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Socioherméneutica trágica de la Modernidad

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Hermenéutia

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Sociohermenéutica trágica de la modernidad. Razón, interpretación e identidad© Ediciones UCSH

Primera edición de 200 ejemplares, noviembre 2014Registro de Propiedad Intelectual NºISBN:

Ediciones UCSHGeneral Jofré 462, Santiago, ChileFono: (56-2) 24601218Email: [email protected]

Imagen de portada, fragmento de:Título: Razón, Interpretación e Identidad ITécnica: Collage Papel de grabado, tinta china y acrílico.Tamaño: 109 cm. x 122 cm. Año: 2014Alfonso FernándezVisual ArtistGuest Professor of Art. University of Missouri-St. Louis. UMSLwww.alfonsofernandez.cl

Diagramación: Fabiola Hurtado CéspedesCorrección de prueba: Juan Álvarez de Araya Muñoz

Impreso enDirección imprenta

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Fernando José Vergara Henríquez

Sociohermenéutica trágica de la modernidad

Razón, interpretación e identidad

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Índice

PRÓLOGO 11

INTRODUCCIÓN 15

CAPÍTULO I Hermenéutica y modernidad tardía: voluntad interpretativa en el horizonte de la onto-tecnoglobalización de la cultura 23

Coordenadas hermenéuticas de la tragicidad de la modernidad 23Constitución racional de la sociedad moderna: sujeto y progreso 83Reinhart Koselleck y la semántica de los tiempos modernos: experiencia, expectativa y aceleración 95Patxi Lanceros y el modo cansado de una modernidad onto-tecnologizada 111

CAPÍTULO IIEl carácter trágico de la hermenéutica al interior de la teoría de la interpretación perspectivística 167

Friedrich Nietzsche y la liberación poética de la consciencia moderna: metáfora y perspectivismo 169Estatuto hermenéutico de la iguratividad perspectivística: perspectivismo nietzscheano y simbolismo ortiz-osesiano 180

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CAPÍTULO IIIRendimiento sociohermenéutico de las inter-implicaciones figurativo-perspectivísticas con las narrativas de la modernidad trágica 241

Primera inter-implicación: el sacerdote asceta y el sacro-dominio del sentido con la narrativa de la dominación en heodor Adorno y Max Horkheimer 253

Segunda inter-implicación: el pastor de la metafísica o la visión del enigma con la narrativa de la decisión autónoma en Jürgen Habermas 302

Tercera inter-implicación: el hombre loco o cuando la fe deviene en frenesí con la narrativa ontotecnologizada de la desazón moderna en Jean-François Lyotard 363

CAPÍTULO IVSociohermenéutica de la identidad moderna 453

Modernidad e identidad: entre la asimilación y la construcción 453

Autonomía moderna y narrativa de la subjetividad. Un guiño nietzscheano a la identidad 482

CONCLUSIÓN 495

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Dedico este libro a quienes con sus esfuerzos, postergaciones y sacriicios, han apoyado mi vida y mi trabajo:

Verónica, Agustín y Matilde,

razón

sentido

esperanza

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Entrego este trabajo al ilósofo bilbaíno Patxi Lanceros, por acompañarme con su amistad, palabra y conocimiento, por los laberintos de la modernidad.

Agradeciendo que mi nombre en algo haya quedado unido al suyo inscrito en alguna pared de ese laberinto.

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Prólogo

Hace un tiempo podía pensarse que la modernidad era un proceso (o un proyecto) no sólo inacabado sino esencialmente inacabable. Quiere esto decir que hubo algún tiempo en el que la modernidad se pensó a sí misma como último avatar de la razón en la historia, como compendio selectivo y balance crítico de un largo camino (camino, largo y uno) a través del cual la humanidad se habría –¿al fin, por fin– encontrado a sí misma; y, adulta ya, habría asumido (o podido asumir) por cuenta propia y con propio riesgo, con ple-na conciencia y en un ejercicio de responsabilidad, las tareas que otrora habían sido coniadas a instancias exteriores o superiores –la naturaleza y los dioses, básicamente–. Culminado el trayecto y trazado el mapa, quedaban, ciertamente, ajustes: que se posponían para el futuro (inminente) o se proponían como futuro (evidente). Ese futuro, por cuanto pre-visto, pre-ijado, carecía de auténtica novedad. Los ajustes modernos no serían sino variaciones, necesa-rias sin duda, sobre unos cuantos temas: pero los temas estaban ya escritos: prescritos y pre-escritos. Tan sólo quedaba algo así como “ese esfuerzo más” que Sade, famosa e irónicamente, pedía a los franceses. Para el caso se trataba, con no menor fama pero sin un ápice de ironía, de un esfuerzo más para llegar a ser verdaderamen-te republicanos y cosmopolitas, libres iguales y hermanos, solida-rios; un esfuerzo más para reclamar a los viejos dioses la última chispa de su fuego, para vencer las resistencias de una naturaleza todavía algo ajena y un punto hostil, para lograr una socialización plena y sin reserva: extraña a las lacras de la dominación y la ex-

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PRÓLOGO

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clusión. Un esfuerzo más –siempre uno más, o más de uno– en un proceso-proyecto con ines pero sin término: por in sin in(al).

Hace un tiempo (menos) la certeza del pronóstico pareció eclipsarse, o disiparse. La modernidad y todas las instancias (teóricas y prácti-cas) que en ella habían hallado fundamento y cobijo fueron auscul-tadas con rigor (o con saña) y, en muchos casos, denunciadas como imposturas. O contempladas como iguras de un relato (de unos re-latos) que estaban confeccionados a base de múltiples olvidos, noto-rias omisiones, crasos errores y, acaso, perversas voluntades, o aviesas intenciones. Quedaba espacio, y tiempo, para nuevas (s)elecciones; y para una crítica más allá de la crítica (moderna, por cierto y por supuesto). “Posmodernidad” es una de las formas de denominar a ese tiempo –tal vez un intervalo– en el que todo lo sólido parecía desvanecerse otra vez en el aire de un inderogable escepticismo; o de un ácido cinismo. Clausura o término tras todos los ines (debidos y no tenidos); inal (no necesariamente feliz) de todos los ines.

Tras la euforia de un tiempo y la suspicacia de otro (tiempo), nos hallamos otra vez confrontados en/con la (in)cesante modernidad: cierto es que aquella seguridad plena no nos seduce, que hay esca-sa simpatía para con aquella euforia concreta que acompañó a la modernidad en su apogeo y que ha dejado, más bien, un saldo de promesas incumplidas, de ilusiones insatisfechas; pero también es cierto que el aire de dimisión que hizo ondear algunas banderas posmodernas (las menos presentables, las más estólidas) resulta, hoy, irrespirable.

La (in)cesante modernidad es, una y otra vez, nuestra cita. Y es nuestro reto. Pues se puede sospechar que, aun tras estrepitosas fracturas, tras notorios fracasos, la modernidad no ha acabado. Y no ha acabado… de empezar.

El estado o estatuto de nuestro presente (de ese presente que, a tenor de algunos juicios, se expande hasta invadir cualquier pasado

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y colonizar cualquier futuro) es, cuando menos, paradójico. Tam-bién dramático. Y, si se atiende a alguna de las iguras y estructuras estudiadas en este libro que el lector contempla(rá), profesional y vocacionalmente trágico.

Fugitivo de sus pasados, e incluso hostil a ellos, nuestro presente, el presente que somos o que nos es, ha optado inalmente por ensayar todas las modalidades de la cita: cita explícita e implícita, abierta o clandestina, enemiga o cómplice. Los pasados son una y otra vez citados, una y otra vez re-citados, reiterados y requeridos. Quizá porque, cancelada la garantía de un tiempo que desplaza y supera, queda tan sólo un amplio espacio: adecuado para acometer y con-sumar esa cita múltiple. Un presente que, biblioteca o museo, con-tinente hospitalario de contenidos diversos (y aun perversos), se prodiga en reclamos. Y ¡cuántas iguras acuden a la llamada! Hay ocasiones en las que su abolengo nos intimida, otras en las que su equilibrio, aun ajado, nos seduce; otras en las que su espectrali-dad… nos asusta. Pero acuden solícitas: citadas, re-citadas.

Pero nuestro presente, fugitivo de sus pasados, también ha deser-tado de sus futuros. Aquellos que antaño imantaban las concien-cias, y atraían con un incontestado vigor. Otrora garantizados, los futuros pre-vistos se ocultan, se desvanecen. Esquivos a la mirada, parecen negarse incluso al deseo. Y se genera la impresión, desagra-dable, de que tenemos, ya, todo el futuro a la espalda. Y ya no hay más. Nada. Después de todo… nada.

El presente –paradójico, dramático, tal vez trágico– ha de con-frontarse consigo mismo. Se sospecha hijo (o huérfano) de la (in)cesante modernidad; se insinúa heredero (sin testamento ni alba-ceas) de esa misma modernidad… acaso insolvente. La sospecha y la insinuación han de ser (a)probadas. Y sólo en el ejercicio de la confrontación, de las múltiples confrontaciones, puede nuestro presente –que no es moderno sin poder ser otra cosa–, esclarecer

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PRÓLOGO

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la embajada de sus pasados y la omisión de sus futuros. Sólo así, o sólo aquí (y aquí solo) puede este presente atribulado (re)presen-tarse de nuevo: más allá de su vieja representación, más acá de su precipitado cese. Presente: una y otra vez comienzo tras abruptos inales; una y otra vez comienzo… de (in)ciertos ines.

Fernando Vergara Henríquez, que ha explorado sin desmayo los diversos vericuetos de las múltiples modernidades, acomete en este libro, con acumulación de informaciones, con osadía y vigor, la tarea de establecer alguno de los escenarios de esa confrontación necesaria. Estructuras y iguras son requeridas y retenidas; son re-citadas, son re-clamadas. El autor, con valentía, hace que todas ellas, de distinto origen, se encuentren en el espacio epistémico de una “sociohermenéutica”: un espacio –acaso último, tal vez póstu-mo– para el necesario ejercicio de confrontación con la moderni-dad, resistente o residual, que apenas nos sostiene.

Para el que irma estas líneas, haber acompañado en algunos mo-mentos el trayecto que este ensayo transita es una satisfacción; que alguien le haya permitido iniltrarse en algunas de sus páginas, es un obsequio. Y gozar, tal vez sin merecerla, de la consideración del autor de este libro, es un honor.

Patxi Lanceros M.

Bilbao, 2014

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Introducción

La hermenéutica asume al sujeto como una entidad dinámica y cambiante, posibilitando el rebasamiento del símbolo y de la me-táfora, para situarse en la dimensión transformadora de la autorre-ferencialidad, de la subjetividad cerrada y de la identidad en tanto que representación. Por su parte, una sociohermenéutica asume las variables históricas para intelegir, interpretar y comprender los despliegues de una modernidad optimista en la realización racio-nal de la historia a partir de discursos hegemónicos: la recupera-ción del sujeto de las garras de la teodicea terrenal y la capacidad emancipatoria y regulatoria de la razón. Sabemos, desde Nietzs-che, que la hermeneuticidad del conocimiento, de la realidad y de la verdad, depende de la multiplicidad de ángulos que constituyen la interpretación. Sabemos desde Gadamer, sobre el carácter uni-versal que adquiere la comprensión en el horizonte del diálogo y de las labores de historia en nuestra conciencia y ser. Sabemos desde Ricoeur, que la hermenéutica contemporánea inaugurada por los maestros de la sospecha, representa un nuevo arte de interpretar teniendo como objeto hermenéutico el mundo mismo, el sentido y la existencia. Con la crisis de la modernidad se genera un quiebre en la tradición occidental, la hermenéutica adquiere un carácter universal en su intelección, teniendo como objetivo la comprensión de la experiencia humana como totalidad con sentido.

En el horizonte temporal de resigniicación cultural en la que nos encontramos, la hermenéutica realiza una labor de ajuste coim-plicativo; algo similar sucede con las piezas de un puzzle: la ima-

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INTRODUCCIÓN

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ginación, la intuición y el saber negocian la posición exacta de la pieza que done sentido a la totalidad por interpretar: no hay in-terpretación deinitiva ni menos detención o suspensión del com-prender-interpretar. Y en la hermenéutica de la iguratividad pers-pectivística, en la que se mezcla genealogía y simbolismo, cumple con el objetivo de forzar la interpretación al alinear las iguras de signiicación revelando su parentesco estructural, y que esta orde-nación pregona el proceso transformativo de la modernidad y de los impulsos que ha llevado a que su estructura ingrese a una global encrucijada cultural de re-coniguración crítica.

Intuimos que las iguras de signiicación de la hermenéutica trágica gozan de una similaridad orgánica y, por ello, resultan ser refracta-rios anacrónicos para la revelación consonante con el trágico proce-so transformativo de la modernidad. Una modernidad que ha ve-nido prorrogando su fundación y diiriendo las expresiones de este aplazamiento. Tal dilación se encuentra en las iguras dialogantes con las voces teóricas y prácticas de la modernidad. Además, estas iguras de signiicación hermenéutica expresan una similaridad en el sentido de asemejarse, que le vinculan desde los lazos heredados por la historia bajo la forma de memoria genealógica; expresan una similitud, es decir, una ainidad en una multiplicidad de puntos, de ejes y campos, de cruces e intersticios, consolidando ciertos en-claves de reconocimientos mutuos: el de una narratividad de iden-tidad. Con ello, desentrañamos que el ritmo de las modulaciones de la modernidad se ajusta a las transformaciones experimentadas por los personajes del ideario nietzscheano gracias a su parentesco o semejanza estructural. De más está decir, que la modernidad es la asunción de un sujeto poderoso (Descartes), pero a su vez, su disolución u ocaso (Hume). Asimismo, los guiones presentados para su vigorización y posterior deterioro, son las voces que hablan de la triple simbo-narración transformativa de la modernidad que se hace presente en las estrategias esceniicadas en el hacer, pen-

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sar y creer de las iguras de sacerdote asceta-león, pastor-camello y hombre loco-niño como estrategias metafóricas correspondientes a las concepciones crítico-evaluativas de la tragedia de la moderni-dad, con el objetivo de desentrañar una cualidad de la modernidad en sus discursos de legitimación: su iguratividad en la que se en-carna de forma simbólica el sentido, es su personiicación metafó-rica y teatralización vital; como también su acervo hermenéutico, su expresión semántica y perspectivística de la interpretación sobre la tragedia de la modernidad.

La tragedia de la modernidad, es la que nos ha ocupado con desa-zón y tiene que ver con su vigente –y constante– re-coniguración diferida desde una llamada encrucijada cultural hacia una encru-cijada planetaria de reordenamiento global, que ha decantado en proceso transformativo del sujeto en sus escenas ascéticas, meta-físicas y nihilistas como estrategias de un esquema sígnico e ins-tituyente de la modernidad. Lo épico, heroico de la modernidad –correspondiente a la metafísica ascética– y autocomplaciente con su fundación y coniada de su futuro, experimenta de una manera similar a la situación social y cultural del sacerdote asceta en tanto que habitáculo del saber, administrador del sentido, narrador de las profecías de la fe, arquitecto de su promesa, y gestor del hacer y del pensar. Articula su voluntad y poder en concordancia con las necesidades políticas y extramorales y a los grados de carencia de sentido o proximidad horrorosa al vacío. El pastor es el medio operativo o etapa transicional hacia la embriaguez de lo siempre nuevo del hombre loco; tal como el niño re-creador que todo lo juega en la novedad, el loco es el observador de la multiplicidad de la interpretación de la historia en visiones que retornan en el moderno aplazamiento de la re-interpretación.

La modernidad desamparada, descuidada –correspondiente a la función desaiante del pastor custodio de la metafísica agónica–, pero indulgente consigo misma, experimenta el cese de las funcio-

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INTRODUCCIÓN

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nes de resguardo pastoril de su rebaño ante el temor de la posibi-lidad del sinsentido junto con la desbordada conianza en la tra-dición expresada en sus facultades para llevar el oicio o el destino racional de la historia. Articula su voluntad y poder en función de mantener a cualquier precio y riesgo las aspiraciones de(l) sentido moderno. La modernidad desventurada, desamparada –corres-pondiente al hombre loco, desaliento de la metafísica nihilista– y alienada por la ignorancia de la ausencia, verbaliza la delirante con-ciencia de la isura, de la lejanía, del extrañamiento por la retirada de Dios. Articula su desánimo y debilidad en función de la apa-riencia y de la memoria nostálgica de los tiempos pasados que no se pueden fusionar en virtud de principios operativos o narrativas, ahora vaciados de su consistencia vinculante, como lo sostiene la postmodernidad como una plataforma de sostenimiento y mante-nimiento diferencial de un modo anoréxico de modernidad, como aquel que hace referencia a un caminar noctámbulo y enlaquecido de la Revolución –que nos ha conducido a la mera rebeldía–, del sentir trasnochado del torbellino social inaugurado por la Ilustra-ción y que la revolución reposa en un movimiento de inercia, no inerte ante las tensiones del sistema tecno-económico de la globa-lización. En este sentido, la situación medial frente a la clausura de la modernidad que hemos recorrido tiene por objetivo abrir una perspectiva que conluya en una interpretación igurativa de la mo-dernidad fundada en el proceso de triple metamorfosis del espíritu de los personajes simbo-hermenéuticos, como aquel proceso que encuentra su resonancia en la transformación de la misma moder-nidad desde un proceso de fundación en las teorías dominantes de modernidad, consolidación en las teorías críticas de modernidad y inalmente, en la crisis de las postmodernizadoras de modernidad.

La hermenéutica contemporánea articula un decisivo proceso de radicalización y universalización de la signiicatividad del com-prender en el ámbito epistemológico y ontológico y del interpre-

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tar en el ilosóico e histórico, reposicionando al sentido como eje especular. Los problemas modernos referente al sujeto, al lenguaje y a la existencia cobran profundidad interpretativa y urgencia crí-tica por entender los actuales modos de habitar la realidad sobre un (des)fondo último de conceptuabilidad abierto por el progreso con su tecnicidad, la secularización con su laicidad y la individua-lidad con su consumismo. Nietzsche y Gadamer se han convertido en referentes obligados al momento de abordar estos modos de habitar la realidad, pues conceptualizan la contemporaneidad en clave hermenéutica a partir de una coincidencia fundamental: la importancia que la interpretación adquiere sobre la modernidad y la pertinencia del comprender ante la explicación metódica de la ciencia. El desafío hermenéutico estriba en que en el afán por hacer inteligibles los sentidos de los fenómenos culturales o históricos, su labor fuerza necesariamente los márgenes que lindan entre lo particular y lo universal, pues el sentido por ser explicado se nos aparece como un dato particular, empíricamente dado a pesar de su expresión simbólica.

Hemos presentado aquí el núcleo de nuestra propuesta: evaluar la posibilidad de insertar un carácter igurativo en la hermenéutica y valorar su relación con la crítica volcánica de Nietzsche al saber, al deber y al creer modernos, a través de la operación inter-implicati-va y de conmutabilidad narrativa entre los personajes arquetípicos nietzscheanos con la derivas de la modernidad, señalando tanto una nueva acomodación de acontecimientos culturales modernos como también un original desenvolvimiento intra-narrativo al in-terior de su pensamiento.

Ante esta exigencia especular y experiencial, nos seduce el propó-sito más propio de la hermenéutica: ser una búsqueda o media-ción de posibilidades fecundas de sentido en tanto capaz de donar otra perspectiva de la realidad interpretada, como asimismo, una capacidad para trazar narrativas que concedan un sentido donde

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INTRODUCCIÓN

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(a)parecen coincidencias discordantes en el tiempo, y cuyo in es presentar una compatibilidad narrativa o conmutabilidad inter-pretativa a pesar de no convenir en la presencia inadvertida de un carácter signiicativo sedimentado en la historia.

Airmamos que la hermenéutica expresa una teoría que busca esclarecer el acontecimiento de la interpretación, y lo hace explo-rando las condiciones de posibilidad de la comparecencia y reposo del sentido como algo relativo a la interpretación en tanto capaz de captar anticipadamente metáforas que conciernen a una com-prensión adviniente que dona otra perspectiva de (la) realidad. La comprensión se perila como el modo de ser radical y práctico del existir humano, y justamente en esta consideración, estriba el giro de perspectiva que convierte a la fenomenología en hermenéutica, en el sentido que hace del examen de las condiciones en que tiene lugar la comprensión del ser-ahí. Y una de las condiciones de po-sibilidad de la comprensión estriba en la comunicación entre seres racionales: el hecho de poseer un lenguaje implica las posibilidades de autorrelexión y autoconsciencia como rasgos especíicos de los fenómenos y objetivaciones humanas de la realidad y experiencia.

La modernidad pivotea sobre un eje central: la narrativa de la pro-mesa del proyecto moderno. Esta narrativa se sustenta en la tesis de que en el progreso o racional emancipación subjetiva de la na-turaleza objetiva, en el ordenamiento social y natural y en la evolu-ción humana, habría articulado la universalidad de la razón y del individuo. Tal narrativa cuenta con la existencia de un sujeto indi-vidual, una razón universal y un proceso ordenado y controlado de acontecimientos dirigidos a la emancipación de la humanidad. Sin embargo, la narrativa de la promesa expresa también las modula-ciones contradictorias y retardarias de la modernidad triunfante y optimista: pluralidad y discordancia en los beneicios de los proce-sos teleológicos de la historia para el sujeto –desniveles de su pra-xis social, la centralidad del saber cientíico, la diferenciación social,

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la secundariedad del sujeto en el protagonismo de la historia, la reducción de los ámbitos culturales bajo el signo contradictorio de lo global como ethos totalizador de lo político, el hastío ante la amenaza del nihilismo como ausencia total de sentido, la disolu-ción de los contornos valóricos y la incredulidad en la capacidad transformadora y resolutiva de la razón tecno-cientíica–.

En este hipercontexto, la presente investigación se propone anali-zar la inter-implicación entre hermenéutica y modernidad a partir de la clave ilosóica de iguratividad como asimismo, la co-impli-cación entre el pensamiento de Nietzsche y Gadamer. Se proyecta, por una parte, interpretar los matices de la metamorfosis moderna como proceso diferenciador ante lo distinto de sus tantos orígenes, lo múltiple de sus tantas versiones y lo diverso de sus tantos pro-pósitos a partir de la clave hermenéutica de iguratividad. Por otra, alcanzar criterio para comprender el acaecer de las energías revo-lucionarias de la modernidad ilustrada desde la autoairmación racional hasta su condición agónica, desde el énfasis de la razón moderna hasta el agotamiento cultural de la Ilustración en manos de la tecnología; desde la certeza del proyecto ilustrado hacia el de-bilitamiento de los vínculos narrativos viviicantes que le sostenían.

Finalmente, proponemos una relexión en torno a la identidad como tributo de las teorías de la modernidad presentadas en el horizonte hermenéutico trágico. La identidad es una metáfora ideológico-cultural de corte ético-político y como tal, es una re-presentación en el horizonte de la interpretación. Así, la elección, identiicación, diferenciación e internalización intersubjetiva social y política de la identidad se ha enmarcado en los derroteros de la modernidad. Por ello, la identidad como representación, resulta una clave hermenéutica inmejorable a la hora de revisar la natura-leza y condición de la modulación del sujeto en los márgenes de la onto-tecnoglobalización contemporánea.

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CAPÍTULO IHermenéutica y modernidad tardía: voluntad interpretativa en el horizonte de la onto-tecnoglobalización de la cultura

COORDENADAS HERMENÉUTICAS DE LA TRAGICIDAD DE LA MODERNIDAD

El hombre interpreta para comprenderse a sí mismo, a los otros, al mundo y a las ininitas relaciones vinculadas al destino de una existencia en perpetua búsqueda y recolección de interminables posibilidades de sentido. Para llevar a cabo esta vocación, se sir-ve de una disciplina ilosóica crítico-explicativa que formaliza el modo interpretativo y comprensor de la existencia, que al admitir su initud, le delata nuevas e ininitas perspectivas sobre el sentido: la hermenéutica.

El ilosofar no es una actividad opcional, complementaria ni me-cánica para el hombre, sino que es una labor destinal, necesaria y natural. Por ello, el pensar sobre la realidad es la expresión de la esencialidad problematizadora del ser humano o, en otras pala-bras, ilosofar es la determinación de problemas. Filosofar enton-ces, no es un asunto de elevada inspiración ni un tema personal, arbitrario, desvinculado de la historicidad propia del ser humano, sino que la ilosofía siempre se construye a partir de su propia his-toria, estableciendo una suerte de implicación, alineación y orde-namiento entre el pensar y el mundo, entre la persona y el tiempo

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CAPÍTULO I. Hermenéutica y modernidad tardía

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imprimiendo un carácter dinámico a los problemas y a las pregun-tas ilosóicas, suponiendo un progreso o evolución en tanto escla-recimiento o clarividencia creciente de aquello que pensamos sobre uno mismo, el otro, el mundo y Dios.

Nuestra inmediatez histórica se deine a partir de revoluciones, giros y léxicos nuevos, plataformas interpretativas renovadas, es-tableciendo períodos de pensamiento en los que se resuelven las formulaciones signiicativas que servirán para ijar el carácter di-námico de nuestro pensar. El período o la etapa metafísica del pensamiento, fue eminentemente un discurso sobre substancias inaprensibles materialmente u objetos suprasensibles o no-em-píricos: siendo la pregunta ilosóica sobre “lo que es” o “lo que hay” –ousía, substancia, hypokéimenon, esencia– un presupuesto de nuestro conocimiento. El período siguiente es el trascendental, el que determinará la pregunta epistemológica, es decir, la pre-gunta por el conocimiento mismo, siendo el concepto de verdad su clave fundamental, su formulación será sobre la objetividad, es decir, por las condiciones de posibilidad del objeto con aspi-raciones de validez universal. Este paso es el giro que inaugura Descartes donde Dios jugaba un papel fundamental pese a la ra-dicalización de la subjetividad y que culmina en Kant, donde el conocimiento encuentra su legitimidad en sí mismo sin recurrir a una instancia externa. Este período es el discurso por el cono-cimiento del objeto, es la pregunta por “saber de lo que hay”, es decir, el fundamento –innatismo, experiencia, fenomenismo, ra-zón, intuición pura, etc.–. La pregunta epistemológica sobre el conocimiento “de lo que hay” absorbe a la pregunta ontológica por “lo que es”, pues para saber “lo que hay” presupone que puede ser conocido. Así, la pregunta epistemológica resulta ser más funda-mental que la pregunta metafísica, pues ésta supone lógicamente a la primera. Actualmente, la ilosofía y el ilosofar se realizan en un proceso de escisión en dos tradiciones ilosóicas fundantes del

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siglo XX: la ilosofía analítica y la fenomenológico-hermenéutica. Este paso signiica la entrada del lenguaje –texto, discurso, rela-to– como categoría fundamental de la experiencia humana del pensar. El paso de la etapa epistemológica a la lógico-semántica, está marcado por la prioridad lógica que imprime la semántica al estudiar la estructura de sentido del lenguaje, haciendo posible el paso de la ilosofía en su fase trascendental a una semántica, pues establece que existe un problema lógico anterior: el problema de la signiicación o sentido. Luego de esto, la ilosofía se considera-rá, entonces, como una actividad de elucidación del sentido. La fenomenología y la hermenéutica se empalman justamente en la cuestión sobre la signiicación o sentido, de hecho se puede deinir a la fenomenología como una teoría de la signiicación, al situar su interés en las esencias o unidades ideales de signiicación. Por su parte, la hermenéutica, al deinirse como una teoría del sentido y del comprender, establece que la comprensión implica algo más que un vínculo cognitivo con un objeto, sino que el sujeto está comprometido, implicado en cuanto totalidad en la misma com-prensión: el sujeto deviene Vida y el objeto Mundo en tanto ámbi-tos originarios de(l) sentido. En esta implicación hermenéutica es donde se superpone el ontológico, el epistemológico-trascenden-tal y el lingüístico, es decir, la categoría hermenéutica de sentido asume los enunciados lingüísticos y las estructuras proposiciona-les, como también, los actos culturales, las personalidades indivi-duales y colectivas, los acontecimientos históricos y todo tipo de objetos culturales. Es decir, en la categoría de sentido, fenome-nología y hermenéutica encuentran su vinculación más profunda, en aquel sentido siempre vinculado a la vivencia y experiencia de su aprehensión, sea ésta un entender o un captar, pues ambos se sitúan en el horizonte de la comprensión. Esta experiencia subje-tiva no es esencial, como lo supone la fenomenología, sino que es fáctica, como lo sostiene la hermenéutica.

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CAPÍTULO I. Hermenéutica y modernidad tardía

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Respecto de la dimensión metodológica que se desprende de lo anterior, el siglo XX ha insistido en la gran objeción en torno a la fenomenología y la hermenéutica sobre la ausencia de método. De hecho, se considera que la tendencia fenomenológico-hermenéu-tica es más bien temática que metódica, y que los compromisos teóricos son estructurados conceptualmente sin consistencia lógi-ca. Nuestra instalación en el mundo nos exige una comprensión triple: del mundo, del hombre y de la relación entre ambos, lo que implica un acercamiento integral, global y adecuado que incluya el dinamismo social, la pregunta por la verdad y nuestro contexto cultural y temporal, con el in de constituir un marco de referencia, paradigma o matriz hermenéutica.

La metodología utilizada con el in de alcanzar los objetivos de comprensión y aplicación ilosóica, es la del método fenomenoló-gico-hermenéutico que se inserta en la tradición teórica de la her-menéutica ilosóica del siglo XX, el que asumiendo la historicidad en tanto que conjunto de conocimientos e ideas, discursos, pensa-dores y autores, constituyen una suerte de fuente o base metodoló-gica para las prácticas de investigación en las ciencias humanas. El método fenomenológico-hermenéutico supone tanto una orienta-ción intelectual como actitudinal del investigador enraizada en el estudio del signiicado esencial de los fenómenos así como por el sentido y la importancia que éstos tienen a la hora de pensar las categorías fundamentales de la tradición intelectual de Occidente. La fenomenología es el estudio vivencial de la realidad y del fenó-meno en su radicalidad esencial, naturaleza propia y tal como se presenta a la conciencia; encuentra su aplicación en la descripción y análisis de los contenidos de la conciencia, procurando ahondar en sus realidades que, contextualizadas temporalmente, el investi-gador debe encontrar; además, se constituye metodológicamente en un estudio vivencial de la interioridad personal del sujeto, per-cibida en interacción con la realidad. Por su parte, la hermenéuti-

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ca, como arte o técnica de interpretación, cumple con el papel de mediadora entre el sujeto y el objeto de estudio, interpretando los fenómenos desde su propio contexto de acción, desde su particular tiempo histórico con el in de develar, dar sentido y comprenderlos profundamente desde la categoría fundamental de lenguaje en una fusión de perspectivas. En este sentido, la hermenéutica supondría el esclarecimiento o clarividencia de la verdadera intención y del interés que subyace bajo toda comprensión de la realidad, y con ello, se presentaría como el arte de comprender correctamente la palabra del otro. El método fenomenológico-hermenéutico en su capacidad integradora, plantea una singular sintonía desde el pun-to de vista ontológico y epistemológico, al constituirse como un enfoque interpretativo-ontológico, que asume simultáneamente el existir, el ser, y el estar en el mundo expresados lingüísticamente, el método fenomenológico-hermenéutico consistiría en pensar lo propio de la intelección y alumbrar las mediaciones con el mun-do en una co-interpretación entre la rigidez explicativa de la fe-nomenología y la inclusión de la intersubjetividad por parte de la hermenéutica. Este método abre nuevos horizontes para la investi-gación ilosóica, pues integra el fenómeno en un contexto espacio-temporal e histórico de comprensión, constituyéndose como una actividad cultural de comprensión, en la que la fenomenología ija al fenómeno y la hermenéutica lo aclara en su interpretación.

Desde el punto de vista epistemológico, la hermenéutica es la búsqueda de una renovación de las ciencias del espíritu o ciencias humanas frente al dominio de las ciencias de la naturaleza refren-dado ilosóica y políticamente por el positivismo. Así, pretende autonomizar el comprender como forma de racionalidad histórica frente al explicar como episteme de las ciencias naturales. Pero la metodología hermenéutica tiene una profundidad ontológica, una carga ontológica: es el llamado círculo hermenéutico que expresa la necesidad de englobar tanto al sujeto como al objeto, esto es, a

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la cosa deinida y a las condiciones de la deinición; condiciones no sólo lingüísticas (materiales y simbólicas) y gnoseológicas (méto-dos de conocimiento, instrumentos de percepción, etc.), sino sobre todo intencionales; dicha estructura intencional que el interpretar crítico tiene que tener en cuenta conforma no sólo la serie de ex-pectativas individuales del sujeto cognoscente sino especialmente el contexto del texto, es decir, la situación del comprender. Así, el comprender hermenéutico supone un nuevo tratamiento del pro-blema de la relación sujeto/objeto, porque tiene que tomar en con-sideración una doble contingencia: la de la cosa u objeto y la del intérprete o sujeto.

Rorty presenta una visión de la historia de la ilosofía, especial-mente de la ilosofía analítica, caracterizada por la idea de confron-tación. La separación categórica entre mente y cuerpo, entre la cosa pensante interior y la cosa física exterior, según la cual el hombre está caracterizado y distinguido entre los demás seres, ha sugerido un modelo de lo mental como un Ojo Interior que mira y distingue dentro de sí mismo, una Esencia de Vidrio que releja el mundo real. Pensar como movimiento natural y, especialmente, conocer, es aquello que desde el siglo XVII hasta el siglo XIX ha caracterizado tradicionalmente lo ilosóico y lo eminentemente humano, y sigue caracterizando la opinión común sobre el rol de la ilosofía hasta nuestros días.

Contra esta idea privilegiada de lo humano causante de proble-mas insolubles –que han dado lugar a la ilosofía analítica en sus numerosas corrientes que buscan mejorar y depurar la imagen en el espejo–, Rorty propone la necesidad de superar estas construc-ciones metafóricas, sustituyendo la motivación confrontacional por otra conversacional, tomando como referencia el pensamiento crítico de Wittgenstein, Heidegger y Dewey y conectándolo con la hermenéutica y la ediicación de Gadamer. La ilosofía orientada

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por la metáfora confrontacional puede sintetizarse en la siguiente secuencia:

«La metáfora dominante original era la de determinar nuestras creencias poniéndolas cara a cara con el objeto de la creencia (la igura geométrica que prueba el teorema, por ejemplo). [Filoso-fía griega, Platón, etc.] El siguiente paso es pensar que entender cómo se conoce mejor es entender cómo se mejora la actividad de una facultad cuasi-visual, el Espejo de la Naturaleza, y, por lo tanto, pensar en el conocimiento en cuanto agrupación de representaciones exactas. […] Luego viene la idea de que la for-ma de tener representaciones exactas es encontrar, dentro del Espejo, una clase privilegiada especial de representaciones tan irresistibles que no se puede dudar de su exactitud. Estos funda-mentos privilegiados serán los fundamentos del conocimiento, y la disciplina que nos dirija hacia ellos –la teoría del conoci-miento– será el fundamento de la cultura [Descartes]. La teoría del conocimiento será la búsqueda de lo que obliga a la mente a creer en el mismo momento en que es desvelado. La ilosofía-como-epistemología será la búsqueda de estructuras inmutables dentro de las cuales deban estar contenidos el conocimiento, la vida y la cultura –estructuras establecidas por las representa-ciones privilegiadas que estudia–. [Kant] Así pues el consenso neo-kantiano parece el producto inal de un deseo original de sustituir la conversación por la confrontación en cuanto determi-nante de nuestra ciencia».1

La idea de confrontación ha conducido a visiones tan opuestas como el idealismo, la fenomenología, el naturalismo, el mecanicis-mo, el conductismo, etc., todos los cuales tienen en sus bases la idea de verdad como el relejo depurado (o depurable por virtud de

1 Rorty, Richard (1995). La ilosofía y el espejo de la naturaleza. Madrid, Cát-edra, pág. 154.

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la ilosofía) en el Espejo de la Naturaleza (la mente como metáfo-ra), como una correspondencia ya sea entre conceptos y estados de cosas, neuronas y estímulos externos, ideas y propiedades a priori de la mente humana, ideas claras y distintas versus la confusión y el accidente. Tras la idea de conversación, Rorty propone el reco-nocimiento de que las justiicaciones y la apreciación de verdades debe bastante más al medio social y a las relaciones interpersona-les en un sentido holístico, global –como lo entendieron Sellars y Quine–, más que al atomista y particularizado de la supuesta correspondencia entre representaciones –o ideas– y objetos: «La premisa fundamental de este argumento es que entendemos el co-nocimiento cuando entendemos la justiicación social de la creen-cia, y, por tanto, no tenemos ninguna necesidad de considerarlo como precisión en la representación».2

Rorty propone que la búsqueda de la validez del conocimiento debe ser hecha en dirección contraria a la de la tradición ilosóica iniciada por Descartes en la introspección del individuo. Señala a Wittgenstein con sus Investigaciones ilosóicas y a Kuhn con la Estructura de las revoluciones cientíicas como dos notables ejemplos de progresos realizados en esta nueva búsqueda:

«Para entender las materias que Descartes quería entender –la superioridad de la Nueva Ciencia sobre Aristóteles, las relacio-nes entre esta ciencia y las matemáticas, el sentido común, la teología y la moralidad– hemos de dirigirnos hacia afuera en vez de hacia adentro, hacia el contexto social de la justiicación más que a las relaciones entre las representaciones internas».

Sobre la importancia del lenguaje en la ilosofía del siglo XX –el giro lingüístico–, Rorty critica las posiciones que deienden la “i-losofía del lenguaje” (Dummett, y otros) como un progreso du-

2 Ibíd., pág. 162.

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dosamente signiicativo en el sentido de que por in se tendría un terreno natural y no metafísico donde ejercer una epistemología consecuente con Descartes, puesto que por in las ilosofías del len-guaje habrían podido formular el problema del conocimiento en términos adecuados y pragmáticos según las teorías del signiicado y los métodos lógicos y gramaticales. La objeción de Rorty se cen-tra en el reconocimiento de que los paradigmas ilosóicos nuevos van dejando de lado a los antiguos problemas en lugar de ofrecer nuevas y mejores formas de resolverlos. La ilosofía del lenguaje no sería más que un nuevo intento nostálgico de conectar un nuevo tipo de actividad ilosóica con una antigua problemática:

«La idea de Dummett de la ilosofía del lenguaje como ‘ilosofía primera’ nos parecerá equivocada no porque haya alguna otra área ‘primera’ sino porque la idea de la ilosofía en cuanto dotada de fundamentos es tan errónea como la de que el conocimien-to tenga fundamento. Según esta concepción, ‘ilosofía’ no es el nombre para una disciplina que aborda cuestiones permanen-tes y, por desgracia, no llega a formularlas adecuadamente o se limita a atacarlas con torpes instrumentos dialécticos. Es, más bien, un género cultural, una ‘voz en la conversación de la huma-nidad’ (en palabras de Michael Oakeshott), que se centra en un determinado tema y no en otro en un momento dado, no por necesidad dialéctica sino por consecuencia de varias cosas que ocurren en otra parte de la conversación (la Nueva Ciencia, la Revolución Francesa, la novela moderna) o de hombres indivi-duales con talento que piensan algo nuevo (Hegel, Marx, Frege, Freud, Wittgenstein, Heidegger), o quizá de la resultante de va-rias de estas fuerzas. Un cambio ilosóico interesante (podría-mos decir ‘el progreso ilosóico’, pero esto sería una petición de principio) se produce no cuando se encuentra una nueva forma de hacer frente a un problema antiguo sino cuando aparece un nuevo conjunto de problemas y los antiguos comienzan a esfu-marse. Pero, por todas las razones que Kuhn y Feyerabend han

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presentado en su crítica de la historia de la investigación que es típico de los ‘manuales’, hay que resistir a esta tentación».3

Para Rorty, la hermenéutica no es una ilosofía que llene el vacío cultural ocupado en otros tiempos por la ilosofía centrada episte-mológicamente, como tampoco

«[Es] el nombre de una disciplina, ni de un método de conse-guir los resultados que la epistemología no consiguió obtener, ni un programa de investigación. Por el contrario, la hermenéutica es una expresión de esperanza de que el espacio cultural dejado por el abandono de la epistemología no llegue a llenarse –que nuestra cultura sea una cultura en la que ya no se siente la exi-gencia de constricción y confrontación–. La idea de un armazón neutro y permanente cuya ‘estructura’ puede mostrar la ilosofía es la idea de que los objetos que van a ser confrontados por la mente, o las reglas que constriñen la investigación, son comunes a todo discurso, o al menos a todo discurso que verse sobre un tema determinado. Así, la epistemología avanza partiendo de la suposición de que todas las aportaciones a un discurso deter-minado son conmensurables. La hermenéutica es en gran parte una lucha contra esta suposición. […] Para la hermenéutica, ser racional es estar dispuesto a abstenerse de la epistemología –de pensar que haya un conjunto especial de términos en que deben ponerse todas las aportaciones a la conversación– y estar dis-puestos a adquirir la jerga del interlocutor en vez de traducirla a la suya propia. Para la epistemología, ser racional es encon-trar el conjunto adecuado de términos a que deberían traducirse todas las aportaciones para que sea posible el acuerdo. Para la epistemología, la conversación es investigación implícita. Para la hermenéutica, la investigación es conversación rutinaria. La epistemología ve a los participantes unidos en lo que Oakeshott

3 Ibíd., pág. 243.

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llama una universitas –grupo unido por intereses mutuos en la consecución de un in común–. La hermenéutica los ve unidos en lo que él llama una societas –personas cuyos caminos por la vida se han juntado, unidas por la urbanidad más que por un objetivo común, y mucho menos por un terreno común–».4

Rorty entiende por conmensurable aquello que es capaz de ser so-metido a un conjunto de reglas que hablan del cómo podría llegar-se a un acuerdo sobre lo que resolvería el problema en cada uno de los puntos donde parece haber conlicto entre las airmaciones. Señala que, de acuerdo al enfoque pragmático del conductismo epistemológico –según el cual sólo podemos explicar la racionali-dad, airmar cosas y atribuir relevancia y autoridad epistemológica por referencia a lo que la sociedad nos permite decir y no al re-vés–, la posibilidad de hacer conmensurables discursos diferentes uniicándolos en uno solo coherente, o que esto no pueda hacerse, depende exclusivamente de que estos discursos pertenezcan a un mismo paradigma, es decir, que pueda darse la diferencia entre un discurso “normal” y uno “anormal”, tal como Kuhn entiende la di-visión entre ciencia normal y ciencia anormal. Esta ampliación de los conceptos de Kuhn sobre otros aspectos de cultura, además de las ciencias, permite a Rorty plantear que la hermenéutica busca una racionalidad donde ya sabemos que no podemos acordar sus bases y cuando hemos perdido toda posibilidad de recurrir a una disciplina –como la ilosofía– que pueda ayudarnos a establecer un acuerdo:

«[La] hermenéutica es el estudio de un discurso anormal desde el punto de vista de un discurso normal –el intento de dar cier-to sentido a lo que está pasando en momentos en los que aún no estamos seguros sobre ello como para hacer una descripción

4 Ibíd., págs. 288-290.

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y, por tanto, para comenzar su explicación epistemológica. […] Desde este punto de vista, la línea divisoria entre los respectivos dominios de la epistemología y la hermenéutica no consiste en la diferencia entre ‘ciencias de la naturaleza’ y las ‘ciencias del hom-bre’, ni entre hecho y valor, ni entre teórico y práctico, ni entre ‘co-nocimiento objetivo’ y algo más viscoso y dudoso. La diferencia es cuestión de familiaridad, simplemente. Seremos epistemólo-gos donde comprendamos perfectamente bien lo que está ocu-rriendo, pero queremos codiicarlo para ampliarlo, fortalecerlo, enseñarlo o ‘buscarle una base’. Tenemos que ser hermenéuticos cuando no comprendamos lo que está ocurriendo, pero tenemos la honradez de admitirlo, en vez de adoptar una actitud descara-damente ‘Whiggish’ (acomodaticia) al respecto».5

Según estos argumentos, Rorty se atreve, sobrepasando a Kuhn, a negar deinitivamente que haya algo extra llamado “reconstruc-ción racional” que pueda legitimar la práctica cientíica actual sin considerar que ello equivalga a decir que los átomos, las ondas, y otros descubrimientos de los cientíicos sean creaciones del espíri-tu humano, es decir, que la actitud hermenéutica sobre la historia de los discursos teóricos –a diferencia de la epistemológica– sea un retorno al idealismo kantiano y la tesis de que la actividad del espíritu humano hace –desde el interior subjetivo–, más bien que encuentra –en el exterior, objetivo–.

En el proyecto rortyano de una orientación diferente para la i-losofía que deje de lado la confrontación para adoptar una con-versación donde la hermenéutica actúe como una racionalidad alternativa o complementaria de la epistemológica, debe superar primero una concepción clásica del hombre que es común a plató-nicos, kantianos y positivistas: que el hombre tiene una esencia, y ésta es descubrir esencias:

5 Ibíd., pág. 292.

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«La idea de que nuestra tarea principal es relejar con exactitud, en nuestra propia Esencia de Vidrio, el universo que nos rodea, es el complemento a la idea, común a Demócrito y Descartes, de que el universo está formado por cosas muy simples, clara y distintamente cognoscibles, el conocimiento de cuyas esencias constituye el vocabulario-maestro que permite la conmensura-ción de todos los discursos».6

Así, la visión tradicional de la ilosofía entre los siglos XVII y XIX ha sido su relación con la validez del conocimiento, al punto que no puede pensarse en “ilosofía” sin entender, al mismo tiempo, que se está, de algún modo, reiriendo al conocimiento o a alguna teoría sobre éste.

El proyecto rortyano de una ilosofía cuyo centro no esté en la epistemología, tiene el nombre de “hermenéutica”. Rorty señala a Gadamer y su idea de Bildung (educación, auto-formación) como quien ha aportado la orientación aconsejable capaz de suplantar al conocimiento como meta del pensamiento ilosóico, y propone el empleo de la palabra “ediicación” con el propósito de revigorizar el término gadameriano. Según Gadamer, la Bildung se corresponde con nuestra intuición existencialista de que lo más importante que podemos hacer es redescribirnos a nosotros mismos:

«Decir que nos convertimos en otras personas, que nos ‘rehace-mos’ a nosotros mismos al leer más, hablar más y escribir más, no es más que una forma llamativa de decir que las oraciones que resultan verdaderas de nosotros en virtud de tales actividades son, con frecuencia, mucho más importantes para nosotros que las oraciones que resultan verdaderas de nosotros cuando bebe-mos más, ganamos más, etc. Los hechos que nos hacen capaces de decir cosas nuevas e interesantes sobre nosotros mismos son,

6 Ibíd., pág. 323.

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en este sentido, no-metafísico, más ‘esenciales’ para nosotros (al menos para nosotros, intelectuales de vida relativamente tran-quila, habitantes de una parte próspera y estable del mundo) que los hechos que cambian nuestras formas o nuestros niveles de vida (‘re-hacernos’ en formas menos ‘espirituales’)» […] «El intento de ediicar (a nosotros mismos y a los demás) puede consistir en la actividad hermenéutica de establecer conexiones entre nuestra propia cultura y alguna cultura o período histó-rico exóticos, o entre nuestra propia disciplina y otra disciplina que parezca buscar metas inconmensurables con un vocabulario inconmensurable. Pero puede consistir también en la actividad ‘poética’ de elaborar esas metas nuevas, nuevas palabras, o nue-vas disciplinas, a lo que seguiría, por así decirlo, lo contrario de la hermenéutica: el intento de reinterpretar nuestros entornos familiares en términos, no familiares, de nuestras nuevas inven-ciones. En cualquier caso, la actividad es (a pesar de la relación etimológica entre las dos palabras) ediicar sin ser constructivo, al menos si ‘constructivo’ signiica aquella forma de cooperación en la realización de programas de investigación que tiene lugar en el discurso normal. Se supone que el discurso que ediica es anormal, que nos saca de nosotros mismos por la fuerza de lo extraño, para ayudarnos a convertirnos en seres nuevos».7

La cuestión de que si este deseo de ser ediicado compromete la búsqueda de la verdad, Rorty menciona a Gadamer, Heidegger y Sartre como aquellos que nos han hecho ver que la búsqueda de la verdad y el conocimiento objetivo (y especialmente aquel que sólo puede encontrarse buscando afuera) es sólo una de las muchas formas de ser ediicado, sólo uno de diversos proyectos humanos:

«Sin embargo, éste queda relejado más gráicamente en Sartre, quien concibe el intento de adquirir un conocimiento objetivo

7 Ibíd., pág. 326.

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del mundo y, por tanto, de uno mismo, como un intento de evi-tar la responsabilidad de elegir el propio proyecto. Para Sartre, decir esto no es decir que el deseo de conocimiento objetivo de la naturaleza, de la historia o de cualquier otra cosa esté conde-nado al fracaso, ni siquiera que tenga que resultar engañoso. Es decir, simplemente, que presenta una tentación al auto-engaño en la medida en que pensemos que sabiendo qué descripciones dentro de un conjunto dado de discursos normales se aplican a nosotros, por eso mismo nos conocemos a nosotros. Para Hei-degger, Sartre y Gadamer, la investigación objetiva es perfecta-mente posible y muchas veces real –lo único que hay que decir en su contra es que proporciona sólo algunas, de las muchas for-mas de describirnos a nosotros mismos, y que algunas de ellas pueden diicultar el proceso de ediicación».8

Nuestra instalación en la realidad nos exige una comprensión tri-ple: del mundo, del hombre y de la relación entre ambos, lo que implica un acercamiento integral, global y adecuado que incluya el dinamismo social, la pregunta por la verdad y nuestro contexto cultural y temporal, con el in de constituir un marco de referencia o paradigma. Esta instalación temática, pero también existencial y cultural, social y racional, política y emocional, es desarrollada por la fenomenología hermenéutica como medio de unir criterios subjetivos en variables históricas.

La hermenéutica encuentra su origen en el ininitivo griego her-meneúein, que designa al menos tres direcciones de signiicado: expresar –airmar y hablar–; explicar –interpretar y aclarar–; y, traducir –trasladar–. Sin embargo, los determinantes hermenéu-ticos de la acción interpretativa que acentúan la eicacia lingüística del término –dar a conocer y penetrar–, son expresar e interpretar, pues lo verdaderamente importante de esta acción, es que “algo”

8 Ídem.

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–aquello interpretable– debe hacerse comprensible –esclareci-miento– o que ese algo debe ser comprendido –desvelamiento–, es decir, intelegir el signiicado oculto a la comprensión humana, pero inscrito por el carácter de la interpretación como búsqueda de ese “algo”. Esta búsqueda se vuelve para el ser humano un desafío, dada la necesidad de un mediador, un intercesor que domine el “arte de comprender” las contradicciones propias de la existencia: el dios Hermes, un elevado, un daimon transmisor e interpretativo, complemento e intermediario de geniales capacidades de inventiva y manejo en el tráico de mensajes, dichos, susurros, miradas de complicidad entre los dioses con los hombres y viceversa; un intér-prete que maneje una lengua divina y una humana, a in de hacer humano el mensaje divino y representar adecuadamente las nece-sidades, súplicas y sacriicios de las personas frente a la sublime instancia. Hermes en cuanto mediador, trabaja en los extremos, en los límites polares de los mundos, conjuntando lo que está separa-do, ayudando a la comunicación en todas sus formas. De aquí sur-gen las labores fundamentales de la hermenéutica: la transferencia, interpretación y comprensión de sentidos contenidos en formas simbólicas más allá de las modernas aspiraciones epistemológicas y determinaciones teóricas absolutas.

Desde su utilización en el siglo XVIII como “arte del comprender” o “técnica de la correcta comprensión” –acuerdo, avenencia, compe-netración, armonía–, la hermenéutica hace referencia a la “ciencia o arte de la interpretación de textos” bíblicos, legales y literarios (teología, derecho y ilología) y se atiene a la condición de herra-mienta para dar determinadas reglas para la interpretación; su in era preferentemente auxiliar, normativo e incluso técnico, ya que brindaba instrucciones metodológicas a las ciencias interpretativas medievales –ars interpretandi– para evitar arbitrariedades y malos entendidos tanto en el campo exegético de la literatura bíblica –hermeneutica sacra– como en el del derecho –hermeneutica juris–

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y en el de la ilología –hermeneutica profana–; también se incluía dentro de las ars sermonicales, las “artes del sermón” y se enseñaba junto a la gramática, la lógica, la retórica y, casualmente, junto a la poética, como “artes de la composición”; y diferenciándose de la retórica, se practicaba como “arte del diálogo”.

A ines del siglo XIX, la hermenéutica, pese a mantener un carác-ter auxiliar para las ciencias de la interpretación, se presenta con pretensiones de universalidad ilosóica en la hermenéutica román-tica y psico-lingüística de Schleiermacher (considerado padre de la hermenéutica moderna) y su experiencia reconstructiva de un contexto vital del intérprete. Para Schleirmacher, la hermenéutica debe ser entendida como el “arte del entendimiento” a partir del diá-logo, donde el verdadero punto de partida de la hermenéutica, se encuentra en la relación dialogal del entendimiento como aspecto signiicativo para la comprensión; en otras palabras, la hermenéuti-ca es una reconstrucción histórica de un discurso dado. Posterior-mente, en la hermenéutica metódica de Dilthey y su historicismo objetivista. Dilthey plantea la necesidad de clariicar la dimensión metodológica de las ciencias del espíritu frente a las ciencias de la naturaleza. Si su tarea es la explicación, la función de las ciencias del espíritu es la comprensión en tanto preocupación principal de la hermenéutica. Pero, ¿comprender qué y cómo? Se trata de com-prender al hombre, es decir, ofrecer una visión unitaria del mismo, el sentido de su existencia. Para ello será necesario comprender el sentido de los hechos estudiados por las ciencias humanas o cien-cias del espíritu, que son las encargadas de estudiar las múltiples dimensiones de lo humano. Para Dilthey, imaginar es interpretar comprensivamente y comprender será el mecanismo para percibir la intención ajena. Esto trae consigo la incorporación de aspectos internos del sujeto para un mejor análisis; así, para acercarnos más ielmente a su intención deben ser considerados los elementos per-tenecientes a la dimensión valorativa del sujeto. En este sentido,

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para poder interpretar comprensivamente se requiere el esfuerzo por reconstruir todo lo que rodea a este sujeto, lo cual es imposible. El reconocimiento de esta imposibilidad de reconstrucción holísti-ca, supone reconocer que es el intérprete y el propio contexto de él, el que condiciona en alguna medida el sentido y utilidad del texto producido por ese otro.

Durante el siglo XX, la hermenéutica ingresa a la escena intelectual como alternativa crítica a la idolatría por la ciencia metodológica-mente positivada –ciencias naturales– y la incuestionabilidad en su capacidad de dar cuenta de los problemas gnoseológicos que afectan a las ciencias del espíritu, y se presenta como una ilosofía con aspiraciones de universalidad para sus postulados y campos de acción, ya que la interpretación –conformada por la vida, la his-toria y el lenguaje– participa en toda relación hombre-mundo, y tiene por inalidad la comprensión como el peculiar modo de ser del ser humano. Así, el problema hermenéutico de la comprensión trasciende los límites impuestos por el método de la ciencia mo-derna, las aporías del historicismo y la epistemología neokantiana y se extiende a formas de experiencia tales como el arte, la historia y la ilosofía, cuyos caracteres pre-cientíicos elevan –cada uno en su ámbito– una pretensión de verdad similar a la de la ciencia.

Otro factor determinante en la actual situación de la hermenéutica, lo constituyó el giro lingüístico realizado por la ilosofía contempo-ránea, que centra el carácter ontológico del lenguaje al redescubrir el acontecimiento lingüístico de articulación del pensamiento con el mundo en tanto productor de sentido, articulación hermenéuti-ca que expresa que no hay comprensión del sentido ni sentido en la comprensión sin la mediación del lenguaje. A partir de lo anterior, la hermenéutica alcanza su estatuto de teoría ilosóica al hacer de la comprensión y sus precondiciones ontolingüísticas, el cen-tro problemático de su interés como rasgo básico de la existencia

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humana, y asimismo, reconocer a la interpretación como una cues-tión fundamental para la ilosofía. La hermenéutica reclama para sí, teorizar las aporías de la initud humana desde la perspectiva de la temporalidad que le deine, como también la situación del len-guaje en tanto médium y condición para el acceso comprensivo de la realidad y su fundamento metafórico, arquetípico e instituyente del conocer que trabaja con anterioridad a toda conceptualización y proyecto existencial. Con Heidegger, la hermenéutica cambia de objeto y inalidad –la interpretación de textos– para dar un giro existencial, abandonando su estatuto técnico para ser concebi-da como una forma de ilosofía. Gadamer, desde su vinculación con la raíz fenomenológica husserliana, pero especialmente con el pensamiento de Heidegger, intenta esclarecer el fenómeno de la comprensión mediada por el lenguaje desde su determinación his-tórica, y viene a completar –urbanizar, ediicar– la hermenéutica heideggeriana de la facticidad de corte ontológico-existencial del ser y de la comprensión, al proveer los fundamentos ontolingüís-ticos e histórico-dialógicos del comprender. El lenguaje alberga la comprensión e interpretación, de ello surge la implicación herme-néutica entre el lenguaje y el ser: el ser que puede ser comprendido es lenguaje, sostiene Gadamer, evidenciando la coniguración in-tralingüística del ser, en la que la comprensión es la búsqueda de la inteligibilidad desde la misma existencia, pues el ser del hombre es el que comprende y da forma a esa comprensión. La interpretación es la forma-molde de la comprensión; a su vez, el comprender ges-ta el sentido de la interpretación desde la existencia. Para ambos autores, tanto la interpretación como la comprensión, constituyen un destino y uno de los modos de existir en el que el hombre con el mundo conforman nudos lingüísticos, discursivos y prácticos de caracteres ontológicos, existenciales e históricos. Las carac-terísticas del nudo interpretación-comprensión –que podemos denominar como a priori hermenéutico– se pueden resumir en:

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primero, constituye un proceso holístico y circular, en el que toda interpretación requiere de una proyección de signiicado del objeto interpretado –anticipación o pre-sentimiento de sentido– desde el cual el intérprete comienza la interpretación en dirección hacia la comprensión; segundo, requiere de una suerte de reserva tácita de conocimiento que sirva de inicio para la interpretación; y tercero, la misma interpretación es siempre parcial y revisable, fundando su operatividad y apertura de forma ininita para la comprensión que designa un comportamiento de aplicación práctica –carácter indispensable para no confundirlo con la interpretación y poder así entender la acción del sujeto en la historia– para entender la ma-nera en que experimenta el sujeto su arraigo en el mundo; en otras palabras, la comprensión es una actitud originaria de clarividencia que adviene desde ella misma y se dirige hacia el mundo.

Revisemos ahora, la propuesta hermenéutica de Gadamer como “arte del entendimiento”9 tiene dos raíces fundantes: «por un lado la crítica a la pretensión de absolutizar la actitud positivista, una crítica que insiste en los límites de esta pretensión, especialmente en su vinculación al método; por otro lado, la radicalización exis-tente del fracaso de la fenomenología en un intento, no de superar-lo, sino de asumir la imposibilidad de alcanzar una fundamenta-ción racional deinitiva del conocimiento y del mundo»10, puesto que la epojé abriría un ámbito de sentido y de cuestiones de hecho, es decir, de(l) mundo.

La radicalidad de la propuesta gadameriana, tiene que ver respecto a la consideración de hermenéutica como un vital acontecer histó-

9 Gadamer, Hans-Georg (2005). Verdad y método. Salamanca, Sígueme, pág. 243. En adelante VM.10 Garagalza, Luis (2002). Introducción a la hermenéutica contemporánea: simbo-lismo, cultura y sociedad. Barcelona, Anthropos, pág. 10.

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rico mediado por el lenguaje, pues la hermenéutica gadameriana emprenderá una meditación fenomenológica sobre el enraizamien-to esencial de la comprensión como aquella condición lingüística, histórica y existencial del sujeto. La manera más propia de existen-cia del ser humano, es la del ser comprensor o estar comprendien-do, expresando la condición de instalación en un mundo cargado de signiicados que exige una comprensión desde el pasado que determina el modo de vida implícitamente. La convivencia de un sinnúmero de interpretaciones diferentes e incompatibles, exige el reconocimiento de la necesidad de una univocidad de sentido en el todo.

El giro ontológico realizado a los conceptos de comprensión e in-terpretación por Heidegger, interpretación ligada a la actividad y que aquí la relacionaremos con la libertad al interior del existir: estamos arrojados a un mundo que posee un orden y relaciones de funcionamiento, que inalmente le otorga un sentido bajo la forma que nuestro acceso al mundo cobra como un acceso comprensivo/interpretativo, pues la comprensión y la interpretación depende-rán de la proyección que hace la existencia de ese sentido-sobre-el-mundo –como horizonte de proyección y mediación articuladora hombre-mundo (hacia donde, desde el cual algo resulta compren-sible como algo11)– impulsa el giro hermenéutico12 gadameriano en la ilosofía, el que hace fecundas las intuiciones de su maestro respecto al proceso de comprensión e interpretación desarrollado por las ciencias del espíritu, ampliando el campo de comprensión a partir de la categoría dialógica como un saber peculiar que se hace cargo de lo aún no dicho, considerando ese aún, un todavía, no una suerte de fuente de signiicación por explorar y explotar,

11 Vid. Heidegger, Martin (1998). Ser y tiempo. Santiago de Chile, Universita-ria, §32, págs. 172-177.12 Cfr. Gadamer, Hans-Georg (1998). El giro hermenéutico. Madrid, Cátedra.

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pues ambos deinieron hermenéutica como la autocomprensión, la cual no sería otra cosa que la comprensión del propio ser como ser-en-el-mundo. Para Gadamer, entonces, la comprensión, es la interpretación lingüística de los fenómenos que experimentamos en la vida, entendida ésta como venero de sentido13: ser-en-la-vida-para-el-sentido, ser-sentido-para-la-vida.

Aquí surge la función metafórica del lenguaje o “metaforismo fundamental” atribuido por Gadamer, en el sentido de que sirve de acervo de las semejanzas y manifestaciones de las cosas y del signiicado que pueda tener para nosotros: el lenguaje expresa de manera genial la conciencia lingüística de la historia14 de las cos-movisiones que constituyen nuestra situación proyectada y de bús-queda de unidad en la multiplicidad de aspectos (perspectivas), como asimismo en el natural enfrentamiento de las cosas con y en las palabras. De tal forma, la metaforicidad del lenguaje es la aper-tura a la interpretación en tanto que deslizamiento que pretende describir o representar –coimplicar– al sentido y unir dialógica y especulativamente lenguaje y mundo.

13 La conceptualidad del “sentido” es absoluta, radical y envolvente, pues implica que «el sentido se aprehenda él mismo en tanto que sentido. Ese modo, ese gesto de aprehender-se-él-mismo en tanto que sentido hace el sentido, el sentido de todo sentido: indisociablemente, su concepto y su referente». Nancy, Jean-Luc (2002). Un pensamiento inito. Barcelona, Anthropos, pág. 5. El sentido se juega en su donación, en su entrega no “en sí”, sino “para sí”, en su autorrelacionalidad afectiva y efectiva que siempre tendrá como horizonte “el otro” y “lo otro”.14 VM, pág. 515.

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Siguiendo la estela teórica heideggeriana de una hermenéutica de la facticidad15 y luego de una hermenéutica del Dasein16, Gadamer descubre que la hermenéutica es una experiencia más amplia que la conciencia del sujeto.17

La experiencia de ser en el tiempo, de que el tiempo es el ser y como tal, es la manera en que la vida humana revela al ser que le comprende, pues somos seres de sentido arrojados a un mundo en el que co-participamos en su conformación y transformación: la conciencia así es conciencia en el aparecer de(l) sentido. Este ser como tiempo que es la comprensión, es la condición ontológica de la existencia humana, pues antes que la conciencia tenga contenido –o autocomprendernos– ya estamos en la comprensión por situar-nos al interior de la historia. El problema de la interpretación en-tonces, aparece ligado a la olvidada pregunta por el ser pues «aque-llo sobre lo cual nos interrogamos es la pregunta por el sentido del ser»18, pregunta que expresa el compromiso que debe asumir la conciencia en su intento de reintegrarse al circuito histórico.

La hermenéutica aquí, designa el «carácter fundamentalmente móvil del estar ahí, que constituye su initud y su especiicidad y

15 «La hermenéutica tiene la labor de hacer el existir propio [facticidad] de cada momento accesible en su carácter de ser al existir mismo, de comunicárselo, de tratar de aclarar esa alienación de sí mismo de que está afectado el existir. En la hermenéutica se configura para el existir una posibilidad de llegar a entenderse y de ser ese entender. […] El ser del vivir fáctico se señala en que es en el cómo del ser de ser-posible él mismo». Heidegger, Martin (1999). Ontología. Hermenéutica de la facticidad. Madrid, Alianza, §3, págs. 33-34.16 «La fenomenología del Dasein es hermenéutica, en la signiicación originaria de la palabra, signiicación en que designa el quehacer de la interpretación». Heidegger, Martin (1998), o.c., §8, pág. 60.17 VM, pág. 217.18 Ricoeur, Paul (2001a). Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II. Bue-nos Aires, FCE, pág. 83.

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que por lo tanto abarca el conjunto de su experiencia en el mundo. Que el movimiento de la comprensión sea abarcante y universal no es arbitrariedad ni inlación constructiva de un aspecto universal, sino que está en la naturaleza misma de la cosa».19 El Dasein en Heidegger es el modo de ser del hombre, distinto del modo de ser de las herramientas y de las cosas. Se caracteriza este modo de ser por estar-en-el-mundo tipiicado fundamentalmente por el cuida-do y la angustia. Además, el Dasein es esencialmente temporal (el horizonte de la temporalidad), pues está orientado hacia el futuro por su proyectabilidad respecto de la muerte como ser-para-la-muerte. Por Dasein entenderemos el lugar, el tópos desde donde surge la pregunta por el ser o la epifanía comprensiva de su ser. El Dasein se encuentra siempre en situación de proyectado en su comprender, y a ese despliegue Heidegger lo llama interpretación, y mediante esto el Dasein proyecta su ser como poder-ser, como pura apertura a la posibilidad de ser, vale decir, como sentido que hace posible que algo sea comprensible en un horizonte concebido para la existencia. De ahí que la «hermenéutica no es una relexión sobre la ciencia del espíritu, sino una explicitación de la base on-tológica sobre la cual estas ciencias pueden erigirse».20 El carácter especíico de la comprensión viene dado por la initud de la ex-periencia humana como totalidad, y la movilidad de la experien-cia humana de initud está determinada por las formas siempre provisionales de la comprensión sobre la historia o tradición como transmisor condicionante de la comprensión.

El reconocimiento de la equivalencia que Gadamer establece acer-ca de que toda comprensión exige situarse en la tradición de la mis-ma manera que «comprender signiica entenderse en la cosa»21, se

19 VM, pág. 12.20 Ricoeur, Paul (2001a). o.c., pág. 84.21 VM, pág. 364. El destacado es nuestro.

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reiere a que este acontecimiento relexivo que se efectúa en el mo-mento de la comprensión, se debe a que se es parte y deudor de una tradición22, es decir, de una acción de dar a través, una donación esencial, diadokhé (sucesión) griega o cábala (articulación físico-espiritual) hebrea como objeto de la experiencia hermenéutica de legado histórico.

Dada esta donación, se posee una historia, y desde este reconoci-miento es posible emprender un proceso de interpretación de lo real por medio de discursos signiicantes: «La interpretación no es ninguna descripción por parte de un observador “neutral”, sino un evento dialógico en el cual los interlocutores se ponen en juego por igual y del cual salen modiicados; se comprenden en la medida en que son comprendidos dentro de un horizonte tercero, del cual no disponen sino en el cual y por el cual son dispuestos».23

Un proceso que tiene como centro de su movimiento al lenguaje en cuanto forjador de existencias y vinculador con el mundo: hombre (ser/espíritu/razón) y realidad (ser/naturaleza/mundo)24, y como

22 Gadamer presenta el concepto de tradición unido al concepto de autoridad trabajado por el romanticismo: «Lo consagrado por la tradición y por el pasado posee una autoridad que se ha hecho anónima, y nuestro ser histórico y inito está determinado por el hecho de que la autoridad de lo transmitido, y no sólo lo que se acepta razonadamente, tiene poder sobre nuestra acción y sobre nuestro comportamiento». VM, pág. 348.23 Vattimo, Gianni (1991). Ética de la interpretación. Barcelona, Paidós, págs. 61-62.24 Aquí, Gadamer se acerca a la línea antropológica desarrollada por Scheler, Plessner, Portmann, Gehlen –en cuanto a los polos culturales de “apertura” e “in-acabamiento” de la condición humana– en investigaciones referidas al lenguaje como constitutivo esencial del ser humano y no un mero accesorio. Gehlen ha propuesto la “carencialidad ontológica” del ser humano, “dotado” de deiciencias morfobiológicas e instintivas que le incapacitan para una adaptación inmediata al medio ambiente y que en el resto de los animales asegura la sobrevivencia.

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tal posee un carácter ontológico como realidad esencial, pues posi-bilita la posesión de un mundo y hace posible todo tipo de interpre-tación en el espacio de la historia y de la tradición: «toda compren-sión de la tradición opera el momento de la historia efectual, y que sigue siendo operante allí donde se ha airmado ya la metodología de la moderna ciencia histórica, haciendo de lo que ha devenido históricamente, de lo transmitido por la historia, un “objeto” que se trata de “establecer” igual que un dato experimental».25

La propuesta de Gadamer por una universalidad ontológica del lenguaje radica en cuanto envuelve la experiencia lingüística del apalabrar sobre el mundo como exhibición manifestativa de(l) sentido, en un diálogo entre singularidad de la tradición y totali-dad de la historia, entre universalidad interpretadora y pluralidad interpretativa: «Para el hombre el mundo está ahí como mundo en una forma bajo la cual no tiene existencia para ningún otro ser vivo puesto en él. Y esta existencia está constituida lingüísticamente».26

La existencia es conformada, entendida, ordenada y comprendida a partir del lenguaje como aquella realidad intermedia y «aparece […] como la verdadera dimensión de la realidad»27 que hace que exista el mundo y que se maniieste al hombre como mundo o tota-lidad ordenada de signiicaciones en interacción dialógica.

El lenguaje y la tradición histórica articulan la experiencia huma-na de comprensión presentada bajo la forma de diálogo entre in-

Para compensar esa carencia, el hombre está obligado a interpretarse a sí mismo y a su entorno, intercalando un lenguaje interpretativo que se alza como una “segunda naturaleza”. Vid. Gehlen, Arnold (1987). El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo. Salamanca, Sígueme, págs. 227-295.25 VM, pág. 16.26 VM, pág. 536.27 Gadamer, Hans-Georg. ‘Texto e interpretación (1984)’, en (2004) Verdad y método II. Salamanca, Sígueme, pág. 327. En adelante VM II.

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térprete y texto, entre tiempo e historia en una fusión horizóntica de sentido –mediación, integración– como red de inteligibilidad, haciendo posible una real y efectiva transformación en la vida del intérprete debido a la interpretación realizada bajo el signo de la verdad: «El lenguaje obra como mediación total de la experiencia del mundo sobre todo en cuanto lugar de realización concreto del ethos común de una determinada sociedad histórica. De manera que más que de lenguaje, se podría hablar de una lengua histórica-mente determinada».28

Sin embargo, además de esta característica lingüística de media-ción entre el sujeto y la historia, el lenguaje, con su carácter especu-lativo, opera como un «centro en el que se reúnen el yo y el mundo, o mejor, en el que ambos aparecen en su unidad originaria»29 de manera omni-abarcante:

«La perfectibilidad ininita de la experiencia humana del mun-do signiica que, nos movamos en el lenguaje que nos movamos, nunca llegamos a otra cosa que a un aspecto cada vez más am-plio, a una acepción del mundo. Estas acepciones del mundo no son relativas en el sentido de que pudiera oponérseles el mundo en sí, como si la acepción correcta pudiera alcanzar su ser en sí desde alguna posición exterior al mundo humano-lingüístico. Obviamente no se discute que el mundo pueda ser sin los hom-bres, y que incluso quizá vaya a ser sin ellos. Esto está dentro del sentido en el que vive cualquier acepción del mundo constituida humana y lingüísticamente. Toda acepción del mundo se reiere al ser en sí de éste. Él es el todo al que se reiere la experiencia esquematizada lingüísticamente. La multiplicidad de tales acep-ciones del mundo no signiica relativización del mundo. Al con-

28 Vattimo, Gianni (1996a). El in de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna. Barcelona, Gedisa, pág. 117.29 VM, pág. 567.

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trario, lo que el mundo es no es nada distinto de las acepciones en las que se ofrece».30

De tal forma, el lenguaje no es un ente preexistente de manera in-dependiente, sino que anuncia «un todo de sentido»31 y reclama para sí la aparición del mundo de sentido como acontecer herme-néutico32 que le subyace y se expresa en la tradición histórica como eje de subjetividades interpretadoras.

El planteamiento del problema hermenéutico trasciende los lími-tes impuestos por el método de la ciencia moderna y se extiende a otras formas de experiencia, tales como el arte, la historia y la ilosofía, formas de carácter pre-cientíico y que elevan, cada una en su ámbito, una pretensión de verdad tan legítima como la de la ciencia. Sólo así será posible enfrentar las aporías del historicismo y a los planteamientos epistemológicos neokantianos y liberar a las ciencias del espíritu de una confrontación teórica con un modelo de cientiicidad que les es fundamentalmente extraño: «En cual-quier caso el sentido de mi investigación no era proporcionar una teoría general de la interpretación y una doctrina diferencial de sus métodos […], sino rastrear y mostrar lo que es común a toda ma-nera de comprender: que la comprensión no es nunca un compor-tamiento subjetivo, respecto a un objeto dado, sino que pertenece a la historia efectual, esto es al ser de lo que se comprende».33

La comprensión –tal como se trata aquí– de los acontecimientos históricos y la acción de autocomprensión, no puede hacerse bajo el modelo cientíico-técnico o conforme a criterios de la lógica

30 VM, pág. 536.31 Ídem.32 Gadamer airma: «este acontecer no es nuestra acción con las cosas sino la acción de las cosas mismas». VM, pág. 555.33 VM, págs. 13-14.

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administrativo-burocrática de la vida social contemporánea, pues no se trata de un modo de conocimiento, sino un modo de ser: el modo de este ser que existe al comprender, como asimismo la implicación que hace la historia de nuestra conciencia como con-ciencia histórico-efectual.

El plan de Gadamer se plantea como un «proyecto [de] amplia-ción del modelo occidental de racionalidad [enunciativa-técnico-instrumental y tiene como inalidad] promover una racionalidad lingüística que [integre] la potencia mito-poética de la palabra»34 y por ello, concibe por hermenéutica como la pregunta ilosóica que concierne a la posibilidad de la comprensión en referencia a lo que acontece en la praxis y no en la empiria subjetivista y/o instru-mentalista de la comprensión, es decir, en aquello «que ocurre con nosotros por encima de nuestro querer y hacer».35 Gadamer piensa a la hermenéutica como un proceso histórico que se deine por la coimplicación de sucesos de verdad y de sentido. En el pensamien-to gadameriano, sentido designa el estatuto o soporte ontológico del lenguaje como referente interpretativo de lo que se dice. El sen-tido sería una suerte de idealidad que nos guía en la comprensión. El ijar o establecer el sentido de la interpretación y encontrar una respuesta a la pregunta de cómo sea posible la comprensión donde el objeto-por-comprender –que no está inmediatamente dado ni menos garantizada la correcta transmisión y entendimiento de su sentido– es la pregunta central de la hermenéutica gadameriana.

Este proyecto hermenéutico de Gadamer referido a la compren-sión, consiste en «rastrear y mostrar lo que es común a toda ma-nera de comprender: que la comprensión no es nunca un compor-tamiento subjetivo respecto a un objeto dado, sino que pertenece

34 Garagalza, Luis (2002). o.c., pág. 17.35 VM, pág. 10.

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[…] al ser de lo que se comprende».36 De tal forma, en Gadamer la hermenéutica cobra la igura, por una parte, de una teoría de la verdad y, por otra parte, la de un método que expresa la universali-zación del fenómeno interpretativo desde la historicidad concreta y personal del sujeto37, y lo hace con el in de establecerse como una

36 VM, págs. 13-14.37 Del latín sub-jectum, término compuesto por la preposición sub: debajo y el participio perfecto de iaceo: arrojar, poner, yacer. Vid. Segura Murguía, Santiago (2006), o.c., pág. 754 y 337 respectivamente. Además, subjectum es la traducción del griego hypokeimenon, término aristotélico utilizado para designar el “ser” de las cosas. Los griegos entendían el ser, designado por el término ousía, como “lo permanentemente presente”, “lo que es”, “aquello que permanece invariable en la cosa mientras sus accidentes cambian”, y aquello que estando en la base, siempre presente, sostiene a la cosa sin modiicarla, aunque sus accidentes o propiedades la varíen. De tal forma, aquello que denomina al ser, la ousía (esencia, sustancia, ser; propiedad; naturaleza; realidad, existencia, vida; fortuna, hacienda, bienes, riqueza. Vid. Pabón de Urbina, José María (1992). Diccionario Manual griego-español. Barcelona, VOX, pág. 440), se une en su sentido al hypokeimenom, lo que subyace. Luego, los medievales traducirán ousía por substantia, identiicando aún más, con igual raíz lingüística, el ser con el subjectum: “lo que está puesto en la base como fundamento de la cosa”. En la tradición moderna, la idea de sujeto dibuja un campo de formas a priori cuya función es la de ordenar efectivamente el sistema de los objetos –leyes que regulan y organizan la naturaleza descrita por Galileo en lenguaje matemático en un universo mecánico-causalista, funcio-nal y mecanicista– a partir de la visión sustancial –intuiciones trascendentales kantianas– de las relaciones fenoménicas, visión que forja la historia moderna del concepto de “subjetividad”. La emancipación a partir de lo racional, es la ca-racterística de término contemporáneo de sujeto, cuya certeza interna es la ra-zón y el discernimiento entre el conocimiento verdadero y el falso, entre lo real y lo aparente; se trata de aquel sujeto que se autopercibe como unidad indisoluble en identidad y convicciones. Ahora bien, hoy el sujeto carece de fundamento que guíe tales convicciones “trascendentales” y “universales”, disueltas bajo las incon-sistencias en sus atributos y certezas.En Vattimo leemos: «También la palabra “sujeto”, que en la ilosofía moderna designa directamente el yo del hombre, sufre un proceso de transformación y de traducción que es signiicativo en el desarrollo de la metafísica. La palabra latina

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ilosofía interpretativa y comprensiva de la experiencia humana de sentido en la historia lingüísticamente expresada, ya que:

subjectum traduce la palabra griega hypokeimenon acentuando, según Heidegger, el sentido de fundamento y de base que rige todos los caracteres “accidentales”, todas las propiedades del ente. Pero en la ilosofía moderna, sujeto ya no es más la sustancia de un ente cualquiera […], sino que signiica exclusivamente el yo del hombre; con esta transformación […], el fundamento absoluto e indudable de la realidad es ahora el yo del hombre, ante el cual se debe legitimar el ser de las cosas que es reconocido como ser sólo en la medida en que es cierto». Vattimo, Gianni (1993). Introducción a Heidegger. Barcelona, Gedisa, pág. 83-84.La hermeneuticidad del concepto “sujeto” viene dada por los trabajos de Heide-gger, Martin (1998), o.c., §25, págs. 140-142, §54, págs. 287-289, y §64, págs. 335-341), y Foucault, Michel (2006). La hermenéutica del sujeto. Curso en el Collage de France (1981-1982). México, FCE), que es la cuestión del sí mismo ontológicamente planteada que busca comprender en qué consiste ser ese “ser sí mismo” y que se expone en dos tesis fundamentales: «1. Que el sí mismo no estriba en un subjectum que subyazga idéntico en ese movimiento por el que la existencia se diiere al tener que ser; el ‘se’ del diferirse no es un punto inicial ni tampoco la meta del movimiento en cuestión, pero menos aún un sujeto que poseyera como algo suyo el movimiento como un todo; ¿qué podría querer decir un “sujeto de la existencia”?, ¿alguien que tiene la existencia?, ¿pero qué signi-icaría entonces tener?, ¿algo que se sustrae a la forma de ser del existir y por eso la tiene, o por el contrario, algo que está inmerso en ella, en cuyo caso no la posee, sino más bien es poseído por ella? A esta segunda posibilidad apunta sin duda lo que he llamado el planteamiento existencial, que considera el sí mismo, la “subjetividad del sujeto”, como una manera de ser, esto es, como un modo de relacionarse con el propio ser, que, suponiendo la existencia –siendo, en este sentido, poseída por ella– pone sin embargo en juego una peculiar forma de tenerse, la única compatible con la initud de la existencia. 2. Que la existencia se mueve en una cierta concepción o interpretación de ella misma, que sabe de sí, no de una manera puntual y ocasional, sino constantemente y de la existencia en su conjunto, del sí mismo que soy. Al ser esa transparencia autointerpretación, está abierta a reinterpretaciones, y al ser encubridora, abre la posibilidad de una contra-visión que se apropie de lo que ella transmite y sea a su vez apropiada». Rodríguez, Ramón (2004). Del sujeto y la verdad. Madrid, Síntesis, págs. 75-76.

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«[En] realidad la cuestión de la historia no afecta a la humani-dad como un problema de conocimiento cientíico, sino de su propia conciencia vital. Tampoco se trata sólo de que los huma-nos tengamos una historia en el sentido de que vivimos nuestro destino en fases de ascenso, plenitud y decadencia. Lo decisivo es que precisamente en este movimiento del destino buscamos el sentido de nuestro ser. El poder del tiempo que nos arrastra despierta en nosotros la conciencia de un poder propio sobre el tiempo a través del cual conformamos nuestro destino. En la initud misma indagamos un sentido».38

Desde el modelo clásico de hermenéutica –el análisis del modo en que se puede alcanzar una adecuada o correcta interpretación de un texto determinado–, es desde donde se establece una íntima relación entre comprender e interpretar: la hermenéutica es esen-cialmente una forma de comprensión que «pregunta cómo es po-sible la comprensión».39 Y en esta línea, la ilosofía hermenéutica propuesta por Gadamer, tiene un carácter general que analiza las condiciones de posibilidad de todo proceso de comprensión, es de-cir, del proceso de «comprender-algo-como-algo».40 La compren-sibilidad de algo como algo es una herencia heideggeriana, donde se concibe el fenómeno hermenéutico fundamental: el fenómeno hermenéutico de la comprensión que adquiere su articulación en el despliegue de la interpretación como lo abierto originario sobre la proyección anticipativa del comprender existenciario.41

38 Gadamer, Hans-Georg, ‘El problema de la historia en la reciente ilosofía alemana (1943)’, en VM II, pág. 35.39 VM, pág. 12.40 Dutt, Carsten ed. (1998). En conversación con Hans-Georg Gadamer. Her-menéutica-Estética-Filosofía Práctica. Madrid, Tecnos, pág. 33.41 Vid. Heidegger, Martin (1998). o.c., §31-33, págs. 166-183.

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Gadamer presenta en una triple restitución la experiencia herme-néutica: la estética –el juego–, la historia –tradición– y el lenguaje –ser/comprensión–, y aquí entenderemos por experiencia her-menéutica como el correlato de la comprensión, es decir, aquella experiencia de apropiación de(l) sentido del comprender con el in de alcanzar la clariicación de la relación entre comprensión y vida, entre interpretación y experiencia, entre perspectiva y senti-do como la labor primordial de la hermenéutica como plataforma comprensora/interpretativa de la iguratividad moderna y de su proceso transformativo.

La experiencia hermenéutica resulta ser intrínsecamente histó-rica y la comprensión su resultado, por ello, es extrínsecamente metahistórica, debido a que la experiencia y la comprensión se revelan lingüísticamente: expresión y comprensión de un mundo que viene a permanecer delante de nosotros y en nosotros me-diados por el lenguaje. Y a través de este medio relacionador, la experiencia hermenéutica es dialéctica en el sentido de ampliación e iluminación de la autocomprensión desde el encuentro, el legado que no es precisamente mera captación conceptual, sino un acon-tecimiento en el que un mundo se le abre a él como algo que no existía antes. En este acontecimiento basado en la lingüisticidad y posibilitado por la dialéctica con el signiicado transmitido, la experiencia hermenéutica encuentra y alcanza su realización. Asi-mismo, comprensión y lenguaje cumplen una función ontológica, dando el carácter de ontológica a la experiencia hermenéutica en tanto que revelan el ser de las cosas iluminándolo y revelando “lo que signiica ser” más allá del simple ser de un objeto o cosa; por ello, la hermenéutica es una experiencia del acontecer del lenguaje que hace el mundo comprensible para nosotros. Y este aconteci-miento no habla de otra cosa que de la manifestación veritativa del ser en tanto que desocultamiento que es más bien un ocultamien-to simultáneo de la verdad en su plenitud inagotable: la verdad no

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es un hecho, ocurre al igual que la hermenéutica y su acontecer experiencial.

En la abierta región hermenéutica, partir de “aquello que es” no sig-niica otra cosa que retornar a la pregunta original sobre la com-prensión y dirigirse fenomenológicamente “a las cosas mismas”.

Gadamer, de la fuente fenomenológica husserliana, se sirve de tres ideas fundamentales: primero, la importancia concedida al pro-blema del sentido y su horizonte constitutivo de lenguaje como función reveladora del mundo42; segundo, la noción de horizonte como encuadre en el cual se muestra y constituye el sentido; ter-cero, el concepto de mundo de vida43 (en cuanto mundo de viven-cias no teorizadas y ante-predicativas y de la actitud natural (de la vivencia anterior a toda elaboración de conceptos y de juicios), es la plataforma que soporta y donde encuentran lugar todos los saberes, y por ello, destaca el dinamismo de los procesos cotidianos de signiicación) o ámbito de experiencia previo a la actividad noé-tica o relexiva como receptáculo desde y en el cual la vida ocurre históricamente y discurre lingüísticamente, previo tanto a toda ob-jetivación cientíica como a toda relexión ilosóica y supone una suerte de red en la que remite todo sentido constituido y desde el que se reactiva toda metodología objetivante tanto de la ciencia como de la ilosofía.

El preguntar por el ser de la comprensión o en qué modo compren-der el ser estará bajo la forma lingüística –eje de la experiencia de apropiación de(l) sentido de la comprensión– de diálogo histórico:

42 Vid. Husserl, Edmund (1997). Ideas relativas a una fenomenología pura y una ilosofía fenomenológica. México, FCE, §27-§29, págs. 64-68.43 Ibíd., §27-§30, págs. 64-69, Vid. además Husserl, Edmund (1991). La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Una introducción a la ilosofía fenomenológica. Barcelona, Crítica, §33, págs. 124-129.

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«el ser que puede ser entendido está lingüísticamente articulado, es lenguaje»44 expresa la relación entre lingüisticidad y comprensibi-lidad del ser. Articulación, bajo la forma de diálogo, y ese entender que nos tiene prendidos45, bajo la forma de comprensión:

«Al convertirse el lenguaje en un tema de la relexión inextrica-blemente unido al mundo de la vida humana, parece nacer un nuevo fundamento para la vieja pregunta metafísica por el todo. En este contexto el lenguaje ya no es una mera herramienta o una capacidad especial propia del hombre, sino el medio en el que vivimos desde el principio como seres sociales, y que sostie-ne el todo en el que nos introducimos al vivir. Orientación según el todo: esto no es algo que esté en el lenguaje, si por lenguaje entendemos los hábitos lingüísticos fonológicos de los sistemas de designación cientíicos, determinados íntegramente por el ámbito de la investigación en el cual operan como designaciones. Sin embargo, el lenguaje como orientación por el todo entra en juego cada vez que se habla de verdad, esto es, cada vez que dos interlocutores que empiezan a conversar circunscriben la cosa por el hecho mismo de dirigirse el uno al otro. Pues cuando hay comunicación no se hace simplemente uso del lenguaje, sino que se hace lenguaje».46

En esto, propone Gadamer la descripción de “lo que hay” en la tra-dición y en la común participación en un solidario sentido comu-

44 VM, pág. 23. Vattimo se reiere a la comprensión del texto: «no es (sólo) ese ser que es objeto de “comprensión” (por ejemplo, en oposición a “explicación” causal, etc.) que es lenguaje, sino que es todo el ser que, en cuanto puede ser comprendido se identiica con el lenguaje». Vattimo, Gianni (1992b). Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica. Barcelona, Paidós, pág. 86.45 Gadamer, Hans-Georg, ‘Hermenéutica clásica y hermenéutica ilosóica (1977)’, en VM II, pág. 110.46 Gadamer, Hans-Georg (2002). Acotaciones hermenéuticas. Madrid, Trotta, págs. 25-26.

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nitario por el que nos comprendemos sin recurrir a la necesidad de reducirlo a objeto cientíico. La clave en esta proposición, es lo que es la hermenéutica: un camino hacia la comprensión, una búsque-da interpretativa por la comprensión del sentido mediada por el lenguaje inscrito en la historia:

«[El]comprender e interpretar textos no es solamente una ins-tancia cientíica, sino que pertenece con toda evidencia a la ex-periencia humana del mundo. En su origen el problema herme-néutico no es en modo alguno un problema metódico. No se interesa por un método de comprensión que permita someter los textos, igual que cualquier otro objeto de la experiencia, al conocimiento cientíico […]. Cuando se comprende la tradición, no sólo se comprenden textos, sino que se adquieren perspecti-vas y se conocen verdades».47

Todo lo que el hombre puede experimentar, se incluye en esta es-fera de la experiencia de mundo de manera abarcante sobre el fe-nómeno de la comprensión: un contenido de verdad que penetra y actúa en el ámbito de nuestra existencia. La comprensión no es un modo o aspecto meramente gnoseológico, sino un constitutivo ontológico del ser del hombre, pues rebasa la radical initud del comprender, toda fundamentación última como asimismo toda pretensión de irrefutabilidad absoluta, siendo el comprender pura posibilidad de ser como rasgo ontológico de un ser que es puro proyecto en lo histórico.48 Además, toda comprensión es mediata, pues se encuentra en medio de conformaciones históricas, prejui-cios, pre-opiniones, valoraciones que delinean toda comprensión que a su vez, es la estructura previa de toda interpretación como despliegue de esta misma estructura comprensiva: «Comprender es el carácter óntico original de la vida humana misma. […] Hei-

47 Ídem.48 VM, pág. 327.

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degger [descubre] así el carácter de proyecto que reviste toda com-prensión y piensa esta misma como el movimiento de la trascen-dencia, del ascenso por encima de lo que es».49

Por ello, se hace «visible la estructura de la comprensión histórica en toda su fundamentación ontológica, sobre la base de la futu-ridad existencial del estar ahí humano».50 El comprender supone estar siempre pendiente del hacer de la historia y de la tradición que determinan al sujeto en el aquí y en el ahora y que provoca la apertura hacia el diálogo51, que es la mecánica de la comprensión: «El comprender debe pensarse menos como una acción de la subjeti-vidad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en continua mediación. Esto es lo que tiene que hacerse oír en la teoría herme-néutica, demasiado dominada por la idea de un procedimiento, de un método».52

La pretensión de universalidad hermenéutica resulta fundamental para entender el proyecto hermenéutico de Gadamer: el aspecto universal de la hermenéutica radica en el lenguaje –como se ha tratado aquí– y en el carácter lingüístico de entender53 plantean-do una «pregunta universal»54 al mundo y reconociendo la propia initud del comprender que alcanza in-initud en la historia como estructura ontológica del ser del hombre como ser histórico.

La hermenéutica –como se ha planteado aquí– es una herramien-ta de comprensión y análisis de las representaciones de identidad

49 VM, pág. 325.50 VM, pág. 326.51 Vid. Gadamer, Hans-Georg, ‘La incapacidad para el diálogo (1971)’, en VM II, págs. 203-210.52 VM, pág. 360.53 VM, pág. 451.54 VM, pág. 458.

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y subjetividad: pensar-se, representar-se en cuanto forma/molde y hondura/moldura del existir –como contexto de las iguras y de sus estrategias metafóricas–, es decir, en cuanto realización de un saber vital e histórico, pues todo «el saber que la vida histórica tiene de sí misma surge de la vida que tiene fe en sí misma, cuya realización es ese saber»55, ya que el sentido de las representacio-nes de identidad que llegan a producirse en una comunidad, viene determinado por un universo simbólico llamado cultura56, que es anterior a nosotros mismos. Lo que llamamos realidad es siempre un sentido donado a nuestra comprensión, pues nuestro modo de estar en la realidad es bajo la forma del comprender, forma pre-conceptual y pre-discursiva en la que se sustenta la captación lógi-co-conceptual:

«La razón es interpretadora. Inevitablemente nuestro conoci-miento de la realidad está marcado por el sello de la initud de perspectiva, de situación y de captación de sentido. No posee-mos ningún saber absoluto. Tampoco gozamos de ninguna po-sición privilegiada que nos procure acceso a la realidad en sí mis-ma. Conocemos desde una situación en el mundo, en la cultura, en la historia, que nos posibilita al mismo tiempo que nos limita o nos unilateraliza nuestra visión de la realidad. Nuestro acerca-miento a la realidad está siempre mediado por el lenguaje: es un conocimiento lingüistizado, que atraviesa los diversos objetos vistos como signos. La realidad es fundamentalmente simbóli-ca. Conocer es comprender e interpretar nuestra realidad. Este

55 Gadamer, Hans-Georg (1997). Mito y razón. Barcelona, Paidós, pág. 21.56 Del latín colo, colere, cultum: cultivar, por tanto, “cultura” signiica etimológi-camente “cultivo”. El multívoco y polémico término es considerado aquí como una situada red de signiicaciones de alteridad personal y social desplegada en el tiempo y en un espacio determinado, donde la reazabilidad de la existencia humana es su núcleo conceptual, Vid. Segura Murguía, Santiago (2006), o.c., págs. 125-126.

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modo de ser interpretador de nuestra racionalidad nos indica ya el modo de ser hermenéutico de nuestra condición humana: situada, mundana, proyectada, oyente».57

El quehacer histórico del pensamiento se aloja en la conciencia dia-lógicamente fundada y proyectada en expectativas de un mundo posible y no dado, pues «es cierto que si un día se acaba el pregun-tar, se habría acabado también el pensamiento».58 El conocer, el conocer-se y el conocer-al-otro, son experiencias históricas, cons-tituyen el fundamento comprensor de la historia, y como tal, una forma que se sabe a sí misma como efectual59:

«En el comienzo de toda hermenéutica histórica debe hallarse […] la resolución de la oposición abstracta entre tradición e in-vestigación histórica, entre historia y conocimiento de la misma. Por tanto, el efecto de la tradición que pervive y el efecto de la investigación histórica forman una unidad efectual cuyo análisis sólo podría hallar un entramado de efectos recíprocos. En este sentido haremos bien en no entender la conciencia histórica –como podría sugerirse a primera vista– como algo radicalmen-te nuevo sino más bien como un momento nuevo dentro de lo que siempre ha sido la relación humana con el pasado. En otras palabras, hay que reconocer el momento de la tradición en el comportamiento histórico y elucidar su propia productividad hermenéutica».60

La eicacia de la historia, los trabajos o efectos de la historia en nuestra conciencia61, conirman nuestro arraigo histórico y el se-

57 Mardones, José María, ‘Razón hermenéutica’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi, dirs. (2004), o.c., pág. 467.58 Gadamer, Hans-Georg, ‘Europa y la oikoumene (1993)’, en (1998), o.c., pág. 238.59 VM, pág. 412.60 VM, pág. 351.61 Vid. Ricoeur, Paul (2001a), o.c., págs. 320-321.

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creto trabajo que la historia realiza en nosotros en tanto que con-dición de acceso coextensivo a la realidad. Por ello, se reiere al he-cho de que cada interpretación de la historia es, a su vez, histórica y viceversa.62 Tal acontecimiento histórico no quede recluido en el acontecer, sino que trascienda proyectando su inluencia en el futuro, permaneciendo en y por sus efectos que no son otra cosa, que las interpretaciones que provoca en el tiempo como cadenas de sentido: «Cuando intentamos comprender un fenómeno histó-rico desde la distancia histórica que determina nuestra situación hermenéutica en general, nos hallamos siempre bajo los efectos de la historia efectual. Ella es la que determina por adelantado lo que nos va a parecer cuestionable y objeto de investigación».63

La consideración de la comprensión como el modo de ser del ser humano y asume igualmente por estructura de la comprensión al círculo hermenéutico o círculo del comprender resulta central en el pensamiento gadameriano: «El círculo de la comprensión no es en este sentido un círculo “metodológico” sino que describe un mo-mento estructural ontológico de la comprensión».64

Una circularidad comprensora que designa el dinamismo recípro-co entre los polos subjetivos y objetivos de la comprensión desde que experimentamos su inluencia transformativa sobre la raigam-bre (comprensión) en el mundo. Además, hace referencia a una llamada metodología gadameriana de la comprensión, la que surge en el momento de requerir la comprensión de un texto, sea necesa-rio anticipar el sentido de su totalidad, a partir de sus partes como piezas que encajan en el modelo de sentido anticipado –compren-der la totalidad desde las partes, es la condición de posibilidad para

62 VM, pág. 363.63 VM, pág. 371.64 VM, pág. 363.

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la comprensión del contexto global, que a su vez, es resultado de la totalidad de partes textuales individuales–:

«Una conciencia formada hermenéuticamente tiene que mostrar-se receptiva desde el principio para la alteridad del texto [la que] incluye una matizada incorporación de las propias opiniones pre-vias y prejuicios. Lo que importa es hacerse cargo de las propias anticipaciones, con el in de que el texto mismo pueda presentarse en su alteridad y obtenga así la posibilidad de confrontar su ver-dad objetiva con las mismas opiniones previas».65

La conciencia histórica en la tradición, deviene conciencia de la historia efectual, pues la comprensión es siempre una forma de efecto que se sabe a sí misma como efectual, es tra-dicción como pertenencia a las consideraciones históricas en un constante luir dialógico-lingüístico. La comprensión no es algo que pasa inadver-tido para la misma cosa comprendida, sino algo que afecta a ésta: la modiica, le dona una nueva posibilidad de ser, un nuevo sentido para su existencia. De tal forma, la mirada hermenéutica desde el círculo previo-prejuicios enriquece el planteamiento heideggeria-no a través del concepto de historia efectual –cierta relación de circularidad entre el pasado y el presente: el presente es a la vez, efecto y causa del pasado, y viceversa–, remitiéndonos con él a la apropiación semiótica del sentido presente que ejerce la historia a través del proceso de la comprensión del sentido sobre lo pasado, y engendra el sentido de futuro para alejarse de un subjetivismo moderno de corte cartesiano, y apostar por un círculo comprensivo como destino envolvente:

«El objetivismo histórico que se remite a su propio método crí-tico oculta la trabazón efectual en la que se encuentra la misma conciencia histórica. Es verdad que gracias a su método crítico

65 VM, págs. 335-336.

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se sustrae a la arbitrariedad y capricho de ciertas actualizaciones del pasado, pero con esto se crea una buena conciencia desde la que niega aquellos presupuestos que no son arbitrarios ni capri-chosos, sino sustentadores de todo su propio comprender; de esta forma se yerra al mismo tiempo la verdad que sería asequi-ble a la initud de nuestra comprensión […]. Pero en su conjunto el poder de la historia efectual no depende de su reconocimien-to. Tal es precisamente el poder de la historia sobre la conciencia humana limitada: que se impone incluso allí donde la fe en el método quiere negar la propia historicidad».66

En in, esta idea fundamental de destino histórico envolvente de la hermenéutica gadameriana se reiere a que: «En realidad no es la historia la que nos pertenece […] somos nosotros los que pertene-cemos a ella».67

Un análisis fenomenológico de la conciencia históricamente de-terminada, permite a Gadamer deinir con claridad los límites de dicha conciencia frente a las pretensiones del subjetivismo, a la estrechez del historicismo con su objetividad histórica y al círculo trazado por la hermenéutica romántica, pues «la comprensión no es nunca un comportamiento sólo reproductivo, sino que es a su vez siempre productivo [y como tal] cuando se comprende, se com-prende de un modo diferente».68 El hecho de que en la compren-sión siempre nos encontramos ya en una situación determinada y que, por tanto, representa una posición que limita las posibilida-des de ver. Pero tales posibilidades de poder ver, quedan supedita-das a un punto de vista, ya que no nos es dado un punto absoluto desde el que pudiéramos contemplar todo de manera absoluta. Y ese ámbito de visión que encierra todo lo que es visible desde ese

66 VM, pág. 371.67 VM, pág. 344.68 VM, págs. 366-367.

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punto de vista determinado es lo que Gadamer llama horizonte. La tradición aparece como el horizonte de la subjetividad y como posibilidad para la comprensión del sujeto de sí mismo. El tomar conciencia del hecho de que la historia o la tradición actúan en nosotros, signiica aceptar a la alteridad de la acción recíproca en-tre efecto y saber, como también a la mediación entre historia y verdad:

«Todo encuentro con la tradición realizado con conciencia his-tórica experimenta por sí mismo la relación de tensión entre texto y presente. La tarea hermenéutica consiste en no ocultar esta tensión en una asimilación ingenua, sino en desarrollarla conscientemente. Esta es la razón por la que el comportamiento hermenéutico está obligado a proyectar un horizonte histórico que se distinga del presente […]. Pero por otra parte ella mis-ma no es, como hemos intentado mostrar, sino una especie de superposición sobre una tradición que pervive, y por eso está abocada a recoger enseguida lo que acaba de destacar, con el in de medirse consigo misma en la unidad del horizonte histórico que alcanza de esta manera».69

Ahora bien, la condicionalidad histórica supera nuestra propia conciencia y determina radicalmente la initud de toda conciencia hermenéutica –comprensión de sí–, es decir, autoconocimiento. La conciencia histórica implica asumir una posición relexiva en tanto que se considera que todo aquello que es pensado, es entre-gado por la tradición, y como tal, la tarea de la conciencia histórica frente a la tradición, es la interpretación de aquello que viene del pasado, que es relexionado en el presente y que se proyecta en el futuro: la historicidad constituye el espacio y el horizonte de la interpretación.70

69 VM, pág. 377.70 Vid. Gadamer, Hans-Georg (1993a), o.c., pág. 101.

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El concepto de historia efectual o teoría de la conciencia expues-ta a los efectos de la historia o conciencia de la eicacia históri-ca, como la deine Ricoeur –siguiendo nuestra argumentación–, clariica la consideración hermenéutica de la cultura como ho-rizonte de la identidad, sobre la base de una particular manera de comprender cómo la historicidad de la cultura se apropia de los individuos hasta condicionar su proceso de comprensión: la conciencia como determinación, es un producto histórico, pues «la comprensión pertenece al ser de aquello que se comprende»71. Por ello, el verdadero sujeto de la comprensión es la tradición o el ser de la humanidad –transmisión histórica de sentido– y su ac-ción determina un horizonte en el que nos movemos y existimos, somos en la tradición:

«[Nuestra] tradición histórica, si bien es convertida en todas sus formas en objeto de investigación, habla también de lleno desde su propia verdad. La experiencia de la tradición histórica va funda-mentalmente más allá de lo que en ella es investigable. Ella no es sólo verdad o no verdad en el sentido en el que decide la crítica histórica; ella proporciona siempre verdad, una verdad en la que hay que lograr participar».72

Insistamos, esta pertenencia a la historia se comprende desde el concepto de tradición, pues «lo consagrado por la tradición y por el pasado posee una autoridad que se ha hecho anónima, y nuestro ser histórico y inito está determinado por el hecho de que la auto-ridad de lo trasmitido, y no sólo lo que se acepta razonadamente, tiene poder sobre nuestra acción y nuestro comportamiento».73

El concepto de experiencia trabajado aquí, resulta particularmen-

71 VM, pág. 14.72 VM, pág. 25.73 VM, pág. 348.

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te fecundo al momento de entender la condición ontológica de la conciencia por la historia efectual: «La verdadera experiencia es así experiencia de la propia historicidad [y] tiene que ver con la tradi-ción. Es ésta la que tiene que acceder a la experiencia. Sin embargo, la tradición no es un simple acontecer que pudiera conocerse y do-minarse por la experiencia, sino que es lenguaje, esto es, habla por sí misma como lo hace un tú».74

Los componentes de la tra-dicción (frases, textos, obras, documen-tos, conductas, monumentos, piezas musicales, vídeos) son una capacidad de comprensión de nuestro entorno y de nuestra condi-ción humana dada por la posesión de un lenguaje –que a la vez, le pertenecemos–, de una experiencia vivida y de su pertenencia a un mundo histórico y socio-cultural en el contexto de la initud ante la tradición, entendida como «el medio universal en el que se realiza la comprensión misma. La forma de realización de la comprensión es la interpretación. […] Todo comprender es interpretar, y toda in-terpretación se desarrolla en el medio de un lenguaje que pretende dejar hablar al objeto y es al mismo tiempo el lenguaje propio de su intérprete».75

Para Gadamer, el lenguaje no constituye un real acontecer her-menéutico, «sino en cuanto que da la palabra a lo dicho en la tradición»76, lo que acontece hermenéuticamente –lenguaje y tra-dición– no es nuestra acción en y con las cosas, sino la acción de las cosas mismas. El objeto de la comprensión se ubica en el lujo histórico de la tradición, y ésta se ubica en una posición medial respecto a la «objetividad de la distancia histórica y la pertenen-cia a una tradición. Y este punto medio es el verdadero tópos de la

74 VM, pág. 434.75 VM, pág. 467.76 VM, pág. 555.

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hermenéutica».77 Y este tópos medial hay que imaginárselo, es decir, inventar una lengua que nos conduzca hacia la comprensión del sentido de la historia y que podemos dialogar con ella, que en de-initiva, es dialogar con todos aquellos participantes en el devenir histórico.

Gadamer asume como suya78 la deinición aristotélica de hombre en tanto que animal dotado de lógos/palabra: zon logon ejon79, es aquel animal portador de lenguaje y de habla, capaz de compartir con otros su intimidad racional y espiritual inita, haciendo una labor de construcción de lo humano por medio del intercambio permanente que se produce en la conversación e interacción origi-naria del ser-ahí80 con otros ser-ahí instalados y proyectados en un mundo común.

La apertura al otro, su relación e interacción lleva a cabo una co-munidad de diálogo posibilitada por la mediación del lenguaje81: «si algo caracteriza a nuestro pensamiento es precisamente este diálogo interminable consigo mismo que nunca lleva a algo dei-nitivo. […] Es nuestra experiencia lingüística, la inserción en este diálogo interno con nosotros, la que abre y ordena el mundo en todos los ámbitos de la experiencia».82

Para Gadamer, el lógos resulta ser el centro en el que “yo” y “mundo” «aparecen en su unidad originaria»83, pues «sólo el centro del len-

77 VM, pág. 365.78 Gadamer, Hans-Geore, ‘Hombre y lenguaje’, en VM II, pág. 145.79 Vid. Aristóteles. Política, I, 2 1253a 9.80 VM, pág. 531.81 Gadamer, Hans-Georg, ‘Europa y la oikoumene (1993)’, en (1998), o.c., pág. 228.82 Gadamer, Hans-Georg, ‘¿Hasta qué punto el lenguaje preforma el pensa-miento (1973)’, en VM II, pág. 196.83 VM, pág. 567.

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guaje, por su referencia al todo de cuanto es, puede mediar la esen-cia histórico-inita del hombre consigo mismo y con el mundo»84 en tanto que «mediación primaria para el acceso al mundo».85

El giro hacia el lenguaje realizado en el siglo XX por la ilosofía, se relaciona con el derrumbamiento de la metafísica como pensa-miento fundamentador de la cultura. El sujeto y la conciencia ope-ran expuestos a la fragmentación nihilista de una realidad que no transa sus transformaciones materiales. Así, la ilosofía renuncia a la relexión sobre conciencia y realidad, apostando por una me-ditación sobre el hombre como ser-en-el-mundo y por el mundo como nuestro mundo, quedando coimplicados como ser-en-el-len-guaje. Este giro o torsión a la habitual manera de entender la acción humana con su palabra –lenguaje– y a la acostumbrada forma de recepción del lujo histórico –sentido– «apunta a una estructura universal-ontológica, a la constitución fundamental de todo aque-llo hacia lo que puede volverse la comprensión. El ser que puede ser comprendido es lenguaje».86

La comprensión como fenómeno hermenéutico devuelve la uni-versalidad –que de suyo la compone– a la constitución óntica de lo comprendido en cuanto determina lingüísticamente su sentido universal como interpretación, pues «la lingüisticidad de nuestra experiencia del mundo precede a todo cuanto puede ser recono-cido e interpretado como ente».87 El lógos opera la estructuración

84 VM, pág. 548.85 Gadamer, Hans-Georg, ‘Texto e interpretación (1984)’, en VM II, pág. 327.86 VM, pág. 567. «La frase “un ser que se comprende es lenguaje” [no] hace referencia al dominio absoluto de la comprensión sobre el ser, sino que por el contrario indica que no se experimenta el ser allí donde algo puede ser produci-do y por lo tanto concebido por nosotros, sino solo allí donde meramente puede comprenderse lo que ocurre». VM, págs. 18-19.87 VM, pág. 539.

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interna del ser en tanto que lenguaje y las referencias sobre el mun-do88: el lenguaje es la medida de todos los mundos humanos.

Permanecemos así en el terreno de la hermenéutica, en la heredad de lo simbólico y representacional e ingresamos al taller de manu-factura de las signiicaciones, a la dimensión semiótica del signii-cado y del sentido, en in, a la urbanización gadameriana de la pro-vincia heideggeriana89 de la relexión sobre la hermenéutica del ser: el ser humano capaz de preguntar y preguntar-se sobre sí mismo, lo que es, justamente, aquello que caracteriza su modo de ser. De esa forma el Dasein, el ser aquí y ahora, existe comprendiendo-se, sabiendo-se, pues la «comprensión del ser es, ella misma, una deter-minación de ser del Dasein»90: «Lo hermenéutico, pues, “no sólo” signiica el interpretar sino, con prioridad, el traer un mensaje y el dar noticia del ser del ente, pero de un modo tal que el ser mismo llegue a brillar en su apariencia».91

El comprender –referido a la esfera ontológica– es una capaci-dad para poder hacer aparecer y valer la forma de darse el Dasein, facilitando su poder-ser, proyectar y dejar que se realice el ser-en-el-mundo: «Al modo de ser del ente que llamamos Dasein le pertenece la comprensión del ser».92 De tal forma, la analítica exis-tenciaria del Dasein permite descubrir al ser como una situación de comprender, de sentido y de interpretación93, desde la aperturidad como forma esencial del ser del Dasein. Tal aperturidad, tal estar-

88 VM, pág. 536.89 Vid. Habermas, Jürgen. (2000a). Periles ilosóico-políticos. Madrid, Taurus, págs. 346-354.90 Heidegger, Martin (1998), o.c., §4, pág. 35.91 Pögeller, Otto (1993). El camino del pensar de Martin Heidegger. Madrid, Alianza, pág. 84.92 Ibíd., §43, pág. 221.93 Ídem.

