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La cencerrada Vicente Blasco Ibáñez Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Vicente Blasco Ibáñez¡sicos en Español... · 2019. 1. 31. · Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, ... su corona de almenas rotas o desmoronadas

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La cencerrada

Vicente Blasco Ibáñez

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tanto que losderechos de autor, según la legislación españolahan caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a susclientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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LA CENCERRADA

Todos los vecinos de Benimuslim acogieroncon extrañeza la noticia.

Se casaba el tío Sento, uno de los prohom-bres del pueblo, el primer contribuyente del distrito,y la novia era Marieta, guapa chica, hija de un carre-tero, que no aportaba al matrimonio otros bienesque aquella cara morena, con su sonrisa de gracio-sos hoyuelos y los ojazos negros que parecíanadormecerse tras las largas pestañas, entre los dosroquetes de apretado y brillante cabello que, ador-nados con pobres horquillas, cubrían sus sienes.

Por más de una semana esta noticia con-movió al tranquilo pueblecito que, entre una inmen-sidad de viñas y olivares, alzaba sus negruzcostejados, sus tapias de blancura deslumbrante, elcampanario con su montera de verdes tejas y aque-lla torre cuadrada y roja, recuerdo de los moros que,destacaba, soberbia, sobre el intenso azul del cielo,su corona de almenas rotas o desmoronadas comouna encía vieja.

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El egoísmo rural no salía de su asombro.Muy enamorado debía de estar el tío Sento paracasarse, violando tan escandalosamente las cos-tumbres tradicionales. ¿Cuándo se había visto a unhombre que era dueño de la cuarta parte del térmi-no, con más de cien botas en la bodega y cincomulas en la cuadra, casarse con una chica que depequeña robaba fruta o ayudaba en las faenas delas casas ricas para que le diesen de comer?

Todos decían lo mismo: «¡Ah, si levantasecabeza la siñá Tomasa, la primera mujer del tíoSento, y viese que su caserón de la calle Mayor,sus campos y su estudio, con aquella cama monu-mental de que tan orgullosa estaba, iba a ser parala mocosuela que en otros tiempos le pedía unarebanada de pan!»

Aquel hombre debía estar loco. No habíamás que ver el aire de adoración con que contem-plaba a Marieta, la sonrisa boba con que acogíatodas sus palabras y las actitudes de chaval conque se mostraba a los cincuenta y seis años biencumplidos. Y las que más protestaban contra aquelhecho inaudito eran las chicas de las familias aco-modadas, que, siguiendo las egoístas tradiciones,no hubieran tenido inconveniente en entregar su

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morena mano a aquel gallo viejo, que se apretaba laexuberante panza con la faja de seda negra y mos-traba sus ojillos pardos y duros bajo el sombrajo deuna cejas salientes y enormes, que según expresiónde sus enemigos, tenían más de media arroba depelo.

La gente estaba conforme en que el tíoSento había perdido la razón. Cuanto poseía antesde casarse y todo lo que había heredado de la siñáTomasa iba a ser de Marieta, de aquella moscamuerta, que había conseguido turbarle de tal modoque hasta las devotas a la puerta de la iglesia mur-muraban si la chica tendría hecho pacto con el Maloy habría dado al viejo polvos seguidores.

El domingo en que se leyó la primera amo-nestación, el escándalo fue grande. Después de lamisa mayor, había que oír a los parientes de la siñáTomasa: «Aquello era un robo, sí, señor; la difuntase lo había dejado todo a su marido, creyendo queno la olvidaría jamás, y ahora el muy ladrón, a pesarde sus años, buscaba un bocado tierno y le regala-ba lo de la otra. No había justicia en la Tierra siaquello se consentía. Pero ¡vaya usted a reclamaren estos tiempos! Bien decía don Vicente, el siñorretor, que ahora todo está perdido. Debía mandar

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don Carlos, que es el único que persigue a los pi-llos.»

Así vociferaban en los corrillos de la plazalos que se creían perjudicados por el futuro matri-monio, ayudándoles en la murmuración casi todoslos vecinos de Benimuslim.

El caso era que el tal casamiento no aca-baría bien. Aquel vejestorio atacado de rabia amo-rosa estaba destinado a llorar su calaverada. ¡Pe-queños iban a ser los adornos!...

Todo el pueblo sabía que Marieta tenía unnovio, Toni el Desganat, un vago que había pasadola niñez con ella correteando por las viñas, y ahora,al ser mayor, la quería con buen fin, esperando paracasarse que le entrasen ganas de trabajar y perderla costumbre de beberse en la taberna los cuatroterrones de su herencia en compañía de su amigoel dulzainero Dimoni, otro perdido, que venía a bus-carle del inmediato pueblo para tomar juntos famo-sas borracheras, que dormían en los pajares.

Los parientes de la siñá Tomasa mirabanahora con simpatía al Desgarrat. Este se encargaríade vengarlos.

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Y los mismos que antes le despreciaban,los ricachos que volvían la cara al encontrarle,buscábanle en la taberna el día de la primera amo-nestación, plantándose ante el muchachote, queestaba sentado en un taburete de cuerda, con lavistosa manta sobre las rodillas, la colilla pegada allabio y la mirada fija en el porrón, que, herido por unrayo de sol, reflejaba inquieta mancha roja sobre elcinc de la mesilla.

- Che, Desgarrat! -le decían con sorna-. Ma-rieta se casa.

Pero el Desgarrat acogía esta burla levan-tando los hombros. Aquello aún había de verse.Hasta el fin nadie es dichoso, y él... ¡recordóns!, yasabían todos que era muy hombre para vérselascon el tío Sento, que también la echaba de terne.

