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Prólogo de Anatole France

Los placeres y los días

Dedicatoria

La muerte de Baldassare Salvaged,Vizconde de Sylvania

Violante o lo mundano

Fragmentos de comedia italiana

Mundanalidad y melomanía de Bouvard yPecuchet

Melancólico veraneo de la señora de Breyves

Retratos de pintores y músicos

La confesión de una muchacha

Una comida

Los arrepentimientos. Ensueños del color deltiempo

El fin de los celos

Indice

Traducción del francés porMarcelo Menasché

MARCEL PROUST

LOS PLACERESY LOS DÍAS

Diseño de tapaMarcelo Bigliano

© 2000, by Pluma y Papel Ediciones, Buenos Aires, ArgentinaI.S.B.N. 950-764-189-0

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

Edición electrónica al cuidado deLibronauta.com

Diseño de interiorLibronauta.com

©2001, by Pluma y Papel,Ediciones Bs As, ArgentinaI.S.B.N. 987-98705-8-1

Reservados todos los derechos.Queda rigurosamente prohibida la reproducción total oparcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento,incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

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Los placeres y los días

Esta edición, hecha en vida del autor, es unareimpresión de la que apareció en 1896, con pie de im-prenta de Calmann - Lévy, prólogo de Anatole France,ilustraciones de Madeleine Lemaire y cuatro piezas parapiano de Reynaldo Hahn. Formato in - 4°. (Nota del Edi-tor francés.)

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Marcel Proust

PROLOGO

¿Por qué me pidió que ofreciera su libro a losespíritus curiosos? ¿Y por qué le prometí cumplir eseencargo, sumamente agradable, pero harto inútil? Sulibro es como un rostro joven lleno de raro encanto yde gracia fina. Se recomienda por sí solo, habla por símismo y se ofrece a pesar de sí.

Es joven, sin duda. Es joven con la juventud delautor. Pero es viejo con la vejez del mundo. Es la pri-mavera de las hojas en las ramas antiguas, en el bos-que secular. Pareciera que los brotes nuevos están en-tristecidos por el profundo pasado de los bosques yllevan el luto de tantas primaveras muertas.

El taciturno Hesíodo narró Los Trabajos y losDías a los cabreros del Helicón. Es más melancólicocontarles a los mundanos y a las mundanas los Place-res y los Días, si como lo pretende ese hombre de esta-do inglés, la vida se hace soportable sin placeres. Poreso el libro de nuestro joven amigo tiene sonrisas can-sadas, y actitudes de fatiga que no carecen de hermo-sura y nobleza.

Su misma tristeza resultará risueña y muy va-

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riada, conducida como lo está por un maravilloso es-píritu de observación, por una inteligencia flexible, pe-netrante y verdaderamente sutil. Ese calendario de LosPlaceres y los Días señala las horas de la naturaleza enarmoniosos cuadros del cielo, del mar, de los bosquesy las horas humanas con retratos fieles y pinturas deestilo, de un acabado maravilloso.

Marcel Proust se complace asimismo en des-cribir el desolado esplendor del sol poniente y las agi-tadas vanidades de un alma snob. Es muy hábil paranarrar los dolores elegantes, los sufrimientos artificia-les, que igualan por lo menos en crueldad a los que lanaturaleza nos concede con materna prodigalidad.Confieso que esos sufrimientos inventados, esos dolo-res hallados por el genio humano, esos dolores de arte,me resultan infinitamente interesantes y valiosos y leagradezco a Marcel Proust el haber estudiado ydescripto algunos ejemplares selectos.

Nos atrae, nos contiene en una atmósfera deinvernadero, entre unas sabias orquídeas que no ali-mentan en tierra su extraña belleza enfermiza. De pron-to, por el aire pesado y delicioso pasa una flecha lumi-nosa, un relámpago que como el rayo del doctor ale-mán, atraviesa los cuerpos. De un rasgo penetró elpoeta el pensamiento secreto, el inconfesado deseo.

Esa es su manera y ese su arte. Demuestra unaseguridad que sorprende en un arquero tan joven. Noes absolutamente inocente. Pero es tan sincero y tanverídico, que se hace candoroso y gusta de ese modo.

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Marcel Proust

Hay en él algo del Bernardín de Saint-Pierre deprava-do y del Petronio ingenuo.

¡Libro feliz el suyo! Andará por la ciudad, ador-nado, perfumado con las flores con que lo cubrióMadeleine Lemaire, con esa mano divina que siembralas rosas y su rocío.

ANATOLE FRANCE

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Los placeres y los días

A MI AMIGO WILLIE HEATH

Fallecido en París el 3 de octubre de 1893

«Desde el seno de Dios en que descansas...revélame esas verdades que dominan la muerte,

impiden temerla y casi la hacen amar.»

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Marcel Proust

Los antiguos griegos llevaban a sus muertos vino,

pasteles y leche. Seducidos por una ilusión más refinada,ya que no más sabia, nosotros les ofrecemos flores y li-bros. Si os hago entrega de éste, ante todo es porque setrata de un libro de figuras. Interesados por las «leyen-das», ya que no sea leído, lo mirarán al menos, todos losadmiradores de la gran artista que con sencillez me hizoun regalo magnifico, aquella de quien podía decirse, deacuerdo a la ocurrencia de Dumas, «que ella fue la quecreó más rosas, después de Dios.» También el señor Ro-berto de Montesquiou la celebró en unos versos aún in-éditos, con esa elocuencia sentenciosa y sutil, ese ordenriguroso que a menudo recuerda en él al siglo XVII. Ledice, al hablarle de las flores:

Posar ante vuestros pinceles los obliga a florecer..........................................................................Sois su Vigée y sois la Floraque los inmortaliza, donde hace morir el alba.1

1.Poser pour vos pinceaux les engage a fleurir..................................................................................Vous êtes leur Vigée et vous êtes Ia Flore .Qui les immortalise, où l’aube fait mourir.

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Los placeres y los días

Sus admiradores constituyen una «élite» y son multi-tud. He querido que viesen en la primera página, el nom-bre de aquel que no tuvieron tiempo de conocer y quehabrían admirado. Yo mismo, querido amigo, os he cono-cido durante muy poco tiempo. En el bosque os encon-traba a menudo por la mañana, me habíais advertido y meesperabais bajo los árboles, de pie, pero descansado,parecido a uno de esos caballeros que ha pintado VanDyck y de los que poseíais la pensativa elegancia Su ele-gancia, en efecto, como la vuestra, no reside tanto en lavestimenta como en el cuerpo y su cuerpo mismo parecehaberla recibido y continuar recibiéndola de su alma: esuna elegancia moral. Todo, por lo demás, contribuía aacentuar ese melancólico parecido, hasta ese fondo defollaje a cuya sombra interrumpió a menudo Van Dyck elpaseo de un rey; como tantos entre los que fueron mode-los suyos, debíais morir pronto y en sus ojos como en losvuestros, se veían alternadas las sombras del presentimientoy la dulce luz de la resignación. Pero si la gracia de vuestraaltivez pertenecía, por derecho, al arte de un Van Dyck,descendíais más bien de Vinci por la intensidad misteriosade vuestra vida espiritual. A menudo con el índice levan-tado, impenetrables los ojos y sonrientes ante el enigmaque callabais, se me habéis aparecido como el San JuanBautista de Leonardo. Formulábamos entonces el anhelo,casi el proyecto, de vivir cada vez más juntos, en un círcu-lo de mujeres y de hombres magnánimos y escogidos,bastante lejos de la tontería, del vicio y de la maldad, parasentirnos a cubierto de sus dardos vulgares.

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Vuestra vida, tal como la queríais sería una obra deesas que necesitan una alta inspiración. Podemos recibirladel amor, como de la fe y el genio. Pero la muerte era laque debía dárosla. También en ella y en sus proximidadesresiden fuerzas ocultas, ayudas secretas, una «gracia» queno está en la vida. Como los amantes cuando empiezan aamar, como los poetas en los tiempos en que cantan, losenfermos se sienten más cerca de su alma. La vida es cosadura que oprime demasiado y permanentemente nos hacedoler el alma. Al sentir relajarse sus ataduras por unmomento, pueden experimentarse dulzuras clarividentes.Cuando era muy niño, ningún destino de personaje dehistoria sagrada me parecía tan miserable como el de Noé,debido al diluvio que lo tuvo encerrado en el Arca, durantecuarenta días. Más tarde enfermé a menudo y largos díastambién tuve que estar en el «árca». Entonces comprendíque Noé nunca pudo ver mejor al mundo que desde elarca, a pesar de que estaba cerrada y que había oscuridadsobre la tierra. Cuando empezó mi convalecencia, mi madre,que no me había dejado y aun por la noche quedaba juntoa mí, «abrió la puerta del arca» y salió. Sin embargo, comola paloma, «volvió una vez más esa noche». Luego mecuré del todo y como la paloma, «ya no volví.» Hubo queempezar nuevamente a vivir, a apartarse de sí, a oírpalabras más duras que las de mi madre; más aún, lassuyas, tan permanentemente dulces hasta entonces, ya noeran las mismas, sino que estaban impregnadas por laseveridad de la vida y el deber que debía enseñarme. Dulcepaloma del diluvio, al veros partir ¿cómo no pensar que el

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patriarca no haya sentido alguna tristeza junto a la alegríadel mundo que renacía? Dulzura de la suspensión de vivir,de la verdadera «Tregua de Dios» que interrumpió lostrabajos, los malos deseos. «Gracia» de la enfermedadque nos acerca a las realidades de más allá de la muerte -y esas gracias también, gracias de esos «vanos adornos yesos velos que pesan», de los cabellos que una manoinoportuna «tomb el cuidado de reunir», suaves fidelidadesde una madre y de un amigo que se nos han aparecido taná menudo como el mismo rostro de nuestra tristeza o comoel gesto de la protección implorada por nuestra debilidady que se detendrán en el umbral de la convalecencia - hesufrido a menudo de saberos lejos de mí, a todas vosotras,descendencia en exilio de la paloma del area. ¿Y quién noha conocido esos momentos, querido Willie, y querría estardonde estáis? Tantos compromisos contrae uno con la villaque Ilega una hors en que, ante el desaliento de no podercumplirlos todos, se vuelve uno hacia las tumbas, llama ala muerte, «la muerte que acude en ayuda de los destinosque se cumplen difícilmente». Pero si nos desliga de loscom- promisos que hemos contraído con la villa, no puedehacerlo con los que hemos contraído con nosotros mis-mos y con el primero, sobre todo, que consiste en vivirpara valer y merecer.

Más grave que ninguno de nosotros, erais tambiénmás niño que ninguno, no sólo por la pureza del corazón,sino por una alegría cándida y deliciosa. Carlos de Granceytenía el don, que le envidiaba yo; de poder despertar brus-camente, con los recuerdos de colegio, esa risa que nunca

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se adormecía por mucho tiempo y que ya no oiremos.Si unas pocas de estas páginas fueron escritas a los

veintitrés años, muchas otras (Violante, casi todos los Frag-mentos de Comedia Italiana, etc.) datan de mis veinte años.Todas no son más que la vana espuma de una vida agita-da, pero que ahora se tranquiliza. Ojalá pueda ser algúndía lo bastante límpida, para que las Musas dignen con-templarse en ella y pueda verse recorrer, en su superficie,el reflejo de sus sonrisas y sus danzas.

Os entrego este libro. iAy! sois el único de mis ami-gos cuyas críticas no debo temer. Tengo por lo menos laconfianza de que en ninguna parte os llegará a chocar lalibertad del tono. Nunca he pintado la inmoralidad másque en seres de una delicada conciencia. Por eso, dema-siado débiles para querer el bien, demasiado nobles paragozarse plenamente en el mal, sin conocer otra cosa queel sufrimiento, no he podido hablar de ellos más que conuna compasión demasiado sincera para que no purificaseestos pequeños ensayos. Que el amigo verdadero, elMaestro ilustre y bienamado que le agregaron, uno la poe-sía de su música, el otro la música de su incomparablepoesía; que el señor Darlu, también, el gran filósofo cuyapalabra inspirada, de perduración más segura que un es-crito, engendró la poesía, dentro de mí como en tantosotros, me perdonen el haberos reservado esa prenda últi-ma de afecto, al recordar que ningún vivo, por grande opor caro que sea, debe ser honrado sino después que unmuerto.

Julio de 1894.

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LA MUERTE DE BALDASSARESILVANDE,

VIZCONDE DE SILVANA

I

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«Apolo custodiaba los rebaños de Admetes, dicenIos poetas; cada hombre es también un dios

disfrazado que imita a un loco».- (EMERSON).

Señor Alejo, no llore en esa forma, el señor vizcondede Sylvania le regalará tal vez un caballo.

-¿Un caballo grande, Beppo, o un poney?-Quizás un caballo grande como el del señor

Cardenio. Pero no llore en esa forma...el día que cumpletrece años...

La esperanza de que le regalaran un caballo y el re-cuerdo de que cumplía trece años, hicieron brillar los ojosde Alejo, a través de las lágrimas. Pero no se consolabapor ello, ya que había que ir a verlo a su tío BaldassareSilvande, vizconde de Sylvania. En verdad, desde el díaen que había oído decir que la enfermedad de su tío eraincurable, Alejo lo había visto varias veces. Pero desdeentonces todo había cambiado. Baldassare se había dadocuenta de su dolencia y sabía ahora que tenía a lo sumotres años de vida. Alejo, sin comprender por lo demás,cómo esa certeza no había matado de pesar o enloqueci-do a su tío, se sentía incapaz de soportar el dolor de verlo.Convencido de que le hablaría de su fin cercano, no sesentía con fuerzas, no ya de consolarlo, sino hasta de con-

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tener las lágrimas... Siempre había adorado a su tío, elmás alto, el más hermoso, el más joven, el más vivo, elmás dulce de sus parientes. Le gustaban sus ojos grises;sus bigotes rubios, sus rodillas, lugar profundo y suave deplacer y de refugio, cuando era más pequeño y que leparecían entonces inaccesibles como una ciudadela, di-vertidas como las calesitas y más inviolables que un tem-plo. Alejo, que reprobaba en alto grado la apostura som-bría y severa de su padre y soñaba con un porvenir en elque. siempre a caballo, sería elegante como una dama yespléndido como un rey, reconocía en Baldassare el máselevado ideal que se forjara de un hombre; sabía que sutío era buen mozo y que se le parecía; sabía también queera inteligente, generoso, que tenía un poder igual al de unobispo o un general. A la verdad, las críticas de sus pa-dres le habían hecho saber que el vizconde tenía defectos.Hasta recordaba la violencia de su cólera el día en que suprimo Juan Galeas se burlara de él, hasta qué punto elbrillo de sus ojos traicionaron los goces de su vanidadcuando el duque de Parma le había hecho ofrecer la manode su hermana (apretó entonces los dientes, tratando dedisimular su placer a hizo una mueca que le era habitual yque disgustaba a Alejo) y el tono despreciativo con quehablaba a Lucrecia, que hacía alarde de no gustar de sumúsica.

A menudo sus padres aludían a otros actor de su tíoque ignoraba Alejo pero que oía criticar enérgicamente.

Mas todos los defectos de Baldassare y su muecavulgar, habían desaparecido, con seguridad. Cuando su

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tío había sabido que dentro de dos años tal vez estuvieramuerto, hasta qué punto las burlas de Juan Galeas, la amis-tad del duque de Parma y su propia música debieronhacérseles indiferentes. Alejo se lo imaginaba buen mozopero solemne y más perfecto aún de lo que era. Sí, solem-ne y ya no del todo perteneciente a este mundo. Por esojunto con su desesperación había alguna inquietud y es-panto.

Los caballos estaban atados desde hacía tiempo,había que partir; subió al coche, y volvió a bajar para ir apedirle un último consejo a su preceptor. En el momentode hablar, se ruborizó intensamente

-Señor Legrand, ¿qué será mejor: que mi tío crea oque no crea que yo sé que ha de morir?

-Que no crea, Alejo.-¿ Pero si me habla de ello ?-No le hablará.-¿No me hablará? -dijo Alejo, asombrado, porque

esa era la única alternativa que no había previsto cada vezque empezaba a imaginar su visita a su tío, le oía hablar dela muerte con la dulzura de un sacerdote.

-¿Pero, en fin, si me habla?-Le diréis que se equivoca.-¿Y si me echo a llorar.?-Habéis llorado mucho esta mañana, no lloraréis en

su casa.-No lloraré - exclamó con desesperación Alejo-,

pero creerá que no tengo pena, que no lo quiero... mitiíto...

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Y se puso a llorar. Su madre, impaciente por la es-pera, vino a buscarlo; partieron.

Una vez que Alejo entregó su pequeño abrigo a unmucamo de librea verde y blanca, con el escudo deSylvania, que estaba en el vestíbulo, se detuvo un instantecon su madre para escuchar una melodía de violín quellegaba desde una habitación próxima. Al entrar se veía,frente a uno, el mar y al volver la cabeza, césped, pasturajey bosques; en el fondo de la pieza, había dos gatos, rosas,adormideras y muchos instrumentos musicales. Espera-ron un instante.

Alejo se echó sobre su madre; creyó ésta que laquería abrazar, pero le preguntó en voz baja, con su bocapegada al oído

-¿Qué edad tiene mi tío?-Cumplirá treinta y seis años en junio.Quiso preguntar: «¿Crees que llegará a cumplir los

treinta y seis años?» pero no se atrevió.Se abrió una puerta, Alejo tembló y un sirviente dijo

-El señor vizconde llegará dentro de un instante.Pronto volvió el sirviente echando delante a dos pa-

vos reales y un cervatillo que el vizconde llevaba siempreconsigo. Luego se oyeron nuevos pasos y la puerta volvióa abrirse.

«No es nada, se dijo Alejo, cuyo corazón latía cadavez que oía un ruido; sin duda es un sirviente, sí, muy pro-bablemente un sirviente.» Pero al mismo tiempo oía unavoz dulce

-Buen día, mi pequeño Alejo, te deseo un feliz cum-

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pleaños.Y su tío; al abrazarlo le dio miedo. Lo advirtió, sin

duda y sin volver a ocuparse de él, para darle tiempo arecobrarse, se puso a conversar alegremente con la ma-dre de Alejo, su cuñada, que era, desde la muerte de sumadre, el ser al que más amaba en el mundo.Ahora, Alejo, tranquilizado, sólo experimentaba una in-mensa ternura por ese joven todavía tan encantador, ape-nas más pálido, heroico al punto de representar alegría enesos minutos trágicos. Hubiera querido echársele al cuellopero no se atrevía, temiendo quebrantar la energía de sutio, que ya no podría dominarse. La mirada triste y dulcedel vizconde le daba ganas sobre todo de llorar. Alejosabía que sus ojos siempre habían sido tristes y aun en losmomentos más felices, aparentaban implorar un consuelo,por unos males que no parecía experimentar. Pero en esemomento creyó que la tristeza de su tío, valerosamenteexpulsada de su conversación, se había refugiado en susojos, que eran, en toda su persona, lo único sincero,. consus mejillas enflaquecidas.

-Sé que te gustaría conducir un coche de dos caba-llos, mi pequeño Alejo -dijo Baldassare--, mañana te lle-varán un caballo. El año que viene, compIetaré el par ydentro de dos años te regalaré el coche. Pero tal vez esteaño podrás montar el caballo, lo ensayaremos a mi regre-so. Porque parto, mañana decididamente - agregó -, perono por mucho tiempo. Antes de un mes estaré de vuelta airemos juntos; por la tarde, ¿sabes?, a ver la comedia dondeprometí llevarte.

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Alejo sabía que su tío iba a pasar algunas semanasen casa de uno de sus amigos; también sabía que todavíale permitían al tío el teatro; pero, penetrado como lo esta-ba por esa idea de la muerte que lo trastornara profunda-mente antes de ir a casa de su tío, sus palabras le causa-ron un asombro doloroso y profundo.«No iré, se dijo. ¡Cómo sufrirá al oír las bufonadas de losactores y la risa del público!»

-¿Cuál es esa bonita melodía de violín que oímos alentrar? -preguntó la madre de Alejo.

-¿Ah, le pareció bonita? -dijo con vivacidadBaldassare, demostrando alegría-. Es la romanza de laque le había hablado.

«¿Representa una comedia?, se preguntó Alejo.¿Cómo es posible que lo siga alegrando el éxito de sumúsica?»

En ese momento, la cara del vizconde adoptó unaexpresión de profundo dolor; sus mejillas se habían pues-to pálidas, frunció los labios y el ceño, sus ojos se llenaronde lágrimas.

«¡Dios mío!, exclamó para sí Alejo, ese papel estápor encima de sus fuerzas. ¡Mi pobre tío! ¿Pero también,por qué teme tanto apenarnos? ¿Por qué disimular hastaese punto ?»

Pero los dolores de la parálisis general que oprimana veces a Baldassare como un corselete de hierro, hastadejarle en el cuerpo señales de golpes y cuya agudezaacababa de contraerle el rostro, se disiparon al fin.

Volvió a conversar con buen humor, después de ha-

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berse enjugado los ojos.-¿Me parece que el duque de Parma es menos ama-

ble contigo desde hace algún tiempo?- preguntó con tor-peza la madre de Alejo.

-¡El duque de Parma! - exclamó Baldassare, furio-so - ¡El duque de Parma, menos amable! ¿Peru en quépiensa usted, querida mía? Me escribió no más tarde queesta mañana, para poner su castillo de Illyria a mi disposi-ción, si el aire de las montañas podía hacerme bien.

Se levantó con vivacidad, pero despertó al mismotiempo su dolor atroz y tuvo que detenerse un momento;apenas calmado, llamó:

-Déme la carta que está junto a mi cama.Y leyó vivamente:

Mi querido Baldassare,Cómo me aburre no veros ya, etc., etc.

A medida que se desarrollaba la amabilidad del prín-cipe la cara de Baldassare se suavizaba, brillaba con unaafortunada confianza. De pronto, queriendo disimular sinduda una alegría que no estimaba muy elevada, apretó losdientes a hizo la pequeña mueca vulgar que Alejo creyera,desterrada para siempre de su cara pacificada por la muer-te.

Y plegando como otrora la boca de Baldassare, esapequeña mueca abrió los ojos de Alejo, que desde queestaba junto a su tío había creído, había querido contem-plar el rostro de un moribundo desprendido para siemprede las realidades vulgares y donde ya sólo podía flotar

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una sonrisa heroicamente comprimida, tristemente tierna,celestial y desencantada. Ahora no dudó ya que JuanGaleas, al molestar a su tío, lo habría encolerizado comoantes, que en la alegría del enfermo, en su deseo de ir alteatro, no entraba simulación ni valor y que tan cercano ala muerte, Baldassare sólo pensaba en la vida.

Al volver a su casa, Alejo fue herido vivamente porel pensamiento de que también él se moriría un día y que sitenía aún por delante mucho más tiempo que su tío, elanciano jardinero de Baldassare y su prima, la duquesad’Alériouvres, no le sobrevivirían con seguridad muchomás tiempo. Siendo lo bastante rico como para poder dejarde trabajar, Rocco continuaba trabajando sin cesar paraganar aún más dinero y trataba de conseguir un premiopara sus rosas. La duquesa, a pesar de sus setenta años,se preocupaba mucho de teñirse y pagaba artículos en losdiarios, en los que se celebraba lo juvenil de su andar, laelegancia de sus reuniones, los refinamientos de su mesa ysu espíritu.

Esos ejemplos no disminuyeron el asombro en quesumiera a Alejo la actitud de su tío, sino que le inspirabanuno similar que, creciendo en torno, se extendió comouna inmensa estupefacción sobre el escándalo universalde esas existencias, de las que no exceptuaba la propia,caminando para atrás hacia la muerte, mirando la vida.

Resuelto a no imitar una aberración tan chocante,decidió, a la manera de los antiguos profetas cuya gloria leenseñaran, retirarse a un desierto con algunos de sus ami-guitos y se lo comunicó a sus padres.

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Felizmente, más poderosa que sus burlas, la vidacuya leche vigorizadora y dulce no agotara aún, le ofreciósu seno para disuadirlo. Y se puso nuevamente a beber,con una avidez alegre cuya imaginación crédula y rica oíacandorosamente las condolencias y reparaba magnífica-mente las desventuras.

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II

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«Ay, la carne es triste...» (STÉPHANE MALLARMÉ)

Al día siguiente de la visita de Alejo, el vizconde de

Sylvania había partido para el castillo vecino donde debíapasar tres o cuatro semanas y en donde la presencia denumerosos invitados podía distraer la tristeza que seguía amenudo a sus crisis.

Muy pronto todos los placeres se resumieron paraél en la compañía de una joven que se los duplicaba, alcompartirlos. Creyó sentir que la amaba, pero mantuvosin embargo cierta reserva con ella: la sabía absolutamen-te pura, aunque impaciente por la espera de la llegada desu marido ; además, no estaba seguro de amarla verdade-ramente y percibía vagamente qué pecado sería arrastrar-la a obrar mal. En qué momento se habían desnaturaliza-do sus relaciones, nunca pudo recordarlo. Ahora, comoen virtud de tácito acuerdo, cuya época no podía deter-minar, le besaba las muñecas y le pasaba la mano en tornoal cuello. Parecía tan feliz que una tarde hizo más aún em-pezó por abrazarla; luego la acarició largamente y la besóde nuevo sobre los ojos, sobre la mejilla, sobre los labios,en el cuello, en los ángulos de la nariz. La boca de la jo-ven, sonriendo, se adelantaba a las caricias y sus miradas

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brillaban en las profundidades como un agua entibiada desol. Las caricias de Baldassare se habían hecho más au-daces, sin embargo ; en determinado momento, la miró; lesorprendió su palidez, la infinita desesperación que ex-presaban su frente muerta, sus ojos afligidos y cansadosque lloraban, en miradas más tristes que lágrimas, como latortura soportada durante la crucifixión o después de lapérdida irreparable de un ser adorado. La contempló uninstante; y entonces en un esfuerzo supremo, elevó haciaél sus ojos suplicantes que pedían merced, al mismo tiem-po que su boca ávida, con un movimiento inconsciente yconvulso, de nuevo solicitaba besos.

Envueltos de nuevo ambos, por el placer que flota-ba en torno, en el perfume de sus besos y el recuerdo desus caricias, se echaron uno sobre otro cerrando los ojosdesde entonces, esos ojos crueles que les señalaban ladesolación de sus almas; no querían verla y sobre todo élcerraba los ojos con todas sus fuerzas, como un verdugoatormentado de remordimientos, que trae que ha detembIarle el brazo en el momento de herir a su víctima, sien lugar de imaginarla aún excitante para su rabia y obli-gándolo a satisfacerla, podía mirarla de frente y sentir porun momento su dolor.

Había caído la noche y ella aún estaba en su cuarto,con los ojos vagos y sin lágrimas. Se fue sin una palabra,besándole la mano con apasionada tristeza.

Él sin embargo no lograba dormir y se adormecíapor un instante, se estremecía al sentir levantados sobre éllos ojos suplicantes y desesperados de la suave víctima.

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De pronto se la imaginó tal como debía estar ahora, sinpoder dormir tampoco y sintiéndose tan sofa. Se vistió,caminó suavemente hasta su cuarto, sin atreverse a hacerruido para no despertarla si dormía, sin atreverse tampo-co a volver a su cuarto, donde el cielo y la tierra y su almalo asfixiaban con su peso. Se quedó ahí, en el umbral de lahabitación de la joven, creyendo a cada instante que nopodría contenerse un solo instante más y que entraría; lue-go, espantado ante la idea de romper ese dulce olvidoque dormía ella con un aliento, cuya pareja dulzura perci-bía, para entregarla cruelmente al remordimiento y la des-esperación, fuera del acecho de los cuales encontraba re-poso por un momento, se quedó ahí en el umbral, tan prontosentado, tan pronto de rodillas, tan pronto acostado. Porla mañana volvió a su cuarto, friolento y calmado, durmiólargo rato y se despertó lleno de bienestar.

Se ingeniaron recíprocamente en tranquilizar sus con-ciencias, se acostumbraron a los remordimientos que dis-minuyeron, al placer que también se hizo menos vivo ycuando regresó a Sylvania, no conservó, como ella, sinoun recuerdo dulce y algo frío de esos minutos inflamadosy crueles.

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III

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“Su juventud rumorea y él no oye”.(Mme. DE SÉVIGNÉ).

Cuando Alejo, el día que cumplió catorce años,

fue a visitar a su tío Baldassare, no sintió renovárseles,como lo esperara, las violentas emociones del año ante-rior. Las carreras incesantes, en el caballo que le regaló eltío, al desarrollar sus fuerzas, habían cansado todos susnervios y le avivaban ese sentimiento continuo de la buenasalud, que se suma entonces a la juventud, como la oscuraconciencia de la profundidad de sus recursos y la poten-cia de su alegría. Al sentir, bajo la brisa que despertaba sugalope, henchido el pecho como una vela, ardiente su cuer-po como un fuego de invierno y tan fresca la frente comolos fugitivos follajes que lo ceñían al paso, al erguir su cuer-po, al regreso, bajo el agua fría o al descansarlomorosamente durante esas digestiones sabrosas, todoexaltaba en él esas potencias de la vida, que después dehaber sido el orgullo tumultuoso . de Baldassare se habíanretirado de él para siempre, para regocijar unas almas másjóvenes, que un día también abandonarían sin embargo.

Nada en Alejo podía ya desfallecer con la debilidadde su tío, ni morir ante su fin próximo. El alegre rumor desu sangre en las venas y de sus deseos en la cabeza le

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impedía oír las agotadas lamentaciones del enfermo. Ha-bía entrado Alejo en ese período ardiente en que el cuer-po trabaja tan vigorosamente en edificar sus palacios en-tre él y el alma, que pronto parece haber desaparecidohasta el día en que la enfermedad o el pesar han minadolentamente la dolorosa hendidura al cabo de la cual él re-aparece. Se había acostumbrado a la enfermedad mortalde su tío, como a todo lo que perdura en torno a nosotrosy aunque siguiese viviendo, por haberlo hecho llorar unavez lo que nos hacen llorar los muertos, había obrado conél como con un muerto, y había empezado a olvidar.

Cuando su tío le dijo ese día: “Mi pequeño Alejo, teregalo el coche al mismo tiempo que el segundo caballo”,comprendió que pensaba su tío : “sin lo cual es muy pro-bable que nunca tuvieses el coche” y sabía que era ese unpensamiento extremadamente triste. Pero no lo sentía así,porque en la actualidad no había lugar en él para la tristezaprofunda.

Algunos días después, lo sorprendió, en una lectura,el retrato de un canalla que no lograran conmover las másconmovedoras ternuras de un moribundo que lo adoraba.

Llegada la noche, el terror de ser el canalla, en elque creyera reconocerse le impidió dormir. Pero al díasiguiente, dio tan hermoso paseo a caballo, trabajó tanbien, sintió por otra parte tanta ternura por sus parientesvivos, que empezó a gozar de nuevo sin escrúpulos y adormir sin remordimientos.

A todo ello, el vizconde de Sylvania, que empezabaa no poder caminar, ya no salía más del castillo. Sus ami-

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gos y sus parientes pasaban todo el día con él y podiaconfesar la locura más repudiable, el gasto más absurdo,demostrar paradojas o dejar entrever el defecto más cho-cante sin que sus parientes le hicieran reproches o susamigos se permitiesen una broma o una oposición. Pare-cía que tácitamente se le hubiese quitado la responsabili-dad de sus actos y de sus palabras. Parecía sobre todoque quisieran impedir que oyera - a fuerza de acolcharlosen dulzura, ya que no de vencerlos con caricias - los últi-mos quejidos de su cuerpo que abandonaba la vida.

Pasaba largas horas encantadoras, a solas consigomismo, el único invitado que olvidara invitar a comer du-rante su vida. Experimentaba, adornando su cuerpo do-liente, de bruces su resignación que miraba al mar por laventana, una alegría melancólica. Cercaba las imágenesde ese mundo que lo llenaban aún por completo, pero queel alejamiento, al separarlo ya, le hacía vagas y hermosas,la escena de su muerte, desde tiempo atrás premeditadapero retocada sin cesar, como una obra de arte, con unatristeza ardiente. Ya se esbozaban en su imaginación susadioses a la duquesa Oliviane, su gran amiga platónica, encuyo salón reinaba, a pesar de que allí se reunían los másgrandes señores, los más gloriosos artistas y la mayor can-tidad de gente de ingenio de Europa. Ya le parecía leer elrelato de su última entrevista:

“... Se había puesto el sol, y el mar, que se veía através de los manzanos, tenía un tono malva. Leves comoclaras coronas marchitas y persistentes como remordimien-

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tos, flotaban unas nubecillas azules y rosas en el horizonte.Una melancólica hilera de álamos se hundía en la sombra,con la cabeza resignada, en un tono rosado como de igle-sia; los últimos rayos, sin tocar sus troncos, teñían sus ra-mas, colgando de esas balaustradas de sombra unas guir-naldas de luz. La brisa mezclaba los tres olores del mar,las hojas húmedas y la leche.

Nunca la campiña de Sylvania había endulzado conmás voluptuosidad la melancolía de la tarde.

“-Os he amado mucho, pero os he dado muy poco,mi pobre amigo, -le dijo ella.

“-¿Qué dice, Oliviane? ¿Cómo, me habéis dadopoco? Me habéis dado tanto más cuanto que os pedíamenos, y mucho más, en verdad, que si los sentidos hu-biesen tenido alguna participación en nuestra ternura. So-brenatural como una madona dulce como una nodriza, oshe adorado y me habéis arrullado. Os amaba con un afec-to en que ninguna esperanza de placer carnal llegaba adesconcertar la sagacidad sensible. ¿No me traíais, encambio, una amistad incomparable, un té exquisito, unaconversación adornada con naturalidad y muchas matasde rosas frescas? Sólo vos supisteis refrescar con vues-tras manos maternales y expresivas, mi frente ardiente defiebre, echar miel entre mis labios marchitos y dar vida anobles imágenes.

“Querida amiga, dadme las manos que las bese...”

Únicamente la indiferencia de Pía, pequeña princesade Siracusa, que amaba aún con todos los sentidos y con

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su corazón y que se enamorara de Castruccio con un amorinvencible y furioso, lo traía de tiempo en tiempo a unarealidad más cruel, pero que trataba de olvidar. Hasta losúltimos días había asistido aún a fiestas, donde paseándo-se de su brazo, creía humillar a su rival; pero ahí mismo,mientras andaba a su lado, sentía sus ojos profundos dis-traídos por otro amor que sólo por su compasión al enfer-mo tratara de disimular. Y ahora, ni siquiera eso podíahacer. La dificultad de los movimientos de sus piernas eratal que ya no podía salir. Pero iba a visitarlo a menudo ycomo si se hubiese incorporado a la gran conspiración dedulzura de los demás, sentía que el apaciguamiento de esadulzura se difundía sobre él y lo encantaba.

Pero he aquí que un día al levantarse de la silla parasentarse a la mesa, su sirviente, asombrado, lo vio cami-nar mucho mejor. Mandó llamar al médico, que esperóantes de pronunciarse. Al día siguiente caminaba bien. Alcabo de ocho días, le permitieron salir. Sus parientes y susamigos concibieron entonces una inmensa esperanza. Elmédico declaró que quizás una sencilla enfermedad ner-viosa y curable había afectado en un principio los sínto-mas de la parálisis general que ahora efectivamente co-menzaba a desaparecer. Expuso sus dudas a Baldassarecomo una certeza y le dijo

- Estáis salvado.El condenado a muerte dejó traslucir una conmovi-

da alegría al enterarse de su indulto. Pero al cabo de algúntiempo, acentuada su mejoría, comenzó a percibir una in-quietud aguda, bajo la alegría que ya debilitara tan breve

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costumbre. Al reparo de las intemperies de la vida, en esaatmósfera propicia de dulzura ambiente, de obligada cal-ma y de libre meditación, había empezado a germinar enél oscuramente el deseo de la muerte. Estaba lejos dedudarlo aún y sólo sintió un vago espanto al pensamientode empezar a vivir de nuevo, de afrontar los golpes cuyohábito había perdido con las caricias con que lo rodearan.

También sintió confusamente que estaría mal olvi-darse en el placer o la acción, ahora que había trabadoconocimiento consigo mismo, con el extraño fraterno que,mientras miraba a los barcos surcar el mar, había conver-sado con él horas enteras y tan cerca y tan lejos, en élmismo. Como si experimentase ahora que un nuevo amornatal todavía desconocido, se despertara dentro de él, asícomo un joven que hubiera silo engañado acerca del lugarde su patria primera, sufría la nostalgia de la muerte, don-de se había sentido partir como para un ostracismo eter-no.

Emitió una idea y Juan Galeas, que lo sabía curado,lo contradijo violentamente y le dio bromas. Su cuñada,que desde hacía dos meses llegaba por la mañana y por lanoche, estuvo dos días sin visitarlo. ¡Ya era demasiado!Hacía tiempo que se desacostumbrara al peso de la vida,y no quería volver a soportarlo. Es que no lo había reco-brado con sus encantos. Volviéronle las fuerzas y con ellastodos sus deseos de vivir; salió, empezó a vivir de nuevo ymurió por segunda vez en sí mismo. Al cabo de un mes,reaparecieron los síntomas de la parálisis general. Poco apoco, como antaño, la marcha se le hizo difícil, imposible,

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lo bastante progresivamente para que pudiera habituarsea su regreso a la muerte y para tener eI tiempo de apartarla cabeza. La recaída ni siquiera tuvo la virtud quehabía tenido el primer ataque, hacia cuyo final comenzaraa apartarse de la vida, no para verla aún en su realidadsino para contemplarla, como a un cuadro. Ahora, por elcontrario, era cada vez más vanidoso, irascible, ardidopor el remordimiento de los placeres que ya no podía go-zar.

Su cuñada, a quien quería con ternura, era única queponía alguna dulzura en su fin, visitándolo varias veces pordía con Alejo.

Una tarde que iba a verlo al vizconde, casi en elmomento de llegar a su casa, se le espantaron los caba-llos; fue proyectada violentamente al suelo, pisoteada porun jinete que pasaba al galope, y llevada luego a lo deBaldassare sin conocimiento, con el cráneo abierto.

El cochero, que no resultara herido, fue en seguida aanunciarle el accidente al vizconde, cuyo rostro se tornóamarillo. Se le habían apretado los dientes, sus ojos relu-cían fuera de las órbitas y en un terrible ataque de cólera,apostrofó largo rato al cochero; pero parecía que los es-tallidos de su violencia trataran de disimular un llamadodoloroso que se dejaba oír dulcemente en sus intervalos.Pareciera que un enfermo se quejara al lado del vizcondefurioso. Esa queja, primero débil, ahogó pronto los gritosde su ira y cayó sobre una silla, entre sollozos.

Luego quiso que le lavaran la cara para que los ras-tros de su pesar no inquietaran a su cuñada. El sirviente

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meneó la cabeza con tristeza, la enferma no había reco-brado el conocimiento. El vizconde pasó dos días y dosnoches desesperado junto a su cuñada. Podía morir a cadainstante. A la segunda noche; intentaron una operaciónriesgosa. A la mañana del tercer día había declinado lafiebre y la enferma miraba sonriente a Baldassare, quien,sin poder contener ya sus lágrimas, lloraba de alegría sindetenerse. Cuando la muerte se le había acercado poco apoco, no quiso verla; ahora se encontró súbitamente en supresencia. Lo espantó, amenazando lo más querido queposeía; la había suplicado, la había convencido.

Se sentía fuerte y libre, orgulloso de saber que supropia vida no le resultaba tan valiosa como la de su cu-ñada y que experimentaba tanto desprecio por ella comocompasión le inspirara la otra. A la muerta era a la quemiraba ahora de frente y no a las escenas que rodearíansu muerte. Quería permanecer igual hasta el fin, no serpresa de nuevo de la mentira, que, por querer ofrecerleuna bella y célebre agonía, hubiera colmado susprofanaciones mancillando los misterios de su muerte, asícomo le sustrajera los misterios de su vida.

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IV

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“Mañana, luego mañana, luego mañana, se deslizaasí a pasos cortos hasta la última sílaba que inscribeel tiempo en su libro. Y todos nuestros ayeres ilumina-ron el camino de la muerte polvorienta para algunos

locos. lExtínguete! íExtínguete, breve antorcha! Lavida no es más que una sombra errante, un pobrecómico que se pavonea y se lamenta durante unahora en el teatro y que ya no se oye luego. Es un

cuento, narrado por un idiota, lleno de estrépito y defuria y que nada significa”. (SHAKESPEARE,

Macbeth).

