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112 Recordar en tiempo presente GABRIEL ARRIARÁN * Recuerdan los viejos. Los jóvenes miran el pasado por primera vez. Uchuraccay es una piedra blanca en el alma negra. (Foto: Archivo Quehacer) BATALLA EN DOS FRENTES

Recuerdan los viejos. Los jóvenes miran el pasado por ... · autoridad moral provino del gobierno transitorio del probo Valentín Paniagua, un presidente elegido por el Congreso

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Recordar en tiempo presenteGabriel arriarán*

Recuerdan los viejos. Los jóvenes miran el pasado por primera vez. Uchuraccay es una piedra blanca en el alma negra. (Foto: Archivo Quehacer)

BATALLA EN DOS FRENTES

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La Comisión de la Verdad y Re-conciliación (CVR) nació en un clímax democrático como pocas

veces se ha visto en el Perú, luego de los escándalos de corrupción destapados por los medios y de las marchas de protesta contra Alberto Fujimori. Mucha de su autoridad moral provino del gobierno transitorio del probo Valentín Paniagua, un presidente elegido por el Congreso de la República fundamentalmente para convocar a nuevas elecciones luego de que su predecesor abandonara el Perú, renunciara a la presidencia por fax y se refugiara de la extradición bajo la na-cionalidad japonesa que hasta entonces había ocultado.

Tras una década de identificar a la izquierda con Sendero Luminoso y el terrorismo, Paniagua, y posteriormente Alejandro Toledo, abrieron el Estado a las facciones más progresistas de la socie-dad peruana. La idea de conformar una Comisión de la Verdad nació de ellos, de liberales, pero también de antiguos mili-tantes de partidos de izquierda reciclados desde la caída del Muro de Berlín en pro-fesores universitarios o funcionarios de ONG. Fue por eso que, en gran medida, la CVR funcionó bajo el paraguas admi-nistrativo del PNUD, y que una buena parte de su presupuesto provino de los fondos de la cooperación internacional. El clímax democrático y la apertura del

Estado inicialmente aseguraron a la CVR una cierta autonomía del gobierno y la clase política, que garantizó la neutra-lidad del Informe Final y unas mayores flexibilidad y rapidez para la realización de las tareas que se le encomendaron. A grandes rasgos estas tareas fueron: el esclarecimiento del proceso, los hechos y las responsabilidades de la violencia política entre mayo de 1980 y noviembre del 2000, el análisis de las condiciones que condujeron al Perú a la violencia, el registro de los crímenes y las violaciones de los derechos humanos, la apertura de un espacio para el reconocimiento y la sanación de las víctimas, y el estudio de las secuelas y la promoción de una cultura de los derechos humanos como parte del proyecto educativo del país.

La cara política y visible de la CVR la pusieron los comisionados: académi-cos, religiosos, abogados y militares de variadas tendencias ideológicas, pero en general progresistas, que trabajaron ad honorem y suscribieron los resultados del Informe. La cara técnica e invisible la conformaron funcionarios e investi-gadores, “gerentes” provenientes de las ciencias sociales, la administración, las estadísticas, y la filosofía, al mando de equipos de investigadores de campo, de codificadores —yo fui uno de ellos— y de analistas de datos en la sede central en Lima.

Sin embargo, con el correr del tiempo, el clima y las ventajas iniciales de la CVR mostrarían su lado anverso. Su autono-mía no solo le había facilitado el trabajo, también puso en evidencia a un Estado y a una clase política irresponsables que

* Escritor. Nació en Madrid en 1976. Estudió antropología en la PUCP y el London School of Economics. Doctor en Historia por la Universi-dad de Barcelona. Ha trabajado como periodista y como investigador para ONG y empresas consultoras vinculadas a la minería.

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no quieren comprometerse. Muchas de las condiciones que dieron paso a la violencia siguen intactas, incluso buena parte de los políticos implicados en la violencia de aquellos años siguen ejerciendo el poder y los peruanos, lejos de querer recordar, analizar y aprender de lo sucedido, pre-fieren olvidarlo.

El Informe Final de la CVR es, pues, más el logro técnico de un sector influyente de progresistas que la materialización de un clamor popular por la memoria y la justicia, más un desiderátum que el inicio de una verdadera refundación del contrato social que rige al país.