Así era, y por lo mismo todos esperaban unchoque ruidoso.

Allí iba a pasar algo.

Al tío Sento -según propia afirmación- nadiele ganaba a bruto. Levantaba mucho peso en laselecciones, tenía grandes amigos en Valencia, hab-ía sido alcalde varias veces y estaba acostumbradoa enarbolar en medio de la plaza el grueso gayato

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de Liria para sacudirle dos palos con la mayor im-punidad al primero que le incomodaba.

II

Llegó el momento de las cartas dotales. Eltío Sento no hacía las cosas a medias, y además,buena era Marieta y su familia para despreciar laocasión.

En trescientas onzas la dotaba el novio, sincontar la ropa y las alhajas pertenecientes a su pri-mera mujer.

La casa de Marieta, aquella casucha de lasafueras, sin más adorno que el carro a la puerta ydos o tres caballerías flacas en el establo, fue visi-tada por todas las chicas del pueblo.

Aquello era un jubileo. Todas, formandogrupo, cogidas de la cintura o de las manos, pasa-ban ante el largo tablado cubierto por blancas col-chas, sobre el cual los regalos y la ropa de la noviaostentábase con tal magnificencia que arrancabanexclamaciones de asombro:

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-¡Reina y santísima! ¡Qué cosas tan precio-sas!

La ropa blanca, clasificada por tamaños,apilada en altas columnas que casi llegaban al te-cho, cuidadosamente doblada, algo morena, comode tejido fuerte, pero con un olor a limpieza y lejíaque daba gloria; todo a docenas de docenas, desdelas camisas hasta los trapos de cocina, con inicialesde colores chillones y guarnecidas con profusión derandas las ropas de uso interior; los vestidos deseda, gruesos y crujientes, con vivos reflejos metáli-cos; las faldas de rameado percal., mostrando unafresca florescencia de primavera; las mantillas, consus sutiles y complicados arabescos; los corsésblancos y negros pespunteados de rojo, delatandocon imprudencia en sus rígidos contornos el cuerpode la novia; y encerrados en sus marcos de cartón,los pañolones de Manila, con aves fantásticas vo-lando en un cielo de seda blanca, y grupos de chi-nos, unos bigotudos y fieros, otros pelones y bobos,admirando con sus caritas de porcelana a las senci-llas muchachas, que soñaban despiertas en aque-llos misteriosos países, donde los hombres gastanfaldas y tienen ojitos de cerdo. Después venían losregalos de los amigos: en su mayoría, pilillas deagua bendita para la alcoba, con sus ángeles de

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porcelana; cajas con cuchillos y cubiertos de plata, ydos grandes candelabros que descollaban majes-tuosamente. Eran el regalo del marqués, el caciquede la comarca, el hombre más eminente de España,según el tío Sento, el cual siempre que se tratabade sacarle diputado por el distrito, estaba tan dis-puesto a empuñar el garrote como a echarse laescopeta a la cara.

Y como digno final a aquella exposición, enlugar preferente, ostentábanse las joyas chispeandosobre la almohadilla granate de los estuches: lasuvas de perlas para las orejas, los alfileres de pechocon sus complicados colgajos, las grandes horqui-llas de oro para los caracoles de las sienes, las tresagujas con cabezas de apretadas perlas que habíande atravesar el airoso rodete, y aquel aderezo, fa-moso en Benimuslim, que la siñá Tomasa habíacomprado en catorce onzas en la calle de las Plater-ías.

¡Vaya una suerte la de Marieta! Ella se hac-ía la modesta, enrojeciendo cada vez que pondera-ban su futura felicidad; pero había que ver los lagri-mones de la madre, una mujercilla flaca, arrugada einsignificante, y la emoción del carretero, que ibacomo un criado tras su futuro yerno, guardándole

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todas las consideraciones debidas a un ser supe-rior.

Por la noche fue la lectura de las cartas.Llegó don Julián, el notario, en su vieja tartana,acompañado de su acólito, un infeliz con cara ham-brienta, con el tintero de cuerno asomado a un bol-sillo y el papel sellado bajo el brazo.

Don Julián fue entrado casi en triunfo en lacocina, donde ya estaba preparada una mesilla parael escribiente con velón de cuatro brazos.

¡Qué hombre tan sabio aquél! Leía las escri-turas en valenciano e intercalaba en el árido textochistes de su cosecha... Vamos, que no había pa-lurdo que pudiera estar serio en presencia de aquelseñor, siempre grave, que tenía cierto aire eclesiás-tico, con su largo paletó negro, semejante a unasotana, el rostro carrilludo y frescote, cuidadosa-mente afeitado y las recias gafas montadas en lafrente, lo que era para los vecinos de Benimuslim uncapricho inexplicable propio de los grandes talentos.

Comenzó el notario a dictar en voz baja; ga-rrapateaba el escribiente en los pliegos de papelsellado, y mientras tanto iban llegando los amigosde casa, con el cura y el alcalde, y desaparecían del

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largo tablado los regalos de boda para dejar sitio alos macizos bizcochos espolvoreados de azúcar, losplatos de amargos y las tortas finas secas comocartón, a más de una docena de botellas de rosa ymarrasquino.

Tosió varias veces don Julián, púsose enpie, tirando de las solapas de su paletó, y todosquedaron en silencio, mientras él agarraba los plie-gos escritos con la tinta todavía fresca y comenzabaa leer en valenciano.

