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1 Volver, volver, volver… Sonaría irrespetuoso que le cantáramos a nuestros hermanos Emberas katíos algunos estribillos de la canción de origen mexicano “volver, volver, volver”: “(…) Nos dejamos hace tiempo pero me llegó el momento de perder tú tenías mucha razón, le hago caso al corazón y me muero por volver. ‘Y volver, volver, volver a tus brazos otra vez, llegaré hasta donde estés yo sé perder, yo sé perder, quiero volver, volver, volver…” El pasado 5 de mayo de 2015 partía, un grupo de 200 integrantes de la comunidad indígena Emberas katíos. Después de varias horas de viaje llegaban a sus territorios de origen. Era, como escribió alguien, estar de nuevo junto al rio, era respirar de nuevo el olor a tierra y era extasiarse de nuevo con el verde de sus montañas. Dicho así y leído en consecuencia pareciera que estos 200 seres humanos hubiesen estado durante los dos años que duro su “aventura” en pleno desierto de Atacama (Chile) el más desértico del planeta o en pleno confín polar del mundo en el extremo sur o norte, para el caso lo mismo. Pero no, su punto de partida, que en su momento fue su punto de destino era la pujante, bella y siempre generosa sultana del Valle. Un lugar en pleno centro de la ciudad de Cali, a pocas cuadras de un rio, a otras pocas cuantas de la montaña y del olor a tierra, fue su lugar de confinamiento durante esos dos largos y penosos años. Sin duda alguna que a nadie le puede caber la más mínima posibilidad de pensar que este volver, volver, volver es un triunfo de la convivencia humana, un triunfo de una gestión pública, un triunfo de la retórica de los DDHH. Es al contrario una derrota del ser humano. Si cabe alguna posibilidad de triunfo ese habría que asignárselo a los postulados y directrices de la sociedad capitalista y dos de sus correlatos más insignes: el urbanismo y el consumismo. Un urbanismo depredador que excluye a todo aquel que no le es propio, que no le resulta cómodo, que riñe con sus coordenadas paisajísticas de cemento, ladrillo y acero. Un consumismo que segrega, que separa y aísla. Entonces ese “volver, volver, volver” que suena a retorno, que tiene tintes de re-encuentro con lo propio, con la identidad, no puede ser expresión de júbilo en ese legítimo anhelo de una sociedad incluyente y amable para todos. Hace dos años salieron de sus territorios huyendo de los actores armados y sus acciones indiscriminadas de violencia y muerte. Se refugiaron en la ciudad, apiñados, invisibilizados, lucharon por sobrevivir. Su lucha en estos dos años no fue contra un actor armado de algún bando en contienda, sino contra ese otro “ejercito” de decenas, cientos, miles de anónimos ciudadanos etiquetados como urbanos y consumistas y por lo tanto indiferentes y en ocasiones hasta selectivos a la hora de aceptar a quien consideren digno de su convivencia. Simplemente cambiaron de escenario, de actores, de armas; pero en el fondo y como un continuum de su existencia, debieron atrincherarse ante los embates de estos “nuevos” combatientes; en el fondo todos terminamos siendo combatientes en el campo de batalla en que se han convertido nuestras ciudades. Es la disputa por un pedazo de espacio en el andén, en la vía pública, en la fila, en el interior del transporte masivo. Es el sigilo con el que nos movilizamos a pie o en vehículo para evitar ser sorprendidos por el enemigo que toma forma de ladrón, abusador o en el mejor de los casos de vendedor ambulante. Esta fue la “otra guerra” que les tocó vivir o sufrir, la misma que también deja muertes en el camino. Para qué recordar sus víctimas, casi siempre niños y niñas de la comunidad, que murieron bajo el impacto de

Se Fueron Los Emberas Katíos

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Un retorno a los territorios de origen: triunfo o derrota de la sociedad contemporánea....

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Page 1: Se Fueron Los Emberas Katíos

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Volver, volver, volver…

Sonaría irrespetuoso que le cantáramos a nuestros hermanos Emberas katíos algunos estribillos de la

canción de origen mexicano “volver, volver, volver”:

“(…) Nos dejamos hace tiempo pero me llegó el momento de perder tú tenías

mucha razón, le hago caso al corazón y me muero por volver. ‘Y volver, volver,

volver a tus brazos otra vez, llegaré hasta donde estés yo sé perder, yo sé perder,

quiero volver, volver, volver…”

El pasado 5 de mayo de 2015 partía, un grupo de 200 integrantes de la comunidad indígena Emberas

katíos. Después de varias horas de viaje llegaban a sus territorios de origen. Era, como escribió alguien,

estar de nuevo junto al rio, era respirar de nuevo el olor a tierra y era extasiarse de nuevo con el verde de

sus montañas. Dicho así y leído en consecuencia pareciera que estos 200 seres humanos hubiesen estado

durante los dos años que duro su “aventura” en pleno desierto de Atacama (Chile) el más desértico del

planeta o en pleno confín polar del mundo en el extremo sur o norte, para el caso lo mismo. Pero no, su

punto de partida, que en su momento fue su punto de destino era la pujante, bella y siempre generosa

sultana del Valle. Un lugar en pleno centro de la ciudad de Cali, a pocas cuadras de un rio, a otras pocas

cuantas de la montaña y del olor a tierra, fue su lugar de confinamiento durante esos dos largos y penosos

años. Sin duda alguna que a nadie le puede caber la más mínima posibilidad de pensar que este volver,

volver, volver es un triunfo de la convivencia humana, un triunfo de una gestión pública, un triunfo de la

retórica de los DDHH.