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en-el-mundo equivale a comprender más allá de los límites de una forma especíica de conocimiento: «La apertura del comprender concierne siempre a la constitución fundamental entera del estar-en-el-mundo. Como poder-ser, el estar-en es siempre un poder-estar-en-el-mundo. […] El comprender es el ser existencial del propio poder-ser del Dasein mismo, de tal manera que este se abre en sí mismo lo que pasa consigo mismo».94

Por tanto, en Heidegger, ser y comprender conforman una unidad originaria y existenciaria que deine al Dasein como proyecto95 y posibilidad96, enraizando a la historia y a la ontología la interpre-tación en tanto desarrollo del comprender en cuanto se apropia de lo comprendido97: «En la interpretación el comprender […] llega a ser él mismo».98

Y esta apropiación interpretativa hace surgir al sentido como «aquello en lo que se apoya la comprensibilidad de algo».99 La comprensión de este modo de ser es aquello que también levanta los límites del ser del Dasein, pues arraiga en este ser-en-el-mundo y de esta forma, el comprender arraiga en el mundo que habita-mos, pertenecemos, conformamos y coniguramos, y desde el cual proyectamos nuestra historicidad y coordinamos dialógicamente la adquisición de sentido.

En in, se es y se existe comprendiéndose y sabiéndose y, por ende, se trata de una comprensión autoapropiativa que conigura a la existencia misma. Por lo tanto, se existe en actitud comprensiva,

94 Ibíd., §31, pág. 168.95 Ibíd., §31, págs. 166-172.96 Ibíd., §29, págs. 158-164.97 Ibíd., §32, pág. 172.98 Ídem.99 Ibíd., §32, pág. 175.

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en actitud hermenéutica, siendo la más clara e indicativa manera de ser el preguntar-se por el mismo ser, por el sí mismo: «El plan-teamiento de esta pregunta, como modo de ser de un ente, está, él mismo, determinado esencialmente por aquello por lo que él se pregunta: por el ser».100

El empalme entre la comprensión obtenida desde la tradición como elemento comprensivo y comprensor y la experiencia vital como seres humanos racionales y sociales, dona la posibilidad no sólo de comprender nuestro mundo, sino que de transformarlo, cuestionarlo, criticarlo y reorientarlo como gestores de interpreta-ción y herederos de sentido:

«La comprensión de una tradición histórica traerá consigo […] la huella de esta estructura existencial del estar-ahí. El problema se plantea, entonces, para saber cómo reconocer esta huella en la hermenéutica de las ciencias humanas. Pues, para las ciencias humanas, no puede ser cuestión de oponerse al proceso de la tradición, él mismo histórico, al cual ellas deben su acceso a la historia. Distanciarse, liberarse de la tradición, no puede ser la primera preocupación en nuestros comportamientos cara a cara del pasado en el cual nosotros –seres históricos– participamos constantemente. […] Por el contrario, la actitud auténtica es aquella que interpela a una “cultura” de la tradición en el sentido literal de la palabra, un desarrollo y una continuación de aquello que reconocemos como siendo el lugar concreto entre todos no-sotros. Ella no se asimila evidentemente hasta que miramos en un espíritu objetivista lo que nos ha sido entregado por nuestros antepasados, es decir, como el objeto de un método cientíico o como si fuese algo profundamente diferente, completamente ex-traño. Aquello con lo que preparamos la acogida tiene alguna re-sonancia en nosotros y es el espejo donde cada uno de nosotros

100 Ibíd., §2, pág. 30.

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se reconocía. La realidad de la tradición no constituye, de hecho, un problema de conocimiento, sino un fenómeno de apropia-ción espontánea y productiva de contenidos transmitidos».101

Es imposible alcanzar la autocomprensión si no es en la comprensión de la historia en la que se está inmerso y viceversa. En la tradición se establece el modo auténtico de conciencia histórica, que consiste en establecer una suerte de comunidad de sentido meta-temporal, en la que el sujeto recibe el saber acumulado en el tiempo y queda constituido como sujeto de esta percepción, y situado en perspectiva de la «relexión total sobre la historia efectual […] que está en la esencia misma del ser histórico que somos. Ser histórico quiere decir no agotarse nunca en el saber».102 La conciencia histórica arroja un sa-ber comunicado y comunitario con particularidad de inagotabilidad, debido a la fuente histórica y solidaria de la que se nutre:

«La experiencia hermenéutica tiene que ver con la tradición. Es ésta la que tiene que acceder a la experiencia. Sin embargo, la tradición no es un simple acontecer que pudiera conocerse y do-minarse por la experiencia, sino que es lenguaje, esto es, habla por sí misma como lo hace un tú. El tú no es objeto sino que se comporta respecto a objetos. Pero esto no debe malinterpretarse como si en la tradición lo que en ella accede a la experiencia se comprendiese como la opinión de otro que es a su vez un tú. Por el contrario, estamos convencidos de que la comprensión de la tradición no entiende el texto trasmitido como la manifestación vital de un tú, sino como un contenido de sentido libre de toda atadura a los que opinan, al yo y al tú».103

El problema hermenéutico de comprensión –en tanto participa-ción y apertura y no manipulación y control; en tanto experiencia

101 Gadamer, Hans-Georg (1993a), o.c., págs. 78-79.102 VM, pág. 372.103 VM, pág. 355.

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y no conocimiento, dialéctica y no metodología– estribaría, enton-ces en cómo se establece la conexión entre el horizonte del presente y el horizonte del pasado para que pueda realizarse la compren-sión. Es necesario que uno y otro horizonte se mezclen, se fundan o se empalmen (símbolo), produciendo una tensión radical entre lo transmitido por la tradición y la situación hermenéutica abierta por la pregunta, por la interpelación de la historia104. La historici-dad enlaza el horizonte presente, que se mueve con el sujeto y con el horizonte pasado ahora unido por la tradición al presente.105

El comprender es un proceso de fusión de presuntos horizontes para sí mismos106: pasado y presente fundidos en tradición hori-zóntica o eslabonados en un horizonte tradicional en y desde la al-teridad históricamente mediada:

«Todo encuentro con la tradición realizado con conciencia his-tórica experimenta por sí mismo la relación de tensión entre tex-to y presente. La tarea hermenéutica consiste en no ocultar esta tensión en una asimilación ingenua, sino en desarrollarla cons-cientemente. Esta es la razón por la que el comportamiento her-menéutico está obligado a proyectar un horizonte histórico que se distinga del presente. La conciencia histórica es consciente de su propia alteridad y por eso destaca el horizonte de la tradición respecto al suyo propio. Pero por otra parte ella misma no es, como hemos intentado mostrar, sino una especie de superpo-sición sobre una tradición que pervive, y por eso está abocada a recoger enseguida lo que acaba de destacar, con el in de medirse consigo misma en la unidad del horizonte histórico que alcanza de esta manera».107

104 VM, pág. 447-454.105 VM, págs. 354-356.106 VM, págs. 376-377.107 VM, pág. 377.

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La fusión horizóntica posibilitada por el lenguaje, revela el acon-tecimiento signiicante de la unidad del sentido desde un diálogo histórico transmitido y establecido por la tradición: el diálogo es la epifanía lingüística como totalidad de signiicatividad de(l) sentido. Recordemos que Heidegger fundaba el círculo de la comprensión en una estructura de anticipación que constituía el modo de ser del Dasein108. Gadamer, por su parte, interpreta esa estructura como una pre-estructura de la comprensión bajo la igura de prejuicios o estructuras previas de sentido que hacen posible y determinan nuestra comprensión –situación ontológica del comprensor/in-terpretador– y que coniguran la realidad histórica de nuestro ser, desaiando a la razón ilustrada y a la hegemonía de la subjetividad, otorgándoles el sentido de condición de posibilidad de toda com-prensión: «[L]os prejuicios de un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser».109

Como condición necesaria para toda comprensión, Gadamer esta-blece la pre-comprensión desde su carácter prejuicial que consiste en la proyección de un horizonte de sentido para todo objeto. Los prejuicios designan, en una primera instancia, la pre-estructura de la comprensión como determinantes de nuestras experiencias inma-nentes en la historia, y en segunda instancia, determinan el arrai-gamiento histórico de nuestro ser con el mundo, es decir, nuestra encarnación temporal a partir de nuestro acceso a las “cosas mismas” desde un punto de vista determinado, por ello también designan nuestra apertura inita, limitada al mundo como disposición original:

«La relexión hermenéutica ha elaborado así una teoría de los prejuicios que, sin menoscabar el sentido de crítica de todos los prejuicios que amenazan al conocimiento, hace justicia al sen-

108 Vid. Heidegger, Martin (1998), o.c., §22, págs. 127-130; §32, pág. 177.109 VM, pág. 344.

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tido productivo de la precomprensión, que es premisa de toda comprensión. El condicionamiento hermenéutico del compren-der […], no se limita a las ciencias históricas, [sino] que la es-tructura circular del comprender implica a la vez la mediación entre la historia y el presente que preside todo distanciamiento y extrañamiento histórico».110

Aquí cabe preguntarse entonces: ¿qué valor tienen los prejuicios y cuál es el sentido de su relación con la idea de objetividad en la comprensión?, pues no basta con airmar que nos acercamos a un texto instalado en determinados juicios previos, como tampoco se trata de la condición de posibilidad para que veamos algo desde un determinado conjunto de prejuicios. Lo importante, es consi-derar que el intérprete contrasta ese horizonte de pre-juicios en el acontecer mismo de la interpretación como aquello «que siempre está en marcha, que no concluye nunca».111 Al contrastarlos, al ac-cionar y hacer valer su alteridad con el texto, con el otro, con la historia, con la verdad, pone a prueba su horizonte de prejuicios. Este reconocimiento no implica que el intérprete desaparezca o su realidad se oprima y resulte neutralizada bajo la primacía canónica del texto, sino que supone una exigencia: la apropiación selectiva o control crítico de los propios prejuicios, con lo cual nos sea permi-tido realizar la comprensión desde la conciencia histórica. De este modo, toda anticipación de sentido determina la comprensión de la tradición, así como también dicha anticipación es determinada desde la tradición. Obtenemos una nueva formulación del círculo hermenéutico, a partir del cual se justiica la initud e historicidad del comprender en una imperceptible transformación112:

110 Gadamer, Hans-Georg, ‘La hermenéutica (1969), en VM II, pág. 371.111 Gadamer, Hans-Georg (1981). La razón en la época de la ciencia. Barcelona, Alfa, pág. 75.112 VM, pág. 350.

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«La teoría del prejuicio recibe su característica más propia de este concepto insuperable de fusión de horizontes: el prejuicio es el horizonte del presente, es la initud de lo próximo en su aper-tura a lo lejano. El concepto de prejuicio recibe su último toque dialéctico de esta relación con lo propio y lo otro: en la medida en que me transporto hacia lo otro me aporto a mí mismo con mi horizonte presente, con mis prejuicios. Sólo en esta tensión entre lo otro y lo propio, entre el texto del pasado y el punto de vista del lector, el prejuicio deviene operante, constitutivo de historicidad».113

La historicidad de nuestra existencia implica que los prejuicios se conviertan en los hilos –nervios– conductores tanto de nuestra ex-periencia de apertura al mundo como a que las cosas accedan a su sentido. Gadamer se reiere a esto de la siguiente manera:

«El círculo no es, pues, de naturaleza formal; no es subjetivo ni objetivo, sino que describe la comprensión como la interpreta-ción del movimiento de la tradición y del movimiento del intér-prete. La anticipación de sentido que guía nuestra comprensión de un texto no es un acto de la subjetividad sino que se deter-mina desde la comunidad que nos une con la tradición [en] un proceso de continua formación [y] la instauramos en cuanto que comprendemos […]. El circulo de la comprensión no es en este sentido un círculo “metodológico”, sino que describe un momen-to estructural ontológico de la comprensión».114

El lenguaje coniere la posibilidad de que exista un mundo y que éste se maniieste al hombre como tal, es decir, no como una to-talidad ordenada de cosas, sino como una totalidad ordenada de signiicaciones, pues el mundo y lo real comparecen como sentido,

113 Ricoeur, Paul (2001a), o.c., pág. 321.114 VM, pág. 363.

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como efecto de la mediación lingüística115: todo lenguaje comporta una interpretación del mundo y expresa la initud del ser: «Todo hablar humano es inito en el sentido de que en él yace la ininitud de un sentido por desplegar e interpretar. Por eso tampoco el fenó-meno hermenéutico puede ilustrarse si no es desde esta constitu-ción fundamentalmente inita del ser, que desde sus cimientos está construida lingüísticamente».116

Tal como se ha venido planteando aquí, el lenguaje es una suerte de mundo intermedio universal que sirve de eje para entender la experiencia hermenéutica en vistas del horizonte histórico consen-suado dialógicamente, pues «es el lenguaje, el elemento universal de la comprensión. Un lenguaje constituye un mundo, una cultura. Pero la característica de los lenguajes humanos es que son permea-bles. No vivimos en un horizonte cerrado. Pertenece a la esencia de nuestra comprensión el que podamos comprender a los otros; no solamente a las otras personas sino también las otras culturas. Así que los horizontes están abiertos para la fusión hermenéutica des-de el principio. Es en este sentido de ser un fenómeno de la esfera de acción universal [pues] el objeto de la hermenéutica es la com-prensión de los otros y para hacer que esta empresa tenga sentido tiene que estar conectada con nuestra comprensión presente».117 Y como medio universal en el que se realiza la comprensión misma, y la forma de realización de la comprensión, es la interpretación.118

115 Platón ya relacionaba “lenguaje” con “entendimiento”, al airmar que “discur-so” y “entendimiento” son la misma cosa, Vid. Teeteto, 189e-190a.116 VM, pág. 549.117 Tugendhat, Ernst (1998). Ser-verdad-acción. Ensayos ilosóicos. Barcelona, Gedisa, pág. 192.118 VM, págs. 467-470. Todo comprender es interpretar y toda interpretación se desarrolla en medio de un lenguaje –que es al mismo tiempo el lenguaje propio del intérprete– cuya pretensión es dejar hablar al objeto. Acerca de la relación entre “historia” y “lenguaje” y su condición referida al conocimiento, Ga-

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El lenguaje de la razón, es el lenguaje que puede ser comprendi-do: la interpretación no es un medio para alcanzar la comprensión, sino que aquélla se introduce por sí misma en el contenido de lo que se comprende.119

Recapitulando a la luz de las consideraciones anteriores, pode-mos advertir que el camino recorrido es aquel que comienza en la clariicación del concepto de comprensión entendiéndolo como la puesta de acuerdo con el otro sobre algo a través del lenguaje como medio universal cuyo in es el consenso, de allí que el diálogo sea la concreción de la comprensión en aras de la correcta interpreta-ción, acción encerrada en la dialéctica de la pregunta y respuesta120 en un círculo comprensor, y justamente, esta dimensión lingüística de la comprensión señala el acopio de la conciencia de la historia efectual, donde la tradición consiste en el medio del lenguaje ahora situado en un horizonte que fusiona las interpretaciones y donde el pasado se actualiza en el presente, reconociendo su sentido:

«El lenguaje es en sí mismo investigación. En la tradición ilo-sóica, el lenguaje no es más que un vestigio del que uno puede desprenderse o que se puede corregir, como el soma-sema, como el cuerpo animal convertido en tumba y signo, como las técnicas, como las artes. El lenguaje es la única sociedad del hombre (chá-chara, cotilleo, familia, genealogía, ciudad, leyes, charla, cantos, aprendizaje, economía, teología, historia, amor, novela) y no se

damer se sirve de la tesis aristotélica: «Y también resulta claro […] que no cor-responde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o prosa […]; la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder». Poética, 1451a 36-1451b 5.119 VM, pág. 567.120 VM, pág. 446 y ss.

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conoce ningún hombre que se haya librado de él. Así el lógos fue desatendido por la philosophia en su despliegue de la misma manera que el aire es ignorado por las alas de los pájaros, como el agua del río es ignorada por los peces excepto al morir por encima de la supericie del agua en donde se asixian, una vez transportados por el anzuelo hacia la suavidad y la transparencia atmosféricas donde dejan de moverse y se iluminan».121

En in, la historia interpretada lingüísticamente y compartida entre sujetos interpretadores/comprensores en su diálogo solidario que surge de la experiencia vivida pre-cientíica y despojada de méto-dos reglados, de juicios de valor y opiniones previas, descubre un tópos que invoca, exige, expulsa y exhorta a caminantes hacia el lí-mite que marca la inalcanzable pretensión de sentido, un lugar de inasequible acceso para las múltiples facetas, caras y metamorfosis, orientadas por caminos, atajos y escondrijos: el de la iguratividad a partir de una coimplicadora preocupación: la acción de interpretar la «experiencia más descorazonadora que la humanidad ha hecho en este siglo […:] ver que la razón misma es vulnerable»122 y desde la compartida «duda en cuanto a la existencia de una facultad lla-mada “razón”».123

Acción de aquella práctica inequívoca de presencia, de vestigio y de huella, de apertura y de quicio, de re-unión de lo simboliza-do con lo realizado, de lo metafórico con lo (i)realizado: el tejido/

121 Quignard, Pascal (2006). Retórica especulativa. Buenos Aires, El Cuerno de Plata, pág. 15.122 Gadamer, Hans-Georg, ‘La verdad en las ciencias del espíritu (1953)’, en VM II, pág. 48.123 Rorty, Richard, ‘La prioridad de la democracia sobre la ilosofía’, en Vattimo, Gianni. comp. (1992a). La secularización de la ilosofía. Hermenéutica y postmo-dernidad. Barcelona, Gedisa, pág. 33.

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texto124 del sentido como «re-mediación cultural sustitutoria. De esta guisa, el simbolismo se ofrece como la sutura (cultural) de la isura (natural), así pues, como el mediador humano de naturaleza y cultura».125 A partir de esto, es que hoy el sentido o el tejido her-menéutico urdido por la iguratividad de la modernidad expresada en personajes cuya acción (a)parece (i)limitada en el horizonte tó-pico de la historia.

Últimamente, la hermenéutica de raíz nietzscheana, matriz hei-degeriana y articulación gadameriana, modula una decisiva fase de radicalización y universalización de la signiicatividad tanto del comprender –en el ámbito epistemológico y ontológico–, como del interpretar –en el ilosóico e histórico–, rehabilitando al sen-tido en tanto eje especular del evento plurilingüístico que ha logra-do converger y ijarse en el interdialecto o koiné (Vattimo) para la comunicación entre las profecías racionales del progreso moderno (Adorno y Horkheimer) y la cultura tecnocientíica del consumo (Lyotard, Lipovetsky) en los márgenes epocales de la modernidad.

Asumiendo este rol de mediación histórico-cultural al interior de la fase tardía de la modernidad, la hermenéutica se presenta en el escenario ilosóico actual como una impertinente aventura in-terpretativa que anuncia las condiciones lingüísticas de la historia; vigila los límites de la razón cientíica positiva y del relativismo; es-tudia las variables entre universalidad y particularidad del discurso y de la verdad, las fronteras entre interpretación y comprensión de los acontecimientos culturales, desde la práctica y la teoría hasta la sensibilidad estética y literaria junto con la responsabilidad po-

124 Del latín textus: tejido, la acción de tejer –de manera igurada– las oraciones, las palabras y las ideas.125 Ortiz-Osés, Andrés (1996). La diosa Madre. Interpretación desde la mitología vasca. Madrid, Trotta, págs. 110-111.

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lítica y económica. En in, todo aquello que funda la humanidad implicada en su destino histórico de búsqueda de sentido. El desa-fío hermenéutico que asumimos aquí, gravita en torno al afán por hacer inteligible aquello incomprensible de la modernidad tardía en marcos interpretativos fronterizos a las regiones de pluralidad discursiva y exhaustividad interpretativa: su contradictorio modo de expansión y cómo este modo hace sentido.

¿Qué más inquietante que interpretar lo inconcluso y paradójico de la modernidad? ¿Qué más desaiante por comprender que las transformaciones de la modernidad que afectan a la conformación, consistencia interna, proyección temporal, identidad, relacionali-dad y temple del sujeto? Estas transformaciones responden a la ortodoxia moderna de irrenunciabilidad al progreso como eje del proyecto histórico-cultural, programa que responde a las exigen-cias que surgen de las expectativas en el desarrollo universal de la razón para una emancipación subjetiva de la naturaleza objetiva, articulado por el sujeto en tanto que dador de fundamento desde el cual ediicar el mundo como un todo ordenado de acontecimientos dirigidos hacia su autonomía: aquello que espera ser explicitado, se nos aparece como un dato particular empíricamente dado, con-trolado y acabado, resuelto casi exhaustivamente a pesar de que su promesa yace en cómoda cadencia de postergación y aplazamiento.

Una de las características teóricas más sobresalientes de la cultura moderna, ha sido la estrecha vinculación entre pensamiento crítico y sujeto como asimismo, la relación entre racionalidad e identidad, progreso y subjetividad, trascendencia y secularización, las cuales admiten las más diversas variedades, tanto negativas como posi-tivas, de poner en tela de juicio lo históricamente dado para así diseñar el horizonte común de una existencia dada. Junto con ello, el proceso de aceleración de la modernización genera un contexto en el que prevalece la normalización, el consenso, la administración burocrática y el control, profundizando un quiebre entre la crítica

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y el sujeto. De tal forma, la moderna idea de progreso junto con su promesa de realización, se presenta de forma problemáticamente rupturista y contradictoria con los ideales ilustrados. Ruptura que crea diversas tensiones, por ejemplo, entre la emancipación como principio moderno del cumplimiento de la promesa en constante expansión y el miedo al sinsentido y vacío como expresión de la pérdida de referentes normativos racionales, dejando expuestos al vaivén de una contingencia desprovista de fundamento que exige un giro por la autolegitimación crítica sin disolver la tradición des-de la que legitimarse. La tarea interpretativa que realiza el sujeto sobre su propia existencia es una actividad cultural inseparable de su naturaleza racional, expresando una radical tensión entre identi-dad y alteridad que requiere de una mediación que la comprensión le reclama al sentido y éste a la hermenéutica. La historia del pen-samiento ha asumido al sujeto desde sus marcaciones metafísico-substancialistas hasta aquellas que lo cosiican e instrumentalizan en los márgenes de la modernidad progresista. En este contexto, nuestra investigación se inserta en un punto preciso: posibilitar alternativas de relexión sobre la subjetividad ante las teorías he-gemónicas sobre el sujeto expuestas en los siglos XVI y XVII y aquellas que soportaron los embates de los maestros de la sospecha en torno a la consciencia y la identidad, expresada en la propues-tas de Ricoeur sobre la constitución tanto de discursos como de identidades alternativos que requiere de una delimitación tanto en su signiicado y precisión de su alcance como en las limitaciones y novedades que introduce.

CONSTITUCIÓN RACIONAL DE LA SOCIEDAD MODERNA: SUJETO Y PROGRESO

Entendemos por modernidad, desde su conceptualización ilosó-ica y sociológica, como un proceso de profundo cambio en los pa-trones intelectuales de la cultura occidental y expresa con ello, un

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proyecto teórico-práctico que instala e impone a la razón humana como patrón, medida y norma tanto trascendental como funcional de la sociedad.

La modernidad es un período temporal que entra en escena histó-rica, especialmente, en el norte de Europa, a ines del siglo XVII y que se cristaliza a ines del siglo XVIII, caracterizado por las insti-tuciones Estado-nación, los aparatos administrativos modernos, la metodología cientíica y una estética renovada. El núcleo germinal del concepto de modernidad, es su periorización, es decir, tal como lo utiliza el Papa Gelasio I (494-495) para distinguir a sus contem-poráneos del período anterior de los Padres de la Iglesia sin asumir ningún privilegio especial para el presente, salvo el cronológico en el sentido de “ahora” o “el tiempo de ahora”. Por tanto, sencillamente supone una frontera en el horizonte cronológico que pretende es-tablecer una diferencia entre el presente y aquel tiempo en el que se hace necesario acudir a la mediación histórica para acceder a él126, en el que se acuña la conciencia de un nuevo modo de entender el mundo a partir de la constante disputa entre los defensores del nuevo orden que representan los modernos y los antiguos que se esfuerzan por defender el viejo orden, es decir, esclarecer quiénes son los superiores, los ilósofos, literatos y cientíicos greco-roma-nos clásicos o los del mundo de los siglos XVI y XVII:

«La Querelle des Anciens et des Modernes [iniciada el 27 de enero de 1687] tiene, en este contexto, la misma signiicación: consti-tuye un tópico literario, acuñado en la Antigüedad, que vuelve una y otra vez en las revueltas de la juventud, condicionadas por las generaciones, y que indica la forma en que de siglo en siglo van desplazándose las proposiciones entre los escritores anti-

126 Jauss, Hans Robert (1976). La literatura como provocación. Barcelona, Península, pág. 13.

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guos y los más nuevos. […] El sentido de modernus [“lo de hace poco”, “recientemente”] no se agota en el signiicado intemporal del tópico literario. Más bien aparece con el cambio histórico de la conciencia de la modernidad y lo podemos reconocer en su poder formador de historia allí donde se maniiesta la oposición condicionante, la “separación” de un pasado mediante la auto-comprensión histórica de una nueva actualidad».127

El mero uso del lenguaje da pistas suicientes para entender que el signiicado de la palabra moderno, se comprende a partir de opues-tos claramente deinidos: la «frontera entre lo de hoy y lo de ayer, entre lo nuevo y lo viejo […]; entre lo que acaba de producirse y lo que acaba de ser puesto en circulación, lo que ayer era actual y hoy ya es anticuado»128, desvalorizado no sólo en su troquelado, sino que caduco, sin respeto al descenso orgánico de su proceso:

«El partido de los modernos reacciona contra la autocomprensión del clasicismo francés asimilando el concepto aristotélico de per-fección al de progreso, tal como éste venía sugiriendo por la ciencia moderna de la naturaleza. Los “modernos” ponen en cuestión el sentido de la imitación de los modelos antiguos con argumentos histórico-críticos, elaboran frente a las normas de una belleza en apariencia sustraída al tiempo, de una belleza absoluta, los crite-rios de una belleza sujeta al tiempo o relativa y articulan con ello la autocomprensión de la Ilustración francesa como comienzo de una nueva época. Aunque el sustantivo modernitas ( junto con el par de adjetivos “antiqui/moderni”) venía utilizándose ya desde la antigüe-dad tardía en un sentido cronológico, en las lenguas europeas de la Edad Moderna el adjetivo “moderno” sólo se sustantiva bastante tarde, a mediados del siglo XIX, y ello empieza ocurriendo en el

127 Ibíd., págs. 16-17.128 Ibíd., pág. 17.

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terreno de las bellas artes. Esto implica por qué la expresión “mo-dernidad”, “modernité”, ha mantenido hasta hoy un núcleo semánti-co de tipo estético que viene acuñado por la autocomprensión del arte vanguardista».129

Esta profunda separación de lo pasado que realiza la moderna ex-periencia temporal, es el relejo de una transición constitutiva de cada conciencia de época. Sin embargo, la modernidad se despren-de de su raigambre etimológica, para legitimarse autocomprensiva-mente en la historia y hacer, de sus oposiciones, su mecánica fun-cional. El mundo moderno se despega temporalmente del mundo antiguo, substancializando al presente, es decir, otorgándole una presencia cultural.

El término modernus se utiliza, por primera vez, en la última déca-da del siglo V, en la época de transición de la antigua Roma con su pagana cultura al nuevo mundo cristiano, con el in de caracterizar un cambio de época, un quiebre respecto de la tradición. Esta se-paración entre la vieja y la nueva concepción de mundo, progresi-vamente va ampliando sus connotaciones hasta convertirse –con Casiodoro en el siglo V– en una separación en la que Roma ya forma parte del pasado modélico como época progresiva admira-ble (antiqui: antiguo; antiquitas: antigüedad), mientras que el cris-tianismo (moderni: moderno) es “lo nuevo”, “lo actual”, “lo de hoy” opuesto a “lo de ayer”, nostris temporibus, sæculis modernis, lo propio de una época que aún está por formarse, pero que ya ha iniciado esa tarea, atribuyéndole una signiicancia histórica de superación, innovación, renovación, superación.

En plena Edad Media, en el siglo IX durante la época carolingia, el término modernus adquiere una gran difusión, aplicándosele a

129 Habermas, Jürgen (1989a). El discurso ilosóico de la modernidad (Doce lec-ciones). Madrid, Taurus, pág. 19. En adelante DFM.

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la época de Carlomagno. Aunque posteriormente, durante el Im-perio alemán, esa época moderna de Carlomagno como seculum modernum, pasa a ser una visión de lo antiguo por su intención de restaurar el Imperio Romano. En el terreno de la ilosofía y de la poesía, los autores grecorromanos son considerados como los anti-guos, mientras que los cristianos, con Boecio como límite, forman parte de los modernos –moderni–.

Uno de los momentos fundamentales en esta disputa, sucede en el año 1170, conocido como el renacimiento del siglo XII, cuando al-gunos autores enmarcados en el programa de los modernos mani-iestan que existe una clara superioridad con respecto a lo antiguo, quedando lo antiguo simplemente sublimado tipológicamente dentro de lo moderno en su perspectiva (Chartres), siendo lo mo-derno como una especie de progresivo desvelamiento del sentido pleno y objetivo de la verdad (De Francia), como un orgullo de pertenecer a la modernidad por su progreso en historia universal (De Troyer), en in, como una contundente superioridad del pre-sente (Map).130 En el siglo XIII, se establece la diferencia entre los Antiqui que enseñaban en París durante el período 1190-1220 y los Moderni que son los que introducen el aristotelismo, despla-zando el platonismo que hasta entonces se mantenía como la línea ilosóica dominante. Esta diferenciación sienta las bases para que en el siglo XIV se establezca la disyunción entre la denominada via antiqua, representada por Duns Escoto, y Tomás de Aquino, que deiende el realismo y la permanencia del aristotelismo, here-dera de los moderni del siglo XIII y la via moderna con Ockham como cabeza, que aboga por el nominalismo y por una crítica al aristotelismo, lo que impulsó el desarrollo de la ciencia en el Re-nacimiento.131

130 Jauss, Hans Robert (1976), o.c., págs. 25-27.131 Ibíd., pág. 22.

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Al interior del movimiento cultural renacentista hay que destacar la exclamación de Von Hutten –1518–, en la que sostiene que la Edad Media es una suerte de encadenamiento en el pasado iden-tiicable con una barbarie por superar, estableciéndose una clara conciencia histórica de separación entre la Antigüedad y el presen-te histórico, ya que la Edad Media queda fuera de esta contrapo-sición: «Los humanistas restablecen la gran antítesis de antiqui y moderni, al no querer ver ya su pasado en los últimos siglos trans-curridos, que para ellos eran una época de tinieblas, y en buscarlos en la antiquitas de los autores griegos y romanos».132

Esta lejanía constituye el indicio de una conciencia profunda de separación, de abandono de la concepción histórica medieval, uni-lineal, que, en una sucesión de fases irreversibles, se encamina hacia su in, como asimismo, la adquisición de un orgullo de pertenecer a una nueva época que se repliega sobre sí misma para impulsarse deinitivamente en el tiempo y no sólo en una metafórica epocal de disputa.133 El cambio de paradigma –que tenía como objetivo contener la teoría y práctica modernas– expresa el nuevo interés que despertó entre cientíicos y burgueses la llegada de la nueva coniguración social moderna con sus promesas y novedad:

«Las nuevas estructuras sociales vienen determinadas por la di-ferenciación de esos dos sistemas funcionalmente compenetra-dos entre sí que cristalizaron en torno a los núcleos organizativos que son la empresa capitalista y el aparato estatal burocrático. Este proceso lo entiende Weber como institucionalización de la acción económica y de la acción administrativa racionales con arreglo a ines. A medida que la vida cotidiana se vio arrastrada por el remolino de esta racionalización cultural y social, se disol-vieron también las formas tradicionales de vida diferenciadas a

132 Ibíd., págs. 30-31.133 Ibíd., pág. 32.

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principios del mundo moderno mayormente en términos de es-tamentos profesionales. Con todo, la modernización del mundo de la vida no viene determinada solamente por las estructuras de la racionalidad con arreglo a ines. E. Durkheim y G. H. Mead vieron más bien los mundos de la vida determinados por un tra-to, convertido en relexivo, con tradiciones que habían perdido su carácter cuasinatural; por la universalización de las normas de acción y por una generalización de los valores, que, en ám-bitos de opción ampliados, desligan la acción comunicativa de contextos estrechamente circunscritos; inalmente, por patrones de socialización que tienden al desarrollo de “identidades del yo” abstractas y que obligan a los sujetos a individualizarse. Ésta es a grandes rasgos la imagen de la modernidad tal como se la pre-sentaron los clásicos de la teoría de la sociedad».134

La modernidad está compuesta por una “primera modernidad”, aquella modernidad emergente o fundacional: desde el Renacimien-to hasta Descartes; una “segunda modernidad”, aquella funcional o de su constitución consciente: desde Descartes hasta Kant; y una “tercera modernidad”, entendida como autoconciencia o autolegiti-mación: del idealismo alemán hasta Hegel, la constituye el ámbito de experiencia, de vivencia y de saber del sujeto moderno en su incursión histórica que despliega sobre un horizonte múltiples elementos cul-turales hasta presentar su modulación. Y su tránsito está asociado a cuatro grandes ideas-fundamento, estrechamente relacionadas entre sí: ruptura con la idea de un principio trascendente de ordenamiento social, el pensamiento Ilustrado, como primera gran manifestación cultural e intelectual de la modernidad occidental, cuestiona las ba-ses del Antiguo Régimen sustentado en la existencia de un principio

134 DFM, pág. 12. Vid. Habermas, Jürgen (1987). Teoría de la acción comuni-cativa. Racionalidad de la acción y racionalización social, tomo I. Madrid, Taurus, págs. 286-316.

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divino que organiza la sociedad; búsqueda de un principio inmanen-te, en el pensamiento Ilustrado la naturaleza humana aparece como el principio inmanente del orden. El sujeto requiere y puede cons-truir una convivencia pública, pues también es un agente moral, ya que detenta valores con los que puede construir un orden social. La secularización destina a la política la función integradora que cumplía anteriormente la religión: el fundamento divino es sustituido por el principio de la soberanía popular; absolutización del concepto de razón y progreso, las revoluciones burguesas –que encuentran su mejor expresión en la revolución francesa de 1789– y, concomitan-te a ellas, el acelerado proceso de urbanización e industrialización, facilitado por los inusitados avances tecnológicos, van acompañadas de una ilimitada conianza en las posibilidades que ofrece la ciencia y la razón. Con la Edad Moderna se constituye la idea de historia como progreso, de la aceleración de los acontecimientos históricos y la idea de simultaneidad cronológica de evoluciones históricas asi-multáneas; y, conciencia de ruptura con el pasado, la modernidad se entiende a sí misma como una época histórica, en cuanto ésta toma conciencia, como un problema histórico, de su ruptura con el carác-ter ejemplar del pasado. Se trata de una concepción liberadora que hace frente a las formas tradicionales de organización social y cul-tural y que pugna por crear tanto un mundo nuevo como un sujeto nuevo en permanente cambio.

La Ilustración se caracterizaba fundamentalmente por su conian-za plena en la razón humana, en la ciencia y en la educación, y cuyo objetivo era, por una parte, mejorar la vida humana, y por otra, aportar una visión optimista –de la vida, de la naturaleza y de la historia– inscrita en la perspectiva de progreso de la humanidad, junto con la difusión de posturas de tolerancia ética y religiosa y defensa de la libertad del hombre y sus derechos como ciudada-no. La importancia de la razón crítica, que es pensar con libertad, y que ha de ser la luz de la humanidad. Todo cuanto se oponga,

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como rincón oscuro y escondido, a la iluminación de la luz de la razón –las supersticiones, las religiones reveladas y la intoleran-cia– es rechazado como irracional e indigno del hombre ilustrado. Kant, con el lema ilustrado Sapere aude!: ¡atrévete a saber!, expresa acertadamente la labor que cada ser humano ha de ser capaz de emprender y llevar a cabo por propia iniciativa, una vez alcanza-da ya, por historia y por cultura, la mayoría de edad del hombre, reverberando un antiguo desafío al ser humano respecto de la reli-gión que ya Horacio exigía: «atrévete a saber»135.

Es puesto en escena por Kant un personaje central: el Hombre, la Humanidad, en el momento en que se está liquidando el Antiguo Régimen –liberación de todo tipo de despotismo–, está ya triun-fando la ciencia moderna positiva –toda idea no examinada, de toda creencia aceptada sin crítica, de todo tipo de dogmatismo– y se están desmoronando las imágenes religiosas del mundo –eman-cipación de toda esencia y de todo destino–. El Hombre por in se hace mayor de edad y dueño de su propio destino, se hace cargo re-lexivamente de su propia historia, de su propio futuro. Es la auda-cia de la razón humana que deja la edad del ancillaje de la teología –philosophia ancilla theologiæ–, de la tutela divina al estilo cartesia-no donde reposaba metafísicamente su veracidad, con el respaldo de un Dios Creador; es la audacia del hombre capitaneado por la razón autónoma y liberada, que lo rescata de su condición domes-ticada para pensar por sí mismos y ejercitar críticamente la razón como aquella facultad o capacidad para comprender la naturaleza, el orden, la legalidad y el sentido del mundo: aquello “que hay”, que “puede haber” o lo que “debe haber” como eje sustantivo y facultad totalizadora de la modernidad, que opera tanto el propósito liber-tador respecto a su pasado histórico –la tradición judeo-cristiana

135 Horacio (1986). Obras completas. Madrid, Planeta, ‘Epístolas’, I, 2, 40.

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occidental– como la apertura de un nuevo horizonte experiencial, interpretativo, simbólico y genealógico, pero sobre todo, articula una transformación del sujeto moderno como «un ser más audaz a la hora de conquistar su libertad [que] parecería coronarse por una secuencia de asimilaciones que, en razón de su carácter indiscuti-ble, diríase que recuperaba para sí el estilo de lo sagrado: asimila-ción de lo verdadero a lo cientíico, de lo cientíico a lo racional, de lo racional a lo valioso, de lo valioso a lo normativo, de lo normati-vo a lo lleno de sentido».136

La Ilustración es ante todo un proceso histórico desplegado al ini-nito y sus ideas constituyen el depósito conceptual sobre el que se funda la concepción del sujeto moderno ilustrado, el movimiento de asunción de su puesto, la asignación de cómo operar su función y las coordenadas para entender un destino que ya no está ni escri-to ni inscrito, sino que depende de facultades individuales:

«[Es] la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad signiica la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpa-ble de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración».137

La Ilustración es un «período que […] formula su propia divisa, su propio precepto, y que dice lo que tiene que hacer, tanto con respecto a la historia general del pensamiento como con respecto a

136 Bayón, Fernando, ‘Sentido’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi, dirs. (2004). Diccionario de hermenéutica. Una obra interdisciplinar para las ciencias humanas. Bilbao, Universidad de Deusto, pág. 493.137 Kant, Immanuel, ‘Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?’, en AA.VV. (1999). ¿Qué es Ilustración? Madrid, Tecnos, pág. 17.

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su presente y a las formas de conocimiento, de saber, de ignorancia, de ilusión en las cuales sabe reconocer su propia situación histórica [interrogándose] sobre su propia actualidad».138 Actualidad que se funda en la asignación de la noción de progreso como objetivo de la humanidad y sentido de sus acciones: la consigna es el compro-miso por el progreso como causa de posibilidad de efecto, que se internaliza como el sentido totalitario del progreso: el progreso en sí mismo como certeza teleológica. La causa sería especíicamente –desde un punto de partida negativo– la salida o resultado, «un proceso que nos libera del estado de “minoridad” [es decir, de] un estado determinado de nuestra voluntad que nos hace aceptar la autoridad de algún otro para conducirnos en los dominios en los que conviene hacer uso de la razón».139 La Ilustración viene dei-nida, por aquella modiicación internalizada en la relación entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón, un uso «universal […] libre [y] público».140

Una modernidad subjetivada que introducirá ruptura, separa-ción y tensión en la dualidad sujeto-razón y avanzará contra la unidad del mundo sagrado y mágico, contra una «unidad de un mundo creado por la voluntad divina, la razón o la historia [en otras palabras, contra] la correspondencia entre un sujeto divino y un orden natural y, consecuentemente, entre el conocimiento objetivo y el orden del sujeto».141 Este proceso variado, extenso y complejo diseña un diferenciado estado o temple de ánimo de la cultura occidental hiperracionalizada, develando nociones que la promulgan tales como fragmentación, pluralismo, irreductibili-dad, dispersividad, homogeneidad, proliferación de la diferencia y

138 Foucault, Michel (2002). ¿Qué es Ilustración? Argentina, Alsión, pág. 70.139 Ibíd., pág. 85.140 Ibíd., pág. 89.141 Touraine, Alain (2000). Crítica de la modernidad. México, FCE, pág. 209.

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radicalización de los márgenes, particularismo, autonomía y pri-vatización del existir.

La crítica dirigida a la modulación clásica de racionalidad –razón como Ilustración–, tiene que ver con un agotamiento en la opera-tividad de este tipo de racionalidad, que a su vez, genera un radical agotamiento frente tanto a su funcionamiento como al manteni-miento del proyecto occidental de modernización apoyado en los logros de la sociedad capitalista industrial y que estos logros ten-gan una resonancia social en pos de un compromiso ciego, meta-morfoseando la conianza en una concepción trágica de progreso:

«En el concepto de modernización […] subyace una tensión casi de reminiscencia bíblica: la pérdida de un modelo humano, pero en este caso histórico social. También un tópico con tintes de tragicidad clásica: un sujeto del presente histórico, [exiliado y] condenado a su reparación casi imposible, heroica. Una subjetivi-dad […] transida por el destino que borra ciegamente los propios antecedentes de su identidad. Es decir, en la experiencia de “testi-moniar” desde la razón moderna objetivante el arribo de una no-visima vita de máquinas, metrópolis, gran producción) subyace la necesidad previa de una escena doliente, irrumpida, homicida, de un haz de imágenes de trasfondo estético-ético también aborda-dora de ese nuevo mundo, para poder entonces pronunciar a este último en términos de verdad objetiva [de un] proceso moderni-zador del mundo (el sistema productivo inscribiendo el ethos de la subjetividad que plasma una nueva historia humana)».142

El cuestionamiento postmoderno de interpretación del saber mo-derno, se dirige especialmente al concepto de una razón deductiva y al intento de elaborar un pensamiento sistemático; pero también

142 Casullo, Nicolás (1998). Modernidad y cultura crítica. Buenos Aires, Paidós, págs. 71-72.

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a la posibilidad de donar un fundamento al conocimiento como asimismo, el requerido criterio de certeza para alcanzarlo; al opti-mismo fruto del uso positivo de la razón y de los éxitos del progre-so; y, al despliegue de las ideas de una historia y sujetos únicos en unidad coherente:

«La idea general es trivial: podemos observar una especie de de-cadencia o declinación en la conianza que los occidentales de los dos últimos siglos experimentaban hacia el principio del progre-so general de la humanidad. Esta idea de un progreso posible, probable o necesario, se arraigaba en la certeza de que el desa-rrollo de las artes, de las tecnologías, del conocimiento y de las libertades sería beneicioso para el conjunto de la humanidad. […] El desarrollo de las tecnociencias se ha convertido en un medio de acrecentar el malestar, no de calmarlo. Ya no podemos llamar a este desarrollo “progreso”. Parece desenvolverse por sí mismo, por una fuerza, una motricidad autónoma, independien-te de nosotros. No responde a las exigencias que tienen origen en las necesidades del hombre. Por el contrario, las entidades humanas, individuales o sociales, parecen siempre desestabili-zadas por los resultados del desarrollo y sus consecuencias».143

REINHART KOSELLECK Y LA SEMÁNTCA DE LOS TIEMPOS HISTÓRICOS: EXPERIENCIA, EXPECTATIVA Y ACELERACIÓN

La modernidad para Koselleck signiica aquella apertura de un abismo temporal entre la experiencia precedente y la expectativa venidera, es decir, una «nueva experiencia del progreso y la de acele-ración de los acontecimientos históricos, y la idea de la simultanei-dad cronológica de evoluciones históricamente asimultáneas».144

143 Lyotard, Jean-François (1996). La posmodernidad (explicada a los niños). Barcelona, Gedisa, págs. 91-92.144 DFM, pág. 16.

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En esta apertura temporal, el pasado queda reservado, destinado a las coordenadas de la memoria en tanto ejercicio de lejanía y com-paración. Un relevo de las instituciones organizadoras de la cultura anterior bajo la noción de progreso de la Providencia por la noción de progreso inmanente fundada en los avances de la ciencia y cuya inalidad es inherente al mundo mismo, vale decir, operada por una lógica profunda y autorreferente como la «huida del mundo hacia lo suprasensible [ahora] sustituida por el progreso histórico»145 y éste, a su vez, sustituye a la idea de perfección trascendente por perfección funcional.

La idea de progreso146 condensa una red de signiicaciones sobre la que se ediica el interés de la percepción de lo real hacia la li-beración del potencial del conocimiento humano, conocimiento operado, validado y concretado en una convicción ilimitada en el saber cientíico en constante avance y desarrollo –material– de la vida humana. Toda experiencia de temporalidad, es producto de una suerte de puntuación o ijación que distingue el devenir de la eternidad optando por el primero, como el relevante para la in-terpretación. De ahí que consideremos que el tiempo es operado en la modernidad de manera hegemónica, instituyendo sobre ese devenir, uno o varios tiempos explícitos que, en tanto signos, tie-nen varias dimensiones: una referencial o identitaria, que tiene que ver con el sistema de medida utilizado para contener el lujo del devenir, es el tiempo calendario; otra imaginaria o de signiicación,

145 Heidegger, Martin (1995). Caminos de bosque. Madrid, Alianza, pág. 199.146 Nos referimos, desde luego, a la consideración de progreso siguiendo su etimología del vocablo latino progressus, derivado de progredi, caminar hacia ade-lante; progredi, a su vez procede de gradi, andar. Por tanto, cuando se habla de progreso, se reiere a “avance”, “crecimiento”, sea positivo o negativo, pues lo im-portante del progreso es que demarca una realidad temporal no cíclica, es decir, un tiempo siempre creador y en constante renovación.

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en relación de presunción recíproca con la anterior, que semantiza períodos y límites concediendo cualidad y afecto al tiempo y otra pragmática, que construye temporalidades a un nivel superior per-mitiendo que este nivel de la sociedad controle a su correspondien-te parte dominada.147

Dimensiones que, en la modernidad tardía, encuentran yuxtaposi-ciones complejas que es necesario abordar, por ejemplo: utilizando la clave de historia conceptual de Koselleck.148 La tesis central se reiere a la imposición de una semántica de los términos políticos vinculada a los tiempos históricos. El signiicado, así condicionado, entrega a estos términos su contenido conceptual capaz de estruc-turar las experiencias fundamentales de los agentes sociales. Para dotarse de esa capacidad de estructurar experiencias fundamenta-les, los conceptos deben integrar dos elementos: ser factores de la realidad socio-política y ser índices de la misma. Así que los con-ceptos son contenidos signiicativos de naturaleza epistemológica y a la vez de naturaleza práctica, es decir, incluyen sentidos teórico-prácticos con los que se traduce la realidad de un mundo histórico.

La modernidad es la época del acrecentamiento de la diferencia entre pasado y futuro: el tiempo en que se vive se experimentará como ruptura, como transición, fractura de límites a través de la cual una y otra vez aparece algo nuevo e inesperado.149 Así, nace una historia cuya mecánica es determinada por una dinámica que exige categorías temporales de movimiento, sobre todo, la de ace-leración, que pasa a ser una experiencia especíica del tiempo en la

147 Vid. Castoriadis, Cornelius (1989). La institución imaginaria de la sociedad, vol. 2. Barcelona, Tusquets, págs. 71-86.148 Koselleck, Reinhart (1993). Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona, Paidós, págs. 286-332. En adelante FP.149 FP, pág. 321.

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modernidad abierta «radicalmente al futuro».150 En el campo de lo político-social, la medida del tiempo se convierte en un teorema clave, ya fuera de los conservadores para retardar el movimiento, ya de los progresistas para incrementarlo. La dinámica temporal es uno de los marcadores esenciales de la modernidad y todas sus estrategias, como el acortamiento, la comprensión y, sobre todo, la aceleración del tiempo y sus plazos, desempeñaron un papel deter-minante al interior de los programas políticos de la modernidad y su establecimiento cultural.

En resumen, la «determinación de la modernidad como tiempo de transición no ha perdido en evidencia epocal desde su descubrimien-to. Un criterio infalible de esta modernidad son sus conceptos de movimiento como indicadores del cambio social y político y como factores lingüísticos de la formación de la conciencia, de la crítica ideológica y del control del comportamiento».151 Koselleck desarrolla su tesis sobre la modernidad y su mecánica irruptiva de movimiento basado en que «la experiencia [recuerdo] y la expectativa [esperanza] son dos categorías adecuadas para tematizar el tiempo histórico por entrecruzar el pasado y el futuro. La historia concreta se madura en el medio de determinadas experiencias y determinadas expectativas»152 como signiicado meta-histórico y giro antropológico.

La experiencia es un «pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados. En la experiencia se fusionan tanto la elaboración racional como los modos inconscien-tes del comportamiento que no deben, o no debieran ya, estar pre-sentes en el saber. Además en la propia experiencia de cada uno,

150 Habermas, Jürgen (2000b). La constelación posnacional. Ensayos políticos. Barcelona, Paidós, pág. 171.151 FP, pág. 332.152 FP, pág. 337.

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transmitida por generaciones o instituciones, siempre está conte-nida y conservada una experiencia ajena».153 Por su parte, la expec-tativa ligada a personas, siendo a la vez impersonal, se efectúa en el hoy, «es futuro hecho presente, apunta al todavía-no, a lo no ex-perimentado, a lo que sólo se puede descubrir. Esperanza y temor, deseo y voluntad, la inquietud pero también el análisis racional, la visión receptiva o la curiosidad forman parte de la expectativa y la constituyen».154

A pesar de corresponderse –experiencia y expectativa–, de estar presentes recíprocamente, no son simétricos complementarios, es decir, tienen modos de ser diferentes y diferenciables: «El pasado y el futuro no llegan a coincidir nunca, como tampoco se puede deducir totalmente una expectativa a partir de la experiencia. Una vez reunida, una experiencia es tan completa como pasados son sus motivos, mientras que la experiencia futura, la que se va a hacer, anticipada como expectativa, se descompone en una ininidad de trayectos temporales diferentes».155

Estamos frente a una aporía que sólo el paso del tiempo puede –podrá– resolver, pues es imposible deducir la expectativa total-mente a partir de la experiencia, cayendo en error; como también no basar la expectativa en la experiencia, pues también se yerra: es una característica estructural de la historia que suceda siempre algo más o algo menos de lo que está contenido en los datos pre-vios.156 Lo pensado por esperar, lo impensado por venir. La estruc-tura temporal de la experiencia reposa en el poder de modiicación respecto al tiempo histórico: «En la medida en que el propio tiem-

153 FP, pág. 338.154 Ídem.155 FP, pág. 339.156 FP, pág. 341.

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po se ha experimentado como un tiempo siempre nuevo, como “tiempo moderno”, el reto del futuro no ha cesado de creer cada vez más».157

Y la característica fundamental de este tiempo moderno como reto al futuro, es la de aceleración como categoría escatológica de pla-niicación terrena y siempre renovadora del progreso al interior de una temporalización continuada hacia “lo nuevo”. La experiencia es una y la misma; pero inevitablemente se irá modiicando en el tiempo a la luz de las nuevas circunstancias que vayan ocurriendo a lo largo de la existencia posterior de aquel que la tuvo. En resu-men, que si existe algo modiicable y susceptible de cambios, ésas son las experiencias: no hay experiencias puras cuyo signiicado quede estabilizado de una vez y para siempre.158 Por su parte, la estructura temporal de la expectativa expone a una expectativa que no se puede tener sin la experiencia. Para esperar algo, es preciso haber acumulado algún tipo de vivencia que predisponga en cierto sentido para esperarlo, pero las expectativas que se basan en ex-periencias ya no pueden sorprender cuando suceden. Sólo puede sorprender lo que no se esperaba, entonces se presenta una nueva experiencia. La ruptura del horizonte de expectativa funda, pues, una nueva experiencia. Así, la ganancia en experiencia sobrepasa entonces la limitación del futuro posible presupuesta por la expec-tativa precedente.

A lo que se reiere Koselleck, es que una expectativa implica siem-pre coniar limitadamente en el futuro y coniar en que éste abra un determinado abanico de posibilidades de experimentación. La experiencia auténtica, cuando surge, es sin embargo una fractura y desbordamiento de las expectativas, cuyos límites quedan reba-

157 FP, pág. 16.158 Ídem.

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sados por un acontecimiento radicalmente nuevo. En resumen, la tensión entre experiencia y expectativa es lo que provoca de manera cada vez diferente nuevas soluciones, empujando de ese modo y desde sí misma al tiempo histórico. Ambas constituyen una diferencia temporal en el hoy, entrelazando cada una el pasado y el futuro de manera desigual159, presentando una de las caracte-rísticas del tiempo histórico más peculiares y determinantes: su variabilidad. Movilidad que tiene como eje estructural el tiempo-siempre-hacia-adelante, marcando mecánicamente lo por-venir, lo por-llegar, lo por-esperar en el horizonte de continua renovación de “lo novísimo”.

¿Cómo se vive el tiempo en el horizonte de la modernidad tardía? ¿Cuáles son las experiencias del tiempo y las estrategias de tempo-ralización que deinen ese horizonte que en el ciclo anterior hemos trazado por medio del debate en torno a la categoría de seculariza-ción? La modernidad se deine a partir de la apertura de un abismo entre la experiencia precedente y la expectativa venidera. Es, por antonomasia, la época del acrecentamiento de la diferencia entre pasado y futuro, de modo que el tiempo en que se vive se empieza a experimentar como ruptura, como tiempo de transición, como fractura de límites a través de la cual una y otra vez aparece algo nuevo e in-esperado. Nace una historia cuya dinámica exige categorías tempo-rales de movimiento, destacando la de aceleración. La aceleración pasa a ser una experiencia fundamental especíica del tiempo en la modernidad. En el campo de lo político-social: la medida del tiem-po se convirtió en un teorema clave, ya fuera de los conservadores para detener o retardar el movimiento, ya de los progresistas para incrementarlo y estimularlo. La dinámica temporal es uno de los marcadores esenciales de la modernidad y todas sus estrategias,

159 FP, pág. 342.

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como el acortamiento, la comprensión y, sobre todo, la aceleración del tiempo y sus plazos, desempeñaron un papel muy activo dentro de los programas políticos –y no solo políticos– de la modernidad.

El tiempo histórico se empieza a experimentar como coerción, air-ma Koselleck, el que ejercía desde entonces, sobre todo a partir de 1770, una coerción de la que nadie podía escapar. La experiencia fundamental del movimiento, del cambio hacia un futuro abierto, era compartida por todos, sólo reinaba la disputa respecto al ritmo y a la dirección que había de seguir. Por lo tanto, sobre el trasfondo de una temporalización general de este tipo, ¿hasta qué punto ha inluido el tiempo como magnitud variable en la terminología de la vida social y política? A partir de la revolución francesa el tiem-po inluye en la economía del lenguaje tiñendo todo el vocabulario político y social: «Desde entonces, apenas hay un concepto central de la teoría política o de la pragmática social que no contenga un coeiciente temporal de modiicación, sin el cual nada se puede co-nocer, pensar o argumentar, sin el cual se habría perdido la fuerza de arrastre de los conceptos. El tiempo mismo se convirtió en una pretensión de legitimación utilizable universalmente. Ya no eran posibles conceptos de legitimación especiales sin una perspectiva temporal».160 Se produce la siguiente circunstancia paradójica: la temporalización no sólo ha transformado los antiguos conceptos de organización social, sino que también ha ayudado a crear otros nuevos, encontrando todos su denominador temporal común en el suijo –ismo161. Los nuevos conceptos de organización social

160 FP, pág. 324.161 Musil, nos da claras luces sobre esto: «la vida que nos rodea carece de con-ceptos de orden. […] la ilosofía popular y la discusión de cada día no se dieron por satisfechas con ese andrajo liberal de una fe en la razón y el progreso sin ningún fundamento, o bien inventaron esos conocidos fetiches de la época, la nación, la raza, el catolicismo, el hombre con intuición, a todos los cuales les es

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comparten un mismo carácter, pues se basan solo parcialmente en estados de experiencia. La expectativa del tiempo venidero crece proporcionalmente a la carencia de experiencia. Hay que conside-rar que los conceptos, al igual que las circunstancias históricas que abarcan, tienen una estructura temporal interior. Pues bien, ¿a qué dos circunstancias estrechamente relacionadas entre sí remite la estructura temporal de nuestros conceptos? Son dos circunstan-cias que caracterizan de un modo especial a nuestra modernidad, bien entendido que los conceptos políticos y sociales se convierten en instrumentos de control del movimiento histórico.162 Es decir, no son únicamente indicadores, sino también los factores de todos los cambios que se han extendido a la sociedad civil desde el siglo XVIII. No podemos incurrir en la ingenuidad de creer que los con-ceptos políticos solo representan ‘estados de cosas’: hay que caer en la cuenta de cómo van produciendo y construyendo ‘dinámicas de vida’. Y sólo en el horizonte de la temporalización llega a ser posible

común, negativamente, un sentimentalismo que no para de sacar faltas al en-tendimiento y, positivamente, la necesidad de hacer un alto, la necesidad de un esqueleto gigantesco al que colgarle las impresiones en las que uno consiste ya exclusivamente [en esta situación] […] ¡En cuanto aparecía un nuevo ismo, se creía que allí estaba el hombre nuevo, y con el inal de cada curso escolar se alzaba una nueva era! [El ‘anti-tipismo’ como expresión del desorden del espíritu] nuestro espíritu alberga, unas junto a otras y sin contrapesar en absoluto, las contradic-ciones entre individualismo y comunitarismo, aristocracia y socialismo, paciis-mo y marcialidad, entusiasmos culturales y empresa civilizadora, nacionalismo e internacionalismo, religión y ciencia de la naturaleza, intuición y racionalismo, y un sinnúmero más. Que se me excuse la comparación, pero el estómago de esta época está estragado, y una y otra vez vuelve a regoldar en cien mezclas diferen-tes restos de la misma comida sin digerirla […]: esto es un manicomio babilóni-co; por mil ventanas le gritan a la vez al transeúnte mil voces, mil músicas, mil ideas diferentes, y está claro que el individuo se convierte así en un tablado para motivos anarquistas y la moral se disgrega junto con el espíritu». Vid. Musil, Robert (1992). Ensayos y conferencias, Madrid, Visor, págs. 118-119.162 FP, pág. 328.

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que los adversarios políticos se ideologicen mutuamente. Es fácil de entender: sólo por referencia a los dispositivos temporales con que están cargados los conceptos políticos modernos [por ejemplo, Revolución], puede un adversario reprochar a otro su conservadu-rismo, o su condición de reaccionario, o al contrario la de agitador, la de desestabilizador. Así, se modiica el modo funcional del lengua-je sociopolítico. La ideologización de los adversarios pasa a formar parte desde entonces del control político del lenguaje. Surge así en la modernidad una crítica ideológica, que como airma Koselleck «distribuye la carga probatoria del discurso político en el decurso del tiempo: sobre el retículo del “antes que” o “después que” y espe-cialmente del “demasiado pronto” o “demasiado tarde”, se pueden explicar “ideológicamente” actitudes de conciencia. […] Una crítica ideológica que proceda así argumenta con conceptos de movimien-to cuya carga probatoria sólo se puede exigir en el futuro».163 Esto es, la crítica y el debate ideológicos en la modernidad desplazan el centro de la atención política desde los contenidos internos o está-ticos de los conceptos hasta su dinámica temporal, en la medida en que se erige siempre al futuro en juez de su cumplimiento.

Esto es posible por dos circunstancias históricas que concurren en aquel período: una primera circunstancia, según Koselleck: la ampliicación del espacio lingüístico, que en la premodernidad es-taba estratiicado constitucionalmente –hasta mediados del siglo XVIII el lenguaje político, en especial, fue monopolio de la noble-za, de los juristas y de los eruditos–. El ámbito de comunicación lingüística de la nobleza y los eruditos se extendió al estrato cul-tural ciudadano, y en la década anterior a la revolución de marzo de 1848, se fueron agregando cada vez más las capas inferiores, a las que se hablaba con un lenguaje político y que aprendieron

163 FP, págs. 50-51.

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también a expresarse políticamente. El radio de los ciudadanos lingüísticamente competentes en materia política abarcaba tam-bién a las clases menos favorecidas, sobre todo los burgueses, pero también los sectores mejor organizados de trabajadores y obreros por cuenta ajena. Esto produjo una lucha a propósito de los con-ceptos: el control del lenguaje se hizo tanto más urgente cuantas más personas podían ser alcanzadas y afectadas por él. La moder-nidad trajo consigo un desafío por el control político del lenguaje –y por consiguiente también por el control del comportamiento y de la conciencia– que cambió la estructura temporal interior de los conceptos. Mientras que los conceptos anteriores –premodernos– se caracterizaban por reunir en una expresión toda la experiencia realizada hasta entonces, la relación del concepto se vuelve ahora ha-cia lo concebido. Es típico de la terminología política moderna el contener numerosos conceptos que, en rigor, son anticipaciones: se basan en la experiencia de la desaparición de la experiencia, por lo que tienen que mantener o despertar nuevas expectativas.164 Es importante comprender este punto: la modernidad es el corte epocal donde se empiezan a manejar conceptos ya no tanto apoya-dos en la experiencia y sabiduría precedentes cuanto impulsados en expectativas y promesas que apuntan al futuro. Los conceptos políticos más movilizadores, son aquellos que se construyen sobre la desaparición de la experiencia precedente y la promesa de un tiempo nuevo que está por venir. El concepto político moderno, por excelencia, es aquel que deja de ser iel depositario de la ex-periencia, de la tradición, del pasado, etc., y se propone a cambio como pura e ilusionante anticipación de futuro. Por motivos mora-les, económicos, técnicos o políticos, exigen ines en los que entran a formar parte más deseos de los que la historia precedente pudo satisfacer. La envergadura político-social de tales anticipaciones

164 FP, págs. 329-330.

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queda demostrada por el hecho de que tenían que apuntar más allá de lo que se podía cumplir empíricamente. Arrastrada por estas anticipaciones del futuro, la sociedad se formaba a sí misma en las comunidades y empresas, en los centros y federaciones, en las fun-daciones y los partidos, en las organizaciones, etc., de modo que la temporalización se introdujo profundamente en la vida cotidiana.

La segunda circunstancia, y a la cual remite la estructura temporal interna de nuestros conceptos: la pérdida de las coordinaciones in-tuitivas permanentes entre la denominación y el estado social y po-lítico de las cosas, caracteriza cada vez más a la vida cotidiana. La socialización de la escisión entre la palabra y la cosa, entre el con-cepto y la realidad. Esto puede probarse de muy diversas formas; pero siempre con un denominador común: durante la modernidad se extendió la sensación de que los conceptos políticos y la realidad social ya no estaban soldados ni iban de la mano como antaño, sino que bien podía ocurrir que la realidad cambiara de forma tan acele-rada que dejara atrás e inservible a la antigua terminología política empleada para deinirla, o que, por el contrario, fuera el imaginario colectivo el que promoviera fórmulas y conceptos políticos nue-vos frente a una realidad que parecía anquilosada u obsoleta. Por eso, algunas consecuencias: a) aumenta el grado de abstracción de muchos conceptos, porque solamente así puede captarse la com-plejidad creciente de las estructuras económicas y técnicas, sociales y políticas. Vemos que esta complejización de la experiencia de las condiciones técnico-industriales de la vida cotidiana es generadora de nuevas cargas semánticas dentro de nuestra praxis lingüística; b) cuanto más generales sean los conceptos, más partidos pueden servirse de ellos. Se convierten en consignas. Por ejemplo, a la li-bertad entendida como privilegio, como en el Antiguo Régimen, sólo se puede remitir su poseedor, pero a la libertad universal o en general, como en la modernidad postrevolucionaria, pueden, en teoría, remitirse todos. Nace de ahí una lucha de competencias

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respecto a la interpretación correcta y al uso correcto de los con-ceptos; por ejemplo, Democracia se ha convertido en el concepto universal de organización que todos los ámbitos pretenden para sí, pero de modos muy diferentes; y c) distribución perspectivista de los conceptos: los mismos conceptos se pueden distribuir perspec-tivistamente, airma Koselleck. Como conceptos con aspiraciones universales, los conceptos políticos modernos ejercen una fuerza de ocupación cualesquiera que sean las experiencias concretas o las expectativas que entren a formar parte de ellos: de esta forma se produce un litigio acerca de la verdadera interpretación política, acerca de las técnicas de exclusión que tienden a impedir que el adversario diga y quiera con la misma palabra lo mismo que uno dice y quiere al emplearla. Se propaga una crítica ideológica cuyo arte ya no consiste en descubrir mentiras, aclarar errores, o elimi-nar prejuicios de las teorías y conceptos ideológicos en nuestra modernidad. Eso sería una crítica estática, sustantiva, de esencias. Con la modernidad, los litigios ideológicos tienen lugar porque los mismos conceptos políticos que en ella irrumpen son artefactos que admiten y aun exigen ser distribuidos perspectivísticamente, es decir, ser distribuidos en un horizonte civil donde devendrán en una pluralidad de interpretaciones generadoras de tensión social, o dicho resumidamente, de vida política.

En resumen, para Koselleck: «la determinación de la moderni-dad como tiempo de transición no ha perdido en evidencia epo-cal desde su descubrimiento. Un criterio infalible de esta moder-nidad son sus conceptos de movimiento –como indicadores del cambio social y político y como factores lingüísticos de la for-mación de la conciencia, de la crítica ideológica y del control del comportamiento».165

165 FP, pág. 332.

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Surge como espacio de relexión, la diferencia que hace Koselleck de la temporalización de la modernidad a partir de dos categorías históricas: el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa: la experiencia es un pasado presente: cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados. Además, en la experiencia propia de cada uno, transmitida por generaciones o instituciones, siempre está contenida y conservada una experiencia ajena166; la expectativa es futuro hecho presente: está ligada a personas, siendo a la vez impersonal, se efectúa en el hoy, pero apunta al todavía-no, a lo no experimentado, a lo que sólo se puede descubrir. Tienen modos de ser diferenciables, a pesar de su reciprocidad. Revisemos brevemente las estructuras temporales de una y otra.

El pasado y el futuro no llegan a coincidir nunca, como tampoco se puede deducir totalmente una expectativa a partir de la expe-riencia. Quien crea que pueda deducir su expectativa totalmente a partir de su experiencia se equivoca; pero quien no basa su expec-tativa en su experiencia, también se equivoca. Evidentemente, es-tamos ante una aporía que sólo se puede resolver con el transcurso del tiempo –dice Koselleck–: es una característica estructural de la historia que suceda siempre algo más o algo menos de lo que está contenido en los datos previos. Airma Koselleck: una vez reunida, una experiencia es tan completa como pasados son sus motivos, mientras que la experiencia futura, la que se va a hacer, anticipa-da como expectativa se descompone en una ininidad de trayectos temporales.167

Revisemos brevemente las estructuras temporales que componen esta tensión. La estructura temporal de la experiencia: su poder de modiicación con el tiempo. Incluso las experiencias ya hechas

166 FP, pág. 338.167 FP, pág. 339.

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pueden modiicarse, aunque consideradas desde el punto de vis-ta de lo que se hizo en una ocasión son siempre las mismas: por contener recuerdos erróneos que son corregibles, porque nuevas experiencias abran nuevas perspectivas. La experiencia es una y la misma; pero inevitablemente se irá modiicando con el tiempo a la luz de las nuevas circunstancias que vayan concurriendo a lo largo de la existencia posterior de aquel que la tuvo. Las experiencias se superponen, se acumulan, se impregnan unas de otras, nuevas esperanzas y desengaños abren brechas y repercuten en ellas. Ésta es la estructura temporal de la experiencia, que no se puede reunir sin una expectativa retroactiva. Es decir, a la luz de lo que yo espero hoy –de mi actual y querido todavía-no– modiico mi ayer.168 Mis expectativas actuales me pueden llevar a modiicar en profundidad la memoria de mis experiencias pasadas, asignándoles uno u otro valor, uno u otro signiicado. En resumidas cuentas, que si existe algo modiicable y susceptible de cambios, ésas son las experien-cias: no hay experiencias puras cuyo signiicado quede estabilizado de una vez y para siempre.

Por su parte, la estructura temporal de la expectativa: es diferente lo que ocurre en este caso. La expectativa no se puede tener sin la experiencia. Para esperar algo, es preciso haber acumulado algún tipo de vivencia que me predisponga en cierto sentido a esperarlo. Pero las expectativas que se basan en experiencias ya no pueden sorprender cuando suceden. Sólo puede sorprender lo que no se esperaba: entonces se presenta una nueva experiencia. La ruptura del horizonte de expectativa funda, pues, una nueva experiencia. La ganancia en experiencia sobrepasa entonces la limitación del futuro posible presupuesta por la expectativa precedente. Enten-dámoslo bien: lo que dice Koselleck es que una expectativa implica

168 FP, pág. 341.

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siempre coniar limitativamente en el futuro, coniar en que éste abra determinado abanico de posibilidades. La experiencia autén-tica, cuando surge, es sin embargo una fractura y desbordamiento de las expectativas, cuyos límites quedan rebasados por un aconte-cimiento radicalmente nuevo. Esta idea es importante en la época moderna.

Finalmente, la tensión entre experiencia y expectativa es lo que provoca de manera cada vez diferente nuevas soluciones, empu-jando de ese modo y desde sí misma al tiempo histórico. Ambas constituyen una diferencia temporal en el hoy, entrelazando cada una el pasado y el futuro de manera desigual. La tesis fundamen-tal de Koselleck, es que «la época moderna va aumentando pro-gresivamente la diferencia entre experiencia y expectativa, o, más exactamente, que sólo se puede concebir la modernidad como un tiempo nuevo desde que las expectativas se han ido alejando cada vez más de las experiencias hechas».169 La modernidad y el cambio histórico coordinan experiencia y expectativa, lo que re-presenta el hecho de que el futuro no sólo modiica, sino también perfecciona la sociedad, caracterizando el horizonte de expectati-vas que había esbozado la Ilustración tardía. La cualidad especí-icamente moderna de esta diferencia ha sido conceptualizada en la idea de progreso.170 La idea de progreso como modernización o la modernización hecha progreso, rompe con la orientación ha-cia el futuro respecto de su pasado, es decir, la experiencia de progreso irrumpe como la nueva experiencia histórica respecto de la anclada experiencia de la tradición pasada: el proyecto debe ser revisado.

169 FP, págs. 342-343.170 FP, pág. 351.

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PATXI LANCEROS Y EL MODO CANSADO DE UNA MODERNIDAD ONTO-TECNOLOGIZADA

En lo siguiente, intentamos, por una parte, interpretar los matices de la propia metamorfosis moderna como proceso diferenciador ante lo distinto de sus tantos orígenes, lo múltiple de sus tantas versiones y lo diverso de sus tantos propósitos. Por otra, se intenta comprender el acaecer de las energías revolucionarias de la moder-nidad ilustrada desde la autoairmación racional hasta su condición agónica, desde el énfasis de la razón moderna hasta el agotamiento cultural de la Ilustración en manos de la tecnología; desde la cer-teza del proyecto ilustrado hacia el debilitamiento de los vínculos narrativos viviicantes que le sostenían. En otras palabras, se asu-me aquí que el espacio temporal propio de la modernidad es otro espacio signiicativo como una suerte de complejo sistema trans-histórico revelado por sus límites: revolución y globalización.

Situemos que ya en el año 1994 Lyon se refería –escueta pero con-tundentemente– a la posmodernidad como el «agotamiento de la modernidad»171, abriendo una perspectiva medial en el debate modernidad/posmodernidad cuando se anunciaba apocalíptica-mente su inal, los preparativos de clausura y los trámites para su sucesión. En este contexto, surge un cierto consenso crítico que comparten autores como Lyotard con su posicionamiento de la ‘posmoderna’ condición de la cultura, Cioran y la “negación de la ilosofía”, Baudrillard con una realidad como simulación y Vattimo y el pensamiento débil: expresiones de una razón discontinua, un conocimiento descentrado y un sujeto sin identidad referida a la totalidad.

Por su parte, la conceptualización de “modernidad cansada” pro-puesta por Lanceros, entra a escena ilosóica en pleno debate

171 Lyon, David (1996). Postmodernidad. Madrid, Alianza, pág. 21.

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modernidad-postmodernidad a mediados de la década de los ’90 alcanzando madurez argumentativa y conirmación histórica en lo referente a la desnutrición de la modernidad debido justamente a la querella en torno a su clausura, a las modulaciones y artilugios de autoconservación y a las advertencias de inalización, supera-ción y reemplazo.

La crítica dirigida a la modulación de racionalidad ilustrada, tie-ne que ver con un cierto agotamiento en la operatividad de este tipo de racionalidad que, a su vez, genera un radical colapso en su funcionamiento: mantenimiento del proyecto occidental de mo-dernización apoyado en los logros de la sociedad capitalista indus-trial donde estos logros tengan una resonancia social en pos de un compromiso ciego metamorfoseando la conianza en una intuición trágica del principio fundamental de la modernidad, el progreso como modernización.

El planteamiento teórico de Lanceros no se deja embaucar por las seducciones provenientes del debate –extenso, estéril, agotador– sobre los con-ines de la modernidad, los re-inicios de la Ilustra-ción y el ad-venimiento e instalación operativa de la postmoder-nidad.172 Y no lo hace por una sencilla razón: se mantiene en un difícil equilibrio argumentativo entablando un diálogo con el nú-cleo problemático de la modernidad –modo o estilo y cansancio– y con su expresión cultural o enmarque ilosóico –revolución y globalización–, manteniendo una relación desde la sospecha sobre su pasado, transitando desde la certeza de su problemática vigencia hasta su crepuscular horizonte.

172 La «condición posmoderna ha delimitado un espacio de confrontación […]: Caín y Abel, Tirios y Troyanos, modernos y posmodernos». Lanceros, Patxi. ‘Apuntes sobre el pensamiento destructivo’, en Vattimo, Gianni et al. (1990). En torno a la post-modernidad. Barcelona, Anthropos, pág. 138.

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En una intuición intelectual coherente con la época, Lanceros pos-tula que el debilitamiento de la modernidad se debe, fundamental-mente, a la misma modernidad debido al olvido del propósito de su difícil gestación, es decir, la modernidad está cansada de sí misma, de las imágenes que proyecta y de los márgenes que ha dilatado como de aquellos que aún no ha podido explorar y explotar satisfactoria-mente. Se trata de una merma de las energías movilizadoras con las que los ciclos temporales de lo moderno –modernus– han operado en la historia, como asimismo, desgaste al interior de la tensión entre lo que podemos llamar meta –expectativa– y mecanismo –experien-cia–. El modo con el cual la modernidad ha modulado su discurso sobre la historia, es decir, el lugar del sujeto en su devenir, la relación objetivada con la naturaleza, la promesa autoincumplida de progreso referente a la negligencia de su aparato crítico de revisabilidad, pero sobre todo, el desmedido patrón que capitanea la proporción de de-sarrollo racional del sujeto con el desarrollo material de la realidad, es el carácter, estilo, condición y guiño con que la modernidad se ha presentado ante la historia. La modernidad tardía viene marcada por la sensación de ausencia de algo deinitivo que haga de centro indis-cutible en nuestras vidas. Una idea central en las preocupaciones de Simmel, siguiendo esta línea, radica en lo que podemos llamar, la ausencia del carácter trascendente de la vida:

«La ausencia de algo deinitivo en el centro de la vida empuja a buscar una satisfacción momentánea en excitaciones, satisfac-ciones y actividades continuamente nuevas, lo que nos induce a una falta de quietud y de tranquilidad que se puede manifestar como el tumulto de la gran ciudad, como la manía de los viajes, como la lucha despiadada contra la competencia, como la falta especíica de idelidad moderna en las esferas del gusto, los esti-los, los estados de espíritu y las relaciones».173

173 Simmel, Georg (1977). La ilosofía del dinero. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, pág. 84.

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La modernidad es el modo del progreso y el progreso es el sentido, ideal y conquista de la modernidad, es la epifánica expresión del de-sarrollo racional instrumental-estratégico y funcional contundente, inapelable, pero viscoso, lábil y móvil que reclama una suerte de de-tención histórica en un presente que hace futuro sin atender a su pasado: un eterno presente que absorbe sus instantes incorporando una categoría temporal de signiicaciones peculiares que va más allá de la expresión de Gehlen de “rutinización de lo nuevo” como una in-agotable capacidad y cualidad del progreso, pues señala «la novedad o apunta a la actualidad, pero también a la transitoriedad del tiempo presente por comparación con la ijeza, con la escultórica o arquitec-tónica estabilidad del pasado “imitable” [...] De un modo u otro».174

Un estar móvil de modos en el tiempo: ese es el cuerpo de la mo-dernidad. Un no-estar inmóvil de estilos en el espacio: esa es la nervatura de la modernidad. Un irrepetible del tiempo presente del progreso: ese es el sentido de la modernidad. Una renovación de la ininitud del progreso: ese es el propósito de la modernidad. Una suerte de genealogía del futuro: el ahora-mañana, el hoy-futuro y el ya-promesa. La modernidad controla el suceso, y a la vez, ella misma es un suceso, es decir, controla las condiciones de posibilidad en la que el suceso ocurre; el suceso o acontecimiento transcurre en un tiempo sucesivamente postergado en lo que vendrá. Acelera-ción de sucesos en sucesos postergados en el tiempo. El suceso tiene una carga temporal que le conecta con la transitoriedad propia de la modernidad que se nutre de la reiteración perpetua de sucesos: su reiterabilidad. Lo permanentemente nuevo es el engranaje activo-temporal que hace ingresar a la modernidad en una perpetuidad. Los signiicados hermenéuticos con mayor rendimiento, son el con-trol del progreso y la asociación de la modernidad con el tiempo.

174 Lanceros, Patxi (2006). La modernidad cansada. Y otras fatigas. Madrid, Biblioteca Nueva, pág. 18. En adelante MC.

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Siguiendo estas imágenes, la modernidad opera una suerte de «su-peración del tiempo y desplazamiento del modo»175, es decir, ma-niobra una inimitable e inigualable superación histórica respecto a su pasado más próximo, desequilibrando la proporcionalidad en-tre acumulación temporal del progreso e combinación progresiva en el espacio: un descentramiento, una ex-centricidad que arroja la expresión del núcleo moderno de un modo límite-modal de la proporción y medida como pivotes de la razón, de la acción, de la ética, de sus criterios morales y maneras de hacer, pensar, creer y decir sobre los múltiples modos que modulan la modernidad:

«En la modernidad –en cada modernidad– hay una exhibición y una promoción de modo y de modelo, una idea o imagen de proporción y medida que se expone como adecuada y, en algunos casos, se impone como necesaria, o como meramente obligato-ria. Por ello cada modernidad, y cada proceso de modernización, muestran su pretensión de modelar y moldear (con violencia o astucia, por la persuasión o por la fuerza) el pensamiento y la acción, muestran su voluntad de deinir un estilo».176

Podemos decir con esto, que el agotamiento de la modernidad es respecto a su proceso de legitimación socio-cultural y no al proceso de validación o cercioramiento autopoiético. Lanceros, al referirse a la condición de la modernidad, acierta con su diagnóstico, acier-to que sin embargo requiere de una perspectiva paralela o com-plementaria: la de la legitimidad en tanto que gastada, es decir, es necesario pensar la despotencialización de la legitimidad, pues ello explicaría el cansancio de la modernidad, y así comprender la im-posibilidad que ha manifestado la modernidad de forjar puentes entre el conocimiento, las artes, la ciencia, el mundo moral y la

175 MC, pág. 19.176 Ídem.

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experiencia que ella misma ha internalizado en el sujeto y proyec-tado a la realidad de manera distorsionada. En otras palabras, la ingeniería moderna-ilustrada ha carecido de la técnica para llevar a puerto la empresa de conexión de límites, pero sí de la arquitectó-nica de la razón progresista:

«Pero ¿dónde reside el problema de la técnica? Dónde puede es-tribar, dado que cada uno de los objetos técnicos, de cuya exis-tencia depende la construcción, no plantea ningún otro problema que el problema, técnico a su vez, de su mejora o inutilidad; por lo demás, en relación con la fundamental comprensibilidad de su plan de construcción, se trata de algo aproblemático. El contem-plador de un árbol se encuentra ante una dimensión inabarcable y, como nos vemos obligados a creer hoy día, teóricamente inago-table; quien contemple una locomotora tiene ante sus ojos una cosa cuyos datos están guardados, en su totalidad, en las oicinas de diseño de una fábrica. […] El problema de la técnica parece re-sultar de una suma de aquellos problemas que tienen que ver con los efecto secundarios de las prestaciones técnicas: el accidente de tráico, el ruido de las máquinas, los escapes, los desperdicios, las aguas residuales de las instalaciones industriales, el tempo impues-to a nuestro trabajo por las máquinas y la desviación de los ritmos de vida naturales, la monotonía del trabajo industrial, etc. [senci-llamente] son problemas inmanentes a la técnica, frecuentemente ya solucionados por la misma técnica, pero cuyas soluciones o no son todavía económicamente rentables o son poco importantes para el prestigio social, demorándose, por ello, su realización. Este tipo de problemática no puede ofrecernos el problema de la técni-ca, porque, al in y al cabo, no hace sino dejarnos ver que el ámbito de las cosas y las prestaciones técnicas aún es demasiado poco téc-nico, quedándose detrás de sus propios principios».177

177 Blumenberg, Hans (1999). Las realidades en que vivimos. Barcelona, Paidós, pág. 36.

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Llamamos límites a las esferas moduladas por la modernidad –ciencia, moral, política, ilosofía y arte–, concentradas en lo que Berman ha llamado la disipada experiencia de la modernidad178 y que Harvey deine a su protagonista, al “ser moderno” como es-tando en «un ambiente que promete aventura, poder, alegría, de-sarrollo, transformación de nosotros mismos y del mundo y, al mismo tiempo, amenaza destruir todo lo que tenemos, conocemos y somos».179 Y por conexión pensamos el diálogo históricamente desplegado cuyo eje es la modernidad como experiencia, es decir, aquella moderna experiencia dialógica que surge del subjetivo exis-tir, cuyas manijas son la alteridad, la subjetividad y el estilo siempre novedoso con que se desdobla la modernidad en inlexiones de rit-mo irregular. Y justamente esa arritmia, esa intermitencia tempo-ral es la clave interpretativa que revela que la crisis energética de la modernidad en tanto que experiencia y en tanto que paradigma, es resultado de la desmembración teórico-práctica y la materiali-zación de la crisis de la idea de Progreso: «Frente a unos y otros, lo típico o tópico de la modernidad, así designada por antonomasia y por autodeinición, es haber desplegado el modo sobre el tiempo, o haber anudado tiempo y modo para lanzar a ambos por la senda y en la dirección de la perfectibilidad, del progreso».180

La coniguración moderna de nuevos estilos, tiene su aplicación en un reparto diferente de leyes, reglas, posibilidades y horizontes de sentido, instalando –en poco tiempo– una moderna ciencia con su correspondiente conciencia, que dan hoy forma a lo que podemos llamar una episteme dominante. Irrupción y novedad fueron las

178 Vid. Berman, Marshall (1988). Todo lo sólido se desvanece en el aire. La expe-riencia de la modernidad. Madrid, Siglo XXI, págs. 1-12.179 Harvey, David (1998). La condición de la post-modernidad. Investigación so-bre los orígenes del cambio cultural. Buenos Aires, Amorrortu, pág. 10.180 MC, págs. 20-21.

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fuerzas transformativas e instaladoras del nuevo modo moderno de historia y cultura:

«En acelerada secuencia se descubren nuevos territorios para la ciencia, la experiencia y la conciencia, nuevas posibilidades de producción, intercambio y comercio, de adquisición y domina-ción. Esos mil cursos diferentes tardarían –cuestión de tiempo– en articularse en un discurso coherente –cuestión de modo–. Tardarían en requerir y conquistar una nueva legitimidad, o en imponer su novedad como necesidad y como obligación, en pre-sentar sus credenciales para convertirse en conciencia de época, en interpretación adecuada y autorizada del mundo. Se […] ne-cesitará una metáfora poderosa que sirva como esquema en el que se uniiquen tiempo y modo. Y se hallará una vieja palabra que, convenientemente renovada, certiica la corrección del pro-ceso, la inevitabilidad del proyecto: modernidad».181

Se trata de la apertura histórica, del ilón abierto por la moderni-dad, la vena por la que corre el lujo que hace época y la veta de la cual se extraen los materiales con los que se «anudan indiscerni-blemente y aspiran, uno [el tiempo] a la perpetuación y el otro [el modo] a la perfección. Así el modo se prolonga y se completa en el tiempo, y éste se llena de valor y sentido con la venia de aquél. La imagen de la evolución y el esquema del progreso, el dogma de la perfectibilidad y la devoción del futuro se convirtieron para la modernidad –¿hace falta repetirlo?– en las condiciones del pen-samiento y de la acción. Por ello la modernidad ha podido dife-renciarse en mil modos y diferirse en el tiempo. Y ha podido dar la impresión de que el mismo modo se completa en el tiempo».182 Este esquema, en Kant deviene clave interpretativa y clave compre-siva de un nuevo tiempo de creación binaria de proceso-progreso,

181 MC, pág. 22.182 MC, pág. 23.

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evolución-perfección: «Desde ese momento (ese largo momento) la modernidad se convierte en el modo por excelencia: únicamente aquí, precisamente así, justamente ahora, ya, inmediatamente. Y se lanza al futuro en busca de la perfección: del mismo modo prorro-gado, depurado, críticamente reinado».183

Este diseño reza un credo de perfectibilidad del modo desplegado en el tiempo, que hace historia, y que ese relato hace época, cultura, experiencia. Una experiencia, que luego del erial visto por el ángel de la historia relatado por Benjamin en su 9ª tesis de Tesis de iloso-fía de la Historia, ha dejado a un planeta exhausto –de guerras de todo tipo y alcance–, incapaz «de repetir, con énfasis, su discurso. Y ya no hay respuestas seguras, ya no existe aquella autosuiciencia convincente de la modernidad pletórica».184

Aquí Lanceros apuesta por una causa de tal cansancio: una moder-nidad esquizoide y presa de

«[La] impaciencia frente a una moderna promesa siempre di-ferida –cuestión de tiempo– ha propiciado la rebelión contra el modo: precisamente por estar ambos, desde el principio, in-diferenciados y confundidos. Esa rebelión, consciente de la in-consistencia, se hace llamar post-. Y quiere seguir siendo, en sus mejores conjugaciones y declinaciones, modernidad».185

El eje problemático opera un difícil equilibrio entre afanes de una modernidad diferenciada –contractual– y de una postmodernidad –desestructural–, la primera: impulsar ciegamente su proyecto de modos haciendo tiempo; la segunda: intentar incorporar modos de cualquier tiempo. En medio, está el sujeto que experimenta su tiempo de un modo u otro –quizás ya no importe ya cual– de la

183 Ídem.184 Ídem.185 MC, págs. 23-24.

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formulación –relato mágico, operativo, sistémico y funcional– de la promesa de un por-venir mejor.

Lanceros cuestiona la situación de expulsión del paraíso, de la pro-mesa, y esta expulsión, es la pérdida de fe en los metarrelatos, que ahora, con sus retazos de sentido y signiicado, urde alternativas polares, y así mudas… quizás «la alternativa consista en pensar de otro modo: no ya para ganar sino para no perder el tiempo. Y porque no hay tiempo. […] Porque el tiempo ya no salva, porque el paraíso ha sido abolido también en el futuro, es preciso rescatar los restos de mil naufragios: instantes (Benjamin), otras modernida-des (Baudelaire). Es preciso rescatarlos en su radical contingencia, y modiicarlos. Hablar de otro modo los lenguajes que ya no piden prórrogas ni se entregan al futuro (perfecto) sino que exigen li-bertad, justicia, dignidad, verdad… Entregándose a alguno de esos ideales (de la razón y no sólo de ella), tal vez haya alguien que pue-da salvarse. O no perderse del todo».186

El problema no es el tiempo, sino la descreencia en la potencia del tiempo y en su capacidad de incorporar tal fuerza en los modos como soporte teórico-práctico por excelencia, que ahora no ofrece respues-tas, sino que expulsa cuestionamientos en su afán por certiicar la contingencia de todos sus modos. Y aquí está la interpretación del can-sancio de la modernidad, de la fatiga de sus modos, de su fractura en el tiempo: «la quiebra de un modelo que apostó a la eternidad y ahora muestra su desvalimiento, su vulnerabilidad. Pero el fracaso no es acabamiento, ni in, ni muerte. El fracaso, como el naufragio […] deja restos [que] siguen interrogando [e] inquietando».187

Los rasgos/restos de una modernidad que Lanceros llama vieja modernidad, una modernidad vetusta, cansada, gastada, hace que

186 MC, pág. 25.187 MC, págs. 25-26.

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nuestro presente se exponga quizás a ser otra cosa frente, por, con, para, contra otros:

«Quizás la modernidad ya no nos protege con su aura ni nos ampara con sus promesas. Pero tampoco nos seduce un preijo. La apuesta y el reto no son ya ganar tiempo sino pensar y actuar de otro modo. O modiicar –sin garantías, sin la coartada de ningún absoluto– los modos que nos instruyen en este tiempo. De un modo a otro, de un modo u otro. No de cualquier modo».188

El equilibrio dialéctico –postura, compostura e impostura– de Lanceros, cobra aún más fuerza, cuando el eje argumentativo se funda en el preijo post-, el que designa la disolución del sentido histórico de la moderna dimensionalidad temporal y se expresa en la idea de moderna dilatación crítica del modo como la «postmo-dernidad piensa la modernidad pensando a la vez (en) lo que nos separa de ella. El preijo (post.) es el signo de un espacio-tiempo diferido, y tal vez difer(i)ente».189

Este ilón abierto se diiere en lo teórico y es difer(i)ente en lo práctico como reacción ante la razón instrumental, y por ello aprovecha las grietas de la razón moderna. En lo ilosóico, sur-ge un serio trastrocamiento al interior de las polaridades mundo exterior y mundo interior, naturaleza y conciencia, objetividad y subjetividad. Kant entrega la soberanía absoluta al sujeto moder-no por sobre el sentimiento defendido por Rousseau, soberanía que gobernará en una secuencia histórica desde el siglo XIX hasta el XX, que conecta al idealismo, romanticismo, historicismo, in-cluso a la fenomenología y al existencialismo, primero en su crítica de las ciencias naturales como patrón de racionalidad, y segundo,

188 MC, pág. 26.189 Lanceros, Patxi (2000). Verdades frágiles, mentiras útiles. Éticas, estéticas y políticas de la postmodernidad. Guipúscoa, HIRIA, pág. 15.

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con la defensa de otro tipo de razón que tome al hombre como punto de partida. En lo cientíico, el surgimiento de la geometría no euclidiana, que en manos de Riemann sirve de antesala a la teoría de la relatividad de Einstein, además de las investigaciones en electromagnetismo, en la propagación de la luz y en termodiná-mica, todos los cuales tendrán como fruto la mecánica cuántica de Planck, el cálculo de probabilidades y el principio de indetermina-ción trabajados por Heisenberg, los que terminan por debilitar los cimientos fundamentales de la física newtoniana: el carácter abso-luto e ininito del espacio y del tiempo, como también la continui-dad de la materia y de la energía. Estas innovaciones implican que la observación empírica no arranca de individualidades u objetos externos y estables, sino que surgen de las mismas condiciones de observación y los mismos instrumentos de medición son los que determinan el carácter del fenómeno observado. Asimismo, estas innovaciones, teniendo como eje la razón instrumental, tendrán como contexto las transformaciones sociales que hicieron posible el surgimiento de tales novedades, y se alzan como determinantes en la evaluación de la situación de la racionalidad moderna, ya lo hemos dicho: el Progreso.

La modernidad es nuestro pasado más reciente y nuestro presente menos lamante, y como tal le pertenecemos y ella nos pertenece aún, pues ésta «no es un descubrimiento, sino una herencia, no es una elección sino un destino […] es la plataforma que nos sostiene o el declive por el que nos deslizamos»190 hacia una «tardomoder-nidad que nos cobija […] nos sostiene y nos instruye, se oculta como realización (o se autodeclara incompleta) y así se prolonga como promesa: monótonamente, dogmáticamente induce a pensar que sólo son posibles la reiteración y la experiencia dentro de los lí-

190 Ibíd., pág. 21.

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mites establecidos».191 Es el resultado de dos siglos de debate sobre la fundación, consolidación, declive y superación de la moderni-dad, y como tal produce cansancio, hastío y penuria. No obstante, es la motivación de la sensibilidad tardomoderna que nos anima, pero también nos inquieta, pues los límites de la modernidad, sus postrimerías, no suponen una solución –al menos hasta hoy–. Un optimismo moderno ilustrado y un pesimismo moderno post-ilustrado, son los puntos polares en los que se expresa la fórmula representativa ilustrada de libertad, igualdad y fraternidad frente a la fórmula distintiva post-ilustrada o tardomoderna de fragmenta-ción, individualismo y secularización. El componente libertario de la modernidad se ha vuelto contra ella misma en una aceleración incontrolable, pues liberarse de la modernidad es el sueño de la postmodernidad, o al menos, su pensamiento predilecto o pathos-motriz y el sueño de la modernidad es la liberación racional del sujeto pero a «una velocidad de liberación tal que nos hemos salido de la esfera referencial de lo real y de la historia. Estamos liberados en todos los sentidos del término, tan liberados que hemos salido de un espacio-tiempo determinado, de un horizonte determinado en el que lo real es posible porque la gravitación todavía es lo sui-cientemente fuerte como para que las cosas puedan relejarse, y por lo tanto tener alguna duración y alguna consecuencia».192

La Ilustración con todo su hiperventilado entusiasmo con que su programa/promesa comprometió, se percibe como un malestar respecto de sus modos y estilos, de su teoría y práctica:

«Se trata más bien de evaluar el grado de persistencia y adecua-ción de las conductas modernas (tanto teóricas como prácticas)

191 Ibíd., pág. 22.192 Baudrillard, Jean (1997a). La ilusión del in o la huelga de los acontecimientos. Barcelona, Anagrama, pág. 9.

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en un contexto como el actual, más diferenciado y complejo, me-nos proclive al optimismo ilustrado. Para lograr tal propósito es preciso cobrar una cierta distancia. Eso es precisamente la post-modernidad: un lapso de indeterminación, un espacio para la interrogación irónica, una oportunidad para la interpretación».193

La clave interpretativa introducida por Lanceros, tiene que ver con que la postmodernidad es el signo de una «impertinencia hermenéutica»194, una ruptura interpretativa que guiará la com-prensión de la coniguración moderna de la isonomía epocal con-temporánea en tanto espacio abierto para la interpretación, pero ¿sobre qué? ¿Sobre la cultura, la sociedad, la religión, el arte, sobre el sujeto, la política, etc.? Al parecer sobre todo aquello, como tam-bién de las relaciones interpretativas que surgen a partir de ellas.

Interpretar los modos de la modernidad, sus variaciones de tono con que se han ensayado sus himnos de avance y sus cantos de fra-caso, tiene un elemento común, compartido y permanente: la idea de revolución en el entusiasmo del sujeto moderno ante la promesa pseudo-divina de “ser como dioses”, de su orgullo cognoscitivo, de su esperanza en lo racional y de que esta esperanza depende de una modulación temporal ilimitada tanto en su realización como en su perspectiva histórica, el relato histórico-fundacional deviene mito de iniciación: «La historia queda convertida en proyecto, el hom-bre en permanente sujeto revolucionario, la ilosofía en adecuado instrumento crítico».195

Se trata de la interpretación de revolución como ritual de tran-substancialización de la historia hacia lo constantemente y siem-pre más nuevo, es decir, de un pathos revolucionario de entusiasmo

193 Lanceros, Patxi (2000), o.c., pág. 186. El destacado es nuestro.194 Ibíd., pág. 15.195 MC, pág. 32.

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que, en la sobreabundancia de sus transformaciones y progresos, deviene en pathos globalizador de desánimo frente al fracaso de la promesa siempre aplazada, convenientemente prorrogada y conse-cuentemente desgastada:

«La modernidad ha recibido varias denominaciones. Cada una de ellas elige un rasgo y lo convierte en clave de bóveda de la construc-ción moderna: edad de la razón o de la ciencia, de la burguesía, de la industria o del capital. O época de las revoluciones. Si esta de-nominación es más acertada –más comprehensiva– es porque la revolución, su metáfora y su mito, su cuento y su cuenta (todavía pendiente, siempre pendiente), ha atravesado tiempos y ha colo-nizado espacios: ha habido revolución del pensamiento y del mé-todo, de la ciencia y de la técnica, revoluciones políticas y sociales, revolución industrial, revolución burguesa, revolución proletaria. Hasta una –interminable– revolución conservadora».196

En un giro propositivo sobre los nexos entre revolución y moder-nidad, Lanceros sitúa al relato revolucionario en una dimensión mitológica, es decir, un relato fantástico que «se enuncia y se escri-be. Se re-cita. Y la cita que retorna, que en cada recitado se renueva, es siempre la misma y siempre otra. Diferente y diferida [como la modernidad], crea espacio y da tiempo…, al tiempo [para reco-rrerlo como] un paisaje transitable»197 por sujetos modernos que responden a un llamado, a una cita con la Revolución, y ella, «solí-cita y esquiva, no es que no llegue, es que no acaba de llegar».198 La revolución impone una mecánica de sentido y dirección que daba lugar y tiempo199 a la modernidad distendida.

196 Lanceros, Patxi (2005). Política mente. De la revolución a la globalización, Barcelona, Anthropos, págs. 41-42. En adelante PM.197 PM, pág. 44.198 Ídem.199 PM, pág. 47.

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Ensayemos una impertinencia hermenéutica y asumamos un reto hermenéutico: posicionemos el origen del optimismo moderno ilustrado en aquella anécdota fundacional de la Ilustración200 y la conectamos con la consideración del acontecimiento fundacional de la llamada postmodernidad: la revuelta estudiantil de mayo de 1968 en París como entrada a la historia de las paradojas ruptu-ristas frente al modelo económico-político liberal. Desde la revo-lución catalogada de revuelta a la re-vuelta inlexiva que expresa el cansancio de las potencias ilustradas. Desde el principio de irresis-tibilidad trabajado por la Ilustración hacia el principio de resisten-cia de una época cansada de los aplazamientos y postergaciones. Desde el optimismo de pertenecer a un ethos de un orden nuevo hacia la extrañeza de que el orden establecido violente la misma naturaleza humana. Desde la nueva manera de relacionarnos con la actualidad hacia un presente que da la espalda a la historia y al sujeto. En in, desde la Ilustración como movimiento cosmológico que instaura orden, luz y sentido hacia la modernidad postilustra-da como movimiento terrenal de resistencia, crítica y descontento:

200 «La fecha fue la noche del catorce de julio de 1789, en París, cuando Luis XVI se enteró por el duque de La Rochefoucauld-Liancourt de la toma de la Bastilla, la liberación de algunos presos y la defección de las tropas reales ante un ataque del pueblo. El famoso diálogo que se cruzó entre el rey y su mensajero es muy breve y revelador. Según se dice, el rey exclamó: “C’est una révolte”, a lo que respondió Liancourt: “Non, Sire, c’est une révolution”. Todavía aquí, por última vez desde el punto de vista político, la palabra es pronunciada en el sentido de la antigua metáfora que hace descender su signiicado desde el irmamento hasta la tierra; pero, por primera vez quizá, el acento se ha trasladado aquí por completo desde la legalidad de un movimiento rotatorio y cíclico a su irresistibilidad […] lo que ahora se subraya es que escapa al poder humano la posibilidad de dete-nerlo y, por tanto, obedece a sus propias leyes». Arendt, Hannah (1967). Sobre la revolución. Madrid, Revista de Occidente, pág. 55. En las paredes de Nanterre durante el Mayo de 1968, se escribió irónica, sentenciosa y quizás razonable-mente: “Esto no es una revolución, majestad, es una mutación”.

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«Ante todo […] en torno a 1900 […] se creía en el futuro. En un futuro social. En un arte nuevo. El cambio de siglo le dio un barniz de morbo y decadencia: pero ambas deiniciones negativas fueron sólo una expresión de circunstancias para la voluntad de ser otro y obrar de otra forma que el hombre del pasado. […] Ante todo: se creía en el futuro. Se le quería hacer venir. […] Más tarde nos vimos enfrentados a la cuestión de si existe alguna clase de “progreso espiritual”. Uno se las apaña incluso sin respuesta si contempla como lo esencial de los fenómenos […] una cierta “di-reccionalidad”. Sentimientos, ilusiones, deseos, ideas, llevaban esa marca de la direccionalidad, se planteaban, real o aparentemente, en paralelo, y señalaban a alguna parte en el futuro. […] Lo que en aquel entonces parecía una dirección se ha disuelto; una soga se ha acabado de gastar con el tiempo. Se hace de ver que ya por entonces estaba allí todo, luego ha ido haciendo su aparición lo uno tras de lo otro, y hoy está yuxtapuesto simultáneamente. […] Mientras que en 1900 se creía en la llegada de un hombre nuevo, hoy se está desesperado y sin expectativas. Se tienen todas las posibilidades históricas y ninguna realidad presente».201

La modernidad –nostálgica, autoculpable– es un relato fundacional sobre las energías racionales que mueven al ser humano. Un nuevo espíritu inunda al sujeto moderno de razón como un todo por una «modernidad demasiado autosatisfecha»202 por el aplazamiento de su promesa de progreso, liberación, democracia que hace experimen-tar la dicotomía entre la promesa de la razón y la satisfacción de las demandas de sentido203, que expresan la incompatibilidad de discur-sos, criterios, esperanzas e ideas de la sociedad contemporánea.

201 Musil, Robert (1992), o.c., págs. 363-365.202 PM, pág. 109.203 PM, pág. 116.

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Asimismo, la modernidad como lo hemos dicho antes, es un pro-ceso cultural de cambio, de mutación, de metamorfosis en las dis-posiciones, en las pautas normativas y/o descriptivas y en sus for-mas de producción y modos de vida. Es el ámbito de tensión entre el pasado, el presente y el futuro, que representa «el litigio entre lo viejo y lo nuevo –entre tradición y progreso, si se quiere–, forma parte del patrimonio, agónico y polémico, de la modernidad en to-das sus fases»204, desde aquellas etapas fundacionales y fortiicadas hasta las actuales épocas agónicas, cansadas y en crisis por el paso de un tiempo que le es esquivo: «la modernidad contemporánea no es ya (o no es sólo) futuro y promesa; es ya pasado o es también pa-sado. Es ya herencia y testamento, es tradición y rutina. Es, tal vez como los viejos ídolos abolidos, residuo y superstición. Y también ella, como todo y como todos, es sometida a procesos de acoso y derribo; también ella es amenazada por disoluciones y evaporacio-nes, por licuefacciones y liquidaciones».205

La condición moderna es la tensión entre tiempo y estilo, entre modo y espacio, tirantez que nos hace hablar de las modernidades. La dinámica moderna se impone ante la resistencia del mundo –al menos en alguna proporción y lugar–, que en sus movimientos su-pera en velocidad a la misma y aleja a las terminales o estaciones de destino –libertad, igualdad, fraternidad– ijándolas en sus espacios y en sus tiempos, mientras pasivas sufren las secuelas del movi-miento incesante de este mundo.

A este movimiento o conjunto de múltiples procesos, se ha deno-minado globalización, como un «conjunto de múltiples procesos que estratiican los movimientos –que estratiica por medio de movimientos–, que conigura un mundo de distintas velocidades;

204 PM, pág. 162.205 PM, pág. 163.

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un mundo en el que es un valor poder elegir la movilidad»206 como estrategia de sobrevivencia o táctica de lujos acomodaticios en una modernidad que se presenta reblandecida, desgastada, lexible y adelgazada en sus estructuras sólidas.

Para Sabrovsky207 la postmodernidad es la experiencia de la incapa-cidad de la modernidad por establecer un discurso uniicado y uni-icador del saber y de la comprensión entre autonomía y progreso. Sabrovsky concibe que la postmodernidad no es más que la moder-nidad que se ha vuelto consciente de sí misma y, por ello, termina volviéndose contra sí misma: «El posmodernismo es la modernidad autoconsciente y por ello exacerbada, volcada autorrelexivamente sobre sí misma; una modernidad que, una vez consumada en lo esen-cial su tarea de disolución de los mitos, enfoca sus poderes corrosivos contra sí misma, advirtiendo que el virus mítico se aloja también en el intento de dar un signiicado a la propia existencia moderna».

La modernidad ha supuesto lo que Sabrovsky denomina animis-mo, es decir, un metarrelato impreso en el imaginario colectivo que sirve de garante de que los proyectos humanos no sean arbi-trarios, sino que se inscriben en un orden y que inalmente serán redimidos. «Para que haya justicia, el universo debe estar ‘escrito’ en caracteres legibles para el ser humano».208 En la postmoder-nidad, en cambio, este animismo ha desaparecido, se ha marcha-do del mundo. Ya no hay conianza en que la vida humana y sus proyectos tengan sentido. Sabrovsky concibe la Ilustración como la primera forma del esfuerzo por enfrentarse a lo heterónomo, arrebatarle su contenido y verterlo en moldes racionales. El sig-

206 PM, pág. 165.207 Sabrovsky, Eduardo (1996). El desánimo. Ensayo sobre la condición contem-poránea. Oviedo, Nobel, págs. 14-17.208 Ídem.

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niicado vehiculado por el lenguaje se convierte en «el genuino adversario de la Ilustración», porque es la máscara intramundana de lo heterónomo: «ilumina el mundo, pero a la vez hunde sus raíces en el magma primal».209

El resultado inal del intento de la Ilustración por apoderarse racionalmente de lo heterónomo constituye su propia destruc-ción: la dinámica autofágica de la modernidad ilustrada. En un nivel más exterior, su pasión por la novedad la lleva a disolver continuamente las formas simbólicas en que cada vez se plasma; en el nivel más profundo, su búsqueda de la autonomía la hace perder el equilibrio inestable entre el impulso a la autonomía y esa heteronomía que es el trasfondo que le sirve de condición de posibilidad: la alteridad irreductible de las cosas que es la base ontológica secreta de su discurso y que se hace tema del discurso de la Contrailustración, que no es sino Ilustración desgarradora-mente consciente de sí misma: «Esta crítica radical suele presen-tarse como una protesta ‘contrailustrada’ en nombre de la mate-rialidad que el lógos excluye y reprime; no obstante, puesto que necesariamente ha de inscribir dicha materialidad en el lenguaje, el discurso contrailustrado no puede sino constituir la consuma-ción, ambigua y desgarrada, de la pulsión iluminista que en su supericie rechaza».210

Más abajo, airma:

«El intento por completar la autonomía de la razón no puede sino poner de relieve la alteridad irreductible que se encuentra en su base. Algo similar ocurría en Hegel, como sus críticos pos-teriores (por ejemplo Adorno) lo han hecho notar: la airmación incondicional de la identidad –la identidad del ser y el pensar,

209 Ibíd., pág. 41.210 Ibíd., pág. 42.

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que se encuentra en la base de la dialéctica– no puede sino lle-var al reconocimiento de lo condicionado, de lo heterónomo que trabaja interiormente a la identidad misma».211

La Ilustración se nutre aún del animismo como aquella «voluntad de sentido que caracterizaba a la vieja teología»212 y que concibe lo heterónomo como carente de genuina sustancia, como algo que constituye «tan sólo un bien menor, una desviación contingente res-pecto del orden, el sentido, la bondad y la belleza que caracteriza-ban a la creación».213 Nuestra situación contemporánea se articula a partir de la retirada y de la iniltración de nuevas vías de acceso al sentido y signiicado de nuestra acción inscrita al interior de la modernidad excluyente, tan excluyente, que se excluye a sí misma a partir de las fuentes originarias del lenguaje y la revelación.214

Estamos frente al colapso de la trascendencia blanca o de «la con-ianza teológica en la inteligibilidad del universo».215 La explica-ción racional del mundo es la incorporación de fragmentos del entorno anónimo al mundo humanizado de sentido, ampliando la esfera de la autonomía. Pero el fundamento explicativo queda siempre inexplicado, en cadena sin in. Es la paradoja del lógos, por-que el fundamento aparece como heterónomo, sin racionalidad. La trascendencia blanca intentó enmascarar esta heteronomía del universo, inscribiéndolo en un orden trascendente, pero que no puede ser corroborado por ninguna experiencia; el colapso de la trascendencia blanca sólo deja en pie la dinámica autófaga de la se-cularización, «que corroe sin cesar los propios fundamentos en los

211 Ibíd., pág. 43.212 Ibíd., pág. 47.213 Ídem.214 Ibíd., págs. 163-173.215 Ibíd., p 175.

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cuales efímeramente hace pie»216, hasta llegar a la nada, al «abismo ciego y creador que le dio origen».217 Al fracasar el animismo alora tanto en la ilosofía como en las ciencias la pregunta radical por la articulación del orden del lenguaje sobre el mundo con el «ruido absurdo y a la vez saturado de sentido del universo».218

Frente a esto, Sabrovsky concluye: «[La] garantía animista del sig-niicado del universo permitió concentrar la atención de la cultura en la construcción de un mundo, olvidando las consecuencias im-previstas e imprevisibles de la acción, las desdichas sufridas por los espectadores inocentes, los errores de aproximación, los dese-chos»; olvidando la trascendencia negra. El supuesto que justiicó este olvido es que estos residuos negativos de la acción humana son recuperados, redimidos bajo la forma del sentido, porque se los «desecha hacia el entorno» y «les está vedado retornar al mundo para perturbar los efectos deseados de la acción». Así, la garantía animista «equivale a hacer del universo un infalible dispositivo de reciclaje de basuras y de olvido».219

Muy diferente es la situación de la conciencia moderna des-anima-da. Una vez hecha a fondo la experiencia de la secularización, ya no puede desechar sin más, porque no hay garantía de sentido para el dolor. Por otra parte, la proliferación de estudios cientíicos hace imposible la acción racional, porque no hay tiempo ni capacidad para discutir racionalmente todo lo escrito acerca de un tema antes de actuar; no podemos «tomar en cuenta la ininita complejidad de las cosas y el también ininito potencial de consecuencias inespera-das»; y ya no tenemos la garantía animista del sentido del univer-

216 Ibíd., p 176.217 Ídem.218 Ibíd., pág. 184.219 Ibíd., págs. 197-198.

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so. De ahí que la conciencia colectiva contemporánea se encuentre «desgarrada, oscilando violentamente entre el voluntarismo y la parálisis […] La acción histórica requería de la aceptación de una cierta ceguera, compensada por el siempre vigilante ojo de dios o del espíritu. Ahora, en cambio, la vigilia debe ser asumida directa-mente por el sujeto devenido insomne, asediado por sus propios desechos, incapaz de olvidar».220

Sabrovsky rescata la igura del ángel de la historia descrito por Benjamin, quien mira todo el pasado con ojos desmesuradamente abiertos y espantados por los montones de ruinas que se van acu-mulando hasta alcanzar el cielo, mientras el progreso de forma de viento lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro. Este ángel es «una suerte de ‘grado cero’ del animismo y las icciones reductoras de la complejidad»:

«Hay un cuadro de Paul Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviera a pun-to de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están des-mesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos maniiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándola a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el Paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel no puede ya cerrarlas. Este huracán le empuja irreniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso». 221

220 Ibíd., págs. 198-200.221 Benjamin, Walter (1990), o.c., pág. 183.

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La sombra de la modernidad, es la irrenunciabilidad por el Pro-greso y la obcecación del Progreso: la globalización como apertura –libertad económica– de inversión, venta y compra y de produc-ción con mínimo riesgo y restricción gubernamental, es posible por el cruce entre los procesos políticos, económicos y culturales que renuevan las energías progresistas de la Ilustración, y acreditan la presencia del fenómeno económico, cultural y comunicacional de globalización que transforma la organización, distribución y for-ma del poder económico y político; no es sólo un factor más de transformación de la isonomía social contemporánea, sino que es el factor preponderante que moviliza y determina el curso, destino y experiencia espacio/temporal de nuestra sociedad, que indepen-diente del proyecto moderno ilustrado y de su esfuerzo teórico, se alza como el resultado de la revolución tecnológica en el ámbito de la economía y de la información. Como proceso histórico, es el resultado de la innovación humana y el progreso tecnológico y se reiere a la creciente integración de las economías mundiales, especialmente a través del comercio y los lujos inancieros, de los servicios y capitales, de la mano de obra y del trabajo, proceso que se ha desarrollado continuamente desde la Segunda Guerra Mun-dial. Los motores de este proceso de integración son los cambios tecnológicos –especíicamente la reducción del coste de los trans-portes y comunicaciones–, y la disminución de las barreras arance-larias –circulación de bienes, servicios y capitales decidida por los gobiernos–.

