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Spedding (2009) ¿Dónde está la antropología boliviana_

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¿Dónde está la antropología boliviana?

Alison Spedding Pallet

Dentro de la disciplina de antropología al nivel mundial, la antropología de los Andes ocupa un lugar muy marginal. Incluso la antropología amazónica tiene mayor perfil, empezando con ‘Tristes trópicos’ y el primer (y casi el único generalmente leído) volumen de ‘Mitológicas’ de Lévi-Strauss, mientras ningún libro sobre los Andes ha logrado el estatus de un clásico que sobresale los límites de los especialistas de área para convertirse en una lectura general, consumida por un público que no trabaja en o sobre esa región y mencionada en listas de lecturas para cursos que no tratan de los Andes en particular. Quizás lo más cercano a este logro sería Michael Taussig, pero sus trabajos con contenido etnográfico regional, como ‘El diablo y el fetichismo de la mercancía en Sudamérica’(1980/1993) no son concebidos como ‘andinos’, y sus libros posteriores han abandonado el enfoque regional para dedicarse a temas teóricos como la cuestión de la mimesis. Superficialmente, la marginalidad andina podrá parecer una casualidad, que ninguna figura que ha alcanzado estatus canónico haya optado para trabajar en estas montañas, pero hay razones más estructurales. Los textos fundacionales de la antropología trataron de lo que en ese entonces se llamaba sin remilgos ‘sociedades primitivas’, mayormente tribales y en todo caso exóticamente no occidentales, principalmente ubicados dentro de los predios colonizados por los imperios europeos en África, Asia y Oceania. En los territorios norteamericanos, Boas, Benedict y compañía tenían a los kwaikutl y navajo a mano, y cuando el interés antropológico se extendió a su patio trasero, los nambikwara, yanomamo y guayakíes eran mucho más atractivos que el campesinado andino, aburridamente católico, monógamo y decentemente vestido. No andaban desnudos ni pintaban sus caras y la droga que más consumían era el alcohol en vez de la ayahuasca. En tanto que ofrecían algún interés teórico, era dentro del campo pedestre de los ‘estudios campesinos’, sin retos realmente antropológicos.

En las décadas de los 1970 y 1980, Nueva Guinea y Oceania se puso de moda debido a sus conceptos exóticos de género, llegando hasta el fellatio institucional, y después de la caída del Muro de Berlín se abrió todo un campo de investigación en los países pos-soviéticos, sujetos a cambios sociales rápidos y dramáticos. La antropología del mundo musulman era una especialidad ya bien establecida que recibió un impulso renovador con el surgimiento de los movimientos islamistas radicales. En consecuencia, cualquier estudiante de posgrado en las principales carreras o escuelas de antropología en el Norte que tenía ambiciones de hacer carrera académica optaba para realizar su trabajo de campo en estas regiones y sobre estos temas, de los cuales los Andes seguían enteramente marginados. Su notoriedad internacional durante esos años se limitaba al problema del narcotráfico, policial antes de antropológico, y Sendero Luminoso, que si bien atraía bastante interés entre investigadores y comentaristas, hasta establecer la especialidad de ‘senderólogo’, provocó niveles de inseguridad física que de hecho imposibilitaron el trabajo de campo en la sierra peruana por una década o más, y hasta ahora parece haber provocado una autocensura referente a la participación en dicho movimiento que tardará mucho en levantarse. La disrupción social de ese periodo también puso fin a buena parte de las instituciones y prácticas tradicionales que habían sido el enfoque preferido de los

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estudios antropológicos. Llegando al nuevo milenio, los movimientos sociales, sobre todo los de tinte étnico e indígena, han llevado los Andes a figurar en los medios de comunicación a nivel mundial, pero corresponden a temas que la división de trabajo académico asigna a la sociología antes que a la antropología. En tanto que novedades específicamente bolivianas como las TCO (Tierras Comunitarias de Origen), es decir la titulación colectiva de la tierra como un avance totalmente opuesto al neoliberalismo que, se supone, fomenta automáticamente la propiedad privada individual, ofrezcan oportunidades para la antropología – por ejemplo, como una demostración de la validez de un enfoque sustantivista dentro de la antropología económica – se han implementado en la región amazónica y no en los Andes.

Claro que se diría que estoy tomando antropología andina como sinónimo de antropología boliviana y ¿acaso Bolivia no incluye a las tierras bajas? Eso es cierto, pero cuando hablo de ‘antropología boliviana’ refiero a investigaciones antropológicas hechas en Bolivia y, sobre todo, por bolivianas y bolivianos y en instituciones nacionales. Hasta ahora, sólo existen carreras de antropología en las universidades públicas de La Paz (UMSA) y Oruro (UTO), además de algún curso a distancia en la Universidad Católica en Cochabamba: todas ubicadas en el área andina. Tanto el fomento institucional como la exigencia de producir publicaciones de investigaciones por parte del cuerpo docente de estas universidades es muy débil y por tanto, el principal cuerpo de investigaciones que sale de estas carreras consiste en las tesis de licenciatura de las y los estudiantes. Ya que la provisión de becas es mínima, mayormente tienen que realizar sus estudios con recursos propios y por tanto, suelen hacerlas cerca de casa, es decir, también en el área andina. ‘Cerca de casa’, en muchos casos, quiere decir exactamente eso, como la tesis publicada de Ángela Caballero, ‘Viaje a territorio prójimo’, que estudia la fiesta patronal de Calacoto, barrio donde ella reside con su familia, aunque en este caso resulta que los principales participantes de dicha fiesta son descendientes de los campesinas que habitaban el lugar antes de que fuera urbanizado y invadido por migrantes de clase media como la familia de la autora.

