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“LOS TRES ANILLOS” de Giovanni Boccaccio (Italia 1313-1375) Años atrás vivió un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos. Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo sentar a su lado, y después le dijo: -Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana. El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo: -Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los 1 | Página

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“LOS TRES ANILLOS” de Giovanni Boccaccio (Italia 1313-1375)

Años atrás vivió un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos. Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo sentar a su lado, y después le dijo: -Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana. El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo: -Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo

venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la tenga. Saladino conoció que el judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido, y, por lo tanto, resolvió confiarle su necesidad y ver si le quería servir; así lo hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la suma que el sultán le pidió, y éste, después,

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lo satisfizo por entero, lo cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.

Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/bocca/tres.htm

DECAMERÓN (Fragmento) de Giovanni Boccaccio (1313-1375)

… Digo, pues, que ya habían los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste que o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección que había comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de gran cantidad de vivientes, y, continuándose sin descanso de un lugar en otro, se había extendido miserablemente a Occidente. Y no valiendo contra ella ningún saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad de muchas inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad) ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las personas devotas no una vez sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras, casi al principio de la primavera del año antes dicho empezó horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos. Y no era como en Oriente, donde a quien salía sangre de la nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas por el pueblo. Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la

pestífera buba a extenderse a cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó la calidad de la dicha enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes.

Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/bocca/deca01.htm

EL POPOL VUH (Anónimo) Transcripto en 1542 al latín por Fray Alonso del Portillo de Noreña. 

Primera Parte / Capítulo PrimeroEsta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo. Esta es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas ni bosques: sólo el cielo existía. No se manifestaba la faz de la tierra. Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión. No había nada que estuviera en pie; sólo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia. Solamente había inmovilidad y silencio en la obscuridad, en la noche. Sólo el Creador, el Formador, Tepeu, Gucumatz, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad. Estaban ocultos bajo plumas verdes y azules, por eso se les llama Gucumatz. De grandes sabios, de grandes pensadores es su naturaleza. De esta manera existía el cielo y también el Corazón del Cielo, que éste es el nombre de Dios. Así contaban. Llegó aquí entonces la palabra, vinieron juntos Tepeu y Gucumatz, en la obscuridad, en la noche, y hablaron entre sí Tepeu y Gucumatz. Hablaron, pues, consultando entre sí y meditando; se pusieron de acuerdo, juntaron sus palabras y su pensamiento. Entonces se manifestó con claridad, mientras meditaban, que cuando amaneciera debía aparecer el hombre.

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Entonces dispusieron la creación y crecimiento de los árboles y los bejucos y el nacimiento de la vida y la creación del hombre. Se dispuso así en las tinieblas y en la noche por el Corazón del Cielo, que se llama Huracán. El primero se llama Caculhá-Huracán. El segundo es Chipi-Caculhá. El tercero es Raxá-Caculhá. Y estos tres son el Corazón del Cielo. Entonces vinieron juntos Tepeu y Gucumatz; entonces conferenciaron sobre la vida y la claridad, cómo se hará para que aclare y amanezca, quién será el que produzca el alimento y el sustento. -- ¡Hágase así! ¡Que se llene el vacío! ¡Que esta agua se retire y desocupe [el espacio], que surja la tierra y que se afirme! Así dijeron. ¡Que aclare, que amanezca en el cielo y en la tierra! No habrá gloria ni grandeza en nuestra creación y formación hasta que exista la criatura humana, el hombre formado. Así dijeron. Luego la tierra fue creada por ellos. Así fue en verdad como se hizo la creación de la tierra: -- ¡Tierra! -- dijeron, y al instante fue hecha. Como la neblina, como la nube y como una polvareda fue la creación, cuando surgieron del agua las montanas; y al instante crecieron las montañas. Solamente por un prodigio, sólo por arte mágica se realizó la formación de las montañas y los valles; y al instante brotaron juntos los cipresales y pinares en la superficie. Y así se llenó de alegría Gucumatz, diciendo: -- ¡Buena ha sido tu venida, Corazón del Cielo; tú, Huracán, y tú, Chipi-Caculhá, Raxá-Caculhá! -- Nuestra obra, nuestra creación será terminada -- contestaron. Primero se formaron la tierra, las montañas y los valles; se dividieron las corrientes de agua, los arroyos se fueron corriendo libremente entre los cerros, y las aguas quedaron separadas cuando aparecieron las altas montañas. Así fue la creación de la tierra, cuando fue formada por el Corazón del Cielo, el Corazón de la Tierra, que así son llamados los que primero la fecundaron, cuando el cielo estaba en suspenso y la tierra se hallaba sumergida dentro del agua. De esta manera se perfeccionó la obra, cuando la ejecutaron después de pensar y meditar sobre su feliz terminación.

Tomado de: http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/obrasdeautoranonimo/PopolVuh/ PopolVuh.asp

SOLAMENTE ÉL de Nezahualcóyotl de Texaco (1402-1472)

Solamente él,El Dador de la Vida.Vana sabiduría tenía yo,¿Acaso alguien no lo sabía?¿Acaso alguien no?No tenía yo contento al lado de la gente.

Realidades preciosas haces llover,De ti proviene tu felicidad,¡Dador de la Vida!Olorosas flores, flores preciosas,Con ansia yo las deseaba, Vana sabiduría tenía yo…

Tomado de: León-Portilla, Miguel (comp.). (2007). Trece poetas del mundo azteca. Caracas: El perro y la rana. Pp.43.

VENEZUELA CONSOLADA de Andrés Bello.

PERSONAS: Venezuela, el Tiempo y Neptuno.El teatro representa un bosque de árboles del país.

ESCENA PRIMERAVenezuela aparece en actitud de tristeza

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VENEZUELAErrante pasajero, dime ¿en qué triste sitioContemplaron tus ojosUn dolor semejante al dolor mío?Tú que en mejores díasViste el hermoso brilloCon que Naturaleza ostentó su poder en mis dominios,hoy a los dolorososacentos con que explicoal universo todomis desventuras, une tus gemidos…Afortunados díasDe gozo y regocijo,Estación de abundancia,Alegre imagen del dorado siglo,¡Qué pronto en noche oscuraOs habéis convertido!¡Qué tenebrosa sombraSucede a vuestro lustre primitivo!

ESCENA SEGUNDADicha, el Tiempo

EL TIEMPODesusados clamoresEn el feliz recintoDe Venezuela escucho;Antes todo era cánticos festivos;Mas ya no se percibeEl acorde sonidoDe gratos instrumentos,Ni de danzas alegres el bullicio.Por todas partes, oigoSólo quejosos gritosY lastimeros ayes;Pavor, tristeza, anuncia cuanto miro,

Deliciosas provincias, Frondoso y verde hospicioDe la rica Amaltea,¿qué se hicieron, decidme, los corrillosDe zagalas, alcoresDe pastores festivos,Que hacían a la tierraEnvidiar vuestro júbilo continuo?Pero sobre la alfombra De este prado mullido,A Venezuela misma,Si no me engaña la aprehensión, diviso.Venezuela es sin duda…Y su rostro abatido,Sus inmóviles ojosDe profunda tristeza dan indicios.Diosa de estos confines, ¿qué funestos motivosA tan fatal extremoDe aflicción y dolor te han compelido?¿No eres tú Venezuela?¿Falta acaso a tus hijosDel español monarcaLa amorosa tutela y patrocinio?

VENEZUELASi por ventura guardas¡Oh Tiempo! En tus archivosLa historia de infortuniosQue puedan compararse con los míos;Si tan lúgubre escenaVieron jamás los siglos,Condena entonces, Tiempo,El extremo de angustia en que me miro.Las atroces viruelas,Azote vengativoDe los cielos airados,

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Ejercen su furor sobre mis hijos.La atmósfera preñada De vapores malignos,Propaga a todas partesCon presteza terrible el exterminio.En las casas y calles,Y sobre el sacro quicioDe los templos, se miranCadáveres sin número esparcidos.Del enfermo infelice,Huyen despavoridosCuantos en su semblanteVen de la peste el negro distintivo.¡Qué lúgubres objetos!Aquél deja al recintoDe sus lares impurosUna familia, y busca en los pajizosCampesinos alberguesUn saludable asilo;Más allá, separadoDel seno de la madre el tierno niño,Y al degredo por manosExtrañas conducido,El maternal socorroImplora en vano con agudos gritos.Aquí expira el ancianoSin el pequeño alivioDe que cierre siquieraSus fallecientes párpados el hijo.Allí noto que se arrojanAl hoyo confundidosEn espantosa mezclaCon cadáveres yertos cuerpos vivos.Pues ¿cómo, cuando escenasTan tristes examino,Te admiras de que acudaLlanto a los ojos y a la voz quejido?

EL TIEMPONo, Venezuela, nuncaMás fundado motivoLas lágrimas tuvieron,Que el que tienen las tuyas; desde el sitioDe brillantez y gloriaA que los beneficiosDel trono te ensalzaron,Hoy te despeña al más profundo abismo,De horrores y miserias,Ese contagio impíoQue tus hijos devora,Esas viruelas cuyo agudo filoPor todas partes llevaEl luto, el exterminio,Y en soledades vastas Deja tus territorios convertidos.Llora, pues, tu miseria,Llora tu lustre antiguoY tus pasadas glorias,De que estaba envidioso el cielo mismo.Laméntate en buen hora;A tu dolor crecido.Venezuela, no puedoYo mismo, siendo el Tiempo, dar alivio,Y así… pero ¿qué escucho?(Se oye música alegre)

VENEZUELA¿Sueño, cielos?

EL TIEMPO¿Delirio?

VENEZUELA¿No sientes alegres voces?

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EL TIEMPO¿Regocijados sones no percibo?

CORORecobra tu alegría, Venezuela,Pues en tu dicha el cuarto Carlos vela.

UNA VOZ¡A las próvidas leyesDel mejor de los reyesDebías la riqueza, la cultura,La paz apetecida!Hoy la salud, la vida,Dádivas son también de su ternura.

CORORecobra tu alegría, Venezuela, Pues en tu dicha el cuarto Carlos vela.

VENEZUELA¿No sabremos decir de dónde vieneTan gozosos acentos?

EL TIEMPOApartandoLos enramados árboles, camina hacia nosotros, con ligero paso,un incógnito numen. Su cabellohúmedas gotas vierte, y coronadoestá de algas marinas; pero juzgoreconocerle ya, pues en las manos conduce el gran tridente.

ESCENA TERCERADichos, Neptuno

NEPTUNO

Mi venidaEs a daros consuelo. Cese el llanto.La queja interrumpid. Yo soy el numenA quien presta obediencia el mar salado;Neptuno soy, que…

VENEZUELA (con espanto)Vete de mis ojos;Para siempre, retírate. El amargoConflicto en que me miras, ¿de quién vivo,Sino de ti? Mi doloroso estadoOtra causa no tiene que tú solo;Al dulce abrigo del monarca hispano,Venturosa y pacífica vivía,Las plagas y los males ignorandoQue al resto de la tierra desolaban.Su nombre augusto en inmortales cantosBendecir, celebrar sus beneficios,Era la ocupación, era el cuidadoQue el cielo me imponía. Los favoresGozaba alegre de su regia mano,Cuando en infaustas naves me trajisteDe las viruelas el atroz contagio.¿Cómo pretendes, pues, que Venezuela Sin turbación te mire y sin espanto?

NEPTUNOTus lágrimas enjuga, Venezuela;Los cielos de tu pena se apiadaron;Ya no verás a tus dichosos hijosCon tan horrenda plaga señalados;Ya Carlos de tus pueblos la destierraPara siempre.

VENEZUELA¡Qué dices! ¿Puede acaso el humano poder?...

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NEPTUNOEscucha atentaLos beneficios de tu augusto Carlos.Y tú, Tiempo, conserva en tus archivosPara siempre el más grande y señaladoSuceso que jamás vieron los siglosDesde que su carrera comenzaron.En la fértil provincia de Glocester,A la orilla del Támesis britano,Aparecieron de reprende heridosDe contagiosa plaga los rebaños.A los cuerpos pasó de los pastoresEl nuevo mal; y cuando los humanosEl número juzgaban de las pestesPor la divina cólera aumentado,Notaron con asombro que veníaEn aquel salutífero contagioEncubierto en feliz preservativoQue las negros viruelas respetaron.Jenner tuvo la dicha de observarle;Y de su territorio en pocos años,Desterró felizmente las viruelas,El contagio vacuno propagado.¿Qué acogida imaginas que daríaLa ternura benévola de CarlosAl gran descubrimiento que libertaA sus queridos pueblos del estragoDe las negras viruelas? Al momentoEscoge profesores ilustradosY un sabio director cuyas fatigasLlevan hasta los puertos más lejanosDe sus dominios el precioso fluidoQue de viruela libra a los humanos.Sí, Venezuela; alégrate; tus playasReciben hoy el venturoso hallazgoDe Jenner, que te envía, como muestra

De su regia bondad, tu soberano.Hallazgo que tus hijos te asegura,Que de vivientes llena los poblados,Que libra de temores la belleza;Y, dando a la cultura nuevos brazosPara que en tus confines amanezcanDías alegres, puros, sin nublados,El gozo te dará con la abundancia,Y la felicidad con el descanso.

VENEZUELA¡Oh gran Dios! ¿Con que al fin las tristes quejasDe Venezuela a tu mansión llegaron?¿Con que nos miras ya compadecido?Al Eterno cantad regocijadosHimnos, ¡oh pueblos! Que debéis la vidaY la salud a su potente brazo;Que resuene su nombre en las eternasBóvedas; y después que el holocaustoDe gratitud ante su trono excelsoHayáis humildemente tributado,Haced también sinceras expresionesDe reconocimiento al soberano.Del más cumplido gozo dad señales,Y publicad en otro alegre cantoLa gran ventura de que sois deudoresA su paterno, cuidadoso amparo.

EL TIEMPO¿Y nosotros qué hacemos, que en tal díaTodos nuestros esfuerzos nos juntamosPara solemnizar el beneficioQue recibe este pueblo de sus manos?A ti, Neptuno, el cetro de los maresLos supremos destinos entregaron.Pomona enriqueció de bellos frutos,Venezuela, tu clima afortunado;

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Y yo, que soy el Tiempo, a mi caprichoRijo las estaciones y los años.¿Por qué, nuestras funciones reuniendo, Suceso tan feliz no celebramos?

