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PAIDÓS Estado y Sociedad Zygmunt Bauman Extraños llamando a la puerta

SELLO Paidós COLECCIÓN Estado y Sociedad 15.5 x … · Extraños llamando a la puerta Zygmunt Bauman nació en Polo-nia en 1925 y en la actualidad es catedrático emérito de Sociología

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10167734PVP 14,95 €

Otros títulos de la colección:

Traficantes de personasLoretta Napoleoni

Estado de crisisZygmunt Bauman y Carlo Bordoni

El choque de civilizacionesSamuel P. Huntington

Una Europa alemanaUlrich Beck

Las fronteras de la justiciaMartha C. Nussbaum

Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño

Fotografía de la cubierta: © Carl Pendle – Getty Images

15.5 x 23.3 cm. - RÚSTICA CON SOLAPAS

SELLO PaidósCOLECCIÓN Estado y Sociedad

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30-09-2016 Marga

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En este breve libro, Zygmunt Bauman analiza los orígenes, la periferia y el impacto de las actuales olas migratorias. El autor muestra cómo los políticos se han aprovechado de los temores y ansiedades que se han generalizado, es-pecialmente entre aquellos que ya han perdido mucho: los desheredados y los pobres. Sin embargo, sostiene que la po-lítica de separación, de construcción de muros en lugar de puentes, es un error. Esta política puede traer un poco de tranquilidad a corto plazo, pero está condenada a fracasar a largo plazo.

Nos enfrentamos a una crisis de la humanidad, y la única salida es reconocer nuestra creciente interdependencia como miembros de la misma especie y encontrar nuevas maneras de convivir en la solidaridad y la cooperación, en medio de extraños que puedan mantener unas opiniones y unas voluntades diferentes de las nuestras.

«Las migraciones masivas no tienen nada de fenómeno novedoso: han acompañado a la modernidad desde el principio mismo de esta.»

Zygmunt Bauman

PAIDÓS Estado y Sociedad

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Zygmunt Bauman nació en Polo-nia en 1925 y en la actualidad es catedrático emérito de Sociología de la Universidad de Varsovia. Su carrera académica lo ha llevado a ejercer la docencia en las uni-versidades de Leeds, Tel Aviv y en la London School of Economics, entre otras. Desde sus inicios en la década de 1970, su visión de la sociología ha reivindicado para esta discipli-na un papel menos descriptivo y más reflexivo. Sus aportaciones a la conceptualización de la posmo-dernidad, a la que él denomina «modernidad líquida», han sido plasmadas en diversos ensayos que le han valido el reconocimiento internacional. Bauman ha sido ga-lardonado con el European Amalfi Prize for Sociology and Social Science en 1992 y el Theodor W. Adorno Award en 1998. En 2010 le fue concedido, jun-to con Alain Touraine, el Premio Príncipe de Asturias de Comuni-cación y Humanidades. Es autor de numerosas obras, entre ellas, Vida líquida, Miedo líquido, Sobre la educación en un mundo líquido, Vidas desperdi-ciadas, ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, Ceguera moral, Vigilancia líquida, Mundo consumo y Estado de crisis, todas ellas publicadas por Paidós.

PAIDÓS Estado y Sociedad

Zygmunt Bauman

Extraños llamando a la puerta

PAIDÓSBarcelona • Buenos Aires • México

Zygmunt Bauman

Extraños llamandoa la puerta

Traducción de Albino Santos

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Título original: Strangers at Our Door, de Zygmunt BaumanPublicado originalmente en inglés por Polity PressPublicado por acuerdo con Polity Press Ltd., Cambridge

Traducción de Albino Santos Mosquera

1.ª edición, noviembre 2016

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© Zygmunt Bauman, 2016© Polity Press Ltd., 2016© de la traducción, Albino Santos Mosquera, 2016© de todas las ediciones en castellano, Espasa Libros, S. L. U., 2016 Avda. Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona, España Paidós es un sello editorial de Espasa Libros, S. L. U. www.paidos.com www.planetadelibros.com

ISBN: 978-84-493-3271-5Fotocomposición: Víctor Igual, S. L.Depósito legal: B. 21.123-2016

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico.

