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Thomas Indermühle

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Entrevista al oboísta suizo Thomas Indermühle

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Page 1: Thomas Indermühle

Thomas Indermühle

Por Paula ZavadivkerKarlsruhe (Alemania), 8 de noviembre de 2006

—Por favor cuénteme cómo fueron sus comienzos. ¿Proviene de una familia de

músicos?

—Soy el séptimo hijo de siete hermanos, de madre pianista y padre pianista y director.

Está claro entonces que había un piano en casa y que cada niño tocaba algo. Pero con

tantos pianistas, pensé que me iría mejor con un instrumento que nadie conociera, ya que

había demasiado control de cómo estudiar y cuándo estudiar. Así fue que descubrí un

instrumento que era totalmente nuevo para mi. Aunque mi padre, como director de

orquesta, lo conocía, me dejaban más libre. Esto fue poco antes de los 9 años. Agradezco

mucho lo que me dio mi familia como conocimiento y entorno musical, porque en casa

siempre se hablaba de música.

Mi camino era buscar mi propio instrumento, y esto se dio después de haber tocado una

flauta de bambú, una buena opción para los niños a la edad de 4 años. No era la flauta

dulce, sino que encontré a una profesora que nos hacía construir nuestro propio

instrumento, y cada nota que aprendíamos era un agujero más. Creo que de ahí viene mi

interés por la construcción y fabricación de los oboes, porque mi primer instrumento lo

fabriqué a los 4 años y vino de la mano con el aprender a tocar.

Referente del oboe en el mundo entero,

con más de 30 discos grabados y una

extensa carrera como solista y docente,

Thomas Indermühle tuvo la gentileza de

concedernos una entrevista.

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El piano nunca me gustó. Me gusta cuando está bien tocado, pero no me interesaba

sentarme delante. Para mi era demasiado grande y aparte no me parecía lógico ver un

sistema de escritura “arriba y abajo” y que el teclado sea “derecha e izquierda”. Es más

lógico cuando tienes obras para dos pianos, que el que toca derecha, está en la derecha y

el otro a la izquierda. Se puede decir simplemente que el oboe fue un instrumento de

protesta contra el piano.

Sin embargo, siempre me gustó el sonido del cémbalo. En casa teníamos uno porque mi

madre lo tocaba también. Yo siempre pedía la llave para afinarlo y preguntaba “¿puedo

afinar el cémbalo?”. Mi madre me decía “Sí, ¿por qué no?”. Desde aquel entonces

siempre me ha gustado mucho la música barroca, incluso hasta hoy.

Mi comienzo con el oboe fue muy directo. Iba muy rápido el primer año.

—¿Qué edad considera adecuada para empezar a estudiar el oboe?

—Pienso que con un buen profesor se puede empezar de muy joven. El oboe no es un

instrumento que necesite ninguna fuerza. Incluso cuando vienen los alumnos grandes y

fuertes tengo que enseñarles a no usarla, a usar sólo el aire. Un buen profesor podría

trabajar bien con un niño, solo con la caña: no hay que usar tanta fuerza para hacer vibrar

dos papelitos. En el deporte se comprueba que la fuerza es limitada según la edad. Un

deportista de 30 años ya es muy viejo, entonces si basas tu forma de tocar en la fuerza

física, a los 30 años tocarás peor que a los 25, y eso es una lástima. Al trabajar con los

jóvenes en edad deportiva es muy importante darles este control.

—¿Usted empezó a estudiar en Suiza, en Berna?

—Sí, tenía un profesor que era muy bueno, el mismo profesor que Heinz Holliger. De

hecho alguna vez lo he visto a Heinz, sin saber quién era. Luego fui con otro profesor, con

el que pasé muchos años, pero bueno, el siempre decía “está todo muy bien”, y yo

estudiaba una hora o media antes de la clase. Repasaba sólo la escala que tenía que

tocar...

—¿Cuál es el nombre del profesor que mencionó al principio?

—Emile Castagnau. Es al que Holliger le dedicó después su Studie 2. Él era una

personalidad fuerte, muy metido en el medio. Para mi fue un poco una lástima que se

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fuera al cabo de un año. Pero -y esto se ve después-, siempre hay otras ocasiones: si vas

más rápido, luego tienes que esperar; si vas más lento, luego tienes que empujar.

Entonces tuve que empujar cuando quise ir a estudiar con Holliger. Tuve que estudiar

mucho y me daba mis propias clases. De ahí también mi interés por la enseñanza, que si

lo haces así va bien y si lo haces así va mal.

—Digamos que tuvo entonces un período autodidacta...