NEPTUNOTiene razón; aguarda. Roncos vientosQue subleváis con vuestro soplo airadoLas bramadoras ondas, tempestades,Furiosos huracanes, sosegaos,Y en el imperio todo de las aguas,La dulce calma reine y el descanso;Respetad este día venturoso;Y dondequiera que miréis las naosDe la dichosa expedición que traeTantos bienes al suelo americano,Callad y respetadla. HabitadorasDe los marinos, húmedos palacios,Rubias Nereidas, que de frescas ovasLleváis vuestro cabello coronado,Formad alegres danzas; y vosotras,Blancas Sirenas, que adormís cantandoAl navegante, haciendo que le seaGrato el morir, dulcísimo el naufragio,Entonad himnos nuevos, y acompañenLos roncos caracoles, vuestro canto,Los móviles Tritones difundiendoAlegres ecos por el vasto espacio.

CORO DE NEREIDASEl reino de AnfitriteCon cúbilo repiteEl nombre siempre amadoDe Carlos Bienhechor.

CORO DE TRITONESY luego que le escucha

Se aplaca el Ponto undoso,Y el austro procelosoRefrena su furor.

EL TIEMPOYo de notable hechos la memoriaA las edades venideras guardo,Y fama doy gloriosa al buen monarca,Al gran guerrero y al ministro sabio;Mas a los beneficios distinguidosQue la suerte del hombre mejoraron,Doy un lugar brillante en mis anales,Y en inmortalizarlos me complazco.Por mí suena en la tierra todavíaEl nombre de los Titos y los Trajanos,Y sonará mientras de blandas fibrasTenga el hombre su pecho organizado.Yo daré, pues, a tu feliz memoria,Carlos augusto, un eminente rango;Y al lado de las tuyas las accionesDe los Césares, Pirros y Alejandros,Quedarán para siempre oscurecidas…Siglos futuros, a vosotros llamo:Salid del hondo seno en que os ocultaA la penetración de los humanosEl velo del destino; y a presenciaDe Venezuela, pronunciad los cantos Con que haréis resonar en algún tiempo El claro nombre del augusto Carlos.Celebre con eternaAclamación el hombreEl siempre claro nombreDe Carlos Bienhechor.Jamás el merecidoTitulo que le damosSepulte en el olvidoEl tiempo destructor.

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VENEZUELAY yo que el testimonio más brillanteDebo hacer de ternura al soberano,¿qué mejor alabanza puedo darle,Qué monumento más precioso y gratoLevantar a sus ojos, que su nombreCon indelebles letras estampadoEn los amantes pechos de mis hijos?Sí, yo te ofrezco, yo te juro, Carlos,Que guardarán los pueblos tu memoria,Mientras peces abrigue el mar salado,Cuadrúpedos la tierra, aves el aire,Y el firmamento luminoso astros.Yo te ofrezco cubrir estos dominiosDe celosos y dóciles vasallos,Que funden su ventura y su alegríaEn prestar obediencia a tus mandatos.Te ofrezco derramar sobre estos pueblos,Que tus leyes respeten prosternados,Fecundidad, riqueza y lozanía,Dorados frutos, nutritivos granos.Yo te juro también que con perenneAclamación repetirán sus labios:“¡Viva el digno monarca que nos libraDe las viruelas! ¡Viva el cuarto Carlos!”Hombre, mujer, infante,Todo mortal que piseEstos confines, canteA Carlos Bienhechor.Publique VenezuelaQue quien de nuestro climaLanzó la atroz viruela,Fue su paterno amor.

Tomado de: Bello, Andrés. (1998) Obra Literaria Completa. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Pp. 4-10

“JUAN VICENTE GONZÁLEZ” de Arturo Uslar Pietri. En Letras y Hombres de Venezuela.

Juan Vicente González es el más grande de los románticos venezolanos. En él culmina y se manifiesta en vida, expresión y sentimiento todo lo característico de la tendencia.Ya para 1835 se leían en Venezuela algunos románticos franceses. No dejaba de llegar algo del Duque de Rivas y de Espronceda, y después mucho de Zorrilla; pero la pauta para nuestros románticos la daba Francia.Los canales que hacía la ilustración y el racionalismo franceses se habían abierto desde el siglo XVIII, se habían ampliado y ahondado con el sentimiento antiespañol que trajo la lucha por la Independencia.Poco se ha estudiado en sus características y en su trayectoria esa larga y peculiar dolencia que es el romanticismo hispanoamericano, y es lástima, porque más que ningún otro movimiento podría revelar algunos rasgos esenciales del alma criolla.Es el primer y más dilatado movimiento literario que surge en Hispanoamérica después de la Independencia; y aunque en lo esencial viene de fuera, toma un carácter propio y peculiar en la nueva tierra.Llega a tener un aire de cosa consustancial, de característica permanente del ánimo.No se acaba el Romanticismo en América cuando sus fuentes se agotan en Europa. Sigue viviendo, crece y se arraiga con mayor fuerza. Los grandes poetas románticos hispanoamericanos son precisamente de fines del siglo XIX: el venezolano Pérez Bonalde y el uruguayo Zorrilla de San Martín. Y todavía hoy perdura y reaparece esta pervivencia secular, con los treinta años escasos que dura el modernismo.Es también rasgo curioso y significativo que el romanticismo, que en Europa fue sobre todo una batalla de poetas líricos y

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dramáticos, en nuestra América culminara en prosistas. Su obra mayor es Facundo.En Venezuela florece en la Biografía de José Félix Rivas y en toda la obra de González. Junto a ella poco significan las resonantes declamaciones de Abigaíl Lozano o las domésticas melancolías de José Antonio Maitín, que, con todo, son los más importantes poetas venezolanos de la época de González.En González, como en Sarmiento, y como en los mayores escritores de su tiempo, pueden mirarse claros algunos de los rasgos básicos del romanticismo hispanoamericanos.En ellos, el romanticismo es más cuestión de temperamento que de procedimiento artístico. No parecen ensayar nuevas formas y buscar novedades literarias, sino más bien regresar y reencontrarse. Regresan de la mitología de cartón y se despojan de la receta neoclásica para revelar algo que les es más propio: la individual, lo natural, lo local. Lo que sienten y no lo que han aprendido. Y en eso, aunque no lo piensen, se parecen a los españoles.Los hispanoamericanos no tenían una literatura tradicional a la que volverse, pero tenían lo tradicional y lo regional que reencontrar. Iban a ver sus indios, sus villas, sus tierras, sus particulares conflictos. No tenían Edad Media que reconstruir, pero la invitación a lo individual resonaba profundamente en aquellas almas tan arraigadamente ibéricas. El romanticismo, para ellos, era, con la liberación de lo neoclásico, la libertad de expresar lo propio. Su sentimiento individual ante la fatalidad colectiva. La libertad de llorar sin atenerse a reglas. La sensación de lo fatal era viva en ellos. No debió parecerles un azar que Don Álvaro fuese indiano.Pero la nota de la rebelión satánica les es en gran parte ajena. No se alzan contra Dios. Más bien le dan un matiz de sentimentalismo individual a la tradición católica. Y pocas veces bajan a la barricada de la calle, como lo hacían sus maestros franceses. No es raro encontrar entre los románticos americanos los que lloran y se lamentan por un orden perdido y destrozado por las patas de los caballos de las montaneras. Juan Vicente González es de éstos. Mira con repugnancia fermentar el caos social que le rodea, y añora a Bolívar como un dios muerto.

Pero no deja de mirar a ese mundo pequeño y variable, desde su propio yo. La vara con que lo mide es la de sus pasiones, sus tristezas, sus esperanzas. Y cuando grita y clama, clama y grita con un calor de sentimiento individual que es de esencia de los romántico. Por eso lo hermoso y alto del romanticismo venezolano hay que irlo a buscar, no en las estrofas de Lozano o Maitín, sino en aquellos editoriales, en aquellas patéticas imprecisiones que iluminan la prosa de González.¿Qué nos queda de Juan Vicentte González? Sin duda, un repleto anecdotario, que se cuchichea de generación en generación, y una leyenda. Deformada e incierta en parte como toda leyenda.Fuera de eso, que es patrominio emocional del pueblo venezolano, nos queda su obra, ques es escasa, impura y fragmentaria.Pocas veces en la historia literaria un temperamento tan grande de escritor se ha maltratado con tan poco fruto.No ha habido en todo el romanticismo criollo escritor mejor dotado, ni prosa más sensitiva, plásticoa y resonante. Sin excluir a Sarmiento.Ha posido dejar González uno o avarios de los libros fundamentales de su tiempo. Apenas le hubiera bastado con evadirse un poco del afán cotidiano y de la mezquina querella y dejar correr la tempestuosa pluma sobre algún tema histórico capital, sobre algún personaje de la tierra, o sobre los mismos sueños y temores de la propia alma criolla.Pero en él la literatura fue un arma, un arma arrojadiza para un combate sin ángel contra hombres, las más veces, oscuros. Se agotaba sin renovarse, y enceguecido en la pugna, perdía de vista los grandes fines y los grandes deberes.Su obra se reduce a la vigorosa biografía de José Félix Ribas, a los esbozos biográficos sobre Martín Tovar y los padres Alegría y Ávila, a artículos dispersos, a las sollozantes Mesenianas, y a la heterogénea montonera heroica de sus editoriales políticos.La biografía de la medida de González como escritor. Es libro escrito sin sosiego y sin plan. Es, más que la biografía de un héroe, una alucinada evocación de la época de la guerra a muerte. Es a ratos una gran novela romántica, a ratos una penetrante interpretación histórica, por momentos un panfleto político, y

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siempre una obra de poesía, un atormentado escorzo de luchas y de encabritadas pasiones, pintado con el encendido frenesí de un Delacroix.

Tomado de: Izquierdo, Pedro. (2001). Informaciones y muestras literarias. Caracas: Edit. Salesiana. Pp. 39-41.

MESENIANA A FERMÍN TORO (Fragmento) de Juan Vicente González.

Es medianoche. Silencio dulce y triste envuelve la tierra adormecida. La luna pálida va visitando las dispersas nubes; las estrellas del cielo se miran en los ríos; las cimas de los árboles se estremecen, murmuran y parecen pensativas… aún está más triste mi corazón. En vano una aire fresco acaricia las hojas; el otoño imita en vano las galas de la primavera y flores del color del cielo recogen en sus tiernos pétalos las gotas del rocío. ¿Qué nuevas desgracias amenazan a mi patria? ¿Qué reciente crimen se ha cometido en nombre de la santa libertad?¡Es que acaba de abrirse una tumba y ha caído en ella el último venezolano, el fruto que crearon la aplicación y el talento, y que sazonó la paz en los envidiados días, que para siempre huyeron de gloria nacional! ¡Llorarle es afligirse con los destinos de un pueblo condenado a vivir de la ceniza de sus días pasados!¡Oh! ¿Quién mediera las alas del canto para volar hacia esos tiempos, praderas cubiertas de rosas, donde la libertad sonreía como las flores del loto sagrado, donde una nación dormida, a la sombra de palmeras, entre sueños de amor y de felicidad?¡Cuatro jóvenes, cuatro árboles, llenos de perfume y vida, alzaban allí sus altivas copas, ornato y gloria de la patria; y a todos, a todos los ha segado la muerte!Por nueve años, bajo caney pajizo, extraño a las cosas de la vida, errante con los astros por los espacios del cielo, atento a la divina música que los guía; con la pluma en la mano, o bien mustio y silencioso, viendo las olas crecer, enfurecerse y estrellarse a los pies

de su morada, languideció el menos joven de aquellos varones, el que plantó en Venezuela el árbol hermoso de las matemáticas. ¡El mar, con espantoso estrépito, invade ya el sepulcro que encierra sus restos abandonados!¿Quién es aquel, que lucha con el destino adverso y cae, al fin, como el gladiador romano, arrojando del abierto pecho roja sangre, que causa la injusticia de los cielos? Rota tiene en la heróica diestra la espada de Catón; el ajeno egoísmo y la vileza encadenan sus gigantescos miembros: en sus entrañas ceba su pico hambriento el buitre de la desesperación. ¡Id, ninfas del Océano; id a saludar con vuestro armonioso canto la tumba del nuevo Prometeo!Y tú, ¡oh poeta!, creíste evitar los decretos de la suerte, cambiando con otra patria la de tus padres y amigos y llevaste a orgullosos y antiguos pueblos la soberanía del genio y el artificio mágico de tu estilo. El extranjero puso a tus pies coronas y te sentó, asombrado, en medio de sus maestros…Y caíste, sin embargo, a su tiempo, como una fruta madura que el aire desprende. ¡Pertenecías a la gloriosa pléyade que debía desaparecer!(…)Cuando escritores como Toro juntan a un noble carácter un bello talento, son semidioses, héroes y salvadores de su patria; son los sumos sacerdotes de un templo donde se precipitan todos para ofrecer al cielo sus temores y esperanzas, y donde los oprimidos respiran el aire de la libertad, mezclando alegres cantos al triste son de sus cadenas.Adoran unos al honor, otros la gloria, y hay quienes prefieren la virtud, o la bravura, o la libertad, o la verdad, o el amor, o la amistad; Toro era el panteón de todos estos sentimientos; su ardiente corazón era un cielo lleno de divinidades, el santuario del amor y de la poesía.(…)¡Yo te saludo, amigo, no en esa fosa estrecha, sino en los espacios luminosos, donde innumerables astros giran con desconocida armonía sobre este pequeño túmulo que llamamos nuestro universos!

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Antes del día supremo habías ido a buscar en medio de la naturaleza la armonía y el amor que nos hallaste en los hombres. Viviste en los campos, oyendo el soplo de los vientos, atento al variado color de las trémulas hojas, poniendo el oído al religioso murmullo de los bosques agitados. Y cuando viste a lo lejos las confusas sombras, mensajeras del pálido reposo, contemplaste el mundo como una flor fresca y te reclinaste en su seno, sonreído. ¡Los cielos te coronan!

Tomado de: Tomado de: Izquierdo, Pedro. (2001). Informaciones y muestras literarias. Caracas: Edit. Salesiana. Pp. 45-47.

MARÍA (Fragmento) de Jorge Isaacs.