Traigamos a colación como forma de introducirnos en el marco histórico de la modernidad globalizada, algunos pasajes de sor-prendente actualidad teórica y de agudeza visionaria sobre los rit-mos transformativos de la sociedad contemporánea, en la denuncia de Marcuse sobre los males de nuestra época, como airma Ha-bermas, la ciega lucha por la existencia, la competitividad despia-dada, la productividad despilfarradora, la represión engañosa, la

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falsa virilidad y la brutalidad cínica: «Las necesidades políticas de la sociedad se convierten en necesidades y aspiraciones individua-les, su satisfacción promueve los negocios y el bienestar general, y la totalidad parece tener el aspecto mismo de la Razón. […] Y sin embargo, esta sociedad es irracional como totalidad. Su produc-tividad destruye el libre desarrollo de las necesidades y facultades humanas, su paz se mantiene mediante la constante amenaza de guerra, su crecimiento depende de la represión de las verdaderas posibilidades de paciicar la lucha por la existencia en el campo individual, nacional e internacional. Esta expresión, tan diferente de la que caracterizó las etapas anteriores y menos desarrolladas de nuestra sociedad, funciona hoy no desde una posición de in-madurez natural y técnica, sino más bien desde una posición de fuerza. Las capacidades (intelectuales y materiales) de la sociedad contemporánea son inmensamente mayores que nunca. Nuestra sociedad se caracteriza antes por la conquista de las fuerzas socia-les centrífugas por la tecnología que por el terror, sobre la doble base de una abrumadora eicacia y un nivel cada vez más alto».222

La crítica marcuseana tiene como centro fundamental a la socie-dad capitalista, en el hecho de haber sustituido el principio de rea-lidad por el principio de rendimiento o rentabilidad, y con ello ha-ber desviado a la tecnología de su inalidad principal: la liberación del ser humano. Dominación y explotación son la nueva forma de relación del sujeto con la naturaleza instrumentalizada. Marcuse insiste en la idea de irracionalidad totalitaria de la operación ra-cional de la sociedad industrial avanzada occidental, sociedad que se caracteriza por la creciente pérdida de libertades individuales y de la iltración dogmática de que esta inversión traerá beneicios insospechados para la sociedad en su conjunto:

222 Marcuse, Herbert (1994). El Hombre Unidimensional. Ensayo sobre la Ideolo-gía de la Sociedad Industrial Avanzada. Barcelona, Ariel, págs. 19-20.

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«Cuanto más racional, productiva, técnica y total deviene la ad-ministración represiva de la sociedad, más inimaginables resultan los medios y modos mediante los que los individuos administra-dos pueden romper su servidumbre y alcanzar su propia libera-ción. […] El rasgo distintivo de la sociedad industrial avanzada es la sofocación efectiva de aquellas necesidades que requieren ser liberadas –liberadas también de aquello que es tolerable, venta-joso y cómodo– mientras que sostiene y absuelve el poder des-tructivo y la función represiva de la sociedad opulenta. Aquí, los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad; la necesidad de modos de descanso que alivian y prolongan ese embrutecimien-to; la necesidad de mantener libertades engañosas tales como la libre competencia a precios políticos, una prensa libre que se au-tocensura, una elección libre entre marcas y gadgets».223

La tecnología ha transformado la realidad, pero también transfor-ma la percepción que tiene el individuo de sí mismo y de su entorno:

«La tecnología sirve para instituir formas de control social y de cohesión social más efectivas y más agradables [… y] como tal no puede ser separada del empleo que se hace de ella; la sociedad tecnológica es un sistema de dominación que opera ya en el con-cepto y la construcción de técnicas [… y] conforme el proyecto se desarrolla, conigura todo el universo del discurso y la acción, de la cultura intelectual y material. En el medio tecnológico, la cultura, la política y la economía, se unen en un sistema omni-presente que devora o rechaza todas las alternativas. La produc-tividad y el crecimiento potencial de este sistema estabilizan la sociedad y contienen el progreso técnico dentro del marco de la dominación. La razón tecnológica se ha hecho razón política».224

223 Ibíd., pág. 37.224 Ibíd., págs. 26-27.

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Las transformaciones producidas por la entrada de las sociedades industriales avanzadas, hacen posible mejoras en la calidad de vida material de los seres humanos, pero que sin embargo, ven simul-táneamente depotencializadas zonas o necesidades vitales, tales como aquellas que guardan relación con lo simbólico y su horizon-te de sentido:

«Una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y demo-crática, señal del progreso técnico, prevalece en la civilización industrial avanzada. ¿Qué podría ser, realmente más racional que la supresión de la individualidad en el proceso de mecani-zación de actuaciones socialmente necesarias aunque dolorosas; que la concentración de empresas individuales en corporaciones desigualmente provistas; que la reducción de prerrogativas y so-beranías nacionales que impiden la organización internacional de los recursos? Que este orden tecnológico implique también una coordinación política e intelectual puede ser una evolución lamentable y, sin embargo, prometedora».225

La promesa del progreso, el espejismo de las realizaciones materia-les y espirituales de la racionalidad progresista, eso es lo que deine a las sociedades en su fase de avance industrial:

«Las áreas más avanzadas de la sociedad industrial muestran es-tas dos características: una tendencia hacia la consumación de la racionalidad tecnológica y esfuerzos intensos para contener esta tendencia dentro de las instituciones establecidas. Aquí reside la contradicción interna de esta civilización: el elemento irracional en su racionalidad. Es el signo de sus realizaciones. La sociedad industrial, que hace suya la tecnología y la ciencia, se organiza para el cada vez más efectivo dominio del hombre y la naturale-za, para la cada vez más efectiva utilización de sus recursos. Se

225 Ibíd., pág. 31.

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vuelve irracional cuando el éxito de estos esfuerzos abre nuevas dimensiones para la realización del hombre. La organización para la paz es diferente a la organización para la guerra; las ins-tituciones que prestaron ayuda en la lucha por la existencia no pueden servir para la paciicación de la existencia. La vida como in diiere cualitativamente de la vida como medio».226

¿Cuál es el espejismo, la utopía de la modernidad?:

«“Progreso” no es un término neutral; se mueve hacia ines es-pecíicos, y estos ines son deinidos por las posibilidades de me-jorar la condición humana. La sociedad industrial avanzada se está acercando al estado en que el progreso continuo exigirá una subversión radical de la organización y dirección predominante del progreso. Esta fase será alcanzada cuando la producción ma-terial (incluyendo los servicios necesarios) se automatice hasta el punto en que todas las necesidades vitales puedan ser satisfechas mientras que el tiempo de trabajo necesario se reduzca a tiempo marginal. De este punto en adelante, el progreso técnico trascen-derá el reino de la necesidad, en el que servía de instrumento de dominación y explotación, lo cual limitaba por tanto su raciona-lidad; la tecnología estará sujeta al libre juego de las facultades en la lucha por la paciicación de la naturaleza y de la sociedad».227

Luego de lo anterior, podemos adentrarnos en lo complejo del fe-nómeno de globalización como totalización del mercado y en los contornos enigmáticos de su sombra. El pluriforme y polisémico concepto de globalización designa una determinada combinación de procesos económicos, sociales, políticos, ideológicos y culturales con acelerada extensión e intensiicación de las relaciones sociales capitalistas y hace referencia fundamentalmente al surgimiento de regiones supranacionales, las cuales buscan constituirse en nuevos

226 Ibíd., págs. 47-48.227 Ibíd., pág. 46.

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polos de poder económico y político. Esta estructuración mundial se caracteriza por la intensiicación en la dinámica mundial de los ca-pitales, las tecnologías, las comunicaciones, las mercancías y la mano de obra, integrándose en un mercado de escala internacional a través de las empresas multinacionales, que hacen del fenómeno de globa-lización actual, una maquinaria cuya función consiste en hacer irre-versible su poder económico y político, engendrando desigualdades cada vez más grandes entre países como al interior de los mismos.

Se pueden distinguir cuatro fases históricas en el posicionamien-to del fenómeno de globalización: 1. Período Pre-moderno (antes del 1500 d.C.), participan tres agentes clave de la globalización: los imperios políticos y militares, las religiones mundiales y los mo-vimientos migratorios de los grupos nómades, las personas de las estepas y las sociedades agrícolas, en un encuentro inter-regional y entre civilizaciones. 2. Período Moderno temprano (1500-1800 d.C.), como agentes clave de la globalización o la emergencia de Occidente, la adquisición de recursos tecnológicos y de poder que exceden cualquier otro recurso de cualquier otra civilización y la consecuente creación de imperios globales europeos. 3. Período Moderno (entre 1850 y 1945), apresurada ampliación y airma-ción de redes y lujos globales que habían empezado en el Período Moderno temprano. Se multiplica el poder y la inluencia cultural occidental de manera extensa, intensa y signiicativa a nivel social. 4. Período Contemporáneo (de 1950 en adelante), la globalización se modeló profundamente debido a las consecuencias estructurales de la Segunda Guerra Mundial y la emergencia de un sistema mundial de naciones-Estado, a la par de sistemas multilaterales regionales y globales de reglamentación y gobierno. Además, surgen innovacio-nes en el campo del transporte y de las comunicaciones.228

228 Vid. Ribas Mateos, Natalia (2002). El Debate sobre la Globalización. Barce-lona, Bellaterra, págs. 47-48.

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Asimismo, es posible establecer una delimitación histórico-con-ceptual de la globalización, a saber, desde la conceptualización como aldea global planteada por McLuhan en los años ’60 como pronóstico de las grandes transformaciones que sucederán espe-cialmente en el siglo XXI. Esta idea de aldea global cobró realidad con la entrada e implantación de la red Internet, la que prescinde de límites políticos y geográicos para su desarrollo.

El término sistema-mundo entra en escena en los años ’70 por Wallerstein, para referirse a la actual coniguración económica de la sociedad en su fase capitalista en un estado de crisis, referida especialmente a la modernidad que presenta un mundo coherente en sus relaciones sociales, en equilibrio funcional y/o en constante conlicto entre objetivos y resultados:

«La globalización del moderno sistema-mundo se ha producido pues mediante una serie de rupturas en los modelos establecidos de gobierno, acumulación y cohesión social, en el curso de los cuales el orden hegemónico establecido entraba en decadencia, mientras en sus intersticios emergía un nuevo orden que con el tiempo se convertía en hegemónico […]. La expansión inancie-ra global de los aproximadamente últimos veinte años no cons-tituye una nueva fase del capitalismo mundial ni anuncia una “incipiente hegemonía de los mercados globales”. Por el contra-rio, indica claramente que nos hallamos inmersos en una crisis de hegemonía. Como tal, cabe esperar que esa expansión no sea sino un fenómeno temporal que acabará más o menos catastró-icamente dependiendo de cómo gestione la crisis la potencia hegemónica en declive».229

229 Wellerstein, Immanuel (1999). El moderno sistema industrial III. La segunda era de gran expansión de la economía-mundo capitalista. Madrid, Siglo XXI, págs. 275-276.

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El concepto de mundialización hace referencia a lo que Mária i Serrano deine como:

«El proceso por el cual los ciudadanos del mundo comparten una determinada experiencia, un determinado valor o un de-terminado bien. Pero, como hemos visto, la globalización no ha llegado a todos los ciudadanos del mundo. Existen áreas geo-gráicas o grupos sociales que han sufrido pasivamente la glo-balización porque han quedado desconectados de las redes de comunicación, de los movimientos de capital, de los destinos de las inversiones empresariales, o de las reivindicaciones de los de-rechos humanos. Son áreas geográicas o grupos humanos que están al margen de la luz (agujeros negros del capitalismo) y del movimiento que inyecta la globalización allá por donde pasa. La globalización, pues, tal como se ha concretado hasta el momento, no ha repartido sus beneicios a todo el mundo: se queda corta respecto de lo que podría ser la mundialización». 230

Un cuarto concepto referido al fenómeno de globalización, es el de internacionalización, que hace referencia tanto a la internacionaliza-ción de las economías como también, a la relación entre los Estados-Nación. En las décadas de los años ’60 y ’70, la economía ejerce una apertura de los mercados con el in de ampliar las oportunidades de crecimiento, pero con ello también, ampliar las oportunidades de riesgo, peligro, vulnerabilidad y segmentación de la sociedad:

«Internacionalización es el proceso por el cual diversos Estados-Nación se relacionan entre ellos. En este sentido, la globaliza-ción exige una internacionalización más intensa porque los Es-tado-Nación tendrían que apoyarse más entre sí frente a ciertos agentes globales nocivos. Pero como hemos visto, también se han establecido relaciones entre personas y organizaciones de

230 Mária i Serrano, Josep F. (2006). La globalización. Bilbao, MANU ROBLES-ARANGIZ INSTITUTUA, pág. 66.

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diversos países al margen de los Estados-Nación: por ejemplo en las empresas multinacionales, en las ONG de ámbito mundial, en las redes de economía ilegal, en las visitas de los usuarios de Internet de diversos países a una Web determinada, o en la vi-sión vía satélite de un programa televisivo norteamericano des-de países alejados de los EE.UU. La globalización, por tanto, va más allá de la internacionalización».231

En un sentido inverso al de internacionalización, surge el término acuñado por Hinkelammert de occidentalización y se reiere a glo-balización y a su mecánica como una «lógica de mercado total»232, pues todo se traduce a lenguaje mercantil que se expande planeta-riamente, con el in de expresar las dimensiones autodestructivas y suicidas de la globalización neoliberal:

«La sociedad occidental ha producido sistemas de dominación tan extremos, que no tienen antecedentes en ningún periodo his-tórico anterior ni en ninguna otra parte del mundo. Sistemas de exterminio de poblaciones enteras. La sociedad occidental ha in-ventado también los hoyos negros de los servicios secretos, donde el hombre es deshumanizado hasta niveles insuperables. En todas partes, en todas las líneas ideológicas que han aparecido en esta sociedad, se han dado las peores formas de deshumanización.

La sociedad occidental ha desarrollado fuerzas productivas nunca vistas antes. Pero las ha desarrollado con tanta destructividad, que ella misma se encuentra en el límite de su propia existencia y de la posibilidad de existencia del propio sujeto humano […] El siglo XX es sociedad occidental in extremis […] La sociedad occidental ha llegado a su in. Lo que no se sabe es si logrará llevar a la humani-dad y a la tierra a este gran hoyo negro que se está creando. Hay una

231 Ídem.232 Hinkelammert, Franz (2001). El nihilismo al desnudo. Los tiempos de la glo-balización. Santiago de Chile, LOM, pág. 29.

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crisis de la sociedad occidental misma en todas sus dimensiones. […] Desoccidentalizar el mundo, eso es esta tarea. Desoccidenta-lizar la iglesia, desoccidentalizar el socialismo, desoccidentalizar la peor forma de Occidente, que es el capitalismo, desoccidentalizar la misma democracia. Pero eso implica reconocer que el mundo es el mundo de la vida humana en la cual todos tienen que poder vivir. Este reconocimiento constituye la superación de Occidente».233

Morin por su parte, ha inspirado el término planetización, para dar cuenta de los grandes problemas de nuestra época, especíicamente los referidos a la promesa incumplida de bienestar y las consecuen-cias del progreso tales como el individualismo exacerbado, la obse-siva tecniicación y la instalación global de un mercado mundial de bienes que ha ampliado el acceso a productos y servicios de manera parcial, pues vastas mayorías de la población quedan ajenas a este proceso de apertura comercial y sus beneicios.

Finalmente, el concepto híbrido de glocalización propuesto por García Canclini, es una palabra que nace de la unión de las nocio-nes de globalización y localización, y que cumple la función de ates-tiguar el carácter contradictorio del fenómeno de globalización. La glocalización intenta dar cuenta del actual proceso de transforma-ción de las dinámicas locales y globales. Lo local adquiere mayor potencia en su signiicado, ya que debe participar en un sinnúmero de lugares en la competencia global por los recursos. La globali-zación y su polisemia conceptual señala la prolongación más allá de las fronteras nacionales de las mismas fuerzas del mercado que durante siglos han operado en todos los niveles de la actividad eco-nómica humana: los mercados rurales, las industrias urbanas o los centros inancieros, gracias a la nueva tecnología comunicacional.

233 Hinkelammert, Franz (1989). La fe de Abraham y el Edipo cccidental. San José de Costa Rica, DEI, págs. 9-12.

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«La globalización se hace posible como un modo informacional de desarrollo tras la convergencia de dos grandes procesos: la reestructuración del capitalismo y una consecuente y profunda innovación tecnológica. Entre los rasgos neocapitalistas más destacables, encontramos la apropiación por parte del capital de una porción cada vez mayor del excedente proveniente del proceso de producción; cambio sustancial en el modelo de in-tervención del Estado y, por último, una internacionalización acelerada de los procesos económicos. La revolución tecnoló-gica, por su parte, es descrita como la irrupción de la digitali-zación, es decir, tecnologías de procesamiento de información que van a transformar los procesos productivos con los nuevos modos de organización y gestión, que se desplazan de estructu-ras verticalistas, a modos lexibles en redes horizontalizadas y desterritorializadas».234

Y en otro lugar, el mismo autor airma:

«La economía informacional es global. Una economía global es una realidad nueva para la historia, distinta de una economía mundial. Una economía mundial, es decir, una economía en la que la acumulación de capital ocurre en todo el mundo, ha existido en Occidente al menos desde el siglo XVI, como nos enseñaron Fernand Braudel e Immanuel Wallerstein. Una economía global es algo diferente. Es una economía con la capacidad de funcionar como una unidad en tiempo real a escala planetaria».235

En la búsqueda de deiniciones satisfactorias para este fenómeno, nos encontramos con criterios diferenciadores, con variables legi-timadoras, tales como una acción social a distancia, la compresión

234 Castells, Manuel (1989). La ciudad informacional. Madrid, Alianza, págs. 29-64.235 Castells, Manuel (1997). La era de la información, vol. 1, ‘La sociedad red’. Madrid, Alianza, págs. 119-120.

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tiempo/espacio, la aceleración de la interdependencia y el encogi-miento del mundo. Una diferenciación pertinente frente a la mis-ma deinición de la globalización la encontramos en Beck, quien distingue globalismo, globalidad y globalización. El término glo-balismo alude a la «concepción según la cual el mercado mundial desaloja o sustituye al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o la ideología del liberalismo».236 La inluencia de los países avanzados para imponer un orden estraté-gico con el in de situarse como centro institucional del sistema que gobierna sobre la periferia. La globalidad apunta a la constatación de estar viviendo en una sociedad mundial donde no existen espa-cios cerrados, de pretensión cerrada e irreversible, ya que responde a procesos paralelos de diversa profundidad: globalización eco-nómica, política, social, cultural, ecológica…, mezclando a todos aquellos «procesos en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transna-cionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios».237

Por globalización, se entenderá entonces el lujo de estos entrama-dos que privilegian lo global, es decir, posibilitan la preponderancia de los niveles globales por sobre los locales en detrimento de los espacios territoriales tradicionales modernos, para resaltar pro-cesos globales de economía, cultura, comunicación, información, política mundial policéntrica y de una geopolítica deslocalizada, es decir, una «globalización [que] signiica la perceptible pérdida de fronteras del quehacer cotidiano en las distintas dimensiones de la economía, la información, la ecología, la técnica, los conlictos transculturales y la sociedad civil y, relacionada con todo esto, una

236 Beck, Ulrich (1998). ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Barcelona, Paidós, pág. 27.237 Ibíd., pág. 29.

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cosa que es al mismo tiempo familiar e inasible, que modiica a todas luces con perceptible violencia la vida cotidiana y que fuerza a todos a adaptarse y a responder».238

García Canclini elabora una deinición de globalización equilibra-da para el sinnúmero de aristas que de ella se desprenden, tales como intensiicación de las relaciones económicas, políticas, socia-les y culturales a través de las fronteras, el período histórico post Guerra Fría, la transformación del mundo por la anarquía de los mercados inancieros, el triunfo de los valores norteamericanos que combina neoliberalismo en la economía y la democracia en lo político y la revolución tecnológica: la globalización es «una etapa histórica conigurada en la segunda etapa del siglo XX, en la cual la convergencia de procesos económicos, inancieros, comunicaciona-les y migratorios acentúa la interdependencia entre vastos sectores de muchas sociedades y genera nuevos lujos y estructuras de inter-conexión supranacional».239

El rasgo más destacado de la globalización, es la cualidad descon-trolada de las inanzas globales, que aparecen independientes de los límites tradicionales de transferencia de información, regula-ción nacional, productividad industrial o riqueza real situada en cualquier sociedad, país o región especíica. De ahí, que la interpre-tación de la globalización como un proceso de homogeneización del funcionamiento del sistema en todos los ámbitos, especialmen-te en los planos económico, social y político y la creencia en su capacidad para cerrar las brechas económicas y técnicas interna-cionales, carece de sustento, ya que por su propia dinámica doble, primero, por la expansión mundial del capitalismo que conduce a

238 Ibíd., pág. 42.239 García Canclini, Néstor (2001). La globalización imaginada. Buenos Aires, Paidós, pág. 63.

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la creciente diferenciación y segundo, por la radicalización de las diferencias económicas y de desarrollo entre regiones del mundo con desiguales niveles de desarrollo. Las maniiestas desigualda-des educativas, técnicas, de bienestar y productivas en unas y otras áreas contribuyen a explicar las agudas y crecientes disconformida-des y comprueban que la dinámica inercial de la globalización, lejos de homogeneizar, ahonda las disparidades y que la distribución desigual de recursos, valores, transacciones y beneicios expresan su estructura de funcionamiento.

Siguiendo esta línea, Giddens aborda este proceso a partir de sus efectos y consecuencias:

«La globalización es pues, una serie compleja de procesos, y no sólo uno. Operan, además, de manera contradictoria y antitéti-ca. La mayoría de la gente cree que la globalización simplemente “traspasa” poder o inluencias de las comunidades locales y países a la arena mundial. Y ésta es, desde luego, una de sus consecuen-cias. Las naciones pierden algo de poder económico que llegaron a tener. Pero también tiene el efecto contrario. La globalización no sólo presiona hacia arriba, sino también hacia abajo, creando nuevas presiones para la economía local […]. La globalización también presiona hacia lateralmente. Crea nuevas zonas econó-micas y culturales dentro y a través de países […]. Estos cambios se ven impulsados por una serie de factores, algunos estructu-rales, otros más especíicos e históricos. Los lujos económicos están, ciertamente, entre las fuerzas motrices –especialmente, el sistema inanciero mundial–. No son, sin embargo, fuerzas de la naturaleza. Han sido modeladas por la tecnología y la difusión cultural, así como por las decisiones de los gobiernos de liberali-zar y desregular sus economías nacionales».240

240 Giddens Anthony (2000). Un Mundo desbocado. Los efectos de la global-ización en nuestras vidas. Madrid, Taurus, págs. 25-26.

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La globalización –como maquinaria movida por fuerzas no natu-rales, humanamente creadas, de dimensiones estructurales tales como el tecno-económico, el sociopolítico y por último el cultu-ral– conigura un proceso que podemos llamar homogeneizador al interior de la cultura, aunque las tendencias teóricas no parecen esclarecer un escenario difuso en su signiicación si es constatada y sentida en una implantación de modas, gustos y preferencias al estandarizar el consumo.

La inluencia de los medios de comunicación parece homogeneizar la cultura en su transmisión masiva, desterritorializando la cultura hacia un esquema global de corte electrónico sin geografía especí-ica, lo que ha llevado a hablar de una cultura estereotipada y de uniformación transnacional, de una dinámica homogeneizadora que menoscaba la idiosincrasia y la identidad de cada nación. Sin embargo, la globalización de la cultura no es un proceso deinitivo ni menos reduccionista a una forma exclusiva y hegemónica de cul-tura, pues la globalización cultural no es un fenómeno teleológico, es decir, no se trata de un proceso que conduce inexorablemente a un in que sería la comunidad humana universal culturalmen-te integrada, sino que es un proceso contingente y dialéctico que avanza engendrando dinámicas contradictorias. Asimismo la cul-tura como proceso integrador de disímiles elementos, la constitu-yen sin reducir a un elemento primordial su expresión. El mensaje cultural, la transferencia de información que contiene la cultura, le es fundamental y en esta acción la globalización encuentra su nexo, su conexión –y tensión– radical, a saber, que lo que la vehicula, es a la vez, aquello que la aísla; aquello que le supone liberación, le engaña en contornos difuminados y promesas de poder.

La globalización cultural o la cultura globalizada, incluso la cultura que luye de forma global, no es un fenómeno de contornos pre-cisos con los cuales saber de qué se está tratando y así, proyectar perspectivas apocalípticas o alternativas de consumación. En este

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sentido, el trabajo de García Canclini, es un referente obligado para comprender la condición del proceso de globalización más allá de lo económico, en su rebasamiento hacia lo cultural, político y co-municacional.

Como advertencia fundamental que opera la condición paradóji-ca de la globalización, airma que no es un paradigma cientíico ni económico, ya que no cuenta con un objeto delimitado ni ofrece un conjunto coherente de saberes explicitado intersubjetivamente por especialistas. De ahí que, para vincularnos a este fenómeno, sea desde una aproximación metafórica: aldea global, tercera ola, mcdonalización, Disneylandia global, tecno-cosmos, nueva Babel, shopping center global, sociedad amébica, entre otras.

Por otra parte, la globalización no es un paradigma político o cultu-ral, pues aunque parezca lo contrario, no constituye el único modo posible de desarrollo, lo que implica la existencia de múltiples na-rrativas de la globalización, es decir, que los conocimientos hasta ahora disponibles sobre la globalización forman narrativas que abren perspectivas parciales y divergentes:

«Quiero pensar la globalización desde los relatos que muestran, junto con su existencia pública, la intimidad de los contactos in-terculturales sin los que no sería lo que es. En tanto la globaliza-ción no sólo homogeneiza y nos vuelve más próximos, sino que multiplica las diferencias y engendra nuevas desigualdades, no se puede valorar la versión oicial de las inanzas y de los medios de comunicación globalizados que nos prometen estar en todas partes sin comprender al mismo tiempo la seducción y el pánico de llegar fácilmente a ciertos lugares y acercarnos a seres diferen-tes. También el riesgo de ser excluidos o de sentirse condenados a convivir con los que no buscábamos. Como la globalización no consiste en que todos estemos disponibles para todos, ni en que podamos entrar en todos los sitios, ésta no se entiende sin los dramas de la interculturalidad y la exclusión, las agresiones

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o autodefensas crueles del racismo y las disputas ampliicadas a escala del mundo por diferenciar los otros que elegimos de los vecinos por obligación. La globalización sin la interculturalidad es un OCNI, un objeto cultural no identiicado».241

Expresión que dista mucho de la aparente comprensión, deini-ción, uniicación y universalización de la globalización, incapaz de producir una conciencia de mundo como unidad, un universo planetario, más bien un multi-universo en el que países, regiones y sistemas de regiones se enfrentan y compiten entre sí desde pers-pectivas que fragmentan la totalidad bajo la apariencia de la uni-dad. Competencia que se juega en el caudal de capitales, bienes y mensajes, pero que se juega cruelmente en el lujo de personas242 que llevan su cultura de un lugar a otro, multiculturalismo, trans-culturalidad, exilio, inmigración, salvación, condenación.

El término globalización alude, en deinitiva, a una red dinámica de intereses mediatos e inmediatos de realización, la que si bien intenta cubrir al Planeta, lo que hace, de manera externa a él, es ge-nerar una imagen global de sí misma sin constituirse globalmente, y lo hace por su capacidad de inaprehensibilidad virtual, usando si-multáneamente una potencia envolvente, un desplazamiento pro-gresista como nunca se había visto y una habilidad para instalarse y hacer-se necesaria como custodio de un sentido que trasciende las decisiones personales del sujeto determinando su presente y futuro, des-personalizándolo más allá de los pilares culturales post-modernos de individualismo centrífugo y la fragmentación diferencial, superados por la des-localización, la dispersión y la masiicación de la sociedad global(izada).

241 Ibíd., pág. 49.242 Ibíd., págs. 63-64.

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La globalización se ha instalado como destino ineludible, un fe-nómeno económico de alcances culturales, un proceso irreversi-ble de naturaleza ambivalente a partir de una nueva comprensión espacio-temporal de los lujos de información y humana, pues los usos del tiempo y el espacio son tan diferentes como diferenciadores. La globalización divide en la misma medida que une: «las causas de la división son las mismas que promueven la uniformidad del glo-bo». Bajo iguras interconectadas de profunda ambigüedad: pla-netarización emergente de los negocios, las inanzas, el comercio y el lujo de información; y la localización insidiosa, como puesta en marcha de un proceso localizador, de ijación al espacio. 243

Para Lanceros, globalización es un término sinónimo de una mo-dernidad que «desde sus inicios […] puede interpretarse como una verdadera revolución […] de la movilidad, los lujos, los in-tercambios y los desplazamientos: como la evaporación de todo lo sólido».244 Movilidad que no respeta límites ni supone remanso de continentes de certidumbre ni «mecanismos de seguridad y defen-sa, de protección y de estabilidad, que coniguran un espacio –e instituían un tiempo– en que lo sólido y lo sólito (lo acostumbrado, lo habitual) se imponían a lo insólito, a lo insolente: a la penetración de lo extraño, de lo alógeno corrupto y contagioso, a la circulación de lo imprevisto y tal vez desestabilizador»245 que hiciera peligrar el decurso de su variación histórica:

«La modernidad […] destruyó, desde el principio (en todos los sentidos del término) muchas barreras, tanto horizontales como verticales. No sólo completó un proceso de “conquista planeta-ria” sino que alteró las jerarquías tradicionales y problematizó

243 Vid. Bauman, Zigmunt (2003). La globalización. Consecuencias humanas. México, FCE, pág. 8.244 PM, págs. 166-167.245 PM, pág. 167.

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las otrora invulnerables garantías religiosas. La palabra y la ac-ción cambiaron de fundamento y de horizonte. Y el progresivo paso de la teo-logía a la tecno-logía propició otra historia de la sal-vación. No ya una teodicea sino una tecnodicea: de la que todavía parecemos devotos; o de la que ya hemos hecho apostasía».246

La modernidad es, en este sentido, modulación móvil de erosión y fragmentación de todo lo sólido, desarticulando los bloques, los equilibrios y articulando las fracturas sociales y culturales como también las estéticas, éticas y políticas. Nos referimos antes por globalización en términos de sombra, como una lobreguez que di-iculta la prosecución y seguimiento de los fundamentos ilustrados, de la vigencia del modelo –económico, social, político–, estrangu-lando la prolongación del programa. Síntoma de una asixia cuyo nudo es el mercado y su tensión entre satanización y divinización que tiene como resultado, un híbrido: la globalización como me-táfora presente en la historia a la hora de interpretar la dicotomía entre poder y saber, tener y desear, entre compartir y pactar, que expresan la reducción del mundo a un inmenso mercado asentado sobre una infraestructura planetaria de un sistema de producción industrial hacia una civilización cientíico-técnica. El «mercado ha alcanzado una real hegemonía al instituirse como referente univer-sal, en el momento en el que se ha convertido no sólo en ámbito, sino en conjunto hegemónico de fuerzas, es preciso reparar en to-dos los efectos que produce: demográicos y ecológicos, culturales, sociales y morales, políticos»247, que tiene como continente a una «modernidad [que] ha sido el momento y la ceremonia de manu-misión del mercado, en la teoría y en la práctica; y el comienzo de su hegemonía, de su penetración en todos los espacios de la socie-

246 PM, pág. 168.247 PM, pág. 178. Adorno sentencia: «Ninguna teoría escapa ya al mercado». Adorno, hedor W. (1992), o.c., pág. 13.

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dad y de su posición de dominio: la inauguración de una nueva aetas [tiempo vital] marcada, en estos momentos, por el declive de los ámbitos cultural y político y por la simultánea capacidad de decisión y creación –casi omnímodas– del mercado».248

La globalización –que «dice y hace [con un lenguaje propio y una acción] post-racional que no cabía en pre-visiones racionales de la modernidad en declive»249– se formula como “Casino global” –que expresa la imagen de una nueva coniguración en la era de la eco-nomía mundializadora, de las inanzas y de las informaciones– y la de fundamentalismo del mercado –que maniiesta la ideología que apuesta por un sistema de aperturas y clausuras interesadas i-nanciadas con servidumbre, mano de obra barata, una docilidad e incondicional sumisión– ambas maniiestan la “gran mentira”, la fa-lacia de la autorregulación –neoliberal– que «parece bendecir, toda-vía, a un mercado de dimensiones globales que pretende operar más allá de toda regla; y la enigmática mano invisible parece ser la esqui-va distribuidora de suertes que, como la lotería de Babilonia, no se cuentan en moneda sino que algunas se gozan y muchas se sufren en las biografías (y en las biologías) individuales y colectivas».250

El problema que surge, tiene que ver con un eje de conianza –extre-madamente ingenua– de la presunta autorregulación que de ma-nera hegemónica exige e impone reglas políticas a las estructuras estatales, deviene ahora en red global informatizada con atribucio-nes para legislar, regular, autorizar y resolver los movimientos om-nipresentes de manera interesada, pues «exige libertad y seguridad para sus propias transacciones [lo que a su vez produce] inseguri-

248 PM, pág. 182.249 PM, pág. 212.250 PM, pág. 184. Para la vinculación entre globalización y tecnología, Vid. Lanceros, Patxi, ‘Globalización y tecnología’, en Ortiz-Osés y Lanceros, Patxi, dirs. (2004), o.c., págs. 151-156.

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dad y falta de libertad globales»251, exigencias que ha impuesto una «semántica propia, un idiolecto que altera el signiicado de pala-bras como necesidad y justicia. O que reduce drásticamente el senti-do de términos como libertad y seguridad. Ha delimitado el campo de lo posible y ha decretado imposibilidades teóricas y prácticas: empleo estable, atención sanitaria garantizada, escuela pública, subsidios de paro, enfermedad y jubilación, equilibrio ecológico, etc».252 Imposibilidades que hablan de las aspiraciones sociales que las instituciones políticas debieran asumir como su objeto de pen-samiento y acción:

«Son las teorías y las instituciones políticas las que han de ga-rantizar el sentido pleno y la posibilidad práctica de la justicia, la libertad, la igualdad y la seguridad. Y han de garantizarla frente a la acción disolvente del mercado (y su fundamentalismo par-ticular), que erosiona cualquier sistema de garantías, y frente a la reacción redentora de otras instancias (culturales, nacionales, religiosas) que se ofrecen como cobijo alternativo a la intempe-rie, como cimiento, clausura y cerco desde los que resistir a las mareas ocasionadas por los lujos globales».253

El lugar que debe ocupar la política254 –aquella política de la co-ac-ción y de la ob-ligación–, es entre la acción disolvente del mercado y la reacción absorbente de los refugios identitarios. Una política consciente de su propia in-trascendencia, es decir, de su falibilidad, contingencia y artiicialidad: «En el mundo de la economía globali-zada y de las culturas localizadas, es la política la que corre el riesgo de caer abatida entre el fundamentalismo del mercado y los varios

251 Ídem.252 PM, pág. 185.253 Ídem.254 Vid. Lanceros, Patxi, ‘Política’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi, dirs. (2005), o.c., págs. 451-458.

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fundamentalismos comunitarios. Es también la política la única esfera potencialmente abierta al concurso de todos: sin previa de-claración de patrimonio, sin previa profesión de fe».255

La modernidad, decíamos más arriba, es la modulación de un nuevo dogmatismo cuya profesión es el progreso y cuyos credo y misión son la sustitución de lo trascendental por lo inmanente, lo teo-lógico por lo epistémico, lo criatural por lo subjetivo: la fe moderna se nutre del desprecio irruptivo contra los hombres y la depreciación respecto con la naturaleza. Sustitución basada en re-latos eminentes «que pretenden descripción “objetiva” del mundo y sus procesos, de la realidad natural, histórica y social. Pero, a la vez e indisociablemente, son portadores de esperanzas y miedos colec-tivos: sobre ellos descansan (o se con-mueven) las posibilidades de la autopercepción individual y colectiva. [Además estos relatos] se pretenden totales y absolutos [como] verdades omnicomprensivas y omniexplicativas. [Finalmente y en una] aparente contradicción con las anteriores, es que esos relatos y sus categorías rectoras han llegado a nuestra modernidad tardía y cansada desgastados y he-ridos. Las viejas devociones modernas, las que fueron defendidas con la ira sagrada en sus prolegómenos, han experimentado una –quizá inevitable– degeneración. Se cumple en ellas una especie de constante histórica: las creencias toman en sus inicios un decidido impulso que las coniere forma de epopeya, sufren una inlexión crítica que hace de ellas tragedia, y inalmente padecen un desgaste que acaba convirtiéndolas en parodia».256

Con este dogmatismo, Lanceros se reiere a aquellas institucio-nes, hábitos y narraciones adquiridas por la modernidad, pues «heredó todo menos la fe […] incondicional que aseguraba [para]

255 PM, pág. 190.256 PM, págs. 195-196.

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tales instituciones, hábitos y narraciones la hegemonía o el mo-nopolio normativos. La epopeya moderna se inicia en ese “todo” y en ese “menos”».257 En esta operación se expresa la clave de la distancia, de la identidad y de la diferencia con que se piensa la modernidad crepuscularmente: la fe en la razón y en sus prolon-gaciones funcionales, se han vuelto vulnerables a la réplica his-tórica, perdiendo reservas para su universalidad y normatividad, despoblando el paraíso de las profecías racionales [Nietzsche, Weber] o el mundo de ideales de la razón moderna [Kant, Ha-bermas], dejando el terreno preparado –al menos eso es lo que esperamos ilosóicamente– a la interpretación y a la crítica como aquellas acciones y actitudes que remiten a la pregunta por el sentido en cuanto «sentido-de-ser»258:

«La pregunta, históricamente desplegada, nos obligaría a la ela-boración de una “arqueología” […] que mostrara los desplaza-mientos del fundamento en el lenguaje, las instancias que han ocupado el centro del pensamiento y del discurso y a las que se habría coninado, o de las que se habría demandado, una emba-jada de sentido. Así la naturaleza (physis la llamaban los griegos) en los albores del decir ilosóico que todavía hoy nos convoca. Así el dios, como condensación y desplazamiento del sentido (sentido de la vida, sentido del mundo, sentido-de-ser), como metáfora y metonimia; o la razón en la época moderna, último avatar de un lógos que no admite en su cometido de dar sentido a lo que hay y a lo que en el haber deviene».259

Tales representaciones de sentido, hegemónicas, totalizadoras también fueron sometidas a escrutinio crítico, y que hoy nos evo-can para, justamente, interpelar la certeza de que la globalización

257 PM, pág. 197.258 PM, pág. 202.259 Ídem.

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administra el sentido bajo un sistema presuntamente autorre-gulado por su propia lógica de desarrollo, generando su propia necesidad y universalidad, bajo la coniguración de una alianza entre economía y tecnología. Ambas detentan la pretensión de delimitar, deinir el espacio lógico y legal con un despótico dia-lecto que construye realidad –mundo–, pues «en su seno se arti-culan las categorías del ser y del poder, porque en ellas se decide el presente y se diseña el futuro, y porque ellas surten al imagi-nario colectivo de paisajes utópicos: tanto los que promueven la esperanza como los que anticipan el terror».260 Se alza, entonces, como una re-coniguración del creer, del pensar, del hacer y del ser:

«Coniguración del ser y trama de sentido. Eso pretende ser la tecnología, elevada al rango de razón universal, de razón y sentido de(l) todo. O, más bien, la coalición tecnológico-eco-nómica. A la ontoteología [un mundo de valor y sentido deter-minado por Dios] y la “onto-ratiología” moderna [un mundo de valor y sentido determinado por la razón], sucedería ahora una ontotecnología. Una época en la que las categorías del pensar-decir (en expresión de E. Trías) técnico deinirían la realidad y conferirían legitimidad tanto al discurso como a la acción».261

Un pensar-decir que deine el saber quién manda, y en este posi-cionamiento Lanceros resitúa el antiguo problema del arché grie-go, del fundamento-principio en esta nueva re-coniguración pa-radigmática abierta por la tecnología o la universal organización tecnocientíica del mundo (Vattimo262). Saber quién manda es sa-ber quién impone los lenguajes, determina y deine los conceptos,

260 Lanceros, Patxi. ‘Globalización y tecnología’, en Ortiz-Osés Andrés, Lance-ros Patxi dirs. (2004), o.c., pág. 153.261 PM, pág. 204.262 Vattimo, Gianni (1992b), o.c., pág. 69.

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asigna los modos y las modas: Dios o la Naturaleza, la Razón o la Técnica. En esta exigencia identitaria, la modernidad tiene un protagonismo central –no de nostálgica reacción, pues las innova-ciones son aún más radicales que las incorporadas por la moder-nidad inaugural–: la «tecnología (y la economía que la protege y la ampara) no es una mera secuela de la razón moderna; constituye una nueva disposición del pensar, el decir y el actuar».263

Si la industria y la técnica con toda su artiicilidad, autonomía valórica, mecanización autodeterminada e independiente de la in-tervención humana e imbricada tecno-racionalización fueron las imágenes con que la razón moderna articuló al lógos como ins-trumento de decisión de ines, la tecnología actual –técnica más economía– levanta una suerte de reino o dominio en el que se des-taca la lógica y el formalismo como estructuras de pensamiento donde se determinan los medios –aspecto teórico– conceptuales, las operaciones, los cálculos y las relaciones y encadenamientos necesarios para establecer la verdad. Un dominio que nos «cir-cunda y nos constituye, dictándonos imperativamente estándares predeterminados de racionalidad, modelados sobre la base de cri-terios exclusivos de funcionalidad y eiciencia».264

Este aspecto teórico reduce el pensar humano a un mero instru-mento organizador de tal ordenamiento:

«Lo distintivo de la época actual […], es que la tecnología y economía se han convertido en cosmovisión totalizadora, que a ellas se remiten la vida y la muerte, tanto en lo que respecta a sus deiniciones como lo que atañe a las operaciones que toleran; […] son las lexiones que nos proporcionan el lenguaje en y con

263 PM, pág. 206.264 Marramao, Giacomo (2006). Pasaje a Occidente. Filosofía y globalización. Buenos Aires, Katz, pág. 36.

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el que nos comunicamos, además […] de los elementos de “cul-tura material” de los que nos servimos».265

Se acrecienta el reino de la técnica que determina los medios fí-sicos –aspecto práctico– con el in de alcanzar concretamente un objetivo –aspecto teórico–, reduciendo la acción humana a un trabajo técnico organizado, ya que la tecno-logía se impone como un «conjunto de discursos y prácticas que tiene pretensiones de radical autonomía; y pretensiones de totalidad explicativa y tal vez normativa [y lo hace] en el momento en el que la fe en la razón se desvanece como tal fe, en el momento en que ya no promueve el múltiple impulso entusiasta»266:

«En nuestra época, la tecnología se ha convertido en un sistema cerrado: considera al resto del mundo como su “entorno”: una fuente de alimento, de materia prima para someter al tratamien-to tecnológico, o el basurero para los desechos –supuestamente reciclables– de ese tratamiento, y deine las desgracias o infrac-ciones como efectos de su propia insuiciencia, y los “problemas” resultantes, como una exigencia de más de lo mismo: mientras más “problemas” genera la tecnología, más tecnología se nece-sita. Sólo la tecnología puede “mejorar” la tecnología, curando los males de ayer con las medicinas milagrosas de hoy, antes de que se conozcan sus efectos secundarios y se necesiten nuevas medicinas mejoradas. Éste es, probablemente, el único problema “suscitado por los avances tecnológicos” que son verdaderamente “irresolubles”: no hay salida del sistema cerrado».267

265 Lanceros, Patxi, ‘Globalización y tecnología’, en Ortiz-Osés Andrés, Lance-ros Patxi, dirs. (2004), o.c., pág. 153.266 PM, pág. 209.267 Bauman, Zygmunt (2004b). Ética posmoderna. Buenos Aires, Siglo XXI, pág. 212.

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La modernidad se ve extralimitada por la emancipación del curso de lo técnico incluso de su misión instrumental-pragmático-uti-litarista, la cual crea sus propios discursos justiicadores y lógicas internas de legitimación, coloniza espacios, instaura una nueva realidad, impone un nuevo lenguaje y con él, una nueva interpre-tación del mundo y de nosotros mismos. Un lenguaje que «inter-preta lo real, que lo crea. Lenguaje ontológico (onto-tecnológico) que hace ser»268. Es decir, forja espacios de conexión, relación, comunicación y ámbitos de acción. Este lenguaje –cosmovisión o visión de mundo–, este tecno-dialecto –tecnovisión, tecnopers-pectiva– que luye en la economía planetarizada con su lógica de expansión en red de mercado, habla de una «totalización postra-cional que no cabía en las pre-visiones racionales de la moderni-dad en declive»269, que es el retiro de la modernidad; es la mengua de las energías que fomentaban la transformación proyectiva de la modernidad; es el repliegue suspensivo de la época de la razón que da paso a la creatividad vertiginosa de la globalización que escribe la realidad y la narratividad del horizonte con nuevos ca-racteres tecnológicos.

La tecnología no sólo administra y transforma al mundo material, sino que también los discursos comprensivos y simbólicos –aho-ra en tensión analítica e interpretativa– de tal transformación y gestión, y por ende, para el sujeto cambian los medios con los que operar y ines a los que aspirar. Se ha instalado hegemónicamente un universo tecnologizado:

«Si este universo simbólico tecnológico ha logrado la hegemo-nía, ha sido porque su motor se ha convertido en la fuerza de producción preponderante y, a la vez, en ideología dominante.

268 PM, pág. 211.269 PM, pág. 212.

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La razón cientíico-técnica se nos presenta como el mejor ca-mino para resolver los problemas que se le plantean; resuelve, al parecer, con eicacia la pretensión de dominar progresivamente la realidad con el máximo rendimiento y el mínimo costo. Pero, además de fuerza de producción, se ha convertido en ideología dominante y, para muchos, hasta en horizonte utópico (tal vez, por la conianza en su ilimitado progreso)».270

Con su poder de explicación e intervención, es la racionalidad con-creta como poder-hacer ser que ha reemplazado a la moderna ra-zón carismática, vinculante y universal, imponiéndose como igura del lógos, como brújula de la voluntad práctica de la vida y como horizonte que marca la distancia entre lo que somos y lo que se-remos, y aún más, entre lo que queremos ser y lo que nos dejarán que seamos:

«El Mercado no siente. Ni consciente. […] Si hoy el mundo puede, con cierta precipitación no exenta de riesgos, ser descrito como sistema, ese sistema es el Mercado. Y el Mercado no es sólo, como quizá lo fuera en el quicio inicial de la modernidad, un sistema económico: es un sistema político y un sistema cultural. Lo cual quiere decir que ha conseguido superar […], absorber y someter tanto a las instituciones políticas como a las institucio-nes culturales, que se validan y se convalidan, precisamente, en el Mercado en el que, como todo y como todos, cotizan. Quiere decir que ha conseguido imponer su lógica, o imponerse como igura del lógos».271

La globalización fusiona mercado con tecnología, los sistemas eco-nómicos con los sistemas simbólicos, las trasferencias racionales

270 Conill, Jesús (1991). El enigma del animal fantástico. Madrid, Tecnos, pág. 281.271 PM, pág. 230.

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con los intercambios comunicativos, las esferas de pensamiento con las de acción, las de resistencia con las de obediencia; y en esta fu(n)sión opera la ilusión tecnocrática –ahora tecno-económica– de un mundo organizado burocráticamente por una racionalidad traducida en imagen colectiva de la verdad, de la objetividad, y que ha terminado por enterrar los discursos revolucionarios de la mo-dernidad jovial.

La modernidad, ahora desgastada y cansada, ve cómo se instaura un nuevo orden simbólico e institucional como nuevo sujeto his-tórico. Se instala además, un lenguaje global de «dominación sin participación, [y de] legalidad sin legitimidad»272 con una raciona-lidad convertida en pura «funcionalidad sin inalidad»273 y operada por un «procedimiento impecable y sin contenido»274, abriendo la puerta «a cualquier forma concebible de prácticas de barbarie»275 cultural. Finalmente, Lanceros lo que revela, es la dialéctica –in-cluso nos atrevemos a decir táctica, suponiendo una voluntad tras de ella– entre los modos de la modernidad y las estrategias de la modernización; entre las modulaciones ideales del proyecto y las tácticas de poder/hacer de la racionalidad cognitivo-instrumental; entre la universalidad del proyecto y la individualidad de la expe-riencia de crisis.

Dialécticas que hablan de la globalización como un discurso-acción que dice-y-hace y se-hace-lo-que-dice y no-hace-lo-que-promete, y con ello transforma lo que domina y domina lo que utilizó. Los límites para el mercado se han desdibujado y con ello,

272 PM, pág. 234.273 Horkheimer, Max y Adorno, heodor W. (1994). Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos ilosóicos. Madrid, Trotta, pág. 136. En adelante DI.274 DI, pág. 137.275 Bauman, Zygmunt (2005a). Modernidad y ambivalencia. Barcelona, An-thropos, pág. 79.

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se ha ampliado la hegemonía de su metáfora cívico-religiosa y económico-política, para pasar a signiicar que, en in, esta mo-dernidad taciturna de la que somos herederos y a la cual traicio-namos, yace despojada de las energías revolucionarias, utópicas e idealistas debido a la acción global de nuestra negligente reacción ante los resultados agradables del desarrollo tecnológico que nos seduce, conduce y reduce.

La moderna ortodoxia se caracteriza por reunir una serie de ten-dencias, que en conjunto, responden a lo huidizo de su historicidad en sus despegues ilosóicos, cientíico-tecnológicos, político-eco-nómicos, estéticos y socio-culturales, todos ligados al reino subli-mado del progreso en sus despliegues de racionalización, subjeti-vidad, instalación de instituciones de control y enseñoreamiento global sobre la naturaleza. La temporalidad moderna es uno de los problemas que, implícita o explícitamente, deine tanto su matriz racional como el molde relacional del sujeto y le reserva a la razón normativa, aquella que apunta a la autodeterminación política y moral, un lugar sustantivo como facultad totalizadora y global de funcionalidad teórica, y un espacio doble, primero, como capacidad para comprender la naturaleza, el orden, la legalidad y el sentido del mundo: aquello que hay, que puede haber o lo que debe haber, y, segundo, una condición instrumental más o menos domesticable y susceptible de ser clasiicada, controlada, autolograda y sin fun-damentos externos responsable del cálculo y control de los proce-sos sociales y naturales, siendo uno de los rasgos más distintivos de la modernidad, su carácter modulable, tanto airmativo como negativo, dado por su carga contradictoria y paradójica. Nos en-contramos así, frente a una contradicción básica que afecta al mun-do moderno, pues se abre también un espacio para las modernas modulaciones retardatarias y retroprogresistas de desacoplación y discordancia al interior de los procesos teleológicos de la historia para el sujeto, los desniveles de su praxis social y la secundariedad

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CAPÍTULO I. Hermenéutica y modernidad tardía

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en su protagonismo, la reducción de los ámbitos culturales bajo el signo contradictorio de lo global como ethos totalizante para lo po-lítico-económico, el hastío ante la alerta de desfundamentación de sentido por parte del nihilismo, el debilitamiento de los contornos valóricos en un indoloro neoindividualismo moral postmoderno y la incredulidad en la capacidad transformadora y resolutiva de la razón tecno-cientíica. Su especiicidad radica en la difusión de los descubrimientos cientíicos y su aplicación práctica en la vida cotidiana, de ahí la simultaneidad entre la asimilación, aplicación y diferenciación de los conocimientos sumado a una incuestiona-ble interiorización de los valores transmitidos por este desarrollo traducidos en dependencia formal por su carga administrativo-funcional. Una ecuación que encuentra en la arquitectónica racio-nal de una modernidad progresista su aparato crítico, su motor revolucionario, su rito desmitologizador, su himno secularizador, su diseño estético y su fórmula físico-matemática para una profun-da reconiguración de la cultura impulsada por el desplome de los metarrelatos fundantes de la cultura y legitimadores del saber. Este desaliento traiciona la dirección histórica de la modernidad con su lógica de sustitución de todo sentido trascendente por el sentido del progreso –a mayor radicalización y extensión del progreso ma-terial sobre la base de la razón cientíico-tecnológica, menor poten-cialización en la organización cívico-política y en el reforzamiento de la autonomía del sujeto–, lo que implica por una parte, la nega-ción de la trascendencia como lugar desde el cual se funda y se da el sentido y, por otra, la retención del efecto de fundación y dona-ción del sentido al interior del espacio socio-histórico moderno. A la vista, tenemos un mecanismo errático que hace entrar en crisis al proyecto moderno y certiica el divorcio entre la razón instruc-tora y la razón instrumental, debido al viraje que experimenta la cultura occidental contemporánea desde lo político-partidista a lo económico-empresarial, desde la sapiencia contemplativa a la mer-

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cancía informacional del dato y desde la liberación de la minoría de edad a la opresión burocrático-consumista del sistema neoliberal globalizado.

Situado frente a la duplicación metafísico-moral propia del cris-tianismo y más allá de los límites positivo-historicistas de la ra-cionalidad moderna, Nietzsche se ha convertido en un referente obligado a la hora de conceptualizar y comprender nuestra con-temporaneidad en su horizonte hermenéutico, ya que la herencia más signiicativa que ha recibido la ilosofía contemporánea de su pensamiento, se reiere, primero, a la profundización de los carac-teres perspectivista e interpretativo de la vida y de la comprensión humana, y, segundo, a la contundente crítica por la incondicionali-dad de un fundamento absoluto y trascendental para el saber, de-latando la iccionalización de la verdad; en otras palabras, haber sido el encofrado para el paso de la contemplación teorética del ser a la interpretación perspectivista del sentido. En Nietzsche encon-tramos el desarrollo de una hermenéutica profunda de la voluntad interpretativa que acepta la movilidad ininita de interpretaciones y rechaza la descripción exhaustiva de la realidad, pues se funda en la eclosión de perspectivas y en su consecuente proliferación de in-terpretaciones para un decisivo desenmascaramiento de la raciona-lidad occidental. La interpretación es posibilitada por el energético conlicto entre las valoraciones de las fuerzas y aquellas pulsiones de una vida que busca el sentido, a pesar de las diversas interpreta-ciones por conciliar y de los diversos grados de fuerza por compen-sar. Al contrario de la metafísica y su absolutez conceptual y como consecuencia de la “muerte de Dios” como desfundamentación teó-rica, no hay una interpretación última del mundo, ya que no hay un único centro de fuerza, sino múltiples, plurales e incontables puntos de referencia. Asimismo, sin un orden último que permita una racionalización exhaustiva y absoluta del mundo según el plan de la modernidad progresista, la voluntad se presenta no como su

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CAPÍTULO I. Hermenéutica y modernidad tardía

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fundamento o primer principio substancial, sino como sedimento o suelo del mundo, dado el carácter interpretativo que imprime en los discursos o formas históricas concretas en las que se relacionan conocimiento y acción.

¿Qué tipo de hermenéutica puede convencernos hoy frente al ho-rizonte provocador de la modernidad tardía? ¿Podemos hablar de una hermenéutica –basada en una clave que inter-implique com-prensión, perspectiva y sentido– que revele los avatares trágicos de la modernidad? El estudio comprensivo de las dinámicas históri-cas de la modernidad tardía, resultan el objeto de la hermenéutica trágica, la que pone en evidencia los plexos simbólicos de intere-ses cognitivamente organizados en los discursos de los personajes nietzscheanos, cuyo origen intersubjetivo ha quedado oculto por la dominación simbólica de una modernidad transitiva y dema-siado autocomplaciente. Una hermenéutica que hace un particular modo de angulación, es decir, un cruce de caminos, un corte de mirada, una nueva manera de ir a través de lo narrado en la que las perspectivas se proyectan y cambian la apertura o el cierre del camino original: se pierden por un lado y, por otro, se multiplican en profundidad y alcance.

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CAPÍTULO IIEl carácter trágico de la hermenéutica al interior de la teoría de la interpretación perspectivística

El asunto nodal del carácter fundamental de la hermenéutica, lo constituye el lenguaje como eje cultural e histórico de una moder-nidad que ha hecho suya, justamente la transformación –desde lo ontológico hasta lo tecnológico– de este eje, entregando los dis-cursos signiicantes y vinculantes para el sentido a los avatares téc-nocientíicos del saber positivo. ¿En qué radica la importancia que adquiere el lenguaje en este contexto? En que la comprensión se cumple en el hábitat del lenguaje y éste se realiza con la compren-sión, por tanto, el sentido –objeto de la interpretación– aparece siempre direccionalmente como interrogación y nunca como pre-sencia gracias a que el lenguaje es el medio universal de la com-prensión y nunca un in que se agota en sí mismo.

Para situar el carácter igurativo al interior de la teoría de la inter-pretación de Nietzsche, es necesario disponer a la hermenéutica de una óptica particular, en aquella cuyas características hacen de un personaje –real, literario, histórico, ilosóico, simbólico, etc.– una igura de interpretación hermenéutica. Esta óptica no expone metafísicamente las cosas ni tampoco se dirige hacia ellas fenome-nológicamente, sino que las reanima simbólicamente, inspirán-dole un nuevo aire hermenéutico a la interpretación y un nuevo ángulo para la comprensión. Estas características resultan ser los márgenes que, a su vez, fundan su operatividad y aplicación como

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CAPÍTULO II. El carácter trágico de la hermenéutica al interior de la teoría de la interpretación perspectivística

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también limita el ámbito de acción y relexión. En primer lugar, las iguras son genealógicas –cercanas a la arqueología propuesta por Foucault–, pues rescatan lo metamórico de los avatares de la modernidad y los alcances de ciertas relaciones ocultas u olvidadas que señalan el pulso interpretativo de los discursos signiicantes modernos, rastreando los efectos producidos por su conmutabi-lidad tanto en la crítica a la modernidad como un espacio tempo-ral signiicativo. En segundo lugar, son arquetípicas para la com-prensión, pues persiguen convalidar operaciones simbólicas –de ahí su proximidad con la hermenéutica simbólica o imaginal de Ortiz-Osés– en una organización alternativa de sentido, pues ac-túan como unidades especulares de sentido o vasos comunicantes de ideas y mensajes de interpretación entre la crítica nietzscheana y las narrativas de la modernidad. En tercer lugar, las iguras son vitriólicas en sus perspectivas y se entregan a la comparación, con-junción y coniguración de sus reconocimientos mutuos, lo que po-sibilita nuevas ópticas que rectiican la perspectiva, desentierran y amplían las conexiones discursivas a partir de una personiicación metafórica –de ahí su proximidad con el trabajo ricoeuriano sobre la centralidad de la metáfora para la hermenéutica– y teatraliza-ción vital de expresión perspectivística y acervo crítico-genealógico sobre la modernidad.

Las tres características antes mencionadas, coinciden en una única función principal, la de su relacionalidad, en la que proliferan, se bifurcan, chocan y se sustituyen en una modalidad de relevos cir-culares. Tal función –o capacidad– nos sirve como trasfondo en el que resalta la conexión imperceptible que hace una igura her-menéutica, un centro o eje de vibraciones que mueven sus compo-nentes discursivos y críticos, sino también un indisoluble conector de líneas imperceptibles de interpretación, que abre los recorridos de la narratividad anclados en la historia, pues la iguratividad ad-quirida recoge las representaciones lotantes en los discursos y se

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apropia de aquellas signiicaciones desatadas de los relatos tradi-cionales, cruzando impertinentemente las fronteras de lo interpre-tado y de lo imaginario.

FRIEDRICH NIETZCHE Y LA LIBERACIÓN POÉTICA DE LA CONCIENCIA MODERNA: METÁFORA Y PERSPECTIVISMO

El propósito de Nietzsche como ilósofo era «trascender la ironía liberando la conciencia de todas las aprehensiones metonímicas del mundo (generadoras de las doctrinas de causalidad mecánica y de una ciencia deshumanizante) por un lado, y de todas las subli-maciones sinecdóquicas del mundo (generadoras de las doctrinas de causas “superiores”, dioses, espíritus y moralidad) por el otro, y volver la conciencia al disfrute de sus poderes metafóricos, su capacidad de retozar en imágenes, de ver el mundo como puros fenómenos y de liberar, por lo tanto, la conciencia poética del hom-bre para una actividad más pura, por ser más autoconsciente, que la metáfora ingenua del hombre primitivo».1

La consideración nietzscheana en torno al concepto de interpreta-ción –aquella que demuele las concepciones de sujeto ligado a un principio superior de inteligibilidad y orden– transparente para sí mismo, de corte racionalista cartesiano como también trascenden-tal kantiano e idealista hegeliano, y junto con ello, la concepción de mundo que le concibe como una realidad determinada por una perspectiva absoluta– se inclina por aceptar un mundo determi-nado por una multiplicidad de perspectivas en donde ninguna de las cuales podría considerarse verdadera, y un sujeto abierto a las pulsiones vitales que da esta multiplicidad: las representaciones son máscaras que ocultan las verdaderas intenciones y objetivos en

1 White, Hayden (2002). Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, FCE, págs. 318 y ss.

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un marco cultural inconsciente. Para Nietzsche, la interpretación consiste en la mutua e incesante confrontación de perspectivas en tanto expresión fundamental de una voluntad de poder que subya-ce en la diversidad de discursos signiicantes y que por lo mismo, deviene interpretante de manera constante e ininita. La voluntad orienta el impulso vital hacia el sentido y su función se basa en introducir sentido al mundo e identiica ser con vida en su eterno devenir y luir vital, lo que implica que el ser no es más que in-terpretación de esa experiencia vital de sentido. Lo incombustible de la voluntad, es la interpretación que convierte al sentido en un impulso de proyecciones vitales de clarividencia, pues interpretar será determinar la fuerza que la voluntad da sentido a un mundo que contiene dentro de sí ininitas interpretaciones. Expresa tam-bién la desmitiicación de lo ilusorio como instauración de sentido entre las cosas y la comprensión, donde comprensión e interpreta-ción son propiamente un acontecer, un devenir, un proceso que no comienza con la subjetividad, sino con un impulso determinante, donde el interpretar no supone la radicalización sin sentido de la subjetividad o de un pluralismo desvinculante o relativista, sino que supone la designación de un horizonte de sentido cargado de signiicaciones, en el que el individuo es una coniguración de pers-pectivas envuelto en el juego de la interpretación como una posi-ción más de perspectiva para una voluntad de poder (Vattimo). El sujeto de las interpretaciones no tiene interpretaciones o perspec-tivas, sino que ellas conforman al sujeto, pues no conocemos un mundo objetivo, sino al producto de nuestra interpretación produ-cida por el choque de perspectivas: el sujeto es y sabe a partir del universo de perspectivas que dispone para comprender la realidad. El sujeto hermenéutico posee una estructura cuya naturaleza es interpretativa. En esta disposición, la interpretación es posibilita-da por el energético conlicto entre las valoraciones como fruto de las fuerzas y pulsiones de una vida que busca el sentido ante las

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diversas interpretaciones por conciliar. De tal forma, las relaciones que surgen del conlicto entre voluntad e interpretación, expresan un proceso que va desde la voluntad de poder –acontecimiento de vitalización del sentido– hacia una voluntad de poder-sentido –acontecimiento de apertura al sentido– para continuar en una voluntad de comprender –acontecimiento radical de interpreta-ción– y, inalmente, en una voluntad de sentido-comprendido –interpretación profunda de acontecimientos– cerrando una suerte de círculo hermenéutico propio de la voluntad de poder como in-terpretación, donde comprender es interpretar profunda e inten-samente el sentido del devenir de quien interpreta desde diferentes perspectivas (Nietzsche), situado, a su vez, en un mundo que es interpretable como fuente de innumerables sentidos.

En razón de lo anterior, tanto el sujeto como el mundo están insta-lados sobre un trasfondo o suelo que sería el de una voluntad que persigue y posibilita la interpretación, pues sólo a partir de nues-tras necesidades cognitivas, sociales, culturales, espirituales, inter-pretamos al mundo, percibimos el dinamismo de nuestros afectos y ensayamos perspectivas que no se uniican en el objeto, sino en la aparencialidad en virtud de la vida fundada en la voluntad de po-der, en la que la objetividad no es una contemplación desinteresada ni ajena a un interés negociable. Para Nietzsche, lo más propio de la interpretación consiste en la exigencia de disponer la mecáni-ca de transitoriedad entre las interpretaciones posibles. Que sólo haya una interpretación válida, implica que ésta justamente care-ce del carácter interpretativo, cayendo presa de las cosas y de la identidad pétrea de un mundo en perpetuidad. Si se impone sólo una perspectiva que conoce, olvidamos que cuantos más afectos dejamos que se maniiesten sobre una cosa, cuantos más ojos po-demos utilizar para observar una cosa, más completo será nuestro concepto de aquello y alcanzar nuestra objetividad como resultado del conjunto de interpretaciones. Al ideal del conocimiento, es de-

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cir, el descubrimiento de la verdad, Nietzsche lo sustituye por la interpretación y la evaluación. La primera ija el sentido, siempre parcial y fragmentario, de un fenómeno; la segunda determina el valor jerárquico del sentido y totaliza sus fragmentos, sin atenuar ni suprimir su pluralidad. La unidad de perspectivas en la voluntad de poder y la suma de interpretaciones en torno a un objeto, cons-tituyen un conocimiento que maniiesta nuevas y múltiples formas vitales que no pueden sino reproducir un continuo lujo sobre un fondo primordial. ¿Qué signiica voluntad de poder en relación con la interpretación como condición de conocimiento? Que la fuerza motriz de la vida es voluntad de razón –racionalidad ope-rativa sobre la realidad–, de verdad –ordenamiento de signiicados hacia un in–, y esta energía motriz y organicidad cognoscitiva e interpretativa, se maniiestan en el resistir, insistir y persistir en la vida, y por tanto, en esa reclamación comprensora fundamental que expresa la voluntad de interpretar donde el pensamiento racio-nal es un interpretar según un esquema imposible de desprender-nos, pues se pregunta Nietzsche «¿qué es lo único que puede ser conocimiento? – “interpretación”, no “explicación”».2

Para situar la teoría nietzscheana de interpretación en la modula-ción igurativa de la hermenéutica, es necesario articular dos nocio-nes fundamentales de su pensamiento, a saber, la teoría pragmática del conocimiento y la teoría energética de perspectiva o perspecti-vismo, ambas situadas en el horizonte genealógico de la historia. Revisemos en primer lugar, la concepción pragmática del intelecto.

Nietzsche, con su hipótesis antikantiana de que el conocimiento no es una consecuencia de la evolución de la raza humana en el pro-yecto de la Ilustración y en la teoría evolutiva del conocimiento del

2 Nietzsche, Friedrich (1992). Fragmentos póstumos 1881-1888. Santafé de Bo-gotá, Norma, otoño 1885 - otoño 1886, pág. 91.

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siglo XIX, sino una sagaz invención para controlar racionalmente los medios formales ante la incognoscibilidad y desconcierto con-ceptual, desenmascara al conocimiento como un medio de autoair-mación que sirve tanto al ingimiento como a la dominación de la naturaleza en un proceso impulsado por la autoconservación y no por la contemplación desinteresada de las ideas o por la búsque-da de la verdad fundada en principios a priori de la sensibilidad y el entendimiento. Para ello, impone un esquema de simpliicación, síntesis y esquematización, donde el entendimiento y la memoria, gracias a la lógica convertida en una icción regulativa, transforma la realidad en una escritura de signos, de manera que una cosa nueva pueda ser expresada mediante signos de cosas ya experimentadas y conocidas. La red de formas simbólicas que tendemos sobre la naturaleza tiene, por un lado, la función de poner bajo control un entorno que amenaza nuestra existencia y poder asegurar con ello la reproducción de la vida y, por otro, el control técnico y el ejerci-cio fáctico del poder (Habermas). El conocimiento queda entonces, encerrado dentro de los márgenes de las necesidades vitales, ya que resulta intrascendente tanto por su origen como por su efecto, pues sus productos son ilusiones y icciones útiles ligadas más a un siste-ma precario y gregario de poder, de relaciones que están por detrás del conocimiento (Foucault), que a la búsqueda desinteresada por el saber y la verdad. Esta última se juega en el conlicto entre las creen-cias dominantes y la tolerancia e intolerancia respecto de la mentira como un convencionalismo lingüístico y lugar donde la compren-sión se juega en la aceptación intersubjetiva de reglas. El sujeto –individual, colectivo y dialéctico-histórico– no percibe el fondo de pulsiones que laten en la realidad –intereses, conlictos, creencias, valores– y olvida el origen instintivo del saber, entregándose a la voluntad de dominio y control de todo aquello por saber. Nietzsche quiere recobrar la fuente vital de las pulsiones que subyacen en la realidad frente al control tecnocientíico de una modernidad triun-

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fante por su calculabilidad, objetividad y disciplinamiento, en otras palabras, recuperar la sincronía entre vitalidad y un tipo de razón propio de la voluntad creadora e interpretadora de sentido. Nietzs-che rechaza la actividad conceptual de construcción preigurada en el lenguaje que ordena categorialmente sus contenidos (Haber-mas), por el hecho de que ésta volatiliza y desrealiza las iguras que expresan metafóricamente la realidad. Se desvela entonces, el papel que cumple la verdad en tanto que ilusión al interior de la existencia social como respuesta a la incapacidad de todo constructo racional para acceder a la cosa en sí por desconocer la variedad y el cambio inherente a la realidad en constante luir y transformación, ya que el orden establecido resulta ser azaroso y no necesario, pues se atri-buye lo valioso a lo trascendente que busca la esencia o estructura abstracta sostenedora de la realidad, que de suyo es inexplicable, y lo hace en contrariedad al presente sensible cuando pregunta por la presunta necesidad de verdad que surge en un sujeto carente de los impulsos puros hacia la verdad.

La crítica de Nietzsche delata la naturaleza interpretativa y la ar-quitectura metafórica del conocer moderno de sublimación teoré-tica escindido de las raíces de la vida misma. Nietzsche puntualiza que el pensamiento moderno ha quedado detenido por la racio-nalidad pura, por la explicación causal, la imaginación y por las categorías del entendimiento, esto es, por haberse vuelto el hombre un yo separado de su actividad racional. El hombre moderno es el hombre objetivo, es decir, aquel intelectual que, desenmascarado en su búsqueda de la verdad, justiica sus propias teorías con el in de que resulten triunfantes para que la aparencialidad se imponga por sobre la realidad. Este hombre objetivo es una suerte de espejo, siempre habituado a sus relejos y a someterse a todo lo que quiere ser conocido, sin ningún otro placer que el que le proporciona el conocer, el relejar, creyendo que esa ininita reverberación compo-ne al conocimiento y a la verdad.

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La consideración epistemológica nietzscheana evidencia la estruc-tura intralingüística de la voluntad de poder y con ello su iliación arquitectónica con la interpretación, y versa sobre si el lenguaje constituye al conocimiento o si éste se reduce a una convención o negocio social en el que las designaciones humanas –sin percibirlas como maquinaciones fantásticas– tienen su conato en las cosas, pues sólo la ilusión objetivista de que sus interpretaciones puedan ser verdaderas, junto a sus icciones de conocimiento, le coniere seguridad al ser humano. La existencia humana posee una estruc-tura lingüística y con ella determina el modo de apropiación del mundo. Según Nietzsche, el lenguaje es esencialmente igurativo y encuentra su fundación en el recurso metafórico, el que no es un adorno discursivo para el lenguaje, sino más bien, la expresión más propia y primigenia de su función conformadora de la vida huma-na. Esta consideración es la que nos hace comprender los alcances de la máxima “no existen hechos, sino sólo interpretaciones” con la que Nietzsche asume la condición paradójica del lenguaje. Por su parte, el umbral del lenguaje es crear metáforas a partir de una intuición originaria, es decir, el conocimiento inmediato, directo e individual proporcionado por los sentidos queda oculto tras la palabra que aspira a ser su imagen. Estamos pues, ante un primer falseamiento. La palabra, esa metáfora convencionalmente acep-tada, se transforma en concepto en cuanto sirve de instrumento de comunicación entre los individuos. Pero, estos se forman por equiparación de casos no iguales, es decir, cuando una palabra no sirve para la experiencia singular sino que busca la universalidad y la identidad de la experiencia. A su vez, el abandono de las diferen-cias individuales resulta arbitrario, pues en él radica la convención sobre aquello que se decide que exprese, de ahí su carácter antro-pomórico. El concepto hace referencia a algo común entre realida-des distintas y se produce un nuevo falseamiento sobre el anterior. Si la metáfora falsea la intuición, el concepto falsea la metáfora.

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¿Qué es entonces la verdad en esta mecánica de mentiras y falsea-mientos convencionales? Una mentira soterrada, encubierta, que se acepta como tal en cuanto sirva al control social y al consenso público y privado.

Para Nietzsche entonces, el lenguaje no accede a los objetos, a la esencia de lo real o a un “mundo en sí”, sino tan sólo a las relacio-nes supericiales y secundarias que el sujeto entabla en estos pla-nos. Los polos del conocer serían los de la signiicación simbólica consistente en imágenes producidas poéticamente por estímulos externos y el polo de una verdad ijada convencional e interesada-mente, polos que encuentran en la metáfora la conexión de subjeti-vidad creadora, en el marco de las formas gramaticales primitivas. A la metáfora hay que entenderla aquí hermenéuticamente, es de-cir, como aquella trasposición, integración y transporte del signii-cado de una cosa a otra, de un término, de una parte del signiicado o de otro por medio de una imagen. La metáfora es la similitud referencial inscrita en la realidad y descrita por otro referente. En esta dirección, posibilita la tensión entre un “es –como–, pero no es”, aun cuando lo desemejante resalte su acción antes que su resul-tado e insista en su capacidad de transferencia de sentido: entender la metáfora como núcleo hermenéutico permite diseñar mundos posibles, forzando connotativamente los límites de las imágenes dispares o anacrónicas y ampliando los alcances de su signiicati-vidad. En segundo lugar, el perspectivismo es la teoría en la que toda mirada o perspectiva se considera una interpretación con una dinámica vital que reconoce y le otorga valor y sentido a las cosas a medida que le imprime una dirección en lo imprevisible y siempre cambiante de lo real que busca una base iable para orientarse en el caos existencial de nuestra experiencia en el mundo. Nietzsche in-tenta introducir nuevamente el delirio creador de la vida tal como lo experimentaron los griegos, estético si se preiere, perdido en la fosilización de la racionalidad metafísica, con el in de abrir nuevas

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posibilidades de aproximación a la realidad mediada por una liber-tad creativo-interpretativa que encuentra en el perspectivismo su condición fundamental y condicionamiento mismo para romper, en una multiplicidad de interpretaciones posibles, la unidad de lo invariable. No hay un mundo verdadero de corte metafísico ni ab-soluto ni ideal, sino distintas interpretaciones que se crean exponen-cialmente cuando necesitamos encontrar un sentido al mundo y a nuestro quehacer en su interior. Esta creación de interpretaciones, constituye una vida formada por una multitud de perspectivas de la que surge la fuerza poética, metafórica y artística de un lenguaje no sometido a las reglas de la gramática ni a la inconceptuabilidad exhaustiva del mundo que nos rodea, sino de la apoteosis de una pluralidad de interpretaciones todas son válidas. La pluralidad in-terpretativa que dona el perspectivismo permite expandir las dife-rentes experiencias vitales que toda verdad recubre de una capa de conceptualidad y abstracción. Desde Nietzsche ya no se tratará de encontrar una esencia verdadera –que es imposible conocer– sino de experimentar la plenitud de la individualidad, recrearla, apren-der a vivirla como pluralidad. Este tipo de experimentar el devenir, es el término de vida. La vida es inconceptualizable, por ello acepta la contradicción, la diversidad, el cambio para construir y recons-truir sus sentidos al tiempo que vive su asombrosa diversidad.

El perspectivismo nietzscheano, por su parte, se sostiene de dos ideas fundamentales: la concepción pragmática del conocer y la sentencia hermenéutica “no hay hechos, solamente interpretacio-nes”. Estas teorías sirven de base tácita que remite a la instancia prerracional del orden de las cosas o contexto de anticipación de sentido. El perspectivismo conjuga la multiplicidad de interpreta-ciones que interpretan intensamente la realidad –incluso la misma interpretación– con una realidad compleja y vertiginosa que acepta tanto las lógicas de diferencia y de contradicción. Esta naturaleza interpretativa de las interpretaciones, que no parte de un sentido

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originario que se entrega al hombre y a las cosas, sino parte del efecto que imprimen las interpretaciones en lo real, conforma un perspectivismo que integra las interpretaciones –también interpre-tadas– del que interpreta. Para Nietzsche, detrás del lenguaje hay una imagen presente que exterioriza lo por decir con valencia in-terpretativa y potencia de comprensión –la voluntad de poder–, lo que produce interpretaciones capaces de inspirar nuevas formas de comprensión sobre la situación y la experiencia humana de sentido, pues la conservación junto con el aumento de fuerzas, mantiene al mundo –no al de la icción o de la verdad– al estar conformado por las relaciones de puntos de vista y circunstancias vinculados por la voluntad de poder. Frente al mundo de la simpliicación lógica y el del caos de las sensaciones, se alza un mundo que hace de la fuerza su centro de gravedad a partir de las representaciones creadas desde las perspectivas de los variados centros de fuerza. En otras palabras, el perspectivismo es la comprensión de ópticas vitales al interior de una red hermenéutica de interpretaciones.

Surgen dos preguntas cardinales en torno al perspectivismo nietzs-cheano: ¿puede ser considerado como una noción fundamental en una vida en constante cambio?, ¿cuál sería la clave de una suerte de soporte epistemológico para una interpretación perspectivizada a pesar de correr el doble riesgo de quebrar la coherencia que exige todo anclaje teórico en la realidad –seguridad ontológica y certeza objetiva–, como también toda coimplicación entre sentido y mun-do –racionalización funcional y simbolización vinculante–, de am-pliar las posibilidades de comprensión desde redes ocultas para las visiones metodológicas que ordenan la realidad arbitrariamente, como asimismo, de potencializar la interpretación adviniente de sentido?

Las respuestas las encontramos en la mecánica histórica de desve-lamiento interpretativo o genealogía que el perspectivismo utiliza

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como presupuesto o metodología, cuyo in es emitir un diagnóstico acerca de las conexiones que experimenta el sujeto a partir de sus inicios culturales y los objetos que le componen, para ello sumerge su mirada en la profundidad cenagal de la historia del pensamiento occidental. El objeto del análisis genealógico es la búsqueda por el latido inicial de los acontecimientos y no por su fundamento esencial inscrito en los registros de la historia, y apunta su mirada a la especiicidad de su irrupción o emergencia en un determinado campo de fuerzas y posibilidades, lo que modiica y reconigura el estado de una cultura y su orden simbólico y racional, político y estético. La genealogía, alejada de una petriicada y monótona ina-lidad, se vuelca para captar el retorno de los órdenes de los objetos en las diferentes escenas en las que han jugado diferentes papeles, deinir incluso su ausencia y su no lugar (Foucault). El punto de ausencia hace referencia a la fragmentación con la que trabaja el genealogista, lejos de la continuidad apacible de los sucesos históri-cos, persigue la constitución de un sujeto cuya identidad dé cuenta tanto de los saberes, los discursos y de los dominios de los objetos ilosóicos, religiosos, políticos, morales en la historia como tam-bién de las interpretaciones surgidas de ellos. El análisis genealó-gico se aplica, entonces, a una serie de iguras culturales, políticas, ilosóicas, fundamentales para la interpretación, pues posibilitan su ejempliicación, desarrollo y demostración como radicales ex-periencias históricas, las que sobre una plataforma interpretan los acontecimientos, representando roles que apelan a aquello que se sumerge bajo los acontecimientos y, sin embargo, los sostiene. La genealogía relota lo incuestionable del origen preguntando por la partida en una cuádruple vertiente de acepción: como juego –in-terpretación–, como movida –perspectiva–, como inicio –expec-tativa– y como división –quiebre–.

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ESTATUTO HERMENÉUTICO DE LA FIGURATIVIDAD PERSPECTIVÍSTICA: PERSPECTIVISMO NIETZSCHEANO Y SIMBOLISMO ORTIZ-OSESIANO

Se trata de plantear el problema del estatuto hermenéutico de la iguratividad perspectivística, con el in de vislumbrar un conjun-to de interpretaciones sobre las facultades tanto transformativa como acomodaticia de la modernidad –lo que nos interesa aquí, es dar luces en los modos o estilos que ha adoptado la modernidad (Lanceros) y los alcances hermenéuticos de esta capacidad o com-portamiento–, a partir de las líneas trazadas por el perspectivismo cognoscitivo y la genealogía interpretativa –ambas de cuño nietzs-cheano– para una iguratividad perspectivística y una iguratividad genealógica.

La interpretación se cristaliza revelando una nueva comprensión a partir de la constitución intra-discursiva que la iguratividad hace con los coherentes, determinados y dinámicos factores hermenéu-ticos nietzscheanos de perspectivismo y genealogía. Los persona-jes, en cuanto asumen la iguratividad como vehículo de sentido, se ubican, igual que el lenguaje, a medio camino entre las formas vi-sibles de la naturaleza y las conveniencias secretas de los discursos como una revelación escondida y una revelación que poco a poco restituye una claridad ascendente3 que maniiesta las capacidades diferenciadoras e inconmensurables del lenguaje y de la interpre-tación. La inalidad de esta variable hermenéutica en favor de una iguratividad, es evaluar su viabilidad y rendimiento interpretati-vo en una suerte de eslabonamiento de compatibilidad narrativa y conmutabilidad interpretativa entre las iguras de interpretación de la crítica nietzscheana a la moral, al conocimiento y a la reli-

3 Foucault, Michel (2009), Las palabras y las cosas. Buenos Aires, Siglo XXI, pág. 43.

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gión con las narrativas de la modernidad. Nuestro trabajo herme-néutico se sostiene de la intuición que al interior del pensamiento nietzscheano hay un orden crítico que auspicia las narrativas de la modernidad y adelanta una peculiar disposición representativa de su experiencia, orden que se muestra al incorporarle el elemento igurativo a la interpretación.

La iguratividad descubre, en primer lugar, que estos personajes son uno o, en otras palabras, son versiones de sí mismos cumplien-do diversos roles desplegados al interior del pensamiento nietzs-cheano, y en segundo lugar, revela un ajuste de similitudes entre los diversos roles de los personajes junto con sus propósitos, in-tenciones y estrategias críticas y la propia metamorfosis moderna ante lo distinto de sus tantos orígenes, lo múltiple de sus muchas versiones y lo diverso de sus múltiples propósitos. En torno a estos descubrimientos, se levanta un umbral hermenéutico, un umbral que ya es interpretación. Las iguras se hacen posibles en un espa-cio y tiempo determinados, y por ende, requieren de un receptá-culo que las albergue: la modernidad. A su vez, si la modernidad hace posible un repertorio global de nuevas experiencias, requiere de un medio que las revele hermenéuticamente: la iguratividad. Ambas comparten una suerte de vocación extratemporal acerca de la experiencia de modernidad, plasmada en los discursos críticos sobre la moral, la religión y el saber junto a una detención histórica de un presente que hace futuro sin mirar por su pasado: un eterno instante que absorbe sus presentes y sus pasados, incorporando una categoría temporal de signiicaciones peculiares, pues señala tanto la novedad o apunta a la actualidad, como también a la tran-sitoriedad del tiempo presente por comparación con la ijeza del pasado. Y que la modernidad realice este movimiento auspiciado por las iguras arquetípicas contenidas una en otra, desplegadas en planos de sentido conectados subterráneamente, hace que revele su arquitectónica: un estar móvil de modos en el tiempo; un no-estar

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inmóvil de estilos en el espacio; un irrepetible del tiempo presente del progreso; y, una renovación de la ininitud del progreso.

¿Cuál es la disposición de este proceso igurativo de inter-implica-ción que se produce entre los personajes nietzscheanos y una mo-dernidad que encuentra en el pensamiento de Nietzsche una mo-delación que vertebra reticular y subterráneamente sus narrativas, y, a su vez, éste encuentra en aquellas, una ordenación discursiva y conirmación histórica para su crítica a los pilares de la cultura oc-cidental? La inter-implicación igurativa se desarrolla análoga a la fábula zaratustriana de la metamorfosis, es decir, cómo el espíritu se transforma en camello, éste en león y, inalmente en niño, una metamorfosis que va desde la alienación dualista del platonismo metafísico-moral hasta la liberación creadora de la autodecisión, la que no expresa otra cosa que la capacidad de la modernidad de sobrevivir dentro de nosotros, incluso cuando creíamos supera-das las modernas contradicciones externalizadas por su desarro-llo, como cuando creíamos asumidas las postmodernas ilusiones interiorizadas por su crítica. El camello signiica el momento de la humanidad determinado por la metafísica platónica y la moral cristiana que se prolonga hasta la modernidad con las profecías racionales de la Ilustración. Sus características básicas son la hu-mildad, el sometimiento, el saber soportar con paciencia las pesa-das cargas morales que la historia ha depositado en su espalda: el resentimiento hacia la vida que deforma la subjetividad al soportar el peso de la trascendencia y de la voluntad divina por sobre su propia voluntad. Su transformación disruptiva abre la posibilidad de la singularidad, la autonomía, la autopóiesis y la libertad. El es-píritu arroja todas las cargas que le agobian desde fuera y con un “no” se enfrenta al devenir que le arrastra con él. Quiere enfrentarse a su último Dios y vencerlo. El león dice sí al “yo quiero” y no al “tú debes” del dragón milenario de los valores objetivos con su confa-bulación de poderes universales, que, con sus cadenas, le impiden

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alcanzar la libertad y determinar su acción. Además, simboliza al espíritu crítico de las estrategias de preservación, encarna la acción nihilista que destruye los valores establecidos, la cultura y estilo vital occidental desenmascarando, desmitiicando, relativizando y disolviendo el peso de los valores heredados. Así aparece la última y decisiva transformación: el león se convierte en el niño de la ino-cencia y el olvido, del nuevo comienzo con sus juegos, risas y bailes del santo decir sí a la tierra y a su sentido; personiica la capacidad re-creadora y de innovación verdadera que hay en el ser humano como nuevas perspectivas de ser, plenitud y airmación propias, entusiasmo de lo nuevo y pleno.

Asumiendo el proceso metamórico del espíritu como un modelo interpretativo, vemos que los discursos críticos de las iguras de interpretación son sincrónicos intra-discursivamente en su iden-tiicación, diferenciación y delimitación y se despliegan en conti-güidad reverberada para la búsqueda de un orden subyacente a la interpretación. Entre las iguras debe haber identidad, conexión y coordinación de elementos discursivos, los que conforman re-presentaciones igurativas, y en este caso, responden a las exigen-cias de sentido de la interpretación. Por otra parte, la igurativi-dad persigue producir efectos de sentido a partir de la lotación de ciertas relaciones de representación –como ámbito en el que la realidad se despliega según un orden de mediaciones y conca-tenaciones dialécticas– entre personajes en tanto mediadores de interpretación, produciendo una suerte de lotabilidad que revela una comunicación secreta al interior de los discursos que hablan de las intenciones, relaciones y estrategias, a veces ocultas, de un parentesco mutuo que antes no se veía, una suerte de consanguini-dad, que ahora, igurativizados por una hermenéutica, son medios para la comprensión del sentido de la modernidad. Un sentido que hay que buscarlo en la acción igurativa, como la base revelada de presencias constituida por discursos que hilvanan el proceso visi-

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ble e intencional que llamamos interpretación. Un discurso, es un conjunto de enunciados que responden a reglas comunes, y que constituyen a su vez, otro nuevo orden de reglas. El sentido no hace posible la cognoscibilidad de lo real, sino que hace comprensible su variedad a partir del mismo interpretar.

Las iguras de interpretación cambian, permutan, metamorfosean su compatibilidad con el objetivo de ocultar una similaridad que se muestra estratégicamente en el trasfondo de las narrativas de la modernidad. Esta similaridad tiene un doble trazado, uno inter-no, que implica limitación y deinición; otro externo, que involucra interpretación y comprensión. Ambas líneas recogen las represen-taciones lotantes en el tiempo, apropiándose de aquellas signi-icaciones desatadas de los relatos tradicionales para dejar ver lo desconocido desde lo conocido: la iguratividad no se engaña por las formas inmediatas de la sensibilidad ni por los discursos que abusan del lenguaje. Para cada uno de los personajes, la igurativi-dad resultará ser una suerte de contraseña para recorrer el camino del sentido y escuchar los rumores orientadores en su deambular por la tradición nihilizada. En in, la hermeneuticidad de las i-guras vehicula verdades, racionalidades y creencias al reorganizar una misma realidad y/o al descubrir otra desde una nueva óptica interpretativa; revela nuevos elementos y relaciones bajo las formas paradójicas de insistencia indiscreta y desbordante, remanencia so-breabundante y repetición intrusiva.

Ocupémonos ahora de la aplicación de la variante hermenéutica de iguratividad en el pensamiento nietzscheano. ¿Qué tienen en co-mún estas iguras? ¿Qué esconden secretamente? ¿Qué es aquello que la iguratividad descubre en su interpretación? El anuncio de una coherencia unitaria que les constituye en indicadores de senti-do, en itinerarios de una región con órdenes discursivos que coim-plican a las narrativas de la modernidad en una coniguración iden-titaria que adquieren progresivamente y que nos habla hasta hoy.

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La iguratividad perspectivística, al entrar ahora en contacto con las narrativas de la modernidad, realiza un entrecruzamiento tan-to inter-implicativo entre las iguras de interpretación y las narra-tivas modernas como ampliativo de los márgenes comprensivos de la historia. Se trata de reducir las distancias y de maximizar lo comparable para dejar ver una suerte de linaje igurativo que une a los personajes de interpretación entre sí. La iguratividad señala la sucesión de una signiicación, es decir, el pulso interpretativo que se extiende en los discursos signiicantes de los personajes. Intenta rastrear los efectos producidos por su conmutabilidad; sospecha las intenciones de los desplazamientos tácticos, de las estrategias soterradas y de los trucos sistemáticos de las iguras de interpre-tación.

Los personajes reconocidos por la iguratividad proceden del idea-rio nietzscheano, y son el sacerdote asceta de la resentida moral con su represión y venganza (La genealogía de la moral), el pastor de la metafísica custodio de la voz del rebaño en nosotros (Así habló Zaratustra), y el hombre loco poseído por la visión de la lejanía de Dios (La ciencia jovial): testigos privilegiados de la fragmentación en la unidad trascendente y preexistente tanto al mundo como al hombre y de la que nada puede ser predicado y a la que no es posi-ble aplicar ninguna categoría del conocimiento. La igura del sacer-dote asceta, simboliza las intenciones de control de la racionalidad, la manipulación moral del sentido junto con la petriicación histó-rica de la tradición; el pastor representa la estabilización histórica de lo absoluto, la custodia de la aparente perfección junto con la sordera de los acontecimientos que ocurren entre el rebaño; y el hombre loco encarna el descentramiento cosmovisional, la ruptura histórica y la isura de sentido. Su locura expresa la clarividencia de una mirada que ve las isuras de los acontecimientos presentes, y expresa en ello el trasfondo de la experiencia fragmentada de la autonomía moderna.

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Para el sacerdote asceta, con su máscara de camello que aguanta el peso de la historia de la valoración y su administración, la moder-nidad releja la caída en la potencia de su acción administradora del resentimiento sobre la debilidad psico-moral del sujeto sufrien-te y, a la vez, es la nueva condición valórica y enmarque cultural que deberá asumir, adecuarse y en el cual reinventar su accionar o perderse. La ruptura epocal que introduce la modernidad res-pecto al paradigma de la cristiandad, abre los procesos de indivi-dualización y secularización4, que de forma demoledora, debilitan

4 El estudio de Marramao es una excelente guía por los avatares conceptuales de la secularización. Presenta el autor una estructura dualística fundamental del Occidente moderno, cabe preguntarse ante esto: ¿En qué sentido la permanen-cia o la historia de esta escisión (cielo/tierra) incide sobre la coniguración de la modernidad y de sus destinos? Pensemos que la secularización es un concepto ubiquitario (es decir, que no es exclusivo de una disciplina, apareciendo en todos los ámbitos de las ciencias humanas: en teología, ilosofía, ciencias sociales, etc.) y auténtica encrucijada hermenéutica de la modernidad Occidental. Esta estruc-tura dualística que venía conformando la mentalidad del occidente moderno en-tra en crisis, pierde progresivamente operatividad cultural y verosimilitud social. A lo largo del siglo XIX, todas las variantes de la tesis de la secularización están marcadas por una característica común: la supresión del dualismo eternidad-mundo, más allá-más acá. La consolidación de la categoría unitaria de “historia universal” o de “historia-mundo” (Welt-geschichte) disolvería todos los pares opuestos de origen cristiano bajo el presupuesto de que la geschichtliche Weltzeit (la época histórica universal) incluiría dentro de un concepto absoluto y procesual de la historia (entendida como Geschichte, complejo unitario e intrínsecamente orientado de los acon-tecimientos) el éschaton judeocristiano, es decir, un punto terminal del curso del mundo que habría de irrumpir desde fuera del tiempo, y que sin embargo es ahora internalizado en una nueva visión ilosóico-histórica de carácter inclu-sivo y globalizante. Una nueva idea, en todo y para todo inmanente, de tiempo secular disolvería en sí toda trascendencia, y con ella todo dualismo residual mundano-espiritual, terreno-divino, profano-sagrado. Las cosas no fueron así de sencillas, como explica Marramao: desde la perspectiva especíica de la histo-ria del término, se debe tener presente que, durante todo el siglo XIX, la idea

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la acción asceta en la administración, manipulación y control del sentido. En tanto vigilante del saber y administrador de la moral y narrador de las promesas de la fe, el sacerdote asceta articula la voluntad y su poder en concordancia con las necesidades psico-espirituales de los otros según los grados de carencia de sentido o cercanía horrorosa al vacío, y encuentra que tanto su naturaleza, cuanto máxima expresión y decadencia de su sacro-dominio del sentido coinciden con el desarrollo histórico de Ilustración, racio-nalización y tecnologización. En la formulación crítica de Adorno y Horkheimer y su cuestionamiento a una progresista modernidad triunfante, encontramos los alcances de la actividad ascética, quie-nes aplican el concepto de comprensión al estudio de esa raciona-lidad especíicamente occidental caracterizada por una revolución en las mentalidades a partir de aspectos subjetivos que operan en la interacción cultural y social, lo que podríamos llamar, una her-menéutica de la racionalización de la cultura moderna. El énfasis de la teoría crítica frankfurtiana gira en torno a la internalización del dominio, la desmitiicación ilustrada y la instrumental des-humanización del saber, y versa sobre la relación oculta entre el hombre y la naturaleza, relación considerada prevaleciente a través de la mayor parte de la historia occidental ahora traicionada. Esta relación de dominio se convierte aún más virulenta y peligrosa, contundente y extrema entre el capitalismo, el liberalismo econó-

de secularización está generalmente expresada por el término “Verweltlichung”, “mundanización”, término que se remonta a la sinonimia de Welt y saeculum, weltlich y saecularis, instituida en tiempos de la Reforma; en segundo lugar, desde la perspectiva de las implicaciones analíticas del concepto, no se debe olvidar que la asunción de la Verweltlichung no se centra solamente en la supresión del dua-lismo en un concepto absoluto de Geschichte, sino que ofrece también pistas para una radicalización del dualismo y para una profundización del motivo religioso. Vid. Marramao, Giacomo (1998). Cielo y tierra. Genealogía de la secularización. Barcelona, Paidós, pág. 31.

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mico, junto con la tecnologización global del saber y una natura-leza que cobra venganza por la explotación de que el hombre la ha hecho objeto durante generaciones. Por su parte, el pastor de la metafísica sugiere las ideas de origen e historia, vinculándose con la noción de genealogía trabajada aquí. Sugiere la segunda ex-periencia de transiguración. Reposando el pastor luego de haber arriado su rebaño y creyendo que su misión de resguardo cuenta con el consentimiento divino, se ve enfrentado a los cambios en la naturaleza y al implacable destino histórico de la exigencia de superación humana, que depende de la única decisión: destruir lo que implica la serpiente negra que se le ha introducido en la boca o terminará por matarle, si es que no hace algo para salvarse a sí mismo desde su libertad. La serpiente negra no sólo representa la tentación, sino que además representa la necesidad de ser el que se es: un transigurado que deja la piel del ascetismo para advertir el visionario enigma de lo que vendrá. El pastor es el león que dice no a la contaminación metafísica y opta por la libertad demoledora del destino que le depara la experiencia de la transiguración para dejar la piel del ascetismo radical y advertir el enigma visionario de la transformación histórica ante la “muerte de Dios” y el nihilismo. El pastor es la encarnación de los discursos revisionistas de una modernidad inconclusa y siempre diferida en la promesa, nos re-ferimos a Habermas y la narrativa histórica de la modernidad. La modernidad es la época del acrecentamiento de la diferencia entre pasado y futuro: el tiempo en que se vive se experimentará como ruptura, como transición, fractura de límites a través de la cual una y otra vez aparece algo nuevo e inesperado. La modernidad forma un proceso histórico-comprensor del tiempo que hace épo-ca, cuyo centro de movimiento responde a un mito revolucionario que nombra y narra un suceso inicial que abre un nuevo horizonte de expectativas, con el que se reconoce retrospectivamente el mo-mento en que se comprueba aquello que tuvo que suceder para dar

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curso a la historia, una nueva dirección, ahora irreversible, desde un punto-de-no-retorno y de no-inlexión. La concepción revisio-nista de la condición del saber y de los elementos constituyentes de la cultura moderna ilustrada, se funda en la noción de proyecto y en su afán reconstructor del pensamiento neomoderno ilustrado de Habermas –heredero del giro lingüístico y del entendimiento intersubjetivo de sello neo-kantiano, de las ciencias del espíritu, y weberiano– con su consenso apologético e institucionalizador por medio del diálogo de argumentaciones de la modernidad y el idealismo subjetivo, entendiendo por sujeto individual desde una valoración sustantiva en su organización, libertad, capacidad ra-cional y consenso crítico para participar en la creación social de sentido y de su “mundo de la vida” y así escapar de la “jaula de hie-rro” o del “férreo estuche” que el sistema económico capitalista le ha apresado. Finalmente, el frenesí ha revelado una nueva etapa en la transformación de la modernidad: la exigencia histórica de estar a la altura de los acontecimientos de autonomía y secularización, los que han derivado en una fragmentación en lugar de una co-impli-cación de perspectivas. El hombre loco lleva el duelo de las grandes verdades y escucha los himnos de avance de los relatos reinterpre-tadores y relegitimadores de la época tecno-cientíica y onto-tec-nologizada, que dejan atrás las antiguas fábulas sobre un Dios que funda y guía la existencia y la historia, determina la labor teórica y regula la práctica moral y política, custodia los discursos culturales y sociales. El pastor transigurado, ahora preso del frenesí, busca a Dios con lámpara encendida a medio día, en el último lugar posi-ble: el mercado donde se reúnen aquellos que ya no creen en Dios, sentencia el acontecimiento que dibuja indeinidamente la gran nervatura esquelética (Foucault) de la experiencia contemporánea de un mundo que se ha desembarazado de Dios a partir del corro-sivo olvido de su autoridad histórica, simbólica y cultural, como también de la orientación vital y salvación espiritual que promete.

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Se entrega al destino de un mundo en el cual la estructura metafí-sica tanto con su ámbito espacio-temporal más allá de lo terrenal, como el tópos de la verdad de los sentidos, ha perdido fuerza activa, afectiva y efectiva. El sacerdote-pastor-hombre loco, se entrega al delirio de la desaparición del sentido unitario de la historia. Para Nietzsche, el hombre loco es un héroe-artista, un sensible poeta o aquel hombre intuitivo y febril buscador del perspectivista cono-cimiento que merece alcanzar la sabiduría artísticamente creado-ra y percibir el lujo continuo de claridad, animación y liberación con que comprender la vida; es el niño del nuevo comienzo y de la reconiguración cultural, expresada en las narrativas postmoder-nizadoras de Lyotard, para quien la postmodernidad expresa una conciencia de agotamiento de la razón, tanto por su incapacidad de abrir nuevas vías de progreso humano como por su debilidad teórica para vislumbrar lo que viene, a pesar de suponer una suerte de superación de la modernidad ilustrada que tan sólo ha dado paso a un proceso lento de desnutrición de la misma, debido a la querella en torno a su clausura, a las modulaciones y artilugios de autoconservación y a las advertencias de inalización, superación y reemplazo. Y esta conciencia se convierte en un discurso de varias lecturas, pero que sin embargo, no consigue un consenso unitario para dibujar el nuevo mapa cultural del mundo moderno.

La clave de iguratividad surge del cruce de la categoría nietzschea-na de perspectivismo interpretativo con la comprensión efectual gadameriana y se sirve de imágenes escogidas del ideario nietzs-cheano que representan puntos inscritos que responden a las for-mulaciones histórico-genealógicas y hermenéutico-interpretativas que buscan comprender la modernidad tardía como aquel espacio temporal propio como otro espacio signiicativo o complejo siste-ma trans-histórico revelado por la iguratividad.

¿Qué hermenéutica puede convencernos hoy como ilosofía her-menéutica del sentido situada en el horizonte provocador de la

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modernidad tardía? ¿Podemos hablar de una hermenéutica en una nueva clave que inter-implique comprensión, perspectiva y sentido, y que esta clave revele los avatares de la modernidad trágica?

La herencia más signiicativa que ha recibido la ilosofía contem-poránea, aquella que ha tenido mayor fortuna del pensamiento de Nietzsche, gira en torno a la radicalización de los caracteres pers-pectivista e interpretativo de la comprensión humana y a la con-tundente crítica a la incondicionalidad de un fundamento absoluto del conocimiento, es decir, haber posibilitado el paso de la contem-plación teorética del ser a la interpretación perspectivística del sen-tido. El hombre es un animal que interpreta para comprender al mundo, a sí mismo, al otro y a las ininitas relaciones que surgen como un destino de búsqueda y recolección de inagotables posi-bilidades de sentido. Para llevar a cabo dignamente este cometido, se sirve de una disciplina cognoscitiva generalizada como «proceso crítico-explicativo de comprensión» (Ortiz-Osés): la hermenéutica como formalización o teorización general del modo interpretativo y comprensor, comprehensor y razonador del ser humano, que busca esclarecer el acontecimiento de la interpretación para una compa-recencia y reposo del sentido desde la initud humana hacia la in-initud de perspectivas en el horizonte de la necesidad humana de salvar el sentido de todo lo que es. La hermenéutica contemporánea articula un decisivo proceso de radicalización y universalización de la signiicatividad del comprender en el ámbito epistemológico y on-tológico y del interpretar en el ilosóico e histórico reposicionando al sentido como eje especular. Los problemas modernos referentes al sujeto, al lenguaje y a la existencia cobran profundidad interpre-tativa y urgencia crítica por entender los actuales modos de habitar la realidad sobre un (des)fondo último de conceptuabilidad abierto por el progreso con su tecnicidad, la secularización con su laicidad y la individualidad con su consumismo. Por su parte, la hermenéutica nietzscheana funda la eclosión de perspectivas y proliferación de in-

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terpretaciones para un radical desenmascaramiento de la razón mo-derna, cuyo epicentro es el lenguaje que desintegra la solidez inter-pretativa de los cánones metafísicos y su monolítica comprensión. La razón –con su subjetividad radical– concebida como autocono-cimiento mediador y autonomía interpretativa, rebasaría los már-genes modernos de su fundación dominante de corte trascendental kantiano, y sitúa Nietzsche al autodesenmascaramiento como eje de la ruptura crítico-hermenéutica con la tradición post-socrática de la ilosofía occidental: la crítica al fundamento lógico-retórico del discurso metafísico revela que en el lenguaje –verbo, gramáti-ca– es donde se cristaliza la concepción onto-teológica de lo real como sentido y destino del pensar. El sometimiento lingüístico a la metafísica, la canonización de ciertas metáforas junto con el olvido de su acción en la sociedad, producen una apariencia de correspon-dencia entre los productos del entendimiento con la realidad y ésta con la verdad, debido a la creencia del sujeto que sus estructuras gramaticales han adquirido un estatus ontológico, y esta traslación de la estructura gramatical como fundamento de la realidad misma, es de naturaleza icticia y causa de una historia de errores, fábulas y mentiras.

En lo siguiente, intentaremos desarrollar una variable hermenéuti-ca a favor de una iguratividad que explore ciertas representaciones interpretativas con el in de evaluar la viabilidad y el rendimiento hermenéutico de un eslabonamiento de compatibilidad narrativa y conmutabilidad interpretativa entre iguras de interpretación con la crítica nietzscheana a la moral, al conocimiento y a la religión: el sacerdote asceta de la resentida moral con su represión y venganza, el pastor de la metafísica custodio de la voz del rebaño en nosotros y el hombre loco poseído por la visión de la lejanía o retiro de Dios a manos de la autonomía moderna, organizando un triedro her-menéutico como umbral para la acción recíproca e ininita de las interpretaciones. Las iguras de interpretación o unidades especu-

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lares de sentido comunican ideas y mensajes de comprensión: son vitriólicas en sus perspectivas y, a su vez, en sus reconocimientos mutuos, lo que posibilita nuevas trazas de angulaciones que rectii-can la perspectiva, desentierran y amplían las conexiones discursi-vas a partir de una personiicación metafórica y teatralización vital de expresión perspectivística y acervo crítico-genealógico.

Esta variable hermenéutica, no interpreta sino a condición de in-terpretarse a sí misma en tanto que interpretación, y justamen-te ese desdoblamiento relexivo efectuado por las iguras hace la unión entre la proliferación de semejanzas con el orden de la críti-ca. Lo mismo sucede, en cuanto a la comprensión, cuando ese des-doblamiento relexivo hace la unión entre la interpretación de dife-rencias con el orden narrativo. La hermenéutica se iguratiza sobre el fondo de representación irreductible de lo que hay de pensable en una continuidad que positiviza la adquisición, interpretación y comprensión del sentido, por ello, es un acontecimiento subterrá-neo y subsidiario de un fondo cognoscible de sentido que permite el movimiento que va de los personajes a las combinaciones po-sibles de las complejas formas de interpretación basadas en una relación de la representación con lo que en ella se muestra. Esta hermenéutica no busca la comparación y conjunción o acumula-ción de un aspecto determinado de manera absoluta u objetiva, sino que abre una nueva visión epifánica de representación como un particular modo de interpretación sobre las conexiones ocultas en los acontecimientos con el in de que devenga experiencia her-menéutica de apropiación de sentido de la comprensión.

Detengámonos para hacer algunas observaciones complementa-rias vinculadas a la conexión entre la voluntad de poder y el in-terpretar, para luego, desarrollar los factores hermenéuticos de perspectivismo del conocer y genealogía para, así, centrarnos en la iguratividad hermenéutica.

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La concepción nietzscheana de voluntad de poder, es aquella últi-ma instancia de la interpretación, en la que el sujeto de la interpre-tación es, por lo tanto, un constructo, una coniguración particular de hechos, ya que la interpretación es lo primero y el sujeto es él mismo un efecto de la interpretación. El proceso de la interpreta-ción va contra toda ijación de algo permanente, lo que decide el carácter de la misma en tanto expresión del proceso de extensión de un quantum de poder en oposición y lucha al resto de quanta. La concepción de voluntad de poder se vincula entonces con «el elemento genealógico de la fuerza, diferencial y genético a la vez. La “voluntad de poder” es el elemento del que se desprenden a un tiempo la diferencia de cantidad de las fuerzas en relación, y la cua-lidad que, en esta relación, corresponde a cada fuerza […]: es el principio de la síntesis de las fuerzas»5, que no será otra cosa que la vida entendida como el elemento energético que diferencia cua-lidad y cantidad de fuerzas y ésta «no aporta ningún contenido de-terminado, ninguna inalidad especíica al querer de la voluntad»6, pues no debemos concebir por voluntad de poder aquella «vo-luntad [que] quiera el poder; [pues] no implica ningún antropo-morismo, ni en su origen, ni en su signiicación, ni en su esencia. Voluntad de poder debe interpretarse de un modo completamen-te distinto: el poder es lo que quiere en la voluntad. El poder es el elemento genético y diferencial en la voluntad. Por ello la vo-luntad de poder es esencialmente creadora»7, viviicante, es decir, cualiicante, donde «lo que quiere en la voluntad (y no lo querido por ella, no algo de lo que carece, sino justamente aquello que la

5 Deleuze, Gilles (1994). Nietzsche y la ilosofía. Barcelona, Anagrama, págs. 73-74.6 Barrios, Manuel (1990). La voluntad de poder como amor. Barcelona, Del Ser-bal, pág. 68.7 Deleuze, Gilles (1994). o.c., pág. 121.

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constituye y posibilita), […] como determinación de su cualidad»8. Y aquí toda «interpretación es determinación del sentido de un fenómeno. Todo sentido está en relación con la voluntad de poder y consiste precisamente en una relación de fuerzas, según la cual algunas ejercen acción y otras reaccionan en un conjunto complejo y jerarquizado; sea cual fuere la complejidad de un fenómeno, distin-guimos de hecho fuerzas activas y de regulación. Esta distinción no es solamente cuantitativa, sino cualitativa y tipológica. Porque la esencia de la fuerza es estar en relación con otras fuerzas, y dentro de una relación recibe su esencia o cualidad. […] La relación de la fuerza con la fuerza se llama “voluntad”»9. Una fuerza que habita en toda manifestación de la acción humana, tanto positiva como negativa: es el todo de la existencia que se expresa en la fuerza de la voluntad y en el poder del querer, y por tanto, es desde donde es posible la superación, el advenimiento del superhombre que sólo se hace posible a partir de la muerte de Dios que, a su vez, sólo puede plantearse en virtud de la voluntad de poder, y ésta sólo es viable si hay eterno retorno de lo mismo, cuyo centro es lo absolu-tamente diferente como principio independiente del pensamiento cientíico, es decir, de la reproducción de lo diverso como tal, o di-cho en otras palabras, la repetición de la diferencia: lo contrario de la adiaphoria (no diferenciación de cantidades) –que no se debe tomar partido por ninguna de las opciones–, el eterno retorno es lo que se dice únicamente de lo diverso y de lo que diiere; «no es el efecto de lo Idéntico sobre un mundo devenido semejante, no es un orden exterior impuesto al caos del mundo; el eterno retor-no es, por el contrario, la identidad interna del mundo, y del caos, el Caosmos […]. El eterno retorno airma la diferencia, airma la desemejanza y lo disperso, al azar, lo múltiple y el devenir […]. Lo

8 Barrios, Manuel (1990), o.c., págs. 68-69.9 Ibíd., pág. 31.

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que el eterno retorno elimina son, precisamente, todas las instan-cias que yugulan las diferencias»10 con el in de establecer el grado de fuerza que exige tanto pensar la idea de que todo vuelve como la experiencia de sentirlo como un acontecimiento positivo, lo que, desde la óptica de la metafísica dualista, parecería conigurarse como la extrema vacuidad y absurdo de la existencia: es el conjuro con que Nietzsche se opone a su concepción de temporalidad, a la soteriología escatológica del pensamiento judeo-cristiano y a la inclinación por absolutizar todo imperativo ético-moral impuesto sobre toda acción y pensamiento humanos frente a la equivalencia de los instantes constitutivos de los acontecimientos insertos en el lujo vital del devenir.

