva: comúnmente conocida como kaua

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y luego de enjuagarse la boca emprenden sufaena. Su tarea consiste sencillamente en mas-ticar profusamente la raíz de arva y lanzar unbocado tras otro en el susodicho recipiente.Después de obtenida la cantidad suficiente sevierte agua sobre esa masa y se revuelve con eldedo índice de la mano derecha. El preparadoestá listo para su uso. El arva tiene propiedadesmedicinales.

En las Islas Sandwich se ha utilizadocon éxito en el tratamiento de la escrofulosis ypara combatir los estragos de una enfermedadcuya aparición los habitantes enfermos deben alos benefactores extranjeros. Pero los residentesdel valle del Typee, aún exentos de estas afec-ciones, generalmente emplean el arva como undisfrute social y la vasija del líquido circulaentre ellos como la botella entre nosotros.

Mehevi, a quien le agradó mucho elcambio de mi indumentaria, me dio una cordial

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bienvenida. Me había reservado la mejor por-ción de kouku, conocedor de mi predilecciónpor ese plato; y también me había seleccionadotres o cuatro cocos frescos, varias frutas del panasadas y un magnífico racimo de bananas. Deinmediato pusieron los obsequios ante mí, peroKori-Kori no consideró el banquete suficientehasta que me trajo uno de los paquetes de cer-do envueltos en hojas, el cual, a pesar de la ex-traña manera en que fue preparado, tenía unsabor excelente y estaba sorprendentementedulce y suave.

El cerdo no es un artículo común entrela gente de las Marquesas, por consiguienteprestan poca atención a su cría. Los cerdospueden vagar libremente por los bosques, don-de obtienen gran parte de su sustento de loscocos que continuamente caen de lo alto de losárboles. Pero sólo luego de infinita labor y difi-cultad el hambriento animal puede perforar lacorteza y la dura cáscara hasta llegar a la masa.Con frecuencia me deleitaba viendo a uno de

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ellos, después de mordisquear el coco con losdientes infructuosamente durante largo tiempo,arremeter contra él con violencia. Luego lo lan-zaba con el hocico, volvía a embestirlo gol-peándolo a un lado, se detenía como pregun-tándose a dónde había ido a parar y repetíatoda la operación. De esta forma los cocos reco-rrían la mitad del valle.

El segundo día de la "Fiesta de las cala-bazas" fue aún más ruidoso que el primero. Laspieles de innumerables carneros parecían re-tumbar bajo los golpes de un ejército de músi-cos. Despertado por el ruido, me levanté y en-contré a toda la familia atareada en los prepara-tivos para partir. Curioso por descubrir quéextraños acontecimientos anunciaban estosnuevos sonidos y deseoso de ver los instrumen-tos que producían tal ruido, los acompañé tanpronto como estuvieron listos para partir hacialos Bosques Prohibidos.

El espacio relativamente abierto que seextendía desde el Tai hasta la roca, que según

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mencioné servía de entrada al lugar, estaba,junto con el propio edificio, desierto de hom-bres; todo ese espacio estaba lleno de mujeresque gritaban y bailaban bajo la influencia dealgún extraño interés.

Me sorprendió la apariencia de cuatro ocinco ancianas que, en toda su desnudez, consus brazos extendidos a ambos lados y mante-niéndose perfectamente erguidas, saltaban conrigidez en el aire como estacas que salían a lasuperficie después de ser lanzadas al agua.Conservaban la extrema seriedad de su rostro ycontinuaban sus movimientos extraordinariossin descansar un instante. No parecían llamar laatención de quienes las rodeaban, pero deboconfesar sinceramente que en cuanto a mí, lasmiré pertinazmente.

Deseoso de comprender el significadode esta rara diversión, le pregunté a Kori-Kori;ese instruido taipi me explicó en seguida todoel asunto. Pero de sus palabras sólo entendí quelas mujeres que saltaban frente a mí eran viu-

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das desconsoladas, cuyos compañeros habíanmuerto en combate hacía muchas lunas; yquienes, en todo festival, daban prueba patentede sus calamidades en esta forma. Era evidenteque Kori-Kori consideraba éste un motivo másque suficiente para costumbre tan indecorosa;pero debo decir que a mí no me satisfacía comoa ellos.

Dejemos a estas afligidas mujeres y pa-semos al terreno del Hula-Hula. En este grancuadrado pareció reunirse toda la población delvalle y el espectáculo que presentaban erarealmente sorprendente. Bajo los techos debambú que se inclinaban hasta el interior delcuadrado estaban reclinados los principalesjefes y guerreros, mientras que una confusamuchedumbre descansaba bajo los enormesárboles que extendían sobre ellos sus majestuo-sas bóvedas. Sobre las terrazas de los gigantes-cos altares y en cada extremo había depositadoscocos y frutas del pan, grandes rollos de tapa,manojos de bananas maduras, mameyes, dora-

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dos frutos del árbol artu y cerdos asados dentrode grandes recipientes de madera graciosamen-te decorados con hojas frescas, mientras quemuchas armas se apilaban en confusos monto-nes delante de los terribles ídolos. Frutas devarias clases colgaban también de palos clava-dos en el suelo a lo largo de la terraza inferioren ambos altares. En su base había dos filasparalelas de pesados tambores como mínimode quince pies de altura, hechos de los troncoshuecos de inmensos árboles. Su extremo supe-rior estaba tapado por la piel de tiburones y susuperficie llevaba talladas cuidadosamente dis-tintas figuras y objetos pintorescos. A interva-los regulares estaban rodeados de una especiede cinta de varios colores y tiras de tapa. Detrásde estos instrumentos se construyeron peque-ñas plataformas que sostenían a un grupo dejóvenes que, al golpear con violencia el cuerode los tambores con la palma de las manos,producían aquellos estruendos que me habíandespertado aquella mañana. Pasados pocos

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minutos, estos intérpretes musicales bajaban deun salto hasta la multitud y su puesto era ocu-pado de inmediato por otros. De esta manera semantenía un ruido incesante que hubiera so-bresaltado al mismísimo pandemonium39

Exactamente en el centro del cuadradoestaban clavados perpendicularmente en elsuelo, más de un centenar de finas estacas re-cién cortadas, despojadas de su corteza y ador-nadas con un ondulante pedazo de tapa blanca,que servían de postes a una cerca de cañas. Envano traté de descubrir la finalidad de dichacerca.

Otro rasgo interesante de la función fue

39 Pandemonium: literalmente "todos los de-monios" y lo opuesto de panteón (todos los dioses),en este caso alude a los versos de Milton: En Pan-demonium, la gran capital de Satanás y sus iguales...(El paraíso

perdido, 1, 756-57)

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la interpretada por un grupo de ancianos queestaban sentados con las piernas cruzadas enpequeños púlpitos alrededor de los troncos delos inmensos árboles que crecían en el centrodel recinto. Estos venerables personajes, quesupongo eran sacerdotes, entonaban ininte-rrumpidamente un monótono canto parcial-mente ahogado por el rugir de los tambores. Enla mano derecha sostenían un abanico de hojastejidas con un pesado mango de madera negraque no cesaban de mover.

Sin embargo, nadie parecía prestar aten-ción alguna a los viejos ni a los músicos; losindividuos que formaban la muchedumbrepresente estaban absortos en cantar y reír entresí, fumar, beber arca y comer. Si consideramosla atención que atraía o el bienestar que produ-cía la orquesta, bien podría haber cesado suprodigioso rugir.

En vano pregunté a Kori-Kori y a otrosnativos el significado de aquellos extrañosacontecimientos; todas sus explicaciones se re-

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dujeron a una serie de galimatías y toscas gesti-culaciones que me hicieron abandonar desespe-rado el intento. Los tambores repiquetearon, lossacerdotes cantaron y la multitud festejó y voci-feró hasta que se puso el sol, hasta que la mu-chedumbre se dispersó y los Bosques Prohibi-dos retomaron a su tranquilidad y reposo. Aldía siguiente la misma escena se repitió hasta lanoche, hora en que terminó este extraño festi-val.

CAPITULO VEINTICUATRO

Ideas sugeridas por la Fiesta de las cala-bazas - Inexactitud de ciertas publicaciones so-bre las islas - Un motivo - Estado descuidado depaganismo en el valle - Efigie de un guerreromuerto - Una superstición singular - El sacerdo-te Kolori y el dios Moa Artua - Sorprendente

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práctica religiosa - Un santuario deteriorado -Kori-Kori y el ídolo - Deducción

Aunque mis intentos por conocer el ori-gen de la Fiesta de las calabazas fue infructuo-so, no obstante para mí estaba claro que teníaprincipalmente, si no completamente, un carác-ter religioso. Sin embargo, como ceremoniareligiosa no se correspondía en modo algunocon las horribles descripciones de la adoraciónpolinesia que me había llegado de algunas pu-blicaciones y especialmente de aquellas narra-ciones de las islas evangelizadas que los misio-neros nos obsequiaron. Si el carácter sagrado deestas personas no hiciera incuestionable la pu-reza de sus intenciones, realmente tendría quesuponer que habían exagerado las maldadesdel paganismo con el propósito de engrandecerlos méritos de su propia labor desinteresada.

En cierta obra que por coincidencia tratasobre las "Islas Washington o Marquesas del

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Norte", leí acerca de la frecuente inmolación devíctimas humanas sobre los altares de sus dio-ses, culpando positiva y reiteradamente a sushabitantes. Esa misma obra también proporcio-na un recuento minucioso de su religión - enu-mera gran parte de sus supersticiones- y da aconocer la denominación particular de las nu-merosas órdenes del sacerdocio. Casi podríaimaginar, de la larga lista brindada de prima-dos, obispos, arzodiáconos, prebendados yotros eclesiásticos inferiores caníbales, que laorden sacerdotal sobrepasaba en número alresto de la población y que los pobres nativostenían más sacerdotes que los habitantes de losEstados Pontificios. Estas narraciones tambiénhan sido calculadas para dejar en el lector laimpresión de que diariamente se cocinan y sir-ven víctimas humanas en los altares, que lascrueldades paganas de cada descripción aúnsiguen practicándose, y que estos paganos ig-norantes están en un estado de extrema desdi-cha debido a la magnitud de su superstición.

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Sin embargo, obsérvese que toda esta informa-ción la proporciona un hombre que, según suspropias palabras, estuvo sólo en una de las islasy permaneció allí solamente dos semanas,durmiendo todas las noches a bordo del barcoy haciendo breves incursiones a tierra duranteel día acompañado por un pelotón armado.

Pues bien, todo lo que puedo decir esque en mis excursiones por el valle de Typee,nunca vi ninguna de las atrocidades mencio-nadas. Si en las Islas Marquesas se practica al-guna de ellas, indudablemente las hubiera co-nocido luego de vivir durante meses con unatribu de salvajes totalmente en su estado primi-tivo original y considerados los más feroces delos Mares del Sur.

El hecho es que existe gran cantidad dedisparates en algunos de los relatos que tene-mos de hombres científicos respecto a las insti-tuciones religiosas de la Polinesia. Estos ins-truidos turistas generalmente obtienen granparte de su información de viajeros por los Ma-

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res del Sur retirados y domesticados entre lastribus bárbaras del Pacífico. Cualquier fulano,que desde hace mucho se acostumbró a los bar-cos y a enrollar gruesas sogas en el castillo deproa, funge invariablemente como guía de laisla en que se estableció, y habiendo aprendidovarias decenas de palabras indígenas, cree co-nocer todo lo referente al pueblo que las habla.Un deseo natural de hacerse notar ante los ojosde los extranjeros le induce a proclamar másconocimientos de los que posee acerca de esosasuntos. En respuesta a las incesantes pregun-tas, comunica no sólo lo que sabe, sino Tambiénlo que no sabe, y si aún carece de informaciónadicional, no escatima en inventarla. La avidezcon que se registran sus anécdotas exacerba suvanidad, y la credulidad de su auditorio au-menta sus poderes de inventar. Conoce exacta-mente la clase de información que desean y laproporciona sin recato.

Este no es un caso imaginario; conocí avarios individuos como el descrito y presencié

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dos o tres de sus conversaciones con los extran-jeros.

Ahora bien, cuando el viajero científicollega a casa con su recopilación de maravillasintenta, quizá, brindar una descripción de al-guno de los extraños pueblos que visitó. Enlugar de presentarlos como una comunidad deociosos salvajes que viven una vida alegre, ino-cente y relajada, inicia una narración muy ins-truida y circunstancial sobre ciertas supersti-ciones y prácticas indescriptibles acerca de algoque desconoce tanto como los propios isleños.Habiendo tenido poco tiempo y escasamente laoportunidad de conocer sus costumbres, pre-tende describirlas en un estilo casual y fortuito;y si el libro producido de esa manera fuera tra-ducido al idioma del pueblo al cual supone serefiere, les parecería tan maravilloso a elloscomo lo es al público norteamericano, y muchomás improbable.

Por mi parte, confieso sinceramente lamás completa incapacidad de satisfacer cual-

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quier curiosidad que pueda sentirse respecto ala teología del valle. Dudo que los propios habi-tantes puedan hacerlo. Son demasiado perezo-sos o demasiado sensitivos para preocuparsepor las cuestiones abstractas de la creencia reli-giosa. Durante el tiempo que estuve entre ellos,nunca sostuvieron sínodos ni concilios paraestablecer los principios de su fe. Pareció preva-lecer una libertad de conciencia ilimitada. Losque deseaban podían tener una fe implícita enun dios determinado de larga nariz y gruesosbrazos informes cruzados; mientras que otrosadoraban una imagen que, por no tener paran-gón en el cielo o en la tierra, apenas puede lla-mársele un ídolo. Como los isleños siempremantuvieron discreción respecto a mi opiniónpersonal acerca de la religión, pensé que seríamuy inapropiado de mi parte entrometerme enla suya.

Pero, aunque mi conocimiento de la fereligiosa de los taipis era muy limitado, meinteresó mucho una de sus prácticas supers-

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ticiosas que llegué a conocer.En uno de los apartados lugares del va-

lle, a un tiro de piedra del lago de Feyawey -pues así bauticé el escenario de nuestra nave-gación a vela en la isla- y casi ocultos por unaspalmeras que se alineaban a ambos lados delarroyo que movían sus verdes brazos comosaludando a todo el que pasaba, estaba el mau-soleo de un jefe guerrero muerto. Al igual quetodos los otros edificios de importancia, este selevantaba sobre un pequeño poi-poi, el cual,por su gran altura, resultaba llamativo. Unaligera cubierta de hojas de palmera blanqueadacolgaba sobre él como una bóveda aislada, peroal acercarse se veía que estaba soportado porcuatro finas columnas de bambú a cada esquinapoco más altas que un hombre. Un claro dealgunas yardas rodeaba el pai-pai y estaba limi-tado por cuatro troncos de cocotero inclinadossobre grandes bloques de piedra. Era un lugarsagrado. El signo del tabú estaba representadoen la forma de un místico rollo de tapa blanca,

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suspendida de una cuerda torcida del mismogénero desde lo alto de una fina estaca clavadadentro del recinto. La santidad de aquel lugarparecía no haber sido violada nunca. Había unsilencio sepulcral y la callada soledad resultababella y conmovedora. Las suaves sombras delas altas palmeras -aún las veo- se inclinabansobre el templete como protegiéndolo del sol.

Al acercarse uno a este lugar se podíaver desde todos lados la efigie del jefe muerto,sentado a la popa de una canoa colocada sobreuna base a unas pulgadas por encima del pai-pai. La canoa tenía unos siete pies de largo;estaba hecha de una madera de color oscuro,bellamente tallada y adornada en muchos sitioscon cintas de colores con conchas incrustadas yun cinturón de estas mismas conchas la rodea-ba por completo. El cuerpo de la figura, cual-quiera que haya sido el material con que fue

El blanco parece ser el color sagrado en las Islas Mar-quesas

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hecho, estaba cubierto por una gruesa tela querevelaba sólo las manos y la cabeza, esta últimahábilmente tallada en madera y rodeada poruna soberbia corona de plumas. Estas plumas,con las suaves brisas que llegan a este apartadolugar, no estaban un momento quietas, sinoagitándose sobre la frente del guerrero. Laslargas hojas de palmera bajaban hasta la tumbay a través de ellas podía verse al jefe bogandocon el remo entre sus manos, inclinado haciaadelante como deseoso de apresurar su viaje.Contemplándolo para siempre, cara a cara,había una calavera humana en la punta de laproa de la canoa. La cabeza espectral, que mi-raba a popa, parecía burlarse de la actitud im-paciente del guerrero.

Cuando visité por primera vez este sitiosingular, Kori-Kori me contó, o al menos esoentendí, que el jefe bregaba hacia el reino delolvido -el paraíso polinesio- donde a cada mo-mento los árboles del pan dejaban caer sus fru-tos maduros al suelo y donde no tienen fin los

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cocoteros y platanares: allí se descansa toda laeternidad sobre esteras más delicadas que lasdel Typee, y todos los días los cuerpos se bañanen ríos de leche de coco. En esa tierra de felici-dad había gran cantidad de plumas, marfiles,dientes de ballena y jabalíes, mucho mejoresque todos los brillantes pendientes y los alegrestejidos de los hombres blancos; y, lo mejor detodo, suficientes mujeres mucho más adorablesque las hijas de la tierra.

-Un lugar encantador -dijo Kori-Kori-;pero claro, después de todo no tan encantadorcomo Typee.

¿No querrías entonces acompañar alguerrero?, le pregunté. Oh, no. El era muy felizdonde estaba, pero suponía que tarde o tem-prano iría en su propia canoa.

Creo que a este respecto comprendí cla-ramente a Rori-kori Pero había una expresión yun gesto singulares que usó entonces, cuyosignificado quise comprender. Me inclino acreer que debió ser un proverbio que usó, pues

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después lo escuché repetir las mismas palabrasen distintas ocasiones en lo que me pareció te-ner un sentido similar. En realidad, Kori-Koriusaba una gran variedad de oraciones cortas yaltisonantes con las que frecuentemente acen-tuaba su oratoria y las pronunciaba con un aireque daba a entender llanamente que, en su opi-nión, sentenciaban el asunto que se estuvieradiscutiendo.

¿Podría entonces ser que, cuando lepregunté si deseaba ir a este paraíso de frutadel pan, cocos y mujeres que describía, respon-dió diciendo algo equivalente a nuestro viejoadagio: "Más vale pájaro en mano que cientovolando"? Si era así, Kori-Kori era un hombresensible y discreto y no puedo dejar de admirarsu perspicacia.

Siempre que en mis paseos por el valleestuve cerca del mausoleo del jefe, fui a visitar-lo. El lugar me producía un encanto especial;no sé por qué, pero así era. Cuando me apoya-ba en la valla y miraba la extraña efigie, obser-

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vando el movimiento de su penacho por lamisma brisa que en graves tonos se escuchabasuspirar entre las altas palmeras, me gustabacreer en la fantástica superstición de los isleños,y casi podía pensar que el ceñudo guerrero setrasladaba al cielo. En este estado de ánimo,cuando me marchaba, le decía: "¡Adelante!¡Buen viaje!" Sí, reme valiente guerrero a la tie-rra de los espíritus. Con el ojo material noavanzas, pero con el ojo de la fe, veo a su canoaadherirse a las fuertes olas que van a morir enlas pacíficas playas del Paraíso.

Esta extraña superstición da otra pruebadel hecho de que independientemente de laignorancia del hombre, aún siente en sus aden-tros a su espíritu inmortal aventurarse ansiosohacia un futuro desconocido.

Aunque las teorías religiosas de las islasme fueran totalmente desconocidas, su opera-ción práctica y cotidiana no podía ocultarse.Con frecuencia pasé por los templetes que re-posan bajo las sombras de los bosques tabúes y

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observé las ofrendas: frutas mohosas extendi-das sobre un tosco altar o colgando en cestasmedio rotas alrededor de alguna imagen rústi-ca, presencié los festivales, diariamente vi lossonrientes ídolos alineados en la tierra delHula-Hula, y a menudo acostumbraba encon-trarme con los que consideré sacerdotes. Perolos templos me parecían abandonados a la so-ledad; los festivales no habían sido sino unajovial reunión de la tribu; los ídolos eran taninofensivos como cualquier pedazo de maderay los sacerdotes eran los hombres más alegresdel valle.

En realidad los asuntos religiosos enTypee estaban bastante relegados: todos ellosinfluían muy poco sobre los despreocupadosindígenas; y en la celebración de muchos de susritos, parecían buscar una especie de distrac-ción infantil.

Una prueba curiosa de ello se dio enuna importante ceremonia en que a menudo viparticipar a Mehevi y a varios jefes y guerreros

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más, pero ni a una sola mujer.Entre los que consideré los sacerdotes

del valle, había uno en particular que me atraíacon frecuencia y a quien no pude evitar vercomo el líder de la orden. Era un hombre denoble aspecto, en la plenitud de su edad y deun benigno semblante. La autoridad de estehombre, cuyo nombre era Kolori, parecía influiren la "Fiesta de las calabazas"; su complacientee impecable fisonomía, los caracteres místicostatuados en su pecho, y sobre todo la mitra quefrecuentemente llevaba en vez de sombrero,consistente en una rama de cocotero puestaverticalmente sobre la frente y las hojas recogi-das tras las orejas, debía ser la autoridad su-prema de Typee. Kolori era una especie de ca-ballero templario, un soldado sacerdote; pues amenudo vestía los atuendos de un guerreromarquesino y siempre portaba una larga lanzaque, en lugar de terminar en una pala en suextremo inferior como es la costumbre generalen estas armas, estaba curvada formando una

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pequeña imagen atroz. Este instrumento, sinembargo, quizá sea un emblema de su doblefunción. Con un extremo atravesaría a susenemigos en combate; y con el otro, como unbáculo pastoral, mantendría en orden su rebañoespiritual. Pero esto no es todo lo que tengo quedecir sobre Kolori. Su gracia marcial a menudole hacía llevar lo que me pareció la mitad deuna maza de guerra rota. Estaba envuelta contiras de tapa blanca, y la parte superior, queintentaba representar una cabeza humana, es-taba adornada con una cinta escarlata de unatela europea. No hacía falta fijarse mucho paradescubrir que este extraño objeto se reverencia-ba como a un dios. Al lado de las grandes imá-genes que servían de centinelas sobre los alta-res del terreno de Hula-Hula, parecía un pig-meo en harapos. Pero en todo el mundo lasapariencias engañan. Los hombres pequeños aveces son muy fuertes y los harapos en ocasio-nes ocultan grandes pretensiones. De hecho,esta pequeña imagen era el dios "por excelen-

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cia" de la isla; predominando sobre todos losídolos de madera que parecían tan lúgubres yhorribles. Su nombre era Moa Artua40. Y enhonor a Moa Artua y para entretenimiento delos que creían en él, se celebró la ceremonia queles contaré.

Mehevi y los jefes del Tai acababan dedespertar de su siesta.

No había asuntos de qué tratar; yhabiendo comido dos o tres desayunos en elcurso de la mañana, los magnates del valle notenían deseos de comer. ¿Cómo ocuparían susratos de ocio? Fumaron, charlaron y al fin unode ellos le hizo una proposición al grupo queaccedió gustoso. Salió de la casa, saltó del pai-pai y desapareció entre los cocoteros. No pasómucho para verlo regresar con Kolori, con eldios Moa Artua en sus brazos y sosteniendo enuna mano una pequeña cubeta en forma de

40 La palabra ardua, además de otros significados, se usaen casi todos los dialectos polinesios como designacióngeneral de los dioses

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canoa. El sacerdote balanceaba su carga como sifuera un niño llorón al que pretendiera hacercallar. Entró en el Tai y se sentó en las esterascon la compostura de un prestidigitador a pun-to de realizar su acto; y con los jefes a su alre-dedor, comenzó su ceremonia.

Ante todo propinó a Moa Artua un ca-riñoso abrazo dejándolo sobre su pecho y porúltimo le susurró algo al oído; sus espectadoresesperaron ansiosos una respuesta. Pero el diosniño es sordo o mudo, quizá las dos cosas, puesnunca pronuncia palabra alguna. Al final Kolo-ri habló un poco más alto, y enfureciéndose, leespetó lo que tenía que decirle y le gritó. Merecordó a una persona colérica que, luego deintentar en vano comunicarle un secreto a unsordo, se enfada y le grita aunque todos le es-cuchen. Sin embargo, Moa Artua siguió tancallado como siempre; y Kolori, perdiendo lapaciencia, le lanzó un puñetazo por sobre lacabeza, lo despojó de las telas rojas y blanca ylo metió desnudo dentro de su cubeta, ocultán-

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dolo a la vista de los demás. A su actitud todoslos presentes aplaudieron fuertemente y dieronsu aprobación pronunciando el adjetivo mor-tarki con gran énfasis. Kolori, sin embargo, de-seoso de que su conducta encontrara buenaacogida, preguntó a todos los individuos porseparado si en aquellas circunstancias no habíahecho lo correcto castigando a Moa Artua. Larespuesta invariable fue Ea, ea (Sí, sí), repetidauna y otra vez de tal manera que acallaría losescrúpulos de los más conscientes. Después deun rato, Kolori sacó de nuevo su muñeco y,envolviéndolo en las telas roja y blanca, lo aca-rició y regañó alternativamente. Terminado dearreglar, le habo de nuevo en alta voz. Ahora elgrupo mostró el mayor interés; mientras el sa-cerdote sostuvo a Moa Artua a su oído y repitiólo que el dios le comunicaba confidencialmente.Algunas de las noticias parecieron alegrar ex-traordinariamente a los del grupo, pues unoaplaudió agitado, otro lanzó un grito de alegríay un tercero se levantó y saltó por todos lados

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como un demente.Nunca pude saber qué diablos decía

Moa Artua a Kolori en estas ocasiones; pero nopude evitar pensar que aquel demostraba muypoca originalidad al hacer las revelaciones quele obligaban, y que en principio no quiso reve-lar. Tampoco puedo presumir de saber si elsacerdote interpretaba verdaderamente lo queél creía que la divinidad le decía o si era culpa-ble de un vil embuste. De todas maneras, todolo que se transmitía del dios a los presentesparecía tener por lo general un carácter decumplido; un hecho que ilustra la sagacidad deKolori o de otro modo la conducta contempori-zadora de esta poco utilizada deidad.

Moa Artua no tuvo más que decir y suportador volvió a acariciarlo. Sin embargo,pronto fue interrumpido por una preguntahecha al dios por uno de los guerreros. Kolorise lo llevó de nuevo al oído y después de escu-charlo atentamente, fungió de nuevo de inter-mediario. Una multitud de preguntas pasaron

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de unos al otro; los primeros quedaron muysatisfechos y el dios regresó a su pesebre y to-dos se unieron en un canto dirigido por Kolori.Terminada la ceremonia, los jefes se pusieronde pie riendo y el señor arzobispo, luego decharlar un rato absorbiendo una o dos bocana-das de una pipa de tabaco, se metió la canoabajo el brazo y se marchó con ella.

Todo el procedimiento me había pareci-do una bandada de niños jugando a las muñe-cas y las casitas.

Para un chiquillo de apenas diez pulga-das de alto y sin las ventajas que indudable-mente tenía antes, Moa Artua era en realidadun muchacho precoz si es cierto que decía todolo que le atribuían; pero no puedo adivinar porqué motivo este diablillo, regañado, adulado ygolpeado, era más estimado que los personajesancianos y dignos de los Bosques Tabúes. Sinembargo, Mehevi y otros jefes de incuestiona-ble veracidad -sin hablar del propio primado-,me aseguraron una y otra vez que Moa Artua

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era la deidad tutelar del Typee y debía honrár-sele más que a todo un batallón de ídolos tor-pes de los terrenos del Hula-Hula. Kori-Kori,quien parecía haber dedicado gran atención alos estudios teológicos, pues conocía los nom-bres de todas las efigies del valle y con frecuen-cia me los repetía, también albergaba ideasmuy vastas sobre el carácter y las pretensionesde Moa Artua. En una ocasión me dio a enten-der, con un gesto inconfundible, que si él (MoaArtua) lo quería, podía hacer crecer un cocoteroen su cabeza (de Kori-Kori); y que para el dioslo más fácil de la vida sería introducirse toda laisla de Nukujiva en la boca y hundirse en elfondo del mar junto con ella.

Pero hablando en serio apenas pude en-tender la religión del valle. No hubo nada queasombrara más al ilustre Cook, durante susrelaciones con los isleños de los Mares del Sur,que sus ritos sagrados. Aunque este príncipe delos navegantes estaba asistido por intérpretesdurante el transcurso de sus investigaciones,

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aún francamente reconoce que no pudo obtenersiquiera una visión clara del secreto de la fe deestos. Una afirmación similar fue hecha porotros eminentes navegantes: Carteret, Byron,Kotzebue y Vancouverar41

Por mi parte, aunque casi no pasó undía de los que viví en la isla que no presenciaraalguna ceremonia religiosa, fue como ver a ungrupo de masones haciéndose señales secretas;lo veía todo, pero no entendía nada.

En resumen, me inclino a creer que losisleños del Pacífico no poseen ideas fijas y defi-

41 al Byron, Kotzebue y Vancouver: George An-son, Lord Byron: Voyage of H. M. S. Blonde to theSandwich Islands, in the Years 1824-1825, Londres,1826; Otto von Kotzebue: A New Voyage of DiscoveryRound the World, 1823-1826, (2 vols., Londres, 1830);George Vancouver: A Voyage of Discovery to theNorth Pacific Ocean and Round the World... in theYears 1790, 1791, 1792, 1793, 1794, and 1795..., (3vois.,Londres, 1798).

