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Cátedra de Artes N° 12 (2012): 89-113 • ISSN 0718-2759 © Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile Sobre un posible interés de las artes hacia el psicoanálisis: reflexiones a partir del concepto de “sublimación” On a possible interest of arts in psychoanalysis: reflections on the concept of ‘sublimation’ Cristóbal Farriol Universidad de París X, Nanterre, Francia [email protected] Resumen El artículo propone un posible vínculo entre las artes y el psicoanálisis, emprendiendo una revisión bibliográfica de la sublimación en Freud y Lacan, y el concepto de lo sublime según las investigaciones en filosofía y estética de Saint Girons. En dicha lectura, encontramos no solo diversas afinidades teóricas, sino una subversión con el pensamiento moderno: por un lado, lo sublime cae al olvido tras el racionalismo cartesianista; por otro, el psicoanálisis como práctica sería el retorno de lo rechazado por dicho car- tesianismo. Este particular vínculo epistemológico nos otorga, entre otras cosas, algunas luces sobre el rol de las artes en cuanto actividad creativa en la sociedad contemporánea. PALABRAS CLAVE: arte, psicoanálisis, sublimación, Lacan, Freud. Abstract e article suggests a possible link between the arts and psychoanalysis, by drawing a comparison between the concept of sublimation as used throughout the works of Freud and Lacan, and the idea of the sublime as employed in the investigation of Saint Girons in the field of philosophy and aesthetics. A review of these works highlights not only different theoretical affinities, but moreover, a subversion of modern thinking: while the sublime as used in philosophy and aesthetics fell into oblivion after Cartesian rationalism, the practice of psychoa- nalysis meant the return of precisely what had been rejected by Cartesianism before. is particular epistemological link, among other things, sheds some light on the role of the arts as a creative activity in contemporary society. KEYWORDS: art, psychoanalysis, sublimation, Lacan, Freud.

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Cátedra de Artes N° 12 (2012): 89-113 • ISSN 0718-2759© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

Sobre un posible interés de las artes hacia el psicoanálisis: reflexiones a partir del concepto de

“sublimación”

On a possible interest of arts in psychoanalysis: reflections on the concept of ‘sublimation’

Cristóbal FarriolUniversidad de París X, Nanterre, Francia

[email protected]

Resumen

El artículo propone un posible vínculo entre las artes y el psicoanálisis, emprendiendo una revisión bibliográfica de la sublimación en Freud y Lacan, y el concepto de lo sublime según las investigaciones en filosofía y estética de Saint Girons. En dicha lectura, encontramos no solo diversas afinidades teóricas, sino una subversión con el pensamiento moderno: por un lado, lo sublime cae al olvido tras el racionalismo cartesianista; por otro, el psicoanálisis como práctica sería el retorno de lo rechazado por dicho car-tesianismo. Este particular vínculo epistemológico nos otorga, entre otras cosas, algunas luces sobre el rol de las artes en cuanto actividad creativa en la sociedad contemporánea.PAlAbrAs clAve: arte, psicoanálisis, sublimación, Lacan, Freud.

Abstract

The article suggests a possible link between the arts and psychoanalysis, by drawing a comparison between the concept of sublimation as used throughout the works of Freud and Lacan, and the idea of the sublime as employed in the investigation of Saint Girons in the field of philosophy and aesthetics. A review of these works highlights not only different theoretical affinities, but moreover, a subversion of modern thinking: while the sublime as used in philosophy and aesthetics fell into oblivion after Cartesian rationalism, the practice of psychoa-nalysis meant the return of precisely what had been rejected by Cartesianism before. This particular epistemological link, among other things, sheds some light on the role of the arts as a creative activity in contemporary society.Keywords: art, psychoanalysis, sublimation, Lacan, Freud.

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Introducción

Partidarios o no del psicoanálisis, los hechos no pueden negarse: el psicoaná-lisis posee la particularidad de despertar un espíritu interdisciplinario, ya visible si nos limitamos a revisar cómo este es enseñado en los programas de estudio de facultades de letras, filosofía, antropología, estudios sociales, artes, e incluso algunas escuelas de psicología. Manifestación de tal espíritu interdisciplinario son las líneas que siguen.

A diferencia de la antropología, cuyo lazo con el psicoanálisis ha sido de recíproca fecundidad, las artes llevan tal relación en una cierta disimetría. Más allá de los comentarios que podamos oír, donde ambas partes expresarán gran entusiasmo y curiosidad recíproca, la historia del vínculo arte-psicoanálisis confirma esta disimetría.

Si comenzamos con Freud, veremos que sus menciones a la plástica son escuetas, y en música aun más reducidas. Su doctrina, sin embargo, fascinó al movimiento surrealista, pero dicho sentimiento no fue recíproco, y pese a muchos intentos de encuentros, Freud nunca tomó en consideración las invitaciones de André Breton (Roudinesco). Aquí nos encontramos con algo orientador: El maestro vienés y su gusto conservador de arte (Copjec) lo mantienen frío hacia las vanguardias, y las vanguardias por su parte ven en él alguien que parece haber encontrado algo que les concierne. Similar situación vemos en el joven Lacan: la publicación de su tesis, en 1932, es recibida con frialdad por sus cole-gas psiquiatras, pero vivamente elogiada por artistas y poetas (Roudinesco), en un vínculo que, a diferencia del caso de Freud, será numeroso en encuentros y fecundo en ideas, llegando a atribuírsele a George Bataille la influencia decisiva para el concepto de lo real en Lacan (ibid).

Otro caso similar, y que nos concierne en nuestro contexto latinoamericano, es el acontecimiento histórico de la entrada del pensamiento de Lacan en el mundo hispano-parlante. Ya siendo el psicoanálisis sumamente vivaz en Buenos Aires, es Oscar Masotta, maestro y filósofo de formación, quien en la década del 50 es de los primeros en introducir a Lacan en el habla hispana, en el marco de conferencias en el Instituto Di Tella, epicentro de las vanguardias artísticas argentinas (Plotkin). El caso chileno resulta también sugerente: habiendo históricamente un no menospreciable intercambio con el freudismo desde la primera mitad del siglo XX, Lacan es recién introducido en las lecturas de los psicoanalistas en la década de los noventa (Gomberoff ), mientras ya en los inicios de los ochenta, Lacan era citado en catálogos de encuentros artísticos1.

¿Dónde puede estar la causa de este interés? ¿En qué aspecto Lacan concierne tanto a los artistas, al punto de parecer adelantarse a su lectura respecto a los profe-sionales de la salud mental? Más allá de especulaciones, los hechos aquí escogidos

1 Como puede apreciarse en el catálogo del Cuarto Encuentro Franco-Chileno de Videoarte, en 1984, p. 25.

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nos autorizan a tomar una posición puntual: más que proponer los vínculos entre el arte y el psicoanálisis, proponemos reflexionar sobre el interés de las artes hacia el psicoanálisis. Nos queda encontrar los fundamentos de dicho interés.

Podríamos escoger como método valernos de los testimonios de Breton, y de los artistas interesados en el psicoanálisis, y hallar en ellos lo que les empujó a seguir profundizando en la doctrina del inconsciente. Pero ello no está entre nuestros objetivos. Los hechos históricos recientemente citados nos sirven como orientación para ubicarnos en nuestra búsqueda, pero más allá de esos hechos pasados, lo que nos interesa es que el psicoanálisis sigue interesando a las artes, y las líneas acá escritas son prueba de ello. Así, no trabajaremos lo que interesó a aquellos artistas e intelectuales, sino lo que es susceptible de seguir interesándoles, tomando como referencia al psicoanálisis y sus fundamentos epistemológicos, los cuales, como veremos, guardan una no menospreciable relación con la concepción pre-moderna de la creación artística.

Si buscamos algo en el psicoanálisis que pueda interesar a los artistas, pro-ponemos como elemento central el concepto de sublimación. Pese a haber sido poco trabajado, es un concepto privilegiado en lo que concierne a sus referencias con el arte, pues se trata del punto donde el psicoanálisis tiene algo que decir respecto a los resortes subjetivos de la creación: qué es lo que lleva al sujeto a crear (tanto en artes como en ciencias) y qué rol juega esto en el lazo social de la civilización. Siendo un concepto con tantas lagunas (sobre todo en Freud), hemos de buscar otras fuentes que nos apoyen en nuestras reflexiones. Para esto, hemos tomado en cuenta el hecho de que el neurólogo vienés escogió el vocablo sublimierung, derivado de la palabra latina sublimis. Ante la pregunta de la rela-ción entre la sublimación en psicoanálisis y lo sublime en la teoría estética, nos hemos encontrado con las investigaciones de Saint Girons, tan fundamentales para el desarrollo de las ideas que aquí presentaremos.

