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cumple cumple cuarenta cuarenta PURITA CAMPOS PURITA CAMPOS CARLOS PORTELA CARLOS PORTELA

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PURITA CAMPOS CARLOS PORTELA

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ESPASA NARRATIVA

© Purificación Campos, 2014(ilustraciones)

© Carlos Portela, 2014(texto)

© Espasa Libros S. L. U., 2014

Diseño e ilustración de cubierta: © Purificación Campos, 2014

Depósito legal: B. 22.079-2014ISBN: 978-84-670-4317-4

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incor-poración a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitu-tiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes

del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si nece-sita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono

en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Espasa, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al departamento

editorial por correo electrónico: [email protected]

www.espasa.comwww.planetadelibros.com

Impreso en España/Printed in SpainImpresión: Huertas, S. A.

Espasa Libros, S. L. U.Avda. Diagonal, 662-664

08034 Barcelona

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloroy está calificado como papel ecológico

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DOM INGO

Hey, I saw your guy with a different girlLooks like he’s in another world

Run and hide Sunday Girl BLONDIE

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El próximo domingo cumplo cuarenta años. Ahora dicen que los cuarenta son los treinta. No sé... Si ves las fotos de

la generación de mis padres, de jóvenes parecían mucho ma-yores. No hablo sólo de la gente de cuarenta. Todos parecían o quizá querían parecer mayores. Ahora es justo al revés. Todo el mundo está obsesionado con ser joven hasta extre-mos ridículos. Y, para los jóvenes, todo el que pasa de los veinticinco es un viejo. Es una ecuación de difícil solución. Si cojo la foto de la boda de mis padres con veintipocos, parece que tengan treinta y tantos. Incluso en el colegio. Basta ver las fotos de las promociones de hace veinte años. Supongo que se-ría cosa de la ropa y la comida. Bueno, y de los cosméticos. En los sesenta sólo Avon llamaba a tu puerta... Vale, también esta-ba Vidal Sassoon, pero por aquel entonces todavía no era el apóstol del fitness norteamericano ni reinaba en los anaque-les de los supermercados. Tan sólo cortaba el pelo de forma asimétrica a unas pocas jovencitas en una pequeña peluquería de Londres. Mi exmarido dice que todo se fastidió con La gue-rra de las galaxias. Los grandes estudios descubrieron que po-dían sacar fácilmente el dinero a los adolescentes y todo fue encadenado. Primero, la infantilización del cine y, después, todo lo demás. Dice que nos hemos convertido en una socie-dad que sólo valora lo nuevo. Y lo nuevo, cuando hablamos de personas, es sinónimo de joven. Ni idea... Lo que sí es verdad es que ahora hacerse mayor es poco trendy.

Veinteañeros, treintañeros y cuarentones. Algo no funcio-na ahí. Si los cuarenta son los treinta, deberíamos ser cuaren-

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tañeros, no cuarentones. Sinceramente, no sé qué es peor, si la generación de mis padres, en la que los adolescentes con acné se peinaban hacia atrás y se vestían con chaqueta y cor-bata para parecer mayores, o la nuestra, en la que los cuaren-tones de incipiente barriga se visten con camisetas tratando de parecer veinteañeros perpetuos. Ni lo dudo un instante: lo nuestro es peor. No hay más que ver Mad Men y comparar.