Era yo niño cuando me alejanron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Llera, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la rep{ublica por aquel tiempo.En la noche víspera de mi viiaje, después de la velada, entró en mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.Me dormí llorando y experimenté como una vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella preocupación del amor contra la muerte delante de tantta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado sin comprenderlo las horas más felices de mi existencia.A la mañana siguiente, mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazps de mi madre. Mis hermanas, al decirme sus adioses las enjugaron cn besos. María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.

Pocos momentos después seguía a mi padre, que cultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos.(…)Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano.(…)¿Qué había pasado en aquellos días en el alma de María?Iba ella a colocar una lámpara en una de las mesas del salón, cuando me acerqué a saludarla, y ya había extrañado el no verla en medio del grupo familiar en la gradería donde acabábamos de desmontar. El temblor de su mano expuso la lámpara, y yo le presté ayuda, menos tranquilo de lo que creía estarlo. Parecióme ligeramente pálida, y alrededor de sus ojos había una leve sombra, impreceptible para quien la hubiese visto sin mirarla. Salí caminando con dirección a mi cuarto.Cerré las puertas. Allí estaban las flores recojigas por ella para mí; las ajé con mis besos; quise aspirar de una vez todos sus aromas, buscando en ellos los de los vestidos de María; bañélas con mis lágrimas… ¡Ah, los que no habeis llorado de felicidad así, llorad de desesperación, si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco volveréis a amar ya!¡Primer amor!... Noble orgullo de sentirnos amados: sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro a favor de la mujer querida; felicidad que comprada para un dpia con las lágrimas de toda una existencia, recibiríamos como un don de Dios; perfume para todas las horas del porvenir; luz inextinguible del pasado; flor guardada en el alma y que no es dado marchitar a los desengaños; único tesoro que no puede arrebatarnos la envidia de los hombres; delirio delicioso… inspiración del Cielo… ¡María! ¡María! ¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amara!(…)La ciudad acababa de dormirse sobre su verde acojinado lecho; como bandadas de aves enormes que se cernieran buscando sus

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nidos, divisábanse sobre ellas abrillantados por la luna, los follajes de las palmeras.Hube de reunir todo el resto de mi valor para llamar a la puerta de la casa, un paje abrió. Apeándose boté las bridas en sus manos y recorrí precipitadamente el zaguán y parte del corredor que me separaba de la entrada del salón; estaba oscuro. Me había adelantado pocos pasos en él cuando oí un grito y me sentí abrazado.

- ¡María! ¡María!- exclamé, estrechando contra mi corazón aquella cabeza entregada a mis caricias.

- ¡Ay, no, no!... ¡Dios mio!- interrumpióme sollozante.Y desprendiéndose de mi cuello, cayó sobre el sofá inmediato: era Emma. Vestía de negro y la luna acababa de bañar su rostro lívido y regado de lágrimas.Se abrió la puerta del aposento de mi madre en ese instante. Ella, balbuciente y palpándome con sus besos, me arrastró en los brazos al asiento donde Emma estaba muda e inmóvil.

- ¿Dónde está, pues? ¿Dónde está?- grité, poniéndome en pie.- ¡Hijo de mi alma!- exclamó mi madre con el más hondo

acento de ternura y volviendo a estrecharme contra su pecho-: ¡En el cielo!

Algo como la hoja fina de un puñal penetró en mi cerebro: faltó a mis ojos luz, a mi pecho aire. Era la muerte que me hería… Ella, tan cruel, e implacable, ¿por qué no supo herir?(…)En la tarde de ese día, durante el cual había visitado yo todos los sitios que me eran queridos, y que no debía volver a ver, me preparaba para emprender viaje a la ciudad, pasando por el cementerio de la parroquia, donde estaba la tumba de María.(…)Acerquéme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: “María…”.A aquél monólogo terrible del alma ante la muerte, del alma que la interroga, que la maldice…, que le ruega, que la llama… demasiado elocuente respuesta dio esa tumba fría y sorda, que mis brazos oprimían y mis lágrimas bañaban.

Tomado de: Izquierdo, Pedro. (2001). Informaciones y muestras literarias. Caracas: Edit. Salesiana. Pp. 52-55.

VUELTA A LA PATRIA de Juan Antonio Pérez Bonalde.

PRIMERA PARTE¡Tierra!, grita en la proa el navegantey confusa y distante,una línea indecisaentre brumas y ondas se divisa;poco a poco del senodestacándose va del horizonte,sobre el éter sereno,la cumbre azul de un monte;y así como el bajel se va acercando,va extendiéndose el cerroy unas formas extrañas va tomando;formas que he visto cuandosoñaba con la dicha en mi destierro.

Ya la vista columbralas riberas bordadas de palmaresy una brisa cargada con la esenciade violetas silvestres y azahares,en mi memoria alumbrael recuerdo feliz de mi inocencia,cuando pobre de años y pesares,y rico de ilusiones y alegría,bajo las palmas retozar solíaoyendo el arrullar de las palomas,bebiendo luz y respirando aromas.

Hay algo en esos rayos brilladoresque juegan por la atmósfera azulada,que me habla de ternuras y de amores

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de una dicha pasada,y el viento al suspirar entre las cuerdas,parece que me dice: « ¿no te acuerdas?».

Ese cielo, ese mar, esos cocales,ese monte que dorael sol de las regiones tropicales...¡Luz, luz al fin! Los reconozco ahora:son ellos, son los mismos de mi infancia,y esas playas que al sol del mediodíabrillan a la distancia,¡oh, inefable alegría,son las riberas de la patria mía!

Ya muerde el fondo de la mar hirvientedel ancla el férreo diente;ya se acercan los botes desplegandoal aire puro y blandola enseña tricolor del pueblo mío.

¡A tierra, a tierra, o la emoción me ahoga,o se adueña de mi alma el desvarío!Llevado en alas de mi ardiente anhelo,me lanzo presuroso al barquichueloque a las riberas del hogar me invita.

Todo es grata armonía; los suspirosde la onda de zafir que el remo agita;de las marinas aveslos caprichosos giros;y las notas suaves,y el timbre lisonjero,y la magia que tomahasta en labios del tosco marinero,el dulce son de mi nativo idioma.

¡Volad, volad, veloces,

ondas, aves y voces!Id a la tierra en donde el alma tengo,y decidle que vengoa reposar, cansado caminante,del hogar a la sombra un solo instante.Decidle que en mi anhelo, en mi deliriopor llegar a la orilla, el pecho sientedulcísimo martirio;decidle, en fin, que mientras estuve ausente,ni un día, ni un instante hela olvidado,y llevadle este beso que os confío,tributo adelantadoque desde el fondo de mi ser le envío.

¡Boga, boga, remero, así llegamos!¡Oh, emoción hasta ahora no sentida!¡Ya piso el santo suelo en que probamosel almíbar primero de la vida!Tras ese monte azul cuya alta cumbrelanza reto de orgulloal zafir de los cielos,está el pueblo gentil donde, al arrullodel maternal amor, rasgué los velosque me ocultaban la primera lumbre.

¡En marcha, en marcha, postillón, agitael látigo inclemente!Y a más andar, el carro diligentepor la orilla del mar se precipita.No hay peña ni ensenada que en mi menteno venga a despertar una memoria,ni hay ola que en la arena humedecidacon escriba con espuma alguna historiade los alegres tiempos de mi vida.Todo me habla de sueño y cantares,de paz, de amor y de tranquilos bienes,y el aura fugitiva de los mares

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que viene, leda, a acariciar mis sienes.me susurra al oídocon misterioso acento: «Bienvenido».

Allá van los humildes pescadoreslas redes a tender sobre la arena;dichosos, que no sienten los doloresni la punzante penade los que lejos de la patria lloran;infelices que ignoranla insondable alegríade los que tristes del hogar se fuerony luego, ansiosos, al hogar volvieron.Son los mismos que un día,siendo niño, admiraba yo en la playa,pensando, en mi inocencia,que era la humana ciencia,la ciencia de pescar con la atarraya.

Bien os recuerdo, humildes pescadores,aunque no a mí vosotros, que en la ausencialos años me han cambiado y los dolores.Ya ocultándose va tras un recodoque hace el camino, el mar, hasta que todoal fin desaparece.Ya no hay más que montañas y horizontes,y el pecho se estremeceal respirar, cargado de recuerdos,el aire puro de los patrios montes.

De los frescos y límpidos raudalesel murmullo apacible;de mis canoras aves tropicalesel melodioso trino que resbalapor las ondas del éter invisible;los perfumados hálitos que exhalael cáliz áureo y blanco

de las humildes flores del barranco;todo a soñar convida,y con suave empeño,se apodera del alma enternecidala indefinible vaguedad de un sueño.

Y rueda el coche, y detrás de él las horasdeslízanse ligerassin yo sentir, que el pensamiento míoviaja por el país de las quimeras,y sólo hallan mis ojos sin miradalos incoloros senos del vacío...

De pronto, al descender de una hondonada,«¡Caracas, allí está!», dice el auriga,y súbito el espíritu despiertaante la dicha ciertade ver la tierra amiga.

¡Caracas allí está; sus techos rojos,su blanca torre, sus azules lomas,y sus bandas de tímidas palomashacen nublar de lágrimas mis ojos!Caracas allí está; vedla tendidaa las faldas del Ávila empinado,Odalisca rendidaa los pies del Sultán enamorado.

Hay fiesta en el espacio y la campaña,fiesta de paz y amores:acarician los vientos la montaña;del bosque los alados trovadoressu dulce canturíadejan oír en la alameda umbría;los menudos insectos de las floresa los dorados pístilos se abrazan;besa el aura amorosa el manso Guaire,

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y con los rayos de luz se enlazanlos impalpables átomos del aire.

¡Apura, apura, postillón, agitael látigo inclemente!¡Al hogar, al hogar, que ya palpitapor él mi corazón... Mas, no, detente!¡Oh infinita aflicción, oh desgraciadode mí, que en mi soñar hube olvidadoque ya no tengo hogar...! Para, cochero;tomemos cada cual nuestro destino;tú, al lecho lisonjerodonde te aguarda la madre, el ser divinoque es de la vida centro de alegría,y yo..., yo al cementeriodonde tengo la mía.

¡Oh, insoluble misterioque trueca el gozo en lágrimas ardientes!¿En dónde está, Señor, ésa tu santainfinita bondad, que así consientesjunto a tanto placer, tristeza tanta?Ya no hay fiesta en los aires; ya no alegrala luz que el campo dora;ya no hay sino la negrapena cruel que el pecho me devora...¡valor, firmeza, corazón no brotestodo tu llanto ahora, no lo agotes,que mucho, mucho que sufrir aún falta:ya no lejos resaltade la llanura sobre el verde mantola ciudad de las tumbas y del llanto;ya me acerco, ya pisolos callados umbrales de la muerte,ya la modesta lápida divisodel angélico ser que el alma llora;ven, corazón, y vierte

tus lágrimas ahora!

SEGUNDA PARTEMadre, aquí estoy: de mi destierro vengoa darte con el alma el mudo abrazoque no te pude dar en tu agonía;a desahogar en tu glacial regazola pena aguda que en el pecho tengoy a darte cuenta de la ausencia mía.

Madre, aquí estoy; en alas del destinome alejé de tu lado una mañana,en pos de la fortunaque para ti soñé desde la cuna;mas, ¡oh, suerte inhumana!hoy vuelvo, fatigado peregrino,y sólo traigo que ofrecerte pueda,esta flor amarilla del caminoy este resto de llanto que me queda.Bien recuerdo aquel día,que el tiempo en mi memoria no ha borrado;era de marzo una mañana fríay cerraba los cielos el nublado.

Tú en el lecho aún estabas,triste y enferma y sumergida en duelo,que, con alma de madre, contemplabasel hondo desconsuelode verme separar de tu regazo.

Llegó la hora despiadada y fiera,y con el pecho heridopor dolor hasta entonces no sentido,fui a darte, madre, mis postrer abrazoy a recibir tu bendición postrera.

¡Quién entonces pensara16 | P á g i n a

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que aquella voz angélica en mi oídonunca más resonara!Tú, dulce madre, tú, cuando infelice,dijiste al estrecharme contra el pecho:«Tengo un presentimiento que me diceque no he de verte más bajo este techo».Con un supremo esfuerzo desliguémede los amantes lazosque me formaban en redor tus brazos,y fuera me lancé como quien tememorir de sentimiento.

¡Oh, terrible momento!Yo fuerte me juzgaba,mas, cuando fuera me encontré y aislado,el vértigo sentí del pajarilloque en jaula criado,se ve de pronto en la extensión perdidode las etéreas salas,sin saber dónde encontrará otro nidoni a dónde, torpes, dirigir sus alas.

Desató el sollozar el nudo estrechoque ahogaba el corazón en su quebrantoy se deshizo en llantola tempestad que me agitaba el pecho.

Después, la nave me llevó a los mares,y llegamos al fin, un triste díaa una tierra muy lejos de la mía,donde en vez de perfumes y cantares,en vez de cielo y verdes palmas,hallé nieblas y ábregos, y un fríoque helaba los espacios y las almas.

Mucho, madre, sufrí con pecho fuerte,mas suavizaba el sufrimiento impío,

la esperanza de verteun tiempo no lejano al lado mío.¡Ah del mortal ciegoconfía su ventura a la esperanza...!

La ley universal cumplióse luego,y vi en el alma, presta,la mía disiparse,cual mira en lontananzatorcer el rumbo en dirección opuestael náufrago al bajel que vio acercarse.Bien recuerdo aquel díaque el tiempo en mi memoria no ha borrado;era de marzo otra mañana fría,y los cielos cerraba otro nublado.

Triste, enfermo y sin calma,en ti pensaba yo, cuando me dieronla noticia fatal que hirió mi alma.Lo sentí, decirlo no sabría...

Sólo sé que mis lágrimas corrieroncomo corren ahora, madre mía.Después, al mundo me lancé, agitado,y atravesé océanos y torrentes,y recorrí cien pueblos diferentes,tenue vapor del huracán llevado,alga sin rumbo que la mar flagela,viento que pasa, pájaro que vuela.

Mucho, madre, he adquirido,mucha experiencia y muchos desengaños,y también he perdidotoda la fe de mis primeros años.

