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TEMA 1 DERECHO Y ARGUMENTACIÓN. LA RENOVADA IMPORTANCIA DE LA ARGUMENTACIÓN EN LA TEORÍA Y EN LA PRÁCTICA JURÍDICA 1. EL AUGE ACTUAL DE LA ARGUMENTACIÓN EN LA CULTURA JURÍDICA CONTEMPORÁNEA 2. (EXPLICACIÓN TEÓRICA). EL POSITIVISMO Y EL PROBLEMA DE LA DISCRECIONALIDAD DE LA DECISIÓN JUDICIAL: DEL MÉTODO LÓGICO DEDUCTIVO A LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA 3. (EXPLICACIÓN JURÍDICO-POLÍTICA). EL PAPEL DEL JUEZ EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO Y EL PROBLEMA DE LA LEGITIMIDAD DE LA DECISIÓN JUDICIAL MATERIAL COMPLEMENTARIO: STS DE 18 DE MAYO DE 1992 Y STS DE 22 DE JULIO DE 1993 Material teórico utilizado: Manuel Atienza, El derecho como argumentación, Ariel Barcelona, 2006, pp. 15-19 Juan Antonio García Amado, “¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?”, ISEGORÍA, N° 35, julio-diciembre, 2006 Marina Gascón Abellán, La argumentación en el derecho, Palestra, pp. 19-47

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TEMA 1

DERECHO Y ARGUMENTACIÓN.

LA RENOVADA IMPORTANCIA DE LA ARGUMENTACIÓN EN LA TEORÍA Y EN LA PRÁCTICA JURÍDICA

1. EL AUGE ACTUAL DE LA ARGUMENTACIÓN EN LA CULTURA JURÍDICA CONTEMPORÁNEA

2. (EXPLICACIÓN TEÓRICA). EL POSITIVISMO Y EL PROBLEMA DE LA DISCRECIONALIDAD DE LA DECISIÓN JUDICIAL: DEL MÉTODO LÓGICO DEDUCTIVO A LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

3. (EXPLICACIÓN JURÍDICO-POLÍTICA). EL PAPEL DEL JUEZ EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO Y EL PROBLEMA DE LA LEGITIMIDAD DE LA DECISIÓN JUDICIAL

MATERIAL COMPLEMENTARIO:

STS DE 18 DE MAYO DE 1992 Y

STS DE 22 DE JULIO DE 1993

Material teórico utilizado:

Manuel Atienza, El derecho como argumentación, Ariel Barcelona, 2006, pp. 15-19

Juan Antonio García Amado, “¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?”, ISEGORÍA, N° 35, julio-diciembre, 2006

Marina Gascón Abellán, La argumentación en el derecho, Palestra, pp. 19-47

1. EL AUGE ACTUAL DE LA ARGUMENTACIÓN EN LA CULTURA JURÍDICA CONTEMPORÁNEA

(MANUEL ATIENZA, El Derecho como argumentación, Ariel Barcelona, 2006, pp. 15-19)

¿A qué se debe el carácter central que la argumentación jurídica ha pasado a tener en la cultura jurídica (occidental)? Hay varios factores que, tomados conjuntamente -de hecho están estrechamente vinculados, ofrecen una explicación que me parece satisfactoria.

El primero es de naturaleza teórica. Las concepciones del derecho más características del siglo XX han tendido a descuidar o, al menos, no han centrado particularmente su atención en la dimensión argumentativa del derecho. Se entiende por ello que exista un interés digamos un interés de conocimiento en construir teorías jurídicas más completas y que llenen esa laguna.

El Derecho es, obviamente, un fenómeno muy complejo y que puede contemplarse desde muy diversas perspectivas. En el marco de nuestra cultura jurídica -particularmente la de los países de Derecho continental-, tres de esos enfoques han tenido, y siguen teniendo, una especial relevancia teórica.

Al primero de ellos se le puede llamar estructural y da lugar a las diversas formas de normativismo jurídico. Lo que se busca es identificar o encontrar, por decido con una metáfora, los componentes del edificio jurídico, con lo que se llega a las normas, a los diversos tipos de normas y, eventualmente, a otros enunciados, como los que contienen definiciones o juicios de valor. Podríamos decir que, al igual que la fotografía de un edificio se plasma en un pedazo de papel, el Derecho así contemplado se reduce a una serie de enunciados, a lenguaje. Si esa fotografía del Derecho es de la suficiente calidad, entonces se podrán observar tanto las partes del edificio -con todo el detalle imaginable- como el edificio en su conjunto, es decir, cómo se ensamblan unos elementos con otros. Para quien asume esa perspectiva, de lo que se trata básicamente es de describir el edificio tal y como es, no de comparado con un modelo ideal, y menos aún, de construir otro edificio.

El segundo de los enfoques, el realista o sociológico, pone el énfasis en mostrar que el Derecho no es simplemente lenguaje, normatividad, sino también -y sobre todo -comportamiento humano y, en particular, comportamiento judicial. A ese enfoque le interesa también la funcionalidad del edificio, esto es, para qué sirve cada uno de sus elementos y cómo se inserta el mismo en el conjunto del que forma parte (en la sociedad). Pero los realistas –como los normativistas- parten de una distinción tajante

entre lo que es y lo que debe ser, y son escépticos con respecto a la posibilidad de hablar con alguna objetividad sobre el deber ser. De ahí que se hayan preocupado por explicar o predecir el comportamiento de los jueces (el Derecho en acción), pero no por construir una teoría que permita justificar el desarrollo del Derecho en un cierto sentido. La suya es una visión dinámica e instrumental del Derecho, pero en la que no se dice nada -o nada racionalmente justificado- sobre los fines últimos, sobre los valores jurídicos.

Desde la tercera perspectiva, lo que se destaca es lo que podría llamarse la idealidad del Derecho. Para seguir con la metáfora de la construcción, lo que importa ahora no es ni el edificio ya construido ni el proceso de su construcción, sino los requisitos que tendría que cumplir lo que cabría calificar como edificio modélico (el Derecho justo). Quien elije ese punto de vista (el del Derecho natural en sus muy diversas versiones) se sitúa frente al Derecho, en general, como el crítico que evalúa una determinada obra de acuerdo con los anteriores cánones de idealidad y, en ocasiones, también como el arquitecto que proyecta un edificio, pero se desentiende de las cuestiones de detalle y de los problemas de su ejecución.

Lo que aquí me interesa destacar es la posibilidad de un cuarto enfoque que presupone, utiliza y, en cierto modo, da sentido a las anteriores perspectivas teóricas y que conduce, en definitiva, a ver el Derecho como argumentación (aunque, naturalmente, el Derecho no sea -no pueda ser- solo argumentación). El punto de partida consiste en considerar al Derecho como una técnica para la solución de determinados problemas prácticos. Se trata, por tanto, de una visión pragmática, dinámica y, en cierto modo, instrumental del Derecho, pero que no contempla el Derecho como un instrumento que pueda ser utilizado para cualquier fin, sino, para decirlo con cierta solemnidad, como un instrumento de la razón práctica. En definitiva, sería la perspectiva de quien no se limita a contemplar el edificio desde fuera, ni a participar en su construcción simplemente como un técnico que opera con una racionalidad de tipo instrumental, sino como alguien comprometido con la tarea de mejorar una obra imperfecta y siempre inacabada, pero no por ello carente de sentido; lo que la dota de sentido es la idea de que el Derecho -el Derecho del Estado democrático- es, al menos incoactivamente, un medio poderoso para lograr objetivos sociales valiosos y para hacer que se respeten los principios y valores de una moral racionalmente justificada.

El segundo factor obviamente conectado con el anterior es de orden práctico. La práctica del derecho especialmente en los derechos del Estado constitucional parece consistir de manera relevante en argumentar, y las imágenes más populares del derecho (por ejemplo, el desarrollo de un juicio) tienden igualmente a que se destaque esa dimensión argumentativa. Esto resulta especialmente evidente en la cultura

jurídica anglosajona sobre todo, en la norteamericana con sistemas procesales basados en el principio contradictorio y en la que el derecho es contemplado tradicionalmente no desde el punto de vista del legislador o desde la perspectiva abstracta del teórico o del dogmático del derecho (como ocurre en las culturas del continente europeo), sino desde la perspectiva del juez y del abogado. Ello explica que, aunque los norteamericanos no hayan sentido con gran fuerza ni, me parece, lo sienten ahora, la necesidad de construir una teoría de la argumentación jurídica, la práctica de la argumentación constituya el núcleo de la enseñanza del derecho en las facultades -mejor, escuelas profesionales- de prestigio desde la época de LANGDELL: instituciones como el case method, el método socrático o las Moot Courts son la prueba de ello.

Ahora bien, lo que resulta aún más llamativo -estamos tratando del auge actual de la argumentación jurídica- es que el aspecto argumentativo de la práctica jurídica resulta también crecientemente destacado en culturas y ordenamientos jurídicos que obedecen a la otra gran familia de sistemas jurídicos occidentales: la de los derechos romano-germánicos. El caso español puede servir muy bien de ejemplo para ilustrar ese cambio. Me limitaré a señalar dos datos. El uno -cuyo carácter evidente no necesita de prueba alguna- es que, a partir básicamente de la Constitución de 1978, las sentencias de los jueces están más y mejor motivadas de lo que era usual con anterioridad; a ello ha contribuido mucho la idea ¬aceptada por los tribunales tras algunos titubeos iniciales- del carácter obligatorio de la Constitución y la propia práctica (de exigente motivación) del Tribunal Constitucional. Otro dato de interés lo constituye la introducción del jurado (cumpliendo precisamente con una exigencia constitucional), en 1995. Frente a la alternativa del jurado puro anglosajón y del sistema de escabinado vigente en diversos países europeos, se optó por el primero de ellos, pero con la peculiaridad de que el jurado español tiene que motivar sus decisiones: no puede limitarse a establecer la culpabilidad o no culpabilidad, sino que tiene que ofrecer también sus razones. Naturalmente, se trata de una forma en cierto modo peculiar de motivar, de argumentar (la motivación se contiene en el conjunto de respuestas dadas a las preguntas elaboradas -en ocasiones pueden pasar de 100- por el juez que preside el jurado; no es, por tanto, una motivación discursiva como la que puede encontrarse en una sentencia judicial); y muchas de las críticas que se han dirigido al funcionamiento de la institución vienen precisamente de las dificultades para llevar a cabo esta tarea. Pero lo que me interesaba destacar es hasta qué punto se considera hoy que la práctica del derecho -la toma de decisiones jurídicas- debe ser argumentativa.

El tercero de los factores se vincula con un cambio general en los sistemas jurídicos, producido con el paso del “Estado legislativo” al “Estado constitucional”. Por Estado constitucional, como es obvio, no se entiende simplemente el Estado en el que está vigente una Constitución, sino el Estado en el que la Constitución (que puede no ser lo en sentido formal: puede no haber un texto constitucional) contiene: a) un principio

dinámico del sistema jurídico político, o sea la distribución forma del poder entre los diversos órganos estatales, b) ciertos derechos fundamentales que limitan o condicionan (también en cuanto al contenido) la producción, la interpretación y la aplicación del derecho, e) mecanismos de control de la constitucionalidad de las leyes. Como con secuencia, el poder del legislador (y el de cualquier órgano estatal) es un poder limitado y que tiene que justificarse en forma mucho más exigente. No basta con la referencia a la autoridad (al órgano competente) y a ciertos procedimientos, si no que se requiere también (siempre) un control en cuanto al contenido. El Estado constitucional supone así un incremento en cuanto a la tarea justificativa de los órganos públicos y, por tanto, una mayor demanda de argumentación jurídica (que la requerida por el Estado liberal-legislativo- de derecho).