Esta obra hace gala de presentar una ‘autoetnografìa’ y una perspectiva reflexiva, por lo que la autora siempre vivía en el barrio y había observado la fiesta de paso desde su infancia, además de que ayudó a los participantes en conseguir reconocimiento oficial para su festividad. Las propuestas de ‘autoetnografìa’ y ‘antropología reflexiva’ surgían dentro de la corriente académica de la antropología posmodernista en los años 1980. Se criticaba las etnografías clásicas porque, después de una introducción donde se solía resumir las circunstancias y las fechas en que se hizo el trabajo de campo, el investigador desaparecía en el resto del texto para escribir sobre sus investigados en forma impersonal, como el narrador omnisciente de una novela decimonónica, obviando completamente su presencia personal y sus interacciones en las actividades sociales descritas, e ignorando sus reacciones y sentimientos y cómo éstos hubieran podido influenciar en los análisis presentados. En tanto que había una propuesta epistemológica aquí, trataba de la importancia de identificar los componentes de origen personal en la descripción o registro etnográfico, que podrían conducir a la proyección de valores o conceptos de la cultura de origen del investigador sobre la cultura de los investigados y así distorsionarlos. Se supone que la finalidad era, sino borrar estas proyecciones, al menos identificarlos, aunque algunas de las críticas posmodernistas más radicales parecían llegar al punto

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donde cualquier descripción de una cultura o grupo social hecho por una persona que no era miembro nativo del mismo, sólo representaría el proyección fantasiosa del pensamiento de esa persona, metaforizado a través de imágenes atribuidos a ‘los otros’: en fin, una ficción, no una descripción de una realidad objetiva. Se negaba la posibilidad de cualquier etnografía que no fuera del propio grupo social, o sino, los informes de campo tendrían que convertirse en diarios íntimos analizando las experiencias y reacciones del investigador frente a lo que imaginaba ver y entender por parte de sus investigados. Hasta ahora hay estudios que incluyen, junto con etnografía convencional, acápites que analizan las maniobras y reacciones subjetivas del o la investigadora durante su trabajo de campo; pero hay una línea delgada entre comentarios de este tipo que realmente ayudan a comprender cómo se llegó a conseguir los datos presentados, y cómo la trayectoria y visión personal de la autora condicionaron este proceso (y así condicionan el alcance y la representatividad del conjunto de información base de su obra), versus divagaciones que más que autoetnografía, parecen auto-indulgencia – como si los problemas personales de la autora realmente tendrán un significado teórico para la sociedad en general, o sino, se lo pasa explayándose sobre lo avanzado de su perspectiva teórica y metodológica para encubrir la escasez de datos empíricos.

En una de sus últimas conferencias, Pierre Bourdieu (2003/2004) abogaba por la ‘objetivación participante’, que exige que la investigadora social realice una auto-análisis de cómo ha llegado a estudiar el tema en cuestión, tanto desde su origen social como desde su trayectoria dentro de la academia; pero, al parecer, considera que esta objetivación debe llevarse a cabo como parte de la labor metodológica del proceso de investigación, y no ser presentado (excepto quizás de forma muy resumida) como componente extenso del informe final o versión publicada de ese estudio. En todo caso, es cierto que para analizar cualquier opinión o comentario, tanto de la investigadora como de la persona investigada (‘informante’), se debe tomar en cuenta ‘de dónde viene’, es decir, qué es la relación personal con el hecho o tema referido. En general, las y los informantes hablan desde su experiencia individual, incluso cuando hablan como si expresarían una verdad general. Así, cuando una persona de tercera edad dice ‘Ya no se hace …’ quiere decir que ella, y las personas con quienes se relacionan, ya no hacen esas cosas, pero eso no quiere decir necesariamente que toda la gente, incluyendo las más jóvenes, tampoco lo hacen (el ejemplo más evidente que tengo de esto es del ayni laboral: siendo ya muy mayor no se lo hace porque su fuerza menguada no vale para el intercambio, pero eso no implica que la gente en la flor de la edad también han dejado de hacer ayni). Sin embargo, los trabajos antropológicos que he visto en el ambiente paceño que enfatizan el ‘posicionamiento’ de la investigadora frente a su tema, suelen dejar al lado el ‘posicionamiento’ respectivo de sus informantes. Ubicar este posicionamiento es resultado de una reflexión prolongada, y además, facilitado por cierta posición de clase y, a mi parecer, género1: por tanto no se lo podría pedir en seco a cualquier informante, sino

1 Corresponde a esas clases sociales que han tenido contacto con prácticas como la psicoterapia, la escritura de diarios íntimos y otras que conducen a repasar las acciones propias y tratar de explicar, rechazar o justificarlas desde una perspectiva objetiva y no defensiva. En Bolivia, esto se limita a la clase media alta por arriba. En adición, los trabajos que yo conozco que asumen esta perspectiva, más el personal docente que lo propone o fomenta, suelen ser de mujeres y no de varones. El aspecto de clase es bastante obvio (se sabe qué clases tienen dinero y disposición para buscar la terapia cuando se sienten peturbadas, versus las que se aplican la terapia de la farra o sino recurren a un yatiri que no va analizar su problema en términos

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más bien tiene que ser construido por la investigadora a través de un trabajo de campo prolongado con esos informantes. Obviar el posicionamiento de éstos se relaciona con un defecto general de la antropología boliviana, que es la falta de trabajo de campo largo y consistente, a la cual volveré, pero primero quiero tratar el tema de la ‘autoetnografía’.

Puede ser que por ignorancia de la literatura metodológica, no conozco una definición o exposición clara de este concepto, en tanto que sea algo distinto al enfoque meramente confesional criticado arriba. Yo considero que NO debe ser tomado como mero sinónimo de asumir como objeto de estudio un evento o contexto que uno ha conocido desde la infancia o por parte de familiares. Aunque tu familia sea oriunda de tal pueblo de provincias, y por tanto desde que tienes memoria ellos iban a la fiesta patronal y a veces te llevaban con ellos, una vez que hayas asumido esa fiesta como tema de tesis, tu forma de acercar y participar en la misma cambia totalmente. Aunque es posible (pero poco probable) que seguirás bailando en la misma comparsa – si hacías eso – y llegando junto con tus familiares en la víspera, etc., ahora vas a enfocar el conjunto de actividades con mayor atención, vas a fijarte en aspectos que antes ignorabas o pasabas de lado, vas a dedicarte a preguntar a las personas de manera que jamás habrías hecho antes, y es casi garantizado que vas a ir a observar, y hasta participar, en actividades y espacios que antes no hubieras considerado. Para mí, una ‘autoetnografía’ verdadera debería tratar del estudio etnográfico de una actividad o contexto social en el cual te ves involucrado como consecuencia regular de tu vida social, y no como resultado de una decisión explícita de adoptarlo como tema de estudio. Por ejemplo, si decides casarte por civil y por religión, podrías hacer una autoetnografía de todo este proceso (desde la elección de padrinos, del local, la preparación de la comida, la música, quiénes asistieron y qué regalos trajeron, la participación de tu propia parentela y tu parentela afín, es decir, la familia de tu cónyuge…) y luego analizarlo con referencia a la bibliografía existente sobre parentesco, ritualidad, ayni y otros temas de la antropología andina.