Ya habiendo escogido a la sublimación como concepto guía para el vínculo entre psicoanálisis y artes, queda saber de qué arte hablaremos. Usaremos el concepto de poiesis para hablar de las artes en su conjunto sin caer en vaguedad, pues este concepto encierra elementos que si bien están presentes en todas las artes, guardan una particular especificidad con la cualidad de la fabricación y la creación misma, que conciernen a la sublimación psicoanalítica. Hallando su origen en el verbo griego antiguo ποιειν (fabricar), la poiesis (πο`ιησις) guarda históricamente relación con una fabricación civilizadora (Bouvier), esencial para la antropogénesis, y que sería común a los distintos oficios. Asimismo, teniendo un vínculo con el `αοιδος (Ibid), la poiesis guarda también relación con el cantar inspirado por las musas, es decir, un hacer donde el yo-poeta sería un intermediario, bajo una locura divina, una sabiduría originaria, y una dimensión fundamental del lenguaje (Ferrater Mora). Todos estos puntos se repiten en la sublimación, y es por esto que lo consideramos un concepto esencial para pensar el arte, como el correlato cultural de la subjetividad propuesta por el psicoanálisis: un primado del inconsciente cuya razón de existir va más allá del sentido y la sobrevivencia.

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A partir de tales conceptos, nuestra hipótesis es que el psicoanálisis ha signi-ficado para las artes una toma en serio de la poiesis y la metáfora, dramáticamente devaluadas por el pensamiento moderno. Suponemos que las artes vieron en el psicoanálisis los fundamentos y resortes subjetivos que harían de la creación poética no tanto un fenómeno cultural accesorio e inútil, sino el fundamento de la cultura misma. Este abordaje no cae en la rigidez academicista, del lado de la tekné aristotélica, ni tampoco en su contrario moderno de una visceralidad instintiva, acéfala y animalesca. Pues el psicoanálisis, si bien pone en cuestión la substancialidad del sentido, no pone jamás en duda sus efectos en la subjetividad. Es lo que muestra la clínica: que el sentido no es razón pura sino compulsión inevitable propia de nuestra condición de seres en el lenguaje, en lo que Lacan llamó una sed de sentido (Lacan 1969-1970). Se trata aquí de explorar los funda-mentos subjetivos de tal compulsión al sentido, la cual consideramos concierne a la praxis artística. Que el acto poético puede tener incidencia en el sujeto, es lo que muestra el psicoanálisis y su praxis.

Nos queda preguntarnos por qué hasta ahora hemos escogido como referencia en psicoanálisis a Freud y a Lacan, siendo que otro monumento de la doctrina del inconsciente, Carl Jung, también ha trabajado el concepto que nos convoca. Nos excusamos, primero, haciendo un llamado a otros investigadores a aportarnos con aquellos pensadores que, en nombre de una más acotada metodología, aquí descuidamos. Pero ya fuera de las excusas correspondientes, consideramos que, por un lado, Freud se torna referente obligatorio en cuanto creador del psicoa-nálisis, y Lacan un elemento fundamental para realmente comprender lo que aquí nos interesa: proponemos que tanto la sublimación como lo sublime son imposibles de comprender sin lo que Lacan llamó la “subversión del sujeto” en Freud (Lacan 1960), sin tomar en cuenta la ruptura que el psicoanálisis significó con el pensamiento cartesiano, referida en el escrito “La ciencia y la verdad” (1965). Es ahí, donde el cogito cartesiano es cuestionado y convertido en un “soy donde no pienso, pienso donde no soy” (1966-1967, sesión del 11 de enero de 1967), y en la verdad en psicoanálisis como causa material (1965) que tenemos elementos suficientes para proponer un vínculo epistemológico esencial: por un lado, lo sublime cae al olvido tras el pensamiento cartesiano; por otro lado, el psi-coanálisis sería el retorno de lo rechazado por dicho cartesianismo. Proponemos que, entre lo que el psicoanálisis recupera de aquellas nociones rechazadas por la modernidad, juega importante rol en la sublimación lo que respecta a: a) la incompletitud del lenguaje, que no alcanza a simbolizar todo; b) la consecuente compulsión a representar lo irrepresentable, que lleva a lo suprasensible y lo sublime; c) la concepción del sujeto como ser más allá de la sobrevivencia. Son estas tres cualidades, desprendidas de la teoría y la clínica psicoanalítica, las que pueden significar para las artes un elogio a la indeterminación de la subjetividad, y a la metáfora como creadora de sentido por excelencia. Consideramos que tal vez, sin saberlo, en ello se basa el entusiasmo tanto de los surrealistas, como de los artistas argentinos y chilenos, en la enseñanza de Lacan.

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En resumen, las líneas que vienen desplegarán una lectura comparada entre la sublimación en psicoanálisis, y el concepto de lo sublime en filosofía, con el objetivo de hallar elementos que han sido y pueden seguir siendo de interés para la creación artística. Bajo el espíritu que nos inspira la noción de poiesis y su cualidad de trascender las técnicas, citaremos obras y artistas de diferentes disciplinas para expresar de forma no ilustrativa (pues según lo que exponemos esto sería no solo imposible, sino perjudicial para la fuerza discursiva), pero sí lírica, los cruces y correspondencias que proponemos. Hemos querido deliberada-mente evitar los autores que se confiesan influidos por el psicoanálisis, de modo de dar mayor verosimilitud a nuestro estudio. Pues el influido inevitablemente imitará, mientras el indiferente, si a su pesar manifiesta elementos en común, es porque tanto un lado como otro dan cuenta de un real que existe e insiste, más allá de las militancias (o limitancias) teóricas. Entre los artistas citados se encuentran Jorge Luis Borges, Gerhard Richter, Juan Downey y Werner Herzog.

Comencemos entonces con la sublimación en Freud y Lacan, para luego ver sus orígenes en la filosofía de lo sublime, revisando su interrupción por el acontecimiento del pensamiento moderno, y luego su retorno en el descubri-miento del inconsciente.

La sublimación en Freud y Lacan

Pese a su gran valor al momento de abordar los fundamentos entre la subje-tividad, la civilización y la actividad artística, la sublimación es de los conceptos menos trabajados, y en consecuencia más enigmáticos en la literatura psicoa-nalítica. Aun siendo Freud el creador del psicoanálisis, no podemos contar con él para tener una idea exhaustiva y tersa de este concepto. Sus menciones son esporádicas dentro de su obra, haciendo rara vez referencia a la creación artís-tica. Se cree, incluso, que habría escrito un ensayo dedicado enteramente a la sublimación, el cual habría destruido.

Si podemos definir la sublimación en Freud, esta sería un proceso psíquico que explicaría ciertas actividades humanas, principalmente artísticas e intelec-tuales (Laplanche). La pulsión así sería sublimada solo en la medida que esta sea invertida en un fin no sexual valorado socialmente, y su grado de satisfacción no sería necesariamente menos intenso. Este no sería el caso de la represión, donde la pulsión expulsada2 al inconsciente seguiría intentando satisfacerse, pero por la vía del síntoma.

En diferentes ensayos de Freud se expresa la idea de la importancia de la sublimación para el desarrollo humano, cultural, y del lazo social. Siendo un

2 Decidimos usar «expulsión» o «desalojo» para traducir la Verdrängung, por ser más cercanos al sentido del original en alemán, y menos presto a confundirse con la violencia y lo coercitivo de la traducción estándar de «represión», cuya voz alemana es Unterdrüc-kung.

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proceso que desexualiza la pulsión, permite que esta energía trabaje más allá de la satisfacción del placer del órgano (siempre asocial) y logre una satisfacción en fines culturales no necesariamente menos intensa. La cohesión social lograda por el amor fraterno sería una manifestación de esta desexualización (Freud 1930). De manera similar, el fervor y el incansable trabajo de un artista nos muestran un amor a la creación con un ímpetu no menor. De este modo, siempre al momento de tratar la sublimación, tenemos como constante una dualidad: por un lado la libido, energía sexual, y por otro lado la civilización. Así, parece ser un concepto no exclusivo a la especificidad de las artes, sino ampliamente relacionado a la construcción de la cultura y la civilización misma, muy similar a la idea de fabricación civilizadora de la poiesis.

Poco encontramos en Freud sobre los procesos psíquicos que dan lugar a la sublimación, y aun menos sobre sus relaciones con las artes, pero importantes desarrollos a ese respecto encontramos en Jacques Lacan, especialmente en su seminario de 1959-1960. Osamos decir que la sublimación en Lacan es impo-sible de comprender en su verdadera dimensión si no se considera su concepto de lo real y de objeto a. Proponemos que es justamente allí donde un verdadero y fecundo vínculo entre las artes y el psicoanálisis es posible.

Lo real en Lacan está del lado de la inadecuación radical entre el lenguaje y el cuerpo, que genera una doble dimensión de imposibilidad: imposible de simbolizar e imposible de satisfacer. Esto hallaría su origen en la llamada experiencia de satis-facción (Freud 1895) así como en la célula elemental del grafo (Lacan 1960), donde se esquematiza de qué modo el neonato, en el momento en que sus necesidades biológicas son interpretadas y traducidas por su cuidador (quien es ya un ser par-lante), es marcado para siempre por el lenguaje y su incompletitud e imposibilidad estructural a simbolizar todo. Así, la necesidad nunca será del todo traducida, y por tanto, nunca del todo satisfecha, y es en ese más allá donde el humano pasa del instinto, propio del animal, a la pulsión, propia del ser parlante. Ese ser parlante, marcado por dicha incompletitud, buscará vana e incansablemente colmarla.