Impreso en España – Printed in Spain

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SUMARIO

1. El pánico migratorio y sus (malos) usos . . . . . . . . 9

2. Inseguridad a la deriva en busca de un ancla . . . . . 27

3. Por la senda de los hombres (o las mujeres) fuertes 47

4. Juntos y apiñados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

5. Problemáticos, molestos, indeseados: inadmisibles 81

6. Las raíces del odio: ¿antropológicas o temporales? 89

Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

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EL PÁNICO MIGRATORIO Y SUS (MALOS) USOS

Los noticiarios televisivos, los titulares de los periódicos,los discursos políticos y los tuits por Internet, que sirven depuntos focales y válvulas de escape para las ansiedades y lostemores de la población en general, rebosan actualmentereferencias a la «crisis migratoria» que aparentemente inun-da Europa y presagian el desmoronamiento y la desapari-ción del modo de vida que conocemos, practicamos y apre-ciamos. Esa crisis es, en el momento presente, una especiede nombre en clave políticamente correcto con el que de-signar la fase actual de la eterna batalla que los creadoresde opinión libran sin descanso en pos de la conquista y elsometimiento de las mentes y los sentimientos humanos. Elimpacto de la conexión informativa en directo con ese par-ticular campo de batalla causa estos días algo muy parecidoa un verdadero «pánico moral» (que, según la definicióncomúnmente aceptada de la expresión, tal como la recogela Wikipedia inglesa, hace referencia a «un temor extendi-do entre un gran número de personas que tienen la sensa-ción de que un mal amenaza el bienestar de la sociedad»).

En el momento en que escribo estas palabras, otra trage-dia —nacida de la despreocupación insensible y de la ce-guera moral— aguarda su turno para golpearnos. Son cre-cientes las señales de que la opinión pública, confabuladacon unos medios ansiosos de audiencia, se está acercando,

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sin prisa pero sin pausa, al punto de «cansarse de la tragediade los refugiados». Niños ahogados, muros erigidos preci-pitadamente, vallas con concertinas, campos de concentra-ción atestados, gobiernos que compiten entre sí por rema-tar una desgracia —como es ya de por sí la de exiliarse,escapar por los pelos de una situación mortífera y correr losatosigadores peligros de ese viaje para ponerse a salvo— yque además tratan a los migrantes como si fueran patatascalientes que pasarse unos a otros: todas estas indignidadesmorales no solo son cada vez menos noticia, sino que salencada vez menos «en las noticias». Y es que, por desgracia, eldestino de las grandes conmociones es terminar convertidasen la monótona rutina de la normalidad, y el de los pánicosmorales es consumirse y desvanecerse de nuestra vista y delas conciencias, envueltos en el velo del olvido. ¿Quién seacuerda ahora de los refugiados afganos que buscaban asiloen Australia y se arrojaban contra las alambradas con con-certinas de Woomera, o a los que se confinaba en los gran-des campos de detención construidos por el gobierno aus-traliano en Nauru y en la isla de Navidad «para impedir queentraran en las aguas territoriales del país»? ¿O de las doce-nas de exiliados sudaneses a los que mató la policía en elcentro de El Cairo «después de que la oficina del Alto Co-misionado de las Naciones Unidas para los Refugiados» losprivara de sus derechos?1

Las migraciones masivas no tienen nada de fenómenonovedoso: han acompañado a la modernidad desde su prin-cipio mismo (aunque modificándose continuamente y, enocasiones, invirtiendo incluso su sentido), pues este «modode vida moderno» nuestro comporta en sí mismo la pro-ducción de «personas superfluas» (localmente «inútiles»—excedentes e inempleables— por culpa del progreso eco-

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nómico, o bien localmente intolerables, es decir, rechazadaspor el descontento, los conflictos y la agitación causadospor las transformaciones sociales/políticas y por las consi-guientes luchas de poder). Sin embargo, en la actualidad seles han añadido las consecuencias de la profunda desestabi-lización (sin visos de solución, según parece) de la región deOriente Próximo y Medio a raíz de las mal calculadas, te-merariamente cortas de miras y, reconozcámoslo, frustradaspolíticas y aventuras militares de las potencias occidentalesen la zona.

Así pues, hay dos tipos de factores que originan los ac-tuales movimientos masivos de personas en los puntos departida de estas, pero también son de dos clases las reper-cusiones de esos movimientos en los puntos de llegada y lasreacciones de los países receptores. En las zonas «desarro-lladas» del planeta en las que tanto migrantes económicoscomo refugiados buscan acogida, el sector empresarial vecon buenos ojos e incluso codicia la afluencia de mano deobra barata, cuyas cualificaciones diversas ansían rentabili-zar (Dominic Casciani resumió muy sucintamente la situa-ción cuando escribió que «los empresarios británicos sabenahora muy bien cómo conseguir trabajadores extranjerosbaratos, pues aprovechan las agencias de empleo que en elcontinente se esfuerzan por detectar y reclutar esa mano deobra foránea»).2 Sin embargo, para el grueso de la pobla-ción, acuciada ya por una elevada precariedad existencial ypor la endeblez de su posición social y de sus perspectivasde futuro, esa afluencia no significa otra cosa que enfrentar-se a más competencia en el mercado laboral, a una mayorincertidumbre y a unas decrecientes probabilidades de me-jora. Esto compone un cuadro mental general políticamen-te explosivo, en el que los gobernantes y los candidatos a