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nidas sobre el tema de la religión. Pienso que elpropio Kolori quedaría completamente perplejosi se le pidiera que explicase las normas de sufe y pronunciase el credo por el cual esperabaser salvado. Realmente los taipis, según de-nuncian sus acciones, no están sometidos a le-yes humanas ni divinas, salvo el archimisterio-so tabú. Las "conciencias independientes" delvalle no eran censuradas por jefes, sacerdotes,ídolos ni diablos. En cuando a los ídolos menosagraciados, estos recibían más golpes que sú-plicas. No tengo dudas de que algunos parecí-an tan inflexibles y estaban tan rectos por temora mirar a un lado o a otro y ofender a alguien.El hecho era que tenían que mantenerse "bienderechos" o atenerse a las consecuencias. Susadeptos eran unos inconstantes e irreverentespaganos capaces de tumbarlos, romperlos enpedazos y hacer una fogata con sus maderas enel mismo altar con vistas a asar las ofrendas defrutas del pan y comérselas.

La poca reverencia que esas divinidades

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tenían entre los nativos se evidenció ante míconvincentemente en una ocasión. Paseaba conKori-Kori por la parte más espesa de los bos-ques cuando divisé una imagen de aspecto cu-rioso de unos seis pies de alto, que original-mente había sido colocada frente a un bajo pai-pai, rodeado por un ruinoso templo de bambú,pero habiéndose fatigado y debilitado por estapostura, ahora estaba inclinada contra él. Elídolo estaba parcialmente oculto por el follajede un árbol cercano cuyas tupidas ramas caíansobre la pila de piedras como para protegerlode la ruina que lo amenazaba. La propia ima-gen sólo era un tronco de forma grotesca y ta-llado a semejanza de un hombre desnudo conlos brazos cruzados sobre la cabeza, sus man-díbulas bien abiertas y sus gruesas piernas de-formes y arqueadas. Estaba muy deteriorado.Su parte inferior estaba cubierta de un mohosedoso y brillante. Delgadas briznas de hierbasobresalían de la boca distendida y ocultabanlas líneas de la cabeza y los brazos. Su adora-

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ción había envejecido literalmente. Todos suspuntos prominentes estaban golpeados y mal-tratados o totalmente podridos. Había perdidola nariz y por el aspecto general de la cabeza,podría suponerse que la deidad, desesperadapor el abandono de sus adeptos, había intenta-do destrozársela contra los árboles aledaños.

Me acerqué a inspeccionar más detalla-damente este extraño objeto de idolatría, perome detuvieron reverentemente a una distanciade dos o tres pasos los prejuicios religiosos demi sirviente. Sin embargo, tan pronto comoKori-Kori se percató de que conducía una demis investigaciones científicas, para mi asom-bro, saltó a un lado del ídolo y, separándolo delas piedras en que descansaba, lo devolvió a suposición erguida. Pero la divinidad había per-dido por completo la fuerza de sus piernas ycuando Kori-Kori estaba tratando de mantener-la derecha apoyándola con una estaca contra elpai-pai, el monstruo cayó pesadamente al sueloy se hubiera roto el cuello infaliblemente de no

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ser porque Kori-Kori evitó su caída providen-cialmente recibiendo todo el peso en su cansa-da espalda. Nunca vi al honesto sujeto tan aira-do. Se incorporó furioso, tomó la estaca y em-pezó a golpear a la pobre imagen; haciendopausas para hablarle del modo más violentocomo culpándola por el accidente. Sofocada untanto su indignación, hizo girar el ídolo paraque lo examinara por todos lados. Estoy segurode que yo nunca me hubiera permitido taleslibertades con el dios y me sorprendió la im-piedad de Kori-Kori.

Esta anécdota habla por sí sola. Cuandouno de los nativos de orden inferior puedemostrar este desprecio por un venerable y de-crépito Dios de los Bosques, puede imaginarsefácilmente el grado de religión de la poblaciónen general. En realidad, considero a los taipisuna generación perezosa. Están sumidos en unaapatía religiosa y necesitan una renovaciónespiritual. Una larga prosperidad de frutas delpan y cocos los ha hecho negligentes en el

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cumplimiento de sus más elevados deberes. Lacarcoma de los maderos se ha difundido entrelos ídolos... las frutas de sus altares hieden... lospropios templos necesitan reparación... el ta-tuado clero es demasiado indolente y holga-zán... y su rebaño anda extraviado.

CAPÍTULO VEINTICINCO

Información general reunida en el festival- Belleza personal de los taipis - Su superioridadsobre los habitantes de otras islas - Diversidadde tez - Cosmético y ungüento vegetal -Testimonio de los viajeros sobre la extraordinariabelleza de las marquesinas - Pocas pruebas derelaciones con seres civilizados - Un mosquetedeteriorado - Primitiva simplicidad de gobierno -Realeza de Mehevi.

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Aunque en el reciente festival no pudeobtener información sobre muchos temas inte-resantes que habían excitado mi curiosidad, esaimportante celebración dejó en mí suficientematerial para enriquecer mi conocimiento ge-neral de los habitantes de estas islas.

Me interesó especialmente la fortalezafísica y la belleza que mostraban, su gran supe-rioridad en estos aspectos sobre los moradoresde la vecina bahía de Nukujiva, y los singularescontrastes mostrados entre ellos en las distintastonalidades de su piel.

En la belleza de sus formas superabantodo lo que había visto antes. Ni una sola de-formidad natural se observaba entre los salva-jes. A veces veía entre los hombres algunas ci-catrices de las heridas recibidas en combate; yen muy raras ocasiones la pérdida de un dedo,un ojo o un brazo por la misma causa. Con es-tas excepciones, todos los individuos parecíanlibres de estos defectos que a veces estropean el

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efecto de una figura de otra manera perfecta.Pero su perfección física no consistía meramen-te en estar exentos de estos males; casi todos losindividuos podrían tomarse por modelos deescultor.

Cuando recuerdo que estos isleños noresaltan su belleza con vestidos, sino que apa-recían en toda su sencilla desnudez, no puedoevitar compararlos con las finas damas y caba-lleros que pasean sus figuras nada excepciona-les por nuestras frecuentadas alamedas. Des-provistos de los hábiles artificios del modisto ypresentados en la ropa del Edén, ¡qué tristeconjunto de pajes con hombreras, patas largas ycuellos de jirafa, parecían los hombres civiliza-dos! Sus rellenos trajes cortados a la medida noles beneficiarían en nada y el efecto sería real-mente deplorable.

Nada de la apariencia de los isleños mesorprendió más que la blancura de sus dientes.Los novelistas siempre comparan la dentadurade sus heroínas con el marfil; pero me atreverla

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a decir que los dientes de los taipis son muchomás bellos que el mismísimo marfil. Las man-díbulas de los barbicanos más viejos estabanmejor provistas que la de la mayoría de los jó-venes de los países civilizados; mientras que losdientes de los nativos jóvenes y de medianaedad, por su pureza y blancura, realmente des-lumbraban. La maravillosa blancura de losdientes deben atribuirse al régimen casi vegeta-riano de estos pueblos y a la ininterrumpidasalud de su modo de vida natural.

Los hombres, casi en todos los casos,tienen gran estatura, casi nunca de menos deseis pies, mientras que las mujeres son extraor-dinariamente diminutas. El primer período dela vida, en que el cuerpo alcanza su madurez eneste generoso clima tropical, también mereceser mencionado. Una niña, no mayor de treceaños, que en otros aspectos podía considerarseuna criatura, se le veía con su hijo en brazos;mientras que muchachos, que bajo otros cielosserían escolares, aquí eran responsables padres

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de familia.Al entrar en el valle del Typee por pri-

mera vez me sorprendió la gran diferencia en-tre sus habitantes y los de la bahía que habíadejado. En el sitio anterior no quedé muy bienimpresionado por el sector masculino de lapoblación; aunque las mujeres, exceptuandoalgunos tristes casos, me habían maravillado.Observé que incluso las escasas relaciones delos europeos con los nativos de Nukujiva habí-an dejado sus huellas en ellos. Una de las cala-midades más espantosas contra las cuales bregala humanidad había comenzado a hacer susestragos y, como siempre lo ha hecho entre losisleños de los Mares del Sur, había revelado suspeores síntomas. De estos, así como de todainfluencia extranjera, estaban exentos los aúnincólumes moradores del Valle del Typee; yojalá sigan así por mucho tiempo. Es mejor paraellos seguir siendo felices e inocentes paganos ybárbaros como ahora que, como los infeliceshabitantes de las Islas Sandwich, disfrutar del

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simple nombre de cristianos sin experimentarninguna de las operaciones vitales de la verda-dera religión; mientras que, al mismo tiempo,son víctimas de los peores vicios y males de lavida civilizada. Sin embargo, a pesar de estasconsideraciones, me inclino a creer que existeuna diferencia radical entre las dos tribus, si noson razas distintas. A aquellos que sólo hantocado la bahía de Nukujiva sin visitar otraspartes de la isla, les parecerá casi increíble lasdiferencias que presentan los distintos clanesque habitan una isla tan pequeña. Pero la tradi-cional hostilidad que ha existido entre ellasdurante siglos, lo explica.

No obstante, es difícil atribuir una causaadecuada a la infinita variedad de colores depiel que vi en el Valle del Taipi. Durante el fes-tival, observé a varias muchachas cuya tez eratan blanca como la de cualquier dama sajona; laúnica diferencia era un ligero matiz dorado.Esta blancura de la piel, aunque en cierto gradoperfecta mente natural, es en parte el resultado

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de un proceso artificial y una constante protec-ción de los rayos del sol. El zumo del papa, raízabundante al norte del valle, se usa mucho co-mo cosmético, con el cual muchas mujeres secubren diariamente todo el cuerpo. Su usohabitual blanquea y embellece la tez. Las mu-chachas que recurren a este método para real-zar sus encantos, nunca se exponen a los rayosdel sol; una norma que, no obstante, no ocasio-na muchos inconvenientes pues en el valle exis-ten pocos lugares que no estén cubiertos por lasombra de las ramas de los árboles, de modoque se puede ir directamente de una casa a otrasin ver la propia sombra de uno en el suelo.

El zumo del papa debe quedar sobre lapiel durante varias horas; es de un color verdeclaro y, por consiguiente, con el tiempo impartea la piel un color similar. Por lo tanto, nadapuede ser más singular que el aspecto de estasseñoritas casi desnudas luego de la aplicacióndel cosmético. Cuando se ve a una de ellas, unoimagina que está viendo una fruta sin madurar;

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y que, en lugar de vivir siempre a la sombra,debe ponerse al sol.

Todos los isleños tienen la costumbre deuntarse alguna crema en el cuerpo; las mujeresprefieren el aker y los hombres usan el aceite decoco. A Mehevi le encantaba untarse toda lapiel con este producto. En ocasiones se le veíacon todo el cuerpo empapado con el olorosoaceite, como si hubiera acabado de salir de unatina de jabón o de haberse metido en un bañode cera. Quizás a este motivo, unido a sus fre-cuentes baños y a su extrema pulcritud, puedaatribuirse en gran medida la maravillosa pure-za y suavidad de la piel de los nativos en gene-ral.

El color que prevalecía entre las mujeresdel valle era aceitunado claro, del que Feyaweypresentaba el más bello ejemplo. Otras eranmás oscuras; mientras que muchas tenían uncolor realmente dorado y otras moreno. Acordecon lo que mucho se ha dicho en esta narración,tengo que acotar aquí que Mendaña, su descu-

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bridor, en su informe sobre las Marquesas, des-cribió a los nativos como bellezas excepcionalesy los comparó con los pueblos de Europa meri-dional. La primera de las islas descubiertas porMendaña fue La Magdalena, que no está muydistante de Nukujiva; y sus habitantes se pare-cen en todos los aspectos a los demás del archi-piélago. Figueroa, el cronista de los viajes deMendaña, cuenta que la mañana que divisarontierra, cuando los españoles se acercaron a laplaya, salieron a recibirles en desorden unassetenta canoas y al mismo tiempo muchos desus habitantes (mujeres, supongo) fueron na-dando hacia los barcos. Añade que "físicamenteeran casi blancos, de buena estatura y bella-mente formados; y en sus rostros y cuerposhabía delineadas figuras de peces y otros dibu-jos". Luego el cronista sigue diciendo: "Vinie-ron, entre otros, dos muchachos remando en sucanoa, con los ojos fijos en el barco; tenían be-llos rostros y la más animada expresión; erantan atractivos que el piloto mayor Quirós afir-

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mó que nada le había causado más pena en suvida que dejar perdidas a estas dos criaturas enese país"42 Han pasado más de dos siglos desdeque se escribió el pasaje anterior; y ahora meparece, cuando lo leo, tan fresco y cierto comosi hubiera sido escrito ayer. Los isleños siguensiendo los mismos y en el valle del Typee vijóvenes cuyos "bellos rostros" y "animada ex-presión" prometedora hay que verlos paracreerlos. Cook, en el recuento de sus viajes,menciona a los marquesinos como los isleñosmás espléndidos de los Mares del Sur. Stewart,

42 Este pasaje, que se cita como una traduccióncasi literal del original, lo encontré en un pequeñolibro titulado Circumnavigation of the Globe, en elcual aparecen varios fragmentos de la Dalrymple'sHistorical Collections. No he leído esta última obra,pero se dice que contiene una versión muy correctaen inglés de gran parte de la Historia del viaje deMendaña del ilustre doctor Christoval Suaverde daFigueroa, publicada en Madrid en1613. (N. del A.)

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el capellán del buque norteamericano "Vincen-nes", en sus Scenes in the South Seas expresa, enmás de una ocasión, su asombro por la incom-parable delicadeza de las mujeres y dice quemuchas de las damas de Nukujiva le recorda-ron forzosamente a las bellezas más célebres desu tierra. Fanning, un marino norteamericanode alguna reputación43, registra igualmente susvívidas impresiones del aspecto físico de estospueblos; y el comodoro David Porter de la fra-gata estadounidense "Essex" reconoce habersido impresionado por la belleza de estas muje-res. Su superioridad sobre las demás polinesiasno puede dejar de atraer la atención de los quevisitan los grupos de islas más importantes delPacífico. Las voluptuosas tahitianas son las úni-cas que merecen ser comparadas con ellas;mientras que las trigueñas hawaianas y las fijisde pelo encrespado les son inconmensurable-

43 Edward Fanning: Voyages Round the World, NewYork, 1833.

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mente inferiores. La distinción característica delos isleños marquesinos que lo estremece a unode inmediato, son sus rasgos europeos, unaparticularidad poco observada entre otros pue-blos no civilizados. Muchos de sus rostros pre-sentan perfiles clásicamente bellos y en el valledel Typee vi varios que, como el forastero Mar-nu, eran en todos los aspectos modelos de be-lleza.

Algunos de los nativos presentes en la"Fiesta de las calabazas" vestían piezas de trajeseuropeos, pero puestas a su propio gusto. Entreellas vi las dos telas de algodón que el nobleToby y, yo habíamos regalado a los dos jóvenesque guiaron nuestra entrada al valle. Eviden-temente las habían reservado para las ocasionesespeciales y en estos días de fiesta servían a lasjóvenes que las usaban como un toque de dis-tinción. Los pocos que estaban así adornados yel gran valor que parecían poner a los artículosmás comunes y triviales, daban amplias mues-tras de las limitadas relaciones que sostenían

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con los barcos que tocaban la isla. Unos pocospañuelos de algodón de alegre dibujo, atadosen el cuello, y hechos caer sobre el hombro yunas tiras de fino calicó envueltas en la cintura,fue todo lo que vi.

En realidad en el valle había pocos artí-culos de origen europeo. Todo lo que vi, ade-más de los aludidos, fueron los seis mosquetesguardados en el Tai y tres o cuatro implemen-tos de guerra similares colgados en otras casas;algunas bolsas de lona medio llenas de balas ypólvora y media docena de hachuelas con losfilos tan mellados que las hacía literalmenteinservibles. Estas últimas eran consideradascasi inútiles por los nativos; y varias veces melas presentaron lanzándolas a un lado en señalde disgusto, lo cual manifestaba su despreciopor algo que se tornara inservible tan pronto.

Pero los mosquetes, la pólvora y las ba-las se guardaban con extraordinaria estimación.Los primeros, por su forma y antigüedad, sóloservían para exhibirlos en la vitrina de un anti-

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cuario. Recuerdo en particular uno que colgabadel Tai y que Mehevi, suponiendo que yo podíaarreglarlo, había puesto en mis manos con esepropósito. Era una de esas pesadas y antiguaspiezas inglesas conocidas generalmente por elnombre de "mosquetes de Tower Hill" y, por loque sé, debió ser abandonado en la isla porWallace, Carteret, Cook o Vancouver. La culataestaba medio podrida y comida por la carcoma,el cerrojo tan oxidado y tan bien adaptado a suuso manifiesto como un viejo pestillo de puer-ta, la rosca de los tornillos del gatillo estabatotalmente gastada, mientras que el tamborrozaba con la madera. Esa era el arma que eljefe quería que yo devolviera a su estado origi-nal. Como no tenía la práctica de un armero ycarecía de las herramientas necesarias, me viobligado a declararme incapaz de realizaraquella tarea. Al decir esto, Mehevi me mirópor un momento como sospechando que yofuera de una clase inferior de hombres blancos,que después de todo no sabía más que un taipi.

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Sin embargo, tras una larga explicación, logréhacerle comprender la extrema dificultad de lareparación. Poco satisfecho por mis palabras, semarchó con el viejo mosquete como si no qui-siera exponerlo indignamente a ser manipuladopor dedos tan incapaces.

Durante el festival no dejé de observarla sencillez de modales, la libertad de toda res-tricción y, en cierto grado, la igualdad de con-diciones manifestadas por los nativos en gene-ral. Ninguno asumió una actitud arrogante.Una ligera diferencia en la vestimenta de losjefes los distinguía de los demás nativos. Todosparecían mezclarse libremente y sin reservaalguna, aunque noté que los deseos de un jefe,incluso cuando se pedían en el tono más suave,recibían la misma obediencia inmediata que enotros sitios hubiera necesitado órdenes másautoritarias. No me atrevo a opinar acerca de laautoridad de los jefes sobre el resto de la tribu,pero por lo que vi durante mi estancia en elvalle, creo que en lo referente a los asuntos ge-

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nerales no era mucha. Sin embargo, el grado dedeferencia mostrado hacia ellos era franco ysostenido; y, como toda autoridad, se trasmitede padre a hijo, no tengo duda de que uno delos efectos de un encumbrado nacimiento aquí,como en otros lugares, es inducir respeto yobediencia.

Las instituciones civiles de las IslasMarquesas parecen ser en este y en otros aspec-tos directamente lo opuesto de las de los gru-pos de islas de Tahití y Hawai, donde el poderoriginal del rey y los jefes era mucho más des-pótico que el de cualquier tirano de los paísescivilizados. En Tahití se usaba la pena de muer-te si un súbdito se acercaba sin autorización aprotegerse a la sombra de la casa del rey o sidejaba de mostrar la acostumbrada reverenciacuando los alimentos destinados al rey pasabanpor su lado transportado por sus mensajeros.

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En las Islas Sandwich, Kajumannu44 la gigan-tesca viuda del rey -una mujer de unas cuatro-cientas libras de peso y de quien se dice todavíavive en Mowi-, acostumbraba, en sus terriblesacceso de ira, a alzar del piso a un hombre detamaño normal que la había ofendido y rom-perle el espinazo con la rodilla. Por todo lo in-creíble que parezca, era verdad. Durante unaestancia en Lajainaluna -residencia de estamonstruosa Jezabelme asignaron un jorobadoque, unos veinte y cinco años atrás, había sufri-do la dislocación de una vértebra a manos de lagentil dama.

Los grados peculiares de rango existen-

44 Kajumannu: Kaahumanu, la esposa preferida de Kam-mahemaha I, fue designada por el rey para que fuera sukujina no, o su visir, y después de su muerte fungió deregente hasta 1832 cuando, a pesar de las historias quellegaron a Melville de que estaba viva en 1843, ya habíafallecido. Tenía más de seis pies de estatura. Su crueldadera temida y comentada, pero su conversión al cristianis-mo en 1825 modificó en parte su conducta.

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tes entre los jefes del Typee, no pude determi-narlos en todos los casos. Antes de la "Fiesta delas calabazas" no sabía en qué lugar ubicar aMehevi, pero su activa participación en esaocasión, me convenció de que no tenía superiorentre los habitantes del valle. Noté invariable-mente cierto grado de deferencia hacia él entodos con quienes lo vi entrar en contacto; perocuando recordé que mis paseos habían estadoconfinados a una parte limitada del valle, y quehacia el mar residían una serie de jefes distin-guidos, algunos de los cuales me habían visita-do por separado en casa de Marheyo y a quie-nes, hasta el festival, no había visto en compa-ñía de Mehevi, me sentí inclinado a creer quesus rangos después de todo no podían ser muyaltos.

Las fiestas congregaron a todos los gue-rreros que yo había visto por separado y engrupos en distintas ocasiones y lugares. Entreellos Mehevi se movía con un aire de superio-ridad que no podía ser confundido; y al que yo

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había considerado sólo el hospitalario anfitrióndel Tal, y uno de los jefes militares de la tribu,asumió ante mis ojos la dignidad de un rey. Suimponente vestido, no menos que su figura,parecían darle preeminencia sobre el resto. Elalto capacete de plumas que llevaba se levanta-ba sobre todos los demás, y aunque otros esta-ban adornados de forma parecida, el tamaño yla profusión de sus plumas eran inferiores.

Mehevi era en realidad el jefe másimportante, el soberano del valle y la sencillezde las instituciones sociales de ese pueblo nopodían probarse mejor que por el hecho de que,después de haber vivido varias semanas en elvalle y casi en contacto diario con Mehevi,hubiera ignorado su categoría hasta losfestivales... Pero una luz me iluminó: el Tai erael palacio y Mehevi, el rey. Tanto el uno comoel otro, debe admitirse, poseían un caráctersencillo y patriarcal y estaban completamentedesprovistos de la pompa ceremoniosa quegeneralmente rodea a la nobleza.

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Después de haber hecho este descubri-miento, no me cansé de felicitarme porque Me-hevi me hubiera tomado bajo su protección ycontinuase manteniendo por mí un cálido afec-to, a juzgar por las apariencias. En el futuro mepropuse rendirle mayor asiduidad, esperandoque por su benevolencia pudiera obtener milibertad.

CAPÍTULO VEINTISEIS

El rey Meheví - Alusión a su majestadhawaiana - Conducta de Marheyo - Marheyo y Me-hevi en ciertos asuntos delicados - Peculiar sistemade matrimonio - Número de habitantes - Uniformi-dad - Embalsamamiento - Lugar de enterramientos -Ofrendas funerales en Nukujiva - Cantidad de habi-tantes en Typee - Ubicación de las viviendas - Feli-cidad disfrutada en el valle - Advertencia - Algunasideas referentes a la actual condición de los hawaia-

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nos - Anécdota sobre la esposa de un misionero -Equipajes de moda en Oahu - Reflexiones.

¡ El rey Mehevi! Título rimbomban-te, pero ¿por qué no dárselo al hombre másprominente del Typee? La causa de los misio-neros republicanos en Oahu, que sería regis-trada en el Court Journal, publicado en Honolu-lu, fue la jugada más trivial de "Su GraciosaMajestad", el rey Kammehammaha III45 , y "Sus

45 Fue bajo el mandato del rey Kammehammahaque se llevó a cabo la destrucción del antiguo modode vida polinesio en las Islas Sandwich. Dio al paísuna constitución en 1840, pero también lo sometió ala influencia de los misioneros y de esta forma pa-vimentó el camino para la anexión norteamericanade las islas, que se produjo en 1854, año de su muer-te. y norteamericanos. Sugieren al lector que lasartes y las costumbres de la vida civilizada estánrefinando con rapidez a los nativos de las IslasSandwich. Pero que nadie se engañe con estos re-cuentos. Los jefes se pasean con galoneras doradas y

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altezas, los príncipes de sangre real". ¿Y quiénes "Su Graciosa Majestad" y cuál es la calidadde su "sangre real"? Su graciosa Majestad es un

chaquetas de paño, mientras la gran masa del pue-blo es casi tan primitiva en su aspecto como lo eraen tiempos de Cook. En el transcurso de los aconte-cimientos en estas islas, las dos clases se separanmás; los jefes diariamente adoptan estilos de vidamás lujosos y extravagantes y la gente común estácada vez más desprovista de sus necesidades y lascosas decentes de, la vida. Pero al final ambas llega-rán al mismo lugar: los unos se autodestruyen rápi-damente por sus indulgencias materiales; y los otrosestán siendo destruidos con igual rapidez por unaconfusión de trastornos y la necesidad de alimentosnutritivos. Los recursos de los jefes dominantes pro-vienen de los famélicos siervos y cada baratija adi-cional con que se adornan se compra con los sufri-mientos de sus esclavos; por lo que la medida derefinamiento de fruslerías alcanzada por los jefes essólo un índice del estado actual de humillación decada vez mayor parte de la población.

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gordo estúpido y perezoso con aspecto de ne-gro, y con tan poco carácter como autoridad.Ha perdido los rasgos de nobleza de los bárba-ros, sin adquirir las gracias redentoras de unser civilizado; y, aun cuando es miembro de laHawaiian Temperance Society, es un alcohólicoempedernido.

La "sangre real" es un líquido extrema-damente espeso y depravado; formado princi-palmente de pescado crudo, brandy de malacalidad y dulces europeos, y está cargada deuna variedad de humores eruptivos que sedesarrollan en diversas manchas y pústulas enla augusta cara de "Su Majestad" y los angélicosrostros de los "príncipes y las princesas desangre real".

Ahora bien, si al divertido títere de unalto magistrado de las Islas Sandwich se lepermite llevar el título de rey, ¿por qué nootorgárselo al noble salvaje Mehevi, que es milveces más digno de llevar este apelativo? ¡Vivapor tanto Mehevi, el Rey del Valle de los Caní-

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bales, y larga vida y prosperidad a Su Majestadde Taipi! Qué Dios conserve por muchos añosel enemigo absoluto de Nukujiva y los france-ses, si una actitud hostil evitará que su adorablereino padezca las inmisericordiosas imposicio-nes de la civilización del Mar del Sur.

Antes de ver a las Viudas Danzantes,tenía peca idea de que existieran relacionesmatrimoniales en el Taipi, y pensaba tanto enuna relación platónica cultivada entre los dossexos como en la solemne unión entre el hom-bre y la mujer. En realidad, el viejo Marheyo yTinor parecían tener una suerte de entendi-miento nupcial entre sí, pero algunas veceshabía observado a un anciano de cómico aspec-to, todo tatuado, que tenía la audacia de tomar-se ciertas libertades con la señora de la casa ytambién en presencia del viejo guerrero, su es-poso, quien los observaba de modo tan naturalcomo si nada ocurriese. Este comportamiento,hasta que descubrimientos subsiguientes me loaclararon, me sorprendió más que cualquier

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otra cosa en el Typee.En cuanto a Mehevi, lo suponía un per-

fecto solterón, así como a la mayoría de los jefesprincipales. En cualquier caso, si tenía esposasy familia, debían estar avergonzadas, pues es-toy seguro de que no se preocupaba por suhogar. En realidad, Mehevi parecía ser el presi-dente de un club de solteros que tenía el Taipor lugar de reunión. No tengo duda de quemiraban a los niños con horror y sus ideas de lafidelidad del hogar se expresaba en el hecho deque no permitían a nadie alterar los pequeñosarreglos que hacían en su confortable domicilio.Sin embargo, sospeché fuertemente que algu-nos de estos alegres solterones sostenían intri-gas amorosas con muchachas de la tribu; aun-que no fueran del conocimiento público. Metopé con Mehevi tres o cuatro veces retozando -de una manera no muy digna para un rey- conuna de las muchachas más bellas del valle. Ellavivía con una anciana y un joven en una casacercana a la de Marheyo; y aunque parecía una

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niña, ya tenía un hijo de un año de edad muyparecido a Mehevi, quien indudablemente erasu padre. Pero el muchacho no tenía triángulosen la cara (aunque pensándolo bien, los tatuajesno son hereditarios). Mehevi, no obstante, noera la única persona con quien se reía la peque-ña Mununai: un joven de quince años, que re-sidía con carácter permanente en su casa, deci-didamente gozaba de sus favores. En ocasioneslos vi a los dos, al jefe y a él, hacerle el amor almismo tiempo. ¿Sería posible, pensé, que elvaliente guerrero accediera a compartir a lamujer que ama? También este fue un misterioque, junto con otros de la misma clase, recibirí-an explicación satisfactoria posteriormente.

Durante el segundo día de la Fiesta delas calabazas, Kori-Kori habiendo determinadoque yo debía conocer estos asuntos, dirigió miatención durante el curso de sus explicacioneshacia una peculiaridad que yo había notadocon frecuencia entre muchas de las mujeres;principalmente aquellas de edad madura y de

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aspecto matriarcal. Consistía en tener la manoderecha y el pie izquierdo muy bien tatuados;mientras que el resto del cuerpo estaba inmacu-lado, salvo labios punteados y leves marcas enlos hombros, a las que ya me referí como elúnico tatuaje llevado por Feyawey, al igual queotras jóvenes de su edad. La mano y el pieadornados, según Kori-Kori, eran prueba decasamiento, del modo que esta institución seconoce entre estos pueblos. Responde cierta-mente al mismo propósito del anillo de oro queusan nuestras bellas esposas.