Voy en un taxi a casa de mi amiga Rita a cenar. Rita era mi mejor amiga en el colegio. Hace poco que hemos vuelto a re-tomar contacto tras años de no hablarnos por un enfado en la noche de la fiesta de graduación del colegio. ¿Que qué pasó exactamente? No estoy muy orgullosa de mi actuación, pero, bueno... Veréis... Todo se resume en que la vi besándose con Juanito, mi amor platónico durante el colegio (de acuerdo, fuera de él también), al que pensaba declararme esa misma noche. Lo sé, lo sé... Es una tontería. No es para dejar de ha-blarle veinte años a nadie. Ni veinte, ni dos. Ya, pero a esas edades todo se vive con una gran intensidad. Todo el mundo tiene las hormonas revolucionadas y el drama shakesperiano a flor de piel. ¿Cómo pudo hacerme eso? ¡A mí, que era su mejor amiga! ¡No la soporto! ¡No quiero volver a verla en mi vida! Dios... me quiero morir... Etc. En fin... Eso, sumado a la típica astenia juvenil que hace que vayas dejando la reconci-liación para la semana siguiente, y luego la siguiente, y luego la siguiente, hasta que, cuando te quieres dar cuenta, la cosa no tiene mucho arreglo porque hace dos años que no os habláis, has hecho nuevas amigas y, seamos sinceras, te mueres del corte de reconocer que te has enfadado por una niñería. ¿Qué haces entonces? Lo disfrazas de falta de interés, te intentas convencer de que estás en otra etapa (la socorrida universi-dad) y guardas todo en la carpeta de errores en la que es me-jor no mirar. Aunque en el fondo, y a pesar de que no lo quie-ras reconocer, te siga doliendo haber perdido esa amistad que conservabas desde la infancia. El caso es que Rita y yo hemos vuelto a retomar contacto y amistad como si nada hu-biese pasado. Bueno, más o menos, porque de vez en cuando sale el temita de la fiesta.

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Rita vive con Marco, su nuevo medio novio. Marco es un chulazo italiano de metro ochenta y cinco, camisa abierta tres botones, bronceado perpetuo y bueno para nada salvo para lo obvio. Cuando llego a su casa, me los encuentro en la puer-ta recogiendo unas cajitas con sushi que les ha llevado un motorista.

—Hola... He traído unos sándwiches —les digo mientras me bajo del taxi y me acerco a saludarlos.

—No tenías que haber traído nada —contesta Rita mien-tras me da un beso en la mejilla—. Te dije que nos encargába-mos nosotros.

Es cierto, me lo había advertido, pero no puedo evitarlo. Es una impronta de mi madre. Me es imposible ir invitada a una casa y llegar con las manos vacías: me siento incómoda. Es una estupidez, lo sé, pero es superior a mí. Gracias a eso nos juntamos con dos cajitas con sushi (como para seis perso-nas) que han pedido Rita y Marco y una bandeja con docena y media de sándwiches que he llevado yo.

—También he traído una botella de vino blanco —añado.—Tienes que invitarla más —apunta Marco mientras en-

tra en casa.Nos reímos. Al rato estamos los tres en el salón de Rita: es una casa

modesta en el sureste de Londres. Bastante más grande por dentro de lo que parece desde fuera.

—Es una casa muy espaciosa... —Sí, yo la llamo la Tardis —comenta divertida Rita.—¿Qué es una Tardis? —pregunta Marco.—Mi Tardis eres tú, querido —responde Rita.—¿No ponen Doctor Who en Italia? —pregunto.—¿Quién es el doctor Who? —responde Marco.—Anda, vete a la cocina a abrir el vino, sí... —sentencia

Rita.Marco obedece.—No se puede tener todo. Para llevarlo a exposiciones y

para hablar no vale. Ahora, en la cama... igualito que la nave del doctor: bigger on the inside.

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Rita, pícara, se ríe. Marco vuelve con el vino.—¿Y tú no tienes novio? —me suelta de buenas a primeras.Me quedo absolutamente cortada. No estoy acostumbra-

da a que la gente sea tan directa de primeras. Esa velocidad de crucero es muy latina; en las islas estamos más acostum-brados a los circunloquios. Una vez leí que en Gran Bretaña la cortesía era como el humor, una barrera para preservar el espacio personal. Algo parecido pasa en Japón con todo ese ceremonial de subir y bajar la cabeza para saludar y dar las gracias. El espacio es algo muy valorado en todas las islas. En eso nos parecemos. Menos en el metro, donde, como todo el mundo sabe, en Japón hay barra libre de magreo.

—Ahora está libre —responde Rita por mí.—¿Qué les pasa a los hombres aquí? —comenta Marco

adulador.—No es un problema de aquí. Es un problema general,

querido. Los hombres no estáis a la altura de las expectativas de las mujeres.