En realidad, el ideal del Estado constitucional (la culminación del Estado de derecho) supone el sometimiento completo del poder al derecho, a la razón: la fuerza de la razón, frente a la razón de la fuerza. Parece, por ello, bastante lógico que el avance del Estado constitucional ha ya ido acompañado de un incremento cuantitativo y cualitativo de la exigencia de justificación de las decisiones de los órganos públicos.

Además -junto al del constitucionalismo-, hay otro rasgo de los sistemas jurídicos contemporáneos que apunta en el mismo sentido: me refiero al pluralismo jurídico o, si se quiere, a la tendencia a borrar los límites entre el derecho oficial o formal y otros procedimientos -jurídicos o parajurídicos- de resolver los conflictos. Al menos en principio, la tendencia hacia un derecho más “informal” (a la utilización de mecanismos como la conciliación, la mediación, la negociación) supone un aumento del elemento argumentativo (o “retórico”) del derecho, frente al elemento burocrático y al coactivo.

El cuarto de los factores es pedagógico y, en cierto modo, es una consecuencia -o, si se quiere, forma parte- de los anteriores. Recurro otra vez a un ejemplo español. El aspecto que tanto los profesores como los estudiantes de derecho consideran más negativo del proceso educativo podría sintetizarse en este lema: “¡la enseñanza del derecho ha de ser más práctica!”. La expresión “práctica” es, por supuesto, bastante oscura (como lo es el término “teoría” al que suele acompañar) y puede entenderse en diversos sentidos. Si se interpreta como una enseñanza que prepare para ejercer con éxito alguna de las muchas profesiones jurídicas que se le ofrecen al licenciado en derecho o para formar a juristas capaces de actuar con sentido (lo que puede querer decir algo distinto al éxito profesional) en el contexto de nuestros sistemas jurídicos, entonces una enseñanza más práctica ha de significar una enseñanza menos volcada hacia los contenidos del derecho y más hacia el manejo-un manejo esencialmente argumentativo- del material jurídico. Utilizando la terminología de los sistemas expertos, cabría decir que de lo que se trata no es de que el jurista -el estudiante de derecho- llegue a conocer la información que se contiene en la base de datos del

sistema, si no de que sepa cómo acceder a esa información, a los materiales jurídicos (es lo que los norteamericanos llaman legal research), y cuál es -y cómo funciona- el motor de inferencia del sistema, o sea, el conocimiento instrumental para manejar ese material (el legal method o el legal reasoning: “cómo hace el jurista experto ¬como piensa- para, con ese material, resolver un problema jurídico). Al final, pues, lo que habría que propugnar no es exactamente una enseñanza más práctica (menos teórica) del derecho, si no una más metodológica y argumentativa. Si se quiere, al lado del lema “¡la enseñanza del derecho ha de ser más práctica!”, habría que poner este otro: “¡no hay nada más práctico que la buena teoría y el núcleo de esa buena teoría es argumentación!”.

Como antes se ha dicho, ese tipo de enseñanza “práctica” del derecho ya existe. Pero no hay por qué considerarlo como un modelo ideal, puesto que no lo es. Y no lo es, en mi opinión, por una serie de factores que tienen que ver precisamente con la argumentación. Cuando se examinan las críticas que suelen dirigirse a las grandes escuelas de derecho norteamericanas, nos encontramos, por un lado, con objeciones que apuntan a un exceso de casuismo, a la falta de una mayor sistematicidad y, por otro lado, con deficiencias que se refieren a elementos ideológicos del sistema educativo: generar una aceptación acrítica del derecho; olvidar los aspectos no estrictamente profesionales; generar entre los futuros juristas un escepticismo radical, una visión puramente instrumental del derecho que, en el fondo, lleva a pensar que lo que es técnicamente posible (usan do el derecho aun que sea de manera torticera) es también éticamente aceptable. Pues bien, yo diría que todo eso es, en cierto modo, una consecuencia de haber desarrollado un modelo ¬una concepción- de la argumentación jurídica que potencia casi exclusivamente los elementos de tipo retórico, en detrimento de lo que luego llamaré elementos formales y materiales de la argumentación: el aspecto más estrictamente lógico y la justificación en sentido estricto de las decisiones.

El último (quinto) factor es de tipo político. Hablando en términos generales, las sociedades occidentales han sufrido un proceso de pérdida de legitimidad basada en la autoridad y en la tradición; en su lugar -como fuente de legitimidad- aparece el consentimiento de los afectados, la democracia. El proceso tiene lugar en todas las esferas de la vida, y explica que el interés creciente por la argumentación -un interés ligado, pues, al ascenso de la democracia- no se circunscriba ni mucho menos al campo del derecho. En todo caso, el fenómeno de constitucionalización del derecho al que antes me he referido supone, por un lado, un reflejo de la legitimidad de tipo democrático pero, por otro lado, incluye un elemento de idealidad -los derechos humanos- que va más allá de la democracia o, si se quiere, que apunta a otro sentido de la democracia. Dicho de otra manera, la vinculación de la argumentación con la democracia varía según cómo se entienda la democracia. Si se concibe simplemente como un sistema de gobierno -un procedimiento de toma de decisiones- en el que se

consideran las preferencias de todos (donde funciona la ley de la mayoría), es obvio que existe un espacio amplio para la argumentación-mucho más amplio que en un Estado no democrático- aunque no necesariamente -o no siempre para una argumentación de tipo racional que busque no simplemente la persuasión, sino la corrección (si se quiere, la persuasión racional). Pero las cosas son distintas en el caso de lo que suele llamar se democracia deliberativa, esto es, la democracia entendida como un método en el que las preferencias y los intereses de la gente pueden ser transformados a través del diálogo racional, de la deliberación colectiva. Esa democracia (naturalmente, una idea regulativa, un ideal, pero no un desvarío de la razón) presupone ciudadanos capaces de argumentar racional y competentemente en relación con las acciones y las decisiones de la vida en común.

2. (EXPLICACIÓN TEÓRICA). EL POSITIVISMO Y EL PROBLEMA DE LA DISCRECIONALIDAD DE LA DECISIÓN JUDICIAL: DEL MÉTODO JURÍDICO A LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

(JUAN ANTONIO GARCÍA AMADO, ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial? ISEGORÍA, N° 35, julio-diciembre, 2006)

¿Qué significa aquí discrecionalidad? Con este término aludimos a la libertad de que el juez disfruta a la hora de dar contenido a su decisión de casos sin vulnerar el Derecho. Por tanto, cuando afirmamos que tal discrecionalidad existe en algún grado, queremos decir que el propio Derecho le deja al juez márgenes para que éste elija entre distintas soluciones o entre diferentes alcances de una solución del caso. Así pues, si hay discrecionalidad significa que al juez las soluciones de los asuntos que decide no le vienen dadas y predeterminadas enteramente, al cien por cien, por el sistema jurídico, sino que éste, en medida mayor o menor, le deja espacios para escoja entre alternativas diversas, pero compatibles todas ellas con el sistema jurídico. Tal cesión de espacios decisorios al juez, semejante campo para su decisión discrecional, puede deberse a dos causas: o bien a que las mismas normas hayan querido expresamente remitir al juez la fijación de la pauta decisoria, caso por caso, como cuando son esas mismas normas las que dicen que en un determinado asunto el juez fallará discrecionalmente, decidirá en equidad, etc.; o bien a que las normas jurídicas, prácticamente todas, están hechas de un material lingüístico que es por definición poroso, abierto, indeterminado en alguna medida, por lo que siempre pueden aparecer casos cuya solución resulte dudosa o equívoca a la luz de dichas normas, debiendo el juez concretadas y completarlas por vía de interpretación o integración. En lo que sigue atenderemos principalmente a esta última causa posible de discrecionalidad judicial.

Durante mucho tiempo, como veremos, se admitía con dificultad que el juez pudiera disponer de campo para sus discrecionales opciones, aun dentro de los márgenes que la ley deje abiertos por razón de su materia prima, el lenguaje. Y hoy algunas influyentes teorías del Derecho vuelven al rechazo de la discrecionalidad. Pero, entretanto, ha ido quedando claro que la libertad que los jueces pueden usar en su labor tiene dos manifestaciones, una positiva y admisible, la otra negativa y rechazable. La primera recibe el nombre de discrecionalidad y, repetimos, alude a aquella medida de libertad decisoria del juez que resulta inevitable e ineliminable de su cometido, por causa de los caracteres mismos que posee la materia prima de las normas, el lenguaje ordinario. La segunda, que se debe combatir, se denomina arbitrariedad. Una decisión judicial es arbitraria cuando el juez decide libremente, sí, pero concurriendo todas o alguna(s) de las siguientes notas:

a) Vulnera las pautas decisorias que el sistema jurídico le fija para el caso, en lo que dichas pautas tengan de claras y terminantes. Conviene aquí hacer una muy elemental aclaración. Que ninguna norma general y abstracta sea capaz de determinar al cien por

cien la solución de todos los casos que prima facie se le puedan someter, que respecto de cualquier norma pueda haber casos dudosos cuya solución no es clara y para los que quepan, con igual respeto de las normas, soluciones diversas entre las que el juez tenga que optar, no significa que a veces no haya casos claros y soluciones precisas. Son los llamados casos fáciles. Pongamos un ejemplo bien simple. Si una norma tipifica como delito el robo que se realice valiéndose de armas, cabría discutir si un palo o un puñal de juguete con apariencia real son o no son armas a tales efectos, con lo que respecto de esos casos puede pensarse que el juez puede elegir entre el sí y el no, en función de cómo interprete el término “arma” que en la norma figura; ahora bien, nadie en su sano juicio dudaría de que si el ladrón se vale de un fusil perfectamente real, cargado y montado para disparar, el robo acontece mediante el uso de un arma, pues no cabe razonablemente, en modo alguno, negarle a dicho fusil tal condición. Así que el juez que dijera que ese fusil no es un arma estaría incurriendo en arbitrariedad, pues nada hay más arbitrario que la negación de la perfecta evidencia.

b) Se demuestra que lo que guía la elección del juez son móviles incompatibles con el sistema jurídico que aplica y con su función dentro de él, como interés personal, afán de medro, propósito de notoriedad, precio, miedo, prejuicios sociales o ideológicos, etc.

e) Cuando el juez no da razón ninguna de su fallo o cuando su motivación del mismo contienen razones puramente inadmisibles, ya sean por absurdas, antijurídicas o incompatibles con los requerimientos funcionales del sistema jurídico. Un juez que, por ejemplo, fundamentara expresamente su fallo en cosas tales como una revelación divina, los contenidos de una determinada religión, los postulados de un determinado partido político, sus gustos particulares o su personal sentido de la justicia estaría incurriendo en arbitrariedad en este sentido, tanto o más que el que se abstiene de motivar su fallo.

Después de estas mínimas precisiones conceptuales, puede quedamos claro que la discrecionalidad judicial no necesariamente es mala (aunque hay doctrinas, como vamos a ver, que tratan de evitada por completo), y muchos creemos, en todo caso, que es inevitable. Por contra, la arbitrariedad ha de perseguirse siempre, es el antivalor judicial por excelencia.

Sentado esto, podemos ya realizar un pequeño repaso histórico y comprobar qué doctrinas han negado y niegan la discrecionalidad judicial y cuáles la han presentado como inevitable o, incluso, positiva.