La interpretación, para Nietzsche, es el modo de expresión fun-damental de la voluntad de poder que subyace a la forma diversa de los discursos signiicantes: la voluntad de poder deviene inter-pretante de manera constante e ininita. La función esencial de la vida es introducir un sentido en el mundo al identiicar ser con vida como eterno devenir y luir vital, lo que conlleva que el ser no es más que interpretación de esa experiencia vital de sentido. Lo incombustible de la voluntad es la interpretación que convierte al sentido en comprensión y a la interpretación en sentido, pues ahora «interpretar [será] determinar la fuerza que da sentido»11 a un mundo que «se ha vuelto, una vez más, “ininito” […], en la medida en que no podemos soslayar por más tiempo la posibili-dad de que él contenga dentro de sí ininitas interpretaciones»12. Ex-presa también la desmitiicación de lo ilusorio como restauración

10 Deleuze, Gilles (2002). Diferencia y repetición. Buenos Aires, Amorrortu, págs. 439-441.11 Deleuze, Gilles (1994), o.c., pág. 80.12 Nietzsche, Friedrich (1988). La gaya ciencia. Madrid, Akal, págs. 392-393. En adelante GC.

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de sentido, es decir, la proyección intermedia de sentido entre las cosas y la comprensión, pues «comprensión e interpretación son propiamente un acontecer, un devenir, un proceso que no comienza con la “subjetividad”»13, sino con un impulso, una determinación para «saber si la interpretación es sólo una proyección [o posición] de sentido o más bien sólo un descubrimiento [o hallazgo], o ambas cosas a la vez»14, ya que el interpretar no supone la radicalización sin sentido de la subjetividad o de un pluralismo desvinculante ni menos relativista o equivocista, sino la designación de un horizon-te cognoscitivo y de sentido para una forma de vida que se auto-proclama como centro de signiicaciones en la que el individuo es una coniguración de perspectivas que «se ve envuelto en el juego de la interpretación [como] una “posición” de perspectiva de una voluntad de poder»15. El sujeto de las interpretaciones no tiene in-terpretaciones o perspectivas, sino que ellas conforman al sujeto: el sujeto es y sabe a partir del universo de perspectivas que dispo-ne para comprender la realidad. La interpretación es posibilitada por el energético conlicto entre las valoraciones como fruto de las fuerzas y las pulsiones de una vida que busca el sentido a pesar de las diversas interpretaciones por conciliar. El cuerpo como centro de gravedad, objeto de relexión y análisis coherente en donde hay «más razón […] que en tu mejor sabiduría»16, es decir, un catali-zador de los afectos y del poder de la interpretación que continua-mente se está haciendo, aconteciendo y construyendo respecto del universo de interpretaciones en conlictos de jerarquía respecto de las mismas: el conlicto de las valoraciones y su energética susten-

13 Vattimo, Gianni (2002). Diálogo con Nietzsche. Ensayos 1961-2000. Barce-lona, Paidós, pág. 181.14 Ídem.15 Vattimo, Gianni (1987). Introducción a Nietzsche. Barcelona, Península, pág. 117.16 Nietzsche, Friedrich (2004). Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, I, ‘De los despreciadores del cuerpo’, pág. 65. En adelante Z.

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tación de los afectos dan lugar al perspectivismo, como veremos más adelante.

Las relaciones que precisamos entre voluntad e interpretación, ex-presan un proceso que va desde la voluntad de poder –aconteci-miento de vitalización del sentido– hacia una voluntad de poder-sentido –acontecimiento de apertura al sentido– para seguir en una voluntad de comprender –acontecimiento radical de interpre-tación– y, inalmente, en una voluntad de sentido-comprendido –acontecimiento de diálogo de interpretaciones–, donde comprender es interpretar profundamente el sentido del devenir y de la afec-ción de quien interpreta «desde las más diferentes perspectivas»17 como acontecimiento ininito de interpretaciones en un mundo que es interpretable como fuente de innumerables sentidos: «¡Ay, existen demasiadas posibilidades no divinas de interpretación […], demasiadas interpretaciones, endiabladas, estúpidas, locas –inclui-da la nuestra–, esa interpretación propia y humana, demasiado humana»18, las que son uniicadas en el sentido subyacente, a su vez, en la ininitud de dobleces y rincones de una realidad que no juega ocultándose, sino que sufre ocultada por el ethos tecno-económico.

Otro elemento complementario en relación con lo anterior, impli-ca la crítica nietzscheana a la versión moderna de conocimiento al airmar el carácter interpretativo y metafórico de todo conocer. El diagnóstico nietzscheano sobre la cultura occidental de desublima-ción teorética, la conirma escindida entre el elemento racional y las raíces de la vida misma en tanto que voluntad de poder. La crítica nietzscheana al hombre moderno puntualiza que el pensamiento moderno ha quedado detenido por la racionalidad pura, por la ex-

17 Nietzsche, Friedrich (1994a). La genealogía de la moral. Un escrito polémico. Madrid, Alianza, I, 17, pág. 62. En adelante GM.18 GC, pág. 393.

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plicación causal, por la imaginación o por las categorías del enten-dimiento, esto es, por haberse vuelto un yo separado de su actividad racional. Nietzsche se reiere al hombre moderno como el hombre objetivo, es decir, aquel intelectual que, desenmascarado en su bús-queda de la verdad, justiica sus propias teorías con el in de que re-sulten triunfantes para que la aparencialidad se imponga por sobre la realidad. El hombre objetivo es «de hecho un espejo: habituado a someterse a todo lo que quiere ser conocido, sin ningún otro pla-cer que el que le proporciona el conocer, el “relejar” –ese hombre aguarda hasta que algo llega, y entonces se extiende con delicadeza, para que sobre su supericie y piel no se pierdan tampoco las huellas ligeras y el fugaz deslizarse de seres fantasmales»19.

En razón de lo anterior, tanto el sujeto como el pensamiento están instalados frente a un trasfondo que sería el de una voluntad que persigue y posibilita la interpretación, pues sólo a partir de nuestras necesidades cognitivas, sociales, culturales, interpretamos al mundo, percibimos el dinamismo de nuestros afectos y ensayamos perspec-tivas que no se uniican en el objeto, sino en la voluntad de poder que funda la aparencialidad en virtud de la vida, ya que para Nietzs-che la objetividad no es una contemplación sin interés [...] Hay sólo una perspectiva que ve, sólo una perspectiva que ‘conoce’; y cuantos más afectos dejamos que se maniiesten sobre una cosa, cuantos más ojos, diferentes ojos, podemos utilizar para observar una cosa, más completo será nuestro ‘concepto’ de esa cosa, nuestra ‘objetividad’»20. El «ideal del conocimiento, el descubrimiento de la verdad, los sus-tituye Nietzsche por la interpretación y la evaluación. Una ija el “sen-tido”, siempre parcial y fragmentario, de un fenómeno; la otra deter-mina el “valor” jerárquico de los sentidos y totaliza los fragmentos,

19 Nietzsche, Friedrich (1993a). Más allá del bien y del mal. Madrid, Alianza, §207, pág. 145. En adelante MBM.20 GM, págs. 138-139.

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sin atenuar ni suprimir su pluralidad»21. ¿Qué signiica voluntad de poder en un contexto en el que surge la voluntad de interpretación como condición de conocimiento? Que la fuerza motriz de la vida es voluntad de razón (racionalidad operativa sobre la realidad), de ver-dad (ordenamiento de signiicados hacia un in), y esta energía mo-triz y organicidad cognoscitiva e interpretativa, se maniiestan en el resistir, insistir y persistir en la vida, y por tanto, en esa reclamación comprensora fundamental que expresa la voluntad de interpretar donde el «pensamiento racional es un interpretar según un esquema del que no nos podemos desprender»22, pues «¿qué es lo único que puede ser conocimiento? – “interpretación”, no “explicación”»23, donde conluye, empalma voluntad e interpretación.

La mutua e incesante confrontación de perspectivas es la interpre-tación, es decir, una actividad de continua autosuperación que di-suelve la concepción de un sujeto transparente para sí mismo como también una realidad objetivada tanto desde un marco racio-idea-lista como trascendental: nuestras representaciones son máscaras que ocultan las verdaderas intenciones y objetivos interesados del sujeto racional en un marco inconsciente. Para Nietzsche la suma de interpretaciones respecto de un objeto que se uniica en la volun-tad de poder aferrada al devenir en la que se expresa el lujo de la realidad, es el conocimiento puesto al servicio de la manifestación de nuevas y múltiples formas vitales que no puede sino reprodu-cir un continuo lujo de un fondo primordial. Y esta reproducción primordial sucede en virtud de la caída no sólo de la apariencia, sino también de una realidad que es incognoscible debido a que el conocimiento no es un dato natural, sino una maraña o artimaña donde el sujeto se ubica en un lugar referencial ante la hostilidad

21 Deleuze, Gilles (2000). Nietzsche. Madrid, Arena, pág. 23.22 Nietzsche, Friedrich (1992), o.c., págs. 93-94.23 Ibíd., pág. 91.

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de la incognoscibilidad y la amenaza del desconcierto conceptual. Para superar este escollo, impone un esquema de simpliicación, síntesis y esquematización, donde el entendimiento y la memoria, gracias a la lógica, convertida en una icción regulativa, transforma la realidad en una escritura de signos, de manera que una cosa nue-va pueda ser expresada mediante signos de cosas ya experimenta-das y conocidas. Ante esto, la relexión nietzscheana desenmascara al conocimiento como un modo de engaño e ilusión, que resultan ser constitutivas de todo conocimiento humano, no sólo del cono-cimiento incorrecto o de la falsa conciencia, pues el «intelecto es un medio de autoairmación: sirve al ingimiento y a la dominación de la naturaleza. La proyección de mundos simbólicos releja, por un lado, ilusiones y fantasías desiderativas, que permiten satisfacciones virtuales, la compensación de renuncias y la negación de debilidades y peligros reales. La red de formas simbólicas que tendemos sobre la naturaleza tiene, por otro lado, la función de poner bajo control un entorno que amenaza nuestra existencia y de asegurar la reproduc-ción de la vida sin los cuernos ni los ailados colmillos de la iera. En ambos casos el mundo icticio de los símbolos está al servicio de la satisfacción de necesidades elementales; en el primer caso, posibilita negociaciones y sustituciones fantásticas; en el segundo, el control técnico y el ejercicio fáctico del poder»24.

Nietzsche dispara al corazón del triunfalismo de la subjetividad, pues instala la sospecha de conocer las cosa en sí como también de las categorías mismas de nuestro entendimiento (Kant) que ahora son frutos del perspectivismo de un sujeto que, a su vez, es producto de una interpretación. Con ello, la subjetividad queda enmarcada en una interpretación en la que la identidad es una nueva interpretación.

24 Habermas, Jürgen (1990). La lógica de las ciencias sociales. Madrid, Tecnos, págs. 431-432.

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Nietzsche desarrolla la hipótesis antikantiana de que el conocimien-to no es una consecuencia de la evolución de la raza humana, sino más bien una invención para alcanzar ingeniosamente un grado de perfección a través del control de los medios racionales para ase-gurar la vida humana. El conocimiento, entonces, queda encerrado dentro de los márgenes de las necesidades vitales, ya que resulta intrascendente tanto por su origen como por su efecto, pues sus productos son ilusiones y icciones útiles ligadas más a un «sistema precario [y gregario] de poder […,] de relaciones [que] están por detrás del conocimiento»25, que ligadas a la búsqueda desinteresada por el saber y la verdad, la que se juega en el conlicto, en la batalla de la creencia dominante ante el problema de la tolerancia e into-lerancia respecto de la mentira. El sujeto –colectivo y dialéctico-histórico– no percibe el fondo de pulsiones que late en la realidad (intereses, conlictos, creencias, valores), olvidando el origen instin-tivo del saber, entregándose a la voluntad de dominio de todo lo por saber. Nietzsche quiere recobrar la fuente vital de las pulsiones que subyacen en la realidad frente al control tecnocientíico de una modernidad triunfante por su calculabilidad y objetividad, en otras palabras, recuperar la sincronía entre vitalidad y razón, propia de la voluntad creadora e interpretadora de sentido. Nietzsche rechaza la actividad conceptual de «construcción […] preigurada en el len-guaje [que ordena] categorialmente los contenidos metafóricos»26, por el hecho de que estas volatilizan las iguras como expresiones metafóricas sobre la realidad. La esquematización de la realidad (i-losóica, metafísica, físico-matemática), la evaporización conceptual de las primitivas impresiones intuitivas, de aquellas primigenias impresiones instintivas que igurizan la historia, es correspondien-

25 Foucault, Michel (1990). La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, págs. 27-29).26 Ibíd., págs. 432-433.

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te a la arbitraria materialización del concepto como residuo de la metáfora. La metáfora es el deslizamiento y legibilidad de la icción hacia la realidad binaria que se expresa en líneas contradictorias con las mismas que se dibuja los límites de la interpretación, muñón de la apariencia que juega a los dados esperando que marque verdad, saber, ser, cosa en sí en su lanzamiento-designación sobre el paño-realidad. A través del lenguaje, la realidad que la palabra designa, re-cupera el horror o la fascinación original que le sostiene. Siguiendo a Nietzsche, la igura es una metáfora intuitiva original análoga al mismo lenguaje en su naturaleza de representación.

Nietzsche devela el papel que cumple la verdad en tanto que ilusio-nes o icciones al interior de la existencia social, como respuesta a la incapacidad de todo constructo racional para acceder a la cosa en sí por desconocer la variedad y el cambio, pues le atribuye lo valioso a lo trascendente –que busca la esencia o estructura abstracta soste-nedora de la realidad que de suyo es inexplicable, es decir, las expli-caciones son inaplicables en un mundo en constante luir y transfor-mación, ya que el orden establecido es azaroso y no necesario–, en contrariedad al presente sensible, y lo hace al preguntarse sobre la presunta necesidad de verdad que surge en un sujeto carente de los impulsos puros hacia la verdad: «pregunta qué signiica la verdad como concepto, qué fuerzas y qué voluntad cualiicadas presupone por derecho este concepto»27. La consideración nietzscheana sobre el conocimiento, versa entonces si el lenguaje constituye conocimiento o se reduce a una convención o negocio social en el que las designa-ciones humanas tienen conato adecuado en las cosas sin percibirlas como maquinaciones ilusionistas, pues sólo «la ilusión objetivista de que sus interpretaciones puedan ser básicamente verdaderas, y

27 Nietzsche, Friedrich (1990). Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Tecnos, Madrid, pág. 29.

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sus icciones de conocimiento, le coniere seguridad»28 al ser hu-mano. La verdad sólo es un convencionalismo lingüístico, pues la comprensión se juega en la aceptación intersubjetiva de reglas. Los polos del conocer serían la signiicación simbólica consistente en imágenes producidas poéticamente por estímulos externos y la ver-dad ijada convencionalmente, polos que encuentran en la metáfora la conexión de subjetividad creadora con el sentido, en la que se «consuma realmente siempre en el marco de las formas gramatica-les primitivas. Si nos moviésemos sólo en el estrato de las metáforas quedaríamos cautivos del mundo de los sueños. Sólo el aparato de conceptos y abstracciones funda un mundo intersubjetivo de vida despierta. Esta construcción de conceptos está preformada en el lenguaje [donde] están incluidas las reglas según las cuales nosotros ordenamos categorialmente los contenidos metafóricos»29.

La iguratividad constituye intra-discursivamente los coherentes, determinados y dinámicos factores hermenéuticos nietzscheanos de perspectivismo y genealogía –junto con el de interpretación– desde los cuales se cristaliza la representación. El perspectivismo nietzscheano se sostiene de dos ideas fundamentales: su interpreta-ción sobre la verdad y el conocimiento y su sentencia hermenéutica: «no hay hechos, solamente interpretaciones»30 y es la teoría en la que toda mirada o perspectiva es una interpretación válida consti-tuyente de sentido, y pregunta por una base iable para orientarse en el caos existencial de nuestra experiencia de mundo, conjugando diversos elementos de una realidad compleja y vertiginosa que acep-ta las lógicas de la diferencia, contradicción y multiplicidad cuando se interpreta intensamente la realidad, incluso la misma interpreta-

28 Ídem.29 Ibíd., pág. 46.30 Nietzsche, Friedrich (2002). El nihilismo: escritos póstumos. Barcelona, Pe-nínsula, pág. 60.

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ción, ya que envuelve la óptica que determina el valor vital del saber que ahora se revela ilimitado en perspectivas sobre un mundo al que es inevitable e indispensable la interpretación: la experiencia de descentramiento y fragmentación del sujeto que interpreta inter-pretaciones, cuya dinámica vital reconoce y otorga signiicado a las cosas a medida que busca un sentido en la dinámica imprevisible y siempre cambiante entre universalidad y pluralidad de interpre-taciones de lo real. El pluralismo integral de interpretaciones su-pone un «desplazamiento de perspectivas [que] abre la posibilidad de producir múltiples contextos singulares de interpretación [dándole] sentido a cada perspectiva como momento singular dentro de un devenir múltiple y exuberante en perspectivas»31, interpretado por un sujeto que, a la vez, es interpretable, produciéndose una mecánica entre universalidad y pluralidad, tolerancia e intolerancia, tradición y renovación de interpretaciones, mediada por la intensidad y des-enfreno de una libertad creativo-interpretativa, y de toda vida que encuentra en el perspectivismo su «condición fundamental»32. Con esto Nietzsche intenta introducir nuevamente el delirio creador de la vida perdido en la fosilización de la racionalidad metafísica, con el in de abrir posibilidades de aproximación a la realidad mediada por la intensidad y desenfreno de una libertad creativo-interpretativa que dota de signiicatividad al mundo, y a una vida que encuen-tra en el perspectivismo su condicionamiento mismo para romper lo pétreo de lo invariable en una multiplicidad de interpretaciones posibles, en un juego entre creatividad y destrucción, desenmasca-ramiento y conirmación de perspectivas.

El perspectivismo «que opone Nietzsche al estrechamiento del campo de visión teórica, o incluso dogmatismo, con que caliica el

31 Hopenhayn, Martín (1998). Después del nihilismo. De Nietzsche a Foucault. Santiago de Chile, Andrés Bello, pág. 168.32 MBM, pág. 18.

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proceder de sus dos principales contrincantes, supone, por lo pron-to, una apertura y lexibilidad en el estilo de pensar que además de suspender la garantía de necesidad y universalidad ofrecida por el uso sistemático de los principios metafísicos, asume la posibilidad del error y la mentira, de la no-verdad, y de la pluralidad de los valores veritativos, como elementos constitutivos del ejercicio de todo pensar. Y lo serían, en tanto Nietzsche abre a su vez el es-pectro de valoración de lo propiamente humano hacia todo aquello que la tradición ha considerado como deiciencias, precariedades o signos de la presencia del mal en el hombre: el orgullo, la vanidad, el egoísmo, el engaño. Pero la radicalidad de este perspectivismo no se agota con lo que pudiera considerarse como la simple enumeración de estas deiciencias propias a conductas meramente domésticas, reveladoras de una cotidianidad que carece de distancia relexiva y moral con respecto a sí misma. Esas precariedades también pueden formar parte de lo que se considere como más elevado o fundamen-tal para la vida: de la lógica del pensar, del sistema de la consciencia, puesto que más elaboradas y sutiles del pensar ilosóico desde el primario sistema de instintos y afectos, de la voluntad en que se ainca la vida»33. Multiplicar las perspectivas desde las que se mira y se hace el mundo y desde aquellas con que se coordina el habi-tar en él, expresa el «carácter interpretativo de todo acontecer. No hay ningún suceso en sí. Lo que acontece es un grupo de fenóme-nos seleccionados y resumidos por un ser interpretador»34. Para el perspectivismo del conocer, la realidad se deine a partir de su tran-sitoriedad como estructura que se genera y se sostiene en la recí-proca alternancia de fuerzas interpretativas en la que la «diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones [radica en que] existe

33 Jara, José (1998). Nietzsche, un pensador póstumo. Barcelona, Anthropos, pág. 59.34 Nietzsche, Friedrich (2002), o.c., pág. 26.

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únicamente un ver perspectivista, únicamente un “conocimiento” perspectivista»35, el que exige aceptar la radical perspectividad de la comprensión humana como eje de la objetividad. El perspectivis-mo, entonces, obtura la visión del sentido, a razón de sostener que todo acto de conocimiento es un acto de nuestras interpretaciones situándose en la perspectiva-sentido, pues todo sentido es tal para alguien que comprende en un “sentido” determinado, es decir, en una dirección necesaria para quien necesita de ese sentido-dirección y para quien tal sentido signiica algo: «un sentido no perspectivista es un completo sinsentido»36 en un mundo en el que el sentido es el núcleo posibilitador de la comprensión de la realidad.

Este perspectivismo interpretativo obtiene su estrategia de la se-gunda clave fundante de la hermenéutica trágica: la genealogía o de-velamiento histórico-interpretativo, es una investigación histórica que se opone al «desplegamiento metahistórico de las signiicacio-nes ideales y de las indeinidas teleologías»37 con el in de «localizar la singularidad de los acontecimientos»38. Esta mecánica persigue emitir un diagnóstico acerca de las conexiones que surgen de la ex-periencia moderna, sumergiéndose en ellas para concentrar su exa-men en la profundidad que subyace la presencia de las iguras de interpretación. La genealogía trabaja en las antípodas de las formas tradicionales de análisis histórico. Estas enfatizan, por una parte, las formas estables y las continuidades de los acontecimientos que suceden y que quedan registrados en la historia; la genealogía, por su parte, acentúa la complejidad, la fragilidad y la contingencia re-lacionadas con los acontecimientos históricos, de ahí que airma la

35 GM, pág. 139.36 Kouba, Pavel (2009). El mundo según Nietzsche. Madrid, Herder, pág. 295.37 Foucault, Michel (2008). Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia, Pre-Textos, pág. 13.38 Ibíd., pág. 12.

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perspectividad del saber y la operatividad de la conciencia teniendo como horizonte las relaciones de poder. Del concepto de genealogía es posible extraer varios usos: primero, «facilita la autocompren-sión cultural historizando la interpretación moral de la existencia [por medio] de una continua recreación de esa valoración a través del ejercicio incesante de interpretaciones que le otorgan vigencia; [segundo] explicita el carácter no universal ni incondicional de las interpretaciones, y luego de los valores que le subyacen [deviene positivamente como el] arte de mostrar la diferencia bajo la más-cara de la identidad; [y tercero] muestra que la lucha de voluntades marca históricamente nuestra propia subjetividad»39. El método de develamiento histórico-interpretativo trata de establecer lo que el objeto es (verdad, lenguaje, conceptos morales, etc.) a partir de sus orígenes.

La genealogía como instrumento de análisis, versa sobre una suerte de iguras que le son representativas o fundamentales y que devela la interpretación, las cuales posibilitan su ejempliicación y demos-tración como radicales experiencias históricas. Se trata de una pla-taforma desde la cual presenciamos las historias de la historia: la interpretación de hechos históricos enmarcados en el tiempo reco-nociendo «las diferentes escenas en las que se han representado dis-tintos papeles; deinir incluso el punto de su ausencia, el momento en el que no ha sucedido»40. La genealogía relota lo incuestionable de aquel origen, pues es una estrategia que persigue la no-identidad de lo que se acepta acríticamente. Además, el develamiento históri-co-interpretativo, rompe con la concepción de una historia dividi-da en apariencia y verdad; quiebra la imagen de una interpretación absoluta y determinista en la historia al abandonar la conianza en un sustrato incondicionado que subyace bajo la secuencia de los

39 Hopenhayn, Martín (1998), o.c., págs. 36-37.40 Foucault, Michel (2008), o.c., pág. 12.

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acontecimientos, dejando al sujeto expuesto a la initud, empiri-cidad, positividad. En in, opera un desmantelamiento minucioso de la tradición a partir de perspectivas, convirtiéndola en historia de perspectivas (lectura de interpretaciones e interpretación de lecturas) cuyo centro sería el retorno o repliegue a los orígenes en cuanto origen y se «opone al carácter absoluto de los valores y a su carácter relativo o utilitario. La genealogía signiica el elemento diferencial de los valores, del cual deriva su valor mismo […] quiere decir, pues, origen y nacimiento, pero también diferencia o distancia en el origen»41. Por ello, Nietzsche rechaza una búsqueda por el origen percibiendo el carácter fundamentalmente interpretativo de nuestra experiencia en el mundo, pues buscar tal origen «es tratar de encontrar “lo que existía”, el “eso mismo” de una imagen exacta-mente adecuada a sí misma; tener por adventicias todas las peripe-cias que han podido suceder, todas las astucias y todos los disfraces; comprometerse a quitar todas las máscaras, para desvelar el in de una identidad primera»42. Lo que busca Nietzsche es «insistir en las meticulosidades y azares de los comienzos; prestar una atención escrupulosa a su irrisoria mezquindad; prepararse a verlos surgir, al in sin máscaras, con la cara de lo otro; no tener pudor en ir a bus-carlos allí donde están […] darles tiempo para ascender del labe-rinto en el que jamás verdad alguna los ha tenido bajo custodia»43. Perspectivismo del conocer y genealogía del interpretar, se acoplan para hacer visible una nueva interpretación al descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos no hay ni el ser ni la ver-dad, tan sólo la exterioridad del accidente, la proyección de los afec-tos, la apoteosis de la vida y la inaprensibilidad de la interpretación, pues no «hay ningún estado de hecho, todo es luido, inaprensible,

41 Deleuze, Gilles (1994), o.c., pág. 9.42 Foucault, Michel (2008), o.c., pág. 18.43 Ibíd., pág. 23.

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huidizo; lo más duradero todavía son nuestras opiniones. Proyectar sentido en la mayoría de los casos: una nueva interpretación sobre una vieja interpretación devenida incomprensible»44.

Subrayamos las tareas tanto del perspectivismo aincado en la com-prensión como la de la genealogía en la interpretación, pues revelan la profundidad inicial de la actividad igurativa que se pierde a favor de una coimplicación entre metáfora y lenguaje, genealogía y pers-pectiva: actividad de pensamientos compuestos y tejido de líneas interpretativas.

La hermeneuticidad del discurso igurativo encuentra su valor ex-presivo en las diversas relaciones que se extraen de los contenidos representativos del mismo discurso como codiicación de la metáfo-ra. La iguratividad, en in, conirma vínculos ocultos, clandestinos, entre narrativa y crítica, entre interpretación y comprensión, con el in de ampliar nuestra percepción de la plurisigniicatividad de la realidad en la desocultación del sentido como hilos entrecruza-dos por debajo de la representación. La metáfora, a diferencia de la metonimia (simple cambio de nombre o signiicante) hay que entenderla como trasposición del signiicado de una cosa a otra, la integración o transporte, en el signiicado de un término, de una parte del signiicado de otro por medio de una imagen. La metá-fora es la similitud referencial que igura en la realidad descrita por otro referente. En esta dirección, la iguratividad vehiculada por la metáfora posibilita la tensión entre un “es (como), pero no es”, aun cuando lo desemejante resalte su acción antes que su resultado, es decir, insista en su capacidad de transferencia de sentido: entender la metáfora como núcleo hermenéutico permite diseñar mundos posibles, forzando connotativamente los límites de imágenes dispa-res o anacrónicas y ampliando signiicativamente los alcances de las

44 Nietzsche, Friedrich (2002), o.c., págs. 27-28.

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iguras de interpretación. La metáfora vehicula verdades, raciona-lidades, creencias al reorganizar una misma realidad y/o descubre otra, revela nuevos elementos y relaciones pre-existentes bajo «la forma paradójica de una insistencia indiscreta y desbordante, de una remanencia sobreabundante, de una repetición intrusiva, de-jando siempre la señal de un trazo suplementario de un giro más, de un re-torno y de un re-trazo (re-trait) en el trazo (trait) que habrá dejado»45 en la misma narración. Si la metáfora permite la concep-tualización y reconceptualización del mundo, lo hace también con la organización y articulación de iguras de interpretación al expresar relaciones lingüísticas entre los componentes de la crítica, siendo capaz de sincronizar, aun atemporalmente, relaciones que guarden coherencia interna y parentesco con el in de re-estructurar, modii-car, re-conceptualizar lo real desde una óptica interpretativa igura-da en cuanto constructo del lenguaje cuyo in es el interpretar. Las metáforas como fuentes de sentido, en su vinculación con las iguras de interpretación, no son una «forma derivada, marginal o aberran-te del lenguaje, sino que es el paradigma lingüístico por excelencia. La estructura igurativa no es un modo lingüístico entre otros, sino que caracteriza el lenguaje como tal»46 y recibe su itinerario del po-der del lenguaje. El discurso de las iguras de interpretación –sin-crónico intra-discursivamente en su identiicación, diferenciación y delimitación– que se despliega entre líneas de segundo plano, es difractado: sin retórica y en contigüidad reverberada como unida-des discursivas para la búsquedas de un orden fundamental subya-cente, enfoque compatible con la crítica que está a medio camino entre las iguras de interpretación y las conveniencias secretas de los discursos, es decir, el discurso igurativo es el espejo de las iguras

45 Derrida, Jacques (1989). La deconstrucción en las fronteras de la ilosofía. Bar-celona, Paidós, págs. 37-38.46 De Man, Paul (1990). Alegorías de la lectura. Barcelona, Lumen, pág. 128.

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que describe su alcance de sentido «tras la presencia inmediata de las signiicaciones (no en el más allá del aparecer sino del signiicar primero). Hay que [buscar el sentido de la acción de las iguras de interpretación] tras el presente vivido (no en un más allá intempo-ral sino en la virtualidad de presente que se oculta en la memoria del pasado y en la espera de lo futuro). La presencia diferida del sentido es la de una ausencia. El sentido se aparece en suma como el fondo no presente (no como el fundamento perdido) de las presencias sig-niicativas, y como el fondo virtual (no intemporal) constituido por la urdimbre temporal de pasado-futuro sobre la que se teje el pro-ceso visible e intencionable que llamamos el presente (en proceso). […] El sentido es así, en cierto modo, el fondo de toda presencia. No es lo que hace posible sino lo que hace comprensible para otro. No está fuera de lo que es, ni es propiamente su fundamento (¿qué sería ser fundamento de lo que ya es?), pero ocupa una cierta ausencia, se disimula bajo la penumbra del segundo plano, se escapa bajo la secundariedad de lo implícito. [El] sentido es el fruto recolectado de esa dispersa variedad de las presencias de signiicación»47.

La hermenéutica trágica «considera [como] una modalidad autén-tica de comprensión de conexiones que no puede circunscribirse al limitado núcleo de la “metáfora absoluta” [no dispuesta] a “ser sustituida por predicados reales” en el mismo plano del lenguaje. Podría decirse que se ha invertido la dirección de la mirada: ésta no se reiere ya ante todo a la constitución de lo conceptuable sino ade-más a las conexiones hacia atrás con el mundo de la vida, en cuanto sostén motivacional constante de toda teoría […]. En este sentido las metáforas son fósiles guía de un estrato arcaico del proceso de curiosidad teórica; el hecho de que no haya retorno a la plenitud de sus estimulaciones y expectativas de verdad no quiere decir que

47 Peñalver, Mariano (2005). Las perplejidades de la comprensión. Madrid, Sín-tesis, págs. 279-280.

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sea anacrónico»48. La metáfora compromete a la conciencia y a la teoría a retrovertir la intuición con la que se nutren para introdu-cir en la realidad los mundos que interpretan y comprenden y, a la vez, ingresar las comprensiones e interpretaciones al mundo, ya que la «metáfora […] no es el añadido subjetivo-fantástico de un observador [al contrario, atribuye una] incomparable signiicación situacional»49 para las iguras de interpretación que reparan pers-pectivas, renuevan posiciones y posibilidades interpretativas para la comprensión.

Llegamos así al núcleo de nuestra propuesta hermenéutica, a saber, evaluar la viabilidad hermenéutica de aplicación de la iguratividad en los personajes recolectados en el pensamiento nietzscheano ope-rando de manera inter-implicadora su crítica volcánica a la cultu-ra occidental, ya que posibilita la inter-comprensibilidad narrativa entre los personajes que señala la acomodación, transformación, despliegue y desenvolvimiento de acontecimientos y transiciones intra-narrativas al interior de su pensamiento. Para ello, nos ser-vimos de la acción narrativa de los personajes en tanto presencias signiicativas con un alcance de sentido que hay que rastrearlo tras la presencia representacional en el proceso visible e intencionable del presente en constante proceso. El sentido rastreado por la igu-ratividad hace comprensible la variedad de presencias signiicativas en el acontecimiento de sentido, que para Nietzsche, es el fruto de la radical perspectividad de la interpretación: el sacerdote asceta (crítica lingüístico-valórica sobre la moral como contranaturaleza), el pastor de la metafísica (crítica de las relaciones entre realidad y sentido) y el hombre loco (crítica teológico-conceptual sobre el con-cepto de Dios desnaturalizado en su relación con el hombre) son la

48 Blumenberg, Hans (1995). Naufragio con espectador. Madrid, Visor, págs. 97-98.49 Ibíd., págs. 99-100.

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misma igura implicados intra-narrativamente en una intempesti-va compatibilidad narrativa y radical conmutabilidad interpretati-va. Es posible distinguir la incorporación de la iguratividad en las operaciones realizadas por los personajes en asimilación o provecho efectivo, para lo cual bastará con indicar la evolución de las posicio-nes del enunciado de los personajes relacionados con la trama de la crítica nietzscheana, su distribución respectiva u orden narrativo y respecto de las representaciones que estos personajes hacen de ellas, pues la iguratividad rompe los límites de la representación de los personajes aunque permaneciendo dentro de sus propios límites trazados de manera diferenciada y articulada.

Las iguras de interpretación cambian, permutan, metamorfosean su compatibilidad para mantener una similaridad revelada de su representación crítica. La iguratividad en su similaridad forma un sistema de representación que tiene una doble signiicación, de una forma interna, implica limitación y deinición; de una forma externa, implica interpretación y comprensión, las que narran las representa-ciones lotantes en el tiempo, apropiándose de aquellas signiicacio-nes desatadas en los relatos tradicionales para dejar ver lo descono-cido desde lo conocido: no se engaña por las formas inmediatas de la sensibilidad ni por los discursos que abusan del lenguaje. Para los personajes la iguratividad será la contraseña para recorrer el camino del sentido y escuchar los rumores orientadores para deambular por la tradición nihilizada. Y al interior de este sistema de representa-ción igurativa, el sacerdote asceta en tanto que habitáculo del saber, administrador de la moral, narrador de las promesas y profecías de la fe, instructor del hacer y del pensar, articula la voluntad y su poder en concordancia con las necesidades psico-espirituales de los otros según los grados de carencia de sentido o proximidad horrorosa al vacío. Para perpetuarse en estas acciones, se sirve de una segunda máscara con la cara de lo otro, con el in de permanecer en el tráico de signiicaciones: la rogativa es altamente dramática, pues el viajero

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lo que busca no es la reconfortante verdad de saber quién es, sino la cómoda y supletoria certeza de interpretar a otro personaje en la crítica. El viajero-asceta viene de las profundidades húmedas de la oscuridad histórica, y con sus manos temblorosas y su boca aver-gonzada por lo que hizo en ellas, camina desolado y cansado, busca –ruega– una segunda máscara, la del pastor de la metafísica, y se transforma en el buscador enloquecido que llega al mercado o plaza pública, y sin tapujos adquiere la careta del hombre loco seculariza-do y éste, ya consciente de la muerte de Dios como una fase de su transformación superadora experimentada como pastor de la me-tafísica en tanto medio operativo o etapa transicional entre la nos-talgia del pasado y la apoteosis del abierto perspectivismo futuro, se transigura con la visión enigmática del porvenir hacia la desem-barazada embriaguez de lo siempre nuevo con los ojos del hombre loco: es el observador de la multiplicidad de visiones que retornan de la ininita re-interpretación. El pastor de la metafísica sugiere la idea de origen e historia, vinculándose directamente con la noción de genealogía trabajada aquí, pero también supone la experiencia de transiguración propia del proceso de iguratividad. Éste, luego de haber conducido, arriado y cuidado de su rebaño, se sienta a me-ditar creyendo que su misión y labor de resguardo de la prole de la Creación descansa en el beneplácito de Dios, pero súbitamente se ve enfrentado a los avatares de la naturaleza y al destino histórico implacable de la exigencia de superación humana: la hora de la gran decisión de destruir lo que representa la serpiente negra o salvarse a sí mismo desde su libertad. Se trata de la experiencia de la transigu-ración, que deja la piel del ascetismo radical para advertir el enigma visionario y proyectivo de la transformación histórica ante la muer-te de Dios y el nihilismo. El sacerdote-pastor transigurado ahora, preso del frenesí, busca a Dios con lámpara encendida a medio día en el último lugar posible: el mercado donde se reúnen aquellos que ya no creen en Dios, sentencia el acontecimiento que «dibuja in-

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deinidamente [la] gran nervatura esquelética»50 de la experiencia contemporánea de un mundo que se ha desembarazado de Dios a partir del corrosivo olvido de su autoridad histórica, simbólica y cultural, como también de la orientación vital y salvación espiritual que promete. Se entrega al destino por todos construido: un mundo en el cual la estructura metafísica con su ámbito espacio-temporal más allá de lo terrenal, con el tópos de la verdad más allá de los sen-tidos, la revelación y desocultación del sentido han perdido fuerza activa, afectiva y efectiva. Finalmente, se entrega al delirio ante la ininitud de interpretaciones y a la aceptación de la desaparición del sentido unitario de la historia que hace, para Nietzsche, del hombre loco un héroe-artista, sensible poeta o aquel hombre intuitivo y fe-bril buscador del perspectivista conocimiento que merece alcanzar la sabiduría artísticamente creadora y percibir el «lujo continuo de claridad, animación y liberación»51.

Podemos ver este proceso transformativo, a la iguratividad como aquella visión desde los quiebres en las perspectivas; guías de pers-pectivas que yacían ocultas en las relaciones discursivas que ahora son expresiones de interpretación abierta, perilada o igurada en líneas orientadoras de interpretación para una hermenéutica como red de comprensión del sentido y, a partir de ello, entendemos la ex-presión de los polos de sentido-interpretado y de interpretación-pa-ra-un-sentido que nos oriente hacia las conjugaciones representati-vas del pensamiento nietzscheano. La acción de la hermenéutica no es otra que abrir la trastienda de la representación y descubrir una trama que tiene un fundamento metafórico, arquetípico, instituyen-te de la crítica y organizadora de la experiencia de sentido, pues tra-baja intuitivamente a partir de la clave de apertura al sentido de la comprensión y articulación de interpretaciones: la iguratividad se

50 Foucault, Michel (1996). De lenguaje y literatura. Barcelona, Paidós, pág. 125.51 Nietzsche, Friedrich (1990), o.c., pág. 38.

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ubica entre las iguras visibles de la historia y las conveniencias se-cretas de los discursos. La hermenéutica persigue una aperturidad para la comprensión de las diversas interpretaciones y «se ocupa de aquello que no sólo debe tener o no tener un sentido determinado, que pueda mantenerse a través de todas las épocas, sino de lo que, justamente por su polisemia, asume en su signiicación sus variadas interpretaciones [con] la capacidad de enriquecerse mediante una interpretación continuamente nueva, […] nuevas formas de lectura, en ser soporte de nuevas interpretaciones. Únicamente con el tiem-po y en amplios horizontes [narrativos] se realiza lo que no puede estar ni ser poseído simultáneamente, de una vez para siempre, en un estado de univocidad»52.

Lo que hemos intentado conceptualizar con nuestra propuesta her-menéutica, es un modelo igurativo que en su aplicación abra nue-vos espacios de reinterpretación que reloten las relaciones ocultas al interior de la representación nietzscheana como hallazgos inter-pretativos, para lo cual hemos apuntado líneas de sucesión, vínculos de familiaridad narrativa como eslabones de una cadena de discur-sos, que alineados en perspectiva, describan la metamorfosis de su crítica. Hemos ganado un resultado, la obtención inconsciente de una hermenéutica entendida según un modelo conjugador e inter-implicador de consideraciones igurativas sobre aquello oculto de la representación desenterrado por la iguratividad, sobre aquello que no reparamos cuando representamos y que no obstante forma la trama y urdimbre de un proceso agazapado detrás de discretos actos que parecen demostrar una interpretación, pero que lo hacen de forma parcial, fragmentaria. Se presenta ante esto, entonces, una exigencia de una hermenéutica que emplace su camino frente a la pluralidad de perspectivas situada en una inter-implicación igu-

52 Blumenberg, Hans (2000). La legibilidad del mundo. Barcelona, Paidós, pág. 23.

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rativa: adjetivación que favorezca nuevos recortes de una relectura de los legados de nuestra laboriosa disciplina ante las exigencias de comprensión de nuestra época.

En este contexto de iccionalización del conocimiento y lingüistici-dad del sentido en el horizonte de la iguratividad perspectivística, sigamos el trabajo de Ortiz-Osés, pensamiento que se enmarca en una inquietud inicial, en aquel desasosiego que radica en su in-terpretación simbólica de las categorías abstractas y su apertura existencial, la que abre nuevas perspectivas al reinterpretar el Ser desde la protovivencia del hombre en su mundo. En su producción ilosóica, pueden distinguirse tres etapas: la constitución de una hermenéutica ilosóica; la de una hermenéutica antropológica; y la de una hermenéutica simbólica o imaginal, en la que Ortiz-Osés reinterpreta el imaginario colectivo de toda cultura, como un ima-ginario arquetípico de carácter ontológico, trascendental o radical, el que representa la gran mediación de la cultura como imaginario mitosimbólico donde toda fundamentación resultará imaginaria o imaginal. De este modo, la matriz gadameriana de la ontologicidad del lenguaje, se reconvierte en ontologicidad del lenguaje imaginal de una realidad con-igurada energéticamente (procesualmente), instituyendo una re-iguración humana.

El conocimiento humano en todas sus facetas y asumiendo sus características desde las sensitivo-intuitivas a las práctico-instru-mentales, no puede restar importancia al componente imaginativo y creativo que aporta el ámbito simbólico si aspira a conocer lo real, que de suyo se nos presenta de forma contradictoria. El pensamien-to simbólico nos ofrece la posibilidad de pensar los contrarios desde la implicación, es decir, desde la articulación de las aristas de toda la realidad, y desde la articulación simbólica de las preguntas proto-existenciales por el sentido donde el sentido recolectado de todas las signiicaciones que pueblan el mundo, se expresa simbólicamen-te y se juega en una tendencia a la rebasabilidad de la experiencia

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misma de implicación. Se trata de una experiencia que incluso esca-pa de sí53, en la que se expresa la limitancia del sentido y el sentido de lo limitado: pertenecemos a la referencia simbólica del sentido desde la huida, la retirada, la esperanza y la búsqueda.

Entendemos aquí por símbolo, como una suerte de código o salvo-conducto que abre el paso a pliegues o rincones de un mundo que se desdobla y se muestra para fundar nuestra comprensión (aquí re-cuperamos la capacidad del símbolo de coimplicar contrarios com-plexio oppositorum cumpliendo la función de insular sentido a las paradojas, a los quiebres donde se refugia el lenguaje que habla de un sentido). Una visión que supone la comprensión de la totalidad de los componentes de la realidad, en tanto que subsidiaria de la consideración de que el lenguaje «no exterioriza una representación preexistente en mí: pone en común un mundo hasta ahora mío. El lenguaje efectúa la entrada de las cosas en un éter nuevo en el que reciben un nombre y llegan a ser conceptos»54. El lenguaje, enton-ces, «estaría […] dotado de una capacidad creativa propia capaz de conigurar en imágenes el caos de las sensaciones, de una fuerza poética que genera metáforas a través de las cuales lo real adquiere una primera y difusa comprensibilidad»55. El símbolo de manera insólida funda una dimensión de la existencia vertebrando coni-gurativamente la realidad, y dice esencialmente con-iguración y, por tanto, igura o imagen mediadora entre la realidad y su profunda signiicatividad. El símbolo expresa, para Ortiz-Osés, la otra parte de la urdimbre o textura de la realidad, aquella que se ha llevado el huésped en su partida y que atesora como memoración, al señalizar

53 Nancy, Jean-Luc (2002). Un pensamiento inito. Anthropos, Barcelona, pág. 11.54 Levinas, Emmanuel (1977). Totalidad e ininito. Sígueme, Salamanca, pág. 192.55 Garagalza, Luis, ‘Lenguaje y humanismo’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi (2005). Claves de hermenéutica. Para la cultura, la ilosofía y la sociedad. Universidad de Deusto, Bilbao, págs. 355-358.

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la otra mitad ausente pero impresa en la estructura que intenta de-signar/diseñar. Esta otra mitad ausente, es lo nominal, lo subyacen-te que late bajo el sinsentido: el sentido.

Tal facultad se despliega en otra posibilidad humana: el lenguaje que comunica la experiencia humana mediante la articulación de sonidos y signos cargados de signiicados que conectan las capaci-dades esenciales de lo humano: símbolo y lenguaje instituyen al ser humano en tanto que capaz de articular su lenguaje-palabra, el len-guaje del habla humano en tanto animal loquax que continuamente está hablando consigo mismo56 y en esta acción parlante, conscien-temente relexiva, radica la distinción esencial respecto a los otros seres vivos. Entonces, si de algo predicamos que es real es porque ha mediado una interpretación que así nos lo hace aparecer me-diante la actividad o clave como un «eslabón intermedio […] que podemos señalar como sistema simbólico»57. El símbolo hace que el ser humano encaje en el mundo que le recibe como un extraño, pero justamente esa misma experiencia de extrañeza, le constituye como humano, pues se in-corpora en él situándose. Extrañeza que provoca una fractura ontológica originaria entre el ser humano y el mundo. Esta fractura hace del ser humano un peregrino en cons-tante búsqueda de un sitio que le devuelva la armonía entre él y la naturaleza: el sentido. El símbolo media ante esta fractura, y hace próximos los extremos sin anular la separación originaria, haciendo aparecer lo que sutura esta separación, el sentido como puente de conexión de los caminos de la interpretación.

Lo anterior evidencia que la actividad simbólica es una actividad medial, primaria, previa, pues entraña una signiicación que desplie-

56 Cassirer, Ernst (1976). Antropología ilosóica. Introducción a una ilosofía de la cultura. FCE, México, pág. 47.57 Ibíd., pág. 48.

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ga todo un sistema sígnico que construye, genera, viviica y organi-za la complicada urdimbre de la existencia humana y las relaciones socio-culturales más allá de su entorno físico y sus determinacio-nes político-morales, pues el ser humano no vive «solamente en un puro universo físico, sino en un universo simbólico»58 en el que la realidad se desdobla exigiendo para sí una comprensión completa. Para Cassirer el mundo no es sustancia, sino forma simbólica que permite abarcar la totalidad de los fenómenos en los que lo sensible se presenta como manifestación de sentido.

El símbolo es sentido-conocimiento, pues alcanza la totalidad de sus expresiones en cuanto manifestaciones de sentido, abarcando por tanto, a todas las funciones de mediación entre hombre y mun-do, a través de las cuales el espíritu y la conciencia, el lógos/funda-mento conigura la percepción y el conocimiento; fragua sentidos, es decir, representaciones de lo que se muestra como real, articulan-do la experiencia humana con el mundo, con este mundo-crisol de mundos humanos equivalentes a la polisemia de interpretaciones. Sin duda, el símbolo implica una vivencia que va constituyendo, for-mando y conformando el propio sujeto-aquí en este-mundo como conjunto ordenado de signiicados y valores, pues eleva un objeto o cosa por sobre los restantes, añadiéndole un nuevo valor o un plus de sentido y como tal, el sentido es el núcleo posibilitador de la comprensión de la realidad. El símbolo es la estructura de signiica-dos que sostiene al sentido, pues se le reconoce «por su hospitalidad para con un sentido [como] tessera hospitalis [que opera como] con-dición de contra-seña o credencial que […] facilita la magia del re-conocimiento»59. Abre un horizonte de interpretación gracias a su acogida y recepción, horizonte trans-temporal y trans-material que

58 Ibíd., pág. 47.59 Bayón, Fernando, ‘Símbolo’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi dirs. (2005), o.c., pág. 507.

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juega con los pliegues de signiicación «al permitir que sea acogido lo que es cada vez distinto, no otro»60.

Lo simbólico habla de una simultaneidad de sentidos en su repre-sentabilidad, es decir, los símbolos «representan sensiblemente aque-llo que signiican: son sentido encarnado, signiicado encarnizado e implican, por eso, un acrecentamiento dinámico en el ser de nuestra realidad, pues no traican con un objeto-verdad que pudiera ser lo-calizado en o ilustrado por otros medios. Desde este punto de vista, el símbolo tiene un poder epifánico. Y, por otro lado, el símbolo no acaba jamás de adecuarse a sus signiicados, retardando ad ininitum esa adecuación sin prometerla siquiera: alusivo, ensayístico, para-bólico, tentativo, pone sus verdades a circular por el multiplicado torrente sanguíneo del sentido»61 en los relatos sobre el mundo o en las cosmovisiones sobre el universo y el lugar del ser humano en él. En otras palabras, articula las contradicciones de la realidad buscando su sentido.

Si los símbolos propician la captación del sentido y la interpreta-ción de tal captación, entonces articulan el comprender en el doblez de la realidad situada en la contradicción. Y como el comprender es un modo de ser, un modo de encontrarse, un modo de estar y de hacer en el mundo inherente al ser humano, los símbolos son un modo de ser de la comprensión en y del mundo en términos senso-lingüísticos. De ahí que los símbolos sean una forma de habla para nosotros que abre una comprensión que se da fundamental-mente a través de un lenguaje originario, esto es, a través del len-guaje simbólico. El símbolo articula la comprensión y, sin embargo, no es un concepto ni una idea que sean fabricados teóricamente. De ello surge una diicultad, pues referirse a través de conceptos

60 Ibíd., pág. 508.61 Ibíd., pág. 511.

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acerca del símbolo implica renunciar a entrar en la esfera propia de lo simbólico, ya que el «concepto es, pues, el mensajero de un sentido al que alude o remite, pero no la mera máscara imparcial que reiere a un único término en cuya mostración se agota, pues si bien es juez del proceso epistemológico en la medida en que sin él todo conocimiento es imposible, es también ‘parte’ al instaurar aquello que por medio de él se pretende conocer»62. Un concepto es para el símbolo, lo mismo que una fotografía para la realidad, es un instante congelado de la historia, un tiempo suspendido, selec-cionado, recortado de la vivencia que articula y da sentido a la vida. No experimentamos la vida ni la sentimos como se muestra en las fotografías. La vida es un continuo luir o devenir de experiencias sentidas como únicas –prejuicios– insertas en la temporalidad ma-yor de experiencias –tradición–. Por esto, todas las fotografías son falsas, en el sentido de que son aproximaciones o evocaciones; no son más que conceptos visuales o expresiones tecnológicas de un signo, un jirón de la realidad que cuelga sin trasfondo contextual de lo que no se puede plasmar el veloz devenir de la vida. Pero una fotografía puede llegar a convertirse en un símbolo en la medida que no re-presente, en la medida que no está por alguien o por algo (como el concepto y el signo), sino que sea el vínculo para estar con algo o con alguien. De ahí que el símbolo desempeñe una función cognoscitiva que incorpora tres elementos: objeto material, mente humana y un tertium quid o realidad simbolizada. Con los símbo-los generamos un conocimiento, comprendemos algo de nuestro mundo, pero, sobre todo, comprendemos el dominio predilecto del simbolismo: lo inconsciente, lo ideal, lo metafísico, lo matemático, lo sobrenatural y lo surreal. Esta comprensión es siempre afectiva,

62 Estorquera, José María. ‘Símbolo’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi dirs. (2004). Diccionario de hermenéutica. Una obra interdisciplinar para las cien-cias humanas. Bilbao, Universidad de Deusto, pág. 518.

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porque un símbolo se inaugura sólo si media un sellador emocional capaz de aglutinar lo sensible con lo no-sensible. El símbolo rela-ciona, une y reúne porque nuestra forma humana de existir en el mundo implica relaciones, esto es, vínculos sociales y culturales en una simultaneidad de lo sensible con lo no-sensible, de lo gnóstico y lo metafísico.

La capacidad esencial del símbolo, entonces, se concentra en aquella función de interpretar lo no visible (en cualquiera de sus manifesta-ciones) desde lo visible (captación sensorial). Realiza esta actividad en la medida que recolecta, interpreta y reúne los distintos planos de la realidad coniriéndole sentido: articular original y originaria-mente al ser humano con el mundo, esto es, cumplir con la coim-plicación de las realidades del símbolo que uniica al hombre con el sentido. El símbolo mediatiza lo real en términos de lenguaje, generando lo real más allá de lo sensorial y cognoscitivo. Además, el esfuerzo hermenéutico tiene que ver con hacer notar que la rea-lidad humana es una realidad interpretativa a partir de un proceso comprensor cuyo centro es el lenguaje como mediador universal de sentido, el que tiene un impacto ontológico reconocible a partir de su carácter simbólico que encuentra su realización en la interpreta-ción, en su interpretación.

Más arriba nos referíamos a aquellas consideraciones que hacen del símbolo un territorio cognoscitivo en su característica de clave senso-racional que abre trastiendas exclusivas para el ser humano comprensor. Para Ricoeur los símbolos son la clave de bóveda de la ilosofía que se expresan en los mitos pre-ilustrados de la ilosofía, son los presupuestos previos de toda ilosofía, y ésta es justamente la actividad relexiva sobre lo dicho –lenguaje– por la narración sim-bólica. El símbolo, con ello, se inserta dentro de la palabra ilosóica, del raciocinio relexivo que recibe empeñado un lenguaje igurativo por parte del símbolo. Ricoeur expresa claramente la relación de

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esta fusión/función del símbolo con la razón/palabra: «la interpre-tación es la que puede abrirnos de nuevo las puertas de la compren-sión; de esta manera vuelve a soldarse por medio de la hermenéutica la donación del sentido, característica del símbolo, con la iniciativa inteligible y racional, propia de la labor crítico-interpretativa»63. Esta soldadura «entre el símbolo que da y la crítica que descifra»64 expresa el presupuesto previo para la crítica ilosóica en aras del sentido de la racionalidad de los fundamentos de la realidad y de la existencia.65

Los mitos son formas simbólicas que narran las cosas que se cuen-tan en la vida. Son palabras esceniicadas, relexiones sapienciales expresadas en discursos narrativos, son emociones y representacio-nes dichas y vividas. Por ello, los mitos tienen que ver con lo pri-mordial, lo prioritario, lo primigenio, lo previo y principal. Podrían deinirse como relatos arquetípicos de lo primordial. Los mitos nos guían, nos inspiran y nos permiten vivir en un universo que en últi-mo término es incontrolable y misterioso. Los mitos son símbolos desarrollados en forma narrativa. Maniiestan algo sobre lo origina-rio, lo decisivo, lo valioso en la vida. Los mitos dan que pensar. Por eso expresan aquello que conceptualmente resulta inexpresable y, en cuanto narraciones tradicionales y memorables socialmente re-levantes, permiten interpretar los ejes fundamentales de los pueblos y las culturas.

63 Ricoeur, Paul (1982). Finitud y culpabilidad. Taurus, Madrid, págs. 492-493.64 Ídem.65 Para ampliar la discusión sobre la importancia del “símbolo” para la inter-pretación, Cf. Ricoeur, Paul (2001). ‘La metáfora y el símbolo’, en Teoría de la interpretación. Discurso y excedencia de sentido. México, Siglo XXI; Ricoeur, Paul (1965). ‘Hermenéutica de los símbolos y relexión ilosóica’, en Anales de la Uni-versidad de Chile, Año 123, Nº 136; Ricoeur, Paul (1999). Freud: una interpreta-ción de la cultura. México, Siglo XXI.

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En el origen de Muthos (mythos) quizá está el indoeuropeo mendh-/mudh, que aparece como recordar/solicitud/pensamiento. El verbo mutheomai signiica pensar, como en la frase “panta Zeus muthéetai” (“Zeus todo lo piensa”: Demócrito). Puede expresar el pensamiento en su comunicación (noticia/mensaje/historia). En oposición a lógos, mythos designa el relato tradicional, fabuloso y acaso engañador (ya Píndaro lo empleaba en ese sentido), en contraste con el relato razo-nado y objetivo. En los Soistas se emplea myhos en contraposición a lógos como viejo relato. A partir de la Poética de Aristóteles se acentúa la coincidencia entre el aspecto de relato tradicional y arcaico y la icción literaria. Menos clara es una etimología derivada de un sonido onomatopéyico mu+el suijo –thos, con el sentido de cerrar los ojos (griego múops/castellano mí-ope) o la boca (latín mutus, castellano: mudo). Esta raíz sirve más bien para explicar el léxico de los mis-terios: mústes (mista), mustagógós (mistagogo), músterion (misterio).

La palabra mito en sus orígenes signiicaba lo mismo que lógos. Hasta Sófocles, mito signiicaba la palabra hablada y luego palabra legal imperiosa. En Alemania se encuentra desde el siglo XVI como fábula; doscientos años más tarde adquiere el signiicado de narra-ción que trata de los dioses. El término mitología se emplea tanto para el conjunto de mitos legados a través de las generaciones de un pueblo, como también para los trabajos metodológicos cientíicos que los estudian.

En su vertiente ritual-religiosa los mitos transmiten verdades sagra-das; en su vertiente histórico-social narran la historia de una insti-tución; en su expresión política los mitos representan la conciencia de la identidad de la colectividad. Los mitos son narraciones verba-les, normalmente vinculadas a culturas sin escritura.

Los mitos muestran el sentido del mundo, son exégesis de los sím-bolos, tienen que ver con la historia y los ritos. Sus funciones prin-cipales son: narrativa y lúdico-estética, operativa, reactualizadora,

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revalidatoria y elucidatoria. El mito muestra el sentido del mundo, intentan dar sentido al mundo, incluso en su dimensión de sinsen-tido. Sitúan los acontecimientos en un horizonte primordial, origi-nal, originario y originante. Hay una primordialidad pre-cósmica, como relatan los mitos cosmogónicos. Esta primordialidad religa a un acontecimiento que sostiene, fundamenta, da consistencia, ins-taura y restaura. Los mitos narran cómo una situación dio lugar a otra, cómo se pobló un mundo despoblado, cómo se transformó el caos en cosmos, cómo los inmortales devinieron mortales, cómo aparecieron las estaciones en un clima donde no las había, cómo la unidad primordial de la humanidad se escindió en una pluralidad de tribus o naciones, cómo unos seres andróginos se transformaron en hombres y mujeres. Narrando los mitos religan a lo primordial, a lo que vale de verdad, a lo que cuenta a la hora de la verdad. No describen verdades, pero dicen lo que cuenta de verdad en la vida.

Los mitos muestran lo que nos quieren decir los símbolos, y a la vez son expresiones de la realidad de manera simbólica. El mito concentra los símbolos naturales en las situaciones límite del mun-do y del ser humano (mitos cosmogónicos y escatológicos). Son modelos simbólicos de actuación para el ser humano. Así pues, el mito contribuye a interpretar simbólicamente una realidad social, una institución, un acontecimiento, una conducta, una ley, un rito o una costumbre, la fundación de un templo o la presencia de fe-nómenos naturales.

Ya decía Salustio que los mitos narran lo que nunca ha acaecido históricamente y, sin embargo, continuamente está sucediendo en la historia. Lo histórico del mito no es el acontecimiento ejemplar, sino la realidad humana (la condición humana) que quiere interpre-tar de modo esencial y arquetípico. No se oponen mito e historia, ya que se sitúan en dos niveles de sentido bien heterogéneos. El mito tiene que ver con la historia, pero no la narra, sino que la interpreta.

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Además, el mito nace de la historia que se quiere interpretar. El mito relata una historia arquetípica, no coordinable con el tiempo y el espacio homogéneos. El mito tiene que ver con todo lo que acae-ce, porque es el trasunto de todos los asuntos históricos. El mito tiene que ver con la realidad precisamente por simbolizar aquello que no se puede historizar porque está más allá de cada historia concreta como sentido de todo lo que nos sucede aquí y ahora.

No se pueden interpretar los mitos sin los ritos. Los ritos son mi-tos en acción y los mitos recitan lo que el rito esceniica y actualiza. El rito participa del mito y del símbolo. Si el símbolo es algo que transigniica otra cosa, el rito es un gesto que también signiica otra realidad. El mito recita lo que el rito esceniica. A la narración míti-ca corresponde el rito como acción. Los mitos suelen narrar accio-nes de los dioses que fundan una realidad presente. La recitación misma del mito tiene una fuerza actualizadora del suceso primor-dial. Pero es en el rito donde se reactualiza el sentido proclamado en el mito. En el rito se aclama lo que el mito proclama. Los actos divinos son así actualizados en la escena ritual. Como dice Caze-neuve, los ritos son espectáculos rituales en los que se representa un episodio mitológico.

Podemos establecer algunas funciones de los mitos en la interpreta-ción de las culturas. Entre otras muchas, cumplen tres grandes tipos de funciones: a) Narrativa y lúdico-estética, los mitos interpretan narrando, recrean el sentido estéticamente. Interpretan la historia o la tradición de manera dramática y arquetípica; b) Operativa, reac-tualizadora y revalidatoria, Los mitos se cuentan una y otra vez y al contarse, obran de manera ritual y signiicativa. Hacen lo que dicen. Muchos mitos de la fertilidad cumplen este tipo de función. La in-versión del paso del sol en los solsticios o el principio o el inal de las lluvias ocasionales son momentos en los que se obra lo recitado en el mito. En esos instantes se reactualiza una vez más la derrota del

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dragón Apois en Egipto y el Poema de la Creación en Babilonia. Cada noche, la barca del dios del sol, Ra, al pasar por debajo de la tierra, se ve amenazada por el dragón Apois, y cada día se dicen plegarias y conjuros y se recitan los mitos cosmogónicos y vuelve a amanecer, ya que, al in y al cabo, ¿qué ser humano puede hacer que mañana amanezca? Los mitos revalidan el sentido y el valor de las instituciones y organizaciones sociales. Cuando los trobriandeses se cuentan mitos acerca de los orígenes del clan, instruyen a los adoles-centes en la esencia de la tradición tribal y ésta queda revalidada y reairmada; c) Aclaratoria y explicativa, los mitos explican normal-mente lo inexplicable. El mito de Gilgamesh esclarece por qué los mortales no pueden escapar a la muerte y por qué ello forma parte de la condición humana. Los mitos etiológicos explican el origen de los términos y de los pueblos, de las prácticas y costumbres. Los mi-tos escatológicos explican cómo los dioses o los mortales difuntos han llegado hasta dónde están, qué es lo que ven en su camino hacia allí. En Egipto los mitos narraban el viaje iniciático en el mundo de los muertos para orientar la navegación en el más acá. Los mitos griegos ilustran la topografía del Hades, las fuentes de la memoria y del olvido y las profundidades del alma.

La hermenéutica responde a su naturaleza mitológica al presentar-se como un arte de la encrucijada y una relexión en la encrucijada de caminos siempre acechados por la incertidumbre que da la mul-tiplicidad de interpretaciones. Por ello, reclama para sí la conjun-ción de extremos como su lugar predilecto: justamente allí donde los nudos de interpretación convergen. Y ese lugar nodal expresa ese punto en el que el sentido no es ni claro ni confuso, sino que se juega en el claroscuro de la representación. Un juego se realiza en los márgenes, en el recorrido limítrofe que hace la hermenéu-tica con sus transferencias, negocios e intercambios, tejiendo una

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red simbólica de interpretaciones (cultura, sociedad, religión66, i-

66 Intentar deinir la religión es deinir lo inefable. Hay un sinfín de deini-ciones. Desde una perspectiva hermenéutica-simbólica podrían deinirse las religiones como condensaciones simbólico-rituales del sentido, religadoras y co-implicadoras. Las religiones re-ligan vinculando con esa dimensión primi-genia y última de lo Real y re-uniendo a los grupos humanos en virtud de una ligazón numinosa, sobrecogedora y fascinante. Estamos ante una noción que no tiene etimología ni uso claro. Parece provenir de una doble etimología: relegere y religare. La primera se atribuye a Cicerón. Según éste lo esencial de la religión radica en la repetición cuidadosa de un orden original. El término latino religio señalaba la suma de las obligaciones tabú del culto romano. El plural religiones abarcaba la totalidad de las prescripciones rituales, el cumplimiento de los debe-res jurídicos rituales frente a lo numinoso, frente “a la voluntad de los dioses”. De aquí se deriva la noción de religión como relectura interpretativa. La segunda, “religare”, se atribuye a Lactancio (siglo III). Según él, este término ha sido deri-vado de religare, porque Dios se liga con el hombre y lo ata por la piedad. Esta noción judeocristiana ha dominado todo el intelecto occidental y ha hecho que se reduzca la religión a una relación con Dios (Tomás de Aquino). En el siglo XVIII la crítica de la Ilustración al cristianismo y las crecientes investigacio-nes sobre cultos y mitologías extraeuropeos desembocaron en una ampliación del concepto de religión. Desde mediados del siglo XIX los estudios histórico-religiosos y etnológicos avanzaron hasta intentar deinir la religión a partir del material histórico de que por aquel entonces se disponía. Se hizo a partir de supuestos como el naturalismo, el positivismo, el evolucionismo, la obsesión por los orígenes de la religión y el comparativismo (Vid. Morris, Brian (1995). In-troducción al estudio antropológico de la religión. Paidós, Barcelona). Se eligieron como explicación determinados fenómenos que se pensaban comunes a todas las religiones: la fe en Dios (Schmidt, Widengren), la convicción de la existencia de poderes anímicos en las plantas, los animales, los hombres (animismo, B. Ta-ylor), una conducta reverencial y suplicante distinta de la magia (Frazer admitió una etapa prerreligiosa mágica), etc. Pero se fue viendo que cuanto más aumen-taba el número de hechos religiosos, más disminuían las constantes religiosas comunes y esenciales a todas las religiones. En el siglo XX se deine la religión a partir de lo sagrado. Durkheim comprende las religiones como la esencia de los pueblos pensados simbólicamente de manera hipostática. El teólogo danés Martensen considera la religión como el sentimiento de una ilimitada venera-ción ante el poder de lo sagrado y Otto concibe la religión como una vivencia de

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losofía, ciencia, literatura). El símbolo viene al auxilio del sentido

lo numinoso como Misterio tremendo y fascinante. La religión se deine, pues, a partir de lo sagrado, pero no únicamente ya que no todo lo sagrado es religioso y además, existen religiones cuyo centro no está deinido en función del esque-ma sagrado-profano. Se podría entender, por ejemplo, el budismo hinayana, el confucianismo o incluso la predicación de Jesús sin recurrir a la noción de lo sagrado. A lo largo de los siglos XIX y XX, se han sucedido diversas deinicio-nes de religión. Podrían agruparse en dos grandes grupos: por un lado, están los funcionalistas (en la línea que se extiende desde Durkheim hasta Luckmann o Bellah) para quienes la religión se deine en función de la creación o recreación de un consenso normativo y de un sentimiento de solidaridad que supuesta-mente mantiene unida a una sociedad y no primariamente como relación de encuentro con un Numen subsistente; por otro lado, están los sustancialistas o esencialistas (en la línea de Otto y Eliade), para quienes lo sagrado es una estructura esencial de la conciencia, y en la línea de fenomenólogos de la reli-gión como Martín Velasco, quien deine la religión como reconocimiento del Misterio y espera de salvación en él: «La religión puede ser descrita como un hecho humano especíico, presente en una pluralidad de manifestaciones histó-ricas que tienen en común estar inscritas en un ámbito de realidad original, que designa el término lo sagrado; constar de un sistema de expresiones organiza-das: creencias, prácticas, símbolos, lugares, espacios, objetos, sujetos, etc., en las que se expresa una experiencia humana peculiar de reconocimiento, adoración, entrega, referida a una realidad trascendente al mismo tiempo que inmanente al hombre y a su mundo, y que interviene en él para darle sentido y salvarle». Vid. Martín Velasco, Javier (1987). Introducción a la fenomenología de la religión. Ma-drid, Cristiandad, págs. 141-170; 109-140; 299-350. Desde la antropología y la sociología tenemos múltiples deiniciones. Norbeck considera la religión como un sistema de ideas, actitudes y creencias que tienen que ver con lo sobrenatu-ral. Spiro la describe como una interacción culturalmente organizada con seres sobrenaturales; Van Baal señala como central la referencia a una realidad no veriicable empíricamente. Para Bellah, en cambio, la religión sería un conjunto de formas simbólicas y de actos que ponen en relación al hombre con las condi-ciones últimas de la existencia. B. Turner considera la religión como un sistema de símbolos y valores que a través de su impacto emocional no sólo unen a la gente a una comunidad sagrada sino que inducen a un compromiso normativo y altruista hacia esos ines. Geertz la deine como un sistema de símbolos que obra para establecer vigorosos, penetrantes estados anímicos y motivaciones en

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en tanto que recorre el límite que deja la racionalidad al pensar la realidad, como también al recorrer el límite que dibuja el sentido al expresar lo real: el símbolo es mediador, reconciliador y por ello, es la frontera donde se negocian los sentidos, se forjan las identidades, se reúnen y se separan las emociones; es donde se lidian las pose-siones, ganando y perdiendo, ganando en sensibilidad, perdiendo en racionalidad, ganando en objetividad, perdiendo en emotividad. Son los dominios de Hermes.

El hombre es un animal que busca el sentido para situarse en el mundo. Lo busca porque no lo tiene, no lo tiene porque lo persigue permanentemente para justiicar y encontrar una orientación ante la extrañeza en el mundo. El camino hacia el sentido ha estado a veces trazado por relatos fantásticos, teórico-conceptuales, arqueti-pos religiosos o trascendentales, y otras veces el camino del sentido es un proyecto existencial, como posibilidad de ser, como poder-ser propio del ser humano: el hombre como proyección de sentido. Actualmente, el hombre se enfrenta a la posibilidad del sinsentido, es decir, no sólo de perderse en el camino de búsqueda hacia el sen-tido, sino que perder el sentido como tal como horizonte de aspira-ción y trasfondo de donación. La pregunta por el sentido es un dato urgente por esclarecer: HAY sentido o no lo HAY. Interrogamos a la realidad y ensayamos formas de reconstrucción del sentido como «ejercicios simbólicos o de implicación»67 que nos refugie en el “entre” de la ruptura originaria. La hermenéutica se juega la comprensión en el campo de la mediación, en la reconciliación, en una suerte de

los seres humanos formulando cosmovisiones y revistiéndolas con una efectivi-dad tal que la afectividad parece de un realismo único. Desde una interpretación hermenéutico-simbólica podríamos deinir las religiones como condensaciones simbólico-rituales del sentido, religadoras y co-implicadoras.67 Lanceros, Patxi (1997). La herida trágica. El pensamiento simbólico tras Hölderlin, Nietzsche, Goya y Rilke. Anthropos, Barcelona, pág. 10.

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mecánica de encubrimiento-desencubrimiento del sentido, organi-zando el acontecimiento hermenéutico de este “entre” que expresa la totalidad de sus signiicados, es decir, como un estado intermedio de la comprensión, una complicidad de elementos interpretativos, una colaboración o participación de sujetos con lo real y una situa-ción interior o resguardo de un sentido.

Para Ortiz-Osés, la hermenéutica, entendida de forma genérica como teoría de la interpretación y comprensión (de contextos y textos) desemboca en una teoría del sentido, por cuanto toda in-terpretación y comprensión lo son en última instancia del sentido. En cuanto teoría del sentido entra en contacto tanto con la teoría de la comunicación (lingüística) como con la teoría de la signiica-ción (semiológica), de cuyos modelos especíicos se vale incardi-nándolos a su vez en un ámbito ilosóico universal y generalizado. Se trata de la interpretación del sentido en su signiicado más fun-damental, no de la captación del sentido en su signiicado más re-gional o parcial. Se trata del lenguaje (el lógos humano) y no de un lenguaje, una lengua, signo o sistema de signos. La hermenéutica trata la interpretación lingüística del sentido: la comprensión del sentido por medio del lenguaje.

Pero el sentido en la hermenéutica no es sólo el objeto de la com-prensión o interpretación, sino también el sujeto del comprender o interpretar, de modo que el sentido resulta objeto y sujeto de la hermenéutica, ya que captamos el objeto (la verdad-sentido) a par-tir del sujeto (razón-sentido). Esto quiere indicar que el sentido no está dado como una verdad objetiva, pero tampoco está puesto por una razón subjetiva: el sentido no está ni dado objetivamente ni puesto subjetivamente, sino interpuesto objetiva-subjetivamente por cuanto es un sentido lingüístico, algo dado en relación al hom-bre, algo objetivo dicho subjetivamente, sentido medial.

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Se trata entonces de un sentido dialógico de carácter intersubjetivo que responde a la coimplicación o correspondencia ontológica en-tre el alma y el ser, el hombre y el mundo. A partir de aquí diferen-ciamos la racionalidad semántica de la racionalidad hermenéutica. La racionalidad semántica ha sido bien expresada por Habermas en su teoría consensual de la verdad, según la cual es posible atri-buir un predicado a un objeto sólo si también cualquier otra per-sona que pudiera entrar conmigo en diálogo atribuyera el mismo predicado al mismo objeto. Tal teoría semántica obtiene la verdad por medio del consenso racional en torno al signiicado (abstraído de la signiicación) o del enunciado (abstraído de la enunciación), con lo cual se mueve en el ámbito de las cosas, los objetos o sus meras funciones sin acceder a la región de la signiicación humana del sentido; podríamos conceder que Habermas se inclina por la interpretación intersubjetiva de la realidad, pero no por la inter-pretación personal del sentido. La racionalidad hermenéutica no es mera racionalidad funcional del signiicado consensuado semán-ticamente, sino la racionalidad interhumana del sentido. Por eso, Ortiz-Osés propone una teoría del sentido, según la cual es posible atribuir un sentido a un sujeto sólo si el propio sujeto lo consien-te. Frente a la teoría consensual de la verdad (lógico-funcional), se propone aquí una teoría del sentido, destacando el derecho inalie-nable de la persona a su autointerpretación o autodeterminación personal: lo que viene a decir que nadie interprete por nosotros en cuestiones que nos atañen existencialmente. Ahora la racionalidad clásica del logon didonai (dar razón de algo) se traduce hermenéuti-camente como un dar la razón a alguien, con lo que la racionalidad griega cósico-abstracta se convierte en racionalidad interpersonal.

Ortiz-Osés reinterpreta la metafísica clásica del ser (con proyec-ciones en la tradición ilosóico-teológico cristiana) cuya estructura lingüística se funda en oposiciones binarias (vida-muerte, devenir-ser, doxa-sophia, contingencia-necesidad, cuerpo-alma, materia-

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forma, potencia-acto, etc.), obteniendo el segundo término una va-loración positiva mientras que para el primero, se reserva una carga negativa68. Esta interpretación supone una retro-interpretación de la matriz pre-conceptual como estructura de la pretensión de senti-do en aras de un complemento de nuestra unilateralidad individual y colectiva o plural. Aquí, para Ortiz-Osés, la «ilosofía se proyecta como un amistamiento o amigamiento de los contrarios realizado mediante la interpretación (consciente) de los productos culturales (textos: ergon) como interpretaciones (simbólicas), como resulta-do de un proceso (energeia) en el que la realidad inmediatamente vivida, lo sentido en la oscuridad de la inconsciencia sale a la luz de la consciencia, aparece, se expresa, maniiesta o revela, transpo-niéndose en imagen»69 que abre o libera una realidad encerrada en la presión/prisión binaria de los contrarios metafísicos tradicio-nales. Y aquí radica la tarea de la hermenéutica ortiz-osesiana: el intento de suturar simbólicamente la herida real de una naturaleza desgarrada entre su fondo simbólico y su consolidación formal, en-tre los límites absolutizados que ocultan valencias del ser o de la contextura de lo real. Aquí no se trata de contemplar las fronteras de lo absoluto, sino de transitarlas de la mano del simbolismo, ya que la razón simbólica no es una razón pura, sino relacional. Las características de la razón y de la verdad llamadas clásicas, es que son puras, puristas o puritanas, mientras que el sentido que Ortiz-Osés preconiza es im-puro. La impureza del sentido se debe a su carácter de trascendencia inmanente, ya que el auténtico sentido es una trascendencia que articula una inmanencia, es decir, una so-brerrealidad que cobija un abismo: la sutura de una isura. La clave

68 Garagalza, Luis (2005). ‘Hermenéutica del lenguaje y simbolismo’, en En-doxa: Series Filosóicas, Nº 20, 245-262.69 Garagalza, Luis (2002). Introducción a la hermenéutica contemporánea: simbo-lismo, cultura y sociedad. Barcelona, Anthropos, pág. 56.

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ortiz-osesiana es que esa sutura es simbólica, mientras que la isura es real. El sentido que sutura simbólicamente, es coimplicación de contrarios, impura dualéctica de opuestos que persigue reparar el desgarro original y por ello, fundamental y constitutivo –ontoló-gico–, donde el hombre mismo es parte de esta desgajada unidad originaria. Los fragmentos de esta ruptura, la dispersión de los ele-mentos encuentra en el símbolo implicativo de la representación, es la vértebra axial de la representación de lo real. El símbolo es la voz de ese desgarro original en el que la razón misma es subsidiaria y que encuentra en la ruptura, el ilo de su nacimiento; es la voz que media entre los bordes de la ruptura ontológica de la realidad.

El sentido en la hermenéutica no es pues, el mero sentido lógico-funcional, sino el sentido ontológico-existencial de vínculo y re-lación, implicación y comunicación. La comprensión del sentido tiene que ver con el carácter existencial, la cual capta los límites del mundo y la propia muerte en vida, pasando de la mera conciencia o conocimiento supericial de las cosas al fondo misterioso de la vida. Lo cual viene a signiicar que no hay sentido sin sinsentido, más aún, que el sentido consiste en la asunción del sinsentido. El senti-do no es entonces la mera explicación abstracta de lo real, sino una explicación implicativa de lo real vivido: por eso nombra lo más ne-cesario, en palabras del poeta Gabriel Celaya, lo que no tiene nom-bre. No obstante, nombrar lo que no tiene nombre es nombrar lo inaudito, la realidad abrupta, la realidad del hombre exiliado en el mundo. Lo que nos coimplica es fundamentalmente lo implícito o latente, lo implicado en nuestras explicaciones, las condiciones del hombre en el mundo regidas por la copertenencia de la materia y el espíritu. Por eso el sentido profundo es un sentido de coligación o aferencia, sentido de implicación y correferencia, sentido simbó-lico. El simbolismo es, en efecto, la expresión humana del sentido del mundo, el lenguaje que apunta más allá de sí mismo por cuanto participa del sentido de lo simbolizado.

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El sentido aquí comparece como la isura suturada dada por un lenguaje simbólico que reclama para sí, la junción de extremos, la urdimbre de los polos de la realidad extremada por la rajadura ori-ginal. El símbolo habita en la mediación de una realidad abierta que, para el hombre, es su situación natural, su (co)habitación en-tre extremos paradojales y aporéticos. El símbolo con su lenguaje, contrae los extremos de lo real y media para que el hombre pueda comprender su habitar situado como implicación de contrarios. El sentido es el contenido simbólico de la implicación, de una urdim-bre que confabula los elementos culturales para que se revele lo real desde lo irreal.

El sentido como la sutura simbólica de la isura real, es una deinición que intenta hacerse cargo, por una parte, de la escisión originaria de la vivencia primigenia de la isura, escisión o partición de lo real en ser y ente, mundo y Dios, inconsciente y consciencia, vida y muerte, bien y mal, arriba y abajo, derecha e izquierda, destino y libertad, masculino y femenino, día y noche; pero, por otra parte, obtenemos la experiencia primordial de la sutura o mediación de los contrarios a través de su mutua coimplicación. Para Ortiz-Osés la isura o rajadura de lo real es natural, mientras que su implica-ción sería cultural; visiones que no se oponen sino que se compo-nen: la naturaleza dice cultura y la cultura co-dice naturaleza y la naturaleza co-dice cultura. Lo cual es importante a la hora de pen-sar lo simbólico, no como algo simplemente cultural casi ajeno a la realidad y, por tanto, artiicioso, sino como algo que emerge de la naturaleza y está enraizado en su vivencia primigenia. El sentido/sutura se dice com-partición surreal (no irreal) de la partición real, arribando al encuentro de lo sublime entendido como sublimación de lo subliminal, abyecto o caído. Por ello el sentido no obtiene una relación de conformación o adecuación con la realidad, como la verdad, sino una relación de inadecuación o disconformidad preci-samente respecto a su enajenación o alienación, fundando el reino

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imaginal de la suturación o com-partición. Pero de nuevo imaginal no signiica imaginario-fantástico de tipo irreal (fantasmagórico), sino transracional; una transracionalidad que no nos lleva a ningún misticismo irracional (mistiicación), sino a un comportamiento medial que hace empalme nodal de los cabos con los que se teje lo real. La transracionalidad del sentido tiene que ver con la tras-cendencia que expresa frente al signiicado inmanente al signo (se-miótica). Esta trascendencia del sentido puede tematizarse o bien como exterior a lo dado (Ricoeur) o bien como latente o interior a lo dado ( Jung). En ambos casos, el sentido responde no a lo que alguien/algo dice (signiicado) ni tampoco a cómo lo dice (signii-cante), sino a lo que quiere decir, mostrándose en este querer-decir la urdimbre del sentido como dicción mítica (mitólogos o mitodic-ción), o sea, como un querer (mythos) decir (lógos). Por todo ello, el sentido precisa de un lenguaje adecuado: el lenguaje simbólico. Éste, por ser precisamente el lenguaje adecuado del sentido, resulta paradójicamente un lenguaje lógicamente inadecuado, por cuan-to expresa una lógica relacional o implicacional capaz de nombrar lo transracional: el símbolo como nomen (nombre) de un numen (sentido).

En in, la dialéctica ortiz-osesiana no es tal, es decir, Ortiz-Osés no funda una dialéctica (hegeliana, marxiana) sino una dualéctica70 (una dialéctica implicativa). La dialéctica clásica intenta superar las contradicciones de la existencia de una manera abstracta, fundada en un tipo de razón-verdad que atraviesa lo real, mientras que la dualéctica trata de coimplicar los contrarios manteniéndolos en su

70 Para situar este neologismo al interior de la hermenéutica contemporánea, Cf. Heidegger, M. (1992). Platon: Sophistes, GA 19 (Winter semester 1924/25). Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann; Gadamer, Hans-Georg (1968). Pla-tos dialektische Ethik: Phänomenologische Interpretationen zum Philebos. Ham-burg, Meiner.

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relacionalidad y ambivalencia mutua, correlatividad y complicidad, no para superarlos, sino para supurarlos en un sentido trasversal de mediación simbólica. Surge así, la exigencia por una hermenéutica del sentido que entrevé su camino en la pluralidad de perspectivas situada en una coimplicación de contrarios71 como la dualéctica de un maridaje entre realidad e idealidad igurado por el lenguaje72 «en el que nos encontramos con-diccionados es el Relato del Ser como Sentido. El Sentido, en efecto, dice relación, lógos-reunión, relación de implicación. […] El lenguaje […] es la topología de un sentido deinido como implicación [es] la explicación implicativa de lo real [que es] caracterización del sentido: explicación implicativa de lo real, sublimación no-represora de lo subliminal, extracción contracta del Ser»73, que equilibra los pilares translúcidos en los que se fundan los arquetipos históricos de comprensión del sen-tido.

La hermenéutica no persigue absolutez en la interpretación, sino aquella aperturidad a la comprensión de las diversas interpretacio-nes desplegadas en la historia ante la apabullante conciencia de que el «proceso del conocimiento se calcula sobre pérdidas»74. La her-menéutica se ocupa justamente de aquello que no sólo debe tener o no tener un sentido determinado, que pueda mantenerse a través de todas las épocas, sino de lo que, por su polisemia, asume en su signiicación sus más variadas interpretaciones. Ella atribuye a su objeto «la capacidad de enriquecerse mediante una interpretación

71 Ortiz-Osés, Andrés (2003). Amor y sentido. Una hermenéutica simbólica. An-thropos, Barcelona, pág. 99.72 Ortiz-Osés, Andrés (1995). Visiones del mundo. Interpretaciones del sentido. Universidad de Deusto, Bilbao, pág. 81.73 Ortiz-Osés, Andrés (1989). Metafísica del sentido. Una ilosofía de la impli-cancia. Universidad de Deusto, Bilbao, pág. 33.74 Blumenberg, Hans (1995). Naufragio con espectador. Paradigma de una metá-fora de la existencia. Madrid. Visor, pág. 102.

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continuamente nueva, de manera que aquél base precisamente su realidad histórica en asumir nuevas formas de lectura, en ser so-porte de nuevas interpretaciones. Únicamente con el tiempo y en amplios horizontes históricos se realiza lo que no puede estar ni ser poseído simultáneamente, de una vez para siempre, en un estado de univocidad»75. Como airma Vattimo, hoy no «existe una his-toria única, sólo imágenes del pasado proyectadas desde diferentes puntos de vista. Es ilusorio pensar que existe un punto supremo o comprensivo capaz de uniicar a todos los otros»76.

75 Blumenberg, Hans (2000). La legibilidad del mundo. Paidós, Barcelona, pág. 23.76 Vattimo, Gianni (1992c). La sociedad transparente. Paidós, Barcelona, pág. 23.

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CAPÍTULO IIIRendimiento sociohermenéutico de las inter-implicaciones figurativo-perspectivísticas con las narrativas de la modernidad trágica

La hermeneuticidad personiicada por el sacerdote asceta, el pas-tor y el hombre loco, o mejor dicho, la iguratividad desplegada hermenéutica y perspectivísticamente, se funda en el ideario his-tórico y simbólico nietzscheano. Sus voces son tanto metáforas del estado psico-espiritual como señas de la condición cognitiva del sujeto y de sus alcances en la cultura moderna. Estas iguras por-tan las máscaras de(l) sentido moderno en una época que reclama para sí una hermenéutica coherente con su rechazo a la metafísica y frente al conlicto de interpretaciones como la época de la decli-nación ontológica, de la “muerte de Dios”, de la impugnación de la fundamentación moral, en in, en la época de la dialéctica entre decisión y destino y que aquí, revelamos como el eje de la mecáni-ca transformativa y, a la vez, el núcleo que conecta las iguras de signiicación hermenéutica de(l) sentido con el proceso evolutivo-transformativo de la modernidad que más adelante expondremos.

Estas iguras de signiicación hermenéutica de(l) sentido represen-tan el proceso de dislocación del diseño moderno de las esferas cul-turales y, por ello, coniguran determinantemente su matriz: iden-tidad y subjetividad, secularización y misterio, tragedia y sentido encuentran su genealogía, signiicado y explicación bajo el signo de la narratividad, y por ello, se trata de acontecimientos interpre-

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CAPÍTULO III. Rendimiento sociohermenéutico de las inter-implicaciones ...

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tables e interpretados, de variables interpretativas que asumimos como un desafío hermenéutico. Nos apropiamos de la acción de estas iguras en tanto contenidos intencionales de la historia y su determinación (in)consciente en nosotros, situados más allá de la presencia signiicativa, por ello su alcance de sentido hay que ras-trearlo «tras la presencia inmediata de las signiicaciones (no en el más allá del aparecer sino del signiicar primero). Hay que buscarlo [el sentido de la acción y presencia de las iguras] tras el presente vivido (no en un más allá intemporal sino en la virtualidad de pre-sente que se oculta en la memoria del pasado y en la espera de lo futuro). La “presencia” diferida del sentido es la de una ausencia. El sentido se aparece en suma como el fondo no presente (no como el fundamento perdido) de las presencias signiicativas, y como el fon-do virtual (no intemporal) constituido por la urdimbre temporal de pasado-futuro sobre la que se teje el proceso visible e intencio-nable que llamamos el presente (en proceso). […] El sentido es así, en cierto modo, el fondo de toda presencia. No es lo que hace posible sino lo que hace comprensible para otro. No está fuera de lo que es, ni es propiamente su fundamento (¿qué sería ser fundamento de los que ya es?), pero ocupa una cierta ausencia, se disimula bajo la penumbra del segundo plano, se escapa bajo la secundariedad de lo implícito. [El] sentido es el fruto recolectado de esa dispersa variedad de las presencias de signiicación».77

Estas iguras simbo-hermenéuticas en esta recolección de signi-icados cambian, permutan, metamorfosean su identidad, pero manteniendo una similaridad revelada ante la secundariedad de su representación como espejos para un mismo rostro: su tiempo y la ambivalente relación respecto a la tradición histórica y su curso moderno:

77 Peñalver, Mariano (2005) Las perplejidades de la comprensión. Madrid, Sín-tesis, págs. 279-280.

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«A través de toda esta gigantesca operación [empresa organizado-ra de prácticas signiicantes], única y poliforma puesta en obra del sentido, las marcas del deseo y los trazos de la signiicación son in-initamente homólogos o intercambiables. Se dejan reunir bajo las dos rúbricas genéricas de la carencia y del proyecto. […] El sentido falta, y es esta carencia la que desencadena todas las formas son todas las iguras del deseo, la impaciencia y la voluntad cartesianas, la frustración humeana, la insatisfacción kantiana, la agitación i-chteana, la desdicha hegeliana, la iebre nietzscheana, la angustia kierkegaardiana, la historia marxiana, el élan bergsoniano, la in-tencionalidad husserliana, etc. […] El proyecto responde a la falta: el sujeto se arroja hacia adelante en la dirección del sentido ausen-te o, más exactamente, y porque esta ausencia impide dar a priori la dirección, es el gesto mismo de lanzarse hacia adelante el que proporciona la dirección como por una especie de espontaneidad anticipadora del sentido».1

Al interior de esta moderna empresa organizadora de prácticas y teorías signiicantes, situamos la fábula zaratustriana de la meta-morfosis del espíritu y de la existencia como una muestra de la de-formación de la subjetividad. Se trata del desafío de la autenticidad en la narratividad del proceso evolutivo del sujeto que va desde la alienación dualista del platonismo metafísico-moral hasta la li-beración creadora de la autodecisión, y expresa la capacidad de la modernidad y de sus personajes fundantes de sobrevivir dentro de nosotros, incluso cuando creíamos superadas las contradicciones externalizadas por la modernidad:

«Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espí-ritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por in en niño.

1 Nancy, Jean-Luc (2003). El olvido de la ilosofía. Madrid, Arena, págs. 35-37.

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CAPÍTULO III. Rendimiento sociohermenéutico de las inter-implicaciones ...

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Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, para el espíritu fuerte, de carga, en el que habita la veneración: su fortaleza demanda co-sas pesadas, e incluso las más pesadas de todas.

¿Qué es pesado? […] ¿Acaso no es: humillarse para hacer daño a la propia soberbia? ¿Hacer brillar la propia tontería para burlarse de la propia sabiduría? […] ¿O acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del conocimiento y sufrir hambre en el alma por amor a la verdad? ¿O acaso es: estar enfermo y enviar a paseo a los consoladores, y hacer amistad con sordos, que nunca oyen lo que tú quieres? ¿O acaso es: sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la verdad, y no apartar de sí las frías ranas y los calien-tes sapos? ¿O acaso es: amar a quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando quiere causarnos miedo? […] Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa, y ser señor en su propio desierto.

Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conse-guir la victoria.

¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir lla-mando señor ni dios? “Tú debes” se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice “yo quiero”. […] “Todos los valores han sido ya creados, y yo soy – todos los valores creados. ¡En verdad, no debe seguir habiendo ningún ‘Yo quiero!’“. Así habla el dragón.

Hermanos míos, ¿para qué se precisa que haya el león en el espíri-tu? ¿Por qué no basta la bestia de carga, que renuncia a todo y es respetuosa? Crear valores nuevos –tampoco el león es aún capaz de hacerlo: mas crearse libertad para un nuevo crear–, eso sí es capaz de hacerlo el poder del león. […] Tomarse el derecho de nuevos valores –ése es el tomar más horrible para un espíritu de carga y respetuoso. En verdad, eso es para él robar, y cosa propia de un ani-

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mal de rapiña. […] Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacerlo? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño?

Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.

Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo con-quista ahora su mundo.

Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el es-píritu se convirtió en camello, y el camello en león, y el león, por in, en niño.

Así habló Zaratustra. Y entonces residía en la ciudad que es llama-da: La Vaca Multicolor».2

En el proceso transformativo del espíritu3 –cómo el espíritu se transforma en camello, éste en león y, inalmente en niño o cómo la paciencia se convierte de decadente en voluntad y ésta en origen–, se expresa la multiplicidad propia de la interpretación, ahora trans-formación del espíritu deviene en color interpretativo, en perspec-tiva comprensora.

El camello representa el momento de la humanidad que sobreviene determinado por la metafísica4 platónica, la moral cristiana y que

2 Z, I, ‘De las Tres Transformaciones’, págs. 53-55. 3 Vid. Vattimo, Gianni (1989). o.c., págs. 191-194.4 La deinición de metafísica que orienta nuestro trabajo, la encontramos en Trías: «La metafísica es la determinación de un lugar externo a cierto surgi-miento que permite desde fuera orientar; determinar; decidir; plasmar y dar forma y in a este surgimiento. Esa exterioridad determina el sentido y el destino de ese pensar que, por vocación y tradición, se sitúa fuera –de lo físico– con el in de fundarlo, crearlo, darle forma, darle un in, de antemano visible y previ-

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llega hasta la modernidad con la Ilustración. Las características bá-sicas del camello son la humildad, el sometimiento, el saber sopor-tar con paciencia las pesadas cargas que la historia ha depositado en su espalda como carga moral: el resentimiento hacia la vida, de tal forma, el camello representa la deformación de la subjetividad al soportar el peso de la trascendencia y de la voluntad divina. El león representa al espíritu crítico de las estrategias de preservación, encarna la acción nihilista que destruye los valores establecidos, toda la cultura y estilo vital occidental, desenmascarando, desmiti-icando, relativizando y disolviendo el peso de los valores heredado y soportado como una carga. Y el niño encarna al hombre que sabe de la inocencia del devenir, que inventa valores, que toma la vida como juego, como airmación, es el sí radical al mundo dionisiaco y a su experiencia.5

Es la anunciación del hombre del futuro: el superhombre. El ca-mello signiica el hombre que se inclina ante la omnipotencia de Dios, ante la moral, que se carga voluntariamente los grandes pe-sos. El camello no desea tener facilidades, desprecia la ligereza de la vida, quiere tareas en las que demostrar su fuerza y quiere cumplir mandamientos pesados y difíciles. Está sometido voluntariamente al mandamiento del “tú debes” como determinante de su voluntad y de su praxis vital: «como todos aquellos […] que en un tiempo arrastraron cadenas, oye ruidos de tales por doquier».6 El camello se transforma en león disruptivo que abre la posibilidad de la sin-

sible. Metafísica signiica, pues, pensamiento de afuera, que se produce afuera, fuera del mundo y del lenguaje, en esa exterioridad en la que se supone que se incluye el verdadero lógos, es decir, el pensar metafísico». Trías, Eugenio, ‘La su-peración de la metafísica y el pensamiento del límite’, en Vattimo, Gianni, comp. (1992a), o.c., pág. 284.5 Cfr. Sánchez Meca, Diego (2005). Nietzsche. La experiencia dionisíaca del mundo. Madrid, Tecnos.6 GC, Broma, Astucia y Venganza, §32, ‘El atado’, pág. 46.

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gularidad, de la autonomía, de la autopoiesis y de la libertad. El espíritu arroja todas las cargas que le agobian desde afuera. El león es el que dice “no”, el que se enfrenta al devenir y se deja arrastrar por él. Quiere enfrentarse con su último Dios y vencerlo. El león dice sí al “yo quiero” y dice no al “tú debes” del dragón milenario –confabulación de poderes universales– que representa los valores supuestamente objetivos, a las cadenas que le impiden la libertad y determinan su acción. Pero en lo más solitario del desierto tie-ne lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad y ser amo en su propio de-sierto. Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria. ¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando ni señor ni Dios? “Tú debes” se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice “yo quiero”. El dragón es el viejo amo a quien hay que suplantar. Hay que decir “no” al dragón, al deber. La libertad que exige el dragón no es una libertad que crea nuevos valores, sin embargo, es la condición previa para conseguir crear algo nuevo. El león no es capaz de crear nuevos va-lores, sino que se limita a combatir los peligros de la llegada de otro valor. Consigue una libertad negativa, es la “libertad de”, pero no la positiva, la “libertad para”. En el corazón del desierto, el camello se transforma en león capaz de decir un “no” santo frente a todos los valores ya creados, para abrir así la posibilidad de la última y decisiva transformación: el león se convierte en niño, en “inocencia” y “olvido”, “nuevo comienzo”, “juego”, “risas”, “baile” y “santo decir sí” a la tierra y a su sentido. Sin embargo, este niño no sólo representa la inocencia y el nuevo impulso de la vida en su transmisión carnal7,

7 Vid. Z, I, ‘De la castidad’, págs. 94-95. El hombre ha introducido una traba para el desarrollo vital de la sensualidad, ocultando especialmente el deseo car-nal, ahora desublimado por la moral y su aparato controlador del deseo. Ade-

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sino que fundamentalmente, personiica la capacidad re-creadora y la posibilidad de innovación verdadera –devenir– que hay en el ser humano como nuevas perspectivas de ser, plenitud y airmación propias, entusiasmo de lo nuevo y pleno:

«Pero hay en Nietzsche una peculiaridad del niño dentro de la repetición de un lugar discursivo ya sedimentado en el pensa-miento. El desafío nietzscheano, al aceptar ese estereotipo, en el intento de cambiarle su valor al movimiento que aparece (y siempre ha seguido siendo) esencial a la igura del niño: mo-vimiento hacia atrás, regresión, retorno al principio, al origen, al cómo habremos sido antes de la invasión de las reglas […] El desafío de Nietzsche […] consiste en pensar la infancia y sus cualidades como un “después”, un aún no, un porvenir, y no en la forma de regreso, de la curva que se cierra, sino en la de la intensiicación, del grado superior de la plenitud a alcanzar. Nietzsche quiere ver en el niño el grado máximo de estructu-ración y de madurez alcanzable para el hombre».8

En Nietzsche la metáfora del niño como polo áureo de un nuevo despertar, encarna la autentiicación del hombre en tanto que su-jeto vital frente a su pasado y de cara a su futuro ante la pureza de la decisión: «En el varón auténtico se esconde un niño: éste quiere jugar. ¡Adelante mujeres, descubrid al niño en el varón!»9

Sirvámonos de este proceso transformativo, para graicar nuestro posicionamiento de perspectivas-piezas en el puzzle-sentido de la

más, en Z, I, ‘Del hijo y del matrimonio’, págs. 115-117, Nietzsche valoriza la ca-pacidad humana de crear creadores, es decir, crear un cuerpo más elevado, “una rueda que gire por sí misma”: el amor debe impulsar la superación del hombre y de la mujer a la pro-creación de un nuevo ser.8 Rovatti, Pier Aldo (1999). Como la luz tenue. Metáfora y saber. Barcelona, Gedisa, pág. 79.9 Z, I, ‘De viejecillas y de jovencillas’, pág. 110.

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modernidad. ¿Quiénes son hoy, el sacerdote asceta, el pastor y el hombre loco? ¿Qué separa –y depara– el dictamen nietzscheano de los diagnósticos contemporáneos sobre los desplazamientos de paradigmas y la condición fragmentada de la cultura moder-na? Resulta a lo menos inquietante que tales acciones, anuncios, visiones y admoniciones hoy ya no surtan el efecto novedoso e iró-nico de antaño. Ya no son ajenos los arteros planes del ascetismo ni la dramaturgia del pastor y su siesta transformativa, ni menos los gritos irónicos y sarcásticos del loco con su lámpara encendi-da, debido a la secreta complicidad con aquellos acontecimientos. Entonces, ¿por qué volver a auscultar los discursos y revisar las escenas buscando piezas de completitud, elementos que terminen con las advertencias y sacien la sed de autonomía del sujeto con-temporáneo de querer-creer? ¿Qué hay de esa maniiesta incapa-cidad de reacción frente al desvelamiento y al reto que contienen estos mensajes?

El sacerdote asceta, es el relejo del camello-tradición. El pastor de la metafísica, deviene león-moral anquilosado por la historia y, inalmente, el niño-danzarín es el loco-vocero del acontecimiento de la “muerte de Dios” y su perturbador mensaje renovador, que ya no busca a Dios, sino que se busca a sí mismo, a la autenti-cidad de su existencia, y justamente allí, en ese movimiento de búsqueda destinal se encuentran el niño con el hombre loco, se reconocen en la renovación originante de(l) sentido.

Este hecho cumple la función de prisma con el que las perspectivas proyectan y cambian su colorido original: lo pierden por un lado y, por otro, se multiplica en profundidad y forma. El sacerdote es el administrador del sentido de la moral cristiana que se transforma en el buscador enloquecido que llega al mercado o plaza pública, es decir, es el hombre loco secularizado y éste, es el sacerdote asceta consciente de la “muerte de Dios” y que ésta es una fase para su

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transformación superadora. El pastor es un estadio intermedio en-tre la nostalgia del pasado y la perspectiva que se abre en la visión enigmática de lo por-venir.

El sacerdote asceta es quien, habiendo perdido la facultad admi-nistrativa del sentido de la existencia humana, de cualquier sentido ante el horror vacui, busca a Dios en el último lugar posible con lámpara encendida a medio día, manifestando la oscuridad inte-rior y la opacidad exterior: en el mercado donde se reúnen aquellos que ya no creen en Dios, anuncia la sentencia que este mundo se ha desembarazado de Dios, que Él está desprovisto de la autori-dad histórica, simbólica y cultural, como también de la orientación vital. Seguimos esta huella de interpretación: «Pero con qué ina-lidad existes tú, como individuo, pregúntate esto y, si nadie te lo puede decir, trata de justiicar el sentido de tu existencia de alguna manera a posteriori, proponte un objetivo, una meta, una “inali-dad”, una alta y noble “inalidad”. ¿Si pereces en el intento? –Yo no conozco ningún objetivo mejor en la vida que perecer por lo grande e imposible, animæ magnæ prodigus».10

Se entrega al destino por todos construido: un mundo en el cual la estructura metafísica con su ámbito espacio-temporal más allá de lo terrenal, con el tópos de la verdad más allá de los sentidos, la revelación y desocultación del sentido han perdido fuerza activa, afectiva y efectiva. El pastor de la metafísica se ha dormido (su siesta no es fortuita, sino destinal) de aburrimiento por su cesante acción en la historia, acción que no tiene asidero en las nuevas sig-niicaciones culturales modernas.

10 Nietzsche, Friedrich (2000a). Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida. Buenos Aires, EDAF, §9, pág. 140.

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Las coordenadas histórico-conceptuales respecto de la actuali-dad, las situamos de la siguiente manera: modernidad hace re-ferencia a una época histórica que arranca en el Renacimiento, alcanza su máxima expresión en la Ilustración y su depotencia-lización romántica en el modernismo artístico de la primera mi-tad del siglo XX. La modernidad designa la contemporaneidad de una época cualitativamente nueva, que incluso se trasciende a sí misma, teniendo la capacidad de distanciar el presente del pasado más reciente, constituyendo la historia en reiteración del presente signiicativo como transición perpetua hacia el futuro indeterminado. Por su parte, la modernidad como idea-proyecto destaca la novedad del presente como ruptura con el pasado, in-sistiendo en las ideas de innovación, progreso y moda. Por mo-dernismo entenderemos –a partir de los años ’50– una serie de formaciones ideológicas y culturales caracterizadas por articular y defender el proyecto de la modernidad. Por su parte, la mo-dernización se deine por constituir una serie de procesos, más o menos planiicados, que introducen cambios al orden moderno de una sociedad. La postmodernidad viene a signiicar un corte radical a los modos de la modernidad social política, estética, económica y cultural. La postmodernidad es deinida a partir de una determinada realidad socio-histórica acompañada de una condición epistemológica especíica, lo que la diferencia y aleja de la modernidad, y de ahí la idea de su superación. La postmo-dernización aunaría los procesos contemporáneos de transfor-mación material y cambio social que se expresan en la globaliza-ción económica y en la sociedad o red informacional.

La narrativa de la promesa o del proyecto moderno, se sustenta en la tesis del progreso o emancipación que habrían posibilitado la articulación de la universalidad del individuo y de la razón con la pluralidad de las conveniencias y de procesos teleológicos impul-sadores de la historia. Tal narrativa cuenta con la existencia de un

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sujeto individual, de una razón universal y de un proceso ordenado de acontecimientos dirigidos a la emancipación de la humanidad.

En in, la modernidad y sus tiempos bajo el abrigo de su gran na-rrativa de la promesa y sus versiones expresadas en las modulacio-nes de racionalidad, en las contradicciones y en los desniveles en su praxis social, en el eje del saber cientíico –la verdad objetiva–, en su status social de diferenciación, en la exclusión del sujeto en la historia por su cese en lo protagónico y su actividad en lo agónico, en la reducción de los ámbitos culturales bajo el signo contradic-torio de la forzada e impuesta uni-culturalidad globalizada, en el hastío ante la amenaza del nihilismo como ausencia de sentido y certeza venidera, en el anónimo ordenamiento de la cultura, en la lobreguez de los contornos valóricos y en la potencia abrumadora de la desesperanza. En in, se trata de interpretar el acaecer –y los matices de su propia metamorfosis como proceso diferenciador ante lo indistinto de los tantos orígenes de la modernidad– de las energías revolucionarias de la modernidad ilustrada desde la au-toairmación racional hasta su condición agónica, desde el énfasis de la razón moderna hasta el agotamiento cultural de la Ilustración en manos de la tecnología. Tales procesos o modos, versiones, esti-los y condiciones revelarán la instalación y acción de la detracción de la modernidad en su fase de crisis y resultan sintomáticos de una re-coniguración de la isonomía de la cultura moderna capi-taneada por el proceso modernidad-modernización-globalización como ethos totalizador.

Se presentan dos tránsitos de triple vía que empalman en la her-menéutica trágica: desde la potencia cargadora de sentido del sa-cerdote asceta a la decisión transformadora del pastor y la exhausta conciencia del hombre loco que busca y sólo encuentra el horizon-te de declive de la modernidad. Desde la certeza del proyecto ilus-trado (Habermas) hacia la desfundamentación social (Adorno y

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Horkheimer) y debilitamiento de los vínculos viviicantes que le sostenían (Lyotard).

PRIMERA INTER-IMPLICACIÓN: EL SACERDOTE ASCETA Y EL SACRO-DOMINIO DEL SENTIDO CON LA NARRATIVA DE LA DOMINACIÓN EN THEODOR ADORNO Y MAX HORKHEIMER

Para Nietzsche toda metafísica, religión y moral desde el punto de vista de la cultura judeo-cristiana occidental, encarnan las grandes expresiones del racionalismo teórico inaugurado por Descartes y perpetuado por el criticismo kantiano, que se traducen en prejui-cios (equivalentes a valores, a verdad) de la actitud práctica propia de una determinada moralidad de vida. Estos prejuicios originan una civilización o cultura determinada por una «moral […] como una voluntad de poder que se caracteriza como venganza: no es la propuesta de un valor alternativo respecto de otros, según Nietzs-che; sino más bien la negación nihilista de todo valor al mundo, y la consiguiente voluntad de rebajarlo aún más, despreciándolo y humillándolo»11 desde el instinto de decadencia.

La fórmula que expresa el diagnóstico nietzscheano sobre nuestra civilización, dictamina que la civilización judeo-cristiana occiden-tal es una civilización enferma moralmente por estar escindida en-tre el elemento racional y las raíces terrenales o sensibles de la vida misma en cuanto voluntad de poder. El propósito, el objetivo no son Dios ni el cristianismo ni los sacerdotes –todos éstos son sólo recursos para situarnos en la perspectiva correcta respecto de su verdadero blanco– sino la razón teórica metafísica y, precisamente, la metafísica misma y los valores en los que se funda.12

11 Vattimo, Gianni (1987), o.c., pág. 119.12 Cfr. Sánchez Meca, Diego (1989). En torno al superhombre. Nietzsche y la crisis de la modernidad. Barcelona, Anthropos.

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La primera vía que hemos elegido para dilucidar los alcances de estos cruces o conexiones secretas entre las iguras de signiicación hermenéutica, es la genealogía que consiste en retroceder en busca del origen de “bueno” y “malo” en el campo de lo moral y las estra-tegias de su hacedor, mentor y administrador del estado del hom-bre moral de la cultura occidental: su condición de enfermo que lo condena a la experiencia del vacío de sentido: el sacerdote asceta y su ideal de sacro-dominio del sentido.

Las prolongaciones igurativas que surgen del sacerdote asceta continúan y se radicalizan en la igura del pastor somnoliento del (sin)sentido abandonado, sufriendo un extrañamiento de sí, un re-tiro de sus funciones, y inalmente, la igura ya entregada a la visión de su destino: anunciar la ausencia de Dios y que ese destierro se debe a nuestro olvido mortal de los dioses.

La originalidad del cuestionamiento nietzscheano sobre la moral, radica en montar una relexión genealógica que investiga en las ori-ginales pulsiones productivas de las interpretaciones morales de la realidad, como asimismo en la elucidación de la valoración de los valores propios de cada una de las interpretaciones morales, como airma Deleuze, de las «categorías de una tipología de las profundidades»13 de las lógicas de dominación religiosa: mono-teísmo, alianza, profecías inaugurales, el mesianismo, la universali-zación paulina, cristología y conquista política.14

Un punto explicativo del desarrollo de esta estrategia de interpre-tación genealógica sobre las posibles condiciones de emergencia de la tradición moral, de sus relaciones sociales y de sus proyecciones culturales, epistemológicas, veritativas e identitarias instaladas en

13 Deleuze, Gilles (2000), o.c., pág. 36.14 Vid. Gauchet, Marcel (2005). El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión. Madrid, Trotta, págs. 145-186.