—Sí, porque nadie me decía nada que me sirviera. Esto fue a los 17 ó 18 años, justo

antes de comenzar a estudiar con Holliger. Quería entrar en su clase, en Freiburg, pero

yo todavía no tocaba bien. No me gustaba nada cómo tocaba. Tuve que estudiar mucho

con mis propios sistemas. Esto no es un reproche a nadie: alguien que quiere ir a por una

salida tiene que mover los pies; no hay nada en la vida que venga en ascensor. Es lo

mismo si alguien te empuja o te tienes que empujar, lo importante es mover los pies e ir

para adelante.

—¿Cuántos años estudió con Holliger y cómo fue su relación?

—Fueron tres años. Eramos sólo cuatro alumnos, porque él estaba empezando, no era

tan conocido como ahora. Daba un día entero de clases, así que yo tenía mucha clase.

Como yo era el más joven del grupo, siempre me mandaban primero. En aquella época

no es como ahora, no había una agenda estipulada de horarios, así que por ser él más

joven siempre tenía que ir para recibirlo porque si no iba nadie, él enseguida se volvía a

su casa para estudiar y hacer otras cosas. Así es que debía retenerlo hasta que llegaran

los demás, ¡que se levantaban a cualquier hora! Tenía que aguantar mucho tiempo su

energía. A veces trabajábamos sólo una nota y otras me dejaba tocar un concierto entero

y luego me decía “OK, ¿qué más tienes?”. El concierto de Martinu, por ejemplo, dura 17

minutos, pero luego hay que aguantar dos o tres horas con otras obras. Por eso yo

siempre llegaba con la maleta llena de partituras y esto fue muy bueno para mi. Aprendí

muchísimo, a lo mejor no tanto cómo hacer las cosas, pero siempre con un nivel musical y

los intereses musicales al tope.

—¿Y técnicamente? ¿Holliger hacía un trabajo específico sobre la técnica?

—No, sólo nos decía cómo tiene que sonar. Cuando estás frente a alguien muy

carismático tocando, automáticamente intentas copiarlo. Si por ejemplo ves unas manos

que funcionan, no te hace falta leer libros sobre el funcionamiento de las manos,

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simplemente intentas hacer lo mismo. Yo había trabajado mucho mi técnica de manos

antes y no me había ido bien, pero al mirar con detenimiento cómo él agarraba el oboe,

intentaba imitarlo y sentir mis manos como él las sentía, y al poco tiempo fue mucho

mejor. No era algo que Holliger me enseñara, pero un estudiante tiene que poder tomar

cosas del profesor, aunque éste no diga nada.

Hay muchas maneras de dar clases. Este tipo de clases sólo se pueden dar estando ahí,

no es cosa ni para libros ni para teléfonos. Alguien como Holliger, que tiene para sí mismo

una exigencia tan alta, para quien todo tiene que salir cómo él quiere cuando toca, puede

exigir a la gente lo mismo. Esta exigencia siempre está guiada por el “cómo tiene que

sonar” y no por el “cómo está sonando en este momento”. Uno debe conducirse por la

imagen final. En mi carrera musical me he cruzado con muy poca gente que tenga esta

imagen final tan clara y definida cómo él la tenía.

—Sin embargo, por lo que he podido observar de sus clases, usted trabaja mucho

sobre la técnica. ¿Esto lo desarrolló después, a lo largo de los años de enseñanza?

—Bueno, comparado con Holliger, pienso que él tiene un talento técnico natural con el

oboe y no sabía, ni creo que hoy sepa, lo que son los problemas técnicos del instrumento.

Una persona así nace cada 200 años. Este instrumento tiene muchas trampas, por eso tal

vez tenemos un bache grande de buena literatura, porque no hubo gente que tocara bien.

Todos tenían excusas: “esto no puede ser, tal nota no sale, y esta mejor que no...”. Y así

el instrumento quedó en la niebla, hasta que llegó uno que dijo “se tiene que poder hacer,

todo es posible”, y ahora sí tenemos muchísima literatura.

Pero volviendo al tema, yo soy otra persona que Holliger. Trabajo distinto y creo que esto

viene un poco por haber tocado diez años en la orquesta, que me hizo descubrir los

problemas que puede tener alguien que viene de muchos años de estudiar, que tocó

obras con crescendos y diminuendos, pero luego debe poder tocar una sola nota en un

acorde, y eso es otra historia. En este aspecto tuve muchos consejos de Maurice Bourg,

que fue mi otro gran profesor, al que le agradezco enormemente, porque lo que me

faltaba era que me hablaran de la respiración y de la disposición del cuerpo y con él

aprendí mucho sobre esos temas.

En cuanto a mi forma de dar clase, yo quiero que mis alumnos entiendan lo que hacemos.