Luego de la explicación de Kori-Korisobre el tema, fui muy respetuoso con las muje-res así marcadas y nunca me aventuré a la me-nor galantería con ellas. ¡Una mujer casada!Sabía que no debía ofenderla.

Una ojeada posterior a las peculiarescostumbres domésticas de los habitantes delvalle alejaron en cierta medida la severidad demis escrúpulos y me convencí de que me habíaequivocado. Entre los isleños existe un sistema

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regular de poligamia, pero del más extraordi-nario carácter: ¡una pluridad de maridos en vezde mujeres! Y este hecho aislado explica clara-mente la indulgencia de la población masculi-na. ¿En qué otra parte del mundo podría existirtal práctica, incluso durante un solo día? Ima-gínense una revolución en un serrallo turco ysu harén formado por hombres barbudos; ouna hermosa mujer de nuestro país que paseindiferente al ver a sus numerosos amantesmatarse unos a otros ante sus ojos celosos porla desigual distribución de sus encantos... ¡Lí-brenos Dios de tales cosas! No somos lo sufi-ciente bondadosos e indulgentes como paraadmitirlas.

No pude saber qué ceremonia formali-zaba el contrato matrimonial, pero me inclino acreer que era muy sencilla. Quizás una simple"proposición", como la llamamos nosotros, po-dría haber sido seguida de la inmediata alianzanupcial. De todas formas, tengo más de un mo-tivo para creer que los aburridos noviazgos

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prolongados son desconocidos en el valle delTypee.

Los hombres sobrepasan el número demujeres. Ocurre lo mismo en muchas de lasislas de la Polinesia, contrario a lo que sucedeen la mayoría de los países civilizados. Las mu-jeres son cortejadas y conquistadas a una tem-prana edad por algún joven de la familia. Estosin embargo es un simple juego de afectos sinunión formal. Con el tiempo este primer amorse enfría y aparece un segundo pretendiente, yade más edad, que se lleva a ambos a su casa.Este desinteresado y generoso individuo secasa con la joven pareja -con la muchacha y sujoven amante al mismo tiempo- y los tres vivenjuntos tan armoniosamente como tórtolos. Heoído hablar de algunos hombres de países civi-lizados que contraen matrimonio con su mujery su numerosa familia, pero no tenía idea deque en ningún sitio los matrimonios incluyeranmaridos complementarios. La infidelidad porambas partes es muy rara. Ningún hombre tie-

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ne más de una mujer; y ninguna de estas, deedad madura, tiene menos de dos maridos.Algunas veces tiene tres, pero estos casos noson frecuentes. El vínculo matrimonial, cual-quiera que este fuese, no parecía ser indisolu-ble, pues a veces hay separaciones. Sin embar-go, cuando estas se producen, no eran seguidasde ninguna desgracia ni eran provocadas porriñas; por la sencilla razón de que ni la mujer niel hombre se ven obligados a establecer de-manda de divorcio. Como nada se interpone ala separación, el yugo matrimonial, como seconoce entre los taipis, es sencillo y ligero, y lamujer taipi vive una relación cordial y sociablecon su esposo. En general, la unión matrimo-nial parece tener un carácter más distintivo yduradero que en los pueblos bárbaros. Por lotanto así se evita la promiscuidad de los sexos yla virtud se practica inconscientemente sin ne-cesidad de proclamarla a los cuatro vientos.

El contraste mostrado en este sentidopor los marquesinos y en otras islas del Pacífico

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es digno de destacar. En Tahití se desconocíatotalmente el vínculo matrimonial; y la relaciónde esposa y esposo y de padre e hijo era casiinexistente. La Sociedad Arreory, una de lasinstituciones más singulares que jamás hayaexistido en cualquier parte del mundo, propagóel libertinaje universal por toda la isla. La vo-luptuosidad de estos pueblos duplicó la fuerzadestructiva de la enfermedad introducida allípor los barcos de De Bougainville46, en 1768.Sus visitas fueron como una plaga que los matópor centenares.

No obstante la existencia del matrimo-nio entre los taipis la sentencia bíblica de "cre-

46 Luis Antoine de Bougainville (1729-1811) visitó Tahitíen 1767 en un viaje alrededor del mundo la nombró NewCythera. Su Voyage Autour du Munde (1771) se publicóen una traducción al inglés en 1772, pero quizá su monu-mento más duradero sea la bella planta sudamericana, laBougainvilla, bautizada en su nombre y que desde enton-ces se ha difundido por la mayoría de los países tropicalesy subtropicales.

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ced y multiplicaos" parece seguirse con ciertaindiferencia. Nunca vi esas innumerables fami-lias en la progresión aritmética que se suelenencontrar en nuestro país. Nunca conocí más dedos hijos en una casa y era raro encontrar inclu-so ese número. Y en la mujer estaba claro que eldeseo de maternidad rara vez alteraba la tran-quilidad de su alma; y nunca se las veía por elvalle con media docena de chiquillos cogidos asus faldas, o mejor dicho, a la hoja de árbol delpan que usaban.

La tasa de crecimiento de las nacionespolinesias es muy pequeña y en algunos luga-res aún inmaculados de europeos la natalidadno sobrepasa mucho a la mortalidad; en estecaso la demografía permanece casi invariabledurante varias generaciones, incluso en aque-llas islas que nunca o casi nunca son desoladaspor las guerras y entre pueblos en los cuales eldelito de infanticidio se desconoce.

Esto parece un designio de la Providen-cia para evitar la superpoblación de las islas

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por una raza tan indolente por cultivar la tierray que, sólo por este motivo, con un considera-ble aumento de su número, estaría expuesta ala miseria más deplorable. Durante toda miestancia en el valle de Typee no vi más de diezo doce niños de menos de seis meses y sóloconocí dos nacimientos.

A la flexibilidad del lazo matrimonialdebe atribuirse la reciente rápida disminuciónde la población de las Islas Sandwich y Tahití.Los vicios y enfermedades introducidos entreestos pueblos desgraciados incrementa anual-mente la mortalidad normal de las islas, mien-tras que, por la misma causa, la cantidad denacimientos originalmente reducida, disminu-ye proporcionalmente. De esta forma, el avancede los hawaianos y tahitianos hacia la extincióntotal es acelerado en una clase de relación ma-temática compuesta.

Ya antes tuve ocasión de señalar quenunca vi señal alguna de un lugar de enterra-mientos en el valle, circunstancia que atribuí a

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vivir en un sitio fijo y tener prohibido alejarmemucho hacia el mar. Desde entonces he pensa-do, sin embargo, en la probabilidad de que lostaipis, ya deseosos de quitar de su vista la evi-dencia de la muerte o ya instados por un senti-do de belleza del campo, habrían ubicado sucementerio en algún lugar encantador bajo lassombras de las faldas de las montañas. En Nu-kujiva, dos o tres grandes paipai cuadrados,llenos de lápidas y encerrados por paredes lisasde piedra y casi ocultos por las entrelazadasramas de grandes árboles, me fueron señaladoscomo lugares de enterramientos. Los cuerpos,según entendí, eran depositados en toscos pan-teones bajo lápidas y permanecían allí sin serexhumados. Aunque nada podía ser más extra-ño y fúnebre que aquel lugar, donde los altosárboles cubrían con su sombrío manto los ru-dos bloques de piedra; un forastero que loscontemplase no hubiera podido descubrir unlugar de sepulcro.

Durante mi estancia en el valle, como

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ninguno de sus habitantes fue tan condescen-diente de morir y ser enterrado con vistas asatisfacer mi curiosidad sobre los ritos funera-rios, me tuve que quedar sin conocerlos. Tengorazones para pensar que los taipis, respecto aesto, son iguales que las demás tribus de la islay relataré una escena que casualmente presen-cié en Nukujiva.

Había muerto un hombre joven al ama-necer en una casa cercana a la playa. Me habíanenviado a tierra esa mañana y vi gran parte delos preparativos que estaban haciendo para losfunerales. El cadáver, bien envuelto en una telanueva de tapa blanca, fue colocado en un cober-tizo abierto de ramas de cocotero, sobre unaempalizada de elásticos bambúes ingeniosa-mente tejidos. Todo esto estaba sustentado ados pies del suelo por grandes cañas encajadasen la tierra. Dos mujeres de aspecto abatidoguardaban el féretro a cada lado cantando ygolpeando el aire con grandes abanicos dehierba blanqueados con arcilla. En la casa cer-

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cana se había reunido un numeroso grupo y sepreparaban distintos comestibles para su con-sumo. Dos o tres individuos con turbantes detapa y gran cantidad de adornos, parecían serlos maestros de ceremonias. Hacia el mediodíalos ritos estaban en su apogeo y los nativos nosdijeron que durarían dos días más. Con excep-ción de las que lloraban al lado del féretro, to-dos los demás parecían ahogar el significado dela pérdida con la mayor indulgencia. Las niñasadornadas con sus joyas nativas bailaban; losancianos cantaban; tos guerreros fumaban ycharlaban y parecían divertirse como si estuvie-ran en una fiesta.

Los isleños conocen el arte de embalsa-mar y lo practican con tal éxito que los cuerposde los grandes jefes se conservan con frecuenciadurante muchos años en las mismas casas don-de fallecieron. Vi tres de estos en mi visita a labahía de Tior. Uno estaba envuelto en inmen-sos pliegues de tapa con sólo la cara descubiertay colgaba de pie contra una pared de la casa.

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Los otros tres estaban echados en féretros debambú en unos templos abiertos y elevados, alparecer consagrados a su memoria. Las cabezasde los enemigos muertos en combate se conser-van invariablemente y se cuelgan cual trofeosen la casa del vencedor. Desconozco el proce-dimiento que utilizan, pero creo que predomi-na el ahumado. Todos los restos que vi utilizanla apariencia de un jamón suspendido por al-gún tiempo en una chimenea.

Pero regresemos del mundo de losmuertos al de los vivos. El reciente festivalhabía reunido, como pensé, a toda la poblacióndel valle y por consiguiente pude hacer algunoscálculos de su cantidad. Considero que habíaunos dos mil habitantes en Typee; y ningúnotro número se ajusta a las dimensiones de estacañada. El valle tiene unas nueve millas de lar-go y una de ancho como promedio; las casasestán distribuidas en amplios intervalos portoda su extensión, principalmente hacia la ca-becera del valle. No existen poblados; las casas

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están aisladas bajo la sombra de los árboles o alo largo de las orillas del tortuoso río; sus pare-des de bambú dorado y techos de blanca pajaformaban un extraordinario contraste con elperpetuo verdor que las rodea. No había cami-nos de ningún tipo, sólo un laberinto de sende-ros que atravesaban incansables la espesura.

Los pobladores del Typee no parecentrabajar mucho en ninguna estación del año;con la excepción de encender fuego, casi no vilabor alguna que hiciera sudar la frente. Res-pecto a trabajar para ganarse el sustento, eseempeño se desconoce. La madre naturalezasembró el árbol del pan y el banano y en sumomento los hace madurar; el ocioso salvajesólo tiene que estirar el brazo para satisfacer suapetito.

¡Gente desgraciada! Tiemblo cuandopienso en el cambio que unos años produciráen su paraíso; probablemente el momento enque los vicios más destructivos y los peoresservicios de la civilización desvanecerán toda la

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paz y la felicidad del valle, los magnánimosfranceses proclamarán al mundo la conversiónde las Islas Marquesas al cristianismo, un hechoque el mundo católico considerará un aconte-cimiento glorioso. ¡Que Dios se apiade de las"Islas del Mar"! La simpatía que la cristiandadsiente por ellas en demasiadas oportunidadesha constituido su ruina.

Cuan poco estos pobres isleños com-prenden, cuando miran a su alrededor, quegran parte de sus desgracias se originan en cier-tas discusiones a la hora del té por la influenciade caballeros de benevolente apariencia y cor-batas blancas que predican caridad y de viejasdamas de anteojos y jovencitas de soberbiostrajes rojos; ellos donan centavos para crear unfondo cuyo objetivo es mejorar la condiciónespiritual de los polinesios, pero cuya finalidadha sido casi invariablemente su destruccióngradual.

Civilicen a los salvajes, pero para bene-ficiarlos, no para perjudicarlos; eliminen el pa-

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ganismo, pero sin destruir al pagano. El enjam-bre anglosajón ha extirpado el paganismo degran parte del territorio norteamericano, perocon él extirpó gran parte de la raza india. Lacivilización está barriendo gradualmente de lafaz de la tierra los rezagos del paganismo y, almismo tiempo, las diminutas figuras de susinfelices seguidores.

En las islas de la Polinesia se derribanlas imágenes, se destruyen los templos y seconvierte a los nativos al cristianismo nominaltan pronto aparecen los vicios, las enfermeda-des y la muerte prematura. Entonces la tierraasí despoblada es tomada por las rapaces hor-das de ilustres individuos que se establecendentro de sus fronteras y anuncian clamorosa-mente la llegada de la Verdad. Aparecen bellascasas, cuidados jardines, verdes céspedes, cú-pulas y astas, mientras el pobre salvaje prontose convierte en un intruso en la tierra de susantepasados, incluso en la misma choza dondenació. Los frutos espontáneos de la tierra, que

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Dios en su omnisapiencia había creado para elsustento de los indolentes nativos, son tomadosy apropiados inexorablemente por el extranje-ro, son devorados ante los ojos de los ham-brientos habitantes, o son enviados a bordo delos numerosos buques que ahora visitan suscostas.

Cuando estos miserables famélicos sondespojados de esta manera de su abastecimien-to natural, sus benefactores les ordenan trabajary ganarse el sustento con el sudor de la frente.Sin embargo, a ningún fino caballero nacido enla opulencia hereditaria hace más daño estetrabajo manual que al voluptuoso indio cuandole roban de este modo el regalo del cielo. Acos-tumbrado a su necesidad, las de indolencia, nosoporta el esfuerzo físico; y las enfermedades ylos vicios -males de procedencia extranjera-pronto terminan con su miserable existencia.

¿Pero qué importa todo esto? ¡Vean losgloriosos resultados! Las abominaciones delpaganismo han cedido paso a los ritos puros de

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la adoración cristiana; ¡los salvajes ignorantesfueron sustituidos por los refinados europeos!Ahí está Honolulu, la metrópoli de las IslasSandwich. Una comunidad de desinteresadoscomerciantes y de devotos heraldos de laCruz47 autoexiliados, viven en el mismo lugarque veinte años atrás estaba manchado por lapresencia de la idolatría. ¡Buen tema para unelocuente predicador de la Biblia! Tampoco seha dejado pasar una oportunidad como estapara desplegar la retórica misionera. Perocuando estos filántropos nos envían sus relu-cientes recuentos de la mitad de sus labores,¿por qué su modestia les impide publicar laotra mitad del bien que han labrado? Sólo lue-go de visitar Honolulu, me percaté del hechode que la pequeña población de nativos quehabía quedado, había sido civilizada convir-tiéndolos en animales de tiro; y había sidoevangelizada convirtiéndolos en bestias de car-

47 El autor se refiere a la cruz roja de la bandera británica.

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ga. Literalmente les han puesto el freno en laboca y los han enjaezado a los carros de susinstructores espirituales al igual que bestiassalvajes.

Entre las muchas muestras similares quepresencié, nunca olvidaré a un rollizo personajemuy parecido a una dama. La esposa de unmisionero, quien diariamente durante mesesdaba sus paseos regulares en un cochecito tira-do por dos isleños, uno ya canoso y el otro, untravieso mozalbete, ambos tan desnudos comovinieron al mundo con excepción del taparra-bos. Este par de bípedos de tiro iba por tierraplana trotando trabajosa y desagradablemente,el joven rezagado todo el tiempo cual bestiasagaz, mientras el viejo halaba todo el peso.

En medio del traqueteo por las calles dela ciudad en este elegante transporte, la damamiraba a su alrededor como cualquier reina enpos de ser coronada. Sin embargo, una repenti-na elevación y una calle de tierra arenosa, pron-to perturbaron su serenidad. Las pequeñas

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ruedas se hundieron en un suelo poco firme: elviejo halaba y sudaba, mientras el joven retoza-ba y no ayudaba; el coche no se movió una pul-gada. ¿Podría la bondadosa dama, que ha deja-do casa y amigos por el bien de las almas de lospobres paganos, pensar un momento en ellos ydescender del carro para aliviar un poco al po-bre anciano hasta salvar el obstáculo? No señor;ella no. Ni soñarlo. En realidad, ella no pensabamucho cuando llevaba las vacas a pastar en lavieja granja en Nueva Inglaterra; pero los tiem-pos han cambiado desde entonces, por lo quese mantiene en su asiento y grita:

¡Juki, juki! (Halen, halen.)El viejo, temeroso por los gritos, hace un

último esfuerzo; y el jovenzuelo finge afanarsepero mira de soslayo a la dama para sabercuándo dejar de fingir. La señora pierde la pa-ciencia: "¡Juki, juki!" y descarga el pesado man-go de su gran abanico sobre la cabeza del viejosalvaje; mientras el joven se echa a un lado yqueda fuera de su alcance.

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-¡Juki, juki! -vuelve a gritar la dama-.¡Juki tata kannaka!

(Halen con fuerza, hombre.); -pero envano, y al final tiene que bajar y -triste esfuer-zo- ir caminando hasta la cima de la loma.

En la ciudad donde vive este ejemplo dehumildad hay una espaciosa y elegante iglesiaamericana, donde se celebra regularmente elservicio divino. Dos veces cada domingo alfinal de la misa pueden verse una o dos hilerasde coches ubicados frente al edificio con dosescuálidos nativos semidesnudos parados allado de cada uno en espera de la salida de lacongregación para llevar a sus amos a casa.

Para que no surja la más mínima equi-vocación de lo dicho en este capítulo o en reali-dad en cualquier otra parte de este libro, permí-taseme apuntar aquí que en contra de la causade las misiones en su carácter abstracto, ningúncristiano puede oponerse en modo alguno: esciertamente una causa justa y sacrosanta. Perosi su gran finalidad es espiritual, la agencia

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empleada para cumplir ese objetivo es pura-mente terrenal; y aunque la meta visible es ellogro de mucho bien, esa agencia no obstantepuede provocar mucho mal. En resumen, laempresa misionera, independientemente deestar bendecida por el Cielo, está formada porseres humanos; y está sujeta, como todo, a erro-res y abusos. ¿Y no han llegado los errores yabusos a los lugares más sagrados; no puedenexistir misioneros inútiles e incapaces en otrasaguas, así como eclesiásticos de igual naturale-za en las nuestras? ¿No podría la inutilidad o laincapacidad de los que asumen funciones apos-tólicas en islas remotas escapar más fácilmentea la atención del mundo en general que si semanifestara en el centro de una ciudad? Unaconfianza injustificada en la santidad de susapóstoles -una propensión a considerarlos in-capaces de engañar- y una impaciencia ante lamás mínima sospecha de su rectitud comohombres o como cristianos, siempre han sidocarencias prevalecientes en la Iglesia. Tampoco

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nos preguntamos lo siguiente: al igual que lacristiandad está sujeta a los ataques de enemi-gos sin principios, nosotros estamos expuestospor naturaleza a todo, así como el mal compor-tamiento eclesiástico, el germen de la malevo-lencia o al sentimiento pagano. Sin embargo, nisiquiera esta última reflexión me desviará deexpresar con honestidad mis sentimientos.

Al parecer hay algo errado en las opera-ciones de la práctica de la Misión de las IslasSandwich. Los que por puros motivos religio-sos contribuyen en apoyo de esta empresa, de-ben asegurarse de que sus donaciones, que flu-yen a través de sinuosos canales, lleguen alfinal a su legítimo objetivo: la conversión de loshawaianos. No alerto esto porque dude de laintegridad moral de los que distribuyen losfondos, sino porque sé que no se emplean co-rrectamente. Leer los patéticos recuentos de laspenurias de los misioneros y las brillantes des-cripciones de conversiones y bautismos bajopalmeras, es una cosa; y visitar las Islas Sand-

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wich y ver a los misioneros vivir en pintorescasy bien amuebladas casas de roca coralina,mientras que los miserables nativos cometentodo tipo de inmoralidades a su alrededor, esotra cosa bien distinta.

Para hacer justicia a los misioneros, sinembargo, debo admitir gustosamente que apesar de los penosos resultados de su mal ma-nejo colectivo de su empresa, y de la falta depiedad vital mostrada por algunos de ellos, aúnla deplorable condición actual de las IslasSandwich no es en modo alguno atribuible to-talmente a ellos. La influencia desmoralizantede una población extranjera disoluta y las fre-cuentes visitas de todo tipo de barcos, han ayu-dado mucho a aumentar los males menciona-dos. En una palabra, aquí, como en todos loscasos en que la civilización ha sido introducidade cualquier modo entre los llamados salvajes,esa civilización ha difundido sus vicios y se hanegado a conocer sus ventajas.

Como un hombre tan sabio como Sha-

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kespeare sentenció que el portador de malasnoticias tiene un oficio desventajoso, supongo,por consiguiente, que lo mismo se cumplaconmigo al comunicar a los confiados amigosde la Misión Hawaiana lo revelado en las dis-tintas partes de esta narración. Estoy convenci-do, sin embargo, que estos planteamientos pornaturaleza propia atraerán la atención y benefi-ciarán en definitiva a la tausa del cristianismoen las Islas Sandwich.

Sólo me queda algo más que agregar re-lacionado con este tema: las cosas que he men-cionado como hechos, seguirán siendo hechos apesar de lo que los fanáticos o los incrédulospuedan decir o escribir en su contra. Mis re-flexiones de estos hechos, sin embargo, puedenno estar exentas de error. Si es así, no pido otraindulgencia que la que pueda concederse acualquier hombre cuyo objetivo es hacer elbien.

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CAPIULO VEINTISIETE

Condición social y carácter general de lostaipis.

Ya he mencionado que el poder ejercidosobre la gente de Typee por sus jefes era enextremo flexible; y en cuanto a cualquier regla onorma general de conducta por la cual se regíala comunidad en su relación interna, de acuer-do con el alcance de mis observaciones, estoytentado a decir que no existía ninguna en laisla, salvo el misterioso "tabú" si se le consideracomo tal. Durante el tiempo que viví entre lostaipis nadie fue llevado a juicio por delito pú-blico. Según las apariencias no había tribunalespenales ni civiles. No había policía municipalque castigara la vagancia y el desorden. En re-sumen, no había disposiciones legales para elbienestar y la preservación de la sociedad, obje-tivo ilustre de la legislación civilizada. Sin em-bargo, todo marchaba bien en el valle, con una

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armonía y tranquilidad sin parangón, me aven-turaría a asegurar, en las sociedades más selec-tas, refinadas y pías de los mortales de la cris-tiandad. ¿Cómo explicar este enigma? ¡Estosisleños eran ateos... salvajes... caníbales! ¿En-tonces cómo, sin la ayuda de un derecho esta-blecido, iban a exhibir en grado tan elevado eseorden que es la mayor bendición y el más altoorgullo del estado social?

Podría preguntarse con razón, ¿cómo segobernaba esta gente? ¿Cómo controlaban suspasiones en sus relaciones diarias? Debía serpor un principio de honestidad y caridad in-herente a ellos.

Parecían estar gobernados por esa clasede derecho tácito del sentido común que, diganlo que digan del desorden innato de la razahumana, tiene grabado sus preceptos en cadapecho. Los grandiosos principios de la virtud yel honor, independientemente de cómo puedanser distorsionados por códigos arbitrarios, sonlos mismos en todo el mundo: y donde se cum-

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plen estos principios, las acciones buenas y ma-las significan lo mismo para la mente incivili-zada como para la culta. Es a este sentimientointerior, a esta percepción universalmente di-fundida de qué es justo y noble, que debe atri-buirse la integridad de las relaciones entre losmarquesinos. En las noches más oscuras duer-men seguros, con todas las riquezas del mundoa su alrededor, en casas cuyas puertas nunca secierran con cerrojo. Las inquietantes ideas derobo o asesinato nunca los perturban. Cadaisleño reposaba bajo su techo de paja o se sen-taba bajo su propio árbol del pan, sin nada quelo molestase o alarmase. No había un candadoen el valle, ni nada que respondiese a ese obje-tivo; sin embargo, no había comunidad de bie-nes.

Esta larga lanza tan bellamente tallada ypulida pertenece a Wormunu; es mucho másbella que la que el viejo Marheyo estima tanto;es el artículo más valioso de su dueño. No obs-tante, la he visto recostada a un cocotero y allí

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la hallaron cuando hizo falta. He aquí un dientede ballena, todo tallado con hábiles instrumen-tos: es propiedad de Karluna; es el más precia-do de los adornos de la dama. Para ella valemucho más que los rubíes, pero el dije dentalestá colgado de su cuerda de corteza tejida, ensu casa, que está muy intrincada en el valle; conla puerta abierta y todos sus moradores han idoa bañarse al río48.

48 La estricta honradez con que los habitantes decasi todas las islas polinesias tratan a sus semejantescontrasta con las inclinaciones al robo que muestranalgunos de ellos en sus relaciones con los extranje-ros. Tal parecería que, según su peculiar código demoral, el hurto de un hacha o de un clavo fundidode un europeo se considera una acción valerosa. Omás bien, podría presumirse, que teniendo en cuen-ta los saqueos al por mayor que sufren de manos desus visitantes náuticos, consideran la propiedad deestos últimos un buen objeto de represalia. Estareflexión, aunque sirve para reconciliar una contra-dicción aparente en el carácter moral de los isleños,

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Ese es el respeto que se tiene por la"propiedad personal" en el Typee; pero nopuedo decir nada sobre la seguridad de la"propiedad de la tierra". Nunca pude saber si elterreno del valle era propiedad de sus habitan-tes o si estaba parcelado entre cierto número depropietarios a quienes se permite trabajarlocomo quisiesen. De cualquier modo, no habíaen la isla organización agraria alguna y me in-clino a creer que los habitantes dejaban todo elvalle al cuidado de la naturaleza. Vivirían en élmientras creciesen las plantas y corriera elagua, o hasta que los visitantes franceses, me-diante traspaso sumario, se las apropiaran enbeneficio propio.

Un día veía a Kori-Kori marchar arma-do de un largo palo con el que, desde el suelo,tiraba las frutas de las ramas más altas de los

en alguna medida cambiaría esa mala opinión deellos que ellector de los viajes por los Mares del Sur es tan propensoa formarse. (N. del A.)

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árboles y las traía a casa en su cesto de paja.Otro día, veía a un isleño, que residía en unaparte alejada del valle, haciendo exactamente lomismo. En las inclinadas orillas del río haygran cantidad de bananeros. He visto con fre-cuencia a una o dos pandillas de muchachostomar los grandes racimos dorados y llevárse-los a diferentes sitios del valle gritando y ju-gando en su partida. Ningún viejo gruñón erael propietario de aquel bosquecillo de árbolesdel pan o de aquellos resplandecientes racimosde plátanos.

Por lo que he dicho se observará queexiste una gran diferencia entre "propiedadpersonal y "propiedad de la tierra" en el valledel Typee. Algunos individuos, por supuesto,tienen más que otros. Por ejemplo, las vigas dela casa de Marheyo se doblan por el peso demuchos rollos de tapa; su largo lecho estabacubierto por siete esteras unas sobre otras.Afuera, Tinor alineaba en su estantería de bam-bú -o corno se llame- una buena cantidad de

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jícaras y vasijas de madera. Sin embargo, lacasa vecina a la de Marheyo, al otro lado de laarboleda, ocupada por Roaruga, no estaba tanbien habilitada. En lo alto había sólo tres pa-quetes medianos, debajo hechos de dos capasde esteras; y las jícadas y vasijas no eran tannumerosas ni tan elegantemente talladas y pin-tadas. Pero Ruaruga tiene una casa, en realidadno tan bonita, pero sí tan cómoda como la deMarheyo; y supongo que si quisiera competircon el domicilio de su vecino, podría hacerlosin mucho trabajo. En esto radicaba la diferen-cia perceptible de la relativa riqueza de los po-bladores de Typee.

La civilización no comprende todas lasvirtudes de la humanidad: ni siquiera posee lamayoría de ellas. Florecen con gran abundanciay logran mayor fuerza entre muchos pueblosbárbaros. La hospitalidad de los árabes salvajes,la valentía de los indios americanos y la fielamistad de algunas naciones polinesias, supe-ran en mucho las propiedades similares de las

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cultas comunidades de Europa. Si la verdad yla justicia, y los mejores principios de nuestranaturaleza, no pueden existir sin la presenciade libros de códigos, ¿cómo podremos explicarel estado social de los taipis? Eran tan puros yrectos en todas las relaciones de la vida que alentrar al valle, como yo lo hice, con la impre-sión más errada sobre su carácter, pronto mellevó a exclamar asombrado: ¿Son estos los fie-ros salvajes, los sangrientos caníbales de quie-nes oí aquellos cuentos terribles? Se tratan me-jor entre ellos y más humanamente que muchosque leen tratados de virtud y benevolencia, yque repiten noche tras noche esa bella oraciónpronunciada por primera vez por los labios deldivino y bondadoso Jesús. Declaro francamenteque luego de pasar varias semanas en ese vallede las Marquesas, me forjé una mejor opiniónde la naturaleza humana que la que tenía antes.Pero ¡ay! desde entonces he sido tripulante de

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un barco de guerra49, y la perversidad reprimi-da de quinientos hombres casi ha cambiadotodas mis teorías anteriores.