2.1. DOCTRINAS NEGADORAS DE LA EXISTENCIA DE DISCRECIONALIDAD JUDICIAL. EL FORMALISMO INGENUO DEL SIGLO XIX

Las doctrinas que combaten la discrecionalidad judicial lo hacen por dos razones entrelazadas: por un lado, por la convicción de que la discrecionalidad judicial no es conveniente; por otro lado, por la creencia de que la discrecionalidad judicial es evitable, y lo es porque el sistema jurídico posee caracteres o propiedades que lo ponen en condiciones de proporcionarle el juez la solución única y precisa de cada caso, sin que las valoraciones o elecciones de éste sean, por tanto, necesarias para colmar las indeterminaciones o equivocidades de dicho sistema, pues no habría tales.

Esa negación de la discrecionalidad judicial aconteció en la doctrina dominante durante prácticamente todo el siglo XIX, de la mano principalmente de la Escuela de la Exégesis, en Francia, y de la Jurisprudencia de Conceptos, en Alemania.

Estas dos escuelas tenían en común su carácter ingenuamente formalista en materia de decisión judicial. Sostenían ambas que la decisión del juez tenía un carácter puramente formal, ya que consistía en un simple silogismo a partir de premisas que al juez le venían perfectamente dadas y acabadas. La premisa mayor o normativa se la proporcionaba al juez con plena claridad y coherencia el sistema jurídico, de modo que el juez no tenía ni que inventarla ni que completarla ni que interpretarla. Subyacía a semejante confianza la convicción de que el sistema jurídico posee tres caracteres que hacen su perfección en tanto que fuente plena de las decisiones judiciales: a) el sistema jurídico es completo, de manera que no hay lagunas y, por tanto, nunca va a tener el juez que “inventar” para un caso la solución que ninguna norma preestablecida contempla; b) el sistema jurídico es coherente, y, por tanto, no hay en él antinomias, con lo que nunca va a suceder que un juez se tope con que para el caso que le toca resolver se contienen en el ordenamiento vigente normas que prescriben soluciones contradictorias entre sí; y e) el sistema jurídico es claro, de manera que las soluciones que para cada caso prescribe están dadas con nitidez suficiente como para hacer su interpretación o bien innecesaria o bien muy sencilla. En resumen, para cada caso que el juez tenga que fallar el sistema jurídico proporciona siempre una solución, solo una y perfectamente clara y precisa.

En cuanto a la premisa menor del silogismo judicial, estaría constituida por los hechos del caso, y también éstos se le ofrecen al juez con total independencia de cualquier juicio suyo. Los hechos están ahí y su prueba es un proceso objetivo en el que no queda margen para la evaluación personal del juzgador; las cosas son o no son, y son o no con independencia de las opiniones del juez. El juez, por tanto, juzga de los hechos que son, no de los que a él le parecen o de cómo a él le parecen.

Otra forma de explicar lo anterior es mediante la teoría de la subsunción, en su versión decimonónica. Las mencionadas escuelas sostenían que la aplicación del Derecho, la solución de los casos por el juez, es mera subsunción de los hechos bajo la norma que los abarca y los resuelve, y esa subsunción es una labor poco menos que puramente mecánica.

Con una imagen gráfica podemos ilustrar bien qué representaba esa idea de la decisión judicial como mera subsunción. Supongamos que cada norma jurídica es como un molde, y que cada

uno de esos moldes tiene una forma distinta y perfectamente perfilada. Cuando un juez tropieza con el asunto que tiene que decidir, torna ese asunto, cual si fuera un objeto material con una forma determinada y peculiar, y se pone a buscar para él, para ese objeto, el molde que exactamente se le acomoda. Partimos de que para cada caso (objeto) habría siempre un molde en el sistema jurídico (pues el sistema, como hemos dicho, es completo, no tiene lagunas), solo uno, nunca encajará bajo dos moldes distintos (pues el sistema no posee antinomias) y el encaje bajo ese molde que a cada caso corresponde será siempre exacto, sin vanos ni márgenes, pues el sistema es claro. Así que el juez acabará siempre encontrando el molde normativo en que el objeto de su decisión, el caso, encajará perfectamente. Y su fallo derivará con la evidencia y el automatismo de la siguiente imagen, que completa el cuadro: una vez hallado el molde en que el caso encaja, el juez lo torna y ve en él, en el molde, la solución prevista. Es como si lo levantara y por debajo leyera: “para el caso C (el que acaba de “subsumir” o encajar en ese molde) la solución es S”, y eso que dentro o debajo del molde está escrito es lo que el juez traslada a su fallo del caso. Sin más y, sobre todo, sin que nada tenga que añadir o poner de su parte, pues el juez no es sino el operario que mete el caso en su molde y copia la solución que en éste encuentra, sin cambiarla, sin complementarla con nada, sin que acontezca ninguna valoración de su cosecha y, con ello, sin que tenga margen ninguno para que sus preferencias personales o sus convicciones determinen en nada el contenido del fallo. Ahí no queda el más mínimo resquicio para la discrecionalidad judicial, pues, en síntesis, cada caso tiene prediseñada en el sistema jurídico una, y solo una, solución correcta (un molde perfecto), y esa única solución correcta el juez se limita a averiguarla, a descubrirla, pues está ahí, en el sistema, antecediendo a todo juicio o acción del juez, esperando ser hallada y aplicada. El juez no manipula ni recrea el molde ni el caso, solo introduce el segundo en el primero y lee la solución.

Escuela de la Exégesis y Jurisprudencia de Conceptos comparten lo que acabamos de decir, pero mantienen también diferencias que se explican por el contexto histórico de cada una. La Escuela de la Exégesis se desarrolla en Francia a partir de la entrada en vigor, en 1804, del Código de Napoleón, el Código Civil francés. Téngase en cuenta que en esos tiempos iniciales del movimiento codificador en Europa regía la fortísima convicción de que los códigos civiles eran una obra perfecta de la razón jurídica, razón cristalizada en el llamado mito del legislador racional. El legislador, encarnación de la nación de una manera o de otra, por definición no yerra ni en los contenidos ni en la forma de las normas que produce. Cuando esas normas se aglutinan y sistematizan en un Código, éste es expresión suprema de la razón social y jurídica y fuente autosuficiente de toda juridicidad y toda decisión. Así que el juez tendrá que decidir cada caso subsumiendo sus perfiles bajo el molde de la correspondiente norma del Código. Añádase a esto que la doctrina francesa de tal época desconfiaba grandemente de los jueces, tenidos por reaccionarios y cómplices o nostálgicos del antiguo régimen estamental. Por eso en algunas de las primeras codificaciones (aunque no en la francesa, en la que no pasó de algún anteproyecto) se llegaron a contener prohibiciones expresas de que el juez interpretara las normas contenidas en el respectivo Código. ¿Para qué interpretar si todo está claro y es perfecto? La interpretación de la leyera vista con desconfianza suma, como vía fácilmente aprovechable por el juez para introducir sus propias valoraciones en perjuicio de las del legislador y con daño para la norma. Toda discrecionalidad judicial, en consecuencia, era rechazada como equivalente a pura y simple arbitrariedad. Con el Código basta y sobra, en él están, y están perfectos, todos los moldes necesarios para subsumir los casos, ni hace falta cambiar ninguno ni repararlo, ni añadir otros.

En Alemania las cosas eran distintas. Es bien sabido que en los territorios alemanes durante todo el siglo XIX el sistema de fuentes del Derecho era un totum revolutum, sin orden claro ni jerarquía precisa, integrado por elementos del Derecho romano de Pandectas, pasado por el tamiz de la doctrina romanista, de derecho histórico germánico, de derecho consuetudinario, etc. Y, si el derecho positivo era tan caótico, contradictorio y lagunoso, ¿bajo qué subsumían?, ¿dónde encontraban los moldes? En los conceptos, y de ahí el nombre de esta escuela.

Se consideraba que el sistema jurídico estaba, en su fondo o esencia, integrado no por normas positivas, legisladas (éstas eran solo la parte superficial del sistema, inexacta o meramente aproximativa), sino por ciertas esencias o categorías cuya naturaleza no es ni empírica ni psíquica ni social, sino ideal. Los componentes reales y supremos del sistema jurídico, bajo los que el juez puede y debe subsumir cada caso que le llegue, son esas ideas objetivas, esos conceptos, esas esencias o categorías que prefiguran y encierran en sí la regulación detallada de cada institución de las que componen el Derecho. Veámoslo con un ejemplo. Si el juez tiene que resolver algún asunto de Derecho matrimonial, haya ley positiva al respecto o no la haya, sea clara u oscura, no importa gran cosa, pues adonde tiene ese juez que acudir para buscar las soluciones es a la idea de matrimonio, idea que subsiste al margen de los lugares y de la historia y en la que se encierra todo lo que el juez necesita saber para resolver sobre si el matrimonio es válido, sobre cualquiera de sus efectos, etc. Y lo mismo que ejemplificamos con el matrimonio vale para cualquier otra institución, ya sea, por seguir con más ejemplos, la propiedad, el testamento, un contrato, etc., etc. El sistema jurídico forma una pirámide de conceptos o esencias jurídicas, en cuya cúspide está el concepto más general y abarcador, el de autonomía de la voluntad, y, en los sucesivos peldaños descendentes, conceptos menos generales, cada uno de los cuales es desarrollo o plasmación, para un ámbito más concreto, del concepto superior y, al tiempo, “padre” o condicionante de los conceptos inmediatamente inferiores. Por eso el primer JHERING explicaba tal sistema con la imagen de un árbol genealógico de conceptos.

Con una cierta simplificación o caricatura podemos representar esa escala así: la autonomía de la voluntad, en la cúspide, se desarrolla en o engendra el negocio jurídico, que, a su vez, se desarrolla en o engendra el contrato (y el testamento, hermano del contrato), el cual, a su vez, se desarrolla en o engendra en los diversos contratos (compraventa, arrendamiento, depósito, etc., etc.). Así que el juez solo tienen que ver bajo cuál de tales categorías o esencias se subsume el caso que tiene entre manos y le bastará con aplicarle las prescripciones que en esa familia de moldes, del más amplio al más exactamente ceñido a su perfil, se contienen para él: si encaja bajo la compraventa, le aplicará lo específico de la compraventa, como idea, unido a lo general de todos los contratos, unido, en un peldaño más alto, a lo común para todos los negocios jurídicos y regido todo por el principio supremo, padre primigenio de todo el Derecho privado, de autonomía de la voluntad.

Ese sistema jurídico formado por esencias de lo jurídico es perfecto. El derecho positivo puede tener defectos. El verdadero Derecho, que es ese derecho integrado por formas ideales, es perfecto. Bajo su amparo, está de más toda discrecionalidad judicial.

En resumen, según estas dos doctrinas hay para cada caso una única solución correcta, que está presente en el Derecho mismo y que el juez puede y debe encontrar en él. La diferencia es que los franceses idealizaban el derecho positivo, su Código, mientras que los alemanes positivaban por vía doctrinal un derecho ideal, es decir, un derecho compuesto por esencias, no por mandatos de ningún legislador. Pero unos y otros recelaban de los jueces, rechazaban

toda discrecionalidad de los mismos y los veían como puros aplicadores objetivos de reglas que encuentran y en las que de ninguna manera influyen.