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serlo oscilan torpemente entre dos objetivos mutuamenteincompatibles: satisfacer a sus amos (los poseedores del ca-pital) y aplacar los temores de su electorado.

En definitiva, tal y como están las cosas (y como todoindica que estarán durante mucho tiempo), es improbableque las migraciones masivas vayan a remitir, ni porque de-saparezcan los factores que las impulsan, ni porque se pon-gan en práctica ideas más ingeniosas para frenarlas. Comoocurrentemente comentó Robert Winder en el prefacio a lasegunda edición de su libro, «podemos plantar nuestra sillaen la playa tantas veces como nos plazca y gritarles a las olasque llegan a la orilla, que el mar no va a escucharnos ni aretirarse de allí».3 La erección de muros con los que parar alos migrantes para que no entren «en nuestros propios pa-tios traseros» guarda un ridículo parecido con aquella his-toria sobre el filósofo antiguo Diógenes, a quien vieron undía haciendo rodar la tinaja en la que vivía de un lado a otropor las calles de su Sinope natal. Cuando le preguntaron porla razón de tan extraño comportamiento suyo, él respondióque, al ver a sus vecinos tan ocupados parapetando con ba-rricadas las puertas de sus casas y afilando sus espadas antela inminente ofensiva de las tropas de Alejandro de Mace-donia sobre Sinope, pensó que de alguna manera tenía quecontribuir él también a la defensa de la ciudad.

Ahora bien, lo que se ha producido en fechas más recien-tes, en estos últimos años, es una enorme subida de las cifrasque los refugiados y los solicitantes de asilo añaden a la deltotal de migrantes que llaman a las puertas de Europa; eseaumento se ha producido por la creciente lista de Estados«en derrumbe» (o, mejor dicho, ya derrumbados), o de te-rritorios que, a todos los efectos, son ya países sin Estado y,por lo tanto, también sin ley, escenarios de interminables

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guerras tribales y sectarias, de asesinatos en masa y de unbandidaje sin descanso impulsado por la máxima del «Sál-vese quien pueda». En buena medida, ese es el gran dañocolateral provocado por las fatídicamente mal calculadas,desventuradas y calamitosas expediciones militares en Afga-nistán e Irak, que culminaron en la sustitución de los an-teriores regímenes dictatoriales por este teatro (abierto lasveinticuatro horas) de indisciplina y violencia frenéticas ac-tuales, instigadas y secundadas por el comercio mundial dearmas —totalmente fuera de control— y engordadas por laindustria armamentística, sedienta de beneficios, con el apo-yo tácito (aunque también exhibido con frecuencia en pú-blico en las ferias de muestras de armamento internaciona-les) de unos gobiernos nacionales obsesionados por mejorarlas cifras de crecimiento del PIB. El aluvión de refugiadosimpelidos por el imperio de la violencia arbitraria a abando-nar sus hogares y sus más preciadas pertenencias, de perso-nas que huyen para guarecerse de los campos de exterminio,se añadió al flujo constante de los llamados «inmigranteseconómicos», llevados estos últimos por el muy humano de-seo de cambiar tierras estériles por otras donde verdea lahierba: países empobrecidos y sin perspectiva por lugares deensueño donde abundan las oportunidades. De esa corrien-te continua de personas que se lanzan a la búsqueda de laoportunidad de tener un nivel de vida digno (una corrienteque fluye constante desde los comienzos de la humanidadmisma y que la moderna industria de fabricación de perso-nas superfluas y vidas desperdiciadas4 no ha hecho más queacelerar), Paul Collier ha dicho lo siguiente:

El primer hecho es que la brecha salarial entre los paísespobres y los ricos es brutalmente amplia y que el proceso