Había un rasgo admirable en el caráctergeneral de los taipis que, más que cualquierotro, me produjo admiración: fue la unani-midad de sentimientos que mostraban en cadaocasión. En ellos casi no había diferencias deopiniones de cualquier tipo. Todos pensaban yactuaban al unísono. No concibo que puedansostener una reunión de debate ni por una solanoche: no habría tema que discutir; y si convo-can a un congreso para debatir el estado de latribu, su sesión sería extraordinariamente bre-ve. Mostraban este espíritu unánime en todaslas esferas de la vida; todo se hacía en conjuntoy buena comunión. Les daré un ejemplo de este

49 Pero ¡ay! desde entonces he sido tripulante deun barco de guerra: Melville se refiere al servi-cio que cumplió en el "U.S.S. United States" en1843-44.

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sentimiento fraternal.Un día, al regresar con Kori-Kori de mis

acostumbradas visitas al Tai, pasamos por unpequeño claro en el bosque; a un lado, segúnme informó mi asistente, se construiría esa tar-de una casa de bambú. Por lo menos un cente-nar de nativos traían los materiales necesarios;algunos cargaban uno o dos palos que formarí-an los ángulos; otros, finas estacas del hibiscus,atadas con hojas de palma para el techo. Todoscontribuían en algo; y por la labor unida, aun-que fácil e incluso indolente de todos, la cons-trucción se terminó antes del anochecer. Losisleños, mientras erigían su casa, me recordaronuna colonia de castores. En realidad, no erantan silenciosos y reservados como aquellas ma-ravillosas criaturas, ni tan inteligentes tampoco.A decir verdad, eran algo inclinados a la holga-zanería, aunque entre ellos prevalecía la hilari-dad; y trabajaban tan unidos y parecían impul-sados por tal instinto de amistad, que resultabaun espectáculo digno de disfrutarse.

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Ni una sola mujer tomaba parte de laacción; y si la gran consideración que los hom-bres tienen por el siempre adorable sexo es -como afirman los filósofos- un justo ejemplodel grado de refinamiento de un pueblo, enton-ces tengo que decir que los taipis constituyen lacomunidad más correcta bajo el sol. Excepto lasrestricciones religiosas del tabú, las mujeres delvalle gozaban de la mayor indulgencia. En nin-gún otro lugar son más apreciadas como con-tribuyentes de nuestros mayores disfrutes; y enninguna otra parte conocen más su poder. Muydiferente a las condiciones existentes en mu-chos pueblos más rudos, donde la mujer tieneque realizar todas las labores mientras sus pocogalantes señores y amos se sumen en la indo-lencia, el sexo débil en el valle del Typee estabaexento de labores fuertes, si así puede catalo-garse al que, incluso en un clima tropical, no setranspire ni una sola gota de sudor. Las suavesfaenas domésticas, junto con la fabricación de latapa, trenzar esteras y pulir vasijas, eran los

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únicos trabajos propios de la mujer. E inclusoestos se parecían a los agradables pasatiemposque llenan el elegante ocio matutino de las dis-tinguidas señoras de nuestro país. Pero en estasocupaciones, por ligeras y agradables que fue-ran, casi nunca participaban las más jóvenes.En verdad estas voluntariosas damiselas eranadversas a todo trabajo útil. Como tantas otrasmalcriadas beldades, preferían vagar por losbosques, bañarse en el arroyo, bailar, coquetear,gastar toda clase de bromas y pasar sus días enun torbellino de irreflexiva felicidad.

Durante toda mi estancia en la isla nun-ca presencié una sola riña ni siquiera algo quese asemejara en lo más mínimo a una disputa.Los nativos parecían formar un núcleo familiar,cuyos miembros estaban unidos por fuerteslazos de afecto. El amor de parentesco no senotaba mucho, pues parecía formar parte delamor general; y en un lugar donde todos setrataban como hermanos y hermanas, era real-mente difícil decir quién era familia de la mis-

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ma sangre.No crea que he exagerado esta descrip-

ción. Todo lo contrario. No se puede aducir quela hostilidad de estas tribus hacia los extranje-ros y los rencores hereditarios que mantienencontra sus compatriotas del otro lado de lamontaña son hechos que contradicen mis pala-bras. No es así; estas contradicciones aparentesson fáciles de reconciliar. Debido a muchas his-torias de violencia y maldad, así como los suce-sos que han vistos sus ojos, este pueblo haaprendido a mirar a los blancos con odio. Lacruel invasión de su país por Porter50 sólo leshizo verlos como provocadores; y simpatizocon el sentimiento que lleva al guerrero taipi avigilar lanza en mano todas las vías de acceso asu valle y a colocarse en la playa, de espaldas a

50 La cruel invasión de su país por Porter:véase la nota N° 5.playa, de espaldas a su verde suelo, para mantener a rayaal europeo invasor.

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su verde suelo, para mantener a raya al euro-peo invasor.

Con relación al origen de la enemistadde este clan particular hacia las tribus vecinas,no puedo hablar tan confiadamente. Tampocodiré que sus enemigos sean los agresores niintentaré dar un paliativo a su conducta. Peroseguramente, si nuestras malas pasiones necesi-tan una salida, es mucho mejor que sea contraextraños y forasteros y no contra el seno de lacomunidad en que vivimos. En muchos paísescultos, las contiendas civiles, así como las ene-mistades domésticas, prevalecen junto con lasmás atroces guerras con el extranjero. Qué cul-pa tienen entonces estos isleños que de los tresmales, sólo se les pueda imputar uno, y el me-nos criminal.

El lector podrá suponer que los taipis noestán exentos de la culpa de canibalismo; y en-tonces quizá me acuse de admirar a un puebloal cual se le achaca crimen tan odiado. Pero

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esta única barbarie de su carácter no es ni lamitad de horrible que como se describe. Segúnla fantasía popular, los tripulantes de barcosnaufragados en costas bárbaras, son devoradosvivos cual delicioso bocados por los salvajeshabitantes; y los desgraciados viajeros sonatraídos hacia sonrientes y traicioneras bahías,son golpeados en la cabeza con mazas de gue-rra y son servidos sin más condimento. En rea-lidad, estos recuentos son tan horribles e im-probables que mucha gente sensible y bien in-formada no cree en la existencia de caníbales ycolocan los libros de viajes que se proponendescribirlos en el mismo librero junto a BarbaAzul o Jack, el matador de gigantes. Mientrasque otros, siguiendo las más extravagantes fan-tasías, creen firmemente que existe gente en elmundo con gusto tan depravado para preferirinfinitamente un solo bocado de came humanaa un buen asado de vaca y un pudín de cirue-las. Pero aquí, la Verdad, que ama ser puesta ensu justo centro, se encuentra de nuevo en uno

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de los dos extremos, pues el canibalismo sepractica de forma algo moderada entre variasde las tribus salvajes del Pacífico, pero sólo enlos cuerpos de sus víctimas enemigas; y a pesarde lo terrible y espantosa que es esta costum-bre, e inconmensurablemente despreciada ycondenada, sigo afirmando que los que incu-rren en ella son en otros aspectos personashumanas y virtuosas.

CAPITULO VEINTIOCHO

Grupos de pesca - Forma de distribuir elpescado - Banquete de medianoche - Lámparasreloj - Estilo sencillo de comer pescado.

No hay un ejemplo que muestre mejorlas condiciones sociales de los taipis que la ma-nera en que se realizaban sus partidas de pesca.

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En cuatro ocasiones durante mi estancia en elvalle, los jóvenes se reunieron cuando se acer-caba la luna llena y zarparon a estas excursio-nes. Como por lo general se mantenían ausen-tes durante cuarenta y ocho horas, creí que salí-an a alta mar, lejos de la bahía. Los polinesioscasi nunca pescan con anzuelo, sino con gran-des redes ingeniosamente tejidas de las fibrasde la corteza de cierto árbol. En Nukujiva habíaexaminado varias que habían sido expuestas asecar en la playa. Se parecen mucho a nuestras.Jábegas y pensé que serían tan duraderas comoestas.

Todos los isleños de los Mares del Surson muy aficionados a la pesca; pero ningunocomo los habitantes de Typee. No podía enten-der, entonces, la escasa frecuencia con que salí-an a pescar, pues estas partidas se formabansólo en contadas ocasiones, y eran esperadascon gran interés.

Durante la ausencia, toda la poblacióndel lugar bullía y sólo se hablaba de los "peji,

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peji" (peces). Cuando ya era inminente su re-greso, se ponía en funcionamiento el telégrafooral: los habitantes, diseminados a lo largo delvalle, subían a rocas y árboles, gritando conalegría pensando en el futuro banquete. Tanpronto como se anunciaba la llegada de la par-tida, todos los hombres corrían a la playa; aun-que algunos permanecían por los alrededoresdel Tai para disponer la recepción del pescado,el cual era llevado a los Bosques Prohibidos eninmensos paquetes hechos de hojas, suspendi-dos de un palo cargado en hombros por doshombres.

Me encontraba en el Tai en una de estasocasiones y lo que presencié fue de lo más inte-resante. Después que los paquetes habían lle-gado, se pusieron en fila bajo la veranda deledificio y se abrieron. Los pescados eran bas-tante pequeños, generalmente del tamaño deun arenque, y tenían gran variedad de colores.Aproximadamente una octava parte se reserva-ba para consumo del Tai y el resto se colocaba

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en numerosos paquetes más pequeños que deinmediato se despachaban en todas direccionesa los lugares más remotos del valle. Al llegar asu destino, se dividían una vez más y se distri-buían equitativamente entre las distintas casasde cada distrito particular. El pescado se man-tenía en estricto tabú hasta terminada su distri-bución, que parecía efectuarse del modo másimparcial. Mediante este sistema, todos loshombres, mujeres y niños del valle podían dis-frutar al mismo tiempo de esta comida favorita.

Recuerdo una vez que los pescadoresregresaron a medianoche; sin embargo, lo im-propio de la hora no reprimió la impaciencia delos isleños. Los transportistas salidos del Tai seveían correr en todas direcciones a través de laespesura; cada uno precedido por un niño conuna flamante antorcha de ramas secas de coco-tero, que al consumirse eran repuestas con lasramas encontradas por el camino. La salvajellamarada de estas gigantescas antorchas, quealumbraban con deslumbrante brillantez los

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más recónditos parajes del valle y que se veíanmover con rapidez por debajo de las ramas delos árboles, el salvaje grito de los excitadosmensajeros anunciando la noticia de su llegada,respondida desde todos lados, y el extraño as-pecto de sus cuerpos desnudos, produjeron enmi mente un efecto que nunca olvidaré.

Fue en esta misma ocasión que Kori-Kori me despertó en medio de la noche y, comotransportado, me comunicó la noticia que con-tenía las palabras "peji pernai" (Viene el pesca-do.) Como yo estaba en un sueño reparador yprofundo, no pude imaginar por qué esta noti-cia no podía esperar a la mañana; estuve a pun-to de propinarle un puñetazo a mi sirvientedejándome llevar por mi enfado, pero luego depensarlo dos veces, me levanté callado y salífuera de la casa interesado por la iluminaciónen movimiento.

Cuando el viejo Marheyo recibió su par-te del botín, de inmediato se dispuso al banque-te de medianoche: las jícaras de poí-poí casi se

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desbordaban, se asaron frutas del pan tiernas,se cortó una torta de amar con un cuchillo debambú y todo se sirvió en una inmensa hoja deplátano.

Durante el banquete nos alumbramoscon varias lámparas indígenas, sostenidas pormuchachas. Estas lámparas están hechas congran ingeniosidad. En el valle abunda unanuez, llamada armor por los taipis, que se pare-ce mucho a nuestra castaña. Se rompe la cásca-ra y se extrae el contenido. Cierto número deellas se ata a voluntad en la larga y elástica fi-bra que atraviesa la rama del cocotero. Algunasde estas lámparas tienen ocho o diez pies delargo; pero gracias a su flexibilidad, uno de susextremos se enrolla y el otro se enciende. Lanuez arde con una llama azulada y el aceite quecontiene se quema en unos diez minutos. Alconsumirse una, se prende la siguiente y lascenizas de aquella se depositan en una cáscarade coco dispuesta para ese fin. Esta lámparaprimitiva necesita una atención continua y debe

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sostenerse en la mano. La persona empleada enese menester marca el tiempo transcurrido porel número de nueces consumidas, que se cuen-tan fácilmente por los pedacitos de tapa distri-buidos a intervalos regulares en la cuerda.

Siento decir que los habitantes de Typeetenían la costumbre de devorar el pescado de lamisma manera que un ser civilizado comeríaun rábano, sin otra preparación previa. Lo co-men crudo; con escamas, espinas, branquias yventrechas. El pez se sujeta por la cola y se in-troduce de cabeza en la boca; el animal desapa-rece tan rápido que al principio uno se imaginaque es tragado sin masticar.

¡Pescado crudo! Nunca olvidaré la sen-sación que experimenté cuando vi por primeravez a mi bella indígena devorar uno. ¡Cielos,Feyawey! ¿Cómo pudiste adoptar costumbretan vil? Sin embargo, después de pasado elprimer choque, el hábito me pareció cada vezmenos indignante y pronto me acostumbré averlo. Que nadie se imagine, sin embargo, que

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la bella Feyawey deglutía peces de vulgar as-pecto; oh, no; con su bella manita tomaría undelicado pececillo dorado y se lo comía con talelegancia e inocencia como si fuera un bizcochode Nápoles. Pero después de todo era un pes-cado crudo y sólo puedo decir que Feyawey locomía de un modo más delicado que las demásmuchachas del valle.

"Donde fueres, haced lo que vieres" fueel proverbio que seguí en Typee. Comí poi-poiigual que ellos, caminé con garbo y reposé enun lecho de innumerables esteras, además demuchas otras cosas acorde con sus hábitos pe-culiares; pero lo que más me acercó a ellos fueque en varias ocasiones me deleité con el pesca-do crudo. Gracias a su notable suavidad y pe-queña dimensión, la empresa no fue del tododesagradable y luego de algunos intentos, em-pezaron a gustarme; aunque antes de comerloslos sometía a una pequeña cirugía con mi cu-chillo.

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CAPITULO VEINTINUEVE

Historia natural del valle - Lagartos dorados- Confianza de los pájaros - Mosquitos - Moscas -Perros - Un gato solitario - El clima - Los cocoteros -Singular modo de trepar a ellos - Un ágil muchacho- Temeridad de los niños - Tu-tu y el cocotero - Lasaves del valle.

Pienso que debo instruir un poco al lec-tor acerca de la historia natural del valle... ¡Porel conde Buffon y el varón Cuvier! ¿De dóndevinieron esos perros que vi en el Typee?51 ¡Pe-

51 La arqueología moderna parece haber es-tablecido que el perro, como el cerdo, acompañarona los primeros emigrantes polinesios que llegaron alas Marquesas. La "especie de lagartos dorados" (untipo de salamanquesa) parece haber venido en esosprimeros barcos como polizonte; como la rata, cu-riosamente no mencionada por Melville. Georges

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rros! Más bien ratas lampiñas de lomo moteadoy brillante, gruesas ancas y caras desagrada-bles. ¿De dónde podrían haber venido? Estoyfirmemente convencido que no eran un produc-to autóctono de la región. Ciertamente parecíandarse cuenta de ser intrusos al mirar avergon-zados y ocultarse siempre en algún oscuro rin-cón. Estaba claro que no se sentían a gusto en elvalle, que querían marcharse y regresar al tristepaís de donde habían venido.

¡Perros malditos! Los detestaba; nadame habría gustado más que los mataran. Dehecho, en una ocasión propuse a Mehevi unacruzada canina; pero el benévolo rey no laaprobó. Me escuchó pacientemente y cuandoacabé, negó con la cabeza confiándome que

Louis Leclerc Buffon (1707-1788) y Georges LeopoldCuvier (1769-1832) fueron probablemente los natu-ralistas más célebres antes del surgimiento de Dar-win y la escuela evolucionista, cuyos estudios Cu-vier apoyó materialmente para su desarrollo de laciencia de la paleontología

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eran "tabú".En cuanto al animal que hizo la fortuna

del ex gobernador Whittington52, nunca olvida-ré el mediodía en que me encontraba recostadoen la casa, todos dormían profundamente y alalzar la vista, enfrenté la de un enorme y espec-tral gato negro, sentado erguido en el umbralde la puerta, mirándome con sus temibles órbi-tas verdes, semejante a uno de los diablillosmonstruosos que atormentan a algunos de lossantos de Teniers53. Soy una de esas personas

52 Ricard Whittington, fallecido en 1423, fueun personaje real de la historia, un comerciante quese enriqueció e hizo abundantes préstamos al rey yde hecho fue tres veces Alcalde de Londres. El gatoque hizo su fortuna y la pobre infancia de la cual elgato lo sacó, son igualmente apócrifos y parecenhaber tenido su origen en un relato asiático impor-tado por los cruzados en el siglo XIII.

53 David Teniers, el Joven, (1610-1690), pintorflamenco cuyo verdadero talento era la pintura degénero de campesinos y sus fiestas.

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desgraciadas que se disgustan incontrolable-mente por la presencia de estos animales.

Por consiguiente, enemigo nato de losgatos, la inesperada aparición de este en parti-cular me descontroló. Cuando logré re-cuperarme un poco de la fascinación de su mi-rada, me levanté; el gato huyó y yo, envalento-nado por su huída, salí corriendo de la casa trasél, pero ya había desaparecido. Fue la única vezque vi uno en el valle y no puedo imaginarmecómo llegó allí. Es posible que haya escapadode uno de los barcos atracados en Nukujiva. Envano procuré información de los nativos, puesninguno lo vio y su aparición sigue siendo unmisterio para mí.

Entre los pocos animales que uno en-

54Alexander Selkirk (1676-1721), marino escocés,abandonado por cinco años en la isla de Juan Fer-nández, y quien se convirtiera en prototipo del Ro-binson Crusoe de Defoe.

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cuentra en el Typee, no hubo ninguno que yomirase con más interés que una especie de la-gartos dorados. Medirían unas cinco pulgadasde la cabeza a la cola y estaban bien proporcio-nados. Muchos de aquellos animales podíanverse calentándose al sol sobre los techos de lascasas y a todas horas mostraban su brillo cuan-do jugueteaban entre la hierba o corrían por losaltos troncos de los cocoteros. Pero la extraor-dinaria belleza de estos animales y su vivaci-dad no eran las únicas cualidades que me atraí-an de ellos. Eran completamente mansos e in-sensibles al miedo. Con frecuencia, después desentarme en el suelo en alguna sombra de undía caluroso, me pasaban por encima. Si apar-taba a uno de mi brazo, subiría a mi cabeza;cuando intentaba asustarlo pellizcándole unapata, se viraba y buscaba protección en la mis-ma mano que lo había atacado.

Los pájaros también son muy mansos. Sise veía a uno sobre una rama al alcance de lamano y se avanzaba a él, no huía de inmediato

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sino que esperaba tranquilamente hasta quecasi se le tocaba y entonces levantaba vuelo conlentitud, menos alarmado que deseoso de qui-tarse del camino. Si la sal no hubiera escaseadotanto en el valle, este era el mejor lugar delmundo para cazar pájaros.

Recuerdo una vez, en una isla desiertade las Galápagos, un pájaro se posó en mi bra-zo extendido mientras su pareja chillaba desdeun árbol cercano. Su mansedumbre, lejos desorprenderme, como le ocurrió a Selkirksl54, meprodujo un exquisito estremecimiento de satis-facción que no había experimentado antes, ycon algo de este mismo placer observé luego alos pájaros y los lagartos del valle como confia-ban en la bondad del hombre.

Entre los numerosos perjuicios que loseuropeos han reportado a algunos nativos delos Mares del Sur está la introducción acci-dental de ese enemigo de todo reposo y deses-

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peración de los temperamentos calmados: elmosquito. En las Islas Sandwich y en dos o tresislas del grupo de la Sociedad, existen próspe-ras colonias de estos insectos, que prometensuplantar totalmente a las moscas de las playasaborígenes. Pican, zumban y atormentan todoel año; y, al exasperar incesantemente a los na-tivos, obstaculizan las labores benevolentes delos misioneros.

Sin embargo, los taipis están completa-mente exentos de esta molesta visita; pero sulugar está ocupado, por desgracia, por la pre-sencia ocasional de una pequeña especie demosca que, sin picar, produce no obstante bas-tantes molestias. La mansedumbre de pájaros ylagartos es nada comparada con la intrepidezde estos insectos. Se posan en las pestañas y seduermen allí si no se les espanta, o se metenentre el cabello o en las cavidades de la narizhasta hacer pensar que están resueltas a explo-rar hasta el cerebro. En una oportunidad tuve eldescuido de bostezar cuando algunas de ellas

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volaban a mi alrededor. No lo volví a hacernunca. Casi media docena entraron por la puer-ta abierta y me caminaron por el cielo de laboca; la sensación fue horrible. Cerré involun-tariamente la boca y las pobres criaturas, ence-rradas en la total oscuridad, tropezaron cons-ternadas con mi paladar y se precipitaron pormi garganta. En definitiva, aunque despuésabrí la boca caritativamente con vistas a facili-tarles la salida a las más rezagadas, ningunapudo aprovechar la oportunidad.

No hay animales salvajes de ningún tipoen la isla, excepto que se considere como tales alos nativos. Las montañas y el interior presen-tan a la vista sólo parajes aislados y silenciosos,desprovistos de rugidos de animales de presa yanimados por escasas muestras de pequeñosseres. No hay reptiles venenosos ni serpientesde ningún tipo en los valles.

Entre un grupo de nativos marquesinos,el clima no es tema de conversación. Casi sepuede decir que este no cambia. Es cierto que la

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estación de lluvia provoca frecuentes chubas-cos, pero son intermitentes y refrescantes.Cuando un isleño dispuesto a hacer un viaje selevanta de su lecho en la mañana, nunca tieneque mirar al cielo ni comprobar de qué cua-drante sopla el viento. Está siempre seguro deque será "un buen día" y acoge con gusto laperspectiva de algún chaparrón. En las islasnunca se oye la exclamación "día maravilloso"que desde tiempos inmemoriales escuchamosen los Estados Unidos y que aún son tema deanimada conversación entre sus ciudadanos.Allí tampoco se producen los excéntricos cam-bios meteorológicos que nos sorprenden a no-sotros en cualquier lado. En el valle de Typeelos helados no perderían su popularidad porrepentinas nevadas, ni se suspenderían los al-muerzos al aire libre debido a inhospitalariasheladas: allí un día sigue a otro en un constanteverano brillante y todo el año es un prolongadomes tropical.

Es este clima el que hace florecer los co-

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coteros. Su valioso fruto, perfeccionado por elrico suelo de las Marquesas, crece en lo alto deuna magistral columna de más de cien pies dealtura, pareciendo al principio casi inaccesible alos sencillos nativos. Ciertamente el delgado yparejo tronco, sin protuberancia alguna quefacilite su ascenso, representa un obstáculo sólosuperable por la sorprendente agilidad e inge-nio de los isleños. Podría suponerse que su in-dolencia los conduce pacientemente a esperarel período en que los frutos maduros, se apar-tan lentamente de sus ramas y caen uno trasotro a la tierra. Así sería de no ser que los frutostiernos, rodeados de una suave cáscara verde ycon su incipiente masa adherida como unamembrana a sus paredes y el más deliciosonéctar en su interior, es lo que más aprecian.Poseen por lo menos unas veinte voces paraexpresar las distintas etapas de maduración delcoco. Muchos de ellos rechazan el fruto salvoen un estado particular de madurez, el cual,por increíble que parezca, creo que conocen con

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una o dos horas de diferencia. Otros son aúnmás caprichosos en sus gustos y, después dereunir un montón de cocos de todas las edadesy partirlos ingeniosamente, sorben primero deuno y luego de otro con la meticulosidad de undelicado catador de vinos al probar su copa enmedio de los polvorientos garrafones de susdistintas cosechas.

Algunos jóvenes, con más flexibilidadque los otros, y quizá con más valor, subían porel tronco de los cocoteros de una forma que meparecía maravillosa; y cuando los miraba sentíala misma perplejidad que un niño contemplan-do una mosca caminar por el techo de unahabitación.

Trataré de explicar la manera en queMami, un noble jefecito, a menudo realizaba elascenso sólo para complacerme; pero los preli-minares también deben recordarse. Al manifes-tarle mi deseo de que me bajase algún fruto deun cocotero particular, el gracioso salvaje, ca-yendo en una actitud de repentina sorpresa,

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fingía extrañeza por lo absurdo de la petición.Mantenía este gesto durante un momento, paraluego transformar las emociones dibujadas ensu rostro en una resignación a mi deseo; y mi-rando atentamente a la copa del árbol, se para-ba en puntas de pie, estiraba el cuello y alzabalos brazos como intentando tomar el fruto des-de abajo. Como fracasado por este infantil in-tento, se tiraba al suelo golpeándose el pechocon simulada desesperación; y, entonces, levan-tándose de nuevo, echaba la cabeza hacia atrásy alzaba los dos brazos como un escolar quetrata de atrapar una pelota. Después de estarasí unos momentos en espera de que la fruta lefuera arrojada por algún buen espíritu de lacopa del árbol, se volvía en otro acceso de de-sesperación y se retiraba unas treinta o cuaren-ta yardas. Aquí permanecía un rato mirando alárbol con la viva imagen del sufrimiento; peroen un instante, recibiendo su inspiración, corríade nuevo hacia él y agarrando con las dos ma-nos el tronco, una más arriba que la otra, pre-

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sionaba las puntas de los pies contra el árbol,extendiendo sus piernas hasta quedar casi hori-zontal y su cuerpo doblado en arco; luego, al-ternando manos y pies, ascendía con gran rapi-dez y, antes de que uno se diera cuenta, yahabía llegado al gran racimo de cocos. Entoncescon impetuosa alegría arrojaba el fruto al suelo.

Esta forma de trepar a un árbol sólo esposible cuando su tronco está inclinado consi-derablemente de la perpendicular. Sin embar-go, casi siempre es así; algunos de los troncosmás rectos se inclinan en un ángulo de treintagrados.

Los hombres menos activos y muchosde los muchachos del valle tenían otro modo detrepar. Tomaban una ancha y fuerte pieza decorteza y se ataban los extremos a los tobillos,que extendidos quedaban a unas doce pulgadasde separación. Esta limitación facilita el ascen-so. La banda, rodeando el tronco proporcionaun firme apoyo; mientras los brazos se sujetanal árbol sosteniendo el cuerpo a intervalos re-

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gulares, ambos pies se corren casi una yarda encada ocasión para luego hacer la misma opera-ción con las manos y así sucesivamente. De estaforma he visto a niños pequeños, con cincoaños escasos, trepar intrépidamente el delgadotronco del cocotero y colgados a unos quincepies del suelo, recibir los aplausos de sus pa-dres alentándolos a subir más alto.

¿Qué dirían, pensé yo, las nerviosasmadres inglesas y norteamericanas al ver porprimera vez a sus hijos en semejante alarde dedestreza? La nación lacedemonia55 habría apro-bado el acto, pero a damas más modernas elespectáculo les provocaría ataques de histeria.

En la cima de un cocotero, las numero-sas ramas que radian en todas direcciones deun centro común, forman una especie de cestoverde y ondulante, entre cuyas hojas se puedenapreciar los cocos agrupados y, en los más pe-queños, desde la tierra parecen un racimo de

55 La nación lacedemonia: Esparta

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uvas. Recuerdo un muchacho aventurero, Tu-Tu era su nombre, que se había construido unacasita de juegos en las pintorescas ramas de uncocotero aledaño a la casa de Marheyo. Acos-tumbraba pasar horas allí, encaramado en lasramas y gritando de satisfacción cada vez queel viento soplaba del lado de las montañas ba-lanceando la flexible y alta columna sobre laque estaba. Siempre que yo escuchaba la vozmusical de Tu-Tu sonando extraña por la alturay lo veía mirándome desde su escondite dehojas, me acordaba de los versos de Dibdin:Hay un dulce querubín sentado en lo alto, cui-dando la vida del pobre Jack.

Las aves -alegres y bellos pájaros- vue-lan sobre el valle de Typee. Pueden verse posa-das en las inmóviles ramas de majestuosos ár-boles de pan o balanceándose suavemente enlas elásticas ramas del omu; saltando sobre lostechos de paja de las chozas de bambú; pasan-do, como espíritus al viento, a través de lassombras de los bosques y a veces descendiendo

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al seno del valle en largo vuelo desde las mon-tañas. Su plumaje es púrpura y azul, blanco ycarmesí, negro y dorado; con picos de todosbrillantes los colores: rojo encendido, negroébano, blanco marfil; y resplandecientes. Vue-lan por el aire en tropel; pero un silencio malé-fico se cierne sobre ellos... ¡en el valle no se es-cucha un solo trino!