La verdad

El Informe Final de la CVR identificó y puso rostro humano a miles de asesinados,

torturados y desaparecidos durante los años más nefastos que el Perú recuerde. Determinó con un gran nivel de precisión cuántos muertos y desaparecidos se cobró la violencia: 69 000, entre los cuales el 70% fueron hablantes del quechua y otras len-guas indígenas. Al mismo tiempo, logró un concienzudo análisis de las condicio-nes y las causas que nos condujeron a la barbarie y un recuento de las secuelas sociales, políticas, económicas y psicoló-gicas que esta nos dejó. Pero, sobre todo, vino a esclarecer unos hechos a un país que en su momento no pudo abstraerse de la vorágine y detenerse a comprender lo que le sucedía.

Lo ocurrido en la comunidad de Uchuraccay es el ejemplo emblemático de la más profunda angustia y de las más

Fotógrafos que iluminan el pasado de un río de sangre. (Foto: Herman Schwarz)

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absolutas perplejidad e indiferencia que los unos nos causan a los otros en este “territorio habitado”, que fue como Gon-zález Prada definió al Perú. Uchuraccay reveló una buena parte de los prejuicios, de la voluntad de ignorancia y la falta de autoconfianza para reconocerse en el otro que nos habían conducido a la violencia.

Sucedió así: entre la segunda y tercera semana de enero de 1983 se supo que vein-ticinco militantes de Sendero Luminoso habían sido aniquilados a manos de los comuneros de las zonas altoandinas de Huanta; siete de ellos en las comunidades de Huaychao y Macabamba, y cinco en la comunidad de Uchuraccay, contrayendo así estos poblados “una deuda de sangre con el Partido”. Pocos días antes había aterrizado un helicóptero militar en Uchu-raccay para instar a los comuneros a atacar a cualquiera que se acercase a pie a la co-munidad, garantizándoles que, en caso de que las fuerzas armadas llegaran, lo harían nuevamente por aire. El 31 de enero, El Diario de Marka publicaría una entrevista al uchuraccaíno Saturnino Ayala, quien repitió lo que los sinchis (la policía militar) dijeron a los pobladores: han venido en helicóptero y se han sentado en esa pata (morro) y nos han dicho “sáquenle los ojos, la lengua a la gente que no conocen, que son enemigos”.1 La noticia apuntalaba la tesis de que las comunidades campesinas de Huanta estaban plantándole cara a Sendero Luminoso, cosa que fue saludada

por el presidente Fernando Belaunde Terry y por el comandante de la región político-militar de Ayacucho, el general Clemente Noel.

Sin saber a lo que se enfrentaban, ocho periodistas de diversos diarios decidieron viajar a la zona a enterarse de primera mano de lo que sucedía. Eran Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez y Félix Gavilán de El Diario de Marka; Jorge Luis Mendívil y Willy Retto de El Observador; Jorge Sedano de La República; Amador García de la revista Oiga; y Octavio In-fante del diario Noticias de Ayacucho. Tras días sin recibir noticias de ellos, se supo que habían sido asesinados junto a Juan Argumedo, su guía, y Severino Huáscar, un comunero de Uchuraccay. Las muertes de los periodistas provocaron un gran revuelo en la prensa limeña, por lo que el gobierno de Belaunde nombró una comisión investigadora de los hechos presidida por Mario Vargas Llosa e inte-grada por dos conocidos antropólogos: Juan Ossio y Fernando Fuenzalida. La Comisión rehizo la ruta seguida por los periodistas y llegó a la conclusión de que los comuneros de Uchuraccay habían sido los autores del crimen. Se había tratado de una terrible confusión. Los periodistas fueron tomados por militantes de Sendero Luminoso y condenados a muerte luego de dos asambleas. Los ojos y las lenguas fueron sustraídas de los cadáveres, a los que se enterró apuradamente boca abajo en cuatro fosas a las afueras del pueblo.

Esto fue lo que sucedió con los perio-distas; no fue, sin embargo, toda la verdad. Al país entero le fue más fácil formular ficciones ideológicas, culturalistas o

1 Tomado del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, tomo V, cap. 2. En: <http://www.cverdad.org.pe/ifinal/index.php>. Comisión de entrega de la CVR. Lima, 2004, p. 157.

