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Vida Sin Límites-clifford Goldstein

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Vida Sin Límites-clifford Goldstein

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Colección: Semillas de Esperanza Título: Vida sin limites

Autor: Clifford Goldstein Traductor: Juan Fernando Sánchez

Diseño y desarrollo del proyecto: Equipo de Editorial Safeliz

Copyright by © Editorial Safeliz, S. L. Pradillo, 6 • Pol. Ind. La Mina

E-28770 • Colmenar Viejo, Madrid (España) Tel.: [+34] 91 845 98 77 • Fax: [+34] 91 845 98 65

[email protected] • www.safeliz.com

Diciembre 2007: I a edición

ISBN: 978-84-7208-262-5 Depósito legal: M-52334-2007

Impresión: Talleres Gráficos Peñalara • E-28940 Fuenlabrada, Madrid (España) IMPRESO EN LA UNIÓN EUROPEA

PRINTED IN THE EUROPEAN UNION

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro (texto, imágenes o diseño) en ningún idioma, ni su tratamiento informático, ni la transmisión

de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo

y por escrito de los titulares del 'Copyright'.

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índice general

PRESENTACIÓN 7

1. El cerebro de Einstein 9

2. HI Principio de Clifford 17 3. Una cebra en la cocina 23 <\. ¿De dónde procede todo? 31

5. El meollo del asunto 43 (>. Dilema moral 49

7. "Typhoid Mary" 53 8. El Factor Enrique YIII 63

El Gran Conflicto 77 10. El Dios crucificado 101 11. Misteriosa acción a distancia 111

12. ¿[Jamando a las puertas del cielo? 119 I t. ¿Tú eres Jesús? 147 14. Asuntos de familia 169 I '>. El fin de todo el discurso 189

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Presentación '¡'oda la historia formulándonos las grandes preguntas y parece que nun-

ca es suficiente... acaso porque es más común plantearlas en clave retó-rica que hacerlo realmente interpelados por ellas. Mucha y buena filo-sofía se ha hecho en torno a ellas, pero la praxis que había de contrastarla no ha evidenciado de igual modo la utilidad de la misma. Así, la his-toria humana se convierte en una insistente reiteración de las pregun-I as por temor a darles respuesta. Se formulan una y otra vez, pero se hace ¡)iira huir de aquello a lo que inevitablemente remiten...

Bueno, esto es así en general, pero hay valiosas excepciones. La presen-te obra de Clijford Goldstein lo acredita. Muéstralo valioso que es se-guir haciéndonos esas preguntas, siempre y cuando estemos realmente dis-puestos a responderlas. Y lo más grande de todo, más que las preguntas mismas, es que las respuestas existen y son esperanzadoras: la vida tie-ne sentido y además depende de ti que carezca de límites.

En este libro revelador, Clijford Goldstein, autor de numerosas obras difundidas entre millones de personas, enfrenta las más trascendenta-les cuestiones de la existencia y ofrece respuestas que pueden cambiar el modo en que contemplas y vives tu vida. Con una fascinante combina-ción de fe y lógica, Goldstein busca la verdad en asuntos tales como el significado de la vida, nuestro origen, las leyes que nos protegen del do-lor, y por qué podemos creer en un futuro digno de ser vivido.

VlDA SIN LÍMITES te embarcará en un viaje más significativo y esti-mnlante de lo que jamás hubieras imaginado.

Los EDITORES

NOTA : Mientras no se ind ique lo contrario, ia vers ión bíblica empleada será la Reina-Valera

I W 5 . Otras vers iones utilizadas son: " RV90 " (Reina-Valera 1990) y "BJ" (Biblia de Jerusalén).

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1 El cerebro de Einstein

odos querían tener algo de Albert Einstein (una entrevista, una cita, una firma, un recuerdo..., lo que fuera), y esa ob-

sesión por él no se extinguió ni siquiera una vez fallecido. Tan in-tensa era la manía por todo lo relacionado con este hombre que, en-i re su muerte y su entierro, el cerebro de Einstein fue extraído de su cabeza como se saca una nuez de su cáscara. El cerebro que había do-minado la física durante casi medio siglo, ahora desaparecía como una de las partículas subatómicas que tanto le fascinaran.

Corrió el rumor de que alguien disecó el órgano y lo guardó en un garaje de Saskatchewan (Canadá), junto a unos palos de hockey y va-rios balones desinflados. La verdad, sin embargo, era que, tras efec-iuarle la autopsia a Einstein en 1955 (había muerto de un aneuris-ma aórtico), el médico encargado de ella, el doctor Thomas Harvey, ubrió el cráneo del cadáver y extrajo el cerebro, aparentemente con fines de investigación médica. El único problema fue que el doctor se llevó el cerebro y nunca lo devolvió (al parecer, además, el oftal-

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mólogo de Einstein se apropió de sus ojos, a los cuales sacaba por ahí de cuando en cuando para exhibirlos en las fiestas).

«Harvey se guardó el cerebro», escribió un periodista sobre el destino del cerebro de Einstein, «no en el hospital sino en su casa, y cuando dejó Princeton simplemente se lo llevó con él. Los años pasaron. No aparecían ni estudios ni hallazgos. Pese a ello, no se emprendió ninguna acción le-gal contra Harvey, ya que en los tribunales no había precedentes relativos a la recuperación de un cerebro en tales circunstancias. Y entonces Harvey desapareció de la escena... Cuando, ocasionalmente, daba una entrevista - en periódicos locales en 1956, 1979 y 1988— siempre repetía que le que-daba aproximadamente "un año para concluir su estudio sobre el espéci-men"».1

Tras retener "el espécimen" durante cuarenta años, haciendo poco más que repartir pequeñas porciones del mismo entre unas cuantas personas selectas, el doctor Harvey -cuyo ejercicio profesional se vino abajo tras difundirse lo que había hecho (ser ladrón de cadáve-res no era lo que se dice un gran paso en su carrera médica)- tomó una decisión. Ya octogenario y quizá sintiéndose culpable, optó por devolver el cerebro a la familia, que es como decir a una nieta de Einstein residente en Berkeley (California). El periodista Michael Paterniti, que tenía amistad con el doctor Harvey, se ofreció a llevar-le desde la costa este hasta la nieta de Einstein, y así fue como salie-ron en un viaje a través del país en un Buick Skylark con el cerebro de Einstein sumergido en formaldehído y flotando en una tartera ubi-cada en el maletero.

Paterniti escribió un libro, Transportando a Mr. Albert, en el cual relataba uno de los viajes por carretera más atípicos en la historia de Estados Unidos: un médico viejo y culpable, un periodista talento-so y, por supuesto, el cerebro de Albert Einstein chorreando en el ma-letero por espacio de unas tres mil millas (unos 4.800 kilómetros), lo que, como puede imaginarse, suscitaba jocosos comentarios por el camino.

La escena más llamativa, sin embargo, llegó hacia el final del via-je, cuando los dos hombres conocieron a la perpleja nieta de Einstein, Evelyn. Aunque ella sabía que los hombres llegarían con el cerebro

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EL CEREBRO DE EINSTEIN

I|I su famoso abuelo, no estaba en absoluto segura de lo que se es-I ii i .il >.i i|ue hiciera con él. En un momento dado, Evelyn Einstein y l'iiiri n i ti estaban sentados en el asiento delantero del Skylark cuan-do el abrió la tapa para mostrarle el cerebro de su abuelo Albert.

• I rvanto la tapa, descorro una franja de tela húmeda, y ante nosotros se desparraman unos doce fragmentos del cerebro, del tamaño de pelotas (',<>11, procedentes de la corteza cerebral y del lóbulo frontal», escribió Paterniti. «El olor de formaldehído nos golpea como si se tratase de una bofetada [...]. Las piezas están selladas con celoidina... porciones cerebra-les de color hígado, rosáceo, ribeteadas con cera dorada. Saco algunas del i imtcnedor de plástico y le entrego unas cuantas a Evelyn. Parecen muy lihindas y pesan más o menos lo mismo que las piedrecitas de una playa».

II la y Paterniti se pasaron las piezas entre sí durante un rato más, i i monees Evelyn, que recordaba a su abuelo muy bien, alzó la vis-i i Itac ia Paterniti y le dijo: «¿Tanto jaleo por esto?» Un momento des-|nu s, acarició otro fragmento y comentó: «Podría hacerse usted un Imilito collar con él».2

I negó, tranquila y silenciosamente, volvieron a ubicar las piezas en II (artera y cerraron la tapa sobre el cerebro de Einstein.

I .1 realidad de la materia

I Vjemos de lado lo extraño de la escena (estar sentado en un co-i lie con la nieta de Albert Einstein, pasándose mutuamente partes ili su cerebro como si fueran joyas robadas). En lugar de ello, con-sideremos el hecho de que lo que sostenían en su manos era el lu-|t,u literal (y queremos decir literal) donde la física newtoniana, que II* valia tres siglos reinando, fue destronada. Dentro de esos "fragmen-ii i', del cerebro, del tamaño de pelotas golf", los fundamentos de la li'.ii .i nuclear habían sido formulados. En algún punto de allí mis-mo, en esas "porciones cerebrales de color hígado, rosáceo, ribete-H las con cera dorada", emergió la fórmula E=mc2, un concepto que > ,imbió el mundo. Esos pedazos de materia (no ya gris sino rosa) sa-. ,II on a la luz las teorías de la relatividad general y especial, las cua-les mostraron que el tiempo y el espacio no eran absolutos sino que

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cambian en función de la cantidad de materia implicada y la velo-cidad del observador. En resumen, esas fracciones de materia que aquellas personas sostenían en sus manos mientras permanecían en los asientos delanteros del Buick Skylark en una calle de Berkeley (California), habían creado algunas de las más valiosas y fascinantes ideas de la historia de la humanidad.

Aunque el simbolismo de la escena presenta muchas posibilidades, una es: ¿Podría Einstein, y todo su genio, sus ideas, sus pasiones (Albert era una especie de Casanova), estar limitado a esa materia ce-rebral, a esos relieves y grietas compuestas de neuronas y fibra? O, incluso, ¿podría restringirse a su estructura física completa (cerebro y resto del cuerpo) ?

¿Es eso, al fin y al cabo, todo lo que Albert era?

En definitiva, ¿qué somos realmente cualquiera de nosotros, seres puramente físicos, que viven por leyes físicas solamente, y que exu-dan emociones, ideas, arte y creatividad así como el estómago segre-ga ácido péptico y el hígado bilis? ¿Somos acaso cada uno de nosotros, incluyendo todo lo que hacemos, pensamos y creamos, nada más que fenómenos puramente físicos, meros movimientos de átomos, sín-tesis de proteínas, el enlace o la activación de la enzima adenilato ci-clasa, la secuencia de las hormonas corticotropina, melanotropina y beta-lipotropina? ¿Es el asunto de con quién nos casaremos una mera cuestión de diferentes confluencias entre vectores físicos? ¿Podría, en condiciones ideales, explicarse, expresarse y predecirse todo lo referente a cada uno de nosotros —nuestros pensamientos, deseos y elecciones- del mismo modo que podemos hacerlo con los movi-mientos de los astros?

La respuesta depende de una cuestión esencial, relativa a nuestros orígenes: ¿Cómo llegamos aquí, y por qué? Si somos producto de fuerzas puramente físicas, dentro de un universo puramente físico, sin que exista nada más aparte de materia y movimiento, y nada mayor que la materia y el movimiento, entonces, ¿cómo podríamos ser otra cosa que materia y movimiento? ¿Podría jamás el todo ser

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algo más que la suma de sus partes? Por supuesto que no, replicaría más de uno. Así, desde este punto de vista, somos procesos físicos totalmente determinados por la actividad física previa, lo que signi-fica que no tenemos más libre albedrío que una marioneta o un or-denador con un programa informático en marcha.

La sentencia Un joven se hallaba delante del juez, quien le acababa de senten-

ciar a diez años de prisión. Cuando se le preguntó si tenía algo que decir, el criminal dijo:

-S í , así es.

-Adelante, pues - l e respondió el magistrado, asintiendo con la cabeza.

-Señor juez -di jo el otro, aproximándose a él-, ¿cómo puede us-ted, en conciencia, condenarme a prisión? No es justo.

El juez dejó caer sus gafas de leer hasta la punta de su nariz, bajó la vista hacia el acusado y preguntó:

-¿No lo es?

-¡No!

-Bueno, expliqúese.

-No lo es -di jo el hombre, acercándose aún más- porque desde el momento en que nací, mi familia, mis genes, mi formación, mi ambiente, mis amigos... todo me predestinó a una vida por los ca-minos del delito, sin elección por mi parte. Las cosas no podrían ha-ber sido de otra manera para mí. No soy más responsable de mis ac-tos de lo que lo es el agua por fluir corriente abajo. No tuve elección para ninguna de las cosas que hice.

El juez se quedó deliberando en silencio. Tras unos momentos, se inclinó hacia delante y, mirando directamente a la cara del joven, le dijo:

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-Bueno, hijo, te voy a decir por qué voy a sentenciarte a diez años de prisión. Desde el momento en que nací, mi familia, mis genes, mi formación, mi ambiente... todo lo que me ocurrió en la vida me ha forzado, sin elección por mi parte, a condenarte a estos diez años.

Luego el juez echó mano del martillo, golpeó la mesa con él, y un agente de policía se llevó al prisionero.

Robots orgánicos ¿Estamos, entonces, como ese juez y ese delincuente, tan total-

mente cautivos de las fuerzas físicas que todo lo que decidimos, des-de qué tomamos para desayunar hasta a quién amamos, no son real-mente elecciones libres sino el resultado inevitable de lo que ocurrió antes? Por mucho que pudiera parecer otra cosa, ¿están nuestras "li-bres elecciones" predeterminadas como nuestro ADN? «Todo lo que pasa», escribió Arthur Schopenhauer, «desde lo más grande has-ta lo más pequeño, pasa necesariamente».3 Si asumimos este enfo-que materialista de la realidad, es difícil creer algo diferente.

Por otra parte, si la idea de que nuestra existencia no es sino el movimiento al azar de átomos no racionales, resulta más o menos tan acertada como la de que el amor no es nada sino secreciones hormo-nales, entonces nuestros orígenes deben venir de algo más grande que las leyes físicas, de algo más que movimiento y materia. Habría de haber un poder más grande que las leyes físicas y mecánicas que ri-gen el universo, algo que creó no sólo esas leyes sino junto con ellas nuestra libertad, nuestra creatividad y nuestra capacidad de amar, as-pectos de nuestra existencia que no parecen estar definidos sólo por las leyes de la naturaleza.

¿Y quién más, o qué otro ente, podría ser ese poder sino Dios, el Creador? Cuando la Biblia dice que la humanidad fue hecha «a ima-gen de Dios» (Génesis 9: 6), esto podría significar que cosas tales como la libertad, la creatividad y el amor humanos son la manifes-tación del carácter de Dios mismo. De nuevo, si no hay un Dios que ha creado un mundo en el que existe la libre elección, un mundo en

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EL CEREBRO DE EINSTEIN

el que la libertad funciona en un nivel más allá de lo puramente fí-sico, entonces es difícil vernos a nosotros mismos de otro modo que como robots orgánicos programados, con neuronas en lugar de chips de silicio.

¿Qué opción tomar?

La respuesta es importante porque en ella podemos hallar sentido y propósito a nuestra existencia, si es que existe alguno en absolu-to. Después de todo, sería difícil (aunque puede que no imposible) descubrir mucho sentido y propósito si no fuéramos más que ma-teria y movimiento, seres sin control sobre nuestros pensamientos, acciones o elecciones. (Sería además deprimente, pues si sólo so-mos procesos puramente físicos entonces no tenemos otra opción que la de imaginarnos libres aunque realmente no lo seamos). Por otra parte, si somos seres creados por una fuerza consciente que nos ha hecho libres y nos ha dado la capacidad de tomar decisiones por nosotros mismos, nuestras vidas pueden asumir una nueva dimen-sión global, infinitamente más allá de meras fuerzas físicas que no pueden decidir por sí mismas más de lo que pueden las páginas de un libro seleccionar las palabras que aparecerán en él.

De nuevo, ¿qué opción tomar? ¿Somos meros autómatas, o seres libres creados a la imagen de un Dios amante?

La pregunta no es sino otra manera de interrogarnos: ¿Quiénes somos? ¿Qué somos? ¿Qué significan nuestras vidas? Este libro bus-ca, entre otras cosas, examinar estas cuestiones y, con lógica, razón y cierta medida de fe, proveer algunas respuestas.

Y la gran noticia es que tú no necesitas el cerebro de Einstein para entender estas respuestas.

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Referencias

1. Michael Paterniti, Driving Mr. Albert: A Trip Across America With Einstein's Brain (Nueva York: Random House, 2000), pág. 24.

2. Ibid., pág. 194. 3. Arthur Schopenhauer, Essay on the Freedom of the Will (Mineóla, N.Y., EE.UU.: Dover

Publications, 2005), pág. 62.

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2 El Principio

de Clifford

T a mayor parte de la gente nunca ha oído acerca de Werner

1 ^ von Siemens. Muchos, sin embargo, reconocen la denomi-nación Siemens AG. Comenzando en la década de 1840 como un pequeño taller de Berlín, que instaló la primera línea de telégrafo a l.uga distancia (alcanzaba unos 500 kilómetros) en Europa, Siemens AG rápidamente prosperó hasta convertirse, finalmente, en una de las empresas más innovadoras del mundo.