Resumamos esta ideología dominante en el pensamiento jurídico del XIX:

a) El sistema jurídico es perfecto, en cuanto que contiene en sí (ya sea bajo la forma de artículos de un Código -Francia- ya de esencias prepositivas, ideales -Alemania-) siempre una única solución correcta para cada caso que el juez haya de decidir.

b) La actividad decisoria del juez se explica como pura subsunción del caso bajo la correspondiente regla del sistema, por lo que su actividad reviste un carácter cuasi mecánico.

c) El razonamiento en que esa actividad desemboca tiene la estructura de un silogismo simple, del que la premisa mayor es dicha regla y la premisa menor los hechos, sin que estén presentes en él ulteriores premisas o presupuestos de ningún tipo, por lo que solo de esas dos premisas y de ninguna más se deriva, con necesidad lógica, el fallo a modo de conclusión.

d) La esencia de la labor judicial es cognoscitiva. Esto significa que en realidad el juez no es propiamente alguien que decide, sino que meramente conoce lo que para un caso dispone como solución necesaria el sistema jurídico, limitándose a extraer las consecuencias del sistema para ese caso, pero sin que tal labor tenga ribetes ni morales, ni políticos ni de ningún otro tipo que suponga elección valorativa.

e) En consecuencia, el método correcto que ha de guiar la decisión judicial no es un método decisorio, sino un método de conocimiento. El juez se parece mucho más al científico que al legislador, y está mucho más cerca del dogmático (civilista, penalista, etc.) que estudia en sede teórica el Derecho y descubre sus “profundidades”, que del político que legisla y elige entre opciones regulativas.

Si hubiera que reducir todo esto a una fórmula muy simple, podríamos representado así:

Decisión judicial = conocimiento (tipo de facultad) + subsunción (tipo de actividad) + silogismo (tipo de razonamiento).

Este formalismo ingenuo de la Escuela de la Exégesis y de la Jurisprudencia de Conceptos comenzó su crisis en las últimas décadas del siglo XIX y ya no pudo superar las críticas devastadoras de autores como el JHERING de la segunda época o de GÉNY, primeramente, y luego los embates definitivos de la Escuela de Derecho Libre o de las distintas corrientes del Realismo Jurídico o de KELSEN. Más adelante volveremos a algunas de esas corrientes, al hablar de las doctrinas que afirman la discrecionalidad judicial. Pero baste aquí indicar que lo que entre todos fueron dejando sentado con rotundidad es que ningún sistema jurídico posee aquellos tres idílico s caracteres de plenitud (ausencia de lagunas), coherencia (ausencia de antinomias) y claridad (ausencia de indeterminación). Y si resulta que hay lagunas, antinomias y, sobre todo, indeterminación constitutiva del lenguaje del Derecho, ¿cómo negar que ciertos márgenes, al menos, de discrecionalidad judicial son ineludibles? ¿Quién si no el juez puede, por tanto, precisar, por vía de interpretación, cuál de los varios significados que los términos de una norma pueden admitir ha de regir para el caso?

2.2. DOCTRINAS QUE AFIRMAN LA DISCRECIONALIDAD JUDICIAL

Entre las corrientes del pensamiento jurídico que han mantenido que la discrecionalidad judicial existe y es inevitable, podemos diferenciar una radical y una moderada. La primera, representada por numerosos autores del realismo jurídico y, más recientemente, por algunos de los adscritos al movimiento Critical Legal Studies, afirma que dicha discrecionalidad es total y absoluta, que todo lo que hace el juez lo hace siempre y por definición a su libre albur y que la cosa no tiene posibilidad de limitación ni arreglo. La segunda corriente, moderada, tiene su mejor ejemplo en el positivismo jurídico del siglo XX, paradigmáticamente representado por HART, y mantiene que el ejercicio de discrecionalidad es constitutivo de la labor judicial, pero que dicha discrecionalidad puede y debe ser limitada, y lo es de hecho. Repasemos resumidamente estas dos posturas.

2.2.1. EL REALISMO JURÍDICO. ¿SON REALISTAS LOS REALISTAS QUE AFIRMAN QUE TODO JUEZ HACE MERAMENTE LO QUE LE DA LA GANA?

En verdad no fueron solo los autores pertenecientes al realismo jurídico, ya sea el escandinavo o el norteamericano, los que insistieron en que el juez disfrutaba de una libertad total para decidir a su antojo, al tiempo que, con lo mismo, la sutil demarcación entre discrecionalidad y arbitrariedad desaparecería, pues, en últimas, toda decisión, por libérrima, sería como arbitraria, y lo de discrecional no sería sino un caritativo eufemismo. Tres razones principales habría de que el libre hacer del juez no conozca auténtico límite ni traba alguna, por mucho que se finjan seguridades jurídicas o atadura a las normas, y en cada una de esas razones insistió particularmente una escuela distinta: la Escuela de Derecho Libre en las insuficiencias del sistema jurídico; el realismo en la soberanía de facto de los jueces; y, contemporáneamente, los del CLS en la radical indeterminación del lenguaje jurídico.

En las dos décadas primeras del siglo XX aparecieron en Alemania una serie de autores (KANTOROWICZ, FUCHS, etc.) que se adscribían a un movimiento de contornos un tanto vagos y que recibió el nombre de Escuela de Derecho Libre. Fueron los más furibundos e insistentes negadores de aquellos tres dogmas del formalismo ingenuo del XIX, plenitud, coherencia y claridad del sistema jurídico. En tales proclamaciones de la doctrina anterior no veían más que un descarado engaño, que tenía por finalidad alejar del juez la responsabilidad por sus decisiones, imputando éstas por completo a aquellos mágicos atributos de la legalidad o los conceptos. La doctrina jurídica sería generadora de ideología, en cuanto falsa conciencia, pues desde las Facultades de Derecho mismas se cebaba el engaño de que el juez nada pone de su parte, por lo que, así disfrazados de irreprochables autómatas, ya podían los jueces fallar como les daba la gana o como convenía a sus patronos, sin que nadie osara proclamar la obvia

verdad, tan celosamente negada, de que el rey está desnudo, es decir, que la sentencia la pone el juez, no el sistema jurídico mismo con solo sus normas y con el juez como puro y simple portavoz. No pretendían negar la importancia de la ley ni su grave significado político, sino desmitificarla y enseñar que alcanza para poco y que, sus oscuridades, consecuencia de que el lenguaje del legislador, que es el nuestro, tiene poco de exacto; sus incoherencias, consecuencia de que a menudo el legislador pierde cuenta de sus propia obra debido a su volumen desmesurado; y sus insuficiencias, seguidas de que el mundo cambia más aprisa de lo que cualquier legislador puede prever y responder, convierten al juez, malgré lui, en centro del sistema y señor cuasi absoluto del Derecho. Uno de sus dichos favoritos era que por mucho que el legislador produzca siempre serán más las lagunas que los casos que encuentren en sus normas solución.

La consecuencia principal que extrajeron parecía bien obvia, aunque se les hizo muy poco caso en la posteridad: hay que modificar la formación y el modo de selección de los jueces. Si el juez no es más que un robot, un puro autómata, un simple hacedor de silogismos elementales, vale como juez cualquiera que esté en sus cabales. Pero si resulta que el juez verdaderamente decide y determina y, con ello, es señor de nuestras vidas y de importantes parcelas del destino social, necesitamos jueces con capacidad para entender lo que resuelven y sensibilidad para hallar las soluciones menos malas. Y para todo ello deberán saber más que pretéritas historias de TICIO y CAYO y conocer de más cosas que de metafísicas conceptuales: habrá que enseñarles ética, teoría política, economía, psicología, etc.

Todas las versiones del realismo jurídico, tanto la norteamericana como la escandinava, coinciden en el postulado básico de que no hay más cera que la que arde ni más Derecho que lo que dicen las sentencias. Frente al Derecho en los libros, ese Derecho de raíz formal y escasísima eficacia que figura en los códigos y repertorios legislativos, el Derecho de verdad es el que sirve para responder la pregunta que se hace el “hombre malo”: “¿qué me puede ocurrir si hago tal cosa?” Para contestar qué le puede ocurrir a uno que haga algo lo que importa es saber cómo vienen fallando los tribunales cuando juzgan tal tipo de acciones. Y el modo en que los tribunales respondan a estos o aquellos comportamientos dependerá de factores sociológicos y psicológicos, pero nada, o casi, del dato formal de cuáles sean las palabras de la ley vigente. Así que comprender el Derecho será conocer a los jueces de carne y hueso y averiguar qué factores, aquí y ahora, los determinan: ideologías, intereses, extracción social, sentimiento corporativo, ambiciones, etc. Porque, conforme a un lema central de los realistas, los jueces primero deciden y después motivan. Es decir, antes escogen el fallo del caso, guiados por sus personales móviles, y luego redactan una motivación con la que disfrazan de resultado de la razón jurídica lo que no es más que producto de su personal cosecha, de sus pasiones subjetivas.

Algunos de los más radicales autores norteamericanos que en las últimas décadas del siglo XX se adscribieron al movimiento llamado Critical Legal Studies actualizaron los postulados de esas dos pasadas corrientes. Su tesis más insistente hace hincapié en la radical indeterminación del lenguaje jurídico. El lenguaje de las normas carece de toda virtualidad significativa y, por ende, de cualquier capacidad para dirigir el comportamiento decisorio del juez. La leyes puro flatus vocis, significante sin significado, ruido sin referente ni mensaje tangible de ningún tipo, simple apariencia carente de toda capacidad directiva, y por esa razón el juez no está en realidad sometido a nada que no sea la presión de los poderes establecidos y las ideologías dominantes. La seguridad jurídica es, en consecuencia, supremo engaño que hace a los ciudadanos sentirse protegido por las normas, allí donde, en realidad, no están sino a merced de los poderes, de los que el juez es servidor inerte, como una marioneta.

2.2.2. NI APOCALÍPTICOS NI INTEGRADOS: EL POSITIVISMO JURÍDICO DEL SIGLO XX.

Si hay una idea clarísimamente presente en todos los autores relevantes del positivismo jurídico del siglo XX (KELSEN, HART, BOBBIO...), es la de que la aplicación del Derecho por vía de decisión judicial no es ni puede ser, en modo alguno, un puro silogismo, una mera subsunción.

Si hay un autor positivista que resulta claro para nuestro tema de la discrecionalidad, ése es HART. En su obra El concepto de Derecho explica que el lenguaje de las normas, que es parte del lenguaje ordinario, tiene márgenes de vaguedad, lo que HART llama zonas de penumbra. Por tanto, algunos casos, los que caen dentro de esa zona de indefinición lingüística de las normas, no reciben de éstas una solución clara y terminante, sino que en principio son varias y distintas las soluciones que la norma permite para ellos, y tendrá que ser el juez quien, por vía de interpretación, precise ese significado que en el enunciado previo de la norma permanece impreciso. Y esa labor de precisión, de interpretación, de concreción de la norma para que al aplicada al caso ya dé solo una solución y no la posibilidad de varias, tiene un componente esencialmente discrecional.