Esa inadecuación entre el lenguaje y el organismo biológico es siempre referida por Lacan como un resto, llamado en un principio Das Ding (Lacan 1959-1960), la Cosa, y luego objeto a. En adelante, es alrededor de ese objeto que la sublimación artística halla su causa. Y es por ello que sería del todo erróneo asociar la impo-sibilidad inherente a Das Ding a un sentimiento de resignación y conformismo frente a las cosas como son, pues una de las consecuencias de aquella inadecuación cuerpo-lenguaje es que tal imposible sea sentido como susceptible de superar y es esta posibilidad, imposible por estructura, la que en el neurótico será vivida como un agónico y angustioso sentimiento de impotencia, pero por el verdadero artista3 será percibida como el mayor desafío para su arte. Pues justamente por ser incompleto, el lenguaje no tendrá más opción que crear permanentemente

3 Pues en el artículo nos referimos a las artes, sabiendo que el fervor creativo no le es exclusivo.

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nuevos sentidos, por medio de la operación de la metáfora (Lacan 1966), recurso poético por excelencia. Y es así, como veremos en lo que sigue del artículo, cómo la subjetividad concebida por el psicoanálisis parece hallar su correlato, a nivel de la colectividad de la civilización, en la actividad artística.

En el seminario de 1969-1970, Das Ding resulta esencial para pensar la sublimación, la cual es definida como la “elevación del objeto a la dignidad de la Cosa” (Lacan 1959-1960: 141), proponiendo entre los ejemplos la poesía del amor cortés. En este género medieval, la figura de la Dama aparece como una mujer en la más alta de las veneraciones, llegando casi a lo inmaterial, inacce-sible, “vaciado de toda sustancia real” (op. cit.:190). La Dama sería así el objeto elevado a la dignidad de la Cosa, pero es fundamental recordar que siempre será como si fuera la Cosa; ella se ve coloreada por el carácter originario, irrecu-perable del Das Ding. La Dama puede pensarse como el intento de representar lo irrepresentable del amor mismo, y el esfuerzo poético radicaría en bordear simbólicamente ese vacío, ese imposible de representar (Recalcati). Así, la Dama no sería una idealización, pues mientras el ideal responde a representaciones convencionales, la Dama estaría en lo irrepresentable, suprasensible, poniendo a prueba nuestro saber representar. ¿Tendrá el arte una misión similar? ¿Estará en el representar lo no aún representado el fundamento de la potencia subversiva de la tan anhelada originalidad?

Es en esa idea de contornear simbólicamente el vacío, que Lacan se vale también del ejemplo que Heidegger (cit. en Lacan 1959-1960) toma de la tradición taoísta: el arte alfarero. No se trataría de primero la materia del ja-rrón, y luego su vacío, su cavidad consecuente, sino de la existencia del vacío mismo, condición sine qua non de la existencia del jarrón. Es bajo este ejemplo que podemos también definir la sublimación como una circunscripción de lo simbólico en torno a ese real insimbolizable (Recalcati 69). Siendo así el vacío el elemento constituyente de la sublimación, podemos ver en la creación artística un permanente intento de decir lo indecible, de representar lo irrepresentable. Nos encontramos de este modo ante una concepción de la creación artística que se desentiende de la mímesis, y que pasa a una creación ex nihilo.

Lacan insiste en la distancia que en la sublimación debe tenerse frente a Das Ding, pues además de ser un vacío a nivel simbólico, es un permanente empuje al goce pulsional cuya satisfacción nunca será total, pues un cese de todos los empujes a satisfacer sería solo posible en la muerte. Es bajo estos antecedentes que Das Ding está en relación con un goce mortífero (Lacan 1959-1960), que Freud llamaba pulsión de muerte (Freud 1920). Consideramos paradigmático el caso de Yukio Mishima, quien queriendo hacer de su vida la mayor de sus obras (Scott-Stokes), y en su ética de siempre ir hasta las últimas consecuen-cias, termina siendo el artífice de su propia muerte. En el apasionado interés por lo suprasensible, fue directo hacia lo imposible de representar, en lugar de contornearlo en el acto poético. Ese sería uno de los riesgos de la sublimación en cuanto relación estrecha con lo real de Das Ding, y es ahí donde el trabajo

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simbólico de representar lo irrepresentable otorga la distancia necesaria con lo real de La Cosa. Tal vez en eso pensaba Nietzsche al decir que la realidad es la muerte del espíritu y el arte su salvación (Careaga), y paradójicamente, esa salvación está en la batalla a priori perdida de representar lo irrepresentable.

Antes de terminar, es necesario aclarar que lo dicho hasta ahora sobre la subli-mación nos muestra las condiciones que podrían favorecer dicho proceso psíquico, sin garantizarlo. Siendo algo que concierne a la pulsión, la sublimación es un proceso inconsciente, no yoico. Nadie puede decidir ni saber cuándo sublima y cuándo no, siendo así un proceso que se da bajo coordenadas ciertamente impredecibles. Esto significa toda una toma de postura respecto al artista y su condición de agente crea-dor que, adelantamos, halla su eco tanto en el concepto de lo sublime como en las declaraciones de Marcel Duchamp, en su escrito Le processus créatif. Es así como, en cuanto proceso inconsciente, la sublimación guarda estrecha relación con la poiesis en cuanto creación bajo una postura de médium por parte del artista (Bouvier).

En lo recorrido hasta el momento, el lector puede darse cuenta que si lo que busca en Freud y Lacan son referencias claras, directas y didácticas acerca de las artes, no las encontrará. Ambos autores hablan de la sublimación como un proceso psíquico íntimamente relacionado a la cultura, en términos suma-mente generales en cuanto a civilización y lazo social, haciendo muy aisladas alusiones a las artes. Pero que no haya alusiones directas no significa que no haya vínculos posibles, pues estos son, tras lo que hemos visto, del todo pre-sentes. Hemos encontrado numerosas pistas para hacernos pensar en el arte como el correlato cultural de la subjetividad. Si pensamos en la poiesis como “saber hacer civilizador” (Bouvier 99, la traducción es mía), vemos cómo Freud propone permanentemente una dualidad entre la sublimación y la civilización. De modo similar, Lacan concibe la sublimación y el ser-parlante (con su conse-cuente inadecuación lenguaje-cuerpo) como dos elementos inseparables, siendo este último el fundamento esencial de la civilización, lo que nos hace pasar del animal humano al sujeto del lenguaje. Pero por sobre todo, lo que nos interesa en lo que exponemos es ver cómo, tanto la subjetividad del ser parlante como la sublimación, tienen en común ir más allá de las necesidades biológicas, y ambos trabajan bajo una compulsión de sentido donde intentan representar lo irrepresentable, siendo la sublimación y la creación artística la instancia pri-vilegiada de una cualidad subjetiva presente en todos: la sed de sentido (Lacan 1969-1970). Es así que nos aventuramos a suponer que la dimensión de más allá de la sobrevivencia y más allá de lo representable de la obra de arte es el correlato cultural del sujeto del lenguaje.

Esto, osado como lo presentamos, es argumentado en los pasajes que vienen, revisando los fundamentos epistemológicos del concepto de sublimación. Freud se vale del vocablo sublimierung, de raíz latina, ampliamente usado en la tra-dición filosófica de lo sublime. Dicha tradición deja sus marcas en el concepto psicoanalítico aquí trabajado. Revisemos entonces algunos puntos de la filosofía de lo sublime, notablemente trabajada en nuestro tiempo por Saint Girons, y

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que tocan y esclarecen elementos de la sublimación en psicoanálisis que pueden ser de gran interés no solo para la praxis artística, sino para posibles reflexiones sobre el rol de las artes en la sociedad contemporánea.

Los orígenes de la sublimación: la filosofía de lo sublime

Sublime viene del latín sublimis, que a su vez fue la palabra escogida para traducir el vocablo griego “υψος, utilizado por Dionisios Longino para su Περὶ Ὕψους, obra fundadora de la filosofía de lo sublime, traducida comúnmente como De lo sublime. Literalmente podría traducirse como de la altura, o de lo alto. Efectivamente lo sublime ha guardado siempre relación con la altura, no tanto con lo elevado, sino más bien con la elevación, el tránsito de lo bajo a lo alto, el movimiento ascendente mismo (Saint Girons 1993a). Pero este consenso no le ha ahorrado las numerosas polémicas que recorren su historia.

Muchas veces se concibió lo sublime como un estilo, lo que, en cuanto tal, lo haría imitable a voluntad; por el contrario, mucho se ha afirmado también del carácter inimitable de lo sublime, pues sería algo que acontece por fuera de toda voluntad consciente, en lo que puede llamarse un «yo suspendido» (Saint Girons 1993a: 41, la traducción es mía). Estilo o no, lo sublime ha sido víctima de caricaturizaciones que lo han hecho sinónimo o de lo más alto de lo bello, o de lo aterrador. Pero mientras lo bello está en la convención del gusto, lo conocido y lo plácido, lo sublime ha estado casi siempre del lado de lo inesperado, lo desconocido, lo subversivo, un placer perturbador al límite de lo displacentero.