Creadora de unos 8.200 inventos al año, Siemens AG es hoy una corporación que factura miles de millones de dólares. Presente en más de 190 países, la compañía emplea a unas 480.000 personas, las cuales producen toda clase de equipos electrónicos: desde telé-fonos hasta ordenadores, motores, electrodomésticos y audífonos. Es más que probable que Siemens AG haya entrado en tu vida de un modo u otro.

Werner von Siemens (1816-1892) fue el genio que puso en mar-cha la empresa. Hacia el final de su vida, en la década de 1890, ante un grupo de científicos en Berlín, este brillante inventor y em-

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presario expresaba su fe en el poder de la ciencia y el descubrimien-to científico para mejorar la suerte de la humanidad.

«Por tanto, caballeros», declaró, «nos mantendremos inconmovibles en nuestras creencias de que nuestra actividad investigadora e inventiva con-duce a la humanidad hacia niveles más altos de cultura, ennobleciéndola y haciéndola más propensa a aspirar a unos ideales; y de que la inminen-te era científica reducirá sus privaciones y enfermedades, aumentará su disfrute de la vida y la hará mejor, más feliz y más contenta con su desti-no. Y aun cuando puede que no siempre veamos claro cuál es el camino que lleva a estas mejores condiciones, nos aferraremos sin embargo a nues-tra convicción de que la luz de la verdad que estamos explorando evitará que nos extraviemos, y de que la abundancia de posibilidades que pro-porciona a la humanidad no puede empobrecer a ésta, sino que está des-tinada a elevarla hasta un nivel más alto de existencia».1

¿Cuán precisa fue la predicción de Siemens? ¿Ha hecho la "luz de la verdad", entendida por él como la "actividad investigadora e in-ventiva", "mejor, más feliz y más contenta con su destino" a la hu-manidad? ¿Podemos nosotros, ya bien entrado el siglo XXI, compar-tir el gran optimismo que la ciencia suscitó entre tantas personas antes del comienzo del siglo XX?

¿Qué piensas tú? Aunque la ciencia, de muchas maneras, ha me-jorado nuestra suerte, hoy nos encontramos en un siglo en el que aquélla, lejos de ofrecernos la esperanza de un futuro mejor, puede hacer que ese futuro parezca bastante aterrador. En medio de todo su entusiasmo, Herr von Siemens nunca oyó hablar de maletines atómicos, calentamiento global, invierno nuclear, bombas sucias o bioterrorismo. La ciencia es probablemente una amenaza a nuestra existencia tanto o más que un medio para hacerla mejor.

«Todo nuestro progreso tecnológico, tan alabado, y toda nuestra civiliza-ción», afirmó Einstein, «podrían ser comparados con un hacha en la mano de un psicópata criminal».2

¿Un hacha? (Él dijo eso en 1917). ¿Y qué decir de un artefacto termonuclear de veinte megatones? ¿Y un psicópata criminal? ¿Qué tal si ponemos a un fanático religioso en su lugar?

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EL PRINCIPIO DE CLIFFORD

También, para toda la esperanza que supuestamente ofrecía, la ciencia ha sido incapaz de responder las preguntas más difíciles y fun-damentales sobre la vida. ¿Cuál es nuestro propósito aquí? ¿Qué ra-zones tenemos para vivir? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Y el de la muerte? ¿Cómo podemos encontrar la felicidad? ¿Cómo debería-mos actuar? ¿Qué es moral o inmoral? ¿Qué nos reserva el futuro? La ciencia podría ser capaz de ayudar a conservar al moribundo vivo algo más de tiempo, pero no ofrece respuestas sobre por qué no debemos desconectar...

Sin embargo, las respuestas están ahí, respuestas a cuestiones so-bre el propósito y el sentido de nuestra existencia, sobre cómo de-beríamos vivir, sobre la muerte, sobre el sufrimiento y sobre el fu-turo. Respuestas llenas de esperanza que nos llevan más allá de lo que podemos ver o explicarnos jamás por nosotros mismos a través de tubos de ensayo, experimentos de campo y ecuaciones matemáticas generadas por ordenador.

Y no es sólo que las respuestas estén ahí. Es que, además, puedes tener buenas razones para creerlas.

Cuenta una historia que en el siglo XIX el dueño de un barco es-taba listo para enviar al mar su nave cargada de familias de emi-grantes decididos a empezar una nueva vida en un nuevo mundo. El barco era un tanto viejo, bastante abollado, chirriante y propenso a hacer aguas. Cosa nada extraña, pues había cruzado el océano nu-merosas veces, capeando más de una tormenta en el Atlántico Norte. Se hallaba, y el propietario lo sabía, necesitado de reparaciones. Quizá requeriría una revisión general, al menos con el tiempo.

Unos cuantos contratistas y armadores habían sugerido que la nave no estaba en condiciones de navegar, al menos no sin algunas reformas de cierto calado, pero el dueño sabía que justo ellos te-nían intereses personales para decirle eso. Después de todo, eran los únicos que harían las obras de reparación en sus barcos, así que por supuesto le dirían que convenía hacer esa revisión general. Algunos de los miembros de la tripulación expresaron palabras de inquie-

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tud, pero el propietario las despachó como cháchara ociosa. Marinos sin educación... ¿qué sabrán acerca de la estructura y la ingeniería de un barco?

Sin duda, el buque presentaba algunos problemas, se dijo, pero era un cacharro tan viejo como resistente, había soportado ya varias tormentas brutales antes, y él no tenía motivo real para pensar que no podría enfrentar una más. Si pudiera hacer unos cuantos viajes más con él, entonces su dueño estaría en condiciones financieras para darle un buen repaso. Ahora, simplemente, no podía permitír-selo, pero es que no lo necesitaba. Cualesquiera otras dudas persis-tentes que pudieran quedar, él las eludía con el pensamiento de que al final la Providencia llevaría la nave adelante porque, después de todo, estaba llena de cientos de personas que buscaban, todas ellas, una vida mejor en otra parte.

Sí, se dijo el propietario, sobre todo tras pronunciar unas oracio-nes en beneficio del barco y de los pasajeros; la cosa era segura. De pie en el puerto en una tibia mañana de primavera, contempló tran-quila y felizmente cómo el buque zarpaba en pos del horizonte.

«De este modo, adquirió la sincera y grata convicción de que su barco era perfectamente seguro y estaba en condiciones de navegar; contempló su sa-lida con corazón alegre y con benévolos deseos de éxito para los emigran-tes en el nuevo y extraño hogar que los esperaba; finalmente, recibió el di-nero del seguro cuando la nave se hundió en medio del océano sin más historias».3

El tema central de este relato, narrado por un filósofo británico lla-mado W. K. Clifford, era que la gente necesitaba razones válidas para sus creencias, y que era inmoral aferrarse a cualquier punto de vista, incluso uno correcto, basado en evidencias frágiles. Si alguien tenía la capacidad y la oportunidad de conseguir suficiente informa-ción con el fin de fraguar una creencia, entonces le incumbía a esa persona hacer justamente eso. De otro modo, ese individuo se sen-tiría muy culpable moralmente por mantener su creencia (al margen, de nuevo, de que fuera verdadera o falsa).

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EL PRINCIPIO DE CLIFFORD

«Modifiquemos el caso un poquito», continuaba Clifford, «y suponga-mos que el barco no era precario después de todo; que hizo su viaje en con-diciones de seguridad y muchos otros después. ¿Disminuirá eso la culpa de su propietario? Ni un ápice. Cuando una acción ya ha sido hecha, es co-rrecta o incorrecta para siempre; ninguna eventual modificación de sus buenos o malos frutos puede alterar eso. El hombre no habría sido inocen-te, simplemente no habría sido descubierto. La cuestión del bien o el mal tiene que ver con el origen de su creencia, no con la sustancia de ésta; no radica en qué consistía la misma, sino en cómo llegó hasta ella; no en si re-sultó ser verdadera o falsa, sino en si tenía derecho a creer en la evidencia tal como se le presentaba».4

Al final, el filósofo resumió así su posición (conocida como "Principio de Clifford"): «Siempre es incorrecto, en todas partes y para cualquier persona, creer cualquier cosa sobre la base de evi-dencia insuficiente».5

Estamos de acuerdo. De ahí, Vida sin límites. No sólo expresa cier-tas creencias, sino que además procura ofrecer -para cualquier per-sona y en todas partes— suficientes evidencias para ellas.

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Referencias

1. En Rüdiger Safranski, Martin Heidegger: Between Good and Evil (Cambridge, Mass., EE.UU.: Harvard University Press, 1998), pág. 35.

2. En Alan Lightman, A Sense of the Mysterious (Nueva York: Vintage Books, 2006), pág. 110. 3. Citado en Charles Taliaferro y Paul Griffiths (eds.) Philosophy of Religion, (Oxford: Blackwell

Publishing, 2003), pág. 196. A. Ibid. 5. Ibid., pág. 199.

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3 Una cebra

en la cocina

c entimos que el propósito de nuestras vidas depende de algo. Pero, ¿de qué?

De cómo llegamos hasta aquí . . . ¿de qué otra cosa podía ser? ( lomo la encina está en la bellota, así nuestro fin está en nuestro prin-cipio.

¿Pero qué significa eso?

Kxisten dos enfoques primordiales y dominantes sobre los oríge-nes humanos. El primero ve al universo, y todo lo que hay en él, i oino el producto de cosas puramente materiales que surgieron por ,i/,ar. Todo, desde la Galaxia de Andrómeda hasta nuestros más pro-IIIIKIOS anhelos, tiene un origen y una existencia material, y se com-pone de átomos y nada más. Todo lo que existe es lo que ciertos ma-i«-1¡alistas antiguos llamaron "átomos y vacío".

I ,os materialistas modernos describen esta posición del siguiente modo. Hace unos quince mil millones de años una tremenda expío-

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sión produjo la materia, la energía, el tiempo y el espacio, todo a la vez, acontecimiento que llaman el Big Bang (la Gran Explosión). Los átomos creados así formaron nubes gaseosas que dieron lugar a las estrellas, y en medio de este conjunto interestelar de luz y calor unas bolas líquidas se enfriaron y endurecieron para originar los planetas, incluido el nuestro, y así surgió el tercer tipo de cuerpos es-féricos. Tras miles de millones de años, los depósitos de agua se lle-naron de sustancias químicas crecientemente complejas. Formas de vida sencilla emergieron a partir de una mezcla de aminoácidos y evo-lucionaron, a través de los eones, en seres humanos.

El punto crucial es que estos procesos no tenían propósito, ni in-tención ni objetivos, incluido el propio Big Bang. Simplemente, ocurrieron. «Nuestro universo», comentó un científico, «no es más que una de esas cosas que ocurren de vez en cuando».1

Si este punto de vista es correcto, entonces nuestro fin (y tam-bién nuestra vida intermedia) -todo lo que se deriva de nuestros orígenes-, es tan sombrío como ya hemos sugerido arriba. Nuestra existencia no tiene propósito. Dado que la mezcla original no tenía metas ni intención, el producto final nada contiene. Somos mera-mente una de esas cosas que ocurren de cuando en cuando. Como ocurre con lo que sale de una caja de sorpresas sólo porque alguien lo puso antes dentro de ella, si aquello que nos creó no tiene senti-do ni propósito, entonces nada más puede salir de la caja aparte de nosotros mismos.

En resumen, la visión científica prevaleciente acerca de nuestros orí-genes nos deja pocas esperanzas más allá de nuestra frágil e incier-ta existencia aquí. Así lo expresó el principal ateo del siglo XX:

«Todos los esfuerzos a lo largo de los siglos, toda la devoción, toda la ins-piración, todo el brillo esplendoroso del genio humano [...], el santuario completo de los logros del hombre quedará inevitablemente sepultado bajo los escombros de un universo en ruinas».2

Así pues, volviendo a nuestras preguntas: ¿Es esta vida, con todos sus esfuerzos, luchas y decepciones, la suma de todo lo que somos o podríamos ser? En tal caso, como colofón a nuestro a menudo

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U N A CEBRA EN LA COCINA

triste y miserable peregrinaje aquí -salpicado con unas pocas líneas, párrafos o, si hay suerte, páginas de felicidad-, esta vida terminará en polvo que se destruirá a sí mismo en el Big Crunch. ¿Es éste nues-tro destino?

Sí, suponiendo que la visión anterior sobre nuestros orígenes sea la correcta.

Por otra parte...

La hipótesis Dios Por otra parte, contamos con otro enfoque muy extendido acer-

ca del origen, uno que abarca una perspectiva más amplia y grandio-sa que los estrechos confines del enfoque materialista. Esta otra po-sición argumenta que todo lo creado procede de un Creador, de un Dios (o unos dioses) que trajo (trajeron) todo a la existencia. Según este punto de vista, no estamos aquí por casualidad, sino por desig-nio, y podemos deducir algunos de esos propósitos a través de la creación, que testifica por sí misma de la existencia de Dios. Después de todo, así como una pintura implica un pintor, ¿no implica la creación un Creador?

La idea de un Creador, particularmente uno amoroso, nos abre un nuevo reino global de esperanza, más allá de la desesperación fruto de la cosmovisión científica moderna, en la cual la destrucción re-mata un universo que carecía de propósito al inaugurarse.

«Sólo Dios, en mi opinión, puede arrancarle a la muerte la última palabra», observó el escritor inglés John Polkinghorne. «Si la intuición humana de esperanza -según la cual todo será bueno, y el mundo tiene sentido en última instancia— no es un engaño vano, entonces Dios debe existir».3

La visión materialista atea no ofrece ninguna posibilidad de futu-ro aparte de ésa del polvo frío a la deriva en un cosmos desgastado. Sólo la divinidad nos ofrece la posibilidad de algo más. De nuevo, nn Dios no es garantía de un buen fin, sólo la posibilidad de uno. luí contraste, la concepción científica nos garantiza solamente una muerte mucho más larga que todo lo que le precede. «No es que la

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V I D A SIN LÍMI TES

vida sea muy corta», declara una máxima grabada en una camiseta, «es que la muerte es muy larga».

Nuestra más apremiante y relevante cuestión, entonces, trata de los orígenes, pues sólo sabiendo cómo empezamos podemos encontrar las respuestas sobre nuestra vida y, aún más importante, sobre nues-tro fin. Así como el color de los ojos se origina en nuestros genes, nuestros fines se engendran en nuestros principios.

«Ya que nuestro destino es totalmente dependiente de la matriz que lo produjo y sostiene», comentó Huston Smith, «el interés por su naturale-za es el más sagrado interés al que prestar atención».4

¿Qué nos produjo? ¿Qué nos sostiene? ¿Fuerzas frías y sin propó-sito, o una deidad de uno u otro tipo? ¿Estamos solos aquí, o exis-te Dios? Y si es así, ¿viene a nosotros este Dios «sólo en sombras y en sueños»,5 o podemos saber más sobre él?

Como ya hemos afirmado, este libro busca hacer suyo el Principio de Clifford: "Siempre es incorrecto, en todas partes y para cual-quier persona, creer cualquier cosa sobre la base de evidencia insu-ficiente".

De las dos opciones previas, ¿cuál respeta más este principio?

Supon que un día llegases a casa y encontraras una enorme cebra bebiendo en el fregadero de tu cocina. Sorprendido, le preguntas a tu cónyuge (o a quien sea con quien vivas):

—¿De dónde ha salido esta cebra?

-De la nada.

¿De la nada? ¡Ridículo! ¿Por qué? Pues porque nada viene de la nada. La vieja frase latina Ex nihilo nihilfit (De la nada, nada viene) es un principio obvio y elemental, una verdad demasiado básica para si-quiera debatirla. ¿Cómo podría nada surgir de la nada? Las cebras, lo mismo en la jungla que en la cocina, deben originarse a partir de algo, no de la "nada", pues "de la nada, nada viene". Sería más fácil sacar seis de tres que obtener algo, cualquier cosa, de la nada.

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U N A CEBRA EN LA COCINA

Entonces, ¿qué decir de la tierra, del cielo, de las estrellas? ¿O de li, de tus zapatos, de tu madre? Es obvio que ellos, como la cebra, no pueden haber venido de la "nada", ¿no es cierto? Cualquier cosa creada, cualquier cosa que en otro tiempo no era y ahora es, sólo lle-gó a ser por algo distinto de sí misma, por algo previo a ella. El za-patero obviamente existió con anterioridad a tus zapatos.

Ahora bien, durante muchos años la gente creyó que el universo era eterno. Siendo increado, siempre había existido. Nunca hubo un tiempo en el que no existiera. A pesar de las difíciles cuestiones filosóficas que tal posición suscitaba, eliminaba la necesidad de un Creador. El universo no tenía un Creador porque, siempre existen-te, no lo requería.

Los científicos ahora creen, sin embargo, que el universo no es eterno sino que tuvo un principio. Sí, en algún punto del pasado, 110 existía. Stephen Hawking, quizá el más grande científico desde Einstein, escribió que «casi todo el mundo ahora cree que el univer-so, y el tiempo mismo, tuvo un principio en el Big Bang».6 Como tus zapatos, el universo no siempre estuvo ahí.

La conclusión de que el universo tuvo un principio conduce a la pregunta obvia: si el universo tuvo un punto de partida, entonces, ¿qué o quién lo puso en movimiento? Si es absurdo creer que una ce-bra en tu cocina vino de la nada, aún más lo será creer que el uni-verso, y todo lo que contiene (nosotros mismos y las cebras inclui-dos) vino de ahí.