¡Qué hombre tan chistoso! Al nombrar alnovio hizo una mueca grotesca, y el tío Sento fue elprimero en celebrarlo con una ruidosa carcajada; almentar a la novia saludó a Marieta con una reve-rencia de baile, y volvió a repetirse la risa; perocuando llegaron las condiciones del contrato, todosse pusieron graves; un viento de egoísmo y de ava-ricia parecía soplar en aquella cocina, y hasta lanovia levantaba la cabeza con los ojos brillantes ylas alillas de la nariz dilatadas por la emoción de oírhablar de onzas, de la viña de la Ermita y del olivardel Camino Hondo: todo lo que iba a ser suyo. El tíoSento era el único que sonreía satisfecho de quetan honorable concurso apreciara hasta dónde lle-gaba su generosidad.

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Así se hacían las cosas. Los padres de Ma-rieta lloraban y las vecinas movían la cabeza conexpresión de sentimiento. A un hombre así se lepodía entregar una hija sin remordimiento alguno.

Cuando el papelote quedó firmado comen-zaron a circular los dulces y las copas. El notariolucía su ingenio, mientras el famélico escribiente seatracaba en representación propia y de su principal.

Aquel don Julián era el encanto de su rudoauditorio. Ya verían de lo que era capaz el día de laboda. Don Vicente, el cura y él se habían de embo-rrachar, brindando por la felicidad de los novios:palabra de honor.

A las once terminó la fiesta de las cartas. Elcura acababa de retirarse escandalizado de estaren pie a aquellas horas teniendo que decir la misaprimera; el alcalde le había acompañado, y salió porfin el tío Sento con el notario y el escribiente, losque llevaba a dormir a su casa.

Las calles estaban oscuras. Más allá de lacasa de Marieta estaba la densa lobreguez de loscampos, de la que salían rumores de follaje y can-tos de grillos. Sobre los tejados parpadeaban lasestrellas con un cielo de intenso azul. Ladraban los

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perros en los corrales, contestando a los relinchosde las bestias de labor. El pueblo dormía, y el nota-rio y su ayudante andaban con precaución, temien-do tropezar con algún pedrusco de aquellas callesdesconocidas.

-¡Ave María Purísima! -gritaba a lo lejos unavoz acatarrada-. ¡Las onse..., sereno!

Y don Julián sentíase intranquilo en aquellalobreguez. Le parecía ver bultos sospechosos, y enla esquina de la calle, espiando la puerta de Marie-ta, creyó distinguir gente en acecho...

-< ¡Allá va!» Y sonó un terrible chasquido,como si se rasgara a un tiempo toda la ropa blancade la novia; y de la esquina surgió una gruesa líneade fuego que avanzó rápidamente y serpenteantecon un silbido atroz, que puso los pelos de punta albuen notario.

Era un enorme cohete. ¡Vaya una broma! Elnotario se arrimó, tembloroso, a una puerta, mien-tras el escribiente casi caía a sus pies, y allí estuvie-ron los dos durante unos segundos que le parecie-ron siglos, viendo con angustia cómo el petardo ibade una pared a otra como fiera enjaulada, agitandosu rabo de chispas, conteniendo por tres o cuatro

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veces su silbante estertor, hasta que por fin estallóen horrendo trueno.

El tío Sento había permanecido valiente-mente en medio de la calle... ¡Redéu! Ya sabía él dedónde venía aquello.

- Chentola indesent -gritó con voz ronca porla rabia.

Y agitando su enorme gayato avanzó ame-nazante, como si tras la esquina fuese a encontraral Desgarrat con toda la parentela de la siñá Toma-sa.

III

Las campanas de Benimuslim iban al vuelodesde el amanecer.

Se casaba el tío Sento, noticia que habíacirculado por todo el distrito, y de los pueblos inme-diatos iban llegando amigos y parientes:

unos, a caballo, en sus bestias de labranza,con el sobrelomo cubierto con vistosas mantas, yotros, en sus carros, con sillas de cuerda atadas a

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los varales, en la que iba sentada toda la familia,desde la mujer con el pelo reluciente de aceite y lamantilla de terciopelo, hasta los chicos que llori-queaban por las maternales bofetadas recibidascada vez que atentaban a la limpieza de sus trajesde fiesta.

La casa de tío Sento era un verdadero in-fierno. ¡Qué movimiento! Desde el día anterior allíno se descansaba. Las vecinas que gozaban justafama de guisanderas, iban por el corral con los bra-zos arremangados y el vestido prendido atrás conalfileres, mostrando las blancas enaguas, mientrasque cerca de la gran hoguera algunos muchachosatizaban las hogueras de secos sarmientos.

Aquello era el matadero. El cortante delpueblo, cuchillo en mano, les abría el gañote

a las gallinas; los chicuelos dedicábansecon el mayor entusiasmo a pelar los cadáveres,revoloteaban nubes de plumas, pegándose al suelo,manchado de sangre, y en las vacilantes llamastostábase la fláccida piel todavía erizada de caño-nes, pasando después las víctimas a ser colgadasde una rama de higuera, donde la tía Pascuala,vieja criada de la casa, con delicadezas de cirujanoexperto, abríalas en canal, sacando los higadillos y

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los ovarios, bocados exquisitos para el almuerzo detodos los ayudantes de cocina.

Daba gloria ver tan alegre agitación. Aque-llas gentes, que en el resto del año vivían condena-das a manejar la azada de sol a sol sin más consue-lo que el tomate crudo, la sardina mohosa y el áspe-ro bacalao, se embriagaban de grasa en la gigan-tesca inundación de comida. ¡Lo que hace tenerdinero! Bien se estaba en una casa como aquélla,con todo lo que Dios cría de bueno.