Claro que nadie decide casarse sólo para poder realizar una autoinvestigación de lo mismo; y tampoco conozco autoetnografías de este tipo, es decir, de las situaciones sociales en las cuales uno se ve inmerso como parte de la vida propia, y por tanto, como expresión de la posición y trayectoria social propia dentro de la estructura social y la cultura, o culturas, donde uno vive – y no como resultado de una opción académica. Dentro de mi propia obra académica, considero que la única que cuenta como autoetnografía en este sentido es mi libro sobre la cárcel, ‘La segunda vez como farsa’ (Spedding 2008), realizado en base a los dos años y medio que pasé en la cárcel de mujeres de Miraflores, procesada por tráfico de sustancias controladas bajo la Ley 1008. Yo no propuse ser detenida ni encarcelada por ese delito y antes de eso, tampoco pensaba hacer una etnografía de una cárcel de mujeres. En una presentación del libro en el local de la ONG Gregoria Apaza en El Alto, Susana Rance comentó que en el texto, yo asumía la voz autorial y autorizada para hablar sobre las mujeres encarceladas; yo entendí que esto era una crítica, en el sentido de que yo me había sobrepasada de alguna manera, otorgándome una autoridad no de todo justificada. Bueno, si hubiera dicho lo mismo referente a mis escritos sobre la vida campesina en Sud Yungas, le hubiera dado la razón (aunque no sé si me he expresado de esa forma en alguno de esos escritos). Aunque he

de actitudes personales) pero el segundo aspecto requiere un análisis particular.

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pasado más de veinte años conviviendo de manera más o menos discontinua con las y los campesinos de la zona, acepto que no soy realmente una de ellos y no estoy sujeto a las condiciones de sus vidas – por ejemplo, aunque cultivo, vendo y masco mi propia coca, e incluso gano dinero de esa actividad, no vivo de eso. Pero dentro de la cárcel, yo era una presa igual que cualquier otra, sujeta a las mismas leyes y reglamentos. Por mi condición profesional y laboral, tuve algunas experiencias excepcionales2, pero esas no figuran como elementos de análisis en el libro. Aparte de eso, conviví sin interrupción con las demás presas durante 30 meses, algo que no se hace ni siquiera en los trabajos de campo más intensivos y dedicados3. Por mi origen nacional y, sobre todo, mi posición de clase, era evidente que mis actitudes y reacciones frente al encarcelamiento eran distintas a las de la mayoría de las presas, quienes a la vez se diferenciaban entre ellas, como intento exponer en el libro; sin embargo, considero que en este caso sí tengo derecho a hablar con voz autorizada, porque he vivido y compartido la condición de encarcelada como una etapa en mi vida real y expresión de una posición y trayectoria estructural, no como una opción asumida y en varios aspectos, fingida, como en el caso de ‘mi comunidad’4 en los Yungas, algo reconocida (a veces como positiva y otras veces, negativa) por las y los comunarios.

Aquí he aclarado, brevemente, mi propia relación con algunos ámbitos sociales que he estudiado. Ahora quiero preguntar ¿y porqué es tan poco frecuente que los investigadores bolivianos hacen lo mismo? En mi experiencia, en la carrera de sociología de la UMSA, buena parte de los temas de tesis parten de la vida propia. Cuando se propone estudiar una comunidad rural, es frecuente que el o la postulante, o sino sus padres, han nacido y quizás (los padres) aún viven allí; al escoger algún grupo laboral urbano (sean zapateros, taxistas o comerciantes) resulta que el o la postulante trabaja en eso, y si le interesa una congregación religiosa es porque es o ha sido miembro de la misma. Cuando el objeto de estudio no es de donde proviene su familia, suele ser un lugar o grupo donde el o la postulante ha sido empleado. Son raros los casos donde el tema de tesis surge de un cuestionamiento o inquietud intelectual que luego se busca plasmar o comprobar en un contexto empírico. Por supuesto, un encuentro vivencial puede despertar una curiosidad o

2 Por ejemplo, tuve varias salidas judiciales para asistir a defensas de tesis de mis alumnas y alumnos. Yo sabía que eso era formalmente ilegal, ya que bajo la Ley 1008 sólo se permite salidas para razones médicas. En éstas últimas tuve bastantes problemas, ya que han sido aprovechados muchas veces para fugar y por tanto, las autoridades me restringieron aunque era mi derecho legal. En contraste, otorgaron sin problemas salidas ‘ilegales’ para dichas defensas: supongo porque era primera y última vez que alguna presa por 1008 solicitara salida para tal motivo, entonces podían aprobarlo sin miedo de establecer un antecedente que después sería aprovechado por otras personas presas.3 Hoy en día, hasta en áreas rurales aisladas suele ser posible aprovechar de los transportes modernos parar salir cada uno o dos meses para pasar un rato en la ciudad, recogiendo correo y dinero, visitando amistades y gozando de un ambiente urbanizado y la tecnología moderna, para así ‘descansar’ de las condiciones del trabajo de campo. Se cuenta de Raymond Firth que, en los años 1920, cuando fue a hacer su trabajo de campo en la isla de Tikopia, el barco le dejó allí y se fue para no volver sino después de seis meses (el servicio de barco era dos veces al año), así que tuvo que enfrentar estar ‘encerrado’ allí sin posibilidad de salir no importa lo que le pasaría: eso es algo parecido a mi situación en la cárcel, pero aún así, había la opción de salir cada seis meses, mientras en la cárcel yo no sabía cuándo iba a salir.4 Lo pongo entre comillas porque no soy comunaria a tiempo completa ni vivo de la agricultura allì; a la vez, estoy afiliada al sindicato de la comunidad y tengo que asistir a reuniones, ‘salir’ a los ‘trabajos sociales’ (comunales), etc., que cuenta como ser miembro efectivo de la comunidad. Es decir, dentro de la organización sindical campesina, realmente es mi comunidad, sin comillas.