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de crecimiento global la mantendrá así durante varias déca-das. El segundo es que la inmigración no hará menguar sig-nificativamente esta brecha, porque los mecanismos de re-troalimentación son demasiado débiles. El tercero es que,mientras la inmigración continúe, las diásporas seguiránacumulándose durante varias décadas. Así pues, la brechasalarial persistirá, mientras que el facilitador de la inmigra-ción aumentará. Como consecuencia, la emigración desdelos países pobres a los ricos está abocada a acelerarse. Enun futuro predecible, la inmigración internacional no al-canzará el equilibrio: hemos asistido a los comienzos de undesequilibrio de proporciones épicas.5

Según los cálculos de Collier (sobre estadísticas que, enel momento en que escribió el libro, solo llegaban hasta elaño 2000), entre 1960 y 2000, «lo que se desató, desde de-bajo de los veinte millones hasta superar los sesenta, fue laemigración desde los países pobres a los ricos. Además, elaumento se aceleró década tras década. [...] Que durante ladécada de 2000-2010 esta aceleración continuase nos pare-ce una hipótesis razonable». Podríamos decir, pues, que,abandonadas a su lógica e impulso propios, las poblacionesde los países pobres y ricos se comportarían como el líquidoen los vasos comunicantes: el número de inmigrantes tende-rá a crecer hasta alcanzar el equilibrio, es decir, hasta quelos niveles de bienestar se igualen en los sectores «desarro-llado» y «en vías de desarrollo (?)» del planeta globalizado.Pero ese es un resultado que sin duda tardará años en pro-ducirse, y eso sin contar con los giros imprevistos que eldevenir de la historia podría depararnos.

De personas que buscan refugiarse de la brutalidad delas guerras y los despotismos, o del salvajismo de una exis-tencia hambrienta y sin futuro, llamando a las puertas de

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otras personas, ha habido desde los principios de los tiem-pos modernos. Para quienes vivimos tras esas puertas, esosrefugiados siempre han sido —entonces como ahora—unos extraños. Los extraños tienden a causar inquietudprecisamente por el hecho mismo de ser «extraños», es de-cir, aterradoramente impredecibles, a diferencia de las per-sonas con las que interactuamos a diario y de quienes cree-mos saber qué esperar; pensamos entonces que la afluenciamasiva de tales extraños tal vez haya destruido cosas quenos son muy preciadas, y que esos recién llegados tienentoda la intención de mutilar o erradicar nuestro estilo devida, ese que nos resulta tan consoladoramente familiar.Nosotros tendemos a dividir a esas personas con las queestamos acostumbrados a convivir en nuestros vecindarios,en las calles de nuestras ciudades o en nuestros lugares detrabajo, entre amigas y enemigas, entre bienvenidas o mera-mente toleradas. Pero sea cual sea la categoría a la que lasconsignemos, sabemos bien cómo comportarnos con ellas ycómo proceder con nuestras interacciones. De los extraños,sin embargo, conocemos demasiado poco como para sen-tirnos capaces de interpretar apropiadamente sus tácticas yconcebir nuestras propias respuestas adecuadas: es decir,para adivinar cuáles podrían ser sus intenciones y qué harána continuación. Y el desconocimiento de cómo continuar,de cómo tratar una situación que no hemos creado y que notenemos bajo control, es causa fundamental de grandes an-siedades y miedos.

Cabe decir que estos son problemas universales e intem-porales en todas aquellas situaciones en que hay «extrañosentre nosotros»: su intensidad es más o menos similar entodas las épocas y sectores de población. Las áreas urbanasdensamente pobladas generan inevitablemente los impul-

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sos contradictorios de la mixofilia (la atracción por los en-tornos abigarrados y heterónimos que auguran experienciasdesconocidas y aún no exploradas, y que, por eso mismo,prometen los placeres de la aventura y el descubrimiento) yla mixofobia (temor al inmanejable volumen de lo que noses ignoto, indomable, desagradable e incontrolable). Laprimera de esas compulsiones es el principal atractivo de laciudad, pero la segunda, por el contrario, es su más pesadacruz, sobre todo para las personas menos afortunadas y demenos recursos, quienes —a diferencia de los ricos y losprivilegiados, capaces de construirse «urbanizaciones ce-rradas», de acceso restringido, para aislarse de la incomodi-dad, el desconcierto y el repetido terror que les provocan laagitación y la barahúnda de las abarrotadas calles de las ciu-dades— carecen de la capacidad de desconectarse de lasinnumerables trampas y emboscadas repartidas por todoese heterogéneo (y, a menudo, poco amigable) paisaje ur-bano, a cuyos ocultos peligros están condenadas a verseexpuestas durante el resto de sus vidas. Según informabaAlberto Nardelli en The Guardian el 11 de diciembre de2015, «cerca del 40 por ciento de los europeos mencionanla inmigración como el problema más preocupante al quese enfrenta la Unión Europea, un porcentaje superior al decualquier otro. Solo un año atrás, era menos del 25 porciento de los encuestados el que opinaba así. Uno de cadados habitantes británicos cita la inmigración entre los pro-blemas más importantes que tiene el país ante sí».6