Las paellas mostrábanse con la panza holli-nada y las entrañas brillantes como plata, esperan-do el momento de chillar sobre las llamas; el arrozen sacos; caracoles de montaña en enormes cazue-las orladas de sal, saliendo del agua para enseñarsus movibles cuernos al sol naciente; en un rincóntoda una hornada de rollos, esparciendo en aquelambiente de sangre y grasa el perfume fragante delpan caliente y tierno; las especias a libras en unacaja de latón, y de la bodega salían pellejos y máspellejos, que caían temblorosos en el suelo, comocuerpos palpitantes; unos enormes, conteniendo elvino rojo para la comida, y otras más pequeños,guardando el néctar de la bota del rincón, aquelpatriarca del que se hablaba en el pueblo con res-

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peto, y que con su colorcillo claro y su corona debrillantes hacía caer al más valiente.

¿Y los dulces? ¡Ave María! El tío Sento sehabía traído toda una confitería de Valencia. Ensacos estaban los confites para tirar, las almendrasroñosas, los canelados, todos aquellos proyectilesde azúcar y almidón, duros como balas, que habíande cubrir de chichones las cabezas de la pedigüeñachiquillería; y dentro, en el estudio, guardábanse lascosas finas: las tortadas cubiertas de flores de ca-ramelo y rematadas por mariposas que temblabansobre un alambre; los tiernos pasteles de espuma,las bandejas monumentales henchidas de frutasconfitadas, todos aquello primores que desde lapuerta, pálidos de emoción y chupándose el dedocon avaricia, contemplaban los chicos de los convi-dados.

La fiesta prometía. El gozo reflejábase enlos rostros rubicundos; en el corral se desataban lospellejos para hacer cataduras y tomar fuerzas, y porsi algo faltaba, allá en la calle sonó la alegre dulzai-na con escalas que parecían cabriolas. Hasta Di-moni estaba en la fiesta: bien decían que el noviono reparaba en gastos. Había que darle vino paraque tocase mejor, y el enorme vaso iba de mano en

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mano desde el corral hasta la puerta de calle, dondeDimoni empinaba el codo con gravedad, dejando elsobrante a su pelado tamborilero.

Ya era hora. Don Vicente esperaba en laiglesia, las campanas habían enmudecido y toda lacomitiva nupcial salió en busca de la novia; ellas,con sus vestidos huecos y la mantilla a los ojos, ylos hombres, arrastrando sus recias capas azulesde larga esclavina y alto cuello, que les ponía rojaslas orejas. Todo el pueblo esperaba a la puerta dela iglesia. Algunos parientes de la siñá Tomasa,violando la consigna de familia, estaban allí en últi-ma fila, y no pudiendo resistir la curiosidad, se em-pinaban pies en puntas para ver mejor.

Primero, una turba de muchachos dandocabriolas en torno de Di-moni, que soplaba con lacabeza atrás y la dulzaina en alto como si ésta fue-se una gran nariz, con la que husmeaba el cielo, ydespués venían los novios; él, con su sombrerón deterciopelo, su capa con mangas que le congestio-naba el sudoroso rostro, y por bajo de la cual aso-maban los pies con calcetines bordados y alparga-tas finas.

¿Y ella? Las mujeres no se cansaban deadmirarla. ¡Reina y siñora! Parecía una de Valencia

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con la mantilla de blonda, el pañolón de Manila quecon el largo fleco barría el polvo, la falda de sedahinchada por innumerables zagalejos, el rosario denácar al puño, un bloque de oro y diamantes comoalfileres de pecho y las orejas estiradas y rojas porel peso de aquellas enormes polcas de perlas quetantas veces había ostentado la otra.

Esto sublevaba a los parientes de la difunta.

- Lladre! ¡ ¡Mes que lladre! -rugían mirandoal tío Sento.

Pero éste se metió en la iglesia con expre-sión satisfecha, chispeándole los ojuelos bajo lasenormes cejas; y tras él desfilaron los padrinos, elalcalde con su ronda, escopeta al hombro, y todoslos convidados sudando la gota gorda bajo el pesode las ceremoniosas capas, con grandes pañuelosde atadas puntas por el brazo y henchidos de confi-tes, que había de tirar a la salida de la iglesia.

Los curiosos que quedaron en la puerta mi-raban a la taberna de la plaza. Hacia ella se fue eldulzainero, como si le molestasen los sonidos delórgano, y allí se encontró con el Desgarrat y susamigotes, lo peorcito del pueblo, gente toda ellasospechosa que bebían silenciosamente, cambian-

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do guiños y sonrisas con los enemigos del tío Sen-to.

Algo se tramaba: las mujeres comentabanel caso con voz misteriosa,, como si temieran que elpueblo fuese a arder por los cuatro costados.

Ya iba a salir la comitiva. ¡Gran Dios, québatahola! Del polvo parecía surgir toda aquella chi-quillería desgreñada y sucia que se arremolinaba enla puerta gritando: ¡Armeles, confits! ..., y mientrasque Dimoni se aproximaba rompiendo a tocar laMarcha Real.

¡Allá va! El mismo tío Sento soltó como unmetrallazo el primer puñado de confites que, rebo-tando sobre las duras testas, se hundieron en elpolvo, donde los buscaba a gatas la gente menuda,mostrando al aire las sucias posaderas.

Y desde allí hasta casa de los novios, fueaquello un bombardeo; la comitiva sin cansarse detirar confites y la ronda del alcalde teniendo queabrir paso a patadas y a palos.

Al pasar frente a la taberna, Marieta bajo lacabeza y palideció, viendo cómo sonreía burlona-mente su marido mirando al Desgarrat, el cual con-testó a la mirada con un ademán indecente. ¡Ay!

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Aquel condenado se había propuesto amargar suboda.