Así pues, HART discurre por un camino intermedio entre dos extremos. Por un lado, discrepa de aquel positivismo ingenuo del XIX, que pensaba que los enunciados normativos eran perfectamente claros y unívocos, con lo que ni haría falta interpretados antes de su aplicación a los casos ni dejaban ningún resquicio para la libertad decisoria del juez. Por otro, discute también el escepticismo radical de los realistas, pues la práctica jurídica no es ese caos de imprevisibilidad en que consistiría si fuera verdad que los enunciados jurídicos en nada determinan al juez y que éste hace siempre y en todo caso lo que le da la gana, sin el más mínimo límite. Solemos acertar y suelen coincidir los jueces en la solución de los casos fáciles, los que caen en

el núcleo significativo del enunciado jurídico aplicable, y difícilmente podemos prever la solución segura de los casos difíciles, los que se mueven en la zona de penumbra de tales enunciados, respecto de los cuales la propia jurisprudencia discrepa, pues cada juez puede hacer distintos usos de esa constitutiva discrecionalidad a que en términos prácticos se traduce la indeterminación de la norma en dicha zona. Por tanto, entre quienes dicen que no existe discrecionalidad, ya sean los de la Escuela de la Exégesis, los de la Jurisprudencia de Conceptos o los de DWORKIN, y los que dicen que sí existe y es absoluta y total en todos los casos, HART sostiene que ni lo uno ni lo otro: solo cierta discrecionalidad es inevitable, pero en lo que es inevitable es inevitable. Y en ese margen, lo único que podemos hacer es exigirle al juez que justifique exigentemente, mediante razones lo más convincentes y compartibles que sea posible, sus opciones y las valoraciones en que se basan, pero tales razones con que el juez motiva su decisión en los casos difíciles no serán nunca razones puramente demostrativas, jamás podrán ser prueba plena de que dio con la única respuesta correcta, sencillamente porque un caso no tiene una única respuesta correcta cuando las palabras de la ley permiten varias. ( ... )

2.3. ARGUMENTACIÓN JURÍDICA Y DISCRECIONALIDAD. APERTURAS Y JUSTIFICACIÓN RACIONAL DE LA DECISIÓN JURÍDICA

A) La justificación positivista de la decisión jurídica como punto de partida

Los fundamentos ideológicos del método deductivo llevan a ignorar las circunstancias que provocan la existencia de problemas a la hora de tomar la decisión jurídica pertinente. Sin embargo, dado que estas circunstancias existen y provocan márgenes de indeterminación e incertidumbres, parece más conveniente tenerlas en cuenta que caer en el autoengaño. Las decisiones jurídicas distan mucho de poder ser consideradas como una mera operación formal consistente en hacer encajar los hechos del caso en una norma abstracta y general para obtener automáticamente, en virtud de juego lógico de ambas premisas, el resultado previsto de antemano en la norma. La realidad desborda ampliamente los postulados más radicales del método lógico-deductivo e invalida los planteamientos simplificadores de la metodología jurídica tradicional.

La justificación de las decisiones jurídicas no puede ignorar esta circunstancia En este sentido, las últimas versiones de las tesis positivistas que promueven el reconocimiento de la existencia de un margen de discrecionalidad insoslayable en la decisión jurídica quizá no sean un mal punto de partida. En primer lugar, aunque niegan que pueda afirmarse que una solución es absolutamente cierta, garantizan un mínimo de seguridad: las decisiones adoptadas no pueden oponerse a la norma o normas jurídicas que se aplican, sino que tienen que producirse dentro de los

márgenes más o menos difusos que éstas establecen. En segundo lugar, se prescinde de «falsas seguridades» y se acepta que el fundamento último de la decisión descansa en criterios adicionales, no jurídicos: estándares valorativos, sociales, políticos, económicos, etc.

Las teorías positivistas, por otro lado, también ponen de manifiesto, con toda su crudeza, el trasfondo del mito de la certeza del derecho. Desde el momento en que las decisiones jurídicas definitivas y firmes han sido adoptadas de acuerdo con las reglas del sistema jurídico, aunque no sean materialmente ciertas, son incontestables. Por eso, interesa que tengan una' apariencia de certeza que refuerce políticamente la decisión. El velo de la razón jurídica traduciría «definitividad» en «infalibilidad» ocultando tras la ilusión del método lo que de hecho es una decisión controvertible. Por el contrario, si se es coherente con el reconocimiento de las condiciones prácticas reales de la decisión jurídica y la textura abierta del derecho, debe partirse de la inseguridad, de la necesidad de justificar en un sentido amplio cada decisión.

Por lo demás, según lo anterior, que el razonamiento jurídico sea más o menos complejo o el que hayan de tomarse en consideración argumentos adicionales no supone que la decisión jurídica sea arbitraria. Al contrario, la decisión jurídica esta predeterminada en buena medida: en primer lugar, por el marco general que configuran las normas aplicables al caso; en segundo lugar, por un amplio conjunto de reglas y criterios hermenéuticos que tienen su origen en una larga tradición jurídica, y que en algún caso han encontrado reconocimiento normativo y, en tercer lugar, por una exigencia de motivación fundada y racional que no solo alcanza a los aspectos anteriores, sino que afecta también a los criterios adicionales que fundamentan la decisión en último término.

B) Las teorías de la argumentación jurídica

Es en este punto donde, asumidas con modestia, las teorías de la argumentación racional pueden aportar recursos convenientes desde el punto de vista de la formación de los juristas y la práctica del derecho. Las teorías de la argumentación jurídica de autores como AULIS AARNIO y ROBERT ALEXY representan en la actualidad una solución intermedia que pretende conciliar los últimos desplazamientos de la racionalidad hermenéutica con las exigencias prácticas de la aplicación del derecho.

Quienes defienden este tipo de teorías asumen como punto de partida de su teoría de la justificación racional de las decisiones jurídicas que existe un salto no deductivo en la elección definitiva de la solución del caso. Consideran que, incluso habiéndose fijado estrictamente las premisas de la interpretación -cuál es la norma jurídica aplicable y cuáles son los hechos ciertos del caso, lo que ya resulta tremendamente complicado-, la solución jurídica suele conllevar transformaciones no deductivas: un salto, un paso final no deductivo. La causa inmediata de este salto no deductivo estaría determinada

por el hecho de que las reglas de interpretación no forman un conjunto cerrado y su aplicación es susceptible de controversias. Por ello, los autores que defienden esta concepción sostienen que la solución jurídica es siempre el resultado de una elección hermenéutica plausible y que la solución jurídica, en consecuencia, no es un resultado necesario derivado de las estrictas reglas del método deductivo.

Frente a uno de los postulados más característicos de la concepción metodológica tradicional, la teoría de la argumentación jurídica defiende que el legislador real no es racional, o lo que es igual, que no hace leyes perfectas que prevean soluciones claras y no contradictorias para cualquier caso hipotético que pueda producirse, y que, por tanto, quienes tienen que ser racionales son los juristas, quienes interpretan y aplican la ley. En este sentido, entienden que la solución correcta no es otra cosa que el resultado más razonable. Es decir, el resultado más aceptable al que se llega tras la oportuna ponderación de los criterios de interpretación y los argumentos de justicia material pertinentes. La aceptabilidad racional de una decisión jurídica, según esta teoría, descansa en su justificación, esto es, en la fuerza de las razones que la justifican. Por ello, la decisión jurídica deberá estar basada en argumentos racionales capaces de conseguir aprobación. Lo importante según esta concepción teórica es conocer cuáles son las bases de la racionalidad de la razón jurídica. Si se conocen las bases de esta racionalidad se podría construir un modelo de razonamiento jurídico capaz de, garantizar soluciones jurídicas aceptables. Es decir, si se conoce cuál es el criterio de racionalidad de una cultura jurídica y la interpretación realizada se adapta al modelo ideal de razonamiento jurídico construido de acuerdo con el mismo; entonces, según estos autores, la solución jurídica resultante «maximalizaría» las expectativas de certeza y de seguridad posibles en el ámbito de la ciencia jurídica.

3. (EXPLICACIÓN JURÍDICO-POLÍTICA). EL PAPEL DEL JUEZ EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO Y EL PROBLEMA DE LA LEGITIMIDAD DE LA DECISIÓN JUDICIAL

(Notas de Marina Gascón Abellán, La argumentación en el derecho, pp. 19-47)

EL JUEZ EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO

Aunque lo que haya de entenderse por Estado constitucional parece una cuestión abierta o en todo caso sometida a debate, podría decirse, de una forma genérica y puramente aproximativa, que constitucionales son aquellos sistemas donde, junto a la ley, existe una constitución democrática que establece auténticos limites jurídicos al poder para la garantía de las libertades y derechos de los individuos y que tiene, por ello, carácter normativo: la constitución (y la carta de derechos que incorpora) ya no es un trozo de papel o un mero documento político, un conjunto de directrices programáticas dirigidas al legislador, sino una autentica norma jurídica con eficacia directa en el conjunto del ordenamiento; y además, por cuanto procedente de un poder con legitimidad “cualificada” (el poder constituyente) es la norma “más alta”, por lo que también la ley queda sometida a la constitución, que se convierte así en su parámetro de validez.

En otras palabras, como consecuencia de la “fundamentalidad” de sus contenidos y de la especial legitimidad de su artífice, el Estado constitucional postula la supremacía política de la constitución y, derivadamente, su supremacía jurídica o supralegalidad. Precisamente resaltando esta nota de supralegalidad suele decirse que el Estado constitucional es un estadio más de la idea de Estado de Derecho; o mejor, su culminación: si el Estado legislativo de Derecho había supuesto la sumisión de la Administración y del Juez al Derecho, y en particular a la ley, el Estado constitucional de derecho supone que también el legislador viene sometido a derecho, en este caso a la Constitución. Podría decirse pues que el Estado constitucional de Derecho incorpora, junto al principio de legalidad, el principio de constitucionalidad.

Históricamente, el Estado constitucional de Derecho es la forma política que cuajó en el constitucionalismo americano, que a diferencia del europeo, que no superó el “imperio de la Ley” y donde por tanto las constituciones fueron simples cartas políticas, asumió desde el principio el valor normativo de la Constitución. En el resto de los países, la construcción del Estado constitucional es obra más reciente.

Justamente la nota de limitación al poder y garantía de los derechos que define el constitucionalismo es lo que explica que, con independencia de las variables experiencias históricas de cada país, la construcción del Estado constitucional en el último siglo está muy ligada al intento de romper con regímenes políticos de corte

autoritario y refundar la organización política sobre un nuevo modelo de legitimidad. Este es el móvil que anima el impulso constituyente en Europa, pues en la factura de la Constitución italiana (1947) y de la Ley Fundamental de Bonn (1949) jugaron un papel no desdeñable consideraciones puramente empíricas: la experiencia nazi y fascista, donde en nombre de la legalidad vigente se habían producido los crímenes más execrables, aconsejaba adoptar catálogos (constitucionales) de derechos que se impusieran a cualquier política. Y ese mismo afán de refundación política y ruptura con un pasado autoritario está también presente en los posteriores procesos constituyentes de Grecia (1975), Portugal (1976) y España (1978). La oleada constituyente se extendería en los ochenta a muchos países de América Latina en un intento (también) por reconstruir su organización política tras experiencias de dictaduras militares o guerras civiles; y más recientemente a los antiguos países socialistas. Es más, puede decirse que el paradigma del Estado constitucional, por cuanto supone el establecimiento de vínculos políticos al poder, tiende a implantarse incluso en el ámbito internacional mediante la suscripción de documentos normativos supranacionales (la Carta de Naciones Unidas de 1945 y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948) y la creación de Tribunales de Justicia llamados a garantizar su eficacia.

Uno de los rasgos que mejor definen el Estado constitucional de Derecho es la orientación del Estado a la protección de los derechos al margen (o incluso por encima) de la ley: ya no eficacia de los derechos en la medida y en los términos marcados en la ley, sino eficacia de los derechos en la medida y en los términos establecidos en la Constitución. Ahora bien, el reconocimiento constitucional de derechos se efectúa por lo general en términos amplios e imprecisos, por lo que son frecuentes las dudas sobre el alcance y contenido de los derechos en los distintos supuestos en los que pueden tener incidencia. A quién corresponde decidir cuál sea ese alcance o contenido es justamente la cuestión polémica. Cabria sostener que el principio democrático exige atribuir este fundamental papel al legislador; pero es también evidente que el propio carácter supramayoritario o supralegal de los derechos hace que al final sean los jueces (constitucionales u ordinarios) quienes, por cuanto llamados a hacer valer la constitución, terminan ejerciendo esa función. Por ello, el carácter normativo de la constitución, más allá de la simple posibilidad de enjuiciamiento normativo de la ley, comporta cambios muy profundos en la manera de concebir el Derecho y las propias instituciones jurídicas. En particular, comporta cambios profundos en la manera de concebir las relaciones entre legislación y jurisdicción: el principio de legalidad en relación con el juez, que tradicionalmente se había interpretado como vinculación del juez a Derecho pero sobre todo a la ley, ha pasado a entenderse como vinculación del juez a los derechos y principios constitucionales pero no a la ley, lo que resulta polémico desde el punto de vista del principio democrático.