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la tradición social judeo-cristiana occidental, lo encontramos en la distinción histórica y psico-espiritual que realiza Nietzsche, entre “moral del señor” y “moral de esclavos” en una clara alusión a las teorías morales propuestas por Aristóteles y por Kant, respectiva-mente:

«En mi peregrinación a través de los sistemas de las nume-rosas morales, más delicadas o más groseras, que hasta ahora han dominado o continúan dominando en la tierra, he encon-trado ciertos rasgos que se repiten juntos y que se coligan en-tre sí de modo regular: hasta que por in se me han revelado dos tipos básicos, y se ha puesto de relieve una diferencia fun-damental. Hay una moral de señores y una moral de esclavos. […] Las diferenciaciones morales de los valores han surgido o bien entre una especie dominante, la cual adquirió conciencia, con un sentimiento de bienestar, de su diferencia frente a la especie dominada, o bien entre los dominados, los esclavos y los subordinados de todo grado. […] La especie aristocrática de hombre se siente a sí misma como determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su juicio es “lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí”, sabe que es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores. Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es autogloriicación. En primer plano se en-cuentran el sentimiento de la plenitud, del poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la conciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir: también el hom-bre aristocrático socorre al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino más bien por un impulso engendrado por el exceso de poder. […] Las cosas ocurren de modo distinto en […] la moral de esclavos. Suponiendo que los atropellados, los oprimidos, los dolientes, los serviles, los inseguros y cansados de sí mismos moralicen: ¿cuál será el carácter común de sus valoraciones morales? […] La mirada del esclavo no ve con

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buenos ojos las virtudes del poderoso: esa mirada posee es-cepticismo y desconianza, es sutil en su desconianza frente a todo lo “bueno” que allí es honrado, quisiera convencerse de que la misma felicidad no es allí auténtica. A la inversa, las propiedades que sirven para aliviar la existencia de quienes sufren son puestas de relieve e inundadas de luz: es a la com-pasión, a la mano afable y socorredora, al corazón cálido, a la paciencia, a la diligencia, a la humildad, a la amabilidad a lo que aquí se honra, pues éstas son aquí las propiedades más útiles y casi los únicos medios para soportar la presión de la existencia. La moral de los esclavos es, en lo esencial, una mo-ral de la utilidad […]. La antítesis llega a su cumbre cuando, de acuerdo con la consecuencia propia de la moral de esclavos, un soplo de menosprecio acaba por adherirse también al “bue-no” de esa moral […], porque, dentro del modo de pensar de los esclavos, el bueno tiene que ser en todo caso el hombre no peligroso: es bonachón, fácil de engañar, acaso un poco estúpi-do, un bonhomme [buen hombre]».15

Nietzsche, teniendo en mente tres directrices orientadoras, aborda la cuestión moral de la siguiente manera: la pregunta: ¿qué valor tienen los juicios morales de “bueno” y “malvado”?, ¿qué valor tie-nen la moral, la metafísica, la religión y la ciencia?; el signiicado: ¿son un signo de empobrecimiento y degeneración de la vida o, por el contrario, en ellos se maniiestan la plenitud y voluntad de la vida?16 Estas cuestiones se reieren a una pregunta precisa sobre el valor, a saber: el valor como expresión de voluntad originaria; y el “método de investigación”: una necesaria crítica de los valores mo-rales, y para ello se requiere tener conocimiento de las condiciones

15 Nietzsche, Friedrich (1993a), o.c., ‘¿Qué es aristocrático?’, §260, págs. 222-226.16 Ibíd., §1, págs. 20-22.

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y circunstancias de las que aquéllos surgieron, en las que se desa-rrollaron y modiicaron.17 Es importante destacar que el propósito radica en la explicitación de las condiciones tanto de invención, interiorización e instalación de los valores; más que una investi-gación sobre los orígenes de esos valores, es poner en evidencia su historicidad, pues «el genealogista necesita de la historia para con-jurar la quimera del origen».18

El genealogista se pregunta por la conciencia de la historicidad de los valores y de la interpretación de los mismos, vale decir, se su-merge en el minuto de emergencia y desarrollo de las tradiciones históricas que conforman los juicios de valor del ser humano:

«La indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el problema referente a qué es lo que las designaciones de lo “bue-no” acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente signiicar en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas remiten a idéntica metamorfosis conceptual, que, en todas partes, “noble”, “aristocrático” en el sentido estamental, es el con-cepto básico a partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, “bueno” en el sentido de “anímicamente noble”, de “aristocrático”, de “anímicamente de índole elevada”, “anímicamente privilegia-do”: un desarrollo que marcha siempre paralelo a aquel otro que hace que “vulgar”, “plebeyo”, “bajo”, acaben por pasar al concepto “malo”».19

En GM20, Tratado Primero: “‘Bueno’ y ‘malo’, ‘malvado’ y ‘bue-no, tratado destinado a revelar la psicología del cristianismo (el

17 Ibíd., §2, págs. 22-23.18 Foucault, Michel (1988), o.c., pág. 11.19 GM, I, 4-5, págs. 33-36.20 Vid. Nietzsche, Friedrich (1994b). Ecce homo o cómo se llega a ser lo que se es. Madrid, Alianza, págs. 109-110. Nietzsche presenta en estas páginas su «arte de la sorpresa [de un] contraideal [la] transvaloración de todos los valores».

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afecto del resentimiento), Nietzsche constata que hasta entonces se había situado el origen del concepto de “bueno” en aquellas acciones desinteresadas, caliicadas justamente como “buenas” por aquellos que se beneiciaban en su ejecución, interiorización, realización y difusión. A partir de ello, cuestiona tal tesis consi-derándola carente de sentido histórico y de directo contrasenti-do psicológico, incluso isiológico o natural. Sostiene que toda la evidencia histórica y hasta el análisis psicológico más super-icial demostrarían que fueron los “buenos” mismos, vale decir, los nobles21 y poderosos, los que gozaban de una posición y de una mente elevadas, quienes se consideraron y se establecieron arbitrariamente como “buenos”, extendiendo esta valoración a las condiciones de carácter y a las acciones propias de quienes pertenecen a ese rango. Este proceso creador, por parte de los aristócratas, es un proceso natural que se produce al interior de la sociedad que se viene desarrollando desde los inicios primitivos de la cultura:

«Toda nueva elevación del tipo “hombre” fue hasta hoy obra de una sociedad aristocrática, y se deberá siempre a una sociedad que tenga fe en la necesidad de una profunda diferencia del valor de hombre a hombre, y que para llegar a su in necesite de la esclavitud bajo una u otra forma. Sin el pathos de la dis-tancia que nace de la diferencia de clases, y del constante ejer-cicio del mandar y del tener a los demás oprimidos y lejanos,

21 Vid. GC, I, §55, ‘La última nobleza del alma’, pág. 103. Un “nuevo co-nocimiento” que Nietzsche lo utiliza para facilitar la contradicción desde la comprensión forzosa de este nuevo acontecimiento, y lo hace en cuatro tesis, la de la “simplicidad objetivista”, la “ilusorio-moral”, la de la “venganza”, y la de la “decadencia”. Las cuatro tesis giran en torno a la imposibilidad de conce-bir “otra realidad” y menos de demostrar. Vid. Nietzsche, Friedrich (1994c). Crepúsculo de los ídolos o cómo se ilosofa a martillazos. Madrid, Alianza, §6, págs. 49-50.

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no sería posible el otro misterioso pathos, el deseo de ampliar las distancias dentro del alma misma, el desarrollo de estados anímicos, cada vez más elevados, más varios y lejanos; en una palabra, la elevación del tipo hombre, el incesante triunfo del hombre sobre sí mismo (para emplear en sentido supermoral una fórmula moral). Y no hay que hacerse ilusiones humanita-rias acerca del origen de una sociedad aristocrática (y por tan-to, acerca de la elevación del “tipo hombre”); la verdad es dura. Digamos, sin circunloquios, cómo comenzó en la Tierra toda civilización noble y elevada. Hombres de naturaleza primitiva, bárbaros en el sentido más terrible de la palabra, hombres de rapiña, con indómita fuerza de voluntad, con ardiente deseo de dominar, se precipitaban sobre las razas más débiles, más civi-lizadas, que se ocupan en el comercio o en el pastoreo, o sobre otras civilizaciones decrépitas que gastan las últimas energías de la vida en espléndidos fuegos artiiciales del espíritu y de la corrupción. La casta aristocrática fue siempre en sus comien-zos la raza bárbara, y su preponderancia debe buscarse, no en la fuerza física, sino en la fuerza del espíritu: eran hombres más completos (bestias más completas)».22

A partir de ese sentimiento de pertenencia a un rango superior y colmados de un pathos de la distancia frente a la plebe, captaron como parte de su facultad como señores el derecho de crear valores y a darles nombre gracias a la acción, «vieja hembra engañadora»23, de la gramática. Lo que se airma, es que la palabra “bueno” no ha-bría estado así, en su origen, ligada a las acciones desinteresadas ni a aquellos a los que, a través de ellas se les mostraba bondad. Fundamenta tal interpretación en el signiicado etimológico de los términos “bueno” y “malo” en diversos idiomas. La totalidad de sig-

22 Nietzsche, Friedrich (1993a), o.c., ‘¿Qué es aristocrático?’, §257, págs. 219-220.23 Nietzsche, Friedrich (1994c), o.c., ‘La `razón´ en la ilosofía’, §5, pág. 49.

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niicados muestran una misma “metamorfosis conceptual”: “noble”, “aristocrático”, en el sentido social, constituye siempre el concepto básico a partir del cual se desarrolla el “bueno” ya internalizado, en el sentido de con “alma aristocrática”, con “alma superior”. A partir de este concepto inicial, esencialmente positivo, surge por contra-posición el de “malo”, en el sentido común: “plebeyo”, “mal nacido”, “inferior”, “infeliz”, etc.

Nos encontramos, pues ante dos conceptos valóricos o valori-zaciones internalizadas de los que, el primario u original, es el “bueno” entendido como airmación espontánea de una forma de existencia, la del “noble”, la del “poderoso”. El segundo, el “malo”, presenta, en cambio, un carácter secundario o derivado, ofrece junto con su sentido peyorativo frente a lo bajo, lo sucio, lo co-mún, una especie de condescendencia y piedad hacia el mal na-cido, el infeliz, el que no goza de la misma realidad que la del noble. Ahora bien, existen otras perspectivas o valoraciones que reconocen otro origen en sociedades pasadas donde la casta do-minante, la aristocrática, fue la sacerdotal. Sus características tanto físicas como psíquicas serían muy diferentes de las de la nobleza generadora del binomio de valores ya descritos. Mientras la casta aristocrática expresa su voluntad de poder en una vida volcada hacia la actividad libre y robusta, dedicándose a la guerra, la caza, la danza, a todo lo que expresa energía vital, por su parte la casta sacerdotal, generalmente débil físicamente e introvertida en lo psíquico, tiende alternadamente a la cavilación y a las explo-siones emocionales. No posee capacidad guerrera ni de imponer abiertamente su voluntad de poder, y esta impotencia hace de los sacerdotes los enemigos más temibles, pues genera el odio y la búsqueda de vías arteras y sutiles de dominación.

Se desprende entonces, que un concepto que denota un alma su-perior, se deriva siempre del desarrollo de uno que denota superio-

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ridad política. Así, la exteriorización de los sentimientos que alzan al sujeto a un nivel espiritual superior, vendría siendo la política, la participación jerarquizante en el poder derivado y temporal, no necesariamente representativo del rango inferior de cada ser hu-mano. Las sociedades en las cuales la casta aristocrática es la casta sacerdotal, no constituyen una excepción a esta regla: marcación de la distancia y del rango. Allí, dicha casta es una descripción de sí misma, enfatiza un predicado que evoca su función sacerdotal. El término “puro”, que originariamente correspondía a una asignación meramente exterior: la observación de ciertas normas higiénicas, llegará a interiorizarse y, enfrentándose a “impuro”, adquirirá una connotación moral. Este contexto servirá para conceptualizar un “bueno” y un “malo” profundamente moralizados; con ello la hu-manidad habrá pasado desde su pre-historia moral, durante la cual ser moral consistía en respetar la tradición con sus costumbres, y la inmoralidad consistía en transgredirlas, hacia la etapa moral pro-piamente tal, donde harán su aparición el sentimiento de culpa y pecado.24

Con los judíos comienza en la moral la rebelión de los esclavos, mediante la inversión de la identiicación aristocrática de los valo-res; ahora los miserables son los buenos, los pobres, los impoten-tes, los bajos, etc.25:

«La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el re-sentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resen-timiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los escla-

24 Vid. GC, III, §135, ‘Origen del pecado’, pág. 166-167.25 GM, I, 6-9, págs. 36-42.

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vos dice no, ya de antemano, a un “fuerte”, a un “otro”, a un “no-yo”, y ese no es lo que constituye su acción creadora […] su acción es, de raíz, reacción».26

La moral de esclavos, que hace “bueno” lo que resulta de la propia impotencia, se funda en el supuesto engañoso de que tras la acción hay un sujeto libre, cuya debilidad se debe a una única e inevitable realidad, si no a un logro voluntario, querido, elegido: un mérito. Para esto se duplica el hacer y se supone que detrás de todo hacer hay un hacer-hacer, es decir, un agente, en suma, un “alma”. De no mediar este engaño, no habría bueno ni malvado: el fuerte sólo po-dría actuar como fuerte y el débil como débil.27 Así, los conceptos morales de “conciencia”, “culpa”, “deber” y otros, tienen su origen en la esfera del derecho de las obligaciones. Las formas básicas de cambio y comercio dieron lugar a la relación contractual entre acreedor y deudor; ello supuso previamente la larga tarea de educar al hombre para hacer promesas, contrariando con ello su natural capacidad de olvido, indispensable para el orden anímico y la tranquilidad. La falla en cumplir promesas originó la pena, cuyo objetivo primario fue beneiciar al acreedor defraudado con la oportunidad para hacer sufrir al deudor un daño equivalente al perjuicio sufrido: «el perju-dicado cambiaba el daño, así como el displacer que éste le producía, por un extraordinario contra-goce: el hacer-sufrir».28

El prototipo de esta sociedad aristocrático-sacerdotal, es el pueblo judío como el protagonista de la revolución de los esclavos en moral y representante de la intencionalidad oculta de la moral cristiana, pues al oponerse a sus enemigos y conquistadores e impulsados por el odio de la impotencia y de la milenaria interiorización cultural,

26 GM, I, 10, págs. 42-43.27 GM, I, 13, págs. 51-53.28 GM, II, 6, pág. 75.

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no se conformaron sino con una radical inversión de todos los va-lores nobles, vale decir, con el acto de venganza más grandioso y espiritual ocurrido en la historia29. Invirtiendo la ecuación valórica aristocrática que identiicaba al “bueno”, al “amado de Dios” con el noble, el poderoso, el hermoso, el feliz, se establece ahora una nueva equivalencia: el “bueno” es sólo el impotente, el humilde, el pobre, el sufriente, el infeliz; sólo éstos son los amados por Dios. Los pode-rosos y los nobles son ahora los malvados, crueles e impíos, los sin Dios, quienes serán condenados y malditos por toda la eternidad.

Esta revolución de los esclavos en moral, comienza cuando el re-sentimiento llega a ser creador e institucionalizador de valores que surgen como expresión del triunfo de la “transvaloración de todos los valores”, sobre todos los demás ideales, sobre los ideales más nobles: «El resentimiento: Por tu culpa, por tu culpa… Acusación y recriminación proyectiva. Si soy débil e infeliz, es por tu culpa. La vida reactiva se sustrae a las fuerzas activas, la reacción deja de “actuar”. La reacción se convierte en algo sentido, en “resentimien-to”, que se ejerce contra todo lo que es activo. Se hace que la acción sienta “vergüenza”: la vida misma es acusada, separada de su poten-cia, separada de lo que puede».30

La moralidad noble se desarrolla a partir de una triunfante air-mación de sí misma; el modo de valorar noble actúa y crece espon-táneamente desde esta airmación. Su concepto valórico negativo “malo”, que se identiica con bajo, común, es sólo una imagen se-cundaria, derivada por contraste de su concepto básico positivo, lleno de vida y pasión. Ser incapaz de tomar demasiado en serio por mucho tiempo los propios enemigos, los propios accidentes e

29 «La indignación moral es la clase más pérfida de venganza». Nietzsche, Friedrich (2003b), o.c., 54, pág. 80.30 Deleuze, Gilles (2000), o.c., pág. 36.

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incluso, los propios delitos, constituiría el signo de estas naturale-zas fuertes, enteras, en las que hay un exceso de poder para formar, para reponerse, para olvidar. En medio de ellas podría darse, si es posible que exista, el auténtico “amor al prójimo”, ya que el noble siente reverencia hacia su enemigo, que es su igual, y esta reveren-cia es lo que lo conecta con el amor.

La moralidad del esclavo, en cambio, no actúa ni crece espontá-neamente, necesita de la existencia de un medio hostil en el que asentarse, luego contra el cual reaccionar y inalmente ante el que rebelarse. El hombre del resentimiento no olvida, se calla, espera, provisionalmente humilde. Una raza de tales hombres está des-tinada a llegar a ser más inteligente que la raza noble, y honrará más la inteligencia, pues la concibe como una herramienta para una condición de importancia y rango.

Nos referimos a que el hombre del resentimiento, lejos de sentir reverencia por su enemigo, lo concibe como malvado, pero este “malvado” es su propia creación, su acto, su concepto básico con-trapuesto del cual extraerá secundariamente el concepto de “bue-no”. Este “malvado” de la moralidad esclava será, precisamente el “bueno” de la moralidad noble, el poderoso, el hermoso y feliz. He aquí la inversión de valores del resentimiento, la cual denota una alteración de las perspectivas de valoración moral, social y política. Trueque que surge de la gozosa airmación de la propia “voluntad de poder”, la cual, enfrentada a la que nace no de la airmación de sí misma, sino de la negación de la otra, de su opuesta.

Esta inversión se completa con la elaboración del concepto “bueno”. En él, los hombres del resentimiento identiican la debilidad con la bondad, la impotencia con la virtud y inalmente, se identiica con el “malo” de la moral noble. Hablamos aquí sobre dos pares de valores contrarios entrecruzados: para la moral noble, el concep-to primario de “bueno” se identiica con el concepto primario de

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“malo” en la moral esclava y, por su parte, el concepto derivado de “malo” en la moral noble, es identiicado con el concepto derivado de “bueno” para la moral esclava.

Pero no se trata sólo de una inversión de valores morales, hay ade-más, un matiz de diferencia traducido en el concepto “malvado” que reemplaza al “malo” en un sentido espiritual. Lo malo y lo bueno no se han moralizado, han pasado a ser, respectivamente, culpa y mérito del actor y no destino, condición de rango, situación de nacimiento. Ha nacido el alma y el libre albedrío. La debilidad, que es la esencia del hombre del resentimiento, aparece asumida voluntariamente, como si el hombre del resentimiento pudiera no ser débil y, sin embargo, lo eligiera. Como si el poderoso, el fuerte, pudiera elegir no serlo. Como si el ave de rapiña fuera culpable de su condición, y el cordero fuera meritorio por la suya.

En GM, Segundo Tratado: “‘Culpa’, ‘mala conciencia’ y similares”, tratado destinado a desenmascarar la psicología de la conciencia (crueldad), esencialmente la conciencia culpable que se vuelve ha-cia dentro, que se vuelve contra sí misma.

La tendencia natural, sana, instintiva del hombre como animal, es el olvido. Tal como un organismo sano digiere sus alimentos sin problemas, la mente animal digiere sus experiencias sin que que-den residuos molestos. Sin embargo, el hombre para sus relacio-nes sociales de intercambio, tuvo que hacerse coniable, predecible, tuvo que crearse una memoria para llegar a tener el derecho de que le sea lícito hacer promesas al inspirar conianza en su prome-sa y cumplimiento. Este derecho, expresado en la orgullosa con-ciencia de sí mismo como individuo soberano y libre, es el fruto tardío de un largo aprendizaje producido en torno a las relaciones contractuales entre “acreedor” y “deudor”. Se habrían formado los conceptos morales de “culpa”, “deber” y “justicia”, entrelazándose por primera vez las ideas de “culpa” y “sufrimiento”.

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A lo largo de la mayor parte de la historia humana, el castigo no era impuesto al que actuaba mal o equivocadamente, porque se lo consideraba responsable de su acción, no se castigaba a partir del supuesto de que sólo el culpable merece castigo. Más bien, se lo ejercía como una manera de desahogar el enojo provocado por un daño o injuria. Paulatinamente fue surgiendo la idea de convalida-ción, es decir, de que toda injuria tiene su equivalente y “puede” ser pagada, aunque no sea con el sufrimiento de quien la inlinge. La idea de esta equivalencia entre injuria y sufrimiento habría extraí-do su fuerza de la relación contractual entre “acreedor” y “deudor”. Este es el terreno donde fue planteado las promesas necesarias, la severidad, la crueldad y el dolor que fueron los instrumentos que crearon la memoria para aquellos que prometían. Para inspirar conianza en su promesa de pagar, para grabar el pago como un deber en su propia conciencia, el deudor pactaba un contrato con el acreedor mediante el cual se comprometía –si llegaba a fallar en la cancelación estipulada– a compensarlo con algo que él poseyera: parte de su cuerpo, su esposa, su libertad, su vida, e incluso, dadas ciertas premisas religiosas, su descanso eterno. Especialmente, el acreedor podía inlingir un daño en el cuerpo del deudor: mutilar tanto como pareciera acorde con la magnitud de la deuda. Fueron surgiendo así, evaluaciones exactas, legales, de las partes del cuerpo en función de estas consideraciones, una suerte de “pago eterno”, más allá de la vida terrenal, frente a una “deuda eterna” pactada con Dios y administrada por el sacerdote asceta.

De tal manera, el sentimiento de deuda, de obligación personal y la relación de deuda y sufrimiento se originaron en la relación perso-nal al interior de esta relación contractual. Además, en este terreno es donde el hombre, al poner precio y establecer equivalencias, se autopercibió en su característica esencial, a saber: como animal que valora y nombra valores. Surge así el concepto de “justicia” en su sentido más elemental, es decir, como la buena voluntad entre las

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partes enfrentadas, cuando tienen aproximadamente igual poder para llegar a un acuerdo o pacto a una equivalencia satisfactoria para ambas partes e imponer acuerdos a los que tienen menos po-der.

Esta relación contractual se da también al interior de la comuni-dad, pues sus miembros gozan de las ventajas de la vida comunita-ria, y se comprometen a acatar sus normas. Si se infringen, se falla a la promesa, perjudicando al acreedor (comunidad, sociedad), quien deja caer sobre éste la fuerza de su poder excluyéndolo de su seno y, por tanto, de las ventajas que disfrutaba. Al crecer el po-der y la conianza de la comunidad en sí misma, las transgresiones pierden importancia, porque no representan ya un grave peligro para el todo social. Se empezará a buscar equivalencias y a con-siderar todo crimen, toda ofensa como esencialmente compensa-bles. Las leyes penales se moderan, el acreedor se humaniza, hasta que la proporción de injuria que puede tolerar sin daño llega a ser una medida de su riqueza y poder. Una sociedad que adquiriera una total seguridad de sí misma podría permitirse el no castigar a los que intentan dañarla. Así pues, la justicia no se origina en los sentimientos reactivos, sino en la idea de venganza. Dondequiera que se practique la justicia, se descubre una fuerza que ha buscado la manera de poner límites a la furia sinsentido del resentimiento entre los más débiles. Para ello ha inventado e impuesto arreglos, ha establecido equivalencias para las injurias a través de normas. El acto principal que el poder supremo realiza contra el resentimien-to es la institución de la ley, la declaración imperativa de lo que es permitido como justo y lo que es prohibido como injusto. Una vez establecida la ley, las transgresiones constituyen ofensas a la ley misma y, a través de ella, al poder supremo, con lo que despersona-liza el acto ofensivo, la injuria.

Los conceptos de “justo” e “injusto” existen pues, en su pleno desa-rrollo, sólo a partir de la constitución de la ley. Lo justo e injusto

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“en sí”, carecen de sentido, pues ninguna injuria, asalto, explotación o destrucción puede ser injusta, ya que la vida opera esencialmente a través de la injuria, el asalto, la explotación y la destrucción. Las condiciones legales que dan origen a los conceptos de “justo” e “in-justo” constituyen una restricción parcial de la voluntad de la vida, que es “voluntad de poder” y no representan sino un medio para lograr un poder mayor. Un orden legal que fuera concebido como soberano y universal, como un medio para prevenir toda lucha y no como un medio para la batalla entre complejos de poder, sería un principio hostil a la vida.

Durante un período muy largo de la historia humana, a lo largo de toda la etapa pre-moral, el sentimiento de culpa, lejos de ser promovido por el castigo, habría sido entorpecido por él. La con-templación de los procedimientos judiciales y ejecutorios habría convencido al criminal de que el tipo de su acción como tal no era reprensible; veía exactamente las mismas acciones al servicio de la justicia, aprobadas y aplicadas con tranquilidad de conciencia. Por otra parte, los jueces mismos no consideraban a los condenados como personas culpables, sino más bien como piezas irresponsa-bles del destino. Así, la persona que recibía el castigo, a su vez, lo recibía como parte del destino, sin otro desasosiego interior debido a la aparición de un imprevisto poco afortunado.

El origen de la “conciencia culpable” debemos pues, buscarlo en otro sitio. La conciencia es una grave enfermedad contraída por el hombre bajo la tensión del cambio más fundamental que jamás haya experimentado: el cambio que ocurrió cuando se encontró recluido entre las murallas de la sociedad, sometido a las condi-ciones de la civilización, violentado por la exigencia de la paz y el acuerdo. El hombre, ese semi-animal bien adaptado al pillaje, a la guerra, al vagabundeo, se encuentra de pronto con que todos sus instintos han perdido valor y han quedado “suspendidos”. Sus in-falibles impulsos reguladores inconscientes, que lo habían guiado

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hasta entonces, pierden eicacia. Sólo queda inferir, coordinar cau-sa y efecto. Los antiguos instintos, sin embargo, no dejan de plan-tear sus exigencias, sólo que es ya imposible satisfacerlos y hay que buscarles gratiicaciones subterráneas.

Esos instintos, impedidos de descargarse hacia afuera como antes, se internalizan: «La mala conciencia: Por mi culpa… Momento de la introyección. Desde el momento en que se ha pescado la vida, como con un anzuelo, las fuerzas reactivas pueden regresar a sí mismas. Ellas interiorizan la culpa, se llaman culpables, convidan a la vida entera a reunirse, adquieren el máximo poder contagioso –forman comunidades reactivas».31

La hostilidad con la crueldad, la alegría de perseguir, de atacar y de destruir se vuelven contra el poseedor de esos instintos, dando origen a la conciencia culpable. Este nacimiento de una concien-cia que se percibe como autoculpable por sentimientos donados e invertidos, origina el olvido de sí no-natural. El cambio al que se hace referencia y que trajo como consecuencia el surgimiento de la conciencia culpable, no es un cambio gradual ni voluntario; no presentó una adaptación orgánica a nuevas condiciones, sino que fue un quiebre, un salto brusco, una compulsión. Fue una situación instituida por un acto de violencia, sostenida y perfeccionada por otros actos de violencia más sutiles. El “Estado primitivo” surgió así, como una temible tiranía, como una máquina represiva carente de todo remordimiento; como resultado de la acción de una raza conquistadora que, organizada para la guerra, impone su dominio sobre un pueblo quizás superior en número, pero aún informe y nómada en lo social y cultural.

En las comunidades tribales originales, la generación viva reco-nocía siempre un deber jurídico hacia las generaciones anteriores,

31 Ídem.

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especialmente hacia la primera, la fundadora de la tribu. Reinaba la convicción de que sólo a través de los sacriicios y acciones de los antepasados había llegado la tribu a existir; se debía pues, re-tribuirles con acciones y sacriicios que los honraran. Se reconocía así una deuda que crecía constantemente, ya que esos antepasados seguían de forma permanente protegiendo a la tribu. De tal forma, el temor hacia el antepasado y su poder crecía con el poder de la tribu, que a través del uso de la imaginación creadora del miedo creciente, fueron introducidos en el reino de lo divino. El antepa-sado se transiguró en Dios. Finalmente, con la aparición del Dios cristiano, como la máxima concepción de Dios alcanzada, el senti-miento de endeudamiento culpable adquiere también su máxima expresión. La deuda irredimible exige que Dios se pague a sí mis-mo, que se sacriique por la culpa de la humanidad. Dios, como el único ser que puede redimir al hombre de aquello que ha llegado a ser irredimible para el hombre mismo: el acreedor que se sacriica por el amor del deudor.

Lo que ha sucedido aquí, es que esa crueldad reprimida e inter-nalizada del animal-hombre, de esa criatura aprisionada para ser domada, hace surgir la conciencia de culpa para herirse a sí misma cuando ve bloqueada la descarga natural de este deseo de herir y llevar su autotortura al máximo grado de severidad y rigor: culpa ante Dios. Ve en Dios la antítesis total de sus propios instintos animales y los reinterpreta como una forma de culpa ante Dios, como rebelión contra el “Señor”, el “Padre”. Extrae de sí toda la negación de su propia naturalidad y realidad, bajo la forma de una airmación, de algo existente y real, más allá y eternidad, como Dios el Santo, Dios el Juez, Dios el Verdugo, como tormento sin in, como inierno. Esta raza de señores no conoce el sentimiento de culpa ni la consideración. No es en ellos donde se desarrolla la conciencia culpable, pero sin el poder triunfante no habría apa-recido tal tipo de conciencia. El instinto de libertad retrotraído

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a un estado de latencia, reprimido y encarcelado por ellos, se ve obligado a descargarse sobre sí mismo. Esto y sólo esto es la con-ciencia culpable en sus comienzos. Fundamentalmente, se trata de la misma fuerza reactiva mediante la cual la raza conquistadora impone una forma al pueblo, sólo que aquí el material sobre el que trabaja dicha fuerza es el mismo hombre que la detenta y no otros hombres. Crea así, la conciencia culpable y los ideales negativos: los ideales ascéticos.

Llegamos así, en GM, al Tratado Tercero “‘¿Qué signiican los ideales ascéticos?’“, tratado consignado a desnudar la psicología del ideal ascético como aquel Ideal que funde moral y conocimiento, encarnado en la igura genealógica capital: el sacerdote asceta.

En el momento en que los oprimidos, los maltratados, los reba-jados se exhortan entre sí, indignados se dicen con la astucia pro-pia de los impotentes: seamos diferentes de los “malvados”, seamos “buenos” y es bueno el que no ofende, el que no daña a nadie, el que no se venga personalmente y deja la venganza a Dios; aquel que espera poco de la vida, el paciente, el humilde, el justo. Sin embargo, esta constatación de la propia debilidad se ha revestido, gracias al autoengaño de la impotencia, con el disfraz ostentoso de la resignación y del logro voluntario.

La declaración de los nuevos ideales, es la que forja a los ideales del resentimiento: la impotencia que no puede desquitarse se presenta como “bondad de corazón”, la vileza como “humildad”, la sujeción a los que se odia como “obediencia” exigida por Dios, la cobardía como “paciencia” y la ineptitud para vengarse como “perdón”, e in-cluso, como “amor” al prójimo. La miseria se convierte en signo de elección y predilección por parte de Dios como aquella prepara-ción para la prueba –vivir la “fe” en la “esperanza”– para alcanzar la compensación del “Juicio Final” que anuncia la venida del “Reino de Dios”.

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El ideal ascético es pues, un arma en la lucha que se establece contra el dolor sordo y constante del sinsentido y la desesperanza propias de la vida. Sin embargo, resulta ser un artiicio de la voluntad de la vida, una icción e ilusión de la voluntad de poder que, antes de enfrentarse a la nada y aniquilarse, escoge esta expresión enferma y decadente de valoración y vinculación. Es aquel ideal que desprecia esta vida y extiende su mirada del inal y de sus objetivos en un más allá. Un ideal sinónimo a nada, pues ha sido elevado como el ideal y avalado por la divinidad que está por encima de la vida terrenal. La espiritualidad ascética elevó su espíritu dominante como garantía de su ideal, pues es «sabido cuáles son las tres pomposas palabras del ideal ascético: pobreza, humildad, castidad».32 Así, este ideal produce un efecto inhibitorio de los contrarios de estas tres “cuali-dades” humanas y todo desvío de esta regla es causa de sanciones divinas y autosanciones físicas:

«El ideal ascético: momento de la sublimación. Lo que inalmen-te quiere la vida débil o reactiva es la negación de la vida. Su voluntad de poder es voluntad de nada, como condición de su triunfo. La voluntad de nada, al revés, sólo tolera la vida débil, mutilada reactiva: estados cercanos a cero. Se fragua entonces la inquietante alianza. La vida será juzgada según valores piado-sos llamados superiores a la vida: aquellos valores piadosos se oponen a la vida, la condenan, la conducen a la nada; solamente prometen la salvación a las formas más reactivas, más débiles y más enfermas de la vida. Ésta es la alianza del Dios-Nada y del Hombre-Reactivo. Todo se ha vuelto al revés: los esclavos se lla-man señores, los débiles se llaman fuertes, la bajeza se denomina nobleza. Se dice que alguien es noble y fuerte porque carga: car-ga con el peso de los valores “superiores”, se siente responsable. Incluso con la vida, sobre todo con la vida, le parece duro cargar.

32 GM, III, 8, pág. 126.

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Las evaluaciones son deformadas hasta tal punto que ya no se puede ver que el cargador es un esclavo, que con lo que carga es con una esclavitud, que el portalastres es un endeble –lo contra-rio de un creador, de un bailarín».33

En síntesis, la función y característica fundamentales del ideal as-cético, es que hizo alcanzar a los sentimientos humanos un estado valórico “en sí”, desvirtuando su naturaleza y emigrándolos de la tierra a un sitio ultraterreno, haciendo surgir una moral como con-tranaturaleza34. Además, paralizando el movimiento natural de los valores en una llamada “vida contemplativa”, en la aceptación muda de las culpas inocentes y en la elevación de la búsqueda de la ver-dad en el error –donde la razón resulta el «autoescarnio ascético de la razón»35–, es desde donde se deriva la función del sacerdote asceta: la del salvador predestinado de esta vida. Su misión históri-ca consiste en aliviar el sufrimiento, en dominarlo y con este in se esfuerza por alterar la dirección del resentimiento36 y combate sólo el desconcierto del sufriente, no combate la causa del sufrimiento y la verdadera enfermedad que son la conciencia culpable, el senti-miento de culpa y el “pecado”. El «dominio sobre quienes sufren en su reino»37, es su felicidad y se sirve de algunos medios para mane-jar la dirección de los sentimientos del que sufre y, sobre todo, del instinto de autosuperación.

Los medios utilizados por el sacerdote asceta para este combate, son los “inocentes” y los “culpables”. Respecto de los primeros, los ideales ascéticos tienden a abolir o, por lo menos, a minimizar el deseo, con el in de reducir la vitalidad a un estado de hibernación,

33 Deleuze, Gilles (2000), o.c., pág. 37.34 Nietzsche, Friedrich (1994c), o.c., págs. 56-59.35 GM, III, 12, pág. 138.36 GM, III, 15, pág. 147.37 GM, III, 15, pág. 148.

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con ello se produce un embotamiento hipnótico de la “sentitividad”, de la capacidad de sufrimiento por medio de la actividad mecáni-ca, de la laboriosidad, desviando la atención del que sufre sobre la causa del sufrimiento. Para ello, prescribe un pequeño placer, fácilmente alcanzable, que puede constituir un recurso frecuente y aplicarse en combinación con las medidas anteriores: el “placer de dar placer”, es decir, “hacer el bien”, “ayudar”, “aliviar”, “consolar”, en una palabra, “solidarizar”. Los medios “culpables”, están apoyados en una especie de orgía del sentimiento que despierta al hombre de su melancolía y espanta, por un tiempo, al dolor bajo la atrac-ción de un sentido, de una interpretación y justiicación religiosa del sufrimiento. En Dios radica el resguardo y consuelo inales, en Él está la explicación del “porqué” del sufrimiento. Tratan sólo de algún desenfreno de los sentimientos: consisten en sacar «el alma humana de todos sus quicios, sumergirla en terrores, escalofríos, ardores y éxtasis, de modo que se despliegue, como fulminante-mente, de toda la pequeñez y mezquindad propias del desplacer, del letargo, del fastidio».38 El principal ardid en este sentido es, por cierto, aprovecharse del sentimiento de culpa, que aquí cobra la forma de “pecado”.39

Con todo, se trata de la explotación del sentimiento de culpa me-diante una inversión en la dirección del resentimiento. Todo el que sufre busca una causa de su sufrimiento y un agente sobre el cual desahogar su frustración. Vagando sin encontrar las razones que lo aliviarán, recibe por in de un pastor un indicio acerca de la causa de su dolor: debe buscar en sí mismo alguna culpa, debe entender su sufrimiento como castigo, una experiencia sufriente justiicada completamente desde la lógica ascética y su administración. Este es, precisamente, el signiicado del ideal ascético: algo le faltaba al

38 GM, III, 20, pág. 162.39 GM, III, 20, págs. 163-164.

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hombre, pero su problema central no era el sufrimiento mismo, sino la carencia de sentido de tal sufrir, la carencia de respuesta y explicación a las preguntas: “¿por qué sufro?”, “¿qué o cuál es la cau-sa de este sufrimiento?”, “¿quién es el responsable de tal sensación de culpabilidad?”.

Recapitulemos, airmando que el carácter central del ideal ascético, es que ofreció un sentido al hombre40 con el cual interpretar su sufrimiento: su existencia adquirió valor, y su voluntad una inali-dad, pues la voluntad humana se funda en la huida del horror vacui, en la posibilidad de la nada aunque esa posibilidad sea una nada disfrazada: esa voluntad necesita una meta –y preiere querer la nada a no querer–41: «fue necesario un artista de icción, capaz de aprovecharse de la ocasión, y de dirigir la proyección, de conducir la acusación, de operar la inversión […]. El que adiestra al resen-timiento, el que lleva la acusación y conduce cada vez más lejos la empresa de venganza, el que se atreve a invertir los valores, es el sacerdote. Y particularmente el sacerdote judío, el sacerdote bajo su forma judaica. Él, maestro en dialéctica, es quien […] forja las premisas negativas. Él es quien concibe el amor, uno nuevo que los cristianos se toman por su cuenta, como la conclusión, la corona-ción, la lor venenosa de un increíble odio. […] Sin él, el esclavo jamás habría sabido elevarse por encima del estado bruto del re-sentimiento. […] Su voluntad es voluntad de poder, su voluntad de poder es el nihilismo».42

Insistamos en este punto medular para nuestra interpretación o afán hermenéutico. Nietzsche considera al ideal ascético a partir de su origen, justamente cuando se encontraba al servicio de la

40 GM, III, 28, pág. 185.41 GM, III, 2, pág. 114.42 Deleuze, Gilles (1994), o.c., págs. 177-178.

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espiritualidad y la salud del alma, en cuanto “instinto dominante” que imponía sus exigencias a todos los demás instintos humanos que estaban bajo la atenta mirada de lo divino, lo que implicaba un desprecio o desvalorización de todo lo relacionado con el “mundo terrenal”, “sensible” bajo la promesa de salvación del cristianismo y su moral como “virtud”:

«Mírese de cerca la vida de todos los espíritus grandes, fecundos, inventivos, siempre se volverá a encontrar en ella, hasta cierto grado, esas tres cosas [pobreza, humildad, castidad]. En modo alguno, ya se entiende, como si fueran acaso sus “virtudes” –¡qué tiene que ver con virtudes esa especie de hombres!–, sino como las condiciones más propias y más naturales de su existencia óp-tima, de su más bella fecundidad».43

El sacerdote asceta, buscando aligerar su existencia, resulta sumiso ante una voluntad ajena, y ello no signiica necesariamente, obe-diencia o renuncia al dominio, sino que todo lo contrario, presume un medio eicaz para ejercerlo. El ascetismo es por ello, sintomáti-co de una enfermedad: la decadencia, y por ello, es además la forma esencial de nihilismo como voluntad de nada: autonegación, com-pasión y sacriicio donde la voluntad se vuelve contra la vida. Su ejercicio y sus métodos dan lugar a una interiorización represiva de instintos y a la mala conciencia. El sujeto al no descargar ex-ternamente sus instintos, éstos se vuelven imbuidos de espíritu de venganza, desencadenando la enfermedad del resentimiento. Pero no sólo nace el ascetismo como imperio del instinto de espirituali-dad, sino que, exacerbado, se eleva como condición de posibilidad social de tal espiritualidad y forjadora de una cultura que rinde tributo al dolor:

43 GM, III, 8, pág. 126.

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«La condición inactiva, meditativa, no-guerrera, de los instintos de los hombres contemplativos provocó a su alrededor durante mucho tiempo una profunda desconianza: contra ésta no ha-bría otro recurso que inspirar decididamente miedo […] Como hombres de épocas terribles que eran, hicieron esto con medios terribles: la crueldad consigo mismos, la automortiicación rica en invenciones […] La actitud apartada de los ilósofos, actitud peculiarmente negadora del mundo, hostil a la vida, incrédula con respecto a los sentidos, desensualizada, que ha sido man-tenida hasta la época más reciente y que por ello casi ha valido como la actitud ilosóica en sí, esa actitud es sobre todo una consecuencia de la precariedad de condiciones en que la ilosofía nació y existió en general».44

Sobre la vida ascética, se formulan las siguientes observaciones:

«Esta vida es puesta por [los sacerdotes ascetas] en relación con una existencia completamente distinta, de la cual es antitética y excluyente, a menos que se vuelva en contra de sí misma, que se niegue a sí misma: en este caso, el caso de una vida ascética, la vida es considerada como un puente hacia aquella otra existen-cia. El asceta trata la vida como un camino errado, que se acaba por tener que desandar hasta el punto en que se comienza».45

Una vida puramente ascética, es una autocontradicción:

«[En] ella domina un resentimiento sin igual, el resentimiento de un insaciado instinto y voluntad de poder que quisiera ense-ñorearse, no de algo existente en la vida, sino de la vida misma […] en ella la mirada se vuelve rencorosa y périda, contra el mismo lorecimiento isiológico […] en cambio, se experimenta y se busca un bienestar en el fracaso, la atroia, el dolor, la des-

44 GM, III, 10, págs. 133-135.45 GM, III, 11, pág. 136.

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ventura, lo feo, en la mengua arbitraria, en la negación de sí, en la autolagelación, en el autosacriicio».46

Esta autocontradicción es considerada

«[F]isiológica y ya no psicológicamente, un puro sinsentido […] Y para contraponer a ella brevemente la realidad de los hechos, digamos: el ideal ascético nace del instinto de protección y de salud de una vida que degenera, la cual procura conservarse por todos los medios y lucha por conservarse; es indicio de una paralización y extenuación isiológica parciales, contra las cuales combaten cons-tantemente, con nuevos medios e invenciones, los instintos más profundos de la vida, que permanecen intactos […] el ideal ascéti-co es una estratagema en la conservación de la vida»47:

«El no que el hombre dice a la vida saca a la luz, como por arte de magia, una muchedumbre de síes más delicados; más aún, cuando se produce una herida a sí mismo este maestro de la des-trucción, de la autodestrucción, a continuación es la herida mis-ma la que le constriñe a vivir […]. Es el hecho de que ese mismo ideal haya podido dominar sobre el hombre y enseñorearse de él […] se expresa una gran realidad, la condición enfermiza del tipo de hombre habido hasta ahora, al menos del hombre domesti-cado, se expresa la lucha isiológica del hombre con la muerte (más exactamente: con el hastío de la vida, con el cansancio, con el deseo del “inal”) […] la condición enfermiza es normal en el hombre».48

Nietzsche en GM bosqueja entonces, la hipótesis de que el sacer-dote asceta no logra de verdad una cura real, cosa que, por lo de-más, probablemente no ha pretendido. Todo se reduce a una cierta

46 GM, III, 11, pág. 137.47 GM, III, 13, págs. 139-140.48 GM, III, 13, págs. 140-141.

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organización de los enfermos, la preservación de los más sanos y la separación de éstos de aquellos incurables. El caso es que se pre-senta una enfermedad isiológica, que es interpretada como dolor anímico, el que, a su vez, por otra interpretación –causal–, exige un origen de tal padecer, más aún, un causante responsable sobre el cual poder desahogar los efectos:

«Existe una larga escalera de la crueldad religiosa, que consta de numerosos peldaños; pero tres de éstos son los más importantes. En otro tiempo la gente sacriicaba a su dios seres humanos, aca-so precisamente aquellos a quienes más amaba […]. Después, en la época moral de la humanidad, la gente sacriicaba a su dios los instintos más fuertes que poseía, la “naturaleza” propia; esta ale-gría festiva brilla en la cruel mirada del asceta, del hombre entu-siastamente “antinatural”. Finalmente, ¿qué quedaba todavía por sacriicar? ¿No tenía la gente que acabar sacriicando alguna vez todo lo consolador, lo santo, lo saludable, toda esperanza, toda creencia en una armonía oculta, en bienaventuranzas y justicias futuras?, ¿no tenía que sacriicar a Dios mismo y, por crueldad contra sí, adorar la piedra, la estupidez, la fuerza de gravedad, el destino, la nada? Sacriicar a Dios por la nada, este misterio paradójico de la crueldad suprema ha quedado reservado a la generación que precisamente ahora surge en el horizonte: todos nosotros conocemos ya algo de esto».49

El sacerdote modiica la dirección del resentimiento, y dice al en-fermo: “¡tú mismo eres el culpable!” Con esto, se salva la vida, sin embargo no se cura la enfermedad50, la medicación ascética no tiende a curar enfermedades, sino a «combatir el desplacer de la depresión, a aliviarlo, a adormecerlo»51: «Si quieres una vida fácil,

49 Nietzsche, Friedrich (1993a), o.c., ‘El ser religioso’, §55, págs. 80-81.50 GM, III, 15-16, págs. 146-150.51 GM, III, 20, pág. 162.

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quédate siempre con el rebaño. ¡Olvídate de ti mismo en el rebaño! ¡Ama al pastor, y honra las fauces de su perro!»52

En su manejo de los sentimientos, y en especíico de las fuerzas reactivas, el sacerdote asceta oferta acciones –consejos, lecciones, dictámenes– con el in de combatir el placer en inhibir las accio-nes desajustadas respecto a sus recomendaciones: destacaremos los medios no-culpables o consuelos, se pueden encontrar, por ejemplo: la depresión del sentimiento vital, en lo posible la dis-minución casi completa de cualquier deseo, de todo querer, lo que encuentra su supremo estado en la redención o ausencia total de sufrimiento; otro es la actividad maquinal, el trabajo, la regulari-dad, la obediencia, un modo de vida estable; asimismo la prescrip-ción de pequeñas alegrías, como la caridad, el amor al prójimo; y, inalmente, la actividad gregaria o formación de un rebaño y el cuidado de su voz.

Marquemos el primer eslabón de sentido hermenéutico –que se desdobla en dos direcciones orientadoras como plexos conectivos signiicativos– para esta topología moderna metamorfoseada por las iguras simbo-hermenéuticas desde la analogía estructural en-tre las iguras de signiicación hermenéutica y la metamorfosis mo-derna: desde su formación romántica, nostálgica, desencantada, ilustrada o nihilista.

La Razón –entendida aquí como aquella facultad o capacidad para comprender la naturaleza, el orden, la legalidad y el sentido del mundo: aquello que hay, que puede haber o lo que debe haber como eje sustantivo y facultad totalizadora de la modernidad–,

52 Nietzsche, Friedrich (2006). La hora del gran desprecio. Fragmentos póstumos (Otoño, 1882-Verano, 1883). Madrid, Biblioteca Nueva, 4 [38], pág. 27; «La moralidad es el instinto de rebaño en el individuo». GC, III, §116, ‘Instinto de rebaño’, pág. 155.

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opera tanto el propósito libertador respecto a su pasado histórico –la tradición judeo-cristiana occidental– como la apertura de un nuevo horizonte experiencial, hermenéutico, simbólico y genealó-gico, pero sobre todo, articula una transformación del sujeto mo-derno como «un ser más audaz a la hora de conquistar su libertad [que] parecería coronarse por una secuencia de asimilaciones que, en razón de su carácter indiscutible, diríase que recuperaba para sí el estilo de lo sagrado: asimilación de lo verdadero a lo cientíico, de lo cientíico a lo racional, de lo racional a lo valioso, de lo valioso a lo normativo, de lo normativo a lo lleno de sentido».53

Narratividad de las operaciones traducidas en autocomprensión constitutiva de la vida particular, social e histórica como intentos universalistas de encauzar diversas tradiciones y simbolizaciones culturales para articularlas dogmáticamente bajo el signo y la aven-tura racional de un proyecto cuya dirección, orientación, ruta, hue-lla y seña no se fundan provisionariamente –atendiendo al presen-te– sino programáticamente –insistiendo en el futuro–, en tanto órgano de producción de sentido –rechazando el pasado–.

La igura hermenéutica –en su consecuente devenir transforma-tivo– de sacerdote asceta, encuentra que tanto su génesis, como máxima expresión y decadencia coinciden con el proceso de Ilus-tración-racionalización-tecnologización de la subjetividad y de su energía transformativa de la modernidad. La ruptura epocal que introduce la modernidad respecto al paradigma de la cristiandad, es abierta por los procesos de subjetivación y secularización, fór-mula virulenta y demoledora de la acción asceta sobre la adminis-tración del sentido del ser humano, su manipulación y control. El sacerdote asceta percibe en el desarrollo de la modernidad cómo

53 Bayón, Fernando, ‘Sentido’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi, dirs. (2004), o.c., pág. 493.

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sus sagaces movimientos de control son delatados, expuestos a la crítica valorativa, quedando marginado del negocio del sentido.

La modernidad es el relato signiicante del sacerdote asceta y su decadencia, es la narratividad de la metabolización del cambio con el que él se debe enfrentar y al cual no puede controlar; es el nue-vo relato –mito, gramática, discurso, semántica– que expulsa todo lastre del pasado, toda posibilidad de iltración de la decadencia que representaba. Es la decaída en la potencia de su acción admi-nistradora del resentimiento sobre la debilidad psico-moral del su-jeto sufriente y, a la vez, es la nueva condición valórica o enmarque cultural que deberá asumir y al cual adecuarse, y con el cual se deberá reinventar.

El énfasis impulsador de la Teoría Crítica54 frankfurtiana tiene como polos críticos la internalización del dominio, la desmitiica-ción ilustrada y la instrumental deshumanización del saber, por ello versa sobre «la relación oculta entre el hombre y la naturale-za […] considerada [como] la relación prevaleciente a través de la

54 El concepto de crítica se reiere a tres acepciones fundamentales: a) límite en la validez del uso de la razón; b) análisis de los supuestos ideológicos de la teo-ría tradicional que explica los fenómenos sociales, los justiica; y, c) plasmación social de una racionalidad funcional que se torna contraria al sujeto. Fundamen-talmente, descansan en una «crítica epistemológica del principio lógico-formal de cálculo constitutivo de la acción social, de la razón pragmática e instrumental, y de los momentos normativos y culturalmente constitutivos que entrañaba. La crítica de la epistemología cientíica, en aquellos aspectos coincidentes con la lógica del dinero y con una actividad social alienada, en el trabajo y en la acción comunicativa, cerraban junto con el análisis del empobrecimiento de la expe-riencia cotidiana y estética, de los fenómenos de la cultura de masa o las normas socializadoras de carácter autoritario y destructivo, un cuadro relativamente ho-mogéneo y sistemático de la crisis de la sociedad industrial». Subirats, Eduardo (1991). Metamorfosis de la cultura moderna. Barcelona, Anthropos, pág. 206.

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mayor parte de la historia occidental»55 ahora traicionada, como expresión de las formas opresivas de la realización de una razón ilustrada que se vuelve sobre –contra– sí misma y sospecha de su facultad veritativa. La permanencia regular de la relación de do-minio como seña de «una universal resignación bajo el signo de una angustia histórico-universal»56 por parte del ser humano para con la naturaleza –en la época post-burguesa de la tecnología y del mercado–, se convierte en más virulenta y peligrosa, radical y extrema, en que la naturaleza cobra «venganza […] por la crueldad y la explotación de que el hombre occidental la había hecho objeto durante generaciones».57

En este sentido y siguiendo las consideraciones anteriores, la mo-dernidad se expresa de manera bifronte, es decir, como «aquel marco de valores legitimadores a los cuales se suele apelar para justiicar o fundamentar el proceso de modernización, pero tam-bién desde los cuales se puede mantener un control crítico de ese mismo proceso, en la medida en que la modernización no releje los principios articuladores que se reconocen en los discursos de-cisivos de la modernidad, sobre todo a partir de la Ilustración: la universalidad, la socialidad, la libertad, etc. Si el concepto de mo-dernización tiene que ver con la racionalidad instrumental y con su criterio inmanente, esa especie de seudolegitimación preformativa, que es el principio de la eicacia, la modernidad sería una dimen-sión cultural, valórica. Sin embargo, […] presentar así los términos de “modernización” y “modernidad” podría resultar un poco uni-lateral, es decir, podría no verse hasta qué punto hay una relación inherente entre ambos, en el sentido de que los problemas que la

55 Jay, Martin (1986). La imaginación dialéctica. Historia de la Escuela de Frank-furt y el Instituto de Investigación Social (1923-1950). Madrid, Taurus, pág. 410.56 Subirats, Eduardo (1991), o.c., pág. 203.57 Ibíd., pág. 414.

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modernización pueda traer para los principios de la modernidad, no son problemas ante los cuales la modernidad sea ajena, sino que más bien tiene una responsabilidad bastante fuerte […]. En este sentido, la modernidad se puede concebir como la instauración de un “fuero interno” que deine la autonomía de los sujetos humanos, su capacidad de proyectarse históricamente. Con ello se establece el lugar desde donde se articula la realización histórica del proyec-to moderno y desde el cual puede ella ser razonada y enjuiciada. La modernización se referiría al componente de dominación fáctica que es requerida por esa realización y el riesgo esencial que entraña para el proyecto es que se organiza como una conquista del “fuero interno”, no tanto para suprimir la autonomía de los sujetos, pero sí para inducir en ellos la facultad de suspender, reprimir, interrum-pir su proceso relexivo y judicativo, cada vez que el proceso de la modernización lo requiera».58

A mayor sacralización del binomio modernidad-modernización, menor implicación relexiva del pensamiento y anulación del pro-tagonismo histórico, lo que expresa la sucesión de proyectos in-acabados aún en desarrollo: la modernidad como espíritu de una época y la modernización como tecnología de la transformación de ese espíritu, revolucionan no sólo las capacidades de producción material, sino que también las capacidades de producción de co-nocimiento y signiicación sobre estas mismas transformaciones. Los acontecimientos de modernidad y progreso son metonimias, pertenecen a la misma especie y dependen mutuamente para ase-gurar su permanencia y actividad históricas, a pesar de que ambas realizan un quiebre en el tiempo histórico para situarse como el discurso universal de(l) sentido moderno.

58 Oyarzún, Pablo (2001). La desazón de lo moderno. Problemas de la moderni-dad. Santiago de Chile, ARCIS-Cuarto Propio, págs. 399-400.

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La Ilustración consagra la liberación del hombre mediante la ra-zón a través del proceso desmitiicador que termina allí donde el hombre ve en la naturaleza no una fuerza extraña y terrible, sino el relejo de su misma racionalidad realizada en el dominio técnico de esa naturaleza, para ello, «ha perseguido desde siempre el obje-tivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad. El programa de la Ilustración era el des-encantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia»59: «la Ilustración, pese a todas sus airmaciones de haber superado la confusión mitopoiética me-diante la introducción de un análisis racional, se habría convertido ella misma en víctima de un nuevo mito. […] En la raíz del progra-ma de dominación de la Ilustración, denunciaban Horkheimer y Adorno, había una versión secularizada de la creencia en que Dios controlaba el mundo. Como resultado, el sujeto humano confron-taba al objeto natural como otro inferior, externo. El animismo primitivo al menos, pese a toda su falta de conciencia de sí, había expresado un conocimiento de la interpretación de las dos esferas. Esto se había perdido totalmente en el pensamiento de la Ilustra-ción, donde el mundo estaba visto como compuesto de átomos intercambiables, inertes […] Esta manipulación instrumental de

59 DI, pág. 59. Las preocupaciones que motivan DI son aquellas que guardan relación con la conversión de la Ilustración bajo la igura positivista, y que esta igura esconde una nueva mitologización: mito de la inmanencia como principio explicativo del acaecer y de su regularidad. La legalidad cientíica y la funda-mentación kantiana de la experiencia se disuelven en el dominio sobre la natu-raleza. Sobre el señorío que otorga la ciencia al ser humano y su entusiasmo, ya Descartes se refería en términos de «jefe y poseedor» abriéndole nuevos cielos y nuevas tierras en la nueva relación “conciencia-mundo” desde la conquista metodológica del conocimiento, Vid. Descartes, Renè (1981). Discurso del mé-todo. Madrid, Alfaguara, pág. 44.

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la naturaleza por el hombre conducía inevitablemente a la relación concomitante entre los hombres».60

La modernidad es ante y sobre todo un utensilio teórico-crítico desmitologizador como hermenéutica de la dominación y los ins-trumentos con los que opera –emancipación, expansión, seculari-zación, subjetivación, racionalización– se volcarán evaluativamen-te sobre sí misma, deviniendo en época de la interpretación de la interpretación cuyo objeto-objetivo será la misma racionalidad moderna, «reconociendo, por lo tanto, que el ideal de una elimina-ción del mito era un mito también».61

Adorno y Horkheimer advertían, en su profundo y agudo diag-nóstico «sobre el mundo burgués que lee de forma integral el proceso de racionalización moderno en términos de conciencia cosiicada»62, el desarrollo de la modernidad, los paradójicos resul-tados de la racionalidad tecnológica en el bienestar humano y en la cultura moderna: la incubación de una depotencialización crónica en la operatividad racional expresada en su consecuente proceso irreversible de racionalización que percibe a la naturaleza y al suje-to como componentes de una sociedad tecnológica y simples obje-tos de sojuzgamiento, en otras palabras, el proceso «de una razón reducida a las funciones de autoconservación»63:

«Adorno y Horkheimer buscan mostrar […] que la dialéctica histórica de progreso y represión no tiene una salida “natural” porque el escenario de esa dialéctica es, no en último término, la

60 Jay, Martin (1986), o.c., págs. 420-421.61 Vattimo, Gianni, ‘Hermenéutica y experiencia religiosa después de la onto-teología’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi, eds. (2006). La interpretación del mundo. Cuestiones para el tercer milenio. Barcelona, Anthropos, pág. 44.62 López Álvarez, Pablo (2000). Espacios de negación. El legado crítico de Adorno y Horkheimer. Madrid, Biblioteca Nueva, pág. 181.63 Habermas, Jürgen (1996). Textos y contextos. Barcelona, Ariel, pág. 124.

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subjetividad humana misma: en el proceso de devenir sujetos de los hombres se encuentra ya preestablecida, de manera dialécti-camente embrujada, la eliminación del hombre como sujeto. Por lo tanto, en el momento histórico en que el estado de las fuerzas productivas haría posibles la libertad y la abundancia para to-dos, no existen los sujetos emancipados que pudieran apropiarse de la riqueza social por la vía de una revolución de las condicio-nes sociales de producción».64

El socavamiento de la credibilidad de la Razón a manos de la in-dustria y su encarnación histórica en el capitalismo, como asimis-mo la ruptura de la relación entre modernización y calidad de vida, la desconexión entre los ámbitos racionales, en in, la imposición de la razón instrumental que reclama como suyas las considera-ciones de los valores y los ines para arbitrar las reglas del conocer, del hacer, del pensar y del creer, entendemos aquí que lo que se ha producido en la modernidad tardía es hegemonía de los medios sobre la heterogeneidad de los ines y supremacía del hacer/tener sobre la diversidad del saber/desear.

El peculiar modelo moderno de racionalidad como eje del pro-yecto ilustrado «ha fallado espectacularmente en su empeño por extinguir cualquier rastro de su propia autoconciencia (la obra de Adorno y Horkheimer es, con seguridad, una de las pruebas más vívidas de ese fracaso), como también de que el pensamiento des-tructor de mitos (que la Ilustración no pudo sino reforzar en vez de marginar) probó ser no tanto autodestructivo como destructivo de la ciega arrogancia del proyecto moderno, de su despotismo y

64 Wellmer, Albrecht, ‘Crítica radical de la modernidad vs. teoría de la demo-cracia moderna: dos caras de la teoría crítica’, en Leyva, Gustavo, ed. (2005). La Teoría Crítica y las tareas actuales de la crítica. Barcelona. México, Anthropos-Universidad Autónoma Metropolitana, pág. 27.

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de los sueños legisladores».65 Un fracaso que tiene como resultado, la caída de la razón objetiva como visión o imagen racionalista del mundo y de la realidad que ha conducido al hombre por el camino de la renuncia por el sentido, pues «sustituyen el concepto por la fórmula, la causa por la regla y la probabilidad»66 y «el ideal es el sistema, del cual derivan todas y cada una de las cosas».67 Si la Ilus-tración declaró inviable desde un punto de vista metodológico al sistema de conocimiento metafísico, las ideas metafísicas o sistema de especulación que sostenía a la Ilustración, siendo la más signi-icativa aquella de la homologación o identiicación entre progreso técnico-productivo y avance de la felicidad, cuyo eje era la libera-ción de las trabas histórico-culturales del pasado:

«Por lo tanto, hay dos aspectos de la Ilustración moderna, orien-tada por la ciencia, que para Adorno y Horkheimer están íntima-mente enlazados: primero, que la naturaleza muerta se convierte en paradigma de la realidad en general, lo cual signiica que tam-bién la realidad social, intelectual y psíquica tiende a ser concebida de acuerdo con las pautas de este paradigma: al reduccionismo de la ciencia empírica moderna corresponde la cosiicación de la na-turaleza espiritual o de la espiritualidad humana afectada de natu-raleza; segundo, que una racionalidad calculadora y cuantiicadora y el conocimiento técnicamente aprovechable se convierten en la forma dominante de racionalidad y pensamiento de la sociedad. [Lo que conlleva que la] sociedad se convierte en un contexto fun-cional, los hombres, en cosas manipulables».68

65 Bauman, Zygmunt (2005a). Modernidad y ambivalencia. Barcelona, Anthro-pos, pág. 39.66 DI, pág. 61.67 DI, pág. 62.68 Wellmer, Albrecht, ‘Crítica radical de la modernidad vs. teoría de la demo-cracia moderna: dos caras de la teoría crítica’, en Leyva, Gustavo, ed. (2005). o.c., pág. 30.

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La racionalidad moderna moldea su destino paradójicamente ne-gándose a sí misma en un desencuadre entre teoría y práctica, entre idealidad y realidad, entre individuo, sociedad y naturaleza. Ya no hay un principio racional superior para que el sujeto se conduzca según reglas universales de la razón entendidas como metas. Se produce, entonces, una fractura en la modulación estructural de su eje racional –esfera de las verdades teórico-conceptuales– o racionalidad formal: intelectualización del mundo y racionalidad práctico-moral: el deber ser, el reino del sentido que no se contenta con descripciones de lo que es, sino que exige ampliar y explicitar el subjetivo reducto destinal de aquellas verdades por las que merece la pena vivir. Notemos el poder autodestructivo de la racionalidad valorativa inscrito en los procesos de modernización: los proce-sos de racionalización característicos de la modernidad implican una desertización de los valores humanos, que ahora funcionan al margen de los intereses de la optimización sistémica de su propio rendimiento.

La Teoría Crítica se opone fundamentalmente al modelo racio-nalista-empirista de enunciados teóricos predominantes hasta el positivismo lógico, el que presupone que una teoría es un conjunto de enunciados –o axiomas matemáticos– unidos entre sí de modo que ciertos enunciados básicos, den lugar por derivación lógica a otros enunciados –juicios de experiencia– que deben ser compro-bados empíricamente. Una de las características esenciales de la teoría tradicional, es su capacidad de aplicación –en principio– a todas las ramas del conocimiento, aunque su funcionamiento es más eiciente en las ciencias naturales y, por ello, se ha procurado extenderlas a las ciencias del espíritu y sociales. Para Horkheimer, la teoría como estructura de modos de pensar, se ha desarrollado en una sociedad dominada por las técnicas de producción instru-mental e industrial.

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Tal evaluación tiene como resultado una retroprogresión del impulso crítico, en la cual se iltra la formulación mítica de la Ilustración como fundamento de liberación desmitiicadora de la modernidad, ya que concibe que ni el sujeto ni la historia pue-den librarse del ímpetu mítico que domina la historia, por ende, el mundo racionalizado es sólo en apariencia: la autoconciencia del sujeto dominador de la naturaleza ha desarrollado la con-vicción de una posesión desmedida de fuerzas de producción en el reconocimiento del poder como señores de la naturaleza, y «pagan el acrecentamiento de su poder con la alienación de aquello sobre lo cual lo ejercen»69, quedando atroiadas las ener-gías de aceptación, reconciliación y renovación70, como también aquellas fuerzas de comprensión, asimilación, interpretación y relexión.

El destino del sujeto moderno, del individuo –portador de la identiicación entre capacidad racional y progreso material– era llevar a cabo el proceso de renovación del mito moderno de des-mitologización que termina allí donde el sujeto ve en la natu-raleza el relejo de su misma racionalidad, la que se realiza en el dominio técnico de esa naturaleza. Sin embargo, la victoria ilustrada de la comprensión racional y del dominio técnico del mundo, se ve truncada, ya que permuta aquella anhelada libe-ración de la superstición vía dominación fáctica de la naturaleza por una opresión de corte producto-burocrática volcada contra el mismo sujeto ahora «idealizado, visto como un valor en abstracto y también narrado como un mito; pero aún es poco real, realidad, ser social, emancipado, capaz de relacionarse de un modo trans-parente con los productos “materiales” y “espirituales” de su acti-vidad. Está enredado en determinaciones por medio de las cuales

69 DI, pág. 64.70 DFM, págs. 136-143.

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las diversidades se transforman en desigualdades, las jerarquías en enajenaciones, los rasgos fenotípicos en estigmas».71

La inalidad central de la Ilustración ha sido «liberar a los hom-bres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra entera-mente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calami-dad [pues su proyecto es] el desencantamiento del mundo»72 y en esto, la moralidad ascética y la racionalidad ilustrada coinciden en su objetivo: cargar al sujeto de un ánimo potente de seño-río, antes el sacerdote asceta, sobre el otro, el sufriente, ahora la Ilustración sobre la naturaleza, sobre lo dominado, con el mismo resultado: reverbero de la depotencialización de(l) sentido en el mercado de la transacción. Ilustración y dominio devienen en identidad totalizadora:

«Pero la Ilustración no sólo quiso eliminar los motivos de temor, sino también el miedo constitutivo de la condición humana: la imprevisibilidad había de ser sustituida por el cálculo exacto, lo ingobernable por el control, lo indisponible por la dominación, la posibilidad de fracaso por el progreso necesario».73

Para Adorno y Horkheimer, el sistema productivo, el capitalismo tardío consistía en una red creciente de control burocrático y dis-ciplinatorio e interpenetración mutua entre gobierno, organiza-ciones formales y estrategia en los grandes negocios (capitalismo de Estado), cuyo eje es la racionalidad de dominio que mantiene el sistema, cuyo fundamento de legitimación es el incremento de fuerzas productivas traducidas en las estrategias del progreso cien-tíico-técnico deshumanizado: «El principio de dominio es el ídolo

71 Ianni, Octavio (2000), o.c., pág. 221.72 DI, pág. 59. El destacado es nuestro.73 Innerarity, Daniel (1990). Dialéctica de la modernidad. Madrid, RIALP, págs. 235-236.

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al que todo se sacriica […] la historia de los esfuerzos del hombre por dominar la naturaleza, es también la historia del dominio del hombre por el hombre».74

El desenmascaramiento que realiza Horkheimer al modelo mo-derno de racionalidad, lo delata como un modelo basado en el ape-tito de mandar, controlar, rehacer, organizar, dominar y subordinar la Naturaleza de acuerdo a las necesidades humanas, dando lugar a la sociedad industrial como fenómeno de un capitalismo de masas que destina descomunales recursos en someter sistemáticamente los medios de producción, aunque estos ines resulten irracionales: destrucción, devastación, reiicación o cosiicación75 de la naturale-za y del hombre mismo:

«Del mismo modo como toda vida tiende cada vez más a estar sometida a la racionalización y planiicación, así la vida de cada individuo, inclusive sus más íntimos impulsos, que antes forma-ban su esfera privada, tiene que corresponder a esas exigencias de racionalidad y planiicación: el automantenimiento del indivi-duo presupone su adaptación a las exigencias de mantenimiento de ese sistema. El individuo ya no tiene espacio para escaparse del sistema. […] Se podría describir un factor de civilización como la paulatina sustitución de la selección natural por la ac-ción racional. La supervivencia –o, digamos, el éxito– depende de la capacidad del individuo de adaptarse a las coerciones que le impone la sociedad. Para sobrevivir el hombre se transforma en una máquina que responde a cada instante con la reacción exac-ta a las confusas y difíciles situaciones que deinen su vida».76

74 CRI, pág. 125.75 Vid. Lukács, György (1969). Historia y conciencia de clase. México, Grijalbo, págs. 111-136.76 Horkheimer, Max (2002). Crítica de la razón instrumental. Madrid, Trotta, págs. 117-119. En adelante CRI. Las preocupaciones de CRI, giran en torno a

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El modelo frankfurtiano de interpretación de la cultura moderna y su despliegue histórico, descansa en las tesis de que «el mito es ya ilustración y la ilustración recae en mitología»77 y «de la que nunca supo escapar»78, abren en el tiempo moderno una brecha respecto a sus orígenes, es decir, entre «el estremecimiento ante la pérdida de raíces y el respiro de alivio tras el acto de huida».79 La denuncia de Adorno y Horkheimer no es respecto a la Ilustración, sino en relación a la perversión de la razón y su substantividad valórica en razón instrumental, reiicadora y cosiicadora, la que hizo olvidar la originaria conformidad entre naturaleza y mito, trocándose el dinamismo en unidad de la totalidad como sentido que orienta los medios necesarios y suicientes para alcanzar un in dado. El mito tranquiliza la conciencia colectiva del retorno a los orígenes, cuyo in social es la cohesión –prehistoria de la subjetividad–, pero no la liberación de la tendencia social por la subjetividad entendida ésta como Ilustración –historia moderna de subjetividad– ahora mito-logizada –historia moderna de objetivación–. La Ilustración –tal como se traza aquí– es el proceso de identiicación entre sujeto racional y naturaleza cosiicada y en el medio, se sitúa la racionali-dad instrumental fusionándolos. Por tanto, la Ilustración es emi-nentemente desmitiicadora de la imagen enajenada que proyecta el sujeto mítico-religioso, redentora de las febriles imágenes de re-

la conversión histórica de la razón en razón instrumental, utilitaria y pragma-tista preparada para la adaptación a los ritmos económicos impuestos por el capitalismo. Asimismo, con la recuperación de la razón objetiva. El individuo, ahora convertido en un complejo histórico, siente la ausencia de fundamentos y destinos. Y frente a esta situación, Horkheimer se pregunta por el rol de la ilosofía al interior de la crisis civilizatoria: el rescate de la realidad por el lenguaje.77 DI, pág. 56.78 DI, pág. 80.79 DFM, pág. 137.

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conocimiento en los dioses y radicalmente mitiicadora del saber tecno-cientíico.

El eje problemático se sitúa en el juego del animus operado tan-to por el paradigma medieval –reconocimiento del Espíritu en la naturaleza y viceversa– como por el trabajado por el paradigma racional moderno ilustrado –cosiicación del animus–. En lo prác-tico, se trata de un juego de dominador-dominado por la autoair-mación, es decir, el sujeto debe elegir entre ser dominado por la naturaleza y sus designios o el dominio de éstos por el “yo” por la razón instrumental, que se alza ahora como el Absoluto frente al cual el mundo es mero instrumento de su ininita autoairmación: «La propia mitología ha puesto en marcha el proceso sin in de la Ilustración, en el cual toda determinada concepción teórica cae con inevitable necesidad bajo la crítica demoledora de ser sólo una creencia, hasta que también los conceptos de espíritu, de verdad, e incluso el de Ilustración, quedan reducidos a magia animista».80

La evaluación crítica –como se ha presentado aquí– del «progra-ma de la Ilustración [como] desencantamiento del mundo [y] que la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad»81, y de los efectos indeseables de la lógica ocul-ta que subyace en el proceso progresivo e irreversible de raciona-lización de todas las esferas de la vida social, que se produce a la par de la consiguiente pérdida de sentido y libertad82 en un mo-vimiento incansable de autoservicio en lugar de servir al hombre,

80 DI, pág. 66.81 DI, pág. 59.82 DI, pág. 61. Habermas, reiriéndose a Weber, presenta un diagnóstico de nuestro tiempo referido a la racionalización del derecho a partir de las tesis de pérdida de sentido y pérdida de libertad. Vid. Habermas, Jürgen (1987). Teoría de la acción comunicativa. Racionalidad de la acción y racionalización social, tomo I. Madrid, Taurus, págs. 440-465.

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resulta un pesimista dictamen sobre el sujeto del industrialismo o capitalismo radical en su relación con la naturaleza. La economía capitalista supone la radical independencia de la actividad econó-mica respecto de los objetivos propios de la política y de la religión, como asimismo de los efectos en la cultura y las tradiciones. El capitalismo es el lado negativo del programa de la modernidad y de su consecuente racionalización ordenada y disciplinaria en aras de un in o proyecto:

«En el proceso de su emancipación el hombre comparte el des-tino de todo el resto de su mundo. El dominio de la naturale-za incluye el dominio sobre los hombres. Todo sujeto tiene que participar en el sojuzgamiento de la naturaleza, tanto humana como extrahumana [y] para conseguirlo tiene que sojuzgar la naturaleza que hay en él mismo. Por mor del dominio mismo, el dominio se ve así “internalizado”. Lo que usualmente es ca-racterizado como un in –la felicidad del individuo, la salud y la riqueza– obtiene su signiicación exclusivamente de su posi-bilidad de convertirse en funcional. Estos conceptos funcionan como indicadores de condiciones favorables para la producción espiritual y material. Precisamente por eso la autonegación del individuo en la sociedad industrial no tiene objetivo alguno que pudiera ir más allá de la propia sociedad industrial. Tal renuncia genera y conlleva racionalidad en lo que hace a los medios e irra-cionalidad en lo que hace a la existencia humana. La sociedad y sus instituciones llevan, no menos que el individuo mismo, el sello de esta discrepancia».83

La consecuente pérdida de rumbo, es causa de la imposibilidad de un discernimiento racional de las metas, es decir, una dislocación entre los medios y los ines, pues los medios se independizan de los ines racionales debido a las transformaciones racionales del

83 CRI, pág. 116 y ss.

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sistema económico y la llegada de la tecnocracia económica. De modo que la razón funcionalista o instrumental, que ya no encuen-tra sentido fuera de sí, se repliega y se vuelve contra sí, contra el hombre a cuyo servicio debería estar, quedando éste igualmente instrumentalizado, por ello «el progreso de los medios técnicos se ha visto acompañado por un proceso de deshumanización. Ese progreso amenaza con destruir la meta que quería realizar: la idea del hombre»84, que ve cómo cae inexorablemente la función mítica en la historia como fuente de sentido: «El animismo había viviica-do las cosas; el industrialismo reiica las almas».85

Se alza una arriesgada estructura interna en la racionalidad occiden-tal moderna: un inconfundible tipo de razón emancipada de todo lí-mite sobrenatural que relata la historia del sojuzgamiento irracional de la naturaleza que amenaza con destruir la noción de hombre, es decir, precisamente aquello que debería llevar a cabo, ahora inmerso en un proceso antropológico reduccionista que individualiza y cuya razón queda expuesta a una delimitación epistemológica de mero instrumento que objetiviza su saber, construye y perfecciona los medios adecuados para lograr los ines establecidos controlados de forma sistémica: «Los instrumentos de dominio, que deben aferrar a todos: lenguaje, armas y, inalmente, máquinas, deben dejarse aferrar por todos. Así, en el dominio se airma el momento de la racionali-dad como distinto de él. El carácter objetivo del instrumento, que lo hace universalmente disponible, su “objetividad” para todos, implica ya la crítica del dominio a cuyo servicio creció el pensamiento».86

Lo que antes fue la realización de una razón liberadora y emancipa-dora del peso del pasado, ha devenido en una peculiar razón admi-

84 CRI, págs. 43-44.85 DI, pág. 79.86 DI, pág. 90.

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nistradora de la realidad y con ello, se ha convertido en una razón opresora que carga con la «maldición del progreso constante […] la incesante regresión»87, que condena una sociedad administrada en pos del aumento de la productividad económica injustamente repartida entre los grupos sociales, donde el individuo –antes me-canizado, ahora maquinizado en su corporeidad reiicada88– des-aparece ante el aparato al cual sirve a cambio de reabastecimiento material de bienes, pero presentando sin embargo, carestía en el reparto de sentido y signiicaciones. Adorno enriquece esta idea: «En el ideal del hombre liberado, rebosante de energía y creador, se ha iniltrado el fetichismo de la mercancía, que en la sociedad burguesa trae consigo la inhibición, la impotencia y la esterilidad de lo siempre igual».89

Por su parte, Horkheimer revela que el progreso de la razón sub-jetiva en razón automatizada e instrumental que predica el cien-tiicismo positivista, produce una naturaleza convertida en mero instrumento para el hombre y objeto de una explotación total; que el pensamiento es útil cuando entra en referencia a la producción industrial; la cultura de masas es la que certiica el vaciamiento de sentido de la existencia individual; los fenómenos de necesidad de consumir y las necesidades de los productores, son metonimias del programa tecnoprogresista; y, que la utilidad de la estructura de poder vela por el ideal de productividad y no según la necesidad de todos.

87 DI, pág. 65.88 «Toda reificación es un olvido». Horkheimer y Adorno hacen referencia a la nuclear capacidad de la reificación de olvidar a la “naturaleza humana” en el ciego impulso dominador de la “naturaleza” como totalidad real externa. Esta reificación se traslada al cuerpo del ser humano, mecanizado y alineado en su naturaleza a las cosas. DI, pág. 275.89 Adorno, heodor W. (1987). Minima moralia. Relexiones desde la vida da-ñada. Madrid, Taurus, §100, pág. 156.

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La consiguiente aporía se expresa en la autodestrucción de la Ilus-tración90, en la perversión del dominio racional sobre la naturaleza en la medida en que han devenido en exclusiva razón instrumen-tal, convertida en «totalidad irracional [perdiendo] su propio fun-damento normativo»91, desplegada en un mundo mediatizado y pragmatizado frente a una naturaleza objetivada: el progreso como la verbalización de la «maldición [de] la imparable regresión»92:

«Hoy se ha privado del lenguaje a la naturaleza. Una vez se creyó que toda manifestación, toda palabra, todo grito o todo gesto tenían un signiicado interior; hoy se trata de un mero proceso […]. La historia del niño que, mirando al cielo, preguntó: “Papá, ¿de qué es un anuncio la luna?”, es una alegoría de aquello en lo que ha venido a convertirse la relación entre hombre y naturale-za en la era de la razón formalizada. Por una parte la naturaleza se ve desprovista de todo valor interior o sentido. Por otra, el hombre ha sido privado de todos los ines salvo el de autocon-servación. Intenta transformar todo cuanto tiene a su alcance en un medio para este in. Toda palabra o frase indicativa de otras relaciones que no sean las pragmáticas resulta sospechosa. Cuando a un hombre se le incita a admirar una cosa, a respetar un sentimiento o una actitud, a querer a una persona por ella misma, barrunta en ello sentimentalismo y recela que alguien le esté tomando por loco o le quiera vender algo».93

Horkheimer descubre que el modelo de racionalidad moderno del que somos herederos, es un modelo basado efectivamente en el de-seo de mandar, controlar, organizar, dominar la Naturaleza entera. Es un modelo de racionalidad que ha dado lugar a la sociedad in-

90 CRI, pág. 53.91 Habermas, Jürgen (2000a), o.c., pág. 181.92 DI, pág. 88.93 CRI, pág. 122.

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dustrial como fenómeno de un capitalismo de masas que invierte ingentes recursos en dominar sistemáticamente todos los medios de producción (aunque los ines de esa producción resulten a la postre irracionales –la destrucción, la devastación, la reiicación o cosiicación de la naturaleza y del hombre mismo, etc.- Hay una peligrosa lógica intestina en la racionalidad occidental heredera de la modernidad ilustrada: una razón pura y emancipada de todo límite sobrenatural se entroniza y envanece de forma peligrosa, la historia de la racionalidad occidental es la historia del sojuzga-miento irracional de la naturaleza en la que se ve nada más que una “cosa” a dominar de parte a parte. En el extremo de esta vocación de control racional exhaustivo sobre el mundo ocurre algo inespe-rado, pero que es la clave de los libros de Horkheimer y Adorno: un retorno a la barbarie. Para Adorno y Horkheimer, la entera his-toria de la racionalidad occidental es al mismo tiempo un proceso de derrumbe de la razón y de regreso al mito. Lo que Horkheimer y Adorno critican y denuncian no es la Ilustración como tal, ni tan siquiera el dominio como tal sobre la naturaleza (saben per-fectamente que eso que denominamos “espíritu” no existiría sin él). Lo que denuncian es la perversión tanto de la Ilustración como del dominio racional sobre la naturaleza en la medida en que han devenido en pura y dura razón instrumental y cosiicadora. La au-todestrucción de la Ilustración o la Ilustración subversiva, radica en la coniguración ilustrada de una práctica dominadora sobre la naturaleza, que sigue una lógica implacable que se vuelca sobre la misma Ilustración y que termina volviéndose contra el sujeto ra-cional dominante-ahora-dominado, reduciéndolo a mero sustrato del mismo dominio como resultado de una introversión del sacri-icio descargado de sentido.94 El eterno, ininito, omnipresente, inmensamente bueno y todopoderoso progreso, ese gran dios de

94 DI, pág. 66.

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las ideologías modernas y meta de la ciencia, la gran promesa, ha mostrado su rostro bifronte: por una parte maniiesta la capacidad racional y espiritual del ser humano y, por otra, todo lo inhumano que ha signiicado tal demostración, deslegitimándose como ga-rante universal de sentido. El extremo negativo de esta vocación de control racional exhaustivo sobre el mundo, impulsa un retorno a la barbarie, una retrotracción que iltra un proceso de derrumbe de la razón y de regreso al mito como elemento pre-racional, pre-lógico, pre-sistémico.95

La desproporcionalidad (transnacionalización del riesgo y deste-rritorialización de las consecuencias) en los resultados del progre-so como ininito proyecto universal insuperable históricamente96, a saber: la ambigüedad entre mejoramiento y retorno a la brutali-dad, entre desarrollo y autodestrucción, escribe un texto cultural que «jamás se da […] sin que lo sea a la vez de la barbarie»97 y con ello, nos recuerda Benjamin, que la «superación del concepto de “progreso” y del concepto de “periodo de decadencia” son sólo dos caras de una y la misma cosa».98 «En otras palabras: tan pronto como el progreso se convierte en el rasgo característico de todo el curso de la historia, su concepto aparece en un contexto de hipos-tación acrítica en lugar de en uno de planteamiento crítico».99

Vemos cómo se instala la confusa condición inerradicable del pro-greso en la historia y la irreversibilidad del proceso de dominio, presentada de forma narcótica como efectos colaterales latentes del

95 CRI, pág. 27 y ss.96 Habermas, Jürgen (1988). Ensayos políticos. Barcelona, Península, pág. 61. En adelante EP.97 Benjamin, Walter (1990), o.c., pág. 182.98 Benjamín, Walter (2007). Libro de los pasajes. Madrid, Akal, pág. 463.99 Ibíd., pág. 481.

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sistema industrial100 (Beck) por parte de la racionalidad cientíica y como efectos externos del crecimiento económico por parte del sis-tema neoliberal; sus correspondientes conatos se presentan soporí-feramente: precariedad de recursos humanos y materiales, proble-mas urbanos, lluvia ácida, efecto invernadero, agujero en la capa de ozono, mutaciones climáticas, residuos contaminantes, explosión demográica, desempleo masivo, ingobernabilidad, crisis interna-cional de endeudamiento, corrupción, subdesarrollo humano y ma-terial, escalada armamentista, terrorismo, fanatismo y fundamenta-lismo religioso, ideológico y ciudadano, xenofobia, muerte atómica, crisis económicas, degradación medioambiental, excesos de poder, violencia y siniestros en centrales nucleares como Chernóbyl, los vertidos de crudo en las costas marinas debido a los accidentes de los grandes petroleros, el desciframiento del código genético, etc.:

«En el siglo XIX la fe en el progreso de la humanidad y la su-premacía occidental acabaron siendo una sola cosa. Se decía en-tonces que Occidente había logrado dominar el mundo gracias a las leyes del progreso, las cuales a su vez quedaban demostradas de modo maniiesto por la superioridad occidental. Hasta hace bien poco tiempo, todo el mundo –menos unos pocos escépticos y profetas del desastre– creía que la occidentalización (o, en los Estados Unidos, la “americanización”) del mundo era un hecho inexorable y sería tan duradera como cualquier otro gran proce-so de la historia universal. […] Sin embargo, en un plazo asom-brosamente corto, lo que había tardado más de dos mil años en producirse ha llegado a su in. Es maniiesto que el poder y el dominio occidentales han empezado a declinar desde el in de la Primera Guerra Mundial».101

100 Beck, Ulrich (1998). La sociedad del riesgo. Barcelona, Paidós, pág. 241.101 Nisbet, Robert (1991). Historia de la idea de progreso. Barcelona, Gedisa, pág. 456.

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Sobre la base de que «[…] el miedo al futuro existe [ante] las ame-nazas ecológicas [las que] han ido sustituyendo a las fantasías del pasado, y su carácter cientíico las hace todavía más espantosas»102, vemos la presencia de una situación de verídica coacción de ésta para el futuro de la humanidad, pero a la vez, apreciamos que para-dójicamente, se alza y se instala como la encargada de la donación de su sentido en la realidad, pues no se trata exclusivamente del aprovechamiento de la naturaleza, sino de los problemas que sur-gen como consecuencia del desarrollo técnico-económico mismo, produciendo una condición líquida y ambivalente (Bauman103), desembarazada o desmembrada (Giddens104), relexiva (Beck105) y de riesgo (Luhmann106).

SEGUNDA INTER-IMPLICACIÓN: EL PASTOR DE LA METAFÍSICA O LA VISIÓN DEL ENIGMA CON LA NARRATIVA DE LA DECISIÓN AUTÓNOMA EN JÜRGEN HABERMAS

La modernidad adolece en su función operativa para cargar de sen-tido a la historia y, lo que consideramos aún más importante, es incapaz de asignarle un sentido a la historia moderna sobre el sujeto actual. En la operación de transferencia de sentidos desde la orgáni-ca espiritual medieval a la mecánica racional moderna, se produje-ron fugas, escapes, iltraciones que el debate sobre la superación de

102 Martini, Carlo Maria, ‘La esperanza hace de un in `un in´’, en Eco, Um-berto (1998). ¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética en el fin del milenio. Madrid, Planeta, pág. 24.103 Cfr. Bauman, Zygmunt (2004a). Modernidad líquida. México, FCE.104 Vid. Giddens, Anthony (1995). o.c., págs. 21-49.105 Vid. Beck, Ulrich (1998), o.c., pág. 26.106 Vid. Luhmann, Niklas, ‘El Concepto de Riesgo’, en Beriain, Josetxo, comp. (1996). Las consecuencias perversas de la modernidad. Barcelona, Anthropos, págs. 123-153.

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la modernidad o sobre la liberación del proyecto inconcluso de la modernidad, han posibilitado. Como un guardián que se ha queda-do dormido en sus funciones, la modernidad ha sido indolente en su operatividad de sentidos, lo que denominamos como el enigma moderno por descifrar: su principio de revisabilidad no operativo.

La segunda vía de acceso y de aproximación a las claves ocultas que metamorfosean a la modernidad, es la de pastor de la meta-física y la categoría de enigma como reverso de la metafísica que en Nietzsche «es un juego donde anida una violencia»107, al igual que el símbolo, es el provocador de la inteligencia, es aquel estí-mulo vital de las pulsiones ante las insinuaciones, ante la máscara que profundiza (oculta) al sentido, y «este reconocimiento de la simulación, del embozo, de la máscara en suma, es justamente lo que vincula el planteamiento nietzscheano con el enigma y con el símbolo»108:

«Y en verdad lo que vi no lo había visto nunca. Vi a un joven pastor retorciéndose, ahogándose, convulso, con el rostro des-compuesto, de cuya boca colgaba una pesada serpiente109 negra.

¿Había visto yo alguna vez tanto asco y tanto lívido espanto en un solo rostro? Sin duda se había dormido. Y entonces la ser-piente se deslizó en su garganta y se aferraba a ella mordiendo.

107 Colli, Giorgio (1988), o.c., ‘Enigma y competición’, pág. 129.108 Ávila, Remedios (1999). Identidad y tragedia. Nietzsche y la fragmentación del sujeto. Barcelona, Crítica, pág. 98.109 La serpiente es con el águila, los animales de Zaratustra, que simbolizan la alianza del eterno retorno cuando ésta se enrolla al cuello del águila, pero «la ser-piente desenrollada expresa lo que hay de insoportable y de imposible en el Eterno Retorno, en tanto que se lo tome por una certidumbre natural según la cual “todo regresa”». Deleuze, Gilles (2000), o.c., pág. 53. La serpiente representa energía y fuerza pura repartida por los elementos de la naturaleza; el águila es su comple-mento para la realización superior de las oscuras intenciones de la serpiente.

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Mi mano tiró de la serpiente, tiró y tiró: ¡en vano! No conse-guí arrancarla de allí. Entonces se me escapó un grito: “¡Muerde! ¡Muerde!

¡Arráncale la cabeza! ¡Muerde!” –éste fue el grito que de mí se escapó, mi horror, mi odio, mi nausea, mi lástima, todas mis co-sas buenas y malas gritaban en mí con un solo grito.

¡Vosotros, hombres audaces que me rodeáis! ¡Vosotros, busca-dores indagadores, y quienquiera de vosotros que se haya lanza-do con velas astutas a mares inexplorados! ¡Vosotros, que gozáis con enigmas!

¡Resolvedme, pues, el gran enigma que yo contemplé entonces, interpretadme la visión del más solitario!

Pues fue una visión y una previsión: ¿qué vi yo entonces en sím-bolo? ¿Y quién es el que algún día tiene que venir aún?

¿Quién es el pastor a quien la serpiente se le introdujo en la gar-ganta? ¿Quién es el hombre a quien todas las cosas más pesadas, más negras, se le introducirán así en la garganta?

Pero el pastor mordió, tal como se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco! Lejos de sí escupió la cabeza de la serpiente y se puso de pie de un salto.

Ya no pastor, ya no hombre, ¡un transigurado, iluminado, que reía! ¡Nunca antes en la tierra había reído hombre alguno como él rio!

Oh hermanos míos, oí una risa que no era risa de hombre, y ahora me devora una sed, un anhelo que nunca se aplaca.

Mi anhelo de esa risa me devora: ¡oh, cómo soporto el vivir aún! ¡Y cómo soportaría el morir ahora!»110

110 Z, III, ‘De la visión y el enigma’, págs. 231-232.

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¿Qué muestra aquí esta visión? ¿Qué se ve más allá de lo obvio pero en forma de enigma? ¿Qué es lo que subyace bajo el manto simbólico de la escena de la segunda igura de signiicación herme-néutica de la metamorfosis?: «Muchos de los signiicados de este discurso resultan enigmáticos (y Zaratustra mismo los presenta como tales). Pero al menos está claro que, aquí [el] pastor debe morder la cabeza de la serpiente (un símbolo de la circularidad y del anillo eterno), liga misteriosamente la idea del retorno a una decisión que el hombre debe tomar, y en base a la cual, solamente, el hombre se transforma».111

El sentido del texto entonces está claro: la visión del tiempo no como ininitud, ni como sucesión ininita, sino como totalidad actual, tiene un primer momento horrible, intolerable, pero que dibuja el horizonte de la decisión por recuperar la circulación de instantes en el devenir histórico. En ese momento la ilusión de la ininitud temporal se introduce en nosotros, y al estar dormidos, se aferra. Sólo una acción podrá salvarnos: la de cortar y escupir la cabeza de la ininitud nihilizadora y decadente expresada en los principios y causas primeras de la metafísica; cuál sea la cabeza, eso se hará más claro en virtud de los indicios subsiguientes. La ac-ción –por su parte–, es ella misma posible sólo como salud, es una manifestación de salud. En todo caso, si el hombre corta y escupe la ininitud él se transigura, se ilumina, deviene superhombre: ese es precisamente el sentido de la risa, y de la seriedad de que la realidad no es racionalidad e ininitud, sino puro azar y eternidad:

«El peso más pesado. Suponiendo que un día, o una noche, un de-monio te siguiera en la más solitaria de tus soledades y te dijera: “Esta vida, tal como la has visto y estás viviendo, la tendrás que vivir otra vez, otras ininitas veces; y no habrá en ella nada nuevo,

111 Vattimo, Gianni (1987), o.c., pág. 109.

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sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida te llegará de nuevo, y todo en el mismo orden de sucesión e igualmente esta araña y este claro de luna por entre los árboles, e igualmente este instante, y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia es dado vuelta y una y otra vez, ¡y a la par suya tú, polvito de polvo!” ¿No te arrojarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te habló? O has experimentado alguna vez un instante tremendo en que le contestarías: “¡eres un dios y ja-más he oído decir nada tan divino!” Si esa noción llegara a do-minarte, te transformaría y tal vez te aplastaría tal y como eres. ¡La pregunta ante todas las cosas: “¿quieres esto otra vez y aún ininitas veces?!” ¡Pesaría como peso más pesado sobre todos tus actos! O ¿cómo necesitarías amarte a ti mismo y a la vida, para no desear nada más que esta última y eterna conirmación y ratiicación?»112

No debe haber equivocación al respecto: la visión muestra que to-das las cosas que ocurren suceden por puro azar y no ocurren en sucesión ordenada, sino como totalidad que se hace presente en cada instante. Y aquí reside el valor del instante: en que el instante hace presente la totalidad. Por cierto que, esto es difícilmente com-prensible como idea, como explicación, en deinitiva, como teoría. Además de ello, está lo horrible evocado en la imagen del rostro del pastor: el azar, el acaso, que posiblemente se libra de ser el completo caos por ese poco de razón y sabiduría que dispone. No es extraño que, considerando tal visión/perspectiva, el visionario pugne por volver al orden, a la racionalidad y a la initud que ahora aparecen como salvadoras de su embarazosa situación de violencia desgarradora. Sin embargo, para salvarse auténticamente, es decir, para devenir superhombre, se hace necesario morder y tirar de la

112 GC, IV, §341, ‘El peso más pesado’, pág. 250.

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serpiente y de todas las signiicaciones que guarda. Se hace necesa-rio, en suma, aceptar y asumir la vida de cara al azar; pero no sólo eso, sino que, primariamente, es necesario querer cada hecho aza-roso, y querer la totalidad que se expresa en cada hecho azaroso. La voluntad de poder triunfante, según esto, es que quiere el todo y por ello quiere cada cosa.

La visión del más solitario: pensar a la sombra de la modernidad y pensar desde la sombra de la modernidad; la perspectiva del más solitario: sentir con la sombra de la modernidad y sentir fuera de la sombra de la modernidad. Es la visión de la modernidad autode-terminándose en la historia como aquel anhelo de superación de su pasado metafísico y de sus conatos trascendentales, pero colapsa-da, agobiada por su destino, tensada entre la tradición y la novedad que le exige cumplir con su palabra/promesa. Lo desconcertante de la visión y de la acción del pastor, es la obediencia a los gritos de Zaratustra, que despiertan en él la necesidad terrible de despejar los atascos de su boca y respiración, para alcanzar la superación y la risa. No hay otra opción: la propia vida o la misma muerte, la libe-ración o el sojuzgamiento, la risa o la vergüenza, la petriicación de la identidad o el vértigo de la superación, el sentido o la desentiza-ción de la existencia. Para la modernidad no hay punto de retorno, pues se ha convertido en el eje de eternidades hacia atrás y hacia adelante, y este eje proyecta una sombra, la sombra del progreso enmascarado que no sabe su destino:

«–Viajero, ¿quién eres tú? Veo que recorres tu camino sin des-dén, sin amor, con ojos indescifrables; húmedo y triste cual una sonda que, insaciado, vuelve a retornar a la luz desde toda profundidad –¿qué buscaba allá abajo?–, con un pecho que no suspira, con un labio que oculta su náusea, con una mano que ya sólo con lentitud se aferra a las cosas. ¿Quién eres tú? ¿Qué has hecho? Descansa aquí: este lugar es hospitalario para todo el mundo, ¡recupérate! Y seas quien seas: ¿Qué es lo que ahora

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te agrada? ¿Qué es lo te sirve para reconfortarte? Basta con que lo nombres: ¡lo que yo tenga te lo ofrezco! “¿Para reconfortarme? ¿Para reconfortarme? Oh tú, curioso, ¡qué es lo que dices! Pero dame, te lo ruego”. ¿Qué? ¿Qué? ¡Dilo! “¡Una máscara más! ¡Una segunda máscara”…!»113

La máscara es la contraseña para recorrer el camino del sentido, escuchar los rumores orientadores hacia el horizonte de la inter-pretación, y así poder deambular por la realidad nihilizada, y ha-biendo sido descubierto el sacerdote asceta se sirve de una segunda máscara para permanecer en el tráico de signiicaciones. La rogati-va es altamente dramática, pues el viajero lo que busca no es la re-confortante verdad de ser quien es, de alcanzar la certeza de saber quién es, sino la cómoda y supletoria certeza de interpretar a otro personaje en la historia. El viajero-asceta viene de las profundida-des húmedas de la oscuridad histórica, con las manos temblorosas por lo que hizo con ellas, con la boca avergonzada, camina desola-do y cansado, busca –ruega– una segunda máscara.

Indiquemos el segundo eslabón de sentido hermenéutico –y sus correspondientes direcciones puntuales– de la analogía estructural entre las iguras de signiicación hermenéutica y la metamorfosis moderna en el marco de una hermenéutica trágica de modernidad. La igura de signiicación hermenéutica de pastor de la metafísica, reposando luego de haber arriado a su rebaño y meditar, creyen-do que su misión y labor de resguardo de la prole de la Creación descansa en el beneplácito de Dios, se ve enfrentado a los avatares de la naturaleza y al histórico destino implacable de la exigencia de superación humana. La naturaleza humana le probará que su subsistencia depende de la decisión entre la mantención del au-tomantenimiento alejado de las normas naturales: es la hora de la

113 Nietzsche, Friedrich (1993a), o.c., §278, págs. 243-244.

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gran decisión, de la única decisión: destruir lo que representa la serpiente negra que se le ha introducido en la boca, si no terminará por destruirlo, si es que no hace algo para salvarse a sí mismo desde su libertad.

La serpiente negra simboliza no sólo la tradicional tentación del mal, del vicio y de la muerte, sino que ahora viene a signiicar la puerta que a través de ella se experimentará la estimulante necesi-dad de ser el que se es: un transigurado que deja la piel del asce-tismo radical para advertir el enigma visionario y proyectivo de la transformación histórica de la modernidad.

La constelación moderna considera una primera modernidad o emergente: desde el Renacimiento hasta Descartes; segunda mo-dernidad o constitución consciente: desde Descartes hasta Kant; y tercera modernidad o autoconciencia: del idealismo alemán hasta Hegel, como ámbito de experiencia, de vivencia y de saber, en su incursión histórica se despliega sobre un horizonte múltiple con-formado desde la tradición –premodernidad–, instalada operati-vamente en la modernidad ilustrada –fundacional– y proyectada a una modernidad tardía, múltiple, incómoda, polisémica –postmo-dernidad–, como aquel orden social y cultural surgido tras la Ilus-tración como su superación. Y su tránsito está asociado a cuatro grandes ideas-fundamento, estrechamente relacionadas entre sí: ruptura con la idea de un principio trascendente de ordenamiento social, el pensamiento Ilustrado, como primera gran manifesta-ción cultural e intelectual de la modernidad occidental, cuestiona las bases del Antiguo Régimen sustentado en la existencia de un principio divino que organiza la sociedad; búsqueda de un princi-pio inmanente, en el pensamiento Ilustrado la naturaleza humana aparece como el principio inmanente del orden. El sujeto requie-re y puede construir una convivencia pública, pues también es un agente moral, ya que detenta valores con los que puede construir un orden social. La secularización destina a la política la función

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integradora que cumplía anteriormente la religión: el fundamen-to divino es sustituido por el principio de la soberanía popular; absolutización del concepto de razón y progreso, las revoluciones burguesas –que encuentran su mejor expresión en la revolución francesa de 1789– y, concomitante a ellas, el acelerado proceso de urbanización e industrialización, facilitado por los inusitados avances tecnológicos, van acompañadas de una ilimitada conianza en las posibilidades que ofrece la ciencia y la razón. Con la Edad Moderna se constituye la idea de historia como progreso, de la aceleración de los acontecimientos históricos y la idea de simulta-neidad cronológica de evoluciones históricas asimultáneas; y, con-ciencia de ruptura con el pasado, la modernidad se entiende a sí misma como una época histórica, en cuanto ésta toma conciencia, como un problema histórico, de su ruptura con el carácter ejemplar del pasado. Se trata de una concepción liberadora que hace frente a las formas tradicionales de organización social y cultural y que pugna por crear tanto un mundo nuevo como un sujeto nuevo en permanente cambio.

La concepción revisionista o consensual sobre la condición moder-na del saber y de los elementos constituyentes de la cultura moder-na ilustrada, ahora alineados de manera eiciente para cumplir el cometido para el que habían sido asignados, se funda en la noción de proyecto y en el afán reconstructor del pensamiento neomo-derno ilustrado de Habermas –heredero del giro lingüístico y del entendimiento intersubjetivo de cuño weberiano, neo-kantiano y de las ciencias del espíritu–, con su consenso universal apologético e institucionalizador por medio del diálogo de argumentaciones sobre la defensa de la modernidad como proyecto y el idealismo subjetivo, entendiendo por sujeto individual moderno desde una valoración sustantiva de su estructura, de su libertad y de su capa-cidad racional y crítica para construir su mundo de la vida y escapar de la “jaula de hierro” del sistema económico capitalista y gestiones

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administrativas para participar en la creación social de sentido: «el proceso de desarrollo capitalista ha acabado socavando los resi-duos de tradiciones preburguesas de los que parasitariamente se nutría el capitalismo liberal. Las visiones tradicionales del mundo resultaron ser socioestructuralmente incompatibles con la expan-sión de la esfera de la acción estratégico-utilitarista, esto es, con la racionalización (Weber) de áreas de la vida en otro tiempo regula-das por tradiciones; al mismo tiempo resultaron ser cognitivamen-te incompatibles con el crecimiento de la ciencia y de la tecnología y con la difusión de los modos cientíico-técnicos de pensamiento que la generalización de la escolarización formal propuso. Como resultado, los residuos de tradiciones pre-burguesas que contribu-yeron a fomentar el privatismo civil y familiar-profesional están siendo “desmontados de forma no renovable”».114

Para Weber la historia universal presenta un problema: el contra-dictorio escenario en que se desarrollan modernidad y racionali-dad occidental insertas en un proceso histórico-universal de des-encantamiento o conjugación tecnológica de la realidad.115 Weber

114 McCarthy, homas (1998). La teoría crítica de Jürgen Habermas. Madrid, Tecnos, pág. 430.115 Weber, Max (1983). Ensayos sobre sociología de la religión. Madrid, Taurus, pág. 11. En adelante ESR. Weber realizó una distinción que ha marcado en buena medida el modo como realizamos nuestros diagnósticos de la moderni-dad: racionalidad formal: intelectualización del mundo; esfera de las verdades teórico-conceptuales. Hay que hacer observar el poder autodestructivo de la racionalidad valorativa ínsito en los procesos de modernización –racionaliza-ción, intelectualización o desencantamiento–, es decir, los procesos de raciona-lización característicos de la modernidad implican una desertización de valores, funcionando al margen de otros intereses que no sean los de la optimización sistemática de su propio rendimiento; racionalidad práctico-moral: el deber-ser, el reino del sentido; aquí no nos conformamos con descripciones de lo que es, sino que apuntamos hacia el deber-ser, hacia la esfera de las verdades por las que merece la pena vivir. Es el reducto subjetivo-valorativo.

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reacciona ante la unilateralidad hegemónica de la racionalidad te-leogógica moderna. ¿Cómo afrontar el diversiicado itinerario de la autocomprensión moderna? A esta pregunta Weber responde ofreciéndonos un retrato de la racionalidad moderna de enorme inluencia en el pensamiento posterior: una modernidad como triunfal celo positivista de su racionalidad cientíica; una moder-nidad como burocrático apropiacionismo de sus instituciones político-económicas cobrado sobre la realidad entera; y una mo-dernidad como autodivinización de la razón y desencantamiento del mundo:

«Pero allí donde el conocimiento racional empírico realiza con-secuentemente el desencantamiento del mundo, transformán-dolo en un mecanismo causal, aparece plena la tensión contra el postulado ético de que el mundo es un universo ordenado por Dios y que, por tanto, se rige por un sentido ético. En efecto, la consideración empírica del mundo, y también la matemática-mente orientada, genera por principio el rechazo de toda consi-deración del mundo que pregunte por un “signiicado” del acon-tecer intramundano. Todo avance del racionalismo de la ciencia empírica desplaza progresivamente la religión de lo racional ha-cia lo irracional, convirtiéndola en el poder suprapersonal irra-cional o antirracional por antonomasia».116

Weber atisba, como centro del problema, que las sociedades indus-triales avanzadas han restringido la racionalidad –lógos, ratio, epis-teme– a una racionalidad teleológica, es decir, aquella racionalidad que desarrolla los medios para la consecución de los ines previstos desde un acoplamiento mecanicista. El impulso de la moderniza-ción se debía fundamentalmente a una racionalidad instrumental que vinculaba medios con ines sin la necesidad de que los ines

116 Weber, Max (1983), o.c., p. 553.

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estuviesen justiicados o, al menos, diferenciados entre la raciona-lidad de los ines –adaptación de los medios a unos ines– y la racionalidad del valor –o en la valoración de la práctica vital–. Res-ponsabilidad de la Ilustración de hacer coincidir el crecimiento de la ciencia y la libertad humana universal.

El avance de la racionalización técnica, como herramienta de do-minio y expresión de un talante moderno, conducen a un progresi-vo cuestionamiento de las fuentes de sentido, aliento y realización. Esta isonomía del racionalismo de la cultura occidental moderna no se trataba de una simple cuestión mental, sino de algo más pro-fundo y que se instalaba supletoriamente a lo psicológico, es decir, consistía en una cuestión institucional en cuanto organización eco-nómica y política operada por una racionalidad justiicada por su eiciencia enmarcada en el Estado, como asimismo de una forma vital de existir. A partir de ahora, el progreso racional equivaldría a progreso tecnológico representado por el arranque –en el siglo XVII– de la relación entre religión y capitalismo, como asimismo su decadencia –en los siglos XIX, XX–, debido al movimiento que hace la modernidad ilustrada al interpretar el progreso en la razón encarnada en la tecnología como único criterio de racionali-dad, donde el empresario, el cientíico, el político y el líder carismá-tico representan y llevan a cabo una peculiar voluntad para hacer frente a la pregunta por el sentido del hacer en el nuevo escenario de una sociedad secularizada.117

Según Weber, el legado cultural de la ética protestante es la «con-ducción racional de la vida sobre la base de la idea profesional»118. El estilo de vida burgués es el estilo que expresa la orientación de la

117 Weber, Max (1997). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barce-lona, Península, págs. 72-78. En adelante EPEC.118 EPEC, pág. 257.

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división del trabajo y su signo ético, que sabe equilibrar acción con renuncia a la universalidad como «condición del obrar valioso».119 La división del trabajo y la especialización, signiican el in de una época cultural: la humanidad bella y plena de la construcción inte-gral de la personalidad, dando paso a la época cultural del trabajo, el hombre culto es sobrepasado por el especialista. Como resulta-do de esta desligación transformadora, se asoma la compulsión: «el puritano quería ser un hombre profesional, nosotros tenemos que serlo».120 Es el paso al mundo de la necesidad por sobre el de la libertad, es el paso del mundo de la obligación por sobre el mundo de la voluntad: ahora la autonomía está condicionada a la máquina del capitalismo, que «determina hoy con fuerza irresistible el es-tilo de vida de cuantos individuos nacen en él».121 Un mecanismo devorador autónomo, el cual ha adquirido «un poder creciente y, en último término, irresistible sobre los hombres, como nunca se había conocido en la historia».122 La cosiicación y la pérdida de sentido: donde antes había espíritu, ahora yace una desesperada compulsión que expresa una paradoja: el punto de llegada de la racionalización no guarda relación con las buenas intenciones del origen.

Weber «se centra en el proceso de consolidación de una forma metódico-racional de conducirse en la vida, cuya clave constitutiva rastrea en el ethos ascético-racional que resulta de la racionaliza-ción de la religión de salvación judeocristiana. […] Esta conduc-ción metódica de la conducta en todos los órdenes de la vida, y no otro, es para Weber el elemento esencial de la modernización, el centro explicativo genuino de la eicacia social de las estructuras de

119 EPEC, pág. 258.120 Ídem. El destacado es nuestro.121 Ídem.122 EPEC, pág. 259.

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conciencia modernas en cuya reconstrucción genealógica ocupan un puesto privilegiado ciertas formas de pensamiento religioso. Porque el modo metódico de vida es, ciertamente, el trasunto de una determinada ética ascética religiosa que favorece la aplicación práctica sistemática de los resultados del progreso teórico-cogniti-vo, estético-expresivo y práctico jurídico a los ines de la moderni-zación económica y política, sirviendo, de este modo, de refuerzo y consolidación del mismo proceso de modernización».123 El ethos económico se fusiona con un tipo de conducta y aptitud práctica racional de los hombres como elemento constitutivo de una nuevo estilo de vida moderno124: «Este ethos integra tanto una nueva ac-titud racional-dominadora hacia el mundo externo e interno como medio de comprobación de la cualidad ética personal, como una nueva estructura de la personalidad en la que impulsos, necesida-des o intereses queden sistemática y unitariamente orientados en torno al cumplimiento del deber profesional como in último da-dor de sentido».125

Este ethos, equivalente a la característica autoperpetuante de la mo-dernidad como proceso legitimador de sus estructuras de moder-nización que, a su vez, son componentes de la racionalización de la estructura social capitalista, que selecciona económicamente a los sujetos que necesita para su legitimación y permanencia.126 La ai-nidad que se produce entre ethos económico y ascetismo-racional, conigura sacro-estrategias de una racionalización económica que hace concluir a Weber que el gran empresario sólo puede ser pen-sado en el ámbito del cristianismo como dador de contenidos para

123 Ruano, Yolanda (1996). Racionalidad y conciencia trágica. La modernidad para Max Weber. Madrid, Trotta, págs. 174-175.124 ESR, pág. 19.125 Ruano, Yolanda (1996), o.c., pág. 176.126 ESR, pág. 38.

