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ROJO Iguana Blanca ROJO Por Iguana Blanca Esta es la historia de una niña que conoció a un cardenal… Fue en una templada tarde de octubre, de esas en las que Lilia gustaba de danzar alegre alrededor de las violetas que su madre había hecho crecer con sumo esmero en el jardín. Con sus pies descalzos, pisaba las secas hojas otoñales que se revolvían en torno a ella; con sus pequeñas manos, levantaba todo tipo de bichos de la tierra húmeda, y tras dejarlos caminar en su piel, los devolvía a su sitio. Le gustaba jugar sola, charlar con el viento, comerse la belleza de las flores con los ojos, correr sin dirección, extender los brazos y sentir el calor del sol en todo su cuerpo. Le gustaba también, corretear a su eco y quedarse siempre a un pasito de atraparlo. Aquella tarde, al sentirse agotada, decidió tomar un descanso bajo las nubes que griseaban la tarde. Se recostó sobre la verde alfombra del jardín, y cerró sus ojos, seducida por el sueño infantil. Entonces fue cuando llegó… Silencioso como un desierto, sin aviso ni reverencia, posó blando sobre su pecho, con la suavidad de un pétalo, haciendo sentir a la niña su presencia apenas notable. Lentamente, ella abrió sus ojos de nuevo, alzó la cabeza sobre sus hombros, y pudo verlo. Era su acompañante una elegante manchita escarlata que se ceñía contra su corazón, un pajarito de fino plumaje rojo, con un antifaz negro brillante cubriendo su rostro, pico chato, y un curioso penacho que se formaba con las plumas de su cabeza. Rojodijo la niña susurrando. Pesarosamente, el pequeño visitante alzó su rostro, mirándola fijamente con sus radiantes ojos oscuros. ¿Quién eres? preguntó Lilia con curiosidad. El visitante se puso de pie. Era tan pequeño, que cabría en una mano, pero su percha era imponente. Con su voz, que repicaba como un canto, respondió.

Rojo

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Iguana Blanca

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ROJO Iguana Blanca

ROJO

Por Iguana Blanca

Esta es la historia de una niña que conoció a un cardenal…

Fue en una templada tarde de octubre, de esas en las que Lilia gustaba de

danzar alegre alrededor de las violetas que su madre había hecho crecer con

sumo esmero en el jardín. Con sus pies descalzos, pisaba las secas hojas

otoñales que se revolvían en torno a ella; con sus pequeñas manos, levantaba

todo tipo de bichos de la tierra húmeda, y tras dejarlos caminar en su piel, los

devolvía a su sitio. Le gustaba jugar sola, charlar con el viento, comerse la belleza

de las flores con los ojos, correr sin dirección, extender los brazos y sentir el calor

del sol en todo su cuerpo. Le gustaba también, corretear a su eco y quedarse

siempre a un pasito de atraparlo.

Aquella tarde, al sentirse agotada, decidió tomar un descanso bajo las nubes

que griseaban la tarde. Se recostó sobre la verde alfombra del jardín, y cerró sus

ojos, seducida por el sueño infantil.

Entonces fue cuando llegó…

Silencioso como un desierto, sin aviso ni reverencia, posó blando sobre su

pecho, con la suavidad de un pétalo, haciendo sentir a la niña su presencia

apenas notable. Lentamente, ella abrió sus ojos de nuevo, alzó la cabeza sobre

sus hombros, y pudo verlo. Era su acompañante una elegante manchita escarlata

que se ceñía contra su corazón, un pajarito de fino plumaje rojo, con un antifaz

negro brillante cubriendo su rostro, pico chato, y un curioso penacho que se

formaba con las plumas de su cabeza.

—Rojo— dijo la niña susurrando.

Pesarosamente, el pequeño visitante alzó su rostro, mirándola fijamente con

sus radiantes ojos oscuros.

— ¿Quién eres? — preguntó Lilia con curiosidad.

El visitante se puso de pie. Era tan pequeño, que cabría en una mano, pero su

percha era imponente.

Con su voz, que repicaba como un canto, respondió.

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ROJO Iguana Blanca

—Yo soy el ave que cuida los robles, soy una lágrima de sangre derramada por

nuestro cielo, soy aquél que anunció a nuestros antepasados el nacimiento de la

serpiente emplumada, soy el que canta en silencio… yo soy el cardenal.

— ¿Qué haces aquí? — preguntó la niña, maravillada por sus palabras.