Las emociones, las fatigas de Baldassare durante la

enfermedad de su cuñada habían precipitado el activar dela suya. Acababa de enterarse por boca de su confesorde que sólo tenía un mes de vida; eran las diez de la maña-na y llovía a cántaros. Se detuvo un coche frente al casti-llo. Era la duquesa Oliviane. Se había dicho cuando ador-naba armoniosamente las escenas de su muerte:. . . “Sucederá en una tarde clara. Se habrá puesto el sol,y el mar, que se verá entre los manzanos, tendrá un tintemalva. Leves como claras coronas marchitas y persisten-tes como remordimientos, flotarán en el horizonte unasnubecillas rosadas y azules . . .”

La duquesa Oliviane vino a las diez de la mañana y

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con un cielo bajo y sucio, con una lluvia que golpeaba; ycansado por su dolencia, completamente entregado a máselevados intereses y sin percibir ya la gracia de las cosasque antaño le parecieran el precio, el encanto y la refinadagloria de la vida, pidió que le dijeran a la duquesa queestaba demasiado débil. Mandó ella insistir, pero no quisorecibirla. No fue siquiera por deber: ya no era nada paraél. La muerte había quebrantado muy pronto esos víncu-los cuya esclavitud tanto temiera desde hacía algunas se-manas. AI tratar de pensar en ella, nada vio aparecer enlos ojos de su espíritu: los de su imaginación y su vanidadestaban cerrados.

Sin embargo, una semana o poco menos antes de sumuerte, el anuncio de un baile en casa de la duquesa deBohemia, donde Pía iba a dirigir el cotillón con Castruccio,que partía al día siguiente para Dinamarca, despertófuriosamente sus celos. Pidió que la hicieran venir a Pía;su cuñada se resistió un poco; creyó que le impedían ver-la, que se le perseguía. se encolerizó y para no atormentarlo,fueron a buscarla en seguida.

Cuando ella llegó, él estaba completamente tranqui-lo, pero con una profunda tristeza. La atrajo junto a sucama y le habló en seguida del baile de la duquesa deBohemia. Le dijo:

-No somos parientes, no llevaréis luto por mí, peroquiero haceros un ruego: No vayáis a ese baile,prometédmelo.

Se miraban en los ojos, enseñándose las almas en elborde de las pupilas, sus almas melancólicas y apasiona-

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das que no había logrado reunir la muerte.Comprendió su vacilación, contrajo dolorosamente

los labios y le dijo suavemente-¡Oh, mejor es que no prometáis! No faltéis a una

promesa hecha a un moribundo. Si no estáis segura devos, no prometáis.

-No puedo prometérselo, no lo he visto hace dosmeses y quizás no vuelva a verlo; permanecería inconso-lable para siempre, por no haber ido a ese baile.

-Tenéis razón ya que lo amáis, y uno puede morir-se... y vos seguiréis viviendo con todas vuestras fuerzas...Pero algo haréis por mí; del tiempo que pasareis en esebaile, descontad aquel que para despistar sospechas, oshabríais visto obligada a estar conmigo. Invitad a mi almaa recordar algunos instantes con vos, tened algún pensa-miento para mí.

-Apenas me atrevo a prometéroslo, el baile durarátan poco. Os daré un momento todos los días que segui-rán.

-No lo podréis hacer, me olvidaréis; pero si des-pués de un año, ¡ay de mí! quizás más, una lectura triste,una muerte, una tarde lluviosa os hacen pensar en mí, quécaridad me haréis. Nunca más, jamás podré veros... másque con el alma y para ello haría falta que pensáramosjuntos uno en el otro. Yo siempre pensaré en vos para quemi alma os quede abierta sin cesar si os ocurriera entrar.¡Pero cómo se hará esperar la invitada! Las lluvias denoviembre habrán corrompido las flores de mi tumba, lashabrá quemado junio y mi alma seguirá llorando siempre

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de impaciencia. ¡Ah! supongo que un día, la vista de unrecuerdo, el regreso de un aniversario, la pendiente devuestros pensamientos conducirán vuestra memoria a lasproximidades de mi ternura; será entonces como si oshubiera visto, a oído, un sortilegio lo habrá florecido todopara vuestra llegada. Pensad en el muerto. Pero ¡ay demí! puedo suponer que la muerte y vuestra gravedad lle-varan a cabo lo que la vida con sus ardores y nuestraslágrimas y nuestras alegrías y nuestros labios, no habrálogrado.

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V

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“He aquí que se quiebra un noble corazón Buenas noches,amable príncipe, y que enjambres de ángeles arrullen tu

sueño entre cantos» (SHAKESPEARE- Hamlet).

A todo eso una fiebre violenta acompañada de de-

lirio no abandonaba ya al vizconde; había armado su le-cho en la amplia rotonda en que lo viera Alejo el día enque cumplió trece años, aún alegre y desde donde el en-fermo podía mirar a un tiempo el mar, la escollera del puer-to y por el otro lado los bosques y los campos de pasto-reo. De cuando en cuando echaba a hablar; pero sus pa-labras ya no presentaban el rastro de los pensamientoselevados que durante las últimas semanas tu habían purifi-cado con su visita. En violentas imprecaciones contra unapersona invisible que le daba bromas, repetía sin cesarque era el primer músico del siglo y el más grande señordel universo. Luego, calmado de pronto, decía a su co-chero que lo llevara a una zahurda o que ensillara los ca-ballos para la caza. Pedía papel de cartas para invitar atodos los soberanos de Europa a comer, con motivo desu casamiento con la hermana del duque de Parma; es-pantado por no poder pager una deuda de juego, tomabael cortapapeles colocado junto a su cama y lo esgrimíacomo un revólver. Enviaba mensajeros para que se infor-maran si el policía al que golpeara la; noche anterior había

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muerto y le decía, entre risas, a una persona cuya manocreía tener, palabras obscenas. Esos ángeles de extermi-nio que se llaman Voluntad y Pensamiento ya no estabanallí para hundir de nuevo en la sombra los malos espíritusde sus sentidos y las bajas emanaciones de su memoria.Al cabo de tres días, a eso de las cinco, se despertó comode una pesadilla de la que uno no es responsable, peroque se recuerda vagamente. Preguntó si parientes y ami-gos habían estado junto a él durante esas horas en quesólo diera la imagen de la parte ínfima, la más antigua y lamás muerta de sí mismo y rogó que, si lo atacaba el deli-rio, los hiciesen salir al instante y que sólo los dejaran vol-ver una vez recobrado su conocimiento.

Levantó la mirada alrededor de sí en el cuarto y miró,sonriendo, su gato negro que, trepado sobre un vaso deChina, jugaba con un crisantemo y olía la flor con un gestode mimo. Mandó salir a todos y conversó largamente conel sacerdote que lo velaba. Sin embargo se negó a comul-gar y le pidió al médico que asegurase que su estómagono estaba en condiciones de soportar la hostia. Al cabode una hora mandó decir a su cuñada y a Juan Galeas queentrasen. Dijo:

-Estoy resignado, me siento feliz de morir y de acer-carme a Dios.

El aire estaba tan suave que abrieron las ventanasque daban al mar sin verlo y debido al viento demasiadovivo, dejaron cerradas las opuestas, frente a las cuales seextendían los bosques y los campos de pastoreo.Baldassare hizo arrastrar la cama junto a las ventanas abier-

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tas. Partía un barco, llevado al mar por unos marinerosque tiraban de la cuerda sobre la escollera. Un lindo gru-mete de unos quince años se inclinaba en la proa, comple-tamente al borde; parecía que iba a caer a cada ola, perose mantenía firme sobre sus sólidas piernas. Tendía la redpara recoger el pescado y conservaba una pipa calienteentre sus labios, salados por el viento. Y el mismo vientoque henchía la vela iba a refrescar las mejillas de Baldassarey echó a volar un papel por el cuarto. Apartó la cabezapara no seguir viendo esa imagen feliz de los placeres quehabía amado apasionadamente y que ya no gozaría. Miróel puerto: zarpaba un velero de tres mástiles.

-Es el barco que parte para las Indias, dijo JuanGaleas.

Baldassare no distinguía a la gente de pie sobre elpuente, que agitaban pañuelos, pero adivinaba la avidezde lo desconocido que asediaba a sus ojos; ésos teníanmucho que vivir aún y por conocer y sentir. Se levó elancla, se levantó un grito y el barco se puso en movimien-to sobre el mar hacia el Occidente, donde en una brumadorada, la luz mezclaba los barquitos y las nubes y mur-muraba a los viajeros promesas irresistibles y vagas.

Baldassare mandó cerrar las ventanas de ese ladode la rotonda y abrir las que daban a los bosques y a loscampos de pastoreo. Miró los campos pero seguía oyen-do el grito de adiós lanzado por el velero de tres mástilesy veía al grumete con la pipa en la boca, tendiendo susredes.

La mano de Baldassare se movía afiebradamente.

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De pronto oyó un ruidito argentino, imperceptible y pro-fundo como el latido de un corazón. Era el sonido de lascampanas de una aldea extremadamente alejada que porgracia del aire, esa noche tan límpido, y de la brisa propi-cia, había atravesado muchas leguas de llanuras y de ríosantes de llegar a él para ser recogido por su oído fiel. Erauna voz presente y muy antigua; ahora oía latir su corazóncon su vuelo armonioso, suspendido en el momento enque parece aspirar el sonido y exhalándose luego, larga ydébilmente, con él. En todas las épocas de su vida, encuanto oía el son lejano de las campanas, recordaba, apesar de sí mismo, su dulzura en el aire de la tarde, cuan-do niño aún volvía al castillo a través de los campos.

En ese momento, el médico, que dijo:-¡Es el final!hizo acercar a todos.Baldassare descansaba, con los ojos cerrados, y su

corazón percibía las campanas que su oído paralizado porla muerte cercana ya no oía. Volvió a ver a su madre,besándolo al regreso, luego cuando lo acostaba por lanoche y calentaba sus pies entre sus manos, y se quedabaa su lado, si no podía dormirse; recordó su “RobinsonCrusoe” y las tardes en el jardín cuando cantaba su her-mana, las palabras de su preceptor que presagiaba que undía sería un gran músico y la emoción de su madre, enton-ces, que en vano trataba de ocultar. Ahora ya no habíatiempo de realizar la apasionada espera de su madre y suhermana que engañara tan cruelmente. Volvió a ver el enor-me tilo bajo el cual se había comprometido y el día de la

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ruptura de su noviazgo en que sólo su madre supo conso-larlo. Creyó besar a su vieja sirvienta y tener su primerviolín. Volvió a verlo todo, en una lejanía luminosa, dulce ytriste como la que miraban sin ver las ventanas del lado delos campos.

Volvió a ver todo ello y sin embargo no habían trans-currido dos segundos desde que el doctor, oyendo sucorazón había dicho

-¡Es el fin!Se irguió, diciendo-¡Se acabó!Alejo, su madre y Juan Galeas se, arrodillaron con

el duque de Parma, que acababa de llegar. Los sirvienteslloraban frente a la puerta abierta.

Octubre, 1894.

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VIOLANTE O LO MUNDANO

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CAPITULO I

INFANCIA MEDITATIVA DE VIOLANTE

“Tened poco comercio con los jóvenes y las personasdel mundo... No deseéis aparecer ante los grande.”’-

(Imitación de Jesucristo, Lib. I, Cap. VIII).

La vizcondesa de Styria era generosa y tierna y muy

penetrada de una gracia encantadora. El espíritu de sumarido era extremadamente vivo y de una regularidadadmirable los rasgos de su cara. Pero cualquier granaderoera más sensible y menos vulgar. Educaron lejos del mun-do, en el rústico dominio de Styria, a su hija Violante, que,hermosa y viva como su padre, caritativa y misteriosa-mente seductora como su madre, parecía unir las cualida-des de sus padres en una proporción perfectamente ar-moniosa. Pero las tornadizas aspiraciones de su corazóny su pensamiento no encontraban en ella una voluntad que,sin limitarlas, las dirigiese a impidiese que se convirtieranen su juguete encantador y frágil. Esa falta de voluntadinspiraba a la madre de Violante unas inquietudes que hu-biesen podido ser fecundas con el tiempo, si la vizcondesano hubiera perecido violentamente con su marido en un

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accidente de caza, dejando huérfana a Violante a la edadde quince años. Viviendo casi sola, bajo la custodia vigi-lante pero torpe del viejo Agustín, su preceptor e inten-dente del castillo de Styria, Violante a falta de amigos,hizo de sus sueños unos encantadores compañeros a quie-nes prometía permanecer fiel toda su vida. Los paseabaentonces por los senderos del parque, por el campo, losacodaba en la terraza que, limitando el dominio de Styria,mira el mar. Educada por ellos, como encima de sí misma,iniciada por ellos, Violante sentía todo lo visible y presen-tía algo de lo invisible. Su alegría era infinita, interrumpidade tristezas que sobrepasaban aún a la alegría en dulzura.

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CAPITULO II

SENSUALIDAD

“No os apoyéis sobre una caña que agita el viento yno le deis vuestra confianza, porque toda carne escomo la hierba y su gloria pasa como la flor de los

campos”.( Imitación de Jesucristo) .

Con excepción de Agustín y algunos niños de la

región, Violante no veía a nadie. Únicamente una hermanasegundogénita de su madre, que vivía en Julianges, castillosituado a algunas horas de distancia, visitaba a veces aViolante. Un día que visitaba en esa forma a su sobrina, laacompaño uno de sus amigos. Se llamaba Honorio y teníadieciséis años No le gustó a Violante, pero volvió. Pa-seándose por un sendero del parque, le enseñó cosas su-mamente inconvenientes que ni sospechaba ella. Experi-mentó por ello un placer dulcísimo, pero del que se aver-gonzó en seguida. Luego, como el sol se había puesto yhabían andado largo rato, se sentaron en un banco, sinduda para mirar los reflejos con que el cielo rosado suavi-zaba el mar. Honorio se acercó a Violante para que no

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tuviese frío, abrochó su piel sobre el cuello con una lenti-tud ingeniosa y le propuso ensayar la práctica, con ayudade las teorías que acababa de enseñarle en el parque. Quisohablarle muy quedo, acercó sus labios al oído de Violante,que no lo retiró, pero oyeron ruido en la enramada. “Noes nada”, dijo tiernamente Honorio. “Es mi tía”, dijoViolante. Era el viento. Pero Violante, que se había levan-tado, refrescada muy oportunamente por ese viento, noquiso volver a sentarse y se despidió de Honorio, a pesarde sus ruegos. Tuvo remordimientos, una crisis nerviosa ydurante dos días seguidos le costó mucho dormirse. Surecuerdo era como una almohada ardiente; volvía sin ce-sar. A los dos días Honorio quiso verla. Le hizo contestarque había salido de paseo: Honorio no lo creyó y no seatrevió a volver. En el verano siguiente volvió a pensarcon ternura en Honorio, con tristeza también, porque losabía embarcado en un navío como marinero. Cuando elsol se había puesto en el mar, sentada en el banco adondeun año antes él la condujera, trataba de recordar los la-bios tensos de Honorio, sus ojos verdes semicerrados,sus miradas viajeras, como rayos, que iban a depositarsobre ella algo de cálida luz viva. Y en las noches dulces,en las noches vastas y secretas, cuando la certeza de quenadie podía verla exaltaba su deseo, oía la voz de Honoriodecirle al oído las cosas prohibidas. Lo evocaba, por en-tero, obsesivo y ofrecido como una tentación. Una noche,en la comida, miró suspirando al intendente.

-Estoy muy triste, Agustín mío - dijo Violante -.Nadie me ama - agregó luego.

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-Sin embargo - repuso Agustín -, cuando fui aJulianges hace ocho días para ordenar la biblioteca, oí decirde vos: “¡Qué hermosa es!”

-¿Quién lo dijo? -preguntó tristemente Violante.Una débil sonrisa levantaba apenas y muy débilmente

un ángulo de su boca, así como se trata de levantar uncortinado para dejar entrar la alegría del día.

-Ese joven del año pasado, el señor Honorio . . .-Lo creía en el mar.-Volvió.Violante se levantó en seguida y fue, casi tamba-

leante, hasta su cuarto a escribirle a Honorio que viniera avisitarla. Al tomar la pluma, tuvo un sentimiento de felici-dad, de poder aún desconocido, la sensación de que arre-glaba su vida un poco a su albedrío, que a los engranajesde sus dos destinos que parecían aprisionarlos mecánica-mente, lejos uno del otro, podía a pesar de todo darles unempujoncito, que aparecería por la noche en la terraza,de distinto modo que en el éxtasis cruel de su deseo insa-tisfecho, que sus ternuras no oídas - su perpetua novelainterior - y las cosas tenían verdaderamente avenidas co-municantes por donde iba a lanzarse hacia lo imposibleque haría viable. Al día siguiente recibió la respuesta deHonorio, que leyó temblando en el banco donde él la ha-bía besado.

“Señorita,“Recibo vuestra carta una hora antes de la partida de mibarco. Sólo habíamos regresado por ocho días y volveré

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dentro de cuatro años. Dignaos conservar el recuerdo de“Vuestro respetuoso y tierno

HONORIO”.

Entonces, contemplando esa terraza a la que ya novendría, en la que nadie podría colmar su deseo, Ese martambién que se lo quitaba y le daba en cambio, en la ima-ginación de la muchacha, algo de su gran sortilegio miste-rioso y triste, encanto de las cocas que no poseemos; quereflejan demasiados cielos y mojan demasiadas riberas,Violante se echó a llorar.

-Mi pobre Agustín - dijo por la noche - me sucedióuna gran desgracia.

La primera necesidad de las confidencias nacía paraella de las primeras desilusiones de su sensualismo, contanta naturalidad como pace, de costumbre de las prime-ras satisfacciones del amor. Ella no conocía aún el amor.Poco después, sufrió por él, que es la única manera deaprender a conocerlo.

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CAPITULO III

PENAS DE AMOR

Violante se enamoró, es decir, que un joven inglés

que se llamaba Lorenzo fue durante varios meses el obje-to de sus pensamientos más insignificante, el objetivo desus acciones más importantes. Había cazado una vez conél y no comprendía. por qué el deseo de volver a verlosujetaba su pensamiento, la llevaba a los caminos de suencuentro, alejaba el sueño de ella, destruía su reposo ysu felicidad. Violante estaba enamorada y fue desdeñada.Lorenzo amaba el mundo; ella lo amó para seguirlo. PeroLorenzo no tenía miradas para esa campesina de veinteaños. Enfermó de pena y de celos, fue para olvidar a Lo-renzo, a las Termas de..., pero seguía herida en su amorpropio por no haber sido preferida entre tantas mujeresque no valían lo que ella y decidida a emplear, para triun-far de ellas, todas sus ventajas.

-Te dejo, mi buen Agustín, para ir a la corte de Aus-tria.

-Dios nos guarde de ello - dijo Agustín --. Los po-bres de la región ya no se verán consolados por vuestrascaridades cuando estéis en medio de tantas personas mal-

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vadas. Ya no jugaréis con nuestros niños en los bosques.¿Quién atenderá el órgano de la iglesia? Ya no os vere-mos pintar en el campo, ya no compondréis más cancio-nes.

-No lo inquietes, Agustín, consérvame hermosos yfieles mi castillo y mis campesinos de Styria. El mundosólo constituye un medio para mí. Proporciona armas vul-gares pero invencibles y si algún día quiero ser amada,tengo que poseerlas. También me lleva una curiosidad ycomo una necesidad de una vida algo más material y me-nos meditativa que ésta. Es a un tiempo un descanso y unaescuela lo que quiero. En cuanto hayas logrado mi posi-ción y terminen mis vacaciones, dejaré la sociedad por elcampo, nuestra buena gente sencilla y lo que prefiero atodas las cosas, mis canciones. En un momento preciso ypróximo, me detendré sobre esa pendiente y volveré anuestra Styria, para vivir junto a ti, querido mío.

-¿Podréis hacerlo?-Uno puede lo que quiere.-Pero ya no querréis quizás lo mismo.-¿Por qué? - preguntó Violante.-Porque habréis cambiado - dijo Agustín.

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CAPITULO IV

LO MUNDANO

Las personas en sociedad son tan mediocres que

Violante sólo tuvo que dignarse alternar con ellas paraeclipsarlas a casi todas. Los más inaccesibles hidalgos,los artistas más solitarios se le acercaron y la cortejaron.Sólo ella tenía ingenio, buen gusto, un andar que desper-taba la idea de todas las perfecciones. Lanzó comedias,perfumes y vestidos. Los modistos, los escritores, los pei-nadores mendiga con su protección. La modista más cé-lebre de Austria le pidió autorización para titularse su pro-veedora, el más ilustre príncipe de Europa le pidió permi-so para titularse su amante. Creyó necesario rehusar aambos esa prueba de estima que hubiese consagradodefinitivamente su elegancia. Entre los jóvenes que solicita-ron ser recibidos en casa de Violante, Lorenzo se hizonotar por su insistencia. Después de haberle causado tan-to pesar, por ello mismo le inspiró algún asco. Y su bajezalo alejó de ella mucho más de lo que lo consiguieran susdesdenes. “No tengo derecho a indignarme, decíase. Nolo había querido en consideración a su grandeza de alma ysentía perfectamente, sin atreverme a confesarlo, que era

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vil. Eso no me impedía amarlo, sino solamente amar en lamisma forma a la grandeza de alma. Pensaba que se po-día ser vil y al mismo tiempo amable. Pero en cuanto yano ama uno, vuelve a preferir la gente de corazón. Quéextraña esa pasión por ese malvado, ya que era totalmen-te cerebral y no tenía las disculpas de verse extraviadapor los sentidos. El amor platónico es poca cosa.” Ya ve-remos que pudo considerar algo más tarde que el amorsensual era menos aún.

Agustín fue a verla y quiso llevársela a Styria.-Habéis conquistado una verdadera realeza. ¿No os

basta? ¿Por qué no volvéis a ser la misma Violante deantes?

-Acabo precisamente de conquistarla, Agustín - re-puso Violante -, déjame al menos ejercerla unos meses.

Un acontecimiento que Agustín no había previsto,dispensó a Violante por un tiempo de pensar en su retiro.Después de haber rechazado veinte altezas serenísimas,otros tantos príncipes soberanos y un hombre de genioque solicitaban su mano, se casó con el duque de Bohe-mia, que tenía infinitos encantos y cinco millones de duca-dos. El anuncio del regreso de Honorio estuvo a punto deromper el matrimonio, en vísperas de ser celebrado. Perolo desfiguraba una dolencia que lo aquejaba e hizo odio-sas sus familiaridades a Violante. Lloró sobre la vanidadde sus deseos que volaban antaño tan ardientes hacia lacarne entonces en flor y que ahora estaba marchita parasiempre. La duquesa de Bohemia continuó encantandocomo lo había hecho Violante de Styria y la inmensa for-

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tuna del duque sólo sirvió para darle un cuadro digno deella al objeto de arte que era. De objeto de arte se convirtiben objeto de lujo por esa natural inclinación de las cocas,aquí abajo, a descender hasta lo -peor cuando un esfuer-zo noble no conserva su centro de gravedad por encimade ellas mismas. Agustín se asombraba de todo lo quesabía de ella. “¿Por qué la duquesa - le escribía-, habla sincesar de cosas que tanto despreciaba Violante?”

-Porque gustaría menos con unas preocupacionesque por su misma superioridad son antipáticas e incom-prensibles a las personas que viven en sociedad -respon-dió Violante-. Pero me aburro, mi buen Agustín.

Fue a verla y le explico por qué se aburría-Vuestra afición a la música, a la meditación, a la

caridad, a la soledad y al campo, ya no la ejercéis. Eléxito os ocupa y el placer os retiene. Pero sólo se encuen-tra la felicidad cuando se hace lo que uno ama con lastendencias profundas deI alma.

-¿Cómo lo sabes tú, que no has vivido?-He pensado y es como si hubiera vivido. Pero es-

pero que pronto esta vida insípida os dará asco.Violante se aburrió cada vez más, ya nunca estuvo

alegre. Entonces, la inmoralidad del mundo que hasta en-tonces la dejara indiferente, hizo presa de ella y la hiriócruelmente, como la dureza de las estaciones derriba loscuerpos que la enfermedad deja incapaces de lucha. Undía que se paseaba sola por una avenida desierta, de uncoche que no había visto en un principio descendió unamujer que se dirigió derechamente a ella. La abordó y una

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vez que le hubo preguntado si era en verdad Violante deBohemia le contó que había sido amiga de su madre yhabía tenido deseos de volver a ver a la pequeña Violante,que tuviera sobre sus rodillas. La besó con emoción, latomó de la cintura y se puso a besarla tan seguido queViolante, sin despedirse, se escapó a todo correr. A lanoche siguiente, Violante asistió a una fiesta en honor de laprincesa de Micena, a la que no conocía. Reconoció en laprincesa a la abominable dama del día anterior. Y una se-ñora anciana que Violante estimara hasta entonces le dijo:

-¿Queréis que os presente a la princesa de Micena?-No - dijo Violante.-No seáis tímida -repuso la anciana-. Estoy con-

vencida de que le gustaréis. Le gustan mucho las mujeresbonitas.

Violante tuvo a partir de ese día dos enemigas mor-tales, la princesa de Micena y la anciana, que la procla-maron por todas partes como un monstruo de orgullo yperversidad. Violante lo supo y lloró por sí misma y por lamaldad de las mujeres. Desde hacía tiempo había tomadopartido acerca de la de los hombres. Pronto le dijo nochea noche a su marido

-Partiremos pasado mañana para Styria y ya no ladejaremos.

Pero había una fiesta que quizás le gustaría más quelas otras, un vestido más hermoso que exhibir. Las necesi-dades profundas de imaginar, de crear, de vivir sola y porel pensamiento y también de entregarse, a tiempo que lahacían sufrir por no conformarlas, a tiempo que le impe-

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dían encontrar en sociedad la sombra misma de una ale-gría, se habían mellado demasiado, ya no eran lo bastanteimperiosas para hacerle cambiar de vida, para obligarla arenunciar a la sociedad y realizar su verdadero destino.Continuaba ofreciendo el espectáculo suntuoso y desola-do de una existencia hecha para lo infinito y restringidopoco a poco casi a la nada, conservando sólo las som-bras melancólicas del noble destino que pudo haber cum-plido y del que cada día se alejaba más. Un gran impulsode plena caridad que hubiera lavado su corazón comouna marejada y nivelado todas las desigualdades humanasque obstruyen un corazón humano, estaba detenido porlos mil diques del egoísmo, de la coquetería y de la ambi-ción. La bondad no le gustaba más que como elegancia.Realizaría aún caridades de dinero, caridades de su tra-bajo y hasty de su tiempo, pero toda una parte de sí mis-ma estaba reservada; no le pertenecía ya. Leía o soñabaaún por la mañana en su cama, pero con un espíritu fal-seado, que se detenía ahora en lo exterior de las cosas yse contemplaba a sí misma, no para profundizarse, sinopara admirarse voluptuosa y coquetamente como frente aun espejo. Y si entonces le hubieran anunciado una visita,no hubiera tenido la voluntad de despacharla para seguirsoñando o leyendo. Había llegado a no gustar más de lanaturaleza si no era con sentidos pervertidos y el encantode las estaciones no existía para ella sino para perfumarlas elegancias y darles su tonalidad. Los encantos del in-vierno se convirtieron en el placer de ser friolenta, y laalegría de la caza cerró su corazón a las tristezas del oto-

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ño. A veces trataba de encontrar de nuevo, caminandosola por un bosque, la fuente natural de las verdaderasalegrías. Pero bajo los follajes tenebrosos paseaba vesti-dos deslumbradores. Y el placer de ser elegantecorrompíale la alegría de estar sola y soñar.

-¿Partimos mañana? - preguntaba el duque.-Pasado mañana - contestaba Violante.

Luego el duque dejó de interrogarla. A Agustín, que selamentaba, Violante le escribió:“Volveré cuando sea algo más vieja.” “¡Ah!, contestóAgustín, les entregáis deliberadamente vuestra juventud;ya no volveréis a vuestra Styria.” Nunca volvió. Joven, sehabía quedado en sociedad para ejercer la realeza de ele-gancia que conquistara casi niña aún. Vieja, continuó paradefenderla. Fue en vano. La perdió. Y cuando murió, es-taba tratando inútilmente aún de reconquistarla. Agustínhabía contado con el asco. Pero no contó con una fuerzaque si la alimenta ante todo la vanidad, vence al asco, aldesprecio, al mismo aburrimiento: y es la costumbre.

Agosto de 1892.

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FRAGMENTOS DE COMEDIAITALIANA

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En la misma forma que el cangrejo, el morueco, el escor-pión, la balanza y el acuario pierden toda bajeza cuando

aparecen como signos del zodíaco, así pueden verse sinira los propios vicios en personajes alejados...”

(EMERSON).

I. LAS AMANTES DE FABRICIO

La amante de Fabricio era inteligente y hermosa;

no podía él consolarse de ello. “No debiera comprender-se, exclamaba gimiendo; su inteligencia me estropea subelleza; ¿me enamoraría de la Gioconda, cada vez que lamiro, si al mismo tiempo oyese la disertación de un críticoexquisito?” La dejó y tomó otra querida que era hermosay desprovista de ingenio. Pero le impedía continuamentegozar de su encanto por una implacable falta de tacto.Luego pretendió ser inteligente, leyó mucho, se hizo pe-dante y resultó tan intelectual como la primera, con menossoltura y ridículas torpezas. Le rogó que conservara silen-cio: aun cuando no hablaba, su belleza reflejaba su estupi-dez con crueldad. Por fin, trabó relaciones con una mujeren la que su inteligencia no se revelaba más que por unagracia sutil, que se conformaba con vivir y no disipaba enconversaciones demasiado precisas el misterio encanta-dor de su naturaleza. Era dulce como los animales gracio-

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sos y ágiles, de ojos profundos y turbaba, como el re-cuerdo punzante y vago de nuestros sueños por la maña-na. Pero no se tomó el trabajo de hacer por él lo quehicieran las otras: amarlo.

II.LAS AMIGAS DE LA CONDESA MIRTO

Myrto, ingeniosa, buena y bonita, pero que da enser “chic”, prefiere Parthenis a sus otras amigas, porquees duquesa y más brillante que ella; sin embargo, está agusto con Lalagé; cuya elegancia iguala exactamente a lasuya, y no resulta indiferente a los encantos de Cleanthis,que es oscura y no aspira a un puesto deslumbrante. Peroa la que no puede soportar Myrto es a Doris; la situaciónsocial de Doris es algo menor que la de Myrto y busca lacompañía de Myrto, como lo hace Myrto con Parthenispor su mayor elegancia.

Si notamos en Myrto esas preferencias y esa anti-patía es porque la duquesa Parthenis no sólo procura unaventaja a Myrto, sino porque no puede amarla más quepor sí misma que Lalagé puede quererla por sí misma yque de todos modos, siendo colegas y del mismo grado,se necesitan ambas; es por fin, que al quererla a Cleanthis,Myrto siente con orgullo que es capaz de desinteresarse,de tener una afición sincera, comprender y amar, que es lobastante elegante para privarse, en caso necesario, de laelegancia. Mientras que Doris sólo se dirige a sus deseos

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de “chic” sin estar en medida de satisfacerlos; que se acer-ca a Myrto, como un gozquecillo a un mastín cuyos hue-sos están contados, para tantear a sus duquesas y si pue-de, quitarle alguna; que, disgustando como Myrto, poruna enojosa falta de proporción entre su categoría y aquellaa la que aspira, le presenta finalmente la imagen de su vi-cio. La amistad que experimenta Myrto por Parthenis,Myrto la reconoce con disgusto en los miramientos que leofrece Doris. Lalagé, la misma Cleanthis le recordabansus sueños ambiciosos y Parthenis, al menos, comenzabaa realizarlos: Doris no le habla más que de su pequeñez.Por ello, demasiado irritada para desempeñar el divertidopapel de protectora, experimenta con respecto a Dorislos sentimientos que ella, Myrto, le inspiraría precisamen-te a Parthenis si Parthenis no estuviese por encima del“snobismo”: la odia.

III. HELDÉMONA, ADELGISA, ERCOLE

Testigo de una escena algo liviana Ercole no se atre-ve a contársela a la duquesa Adelgisa, pero no tiene losmismos escrúpulos con la cortesana Heldémona.

-Ercole -exclama Adelgisa-, ¿no creéis que puedaoír esa historia? iAh!, estoy convencida de que obraríaisde otro modo con la cortesana Heldémona; me respetáis,pero no me amáis.

-Ercole -responde Heldémona-, ¿no tenéis el pudor

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de callar esa historia? Que hago juez: ¿haríais lo mismocon la duquesa Adelgisa? No me respetáis; por lo tanto,no podéis amarme.

IV. EL INCONSTANTE

Fabricio, que quiere, que cree amar para siempre aBeatriz, piensa que ha querido, que ha creído lo mismocuando amaba durante seis meses a Hyppolita, Bárbara oClelia. Entonces trata de encontrar en las cualidades rea-les de Beatriz un motivo para creer que, concluída su pa-sión, continuará frecuentándolo el pensamiento de que eldía que viviera sin verla sería incompatible con un senti-miento que tiene la ilusión de su eternidad. Luego, diestroegoísta, no quisiera entregarse así, por entero, con suspensamientos, sus acciones, sus intenciones de cada mi-nuto y sus proyectos para todos los porvenires, a la com-pañera de sólo algunas de sus horas. Beatriz tiene muchoespíritu y él juzga acertadamente : “Qué placer, cuandohaya dejado de amarla, experimentaré en hablar con ellade las otras, de ella misma, de mi difunto amor por ella...”(que así reviviría, convertido en más duradera amistad, alo que supone). Pero concluida su pasión por Beatriz,permanece dos años sin ir a su casa, sin deseos de hacer-lo, sin sufrir por no desearlo. Un día que está obligado avisitarla, maldice y se queda diez minutos. Es que sueñanoche y día con Giulia, que está singularmente desprovis-ta de ingenio, pero cuyos pálidos cabellos huelen tan

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gratamente como una hierba fina y cuyos ojos son inocen-tes como dos flores.

La vida es extrañamente dulce y fácil con ciertas per-sonas de una gran distinción natural, ingeniosas, afectuo-sas, pero que son capaces de todos los vicios, por lo mis-mo que no ejercen ninguno públicamente, y no puede ase-gurarse uno solo de ellas. Tienen algo flexible y secreto.Además, su perversidad da cierto sabor picante a las ocu-paciones más inocentes, como es pasearse, par la noche,en los jardines.

VI. CERAS PERDIDAS

1

Os he visto hace un instante por vez primera Cydalisay admiré ante todo vuestros cabellos rubios que poníanalgo así como un pequeño casco de oro sobre vuestracabeza infantil, melancólica y pura. Un vestido de tercio-pelo rojo alto pálido suavizaba aun más esa cabeza singu-lar cuyos párpados bajos parecían sellar el misterio parasiempre Pero levantasteis vuestras miradas; se detuvieronen mí, Cydalisa, y por los ojos aun vi entonces parecíahaber pasado la fresca pureza de las mañanas de las aguascorrientes en los primeros días hermosos. Era como unosojos que nunca hubieran visto lo que todos los ojos huma-nos se han acostumbrado a reflejar, unos ojos vírgenes

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aun de experiencia terrestre. Pero mirándoos mejor, ex-presabais sobre todo algo amante y sufriente, como una aquien lo que hubiese querido le fuera rehusado, desde antesdel nacimiento, por las hadas. Los mismos paños teníansobre vos una gracia dolorosa, se entristecían especial-mente en vuestros brazos, vuestros brazos lo suficiente-mente desalentados como para seguir siendo sencillos yencantadores. Luego os imaginaba como a una princesallegada desde muy lejos, a través de los siglos, que seaburría aquí, con una languidez resignada para siempre,princesa con hábitos de una armonía antigua y extraña, ycuya contemplación pronto se hiciera para los ojos unadulce y embriagadora costumbre. Hubiera querido haceroscontar vuestros sueños y vuestros disgustos. Hubiera que-rido veros en la mano algún hanap o mejor una de esascantimploras de forma tan altiva y tan triste y que, vacíashoy en nuestros museos, levantando con una gracia inútiluna copa agotada, fueron antaño como vos, la fresca vo-luptuosidad de las mesas de Venecia de las que algo delas últimas violetas y las últimas rosas parece flotar aún enla límpida corriente del vaso espumoso y turbado.

2

“¿Cómo podéis preferir Hyppolita a las otras cincoque acabo de nombrar y que son las más indiscutiblesbellezas de Verona? Ante todo tiene la nariz demasiadolarga y demasiado repulgada.”

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-Agregad que posee la piel demasiado fina y demasiadodelgado el labio superior, lo que tira demasiado la bocapor lo alto, cuando se ríe y provoca un ángulo demasiadoagudo. Sin embargo, me impresiona infinitamente su risa ylos más puros perfiles me proporcionaba estremecimien-tos de placer antes que de envidia. Hay, según parece, enprovincial, algunas tenderas cuyo cerebro encierra comouna jaula estrecha ardientes deseos de “chic”, como fie-ras. El cartero les trae el “Gaulois”. Las noticias elegantesson devoradas en un instante. Las inquietas provincianasquedan satisfechas. Y por una hora, unas miradas tran-quilizadas van a brillar en sus pupilas ensanchadas por elgoce y la admiración.

VII. “SNOBS”

1

Una mujer no oculta que le gusta el baile, las carre-ras, hasta el juego. Lo dice o lo confiesa, sencillamente, ose jacta de ello. Pero no tratéis de hacerle decir que legusta lo “chic”; se negaría, se enojaría dejan frío junto a lalínea de su nariz, demasiado repulgada, en vuestra opi-nión; para mí, tan emotiva y que recuerda al pájaro. Sucabeza también tiene algo de pájaro, tan larga desde lafrente a la rubia nuca; más aún sus ojos penetrantes y dul-ces. A menudo, en el teatro, está de codos en la barandade su palco; su brazo, enguantado de blanco, surge dere-

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cho, hasta la barbilla, apoyada en las falanges de la mano.Su cuerpo perfecto llena sus habituales gasas blancas comoalas plegadas. Piensa uno en un pájaro que sueña sobreuna pata elegante y grácil. También es encantador ver suabanico de plumas palpitar junto a ella y latir con su alablanca. Nunca pude encontrarme con sus hijos o sus so-brinos, que tienen todos como ella, la nariz repulgada, loslabios delgados, los ojos penetrantes, la piel demasiadofina, sin turbarme, al reconocer su raza, sin duda originariade una diosa y un pájaro. A través de la metamorfosis queencadena hoy algún deseo alado a esa forma de mujer,reconozco la cabecita regia del pavo real, detrás de lacual ya no chorrea más la corriente azul de mar, verdemaro la espuma de su plumaje mitológico. Da la sensación delo fabuloso con el escalofrío de su belleza.

2

Las mujeres de ingenio tanto temen que se las pue-da acusar de gustar del “chic” que no lo nombran nunca;urgidas en la conversación, se aventuran en una perífrasispara evitar el nombre de ese amante que las comprome-tería. Se echan, en caso necesario, sobre el nombre deElegancia, que aparta las sospechas y que parece atribuir,a lo menos, al arreglo de sus vidas, un motivo de arteantes que de vanidad. Únicamente las que no tienen aún el“chic” o lo han perdido, to nombran en su ardor de aman-tes insatisfechas o abandonadas. Así es como ciertas mu-

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jeres jóvenes que se inician o ciertas mujeres de edad quevuelven a caer, hablan de buen grado del “chic” que tienenlas otras o mejor aún, que no tienen. A decir verdad, sihablar del “chic” que no tienen las otras las regocija, ha-blar del “chic” que poseen las otras las alimenta más yproporciona a su imaginación hambrienta algo como unalimento más verdadero. Es la única debilidad que ocultacuidadosamente, sin duda porque es la única que humillasu vanidad. Está de acuerdo en depender de las cartas,no de los duques. Por cometer una locura, no se creeinferior a nadie; su “snobismo” implica, por el contrario,que hay gentes a las que es inferior o puede serlo, cedien-do. Por eso vemos a tal o cual mujer que proclama total-mente estúpido al “chic” que usa una fineza, un ingenio,una inteligencia, con los que hubiera podido escribir unlindo cuento o variar ingeniosamente los placeres y laspenas de su amante.

3) Contra una “snob”

Si no pertenecieseis a la sociedad y si os dijesen queElianthe, joven, bella, rica, amada por los amigos y ena-morados como lo es, rompe con ellos de pronto, implorasin cesar los favores y soporta sin impaciencia los desai-res de hombres, a veces feos, viejos y estúpidos que co-noce apenas, trabaja para complacerlos como en el pre-sidía, se enloquece, se hace juiciosa, se hace su amiga afuerza de cuidados; si son pobres, su sostén, si sensuales,

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su querida, pensaríais: ¿qué crimen ha cometido Elianthey quiénes son esos magistrados temibles que tiene quecomprar a todo precio, a quienes sacrifica sus amistades,sus amores, la libertad de su pensamiento, la dignidad desu vida, su fortuna, su tiempo, sus más íntimas repugnan-cias de mujer? Sin embargo, Elianthe no ha cometido nin-gún crimen. Los jueces que se obstina en corromper nopensaban en ella en absoluto y hubieran dejado transcu-rrir tranquilamente su vida, risueña y pura. Pero una terri-ble maldición pesa sobre ella: es “snob”.