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la «formación de una mentalidad económica, de un ethos econó-mico, ijándose en el ejemplo de las conexiones entre la moderna ética económica y la ética racional del protestantismo ascético»127: «El poder ejercido por la concepción puritana de la vida no sólo favoreció la formación de capitales, sino, lo que es más importante, fue favorable sobre todo para la formación de la conducta burgue-sa y racional –desde el punto de vista económico–, de la que el puritano fue el representante más típico y el único consecuente; dicha concepción, pues, asistió al nacimiento del moderno homo œconomicus».128

En in, EPEC «lleva a cabo una reconstrucción genética de la racio-nalización de la conducta del hombre profesional, erigida en estilo de vida moderno, tomando como clave interpretativa de su confor-mación la presencia de un ethos ascético-racional cuya raíz última remite a la ascesis cristiano-protestante».129 Weber sostiene sobre esto: «La exposición precedente debe haber mostrado que uno de los elementos constitutivos del moderno espíritu capitalista (y no sólo de éste, sino de la cultura moderna), a saber, la conducción ra-cional de la vida sobre la base de la idea de profesión, tuvo su origen en el espíritu de la ascesis cristiana».130

En este contexto, la racionalización cobra la forma de potenciali-dad dominadora, y por ende, aquello que desequilibra los polos respecto al desarrollo del ámbito teórico-cognitivo, asumido por una parte como positivo, y que se expresa en la tarea que emprende «el pensamiento sistemático con la imagen del mundo, [tarea] que aumenta su dominio teórico de la realidad mediante la utilización

127 ESR, págs. 19-20.128 ESR, pág. 159.129 Ruano, Yolanda (1996), o.c., pág. 179.130 ESR, pág. 164.

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de conceptos abstractos cada vez más precisos».131 Una racionali-zación equivalente a intelectualización en cuanto proceso necesa-rio para la coniguración de la imagen del mundo desde el aumento de la complejidad de la estructura formal y la sistematización de los patrones interpretativos de la realidad: en la intelectualización concurren tanto un saber técnico de ordenamiento de la realidad, como una valoración normativa que persigue la orientación de un mundo con sentido. Y, por otra parte, de negativo, es decir, sinó-nimo de desencantamiento o desacralización progresiva del mun-do natural y social, dejando al mundo a merced de una totalitaria interpretación de dominio racional que el progreso cientíico y el positivismo cientíico representan:

«El “desencantamiento del mundo” es un proceso que atraviesa los tiempos modernos. No se realiza plenamente. Se desarrolla, reitera, diversiica y continúa. No termina nunca, e incluye la i-losofía, las ciencias y las artes, tanto como los modos de ser, pen-sar, sentir, actuar, imaginar y fabular. Se traduce como formas de sociabilidad, de organización del trabajo y la producción, las relaciones, los procesos y estructuras de dominación y de apro-piación, enajenación y emancipación».132

Entiende Weber el desarrollo de la modernidad como aquel pro-ceso de diferenciación que se produce al interior del concepto tra-dicional de razón como razón sustantiva133, una razón separada en esferas autónomas a partir de una radical desconianza respecto

131 ESR, pág. 215.132 Ianni, Octavio (2000). Enigmas de la modernidad-mundo. México, Siglo XXI, pág. 215.133 Facultad encargada de establecer el orden racional de las cosas y del mundo, expresada en una estructura racional consistente y con un valor objetivo. De tal forma, constituye un criterio de valoración y decisión en relación a los diferentes y restantes usos de la razón (teórica, práctica, cientíica, técnica, etc.).

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del optimismo ilustrado e impulsada por la certidumbre del sujeto sobre el rol de la racionalidad progresista como factor de solucio-nes futuras, pues supondría el advenimiento e instalación de, por una parte, la formalización, instrumentalización y burocratización del mundo de acuerdo a una lógica sistémica interna, que tejería la “jaula de hierro” o “férreo estuche” en el cual los sujetos quedarían atrapados por las normativas de la racionalidad instrumental134 expresada en macro-organizaciones formales, rígidas y opresoras autónomas al control humano y político, y por otra, el desencan-tamiento del mundo, es decir, la racionalización total de la vida a partir de la disolución efectuada por la racionalidad instrumental de la racionalidad sustantiva sobre la que se fundan los sistemas de signiicado y sentido humanos:

«Weber se concentra en el proceso de la modernización social, que avanza gracias al tándem entre el Estado administrador y la economía capitalista. Sobre la base de la diferenciación funcio-nal entre Estado y economía, ambas partes se complementan: un aparato administrativo dependiente de los recursos iscales y una economía de mercado institucionalizada en términos de de-recho privado, que, por su parte, depende de un marco de condi-ciones y de unas infraestructuras garantizados estatalmente».135

La organización racional de la modernidad, entonces, es un desti-no inapelable para el sujeto, y este destino tiene las imágenes we-berianas de “jaula de hierro” y desencantamiento del mundo como

134 Este tipo de racionalidad supone una orientación basada en reglas técnicas que descansa en el conocimiento empírico. Sus características centrales son ser subjetiva, formal, procedimental, calculadora y neutral, manifestando su incli-nación por el orden, la clasiicación, el procedimiento eicaz y rentable indepen-diente del contenido de las valoraciones.135 Habermas, Jürgen (2000b). La constelación posnacional. Ensayos políticos. Barcelona, Paidós, pág. 178.

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coordenadas del nuevo ordenamiento sistemático de la civilización moderna. La referencia que hace Weber sobre la naturaleza pa-radójica de la modernidad de un proceso de racionalización que, luego de haber sido un mecanismo indispensable para la libera-ción del hombre y el desarrollo de su creatividad, le conduce a un coninamiento progresivo en un sistema deshumanizado, tiene que ver con una concepción crítica-individualista de modernidad que critica la fe desmedida en el progreso, en un proceso de «intelec-tualización y racionalización [que] signiican que se sabe o se cree que en cualquier momento en que se quiera se puede llegar a saber que, por tanto, no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo. [Por tanto] cabe preguntar-se si todo este proceso de desencantamiento, prolongado durante milenios en la cultura occidental, si todo este progreso en el que la ciencia se inserta como elemento integrante y fuerza propulso-ra, tiene algún sentido que trascienda de lo puramente práctico y técnico136, cuyo eje se encuentra en la transformación de la racio-nalidad que transita desde una racionalidad sustantiva hacia una racionalidad formal, borrando el horizonte de objetivos últimos de acción y homologando el destino del sujeto por el destino material de la mecánica moderna, socavando la base social de signiicado autónomo y racional de los sujetos:

«Max Weber introduce el concepto de racionalidad para deinir la forma de la actividad económica capitalista, del tráico social regido por el derecho privado burgués, y de la dominación buro-crática. “Racionalización” signiica en primer lugar la ampliación de los ámbitos sociales que quedan sometidos a los criterios de la decisión racional. Paralelamente a esto, corre, en segundo lu-

136 Weber, Max (1975). El político y el cientíico. Madrid, Alianza, pág. 200.

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gar, la industrialización del trabajo social, con la consecuencia de que los criterios de la acción instrumental penetran también en otros ámbitos de la vida (urbanización de las formas de la exis-tencia, tecniicación del tráico social y de la comunicación). En los dos casos se trata de la implantación del tipo de acción que es lo racional con respecto a ines: en el segundo caso esa implanta-ción afecta a la organización de los medios, y en el primero a la elección entre posibles alternativas. Finalmente, la planiicación puede ser concebida como una modalidad de orden superior de la acción racional con respecto a ines: tiende a la instauración, mejora o ampliación de los sistemas de acción racional mismos. La progresiva “racionalización” de la sociedad depende de la insti-tucionalización del progreso cientíico y técnico. En la medida en que la ciencia y la técnica penetran en los ámbitos institucionales de la sociedad, transformando de este modo a las instituciones mismas, empiezan a desmoronarse las viejas legitimaciones».137

La reacción de Weber ante los derroteros especíicos de la dinámi-ca de racionalización sociocultural de la tradición occidental, de la autocomprensión moderna y de su proceso de diferenciación bina-ria de las esferas del saber, es retratándola como el triunfal pathos positivista de su racionalidad cientíica, el irreversible apropiacio-nismo administrativo de las instituciones político-económicas, como la autodivinización de la razón explicada por la signiicación cultural de desencantamiento (racionalización, intelectualización y racio-cientización) del mundo138 y, inalmente, como un descen-tramiento cosmovisional, que altera las perspectivas iluminadas sobre el futuro y que trastoca las jerarquías de valor sustituidas por un sistema de medida/magnitud.

137 Habermas, Jürgen (1989b). Ciencia y técnica como ‘ideología’. Madrid, Tec-nos, págs. 53-54.138 ESR, pág. 83.

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Este desencantamiento del mundo tiene su inicio en las antiguas profecías judías y que, apoyado en el pensamiento cientíico hele-no, las rechaza por considerarlas supersticiosas y sacrílegas en su búsqueda de todo medio mágico para la salvación. El signiicado profundo de esta progresiva intelectualización y racionalización como tal, reside en la conciencia o en la fe según la cual para poder sólo basta querer, es decir, todas las cosas en principio, pueden ser dominadas por la razón. Y esto es lo que signiica un desencanta-miento del mundo: que ya no es preciso recurrir a la magia para dominar o para congraciarnos con los espíritus como hacen los sal-vajes que creen en poderes semejantes, pues la razón y los medios técnicos han asumido esta función.

En in, los ámbitos signiicativos de la sociedad moderna ya no es-tán centrados en el sujeto, sino en la «institucionalización de la acción teleológica sobre todo en los dos sectores dinámicos centra-les: Estado y economía».139 Ambas organizaciones racionales de la sociedad actúan conforme a un telos de eiciencia y productividad laboral, formal, administrativa y funcional: «el estado burocráti-co está hecho a medida de la acción administrativa especializada –planteada en términos de racionalidad teleológica– de los fun-cionarios, mientras que el modo de producción de la economía de mercado se adecua a la elección racional y a la fuerza laboral cuali-icada de cuadros directivos y trabajadores».140

La consecuente racionalización de las organizaciones e institucio-nes modernas, se funda en una consistente elección de la ciencia como valor humano frente al místico o religioso: el reino de la in-manencia con sus conlictos entre cosmovisiones y la pérdida de la

139 Habermas, Jürgen (2000a). Periles ilosóico-políticos. Madrid, Taurus, pág. 178.140 Ibíd., pág. 179.

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totalidad-unidad. La dialéctica del progreso negativiza y desrea-liza la razón humana, ya que ésta no se concibe como el resulta-do del despliegue histórico, sino como una ruptura en el continuo devenir del progreso y obstáculo para la acción burocrática de la racionalidad instrumental. La capacidad humana de construirse y destruirse expresa un despropósito entre el poder que alcanzamos y el saber que proyectamos, entre las técnicas que disponemos y la ética que practicamos. Weber preveía que el destino de nuestra época se caracteriza por la racionalización y la intelectualización expresadas en el desencantamiento del mundo, por la desaparición de la magia, de los espíritus, de los demonios, por la extinción del profetismo en manos del triunfo de la racionalidad instrumental y del ethos económico del capitalismo moderno: la racionalidad con-siste en la conjunción entre el afán de lucro –no de valor– y la or-ganización burocrática del trabajo que «ha canibalizado cualquier negatividad, la de la historia y la del trabajo, en tono sarcástico; li-teralmente: es el devorador de la sustancia misma del ser humano, para transformarla en su esencia de ser productivo. Ha devorado la dialéctica sin mayores miramientos, mediante la asunción paródica de los términos opuestos, mediante la superación paródica de sus propias contradicciones. Lo que estamos presenciando es el triunfo paródico de la sociedad sin clases, la realización paródica de todas las metáforas utópicas: el hombre del ocio, el pluralismo transdis-ciplinario, la movilidad y disponibilidad de todos los signos»141:

«La intelectualización y racionalización crecientes no signiican, pues, un creciente conocimiento general de las condiciones ge-nerales de nuestra vida. Su signiicado es muy distinto; signi-ican que se sabe o se cree que en cualquier momento en que se quiera se puede llegar a saber que, por tanto, no existen en

141 Baudrillard, Jean (1997a). La ilusión del in o la huelga de los acontecimientos. Barcelona, Anagrama, págs. 83-84.

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torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo. A diferencia del salvaje, para quien tales poderes existen, nosotros no tenemos que recurrir ya a medios mágicos para controlar los espíritus o moverlos a piedad. Esto es cosa que se logra merced a los medios técnicos y a la previsión. Tal es, esencialmente, el signiicado de la intelectualización».142

Tal como se plantea aquí, Occidente opera una modalidad de ra-cionalidad que desemboca en un proceso desmitiicador de mundo y/o desmoronamiento del imaginario religioso deviniendo en una cultura profana donde «los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública y se han retirado, o bien al reino ultraterreno de la vida mística, o bien a la fraternidad de las rela-ciones inmediatas de los individuos entre sí»143:

«La “racionalidad” en el sentido de Max Weber muestra aquí su doble rostro: ya no es sólo la instancia crítica del estado de las fuerzas productivas, ante el que pudiera quedar desenmascara-da la represión objetivamente superlua propia de las formas de producción históricamente caducas, sino que es al mismo tiem-po un criterio apologético en el que esas mismas relaciones de producción pueden ser también justiicadas como un marco institucional funcionalmente necesario. A medida que aumenta su fecundidad apologética, la “racionalidad” queda neutraliza-da como instrumento de la crítica y rebajada a mero correctivo dentro del sistema; lo único que todavía puede decirse es, en el mejor de los casos, que la sociedad está “mal programada”. En la etapa del desarrollo cientíico y técnico, las fuerzas productivas parecen entrar, pues, en una nueva constelación con las relacio-

142 Weber, Max (1975), o.c., pág. 201.143 Ibíd., pág. 231.

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nes de producción: ya no operan a favor de la ilustración como fundamento de la crítica de las legitimaciones vigentes, sino que se convierten las mismas en base de la legitimación».144

Una cultura moderna occidental como producto de que «las cien-cias experimentales modernas, […] las artes convertidas en au-tónomas, y con las teorías de la moral y el derecho fundadas en principios, se desarrollaron aquí esferas culturales de valor que posibilitaron procesos de aprendizaje de acuerdo en cada caso con la diferente legalidad interna de los problemas teóricos, estéticos y práctico-morales».145 Es decir, las esferas de valor (cognitivas, normativas y expresivas) se autonomizan y pierden el vínculo con la realidad y con el sujeto que las experimenta, ahora de forma inconexa, lo que genera la autonomía de las prácticas sociales (co-nocimiento, autorregulación moral y política, y las expresiones artísticas):

«De esta manera, se decía que en las sociedades complejas mo-dernas los criterios de validez en el ámbito del conocimiento (las discusiones en torno a la verdad/falsación de los enunciados cientíicos y descriptivos), en el ámbito de la justicias (los diver-sos modelos de teorías de lo justo o lo correcto), en el ámbito individual (las formas de la autenticidad de los sujetos, tanto en términos éticos como en su autopresentación expresiva) y en el ámbito estético (los debates sobre qué se puede entender como arte mismo y sobre los diversos criterios o factores que se consi-deran relevantes para deinir cualquier producto cultural como producto artístico) caminaban por rutas distintas y, sobre todo, se coniguraban en prácticas y en instituciones diferentes».146

144 Habermas, Jürgen (1989b). Ciencia y técnica como ‘ideología’. Madrid, Tec-nos, pág. 57.145 DFM, pág. 11.146 hiebaut, Carlos, ‘La mal llamada postmodernidad (o las contradanzas de

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A lo que nos conduce interpretar a la modernidad cargada de pro-cesos y vaciada de progresos, es a insertar la existencia humana con su articulación de sentidos, motivaciones, intenciones y inali-dades, con su horizonte de razones y alcances de sus signiicados, merced a considerar que:

«Si el programa moderno entendía que esas lógicas y esas prác-ticas mantenían entre sí alguna suerte de equilibrio, bien sea ya en programa epistemológico determinado (pensemos, en Kant y en el neokantismo) o bien sea en alguna suerte de modelo social (y pensemos, a estos efectos, tanto en la perspectiva analítica de Weber como en los modelos políticos del liberalismo), la sensi-bilidad crítica –por ejemplo, tal como se expresó en la Escuela de Frankfurt– acentuó siempre en la diferenciación de lógicas, prácticas e instituciones conlleva no pequeñas dosis de ambi-güedad: por una parte, la dimensión sentido (el lugar en el que se clariica y articula el signiicado de la acción y donde se esta-blecen los procesos sociales que lo dotan de coherencia explica-tiva) no le corresponde ya, en exclusiva, a ninguna de esas lógi-cas diferenciadas y, a diferencia de las sociedades no modernas y no racionalizadas, permanece en una esfera en cierto sentido indiferenciada, sin instituciones que la vehiculen en exclusiva; pero, por otra, la misma autonomía de esas lógicas permite que algunas de entre ellas se apresuren a reclamar el privilegio de acaparar y monopolizar la dimensión sentido que ha quedado en un difuminado estatuto».147

En este sentido, la modernidad no es sólo una expresión más de cambio en la historia, sino que la dinámica transformativa afecta a la misma modernidad, y así se nos presenta entonces como:

los moderno)’, en Bozal, Valeriano ed. (1996). Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, vol. II. Madrid, Visor, pág. 380.147 Ibíd., pág. 381.

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«a) la época […] del abandono de la visión sacra de la existencia y de la airmación de esferas de valor profano; en suma, se caracteriza por la secularización; b) el punto clave de la secularización en el plano conceptual es la fe en el progreso (o la ideología del progre-so) que se constituye en virtud de una readopción de la visión ju-deocristiana de la historia, en la cual se eliminan “progresivamente” todos los aspectos y referencias trascendentes, puesto que precisa-mente para escapar al rasgo de teorizar el in de la historia (que es un riesgo cuando no se cree ya en otra vida en el sentido predicado por el cristianismo), el progreso se caracteriza cada vez más como un valor en sí; el progreso es tal cuando se encamina hacia un es-tado de cosas en el cual es posible un ulterior progreso; c) la secu-larización extrema de la visión providencial de la historia equivale simplemente a airmar lo nuevo como valor fundamental».148

En este sentido, la modernidad es el quicio del cambio y éste es el sentido de la modernidad e instaura la variabilidad, la mutabilidad, la metamorfosis como códigos fundamentales de la vida social:

«La mentalidad moderna nació junto con la idea de que el mun-do puede cambiarse. La modernidad consiste en el rechazo del mundo tal como ha sido hasta el momento y en la resolución de cambiarlo. La forma de ser moderno estriba en el cambio com-pulsivo y obsesivo: en la refutación de lo que “es meramente” en el nombre de lo que podría y, por lo mismo, debería ocupar su lugar. El mundo moderno es un mundo que alberga un deseo, y una determinación, de desaiar […] su mismidad. Un deseo de hacerse diferente de lo que es en sí mismo, de rehacerse y de continuar rehaciéndose. La condición moderna consiste en estar en camino. La elección es modernizarse o perecer. La historia moderna ha sido, por consiguiente, una historia de diseño y un

148 Vattimo, Gianni (1996a). El in de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna. Barcelona, Gedisa, pág. 92 y ss.

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museo/cementerio de diseños probados, agotados, rechazados y abandonados en la guerra en curso de conquista y/o desgaste librada contra la naturaleza».149

El diseño del cambio modulado por la modernidad, tiene su cona-to en una realidad moldeable bajo presupuestos preestablecidos, pero carentes de una iabilidad intrínseca:

«El diseño “tiene sentido” en la medida en que, en el mundo exis-tente, no todo es como debería ser. Y, lo que es aún más impor-tante, hace valer sus méritos disponibles o esperados de hacer las cosas diferentes. La meta del diseño consiste en dibujar más es-pacio para “lo bueno” y menos espacio, o ninguno, para “lo malo”. Es lo bueno lo que convierte a lo malo en lo que es: malo. “Lo malo” es el residuo del perfeccionamiento».150

Este esquema es el diseño que viene a reemplazar las leyes de la naturaleza que escapan del control humano. En esta incapacidad se programa la empresa moderna de reemplazo de las leyes de la naturaleza por leyes de factoría humana, ya que la «modernidad es una condición de diseño compulsivo y adictivo»151 que, como el pensamiento destructivo de Benjamin, es una tarea anti-institu-cional, anti-moderna en el sentido de proliferación de perspectivas que rompen la aspiración de validación universalista de la moder-nidad y de su proyecto: «El carácter destructivo no ve nada dura-dero […]. Como por todas partes ve caminos está siempre en la encrucijada. En ningún instante es capaz de saber qué traerá con-sigo al próximo. Hace escombros de lo existente, y no por los es-combros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos».152

149 Bauman, Zygmunt (2005b). Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias. Barcelona, Paidós, pág. 38.150 Ibíd., pág. 44.151 Ibíd., pág. 46.152 Benjamin, Walter (1990). Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la

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El proceso de cambio –que sólo ve la supericie de la realidad y no su relieve de sentido–, es sinónimo de mutabilidad material, de modernización efectiva de la realidad, una acción que, como des-taca Bauman, es una acción de licuefacción de la realidad y de los márgenes modernos, lo luido es una sustancia que no puede man-tener su forma a lo largo del tiempo. Y ese es el rasgo de la moder-na cultura occidental entendida como modernización obsesiva y compulsiva. La modernidad sólida mantenía la ilusión de que este cambio modernizador acarrearía una solución permanente, estable y deinitiva a los problemas, especíicamente a la ausencia de cam-bios que hacía peligrar el dinamismo histórico.

Así, la modernización en la modernidad sólida transcurría con la inalidad de lograr un estadio en el que fuera prescindible cualquier modernización ulterior. Sin embargo, en la modernidad líquida la modernización sigue operando de manera indolente, pues resuelve un problema acuciante del momento, pero con ello no desapare-cerán los futuros problemas. Cualquier gestión de una crisis crea nuevos momentos críticos, y así en un proceso sin in. En otras palabras: la modernidad sólida fundía los sólidos para moldearlos de nuevo y así crear sólidos mejores, mientras que ahora la mo-dernidad funde sin solidiicar después, quedándose sólo con los residuos, con los restos y no los resultados de la operación.

Entonces –y siguiendo esta línea argumentativa–, si por moder-nidad concebimos al desarrollo de la racionalidad normativa que apunta a la autodeterminación política y moral, por moderniza-ción, la entenderemos como aquella readecuación operativa de las proyecciones cognitivas y morales, los procedimientos sistémicos y las tecnologías de la racionalidad instrumental sobre pivotes tecnológico-pragmáticos, que apunta al cálculo y control de los

historia. Buenos Aires, Taurus, pág. 161.

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procesos sociales y naturales incorporando cambios cuantitativos en los niveles económicos, tecnológicos y culturales. Su especiici-dad radica en la difusión y aplicación en la cotidianidad práctica de la vida de los descubrimientos cientíicos a partir de la revolución cientíica. Por ello, se expresa en la lagrante simultaneidad entre la asimilación y la aplicación de los conocimientos, como también en una incuestionable interiorización y psicologización de los valores transmitidos153 por este desarrollo:

«El vocablo “modernización” se introduce como término técnico en los años cincuenta [y] se reiere a una gavilla de procesos acu-mulativos y que se refuerzan mutuamente: a la formación de ca-pital y a la movilización de recursos; al desarrollo de las fuerzas productivas y al incremento de la productividad del trabajo; a la implantación de poderes políticos centralizados y al desarrollo de identidades nacionales; a la difusión de derechos de partici-pación política, de las formas de vida urbana y de la educación formal; a la secularización de valores y normas, etc».154

Desde sus inicios como temática sociológica y ilosóica (Marx, Comte, Tönnies, Durkheim, Weber), la modernización ha repre-sentado una lógica disyuntiva y antitética referida a la sociedad, es decir, como paso –cambio social, transformación estructural, ajuste interno– de un modo de producción pre-capitalista a uno capitalis-ta; de una sociedad agraria a una sociedad industrial; de una comu-nidad a una sociedad civil; de una solidaridad mecánica a una orgá-nica; y, de una racionalidad substancial a una razón instrumental.

El avance cientíico se ve impulsado por la fuerza correspondiente que se resta a la tradición y a la decisión individual retrotraída, es

153 Vid. Solé, Carlota (1998). Modernidad y modernización. Barcelona, Anthro-pos, págs. 13-29.154 DFM, pág. 12.

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decir, frente al retroceso de la tradición, de la voluntad individual y de la toma de decisiones en lo social, la ciencia avanza exponen-cialmente: desmitologiza la realidad y el universo; el capitalismo opera una desvinculación a los siervos de la gleba; la secularización se encarga de debilitar el poder y legitimidad religiosa; y el indivi-dualismo en disminuir los lazos familiares.155

En este sentido, la modernización se deine como un proceso de adaptación de las instituciones tradicionales de una sociedad que realiza las funciones rápidamente cambiantes, permitiendo el ma-nejo o control del hombre sobre su medio ambiente exigiendo una necesaria acoplación de las funciones tanto intelectuales como tec-nológicas desarrolladas globalmente.

De lo anterior, inalmente, se entiende que los mecanismos que deinen a la modernización sean los de aceleración y masividad de aquellos descubrimientos y avances cientíicos de aplicación de métodos y técnicas aplicados a los asuntos humanos, por ello las expresiones más propias y ajustadas de la modernización resulten ser las de mercado y desarrollo cientíico-tecnológico como dispo-sitivos de integración transnacional operados por una razón ins-trumental triunfante y homogeneizante ahora en red global:

«Pero cuando el legado de la Ilustración se extendió, y fue desenmascarado, se puso al descubierto el triunfo de la razón instrumental. Esta forma de razón afecta e invade toda la vida

155 Parsons, en los años ’50, se refería a este cambio social de la cultura mo-derna –paso de una sociedad como un todo orgánico a un sistema autorregula-do proporcionado por la cibernética durante y a inales de la Segunda Guerra Mundial–, a partir de cinco variables tipológicas de la acción, llamadas varia-bles-pauta u opciones valorativas antitéticas: difusividad-especiicidad, particu-larismo-universalismo, adscripción-adquisición, emotividad-neutralidad afecti-va y orientación colectiva-orientación individual. Cfr. Parsons, Talcott (1976). El sistema social. Madrid, Biblioteca de la Revista de Occidente.

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social y cultural, abarcando las estructuras económicas, jurídi-cas, administrativas, burocráticas y artísticas. El crecimiento de la “razón instrumental” no conduce a una realización concreta de la libertad universal sino a la creación de una “jaula de hie-rro” de racionalidad burocrática dentro de la cual nadie puede escapar».156

Weber, en in, describe el signiicado de la experiencia «en la época de la fragmentación, de la especialización de los lenguajes cientíi-cos y de las capacidades técnicas, del aislamiento de las esferas de interés, de la pluralización de los roles sociales de todo sujeto indi-vidual –en deinitiva, en la época de la racionalización moderna».157

Habermas intenta restituir la vigencia de lo universal y así, ahuyen-tar los fantasmas de la desfundamentación de los valores de la ra-cionalidad moderna. Lo hace apelando al relato emancipador como motor del pensamiento ilosóico del proyecto moderno y de las po-sibles sujeciones expulsadas por la misma modernidad, mantenién-dose dentro de los márgenes de la misma historia moderna ilustrada.

El diagnóstico realizado por Weber sobre la modernidad y su pro-ceso de desencantamiento del mundo y la injustiicada reducción de la actividad racional a una actividad utilitario-estratégica des-provista de su carácter veritativo y de su orientación valórica, la esgrime Habermas para justiicar y orientar su propuesta teórico-crítica respecto a la modernidad y la paradoja de la racionaliza-ción, distinguiendo sistema –estudio de la sociedad como sistema complejo en que subsisten estructuras subyacentes que interactúan entre sí como también imperativos sistemáticos como asimismo

156 Picó, Josep, comp. (1988). Modernidad y postmodernidad. Madrid, Alianza, pág. 18.157 Vattimo, Gianni (2004). Nihilismo y emancipación. Ética, política, derecho. Barcelona, Paidós, pág. 26.

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dinámicas de integración y ruptura– y “mundo vital” –que da un rol creativo a los actores sociales al momento de crear, negociar y reconstruir el sentido social de su mundo cotidiano– como «el universo que se da por supuesto en la actividad social cotidiana […], un conjunto […] de las formas de vida dentro de las cuales se desarrolla la conducta cotidiana».158

El 11 de septiembre de 1980, en la Iglesia de San Pablo en Frankfurt con motivo del recibimiento del Premio Adorno, Habermas en su discurso titulado ‘La modernidad: un proyecto inacabado’159, de-fendía la vigencia de los valores modernos y su programa de rectii-cación o re-encauzamiento de la modernidad frente al advenimien-to de nuevos conservadurismos estéticos, políticos y culturales, y lo hacía frente a la tesis que diagnosticaba a nuestra época de an-timoderna, expresión que «traduce una corriente afectiva que ha penetrado en todos los poros de los ambientes intelectuales y ha permitido articular teorías de la postilustración, de la postmoder-nidad, de la posthistoria, etc.; en resumen, que ha hecho aparecer un nuevo conservadurismo».160 Habermas en El discurso ilosóico de la modernidad, señala cuatro corrientes de pensamiento predo-minantes en la ilosofía contemporánea: el marxismo occidental, el estructuralismo, la ilosofía analítica y la fenomenología, las que representarían cuatro motivos de ruptura básicos respecto a la mo-dernidad temprana o primera modernidad: 1. pensamiento postme-tafísico, en tanto su abandono de la idea de una teoría omnicom-prensiva del ser; 2. el giro lingüístico, en tanto se sustituye el estudio

158 Giddens, Anthony, ‘¿Razón sin revolución? La heorie des kommunikativen Handelns de Habermas’, en Giddens, Anthony et al. (1991), o.c., págs. 162-163.159 Vid. Habermas, Jürgen (1988), o.c., págs. 265-283.160 Ibíd., pág. 265. No obstante, Habermas años más tarde, se reiere al posmo-dernismo cargado de un carácter curativo respecto al debate sobre las concep-ciones de la modernidad.

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del lenguaje como sistema semántico-sintáctico por uno basado en el lenguaje como uso; 3. la historización de la razón, en tanto que se ubica la razón dentro de un mundo de vida; y 4. la inversión del primado de la teoría sobre la praxis, al mostrarse la relación determi-nante de las prácticas sociales (trabajo, sexualidad, habla, etc.) so-bre la producción teórica. Habermas se reiere al surgimiento de la ideología antimoderna de los jóvenes conservadores (de Bataille a Derrida, pasando por Foucault), de la corriente postmodernista de algunos conservadores viejos (Strauss, Jonas y Spaemann) y de la ideología postmodernista de los neoconservadores (Wittgenstein, Schmitt y Benn). Se enfrentan tres actitudes distintas: «por una parte los conservadores (Bell), que no quieren ser contaminados por el modernismo cultural, denuncian el proceso de seculariza-ción de los valores y auspician un retorno a posiciones anteriores a la modernidad; por otra los desconstructores y postmodernos (Lyotard, Derrida), que rehúsan todas las metanarrativas emanci-padoras, las sustituyen por una multiplicidad de juegos de lenguaje y se aprestan a de-construir la lógica modernizadora; y, por último, los re-constructores reformistas (Habermas, Berman), que recha-zan los discursos de unos y otros, tratan de desvelar el proceso se-lectivo de racionalización que se ha seguido hasta aquí denuncian-do sus patologías, y trabajan en la reconstrucción racional de las condiciones universales del desarrollo de la razón que nos guíe ha-cia un proyecto de modernidad compartido por todos».161 Polémi-ca que encuentra su núcleo en la constatación de una sensibilidad nueva referente a la tradición, de que el término postmodernidad adquiere una presencia y estatuto insoslayable y de alcance global en los ámbitos del arte, la ilosofía, la política, las ciencias humanas y sociales, como ruptura radical con la lógica del progreso en una discursividad absoluta.

161 Picó, Josep, comp. (1988), o.c., págs. 44-45.

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Habermas elabora su conceptualización teórico-crítica a partir del concepto hegeliano de modernidad en tanto que problema162, pero descentrado desde su inicio en la ilosofía alemana a partir de Kant y su apertura de la época moderna.163 La valoración que hace Haber-mas sobre el devenir histórico de la modernidad cultural ilustrada –criticando las tesis frankfurtianas sobre la disolución y retrogresión de la Ilustración en mitología o sobre la superación estética de la mo-dernidad y su relación con las vanguardias o su temporal inalización histórica–164, se basa en que la racionalidad instrumental cientíico-tecno-lógica, es un elemento dominador en la coniguración cultural contemporánea, atentando tanto contra la construcción simbólica como también al mundo de la vida, entendida esta categoría como el horizonte desde el cual se entienden las reproducciones de las activi-dades simbólico-sociales mediatizadas lingüísticamente: las modu-laciones racionales modernas de ciencia y tecnología se han transfor-mado en la fuerza productiva y reguladora de lo humano:

«Este tratamiento profesionalizado de la tradición cultural des-taca las estructuras intrínsecas de cada una de las tres dimen-siones de la cultura. Aparecen las estructuras de la racionalidad cognitivo-instrumental, la moral práctica y la estético-expresiva, cada una de ellas bajo el control de especialistas que parecen más expertos en ser lógicos de estas particulares maneras que el resto de la gente. En consecuencia, ha crecido la distinción entre la cultura de los expertos y el gran público. Lo que corresponde a la cultura a través del tratamiento y la relexión especializada no pasa inmediata y necesariamente a la praxis cotidiana». 165

162 DFM, pág. 61.163 DFM, pág. 312.164 DFM, págs. 135-162.165 Habermas, Jürgen, ‘Modernidad versus postmodernidad’, en Picó, Josep, comp. (1988), o.c., pág. 94.

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El ser humano ha asumido acríticamente el quehacer de la ciencia y la concretización social de la tecnología como formas de legitima-ción del poder político y económico en la sociedad capitalista, can-celando según Habermas, la dialéctica entre el “ser” y el “mundo” que instalaba y acreditaba la presencia de la razón entre los sujetos. Tal paradoja «consistiría en que la racionalización del mundo vital fue la precondición y punto de partida de un proceso de racionali-zación y diferenciación sistémicos, que después se ha hecho más y más autónomo frente a las coacciones normativas incorporadas en el mundo vital, hasta que al inal los imperativos sistemáticos comienzan a instrumentalizar el mundo vital y amenazan con destruirlo».166

La dialéctica instauradora de la razón moderna, ahora quebran-tada, revela que se ha transitado desde la razón objetiva o instru-mental a la par de un proceso de deshumanización basada en la producción y reproducción del capital. Aquella que ha traicionado a la condición humana a la que se debe, pues no sólo pretende esta-blecerse como el eje de las transformaciones sociales del siglo XX, sino como paradigma de todo conocimiento, separando cultura y estructura social. Habermas hace referencia a lo anterior, insistien-do en la modernización social como aquel proceso de institucio-nalización de la acción racional respecto a ines bajo la forma de subsistemas: una economía de mercado y una burocrática admi-nistración estatal regulados por los requerimientos de la produc-ción material de las sociedades complejas.167

166 Wellmer, Albrecht, ‘Razón, utopía y la dialéctica de la ilustración’, en Gid-dens, Anthony et al. (1991), o.c., pág. 95.167 Vid. Habermas, Jürgen (1989c). Teoría de la acción comunicativa: comple-mentos y estudios previos. Madrid, Cátedra, págs. 471-475.

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A pesar de los errores/horrores de la modernidad ilustrada, Haber-mas propone que en lugar de «renunciar a la modernidad como una causa perdida, deberíamos aprender de los errores de aquellos progra-mas extravagantes que han intentado negar la modernidad»168 y, por ello, refuta el proceso de racionalización como patrón autodestructivo de la Ilustración y cree que es necesario distinguir entre modernidad como idea y modernidad como proyecto, y poder así rescatar las ideas fundamentales de la misma: una racionalidad diferenciadora para el desarrollo de una ciencia objetiva, una moralidad y una ley universa-les, como también de un arte autónomo. Y frente a la instalación de la postmodernidad como una variable socio-cultural, Habermas la rechaza por no aportar una energética transformación utópica que supere la propuesta moderna ilustrada y su proyecto.

El relato moderno se fundaba en la posibilidad de establecer una suerte de comunicación o diálogo entre las diversas esferas de la experiencia humana con el in de homologar discursivamente las diferencias entre sujeto y realidad, entre sujeto y objeto, que eran asumidas interpretativamente como parte de un orden y funda-mento. La ambigua noción de proyecto en su inicio ilustrado aún conservaba ingredientes ideológicos, ideales, morales, estéticos y políticos, que con el tiempo se fueron concentrando en la noción de progreso como núcleo direccional de tal proyecto. La crisis de la noción de proyecto surge, especíicamente, cuando la noción de progreso reemplaza el ímpetu emancipador de las esferas teórico-prácticas y lo homologa por el afán totalitario y desmedido del de-sarrollo instrumental de la razón.

Centrado en la consideración de la modernidad estética y de la ad-quisición de sus periles en la teoría del arte de Baudelaire y de las

168 Habermas, Jürgen, ‘Modernidad versus postmodernidad’, en Picó, Josep, comp. (1988), o.c., pág. 98.

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corrientes vanguardistas, alcanza su culminación con los dadaístas y los super-realistas, Habermas se pregunta sobre los que hay de-trás de esta consideración estética de modernidad: una «orienta-ción hacia adelante, la anticipación de un futuro indeterminado y contingente, el culto de lo nuevo implica en realidad la gloriicación de una actualidad que da a luz pasados siempre determinados de nuevo subjetivamente».169

La subversión contra la tradición, la rebelión contra lo normativo, la neutralización del bien moral y de lo útil práctico, la destruc-ción y la diferencialización radical, el surgimiento de las energías centrífugas que devoran los márgenes, son los signos de autentici-dad y legitimidad de la modernidad. Sin embargo, la modernidad expulsa de sí misma una aporía fundamental, la oposición entre modernidad cultural y modernización social, relación insana que mezcla necesidad y lejanía, obligatoriedad y sinsentido, que pone de «maniiesto las posiciones intelectuales que o bien propugnan la postmodernidad, o recomiendan el retorno a la premodernidad o rechazan de modo radical la Modernidad. Con independencia de las consecuencias problemáticas de la modernización social y también del punto de vista interno del desarrollo cultural, sur-gen motivos para la duda y la desesperación ante el proyecto de la Modernidad»170, es decir, respecto a la Ilustración.

Las consecuencias que han tenido las transformaciones en curso so-bre el Estado son múltiples, y afectan directamente su papel de pro-motor y garante del bienestar. En primer lugar, su capacidad para planiicar y promover el desarrollo es afectada por la imprevisibili-dad del entorno económico. Las políticas económicas y sociales se

169 Habermas, Jürgen (1988), o.c., págs. 267-268.170 Jauss, Hans Robert (1976). La literatura como provocación. Barcelona, Península, pág. 272.

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reducen a procesos de ajuste y gestión a muy corto plazo, condicio-nados por la búsqueda de equilibrios inancieros y contables. En se-gundo lugar, el Estado también ha perdido su función de promotor del crecimiento y el empleo, pues ya no puede regular la demanda y la inversión. La imposibilidad de aplicar esquemas keynesianos, tanto a causa del agotamiento del modelo de consumo, como por la tendencia creciente de las empresas a privilegiar las inversiones en tecnología y capital, ahorrando mano de obra, impide cualquier tentativa de regulación de la actividad económica y por restablecer el pleno empleo. En tercer lugar, el Estado ha perdido también sus funciones de redistribución de los ingresos y moderador de las ten-siones sociales, por estar obligado a recortar los gastos públicos y desmantelar los sistemas sociales. Los desequilibrios económicos y inancieros surgidos en los años setenta y la acentuación del contex-to delacionario en que se ha movido la economía mundial a inales del siglo XX, pesan cada día más sobre la capacidad tributaria de los Estados, lo que resulta en un círculo vicioso de la deuda, del saneamiento inanciero y de los recortes sociales.

Como resultado de este proceso, se puede airmar que el Estado de Bienestar ha entrado en estado de crisis, al no poder más asumir sus funciones de promotor del desarrollo, regulador de la actividad económica y mediador de las tensiones sociales, al mismo tiempo que el Estado-nación se vuelve obsoleto al no servir más de so-porte para la expansión de un capital en fase de internacionaliza-ción acelerada ni de marco institucional para la elaboración de los compromisos sociopolíticos. La crisis del Estado de Bienestar y la crisis del Estado-nación son así dos caras de un mismo proceso, donde el Estado no puede más asumir sus funciones socioeconó-micas mientras que se encuentra marginalizado en el contexto de la mundialización del capital.

El desplome del Estado Tutelar tuvo inmensas consecuencias en los planos interno y externo. En lo interno, y al igual que en el

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Estado de Bienestar en el mundo occidental, se desagregaron los sistemas y mecanismos que tenían como in promover el desarro-llo, regular el crecimiento y el empleo, y garantizar tanto el acceso a los servicios básicos como la protección social. En el plano exterior se desintegró el sistema de alianzas y de cooperación que asociaba a los países del llamado campo socialista, lo cual abrió un inmenso espacio a la penetración del capital extranjero como consecuencia de la desaparición de las fronteras políticas, económicas y militares que separaban esta parte del mundo de la otra.

La gran ofensiva neoliberal, a la cual hemos asistido desde el principio de los años ochenta, no tiene dimensiones meramen-te internas, sino internacionales o globales incluso estructurales. El objetivo implícito del proyecto neoliberal es la creación de un inmenso espacio sin fronteras a escala planetaria, donde podrán circular sin trabas las mercancías y el capital. Durante los últimos años la preocupación por el modelo de democracia ha sido reem-plazada por la preocupación por el modelo de ciudadanía. Esto se debe a que resultan más próximos e interesantes los problemas políticos donde interviene la ciudadanía como protagonista socio-político.171

La modernidad en su deinición socio-histórica designa que el su-jeto funda su existencia en oposición al sujeto medieval: sus formas de vida propias, en un nuevo reparto de referencias a la tradición occidental, posibilitado por la constitución de una memoria histó-rica, ilológica y hermenéutica, y basado en referencia al progreso, hacen posible el progreso de las ciencias y de las técnicas, la evolu-ción acelerada del movimiento de las fuerzas productivas al servi-cio de un dominio sin precedentes de los procesos naturales. Alain

171 Kymlicka, Will (1995). Filosofía política contemporánea. Barcelona, Ariel, pág. 66.

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Touraine describe los diferentes elementos ilosóico-políticos que componen la socio-histórica modernidad: una revolución del hom-bre ilustrado contra la tradición; la sacralización de la sociedad; la sumisión de la razón a la ley natural. La modernización en su acep-ción occidental es «la obra de la misma razón, y en consecuencia sobre todo de la ciencia, de la tecnología y de la educación, y las políticas sociales de modernización no deben tener otro in que despejar el camino de la razón suprimiendo las reglamentaciones, las defensas corporativistas o las barreras aduaneras, creando la se-guridad y la previsibilidad que necesita el empresario y formando gestores y los operadores competentes y concienzudos. [...] Occi-dente, pues, ha vivido y pensado la modernidad como una revolu-ción. La razón no conoce ninguna experiencia; al contrario, hace tabla rasa de las creencias y de las formas de organización social y política que no se basan en una demostración de tipo cientíico». Además, la modernidad engendra, a causa de la secularización, un nuevo pensamiento político que sustituye a Dios por la Sociedad como principio de juicio moral. «La idea de que la sociedad es una fuente de valores, que el bien es lo que es útil a la sociedad y el mal lo que perjudica su integración y su eicacia, es un elemento esen-cial de la ideología de la modernidad. Para no someterse más a la ley del padre hay que sustituirla por el interés de los hermanos y someter al individuo al interés de la colectividad». En deinitiva, «el pensamiento modernista airma que los seres humanos pertenecen a un mundo gobernado por leyes naturales que la razón descubre y a las que ella también está sometida. E identiica el pueblo, la na-ción, a un cuerpo social que funciona también según leyes natura-les y que debe desprenderse de formas de organización y de domi-nio irracionales, que persiguen fraudulentamente hacerse legitimar recurriendo a una revelación o una decisión sobrehumanas».172

172 Vid. Touraine, Alain (1996). Crítica de la Modernidad. F.C.E., México.

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El Gran Proyecto de la Modernidad en su versión progresista no ha respondido a los planes Ilustrados de mejoras de la situación huma-na. Este Proyecto tenía como objetivo fundamental desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y ley universales, y un arte autónomo. Su aspiración era liberar las energías cognitivas de cada una de estas esferas vaciándolas de las potencias esotéricas, mágicas y/o metafí-sicas, con el in de orientar la organización racional de la vida social, promover el progreso, la justicia y felicidad del hombre. El eterno, ininito, omnipresente, inmensamente bueno y todopoderoso Pro-greso, ese gran dios de las ideologías modernas ha mostrado su doble talante: por una parte maniiesta la capacidad racional y espiritual del ser humano, y por otra, todo lo inhumano que ha signiicado tal demostración, deslegitimándose como garante universal de sentido.

Los procesos fundantes de la Modernidad se han autonomizado y la separación entre modernidad y racionalidad trabajada por Ha-bermas a partir del desencanto del mundo en manos de la hiperra-cionalización de los ámbitos humanos según Weber, creemos que ya no operaría como referente explicativo de nuestra contempora-neidad y del surgimiento de la postmodernidad o del pensamiento postmoderno, pues lo maniiesto es la ruptura que se produce al interior de la racionalidad moderna, es decir, entre razón instruc-tora y razón instrumental.

Modernidad signiica liberación vehiculada por los procesos tec-nológicos y normativos en pos de una sociedad emancipada de personas libres. La crisis releja que el eje del modelo moderno se revela como contingente y falible, expuesto a una revisión radical externa, impuesta e incómoda y no a su esencial carácter procedi-mental crítico-relexivo: la postmodernidad como crítica a la mo-dernidad ilustrada progresista.

La irrenunciable revisabilidad de la modernidad y su estructura de autocontrol, han caído en descrédito. Creemos que el agotamiento

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no es con respecto a la Ilustración como Proyecto Moderno, sino a la reducción de Modernidad a Progreso o la mitiicación del Pro-greso independiente, autónomo, desvinculado de la Modernidad. Reirámonos en este punto, al eje libertario de la Ilustración conec-tado directamente a lo político como trasfondo teórico-práctico de la ciudadanía, que ha variado en la actualidad a una peculiar autonomía mediatizada por la subjetividad y radicalizada por el escenario global, que tiene como frente el debilitamiento de la no-ción de Estado-nación, pues estamos ante un orden global caracte-rizado por fuerzas que limitan, corroen o violan el funcionamiento de la soberanía nacional en el campo de la economía, el derecho y la pertenencia política, y lo haremos siguiendo a Habermas. En Facticidad y Validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de dere-cho en términos de teoría del discurso, el esfuerzo habermasiano por establecer una política deliberativa considerándola como tránsito desde la teoría de la acción comunicativa al espacio político. Des-de que Habermas publicó su Teoría de la acción comunicativa, el principio normativo a partir del cual el debate racional debe ser fundamento de la democracia, ha pasado a ocupar un rango pre-ponderante en el ideario de la ilosofía política, bautizando bajo el rótulo de democracia deliberativa que han impuesto autores como Bernard Manin o Carlos Nino.

El eje de Facticidad y validez gravita en la propuesta de una teo-ría normativa del Estado de derecho que descanse sobre aquellas premisas básicas del principio del discurso como criterio de justi-icación de la racionalidad moral. Se trata de trasladar el mismo criterio de legitimidad procedimental que opera respecto de las cuestiones morales a las decisiones jurídicas y políticas fundamen-tales y también se hace extensivo a una justiicación de la demo-cracia deliberativa. La argumentación de este plan estriba sobre las siguientes observaciones: En un primer momento se trata de jus-tiicar la necesaria institucionalización del principio del discurso,

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es decir, que las condiciones de elaboración y creación de normas jurídicas se sometan a los imperativos dictados por un proceso de deliberación procedimental subordinado a reglas formales, reglas ajustadas a presupuestos de la racionalidad comunicativa, el que impone que «sólo son válidas aquellas normas en las que todos los afectados puedan consentir como participantes en un discurso racional».173 Estas condiciones formales tienen la igura de impar-cialidad, igualdad, apertura a todos, ausencia de coerción y unani-midad. Los elementos fundamentales del procedimiento discursivo corren paralelas a una moral del respeto mutuo y de la responsa-bilidad solidaria, en otras palabras, la adopción de la perspectiva moral, formulada en una suerte de aproximación a una perspectiva moral común bajo las condiciones simétricas del discurso, exige un mayor descentramiento y apertura de las distintas perspectivas. Por tanto, podemos establecer que Habermas retrotrae el ámbito de la moralidad a las condiciones y presupuestos de la deliberación democrática.

Habermas persigue adaptar este principio del discurso a las con-diciones propias de las sociedades modernas, caracterizadas por el progresivo aumento de la soberanía de los sistemas económicos, que amenazan con asixiar las lógicas comunicativas del mundo de la vida. El único garante para trasladar el principio de legitimidad apoyado en el principio del discurso es a través del derecho. De tal forma, puede incorporarse el reconocimiento mutuo y la igualdad a una sociedad integrada por personas que se relacionan de manera anónima. Sólo por el medio jurídico es posible arraigar los discur-sos como presupuesto para mantener y solventar los procesos co-municativos, con el objetivo de custodiar la integración normativa de la sociedad.

173 Habermas, Jürgen (1992). Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático en términos de la teoría del discurso. Madrid, Trotta, pág. 140.

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Los términos de facticidad y validez, surgen bajo la operación ten-sional a partir del doblez del mecanismo jurídico, es decir, como encomendado a la vigilancia de la efectividad de la aplicación y al seguimiento de las normas mediante la formulación y ejecución de sanciones, y como mediador de la pluralidad e indeterminación de los requerimientos de legalización.

Habermas ha desarrollado un modelo normativo de democracia en el que se incluye un procedimiento ideal de deliberación y toma de decisiones: el modelo de la política deliberativa, cuyo propó-sito radica en extender el uso público de la palabra y, con ello, el de la razón práctica, a aquellas cuestiones concernientes al eicaz ordenamiento de la sociedad. La potencia teórica y práctica de la política deliberativa reside en un tejido de discursos y neografías de negociación que tienen como in alcanzar la solución de asun-tos pragmáticos, morales y éticos. La noción de política delibera-tiva sólo adquiere un status empírico solo cuando se entiende la pluralidad de formas de comunicación en las que se conigura una voluntad común (autocomprensión ética), sino también por me-dio de: a) alianzas de intereses y compromisos; b) elección racional de medios en relación a un in; c) fundamentaciones morales y, d) comprobación desde el punto de vista jurídico.

Habermas elabora una concepción republicana del Estado, con-cebido como una comunidad ética (una suerte de republicanismo kantiano), así como en relación con la concepción liberal del Esta-do concebido como guardián de la sociedad centrada en el subsis-tema económico; de tal forma, con razón, podemos establecer que esta propuesta puede ser considerada como un tercer modelo de-mocrático. Modelo sostenido y garantizado en y por las condicio-nes comunicativas bajo las cuales el proceso político tiene para sí la conjetura de producir resultados racionales debido a que es vehi-culado y realizado en toda su extensión bajo el signo deliberativo.

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La novedad habermasiana radica en que este modelo democráti-co forja una conexión al interior de las negociaciones, dentro de los discursos de autocomprensión y disertaciones vinculadas a la justicia, y cimenta la presunción de que bajo tales condiciones se alcanzan resultados racionales o, al menos, equivalentes. Las co-municaciones construyen escenarios donde acontece una forma-ción racional (dentro de lo posible) de la opinión pública y de la voluntad común sobre temáticas relevantes para el conjunto de la sociedad y que solicitan alguna regulación. El poder producido co-municativamente se transforma en poder utilizable administrati-vamente.

La teoría discursiva enclava la idea de que los procedimientos y presupuestos comunicativos de la formación democrática de la opinión funcionan como esclusas cardinales y decisorias que per-siguen la racionalización discursiva de las decisiones de un gobier-no y de una administración sujetos a derecho. Un sistema político como subsistema especializado en la toma de decisiones que per-miten la vinculación colectiva, a la vez que las estructuras comu-nicativas del espacio público se perciben como constituyendo una extensa red de sensores que reaccionan ante la presión de los pro-blemas que afectan a la sociedad en su conjunto y que espolean la generación de opiniones inluyentes.

El proceso de formación pública de opinión y de voluntad, ha de facturarse a través de formas de comunicación que hagan valer el principio de discurso teniendo en cuenta: a) clariicar las contribu-ciones, los temas, las razones y las informaciones, con la inalidad de que los resultados que se alcancen obtengan una aceptabilidad racional; b) establecer relaciones de entendimiento que fomenten la fuerza productiva que representa la libertad comunicativa.

Se puede observar entonces que el camino seguido por la ética dis-cursiva ha sido el tratar de conseguir que el ámbito de la pragmá-

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tica lingüística y el ámbito de la ética colaboren; en ello radica el proyecto fundamental de Habermas. Su pretensión es la de fundar una ética en las condiciones inevitables del habla. Hay que tomar en consideración que el lenguaje constituye una herramienta con muy diferentes usos, uno de los cuales es, sin duda, el llegar a un consenso práctico sobre nuestras normas de acción. Un consenso alcanzado en una situación ideal de comunicación en la que cada participante pudiera defender sus intereses, a la vez que atender a los argumentos de los demás. Se lleva a cabo una sustitución de la formas de la subjetividad trascendental por las formas de la comu-nicación.

La clave de la racionalidad comunicativa es la invocación de razo-nes o fundamentos, la fuerza inerme del mejor argumento, para que las aspiraciones obtengan un reconocimiento intersubjetivo. Un entendimiento discursivo garantiza el tratamiento de temas, razones e informaciones, y no podrá producirse sino en contextos en los que haya una cultura abierta al aprendizaje y personas capa-ces de aprender. Las imágenes dogmáticas del mundo, así como los patrones rígidos de socialización, pueden representar las barreras para el desarrollo de un modo discursivo de socialización.

Es decir, que la efectividad del modelo de la democracia delibera-tiva de Habermas se hace recaer sobre procesos informales, que están presuponiendo la existencia de una fuerte y arraigada cultura cívica. Se mantiene el principio de la representación parlamentaria, el principio de la mayoría, partidos políticos, etc. Y a su vez pone el acento en la esfera pública (en la importancia de la opinión pú-blica para el proceso democrático), asentada en la sociedad civil, que está constituida por aquellos espacios en los que, libres de la interferencia estatal, y dejados a la espontaneidad social no regu-lada por el mercado, surgen la opinión pública informal, las orga-nizaciones cívicas y todo lo que, inluyendo desde fuera, evalúa y critica a la política. El proceso de institucionalización política que

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habría de ser caliicado como legítimo desde la perspectiva de la teoría del discurso surge de las interacciones de cada una de esas instancias, tanto las institucionales como las que están más ligadas a una dimensión sociocultural.

Pero quizás el aspecto decisivo sobre el que se mueve el modelo de política deliberativa resida en la robustez que ha de poseer la socie-dad civil, así como en su capacidad para llevar a cabo la problemati-zación y el procesamiento público de todos los asuntos que afectan a la sociedad y a sus ciudadanos. Para tal se requiere de ciudadanos responsables de su destino en común y que relexionen acerca de la sociedad, independientes de las coacciones impuestas por un po-der superior. Los sujetos de derecho privado no podrán llegar a disfrutar de iguales libertades subjetivas si ellos mismos, ejercien-do su autonomía ciudadana, no logran alcanzar una clariicación acerca de cuáles sean los puntos de vista relevantes con respecto a los cuales han de ser tratados lo igual y lo desigual. Para alcanzar un disfrute en igualdad de oportunidades de las libertades subjeti-vas de acción, esto debe llevarse a cabo en la esfera pública, es de-cir, en la polémica pública sobre la interpretación adecuada de las necesidades y criterios. De este modo, la autonomía privada de los individuos se asegura en el ejercicio de su autonomía ciudadana.

Habermas lleva a cabo una defensa del contenido racional de una moral del igual respeto para cada cual y de la responsabilidad so-lidaria universal de uno para con el otro. Con ello se corresponde un universalismo sensible a la diferencia, que abarca a la persona del otro, o de los otros en su alteridad. Esa comunidad moral se construye sobre la base de la idea negativa de la eliminación de la discriminación y del sufrimiento, así como de la incorporación de lo marginado y del marginado en una consideración recíproca. La orientación al entendimiento intersubjetivo, predominante en la práctica comunicativa cotidiana, se mantiene también para una comunicación entre extraños que se efectúa en espacios de opinión

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pública ramiicados de forma compleja. No se trata así de una in-corporación de lo propio y una exclusión de lo ajeno. La propuesta habermasiana indica más bien que los límites de la comunidad han de encontrarse abiertos para todos, también para aquellos que son extraños para los otros y quieren continuar siéndolo.

La democracia deliberativa consiste, entonces, en vincular la reso-lución racional de conlictos políticos a prácticas argumentativas o discursivas en diferentes espacios públicos. El principio de le-gitimidad estriba en la consecución de consensos sobre normas o decisiones políticas lo más amplios posibles. Los discursos políti-cos no reclaman conformidad o menos unanimidad, sino exigen el principio de la mayoría, aun en el caso que las decisiones de la mayoría puedan ser siempre prescriptibles. No obstante, para el funcionamiento de la democracia deliberativa es necesario el prin-cipio de representación parlamentaria, personiicado en partidos políticos, movimientos sociales, ONG, organizaciones cívicas, etc., reforzando la esfera pública, encarnada en la sociedad civil, espacios soberanos de la neutralización estatal y exponentes de la espontaneidad social aún no regulada por el aparato mercantil ni por los largos brazos de los medios de comunicación, como una estructura inluyente, evaluadora y crítica de la política.

Finalmente, de lo que se trata, es de alcanzar una suerte de herma-namiento entre poder comunicativo y la creación del derecho legí-timo, expresado en el papel central dado a los procesos de creación de voluntad colectiva, es decir, al principio democrático. Lo esencia aquí es que el poder administrativo o político no cobre autonomía respecto de los pertinentes y necesarios controles y exigencias de corte comunicativo-democráticos.

Pasemos revista a la conceptualización de Habermas de opinión pública política, con la cual aspira a que sirva de herramienta ope-rativa, explicativa y normativa de su proyecto ético-discursivo de la

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política. ¿Cómo entender el espacio de opinión pública? Dejemos al propio Habermas explicárnoslo: la esfera o el espacio de la opi-nión pública no puede entenderse como institución y, ciertamente, tampoco como organización; no es un entramado de normas con diferenciación de competencias y de roles, con regulación de las condiciones de pertenencia, etc.; tampoco representa un sistema; permite, ciertamente, trazados internos de límites, pero se caracte-riza por horizontes abiertos, porosos y desplazables hacia el exte-rior. El espacio de la opinión pública, como mejor puede describir-se es como una red para la comunicación de contenidos y tomas de postura, es decir, de opiniones, y en él los lujos de comunicación quedan iltrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en opiniones públicas agavilladas en torno a temas especíicos.174

Los ciudadanos son vía, medio y expresión del espacio público, como a su vez son encarnación de la expresión de los problemas propios de la vida cotidiana. ¿De qué manera se relacionan? A través de la inte-racción comunicativa, es decir, de la experiencia comunicativa coti-diana a partir de la inteligibilidad general de los lenguajes naturales, produciendo argumentos, inluencias y, por supuesto, opiniones.

Hay un poder que surge de la interacción comunicativa, que posi-bilita la cooperación y la aparición del poder político; pero el ejerci-cio de ese poder ya constituido despliega instrumentos normativos y administrativos que deben ser contemplados en los procesos de decisión colectiva. Es importante distinguir entre poder comuni-cativo que tiene que ver con la posibilidad de producir discursiva-mente motivaciones y convicciones compartidas, que se concretan en una voluntad común y poder político, el cual concierne a la pre-tensión de dominio sobre el sistema político y el empleo del poder administrativo.

174 Habermas, Jürgen (1992), o.c., pág. 440.

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El poder comunicativo se convierte en poder administrativo siem-pre y cuando promueva la instauración de leyes bajo el ordena-miento del Derecho: propongo considerar el derecho como el medio a través del cual el poder comunicativo se transforma en administrativo. Pues la transformación de poder comunicativo en poder administrativo tiene el sentido de un facultamiento o auto-rización, es decir, de un otorgar poder en el marco del sistema o jerarquía de cargos establecidos por las leyes. La idea de Estado de derecho puede interpretarse entonces en general como la exigencia de ligar el poder administrativo, regido por el código «poder», al poder comunicativo creador de derecho, y mantenerlo libre de las interferencias del poder social, es decir, de la fáctica capacidad de imponerse que tienen los intereses privilegiados.175

La concepción articulada en términos de teoría del discurso adop-ta una posición transversal respecto de las concepciones clásicas. Si la soberanía comunicativamente luidiicada de los ciudadanos se hace valer en el poder de discursos públicos que brotan de espa-cios públicos autónomos, pero que toman forma en los acuerdos de cuerpos legislativos que proceden democráticamente y que tienen la responsabilidad política, entonces el pluralismo de convicciones e intereses no se ve reprimido, sino desatado y reconocido tanto en sus decisiones mayoritarias susceptibles de revisarse como en com-promisos. Pues entonces la unidad de una razón completamente procedimentalizada se retrae a la estructura discursiva de comuni-caciones públicas y tiene su asiento en ella. No reconoce ausencia de coerción y, por tanto, fuerza legitimante a ningún consenso que no se haya producido bajo reservas falibilistas y sobre la base de libertades comunicativas anárquicamente desencadenadas.176

175 Ibíd., págs. 217-218.176 Ibíd., págs. 254-255.

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Para Habermas el espacio del libre juego de la opinión pública es la fuerza motriz de la política democrática en un sentido real empí-rico y en un sentido normativo. El conocimiento de sus caracterís-ticas y posibilidades permite replantear aspectos procedimentales. Propone el modelo de política deliberativa para superar las debili-dades de las democracias actuales. En este modelo la libre forma-ción de opinión y voluntad común ocupa un lugar central en los requisitos procedimentales que deben exigirse para la legitimación de las prácticas y las decisiones políticas.

Finalmente, en La inclusión del otro. Estudios de teoría política, cuar-ta parte: “¿Qué signiica política deliberativa?”, aquella que nos pro-ponemos comentar brevemente y en complementación, Habermas trata los puntos básicos de la concepción discursiva de la democra-cia y del Estado de derecho.

La acción política tolera la posibilidad de decidir a través de la pa-labra sobre el bien común. Habermas desarrolla un modelo nor-mativo de democracia que incluye un procedimiento ideal de de-liberación y toma de decisiones, a saber, el modelo de la política deliberativa, patrón que responde al propósito de extender el uso público de la palabra a las cuestiones que afectan a la eicaz orde-nación de la sociedad.

Habermas enfrenta la cuestión del multiculturalismo y la poli-semia de formas de vida en las complejas sociedades modernas a partir de los presupuestos de la democracia deliberativa y radical. Desde la problemática del fenómeno progresivo de integración de los emigrantes que traen consigo tradiciones culturales diferentes a las de los miembros de la sociedad de acogida, exhorta al derecho a resguardar la propia forma de vida cultural, pero sujeta a la obli-gación de aceptar el marco político de convivencia deinido por los principios constitucionales y los derechos humanos.

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Para tal situación, Habermas propone la inclusión del otro como vía de acceso a la comunidad política, con independencia de la pro-cedencia cultural de cada cual. Habermas se inclina por la igura de Instituciones Públicas desprovistas, en el mayor grado posible, de connotaciones morales densas. Frente a cualquier tentación de exclusión, Habermas aboga por un patriotismo constitucional por el que los ciudadanos se identiiquen con los principios de la propia constitución como una conquista en el contexto de la historia de su país. Al mismo tiempo propone que los ciudadanos conciban la libertad de la nación de manera universalista, libertad axial, es decir, libertad hacia dentro de la nación y hacia fuera de ésta, una comunidad política entendida como nación de ciudadanos. Ha-bermas presenta un desarrollo teórico, tendiente a la resolución sobre las diicultades de integración del pluralismo y los problemas derivados de la acomodación identitaria en las sociedades comple-jas. Además brinda un eicaz acoplamiento a los problemas deri-vados del multiculturalismo, los conlictos étnicos o en general, la integración de las diferencias. Habermas se distancia de los polos teóricos representados por las teorías liberales de Rawls como las comunitaristas, personiicadas por Taylor.

La tesis básica de Taylor es que el liberalismo habría emprendido en sus inicios una ruta teórica errónea al momento de plantearse el problema de las diferencias entre personas y grupos sociales. El error mayor consistiría en concebir al hombre autónomamente, es decir, desprovisto de toda referencia a mecanismos empíricos que lo constituyen: etnia, género, creencias religiosas, orígenes nacio-nales, en otros. La organización política liberal se constituye así a partir de aquellos rasgos que toda persona tiene en común, lo que es compartido universalmente. Para Taylor, sin embargo, esta política del universalismo, puramente procedimental, ignoraría la vitalidad de los diferentes contextos culturales a la hora de conferir identidad a las personas. Una política multicultural debe exigir el

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reconocimiento de estas ideas sustantivas de los diferentes grupos sociales y debe operar como una política de la diferencia. Lo que distingue al individuo y lo aparta de los otros no se obtiene disol-viéndolo de sus particularidades, sino airmándolas. Tal airmación artiicial, tal integración sólo surge de la eicacia de un patriotismo constitucional.

Habermas favorece un tipo de integración política de las diferen-cias que distingue entre las identidades colectivas producto de la historia, cultura, raza y lenguaje comunes, y una integración polí-tica abstracta apoyada en el ideal de la ciudadanía democrática. La tensión entre el universalismo de una comunidad legal igualitaria y el particularismo de una comunidad cultural unida por el origen y destino histórico la resuelve a favor de la primera. El patriotis-mo constitucional aboga por una identiicación de los ciudadanos con principios abstractos universalizables; es decir, por aquellos en los que todos los que habitan la comunidad pueden reconocerse como partícipes de un destino político común. La insoslayable y persistente diversidad que caracteriza a la ciudadanía de nuestras sociedades apenas puede ser uniicada si no es en torno a princi-pios generales que permitan modelar la libre y democrática comu-nicación y enfrentamiento entre modos de vida y concepciones del mundo divergentes.

En resumen, el reconocimiento de los particularismos aparece como igura medular, pero siempre y cuando se ubique al interior de un proyecto en el que prime la opinión política y la conforma-ción de voluntades de los ciudadanos. El reto está en el recono-cimiento de las diferencias entre los individuos sin pre-igurarlos como enemigos, excluyéndolos, ni asimilarlos a lo propio, absor-biéndolos.

El proyecto de la modernidad, es una categoría que habla de una suerte de superación del ámbito artístico o estético, y está más

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bien, en estrecha relación con el proyecto socio-cultural de Ilus-tración. Siguiendo a Weber, Habermas se reiere a la separación de la expresión metafísico-religiosa de la razón sustantiva y su frag-mentación tratadas en la Edad Moderna como cuestiones, es decir, desde la deriva de las esferas axiológicas de la ciencia, la moral y el arte a puntos de vista especíicos de la verdad, la justicia normativa, la autenticidad o la belleza, que serán tratadas como cuestiones de conocimiento, de justicia o de gusto respectivamente.177 La deriva hacia la consideración de las esferas de valor como cuestiones, se traduce en la elaboración profesional de especialistas de la crítica artística, en la «elaboración profesional de la tradición cultural bajo el aspecto de validez abstracta pone de maniiesto las peculiarida-des normativas del complejo del conocimiento en los aspectos cog-nitivo-instrumentales, práctico-morales y estético-expresivos»178, vale decir, los procesos de aprendizaje vienen a reemplazar las evo-luciones lineales de la historia, escrita ahora de manera interna. Por otra parte, como un segundo aspecto, «aumenta la distancia entre la cultura de los expertos y el gran público. El crecimiento de la cultura por medio de la elaboración y relexión especializadas no pasa sin más a disposición de la práctica de la vida cotidiana. La ra-cionalización cultural amenaza más bien con empobrecer el mundo vital devaluado en su sustancia relacional.

Habermas, entonces, intenta recuperar el equilibrio perdido en el proceso de diferenciación sistémica de esferas, con el in de «tender un puente por encima del abismo que separa el discurso del cono-cimiento, del discurso de la ética y la política, franqueando así un pasaje hacia la unidad de la experiencia».179

177 Ibíd., págs. 272-273.178 Ídem.179 Lyotard, Jean-François (1996). La posmodernidad (explicada a los niños). Barcelona, Gedisa, pág. 13.

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Por tanto, este proyecto –formulado en el siglo XVIII por los iló-sofos de la Ilustración– consiste, en lo esencial, en «desarrollar las ciencias objetivadoras, los fundamentos universalistas de la moral y ética post-religiosa y el derecho y el arte autónomo, sin olvidar las características peculiares de cada uno de ellos y, al mismo tiempo, […] liberar de sus formas esotéricas las potencialidades cognosci-tivas que […] maniiestan y aprovecharlas para la praxis, esto es, para una coniguración racional de las relaciones vitales».180 Este es el optimismo perdido en el siglo XX por la inconluencia de las po-tencialidades cognoscitivas en el progreso técnico, en el crecimien-to económico y en la administración racional, es decir, las energías reguladoras de la razón moderna no afectan a una experiencia vital condicionada por unas tradiciones ciegas.181 Esta separación es el problema que surge de la particularidad de las esferas diferencia-das, que al mismo tiempo, maniiesta los intentos frustrados de superar la cultura de especialistas apartada de la experiencia de la vida cotidiana.

La intención revisionista de Habermas respecto al proyecto de la modernidad, es de «aprender de los extravíos que han acompaña-do al programa de la Modernidad y de los errores del desvariado programa de superación [y no] dar por perdida la Modernidad y su proyecto. Quizás podamos tomar el ejemplo de la recepción del arte para indicar cuando menos una salida de las aporías de la Mo-dernidad cultural».182 Habermas, con esto, se reiere al lugar de la estética como aquella experiencia capaz de relacionar el ámbi-to estético con los problemas vitales, pues «la experiencia estética no sólo renueva las interpretaciones de las necesidades a cuya luz percibimos el mundo, sino que interviene al mismo tiempo en las

180 Habermas, Jürgen (1988), o.c., págs. 267-268.181 Jauss, Hans Robert (1976), o.c., pág. 274.182 Ibíd., pág. 279.

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interpretaciones cognoscitivas y las expectativas normativas y cam-bia la forma en que todos estos momentos remiten unos a otros».183 Se trata, en deinitiva de utilizar ese poder exploratorio vitalmente orientador que surge de la percepción estética y sirve como guía al sentido de una biografía personal y social:

«Una reorientación diferenciada de la cultura moderna con una praxis de la vida cotidiana, basada en las herencias vitales, pero empobrecida por el mero tradicionalismo, solamente se conseguirá cuando la modernización capitalista también pueda orientarse por otras vías no capitalistas, cuando el mundo vital pueda extraer de sí instituciones que limiten la peculiar dinámica sistémica de los mecanismos de acción económicos y administrativos».184

En in, Habermas intenta conciliar la cultura de especialistas con la cultura vital a partir de una apropiación de una perspectiva de sen-tido, y con ello, ampliar la vida útil del proyecto de la modernidad gracias a la articulación comunicativa de las esferas axiológicas en instituciones que administren el desarrollo cognoscitivo o intelec-tual y el desarrollo económico con las expectativas práctico-morales y expresivo-estéticas185, formuladas en una racionalidad centrada en el sujeto, pero horizontalizada en perspectiva comunicativa. Para Habermas la razón que se puede preguntar por el bien o por el mal, por lo justo o injusto, antes que ser un componente constitutivo del yo humano, es un producto de la interacción social, se construye en el contexto de la internalización de normas sociales. En Habermas, la moralidad se construye sobre la base de un proceso comunicativo libre de dominación. La vida colectiva se realiza a través de acciones comunicativas en las que los individuos están en posición de ha-

183 Ibíd., pág. 280.184 Ibíd., pág. 281.185 Vid. Habermas, Jürgen (2000a), o.c., págs. 169-198.

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blante y oyente tratando de entenderse. Esta acción comunicativa tiene unos requisitos de validez y unas reglas que suponen en todo caso, que las personas se reconozcan como interlocutores válidos.

La propuesta habermasiana sobre la modernización de la razón moderna, descansa en la cuádruple distinción de la acción racional comunicativa: 1. la teleológica: por la que el agente se conecta con el mundo objetivo, en la que racionalidad y verdad se derivan de la capacidad cognitiva y descriptiva de la realidad; 2. la regulada por normas: aquella que guarda relación con los valores, los roles sociales, etc., que expresa una racionalidad unida a la rectitud de la acción con los enunciados normativos; 3. la dramatúrgica: que ex-presa la acomodación de subjetividades en los planos públicos y/o privados respecto de las manifestaciones del otro, es decir cuando una subjetividad limita con otra subjetividad, orientadas a la au-toairmación186; y, 4. la comunicativa: en la que las subjetividades buscan el entendimiento sobre una situación con el in de coordi-nar un común acuerdo sobre sus planes de acción y con ello sus acciones, haciendo equivalente racionalidad con interpretación en aras a un consenso lingüístico expresado en un acuerdo sobre su sentido y comunitariamente aceptable.187

La racionalidad, al estar relacionada con el saber, establece como condición de tal relación que los sistemas simbólicos encarnen un saber y que los sujetos que actúan en él dispongan de un saber y, por ello, la racionalidad tiene que ver especíicamente con el uso de ese conocimiento, y ocurre tanto en la racionalidad prác-tica –actuar racionalmente implica el empleo racional de la in-formación cognitiva referidas a lo empírico, a las consecuencias previsibles, a los medios adecuados desde la técnica y la econo-

186 Habermas, Jürgen (1987), o.c., pág. 135.187 Ibíd., pág. 124.

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mía, etc.–, como también en la racionalidad teórica referida a una imagen intelectual omnicomprensiva de los sucesos que ocurren en el mundo.188

La designación de la actividad de un sujeto centrado en la razón que modula su existir en oposición al sujeto medieval y a la tra-dición occidental judeo-cristiana, funda sus formas de vida en un nuevo reparto de referencias, ahora posibilitado por la constitu-ción de una memoria histórica, ilológica y hermenéutica escrita en referencia al progreso y desarrollo de las ciencias y de las técnicas, traducidos en una evolución acelerada del movimiento de las fuer-zas productivas al servicio de un dominio sin precedentes sobre los procesos naturales; de un acceso empírico al mundo natural, objetivado como lugar de mirada de la ciencia y un racional afán dominador de la realidad.

Vemos, sin duda, que la modernidad no es sólo racionalización –ajuste de medios a ines– y secularización –sustitución valórica y depotencialización de la ritualidad religiosa–, sino también subje-tivación189: una «penetración del sujeto en el individuo y por con-siguiente la transformación –parcial– del individuo en sujeto»190, haciéndose equivalente al proceso de separación entre el objeto-naturaleza y el sujeto-humano.

El procedimiento de desvanecimiento del sujeto –que, por ejem-plo: en Nietzsche y luego en Foucault alcanza un nivel proféti-co– se empieza a cumplir con la crítica estructuralista al programa epistemológico basado en categorías universalistas, racionalistas y subjetivizadoras de la Ilustración que luego se proyectan en diver-sas teorías contemporáneas, considerando la idea de hombre una

188 Ibíd., pág. 24.189 Touraine, Alain (2000), o.c., págs. 204-206.190 Ibíd., pág. 209.

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creación histórica reciente –momento clásico ilustrado– como una noción destinada a su desaparición: «El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizás también de su próximo in. Si estas disposiciones desaparecieran como aparecieron, si […] oscilaran, como lo hizo, a ines del siglo XVIII, todo el suelo del pensamien-to clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena».191

Expresa también tensión histórica entre el espíritu del Renaci-miento, el determinismo cientíico y el capitalismo con el espíritu de la Reforma, la libertad moral y el individualismo burgués que hace de idolatría del yo en búsqueda de la autenticidad, el proceso resultante es un capitalismo sin freno ético, haciendo del placer un modo de vida y justiicación cultural del capitalismo.192 Una modernidad subjetivada que introducirá ruptura, separación y ten-sión en la dualidad sujeto-razón y avanzará contra la unidad del mundo sagrado y mágico, contra una «unidad de un mundo creado por la voluntad divina, la razón o la historia [en otras palabras, contra] la correspondencia entre un sujeto divino y un orden na-tural y, consecuentemente, entre el conocimiento objetivo y el or-den del sujeto».193 Este proceso variado, extenso y complejo, diseña un diferenciado estado o temple de ánimo de la cultura occidental hiperracionalizada, develando nociones que la promulgan, tales como fragmentación, pluralismo, irreductibilidad, dispersividad,

191 Foucault, Michel (2005). Las palabras y las cosas: una arqueología de las cien-cias humanas. Buenos Aires, Siglo XXI, pág. 375. Vid. Además GM, I, 13, pág. 53, donde Nietzsche airma que el «sujeto ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma…» de la razón moderna.192 Bell, Daniel (1977). Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid, Alianza, págs. 33-34.193 Touraine, Alain (2000), o.c., pág. 209.

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homogeneidad, proliferación de la diferencia y radicalización de los márgenes, particularismo, autonomía y privatización del existir.

Los rasgos anteriormente expuestos, coinciden en tres característi-cas que le son fundamentales: término de la legitimación teológi-ca del discurso-poder; surgimiento de la vida urbana como centro económico y cultural; y desplegamiento de la noción de razón en todos los campos de la existencia social, y que cobran sentido en los grandes descubrimientos de la física, en la explosión demográica, en los sistemas masivos de comunicación, en la industrialización de la producción, en la automatización y racionalización del sistema pro-ductivo y administrativo y en el surgimiento del mercado capitalista.

Además, en tanto que proceso creciente y excesivo de racionaliza-ción, sus estructuras sociales vienen determinadas por la empresa capitalista y el aparato estatal burocrático194, personiicadas en el proceso de objetivación de las categorías de la racionalidad instru-mental que conduce a la progresiva racionalización de la sociedad; la secularización relejada en la disyunción de los procesos de dife-renciación social y sistémica; el surgimiento y consolidación de es-feras independientes de producción de saber especializado guiadas por criterios autorreferenciales y de mercado; y, la emergencia de la subjetividad y su ijación como proceso de individuación cerrada:

«La vorágine de la vida moderna ha sido alimentada por muchas fuentes: los grandes descubrimientos en las ciencias físicas, que han cambiado nuestras imágenes del universo y nuestro lugar en él; la industrialización de la producción, que transforma el conocimiento cientíico en tecnología, crea nuevos entornos hu-manos y destruye los antiguos, acelera el ritmo general de la vida, genera nuevas formas de poder colectivo y de lucha de clases; las inmensas alteraciones demográicas, que han separado a millo-

194 DFM, págs. 136-143.

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nes de personas de su hábitat ancestral, lanzándolas a nuevas vidas a través de medio mundo; el crecimiento urbano, rápido y a menudo caótico; los sistemas de comunicación de masas, de desarrollo dinámico, que envuelven y unen a las sociedades y pueblos más diversos, los Estados cada vez más poderosos, estructurados y dirigidos burocráticamente, que se esfuerzan constantemente por ampliar sus poderes; los movimientos so-ciales masivos de personas y pueblos, que desafían a sus dirigen-tes políticos y económicos y se esfuerzan por conseguir cierto control sobre sus vidas; y, inalmente, conduciendo y mantenien-do a todas estas personas e instituciones, un mercado capitalista mundial siempre en expansión y drásticamente luctuante».195

Conceptualización moderna de progreso que nos ha hecho beber de la fuente de la objetividad y comer el fruto del árbol de la cien-cia y gozar del orgullo racional sobre la naturaleza: experiencias que expresan la problematización profunda del fundamento racio-iluminista de identiicación entre los planos o esferas políticas, es-téticas y ilosóicas, y su relación con las esferas valóricas, religiosas, de sentido.

Situación propicia para una coniguración radical de modernidad bajo la égida de movimientos culturales, transformaciones sistémi-cas, mutaciones estilísticas, sospechosas iliaciones teóricas y em-pobrecimiento en lo moral y en lo político, instalándose una nueva semántica que deine que nuestra época se postmoderniza en lo material y en lo referente a las transformaciones históricas. Consi-deramos que la postmodernidad es una suerte de motor transfor-mativo de la matriz ilustrada y ordenador de la actual experiencia subjetiva de existir, de la práctica objetiva de la vida social y de la sensibilidad del sujeto de su época. La postmodernidad es el resul-

195 Berman, Marshall (1988). Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. Madrid, Siglo XXI, págs. 1-2.

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tado de una desacoplación o descoordinación entre los procesos de modernidad y modernización y se alza subsidiaria de este proceso al interior de la modernidad histórica, que maniobra una radica-lización y exaltación de tal desorganización entre lo valórico y lo práctico, entre lo racional y la desracionalización de los ámbitos culturales propios de la modernidad. La postmodernidad manifes-taría la dimensión teórica, cultual y valórica de esta desacoplación en su faceta transformativa de la modernidad tardía.

Transformaciones que dibujan al conjunto de elementos cultura-les que ha deinido postmodernidad, entendiéndola como el pro-ducto de una descoordinación o desacoplación entre los procesos internos de modernidad, es decir, al interior de la modernidad se han producido quiebres en la estructura de revisabilidad crítica o relexividad discursiva del programa ilustrado o, más aún, de sí misma como permanente movimiento de argumentación del cono-cimiento de sí misma y del conocimiento obtenido por sí misma: la radicalización de la razón moderna, la desorganización entre la ra-zón matemático-funcional y la práctica valórica-cultural, en in, la ilustración sufre una merma en su actitud crítica como discurso o lógos público relexivo de autoesclarecimiento y del esclarecimiento de la articulación teoría-práctica. No encontramos un símil más adecuado:

«Separados unidos. El matrimonio, cuya denigrante parodia pervive en una época que ha privado de fundamento el dere-cho humano del matrimonio, la mayoría de las veces sirve hoy de artimaña para la autoconservación: cada uno de los dos ju-ramentados atribuye al otro cara al exterior la responsabilidad de todos los males que haya causado, mientras sigan existiendo juntos de una manera a decir verdad turbia y cenagosa».196

196 Adorno, heodor W. (1987), o.c., §10, pág. 27.

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Pese a todo el afán en la fu(n)sión de sentidos por parte de la modernidad, su eje sustancial –la razón– adolece en su historici-dad debido al proceso de disolución y/o sustitución del sentido con que cargó la historia, pues responde a una «lógica profunda de destitución de todo sentido como sentido trascendente, a un deseo de airmar en cuanto sentido al propio proceso de la histo-ria. Ello implica un doble movimiento: la negación de la trascen-dencia como lugar desde el cual se funda y se da el sentido y, al mismo tiempo, la retención del “efecto” de fundación y donación del sentido al interior del espacio histórico, o, más bien, precisa-mente en el límite dinámico de este interior, caracterizado como el no-lugar de lo nuevo».197 En in, se presenta una suerte de mi-nuto cero en que se re-inicia la historia, se retrotrae el presente en un movimiento sobre sí misma para despegar hacia el futuro programado y como tal, profundamente imprevisible en su iti-nerario y meta. De ahí que en consecuencia, entre los ámbitos teórico-valóricos y los instrumentales-materiales, se produzca un roce hostil que enrarece el aire, dando como resultado la crítica corrosiva y provocadora, que cambia la isonomía de la cultura bajo la conexión de un eslabón de sentido postmodernizador de modernidad.

TERCERA INTER-IMPLICACIÓN: EL HOMBRE LOCO O CUANDO LA FE DEVIENE EN FRENESÍ CON LA NARRATIVA ONTOTECNOLOGIZADA DE LA DESAZÓN MODERNA EN JEAN FRANÇOIS LYOTARD

La tercera vía para clariicar las conexiones secretas entre meta-morfosis y iguratividad, entre metáfora e historia, con el in de llegar al tópos problemático de la modernidad, viene franquea-

197 Oyarzún, Pablo (2001), o.c., págs. 85-86.

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da por el hombre loco que busca a Dios en el mercado. Encar-na la expresión moderna de la forma en que los dioses mueren desde que el hombre y la historia les han hecho un lugar, es la narrativa de la initud. Hölderlin y su lamento de la lejanía de los dioses198, y Hegel con su Dios ausente en la cultura como un “dolor histórico” expresado en el “viernes santo especulati-vo”: «el sentimiento sobre el que se basa la religión de la épo-ca moderna, el sentimiento de que Dios mismo ha muerto»199.

El enigmático relato sobre la sombra de Dios que se alza amena-zante de cubrir, a lo menos, parte de la historia racional y espiritual de Occidente, maniiesta la opaca línea que separa el acontecimien-to200 que relata y la conciencia que se tiene de él y sus consecuen-cias.201 Lobreguez que alcanza nuestros tiempos de manera radical, pues expresa las simbolizaciones fracturadas, sus -lusiones, a-lusio-nes e i-lusiones por un porvenir costoso y trabajoso en relexiones e

198 Hölderlin, Friedrich (2005). Poesía completa. Barcelona, Ediciones 29, ‘Pan y vino’, págs. 313-323.199 Hegel, Georg Wilhem Fredrich (2000). Fe y saber o la ilosofía de la relexión de la subjetividad en la totalidad de sus formas como ilosofía de Kant, Jacobi y Fichte. Madrid, Biblioteca Nueva, pág. 164.200 «Denominemos acontecimiento a cualquier hecho o ente aislable, indivi-dualizable, independientemente del orden a que pertenezca». Lanceros, Patxi (1997). La herida trágica: el pensamiento simbólico tras Hölderlin, Nietzsche, Goya y Rilke. Barcelona, Anthropos, pág. 152. Denominaremos acontecimiento como aquel suceso que forma o hace época en la existencia histórica, y por ello, no puede ser olvidado, pero que a la vez, rebasa la comprensión del sujeto.201 GC, III, §108, ‘Nuevas luchas’, pág. 147: «Después de la muerte de Buda, se mostró aún durante siglos, en una cueva, su sombra –una sombra colosal y pavorosa–. Dios ha muerto: pero, siendo los hombres lo que son, habrá acaso aún por espacio de milenios, cuevas donde se muestre su sombra. ¡Y nosotros –tendremos que vencer también a su sombra!» Sobre “las largas piernas” de la sombra de Zaratustra, de su cómplice compañía, de su cansancio y posterior baile, Vid. Z, IV, ‘La sombra’, págs. 370-374.

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inlexiones que alcanza al mismo Nietzsche como un proceso dual para sí mismo y para su portavoz, Zaratustra.202

Símil del crepúsculo y extinción de la luz divina, de las consecuen-cias y alcances de la crónica mortuoria de Dios203 y de la oscuridad teórico-práctica que hace de la modernidad204 una época en la que, a pesar de ser un acontecimiento silencioso de sentidos múltiples, representa la liberación del hombre de toda sujeción al transmun-dismo y que «el mundo suprasensible [aquel de las ideas metafísi-cas] ha perdido fuerza efectiva [y ya no] procura vida»205, es decir, ha dejado de ser fundamento de lo real y su relejo, pues «si el mun-do suprasensible de las ideas ha perdido toda fuerza vinculante y sobre todo toda fuerza capaz de despertar y de construir, entonces ya no queda nada a lo que el hombre pueda atenerse y por lo que pueda guiarse».206

Signiica el ensalzamiento de la tierra por sobre lo ultra-terreno, supone que el monoteísmo del Dios cristiano ha perdido su poder

202 Vid. Z, II, ‘La más silenciosa de todas las horas’, págs. 217-220; IV, ‘La ofren-da de miel’, págs. 328-331.203 Vid. Z, I, ‘De la virtud que hace regalos’, §3, págs. 126-127; II, ‘En las islas afortunadas’, págs. 135-138; II, ‘De los compasivos’, págs. 139-142; III, ‘De los apóstatas’, págs. 256-260; III, ‘De las tablas viejas y nuevas’, §11, págs. 285-286; IV, ‘Jubilado’, págs. 356-357, IV, ‘Del hombre superior’, §1 y §2, págs. 389-390; IV, ‘La canción de la melancolía’, §2, págs. 403-404; IV, ‘La iesta del asno’, §1, págs. 423-425.204 «“Dios ha muerto”, dijo Nietzsche, con una frase demasiado célebre. En el añadido: “y nosotros lo hemos matado” se trasluce una arrogancia racionalista, se percibe el vómito –¡Dios le haya perdonado!– de una fanatismo iluminista». Colli, Giorgo (1988), o.c., ‘Vida eterna y larga vida’, pág. 73.205 Heidegger, Martin, ‘La frase de Nietzsche: Dios ha muerto’, en Heidegger, Martin (1995). Caminos de bosque. Madrid, Alianza, pág. 196. El destacado es nuestro.206 Ibíd., pág. 197.

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para fundamentar al ente y determinar al ser humano y no expresa un ateísmo militante ni radical frente a lo religioso, más bien, sig-niica el politeísmo en una divinización dionisíaca de los instantes. Expresa el in de las narraciones de sentido y por ende, la signiica-ción venidera del nihilismo y de su sentido prometeico en la igura del superhombre anunciado por Zaratustra como el «sentido de la tierra»207 en oposición a lo trascendente, al “más allá”. En in, es la exaltación de la vida sensible y la airmación constatable de que ha ocurrido algo de alcances inaprensibles «con la verdad del mundo suprasensible y su relación con la esencia del hombre».208

Esta liberación y exaltación aluden a que la potencia divina ya no es eicaz, no dispensa vida, actividad, movimiento, injerencia y operatividad; la metafísica –la ilosofía occidental entendida casi exclusivamente como platonismo y luego teología platonizante– ha concluido y con ella las valoraciones que en ella encontraban su fuerza y fundamento, se han derrumbado:

«Lo que hay que temer, lo que produce efectos más fatales que ninguna otra fatalidad, no sería el gran miedo [el gran miedo al hombre], sino la gran náusea frente al hombre; y también la gran compasión por el hombre. Suponiendo que un día ambas se mari-dasen, entraría inmediatamente en el mundo de modo inevitable, algo del todo siniestro, la “última voluntad” del hombre, su volun-tad de la nada, el nihilismo».209

El dictum –y no el factum– nietzscheano de la “muerte de Dios”, por una parte, es la fórmula210 del rechazo a toda la metafísica

207 Z, ‘Prólogo de Zaratustra’, §3, págs. 36-38 y §7, pág. 44.208 Heidegger, Martin (1995), o.c., pág. 199.209 GM, III, 14, pág. 142.210 Formulación que va desde lo dramático hasta lo salvíico, desde lo íntimo hasta la ciencia física, desde la unidad de sentido hasta la fragmentación, desde

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occidental como paradigma onto-teo-lógico que articula al ser, al pensamiento y al saber, puesto que, pensar el ser desde la razón ha consistido históricamente –especialmente a partir de la ciencia del ser aristotélica y de la idea de Bien platónica– pensar a Dios como garante y fundamento del ser e intentar establecer un co-nocimiento sobre ellos. Por otra, dibuja la distancia respecto a la moral judeo-cristiana, pues la idea de bien, desde Platón, ligada a la existencia de Dios ya sea como fundamento en el pensamiento cristiano, ya como postulado en el pensamiento kantiano. Sin em-bargo, creemos que expresa la relación entre la deinición trascen-dental de Dios y la deinición inmanente de religión.

La “muerte de Dios” desenmascara las utilidades que subyacen en la genealogía de los criterios morales: las virtudes cristianas ema-nan de la voz del rebaño en nosotros, que siendo incapaz de crear valores superiores, se autodesprecian en sus fracasos y se someten a instintos gregarios y antinaturales; asimismo, desenmascara el enunciado de una nueva antropología: el superhombre, aquel que asume hasta las últimas consecuencias el prescindir de Dios, aquel hombre que vive para la tierra, que da un eterno y alegre sí a esta vida tal como es; creador de valores, capaz de no quedarse en la nada que ha desencadenado la ausencia de Dios, sino que se erige como articulador de la transvaloración de los valores y superador del nihilismo cristiano que platónicamente había situado el centro de gravedad de la vida humana en el más allá:

lo teológico hasta lo político, Vid. Deleuze, Gilles (1994), o.c., págs. 214-219. Además tal formulación, es una formulación que contiene y expresa un género literario parabólico, incluso kerigmático, que pone en escenas personajes a la vez determinados e indeterminados con el in de que los oyentes de la parábola pue-dan identiicarse con algunos de ellos y así poder desentrañar su signiicación a partir de diversas lecturas e interpretaciones. Cfr. Biser, Eugen (1974). Nietzs-che y la destrucción de la conciencia cristiana. Salamanca, Sígueme. Vid. Gauchet, Marcel (2005), o.c., págs. 231-270.

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«Lo que narro es la historia de los próximos siglos. Describo lo que viene, lo que no puede venir de otra manera: el advenimiento del nihilismo. Esta historia puede ser ya narrada: pues la necesi-dad misma está aquí en marcha. Este futuro habla ya a través de un centenar de signos, este destino se anuncia por todas partes; para esta música del porvenir están aguzados ya todos los oí-dos. Ya, desde hace mucho tiempo, con una tensión torturante que crece de decenio en decenio, toda nuestra cultura europea se mueve, como hacia una catástrofe: inquieta, violenta, preci-pitada: como una corriente que quiere llegar al inal, que ya no recapacita, que tiene miedo de recapacitar».211

La historia y su narración, los polos de “muerte de Dios” y de su-perhombre, resultan los ejes de un despliegue errático tomado por la historia, de un nihilismo que se presenta, a su vez, en tres coordenadas que vienen a signiicar, de una manera provisional, la orientación al interior de un proceso de contornos difusos, las coordenadas tanto de límite212 como desafío213 y síntoma214: coor-denadas que puntualizan el derrumbe histórico de la potencia de los conceptos y valores que la tradición tenía como normativos y

211 Nietzsche, Friedrich (1992), o.c., noviembre 1887-marzo 1888, §2, págs. 68-69.212 Límite para un mundo en el que, como advierte Camus, Nietzsche «no ha concebido el proyecto de matar a Dios, sino que lo ha encontrado muerto en el alma de su época». Camus, Albert (2004). El hombre rebelde. Buenos Aires, Losada, pág. 67.213 Cfr. Ávila, Remedios (2005). El desafío del nihilismo. La relexión metafísica como piedad del pensar. Madrid, Trotta.214 «No se ha comprendido lo que, sin embargo, es palpable: que el pesimis-mo no es un problema, sino un síntoma, que la cuestión de si el no-ser es mejor que el ser es ya una enfermedad, un declinar, una idiosincrasia… El movimiento pesimista no es más que la expresión de una decadencia isioló-gica». Nietzsche, Friedrich (2002), o.c., 17[8], pág. 171. El nihilismo es una extraña fórmula que incluye relativismo e intolerancia, desenfreno y apatía, adhesión y temor.

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explicativos para la existencia humana; asimismo, supone el des-crédito para proponer una inalidad, incorporar un orden y, por tanto, aportar un sentido –que en el cristianismo, en la moral, en la ilosofía se encontraban establecidos con el carácter de leyes o verdades absolutas– y inalmente, pierde su validez como fuerza normativa e imperativa:

«El nihilismo hace ahora su aparición no porque el displacer ante la existencia sea mayor que antes, sino porque se ha llegado en general a ser desconiado con respecto a un “sentido” en el mal e incluso en la existencia. Una sola interpretación sucumbió; pero, por el hecho de haber pasado por ser la interpretación, pa-rece como si no hubiese ningún sentido en la existencia, como si todo fuese en vano.

Nihilismo: falta la inalidad; falta la respuesta al “¿para qué?” ¿Qué signiica el nihilismo? –que los valores supremos se desvalorizan.

El nihilismo es ambiguo.

A) Nihilismo como signo del poder incrementado del espíritu: en cuanto nihilismo activo.

El nihilismo puede ser un signo de fortaleza: la fuerza del espíri-tu puede haber crecido de tal manera que sus inalidades preexis-tentes (“convicciones”, artículos de fe) son inapropiadas. […] Su máximun de fuerza relativa lo alcanza como fuerza de destrucción: como nihilismo activo. Su contrario sería el nihilismo cansado que ya no ataca: su forma más famosa, el budismo: en cuanto nihilismo pasivo.

B) Nihilismo como ocaso y regresión del poder del espíritu: el ni-hilismo pasivo como un signo de debilidad: la fuerza del espíritu puede estar fatigada, agotada, de forma que las metas y los valores hasta ahora existentes resultan inadecuados y ya no encuentran ningún crédito […] que todo lo que reconforta, sana, calma, anes-

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tesia, aparece en primer plano bajo diversos disfraces religiosos, o morales, o políticos, o estéticos, etc».215

El nihilismo es la recogida mirada hacia abajo, hacia el desmorona-miento de todas las creencias corriendo el riesgo de caer con ellas. La «historia debe, ella misma, resolver el problema de la historia, el saber debe volver el propio aguijón contra sí mismo»216, y como tal es la manifestación de procesos humanos, de presencias regulares que hablan de ella, a veces constantes, otras veces inadvertidas y como tal, el nihilismo se nos muestra como efecto, como conse-cuencia de la causa del cristianismo y de su práctica en la socie-dad, resultado necesario de una forma impuesta de valoración y de una ordenación teórico-práctica como morada interpretativa o hermenéutica del nihilismo –la metafísica–, elevada como única interpretación del valor de la existencia humana, que operada por el dualismo platónico deshonra el devenir heracliteano y levanta dogmáticamente una estructura metafísico-moral nociva para el desarrollo integral y creativo de la vida, que ha resuelto «considerar feo y malo al mundo, [lo] ha vuelto feo y malo al mundo».217

En efecto, la teoría platónica de la realidad escindida entre mundo aparente y trascendente del ser y del valor, que considera a este úl-timo como el mundo verdadero, popularizado por el cristianismo –que produce una profunda dicotomía en el ser, ahora fracturado por el cristianismo como «metafísica del verdugo»218–, correspon-dió a la falta de valor de unos hombres que incapaces de afrontar la vida en su sentido trágico, imaginaron un mundo y una vida mejor más allá de ésta: el mundo verdadero no es más que una fábula ge-

215 Nietzsche, Friedrich (1992), o.c., otoño 1887, págs. 45-46.216 Nietzsche, Friedrich (2000a), o.c., §8, pág. 119.217 GC, III, §130, ‘Una decisión peligrosa’, pág. 165.218 Nietzsche, Friedrich (1994c), o.c., ‘Los cuatro grandes errores’, §7, pág. 69.

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nerada por una voluntad de poder determinada a partir de la ma-nipulación de conceptos: «la metafísica y la moral platón-cristiana han sido el subsuelo para un determinado modo de sobrevivir. Por ejemplo, la moral cristiana, al conferir al hombre un valor absolu-to como hijo de Dios, contrarrestaba la insigniicancia de éste y su naturaleza contingente en el lojo aniquilador del devenir y del desaparecer. También otorga al mundo un carácter de perfección como creación divina a pesar del mal. Y hace creíble la posibilidad de un conocimiento de verdades absolutas».219

La metafísica y la moral cristianas fundan una cultura, que para Nietzsche resulta una cultura enferma como producto de un hom-bre enfermo y, como tal, se maniiesta ahora con toda crudeza en su momento terminal. Esa estructura metafísica de la realidad o teo-ría abstracta de la realidad material, fue el resultado de una larga historia de valoración negativa de la Vida220 –que es esencialmente apropiación, atención, conquista, exploración, imposición de for-mas propias, voluntad de poder– que muestra su inconsistencia y carácter decadente cuando al inal del proceso de desarrollo de su dinámica interna desemboca en la “muerte de Dios”, en la nada, en el nihilismo. La hermenéutica metafísico-cristiana palidece las fuerzas vitales en tanto que autonegación valorativa articulada en una moral de la autonegación, al hacer entrar en crisis los binomios materialidad sensible e inmaterialidad suprasensible, entre mate-rialidad cambiante e inmaterialidad invariable y eterna:

«Los valores superiores, a cuyo servicio debía vivir el hombre, especialmente cuando disponían de él de manera dura y costosa, estos valores sociales se constituyeron con el in de fortalecerle,

219 Sánchez Meca, Diego (2004), o.c., pág. 106.220 «La vida acaba donde comienza el “reino de Dios”…» Nietzsche, Friedrich (1994c), o.c., ‘La moral como contranaturaleza’, §4, pág. 57.

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como si fueran mandamientos de Dios, como “realidad”, como “verdadero” mundo, como esperanza y mundo futuro, se cons-truyeron sobre los hombres, ahora que se hace claro el mezqui-no origen de estos valores, nos parece que el universo se desva-loriza, “pierde su sentido”; pero éste es solamente un estado de transición».221

No es difícil de suponer entonces, que la «forma en que se han interpretado hasta ahora los valores de la existencia»222 cobre la igura del nihilismo: «¿Qué signiica nihilismo? Que los valores su-premos han perdido su crédito. Falta el in; falta la contestación al porqué».223

Falta la meta, el horizonte, el luir de este mundo como conato de interpretación. El nihilismo es un «movimiento histórico [que] mueve la historia a la manera de un proceso fundamental, apenas conocido, del destino de los pueblos occidentales […] no es una manifestación histórica entre otras, no es sólo una corriente espi-ritual que junto a otras, junto al cristianismo, el humanismo y la ilustración, también aparezca dentro de la historia occidental».224

El nihilismo no es nuestro presente ni nuestro futuro, es más bien, nuestro pasado-siempre-presente, aquel marco de valores y sen-tidos heredados de la tradición griega platónica y judeo-cristiana como coniguradores de la humanidad occidental que se prolonga en la modernidad. Surge la imagen de un cristianismo que carga con el error de haber dejado entrar en el mundo la enfermedad de la decadencia a través de la compasión y el resentimiento, pero además, el convertirse en una suerte de crisol de todas las enfer-

221 Nietzsche, Friedrich (1981), o.c., §7, pág. 34.222 Ibíd., §1, pág. 33.223 Ibíd., §2, pág. 33.224 Heidegger, Martin (1995), o.c., pág. 198.

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medades arrastradas desde el mundo antiguo; el haber reducido a los individuos a rebaño que encontraba su airmación –espíritu de venganza, resentimiento, mala conciencia, ideal ascético– en su negación vital, más aún, hacerlos partícipes de la concatenación histórica de acontecimientos de creación, disolución y recreación de sentido y valores contrarios a la naturaleza humana.

Nietzsche en Crepúsculo de los ídolos o cómo se ilosofa a martillazos, presenta la historia del errático nihilismo platonizante y su salida en seis fases:

«1. El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuo-so, él vive en ese mundo, es ese mundo. (La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Trascrip-ción de la tesis “yo, Platón, soy la verdad”.) 2. El mundo verdade-ro, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso (“al pecador que hace penitencia”). (Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil más capciosa, más inaprensible, se con-vierte en una mujer, se hace cristiana…) 3. El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero, ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo. (En el fon-do, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea, sublimizada, pálida, nórdica, königsberguense.) 4. El mundo verdadero, ¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado, también desconocido. Por consiguiente, tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligar-nos algo desconocido?… (Mañana gris. Primer bostezo de la ra-zón. Canto del gallo del positivismo.) 5. El “mundo verdadero”, una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga, una Idea que se ha vuelto inútil, superlua, por consiguiente una Idea refutada: ¡eliminémosla! (Día claro; desayuno; retorno del bon sens [buen sentido] y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.) 6. He-mos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?… ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero he-

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mos eliminado también el aparente! (Mediodía; instante de la sombra más corta; in del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA.)»225

La primera fase, que personiica claramente al pensamiento plató-nico, presenta la existencia de un mundo verdadero, suprasensible, pero que sin embargo, aún no se ha cristalizado en una entidad en-teramente ideal, sino que tan sólo alcanzable, entendible para algu-nos sabios. En la segunda fase del nihilismo platonizante, se abre la brecha, la fractura en el mundo en su división sensible-suprasensible, inmanencia-trascendencia, mundo que en cuanto promesa se con-vierte en inalcanzable incluso para los sabios, y para el pueblo: ahora es el cristianismo como platonismo popular en cuanto promesa del más allá. Una tercera fase representa al pensamiento kantiano, en el sentido en que el mundo verdadero se excluye de la experiencia y ha sido declarado indemostrable para la razón teórica, pero que-da un consuelo: el concepto enlaquecido atado al imperativo moral universal. La cuarta fase representa el escepticismo e incredulidad respecto a la metafísica que sigue al kantismo y al idealismo, identi-icada con el positivismo. Luego de la declaración kantiana de que el mundo verdadero es incognoscible, no se deduce que haya sido supe-rado, sino que es irrelevante desde el punto de vista moral-religioso. En las fases que siguen, Nietzsche las reserva para presentar su pers-pectiva ilosóica: la abolición del mundo verdadero incluyendo en su caída al mundo aparente, pero no con la intención de caer en la nada, sino de superar la dicotomía ontológica introducida por el pla-tonismo, abriendo una vía alternativa para una nueva concepción de lo sensible y su relación con lo no sensible que nos haga salir del ho-rizonte platónico y de sus categorías metafísicas de verdad, unidad,

225 Nietzsche, Friedrich (1994c), o.c., ‘Cómo el `mundo verdadero´ acabó con-virtiéndose en fábula’, págs. 51-52. Vid. además Nietzsche, Friedrich (1993a), o.c., ‘De los prejuicios de los ilósofos’, §10, págs. 29-30.

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universalidad, etc. y ampliar el horizonte hacia la Vida. La decaden-cia obstaculiza aquellos instintos que tienden a la conservación y a la elevación del valor de la vida, tanto multiplicador de la miseria de los sentimientos como conservador de todo lo miserable; la compasión, el resentimiento, el ascetismo, persuaden a entregarse a la nada, al más allá, lugar que para Nietzsche no hay nada. Más allá de lo real hay nada y no mundo, o al menos el mundo ideal.

El nihilismo es entendido como la nadiicación de una manera de hacer mundo, de cómo se ha escrito y se ha hecho legible –inter-pretable–. En este sentido, como producto de los acontecimientos históricos, el nihilismo es un tránsito propio de nuestra cultura, es la manifestación del cansancio del espíritu de Occidente que, agotado ya de sostener el mundo verdadero, se torna nihilista al descubrir la mentira metafísica y el sinsentido de los valores mora-les que en ella se fundamentaban: Dios como máscara de la nada y el sujeto como máscara de la razón moderna.

El sujeto pierde la conianza en los criterios con los que había guiado su existencia: la verdad se ha mostrado como el error más profundo y los valores han perdido su estimación, desdibujando el horizonte de sentido. Un terrible vacío paralizante se instala en la concien-cia porque sólo queda la tierra, este mundo terreno, desprestigiado, incluso despreciado por veinticinco siglos de plato-cristianismo-racionalista. Durante siglos el cristianismo administró el sentido de la existencia, ahora autónomos, pero inconscientes de la hazaña co-metida, deambulamos buscando el valor de hacernos a la altura de la historia y su devenir, pues ha irrumpido «la forma más extrema de nihilismo: ¡la nada (la “ausencia de sentido”) eternamente!»226.

Las certezas, los temores, los anhelos e intereses mundanos es-cuchan la diana del nihilismo que avisa que nuestro deseo se ha

226 Nietzsche, Friedrich (1992), o.c., junio 1887, 6, pág. 34.

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quedado sin objeto, nuestra racionalidad sin objetivo, que nuestra voluntad podría ya no querer, y correr el riesgo de la inmolación. De ahí, la urgencia por el sentido.

El sujeto moderno, embriagado por la autonomía que produce la li-beración de la moral cristiana y de sus prolongaciones disciplinado-ras en la cultura tras la “muerte de Dios”, deberá prolongar esta rup-tura hasta liberarse de todo relato que le determine externamente, debiendo adquirir mil formas diferentes, como Proteo.227 La cultura moderna, entregada a la promesa del poseer/poder acumulativo y del control sobre lo natural, se juega el sentido-valor de su experien-cia vital, enmarcada en una suerte de hastío, aburrimiento, bostezo y tedio, como mal del siglo XIX que se traslada al siglo XX ampliando el socavamiento de la existencia moderna. El nihilismo co-implica la “muerte de Dios”, de todo supravalor y su consecuente superación, como también sepultar a ambos sin inmolarse en el intento ni desi-dentizarse. De este modo, la caída de la interpretación cristiana abre, a su vez, la posibilidad de superar toda estructura simbólica como también las lógicas de poder que conformen y determinen a la subje-tividad. Por tanto, esta ruptura también exige a su artíice soportar el dolor y el cansancio, la responsabilidad y la satisfacción, el abandono, el pánico y el orgullo: el abismo, pero con ojos de águila, «el que afe-rra el abismo con garras de águila: ése tiene valor».228

A este proceso de extravío del sentido-valor, se le ha llamado ni-hilismo como una experiencia típicamente moderna de ausencia de sentido para el existir humano, cuyo eje es el acontecimiento meta-histórico de “muerte de Dios”, aquel «espacio imposible […] el ámbito de lo trágico moderno, con plena conciencia del riesgo que supone habitar el abismo de lo trágico en ausencia de cualquier

227 Vid. Vattimo, Gianni (1996a), o.c., pág. 33-46.228 Z, IV, ‘Del hombre superior’, pág. 392.

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referente real o imaginario […] se disipa y se aniquila; sobreviene el nihilismo»229:

«Para Nietzsche es claro que la igura de Dios mantenía la ho-mogeneidad del ediicio metafísico-teológico vigente en el perío-do más prolongado de la ilosofía occidental, en cuanto aparece como la síntesis hipostática de las ideas de unidad, identidad y totalidad. El sistema simbólico ofrece legitimidad, justiicación y sentido a cada uno de los ámbitos de la acción humana: cultu-ral, económico, político, moral…, hasta el punto que la vida del hombre, tanto individual como socialmente considerada, precisa en cada uno de sus momentos de la eicacia simbólica del para-digma metafísico: los criterios de la vida privada, los límites de la creación artística, los ámbitos de la investigación teórica, las pautas de la acción política…, se hallan horizontalmente vin-culados entre sí y verticalmente referidos a Dios como instancia suprema de decisión, legitimidad, sentido y valor».230

El relato y la promesa decimonónicos judeo-cristianos de la acción de Dios en el mundo –tanto su elevación a paradigma cosmovisio-nal y simbólico como su consecuente derrumbamiento–, es uno de los quicios ilosóicos fundamentales, pues su aventura dramática y su patrón dogmático resultan una explosiva advertencia de la caída de los metarrelatos fundantes de la cultura occidental y no el toque que comunica la llegada del ateísmo, sino lo que desaparece es la idea monoteísta de Dios con todo lo que ella supone y garantiza:

«Dios muere en la medida en que el saber ya no tiene necesi-dad de llegar a las causas últimas, en que el hombre no necesita ya creerse con un alma inmortal. Dios muere porque se lo debe negar en nombre del mismo imperativo de verdad que siempre

229 Lanceros, Patxi, ‘Nihilismo’, en Ortiz-Osés, Andrés y Lanceros, Patxi, dirs. (2004), o.c., pág. 392.230 Lanceros, Patxi (1997), o.c., pág. 183.

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se presentó como su ley, y con esto pierde también sentido el im-perativo de la verdad y, en última instancia, esto ocurre porque las condiciones de existencia son ahora menos violentas y, por lo tanto y sobre todo, menos patéticas».231

La dirección de las aristas del acontecimiento de la “muerte de Dios” se pueden visualizar como sigue: «no es, pues, ni un simple hecho interior, ni una peripecia de orden ilosóico ni parafernalia conceptual, ni menos una suerte de rito religioso, sino una mo-dalidad ingresada al mundo que ha tomado forma en la historia de una civilización y que, como tal, concierne a todo hombre que participe (sin haber medido su alcance) en la originalidad de esta historia».232 Como tampoco el «“descubrimiento” de una estruc-tura objetiva del mundo [sino] un acontecimiento histórico glo-bal del que, según Nietzsche, somos simultáneamente testigos y protagonistas».233

El fundamento-razón encarnado en Dios pierde su potencia, su fortaleza y eicacia, debido al cierre de interpretaciones en una sola posibilidad de airmación del Dios monoteísta del cristia-nismo y su creencia “monótono teísta”234, el resultado de ciertos principios ordenadores del mundo inteligible que coniguran una teología y una suerte de renuncia al devenir terrenal; además simboliza el fundamento del sistema metafísico como idea que lo

231 Vattimo, Gianni (1990), o.c., pág. 27.232 Valadier, Paul (1982). Nietzsche y la crítica del cristianismo. Madrid, Cris-tiandad, pág. 453.233 Vattimo, Gianni (2004). Nihilismo y emancipación. Ética, política, derecho. Barcelona, Paidós, pág. 72.234 Nietzsche, Friedrich (1993b). El anticristo. Maldición contra el cristianismo. Madrid, Alianza, §19, pág. 44. En otro lugar, Nietzsche se reiere en los siguien-tes términos: «¡Ser ilósofo, ser momia, representar el monótono-teísmo con una mímica de sepulturero». Nietzsche, Friedrich (1994c), o.c., ‘La ‘razón’ en la ilosofía’, §1, pág. 46.