Es al contrario una derrota del ser humano. Si cabe alguna posibilidad de triunfo ese habría que asignárselo

a los postulados y directrices de la sociedad capitalista y dos de sus correlatos más insignes: el urbanismo

y el consumismo. Un urbanismo depredador que excluye a todo aquel que no le es propio, que no le

resulta cómodo, que riñe con sus coordenadas paisajísticas de cemento, ladrillo y acero. Un consumismo

que segrega, que separa y aísla. Entonces ese “volver, volver, volver” que suena a retorno, que tiene tintes

de re-encuentro con lo propio, con la identidad, no puede ser expresión de júbilo en ese legítimo anhelo

de una sociedad incluyente y amable para todos.

Hace dos años salieron de sus territorios huyendo de los actores armados y sus acciones indiscriminadas

de violencia y muerte. Se refugiaron en la ciudad, apiñados, invisibilizados, lucharon por sobrevivir. Su

lucha en estos dos años no fue contra un actor armado de algún bando en contienda, sino contra ese otro

“ejercito” de decenas, cientos, miles de anónimos ciudadanos etiquetados como urbanos y consumistas y

por lo tanto indiferentes y en ocasiones hasta selectivos a la hora de aceptar a quien consideren digno de

su convivencia. Simplemente cambiaron de escenario, de actores, de armas; pero en el fondo y como un

continuum de su existencia, debieron atrincherarse ante los embates de estos “nuevos” combatientes; en

el fondo todos terminamos siendo combatientes en el campo de batalla en que se han convertido nuestras

ciudades. Es la disputa por un pedazo de espacio en el andén, en la vía pública, en la fila, en el interior del

transporte masivo. Es el sigilo con el que nos movilizamos a pie o en vehículo para evitar ser sorprendidos

por el enemigo que toma forma de ladrón, abusador o en el mejor de los casos de vendedor ambulante.

Esta fue la “otra guerra” que les tocó vivir o sufrir, la misma que también deja muertes en el camino. Para

qué recordar sus víctimas, casi siempre niños y niñas de la comunidad, que murieron bajo el impacto de

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las balas de la indiferencia y marginación de la que fueron objeto. Entonces, ante este marco real de

hechos, cómo podemos levantar las manos de júbilo, como echar las campanas al vuelo, si su “volver.

Volver. Volver” que etiquetamos como retorno a su nido, a su terruño, no es otra cosa que una nueva

expresión de exclusión y rechazo de aquel que no es igual a nosotros. Es el mismo mal, ya enquistado en

nuestros genes, que nos tiene en estado de violencia desde hace 50 años. Esa alegría, la nuestra, tiene un

trasfondo, la tranquilidad de que la comunidad Emberas katíos ya no estarán cerca, que nuestros

territorios ya no estarán en “peligro”, que ya cesarán las campañas y movilizaciones para que no se les

ubique en tal o cual sector al que consideramos poco adecuado para su presencia. Hace dos años huían

de unos, ahora huyeron de otros. De ahí, tal vez se desprenda el logro de una gestión: hemos desplazado

al otro diferente.

Como no traer a colación la referencia que hace el catedrático español Francisco Elzo del libro: “La grande

separation. Pour une écologie des civilisations” del sociólogo francés Hervé Juvin.

“El individuo despersonalizado. El autor parte de la idea de que se ha reducido la población a una

masa estadística, el individuo es separado de sus orígenes, de su historia, de su tierra y de todo

límite, de tal suerte que un amor abstracto de los hombres (sujeto de derechos inalienables) ha

conducido a la exterminación de las personas reales cuyo ejemplo mayor ve el autor en lo que

denomina el genocidio de los indígenas en los EEUU, que deben escoger entre ser confinados en sus

Reservas, u obligados a convertirse en el hombre nuevo, el hombre contemporáneo. En el mundo

actual y, particularmente en los últimos treinta años vivimos la desaparición de los límites, de las

singularidades (…)

De este modo, algunas de estas categorías básicas de la vida como el próximo y el lejano, lo público

y lo privado, el amigo y el enemigo son quebrantados o confundidos (…) De ahí el vértigo que nos

invade y nos hace, a la vez, tan difícil, tan incómoda y tan necesaria la afirmación de una identidad,

de un vínculo, de un “nosotros” común donde nos encontremos, nos reúna y nos distinga. Esto no

es sólo debido a la victoria del individualismo, o al exceso del racismo (que también), sino a la

incapacidad fundamental para establecer los límites, a dibujar las fronteras.”

José Alonso González S.

Observador de ciudad