Aún a riesgo de simplificar, puede decirse que las causas de este cambio son las siguientes.

1. Los jueces pueden (y deben) hacer valer la Constitución en detrimento de la ley.

En el Estado Constitucional el juez está vinculado a la ley pero también a la constitución. Esa doble vinculación del juez (a la ley y a la constitución) significa que éste solo está obligado a aplicar leyes constitucionales, de manera que debe hacer un previo juicio de constitucionalidad de la ley. Si entiende que la leyes constitucional (porque cabe hacer de ella una interpretación conforme a la constitución), entonces debe aplicarla. Pero si la ley no resulta constitucional (porque no cabe hacer de ella ninguna interpretación constitucionalmente adecuada), entonces no está vinculado a ella. En este segundo supuesto, los jueces, en los sistemas de judicial review, “desplazan” la ley y resuelven el caso aplicando directamente la constitución; en los sistemas de control concentrado, los jueces no pueden desplazar la ley sino que vienen obligados a plantear la “cuestión” al Tribunal Constitucional, que es el único órgano llamado a pronunciarse sobre la constitucionalidad de la ley. En ambos casos se relanza el papel del juez en relación con la ley: en el primero (judicial review) porque se reconoce directamente la facultad del juez para inaplicar las leyes inconstitucionales; en el segundo (control concentrado) porque, a pesar de no reconocerse dicha facultad, bajo el argumento de que se está haciendo una interpretación de la ley conforme a la constitución es posible que al final el juez “esquive” la ley; o sea, es posible que el juez aplique la constitución (o el entendimiento que tiene de la misma) en detrimento de la ley.

2. Las propias cartas constitucionales se han convertido en documentos de positivación de la moral, lo que contribuye a reafirmar el papel del juez en detrimento del legislador.

Las constituciones, en efecto, consagran una gran cantidad de derechos y principios que son el reflejo de concepciones de la moralidad. Son, por así decirlo, moral positivada o, como también se ha dicho, Derecho natural positivado. Además, estos principios y valores constitucionales ni siquiera reflejan una concepción uniforme de la justicia. Son principios y valores tendencialmente contrastantes, por lo que la eventual presencia de varios de ellos en un caso concreto (cosa por lo demás muy frecuente) deja al juez sin guía para la acción: se abre un ancho margen para la discrecionalidad judicial, pues es el juez quien debe sopesar los principios en juego y decidir razonablemente (o sea, discrecionalmente) cuál de ellos ha de prevalecer en ese caso concreto.

En suma, la necesariamente abierta interpretación de las normas constitucionales, impregnadas de valores de justicia, así como la presencia en la mayoría de los casos de valores y principios constitucionales contrastantes entre sí, parece que conduce

inevitablemente a que en la resolución del caso concreto terminen triunfando las opciones valorativas del juez sobre las del legislador. Pero sobre esto también habremos de volver.

( ... )

El debilitamiento del principio de legalidad en relación con los jueces. La importancia de la argumentación en el ejercicio de la función judicial

El garantismo pone de manifiesto que el debilitamiento del principio de legalidad en relación con los jueces es en muchos casos consecuencia de una mala legislación o sencillamente consecuencia “lógica” del principio de constitucionalidad, que obliga a los jueces a tener presentes las exigencias de la constitución en presencia de los casos concretos.

Lo primero porque la insuficiencia de la ley o su deficiente formación (omisiones, contradicciones, redundancias, indeterminación, ambigüedad, etc.) ha producido en la práctica un redimensionamiento de las tradicionales funciones del juez, que se ve compelido a llenar, con y desde la constitución, los márgenes de indeterminación que la ley deja.

Lo segundo porque si es cierto que el juez está sometido a la ley (principio de legalidad), también lo es que está sometido a la constitución (principio de constitucionalidad), y ello significa que debe hacer una aplicación constitucional de la ley a la vista del caso concreto; es decir, debe considerar, junto a las razones de la ley, las razones de la constitución. Pero sucede que las normas constitucionales suelen tener carácter abierto y sobre todo están impregnadas, más que las leyes, de valoraciones morales, de manera que este juicio ponderativo de razones -el juicio de constitucionalidad al que el juez somete a la ley en la resolución de un caso- es (o puede ser) notablemente discrecional; no en vano se habla de juicio de “razonabilidad” para referirse al él. En suma, cuando en la resolución del caso se proyectan normas constitucionales, el intérprete desempeña una actividad mediadora más intensa que cuando de aplicar simplemente leyes se trata.

Por una razón o por otra, lo cierto es que el juez del Estado constitucional está dotado de un enorme poder. Es verdad que se trata de un poder soportable, porque el tipo de control que ejerce es “incidental” y porque en muchos ordenamientos coexiste con un Tribunal constitucional cuya composición suele estar fuertemente determinada por el poder legislativo. Pero también es cierto que se trata de un poder más eficaz que el del Juez constitucional, porque es más eficaz y de mayor calado la labor callada y difusa del día a día de los tribunales de justicia.

Con todo, ese redimensionamiento de la función judicial no supone necesariamente una enervación del principio de legalidad en relación con los jueces. Tan solo pone de

manifiesto la incidencia que tienen en la actuación del juez las condiciones en que éste debe operar en el marco del Estado constitucional. De todas formas sigue aún pendiente una reflexión seria sobre el papel institucional de ese poder ante las nuevas funciones que se ha visto obligado a asumir.

No solo no se ha reflexionado seriamente, sino que las reacciones han sido por lo común de descalificación pura y simple para reafirmar el principio democrático. Lo que muchas veces tiene lugar, por cierto, desde una forma de “politicismo” hipertrofiado; como si el control jurisdiccional no fuese una condición de la democracia; y como si muchas de las aperturas decisionistas de los jueces no estuviesen propiciadas por una mala legislación. Sin embargo, sí cabría hablar de un autentico abandono del principio de legalidad en relación con el juez cuando se pretende dar carta de naturaleza a la transformación de la magistratura en sujeto político. Intentos de este tipo, que constituyen una variante del realismo jurídico, tal vez puedan verse en los Critical Legal Studies, en el ámbito estadounidense, en el Movimiento de Derecho Alternativo, en el ámbito sudamericano y en el Uso Alternativo del Derecho, en el ámbito europeo. Y, sin llegar a una propuesta de anulación del legislador a favor del juez, ZAGREBELSKY ofrece en El derecho dúctil una construcción teórica a partir de las constituciones de principios que resulta, sin duda, seria y sugestiva, pero que también puede servir de base a la justificación de soluciones judicialistas que rozan, si no sobrepasan, los límites del principio de legalidad.

Con unos u otros matices, puede decirse que lo que une a todas estas corrientes es la idea de que 1°) dado que las constituciones del pluralismo juridifican una gran variedad de valores materiales de justicia contrastantes entre sí, y 2°) dado que la ley, manifestación de la lucha política que se desarrolla en el sistema, muchas veces se corresponde más con pactos de intereses que con objetivos racionales de regulación, 3°) resulta que son los jueces (los constitucionales pero también los ordinarios), hombres prudentes capaces de mitigar en el caso concreto los posibles excesos de la ley, quienes se convierten en guardianes del contenido de justicia material de la Constitución, frente a las posibles veleidades partidistas del legislador. En pocas palabras, el juez solo está vinculado a la ley si entiende que la solución aportada para el caso concreto es la más adecuada o justa desde el punto de vista constitucional; de no ser así puede “sortearla”: “Las exigencias de los casos -dice G. ZAGREBELSKY- cuentan más que la voluntad legislativa y pueden invalidarla. Debiendo elegir entre sacrificar las exigencias del caso o las de la ley, son estas últimas las que sucumben en el juicio de constitucionalidad al que la propia ley viene sometida” (El Derecho dúctil).

No cabe duda que un cierto incremento del activismo judicial puede estar justificado incluso en los sistemas jurídicos de tradición continental; es más, resulta indispensable si se quiere realizar de modo efectivo el principio de constitucionalidad y la defensa de los derechos fundamentales frente al legislador, esto es, al margen y por encima de la

decisión parlamentaria. Pero tampoco cabe duda que ese activismo puede desembocar en un modelo decisionista cuyos riesgos son evidentes. Entre otros que si la ley ya no merece confianza por representar tan solo la victoria circunstancial de intereses de grupo, ¿qué es lo que induce a confiar en la actuación de unos jueces guiada por categorías constitucionales de justicia? También los criterios por los que los jueces escogen unas u otras categorías de justicia son (o pueden ser) “interesados”: la supuesta inconstitucionalidad de la ley argüida por el juez puede ser un simple subterfugio para justificar su elusión cuando ésta no ofrece la solución al caso que él estima satisfactoria.

Por lo demás, el decisionismo judicial supone una “huida hacia delante” que termina por arruinar el edificio democrático en el que descansa el imperio de la ley, pero sin proponer otro mejor. No importa reiterar que en el Estado constitucional es la constitución, y no la ley, la norma que representa la expresión más directa de la soberanía popular, y por tanto la validez de la ley viene ahora sometida a un derecho más alto.

Pero dentro de los márgenes diseñados por la constitución, la ley, por cuanto expresión normativa de la lucha política que se desarrolla en democracia, ocupa un lugar principal en el sistema que no puede serle arrebatado por decisiones políticas de ningún otro signo o condición; mucho menos, porque esto sería peligrosamente ideológico, si tales decisiones se camuflan bajo el áureo manto de unos jueces que realizan la Constitución en la resolución de los casos concretos. No sería necesario glosar aquí los peligros que encierra para la democracia un abierto activismo judicial. Baste recordar el trágico pero significativo episodio que la Alemania de Weimar representó en la historia constitucional europea.

Precisamente la toma de conciencia del papel central que los jueces vienen llamados a desempeñar en los sistemas regidos por el principio de constitucionalidad, pero también la conciencia del riesgo antidemocrático a que puede conducir un activismo judicial desbocado, tal vez explique la gran atención que en las últimas décadas se viene prestando a los procesos argumentativos judiciales. Y es que, si es consustancial al constitucionalismo la centralidad de un poder judicial fuertemente discrecional y con amplias facultad dispositivas, entonces parece necesario esmerar la argumentación para no renunciar a valores como la previsibilidad, la certeza, la igualdad en la aplicación de la ley y (sobre todo) el carácter no arbitrario de la función judicial. Este último es un aspecto particularmente importante. Si el juez ya no es la “boca que pronuncia las palabras de la ley” sino el depositario de un poder que se ejerce con ciertas anchuras, entonces debe acreditar la racionalidad de sus decisiones, pues ahí reside su principal fuente de legitimidad; debe acreditar, en fin, que ese ejercicio más o menos discrecional de poder no es, sin embargo, un ejercicio arbitrario. La presencia de una fuerte discrecionalidad en el desempeño de la función judicial no

proporciona inmunidad al juez; antes al contrario, representa un reto para la conformación de controles jurídicos que se ejercerán sobre el proceso argumentativo que conduce desde la inicial información fáctica y normativa a la resolución o fallo. Este es el sentido de las teorías de la argumentación.