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asombro apto de ser desarrollado en términos conceptuales que dan lugar a una investigación valida. También es cierto que la participación efectiva – por ejemplo, en una actividad laboral – daría lugar a una observación participante fundamentada, mucho más profunda y rica que simplemente acompañar esa actividad anotando todo el detalle que se puede. Algunos temas muy sensibles, si bien no serán totalmente imposibles de abarcar por parte de personas que no son miembros ya del grupo social en cuestión, definitivamente se facilitan mucho si uno ya se relaciona de antemano con los investigados antes de iniciar el estudio como tal. Pero si se acepta la validez de la crítica posmoderna que exige analizar las relaciones entre investigador e investigados, todo esto debe ser aclarado en los informes finales, aunque sea de manera convencional en el primer capítulo sin que surja cada vez dentro del cuerpo empírico de la obra. Esto es algo que brilla por su ausencia en particular en los estudios sobre comunidades rurales hechos por personas oriundas de las mismas. No suelen detallar, en caso de haber nacido allí, a qué edad salían del lugar ni qué tipo de relaciones han mantenido desde ese entonces. Es muy distinto – digamos – la relación de un tesista que hizo el bachillerato en la misma provincia y cuyos padres y tíos siguen viviendo en el lugar, que la de otro que fue llevado a la ciudad de niño y cuya familia inmediata tampoco vive en la comunidad ni lo visita con frecuencia, cuando se presenta buscando indagar para su tesis. Los obstáculos que surgen en el trabajo de campo, en el segundo caso, pueden ir desde rehusar dar información porque se sospecha que el tesista está a favor de los residentes conflictivos que quieren mantener o retomar sus tierras sin cumplir con las obligaciones comunales, hasta relatos incomprensibles porque los informantes supusieron que el tesista, por ser ‘hijo del lugar’, ya conocía todo el trasfondo necesario para explicar lo contado: no se daban cuenta que sólo recién se había interesado seriamente para conocer su lugar de origen, y el no quiso romper la confianza otorgada confesando que en realidad era tan ignorante al respecto que cualquier turista citadino. En el primer caso, tampoco garantiza que la investigación sea una taza de leche: los vínculos activos con la comunidad pueden conducir a que el tesista y sus familiares ‘estantes’ sean miembros de una determinada facción comunal en conflicto con otras, de manera que resulta imposible recoger datos de miembros de las facciones opuestas y por tanto, la información sólo es valida para una parte de la comunidad y no puede ser generalizada – pero aún así se generaliza.

Claro que esto no sólo ocurre como resultado no intencionado de las limitaciones de ser ‘investigador nativo’. Es conocida la crítica de Orin Starn de la antropología andina de los años 1960 y 1970, que enfocó los sectores y aspectos más ‘andinos’ (es decir, tradicionales, locales, de pinta exótica) de la región, dejando al lado cuestiones como el impacto de la migración, la modernización y el activismo político, y por tanto quedó sin respuestas frente a la irrupción de la guerrilla de Sendero Luminoso. Me parece que se exagera en culpar a los estudiosos por no haber previsto la explosión de la violencia, porque la ciencia social no es ni tiene que ser una bola de cristal, pero tiene razón en criticar la preferencia investigativa para regiones con pinta más tradicional (en términos de vestimenta, ritos, técnicas de producción, sistemas de autoridades y demás), y dentro de éstas, escoger como informantes los individuos más dedicados a estas tradiciones – por ejemplo, personas de tercera edad y las que nunca, o muy pocas veces, han salido del lugar. A veces esto representa una especie de antropología de rescate, es decir, se está recogiendo información sobre prácticas y conocimientos que muy pocas personas ya realizan o recuerdan, o descripciones de actividades que en realidad ya se había dejado de

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practicar en el momento del trabajo de campo. Este rescate es valioso en si, en particular cuando se trata de contenidos culturales cuyas vías de transmisión se estaban perdiendo y por tanto, el registro académico podría resultar la única forma de conservarlos tanto para la curiosidad de extraños como para generaciones futuras de la misma comunidad que podrían desear conocer y recuperarlos. Pero en tanto que no se indica hasta qué punto se trata de un rescate ni se indica – al menos de paso – cuáles miembros de la comunidad aún los conservaban y cuáles ya actuaban de otra forma, bloquea el análisis de los cambios culturales y sociales.

Por ejemplo: una lectura cuidadosa del sistema ritual y religioso de los chipayas que Wachtel (1990/2001) presenta como ‘la cuadratura de los dioses’, aparentemente un universo simbólico asombrosamente completo y armonioso, revela que algunos de los componentes que conforman el conjunto cuatripartito de oposiciones en espejo, en realidad ya no eran practicados cuando hizo su primer trabajo de campo a principio de los años 1970. Se menciona de paso ciertos índices de decadencia – o cambio – en los ritos aún en pie, como que la fiesta patronal de Santa Ana ya no duraba tanto tiempo ni incluía tanto gasto como antes, pero no se sabe si el resto de los ritos descritos eran practicados por la totalidad de la población y con qué nivel de devoción o regularidad. En resumen, ese universo tan englobante es, al menos en parte, una construcción del investigador. No era una realidad práctica ni en 1973, y no se sabe si lo hubiera sido en cualquier rato del pasado (ya que algunos ritos descritos en base a la práctica de 1973 tal vez no eran parte del conjunto ritual, o tenían otra forma, cuando los ritos ya abandonados que él incluye en su conjunto sí eran una realidad práctica). Pero el texto presenta un edificio ritual completo, y por tanto, resulta incomprensible porqué, cuando Wachtel regresó a Chipaya en 1982 ‘tras cuatro años de ausencia’ (Wachtel 1990/2001:589), tanto el sistema de fiestas y ritos como el de las autoridades tradicionales se había desmoronado. Trata de explicarlo a través de la introducción de movimientos religiosos, tanto el catolicismo más ortodoxo como dos iglesias protestantes, hostiles a las prácticas que los mismos chipayas llamaron ‘paganos’, más el impacto de desastres coyunturales como una epidemia que, en 1964, mató a unos 150 niños y no pudo ser explicado como un ‘castigo’ por no haber cumplido con la religiosidad sea ortodoxa o pagana, por lo aleatorio de las muertes. Así, recién nos enteramos que una década antes de que Wachtel llegara a Chipaya, en 1973, ya había grietas en el consenso ritual y simbólico en el pueblo: pero la etnografía central del libro ni las menciona.