Cuando ellos tocan se escuchan, pero no saben con seguridad si está bien o no. Si la

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oreja del estudiante pudiera ser como la del profesor, se multiplicaría el resultado, porque

tienes clase todos los días, muchas horas y con las orejas de tu profesor. Entonces mi

óptica es hacer que sientan lo que siento yo: qué es estructural, por qué esta nota y esta

suenan tan diferentes cuando tendrían que sonar igual, etc. Y luego la música sale mucho

mejor.

Por otro lado, a los estudiantes siempre hay que darles “comida”, en el sentido de que a la

gente joven no puedes darle para hacer notas largas durante una semana. Yo siempre me

aburrí mucho con estas cosas. Hay que aprender cosas difíciles en poco tiempo. Tiene

que ser como en la escuela, donde se plantean desafíos de un día para el otro. El trabajo

de notas largas y esta cosa un poco más filosófica del instrumento, puede venir cuando

uno tiene cuarenta años, pero cuando tienen dieciocho o veinte, hay que darles mucho

material: “toma, hasta la semana que viene”, y sin instrucciones. Esta es la energía que

reciben de lo que yo llamo “la montaña a subir”. Por eso siempre doy cosas difíciles, a lo

mejor demasiado difíciles, porque considero que para crecer hay que levantar pesas, si

no, no se avanza. Entonces hago dos tipos de trabajo: uno que puede ser sobre una nota

o una postura y que puede durar una clase entera; y otro trabajo que es de cantidad, de

tocar mucho, muchas horas, de aprender mucho repertorio para no quedarse demasiado

tiempo con la misma obra; porque ahí existe el riesgo de que la obra termine siendo sólo

una fotocopia de lo que hago yo. Así es que sólo doy algunas ideas, pero luego tienen que

terminar la obra para ellos, tienen que poder tocarla un poco diferente. Por supuesto que

hay criterios estilísticos que son generales, pero luego la cosa personal tiene que venir de

la persona misma, si no el trabajo no es productivo.

—Volviendo al tema de la construcción de instrumentos, sé que desarrolló junto a

Rigoutat los modelos Evolution y Résonance. ¿A qué apunta su búsqueda

constante de algo distinto respecto de los modelos de oboe convencionales?<br>

—El Evolution aportaba algunas ideas... El Résonance es básicamente un Classique con

la parte de arriba recta. Ocurre que en la cabeza del oboe han puesto esta “cebolla”, pero

nadie podría decirme de dónde proviene. Es como las patas de un cémbalo: la gente que

hace cosas cilíndricas siempre busca ponerles un ornamento. Pienso que esto viene

originalmente de que en el oboe barroco (que era de otra madera), la parte de arriba

donde entra la caña solía romperse debido a que ahí se junta mucha humedad, y

entonces, para evitar esto, introdujeron unos anillos de marfil. Esto significa que la forma

se originó por practicidad, porque con este tipo de madera y sin esos anillos, el oboe se

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hacía pedazos cuando se mojaba. Bueno, pero la realidad es que nadie ha podido

decirme con exactitud de dónde viene esa forma y yo quería saber la verdad. Así fue que

agarré un oboe mio viejo, toqué unas notas en la fábrica y luego lo pusimos en la máquina

y eliminamos esa parte de arriba, la “cebolla”. Decidí hacerlo así porque cada trozo de

madera es tan diferente, que comparar esto mismo con dos oboes distintos no tenía

sentido, uno finalmente no sabría bien cuál fue el cambio. Yo sí lo pude saber porque al

sacrificar un oboe pude comparar cómo sonaba antes y cómo sonaba después. El

resultado fue que después el oboe tenía una mejor acústica, como una mejor sala para

tocar, sobre todo en las notas agudas.

Luego pensé que no bastaba con quitar esta cebolla, porque faltaba un trozo, y justo por

esa época vi unos oboes barrocos ingleses que tenían, como la flauta, un final recto, que

era lo que yo quería.

El oboe es un instrumento muy imperfecto. Tenemos una octava que viene de fábrica y

luego tenemos tres posibilidades de octavar para doce notas, con lo cual es sólo una

ayuda, el verdadero trabajo lo hace el oboísta. Como el oboe era muy difícil, para suplir

algunas notas como sol# con el medio agujero del cuarto dedo, han agregado llaves, el

problema es que no han sabido parar... (piensa), verdaderamente han ido demasiado

lejos. El resultado fue que con tanto metal, el instrumento empezó a sonar mucho más

frenado y yo quería ir un poco en contra de esto, y me propuse quitar metal en donde no

era necesario. Un oboe barroco, por ejemplo, suena siempre más libre porque no tiene

tanto metal. En la fábrica se mostraron interesados porque esto significa un avance para

ellos también, la posibilidad de fabricar un mejor instrumento. De todas formas yo lo hacía

principalmente para mi. La gente me decía que no funcionaría. Argumentaban que al ser

todo de madera se iba a gastar muy rápido. Sin embargo yo tengo oboes como estos

desde hace 10 ó 12 años y no hay problema, porque la madera es muy fuerte.