Una historia de lo sublime resulta una tarea vasta, que no solo ha sido ya ampliamente lograda por investigaciones como Fiat lux (Saint Girons 1993a), sino que exceden los objetivos de este artículo: hallar los elementos que podrían guiarnos sobre el interés que el psicoanálisis ha suscitado en los artistas. Para esto, nos proponemos exponer brevemente los momentos de la tradición de lo sublime en donde se refiere a: lo sublime como la fuerza del discurso; el rol del entusiasmo y la pasión; el placer perturbador; la crítica de la utilidad.

Longino (cit. en Saint-Girons 1993a) ve lo sublime en el discurso no como un objeto con características intrínsecas y descriptibles, sino como una energía dentro de la acción, dando al discurso una fuerza hasta entonces oculta. Debe destacarse la sutileza para referirse a aquella energía, Longino no habla de ενεργεια (energía) sino de εναργεια (claridad). Por su parte, Aristóteles (ibid) presenta en la Retórica la energía como el acto que da vida a las cosas, pero que a la vez puede hacerlas más claras. Nos deslizamos así entre la vivacidad de una expresión, y su carácter de evidencia respectivamente. Se hace difícil distinguir la diferencia, pero el error sería creer que la vivacidad de la claridad reside en lo que hoy llamaríamos un análisis objetivo de los hechos. Muy por el contrario, la vivacidad en Longino (ibid) obtiene su fuerza emotiva de la imaginación que el orador despierta en el espectador, dando paso a la visión, o la φαντασια (fantasía).

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La energía de lo sublime en Longino sería más del lado de una vivacidad que produce efectos en el sujeto, más que hacerle comprender.

Debemos destacar que nuestra necesidad de distinguir entre lo vivaz (del lado de la energía del discurso) y la claridad (del lado de lo descriptivo de los hechos objetivos) es un claro signo de nuestra subjetividad moderna y su creencia en el lazo objetividad-verdad. Efectivamente, es en pleno pensamiento moderno que tiene lugar una acalorada polémica entre los partisanos de la energía y los de la claridad. Es desde esos tiempos que somos de la idea, ya inscripta en lo que llamamos nuestro sentido común, que un fantaseo ha de ser menos real o verdadero que la descripción objetiva de un hecho, pese a la mayor fuerza afectiva del primero sobre el segundo. Es desde Descartes (cit. en Saint-Girons 1993a) que la vivacidad se neutraliza, valiéndose de “lo que se puede distinguir” (op. cit: 214, la traducción es mía), quedando así lo racional y objetivo del lado de la claridad, y creando las condiciones que inician una devaluación de la metáfora y la poiesis, y una sobrevaloración del arte como técnica.

En esta polémica sobre la fuerza del discurso, puede verse su elogio por ejemplo en Leibniz (cit. en Saint-Girons 1993a), que considera los sueños y los pensamientos divagadores como el germen de todo pensamiento: el origen de las ideas no puede sino ser confuso, pero vivaz, como el ruido de las olas. Asimismo, Baumgarten (ibid) propone que las representaciones poéticas deben ser claras en vivacidad, para reconocerlas, pero no distinguibles, pues entonces serían filosóficas y no poéticas. Finalmente, Marivaux (ibid), en 1734 elabora un giro decisivo: la energía no es ya un efecto de la claridad, sino que es la claridad la que depende de la energía. Siendo la claridad un producto de la energía, esta se encuentra nuevamente más del lado de la εναργεια de los antiguos, y esta vez ella sería opuesta a una “falsa claridad”, que de hecho arruina la fuerza y la vivacidad del discurso, como se arruinaría un chiste al explicarlo. Es en ese contexto donde Burke opone a esa falsa claridad, una oscuridad, que no es la simple ausencia de luz, sino “el abismo de la ignorancia humana de donde surge la capacidad inventiva” (op. cit.: 220, la traducción es mía). Se trataría de un vacío fecundo, que da lugar a la reflexión sobre lo indefinible y lo suprasensible. Vemos de qué manera este vínculo entre el vacío y la creación guarda semejanza con la sublimación en Lacan. No por nada para Burke es el verbo poético el vehículo privilegiado de lo sublime (ibid). Semejante y lírico es como Gerhard Richter (cit. en Belz) evalúa sus propias obras: cuando las entiende, ha de desconfiar de su calidad artística, pues solo cuando no las entiende ellas han de valer la pena4.

4 Sabemos que este ejemplo arriesga a ser una apología de las obras pretenciosamente crípticas, de recargada retórica y frases en lenguas muertas puestas deliberadamente para que se vea interesante. Según nuestro planteamiento, la obscuridad burkiana, así como lo relativamente incomprensible de ciertas obras, no consiste en un obscurecer lo que ya sabemos, sino en el intento de hacer luz sobre lo que no sabemos, hacer sensible aquello suprasensible, irrepresentable.

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Otro punto es sobre las condiciones para que lo sublime advenga. Si bien el orador puede trabajar un saber hacer, en los antiguos es la pasión el verdadero motor para hacer advenir lo sublime, a condición de que esta sea una emoción controlada, una pasión razonada, dualidades no contradictorias en su tiempo. Resulta también interesante cómo Longino (cit. en Saint-Girons 1993a) pro-pone un entusiasmo en la mesura, cuidándose de la pérdida de control. “Nada más ridículo que perder la razón frente a los que no la han perdido” (op. cit.: 310, la traducción es mía). La condición fundamental parece ser un yo suspendido, con un rol más de médium que de artífice. Ya antes de los clásicos se hablaba del poeta (`αοιδος) como un poseído por las musas. Sócrates continúa dicha tradición, donde el artista no sería más que un médium de la divinidad que habla a través de él, y sin esa posesión, el entusiasmo cesa y el artista pasa a ser uno más. Notamos la humildad radical exigida por Sócrates. En Longino, la imagen de posesión divina pasa a un sentido figurado, bajo la idea de un soplo externo que inspira al orador. La humildad persiste en el sujeto que hace ad-venir lo sublime de un discurso, pues el autor nunca estará a la altura de aquel sublime que admira.

Si bien en este apartado trabajamos los antecedentes de la filosofía de lo sublime tanto anteriores como contemporáneos a Descartes, nos permitimos un paréntesis citando el escrito de Marcel Duchamp Le processus créatif. Es aquí donde tenemos la oportunidad no solo de encontrar un eco sorprendente con lo dicho por Longino, sino además de escucharlo desde el testimonio de un artista. Duchamp, en el momento de hablar del rol del artista en la creación, nos dice:

Por todo lo visto, el artista actúa a la manera de un médium que, desde un laberinto más allá del tiempo y del espacio, busca su camino hacia una claridad . . . debemos así negarle [al artista] la facultad de ser plenamente consciente, en el plano estético, de todo lo que hace y por qué lo hace –todas sus decisiones en la ejecución de la obra quedan en el dominio de la intuición y no pueden ser traducidas en ningún autoanálisis (1-2, la traducción es mía).

Vemos así cómo Duchamp no solo hace referencia al médium de los antiguos, y su relativa impotencia en el plano de su intencionalidad, sino además asocia dicha búsqueda, ciertamente a ciegas (en un laberinto) con el encuentro con una claridad que, al no ser traducible en un autoanálisis, parece estar del lado de la fuerza (εναργεια) que el discurso encuentra en su oscuridad.

Pese a que esté presente una dimensión de júbilo, lo sublime tiende a estar lejos de lo plácido. Mientras lo bello está dentro de una lógica de continuidad y comodidad, para Longino lo sublime ha de conmover las convenciones, tocar al espíritu, más del lado de lo sobrecogedor. Hay una permanente presencia de lo inquietante en el concepto que trabajamos. Burke (cit. en Saint-Girons 1993a) se vale del concepto de delight (traducible como deleite) para hablar de un placer que guarda cierta relación con el dolor: el solo placer se embota con la experiencia, pasando al terreno de lo conocido; solo el dolor deja marcas.

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Pero el delight no sería dolor sino una cierta distancia con este, en una pasión mezclada de terror. Bajo un espíritu similar, Kant (ibid) ve en lo sublime un placer negativo, donde están en juego lo molesto, lo impensable, lo transgresor, y va aun más lejos: siempre identificando lo sublime a la ley moral, considera que lo sublime en el espíritu está en el menosprecio del peligro, entrando en una ética sacrificial donde morir por una idea sería la máxima expresión de lo sublime de la ley moral en el espíritu humano.

Es necesario para nuestra argumentación proponer en este punto la crisis de la noción de utilidad que subyace en lo sublime. Vemos en lo sublime un discurso que se desentiende tanto de una comunicación objetiva y descriptiva, como del placer y la felicidad, preceptos históricamente vinculados a lo útil en la filosofía. Esta comunicación poco clara y no necesariamente plácida, adelantamos decir que se repite en la poiesis artística, y es esta cualidad relativamente inútil de la obra de arte la que la hace tantas veces ser considerada como lujo. Pero volvamos a lo sublime, repasando sus vínculos con la inutilidad.