No sé por qué era, pero al verlos casisiempre los mensajeros de la alegría me opri-mían de tristeza. Como en su silenciosa bellezame seguían mientras paseaba o me miraban conojos curiosos desde el follaje, me llevaron acreer que sabían que miraban a un extraño y secompadecían de mi suerte.

CAPÍTULO TREINTA

Un profesor de arte - Su persecución - Sobrelos tatuajes y el tabú - Dos anécdotas que lo ilustran- Reflexiones sobre el dialecto taipi.

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En uno de mis paseos con Kori-Kori, alpasar por una espesura, un ruido atrajo miatención. Cuando entramos en ella, presenciépor primera vez cómo se hacía el tatuaje de losisleños.

Vi a un hombre acostado de espalda so-bre el suelo y, a pesar de la rigidez de su rostro,era evidente que sufría dolor. Su verdugo esta-ba inclinado sobre él trabajando increíblementecomo un picapedrero con martillo y cincel. Enuna mano sostenía un delgado palo con undiente de tiburón en la punta, cuyo extremogolpeaba con una pequeña maza rasgando lapiel y coloreándola con la tinta en que constan-temente lo sumergía. La concha de coco con latinta yacía sobre el suelo. El preparado es unamezcla de zumos vegetales, cenizas del armor oárbol para alumbrarse, conservadas con estepropósito. Al lado del salvaje y dispuestos so-bre un pedazo de tapa había un gran número denegros implementos de hueso y madera que se

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usan en las distintas etapas de este arte. Algu-nos eran puntiagudos y cual lápices delicados,se empleaban para dar los toques finales al di-bujo o para trabajar las partes más sensibles delcuerpo, como en el caso presente. Otros teníanvarias puntas en hilera, parecidos a los dientesde una sierra. Se empleaban en las partes másrudas de la obra y en particular para hacer laslíneas rectas. Algunas puntas eran realmentepequeñas figuras talladas que, colocadas sobrela piel, dejaban su indeleble impronta de unmartillazo. Observé algunos cuyos mangoshacían una misteriosa curva, quizás para intro-ducirlos por el oído y así tatuar el tímpano.Todo aquello me trajo a la mente el cruel ins-trumental con mangos de nácar que acompa-ñaba la silla del dentista.

El artista en aquel momento no realiza-ba un tatuaje nuevo, sino que retocaba los des-gastados dibujos de un venerable jefe y porconsiguiente sólo estaba reviviendo la obra dealguno de los viejos maestros de la escuela tai-

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pi, delineada sobre el lienzo humano que teníaante él. Trabajaba en los párpados, donde lalínea longitudinal, como la que adornaba a Ko-ri-Kori zurcaba el rostro de la víctima.

A pesar de todos los esfuerzos del pobreanciano, los movimientos y contracciones de losmúsculos de la cara denotaban la exquisita sen-sibilidad de estos postigos de las ventanas delalma, que ahora se hacía retocar. Pero el artista,de corazón tan duro como el de un cirujanomilitar, entretenía sus labores con una canciónsalvaje, y tamborileaba a ratos cual alegre pája-ro carpintero.

Estaba tan absorto en su trabajo que nose percató de nuestra presencia hasta que, lue-go de disfrutar un rato la operación, atraje suatención. Tan pronto como me vio, suponiendoque procuraba sus habilidades, me tomó en unparoxismo de regocijo muy dispuesto a ponermanos a la obra. Sin embargo, cuando le di aentender que había equivocado mis deseos,nada pudo exceder su pena y desencanto. Pero

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recuperándose, pareció decidido a no aceptarmi negativa y tomando sus instrumentos, losblandió muy cerca de mi cara, realizado unademostración imaginaria de su arte, y estallan-do a cada momento en exclamaciones de admi-ración por la belleza de los resultados.

Horrorizado de sólo pensar que me ve-ría marcado de por vida si aquel desgraciado sesalía con la suya, me alejé apresurado mientrasKori-Kori, traicionándome, quedó junto a él,instándome a acceder a la ultrajante petición.Con mis reiteradas negativas, el entusiasmadoartista enloqueció y lo sobrecogió la pena deperder la oportunidad de sobresalir en su pro-fesión.

La idea de tatuar mi blanca piel le pro-dujo el entusiasmo de un pintor; no dejaba demirarme la cara y a cada mirada añadía la ve-hemencia de su ambición. Desconociendo hastadónde podría llegar, y temblando por el desas-tre que provocaría en mi cara, traté de desviarde ella su atención y extendiendo un brazo en

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un ataque de desesperación, le indiqué quecomenzara su trabajo. Pero lo rechazó indigna-do y siguió amagando a mi rostro como si nin-guna Otra casa lo satisfasciera. Cuando su dedoíndice rozó mi cara trazando los límites de lasbandas paralelas que la rodearían, me estreme-cí de pies a cabeza. Por fin, medio loco de terrore indignación, logré safarme de los tres salvajesy huir a casa del viejo Marheyo, perseguido porel indomable artista, que corría tras de mí ins-trumento en mano. Kori-Kori al fin intercedió yterminó la persecución.

Este incidente me abrió los ojos de unnuevo peligro; y me convenció de que en algúnmomento inoportuno me desfigurarían el ros-tro de tal forma que nunca tendría "la cara" depresentarme ante mis compatriotas, aunquetuviera la oportunidad de hacerlo.

Mis temores se incrementaron por el de-seo que el rey Mehevi y varios jefes del interiormanifestaron respecto a mi tatuaje. El deseo delrey en este sentido me fue comunicado tres días

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después de mi encuentro casual con Karki, elartista. ¡Cielos, qué de improperios le solté aKarki! Indudablemente había planeado uncomplot contra mí y mi rostro y no descansaríahasta lograr su diabólico propósito. Varias ve-ces me topé con él en distintas partes del vallee, invariablemente, cuando me veía, corría trasde mí martillo y cincel en mano, blandiéndolosante mi cara deseoso de comenzar su trabajo.¡Buena obra de arte hubiera hecho de mí!

Cuando el rey me expresó sus deseospor primera vez, le hice conocer mi total recha-zo a la medida y me exalté tanto que sólo pudomirarme sorprendido. Evidentemente sobrepa-só la comprensión de su majestad que un indi-viduo sensible y sobrio pusiera la menor obje-ción a operación tan embellecedora.

No pasó mucho para que repitiera susugerencia y al encontrar mi repulsa, mostrósíntomas de desagrado ante mi obstinación. Enla tercera ocasión que me lo sugirió, comprendíclaramente que debía hacer algo al respecto o

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me arruinarían la cara para siempre.Por consiguiente, me armé de todo el

valor que pude y le comuniqué mi deseo deque me tatuaran los dos brazos desde la muñe-ca hasta el hombro. Su majestad se sintió muycomplacido por esta proposición y yo ya mefelicitaba por haber resuelto así el problema,cuando él me indicó que por supuesto la carasería primero.

Casi llegué a la desesperación; sólo laruina total de mi "divino rostro", como lo llamael poeta, complacería al inexorable Mehevi y asus jefes, o más bien, a aquel infernal Karki,pues él era el causante de mi desgracia.

El único consuelo que me quedaba eraelegir el tatuaje: tenía la completa libertad deque me pintaran en el rostro tres barras hori-zontales como las de mi sirviente o tres listasoblicuas; o si, cual verdadero cortesano, escogíael estilo real, me plasmarían un símbolo masó-nico en el rostro con la forma de un místicotriángulo. Sin embargo, no aceptaría ninguno

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de ellos por mucho que el rey me dijera quepodía elegir el que quisiese. Por vin, al ver mirepugnancia inconquistable, dejó de importu-narme.

Pero no fue así con los otros salvajes. Nohabían pasado veinte y cuatro horas para serobjeto de sus enojosas peticiones, hasta que alfin me hicieron imposible la existencia; los pla-ceres que antes disfrutaba ya no me producíansatisfacción y los deseos de escapar del vallevolvieron a mí con una fuerza descomunal.

Un hecho que conocí después aumentómis temores. Todo el proceso del tatuaje estabarelacionado, según descubrí, con su religión ypor lo tanto era evidente que estaban resueltosa convertirme.

En la decoración de los jefes parecía ne-cesario utilizarse un dibujo muy elaborado;mientras que los nativos inferiores parecíanhaber sido pintados indiscriminadamente conuna brocha gorda. Recuerdo a uno que se enor-gullecía de una gran mancha oblonga en su

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espalda y que se asemejaba a una ampollahecha por moscas españolas56 entre los doshombros. Otro que encontraba a menudo teníados cuadrados regulares en las cuencas de losojos y éstos miraban muy brillantes a través deestas ventanas cual pareja de diamantes inser-tados en el ébano.

Aunque estoy convencido de que el ta-tuaje es una práctica religiosa, nunca pude ob-tener información alguna de la relación existen-te entre él y la idolatría supersticiosa de esepueblo. El aún más importante sistema del "ta-bú" también resultó inexplicable.

Existe una notable similitud, casi unaidentidad, entre las instituciones religiosas dela mayoría de las islas polinesias; y en todasexiste el misterioso "tabú", restringido en ma-yor o menor grado. Tan extraño y complejo es

56 La "mosca española" o cantárida, un preparado de pol-vo de coleópteros celebrado como afrodisíaco, también seusó por los médicos del siglo XIX para producir ampollasde supuesto valor terapéutico

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este extraordinario sistema en cuanto a susacuerdos que en distintos casos encontré a in-dividuos que, a pesar de residir durante año enlas islas del Pacífico y adquirir un conocimientoconsiderable de su idioma, no eran capaces dedarme una explicación satisfactoria de su fun-cionamiento. En mi ubicación en el valle delTypee, percibí a todas horas los efectos de estafuerza controladora sin comprenderla en lomás mínimo. Los efectos eran en realidad ex-tensos y universales; influían tanto en las tran-sacciones más importantes como en las menosimportantes de la vida. En una palabra, los sal-vajes viven en continuo cumplimiento de susdictados, los cuales guían y controlan todos losactos de su existencia.

Durante varios días después de mi en-trada al valle me advertían por lo menos cin-cuenta veces al día con la talismánica palabraante alguna grave violación de sus disposicio-nes, de la cual era inconscientemente culpable.El día posterior a nuestra llegada ocurrió que le

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pasé un poco de tabaco a Toby por sobre lacabeza de un nativo que estaba sentado entrenosotros. Se levantó de un tirón como mordidopor una serpiente a la vez que todo el grupo,manifestando igual grado de horror, gritó alunísono:

-¡Tabú!Nunca más me comporté con semejan-

tes modales, de hecho prohibidos por los cáno-nes de la buena educación, así como por losmandatos del tabú. Pero no siempre fue tanfácil percatarse de dónde se violaba el espíritude esta institución. Muchas veces me llamaronla atención, si me permiten la frase, cuando nopodía de ningún modo conjeturar qué faltaparticular había cometido.

Un día paseaba por una parte prohibidadel valle y escuché el martilleo musical de unasmazas a poca distancia; tomé un camino queme llevó en unos instantes a una casa dondehabía una media docena de muchachas elabo-rando la tapa. Yo había presenciado con fre-

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cuencia la operación y había palpado la cortezaen las distintas etapas de su preparación. Enesta ocasión las mujeres estaban muy atareadasy luego de verme y hablar alegremente conmi-go durante unos instantes, continuaron su la-bor. Las observé un rato en silencio y tomandoal descuido un trozo del material que había enel suelo, empecé inconscientemente a deshacer-lo. Entretenido en esto, me dejó perplejo ungrito, como el de las escolares a punto de lahisteria. Salté con la idea de ver a una partidade japares dispuestos a un nuevo rapto de lassabinas57, y me encontré frente al grupo de mu-chachas, que dejando su trabajo se habían pa-rado ante mí con la mirada fija, los pechos hen-didos y los dedos señalándome con horror.

Pensando que algún reptil se había ocul-tado entre las cortezas que tenían en la mano,

57 Rapto de las sabinas: el legendario rapto de las mujeresde la tribu sabina, que vivía a un lado del Tíber, por partede los soldados de Rómulo, el igualmente legendariofundador de Roma

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cauteloso empecé a examinarlas. Mientras lohacía, las muchachas redoblaron sus gritos. Sustemores llegaron a alarmarme realmente; soltéla tapa y ya iba a salir corriendo de la casacuando dejaron de chillar; y, una de ellas, to-mándome por el brazo, me señaló a las fibrasrotas que yo había dejado caer y me gritó aloído la palabra fatal:

-¡Tabú!Entonces descubrí que la tela que elabo-

raban era de una clase especial destinada ausarse en la cabeza de las mujeres; y en todaslas etapas de su manufactura se considerabacomo un riguroso tabú, que no permitía a loshombres ni siquiera tocarla.

Con frecuencia en mis andanzas por losbosques observé árboles del pan y cocoteroscon una corona de hojas trenzadas de modopeculiar en sus troncos. Era la marca del tabú.Los árboles, las frutas y hasta las sombras queproyectaban en el suelo eran sagrados, de lamisma forma en que una pipa, que el rey me

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obsequió, era considerada sagrada por los nati-vos y no logré que fumaran de ella. Su cazoletaestaba rodeada por una cinta de briznas dehierbas que recordaban las cabezas de moroque a veces se talla en los mangos de nuestroslátigos.

Una cinta parecida me puso en la muñe-ca el propio rey Mehevi, quien, concluida laoperación, me dijo: "¡Tabú!" Esto fue poco des-pués de la desaparición de Toby; y si no fueraporque desde el primer momento en que entréal valle los nativos me trataron con igual noble-za, hubiera supuesto que su conducta posteriorse debía al hecho de que había recibido estasagrada vestidura.

Las caprichosas aplicaciones del tabú noson en lo más mínimo su característica másnotable: enumerarlas sería imposible. Los cer-dos negros, los niños hasta cierta edad, las mu-jeres en estado interesante, los jóvenes cuandose hacen el tatuaje de la cara, y ciertas partesdel valle mientras estuviese lloviendo, se con-

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sideraban igualmente protegidos por el tabú.Presencié una extraña prueba de sus

efectos en la bahía deTior, de cuya visita hablé al principio de

esta narración. En esa oportunidad nuestrovalioso capitán formó una partida. El capitánera un cazador empedernido. Cuando navegá-bamos por el Cabo de Hornos, acostumbrabasentarse en el coronamiento y hacer que, elayudante cargara continuamente tres o cuatroescopetas con las cuales mataba albatros, palo-mas del cabo, arrendajos, petreles y otras avesmarinas más que pescaban en nuestra estela. Suimpiedad molestaba a los marineros y todosatribuimos nuestros cuarenta días de infortu-nios por esos parajes a la sacrílega matanza delas inofensivas aves.

En Tior mostró la misma indolenciahacia las creencias religiosas de los isleños, co-mo ya la había mostrado por las supersticionesde los marineros. Habiendo oído que había unconsiderable número de aves en el valle -

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descendientes de unos gallos y gallinas aban-donados allí accidentalmente por barcos ingle-ses y los cuales, por ser considerados tabú, vo-laban de un lado a otro libremente-, decidióviolar todas las restricciones y darles muerte.En consecuencia, se proveyó de una formidableescopeta y anunció su desembarco en la playamatando a un noble gallo que cantaba sobre lacima de un árbol cercano lo que sería su propiofuneral.

-¡Tabú! -gritaron los atemorizados salva-jes.

-¡Al diablo vuestro tabú! -dijo el caza-dor-. ¡Hablad de tabú a los marineros! -y volvióa disparar su escopeta matando a otra víctima.Al verlo, los nativos echaron a correr por laselva horrorizados por aquel acto.

Toda la tarde en las laderas rocosas delvalle retumbaron los disparos y el soberbioplumaje de las aves se rasgaba por el fatal pro-yectil. Si no hubiera sido porque el almirantefrancés, con una gran partida, se encontraba

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entonces por el lugar, no tengo la menor dudade que los nativos, a pesar de su número redu-cido y disperso, hubieran infligido una ven-ganza sumaria al hombre que ultrajaba de esaforma sus instituciones más sagradas; y aún así,consiguieron enojarlo bastante.

Sediento por el ejercicio, el capitán diri-gió sus pasos a un arroyo, pero los salvajes, quelo habían seguido de cerca, percatándose de suobjetivo, corrieron hacia él y lo obligaron amarcharse de su orilla: sus labios habrían man-chado sus aguas. Quiso entrar a una casa paradescansar un rato sobre las esteras; sus mora-dores se agruparon en tumulto en la puerta y lenegaron la entrada. Protestó y conjuró, perotodo fue en vano; los nativos ni se asustaron nise convencieron y fue obligado por último areunir a la tripulación del bote y marcharse delo que llamó el lugar más infernal que jamáshabía pisado.

Suerte para él y para nosotros que losexasperados tiors no honraran nuestra partida

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con una lluvia de piedras. Así habían matado,en la vecina isla de Ropo, unas semanas antes ypor una causa similar, al capitán y a tres tripu-lantes del "K..."

No puedo determinar con exactitud quéfuerza impone el tabú. Cuando pienso en lasleves diferencias de condición social entre losisleños, las muy limitadas e insignificantes pre-rrogativas del rey y los jefes, y las holgadas eindefinidas funciones de los sacerdotes, la ma-yoría de los cuales no se diferenciaban del restode sus compatriotas, no sé dónde buscar la au-toridad que rige a esta poderosa institución.Hoy se impone sobre una cosa y al día siguien-te se retira; mientras que en otros casos sus cos-tumbres son perpetuas.

Algunas veces sus restricciones afectana un solo individuo, otras a una familia y otrasa toda la tribu; y en pocos casos no sólo se ex-tienden a todos los clanes de una isla, sino atodos los habitantes de un archipiélago. A mo-do de ilustración de este último caso podría

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citar la ley que prohíbe a la mujer subir a unacanoa, prohibición que prevalece en todas lasIslas Marquesas del Norte.

La propia palabra tabú tiene variasacepciones. A veces la usa un padre con su hijopara ejercer su autoridad paternal y prohibirlehacer algo en particular. Cualquier cosa opues-ta a las costumbres ordinarias de los isleños,aunque no expresamente prohibida, se dice quees tabú.

La lengua taipi es difícil de aprender; separece a los demás dialectos polinesios, con losque muestra un origen común. La repetición depalabras, como lumi lumi, poí-poi, moí moi, esuno de sus rasgos peculiares. Pero otro másenojoso es las diferentes acepciones con que seusa una misma palabra; sus distintos signifi-cados tienen cierta relación, lo que complica elasunto. De este modo una simple palabrita estáobligada, al igual que un criado de una familiapobre, a realizar toda clase de labores; porejemplo, una combinación particular de sílabas

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expresan las ideas de dormir, descansar, recli-narse, sentarse, acostarse y otras cosas pareci-das, cuyo significado particular se expresa me-diante una variedad de gestos y la elocuenteexpresión de la cara.

La complejidad de estos dialectos esotra de sus peculiaridades.

En el Instituto Misionero de Lahainalu-na, en Mowee, una de las Islas Sandwich, viuna tabla de un verbo hawaiano conjugado entodos sus tiempos y modos. Cubría la pared deun apartamento de buen tamaño y dudo que elpropio Sir William Jonesss58 hubiera podidodominarlo sin gran dificultad.

.CAPÍTULO TREINTA Y UNO

58 Sir William Jones (1746-94) era el decanode los primeros orientalistas, precursor entre losestudiosos de sánscrito de Occidente; fue él quiensugirió primero que el griego y el sánscrito teníanuna raíz común y su reputación en el siglo XIX comolingüista fue enorme

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Extraña costumbre de los isleños - Sus can-tos y la peculiaridad de sus voces - Asombro del reyal escuchar una canción - Nueva dignidad conferidaal autor - Instrumentos musicales del valle - Admi-ración de los salvajes al presenciar un combate pugi-lístico - Natación infantil - Hermosa cabellera de lasmuchachas - Ungüento para el cabello.

A pesar de todo lo prolijo que he sido,aún debo implorar la paciencia del lector, puestengo que atar algunos cabos sueltos de cosasque no he mencionado, pero que son curiosas opeculiares de los taipis.

Observé una costumbre singular en lacasa de Marheyo que me sorprendía con fre-cuencia. Todas las noches antes de retirarnos,los moradores de la casa se reunían en sus este-ras y en cuclillas, según la costumbre generalde estos isleños, iniciaban un canto monótono y

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triste con el acompañamiento melódico de dospalos medio podridos golpeados suavemente yque cada uno tenía en sus manos. Así pasabanuna hora o dos, a veces más. Tendido en la pe-numbra que envolvía el otro extremo de la casa,no pude evitar observarlos, aunque el espectá-culo sólo incitaba una reflexión desagradable.La intermitente luz de la semilla del armor sólomostraba sus perfiles salvajes, sin romper lassombras que les envolvían.

En ocasiones, cuando, luego de caer enun sopor, me despertaba violentamente en me-dio de estos plañidos, mis ojos miraban a aquelalocado grupo enfrascado en tan extraña ocu-pación, con los brazos y piernas tatuados des-nudos y las cabezas rapadas sentados en círcu-lo; lo cual me hacía creer que estaba viendo aun grupo de brujos elaborando algún temibleencantamiento.

Nunca pude descubrir el significado o elobjetivo de esta costumbre, si la practicabanpor mera diversión o si formaba parte de un

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ritual religioso, un tipo de oración familiar.Los sonidos producidos por los nativos

en estos casos eran muy singulares; y si nohubiera estado presente, nunca hubiera creídoque ruidos tan curiosos pudieran provenir deun ser humano.

Generalmente a los salvajes se les impu-ta una articulación gutural. Sin embargo, nosiempre es así, en especial entre los habitantesdel Archipiélago de la Polinesia. La melodíalabial de la conversación normal de las mucha-chas taipis, con una prolongación musical en lasílaba final de cada oración y el corte de algu-nas palabras con un deje fluido parecido al delos pájaros, resultaba singularmente agradablede escuchar.

Los hombres, sin embargo, no son tanarmoniosos al hablar, y cuando se alteran poralgo, sufren una clase de paroxismo oral, du-rante el cual espetan todo tipo de sonidos áspe-ros con tal fuerza y rapidez que resultan total-mente sorprendentes.

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Aunque estos salvajes eran muy aficio-nados al canto, parecían no tener idea algunade lo que era cantar, al menos como este arte sepractica en otros países.

Nunca olvidaré la primera vez que seme ocurrió tararear una estrofa en presencia delnoble Mehevi. Era un pasaje del "Bavarianbroom-seller". Su majestad de Typee y toda lacorte me miraron sorprendidos, como si yohubiera desplegado alguna facultad so-brenatural que el Cielo les había negado. El reyquedó encantado al escuchar los versos, pero elestribillo casi le extasió. Me pidió que lo cantarauna y otra vez y nada resultó más grotesco quesus vanos intentos por seguir la música y laletra. El salvaje real parecía pensar que retor-ciendo todas las facciones de su cara podría lo-grarlo, pero fracasó en su propósito; y al finalse dio por vencido y su consuelo fue escuchar-me repetir los acordes cincuenta veces más.

Antes de que Mehevi hiciera el descu-brimiento, no me había percatado de que había

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un ruiseñor en mí; pero había sido promovidoal cargo de juglar de la corte, el cual tuve quedesempeñar cada vez que me lo solicitaban.

Además de los palos y los tambores, noexisten otros instrumentos musicales entre lostaipis, excepto uno que podría denominarseapropiadamente una flauta nasal. Es un pocomás lama que un flautín corriente; está hechode un bello junco escarlata; y tiene cuatro ocinco orificios, con un gran agujero cerca deuno de los extremos, que se coloca justamentedebajo de la ventana izquierda de la nariz. Laotra ventana se cierra con un movimiento pecu-liar de los músculos de la cara, el aire se intro-duce así por el agujero y el tubo produce unsonido suave y dulce que varía según se tapanal azar los orificios que presenta. Esta es la di-versión favorita de las mujeres, la cual Feyaweydominaba hasta la excelencia. A pesar de pare-cer un instrumento grosero, en las delicadas ypequeñas manos de Feyawey era uno de losmás elegantes que haya visto. Una joven tocan-

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do una guitarra colgada a su cuello por un cin-to azul de un par de yardas, no resultaría ni lamitad de atractiva.

Mi canto no fue el único medio que uti-licé para entretener al rey Mehevi y a sus indo-lentes súbditos. Nada les producía más placerque verme en un encuentro pugilístico imagi-nario. Como ninguno de los nativos tuvo elvalor suficiente de pararse frente a mí como unhombre y aguantarme unos cuantos golpes,para satisfacción mía y del rey, tenía que pelearpor necesidad con un contendiente imaginarioa quien invariablemente noqueaba debido a misuperioridad. A veces cuando esta vapuleadasombra se retiraba precipitadamente hacia elgrupo de salvajes y yo la seguía corriendo trasellos y tirando golpes a diestra y siniestra, sedispersaban en todas direcciones, cosa que de-leitaba a Mehevi, a los jefes y a ellos mismos.

El noble arte de la autodefensa era con-siderado por ellos como un don del hombre

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blanco; y no tengo la menor duda de que ima-ginaran ejércitos de europeos armados sólo deduros puños y fiera valentía, que formarían encolumna y combatirían a puñetazos a la voz demando.

Un día, en compañía de Kori-Kori, fui alarroyo a nadar y vi a una mujer que estaba sen-tada sobre una roca en medio de la corrientemirando con el mayor interés los movimientosde algo que a primera vista tomé por una in-mensa rana que se divertía en el agua cerca deella. Atraído por la novedad, me dirigí al lugardonde estaba sentada y casi no pude dar crédi-to a lo que vi: un bebito de pocos días de nacidoque parecía acabar de salir nadando a la super-ficie luego de nacer en las profundidades. Aratos la orgullosa madre alargaba la mano haciaél y el pequeño, lanzando un grito apagado ypataleando con sus piernitas, subía a la roca yen un instante se asía al regazo de su madre.Esto se repitió varias veces; el bebito permane-cía aproximadamente un minuto en el agua. En

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una o dos ocasiones hizo muecas por tragaragua y jadeó y tosió como a punto de ahogarse.Entonces la madre lo alzó y por un procedi-miento que no necesito mencionar, le obligabaa expulsar el fluido. Durante varias semanasmás observé a esta mujer traer a su niño alarroyo todos los días con el fresco de la mañanao la noche para darle un baño. No es de extra-ñar que los isleños de los Mares del Sur seanuna raza tan anfibia cuando son lanzados alagua tan pronto como nacen. Estoy convencidode que nadar es tan natural para un ser huma-no como para un pato; sin embargo, en los paí-ses civilizados cuántas personas capaces mue-ren, como gatitos, por los accidentes más trivia-les.

Los largos y brillantes cabellos de lasmuchachas taipis con frecuencia atraían miatención. Una bella cabellera es orgullo y admi-ración de toda mujer. Ya contra el deseo expre-so de la Providencia, es enrollado sobre la ca-

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beza como la soga de un barco; ya atado haciaatrás como la cola de un caballo; ya suelto sobrelos hombros en rizos naturales, siempre es or-gullo de la poseedora y culminación de suadorno.

Las muchachas taipis dedican muchotiempo a peinarse sus claros y abundantes me-chones. Después de tomar un baño, que en oca-siones hacen cinco o seis veces al día, se secancuidadosamente el cabello y, si nadan en elmar, invariablemente lo lavan con agua dulce yle untan un aceite muy oloroso extraído de lamasa del coco. Este aceite se obtiene con abun-dancia mediante el siguiente procedimiento:

Un gran recipiente de madera con orifi-cios en el fondo se llena de la masa triturada yse pone al sol. La masa exuda una materiaoleaginosa que cae en gotas a una ancha jícaracolocada debajo de los orificios. Después derecogida una buena cantidad, el aceite pasa porun proceso purificador y se vierte en las pe-queñas conchas esféricas del árbol m u. Estas

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esferas se cierran herméticamente con una resi-na y la fragancia vegetal de su verde cortezapronto imparte al aceite un olor delicioso. Lue-go de esperar algunas semanas, la superficieexterior de la esfera se seca y endurece asu-miendo un bello color; cuando se abre, su inter-ior presenta dos tercios de un ungüento ocreque esparce el más dulce perfume. Esta elegan-te esfera olorosa es digna de estar en el tocadorde cualquier reina. Sus méritos para el embelle-cimiento del cabello son innegables: le imparteun brillo extraordinario y la suavidad de laseda.

CAPITULO VEINTIDOS

Temores -Pavoroso descubrimiento -Algu-nas observaciones sobre el canibalismo - Segun-do combate con los japares - Espectáculo salvaje -Festín misterioso - Descubrimientos posteriores.

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Desde mi encuentro casual con Karki, elartista, mi vida fue toda un desastre. No pasóun día sin que me persiguiera algún nativo su-giriéndome someterme al odioso tatuaje. Susimportunidades casi me enloquecieron, puessentí cómo me imponían su voluntad en esta oen cualquier otra cosa que se les metiera en lacabeza. Sin embargo, su conducta hacia mí se-guía siendo de amabilidad. Feyawey continuósiento tan simpática, Kori-Kori igual de fiel, yMehevi, el rey, tan amable y condescendientecomo siempre. Ya mi estancia en el valle sehabía extendido por tres meses, según mis cál-culos; conocía los estrechos límites a los queestaba confinado; y empecé a sentir amarga-mente el cautiverio en que estaba. No había conquien conversar libremente, nadie a quien co-municar mis pensamientos, nadie con quiencompartir mis sufrimientos. Pensé mil veces lopasajera que sería mi suerte si Toby hubiera

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estado junto a mí. Pero estaba solo, y pensarlonada más me hacía estremecer. No obstante, apesar de mis penas, hice lo imposible por pare-cer compuesto y alegre, sabiendo bien que simanifestaba intranquilidad o deseos de huir,frustraría mi objetivo.