—¿Yo no estoy a la altura...? —pregunta a su vez Marco con tono chulesco.

—Nos hemos olvidado las servilletas de papel. ¿Te impor-ta...? —interviene Rita fingiendo que acaba de darse cuenta.

Y continúa en cuanto Marco sale de la habitación y no puede oírla.

—Es obvio que no lo está. Como acabas de ver... Todo lo reducen a una cosa: sexo.

—Perdona, Rita —me atrevo a decir—, pero no te enga-ñes: éste mucha pinta de haber estudiado literatura en Oxford no tiene. Salta a la vista.

—A lo que me refiero es a que nos han hecho creer que existe el hombre perfecto y de eso nada. Si es listo, no suele ser guapo. Si es guapo, no necesita ser listo. Y si tiene pasta, no le hace falta ser guapo ni listo.

—Eso es una tontería. —¿Ah, sí? Dime uno que lo tenga todo.—No sé... ¿Hugh Grant en Cuatro bodas y un funeral?—Eso es ficción. No vale.

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—Lo vi en una entrevista en la tele; era ingenioso. Y muy simpático. Y está forrado.

—Pregúntale a Liz Hurley lo ingenioso que fue en Los Ángeles...

—Por favor... No seas tan pesimista. Sí que hay hombres que están bien en conjunto.

—Millones. Claro, por eso tú estás divorciada y sin pareja. Y yo me he creado mi Frankennovio. Desengáñate, Esther: el hombre perfecto no existe. Y yo digo: si no puedes encontrar al hombre ideal en una sola persona, fabrícatelo con varios.

En ese momento vuelve Marco con las servilletas.—Ya estás con tu teoría, cara...—¿Se la has contado? —Estoy perpleja.—Sí, ¿qué problema hay?—¿Y no te importa? —le pregunto.—A Marco le parece bien jugar en equipo mientras el en-

cargado de marcar los goles sea él, ¿verdad, querido? —aña-de Rita.

Marco se ríe y la besa. Me siento como si fuera mi madre. Vale. A lo mejor a Rita le funciona el tema, y me parece ge-nial, pero a mí eso no me va. Demasiada gente a la vez. No tengo tanta capacidad de gestión. Uf, quita, quita... Sólo de pensarlo me angustio.

En ese momento me suena el teléfono. Es un whatsapp. —Perdón... Es de David —le aclaro a Rita.—Entonces, si hay un David... es que sí hay alguien —dice

Marco con una sonrisita.—David es su ex —matiza Rita—. No imagines cosas ra-

ras.—Bueno, más o menos. En realidad, tendría que ser mi ex,

pero no lo es. Marco arruga la nariz. No sé si se debe a un problema de

compresión lingüística o a que no me he expresado con clari-dad. Rita sale al rescate.

—El bufete que les llevó el divorcio tenía no sé qué pro-blema legal, así que, aunque firmaron los papeles, el divorcio no es válido.

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—Pues con firmarlos de nuevo ya está, ¿no?—Más o menos.Qué va... Bueno, en teoría sí. Qué horror, chicas... Lo que

pasa es que desde hace un año y pico tengo un lío tremendo en la cabeza. Realmente no sé qué hacer. David ha cambiado y parece haber dejado atrás todo lo que hizo que nos separá-semos, y quizá debería darle una oportunidad si no fuera por... la vuelta de Juanito Wowden. Estoy atrapada en el lim-bo de la indecisión.

—En otras palabras: sigue casada aunque vive como si es-tuviera divorciada y sin saber qué hacer.

Gracias, Rita. Recuérdame que te arranque la cabeza en otra ocasión por tanta sinceridad innecesaria.

—¿Y qué te cuenta? —añade.—Me envía una foto de Patty —respondo mientras les

muestro la imagen—. Patty es mi hija adolescente —aclaro a Marco.

—Ah... —responde Rita sin mucho entusiasmo.El «ah» se debe a que en la foto se ve a alguien disfrazado

con varias cajas de Amazon como si fuese una especie de pa-quete viviente. Podría ser Patty o Susan Boyle ofreciéndose a ir a cantar a casa de la gente.