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explica todo lo que se ordena jerárquicamente la realidad frente al engañoso devenir:

«Nietzsche […] con el anuncio de que Dios ha muerto, es decir, que la estructura fuerte de la metafísica –archai, Gründe, eviden-cias iniciales y destinos últimos– sólo eran formas de garantía en épocas en las que la técnica y la organización social aún no nos habían vuelto capaces, como sucede ahora, de vivir en un horizonte más abierto, menos “mágicamente” garantizado. Los conceptos rectores de la metafísica –así como la idea de una totalidad del mundo, de un sentido unitario de la historia, de un sujeto autocentrado, eventualmente capaz de apropiarse de ellos– se revelan como medios de disciplinamiento y garantía ya no necesarios en el cuadro de las actuales capacidades de dispo-sición de la técnica».235

Los acontecimientos de nihilismo, “muerte de Dios” y descentramien-to del lógos divinizado como referencia discursiva de la verdad y del consecuente desalojo de las presencias en el ámbito metafísico, resul-tan ser la insignia y santo y seña de la postmodernidad, entendiendo por el preijo -post como una declinación o un deslizamiento, es decir, como la metáfora de legibilidad o conceptuabilidad de su crisis.

Según Vattimo, los cánones de la hermenéutica236 encuentran su

235 Vattimo, Gianni y Rovatti, Pier Aldo (2000). El pensamiento débil. Madrid, Cátedra, págs. 26-27.236 «Cuando hablamos de hermenéutica [es] mediante dos preceptos: a) distanciamiento del fundamento metafísico (esto es, de la filosofía de los primeros principios […]; pero también de la filosofía como consciente develamiento de las condiciones de posibilidad de la experiencia y de la ciencia […]; b) concepción del mundo como conflicto de interpretaciones. Estos dos rasgos […] son claramente homólogos […] con los caracteres que definen la modernidad y el proceso de modernización en la descripción clásica de Max Weber: tanto la disolución del fundacionalismo como la liberación del conflicto de las interpretaciones son correlatos, aunque no efectos mecánicos, de la

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reconocimiento de mecanismo, su seña identitaria en tanto que «pensamiento de la época del inal de la metafísica»237 análoga a la época de la “muerte de Dios” y, como se ha querido presentar, al tránsito a la postmodernidad:

«El anuncio de la muerte de Dios es realmente un anuncio: o, en nuestros términos, la anotación de un curso de eventos en que nos hallamos involucrados, que describimos objetivamente sino que interpretamos arriesgadamente como concluyéndose con el reconocimiento de que Dios ya no es necesario. La complejidad hermenéutica de todo ello estriba en el hecho de que Dios ya no es necesario, se revela como una mentira superlua (mentira, precisamente, sólo en cuanto superlua) a causa de las transfor-maciones que, en nuestra existencia individual y social, han sido introducidas precisamente por creer en él. Es conocido el esque-ma del razonamiento de Nietzsche: el Dios de la metafísica ha sido necesario para que la humanidad organizara una vida social ordenada, segura, sin verse expuesta continuamente a la amena-za de la naturaleza –combatidas victoriosamente gracias a un trabajo social jerárquicamente ordenado– y por las pulsiones in-ternas, domadas por una moral sancionada religiosamente; pero hoy, que esta obra de aseguramiento está, aunque sea relativa-mente, cumplida, y vivimos en un mundo social formalmente ordenado, disponiendo de una ciencia y de una técnica que nos permiten vivir en un mundo sin el terror del hombre primitivo, Dios parece una hipótesis demasiado extrema, bárbara, excesiva; además, ese Dios que ha funcionado como principio de estabili-zación y aseguramiento es también el que ha prohibido siempre la mentira; por lo tanto, son sus mismos ieles, por obediencia,

pluralización de las esferas de existencia y de los sistemas de valores constatables en el mundo moderno». Vattimo, Gianni (1996b). Filosofía, política, religión. Más allá del pensamiento débil. Oviedo, Nobel, págs. 50-51.237 Vattimo, Gianni (1991), o.c., pág. 215.

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los que desmienten el embuste que él mismo es: son los ieles los que han asesinado a Dios…»238

El acontecimiento que eclipsa el sentido llega a su clímax con la crítica ilustrada a la religión como un valor:

«La Ilustración en relación a los presupuestos teológicos de nues-tro pensamiento condujo a la destrucción del mundo suprasen-sible, y ello desde luego en todas sus formas de aparición: como valor supremo, como creador divino del mundo, como sustancia absoluta, como idea, como absoluto o también como sujeto que capta-produce las modernas ciencias naturales y la técnica».239

Por ello, la idea de Dios encarna el último metarrelato sostene-dor del saber pre-moderno y sus proyecciones morales –desde la ilosofía, la metafísica y la teología hasta las ciencias rigurosas, sociales y humanas– disciplinadoras y teo-metafísicas u onto-teológicas a una «modernidad sin tristezas»240 ni melancolías, pues ya no siente nostalgia del viejo Dios ni asume neuróticas ac-titudes por el “Dios muerto”.241 Además, el relato fundante sobre Dios, se desdibuja en una galaxia abierta de narraciones e inter-pretaciones de múltiples sentidos sobre lo Absoluto, lo Ininito, lo Trascendente, lo Otro, etc.:

«Sin voluntad ni conciencia, los acontecimientos se liberan en una multiplicidad sin medida, sin criterios, sin signiicado, sin sentido, sin valor. Los sustitutos posibles del Dios muerto pro-vocan risa y el desasosiego de un Nietzsche que se sitúa a la dis-

238 Vattimo, Gianni (1995), o.c., pág. 44.239 Frank, Manfred (2004). Dios en el exilio. Lecciones sobre la nueva mitología. Madrid, Akal, pág. 19.240 Wellmer, Albrecht (1993). Sobre la dialéctica de la modernidad y la postmo-dernidad. La crítica de la razón después de Adorno. Madrid, Visor, pág. 59.241 Vattimo, Gianni (1989). Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la herme-néutica. Barcelona, Paidós, pág. 23.

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tancia: la pérdida del horizonte vacía la propuesta de la moderni-dad, que celebra el deicidio sin reparar en sus consecuencias».242

Inconsciente del trastrocamiento en el orden, pero especíicamen-te respecto al encargado de mantener este ordenamiento, pues la liberación del encarcelamiento de la voluntad de poder parece fra-guarse independientemente de quien detente tal función, y que el precio de tal liberación –la fe– no resulta alcanzable y de interés de pagar para el sujeto:

«Presos. Una mañana entran los presos al patio del penal; faltaba el carcelero. Unos, como de costumbre, se pusieron de inmediato al trabajo; otros se quedaron ociosos y mirando desaiantes alre-dedor. Entonces salió uno y dijo en alto: “Trabajad cuanto queráis o no hagáis nada, es igual. Vuestros planes secretos han salido a la luz, el carcelero os ha estado espiando hace poco y en unos días os someterá a un juicio deinitivo y espantoso. Ya le conocéis, es duro y rencoroso. Pero atended: hasta hoy no me conocíais; yo no soy lo que parezco, sino mucho más: soy el hijo del carcelero, y hago valer ante él lo que sea. Puedo salvaros, y quiero salvaros, pero que quede claro, sólo a aquellos que creáis que soy su hijo; los demás cosecharán los frutos de su incredulidad”. “Entonces”, dijo tras un silencio un preso viejo, “¿qué se te puede dar a ti de que te creamos o no? Si de verdad eres su hijo y puedes lo que dices, dile algo en nuestro favor; eso sí que sería bondadoso de tu parte. ¡Pero deja a un lado toda esa palabrería de creer o no creer!” “Y además”, se metió voceando un joven, “yo no le creo: sólo es algo que se le ha metido en la cabeza. Apuesto a que en ocho días nos encontrare-mos aquí igual que hoy, y a que el carcelero no sabe nada”. “Y si se ha enterado de algo, ahora ya no entera de nada” dijo el último de los presos, recién entrando al patio; “el carcelero acaba de morir de repente”. “¡Vaya!”, vocearon varios a la vez, “¡vaya! ¿Y qué, señor hijo, cómo va lo de la herencia? ¿Acaso ahora somos presos tuyos?”. “Ya os lo he dicho”, replicó manso el aludido, “liberaré a quienquiera

242 Lanceros, Patxi (1997), o.c., pág. 162.

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que crea en mí, tan cierto como que mi padre aún vive”. Los presos no se rieron, pero se encogieron de hombros, y lo dejaron estar».243

Cuando Zaratustra baja de las montañas y encuentra a un ancia-no eremita –alienado por la protección materna de la espesura del bosque–, quien coniesa amar y alabar a Dios, se asombra dicien-do: «¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído toda-vía nada de que Dios ha muerto!»244

Como es sabido, el acontecimiento ilosóico-teológico e histórico-espiritual del alejamiento, desviación y extravío del sujeto poseído por la pasión del espíritu y de la razón que raya con la locura, es anunciado en La gaya ciencia:

«El hombre loco. No habéis oído hablar de aquel hombre loco que en pleno día encendió una linterna, fue corriendo a la plaza y gri-tó sin cesar: “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!” Como en aquellos momentos estaban allí reunidos muchos de los que no creían en Dios, provocó gran regocijo. ¿Es que se ha perdido?, dijo uno. ¿Es que se ha extraviado como un niño?, dijo otro. ¿O se te está escondiendo? ¿Es que nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Emigrado? –así gritaron y rieron a coro–. El hombre loco saltó hacia ellos y los fulminó con la mirada. “¿Dónde se ha ido Dios?”, gritó. “¡Os lo voy a decir! ¡Lo hemos matado vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! Pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos al desatar esta Tierra de su Sol? ¿Hacia dónde va ella ahora? ¿Adónde vamos? ¿Aleján-donos de todos los soles? ¿No estamos cayendo continuamente? ¿Hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Existe todavía un arriba y abajo? ¿No estamos vagando como a

243 Nietzsche, Friedrich (2003a). El paseante y su sombra. Madrid, Siruela, §84, págs. 53-54.244 Z, ‘Prólogo de Zaratustra’, §1, pág. 36.

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través de una nada ininita?245 ¿No nos roza el soplo del vacío? ¿No hace ahora más frío que antes? ¿No cae constantemente la noche, y cada vez más noche? ¿No es preciso, ahora, encender linternas en pleno día? ¿No oímos aún nada del ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No percibimos aún nada de la podredumbre divina? –¡También los dioses se pudren! ¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podemos consolarnos, asesinos de asesinos? Lo más san-to y poderoso que ha habido en el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos:– ¿quién nos limpia de esta sangre? ¿Con qué agua podríamos limpiarnos? ¿Qué iestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses para aparecer dignos de él? ¡ Jamás ha habido acto más grande y todos los que nazcan después de noso-tros pertenecerán por obra a una historia más grande que toda historia hasta ahora habida!” Entonces se calló el hombre loco, mirando de nuevo a sus oyentes: también éstos callaron, mirán-dolo extrañados. Al in él arrojó al suelo su linterna, así que en pedazos se apagó. “Llego demasiado pronto”, dijo pronto. Este acontecimiento tremendo está todavía en camino, no ha llegado aún hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno requieren tiempo, la luz de los astros requiere tiempo, los hechos requie-ren tiempo, aun después de cometidos, para ser vistos y oídos.246

245 Nietzsche en GM, III, 25, pág. 178, se reiere en los siguientes términos a esta errancia especíicamente conectada con el “mundo moderno” y su declinar: «A partir de Copérnico el hombre parece haber caído en un plano inclinado, rueda cada vez más rápido, alejándose del punto central, ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el “horadante” sentimiento de su nada?..».246 «Los acontecimientos y pensamientos más grandes –y los pensamientos más grandes son los acontecimientos más grandes– son los que más se tarda en comprender: las generaciones contemporáneas de ellos no tienen la vivencia de tales acontecimientos, viven al margen de ellos. Ocurre aquí algo parecido

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Este acto para ellos está todavía más lejos que los astros más lejanos –¡y sin embargo, han sido ellos quienes lo cometieron!”–. Se cuenta que ese mismo día el hombre loco penetró en varias igle-sias y en ellas entonó su requiem æternam deo [descanso eterno para Dios], y cada vez que lo expulsaron y le pidieron cuentas se limitó a replicar: “¿qué entonces son aún estas iglesias si no son las tumbas y monumentos fúnebres de Dios?”»247

La igura del hombre loco, es la imagen del descentramiento cos-movisional, de la ruptura histórica y de la isura de sentido. La lo-cura expresa la clarividencia de una mirada que ve más allá de los acontecimientos presentes, y expresa por ello, la emotiva tragedia del eclipse de Dios y de la posibilidad de hallar sustituto, sustitu-tos o incluso sustitutas, y monta el trasfondo de la experiencia de la modernidad: la autonomía a través del poder humano desde la “muerte de Dios” para revelar y develar sus múltiples signiicacio-nes y alcances.

¿Quién es el hombre loco? Nietzsche en su manuscrito original habría escrito una “Z” (Zaratustra) que luego tachó. Es sin duda, el portavoz de Nietzsche, es un personaje que habla por y habla para, y siguiendo nuestra interpretación, consideramos que el exaltado, es el sacerdote asceta, aquel sacerdote que ha «sufrido demasiado, por esto quieren hacer sufrir a otros»248. Además, es un conocedor del ejercicio de la fe, es decir, el hombre loco al momento de ser ex-

a lo que ocurre en el reino de los astros. La luz de los astros más lejanos es la que más tarda en llegar a los hombres; y antes de que haya llegado, el hom-bre niega que allí existan astros. “¿Cuántos siglos necesita un espíritu para ser comprendido?”; éste es también un criterio de medida, con él se crean también una jerarquía y una etiqueta cuales se precisan: para el espíritu y para el astro». Nietzsche, Friedrich (1993a), o.c., ‘Qué es aristocrático’, §285, pág. 247.247 GC, III, §125, ‘El hombre loco’, págs. 160-162.248 Z, II, ‘De los sacerdotes’, pág. 143.

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pulsado de las iglesias por entonar el requiem æternam deo, mani-iesta un conocimiento que va más allá del manejo de los creyentes corrientes, es decir, denota un dominio de los rituales eclesiásticos básicos, pero no populares. Además, el grito del hombre que bus-ca a Dios rozando la desesperación, maniiesta la exterioridad del acontecimiento, es decir, no es una “muerte de Dios” que se produ-ce en el interior de los hombres, sino en la imaginación religiosa, no se niega a Dios insensatamente, sino que se busca a Dios pues su presencia está en la semioscuridad, y las indicaciones que con-ducen a Él, resultan vagas y poco operativas: «el privilegio divino de resultar incomprensible»249, pero que resultan en enigmas de transiguración de la mediación de la igura de signiicación her-menéutica de pastor.

La «palabra que hace pedazos»250, y la «mirada que traspasa [la] le-gibilidad silenciosa de la dirección del mundo»251 y de la “muerte de Dios”, expresan la inminencia de la lejanía, es decir, del acontecer que aún no llega, pero que se espera: el acontecimiento introduce en el mundo el temor, la inquieta certeza de que Dios haya muerto, o esté muerto o que efectivamente morirá.

La alegría, la jovialidad, la soltura y la excesiva levedad que otorga la liberación por la búsqueda de justiicaciones que re-estructuren la vida ahora sin los residuos del viejo Dios y situada en los debi-litados contornos de la historia dibujados por la herida del acon-tecimiento:

«Como está nuestra alegría. El más grande de los acontecimientos recientes –que “Dios ha muerto”, que la creencia en el Dios cris-tiano se ha desacreditado– empieza ya a proyectar sus primeras

249 Nietzsche, Friedrich (2000a), o.c., V, §575, pág. 279.250 Z, II, ‘La más silenciosa de todas las horas’, pág. 218.251 Ibíd., pág. 219.

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sombras sobre Europa. A los pocos, por lo menos, cuya mirada, cuya suspicacia en la mirada, es suicientemente aguda y sutil para este espectáculo, les parece que se hubiera puesto algún sol, que al-guna inveterada y profunda conianza se hubiera trocado en duda: nuestro viejo mundo se les aparecerá forzosamente cada vez más vespertino, más receloso, más “viejo”. Pero se puede decir en gene-ral: que el acontecimiento mismo es demasiado grande, demasia-do remoto, demasiado apartado de la capacidad de comprensión de los muchos como para que pueda decirse que la noticia de ello ya ha llegado; y menos aún que muchos sepan lo que en efecto re-sultará de ello, y cuántas cosas, una vez socavada esa fe, tendrán que desmoronarse por estar fundamentadas sobre ella, adosadas a ella, trabadas con ella: por ejemplo, toda nuestra moral europea. Esa larga plenitud y sucesión de demolición, destrucción, hundi-miento y cambio que ahora se avecina: ¿quién lo adivina hoy por hoy suicientemente para tener que ser el predicador y pregonero de esta pavorosa lógica de terror, el profeta de un ensombreci-miento y eclipse tal como probablemente jamás lo ha presenciado la tierra?… Hasta nosotros, descifradores natos, de enigmas que esperamos, por así decirlo, en las montañas colocados entre el hoy y el mañana, y encajonados en la contradicción entre el hoy y el mañana, nosotros, primogénitos y prematuros del siglo futuro, que en rigor debiéramos ya percibir las sombras que no tardarán en volver a Europa: ¿cómo se explica que hasta nosotros aguar-demos su advenimiento sin interés por este ensombrecimiento, sobre todo sin preocupación ni temor por nosotros mismos? Será que nos hallamos todavía demasiado sujetos a las consecuencias inmediatas, sus consecuencias para nosotros no son, contrariamen-te a lo que pudiera acaso suponerse, en manera alguna tristes y ensombrecedoras, sino muy al contrario como una especie nueva, difícil de deinir, de luz, ventura, alivio, alegría, aliento, aurora… En efecto, los ilósofos y “espíritus libres”, al enterarnos de que “ha muerto el viejo Dios”, nos sentimos como iluminados por una au-rora nueva; con el corazón henchido de gratitud, maravilla, pre-

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sentimiento y expectación: por in el horizonte se nos aparece otra vez libre, aunque no esté aclarado, por in nuestra naves pueden otra vez zarpar, desaiando cualquier peligro, toda aventura del cognoscente está otra vez permitida, el mar, nuestro mar, está otra vez abierto, tal vez no haya habido jamás mar tan abierto».252

La visión nietzscheana de la “muerte de Dios” tiene una doble ver-tiente de signiicación. Por una parte, tiene que ver con el descrédito de la creencia judeo-cristiana occidental, que ha devenido descreí-ble, se ha revelado nihilista y radicalmente absolutista en lo teórico. ¿Cuál es esa creencia? Es la tesis introducida por Platón del mundo verdadero aquella que versa que Dios es la verdad, y la verdad es divi-na en el cristianismo y que se convierte en un eje teórico-conceptual, que posteriormente en Kant se ve transformado el mundo verdadero en un orden moral del mundo trascendente. Por otra parte, la de-claración mortuoria de Dios supone varias otras muertes y exigen-cias que cargarán los hombros del nuevo hombre en tanto que ideal: «la muerte de un sujeto que se autodeine como criatura, efecto o analogía de un principio que lo trasciende desde un comienzo; la muerte de la metafísica, entendida como perspectiva que establece la

252 GC, V, §343, ‘Como está nuestra alegría’, págs. 253-254; «¡Hemos dejado la tierra irme y nos hemos embarcado! ¡Hemos destruido el puente tras nosotros – más aún, hemos destruido la tierra tras nosotros! Ahora, barquita, ¿cuidado! A tu lado está el océano, es verdad que no siempre brama y que a veces se explaya cual seda y oro y ensueño de bondad. Pero horas llegarán en que te darás cuenta de que es infinito y que nada hay tan pavoroso como la infinitud. ¡Ay del pobre pájaro que se ha sentido libre y ahora choca contra las paredes de esa jaula! ¡Ay de ti, cuando te asalte la añoranza de la tierra firme, como si allí hubiese habido más libertad, pero no hay más “tierra”!» GC, III, §124, ‘En el horizonte del inini-to’, pág. 160. Sobre la misma metáfora, Vid. GC, IV, § 279, ‘Amistad de estrellas’, págs. 205-206; GC, IV, §283, ‘La fe en sí mismo’, pág. 209; GC, IV, §289, ‘¡A las naves!’, págs. 211-212; GC, V, §371, ‘Nosotros los incomprensibles’, pág. 299; GC, V, §374, ‘Nuestro nuevo ininito’, págs. 302-303; GC, V, §382, ‘La gran salud?, págs. 311-313 y GC, Apéndice, ‘Hacia nuevos mares’, págs. 323-324.

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distinción categórica entre conocimiento verdadero y falso, entre lo esencial y lo aparente, entre el sujeto y el mundo, y entre pensamien-to y fenómeno; la muerte del principio que garantiza la certeza y la posibilidad de la unidad interna en el sujeto, llámese ese principio Razón o conciencia; la muerte de la teleología en la historia (es decir, de la historia como marcha ascendente hacia un orden superior) y, con ello, del principio que permite derivar hacia el futuro la promesa de una redención individual en un reencuentro universal; la muerte del mito moderno del progresivo dominio de la acción personal so-bre las condiciones externas que inciden en su desarrollo; y la muerte de las cosmovisiones estables, de la temporalidad ordenada, de todo centro en torno al cual sea posible articular nuestras ideas; en in, la muerte de la certeza y autoconianza del yo».253

En deinitiva, resulta ser una perspectiva exultante, destinal y su-peradora de la autónoma condición alcanzada:

«A todos esos pájaros atrevidos que vuelan hacia espacios leja-nos les llegará un momento en el que no podrán avanzar más y habrán de posarse en un mástil o en un pelado arrecife, sin-tiéndose felices por haber dado con tan miserable cobijo. Pero ¿cabe concluir de aquí que no queda ante ellos un espacio libre e ininito y que han volado todo lo que podían volar?Sin embargo, todos nuestros grandes iniciadores y precurso-res acabaron deteniéndose, y cuando el cansancio se detiene no adopta actitudes nobles ni graciosas. Lo mismo nos sucederá a ti y a mí. ¡Otros pájaros volaron más lejos! Este pensamiento, esta fe nos anima, se echa a volar. Compite con ellos, vuela cada vez más lejos y más alto, se lanza directamente por los aires como una lecha, por encima de nuestras impotentes cabezas, y desde lo alto del cielo ve en las lejanías del espacio bandadas de pájaros mucho más poderosos, que se lanzaron en nuestra misma direc-

253 Hopenhayn, Martín (1998), o.c., págs. 19-20.

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ción, allí donde no hay más que mar y mar. ¿Dónde queremos ir? ¿Queremos atravesar el mar? ¿Adónde nos arrastra esta pasión poderosa, que supera a toda otra pasión? ¿A qué viene ese vuelo desesperado hacia el punto donde hasta ahora todos los soles han declinado y se han extinguido? Puede que un día se diga de noso-tros que echamos a navegar hacia el oeste esperando llegar a unas Indias desconocidas, pero que nuestro destino era naufragar en el ininito. O tal vez se diga más bien, hermano mío, que…»254

Pero que sin embargo, exterioriza una contradicción inmanente al discurso secularizador de la autonomía: «La muerte de Dios libera y dispersa. Coloca al sujeto entre ambivalencias cruzadas. Lo provee de autonomía pero le sustrae fundamento y continuidad. No hay un inal de la historia en que conluyan sus acciones, ni un sentido que permita inscribir su vida personal en una totalidad unitaria». 255

Como airma Deleuze, la «proposición de la “muerte de Dios”, es la proposición dramática por excelencia»256 que expresa la experiencia humana de autonomía como también la conciencia del nihilismo abierto por la insolencia moderna de liberación. Además de este carácter dramático, la expresión encierra momentos, instancias o versiones del acontecimiento que cumplen una función explicati-va-genealógica del mismo, pues «la proposición dramática es sinté-tica, luego esencialmente pluralista, tipológica y diferencial»257 que deriva en la imagen trágica del mundo, en que el trans-mundo ha sido falazmente develado y que a partir de su evidencia, comienza «el amanecer de la tierra»258, el comienzo de su sentido, la reposi-ción de su habitante y la re-valorización de la vida.

254 Nietzsche, Friedrich (2000a), o.c., V, §575, pág. 279.255 Hopenhayn, Martín (1998), o.c., pág. 20.256 Deleuze, Gilles (1994), o.c., pág. 214.257 Ídem.258 Ibíd., pág. 175 y ss.

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La declaración mortuoria de Dios, se presenta en tres partes cla-ramente distinguibles. Se puede atender primeramente a un símil representado en sol-existencia –máxima expresión de heroísmo frente a lo trágico de la existencia– con el asesinato-pérdida de sentido –máxima expresión de la despotencialización de las fuer-zas vitales–. Comienza con la imagen de la acción del asesinato atribuyéndole al hombre la capacidad de desatar la existencia de la tierra del sol. ¿Cómo pudo provocar el descalabro y colapso del sis-tema solar, acto que evidentemente escapa a todo poder humano? Esta pregunta pone de relieve otras dos cuestiones: primero, que si bien Dios, tanto en las preguntas e ironías de los ateos259, como en la tesis de que se lo ha asesinado, aparece siendo como un hombre, y segundo, que el asesinato de Dios se muestra como un hecho autónomo de Él, siendo que, al modo de la tierra respecto del sol, recibe de Él la vida y en tal sentido depende esencialmente de Él. Por eso el destino de la tierra, del hombre, es tener al sol, a Dios, como su centro, y poder girar en torno a Él.260

La aspiración de la tierra de autonomía respecto del sol, es un imposible, pues se descentra radicalmente la existencia humana,

259 Z, I, ‘De las moscas del mercado’, págs. 90-93. Veamos aquellos símbolos representacionales de la crítica nietzscheana que aplica a su época. En el mer-cado pululan dos tipos de personajes de características peculiares, las “moscas” y el “pueblo” vienen a representar a aquellos hombres que sólo tienen sentidos para los representadores que seducen a los hombres con sus movimientos de grandilocuente comedia. Frente a estos, surge la igura de un hombre cuyo hogar es la soledad, un hombre que supera el “sí” y el “no” y que no necesita airmarse en los inventos de los comediantes, siendo capaz de airmarse a sí mismo en la profundidad de sí mismo. Y esta autoairmación molesta al pueblo, quien siente relejada toda su miseria en la seguridad de sí del hombre que vive en la soledad.260 Valadier obtura esta acción de desvinculación como un resultado ateo de la propia tradición cristiana, pues la descreencia «ha desembocado en el asesinato de Dios en la conciencia de los hombres, pues les presenta un Dios que se ha vuelto no creíble». Valadier, Paul (1982), o.c., pág. 455.

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porque se ha dado muerte a Dios y con él ha desaparecido todo centro de referencia fundamental que da sentido y orienta, des-aparece toda dirección y la tierra se precipita a un abismo en el que no existe arriba ni abajo, adelante ni atrás: se arroja hacia todos los lados y, por ende, hacia ninguno. La tierra vaga errante en un sentido tajante: no es que se mueva sin cesar de un punto a otro, puesto que no hay referencias. La errancia es radical porque ocurre al interior de una nada ininita. La ausencia absoluta de sentido y la imposibilidad absoluta de encontrarlo. Es la noche que se hace más y más noche, más y más fría, precisamente por efecto de su desvinculamiento del sol. En otras palabras, la propia vida se hace más y más imposible y camina o deriva hacia su extinción. Des-atado del sol –Dios–, el hombre, sin dirección se siente dueño de todas las direcciones, no obstante, es incapaz de erigir una nueva y mantenerla. El tercer punto en la serie de preguntas, reitera el carácter humano de Dios asesinado, pero con una intención que pone al descubierto algo que vendrá enseguida: pregunta a los ateos si no escuchan a los sepultureros de Dios que lo entierran, si no huelen la descomposición del cadáver de Dios. Interpretamos descomposición como aquel proceso de desmontaje de los funda-mentos iniciados por la modernidad racionalizadora.

Se inicia con una nueva serie de preguntas, orientada a los siguien-tes puntos: primero, que no hay consuelo posible, esto es, perdón, redención, expiación por la acción colectiva cometida. La razón es que se ha asesinado a lo más santo y poderoso, fuente y posibilidad de todo acto de penitencia en vista al perdón y consuelo, puesto que no hay sustituto de Dios: con su muerte muere todo aquello que consuela al hombre, llámese sentido, valor, verdad, cuya fuente era Dios mismo. La alternativa ha quedado clara: o Dios, fuente de la vida o la Nada y la muerte. De la sangre de Dios nadie puede lavarse, sólo Dios puede lavar su sangre y Él ha muerto. Como consecuencia, el hombre ha de cargar con el desconsuelo y culpa del acontecimien-

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to. Pero viene un segundo punto, al que ya se había hecho referencia más arriba: se pregunta si tal acto no es demasiado grande para el hombre –lo que parece ser evidente–. Pero surge una consecuencia inesperada, aunque enteramente consistente con la lógica del texto. El acto, en efecto, le quedaba al hombre demasiado grande en un sentido muy preciso: era propio sólo de un Dios. Es lo que está en el fondo de su pretensión de autonomía total al desatarse del sol, pues tal acto es irrevocable y funda una historia nueva más alta que toda historia habida hasta entonces, convirtiéndose para el hombre en un destino. En efecto, una vez que pretendió ser igual a Dios, debió asumir de manera radical tal pretensión y esto signiica ser capa de ser efectivamente autónomo, esto es, convertirse en Dios o en supra-hombre, a lo menos, en más que un hombre.

Y la fuerza de su argumento reside en que la muerte y asesina-to de Dios no son hipótesis, sino descripciones de un rasgo que deine a la modernidad y al mundo contemporáneo, a saber: un mundo y una cultura en la que el hombre ha hecho de su propia autonomía el supremo valor de la existencia, buscando de mane-ra frenética el dominio de todos los ámbitos de la existencia, para así convertirse en autodependiente, en autor y señor de la vida y la historia, en ingeniero de la felicidad y garante de su alcan-ce mediante la ciencia y la técnica como racionalidad de medios –poder– que se deine por medios económicos en función del bienestar, como único in y supremo valor. Es importante notar que la pretensión a la autonomía de todo poder superior al hom-bre, la aspiración a la absoluta autodependencia –lo que se ha lla-mado la secularización del mundo moderno fundada en el olvido de los valores supremos que parecen caducos, fuera de moda o retrógrados–, es indisociable de la aspiración al poder y omni-potencia que tendría que hacer posible tal autonomía. Y se trata, por cierto, de un poder estrictamente humano, un despliegue al ininito del poder del hombre.

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«La imagen nietzscheana del superhombre es ambivalente; y en esta ambivalencia se esconde un drama existencial. El superhombre re-presenta un tipo biológico más elevado, que podría ser el producto de un cultivo consciente de su propósito, pero también es un ideal para todo el que quiere adquirir poder sobre sí y cultivar y desa-rrollar sus virtudes; es un ideal con fuerza creadora, que sabe tocar todo el teclado de la capacidad humana de pensar, de la fantasía y de la imaginación. El superhombre realiza la imagen completa de lo posible para el hombre, y por eso el superhombre de Nietzsche es también respuesta a la muerte de Dios. […] El superhombre es el hombre prometeico, que ha descubierto sus talentos teogónicos. El Dios fuera de él está muerto; pero está vivo el Dios del que sabemos que vive solamente a través del hombre y en el hombre; este Dios es un nombre para designar el poder creador del hombre».261

El hombre no aspira ser Dios, sino que, para llegar a ser Dios, de-berá superar las consecuencias de la “muerte de Dios”: el nihilismo en su primera fase, marcado esencialmente por la ausencia y caren-cia dolorosa de Dios, por la nostalgia de Dios, deberá superar todo sentimiento de carencia y nostalgia de Dios, llegando a ser capaz de suprimir de su sintaxis tanto la palabra Dios” como la palabra Nada. Superada esta etapa, será capaz de vivir sólo en dependencia de sí mismo.262 El relato del silencio tanto del hombre loco como de sus auditores marca esta parte del texto. De ahí que rompa su lámpara contra el suelo –el símbolo de las consecuencias de la muerte y asesinato de Dios–, simplemente porque los hombres no han tenido aún la experiencia de aquello que les habla. El acto del asesinato y desvinculamiento de Dios es simultáneo y supone

261 Safranski, Rüdinger (2001), o.c., págs. 290-291.262 «¡Benignos dioses! ¡Desdichado es aquel que os ignora! Su alma grosera es presa incesante de la discordia, el mundo no es para él más que tinieblas y nada sabe de cantos ni alegría». Hölderlin, Friedrich (2005), o.c., ‘Los dioses’, pág. 151.

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asumir la búsqueda de la autodependencia, de la omnipotencia. Y ambas exigencias son un hecho que se despliega en la modernidad, sólo que el hombre aún no ha tomado conciencia de su signiicado, particularmente en cuanto sigue pretendiendo ser creyente de una ciega veneración ahora de una sombra de Dios, vale decir, respetar valores absolutos, vivir en función de un sentido, creer en la verdad, cree en la razón, en el progreso, en la ciencia, etc.

Finalmente, se relata el afán por parte del hombre loco de visitar iglesias y cantar el “descanso eterno de Dios”. Este punto es alta-mente irónico y mordaz, pero clave para sopesar el derrumba-miento personal, espiritual del hombre loco como expresión de identidad, de una identidad metamorfoseada, destópica de su si-tio original. Lo que se canta en las iglesias es el requiem, es decir, “Dios, dale el descanso eterno”, lo que resume el sentido del texto y espíritu moderno que persigue la autonomía. Complejos cruces de signiicaciones nutren el sentido del texto, como asimismo sirve para dibujar el espíritu moderno frente a su destino.263

La “muerte de Dios”, es el gran acontecimiento de la indeinición, es decir, es el advenimiento de lo que no tiene tiempo, pero que ha sucedido, lo que Deleuze y Guattari se reieren con tiempo Aiôn al «tiempo indeinido del acontecimiento, la línea lotante que sólo conoce las velocidades y que no cesa a la vez de dividir lo que ocu-rre en un déja-là [ya allí] y un pas-encore-lá [no todavía allí], un demasiado tarde y un demasiado pronto simultáneos, un algo que sucederá y que a la vez acaba de suceder».264

263 Sobre las imágenes de fenómenos y/o hechos que vendrán a reemplazar los lugares que habitaba Dios, Vid. Z, II, ‘De los sacerdotes’, págs. 143-146; GC, IV, §280, ‘Arquitectura de los cognoscentes’, pág 2. 206-207.264 Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (1994). Mil mesetas. Valencia, Pre-Textos, pág. 264. Platón, en Timeo, 37d, airma que el tiempo (khrónos) constituye «una cierta imagen móvil de la eternidad».

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Lo que debe anunciar Zaratustra junto con la tarea reveladora de compartir la doctrina del eterno retorno de lo mismo: la gran verdad que trae la boca de Zaratustra no se trata de un anhelo o deseo, sino de una constatación y explicitación de un aconteci-miento aterrador y a la vez formidable: Dios ha muerto y, por ello, ha muerto también el principio y garante de la cultura como se ha venido pensando. Es la araña universal que está en el centro de la telaraña de la razón y que supone extraer las consecuencias inme-diatas y directas de la “muerte de Dios”, es decir, forzar a Dios a salir de sus tradicionales refugios, que han sido la religión, la teolo-gía, la ilosofía: el verbo y el lenguaje. La vieja hembra engañadora o la razón en el lenguaje: «Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática…»265

La “muerte de Dios” dibuja la bifurcación en los caminos abiertos para el hombre:

«¿De lo que se trata, entonces, es de alcanzar la idea de Dios, del mundo y de la redención, en lo que uno se encuentra muy cómo-damente? ¿Pero no es más bien algo indiferente el resultado de la investigación precisamente para el verdadero investigador? ¿Bus-camos nosotros entonces en nuestra investigación paz, tranquili-dad y felicidad? No, sólo la verdad, aunque ésta fuese sumamente horrible y repulsiva. […] Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar la paz del alma y la felicidad, entonces cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, entonces investiga».266

265 Nietzsche, Friedrich (1994c), o.c., §5, pág. 49. Además en GM resalta espe-cialmente: «deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen “esto es esto y aquello”, imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian». GM, I, 2, pág. 32.266 Nietzsche, Friedrich (2005). Correspondencia. Madrid, Trotta, Carta a Eliz-abet Nietzsche, 11 de junio de 1865, págs. 336-337.

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Como vimos más arriba, la noticia de que Dios ha muerto no es futurista, no es un aviso premonitorio, tampoco un deseo prove-niente de un ateísmo desenfadado o un desencanto espiritual, sino todo lo contrario, relata un acontecimiento en desarrollo, que ha sucedido antes y que está sucediendo, mientras y después de que se tenga referencia de él. Ya el mar está vacío y el horizonte no existe. Si bien, como la luz de las estrellas más lejanas, el acontecimiento aún está en camino, vivimos mirando al sol del crepúsculo y no al de la aurora.

Pero en deinitiva, ¿qué tipo de Dios muere? y ¿qué tipo de hom-bre es su asesino? La primera pregunta hace referencia directa al proceso de absolutización teórica del concepto de Dios elaborada por la ilosofía, que ha hecho de Dios un concepto puro que des-de la exterioridad funda la subjetividad y, a la vez, sirve de causa para la interioridad de los afectos. El dios que muere, lo hace a causa de la absolutización de nuestras explicaciones asumidas como leyes de una gramática de la verdad absoluta más allá de la vida.

En Z encontramos una explicación de la monoteísta “muerte de Dios” y de lo que podemos llamar el comienzo de momentos o versiones del acontecimiento. Cuando los dioses mueren, mueren siempre de muchas especies de muerte.267 Murieron primero los viejos dioses con una muerte digna de inmortales; la pluralidad vital y exultante de la heroica cultura griega fue ahogada por el monoteísmo bíblico. Los viejos dioses se murieron de risa, al oír decir a uno de ellos que él era el único:

«Los viejos dioses hace ya mucho tiempo, en efecto, que se aca-baron: ¡y en verdad, tuvieron un buen y alegre inal de dioses!

267 Z, IV, ‘El mago’, pág. 350.

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No encontraron la muerte en un “crepúsculo”, ¡esa es la mentira que se dice! Antes bien, encontraron su propia muerte ¡rién-dose!

Esto ocurrió cuando la palabra más atea de todas fue pronun-ciada por un dios mismo; la palabra: “Existe un único dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!»268

Un viejo dios huraño, un dios celoso se sobrepasó de ese modo: «Y todos los dioses rieron entonces, se bambolearon en sus asientos y gritaron: “¿No consiste la divinidad precisamente en que existan dioses, pero no dios?”»269

¿Cómo ha muerto Dios? Una primera respuesta, se expone en la hipótesis de que se suicidó a causa de su propia compasión, consi-derada por Nietzsche como el «más perverso de todos los reblan-decimientos y debilidades»270, es decir, el ejercicio de la compasión decadente termina por asixiarlo.

Tal suceso lo narra el diálogo de Zaratustra con el último Papa:

«Él era un dios lleno de secretos. En verdad no supo procurarse un hijo más que por caminos tortuosos. En la puerta de su fe se encuentra el adulterio.

Quien le ensalza como a Dios del amor no tiene idea suiciente-mente alta del amor mismo. ¿No quería este Dios ser también juez? Pero el amante ama más allá de la recompensa o la retri-bución.

Cuando era joven este Dios del Oriente, era duro y vengativo y construyó un inierno para diversión de sus favoritos.

Pero al inal se volvió viejo y débil y blando y compasivo, más

268 Z, III, ‘De los apóstatas’, pág. 256.269 Ídem.270 Nietzsche, Friedrich (1993a) o.c., §225, pág. 172.

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parecido a un abuelo que a un padre, y parecido sobre todo a una vieja abuela vacilante.

Se sentaba allí, mustio, en el rincón de su estufa, se aligía a causa de la debilidad de sus piernas, cansado del mundo, cansado de querer, y un día se asixió con su excesiva compasión».271

Zaratustra replica dando un nuevo matiz sobre los atributos nega-tivos de Dios: «era ambiguo. Era también oscuro. ¡Cómo se irritaba con nosotros, resoplando cólera, porque le entendíamos mal! Mas ¿por qué no hablaba con mayor nitidez? Y si dependía de nuestros oídos, ¿por qué nos dio unos oídos que le oían mal? Si en nuestros oídos había barro, ¡bien! ¿Quién lo había introducido allí?»272

Ante esto, el último Papa contesta:

«¡Demasiadas cosas se le malograron a ese alfarero que no había aprendido del todo su oicio! Pero el hecho de que se vengase de sus pucheros y criaturas porque le hubiesen salido mal a él, eso era un pecado contra el buen gusto. […] ¡También en la pie-dad existe un buen gusto: éste acabó por decir “Fuera tal Dios! ¡Mejor ningún Dios, mejor construirse cada uno su destino a su manera, mejor ser un necio, mejor ser Dios mismo!”»273

Esta primera hipótesis cuenta la historia de la idea del Dios cristia-no: la depuración del concepto de Dios a lo largo del pensamiento occidental. El progreso en la civilización de ese Dios Oriental cul-mina con su propia desaparición: él mismo se ahoga en su piedad y es ésta misma la que debe rechazar a semejante Dios. La idea de Dios se hace progresivamente inaceptable para la estructura de pensamiento nacida del entramado histórico-social tejido precisa-mente en torno a esa misma idea:

271 Z, IV, ‘Jubilado’, pág. 356.272 Ídem.273 Ibíd., págs. 356-357.

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«Hubo una vez un Dios viejo y honrado; tenía manos y pies, y un corazón también: y mucha ira y amor en las entrañas.

Y he aquí que el amor le hizo una jugarreta, y se enamoró de los hombres: de tal modo que este amor se convirtió en un inierno para él.

¿Qué hizo aquel Dios viejo y honrado? Persuadió a una mujer para que alumbrase a un hijo suyo: y este hijo de Dios sólo dio a los hombres este consejo: ¡Amad a Dios! ¡Como yo le amo! ¡Qué importan los buenos y los justos, qué nos importan a nosotros, hijos de Dios!

Y como un hombre celoso, aquel Dios viejo y honrado perseguía a los hombres con su amor.

¿Creéis que consiguió su propósito? Con el tiempo convenció precisamente a los hombres que no le gustaban los buenos y los justos.

Se llamaron a sí mismos “Iglesia”, y “elegidos”: y peroraron mu-cho sobre su amor a Dios, ¡aquellos pobres en amor!

Al Dios viejo y honrado se le partió el corazón: y le sucedió lo mismo que a su hijo: murió en la cruz de la compasión.

En verdad estos buenos y justos arruinan el ansia de vivir, y no sólo a los dioses viejos y honrados.

“Tres cosas deben faltarnos –decían siempre– la verdad, el dine-ro y la virtud: así amamos a Dios.”

“Somos los elegidos, y los más supraterrenales de la tierra.”»274

274 Nietzsche, Friedrich (2006), o.c., 4 [42], pág. 29. En Z, se reiere en los si-guientes términos aclaratorios: «Así me dijo el demonio una vez: ‘También Dios tiene su inierno: es su amor a los hombres’. Y hace poco le oí decir esta frase: ‘Dios ha muerto; a causa de su compasión por los hombres ha muerto Dios’». Z, II, ‘De los compasivos’, pág. 142; «El amor de Dios por el hombre en su inierno

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En segundo término, la “muerte de Dios” surge de la propia evo-lución de la idea religiosa de Dios, a saber: la evolución que lleva del judaísmo al cristianismo paulino. Pablo –el inventor del cris-tianismo sin Cristo– es aquel representante del ascetismo frente al misticismo personiicado por Jesús:

«En otro tiempo Dios tenía únicamente su pueblo, su pueblo “elegido”275. Entre tanto, al igual que su pueblo mismo, él marchó al extranjero, se dio a peregrinar, desde entonces no ha perma-necido ya quieto en ningún lugar: hasta que acabó teniendo su casa en todas partes, el gran cosmopolita, hasta que logró tener de su parte “el gran número” y media tierra. Pero el Dios de “gran número”, el demócrata entre los dioses, no se convirtió, a pesar de todo, en un orgulloso Dios de los paganos: ¡siguió siendo ju-dío, siguió siendo el Dios de los rincones, el Dios de todas las esquinas y lugares oscuros, de todos los barrios insalubres del mundo entero!»276

–dijo el diablo–. “¡Pero cómo puede uno enamorarse de los hombres!» Nietzs-che, Friedrich (2003b), o.c., 287, pág. 108.275 «Sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con aclaraciones», Salmo 105, 43. Nietzsche se reiere desde la esfera moral en su relación con el poder: «Los judíos, que se sienten el pueblo elegido entre los pueblos, porque entre ellos el genio moral (en virtud de la capacidad de despreciar al hombre en sí más profundamente que ningún otro pueblo) – los judíos gozan de su monarca y santo divino en forma parecida al goce que Luis XIV proporcionó a la nobleza francesa. Esta nobleza se había dejado despojar de todo su poder y señorío, vol-viéndose despreciable: para no sentir esto, para poder olvidar esto, necesitaba un esplendor real, una autoridad y un poder real sin par, al que sólo la nobleza tenía acceso. Elevándose en virtud de esta prerrogativa hacia las alturas de la corte y viendo desde ellas a todo lo demás inferior y despreciable, se superaba toda irri-tabilidad de la conciencia. Así, la torre del poder real, se levantaba a propósito cada vez más alto, hasta las nubes, cediendo para tal in hasta el último sillar del propio poder». GC, III, §136, ‘El pueblo elegido’, págs. 167-168.276 Nietzsche, Friedrich (1993b), o.c., §17, págs. 41-43.

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Para Nietzsche, el Dios judío, el dios sacerdotal del odio y la ven-ganza, se hace cosmopolita en el cristianismo, en un proceso de conversión desde el Dios judío que da muerte a su hijo para reapa-recer como el Dios del amor, un amor que es piedad y compasión, que se entrega como un sacriicio por los hombres y su redención. Pero tal amor nace del odio, el Dios cosmopolita no deja de ser judío. Y la doctrina de Pablo277 se consuma con la transformación: «A la “buena nueva” le sucedió inmediatamente la peor de todas: la de Pablo».278

Se repite lo hecho con el Redentor, que, clavado en la cruz una vez, Pablo lo perpetúa con su lógica implacable de odio como fruto del resentimiento y del ascetismo. Con la conciencia de la culpa –murió a causa de nuestros pecados– toda la existencia humana, sensible, terrenal quedó despreciada, invertida en su sublimidad. Pero no sólo esta existencia quedó marcada por tal sacriicio, sino que la falsiicación de Pablo se extiende hasta la otra vida con una utilización simbólica con el in de erigirse como señor de la comu-nidad naciente, para así organizar y dominar la masa de fe279: «El centro de gravedad de toda aquella existencia, Pablo lo desplazó sencillamente detrás de esa existencia, lo situó en la mentira del Jesús “resucitado”».280

Con ello el Dios del amor es el Dios del amor a la vida despreciada y reactiva: él mismo es también el Juez del odio eterno, del castigo a los culpables del resentimiento vengativo.

277 Una síntesis de las aspiraciones espirituales y políticas de Pablo, como asi-mismo de las consecuencias históricas para el cristianismo, Vid. Nietzsche, Friedrich (2000a), o.c., I, §68, págs. 52-56.278 Nietzsche, Friedrich (1993b), o.c., §42, pág. 73.279 Ibíd., §42, págs. 73-74; §44, págs. 76-78.280 Ibíd., §42, pág. 73.

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Llegamos así a la última evolución del sentido de la “muerte de Dios”. Este Dios del odio transformado en cosmopolita, en Uni-versal y Necesario, es inalmente el objeto de presa de «los más pálidos entre los pálidos, los señores metafísicos, los albinos del concepto».281 Los metafísicos tejieron en torno a él su telaraña. Finalmente él mismo segregó su propia telaraña y se convirtió en metafísico, «en un ‘ideal’, se convirtió en un ‘espíritu puro’, se convir-tió en un absolutum, se convirtió en ‘cosa en sí’… Ruina de un Dios: Dios se convirtió en ‘cosa en sí’…»282

Las teorías metafísicas tradicionales operaron como sistemas glo-bales referidos a un único principio de lo real y fundamento cos-movisional, cuyo objetivo era establecer una correlación entre ser y pensamiento donde se privilegia la identidad, la idea y la teoría, respondiendo así a una necesidad ontológica y epistemológica de un principio explicativo último desde el cual explicar las determi-naciones del ser y desde el cual fundamentar las cualiicaciones de la realidad.

Respecto a la segunda pregunta, ¿qué tipo de hombre es el deicida? Nietzsche lo presenta como el inexpresable, como el mismo Zara-tustra lo llama, el “más feo de los hombres”, el que se autoproclama un enigma formulado en la interrogante: ¿cuál es la venganza con-tra el testigo?:

«Mas cuando el camino volvió a girar en torno a una roca, el pai-saje se transformó de repente y Zaratustra penetró en un reino de muerte. En él peñascos negros y rojos miraban rígidos hacia arriba: ni una brizna de hierba, ni un árbol, ni el canto de un pájaro. Era, en efecto, un valle que todos los animales evitaban, incluso los animales de rapiña; sólo una especie de serpientes

281 Ibíd., §17, págs. 42-43.282 Ídem.

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feas, gordas, verdes, cuando se volvían viejas, venían aquí para morir. Por esto los pastores llamaban a este valle: Muerte de la Serpiente.

Zaratustra se sumergió en un negro recuerdo, pues le parecía que él había estado ya una vez en aquel valle. Y muchas cosas pesadas oprimieron su ánimo: de modo que comenzó a caminar cada vez más lentamente, hasta que por in se detuvo. Entonces, al abrir los ojos, vio algo que se hallaba sentado junto al cami-no, algo que tenía una igura como de hombre, pero que apenas lo parecía, algo inexpresable. […] En ese instante aquel muerto desierto produjo un ruido: del suelo, en efecto, salía un gorgoteo y un resuello como los que hace el agua por la noche en tuberías atrancadas; y por in surgió de allí una voz humana y unas pala-bras de hombre que decían así:

“¡Zaratustra! ¡Zaratustra! ¡Resuelve mi enigma! ¡Habla, habla! ¿Cuál es la venganza contra el testigo? […] ¡Tú te crees sabio, or-gulloso Zaratustra! Resuelve, pues, el enigma, tú, duro casca-nueces: ¡el enigma que yo soy! ¡Di, pues: quién soy yo!” […]

“Te conozco bien, dijo con voz de bronce: ¡tú eres el asesino de Dios! Déjame ir.

No soportabas a Aquél que te veía, que te veía siempre y de parte a parte, ¡tú, el más feo de los hombres! ¡Te vengaste de ese tes-tigo!” […] También contra mí te pongo en guardia. Tú has adi-vinado mi mejor, mi peor enigma, a mí mismo y lo que yo había hecho. Yo conozco el hacha que te derriba.

Pero Él tenía que morir: miraba con unos ojos que lo veían todo, veía las profundidades y las honduras del hombre, toda la encu-bierta ignominia y fealdad de éste.

Su compasión carecía de pudor: penetraba arrastrándose hasta mis rincones más sucios. Ese máximo curioso, super-indiscreto, super-compasivo, tenía que morir.

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Me veía siempre: de tal testigo quise vengarme, o dejar de vivir.

El Dios que veía todo, también al hombre: ¡ese Dios tenía que mo-rir! El hombre no soporta que tal testigo viva.”

Así habló el más feo de los hombres. […]»283

El asesino de Dios, el deicida, es el hombre más feo del mundo, del cual incluso Zaratustra intenta huir, es el hombre del resentimien-to. Todos ellos abren el entredicho más negro de las perspectivas sobre la “muerte de Dios”: la perspectiva del gran hastío, del can-sancio, del prescindir de Él, del orgullo ciego que le impugna, de la autonomía vacía, del poder egoísta y del odiador que hace sufrir.

En in, la “muerte de Dios” es un acontecimiento que se anida en el mismo cristianismo, en su misma administración sacramen-tal, pero sobre todo, se oculta en su accionar socio-cultural como cristiandad, es decir, como paradigma cultural expresivo-estético, psico-espiritual, normativo-ético, forjador de una identidad que en la entrada de la época moderna cae tanto en crisis de modulación práctica como en fragmentación en su estructura racional. Pero ¿cuál es el horizonte próximo de este acontecimiento?: «Vosotros lo llamáis la destrucción de Dios por sí mismo: pero no es más que una muda: ¡se despoja de su piel moral! Y pronto lo veréis de nuevo, más allá del bien y del mal!»284

De todo lo anterior, para inalizar subrayemos que si bien los tex-tos nietzscheanos relejan cómo ve el sujeto moderno su situación de desvinculación de Dios y de todo valor absoluto superior a él, optando por su autodependencia a partir de la insolencia de la racionalidad, revela la autonomía a través del poder humano que exige el acto heroico de establecer el encuadre con el cual represen-

283 Z, IV, ‘El más feo de los hombres’, pág. 359-364.284 Nietzsche, Friedrich (2003b), o.c., 432, pág. 125.

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tar-se la realidad. Vale decir, más allá de la conciencia relexiva de saberse estar siendo, más allá de la introyección, de la proyección y de su alteridad, situamos la circunstancia moderna del sujeto como una condición al menos, paradójica respecto al alcance del conoci-miento de sí mismo a partir de las categorías binarias tradicionales, surgiendo la clave de subjetividad en el horizonte de la diferencia secularizada contemporánea como una identidad en proceso de desmontaje:

«La muerte de Dios ha sido entendida por la modernidad como un progreso, el triunfo de la razón, la posibilidad de construir un mundo a imagen y semejanza del hombre. La secularización aparece como la síntesis superadora del dogmatismo y un paso de gigante hacia un futuro de libertad antes apenas previsto. Para Nietzsche se trata de una sustitución: destitución de la co-rrelación de fuerzas que culminaba en Dios y de la que pendía todo un sistema de valores, de convicciones, de certezas…, e ins-titución de otro sistema diferente de fuerzas que, en algún caso, no es sino la prolongación inconsciente del anterior. La lectura en clave de progreso, el optimismo moderno, no es otra cosa que la perspectiva del vencedor: el conjunto de fuerzas “hombre mo-derno” ha superado al conjunto de fuerzas “hijo de Dios”. Nietzs-che denuncia la conversión de tal victoria en síntesis superadora: el hombre más feo ha matado a Dios; se trata de la crónica de una batalla; maniiesta un estado coyuntural: también el hom-bre es algo que tiene que ser superado».285

Admitiendo esta crónica bélica del acontecimiento mortuorio divi-no y en el contexto victorioso de la modernidad progresista, la iden-tidad desaparece en la disolución de los modelos y fundamentos metafísicos, pues se fractura la unidad-identidad-totalidad como soporte de los acontecimientos, se pierde el horizonte referencial

285 Lanceros, Patxi (1997), o.c., pág. 174.

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y destinal y se vacía el sentido, diluido por la distancia/ausencia de lo divino, el funcionamiento de la identidad. Así surge como resultado que la identidad en tanto que problema, se convierta en el campo de relexión donde se lidian teorías ilosóicas, sociológi-cas, culturales, comunicacionales, psicológicas, éticas, etarias, reli-giosas, de género, étnicas, artísticas, medioambientales, políticas, etc., tejiendo una compleja red donde, a veces, se pierde el punto de inicio y el sentido del entramado, pues el concepto de identidad se resiste a los intentos relexivos por deinirlo, delimitarlo, estable-cerlo, negociarlo, controlarlo y, de alguna manera, acabarlo o darlo por terminado. En su interior opera una resistencia o tenacidad que maniiesta una densidad relexiva importante, un espesor que engruesa las capas del concepto haciéndolo a veces impenetrable, inasible, inaprensible.

Interrogación de mutuas renuencias que esperan decir algo del otro, desplegada en el horizonte de la diferencia y del reconoci-miento.

¿En qué radica esta problemática? En que presenta tendencias con-tradictorias, que van desde expresiones como las de ser nacional o espíritu del pueblo de inclinación metafísica, atribuyendo caracteres esenciales a los sujetos individuales y colectivos, hasta sus versiones antropológicas referidas a la aculturación hegemónica de una so-ciedad autoconcebida y autovalidada como adelantada sobre otras menos complejas y desarrolladas, categorizaciones que entran en crisis con los planteamientos identitarios formulados antes del ad-venimiento de la globalización económica, de la llamada revolución conservadora de los años ochenta e incluso antes de la implantación del neoliberalismo y el advenimiento de la postmodernidad. Los espacios emergentes que surgen con los nuevos contextos de multi-dimensionalidad electrónica e informatizada, crean tanto la necesi-dad de nuevas experiencias como la apertura de disímiles espacios de interrelación, conigurando novedosas formas de aproximación

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sensorial referidas a los modos de vida individual y colectiva, inven-tando tantas maneras de hacer sociedad como la construcción de nuevas identidades o modos de concebirse a sí mismos.

Esta situación emplaza otro modo de relexionar sobre los pro-cesos socio-históricos: asumir los actuales tiempos de evanescen-cia y vaciamiento, pero ocuparse de las acciones de reivindicación identitaria cultural en virtud de una articulación de signiicados de presencialidad y creatividad en la invención de referentes frente a la diversidad de territorios –tópos– mediatizados en una red de re-laciones debilitadas, fragmentadas y descentradas entre las oleadas globalizadoras de nuestra época transitiva.

La modernidad entroniza diversas narrativas –libertad, desarrollo, democracia, bienestar, igualdad, etc.– condensadas en el reino su-blimado de(l) progreso, es decir, en el mito evolutivo de progreso concebido como el despliegue de las narrativas de la Razón o de la racionalización, de la realización de la subjetividad, de la cons-trucción de instituciones, el enseñoreamiento sobre la naturaleza y global proceso civilizatorio occidental:

«La racionalización del mundo está en marcha, incluyendo las relaciones, procesos y estructuras con los que se perfeccionan la dominación y la apropiación, la integración y el antagonismo. Es una racionalización que profundiza y generaliza el desencanto del mundo. […] Entre otros, éstos son algunos de sus signos, emblemas o fetiches: progreso, tecniicación, europeización, americanización, occidentalización».286

De lo anterior, se entiende que la compleja imagen moderna se funda en su mismo eje fundacional como gozne del alto optimismo en el sujeto racional, en el conocimiento empírico-positivista, en el

286 Ianni, Octavio (2004). La sociedad global. México, Siglo XXI, pág. 45.

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progreso rectilíneo y apodíctico de la historia y en la consecuente emancipación de la humanidad, pero sobre todo, en la función de articulador de la complicada concepción disciplinadora de sujeto como Razón o sujeto de Razón capaz de elevar tanto visiones glo-bales u objetivas de la realidad como también de sí mismo y de los demás, o subjetivas:

«Desde el comienzo de los tiempos modernos se intensiica y se generaliza el proceso de racionalización de las organizacio-nes y las instituciones, y también de las actividades y mentali-dades, incluyendo a individuos y colectividades. Con altibajos, adelantos y retrocesos, éste es un proceso que se desarrolla con el mercantilismo, el colonialismo, el imperialismo y el globalis-mo, sin olvidar al nacionalismo. En gran medida, ésta es también la historia del capitalismo, como modo de producción y como civilización».287

En un proceso de identiicación entre racionalidad moderna y or-ganización sistemática, la idea de modernidad anuda historia, pro-greso, razón y sujeto, pero también metafísica, nihilismo, seculari-zación e individualismo, por ello, también anula la conianza en la racionalidad del proyecto y el horizonte histórico dibujado por los trazos ilustrados:

«La modernidad se puede caracterizar, en efecto, como un fe-nómeno dominado por la idea de la historia del pensamiento, entendida como una progresiva “iluminación” que se desarrolla sobre la base de un proceso cada vez más pleno de apropiación y reapropiación de los “fundamentos”, los cuales a menudo se conciben como los “orígenes”, de suerte que las revoluciones, teóricas y prácticas, de la historia occidental se presentan y se

287 Ianni, Octavio (2000). Enigmas de la modernidad-mundo. México, Siglo XXI, pág. 151.

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legitiman por lo común como “recuperaciones”, renacimientos, retornos».288

Más adelante, Vattimo airma sobre la vinculación y exigencia entre modernidad y novedad que «la tensión al futuro como ten-sión a la renovación, al retorno a una condición de autenticidad originaria»289, es la fuente de impaciencia e inquietud propia de nuestros tiempos. Lo que nos interesa resaltar, es aquella preten-sión moderna de fusionar subjetividad con racionalidad que su-cumbe en la reducción de la primera en la segunda, asumiendo tal identiicación de fundamentos en lo real como lo verdadero y de lo racional con lo valioso. Los ilósofos clásicos modernos reducen las posibilidades abiertas a únicas, exclusivas, necesarias y universales y cuyo objetivo es la instalación de un modelo universal de cono-cimiento y de ciencia, de moral y política que debía corresponder rigurosamente a la realidad. La facultad racional del sujeto moder-no-ilustrado descansa, paradójicamente, en la voluntad libre que, a su vez, encuentra su fundamento en premisas supra-humanas y meta-históricas.

El componente de hiper-racionalización que incorpora la Ilustra-ción, se inscribe de patrón identitario que cruza y deine no sólo al sujeto sino que también a la modernidad histórica hasta nuestros días y que «comporta […] el peligro apocalíptico de la destrucción completa de la libertad individual, del mundo de los sentimientos, etc., en la funcionalización universal de la producción industrial masiicada. El riesgo que plantea es también, y ante todo, el de la pérdida progresiva de todo signiicado unitario de la existencia, que se dispersa en los múltiples roles sociales que cada uno se en-cuentra ejerciendo [es decir] la fragmentación de los signiicados

288 Vattimo, Gianni (1996a), o.c., pág. 10.289 Ibíd., pág. 92.

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efectivamente vividos por parte de cada uno»290, roles que otorgan sentido y signiicación a la existencia humana, a la colectividad so-cial y al transcurso histórico, combinando aleatoriamente autono-mía y subjetividad, secularización y compromiso, individualidad y civilidad, libertad y deber, pertenencia y diferenciación, haciéndola comprensible racionalmente y otorgando apropiación histórica.

La Ilustración es ante todo un mecanismo racional antidogmáti-co respecto al pasado, cuyo eje es el poder legitimarse a sí misma como proceso histórico desplegado al ininito. Sus ideas consti-tuyen el depósito conceptual proyectado sobre el que se funda la manera moderna de pensar y, por tanto, el proyecto que delinea la manera de concebirse el sujeto moderno ilustrado, el movimiento de asunción de su puesto, la asignación de cómo operar su fun-ción y las coordenadas para entender un destino que ya no está ni escrito ni inscrito, sino que depende de facultades individuales. Recordemos su lema:

«La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable mino-ría de edad. La minoría de edad signiica la incapacidad de ser-virse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de deci-sión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración».291

La Ilustración es un «período que […] formula su propia divisa, su propio precepto, y que dice lo que tiene que hacer, tanto con respecto a la historia general del pensamiento como con respecto a

290 Vattimo, Gianni (2004), o.c., pág. 25.291 Kant, Immanuel, ‘Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?’, en AA.VV. (1999). ¿Qué es Ilustración? Madrid, Tecnos, pág. 17.

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su presente y a las formas de conocimiento, de saber, de ignorancia, de ilusión en las cuales sabe reconocer su propia situación histórica [interrogándose] sobre su propia actualidad».292 Actualidad que se funda en la asignación de la noción de progreso como objetivo de la humanidad y sentido de sus acciones: la consigna es el compro-miso por el progreso como causa de posibilidad de efecto, que se internaliza como el sentido totalitario del progreso: el progreso en sí mismo como certeza teleológica. La causa sería especíicamente –desde un punto de partida negativo– la salida o resultado, «un proceso que nos libera del estado de “minoridad” [es decir, de] un estado determinado de nuestra voluntad que nos hace aceptar la autoridad de algún otro para conducirnos en los dominios en los que conviene hacer uso de la razón».293 La Ilustración viene dei-nida por aquella modiicación internalizada en la relación entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón, un uso «universal […] libre [y] público»294 en aras de la instalación siempre renovada y renovadora de la idea de proyecto.

Establece García Canclini las siguientes características de este pro-yecto moderno: es un «proyecto emancipador [que se maniiesta en] la secularización de los campos culturales, la producción au-toexpresiva y autorregulada de las prácticas simbólicas y su des-envolvimiento en mercados autónomos [y también] la racionaliza-ción de la vida social y el individualismo». Además, es un «proyecto expansivo [que] busca extender el conocimiento y la posesión de la naturaleza». Por ello también es un «proyecto renovador [el cual intenta] reformar una y otra vez los signos de distinción que el consumo masiicado desgasta», y por último, es un «proyecto de-mocratizador [pues] confía en la educación, la difusión del arte

292 Foucault, Michel (2002). ¿Qué es Ilustración? Argentina, Alción, pág. 70.293 Ibíd., pág. 85.294 Ibíd., pág. 89.

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y los saberes especializados para lograr una evolución racional y moral».295

Lo que subyace a esta consideración es el posicionamiento agente del dogma del conocimiento moderno, es decir, la convicción de que el sujeto racional piensa, siente y actúa bajo la igura de prin-cipios, que luego se transforman en leyes consideradas naturales, esenciales y originarias para la nueva condición racional esquema-tizada por procedimientos cognoscitivos, éticos y estéticos de corte universal, persuadiéndolo de poseer una verdad inequívoca, objeti-va, positiva; como asimismo de una apreciación estética deinitiva –la razón como medida y proporción de la facultad y experiencia original y originaria– y, en in, de la posesión del bien como ley y norma universal de comportamiento:

«La modernidad se puede caracterizar […] como un fenómeno dominado por la idea de la historia del pensamiento [de una] progresiva “iluminación” que se desarrolla sobre la base de un proceso cada vez más pleno de apropiación y reapropiación de los “fundamentos”, los cuales a menudo se conciben como los “orígenes”, de suerte que las revoluciones, teóricas y prácticas, de la historia occidental se presentan y se legitiman por lo común como “recuperaciones”, renacimientos, retornos. La idea de “su-peración” […], concibe el curso del pensamiento como un desa-rrollo progresivo en el cual lo nuevo se identiica con lo valioso en virtud de la mediación de la recuperación y de la apropiación del fundamento-origen [que dona una] dimensión ontológica a la historia [dando] signiicado determinante a nuestra coloca-ción en el curso de la historia».296

295 García Canclini, Néstor (1989). Las culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México, Grijalbo, págs. 31-32.296 Vattimo, Gianni (1996a), o.c., págs. 10-11.

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Con ello, el sujeto moderno desatendió que se iltraba la declaración del dogma moderno de progreso: un credo que posteriormente ex-cluirá, aislará al mismo creyente de los presagios racionales, dado que la racionalidad moderna no seduce por la claridad conceptual que está en la base de su programa, sino por las transformaciones y resultados materiales que es capaz de realizar la razón instrumen-tal, independientemente de la capacidad o velocidad de asimilación, comprensión y relexión por parte del sujeto que las experimenta de manera parcial, confusa y arbitraria, pues el «crecimiento de la “razón instrumental” no conduce a una realización concreta de la libertad universal, sino a la creación de una “jaula de hierro” de ra-cionalidad burocrática dentro de la cual nadie puede escapar».297 Asimismo, este afán se debe, en gran medida, a los intentos por ha-cer concordar la compleja trama de sentidos –cultura– que articula nuestra sociedad contemporánea en el tiempo –historia– a partir de una serie de metáforas hasta la náusea: sociedad post-industrial, so-ciedad post-moderna, sociedad red, sociedad de consumo, sociedad del riesgo, sociedad del ocio, sociedad de servicios, sociedad poli-céntrica, sociedad post-nacional, sociedad post-burguesa, sociedad post-humanista, sociedad post-marxista, sociedad sobre-moderna, sociedades-red, sociedad-mundo, sociedad tardomoderna, socie-dad de la información, sociedad de masas, sociedad del conocimien-to, sociedad de la comunicación, etc.

Tal como se viene presentando y sobre la base del desarrollo an-terior, sujeto e historia aparecen operados de manera novedosa e irruptiva por la modernidad. Ambas categorías antropológicas y epistemológicas, desancladas de la tradición metafísica y del pa-radigma onto-teo-lógico –declarados sistemas externos de conoci-miento totalitario de la realidad metodológicamente irrealizables y

297 Picó, Josep, comp. (1988). Modernidad y postmodernidad. Madrid, Alianza, pág. 16.

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empíricamente demostrables–, encuentran en el proceso de acla-ración universal y de transformación práctica de la Ilustración una modulación peculiar: nexos de la revolución en la cual lo nuevo se identiica con lo valioso y lo reciente con lo único; una articulación de la potencia teórica y de la fuerza práctica para la transforma-ción de la realidad; una suerte de re-inicio histórico para un nuevo sujeto que deja de ser un residente en un kosmos pagano o judeo-cristiano para pasar a ser un eje central de toda concepción sin un soporte externo o imagen del mundo acerca de lo otro, de la reali-dad y de sí mismo, posibilitada (ir)racionalmente.

Para Jauss la época histórica moderna está coronada por un aconte-cimiento al que se asoció una empresa temporalizadora fascinante: la vinculación de un acto político-social a un mito de nacimiento como medio de producción de la conciencia epocal de la Moderni-dad bajo las diferentes estrategias de temporalización son una bue-na vara de medir el deterioro –o, sin connotaciones peyorativas, la transformación– de los procesos modernos, por ejemplo la fe en la posibilidad de sostener un concepto unitario, inmanente y totaliza-dor de Historia Universal dotada de estructuras sólidas, ritmos ra-cionales y progresivos, así como metas reconocibles y compartidas. La operatividad de la modernidad decanta en una suerte de mito-logía que reinscribe el proyecto en un nuevo comienzo histórico:

Jauss se reiere sobre este intento originante de la modernidad, como un inicio del mito revolucionario del nuevo comienzo de la historia. La época histórica moderna está enmarcada por el acontecimiento conector y temporalizador de un acto político-social entendido, internalizado y proyectado como un mito de nacimiento, como la fundación de la conciencia epocal de la mo-dernidad, expresada en la fe en la posibilidad de un concepto unitario, inmanente y totalizador de la Historia, dotada de es-tructuras institucionales sólidas y progresivos ritmos racionales disciplinadores, como de metas reconocibles y compartidas:

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«Si hay un suceso en la historia que se preste eminentemente a testimoniar la formación de mitos del comienzo en la era de la Ilus-tración, ése es la Revolución de 1789 en la conciencia epocal de sus actores y contemporáneos. Sin embargo, este incontestable cambio de época ha sido recibido y celebrado en realidad como cumpli-miento del deseo de un nuevo comienzo de la historia, como acto fundamental de una sociedad de libres e iguales. Eso es lo que indi-ca ante todo la historia del concepto de Revolución. […] Ahora, un nuevo poder exigía cambiar totalmente el orden existente, desde la acción política al resto de las instituciones de la sociedad, con un cambio de dirección que no permitiese un regreso al punto de par-tida, como en el antiguo modelo del círculo de las constituciones. La palabra “revolución” que, desde el comienzo de la modernidad se va desprendiendo de su origen astronómico, contradice ahora toda experiencia natural del tiempo como retorno de lo igual e in-augura su papel moderno, preñado de historia».298

La modernidad –y sus hijos, algunos prematuros, otros nacidos muertos, otros póstumos– forman un proceso histórico-compren-sor del tiempo que hace época, cuyo centro de movimiento respon-de a un mito revolucionario que nombra y narra un suceso inicial que abre un nuevo horizonte de expectativas, con el que se reconoce retrospectivamente el momento en que se comprueba aquello que tuvo que suceder para dar curso a la historia: una nueva dirección, ahora irreversible, un punto-de-no-retorno y de no-inlexión.

La imbricación entre mito revolucionario con época moderna y tiempo nuevo sin retorno, admite una determinación o interpre-tación alternativa del concepto de cambio trabajada respecto a la globalización, como mutabilidad-transformación-metamorfosis:

298 Jauss, Hans Robert (1995). Las transformaciones de lo moderno. Estudio sobre las etapas de la modernidad estética. Madrid, Visor, pág. 49.

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«En la cumbre de la Ilustración europea no hay sólo muchas historias sino una historia; no hay bellas artes, sino un arte autó-nomo; no caracteres naturales o sociales, sino un carácter indivi-dual; y no hay revoluciones, sino una sola Revolución, grande e incomparable. El acontecimiento histórico de un comienzo que tuvo lugar en un instante imprevisible (de modo espontáneo o tras larga preparación) y, por lo tanto, no derivable lógicamen-te del pasado, fue elevado al nivel del concepto desde la nueva experiencia histórica, por los ilustrados, como la revolución, en singular, ya antes de 1789».299

Jauss airma que el concepto moderno de revolución «determina el cambio de lo existente de doble manera: revolución como fuerza espontánea y como cambio lento, apelación enfática de novedad y regeneración más tranquila de los antiguo llevada a cabo por el tra-bajo de la Ilustración, es decir, unicidad y retorno».300 La novedad –en las costumbres políticas, sociales, religiosas, educativas, etc.– es un marcador incuestionable como umbral de época del esfuerzo revolucionario, pero ¿éstas resultan ser un logro rupturista surgido espontáneamente o más bien el resultado inal de una lenta conir-mación de un modelo o aspiración incubada desde el pasado? Jauss responde a ello refriéndose al cruce entre singularidad y repetición:

«Este cruce de singularidad y repetición se anuncia progresi-vamente a la conciencia de cambio de los contemporáneos de 1789. Unos ven en la revolución la ruptura con todo el pasado, otros una especie de renacimiento. Así, advertía Robespierre a los franceses que su revolución, el paso del reinado del crimen al reinado de la justicia, que ya se había implantado en medio mun-do, se realizaría ahora en todo el mundo: para cumplir vuestra misión, tenéis que hacer precisamente lo contrario de lo que se hizo

299 Ibíd., pág. 50.300 Ídem.

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con vosotros. El comienzo del reino de la virtud acontece ahora bajo la condición de una inversión total del sentido de la ante-rior metáfora astronómica. El comienzo de una revolución que promete al género humano un período de tiempo nuevo, podía ser ensalzado tanto como un acontecimiento único, del que la histo-ria no tiene ningún ejemplo, que como una ordenación totalmente nueva, separada del antiguo orden y encaminada a un futuro aún por realizar. La visión radical de los demócratas podía referirse, con Rousseau, a la voluntad soberana de un pueblo nuevo y trans-formado, a la Volonté générale, una constitución estatal con capa-cidad de cambiar en cualquier momento. Para unos era el deseo de comenzar de nuevo la historia corrompida de la Humanidad, realizable mediante un compromiso de instaurar una sociedad de libres e iguales. Para otros se trataba de cumplir una prome-sa religiosa: el reino de Dios, largamente esperado, que el joven Hegel y sus amigos de Tubinga esperaban ver, no al inal de los tiempos, sino aquí y ahora en la Francia de 1789».301

Coincidimos con Vattimo en que la «hermenéutica, si quiere ser co-herente con su rechazo de la metafísica, no puede sino presentarse como la interpretación ilosóica más persuasiva de una situación, de una “época”, y, por lo tanto, de una procedencia. No teniendo evidencias estructurales que ofrecer para justiicarse racionalmen-te, puede argumentar su propia validez sólo sobre la base de un proceso, desde su perspectiva prepara “lógicamente” una cierta sali-da. En este sentido la hermenéutica se presenta como una ilosofía de la modernidad (en el sentido subjetivo y objetivo del genitivo) y reivindica también ser la ilosofía de la modernidad: su verdad se resume en la pretensión de ser la interpretación ilosóica más persuasiva del curso de eventos del que se siente resultado […] su valor estriba en la capacidad de hacer posible un marco coherente

301 Ibíd., pág. 51.

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y compartible, a la espera de que otros propongan un marco alter-nativo más aceptable».302

Permaneciendo ieles a las observaciones anteriores tales como asumir una hermenéutica complementaria y no suplementaria so-bre lo que nos concierne como época interpretadora, airmamos que la secularización disuelve fundamentalmente el poder con el que el sacerdote asceta cumplía su función de administrador de sentido modulado en la conciencia sufriente de un eternamente endeudado con la trascendencia, embaucado por la apariencia de una vida terrenal en vista de totalidad y plenitud. El declive de la ascética potencia administradora de sentido, es la historia de la modernidad; es la historia de una modernidad que se perpetúa en la caída metafísica representada en la siesta decisiva del pastor y, inalmente, en la apoteosis frenética ocurrida en el mercado y en las afueras de las iglesias; es el relato de la promesa desmitiicadora de la racionalidad, pero a su vez, la narrativa de la condición mitii-cada de la misma racionalidad, es el discurso liberador de la luz de la razón y de la universalización del proyecto moderno, que con su resplandor disuelve las iguras de signiicación hermenéutica, ha-ciéndoles transitar por caminos de transformación hasta presentar la delgada sombra que releja la extenuación de su misión.

El sacerdote asceta, habiendo experimentado la transiguración superadora del pastor de la metafísica, encuentra que la historia y su devenir avanzan sobre rieles que le son ajenos radicalmente. El sacerdote asceta, ahora pastor, ya no es el relejo de la realidad ni representante del más allá, ya no dispensa sentido y sus promesas carecen de sustento y credibilidad.

De lo anterior, observamos que se alza una modernidad que ya no es la misma, pues ya no goza de la condición de receptáculo de la

302 Vattimo, Gianni (1995), o.c., págs. 48-49.

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racionalidad objetiva de la ciencia ni de la tecnología del progre-so: los aires del progreso soplan hacia otra dirección y cambian el rumbo de la modernidad y las luces del conocimiento son ensom-brecidas y amenazan cubrir fantasmagóricamente el mundo. El frenesí ha revelado una nueva etapa en el proceso transformativo del espíritu de la modernidad: la exigencia histórica de estar a la altura de las circunstancias y acontecimientos que se han desatado desde la autonomía y la secularización de la racionalidad para po-sicionarse en el individualismo y pluralismo que insisten en la par-tición y fragmentación de la realidad en lugar de la coimplicación de perspectivas. El pastor ahora loco escucha los golpes funerarios de las grandes y supremas verdades y los himnos de avance de los relatos interpretadores de la época que viene. Estos antes descan-saban en las narraciones sobre un Dios base de nuestra existencia teórica y práctica, relatos sustituidos por la efectividad de la ciencia que se autolegitima, repara en el agotamiento de las energías de sentido, ve cómo las expectativas se retrotraen en meros epiciclos temporales de la historia, y que la desfundamentación prometi-da no tiene salvación, que ha perdido su base de revisión crítica y que los “monstruos que ha creado el sueño de la razón” han venido para quedarse: «El verdadero tránsito a la posmodernidad es ese acontecimiento que Nietzsche llama la “muerte de Dios” […] del hecho de que el hombre moderno ya no necesita a un Dios como fundamento primero del mundo».303

La postmodernidad es la isura interpretativa de los contenidos temporales y axiológicos de la modernidad, expresados en una unitaria lógica lineal de la historia como valor supremo, que coin-cide con el acontecimiento de la “muerte de Dios” en lo referido a la «desaparición del sentido unitario de la historia, pensado como

303 Vattimo, Gianni (2004), o.c., pág. 71.

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racionalidad objetiva, es una consecuencia, un aspecto, o incluso el auténtico sentido de la muerte de Dios».304

Las experiencias de visualización de las isuras en los márgenes de la historia, de la legibilidad de los límites de la modernidad y de ampliación crítica de un temple de ánimo cultural, a eso llamamos postmodernidad que piensa la cultura desde una sabiduría impo-tente sobre los tiempos:

«La mente posmoderna es consciente de que algunos problemas de la vida humana y social no tienen soluciones adecuadas; son tra-yectorias torcidas que no pueden enderezarse, ambivalencias que son más que errores lingüísticos que piden ser corregidos, dudas cuya desaparición no puede legislarse, agonías morales que ningu-na receta dictada por la razón puede calmar, y mucho menos curar. La mente posmoderna no espera ya encontrar la fórmula universal y última para una vida sin ambigüedad, riesgo, peligro y error, y sospecha profundamente de cualquier voz que prometa lo contra-rio. La mente posmoderna es consciente de que cada tratamiento local, especializado y enfocado, eicaz o no cuando se mide por su meta ostensible, perjudica mucho más de lo que repara, si acaso lo logra. La mente posmoderna se reconcilia con la idea de que la complicación del predicamento humano es algo permanente. En esto radica, a grandes rasgos, lo que podría llamarse la “sabiduría posmoderna”».305

Y tal sabiduría o lógica postmoderna coniguradora la experiencia de nuestros tiempos, y la asumimos desde su e(s)quivocidad en su despliegue histórico y propuesta de época, y es por ello que, en ade-lante, nos referiremos a tales lógicas experienciales como postmo-

304 Ibíd., pág. 72.305 Bauman, Zygmunt (2004b). Ética posmoderna. Buenos Aires, Siglo XXI, págs. 278-279.

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dernidad, aludiendo a una declinación en el preijo, ángulo de su equivalente condición cultural actual y a una época que ha tomado como posición respecto a la historia, el olvido histórico como sín-toma306 del diagnóstico nietzscheano:

«Lo que todas las formas de pensamiento postmoderno tie-nen como premisa es la idea de que todo esto ha empezado a cambiar o ha cambiado ya de forma signiicativa. Los proyectos postmodernos intentan establecer las dimensiones y parámetros del período moderno que han cambiado para expresar y com-prender los nuevos procesos sociales, formas culturales, coni-guraciones institucionales, modelos de análisis y pensamiento, y la emergencia de un orden social con sus propios principios de organización especíicos. El pensamiento postmoderno re-chaza el principio fundamental del proyecto ilustrado basado en la primacía de la razón, la centralidad del sujeto y la creencia en la existencia de proposiciones o reglas de validez universal que gobiernan la naturaleza, la sociedad y las formas culturales. Deiende que las narrativas maestras fundacionales y las teorías totalizadoras propuestas en el pasado tienen sus raíces en un modelo de realidad basado en conceptos lineales y unidimensio-nales de causalidad, en la idea de que la clave para comprender y explicar la realidad es el descubrimiento de una fuerza o ca-racterística fundamental, deinitoria y central. En lugar de eso, los postmodernos deienden la necesidad de modelos de análisis que reconozcan la complejidad de la causación múltiple arraiga-da en condiciones históricamente determinadas de condiciones o lugares locales o particulares».307

306 Vid. Jameson, Fredric (2001). Teoría de la postmodernidad. Madrid, Trotta, pág. 9.307 Rocco, Raymond, ‘Reformulando las construcciones postmodernas de dife-rencia: espacios subalternos, poder y ciudadanía’, en García Selgas, Fernando J. y Monleón, José, eds. (1999). Retos de la postmodernidad. Ciencias sociales y humanas. Madrid, Trotta, pág. 273.

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La postmodernidad expresa una «conciencia generalizada de agotamiento de la razón, tanto por su incapacidad para abrir nuevas vías de progreso humano como por su debilidad teórica para otear lo que se avecina»308 a pesar de suponer una suerte de “superación” o “acabamiento” de la modernidad ilustrada y sus promesas. Y esta conciencia «se convierte […] en un discurso de varias lecturas […] que no acaba nunca de conseguir un consenso unitario, pero que se coniesa como la primera tarea ambiciosa que trata de describir el mapa del universo cultural resultante de la desintegración […] del mundo tradicional»309 moderno como modelo cultural.

Como se ha considerado aquí, se ha convertido en el «rótulo [que] englobaba tanto las constataciones del agotamiento tem-poral –“después de la modernidad”– como del agotamiento teó-rico –“más allá de la modernidad”– que apuntaban, de forma re-ferencialmente confusa, a lo que de distinto habría en relación a un momento o a un programa históricamente anteriores. [De tal forma] resumió con efectividad en un mismo valor de cambio muy diversos valores de uso a efectos de las críticas y las teorías»310 que se han querido presentar aquí. Coherente con las referencias ante-riores, podemos acentuar que la experiencia cultural de malestar expresada por y desde la postmodernidad, designaría una fase de radicalización de lo moderno, justamente por situarse fuera de la modernidad debido a su lógica de producción, por su tendencia a la administración y por la internalización de la dominación. Esta situación de salida tiene como consecuencia la disipación de sus ejes centrales de efectividad, relacionalidad y eiciencia como na-rrativa unitaria de progreso, que se disuelve junto a los fundamen-

308 Picó, Josep, comp. (1988), o.c., pág. 13.309 Ibíd., págs. 13-14.310 hiebaut, Carlos (1996), o.c., pág. 378.

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tos de la noción de verdad, acción y conocimiento.

El término postmoderno rebasa el ámbito ilosóico para posicionar-se en otras expresiones socio-culturales, como asimismo sobrepasa al ámbito estético para posicionarse en lo sociocultural desde Toynbee, Pannwitz, pasando por Hassan, Jenks hasta Lyotard. A comienzos del siglo XX se reiere a un tipo de hombre con características de-portivas, nacionalista, educado militarmente, religioso, salido de la revolución radical del nihilismo europeo. Este tipo de hombre se asemeja al superhombre nietzscheano en cuanto superador de la decadencia y nihilismo que caracterizan a la modernidad. En la his-toriografía, el término postmoderno indica la fase actual de la cultu-ra occidental, desde 1875 que designa el cambio político desde un nacionalismo-estatal hacia una interacción global. En el ámbito de la literatura norteamericana el término señalaba –negativamente– la literatura del presente (1959) como una literatura caracterizada por un adormecimiento y abandono del poder innovador. En la década de los años ’60 –en un sentido positivo– se opone a la literatura mo-derna elitista e intelectual como una literatura de masas, romántica, sentimental y popular, pasando a ser un modelo plural de lenguajes y modos de expresión. Lo plural también se situó en lo arquitectónico y otras artes, el cual se caracteriza por usar diferentes códigos: elitista y popular, moderno y tradicional, internacional y regional, etc.311

Sin embargo, su posicionamiento crítico al programa de la mo-dernidad es su rasgo fundamental, arrojando resultados poten-tes tanto teóricos como prácticos, culturales como valóricos312 a partir del trabajo de Lyotard y su concepción postmodernizadora

311 Berciano, Modesto (1998). Debate en torno a la posmodernidad. Madrid, Síntesis, págs. 11-12.312 Wellmer, Albrecht, ‘La dialéctica de modernidad y postmodernidad’, en Picó, Josep, comp. (1988), o.c., págs. 103-140.

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de modernidad, originó en los años ’80 con la aparición de La condición postmoderna. Informe sobre el saber, publicado en 1979 –Informe encargado por el Consejo Universitario de Québec, en el que analiza la condición del saber en las sociedades desarro-lladas– un intenso debate sobre el estado de las sociedades post-industriales avanzadas en su despliegue histórico y que la insta-lación o presencia de lo postmoderno, es una cuestión múltiple que concierne indistintamente a la ciencia –post-método cientí-ico–, a la ilosofía –post-metafísica o post-ilosóica–, a la moral –post-convencional–, a la política –post-ideológica– y a la estéti-ca –post-vanguardia–, inscritas en un orden epocal determinado, postulando el descrédito de la idea que capitanea a la moderni-dad: el Progreso como la idea de un progreso lineal y coherente-mente articulado que ordena las complejidades acumuladas en la historia de la sociedad moderna.

Esta negación de la posibilidad de la verdad de las grandes narrati-vas, metarrelatos o narraciones legitimadoras del saber e interpre-tadoras de la historia como objetos de fe –cristianismo, modelo ilustrado, hegelianismo, romanticismo, historicismo, capitalismo, marxismo, liberalismo, neoliberalismo…–, se constituyó en la autoairmación de la crítica postmoderna contra la posibilidad y legitimidad del proyecto moderno en su aspecto epistemológico, sirviéndose del pesimismo creciente posterior a las Guerras Mun-diales respecto a la razón moderna ilustrada, que develó que el op-timismo ilustrado, que en un principio compensó con el desarrollo tecnológico, el bienestar y el consumo, inalmente, ante los aconte-cimientos traumáticos de barbarie, desastres ecológicos produci-dos por el industrialismo y la transformación urbana, es puesto en duda: ¿el progreso será capaz de responder a su promesa originaria expresando la vacuidad de aquellas ilusiones o especulaciones ra-cionales que daban sentido al pensamiento y acción de la Ilustra-ción? Hablar de progreso, hoy, es maldiciente.

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Los fundamentos ilosóicos de la modernidad en tanto que pro-yecto, es decir, aquellos que según Lyotard cobran la igura de me-tadiscursos fundantes del proyecto cultural moderno, son el uni-versitario de Humbolt y la ilosofía del espíritu de Hegel en cuanto coincidentes en su aspiración: «derivarlo todo de un principio ori-ginal [actividad cientíica] […] referirlo todo a un principio ideal [práctica social] […] reunir ese principio y ese ideal en una única Idea, que asegura que la búsqueda de causas verdaderas en la cien-cia no puede dejar de coincidir con la persecución de ines justos en la vida moral y política».313

La ciencia está legitimada por el devenir de la Idea y de la razón en la historia y su consecuente progreso: coincidencia y consecuencia del saber cientíico en una única idea conforme al itinerario del au-toconocimiento del espíritu. El saber encuentra su fundamento en sí mismo, en la existencia de un metaprincipio «que funda el desa-rrollo, a la vez que del conocimiento, de la sociedad y del Estado en la realización de la “vida” de un Sujeto».314 El conocimiento se alza así en la actividad que media para que el sujeto sea Sujeto univer-sal, racional, reconciliado con la inalidad del proyecto: el progreso, que distribuye y justiica las ciencias. Si en Hegel315, el proyecto en-cuentra la legitimación del saber especulativo, es en Kant316 donde alcanza su sentido práctico más allá del conocimiento, pues para Kant «el saber no encuentra su validez en sí mismo, en un sujeto que se desarrolla al actualizar sus potencialidades de conocimien-to, sino en un sujeto práctico que es la humanidad».317

313 Lyotard, Jean-François (1984). La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Madrid, Cátedra, págs. 65-66. En adelante CPM.314 CPM, pág. 68.315 Vid. Hegel, Georg Wilhem Fredrich (1985). Enciclopedia de las ciencias i-losóicas. Madrid, Alianza, §377-405.316 Cfr. Kant, Immanuel (1990). Crítica de la razón práctica. Argentina, Losada.317 CPM, pág. 69.

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De tal forma, el sujeto es un sujeto práctico-moral que interna-liza un proyecto emancipador que vence la heteronomía y la im-pone a los otros de manera imperativa y universal. Razón y pra-xis coinciden en la conformación de un mundo y en un discurso emancipador individual y colectivo. Asimismo y en coordinación con este proceso, el propio racionalismo ilustrado entra en crisis: la idea de una racionalidad desmitiicadora incuba la posibilidad de volverse contra sí misma y, por tanto, la crítica se vuelca sobre la misma razón arquitectónica del progreso, sobre su autoairma-ción histórica: la Primera Guerra Mundial signiica la caída de la civilización occidental del siglo XIX, es decir, de lo imperios, del capitalismo mercantil y del liberalismo, y la Segunda, signii-ca el genocidio judío y las bombas atómicas, dando entrada a la paradójica Edad de Oro del progreso material por el crecimiento económico extraordinario. Para la conciencia progresista ilustra-da, Auschwitz cobró la igura epifánica de mal absoluto. Desde tal experiencia toda la ilosofía adorniana –el análisis de la reali-dad social, la historia, la cultura, el individuo– carga con la culpa del sufrimiento extremo, del sufrimiento indecible. La ilosofía de Adorno se alimenta de la responsabilidad que la existencia de Auschwitz impone al pensamiento por haberlo posibilitado e incluso por pervivir después de la ruptura de todo discurso que supone «la objeción más radical a cualquier detención del pen-samiento en el comprender. Más bien constituye una motivación persistente para la renovada relexión sobre lo incomprensible de una catástrofe que se produjo en medio de la cultura occidental y de sus supuestos logros civilizatorios».318 Incorporando las con-diciones de posibilidad de cualquier discurso ético-religioso: «la razón se ha autoliquidado en cuanto medio de intelección ética,

318 CRI, pág. 42.

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moral y religiosa»319 al dejar entrar al mundo lo insondable del mal:

«No se puede poner a Auschwitz en analogía con la aniquilación de las cuidades-Estado griegas no viendo más que un mero au-mento gradual del horror, una analogía con la que conservar la paz del alma. Pero es innegable que los martirios y humillaciones jamás experimentados antes de los que fueron transportados en vagones para el ganado arrojan una intensa y mortal luz sobre aquel remoto pasado, en cuya violencia obtusa y no planiicada estaba ya teleológicamente implícita la violencia cientíicamente concebida. […] Quien se sustrae a la evidencia del crecimiento del espanto no sólo cae en la fría contemplación, sino que además se le escapa, junto con la diferencia especíica de lo más reciente respecto a lo acaecido anteriormente, la verdadera identidad del todo, del terror sin in».320

La crisis de efectualidad y efectividad de la razón, debido a la fun-dación del objeto en la subjetividad, no expresa otra cosa que la voluntad de dominio sobre ese objeto –ente, naturaleza, realidad–, que se traduce en la modiicación de las formas de experiencia de comprensión sobre lo real y el sujeto mismo. El sujeto –de liber-

319 CRI, pág. 56. Adorno ilustra la exigencia ética y espiritual frente a esto: «Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico para su ac-tual estado de esclavitud: el de orientar su pensamiento y acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante. Este imperativo es tan reacio a toda fundamentación como lo fue el carácter fáctico del impera-tivo kantiano. Tratarlo discursivamente sería un crimen: en él se hace tangible el facto adicional que comporta lo ético. Tangible, corpóreo, porque representa el aborrecimiento, hecho práctico, al inaguantable dolor físico a que están ex-puestos los individuos, a pesar de la individualidad, como forma espiritual de relexión, toca a su in». Adorno, heodor W. (1992). Dialéctica negativa. Ma-drid, Taurus, pág. 365.320 Adorno, heodor W. (1987), o.c., §149, pág. 241.

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tad y de conocimiento– es ahora un repertorio de contradicciones y de irresolubles disociaciones como centro antropológico y epis-temológico: se desarticula la idea de totalidad unitaria y con ella, las formas de los grandes relatos, cuya inalidad era la de legitimar política y socialmente el saber moderno ligado a un proyecto de corte emancipatorio, cuyo sentido ha inalizado en la historia de Occidente (Vattimo):

«El reconocimiento de la carencia de fundamento y de su ca-rácter irrevocable lleva consigo la renuncia a cualquier tentación de formular un proyecto total de transformación de la realidad social; y esto, no sólo por tener cuenta que semejante realidad, a causa de su enorme complejidad, trasciende y supera cualquier intento emancipador, sino también porque la admisión de los límites del saber pone de maniiesto la violencia contenida en la voluntad de encarnar en la experiencia real la excesiva sim-pliicación de los paradigmas teóricos. Por tanto esa experien-cia se encuentra caracterizada por una actitud de atención que por un intento de acción y de intervención; es decir, por un es-tado de ánimo que tiende más a mostrar que a demostrar o a “construir”».321

Atendiendo a lo anterior, el preijo -post designa entonces la «experiencia del inal del fundamento»322, de la «disolución de los fundamentos [que marca] el momento de tránsito [a] la posmodernidad»323, y por ende, la expresión de «la decadencia de la potencia uniicadora y legitimadora de los grandes relatos de la especulación y de la emancipación»324. Experiencias que trazan un

321 Crespi, Franco, ‘Ausencia de fundamento y proyecto social’, en Vattimo, Gian-ni y Rovatti, Pier Aldo (2000). El pensamiento débil. Madrid, Cátedra, pág. 343.322 Ibíd., pág. 350.323 Vattimo, Gianni (2004), o.c., pág. 10.324 CPM, pág. 76.

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cambio en el horizonte epocal donde el pensamiento contemporá-neo se ve «in-cluido y excluido –es decir, dentro y fuera de las for-mas de mediación simbólica–, sin que ese saber le permita resolver su situación, com-prendiéndose. [El] pensamiento reconoce el ca-rácter inconciliable de la situación existencial y de la carencia de una superación deinitiva de sus contradicciones; por tanto, no existe télos alguno de la historia, sino que ésta, al contrario, se presenta como experiencia repetitiva –a través de mediaciones simbólicas siempre nuevas y con distintos grados de conciencia– de la misma imposibilidad de conciliación».325

Se trataría entonces de una hipótesis sobre nuestra cultura post-Auschwitz y la dinámica de discontinuidad económica en su cami-no hacia la paradójica racionalización total de la estructura social –el control total requiere de la totalidad de energía en su aplica-ción–, de desestabilización de los signiicados y destrucción del orden simbólico, una nueva modalidad de subjetividad oscilante, variable, descentrada, intermitente en el sentido y descomprometi-da en las convicciones –políticas, religiosas, colectivas–, que marca distancia de la Ilustración e instala nuevas perspectivas –cultura-les, estéticas o artísticas, cientíicas y sociales– en oposición a los relatos, usos y organismos modernos.

La sociedad postmoderna ejecuta una retracción del tiempo social e individual, a la vez que impone la necesidad de prever y organizar el tiempo colectivo: agotamiento del impulso modernista hacia el futuro, desencanto y monotonía de lo nuevo, cansancio de una so-ciedad que consiguió neutralizar en la apatía aquello en lo que se funda: el cambio. Los tiempos modernos señalan una obsesión por lo nuevo, por la evanescencia de las modas, las desilusiones del pro-gresismo a la vista de sus resultados, empuja a los sujetos al cultivo

325 Ibíd., pág. 345.

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de lo actual. El poder de lo racional se ha cambiado en poder bruto y se vuelve contra la racionalidad misma; el poder que se creía ha-ber conquistado sobre todas las cosas se revela en puro despoder. La cultura postmoderna es detectable por la búsqueda de calidad de vida, la pasión por la personalidad, su sensibilidad medioam-bientalista, el culto de la expresión, la moda retro, y la rehabilita-ción de lo local o regional, como también, por determinadas creen-cias y prácticas tradicionales. En in, es descentrada, materialista y psi, porno, discreta, renovadora y retro, consumista y ecologista, soisticada y espontánea, espectacular y creativa326: «la verdad de la sociedad posmoderna, sociedad abierta y plural, que tiene en cuen-ta los deseos de los individuos y aumenta su libertad combinatoria. La vida sin imperativo categórico, la vida kit modulada en función de las motivaciones individuales, la vida lexible en la era de las combinaciones, de las opciones, de las fórmulas independientes que una oferta ininita hace posibles, así opera la seducción. Se-ducción en el sentido de que el proceso de personalización reduce los marcos rígidos y coercitivos, funciona sibilinamente jugando la carta de la persona individual, de su bienestar, de su libertad, de su interés propio».327 El narcisismo que presenta Lipovetsky, es un narcisismo colectivo conformado por microintereses, discursos que agrupan lo que está a la mano, intereses miniaturizados, cír-culos de intereacción que explotan su diversidad y la informan, la expresan y la viven de forma global. Estos grupos fundados en la imagen y en el cuidado de su espacio, invaden todos los rincones de la sociedad a través de lo medios masivos de información, de la me-canización del placer, de la seducción de lo efímero del bienestar, del cuidado del self, de las terapias, el hipnotismo, el control men-

326 Lipovetsky, Gilles (2005). La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona, Anagrama, págs. 17-33.327 Ibíd., pág. 19.

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tal, la autoayuda y la metafísica transpersonal de corte esotérico. El narcisismo social o colectivo invade ámbitos cientíicos, artísticos, deportivos, políticos como también personales, como el cuerpo, la mente, el espíritu: es el nacimiento de la cultura cool:

«[La] burocracia, la proliferación de las imágenes, las ideologías terapéuticas, el culto al consumo, las transformaciones de la fa-milia, la educación permisiva han engendrado una estructura de la personalidad, el narcisismo, junto con unas relaciones huma-nas cada vez más crueles y conlictivas».328

Años más tarde, Lipovetsky ofrecerá una conceptualización nueva a los tiempos actuales, denominándolos “hipermodernos”, advir-tiendo que es un error seguir hablando de tiempos postmodernos. La hipermodernidad se enmarca en el seno de una sociedad liberal, «caracterizada por el movimiento, la luidez, la lexibilidad»329; re-presenta la aparición del hipernarcisismo, de Narciso que ha hecho la transición desde el placer y la libertad al mundo ordenado por la gestión y la eicacia de los resultados. La hipermodernidad es la expresión de la radicalización de la secularización.

Por su parte, el pensamiento postmoderno se caracteriza especí-icamente por la coexistencia de diversas formas de pensar: «a) la permanencia temporalmente irreversible de la crisis de los valores, es decir, de su secularización, b) la pluralidad de los lenguajes co-rrespondientes a los distintos discursos valorativos, c) la seculari-zación del progreso en el aspecto de que las sociedades han perdido el sentido de su destino, y el devenir no tiene inalidad. El futuro ha muerto y todo es ya presente, y, por último, d) el cambio en las coordenadas espacio-temporales. En el mundo de la tecnología de

328 Ibíd., pág. 46.329 Lipovetsky, Gilles y Sébastien, Charles (2006). Los tiempos hipermodernos. Barcelona, Anagrama, pág. 27.

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la información ha cambiado radicalmente nuestra experiencia del tiempo y de la historia. En una palabra, las cuestiones que aloran en la problemática postmoderna están claras: el estatus del sujeto y su lenguaje, de la historia y su representación».330

Al referirnos a re-coniguración, lo hacemos respecto a la imagen de una renovación primigenia, es decir, un proceso cultural inserto temporalmente en la historia que abre una nueva historia, cuyo centro de acción es la experiencia siempre nueva del sujeto racional sentida de manera multiforme, confusa y amenazante ante el de-venir moderno, testigo dialéctico de la lógica viciosa del dominio de la técnica del dominar que trastrueca el sentido moderno de proporcionalidad entre proyecto y sociedad, entre sujeto e historia, entre cultura y política ideados por la Ilustración. La experiencia de la modernidad –descrita por Berman, resulta altamente adecuada en este momento– es rupturista, seductora, violenta, desgarrada y desgarradora, ansiosa, terrible e intranquila por las novedades que trae el tiempo más nuevo de la Historia.

La idea de Berman sobre una modernidad bifronte como resultado del entrecruzamiento entre transformación –entorno de promesas y aventuras de cambio– y amenaza –destrucción de todos los ór-denes vigentes del saber, el ser y el tener–:

«Hay una forma de experiencia vital –la experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida– que comparten hoy los hombres y mu-jeres de todo el mundo de hoy. Llamaré a ese conjunto de ex-periencias la ‘modernidad’. Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimien-to, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que

330 Picó, Josep, comp. (1988). o.c., pág. 46.

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sabemos, todo lo que somos. […] Los entornos y las experien-cias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desin-tegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire».331

Se trata de una radical re-coniguración socio-cultural como régi-men dominante de justiicación cognitiva, moral, estética y prag-mática: un nuevo marco de referencia que

«[Enfatiza] las tendencias centrífugas de las transformaciones so-ciales actuales y su carácter disgregador y, en este sentido, supone una radicalización de los procesos de integración por diferencia-ción que ya habían caracterizado a la modernidad. Considera al “sí mismo” de la modernidad avanzada como disuelto o desmembra-do por la fragmentación de la experiencia. Interpreta la pobreza que padecen los individuos en el seno de las tendencias a la glo-balización. Advierte del “vaciamiento de sentido” de los contextos de acción de la vida diaria como un resultado de la intrusión de sistemas abstractos (dinero y poder), este aspecto enfatizado asi-mismo por los críticos de la modernidad que no comulgan con el diagnóstico postmoderno. Critica el pretendido universalismo del racionalismo occidental que ha permitido la espantosa Shoah (Zygmunt Bauman). La Razón, la representación y la Historia han sido elementos constitutivos de la modernidad, que se han desplegado como “fundamentos raíz”, como “borde-límite” y como “devenir social-histórico”, respectivamente. La Razón insiste en que los objetos son entendidos como transformaciones raciona-

331 Berman, Marshall (1981), o.c., págs. 1-2.

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les desde un origen autoevidente, la representación airma que los objetos hacen referencia a valores o imágenes externas a ellos mis-mos, y la Historia representa un continuum temporal en el que los individuos están bajo la inluencia de signiicaciones imaginarias –el reino de Dios, la sociedad justa y buena, el progreso inevitable y sin in, etc.– Estos elementos que conformaron las formas de clasiicación de la “episteme moderna” no conforman ya, a juicio de las diferentes texturas “postmodernas”, los límites dentro de los cuales tiene lugar la acción social y su justiicación».332

Estas modernas formas de clasiicación epistemológica se han di-suelto en momentos mecánicos de repetición, pues la «clasiicación es una condición del conocimiento, no el conocimiento mismo, y el conocimiento vuelve a disolver la clasiicación».333 Esta radica-lización en la re-coniguración socio-cultural de la modernidad determina signiicativamente la experiencia, el carácter, estilo, sub-jetividad, sensibilidad y temple del sujeto histórico que ve cómo los avatares de su tiempo lo hacen transitar desde las pretensiones y el optimismo de la modernidad ilustrada hacia la elección individual desvinculada y fragmentaria de la modernidad tardía; del univer-salismo de la razón hacia el pluralismo insensible; desde la unidad del método cientíico hacia la duda y anarquía epistemológicas; y desde la unidad cultural hacia el multiculturalismo transnacional. En in, se produce una desorganización sistémica entre las esferas universal-permanente-necesaria y las esferas particular-indetermi-nada-contingente.

La encrucijada cultural que abre la postmodernidad, es un desafío que habla de una conciencia de transición hacia algo más nuevo,

332 Beriain, Josetxu (2000). La lucha de los dioses: del monoteísmo religioso al po-liteísmo cultural. Barcelona-Caracas-Pamplona, Anthropos-Universidad Central de Venezuela-Universidad Pública de Navarra, págs. 11-12.333 DI, pág. 263.

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hacia una crisis334 que impulsa un cambio ante el optimismo in-genuo de la Ilustración, pues se ha cambiado la manera de enfren-tar el problema del sentido ahora desde la conciencia de la falta de valor de las actividades humanas, de las relaciones humanas y de las invocaciones naturales, como airma Lyotard, propone-mos que la postmodernidad es la narrativa de la «nostalgia por lo imposible»335 que una modernidad creyó y prometió, pero que sólo alcanzó lo posible.

Siguiendo estás líneas de crítica histórica-cultural, Lyotard conci-be postmodernidad como resultado o producto originado por lo que hemos llamado una desacoplación de la modernidad con un tipo peculiar de racionalidad que apunta al cálculo cientíico-ma-temático en aras del Progreso o modernización instrumental del saber, dando paso a la llamada era postmoderna o cultura posterior a la crisis de los relatos, es decir, al «desuso del dispositivo meta-narrativo de legitimación»336, a «la erosión interna del principio de legitimidad del saber».337 Examinaba el destino del pensamiento ilustrado en el umbral de la informatización de las sociedades, el estado de la cultura ante las transformaciones que vienen –desde inales del siglo XIX– perturbando a las reglas de la ciencia, la li-teratura y las artes. Sin embargo, más allá de estas consideraciones, el problema de fondo era la crisis de legitimidad que se producía en el funcionamiento de las democracias del tardocapitalismo: «Este estudio tiene por objeto la condición del saber en las sociedades

334 Husserl sitúa como centro de la crisis al interior del conocimiento moderno cientíico proyectado al saber en general, a aquel «problema especíicamente i-losóico […] en cuanto ser racional […], es el “sentido”, la razón en la historia». Husserl, Edmund (1991), o.c., §3, pág. 9.335 Lyotard, Jean-François (1996), o.c., pág. 25.336 CPM, pág. 10.337 CPM, pág. 75.

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más desarrolladas. Se ha decidido llamar a esta condición “postmo-derna” […], simpliicando al máximo, se tiene por “postmoderna” la incredulidad con respecto a los metarrelatos».338

Destaca la transformación de la naturaleza del saber frente a la hegemonía del conocimiento informático:

«El antiguo principio de que la adquisición del saber es indiso-ciable de la formación del espíritu, e incluso de la persona, cae y caerá todavía más en desuso. Esa relación de los proveedores y de los usuarios del conocimiento con el saber tiende y tenderá cada vez más a revestir la forma que los productores y los consu-midores de mercancías mantienen con estas últimas, es decir, la forma de valor».339

La idea del avance progresivo –la insistencia de entender moder-nidad como progreso y no como un proceso histórico-cultural de avance de lo humano– ya no sería capaz de organizar la ininidad de acontecimientos que constituye la estancia en este mundo, sin-cronizar eicacia progresista y complejidad humana, pues el desa-rrollo tecnológico posee una mecánica y ritmo propios, indepen-dientes de las necesidades humanas. En palabras de Lyotard, hoy se ha hecho imposible seguir legitimando el desarrollo apelando a la emancipación de la humanidad, incluso no importa que, en cier-to sentido, la conciencia de crisis venga constituyendo la certeza básica del orden moderno.340

El modo de la modernidad es ser proyecto341 de orden, y su acti-vidad fundamental, velar por el funcionamiento de ese orden, el respeto de su jeraquización y la garantía de su mantenimiento en

338 CPM, págs. 9-10.339 CPM, pág. 16.340 CPM, pág. 110.341 CPM, pág. 30.

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el tiempo. La positividad y la negatividad operan en el individuo de manera sorda y sin sentido, pues el individuo coopera positiva-mente en el sostenimiento del orden que necesita el sistema para funcionar, pero inconsciente de la negatividad que soterradamente desfundamenta su vida.

Las preferencias metafísicas de la modernidad, que se habían ex-presado en grandes metarrelatos –desde el racionalismo hasta el hegelianismo–, tenían por característica uniicar el conocimiento y la experiencia en una síntesis absoluta. La propia ciencia –que du-rante la modernidad igura como piedra angular del conocimiento legítimo–, escindida ya en una multiplicidad de disciplinas, habría perdido su unidad, y la igura del cientíico, cuya palabra antaño explicaba y legislaba, ofrecía sólo interpretaciones, quedando in-mersos en el mundo de la opinión. Por su parte, la deslegitimación que experimentan las democracias postindustriales o Estado-Na-ción, lleva a preguntarse qué permite hoy airmar que una ley es justa o un enunciado verdadero. El sujeto habría dejado de creer en los grandes relatos que legitimaban la sociedad y los saberes insti-tucionalizados. La legitimación parece en efecto dada por la simple eicacia, por la performatividad342 entendida como disminución del input –gasto– y aumento del output –ganancia–:

«El estatuto que de esta manera se asigna a la ciencia está directa-mente tomado de la ideología tecnicista: dialéctica de las necesi-dades y de los medios, indiferencia en cuanto al origen, postulado de una capacidad ininita de lo “nuevo”, legitimación por el “más poder”. La razón cientíica no es cuestionada de acuerdo con el cri-terio de lo verdadero de lo falso (cognoscitivo), sobre el eje men-

342 El término performatividad es un neologismo que surge de performance, que alude, en este sentido, al rendimiento, productividad y maximización de la re-lación insumo/producto, gasto/ganancia como criterio técnico en una época en la que domina la tecnociencia. Vid. Lyotard, Jean-François (1996), o.c., pág. 19.