Ya Longino (cit. en Saint-Girons 1993a) concebía la fuerza del discurso como desprovista de utilidad. Opuesto a Cecilius (ibid), quien veía en lo sublime un recurso de persuasión útil para los políticos del naciente Imperio Romano, Longino se distanciaba de tal idea; lo que él buscaba era la subversión de con-venciones en lo que concierne a la toma de decisiones para el porvenir. Vemos aquí un vínculo entre la utilidad y lo que está al servicio del nuevo imperio, mientras Longino seguía fiel a una ética de la subversión. Ya encontramos cierta orientación si pensamos lo útil del lado de la convención y lo inútil del lado de su subversión: lo útil va de suyo, mientras lo sublime se encuentra en lo extraordinario y la paradoja (Saint-Girons 1993a). Muy interesante y per-tinente resulta para esto recomendar el visionado del video de Juan Downey Information withheld donde citando a Leo Steinberg, muestra cómo la imagen artística es potente en sentido al estar por fuera de los códigos convencionales de la comunicación. Notamos el eco con lo dicho por Longino.

Burke a su vez considera que lo sublime y lo útil se excluyen mutuamente. “Cada vez que la fuerza es solamente útil, solamente empleada para nuestro beneficio o nuestro placer, lo sublime falla” (cit. en Saint-Girons 1993a: 370, la traducción es mía). Lo útil parece aquí del lado del interés, del propio bienestar. El filósofo del delight nos muestra una vez más una dimensión ciertamente sacrificial de lo sublime. Si lo leemos bajo la luz del menosprecio al peligro en Kant (op. cit.), vemos que la inutilidad sublime va del lado de concebir al humano como un ser cuya causa va más allá de la concepción de la vida como sobrevivencia, en una noción de lo inútil de lo sublime alejada radicalmente del lujo, entendido como beneficio egoísta, placidez y comodidad. En este punto es inevitable para el autor de estas líneas ver repetirse elementos presentes en la sublimación y el sujeto del psicoanálisis, donde lo que causa al sujeto poco tiene que ver con las necesidades biológicas para la sobrevivencia, y que ese objeto causa de deseo guarda íntima relación con la angustia. Son puntos a retomar en un próximo apartado.

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Así, si lo sublime porta un elogio a la inutilidad, lo hace en cuanto nos hace descubrir fines tan ajenos a los que reinan normalmente, que nos mueve a un acto que subvierte todo convencionalismo, todo ideal preestablecido, y toda ética de la vida basada solo en asegurar las llamadas necesidades básicas para sobrevivir. Podemos resumir que lo sublime comprende el hecho de que, incluso en casos de extremo desvalimiento, la dignidad del humano radica en que no somos ver-duras a regar. Viéndolo así, ¿seguimos en condiciones de concebir la poiesis del lado del lujo? Del mismo modo, ¿debemos también ver como lujo la condición de más allá de la sobrevivencia de la obra de arte? Tal vez más pertinente sea preguntarnos qué nos hace ver como inútil una fuerza de discurso cuya fuerza estaría en el verbo poético, más que en los hechos objetivos. Si bien todas estas son ideas que vienen desarrollándose desde el siglo I d. C., su entusiasmo fue apagado por el acontecimiento de la modernidad.

El olvido de lo sublime antiguo por los modernos

Precisamente fueron el entusiasmo y el verbo poético algunos de los conceptos más criticados y degradados por el discurso moderno. Podría decirse que para los modernos, entusiasmo, pasión, poesía, pasan a ser elementos que entorpecen el uso del pensamiento y la razón, y que una comunicación verdadera ha de ser bajo los preceptos de un lenguaje puramente filosófico y universalmente traducible, en un espíritu de claridad fáctica y distinguible.

El entusiasmo y la pasión fueron degradados tras la concepción normativa de la creación artística. Autores como Jules César Scaliger (cit. en Saint-Girons 1993a), denuncian el oscurantismo para afirmar el triunfo del conocimiento racional incluso sobre la literatura. Kant mismo (op. cit.), gran teórico de lo sublime, veía en la pasión su impedimento, pues ella estorba a la razón, verdadera vía a lo sublime. Descartes ve también en la pasión un elemento ciertamente nocivo que ha de controlarse, pues “estorba nuestra libertad de raciocinio” (op. cit.: 441-443, la traducción es mía). Ya se hace inconcebible algo como la pasión con gusto crítico de Longino, y toda metáfora de posesión divina adquiere una cualidad supersticiosa. Finalmente, con autores como Casaubon y More (op. cit.), que lo clasificaron dentro de lo patológico e infrarracional, el entusiasmo pasa a un cierto olvido.

Similar destino sufrió el verbo poético y su fuerza discursiva. Si el conoci-miento racional opera incluso en literatura, no es de extrañarnos que en aquel contexto la poesía pase a ser un “trabajo de paciencia, obediente a reglas bien determinadas” (Saint Girons 1993a: 245, la traducción es mía), perdiendo así su alcance subversivo. La poesía sufre también una degradación en su cualidad discursiva. Hegel, buscando alcanzar el saber absoluto, ve en la energía artística una amenaza contra el orden y la claridad de la representación, pues introduce la opacidad donde debería reinar la transparencia de la lengua. John Locke (cit. en op. cit.), de su parte, ve en la metáfora un “poderoso instrumento de error

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y de engaño. Si queremos representar las cosas como son, todo arte de retórica . . . no sirve a otra cosa que a insinuar falsas ideas en el espíritu, . . . perfectos fraudes” (244, la traducción es mía). Hobbes, de manera similar, ve en el carácter flotante de las palabras la fuente principal de los errores, donde la metáfora haría las cosas aun peores, llegando a considerar inaceptable su uso en la búsqueda de la verdad. En este ambiente es donde Descartes (ibid) sueña con una lengua universal, donde el malentendido sería imposible, y su invención sería posible gracias a una verdadera filosofía. Sin embargo, sabe muy bien de la imposibilidad de tal lengua.

Fue en ese contexto donde la traducción del Περὶ Ὕψους de Longino por Boileau en 1674 significó toda una “subversión en la Francia racionalista dogmática y en el autoritarismo eclesiástico que ahí reinaba” (Saint Girons 1993a: 315-316, la traducción es mía). Fue un nuevo respiro a todos aquellos conceptos que fueron considerados como superstición y delirio por el raciona-lismo, encontrando un lugar en el dominio de las artes. Sin embargo, no basta con que un texto sea reeditado para que este sea realmente comprendido. La ilustración y el cogito cartesiano son, sin duda alguna, un acontecimiento que tiene efectos en nuestra subjetividad hasta el día de hoy, y ante tal paradigma del pensamiento, resulta difícil leer a Longino como si se estuviera en los ini-cios de la era cristiana. Fue así como muy a su pesar, lo sublime fue leído bajo el prisma de la modernidad, y fue poco a poco siendo entendido como lo bello supremo, y el entusiasmo como lo que nos auxilia a poseer lo sublime (Piles cit. en op. cit). Nada menos longiniano y nada más cartesiano: un yo que posee lo sublime, mientras el Περὶ Ὕψους hablaba de un sublime que nos posee. Tal equívoco agravó aún más la situación de lo sublime en la filosofía. Mientras para Longino y Burke lo sublime necesita del soporte sensible, para Kant este se halla en la ausencia total de lo sensible. Viendo este contexto, no es de extrañar que el arte en tanto poiesis sufra una minimización en el pensamiento, reflejada en la estética, que pasa a reducirse a una teoría de lo bello.

Fue tarea de pensadores como Giambatista Vico (cit. en Saint Girons 1993a), amante del pensamiento antiguo y gran defensor de la metáfora y la inspiración poética en la filosofía (en su obra Scienza Nuova de 1725), de volver a tomar en serio aquellos elementos del pensamiento antiguo que la modernidad consideraba sistemáticamente como sin valor para el pensamiento. Sin embargo, Vico siempre fue poco conocido, y el cartesianismo continuó siendo el pensamiento imperante. Algo debía suceder fuera del medio filosófico para que la polémica volviera a ser despertada. La hegemonía de la razón y de la conciencia fue a fines del siglo XIX puesta en duda no por un filósofo, sino por un neurólogo, que siempre quiso hacer de su doctrina una ciencia, pero esta nunca lo permitió ni permitirá, pues sus respectivos preceptos son esencialmente incompatibles. Estamos hablando de Sigmund Freud, su doctrina del inconsciente y su praxis del psicoanálisis.