4) A una “snob”

Vuestra alma es, efectivamente como habla Tolstoi,una selva oscura. Pero su árboles son de una especie pe-culiar, son árboles genealógicos. ¿Os dicen vana? Pero eluniverso no es vacío para vosotras, está lleno de escudosde armas. Es una concepción del mundo bastantedeslumbradora y simbólica. ¿No tenéis también vuestrasquimeras, que tienen la forma y el color de las que se venpintadas en los blasones? . ¿No sois instruida? El “Todo -París”, el “Gotha”, el “High - Life”, os han enseñado el“Bouillet”. Leyendo el relato de las batallas que habíanganado los antepasados, habéis encontrado de nuevo elhombre de los descendientes que invitáis a comer y conesa mnemotécnica habéis recordado toda la historia deFrancia. De donde surge cierta grandeza en vuestro sue-ño ambicioso al que habéis sacrificado vuestra libertad,

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vuestras horas de placer o de meditación, vuestros debe-res, vuestras amistades, el mismo amor. Porque las carasde vuestros nuevos amigos se acompañan en vuestra ima-ginación con una larga hilera de retratos de antepasados.Los árboles genealógicos que cultiváis con tanto esmero,cuyos frutos recogéis cada año con tanta alegría, hundensus raíces en la más antigua tierra francesa. Vuestro sueñosolidariza el presente con el pasado. El alma de las cruza-das anima para vosotros vulgares figuras contemporáneasy si releéis tan afiebradamente vuestros “carnets” de visi-tas, ¿no es verdad que a cada hombre sentís despertar,palpitar y cantar casi, como una muerta levantada de sulosa con blasones, la fastuosa Francia antigua?

VIII. ORANTHE

¿No os habéis acostado todavía esta noche y no oslavasteis aún, esta mañana?¿Por qué proclamarlo, Oranthe?Dotado brillantemente como lo sois, ¿pensáis no ser bas-tante distinguido, con ello, del recto del mundo y que oshace falta desempeñar además tan triste personaje ?

Vuestros acreedores os hostigan, vuestras infideli-dades llevan a la desesperación a vuestra mujer, vestir unfrac sería para vos como endosar una librea y nadie po-dría obligaros a aparecer en sociedad de otra manera quedescabellado. Sentados para comer no os quitáis los guan-tes para demostrar que no coméis, y por la noche si tenéis

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fiebre, hacéis atar vuestra victoria para ir al bosque deBoulogne.

Sólo podéis leer a Lamartine, en una noche de ne-vada y oírlo a Wágner quemando cinamomo.

Sin embargo, sois un hombre decente, lo bastanterico para no contraer deudas si no las creéis necesarias avuestro genio, lo bastante tierno como para sufrir al cau-sarle a vuestra mujer un pesar que os parecería burguésahorrarle, no rehuís las compañías, sabéis gustar de ellas yvuestro ingenio, sin que os hagan notar vuestros largosrizos, os haría notar lo suficiente. Tenéis buen apetito, co-méis bien antes de cenar fuera de casa y os fastidia quedarosen ayunas. Adquirís en las noches, en los paseos a que osobliga vuestra originalidad, las únicas enfermedades de quesufrís. Tenéis bastante imaginación para hacer nevar o paraquemar cinamomo sin la ayuda del invierno o de un pebe-tero, sois bastante culto y bastante músico para gustar deLamartine y de Wágner en espíritu y en verdad. Pero qué,si junto con el alma de un artista, unís todos los prejuiciosburgueses, de los cuales, sin lograr engañarnos, sólo mos-tráis el revés.

IX. CONTRA LA FRANQUEZA

Es prudente temer del mismo modo a Percy, Loren-zo y Agustín. Lorenzo recita versos, Percy dicta confe-rencias, Agustín dice verdades. Persona franca, ese es eltítulo de este último y su profesión es la de amigo verda-

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dero.Agustín entra en un salón; os lo digo en verdad, per-

maneced a la expectativa y no vayáis a olvidar que esvuestro amigo verdadero. Pensad que a imitación de Percyy de Lorenzo, nunca llega impunemente y que no esperarámás tiempo para deciros que le pidáis alguna de sus ver-dades de lo que esperaba Lorenzo para deciros un mo-nólogo o Percy lo que piensa de Verlaine. No se dejaesperar ni interrumpir, porque es franco como Lorenzo esconferencista, no en vuestro interés, sino por su placer.Verdad que vuestro disgusto aviva su placer, como vues-tra atención el de Lorenzo. Pero en último caso, no lonecesitarían. He aquí, pues, tres pícaros sin pudor a quie-nes debía rehusarse todo aliento, deleite ya que no ali-mento de su vicio. Muy por el contrario, tienen su públicoespecial que los hace vivir. El de Agustín, decidor de ver-dades, es bastante extendido. Ese público, extraviado porla psicología convencional del teatro y el absurdo máxi-mo: Quien bien ama bien castiga”, se niega a comprenderque el halago no es a menudo más que la expansión de laternura, y la franqueza, el babear del mal humor. ¿Agustínejercita su maldad sabre un amigo ? Ese público oponevagamente en su espíritu la rudeza romana a la hipocresíabizantina y exclama con altivo gesto, los ojos encendidospar la alegría de sentirse mejor, más rudo, menos delicado: “No es él quien os hablaría con ternura . . . Honrémoslo: qué amigo verdadero...”

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X

Un ambiente elegante es aquel en que la opinión de cadacual se hate con la opinión de los demás. ¿Está hecha conel contrapié de la opinión de los demás? Es un ambienteliterario.

La exigencia del libertino que quiere una virginidades una forma más del eterno homenaje que rinde el amor ala inocencia.

Al dejar los... vais a ver los... y la tontería, la mal-dad, la miserable situación de los... queda al desnudo. Pe-netrado de admiración par la clarividencia de los... os ru-borizáis de haber tenido en un principio cierta considera-ción por los. . . Pero cuando volvéis a casa de ellos, atra-viesan de lado a lado los... y aproximadamente con losmismos procedimientos. Ir de uno al otro es visitar los doscampamentos enemigos. Sólo que como uno no oye ja-más la fusilería del otro, se cree que es el único armado.Cuando uno ha advertido que el armamento es el mismo yque las fuerzas o mejor, la debilidad son más o menossimilares, deja uno de admirar al que tira y de desdeñar alapuntado. Es el comienzo de la sabiduría. La verdaderaprudencia consistiría en romper con ambos.

XI. ESCENARIO

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Honorio está sentado en su habitación. Se levanta yse mira en el espejo:

Su corbata. -Van muchas veces que cargas de lan-guidez y que ablandas soñadoramente mi nudo expresivoy algo deshecho. Estás, por lo tanto, enamorado, queridoamigo; ¿pero, por qué estás triste?

Su pluma. - Sí, ¿por qué estás triste? Desde haceuna semana, me agotas, amo mío, y sin embargo, he cam-biado bastante el tipo de mi vida. Yo que parecía dedica-da a tareas más gloriosas, creo que ya no escribiré másque cartas galantes a juzgar por ese papel de cartas queacabas de encargar. Pero esas cartas galantes serán tris-tes, como me lo presagian las desesperaciones nerviosasen las que me sorprendes y me descansas de golpe. Estásenamorado, querido amigo, ¿pero por qué estás triste?

Rosas, orquídeas, hortensias, cabellos de Ve-nus; aguileñas, que llenan el cuarto. - Nos has amadosiempre, pero nunca nos llamaste a tantos a un tiempopara encantarte con nuestras posturas altivas y delicadas,nuestro gesto elocuente y la voz conmovedora de nues-tros perfumes. Verdad es que lo presentamos las frescasgracias de la bienamada. Estás enamorado, ¿pero por quéestás triste?

Libros. - Siempre fuimos tus prudentes consejeros,siempre interrogados, siempre desoídos. Pero si no lohemos hecho obrar, lo hicimos comprender; corriste asi-mismo a la derrota, pero por lo menos no has combatidoen la sombra y como en una pesadilla: no nos apartescomo a viejos maestros que uno ya no quiere. Nos has

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tenido en tus manos infantiles. Tus ojos aún puros se asom-braron al contemplarnos. Si nos amas por nosotros mis-mos, ámanos por todo lo que recordamos, por todo loque has sido y por todo lo que podías haber sido. Haberlopodido ser, ¿no es ya un poco, mientras pensabas en ello,haberlo sido?

Ven a oír nuestra voz familiar y sermoneadora; no lohablaremos porque estás enamorado, pero si porque es-tás triste y si nuestro niño se desespera y llora, le contare-mos cuentos, lo arrullaremos como antaño cuando la vozde su madre prestaba a nuestras palabras su dulce autori-dad, frente al fuego que ardía con todas sus chispas, contodas tus esperanzas y todos tus sueños.

Honorio. - Estoy enamorado de ella y creo que meamará. Pero mi corazón me dice que yo, que fui tan torna-dizo, estaré siempre enamorado de ella y mi buena hadasabe que sólo me amará un urea. He aquí por qué, antesde entrar en el paraíso de esas alegrías breves, me deten-go en el umbral para enjugarme los ojos.

Su buena hada. - Querido amigo, vengo del cielo atraerte la gracia, y la felicidad dependerá de ti. Si duranteun mes, a riesgo de echar a perder con tantos artificios lasalegrías que te prometías con los comienzos de ese amor,desdeñas a la que amas, si sabes practicar la coquetería yafectar la indiferencia, no llegas a la cita que conciertas yapartas tus labios de su pecho que lo ofrecerá como unmanojo de rosas, vuestro amor fiel y compartido se edifi-cará para la eternidad sobre la base incorruptible de lapaciencia.

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Honorio (Saltando de alegría). - Mi buena hada, teadoro y te obedeceré.

El pequeño péndulo de Sajonia. - Tu amiga esinexacta, mi aguja ha ido más allá del minuto en que lasoñabas desde tanto tiempo atrás, y en que debía llegar labienamada. Mucho temo tener que ritmar aún bastantetiempo con mi tictac monótono la espera melancólica yvoluptuosa; a pesar de conocer el tiempo, nada compren-do de la vida; las horas tristes ocupan el lugar de los minu-tos alegres, se confunden dentro de mí como abejas enuna colmena...

La campanilla se hace oír; un sirviente va a abrir lapuerta.

La buena hada. - Piensa en obedecerme y que deello depende la eternidad de mi amor.

El péndulo late febrilmente, se inquietan los perfu-mes de las rosas y las orquídeas atormentadas se inclinanansiosamente hacia Honorio; una parece mala. Su plumainerte lo contempla con la tristeza de no poder moverse.Los libros no interrumpen su grave murmullo. Todo le dice: “Obedece al hada y piensa que de ello depende la eter-nidad de tu amor. . .”

Honorio (sin vacilar). - Pero si obedeceré, ¿cómopodéis dudar de mí?

Entra la bienamada; las rosas, las orquídeas, el pén-dulo de Sajonia, Honorio jadeante, vibran como una ar-monía suya.

Honorio se precipita sobre su boca, exclamando«Te amo...».

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Epílogo. - Y fue como si hubiese soplado sobre lallama del deseo de la bienamada. Fingiendo estar ofendi-da por la inconveniencia de ese proceder, huyó y sólovolvió a verla torturándolo con una mirada indiferente ysevera . . .

XII. ABANICO

Señora, por vos he pintado este abanico.Ojalá pueda, de acuerdo a vuestro deseo, evocar

en vuestro retiro las formal vanas y encantadoras que po-blaron vuestro salón, tan rico entonces de vida graciosa,ahora cerrado para siempre.

Las arañas, cuyos brazos todos, llevan grandes flo-res pálidas, iluminan objetos de arte de todos los tiemposy todos los países. Pensaba en el espíritu de nuestro tiem-po, paseando con mi pincel las miradas curiosas de esasarañas sobre la diversidad de vuestros objetos de arte.Como ellos, ha contemplado los ejemplares del pensa-miento o de la vida de los siglos a través del mundo. Haextendido desmedidamente el círculo de sus excursiones.Por placer, por fastidio, las ha variado como si fueran dis-tintos paseos y ahora, desalentado que encontrar, no ya lameta, sino el camino bueno, sintiendo desfallecer sus fuer-zas y que lo abandona su valor, se acuesta con la caracontra el suelo, para no ver ya nada, como un bruto. Sinembargo, he pintado con ternura los brazos de vuestrasarañas, que han acariciado con una melancolía amorosa

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tantas cosas y tantos seres y ahora se han apagado parasiempre. A pesar de las pequeñas dimensiones del cua-dro, reconoceréis tal vez las personas del primer plano,que el pintor imparcial ha puesto de relieve, como vuestrasimpatía iguala a grandes señores, mujeres hermosas yhombres de talento. Conciliación temeraria a la vista delmundo, insuficiente al contrario a injusta según el motivo,pero que hizo de vuestra sociedad un pequeño universomenos dividido, más armonioso que el otro, vivo sin em-bargo y que ya no ha de verse. Por eso no querría que miabanico fuese mirado por un indiferente, que hubiese fre-cuentado salones como el vuestro y que se asombraría dever a la “cortesía” reuniendo duques sin altivez y novelis-tas sin pretensiones. Pero quizás ese extranjero tampococomprendiese los vicios de ese acercamiento cuyo exce-so sólo facilita pronto un intercambio, el de los ridículos.Sin duda le parecería de un realismo pesimista el espectá-culo que da el sillón de la derecha, en donde un gran es-critor, con las apariencias de un “snob”, escucha a un granseñor que parece perorar acerca del poema que hojea yal que la expresión de la mirada, si he sabido hacerla bas-tante necia, demuestra bastante que nada comprende.

Cerca de la chimenea, reconoceréis a C...Destapa un frasco y explica a su vecina que ha he-

cho concentrar los perfumes más fuertes y los más curio-sos.

B..., desesperado de no poder insistir sobre sí mis-mo y pensando que la mejor manera de anticiparse a lamoda, consiste en estar pasado violentamente de moda,

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huele diez céntimos de violetas y contempla con despre-cio a C...

¿No tuvisteis vos misma, alguno de esos artificialesretornos a la naturaleza? Hubiera querido, si esos detallesno fuesen demasiado minúsculos para seguir siendo cla-ros, figurar en un ángulo apartado de vuestra bibliotecamusical de entonces, a un lado de vuestras óperas deWágner, vuestras sinfonías de Franck y de d’Indy y envuestro piano algunos cuadernos aún abiertos de Haydn,de Haendel o de Palestrina.

No he temido imaginaros en el sofá rosado. T. . .está sentado junto a vos. Os describe su nuevo cuartosabiamente alquitranado para sugerirle las sensaciones deun viaje de mar, os revela todas las quintaesencias de suatuendo y de su moblaje.

Vuestra sonrisa desdeñosa demuestra que no estáismuy de acuerdo con esa imaginación enferma a la que uncuarto desnudo no basta para concentrar en él todas lasvisiones del universo y que concibe el arte y la belleza deuna manera tan lastimosamente material.

Ahí están vuestras amigas más deliciosas. ¿Me loperdonarían, si les mostraseis el abanico? No lo sé. Lamás extrañamente hermosa, que dibujaba ante nuestrosojos maravillados como un Whistler viviente, sólo se hu-biera admirado y reconocido retratada por Bouguereau.Las mujeres realizan la belleza sin comprenderla.

Dirán tal vez: amamos sencillamente una belleza queno es la vuestra. ¿Por qué esa belleza sería menor que lavuestra?

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Que por lo menos me dejen decir: ¡Qué pocas mu-jeres comprenden la estética de donde ellas mismas pro-vienen! Tal o cual virgen de Botticelli si no fuera por lamoda, creería que ese pintor es torpe y sin arte.

Aceptad este abanico con indulgencia. Si alguna delas sombras que están ubicadas en él después de haberrevoloteado por mi recuerdo, antaño con su porción devida, os ha hecho llorar, reconocedla sin amargura, consi-derando que es una sombra y que ya no sufriréis por ella.

He podido trasladar inocentemente esas sombras,sobre ese papel frágil al que vuestro gesto ha de darlealas, porque para poder causar daños, son demasiadoirreales y demasiado grotescas...

No más quizás que en el tiempo en que las invitabaisa anticiparse en unas pocas horas a la muerte y a vivir lainútil vida de los fantasmas, en la ficticia alegría de vuestrosalón, bajo las arañas, cuyos brazos se habían cubierto degrandes flores pálidas.

XIII. OLIVIAN

¿Por qué se os ve cada noche, Olivian, dirigiros a laComedia? ¿Vuestros amigos no tienen acaso más ingenioque Pantalón, Scaramouche o Pasquarello? ¿Y no seríamás amable comer con ellos? Pero podríais hacer algomejor. Si el teatro es el recurso de los conversadores cuyoamigo es mudo o insípida la querida, la conversación, aúnexquisita, es el placer de los hombres sin imaginación. Lo

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que uno no necesita enseñar a las candilejas, al hombre deingenio, porque lo ve conversando, se pierde el tiempotratando de decíroslo, Olivian. La voz de la imaginación ydel alma es la única que logra eco con felicidad en la ima-ginación y el alma entera y si un poco del tiempo que ha-béis matado en gustar, lo hubieseis hecho vivir, lo hubie-seis alimentado con una lectura o un ensueño, junto al fue-go en invierno o en verano en vuestra parque, guardaríaisel rico recuerdo de horas más profundas y más llenas.Tened el valor de tomar el pico y el rastrillo. Un día, oscausará placer sentir que un suave perfume se eleva devuestra memoria, como de una carretilla jardinera llenahasta los bordes.

¿Por qué viajáis tan a menudo? Las carrozas os lle-van muy lentamente allí adonde vuestro sueño os condu-ciría tan ligero. Para estar al borde del mar no hay másque cerrar los ojos. Dejad que los que sólo poseen losojos del cuerpo hagan viajar a todo su séquito y se insta-len con él en Puzzole o en Nápoles. ¿Queréis, lo decís,terminar un libro? ¿Donde trabajaréis mejor que en la ciu-dad? Entre sus paredes podréis hacer pasar los más am-plios decorados que os guste; evitaréis más fácilmente queen Puzzole los almuerzos de la princesa de Bérgamo ytendréis menos tentaciones de pasearos sin hacer nada. ¿Por qué, sobre todo, obstinaros en gozar del presente ylamentarse por no lograrlo? Hombre de imaginación, sólopodéis gozar por el remordimiento o la espera, es decir,por el pasado o el porvenir.

Por eso, Olivian, estáis descontento de vuestra que-

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rida, de vuestros veraneos y de vos mismo. El motivo deesos males, ya lo habéis notado quizás; ¿pero entonces,por qué complaceros en ello en lugar de tratar de curar-los? Es que sois muy miserable, Olivian. Todavía no soishombre y ya sois un hombre de letras.

XIV. PERSONAJES DE LA COMEDIA SOCIAL

Así como en las comedias Scaramouche es jactan-cioso y Arlequín siempre palurdo, la conducta de Pasquinono es más que intriga, la de Pantalón, avaricia y creduli-dad; asimismo, la sociedad ha decretado que Guido esingenioso aunque pérfido y no vacilaría en sacrificar a unamigo a costa de una ocurrencia; que Girolamo capitaliza,bajo las apariencias de una ruda franqueza, tesoros desensibilidad; que Castruccio, cuyos vicios puedenescarnecerse, es el amigo más seguro y el más delicadode los hijos; que Yago, a pesar de diez libros hermosos,nó es más que un aficionado, mientras que unos pocos ymalos artículos de diarios han consagrado en seguida aErcole como un escritor; que Césare debe pertenecer a lapolicía, ser reportero o espía. Cardenio es “snob” y Pippono es más que un hombrecillo falso, a pesar de sus pro-testas de amistad. En cuanto a Fortunata - ya está conve-nido para siempre - es buena. La redondez de su gorduragarantiza bastante la benevolencia de su carácter: ¿cómouna señora tan gruesa podría ser malvada?

Cada cual, por lo demás, ya muy diferente por natu-

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raleza del carácter que la sociedad ha ido a buscar en eldepósito general de sus trajes y caracteres y le ha presta-do de una vez para siempre, tanto más que la concepción“a priori” de sus cualidades, por abrir amplio crédito dedefectos inversos, crea en su provecho una suerte de im-punidad. Su personaje inmutable de amigo seguro, en ge-neral, le permite a Castruccio traicionar en particular acada uno de sus amigos. Sólo el amigo sufre : “¡Qué ca-nalla debía ser para que lo abandonase Castruccio, eseamigo tan fiel!”

Fortunata puede desparramar a su antojo la male-volencia. ¿Quién sería lo bastante descabellado para bus-car la fuente hasta debajo de los repliegues de su corpiño,cuya vaga amplitud puede servir para disimularlo todo?Girolamo puede practicar sin terror la adulación a la quesu habitual franqueza comunica un imprevisto más encan-tador. Puede llevar su rudeza con un amigo haste la fero-cidad, ya que queda establecido que lo trata brutalmenteen su interés. Césare quiere tener noticias de mi salud y espara hacerle un informe al dux. No me las pidió: ¡cómosabe ocultar su juego! Guido me aborda, y alaba mi buenaspecto. “Nadie, más ingenioso que él, pero es verdade-ramente demasiado malvado,” exclaman a coro las per-sonas presentes. Esta divergencia entre eI carácter ver-dadero de Castruccio, de Guido, de Cardenio, de Ercole,de Pippo, de Césare y de Fortunata y el tipo que encar-nan irrevocablemente a los ojos sagaces de Ia sociedad,no tiene peligro para ellos, ya que la sociedad no quierever esa divergencia. Pero no es sin término. Hagas lo que

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hagas Girolamo, es un gruñón bienhechor. Digas lo quedigas Fortunata, es buena. La persistencia absurda, aplas-tante, inmutable, del tipo del que pueden apartarse ince-santemente sin turbar la fijeza serena, se impone a la largocon una fuerza atractiva creciente a esas personas de en-deble originalidad y de conducta poco coherente que aca-ba por fascinar ese punto de mira idéntico en medio desus universales variaciones. Girolamo, al decirle “sus ver-dades” a un amigo, le agradece el servirle así de compar-sa y permitirle desempeñar de ese modo, “retándolo enbien suyo,” un papel honorable, casi brillante y ahora muypróximo a ser sincero. Agrega a la violencia de susdiatribas, una compasión indulgente muy natural hacia unsubalterno que subraya su gloria; experimenta por él unaverdadera gratitud, y finalmente esa cordialidad que elmundo le ha prestado tanto tiempo que acaba por guar-darla. Fortunata, a la que su creciente gordura, sin mar-chitar su espíritu ni alterar su belleza, desinteresa sin em-bargo algo más que los otros, al ampliar la esfera de supropia personalidad, siente dulcificársele la acritud queúnicamente le impedía desempeñar dignamente las fun-ciones venerables y encantadoras que le había delegadoel mundo. El espíritu de las palabras “benevolencia”, “bon-dad”, “franqueza”, pronunciadas sin cesar delante de ella,y detrás de ella, ha empapado lentamente sus palabras,habitualmente elogiosas ahora y a las cuales su amplio vueloconfiere algo así como una autoridad más halagadora. Tienela sensación vaga y profunda de ejercer una magistraturaconsiderable y pacífica. A veces parece rebasar su propia

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personalidad y se nos aparece entonces como la asam-blea plenaria, tormentosa y sin embargo blanda, de losjueces benevolentes que preside y cuyo asentimiento laagita a lo lejos... Y cuando, en las veladas donde se con-versa, cada cual - sin preocuparse de las contradiccionesde la conducta de esos personajes, sin advertir la lentaadaptación al tipo impuesto - clasifica ordenadamente susacciones en el cajón, exactamente en su lugar y cuidado-samente definido de su carácter ideal, cada cual experi-menta con una satisfacción conmovida que indudablementese está elevando el nivel de la conversación. Verdad quese interrumpe pronto ese trabajo, para no provocarle sueñoa unas cabezas poco acostumbradas a la abstracción (unoes hombre de mundo). Entonces, tras haber castigado el“snobismo” de uno, la malevolencia de otro, el libertinajeo la crueldad de un tercero, se separan y cada cual, con-vencido de haber pagado ampliamente tributo a la bene-volencia, el pudor y la caridad, va a entregarse sin remor-dimientos, en la paz de una conciencia que acaba de ha-cer pruebas, a los vicios elegantes que oculta.Estas reflexiones inspiradas por la sociedad de Bérgamo,aplicadas a otra perderían parte de su verdad. CuandoArlequín abandonó el escenario bergamasco por el fran-cés, de palurdo se convirtió en un espíritu ágil. Así es comoen ciertas sociedades Liduvina pasa por una mujer supe-rior y Girolamo por un hombre de ingenio. Hay que agre-gar también que a veces se presenta un hombre para quienla sociedad no posee carácter ya confeccionado o a lomenos un carácter disponible, ya que otro desempeña su

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empleo. Le proporciona entonces unos que no son de sumedida. Si se trata verdaderamente de un hombre originaly ninguno es de su talla, incapaz de resignarse a tratar decomprenderlo y a falta de un carácter de medida, lo ex-cluye; a menos que pueda desempeñar con gracia el pa-pel de galán, que siempre hace falta.

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MUNDANALIDAD Y MELOMANIA DEBOUVARD Y PECUCHET 1

1. Se entiende que las opiniones que se les prestan aquí a loscélebres personajes de Flaubert no son de ningún modo las delautor.

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I. MUNDANALIDAD

Ahora que logramos una posición - dijo Bouvard -

¿por qué no llevamos una vida social? Lo que estaba bas-tante de acuerdo con lo que pensaba Pécuchet, pero ha-bía que resaltar y para ello estudiar los temas que se tratande costumbre.

La literatura contemporánea es la más importante.Se suscribieron a las distintas revistas que la difun-

den, las leían en alta voz, se esforzaban en escribir críti-cas, buscando por sobre todas las cosas la soltura y laligereza del estilo, en consideraci0n al objetivo que se ha-bían propuesto.

Bouvard objetó que el estilo de la crítica, aun escritaen chanza, no resulta en sociedad. E instituyeron conver-saciones sobre lo que habían leído, a la manera de la gen-te de sociedad.

Bouvard se apoyaba en la chimenea, jugueteaba cui-dadoso para no ensuciarlos, con unos guantes claritosexpresamente enarbolados, llamando a Pécuchet “Seño-ra” o “General” para completar la ilusión.

Pero a menudo no salían de ahí; o si uno de ellos se

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encariñaba con un autor, el otro, trataba inútilmente dedesviarlo. Por lo demás, lo denigraban todo. Leconte deLisle era demasiado impasible, Verlaine demasiado sensi-tivo. Soñaban, sin encontrarlo, con un justo medio.

-¿Por qué Loti produce siempre el mismosonido?

-Todas sus novelas están escritas en el mismo regis-tro.

-Su lira tiene una sola cuerda - deducía Bouvard.-Pero André Laurie no es más satisfactorio, porque

nos pasea cada año por otra parte y confunde la literaturacon la geografía. Sólo su estilo vale algo. En cuanto a Henride Régnier, es un fumista o un loco, no hay otra alternati-va.

-Sal de ahí, hombrecito - decía Bouvard - y saca ala literatura contemporánea de un lindo brete.

-¿Por qué forzarlos? -decía Pécuchet, como un reybenigno-; quizás tengan sangre esos potrillos. Dejémoslela rienda suelta : el único temor es que así desbocados novayan más allá de la meta; pero aún la extravagancia esprueba de una rica naturaleza.

-Mientras tanto se romperán las barreras - gritabaPécuchet; y llenando el cuarto solitario con sus negacio-nes, se exaltaba -. Por lo demás, mientras pretendáis queesos renglones desparejos sean versos, me niego a ver enellos otra cosa que no sea prosa y eso, sin ningún signifi-cado.

Mallarmé no tiene más talento pero es un conversa-dor brillante. ¡Qué desgracia que un hombre tan bien do-

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tado enloquezca cada vez que toma la pluma! Singularenfermedad, que les parecía inexplicable. Maeterlinckasusta, pero por medios materiales a indignos del teatro;el arte conmueve como un crimen, es algo horrible. Porotra parte, su sintaxis es miserable.

Lo criticaron ingeniosamente, parodiando su diálo-go bajo forma de conjugación: “He dicho que había en-trado la mujer. -Has dicho que había entrado la mujer.-Habéis dicho que había entrado la mujer. -¿Por qué seha dicho que había entrado la mujer?”

Pécuchet quería enviar ese pequeño trozo a la“Revue des Deux Mondes”, pero era más hábil, segúnBouvard, reservarlo para, un salón de moda. Serían clasi-ficados de primera intención de acuerdo a sus méritos.Podían entregarlo muy bien más tarde a una revista. Y losprimeros confidentes de ese rasgo de ingenio, al leerloluego quedarían halagados retrospectivamente de haberconocido su primicia.

Lemaître, a pesar de todo su ingenio les parecía in-consecuente, irreverente, a veces pedante y a veces abur-guesado; cantata demasiado a menudo la palinodia. Suestilo sobre todo era suelto, pero la dificultad de improvi-sar a fechas fijas y tan cercanas, debe absolverlo. En cuantoa France escribe bien, pero piensa mal; al contrario deBourget, que es profundo, pero posee una forma afligente.La rareza de un talento completo los desesperaba.

No debe ser sin embargo muy difícil, pensabaBouvard, expresar con claridad las ideas de uno. Pero nobaste la claridad, se necesita la gracia (unida a la fuerza),

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la vivacidad, la elevación, la lógica. Bouvard agregaba : laironía. Según Pécuchet, no es indispensable, tense a me-nudo y aparta sin provecho al lector. En resumen, todosescriben mal. Según Bouvard, había que acusar de ello ala búsqueda excesiva de la originalidad; de acuerdo aPécuchet, a la decadencia de las costumbres.

-Tengamos el valor de ocultar nuestras conclusionesen sociedad- dijo Bouvard pasaríamos por detractores yespantando a cada cual disgustaríamos a todos. Tranqui-licemos en lugar de inquietar. Nuestra originalidad nosdañaría bastante. Tratemos incluso de disimularla: se pue-de no hablar de literatura.

Pero otras cosas son allí importantes.-¿Cómo hay que saludar? ¿Con todo el cuerpo o

sólo con la cabeza, lentamente o ligero, como se está enese momento, uniendo los talones, acercándose o desdeel lugar, entrando la parte baja de la espalda o transfor-mándola en eje? ¿Los brazos deben caer a lo largo delcuerpo, conservar en la mano el sombrero, tener puestoslos guantes? ¿La cara debe permanecer seria o sonreírdurante el saludo? ¿Pero cómo recobrar inmediatamentela gravedad, una vez concluido el saludo?

Presentar también es difícil.¿Por qué nombre hay que empezar? ¿Hay que se-

ñalar con la mano a la persona que se nombra o con unaseñal de la cabeza o mantener la inmovilidad con indife-rencia? ¿Hay que saludar del mismo modo a un anciano ya un joven, un cerrajero y un príncipe, un actor y un aca-démico? La afirmativa satisfacía las ideas igualitarias de

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Pécuchet, pero chocaba con el sentido común de Bouvard.¿Cómo darle el título a cada cual?Se le dice señor a un barón, a un vizconde, a un

conde; pero “buen día, señor marqués,” les parecía chatoy “buen día, marqués” demasiado familiar, dadas sus eda-des. Se resignarían a decir “príncipe” y “señor duque”aunque ese último use les pareciese irritante. Cuando lle-gaban a las Altezas, se turbaban; Bouvard, halagado porsus relaciones futuras, imaginaba mil frases en que apare-cía ese llamado en mil formas; lo acompañaba con unasonrisita ruborizada, inclinando un poco la cabeza y sal-tando sobre sus piernas. Pero Pécuchet declaraba que seextraviaría, se embarullaría siempre o se echaría a reír enla nariz del príncipe. En una palabra, para no sufrir tantasmolestias, no irían al barrio de Saint Germain. Pero es quetiene acceso a todas partes y sólo de lejos parece un todocompacto y aislado... Por lo demás, se respetan aún máslos títulos en la alta banca y en cuanto a los de los ras-tacueros son innumerables. De acuerdo a Pécuchet habíaque ser intransigente con los nobles supuestos y afectar lanegación de su partícula aun en los sobres de las cartas ohablando a sus sirvientes. Bouvard, más escéptico, no veíaen ello más que una manía más reciente, pero tan respeta-ble como la de los antiguos nobles. Por lo demás, la no-bleza ya no existía para ellos, desde que había perdidosus privilegios. Es clerical, atrasada, no lee, no hace nada,se divierte tanto como la burguesía; respetarla les parecíaabsurdo. Sólo su frecuentación era posible, porque noexcluía el desprecio. Bouvard declaró que para saber

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dónde frecuentarían, hacia qué barrios se aventurarían unavez por año, cuáles serían sus costumbres y sus vicios,había que trazar ante todo un plano exacto de la sociedadparisiense. Para él comprendía el barrio de Saint Germainla finanza, los rastacueros, la sociedad protestante, el mun-do de las artes y los teatros, el mundo oficial y sabio. Elbarrio, en opinión de Pécuchet, ocultaba bajo sus rígidasapariencias, el libertinaje del antiguo régimen. Todo nobletiene queridas, una hermana religiosa y conspira contra elclero. Son valientes, se endeudan, arruinan y castigan alos usureros, a inevitablemente son los campeones delhonor. Reinan por la elegancia, inventan modas extrava-gantes, son hijos ejemplares, afectuosos con el pueblo yduros con los banqueros. Siempre espada en mano o conuna mujer a la grupa, sueñan con la vuelta a la monarquía,son terriblemente ociosos, pero no altivos con la buenagente, ponen en fuga a los traidores e insultan a los cobar-des y merecen por cierto aspecto caballeresco nuestrainquebrantable simpatía.

Por el contrario; la finanza considerable y enfurruñadainspira respeto pero aversión. El financista está preocu-pado en el más alocado de los bailes. Uno de sus innume-rables empleados llega siempre a darle las últimas noticiasde la Bolsa, así sean las cuatro de la mañana; oculta a sumujer sus mayores aciertos y sus peores desastres. Nun-ca se sabe si es un potentado o un ladrón; es alternativa-mente uno y otro sin previo aviso y a pesar de su inmensafortuna desaloja implacablemente al pequeño inquilino atra-sado sin hacerle la gracia de un alquiler, a menos que quiera

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hacer de él un espía o acostarse con su hija. Por lo demás,está siempre en coche, se viste sin gracia y lleva anteojospor lo común.

No sentían mucho más vivo afecto por la sociedadprotestante; es fría, estirada, sólo da a sus pobres y secompone exclusivamente de pastores. El templo se pare-ce demasiado a la casa y la casa es triste como el templo.Siempre se queda un pastor a almorzar; los sirvientes ha-cen observaciones a los amos citando versículos de la Bi-blia; temen demasiado la alegría y para no tener algo queocultar traslucen en la conversación con los católicos unpermanente rencor por la revocatoria del edicto de Nantesy la San Bartolomé.

El mundo de las artes, también homogéneo, es muydistinto; todo artista es bromista, está disgustado con sufamilia, nunca lleva sombrero de copa y habla un idiomaespecial. Su vida transcurre haciéndoles males jugadas alos oficiales de justicia que vienen a embargarlos y descu-briendo disfraces grotescos para los bailes de máscaras.A pesar de ello producen constantemente obras maestrasy en la mayor parte el abuso del vino y de las mujeres escondición misma de la inspiración, ya que no del genio;duermen durante el día, se pasean por la noche, trabajanno se sabe cuánto y con la cabeza siempre echada paraatrás y dejando flotar al viento una chalina, arman perma-nentemente cigarrillos.

El mundo de los teatros es apenas distinto de aquél;no se practica la vida de familia en ningún grado, se esfantástico a inagotablemente generoso. Los artistas, aun-

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que celosos y llenos de vanidad, prestan favores sin cesara sus camaradas, aplauden sus éxitos, adoptan los hijosde actrices tuberculosas o desventuradas, son valiosos ensociedad aunque, por no haber recibido instrucción, seana menudo devotos y siempre supersticiosos. Los de losteatros subvencionados están aparte, enteramente dignosde nuestra admiración, merecerían que los ubicaran en lamesa antes de un general o un príncipe, llevan en el almalos sentimientos expresados en las obras maestras querepresentan en nuestros grandes escenarios. Su memoriaes prodigiosa y su apariencia perfecta.

En cuanto a los judíos, sin proscribirlos, Bouvard yPécuchet (porque hay que ser liberal) confesaban odiarsu compañía; todos habían vendido prismáticos por Ale-mania en su juventud, conservaban exactamente en París-y con un fervor al que le hacían justicia gente imparcial-prácticas peculiares, un vocabulario incomprensible, y erancarniceros de su misma raza. Todos tienen la narizganchuda, excepcional inteligencia, alma vil y enderezadasólo a su interés; sus mujeres, al contrario; son hermosas,algo blandas, pero capaces de los mejores sentimientos.

¡Cuántas católicas no debieran imitarlas! ¿Pero porqué su fortuna es siempre oculta a incalculable? Por lodemás, formaban una suerte de vasta sociedad secreta,como los jesuitas y los masones. Tenían, no se sabe dón-de, inagotables tesoros al servicio de vagos enemigos, conun objetivo espantoso y repleto de misterio.

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II. MELOMANÍA

Ya asqueados de la bicicleta y de la pintura,Bouvárrd y Pécuchet se dedicaron seriamente a la músi-ca. Pero mientras, eternamente amigo del orden y la tradi-ción, Pécuchet dejaba que saludaran en él al último parti-dario de las canciones picarescas y del “Domino negro”,revolucionario si los hubo, hay que decirlo, Bouvard se“mostró resueltamente wagneriano”. A decir verdad, noconocía una sola partitura del “gritón de Berlín’’ (como lollamaba cruelmente Pécuchet, siempre patriota y mal in-formado), porque no se las puede oír en Francia en don-de el Conservatorio revienta de rutina, entre Colonne quechapurrea y Lamoureux que deletrea, ni en Munich, don-de no se conservó la tradición ni en Bayreuth, que infecta-ron insoportablemente los “snobs”. Es una falta de senti-do ensayarlas en el piano: es necesaria la ilusión de la es-cena así como el enterramiento de la, orquesta y la oscu-ridad de la sala. Sin embargo, dispuesto a fulminar a losvisitantes, el preludio de “Parsifal” estaba permanentementeabierto en el atril de su piano, entre las fotografías del lapi-cero de César Franck y de la “Primavera” de Botticelli.

De la partitura de la “Walkyria” había sido cuida-dosamente arrancado el “Canto de la Primavera”. En elíndice de las óperas de Wágner, en la primera página,“Lohengrin” y “Tannhauser” tachados con un trazo indig-no de lápiz rojo. Sólo “Rienzi”, una de sus primeras ópe-ras, subsistía. Negarla, se ha hecho vulgar; ha llegado lahora, olfateaba sutilmente Bouvard, de inaugurar la opi-

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nión contraria. Gounodlo hacía reír y Verdi gritar. Menorseguramente que Erik Satie ¿quién puede ester en contra?Beethoven, sin embargo, le parecía considerable; a lamanera de un Mesías. El mismo Bouvard sin humillarsepodia saludar en Bach a un precursor. Saint-Saëns carecede fondo y Massenet de forma, repetía sin cesar aPécuchet, a cuyos ojos, Saint-Saëns, por el contrario, sólotenía fondo y Massenet únicamente forma.

-Por eso es que uno nos instruye y el otro nos en-tente, pero sin elevarnos - insistía Pécuchet.

Para Bouvard ambos eran igualmente desprecia-bles. Massenet hallaba algunas ideas, pero vulgares; porotra parte, las ideas ya han tenido su momento. Saint-Saënsposeía cierta factura, aunque anticuada. Poco informadosde Gastón Lemaire, pero jugando a su debido tiempo conel contraste, le oponían elocuentemente Chausson yChaminade. Pécuchet, por otra parte y a pesar de las re-pugnancias de su estética; el mismo Bouvard, porque todofrancés es caballeresco y pone a las mujeres primero antetodo, cedían galantemente a esta última el primer lugarentre los compositores del día.