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indigenistas que investigar de lleno en los hechos que les dieron paso. Para los periódicos de izquierda resultó ideológi-camente inconcebible que los comuneros de Uchuraccay hubieran matado por ellos mismos a los periodistas. Lo mismo sucedió con los informes de Fuenzalida y Ossio, que coadyuvaron a la confusión justificando lo ocurrido con una mirada culturalista que ocultó mucho más de lo que reveló. La prensa, y el propio Informe Vargas Llosa, acabaron sumiendo —con sus interpretaciones de este episodio emblemático de la violencia política— al país entero en el más terrible desconcierto.

Hay una cierta ironía en los hechos: el dato más desconcertante para todos resultó ser la presencia de individuos con vestimentas urbanas y relojes de pulsera en el momento y lugar del asesinato de los periodistas, tal como pudo observarse en las fotos que tomó uno de ellos antes de morir.

Para el periódico marxista El Diario de Marka resultó prácticamente impensable que un comunero de Uchuraccay se vis-tiera a la usanza urbana; le fue más fácil propalar la versión de que los comuneros habrían matado a los periodistas diri-gidos por los sinchis, o que habían sido directamente los sinchis “los autores del crimen”, unos vestidos con ponchos que ocultaban sus botas militares, otros sin uniformes oficiales.

El Informe de la Comisión Vargas Llosa acertó con el relato de la historia en lo esencial: los militares no actuaron directamente en el asesinato de los periodistas, fueron los comuneros los asesinos. En cambio, patinó sobre rumo-res periodísticos y prejuicios indigenistas

inversa aunque igualmente insólitos, como que si era posible que los comu-neros de Uchuraccay supiesen identificar una cámara de fotos, o pudiesen haber confundido las cámaras con rifles y pis-tolas, divagando escandalosamente sobre las posibles razones que llevaron a la comunidad a dar muerte, mutilar lenguas y ojos y enterrar boca abajo a los perio-distas. Apoyándose en las explicaciones mágico-religiosas a las que apelaron los antropólogos, Vargas Llosa dijo que:

La brutalidad de las muertes […] no parece haberse debido, únicamente, al tipo de armas de que disponían los comuneros —huaracas, palos, piedras, hachas— y su rabia. Los antropólogos que asesoran a la comisión han encontrado ciertos indicios, por las características de las heridas su-fridas por las víctimas y la manera como éstas fueron enterradas, de un crimen que, a la vez que político-social, pudo encerrar matices mágico-religiosos. Los ocho cadáveres fueron enterrados boca abajo, forma en que, en la mayor parte de las comunidades andinas, se sepulta tradicionalmente a quienes los comuneros consideran “diablos” o seres que en vida “hicieron pacto” con el espíritu del mal. (En los Andes el diablo suele ser asimilado a la imagen de un “foráneo”). […] De otro lado, casi todos los cadáveres presentan huellas de haber sido especialmente mal-tratados en la boca y en los ojos. Es también creencia extendida, en el mundo andino, que la víctima sacrificada debe ser privada de los ojos para que no pueda reconocer a sus victimarios, y de la lengua para que no pueda hablar y delatarlos, y que sus tobillos deban ser fracturados para que no pueda retornar a molestar a quienes le dieron muerte. Las lesiones de los cadáveres descritas por la autopsia apuntan a una cierta coincidencia con estas creencias.2

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Años después, la sección de Estudios en Profundidad de la CVR averiguó que varios comuneros de Uchuraccay habían migrado y vivido en Lima, de allí la vesti-menta que algunos tenían puesta durante la masacre. A través del Informe Final se sabría que los muertos fueron enterrados así no por oscuras razones místicas o religiosas sino por el apuro de la situación, y que po-siblemente a los cadáveres les fueron mu-tilados lengua y ojos para dejar constancia de que los comuneros oían exactamente (y actuaban conforme a) lo que los sinchis del

helicóptero les habían dicho. Las muertes del guía Juan Argumedo y del comunero uchuraccaíno Severino Huáscar —ambos asociados a la subversión— entonces inde-terminadas por la Comisión Vargas Llosa, luego esclarecidas por la CVR, confirma-ron que la comunidad estaba dejando un mensaje muy claro a los militares y a los subversivos: defiéndannos, Uchuraccay de ninguna manera iba a aliarse a Sendero Luminoso.