¡Feliz quien como tú ya en esta vidano tiene que luchar contra la suerte

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y puede reposar en la seguidainalterable calma de la muerte;sin ver ni padecer el mal eternoque nos hiere doquier con saña cruda,ni llevar en el pecho el frío internode la indomable duda!¡Feliz quien como tú, con altivezareclinó para siempre la cabezasobre los lauros del deber cumplido;cual la reclina, por la muerte herido,tras el combate rudo,risueño, el gladiador sobre su escudo!Esa, madre, es tu gloriay alta recompensa de tu historia,que el premio sólo del deber sagradoque impone el cristianismoestá en el hecho mismode haberlo practicado.

Madre, voy a partir; mas parto en calmaY sin decirte adiós, que eternamenteme habrás de acompañar en esta vida.Tú has muerto para el mundo indiferente,mas nunca morirás, madre del alma,para el hijo infeliz que no te olvida.

Y fuera el paso nuevo,y desde su alto y celestial palacio,su brillo siempre nuevoderrama el sol por el cerúleo espacio...

Ya lejos de los túmulos me encuentro,ya me retiro, solitario y triste;mas, ¡ay! ¿a dónde voy? ¡si no existede hogar y madre el venturoso centro!...

¡A dónde? ¡A la corriente de la vida,

a luchar con las ondas brazo a brazohasta caer en su mortal regazocon el alma en paz y con la frente erguida!

VENEZUELA HEROICA (Fragmento) de Eduardo Blanco.

He aquí una de aquellas páginas gloriosas que bastan de por sí para enaltecer toda una época; uno de aquellos episodias magníficos de nuestra guerra magna que, en el transcurso de los tiempos, aparecerán como robados a la Fábula; un hecho de armas, en fin, que nada envidia a los combates prodigiosos de la antigüedad.Ahora bien: ¿quién llena aquella página? ¿quién el moderno Aquiles, el héroe legendario, émulo sin saberlo de los héroes de Homero?Un oscuro pastor de nuestras pampas, uno de esos granos de arena imperceptibles que el huracán de las revoluciones arrebata del polvo, vivifica con su aliento de fuego, hace girar en el torbellino de las batallas, acrece, inflama y pule en la rotación continua yy sucesiva de acontecimientos transcendentales, y levantaluego a la altura d elos astros.¡Misteriosos encubramientos!Transformaciones raras, las cuales no debemos atribuir ciegamente al acaso.No. En el polvo que sacude y esparce el soplo de las grandes revoluciones, como en las capas ignoradas de opulento venero, existen partículas preciosas, arenas de oro, átomos de diamante, embriones microscópicos de cuerpos gigantescos; ésos, los elegidos; ésos, los que mediante el superior designio del Numen poderoso que preside y dirige el destino de naciones y pueblos, alcanzan un desarrollo sorprendente. De resto, cuando el huracán ha dejado de agitar sus alas formidables, cuando el sacudimiento revolucionario desfallece por impotencia o se pierde en la serenidad de los hechos redicalmente consumados, el polvo ordinario vuelve al polvo; como la espuma, las medianías encuentran su sepulcro en la normalidad y en la calma, y el nivel, alterado un instante, se extiende inexorable.

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Para los unos, luz; para los otros, sombras.- ¡Parcialidad de la fortuna!- exclaman los no favorecidos, y,

como siempre, se refiere al acaso lo que viene de Dios.

Tomado de:

AVES SIN NIDO (Fragmento) de Clorinda Matto de Turner

Proemio

     Si la historia es el espejo donde las generaciones por venir han de contemplar la imagen de las generaciones que fueron, la novela tiene que ser la fotografía que estereotipe los vicios y las virtudes de un pueblo, con la consiguiente moraleja correctiva para aquéllos y el homenaje de admiración para éstas.     Es tal, por esto, la importancia de la novela de costumbres, que en sus hojas contiene muchas veces el secreto de la reforma de algunos tipos, cuando no su extinción.     En los países en que, como el nuestro, la Literatura se halla en su cuna, tiene la novela que ejercer mayor influjo en la morigeración de las costumbres, y, por lo tanto, cuando se presenta una obra con tendencias levantadas a regiones superiores a aquéllas en que nace y vive la novela cuya trama es puramente amorosa o recreativa, bien puede implorar la atención de su público para que extendiéndole la mano la entregue al pueblo.     ¿Quién sabe si después de doblar la última página de este libro se conocerá la importancia de observar atentamente el personal de las autoridades, así eclesiásticas como civiles, que vayan a regir los destinos de los que viven en las apartadas poblaciones del interior del Perú?     ¿Quién sabe si se reconocerá la necesidad del matrimonio de los curas como una exigencia social?     Para manifestar esta esperanza me inspiro en la exactitud con que he tomado los cuadros, del natural, presentando al lector la copia para que él juzgue y falle.

     Amo con amor de ternura a la raza indígena, por lo mismo que he observado de cerca sus costumbres, encantadoras por su sencillez, y la abyección a que someten esa raza aquellos mandones de villorrio, que, si varían de nombre, no degeneran siquiera del epíteto de tiranos. No otra cosa son, en lo general, los curas, gobernadores, caciques y alcaldes.     Llevada por este cariño, he observado durante quince años multitud de episodios que, a realizarse en Suiza, la Provenza o la Saboya, tendrían su cantor, su novelista o su historiador que los inmortalizase con la lira o la pluma, pero que, en lo apartado de mi patria, apenas alcanzan el descolorido lápiz de una hermana.     Repito que al someter mi obra al fallo del lector, hágolo con la esperanza de que ese fallo sea la idea de mejorar la condición de los pueblos chicos del Perú; y aun cuando no fuese otra cosa que la simple conmiseración, la autora de estas páginas habrá conseguido su propósito, recordando que en el país existen hermanos que sufren, explotados en la noche de la ignorancia, martirizados en esas tinieblas que piden luz; señalando puntos de no escasa importancia para los progresos nacionales y haciendo, a la vez, literatura peruana.

Primera parteCapítulo I

     Era una mañana sin nubes, en que la Naturaleza, sonriendo de felicidad, alzaba el himno de adoración al Autor de su belleza.     El corazón, tranquilo como el nido de una paloma, se entregaba a la contemplación del magnífico cuadro.     La plaza única del pueblo de Kíllac mide trescientos catorce metros cuadrados, y el caserío se destaca confundiendo la techumbre de teja colorada, cocida al horno, y la simplemente de paja con alares de palo sin labrar, marcando el distintivo de los habitantes y particularizando el nombre de casa para los notables y choza para los naturales.     En la acera izquierda se alza la habitación común del cristiano, el templo, rodeado de cercos de piedra, y en el vetusto campanario de adobes, donde el bronce llora por los que mueren y ríe por los que

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nacen, anidan también las tortolillas cenicientas de ojos de rubí, conocidas con el gracioso nombre de cullcu. El cementerio de la iglesia es el lugar donde los domingos se conoce a todos los habitantes, solícitos concurrentes a la misa parroquial, y allí se miente y se murmura de la vida del prójimo como en el tenducho y en la era, donde se trilla la cosecha en medio de la algazara y el copeo.     Caminando al Sur media milla, escasamente medida, se encuentra una preciosa casa-quinta notable por su elegancia de construcción, que contrasta con la sencillez de la del lugar; se llama «Manzanares», fue propiedad del antiguo cura de la doctrina, don Pedro de Miranda y Claro, después obispo de la diócesis, de quien la gente deslenguada hace referencias no santas, comentando hechos realizados durante veinte años que don Pedro estuvo a la cabeza de la feligresía, época en que construyó «Manzanares», destinada, después, a residencia veraniega de Su Señoría Ilustrísima.     El plano alegre rodeado de huertos, regado por acequias que conducen aguas murmuradoras y cristalinas, las cultivadas pampas que le circundan y el río que le baña, hace de Kíllac una mansión harto poética.     La noche anterior cayó una lluvia acompañada de granizo y relámpagos, y, descargada la atmósfera dejaba aspirar ese olor peculiar a la tierra mojada en estado de evaporación: el sol, más riente y rubicundo, asomaba al horizonte, dirigiendo sus rayos oblicuos sobre las plantas que, temblorosas, lucían la gota cristalina que no alcanzó a caer de sus hojas. Los gorriones y los tordos, esos alegres moradores de todo clima frío, saltaban del ramaje al tejado, entonando notas variadas y luciendo sus plumas reverberantes.     Auroras de diciembre espléndidas y risueñas, que convidan al vivir: ellas, sin duda, inspiran al pintor y al poeta de la patria peruana.

Capítulo IIEn aquella mañana descrita, cuando recién se levantaba el sol de su tenebroso lecho, haciendo brincar, a su vez, al ave y a la flor, para saludarle con el vasallaje de su amor y gratitud, cruzaba la plaza un labrador arreando su yunta de bueyes, cargado de los arreos de

labranza y la provisión alimenticia del día. Un yugo, una picana y una coyunta de cuero para el trabajo, la tradicional chuspa tejida de colores, con las hojas de coca y los bollos de llipta para el desayuno.     Al pasar por la puerta del templo, se sacó reverente la monterilla franjeada, murmurando algo semejante a una invocación: y siguió su camino, pero, volviendo la cabeza de trecho en trecho, mirando entristecido la choza de la cual se alejaba.     ¿Eran el temor o la duda, el amor o la esperanza, los que agitaban su alma en aquellos momentos?     Bien claro se notaba su honda impresión.     En la tapia de piedras que se levanta al lado Sur de la plaza, asomó una cabeza, que, con la ligereza del zorro, volvió a esconderse detrás de las piedras, aunque no sin dejar conocer la cabeza bien modelada de una mujer, cuyos cabellos negros, largos y lacios, estaban separados en dos crenchas, sirviendo de marco al busto hermoso de tez algo cobriza, donde resaltaban las mejillas coloreadas de tinte rojo, sobresaliendo aún más en los lugares en que el tejido capilar era abundante.     Apenas húbose perdido el labrador en la lejana ladera de Cañas, la cabeza escondida detrás de las tapias tomó cuerpo saltando a este lado. Era una mujer rozagante por su edad, y notable por su belleza peruana. Bien contados tendría treinta años, pero su frescura ostentaba veintiocho primaveras a lo sumo. Estaba vestida con una pollerita flotante de bayeta azul oscuro y un corpiño de pana café, adornado al cuello y bocamangas con franjas de plata falsa y botones de hueso, ceñía su talle.     Sacudió lo mejor que pudo la tierra barrosa que cayó sobre su ropa al brincar la tapia y en seguida se dirigió a una casita blanquecina cubierta de tejados, en cuya puerta se encontraba una joven, graciosamente vestida con una bata de granadina color plomo, con blondas de encaje, cerrada por botonadura de concha de perla, que no era otra que la señora Lucía, esposa de don Fernando Marín, matrimonio que había ido a establecerse temporalmente en el campo.     La recién llegada habló sin preámbulos a Lucía y le dijo:     -En nombre de la Virgen, señoracha, ampara el día de hoy a toda una familia desgraciada. Ese que ha ido al campo cargado con las

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cacharpas del trabajo, y que pasó junto a ti, es Juan Yupanqui, mi marido, padre de dos muchachitas. ¡Ay señoracha!, él ha salido llevando el corazón medio muerto, porque sabe que hoy será la visita del reparto, y como el cacique hace la faena del sembrío de cebada, tampoco puede esconderse porque a más del encierro sufriría la multa de ocho reales por la falla, y nosotros no tenemos plata. Yo me quedé llorando cerca de Rosacha que duerme junto al fogón de la choza y de repente mi corazón me ha dicho que tú eres buena; y sin que sepa Juan vengo a implorar tu socorro, por la Virgen, señoracha, ¡ay, ay!     Las lágrimas fueron el final de aquella demanda, que dejó entre misterios a Lucía, pues residiendo pocos meses en el lugar, ignoraba las costumbres y no apreciaba en su verdadero punto la fuerza de las cuitas de la pobre mujer, que desde luego despertaba su curiosidad.     Era preciso ver de cerca aquellas desheredadas criaturas, y escuchar de sus labios, en su expresivo idioma, el relato de su actualidad, para explicarse la simpatía que brota sin sentirlo en los corazones nobles, y cómo se llega a ser parte en el dolor, aun cuando sólo el interés del estudio motive la observación de costumbres que la mayoría de peruanos ignoran y, que lamenta un reducido número de personas.     En Lucía era general la bondad, y creciendo desde el primer momento el interés despertado por las palabras que acababa de oír, preguntó:     -¿Y quién eres tú?     -Soy Marcela, señoracha, la mujer de Juan Yupanqui, pobre y desamparada -contestó la mujer secándose los ojos con la bocamanga del jubón o corpiño.     Lucía púsole la mano sobre el hombro con ademán cariñoso, invitándola a pasar y tomar descanso en el asiento de piedras que existe en el jardín de la casa blanca.     -Siéntate, Marcela, enjuga tus lágrimas que enturbian el cielo de tu mirada, y, hablemos con calma -dijo Lucía, vivamente interesada en conocer a fondo las costumbres de los indios.     Marcela calmó su dolor, y, acaso con la esperanza de su salvación, respondió con minucioso afán al interrogatorio de Lucía

y fue cobrando confianza tal, que la habría contado hasta sus acciones reprensibles, hasta esos pensamientos malos, que en la humanidad son la exhalación de los gérmenes viciosos. Por eso en dulce expansión le dijo:     -Como tú no eres de aquí, niñay, no sabes los martirios que pasamos con el cobrador, el cacique y el tata cura, ¡ay!, ¡ay! ¿Por qué no nos llevó la Peste a todos nosotros, que ya dormiríamos en la tierra?     -¿Y por qué te confundes, pobre Marcela? -interrumpió Lucía-. Habrá remedio; eres madre y el corazón de las madres vive en una sola tantas vidas como hijos tiene.     -Sí, niñay -replicó Marcela-, tú tienes la cara de la Virgen a quien rezamos el Alabado y por eso vengo a pedirle. Yo quiero salvar a mi marido. Él me ha dicho al salir: «Uno de estos días he de arrojarme al río porque ya no puedo con mi vida, y quisiera matarte a ti antes de entregar mi cuerpo al agua», y ya tú ves, señoracha, que esto es desvarío.     -Es pensamiento culpable, es locura, ¡pobre Juan! -dijo Lucía con pena, y dirigiendo una mirada escudriñadora a su interlocutora, continuó-: Y ¿qué es lo más urgente de hoy? Habla, Marcela, como si hablases contigo misma.     -El año pasado -repuso la india con palabra franca-, nos dejaron en la choza diez pesos para dos quintales de lana. Ese dinero lo gastamos en la Feria comprando estas cosas que llevo puestas, porque Juan dijo que reuniríamos en el año vellón a vellón, mas esto no nos ha sido posible por las faenas, donde trabaja sin socorro; y porque muerta mi suegra en Navidad, el tata cura nos embargó nuestra cosecha de papas por el entierro y los rezos. Ahora tengo que entrar de mit a la casa parroquial, dejando mi choza y mis hijas, y mientras voy, ¿quién sabe si Juan delira y muere? ¡Quién sabe también la suerte que a mí me espera, porque las mujeres que entran de mita salen... mirando al suelo!     -¡Basta!, no me cuentes más -interrumpió Lucía, espantada por la gradación que iba tomando el relato de Marcela, cuyas últimas palabras alarmaron a la candorosa paloma, que en los seres civilizados no encontraba más que monstruos de codicia y aun de lujuria.