En Bouvard era el demócrata más aun que el músi-co el que proscribía la música de Charles Levadé; ¿no esacaso oponerse al progreso demorarse aún en los versosde la señora de Girardin, en el siglo del vapor, del sufragiouniversal y de la bicicleta? Por lo demás, partidario de lateoría del arte por el arte, del juego sin matices y el cantosin inflexiones, Bouvard declaraba que no podía oírlo can-tar. Le hallaba el tipo mosqueteril, los modales chocarrones,

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las fáciles elegancias de un sentimentalismo pasado demoda.

Pero el objeto de sus más animados debates eraReynaldo Hahn. Mientras que su intimidad con Massenet,atrayéndole sin cesar los crueles sarcasmos de Bouvard,lo señalaba implacablemente como víctima de las predi-lecciones apasionadas de Pécuchet, tenía el don de irritara este último por su admiración a Verlaine, compartidapor lo demás por Boulevard. “Trabajad sobre JacquesNormand, Sully Prudhomme, el vizconde Borelli; a Diosgracias, en el país de los troveros no faltan los poetas”,agregaba patrióticamente. Y compartido entre lassonoridades tudescas del nombre de Hahn y la desinenciameridional de su nombre de pila Reynaldo, prefiriendo eje-cutarlo en odio de Wágner antes que absolverlo en favorde Verdi, concluía riguroso, volviéndose hacia Bouvard:

-A pesar del esfuerzo de todos vuestros buenos mo-zos, Francia, nuestro bello país, es un país de claridad y lamúsica francesa ha de ser clara o no ser - enunciaba mien-tras golpeaba, a mayor fuerza, sobre la mesa.

“Basta de vuestras excentricidades de más allá de laMancha y de vuestras nieblas de ultra - Rin, no miréissiempre del otro lado de los Vosgos - agregaba, mirandoa Bouvard con severa fijeza, llena de subentendidos - ex-cepto por la defensa de la patria. Que la “Walkyria” pue-da gustar, -aun en Alemania, lo dudo . . . Pero para unosoídos franceses será siempre el más infernal de los supli-cios - y el más cacofónico, agregad el más humillante paranuestra altivez nacional. ¿Por lo demás no reúne esa ópe-

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ra lo más atroz de la disonancia con lo más repulsivo delincesto? Vuestra música, caballero, está llena de mons-truos y ya no se Sabe qué inventar. En la misma naturaleza-madre sin embargo de la sencillez- sólo os gusta lo horri-ble. ¿El señor Delafosse no escribe acaso melodías sobrelos murciélagos en donde la extravagancia del compositorha de comprometer la antigua reputación del pianista? ¿Porqué no eligió algún pájaro amable? Por lo menos unasmelodías sobre los gorriones serían muy parisienses; lagolondrina tiene gracia y ligereza y la alondra es tan emi-nentemente francesa que César, según se dice, las ensar-taba ya asadas en el casco de sus soldados. ¡Pero mur-ciélagos! El francés, siempre sediento de franqueza y declaridad, odiará siempre a ese animal repulsivo. En losversos del señor de Montesquiou, vaya y pase, fantasíade hidalgo estragado, que puede permitírsele en rigor,¡pero en música! ¿Para cuándo el “Réquiem de los Can-guros” ? Esa buena broma desarrugaba el ceño deBouvard.

-Confiese que lo hice reír - decía Pécuchet (sin fatuitadreprensible, porque la conciencia de su mérito es tolera-ble en la gente de ingenio), choque, está usted desarma-do.”

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MELANCOLICO VERANEO DE LASEÑORA DE BREYVES

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«Ariane, ma soeur de queue amour blessésVous mourutes aux bords ou vous futes laissée

(Ariana, hermana mía, de qué amor heridohabéis muerto en la ribera en que os dejaron?)

I

Francisca de Breyves vaciló mucho tiempo, esa tar-

de, para saber si iría a la recepción de la princesa Elisabethde A. .., a la Opera o a la comedia de los Livray.

En casa de los amigos donde acababa de comer sehabían levantado de la mesa hacía más de una hora. Ha-bía que tomar una decisión.Su amiga Genoveva, que debía volver con ella, tenía inte-rés en la reunión de la señora de A. . ., mientras que sinsaber exactamente el por qué, la señora de Breyves hu-biera preferido una de las otras dos cosas o aún una ter-cera, volver para acostarse. Anunciaron su coche. Seguíaindecisa.

-Verdaderamente - dijo Genoveva -, no eres ama-ble ya que supongo que cantará Rezké y eso me divierte.Pareciera que ir a casa de Elisabeth pudiera acarreartegraves consecuencias Ante todo, te diré que no has idoeste año a una sola de sus grandes reuniones y vinculada

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como lo estás, no es muy amable de tu parte.Francisca, desde la muerte de su marido, que la ha-

bía dejado viuda a los veinte años - hacía cuatro- no em-prendía casi nada sin Genoveva y gustaba complacerla.No resistió mucho más a su ruego y después de habersedespedido de los dueños de casa y de los invitados des-esperados por haber disfrutado tan poco de una de lasmujeres más solicitadas de París, dijo al lacayo:

-A casa de la princesa de A...,

II

La reunión de la princesa resultó muy aburrida. Enun momento dado la señora de Breyves preguntó aGenoveva:

-¿Quién es ese joven que te acompañó hasta el“buffet” ?

-Es el señor de Laléande, al que, por otra parte, noconozco en absoluto. ¿Quieres que te lo presente? Me lohabía pedido; contesté muy vagamente, porque es muyinsignificante y muy aburrido y como le pareces muy boni-ta ya no te soltaría.

-¡Oh! entonces no -dijo Francisca-; es un poco feopor lo demás y vulgar, a pesar de sus ojos bastante lindos.

-Tienes razón. Y además, te encontrarás a menudo;podría molestarte el hecho de conocerlo.

Agregó bromeando:-Ahora, que si deseas intimar con él pierdes una muy

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buena oportunidad.-Sí, una excelente oportunidad - dijo Francisca y ya

estaba pensando en otra cosa.-Después de todo -agregó Genoveva, presa sin duda

del remordimiento de haber sido una mandataria tan infiely haber privado gratuitamente a ese joven de un placer-es una de las últimas reuniones de la temporada, no ten-dría nada de particular y sería quizás más amable. -Y bueno, sea, si vuelve por aquí.

No volvió. Estaba en el otro extremo del salón, frentea ellas.

-Tenemos que irnos - dijo de pronto Genoveva.- Un instante más - opuso Francisca.Y por capricho, especialmente por coquetería hacia

ese joven, que en efecto, debía encontrarla muy bonita, sepuso a mirar con cierta insistencia, luego desviaba los ojosy los fijaba de nuevo sobre él. Al mirarlo, se esforzaba enser cautivadora, no sabía por qué, por nada, por el placer,el placer de la caridad, y del orgullo, un poco, y tambiénde lo inútil, el placer de los que escriben un nombre en unárbol para un transeúnte que no verán nunca, el de aque-llos que arrojan una botella al mar. Pasaba el tiempo, yase hacía tarde; el señor de Laléande se dirigió a la puerta,que permaneció abierta una vez que hubo salido, y la se-ñora de Breyves lo advertía en el fondo del vestíbulo, dandosu contraseña en el vestuario.

-Ya es tiempo de partir, tienes razón - dijo ella aGenoveva.

Se levantaron ambas. Pero el azar de unas palabras

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que un amigo de Genoveva tenía que decirle, dejó sola aFrancisca en el vestuario. En ese momento sólo estaba allíel señor de Laléande, que no podía encontrar su bastón.Pasó junto a ella, movió ligeramente el codo de Franciscacon el suyo y con los ojos brillantes, dijo en el momentoen que estaba junto a ella, pareciendo buscar siempre

-Venga a mi casa, calle Royale número 5.Había previsto tan poco algo semejante y ahora el

señor de Laléande seguía buscando tan bien su bastónque no supo luego con exactitud si no habría sido unaalucinación. Sobre todo tenía mucho miedo y como pasa-ba en ese instante el príncipe de A..., lo llamó, queriendocitarse con él, para dar un paseo al día siguiente, y habla-ba con volubilidad. Durante esa conversación se había idoel señor de Laléande. Genoveva llegó al cabo de un ins-tante y las dos mujeres partieron. La señora de Breyvesnada contó y quedó chocada y halagada, en el fondo muyindiferente. Al cabo de dos días y habiendo pensado porcasualidad, empezó a dudar de la realidad de las palabrasdel señor de Laléande. Tratando de recordarlo, no lo pudopor completo, creyó haberlas oído como en un sueño y sedijo que el movimiento del codo era una torpeza fortuita.Luego, ya no pensó espontáneamente en el señor deLaléande y cuando oía pronunciar su nombre por casuali-dad, recordaba rápidamente su cara, olvidada la casi alu-cinación del vestuario.

Volvió a verlo en la última velada que fue ofrecidaese año (terminaba junio), no se atrevió a pedir que se lopresentaran y sin embargo, a pesar de que le parecía casi

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feo, y supiese que no era inteligente, le hubiera gustadobastante conocerlo. Se acercó a Genoveva y le dijo:

-Preséntame a pesar de todo al señor de Laléande.No me gusta ser descortés. Pero no digas que yo soyquien lo pide. Me comprometería demasiado.

-Dentro de un instante, si lo vemos; no está allí porel momento.

-Y bien, búscalo.-Quizás se haya ido.-Pero no -dijo muy rápidamente Francisca no pue-

de haberse ido, es demasiado temprano. ¡Oh! mediano-che, ya. Veamos, mi pequeña Genoveva, sin embargo noes tan difícil. La otra noche eras tú la que querías. Te loruego, eso me interesa.Genoveva la miró algo asombrada y fue en busca del se-ñor de Laléande; se había ido. Volviendo junto a Francis-ca

-Ya ves que tenía razón.-Me aburro, me duele la cabeza, te lo ruego, vayá-

monos en seguida.

III

Francisca no faltó una sola vez a la Opera, aceptócon una vaga esperanza todas las comidas a las que lainvitaron. Pasaron quince días, no había vuelto a ver alseñor de Laléande y a menudo se despertaba durante lanoche pensando en los medios de verlo de nuevo. A tiem-

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po que se repetía que era fastidioso y nada buen mozo,estaba más preocupada con él que con todos los hom-bres más ingeniosos y más encantadores. Terminada latemporada, ya no se presentaría oportunidad de volver averlo, estaba decidida a crearla y buscaba.

Una noche le dijo a Genoveva:-¿No me has dicho que conocías un señor de

Laléande?-¿Santiago de Laléande? Sí y no, me lo han presen-

tado, pero no me ha dejado tarjeta, no estoy en relacio-nes con él.

-Es que, te diré, tengo un pequeño interés, inclusobastante grande por cosas que no me conciernen y que nome permitirán, sin duda, decirte antes de un mes (paraentonces ya habría concertado una mentira con él para noser descubierta y esa idea de un secreto en que estaríansólo los dos le era dulce) en conocerlo y encontrarme conél. Te lo ruego, trata de encontrar alguna manera, porque,terminada la temporada, ya no habrá más nada y no po-dré hacérmelo presentar.Las estrechas prácticas de la amistad, tan purificadorascuando son sinceras, ponían a Genoveva tanto como aFrancisca al abrigo de las curiosidades, que son la infamevoluptuosidad de la mayor parte de la gente de mundo.Por eso, de todo corazón, sin la idea de interrogar siquie-ra a su amiga, Genoveva buscaba y se enojaba porque noencontraba.

-Es una desgracia que haya partido la señora de A...Está el señor de Grumello, pero después de todo no se

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adelanta nada, ¿qué decirle? ¡Oh! se me ocurre una idea.El señor de Laléande toca bastante mal el violoncelo, peroeso no importa. El señor de Grumello lo admira y ademáses muy tonto y le alegrará mucho complacerte. Sólo quetú, que lo habías mantenido apartado siempre y no te gus-ta desechar a la gente después de haberla utilizado, no vasa querer verte obligada a invitarlo el año que viene.

Pero ya exclamaba Francisca, roja de alegría:-Pero eso me da lo mismo, invitaré a todos los ras-

tacueros de París, en caso necesario. ¡Oh, hazlo pronto,mi pequeña Genoveva, qué amables eres!

Y escribió Genoveva“Señor, sabe usted cómo busco todas las oportuni-

dades de complacer a mi amiga, la señora de Breyves,que sin duda conoce usted ya. Ha expresado en mi pre-sencia, en varias oportunidades y como hablábamos devioloncelo, su pesar por no haber oído nunca al señor deLaléande, que es tan buen amigo suyo. ¿Querría ustedhacerlo tocar para ella y para mí? Ahora que estamos li-bres eso no ha de molestarle mucho y sería lo más amableque pudiera darse. Le envío mis mejores recuerdos.

“ALERIOUVRE BUIVRES”

-Lleve esta carta en seguida a casa del señor deGrumello -le dijo Francisca a un sirviente-; no espere con-testación pero hágala entregar en su presencia.

Al día siguiente Genoveva hacía llevar a la señora deBreyves la contestación siguiente del señor de Grumello

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“Señora:Me hubiera encantado mucho más de lo que

usted se imagina, satisfacer su deseo y el de la señora deBreyves, que conozco un poco y por quien experimentola simpatía más respetuosa y más viva. Por lo tanto, medesespera que por una desdichada casualidad haya parti-do el señor de Laléanda hace precisamente dos días, paraBiárritz, donde, lamentablemente, va a pasar varios me-ses,

“Sírvase aceptar, señora, etc.“GRUMELLO”.

Francisca se precipitó completamente pálida haciala puerta para cerrarla con llave y apenas tuvo tiempo dehacerlo. Ya se le quebraban unos sollozos en los labios, yle corrían las lágrimas. Ocupada hasta entonces en pla-near novelas para verlo y conocerlo, segura de realizarlosen cuanto lo quisiera, había vivido de ese deseo y esaesperanza sin quizás darse cuenta. Pero por mil raícesimperceptibles que se hundieran en sus minutos más in-conscientes de felicidad o melancolía, haciendo circularuna savia nueva, sin que supiese de dónde venía, ese de-seo se había implantado dentro de ella. He aquí que loarrancaban para arrojarlo a lo imposible. Se sintió desga-rrada, en un horrible sufrimiento de toda ella, desarraiga-da de pronto, y a través de las mentiras súbitamente ilumi-nadas de su esperanza, en la profundidad de su pena, viola realidad de su amor.

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IV

Francisca se apartó cada día más de todas las ale-grías. A las más intensas, a aquellas mismas que gozabaen su intimidad con la madre o con Genoveva, en sus ho-ras de música, de lectura o de paseo, ya no prestaba másque un corazón poseído por un pesar celoso y que no lodejaba ni por un momento. Era infinita la pena que le cau-saba la imposibilidad de ir a Biárritz y aunque eso hubiesesido posible, su determinación absoluta de no ir a com-prometer, por una iniciativa insensata, todo el prestigio quepodría tener a los ojos del señor de Laléande. ¡Pobrecitavíctima torturada sin que supiese el por qué! Se espanta-ba al solo pensamiento de que ese dolor duraría quizásmeses enteros antes de que llegase el remedio, sin dejarladormir en paz ni soñar en libertad. También se inquietabaal no saber si volvería a pasar por París, pronto tal vez, sinque ella lo supiese. Y el terror de que huyera por segundavez la felicidad tan próxima, le prestó audacia y mandó unsirviente para informarse por el portero del señor deLaléande. Nada sabía. Entonces, comprendiendo que yano aparecería un velo de esperanza al nivel de ese mar deinfortunio que se ensanchaba al infinito, tras cuyo horizon-te no parecía haber ya nada y terminarse el mundo, sintióque iba a haber cosas descabelladas, no sabía qué, escri-birle quizás, y convertida en su propio médico, para cal-marse un poco, se permitió tratar de enterarlo de que ha-bía querido verlo y escribió al señor de Grumello:

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“Señor:“La señora de Buivres me comunica su ama-

ble pensamiento. ¡Cómo se lo agradezco y me conmue-ve! ¿El señor de Laléande no me creyó indiscreta? Si nola sabe usted, pregúnteselo y dígame, cuando la sepa, todala verdad. Eso despierta toda mi curiosidad y me compla-cerá. Una vez más, gracias, señor”.

“Crea en mis mejores sentimientos,VORAGYNES BREYVES”.

Una hora después un sirviente le traía esta carta:

“No se inquiete, señora. El señor de Laléande nosupo que quería usted oírlo. Le había preguntado qué díaspodía tocar en mi casa sin decir para quién. Me contestódesde Biárritz que no volvería antes del mes de enero. Nome agradezca tampoco. Mi mayor placer consistiría encausárselo, aunque levemente, etc.

“GRUMELLO.”

No había más nada que hacer. No hizo más nada,se entristeció cada vez más, tuvo remordimientos por en-tristecerse así y por angustiar a su madre. Fue a pasarunos días en el campo y partió luego a Trouville. Allí oyóhablar de las ambiciones sociales del señor de Laléande ycuando un príncipe, ingeniándose le decía:“¿Qué podría hacer yo para complacerla?” casi se ale-graba al suponer hasta qué punto llegaría su asombro si lehubiese contestado con sinceridad, y concentrada, para

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saborearla, toda la embriagadora amargura que había enla ironía de ese contraste entre todas las grandes cosasdifíciles que siempre habían hecho para complacerla y lacosa minúscula tan fácil y tan imposible que le hubieradevuelto la calma, la salud, la felicidad propia y la felici-dad de los suyos. Sólo estaba algo a gusto en medio desus sirvientes, que tenían por ella una inmensa admiracióny que la servían sin atreverse a hablarla, sintiéndola tantriste. Su silencio respetuoso y apenado le hablaba delseñor de Laléande. Lo escuchaba ella con voluptuosidady les hacía servir muy lentamente el almuerzo para poster-gar el momento en que llegarían sus amigas y en que habíaque contenerse. Quería -conservar largo tiempo en la bocael regusto amargo y dulce de toda esa tristeza alrededorde ella y por causa de él. Hubiese querido que fuesendominados- por él muchos seres más, y Ia aliviaba sentirque lo que tanto lugar ocupaba en su corazón lo ocupabatambién un poco a su alrededor; hubiera querido tenerpara sí unos animales enérgicos que languidecieran de sumal. Desesperada, par momentos quería escribirle o ha-cerle escribir, deshonrarse, “todo le era lo mismo”. Peroera preferible, en el mismo interés de su amor, guardar suposición social; que un día podía darle más autoridad so-bre él, si llegaba ese día. Y si una breve intimidad con élquebraba el sortilegio que él le había echado (no lo, que-ría, no podía creerlo, ni siquiera imaginarlo un instante;pero su espíritu, más perspicaz, advertía esa fatalidad cruela través del enceguecimiento de su corazón), despuésquedaría sin un solo apoyo en el mundo. Y si sobrevenía

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algún otro amor, no tendría más los recursos que por lomenos le quedaban ahora, ese poder que a su regreso aParis le facilitaría tanto la intimidad con el señor deLaléande. Tratando de separar dentro de sí sus propiossentimientos y mirarlos como un objeto al que se examina,se decía: “Lo sé mediocre y siempre me lo pareció. Es mijuicio acerca de él, que no ha variado. La turbación se hadeslizado desde entonces pero no ha podido alterar esejuicio. Todo eso es muy poco y vivo por ese poquito.Vivo por Santiago de Laléande”. Pero en seguida, pro-nunciado su nombre, por una asociación involuntaria estavez y sin análisis, volvía a verlo y experimentaba tanto bien-estar y tanta pena, que sentía que lo poco que era impor-taba poco, ya que le hacía soportar sufrimientos y alegríasjunto a los cuales los demás nada eran. Y aunque pensaseque conociéndolo mejor, todo eso se disiparía, le daba aese espejismo toda la realidad de su dolor y de su volup-tuosidad. Una frase de los “Maestros Cantores”, oída enla reunión de la princesa de A..., tenía el don de evocarleal señor de Laléande con la mayor precisión. (“Dem Vogelder heut sang dem warder Schnabel hold gewachsen”).Sin quererlo lo había convertido en el verdadero “leitmo-tiv” del señor de Laléande y al oírla un día en Trouville, enun concierto, se deshizo en llanto. De vez en cuando, nomuy a menudo para no desencantarse, se encerraba en sucuarto, adonde hiciera llevar el piano; era su única alegríaembriagadora con fines desencantados, el opio que le re-sultaba imprescindible. Deteniéndose a veces para escu-char el correr de su pena, como quien se inclina para oír el

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dulce quejido incesante de una fuente y pensando en laalternativa atroz entre su vergüenza futura de donde surgi-ría la desesperación de los suyos (si no cedía) y su eternatristeza, se maldecía por haber dosificado tan sabiamenteen su amor el placer y la pena que no había sabido recha-zar en un principio, como un veneno insoportable, ni cu-rarse luego. Maldecía ante todo sus ojos y quizás antesque ellos su odioso espíritu de coquetería y de curiosidadque los había abierto como flores para tentar a ese joven,que la había expuesto luego a las miradas del señor deLaléande, certeras como dardos y con una más invencibledulzura que si se tratara de unas inyecciones de morfina.También maldecía a su imaginación; había alimentado tantiernamente a su amor que a veces se preguntaba Francis-ca si no sería sólo su imaginación la que lo engendrara,ese amor que ahora dominaba a su madre y la torturaba,También maldecía de su fineza, que con tanta habilidadhabía arreglado tan bien y tan mal tantas novelas paravolver a verlo, que su desilusionadora imposibilidad -talvez la había aferrado más aún a su héroe - su bondad y ladelicadeza de su corazón, que, si se data, emponzoñaríande remordimiento y de vergüenza la alegría de esos amo-res culpables -; su voluntad tan impetuosa, tan arisca, tanaudaz para sortear los obstáculos, cuando sus deseos lallevaban a lo imposible; tan débil, tan blanda, tan quebra-da, no sólo cuando había que desobedecerlos sino cuan-do estate conducida por otro sentimiento. Maldecía porfin su pensamiento bajo sus más divinas especies, el donsupremo que había recibido y al que se le han dado, sin

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haber sabido encontrar su verdadero nombre, todos losnombres intuición del poeta, éxtasis del creyente, senti-miento profundo de la naturaleza y la música-; que habíadejado bañar en la luz sobrenatural de su encanto y encambio había prestado algo del suyo; que había interesa-do a ese amor, solidarizado con él y confundido su másalta y más íntima vida interior; que había consagrado, comoel tesoro de una iglesia a la madona, las más valiosas jo-yas de su corazón y su pensamiento; de su corazón queoía gemir en las tardes o sobre el mar, cuya melancolía y laque tenía por no verlo, eran ahora hermanas; maldecíaesa sensación inexpresable del misterio de las cosas enque se sume nuestro espíritu en una irradiación de belleza,como el sol poniente en el mar, por haber profundizado suamor, por haberlo desmaterializado, ampliado, hecho infi-nito sin haberlo hecho más torturador, “porque (como loha dicho Baudelaire, al hablar del fin de las tardes de oto-ño) hay sensaciones cuya vaguedad no excluye la intensi-dad y no existe más aguzada punta que la del infinito.”

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(y se consumía desde el alba, sobre las algas de la ribera,conservando del corazón, como una flecha

en el hígado, la ardiente herida de la gran Kypris).(TEÓCRITO: El Cíclope).

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En Trouville acabo de encontrarme a la señora de

Breyves, a la que había conocido más feliz. Nada puedecurarla. Si lo amaba al señor de Laléande por su belleza opor su ingenio, podría buscarse para distraerla a un jovenmás ingenioso o más buen mozo. Si era que su bondad osu amor por ella se la habían acercado, otro podía tratarde amarla con más fidelidad. Pero el señor de Laléandeno es buen mozo ni inteligente. No ha tenido oportunidadde probarle que era tierno o duro, olvidadizo o fiel. Es a élpues a quien ama y no méritos o encantos que podríanencontrarse en más alto grado en otros; a él, efectivamen-te, es a quien ama, a pesar de sus imperfecciones y a pe-sar de su mediocridad; está pues destinada a amarlo apesar de todo. Él, ¿sabía ella lo que era? sino que emana-ba para ella tales escalofríos de desesperación o de bea-titud que ya no importaban todo el resto de su vida y delas cosas. La cara más hermosa, la inteligencia más origi-nal no tendrían esa esencia particular y misteriosa, tan úni-ca que nunca una persona humana tendrá su exacta dobleen el infinito de los mundos ni en la eternidad del tiempo.Sin Genoveva de Buivres, que la condujo inocentemente

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a casa de la señora A..., todo ello no hubiera sido. Perolas circunstancias se encadenaron y la aprisionaron, vícti-ma de un daño sin remedio, porque carece de motivos.Verdad, el señor de Laléande, que pasea sin duda en esemomento por la playa de Biárritz una vida mediocre y sue-ños endebles, se asombraría mucho si conociese la otraexistencia milagrosamente intensa al punto de subordinar-lo todo, de aniquilar todo lo que no es ella, que tiene en elalma de la señora de Breyves existencia tan continua comosu existencia personal, traduciéndose también efectivamen-te en actos, distinguiéndose sólo por una más aguda con-ciencia, menos intermitente, más rica. Qué asombradoestaría si supiese que a él, que suscita poco interés por locomún, bajo sus aspectos materiales, lo evoca súbitamentepor donde vaya la señora de Breyves, en medio de lagente de más talento, en los salones más exclusivos, en lospaisajes que más se bastan a sí mismos y que en seguida,esa mujer tan amada no tiene más ternura, pensamiento,atención, que para el recuerdo de ese intruso frente al cualtodo se esfuma, como si él solo tuviese la realidad de unapersona y las personas presentes fueran vanas como re-cuerdos y como sombras.

Aunque se pasee la señora de Breyve con un poetao almuerce en casa de una archiduquesa, esté sola o le-yendo o conversando con el amigo más querido, la ima-gen del señor de Laléande está sobre ella, deliciosa, cruel,inevitablemente como el cielo está sobre nuestras cabe-zas. Hasta llegó, ella que odiaba a Biarritz, a encontrarle atodo lo atingente a esa ciudad un encanto doloroso y per-

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turbador. Se preocupa por la gente que está allí, que loverán quizás sin saberlo, que vivirán quizás con él singozarlo. Para ésos no tiene ella rencor y sin atreverse adarles encargos los interroga incesantemente, asombrán-dose a veces de que se oiga hablar tanto a su alrededorde su secreto sin que nadie lo haya descubierto. Una foto-grafía grande de Biárritz es uno de los pocos adornos desu cuarto. Le presta a uno de los paseantes que en ella seve, sin detalles, los rasgos del señor de Laléande. Si ellaconociera la mala música que le gusta y que toca, lasromanzas desdeñadas ocuparían sin duda en su piano ypronto en su corazón, el lugar de las sinfonías de Beethoveny de los dramas de Wágner, por un rebajamiento senti-mental de su buen gusto y por el encanto que aquél -dedonde todo le llega, encanto y pena- proyectaría sobreellas. A veces la imagen de aquel que ha visto sólo dos otres veces y por pocos instantes, que ocupa un lugar tanpequeño en los acontecimientos exteriores de su vida yque ha tomado uno tan absorbente en su pensamiento ysu corazón hasta ocuparlos por entero, se esfuma delantede los ojos cansados de su memoria No lo ve más, norecuerda ya sus rasgos, su silueta, apenas sus ojos. Estaimagen, sin embargo, es todo lo que ella posee de él. En-loquece sólo de pensar que podría perderla, que el deseo- que en verdad la tortura, pero que es toda ella ahora, enel cual se ha refugiado por entero, después de haberlorehuido todo, del que se interesa como se interesa unopor la propia conservación, por la vida, buena o mala podríadesvanecerse y ya no quedaría más que el sentimiento de

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un malestar y de un sufrimiento de sueño, de los que ya nosabría cuál es el objeto que los causa; no lo vería quizásmás en su pensamiento y no podría quererlo. Pero he aquíque la imagen del señor de Laléande ha vuelto después deesa perturbación momentánea de visión interior. Su penapuede volver a empezar y es casi una alegría.

¿Cómo soportaría la señora de Breyves la esperade ese regreso a Paris, si él sólo volverá en enero? ¿Quéhará hasta entonces? ¿Qué hará ella, qué hará él después?

Veinte veces he querido partir para Biarritz y traer alseñor de Laléande. Las consecuencias serían terribles,quizás, pero no tengo que examinar el caso, ella no lopermite. Me desespera ver esas sienes golpeada desdeadentro hasta romperse por los golpes sin tregua de eseamor inexplicable. Ritma toda su vida en un modo de an-gustia. A menudo se imagina ella que va a ir él a Trouville,acercársele y decirle que la ama. Lo ve, le brillan los ojos.Le habla con esa voz blanca del sueño que nos impidecreer todo al mismo tiempo que nos obliga a escuchar. Esél. Le dice esas palabras que nos hacen delirar, a pesar deque no las oíamos como no fuera en sueños, cuando ve-mos brillar, tan enternecedora, la divina cuando confiadade los destinos que se unen. En seguida, el sentimiento deque los dos mundos de la realidad y su deseo son parale-los, que les es tan imposible reunirse como el cuerpo a lasombra que ha proyectado, la despierta. Entonces, re-cordando el minuto aquel del vestuario en que su codorozó el suyo, en que le ofreció ese cuerpo que ahora po-dría abrazar contra el suyo si lo hubiese querido. Si hubie-

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se sabido y que tal vez esté lejos de ella para siempre,siente que la atraviesan por entero unos gritos de deses-peranza y de rebeldía, como los que se oyen desde losnavíos que van a naufragar. Si, al pasearse en la playa o enlos bosques, deja que un placer de contemplación o deensueño, menos aún, un buen olor, un canto que la brisatrae y recubre, la alcance y la penetre y durante un instan-te le haga olvidar su mal, sufre súbitamente en el corazónun golpe grande, una herida dolorosa y, más alto que lasolas o las hojas, en la incertidumbre del horizonte silvestreo marino advierte la imagen indecisa de su invisible y pre-sente vencedor, quien, con los ojos invisibles a través delas nubes como el día en que se le ofreció, huye con elcarcaj de donde acaba de sacar una flecha para herirla.

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RETRATOS DE PINTORES Y MUSICOS

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ALBERT CUYP

Cuyp, sol en declinación disuelto en el aire límpidoQue un vuelo de pichones turba como el agua,Trasudor de oro nimbo en la frente de un buey o unabedul,Incienso azul de los días hermosos humeando en lacolina,O pantano de claridad estancada en el cielo vacíoUnos jinetes están listos, sombrero con pluma de rosa,A un lado la palma; el aire vivo que enciende su piel,Hincha levemente sus finos rizos rubios,Y, tentados por los campos ardientes, las ondas frescasSin turbar con su trote los bueyes cuya manadaSueña en una niebla de oro pálido y reposo,Parten para respirar esos minutos profundos.

PAULUS POTTER

Sombrío pesar de los cielos de un gris uniforme,

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Más tristes por ser azules en los pocos desgarrones,Y dejan entonces sobre las llanuras transidasFiltrar los llantos tibios de un sol incomprendidoPotter, humor melancólico de las sombrías llanurasQue se extienden sin fin, sin alegría y sin color;Los árboles, el caserío no dan ya más sombra,Los endebles jardincillos no llevan ya flores.Arrastrando baldes vuelve un labrador y flacaSu yegua resignada, inquieta y soñadora,Ansiosa, irguiendo la cabeza pensativa,Aspira con un breve aliento el fuerte hálito del viento.

ANTOINE WATTEAU

Crepúsculo pintando los árboles y las facescon su manto azul, bajo su máscara incierta;Polvo de besos alrededor de las bocas cansadas . . .Lo vago se hace tierno y lo muy próximo, lejano.

La mascarada, otra lejanía melancólica,Hace el gesto de amar más falso, encantador y triste.Capricho de poetas - o prudencia de amante,necesita el amor que lo adornen sabiamenteHe ahí barcas, comidas, silencios y música.

ANTONIO VAN DYCH

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Los placeres y los días

Dulce altivez de los corazones, noble gracia de las co-sasQue brillan en ojos, terciopelos y maderas,Lenguaje pulido hermoso de la actitud y las posturasHereditario orgullo de las mujeres y los reyesTriunfas, Van Dyck, príncipe de los gestos tranquilos,En todos los seres hermosos que pronto han de morir,En toda bella mano que aún sabe abrirse;Sin dudarlo - ¿qué importa? - te ofrece las palmas.Alto de jinetes, bajo los pinos, junto a las aguas,Tranquilas como ellos -como ellos muy cerca del llantoNiños reales, ya magníficos y graves,Vestimenta resignada, sombreros de plumas bravías,Y joyas en las que llora -ola, a través de las llamasamargura de los llantos que llenan las almasDemasiado altivas para dejarlos subir a los ojos;Y tú, por encima de todo, paseante precioso,Con camisa celeste y una mano en la cintura,en la otra una fruta con hojas, desprendida de la rama;Sueño sin comprenderlo con tu gesto y tus ojos:De pie, pero en descanso, en ese oscuro asilo,Duque de Richmond, ¡oh joven sabio!- ¿o loco encan-tador?Vuelvo siempre a ti: Un zafiro en tu cuelloTiene luces tan dulces como la tranquila mirada

CHOPIN

Chopin mar de suspiros, de lágrimas y de sollozos

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Marcel Proust

Que atraviesa sin posarse un vuelo de mariposasJugando con su tristeza o bailando sobre las aguas.Sueña, ama sufre, grita, apacigua, encanta o arrulla,Siempre haces corner entre cada dolorEl olvido dulce y vertiginoso de tu caprichoComo las mariposas que vuelan de flor en flor;De tu pesar entonces tu alegría es cómplice:EL ardor del torbellino aumenta La sed del llanto.De la luna y de las aguas, pálido y dulce camarada,Príncipe de la desesperación o gran amor traicionado,Te exaltas aún, más hermoso cuanto más pálidoDel sol que inunda el cuarto de enfermo,Que llora sonriéndole y sufre al verlo,Sonríes del remordimiento y lágrimas de la Esperanza.

GLUCK

Templo para el amor y la amistad, templo para el valorQue una marquesa mandó construir en su parqueInglés, en donde muchos amorcillos Watteau tenso elarcoTenían por blancos de su rabia corazones gloriosos.

Pero el artista alemán -¡cómo hubiera soñado ella conCnide!Más grave y más profundo esculpió sin melindres

Los amantes y los dioses que ves en el friso:Hércules en su pira en Los jardines de Armida.

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Los placeres y los días

Los talones ya no hieren con bailes el senderoEn donde la ceniza de los ojos y la sonrisa apagadaAmortigua nuestros pasos lentos y azula las lejaníasLa voz de los clavicordios ya calló o se ha quebrado.

Pero vuestro mudo grito, Admetes, Ifigenia,Aún nos aterra, proferido por un gestoY doblegado por Orfeo o desafiado por Alcestes,El Estigio-sin mástiles ni cielo- donde se mojó tu genio.

Gluck también como Alcestes venció por el amorLa muerte inevitable a los caprichos de una edad;Está de pie, augusto templo del valor,Sobre las ruinas del templete del Amor.

SCHUMANN

Del viejo jardín cuya amistad tu ha recibido bien,Oye niños y nidos que silban en los setos,Enamorado cansado de tantas llagas y etapas,Schumann, pensativo soldado que desilusionó la gue-rra

La brisa feliz impregna -donde pasan las palomasCon el olor del jazmín la sombra del nogal enorme,El niño lee el porvenir en las llamas del hogar,La nube o el viento le hablan de tumbas a tu corazón.

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Marcel Proust

Antaño corría tu llanto a los gritos del carnaval,Donde mezclaban su dulzura a la amarga victoriaCuyo impulso descabellado estremécese aún en tu me-moria;Puedes llorar sin término: Ella pertenece a tu rival.

Hacia Colonia el Rin deja corner sus aguas sagradas.¡Ah, qué alegremente contabais los días de fiesta en susriberas!Pero ya te duermes, quebrado de cansancio . . .Llueven llantos en las tinieblas iluminadas.

Sueño donde vive la muerta, donde la ingrata posee tufe,Tus esperanzas florecen y su crimen se desmenuza...Luego, relámpago desgarrador del despertar, en que elrayoDe nuevo te hiere por primera vez

Corre, embalsama, desfila con tambores o sé hermosa.Schumann, oh confidente de las almas y Las flores,Entre tus muelles alegres, río santo de los dolores,Jardín pensativo, afectuoso, fresco y fiel,Donde se besan los lirios, La golondrina y la luna,Ejército en marcha, niño que sueña, mujer en llanto.

MOZART

Italiana del brazo de un príncipe de Baviera

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Los placeres y los días

Cuyos ojos tristes y helados se encantan en su langui-dezEn sus jardines friolentos abraza contra su pechoSus senos madurados en la sombra, donde sorber laluz.

Su tierna alma alemana - un suspiro tan profundoPrueba por fin la ardiente pereza de ser amada,Entrega a las manos harto débiles para retenerloLa radiante esperanza de su cabeza encantada.

Querubín, Don Juan, lejos del olvido que marchita,De pie en los perfumes tantas flores hollóQue el viento dispersó sin secar sus llantosDe los jardines andaluces a las tumbas toscanas.

En el parque alemán donde niebIan los ocios,Aún es reino de la Noche, la Italiana.

Su aliento endulza el aire y lo espiritualizaY la Flauta encantada gotea con amor,En la sombra aún cálida de las despedidas de un díahermoso,Frescor de sorbetes, de besos y el cielo.

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Marcel Proust

LA CONFESION DE UNA MUCHACHA

“Los deseos de los sentidos nos arrastran acá y allá,pero, pasado el momento, ¿qué lleváis?

Remordimientos de conciencia y disipación del espíritu.Se sale en la alegría y los placeres de la tarde entristecen la

mañana. Así la alegría de los sentidos halaga primero, pero al final hiere y mata.”

(Imitación de Jesucristo, Libro I, Cap. XVIII).

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Los placeres y los días

I

“Entre el olvido que buscamoa en falsas alegrías. Vuelve el dulce perfume melancólico de las lilas,

Más virginal a través de la embriaguez.(Parmi l’oubli qu’on cherche aux fauses allégresses,

Revient plus virginal a travers les ivresses,Le doux parfum mélancolique du lilas)-

(HENRI DE REGNIER).

Por fin se acerca la liberación. Es verdad que he

sido torpe y he disparado mal y estuve a punto de errar.Cierto que más hubiera valido morir al primer tiro, peroen fin, no ha podido extraerse la bala y han empezado losaccidentes del corazón. Ya no puede durar mucho. ¡Ochodías, sin embargo! Puede durar todavía ocho días. Du-rante los cuales no podré haber otra cosa que tratar derecobrar el horrible encadenamiento. Si no estuviese tandébil, si lograse la suficiente voluntad para levantarme ypartir, quisiera irme a morir a los Olvidos, en el parque enque pasé todos los veranos hasta los quince años. Ningúnlugar más lleno de mi madre, a tal punto su presencia ymás aún, su ausencia, la impregnaron de su persona. ¿Noes acaso la ausencia, para quien ama, la más segura, lamás eficaz, la más indestructible, la más fiel de las presen-

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cias?Mi madre me llevaba a los Olvidos a fines de abril,

partía al cabo de dos días, pasaba conmigo otros dos díasa mediados de mayo, y volvía a buscarme en la últimasemana de junio. Sus viajes tan breves eran lo más dulce ylo más cruel. Durante esos dos días me prodigaba unasternuras de las que era muy avara por lo común, paracurtirme y calmar mi enfermiza sensibilidad. Las dos no-ches que pasaba en los Olvidos, venía a mi cama paradespedirse, antigua costumbre que perdió porque le ha-llaba yo demasiado placer y demasiado pesar, y ya no medormía a fuerza de llamarla de nuevo para que se despi-diera otra vez, no atreviéndome más al final y experimen-tando solo y más aun la necesidad apasionada, inventan-do siempre nuevos pretextos, mi almohada ardiente quehabía que dar vuelta, mis pies helados que sólo ella podíacalentar entre sus manos . . . Tan dulces momentos reci-bían otra dulzura del hecho de que yo percibía que eranaquellos en que mi madre era verdaderamente ella mismay que debía costarle mucho su habitual frialdad. El día enque volvía a irse, día de desesperación en que me colgabade su vestido hasta llegar al vagón, suplicándole que mellevara a Paris con ella, separaba yo muy bien lo sincerode lo fingido, su tristeza que asomaba debajo de sus re-proches regocijados y con enojo por mi tristeza “tonta yridícula”, que quería enseñarme a dominar, pero que com-partía. Vuelvo a sentir aún la emoción de uno de esos díasde partida (precisamente era emoción intacta, inalteradapor el doloroso regreso de la actualidad) de uno de esos

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Los placeres y los días

días de partida en que realicé el dulce descubrimiento desu ternura tan semejante y tan superior a la mía. Comotodos los descubrimientos, había sido presentido, adivi-nado pero los hechos parecían contradecirla muy a menu-do. Mis impresiones más dulces son aquellas de los añosen que volvió a los Olvidos, avisada de que yo estabaenferma. No sólo me hacía una visita más con la que nohabía contado, sino que entonces sólo era dulzura y ter-nura florecidas, sin disimulo ni freno. Aun en ese tiempoen que no estaban suavizadas, ni enternecidas ante la ideade que un día me faltarían, está dulzura, esta ternura erantanto para mí que el encanto de las convalecencias siem-pre me resultó mortalmente triste: se acercaba el día enque estaría lo bastante curada para que mi madre pudiesepartir nuevamente y hasta entonces no estaba lo bastanteenferma para que no recobrase sus severidades, y la jus-ticia sin indulgencia que antes.