Así pues, antes del Big Bang, antes de que el universo fuese, algo tenía que ser ya; algo lo bastante poderoso para poner en movi-miento las fuerzas que condujesen a la vida en la tierra, por no men-cionar la existencia de miles de millones de galaxias y estrellas. Y aparte de Dios, ¿quién, o qué, podía ser ése? ¿Quién, o qué, podía haber creado el universo?

Una vez que los científicos se pusieron de acuerdo en que el uni-verso vino a la existencia en uno u otro momento, se vieron forza-dos a tratar la ineludible cuestión sobre Dios. Como Hawking con-

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cedió: «Habida cuenta de que el universo tuvo un principio, po-dríamos suponer que tuvo un creador».7

El argumento de la nada

Ese "suponer" es correcto. Pero las implicaciones que rodean a un universo creado apuntan tan poderosamente a Dios que algunos científicos se han visto compelidos por lo obvio... a abrazar el ab-surdo. En vez de que Dios sea el creador del universo, sostienen que el creador fue la nada.

¿La nada? Eso es lo que algunos están diciendo.

«Entra dentro de lo posible», sugirió el físico Alan Guth, «que todo pue-da ser creado de la nada. Y "todo" podría incluir mucho más de lo que po-demos ver [ . . . ] . Es justo decir que el universo es el colmo de la gratuidad».8

¿Cómo es posible que "nada" cree "todo"? Por medio de las fluc-tuaciones cuánticas, teorizan algunos científicos. ¿Ah, sí?

Las fluctuaciones cuánticas son complicados procesos físicos que, supuestamente, crearon el universo. De ser así, esa teoría es una petición de principio. ¿De dónde proceden las leyes de la física (y no digamos la energía) necesarias para producir esas fluctuaciones cuánticas?

Como se burla un crítico:

«Alan Guth escribe con asombro complacido que el universo surgió de "esencialmente [ . . . ] nada en absoluto": lo que pasa es que se trata de un falso vacío de "1026 centímetros de diámetro" y "1032 masas solares". Parecería, entonces, que "esencialmente nada" tiene tanto extensión espa-cial como masa. Aunque estos datos quizá le resulten a Guth poco llama-tivos, otras personas pueden sospechar que la nada, como la muerte, no es una cuestión de grados».9

Otro crítico de la hipótesis "todo de la nada" resalta:

«¿Cómo damos cuenta de la situación en la que una o más gigantescas fluctuaciones cuánticas pudieron ocurrir? El ateo dice que simplemente he-mos de asumirlo y tratarlo como algo dado».10

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U N A CEBRA EN LA COCINA

Dejando aparte todas las complejidades y matices de las fluctua-ciones cuánticas, los argumentos de los críticos están bien fundamen-tados. Sea lo que sea una fluctuación cuántica, ciertamente no es "nada". Tiene masa, energía y leyes físicas, y estas cosas, como la ce-bra en tu cocina, tuvieron que venir de alguna parte. La cuestión, otra vez, es: ¿De dónde?

De las dos posiciones -que el universo fue creado por "nada", o que es el resultado de un Dios poderoso-, ¿qué parece lo más lógico y ra-zonable? ¿Qué se ajusta mejor a la evidencia: que todo lo que exis-te (estrellas, nubes, personas, árboles, etc.) brotó de "nada", o que vino de un Creador? ¿Es más sensato aceptar como dados los procesos fí-sicos necesarios para las fluctuaciones cuánticas, o reconocer un 1 )ios Creador, eternamente existente?

La nada como creador es, realmente, la única opción lógica para el ateo. ¿Por qué? Porque si alguna otra cosa aparte de un Dios eter-no (es decir, un Dios que siempre existió) hizo el universo, enton-ces esa cosa, friera lo que fuese, tuvo que ser creada por algo anterior .i ella, que a su vez tuvo que originarse a partir de algo previo... y así sucesivamente sin fin. De este modo el universo pudiera no ha-ber tenido nunca un punto de partida. Tendría que existir, como I )ios, desde la eternidad. Pero el universo no se remonta infinitamen-te en el tiempo. Hubo un tiempo en el que, sencillamente, no esta-ba ahí. Y porque hubo un tiempo en el que el universo no existía, .ilgo obviamente tuvo que iniciarlo, ¿y qué o quién pudo ser ése, sino Dios?

A menos, por supuesto, que la nada lo crease.

«En el principio Dios creó los cielos y la tierra» (Génesis 1: 1 KV90). ¿O fue: «En el principio la nada creó los cielos y la tierra»?

¿( luál se ajusta mejor al Principio de Clifford?

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Referencias

1. En Dennis Richard Danielson (ed.), The Book of the Cosmos (Cambridge, Mass., EE.UU.: Perseus Publishing, 2000), päg. 482.

2. Bertrand Russell, Why I Am Nota Christian (Nueva York: Simon and Schuster, 1957), päg. 107. 3. John Polkinghorne, Belief in God in an Age of Science (New Haven, Conn., EE.UU.: Yale

University Press, 1998), päg. 21. 4. Huston Smith, Beyond the Post-Modem Mind (Wheaton, 111., EE.UU.: Theosophical Publishing

House, 1992), päg. 53. 5. Wallace Stevens, "Sunday Morning," The Collected Poems (Nueva York: Vintage Books, 1990),

päg. 67. 6. Stephen Hawking y Roger Penrose, The Nature of Space and Time (Princeton, N J. , EE.UU.:

Princeton University Press, 1996), päg. 20. 7.Stephen Hawking,/! BriefHistory ofTime (Nueva York: Bantam Books, 1988), pägs. 140, 141. 8. En Danielson, päg. 483. 9. Ibid., päg. 495.

10. Ian Barbour, When Science Meets Religion (San Francisco: HarperSanFrancisco, 2000), päg. 44.

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4 ¿De dónde

procede todo?

p I orno venimos viendo, el modelo científico corriente sos-

tiene la hipótesis de que vinimos a la existencia nada me-nos que por una azarosa combinación de materia y energía.

«Con este simple argumento», escribió el zoólogo Ernst Haeckel hace muchos años, «el misterio del universo queda explicado, la Deidad anu-lada y se anuncia una nueva era de infinito conocimiento».1

No tan deprisa, Ernst. Durante el siglo pasado (Haeckel murió en 1919), los científicos han hallado tal complejidad en el universo, un equilibrio tan increíble y sutilmente armonioso de fuerzas esencia-les para la vida humana, que es más probable que la lluvia cayendo sobre un teclado mecanografíe La Ilíada en griego, latín y finlandés, que el mero azar produzca nuestra existencia. La casualidad expli-ca la complejidad hallada en la naturaleza tan bien como la nada nos aclaraba la presencia de una cebra en la cocina.

Confrontados con estos hechos, los científicos y pensadores se han visto obligados a crear otros modelos. Una idea reciente, que vio la luz en la revista Time, afirma que «nuestro universo podría haber sido fabricado por una raza de seres extraterrestres superinteligen-tes».2 Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura del

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ADN, promovió una teoría diferente: inteligencias de otra galaxia enviaron naves espaciales para sembrar la tierra de vida. No nos creó Dios, sino los alienígenas. Crick no era un loco cualquiera de los que salen a diario en tu programa de radio nocturno, sino un respetado investigador científico que ganó el Premio Nobel en 1962 por su tra-bajo sobre el ADN.

«Y así», como expresó un incrédulo escritor, «el ganador del Premio Nobel adoptó la teoría de que los alienígenas espaciales enviaron cohetes para sembrar la tierra».3

La hipótesis de los universos múltiples Otro punto de vista, que ha sido (en cierta medida al menos) bien

recibido por la comunidad científica, responde al título de "hipóte-sis de los universos múltiples" (o "paralelos"). Afirma que existe un gran número, quizás infinito, de universos junto al nuestro. Este, en el que vivimos y que contiene las galaxias que podemos explorar con el telescopio Hubble, es sólo uno entre miles de millones. La ma-yor parte de estos otros universos, sugiere la teoría, no cuentan con la armonía increíblemente fina que es precisa para que exista la vida; así que la mayoría de ellos, a diferencia del nuestro, carecen de ella.

Sin embargo, y aquí está el meollo del asunto, si en vez de un uni-verso hay miles de millones, quizá incluso una cantidad infinita, entonces la probabilidad de que uno de ellos esté lo bastante y su-tilmente ajustado para la vida se vuelve menos increíble. Tantos mi-llones y millones de universos adicionales incrementan poderosamen-te las posibilidades de que uno de ellos tenga las muchas y asombrosas variables necesarias para sostener la vida.

Míralo así: si arrojas cinco monedas sucesivamente, ¿cuáles son las probabilidades de que las cinco veces salga cara? Ciertamente, no tan buenas como las que hay de conseguir cinco caras seguidas si lan-zas diez millones de monedas una detrás de otra. Es mucho más probable que consigas, en algún punto de la serie, cinco monedas se-guidas lanzando diez millones de monedas que tirando sólo cinco. Eso es lo que la hipótesis de los universos múltiples dice: cuantas más

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¿ D E DÓNDE PROCEDE TODO?

veces intentes algo, mayor probabilidad tienes de conseguirlo. Por eso, cuantos más universos haya por ahí fuera, mayores son las po-sibilidades de que uno de ellos resulte ser como este cosmos incre-íblemente complicado en el que vivimos.

La hipótesis de los agujeros negros

Por supuesto, uno puede humildemente preguntar: "¿De dónde salieron todos esos universos, incluido el nuestro?" Bueno, los cien-tíficos también tienen algunas teorías acerca de eso.

Una de ellas propone que los agujeros negros (esas misteriosas en-tidades cuya fuerza de gravedad es tan fuerte que no permiten que nada, ni siquiera la luz, se escape) podrían ser el motor que forma nuevos universos. De algún modo, rasgando y remodelando el teji-do espacio-temporal, los agujeros negros crean nuevos universos, cuyos propios agujeros negros a su vez producen nuevos universos adicionales, y así sucesivamente y para siempre.

Otra teoría, basada en la idea de una "cosmología inflacionaria", sostiene la hipótesis de que una pequeña parte del espació sufrió una enorme expansión que permite que se forme cada vez más es-pacio, y de esta constante expansión espacial surgen cada vez más uni-versos.

Aunque existen otras teorías científicas, tienen una cosa en co-mún, y es que tratan de explicar el increíble diseño y complejidad del universo sin recurrir a lo que parecería la explicación más obvia: un Creador o Diseñador.

Después de todo, ¿para qué necesitas a Dios cuando tienes aliení-genas espaciales y agujeros negros?

Pero piensa un momento: ¿Qué tiene más sentido?

¿«El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay» (Hechos 17: 24)?

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¿«Los agujeros negros, que hicieron el mundo y todas las cosas que en él hay»?

(Y no te olvides tampoco del Principio de Clifford mientras lo decides).

Pelotón de ejecución de treinta hombres Otros sostienen que, dado que como humanos no podríamos exis-

tir en un universo incapaz de garantizar la increíble complejidad y el ajuste fino necesarios para producirnos, entonces no es mayor problema que nos hallemos aquí. Para empezar, el universo tuvo que crearnos a fin de que estuviéramos aquí y nos asombrásemos con sus maravillas. Sin embargo, lejos de responder a la cuestión acerca del increíble equilibrio de factores que hicieron posible la vida, ese argumento lo ignora. Es como si un prisionero encarase a un pelo-tón de fusilamiento de treinta soldados situados a cinco metros de distancia. Los treinta disparan, fallan y el prisionero queda libre, proclamando: «Por supuesto, tenían que fallar, de otro modo yo no estaría aquí ahora para contarlo. No hay nada extraordinario aquí».

En el siglo XVIII, mucho antes de que la ciencia descubriera el gra-do de complejidad de la naturaleza, hecho que hoy ha causado un giro en nuestra comprensión de los orígenes, el filósofo británico David Hume desafió la idea de que la creación revela al Dios de la Escritura. Aun admitiendo, en boca de un personaje suyo implica-do en un diálogo, el hecho de la complejidad y el designio en la na-turaleza «hasta un grado que va más allá de lo que pueden rastrear y explicar los sentidos y facultades del ser humano»4 (y cuando él es-cribía nadie había oído acerca del ADN, mucho menos se habían em-pezado a explorar las impresionantes complejidades de las células), Hume luchó duramente para descartar la idea de un Creador detrás de todo ello. En última instancia, sin embargo, tuvo que sostener que:

«La materia puede contener originariamente dentro de sí la fuente o el origen del orden [ . . . ] ; y [ . . . ] que los diversos elementos pueden disponer-se, merced a una desconocida causa interna, en la más exquisita de las or-denaciones».5

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¿ D E DÓNDE PROCEDE TODO?

La tesis de Hume, uno de los más imperecederos polemistas an-i ¡cristianos de la historia, no deja de implicar (al igual que las hipó-tesis de los agujeros negros, los extraterrestres, etc.) una petición de principio. ¿Dónde obtuvo la materia la información y la capacidad con las que organizarse para alcanzar este "orden exquisito"? Es más lácil imaginar al papel y la tinta, en virtud de algo inherente a sí mismos, creando el manuscrito de la obra de Dostoyevski Crimen y ntstigo, que concebir al carbono, el agua y las proteínas organizán-dose en una célula; muchos menos, a los procesos que, con el tiem-po, condujeron al cerebro de Einstein.

¿Cómo es que materiales inanimados (protones, electrones, mo-léculas, átomos e incluso sustancias químicas) emergen como algo mayor que sus partes constituyentes (por ejemplo, la vida y la con-ciencia humana)? Es más probable que una mujer de 50 kilos die-ra a luz a un bebé de 75 kilos, que el que la materia inanimada, por sí misma, y con independencia de cuánto tiempo se le conceda, llegase jamás a convertirse en la forma de vida más "sencilla", y mucho menos en la vasta variedad de seres vivos que vemos alrede-dor de nosotros en la tierra. Si los elementos necesarios no se en-contraran ahí desde el principio, si no estuvieran en el caldo primi-genio siquiera en forma potencial, entonces, ¿cómo surgieron de ahí? Puedes crear cosas interesantes con un puñado de piedras, pero no importa cuánto tiempo o cuán creativamente las agites, las macha-ques o las dispongas, nunca llegarán a ser un ente vivo, porque los elementos clave para ello no estaban en esas piedras desde un prin-eipio. Y el tiempo mismo, lejos de crear esos elementos superio-res, tendería a desgastar las piedras, no a transformarlas en algo más grande de lo que ya eran.

«Con mucho», señaló el filósofo Etienne Gilson, «el problema más difícil para la filosofía y para la ciencia es explicar la existencia de las voluntades humanas en el mundo sin atribuirla al primer principio, ni a una volun-tad, ni a algo que, porque contiene en potencia una voluntad, es en rea-lidad superior a ella».6

Sólo algo mayor que una creación puede producir esa creación. Nadie se sorprende cuando un artista pinta su autorretrato. Lo im-

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posible es que el autorretrato pinte al artista. Eso sería ir de lo me-nos complejo a lo más complejo, ¿y cómo puede ser eso? Fuerzas ma-yores, más inteligentes y que trascienden a una bicicleta crearon la bicicleta. Esta requirió algo capaz de permanecer fuera de ella, de pen-sarla y, luego, de incorporar los materiales y procesos necesarios para formarla.

¿Qué decir, entonces, del universo y todo lo que hay en él? Sólo algo mayor que él pudo haber creado el universo, y, ¿quién, o qué, pudo ser ése sino Dios, una eterna y todopoderosa Deidad creado-ra, como la que aparece descrita en las Sagradas Escrituras? ¿No es mucho más razonable creer en tal Creador que en algunas de las al-ternativas que, con excepción del concepto de que todo procede de la nada, ni siquiera eliminan, de todos modos, la necesidad de un Creador? Y si al final, después de todo, resulta que incluso la nada debe ser algo, ¿de dónde procede ese algo, sea lo que sea, sino del Creador?

En resumen, si es siempre incorrecto para todo el mundo, en cual-quier parte, creer algo sobre la base de evidencia insuficiente, enton-ces no debe sorprendernos que millones crean en Dios. Dadas las evi-dencias, ¿no es de lo más irrazonable no hacerlo?

¿Quién creó a Dios? Y estos millones creen no en cualquier deidad, sino en el Dios de

las Escrituras, el Dios Creador, aquél en el que «vivimos, nos move-mos y somos» (Hechos 17: 28), en cuya «mano está la vida de todo viviente» (Job 12: 10 RV90), y quien ha creado «todas las cosas» (Apocalipsis 4: 11). ¿No es mucho más lógico creer en él como el ori-gen de todo, que en alienígenas espaciales, agujeros negros, o nada?

Pero, ¿quién creó a Dios?

El ateo británico Bertrand Russell contó la historia de cómo, en su juventud, batalló con las cuestiones acerca de la existencia de Dios. Hasta cumplir los 18 años, dijo, había creído en Dios, pero enton-ces se encontró confrontado con la pregunta sobre las causas prime-

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¿ D E DÓNDE PROCEDE TODO?

ras. Si todo lo que vino a la existencia tuvo una causa (algo previo a ello lo creó), entonces, ¿qué existía antes que Dios? ¿Quién creó a Dios?, se había preguntado Russell. De ahí en adelante, según refi-rió, dejó de creer que la creación misma mostrara que Dios tenía que existir.

Sin embargo, la cuestión "¿Quién creó a Dios?" es engañosa. No tiene sentido porque Dios, por definición, siempre existió (es lo mismo que preguntar "¿Por qué un círculo es redondo?").