—No sé qué le pasa... Antes era una niña encantadora y ahora me odia y no deja de hacer cosas raras. ¿A qué viene esto? Debe de ser algún complejo adolescente. De verdad, quiero ayudarla, pero no sé cómo.

—Todas hicimos cosas raras cuando éramos niñas... Sin ir más lejos, tú y yo organizamos cada una...

—Pero nuestras travesuras eran blancas. Queríamos ser mayores antes de tiempo... Jugábamos a ser independientes, queríamos salir con chicos... Por Dios, Rita, ¡eran los ochenta! Ropa chillona, cardados, cintas en el pelo y calentadores. ¡No había maldad! Entiéndeme, es como si Hannah Montana se hubiese convertido en...

—¿Miley Cyrus?—¡Sí...! De hecho, todo iba fenomenal entre nosotras hasta

que salió a la luz el tema de mi no-divorcio.

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—Es comprensible que una niña quiera que sus padres es-tén juntos —dice Rita.

—Sí, claro. La cuestión es que ahora me culpa a mí en ex-clusiva de que la familia no esté reunida de nuevo.

Y quizá esté en lo cierto. Pero es que de verdad, chicas, no-sé-qué-hacer.

—Algo tendrá que ver Juanito Wowden, digo yo.Gracias, Rita, otra vez.—¿El exentrenador del Chelsea?De repente hemos vuelto a captar la atención de Marco.—El mismo... —respondo algo avergonzada.—Aquí mi amiga protagonizó una portada en The Sun con

el susodicho —añade Rita.—¿De verdad...? ¿Tú eres la que...?Me quiero morir de vergüenza. No puede ser que en Italia

se haya visto esa dichosa foto.—Fuimos compañeros de colegio —respondo, como si eso

fuese justificación de algo.—Juanito ha sido el amor platónico de Esther desde los

trece años.Bebo para olvidar.—A ti también te gustaba... Y te liaste con él.—¿Has sido una niña mala, cara? —le suelta Marco—. Me

gustan las niñas malas.Marco se pone cariñoso sin que mi presencia le incomode

lo más mínimo. Rita le planta una pieza de sushi en la boca.—Ahora no. No empieces... ¿No ves que está mi amiga?

Come y calla, anda... Después, después...Marco se calma momentáneamente.—Bene, bene... ¡Pero quiero saber la historia de la foto del

periódico! —dice mientras mastica la porción de nigiri.Rita me mira como diciendo «tú misma». Y yo pienso,

¿por qué no? Al fin y al cabo, ¿qué más da si fue público?—El caso es que nos invitaron a la típica fiesta de aniver-

sario de promoción.—Por los veinte años —matiza Rita antes de ventilarse

una copa de vino blanco de un trago.

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—Sí. Yo hacía un montón de años que no veía a nadie del colegio. Había perdido el contacto con casi todo el mundo. Honestamente, no me apetecía mucho ir.

—Y menos encontrarse conmigo. Ja, ja, ja... —Rita se parte.Marco pone cara de no entender.—No adelantes acontecimientos. La cosa es que entre mi

hija y Doreen... otra excompañera —aclaro.—Que ahora es su jefa... —me corta Rita mientras conti-

núa riéndose.—Si quieres, cuéntalo tú —le digo.—Vale, sigue, sigue...—El caso es que finalmente me dio el arrebato y decidí ir

a la fiesta para llevar a cabo lo que veinte años antes no había podido poner en práctica por la intervención de aquí tu no-via. Es decir: liarme con Juanito.

—Me pilló besándome con él —añade Rita con una risita maligna.

Rita lo está disfrutando.—¿Qué? —Marco es ahora el que se ríe encantado—. ¿E

vero...? —pregunta a Rita.Ella asiente mientras vuelve a llenar nuestras copas de

vino. Adiós, botella de vino blanco.Parece que estar a un grado de un entrenador de fútbol fa-

moso hace que la valoración que Marco tiene de Rita haya aumentado varios puntos. Cosas de hombres.