Fue durante este período de infelicidadanímica que la dolorosa enfermedad que meaquejaba -después de haber desaparecido casipor completo- volvió a presentarse con sínto-mas más violentos. Esta calamidad adicionalllegó a desesperarme; su reaparición confinabaque sin un remedio poderoso era inútil todaesperanza de cura; y cuando pensé que preci-samente detrás de las montañas que me rodea-ban estaba el remedio médico que necesitaba, yque a pesar de su proximidad, me era imposi-ble alcanzarlo, me invadió la tristeza.

En esta situación desesperada, toda cir-cunstancia que evidenciara la naturaleza salvajede los seres a cuya merced me encontraba, au-mentaba los temores que me consumían. Un

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hecho ocurrido entonces me afectó poderosa-mente.

Ya he dicho que de la viga mayor de lacasa de Marheyo colgaban una serie de paque-tes envueltos en tapa. Había visto muchos deellos en manos de los nativos y ellos habíanexaminado su contenido en mi presencia. Perohabía tres paquetes suspendidos muy cerca dedonde yo dormía que, por su extraña aparien-cia, a menudo habían atraído mi curiosidad. Envarias ocasiones pedi a Kori-Kori que me mos-trara su contenido, pero mi sirviente, que casien todo lo demás había accedido a mis deseos,se negó a complacerme.

Un día, al regresar inesperadamente delTai, mi llegada pareció producir en los morado-res de la casa una gran confusión. Estaban sen-tados reunidos sobre las esteras y por los corde-les que se extendían del techo al suelo com-prendí de inmediato que por un motivo u otroestaban inspeccionando los misteriosos paque-tes. La evidente alarma de los salvajes me llenó

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de terribles sospechas y de un deseo incontro-lable de conocer el secreto guardado con tantocelo. A pesar de los empeños de Marheyo yKori-Kori para detenerme, me abrí paso hastael centro del círculo y pude ver tres cabezashumanas que otros del grupo envolvían rápi-damente en las telas en que se guardaban.

Vi claramente una de las tres. Estaba enperfecto estado de conservación y del rápidovistazo que le eché, parecía haber sido someti-da a algún tipo de fumigación que la había de-secado, endurecido y momificado. Los dos lar-gos mechones de pelo estaban hechos dos bolassobre la cabeza en el mismo peinado que elsujeto había usado en vida. Las mejillas hundi-das resultaban aún más fantasmagóricas por lashileras de relucientes dientes que sobresalíande los labios mientras que las cuencas de losojos -llenas de conchitas de madreperlas con unpunto negro en el centro- resaltaban su aspectoespantoso.

Dos de las cabezas eran de isleños; pero

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la tercera ¡horror! Era la de un hombre blanco.Aunque fue retirada de inmediato de mi vista,me dio tiempo para convencerme de que noestaba errado. ¡Santo cielo! qué terribles pen-samientos fluyeron a mi mente; al resolver estemisterio quizás había resuelto otro, y la suertede mi compañero perdido podría revelarse enel chocante espectáculo que acababa de presen-ciar. Quise haber rasgado los lienzos de tapa ysatisfacer las horribles dudas que me atormen-taban. Pero antes de haberme recuperado de laconsternación en que había caído, los paquetesfatales fueron alzados y ya se balanceaban so-bre mí. Los nativos me rodearon en tumulto ytrataron de convencerme de que lo que acababade ver era las cabezas de tres guerreros japaresmuertos en combate. Esta evidente falsedadacrecentó mí alarma y sólo después de reflexio-nar que ya había visto los paquetes oscilandoen lo alto antes de que Toby desapareciera, fueque pude recobrar mi compostura.

Pero aunque este temor se disipó, había

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descubierto algo que en mis condiciones men-tales actuales me llenó de amargura. Estabaclaro que había visto las últimas reliquias dealgún desgraciado que había sido masacradoen la playa por los salvajes en una de esas peli-grosas aventuras de intercambio que ya descri-bí antes.

Sin embargo, no era sólo el asesinato deun extraño lo que me acongojaba. Me estreme-cía la idea de la suerte encontrada por su cuer-po inanimado. ¿Me esperaría la misma suerte?¿Sería mi destino parecer como él, quizá, paraser devorado y mi cabeza conservada como unfúnebre recuerdo? Mi imaginación se desbocoen estas horribles especulaciones y sentí que meesperaban los peores males del mundo. Perocualesquiera que fueran mis preocupaciones,las oculté bien a los salvajes, así como el alcancede mi descubrimiento.

Aunque las garantías que siempre medieron los taipis de que no comían carnehumana nunca me habían convencido, no obs-

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tante, el haber convivido con ellos en el vallesin ver pruebas de la existencia de canibalismo,me hicieron pensar que se hacía en raras oca-siones y que no tendría necesidad de presen-ciarlo durante mi estancia entre ellos; pero, ay,estas esperanzas pronto se desmoronaron.

Es singular que en nuestros recuentosde tribus antropófagas casi nunca tengamostestimonio ocular de la desagradable práctica.La horrible conclusión siempre se había deri-vado por información de segunda mano deeuropeos, o por la afirmación de los propiosnativos, luego de haberse civilizado en ciertogrado. Los polinesios conocen el desprecio quelos europeos sienten por esta costumbre, por loque niegan invariablemente su existencia y, conla habilidad peculiar de los salvajes, logranocultar sus huellas.

La excesiva indisposición mostrada porlos isleños de las Islas Sandwich, incluso hastanuestros días, de hablar de la suerte fatal corri-

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da por Cook59, a menudo ha sido destacada. Yhan logrado cubrir exitosamente ese aconteci-miento con un velo de misterio que hasta hoy, apesar de todo lo dicho y lo escrito sobre elasunto, aún resulta dudoso si infligieron sobresu cuerpo asesinado la venganza que a vecescobran sobre sus enemigos.

En Karakikova, escenario de la tragedia,una tira de cobre de un barco, clavada en unposte erigido en la tierra, anunciaba al viajeroque debajo descansaban los "restos" del grannavegante. Sin embargo, me inclino fuertemen-te a pensar que no sólo negaron al cuerpo unfuneral cristiano, sino que el corazón llevado a

59 La suerte fatal corrida por Cook: la brillante carre-ra de exploración del capitán James Cook llegó a sufin el 14 de febrero de 1779, cuando resultó muertoen una trifulca con el pueblo de la bahía Kilakekuaen las Islas Sandwich. El capitán George Vancouverestuvo en las Islas Sandwich de enero a marzo de1794 y las reclamó en nombre de Inglaterra, pero elgobierno de Westminster nunca ratificó su acción.

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Vancouver algún tiempo después de aquello, yque los hawaianos afirmaban vehementementeque era el del capitán Cook, no lo era; y quetodo aquello era una infamia que trataban deencajar a los crédulos ingleses.

Pocos años después, vivía en la isla deMowee (una del grupo de las Sandwich) unviejo jefe que, actuando bajo un deseo morbosode alcanzar notoriedad, se dedicaba entre losresidentes extranjeros del lugar a decir que élera la tumba viviente del dedo pulgar del piedel capitán Cook, pues afirmaba que en el fes-tín caníbal que siguió a la muerte del lamenta-do bretón, esa partícula especial de su cuerpo lehabía correspondido. Los indignados compa-triotas de Cook llegaron a acusarlo en los tribu-nales locales con un cargo casi equivalente a loque nosotros llamamos difamación de una per-sona; pero el viejo persistió en su aseveración yal no presentarse pruebas invalidantes, los de-mandantes perdieron la querella y se establecióla reputación caníbal del acusado. Este resulta-

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do fue su fortuna; desde entonces dio audien-cias muy rentables a todo viajero curioso paraver al hombre que se había engullido el dedopulgar del navegante.

Aproximadamente una semana despuésde mi descubrimiento del contenido de los pa-quetes misteriosos y encontrándome en el Tai,se escuchó otra alarma; y los nativos, tomandosus armas, salieron a enfrentar una segundaincursión de los invasores japares. Se repitió lamisma escena, sólo que en esta ocasión oí comomínimo quince disparos de mosquete prove-nientes de las montañas durante el tiempo queduró la escaramuza. Una o dos horas despuésde terminada, los sonoros cantos en el valleanunciaron el regreso de los vencedores. Juntoa Kori-Kori esperé su llegada recostado contrala veranda del pai-pai, cuando un tumulto deisleños surgió de las arboledas vecinas dandogritos salvajes. En el centro de ellos marchabancuatro hombres, uno delante del otro a interva-los regulares de ocho a diez pies con palos de

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ese largo extendidos de un hombro al otro, a loscuales habían atado con tiras de corteza tresbultos largos y estrechos cuidadosamente en-vueltos con grandes capas de ramas de palmafrescas unidas con brotes de bambú. Aquí y allásobre estas verdes sábanas podían verse man-chas de sangre, mientras que los guerreros queportaban tan horrorosa carga mostraban en suspiernas desnudas las mismas marcas sanguina-rias. La cabeza rapada del delantero tenía unaprofunda herida de cuchillo y la sangre quehabía manado de ella ya había coagulado a sualrededor. El salvaje parecía hundirse bajo elpeso que cargaba. El brilloso tatuaje de sucuerpo estaba cubierto de sangre y tierra; susojos henchidos de dolor giraban en sus órbitasy su apariencia general denotaba un sufrimien-to y un esfuerzo extraordinarios; no obstante,sostenido por algún fuerte impulso, continuósu avance, mientras la multitud alrededor de éllo estimulaba con vítores salvajes. Los treshombres restantes tenían marcas de heridas

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leves en brazos y pechos, las cuales mostrabancon ostentación.

Estos cuatro individuos, por ser los másactivos en el reciente encuentro, tenían el honorde llevar al Tai los cuerpos de los enemigosmuertos. A esa conclusión llegué por lo queveían mis ojos y de lo que pude entender porlas explicaciones de Kori-Kori.

El rey Mehevi caminaba al lado de estoshéroes. En una mano llevaba un mosquete, decuyo cañón había suspendido una bolsita depólvora; y en la otra sostenía delante de él unacorta jabalina que miraba con fiera exaltación.La había arrebatado a un célebre guerrero japarque había huido ignominiosamente y que fueperseguido hasta más allá de la cima de lasmontañas.

A corta distancia del Tai el guerrero dela herida en la cabeza, que resultó ser Narmoni,dio dos o tres pasos tambaleantes y cayó des-plomado al suelo; pero antes, otro ya había to-mado el extremo del palo de su hombro y lo

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colocó sobre el suyo.El exaltado grupo de isleños que rodea-

ba al rey y a los cuerpos enemigos, se acercó alpunto donde yo me encontraba, blandiendo susrudos implementos de guerra, muchos de loscuales estaban rotos y golpeados, sin dejar deproferir sus gritos de victoria. Cuando la multi-tud llegó frente al Tai me dispuse a observaratentamente sus pasos; pero apenas se detuvie-ron, mi sirviente, que se había alejado por uninstante, me tocó por el brazo y me propusoregresar a la casa de Marheyo. Objeté, pero pa-ra sorpresa mía Kori-Kori reiteró su peticióncon vehemencia desacostumbrada. Sin embar-go, me negué a seguirlo y retrocedí unos pasosfrente a él, pues en su importunidad se meacercaba presionándome, cuando sentí unapesada mano sobre mi hombro y al voltearme,enfrenté la voluminosa figura de Mau-Mau, eljefe tuerto, que acababa de salir de la multitudy había subido por la parte trasera del pa¡-pa¡donde estábamos nosotros. Su mejilla había

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sido cercenada por la punta de una lanza y laherida le impartía una expresión aún más temi-ble a su horrible cara tatuada, ya deformadapor la pérdida de ojo. El guerrero, sin pronun-ciar palabra, señaló con fiereza en dirección a lacasa de Marheyo, mientras Kori-Kori me pre-sentó su espalda deseando que lo montara.

Rechacé su ofrecimiento, pero accedí aretirarme desplazándome lentamente por elpórtico y preguntándome la causa de este ex-traño proceder. Unos pocos minutos me con-vencieron de que los salvajes iban a celebraralgún rito odioso relacionado con sus costum-bres peculiares y para lo cual estaban decididosa prescindir de mi presencia. Bajé del pa¡-pa¡ y,asistido por Kori-Kori, quien en esta oportuni-dad no mostró su usual conmiseración por miincapacidad, sino que pareció ansioso para sa-carme de allí, me alejé caminando del lugar. Alpasar por la bulliciosa muchedumbre, que paraentonces rodeaba completamente el Tai, mirécon temible curiosidad los tres paquetes, que

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depositaban ahora sobre la tierra; pero aunqueno tenía duda de su contenido, sus gruesas co-berturas no me dejaban detectar realmente laforma de un cuerpo humano.

A la mañana siguiente, poco despuésdel amanecer, los mismos estruendos que medespertaron en el segundo día de la "Fiesta delas calabazas", me aseguraron que los salvajesestaban a punto de festejar, como ya estabaconvencido, otra horrible celebración.

Todos los moradores de la casa, exceptoMarheyo, su hijo y Tinor, luego de ponerse susvestidos de gala, partieron en dirección de losBosques Prohibidos.

Aunque no tenía previsto un cumpli-miento de mi solicitud, no obstante, con vistas acomprobar la veracidad de mis sospechas, pro-puse a Kori-Kori que, acorde con nuestra cos-tumbre matutina, debíamos dar un paseo por elTai: se negó rotundamente; y cuando insistí,mostró su determinación de evitar mi visita allugar; y para desviar mi atención, se ofreció a

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acompañarme al arroyo. Allá fuimos y nos ba-ñamos. Al regresar a la casa, me sorprendí deencontrar a toda la familia reclinada sobre lasesteras como era usual, aunque los tamboresaún retumbaban en los bosques.

Pasé el resto del día con Kori-Kori y Fe-yawey, paseando por una parte del valle situa-da en el lado opuesto al Tai, y cuando siquieramiraba hacia el edificio, aunque estaba oculto ala vista por los árboles y a una distancia de másde una milla, mi asistente aclamaba:

-¡Tabú, tabú!En las distintas casas donde paramos,

encontramos a muchos de sus habitantes recli-nados a su gusto o realizando alguna labor li-gera, como si nada desacostumbrado estuvierapasando; pero entre ellos no se veía ni a un solojefe o guerrero. Cuando pregunté a varios porqué no estaban en el Hula-Hula (en el festín),respondieron uniformemente a la preguntacomo si no debía dirigirse a ellos, sino a Mehe-vi, Narmoni, Mau-Mau, Kolor, Womonu y Ka-

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lou, nombrando, en su deseo de hacerme en-tender su significado, a todos los jefes principa-les.

En resumen, todo reforzaba mis sospe-chas respecto a la naturaleza del festival queahora celebraban y que llegaron casi a ser unacerteza. En mi estancia en Nukujiva me dijeroncon frecuencia que en estos banquetes caníbalesnunca estaba presente toda la tribu, sino sólolos jefes y sacerdotes; y todo lo que había ob-servado concordaba con ello.

El sonido de los tambores continuó sinparar todo el día, y golpeándome los oídos mecausaron una sensación de horror imposible dedescribir. Al día siguiente, al no escuchar aque-llos ruidos de pesadilla, llegué a la conclusiónde que había terminado el inhumano festín; ysintiendo una curiosidad morbosa por descu-brir si el Tai tendría alguna evidencia de lo quehabía sucedido, le propuse a Kori-Kori ir hastaallá. A ello respondió señalando con su dedo alsol naciente y luego al cenit, dando a entender

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que nuestra visita debía posponerse hasta elmediodía. Poco después de esa hora nos enca-minamos a los Bosques Prohibidos y tan prontocomo entramos en sus predios, busqué en de-rredor algún resto de la escena que había dura-do hasta tan tarde; pero todo estaba como decostumbre. Al llegar al Tai, encontramos a Me-hevi y a unos cuantos jefes reclinados en lasesteras, los cuales me recibieron tan amigable-mente como siempre. No hicieron alusión al-guna a los recientes acontecimientos; y por ra-zones obvias yo tampoco me referí a ellos.

Luego de un rato, me dispuse a partir.Al pasar por el pórtico, antes de bajar del pai-pai, observé una embarcación de madera curio-samente tallada y de gran tamaño, con una cu-bierta del mismo material encima, que se ase-mejaba a una pequeña canoa. Estaba rodeadapor una baja cerca de bambú a un pie escaso dedistancia de la tierra. Como la nave había sidosituada allí después de mi última visita, penséde inmediato que tenía alguna relación con el

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reciente festival e, impulsado por una curiosi-dad irreprimible, al pasar junto a ella levanté lacubierta por un extremo al tiempo que los jefes,dándose cuenta de mi objetivo, gritaron:

-¡Tabú, tabú!Pero bastó una simple mirada; mis ojos

vieron los componentes desordenados de unesqueleto humano; los huesos aún estabanhúmedos y con partículas de carne colgandoaquí y allá...

Kori-Kori, que caminaba delante de mí,atraído por las exclamaciones de los jefes, seviró a tiempo para ver la expresión de horroren mi rostro. Corrió hacia mí señalando a lacanoa y exclamando con rapidez:

-jPuorki, puorki! (Cerdo).Fingí creerlo y repetí sus palabras varias

veces, como de acuerdo con lo que decía. Losotros salvajes, enfadados por mi conducta opara no manifestar su descontento con lo queya no tenía remedio, no dijeron nada más yabandoné de inmediato el Tai.

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Toda esa noche permanecí despierto re-volviendo en mi mente la terrible situación enla que me encontraba. Se había producido laúltima revelación horripilante y toda la reali-dad se me presentó en la mente con una fuerzanunca antes experimentada por mí.

¿Dónde, pensé desanimado, estará lamás remota posibilidad de escape? La únicapersona que parecía poseer la capacidad deayudarme era el extraño Marnu; pero ¿regresa-ría de nuevo al valle? Y si lo hacía, ¿me permiti-rían comunicarme con él? Tal parecía que mehubieran despojado de toda esperanza y quesólo me quedaba esperar pacientemente cual-quier suerte que me aguardara. Mil veces tratéde explicarme la misteriosa conducta de losnativos. ¿Con qué objetivo concreto me mante-nían cautivo? ¿Con qué propósito me tratabancon aparente bondad y no sería eso parte dealgún plan macabro? o, si sólo tenían en mentemantenerme prisionero, ¿cómo podría pasar elresto de mis días en este estrecho valle, privado

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de toda relación con seres civilizados y separa-do para siempre de mis amigos y mi hogar?

Sólo me quedaba una esperanza. Losfranceses tendrían que visitar esta bahía y, sidestacaban permanentemente parte de sus tro-pas en el valle, los salvajes no podrían ocultarlespor mucho tiempo mi existencia. Pero ¿quémotivos tendría yo para suponer que me deja-rían vivir hasta que ocurriera ese acontecimien-to, hecho que podría posponerse por miles demotivos diferentes?

CAPÍTULO TREINTA Y TRES

El forastero regresa al valle - Singular en-

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trevista con él - Intento de escapar - Fracaso - Me-lancolía - Simpatía de Marheyo.

-¡Marnu! ¡Marnu perni!Esos fueron los sonidos de bienvenida

que escuché aproximadamente a los diez díasde los sucesos que relaté en el capítulo anterior.Una vez más se anunciaba con júbilo la llegadadel forastero, lo cual produjo en mí un efectomágico. De nuevo podría conversar con él al-gún plan, por muy desesperado que fuera, queme sacara de una situación que ahora se habíatornado insoportable.

A medida que se acercaba, recordé conrecelo el final desalentador de nuestro encuen-tro anterior y cuando entró a la casa, observéansioso la recepción que le dieron sus morado-res. Para alegría mía, fue recibido con el mayorplacer y dirigiéndose a mí, se sentó a mi ladopara conversar con los nativos que lo rodearon.Sin embargo, pronto se reveló que en esta oca-sión no tenía noticias importantes que comuni-

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car. Le pregunté de dónde venía; y me contestóque procedía de Poiarka, su valle natal, y quetenía la intención de regresar ese mismo día.

Al instante pensé que si podía llegar aese valle con él, de allí llegaría fácilmente aNukujiva por agua; y animado por la perspec-tiva que presentaba este plan, se lo planteé enbreves palabras y le pregunté cuál era la mejorforma de lograrlo. Mi corazón dio un vuelco enmi pecho cuando en su inglés intermitente medijo que no resultaría:

-Kannaka no deja irte a ningún lado -dijo-; tú tabú. ¿Por qué no quieres quedar? Mu-cho moi-moi (dormir), mucho kai-kai (comer),mucho juijinii (muchachas). ¡Oh, buen lugarTypee! Supongo no gusta esta bahía... ¿por quévino? ¿No oído hablar de Typee? Todos loshombres blancos temen Typee, así ningunovienen.

Estas palabras me desconcertaron almáximo y cuando le relaté de nuevo en quécircunstancias había bajado al valle y traté de

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ganarme su simpatía hacia mí apelando a laspenurias físicas que padecí, me escuchó conimpaciencia y me cortó exclamando apa-sionado:

-No te oír hablar más; porque kannakaenloquecen, matar a tí y a mí. ¿No ves que noquieren que tu hablarme nada? ¿Ves?.. ¡Ah, porqué tú no piensa...? sanas, te matan, te comen,te cuelgan allá arriba como kannaka japar.Ahora escucha y no hablar más. Yo me voy, túves camino donde yo voy... ¡Ah! Entonces unanoche kannaka moi-moi (duermen), tú corre, túvas Poiarka. Yo hablo con kanakas poiarka;ellos no te hacen nada. ¡Ah! Entonces yo te lle-vo en mi canoa a Nukujiva y tú no escapas másde barco.

Con estas palabras, reforzadas por ve-hementes gesticulaciones imposibles de descri-bir, Marnu se apartó de mi lado y enseguidaentabló conversación con uno de los jefes quehabía entrado a la casa.

Hubiera sido un fracaso intentar conti-

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nuar una conversación terminada de modo tanbrusco por Marnu, quien evidentemente noestaba dispuesto a comprometer su propia se-guridad por el más leve intento de salvarme.Pero el plan que me había sugerido me parecióposible de seguir, y decidí ponerlo en práctica ala mayor brevedad posible.

En consecuencia, cuando se levantó pa-ra partir, lo acomañé afuera junto con los nati-vos con vistas a observar cuidadosamente elcamino que emprendería para abandonar elvalle. Justo antes de saltar del pai-pai, tomó mimano entre las suyas y mirándome fijo excla-mó:

-Ahora tú miras, tú haces lo que dije...¡ah! entonces irás bien; si no ¡ah! te mueres.

A continuación agitó su lanza despi-diéndose de los nativos y siguiendo el caminoque conduce a un desfiladero en las montañasdel lado opuesto de Japar, se perdió de vista.

Ante mí tenía una vía de escape, ¿perocuándo tomarla? Estaba continuamente rodea-

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do de salvajes; no podía ir de una casa a otrasin encontrarme con uno; e incluso a la hora dela siesta, el menor movimiento que hiciese pa-recía atraer la atención de los que compartíanlas esteras conmigo. A pesar de estos obstácu-los, decidí hacer el intento. Para lograrlo conperspectivas de éxito era necesario contar condos horas de ventaja antes de que los isleños sepercataran de mi ausencia; pues con tanta faci-lidad se esparcía la alarma por todo el valle y,por supuesto, ellos conocían tan bien los para-jes de la selva, que no podía esperar con micojera, mi debilidad y mi desconocimiento delcamino, que mi huida sería segura, salvo conestas dos horas de ventaja. Asimismo, sólo denoche podría esperar lograr mi objetivo y eso,adoptando la mayor precaución.

La entrada de la casa de Marheyo era através de una pequeña abertura en su fachadade juncos cruzados. Este paso, por un motivoinconcebible por mí, siempre se cerraba des-pués que los moradores de la casa se retiraban

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a descansar, rodando una pesada compuerta demás de una docena de tablas de madera. Cuan-do alguno quería salir, el ruido provocado poresta ruda puerta despertaba a los demás; y enmás de una ocasión he señalado que los isleñosson tan irritables como los seres más civilizadosen circunstancias similares.

Decidí vencer esta dificultad en mi ca-mino de la siguiente manera. Me levantaríaosadamente en medio de la noche y deslizandola puerta, saldría de la casa fingiendo que miobjetivo era sólo beber un poco de agua quesiempre estaba afuera en una esquina del pai-pai. Al entrar olvidaría cerrarla intencional-mente confiando en que la indolencia de lossalvajes no les haría reparar en mi negligencia.Volvería a la estera y esperaría pacientemente aque todos se durmieran de nuevo, para enton-ces salir a hurtadillas y emprender de inmedia-to el camino a Poiarka.

La misma noche que siguió a la partidade Marnu procedí a poner en práctica este pro-

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yecto. A medianoche, como planeé, me levantéy abrí la compuerta. Los nativos, como habíaesperado, se despertaron y algunos pregunta-ron:

-¿Arwer pu aua, Totumo? (¿A dóndevas, Tommo?)

-Wai (Agua) -respondí lacónicamentetomando el cuenco.

Al escuchar mi respuesta se acostaronnuevamente y luego de uno o dos minutos es-taba de regreso en mi estera esperando ansiosoel resultado de mi experimento.

Uno tras otro, los salvajes parecieronvolver a dormirse y regocijado por la quietudreinante ya me iba a levantar de nuevo de lacama, cuando escuché un suave ruido... unasilueta oscura se interpuso entre donde yo es-taba y la puerta, la colocó en su lugar y, el indi-viduo, quienquiera que fuese, volvió a acostar-se. Fue un duro golpe para mí; pero como unnuevo intento esa noche podía despertar lasospecha de los isleños, me vi obligado a dejar-

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lo para la siguiente. Varias veces repetí la ma-niobra, pero con el mismo éxito anterior. Comomis salidas de la casa eran para calmar la sed,Kori-Kori, sospechando algo, o impulsado porel deseo de complacerme, todas las noches co-locó regularmente una vasija de agua a mi lado.

Incluso en estas incómodas circunstan-cias repetí una y otra vez el intento, pero cuan-do lo hacía, mi valet se levantaba conmigo de-cidido a no perderme de vista. Por lo tanto, porel momento, me vi obligado a abandonar laidea de tratar de escapar por este medio.

Poco después de la visita de Mamu, mevi limitado tanto que casi no podía caminar nicon la ayuda de una lanza; y Kori-Kori al igualque antes, se vio obligado a llevarme cargadotodos los días al arroyo.

Durante horas y horas en la parte máscalurosa del día descansaba en la estera y mien-tras los que me rodeaban dormían placentera-mente, yo permanecía despierto, sopesaba contristeza la suerte que ahora parecía imposible

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de evitar y pensaba en los queridos amigos queestaban a miles de millas de la isla salvaje queme mantenía cautivo, reflexionaba que mi tristedestino nunca lo conocerían, y que con pocasesperanzas esperarían mi regreso mucho des-pués que mi inanimado cuerpo se confundieracon el polvo del valle; no pude evitar estreme-cerme de angustia.

Siempre que la dulce Fayawey y Kori-Kori, acostados ambos a mi lado, me dejabansolo en mi reposo ininterrumpido, miraba conextraño interés los más leves movimientos delexcéntrico guerrero. Solo, en la quietud delmediodía tropical, realizaba su callada labor,sentado a la sombra tejiendo las hojas de lasramas del cocotero o enrollando sobre sus rodi-llas las tiras torcidas de corteza para hacer cor-deles con los cuales atar el techo de su choza.Con frecuencia, suspendiendo su labor y no-tando mi vista melancólica fija en él, levantabasu mano en gesto de expresiva conmiseraciónpara dirigirse hacia mí lentamente, entrar en

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puntillas de pie, temeroso de molestar a losdurmientes y, quitándome el abanico de la ma-no, se sentaba delante de mí, agitándolo sua-vemente de un lado a otro mirándome ardien-temente a la cara.

Justo delante del pai-pai y dispuestos entriángulo a la entrada de la casa, había tresmagníficos árboles del pan. Ahora puedo re-cordar perfectamente sus finos troncos y lasgraciosas irregularidades de sus cortezas, en lasque mis ojos acostumbraban posarse día trasdía en medio de mis solitarias meditaciones. Esextraño cómo objetos inanimados pueden pro-ducimos afecto, especialmente en las horas deaflicción. Incluso ahora, en medio de todo elbullicio y la agitación de la orgullosa y activaciudad en que vivo, la imagen de aquellos tresárboles parecen revivir ante mis ojos como silos estuviera viendo y aún siento el suave pla-cer de contemplar durante horas sus copas on-dulando graciosamente por la acción del vien-to.

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CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

La huida

Ya habían pasado casi tres semanasdesde que se produjo la segunda visita de Ma-mu y más de cuatro meses de mi entrada alvalle, cuando un mediodía, reinando el másprofundo silencio, Mau-Mau, el jefe tuerto,apareció de pronto en la puerta e inclinándosehacia mí que estaba acostado directamentefrente a él, me dijo en voz baja:

-Toby perni ena. (Llegó Toby.)¡Dios mío! ¡Qué tumulto de emociones

me sobrevinieron ante la sorprendente noticia!Insensible al dolor que antes me había distraí-do, me puse en pie y llamé ansiosamente a Ko-

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ri-Kori que reposaba a mi lado. Los sorprendi-dos isleños saltaron de sus lechos; se les comu-nicó la noticia; y a continuación inicié la marchahacia el Tai sobre la espalda de Kori-Kori ro-deado por los excitados salvajes.