Meditemos en ello. Sólo dos tipos de existencia son posibles: la que lúe creada (y hubo un tiempo en el que no existió) y la que siempre ha existido y, por tanto, nunca fue creada. ¿Qué otras opciones hay? El Dios de la Biblia entra en la última categoría. Por eso la Escritura lo llama el «Dios eterno» (Romanos 16: 26). Por muy difícil que resulte comprender este concepto, ¿qué otra conclusión lógica po-demos extraer?

En todo nuestro derredor vemos cosas que están ahí sólo porque algo más las originó. Nada viene de sí mismo. Todo lo que en otro tiempo no existió y luego llegó a existir (como tú, un caballo, un coche, una cebra en tu cocina), debió su existencia a algo distinto de sí mismo, algo previo. Sin embargo, antes o después tenemos que llegar a algo que no fue creado, que no resultase de algo que exis-tiese previamente, que siempre estuviera ahí. ¿Y quién, o qué, po-dría ser eso salvo Dios? Cualquier otra cosa necesitaría que algo lo crease, y volvemos donde empezamos. Lógicamente, entonces, algo no creado, algo eterno, tiene que existir, y si no es Dios, ¿entonces qué es?

¿La nada? ¿Los agujeros negros? ¿Los extraterrestres?

¿O un eterno Dios autoexistente?

El Nuevo Testamento declara sobre este Dios que «todas las cosas fueron hechas por él. Y nada de cuanto existe fue hecho sin él» (Juan 1: 3 RV90). En otras palabras, cualquier cosa que una vez no exis-tió y luego sí, sólo llegó a existir a través de Dios, la Divinidad des-

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crita en la Santa Biblia como el único que siempre ha existido y a tra-vés de quien todo fue creado.

Y él es Dios sólo porque es el Creador. «Porque en él fueron crea-das todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las in-visibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo en él tiene su consistencia» (Colosenses 1: 16-17 BJ).

El que está antes que todas las cosas, el que creó todas las cosas, el que mantiene unidas todas las cosas... a nadie debe extrañar que sea Dios.

¿Quién más o qué otro podría ser?

En nuestro principio está nuestro final

Una nave espacial procedente de la tierra viaja a un planeta que rota en torno a otra estrella, habitado por seres muy similares a los hu-manos. Una diferencia esencial, sin embargo, es que, a diferencia de los humanos, los residentes en este planeta viven aproximadamen-te un millón de años, algunos miles arriba o abajo. Los astronautas de la tierra, al mezclarse con esos amistosos habitantes, pronto per-ciben algo sobre ellos: lamentan el sinsentido y la extrema futilidad de sus vidas. «¿Qué puede significar todo?», se preguntan, en parti-cular después de un funeral. «Vivimos, pongamos por caso, 999.000, un millón, un millón y pico de años... (un punto, un relámpago en medio de la eternidad), ¿y luego qué? ¿Muerte eterna, eterno olvi-do, eterna nada? ¿Cuál es el propósito de la vida si, al final, morimos para siempre y nada viene después?».

Aunque imaginario, este breve relato destaca un asunto impor-tante. Incluso si aceptamos la conclusión lógica de que Dios nos creó, podemos preguntar: ¿Por qué? ¿Cuál es nuestro propósito? ¿Engendrar una generación miserable tras otra hasta que, antes o después, una de ellas reviente, o se congele hasta la muerte cuando las estrellas se extingan y "concluya la era de la luz"? Si la pregunta

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sobre Dios y su existencia terminase donde empezó, no estaríamos mejor que si fuéramos meros productos del azar.

¿Qué tipo de Dios nos puso aquí, nos dio mentes capaces de con-templar la eternidad y de temblar ante la temporalidad de nuestra existencia, y luego permite que todos (sin excepción... o incluso sin posibilidad de excepción) muramos? «La grasienta huella de la muerte»7 echa a perder todo lo humano. Reducirá a todo corazón hu-mano a un silencio idéntico al de un filete de ternera cruda, y des-trozará cada neurona hasta que toda una vida llena de memoria se desintegre dentro de las barrigas de unas bacterias que, también ellas, desaparecerán.

Redentor Justo por eso el Dios de la Biblia no es sólo nuestro Creador. No

nos enjauló en la mortalidad como a simples animales en un zoo, mientras la noción de inmortalidad se burla de nosotros más allá de nuestras rejas. No, él también nos ofrece vida eterna, la única cosa que puede hacer de nuestra existencia algo más que una farsa. (Vete a un cementerio alguna vez y cómete un almuerzo a la sombra de una tumba. Si lo que hay en la tierra debajo de tu mochila es tu desti-no eterno, ¿cómo puede no ser todo una farsa?).

Aunque Dios nos creó de la tierra (ver Génesis 2: 7), él nunca se propuso volver a dejarnos ahí (no nos creó para matarnos). Se espe-raba que nos alimentásemos del suelo, no que llegásemos a ser par-te de él. Por eso Dios no es sólo el Creador, es también el Redentor; pues sin la redención, la naturaleza misma, al menos tal como es actualmente, opera contra nosotros. Necesitamos, por tanto, algo que trascienda la naturaleza, algo más fuerte, por encima y fuera de ella, y ese algo es Dios, nuestro Dios Redentor, a quien los cristianos adoramos y conocemos como Jesucristo.

¿Por qué los cristianos adoran a Jesús? Porque no es sólo Creador sino también Redentor. Como tal, nos ofrece esperanza más allá de la que este mundo puede ofrecer... ¿Qué es lo que éste puede ofre-

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cernos? ¿El Big Freeze (la Gran Helada)? ¿El Big Crunch (la Gran Implosión)? ¿El Big Rip (el Gran Desgarramiento)? [Distintas hi-pótesis sobre el fin del universo. N. del T.] ¿Eso es todo lo que po-demos esperar?

La Escritura proclama: "¡No! Podéis esperar más, mucho más". Y nos muestra cómo, a través de quién, y por qué podemos esperar in-finitamente más.

«En mi principio», escribió el poeta T. S. Eliot, «está mi final».8

Nuestro principio, lo queramos o no, estuvo en Cristo, el Creador. Y si lo elegimos, nuestro final también puede estar en Cristo el Redentor.

Aunque puede que no hayamos tenido elección en nuestro prin-cipio, sí elegimos nuestro final. Y la esperanza de la fe cristiana es que aquéllos que aceptan a Cristo, no sólo como su principio (su Creador), sino también como su final (su Redentor), tienen la pro-mesa de la redención eterna.

¿Qué es la redención, en todo caso? ¿Qué significa? ¿Ofrece al-gún tipo de esperanza? ¿Y por qué creemos en ella?

Eso es lo que analizaremos seguidamente: la redención en Jesús como la esencia de la fe cristiana, el fundamento de toda su espe-ranza.

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Ucferencias

1. Ian Barbour, When Science Meets Religion (San Francisco: HarperSanFrancisco, 2000), pág. 10. 2. Michael Leonick y J. Madeleine Nash, "Cosmic Conundrum," Time, 29 noviembre 2004, pág.

58. 3. Mark Steyn, "The Twentieth-Century Darwin," Atlantic Monthly, octubre 2004, pág. 207. 4. David Hume, Diálogos sobre la religión natural (Madrid: Tecnos, 1994), pág. 76. 5. Ibíd., pág. 80. 6. Etienne Gilson, God and Philosophy (New Haven, Conn., EE.UU.: Yale University Press, 1941),

pág. 22. 7. Charles Simic, Hotel Insomnia (Nueva York: Harcourt, Inc., 1992), pág. 15. 8. T. S. Eliot, "East Coker," The Complete Poems and Plays (Nueva York: Harcourt Brace and

Company, 1980), pág. 123.

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5 El meollo del asunto

? m f ué es más difícil de imaginar, un universo finito, o / j infinito?

Si es infinito, el universo sigue avanzando y avanzando sin fin, a donde sea, por siempre jamás. Aunque viajes a la velocidad de la luz durante mil millones de años, no te aproximas más a sus límites que cuando empezaste... no es una idea fácil de asimilar (incluso con millones y millones de neuronas en nuestros cerebros). Pero si es finito, si el universo tiene un fin, eso suscita la cuestión: ¿Qué hay más allá de ese fin? Algunos sostienen que el universo es finito pero no tiene fin, como un círculo sobre el que uno sigue dando vueltas y más vueltas sin parar. Sin embargo, un círculo es un cír-culo porque es redondo, y algo redondo implica un espacio que no cubre, justo como algo limitado requiere un límite con algo más. Así que si el universo es limitado, ¿qué hay más allá de sus límites?

Entretanto, cualquiera sea su tamaño y su forma, el universo se agranda continuamente. Algunos antiguos pensaban que el univer-so se extendía no mucho más allá de la tierra, quizá unos cuantos kilómetros a lo sumo (la antigua tradición rabínica contemplaba el trono de Dios a unos cinco kilómetros del Templo de Jerusalén).

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V I D A SIN LÍMI TES

Hace cien años los astrónomos creían que el universo tenía un diá-metro de unos cinco mil años luz. Hoy los astrónomos estiman que la parte visible del universo mide unos 27 mil millones de años luz, lo que significa que si redujésemos el universo al tamaño de la superficie de la tierra, nuestro sistema solar tendría el volumen de una pequeña bacteria. La ciencia proclama que el universo se expan-de, a la manera de un globo. Y eso suena bien, pero si el universo está, de hecho, agrandándose, el asunto lleva a algunas abrumado-ras preguntas, entre las cuales quizá la más obvia sea: si el univer-so se expande, ¿hacia dónde se expande?

Las pequeñas cosas Pero no es sólo el macromundo, el cuadro global, lo que nos con-

funde. La otra perspectiva, la de las pequeñas cosas, enmaraña aún más nuestras mentes.

La materia se compone de átomos, entidades tan pequeñas que una gota de agua contiene miles de millones de ellas. Pero el átomo mismo (un núcleo y la nube de electrones en torno a él), está tan hueco como una caverna.

«Muy aproximadamente», escribió el físico John Gribbin, «la proporción es como un grano de arena en el Carnegie Hall. La sala vacía es el "áto-mo"; el grano de arena es el "núcleo"».1

Pero es que además el núcleo contiene protones y neutrones, compuestos a su vez de elementos más pequeños, llamados quarks. Algunos científicos teorizan que los quarks -toda la materia, real-mente- se componen de cuerdas vibratorias unidimensionales y tan pequeñas, que una cuerda es al tamaño de un protón... ¡lo que un protón es al tamaño del sistema solar!

Y aún no hemos terminado. La materia, como los números, es qui-zás infinitamente divisible. Se sigue empequeñeciendo cada vez más, sin que haya una partícula que sea la más pequeña, al igual que los números se empequeñecen cada vez más sin llegar nunca al más pequeño.

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EL MEOLLO DEL ASUNTO

El meollo del asunto En otras palabras, la existencia, en ambas direcciones, podría no

acabar nunca. Hacia dentro o hacia fuera, estamos atrapados, inte-lectual y físicamente, no sólo por los infinitos que nos rodean, sino también por los que hay dentro de nosotros.

La creación, tan grande, tan compleja, tan abismalmente superior a nuestros pensamientos, ofrece un impresionante testimonio del po-der del que la creó, el ser por medio del cual «fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo en él tiene su consistencia» (Colosenses 1: 16-17 BJ).

Pero, como ya hemos señalado, este Dios no es sólo el Creador, es también el Redentor. No nos puso aquí sólo para permitir que desapareciéramos para siempre en los infinitos que nos rodean. No, él nos creó para tener vida eterna. Desafortunadamente, esta-mos tan acostumbrados a la muerte que la contemplamos como parte del curso natural de las cosas, del mismo modo que un niño criado en un hogar donde reinan los malos tratos, asume que es natural que los padres golpeen a sus hijos. Pero la muerte es una per-versión del orden previsto por Dios, y como tal será eliminada. Y en eso consiste la redención, en la extirpación de la muerte (así como del dolor, la enfermedad y el sufrimiento). Y todo eso ocu-rre por medio de Jesús.

La Escritura dice: «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: El, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hom-bres. Más aún, hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2: 5-8).

Pon a un lado todo lo que das por supuesto acerca del cristianis-mo. Concéntrate, en lugar de ello, en este único punto: en su nú-

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cleo, el cristianismo enseña que el Creador del universo, el poder que hizo "todas las cosas" y en el que todo "tiene su consistencia", "se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo" y murió en una cruz. En otras palabras, ¡se sometió voluntariamente al juicio y al castigo que el propio mundo (como ya veremos) merecía!

He ahí el meollo del asunto.

De nuevo, la existencia de Dios, por sí sola, no es necesariamente una buena noticia. Pero, ¿y si esta Divinidad hizo suya la humanidad, y en esa humanidad soportó el castigo por todo el mal que la raza hu-mana ha cometido? ¿Y si permitió ser ella misma castigada por todos nuestros malos actos, porque ése era el único modo de que nosotros -mentirosos, tramposos, adúlteros, calumniadores e incluso cosas peores- pudiésemos tener la esperanza de vida eterna?

Piensa en las implicaciones.

Piensa, primero, en que el hormigueo de nuestra piel al intuir que las cosas acabarán arreglándose está basado en la realidad, no en un cursi sentimentalismo. En que cuando alzamos la mirada hacia el cielo nocturno (esté embozado por las nubes o salpicado con la luz de las estrellas), alguien no sólo nos está devolviendo la mi-rada, sino que lo está haciendo con amor y preocupación. En que nuestras vidas valen mucho más de lo que este mundo jamás podría admitir. En que, no importa cuán grande sea el universo, sus lí-mites se hallan más cerca de lo que imaginamos. En que algo gran-de nos aguarda, pues el Creador no habría pasado por los sufri-mientos que padeció de no ser porque algo maravilloso resultaría de ello. (Jesús no murió en la cruz simplemente para proporcionar un motivo pictórico a los artistas del siglo XVI). Y finalmente, piensa en que la mayor ironía jamás conocida, la de que nos sobre-vivan nuestras tumbas, finalmente será revertida.

Eso, y mucho más, es lo que estaría implicado en todo este asunto.

Con tanto en juego, ahora nos cabe preguntarnos: ¿Qué es la re-dención? ¿Por qué la necesitamos? ¿Cómo se obtiene?

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EL MEOLLO DEL ASUNTO

Kcferencias

I. |ohn Gribbin, The Search for Superstrings, Symmetry, and the Theory of Everything (Nueva York: Little, Brown and Company, 1998), pag. 6.

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6 Dilema moral

Una niña londinense de seis años viajó a Francia por prime-ra vez. Después de recuperar el equipaje en el aeropuerto,

la familia llamó a un taxi aparcado junto a una acera. Pero la niña, horrorizada, se negó a montarse.

«Mamá», gritó, «¡conducen por el lado contrario de la calle!»

¿Cuál es el lado "correcto"?

Es como preguntar: ¿Cuál es más bonita, la Novena de Beethoven, o "Suicide Solution", de Ozzy Osbourne? A algunos les encanta el arte de Lucían Freud, mientras otros cuestionarán que a eso se le pue-da llamar arte en absoluto. Aunque muchas culturas cocinen la ma-yoría de sus platos con cerdo, hay quienes creen que se contamina-rían con sólo tocar uno de estos animales. Mujeres consideradas obscenamente gruesas en unas sociedades son "top modeiÍ" en otras.

¿Qué es lo relevante aquí? Pues que en ciertos contextos, la cues-tión no es "correcto o incorrecto" (el bien o el mal), sino un asun-to cultural, de costumbres o de preferencias personales.

Pero, ¿qué hay de la moral? ¿Es tan relativa como que uno prefie-ra las piernas gordas a las flacas, o a Ozzy Osbourne antes que

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Beethoven? Algunos sostienen que sí. «No existen fenómenos mo-rales», sostenía el pensador alemán Friedrich Nietzsche, «sino sólo una interpretación moral de fenómenos».1 Y aunque la afirmación tiene su lógica, no obstante contiene (como la mayoría de las afir-maciones) algún elemento discutible.

Cuestión de gustos Un ateo y un cristiano empezaron a debatir sobre moralidad. El

cristiano sostenía que los valores morales vienen de Dios, y el ateo que eran creaciones puramente humanas que brotan de sentimien-tos personales y nada más. Por ser tales, continuó el ateo, nadie podría reivindicar de manera justificada la superioridad de una moral sobre otra. «Amable caballero», respondió el cristiano, «en al-gunas sociedades la gente ama a sus prójimos, mientras que en otras se los comen, basándose en ambos casos en códigos morales. ¿Usted qué prefiere?»

El hecho es que sentimos que ciertas cosas no están bien, al mar-gen de los argumentos culturales, tradicionales y preferenciales em-pleados para defenderlas. No estamos más justificados para conside-rar ciertas acciones moralmente relativas, de lo que lo estamos para equiparar el deseo de exterminar a un grupo de personas y no otro, con el deseo de comer un tipo de comida y no otra.

¿Por qué llegamos a esta conclusión? Si la moral es horizontal, surgida de la humanidad en lugar de haber sido establecida por algo externo a ella (tal como Dios), entonces, ¿qué base tiene nadie para condenar el asesinato, la tortura, el robo, el incesto... y así sucesiva-mente, dado que tales cosas pueden ser, en alguna cultura particu-lar, aceptadas como morales, legales y tal vez incluso honorables?