Una crítica similar se puede aplicar a los trabajos de Arnold y Yapita sobre Qaqachaka. En el capítulo de ‘Hilos sueltos’ (Arnold, Yapita y Espejo 2007) sobre el culto a los santos, comentan que desde su llegada al lugar a principios de los años 1980, han visto enormes cambios en estos cultos, y por tanto van a presentar una etnografía de esa época, que no representa lo que actualmente se hace. Está bien en tanto que se aclara eso, pero falta referencias a qué ha pasado después, qué elementos de lo descrito – si alguno – se mantienen, y cómo se podría interpretar estos cambios. Yo considero que las obras de Arnold y sus colaboradores, como por ejemplo ‘Río de vellón, río de canto’ (Arnold y Yapita 1998), son enormemente valiosas, a la vez que tengo la impresión que la mayoría de sus informantes eran de la tercera edad y/o miembros de familiares particularmente tradicionalistas y alejadas de la educación escolar, la migración y otras influencias modernizantes. También comprendo el rechazo visceral frente al abandono de una cultura

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tradicional tan rica a cambio de la adquisición superficial y fragmentaria de conocimientos modernizantes que se ofrece en la educación escolar boliviana, que conduce a valorar la opción de no mandar a la escuela a la hija sino formarle dentro de esa cultura tradicional. Pero esa opción le confina en una economía rural decadente y le corta la opción de salir a Santa Cruz, Argentina o más allá donde la lectoescritura tambaleante en castellano y un conocimiento mínimo del curriculum nacional tienen una utilidad práctica, no obstante la falta de coherencia o riqueza simbólica. Entre los indicios de la decadencia de dicha economía rural está el hecho de que, al parecer, se ha decidido recortar el ciclo de descanso de los campos de cultivo rotativo. En el corto plazo, esto soluciona la demanda de tierras debido al crecimiento demográfico, pero en el largo plazo es suicida porque va a destrozar la fertilidad del suelo. Pero no creo que se pueda atribuir este proceso negativo simplemente a la influencia malvada de la Ley de Participación Popular que habría quitado influencia a las autoridades tradicionales quienes velaron para mantener los periodos de descanso. El pastoreo de camélidos está en decadencia también, entre otras cosas debido a la ‘guerra de los ayllus’ a fines de los años 1990 que condujo a la destrucción de rebaños debido al abigeato de los enemigos.

Los proyectos de pacificación de esta guerra trajeron la electrificación y viviendas modernizadas, pero no trajeron opciones económicas viables a ojos de la población, porque a partir de 2000 mucha gente de Qaqachaka, si no migraron dentro o fuera del país, se han dedicado primero al negocio de los autos ‘chutos’ (de contrabando desde Chile) y luego, a la producción de pasta base de cocaína. Supuestamente, esto ha sido fomentado por el apoyo incondicional de la región al MAS, y hasta se dice que Evo Morales vino en persona a decir que durante un par de años podrían dedicarse a la pichicata sin problemas; en todo caso, no se ha controlado el ingreso de hoja de coca al lugar, y las pocas incursiones de la FELCN con fines represivos han servido más para colaborar con algunos ajustes de cuentas entre rivales locales que para poner fin a esta actividad. Se comenta el alza evidente en los niveles de consumo y la posesión de autos de lujo entre los pobladores, a la vez que el descarte de químicos usados ha contaminado ríos y pastos y ha conducido a los que todavía intentaban seguir con la economía pastoril a deshacerse de sus animales porque ya no había forraje limpio para ellos. Aunque el MAS siga en el gobierno, es evidente que esto no es una opción económica sostenible, y eso sin mencionar sus correlatos de desestructuración social, entre los cuales los mencionados cambios en el culto de los santos serán sólo una muestra de botón.

Arnold, Yapita y sus colaboradores locales (como Domingo Jiménez y Elvira Espejo) no se han dedicado a la antropología económica, y mis comentarios sin duda exhiben mi propia ignorancia sobre Qaqachaka. Apenas uno de sus artículos (Arnold y Yapita 1996) trata del tema de ‘la crisis ecológica y las batallas rituales en el linde entre Oruro y el Norte de Potosí’. Concluyen con ‘la hipótesis de que el empeoramiento de las peleas en los últimos años es debido a una reacción masculina frente a esta devastación ecológica’ (op.cit.:370). La devastación – recorte de los ciclos de rotación en las mantas, deforestación, reducción de los rebaños de camélidos porque los autos los hacían innecesarios antes de que fueran consumidos en la guerra – se debe siempre a imposiciones exteriores, de manera parecida a la intromisión religiosa que Wachtel refiere en Chipaya. A esto se adjunta la presión demográfica, que en ‘Qaqachaka aumentó por fuerzas externas del ayllu’ (op.cit.:330) – donaciones de comida, sobre todo a mujeres

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embarazadas y con hijos menores, que causó que la gente procreara más hijos a propósito para acceder a estos beneficios. La harina donada fomentó la producción local de pan, valorado a la vez en base al prestigio ajeno como alimento urbano y civilizado, que condujo a mayor deforestación para proveer de leña a estos hornos … es cierto que hay un argumento integrado aquí, en buena tradición antropológica, pero a la vez todo se debe a influencias externas, y la gente de Qaqachaka aparece como títeres manejados o subordinados, sin decisión propia. Se tiene la impresión que, tanto aquí como en Chipaya, la cultura local sólo se hubiera conservado si la región se hubiera mantenido totalmente aislado del mundo circundante, aislado incluso del impacto de leyes nacionales como la de Participación Popular o la intervención de la Prefectura o el ejército en sus conflictos.