Actualmente ya no pienso tanto en esto, ahora considero que elegir el mejor trozo de

madera es más importante que cualquier sistema nuevo que pueda inventarse. La

diferencia de madera de un trozo a otro importa más que todos los otros detalles.

—¿Usted se puede dar cuenta de esta diferencia con sólo ver la madera?

—Digamos que tocando lo noto enseguida. También debo decir que no me preocupo

mucho por las rajaduras. Cuando un oboe se raja, se repara y queda como antes, eso no

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es un problema. Claro que cuanto menos metal tiene menos tiende a rajarse, porque la

madera se expande y el metal lo frena, entonces se genera una tensión.

Un instrumento como el nuestro, que tiene algunas notas de posición muy abierta y otras

muy cerrada hace que cada nota suene muy diferente. Este defecto se puede limitar un

poco en la fabricación. Lo comprobamos en la transición del oboe barroco al oboe clásico

o romántico. En este período (romanticismo) los oboístas estudiaban poco y buscaban

soluciones en las cañas y en la ayuda técnica del instrumento, pero el resultado de esto

fue que cada vez sonaba peor y la prueba de esto es que en esta época no se ha

compuesto para el oboe, hay un bache importante. No es culpa nuestra, de los oboístas

de la actualidad, sino de los oboístas de esa época, en la que parece que nadie estaba

bien... esto se puede decir sin ofender a nadie.

Para hacer un paralelismo con otro instrumento, vemos que el cémbalo se perfeccionaba

en piano forte para tener más sonido, más control, con pedales y más dinámica, y se

creyó entonces que todos los instrumentos debían ir hacia una mejoría técnica. La

diferencia es que luego de esta evolución los pianistas han producido generaciones de

superestrellas y los oboístas han dormido simplemente. Lo vemos porque no hay

conciertos, ni tampoco oboístas compositores. A los oboístas de esa época sólo les

interesaba tocar bien la única nota que tenían en la orquesta. Si Schumann escribió las

romanzas para oboe y piano, fue para regalárselas a su mujer Clara para navidad,

mientras estaba fugado para escapar de la milicia: le regaló la obra a Clara y no a un

oboísta.

Por ejemplo, ahora acabo de grabar los seis conciertos de Lebrun y de verdad se exige al

máximo al oboísta. Los compuso para demostrar que estaba de verdad en un muy alto

nivel, como oboísta y como compositor. Ocurre que estos conciertos no fueron tocados

por mucho tiempo, debido a su nivel de dificultad. Hoy en día se tocan más porque la

gente toca muy bien, sabe tocar. Lebrun creó con sus conciertos un mundo oboístico

perfecto. Hizo sonar el oboe como algo importante, el instrumento más importante de la

orquesta. Luego se perdió un poco el orgullo de ser buenos. Yo no conozco bien la

historia, pero esto lo digo visto de muy lejos, cuando miro el repertorio alguna obra hay

pero siempre de tercera o cuarta categoría. Son bonitas para entrar un poco en contacto

con la música romántica, pero la única cosa que hay son los solos en la orquesta, y esto a

mi no me basta porque entonces no puedes tocar nada fuera de un grupo grande y no

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todos los músicos pueden tocar conciertos, en una sala grande, con mucha gente... es

muy difícil organizarlo.

Bueno, pero nos hemos alejado un poco de la cuestión instrumentos, fabricación de

instrumentos. Pienso que va un poco junto: cuando hay gente que está interesada en

mejorar el instrumento, no basta con la fábrica y los técnicos, es muy difícil... el

instrumento es materia viva, tiene que haber un músico y, dentro de lo posible, uno que

pruebe las cosas y que no le eche siempre la culpa a la caña cuando algo no funciona. La

gente que toca un instrumento necesita una fábrica que esté dispuesta a hacer

experimentos, que considere que es importante mejorar. Así, Rigoutat y yo hemos ido muy

juntos siempre. Si me viene una idea nueva, la digo y hasta ahora nunca me han dicho

“no se puede”.

—Con respecto a su carrera ¿hubo un punto de inflexión en el cual usted dijo “no

quiero ser músico de orquesta” y se dedicó a tocar como solista, a grabar?

—No, eso lo decidí de antemano. Cuando estudiaba vi todo el repertorio, incluída la

Senquenzia de Berio que llegó mientras yo estudiaba con Holliger y era totalmente nueva,

y ahora un poco menos de medio siglo después, parece la obra más importante de todos

los tiempos para oboe solo. Fue una gran suerte haberla visto nacer.