Suponte que una nación proclamase que por el bien común hay que matar a todos los niños pelirrojos de tres años, y que la inmen-sa mayoría de la población estuviera de acuerdo con esa ley, hasta el punto de que la incorporasen a su constitución. Aun así, la mayor parte de quienes tuviésemos noticias de ello alegaríamos que algo así

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DILEMA MORAL

no es justo. Pero si estamos convencidos de que no es justo al mar-gen de cuánta gente (aunque fuera todo el mundo) esté de acuerdo c on ello, entonces debe haber una ética que trascienda la cultura, la ley y la tradición, y que exista en una esfera más allá de lo humano. ¿Y de dónde podría venir tal concepto del bien y el mal salvo de I )ios? Ciertamente, no puede haber surgido de una casual confluen-i ia de moléculas y sustancias químicas, ¿verdad?

De nuevo, si recordamos el Principio de Clifford ("Siempre es in-correcto, en todas partes y para cualquier persona, creer cualquier cosa sobre la base de evidencia insuficiente"), entonces asumir que la moralidad surgió fortuitamente de sustancias químicas parecería violar el principio, ¿no es cierto? Después de todo, ¿qué evidencia te-nemos de que elementos químicos inanimados (carbono, hidróge-no, oxígeno, nitrógeno) pudieran, en sí mismos y por sí mismos, pro-ducir jamás una ética trascendente?

Si admitimos que ha de haber una moralidad que vaya más allá de l.i cultura y la costumbre, una que no sea un producto humano (igual que no lo son las leyes que rigen los movimientos planetarios), entonces nos vemos confrontados con otras cuestiones, como: ¿Cuál es ese código de moralidad, ese código ético? y ¿cuáles son las con-secuencias de violarlo?

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Referencias

1. Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal (Madrid: Alianza Editorial, 1983), pág. 99.

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7 "Typhoid Mary"

J L ^ f do de lo idóneo que es el cosmos para la vida humana. < .isi se podría afirmar sin temor a equivocarnos que el universo ha '.ido hecho exclusivamente para nosotros. Es como si fuera mante-nido por numerosos diales tan precariamente equilibrados que el más libero desajuste de sólo uno de ellos impediría la vida humana tal t niño la conocemos. Las leyes físicas de Dios, según parece, dejan poco margen para violarlas.

Por ejemplo:

«A menos que el número de electrones sea equivalente al número de pro-iones hasta un nivel de exactitud de una unidad entre 1037, o aún mayor, l.is fuerzas electromagnéticas del universo habrían superado de tal modo .1 las fuerzas gravitacionales, que las galaxias, las estrellas y los planetas nun-( i se habrían formado.

»Una unidad entre 1037 implica un equilibrio tan increíblemente sensi-ble que es difícil de visualizar. La siguiente analogía podría ayudar: cu-

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bre todo el continente norteamericano de monedas de diez centavos has-ta la Luna, a una altura de unas 239.000 millas [unos 380.000 kilóme-tros], [ . . . ] Luego, apila monedas de diez centavos de aquí a la Luna en mil millones de otros continentes del mismo tamaño que Norteamérica. Pinta de rojo una moneda de diez centavos y mézclala con los mil millones de montones de monedas. Venda los ojos a un amigo y pídele que elija una moneda. Las probabilidades de que elija la roja son de una entre 1037. Y éste es sólo uno de los parámetros que está tan delicadamente equilibra-do como para permitir que se forme la vida».1

Existen otros delicados equilibrios con variables incluso más exi-gentes que la que acabamos de ver (y proporciones tales como 1:1040

o 1:1060), relaciones que requieren una precisión muy superior que lo que la ciencia humana podría soñar conseguir jamás.

Diales morales

Por mucho que estos increíbles equilibrios indiquen un diseño (y, por ende, un Diseñador), podrían sugerir también algo más. Como hemos visto, estamos (aparentemente) sumergidos en una moralidad trascendente, no de origen humano sino superior. De otro modo no estaría mal asesinar a todos los niños pelirrojos si todos coincidieran en que es lícito. Dado que sentimos que sería malo al margen de cuántos lo aprobaran, tal moralidad debe nacer de algo ajeno a nos-otros. Y porque es improbable, si no imposible, que esta ética se origine en meros procesos químicos (fortuitos a ese respecto), la fuente alternativa más obvia sería Dios, una Divinidad que, así como creó el universo con leyes físicas, también lo dotó de leyes morales. Si así es, y estas leyes morales efectivamente existen, ¿qué paralelos podrían existir entre ellas y lo que vemos en la naturaleza?

«Los órdenes de la naturaleza», afirmó el teólogo Paul Tillich, «son análogos al orden de la ley moral».2

¿Análogos? ¿De qué modo?

Supon, por ejemplo, que las leyes morales de Dios fueran tan exac-tas, tan finamente ajustadas, como sus leyes físicas. Considera que tal moralidad trascendente fuera igual de inflexible, igual de intole-

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rante a la desviación o a su transgresión respecto a sus normas, que las constantes físicas mencionadas arriba. Una cosa es tener una ley f ísica exacta hasta 1:1060. Pero, ¿podrías imaginarte una ley moral con un margen de error igual de refinado?

La Escritura enseña que es cierto lo que sentimos: que existe una ley moral trascendental que desautoriza todas las leyes humanas. Es comúnmente conocida como los Diez Mandamientos, y aunque revelada de manera espectacular a un pueblo concreto en un momen-to específico (la nación israelita en el monte Sinaí), estuvo en vigor mucho antes de su elocuente promulgación en el Sinaí, y es válida todavía hoy.

I ley moral de Dios

Piensa acerca de ello. ¿Ha habido alguna vez un tiempo o un lu-gar en la tierra en el que mandatos contra cosas tales como el asesi-nato, el adulterio, el robo, la mentira... no estuvieran en vigor?

Si los Diez Mandamientos constituyen los principios revelados de la ética de Dios para nosotros, la cual supera toda ley humana, cos-iiimbre o tradición (después de todo, si Dios declara malo el adul-terio, será inaceptable con independencia de cuántas leyes humanas o tradiciones digan que es correcto), entonces es difícil imaginar t|Ue no fueran siempre válidos, al menos siempre que hubiera seres humanos.

Piensa en el caos físico que resultaría si Dios suspendiera sus leyes físicas. ¿Hay alguna razón, entonces, para suponer que él pudiera abrogar sus leyes morales, lo que implicaría que, al menos en lo que .1 I )ios respecta, el asesinato, el robo, la mentira... estarían bien en todas y cualesquiera circunstancias?

Si los Diez Mandamientos constituyen esta ley moral, ¿cuánta • lesviación se permite respecto a ella? Si las leyes morales de Dios son ni,(logas a algunas de las leyes físicas, entonces el margen de desvia-> ion tolerable sería casi inexistente.

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Por ejemplo, casi todos hemos oído el mandamiento «No matarás» (Exodo 20: 13). Suena bastante razonable, globalmente hablando. Pero, ¿cuán estrechamente debe ser seguido? Jesús dijo: «Oísteis que fue dicho a los antiguos: "No matarás", y cualquiera que mate será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje con-tra su hermano, será culpable de juicio» (Mateo 5: 21-22).

Lo mismo ocurre con el mandamiento sobre el adulterio. Jesús dijo: «Oísteis que fue dicho: "No cometerás adulterio". Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adul-teró con ella en su corazón» (versículos 27-28).

Aunque no podemos comparar directamente el ratio "adulterio:lu-juria del corazón" con el ratio 1:1060, el principio está ahí: la ley moral de Dios no permite ser violada más de lo que lo permiten las leyes físicas.

¿Dónde nos deja esto a nosotros, seres conocidos por robar de todo, desde el cubo de agua de nuestro prójimo hasta su cónyuge; seres que, como escribió el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau, pueden vivir juntos sólo «estorbándose, suplantándose, engañán-dose, traicionándose y destruyéndose unos a otros?».3

¿Quedaríamos condenados, en justicia? No cabe duda alguna acer-ca de ello.

Y por eso, justamente por eso, necesitamos redención.

"Typhoid Mary" (María la Tifoidea) En 1906 un rico banquero neoyorquino llamado Charles Henry

Warren alquiló para unas cuantas semanas una residencia de vaca-ciones en la ciudad de Oyster Bay (Long Island, Nueva York). Al cabo de unos días, algunas de sus hijas enfermaron de las temidas fiebres tifoideas.

No mucho después, las criadas, su mujer y el jardinero contraje-ron el mismo mal. La mitad de la casa enfermó. Al principio pen-saron que era el agua, pero una investigación ulterior mostró que su

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cocinera, una inmigrante irlandesa llamada Mary Mallon (que se había marchado a las pocas semanas de declararse el brote) era la por-tadora.

Un investigador descubrió que los brotes de fiebres tifoideas la habían seguido dondequiera que ella trabajara, incluso aunque ella estaba, aparentemente, sana. Mary cocinaba en una casa de Mamaroneck (Nueva York), desde unas dos semanas antes de que sus residentes contrajeran las fiebres.

Luego obtuvo un trabajo en una casa grande de Manhattan en ! 901, donde sus habitantes pronto adquirieron la dolencia (la lavan-dera murió a causa de ella). Después, se fue a cocinar para un abo-gado, y siete de los ocho miembros de la casa desarrollaron las fie-bres (lo más irónico fue que Mary pasó meses cuidando de las personas a las que, sin querer, ella misma enfermaba).

Convencido de que la inmigrante era la fuente, el investigador, George Soper, encontró a Mary trabajando en otra casa y se dirigió a ella, aunque cautelosamente. (¿Cómo reaccionarías tú si un com-pleto extraño llegara hasta ti para acusarte de portar una bacteria mortal, aun cuando tú te sientas perfectamente bien, y luego te pi-diera muestras de sangre, orina y heces?).

«Tuve mi primera conversación con Mary en la cocina de su casa [ . . . ] . Fui tan diplomático como pude, pero tenía que decirle que sospechaba de que ella había contagiado a otras personas y que necesitaba muestras de su orina, heces y sangre. Mary no tardó en reaccionar a estas insinuaciones. Agarró un tenedor de trinchar y se dirigió hacia mí. Yo me fui rápida-mente por el largo y estrecho vestíbulo, a través del portón de hierro... y así hasta la calle. Tuve mucha suerte para lograr escapar».4

Cuando otros funcionarios sanitarios la visitaron, ella se negó a co-laborar argumentando que, dado que estaba sana, no era posible que portase una enfermedad mortal. Después de que Mary recha-zó todos los intentos de someterse voluntariamente, los funcionarios la llevaron por la fuerza a un hospital, donde los análisis confirma-ron que era una "portadora sana" de las fiebres, lo que significaba que, aunque contagiada con la enfermedad, ella no tenía los síntomas.

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Las autoridades mantuvieron a la mujer recluida en un hospital de la isla North Brother, cerca del Bronx, aun cuando ninguna ley permitía al gobierno encarcelar a alguien no acusado de delito al-guno. Mary, por su parte, insistió en que ella no era la portadora (¡después de todo, no estaba enferma!), sino que las autoridades la estaban persiguiendo por ser irlandesa e inmigrante. Demandó al Departamento de Salud, arguyendo que su encarcelamiento era ilegal.

«No he cometido ningún crimen», dijo, «y soy tratada como un desecho social, como un criminal. Es injusto, ultrajante, incivilizado. Parece in-creíble que en una comunidad cristiana una mujer indefensa pueda ser tratada de esta manera».5

Un juez, sin embargo, resolvió contra ella, y Mary pasó tres años en la isla. Luego un nuevo responsable de salud la liberó con la con-dición de que no trabajara con comida.

Después de probar con varios extraños trabajos, Mary cambió su apellido por el de Brown y se colocó de cocinera en un hospital de Manhattan, donde, no mucho después, 25 personas contrajeron la enfermedad, y dos de ellas fallecieron.

Rápidamente atrapada, acabó puesta en cuarentena en la misma isla durante los 23 años siguientes, al cabo de los cuales murió de neu-monía en 1938. Una autopsia reveló que todavía era portadora ac-tiva de las fiebres tifoideas.

Una sola persona, muchos efectos negativos...

Compara eso con la contaminación y otros efectos del pecado, multiplícalo por los miles de millones de seres humanos que han vi-vido en todos los tiempos, y empezarás a comprender el problema que enfrenta la raza humana.

¿Qué pasa cuando los humanos violamos, de manera masiva, la ley moral de Dios?

La Biblia tiene una respuesta, que ya hemos apuntado aquí: «Todo aquél que comete pecado, infringe también la Ley, pues el pecado

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es infracción de la Ley» (1 Juan 3: 4). De acuerdo con la Biblia, tal violación de la ley de Dios ha conducido a la humanidad cuesta abajo en pos de la calamidad y la ruina. Después de todo, si desaten-der las leyes físicas de Dios podría haber motivado que la vida hu-mana ni siquiera hubiera podido iniciarse, ¿qué implicaciones ten-dría en esa misma vida humana, una vez iniciada, ignorar la ley moral?

La Escritura nos dice: «Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Romanos 5: 12). Infringir las leyes físicas de Dios podría interrumpir nuestra existencia. Violar las leyes morales conduce al mismo fin, sólo que más lentamente.

«La paga del pecado», dice la Biblia, «es muerte» (Romanos 6: 23). Aunque la muerte misma ya es lo bastante mala, el sendero ha-cia ella viene marcado por el dolor, la enfermedad, la pérdida, la alienación y el miedo, elementos provocadores que se burlan de nosotros a cada paso. Y, no importa lo fiera y apasionadamente que protestemos, la muerte siempre gana, por lo que cabe preguntarse: ¿Qué sentido tiene empezar a recorrer todo el camino de la vida?

La muerte empezó con una cosa: el pecado, la violación de la ley moral de Dios. A menos que algo resuelva el problema del pecado, la muerte nunca tendrá solución.

Y de eso es de lo que trata todo el plan de redención: Dios mismo enfrentando el problema del pecado, de ahí el dilema de la muerte. Seguramente, todos moriremos pese a ello, pero, debido a la obra de redención efectuada por Jesús, nuestra muerte es solamente un des-canso temporal, un sueño, y no nuestro destino eterno como de otro modo sería.

«Os digo un misterio: No todos moriremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la fi-nal trompeta, porque se tocará la trompeta, y los muertos serán re-sucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados, pues es

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necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mor-tal se vista de inmortalidad. Cuando esto corruptible se haya vesti-do de incorrupción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: "Sorbida es la muer-te en victoria". ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria? (1 Corintios 15: 51-55).

«Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las prime-ras cosas ya pasaron» (Apocalipsis 21: 4).

Todos nuestros intentos de poner fin a la muerte fracasan porque tratan con ella solamente en el nivel físico (¿adonde más podríamos ir nosotros, en realidad?), y sin embargo lo físico es sólo el síntoma del problema, no la causa.

La causa, como dijimos, es el pecado (violación de la ley de Dios), razón por la cual la respuesta también ha de ser hallada en ese nivel (el nivel del pecado).

Y aquí es donde entra Jesucristo...

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Referencias

I. Hugh Ross, The Creator and the Cosmos (Colorado Springs, Colo., EE.UU.: NavPress Publishing Group, 1995), pág. 115.

I. Paul Tillich, Biblical Religion and the Search for Ultimate Reality (Chicago: University of Chicago Press, 1955), pág. 40.

I.Jean-Jacques Rousseau, The Discourses and Other Early Political Writings (Cambridge, Mass., liE.UU.: Cambridge University Press, 1997), pág. 100.

i. http://historyl900s.about.eom/od/1900s/a/typhoidmary.htm. 5. Ibid.

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8 El Factor

Enrique VIII

V > iorello Enrico LaGuardia fue juez durante los duros años

i de la Gran Depresión, una época - rara en los Estados Unidos- en la que la gente no siempre tenía suficiente comida. Un día la policía trajo a un padre a su sala de juicios. ¿La acusación? Haber robado algo de pan. Cuando el juez LaGuardia le preguntó por qué lo hizo, el hombre, sollozando, le dijo que era para alimen-tar a sus niños hambrientos. LaGuardia le preguntó si entendía que había cometido un delito. El hombre, arrepentido, alzando apenas los ojos, asintió con la cabeza y dijo: «Sí, señor». Severamente, LaGuardia entonces dijo que tenía que castigarle porque «la ley no admite excepciones».

El hombre asintió de nuevo con la cabeza.

El juez LaGuardia metió entonces la mano en su bolsillo, sacó diez dólares y dijo: «He aquí el importe de su multa. Lo pago yo. Aunque sea culpable, no enfrentará usted el castigo».

Lo que el juez LaGuardia hizo por ese hombre es lo que Jesús hizo por todos los seres humanos, sólo que la culpa del pecado no requería ni diez dólares, ni mil, ni un millón. Requería la vida del infractor. El pecado es un delito capital, porque el pecador es un

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V I D A SIN LÍMI TES

transgresor en un universo perfectamente moral. Y aunque uno pue-da quedar impresionado con la generosidad y amabilidad de LaGuardia, cabe preguntarse qué habría hecho si la ley hubiera re-querido, no diez dólares, sino la muerte... ¿Cuán dispuesto habría estado entonces el juez a pagar por el delito del delincuente?

Sin embargo, eso es exactamente lo que Jesús hizo por nosotros. El pagó el castigo por los pecados que nosotros hemos cometido, y ese castigo era la muerte. He aquí el plan de la redención, puro y sim-ple: Jesús sufrió la pena por el pecado en nuestro favor, de modo que ninguno de nosotros tengamos que sufrirlo. Y él fue capaz de hacer-lo porque hizo por nosotros lo que nosotros no podemos: obedecer la ley moral del universo con el tipo de perfección requerida. Por esa razón dice la Biblia: «Porque por las obras de la Ley ningún ser hu-mano será justificado delante de él» (Romanos 3: 20). «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la Ley» (versículo 28).

