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Color de texto: textos para ejercitaciones -------------------- texto ct01 y ct02 --------------------- Las ciudades y los signos. Las ciudades invisibles. Ítalo Calvino. 1972. El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son. Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes. Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las

Textos para emblocados

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Color de texto: textos para ejercitaciones

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texto ct01 y ct02

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Las ciudades y los signos. Las ciudades invisibles. Ítalo Calvino. 1972.

El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son. Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya esta entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...

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Oliverio Girondo. Espantapájaros (al alcance de todos). 1932.

Que los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y la memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de palabras rotas.Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que sólo puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como una aplanadora, al espesor de tu retrato.

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Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas; que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los tachos de basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero.Que cuando quieras decir: "Mi amor", digas: "Pescado frito"; que tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo, seas tú el que te arrojes en las salivaderas.Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave inglesa.Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no puedas dejar, ni por un solo instante, de lamerle la cerradura.

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Gallo Loco (fragmento). Henry Miller. 1991.

Hacía apenas unos cuantos días que su amiga había puesto en sus manos esta morfología de la historia, como se llamaba. Y ahora, pensó, el cuerpo de su amiga se descomponía calladamente bajo un montecillo oculto con rosas.

Se sintió oprimido. No era tan sólo que el espíritu de su amiga yaciera embalsamado entre las páginas del libro, tampoco era el hecho de que se le escapara el significado del texto, era que ya no podía soportar la soledad que sentía al estar ahí sentado, esperando escuchar el sonido de sus pasos.

La infernal espera se había prolongado ya varias semanas, no todas las noches, es cierto, pero sí intermitentemente, y con una frecuencia que irritaba sus nervios. Allá abajo, donde el puerto se dilataba en una inmensa explosión tintada, había paz. La rizada superficie del agua se unía al manto nocturno arrojando una película de silencio líquido sobre la tierra. Mientras hacía a un lado la cortina para mirar en la oscuridad, un inexplicable terror se apoderó de él. Le pareció sentir, como si fuera la primera vez, que estaba completamente solo en el mundo. "Todos estamos solos", musitó para sí mismo, pero incluso al decirlo no pudo evitar sentirse más solo que nadie en la tierra.

Por lo menos, se dijo (se había estado repitiendo lo mismo varias veces), no había nada definitivo de qué preocuparse. ¿No lo había, en verdad? Mientras más intentaba tranquilizarse, más se convencía de que alguna siniestra desgracia lo acechaba, cuya realidad e inminencia se manifestaban a través de estos tenues y oscuros presentimientos. Poco consuelo encontraba al pensar que la ordalía no duraría mucho. Se trataba más bien de saber si ésta no constituía el preludio a un aislamiento continuo y definitivo. Los periodos de ansiedad, que en un principio tenían una duración razonable de una o dos horas, ahora se prolongaban por lapsos de tiempo verdaderamente inconmensurables. ¿Mediante qué cálculo podría medirse la absoluta agonía acumulativa entre la espera de una hora o la de cinco? ¿Qué podía aclarar, en un problema como éste, el paso del tiempo medido según el lento transcurrir de las manecillas de un reloj?

¿Pero, había explicación...? Sí, para las explicaciones no había límite. El aire a veces se ponía triste con ellas. Sin embargo, no explicaban nada. El mismo hecho de que existieran las explicaciones requería una explicación.

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Textos para nada (fragmento). Samuel Beckett. Tusquets Cuadernos Marginales 22.1955.

Me siento lejos de esas historias, no debería ocuparme de ellas, no necesito nada, ni ir más lejos, ni quedarme en donde estoy, todo me resulta verdaderamente indiferente. Debería volverme, del cuerpo, de la cabeza, dejar que se arreglen, dejar que se acaben, no puedo, sería necesario que sea yo quien se, acabe. Ah sí, diríase que somos más de uno, sordos todos, ni siquiera, unidos de por vida. Otro dijo, o el mismo, o el primero, todos tienen la misma voz, todos los mismos pensamientos. Debiera haberse quedado en su casa. Mi casa. Querían que regresara a mi casa. Mi morada. Sin niebla, con buenos ojos, con un catalejo, la vería desde aquí. No se trata de simple fatiga, no estoy simplemente fatigado, a pesar de la ascensión. Tampoco de que quiera permanecer aquí. Había oído, debí haber oído hablar del panorama, el mar allá lejos, de plomo repujado, el llano llamada de oro tan frecuentemente cantado, los repetidos lomos, los lagos glaciares, los humos de la capital, no se hablaba de otra cosa. A ver, ¿quiénes son esa gente? ¿Me han seguido, precedido, acompañado? Estoy en la excavación que los siglos han cavado, siglos de mal tiempo, tendido cara al suelo negruzco donde se estanca, lentamente bebida, un agua azafranada. Están arriba, alrededor, como en el cementerio. No puedo levantar la vista hacia ellos, lástima. No veré sus rostros. Las piernas quizás, inmersas en el brezo. ¿Me ven ellos, qué pueden ver de mí? Quizá ya no haya nadie, quizá se hayan ido, asqueados. Escucho y son los mismos pensamientos lo que oigo, quiero decir los mismos de siempre, curioso. Decir que en el valle brilla el sol, en un cielo desmelenado. ¿Desde cuándo estoy aquí? Qué pregunta, me la planteo con frecuencia. Y con frecuencia he sabido responder, Una hora, un mes, un año, cien años, según qué entendía por aquí, por mí, por estar, y ahí dentro nunca he ido a buscar nada extraordinario, ahí dentro nunca he cambiado gran cosa, poco había aquí con aspecto de cambiar. O decía, No debe hacer mucho tiempo, no lo habría soportado. Oigo los chorlitos, significa que cae la tarde, que cae la noche, pues los chorlitos son así, gritan al llegar la noche, tras permanecer mudos durante toda la tarde. Así, así es entre criaturas salvajes y de tan corta vida, en relación a la mía. Y esta otra pregunta, que me es conocida, Por qué he venido, que no tiene respuesta, de modo que respondía, Para variar, o, No soy yo, o. Es el azar, o incluso, Para ver, o en fin, la edad del fuego, Es el destino, siento que llega, la pregunta no me hallará desprevenido. Todo es ruido, negra turba saturada que aún debe beber, marejada de helechos gigantes, brezo con simas en calma donde se ahoga el viento, mi vida y sus viejos estribillos.

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