Las únicas fuerzas locales o propias que hayan contribuido a la guerra, serían ideas sobre las cabezas trofeos tomadas de los enemigos, que permiten capturar su fuerza y ‘ánimo’ (352-366). Pero si esto, como componente de la masculinidad, fomenta la guerra ¿para llegar a la paz habrá que eliminar la cultura local, sino en general, al menos referente a los conceptos de masculinidad, y además estas ideas sobre cabezas y demás? Se podría expulsar a los proyectos de desarrollo y sus alimentos donados (y de hecho, éstos ya han desparecido en la mayor parte del área rural) pero sería más difícil eliminar el transporte motorizado (para que la gente vuelva a las piaras de llamas). ‘Las maneras políticas de antaño de resolver los conflictos’ ya no funcionan, debido a ‘la muerte de la última generación de apoderados’, líderes que manejaban tanto la tradición andina como el conocimiento legal- estatal y por tanto, podían articular los diferentes niveles sociales. Los líderes jóvenes, ‘alienados’ tanto por la escuela como por el servicio militar y la ciudad, no lo pueden hacer (326-327). Aquí hay una aporia: ¿qué ha pasado para que la sabiduría y capacidad de estos apoderados mueran con ellos? ¿Por qué no han podido – o querido – transmitirlos a la generación más joven? La misma aporia aparece en estudios sobre otras regiones andinas, por ejemplo cuando Ina Rösing (2003:693) atribuye la pérdida de rituales kallawayas a la muerte de cierto ritualista que durante años los dirigía, sin analizar porqué, durante tantos años, él no hubiera podido escoger y entrenar a un sucesor.

Al fin, quedamos sin una opción – y menos un análisis – claro. También es cierto que otros autores, como por ejemplo Marcelo Fernández, que han escrito sobre la ‘guerra’ entre Qaqachaka y Laymi, tampoco han ofrecido análisis muy convincentes. Este autor tiene una postura ideológica indigenista, a favor de las autoridades originarias concebidas como representantes de una tradición no europea, y por tanto, termina proponiendo que ‘sólo se llegara a la “memoria larga” … de la confederación Charka-Qhara Qhara podría hallarse o reconstituirse una instancia capaz de resolución’ (Fernández 2000:295). Al lado de esta propuesta utópica, las vagas recomendaciones de Arnold y Yapita de que se debe recomponer los rebaños de camélidos una vez terminadas las peleas, y buscar comprender los conceptos locales referentes a la violencia antes de despreciar y descartarlos, parecerían un modelo de proyecto práctico. No cabe duda que ellos sí han realizado trabajos de campo prolongados en la región, y por tanto, es muy posible que dispongan de información más amplia sobre las relaciones económicas, sólo que su giro analítico que privilegia temas de simbología, ideología y representación lo ha dejado al lado. Es cierto que dentro del eje de los sistemas simbólicos, la agencia individual y activa de las personas, y la esfera del realpolitik donde ésta se ejerce de manera bastante

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independiente de las representaciones culturales particulares, tienden a desaparecer. Los individuos nunca fungen como operadores activos y creadores de los símbolos culturales, sino como meras instancias que los ponen en exhibición y movimiento – curiosamente, una perspectiva muy parecida a la postura antihumanista de materialistas como Althusser, una corriente teórica que, según sé, Arnold y Yapita jamás han adoptado. Será que cuando se hace una excursión ocasional de un cuerpo de estudios enfocados en los aspectos simbólicos e ideológicos, y orientado a identificar continuidades de larga duración (por ejemplo, entre las culturas prehispánicas y la cultura de Qaqachaka hacia fines del siglo XX), para comentar contextos y acontecimientos coyunturales y pasajeros (como la ‘guerra de los ayllus’ en los años 1990), se cae sin querer en una visión que anula la agencia individual y hace que todo parece como resultado de fuerzas exteriores. Referente a Fernández, sin embargo, no cabe duda que su trabajo de campo en la zona era breve y superficial, y su análisis se limita a expresar la postura asumida de antemano, para la cual la investigación empírica sólo sirve como fuente de apoyo, no como un fuente original de datos en base a los cuales se busca conclusiones emergentes.

Estas críticas sugieren que, en todo caso, la prolongación del trabajo de campo no necesariamente implica librarse de todo sesgo analítico. Pero en tanto que el trabajo de campo sea más limitado, es más probable que tales sesgos se imponen sobre los datos empíricos. Además, los y las investigadores criticados son un francés (Wachtel), una inglesa bolivianizada más su marido boliviano (Arnold y Yapita), y un boliviano (Fernández), por profesión sociólogo, quien sale más mal parado – aunque el libro criticado era resultado de una investigación financiada por el PIEB, mientras la primera excusa de los investigadores bolivianos cuando se critica su falta de trabajo de campo, es que ‘no tenemos dinero’. Por supuesto, si quieres viajar a un país lejano y quedarte allí durante un año o más, necesitas una buena beca. La ausencia de algo parecido es un motivo principal de porque los investigadores bolivianos suelen escoger temas ‘cerca de casa’ y pocas veces proponen estudiar sitios lejanos dentro de su país, sin hablar del exterior. Pero yo respondía a estudiantes que proponían temas de tesis en área rural y a la vez alegaron no tener dinero para realizarlos, que viviendo en el campo es casi imposible gastar dinero aunque quisieras – al menos según el concepto que yo tengo de trabajo de campo en el área rural, donde se da por supuesto que vas a vivir en la casa de una unidad doméstica campesina (y por tanto no pagarás alquiler) y vas a participar en las actividades productivas, así aportando algo aunque no seas un trabajador de lo más competente (pero tampoco vas a exigir que te paguen el jornal). Además podrás aportar algunos víveres a la olla de que comes, pero harás eso en donde sea, excepto que estás acostumbrado a vivir con tu familia y comer gratis toda la vida. Otros gastos serán pasajes de ir y venir, e insumos como jabón, cigarros o cerveza en tanto que necesitas o quieres consumirlos. Bueno, suponiendo que tus dueños de casa no te pagan el jornal, requieres algo de dinero pero ¿acaso es mucho?