«El hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe de Jesucristo» (Gálatas 2: 16). «Y que por la Ley nadie se justifica ante Dios es evidente» (3: 11).

Pero, ¿por qué no? ¿Por qué no podemos ser justificados por la ley?

Bueno... para empezar, la ley no fue establecida para justificarnos. De hecho, nos condena, «ya que por medio de la Ley es el conoci-miento del pecado» (Romanos 3: 20). La ley es al pecado lo que los rayos X son a un hueso roto. Los rayos X (ley), lejos de curar el hue-so roto (pecado), simplemente lo muestran.

Imagínate que tu cara se quema y sufre profundas heridas. Tú no puedes verlas a menos que te mires en un espejo. Sin embargo, mi-rarte en el espejo, no importa cuán a menudo, no quita de ahí las he-ridas. Sólo te permite verlas cada vez más claramente. El espejo te muestra solamente lo mal que pareces estar. Eso es lo que es la ley: el espejo que nos revela nuestros pecados. Es más, nos los arroja de nuevo a la cara.

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EL FACTOR ENRIQUE V I I I

Y entonces llega la redención. Como el juez, Dios no echó por i ierra su ley moral, ni rebajó su nivel de exigencia. Así como nadie puede anular las consecuencias de violar las leyes físicas, nadie pue-de tampoco detener las consecuencias de violar las leyes morales.

l'.n lugar de ello, a través de la vida y el ministerio de Jesús (el unico en carne humana que guardó jamás la ley perfectamente), encontramos la manera de afrontar sus requerimientos. Jesús nun-ca violó la ley, ni siquiera en una proporción de 1:1037, y la esencia de la fe cristiana es que Dios nos acreditará a nosotros el registro impecable de Cristo.

«Puesto que somos pecadores y maivados, no podemos obedecer perfec-tamente la ley santa. No tenemos ninguna justicia propia para poder ha-cer frente a las exigencias de la ley de Dios. Pero Cristo nos preparó una vía de escape. Vivió en esta tierra en medio de pruebas y tentaciones como las que nosotros tenemos que arrostrar. Su vida, sin embargo, fue sin pe-cado. Murió por nosotros, y ahora ofrece quitar nuestros pecados y darnos su justicia. Por pecaminosa que haya sido vuestra vida, si os entregáis a él y lo aceptáis como vuestro Salvador, por amor a él sois declarados justos. El carácter de Cristo sustituye al vuestro, y sois aceptados por Dios como si no hubierais pecado».1

1 ,a Escritura retrata a Jesús como alguien impecable, que no vio-ló ni una sola vez la ley de Dios. «Al que no conoció pecado, por nos-i)i ros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en él» (2 Corintios 5: 21). «Y sabéis que él apareció para quitar nues-tros pecados, y no hay pecado en él» (1 Juan 3: 5). La Biblia dice que |esús «fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin peca-do» (Hebreos 4: 15). Jesús realizó lo que nadie más ha podido, que es vivir una vida de perfecta santidad y perfecta justicia. El tenía lo HUe la Escritura llama «la justicia de Dios» (Romanos 3: 22), es de-i ir, una justicia igual a la de Dios mismo, lo cual no es sorprenden-tr, ya que Jesús era Dios mismo con la salvedad de que, durante los iilios de su ministerio en la tierra, cubrió su divinidad bajo la huma-nidad (nuestra humanidad), y en ella vivió como uno de nosotros, ninque sin sucumbir a ninguna de las tentaciones en las que fácil-mente caemos nosotros con pasión desenfrenada.

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V I D A SIN LÍMI TES

La gran provisión del evangelio, la esencia del mensaje que ateso-ran los cristianos, es que nuestros actos pasados (incluso aquellos para los cuales no tenemos otra excusa que nuestra propia compla-cencia hedonista, ninguna justificación aparte de nuestras propias ansias y deseos abominables) no serán esgrimidos contra nosotros, pues, si la reclamamos, la perfecta vida de Jesús será nuestra. Su jus-ticia, la justicia de Dios mismo, será considerada nuestra justicia, y por eso todas las cosas que hemos hecho, incluso ésas que nos opri-men el alma por la culpa, quedarán de algún modo limpiadas ante Dios, y tendremos un nuevo comienzo con él. Mientras nosotros, una y otra vez, hemos permitido que la tentación nos domine, Jesús nunca cedió, ni una sola vez, y la gran noticia es que su historial de éxitos puede sernos aplicado ante Dios.

Esa es la esperanza que Jesús ofrece al mundo. Tratar de abrirnos camino por nosotros mismos hacia Dios a través de buenas obras es más o menos tan inútil como multiplicar cualquier número (20, 50, 10.000 o incluso 16 millones) por 0 en un intento de llegar a 1. Es una empresa imposible. Por eso vino Jesús, asumió nuestra car-ne y vivió una vida perfecta, de modo que su vida pueda sernos atribuida como si fuera nuestra. Sin esa sustitución, quedaríamos con-denados por la ley moral de Dios, la ley cósmica que define lo jus-to y lo injusto, el bien y el mal, más allá de todas las leyes, costum-bres y tradiciones humanas, y que no permite un mayor margen de desviación que la ley física que rige la proporción entre el número de electrones y el de protones.

¿Dónde está la justicia? Si el registro perfecto de Cristo puede cubrir nuestros pecados y

eso nos presenta ante Dios con una perfección moral que nosotros no hemos ganado, en un estatus que no merecimos, ¿qué justicia es ésa? ¿Qué justicia hay en que los transgresores de la ley moral de Dios escapen al castigo que exige la ley divina? ¿Es buena una ley que permite que incluso los más destacados infractores reciban clemen-cia? ¿Y qué decir de los estragos resultantes de su pecado? Toda

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muerte, toda enfermedad, toda guerra, todo sufrimiento de los se-res humanos tienen su origen en la violación de la ley de Dios, no necesariamente en el plano individual (como si los sufrimientos de cada persona fueran el resultado directo de sus propios pecados), sino en un sentido colectivo, como es el caso de aquellos hogares arra-sados por un huracán provocado por el calentamiento global, o cu-yas vidas han sido arruinadas por guerras que no iniciaron.

«Si pudiéramos colocar toda la miseria del mundo», escribió el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, «en un platillo de la balanza, y toda la culpa del mundo en el otro, sin duda el resultado indicaría que pesan lo mismo».2

¿La culpa y la miseria, igual de pesadas? La culpa debe de ser in-conmensurable (la miseria ciertamente lo es). ¿Y no obstante, a tra-vés de Jesús, esa culpa puede ser perdonada, total y plenamente? ¿Cómo puede ser eso? ¿No exige la ley castigo, y la justicia restitu-ción? ¿Qué pasa con la culpa, el castigo, la justicia, si la perfecta vida de Jesús se les aplica incluso a los canallas? Esó es misericordia, pero, ¿dónde está la justicia?

La encontramos en la muerte de Jesús, ahí es donde está. Como Dios mismo que es, Jesús creó todo, no sólo las leyes físicas que go-biernan el universo, las morales también. Ya que fue él quien esta-bleció la ley moral, él se mantiene a la altura (o quizá por encima) ile ella, igual que el artista que realiza una obra de arte se mantiene a la altura (o por encima) de ella también. Por tanto, al ser el úni-co situado en esa posición, la de ser más grande que la ley, sólo Jesús podía satisfacer sus exigencias.

Pero, ¿qué implica esto?

Prisión para los deudores

Imagínate que estuvieras tan desesperadamente endeudado que incluso si todos tus amigos reunieran sus riquezas, no podrían ni rozar el pago de los intereses, y mucho menos del principal. Supon, ntlemás, que un amigo, salido de no sé sabe dónde, anunciase que,

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en virtud de su propia autoridad, la deuda se anula. Tal pronuncia-miento, desde luego, no podría cancelar tu deuda más que una ley de la Duma rusa que decretase que la próxima luna llena debería man-tenerse en el cielo para siempre a fin de proveer noches brillantes en la tundra siberiana.

¿Quién es el único que puede anular esa deuda? Por supuesto, sólo aquél al que se le debe el pago. Pero aún sigue ahí esa incómo-da pregunta sobre la justicia. ¿Es justo anular una deuda? Supon que habías firmado un contrato que dice que si debes dinero, tú has de devolverlo, o asegurarte de que la deuda se liquide de un modo u otro. Quizá el contrato fuera tan sagrado que no pudiera ser violado sin cometer una gran injusticia. La deuda, por tanto, no puede ser anulada. Tiene que ser pagada. Y suponte, también, que el único que tiene dinero para pagar la deuda resulta ser el mismo a quien se le debe.

Queda una sola opción, entonces, para la justicia y el pago. En vez de anular la deuda, ¡la paga el acreedor! Buscando liberarte de una deuda imposible de pagar, y siendo no obstante incapaz de anular-la (al menos, sin resultar injusto), él mismo se hace cargo de ella. Se hace justicia porque la deuda no es anulada, y tú quedas libre de ella por la generosidad del que la asume por ti.

Pues bien, de acuerdo con la Biblia, todos nosotros hemos viola-do la ley de Dios, y por eso todos tenemos una deuda con él, la cual no podemos pagar. Sólo Dios puede anular esa deuda, pues sólo a él se le debe. Pero ya que su justicia no le permite anular la deuda, ¡él mismo la paga!

Aquí está, en esencia, el concepto que subyace a la muerte de Jesús en la cruz, la razón por la cual murió. Su muerte satisfizo la justicia, pues la deuda había sido pagada, y pagada por el único que podía cumplir con las exigencias de la ley. No sólo es que uno la había observado perfectamente; es que, para empezar, él mismo la había creado. «El sustituto de los transgresores de la ley», escribió el teó-logo británico John Stott, «es nada menos que el propio Legislador».3

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Jesús murió «a fin de que él sea el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Romanos 3: 26). El Señor demostró justicia al no violar una verdad básica, la de que el pecado lleva a la muerte. «La paga del pecado es muerte» (Romanos 6: 23). Y, con todo, también demostró su misericordia, pues, al asumir el castigo que nosotros me-recemos, nos liberó de la pena por nuestros pecados. No tenemos que enfrentar el juicio final contra nuestros pecados porque Jesús lo en-frentó por nosotros en la cruz.

Sí, y la gran noticia del cristianismo es que esa provisión se nos pue-de aplicar a nosotros con sólo pedirla.

Si reflexionas acerca de ello, ¿cómo podría ser de otro modo? No podemos ganárnosla, pues las exigencias de la ley van más allá de lo que jamás podríamos cumplir. En vez de ello, reclamamos esa jus-ticia, no porque la merezcamos (no es así), sino porque es nuestra úni-ca esperanza. Sin ella nada tenemos. Nuestra gran necesidad es nues-tro único derecho a ella, y podemos tomarla porqúe Dios nos la ha ofrecido. El cristianismo llama "gracia" al don divino de la salva-ción. Esta justicia, esta perfección, esta salvación llega a ser nuestra, no por nuestros esfuerzos u obediencia, sino por la fe. Es decir, lo cree-mos y entonces lo reclamamos para nosotros mismos. Si no pode-mos ganarla, entonces tenemos que aceptarla por medio de la con-fianza en el poder de Dios para cumplir lo que promete.

La salvación es una de las pocas cosas de la realidad que llegan a ser verdaderas sólo porque creemos que es verdadera. Sí, la muerte de Cristo es real, independientemente de que la admitamos o no. Nuestra creencia no cambia ese hecho, del mismo modo que creer que la tierra no es redonda no la hace cuadrada. Lo que nuestra creencia sí cambia es la aplicación de su muerte en nuestras vidas. Cuando la creemos y la aceptamos, esa creencia y esa aceptación liacen válida la salvación para nosotros personalmente.

Los cristianos llaman a esto justificación por la fe. «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la Ley» (Romanos 3: 28). Jesús murió por nuestros pecados para que poda-

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mos tener vida eterna, pero esta vida eterna no se concede automá-ticamente a todo el mundo. Sólo aquéllos que la reclaman por la fe realmente la reciben. Esta gran noticia de la justificación por la fe es la esencia del mensaje del cristianismo al mundo. Todo lo demás no son sino apostillas a eso.

La existencia de Dios, por sí sola, no es necesariamente una bue-na noticia. Pero, ¿y si este Dios tomó sobre sí mismo la humani-dad, y en esa humanidad llevó el castigo por todo el mal que la hu-manidad ha cometido? ¿Y si permitió ser castigado él mismo por todas las malas acciones que nosotros hemos hecho? ¿Y si asumió ese castigo sobre sí mismo porque era el único modo en que nosotros -mentirosos, tramposos, adúlteros, calumniadores y aun cosas peo-res- pudiéramos tener la esperanza de vida eterna? ¿Y si esa esperan-za nos la ofrece este Dios sólo por la fe, por la absoluta confianza en ella?

Ése es el Dios de la Biblia, la Divinidad revelada en Jesucristo, quien dijo: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 14: 9).

No debe sorprendernos, entonces, que haya tantos que literal-mente amen lo que descubren en esta enseñanza bíblica.

El Factor Enrique VIII Ni el más ruin e inverosímil guión de Hollywood podría compe-

tir con la historia de Enrique VIII (1491-1547) y sus seis esposas, las cuales tuvieron destinos diversos: Catalina de Aragón (divorcia-da); Ana Bolena (ejecutada); Jane Seymour (muerta al dar a luz); Ann of Cleves (divorciada); Kathryn Howard (ejecutada); Catherine Parr (se quedó viuda).

¿Por qué tuvo tantas mujeres?

Enrique tuvo seis hijos con Catalina de Aragón, de los cuales to-dos menos uno, una niña, murieron. Con la fertilidad de Catalina menguante, si él quería ver cumplidas sus ambiciones dinásticas (i.e., tener un heredero varón), tendría que buscar otra matriz, cosa

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que hizo, optando por la de Ana Bolena. Ana, sin embargo, no es-taba dispuesta a compartir la cama de Enrique a menos que él com-partiese su trono, lo cual implicaba divorciarse de Catalina. Pero la ley no lo permitía.

Así pues, ¿qué hizo Enrique VIII? Reescribir la ley, ¿qué otra cosa si no? Trastocó toda la estructura legal política y eclesiástica a fin de que la ley coincidiera con sus deseos.

«Enrique y el Parlamento finalmente abandonaron su lealtad a Roma por medio de una inédita avalancha de legislación revolucionaria: la Ley de Ingresos para el Papa (1532), el Estatuto de Apelaciones (1533), el Acta de Supremacía (1534), la Ley de Sucesión (1534), el Acta de Traiciones (1534), y la Ley contra la Autoridad del Papa (1536)».4

El rey inglés no se cambió a sí mismo ni modificó sus acciones para cumplir las exigencias de la ley. No, lo que hizo fue alterar los requerimientos legales para que se ajustaran a sus actos. Nada era tan sagrado en las leyes qtie no pudiera cambiarse.

Eso era un reino verdadero. Consideremos tino imaginario al que llamaremos Antinomia. El rey tiene un hijo, un réprobo sin esperan-zas que destroza una famosa estatua de la capital. La ley exige el castigo estricto de cinco años de cárcel, sin excepción, para su deli-to. ¿Qué hace el rey? Pues cambiar la ley para que ya no sea delito destrozar la estatua. Así su hijo, que debería haber sido castigado, no lo es, porque lo que hizo ya no es un delito.

Ahora imagina el mismo escenario pero con una sola diferencia. Supon que la ley fuese tan sagrada que ni el rey quisiera cambiarla. Podría hacerlo, pero no lo hace. Aunque la ley exige castigo, el go-bernante ama a su hijo tanto que no quiere que sufra la pena. ¿Qué hace el rey? Asume él mismo el castigo, sustituyendo al hijo para:

I. Que las exigencias de la ley se cumplan y la justicia se haga.

Librar al hijo de la pena judicial.

Esta historia (la segunda versión) es análoga al evangelio bíblico, la voluntaria sustitución de Dios en nuestro lugar. Jesús pagó por

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nuestra violación de la ley, cumpliendo sus demandas mientras nos-otros, transgresores de la ley, no recibimos castigo.

La Escritura, como vimos, dice que «el pecado es infracción de la Ley» (1 Juan 3: 4), y que todo pecado lleva a la muerte. El evange-lio enseña, sin embargo, que Jesús encaró esa muerte por nosotros para que no tuviéramos que experimentarla nosotros mismos. En otras palabras, él soportó el castigo por nuestra violación de la ley de Dios.

¿Qué nos dice, entonces, la muerte de Jesús sobre la ley de Dios (los Diez Mandamientos)? ¿Que sus exigencias tenían que ser aten-didas? ¿No habría sido mucho más fácil si Dios hubiera hecho lo que Enrique VIII o el rey de Antinomia (primera versión) hicieron: cambiar la ley para satisfacer la postura de los transgresores en su vio-lación de la misma?

Cuando piensas acerca del coste de la cruz (Dios cargando en sí mis-mo los pecados y el sufrimiento y la culpa de toda la humanidad), ¿no habría sido menos costoso simplemente haber "rebajado el lis-tón", modificando la ley divina con el fin de que los actos antes considerados transgresiones ya no lo fueran? Si es contrario a la ley pisar el césped y sin embargo todo el mundo lo hace, ¿por qué no librarnos de la ley que lo prohibe? Para Dios mismo hubiera sido mu-cho más fácil haber cambiado la definición del pecado y así poner-se al nivel de la presente condición humana, en vez de cargar, sobre sí mismo, el castigo por el pecado de la humanidad.