De todos modos, en este mundo nuestro cada vez másdesregulado, policéntrico y desarticulado, esa ambivalenciapermanente de la vida urbana no es lo único que nos hacesentir incomodidad y temor al ver a esos recién llegados sinhogar, que incita en nosotros animadversión hacia ellos,

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que llama a la violencia, pero también al uso, el mal uso o elabuso de la miseria, la aflicción y la impotencia tan visiblesen las que se encuentran los migrantes. Podemos nombrardos elementos adicionales que también nos inducen a sen-tirnos así, elementos propiciados por las peculiares caracte-rísticas de nuestro modo de vida y de convivencia tras ladesregulación. Me refiero a dos factores que, en apariencia,son muy distintos entre sí y que, por ello, afectan predomi-nantemente a categorías diferentes de personas. Cada unode los dos intensifica el resentimiento y la belicosidad queconcitan los inmigrantes, pero lo hacen en sectores diferen-ciados de la población autóctona.

El primer impulso sigue el patrón —aunque un pocomás puesto al día— que ya esbozara en la Antigüedad Eso-po en la fábula de las liebres y las ranas.7 Las liebres deaquel cuento se sentían tan perseguidas por las demás bes-tias que no sabían adónde ir. Bastaba con que vieran unsolo animal aproximándose a ellas para que salieran huyen-do despavoridas. Un día, las liebres avistaron un tropel decaballos salvajes en estampida y todas, sin excepción, pre-sas del pánico, se escabulleron en dirección a un lago cer-cano, decididas a ahogarse si hacía falta antes que vivir entan permanente estado de miedo. Pero justo en el momen-to en que se acercaron a la orilla, un grupo de ranas seasustó a su vez de la llegada de las liebres. Las ranas, sobre-saltadas, se lanzaron al agua. «Bien es cierto —dijo una delas liebres— que las cosas no son tan malas como parecen.»No tenían, pues, por qué preferir la muerte a vivir con mie-do. La moraleja de la fábula de Esopo es simple: la satisfac-ción que esta liebre sintió —un respiro muy de agradecerde tanto rutinario desaliento por la persecución cotidia-na— provenía del hecho de haberse dado cuenta de que

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siempre hay alguien que está metido en un aprieto peorque el de uno.

De liebres «perseguidas por las demás bestias» y que sehallan en un aprieto similar al que sufrían las de la fábula deEsopo hay sobrados ejemplos en nuestra sociedad de ani-males humanos y, de hecho, en décadas recientes, su núme-ro no ha dejado de crecer de un modo aparentemente impa-rable. Viven sometidas al sufrimiento, la degradación y laignominia en medio de una sociedad empeñada en margi-narlas al tiempo que alardea de unas comodidades y unaopulencia esplendorosas y sin precedentes. Siendo, comoson, reiteradamente ridiculizadas, reconvenidas y censura-das por esas «demás bestias» humanas, nuestras «liebres»se sienten ofendidas y oprimidas por ese envilecimiento yesa negación de su valía de los que son objeto por parte deotras personas, y son también, al mismo tiempo, reprendi-das, avergonzadas y humilladas por el tribunal de su propiaconciencia a raíz de su evidente impotencia para igualarsecon aquellas que están por encima de ellas. En un mundoen el que se supone y se espera de todas las personas quesean «para sí mismas», y que se les insta a que lo sean, estasliebres humanas, a quienes los demás seres humanos nieganrespeto, atención y reconocimiento, son relegadas —comolas «liebres perseguidas por las demás bestias» de la fábulade Esopo— a esa condición de «últimos del todo», conde-nados a quedar siempre por debajo de la nota de corte demiembros rescatables de la sociedad, sin esperanza (ni, porsupuesto, promesa fidedigna) de redención o huida de eseestado.

Para los marginados que sospechan que han tocado yafondo, el descubrir otro fondo más bajo todavía que aquelal que han sido relegados es un acontecimiento salvador

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que redime su dignidad humana y rescata la autoestima queles pudiera quedar. La llegada de una masa de migrantes sinhogar y despojados de derechos humanos, no ya en la prác-tica, sino también conforme a la literalidad de la ley, brindauna (inhabitual) oportunidad para un acontecimiento así.Eso explica en muy buena medida la coincidencia de la in-migración masiva reciente con la trayectoria ascendente dela xenofobia, el racismo y el nacionalismo chovinista, y conlos asombrosos éxitos electorales sin precedentes de parti-dos y movimientos xenófobos, racistas y chovinistas, y desus patrioteros líderes.