Un día, los tíos en cuya casa habitaba yo en los Ol-vidos, me habían ocultado la llegada de mi madre, porqueun primito había venido a pasar conmigo unas horas y nome hubiera ocupado bastante de él, en la alegre angustiade esa espera. Ese tapujo fue quizás la primera de lascircunstancias independientes de mi voluntad que fueroncómplices de todas las aptitudes para el mal que, comotodos los niños de mi edad y no más que ellos entonces,llevaba dentro de mí. Ese primito que tenía quince años-yo tenía catorce- ya era muy vicioso y me enseñó unascosas que me dieron en seguida un escalofrío de remordi-miento y voluptuosidad. Gozaba, oyéndolo, dejando que

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sus manos acariciaran las mías, una alegría emponzoñadaen su misma fuente; pronto tuve la fuerza de dejarlo y meescapé por el parque con unas ganas locas de mi madreque ¡ay de mí! sabía entonces en París, llamándola portodos latios, por los senderos, a riesgo de extraviarme.De pronto, al pasar frente a una alameda, la vi en un ban-co, sonriente y abriéndome los brazos. Se levantó el velopara besarme y me precipité contra sus mejillas, deshechaen llanto; lloré largo rato, contándole todas esas cosasfeas que necesitaban la inocencia de mi edad para poderdecírselas y que supo escuchar divinamente, sin compren-derlas, disminuyendo su importancia con una bondad quealiviaba el peso de mi conciencia. Ese peso se aligeraba,se aligeraba; mi alma, agobiada, humillada, subía cada vezmás leve y potente, desbordaba, yo era todo alma. Unadivina dulzura emanaba de mi madre y de mi inocenciarecobrada. Sentí pronto bajo mis narices un olor muy puroy fresco. Era una lila, cuya rama oculta por la sombrilla demi madre ya estaba florida y que embalsamaba, invisible.Allá en lo alto de los árboles los pájaros cantaban contodas sus fuerzas. Más alto, entre las cimas verdes, el cie-lo era de un azul tan profundo que parecía apenas la en-trada de un cielo en el que podía subirse sin término. Beséa mi madre. Nunca volví a hallar la dulzura de ese beso.Partió al día siguiente y esa partida fue más cruel que to-das las anteriores. Al mismo tiempo que la alegría, meparecía que ahora, que había pecado una vez, me aban-donaban la fuerza y el sostén necesarios.

Todas esas separaciones me enteraban, a pesar de

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mí misma, de lo irreparable que acaecería algún día, aun-que nunca encarara seriamente en esa época la posibili-dad de sobrevivirla a mi madre. Estaba decidida a matar-me, en el minuto que siguiera a su muerte. Más tarde, laausencia trajo otras enseñanzas más emerges aún; la deque se acostumbra uno a la ausencia, que es la mayordisminución de sí mismo, el más humillante sufrimiento desentir que ya no se sufre por su causa. Esas enseñanzaspor lo demás debían desmentirse luego. Vuelvo a pensar,sobre todo ahora, en el jardincillo en donde tomaba eldesayuno con mi madre, y en donde había innúmeros pen-samientos. Siempre me habían parecido algo tristes, gra-ves como emblemas, pero dulces y aterciopelados, a me-nudo malvas, a veces violetas, casi negros, con graciosasy misteriosas imágenes amarillas, algunas blancas por com-pleto y de una frágil inocencia. Todos esos pensamientoslos recojo ahora en mi recuerdo, su tristeza creció alhaberlos comprendido, la dulzura de su aterciopelado yadesapareció para siempre.

II

¿Cómo habrá podido surgir una vez más toda esaagua fresca de recuerdos y correr por mi alma impura dela actualidad sin mancillarse? ¿Qué virtud posee ese olormatutino de las lilas para atravesar tantos vapores fétidossin mezclarse y sin debilitarse? ¡Ay al mismo tiempo quedentro de mí, muy lejos de mí, fuera de mí se despierta

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aún mi alma de catorce años. Demasiado sé que ya no esmi alma y que no depende de mí que vuelva a serlo. En-tonces, sin embargo, no creía que alguna vez llegaría a,lamentarla. No era más que pura, tenía que hacerla fuertey capaz de Ias más altas tareas en el porvenir. A menudo,en los Olvidos, después de haber estado con mi madre alborde del agua llena con los juegos del sol y los peces,durante las cálidas horas del día o por la mañana y la tar-de, paseándome con ella en los campos, soñaba confia-damente en ese porvenir que nunca era lo bastante her-moso a la medida de su amor, de mi deseo de complacer-la y de las potencias, ya que no de voluntad, por lo menosde imaginación y sentimiento que se agitaban dentro demí, convocando tumultuosamente al destino en donde serealizarían y herían reiteradamente el tabique de mi cora-zón como para abrirlo y precipitarme fuera de mí, a lavida. Si entonces saltaba con todas mis fuerzas, si besabamil veces a mi madre, corría de lejos hacía adelante comoun cachorro o muy atrasada, porque estaba recogiendoamapolas y centáureas, las traía dando gritos, no era tantopor la alegría del paseo en si y de eras cosechas comopara expandir la felicidad de sentir dentro de mí toda esavida dispuesta a brotar, a extenderse hasta el infinito, enperspectivas más amplias y más encantadoras que el hori-zonte extremo de los bosques y del cielo que hubiese que-rido alcanzar de un solo salto. Ramilletes de centáureas,de tréboles y amapolas, si os llevaba con tanta embria-guez, con los ojos ardientes, palpitante toda, si me-hacíaisreír y llorar, es que os componía con todas mis esperanzas

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de entonces que, ahora, como vosotros, se han secado,se han corrompido y sin haber florecido como vosotros,han vuelto al polvo.

Lo que desesperaba a mi madre era mi falta de vo-luntad. Todo lo hacía por impulso del momento. Mientrasfue dada por el espíritu o el corazón, mi vida sin ser com-pletamente buena, no fue sin embargo verdaderamentemala. La realización de todos mis hermosos proyectos detrabajo, de calma, de razón, nos preocupaba por sobretodas las cocas, a mi madre y a mí, porque advertíamos,ella con más claridad que yo, y yo confusamente, perocon mucha fuerza, que no sería más que la imagen pro-yectada en mi vida de la creación por mí misma y en mímisma de esa voluntad que había concebido y alentado.Pero lo postergaba siempre para mañana. Me daba tiem-po, me desesperaba a veces de verlo pasar, pero habíatanto por delante... Sin embargo, tenía algún terror y sen-tía vagamente que la costumbre de estar así, sin querer,comenzaba a pesar cada vez con más fuerza sobre mí amedida que cumplía más años, pensando tristemente quelas cocas no cambiarían de golpe y que no había que con-fiar en absoluto, para transformar mi vida y crear mi vo-luntad, con un milagro que no me hubiese costado algúntrabajo. No bastaba desear voluntad. Habría necesitadolo que precisamente no podía tener sin voluntad: quererlo.

III

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Y el viento furibundo de la concuspicencia, hace flamearvuestra carne como una antigua bandera(Et le vent furibond de la concupiscence,

fait claquer votre chair ainsi qu’un vieux drapeau).(BAUDELAIRE) .

A los dieciséis años atravesé una crisis que me dejóenferma. Para distraerme me presentaron en sociedad. Losjóvenes tomaron la costumbre de visitarme. Entre ellos,uno era perverso y malo. Tenía modales a un tiempo dul-ces y audaces. Me enamoré de él. Mis padres se entera-ron y no violentaron nada para no apenarme demasiado.Invirtiendo todo el tiempo que no lo veía, pensando en él,acabé por rebajarme hasta parecérmele, tanto como eraposible. Me inducía a obrar, mal, casi por sorpresa; luegome acostumbró a despertar malos pensamientos a los queno tuve voluntad que oponerle, única potencia capaz dehacerlos volver a la sombra infernal de donde salían. Cuan-do concluyó el amor, el hábito ocupó su lugar y no falta-ban jóvenes inmorales para explotarlo. Cómplices de misfaltas, también se constituían en apologistas frente a miconciencia. Tuve primero unos atroces remordimientos,hice unas confesiones que no fueron interpretadas. Miscamaradas me convencieron dé que no insistiera ante mipadre. Me convencían lentamente de que todas las mu-chachas procedían de idéntica manera y que los padresfingían ignorarlo. Las mentiras a que me veía obligada in-cesantemente, las coloreó muy pronto mi imaginación conlas apariencias de un silencio que convenía guardar acer-

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ca de una necesidad ineludible. En ese momento, ya novivía bien; soñaba, pensaba, sentía aún.

Para distraer y expulsar todos esos malos deseos,comencé a frecuentar mucho la sociedad. Sus placeresresecos me acostumbraron a vivir en una compañía per-petua y perdí, con el gusto de la soledad, el secreto de lasalegrías que me habían dado hasta entonces la naturalezay el arte. Nunca he asistido a tantos conciertos como du-rante esos años. Nunca, ocupada por entero por el deseode que me admiraran en un palco elegante, he sentidomenos hondamente la música. Escuchaba y no oía nada.Si por casualidad, oía, había dejado de ver todo lo que lamúsica sabe revelar. También mis paseos quedaron comoatacados de esterilidad. Las cosas que antaño bastabanpara hacerme feliz por todo el día, el perfume que sueltanlas hojas junto con las últimas gotas de lluvia, habían per-dido, como yo, su dulzura y su alegría. Los bosques, elcielo, las aguas parecían apartárseme y si los interrogabaansiosamente, a solas con ellos, frente a frente, ya no mur-muraban eras respuestas esfumadas que me encantabanantaño. Los huéspedes divinos que anuncian las voces delas aguas, del follaje y del cielo, sólo se dignan visitar loscorazones que, por habitar en sí mismos, se han purifica-do.

Fue entonces que, en busca de un remedio inverso yporque no tenía el valor de querer lo verdadero que esta-ba tan cerca y ¡ay! tan lejos de mí, dentro de mí, dentrode mí misma, me abandoné nuevamente a los placeresculpables, creyendo con ello reanimar la llama extinguida

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por el mundo. Fue en vano. Contenida por el placer degustar, aplasaba día a día la decisión definitiva, la elec-ción, el acto verdaderamente libre, la opción para la sole-dad. No renuncié a uno de esos dos vicios por el otro, losmezclé. ¿Qué digo? Encargándose cada cual de quebrartodos los obstáculos de pensamiento, de sentimiento quehubiesen detenido al otro, parecía llamarlo también. Fre-cuentaba la sociedad para calmarme, tras un pecado ycometía otro en cuanto me tranquilizaba. Y en esemomento terrible, después de perdida la inocencia y antesdel remordimiento actual, en ese momento en que he vali-do menos que en todos los momentos de mi vida, fue cuan-do más me apreciaron todos. Me habían considerado unachiquilla presuntuosa y loca; ahora, por eI contrario, lascenizas de mi imaginación eran del gusto del mundo quese deleitaba con ello. Cuando cometía respecto a mi ma-dre el mayor de los crímenes, les parecía a los demás,debido a mis modales tiernamente respetuosos para conella, el modelo de las hijas. Después del suicidio de mipensamiento, admiraban mi inteligencia, mi ingenio hacíafuror. Mi imaginación reseca, mi sensibilidad agotada, bas-taban para la sed de los más sedientos de vida espiritual, atal punto esa sed era ficticia y mentida como la fuente dondecreían calmarla. Nadie, por otra parte, sospechaba el cri-men secreto de mi vida y a todos les parecía la muchachaideal. Cuántos padres dijeron entonces a mi madre que simi posición hubiese sido más reducida y si hubiesen podi-do pensar en mí, no hubieran deseado otra mujer para suhijo. En el fondo de mi conciencia obliterada experimen-

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taba sin embargo, debido a esas alabanzas inmerecidas,una vergüenza desesperada; no llegaba a Ia superficie yhabía caído tan bajo que cometí la indignidad de traérse-las, entre risas, a los cómplices de mis crímenes.

IV

“A quienquiera que haya perdido lo que nunca se recobra...”.

(“A quiconque a perdu ce qui ne se retrouve jamais...jamais...”).- (BAUDELAIRE).

Durante el invierno en que cumplí veinte años, la sa-lud de mi madre, que nunca había sido vigorosa, sufrió unquebranto. Me enteré que tenía el corazón atacado, singravedad, por lo demás, pero que había que evitarle tododisgusto. Uno de mis tíos me dijo que mi madre deseabacasarme. Un deber .preciso, importante, se me presenta-ba. Iba a poder probarle a mi madre cuánto la quería.Acepté el primer pedido que me transmitió, aprobándolo,cargando así, a falta de voluntad, con la necesidad deobligarme a cambiar de vida. Mi novio era precisamenteel joven que, por su infinita inteligencia, su dulzura y suenergía, podía tener sobre mí la más afortunada influencia.Además, estaba decidido a vivir con nosotros. No mesepararía de mi madre, lo que hubiese constituido para míla pena más cruel.

Entonces tuve el valor de contarle todas mis faltas al

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confesor. Le pregunté si le debía la misma confesión a minovio. Tuvo la compasión de apartarme de ello, pero mehizo jurar que nunca volvería a cometer esos errores y medio la absolución. Las flores tardías que la alegría florecióen mi corazón, que creía estéril para siempre, trajeron fru-tos. La gracia de Dios, la gracia de la juventud -en dondese ven tantas heridas cicatrizarse por sí mismas por la vi-talidad de esa edad- me habían curado.

Si, como lo dijo San Agustín, es más difícil volver aser santo que haberlo sido, conocí entonces una virtuddifícil. Nadie dudaba que valía infinitamente más que an-tes y mi madre me besaba cada día la frente que nuncacreyera dejara de ser pura, sin saber que estaba regene-rada. Más aún, me hicieron, en ese momento, acerca demi actitud distraída, mi silencio y mi melancolía en socie-dad, injustos reproches. Pero no me enojaba por ello: elsecreto que existía entre yo y mi conciencia satisfecha meproporcionaba bastante voluptuosidad. La convalecenciade mi alma que me sonreía ahora sin cesar con un rostrosimilar al de mi madre y me miraba como con tierno re-proche a través de sus lágrimas que se secaban tenía unencanto y una languidez infinitos. Sí, mi alma renacía a lavida. No comprendía yo misma cómo había podido mal-tratarla, hacerla sufrir, matarla casi. Y le daba gracias aDios, con efusión, por haberla salvado a tiempo.

Es la concordancia de esta alegría profunda y purala que gozaba la noche “en que todo se cumplió”. La au-sencia de mi novio, que había ido a pasar dos días en casade su hermana, la presencia, en la comida, del joven que

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tenía la, mayor responsabilidad, de mis faltas pasadas, noproyectaban la menor tristeza sobre esa límpida noche demayo. No había una nube en el cielo que se reflejase exac-tamente en mi corazón. Mi madre, por lo demás, como sihubiese entre ella y mi alma, aunque estaba en una igno-rancia absoluta de mis faltas, una misteriosa solidaridad,estaba curada o poco menos. “Hay que cuidarla quincedías, había dicho el médico, y después de ello no habráposibilidad de recaída.” Esas solas palabras eran para míla promesa de un porvenir de felicidad cuya dulzura mehacía deshacerme en sollozos. Mi madre tenía esa nocheun vestido más elegante que de costumbre y por vez pri-mera, desde la muerte de mi padre, diez años atrás sinembargo, había agregado algún detalle malva a suacostumhrado vestido negro. Estaba muy confuse porhaberse vestido así, como cuando era más joven, y felizpor haber violentado su pena y su luto para cómplacermey festejar mi alegría. Acerqué a su corpiño un clavel rosa-do que deseéhó en el primer momento, y que se ajustóluego, porque provenía de mis manos, con una mano ver-gonzosa y algo vacilante. En el momento en que íbamos asentarnos a la mesa, atraje junto a mí, hacia la ventana, surostro delineadamente descansado de sus sufrimientospasados y la besé con pasión. Me había equivocado aldecir que no encontrara la dulzura deI beso de los Olvi-dos. O más bien, fue el mismo beso de los Olvidos que,evocado por la atracción de un minuto semejante, se des-lizó suavemente desde el fondo del pasado y se posó en-tre las mejillas de mi madre aun algo pálidas y mis labios.

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Brindaron por mi próximo casamiento. Yo nunca be-bía sino agua debido a la excitación demasiado viva que elvino causaba a mis nervios. Mi tío declaró que en un mo-mento como éste podía incurrir en excepción. Vuelvo aver perfectamente su cara alegre mientras pronunciaba esaspalabras estúpidas . . . Dios mío, Dios mío, te he confesa-do todo con tanta calma, ¿voy a verme obligada a inte-rrumpirme aquí ? Ya no veo más nada. Sí... mi tío dijo quebien podía en un momento semejante hacer una excep-ción. Me miró riendo al decir eso y bebí pronto antes dehaber mirado a mi madre, en el terror de que me lo prohi-biera. Ella dijo suavemente : “Nunca debe hacérsele lugaral mal, por pequeño que sea”. Pero el vino de Champagneestaba tan fresco que bebí otros dos vasos. Mi cabeza sehabía puesto muy pesada, necesitaba a un tiempo des-cansar y gastar mis nervios. Nos levantábamos de la mesa:Santiago se me acercó y dijo, mirándome fijamente

-¿Quiere venir conmigo? Quiero mostrarle unos ver-sos míos...

Sus hermosos ojos brillaban con dulzura en sus me-jillas, atusó lentamente sus bigotes con la mano. Com-prendí que me perdía y no tuve fuerzas para resistir. Dije,temblorosa: -Sí, eso me gustará.

Fue al decir esas palabras, aun antes quizás, al be-ber el segundo vaso de vino de Champagne, que cometíel acto verdaderamente responsable, el acto odioso. Des-pués de eso no hice más que dejarme conducir. Había-mos cerrado con llave las dos puertas y él, con su alientoen mis mejillas, me estrechaba, hurgando con sus manos a

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lo largo de mi cuerpo. Entonces, mientras el placer se apo-deraba cada vez más de mí, sentí despertar en el fondo demi corazón una tristeza y una infinita desolación; me pare-cía que hacía llorar el alma de mi madre, el alma de miángel guardián, el alma de Dios. Nunca había podido leersin estremecimientos de horror, el relato de las torturasque algunos canallas hacen sufrir a su propia mujer, a sushijos; se me aparecía confusamente ahora que en todoacto voluptuoso y culpable hay mucha ferocidad de la partedel cuerpo que goza y que dentro de nosotros se martirizan,otros tantos ángeles y lloran otras tantas buenas intencio-nes.

Pronto terminarían mis tíos su partido de naipes yvolverían. Íbamos a adelantarnos, no caería más, era laúltima vez. Entonces, sobre la estufa, me vi en el espejo.Toda esa vaga angustia de mi alma, no estaba pintada enmi cara, pero toda ella respiraba, desde los ojos brillantesa las mejillas encendidas y la boca ofrecida, una alegríasensual, estúpida y bruta. Pensé entonces en el horror dequien me hubiera visto besar hacía un instante a mi madre,con ternura, y me viera ahora transfigurada en esa forma,en animal. Pero en seguida se irguió en el espejo, contrami cara, la boca de Santiago, ávida bajo sus bigotes. Tur-bada hasta lo más profundo, acerqué mi cabeza a la suya,cuando frente a mí vi -sí, lo digo como era, escuchadmeya que puedo decirlo-, sobre el balcón, delante de la ven-tana, a mi madre, que me miraba estupefacta. No sé si ellagritó, no oí nada, pero cayó hacia atrás y se quedó con lacabeza apresada entre dos barrotes del balcón...

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No es la primera vez que lo cuento: ya lo he dicho,casi he errado, había apuntado bien, pero disparé mal.No ha podido extraerse la bala y han empezado los acci-dentes del corazón. Sólo que puedo quedar ocho días enesa forma y hasta entonces no podré dejar de razonaracerca de los comienzos y de “ver” el final. Preferiría quemi madre hubiese visto cometer otros crímenes más y esemismo, pero que no viera por el espejo esa expresión ale-gre que tenía mi cara. No, no pudo verla... Es una coinci-dencia... la sorprendió la apoplejía un minuto antes deverme... No la ha visto... Eso no es posible. Dios, quetodo lo sabía, no lo hubiera querido.

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UNA COMIDA

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I

“ ¿Pero, Fundanius, que compartía con vos la fe-licidad de esa comida? Me preocupa saberlo”. -

(HORACIO).

Honorio estaba atrasado. Saludo a los dueños de

casa, a los invitados que conocía, fue presentado a losdemás y pasaron a la mesa. Al cabo de algunos instantes,un jovencito, su vecino, le pidió que le nombrara y le dije-ra quiénes eran los invitados. Honorio nunca lo había en-contrado en sociedad. Era muy buen mozo. La dueña decasa le echaba a cada rato unas miradas incendiarias queexplicaban bastante por qué lo había invitado y que pron-to formaría parte de su círculo. Honorio sintió en él a unapotencia futura, pero sin envidia, por cortés benevolencia,se creyó en el deber de contestarle. Miró en torno. Frentea él, dos vecinos no se hablaban: por una torpe buenaintención los habían invitado juntos y colocados juntosporque ambos se ocupaban de literatura. Pero a ese pri-mer motivo de odio, agregaban otro más particular. El demás edad, pariente -doblemente hipnotizado- de Paul

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Desjardins y del señor de Vogue, afectaba un desdeñososilencio frente al más joven, discípulo favorito de MauricieBarrés, que a su vez lo considerase irónicamente. La ma-levolencia de cada uno, exageraba por lo demás bien encontra de su voluntad, la importancia del otro, como si sehubiese enfrentado el jefe de los canallas con el rey de losimbéciles. Más allá, una soberbia española comía rabio-samente. Esa noche había sacrificado sin vacilaciones unacita, a la probabilidad de adelantar su carrera social yen-do a comer en una casa elegante. Y en verdad que teníamuchas posibilidades de haber calculado bien. El “sno-bismo” de la señora Fremer era para sus amigas -y el desus amigas era para ella- algo así como un seguro mutuocontra el aburguesarse. Pero el azar había querido que laseñora de Fremer reuniese precisamente esa noche a un“stock” de gente que no había podido invitar a sus comi-das, con quienes por distintos motivos le interesaba que-dar bien y que reuniera casi mezclados. El todo estabaadornado con una duquesa, pero que ya conocía la espa-ñola y de la que ya nada podía sacar. Por eso cambiabaunas miradas irritadas con su marido, del que se oía siem-pre en las reuniones, la voz gutural decir sucesivamente,con un intervalo de cinco minutos entre cada pregunta,cubierto por otras tareas: -¿Quisiera usted presentarme alduque? - Señor duque, ¿quisiera usted presentarme a laduquesa? - Señora duquesa, ¿puedo presentarle a mimujer?” Exasperado de perder su tiempo, se había resig-nado sin embargo a entablar la conversación con su veci-no, el socio del dueño de casa. Desde hacía más de un

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año Fremer le suplicaba a su mujer que lo invitara. Habíacedido al fin y lo disimulaba entre el marido de la españolay un humanista. El humanista, que leía demasiado, tam-bién comía demasiado. Incurría en citas y en eructos, yesas dos incomodidades repugnaban de igual modo a suvecina., una noble, plebeya, la señora de Lenoir. Prontohabía llevado la conversación a las victorias del príncipede Buivres en el Dahomey y decía con voz enternecida:“¡Querido muchacho! ¡Cómo me alegra que honre así a lafamilia!” Efectivamente, era prima de los Buivres, que -todos más jóvenes que ella-, la trataban con la deferenciaque le valían su edad, su adhesión a la familia real, su granfortuna y la constante esterilidad de sus tres casamientos.Había volcado sobre los Buivres todo lo que podía expe-rimentar en cuanto a sentimientos de familia. Sentía unavergüenza personal por las suciedades del que tenía unproceso judicial y alrededor de su frente bien pesada, so-bre sus “bandas” orleanistas, llevaba naturalmente los lau-reles del que era general. Intrusa en esa familia hasta en-tonces tan cerrada, se había convertido en su jefe y enalgo así como su decano. Se sentía de veras exiliada en lasociedad moderna y hablaba siempre con enternecimien-to de “los viejos hidalgos de antaño”. Su “snobismo” noera más que imaginación y por lo demás, toda su imagina-ción. Los nombres opulentos de pasado y gloria tenían unpoder singular sobre su espíritu sensible, por lo que halla-ba unos goces tan desinteresados en comer con príncipescomo en leer memorial del antiguo régimen. Llevaba siem-pre los mismos racimos de cabellos, ya que su peinado

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era tan invariable como sus principios. Sus ojos chispea-ban de tontería. Su cara sonriente era noble, su mímicaexcesiva a insignificante. Tenía, por confianza en Dios, unamisma agitación optimista en la víspera de un “garden party”o de una revolución, con unos gestos rápidos que pare-cían conjurar el radicalismo o el mal tiempo. Su vecino elhumanista, le hablaba con una cansadora elegancia y conuna facilidad terrible para formular sentencias; incurría encitas de Horacio para disculpar a los ojos de los demás ypoetizar para sí mismo su gala y su embriaguez. Invisiblesrosas antiguas, frescas sin embargo, ceñían su estrechafrente. Pero con una cortesía pareja y que le resultabafácil, porque veía en ello el ejercicio de su poder y el res-peto, hoy escaso, de las antiguas tradiciones, la señora deLenoir le hablaba cada cinco minutos al socio del señorFremer. Este, por otra parte, no tenía de qué quejarse.Desde el otro extremo de la mesa, la señora de Fremer ledirigía las alabanzas más encantadoras. Quería que esacomida contusa para varios años y decidida a no evocarpor mucho tiempo a ese aguafiestas, lo enterraba bajoflores. En cuanto al señor Fremer, que trabajaba duranteel día en su banco y por la noche era arrastrado por lamujer a la sociedad o guardado en casa cuando se reci-bía, siempre dispuesto a devorarlo todo, siempre amor-dazado, había concluido por guardar en las circunstanciasmás indiferentes, una expresión, mezcla de irritación sor-da, de resignación amohinada, de exasperación conteniday de profundo embrutecimiento. Sin embargo esa nochedejaba lugar en la cara del financista a una satisfacción

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cordial todas las veces que sus miradas se encontrabancon las de su socio. Aunque no pudiese soportarlo en lohabitual de la vida, sentía por él unas ternuras fugitivas,aunque sinceras, no porque lo deslumbraba fácilmente consu lujo, sino por esa misma vaga fraternidad que nos con-mueve en el extranjero, a la vista de un francés aunque seaodioso. Él, tan violentamente arrancado cada noche a sushábitos, tan cruelmente desarraigado, sentía un vínculo,habitualmente odiado, pero fuerte que lo acercaba por fina alguien y lo prolongaba, para hacerlo salir, más allá desu feroz y desesperado aislamiento. Frente a él, la señorade Fremer miraba en los ojos encantados de los invitadossu rubia belleza. La doble reputación que la aureolaba eraun prisma engañador a través del cual cada uno trataba depercibir sus verdaderos rasgos. Ambiciosa, intrigante, casiaventurera, al decir de la finanza que había abandonadopor destinos de mayor brillo, aparecía por el contrario alos ojos del barrio y ,de la familia real, a los que conquis-tara, como un espíritu superior, como un ángel de dulzuray de virtud. Por lo demás, no había olvidado a sus anti-guos amigos más humildes, los recordaba especialmentecuando estaban enfermos o de luto, circunstancias con-movedoras en las que por otra parte, como no se fre-cuenta la sociedad, no puede quejarse uno de que no loinviten. Por ahí franqueaba los impulsos de su caridad yen las conversaciones con los parientes o los sacerdotesen la cabecera de los moribundos, derramaba sinceraslágrimas, matando uno por uno los remordimientos que suvida harto fácil inspiraba a su escrupulosa corazón.

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Pero la más amable invitada era la joven duquesa deD..., cuyo espíritu despierto y claro, nunca perturbado niinquieto, contrastaba tan curiosamente con la incurablemelancolía de sus bellos ojos, el pesimismo de sus labios,el infinito y noble cansancio de sus manos. Esa poderosaamante de la vida bajo todas sus formas, bondad, literatu-ra, teatro, acción, amistad, mordía sin marchitarlos, comouna flor desdeñada, sus hermosos labios rojos, cuyascomisuras levantaba apenas una sonrisa desencantada. Susojos parecían prometer un espíritu naufragado para siem-pre en las enfermizas aguas del remordimiento. ¡Cuántasveces en la calle, en el teatro, unos transeúntes pensativoshabían encendido su sueño en esos astros tornadizos!Ahora, la duquesa, que recordaba un vodevil o combina-ba unos vestidos; no dejaba por ello de estirar tristementesus nobles falanges resignadas y pensativas y paseaba en’su entorno miradas desesperadas y profundas que ahoga-ban los invitados impresionables bajo los torrentes de sumelancolía. Su exquisita conversación se adornaba negli-gentemente con las elegancias mustias y tan encantadorasde un escepticismo ya antiguo. Acababa de surgir una dis-cusión y esa persona, tan absoluta en su vida y que esti-maba que existía una sola manera de vestirse, repetía acada cual: “¿Pero por qué no ha de poder decirse y pen-sarlo todo? Puedo tener razón yo, usted también. Quéterrible y estrecho es tener una sola opinión.” Su espírituno estaba como su cuerpo vestido a la última moda y bro-meaba con facilidad a simbolistas y creyentes. Pero suce-día con su espíritu como con esas mujeres encantadoras

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que son lo bastante vivas y hermosas como para gustarvestidas de antiguallas. Por lo demás, tal vez fuera coque-tería voluntaria. Ciertas ideas demasiado crudas hubieranapagado su espíritu como ciertos colores que le prohibíaa su cutis.

A su vecino buen mozo, Honorio le había hecho deesas diferentes figuras un boceto rápido y tan benevolenteque a pesar de sus profundas diferencias, parecían todassimilares, la brillante señora de Torreno, la ingeniosa du-quesa de D..., la hermosa señora de Lenoir. Había des-cuidado su único rasgo común o... mejor la misma locuracolectiva, la misma epidemia repugnante de que estabanatacados todos, el “snobismo”. Y más aún, de acuerdo asus naturalezas afectaba formas distintas y había muchadistancia del “snobismo” imaginativo y poético de la se-ñora Lenoir al “snobismo” conquistador de la señora deTorreno, ávida como un funcionario que quiere ocupar losprimeros puestos. Y sin embargo, esa mujer terrible eracapaz de humanizarse de nuevo. Su vecino acababa dedecirle que había admirado a su hijita en el parqueMonceau. En seguida había quebrado su indignado silen-cio. Había experimentado por ese oscuro contador, unasimpatía agradecida y pura que quizás no hubiera sido capazde sentir por un príncipe y ahora charlaban como viejosamigos.

La señora de Fremer presidía las conversaciones conuna satisfacción visible causada por el sentimiento de laalta misión que estaba llevando a cabo. Acostumbrada apresentar los grandes escritores a las duquesas, se creía

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ella misma una especie de ministro de Relaciones Exterio-res todopoderoso y que aún en el protocolo llevaba unespíritu soberano. En la misma forma, un espectador quedigiere en el teatro ve por debajo de él, ya que los juzga,a artistas, público, autor, reglas del arte dramático y geñio.La. conversación se desarrollaba por lo demás con unandar bastante armonioso. Se había legado a ese momen-to de las comidas en que los vecinos tantean la rodilla delas vecinas o las interrogan acerca de sus preferencias li-terarias, de acuerdo a los temperamentos y educación, deacuerdo sobre todo a la vecina. Por un instante pareció,inevitable un incidente. Como el hermoso vecino deHonorio tratara de insinuar, con la imprudencia de la ju-ventud, que en la obra de Heredia había quizás más pen-samiento de lo que se decía en general, los invitados tur-bados en sus costumbres del espíritu adoptaron una acti-tud melancólica. Pero como la señora de Fremer exclamóen seguida: “Al contrario, no son más que camafeos ad-mirables, esmaltes suntuosos, orfebrerías sin una tacha”,la animación y la satisfacción reaparecieron en todos losrostros. Una discusión sobre los anarquistas fue más gra-ve. Pero la señora de Fremer, como inclinándose con re-signación frente a la fatalidad de una ley natural, dijo len-tamente: “¿Para qué todo eso? Siempre habrá ricos y po-bres”. Y toda esa gente, entre los cuales el más pobretenía por lo menos cien mil francos de renta, sorprendidospor esa verdad, liberados de sus escrúpulos, vaciaron conalegría cordial su última copa de vino de Champagne.

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II. - DESPUÉS DE LA COMIDA

Honorio, que sentía que la mezcla de vinos lo habíamareado un poco, partió sin despedirse, retiró su abrigoabajo y empezó a bajar a pie por los Campos Elíseos.Sentía una infinita alegría. Las barreras de imposibilidadque cierran a nuestros deseos y nuestros sueños al campode Ia realidad, estaban rotos y su pensamiento circulabaalegremente a través de lo irrealizable, exaltándose con supropio movimiento.

Lo atraían las misteriosas avenidas que existen entrecada ser humano y al fondo de las cuales se pone quizáscada tarde un insospechado sol de alegría o desesperan-za. Cada persona en quien pensaba se hacía en seguidairresistiblemente simpática; eligió alternativamente las ca-lles en las que podía imaginarse encontrar a una de ellas ysi se hubiesen cumplido sus previsiones hubiese abordadoal desconocido o al indiferente, sin terror, con un dulceestremecimiento. Tras la caída de un decorado armadodemasiado cerca, la vida se extendía frente a él, en todo elencantamiento de su novedad y su misterio, en paisajesamigos que lo invitaban. Y el remordimiento de que fueseel espejismo o la realidad de una sola noche, lo desespe-raba; ya no haría otra cosa que comer y beber tan bien,para volver a ver cosas tan hermosas. Sólo sufría por nopoder alcanzar inmediatamente todos los lugares que es-taban dispuestos aquí y allá en lo infinito de su perspecti-va, lejos de él. Entonces lo sorprendió el rumor de una

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voz, algo aumentada y exagerada, que repetía desde ha-cía un cuarto de hors: “la vida es triste, es algo idiota”(esta última palabra estaba subrayada con un gesto secodel brazo derecho y notó el brusco movimiento de su bas-tón). Se dijo con tristeza que esas palabras maquinaleseran una muy vulgar traducción de semejantes visionesque, pensó, no eran quizás expresables.

“¡Ay!, sin duda la intensidad de mi placer o de miremordimiento se centuplica, pero el narrador intelectuales el mismo de siempre. Mi felicidad es nerviosa, perso-nal, intraducible para otros y si escribiese en este momen-to, mi estilo tendría las mismas cualidades, los mismosdefectos, ¡ay!, la misma mediocridad que de costumbre.”Pero el bienestar físico que experimentaba le evitó pensarpor más tiempo y le dio inmediatamente el consuelo su-premo, el olvido. Había llegado a los bulevares. Pasabagente a quienes otorgaba su simpatía, seguro de la reci-procidad. Se sentía su glorioso punto de mire; abrió susobretodo para que se viera la blancura de su free, que lesentaba bien, y el clavel rojo oscuro de su ojal. Así seofrecía a la admiración de los transeúntes, a la ternura conque estaba con ellos en voluptuoso comercio.

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LOS ARREPENTIMIENTOS.ENSUEÑOS DEL COLOR DEL TIEMPO

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“La manera de vivir del poeta debiera ser tan sencillaque lo regocijaran las influencias más ordinarias, sualegría debiera poder ser el fruto de un rayo de sol,

el aire debía bastar para inspirarlo y el agua debieraser suficiente para embriagarlo.” (EMERSON ).

I. TULLERÍAS

El sol se ha quedado dormido esta mañana en el

jardín de las Tullerías, alternativamente, sobre todos losescalones de piedra, como un adolescente rubio cuyo sue-ño ligero interrumpe en seguida el pasaje de una sombra.Verdean jóvenes brotes contra el viejo palacio. El soplodeI viento encantado mezcla con el perfume del pasado elfresco olor de las lilas. Las estatuas que sobre nuestrasplazas públicas espantan como locas, sueñan aquí en lasespesuras como unos sabios bajo el verdor luminoso queprotege su blancura. Los estanques, en cuyo fondo sepavonea el cielo azul, lucen como miradas. De la terrazaal borde del agua se advierte, al salir del antiguo barrio delmuelle de Orsay, un húsar que pasa, sobre la otra ribera ycomo en otro siglo. Las campanillas desbordan con locu-

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ra en los vasos coronados de geranios. Ardiente de sol, elheliotropo quema sus perfumes. Frente al Louvre, se aba-lanzan malvas rosas, ligeras como mástiles, nobles y gra-ciosas como columnas, ruborizadas como muchachas.Irisados de sol y suspirando de amor, los surtidores seelevan al cielo. Al extremo de la Terraza, un jinete de pie-dra lanzado, sin moverse, a un galope descabellado, conlos labios pegados a una alegre trompeta, encarna todo elardor de is Primavera.

Pero el cielo se ha oscurecido y va a llover. Losestanques en donde ya no brilla ningún azul, parecen ojosvacíos de miradas o vasos llenos de lágrimas. El surtidorabsurdo, castigado por la brisa, eleva cada vez más ligerohacia el cielo su himno ahora irrisorio. La inútil dulzura delas lilas tiene una infinita tristeza. Y allá, a rienda suelta,excitando con los talones de mármol, en un movimientofurioso a inmóvil, el galope vertiginoso y fijo de su caballo,el jinete inconsciente toca la trompeta sin fin sobre el cielonegro.

II.VERSALLES

“Un canal que hace soñar a los más conversadoresen cuanto se le acercan y en donde siempre me

siento feliz, esté alegre o triste.”(Carta de Balsac al señor de Lamothe -Aigron) .

Agotado el otoño, ni siquiera calentado por eI solextraño, pierde sus últimos colores, uno por uno. Se ex-

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tinguió el infinito ardor de sus follajes, tan incendiados quetoda la tarde y la misma mañana daban la gloriosa ilusióndel sol poniente. Únicamente las dalias, los claveles de laIndia y los crisantemos amarillos, violetas, blancos y rosa-dos, siguen brillando sobre la cara sombría y desespera-da del otoño. A las seis de la tarde, cuando se pasa porlas Tullerías, uniformemente grises y desnudas bajo el cie-lo tan sombrío en que los árboles negros describen, ramaa rama, su desesperaci0n poderosa y sutil, un macizo,advertido de pronto, de esas flores de otoño luce suntuo-samente en la oscuridad y produce para nuestros ojos acos-tumbrados a esos horizontes reducidos a cenizas, una vo-luptuosa violencia. Las horas de la mañana son más dul-ces. El sol brilla todavía a ratos y aún puedo ver, al dejarla terraza del borde del agua, a lo largo de las ampliasescalinatas de piedra, que mi sombra baja uno por uno losescalones delante de mí. No quisiera describiros aquí, des-pués de tantos otros1 Versalles, gran nombre oxidado ydulce, cementerio real de follajes, de anchas aguas y már-moles, lugar verdaderamente aristocrático y desmoraliza-dor, en que no nos turba ni siquiera el remordimiento deque la vida de tantos obreros sólo haya servido para afi-nar y ensanchar, no tanto las alegrías de otro tiempo comola melancolía del nuestro. No quisiera hacerlo después detantos otros y, sin embargo, cuántas veces, en la copaenrojecida de vuestros estanques de mármol rosado, heido a beber hasta la hez y hasta delirar la embriagadora yamarga dulzura de esos días supremos de otoño. La tierra

1. Y en especial después de Maurice Barrès, Henri de Régnier,Robert de Montesquiou-Fezensac.

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mezclada de hojas marchitas y de hojas podridas, parecíaa lo lejos un mosaico amarillo y violeta, sin brillo. Al pasarcerca del caserío, al levantar el cuello de mi abrigo, contrael viento, oí el zureo de las palomas. Por doquier, comoen domingo, embriagaba el olor del boj.