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     -Hoy mismo hablaré con el gobernador y con el cura, y tal vez mañana quedarás contenta -prometió la esposa de don Fernando, y agregó como despidiendo a Marcela-: Anda ahora a cuidar de tus hijas, y cuando vuelva Juan tranquilízalo, cuéntale que has hablado conmigo, y dile que venga a verme.     La india, por su parte, suspiraba satisfecha por primera vez en su vida.     Es tan solemne la situación del que en la suprema desgracia encuentra una mano generosa que le preste apoyo, que el corazón no sabe si bañar de lágrimas o cubrir de besos la mano cariñosa que le alargan, o sólo prorrumpir en gritos de bendición. Eso pasaba en aquellos momentos en el corazón de Marcela.     Los que ejercitan el bien con el desgraciado no pueden medir nunca la magnitud de una sola palabra de bondad, una sonrisa de dulzura que para el caído, para el infeliz, es como el rayo de sol que vuelve la vida a los miembros entumecidos por el hielo de la desgracia.

Tomado de: http://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/clorindamatto/pcuartonivel.jsp?conten=obra

LEYENDA DE TIBISAY de Tulio Febres Cordero

Murachí era ágil y valeroso, más que todos los indios de la tribu; su brazo era él más fuerte, su flecha la más certera y su plumaje el más vistoso. Cuando les tocaba el caracol en lo alto del cerro, sus compañeros empuñaban las armas y le seguían, dando gritos salvajes, seguros de la victoria. Murachí era el primer caudillo de las Sierras Nevadas.Tibisay, su amada, era esbelta como la flexible caña del maíz. De color trigueño, ojos grandes y melancólicos y abundoso cabello. Eran para ella los mejores lienzos del Mirripuy, el oro más fino de Aricagua y el plumaje del ave más rara de la montaña.Ella había aprendido, mejor que sus compañeras, los cantos

guerreros y las alabanzas del Ches. En los convites y danzas dejaba oír su voz, ora dulce y cadenciosa, ora arrebatada y vehemente, exaltada por la pasión salvaje. Todos la oían en silencio; ni el viento movía las hojas.Tibisay era la princesa de los indios de la sierra, el lirio más hermoso de las vegas del Mucujún. un día salió espantada de su choza y fue a presentarse a Murachí, el amado de su corazón. La comarca estaba en armas: los indios corrían de una parte a otra, preparando las macanas y las flechas emponzoñadas, -¡Huye, huye, Tibisayl Nosotros vamos a combatir.

Los terribles hijos de Zuhé han aparecido ya sobre aquellos animales espantosos, más ligeros que la flecha: Mañana será invadido nuestro suelo y arrasadas nuestras siembras. ¡Huye, huye, Tibisay. Nosotros vamos a combatir; pero antes ven, mi amada, y danza al son de los instrumentos, reanima nuestro valor con la melodía de tus cantos y el recuerdo de nuestras hazañas.La danza empezó en un claro del bosque, triste y monótona, como una fiesta de despedida, a la hora en que el sol, enrojecido hacia el ocaso, esparcía por las verdes cumbres sus últimos reflejos. Pronto brillaron las hogueras en el círculo del campamento y empezaron a despertar, con las libaciones del fermentado maíz los corazones abatidos y los ímpetus salvajes.Por todo el bosque resonaban ya los gritos y algazara, cuando cesó de pronto el ruido y enmudecieron todos los labios. Tibisay apareció en medio del circulo, hermosa a ¡a luz fantástica de las hogueras, recogida la manta sobre el brazo, con la mirada dulce y expresiva y el continente altivo. Lanzó tres gritos graves y prolongados, que acompañó con su sonido el fotuto sagrado, y luego extasió a los indios con la magia de su voz-Oíd el canto de los guerreros del Mucujún:«Corre veloz el viento; corre veloz el agua; corre veloz la piedra que cae de la montaña. «Corred guerreros; volad en contra del enemigo corred veloces corno el viento, como el agua, como la piedra que cae de la montaña. «Fuerte es el árbol que resiste al viento; fuerte es la roca que resiste al río, fuerte es la nieve de nuestros páramos que resiste al sol. «Pelead guerreros; pelead, valientes; mostraos

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fuertes, como los árboles, corno las rocas, como las nieves de la montaña, «Este es el canto de los guerreros del Mucujún».Un grito unánime de bélico entusiasmo respondió a los bellos cantos de Tibisay. Concluida la danza, Murachí acompañó a Tibisay por entre la arboleda sombría. No había ya más luminarias que las estrellas titilantes en el cielo y las irradiaciones intermitentes del lejano Catatumbo. Ambos caminaban en silencio, con el dolor de la despedida en la mitad del alma y temeroso de pronunciar la postrera palabra ¡Adiós!.Hay un punto en que los ríos Milla y Albarregas corren muy juntos casi en su origen. Los cerros ofrecen allí dos aberturas, a corta distancia una de otra, por donde los dos ríos se precipitan, siguiendo cañadas distintas, para juntarse de nuevo y confundirse en uno solo, frente a los pintorescos campos de Liria; besando ya las plantas de la ciudad florida, la histórica Mérida. En aquel punto solitario, encubierto por los estribos de la serranía que casi lo rodean en anfiteatro, Murachí tenía su choza y su labranza.- Tibisay --dijo a su amada el guerrero altivo- nuestras bodas serán mi premio si vuelvo triunfante; pero si me matan, huye, Tibisay, ocúltate en el monte, que no fije en ti sus miradas el extranjero, porque serías su esclava.

El viento frío de la madrugada llevó muy lejos a los oídos de Murachí los tristes lamentos de la infortunada india, a quien dejaba en aquel apartado sitio, dueña ya de su choza y su labranza.Cuando la primera luz del alba coloreó el horizonte por encima de los diamantinos picachos de la Sierra Nevada resonó grave y monótono el caracol salvaje por el fondo de los barrancos que sirven de fosos profundos a la altiplanicie de Mérida. Los indios, organizados en escuadrones, estaban apercibidos para el combate. Pronto se divisó a lo lejos un bulto informe que avanzaba por la planicie; el cual fue extendiéndose y tomando formas tan extraordinarias a los ojos de los indios que el pánico paralizó sus movimientos por algunos instantes, pero la voz del caudillo la turba se precipita como desbordado torrente, prorrumpiendo en gritos horribles y llenando el aire con sus emponzoñadas flechas.

Murachí iba a la cabeza; blandiendo en alto la terrible macana y transfigurando el rostro por el furor. Súbita detonación detiene a los indios; palidecen todos llenos de espanto; se estrechan unos contra otros, dando alaridos de impotencia; y bien pronto se dispersan, buscando salvación en los bordes de los barrancos, por donde desaparecen en tropel. Sólo Murachí rompe su macana en la armadura del que fuera conquistador, sólo el bravo Murachí ve de cerca aquellos animales espantosos que ayudaban a sus enemigos en la batalla, pero también sólo él ha quedado tendido en el campo, muerto bajo el casco de los caballos. El clarín castellano tocó victoria y la tierra toda quedó bajo el dominio del Rey de España.Cerca de las márgenes del apacible Milla, en aquel sitio apartado y triste, abrióse un hoyo al pie de la peña para sepultar a Murachí, con sus armas, sus alhajas y las ramas olorosas que Tibisay cortó en el bosque para la tumba de su amado.

Tibisay vivió desde entonces sola con su dolor y sus recuerdos en aquella choza querida. Sus cantos fueron en adelante tristes como los de la alondra herida. Los indios la admiraban con cierto sentimiento de religioso cariño, y la colmaban de presentes. Era para ellos un símbolo de su antigua libertad y al mismo tiempo un oráculo que consultaban sigilosos. Ya los españoles señoreaban la tierra y gobernaban a los indios.Sólo Tibisay vivía libre en la garganta de aquellos montes o entre las selvas de sus contornos, pero era un misterio su vida, algo como un mito de los aborígenes, que atraía a los españoles con el fantástico poder de las ficciones poéticas.Ningún conquistador había logrado verla todavía, y sin embargo; nadie ponía en duda su existencia. Decíanles los indios que era una princesa muy hermosa, viuda de un guerrero afamado, a quien había prometido vivir escondida en los montes mientras hubiese extranjeros en sus nativas Sierras.Era un encanto la voz de la fugitiva, que los cazadores oían de vez en cuando por aquellos agrestes sitios, como el eco de una música triste que hería en la mitad del alma y hacía saltar las lágrimas. En sus labios el dialecto muisca, su lengua nativa, sonaba dulce y

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melodioso y no era menester entenderlo para sentirse conmovido el corazón.

Tomado de: http://es.wikisource.org/wiki/Leyenda_de_Tibisay

“PESADILLA” de Francisco de Sales PérezEl Cojo Ilustrado (Caracas) (19): 314-315, 1 de octubre de 1892.

Después de uno de esos días aciagos, en que todo conspira a ponernos de relieve la corrupción de la época, y toda la hez que hay en el fondo del corazón humano, no parecerá extraño que mi espíritu abatido y mi cerebro calenturiento, no me permitieran conciliar un sueño tranquilo.   ¡En vano apelaba a los recuerdos agradables, y me fijaba en aquello que es bálsamo de todas las heridas, y  manantial, siempre fresco, de alegrías para mi corazón -los seres queridos de mi hogar!     Seguían chocándose en mi pensamiento las mil ideas que me atormentaban, tristes unas, amargas otras, desesperantes las más.     Yo no sé si estaba dormido o despierto en mi sillón de estudio, pero yo he visto pasar ante mis ojos una multitud de sombras, que representaban las ideas que me habían dominado en el día.     Pasó primero la Verdad.     Era una criatura bella, con formas de mujer y vestiduras de arcángel; tenía alas y diadema.     Dejaba ver en la majestad de su figura que no era hija de los hombres.     La llevaban maniatada, de pie sobre un carro, tirado por leones, que rugían volviendo hacia ella la cabeza.     La escoltaba una muchedumbre inmensa, en que lucían trajes de todos los pueblos de la tierra.     En las primeras filas iban reyes, magistrados, guerreros, tribunos y mujeres que revelaban costumbres ligeras en sus adornos y ademanes.     Después seguían gentes de todos los gremios sociales.

    Cada uno arrojaba sobre la prisionera el lodo que encontraba a su paso, y la Verdad volvía la mirada tranquila, como si aquellos ultrajes fuesen más bien una ovación.     En medio de la multitud, iban grupos de niños y de gentes sencillas que marchaban tristes, sin comprender el objeto de aquella que parecía fiesta infernal.     La Verdad, dirigía algunas veces una mirada compasiva a aquellos grupos inocentes y hacia además de hablarles, pero los reyes y los mandarines hacían redoblar los tambores; y los rufianes, y los aduladores, y las mujeres prostituidas por el oro de los amos de la tierra, vociferaban y maldecían para ahogar la voz de la Verdad.     Entonces cruzaba por su faz divina una sombra de las tristezas de la tierra, y dos lágrimas rodaban de sus ojos.     -¿A dónde la llevan? -pregunté compadecido, a uno que iba y venía, agitando una bandera negra con manchas de sangre, y que sublevaba las pasiones con discursos envenenados, y ensañaba el odio con gritos de muerte y de exterminio.     -A la roca más escarpada, al abismo más profundo para arrojar a esta hipócrita y mordaz-me contestó, y brillaron sus ojos como dos brasas del infierno y crujieron sus dientes agudos y separados como los del chacal.     ¡Insensatos! exclamé en mi interior, en vano pretendéis huir de su mirada severa y de sus juicios infalibles! ¡La verdad no perece nunca: desde la más profunda sima se alzará su voz hasta el cielo para conde-nar vuestras iniquidades! ¡Podéis engañar a los hombres, pero jamás a Dios: ni siquiera a vosotros mismos, porque dentro de vosotros ha creado Dios un tribunal donde constantemente oís la voz de la verdad! ¿Donde hallaréis un abismo bastante profundo para ahogar vuestra conciencia?     La Verdad siguió con su escolta de verdugos.     Un silencio profundo sucede a la algazara de aquella muchedumbre.

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    Todas las miradas se fijan hacia el Oriente, donde aparece una carretela de oro, tirada por veinte caballos que devoran el espacio y levantan una nube de polvo.

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    Los penachos y el brillo de los arneses deslumbran como el sol.     Sirve de auriga la Fama que trae en una mano las riendas y en otra su clarín.  De pie sobre aquel carro triunfal, entre flámulas y gallardetes multicolores, aparece la Mentira, coronada de piedras preciosas; la faz riente; como rosas las mejillas sueltos en largos rizos los abundosos cabellos y el seno descubierto como una bacante.     En una mano agitaba una banderola, y con la otra arrojaba flores artificiales de un. cesto inagotable que tenia a su lado.    Un ¡hurra! estruendoso resuena en el espacio al penetrar entre la multitud: el eco se dilata prolongándose hasta los confines de la tierra, y todas las manos se agitan en señal de alegría.    La carretela hace alto y la muchedumbre se arrodilla.    Una tropa de sátiros medio desnudos, coronados de yedra, danzan al rededor del carro, al son de alegres panderetas. Ofrendas sin número son depositadas a los pies de aquel ídolo del siglo.    Después de estas ceremonias, la Mentira, agitaba su banderola en torno de la multitud; los caballos relinchan y parten como rayos [315], entre una lluvia de flores que brota de todas las manos.     Un nuevo vítor retumba en los aires, mientras se pierde en el horizonte la carretela deslumbrante.     La multitud quedó en silencio, como extasiada.     Sólo de un pequeño grupo, que había permanecido de pie mientras los otros se arrodillaron, salió una maldición.