MATERIAL COMPLEMENTARIO:

STC 42/1993, de 8 de febrero de 1993

La Sala Segunda del Tribunal Constitucional, compuesta por don Luis López Guerra, Presidente, don Alvaro Rodríguez Bereijo, don José Gabaldón López, don Julio Diego González Campos y don Carles Viver Pi-Sunyer, Magistrados, ha pronunciado

EN NOMBRE DEL REY

la siguiente

SENTENCIA

En el recurso de amparo núm. 1.216/90, interpuesto por el Procurador de los Tribunales don José Granados Weil, en nombre y representación de doña María del Carmen Fernández Díez, asistida del Letrado don José Manuel Alonso Durán, solicitando la declaración de nulidad de la sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, de 3 de abril de 1990, que confirma en suplicación la dictada por la Magistratura de Trabajo núm. 1 de Burgos en autos núm. 387/88 sobre despido.

Ha comparecido la Entidad <<Distribuciones Reus, Sociedad Anónima>>, representada por el Procurador don Miguel Angel de Cabo Picazo y el Ministerio Fiscal, y ha sido Ponente el Magistrado don José Gabaldón López, quien expresa el parecer de la Sala.

I. ANTECEDENTES

1. Por escrito presentado en el Registro General de este Tribunal el día 17 de mayo de 1990 se interpuso recurso de amparo contra la referida Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid por vulnerar el derecho a la igualdad en la aplicación de la Ley -art. 14 C.E.-.

2. En el recurso de amparo se alegan, en síntesis, los siguientes hechos:

a) La solicitante de amparo interpuso demanda sobre despido contra la Empresa <<Distribuciones Reus, Sociedad Anónima>>, -y el Fondo de Garantía Salarial-:

1) Fue turnada a la Magistratura de Trabajo núm. 1 de Burgos, donde se registró con el núm. de autos 387/88.

2) Señalada la celebración del juicio, se invocó por la Empresa la excepción de incompetencia de jurisdicción, excepción que fue estimada por la Sentencia dictada el 27 de septiembre de 1988, en la que se absolvió en la instancia a la demandada.

3) Formulado contra dicha Sentencia recurso de suplicación, correspondió su conocimiento -tras las diversas reformas procesales habidas- a la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, que dictó Sentencia, el 3 de abril de 1990, en la que desestimó el recurso y confirmó íntegramente la Sentencia de instancia.

b) Don José Garrido Ruiz y tres personas más presentaron demanda sobre reclamación de despido contra <<Distribuciones Reus, Sociedad Anónima>> -y el Fondo de Garantía Salarial:

1) Fue también repartida a la Magistratura de Trabajo núm. 1 de Burgos, en la que se registró con el núm. de autos 262-265/88.

2) Dicha demanda se basaba en hechos sustancialmente idénticos a los de la que dio lugar a los autos 387/88.

3) La Magistratura dictó Sentencia el 8 de junio de 1988 en la que estimó también la excepción de incompetencia de jurisdicción y absolvió en la instancia a la Empresa demandada.

4) Del recurso de suplicación interpuesto por los actores correspondió asimismo finalmente conocer a la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid.

5) Dicha Sala dictó Sentencia el 30 de octubre de 1989, En ella se estimó el recurso de suplicación, se revocó la Sentencia de instancia y se declaró la competencia de la jurisdicción social para el conocimiento de la cuestión debatida, acordando la remisión de los autos a la Magistratura para que dictara nuevo pronunciamiento sobre el fondo.

c) Por último, doña Concepción Posada Verdeja y otra persona más presentaron a su vez demanda sobre reclamación de despido contra <<Distribuciones Reus, Sociedad Anónima>>:

1) Fue turnada a la Magistratura de Trabajo núm. 2 de Burgos donde se registró con el núm. de autos 393 y 394/88.

2) Se basaba también en hechos sustancialmente iguales a los de las dos demandas anteriormente referidas.

3) Invocada asimismo por la Empresa demandada, en el acto del juicio, la excepción de incompetencia de jurisdicción, ésta fue desestimada por la Sentencia de tal

Magistratura de 18 de julio de 1988, la cual, estimando la demanda inicial, declaró la nulidad del despido de los actores y condenó a la Empresa a la readmisión inmediata de los mismos.

4) Planteado recurso de suplicación por <<Distribuciones Reus, Sociedad Anónima>>, de éste correspondió también conocer a la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, que dictó Sentencia el 30 de enero de 1990, en la que desestimó el recurso y confirmó la resolución recurrida.

3. La representación de la recurrente considera que ha sido lesionado su derecho a la igualdad en la aplicación de la ley -art. 14 C.E.-.

Argumenta que tal vulneración ha sido producida porque un mismo órgano judicial -la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid-, al resolver supuestos sustancialmente iguales, ha decidido en sentido contradictorio, sin que en la Sentencia dictada en último lugar -la recurrida en amparo- se razone el cambio de criterio.

Se concluye suplicando se dicte Sentencia por la que se anule la impugnada y se reconozca el derecho de la demandante a la igualdad en la aplicación de la Ley mediante nueva Sentencia de la referida Sala de lo Social que respete dicho derecho.

4. Por providencia de 16 de julio de 1990 la Sala Segunda -Sección Cuarta- de este Tribunal acordó conceder a la solicitante de amparo un plazo de diez días para que acreditase fehacientemente la fecha de notificación de la resolución que puso fin a la vía judicial.

5. Cumplimentado dicho requerimiento, la misma Sala Segunda -Sección Cuarta- acordó, por providencia de 15 de octubre de 1990, admitir a trámite la demanda interpuesta, requerir el envío de las actuaciones y solicitar el emplazamiento de los que fueron parte en el proceso precedente, en aplicación de lo dispuesto en el art. 51 LOTC.

6. Recibidas las actuaciones judiciales y personado el Procurador don Miguel Angel de Cabo Picazo en nombre y representación de <<Distribuciones Reus, Sociedad Anónima>>, por providencia de la repetida Sección de este Tribunal de 13 de diciembre de 1990, se acordó acusar recibo, tener a aquél por personado y por parte y, de conformidad con lo preceptuado en el art. 52.1 LOTC, otorgar un plazo común de veinte días a las partes personadas y al Ministerio Fiscal para que presentaran las oportunas alegaciones.

7. La representación actora, mediante escrito presentado el 10 de enero de 1991 reitera su solicitud de amparo, se remite a los hechos y fundamentos de derecho consignados en la demanda, e insiste en que el supuesto ofrecido como término de comparación no es genéricamente semejante, sino exactamente el mismo al

impugnado en amparo, a pesar de lo cual la Sala de lo Social no justificó, ni implícita ni explícitamente, la divergencia de soluciones para tales supuestos idénticos.

8. La representación de <<Distribuciones Reus, Sociedad Anónima>> presentó su escrito de alegaciones el 11 de enero de 1991. En él argumenta, en primer lugar, la absoluta disparidad de los miembros que componen la Sala de lo Social del T.S.J. de Madrid que dicta las resoluciones firmes que se pretenden comparar con la impugnada. Además, la misma Sala de lo Social del T.S.J. de Madrid en supuestos sustancialmente idénticos al ahora examinado, ha dictado sentencias en el mismo sentido que la impugnada -estimatorias de la excepción de incompetencia de la jurisdicción social-, así la de 30 de enero de 1990, dictada en suplicación también contra otra Sentencia del Juzgado de lo Social núm. 1 de Burgos, y la de 13 de febrero de 1990. De otra parte, los relatos fácticos de las Sentencias dictadas en la instancia no son determinantes para la Sala de lo Social del T.S.J. de Madrid al plantearse la cuestión de incompetencia de jurisdicción, por lo que no existe la pretendida identidad fáctica.

En consecuencia, al no haberse violado el derecho de la recurrente a la igualdad en la aplicación de la Ley, no concurre la pretendida infracción del art. 14 C.E., por lo que se suplica se dicte Sentencia por la que se deniegue al amparo solicitado.

9. El Ministerio Fiscal, en su dictamen presentado el 22 de enero de 1991, tras efectuar un breve resumen de los hechos, comienza argumentando que, conforme a la demanda, la Sentencia impugnada, a pesar de partir de unos mismos hechos probados, ha calificado de no laboral una relación jurídica que en Sentencia anterior de la misma Sala había sido estimada como laboral. Ello, unido a la inexplicación del cambio de criterio, ha producido una patente desigualdad en la aplicación de la Ley.

A continuación, tras resumir los requisitos que según la doctrina de este Tribunal -SSTC 63/1988 , 83/1988 , 161/1989 y 182/1990 - son necesarios para considerar producida tal desigualdad, hace notar que en el procedimiento cuya resolución se aporta como término de comparación -de 30 de octubre de 1989 en autos 262-265/88 de la Magistratura de Trabajo núm. 1 de Burgos-, actuaban los mismos Letrados que en el ahora recurrido, además en la formación de la Sala que conoció en suplicación, participó un Magistrado que dictó la impugnada en amparo, y el objeto procesal venía también constituido por una demanda por despido de un trabajador de DIRSA y su familia. La similitud de pleitos en primera instancia fue tal, continúa el Fiscal, que los resultados de hechos probados son de igual redacción -con las lógicas diferencias en cuanto a nombre y apellidos de los actores-, y la fundamentación jurídica es copia literal una de otra. No obstante lo anterior, la Sentencia impugnada y la dictada en tales autos 262-265/88 dan soluciones muy distintas al problema de la naturaleza jurídica del contrato y, por ende, de la legislación procesal aplicable. La misma Sala de lo Social, en la Sentencia de 30 de enero de 1990 -autos 393 y 394/88- dictada en un

asunto igual, asumía también el carácter laboral del contrato suscrito entre DIRSA y otras personas.

Así pues, como el término de comparación presentado por la recurrente es válido, ya que las Sentencias de 30 de octubre de 1989 y 30 de enero de 1990 contemplan idénticos supuestos y proceden del mismo órgano judicial que la aquí impugnada. Y esta última, ante un mismo supuesto fáctico ofrece una fundamentación en derecho completamente opuesta, sin aludir a las anteriores ni explicar en absoluto la razón de la separación del criterio anterior, la lesión del art. 14 aparece evidente al ser la solución dada por el Tribunal Superior claramente discriminatoria.

Por todo lo anterior, finaliza el Fiscal, se interesa se otorgue el amparo y se anule la Sentencia impugnada para que se dicte otra que respete el principio de igualdad en la aplicación de la ley.

10. Una vez que el Juzgado de lo Social núm. 1 de Burgos remitió copia de los autos 262-265/88, y el núm. 2 de dicha ciudad copia de los autos 393 y 394/88, atendiendo a lo acordado por providencia de 24 de enero de 1991 de la misma Sección Cuarta de este Tribunal, por providencia de 18 de febrero siguiente se acordó acusar recibo y dar vista a las partes personadas y al Ministerio Fiscal para que alegaran lo que estimaran conveniente. Ninguna de dichas partes efectuó alegaciones que sea necesario reiterar.

11. Por providencia de 21 de enero de 1993, la Sala Segunda de este Tribunal acordó señalar para deliberación y votación de esta Sentencia el día 25 del mismo mes, quedando conclusa en el día de la fecha.

II. FUNDAMENTOS JURÍDICOS

1. Se plantea en este recurso como cuestión si la Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 3 de abril de 1990 ha lesionado el derecho de la recurrente a la igualdad en la aplicación de la Ley -art. 14 C.E. - porque tal órgano judicial se ha desviado de anteriores decisiones judiciales, al resolver casos sustancialmente análogos, sin justificar el cambio de criterio.