Bueno, pero cuando terminé mis estudios yo sabía que quería entrar en una orquesta;

porque en el camino de un oboísta, si no se conoce la orquesta, me da la impresión de

que falta algo. Así es que decidí permanecer diez años en una. El 1ro de septiembre de

1974 entré en la Orquesta de Cámara Holandesa y el 1ro de septiembre de 1984 salía de

la Orquesta Sinfónica de Roterdamm. Esto suma cinco años de orquesta de cámara y

cinco años de orquesta sinfónica, y como dije lo había decidido con antelación. No es que

no haya querido estar más años, porque en el tiempo que estás en la orquesta aprendes

muchísimo sobre la música, pero sobre todo sobre tus deficiencias. No puedes ocultar

nada, lo que no funciona se magnifica y tienes que achicarlo hasta que funcione.

Al margen, pienso que uno no tiene que fijarse sólo en entrar a una orquesta sinfónica,

porque hoy en día hay más oboístas que nunca, muchos con buen nivel, pero hay menos

orquestas. Por el contrario, hay tanta música de cámara, barroca... mucha música nueva,

y pienso que quien estudia, tiene que estudiar todo para ver luego a donde puede llegar.

Claro que este camino depende también de otra gente, de si hay orquesta o no, porque si

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un Ministerio de Cultura decide eliminar varias orquestas porque cuestan mucho dinero...

En definitiva, dependemos de otros también. Pero para retomar, pienso que quien estudia

tiene que poder tocar todo aquello donde está escrita la palabra Oboe. Así como un

taxista no puede decir “yo solo trabajo con Mercedes Benz, en Peugeot no puedo

conducir” (un profesional conduce todo), un oboísta tiene que poder tocar todo. A lo mejor

le gusta una cosa más que otra, pero donde está escrito oboe, le toca a él. Yo tengo por

ejemplo estudiantes jóvenes que me dicen que no les interesa mucho la música

contemporánea, entonces tiene que tocar justamente eso, aunque no le guste; porque

dentro de unos años viene la orquesta del futuro en la que para entrar hay que tocar la

Sequenza de Berio y un poco de oboe barroco y el que mejor haga todo, entra. No hay

que limitarse. A veces estoy en un pueblo dando un concierto y la gente con un poco

menos de cultura musical me pregunta “¿y qué otros instrumentos toca usted?” y me

siento muy pequeño y digo “toco sólo el oboe”, “¿sólo oboe?!!!”. La gente del jazz toca

piano, flauta, percusión, cantan ... y entonces tocar solo oboe efectivamente es muy poco,

así es que tengo que tocar todo lo que está escrito para oboe.

Retomando lo de la orquesta, me parece que uno no puede decir “ah, la orquesta no me

interesa” y no intentar ir. Es una parte muy importante del instrumento. El oboe es la

persona que da la afinación a toda la orquesta, no es cualquier posición, es central. Si

llaman a un oboísta para tocar un sinfonía de Brahms tiene que saber el repertorio y tiene

que poder adaptarse al grupo de vientos.

Finalmente, uno también tiene que poder dar clases, estar un poco como concertino de un

grupo de música de cámara... hay muchas funciones que son interesantes. Entonces

considero que mientras se estudia hay que tener abiertos todos los caminos. En mi caso,

irme de la orquesta no fue un punto de inflexión, sino que era algo planificado. No digo

que todo el mundo tenga que tener un plan o el mismo plan. Yo siempre tuve muchas

ganas de tocar como solista, pero cuando entré en la orquesta me sentía un poco verde

instrumentalmente, sentía que era muy difícil, por ejemplo, hacer mi parte en los acordes

y no perderme en la masa. Así que la orquesta fue exactamente la escuela que me hacía

falta, sobre todo la orquesta sinfónica porque ahí tenemos muchas partes en donde

tenemos que pasar a ser parte del grupo y luego, cuando tienes tus partes solísticas

tienes que dar seguridad con tu sonido, y esto es algo que no se puede aprender estando

solo, así como tampoco se puede aprender a nadar sin agua. En esos años también

aprendí sobre comportamiento social, profesional, instrumental, musical. Más tarde me di

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cuenta de que también había aprendido mucho para dar clases, ya que tengo muchísimos

alumnos de todos los países que están en orquesta y ninguno me ha dicho que lo que

hemos estudiado juntos no le sirva para este trabajo.

Y así el instrumento está completo: en los períodos menos ricos en literatura oboística

tenemos la orquesta. El total da un conjunto de obras que uno tiene que incorporar

cuando está estudiando.

—En cuanto a la docencia, dado que usted habla tan bien el castellano, ¿por qué

nunca se le ocurrrió, o no sé si lo tiene planeado, ir a América Latina?