Lo que proponemos no es exagerado. El retorno a lo abandonado por los modernos en Freud ha sido ya indicado por otros pensadores. En 1940, en el

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libro The liberal imagination, Lionel Trilling (cit. en Saint Girons 1993b) propone un parentesco entre el pensamiento de Vico y el de Freud: así como el filósofo italiano veía en la metáfora los orígenes de la cultura, el neurólogo austriaco encuentra en el aparato psíquico una dinámica bajo la lógica de la metáfora y la metonimia (en la condensación y desplazamiento, respectivamente). Pero bien podría criticársenos que no basta con una semejanza entre Vico y Freud para decir que en este último opera una subversión al sujeto cartesiano. Sin embargo, nuestro convencimiento de la pertinencia de lo propuesto por Trilling se nos ve aún más reforzado si consideramos lo dicho por Lacan en 1965, en su escrito “La ciencia y la verdad”: el psicoanálisis como praxis, y el inconsciente como descubrimiento, son impensables antes de la ciencia moderna. A esto agrega, años después, que el psicoanálisis es el retorno de lo rechazado por la ciencia moderna (Lacan 1971-1972). Su argumentación no se centra en semejanzas entre Freud y los antiguos, sino en la esencia de la subversión del sujeto cartesiano en Freud: soy donde no pienso, pienso donde no soy (1966-1967).

El psicoanálisis como el retorno de lo rechazado por la ciencia moderna

Habiendo llegado a la polémica antiguos-modernos, hemos propuesto el descubrimiento freudiano como un retorno, tanto a lo que defendía Vico (se-gún Trilling) como a lo rechazado por la ciencia (según Lacan). Lo propuesto por Trilling resulta sumamente interesante para lo que acá argumentamos. Sin embargo, veremos que no llega tan lejos como lo planteado por Lacan, pues Freud puede valerse de los tropos de la metáfora y la metonimia, pero seguir pensando como un científico moderno, haciendo del psicoanálisis una ciencia terapéutica de control de los instintos inconscientes (a la manera del control de las pasiones en Kant y Descartes) para lograr un yo fuerte y autónomo, tal como ha sido la postura de las corrientes postfreudianas de la International Psychoanalytical Association (IPA). Es ahí donde la lectura de Lacan crea sub-versión, pues si algo constante hubo en su enseñanza, fue siempre diferenciarse de dichos “cartesianismos” del psicoanálisis, y argumentar una prioridad del inconsciente, una supremacía del ello por sobre el yo (Roudinesco). Su escrito “La ciencia y la verdad” sostiene dicha subversión. Veremos que es aquí donde el psicoanálisis puede ser leído más allá de una terapéutica, como un verdadero giro en el pensamiento moderno, que puede aportarnos recursos a las artes en cuanto poiesis, esto es, en cuanto fabricación civilizadora (Bouvier) bajo un yo suspendido (Saint Girons 1993a).

Lacan (1965) comienza proponiendo como momento inaugural de la ciencia moderna el cogito de Descartes: la conocida fórmula pienso, luego soy. Lacan pro-pone dicho momento como punto de referencia para lo que en adelante, llamará “modernidad”. Sostiene que el psicoanálisis como práctica y el inconsciente como descubrimiento son impensables antes de dicho acontecimiento, de aquella

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unión entre el acto de pensar y el ser, pues la clínica de Freud muestra desde un principio, casi como contestación al pensamiento cartesiano, una división del yo (ichspaltung), una realidad psíquica que trabaja más allá de nuestra voluntad. Ante tal realidad clínica, propone una nueva fórmula para el axioma cartesiano: soy donde no pienso, y pienso donde no soy (Lacan 1966-1967).

No obstante, Lacan (1965) comenta que tal separación con los ideales de la ciencia moderna nunca fue fácil ni evidente, y que siempre dejó sus marcas. Prueba de ello es la tan difundida concepción de la cura psicoanalítica como fortalecimiento del yo por sobre los instintos, propia como vimos de la corriente postfreudiana de la ego-psychology y de la IPA. Esto sería reflejo del ideal de la ciencia moderna y su intento de suturar la división subjetiva (ibid), esfuerzo que no puede sino fracasar, y es ahí donde Lacan alude al matemático Kurt Gödel: su teorema de la incompletitud muestra que todo sistema axiomático contiene proposiciones indemostrables, y que si un sistema es consistente, entonces es incompleto, y si otro sistema es completo, entonces es inconsistente, lo cual es esencialmente contrario al pensamiento moderno a partir del siglo XVII bajo el ideal imperativo de un individuo idéntico a sí mismo, exento de contradicción. Lo que tenemos es la imposibilidad radical, visible desde la matemática misma, de una completitud o de una no-contradicción.

Es así, con esa idea de imposibilidad de no-contradicción, que Lacan prosigue con su famoso axioma “no hay metalenguaje” (1965: 233, la traducción es mía), no hay verdad sobre la verdad, ni saber que venga a completar la incompletitud del propio saber. Como vimos en la experiencia de satisfacción, en un apartado anterior, el lenguaje no puede dar cuenta de la totalidad de lo real: la unión palabra-cosa siempre será precaria, pues es una ficción, y da paso al malenten-dido contra el cual luchamos a diario, y que nos obliga permanentemente a crear sentido, haciéndonos desde hablar hasta el fin de nuestros días, hasta crear obras hasta el fin de los tiempos. Podemos verlo brillantemente trabajado en el cuento de Jorge Luis Borges “Funes el memorioso”. Dotado de una memoria sobrena-tural, Funes logra nombrar no solo a todas las cosas, sino a todas las variantes de esas cosas: un nombre para cada vaca del prado, y para las posturas de cada una de esas vacas, y cada ángulo en que se ve cada una de esas vacas en cada una de esas posturas. Podemos apreciar cómo su afán puede proseguir ad infinitum, sin jamás ser totalmente exhaustivo, demostración magníficamente lírica (y no por ello menos verdadera) de la brecha que permanentemente persistirá en nuestro intento por complementar la palabra y la cosa. Es más: el lenguaje, por su propia estructura, va más allá de los intentos de vincular palabra con cosa: la creación de conceptos abstractos, sin referencia en la realidad material, dan prueba de ello, y son la mayor fuente de malentendido, como puede apreciarse viendo a dos personas tratando de consensuar una definición para el concepto de libertad.

La ausencia de un metalenguaje pone en cuestión la idea de una objetividad que vendría a poner orden a las contradicciones e incluso a la locura de la tan vapuleada subjetividad. Lacan será siempre escéptico a la idea de objetividad,

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no por simple afán de subvertir el pensamiento, sino porque es un principio que simplemente no tiene eficacia alguna en lo real de la clínica5. Del mismo modo, podemos pensar en la tendencia estructural del lenguaje a ir más allá de la mímesis palabra-cosa como un elemento esencial de la poiesis, fabricación de una representación inagotable en cuanto intento de decir lo indecible.

La ausencia de metalenguaje, al imposibilitar toda garantía de sentido, genera paradójica, pero lógicamente, una permanente operatoria de creación de sentido, hallando en la metáfora su proceso creador. La ausencia de metalenguaje explica también el desacuerdo del lacanismo con la idea de un inconsciente colectivo basado en arquetipos universales, así como toda tentativa de interpretación simbolista. Así lo expresa el artista Werner Herzog, gran admirador de románticos como Friedrich, Goethe y Hölderlin, y que tal vez nunca leyó a Lacan (lo cual lo hace aún más interesante). En una entrevista se le pregunta si el soldado del filme Signos de vida simboliza la Alemania de esa época. Herzog responde conside-rándose incapaz de pensar en simbolismos: “Para mí una botella es una botella . . . y una persona en una isla es una persona en una isla . . . No puedo seguir su idea de símbolo” (Herzog 2001). ¿Acaso Herzog niega la metáfora? Nada más lejos de su arte, donde expresa su anhelo de transmitir “una verdad poética . . . fuera de lo contable” (ibid). Dejémoslo en suspenso y volvamos a Lacan.

Aun afirmando que no hay verdad de la verdad, Lacan (1965) no desecha dicho concepto, solo le da otra cualidad. Hay una verdad, pero que poco tiene que ver con la verdad formal de la ciencia, verdad de los hechos, mensurable, bajo la dualidad verdadero-falso. En la ciencia, la verdad como causa es la verdad formal; el psicoanálisis, por el contrario, acentúa la verdad como causa material (op. cit.). La causa material sería el pathos, causado por Das Ding. Notamos cómo la verdad como causa material está en la esfera de un insimbolizable al cual somos sensibles. Insimbolizable como el efecto que el chiste tiene en nuestro pathos, pues una vez se trata de formalizar su hilaridad por medio de la explicación didáctica, esta pierde toda su fuerza. Aquí podemos preguntarnos por qué es tan recurrente el sentimiento de alivio y relativo júbilo del espectador cuando un guía le explica una obra de arte. Ante esto, es clara la diferencia en intensidad entre el irresistible efecto del chiste, y el moderado contento pro-ducto de una dudosa comprensión de una obra de arte, precario remedio para la perplejidad y la incomprensión que hieren nuestro amor propio. Para decirlo en

5 Ilustrativa resulta la anécdota sobre un delirio típicamente esquizofrénico-paranoide. El paciente afirmaba, con la certeza inquebrantable de todo psicótico, que su cerebro había sido robado. El médico a cargo, habiendo agotado todos sus argumentos médicos para refutar tal juicio, decide probar la falsedad de su delirio realizando al paciente un scanner. Obtenida la imagen del cerebro, el doctor le muestra la fotografía, diciéndole “¿ves? Acá está tu cerebro”. El paciente salta hacia el médico gritándole “¡entonces tú me lo robaste!”. Lo que puede parecernos un chiste, es la manifestación de la certeza del delirio en la psicosis, inmune a las llamadas “explicaciones lógicas” o a la “objetividad”.