Lo verdaderamente dramático de Uchuraccay fue que los prejuicios indigenistas, culturalistas o directamente racistas de uno y otro bando ocultaron que

Rostro oculto, mirada alerta. (Foto: Jaime Rázuri)

2 Ibíd. p. 112.

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los comuneros sabían desde un principio que Sendero regresaría a masacrarlos, a cobrarse la “deuda de sangre” que la comunidad contrajo al dar muerte a los cinco terroristas. Pero los sinchis que llegaron en helicóptero horas después, las autoridades que recibieron el Informe de la Comisión Vargas Llosa y el Poder Judicial que luego investigó el caso, no prestaron suficiente atención a este clamor. Lamentablemente, solo los terroristas comprendieron el mensaje. El resultado: 135 comuneros de una comunidad de 400 almas fueron masacrados en los meses subsiguientes. En 1987, todos los comuneros directamente implicados en la muerte de los periodistas habían sido asesinados; y para principios de los noventa, Uchuraccay había sido barrida del mapa por completo.

Este fue, a grandes rasgos, el tipo de trabajo y el tipo de dudas que realizó y absolvió la CVR. Por más que políticos conservadores como Rafael Rey cuestio-naran la validez de los datos luego de la presentación del Informe, el desvelamiento de la verdad de los hechos fue el mayor mérito de la CVR. Sin lugar a dudas se trató de un éxito técnico: aunque pocos han leído el Informe Final completo, la verdad y los métodos utilizados para obtenerla gozan de un saludable consenso. El Informe es un testimonio amplio y detallado, a la vez veraz y macabro, de lo que sucedió al Perú en veinte años de violencia política.

La reconciLiación: una iLusión ética y poLítica

Pero el Informe de la CVR es también el testimonio patético de lo que le sucedió a

un país que entonces no pudo detener el baño de sangre y, ahora, no puede evitar cerrar los ojos ante su pasado más recien-te. Es patético porque narra el capítulo más sangriento de la historia del Perú, y porque él, y otros variados esfuerzos, han quedado como una sombría ayuda-memoria para una clase política corrupta que no tiene el valor de desmontar las condiciones sociales que dieron paso a la violencia, y triste porque funciona como un espejo para una sociedad fragmenta-da que no se atreve a mirarse a sí misma.

Las desgarradoras imágenes de las audiencias públicas que se televisaron a nivel nacional y que mostraron a los comisionados, en representación del Es-tado y la sociedad peruanos, asumiendo el dolor de las víctimas como si fuera el dolor de todos, pusieron en escena una reconciliación nacional más pretendida que real. Tuvimos una Comisión de la Verdad, hay un Informe fidedigno, un recuento de las víctimas impecable y una narración objetiva y exhaustiva de los más vergonzosos eventos de la violencia, pero la bomba política que los hizo posibles sigue activada.

Aunque la encarcelación de Alberto Fujimori, de su asesor Vladimiro Mon-tesinos y del grupo paramilitar Colina —o la reciente extradición del subte-niente Telmo Hurtado, responsable de la masacre de Accomarca— abran tími-damente algunas puertas a la justicia, en términos políticos la CVR ha sido un fracaso. Lo es no directamente por sí misma, sino porque muchos de los implicados en la violencia de aquellos años siguen ejerciendo el poder como

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Alan García, nuestro anterior presidente, implicado en el bombardeo y masacre de más de un centenar de presos, senderistas y delincuentes comunes, amotinados en la isla-penal de El Frontón en 1986. Lo es también porque, aun cuando entre las funciones de la CVR no se encontró la judicialización de los casos, gracias al Informe Final es bastante fácil determinar qué grado de responsabilidad tuvo quién ante el asesinato, desaparición y tortura de miles de peruanos. Sin embargo, lo más descorazonador es que la mayor parte de los perpetradores siguieron

libres y sin juicio como el general Cle-mente Noel, al mando de la región militar de Ayacucho cuando Uchuraccay, o su sucesor Wilfredo Mori, el responsable de más alto rango de la matanza de Accomarca, entre ambos responsables del genocidio que diezmó a la población rural ayacuchana durante años.

¿Cabe imaginar a un caudillo como Alan García desmontando al APRA, a un sindicato como el SUTEP renunciando al estatismo socialista, a Keiko Fujimori desmarcándose consistentemente de su padre y, junto a su hermano Kenji,

Los Fujimori se jactan de haber terminado con el terrorismo en el Perú, pero no gustan de las conclu-siones de la CVR.