El chocolate esperaba. ¡Cuidado con atra-carse! Era don Julián el notario quien lo aconsejaba:había que pensar en que dentro de dos horas seríala gran comida. Pero a pesar de tan prudentes con-sejos, la gente arremetió con los refrescos, los ces-tos de bizcochos, los platos de dulces, y en pocotiempo quedó rasa como la palma de la mano aque-lla mesa, que tenía alrededor más de cien sillas.

La novia mudábase de traje en el estudio,quedando en fresco percal; los morenos brazos casidesnudos y brillándole sobre el luciente peinado lasperlas de sus agujas de oro.

El notario charlaba con el cura, que acaba-ba de llegar con gorrito de terciopelo y el balandrána puntas. Los convidados huroneaban por el corral,enterándose de los preparativos de la comida; lasmujeres se habían puesto frescas y formaban corri-llos charlando de sus asuntos de familia; corretea-ban los chicos en las cercanías del estudio, atraídospor el tesoro que encerraba, y en la puerta de lacalle sonaba la incansable dulzaina de Dimoni mien-tras la granujería se empujaba, dándose de cache-

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tes, o rodaban en el polvo por alcanzar los puñadosde confites que venían de dentro.

Llegó el instante solemne, y las paellas bur-bujeantes y despidiendo azulado humo fueron colo-cadas sobre la mesa.

Los convidados se apresuraron a ocuparsus asientos. ¡Vaya un golpe de vista! Lo que decíael cura con asombro: «¡Ni en el festín de Baltasar!»Y el notario, por no ser menos, hablaba de la bodasde un tal Camacho que había leído en no recordabaqué libro.

La gente menuda comía en el corral.

Y allí también, en una mesita como de za-patero, estaba Dimoni, el cual, a cada instante, en-viaba el acólito adonde estaban los pellejos paraque llenara el porrón.

¡Cuerpo de Dios, y qué bien lo hacía todoaquella gente! Las dentaduras, fortalecidas por ladiaria comida de salazón, chocaban alegremente, ylos ojos miraban con ternura aquellas paellas comocircos, en las cuales los pedazos de pollo eran casitantos como los granos de arroz, hinchados por elsustancioso caldo.

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Con el pañuelo al pecho a guisa de serville-ta, había bigardón que tragaba como un ogro, mien-tras las mujeres hacían dengues, llevándose a laboca la puntita de la cuchara con dos granos dearroz, mostrando esa preocupación de la mujercampesina que considera como una falta de pudorel comer mucho en público.

Aquello era un banquete de señores; no secomía en la misma paella, sino en platos, y bebíaseen vasos, lo que embarazaba a muchos de los co-mensales, acostumbrados a arrojar un mendrugosobre el arroz como señal de que era llegado elmomento de pasar el porrón de mano en mano.

La cortesía labriega mostrábase con toda supegajosidad y falta de limpieza. Ofrecíanse de unextremo a otro del banquete un muslo tierno y jugo-so, y de unos dedos a otros llegaba a su destino.Todo era obsequios, como si cada uno no tuvieseen su plato lo mismo que le ofrecían.

Marieta apenas si comía. Estaba al lado desu marido con la cabeza baja. Palidecía, contraíasesu frente reflejando penosos pensamientos y mirabacon alarma a la puerta de la calle, como si temieraalguna aparición del Desgarrat.

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Aquel maldito era capaz de todo. Aún le pa-recía oír las últimas palabras de la noche en que sedespidieron para siempre. Se acordaría de él, yaque por avaricia quería casarse con el tío Sento; yella sabía que aquel bruto, con su cara de hereje,era capaz de hacer algo que fuese sonado. Lo másraro era que, a pesar de sus temores, el furor delDesgarrat le producía cierta inexplicable satisfac-ción. No había remedio; aquel maldito le tiraba mu-cho. No en balde se habían criado juntos.

La comida se animaba. Estaban ya limpiaslas paellas: ahora entraban los primores de la tíaPascuala, y la gente acometía los pollo s asados yrellenos, las fuentes enormes de lomo con tomate,toda la cocina indígena, sólida y pesada, que des-aparecía en las fauces siempre abiertas de aquellosglotones.

Los graciosos alegraban la comida. El curadeclaraba que ya no podía más, y el notario pe-llizcábale el tirante abdomen, buscando un hueque-cito para convencerle de que debía llenarlo. Algunoscomenzaban a estar alumbrados, y con lenguasestropajosas les decían a los novios cosas que hac-ían guiñar los ojillos al tío Sento y enrojecer a Marie-ta.

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Llegaron los postres con el famoso vino dela bota del rincón y se sacaron del estudio las torta-das, los pasteles y las tortas finas.

Como moscas salieron del corral todos loschicuelos, con el pecho y la cara embadurnados dearroz y grasa, yendo a meterse entre las rodillas desus madres, sin quitar ojo de los postres tentadores.

Marieta púsose en pie con un plato en lamano, y comenzó a dar vueltas a la mesa. Habíaque regalar algo a la novia para alfileres; era decostumbre. Y los parientes del novio, a quienesconvenía estar en buenas relaciones, dejaban caersobre el redondel de loza la media onza o la dobletafernandina, monedas relucientes y frotadas conanticipación para que perdiesen la negra pátinaadquirida en largo encierro.

- Pera agulletes! -decía Marieta con voceci-ta mimosa. Y era un gozo ver la lluvia de oro quecaía sobre el plato. Todos dieron, hasta el notario,que soltó cinco duros pensando en que ya se lavengaría al presentar la cuenta de honorarios, y elcura, con gesto de dolor, sacó dos pesetas, alegan-do como excusa la pobreza de la Iglesia por culpadel liberalismo. ¡Ah, si mandasen los suyos!...