El Frente Nacional, liderado por Marine Le Pen, cose-cha votos principalmente de las capas más bajas —las de losdesheredados, los discriminados y los pobres en riesgo deexclusión— de la sociedad francesa, un apoyo que lograncon su convocatoria (explícita o tácita) de recuperar «Fran-cia para los franceses».8 Tratándose de personas que vivenbajo la amenaza práctica (que no formal, al menos hasta elmomento) de verse excluidas de su sociedad, un llamamien-to así es difícil de ignorar: después de todo, el nacionalismoles facilita ese soñado bote salvavidas (¿mecanismo de resu-rrección, incluso?) para su ajada o ya difunta autoestima.Lo que salvó a la llamada white trash (basura blanca) de losestados sureños de Estados Unidos de sufrir las condicio-nes extremas de un autoodio insoportable y suicida fue lapresencia de negros infrahumanos privados incluso del úni-co privilegio al que aquella white trash sí tenía derecho: supiel blanca. Ser francés (o francesa) es una característica(¿la única posible, quizá?) que encumbra a todos los com-patriotas galos dentro de una misma categoría de personasbuenas y nobles, elevadas y poderosas, y las sitúa por enci-ma de los extranjeros que están en parecidas condiciones

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de miseria, pero son recién llegados sin Estado. Los migran-tes representan ese ansiado fondo que está más abajo toda-vía, es decir, por debajo del fondo al que los misérables au-tóctonos han sido relegados y confinados. Aquel otro es unfondo que puede hacer que el de esos franceses y francesassea un poquito menos degradante y, por ende, un poco me-nos amargo, inaguantable e intolerable. Y es que para queesos franceses y francesas se sientan, como mínimo (y parabien o para mal), chez soi, hay que dejar muy claro a losmigrantes que tienen los días contados allí.

Y existe aún otra razón excepcional (es decir, que va másallá de la intemporal desconfianza «normal» hacia los extra-ños en general) para que muchos se sientan molestos con laafluencia masiva de refugiados y solicitantes de asilo, unarazón que, por lo que parece, actúa en mayor medida sobreun sector diferente de la sociedad: concretamente, sobre unprecariado emergente, formado por personas que temen per-der sus preciados y envidiables logros, posesiones y posiciónsocial, distintas de aquellos otros trasuntos humanos de lasliebres de Esopo, sumidos en la desesperanza por el hechode haber perdido ya esos logros y pertenencias, o por nohaber disfrutado nunca de la oportunidad de conseguirlos.

Es imposible abstraerse de la percepción de que noso-tros no hemos provocado la masiva y repentina apariciónde extraños en nuestras calles ni tenemos control algunosobre semejante fenómeno. Nadie nos lo consultó; nadiepidió nuestro consentimiento. No es de extrañar, pues, quelas sucesivas oleadas de nuevos inmigrantes sean vistas conmalos ojos, como si fueran (por citar a Bertolt Brecht) «he-raldos de malas noticias». Personifican el derrumbe delorden (comoquiera que definamos el concepto de orden:una situación en la que las relaciones entre causas y efectos

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son estables y, por consiguiente, comprensibles y predeci-bles, lo que permite a quienes se hallan en ella saber cómoproceder), de un orden que ha perdido su fuerza agluti-nadora. Los inmigrantes son una reedición actualizada—«nueva y mejorada», además de más seriamente trata-da— de aquellos «hombres anuncio» de los frívola e irre-flexivamente locos años veinte del siglo pasado que lleva-ban por las calles de las ciudades, repletas de crédulosjuerguistas, carteles en los que se anunciaba que «el fin delmundo está cerca». Son, por citar las lacerantes palabrasde Jonathan Rutherford, quienes «transportan las malasnuevas desde un rincón lejano del mundo hasta nuestrapuerta».9 Hacen que cobremos conciencia de algo que congusto olvidaríamos o, mejor aún, desearíamos que desapa-reciera y que no dejan de recordarnos: me refiero a unasfuerzas globales, distantes, de las que se oye algo de vez encuando, pero que permanecen generalmente ocultas anuestra vista, intangibles, crípticas, misteriosas y difícilesde imaginar, y que, de todos modos, son suficientementepotentes como para interferir también en nuestras vidassin que nuestras preferencias importen lo más mínimo enese sentido. Las «víctimas colaterales» de esas fuerzas tien-den a ser percibidas (conforme a cierta lógica viciada)como tropas de vanguardia de las mismas que están ahoraacuartelándose en nuestro seno. Esos nómadas (que no loson por elección propia, sino por el veredicto dictado porun destino cruel) nos recuerdan de manera irritante, exas-perante y hasta horripilante la (¿incurable?) vulnerabili-dad de nuestra propia posición y la fragilidad endémica deese bienestar nuestro que tanto nos costó alcanzar.