Creo que parte del problema es que los tesistas bolivianos no manejan ese modelo de trabajo de campo, sino piensan que van a vivir aparte – que implica cocinar aparte y pagar el alojamiento, o sino ligarse con alguna institución que va a prestar el cuarto o vivienda. Luego piensan que van a pasar todo su tiempo en el campo en ‘investigación’, es decir, aplicando entrevistas, encuestas y qué otros instrumentos o técnicas que hayan propuesto en sus perfiles de proyecto o de tesis. Esto implica que tienen que exigir a los

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informantes que dejen de desyerbar, pastear o lo que fuera para responder al cuestionario, lo que por general no es factible en el campo. O están en el trabajo o están cansados después del trabajo y no tienen tiempo ni ánimo para estar respondiendo a preguntas. Entonces, hay que ir cuando hay una fiesta, un ampliado u otro evento cuando por definición la gente no está en el trabajo y puede estar disponible para la entrevista etc. Cuando termina ese tiempo libre y vuelven al trabajo, el investigador vuelve a la ciudad porque ya no hay caso de ‘investigar’. No se contempla quedarse a compartir el trabajo y la vida cotidiana, observar eso y registrar las conversaciones y comentarios ordinarios y espontáneos, aparte de aprovechar de los momentos cuando se puede introducir los temas específicos del proyecto de investigación. Por tanto, los estudios sobre – por ejemplo – la ‘economía de la reciprocidad’ refieren a los intercambios que se ha observado en alguna fiesta y no presentan un seguimiento de los intercambios en el trabajo diario, sino en tanto que los mencionan es en base a comentarios normativos o intentos de sacar de los informantes un sumario de cuántos aynis hubieran dado y recibido en el curso del año, una manera de evaluar el ayni que, en mi experiencia, no se suele aplicar. Y en general, este trabajo de campo, en base a visitas breves enfocando charlas en el tiempo libre de los informantes, se dirige a sacar versiones verbales normativas sobre cualquier práctica social, sin matices ni comprobación empírica. Tal vez la tesis que resulta será aprobada en la carrera, pero luego se hunde sin mayores resonancias.

Es por eso que pregunto: ¿dónde está la antropología boliviana? Refiero en primer lugar a lo que producen las y los antropólogos bolivianos, y luego a lo que producen las y los extranjeros residentes en Bolivia. Referente a lo que producen las y los extranjeros que han venido a investigar aquí y vuelven a sus países, la respuesta es más obvia: presentan sus tesis, artículos y eventuales libros en allá, en inglés, francés, alemán y hasta japonés, siendo muy pocos los que publican traducciones castellanas del mismo accesibles aquí, y cuando lo hacen suele deberse a iniciativas desde aquí, realizando la traducción (no siempre pagada) y la edición (necesariamente pagada, muchas veces con dinero boliviano). Se entiende que sus carreras académicas en el norte dependen de las publicaciones en sus propios idiomas y no de haber ‘devuelto’ su investigación a los investigados. Pero se puede suponer que las y los investigadores nacionales sí se interesan en publicar sus estudios en el país, y sin embargo no se observa tal producción intelectual – y menos si eliminamos obras de un boliviano en co-autoria con un extranjero, como por ejemplo Carter y Mamani o Albó y Ticona. Considero que es enteramente criticable que los antropólogos extranjeros que trabajan en Bolivia rara vez se esfuerzan para que sus escritos sean publicados en Bolivia, pero no considero que esto justifique que tampoco haya estudios publicados que surjan de intelectuales bolivianos.

No quiero reducir el final de esta ponencia a comentarios personalistas, como que la carrera de antropología en la UMSA se cayó muy pronto en manos de una camarilla compuesta de los primeros titulados de la misma más ciertas afiliadas suyas, todos caracterizados por la falta de producción intelectual significativa, quienes luego se dedicaron a alejar de dicha carrera a cualquier persona que les pudiera hacer sombra. Creo que una causa más estructural de la debilidad intelectual de la antropología boliviana es una preocupación con la corrección política del momento, que se vincula con los discursos más vendibles a los financiadores oficiales – tanto nacionales como internacionales, dado que las instancias nacionales muchas veces dependen en realidad de

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internacionales que dictan las líneas dignas de recibir dinero.5 Entre estos discursos se puede mencionar lo izquierdoso-antiimperialista, lo desarrollista, lo posmodernista con énfasis en la reflexividad y la ética en la investigación, y lo indigenista con sus variantes que van desde el consentimiento de la comunidad a la investigación y el deber de consultar y luego devolver los resultados del estudio a la misma, hasta proclamar el compromiso con las líneas políticas de promover los derechos, la autonomía y la interculturalidad a favor de las y los indígenas. Estos discursos pueden resultar en diversos contextos, desde ganar elecciones universitarios hasta hacer aprobar becas extranjeras para ciertos favorecidos o conseguir invitaciones pagadas a foros internacionales, pero según que he observado, lo que NO han conseguido hasta la fecha son becas que pudieron financiar el trabajo de campo de tesistas (si la falta de dinero es realmente lo que les impide hacerlo) y tampoco un financiamiento que pudiera contribuir a salvar la falta de material académico, por ejemplo llenando las bibliotecas con revistas internacionales y libros actualizados. Mucho menos han contribuido a elevar el nivel académico de la carrera, sino tienen el efecto que por exhibir corrección política se tiene que aprobarles sin exigir un contenido académico y empírico de calidad. Me pregunto hasta qué punto la nota de 100 sobre 100 otorgada a la tesis de antropología publicada como Pachaguaya (2008) se debía al tono de última moda de las referencias a ‘ecofeminismo y posdesarrollo’ – o tal vez la nota refleja la espantosa mediocridad de la mayoría de las tesis de la carrera, que habría hecho que este trabajo formalmente competente, superficial y carente de dato o perspectiva novedosa alguna aparezca como algo sobresaliente.