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Marieta, abriendo el amplio bolsillo de sufalda, yació el plato con un alegre retintín que rego-cijaba el oído.

La cosa marchaba. Hablaban todos a untiempo, y la gente deteníase en la calle para admirarla alegría de los convidados.

Aquel vinillo claro, coronado de brillantes,surtía efecto. Todos querían brindar.

- Bomba..., bombaa! -aullaban los más ale-gres.

Y se ponía en pie un socarrón, vaso en ma-no, y después de mirar a todos lados con sonrisamaliciosa que prometía mucho, rompía así:

Brindo y bebo,

y quedó convidado para luego.

Todos, a pesar de que ese chiste lo oyeronya a sus abuelos, acogíanlo con grandes risotadas,y gritaban palmoteando: ¡Vítor..., vítooor!

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Y tras esta muestra de ingenio venían otras,todas ellas tan rancias, no faltando quien se lanzabaa improvisar cuartetas rabudas en honor de los no-vios.

El notario estaba en su elemento. Asegura-ba que el tío Sento acababa de pellizcarle por deba-jo de la mesa creyendo que sus piernas eran las deMarieta; hablaba de la próxima noche de un modoque hacía ruborizar a las jóvenes, y sonreír a lasmadres, y el cura, alegrillo y con los ojos húmedos ybrillantes, intentaba ponerse serio murmurandobonachonamente:

- Vamos, don Julián! Orden, que estoy aquí.

El vino hacía revivir la brutalidad de los co-mensales. Gritaban puestos en pie, derribando consus furiosos manoteos botellas y vasos; cantabanacompañados por la dulzaina de Dimoni, a cuya sonsaltaban en el corral algunas parejas, y, al fin, instin-tivamente, dividiéronse en dos bandos, y de unextremo a otro de la mesa comenzaron a arrojarsepuñados de confites con todas la fuerza de suspoderosos brazos, acostumbrados a luchar con laingrata tierra y las tozudas bestias de carga.

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¡Qué divertido era aquello! El tío Sento reíamuy complacido, pero el cura huyó con las mujeresa refugiarse en el estudio, y el notario se ocultódebajo de la mesa.

Caían los cristales de las alacenas hechosañicos; quebrándose los vasos; un ruido de tiestossonaba continuamente, y los campeones se enar-decían, hasta el punto de que, no encontrando con-fites a mano, se arrojaban los restos de los bizco-chos y los fragmentos de platos.

-Prou; ya teníu prou -gritaba el tío Sento,cansado de sufrir golpes.

Y en vista de que le desobedecían púsoseen pie, y a empellones los echó al corral, donde losenardecidos mozos continuaron la fiesta, arrojándo-se proyectiles menos limpios.

Entonces fue cuando las mujeres volvieronal banquete con el asustado cura. ¡Reina y siñora,aquello no estaba bien! Era un juego de brutos. Y sededicaron a auxiliar a los descalabrados, que selimpiaban la sangre sonriendo, sin cesar de decirque se habían divertido mucho.

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Volvieron a sentarse todos a la revuelta me-sa, en la cual el vino derramado y los residuos de lacomida formaban repugnantes manchas.

Pero allí no se ganaba para sustos, y algu-nas respetables matronas saltaron de sus asientos,afirmando entre chillidos medrosos que algo iba pordebajo de la mesa que las pellizcaba las abultadaspantorrillas.

Eran los chicos que, no ahítos de confites,buscaban a gatas los residuos de la batalla.

- Qué granujería tan endemoniada! ¡Pa-chets..., fora..., fora! Y a coscorrones fue expulsadaaquella invasión de desvergonzados buscadores.

Y fuera gangueaba la dulzaina haciendo lo-cas cabriolas, como si estuviera contagiada deaquel regocijo tan brutal como ingenuo.

IV

A las diez de la noche quedaba ya pocagente en casa de los novios.

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Desde el anochecer, que comenzaron a sa-lir del establo los carritos y las caballerías enjaeza-das, la mayoría de los convidados emprendía elregreso a sus pueblos, cantando a grito pelado ydeseando a los novios una noche feliz.

Los de Benimuslim se retiraban también, yen las oscuras calles veíase a más de una mujertirando trabajosamente del vacilante marido, queera incapaz de excesos en los días normales, peroque en una fiesta se ponía alegre como cualquierhombre.

La vieja tartana del notario saltaba sobre losbaches del camino, dormitando don Julián con lasgafas en la punta de la nariz y dejando que guiasesu escribiente, a pesar de que éste se sentía tantrastornado como su principal.

Ya no quedaban en la casa más que lospadres de Marieta y algunos parientes.

El tío Sento mostraba impaciencia. Cadamochuelo a su olivo. Después de un día tan agitado,ya era hora de dormir. Y bajo las enormes cejasbrillábanle los ojuelos con expresión ansiosa.

-¡Adiós, filla mehua! -gritaba la madre deMarieta-. ¡Adiós!

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Y lloraba abrazándose a su hija, como si laviera en peligro de muerte.

Pero el padre, el viejo carretero, que llevabamedia bodega en la panza, protestaba con lenguatorpe y socarrona indignación: ¡Redéu! No parecíasino que a la chica la habían sentenciado y la lleva-ban al carafalet. Vamos, hombre, que era cosa decaerse de risa. ¿Tan mal le había ido a la madrecuando se casó?

Y empujaba a su vieja para desasirla deMarieta, que también derramaba lágrimas; y entresuspiros y gimoteos fueron hasta la puerta, quecerró el tío Sento, pasando después los cerrojos y lacadena.