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    Después pasó la Ingratitud en puntillas, callada, sin séquito ninguno, cubierta con un ropaje pardo y el rostro vuelto hacia un lado, como para que no la conociesen.     ¡Inútil disfraz! tanto me ha hecho sufrir, ¡que la conocería hasta por el ruido de sus pasos cautelosos!

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Seguía después la Buena Fe.    Iba entre un ataúd, muerta; una túnica, blanca como el armiño, la servia de mortaja.

    Sostenían el ataúd cuatro hombres de figura distinguida que marchaban risueños y con paso firme.     Detrás del féretro, seguía un grupo de vírgenes pálidas y llorosas, coronadas de rosas blancas y azucenas marchitas.    Cada una a su turno, arrojaba una flor de su corona entre el ataúd: el contacto de aquella flor, el cadáver se estremecía, como galvanizado, y entreabría los ojos y la boca; pero al instante los labios se juntaban des-deñosos, y los párpados caían con la pesantez de la muerte.     ¡Allí no había esperanza!...

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    Después pasó !a Miseria.     Era una vieja, sorda, descarnada y pálida, nariz aguda, ojos juntos y consumidos, cabeza pequeña, cuello largo y recto.    Sus brazos, como las barras de una tenaza, sostenían una cornucopia, que arrojaba cáscaras secas, huesos, pedazos de hierro enmohecidos y cigarros apagados.     La seguían varios cortesanos, parecidos a los avaros que conozco: iban recogiendo todo lo que salía de la cornucopia y guardándolo cautelosamente, para que los otros no se apercibiesen.     ¡A los lados de la ruta se habían situado algunos ciegos, ancianos valetudinarios y niños huérfanos con hambre y frío, que extendían los brazos y pedían una limosna por amor de Dios!     La Miseria, como era sorda, no los escuchaba, y los avaros se miraban unos a otros y se reían, y despreciaban aquel clamor que partía el alma, y seguían recogiendo el tesoro que brotaba de la cornucopia....

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    Detrás venía el Desencanto.    Se veía como dibujada en un lienzo, la figura de un hombre sentado en un sillón; pálido el rostro, sin brillo los ojos, circundados de ojeras negras y surcos como de llanto: la boca contraída con un gesto de resignación, pero al mismo tiempo de inconformidad: los brazos cruzados y la mirada fija en el cielo, como quien, perdido en todos los rumbos de la tierra, sólo espera en la divina justicia.

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    ¡Al aproximarse el lienzo reconozco mi propia imagen, y un grito de terror se escapa de mi pecho! Despierto lleno de angustia, me veo delante del espejo y comprendo que soy víctima de una pesadilla espantosa.

Tomado de: http://webdelprofesor.ula.ve/humanidades/alconber/enlaces/perez/pesadilla.html

LAS DIVINAS PERSONAS de Pedro Emilio Coll

Cuento del PadreMucho antes de la creación del mundo, ya el Eterno había expulsado de su reino a los ángeles rebeldes. Sólo Azael escapó entonces a la cólera del Señor, a causa de los servicios que le prestó en el descubrimiento y castigo de la celeste conspiración de los malignos. Leve había sido su falta y grande su arrepentimiento; así, le fué perdonado por Jehová, a cuya sabiduría infinita no podía ocultarse cuán fácilmente puede sucumbir un espíritu inquieto e ingenuo, como Azael, a las argucias de Satán. Un Instante seducido por éste, estuvo Azael a punto de caer envuelto en la más antigua y tremenda de las calamidades, en aquella de donde se originan todos los dolores del hombre sobre la tierra. Pues ni Eva ni Adán habrían perdido su inocencia primigenia, y descargado de ese modo todos los castigos sobre nuestra mísera especie, si Lucifer, al ser lanzado de los Imperios de Jehová, no se hubiese escondido entre las flores del Paraíso terrenal. Y como Satán antes de la creación del hombre, se aburría en las tinieblas del caos, por no poder tener a quién tentar, acometió a nuestros primeros padres con astucia y furor descomunales.    Arrepentido, pues, Azael, a los pies del Hacedor confesó sus veleidades y le reveló la trama que se preparaba contra su poder. Y Jehová lo conservó a su lado, se entretenía con sus juegos y

ocurrencias y hasta lo aprovechó en misiones confidenciales a los lejanos mundos por él creados.    Por su parte, Azael comprendía que el Eterno necesitaba de su ingenio ágil y sutil, para distraerse en sus divinos ocios, sobre todo después de que el Hacedor se entregó al reposo, concluido que hubo, en siete días, la obra que perdura por los siglos; además de que el Eterno, en su ancianidad, le había encargado de vigilar los trabajos de los hombres, de cómo obedecían a sus preceptos y se oponían a las maquinaciones infernales.    Eran así frecuentes los viajes que, desde el cielo a la tierra, hacía Azael, a quien Satán no cesaba de acechar confiado en atraerle al fin a sus dominios; porque recordaba que Azael era y, por tanto, propenso al pecado como cualquier mortal.    Un día, el Señor, sin disimular su hastío, dijo de repente a Azael   -Azael, me repites demasiado la historia de la vieja conspiración Luzbel. ¿Crees tú que la ignoraba? Bien sabes que nada hay para mí oculto. Te perdoné porque me revelaste lo que ya sabía. Lo que siempre estará fuera de tu alcance es la razón de por qué la dejé estallar. Ello no será conocido sino al final de los tiempos, cuando todos los seres por mí creados vuelvan a reposar en mi seno paternal, y el mismo Luzbel retorne a mis brazos, convencido de que, sin sospecharlo siquiera, fue un agente mío para purificar por el fuego, la arcilla primitiva y convertirla en purísima substancia radiante. Azael, observo que poco te ocupas ahora de la existencia de los humanos.    -Señor -le contestó humildemente Azael- como cada vez que visito la tierra escucho y veo las mismas cosas, he concluido por aburrirme de ellas. Nada cambia allá abajo. Siempre las mismas guerras, ambiciones, odios y amores. Confieso que la monotonía sólo es soportable bajo la luz de tu presencia. Pero Señor, tu servidor soy y tus órdenes son inapelables.    -Azael -exclamó el Eterno- únicamente Jehová puede aburrirse sin que la creación vacile. A ningún ángel le está permitido sino el canto y la sonrisa. Tu incuriosidad a la larga puede perderte. Si la curiosidad perdió a Eva, fue por lo nimio del objeto a que la aplicó. Mas los que con angustia solicitan los caminos que conducen a mi trono, me son tan gratos como los espíritus puros y sencillos que

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creen haberlos hallado. Sólo los indiferentes son mis verdaderos enemigos. Si esa curiosidad cesara, sería como prescindir de mí. ¡Apártate de mis ojos, Azael, y ve a la tierra!    -Perdóname, Señor -gimió de hinojos Azael-. ¿A qué sitio de la tierra deseas que me encamine? ¿De qué mortal quieres tener noticias?   -Al país de Hus, donde mora mi siervo Job, añadió lacónicamente Jehová.    Y casi sin esperar más órdenes, levantó Azael el vuelo. El Eterno oyó satisfecho el rumor de sus alas en el éter diamantino. Y, apoyando sus barbas caudalosas en la diestra, el Todopoderoso se durmió.    Despertó Jehová y al sorprender a Azael que jugaba con el borde de su túnica, resplandeciente como el sol, le increpó con estas palabras:    -¿Qué haces? ¿No has cumplido mis órdenes?    -Las he cumplido, Señor, mientras dormías por cien horas. Job, el mas perfecto y recto de los que temen a Dios, es también el más rico y dichoso de los varones orientales. Su hacienda se extiende a todos los horizontes y posee siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes y quinientas asnas, todas con sus aparejos.    -E1siervo que sólo en trabajar se ocupa, es el mejor de mis siervos -dijo complacido Jehová.   -Señor, también se regocija en banquetes, junto con sus siete hijos, sus tres hijas y sus tres hermanas.    Y como Azael observara una arruga profunda en el ceño del Creador, añadió con presteza:    -Pasados los días de convite, Job se levanta muy de mañana y te santifica y te ofrece holocaustos.    Pero el Eterno permanecía silencioso y pensativo. Todo se obscureció de súbito, menos el resplandor de Jehová. Unas inmensas alas cartilaginosas hicieron aún más sombrío el espacio. Era Satán, que llegaba llamado por el Señor, que al oído le habló. Breve fue el diálogo, pero terrible para el santo de Hus, cuya paciencia iba a poner a prueba el Eterno. El enorme murciélago se alejó veloz y la luz inmaculada de los cielos imperó de nuevo.    A poco, los bueyes y las asnas, que pacían en la tierra fecundada

por Job, fueron acometidos y tomados por los sabeos, y los mozos pasados a cuchillo. Apenas más tarde, igual suerte corrieron los pastores de las ovejas, sobre las que cayó fuego del cielo.    Enviado por Jehová, pudo comunicarle Azael con cuánta resignación aceptaba Job las disposiciones del Eterno.    -Sin acudir a Luzbel, le hizo observar Jehová, podría desencadenar todos los males sobre mis criaturas, pero todavía quiero mantener al rebelde en la ilusión que es tan poderoso como yo.   Y Satán recurrió a más duras pruebas para turbar la paciencia de Job. Mientras los hijos y las hijas del infeliz varón de Hus comían y bebían, un gran viento del desierto derribó la casa donde se solazaban y únicamente se salvó el mensajero que trajo la nueva a Job, quien, cayendo de rodillas, adoró al Hacedor.    Lo supo Jehová y quedó admirado de la sublime paciencia del santo. Pero notaba Azael que la paciencia del siervo comenzaba a impacientar a su Señor.

   Tocó entonces Satanás la carne de Job, que se cubrió desde el pie hasta la cabeza de pústulas que manaban humores nauseabundos. Y aunque su mujer le aconsejaba apartarse de Dios y se burlaba de su simplicidad, Job callaba y, sentado en medio de cenizas, con un tejo se rascaba la lepra.    -¿Será posible tal perfección en un ser hecho de barro?, exclamó Jehová. ¿Podrá el hombre llegar ser semejante a su Creador?    - Señor, musitó Azael, con los ojos gachos y como ocultando su pensamiento al que todo lo sabe, el Omnipotente puede permitirlo, si así conviene a sus fines. Pero la paciencia de Job -insinuó con genio político impropio de los divinos lugares- me parece la más imperdonable pretensión del hombre, después de la de haber aspirado a conocer la ciencia del Bien y del Mal.    -Márchate a la tierra, que mayor es tu presunción al pretender juzgar mi obra. Márchate y hazme saber en seguida cómo soporta Job las penalidades con que Luzbel, por orden mía, últimamente le ha agobiado.    No tardó en oírse la jubilosa risa de Azael, ya de regreso del desolado país de Hus.    -Señor, -dijo Azael, casi sin tomar aliento-; grandes nuevas te

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traigo de Job tu siervo. Su paciencia se ha convertido en lamentosa indignación. En vano sus amigos y fieles creyentes suyos, Eliphaz, Baldad y Sophir, se han empeñado en probarle que son merecidas y justas las penas que sufre. Job vocifera, lleno de amargura. Ha perdido al fin la paciencia que, permíteme decírtelo, comenzaba a hacerte perder la tuya.    -Azael, resonó la tormentosa voz del Altísimo, vete al lado de Satán, con quien debiste estar desde el remoto día de la conjuración de los ángeles. Te creía digno de interpretar mis recónditos pensamientos. Tu inmortal mocedad te incapacita para conocer mi sabiduría. Me has creído decrépito a causa de mis años. Mis barbas blancas te han ocultado mi eterna juventud. Aléjate de mí. Eres indigno de comprender que Job impaciente está más cerca de mí que, cuando con inagotable paciencia, ya ostentaba el orgullo y la serenidad de un dios que se enfrente a mis ejércitos.   Desterrado entre nosotros, míseros mortales, Azael solicitó a Satán, a quien halló acongojado por su fracaso ante el santo Job que, de nuevo rodeado de riquezas, con tantos hijos como antes de sus desgracias, y con mayores rebaños, se durmió en la paz del Señor a los ciento y cuarenta años.    Cuando Azael refirió al Tentador lo ocurrido con Job, Luzbel, en el tono de un verdadero pobre diablo, comenzó sus reflexiones con estas simples palabras, que encierran casi toda la ciencia de los hombres y que el Eterno celebró con una carcajada, que de un extremo a otro recorrió los cielos y conmovió la creación:    -¡El viejo Jehová es incomprensible!