—He ido mucho a América Latina, pero siempre a Rio de Janeiro. No se trata de que sea

algo que no quiera, que no me interese o que yo sea demasiado caro, pero me tienen que

llamar. La gente me tiene que preguntar y después es sólo cuestión de fechas. También

he ido mucho a Méjico, pero más como solista que como profesor. Nuestra escuela de

Karlsruhe tenía un convenio con una universidad de Rio que no contaba con un

departamento de música, entonces nosotros cubrimos esa parte. Era un poco complicado

como organización y por eso pensamos que era más simple ir nosotros ahí y dar nuestros

cursos.

—¿Y cada cuánto tiempo iban?

—Una o dos veces al año, aunque a veces fueron más. A esas clases ha asistido también

gente de Chile; de Argentina no, porque vinieron a Europa; y de otros países. Es un

mundo que me interesa, el problema es que alguien debe invitarme. Más allá de eso, no

se puede venir sólo por dos días, porque el pasaje es caro y yo nunca voy a ir a preguntar

si puedo trabajar en la orquesta o como solista, porque tengo trabajo todos los días,

entonces una actitud así me perjudicaría. Cuando me llegan llamadas o emails sobre una

propuesta, me fijo si me gustaría ir o, si ya he ido, me fijo si me gustaría volver. El otro

incoveniente es que tengo mucho trabajo que hacer aquí en Karlsruhe con mis alumnos,

por lo cual no puedo hacer giras demasiado largas.

Pero bueno, no hay países a los cuales no quiera ir. Hay algunos de donde han venido

muchos alumnos y existe una gran cooperación, un camino hecho. Todos los docentes

tenemos un poco esto, tus alumnos vuelven a su país y luego te llaman para dar un curso,

como por ejemplo me pasa mucho con España.

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—Con respecto a esto de los países, usted tiene un vínculo muy estrecho con

Japón ¿cómo surgió?

—Para los europeos, Japón es un país importante para ir a dar conciertos. Yo siempre

quise ser uno de esos a los que llaman para dar conciertos, pero tuve que esperar un

poco. Ellos tienen mucha relación con Alemania, así fue que cuando obtuve la cátedra en

Karlsruhe enseguida llegaron las invitaciones para ir.

Japón también es el país del CD y actualmente tengo casi todas mis grabaciones en una

misma casa, de un festival que hacemos cada verano. Este verano ha sido la vez número

16, ininterrumpidamente. Ya son 16 generaciones de oboístas que han estado en el curso,

y los mejores siempre quieren venir a estudiar aquí, entonces la relación queda

fortalecida.

La misma gente que organiza el Kusatsu Music Academy & Festival en el mes de agosto,

tienen su responsable para la casa de discos, entonces cuando voy tengo todo a la vez y

ya hemos hecho como treinta grabaciones (ya perdí la cuenta), pero siempre me han

dado mucha libertad para elegir qué quiero grabar y esto se los agradezco mucho.

Primero elijo el repertorio y después busco posibilidades. Por ejemplo, ahora en octubre

era mi cumpleaños y estaba un poco de vacaciones en Mallorca, en España, y mucho

antes pensé “¿qué voy a hacer para mi cumpleaños?” y me dije “bueno, comer bien,

hacer una fiesta con amigos, bueno vino...”, pero esto lo hago todos los días, siempre

como bien y siempre tomo buen vino, así que tenía que ser algo especial. Luego pensé

“cuando me levante, me gustaría para mi cumpleaños regalarme a mi mismo haber

grabado la Sequenza de Berio”, porque tengo el proyecto de hacer un disco, o varios

discos, con repertorio para oboe solo. Algunas cosas ya hemos hecho, pero, como ya he

dicho antes, la obra maestra, la más importante, es la Sequenza de Berio. Yo la he tocado

cientos de veces, algunas veces bien y otras un poco menos, pero siempre me iba muy

bien, porque sé exactamente en qué momentos el carisma musical supera algunas

esquinas técnicas. Toco esta obra desde hace treinta años y en todos estos años hay

partes que nunca me gusta como salen y es muy difícil limpiar esto. Entonces si voy a

grabar lo tengo que estudiar de nuevo como si no lo hubiese tocado nunca, pero con

treinta años de experiencia, bueno... positiva pero en algunos momentos negativa, alguna

cosa que tu has probado durante treinta años y no te ha salido cómo vas a hacer para que

te salga ahora. Entonces el trabajo es duro. Ragalarme esto quería decir que en las

vacaciones iba a tener que estudiar y el sello japonés tenía que enviar a sus dos