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renunciando a formar una dinastía imperial japonesa? ¿Cabe imaginar a alguno de estos personajes de la clase política peruana renunciando a visiones mercantilistas con el Estado, populistas con la sociedad y fundamentalistas con la ideología neoliberal?

La respuesta está en lo ocurrido en Bagua en junio del 2009, o en el envío de militares a Cajamarca por las movili-zaciones alrededor del proyecto Conga.

Resulta muy difícil, pues, pensar en una clase política con la capacidad de refundar de una vez el desventajoso

contrato social que rige a quienes fueron victimados por una violencia —sub-versiva y militar entonces, política y económica ahora— implacable, y mucho menos con la voluntad para transformar las condiciones que cedieron el paso a unos eventos que, día a día, amenazan con repetirse.

Tampoco cabe imaginar a una sociedad responsable que valientemente se mira hacia adentro, que reconoce y transfor-ma sus defectos e identifica y trabaja sus virtudes. Un ejemplo flagrante fue la exposición titulada “La Chalina de la

Los Quispe Palomino: ¿Una visión empresarial de la subversión? (Foto: Caretas)

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Esperanza” en la Municipalidad de San Isidro en el 2010, distrito del corazón fi-nanciero del Perú y el que mayor renta per cápita y niveles educativos registra. Se trató de una bufanda urdida a retazos por familiares de víctimas de la violencia, un homenaje a los más de quince mil peruanos desaparecidos, un llamado de atención sobre el escandaloso número de fosas sin exhumar (más de 4600) y un reconocimiento al dolor de los familiares que Antonio Meier, alcalde del distrito, censuró. La “Chalina de la Esperanza”, así como un slideshow de fotografías que retratan a los personajes y a la época de la violencia, fueron retiradas aduciendo que no eran aptas para niños.

¿Qué hubiera pasado —se preguntaron algunos por el Twitter al día siguiente— si los desaparecidos y asesinados en los ochenta y noventa fueran vecinos de San Isidro? ¿Se habría retirado la bufanda? ¿Se habría olvidado a los criminales? ¿Se habría negado a los familiares de las víctimas el reconocimiento que merecen? Obviamente no.

Está claro que no se trata del gesto particular de un alcalde trasnochado, es la actitud de toda una poderosa clase económica que sueña simultáneamente, todavía, con la aristocracia europea y el consumismo en Miami, incapaz y renuen-te a desligarse de su pasado patronal.

Renovación, el partido al que este alcalde pertenece, es liderado por el ex ministro del interior Rafael Rey, que fue el principal promotor de los decretos ley 1097 y 1098 durante el gobierno anterior: unas normas que solo consideraban violaciones de los derechos humanos

los crímenes cometidos después del año 2000, un solapado esfuerzo por garanti-zar la impunidad de Alan García tras las elecciones del 2011.

Al mismo tiempo, Juan Luis Cipriani, cardenal de Lima y líder del Opus Dei —la secta a la que alcalde y el ex ministro pertenecen— fue quien, siendo obispo de Ayacucho, cerró las puertas de la iglesia a familiares de los desaparecidos en el peor momento de sus vidas, y quien pregun-tado sobre el tema afirmó: “los derechos humanos, esa cojudez”.

El sector más poderoso e influyente de la sociedad peruana, el que más educa-ción formal ha recibido (y que a veces se muestra de manera abiertamente fascista), se resiste cobardemente a mirarse y se reafirma en el inescrupuloso ejercicio de su poder sobre una sociedad que quiere olvidar lo más rápido posible lo que suce-dió en los ochenta; una sociedad corrupta que, gracias a esa voluntad de ignorancia, silencio y olvido, en el 2011 volvió a elegir como líder a un presunto violador de los derechos humanos: Ollanta Humala, un ex militar bajo la sospecha de haber participado en la tortura y el asesinato de los esposos Natividad Ávila Rivera y Benigno Sulca Castro en el poblado de Madre Mía.

Tuvimos una Comisión de la Verdad, hemos contado a nuestros muertos y re-conocido a nuestros desaparecidos, pero nuestra más grande certeza es que, tras la ilusión del “milagro económico peruano”, un mecanismo de relojería descuenta años y meses y sostiene en funciones al para-dójico contrato social que alguna vez nos condujo a la barbarie y al crimen. n