Ya estaban solos. Arriba, en el granerodormía la tía Pascuala; en la cuadra se acostabanlos criados; pero en el piso bajo, en la parte princi-pal de la casa, sólo estaban ellos entre los desorde-nados restos del banquete y a la luz cavilante de unvelón monumental.

Por fin ya la tenía; allí estaba, sentada enuna poltrona de esparto, encogiéndose como siquisiera achicarse hasta desaparecer.

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El tío Sento estaba intranquilo, y en la ve-hemencia de su pasión senil no sabía qué decir. ¡Recordóns! No le había ocurrido lo mismo cuandose casó con Tomasa. Lo que hace la edad.

Por algo tenía que empezar, y rogó a Marie-ta que entrase al estudio. Pero ¡bonita era la chica!¡Criatura más terca y arisca no la había visto el tíoSento!

No, ella no se meneaba; no entraba en elestudio aunque la matasen; quería pasar la nocheen aquel sillón.

Y cuando el novio intentaba acercarse, re-plegábase medrosica como un caracol, faltándolepoco para hacerse un ovillo sobre el asiento decuerda.

El tío Sento se cansó de tanto rogar. Bueno;ya que ése era su capricho, que pasase buena no-che.

Y agarrando rudamente el velón, se metióen el estudio.

Marieta tenía un horror instintivo a la oscuri-dad. Aquella casa grande y desconocida le causabamiedo; creyó ver en la sombra la cara ancha y pe-

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cosa de la siñá Tomasa, y, trémula, con paso preci-pitado, creyendo que alguien la tiraba de la falda, semetió en el estudio siguiendo a su marido.

Ahora se fijaba en aquella habitación, la me-jor de la casa, con su silletería de Vitoria, las pare-des cubiertas de cromos religiosos con apagadaslamparillas al frente y sus colosales armarios depino para la ropa.

Sobre la ventruda cómoda, con agarraderasde bronce, elevábase una enorme urna llena desantos y de flores, ajadas; rodeábanla candelabrosde cristal con velas amarillas, torcidas por el tiempoy moteadas por las moscas; cerca de la cama, lapililla de agua bendita, con la palma del Domingo deRamos, y junto a ellas, colgando de un clavo, laescopeta del tío Sento: un mosquetón con dos ca-ñones como trabucos, cargados siempre de per-digón gordo, por lo que pudiera ocurrir.

Y como suprema muestra de magnificencia,como complemento del moblaje, aquella cama fa-mosa de la siñá Tomasa, complicada fábrica demadera tallada y pintada, ostentando en la cabeceramedia corte celestial, y con un monte de colchones,cuya cima cubría el rojo da-masco.

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El marido sonreía satisfecho de su triunfo.

¿No veía ella cómo por fin entraba? Debíaobedecerle siempre y no ser tonta. Él sólo deseabasu bien, por lo mismo que la quería mucho.

El viejo a pesar de su rudeza, decía estocon expresión dulzona, como si aún tuviera en suboca algún confite de la comida, y extendiendo lasmanos con audacia.

- Estigas quiet! -decía Marieta con voz sofo-cada por el miedo-. ¡No s’acoste!

Y mudaba de sitio, huyendo de su marido.Iba de una parte a otra, mirando con ansiedad lasparedes, como si esperara ver en ellas algún aguje-ro, algo por donde escapar.

Si no sentía tanto miedo en la oscuridad,pronto hubiera abierto la puerta del estudio,

huyendo de aquella lucha insostenible.

El tío Sento la concedía una tregua e ibadesnudándose con resignada calma.

-Pero qué tonta eres -decía con entonaciónfilosófica.

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Y repetía la frase un sinnúmero de veces,mientras se quitaba las alpargatas y los pantalonesde pana, desliándose la negra faja para que el vien-tre recobrase su hinchada elasticidad.

Oyose a lo lejos el reloj de la iglesia dandolas once.

Era ya hora de acabar aquella situaciónridícula. Se acostaba Marieta, ¿Sí o no?

Y el tío Sento hizo con tal imperio la pregun-ta, que la novia levantose como un autómata, volviósu rostro a la pared y comenzó a desnudarse conlentitud.

Quitó se el pañuelo del cuello, y después,tras largas cavilaciones, el corpiño fue a caer sobreuna silla.

Quedose al descubierto el ceñido corsé dedeslumbrante blancura, con arabescos rojos, y másarriba, la morena espalda de tonos calientes, comoel ámbar, cubierta de una suave película de melo-cotón sazonado y rematada por la cerviz de adora-ble redondez erizada de rizados pelillos.

Aproximábase el tío Sento cautelosamente,moviéndose al compás de sus pasos el blanducho y

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enorme abdomen. No debía ser tonta: él la ayudaríaa desnudarse.

E intentaba meterse entre ella y la pared pa-ra verla de frente y apartar aquellos brazos cruza-dos con fuerza sobre el exuberante y firme pecho,oprimido por las ballenas del corsé.

- No vullc, no vullc! -gritaba con angustia lamuchacha-. ¡Apartes d’ahí! ¡Fuixca! Con fuerzainesperada empujó aquella audaz panza que lecerraba el paso, y siempre ocultando su pecho, fuea refugiarse entre la cama y la pared.

El tío Sento se amoscaba. Aquello ya pasa-ba de broma, y él no se sentía capaz de

contemplaciones. fue a seguir a Marieta ensu escondrijo, pero apenas se movió, ¡redéu!, pa-recía que el pueblo se venía abajo, que la casa eraasaltada por todos los demonios del infierno, o quehabía llegado el Juicio final.