Tenemos la humana (demasiado humana) costumbre deculpar y castigar a los mensajeros por el aborrecible conte-

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nido de los mensajes que portan, mensajes como, en estecaso, los de esas fuerzas globales desconcertantes, inescru-tables, aterradoras y, con razón, odiadas que, según sospe-chamos (también con bastante razón), son responsables dela angustiosa y humillante sensación de incertidumbre exis-tencial que arruina y avasalla nuestra confianza, y que causaestragos en nuestras aspiraciones, sueños y planes de vida.Y, si bien no podemos hacer prácticamente nada para do-meñar las esquivas y lejanas fuerzas de la globalización, sípodemos al menos desviar las iras que nos han provocado ynos continúan provocando, y descargar nuestra cólera —in-directamente— sobre quienes, siendo producto de esasfuerzas, tenemos más a mano y a nuestro alcance. Con ello,desde luego, no nos acercaremos lo más mínimo a la raíz delproblema, pero tal vez nos aliviemos —durante un tiempo,al menos— de la humillación de nuestro desvalimiento ynuestra incapacidad para resistir la anuladora precariedadde nuestro propio lugar en el mundo.

Esa retorcida lógica, la mentalidad que genera y las emo-ciones que libera sirven de fertilísimo y nutritivo pasto en elque muchos buscadores de votos se sienten tentados a pa-cer. Se trata de una oportunidad que cada vez más políticosdetestarían perderse. Sacar partido de la inquietud provo-cada por la afluencia de extranjeros —de quienes se temeque impulsen más a la baja aún unos salarios que ya se resis-ten a aumentar, y alarguen más si cabe las ya abominable-mente largas colas de quienes esperan, en vano, que les sal-ga alguno de esos empleos que tan tozudamente caros dever son— es una tentación que muy pocos políticos (insta-lados en un cargo o aspirantes a estarlo) podrían resistir.

Los políticos pueden desplegar, y despliegan, muchas (ymuy diferentes) estrategias para aprovechar esa oportuni-

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dad, pero hay algo que debemos tener muy claro: la políticade separación mutua y mantenimiento de las distancias, deconstrucción de muros en vez de puentes, y de conformarsecon unas «cámaras de resonancia» provistas de aislamientosonoro en vez de establecer líneas directas en las que no sedistorsione la comunicación (una política, en definitiva, delavarse las manos y hacer pública manifestación de indi-ferencia disfrazada de tolerancia), no conduce a ningunaparte más que al erial de desconfianza, distanciamiento ybronca mutuos en el que estamos. Aunque engañosamentealiviadoras en el corto plazo (pues apartan de nuestra vistala dificultad real), se trata de unas políticas suicidas que nosirven más que para acumular carga explosiva para una fu-tura detonación. Así que también debe quedar muy clarauna conclusión que se extrae de todo ello: la única vía desalida de los desasosiegos presentes y de las aflicciones futu-ras pasa por rechazar las traicioneras tentaciones de la sepa-ración; en vez de negarnos a afrontar las realidades de losdesafíos que plantea esta época nuestra de «un planeta, unahumanidad» lavándonos las manos y aislándonos de fasti-diosas diferencias, disimilitudes y alejamientos autoimpues-tos, debemos buscar ocasiones para entrar en estrecho ycada vez más íntimo contacto con ellas, con la esperanza deque de ello resulte una fusión de horizontes, en vez de la fi-sión (inducida y artificiosa, pero también autoexacerbada)de los mismos.