No es así como Dios actuó. Él no cambió la ley para salir al encuen-tro de nuestra condición caída. No, en lugar de ello él cargó sobre sí mismo la parte más dura de la ley, la plena intensidad de la trans-gresión. Pero de nuevo preguntamos: ¿Por qué no cambiar la ley en vez de ser castigado por ella? ¿Podría ser la respuesta que Dios con-siderase su ley tan sagrada, tan inviolable, que no la modificaría al margen de cuál fuera el coste para él mismo?

¿Qué puede, si no, explicar la cruz en la que Dios, como el rey de Antinomia (segunda versión), sufrió el castigo por la transgresión de

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una ley que podía, si lo hubiera decidido, haber cambiado? La muer-te de Jesús demuestra que, lejos de negar o abolir la ley, la cruz de Cristo revela su inmutabilidad, su eterna perpetuidad. Aun cuando (como vimos) no podemos ser salvos por la ley, eso no significa que baya sido abolida o revisada.

Al contrario. Después de la cruz, ¿dejaron repentinamente de ser pecado la mentira, el asesinato, el adulterio y el robo? Si la ley de-fine el pecado, entonces a menos que la definición haya cambiado, o a menos que el pecado ya no exista, entonces la ley de Dios debe seguir siendo válida.

Hace siglos el autor satírico irlandés Jonathan Swift escribió:

«Pero, ¿es que alguien sostendrá que si, por una ley del parlamento, son ex-pulsadas de la lengua inglesa y de los diccionarios las palabras 'beber', 'ti-mar, 'mentir , 'robar', amaneceríamos a la mañana siguiente todos tempe-rantes, honrados, justos y amantes de la verdad? ¿Es ésta una consecuencia esperable?».5

Del mismo modo, si la ley de Dios ha sido cancelada, ¿entonces por qué mentir, asesinar y robar siguen siendo actos considerados pe-caminosos o incorrectos? Si Dios cambió su ley, entonces la defini-ción de pecado debe haberse alterado también. O si él se deshizo de su ley, entonces debe de haber hecho lo mismo con el pecado tam-bién. Si tal fuera el caso, ¿por qué el Nuevo Testamento dice cosas como: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para per-donar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a él mentiroso y su palabra no está en nosotros» (1 Juan 1: 9-10)?

O: «Sino que cada uno es tentado, cuando de su propia pasión es atraído y seducido. Entonces la pasión, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muer-te» (Santiago 1: 14-15). ¿De qué pecado está hablando la Escritura? ¿Cómo puede haber pecado si no hay ley divina?

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Tanto la ley como el evangelio aparecen en el Nuevo Testamento. La ley muestra lo que es el pecado, y el evangelio señala el remedio para el mismo: la muerte y la resurrección de Jesús.

«No puede haber predicación de la ley sin el evangelio», declaró el teólo-go alemán Dietrich Bonhoeffer, «ni tampoco predicación del evangelio sin la ley [ . . . ] . Cualquiera que pueda ser la palabra de la iglesia al mundo, debe ser siempre tanto ley como evangelio».6

Si Dios no abolió, ni siquiera modificó, la ley antes de que Cristo muriera en la cruz, ¿por qué hacerlo después? Habría sido como el rey de Antinomia cambiando la ley sobre daños a la estatua des-pués de que él, el propio rey, hubiera pagado el castigo por su trans-gresión. ¿Por qué no cambiar o aboliría de antemano, y ahorrarse el castigo? Del mismo modo, la muerte de Cristo muestra que si la ley pudiera haber sido cambiada o abolida, eso debería haber sido an-tes, no después, de la cruz. Así nada muestra más la validez durade-ra de la ley que la muerte de Jesús, la cual aconteció precisamente por-que la ley no podía ser alterada.

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Referencias

1. Ellen G. White, Elcamino a Cristo (Madrid: Safeliz, 2006), pags. 59-60. 2. Arthur Schopenhauer, The World, as Will and Idea (Londres: J. M. Dent, 1995), pag. 216. 3. John R. W. Stott, The Cross of Christ (Downers Grove, 111., EE.UU.: InterVarsity Press, 1986),

pag. 159. 4. Kenneth Morgan, ed., The Oxford History of Britain (Oxford: Oxford University Press, 1984),

pag. 282. 5. Jonathan Swift, A Modest Proposal and Other Satires (Amherst, N.Y., EE.UU.: Prometheus

Books, 1995), pag. 205. 6. Dietrich Bonhoeffer, Ethics (Nueva York: Collier Books, 1955), pags. 357, 358.

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9 El gran conflicto

Th s un tipo de familia que puede encontrarse en casi cada co-

* i^ munidad de vecinos estadounidense: una madre divorcia-da con tres hijos. Su vida transcurre en una zona suburbial; los ni-ños, de 5, 10 y 14 años, hacen trastadas y se pasan el tiempo metiéndose en problemas. Sin apenas modelos de conducta, como criminales incipientes... nada exótico. Mary, su madre, ama a sus hijos pero les consiente mucho. El dolor producido por su recien-te divorcio (ahora papá, a quien los niños echan de menos, está en México acompañado por alguien llamado Sally) sigue claramente impreso en su rostro.

Nada extraordinario, al menos hasta la noche en que Elliot, el niño de 10 años, se encuentra en el jardín con un extraterrestre que viene a gorronear comida. La criatura se quedó involuntariamen-te en la tierra cuando su nave espacial se apresuró a abandonar el planeta.

A diferencia de las espantosas y malévolas criaturas de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, este ser, a quien Elliot y sus herma-nos apodan E.T., es un tipo amable, benigno y cariñoso que sim-

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plemente quiere irse a su casa. Los niños se hacen amigos suyos, es-trechan lazos y le ocultan de los agentes del gobierno. Hacia el final de la historia, los niños, incluida la mamá, logran burlar al gobier-no y E.T. escapa en una nave espacial.

Por supuesto, es fantasía de ciencia-ficción (en este caso, la pelícu-la de Steven Spielberg E. T., de 1982).

¿Y bien?

Para empezar, el universo es un sitio grandísimo. Un cosmos in-finito, para un solo planeta habitable y además no muy grande. Con todo, es ciertamente posible que la tierra sea el único lugar con vida; pero si así es, tal circunstancia supondría un inmenso de-rroche, ¿no es cierto?

En efecto, y justo por eso muchos científicos creen que otras for-mas de vida existen más allá de la tierra. Simplemente, aún no sa-ben cómo encontrarlas, eso es todo. Pero no significa que no lo es-tén intentando.

El Instituto SETI La que se conoce como "Ecuación de Drake" funciona así: prime-

ro multiplicas la tasa de formación de estrellas en nuestra galaxia por la proporción de esas estrellas que tienen planetas. Luego mul-tiplicas el resultado por el número medio de esos planetas que pue-den, potencialmente, sostener la vida. Después, ese producto lo multiplicas por la fracción de aquellos planetas que pueden real-mente desarrollar la vida, y luego multiplica su resultado por la frac-ción de aquéllos que pueden desarrollar vida inteligente. Acto segui-do, eso lo multiplicas por la proporción de aquellos planetas cuya vida inteligente está dispuesta a comunicarse con nosotros. Finalmente, ese número has de multiplicarlo por la duración estimada de la vida de tal civilización.

¿A qué viene tanto cálculo? Es para estimar cuántos planetas con vida podrían, supuestamente, comunicarse con la tierra. Efectuadas

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las cuentas, la Ecuación de Drake arroja unos 10.000 (más o menos) planetas extraterrestres comunicativos en nuestra galaxia. He ahí el ámbito en el que podemos movernos... Si 10.000, más o menos, puede ser un promedio por galaxia, y existen miles de millones de galaxias por ahí... bueno, echa cuentas. No parece probable que es-temos solos en el universo.

Todo lo cual tiene sentido. Por muy adecuado que sea el cosmos para la vida terrestre, ¿por qué el Dios que, según la Escritura, creó todas las cosas («Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles» [Colosenses 1: 16]), querría establecer vida sólo aquí y en ninguna otra parte? Sin duda, con todas las incomodidades de nuestro pla-neta (enfermedades, guerras, armas nucleares, misiles, estrellas de pop...), uno podría entender que Dios interpusiera cierto espacio en-tre nosotros y nuestros vecinos, pero, ¿crear el cosmos entero sólo para alojarnos a nosotros? Aunque posible, no parece razonable, eso es todo.

Por este motivo los científicos, desde hace años, han estado exami-nando los cielos en busca de vida extraterrestre. Dejando aparte consideraciones teológicas, parece haber bastante evidencia cientí-fica para sostener la posibilidad de vida en otras partes.

«Contemplo este universo, no como una "broma cósmica"», dijo un lau-reado con el Nobel, «sino como una entidad llena de sentido, hecha de tal modo como para engendrar vida e inteligencia, destinada a dar a luz a se-res pensantes capaces de discernir la verdad, valorar la belleza, sentir el amor, anhelar la bondad, definir el mal, experimentar el misterio».1

¿Sólo aquí en la tierra, o en otras partes también?

La rama de la ciencia conocida como astrobiología procura ex-plorar la posibilidad de vida cósmica. La NASA tiene su propio Instituto de Astrobiología, y su sitio web [su sección en español] dice:

«La Astrobiología es una nueva disciplina excitante dedicada al estudio de la vida en la Tierra y en cualquier lugar del universo: su origen, evolución,

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distribución y futuro. [...] ¿Existe la vida fuera de la Tierra? ¿Qué especies potenciales sobrevivirían y se adaptarían más allá de nuestro planeta?».2

Desde 1984, el Instituto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) ha venido explorando los cielos, buscando vida más allá de la tierra.

«El propósito del Instituto», dice acerca de sí mismo, «tal como se definió entonces y sigue siendo cierto hoy, es desarrollar investigaciones científi-cas y proyectos educativos relevantes sobre el origen, la naturaleza, la fre-cuencia y la distribución de la vida en el universo [...]. Hoy el Consejo de Administración del SETI cuenta entre sus 18 miembros con dos premios Nobel, cuatro miembros de la Academia Nacional de Ciencias, un miem-bro de la Academia Nacional de Ingeniería [ambas estadounidenses] y va-rios ejecutivos o ex ejecutivos empresariales de las compañías más podero-sas del país. Esta fuerte orientación científica, combinada con un extraordinario liderazgo empresarial y tecnológico, capacita a los admi-nistradores para ayudar a avanzar a la organización en el plano científico a la vez que aseguran unas bases financieras sólidas para el futuro».3

Esto no es cosa de ovnis y fans de Star Trek. Es más bien ciencia seria que utiliza la mejor tecnología en su empeño por descubrir lo que, racionalmente, creen que podría estar ahí: la vida extrate-rrestre.

Extraterrestres Pues bien, mientras astrónomos y otros científicos premiados

orientan hacia el cielo sofisticados radiotelescopios con la esperan-za de captar un murmullo u otro sonido inteligente procedente del espacio, la Biblia no sólo habla de la existencia de vida extraterres-tre sino que nos ha dado indicios fascinantes sobre cómo es. Además de la realidad de Dios mismo, la Escritura deja claro lo que la cien-cia (aunque con un enfoque diferente) sospecha: la tierra no es el úni-co lugar en la creación con vida inteligente. Todo lo contrario.

Ten en cuenta que cuando la Biblia habla de "cielo" o "cielos" no siempre se refiere necesariamente al lugar donde existe Dios (aun-que a veces sea así), sino al cosmos mismo; así ocurre en Génesis 15: 5, que dice: «Entonces lo llevó fuera y le dijo: "Mira ahora los cié-

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los y cuenta las estrellas, si es que las puedes contar"». O en Deuteronomio 4: 19: «No sea que alces tus ojos al cielo, y viendo el sol, la luna, las estrellas y todo el ejército del cielo, te dejes seducir, re inclines ante ellos y los sirvas, porque Jehová, tu Dios, los ha con-cedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos». En éstos y en otros textos 'cielo(s)' representa al cosmos.

¿Qué dice, entonces, la Biblia sobre la vida en el universo y su interacción con nuestro planeta?

El gran conflicto Cuando el joven Isaac Newton, sentado bajo el manzano, recibió

el golpe en la testa, tuvo la más asombrosa intuición: la fuerza que impulsaba la manzana sobre su cabeza, la gravedad, era la misma fuer-za que mantenía a la luna en órbita alrededor de la tierra, y a la tie-rra orbitando alrededor del sol. Y aunque para Newton la idea de que «un cuerpo pueda actuar a distancia sobre otro a través del vacío sin la mediación de nada más» era «un absurdo tan grande que no creo que pueda jamás caer en él ningún hombre con aptitudes para las cuestiones filosóficas»,4 él sabía que la gravedad hacía justamen-te eso ("actuar a distancia sobre otro a través del vacío"), por inex-plicable que tal fenómeno pudiera ser.

El asunto resulta todavía más sorprendente: no sólo toda materia posee atracción gravitatoria, es que toda materia tiene efectos gra-vitatorios sobre toda la materia restante. Así, tú ejerces una influen-cia gravitatoria no sólo sobre tu gato sino sobre la luna, el sol e in-cluso sobre las estrellas lejanas. Esta influencia es, ciertamente, insignificante, pero es real. Tu existencia, literalmente, roza el cos-mos entero.

¿Qué implica esto? Cuando tu misma presencia física puede pro-vocarle siquiera un pequeño tirón a la Nebulosa del Cangrejo, en-tonces el universo, no importa lo grande que sea, está más estre-chamente interconectado de lo que nuestra experiencia apegada a la tierra podría sugerir. Si la Biblia, por tanto, no sólo habla de la exis-

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tencia de vida en otros rincones de la creación, sino que declara que parte de esa vida está implicada con nosotros aquí, esto no debiera ser algo difícil de aceptar, habida cuenta de lo que sabemos que toda la materia del cosmos influye en el resto. Que podemos ejercer una atracción gravitatoria (por minúscula que sea) sobre otras partes del universo no prueba que seres de otras áreas del mismo puedan inter-actuar con la vida terrestre. Pero sí sugiere, por analogía, que la idea de la influencia de unas partes del universo sobre otras no es inve-rosímil. Por el contrario, es física básica.

Y teología básica también. Lo que revelan los textos citados arri-ba es que no sólo existe vida en otras partes del cosmos, sino que al-gunos de sus representantes, seres conocidos como los ángeles, han venido a la tierra y están ejerciendo una influencia aquí aun cuan-do no podamos verles más de lo que podemos ver los millones de lla-madas de teléfono móvil (celular) que surcan el aire justo delante de nuestros ojos.

Aun cuando la Escritura no es muy explícita al respecto, nos reve-la una lucha entre el bien y el mal - lo que podríamos llamar un gran conflicto— que empezó en otra parte del cosmos pero ahora arrecia aquí.

«Entonces hubo una guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles lu-chaban contra el dragón. Luchaban el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lan-zado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero. Fue arrojado a la tie-rra y sus ángeles fueron arrojados con él. [...] "Por lo cual alegraos, cielos, y los que moráis en ellos. ¡Ay de los moradores de la tierra y del mar!, porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo"» (Apocalipsis 12: 7-9, 12).

«Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra prin-cipados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este mundo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes (Efesios 6: 12).

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«Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 Pedro 5: 8).

La Escritura pinta una guerra que tuvo lugar en el cielo, en otra par-le del cosmos, una batalla entre ángeles; y, de acuerdo con los tex-tos, los perdedores (Satán y sus ángeles) fueron desterrados a nues-i ro mundo, donde el conflicto prosigue, sólo que ahora con nosotros en medio. Tomando pasajes como los que ya hemos visto (Apocalipsis 12: 7-12; Efesios 6: 12; 1 Pedro 5: 8), junto con los que nos mues-tran otros ángeles amistosos con nosotros (tales como Hechos 12: 7; Daniel 6: 22; Salmo 34: 7), podemos ver que, de acuerdo con la biblia, en la tierra estamos en medio de una batalla espiritual entre las agencias del bien y del mal. Que no podamos ver a estos seres no prueba que no estén ahí o que el conflicto no sea real, del mismo modo que el hecho de que no podamos ver la radiación electro-magnética tampoco significa que no sea real.

¡Vamos, hombre! No hay duda de que muchas personas, particularmente en el se-

cularizado Occidente, se burlan enseguida al oír hablar de ángeles, demonios y el ámbito sobrenatural. Pero eso no significa que tales seres no existan, sino sólo la poderosa influencia de la concepción científica racionalista, que limita toda la realidad a lo que podemos explicar a través de leyes naturales y cuantificables, una idea que se remonta a la Ilustración.

La Biblia, en cambio, nos da una visión más amplia de la realidad, no constreñida por los estrechos límites de la ciencia y su atomísti-ca visión de la existencia. La Escritura no niega tales procesos físi-cos. Por el contrario, el capítulo inaugural del Génesis describe la luna y el sol como astros; es decir, no como deidades o dioses (a diferen-cia de las religiones paganas de su tiempo), sino como objetos físi-cos inanimados sometidos a las leyes básicas de la naturaleza. Lo que la Escritura no hace, sin embargo, es limitar la realidad a esas le-yes naturales fundamentales. En vez de ello, apunta a Dios, quien es más grande que la naturaleza y está por encima de ella.