—Sí, pero fue un beso de reconciliación de amigos. Nada más —replica Rita.

Marco sigue con máxima atención el relato.—Es que yo había estado saliendo con él... —continúa

Rita—. En realidad, ¿qué fue? Nada, ni dos semanas. Bah, tonterías de críos. Pero, no te lo pierdas, al desgraciado —aho-ra soy yo la que se ríe— no se le ocurrió otra cosa que dejar-me por carta. Que me acuerdo perfectamente —recalca—. Y eso que íbamos al mismo colegio.

—Te sentó fatal.—Vamos... Es que es como si ahora te dejan por whats-

app. Para partirle la cara. Toma nota —le advierte a Marco.

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—Total, que voy a la fiesta... —continúo.—Aquello era como la peli esa de Lisa Kudrow y... —inte-

rrumpe Rita.—Mira Sorvino —le aclaro—. Romy & Michele. —Sí, ésa donde para no quedar de losers le dicen a una de

sus excompañeras que son las que han inventado el postit... Y la tipa les dice que no puede ser porque el postit lo inventó no sé quién.

Spencer Silver. Se me quedó grabado. Un gran momento. Casi tan vergonzoso como el mío.

—En fin, que tras encontrarme con Rita... —continúo.—Le canté las cuarenta por dejarme de hablar sin motivo

veinte años.—Justificadas, justificadas... —le concedo o no voy a ter-

minar nunca.No pretendo ser borde ni ansiosa. Lo entiendo, es su pe-

queña venganza y la está saboreando. Volver a contarlo es como volver a humillarme. Es como el castigo de Sísifo en versión amigas de la infancia. Lo tengo merecido.

—A ver si soy capaz de contarlo del tirón... —digo.Una forma sutil de decirle a Rita que no me interrumpa.—Rita me echa la bronca. Le doy la razón y me aver-

güenzo de lo que he hecho... —Hago como que me doy la-tigazos en la espalda—. A los pocos segundos no veo a Juanito por la fiesta y pregunto si alguien lo ha visto. Me dicen que acaba de marcharse y salgo tras él como una bala para besarlo y declararle mi amor incondicional con la mala suerte de que... Uno: ignoraba que Juanito estaba casado.

—Para más inri, con Fenella Lord —apunta Rita—. Una pájara.

—Rita, mujer, que está muerta... —¿Y..? Lo era... Que al final cambiara no quita que no lo

fuera de joven.—Fenella era doctora en medicina y excompañera de hos-

pital de Kerry Kendall, mi cuñado.—Casado con su hermana mayor, Carol. Ahí es nada.

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—Y dos: lo besé delante de un fotógrafo de The Sun que publicó la foto al día siguiente. Debía de estar escondido en alguna parte porque os juro que la calle estaba vacía.

—Esther se convirtió en la comidilla del hospital y en el hazmerreír de su familia.

Hago una pausa y me termino mi copa. —¿Queda algo más de vino? —pregunto.—Me temo que no... ¿Quieres ginebra?—¿No será un poco fuerte?—La ginebra nunca le sienta mal a una inglesa. Es una be-

bida patriótica —sentencia Rita.—Vale.Rita hace un gesto y Marco va a por ella al mueble-bar.

Entretanto, tomo un sándwich. Me quedo un instante pen-sando en Patty. Rita me pone la mano en la rodilla. Se ha dado cuenta.

—Ya verás como la cosa mejora. Dale tiempo.Sonrío. La conexión entre nosotras sigue intacta.—No sé. Ojalá. Creo que la estoy perdiendo desde que se

enteró de que su padre y yo no estábamos separados. Es como si la hubiese decepcionado.

Rita ya me ha oído contar esto más veces, pero no dice nada. Sólo me presta toda su atención. Y yo se lo agradezco.

—La situación es mucho más complicada, ya lo sabes. —Asiente en silencio—. No es que esté mal con David, al contrario, ahora nuestra relación es estupenda, pero es que Juanito ha vuelto a colarse en mi vida. Y esta vez por la puer-ta grande.