Vaya un estrépito. Eran latas de petróleogolpeadas a garrotazo limpio; cabezones agitandosus innumerables cascabeles, enormes matracas ygrandes cencerros sonando todos a un tiempo, y alpoco rato disparándose cohetes que silbaban yestallaban junto a la reja del estudio. Por las rendi-

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jas de las maderas penetraba un resplandor rojizode incendio.

Adivinaba él lo que era aquello y a quién lodebía. Si la pena fuera un sou, si no hubiese presi-dio para los hombres, ya arreglaría él a aquella pi-llería.

Y juraba y pateaba, despojado ya de su fie-bre amorosa, sin acordarse de Marieta, que, asus-tada al principio por el infernal estrépito, llorabaahora, creyendo que sus lágrimas podían arreglarlotodo.

Ya se lo habían dicho sus amigas. Se casa-ba con un viudo y tendría cencerrada.

Pero, ¡qué cencerrada, señores! Era en to-da regla, con coplas alusivas que la gente celebrabacon carcajadas y relinchos, y cuando cesaba mo-mentáneamente el estrépito de latas y cencerros,sonaba la dulzaina con sus gangueos burlones, yuna voz acatarrada que conocía Marieta ¡Vaya si laconocía!) hablaba de la vejez del novio, de lo casa-dera que había sido la novia y del peligro en queestaba el tío Sento de ir al día siguiente al cemente-rio si quería cumplir su obligación.

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- Morrals! ¡Indeséns! -rugía el novio, e ibaloco por el estudio, manoteando, como si quisieraexterminar en el aire aquellas coplas que venían defuera.

Pero una malsana curiosidad le dominaba.Quería ver quiénes eran los guapos que se atrevíancon él y de un bufido apagó el velón, abriendo des-pués un ventanillo de la reja.

La calle entera estaba ocupada por el gent-ío. Algunos haces de cáñamo seco ardían con rojizallama, y su resplandor de incendio abarcaba el corroprincipal de la cencerrada, dejando en la oscuridadel resto de la muchedumbre.

Allí estaban los autores. El Desgarrat alfrente y toda la parentela de la siñá Tomasa. Pero loque más indignaba al tío Sento era que estuvieseallí Dimoni acompañando con su dulzaina las inde-centes coplas, cuando el muy ladrón había recibidohoras antes dos duros como dos soles por su traba-jo en la boda. ¡Y cómo se reía aquel hereje cadavez que su amigo el Desgarrat cantaba una desver-güenza!

Había que hacer un disparate.

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Lo que más alteraba al tío Sento, aunque éllo callase, era ver que aquel insulto a su persona lopresenciaba medio pueblo, los mismos que antes letemían o le buscaban humildes e imploraban sufavor. Su estrella se eclipsaba. Todos le perdían elrespeto después de su calaverada casándose conuna chica.

Despertábase su soberbia de hombre duroacostumbrado a imponer su voluntad, y temblaba depies a cabeza ante los feroces insultos.

Conformábase con el ruido: que golpeasencuanto quisieran, pero que no cantase aquel perdi-do, pues sus coplas le aglomeraban la sangre enlos ojos.

Pero el Desgarrat era infatigable; la genteacogía las coplas con aullidos de entusiasmo, y elviejo, ya trastornado, se hacía atrás, como si en laoscuridad del estudio fuese a buscar algo.

Aún permaneció en el ventanillo viendocómo la multitud abría paso a algunos amigos delDesgarrat que conducían en hombros un objetolargo y negro..

- Gori, gori, gori! -aullaba la multitud, paro-diando el canto de los entierros.

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Y el novio vio pasar en la punta de un palo,a guisa de un guión, unos cuernos enormes, leño-sos y retorcidos, y después un ataúd, en cuyo fondodescansaba un monigote con dos grandes marañasde pelo en el lugar de las cejas. ¡Cristo, aquello erapara él! Ya se atrevían a lanzarle en el rostro aquelapodo de Sellut, que nadie había osado proferir ensu presencia.

Rugió apartándose del ventanillo, buscó alos largo de la pared, a tientas, en la oscuridad; algoapoyó en su rostro, contraído por la rabia, y sonarondos truenos, que hicieron parar en seco la ruidosacencerrada. Había tirado a ciegas; pero tal era sudeseo de matar, que hasta estaba seguro de haberacertado.

Se apagaron las rojas antorchas, oyose elrumor de la gente que huía apresurada, y algunasvoces gritaban desde la calle:

- Pillo..., asesino! El Sellut es. Asomat, gra-nuja.

Pero el tío Sento nada oía. Estaba plantadoen medio del estudio, como asombrado de lo quehabía hecho, con la caliente escopeta quemándolelas manos.

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Marieta, poseída de pasmo, gimoteaba enel suelo. Su estertor ansioso era lo único que oía él,y dirigiendo su furia a lo que más cerca tenía, mur-muraba con ferocidad:

- Calla, cordóns!... ¡Calla o te mate a tú!...

El tío Sento no salió de su estupor hastaque golpearon rudamente la puerta de la calle.

- Abran a la Guardia Civil!

Debían de estar levantados los criados des-de mucho antes, pues la puerta se abrió, acercán-dose al estudio el ruido de culatas y zapatos clave-teados.

Cuando el tío Sento salió a la calle entre losdos guardias vio el cadáver del Desgarrat hechouna criba. No se había perdido un perdigón.

Los compañeros del muerto amenazáronlede lejos con sus navajas; hasta Dimoni, tambalean-do por el vino y la emoción, le apuntaba fieramentecon su dulzaina; pero él nada veía, y se alejó cabiz-bajo, murmurando con amargura:

-¡Bonica nit de novios!

FIN

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