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otros términos, el guía está para hacer comprender, mientras el chiste nos cons-terna, develándonos un sentido que no esperábamos (Masotta). La obra de arte también puede consternarnos, en esa perplejidad provocada al espectador, pero hemos visto que la oscuridad del verbo poético ha sido cruelmente devaluada en la modernidad, y ante eso, se prefiere la didáctica de una falsa comprensión proporcionada por un saber formalizado brindado por alguna instancia didáctica.

Aquella verdad material, de pathos, cuyo sentido no existe pero insiste, ante la cual artistas como Herzog o Richter son sensibles, fue hallada por Lacan en la subjetividad y su malestar. Una vez más intentando diferenciar su doctrina de la del psicoanálisis de la ego-psychology, Lacan señala que la intervención psicoanalítica de poco sirve si intenta desenvolverse en el registro de la expli-cación y la comprensión. La clínica muestra que explicar al paciente la razón por la cual sufre sus síntomas tal vez le ayude a conocerse más, pero el síntoma mismo persiste. De lo que se trataría es de decir algo, no necesariamente com-prensible, pero que desestabilice el síntoma. La interpretación psicoanalítica “no está para hacer comprender, sino para provocar olas” (Lacan 1975: 35, la traducción es mía). No sería injusto leerlo desde la contemplación de una obra de arte. Lejos de buscar dar sentido al síntoma por medio de explicaciones de forzada hermenéutica (como el guía de una obra o exposición), lo que Lacan buscaría sería un bien decir, que en sí mismo poco sentido tiene, pero que en ese instante propicio (a la manera de Longino) puede generar múltiples sentidos que conciernen al sujeto, como en la consternación que el chiste nos provoca. Ese bien decir ha de estar del lado del verbo poético. Fuera del espejismo de la comprensión, para Lacan, Longino y Burke, el verbo poético parece ser el único que tiene efectos en el sujeto, el único que provoca olas.

Así, si Lacan propone que el psicoanálisis es el retorno de lo rechazado por la ciencia moderna, es porque es aquella verdad como causa material, núcleo insimbolizable, lo que considera como lo permanentemente rechazado por los ideales modernos, y que fue advertido y tomado en serio por Freud. “La ciencia y la verdad” nos muestra que el descubrimiento de Freud significa una subversión de los preceptos hasta entonces imperantes (supremacía del yo y la conciencia individual y autónoma; ideal de lenguaje universal y total; metáfora como fuente de error y falsedad), y que si el psicoanálisis no es ni será considerado una ciencia, no es por déficit ni por inconsistencia epistemológica, sino porque, aún hijo de la ciencia, se separa de los preceptos esenciales de ella.

Consideramos este último punto esencial para argumentar el interés de las artes hacia el psicoanálisis. La degradación sufrida por la metáfora y sus variantes durante la modernidad encuentra nueva dignidad en una doctrina que toma el malentendido y la contradicción no como defectos sino como parte estructural del psiquismo. Podemos conformarnos con el punto de vista de Trilling, y pensar en el valor de la metáfora en Freud como algo que podría nutrir el uso de la metáfora en las artes. Sin embargo, esto resultaría limitante, y arriesga agotarse solo en las analogías imaginarias pansexualistas que bien conocemos, caldo de

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cultivo para estériles clichés del psicoanálisis, donde falos y vulvas aparecerán por doquier hasta el delirio. Lo realmente decisivo aquí es la verdad material como insimbolizable, que hace de la metáfora algo más allá del recurso retórico de decir una cosa por otra. La ausencia de metalenguaje nos muestra que la metáfora produce sentido no en relación a una referencia, sino ex nihilo, fuera de la lógica de la mímesis. La metáfora es la operación creadora de sentido por excelencia. Pues el acto de la poiesis, como vimos en la sublimación, sería un intento tan eficaz como fracasado de representar lo irrepresentable, de decir lo indecible, yendo hasta los límites de las posibilidades del lenguaje. De ahí la apariencia descabellada y fuera de quicio de muchas obras de arte. Y es aquí donde podemos retomar la verdad poética enunciada por Herzog (2001), que diferencia de la verdad contable y de los hechos y cuya operatoria consiste en la búsqueda de una verdad extática yendo hasta los límites de las posibilidades de la lengua.

El interés artístico en lo insimbolizable y en la imposibilidad del todo-decir se expresa una vez más en los testimonios de Duchamp. Haciendo referencia a la diferencia entre la intención del artista y el resultado de su obra, dice:

Un eslabón falta a la cadena de reacciones que acompañan el acto creativo; este corte que representa la imposibilidad del artista de expresar completa-mente su intención, esta diferencia entre lo que había pensado realizar y lo que ha realizado, eso es el “coeficiente de artisticidad” contenido en la obra (5, la traducción es mía).

No es menor el eco con la dimensión de la incompletitud necesaria en la sublimación cuando Duchamp habla del eslabón que falta y de la imposibilidad del artista de todo expresar. Vemos así cómo para Duchamp la inadecuación del lenguaje no es un mero recurso retórico, sino el elemento esencial de la artisticidad misma.

Nos permitimos una aclaración: no decimos que el ser parlante sea solo malentendido e incapacidad de decir las cosas de la realidad material o de las ideas abstractas. No negamos la existencia del sentido, de la comprensión ni de la comunicación, ni tampoco de la eficacia de síntesis que posee el pensa-miento consciente, pues a diario nos valemos de ellos. Solo recordamos que todo ello, si bien es eficaz, resulta secundario, y que aun viviendo a diario el continuum de la comprensión, la experiencia nos muestra cómo, si llevamos al lenguaje hasta sus límites, todo ello comienza a desestabilizarse. Si no hay lenguaje suficientemente consistente como para hacer posible la ausencia de malentendido y la objetividad, si vemos que el sujeto no puede resolverse en la dualidad verdadero-falso6, ¿cuál es entonces la verdad en juego? Es justa-mente ese vacío, esa imposibilidad esencial del lenguaje de hacer totalidad lo que da paso a la verdad material, causa del sujeto. La verdad material es la

6 Como vimos en el ejemplo del delirio de robo de órganos.

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que hace que el sentido no exista, pero que insista (Lacan 1957), como vimos en el ejemplo de Gerhard Richter en un apartado anterior, y como Herzog percibía el sentido de su filme Fitzcarraldo: “Es una metáfora, no sé de qué, pero es una metáfora” (Herzog 1999), lírica forma de expresar la llamada sed de sentido (Lacan 1969-1970).

Conclusión

Hemos hecho un recorrido en la búsqueda de los posibles vínculos entre las artes y el psicoanálisis a partir de un solo concepto: la sublimación. Habiendo presentado los elementos principales de la sublimación en Freud y Lacan, y revisado ciertos puntos de lo sublime en estética y filosofía, puede apreciarse que se abre un abanico de conceptos con múltiples correspondencias. Dichas afinidades hallarían su causa en un punto epistemológico esencial: así como lo sublime fue cayendo entre el olvido y el menosprecio a la llegada de la moder-nidad, el psicoanálisis representa el retorno de lo rechazado por esa modernidad. Vimos que lo dicho por Lacan en “La ciencia y la verdad” se ve reforzado por el vínculo hecho por Trilling entre el descubrimiento freudiano y el anticarte-sianismo de Vico.

Es necesario dejar claro que nada de lo hasta aquí propuesto resultará fecundo si no se tienen en cuenta dos puntos fundamentales enunciados en la enseñanza de Lacan y que se repite en la filosofía de lo sublime: a) que existe una supre-macía del ello por sobre el yo, donde este último está lejos de ser el artífice de la subjetividad; b) que la causa del sujeto está en un vacío insimbolizable que lo mueve incansable, vana y sublimemente a simbolizarlo. Pasaremos revista a ambos puntos.

El entusiasmo antiguo muestra bajo la alegoría de la posesión divina que el yo no es realmente el artífice de lo sublime. Ningún individuo puede ser agente de la sublimación. La fuerza del discurso que nos lleva a una forma inaudita de ver las cosas adviene bajo un yo suspendido (Saint-Girons 1993a) que, lejos del caos, responde a lógicas de gran complejidad, aun no siendo del todo conscientes de ello. Así, no es impertinente cómo Lacan concibe la subversión del cogito cartesiano por el psicoanálisis: pienso donde no soy, soy donde no pienso. Este rol secundario del yo pudimos verlo en Duchamp, y su concepción del acto creativo, donde reivindica el rol de médium del artista. Si bien no podemos negar la existencia del pensamiento consciente, este halla sus fuentes originarias en una razón que se nos escapa. El fenómeno del sueño nos muestra cómo sin un yo, ello piensa, y bajo formas que si bien parecen de lirismo disparatado, no solo funcionan bajo los tropos de metáfora y metonimia, sino que guardan íntima relación con nuestro acontecer subjetivo, afectándonos profundamente. Tal vez el interés de los surrealistas hacia lo onírico no estaba tanto en su contenido, sino en el hecho irresistible de un lirismo que brotaba más allá del oficio del yo-poeta. En la creación artística o intelectual, podemos sugerir que los momentos

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de verdadera creatividad, aunque sea de modesta genialidad, son aquellos en que menos yo somos. Nos permitimos decirlo, con cierto lirismo, como el momento en que no usamos nuestro saber, sino que nuestro saber nos usa.