—Tiempo al tiempo —es lo único que me dice.Vuelve a apretar mi rodilla y retira la mano para hacer

sitio a Marco, que viene con la ginebra y unos vasos con hielo.

Seguimos hablando y bebiendo. Dos horas después, la co-mida está prácticamente intacta, las botellas vacías y Rita y yo nos hemos cogido un ligero punto. Marco, por su parte, se ha moderado esperando sacar partido a la noche en cuanto yo me vaya. Un profesional.

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—¿Sabes algo de Juanito? Desde lo de España no he vuel-to a saber nada de él.

—Tengo que llamarlo —apunto.—Ha dejado el Chelsea y está buscando equipo —añade

Marco con absoluta naturalidad—. Todavía no sabe qué va a hacer. Hay un par de equipos árabes que le han ofrecido una pasta, pero no se ha pronunciado.

En un principio, Rita y yo nos quedamos estupefactas, pero al segundo nos damos cuenta de que estamos hablando de un entrenador de fútbol. Ojalá se quede en la isla.

Miro el reloj. Las once. —Bueno, será mejor que me vaya. Es tarde y mañana ten-

go que trabajar. Me pongo en pie y me siento un poco cargada entre tanta

ginebra y vino blanco. Ahora es cuando me arrepiento de no haber picado algo más.

—Llévate todo esto... —dice Rita mientras señala la ban-deja de sándwiches casi intacta y las dos cajas de sushi a la mitad.

—¿Y vosotros no os vais a quedar nada?—Mañana como en la peluquería con las niñas.—¿Y Marco?Rita hace un gesto inequívoco: «A Marco que le den». —Como quieras, pero no me lo pongas todo. —No digas tonterías. Al llegar, lo metes en la nevera y

mañana os lo coméis en el hospital.—Lo que sí te agradecería es que me pidas un taxi —le

digo.—¿Quieres que te acerque yo? —responde Marco solícito.—No, de verdad... No hace falta. Gracias.Al final el chulazo de italiano de Rita va a resultar un buen

tipo y todo. Por un momento, estoy tentada de ejercer de hada madrina y recomendarle unos grandes almacenes don-de por un módico precio puede vestirse como un ciudadano europeo normal y no como un músico de acompañamiento de Wham! Casi al instante desisto. El traje con el que lo quie-re Rita es el de Tarzán.

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A los quince minutos llega el taxi. Vaya, es uno de esos taxis ilegales conducidos por habitantes de países exóticos que apenas hablan mi idioma. Rita nota mi cara de disgusto.

—Son mucho más baratos —añade.Así que, armada con una enorme bandeja de sándwiches

y dos cajitas rellenas de sushi variado que Rita se ha empeña-do en que me lleve, me subo al taxi. Seré sincera, chicas, si no fuera por el vistoso TomTom que preside el salpicadero, no me atrevería a montarme en ese coche ni loca.

—Buenas noches... —les digo. Rita y Marco me despiden desde la calle.

—Adiós —me responde Rita.—Te llamo mañana... —contesto yo, aunque no sé si me

ha oído.El coche enfila la calle, de dirección única, y el conductor

vuelve la cabeza hacia mí y hace un gesto como diciendo ¿adónde? Oh, por favor... Un recién llegado que ni siquiera habla inglés. Lo miro un instante. No consigo identificar de dónde procede. Quizá de alguna isla remota del Pacífico.

—A Newhampton. Cuando lleguemos, ya le indico. ¿Me entiende?

Asiente en silencio. Quizá me he equivocado y no es ex-tranjero, es mudo. Me sorprende que no se moleste en activar el navegador. Quizá se conozca el camino de memoria. No sé. Me despisto unos minutos mirando a la noche y pensando en todo lo que hemos hablado en la cena mientras en la radio suena Life in a Northern Town de The Dream Academy. Es una de esas canciones aparentemente tristes, pero con un fondo optimista que hacen que te sientas mejor cuando terminas de escucharlas. Cuarenta años... ¿Y...? Es como si tuviera que empezar de nuevo... La segunda mitad. ¿Es el principio del fin o el fin del principio? La canción termina y yo salgo del trance. De casualidad veo un cartel que indica Watford. ¿Watford? ¿Adónde demonios estamos yendo?