¿Cómo he logrado recoger aún un delgado ramilletede primavera en esos jardines saqueados por el otoño?En el agua el viento estrujaba los pétalos de una rosy quetiritaba. En ese gran deshojar del Trianón, únicamente labóveda leve de un puentecillo de geranio blanco, levanta-ba sobre el agua helada sus flores apenas inclinadas por elviento. En verdad, desde que he respirado el viento demar afuera y la sal por los caminos profundos deNormandía, desde que he visto brillar el mar a través delas ramas de rododendros floridos, se todo lo que puedeagregar la vecindad de las aguas a las gracias vegetales.¡Pero qué pureza más virginal en ese dulce geranio blan-co, inclinado con una graciosa moderación sobre las aguasfriolentas entre los muelles de hojas muertas! ¡Oh platea-da vejez de los bosques aún verdes, oh ramas implorantes,estanques y surtidores que un gesto piadoso ha puestoaquí y allá, como urnas ofrecidas a la melancolía de losárboles.

III. - PASEOS

A pesar del cielo tan puro y el sol ya cálido, el vientosoplaba con el mismo frío, los árboles quedaban tan des-

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nudos como en invierno. Para hacer fuego, tuve que cor-tar una de esas ramas que creía muertas y brotó la savia,mojando mi brazo hasta el codo y revelando un corazóntumultuoso, bajo la helada corteza del árbol. Entre los tron-cos, el piso desnudo del invierno se llenaba de anémonas,de cuclillos y de vioIetas y los arroyos, aun ayer sombríosy vacíos, de cielo tierno, azul y vivo, que se pavoneabahasta el fondo. No ese cielo pálido y cansado de las her-mosas tardes de octubre que, tendido al fondo de las aguas,parece morir se ahí de amor y de melancolía, sino un cielointenso y ardiente por el que pasaban a cada instante, gri-ses, azules y rosadas, no las sombras de las nubes pensa-tivas, sino las aletas brillantes y resbaladizas de una perca,de una anguila, o de un eperlano. Ebrios de alegría, co-rrían entre el cielo y la hierba, en sus praderas y bajo susarbolados que el genio resplandeciente de la primaverahabía encantado brillantemente como los nuestros. Y des-lizándose frescamente por encima de su cabeza, entre susoídos, debajo de su vientre, las agues se apresurabantambien cantando y haciendo correr el sol, alegremente,delante de ellas.

El corral donde hubo que buscar los huevos no eramenos agradable. El sol, como un poeta inspirado y fe-cundo que no desdeña distribuir belleza en los lugares máshumildes y que hasta entonces no parecían integrar el do-minio del arte, calentaba aún la bienhechora energía delestercolero, del patio pavimentado de modo desparejo ydel peral, quebrado como una vieja sirvienta.

¿Pero quién es esa persona vestida regiamente que

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se adelanta entre las cosas rústicas y granjeras, en puntasde patas como para no ensuciarse? Es el pájaro de Juno,brillante, no de pedrerías muertas, sino con los mismosojos de Argo, el pavo real cuyo lujo fabuloso aquí asom-bra. Así, en el día de una fiesta, algunos instantes antes dela llegada de los primeros invitados, en su vestido de colatornadiza, atada a su regio cuello una gorguera azul, consus penachos en la cabeza, la dueña de casa,deslumbradora, atraviesa su patio ante los ojos maravilla-dos de los papanatas reunidos delante de la reja para ir adar una última orden o esperar al príncipe de la sangreque ha de recibir en el mismo umbral.

Pero no, aquí es donde pasa su vida el pavo real,verdadero pájaro de paraíso en un corral, entre los pavosy las gallinas, como Andrómaca cautiva, hilando la lana enmedio de los esclavos, pero sin haber abandonado, comoella, la magnificencia de las insignias reales y de las joyashereditarias. Como Apolo, al que siempre se reconoce,aun cuando custodia, radiante, las majadas de Admetes.

IV. - FAMILIA OYENDO MÚSICA

“Porque la música es dulce, “Hace armoniosa el alma y como un coro divino“Despierta mil voces que cantan en el corazón”

Para una familia verdaderamente viva, en que cadacual piensa, ama y obra, tener un jardín es una cosa dulce.

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Las tardes de primavera, de verano y de otoño, termina-da la torso del día, todos se reúnen en él; y por pequeñoque sea el jardín, por juntos que estén los cercos, no sontan altos que no dejen ver un gran trozo de cielo, al quecada coal eleva los ojos, soñando y sin hablar. El niñosueña con sus proyectos de porvenir, en la casa que habi-tará con su camarada favorito, para no dejarlo nunca, enlo ignoto de la tierra y de la vida; el joven sueña con elencanto misterioso de la que ama, la madre joven con elporvenir de su niño, la mujer antaño perturbada descubreen el fondo de sus horas claras, bajo las frías aparienciasde su marido, un arrepentir doloroso que le causa lástima.El padre, al seguir con la mirada el humo que se eleva porencima de un tejado, se detiene en las escenas apaciblesde su pasado que encanta a lo lejos la luz de la tarde;piensa en su muerte próxima, en la vida de sus hijos des-pués de su muerte; y así. el alma de la familia toda se elevareligiosamente hacia el poniente, mientras que el tilo gran-de, el castaño o el pino, esparcen sobre ella la bendiciónde su olor exquisito o de su sombra venerable.

Pero para una familia verdaderamente viva, en quecada cual piensa, ama y obra, para una familia que tieneun alma, es mucho más dulce aún que esa alma puedaencarnarse por la tarde, en una voz, en la voz clara a in-agotable de una muchacha o de un joven que ha recibidoel don de la música y del canto. El extraño, al pasar delan-te de la puerta del jardín en que se calla la familia, temería,al acercarse, destruir en todos, un sueño religioso; pero siel extraño, sin oír el canto, advirtiese la asamblea de los

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parientes y amigos que lo escuchan, cuánto más le pare-cería asistir a una misa invisible, es decir, a pesar de ladiversidad de actitudes, hasta qué punto la similitud deexpresiones manifestaría la unidad verdadera de las al-mas, momentáneamente realizada por la simpatía en unmismo drama ideal, por la comunión en un mismo sueño.Por momentos, como el viento doblega las hierbas y agitalargo tiempo las ramas, un soplo inclina las cabezas o lasyergue bruscamente. Todos entonces, como si un mensa-jero invisible hiciera un relato palpitante, parecen esperarcon ansiedad, escuchar con transporte o con terror, unamisma noticia que, sin embargo despierta en cada uno deellos tan distintos ecos. La angustia de la música está en sugrado máximo, sus impulsos se ven quebrados por caídasprofundas, seguidas de impulsos más desesperados. Suinfinito luminoso, sus misteriosas tinieblas, para el ancianoson los vastos espectáculos de la vida y de la muerte; parael niño, las promesas urgentes de la tierra y del mar, parael enamorado es el infinito misterioso, son las tinieblas lu-minosas del amor. EI pensador ve su vida moral desarro-llarse por entero; las caídas de la melodía desfallecienteson sus desfallecimientos y sus caídas y todo su corazónse levanta y se abalanza cuando la melodía recobra suvuelo. El potente murmullo de las armonías hace estreme-cer las profundidades oscuras y ricas de su recuerdo. Elhombre de acción jades en el tumulto de los acordes, enel galope de los “vivaces”; triunfa majestuosamente en los“adagios”. La misma mujer infiel percibe que ha sido per-donada su falta, esa falta que tenía también su origen ce-

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lestial en lo insatisfecho de un corazón que no habían apa-ciguado las alegrías habituales, que se había extraviado,pero al buscar el misterio, y cuyas más amplias aspiracio-nes colma ahora esa música, llena como la voz de las cam-panas. El músico, que pretende sin embargo no gustar másque un placer técnico en la música, experimenta tambiénesas emociones significativas, peso envueltas en su senti-miento de la belleza musical que lo sustrae a sus propiosojos. Y yo mismo, finalmente, oyendo en la música la másvasta y la más universal belleza de la vida y de la muerte,del mar y del cielo, también experimento lo más particulary único de lo encanto, oh querida bienamada.

V

Las paradojas del día son los prejuicios de mañana,ya que los más espesos y desagradables prejuicios delmomento tuvieron un instante de novedad en que la modales prestó su gracia frágil. Muchas mujeres del día quierenliberarse de todos los prejuicios y entienden por prejui-cios a los principios. Ahí está su prejuicio, que es pesadoaunque se adornen con él como con una flor delicada yalgo extraña. Creen que nada tiene segundo plano y colo-can todas las cosas en una misma línea. Gozan un libro ola misma vida, como un día hermoso o como una naranja.Dicen “el arte” de una costurera y la “filosofía” de la “vidaparisiense’’. Las ruborizaría clasificar algo, juzgar algo,decir: esto está bien, esto está mal. Antaño cuando una

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mujer obraba bien, era como un desquite de su moral, esdecir de su pensamiento, sobre su naturaleza instintiva.Hoy cuando una mujer obra bien, es por un desquite desu naturaleza instintiva sobre su moral, es decir sobre suinmoralidad teórica (véase el teatro de Halévy y Meilhac).En un relajamiento extremo de todos los vínculos socialesy morales, las mujeres flotan entre esa inmoralidad teóricay esa bondad instintiva. Sólo buscan la voluptuosidad y laencuentran únicamente cuando no la buscan, cuando pa-decen voluntariamente. Ese escepticismo y ese diletantismochocarían en los libros como un ornato pasado de moda.Pero las mujeres, lejos de ser los oráculos de las modasdel espíritu, son más bien su loros atrasados. Aun hoy eldiletatismo les gusta y les sienta. Si falsea su juicio y enervasu conducta, no puede negarse que les presta una graciaya marchita pero aún amable. Nos hacen sentir hasta eldeleite lo fácil y suave que puede tener la existencia, encivilizaciones muy refinadas. Su perpetuo embarco parauna Citerea espiritual en que la fiesta no sería tanto parasus sentidos mellados como para la imaginación, el cora-zón, el espíritu, los ojos, las narices, los oídos, pope algu-na voluptuosidad en sus actitudes. Los más exactosretratistas de ese tiempo no las mostrarán, supongo, connada tenso ni rígido Su vida, esparce el suave perfume enlas cabelleras sueltas.

VI

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La ambición embriaga más que la gloria; el deseoflorece, la posesión marchita todas las cosas; es mejorsoñar una vida, que vivirla, aunque viviera siga siendo so-ñarla, pero menos misteriosamente y con menos claridada la vez, con un sueño oscuro y pesado, similar al sueñodisperso en la débil conciencia de los animales que rumian.Las piezas de Shakespeare son más hermosas vistas en elcuarto de trabajo que representadas en el teatro. Los poe-tas que han creado las enamoradas imperecederas no hanconocido a menudo más que mediocres sirvientas de hos-tería, mientras que los más envidiados voluptuosos no sa-ben concebir la villa que llevan o más bien que los lleva.He conocido a un chiquillo de diez años, de salud frágil yde imaginación precoz, que le había dedicado un amorpuramente cerebral a una niña de más edad que él. Estabahoras en la ventana, para verla pasar, lloraba si no la veía,lloraba más aún si la había visto. Pasaba muy escasos,muy breves instantes junto a ella. Dejó de dormir, de co-mer. Un día, se arrojó par la ventana. Se creyó primera-mente que la desesperación de no acercarse nunca a suamiga lo decidiera a morir. Se supo que al contrario, aca-baba de conversar muy largamente con ella; había sidoinfinitamente amable con él. Entonces se supuso que ha-bía renunciado a los días insípidos que le quedaban porvivir, después de esa embriaguez que quizás no tuviera yaoportunidad de renovar. Frecuentes confidencias, hechasantes a uno de sus amigos, hicieron inducir que experi-mentaba una desilusión cada vez que veía a la soberanade sus sueños; pero en cuanto se había ido, su imagina-

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ción fecunda devolvíale todo su poder a la chiquilla au-sente y empezaba a desear verla de nuevo. Cada vez tra-taba de encontrar en la imperfección de las circunstanciasel motivo accidental de su desilusión. Después de esa en-trevista suprema en la que con su fantasía ya hábil; habíaconducido a su amiga hasta la alta perfección de que erasusceptible su naturaleza, comparando con desesperaciónesa perfección imperfecta con la absoluta perfección deque vivía, de que moría, se arrojó por la ventana. Des-pués, ya idiota, vivió mucho tiempo, conservando de sucaída el olvido de su alma, de su pensamiento, de la pala-bra de su amiga a la que encontraba sin verla. Ella, a pesarde las súplicas y las amenazas, se casó con él y murióvarios años después sin haber logrado ser reconocida. Lavida es como esa amiguita. La pensamos y la amamos porpensarla. No hay que tratar de vivirla: uno se arroja, comoel chicuelo, en la estupidez, no de un golpe, porque todoen la vida se degrada por matices insensibles. Al cabo dediez años, ya no reconoce uno sus sueños, los reniegauno, se vive, como un buey, por la hierba que se ha depacer en el momento. Y de nuestras nupcias con la muer-te ¿quién sabe si podrá pacer nuestra consciente inmorta-lidad?

VII

-Capitán -dijo su ordenanza, algunos días despuésde haberse instalado en la casita en que debía vivir, ahora

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que estaba en situación de retiro, pasta su muerte (su do-lencia. del corazón no podía demorarla por más tiempo) -mi capitán, quizás unos libros, ahora que ya no puede pe-lear ni hacer el amor, lo distraerían un poco; ¿qué debo ira comprarle?

-No me compres nada, nada de libros; no puedendecirme nada , tan interesante como lo que hice y ya queno tengo mucho tiempo para ello, no quiero que nada medistraiga del recuerdo. Dame la llave de la caja grande, loque está dentro es lo que leeré a diario.

Y sacó cartas, un mar blancuzco, a veces matizado,de cartas, algunas muy largas, otras de un solo renglón,sobre tarjetas, con flores marchitas, breves notas de élmismo para recordar los entornos del momento en que lashabía recibido y fotografías estropeadas a pesar de lasprecauciones, como esas reliquias que usó la misma pie-dad de los fieles: las besan demasiado frecuentemente. Ytodas esas cosas eran muy antiguas, las había de mujeresmuertas y de otras que no había visto en más de diez años.

Había en todo ello pequeñas cosas precisas de sen-sualidad o de ternura sobre casi nada de las circunstan-cias de su vida, y era como un vastísimo fresco que pinta-ba su vida sin contarla, solamente en su color apasionado,de una manera muy vaga y muy peculiar al mismo tiempo,con una gran potencia conmovedora. Había evocacionesde besos en la boca -en una boca fresca en que dejara sualma sin vacilar y que posteriormente se apartara de él-que lo hacían llorar largo rato. Y aunque fuese débil yestuviese desengañado, cuando vaciaba de un trago algo

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de esos recuerdos aún vivos, como un vaso de vino cálidoy madurado al sol que devorara su vida, sentía un buenestremecimiento tibio, como el que la primavera le da anuestras convalecencias y el hogar invernal a nuestras de-bilidades. El sentimiento de que su viejo cuerpo gastadohabía ardido a pesar de todo en semejantes llamas, le dabaun rebrote de vida -quemado por idénticas llamasdevoradoras. Luego, cuando comprendía que lo que serecostaba así a lo largo de él mismo, eran sólo las som-bras desmedidas y movedizas, inasibles ¡ay! y que prontoirían a confundirse todas juntas en la noche eterna, se echa-ba a llorar.

Entonces, a tiempo que sabía que sólo se trataba desombras, de sombras de llamas que habían corrido a que-mar por dondequiera, que nunca más volvería a ver, sepuso a adorar sin embargo esas sombras y a prestarlesago así como una querida existencia, por contraste con elolvido absoluto muy cercano. Y todos esos besos y todosesos cabellos besados y todas esas cosas de lágrimas ylabios, de caricias derramadas como vino para embriagary desesperanzas crecidas como la música o como la tardepara la felicidad de sentirse ampliar hasta el infinito delmisterio y de los destinos; tal o cual adorada que lo retuvotan fuertemente que nada le era más valioso que lo quepodía servirle a su adoración por ella, que lo retuvo contanta fuerza y que ahora se iba tan vagamente que no laretenía más, no conservaba siquiera el olor diseminado delos faldones huidizos de su abrigo, se crispaba para revi-virlo y clavarlo frente a él como a mariposas. Y cada vez

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era más difícil. Y hasta entonces no había atrapado ningu-na de las mariposas, pero cada vez les quitaba con losdedos algo del espejismo de su alas; o más bien, las veíaen el espejo, se golpeaba en vano con el espejo para to-carlas, pero lo empañaba un poco y sólo las veía borrosasy menos encantadoras. Y ese espejo empañado de sucorazón, ya nada podía limpiarlo, ahora que el hálito puri-ficador de la juventud o del genio no pasarían sobre él gpor qué ley desconocida de nuestras estaciones, por quémisterioso equinoccio de nuestro otoño?Y cada vez le apenaba menos haber perdido esos besosen esa boca y esas horas infinitas y esos perfumes queantes lo llevaban al delirio.

Y le causó pena experimentar menos pena y des-pués, hasta esa pena desapareció. Luego partieron todaslas penas, todas; no había que hacer partir los placeres;habían huido hacía tiempo con su talones alados, sin des-viar la cabeza, con sus ramas floridas en la mano, habíanhuido de esa morada que no era, lo bastante joven paraellos. Luego, como todos los hombres, murió.

VIII. – RELIQUIAS

He comprado todo lo que se ha vendido de aquellacuyo amigo hubiera querido ser y que ni siquiera consintióen conversar un instante conmigo. Tengo el pequeño mazode naipes que la entretenía todas las noches, sus dosmonitos, tres novelas que llevan su escudo en las tapes y

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su perrita. Oh vosotras, delicias, caros ocios de su vida,habéis tenido, sin gozarIo como lo hubiera hecho yo, sinhaberlas deseado siquiera, todas sus horas, las más libres,las más inviolables, las más secretas; no habéis percibidovuestra felicidad y no podéis contarla.

Naipes que manejaba con sus dedos cada nochecon su amigos favoritos, que la vieron fastidiarse o reír,que asistieron al comienzo de su unión y que dejó a unlado para besar al que desde entonces vino para jugartodas las noches con ella; novelas que abría y cerraba ensu cama, al azar de su fantasía o de su fatiga, que elegía deacuerdo a su capricho del momento o a sus sueños, aquienes los confió, que mezclaron los expresaban y la ayu-daron a soñar mejor, ¿no habéis conservado nada de ellay no me diréis nada?

Novelas, porque pensó a su vez en la vida de vues-tros personajes y de vuestro poeta; naipes, porque a sumanera experimentó con vosotros la calma y a veces lafiebre, de las agudas intimidades, ¿nada habéis conserva-do de su pensamiento, que habéis distraído o llenado, desu corazón que habéis abierto o consolado?

Naipes, novelas, por haber estado tan a menudo ensus manos y haber quedado tanto tiempo sobre su mesa;damas, reyes o sotas que fuisteis los invitados inmóvilesde sus más alocadas fiestas; protagonistas que pensabaisjunto a su cama bajo las luces cruzadas de su lámpara yde sus ojos, vuestro sueño silencioso y sin embargo llenode voces, no habéis podido dejar que se evaporara todoel perfume del que os ha impregnado, el aire de su habita-

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ción el paño de sus vestidos o el tacto de sus manos o desus rodillas.

Habéis conservado los pliegues con que su manoalegre o nerviosa os estrujó; las lágrimas que un pesar dellibro o de la vida le hicieron derramar, las conserváis pri-sioneras todavía, quizás; la luz que hizo brillar o hirió susojos os ha dado ese color cálido. Os toco, estremecién-dome, ansioso de vuestras revelaciones, inquieto de vuestrosilencio. ¡Ay! tal vez como vosotros, seres encantadoresy frágiles, fue ella insensible a inconsciente testigo de supropia gratis. Su más verdadera belleza estuvo quizás enmi deseo. Ella vivió su vida, pero yo soy quizás el únicoque la haya soñado.

IX. - SONATA CLARO DE LUNA

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Más que las fatigas del camino, me habían agotadoel recuerdo y la aprensión de las exigencias de mi padre,de la indiferencia de Pía, del encarnizamiento de mis ene-migos. Durante el día, la compañía de Asunta, su canto,su dulzura conmigo, a quien conocía tan poco, su bellezablanca, morena y rosada, su perfume persistente en lasráfagas del viento de mar, la pluma de su sombrero, lasperlas de su cuello, me habían distraído. Pero a eso de lasnueve de la noche, sintiéndome agobiado, le solicité quevolviéramos con el coche y que me dejara por ahí, des-

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cansando un poco al aire. Casi habíamos llegado aHonfleur; el lugar estaba bien elegido, contra un muro, a laentrada de una doble avenida de altos árboles que prote-gían del viento; el aire era suave; ella consintió y se fue.Me acosté sobre el césped, con la cara vuelta hacia elcielo sombrío; arrullado por el rumor del mar que oía de-trás de mí, sin distinguirlo completamente en la oscuridad.No tardé en quedarme dormido.

Pronto soñé que el poniente iluminaba a lo lejos elmar y la arena delante de mí. Caía el crepúsculo y meparecía que era un crepúsculo y una puesta de sol comotodos los crepúsculos y las puestas de sol. Pero me traje-ron una carta, quise leerla y no pude distinguir nada. Sóloentonces advertí que a pesar de esa impresión de luz in-tensa y esparcida, estaba muy oscuro. Esa puesta de solera extraordinariamente pálida, luminosa sin claridad ysobre la arena iluminada mágicamente se acumulaban tan-tas tinieblas que me era necesario un penoso esfuerzo parareconocer una caparazón. En ese crepúsculo especial paralos sueños, era como la puesta de un sol enfermo y des-colorido sobre una grava polar. Mis pesares se habíandisipado de pronto; las decisiones de mi padre, los senti-mientos de Pía, la mala fe de mis enemigos me seguíandominando, pero sin aplastarme ya, como una necesidadnatural a indiferente. La contradicción de ese oscuro res-plandecer, el milagro de esa tregua encantada de mis ma-les, no me inspiraban ningún recelo, ningún terror, peroestaba envuelto, bañado, ahogado en una creciente dul-zura cuya intensidad deliciosa acabó por despertarme. Abrí

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los ojos. Espléndido y lívido, mi sueño se extendía en mientorno. El muro al que me adosara para dormir estabaen plena luz y la sombra de su hiedra se alargaba tan vivacomo a las cuatro de la tarde. El follaje de un álamo deHolanda, relucía, vuelto por un hálito insensible. Se veíanolas y velas blancas sobre el mar, el cielo estaba claro, sehabía levantado la luna. Por momentos pasaban sobre ellaligeras nubes, pero se coloreaban entonces con unos ma-tices azules cuya, palidez era profunda como la gelatinade una medusa o el corazón de un ópalo. Mis ojos nopodían captar en ninguna parte, la claridad que sin embar-go brillaba por doquiera. Sobre la misma hierba que relu-cía hasta el espejismo persistía la oscuridad. Los bosques,un foso estaban absolutamente oscuros. De pronto, unleve rumor se despertó como una inquietud, creció rápi-damente, pareció rodar por el bosque. Era el estremeci-miento de las hojas estrujadas por la brisa. Las oía que-brarse una por una, como olas sobre el amplio silencio dela noche entera. Luego, ese mismo ruido decreció y seapagó. En la estrecha pradera alargada delante de mí, entrelas dos espesas agendas de encinas parecía correr un ríode claridad, contenido por esos dos diques- de sombra.La luz de la Tuna, evocando la casa del guardia, los folla-jes, una vela de navío, no los habían despertado de lanoche en que estaban aniquilados. En ese silencio de sue-ño, sólo iluminaba al vago fantasma, de su forma, sin quepudiesen distinguirse los contornos que me los hacían tanreales durante el día, que me oprimían con la certeza de supresencia y la permanencia de su vulgar vecindad. La casa

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sin puerta, el follaje sin tronco, casi sin hojas, la vela sinbarco, parecían, en lugar de una realidad cruelmente inne-gable y monótonamente habitual el sueño extraño, Incon-sistente y luminoso de los árboles dormidos que se su-mergían en la oscuridad. Nunca en efecto, habían dormi-do tan profundamente los bosques; se advertía que la tunaaprovechaba, para transitar sin ruido por el cielo y el mar,era gran fiesta pálida y suave. Había desaparecido mi tris-teza. Oía sermonear a mi padre, a Pía que se burlaba demí, a mil enemigos que tramaban conjuraciones y nada detodo ello me parecía real. La única realidad estaba en eraluz irreal y la invocaba yo, con sonrisas. No comprendíaqué misteriosa similitud unía mis penas a los solemnes mis-terios que se celebraban en los bosques, en el cielo y en elmar, pero sentía que su explicación, su consuelo, su per-dón era proferido y que carecía de importancia que estu-viese al cabo del secreto, puesto que mi corazón lo com-prendía tan perfectamente. Llamé por su nombre a mi santamadre la noche, mi tristeza había reconocido en la luna asu hermana inmortal, la luna brillaba sobre los dolores trans-figurados de la noche y en mi corazón, donde se disiparanlas pubes, se había alzado la melancolía.

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Entonces oí unos pasos. Asunta se me acercaba,con la cabeza blanca levantada sobre un amplio abrigosombrío. Me dijo algo quedo: “Temí que sintierais frío, mi

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hermano estaba acostado, he vuelto”. Me acerqué a ella;me estremecía, me tomó bajo su abrigo y para retener elfaldón, pasó su mano en torno a mi cuello. Dimos algunospasos bajo los árboles, en la oscuridad profunda. Algobrilló delante de nosotros, no tuve tiempo de retroceder yme aparté, creyendo que dábamos contra un tronco, peroel obstáculo se sustrajo bajo nuestros pies: habíamos ca-minado en la luz de la luna. Acerqué su cabeza a la mía.Ella sonrió, me puse a llorar y vi que también lloraba. En-tonces comprendimos que lloraba la luna y que su tristezaestaba al unísono con la nuestra. Los acentos punzantes ydulces de su luz nos llegaban al corazón. Como nosotros,lloraba ella, y como hacemos casi siempre, lloraba sin sa-ber por qué, pero sintiéndolo con tanta hondura que arras-traba en su dulce desesperanza los bosques, los campos,el cielo que de nuevo se reflejaba en el mar y mi corazón,que por fin comprendía a su corazón.

X. FUENTE DE LAS LÁGRIMAS QUEESTÁN EN LOS AMORES PASADOS

El retorno de los novelistas o de sus protagonistassobre sus amores difuntos, tan conmovedor para el lector,es desgraciadamente muy artificial. Ese con traste entre lainmensidad de nuestro amor y lo absoluto de nuestra indi-ferencia presente, de los mil detalles materiales -un nom-bre evocado en una conversación, una carta encontradaen un cajón, el mismo encuentro de la persona, o más aún,

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su posesión, demasiado tarde, por decirlo así- nos hacentomar conciencia; ese contraste tan afligente, tan lleno delágrimas contenidas, en una obra de arte, lo comproba-mos fríamente en la vida, precisamente porque nuestroestado presente es la indiferencia y el olvido, nuestra amaday nuestro amor sólo nos gustan estéticamente a lo sumo yjunto con el amor, han desaparecido la turbación y la fa-cultad de sufrir. La punzante melancolía de ese contrasteno es pues más que una verdad moral. Se convertiría tam-bién en una realidad psicológica si un escritor la colocaraal comienzo de la pasión que describe y no al final.

Efectivamente, a menudo, cuando comenzamos aamar, avisados por nuestra experiencia y nuestra sagaci-dad - a pesar de la protesta de nuestro corazón que tieneel sentimiento o mejor dicho la ilusión de la eternidad desu amor - sabemos que un día, aquella de cuyo pensa-miento vivimos nos será tan indiferente como nos lo sonen la actualidad todos los que no sean ella...Oiremos sunombre sin una voluptuosidad dolorosa, reconoceremossu letra sin temblar, no cambiáremos nuestro camino paraverla en la calle, la encontraremos sin turbación, la posee-remos sin delirio. Entonces esta presencia cierta, a pesardel presentimiento absurdo y tan fuerte de que la amare-mos siempre, nos hará llorar; y el amor, el amor que esta-rá aún levantado sobre nosotros como una mañana divinainfinitamente misteriosa y triste, pondrá frente a nuestrodolor algo de sus grandes horizontes extraños, tan pro-fundos, un poco de su desolación encantadora...

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XI. AMISTAD

Es dulce, cuando se tienen penas, acostarse en elcalor de la cama y ahí, suprimidos todo esfuerzo y todaresistencia, la cabeza misma bajo las frazadas, abando-narse por entero, gimiendo, como las ramas al viento deotoño. Pero hay una cama mejor aún, llena de perfumesdivinos. Es nuestra dulce, nuestra profunda, nuestra impe-netrable amistad. Cuando está triste y helado, acuestofriolentamente a mi corazón. Sepultando aún mi pensa-miento en nuestra cálida ternura, sin percibir ya nada de loexterior y sin querer defenderme ya, desarmado pero pormilagro de nuestra ternura en seguida vigorizado, invenci-ble, lloro por mi pena y por mi alegría de tener una con-fianza donde ocultarlo.

XII. EFÍMERA EFICACIA DEL PESAR

Seamos agradecidos con las personas que nos denfelicidad; son los encantadores jardineros por quienes flo-recen nuestras almas. Pero seamos más agradecidos canlas mujeres malvadas o sólo indiferentes, con los amigoscrueles que nos ocasionaron pesar. Han devastado nues-tro corazón, hoy sembrado de despojos irreconocibles;han desarraigado los troncos y mutilado las ramas másdelicadas, como un viento de desolación, pero que sem-bró algunas buenas semillas para una cosecha incierta.

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Al quebrar todas las pequeñas dichas que ocultabannuestra gran miseria, al hacer de nuestro corazón un des-nudo patio melancólico, nos han permitido contemplarlopor fin y juzgarlo. Las piezas tristes nos producen un biensimilar; por eso hay que considerarlas muy superiores alas alegres que engañan nuestra hambre en lugar de satis-facerla: el pan que debe alimentarnos es amargo. En lavida feliz los destinos de nuestros semejantes no se nosaparecen en su realidad, los disfrace el interés o los trans-figure el deseo. Pero en el desprendimiento que da el su-frimiento en la vida y en el sentimiento de la dolores subelleza en el teatro, los destinos de los demás hombres yel mismo destino nuestro hacen oír por fin a nuestra almaatenta; las eternal palabras no oídas, de deber y verdad.La obra triste de un artista verdadero nos habla con eseacento de los que han sufrido, que obligan a todo hombreque ha sufrido, a dejar todo lo demás y escuchar.

¡Ay! lo que trajo el sentimiento, ese caprichoso lolleva y la tristeza, más alta que la alegría, no es duraderacomo la virtud. Hemos olvidado esta mañana la tragediaque anoche nos elevara tan alto que considerábamos nues-tra vida en su conjunto y en su realidad con una compa-sión clarividente y sincera. Dentro de un año quizás, esta-remos consolados de la traición de una mujer, de la muer-te de un amigo. El viento, en medio de ese quebrar desueños, de esos restos de dichas marchitas, ha sembradola buena semilla bajo una Iluvia de lágrimas, pero se seca-rá demasiado pronto para poder germinar.

(Después de “L’ Invitée”, de F. de Curel)

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XIII. ELOGIO DE LA MÚSICA MALA

Odiad la mala música, no la despreciéis. Así comose la toca, se la canta mucho más, mucho más apasiona-damente que la buena, mucho más que ella, se ha llenadopoco a poco con el sueño y las lágrimas de los hombres.Que por eso os sea venerable. Su lugar, nulo en la historiadel Arte, es inmenso en la historia sentimental de las so-ciedades. El respeto, no digo el amor, a la mala música noes sólo una forma de lo que podría llamarse la caridad delbuen gusto o su escepticismo, es también la conciencia dela importancia de la función social de la música. Cuántasmelodías, de ningún valor para un artista, están en el nú-mero de los confidentes elegidos por la mesa de mucha-chos románticos y de las enamoradas. Cuántos “anillosde oro” y de “Ah, quédate dormida mucho tiempo”, cu-yas páginas vuelven cada noche, temblorosas manos jus-tamente célebres, mojadas de lágrimas por los más bellosojos del mundo, cuyo melancólico y voluptuoso tributoenvidiaría el más puro maestro. Confidentes ingeniosas èinspiradas que ennoblecen la pena y exaltan el ensueño ya cambio del secreto ardiente que se les confía, den laembriagadora ilusión de la belleza. EI pueblo, la burgue-sía, el ejército, la nobleza, así como tienen los mismos fac-tores, portadores del duelo que los aqueja o de la felici-dad que los colma, tienen los mismos invisibles mensaje-ros de amor, los mismos confesores bienamados. Son los

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malos músicos. Tal o cual enojoso ritornelo, que todo oídobien nacido y bien educado rehúsa escuchar al instante,ha recibido el tesoro de miles de almas, guardado el se-creto de miles de vidas, de las que fue inspiración viviente,el consuelo siempre listo, siempre entreabierto sobre elatril del piano, la gratis soñadora y el ideal. Tales arpegios,tal “entrada” han hecho resonar en el alma de más de unenamorado o de un soñador las armonías del paraíso o lamisma voz de la bienamada. Un cuaderno de malesromanzas, gastado por haber servido con exceso, debeconmovernos como un cementerio o como una aldea. Quéimporta que no posean estilo las casas, que las tumbasdesaparezcan bajo las inscripciones y los adornos de malgusto. De ese polvo puede echar a volar, frente a una ima-ginación suficientemente simpática y respetuosa como paraacallar un momento sus desdenes estéticos, la multitud dealmas llevando en el pico el sueño aún verde que les hacíapresentir el otro mundo y gozar o llorar en éste.

XIV. ENCUENTRO AL BORDE DELLAGO

Ayer, antes de ir a comer al Bosque, recibí una cartade Ella, que contestaba con bastante frialdad después deocho días a una carta desesperada, que temía no poderdespedirse antes de partir. Y yo, con bastante frialdad, sí,le contesté que eso era mejor y que le deseaba un hermo-so verano. Luego me vestí y atravesé el Bosque, en coche

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descubierto. Estaba infinitamente triste, peso tranquilo.Resuelto a olvidar, había tornado una decisión: era cues-tión de tiempo.

Cuando el coche tomaba el sendero del lago, ad-vertí en el mismo fondo del caminito que rodea al lago, acincuenta metros del sendero, una mujer sola que camina-ba lentamente. Primeramente no la vi en detalle. Me hizoun pequeño saludo con la mano y entonces la reconocí, apesar de la distancia que nos separaba. Era ella. La salu-dé largamente. Y ella siguió mirándome como si hubiesequerido que me detuviera y me la llevara conmigo. Nadahice, pero pronto sentí una emoción casi externa abatirsesobre mí y apresarme fuertemente. “Bien lo había adivina-do, exclamé. Hay un motivo que ignoro y por el cual hafingido siempre indiferencia. Alma querida, me ama”. Unadicha infinite, una certeza invencible me invadieron, mesentí desfallecer y prorrumpí en sollozos. Se acercaba elcoche al Armenonville, sequé mis ojos y frente a ellos pa-saba, como para secar también sus lágrimas, el dulce sa-ludo de su mano y sobre ellos se fijaban sus ojos dulce-mente interrogantes, pidiendo subir conmigo.

Llegué a comer radiante. Mi dicha se esparcía so-bre todos en alegre amabilidad, agradecida y cordial y elsentimiento de que nadie sabía que una mano desconoci-da de ellos, la manecita que me saludara, había encendidodentro-de mí ese fuego enorme de alegría del que todosveían los reflejos, agregaba a mi felicidad el encanto desecretes voluptuosidades. Sólo esperábamos a la señorade T... y llegó muy pronto. Es la persona más insignifican-

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te que yo conozco y a pesar de ser bastante bien forma-da, la más desagradable. Pero me sentía demasiado felizpara no perdonarle a cada cual sus defectos y sus fealda-des y me acerqué, sonriendo con afecto.

-Usted no ha sido tan amable hace un instante - medijo.

-Hace un instante - dije asombrado -; hace un ins-tante, pero si no la he visto . . .

-¿Cómo? ¿No me reconoció? Es verdad que esta-ba usted lejos; yo bordeaba el lago, pasó usted altivamenteen coche, lo saludé con la mano y tenía bastante ganas desubir con usted para no llegar con atraso.

-¿Cómo, era usted ? - exclamé y agregué variasveces con desesperación: -Oh, le ruego que me disculpe,le ruego que me disculpe.

-¡Qué desdichado parece! La, felicito, Carlota dijola dueña de casa -. Pero consuélese, pues, ya que estáusted con ella ahora.

Estaba agobiado, toda mi felicidad quedaba des-truida.

Y bien, lo más horrible es que no fue como si eso nohubiese sucedido. Esa imagen amante de la que no meamaba, aun después que hubiera reconocido mi error,cambió durante mucho tiempo la idea que me hacía deella. Intenté un arreglo, la olvidé menos ligero y a menudoa mi pesar, para consolarme obligándome a creer que eransus manecitas, como lo había “sentido” en un comienzo;cerraba los ojos para volver a ver sus manecitas que mesaludaban –las que hubieran enjugado tan bien mis ojos,

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refrescado tan gratamente mi frente, sus manecitasenguantadas que me ofrecía dulcemente al borde del lago,como frágiles símbolos de paz, de amor y de reconcilia-ción mientras que sus ojos tristes a interrogantes parecíanpedir que la llevase conmigo.

XV

Como un cielo ensangrentado advierte al que pasa:ahí hay un incendio, a menudo ciertas miradas abrasadasdenuncian pasiones que sólo sirven para reflejar. Son lasllamas en el espejo. Pero a veces también personas indi-ferentes y alegres tienen ojos vastos y sombríos, así comopesares, como si hubiesen tendido entre su alma y susojos un filtro y si hubiesen “pasado”, por decirlo así, todoel vivo contenido de su alma a sus ojos. En lo sucesivo,sólo recalentada por el fervor de su egoísmo -ese simpá-tico fervor del egoísmo que atrae tanto a los otros comolos aleja la incendiaria pasión- su alma reseca ya no serámás que el ficticio palacio de las intrigas. Pero sus ojosincesantemente inflamados de amor y a los que un rocíode languidez humedecerá, dará brillo, hará flotar y ahoga-rá sin poder apagarlos, asombrarán al universo por su trá-gico llamear. Esferas gemelas en adelante independientesde su alma, esferas de amor, continuarán arrojando hastasu muerte, un brillo insólito y desilusionador, falsos profe-tas, perjuros también que prometen un amor que no ha decumplir su corazón.

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XVI. EL EXTRAÑO

Domingo se había sentado junto al fuego apagado,en espera de sus invitados. Todas las noches invitaba aalgún gran señor para que viniera a comer en su casa congente de talento y como era bien nacido, rico y encanta-dor, nunca lo dejaban solo. Los candelabros no se habíanencendido aún y el día se moría tristemente en el cuarto.De pronto, oyó que una voz, una voz lejana a íntima, ledecía: “Domingo”; y sólo el oírla pronunciar -pronunciartan lejos y tan cerca-: “Domingo” lo heló de terror. Nuncahabía oído esa voz, pero la reconocía may bien, sus re-mordimientos reconocían perfectamente la voz de una víc-tima, de una noble víctima inmolada. Indagó qué crimenantiguo había cometido y no recordó. Sin embargo, elacento de esa voz le reprochaba un crimen, un crimen quehabía cometido sin dada sin tener conciencia de ello, perodel que era responsable - lo atestiguaban su tristeza y sumiedo. Levantó los ojos y vio, de pie, frente a él, grave yfamiliar, a un extraño de continente vago y sobrecogedor.Domingo saludó con algunas palabras respetuosas su au-toridad melancólica y evidente.

-¿Domingo, he de ser el único que no invites a co-mer? Times que reparar agravios conmigo, antiguos agra-vios. Luego lo enseñaré a vivir sin los demás, que cuandoseas viejo, ya no vendrán

-Te invito a comer - contestó Domingo, con una gra-

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vedad afectuosa que no se conocía.-Gracias - dijo el extraño.Ninguna corona en el sello de su anillo y en sus pa-

labras el ingenio no había escarchado sus agujas brillan-tes. Pero la gratitud de su mirada vigorosa embriagó aDomingo con una felicidad desconocida.

-Pero si quieres conservarme junto a ti, tienes quedespedir a los demás invitados.

Domingo los oyó golpear a la puerta. Los candela-bros no estaban encendidos, la noche era total.

-No puedo despedirlos -contestó Domingo-, “nopuedo estar solo”.

-En efecto, conmigo estarías solo -dijo tristementeel extraño-. Sin embargo, deberías guardarme. Tienes an-tiguos agravios conmigo, que debieras reparar. Te quieromás que epos y te enseñaré a vivir sin ellos, que, cuandohayas envejecido, ya no vendrán.

-No puedo - dijo Domingo.Y sintió que acababa de sacrificar una noble dicha,

ante la orden de una costumbre imperiosa y vulgar que nisiquiera tenía ya placeres que dispensarle como precio desu obediencia.