Sí, soy plenamente consciente de que elegir ese itinera-rio no va a asegurarnos una vida totalmente despejada denubarrones y problemas, ni que la tarea que demanda nues-tra atención vaya a poder hacerse sin esfuerzo alguno. Esecamino se adivina más bien desalentadoramente largo, mo-vido y espinoso. No es probable que proporcione un alivio

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inmediato a la inquietud: de hecho, puede que, de inicio,desencadene incluso más temores y agrave aún más las sus-picacias y animosidades ya existentes. Da igual, no creo quehaya una vía alternativa más corta, más cómoda y menosarriesgada para solucionar el problema. La humanidad estáen crisis y no hay otra manera de salir de esa crisis que me-diante la solidaridad entre los seres humanos. El primerobstáculo en ese camino de salida del alejamiento mutuo esla negativa a dialogar: el silencio nacido de la autoexclusión,de la actitud distante, del desinterés, de la desatención y, endefinitiva, de la indiferencia. La dialéctica del trazado defronteras no debe concebirse como una díada de amor yodio, sino más bien en términos de una tríada: la del amor,el odio y la indiferencia o el abandono.

La situación en la que nos encontramos al comenzar2016 es —de manera irremediable, de momento— ambiva-lente, y cuando, al teorizar sobre ella, la suponemos simpley desprovista de ambigüedades, estamos acumulando másriesgos (sobre todo, si tratamos de llevar esas teorías a lapráctica) de los que tiene en sí el mal que pretendemos cu-rar. La realidad actual no admitirá soluciones fáciles y rápi-das, y si se considera aplicar soluciones así, no será posiblehacerlo sin exponer el planeta —este domicilio conjunto/compartido nuestro— a amenazas a largo plazo más catas-tróficas aún que las que plantea nuestro momento de apuropresente conjunto/compartido; sean cuales sean las opcio-nes a las que recurramos, lo que debemos tener en cuenta esque inevitablemente afectarán a nuestro futuro conjunto/compartido (y esperemos que largo) y, por ello mismo, de-ben estar guiadas por el precepto de reducir tales peligrosen vez de magnificarlos. Y es obvio que la indiferencia mu-tua no satisfaría ese criterio.

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Volveré sobre esta cuestión en el capítulo 4, en el querecuperaremos la vieja recomendación de Kant (de más dedos siglos de antigüedad, pero cada vez más de actualidad)para deliberar sobre ella y ponerla al día.

Permítanme, por el momento, que les recuerde aquí otromensaje, del papa Francisco en concreto, quien, a mi juicio,es una de las poquísimas figuras públicas que nos ha alerta-do de los peligros de emular el gesto de Poncio Pilato delavarnos las manos ante las consecuencias de las vicisitudesactuales, de las que todos somos, simultáneamente y en ma-yor o menor grado, víctimas y culpables. Sobre el vicio o elpecado de la indiferencia, el papa Francisco dijo lo siguien-te el 8 de junio de 2013 durante su visita a Lampedusa,momento y lugar en que empezó el actual «pánico moral» ysu subsiguiente debacle moral:

¡¿Cuántos de nosotros, yo incluido, hemos perdido elrumbo, ya no estamos atentos al mundo en que vivimos, nonos importa, no protegemos lo que Dios creó para todos yterminamos siendo incapaces hasta de cuidar unos deotros?! Y cuando la humanidad en su conjunto pierde elrumbo, se producen tragedias como esta que hemos pre-senciado [...]. Hay que hacerse una pregunta: ¿quién es elresponsable de la sangre de estas hermanas y hermanosnuestros? ¡Nadie! Esa es nuestra respuesta: «No he sidoyo, yo no tengo nada que ver con ello, deben de haber si-do otros, pero no yo, desde luego [...]». Hoy nadie en nues-tro mundo se siente responsable; hemos perdido el sentidode la responsabilidad hacia nuestros hermanos y hermanas[...]. La cultura de la comodidad, que hace que pensemossolamente en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a losgritos de otras personas, nos hace vivir en pompas de jabóntan lindas como insustanciales; nos brinda una ilusión pasa-

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jera y vacía que trae tras de sí la indiferencia hacia otraspersonas; de hecho, conduce incluso a la globalización dela indiferencia. En este mundo globalizado, hemos caídoen la indiferencia globalizada. Nos hemos acostumbrado alsufrimiento de otras personas: «No me afecta, no me con-cierne, ¡no es asunto mío!».

El papa Francisco nos llama a «extirpar de nuestros co-razones esa parte de Herodes que en ellos late; roguemos alSeñor que nos dé la gracia de llorar por nuestra indiferen-cia, de llorar por la crueldad de nuestro mundo, de nuestrospropios corazones y de todos aquellos que, desde el anoni-mato, toman decisiones sociales y económicas que abren lapuerta a situaciones trágicas como esta». Y, tras haber dichoesto, se pregunta: «¿Ha llorado alguien? ¿Ha llorado al-guien hoy en nuestro mundo?».

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