—¡Hey, espere! —le grito al conductor mientras le golpeo con la mano en el hombro—. ¿Adónde me lleva?

—Northampton —dice cargado de razón.

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—Northampton, no. Newhampton. NEWhampton. Ay, mi madre...

No era mudo; era sordo.—Northampton —vuelve a decir como si fuese la misma

palabra señalando hacia delante.Y encima está convencido de que va bien. —¡Pare! ¡Pare, por favor!Eso sí parece entenderlo, aunque lo hace de mala gana y

rezongando.—Déjeme el navegador. Yo se lo programo. Démelo, por

favor.Me mira con los ojos abiertos como platos y sin decir ni pío.—El TomTom —lo señalo—. Déjemelo y yo le marco la di-

rección.Dice algo en otro idioma que no alcanzo a entender. Lo

que sí entiendo es el mensaje: ni de broma. ¿Qué hago? De-seando morirme me bajo del taxi. Dejo la bandeja en el suelo y saco diez libras de la cartera. Refunfuña un poco, pero las acepta y después se va de nuevo en dirección Londres.

—¿Y ahora qué?Sin otra opción a la vista, no me queda otra que llamar a

Rita. Al cabo de un rato Marco aparece a recogerme en su coche. ¡Viva Italia! Subo. A la media hora larga llegamos a mi casa.

—Muchísimas gracias, Marco. Me veía ahí tirada hasta el día siguiente.

—No hay problema. ¿Te ayudo con la bandeja?—No hace falta. Con que me...Antes de que termine la frase, Marco se ha bajado del coche,

me ha abierto la puerta y me está sosteniendo la bandeja de sándwiches para que pueda bajar cómodamente. Cuánto tienen que aprender los hombres en este país. ¡Y los taxistas ilegales!

—Bueno, en fin... Muchas gracias —le digo—. Si quieres, ya me encargo yo...

—De ninguna manera, cara...Es una bandeja de sándwiches, no una vajilla de Limoges,

puedo llevarla perfectamente. Pero el hombre insiste y, por no hacerle un feo (al fin y al cabo se ha pegado la paliza de

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traerme y aún tiene que volver), acepto. Está claro que no es-toy acostumbrada a tanta galantería.

—Como quieras...Abro la puerta.—La cocina está entrando a mano izquierda.—Bene...Para mi sorpresa, nada más dejar la bandeja en la encime-

ra y sin mediar palabra, me planta un beso con lengua. No sé qué hacer. Estoy en shock. No me ha dado tiempo a nada. De hecho, aún tengo las cajas con el sushi en la mano. ¿Debo me-terlas en la nevera inmediatamente o tiene prioridad el beso? Decido aparcar el sushi y encararme con el italiano. El arroz aguanta bien a temperatura ambiente.

—¿A qué ha venido eso?Marco es un tipo experimentado y trata de que no piense. —Perdóname, pero no puedo evitarlo, eres piu bella...Y vuelve al ataque tratando de besarme. Me echo hacia

atrás haciendo el clásico movimiento de la cobra. —Hey... ¡No...!No sirve de nada. Está claro que estoy ante un encantador

de serpientes profesional capaz de imitar mis movimientos al segundo.

—Ven aquí... —me dice.Como si se tratase de un combate de break dance voy tra-

tando de evitarlo por la cocina.—No, no, no... Para, Marco, para...No para. Me siento como Ms. Pac-Man perseguida por los

fantasmitas hambrientos. Sé que tarde o temprano alguno me atrapará. Pruebo otra táctica.

—¿Por qué has hecho eso?Marco, con una amplia sonrisa y sin atisbo alguno de arre-

pentimiento (lo que denota que se encuentra en terreno cono-cido), se mesa los cabellos con un estudiadísimo movimiento que pretende ser casual.

—Fue el calor del momento, mia cara... It was the heat of the moment, telling me what my heart meant, the heat of the moment showed in your eyes...

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