-Elige pronto -repuso el extraño, suplicante y altivo.Domingo fue a abrirles las puertas a los invitados y

al mismo tiempo le preguntaba al extraño, sin atreverse aapartar la cabeza:

-¿Quién eres tú, pues?Y el extraño, el extraño que ya desaparecía le dijo:-La costumbre a la que me sacrificas todavía esta

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noche, será más fuerte mañana con la sangre de la heridaque me haces para alimentarla. Más imperiosa, por habersido obedecida una vez más, te apartará cada día de mí,te obligará a hacerme sufrir más. Pronto me habrás mata-do. Ya no me verás nunca. Y sin embargo me debías másque a los demás, que te abandonarán en tiempos próxi-mos. Estoy dentro de ti y no obstante estoy para siemprelejos de ti, ya casi no lo estoy. Soy tu alma, soy tú mismo.

Habían entrado los invitados. Pasaron al comedor yDomingo quiso contar su conversación con el visitantedesaparecido, pero frente al fastidio general y a la visiblefatiga del dueño de casa en recordar un sueño casi esfu-mado, Girolamo lo interrumpió con satisfacción de todosy del mismo Domingo, extrayendo esta conclusión:

-Nunca hay que quedarse solo; la soledad engendrala melancolía.

Luego volvieron a beber; Domingo conversaba ale-gremente pero sin alegría, halagado sin embargo por labrillante concurrencia.

XVII. SUEÑO

“Tu llanto corría por mí, mis labios bebieron tusIlantos:” -(ANATOLE FRANCE).

Ningún esfuerzo tengo que hacer para recordar cuálera, el sábado (hace cuatro días), mi opinión acerca de laseñora Dorothy B... El azar hizo que precisamente ese día

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se hablara de ella y fui sincero al decir que me parecíadesprovista de encanto y de ingenio. Creo que tiene vein-tidós o veintitrés años. Por lo demás, la conozco muy pocoy cuando pensaba en ella, ningún recuerdo vivo volvía arozar mi atención, sólo tenía frente a los ojos las letras desu nombre.

Me acosté el sábado temprano. Pero a eso de lasdos, el viento se puso tan violento que tuve que levantar-me para cerrar un postigo mal ajustado que acababa dedespertarme. Eché, sobre el breve sueño del que acaba-ba de despertar, una mirada retrospectiva y me alegró quefuese reparador, sin malestar y sin pesadilla. Apenas meacosté, volví a dormirme. Pero al cabo de un tiempo difícilde estimar, me desperté gradualmente o mejor me des-perté poco a poco en el mundo de los sueños, confusoprimeramente, como lo es el mundo real en un despertarcorriente, pero que se fue precisando. Descansaba yo enla grava de Trouville que era al mismo tiempo una hamacaen un jardín que no conocía y una mujer me miraba confija dulzura. Era la señora Dorothy B... No estaba mássorprendido que al despertar, por la mañana, al recono-cer mi cuarto. Pero tampoco del encanto sobre natural demi compañera y de los trasportes de adoración voluptuo-sa y espiritual a la vez que me causaba su presencia. Nosmirábamos con una expresión entendida y se estaba lle-vando a cabo un gran milagro de felicidad y de gloria delque éramos conscientes, del que era cómplice ella y por elque le conservaba una infinita gratitud. Pero ella me decía:

-Es una locura que me lo agradezcas, ¿no hubieras

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hecho lo mismo por mí ?Y el sentimiento (era por lo demás una perfecta cer-

teza) de que hubiera hecho yo lo mismo por ella, exalta-ba mi alegría hasta el delirio como el símbolo manifiestode la más estrecha unión. Hizo, con el dedo, una señalmisteriosa y sonrió. Y yo sabía, como si hubiese sido a untiempo en ella y en mí, que eso significaba: “Todos tusenemigos, todos tus males, todos tus lamentos, todas tusdebilidades, y no son nada acaso?” Y sin que yo dijeseuna palabra, me oía contestarle que había fácilmente triun-fado de todo, destruido todo, magnetizadovoluptuosamente mi sufrimiento. y se acercó, me acaricióel cuello y atusó lentamente mis bigotes. Luego me dijo:“Ahora volvamos con los demás, entremos en la vida”.Una alegría sobrehumana me llenaba y me sentía con fuer-zas para realizar toda esa felicidad virtual. Quiso regalar-me una flor, sacó de sus senos una rosa aún cerrada, ama-rilla y rosada, y la colocó en mi solapa. De pronto sentíaumentada mi embriaguez con una nueva voluptuosidad.Era la rosa que colocada en mi solapa, había empezado aexhalar hasta mi nariz su perfume de amor. Vi que mi ale-gría turbaba a Dorothy, con una emoción que no alcanza-ba a comprender. En el momento preciso en que sus ojos(por la conciencia misteriosa que tenía de su individuali-dad, estoy seguro) experimentaron el ligero espasmo queprecede por un segundo al momento en que se llora, fue-ron mis ojos los que se llenaron de lágrimas, con sus lágri-mas, podría decir. Se acercó, puso a la altura de mi mejillasu cabeza echada hacia atrás, cuya misteriosa gracia po-

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día contemplar junto con su cautivadora vivacidad, y lan-zando la lengua como un dardo fuera de su boca fresca,sonriente, recogía todas mis lágrimas en el borde de misojos. Luego las sorbía con un leve rumor de los labios,que sentía yo como un beso desconocido, más íntima-mente perturbador que si me hubiese tocado directamen-te. Me desperté bruscamente, reconocí mi cuarto y comoen una tormenta cercana, un trueno sigue inmediatamenteal rayo, un recuerdo vertiginoso de felicidad se identificómás bien que anticiparse con la fulminante certeza de sumentira y de su imposibilidad. Pero, ,a despecho de todoslos razonamientos, Dorothy B... había dejado de ser paramí la mujer que aún era la víspera. El pequeño surco deja-do en mi recuerdo por las pocas relaciones que tuvieracon ella estaba casi borrado, como después de una mareapoderosa que dejara detrás de sí, al retirarse, vestigiosdesconocidos. Tenía un inmenso deseo, desencantado deantemano, de volver a verla, la necesidad instintiva y lasabia desconfianza de escribirle. Su nombre, pronunciadoen una conversación, me hizo estremecer, evocó sin em-bargo la imagen insignificante que sólo la hubiese acom-pañado antes de esa noche, y mientras me era indiferentecomo cualquier vulgar mujer de sociedad, me atraía másirresistiblemente que las más adoradas queridas o el des-tino más embriagador. No hubiera dado un paso para verlay por la otra “ella” habría dado mi vida. Cada hora esfumaun poco el recuerdo del sueño bastante desfigurado ya eneste relato. Lo distingo cada vez menos, como un libroque uno quiere continuar leyendo en la mesa, cuando el

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día en su declinar no ilumina ya bastante y llega la noche.Para verla aún un poco, me veo obligado a dejar de pen-sar por instantes, como uno se ve obligado a cerrar pri-meramente los ojos para leer algunos caracteres en el li-bro lleno de sombra. Por borroso que sea, deja aún unagran turbación dentro de mí, la espuma de su estela o lavoluptuosidad de su perfume. Pero era misma turbacióntambién ha de desvanecerse y veré a la señora de B... sinemoción. ¿Para qué hablarle, por lo demás, de esas cosasa las que permaneció ajena?

¡Ay! el amor ha pasado sobre mí como ese sueño,con tan misteriosa potencia de transfiguración. Por eso,vosotros que conocíais a la que amo y que no estabais enmi sueño, no podéis comprenderme, no tratéis de acon-sejarme.

XVIII. CUADROS DE ESTILO DELRECUERDO

Tenemos algunos recuerdos que son como la pintu-ra holandesa de nuestra memoria, cuadros de estilo enque los personajes son a menudo de condición mediocre,sorprendidos en un momento muy sencillo de su existen-cia, sin acontecimientos solemnes, a veces sin aconteci-mientos en absoluto, en un cuadro de ninguna manera ex-traordinario y desprovisto de grandeza. La naturalidad delos caracteres y la inocencia de la escena, constituyen suencanto, la distancia pone entre ella y nosotros una luz

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dulce que la baña en belleza.Mi vida de cuartel está llena de escenas de ese estilo

que he vivido naturalmente, sin alegría muy intensa y singran pesar, y que recuerdo con mucha dulzura. El carác-ter agreste de los lugares, la sencillez de algunos compa-ñeros campesinos, cuyo cuerpo había permanecido máshermoso, más ágil, su espíritu más original, su corazón másespontáneo, su carácter más natural que los de los jóve-nes que frecuentara antes y que frecuenté luego; la tran-quilidad de una vida en la que las ocupaciones están másreguladas y la imaginación menos sujeta que en cualquierotra, en que el placer nos acompaña tanto más continua-mente que nunca tenemos tiempo de rehuirlo corriendo asu encuentro, todo concurre a haber hoy, de esa época.de mi vida, como una continuación, cortada de lagunas,es cierto, de pequeños cuadros llenos de verdad dichosay de encanto sobre los cuales el tiempo ha esparcido sutristeza dulce y su poesía.

XIX. VIENTO DE MAR ENEL CAMPO

“Te traeré un capullo de adormidera, de pétalospurpúreos.” - (TEÓCRITO: EL Cíclope).

En el jardín, en el bosquecillo, a través del campo, elviento derrocha un ardor loco a inútil para dispersar lasráfagas de sol, para perseguirlas agitando furiosamente las

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ramas del bosque talado en que se habían abatido prime-ramente, hasta la espesura reluciente donde se estreme-cen ahora, palpitantes todas. Los árboles, las ropas queestán secándose, la cola que exhibe el pavo real, recortanen el aire trasparente sombras azules extraordinariamentenítidas que vuelan con todos los vientos, sin abandonar elsuelo, como un barrilete mal remontado. Esa mezcla deviento y de luz hace que ese rincón de la Champagne separezca a un paisaje marino. Llegados a lo alto de esecamino, que trepa a pleno sol, quemado de luz y jadeantede viento, hacia un cielo desnudo, ¿no es el mar el queveremos blanco de sol y de espuma? Como todas lasmañanas, había llegado usted, con las manor llenas de flo-res y las plumas suaves que el vuelo de una torcaz, de unagolondrina o de un arrendajo, había dejado caer en el sen-dero. Las plumas tiemblan en mi sombrero, la adormiderase deshoja en mi solapa, volvamos pronto.

La casa grita bajo el viento; como en un barco, seoyen golpear las invisibles velar, flamean al exterior ban-deras invisibles. Guarde usted sobre las rodillas eras ma-tas. de rosas frescas y deje llorar mi corazón entre susmanos cerradas.

XX. - LAS PERLAS

Volví por la mañana y me acosté friolentamente, es-tremecido con un delirio helado y melancólico. Hace unrato, en tu cuarto, tus amigos del día anterior, tus proyec-

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tos del día siguiente -otros tantos enemigos, otras tantasconjuraciones tramadas contra mí tus pensamiento delmomento- otros tantos lugares vagos a infranqueables, meseparaban de ti. Ahora que estoy lejos de ti, esa presen-cia imperfecta, máscara fugitiva de la eterna ausencia quelos besos levantan pronto, bastaría, me parece, para mos-trarme el verdadero rostro y colmar las aspiraciones demi amor. He debido partir; qué triste y helado permanez-co lejos de ti. Pero, ¿por qué encantamiento súbito lossueños familiares de nuestra dicha empiezan de nuevo aelevarse -humo espeso sobre una llama clara y ardiente-,a subir alegremente y sin interrupción en mi cabeza? En mimano, calentada bajo las frazadas, se ha despertado elolor de los cigarrillos de rosas que me habías hecho fu-mar. Aspiro largamente, con la boca pegada a la mano, elperfume que, en el valor del recuerdo, exhala espesas bo-canadas de ternura, de dicha y de “ti”. Ah, mi pequeñabienamada, en el momento en que puedo vivir sin ti, enque nado alegremente en lo recuerdo -que ahora llena lahabitación-, sin tener que luchar contra tu cuerpo insupe-rable, te lo digo, absurdamente, te lo digo irresistiblemente,no puedo estar sin ti. Es tu presencia la que da a mi vidaese color fino, melancólico y cálido, como a las perlas quepasan la noche sobre tu cuerpo. Como ellas vivo y mematizo tristemente con tu valor, y como ellas, si no meguardaras contigo, me moriría.

XXI. LAS RIBERAS DEL OLVIDO

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“Dicen que la Muerte embellece a los que hiere yexagera sus virtudes, pero en general es más bien la vidala que los perjudicaba. La muerte, ese testigo compasivoa irreprochable, nos enseña, de acuerdo a la verdad, deacuerdo a la caridad, que en cada hombre hay, por locomún más bien que mal.” Lo cual dice aquí Michelet dela muerte, es quizás más verdadero con respecto a la muer-te que sigue a un gran amor desdichado. El ser que trashabernos hecho sufrir tanto, ya no es nada para nosotros,¿es bastante decir, de acuerdo a la expresión popular, “queha muerto para nosotros”? Lloramos a los muertos, losseguimos amando, soportamos largo tiempo el irresistibleatractivo del encanto que les sobrevive y que nos devuel-ve a menudo junto a sus tumbas. El ser, por el contrario,que todo nos lo ha hecho experimentar y de cuya esenciaestamos saturados, no puede ya hacer pasar sobre noso-tros la sombra misma de una pena o de una alegría. Estámás muerto para nosotros. Después de haberlo conside-rado como la única coca de valor en este mundo, despuésde haberlo maldecido, después de haberlo despreciado,nos es imposible juzgarlo, apenas se señalan los rasgos desu cara frente a los ojos de nuestro recuerdo, agotados dehaber estado largo rato fijados en ellos. Pero ese juiciosobre el ser amado, juicio que ha variado tanto, torturan-do tan pronto con sus clarividencias a nuestro corazónciego, tan pronto encegueciéndose también para ponerletérmino a ese cruel desacuerdo, debe cumplir una últimaoscilación. Como esos paisajes que se descubren única-

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mente desde las cimas, desde las alturas del perdón apa-rece en su valor verdadero la que estaba más que muertapara nosotros después de haber sido nuestra vida misma.Sólo sabíamos que no correspondía a nuestro amor; com-prendemos ahora que tenía por nosotros verdadera amis-tad. No es el recuerdo el que la embellece, es el amor quela agraviaba. Para aquel que lo quiere todo y al que todo,de alcanzarlo, no le bastaría, recibir un poco le parece unaabsurda crueldad. Ahora comprendemos que era un dongeneroso de aquella que no desalentaran nuestra deses-peración, nuestra ironía, nuestra tiranía perpetua. Siemprefue dulce. Varias frases recordadas hoy, nos parecen deuna indulgente precisión, llenas de encanto varias frasesde ella, que creíamos incapaz de comprendernos, porqueno nos amaba. Nosotros, al contrario, hemos hablado deella con egoísmo injusto y severidad. ¿No le debemosmucho, acaso? Si esa marea alta del amor se ha retiradopara siempre, sin embargo, cuando paseamos dentro denosotros mismos, podemos recoger extrañas caparazo-nes encantadoras y al acercarlas al oído, oír con un placermelancólico y sin sufrir más, el amplio rumor de antaño.Entonces pensamos con enternecimiento en aquella quepara nuestra desgracia fue más amada de lo que amaba.Ya no es “más que muerta” para nosotros. Es una muertaque uno recuerda afectuosamente. La justicia quiere queenderecemos la idea. que teníamos de ella. Y con la todo-poderosa virtud de la justicia, resucita en espíritu en nues-tro corazón para aparecer en ese juicio final que realiza-mos lejos de ella, con calma y los ojos sumidos en llanto.

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XXII. PRESENCIA REAL

Nos hemos amado en una aldea perdida de Engadina,de nombre dos veces dulce: el sueño de las sonoridadesalemanas moría en la voluptuosidad de las sílabas italia-nas. Alrededor, tres lagos de un verde desconocido ba-ñaban bosques de pinos. Glaciares y picos cerraban elhorizonte. Por la noche, la diversidad de los planos multi-plicaba la dulzura de la iluminación. ¿Olvidaremos algunavez los paseos al borde del lago de Sils-Maria, cuandoconcluía la tarde, a las seis? Los alerces, de una serenidadtan negra cuando se avecinan a la nieve deslumbradora,tendían hacia el agua celeste, casi malva, sus ramas de unverde suave y brillante. Una tarde, la hors nos fue particu-larmente propicia; en algunos instantes el sol poniente hizopasar al agua por todos los matices y a nuestra alma portodas las voluptuosidades. De pronto hicimos un movi-miento; acabábamos de ver una mariposa rosada, luegodos y cinco, abandonar las flores de nuestra Costa y re-volotear por encima del lago. Pronto parecían un polvoimpalpable de rosa arrebatada, luego abordaban las flo-res de la otra ribera, volvían y empezaban dulcemente yde nuevo la aventurada travesía, deteniéndose a vecescomo tentadas, por encima de ese lago maravillosamentematizado, como una amplia flor que se marchita. Ya erademasiado y nuestros ojos se llenaban de lágrimas. Esaspequeñas mariposas, al atravesar el lago, pasaban y vol-vían a pasar por encima de nuestra alma sobre nuestra

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alma totalmente tensa de emoción frente a tantas bellezas,dispuesta a vibrar, pasaban y volvían a pasar como unarco voluptuoso de violín. El leve movimiento de su vuelono rozaba las aguas, pero acariciaba nuestros ojos, nues-tros corazones y a cada golpe de sus alitas rosadas está-bamos a punto de desfallecer. Cuando percibimos quevolvían de la otra ribera, descubriendo de ese modo quejugaban y se paseaban libremente sobre las aguas, sonópara nosotros una armonía deliciosa; ellas, sin embargo,volvían dulcemente entre mil desvíos caprichosos que va-riaron la armonía primitiva y dibujaban una melodía deencantadora fantasía. Nuestra alma, ahora sonora, perci-bía en su silencioso vuelo, una música de encanto y liber-tad y todas las dulces armonías intensas del lago, de losbosques, del cielo y de nuestra propia vida, lo acompaña-ban con Ana dulzura mágica que nos hizo prorrumpir enllanto.

Nunca te había hablado y hasta estabas lejos de misojos, ese año. ¡Pero cómo nos amamos entonces enEngadina! Nunca tenía bastante de ti, nunca lo dejaba encasa. Me acompañabas en mis paseos, comías en mi mesa,dormías en mi casa, soñabas en mi alma. Un día -¿es po-sible que un instinto seguro, misterioso mensajero, no tehaya advertido esas chiquillerías a las que estabas tan es-trechamente unida, que viviste, sí, viviste verdaderamen-te, a tal punto tenías en mí una “presencia real”? - un día(ni uno ni otro habíamos visto nunca Italia), quedamoscomo deslumbrados de esa frase que nos dijeron delAlpgrun: “Desde ahí se ve hasta Italia”. Partimos para el

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Alpgrun, imaginándonos que en el espectáculo extendidofrente al pico, ahí donde comenzaría Italia, el paisaje realy duro se interrumpiría bruscamente y que un valle total-mente azul se abriría en un fondo de ensueño. Por el cami-no, recordamos que una frontera no cambia el terreno yque, aunque lo cambiara, sería demasiado insensiblemen-te para que pudiésemos advertirlo, así de un golpe. Unpoco desilusionados, reíamos, sin embargo, de haber sidotan niños hacía un instante.

Pero al llegar a la cumbre, nos quedamos deslum-brados. Nuestra imaginación infantil se había convertidoen realidad ante nuestra vista. Al lado de nosotros, relu-cían los glaciares. A nuestros pies, unos torrentes surca-ban una zona salvaje de Engadina, de un verde sombrío.Luego una colina, algo misteriosa; y después se entreabríany cerraban alternativamente unas pendientes malva, unaverdadera comarca azul, una avenida deslumbrante haciaItalia. Los nombres ya no eran los mismos y se armoniza-ban en seguida con esa nueva suavidad. Nos mostrabanel lago de Poschiavo, el pizzo di Verone, el valle de Viola.Después fuimos a un lugar extraordinariamente salvaje ysolitario, en que la desolación de la naturaleza y la certezade que éramos inaccesibles para todos y también invisi-bles a invencibles, hubiese aumentado hasta el delirio lavoluptuosidad de amarse. Sentí entonces verdaderamen-te a fondo la tristeza de no tenerte conmigo bajo la encar-nación material, de otro modo que bajo el vestido de milamento, en la realidad de mi deseo. Descendí un pocohasta el lugar aún muy elevado al que venían los turistas

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para mirar. En una hostería aislada hay un libro donde ano-tan sus nombres. Escribí el mío y al lado, una combinaciónde letras que aludía al tuyo, porque entonces me era im-posible no darme una prueba material de la realidad de lacercanía espiritual. Al poner algo de ti en ese libro, meparecía que me aliviaba en otro tanto del peso obsesivocon que ahogabas mi alma. Y además, tenía la inmensaesperanza de llevarte allí algún día y leer ese renglón; lue-go subirías conmigo más alto aún, para vengarme de todaesa tristeza. Sin que tuviera que decirte nada, lo hubierascomprendido todo o, más bien dicho, lo hubieras recor-dado; y lo abandonarías al subir, pesarías un poco sobremí para hacerme sentir mejor que esta vez estabas ahí devetas, y yo, entre tus labios que conservarían un leve per-fume de tus cigarrillos de Oriente, encontraría todo el ol-vido. Diríamos en voz muy alta palabras insensatas sólopor la gloria de gritar sin que nadie, tan lejos, pudiera oír-nos; hierbas cortas, se estremecerían solas, con el levealiento de las alturas. La cuesta demoraría tus pesos, ja-dearías un poco y mi cara se acercaría para oír el aliento: estaríamos locos. También iríamos ahí donde un lago blan-co está al lado de un lago negro, suave como una perlablanca al lado de una perla negra. ¡Cómo nos habríamosamado en una aldea perdida de la Engadina! Sólo hubié-ramos dejado que se nos acercaran los guías de montaña,esos hombres tan altos cuyos ojos reflejan algo distinto alos ojos de los otros hombres y son también como otra“agua”. Pero ya no me preocupo de ti. La saciedad llegóantes de la posesión. El amor platónico también tiene sus

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saturaciones. Ya no quisiera llevarte a esa región que, sincomprenderlo y aún conocerlo, me evocas con tan con-movedora fidelidad. Tu visión sólo conserve un encantopara mí, el de recordarme de pronto esos nombres de unadulzura extraña, alemana a italiana: Sils Maria, Silva Plane,Crestalta, Samaden, Celerina, Juliers, Val de Viola.

XXIII. PUESTA DE SOL INTERIOR

Como la naturaleza, la inteligencia tiene sus espec-táculos. Nunca las auroras, nunca los claros de luna queme han hecho delirar tan a menudo hasta las lágrimas, hansobrepasado para mí en apasionada ternura, a ese amplioincendio melancólico que, durante los paseos del final deldía, matiza entonces otras tantas aguas en nuestra alma,que el sol cuando se pope, hace brillar en el mar. Enton-ces precipitamos nuestros pasos en la noche. Más que unjinete al que aturde y embriaga la velocidad creciente deun animal adorado, nos entregamos temblando de con-fianza y alegría a los pensamientos tumultuosos a Ios que,cuanto más los poseemos y los dirigimos, sentimos perte-necer cada vez más irresistiblemente. Es con emoción afec-tuosa que recordaremos el campo oscuro y saludaremoslas encinas llenas de noche, como el campo solemne, complos testigos épicos del impulso que nos arrastra y que nosembriaga. Elevando los ojos al cielo, no podemos reco-nocer sin exaltación, en el intervalo de las nubes aun con-movidas por la despedida del sol el reflejo misterioso de

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nuestros pensamientos: nos hundimos cada vez más pron-to en el campo, y el perro que nos sigue, el caballo quenos lleva o el amigo que se ha callado, menos aún, cuandoa veces no hay ningún ser viviente a nuestro lado, la flor denuestra solapa o el bastón que revolea alegremente ennuestras manos febriles, reciben en miradas y en lágrimasel tributo melancólico de nuestro delirio.

XXIV. COMO A LA LUZ DE LA LUNA

Había llegado la noche, fui a mi cuarto, ansioso dequedarme ahora en la oscuridad sin ver ya el cielo, lostempos y el mar, radiante bajo el sol. Pero cuando abrí lapuerta, encontré el cuarto iluminado como en el sol po-niente. Por la ventana, veía la casa, los campos, el cielo yel mar o más bien, me parecía “volver a verlos en sueño”;la dulce luna me los recordaba antes que señalármelos,esparciendo sobre su silueta un pálido esplendor que nodisipaba la oscuridad, espesada como un olvido sobre suforma. Y he pasado horas mirando en el patio el recuerdomudo, vago, encantado y pálido de las cosas que duranteel día me habían causado placer o me habían dañado, consus gritos, sus voces o su susurro.

El amor se apagó, tengo miedo en el umbral del ol-vido; pero, apaciguados, un poco pálidos, muy cerca demí y sin embargo lejanos y ya esfumados, he aquí, como ala luz de la luna, todas mis dichas pasadas y todos mispesares curados que me miran y se callan. Su silencio me

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enternece mientras que su alejamiento, su indecisa palidezme embriagan de tristeza y de poesía. Y no puedo dejarde contemplar ese claro de luna interior.

XXV. CRÍTICA DE LA ESPERANZAA LA LUZ DEL AMOR

Apenas una hora por venir se convierte en presente,se despoja de sus encantos, para recobrarlos, es verdad,si nuestra alma es algo amplia y en “perspectivas” bienpracticadas, cuando la hayamos dejado atrás, en los ca-minos de la memoria. Así la aldea poética hacia la cualapresurábamos el trote de nuestras esperanzas impacien-tes y de nuestras yeguas cansadas exhala de nuevo, cuan-do uno ha superado la colina, eras armonías veladas, res-pecto a las cuales la vulgaridad de sus calles, lo dispar desus casas, tan acercadas y fundidas en el horizonte, el des-vanecer de la niebla azul que parecía penetrarlo han cum-plido tan mal las vagas promesas. Pero como el alquimistaque atribuye cada uno de sus fracasos a una causa acci-dental y distinta cada vez, lejos de sospechar en la mismaesencia del presente una imperfección incurable, acusa-mos a la malignidad de las circunstancias particulares, alas cargas de tal o cual envidiada situación, al mal tiempoo a los malos albergues durante un viaje, de haber enve-nenado nuestra dicha. Tan ciertos de llegar a eliminar erascausas destructivas de todo goce apelamos sin cesar a unporvenir soñado, con una confianza a veces amohinada

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pero nunca desilusionada de un sueño realizado, es decir,decepcionado.

Mas ciertos hombres meditados y pesarosos queirradian más ardientemente aún que los otros a la luz de laesperanza descubren bastante pronto ¡ay! que no dimanade las horas esperadas, sino de nuestros corazonesdesbordantes de rayos que no conoce la naturaleza y quelos derraman a torrentes sobre la esperanza sin encenderun solo hogar. Ya no se sienten con fuerza de desear loque saben no es deseable, de querer alcanzar sueños quemarchitarán en su corazón cuando quieran recogerlos fuerade sí mismos. Esta disposición melancólica acrece singu-larmente y se justifica en el amor. La imaginación al pasaruna y otra vez sobre sus esperanzas aguza admirablemen-te sus desilusiones. El amor desdichado, al hacernos im-posible la experiencia de la felicidad, nos impide descu-brir su nada. ¿Pero qué lección de filosofía, qué consejode la vejez, qué fracaso de la ambición sobrepasa en me-lancolía a las alegrías del amor dichoso? Me amáis, queri-da pequeña; ¿cómo habéis sido lo bastante cruel para de-círmelo? Hela aquí, pues, esa ardiente felicidad del amorcompartido cuya sola idea me daba vértigos y me hacíacrujir los dientes.

Deshago vuestras flores, levanto vuestros cabellos,arranco vuestras joyas, alcanzo vuestra carne, mis besosrecubren y golpean vuestro cuerpo como el mar que subesobre la arena; pero vos misma os escapáis y con vos lafelicidad. Hay que dejaros, vuelvo solo y más triste. Acu-sando a esta última calamidad, vuelvo para siempre junto

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a vos; es mi última ilusión la que he arrancado, soy desdi-chado para siempre.

No sé cómo he tenido el valor de decíroslo; es lafelicidad de toda mi vida la que acabo de desechar impla-cablemente, o por lo menos el consuelo, porque vuestrosojos, cuya feliz confianza me embriagaba aun a veces, yano reflejarán el triste desencanto del que os advirtieranvuestra sagacidad y vuestras desilusiones. Puesto que esesecreto que uno de nosotros ocultaba al otro, lo hemosdeclarado en voz alta, ya no hay dicha para nosotros. Nisiquiera nos quedan las alegrías desinteresadas de la es-peranza. La esperanza es un acto de fe. Hemos desenga-ñado su credulidad: y se ha muerto. Después de haberrenunciado a gozar, ya no puede encantarnos la espera.Esperar sin esperanza, tan juicioso, es imposible.

Pero acercaos, querida y pequeña amiga. Enjugadvuestros ojos, para ver; no sé si son las lágrimas las queme enturbian la visión, pero creo ver allá, detrás de noso-tros, encenderse altos fuegos. ¡Oh, mi querida amiga, cuán-to os amo! Dadme la mano, caminemos sin acercarnosmucho a esos bellos fuegos...

Pienso que es el indulgente y poderoso recuerdo elque nos quiere y está haciendo mucho por nosotros, que-rida mía.

XXVI. INTERIOR DE UN BOSQUE

Nada tenemos que temer, sino mucho que aprender

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de la tribu vigorosa y pacífica de los árboles que produceincesantemente para nosotros esencias vigorizantes, bál-samos calmantes y en cuya graciosa compañía pasamostantas horas frescas, silenciosas y herméticas. En esas tar-des ardientes en que la luz, por su mismo exceso, escapaa nuestra mirada, bajemos a uno de esos “solares” nor-mandos desde donde se elevan con soltura las hayas altasy espesas cuyos follajes aparta como un ribazo delgadopero resistente ese océano de luz y sólo conservan algu-nas gotas que tintinean melodiosamente en el negro silen-cio del interior del bosque. Nuestro espíritu no tiene, comoal borde del mar, en las llanuras, sobre las montañas, laalegría de extenderse sobre el mundo, sino la felicidad deverse separado; y limitado de todos lados por los troncosque no se desarraigan, se eleva en altura a la manera delos árboles. Acostados de espaldas, con la cabeza apo-yada en las hojas secas, podemos seguir, desde el senode un profundo descanso, la alegre agilidad de nuestroespíritu que sube, sin hacer temblar el follaje, hasta lasmás altas ramas en que se posa al borde del cielo suave,junto a un pájaro que canta. Aquí y allá, se estanca unpoco de sol, al pie de los árboles que a veces sumergen ydoran soñadoramente las últimas hojas de sus ramas. Lodemás, distendido y fijo, se calla, en una sombría felici-dad. Abalanzados y erectos, en la amplia ofrenda de susramas y sin embargo descansados y tranquilos, los árbo-les por esa actitud extraña y natural nos invitan con gra-ciosos murmullos a simpatizar con una vida tan antigua ytan joven, tan distinta de la nuestra y de la que parece la

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oscura reserva inagotable.Un leve viento turba por un instante su inmovilidad,

deslumbrante y sombría, y los árboles tiemblan débilmen-te, balanceando la luz en sus cimas y moviendo la sombraa sus pies.

Petit - Abbeville (Dieppe), agosto 1896.

XXVII. LOS CASTAÑOS

Me gustaba sobre todo detenerme bajo los inmen-sos castaños cuando los amarilleaba el otoño. ¡Cuántashoras he pasado en esas grutas misteriosas y verdosas,mirando por encima de mi cabeza las cascadasmurmurantes de oro pálido que derramaban la frescura yla oscuridad! Envidiaba a los petirrojos y á las ardillas porhabitar esos frágiles y profundos pabellones de verdor enlas ramas, esos antiguos jardines suspendidos que a cadaprimavera, desde hace dos siglos, se cubren de flores blan-cas y perfumadas. Las ramas, insensiblemente dobladas,descendían con nobleza desde el árbol a la tierra, comootros árboles que hubiesen sido plantados sobre el tron-co, cabeza abajo. La palidez de las hojas que quedabanhacía resaltar aún las ramas que ya parecían más sólidasy- más negras por despojadas y que reunidas así al tron-co, parecían contener, como un peine magnífico, la dulcecabellera rubia esparcida.

Réveillon, octubre 1895.

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XXVIII. EL MAR

El mar siempre ha de fascinar a aquellos en quienesel alto a la vida y el atractivo del misterio se han anticipadoa las primeras penas, como un presentimiento de la insufi-ciencia de la realidad para satisfacerlos. A aquellos quenecesitan reposo antes de haber experimentado cansan-cio alguno, el mar los consolará y los exaltará vagamente.No lleva, como la tierra, el rastro de los trabajos de loshombres y de la vida humana. Permanece, nada pasa sinohuyendo y qué pronto se desvanece el surco de las barcasque lo atraviesan. De ahí esa gran pureza del mar que notienen las cocas terrestres. Y esa agua virgen es muchomás delicada que la tierra endurecida que para ser ataca-da requiere un pico. El paso de un niño sobre el agua cavaun surco profundo con un claro rumor, y los matices uni-dos del agua se quiebran por un momento; luego, se des-vanece todo vestigio y el mar vuelve a su calma, como enlos primeros días del mundo. Aquel que está harto de loscaminos de la tierra o que adivina, antes de haberlos in-tentado, qué ásperos serán y qué vulgares, quedará sedu-cido por los pálidos caminos del mar, más peligrosos ymás dulces, inciertos y desiertos. Todo en ellos es másmisterioso, hasta eras amplias sombras que flotan a vecesapaciblemente sobre los desnudos campos del mar, sincasas y sin sombras y que extienden las nubes; esos case-ríos celestes, esos vagos ramajes.

El mar tiene el encanto de las olas que no callan du-

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rante la noche, que son para nuestra vida inquieta un per-miso para dormir, una promesa de que no todo ha de ani-quilarse, como los niñitos que se sienten menos solos cuan-do brilla el velador. No está separado del cielo, como latierra; está siempre en armonía con sus colores, se con-mueve con sus matices más delicados. Irradia bajo el soly todas las noches parece morir con él. Y cuando ha des-aparecido, sigue lamentándolo, conservando algo de susreflejos melancólicos y tan dulce que uno siente que almirarlos se le deshace el corazón. Cuando casi ha llegadola noche y el cielo está sombrío sobre la tierra ennegreci-da, lute aún débilmente, no se cabs por qué misterio, porqué brillante reliquia del día hundido bajo las aguas.

Refresca nuestra imaginación porque no hace pen-sar en la vida de los hombres, pero regocija nuestra alma,porque cómo ella, es aspiración infinita a impotente, im-pulso sin cesar quebrado de caídas, lamento dulce y eter-no. También nos encanta como la música, que no lleva,como el lenguaje, el rastro de las cosas, que nada nosdice de los hombres, sino que imita los movimientos denuestra alma. Al abalanzarse con sus olas, al caer con ellasnuestro espíritu, olvida sus propios desfallecimientos y seconsuela en una armonía íntima entre su tristeza y la delmar que confunde su destino y el de las cosas.

Setiembre 1892.

XXIX. MARINA

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Las palabras cuyo significado he perdido, quizás ha-bría que volver a decírmelas ante todo por todas esas cosasque tienen desde entonces un camino que conduce hastamí, abandonado desde hace muchos años, pero que pue-de volver a usarse y que, conservo tal fe, no está cerradopara siempre. Habría que volver a Normandía, no esfor-zarse, ir sencillamente junto al mar. O mejor, tomaría loscaminos arbolados desde donde se le descubre a trechosy donde la brisa mezcla el olor de la sal de las hojas húme-das con el de la leche. Nada le pediría a todas esas cosasnatales. Son generosas para el niño que han visto nacer, levolverían a enseñar por sí mismas las cosas olvidadas. Todoy su perfume primero, me anunciaría el mar, pero no lohabría visto todavía. Lo oiría apenas. Seguiría un sender-ode albares, antaño muy conocido, con enternecimiento,con la ansiedad también por un brusco desgarrón del seto,de advertir de golpe la invisible amiga presente, la locaque se queja siempre, la melancólica reina vieja, el mar.Lo vería de pronto; sería en uno de esos días de somno-lencia bajo el cielo reluciente que refleja el cielo azul quees él, sólo que más pálido. Unas velas blancas como ma-riposas estarían posadas sobre eI agua inmóvil, sin quequisieran ya moverse, como pasmadas de calor. O, alcontrario, el mar estaría agitado, amarillo bajo el sol comoun amplio campo de lodo, con unos desniveles que pare-cerían fijos de lejos, coronados por una nieve deslum-brante.

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XXX. VELAS EN EL PUERTO

En el puerto estrecho y largo como una calzada deagua entre sus diques poco elevados en que brillan lasluces de la tarde, los transeúntes se detenían para mirar,como a nobles extranjeros llegados el día anterior y dis-puestos a volver a partir, los navíos que estaban reunidos.Indiferentes a la curiosidad que excitaban en una muche-dumbre cuya pequeñez parecían desdeñar o sólo no ha-blar el mismo idioms, conservaban en la hostería húmedaen que se habían detenido por una noche, su impulso si-lencioso a inmóvil. La solidez de las ataduras no hablabamenos de los largos viajes que les quedaba por hacer quelas averías de las fatigas que ya habían soportado en esoscaminos resbaladizos, antiguos como el mundo y nuevoscomo el tránsito que los socava y al que no sobreviven.FrágiIes y resistentes; estaban orientados con una tristealtivez hacia el océano que dominan y en donde están comoperdidos. La complicación maravillosa y sabia de los cor-dajes se reflejaba en el agua como una inteligencia precisay previsora se sumerge en el destino incierto que ha dequebrarlo tarde o temprano. Tan recientemente retiradosde la vida terrible y hermosa -en la que van a volver ahundirse mañana, sus velas estaban blandas aun por elviento que las había henchido, su bauprés se inclinabaoblicuamente sobre el agua, como ayer aún, su andar y lacurvadura del casco de la proa a la popa parecían con-servar la gratis misteriosa y flexible de su surco.

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EL FIN DE LOS CELOS

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I

“Danos los bienes, los pidamos o no, y aleja de nosotroslos males aún cuando te los pidiéramos.”

“Esta plegaria me parece hermosa y segura. Siencuentras algo que recobrar, no lo ocultes.”

(PLATÓN).

Mi pequeño árbol, mi asnito, mi madre, mi herma-

no, mi país, mi pequeño Dios, mi extranjerito, mi pequeñoloto, mi pequeña caparazón, querido mío, mi plantita, vete,déjame que me vista y lo encontraré en la calle de la Baume,a las ocho. Te lo ruego, no llegues después de las ocho ycuarto porque tengo mucha hambre.

Quiso cerrar la puerta de su cuarto sobre Honorio,pero él le dijo una vez más: “¡Cuello!”. y ella ofreció enseguida su cuello con una docilidad y un exagerado apre-suramiento que lo hicieron reír a carcajadas.

-Aun cuando no lo quisieras -le dijo-, hay entre tucuello y mi boca, entre tus orejas y mis bigotes, entre tusmanos y mis manos, pequeñas amistades particulares.Estoy convencido de que no concluirían, si dejáramos deamarnos, en la misma forma que, desde que estoy disgus-tado con mi prima Paula, no puedo impedirle a mi lacayoque vaya todas las noches a hablarle a su mucama. Por sí

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misma y sin mi consentimiento es que mi boca se dirige atu cuello.

Estaban ahora a un paso uno del otro. De prontosus miradas se descubrieron y cada uno trató de fijar enlos ojos del otro el pensamiento de que se amaban; sequedó ella así, por un segundo de pie y cayó luego sobreuna silla, ahogándose como si hubiera corrido. Y se dije-ron casi al mismo tiempo, con una exaltación seria, pro-nunciando fuertemente con los labios, como para besar:¡Amor mío!

Ella repitió con un tono fastidioso y triste, sacudien-do la cabeza: -Sí, amor mío.

Ella sabía que él no podía resistir ese pequeño mo-vimiento de la cabeza; se arrojó sobre ella, besándola y ledijo lentamente : “¡Mala!” y con tanta ternura que los ojosde ella se humedecieron.

Dieron las siete y media. El partió.Al volver a su casa, Honorio se repetía para sí : “Mi

madre, mi hermano, mi país -se detuvo-, sí, mi país..., mipequeña caparazón, mi arbolito”, y no pudo dejar de reír-se al pronunciar esas palabras que tan pronto se habíanhecho para su uso, esas palabritas que pueden parecervacías y se llenaban de un infinito significado. Entregándo-se sin pensarlo al genio inventivo y fecundo de su amor, sehabían visto dotadas gradualmente por él, de una lenguapropia, como para un pueblo; de armas, de juegos y deleyes.