Todo lo que pude entender sobre el par-ticular que Mau-Mau contó a su auditoriomientras avanzábamos era que el compañeroperdido había llegado en un bote que acababade entrar a la bahía. Conocer esto aumentó miansiedad por que me llevaran al mar, a menosque alguna circunstancia inesperada evitaranuestro encuentro; pero no accedieron y conti-nuamos viaje hacia el aposento real. Al acerca-mos, Mehevi y varios jefes más salieron al pór-tico y gritaron que nos acercáramos más.

Cuando lo hicimos, traté de hacerlescomprender que iría al mar a encontrarme conToby. El rey opuso su objeción e indicó a Kori-Kori que entrara al edificio. Era inútil resistir-me; y en unos instantes me encontré dentro delTai rodeado por un ruidoso grupo que discutía

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sobre la reciente noticia. Se repitió mucho elnombre de Toby junto a violentas exclamacio-nes de sorpresa. Parecían dudar que hubierallegado y a cada reporte fresco proveniente dela costa, revelaban las más vívidas emociones.

Casi frenético por mantenerme en esteestado de suspenso, rogué a Mehevi que mepermitiese partir. Hubiera llegado mi compa-ñero o no, tenía el presentimiento de que misuerte estaba a punto de decidirse. Repetí una yotra vez la petición a Mehevi. Mi miró seria yfijamente, pero al fin cediendo a mi importuni-dad, accedió a regañadientes a mi solicitud.

Acompañado por unos cincuenta nati-vos, continué rápidamente el viaje; cambiandoa ratos de una espalda a la otra, y alentando ami portador a apurarse con francas súplicas.Con la premura, no dudé ni un momento de laveracidad de la información. Vivía sólo con laidea dominante de que tenía ante mí la posibi-lidad de liberarme, si podía vencer la celosaoposición de los salvajes.

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Mi prohibición de acercarme al mar du-rante mi estancia en el valle asociaron en mí laidea de escaparme. Toby también, si realmenteme había abandonado voluntariamente, teníaque haber partido por mar; y ahora que meacercaba a él, me surgían esperanzas que nuncahabía sentido. Resultaba evidente que un botehabía entrado en la bahía y no vi motivos paradudar que mi compañero viniera en él. Por lotanto, cada vez que se elevaba el terreno mirabaansioso alrededor, esperando encontrarlo.

En medio de la muchedumbre excitada,que por sus violentas gesticulaciones y salvajesgritos parecían estar influidos por un entusias-mo tan fuerte como el mío, me transportaron enrápido trote, con frecuencia bajando la cabezapara evitarlas ramas que cruzaban sobre el ca-mino sin dejar de implorar a los que me porta-ban que aceleraran más el paso.

De esta manera avanzamos unas cuatroo cinco millas, cuando nos recibieron un grupode unos veinte isleños, que entablaron una

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animada conversación con los que me acompa-ñaban. Impaciente por la demora ocasionadapor esta interrupción, incité al hombre que mecargaba a que siguiera sin sus compañeros,cuando Kori-Kori, que corría a mi lado, me in-formó con tres miserables palabras que la noti-cia era falsa:

-Toby ouli perni. (Toby no llegó.)Sólo Dios sabe cómo, en el estado men-

tal y físico en que me encontraba, pude sopor-tar la agonía que la noticia me había oca-sionado; no es que fuera del todo inesperada;pero había confiado en que el hecho no sehubiera conocido antes de llegar a la playa. Enseguida preví lo que los salvajes harían: Habíancedido ante mis súplicas sólo para que pudieradar un buen recibimiento a mi compañero per-dido; pero ahora que conocían que no habíallegado, me obligarían a regresar.

Mis suposiciones fueron más que acer-tadas. A pesar de mi resistencia, me llevaron auna casa cercana y me depositaron en las este-

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ras. Poco después varios de los que me habíanacompañado desde el Tai, separándose de losdemás, se dirigieron al mar. Los que quedaron,entre los que estaban Marheyo, Mau-Mau, Ko-ri-Kori y Tinor, se reunieron fuera de la casa yesperaron a los demás.

Esto me convenció de que algunos fo-rasteros, quizá compatriotas míos, por una cau-sa u otra habían entrado en la bahía. Distraídopor la idea de su cercanía e indiferente al dolorque sufría, no presté atención a la afirmación delos isleños de que no había ningún bote en labahía y, poniéndome de pie intenté llegar a lapuerta. Al instante varios hombres me bloquea-ron el paso y me ordenaron sentarme. Las fero-ces miradas de los irritados salvajes me advir-tieron que no lograría nada por la fuerza y quesólo mediante súplicas podría lograr mi objeti-vo.

Guiado por esta idea, me dirigí a Mau-Mau, el único jefe presente a quien veía confrecuencia, y ocultando cuidadosamente mi

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verdadero plan, traté de hacerle comprenderque aún creía que Toby había llegado a la playay le rogaba que me permitiera ir a recibirlo. Atodas sus reiteradas afirmaciones de que nohabían visto a mi compañero, fingí no enten-derlas a la vez que acompañe mis solicitudescon una elocuencia de gestos que el jefe tuertopareció no resistir. Realmente me miró como aun hijo caprichoso, a cuyos deseos no tenía elvalor de oponerse. Dijo unas palabras a los na-tivos, los cuales se retiraron al instante de lapuerta y pude salir de la casa.

Fuera busqué ansioso a Kori-Kori, peromi hasta entonces fiel servidor no estaba. Sinquerer perder siquiera un instante, ya que cadamomento podría ser tan importante, me dirigí aun fornido individuo cercano para que me lle-vara en su espalda; para mi sorpresa se negóofendido. Me dirigí a otro con el mismo resulta-do. Un tercer intento resultó igualmente infruc-tuoso; y me di cuenta qué había inducido aMau-Mau a conceder mi solicitud y por qué los

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demás nativos se comportaban de modo tanextraño. Era evidente que el jefe me había dadolibertad a que siguiera hacia el mar porque su-ponía que no dispondría de los medios paralograrlo.

Convencido de su determinación de re-tenerme cautivo, me desesperé; y casi insensi-ble al dolor, tomé una lanza que estaba coloca-da contra una pared y apoyándome en ella,tomé el camino aledaño a la casa. Para mi sor-presa, me dejaron solo, todos los nativos per-manecieron frente a la casa enfrascados enanimada conversación que cada vez se hacíamás ruidosa y vehemente, y para mi indescrip-tible placer, noté que se habían levantado dife-rencias de opiniones entre ellos; que dos gru-pos, en breve tiempo, se formarían y por consi-guiente, así divididos, había probabilidad deescape.

Antes de haber avanzado unas cien yar-das, de nuevo estuve rodeado de salvajes, queaún discutían y parecían que en cualquier mo-

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mento se entrarían a golpes. En medio de estetumulto, el viejo Marheyo se me acercó y nuncaolvidaré la bondadosa expresión de su rostro.Me puso el brazo sobre los hombros y pronun-ció enfáticamente las únicas dos palabras eninglés que le había enseñado: "Casa" y "Madre".Al instante comprendí lo que quería decirme yle expresé mi agradecimiento. Feyawey y Kori-Kori estaban a su lado, ambos lloraban copio-samente; y el viejo tuvo que repetir su mandatodos veces para que su hijo accediera a obede-cerlo y subirme de nuevo a su espalda. El jefetuerto se opuso, pero fue desobedecido y, se-gún me pareció, por uno de su propio grupo.

Proseguimos la marcha y nunca olvida-ré el éxtasis que sentí cuando escuché rugir lasolas rompiendo en la playa. Pronto vi el brillodel agua entre los árboles. ¡Oh, la imagen y elsonido gloriosos del océano... con qué alegría tesaludé como a un amigo conocido! Para enton-ces ya se hacían más audibles los gritos de lamultitud en la playa y en la confusión de soni-

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dos pensé oír las voces de mis compatriotas.Cuando llegamos a la arena, lo primero

que vi fue un bote ballenero inglés, de popa a lacosta, a sólo unas brazas de ella. Estaba tripu-lado por cinco isleños vestidos con cortas túni-cas de calicó. Mi primera impresión fue de quetrataban de sacarlo del agua; y que, después detodos mis esfuerzos, había llegado tarde. Micorazón se hundió dentro de mí; pero cuandoagucé la vista me convencí de que el bote seapartaba de la rompiente; y al siguiente instan-te escuché mi nombre gritado por una voz pro-cedente del centro de la multitud.

Mirando en dirección del sonido vi, pa-ra alegría indescriptible mía, la alta figura deKarakoi, un Kannaka oahu, que había estadocon frecuencia a bordo del Dolly, mientras es-tuvo en Nukujiva. Vestía la verde chaqueta deinfantería que le había obsequiado un oficialdel Reine Blanche, el buque insignia francés, yque siempre llevaba puesta. Ahora recuerdoque el kannaka me había dicho muchas veces

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que su persona era considerada tabú en todoslos valles de la isla y verlo en un momento asícolmó de júbilo mi corazón.

Karakoi estaba parado cerca del bordedel agua con un gran rollo de tela de algodónsobre un brazo y dos o tres bolsas de pólvoraen una mano, mientras que en la otra asía unmosquete, que parecía ofrecer a los jefes que lorodeaban. Pero ellos los rechazaron disgusta-dos, con vehementes gestos de que partieraordenándole hacerlo.

El kannaka, sin embargo, insistía ycomprendí en seguida que trataba de comprarmi libertad. Alentado por la idea, le grité que seacercara a mí; pero contestó en un inglés entre-cortado que los isleños lo habían amenazado deatravesarlo con sus lanzas si daba un paso. En-tonces yo avanzaba aún, rodeado de un grannúmero de nativos, varios de los cuales teníansu mano puesta sobre mí y más de uno meapuntaba amenazante con su jabalina. No obs-tante, me di cuenta de que muchos de los me-

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nos amistosos conmigo se mostraban indecisosy ansiosos.

Aún mediaban unas treinta yardas entreKarakoi y yo cuando los nativos me impidieronseguir avanzando y me obligaron a sentarmeen la arena mientras seguían sujetándome. Eltumulto se multiplicó y observé que varios sa-cerdotes habían llegado a la playa, todos loscuales evidentemente instaban a Mau-Mau y alos demás jefes a evitar mi partida; y desde to-dos lados gritaban la detestable palabra "¡Runiruni!" que tanto había escuchado ese día. Vi queel kannaka seguía empeñado a mi favor, quediscutía osadamente el asunto con los salvajes yse esforzaba por convencerlos mostrándoles latela y la pólvora y haciendo funcionar el cerrojodel mosquete. Pero todo lo que decía o haciasólo parecía aumentar los gritos de los que lorodeaban, quienes parecían dispuestos a lan-zarlo al mar.

Cuando recordé el gran valor que estagente daba a aquellas cosas que les ofrecían a

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cambio de mi persona y que ahora rechazabancon tanta indignación, vi una nueva prueba dela fija determinación que siempre habían mani-festado respecto a mí y, desesperado, y sin pre-ver las consecuencias, reuní todas mis fuerzas ysafándome de los que me sujetaban, me pusede pie y corrí hacia Karakoi.

El desesperado intento casi decide misuerte allí mismo; pues varios de los nativos,temerosos de que me les escapara, lanzaron ungrito simultáneo y haciendo retroceder a Kara-koi, lo amenazaron con gestos furiosos y loempujaron al agua. Asustado por su violencia,el pobre hombre, con el agua a la cintura, tratóde apaciguarlos; pero al final, temeroso de quelo mataran, hizo ademanes a sus compañerospara que vinieran enseguida a recogerlo.

Fue en este instante de agonía que dipor perdidas todas las esperanzas, cuando unanueva discusión se produjo entre los dos gru-pos que me acompañaron a la costa; se golpea-ron, se hirieron y corrió la sangre. En el interés

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suscitado por la refriega, me dejaron solo conMarheyo, Kori-Kori y la pobrecita Feyawey,que se asía a mí sollozando. Vi que era cuestiónde "ahora o nunca". Uní las palmas de mis ma-nos, miré implorando a Marheyo y retrocedíhacia la costa ahora desierta. De los ojos delviejo brotaron lágrimas, pero ni él ni Kori-Koritrataron de detenerme y pronto llegué junto alkannaka, que había estado observando ansiosomis movimientos; el bote se acercó cuanto pudohasta los arrecifes; le di un abrazo de despedidaa Feyawey, que parecía muda de pesar y al ins-tante me encontré en el bote, al lado de Kara-koi, quien ordenó a los remeros que partiéra-mos de inmediato. Marheyo y Kori-Kori, y mu-chas de las mujeres, se lanzaron al agua detrásde nosotros y decidí, como la única señal degratitud que podía darles, ofrecerles los artícu-los que se habían traído como precio de mi res-cate.

Pasé el mosquete a Kori-Kori con un rá-pido movimiento equivalente a un obsequio;

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lancé el rollo de tela al viejo Marheyo señalán-dole a la pobre Feyawey, que se había alejadodel agua y se había sentado desconsolada en laarena; tiré las bolsas de pólvora a las mucha-chas más cercanas, quienes las recibieron ansio-sas. La distribución no duró ni diez segundos yantes de terminarla, el bote ya estaba a plenamarcha; el kannaka no paró de exclamar la in-utilidad de desperdiciar un botín como aquel.

Aunque estaba claro que mis movimien-tos habían sido vistos por varios nativos, nosuspendieron la riña en que se habían metido ysólo después que el bote estuvo a más de cin-cuenta yardas de la costa, Mau-Mau y otros seiso siete guerreros corrieron al mar y nos lanza-ron sus jabalinas. Algunas casi nos rozaron,pero no hirieron a ninguno de los hombres, queremaban con ahínco. Sin embargo, aunque es-tábamos fuera del alcance de sus lanzas, elavance era lento; el viento soplaba fuerte haciatierra y la marea no nos favorecía; y vi a Kara-koi, que timoneaba el bote, echar muchos vista-

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zos hacia un punto saliente de la bahía el cualteníamos que vadear.

Durante uno o dos minutos después denuestra partida, los salvajes, formados en gru-pos diferentes, permanecieron mudos e inmóvi-les. De pronto el airado jefe mostró con sus ges-tos la acción que emprendería. Gritó a suscompañeros señalando con su hacha la puntade tierra, se dirigió a toda velocidad en esa di-rección y lo siguieron unos treinta nativos, en-tre ellos algunos sacerdotes, gritando todos"¡Runi, runi!" a toda voz. Evidentemente teníanla intención de nadar desde el saliente e inter-ceptarnos la salida. El viento aumentaba pormomentos y soplaba contra nosotros le-vantando una de esas marejadas donde remarse hace tan difícil. Sin embargo, las probabili-dades parecían estar a nuestro favor, perocuando llegamos a unas cien yardas de la pun-ta, los rápidos salvajes ya se lanzaban al agua ytemimos que en cuestión de pocos minutosestaríamos rodeados por los enfurecidos nati-

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vos. Si así era, nuestra suerte estaba echada,pues estos salvajes, a diferencia de los débilesnadadores de los países civilizados, son adver-sarios más temibles en el agua que en la tierra.Fue una prueba de resistencia: nuestros nativosremaban hasta doblar los remos y el grupo denadadores zurcaba las aguas con gran veloci-dad a pesar de estar encrespada.

Cuando llegamos a la punta saliente, lossalvajes ya se interponían en nuestro paso.Nuestros remeros sacaron sus cuchillos y lospusieron entre sus dientes y yo blandí el ancladel bote. Todos sabíamos que si lograban inter-ceptarnos ejercerían sobre nosotros la prácticaque había resultado tan fatal para otras tripula-ciones que se habían aventurado en estasaguas. Agarrarían los remos, tomarían la bordahaciendo zozobrar la embarcación y no se apia-darían de nosotros.

Luego de algunos momentos angustio-sos, identifiqué a Mau-Mau. El atlético isleño,con su hacha entre los dientes, avanzaba tras

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cada brazada. Era el que estaba más cerca denosotros y en cualquier momento podría aga-rrar uno de los remos. Aun entonces sentíhorror del acto que iba a cometer, pero no eramomento de ser compasivo y ubicando mi ob-jetivo, le arrojé con todas mis fuerzas el ancla.Le golpeó en el pecho y le obligó a hundirse.No tuve tiempo de repetir el golpe, pero lo viregresar a la superficie detrás del bote y nuncaolvidaré la fiera expresión de su rostro.

Sólo otro de los salvajes alcanzó el bote.Se asió de la borda, pero los cuchillos de nues-tros remeros cercenaron sus muñecas y tuvoque soltarse. Así pasamos entre ellos sanos ysalvos. La violenta excitación que me habíamantenido hasta entonces me abandonó y caídesmayado en brazos de Karakoi.

Las circunstancias relacionadas con miinesperada huida pueden relatarse de formamuy breve. El capitán de un barco australiano,necesitando hombres en aquellas lejanas aguas,

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se detuvo en Nukujiva con vistas a reclutarpara su tripulación; pero no enroló ni un solohombre. Ya el barco iba a partir cuando loabordó Karakoi, quien le informó al desencan-tado inglés que un marinero norteamericanoestaba detenido por los salvajes en la cercanabahía de Typee; y se ofreció para tratar de libe-rarlo si le suministraban algunos artículos paratraficar. El kannaka había conocido la noticia delabios de Marnu, a quien después de todo, de-bía mi huida. Aprobada la propuesta, Karakoi,reuniendo a cinco nativos tabúes de Nukujiva,regresó al barco, que en pocas horas partióhacia aquel lugar de la isla y bajaron la velaprincipal fuera de la entrada de la bahía. Elbote ballenero, tripulado por los nativos tabúes,se acercó a la playa mientras el barco esperabasu regreso para partir.

Lo que aconteció después ya fue deta-llado y poco queda por decir. Al llegar al Juliame subieron por un costado y mi extraña apa-riencia y extraordinaria aventura ocasionó el

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más vivo interés. Pusieron la más humanaatención a mi relato. Pero yo estaba reducido atal estado que pasaron tres meses antes de quepudiera recuperar mi salud.

El misterio que envolvió la suerte de miamigo y compañero Toby, nunca se esclareció.Sigo ignorando lo que le sucedió después deque saliera del valle o de que pereciera en ma-nos de los isleños.

APÉNDICE

El autor de este libro llegó a Tahití elmismo día en que los inicuos propósitos de losfranceses se cumplieron al inducir a los jefesnativos subordinados, en ausencia de su reina,a ratificar un mañoso tratado por el cual la des-tronaban virtualmente. En esa ocasión se utili-zaron tanto amenazas como halagos y los ca-ñones de 232 libras que atisbaban a través de

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las troneras de la fragata fueron los principalesargumentos aducidos para acallar los escrúpu-los de los isleños más concienzudos.

Sin embargo, esta piratesca toma deTahití, con toda la aflicción y la desolación queprodujo, no ocasionó ni la mitad de la conmo-ción causada, al menos en los Estados Unidos,por los procedimientos de los ingleses en lasIslas Sandwich. Ninguna transacción había sidojamás tan burdamente tergiversada como lossucesos que ocurrieron con la llegada de LordGeorge Paulet60 a Oahu. El autor, durante una

60 Lord George Paulet, hijo de la marquesade Winchester y comandante de H. M. S. "Carys-foot", anexó formalmente las Islas Sandwich en fe-brero de 1843, debido a las quejas de abusos de par-te de los residentes británicos y mantuvo las islashasta julio, cuando el contraalmirante Richard Tho-mas, comandante de la escuadra del Pacifico de laMarina Real, llegó en el H. M. S. "Dublin" y restauróla independencia de Hawai. La defensa de Pauletpor Melville parece ser justificada, como lo es su

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estancia de cuatro meses, en Honolulu, la me-trópoli del grupo, obtuvo la confidencia de uninglés que fue empleado del lord; y grande fuela sorpresa del autor al llegar a Boston, en elotoño de 1844 y leer los relatos distorsionados ylas invenciones que produjeron en los EstadosUnidos una violenta oleada de indignacióncontra el inglés. Considera, por tanto, un sim-ple acto de justicia hacia un valeroso oficialplantear brevemente las circunstancias princi-pales relacionadas con el suceso en cuestión.

No es necesario enumerar todos losabusos que durante algún tiempo anterior a laprimavera de 1843 colmaron a los residentebritánicos, especialmente sobre el capitánCharlton, cónsul general de Su Majestad britá-

ataque contra los misioneros norteamericanos y enparticular contra G. P. Juded, un misionero nortea-mericano, que, con sus asociados, William Richardsy R. Armstrong, interfirieron en los asuntos políticosde las Islas Sandwich y prepararon el camino para laanexión estadounidense

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nica, por parte de las autoridades nativas de lasIslas Sandwich. Muy favorecido del imbécil reyde entonces era un tal doctor Judd, un beatoaventurero farmacéutico, quien, con otros indi-viduos afines e influyentes, estaba animado porun inveterado desprecio hacia Inglaterra. Lossucesores de una vieja facción de ignorantes eintrigantes metodistas en el consejo de un reysemicivilizado, y expuesta a desacostumbradasdificultades debido a las particularidades desus relaciones con los estados extranjeros, no seesperaba precisamente que impartiera un tonosaludable a la política del gobierno.

Al final los asuntos llegaron a tal extre-mo, a causa de la inicua y mala administraciónde sus relaciones, que se hicieron irresistibleslos insultos y las injurias hacia el cónsul inglés.El capitán Charlton, a quien injuriosamente sele había prohibido abandonar las islas, se retiróclandestinamente a Valparaíso donde conferen-ció con el contraalmirante Thomas, comandanteen jefe inglés de la estación del Pacífico. Como

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consecuencia de esta comunicación, LordGeorge Paulet fue enviado por el almirante enla fragata "Carysfort", a investigar y corregir lossupuestos abusos. Al llegar a su destino, envióa tierra a su primer teniente con una carta diri-gida al rey, en la cual, acompañada de las ma-yores cortesías, le solicitaba audiencia. Al men-sajero se le negó llegar a Su Majestad y Pauletfue remitido tranquilamente a ver al doctorJudd y le informaron que el farmacéutico esta-ba investido de plenos poderes para tratar conél. El lord, rechazando esta insolente propuesta,escribió nuevamente al rey, repitiendo su peti-ción anterior; pero fue rechazado de nuevo.Justamente indignado por este tratamiento, es-cribió una tercera misiva en la cual enumerabalos agravios que debían repararse y demandabael cumplimiento de su requisitoria, so pena decomenzar las hostilidades.

Ahora el gobierno se vio obligado a ac-tuar y se decidió un mañoso rejuego políticopor parte de los despreciables consejeros del

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rey para ganarse las simpatías y suscitar la in-dignación de la cristiandad. Convencieron a SuMajestad a decir al capitán inglés que, comogobernante consciente de su querido pueblo, nopodía cumplir las arbitrarias demandas dellord, y por despreciar los horrores de la guerra,le ofreció que aceptara la "cesión provisional"de las islas, sujeto a las negociaciones que esta-ban pendientes en Londres. Paulet, marino ru-do y honesto, confió en la palabra del rey y lue-go de algunos arreglos preliminares, tomó elmando de los asuntos hawaianos, con el mismoespíritu firme y benevolente que marcaba ladisciplina de su fragata, y que le había hecho elídolo de la tripulación del barco. Pronto segranjeó las simpatías de casi todos los isleños;pero el rey y los jefes, cuyo gobierno feudalsobre la gente común tratan laboriosamente deperpetuar sus consejeros misioneros, vigilarontodos sus pasos con la mayor animosidad. Ce-losos de su creciente popularidad, e incapacesde refrenarla, se dispusieron a socavar su repu-

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tación en el extranjero protestando ostentosa-mente contra sus actos y apelando, con frasesmuy orientales, a que el ancho universo obser-vara y se apiadara de sus agravios sin par.

Haciendo caso omiso a estos clamoresinfructuosos, Lord George Paulet se encomen-dó a la tarea de reconciliar las diferencias exis-tentes entre los residentes extranjeros, des-haciendo sus entuertos, promoviendo sus in-tereses mercantiles y mejorando, cuanto pudie-ra, las condiciones de los degradados nativos.Las iniquidades que trajo a la luz y suprimió deinmediato son demasiado numerosas para re-gistrarlas aquí; pero puede mencionarse unejemplo que dará cierta idea del mal gobiernolamentable a que estaban sometidos estos po-bres isleños.

Es bien conocido que las leyes de las Is-las Sandwich están sujetas a las alteracionesmás caprichosas, que, a través de la confusiónde todas las ideas del bien y el mal en las men-tes de los nativos, producen los efectos más

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perniciosos. En ningún caso es más discernibleeste agravio que en las regulaciones en constan-te cambio sobre el libertinaje. En un momentolas libertades más inocentes entre los sexos soncastigadas con multa y prisión; en otro, la revo-cación de la ley es seguida de la más abierta ydesnuda prodigalidad.

Sucedió que en el momento de la llega-da de Paulet, las leyes azules de Connecticut61

ya regían en el país desde hacía tres semanas.En consecuencia, el fuerte de Honolulu se llenóde gran cantidad de muchachas, confinadas enesas tierras cumpliendo penitencia por sus des-

61 Las leyes azules de Connecticut: los gobiernospuritanos de Nueva Inglaterra, durante el pe-ríodo colonial, promulgaron leyes que consti-tuyeron estrictos códigos de conducta personal;las de Connecticut se consideraron como lasmás severas, pero parece que la rigidez de suaplicación puede haber sido exagerada por loshistoriadores post-revolucionarios

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lices. Paulet, aunque al principio no quiso inter-ferir con las regulaciones que se referían a losnativos solamente, al final, por la frecuencia dealgunos reportes, fue inducido a realizar unaestricta investigación de la administración in-terna del general Kekuanoa, gobernador de laisla de Oahu, uno de los pilares de la Iglesiahawaiana y capitán de la plaza. Pronto descu-brió que grupos de mujeres empleadas duranteel día en labores en beneficio del rey, por lanoche eran pasadas subrepticiamente por sobrelas murallas del fuerte -que en uno de sus ladosda directamente al mar- y eran trasladadas fur-tivamente a bordo de aquellos barcos que habí-an concertado el correspondiente convenio conel general. Antes del amanecer regresaban a susaposentos y su silencio respecto a estas secretasexcursiones se compraba con una pequeña par-te de los pagos regulares que se ponían en ma-nos de Kekuanoa.

La fuerza con que las leyes concernien-tes al libertinaje se aplicaron en ese período

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permitió al general monopolizar en gran medi-da el detestable tráfico en que participaba y,por consiguiente, grandes cantidades de dineroengrosaron sus arcas, y algunos dicen que lasdel gobierno también. Realmente es un hecholamentable que los ingresos principales delgobierno hawaiano provinieran de las multasimpuestas por este motivo, o más bien por laslicencias sacadas del vicio, cuya prosperidadestá vinculada con la del gobierno. Si el pueblose vuelve honrado, las autoridades se empobre-cerán; pero ante lo dicho, no hay temor a tenerque preocuparse por esas cosas.

Unos cinco meses después de la fechade la cesión, la fragata "Dublin", que portaba lainsignia del contraalmirante Thomas, entró alpuerto de Honolulu. La agitación que su repen-tina aparición produjo en tierra fue extraordi-naria. Tres días después de su llegada, un ma-rinero inglés arrió la bandera con la cruz britá-nica que había ondeado en lo alto del fuerte yde nuevo la insignia hawaiana se izó en la

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misma asta. En ese instante los largos cañones42 de Punchbowl Hill hicieron rugir sus gar-gantas en respuesta triunfante a los truenos desalva de los cinco barcos de guerra que estabanen la bahía; y el rey Kanmajanmaja III, rodeadode un espléndido grupo de oficiales británicosy norteamericanos, desplegó el estandarte realpara reunir a miles de sus súbditos, quienes,atraídos por la imponente demostración militarde los extranjeros, se habían agrupado parapresenciar la restauración formal de las islas asus antiguos gobernantes.

El almirante, al aprobar el proceder desu subalterno, había repuesto el mandato delas autoridades; y había eliminado de esta for-ma la necesidad de seguir actuando bajo la ce-sión provisional.

El acontecimiento sirvió de ocasión parael desenfrenado regocijo del rey y los jefes prin-cipales, quienes con facilidad se ganaron lademostración entusiasta de sus subalternos, alaplazar por cierto tiempo la conocida severidad

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de las leyes. Se colocaron proclamas reales eninglés y hawaiano en las calles de Honolulu yse pegaron carteles en los poblados más densosdel grupo de islas, en los cuales Su Majestadanunciaba a sus activos súbditos el restableci-miento de su trono y les exhortaba a celebrar laocasión traspasando toda limitación moral,legal y religiosa durante diez días consecutivos,durante los cuales todas las leyes de la tierra sedeclaraban solemnemente suspendidas.