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saje/referente, sino en virtud de la performatividad de sus enun-ciados, sobre el eje destinador/destinatario (pragmático)».343

Se intuye una sensación generalizada de pérdida de sentido, so-bre todo en el descubrimiento de que no existe ya relación alguna efectiva entre adquisición del saber y formación del espíritu en aras a la verdad. La verdad retrocede ante el poder del dato cuando el conocimiento se produce para ser vendido, despojado por comple-to de su valor de uso y la enseñanza –el humanismo, la formación, la Universidad– se reduce, en consecuencia, a un mero subsistema del sistema social regido por la leyes de mercado.

La traslación operada por la ciencia y la técnica y su legitimación desde la verdad de sus enunciados a la utilidad de sus argumentos sin pruebas, habla de la transformación del estatuto del saber acor-de a la entrada de las sociedades en la era postindustrial y la cultu-ra en la edad postmoderna informacional: «El tomar críticamente conciencia de la fuerza destructora inscrita en la ratio y en la rela-ción ratio-dominio, no es la consecuencia de un auténtico debilita-miento de la estructura de poder, sino que surge en el momento en que, por haber alcanzado ese sistema su máximo grado de objetiva-ción, entran en crisis las formas ideológicas que lo legitimaban».344

Este paso –comenzado desde inales de los años ’50–, expresa la transformación del estatuto del saber cientíico al interior de la era de la información o en la galaxia de las comunicaciones o en infoes-fera como arquitectónica de la información o más precisamente, en la fase del capitalismo informacional345, deiniendo el tránsito

343 Lyotard, Jean-François (1996), o.c., pág. 75.344 Crespi, Franco, ‘Ausencia de fundamento y proyecto social’, en Vattimo, Gi-anni y Rovatti, Pier Aldo (2000), o.c., pág. 349.345 Vid. Castells, Manuel (2001). La era de la información. Economía, sociedad y cultura, vol. II. ‘El poder de la identidad’. Madrid, Alianza, pág. 48.

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de la era industrial a la era de la información, donde se produce la conversión de una economía de la producción industrial-capita-lista a una economía de la producción informacional basada en la información electrónica y la comunicación.346 Del intercambio de bienes, pasando por la producción material, hacia la digitalización del conocimiento, la desmaterialización del capital y del dinero en redes de datos que luyen en paquetes de información y conoci-miento virtual.

La modiicación de la naturaleza del saber en tanto valor de cam-bio en el mercado y la imagen de transacción como mercancía, además como principal fuerza de producción, fuente de riqueza y poder determinado por la tecnología en el campo de la investiga-ción como en la transmisión del conocimiento.347 El saber pierde su función transmisora de conocimientos: la adquisición del saber es indispensable en la formación del espíritu, se exterioriza res-pecto del sujeto pensante, perdiendo su valor de uso por el valor de cambio, trasladándose desde la sapiencia –paideia, humanismo, Bildung– o formación del espíritu a la mercancía informacional del dato o valor económico, reduciendo las posibilidades de construc-ción de sistemas o visiones ilosóicas de conjunto.

La incredulidad radical respecto a las metanarrativas o metarre-latos legitimadores de la sociedad moderna, representa el colapso de las fuerzas legitimadoras de la Idea y creencia en Dios-funda-mento, sustituida por las grandes ideas-conceptos de Progreso, Emancipación e Ilustración, pero también el ideal social moderno y creciente individualismo de las sociedades complejas desvincu-ladas de proyectos políticos y utópicos, que como airma Bell, el

346 Vid. Negroponte, Nicholas (1995). El mundo digital. Madrid, Grupo Zeta, pág. 25.347 CPM, pág. 107.

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«alojamiento de los hilos que antaño mantenían unidas la cultura y la economía, y de la inluencia del hedonismo que se ha converti-do en el valor predominante de nuestra sociedad»348 dibujan el pa-norama contradictorio de la cultura capitalista. El poder del relato se desdibuja, se desvanece y se traslada concentrándose en el ámbi-to económico-empresarial como eje de proyección y acción. El co-lapso tanto de los relatos omniexplicativos y vinculantes como del lazo social garantizador de la participación cívica que sostenían, da lugar al dominio nihilista de un sujeto tensionado en las redes de este mundo tecno-globalizado:

«Los metarrelatos […] son aquellos que han marcado la mo-dernidad: emancipación progresiva de la razón y de la libertad, emancipación progresiva o catastróica del trabajo (fuente de valor alienado en el capitalismo), enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista, e incluso, si se cuenta al cristianismo dentro de la modernidad (opuesto, por lo tanto, al clasicismo antiguo), salvación de las criaturas por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir. La ilosofía de Hegel totaliza todos es-tos relatos en este sentido, concentra en sí misma la modernidad especulativa. […] Estos relatos no son mitos en el sentido de fábulas (incluso el relato cristiano). Es cierto que, igual que los mitos, su inalidad es legitimar las instituciones y las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas, las maneras de pensar. Pero a diferencia de los mitos, estos relatos no buscan la referida legitimidad en un acto originario fundacional, sino en un futuro que se ha de producir, es decir, en una Idea a reali-zar [que] posee un valor legitimante porque es universal. Como tal orienta todas las realidades humanas, da a la modernidad su modo característico: el proyecto […] (de realización de la uni-

348 Bell, Daniel (1977), o.c., pág. 11 y ss.

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versalidad) no ha sido abandonado ni olvidado, sino destruido, “liquidado”».349

La descripción realizada por Lyotard de un mundo más allá de la ideología del progreso, se funda en la medida en que la dirección tomada por la tecnología contemporánea dictaba ya la informati-zación de las sociedades: el paso de la unidad a la fragmentación, de la homogeneidad a la heterogeneidad y de la identidad uniicada a la negación o dispersión de las identidades:

«En la actualidad se dan tres hechos notables: la fusión de las técnicas y de las ciencias en un enorme aparato tecnocientíico; la revisión en todas las ciencias, no sólo de las hipótesis, incluso de los “paradigmas”, sino también de los modos de razonamiento, de lógicas consideradas como “naturales” e imprescriptibles: las pa-radojas abundan en la teoría matemática, física, astrofísica, bioló-gica; y, por último, la transformación cualitativa aportada por las nuevas tecnologías: las máquinas de la última generación llevan a cabo operaciones de memoria, consulta, cálculo, gramática, re-tórica y poética, razonamiento y juicio (sistemas expertos). Estas máquinas son prótesis de lenguaje, o sea, de pensamiento».350

La ciencia postmoderna –cuya razón ya no se funda en la homolo-gía de los expertos, sino en la paralogía351 de los inventores– hace teoría de su propia evolución como discontinua, catastróica, no rectiicable, paradójica. Al producirse lo desconocido sugiere un nuevo modelo de legitimación: el de la diferencia, comprendida como paralogía, una “jugada” hecha en la pragmática de los saberes con el objetivo de legitimar metodológicamente, es decir, empírica-

349 Lyotard, Jean-François (1996), o.c., págs. 29-30.350 Ibíd., pág. 99.351 Un paralogismo es un argumento que contiene una falacia y que es contrario a las reglas de la lógica; para Lyotard, signiica inventiva, disenso y aceptación de paradojas.

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mente, lo que en teoría no encuentra fundamento cientíico, pues «la ciencia juega su propio juego, no puede legitimar a los demás juegos del lenguaje»352:

«Lyotard formuló todo un programa de análisis que recoge y sis-tematiza elementos de crítica a la modernidad […]: las socieda-des contemporáneas ya no son como las sociedades típicamente modernas cuya complejidad racional se dejaba analizar en el programa neokantiano de Weber o en el programa funcionalista y sistémico, y cuyos heroicos retratos aparecían petriicados en el canon liberal de la modernidad; los procesos de tecniicación e informatización han reducido al lenguaje mediático e informa-tizado todas esas complejidades; la inadecuación del canon ra-cionalista liberal y esa especial primacía del lenguaje deja abierta una forma de saber y de relato del sentido que la modernidad había dejado en una opaca oscuridad: el saber y el relato narra-tivo en el que se expresan las formas de subjetividad cada vez más libres, menos domesticadas por aquellas ya inadecuadas y férreas autoimágenes racionalistas de la modernidad».353

Lo que queda es una red funcional de “juegos de lenguaje” –red que tiene un sentido contrario al consenso basado en el lógos, en el dis-curso y es proclive a la paralogía, al disenso–, en la cual el sentido tradicional del conocimiento como saber y sabiduría se descom-pone en metanarraciones pequeñas y locales basadas en la socio-lingüística y en la teoría de la performance: «La nostalgia del relato perdido ha desaparecido por sí misma para la mayoría de la gente. De lo que no se sigue que estén entregados a la barbarie. Lo que se lo impide es saber que la legitimación no puede venir de otra parte que de su práctica lingüística y de su interacción comunicativa».354

352 CPM, pág. 76.353 hiebaut, Carlos (1996), o.c., pág. 382.354 CPM, pág. 78.

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En este sentido, la postmodernidad operaría una serie de innova-ciones en las tradicionales “reglas del juego” aportadas por la matriz moderna ilustrada: cuestiona la posicionada legitimidad del saber cientíico que se apoya en supuestos narrativos –metarrelatos– que no son en sí mismos cientíicos. Siguiendo a Wittgenstein, Lyotard emplea la teoría de “juegos de lenguaje”355 y sostiene que la misma ciencia es un producto de la especialización de sus contenidos y prácticas, pues se orienta a una fragmentación inconmensurable dotada de una legitimidad particular y local, es decir, la ciencia pierde su legitimidad universal, ya que cede frente a la legitimidad mercantil de su conocimiento por la satisfacción consumista en lo operativo-tecnológico:

«El recurso a los grandes relatos está excluido […] Pero […] el “pequeño relato” se mantiene como la forma por excelencia que toma la invención imaginativa […]. Por otra parte, el principio del consenso como criterio de validación parece también insui-ciente. O bien es el acuerdo de los hombres en tanto que inte-ligentes cognoscentes y voluntades libres, obtenido por medio del diálogo […]. O bien es manipulado por el sistema […] El consenso se ha convertido en un valor anticuado, y sospechoso. Lo que no ocurre con la justicia».356

Sobre los “juegos del lenguaje”, Lyotard airma, en primer lugar, que las reglas no obtienen su legitimación en ellas mismas, sino

355 Wittgenstein considera al lenguaje como un “juego lingüístico” que contiene reglas que respetar para que tenga sentido. El lenguaje es sólo parte del sistema de acciones humanas; lo que se realiza en la acción es “comprendido” al hablarlo. El juego de lenguaje designaría entonces, el contexto de sentido, el marco de signiicación de una palabra dependiente del uso en el lenguaje: «La expresión “juego de lenguaje” debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida». Wittgenstein, Ludwig (2002). Investi-gaciones ilosóicas. Barcelona, Crítica-IIF/UNAM, I, 123, pág. 39.356 CPM, págs. 109-118.

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que forman parte de un contrato entre los jugadores; en segundo lugar, que sin reglas no hay juego, y que cualquier modiicación en ellas, modiica el juego, y que por supuesto, si una jugada o enunciado no cumple las reglas, queda fuera del juego; y en últi-mo lugar, todo enunciado debe ser considerado como una jugada hecha en un juego.357

La postmodernidad gatilla una asombrosa aceleración de un pe-culiar estado al interior de y respecto de la modernidad. No es la modernidad en sus postrimerías sino, por el contrario, su estado naciente y constante, su principio gestacional intra-modernidad que operaría como la inauguración y no como su ocaso. Es la inmo-lación de la modernidad llevada a su extremo, a sus límites tanto operativos, críticos como relexivos; no es lo contrario de lo mo-derno, sino la culminación de la modernidad donde ésta, a través de su propio impulso de revisabilidad crítica, se autolagela, pues en la Ilustración el sistema ilosóico pierde potencia vinculante y representativa, fuerzas que debido a su movimiento activador del proceso transformador de las instituciones y estructuras, devienen en potencias disgregadoras y fragmentadoras. Vale decir, la post-modernidad no es lo que viene después de la modernidad, sino la asunción de la conciencia de crisis como un retorno desmedido, hombre loco de la imagen que la modernidad hace de sí misma: «La post-modernidad sería comprender según la paradoja del fu-turo (post) anterior (modos)».358

Airma al respecto Lyotard, que la «modernidad se desenvuelve en la retirada de lo real y de acuerdo con la relación sublime de lo presentable con lo concebible, en esta relación se pueden distinguir dos modos […]. Se puede poner el acento en la impotencia de la

357 CPM, pág. 27.358 Lyotard, Jean-François (1996), o.c., pág. 25.

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facultad de presentación, en la nostalgia de la presencia que afec-ta al sujeto humano, en la oscura y vana voluntad que lo anima a pesar de todo. O si no, se puede poner el acento en la potencia de la facultad de concebir […], puesto que no es asunto del entendi-miento que la sensibilidad o la imaginación humanas se pongan de acuerdo con aquello que él concibe; y se puede poner el acento sobre el acrecentamiento del ser y el regocijo que resultan de la invención de nuevas reglas de juego».359 Lo anterior, no se reiere a una suerte de superación dialéctica y epocal que empuje «“más allá” de la modernidad, sino que precisamente, estamos viviendo la fase de su radicalización»360, de un rebasamiento o continuidad de las tendencias modernas con resultados aún más novedosos, radi-cales y descontrolados para la racionalidad moderna: «el “post-” de “postmoderno” no signiica un movimiento de come back, de lask back, de feed back, es decir, de repetición, sino un proceso a manera de ana-, un proceso de análisis, de anamnesis, de anagogía y de ana-morfosis, que elabora un “olvido inicial”».361 Representa un replie-gue crítico sobre una cierta autoimagen: la Ilustración como crisol supratemporal de los ámbitos cientíico-técnico, ético-político y estético-expresivo de la cultura como pilares de la universalidad del proyecto, en el que la propia modernidad queda subsumida en el proceso modernizador, desapareciendo como objeto de investi-gación.

La modernidad ha fracasado en su global incursión histórica, ya que «la noción de historicidad se ha vuelto problemática [pues] la idea de historia como proceso unitario se disuelve y en la existencia concreta se instauran condiciones efectivas, no sólo la amenaza de la catástrofe atómica, sino también sobre todo la técnica y el siste-

359 Ibíd., págs. 23-24.360 Giddens, Anthony (1993), o.c., pág. 57.361 Ibíd., pág. 93.

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ma de información que le dan una especie de inmovilidad realmen-te no histórica»362, al permitir que la totalidad de la vida se haya fragmentado sin especialidades independientes dejadas en manos de la competencia de los expertos, mientras que «el individuo con-creto vive el sentido “desublimado” y la “forma desestructurada” no como una liberación, sino en el modo de ese inmenso tedio»363 como parte «de una masa compuesta por átomos individuales lan-zados a un absurdo movimiento browniano [movimiento aleatorio que se observa en algunas partículas nanoscópicas que se hallan en un medio luido]».364

De lo anterior, se entiende que nuestra actualidad se conciba no sólo a partir de la virulencia histérica de la crítica postmoderna, del patético debilitamiento ideológico, de la orgullosa autovalidación de la ciencia y tecnología traducida en transacción material con todo su aparataje progresista, sino también desde una radical des-conexión que expresa un compromiso insolidario con la experien-cia y expectativa históricas (Kosseleck), en un mecanismo de true-que de sentido existencial por veracidad y comprobación: el sesgo de la sociedad moderna «no apunta ya hacia el sentido sino hacia la verdad. La aventura moderna es fundamentalmente epistemoló-gica; enuncia las condiciones de la certeza, ausculta los límites de la razón, estudia las variables formas de adecuación entre el hecho y la palabra, entre el sujeto y el objeto, entre el pensamiento y el mundo […] En este desplazamiento radican la fuerza y la debilidad del pensar moderno: su fuerza es de índole veritativo-funcional y se percibe en la notable capacidad de la ciencia y la técnica contempo-ráneas para proponer problemas y ensayar correctivos».365

362 Vattimo, Gianni (1996a), o.c., pág. 13.363 Ibíd., pág. 12.364 CPM, pág. 36.365 Lanceros, Patxi (1997), o.c., pág. 47.

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La modernidad propugnaba la idea de la Historia como un todo que evoluciona impulsado por fuerzas-maestras, desde un discur-so global hacia uno jerarquizado por disímiles metarrelatos teleo-lógicos. Al contrario, la condición postmoderna desconfía de las visiones totalizadoras y a partir de ello, la gran historia se disuelve en numerosas micro-historias. El objeto no es ya la verdad, sino la verosimilitud. Intereses que hacen que el ideario moderno de or-ganización racional de la realidad, experimente transformaciones que van desde sus dimensiones estructurales político-económicas, socio-culturales y psico-trascendentales, hasta aquellas que guar-dan relación con la conformación, consistencia interna, proyec-ción temporal, identidad, relacionalidad y temple del sujeto que la conforma, como asimismo la sensibilidad de un peculiar estado estético-expresivo de la sociedad contemporánea.

Situación que complejiza los referentes interpretativos, debilita los vínculos garantizadores de sentido, replantea los sistemas de so-ciabilidad, la elaboración de pautas normativas y la comprensión de los tradicionales dispositivos racionales a partir de una peculiar re-coniguración o re-modulación operada por la modernidad de las categorías epistemológicas, metafísicas u ontológicas y éticas o morales trabajadas por la tradición greco-romana-escolástica, or-ganizando los ámbitos del saber, hacer y creer desde el desarrollo de la racionalidad controladora para la autodeterminación política y moral; el avance de la racionalidad tecno-instrumental, mesológi-ca o inalística que apunta al cálculo, control y dominio de los pro-cesos sociales y naturales; de un proyecto normativo ético-político de la sensibilidad y vida colectiva insertas en las líneas de libertad, igualdad y fraternidad; y inalmente, el desarrollo de una ilosofía crítica como autoconciencia de revisabilidad de estos procesos.366

366 Jameson se reiere a un cierto “consenso tácito” sobre los indeseados rasgos de la modernidad: «Su ascetismo, por ejemplo, o su falocentrismo (no estoy tan

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Insistimos en que hoy esta idealización se ha desarticulado a par-tir del divorcio entre razón instructora –objetiva– y razón instru-mental –in en sí mismo–, produciéndose un giro desde lo polí-tico-partidista a lo económico-empresarial, desde la sapiencia a la mercancía informacional del dato, desde la liberación de la minoría de edad vía dominación fáctica a la opresión producto-burocrática del sistema neoliberal globalizado. La transformación de la misma modernidad y de su rumbo histórico, ha dado paso a procesos de abandono de la misma, de su superación y de la radicalización de la crítica, de la exigencia que la semántica postmoderna verbalice una estructura que reemplace a la agotada modernidad como asimismo de la defensa del inconcluso proyecto moderno.

Pese a todo, no percibimos vientos de renovación de la moderni-dad, sino tan sólo la teorización instalada de la postmodernidad y el estiramiento de los márgenes modernos, operando estructural y sistemáticamente, administrando lo peor de la herencia moderna: la condición mitologizada del progreso y la ciencia, la nostalgia de su promesa ilustrada, su autoconciencia global y autolegitimación tecnológica. Es la seña de aquella modernidad que, delatada por la teoría crítica frankfurtiana, la revisión de las estructuras de poder de Foucault, el agotamiento de los relatos culturales según Lyotard, el decadentismo, pesimismo, el malestar de la cultura o de angus-tia existencial, por las ideologías somníferas de Marx, el carácter destructivo según Benjamin, de un cierto malestar freudiano, de

seguro de que haya sido alguna vez completamente logocéntrico); el autorita-rismo e incluso el ocasional carácter represivo de lo moderno; la teleología de la estética modernista cuando procedía con triunfalismo de lo más nuevo a lo ultimísimo; el minimalismo de gran parte de lo que también era modernista; el culto del genio o el profeta, y las poco placenteras exigencias planteadas a la au-diencia o el público». Jameson, Fredric (2004). Una modernidad singular. Ensayo sobre la ontología del presente. Barcelona, Gedisa, pág. 13.

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una tragedia cultural en Simmel, una náusea sartreana, un tedio para Baudelaire, ambivalencia y liquidez para Bauman, un cierto desánimo incómodo y malestar desconcertante, se entrega agobia-da para su interrogatorio. Pero también supone la repercusión de una conquista, de una pre-ocupación, de una ocupación y una re-ocupación de nuestro tiempo presente como objeto de relexión, de una consecuente reinterpretación del protagonismo del sujeto en la construcción de su historia, de una revisión en la prosecución en la trayectoria programática de la modernidad, de un cultivo de aquellos ámbitos abandonados como fuentes de sentido, reclamos por un re-conocimiento de lo sabido, por último, una re-estructu-ración histórica de los caminos retorcidos que la modernidad ha pavimentado, guiados por una cartografía incompleta y de dudosa utilidad orientativa en lo cognitivo y de sentido: «Los individuos ni siquiera son capaces de procesar la complejidad y el ritmo de los datos que le permitirían sentirse sujetos de su historia, sino que se ven arrastrados […] a consumir en la mitología blanca de una cosmovisión positivista y tecnocrática».367

La nueva manera de comprender el despliegue histórico que con-tiene la crítica postmoderna –tal como se ha querido presentar aquí–, especialmente en aquellas categorías fundantes del saber y del hacer, estribaría en la idea de pérdida de legitimidad de los procesos de emancipación-secularización desplegados por la mo-dernidad naciente y por la modernidad reciente, en otras palabras un proceso de «decadencia o declinación en la conianza frente al progreso lineal de la humanidad»368 y en la desreferencialidad de la función del sujeto al interior de ese mismo progreso. Un gran movimiento de deslegitimación de la modernidad en su aspiración

367 Ripalda, José María (1996). De angelis. Filosofía, mercado y postmodernidad. Madrid, Trotta, págs. 42 y 38.368 Ibíd., págs. 91-93.

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universalista en la construcción de múltiples sentidos y referencias, el objetivo totalizante –y paralizante– de lo moderno que se debi-lita en los puntos singulares e individuales que la postmodernidad recoge como constructos de un nuevo y más potente sentido de legitimación, garantes de un gran proceso de transformación de la capacidad de comprender los acontecimientos e innovaciones ocu-rridas al interior de la cultura.

La postmodernidad es la experiencia de la incapacidad de la mo-dernidad por establecer un discurso uniicado y uniicador del sa-ber y de la coherencia entre autonomía y progreso: la postmoder-nidad o modernidad tardía no es más que la modernidad que se ha vuelto consciente de sí misma y, por ello, termina volviéndose contra sí misma: «El posmodernismo es la modernidad autocons-ciente y por ello exacerbada, volcada autorrelexivamente sobre sí misma; una modernidad que, una vez consumada en lo esencial su tarea de disolución de los mitos, enfoca sus poderes corrosivos contra sí misma, advirtiendo que el virus mítico se aloja también en el intento de dar un signiicado a la propia existencia moderna».369

Nosotros –no todos, pero bastantes– lectores apóstatas de los relatos/promesas modernos y de las profecías/visiones postmo-dernas, ya in-creídos de sus ofertas no caemos seducidos por la perplejidad, sino que buscamos la comprensión del cuerpo y ner-vatura modernas, su signiicado vacilante que hilvanan sus voces, sus máscaras, sus iguras y símbolos anacrónicos en tiempos por su ocultamiento, pero sincrónicos y simultáneos como líneas indiso-lubles de una iguratividad moderna en sus representaciones, con la perspectiva/expectativa de que nos farfulle su sentido y direc-ción; nos declare sus proporciones y promociones, limitaciones y

369 Sabrovsky, Eduardo (1996). El desánimo. Ensayo sobre la condición contem-poránea. Oviedo, Nobel, págs. 14-17.

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aperturas; nos delate sus modelos y diseños, certezas y errores; nos coniese sus pendientes e inacabadas intenciones.

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CAPÍTULO IVSociohermenéutica de la identidad moderna

MODERNIDAD E IDENTIDAD: ENTRE LA ASIMILACIÓN Y LA CONSTRUCCIÓN

La identidad es una construcción interpretativa e interpretadora que responde actualmente a la variabilidad y luidez de una diná-mica identitaria acorde a los tiempos contemporáneos. La cons-trucción identitaria está expuesta, incluso determinada y a veces vulnerable a las fuerzas centrífugas de la modernidad: racionali-zación, masiicación del consumo, globalización, individualismo fragmentario, revoluciones políticas y sociales, como también la inluencia de las psicologías individualistas, las ilosofías de la autorrealización y la autodeterminación ética y moral contem-poránea.

La situación del problema de la identidad se reiere a la condición irrenunciable del problema y a su inaprensibilidad, tal estado se debe a que el problema de la identidad se ha abordado desde la perspectiva conceptual, entendida como abstracción de cualidades determinantes de un grupo social determinado, aplicable a un su-jeto en particular. Sin embargo, creemos que el problema de la identidad debe ser abordado entendiéndolo como un fenómeno de cualidades determinantes, es decir, como un suceso inscrito en el de-venir histórico tanto individual como colectivo, capacitado en la contingencia siempre recurrente de la historia, la cual incorpora y desecha elementos incrustados en el tiempo.

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Recordemos que la modernidad fecundó un tipo peculiar de iden-tidad o núcleo identitario tanto individual como social, a saber, el eje de la subjetividad. Subjetividad entendida como un corte trans-versal en el patrón identitario medieval: la comunidad, la iglesia y la fe dan paso a la sociedad, al Estado y a la razón matemático-instrumental. La armoniosa relación entre los sujetos fue reempla-zada por la funcionalidad de los pivotes de la industria, la política y el mercado. Relación universalista, integradora y centralizadora de las subjetividades en un plano unitario. La modernidad supu-so en su promesa del progreso la universalidad de su proyecto sin visualizar los fenómenos que engendraría, comenzando a operar un proceso de autocorrosión o automutilación de los fundamentos teóricos y prácticos con los cuales se programó a sí misma.

El autocercioramiento y la autoconcepción moderna a partir de los resortes racionales impulsados por los ciegos anhelos progresistas, nublaron la coniguración identitaria del sujeto, des-realizándolo en su conexión con la realidad en el sentido de su progresivo aleja-miento en la toma de decisiones en el plano del sentido y signiicado, como asimismo en el de la practicidad cívico-política y ético-moral. La consistencia de la identidad moderna descansa en la conianza en la capacidad racional del ser humano desplegada al ininito, por tanto historia y pertenencia al programa ilustrado, encontraba re-sonancia interna en un sujeto que creía y concebía a la razón como única y exclusiva herramienta para acceder al conocimiento de lo que antes quedaba en el misterio y en la revelación a través de la fe como categorías o claves cognoscitivas. Empieza a operar eicazmente el proceso de desplazamiento de la igura divina como garante de la consistencia identitaria, y a su vez, comienza a operar eicientemente la sustitución de las cualidades internas de corte metafísico por las de temple epistemológico, alejando la fuente teológica que había do-nado de patrones identitarios durante toda la Edad Media –incluso hasta hoy–, salvaguardando al sujeto de lo desconocido.

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La identidad moderna gravitará sobre la base de la libertad a toda costa y sobre la razón hasta las últimas consecuencias, haciendo su principio operatorio, es decir, estableciendo las categorías forma-les de la razón individual. La modernidad ilustrada elaborará una identidad fundada en la «unidad trascendental de la conciencia respecto de la particularidad de las acciones y de las percepciones de los cuerpos en el ordo geometricus. De Descartes a Husserl la conciencia de sí deviene fundamento y sujeto del programa de la identidad. Es una conciencia que, reconstruyendo los principios abstractos que organizan las particularidades de lo real, se descu-bre a sí misma como identidad de lo real».1 En un tipo peculiar de racionalidad o en otras palabras, en una utilización peculiar de la razón humana.

Sostenemos que la modernidad coniguró la identidad del sujeto sobre la base de otra creencia –una nueva creencia sustitutiva de la trabajada por la cristiandad medieval–, en la existencia esencialista de un sí mismo concebido como eje de la interioridad del sujeto con-creto y ijado inherentemente a través de la historia, en la que este «sí mismo, podía concebirse en términos de una substancia metafísica que piensa (Descartes, Leibniz) o en términos de la capacidad de memoria de un sujeto material que siente (Locke, ilósofos ilustra-dos), pero en todo caso mantenía un sentido de interioridad».2 Esta consideración sobre la interioridad de la consistencia del sujeto, en-cuentra su exteriorización y su relación con el otro, en el pensamien-to de Marx, estableciendo como principio identitario al conjunto de las relaciones sociales, excluyendo cualquier iltración abstracta o substancialista. Sin embargo, estas posiciones teóricas de manera

1 Güell, Pedro, ‘Historia cultural del programa de la identidad’, en Revista Persona y Sociedad, vol. X, Nº 1, abril de 1996, pág. 24.2 Larraín, Jorge, ‘El postmodernismo y el problema de la identidad’, en Revista Persona y Sociedad, vol. X, Nº 1, abril de 1996, pág. 58.

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conjunta, entienden a la identidad como un «proceso que se desa-rrolla en la interacción social. El carácter social de la identidad posee una doble dimensión. Primero, los individuos se deinen a sí mismos en términos de ciertas categorías sociales compartidas. Segundo, la identidad implica una referencia al otro. Al formar su identidad per-sonal los individuos comparten ciertas ailiaciones, características o lealtades grupales culturalmente deinidas tales como religión, géne-ro, clase, etnia, sexualidad, nacionalidad, que contribuyen a especii-car el sujeto y su sentido de identidad».3

La modernidad hizo de este proceso su estructura identitaria, la historia que inaugura la modernidad ilustrada, posiciona al sujeto en una dimensión categorial diferente en el sentido de superación a partir de la autoconcepción racional interna, haciendo funcionar la sustitución de creencias de la consistencia interna de la identi-dad. De tal forma, la identidad supone la existencia de un soporte o principio trascendente del ámbito por delimitar, rebasando su eje central, posicionándose como fundamento de sentido que se inserta en el orden histórico: la «historia de la identidad es una historia del fundamento del sentido de los órdenes históricos».4 La identidad moderna, entonces, es la tematización del proceso de au-tocercioramiento del sujeto ilustrado sobre la base del fundamento racional y la garantía de que este proceso es trans-histórico, es de-cir, desplegado ilimitadamente en el tiempo, garantizado por la au-tonomía y lo heterónomo en lo moral y religioso, como también en la independencia y prepotencia de la ciencia técnico-matemática.

La relación entre modernidad y América Latina es bifronte, como lo es también la relación con la identidad, con la economía, la cul-tura y con ella misma.

3 Ibíd., pág. 60.4 Güell, Pedro (1996), o.c., pág. 27.

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Es sabido que tano histórica como ilosóicamente, la modernidad europea no ha estado presente en America Latina, como tampoco en otro sitio de Occidente. Esto se debe a que la modernidad se despliega de diversas maneras, ajustándose a las condiciones so-ciopolíticas, económicas y culturales de cada sociedad. El carácter multicultural de nuestra contemporaneidad fuerza a pensar que la modernidad no es la única meta, ni plataforma de desarrollo. América Latina aún busca su modernidad desde una multiforme vinculación con la política, la represión, la violencia y la pobreza. Tal como airma George, la modernidad es un doble juego de ca-rencias, faltas y ruptura: «ruptura de la tradición y como tradición de la ruptura».5 La modernidad es un movimiento doble de rup-turas histórico-culturales que determinan el camino del progreso en Occidente. Esta condición de ruptura y determinación cultural, explican la relación con la identidad, pues con la entrada de la mo-dernidad, se instala la pregunta por la identidad latinoamericana. América Latina se busca a sí misma en el tiempo, la historia, en la heterogeneidad cultural, en la religión, etc.

El siglo XX marca la entrada de la modernidad a América Lati-na, teniendo como coordenadas tanto la inalización de la I y II Guerra Mundial junto con la imposición de la industrialización y modernización en el mercado y en la cultura. Como resultado de lo anterior, la región entra en una creciente integración de los mercados internos a los mercados internacionales, haciendo posi-ble la urbanización de las grandes ciudades y la migración desde el mundo rural; la creciente conformación de una sociedad de masas desde la masiicación de los medios de comunicación; la creciente vinculación entre el desarrollo económico y las políticas de bienes-

5 George, Yúnice, ‘Posmodernidad y capitalismo transnacional en América La-tina’, en García Canclini, Néstor, comp. (1991). Cultura y pospolítica. El debate sobre la modernidad en América Latina. México, CNCA, pág. 85.

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tar, etc. Con ello, la modernización signiicó una nueva conforma-ción de la cultura moderna latinoamericana, pero sin haber pasado por los procesos modernos de autoapropiación política, autode-terminación moral y automodelación económica. Esta nueva con-formación fue la respuesta con la que América Latina plasmó una identidad regional, es decir, desde una pluralidad cultural con sus productos diferenciadores, América Latina fue progresivamente entrando en la modernidad desde una diferenciación dependiendo del grado de inluencia de la cultura española, indígena y negra.

La interacción entre los ámbitos subjetivos –individuales– y obje-tivos –sociales– es el eje del cual gravitará la noción de identidad.6 Frente a una aparente certeza de esta constitución o estructura, la postmodernidad ha arrojado la incertidumbre de aquello que ase-guraba la consistencia interna de la misma. Cabe preguntarse en-tonces, ¿qué es la identidad?, ¿cuál es el concepto de identidad más apropiado al referirse a identidad latinoamericana? La identidad desde la perspectiva psicológica, denominada identidad personal, hace referencia a algo intangible, pero único, particular e intransfe-rible que caracteriza la personalidad, pero al mismo tiempo, resul-ta inmutable a lo extraño. En este sentido, la identidad es la bús-queda por la esencia que nos hace ser lo que somos y ni otra cosa. Pero la identidad se busca en un contexto-mundo que determina nuestra identidad. Cuando la identidad se reiere a un grupo social, ésta se caracteriza por la continuidad o regularidad en la presen-cia de un complejo grupo de caracteres peculiares que reconoce a los miembros de una colectividad en un mismo ser, en un solo rasgo cultural, es decir, en su devenir histórico y tradición común. Por ello, la identidad es una construcción colectiva implicativa que otorga pertenencia y reconocimiento que se genera en la interac-

6 Vid. Tugendhat, Ernst, ‘Identidad personal, nacional y universal’, en Revista Persona y Sociedad, vol. 10, N°1, abril 1996, págs. 29-40.

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ción social cotidiana, siendo un complejo proceso de inter-acción e inter-reconocimiento. La identidad en este sentido, es el fruto del cultivo de las relaciones sociales desplegadas en un espacio y tiem-po determinados. Además y junto con lo anterior, la identidad se entiende como adscripción a un grupo social en el que se aprenden un repertorio cultural: patrones de comportamiento, normas, valo-res, símbolos, prácticas, etc. Esta adscripción identitaria construye el sentido de pertenencia, es decir, una identidad por consciencia.

Si nos preguntamos por la identidad cultural, surge la distinción entre ésta y la identidad nacional. Como hemos dicho más arriba, la identidad por sí sola tiene una connotación social y un carácter cultural, pues se relaciona con el propio rol del individuo al in-terior de la comunidad, de sus relaciones sociales y del grado de reconocimiento: la identidad es una dialéctica entre la subjetividad del individuo y la colectividad. La identidad cultural es un proceso anterior a la identidad nacional en el que actúan una serie diversa de elementos conectados entre sí, tales como historia, creencias, costumbres, lenguas, cosmovisiones, percepciones, etc., otorgándo-le sentido y signiicado al grupo, que se recrea constantemente en función de la percepción y límites de esa asociación y sus valores, como también teniendo a su presente y futuro como variable de adscripción. La identidad cultural se enriquece en el contacto con otras culturas, pues la transforma y actualiza, la historia, la geopo-lítica, las relaciones mercantiles, la organización social, la estruc-tura económica, los valores, etc. Por ello, la identidad es dinámica, no es una ijación ontológica inamovible, sino que es un proceso de lujos de sentido contextualizados y nutridos históricamente; la identidad es una metáfora, un horizonte y un anhelo, pero también una certeza, un abrigo y una complicidad. Por su parte, la identi-dad nacional es una categoría moderna y un término ideológico-político que pretende uniicar en un todo las múltiples diferencias e identidades culturales locales y regionales en un territorio co-

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mún, donde lo particular queda absorbido en nombre de un Es-tado-nación o patria en la que una clase social o élite política y económica desarrolla un proyecto histórico de nación, un proyecto secular y democrático como expresión de la cultura nacional, como consolidación social de la identidad bajo la mecánica de inclusión abstracta y exclusión real.7

Constatamos por lo anterior, que el tema de la identidad es proble-mático por la resistencia conceptual que contiene, trasladándose desde una temática intelectual a una problemática existencial y vi-vencial al interior de la cultura. La identidad es una representación vital, social y cultural, como también psicológica y existencial de un sujeto en un contexto de constante mutabilidad como lo es la modernidad tardía.8

La modernidad tardía junto con la globalización cultural, operan como procesos transformativos de las matrices culturales moder-nas que ha gestado el sujeto, es decir, los procesos de coniguración del proceso de modernidad, conigura a su vez las matrices identi-tarias del sujeto. En este sentido, globalización es un instante más, determinante, pero un momento o etapa en la cual el problema de la identidad se despliega con mayor urgencia y precipitación. El concepto de identidad supone un conjunto de bienes o productos culturales, valores, signiicaciones y categorías que permiten dife-renciar un sujeto de otro y cuyo origen y desarrollo, es preferen-temente histórico: identidad se entiende como la posesión de una mismidad intercambiable, comunicable y compartible, modiicable y alterable desplegada en el tiempo histórico. Lo propio de una

7 Vid. Berger, Peter y Luckman, homas (2001). La construcción social de la realidad. Argentina, Amorrortu, pág. 216.8 García de la Huerta, Marcos (2010). Identidades culturales y reclamo de las minorías. Santiago de Chile, Editorial Universitaria, pág. 21.

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identidad sea personal, cultural, nacional o continental, ha sido el producto del cultivo de relaciones sociales que imprimen signos en los que los sujetos se ven y se reconocen como miembros de una comunidad, dotados de una conciencia histórica. Tal identi-dad emana y se proyecta desde y a partir del mismo sujeto y de las relaciones que establece, como propiedad exclusiva que nace de un autorreconocimiento de la pertenencia a un grupo humano en particular y de toda la herencia cultural en general.

Esta constitución puede referirse a una suerte de esencia o inte-rioridad permanente que atesora el secreto de lo que somos en verdad. Sin embargo, sin dejarse embaucar por teorías o versiones hegemónicas de la identidad –tanto ilosóicas, como sociológicas o psicológicas–, nos aventuramos al preguntar: ¿bajo qué condi-ciones es posible hablar de esencia o principio identitario en estos tiempos post-metafísicos del proyecto racional-instrumental de la modernidad? ¿Cómo es plausible una mismidad conocible, re-co-nocible y diferenciadora en medio de la globalización económica, informática y massmediática que expulsa, aísla, uniformaliza, ato-miza, desintegra, enlaza un multi-universo universal, siendo que la tradición ha concebido la identidad como un universo autónomo, coherente y cerrado a inluencias exteriores? Es imposible reivindi-car una concepción de identidad como una serie de relatos, objetos por rescatar y conservar, raíces deinidas, ritos y símbolos ijados de una vez y para siempre, como un núcleo o eje identitario soste-nedor del sujeto individual y social.

Por ejemplo, para Larraín el proceso de construcción de identidad –cultural, nacional– se debe entender como un proceso discursivo, el cual presenta una variedad de versiones y que no deben asentar-se en una época determinada; proyecto que se construye día a día sin esencias elementales, sino como una superposición de tradicio-nes, pensamientos e ideologías provenientes de distintas partes del

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mundo, aportando una perspectiva sintética de las teorías progra-máticas sobre la identidad.9

El concepto de identidad larrainiano se entiende desde la perspec-tiva histórica en toda su amplitud, es decir, como historia, como proto-historia, como genealogía, como presente y futuro. La iden-tidad trans-histórica es una conformación en el tiempo, en la cual participan diversas versiones, elementos coniguradores, conectán-dose dinámicamente desde la fragmentación a la unidad, desde la ijación hacia la integración, a partir de la constatación de que el ser o el cómo se es es una cuestión que se juega en la mecánica siempre viva de la realidad. Concepción que tiene connotaciones más post-modernas que modernas, pues qué más postmoderno que la ima-gen fragmentada o versionada del sujeto. Para Larraín se distinguen tres concepciones alternativas de identidad: la constructivista, que da una importancia clave al discurso y a cómo ellos crean sujetos; la esencialista que la considera un hecho acabado, un conjunto ya establecido de experiencias comunes y de valores compartidos que se constituyó en el pasado, y la histórico-estructural que la deine como un proceso en permanente construcción contextual. La po-sición teórica de Larraín, es fundamentada bajo la igura de crítica a los estudios esencialistas de la identidad, los cuales sostienen que la problemática de la identidad encuentra su resolución con una vuelta o retorno a los valores y prácticas de comunidades indígenas o mestizas en su encuentro con el cristianismo transmitido por los españoles en su llegada a América. Estas teorías argumentan la idea de que existe una esencia o matriz cultural sepultada que hay que recuperar, congelada en el mundo indígena o bien en una fusión mestiza originada en el Barroco americano del siglo XVII.

9 Cfr. Larraín, Jorge (1996). Razón, modernidad e identidad en América Latina. Andrés Bello, Santiago de Chile; (2001). Identidad chilena. Santiago de Chile, LOM.

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La idea central consiste en que existen períodos en los cuales el tema de la identidad alora con inusitada relevancia, detectando cuatro momentos: Conquista y Colonización de América; surgi-miento de los Estados nacionales a principios del siglo XIX; el período de entreguerras (1914-1930); ines de la década de los se-senta y in de los regímenes populistas en América Latina. Actual-mente, nos encontraríamos ingresando a una quinta etapa de cues-tionamiento sobre la identidad. Etapa sellada por los procesos de modernización acelerada que ha vivido nuestro Continente desde ines de los años ochenta (neoliberalismo, democracia, redeinición del Estado, etc.) hasta hoy. Es en esta etapa cargada de elementos contradictorios y paradójicos, donde situamos nuestro interés re-lexivo y hermenéutico.

Uno de los fundamentos que cruza la mayoría de las teorías que versan sobre la identidad, la conciben como aquella responsable o garante de la constitución interna del sujeto y aseguradora de la proyección hacia la sociedad: la identidad contiene tanto una carga cognoscitiva como normativa, es decir, airma “lo que se es” como “lo que se debería ser”. Los otros, la sociedad, la cultura, la época otorgan una suerte de marco o mapa identitario.10 Aportan los dispositivos identitarios desde los cuales el sujeto se diferencia y se concibe a sí mismo en su individualidad y en su objetividad social o cultural.

El debate en torno a la noción de sujeto, al interior de las ciencias sociales, se ha caracterizado por la separación entre construcción de sujetos y subjetividades como entidades propias de la modernidad. Las especulaciones sobre el sujeto, desde Marx hasta Foucault, se

10 Vid. Vergara, Jorge y Vergara, Jorge Iván, ‘La Identidad cultural latinoameri-cana. Un análisis crítico de las principales tesis y sus interpretaciones’, en Revista Persona y Sociedad, Vol. X, Nº 1, abril de 1996, págs. 77-95.

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han esforzado por insistir en perilar aquellos determinismos que ingieren sobre el individuo y la sociedad, determinismos de corte económico, sociológico, físico-biológico, ilosóico, epistemológico, o simplemente, cultural. En la actualidad, el intento teórico se ha desplazado hacia un equilibrio o síntesis de las antiguas posturas, es decir, realzan el proceso de constitución y autonomía del sujeto, pero reconociendo los determinismos sociales. Es lo que Hall de-nomina el sujeto sociológico que llega a convertirse y maniiesta su autonomía, pero en interacción social, con el otro cultural. Suber-caseaux se reiere a este tema airmando: «el proceso de llegar a ser sujeto se vincula a valores. La autonomía del sujeto emerge como tal a partir del momento que hace una elección de valores, los elige y en ese momento se hace cargo y se identiica con ellos. Expresa así una identidad. Si aceptamos que en el sujeto radica el juicio, la libertad y la voluntad moral, tendremos que aceptar que como noción tiene cierta proximidad y en algunos usos coincide con las nociones de ‘alma’, ‘espíritu’ y ‘mente’».11

La identidad, en este sentido, tiene lugar en la frontera del otro. Nos remite al polimorismo del ser y a su permanente recons-trucción, por ello hablar de una «identidad esencial de vigencia permanente»12 resulta anacrónico en el horizonte temporal de re-signiicación cultural. Esto tiene un buen fundamento en la no-ción de que la identidad es una relación dialéctica entre el Yo y el Otro. No hay identidad sin el Otro. Por consiguiente, al hablar de la identidad propia hay que considerar también la identidad ajena.

11 Subercaseaux, Bernardo, ‘La constitución de sujeto: de lo singular a lo colec-tivo’, en Martínez, José Luis, ed. (2002). Identidades y sujetos. Para una discusión latinoamericana. Santiago de Chile, Ediciones Facultad de Filosofía y Humani-dades. Universidad de Chile, pág. 133.12 García de la Huerta, Marcos (1999). Relexiones americanas. Ensayos de in-tra-historia. Santiago de Chile, LOM, pág. 139.

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La identidad personal es básicamente producto de la(s) cultura(s) que nos socializan13, mientras que la identidad cultural se funda-menta por el sentido de pertenencia a una comunidad en especí-

13 Las características o rasgos que deinen la cultura, podemos sintetizarlas en las siguientes: la cultura es aprendida, es decir, no se hereda genéticamente, sino que se adquiere a través del aprendizaje continuado. Desde el nacimiento hasta la muerte, el individuo va aprendiendo los diferentes códigos culturales del grupo humano, por extensión de la sociedad, donde vive, donde se desarrolla. El apren-dizaje se realiza, en primer lugar, por la transmisión del bagaje cultural de los más mayores hacia los más pequeños, pero también con el aprendizaje a lo largo de la vida del individuo. En el aprendizaje intervienen diferentes medios y diversos contextos. Los medios pueden ser formales e informales. El primero, el formal, es el caso del aprendizaje reglado o normalizado, que es denominado educación. El segundo, el informal, es un aprendizaje no reglado que tiene que ver con la propia observación o mecanismos de socialización y enculturación. Los contextos donde se desenvuelve el individuo, desde el grupo familiar a la escuela, pasando por el grupo de pares, el trabajo, el espacio de ocio, etc.; la cultura sirve para construir la realidad. A través de la cultura los miembros de un grupo humano construyen la realidad, les sirve para interpretarla y entenderla; conforma el tiempo, el espacio, el conocimiento, las emociones, las ideas, etc.; la cultura se conforma por símbo-los. Una de las características del ser humano es su capacidad para comunicarse abstractamente, para ello elabora símbolos que den sentido a sus mensajes. A través de los símbolos los hombres transmiten sus conocimientos, sus normas, sus costumbres, sus valores, etc. De todos los sistemas simbólicos el que más importancia presenta es el lenguaje, ya que él sólo sirve para la creación de cul-tura; la cultura es un sistema integrado compuesto por instituciones y normas en interrelación, complemento y tensión de unas con otras. Dentro de cada grupo social sus miembros no viven la cultura de la misma manera, hay diferencias en su acervo cultural que dependen de factores como su distinta procedencia (rural o urbana), sus clases sociales, su género, el grupo de edad al que pertenezca, en de-initiva por las diferentes subculturas que se generan en su interior; la cultura es adaptativa y por tanto cambiante. Su función se maniiesta en dos sentidos: uno general, que signiica que el conocimiento transmitido socialmente es el principal mecanismo de adaptación de la especie humana; otro especíico, que signiica que cada cultura es un estilo de vida que capacita a un grupo de gente para sobrevivir y reproducirse en un entorno particular.

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ico. La discusión sobre la identidad está marcada por una suerte de obsesión ontológica, pues es concebida como un ser, o algo que verdaderamente es, que tiene un contorno preciso, pudiendo ser observada, delineada, determinada en uno u otro sentido. Por eso la identidad necesita de un centro a partir del cual se irradie su territorio, esto es, su legitimidad.

La identidad en tanto construcción simbólica dice relación a un referente, es decir, a la cultura, a la nación, a una etnia, a un color o a un género determinado. En rigor, tiene poco sentido buscar la existencia de “una” identidad, sería más correcto pensarla, como hemos dicho, en su interacción con otras identidades, construidas según otros puntos de vista.14

14 Vid. Castells, Manuel (1998). La era de la información. Economía, sociedad y cultura, vol. 2. ‘El poder de la identidad’. Alianza, Madrid, págs. 32-35, quien concibe la identidad desplegada en el horizonte de la “sociedad de red”. Castells señala que no hay que confundir los roles y los conjuntos de roles con las iden-tidades: «las identidades organizan el sentido, mientras que los roles organizan las funciones». Pero este autor se centra en la identidad colectiva, no en la indivi-dual, y propone la siguiente hipótesis: «quién construye la identidad colectiva, y para qué, determina en buena medida su contenido simbólico y su sentido para quienes se identiican con ella o se colocan fuera de ella». En la actual sociedad de la información, Castells diferencia tres tipos de identidades: Identidad legi-timadora, es la que introduce las instituciones dominantes de la sociedad para llevar a cabo y racionalizar su dominación frente a los actores sociales. Identidad de resistencia, es la que sostiene aquellos actores que se encuentran en posiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación de la sociedad. Iden-tidad proyecto, se da cuando los actores sociales construyen una nueva identidad, a partir de los materiales culturales disponibles. Evidentemente, ningún tipo de identidad asume un valor progresista o regresivo fuera de su contexto histórico, vale decir, para entender y valorar las identidades se debe contextualizar cada caso y no hacer extrapolaciones a momentos o lugares distintos. Con relación a la identidad, Castells pretende demostrar que «el ascenso de la sociedad red pone en tela de juicio los procesos de construcción de la identidad durante este período, con lo que induce nuevas formas de cambio social. Ello se debe a que

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A los griegos corresponde la honra de haber hecho dos experien-cias fundantes de la cultura occidental: uno, la condición ético-política, el ethos no asimilable, independiente y exclusivo de la na-turaleza; dos, la razón teórica y técnica desplegadas en su ámbito propio, la physis. Relación que conlleva la autonomía de un ámbito respecto del otro y la unidad o coherencia entre ambos. Sostendre-mos que la distinción entre la dimensión teórica y técnica por una parte, y la práctica por otra, así como la que aísla la physis y el ethos, no responde a una experiencia originaria. El existir humano es en su totalidad dinamismo o vitalidad en función de un sentido que es su fuente dinamizante y vitalizante. Dicho sentido en cuanto integra un mundo común y posibilita su proyección en el tiem-po como destino histórico, constituye el fundamento de la con-dición esencial del existir humano: su relacionalidad. La pérdida de la dimensión de sentido y en consecuencia de la relacionalidad como dimensión fundante del existir, está en la base de la versión moderna de la separación y que da a estos el carácter contingente de meros hechos históricos, y consecuentemente de la concepción de sujeto en relación con “otro sujeto”. Originariamente en la expe-riencia griega del mundo hay comunidad con lo divino. Esto trae

la sociedad red se basa en la disyunción sistémica de lo local y lo global para la mayoría de los individuos y grupos sociales». Así, la hipótesis que propone es que en la situación actual «los sujetos, cuando se construyen, ya no lo hacen basándose en las sociedades civiles, que están en proceso de desintegración, sino como una prolongación de la resistencia comunal».Hay, por lo tanto, una reacción contra la globalización que difumina las identi-dades. Es decir, que mientras que la identidad legitimadora parece haber entra-do en crisis, las identidades de resistencia son las formas actuales de construir la identidad, aunque quizás deriven hacia las identidades proyecto. «Las nuevas identidades proyecto no parecen surgir de antiguas identidades de la sociedad civil de la era industrial, sino del desarrollo de las identidades de resistencia ac-tuales. Creo que existen razones teóricas, así como argumentos empíricos, para esa trayectoria en la formación de nuevos sujetos históricos».

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consigo, negativamente hablando, la condición esencialmente vaga del límite entre lo divino y lo humano, si bien no se ignoran ciertas diferencias, que son en último término de grado, pero no de esen-cia. De este modo, no se constituyen en ámbitos autónomos y los dioses son dioses de la ciudad y combaten junto con ella la ciudad enemiga y sus dioses, aunque su denominación sea la misma. Así tampoco hay una naturaleza como realidad autónoma tanto de lo divino como del hombre. El proceso de disociación y diferencia-ción tiene que ver con la conquista de formas de vida política y eco-nómica que concretizan al ideal de la autarquía, a cuya experiencia es esencial la del poder como autodependencia. Esto trae consigo la des-divinización del existir humano: la polis y una naturaliza-ción de lo divino que corresponde al proceso de racionalización política y económica. Así, se seculariza progresivamente tanto lo humano como lo divino, originándose la distinción entre ethos y physis. Como quiera que se dé la experiencia de la unidad origina-ria y de la comunidad entre lo humano y lo divino, cabe observar que en ella siempre el sentido del existir se experimenta como des-tino por parte de los dioses: la iliación divina pasa a ser un rasgo que sella la propia cotidianidad. Es a partir de dicha iliación que se torna posible lo más propio de la vida humana, a saber, la de animal de sentido, frente a la cual su condición de animal racional o productivo apunta a posibilidades o funciones derivadas, pero no originarias, pues el hombre es animal de sentido y a partir de éste gesta su existir como relacional, cuya expresión es la razón prácti-ca en cuanto sensibilidad, apertura y clarividencia respecto de ese valor que es el sentido, a partir del cual y en vista del cual la razón, tal como el existir, del cual es expresión, alcanza y cobra realidad. La autonomía como autodependencia lleva a tener que enfrentar la vida y la totalidad a partir de sí mismo, de las propias facultades, que se han constituido en connaturales al hombre, en franca inde-pendencia de los dioses con dirección radicalmente secularizadora.

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En este contexto, cabe referirse al pensamiento de Ricoeur y de Foucault en tanto pensadores de la identidad en perspectiva ético-política enmarcada en la modernidad.

Ricoeur opone una ilosofía del sujeto mediatizado por las acciones, las obras, las instituciones, los símbolos, los monumentos que obje-tivan el despliegue de la existencia humana a las ilosofías del cogito, cuya verdad inmediata –“pienso, soy”– «sigue siendo tan abstracta y vacía como invencible»15. Ese “quién soy” –que debe perderse para recuperarse–, servirá de umbral teórico para las relexiones sobre la identidad personal y narrativa en Sí mismo como otros, y por tanto, de la ipseidad en la conlictiva relación con la mismidad y la alteri-dad. El carácter ilosóico de la hermenéutica que Ricoeur lleva a cabo a lo largo de su obra tiene que ver con la interpretación del despliegue de la existencia humana en su carácter conlictual y me-diador. Es en este preciso punto relexivo donde se instala que el co-gito no es algo dado (Ricoeur), sino que es una tarea por conquistar una verdad que transformará al sujeto (Foucault).

La aproximación sicológica describe cómo se modela de forma concreta la identidad personal; la aproximación ilosóica es una reanudación relexiva que trata de retomar la misma pregunta en torno a algunos conceptos que uniica. En ese sentido Ricoeur es sin duda quien, de forma prolíica, ha estudiado el concepto de identidad narrativa. La pregunta que hace al comienzo es la si-guiente: ¿cómo entender la identidad personal, sabiendo que la existencia tiene una duración temporal? Por un lado, hablar de identidad implica cierta permanencia; de otro lado, existir en el tiempo implica obligatoriamente transformaciones. La solución de Ricoeur consiste en proponer la idea de identidad narrativa.

15 Ricoeur, Paul (1996). Sí mismo como otro. México, Siglo XXI, pág. 51.

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El primer paso de Ricoeur consiste en distinguir entre dos con-ceptos de identidad partiendo de dos términos de origen latino, idem –lo mismo– e ipse –yo mismo–: existe pues la identidad que se llama idem o lo que es lo mismo –sameness– y la identidad conocida como ipse o yo mismo –selfhood–. Vista como mismi-dad (lo mismo) la identidad es la continuidad ininterrumpida de una realidad. Como el tiempo es factor de evolución, hay que suponer que bajo las apariencias del cambio, existe un principio de permanencia, un elemento oculto –un qué– garantizando la estabilidad. Pero dicha forma de abordar el asunto responde más a las personas que a las cosas. Por eso Ricoeur se orienta más bien hacia un segundo concepto de identidad. Vista como ipseidad, la permanencia de una persona en el tiempo puede en-tenderse a partir de dos modelos. El primero es el carácter que puede deinirse como conjunto de disposiciones duraderas por las que se reconoce a una persona. Pero estas disposiciones du-raderas tienen una historia: se han ido adquiriendo con el tiem-po. Por decirlo de alguna manera, el carácter tiene pues también un elemento narrativo, pero éste se ha sedimentado y aparece en los rasgos de la persona. El segundo modelo es el de la ideli-dad, el de mantener la palabra dada. Mientras el carácter es un qué, la idelidad remite directamente a quién es la persona y que asume la responsabilidad de sus compromisos: no remite a un algo escondido en nosotros mismos sino a una acción, es decir, la forma como se asumen las responsabilidades en la idelidad. La idelidad a la promesa es un desafío al tiempo. Según Ricoeur, la noción de identidad narrativa está en el encuentro de estos dos modelos que conjugan la casi-substancia del carácter con el acto ético de consolidar lo que es la persona. Por consiguiente, la idea de identidad narrativa permite conservar al mismo tiempo permanencia y cambio: cuando se habla de cohesión en una vida, se piensa a la vez en estos dos aspectos. Nuestra identidad no

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es algo inmutable, es una realidad dinámica que continúa en el tiempo: nos vamos narrando a lo largo de toda nuestra existencia.

En Sí mismo como otro, Ricoeur abandona la posición de la primera persona, propia de las ilosofías del cogito o de la consciencia, y adopta la de sí-mismo como parte de todas las personas grama-ticales. En segundo lugar, abandona la pregunta “¿qué soy?”, pro-pia de las ilosofías del cogito, por la de “¿quién soy?”. Esta última pregunta destaca no sólo un sí-mismo capaz de responder, sino que él mismo es como tal cuestión en cuanto nunca está cierto de sí-mismo. Ciertamente, quien responde a la pregunta “¿quién soy?” es un sí-mismo –sujeto relexivo y quebrado– capaz de responder en sus actos y obras, de comprenderse a partir de su propio des-centramiento. De esta manera, lo que caracteriza al sí-mismo es su modo de estar ante sí abierto a los diversos modos de alteridad e implicado en estos16. Ser sí-mismo es estar vuelto a la alteridad. Sí mismo como otro es «el trabajo de la alteridad en el corazón de la ipseidad»17. Estos aportes se incluyen en la larga tradición del pensamiento occidental en torno a la cuestión sobre el sujeto. En ambos autores, la crisis de la subjetividad moderna atraviesa sus preocupaciones expresadas cada uno en una hermenéutica de sí y en una hermenéutica del sujeto, ambas mediatizadas por la herme-néutica del sentido. En in, cabe añadir que nuestra investigación se sitúa en esferas que incluso podrían proyectarse más allá de las hermenéuticas, literario-metafóricas o simbólicas, siendo también relevante para la ilosofía moral, de la religión, ilosofía de la cultu-ra, social y política como asimismo para la teología y humanidades en general. La escasa bibliografía y casi ausentes consideraciones en torno a sus hipótesis, constituye el aporte fundamental y la ina-lidad principal del presente proyecto de investigación.

16 Ibíd., pág. 363.17 Ibíd., pág. 368.

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Actualmente, la convicción racional junto al proceso de racionali-zación del modo de vida junto con un ethos económico, levantan el umbral de la modernidad tardía en la que el sujeto en tanto que dador de sentido se deine como una unidad heterogénea abier-ta al otro, fruto de las tramas discursivas; el intento teórico se ha desplazado hacia la coniguración de una síntesis desde la consti-tución y autonomía del sujeto. La modernidad ilustrada elaborará una identidad fundada en la unidad trascendental de la conciencia respecto de la particularidad de las acciones y de las percepciones de los cuerpos en el ordo geometricus, como identidad de lo real en un tipo peculiar de racionalidad.

Precisamos nuestro lugar teórico al interior de la modernidad y su constitución teórica del sujeto bajo la tríada de metamorfosis de la racionalidad, radicalización de la subjetividad y desplazamien-to de la metafísica. Aquella tríada que hizo coherente la imagen racional de la naturaleza con la estructura racional de un suje-to soberano en torno al conocimiento y su signiicancia cultural. Esta condición moderna, ha recalado en la denuncia de la Escuela de Frankfurt sobre el saber como un dispositivo de dominación sobre el hombre. La raíz teórica, histórica y cultural del sujeto se encuentra en la razón y su capacidad teorizante como eje de todo proceso cognoscitivo, se funda a partir de una radical volun-tad de reconstrucción, debido al descentramiento, desaparición, diseminación, desmitiicación, discontinuidad, ocultación, ano-nimato, dispersión y diferencia de sus contornos deinitorios del sujeto como centro de la representación, articulando un rechazo ontológico del cogito racionalista y de los pilares sostenedores del relato moderno ilustrado. Nuestra modernidad signiica la cons-trucción de un nuevo tipo de hombre a partir del redescubrimien-to en el lenguaje de la nueva relación entre los seres humanos, la naturaleza y el mundo interior de cada uno. Para Octavio Paz, la modernidad se deine a partir de su heterogeneidad y unida a esta

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consideración, una serie de características: renovación, mercado, secularización, emancipación, expansión, democratización (Gar-cía Canclini). Sobre un escenario cultural movedizo se construye la identidad y subjetividad.

La identidad es una metáfora ideológico-cultural de corte ético-político y se entiende a partir de la posesión de una interioridad comunicable y compartible, modiicable y alterable desplegada en el tiempo y espacio existencial; es un proceso de relexividad –del yo– y reconocimiento –del otro–: la identidad reposa sobre una estructura temporal dinámica, es decir, en el reconocimiento y en la intersubjetividad; se entiende relexivamente en una interpretación continua de apropiación simbólica y construcción de sentido per-sonal y colectivo. Como estructura fundante de un proceso activo, la identidad es dinámica y compleja, resultante de conlictos, reso-luciones y negociaciones. De ahí que requiera plasticidad, variabi-lidad y versionalidad, acomodamiento y modulación interna, pues emerge, varía en el tiempo y permuta con él, se retrae y se expande, se integra y desintegra en el proceso histórico-biográico. Además, es la responsable de la constitución interna del sujeto y garante de su proyección social, pues contiene una carga cognoscitiva –cómo nos pensamos–, normativa –cómo deberíamos ser–, aspirativa –cómo quisiéramos ser– y representativa –cómo nos ven los otros–. La identidad es entonces un horizonte, un encuentro y una coin-cidencia. Nos remite al polimorismo del ser y a su permanente reconstrucción por la relación dialéctica entre el yo y el otro. Es por ello que los problemas que conciernen al concepto de identi-dad tocan distintos aspectos de la ilosofía contemporánea, pues plantea la pregunta acerca del mundo autorreferencial del sujeto asociándose con los términos ipseidad o “sí mismo” (Selbst, Self, soi même) en la medida en que la comprensión del sujeto constituido en la autorreferencialidad, junto con la autonomía, cuenta entre los rasgos deinitorios de la identidad moderna.

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Siguiendo las consideraciones anteriores, airmamos que el impe-rativo de pensar al sujeto nos convoca y nos condiciona. Y como lo hace Ricoeur, recuperar la identidad del sujeto moderno se presen-ta como una exigencia teórica y existencial. El problema ilosóico del sujeto implica dos direcciones interrogativas. Ricoeur intenta recomponer al sujeto en su identidad y las estrechas vinculacio-nes que implica esta recomposición subjetiva. En otras palabras, ambos pensadores se hicieron cargo del problema ilosóico de la modernidad, aquel que parte en Descartes, cruza toda la iloso-fía hegeliana, alcanza a Husserl y se propaga en toda la ilosofía existencialista francesa hasta recalar en el pensamiento heidegge-riano y la hermenéutica ilosóica. En otras palabras, intenta un re-centramiento del sujeto en su identidad. Ricoeur representa la deriva hermenéutica desde la fenomenología husserliana hacia la ilosofía relexiva.

Ricoeur distingue dos acepciones del término identidad: primero, el sí mismo remite a idem, equiparable a la mismidad o lo igual a sí; segundo, remite a ipse, a la alteridad o lo distinto de sí. De acuerdo a la primera acepción, la identidad se construye en un dis-curso frente a otro “distinto, diverso, desigual, inverso”. El sí mismo es aquí el término primordial de una comparación que elude toda dialéctica: «Mientras se permanece en el círculo de la identidad-mismidad, la alteridad de cualquier otro distinto de sí no ofrece nada de original»18. En cambio, advierte Ricoeur, «[o]tra cosa su-cede si se empareja la alteridad con la ipseidad. Una alteridad que no es –o no sólo es– de comparación es sugerida por nuestro título [Sí mismo como otro], una alteridad tal que pueda ser constituti-va de la ipseidad misma. Sí mismo como otro sugiere, en principio, que la ipseidad del sí mismo implica la alteridad en un grado tan

18 Ibíd., pág. XIV.

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íntimo que no se puede pensar en una sin la otra»19. En este caso, el sí mismo no es ya término privilegiado de comparación alguna, sino que se ve implicado en el otro, constituido por él; es “sí mis-mo en cuanto... otro”. La identidad, concluye Ricoeur, se hace en la dialéctica que, en el discurso, en la narración, el sujeto establece consigo mismo sin menoscabo de ninguno de los dos aspectos de su ser sí mismo, idem e ipse: la mismidad y la alteridad. Y el “sí mismo” designa la «operación narrativa [que] implica un concepto totalmente original de identidad dinámica que compagina [...] la identidad y la diversidad»20. La narratividad es constitutiva de la identidad como la identidad funda la narración, ambas se sitúan en la historia a partir del lenguaje: identidad situada en una historia contada. La identidad narrativa permite conservar al mismo tiem-po permanencia y cambio: la identidad es una realidad dinámica que continúa en el tiempo en un modelaje existencial.

Foucault en la etapa inal de su pensamiento, realiza un desplaza-miento desde el sujeto hablante y el sujeto productivo, pasando por el sujeto escindido interna y externamente respecto de los otros, para llegar al sujeto que se gobierna a sí en una estética de la exis-tencia o arte de vivir (tekhne tou biou) y reivindica la máxima clásica del cuidado de sí (epismeleisthai heautou) frente al célebre “conó-cete a ti mismo” (ghothi seauton). El “cuidado de sí” ya se concibe por Sócrates como «un deber y como una técnica, una obligación fundamental y un conjunto de procedimientos cuidadosamente elaborados»21. Se pone de maniiesto la necesidad de una práctica subjetiva que ha de venir a ser nada más y nada menos que “una forma de vida”: «Se trata, entonces, de ocuparse de sí, para sí mis-

19 Ídem.20 Ibíd., pág. 141.21 Foucault, Michel (2006). La hermenéutica del sujeto. Curso en el Collage de France (1981-1982). México, FCE, pág. 277.

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mo. Se ha de ser para sí mismo, y a lo largo de toda la existencia, su propio objeto de consideración»22. Lo signiicativo del plantea-miento de Foucault es, por una parte, que la práctica subjetiva del cuidado de sí requiere de la colaboración de otro, de un otro real, de un maestro o de un director. La práctica de la identidad no se consolida sin «la multiplicidad de relaciones sociales que pueden servirle de soporte». Por otra parte, el cuidado de sí conlleva la coniguración de “discursos verdaderos” que lo son porque “nos permiten afrontar lo real”. Pero la generación de estos discursos se nutre de la realidad de la que el ser participa, pues la identidad se conigura en la relación con la realidad a la que ya no se extra-limita y que acaba por asimilar discursivamente. Se trata, en in, de «dotar al sujeto de una verdad que no conocía y que no reside en él»23 a in de que esa verdad devenga una verdad para él. No se trata de recuperar una verdad escondida en el interior ni tampoco atender una verdad absoluta fuera del sujeto. De esa apropiación, ciertamente crítica y conlictiva, pende la identidad, la que junto a su carga de signiicados está inmersa en el sistema social compar-tido y entendido por todos cuantos participan en todo proceso de interacción, de ahí que se conciba a la identidad en el horizonte de la subjetividad como expresión de una silenciosa estructura cultural que, a la vez, es expresión de una impertinente disposición social.

Ricoeur persigue una suerte de desciframiento de las objetivacio-nes de la existencia humana. En el Prólogo a Sí mismo como otro nombra a Foucault al mencionar sobre su búsqueda de un sustento al “sí” en la primera intención, la mediación relexiva, sobre la iden-tidad moderna. Más adelante, se pregunta sobre «lo que importa o no, ¿no concierne al cuidado de sí, que aparece, sin duda, consti-

22 Ibíd., pág. 288.23 Ibíd., págs. 284-285.

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tutivo de la ipseidad?»24 El “cuidado de sí” resulta constitutivo de la identidad. Sí mismo como otro relata la constitución narrativo-identitaria del sujeto, teniendo como objetivo central, exponer la noción de sujeto y desarrollar las consecuencias éticas teniendo como horizonte la identidad. La noción de sujeto ricoeuriana se mantiene a distancia tanto del cogito exaltado y fundamento de la realidad (Descartes y los racionalistas hasta Husserl) como del co-gito humillado en su ilusión como realidad sustancial (Nietzsche). Ricoeur mantiene el equilibrio en la expresión relexiva soi –sí– fundante de la hermenéutica del sí en la que el sujeto se conoce de manera fragmentaria a través de múltiples mediaciones que se expresan dialécticamente: mismidad/ipseidad-ipseidad/alteridad. Además, el término même –lo mismo– remite a las dimensiones constitutivas de la identidad personal, a saber, la mismidad y la ipseidad. Finalmente, comme un autre –como otro– abre una nue-va dialéctica entre el sí y el otro, evitando el reduccionismo a lo Mismo y al solipsismo.

Si en Ricoeur la identidad pone in a la relación unívoca de ésta con la mismidad, pues la concibe, en tanto que acción lingüística, es decir, en tanto que discurso –rasgo ya apuntado por Foucault– en relación con la alteridad, en Foucault la identidad se desvincu-la del interés epistemológico e idealista de la modernidad, pues el “sí” remite a una práctica obligada, a una acción en relación con la realidad, el saber y la verdad. En la identidad narrativa ricoeuria-na encontramos las nuevas trazas del rostro del sujeto que según Foucault desaparece en la orilla de la modernidad. Si en Foucault el sujeto es un invento reciente, en Ricoeur el sujeto se reinventa en los textos que el lenguaje moderno inscribe en el mundo. En Foucault, el lenguaje no es arbitrario, sino que designa el enigma

24 Ricoeur, Paul (1996), o.c., pág. 136.

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de la signiicaividad depositada en las cosas, en el mundo; es el relejo de un pensamiento doble que integra el mundo exterior y el mundo interior, superando el cogito solipsista cartesiano. De la misma manera, Ricoeur encuentra que la constitución del sujeto surge de su encuentro con el texto-mundo. Ricoeur concibe al su-jeto inmerso en la experiencia lingüística como proceso en perma-nente mutación y constante construcción subjetiva e intersubjetiva, enmarcado en un espacio histórico-cultural determinado. Por ello, acceder a las coniguraciones del sujeto es siempre acceder desde la parcialidad y fragmentariedad, donde las mediaciones –textos, símbolos, narraciones– que colectivamente construimos confor-man nuestras signiicaciones. Esta concepción ricoeuriana de su-jeto, heredada de la ruptura nietzscheana, se aleja de la concepción moderna de sujeto triunfante en su autoconsciencia, para situarse en una concepción que incluye la mediación de la narración en la conformación de la identidad: en la narración de sí mismo el sujeto encuentra sentido y signiicado a su existencia. Si en Ricoeur, la identidad se completa en la mediación de los textos, es decir, a tra-vés de un proceso externo como hermenéutica de sí, en Foucault, la identidad se alcanza a través de un proceso interno como cuidado de sí. El sujeto sólo atisba su identidad en los contornos opacos de su subjetividad, que en contraste con la historia, la memoria y la alteridad, se recrea y se cuida, en una atestación (creer en) creativa y clarividente de sí: cuidado de sí mismo como otro. En otras pala-bras, cabría la siguiente pregunta: el “sí” hermenéutico ¿es el mismo en ambos autores?, ¿representa lo mismo para Ricoeur y Foucault el “sí” que determina y condiciona a la identidad? El horizonte na-rrativo de la identidad que dibuja el tiempo y la perspectiva del reconocimiento emplazan al sujeto a interpretar e interpretarse en una poética de la identidad.

El pensamiento de Ricoeur representa un desplazamiento herme-néutico de la problemática en torno al sujeto y sitúa su «análisis

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sobre la referencia de los enunciados metafóricos y de las tramas narrativas en el marco de la nueva ontología hermenéutica»25. Ade-más, constituye una profunda respuesta al giro lingüístico realiza-do por la ilosofía contemporánea que dejó a la ilosofía primera sin un objeto de estudio claro y determinado. Su pensamiento se presenta como una hermenéutica ilosóica cuyo horizonte es la comprensión del ser a partir de las múltiples manifestaciones de la existencia histórica. Además, su pensamiento se presenta como un ejercicio de la sospecha en su intento por recuperar al sujeto en su auténtica realidad existencial. La ilosofía relexiva de Ricoeur se caracteriza por asumir una ilosofía crítico-hermenéutica de la cul-tura que supere dialécticamente el conlicto entre la ilosofía como crítica o la ilosofía como hermenéutica. Tal ilosofía relexiva ali-neada en la tradición ilosóica que va desde el cogito cartesiano, pasando por Kant, hasta la ilosofía francesa contemporánea. La variante ricoeuriana de la hermenéutica consiste entonces, en asu-mir la pregunta por el sentido como un preguntar radical por el comprender. Este preguntar abre una consecuencia hermenéutica clave, a saber, que «no hay autocomprensión que no esté media-tizada por signos, símbolos, textos; la autocomprensión coincide en última instancia con la interpretación aplicada a estos términos mediadores»26. Estas mediaciones cobran forma ilosóica en los signos de una condición originariamente lingüística de toda expe-riencia humana.

El proyecto de Foucault es establecer las líneas fundamentales de una historia de las múltiples maneras en que el sujeto ha desarrolla-do un saber sobre sí mismo, es decir, un análisis que dé cuenta de la constitución del sujeto en la trama histórica que opera a través del

25 Ricoeur, Paul (2001). Del texto a la acción. Ensayo de hermenéutica II. Buenos Aires, FCE, pág. 35.26 Ibíd., pág. 31.

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discurso, pues los acontecimientos hacen circular a los discursos y éstos tienden la trama para la constitución de un particular tipo de subjetividad que gravita en un proceso abierto de constitución que remite a condiciones contingentes históricamente determinadas y moduladas. En efecto, desde 1980 aproximadamente, el ilóso-fo francés había iniciado la exploración de un nuevo continente de prácticas. Antes se había ocupado de los entramados de las prácti-cas discursivas y no discursivas que operaban objetivando y cons-tituyendo al sujeto, bien en el ámbito de los regímenes de verdad –reglas de formación–, bien como objetivo del ejercicio del poder –dispositivos–. En esos entramados, la subjetividad era el resultado de la labor conformadora realizada por tipos de saber y técnicas de poder que actuaban sobre los seres humanos desde el exterior, esto es, como si se tratara de una materia pasiva. Lo novedoso de este úl-timo período de Foucault, como es sabido, es que las prácticas estu-diadas no intervienen desde fuera produciendo subjetividades, sino que son los propios seres humanos los que aplican sobre sí mismos estas prácticas de control. Por eso, tales “prácticas de sí” o “tecnolo-gías del yo”, son el enclave de la libertad, el lugar donde se desafían las relaciones de poder que actúan sobre uno mismo y el espacio donde uno mismo crea su propia individualidad e identidad.

Ambos autores representan una hermenéutica cuya función prin-cipal es la coimplicación de lo heterogéneo, es decir, una herme-néutica que integre en un relato con sentido la diversidad de ele-mentos que componen la trama discursiva. Ricoeur y Foucault son poderosas hermenéuticas que interpretan la identidad del sujeto moderno enmarcada en una experiencia ética. Cada uno a su ma-nera, Ricoeur y su experiencia narrativa de la identidad entre las narrativas culturales y simbólicas, y Foucault con la experiencia subjetiva de ser hombre entre las prácticas discursivas del saber-poder.

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Lo que está en la base de la gestación de la modernidad, es un cambio antropológico que ya articula Maquiavelo y que en el siglo siguiente sistematiza a partir de un nuevo horizonte conceptual Hobbes. Cambio que obedece a una constelación de condicionan-tes que van desde la imagen secular que de sí misma presenta la Iglesia, del aianzamiento de la idea de Estado en torno a monar-quías fuertes, asociadas a los intereses del capitalismo y, al quiebre de la imagen medieval del mundo no sólo a partir de la ciencia físico-matemática. En los pensadores de la Ilustración europea, la autonomía se presenta como disolución de las condiciones que ha-cen posible el existir como relación. La autonomía moderna es pro-piedad del individuo que existe desde sí y para sí, como autonomía privada o privatización de la subjetividad.

La fuga de ese horizonte común deja al sujeto sin el nexo que hace del existir un vínculo intersubjetivo. Es esta fuga del horizonte común el que hace de condición del cambio que consiste en que la vida misma se privatiza como transmutación de ella misma. La privatización tiene el carácter de una experiencia de la vida que hace de ella propiedad de un sujeto consistente en subjetividad autónoma. Para tal sujeto, radicalmente arrelacional, el otro es eminentemente una realidad exterior a él, ya que al desaparecer la relacionalidad se obstruye la posibilidad de comunicación, de intimidad con él en y a partir de lo común. En tal exterioridad el otro se maniiesta como objeto corpóreo vivo, en otra subjetividad autorreferente inaccesible, sujeto ante todo de carencias y aspira-ciones en el ámbito material. En la base de tal competencia está no sólo la escasez de bienes, sino ante todo la igualdad o equivalencia de un sujeto respecto de los demás por lo que toca a su naturaleza, aspiraciones materiales y eventualmente poder.

La percepción del otro como exterioridad corpórea viva en tan-to que otro identiicador, tiene como correlato la experiencia de sí

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mismo con las mismas características. No es extraño que el extre-mo de la privatización de la vida como subjetividad autorreferente, sea la reducción de la vida a corporalidad biológica como sujeto de carencias signadas por las sensaciones de placer y dolor. En efecto, la sensación se agota en su experiencia interna y es un fenómeno por deinición subjetivo, en sentido restrictivo, esto es, incomuni-cable e incomunicante, supuesta la ausencia o carencia de relacio-nalidad por parte de la subjetividad en su dimensión afectiva. Cor-tar los nexos relacionales es cortar los nexos y ejes identiicatorios del sujeto, pues hay identidad en tanto que hay otro. Platón en Alcibíades27, se reiere al símil del iris del ojo, el cual relata que el autoconocimiento, el conocerse a sí mismo se juega en el relejo en el ojo del prójimo, supeditando tal conocimiento al encuentro con el otro desde la perspectiva de conocimiento.

AUTONOMÍA MODERNA Y NARRATIVA DE LA SUBJETIVIDAD. UN GUIÑO NIETZSCHEANO A LA IDENTIDAD

Lo anterior se ve conirmado por el lugar central que ocupa en la modernidad la subjetividad como sensibilidad; su importancia se da no sólo en el plano de la ilosofía teórica, sino también en la ilosofía práctica o ético-política. Ahora bien, es a partir de esta subjetividad privatizada, que se va a deinir la nueva forma de rela-cionalidad y con ella de lo humano: es la relacionalidad consisten-te en la contractualidad utilitaria entre individuos equivalentes e iguales en naturaleza, aspiraciones y eventualmente en poder. Este es el punto de partida de la nueva experiencia de la sociedad y el Estado, pero también y ante todo de la autonomía del existir.

Pese a todo el desarrollo moderno del término subjetividad, y de todo el esfuerzo por circunscribir la hegemonía de la razón en lo

27 Vid. Platón (1979). Alcibíades, Dionysos, Santiago de Chile, 132b-133c.

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puramente humano, tuvo como resultado falaz, en el sentido de descentramiento y de errancia, la desvinculación y la azarosa vida en el horizonte de sentido como encuadre posibilitador de la identi-dad del sujeto moderno. El sujeto moderno articula su racionalidad tras las nociones de progreso material vehiculado por la ciencia y la técnica, y por la noción de subjetividad privatizada, abandonando los fundamentos trascendentes de la realidad. Tal acción levanta un escenario con características de laberinto más que de paraíso: el su-jeto se concibe a partir del extrañamiento diferenciador y, a la vez, aniquilador de los elementos identiicatorios anteriores. Con la si-guiente aseveración, Nietzsche comienza La genealogía de la moral: «Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?»28

Este desconocimiento no es otro que un autodesconocimiento in-tegrador que se hace parte del dinamismo esencial del sujeto. La pregunta por el concepto de sujeto es fundamental, pues designa el contenido de la pregunta, y al mismo tiempo, el vacío que pudiera tener tal concepto. Además, denota y arroja una problemática fun-damental, como lo es la cuestión de este sujeto que se desconoce, qué dimensiones ha tenido esta pérdida, su situación en la historia y cuál sería la superación de esta pérdida.

De tal manera, se desglosa que este movimiento dinámico que ata-ñe especial y directamente al binomio sujeto-conocimiento, arroja como resultado otra dinámica esencial, a saber, la de su sentido como problemática existencial radical, entendiéndolo desde su carácter primigenio como sentido-de, dirección unitaria del autor-de-cono-cimiento hacia su autognosis. La clave autoconocimiento como sen-

28 GM, pág. 17.

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tido contiene el carácter délico: “te condeno a tu autoconocimiento”, que nos remite inmediatamente a la consabida frase socrática: “conó-cete a ti mismo”. Nietzsche airma al respecto, en el §48 de Aurora: «Conócete a ti mismo: a esto se reduce toda la ciencia. Sólo cuando el hombre haya llegado a obtener el conocimiento de todas las cosas podrá conocerse a sí mismo, pues las cosas no son más que las fron-teras del hombre». Y, por otra parte, en el §335 de La gaya ciencia, Nietzsche sentencia: «...la máxima conócete a ti mismo, en boca de un dios y dirigida a los hombres, es casi una maldad».

Airmaciones que graican el estado del hombre frente a la huma-nidad. Por un lado, el conocimiento que el hombre debería erigir como ciencia, debe ser el conocimiento que se tiene de sí. Y, por otro lado, tal máxima es una empresa de difícil aliento y corto al-cance, pues «el hombre está muy bien defendido contra sí mismo, contra todo espionaje y todo asedio a sí mismo; de ordinario, no puede percibir de sí mismo apenas más que sus obras exteriores», sostiene Nietzsche en el §491 de Humano, demasiado humano.

La experiencia de autoconocimiento, es requisito para obtener el certiicado que acreditará la esperada superación, y aquí mismo ra-dica su importancia, la cual descansa en que este es un conocimien-to apropiador del sujeto que dona el sentido a su existencia. Apro-piación vía conquista del control del encuadre de la existencia. El “ser lo que se es” es un estado posterior al del autoconocimiento, que sirve de impulso para el desarrollo de las condiciones de posi-bilidad del primero. De tal forma, la fórmula “ser lo que se es” y au-toconocerse no son más que premisas de la concluyente superación u obtención del sentido. La experiencia, el ejercicio de ser sujeto, es como decir, ser lo que se es y no puede ser otra cosa: identidad y autenticidad van de la mano. La identidad es la sentencia que dicta la experiencia de ser sujeto al interior de la modernidad histórica, apuntando a la autentiicación, a la acreditación del ser racional

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moderno en una época hiperracionalizada. Nietzsche se interesa por este punto, airmando: «¿Qué dice la conciencia? Debes llegar a ser el que eres».29 «¿Cuál es el signo de que se ha adquirido la libertad? No avergonzarse ya de uno mismo».30

Nietzsche en su afán por despertar las conciencias dormidas del sujeto ilustrado, presenta una serie de ideas paradójicas para repre-sentar su puesto frente a sí mismo, su remotidad o la subjetividad de lo objetivo31, cuando señala el límite de nuestro oído al airmar en el §196 de La gaya ciencia que «[s]ólo oímos aquellas preguntas a las que podemos encontrar respuesta», reiriéndose especialmen-te a la relación cognitiva entre objetividad cientíica y realidad tal como es. Para Nietzsche la realidad escapa del juicio cientíico y objetivo, y esta huida es planeada por la necesidad que tiene el su-jeto de conocer su propia realidad y no datos o notas acerca de ella. Nietzsche enfrenta este intento de la epistemología cientíica por conquistar el conocimiento objetivo con el caliicativo de un mito, un mito del conocimiento. Pero Nietzsche «desenmascarará ese mito a partir de las paradojas del conocimiento de sí mismo».32

Para Nietzsche, «la sabiduría marca límites al conocimiento», como asevera en el Aforismo 5 del Crepúsculo de los ídolos y este ocultamiento no hace más que opacar la transparencia hacia nues-tro conocimiento y nuestras conceptualizaciones, pues «fatal-mente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos com-prendemos, necesariamente tenemos que confundirnos con otros, estamos eternamente condenados a sufrir esta ley: “cada uno es el más extraño a sí mismo”; respecto de nosotros mismos, no somos

29 GC, §269.30 Ibíd., §275.31 Schwartzmann, Félix (1996). Autoconocimiento en Occidente. Santiago de Chile, DOLMEN, pág. 68.32 Ibíd., pág. 69.

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de esos que buscan el conocimiento». En el Prólogo a La genealogía de la moral: «No lo intentamos precisamente porque nos descono-cemos, porque nos engañan el lenguaje, los criterios de interpreta-ción de nuestro mundo interior, inspirados en modelos de objeti-vidad que nosotros mismos hemos creado».33 En efecto, la tarea es una auténtica búsqueda de sí y un seguro encuentro del sentido, ya que el autoconocimiento tiene como exclusiva labor donar un sentido a la existencia del sujeto, iluminar a este sentido y hacerlo superarse, coincidiendo con el proceso de adquisición de identidad entre la autonomía y la subjetividad.

Ahora bien, volvamos a un punto que es necesario rescatar, dijimos que en el sujeto opera una remotidad frente a sí mismo, ubicándo-lo entre paradojas internas y externas de su autoconocimiento, al mundo desconocido de sí. Aquel mundo de contradictorias signii-caciones en el que Nietzsche trata de conectar con la hipótesis para-dójica de que a mayor devenir y acontecer menor autoconocimiento y viceversa. Así, en el Aforismo 116 de Aurora, nos dice: «Lo que es muy difícil de comprender para los hombres es su ignorancia con respecto a ellos mismos, desde los tiempos más remotos hasta nues-tros días». Así, para que el sujeto alcance verdaderos conocimientos de sí y de su ubicación en la realidad, debe apropiarse del curso de su existencia, pues ese curso se ha visto trastrocado y quebrantado por acontecimientos históricos de importancia global y radical. Es así, que para Nietzsche el acontecimiento de la “muerte de Dios” es desde el cual deben ser apreciadas todas las acciones posteriores del sujeto. Este hecho cumple la función de ser un prisma con el que las perspectivas cambian su colorido original: lo pierden por un lado y, por otro, se multiplica en profundidad y forma.

33 GM, págs. 18-21.

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Recapitulemos lo alcanzado hasta el momento. Se establece como consecuencia de este acontecimiento, un hecho digno de rescatar: el triple olvido por parte del sujeto o la radical amnesia de todo. Primero, la instantánea pérdida de la memoria acerca de la presen-cia de Dios y el exilio instantáneo de los valores supremos de la tie-rra conquistada por la razón. Segundo, el olvido de-lo-otro, enten-dido directamente para las relaciones intersubjetivas que también sufren un remezón luego de la desaparición de Dios, pues pierden su sentido relacional. Y, por último, un olvido del propio sujeto de sí, cayendo en una petriicación de su existencia tras la pérdida de sentido unitario y de autoalteridad. El sujeto pierde el dinamismo del movimiento de autorrelejo, de autorrelacionalidad, pues ha sido evacuado el sentido que llenaba Dios.

Con todo, queda claro que la convicción predominante es la im-posibilidad de trascender como también constatar algún proceso de liberación radical de todo lazo y de toda identidad personal y comunitaria. Prevalece la convicción de que se ha iniciado un pro-ceso irreversible de falta de referentes universales y vinculantes. No existe un punto de vista unitario que done la historia para, certera-mente, hablar de una unión del sujeto con su historicidad.

El signo emblemático de la disolución del sentido del sujeto es la amnesia de su puesto en el mundo. Esta es una pesada carga, pues-to que no hay ninguna expectativa de un gran alivio al inal de la vida o en el Más Allá. Si no tiene objetivo atribuirle un sentido a la existencia en cuanto tal, entonces tampoco puede esperárselo del futuro. El sujeto no concibe su existencia sin proponerse una meta propia. La existencia requiere del desafío que viene de ella misma y, consiguientemente, la aceptación de algo que tenga sen-tido. Entonces, el no querer cualquier otra cosa que el autoconoci-miento debe abrir al sujeto para su sentido. La apertura que exigirá este autoconocimiento es dada, paradójicamente, por la “muerte de Dios”, apertura hacia la superación, que no es otro que el sujeto

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que se autoconoce. Por consiguiente, la crisis actual de sentido no es otra cosa que la crisis del sujeto como uniicador y cargador de sentido para su propia existencia; como constructor del mundo que le rodea; y como protagonista en esta creación del principio garantizador de la certeza y posibilidad de su unidad interna. En deinitiva, garantizador del proceso de identiicación al interior de una cultura en constante transformación histórica.

La noción de sentido en el pensamiento de Nietzsche apunta a una multiplicidad de referencias interpretativas de la vida. Así, el sentido no es otro que el sentido de la vida y del valor cuantiicado a razón del cambio de fuerza de la voluntad. El interés inmediato es resaltar la noción de sentido como inalidad de la existencia del sujeto, resumiéndola en la fórmula: “el sujeto es vacío sin posesión de sentido, y el sentido es absurdo si no radica en un sujeto”. Hay sujeto sin sentido, pero no ausencia de sentido sin sujeto. La pre-gunta por la condición del sujeto será la pregunta por la unidad interna y coherente del sujeto cognoscente: su sentido. Pregunta que no resulta fácil, pues no resulta fácil asistir a la inmolación de una pérdida y negación que se tornarán en airmación de la impor-tancia del problema. Como airma Hopenhayn, el «concepto de sujeto tiene algo de inagotable: cuanto más se lo impugna más se lo perpetúa como tema de interpelación […]. En la fogata donde se inmola el concepto, también se inmortaliza su cadáver».34

Tal inmolación es posibilitada por el acontecimiento de la “muerte de Dios” en la tradición ilosóico-metafísica como primer y último garante del ediicio conceptual y resolutivo de las cuestiones exis-tenciales del sujeto:

34 Hopenhayn, Martín (1998). Después del nihilismo. De Nietzsche a Foucault. Andrés Bello, Santiago de Chile, pág. 19.

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«Sabido es que de Dios se esperaba una función de donante del Sentido del Mundo, el garante de las instituciones políticas, el apoyo incondicional de la autoridad, el insobornable sanciona-dor de la moral, creador, mantenedor, rescatador de la dignidad del hombre, pero, sobre todo, el donante […] de la posibilidad de un conocimiento organizado […y] conservador de la esta-bilidad personal (alma con memoria y responsabilidad) de las personas. En suma, su función principal era la de “Gran Dispen-sador de Sentido Universal”».35

La consignación de la importancia nuclear de este acontecimien-to solar en el pensamiento de Nietzsche, cobra una real centrali-dad desde la cual podremos observar sinópticamente los demás hechos, que no son sino consecuencias inmediatas del desapareci-miento total de la conianza arraigada en el tiempo de la existencia del sujeto.

Recordemos que la proclama de que el “viejo dios ha muerto” es la gran verdad que debe anunciar Zaratustra, anuncio que no es fortuito ni abusivo, como tampoco es un deseo caprichoso o una tarea encomendada, sino que es un acontecimiento aterrador y formidable, del cual Zaratustra se pregunta cómo aún no se tenía noticia de él.36 Con la “muerte a Dios” ha desaparecido todo centro de referencia fundamental que daba sentido y orientaba al sujeto. El sujeto se libera, pero anda errante tras un sentido radical, y este estado errático es absoluto y omniabarcador tanto de la ausencia absoluta de sentido como de la imposibilidad de encontrarlo. Cabe señalar que en este punto surge una paradoja fundamental. Si bien el sujeto ha liberado su existencia en aras de recuperar su sentido primigenio, este hecho aún no ha llegado hasta los oídos ni ojos de los responsables materiales del asesinato. Entonces, si bien la

35 Savater, Fernando (1995). Idea de Nietzsche. Ariel, Buenos Aires, págs. 52-53.36 Z, págs. 31-34.

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“muerte de Dios” ofrece liberación, también supone dispersión, colocando al sujeto en un fuego cruzado entre ambivalencias radi-cales. Por una parte, le provee autonomía, pero por otra, le sustrae su fundamento y continuidad en la historia, sin Dios esa promesa escatológica del inal de la vida es obsoleta, falaz y reinscrita en códigos de promesas personales. Por esto, la “muerte de Dios” de-porta, separa de un lugar apacible, seguro y tradicional, a una no-seguridad, a un-lugar, y así a una necesidad de relexionar y hacer-nos portavoces de nuestro propio protagonismo en la vida. Como así también nos hace conscientes de nuestra orfandad y errancia: ya no tenemos un Dios-Padre como remitente coniable y familiar.

Insistamos en que el sujeto pierde su dinamismo de autorrelejo y de autorrelacionalidad y por ende, de autoidentiicación, ante el vaciamiento del sentido que llenaba Dios. De tal forma, podemos diagnosticar el derrumbamiento de los cimientos sostenedores de la relacionalidad del sujeto tanto con la trascendencia como consigo mismo. Además de su natural inclinación a la socialización como ente social, como pueblo o comunidad, puesto que en su lugar aho-ra hay sujetos liberados de cualquier legado y unidos temporal y provisionalmente en un débil contrato con otros, alejados de cual-quier integración estable que atienda a raíces comunes o asociacio-nes consagradas, pasando a ser un estado de masa, disolviéndose la común-unidad en una sociedad planetaria, en el cosmopolitismo de la aldea global y de la globalización económica mundial.

Este nuevo sujeto será aquel iluminado que en lugar de aceptar su existencia como petriicada e inalterable, extraerá del trágico y san-griento ilón abierto por la “muerte de Dios” la energía suiciente para descifrar el enigma, el misterio y su revelación. Aquel vence-dor de sí por sí; aquel de mirada suspicaz; aquel conceptualmen-te superior; primogénito prematuro del próximo tiempo, idóneo para discernir las sombras que oscurecen la historia; aquel capitán

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que disponga de los barcos para zarpar rumbo a todos los peligros, pues ahí radica toda su audacia permitida exclusivamente a quien busca el conocimiento. Y ahí está el mar abierto nuevamente: ya este mar no será el guardián de enigmas, sino el mar que lavará la sangre del sacriicio heroico, para así el transigurado reciba los pri-meros rayos del nuevo sol y redibuje el horizonte de sentido, movi-lice las fuerzas de la voluntad y devuelva a su lugar el nuevo orden de su nuevo mundo. Aquel reaccionario de moléculas inalterables, aquel autoconocido que se determina a sí mismo aplicando total responsabilidad en y por su acción tanto anterior como posterior a la decisión; aquel que muerde y mastica los sabores de la vida más amarga y dolida; aquel que traspasa y es traspasado por la mordaz experiencia de superación, debe necesariamente resultar un nuevo sujeto que ordene y sane todo lo enfermo que se depositaba en su existencia como apéndices perdidos en la memoria y admitidos de manera canónica.

Ahora bien, lo sucedido tras el acontecimiento de la “muerte de Dios” da cabida a una nueva representación mortuoria de un sujeto sin dios ni horizonte absoluto, es decir, representa la “muerte” de un «sujeto concebido y construido como unidad y sustancia que subyace a todos los juicios de la razón cognoscitiva y de la moral. Al morir Dios se envanece el pegamento que hace verosímil la ima-gen de un sujeto continuo e íntegro. Se hace insostenible el sujeto en tanto criatura, hecha a imagen y semejanza, capaz de responder a un Dios que pide esta correspondencia como modo privilegiado de relación. Perdido el garante del valor absoluto –el Dios cristia-no–, el individuo extravía el relejo en que airmaba su autoimagen de sujeto-unidad. Y como en la subversión frente al padre, al negar a Dios también fractura su propio narcisismo».37 Como reconoce

37 Hopenhayn, Martín (1998), o.c., pág. 26.

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Nietzsche: «En el fondo, el hombre ha perdido fe en su propio va-lor cuando no queda ninguna totalidad ininitamente valiosa que opere a través suyo; o sea que él había concebido semejante totali-dad a in de ser capaz de creer en su propio valor».38

Así las interrogaciones luego del desmantelamiento de la absolutez de Dios se enmarcan con líneas claras de autoconocimiento. Pues de ahora en adelante, preguntas respecto de la “muerte de Dios” se estribarán con el siguiente tono:

«¿Y si no se tratase sencillamente de solventar la continuidad de la realidad vigente, sino de tratar de vivir la realidad de esa muerte, de pensarla a fondo, de sufrirla y gozarla a fondo? [...] ¿Y si la “muerte de Dios”, en la cual todos hemos colaborado y colaboramos, nos exigiese un esfuerzo mucho mayor que el de apoyar en nuestros hombros lo que El soportaba en los suyos? ¿Y si nos exigiese des-bancar lo real, demoler las instituciones privadas de fundamento, utilizarlas de un modo inverso a como hasta ahora se han utilizado, negar ante todo el derecho sucesorio de la Razón al trono vacante de Dios? El enorme riesgo de la “muerte de Dios” ha sido visto sólo como un peligro a evitar; frente al que hay que tomar las necesa-rias medidas precautorias; pero podía –puede– también ser vista no desde una debilidad amenazada, sino desde una fuerza que del riesgo más grave puede sacar un impulso inaudito y convertir el pe-ligro en un ímpetu colosal. Esta fue la pretensión de Nietzsche».39

Nietzsche advierte: «Si nosotros no hacemos de la “muerte de Dios” una grandiosa renunciación y una constante victoria sobre nosotros mismos, tendremos que soportar su pérdida».40 Enton-

38 Nietzsche, Friedrich (1994). Voluntad de poderío. EDAF, Madrid, Libro I, 12 A.39 Savater, Fernando (1995), o.c., págs. 53-54.40 Nietzsche, Friedrich (1976). Aforismos y otros escritos ilosóicos. Andrómeda, Buenos Aires, pág. 163.

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ces, no cabe duda que todas las notiicaciones de Nietzsche acerca de la “muerte de Dios” y de una “pérdida de sentido” cobran sentido en el advenimiento de un nuevo orden, patrón y fuente diferencia-dora e identiicatoria del sujeto “post-muerte de Dios”:

«El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el super-hombre –una cuerda sobre un abismo–.

Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peli-groso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.

La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso».41

Ocaso que no es otro que el paso de la animalidad carente de auto-conocimiento a la superabundancia de un nuevo estado frente a sí mismo. Zaratustra concibe que su enseñanza no culmine a no ser que el hombre aprenda que su nuevo sentido es la superación como estación transitiva: «Yo quiero enseñar a los hombres el sentido de su ser: ese sentido es el superhombre, el rayo que brota de la oscura nube que es el hombre».42

El sentido que da Nietzsche al decir que el hombre es un puen-te al superhombre nos autoriza para hablar con propiedad de que justamente el tránsito iniciado por la catástrofe de la “muerte de Dios”, desarrollado en un autoconocimiento y culminado en una superación, se adecua a nuestra línea argumentativa, pues tras el derrumbamiento conceptual de la idea de Dios como sostenedor de sentido, el sujeto queda engarzado entre paradojas sutiles y trai-cioneras. Este movimiento pendular entre una y otra paradoja, es la elíptica errancia entre el sentido y el sinsentido de la existencia

41 Ibíd., pág. 36.42 Ibíd., pág. 42.

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CAPÍTULO IV. Sociohermenéutica de la identidad moderna

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subjetiva. Nietzsche tiene claro que tal pérdida es fundamental para quien la experimenta, pues lo hace como único y trascendente subjetivamente hablando. De tal forma, podemos airmar que tal experiencia no será otra cosa que la activación de todas las poten-cialidades del sujeto que se autoconcibe y que se autoconstituye. Pues, como exhorta Nietzsche: «No nos debe preocupar en abso-luto para qué existen los hombres, para qué existe ‘el hombre’. Mas pregúntate para qué existes tú: y si no llegas a saberlo, ¡proponte –pues– a ti mismo metas, elevadas y nobles, y húndete con ellas! No conozco ningún objetivo mejor para la vida que hundirse con lo grande e imposible: animae magnae prodigus». Tal inquisición, no es otra cosa que la opción por el autoconocimiento. La deter-minación por el conocimiento tanto de los obstáculos como de los puentes que radican en el interior del sujeto, posibilitará una superación y una airmación de lo establecido. Por consiguiente, nuestra postura es que cualquier intento por pensar o concebir un hombre superabundante, debe despegar de una concreta especii-cación del autoconocimiento como pilar de la identiicación.

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Conclusión

Un delgado hilo cruza nuestro interés hermenéutico, y es la consta-tación de la idea de que la identidad se juega en el plano fenoméni-co de la historia y no en la abstracción de cualidades situadas en el tiempo. La identidad al interior del moderno movimiento teórico, que claramente tiene problemas de identidad en su presentación teórica y práctica, contiene elementos que ratiican que el sujeto de la modernidad tardía, se identiica a partir de dos ejes centrales: la errancia en su representación. La modernidad juega con los planos de representación del sujeto contemporáneo, haciendo del proceso de construcción de identidad, un proceso lábil y determinado a los ritmos de la producción del mercado.

La errancia de la identidad del sujeto contemporáneo, se articula-ría a partir de estos ejes centrales, en el sentido de re-coniguración de los patrones identitarios donados por la modernidad y todo el aparataje teórico y valórico, político y cultural integrados en la idea de progreso; en el sentido de huida de la promesa inconclusa de estabilidad y consistencia interna del sujeto autónomo desde la racionalidad moderna como nuevo garante universal. Es enton-ces que empieza a conigurarse una nueva noción de identidad que remite a los siguientes aspectos: informatización mediática de las concepciones de lo humano; una aprehensión de la realidad con su conjunto de contradicciones; la idea de unidad en la diversidad más allá de barreras étnicas, geográicas o sociales, ampliándose a la identidad de género, juvenil, política, nacional, etc.; un requeri-miento de autoairmación desde la coparticipación en el poder, la

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CONCLUSIÓN

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materialidad y el consumo; el impulso hacia un activo proceso de humanización y democratización cargado del preijo –anti–. Ade-más de implicar un reconocimiento de la mismidad y la alteridad, de la tradición y la continuidad junto con la ruptura y el cambio, la visión renovadora sobre la identidad apunta a la introducción de mejoras estructurales en las condiciones de vida. Involucra una síntesis dialéctica que procura superar los planteos discriminato-rios tanto del populismo fundamentalista –que presupone la exis-tencia de masas o culturas vernáculas homogéneas y desalienadas– como de la ciega adscripción a los modelos exógenos del progreso perpetuo y la modernización conservadora.

En deinitiva, representa un enfoque acerca de la identidad como el conjunto de ideales reguladores y directrices que emanan de una intrincada construcción histórica. Los procesos conforma-dores de la identidad están determinados por las negociaciones o aspiraciones en función de las expectativas, del planteamiento de ciertas interrogantes, de la evaluación crítica y de la concepción de un futuro posible. La identidad como dimensión subjetiva de los sujetos sociales, no es un atributo o propiedad del sujeto en sí mismo, sino que tiene un carácter intersubjetivo y relacional. La identidad es una estructura de relaciones y representaciones, y como tal no es algo esencial ijo e inmutable, sino que es un proceso activo, dinámico y complejo, resultante de conlictos, resoluciones, aspiraciones, de negociaciones. De ahí su radicalidad, plasticidad, variabilidad o versionalidad, su reacomodamiento y modulación interna. Por tanto, las identidades emergen y varían con el tiempo, son instrumentalizables y permutables, se retraen y se expanden, se integran y se desintegran en el proceso histórico. La identidad es una actitud colectiva, una cualidad, orientación cognitiva y afectiva bajo un cierto sistema de valores culturalmente compartidos.

La identidad es también lugar propio de la competencia discur-

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siva o dialéctica. La identidad individual y la identidad colectiva es una distinción analítica, pues la identidad individual es el re-sultado de las múltiples pertenencias a las identidades colectivas. De tal forma, toda identidad individual es multidimensional e integradora, que se inserta en una dimensión mayor que es la historia. Por tanto, la identidad se deiniría a partir de los pro-cesos dinámicos e históricos, en los cuales se acuerdan los signi-icados que dan sentido a las prácticas que van construyendo las relaciones sociales en un determinado espacio cultural. Además, la identidad es determinada por la historia y la historia es com-probada por la identidad y su estructura. Por tanto, desde esta reciprocidad e interdependencia, situamos nuestros dispositivos propuestos, pues directa o indirectamente, inciden en la conigu-ración de la identidad en tanto que autoconcepción y concepción del otro en nuestra contemporaneidad. La Ilustración se caracte-riza o mejor dicho, se caracterizaba fundamentalmente por una conianza plena en la razón humana, en la ciencia y en la educa-ción, cuyo objetivo era, por una parte, mejorar la vida humana, y por otra, aportar una visión optimista de la vida, de la naturaleza y de la historia, inscritas dentro de una perspectiva de progreso de la humanidad, junto con la difusión de posturas de tolerancia ética y religiosa y de defensa de la libertad del hombre y de sus derechos como ciudadano. La importancia de la razón crítica, que es pensar con libertad, y que ha de ser la luz de la humani-dad. Todo cuanto se oponga, como rincón oscuro y escondido, a la iluminación de la luz de la razón –las supersticiones, las reli-giones reveladas y la intolerancia– es rechazado como irracional e indigno del hombre ilustrado. Kant, con la frase Sapere aude!: ¡atrévete a saber!, expresa acertadamente la labor que cada ser humano ha de ser capaz de emprender y llevar a cabo por pro-pia iniciativa, una vez alcanzada ya, por historia y por cultura, la mayoría de edad del hombre. Las ideas ilustradas constituyen el

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CONCLUSIÓN

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depósito conceptual sobre el que se funda la manera moderna de pensar, y por tanto, la manera de concebirse el sujeto, su puesto, función y destino. Lanceros airma lúcidamente:

«a) La aventura moderna, correspondiendo a las exigencias fác-ticas y normativas de la racionalidad ilustrada, produjo una pre-visión de futuro en la que sólo cabía un curso de identidad: el que se sometía a los propósitos de la razón (convenientemente interpretada), a sus criterios y a sus métodos. La única identi-dad posible –y necesaria– era la de un nuevo sujeto histórico, la humanidad en su conjunto, que tendía inexorablemente a su inal emancipación con respecto a las constricciones naturales y sociales, que tendía inexorablemente a su deinitiva reconcilia-ción. Cualquier otro proyecto de identidad, pendiente todavía de la sumisión a ídolos derogados, era interpretado como error o perversidad; y no convenía a los planes de la devotio moderna: monarquía de la razón, monoteísmo de la humanidad.

b) La deinición en términos de racionalidad –común a la hu-manidad– no incluía el respeto a las diferencias sino la elimi-nación de las mismas: o su conveniente distribución jerárquica. El ideal de la igualdad se imponía –se impone– por la igualita-ria y común participación (individual) en la razón (universal), tal y como sancionan los derechos del hombre y del ciudada-no. Tanto la ilosofía subyacente como los cuerpos normativos producidos por y desde ella, establecen un vínculo necesario entre la individualidad y la universalidad, entre el individuo humano y la humanidad en general. El vínculo es la razón: que caracteriza igualmente a ambos. De ahí que el problema de la identidad se resuelva inmediatamente, o no pueda ser plantea-do sino en los términos de la identidad del individuo o de la común identidad del género humano en su conjunto. Para lo que no hay lugar, es para los cuerpos intermedios que se inter-ponen entre esas dos instancias: dado que la razón, tal y como ha sido deinida, no admite provincias ni matices (una raciona-

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lidad femenina, o eslava, o islámica...) no es posible establecer –legítimamente– cursos de identidad colectiva alternativos. En sus formulaciones más extremas, la idea de razón aparece como digna heredera del más radical monoteísmo débilmente secularizado. Hegemónica e inclusiva, se da por satisfecha con el axioma, a la vez antropológico, político y jurídico, “todos los hombres son iguales ante la ley”.

En tal esquema no caben dramas de identidad. Sólo una epope-ya de la racionalidad triunfante. Sin otros atributos, el hombre es pura racionalidad: y esa es la única realidad».43

El componente de hiper-racionalización que incorpora la Ilustra-ción, se inscribe como el patrón identitario que cruza y deine a la modernidad ilustrada, otorgando sentido y signiicación a la exis-tencia, combinando aleatoriamente autonomía y subjetividad, se-cularización y compromiso, individualidad y civilidad, libertad y deber, pertenencia y diferenciación. En otras palabras, la razón ilustrada otorgaba aquel elemento amalgamador o armonizador de los componentes de la identidad moderna, haciéndola com-prensible y propia: nueva identidad para un sujeto nuevo de los nuevos tiempos modernos. La rotunda conianza en la capacidad racional del ser humano y en la promesa del progreso vehiculado por la ciencia y técnica de corte físico-matemático, encuentra su crítica más profunda en el circuito que va desde Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Marx y Freud, pasando por los existen-cialistas de corte fenomenológico a lo Heidegger y Sartre, conti-nuando con Horkheimer y Adorno y radicalizada por los ilóso-fos franceses postmodernos, Lyotard, Lipovetsky, entre otros, y Jameson, Berman, Arent, etc., y recalando en la hermenéutica de Gadamer, Ricoeur, Honneth, entre otros.

43 PM, págs. 115-116.

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CONCLUSIÓN

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Por todo lo anterior, y para inalizar, siguiendo a Lanceros, resulta importante relevar la identidad en el contexto moderno, por las siguientes razones que suscribimos y en sus diferentes niveles:

«a) El nivel comunitario. Puesto que la identidad es constitutiva-mente comunitaria, puesto que se asienta en lenguajes compar-tidos, narraciones y relatos, en formas de vida y proyecciones de sentido (así como en sistemas de parentesco, y de producción e intercambio, y de dominación), la pluralidad de comunidades simbólicas o de sentido ha de ser pensada más como cauce de soluciones que como fuente de problemas.

b) El nivel universal. Propuesta hipotética, siempre abierta, de interacción y acomodo de la pluralidad de relatos. O nivel que no se clausura en propuesta deinida: por ejemplo, en una vaga y vacua –por desarraigada y abstracta– ciudadanía cosmopoli-ta. El nivel universal –o cosmopolita, si se quiere mantener el dudoso prestigio de la palabra– ha de ser pensado como la más exigente de las ausencias, sin ceder a la ilusión –trascendental– de aceptarlo como evidente presencia.

c) El nivel personal. Ámbito relexivo y crítico en el que la iden-tidad es apropiada y modelada, matizada y ejercida. Nivel per-sonal que, como airma Eugenio Trías, no hay que alienar en la imposible –e impasible– igura del individuo, curioso invento del liberalismo anglosajón. De hecho, la persona, la máscara en la que –y a través de la que– persuenan y percuten los relatos, es ineludiblemente dividual: escindida y desgarrada, incompleta y deiciente, y por ello social y cultural. Yo mismo, en este momen-to, no sé quiénes escribimos este texto».44

44 PM, pág. 126.

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