Cuento del Hijo

En el pueblo, el caso de la negra Higinia era la comidilla de los vecinos. Primero se creyó que los dolores, que le hacían lanzar tan agudos gritos, se debían a que estaba encinta. Pero ¿cómo su flor virginal podía haberse deshojado a los sesenta años de edad, cuando ni mocita se le conoció novio alguno y sólo sonrió fraternalmente entonces, con sus dientes de coco, a los peones que

la requebraban, a la sombra de los guamos de la hacienda donde nació de padres esclavos? Y era donosa antaño, con el cesto de cogedora de café apoyado en la cintura, o cuando iba por agua a la acequia, con la tinaja sobre las duras greñas. Después, ya vieja, seguía sonriendo como antes, pero con desnudas encías de color de rosa, y con una bondad tan natural y espontánea como las tunas que crecen al margen de los barrancos y ofrecen su dulce pulpa a la sed del viajero, bajo los soles caniculares.   Era santa la negra Higinia, como lo es la mota de tierra y el cardo silvestre y el limpio manantial que desciende de las montañas, es decir, inconscientemente, que es como las cristalinas virtudes parecen participar mejor del misterio de la naturaleza. Sin embargo, no se salvó Higinia de la malediencia. Pero, desechada la suposición, porque los meses pasaban y no daba a luz Higinia, se atribuyó su dolencia al mal de ojo, con que se creía la dañara un italiano bizco que, vendiendo zarazas y baratijas, pasó por el poblado, con su caja al hombro, inclinado hacia la tierra, como un nazareno vestido de pana y con zapatos de gruesos clavos. Se hizo venir a la curiosa, que la ensalmó con hierbas mágicas y oraciones de desembrujar; pero el dolor continuó tenaz.    Aseguraba, por su parte, don Liborio, el boticario, que se trataba de un principio de epilepsia, enfermedad que, a su entender de farmacéutico rural, recogió Higinia por única herencia de su padre, el buen negro Tadeo, que estuvo celebrando, por muchos años, en el mostrador de las pulperías, con aguardiente de caña, la abolición de la esclavitud, hasta que un día lo encontraron muerto en la bagacera del trapiche.    Es lo cierto que los lamentos de Higinia se oían hasta en la plazuela de la iglesia, encalada y humilde como las de casi todos los pueblos venezolanos, pero con algunas imágenes del tiempo de la Colonia, entre ellas un San Miguel, toscamente tallado en madera, que hería con su espada a Satanás caído a sus pies, con el rostro de bello arcángel adolorido.   Ya había agotado Higinia todas las pócimas y brebajes que don Liborio y los vecinos le recetaban, y desesperada se abrazaba a los horcones de su rancho de bahareque, cuando su comadre Severiana le aconsejó, como último recurso, que le hiciera una promesa a San

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Miguel. No olvidaba Severiana que Higinia le había cerrado los ojos a su marido, muerto de un machetazo en una riña con Anselmo, el isleño, y acompañado al campo santo, al paso de la burra, en cuyo lomo macilento se balanceaba la urna de pino. Y no era sólo Severiana quien ponderaba los milagros del arcángel, pues éstos eran famosos en todos los caseríos de los aledaños.   -Esta vela te traigo, Higinia -explicó grave y piadosamente Severiana-, para que con toda fe se la ofrezcas a San Miguel. Has de llevarla tú misma, aunque sea arrastrándote por la calle.    -Si no puedo, mujer, si no puedo, gemía la infeliz Higinia, mientras se arqueaba en su catre y se oprimía con sus encallecidas manos de manumisa el vientre torturado.    -¿Cómo no has de poder? San Miguel te dará fuerzas.    A poco, toda la chiquillería y todas las vecinas estaban a la puerta, en la única calle del pueblo, compadeciendo a Higinia que, apoyándose en las paredes, con el rostro demacrado, la vela en una mano y en la otra un pañuelo a grandes cuadros, con el que ahogaba sus gritos, se dirigía vacilante a la iglesia. En verdad, nunca se había fijado en la imagen de San Miguel, que estaba como le explicó la comadre Severiana, un poco escondida cerca del altar mayor, a un lado del penumbroso presbiterio.    Ya obscurecía, y nadie miró a Higinia cuando regresaba a su rancho, después de ofrendar la vela y las plegarias, con todo el fervor de su  corazón sencillo y según el consejo de la comadre.    La comadre Severiana vivía del otro lado del río, en el cerro de las Cocuizas, y la tarde siguiente a la de su promesa, el río pasó Higinia, a pie enjuto, ligera como una muchacha, entre la iluminación rojiza del sol poniente, que llaman de los araguatos.    -Severiana -díjole Higinia, balbuceante y echándole los brazos al cuello-, si no fuera pecado me arrodillaría aquí mismo como lo hice ayer en la iglesia. Dios sólo sabe el bien que me has hecho. Como si con su santa mano me hubiera tocado el pobrecito San Miguel y me hubiera sanado con sólo verme, así comenzó a pasarme el dolor desde que le encendí la vela y principié a rezarle. Ya puedo trabajar -añadió alegremente- y pilar maíz. ¡Si estoy como si tuviera veinte años!   -Pero ¿cómo fue? Cuenta despacio, mujer -le interrumpió

Severiana-. Siéntate en este cajón, que estarás estropeada, hija.   -Si hasta Caracas puedo ir a pie, sin cansarme. ¿Pero, tú, dónde vas a sentarte?   -No te preocupes, que sobre esta piedra de la batea estoy como en sofá de blanco codicioso. ¡Pero cuenta, cuenta, pues, mujer!    -Verás. Apenas principié a rezar, sentí una dormición en las tripas. Así estuve toda la noche, y hoy amanecí sana, sanita.    -¿Ya ves lo que te decía? No hay como San Miguel bendito. Y después ese zoquete de don Liborio se burla porque creemos en los milagros.    -Si tú supieras, don Liborio siempre ha sido muy bueno conmigo; él hizo cuanto pudo para curarme. Voluntad no le ha faltado.    -Pues él me dijo que tu enfermedad era por culpa de tu padre Tadeo, y patatín y patatán...    -Esas son cosas que se le ocurren a esa gente que se la pasa leyendo. A veces, para distrerme, iba a mi rancho a leerme lo que dicen los papeles de Caracas; pero yo no entiendo nada.    -¿Pero qué vas a entender, si no son sino embustes? -exclamó airada Severiana, siempre tan propensa a estallar en mal humor a la menor contradicción.    -¡Dios los perdone! Pero vamos al asunto.    -Sí, es lo mejor, porque tú eres capaz de perdonar al mismo diablo.

   -Pues, como te decía -continuó Higinia-, me arrodillé ante la vela, y como no había ni un alma en la iglesia, al principio tuve miedo. Pero cuando empecé a rezar me parecía que me levantaban por las greñas y que San Miguel sentía un dolor tan grande como el mío. ¡Y cómo no, con aquella espada que le encajaban en el estómago! Se le comprendía en los ojos que me estaba compadeciendo como yo lo compadecía a él, mientras el diablo se gozaba con la maldad que le estaba haciendo y le ponía el pie sobre la cabeza...   -¿Pero que estás diciendo, mujer? -gritó, escandalizada, Severiana.

   -¿Qué es, Severiana? ¿Qué te pasa? -preguntó Higinia sorprendida y sin entender el escándalo de la comadre.    -¿Pero a quién le rezaste, al que encajaba la espada o al que estaba en el suelo?

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   -¿A quién había de ser? A San Miguel, al que estaba sufriendo. Al malo, que lo hacía sufrir, no podía ser.    -¡Hoy sábado?... ¡Le rezaste al diablo! ¡Fue el diablo el que te hizo el milagro! -vociferaba Severiana-. ¡Estás endemoniada! ¡Vete, que hiedes a azufre!...    Y con súbito estupor, sintió Higinia que caían sobre su cabeza todos los castigos del cielo. Sus piernas se doblaban, cuando Severiana empujándola violentamente fuera del rancho, se santiguaba, hacía cruces en el cajón donde Higinia se había sentado, en el suelo, que había pisado y hasta en la puerta por donde entró.    Era ya de noche. A lo lejos, el torreón, como un inmenso índice apuntado al cielo, lanzaba llamas de la molienda de la tarde hacia las nubes de color de hollín. Por el camino obscuro, Higinia semejaba una gran piedra negra, que una fuerza desconocida impulsara lentamente. Tuvo miedo a los cocuyos luminosos, que volaban en los cañamelares y que ahora le parecían infernales chispas. ¡Ella endemoniada, por haberle rezado al maldito y no al ángel del Señor!    Arrodillándose y besando el polvo árido del camino desierto, Higinia rogó a Dios que, en señal de perdón, le hiciera sentir de nuevo sus dolores. Aguardó un instante el supremo prodigio pero, por lo contrario, sintió que suave caricia le recorría todo el cuerpo, con el frescor de un agua milagrosa. Y convencida de que Dios no escuchaba sus preces y castigaba de ese modo su herejía, negándole el dolor que imploraba, la pobre Higinia, en la desolación de su inmensa soledad, rompió en llanto. Severiana tanía razón. Estaba endemoniada.    Un calofrío de terror erizó sus arrugadas carnes, cuando al entrar en su rancho divisó debajo de su catre dos pupilas encendidas como brasas. Y dió un alarido de espanto.   -¿Qué es? -le preguntó soñolienta y desperezándose su sobrina Ruperta, que la acompañaba durante su enfermedad y que dormía vestida, en una estera, sobre el suelo gredoso del rancho-. ¿Otra vez el dolor?    -¡No; mira, es el diablo! -balbuceó Higinia, mostrando a Ruperta los carbunclos de fuego.    -¡Ave María Purísima! -exclamó la muchacha. ¡Qué diablo ni qué

diablo! Es el gato de don Liborio, que siempre se mete aquí a robarle la comida al cochino.    Con los gruesos labios entreabiertos, a poco Ruperta comenzó a roncar. Higinia se sentó al borde de su catre, y los ronquidos de Ruperta, que a veces tanto la molestaban, era ahora como la única voz que la acompañaba en el mundo. Escuchándola roncar, fue aletargándose como bajo la influencia de un calmante. Sus recuerdos se evaporaban como en un sopor de opio, y cual si descendiese por una pendiente de seda, cayó rendida sobre su almohada de paja, con las alpargatas llenas de barro, con su traje de flores moradas y con sus ásperas greñas canosas, ceñidas por el pañuelo de Madrás.    En un silencio profundo, como si todos hubieran muerto en el pueblo, sólo se oía el roncar de Ruperta y a lo lejos el canto de los gallos.   En sueños, se vió de nuevo Higinia arrodillada en el camino obscuro. De pronto divisó, a distancia, un farol del pueblo que avanzaba hacia ella, que al aproximarse tomó forma humana y caminaba como don Liborio; pero cuando estuvo cerca de ella, quedó deslumbrada por una luz extraordinaria. Y en el centro de la luz, vió maravillada Higinia a Nuestro Señor Jesucristo. Y de los labios de Jesús, como una música divina, escuchó Higinia estas palabras:    -Apóyate en mi seno, porque desde la Eternidad escuché la oración que dirigiste al ángel que un día se rebeló contra mi Padre. Sin él habría sido innecesaria mi venida al reino de los mortales. Es cierto que sin aquella rebelión, Adán no habría pecado; pero hecho de barro como era, el hombre no habría conocido la absoluta perfección, ni visto a un Dios sobre la misma tierra que pisaba. Sin el pecado original, el hombre no habría conocido mi presencia. Desde muy alto, entre relámpagos y tinieblas, hablaba mi Padre a sus criaturas. Yo quise vivir entre ellas, hablarles dulcemente al oído y agonizar como ellas. Suspendí las piedras del Decálogo, que pesaban demasiado sobre las débiles espaldas de la humanidad, y sobre la ley mosaica grabé el Sermón de la Montaña. Bienaventurada eres, Higinia, porque eres simple de espíritu. En tu ignorancia conoces de mi vida lo que es esencial, la fraternidad y la

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justicia. Perdono a los que ponen en duda mi divinidad, porque de mi poder infinito esperaban la desaparición del dolor universal. Están menos distantes de mí esas almas atormentadas que las que de mi historia sólo averiguan lo que es perecedero. La que te creyó endemoniada procedía como los que encienden hogueras inquisitoriales en su ciega manera de adorarme. Tú has amado, como yo, el dolor, que tu ingenuidad contempló en Luzbel y no en el Arcángel a quien el dolor del vencido regocijaba. No supusiste, buena mujer, que el Bien pudiera ser representado con una espada tinta en sangre. Sin saberlo, a través de una tosca imagen de madera, te elevaste a un concepto más perfecto que el de la generalidad de los humanos. Yo compartí el dolor de tus entrañas. ¿No sentiste cuando orabas al que veías sufrir, una mano que mitigaba tus penas? Fué mi mano. ¿No sentiste en el camino oscuro, una suave caricia cuando, en signo de perdón, implorabas de nuevo tu dolor? Era yo quien acariciaba tu negra carne virginal. ¡La paz sea contigo!   Un inmenso resplandor llenó el rancho de Higinia, y se oyeron las campanas de la Jerusalén celeste, que, en realidad, eran el amanecer del domingo y las campanas de la iglesia vecina que llamaban a la misa de cinco.    -¡Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo, -exclamó Higinia, con matinal alegría y evangélica unción.    Porque Higinia, que nunca logró entender las lecturas de don Liborio, el boticario, comprendió ahora, con la sabiduría de los que nada saben, las palabras de Jesucristo.

Cuento del Espíritu Santo

En Granada, la bella, vivía Angélica con su padre, Juan de Florencia, así llamado porque nació en la Ciudad del Lirio Rojo, a las orillas del Arno.    Finalizaba, con el siglo, el imperio de los árabes en España. Sólo el virtuoso Macer había sabido descifrar en los avisos del cielo, que es como nombran los alfaquíes a los signos del tiempo, que, en breve, entre las rosas del Alhambra, iba a morir Alá. Así lo dijo al viejo rey

Abul Hasen, bajo las áureas filigranas del propio Alcázar: "Las ruinas de este pueblo caerán sobre nuestras cabezas. Permita Mahoma que me engañe; pero el ánimo me da que el fin de nuestro señorío es llegado". Y sin escuchar los consejos del anciano, continuaban los encendidos odios de los padres y de los hijos, que, más que en las enseñanzas del Corán, bebían en copas de oro el vino que enloquece a los dominadores. Entre tanto, desde Sevilla atizaban la discordia muslime, con astutas promesas, Fernando el maquiavélico y la católica Isabel, quienes ya habían clavado, en la torre arábiga de la Giralda, el pendón de los castillos y de los leones rampantes.    En el barrio de los cristianos, Juan de Florencia parecía un artista del Renacimiento. Su hija Angélica, cuyos años eran como los quince pétalos de una flor, embalsamaba el taller de su padre, con la gracia primaveral de una virgen de Sandro Botticelli. Leve como los pañuelos que tejía en su rueca, blanca como los marfiles a que el artífice daba contornos de mujer, era Angélica, la hija de Juan de Florencia, el de las barbas de plata, y de Rosario la toledana, que  se durmió en la paz del Señor, dejando por herencia a la niña los ojos de color de avellana y los dorados bucles, su  belleza, sus virtudes y su fe en el Dios de los cristianos.    En Toledo aprendió Juan de Florencia a damasquinar el acero; en los conventos de dominicos, el simbolismo de las iniciales de las Biblias incunables y el de la flora de los facistoles; con los judíos, a tallar las piedras preciosas. De su trabajo de perfumista vivía en Granada; pero era su ocupación predilecta pintar en pergamino los tercetos de la Divina Comedia, cuyo sentido recóndito aspiraba a revelar por medio del color, según el sentido místico del canto. En un silencio de ofertorio indagaba Juan de Florencia el color de los cantos del Paraíso, que debía de ser como la luz de un infinito azul, recogida por sus finos pinceles. Fue así, por ahondar en los secretos del poema, como Juan de Florencia conoció a Ben Alahmar, que era erudito en las letras antiguas y modernas, y, con los cristianos que habitaban Granada, el más tolerante de los mahometanos.    En un sillón de cuero cordobés, solía sentarse Angélica a leer la Vita Nuova, del mismo Dante Aliguieri, que reposaba cual un ramo de jazmines en la pulpa diáfana de sus dedos. Así la encontró Ben