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hombres, el que graba y el técnico, a Mallorca. Entonces hemos grabado el 2 y 3 de

octubre de este año, los dos días antes de mi cumpleaños. Y yo estaba muy contento, de

verdad para mi era un gran regalo, porque ahora las otras obras las puedo hacer bastante

fácilmente. En un momento pensé “la puedo hacer más adelante”, pero más adelante no

va a ser cuando tenga noventa años, y la verdad es que no va a mejorar mucho si lo hago

dentro de diez años, no va a ser mejor que ahora. Entonces... ¿por qué no ahora?. Y si no

me ponía una fecha, no iba a ocurrir. No era por que no quisiera, pero tenía mucho

respeto por la calidad de la obra y teniendo tantos alumnos, que todos tienen que tocar

esto, no puedo tocar de una forma que no sea exacta. A la obra la conozco bien porque

también hablé mucho con Berio, incluso he hecho la primera versión en el continente

europeo del Chemin IV, que es con orquesta, porque Holliger la hizo en Londres y luego

no pudo hacerla en el continente y yo si podía, así que también en esa ocasión me

encontré con Berio. La conozco de muchos lados esta obra. En el concierto puedes

probar muchas cosas personales, como él mismo me sugirió “tienes que improvisar,

tienes que probar cosas que no están escritas”, pero la grabación es otra cosa, es un

documento de cómo yo pienso que tiene que tocarse. Entonces esta es la última

grabación que hemos hecho, pero solo te da ocho minutos más y para armar un disco

debes llegar a sesenta... es mucho trabajo.

El próximo proyecto es grabar los conciertos de Albinoni, con I Solisti de Perugia, en

diciembre próximo. Ahora mismo ando con partituras de Albinoni porque tengo que

producir material, entregarlo a la orquesta.

—¿Van a grabar en Italia?

—Sí, vamos a grabar allá. Como la orquesta no ensaya más que unas tres o cuatro horas

al día, en el tiempo que queda tengo que seguir un poco con el disco para oboe solo, así

que me llevo el Alef de Castiglioni para trabajar. Esta obra ya la toqué en mi examen final,

en el '73, así que lo tengo bastante seguro, no hay tantas cosas para corregir. Pero hay

que estudiarlo y será una buena experiencia con dos tipos de música totalmente diferente.

Tengo que hacerlo así porque hay que aprovechar que están los técnicos, que hay una

sala muy bonita en una iglesia (en una pequeña ciudad) y que suena bien, nunca hay

problemas. El Albinoni no te exige tanto, en la condición instrumental hay que tocar muy

bien y muy bonito pero no es como grabar el Concierto de Zimmermann, que cuando lo

grabas y tienes que tocar diez veces el primer movimiento, no se te ocurre hacer otra

cosa cuando tienes una pausa. Con las grabaciones, tengo que decir que le agradezco

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mucho a la compañía (Camerata) que me da libertad total.

Antes había dicho “tengo el sueño de hacer los conciertos de Lebrun, pero con orquesta

sinfónica”. Porque hay algunas grabaciones, pero siempre tipo barroco, orquesta muy

pequeña y con ocho vientos, trompetas y cornos es muy desequilibrado. Y Lebrun estaba

como primer oboe, a la edad de quince años ya, en esta primera orquesta sinfónica que

nació en Europea, en Manheim. Era la primera vez que había una orquesta totalmente

anti borroca. Tenía 94 músicos, aunque no siempre todos tocaban, pero era grande. Los

críticos de la época dicen que había diez primeros violines. Este es el tipo de orquesta en

la que estaba Lebrun, entonces yo no voy a grabar sus conciertos con menos. Tenía que

encontrar una orquesta que estuviera interesada en ofrecer colaboración. Otra compañía

hubiera dicho “Lebrun!! Nadie lo conoce!”. Nadie lo conoce porque nadie lo graba. La

música no es menos que Mozart y en algunos momentos es más. Si dices esto hoy en día

es como un sacrilegio. Mozart es un genio, pero Lebrun tiene obras... sus seis conciertos

para oboe son todos mejores obras que el concierto para oboe de Mozart, según mi punto

de vista. También a nivel compositivo hay novedades: las codas con nuevo material, los

temas que vienen en los bajos y partes en que el oboe entra para terminar el tutti y luego

hace su primer solo, pero ya ha entrado antes. Hay cosas formales muy inteligentes y

muy sutiles. Es de la mejor música que hay y tiene al oboe como solista, entonces hay

que hacerlo, pero de forma tal que sea con orquesta sinfónica. Ahora con estos diez

primeros violines y ocho segundos, ya es una orquesta grande y cuando tocan estos

temas de música popular, como en el tercer movimiento del Segundo Concierto, empieza

a sonar un poco en dirección Dvorak o Schubert. Lebrun fue un adelantado a su tiempo.