Tanto el Ministerio Fiscal como la solicitante de amparo coinciden en sostener que se ha producido la denunciada vulneración ya que si se compara la Sentencia impugnada con las ofrecidas como término de referencia -de 30 de octubre de 1989 y 30 de enero de 1990-, resulta que aunque todas ellas han sido dictadas por el mismo órgano judicial -Sala de lo Social del T.S.J. de Madríd-, y resuelven cuestiones de hecho

esencialmente idénticas -sus declaraciones de hechos probados son prácticamente las mismas-, la resolución ahora recurrida califica como no laboral la relación jurídica existente entre los recurrentes y la Empresa, y en consecuencia la incompetencia de la jurisdicción social para el conocimiento del asunto y en cambio las Sentencias ofrecidas como término de comparación habían entendido que esa misma relación jurídica tenía carácter laboral y por tanto que los Tribunales de lo Social eran los competentes para la resolución de la controversia. Tal inteligencia del Derecho completamente opuesta, argumentan, se lleva a cabo en la Sentencia impugnada sin hacer ninguna alusión al precedente ni explicar la separación del criterio anterior.

2. Para que pueda determinarse la desigualdad en la aplicación de la Ley es necesaria la concurrencia de una serie de requisitos que han ido configurándose a través de una abundante y consolidada doctrina de este Tribunal: En primer lugar, que las decisiones en contraste -la resolución impugnada y las ofrecidas como término de comparación- hayan sido dictadas por el mismo órgano judicial; además, que tales decisiones recaigan sobre casos o supuestos conflictivos esencialmente idénticos -igualdad sustancial de los casos prefigurada por la semejanza de hechos básicos y de la normativa aplicable-; y por último, que la solución o decisión innovadora se aparte de la doctrina anterior sin explicación razonada al respecto, es decir, sin fundamentación que justifique el cambio de criterio -en este sentido, SSTC 120/1987 y 200/1989 entre otras muchas-. Cambio de criterio que puede desprenderse de la propia resolución judicial o por la existencia de otros elementos de juicio externos que así lo indiquen, como podrían ser los posteriores pronunciamientos coincidentes con la línea abierta por la Sentencia impugnada -STC 108/1988 -.

Para la valoración de tales presupuestos es decisivo tener en cuenta que no compete a este Tribunal ni sustituir al juzgador ordinario en su apreciación de las diferencias que unos y otros casos puedan mostrar -STC 183/1985 y 30/1987 -, ni determinar cuál de las dos resoluciones es la correcta en Derecho, ni, en fin, operar como órgano unificador de la jurisprudencia sobre la interpretación y aplicación de las Leyes puesto que, como hemos dicho en reiteradas ocasiones, la exigencia de la aplicación igual o uniforme por los Jueces y Tribunales, en aras del principio de igualdad, no tiene un carácter material sino más propiamente formal, es decir, que aquella exigencia se cumplirá siempre que, dentro del ámbito de la independencia de los Tribunales en su labor específica, se exteriorice y razone la aplicación del derecho que en cada caso se efectúe y se explicite en la decisión innovadora o se deduzca con claridad la razón del distinto fallo -STC 200/1989 -.

Pues, lo que en definitiva prohíbe el art. 14 en su vertiente de derecho a la igualdad en la aplicación de la Ley es que una resolución judicial responda de manera particular y aislada al concreto supuesto planteado en contradicción injustificada y arbitraria con criterios generales en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas -STC

108/1988 - porque, como dice la STC 200/1990 , tal derecho constitucional protege fundamentalmente frente a las divergencias arbitrarias de trato en resoluciones judiciales, evitando el capricho, el favoritismo o la arbitrariedad del órgano judicial, impidiendo que no se trate a los justiciables por igual y se discrimine entre ellos.

3. Se comprueba en el caso que fueron idénticos el órgano judicial que dictó la resolución judicial impugnada y las aportadas como término de referencia, pues en todas ellas resuelve la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. No se compara, pues, con otras del Tribunal Central de Trabajo, en cuyo caso sí estaríamos ante órganos jurisdiccionales diferentes -STC 58/1982 -.

No cabe por otra parte considerar que las Sentencias de que se trata hayan correspondido a distintas Secciones de la referida Sala de lo Social del T.S.J. de Madríd -aplicando analógicamente nuestra doctrina, sentada en cuanto a las Secciones de las Audiencias Provinciales, en las SSTC 134/1991 , 183/1991 y otras posteriores-, porque en el presente caso no hay constancia de que la Sala haya funcionado a través de Secciones legalmente constituidas, máxime si se observa que de los tres Magistrados que dictan la Sentencia impugnada, dos coinciden con los que dictan la de 30 de enero de 1990 en los autos 393 y 394/88, y uno de ellos con los que suscriben la de 30 de octubre de 1990 en los autos 262-265/88, lo cual si no demuestra que se trate de la misma Sección, impide también la certeza de que sean Secciones distintas.

No acreditada, pues, la existencia de Secciones legalmente constituidas con organización y funcionalidad propias y alejadas de la idea de órganos con formación personal variable y dependiente de las necesidades de cada Sala, ha de considerarse que concurre el requisito de ser el mismo el órgano judicial que dicta las resoluciones judiciales que se comparan.

4. La identidad de los supuestos de hecho resueltos por las decisiones en contraste, no ofrece lugar a dudas. Tal y como argumenta el Ministerio Fiscal, y se manifiesta en los antecedentes de esta Sentencia, la similitud entre el procedimiento impugnado y los autos núm. 262-265/88 de la Magistratura núm. 1 de Burgos es tal, que la redacción de los resultandos de hechos probados es sustancialmente idéntica en ambas -declaraciones de hechos probados que se mantienen inalteradas en las respectivas sentencias de suplicación-, e incluso la fundamentación jurídica de tales Sentencias de Magistratura es también la misma. Y respecto del procedimiento seguido ante la Magistratura de Trabajo núm. 2 de Burgos con el núm. 393 y 394/88, basta la lectura de su declaración de hechos probados para concluir que se basaba también en hechos esencialmente iguales a los del impugnado.

El cambio sustancial de criterio entre la Sentencia recurrida en amparo y las traídas a comparación tampoco ofrece duda. En la impugnada, de 3 de abril de 1990, se razona que tras <<prestar una total conformidad con los hechos que en la Sentencia recurrida

se declaran probados ... es claro que la relación que unía a las partes no entra dentro del ámbito del contrato de trabajo, tal como la define el art. 1.1 del Estatuto de los Trabajadores, pues la actora estaba dada de alta en la Licencia Fiscal por la actividad que desarrollaba, estaba también afiliada al Régimen Especial de Trabajadores Autónomos de la Seguridad Social y podía contratar personal para el desarrollo de dicha actividad, siendo de su cuenta el pago de salarios, seguros sociales, etc., no dándose las notas características que definen la relación laboral, como son la alienidad, la dependencia y, sobre todo, el carácter personalísimo respecto del trabajador ...>>, en su parte dispositiva se confirma la declaración de incompetencia de jurisdicción formulada en primera instancia. En cambio, en la Sentencia empleada como término comparativo, de 30 de octubre de 1989, tras aludir al <<acertado relato fáctico llevado a cabo por el Magistrado a quo>> se razona que <<la relación jurídica que ha venido vinculando a las partes no es otra que la laboral definida en el art. 1 del Estatuto de los Trabajadores ... pues, al margen de ser indiscutible la presencia de una retribución de los servicios ... el demandante prestaba servicios dentro del ámbito de organización y dirección de DIRSA, y sus actividades lo fueron, en todo momento, por cuenta ajena; en efecto, ... las tareas desarrolladas por el actor ... lo eran siguiendo las estrictas órdenes impartidas por DIRSA, quien no sólo fijaba el horario ... sino que controlaba, mediante sus directrices, la ejecución de todas y cada una de las tareas desempeñadas, de tal manera que el denominado depositario carecía de la más mínima independencia en la realización de su cometido viéndose incluso obligado a ingresar el importe de las ventas ... en el establecimiento bancario designado por el <<arrendador>>, quien, con la recaudación en su poder, procedía a abonar la compensación económica ...; la anterior conclusión no queda desvirtuada por el hecho de que el actor se comprometiera a darse de alta en la Licencia Fiscal y en Seguridad Social, así como porque se permitiese al mismo la suscripción de contratos de trabajo>>. Como consecuencia de lo anterior revoca la Sentencia de instancia y declara la competencia de la jurisdicción social para el conocimiento del asunto.

Por último, la Sentencia dictada por la misma Sala de lo Social del T.S.J. de Madríd el 30 de enero de 1990, también aportada como término comparativo, confirma la declaración de nulidad del despido llevada a cabo en la Sentencia de Magistratura, previa desestimación de la excepción de incompetencia de jurisdicción opuesta en el recurso que ya había sido anteriormente desestimada en la resolución judicial de primera instancia.

5. Lo expuesto, aunque en apariencia pudiera revelar una desigual aplicación de la Ley, exige sin embargo el contraste con otros hechos externos a las propias resoluciones, señalados por la Empresa demandada; así la existencia de dos Sentencias, dictadas por el mismo órgano judicial -Sala de lo Social del T.S.J. de Madríd-, también en fechas anteriores a la ahora impugnada -30 de enero y 13 de febrero de 1990- las cuales, resolviendo supuestos asimismo sustancialmente idénticos al ahora examinado,

efectúan pronunciamientos en el mismo sentido que la resolución judicial objeto de este recurso, es decir, declaran también la incompetencia de la jurisdicción social para el conocimiento del asunto. Estas revelan que la impugnada no significó por sí sola un cambio abrupto, inesperado e inmotivado en el criterio del Tribunal sino que, según ya dijimos en las SSTC 201/1991 , 202/1991 -y por remisión en las 221/1991 y 112/1992 - dicha Sentencia no aparece como una resolución aislada que irreflexiva o arbitrariamente cambie de modo ocasional e inesperado una línea mantenida sin contradicción relevante, sino que, muy al contrario, reproduce el criterio ya formulado en otras anteriores; de lo cual se desprende la existencia de dos criterios distintos que alternan y representan concepciones jurídicas también diferentes pero ambas razonadas y fundadas: La que conceptúa como laboral la relación entre la Empresa y los llamados <<depositarios>> y la que considera que, para serlo, no reúne los elementos del art. 1.1 del Estatuto de los Trabajadores, lo cual determina la declaración de incompetencia de la jurisdicción laboral. Aquel criterio funda las Sentencias del T.S.J. de 30 de octubre de 1989 y 30 de enero de 1990, y el segundo, las de 30 de enero de 1990, 13 de febrero de 1990 y 3 de abril de 1990 (que es la aquí impugnada).

6. La Sentencia que se impugna, en sí misma fundada como antes decimos, no aparece aislada sino en la misma línea de otras que mantenían igual criterio. Teniendo, pues, en cuenta la citada doctrina de este Tribunal, ha de concluirse que no ha habido en el caso un apartamiento infundado por un órgano judicial que rompa arbitrariamente la doctrina anterior aplicada a un supuesto idéntico, y en consecuencia no cabe reputar que la misma haya vulnerado el derecho de igualdad en la aplicación de la Ley que es el sometido a la decisión de este Tribunal, el cual, evidentemente, no es un órgano cuyo cometido consista en la unificación de doctrina. Procede, por tanto, la desestimación del recurso.

FALLO

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCION DE LA NACION ESPAÑOLA,

Ha decidido

Desestimar el recurso de amparo interpuesto por doña María del Carmen Fernández Díez en relación con la Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 3 de abril de 1990, confirmatoria de la Magistratura de Trabajo núm. 1 de Burgos de 27 de septiembre de 1988.

Publíquese esta Sentencia en el <<Boletín Oficial del Estado>>.

Dada en Madrid, a ocho de febrero de mil novecientos noventa y tres.