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Alahmar, cuando, por vez primera, vino al taller de Juan de Florencia, de donde, y desde entonces, al salir el joven sarraceno, de aquilino perfil, suspiraba al pensar que entre él y la cristiana se alzase terrible el alfanje de Alá.    Y desde aquel día también, cuando por las tardes paseaba Angélica con su padre, por los alrededores del Generalife, tímida miraba hacia a los laureles de la Alhambra, bajo los cuales con frecuencia Ben Alahmar meditaba. Nunca como entonces había percibido la música de las aguas por el declive de los arrayanes.    Como la sintiera una tarde desfallecer apoyada en su brazo, díjole Juan:    -¿Qué tienes, hija mía? ¿Es el crepúsculo el que te hace mal, o es que te han enfermado los perfumes?    -No sé, padre -balbuceó Angélica. E inclinando la cabeza sobre el hombro del viejo artista, volvió de nuevo los ojos hacia la a Alhambra, delicada como un encaje de piedra en el atardecer violeta. Pero no vió a Ben Alahmar.    Sosteniendo a su hija por la cintura, cual un trémulo junco, bajaron por las bermejas calles del Albaicín hasta el barrio de los cristianos. En el taller, ya en sombras, se sentaron taciturnos. Pero Juan de Florencia pensaba en el matiz de cobre oxidado que quería dar a una mayólica, y Angélica, en Ben Alahmar. Y, como Ben Alahmar suspiró, pero porque entre el amado y ella se alzaba la cruz de Jesucristo.    Se hicieron cotidianas las visitas de Ben Alahmar al taller de Juan de Florencia. Discurría Ben Alahmar, con el sutil ingenio de su raza, acerca do las reminiscencias musulmanas que se encuentran en el poema de Dante. Por su parte, Juan de Florencia creía haber acertado en su interpretación pictórica del Infierno y el Purgatorio, pero en vano solicitaba en los pomos de colores la vibración luminosa de los tercetos etéreos del Paraíso; lo que, un poco engreído de su pincel, atribuía, más que a propia incapacidad de artista, a no haber penetrado el pensamiento de Alighieri. De ese modo prolongaba sus conversaciones con Ben Alahmar, respecto a aquella parte de la obra en que el alma llega a su vértice espiritual.    Con la barbilla apoyada en la concha de su mano, atendía Angélica a las citas de los libros arábigos, que Ben Alahmar compulsaba con

la Divina Comedia, en la cual, a su vez, Ben Alahmar aspiraba el místico aroma de una fe que no era la suya, pero que, a su pesar, le penetraba como incienso por los calados arabescos de una mezquita cerrada.    E intrincándose en complicadas exégesis, argumentaba Ben Alahmar, arrebatado por su ardiente imaginación oriental:    -La paloma que, para nosotros, es el arcángel que en secreto hablaba a Mahoma, es para los poetas la encarnación de la belleza inmortal; para los filósofos, el desconocido hálito de la vida universal. Es el Espíritu Santo para vosotros, cristianos, el Paráclito, el Dios deshumanizado libre de vestiduras humanas, el alado símbolo de la máxima transfiguración de la divinidad.    Y la alegoría columbina iba tendiendo un hilo invisible entre el alma de Angélica y la de Ben Alahmar.    Pero un día hubo de descender Ben Alahmar de su Paraíso, que no ya en el jardín de las huríes estaba, sino en los ojos de Angélica, pues cuarenta mil infantes asediaban la ciudad y diez mil caballos de las huestes de Gonzalo de Córdoba rompían con sus cascos vencedores la vega de Granada, la bella. Le opuso Muza Ben Abil Gazan, famoso capitán del rey Boabdil el Chico, veinte mil mancebos, y entre ellos a Ben Alahmar.    Trabóse la batalla, y a poco, como si la tierra se cubriera de claveles, toda la vega se empurpuró de sangre.  Y en un carmen granadino, herido por los acubuceros de Isabel y Fernando, los católicos, desplómose moribundo Ben Alahmar.  Un velo de carmín cubrió sus ojos, y en trance de agonía, vió a Angélica, como la Beatriz de Dante, en el cielo de su Dios.  Y en el estrépito de los tambores y el piafar de los corceles, en la furia del combate, nadie oyó esta su postrera invocación:   -¡Alá, Dios de mis abuelos, te di mi sangre; pero mi vida es de Angélica! En el cielo prometido a los cristianos he de esperarla. ¡Alá, perdóname! ¡Jesús ábreme las puertas de tu Paraíso!.   Llegó el sol a su ocaso, y antes de hundirse en lontananza, incendió con sus rayos a la ciudad amedrentada.  Como un león herido,  y seguido de sus jeques, retornó Muza a Granada. Cruzado en la roja gualdrapa de un caballo de ligeras ancas y flamantes crines, reposaba el cadáver de Ben Alahmar. Goteaba sangre su

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frente, sobre el suelo maternal, mientras sus pupilas, cuajadas por la muerte, parecían buscar en la Vía Láctea, en la inconmovible serenidad de la noche estrellada, los senderos del Dios de Angélica la cristiana.    Después que los arcabuceros de sus hermanos en Jesucristo habían muerto a Ben Alahmar, el bien amado, ya no fue Angélica un marfil. Fue nardo, espuma, botón de lino que el viento deshacía. Suave como la de una paloma, fue su lenta agonía de amor inmaculado. Y en un gemido, desde su corazón virginal, invocó así a su Dios, con aliento apenas perceptible:    -¡Jesús, Dios de mis abuelos, mi vida es tuya; pero mi alma es de Ben Alahmar! En el cielo que Alá tiene prometido a los suyos he de hallarle. ¡Jesús, perdóname! ¡Alá, ábreme las puertas de tu Paraíso!   Y como blanca nubecilla, fue Angélica, cuando Juan de Florencia, el de las barbas de plata, la palpó exánime, como la perfecta obra de arte que mortal alguno puede realizar...

* * *    Volaba el Espíritu Santo a las puertas del cielo, donde Ben Alahmar, en la espera de la amada bebía las linfas del Leteo, que tienen la virtud de hacernos perder el recuerdo de los pecados. En tanto, Angélica aguardaba al amado en el maravilloso jardín islámico de las arenas perfumadas, que riegan también dos ríos, cuyas aguas diamantinas limpian los corazones de impurezas terrenales. Allí, donde las doncellas dan la bienvenida al esposo, estaba Angélica en espera de Ben Alahmar. Acaso ya Alahmar trepaba la montaña de jacinto, después do atravesar la llanura del Purgatorio, que es la cima del Paraíso prometido por Mahoma a los hijos de Alá. Lejos se escuchaban, balanceados por los céfiros, el gorjeo de los pájaros, el canto de las huríes y el rumor armonioso de los árboles cargados de pomas.    Las huríes, que al son de las guzlas tañidas por querubes, se bañaban en fuentes cuyos fondos eran de menudas perlas y de polvo de rubí, vieron volar una paloma que con sus cándidas plumas rozaba sus carnes desnudas. Corrieron tras ella, pero en sus brazos se deshacía la blancura de la impalpable paloma, pues el

Espíritu Santo está formado de una inmaterial albura, de una luz desconocida a los hombres, y su apariencia de paloma es una ilusión aun para los que están al lado del Señor.    Tomó entre sus alas el Espíritu Santo a Angélica la cristiana, a la amante engañada por el amor, y la colocó suavemente en los brazos de Alahmar. Y comulgaron los dos en las aguas del Eunoe, que son las de la eterna felicidad.    Mil liras y mil arpas resonaron en el infinito azul del empíreo, en la celebración de las celestes bodas de Angélica y Alahmar.    -¿Qué ocurre? -preguntó Jehová a Jesús, que estaba a su diestra.    Y Jesús, con la sonrisa con que perdonó a María de Magdala:    -Es el Espíritu Santo, que ha perdonado a la que también amó mucho.    Y Jehová dijo entonces:    -Tu reino y el mío pueden perecer; pero nunca desaparecerá el reino del Espíritu Santo.

Tomado de: Pedro Emilio Coll, Caracas: Academia Venezolana de la Lengua, 1966. pp. 231-245. Colección Clásicos de la Lengua, No. 14.

MARTIN FIERRO de José Hernández

Capítulo I1Aquí me pongo a cantarAl compás de la vigüela,Que el hombre que lo desvelaUna pena estraordinariaComo la ave solitariaCon el cantar se consuela.

2Pido a los Santos del CieloQue ayuden mi pensamiento;

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Les pido en este momentoQue voy a cantar mi historiaMe refresquen la memoriaY aclaren mi entendimiento.

3Vengan Santos milagrosos,Vengan todos en mi ayuda,Que la lengua se me añudaY se me turba la vista;Pido a Dios que me asistaEn una ocasión tan ruda.

4Yo he visto muchos cantores,Con famas bien obtenidas,Y que después de adquiridasNo las quieren sustentarParece que sin largarse cansaron en partidas

5Mas ande otro criollo pasaMartín Fierro ha de pasar;nada lo hace recularni los fantasmas lo espantan,y dende que todos cantanyo también quiero cantar.

6Cantando me he de morirCantando me han de enterrar,Y cantando he de llegarAl pie del eterno padre:Dende el vientre de mi madreVine a este mundo a cantar.

7Que no se trabe mi lenguaNi me falte la palabra:El cantar mi gloria labraY poniéndome a cantar,Cantando me han de encontrarAunque la tierra se abra.

8Me siento en el plan de un bajoA cantar un argumento:Como si soplara el vientoHago tiritar los pastos;Con oros, copas y bastosJuega allí mi pensamiento.

9Yo no soy cantor letrao,Mas si me pongo a cantarNo tengo cuándo acabarY me envejezco cantando:Las coplas me van brotandoComo agua de manantial.

10Con la guitarra en la manoNi las moscas se me arriman,Naides me pone el pie encima,Y cuando el pecho se entona,Hago gemir a la primaY llorar a la bordona.

11Yo soy toro en mi rodeoY torazo en rodeo ajeno;Siempre me tuve por güenoY si me quieren probar,

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Salgan otros a cantarY veremos quién es menos.

12No me hago al lao de la güeyaAunque vengan degollando,Con los blandos yo soy blandoY soy duro con los duros,Y ninguno en un apuroMe ha visto andar tutubiando.

13En el peligro, ¡qué Cristos!El corazón se me enancha,Pues toda la tierra es cancha,Y de eso naides se asombre:El que se tiene por hombreAnde quiere hace pata ancha.

14Soy gaucho, y entiendalóComo mi lengua lo esplica:Para mí la tierra es chicaY pudiera ser mayor;Ni la víbora me picaNi quema mi frente el sol

15Nací como nace el pejeEn el fondo de la mar;Naides me puede quitarAquello que Dios me dioLo que al mundo truje yoDel mundo lo he de llevar.

16Mi gloria es vivir tan libre

Como el pájaro del cielo:No hago nido en este sueloAnde hay tanto que sufrir,Y naides me ha de seguirCuando yo remuento el vuelo.

17Yo no tengo en el amorQuien me venga con querellas;Como esas aves tan bellasQue saltan de rama en rama,Yo hago en el trébol mi cama,Y me cubren las estrellas.

18Y sepan cuantos escuchanDe mis penas el relato,Que nunca peleo ni matoSino por necesidá,Y que a tanta alversidáSólo me arrojó el mal trato

19Y atiendan la relaciónque hace un gaucho perseguido,que padre y marido ha sidoempeñoso y diligente,y sin embargo la gentelo tiene por un bandido

II - Ayer y hoy.

20Ninguno me hable de penas,porque yo penado vivo,y naides se muestre altivo

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aunque en el estribo esté:que suele quedarse a pieel gaucho mas alvertido.

21Junta esperencia en la vidahasta pa dar y prestarquien la tiene que pasarentre sufrimiento y llanto,porque nada enseña tantocomo el sufrir y el llorar.

22Viene el hombre ciego al mundo,cuartiándolo la esperanza,y a poco andar ya lo alcanzanlas desgracias a empujones,¡la pucha, que trae licionesel tiempo con sus mudanzas!

23Yo he conocido esta tierraen que el paisano vivíay su ranchito teníay sus hijos y mujer...era una delicia el vercomo pasaba sus días.

24Entonces... cuando el lucerobrillaba en el cielo santo,y los gallos con su cantonos decían que el día llegaba,a la cocina rumbiabael gaucho... que un encanto.

25

Y sentao junto al jogóna esperar que venga el día,al cimarrón le prendíahasta ponerse rechoncho,mientras su china dormíatapadita con su poncho.

26Y apenas la madrugadaempezaba coloriar,los pájaros a cantar,y las gallinas a apiarse,era cosa de largarsecada cual a trabajar.

27Este se ata las espuelas,se sale el otro cantando,uno busca un pellón blando,este un lazo, otro un rebenque,y los pingos relinchandolos llaman dende el palenque.

28El que era pion domadorenderezaba al corral,ande estaba el animalbufidos que se las pela...y más malo que su agüela,se hacia astillas el bagual.

29Y allí el gaucho inteligente,en cuanto el potro enriendó,los cueros le acomodóy se le sentó en seguida,que el hombre muestra en la vida

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la astucia que Dios le dio.

30Y en las playas corcoviandopedazos se hacía el sotretamientras él por las paletasle jugaba las lloronas,y al ruido de las caronassalía haciendo gambetas.

31¡Ah, tiempos!... ¡Si era un orgullover jinetear un paisano!Cuando era gaucho baquiano,aunque el potro se boliase,no había uno que no paresecon el cabresto en la mano.

32Y mientras domaban unos,otros al campo salíany la hacienda recogían,las manadas repuntaban,y ansí sin sentir pasabanentretenidos el día.

33Y verlos al cair la tardeen la cocina riunidos,con el juego bien prendidoy mil cosas que contar,platicar muy divertidoshasta después de cenar.

34Y con el buche bien llenoera cosa superior

irse en brazos del amora dormir como la gente,pa empezar el día siguientelas fainas del día anterior.

35Ricuerdo ¡qué maravilla!Cómo andaba la gauchadasiempre alegre y bien montaday dispuesta pa el trabajo...pero hoy en día... ¡barajo!No se la ve de aporriada.

Tomado de: http://www.gutenberg.org/files/14765/14765-8.txt

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