En espíritu, es música romántica y en la escritura es aún un poco clásico, pero nada de

barroco, nada. Y esto es porque se estaba produciendo una ruptura en la historia de la

música, exactamente en ese momento, en que Manheim empezó a ser una orquesta muy

grande, tipo Primera Sinfonía de Beethoven, y esto nació ahí. Y entonces si alguien en el

seno de esta orquesta escribe conciertos, se tiene que tener en cuenta un poco la

orquestación. Suena muy bien así...

—¿Con qué orquesta lo grabó?

—Yo tenía el sueño de hacerlo y la compañía me dejó libre para buscar una orquesta.

Ocurre que si tienes que llamar músico por músico y pagar individualmente no es factible,

dado que la compañía no tiene un duro. Lo que sí tienen es voluntad, calidad y

organización. Ahora, si encuentras una orquesta que pertenece al Estado y que tiene un

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sueldo garantizado, una semana en vez de dar un concierto puede hacer un disco.

Elegimos entonces a la Orquesta de Estonia, que es muy buena. Han ganado un Grammy

con la grabación de un disco de repertorio nórdico. Yo ya los conocía porque en los

últimos 10 ó 15 años me invitaron varias veces, tanto para tocar como solista, como para

dirigir algunos programas de vientos. En cuanto les propuse el proyecto, dijeron que sí

enseguida.

—Para terminar: en el congreso de Bayonne que acaba de pasar, estrenó una obra

de Gilles Silvestrini (Horae volubilis) que él le dedicó. ¿Usted colaboró en la

composición, se encontraron durante el proceso de realización de la obra?

—Para nada. Yo mencioné su nombre como alguien que puede escribir bien para el oboe

a raíz de un concurso en el que estuve como jurado. En esa oportunidad, todos los

oboístas tenían que tocar una obra de un compositor, la obra era impuesta, y era horrible,

muy mal escrita para el oboe. Tuvimos que escucharla mil veces y nadie estaba contento

porque no era buena música. No voy a decir ni donde ni quien, pero todo el mundo se

lamentaba. Entonces yo dije “la próxima vez ¿por qué no le piden a alguien que sepa

escribir muy bien para el instrumento, alguien que sea o que haya sido oboísta?”. Y

Silvestrini ya ha demostrado que es muy popular con sus Seis estudios -que también he

grabado para el sello y vendrán en este disco para oboe solo. Desde el momento en que

Silvestrini empezó a escribir, no tuvimos ningún contacto. Pero él, como me dedicaba la

obra, debe haber pensado que no podía tener sólo notas “normales”, que debía hacer

algo un poco más moderno que do mayor y re menor. Él estaba muy contento de haber

escrito esta obra con posiciones e ideas alternativas, sin salir de su línea, de una estética

propia. Gilles no escribirá nunca música chocante, la suya es una estética muy fina, muy

francesa, pero también muy personal. Es alguien muy íntimo y su música expresa eso.

Pienso que cualquiera de mis estudiantes, si les doy esta obra, podrían tocarla al cabo de

dos semanas, porque está todo escrito, cada dedo indicado. Al principio, uno puede creer

que la obra es muy larga, porque hay mucha información. Luego te das cuenta de que es

muy complicada porque en cada nota hay algo, pero en realidad es porque está explicado

cómo van los dedos, lo cual es una gran ayuda. El trabajo más duro son los tres primeros

días; luego empiezas a disfrutar y es muy bonito para tocarlo en público.

En Bayonne yo lo toqué por primera vez y me gustó mucho que con el público las pausas

generales tienen más sentido que cuando estás en casa, solo, con tu atril. Es una obra

que da mucho espacio y que trabaja bien esta idea de que el oboe existe desde hace

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siglos. Aunque ahora existe de una forma totalmente diferente, en realidad existe desde

hace mucho. Al ser un instrumento antiguo, se siente el contraste cuando combinas en

una misma obra elementos nuevos con música gregoriana o música antigua; esto me

encanta. Si sales con una obra que sólo hace ruidos (que también me gusta, porque es

chocante y es una cosa alternativa en sí misma), es menos interesante que una obra que

puede combinar lo viejo con lo nuevo, donde se aprecia más la distancia de los tiempos.

Me gusta mucho esta obra y se la recomiendo a todos aquellos que a lo mejor no tienen

afinidad con la música contemporánea.

Esta obra es una montaña a subir: hay que agarrar la partitura, empezar por la primer

página y donde hay indicaciones de dedos, hay que leer muy tranquilamente y lentamente

las instrucciones, ir probando y así saldrá. Una vez dentro, disfruta mucho el público.

Considero que un oboe puede no cansar al que toca, pero puede aburrir al público. En

cambio una obra que tiene posiciones alternativas, también tiene sonidos alternativos

&#8211;en esto se parece un poco a la Sequenza de Berio, y entonces un acento que

viene después de unas notas cubiertas habla mucho más, hay un diálogo entre varios

sonidos y el oboe es muy rico en este aspecto.