Quien por casualidad se encontraba enHonolulu durante esos diez días memorables,nunca los olvidará. El espectáculo de orgía ge-neral a pleno día, entonces exhibido, superatoda descripción. Los nativos de las islas veci-nas llegaban a la ciudad en centenares y lastripulaciones de dos fragatas, liberadas oportu-namente como diablos con vistas a incrementarel alboroto pagano, le dio a la coronación elcolorido de la escena. Fue una especie de satur-nales polinesias. Hechos demasiado atroces decontar se hicieron en plena calle a la luz del día;

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y algunos de los isleños, cogidos robando a losextranjeros con las manos en la mano, al serllevados al fuerte por la parte agraviada, eransoltados de inmediato con los objetos robados:Kekuanoa le informaba a los hombres blancos,con una risa sardónica, que las leyes estaban"jampa" (bloqueadas).

La historia de estos diez días revela ensus verdaderas tonalidades el carácter de loshabitantes de las Islas Sandwich y constituyeun retrato elocuente de los resultados que si-guieron a las labores de los misioneros. Libera-dos de las restricciones de severas leyes pena-les, los nativos casi al unísono se lanzaron vo-luntariamente a toda especie de maldades yexcesos y, con su absoluto desprecio por todadecencia, mostraron abiertamente que aunqueles habían inculcado una aparente sumisión alnuevo orden de cosas, en realidad seguíansiendo tan depravados y viciosos como siem-pre.

Estos fueron los sucesos que produjeron

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en los Estados Unidos un acceso de indignacióntan generalizado contra el vivaz y magnánimoPaulet. No es el primer hombre que, en el in-trépido desempeño de su cargo, levanta insen-sibles clamores de aquellos cuyas estrechassospechas los enceguece y no pueden valorardebidamente las medidas que las situacionesanormales exigen.

Es casi innecesario añadir que el gabine-te británico nunca tuvo idea alguna de apro-piarse las islas; y proporciona una reivindica-ción suficiente de los actos emprendidos porLord George Paulet, de que no sólo recibió unaaprobación ineficaz de su propio gobierno, sinoque hasta hoy la gran masa del pueblo hawaia-no bendiga su imagen y mire agradecido laépoca en que su mano liberal y paternal difun-dió la paz y la felicidad entre ellos.

LA HISTORIA DE TOBY

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Una continuación de Typee. Por el autor deesa obra

Nota del autor: el mismo estuvo más de dosaños en los Mares del Sur después de escapar delvalle, como narró en el último capítulo. Algún tiem-po después de regresar a los Estados Unidos se pu-blicó el siguiente relato, aunque se dudara entoncesque éste sería el medio de revelar la existencia deToby, a quien desde hacía mucho se había dado pormuerto.

La historia de su huida representa una con-tinuación natural de la aventura y, como tal, se aña-de a este libro. El propio Toby se la relató al autorhace menos de diez días.

Nueva York, julio de 1846

La mañana en que mi camarada meabandonó, como relaté en la narración, se fueacompañado de un gran grupo de nativos, al-gunos de los cuales llevaban frutas y cerdos

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para traficar con ellos, pues se había corrido lanoticia de que habían llegado algunos botes a labahía.

A medida que avanzaban por los cami-nos del valle, iban uniéndoseles más nativospor todos lados, corriendo con animados chilli-dos por los senderos. Tan excitados estaban queToby, a pesar de sus ansias por llegar a la pla-ya, tuvo que esforzarse por mantenerse junto aellos. Retumbando el valle con sus gritos, corrí-an en rápido trote; los de adelante paraban decuando en cuando y movían sus armas paraapresurar a los demás.

Llegaron a un lugar donde el caminocruzaba uno de los principales ramales del río.Aquí se escuchó un extraño sonido provenientede la espesura y los isleños se detuvieron. EraMau-Mau, el jefe tuerto, que había partido an-tes, y ahora golpeaba su pesada lanza contra larama hueca de un árbol.

Era un aviso de alarma -pues sólo se es-cuchaban los gritos de ¡Japar, japar!"-; los gue-

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rreros levantaron sus lanzas y las agitaron en elaire; las mujeres y los niños se gritaban unos aotros y recogían piedras del lecho del río. Enuno o dos segundos Mau-Mau y dos o tres jefesmás salieron corriendo de la espesura y el es-trépito se multiplicó por diez.

Ahora, pensó Toby, a guerrear; y comono estaba armado, le pidió a uno de los jóvenesque vivía con Marheyo que le prestara su lanza.Pero se la negó; el joven le dijo en tono burlónque el arma era buena para él (por ser un taipi),pero que un hombre blanco lucharía mejor conlos puños.

El alegre humor del joven pareció con-tagiar a los demás, pues a pesar de sus gritos ygestos bélicos, todos saltaron y rieron como sifuera una de las cosas más graciosas del mundoesperar el vuelo de una o dos andanadas dejabalinas japares que saldrían de la espesura enque aquellos estaban emboscados.

Mientras mi amigo trataba en vano dehallar un significado a esto, un buen número de

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nativos se separó del resto y corrieron hacia laarboleda que estaba a un lado, los otros queda-ron inmóviles, como esperando el resultado.Sin embargo, luego de un rato, Mau-Mau, queavanzaba al frente, les indicó que se acercarancon mucha cautela, lo cual hicieron, casi sinmover una hoja. Así avanzaron agachados du-rante unos diez o quince minutos, deteniéndosea cada rato para aguzar el oído.

A Toby de ningún modo le agradó estarescondiéndose así; si querían guerra, que em-pezara de inmediato. Pero todo a su hora - puesen ese mismo momento, mientras avanzaban atientas por la espesura del bosque, terriblesalaridos cayeron sobre ellos desde todos lados,y andanadas de dardos y piedras atravesaron elcamino. No se veía a un solo enemigo, y lo quees más sorprendente aún, ningún hombre cayó,a pesar de que las piedras golpeaban las hojascomo granizos.

Hubo un momento de pausa, luego lostaipis, con salvajes chillidos, se lanzaron al ata-

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que lanza en mano; Toby no se quedaría atrás.Casi a punto de que las piedras le rompieran elcráneo y estimulado por un viejo rencor que lesguardaba a los japares, estuvo entre los prime-ros en lanzarse contra ellos. Al abrirse pasoentre los arbustos tratando -como lo hizo- dearrebatarle una lanza a algún jefe joven, depronto cesaron los gritos de guerra y el bosqueadoptó el silencio de la muerte. A continuación,el grupo que los había abandonado tan miste-riosamente salió corriendo de detrás de cadaárbol y arbusto uniéndose al resto con largas yalegres carcajadas.

Todo había sido un simulacro y Toby,jadeante de agitación, estaba colérico por habersido objeto de la broma.

Luego resultó que todo el asunto habíasido planeado en beneficio suyo, aunque elobjetivo era difícil de precisar. Mi camarada fueel más perjudicado por este juego de mucha-chos, pues había perdido tanto tiempo, dondecada instante podría ser precioso. Quizá, sin

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embargo, en parte tenía esa intención; y así selo hicieron pensar, porque cuando los nativosreanudaron la marcha no estaban tan apuradoscomo antes. Por fin, luego de avanzar ciertadistancia en que Toby pensó que nunca llegaríaal mar, dos hombres se les acercaron corriendoy todos hicieron un alto, seguido de una ruido-sa discusión, durante la cual el nombre de Tobyse repetía a menudo. Todo esto acrecentaba suansiedad por conocer qué sucedía en la playa;pero en vano trató de seguir avanzando, losnativos lo retenían.

En pocos segundos la conferencia ter-minó y muchos de ellos corrieron por el caminoen dirección al océano, el resto rodeó a Toby yle instó a "Moi ", o sea a sentarse y descansar.También lo indujeron a comer, pues colocaronen el suelo varias jícaras de comida, que habíantraído con ellos, las abrieron y encendieron pi-pas de tabaco. Toby refrenó su impaciencia porun momento, pero al final se puso de pie y vol-vió a correr para marcharse. No obstante, pron-

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to lo alcanzaron y rodearon, pero, sin detenerlo,le permitieron llegar al mar.

Salieron a un espacio abierto de impo-nente verdor que estaba entre la espesura y elagua y muy cerca de la sombra de la montañajapar, donde se apreciaba un tortuoso caminoque entraba en un desfiladero.

Sin embargo, no había señal de bote al-guno, sólo un tumulto de hombres y mujeres yalguien en el centro dirigiéndoles la palabra. Amedida que mi camarada avanzó, esta personasalió del círculo y resultó conocida. Era un viejoy canoso marinero a quien Toby y yo habíamosvisto con frecuencia en Nukujiva, donde vivíauna vida independiente en casa de Mowanna,el rey, respondiendo al nombre de "Jimmy". Dehecho era el favorito del rey y tenía voz y votoen los consejos del amo y señor. Usaba un som-brero de paja y un tipo de bata matutina detapa, suficientemente holgada como para dejarver la estrofa de una canción que llevaba tatua-da en el pecho y una serie de cortadas fogosas

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hechas por los artistas nativos en otras partesde su cuerpo llevaba una caña de pesar en lamano y una vieja pipa tiznada colgada sobre elpecho.

Este viejo corsario, habiéndose retiradode la vida activa, había residido en Nukujivapor algún tiempo, conocía el idioma y por esolos franceses lo contrataban a menudo comointérprete. También era un chismoso redoma-do, siempre yendo de su canoa a los barcos enpuerto, obsequiando a sus tripulaciones lospequeños bocados de un escándalo de la corte -por ejemplo, la vergonzosa intriga amorosa deSu Majestad con una damisela japar, una baila-dora pública en las fiestas- o relatando algúncuento increíble de las Marquesas en general.Recuerdo particularmente el relato que hizo ala tripulación del "Dolly" y que resultó literal-mente una patraña sobre dos prodigios natura-les que decía existían en la isla. Uno era un vie-jo monstruo ermitaño que tenía una maravillo-sa reputación de santidad y de hechicero famo-

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so, que vivía apartado en su madriguera de lamontana ocultando al mundo un gran par decuernos que le salían de las sienes. Indepen-dientemente de su reputación de santidad, estehorrible personaje era el terror de toda la isla,pues se decía que abandonaba su retiro y salía ala caza de hombres en las noches sin luna.También un tal Paul Pry, al bajar de la monta-ña, echó un vistazo a esta madriguera y la en-contró llena de huesos. En resumen, era unmonstruo inaudito.

El otro fenómeno del que Jímmy noscontó fue el hijo menor de un jefe, quien, aun-que sólo de diez años recién cumplidos, habíasido hecho sacerdote debido a que sus supersti-ciosos compatriotas lo consideraron especial-mente apropiado para practicar el sacerdociopor el hecho de que en su cabeza tenía una cres-ta parecida a la de un gallo. Pero esto no eratodo; pues aún más maravilloso de relatar eraque el muchacho, además de su extraña cresta,estaba dotado de voz de gallo y con frecuencia

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hacía uso de esta peculiaridad.Pero regresemos a Toby. Cuando vio al

viejo bucanero en la playa, corrió hacia él; losnativos lo siguieron y formaron un círculo entorno a ellos.

Después de darle la bienvenida a la cos-ta, Jímmy le contó cómo se había enterado denuestra huida del barco y que estábamos enterritorio taípí. De hecho Mowanna lo habíainstado a ir a ese valle y después de visitar asus amigos allí, traernos de regreso, pues SuAlteza estaba muy ansioso de compartir con élla recompensa que habían ofrecido por nuestracaptura. El, sin embargo, le aseguró a Toby quehabía rechazado la oferta indignado.

Todo esto asombró bastante a mi com-pañero, pues ninguno de nosotros teníamos lamenor idea de que hombre blanco algunohubiera visitado jamás socialmente a los taipis.Pero Jimmy le dijo que así era, aunque casinunca entraba a la bahía y escasamente se apar-taba de la orilla. Uno de los sacerdotes del va-

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lle, de una forma u otra relacionado con unavieja divinidad tatuada de Nukujiva, era amigosuyo y por eso él era "tabú".

Además dijo que a veces lo contratabanpara ir a la bahía a adquirir frutas destinadas alos barcos anclados en Nukujiva. De hecho, estaera su obligación actual, según dijo, pues aca-baba de atravesar la montaña proveniente deJapar. Hacia el mediodía siguiente la fruta seríaapilada en montones en la playa, listas para quelos botes que pensaba traer la recogieran.

Jimmy ahora preguntó a Toby si queríaabandonar la isla; si así era, había un barco re-clutando hombres en la otra bahía y le gustaríallevarlo con él y verlo abordar el barco esemismo día.

-No. No puedo abandonar la isla sin micompañero -dijo Toby-. Lo dejé en el valle por-que no le permitieron venir. Vamos a buscarloahora.

-¿Pero cómo va él a cruzar la montañacon nosotros -preguntó Jimmy- aun cuando lo

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traigamos hasta la playa? Mejor, déjalo que sequede hasta mañana y yo lo llevaré a Nukujivaen uno de los botes.

De eso nada -dijo Toby-. Vamos conmi-go ahora y traigámoslo a cualquier precio.

Y dejándose llevar por el impulso delmomento, intentó correr hacia el valle. Peroapenas se había volteado, una docena de manoslo aguantaron y entonces supo que no podíaregresar.

Fue en vano luchar con ellos; no hicie-ron caso a sus gritos. Herido en el corazón poreste rechazo inesperado, Toby ahora suplicó almarinero que fuera a buscarme él solo. PeroJimmy contestó que a juzgar por el ánimo delos taipis, ellos no se lo permitirían, aunquecreía que no le harían daño alguno.

Poco pensaba Toby entonces, como des-pués sospecharía con toda razón, que estemismo Jimmy era un canalla desalmado que,mediante sus mañas, acababa de incitar a losnativos a no permitirle ir en mi búsqueda. Bien

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debía saber el viejo marinero que los indígenasnunca consentirían que partiéramos los dos; ypor lo tanto quería llevarse a Toby con el pro-pósito que luego revelaría. Mi compañero, sinembargo, desconocía todo esto.

Aún luchaba con los isleños cuandoJimmy se le acercó de nuevo y le aconsejó queno los irritase, diciéndole que sólo estaba em-peorando las cosas, que si se encolerizaban, nosabría lo que podría pasarles. Al final logró queToby se sentara en una canoa rota que estaba allado de un montón de piedras y sobre las cua-les había un ruinoso templete sustentado porcuatro remos erectos y el frente estaba parcial-mente oculto por una red. Las partidas de pes-ca se reunían allí cuando regresaban del mar, ycolocaban sus ofrendas frente a la imagen sobrela lisa piedra negra. Jimmy dijo que este sitioera un estricto "tabú" y que nadie los molestaríani se acercaría a ellos si permanecían bajo susombra. Luego el viejo marinero se alejó y em-pezó a hablar con mucha franqueza con Mau-

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Mau y otros jefes, mientras los demás formaronun círculo en tomo al templete, mirando aten-tamente a Toby y conversando entre ellos sincesar.

Ahora, a pesar de lo que Jimmy acababade decirle, una anciana se presentó ante mi ca-marada y se sentó a su lado en la canoa. -¿Taipimortarki? -preguntó.

-Mortarki no-respondió Toby.Luego ella le preguntó si iría a Nukujiva

y él le contestó afirmativamente con un movi-miento de cabeza; y la mujer, con un triste la-mento y lágrimas en los ojos, se levantó y sealejó de su lado.

Esta anciana, le diría después el marine-ro, era la esposa de un viejo rey de un vallepequeño de la isla, que se comunicaba me-diante un profundo paso con el país de los tai-pis. Los habitantes de los dos valles estabanunidos por consanguinidad y llevaban el mis-mo nombre. La anciana había bajado al valle deTypee el día anterior y ahora estaba acompa-

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ñada de tres jefes, hijos suyos, que venían avisitar a sus parientes.

Cuando la anciana se alejó, Jimmy seacercó a Toby y le dijo que había hablado todode nuevo con los nativos y que sólo se podíahacer una cosa. No le permitirían regresar alvalle, y los maltratarían a los dos si no se mar-chaban de inmediato.

-Bueno -dijo, mejor nos vamos a Nuku-jiva por tierra y mañana traeré a Totumo, comole dicen, por mar; me prometieron traerlo a laplaya mañana temprano para no demoramos.

-¡No, no! -dijo Toby desesperado-. ¡Nolo voy a dejar así; tenemos que huir juntos!

-Entonces, no hay esperanza para uste-des -respondió el marinero-; te dejo aquí en laplaya, te regresarán al valle tan pronto me vayay ninguno de ustedes dos volverá a ver el marjamás.

Y juró solemnemente que si Toby se ibaa Nukujiva con él ese día, seguro me tendríajunto a él a la mañana siguiente.

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-¿Pero cómo sabes que lo van a traer a laplaya mañana si no lo hicieron hoy? -preguntóToby.

Pero el marinero tenía sus razones, tanmezcladas con las misteriosas costumbres delos isleños, que no llegó a comprender. Cierta-mente, su conducta, en especial el evitar queregresara al valle, le era totalmente incompren-sible; y junto a todo lo demás, estaba la amargasensación de que el viejo marinero, después detodo, podría estar engañándolo. También teníaque pensar en mí, abandonado con los nativosy no muy bien que digamos. Si partía con Jim-my, al menos tendría la esperanza de procu-rarme algún alivio. Pero los salvajes que habíanobrado de forma tan extraña, ¿no me traslada-rían a cualquier otro sitio antes de su retorno? Eincluso si se quedaba, quizá no lo dejarían re-gresar al valle donde yo estaba.

Mi pobre camarada estaba perplejo; nosabía qué hacer y su espíritu valeroso ahora nole servía para nada. Ahí estaba, solo, sentado en

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la canoa rota y los nativos agrupados en círculoa cierta distancia de él mirándolo fijamente.

-Se nos hace tarde -dijo Jimmy paradodetrás del grupo-. Nukujiva está lejos y nopuedo cruzar territorio japar de noche. Ya sabescómo es: si vienes conmigo, todo irá bien; si no,depende de ti, ninguno de los dos huirá.

-No hay remedio. Tendré que confiar enti -exclamó Toby descorazonado-. Y salió de lasombra del pequeño altar y echó una larga mi-rada al valle.

-Bien, mantente a mi lado -le dijo el ma-rinero-; y vámonos rápido.

Tinor y Feyawey aparecieron en esemomento; la amable anciana se abrazó a laspiernas de Toby hecha un mar de lágrimas,mientras que Feyawey, no menos emocionada,balbuceó algunas palabras en el inglés quehabía aprendido y le mostró tres dedos: los díasque le tomaría regresar.

Al fin Jimmy sacó a Toby de la multitudy luego de llamar a un taipi joven que sostenía

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un cerdito en sus brazos, los tres se enca-minaron hacia la montaña.

-Les dije que regresarías -comentó elviejo riendo cuando empezaron el ascenso-,pero tendrán que esperar mucho tiempo.

Toby miró hacia atrás y vio a los nati-vos, todos en movimiento: las mujeres movíansus pañuelos de tapa, los hombres agitaban suslanzas en señal de despedida. Y cuando la úl-tima figura entró al bosque con un brazo levan-tado mostrándole tres dedos, a Toby se leoprimió el corazón. Cuando los nativos al finhabían consentido a que se marchara, debía serporque algunos de ellos por lo menos, espera-ban realmente que regresara pronto; probable-mente suponiendo, como les había dicho cuan-do bajaban del valle, que el único objetivo de supartida era buscar las medicinas que yo necesi-taba. Eso mismo debió decirles Jimmy. Y comohabían hecho antes, cuando mi compañero em-prendió su peligroso viaje a Nukujiva paracomplacerme, me cuidaron en su ausencia co-

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mo uno de los dos amigos inseparables: seguragarantía de su regreso. Sin embargo, esta essólo una suposición de mi parte, pues toda suextraña conducta sigue siendo un misterio paramí.

-Verás lo "tabú" que soy -dijo el marine-ro luego de cierto tiempo en silencio por el ca-mino que conducía a la montaña-. Mau-Maume regaló este cerdito y el hombre que lo llevava a atravesar todo Japar e irá hasta Nukujivacon nosotros. Mientras permanezca a mi ladoestará a salvo y lo mismo ocurrirá contigo ymañana con Tommo. ¡Anímate! y confía en mí,mañana por la mañana lo verás.

El ascenso a la montaña no fue muy di-fícil gracias a su cercanía al mar, donde los ris-cos de las islas son relativamente bajos; el ca-mino también era bueno, por lo que en pocotiempo los tres estuvieron en la cima con ambosvalles a sus pies. Las blancas cascadas que mar-caban el verde final del valle de Typee fue loprimero que llegó a los ojos de Toby; la casa de

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Marheyo se distinguía fácilmente al lado deellas.

A medida que Jimmy lideró el trío a lolargo del risco, Toby observó que el valle Japarno se adentraba tanto en la isla como el de Ty-pee. Esto explica nuestro error de haber pene-trado en este último valle.

Pronto estuvo ante ellos un camino paradescender la montaña y, siguiéndolo, en brevetiempo estuvieron en el valle de los japares.

-Bueno -dijo Jimmy mientras descendí-an con rapidez-, nosotros los hombres tabúestenemos mujeres en todos los puertos y te voy aenseñar las dos que tengo aquí.

Cuando llegaron a la casa donde su-puestamente vivía -y que estaba cerca del piede la montaña en un sombrío rincón entre losárboles-, Jimmy entró y se enfureció al encon-trarla vacía: las mujeres habían salido. Sin em-bargo, pronto aparecieron y, para ser sincero, lorecibieron cálidamente, al igual que a Toby,acerca del cual hicieron muchas preguntas. No

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obstante, al correrse la noticia de su llegada, yal empezar a reunirse los japares, resultó evi-dente que la presencia de un extraño blancoentre ellos de ningún modo fue considerado unsuceso tan maravilloso como lo fue en el vallevecino.

El viejo marinero ordenó a las mujeresque le prepararan algo de comer pues tenía queestar en Nukujiva antes del anochecer. En con-secuencia sirvieron una comida de pescado,fruta del pan y bananas, el trío de hombres co-mió en las esteras en medio de una numerosacompañía.

Los japares le hicieron multitud de pre-guntas a Jimmy sobre Toby; y este los miró fi-jamente ansioso de reconocer al individuo quele había propinado la herida de la cual aún nose había recuperado totalmente. Pero aquelferoz hombre, tan diestro con su lanza, pareciótener la delicadeza de no dejarse ver. Cierta-mente verlo no hubiera sido otro móvil parapermanecer en el valle - algunos de los holga-

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zanes de mediodía de Japar le habían pedidoamablemente a Toby que se quedara unos díascon ellos-, amén de los festejos que estaban ce-lebrando. El, sin embargo, declinó la invitación.

Todo este tiempo el joven taipi se pegó aJimmy como una sombra y aun cuando era tanvivaz como cualquiera de su tribu, ahora estabatan manso como un cordero; no abrió la bocasalvo para comer. Aunque algunos japares lomiraron inquisitivamente, otros fueron máscivilizados y parecían deseosos de acompañarloy mostrarle el valle. Pero el taipi no se dejaríaengatusar tan fácil. Es difícil calcular cuántasyardas podría separarse de Jimmy para que eltabú quedara sin efecto, pero probablemente éllo sabía con exactitud.

Por la promesa de un pañuelo rojo dealgodón y algo más que mantenía secreto, estepobre hombre había emprendido un viaje en-gañoso, aunque hasta donde Toby sabía, esoera algo que nunca había sucedido antes.

La bebida de la isla -el arua- fue traída

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al final de la comida y pasó de mano en manoen una jícara llana.

Ahora mi camarada, sentado en la casajapar, empezó a preocuparse más por habermedejado; realmente se sintió tan apesadumbradoque manifestó querer regresar al valle y pidió aJimmy que lo acompañara hasta la montaña.Pero el marinero no lo escuchó y, cambiando laconversación, lo instó a beber arua. Conociendosu poder narcotizante, Toby lo rechazó; peroJimmy le dijo que lo suavizaría en una mezclaque los inspiraría a continuar por el resto delcamino. Al final lo convenció y los efectos de labebida fueron justamente los pronosticados porel marino; le levantó el ánimo y todas las ideassombrías desaparecieron. El viejo bucaneroempezó a mostrar su verdadero carácter quehasta entonces era insospechado.

-Si te subo a un barco -le dijo- segurodarás algo a un pobre hombre por haberte sal-vado...

En resumen, antes de marcharse de la

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casa, hizo que Toby le prometiera cinco pesosespañoles si lograba obtener un anticipo delbarco en que navegaríamos; Toby, sin embargo,le prometió recompensarle mejor tan pronto meliberara.

Poco tiempo después de esta conversa-ción, emprendieron viaje nuevamente, acom-pañados por muchos nativos y, adentrándoseen el valle, tomaron un camino escarpado queconducía a Nukujiva. Aquí los japares se detu-viere i y los miraron subir la montaña, una sar-ta de bandidos que movían sus lanzas y echa-ban amenazadoras miradas al pobre taipi, cuyocorazón y pies se aceleraron cuando miró haciaatrás y los vio.

Una vez más en las alturas, el caminocorrió a lo largo de varias cimas cubiertas deenormes matorrales. Al fin entraron en un tra-mo boscoso y aquí se toparon con un grupo denativos de Nukujiva, bien armados que carga-ban montones de palos largos. Jimmy parecíaconocerlos muy bien a todos y se detuvo un

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rato a conversar con ellos sobre los "Ouí, ouí",como llama la gente de Nukujiva a los france-ses.

La partida estaba formada por hombresdel rey Mowanna, y por orden suya habíanreunido los palos en los desfiladeros para susaliados, los franceses.

Dejando a estos individuos con su car-ga, Toby y sus acompañantes continuaron viaje.El sol ya descendía por el poniente. Llegaron alos valles de Nukujiva a un lado de la bahíadonde las montañas bajan en acantilados hastael mar. Los barcos de guerra aún estaban an-clados en la bahía y cuando Toby los vio, losextraños sucesos ocurridos tan recientemente leparecieron un sueño.

Pronto estuvieron en la playa y llegarona casa de Jimmy antes de que oscureciera porcompleto. Aquí este recibió otra bienvenida desus mujeres de Nukujiva, y, después de tomarleche de coco y poi-poi, subieron a una canoa(junto con el taipi, claro) y remaron hasta un

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ballenero que estaba fondeado cerca de la costa.Este era el barco que necesitaba brazos. El nues-tro había zarpado hacía algún tiempo. El capi-tán mostró gran placer al ver a Toby, pero porsu demacrado aspecto lo consideró incapaz detrabajar. Sin embargo, accedió a embarcarlo aél, y también a su compañero, tan pronto llega-se.

Toby rogó con ahínco que le prestaranun bote con hombres armados para ir a Typee arescatarme a pesar de las promesas de Jimmy.Pero a esto el capitán no accedió, diciéndoleque fuera paciente, pues el marinero cumpliríasu palabra. Cuando también le pidió los cincopesos de plata para Jimmy, el capitán se losnegó. Pero Toby insistió, ya que comenzaba apensar que Jimmy era un simple mercenarioque no cumpliría lo prometido si no se le paga-ba. Por consiguiente, no sólo le dio el dinero,sino que le garantizó repetidamente que tanpronto me subiera a bordo, recibiría una sumamayor.

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Antes del amanecer del día siguiente,Jimmy y el taipi partieron en dos de los botesdel barco guiados por nativos tabúes. Por su-puesto, Toby quiso acompañarlos, pero el ma-rino le dijo que si lo hacía, lo estropearía todo; ypor duro que fue, tuvo que quedarse a bordo.

Al atardecer, mientras vigilaba, diviso alos botes que doblaban por la punta de tierra yentraban en la bahía. Aguzó la vista y creyóverme; pero yo no estaba allí. Descendió delmástil casi distraído y se aferró a Jimmy cuan-do este pisó cubierta y le gritó:

-¿Dónde está Totumo?El viejo titubeó, pero reponiéndose hizo

todo lo posible por calmarlo asegurándole quehabía sido imposible trasladarme a la playaaquella mañana; arguyendo muchas razonesplausibles y repitiendo que a primera hora dela mañana siguiente volvería a aquella bahía enun bote francés y que si no me encontraba en laplaya -como esperaba seguramente- entraría alvalle y me llevaría de allí costase lo que costase.

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Sin embargo, se negó de nuevo a que Toby loacompañase.

Ahora la situación de Toby era por elmomento de total dependencia de Jimmy y, portanto, trató de consolarse con lo que el viejomarinero le decía.

A la mañana siguiente, sin embargo, consatisfacción vio partir el bote francés con Jimmya bordo "entonces esta noche lo veré", pensóToby; pero pasaron muchos días interminablesantes de que volviera a ver a Totumo. Apenasdesapareció el bote, el capitán ordenó levaranclas; estaban a punto de zarpar.

Vanos fueron todos sus gritos y desva-ríos... los ignoraron; y cuando se serenó, yahabían izado las velas y el barco se alejaba ve-loz de la isla.

-¡Oh, cuántas noches de insomnio pasé¡-me contó al encontrarnos-. Con frecuenciamiraba soñando desde mi hamaca y te veíafrente a mí recriminándome por haberte aban-donado en aquella isla.

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Hay algo más que contar: Toby abandonó elbarco en Nueva Zelandia y, luego de algunasotras aventuras, llegó a los Estados Unidos casidos años después de salir de las Marquesas.Siempre pensó que había muerto; y yo tambiéntenía motivos para pensar lo mismo de él; peroun extraño reencuentro nos deparaba el desti-no, un encuentro que devolvería la paz al cora-zón de Toby.