A tiempo que se vestía para la comida, su pensa-miento estaba suspendido sin esfuerzo del momento en

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que iba a volver a verla, como un gimnasta toca ya el tra-pecio aun alejado hacia el cual va volando o como unafrase musical parece alcanzar el acorde que ha de resol-verla y la acerca, con toda la distancia que los separa porla misma fuerza del deseo que la promete y la llama. Asíes como atravesaba Honorio rápidamente la vida desdehacía un año, apresurándose desde la mañana hacia la horade la tarde en que la vería. Y sus días, en realidad, noestaban compuestos de dote o catorce horas diferentes,sino de cuatro o cinco medias horas, de su espera y de surecuerdo.

Honorio había llegado hacía algunos minutos, a casade la princesa de Alériouvre, cuando entró la señora deSeaune. Ella saludó a la dueña de casa y los distintos invi-tados y no pareció tanto saludar a Honorio; sino tomarlela mano, como hubiera podido hacerlo en medio de unaconversación. Si su unión hubiera sido conocida; pudohaberse creído que llegaran juntos y que ella había espe-rado algunos instantes, en la puerta para no entrar al mis-mo tiempo que él pero hubieran podido no verse durantedos días (lo que no les había pasado una sola vez en unaño) y no experimentar esa alegre sorpresa de volver aencontrarse que está en el fondo de todo saludo amisto-so, porque como no podían estar cinco minutos sin pen-sar uno en el otro, no podían volver a encontrarse nunca,ya que nunca se separaban.

Durante la comida, cada vez que se hablaban, susmodales sobrepasaban en vivacidad y dulzura a las deuna amiga y un amigo, pero llevaban el sello de un respeto

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majestuoso y natural que desconocen los amantes. Pare-cían así semejantes a esos dioses que recuerda la fábula yque han habitado bajo disfraces entre los hombres o comodos ángeles cuya fraterna familiaridad exalta la alegría perono disminuye el respeto que inspire la nobleza común a suorigen y su sangre misteriosa. Al mismo tiempo que él ex-perimentaba el poder de los iris y las rosas que reinabanlánguidamente sobre la mesa, se penetraba poco a pocoel aire con el perfume de esa ternura que Honorio y Fran-cisca exhalaban naturalmente. En ciertos mementos, pa-recía perfumar con una violencia más deliciosa aún que sudulzura habitual, violencia que la naturaleza no les habíapermitido moderar, a los lilac florecidos más que alheliotrope al sol o bajo la lluvia.

Así es como por no ser secreta su ternura no erasino más misteriosa. Cada cual podía acercársele comoesas pulseras impenetrables y sin defensa, en las muñecasde una enamorada, que llevan escrito en caracteres des-conocidos y visibles el nombre que la hace morir o vivir yque parecen ofrecer sin cesar el significado a los ojos cu-riosos y desilusionados que no pueden captarlo.

“¿Cuánto tiempo la amaré todavía?”, se decíaHonorio al levantarse de la mesa. Recordaba muchas pa-siones que a su nacimiento creyera inmortales para habíandurado poco y la certeza de que ésta concluiría algún díaensombrecía su ternura.

Entonces recordó que la misma mañana, mientrasestaba en misa, en el momento en que el sacerdote queleía el Evangelio decía: “Jesús, extendiendo la mano, les

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dijo: Esta criatura es mi hermano, también es mi madre ytodos los de mi familia”, había ofrecido un instante a Diostoda su alma, tembloroso, pero muy alto como una palmay había rezado : “¡Dios mío! ¡Dios mío!, hazme la graciade que la ame siempre. Dios mío, es la única gracia que ospido, haced, mi Dios, que lo podéis, que la ame siempre:”

Ahora en una de esas horas totalmente físicas, enque el alma se esfuma en nosotros detrás del estómagoque digiere, la piel que goza por una reciente ablución yuna ropa fina, la boca que fuma, el ojo que se satisface dehombres desnudos y de luces, repetía más blandamentesu plegaria, dudando de un milagro que iría a alterar la leypsicológica de su inconstancia, de tan imposible rupturacomo las leyes físicas de la gravedad o de la muerte.

Ella vio sus ojos preocupados, se levantó y acer-cándose a él, que no la había visto, como estaban bastan-te lejos de los demás, le dijo con ese tono arrastrado,Ilorón, ese tono de niño que le hacía reír siempre y comosi acabara de hablarle

-¿Qué?El se echó a reír y le dijo:-No pronuncies una sola palabra más o te beso, me

entiendes, te beso delante de todos.Ella se rió primero y recobrando su airecillo triste y

descontento, para divertirlo, le dijo:-Sí, sí, está muy bien, no pensabas en mí, en absolu-

to.Y él, mirándola entre risas, repuso:-¡Qué bien saber mentir! - y con dulzura agregó:

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“¡Malvada, malvada!”.Ella lo abandonó y fue a conversar con los demás.

Honorio pensaba: “Trataré, cuando sienta que mi corazónse aparta de ella, de contenerlo tan suavemente que ella nilo sentirá. Seré siempre igualmente tierno, igualmente res-petuoso. , Le ocultaré el nuevo amor que habrá reempla-zado en mi corazón a mi amor por ella, con tanto cuidadocomo le oculto hoy los placeres que sólo mi cuerpo gozaaquí y allá, fuera de ella.” (El miró del lado de la princesade Alériouvre). Y por su parte, la dejaría arraigar gra-dualmente su vida en otra parte, con otros vínculos. Nosería celoso, designaría él mismo aquellos que le parece-rían poder ofrecerle un homenaje más decente o más glo-rioso. Cuanto más imaginaba en Francisca a otra mujerque no amaría ya, pero de la que gozaría sabiamente to-dos los atractivos espirituales, más ese reparto le parecíafácil y noble. Las palabras, amistad tolerante y dulce, her-mosa caridad para los más dignos con lo mejor que seposee, afluían blandamente a sus labios distendidos.

En ese instante, Francisca vio que eran las diez, sa-ludó y se fue. Honorio la acompañó hasta el coche, labesó imprudentemente en la oscuridad y volvió.

Tres horas más tarde Honorio regresaba a pie conel señor de Buivres, cuyo regreso del Tonkín se festejaraesa noche. Honorio lo interrogaba acerca de la princesade Alériouvre, que, viuda más o menos en la misma épo-ca, era mucho más hermosa que Francisca. Honorio, sinestar enamorado de ella, hubiera tenido un gran placer enposeerla si hubiese estado seguro de poderlo hacer sin

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que lo supiera Francisca y sufriera por ello.-No se sabe nada de ella - dijo el señor de Buivres-,

o por lo menos no se sabía nada cuando me fui, porquedesde que he vuelto, no he visto a nadie.

-En una palabra, no había nada muy fácil esta noche-concluyó Honorio.

-No, gran cosa no- repuso el señor de Buivres; ycomo Honorio había llegado a la puerta, iba a concluir allíla conversación, cuando agregó el señor de Buivres:

-Excepto la señora de Seaune, a quien debió habersido presentado usted, porque usted estaba en la comida.Si le tenía ganas, es muy fácil. En cuanto a mí, ella no mediría eso.

-Pero nunca he oído decir lo que me está diciendousted -dijo Honorio.

-Es usted joven - repuso Buivres -, y mire, esta no-che había alguien que anduvo con ella y de qué modo;creo que es, innegablemente, ese muchachito Franciscode Gouvres. Dice que tiene un temperamento... Pero se-gún parece, su cuerpo deja que desear. No ha queridoseguir. Apuesto a que en este mismo momento está deparranda en alguna parte. ¿Ha notado usted cómo siem-pre se retira temprano?

-Vive sin embargo, desde que enviudó, en la mismacasa de su hermano y no se arriesgaría a que el porterocuente que vuelve tarde.

-Pero, hijo, desde las diez a la una de la mañana haytiempo de hacer muchas cosas. ¿Y además, qué se sabe?Pero ya va a ser la una, lo dejo acostarse.

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El mismo tocó la campanilIa; al cabo de un instantese abrió la puerta; Buivres tendió la mano a Honorio quelo saludó maquinalmente, entró y sintió al mismo tiempounos deseos locos de volver a salir; pero la puerta se ha-bía cerrado pesadamente tras de él y con excepción de sucandelero que lo esperaba ardiendo con impaciencia alpie de la escalera, no había ninguna luz. No se atrevió adespertar al portero para que le abriese y subió a su casa.

II

“Nuestros actos son nuestros ángeles buenos y nues-tros ángeles malos, las sombras fatales que andan a

nuestro lado”. - (BEAUMONT y FLETCHE&) .

La vida había cambiado muchísimo para Honoriodesde el día en que el señor de Buivres le dijera -entretantos otros- unas cosas parecidas a las que el mismoHonorio escuchara o pronunciara tantas veces con indife-rencia, pero que no dejaba ya de oír, durante todo el día,cuando estaba solo y por la noche. En seguida le habíaplanteado unas preguntas a Francisca, que lo amaba de-masiado y sufría con exceso por su pena, para pensar enofenderse; ella le juró que no lo engañó nunca y que no loengañaría jamás.

Cuando estaba junto a ella, cuando tenía susmanecitas, a las que decía, repitiendo el verso de Verlaine

Bellas manecitas que cerraréis mis ojos,

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cuando le oía decirle: “Hermano mío, mi país, mibienamado” y que se prolongaba su voz indefinidamenteen su corazón con la dulzura natal de las campanas, lacreía; y si ya no se sentía tan feliz como antaño, por lomenos no le parecía imposible que su corazón convale-ciente encontrase de nuevo algún día la felicidad.

Pero cuando estaba lejos de Francisca, a veces tam-bién cuando, junto a ella, veía brillar sus ojos con las lucesque se imaginaba al punto encendidas antaño -quién sabe,tal vez ayer como lo estarían mañana- por otro; cuando,acabando de ceder al deseo totalmente físico de otra mu-jer y recordando cuántas veces había cedido y pudo mentira Francisca sin dejar de amarla, no le parecía más absur-do suponer que ella también le mentía, que ni siquiera eranecesario no amarla para mentirle y que antes de cono-cerlo, se había arrojado sobre otros con ese ardor queahora lo quemaba y le parecía más terrible que el ardorque le inspiraba a ella no le parecía dulce porque la veíacon la imaginación que todo lo aumenta.

Entonces, trató de decirle que la había engañado; loensayó, no por venganza o necesidad de hacerla sufrircomo a él, sino para que de vuelta también le dijese ella laverdad, sobre todo para no sentir, ya que la mentira lohabitaba, para expiar los pecados de su sensualismo; yaque para crearle un objeto a sus celos, le parecía pormomentos que era su propia mentira y su propiosensualismo los que proyectaba sobre Francisca.

Una tarde, al pasear por los Campos Elíseos, tratóde decirle que la había engañado. Le espantó verla pali-

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decer y caer sin fuerzas sobre un banco, pero mucho máscuando apartó sin cólera, pero con dulzura, en un abati-miento sincero y desesperado, la mano que él le acerca-ba. Durante dos días, creyó haberla perdido o más bienque la había recobrado. Pero era prueba involuntaria, des-lumbrante y triste que acababa de darle ella de su amor,no le bastaba a Honorio. Aunque hubiese adquirido lacerteza imposible de que nunca había pertenecido a nadiemás que a él, el sufrimiento desconocido que supiera sucorazón la noche en que el señor de Buivres lo acompa-ñara hasta su puerta, no un sufrimiento similar o el recuer-do de ese sufrimiento, sino ese mismo sufrimiento, no hu-biera dejado de apenarlo aunque le demostraran que ca-recía de motivo. Así es como temblamos aún al desper-tarnos, ante el recuerdo del asesino que ya hemos reco-nocido como la ilusión de un sueño; de ese modo sufrenlos amputados durante toda su vida en la pierna que ya notienen.

En vano había caminado durante el día, se había ago-tado a caballo, en bicicleta, tirando esgrima; inútilmente sehabía encontrado con Francisca, la había llevado a su casay por la noche había recogido en sus manos, en su frente,en sus ojos, la confianza, la paz, una dulzura de miel paravolver a su casa y una vez más, tranquilizado y rico con laprovisión olorosa; apenas regresado empezaba a inquie-tarse, se acostaba ligero para dormirse antes de que sealterara su felicidad que, acostada con precaución en todoel bálsamo de esa ternura, reciente y fresca de una horaapenas, llegaría a través de la noche, hasta el día siguiente,

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intacta y gloriosa como un príncipe de Egipto; pero sentíaque las palabras de Buivres, o tal o cual de las imágenesque se formara desde entonces, iban a aparecérsele en elpensamiento y que entonces se acabaría el sueño. No ha-bía aparecido aún esa imagen, pero la sentía ya dispuesta,y endureciéndose contra ella, volvía a encender su vela,leía, se esforzaba con el sentido de las frases que leía - enllenar su cerebro sin tregua y sin dejar ningún hueco, paraque la espantosa imagen no tuviese ni por un momento unlugar aún insignificante.Pero la encontraba de pronto, y ahí estaba y ya no podíahacerla salir; la puerta de su atención que mantenía contodas sus fuerzas hasta agotarse, se había abierto por sor-presa; se volvió a cerrar a iba a pasar toda la noche conesa horrible compañera. Entonces, ya era seguro; se ha-bía concluido, esta noche, como las otras, ya no podríadormir un minuto; bien, se acercaba a la botella debromidia, bebía tres cucharadas y convencido ahora deque se dormiría, espantado aún de pensar que no podríasino dormir, sucediese lo que sucediese, volvía a pensaren Francisca con espanto, con desesperación, con odio.Aprovechando que ignoraban su unión con ella, queríahacer apuestas acerca de su virtud con otros hombres,lanzarlos sobre ella, ver si se entregaba, tratar de descu-brir algo, de saberlo todo, ocultarse en un cuarto (recor-daba haberlo hecho por diversión cuando era más joven)y verlo todo. No se enojaría primero con los demás, yaque lo preguntaría con la apariencia de bromear -sin ello,qué escándalo, qué cólera-, pero sobre todo a causa de

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ella, para ver si al día siguiente cuando le preguntara: “¿Nome has engañado nunca? “, ella iba a contestarle: “Nun-ca”, con esa misma expresión de amor. Quizás lo confe-sara todo y de hecho sólo hubiera sucumbido bajo susartificios. Y entonces esa hubiera sido la operación salu-dable, después de la cual su amor se curaría de la enfer-medad que lo mataba, a él, como la enfermedad de unparásito mata al árbol (no tenía más que mirarse en el es-pejo débilmente illuminado por su vela nocturna para es-tar seguro de ello). Pero no, porque la imagen volveríasiempre; cuánto más fuerte que las de su imaginación ycon qué potencia de asestamiento incalculable sobre supobre cabeza, ni siquiera trataba de imaginárselo.

Entonces, de pronto, pensaba en ella, en su dulzura,en su ternura, en su pureza y quería llorar del ultraje quepor un segundo había pensado inferirle.¡La idea solamente de proponerle eso a unos compañe-ros de fiesta!

Pronto sentía el escalofrío general, el desfallecer queantecede en algunos minutos al sueño por la bromidia. Degolpe, sin advertir nada, ningún sueño, ninguna sensación,entre su último pensamiento y ésta, se decía: “¿Cómo nome he dormido aún?” Pero al ver que ya era pleno día,comprendía que durante más de seis horas el sueño de labromidia lo había poseído sin saborearlo.

Esperaba que se hubiesen calmado un poco las pun-tadas en la cabeza, luego se levantaba y trataba en vano,con el agua fría y la caminata, de conseguir algunos colo-res, para no parecerle demasiado feo a Francisca, a su

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cara pálida y a sus ojos cansados. Al salir de su casa, ibaa la iglesia y ahí, curvado y fatigado, con todas las últimasfuerzas desesperadas de su cuerpo doblegado que queríaerguirse y rejuvenecer, con su corazón enfermo y enveje-cido que quería curar, con su espíritu, hostigado sin treguay jadeante y que quería paz, oraba a Dios. Dios, a quienapenas dos meses atrás le pedía la gratis de amarla siem-pre a Francisca; oraba a Dios ahora con la misma fuerza,siempre con la fuerza de ese amor que antaño, seguro demorir, pedía vivir y que ahora, espantado de vivir, implo-raba la muerte; le oraba que le hiciera la gratis de no amarlamás a Francisca, de no amarla por más tiempo, de noamarla siempre, de, hacer que pudiese imaginársela en losbrazos de otro sin sufrir, ya que sólo podía imaginárselaen brazos de otro. Y quizás ya no se la imaginaría así,cuando pudiera pensar sin dolor en ella.

Entonces recordaba cuánto había temido no que-rerla siempre, cuánto grababa entonces en su recuerdo,para que nada pudiese borrarlos, sus mejillas siempre ofre-cidas a sus labios, su frente, sus manecitas, sus ojos gra-ves, sus rasgos adorados. Y de pronto, advirtiéndolosdespiertos de su tranquilidad tan suave por el deseo deotro, quería no pensar más y sólo volvía a ver con máspersistencia, sus mejillas ofrecidas, su frente, sus manecitas-oh, también sus manecitas-, sus ojos graves, sus odiadosrasgos.

A partir de ese día, espantándose primeramente élmismo de entrar en un camino semejante, no la dejó ya aFrancisca, espiando su vida, acompañándola en sus visi-

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tas, siguiéndola en sus compras, esperando una hora a lapuerta de las tiendas. Si hubiera podido pensar que así laimpedía engañarlo materialmente, hubiera renunciado sinduda, temiendo que lo odiase; pero lo dejaba hacer contanta alegría de sentirlo siempre junto a sí, que esa alegríalo ganó gradualmente y lentamente lo llenaba de una con-fianza, de una certeza que no hubiera podido darle ningu-na prueba material, como esos alucinados que uno consi-gue curar a veces haciéndoles tocar con la mano el sillón,como si fuera la persona viva que ocupaba el lugar en quecreían ver un fantasma, expulsando así el fantasía del mundoreal, por la misma realidad que no le deja más lugar.

Honorio trataba de ese modo, iluminando y llenan-do en su espíritu con ocupaciones ciertas todos los díasde Francisca, de suprimir esos vacíos y esas sombras endonde se agazapaban todos los malos espíritus de los ce-los y de la dude que lo asaltaban a cada noche. Volvió adormir; sus sufrimientos eran más escasos, más breves ysi entonces la llamaba, algunos instantes de su presencialo calmaban para toda una noche.

III

“Debemos confiarnos al alma hasta el final; porquecosas tan hermosas y tan magnéticas como las rela-ciones del amor no pueden ser suplantadas y reem-

plazadas sino por cosas más hermosas y de un gradomás alto:”- (EMERSON).

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El salón de la señora de Seaune, de soltera princesade Galaise - Orlandes, de quien hemos hablado en la pri-mera parte de este relato bajo su nombre de Francisca,sigue siendo hoy uno de los salones más cotizados de París.En una sociedad en que un título de duquesa la hubieraconfundido can tantas otras, u nombre burgués se distin-gue como un lunar en el rostro y a cambio del título perdi-do por su casamiento con el señor Seaune, adquirió eseprestigio de haber renunciado voluntariamente a una glo-ria que levanta tan alto, por una imaginación bien nacida,como los pavos reales blancos, los cisnes negros las vio-letas blancas y las reinas en cautiverio.

La señora de Seaune ha recibido mucho este año yel pasado, pero su salón estuvo cerrado durante los tresaños anteriores, es decir, los que siguieron a la muerte deHonorio de Tenvres.Los amigos de Honorio que se alegraban de ver que pocoa poco recobraba su buen aspecto y la alegría de antaño,lo encontraban a cada rato con la señora de Seaune yatribuían su mejoría a esa unión que creían muy reciente.

Fue dos meses apenas después del completo resta-blecimiento de Honorio que sucedió el accidente de laavenida del Bosque de Boulogne, en la que un caballodesbocado le quebró las dos piernas.

El accidente tuvo lugar el primer martes de mayor laperitonitis se declaró el domingo. Honorio recibió la ex-tremaunción el lunes y fue llevado al otro mundo ese mis-mo día a las seis de la tarde. Pero desde el martes, día del

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accidente, al domingo a la noche, él fue el único en creerque estaba perdido.

El martes, a las seis, después de haber recibido lasprimeras curas, pidió que lo dejaran solo, pero que le su-bieran las tarjetas de las personas que habían ido a intere-sarse por su estado.

Esa misma mañana, hacía más a menos ocho horas,había bajado a pie por la avenida del Bosque de Boulogne.Había respirado y exhalado alternativamente el aire mez-clado de brisa y de sol, había reconocido en el fondo delos ojos de las mujeres que seguían con admiración subelleza rápida, un instante perdido en el mismo desvío desu caprichosa alegría, luego se adelantó sin esfuerzo, ymuy pronto entre los caballos al galope y humeantes, gozóen la frescura de su boca ávida y refrescada por el airesuave, la misma alegría profunda que embellecía esa ma-ñana la villa, el sol, la sombra, el cielo, las piedras, el vien-to del este y los árboles, tan majestuosos como hombreserguidos, tan descansados como mujeres dormidas, en suinmovilidad deslumbradora.

En un momento dado, había mirado la hora, volviósobre sus pasos y entonces... sucedió aquello. En un se-gundo, el caballo, que no viera, le había quebrado las dospiernas. Ese segundo no se le aparecía en absoluto comodebiendo ser necesariamente tal. En ese mismo segundo,hubiera podido estar algo más lejos, o algo menos lejos, oel caballo pudo haberse apartado o si hubiese llovido hu-biera regresado antes a su casa o si no hubiese mirado lahora, no hubiera vuelto y continuaría hasta la cascada. Pero

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sin embargo, eso que hubiera podido no ser a tal puntoque podía fingir por un instante que no era más que unsueño eso era una cosa real, eso formaba ahora parte desu villa, sin que toda su voluntad pudiese cambiar nada.Tenía las dos piernas rotas y el vientre magullado. ¡Oh, ensí mismo el accidente no era tan extraordinario!, recorda-ba que no hacía siquiera ocho días, durante una comidaen casa del doctor S..., se había hablado de C..., heridodel mismo modo por un caballo desbocado. El doctor, alpreguntársele, por su estado, había dicho: “Mal asunto”.Honorio insistió, preguntó acerca de la herida y el doctorcontestó con una expresión importante, pedante y melan-cólica:

“Pero es que no sólo se trata de su herida; es todoun conjunto; sus hijos le dan disgustos; no tiene ya la po-sición de antes; los ataques de los diarios lo han herido.Quisiera equivocarme, pero está en un estado bastantedeplorable”. Dicho eso, como el doctor se encontraba enun estado excelente, por el contrario, de mejor salad, másinteligente y mejor considerado que nunca, como Honoriosabía que Francisca lo amaba cada vez más y que el mun-do había aceptado su unión y se inclinaba Canto frente ala grandeza del carácter de Francisca, como frente a sufelicidad; como, por fin, la mujer del doctor S . . ., con-movida al imaginarse el fin miserable y el abandono deC..., les prohibía por higiene a sí misma y a sus hijos yafuera pensar en acontecimientos tristes como asistir a en-tierros, cada cual repitió por última vez : “Pobre C..., malasunto”, sorbiendo una última copa de vino de champagne

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y percibiendo, por el placer que sentían al beberlo, que“el asunto” de ellos seguía siendo excelente.

Pero ya no era lo mismo. Honorio se sentía ahorasumergido en el pensamiento de su desgracia, como lohabía estado a menudo en el pensamiento de la desgraciade los demás y no podía, como entonces, volver a levan-tarse dentro de sí. Sentía que se le sustraía bajo los piesese piso de la buena salud, sobre el cual crecen nuestrasresoluciones más elevadas y nuestras más graciosas ale-grías, como hunden las raíces en la tierra negra y mojadalas encinas y las violetas; y tropezaba a cada paso dentrode sí mismo. Al hablar de C..., en esa comida en la quevolvía a pensar, el doctor había dicho: “Ya, antes del acci-dente y de los ataques de los diarios, lo había encontradoa C..., me pareció amarillo, ojeroso, una cabeza muy mala”.Y el doctor se había pasado la mano, de una destreza yuna belleza célebres, por la cara regordeta y rosada, a lolargo de su barba fina y bien cuidada ,y cada cual se habíaimaginado complacido, su propio buen aspecto así comoun propietario se detiene para mirar con satisfacción a suinquilino, sun joven, apacible y rico. Ahora, al mirarseHonorio en el espejo estaba espantado de su “cara ama-rilla” y de su “mala cabeza”. Y en seguida, la idea de queel doctor diría acerca de él las mismas palabras que acer-ca de C..., y con la misma indiferencia, lo asustó. Aque-llos que se le acercarían llenos de compasión se aparta-rían bastante pronto como de un objeto peligroso paraellos; acabarían por obedecer las protestas de su buenasalud, de su deseo de ser feliz y de vivir. Entonces su pen-

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samiento fue a dar sobre Francisca y doblegando los hom-bros, bajando la cabeza a su pesar, como si la orden deDios hubiese estado allí, levantada sobre él, comprendiócon una tristeza infinita y sometida que había que renun-ciar a ella. Tuvo la sensación de la humildad de su cuerpoinclinada en su debilidad de niño, con su resignación deenfermo, bajo ese inmenso pesar y tuvo compasión de símismo, como frecuentemente, a toda la distancia de suvida entera, se había contemplado con enternecimiento,muy niño, y tuvo ganas de llorar

Oyó que golpeaban la puerta. Traían las tarjetas quepidiera. Bien sabía que vendrían a interesarse por su esta-do, porque no ignoraba que su accidente era grave, peroa pesar de ello no creyó que hubiera tantas tarjetas y leespantó comprobar que había venido tanta gente que loconocía tan poco y sólo se hubiera molestado por su ca-samiento o su entierro.

Era un montón de tarjetas y el portero las traía conprecaución para que no se cayesen de la bandeja grandede donde rebosaban. Pero de pronto, cuando tuvo cercaeras tarjetas, el montoncito le pareció algo minúsculo, ri-dículamente pequeño en verdad, macho más pequeño quela silla o la estufa. Y lo espantó más aún que fuera tanpoco y se sintió tan solo, que para distraerse se puso aleer febrilmente los nombres; una tarjeta, dos tarjetas, trestarjetas, ¡ ah ! se estremeció y miró de nuevo: “CondeFrancisco de Gouvres”. Sin embargo, debía imaginarseque el señor de Gouvres se enteró de su estado, perohacía tiempo que no había pensado en él y en seguida las

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frases de Buivres: “Había esta noche alguien que anduvocon ella y de qué modo; es Francisco de Gouvres; diceque tiene un buen temperamento; pero parece que tieneun cuerpo may mal formado y nó quiso seguir”, le volvie-ron a la memoria y sintiendo que todo el sufrimiento anti-guo surgía en un momento desde el fondo de la con. cien-cia a la superficie, se dijo: “Ahora me alegro, si es queestoy perdido. No morirme, quedarme baldado ahí y du-rante años, todo el tiempo que ella no está conmigo, unaparte del día, toda la noche, verla en casa de otro. Y aho-ra ya no sería por la enfermedad que la vería así, estoyseguro. ¿Cómo podría amarme todavía siendo un ampu-tado?”. De pronto se interrumpió. “¿Y si me muero, des-pués de mí...?”

Ella tenía treinta años, franqueó de un salto el tiem-po más o menos largo en que lo recordaría y le permane-cería fiel. Pero llegaría un momento... él dijo “que tenía unbuen temperamento”... “Quiero vivir, quiero vivir y quieroandar, quiero seguirla por todas partes, quiero ser buenmozo, quiero que me quiera.”

En ese momento tuvo miedo al oír su respiraciónsibilante; le dolía el costado, su pecho parecía haberseacercado a su espalda, no respiraba como quería, tratabade tomar aliento y no podía. A cada segundo se sentíarespirar y no respirar lo suficiente. Llegó el médico. Honoriono tenía más que un ligero ataque de asma nerviosa. Par-tido el médico se quedó más triste; hubiera preferido quefuera más grave y que lo compadecieran. Porque biensentía que si no estaba grave, otra cosa lo estaba y que se

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iba. Ahora recordaba todos los sufrimientos físicos de suvida y se desesperaba; nunca los que más lo amaban lohabían compadecido con el pretexto de que era nervioso.En los terribles meses que había pasado después de suvuelta con Buivres, cuando se vestía a las siete despuésdé haber andado toda la noche, su hermano, que se des-pertaba un cuarto de hora durante las noches que seguíana las comidas demasiado abundantes, le decía

-Eres muy regalón; yo tampoco duermo algunas no-ches. Y además, uno cree que no duerme y siempre seduerme un poco. .

Es verdad que era muy regalón; en el fondo de suvida oía a la muerte que nunca lo había dejado del todo yque sin destruir su vida por entero, la minaba, tan prontoaquí, tan pronto allá. Ahora aumentaba su asma, no podíarecobrar el aliento, todo su pecho realizaba un dolorosoesfuerzo para respirar. Y sentía que se apartaba el veloque nos oculta la vida, la muerte que está dentro de noso-tros y advertía qué coca horrible es respirar y vivir.

Luego se sentía transportado al momento en que ellaquedaría consolada y entonces, ¿qué sucedería? Y suscelos enloquecieron ante la incertidumbre del aconteci-miento y de su necesidad. Hubiera podido impedirlo, vi-viendo; no podía vivir, ¿y entonces? Ella diría que iba aingresar en un convento y luego se arrepentiría una vezque hubiera muerto. No, prefería no ser engañado dosveces, y saber. ¿Quién? ¿Gouvres, Alériouvre, Buivres,Breyves? Los vió a todos y apretando sus dientes, sintióla furiosa rebeldía que en ese momento debía indignarle el

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rostro. Se calmó por sí mismo. No, no será eso, no unhombre de placer; deberá ser us hombre que la ame deveras. ¿Y por qué no quiero que sea un hombre de pla-cer? Estoy loco de preguntármelo, es tan natural. Porquela quiero por sí misma y quiero que sea feliz. No, no eseso, es que no quiero que le exciten los sentidos, que leproporcionen más placer del que le he proporcionado yo,que no le den nada. Está bien que la hagan dichosa, quie-ro que le den amor, pero no quiero que le den placer.Tengo celos del placer del otro, de su placer. No tendríacelos de su amor. Es necesario que se casa, que escojabien... A pesar de todo, será algo triste.

Entonces le volvió uno de sus deseos de niño, delniño que era cuando tenía siete años y se acostaba todaslas noches a las ocho. Cuando su madre, en lugar de que-darse hasta medianoche en su cuarto, que estaba al ladodel de Honorio y acostarse luego, debía salir a eso de lasonce y hasta entonces no vestirse, le suplicaba que se vis-tiera antes de comer y que partiera no importaba dónde,ya que no podía soportar la idea de que mientras tratabade dormir, se preparaban en la casa para una velada, parapartir. Y para complacerlo y calmarlo, su madres vestiday escotada, a las ocho venía a despedirse de él y se iba acasa de una amiga, a esperar la hora del baile. Sólo así, enesos días tan tristes para él, en que su madre iba de fiesta,podía dormirse, pesaroso pero tranquilo.

Ahora la misma súplica, que le hacía a la madre, lamisma plegaria a Francisca, le subía a los labios. Hubieraquerido pedirle que se casara en seguida, que estuviese

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lista, para poder, por fin, dormir para siempre, desespe-rado pero tranquilo y nada inquieto de lo que sucederíadespués que se quedara dormido.

En los días que siguieron, trató de hablarle a Fran-cisca, que como el mismo médico no lo creía perdido yrechazó con una energía suave pero inflexible la propues-ta de Honorio. . .

Tenían tal costumbre de decirse la verdad que cadauno decía incluso la verdad que podía apenar al otro, comosi allá en el fondo de cada cual, de su ser nervioso y sen-sible cuyas susceptibilidades había que escatimar, hubie-sen sentido la presencia de un Dios, superior a indiferentea todas esas precauciones buenas para niños y que exigíay debía la verdad. Y frente a ese Dios que estaba en elfondo de Francisca, Honorio, y frente a ese Dios que es-taba en el fondo de Honorio, Francisca, habían sentidounos deberes ante los cuales cedían el deseo de no ape-narse, .de no ofenderse, las mentiras más sinceras de laternura y la compasión.Por eso, cuando Francisca le dijo a Honorio que vivía,bien sintió él que ella lo creía y se convenció poco a poco

“Si debo morir, ya no tendré más celos una vez muer-to; ¿pero hasta que me muera...? Mientras viva mi cuer-po, sí. Pero ya que sólo tengo celos del placer, ya quesólo mi cuerpo sufre celos, ya que de lo que tengo celos,no es de su corazón, no es de su dicha, que quiero porquien sea más capaz de hacerlo; cuando desaparezca micuerpo, cuando el alma triunfe de él, cuando me haya des-prendido poco a poco de las cosas materiales como una

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noche en que estuve muy enfermo, entonces no desearéya el cuerpo con locura y amaré tanto más el alma, ya nosentiré celos. Entonces amaré de verdad. No puedo dar-me cuenta completamente de lo que será entonces, ahoraque mi cuerpo está muy vivo y rebelde, pero puedo ima-ginármelo un poco, por esas horas en que con la mano deFrancisca entre las mías, encontraba en una ternura infini-ta y sin deseos, la tranquilidad de mis sufrimientos y miscelos. Mucho me costará dejarla, pero de ese pesar, queotrora me acercaba más a mí mismo, que un ángel veníapara consolarme dentro de mí mismo; ese pesar que meha revelado el amigo misterioso de. los días de desdicha,mi alma; ese pesar tranquilo, gracias al cual me sentirémás hermoso para comparecer ante Dios y no la horribleenfermedad que me ha dolido durante tanto tiempo sinelevar mi corazón, como un daño físico que lacera, quedegrada y que disminuye, es mi cuerpo, con el deseo desu cuerpo que me Iiberará. Sí, pero hasta entonces, ¿quéserá de mí?, más débil, más incapaz de resistir a él quenunca, doblegado sobre mis dos piernas quebradas, cuan-do queriendo correr hasta ella para ver que no estabadonde la había soñado, me quedaré allí, sin poder mover-me, burlado por todos aquellos que podrán gozarla tantocomo lo querrán, en mis propias barbas dé impedido; queya no temerán”.

La noche del domingo al lunes, soñó que se ahoga-ba, sintió un peso enorme sobre el pecho. Pedía por fa-vor, no tenía ya fuerzas para desplazar todo ese peso, elsentimiento de que todo eso estaba sobre él desde hacía

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mucho tiempo, le era inexplicable, no podía tolerarlo unsegundo más, se sofocaba. De pronto se sintió milagrosa-mente aliviado de todo ese peso, que se alejaba, se aleja-ba, liberado para siempre. Y se dijo : “Estoy muerto”.

Y veía que se elevaba por encima de él todo lo quehabía pasado tanto tiempo hasta asfixiarlo; creyó ante todoque era la imagen de Gouvres, luego sólo sus sospechas,luego sus deseos, luego esa voz de otrora, desde la maña-na, gritando por el momento en que iba a verla a Francis-ca, luego el pensamiento de Francisca. Eso iba adquirien-do, a cada momento, otra forma, como una nube; iba cre-ciendo, creciendo sin cesar y ahora ya no se explicabacómo esa coca que consideraba inmensa como el mundohabía podido permanecer sobre él, sobre su reducido cuer-po de horrible débil, sobre su pobre corazón de hombresin energías y cómo no había quedado aplastado. Y com-prendió que sí había quedado aplastado y que lo que ha-bía llevado era una vida de aplastado. Y esa cosa inmensaque pesara sobre su pecho con toda la fuerza del mundocomprendió que era su amor.

Luego volvió a decirse : “¡Vida de aplastado!”, yrecordó que en el momento en que el caballo lo atropella-ra, se había dicho: “Me va a aplastar”, recordó su paseo,recordó que esa mañana debía almorzar con Francisca yentonces por ese desvío, le volvió el pensamiento de suamor. Y se dijo: “¿Era mi amor el que pesaba sobre mí?¿Qué sería si no era mi amor? ¿Mi carácter, tal vez? ¿Yo,o todavía la vida?” Luego pensó: “No, cuando me muera,no quedaré liberado de mi amor, sino de mis deseos car-

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nales, de mi avidez carnal, de mis celos.” Entonces dijo :“Dios míá; paced Ilegar esta pore, hacedla llegar pronto,Dios mío, para que conozca el amor perfecto.”

El domingo a la noche se declaró la peritonitis; ellunes por la mañana, a eso de las diez, tuvo fiebre, queríaa Francisca, la llamaba con los ojos ardientes “Quiero quetus ojos brillen también, quiero darte un placer como nun-ca... quiero hacerte... hasta te causaré daño.” Luego, depronto, empalidecía de furor. “Ya veo por qué no quieres,ya sé lo que te hiciste hacer esta mañana, dónde y porquién y sé que quería buscarme, ponerme detrás de lapuerta para que os viera, sin poderme echar sobre uste-des ya que no tengo más piernas, sin poder impedirlo,porque tendrían ustedes más placer al verme; conoce tanperfectamente todo lo necesario para causarte placer; perote mataré antes, antes te mataré y todavía antes me mata-ré. ¡Ve! ¡Me he matado!” Y caía sin fuerzas sobre el al-mohadón.

Se calmó gradualmente y buscando con quién po-dría casarse después de su muerte, pero eran siempre lasimágenes que apartaba, la de Francisco de Gouvres, la deBuivres, las que lo torturaban y volvían siempre.

A mediodía recibió los óleos. El médico había dichoque no pasaría de la tarde. Perdía sus fuerzas con muchavelocidad, no podía ya recibir alimento, no oía casi nada.Su cabeza quedaba libre y sin decir nada, para no apenarlaa Francisca, a la que veía agobiada; pensaba en ella, des-pués que ya no sabría él nada, que ya no sabría más nadade ella, que no podría amarlo ya.

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Los nombres que había dicho maquinalmente, toda-vía esa mañana, de aquellos que la poseerían quizás, vol-vieron a desfilar por su cabeza mientras que sus ojos se-guían una mosca que se le acercaba al dedo como si qui-siera tocarlo, luego volaba y volvía sin tocarlo, sin embar-go; y como reanimando su atención dormida por un mo-mento, volvía el nombre de Francisco de Louvres y sedijo que, en efecto, tal vez la poseería y al mismo tiempopensaba : “¿Tal vez la mosca irá a tocar la sábana?, no,todavía no”, entonces, sustrayéndose bruscamente a suensueño : “¿Cómo?, una de ambas cosas no me parecemás importante que la otra. ¿Gouvres la poseerá a Fran-cisca, la moats tocará la sábana? ¡Oh, la posesión de Fran-cisca es algo más importante!” Pero la exactitud con quepercibía la diferencia que separaba esos dos acontecimien-tos, le señaló que no lo conmovían mucho más, uno y otro.Y se dijo : “¡Cómo, eso me da lo mismo! ¡Qué triste es!”Luego advirtió que no decía: “qué triste es”, sino por cos-tumbre y que como había cambiado del todo, no era yatriste el haber cambiado. Una vaga sonrisa aflojó sus la-bios. “Ese es, dijo, mi puro. amor por Francisca. Ya notengo celos, es que me acerco a la muerte; pero quéimports ya que eso era necesario para poder sentir, porfin, el verdadero amor de Francisca.”

Pero entonces, levantando la mirada la vio a Fran-cisca, en medio de los sirvientes, del doctor, de dos viejasparientas, que oraban todos allí cerca de él. Y descubrióque el amor, puro de todo egoísmo, de toda sensualidad,que quería tan dulce, tan amplio y tan divino en él, quería

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a las viejas parientas, los sirvientes, el mismo médico tan-to como a Francisca y que como ya tenía por ella el amorde todas las criaturas a la que su alma, similar a la de ellos,lo unía ahora, ya no tenía más amor por ella. Ya ni podíaconcebir pena por ello, a tal punto todo amor exclusivode ella, la misma idea de una preferencia por ella, queda-ba abolido ahora.

Entre lágrimas, al pie de la cama, murmuraba las máshermosas palabras de antaño : “Mi país, mi hermano.”Pero él, sin la voluntad ni la fuerza de desengañarla, son-reía y pensaba que su “país” ya no estaba en ella, sino enel cielo y en toda la tierra. Repetía en su corazón : “Mishermanos” y si la miraba más que a los demás, sólo erapor compasión, por el torrente de lágrimas que veía ma-nar de sus ojos; sus ojos que pronto se cerrarían y ya nolloraban. Pero no la amaba más y de otra manera que almédico, a las viejas parientas y a los sirvientes. Y ese erael final de sus celos.