—Me he perdido. Estoy lejos de casa, tuve que huir cuando los árboles

comenzaron a caer sin motivo. Hubo una gran confusión, los animales del bosque

gritaban y corrían o volaban en todas direcciones. Vi a otros como tú ahí, nunca

los había visto; pero eran mucho más grandes, tú eres pequeña; creo haber visto

a uno derribando un árbol, pero debí ver mal, ¿por qué harían algo así?; tal vez

solo estaban huyendo, como todos. Ahora buscaba el camino de regreso a casa,

pero…— el cardenal alzó una de sus alas, que lucía ligeramente torcida.

La niña se incorporó tomando al ave entre sus manos.

—Estás herido— dijo observando su alita rota, —Voy a curarte, después

hallaremos tu hogar.

. . .

Así fue cómo surgió su amistad. En las semanas que le tomó sanar al ave, Lilia

escuchó atenta las historias que le contaba el cardenal. Con entusiasmo, éste le

habló de extensos y verdes parajes, de árboles tan altos que podían tocar el cielo,

de otras aves pintadas con todos los colores del arcoíris, de reptiles que se

escondían entre las raíces, de insectos que ejecutaban su coro nocturno, y de

demás animales que daban luz a la vida del bosque. Por ello su entusiasmo era

grande el día que tomó al ave para llevarlo de regreso a casa. Tomó un viejo

mapa del estudio de papá y emprendió la marcha hacia el bosque con el pajarito

entre sus manos, quien no paraba de contarle nuevas historias. Largo fue el

camino que recorrieron a pie, pero la niña sonreía con las alegres anécdotas que

le narraba el cardenal, y que le hacían olvidar el cansancio; hasta que finalmente,

llegaron al que era su hogar…

Fue como quedarse congelado en el tiempo. La desolación que azotaba el

paisaje hubiera desalentado al más entusiasta de todos los seres; no había nada

de lo que las historias del ave contaban, no quedaba nada, solo polvo negro y

cenizas cubriendo la tierra; no se escuchaba el sonido de ningún animal, no se

veía el verde de ninguna planta, los árboles que tocaban el cielo no estaban ya, y

al fondo se escuchaba tan solo el agua del río que chocaba contra las piedras, y

que sonaba como el mismísimo lamento de la naturaleza.

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ROJO Iguana Blanca

La niña se quedó de pie, petrificada por un instante. Cuando reaccionó, no tardó

en voltear a ver al pequeño pajarito que descansaba entre sus manos... El

cardenal había cerrado sus ojos para siempre, y de su rostro diminuto escurría

una solitaria lágrima que encerraba todo el dolor del mundo.

Al pie de un solitario árbol de amate, que había logrado mantenerse en pie,

depositó bajo tierra el cuerpo del cardenal, y con sus ojos envueltos en llanto Lilia

se prometió a sí misma reconstruir el hogar de su amigo, —Si el hombre pudo

destruir algo tan grande, el hombre puede construirlo también— pensó.

. . .

Cada día del resto de su vida, Lilia volvió al antiguo hogar del cardenal y

sembró un árbol a la vez; y vio como conforme ella crecía, ellos también. El tiempo

pasó, y la niña se hizo mujer; transmitió la costumbre a sus hijos, y se encargó de

que ellos hicieran lo mismo con sus nietos. Así, con el paso del tiempo, el bosque

fue naciendo de nuevo. Aquella niña, que ahora era una anciana, lo había logrado;

así, lentamente, haciendo germinar un árbol cada día, árboles que al crecer

depositaban sus frescas semillas en el suelo y generaban nueva vida. El verde

volvió a dominar el paisaje, los insectos de vivas voces volvieron a habitar en

aquel lugar, el canto de las aves migrantes se volvió a escuchar desde el follaje de

los encinos… la vida había retornado, el bosque había vuelto a nacer.

Lilia se despidió de este mundo cuando tenía ochenta años. Fue a entregarse al

bosque, a su bosque; ahí, entre los nuevos robles que se erigían como pilares de

la Tierra, dejó que el viento la abrazara y se la llevara con él. Entonces lo miró;

proveniente de una luz muy brillante, recibiéndola con el sonido de un canto que

nunca olvidó; pudo oírlo, llamándola, invitándola al feliz reencuentro; su viejo

amigo, el cardenal…

Y fue lo último que vio.

. . .

Cuentan que aun hoy en día se les puede ver y escuchar caminando entre los

árboles; una niña de dulce sonrisa, que corre y danza al ritmo del canto de una

pequeña ave roja que siempre vuela a su alrededor. Son los guardianes del

bosque, son el canto eterno que recuerda a los hombres que también pueden dar

vida a la Tierra, un árbol al día, una semilla a la vez.