En cuanto a la pasión, si recordamos que para Longino y Burke esta era motor de lo sublime, no sería abusivo recordar el rol de la pulsión en la subli-mación, sobre todo si pensamos la pulsión como nuevo nombre para la pasión (Saint Girons 1993a). Si bien funciona fuera del registro de la conciencia, ella es producto de la incidencia del lenguaje sobre el sujeto, lo cual ya le da una relación con un saber: he aquí cómo el psicoanálisis puede interpretar la pasión intelectual de Longino, que nos hace entender la pasión de un yo suspendido lejos de cualquier visceralidad instintiva.

Pero como en el caso del sueño, no solo hay un yo suspendido, sino una fuerza discursiva capaz de despertarnos en el sobresalto. Es lo que vimos en Longino y su Περὶ Ὕψους, donde lo sublime no es la cualidad de un objeto, sino más bien una fuerza del discurso, que poco tiene que ver con una lógica de la comuni-cación, sino con los efectos que en nuestra subjetividad provoca, valiéndose de figuras retóricas más del lado de lo metafórico que de lo descriptivo. No se trata tanto de que el auditor comprenda, sino que viva el discurso, y en esa vivacidad, Longino lograría el momento sublime en que el sujeto logra ver las cosas de una manera inédita hasta entonces. Esto hace recordar la concepción de Lacan de la intervención psicoanalítica, cuya eficacia no depende de una didáctica de hacer comprender el sentido del síntoma, sino de un decir lacónico y enigmático que “provoca olas”, creando un nuevo saber-hacer con la subjetividad. Es interesante aquí recordar la polémica de claridad descriptiva versus fuerza del verbo poético, donde vimos cómo Burke concebía esa oscuridad (homologable al enigma de la intervención analítica) no como un déficit, sino como una privación esencial y necesaria para la creación. Es el abismo donde el lenguaje no alcanza, y debe forzarse para que algo pueda decir sobre lo irrepresentable. Inevitable se hace aquí ver el rol que tiene el vacío simbólico de Das Ding en la sublimación laca-niana, que nos aleja de una visión del arte del lado de la mímesis: teniendo como referencia al vacío, la creación no sería imitativa, sino ex nihilo. La oscuridad del discurso, fuera de lo didáctico y explicable, también puede jugar a favor de la fuerza discursiva de toda obra de arte. A modo de ejemplo, en el momento de trabajar el tema de la crisis económica, la claridad descriptiva y mimética del Wall Street II de Oliver Stone resulta plácida y amigable al espectador, pero enormemente menos potente y verdadera que la oscura, confusa y perturbadora Cosmopolis de David Cronenberg. He ahí la fuerza de discurso de Longino, de la oscuridad burkiana, y de la intervención que provoca olas de Lacan, que osamos decir que existe en la creación de sentido de las artes. Pero ¿cuál sería la naturaleza de ese sentido? La potencia del sentido parece girar en torno a una ausencia, como veremos.

Lo angustiante de enfrentarse a aquello que no tiene representación posible (como la muerte, entre otros), y la dimensión ciertamente mortífera de Das

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Ding, muestran semejanza con el delight burkiano, sorprendentemente similar al más allá del principio del placer de Freud y el goce de Lacan, satisfacción plácida y perturbadora a la vez. Si en la sublimación se contornea el vacío terrorífico de la Cosa por medio de un recorrido simbólico, tenemos así la distancia que Burke considera necesaria para que su delight no sea puro dolor. Vimos cómo Mishima, yendo hasta las últimas consecuencias de su frenesí poético, perdió esa distancia.

Consideramos en este punto pertinente una aclaración: no por ser Das Ding un vacío simbólico debemos caer en la trampa de un irrepresentable que deja a la tarea creativa en la absoluta impotencia. Hay, efectivamente, una impotencia esencial, en cuanto a que la Cosa en sí no tiene representación, pero la plasticidad de la sublimación nos da la oportunidad de tentativas de representarle (Saint Girons 1993a). Aun siendo ese Das Ding puro silencio en el orden simbólico (Lacan 1959-1960), sigue siendo causa material, y sigue teniendo consecuencias en lo simbólico. El impulso de representar lo suprasensible de Das Ding nos lleva no solo a la creación artística, sino a la creación de conceptos que nada tiene que ver con lo observable. Y son justamente esos conceptos los que más conmueven nuestra subjetividad. Ya Burke, trabajando el poder de las palabras, hacía mención del tono solemne que adoptamos al hablar de conceptos como libertad, justicia, honor, nociones que existen fuera de lo sensible (cit. en Saint Girons 1993a), y que por eso mismo lo tocan profundamente. Lo sublime de la poiesis puede radicar en aquel intento, por medio de lo sensible, de acceder a lo suprasensible, irrepresentable, indecible. Ese fuera de quicio de la creación poética conlleva una subversión de convenciones, y es ahí donde hallamos un punto esencial para diferenciar la sublimación de la idealización, donde la pri-mera desborda los límites de las convenciones, mientras la segunda es la mejor alumna de las normas en vigor.

¿Es lo poético un artificio? Si vemos que lo esencial de la subjetividad es una inadecuación entre el lenguaje y el cuerpo, donde ya que el lenguaje no alcanza la metáfora es lo que nos queda para decir algo que siempre será indecible, entonces es el discurso común y comprensible el verdadero artificio, milagroso, pues antes de preguntarnos por qué hay cosas que no entendemos, más justo es preguntarnos cómo es que logramos entender. Concluimos que si la poiesis parece disparatada, lo es en relación al sujeto de la comunicación, pero no al real de nuestro psiquismo, pues tras todo lo visto, podemos osar decir que es su esencia. Tenemos las condiciones para proponer que el núcleo irrepresentable del psiquismo, y sus constantes intentos de representarlo, hallan en el arte su correlato cultural privilegiado. La poiesis es al sujeto lo que el arte es a la civi-lización. Tal vez por ello se ha dicho que el arte no es una ilusión, sino lo real mismo (Fondane).

Llegados al final de este recorrido, proponemos como conclusión principal que, leyendo la obra de arte como poiesis desde la sublimación en Lacan (y todos los antecedentes epistemológicos que ello implica) podemos considerarla como

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el correlato cultural de la subjetividad. Proponemos que es ahí donde puede radicar un interés de las artes hacia el psicoanálisis, en el sentido de que este último ha considerado como esenciales los elementos del pensamiento poético que la modernidad degradó, degradando de paso el poder de la verdad material de la obra de arte y la subjetividad respecto a la verdad formal de la ciencia y su ideal de objetividad. Siendo fieles a esta verdadera doctrina de la incompletitud que hemos presentado, consideramos que nada de lo dicho hasta acá es definitivo ni totalmente concluyente, pero nos brinda las herramientas epistemológicas para futuras reflexiones respecto a las artes y sus vínculos con la subjetividad y su correlato cultural: la civilización. Así, todo lo acá visto nos suscita proponer la hipótesis de una dimensión de sublime inutilidad en la poiesis. Habiendo visto el vacío esencial y necesario para todo proceso de sublimación, cabe preguntarnos por el porvenir de la capacidad de creación en las sociedades de hiperconsumo, bajo un imperativo de confort y de colmar todo vacío (Alemán 2000). Es en ese contexto donde lo sublime pasa a ser marginalizado (Saint Girons 1993a) lo cual no ha de sorprendernos, pues es el resultado de siglos de devaluación de la retórica y la metáfora por parte del pensamiento moderno.

El actual rol de las artes en la sociedad, que va desde lo inútil, pasando por las actividades de tiempo libre, y llegando hasta la condición de lujo, son consecuencia y reflejo de todo ello. En ese sentido, proponemos que el psi-coanálisis y la filosofía de lo sublime pueden emprender una apología a la inutilidad de la obra de arte: si la subjetividad misma tiene como causa un más allá de la sobrevivencia y la comunicación que halla su eco en la obra de arte, estamos entonces ante un “para todos”, fundamental para la antropogénesis. Es ahí donde proponemos que esta inutilidad pierde su valor deficitario, deja de ser sinónimo de infecundo, o de lujo, y pasa a ser, por el contrario, no solo una actividad esencial para la subjetivación y el desarrollo cultural, sino una capacidad de creación propia de pleno derecho para todos los seres parlantes por igual. Tal vez ahí radica, más allá de todo lo dicho, el interés de las ar-tes hacia el psicoanálisis: que este último le devuelve una dignidad perdida, otorgándole títulos de fabricación civilizadora, de actividad esencial para la subjetivación y la antropogénesis, y de este modo, haciéndola con toda ironía a la vez lo más inútil y lo más necesario y esencial tanto para el sujeto como para su correlato colectivo, la civilización.

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Recepción: mayo de 2012Aceptación: noviembre de 2012