Bolivia es un país que ofrece una enorme riqueza de temas antropológicos que no han sido investigados. No importa que las universidades del norte manden – o no – a sus tesistas, estamos aquí y podemos investigarlos. Voy a mencionar dos campos que representan, si se quiere, extremos conceptuales. El primero: tradiciones rituales regionales, referente en particular a las mesas o misas rituales. Hasta ahora se ha identificado una tradición kallawaya, otra que yo llamo del Altiplano Norte y las misas chipayas. Más no se sabe. Aparte de alguna referencia suelta como Martínez (1987) ¿cómo son las mesas chuquisaqueñas? ¿Las cochabambinas? ¿Las tupiceñas? ¿Hasta dónde se extiende las ofrendas de mesas en general, las hay entre los guaranies o qué? Choque (2009) presenta unas mesas de la provincia Loayza que yo sé por observación personal son parecidas a las de la provincia Inquisivi, a la vez que no corresponden a las de Sud Yungas que son más bien tipo Altiplano Norte. A la vez, Choque consta series de ch’allas con nombres rituales que corresponden a lo que se hace en Qaqachaka y K’ulta, una tradición que Arnold sugiere como originado en el señorío de Qharaqhara. Yo no sé a qué señorío hubiera pertenecido Loayza (Luribay), mientras los valles de Inquisivi eran valladas de Jesús de Machaqa, es decir, Pacajes, aunque según yo sé – vacío etnográfico – tales ch’allas con nombres rituales no se practican allí. ¿Se trata de una práctica panandina que sólo se ha conservado en algunos lugares, o se trata de una tradición étnica específica que señala esa pertenencia donde persiste? Ni siquiera podemos mapear con precisión donde se acostumbra tales ch’allas y qué tipo de mesas vienen junto con ellas, o

5 Alrededor de 1997, al debatir si se debía mantener el requisito de cursar un idioma nativo para egresar de la Carrera, Wigberto Rivero opinó que no era necesario, porque hoy en día todos los indígenas hablan castellano, y era más importante hablar el inglés para comunicarse con representantes de las entidades internacionales que proporcionan dinero.

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no, sin meternos a analizar si esta distribución tiene que ver con señoríos prehispánicos o si se debe más bien a migraciones, traslados y vínculos sociales más recientes.

El segundo es un interés mío, referente a la economía campesina. En el libro ‘Kawsachun coca’ (Spedding 2005) he argumentado que es falso la posición de muchos teóricos de que los campesinos venden sus productos a pérdida, y que tienen una racionalidad económica totalmente distinta a la capitalista. Asevero que su racionalidad es la misma y la diferencia es en la organización de la producción, minimizando los gastos en dinero y ocupando mano de obra de baja productividad en tanto que no hay otra opción y/o puede ser ocupada en cultivos de baja productividad (entre otros). El uso de la reciprocidad, o sea el famoso ayni, no corresponde a otro sistema económico, sino a un contexto social donde no es posible individualizar el proceso productivo y hay muchos productores involucrados en el mismo proceso; el ayni representa una socialización de la producción en cierto sentido paralelo a lo que ocurre en una empresa grande, solo que está distribuido entre muchas unidades productivas independientes.

El argumento referente al ayni es más cualitativo y podría ser aplicado referente a cualquier cultivo campesino, mientras el argumento referente a la rentabilidad exige diferentes pruebas según que se trata de cultivos anuales, como papa, o perennes, como la coca. En el segundo caso, hablando estrictamente, se debe incluir un componente de amortización de la inversión inicial en instalar el cultivo, incluso cuando (como parece ser el caso cocalero) los mismos productores no lo incluyen en sus cálculos de ingresos recibidos. En parte porque ellos no lo hacían (no lo hacen de manera explícita, y si lo consideran de forma implícita, puede ser que consideran que el periodo de amortización es de 10 o hasta 20 años), dudé de aplicar el criterio de la contabilidad formal donde todo bien de capital debe ‘pagarse’ en el curso de cinco años (es decir, que cada año se coloca 20% del precio inicial en la columna de debe), renuncié a incluir una cifra de amortización en los cálculos de ingresos en el libro. Menciono esto porque es mi autocrítica al argumento de que no venden a pérdida y ¡hasta ahora nadie me lo ha observado, parece que yo nomás me doy cuenta! También veo que, aunque el libro ha sido muy consultado, les interesa las partes sobre historia, técnicas de cultivo y política cocalera, no los cálculos de egresos y ingresos (¿eso sólo preocupa a los pinches cocaleros, es su problema?)

Que los campesinos venden a pérdida es un lugar común en los estudios campesinos y hasta Álvaro García lo repite; cuando yo le he observado que mi estudio va en contra, dijo que era interesante, pero hasta ahora nadie ha intentado investigarlo referente a otros cultivos y/o la coca. Para hacer esto se requiere un seguimiento muy preciso de la producción campesina que yo y mi equipo sólo hemos podido hacer en contados casos, y ninguno de esos incluyendo los costos de inversión de esos cocales, porque se los plantó años antes de que lleguemos a registrar sus cosechas. No habría ese problema con papa o maíz, y aún así no se lo ha hecho. Claro que aparte de esto se puede analizar la aplicación de la reciprocidad para ver si en efecto expresa una racionalidad económica distinta, pero más allá de hablar de reciprocidad festiva o como principio ético de ayudar a los demás, tampoco se lo ha desarrollado. Sería mucho más valioso que dedicarse a repetir clisés trillados como que entre las autoridades originarias ‘se ejerce el poder obedeciendo

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“mandar obedeciendo”’ mientras entre las autoridades estatales ‘se ejerce el poder “mandar mandando”’ (Pachaguaya 2008:139).

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