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De nuevo, un enfoque puramente naturalista de toda la creación resulta ilógico. Como hemos señalado ya, algo fuera de la naturale-za, más allá de la naturaleza y mayor que la naturaleza tendría que existir para que, de algún modo, la naturaleza surgiera de ello, del mismo modo que algo exterior a un cuadro, más allá del cuadro y más grande que el cuadro habría tenido que pintarlo. La Gioconda no existía en los pinceles de Leonardo ni Crimen y castigo se oculta-ba en la pluma de Fiódor Dostoyevski.

La Biblia apunta a seres sensibles que existen en dominios no li-mitados por nuestros puntos de vista científicos y racionalistas del mundo físico (puntos de vista que, por cierto, están constantemen-te cambiando). Pocos en el mundo occidental cuestionarían la rea-lidad del bien y el mal aun cuando no podamos reducirla a proce-sos y leyes científicas, y la mayoría reconocería que está vigente una lucha entre las dos perspectivas. Muchos de esos seres (ángeles) que la Escritura nos dice que están implicados en ese conflicto, aunque su existencia proceda de otra parte del cosmos, se encuentran actual-mente aquí. Algunos son amistosos, otros hostiles, pero todos están involucrados en la colosal batalla entre el bien y el mal, un conflic-to que empezó en alguna otra parte del cosmos pero que ahora cam-pea en nosotros, entre nosotros y por medio de nosotros. Y aunque no percibamos a esos seres directamente, reconocemos claramente los resultados de su interacción aquí, igual que no vemos las ondas de radio pero podemos atestiguar sus resultados (como cada vez que respondemos a una llamada telefónica, encendemos la televisión o usamos conexiones inalámbricas de Internet).

El bien contra el mal ¿Y cuáles son los resultados de esta batalla, de esta guerra cósmi-

ca entre el bien y el mal? Durante milenios la gente ha presenciado el desarrollo de esta lucha, por ocultas que estuvieran las fuerzas so-brenaturales que la animan. Muchos siglos antes de Cristo la religión zoroastriana enseñaba acerca de fuerzas sobrenaturales del bien y del mal enzarzadas en una batalla, tema este que en los primeros si-

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glos de la "era cristiana" fue recuperado por los maniqueos, quienes también creían en una guerra sobrenatural entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad.

Como ya hemos indicado, uno no necesita la religión para obser-var la realidad de esta lucha. Friedrich Nietzsche, el más duro ateo de su tiempo, declaró:

«Concluyamos. Los dos valores contrapuestos, "bueno" y "malo", "bueno" y "malvado", han mantenido una terrible guerra en la tierra durante mi-llares de años».5

YT. S. Eliot escribió sobre la «perpetua lucha» entre el bien y el mal.6

¿Quién no experimenta esta batalla entre el bien y el mal incluso a nivel personal? Podemos no ser capaces de expresarla o de entender-la claramente, pero reconocemos que tiene lugar en nuestros corazo-nes, en nuestras actividades diarias y en nuestras elecciones y tenta-ciones, por muy confusas que a menudo parezcan las claves y las luerzas que están detrás de todo ello.

Esta lucha no es sólo algo que nos imaginamos, ni sólo resultado de la cultura y la subjetividad, por mucho que la costumbre y la i ultura intervengan. Detrás de nuestros sentidos, que nos ofrecen una escasa porción de la realidad (es como probar a aprender acerca de las complejidades de un reproductor de CD limitándote a escuchar la música que sale de ahí), crepita un vasto conflicto entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás, constantemente desarrollándose en to-dos los niveles de la existencia humana, desde las relaciones interna-v ionales hasta las luchas silenciosas que tienen lugar en las profun-didades del alma humana; se trata, en todo caso, de asuntos de t onsecuencias eternas.

«Sin elección por nuestra parte, existimos en un mundo en el que el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la ley y el caos, la dignidad y el deshonor, la fe y la incredulidad compiten por la supremacía. Todos los días nuestros pensamientos, acciones y decisiones nos sitúan en uno u otro lado en este gran conflicto espiritual. Por muy complicadas que parezcan estas situacio-nes, por confusas, borrosas y grises que resulten nuestras opciones mora-les, elecciones y decisiones, sólo hay dos lados, sólo dos opciones: el bien

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y el mal, la verdad y el error, lo justo y lo injusto. Como con la vida y la muerte, no hay término medio, por mucho que nos engañemos pensan-do que ahí es donde estamos».7

Aun cuando uno acepte (como hacen millones) la idea de Satanás y su caída, y la de fuerzas sobrenaturales luchando aquí en la tierra, a partir de ello, sin embargo, se suscitan más preguntas, la más ob-via de las cuales es: si Dios es el Creador de todas las cosas, enton-ces, ¿de dónde viene Satanás? Si, como muchos cristianos creen, el mal empezó en algún otro lugar del universo con Satán, entonces a su vez la pregunta es: ¿Cómo pudo el mal surgir en un universo creado y gobernado por un Dios que, como dice la Biblia, es "amor"?

Buenas preguntas. Y podemos ir a la Biblia a buscar pistas para res-ponderlas.

La caída de Lucifer «Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de

Dios. Allí estuviste, y en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día en que fuiste crea-do hasta que se halló en ti maldad» (Ezequiel 28: 14-15).

«¡Cómo caíste del cielo, Lucero, hijo de la mañana! Derribado fuiste a tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías en tu corazón: "Subiré al cielo. En lo alto, junto a las estrellas de Dios, le-vantaré mi trono y en el monte del testimonio me sentaré, en los ex-tremos del norte; sobre las alturas de las nubes subiré y seré seme-jante al Altísimo"» (Isaías 14: 12-14).

Estos cinco versículos revelan un depósito de conocimiento que toda la experimentación científica y la especulación filosófica nun-ca podrían descubrir, del mismo modo que una radiografía de un ma-nuscrito original de Hamlet sería incapaz de desvelar el secreto del genio de Shakespeare.

Durante siglos, los comentadores bíblicos han entendido que es-tos pasajes se refieren al ser sobrenatural conocido como Satanás y a su caída, la cual se describe en Apocalipsis 12: 7-9. Pero, de nue-

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vo, ¿cómo surgió este ser maligno? Si, como dice la Escritura, «en él [ Dios] fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean domi-nios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él» (Colosenses 1: 16), entonces "todas las cosas" debe incluir a la «serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás» (Apocalipsis 12: 9). ¿Cómo podría ser eso?

Encontramos la respuesta, en parte, en Ezequiel 28: 15; este ver-sículo, hablando de Satanás, nos dice que «perfecto eras en todos tus caminos desde el día en que fuiste creado hasta que se halló en ti mal-dad». Notemos que Satán era "perfecto" cuando un Dios perfecto lo creó. Y sin embargo la maldad finalmente apareció en él... ¿Cómo pudo ocurrir eso?

Pues porque "perfecto" debe incluir la libertad moral, la capacidad de llegar a ser malo. De otro modo, ¿cómo un ser —"perfecto" en sus caminos, incluso desde su origen- podría convertirse en eso? Si era perfecto desde el principio, entonces la maldad inicialmente no es-taba ahí. Vino más tarde, lo que significa que, sea lo que sea que en-tendamos por "perfecto", incluye el potencial de volverse malo.

Pero, ¿no podía Dios haber creado un ser que no tuviera tal peli-gro? Sí podía, pero, ¿a qué costo para ese ser? ¿Podría entonces tal cria-tura, carente de opciones morales, ser "perfecta"?

Lo que Dios no puede hacer Después de años de opresión, pobreza y oscuridad forzosa bajo el

régimen soviético, a la poetisa Ana Ajmatova se le permitió efec-tuar un recital poético en 1944 en el mayor auditorio de Moscú, el del Museo Politécnico. Al terminar, la audiencia de tres mil perso-nas se puso de pie y le dio un aplauso atronador. Cuando le conta-ron lo que había ocurrido aquella noche, José Stalin replicó: «¿Quién organizó esa ovación?».

Es triste que Stalin viviera en un ambiente tan falso en el que in-i luso se premeditaba y programaba la espontaneidad. ¿Qué valor

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pueden tener las alabanzas si quienes las hacen están obligados a hacerlas? Imagínate a un genio científico al que llamaremos "Dr. Ralph". Obsesionado con su trabajo, nunca se casó, ni tuvo una fa-milia ni disfrutó de estrechos lazos de amor desde su infancia. Cuando se adentra en sus últimos años de vida, experimenta el do-lor de una existencia solitaria y sin amor, de modo que, siendo el ge-nio que es, crea un robot que mira, actúa y siente igual que un ser humano. Le imprime la imagen de una bella joven y le llama Carla. Ella atiende todos sus antojos, deseos y necesidades, incluidas expre-siones y manifestaciones de amor. Carla es todo lo que cualquier hombre siempre desearía, sin todos los problemas que cualquier re-lación implica normalmente. No obstante, por muchas veces que Carla le diga al Dr. Ralph que le ama, y por más que ella haga todo tipo de cosas para expresarle su amor, el Dr. Ralph se da cuenta de que, al fin y al cabo, eso no significa nada, pues diga lo que diga Carla, haga lo que haga, no puede ser verdadero amor, ya que él lo había programado en ella.

En otras palabras, el amor tiene que ser libre o no puede ser amor. Lo que aprendió el Dr. Ralph de su creación es que el amor no pue-de ser forzado, ni siquiera por Dios mismo.

Es más, contrariamente a algunas nociones populares sobre la om-nipotencia de Dios, hay ciertas cosas que él no puede hacer. Por boba que sea la pregunta "¿Puede Dios crear una roca tan grande que él mismo no pueda levantarla?", no obstante presenta una verdad pro-funda: dentro de los parámetros de este universo, al menos tal como Dios los creó, existen limitaciones lógicas a lo que él puede hacer. Omnipotencia no implica la capacidad de hacer lo que es lógicamen-te imposible dentro de los límites y definiciones de la realidad que Dios ha creado.

Por ejemplo, ¿puede él hacer que un número entero positivo sea menor que cero? No en este universo, o al menos no tal como en-tendemos las definiciones de "positivo", "entero", "número", "menor" y "cero". ¿Puede Dios crear a un soltero casado? No según las defi-niciones corrientes de "casado" y "soltero". ¿Puede crear Dios un

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círculo que esté compuesto de ángulos rectos? De nuevo no, mien-tras nos atengamos a los presentes conceptos de "círculo" y "ángu-los rectos". Dentro de los confines de la creación, existen ciertas li-mitaciones lógicas y lingüísticas incluso para Dios.

Esto es crucial. Conecta con la ultrametafísica del cristianismo; por ejemplo: ¿Podría Dios crear un amor forzado? ¿Puede alguien ser obligado a amar contra su voluntad? «Sin elección», escribió el teó-logo Francis Schaeffer, «la palabra amor' no significa nada».8

¿Puede el amor ser programado en alguien de un modo tal que el individuo no tenga otra elección que amar, como Carla, el robot del Dr. Ralph?

Por supuesto que no. El amor, por su naturaleza y definición, ha de ser entregado libremente, o no es tal en absoluto. Ni siquiera Dios puede forzar el amor, porque en el momento en que lo hace, ya no es amor. El Señor no puede forzar el amor, al igual que no pue-de crear una roca tan grande que no pueda levantarla.

Qué irónico: la gente alega que si "Dios es amor" (1 Juan 4: 8), ¿por qué el mal y el sufrimiento? Sin embargo precisamente porque "Dios es amor" existe el mal. No porque el amor requiera la existencia del mal (¡lejos de ello!), sino porque el amor requiere un entorno mo-ral de libertad, y la libertad en tanto que libertad, en especial la li-bertad moral, requiere el potencial de hacer el mal lo mismo que el de hacer el bien. De otro modo no hay moralidad ni libertad en absoluto.

Si Satanás fue creado como un ser "perfecto", entonces su perfec-ción incluía un componente moral. Quizá la definición de "per-fecto" en el universo de Dios requiere un componente moral. Pero para ser verdaderamente moral, un ser debe tener el potencial de ser inmoral. Podríamos diseñar un robot entrenado y programa-do para salvar gente en edificios ardientes, ayudar a las ancianas a cruzar la calle y rescatar a niños que se ahogan, pero ese robot no sería más moral que un semáforo (que impide que en un cruce los coches se choquen entre sí).

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El caso es que Satanás, un ser creado con la libertad de hacer elec-ciones morales, obviamente usó mal esa libertad y se extravió.

¿Qué pasó? ¿Y cómo?

De nuevo buscaremos la respuesta en la Biblia.

La Escritura, como ocurre a menudo, no da detalles, pero, de acuerdo con algunos de los textos que hemos visto, algo similar le ocurrió a este «querubín grande, protector» que residía «en el san-to monte de Dios» (Ezequiel 28: 14), palabras que se entiende de-notan una elevada posición, muy cercana al propio Dios. Satanás, en todo caso, era una criatura exaltada. Sin embargo, para este ser moral libre eso no fue suficiente.

«¡Cómo caíste del cielo, Lucero, hijo de la mañana! Derribado fuiste a tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías en tu corazón: "Subiré al cielo. En lo alto, junto a las estrellas de Dios, le-vantaré mi trono y en el monte del testimonio me sentaré, en los ex-tremos del norte; sobre las alturas de las nubes subiré y seré seme-jante al Altísimo"» (Isaías 14: 12-14).

Fuera la que fuese su posición, Lucifer quería más. Al aspirar a ser como el Altísimo, en esencia buscaba ser Dios. Sin embargo, una criatura no es Dios ni puede serlo jamás, al igual que una par-tida de póquer nunca podría llegar a ser un jugador de póquer.

De nuevo hemos de subrayar que Dios creó seres morales en un universo moral con libertad moral. Tal libertad moral incluía las op-ciones de los celos, la ambición, el orgullo y el deseo de ser más que lo que nunca podemos ser. De otro modo, ¿cómo podría un ser, «perfecto [ . . . ] en todos [sus] caminos» (Ezequiel 28: 15), desear ser el Creador? Sólo si "perfección" incluía el potencial de desear jLis-tamente eso.

El poeta John Milton, en El paraíso perdido, captó la esencia del es-píritu de Satán cuando le hizo proclamar: «Mejor reinar en el infier-no que servir en el cielo».9

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Y no sólo Lucifer tenía este potencial; otros seres celestiales, tam-bién. Lo sabemos porque la Escritura se refiere a otros ángeles que se aliaron con Lucifer. Al parecer, todo empeoró tanto que se decla-ró una guerra en el cielo (sobre la que ya hemos leído en Apocalipsis 12: 7-12).

El deseo de Satanás de tener más de lo que legítimamente era suyo condujo a su caída y a la de otros ángeles, los que se pusieron de su parte en una guerra cósmica que, aunque iniciada en otra parte del universo, actualmente se desarrolla aquí en la tierra.

De hecho, este mismo sentimiento que operó contra él en un am-biente perfecto, el cielo, actuó también en una tierra perfecta. La des-cripción bíblica de la caída de Adán y Eva (Génesis 3) muestra de nuevo la libertad moral de todas las criaturas racionales e inteligen-tes de Dios, y recorre un buen trecho para explicar cómo pudo sur-gir el mal en un universo creado por una Divinidad omnisapiente y llena de amor.

Libertad en el Edén «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Génesis 1:1) .

No sólo Dios los creó: los hizo perfectos. A lo largo del proceso de la creación, Dios miraba lo que había hecho y emitía una valoración sobre ello. La Escritura lo expresa así:

«Vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas» (Génesis 1:4) .

«A la parte seca llamó Dios "Tierra", y al conjunto de las aguas lo llamó "Mares". Y vio Dios que era bueno» (versículo 10).

«Produjo, pues, la tierra hierba verde, hierba que da semilla según su naturaleza, y árbol que da fruto, cuya semilla está en él, según su especie. Y vio Dios que era bueno» (vers. 12).

«Las puso Dios [las dos lumbreras: el sol y la luna] en el firma-mento de los cielos para alumbrar sobre la tierra, señorear en el día

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y en la noche y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno» (vers. 17-18).

«Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todo ser viviente que se mueve, que las aguas produjeron según su especie, y toda ave ala-da según su especie. Y vio Dios que era bueno» (vers. 21).

«E hizo Dios los animales de la tierra según su especie, ganado según su especie y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno» (vers. 25).

«Y vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran mane-ra» (vers. 31).

Y ese "todo" incluía a Adán y Eva, las dos primeras personas, a las que la Escritura describe como creadas, directa e intencionadamen-te, por Dios. «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (vers. 27).

Un Dios perfecto hace una creación perfecta, "buena en gran ma-nera". Además, los dos humanos eran distintos de todo lo demás en la creación, hechos "a su imagen, a imagen de Dios". Durante si-glos la gente ha debatido acerca del significado de la frase "a imagen de Dios". Sea cual sea su significado, debe cuando menos indicar que los humanos están un peldaño "por encima" del resto de la crea-ción terrestre; que hay algo superior, "mejor", único, en los seres humanos que los diferencia, por ejemplo, de las conchas marinas, de los árboles, y de «todo animal que se arrastra sobre la tierra» (vers. 25); una unicidad que resulta obvia todavía hoy.

Así que Adán y Eva deben de haber salido inmaculados de las ma-nos de su Creador. ¿Cómo iba a ser menos, tratándose de un Dios perfecto, especialmente con seres hechos a su propia imagen? En este sentido, ellos son como Lucifer, "perfecto [ . . . ] en todos tus ca-minos desde el día en que fuiste creado". ¿Debería uno esperar me-nos de Adán y Eva, seres hechos "a imagen de Dios", un atributo que la Escritura nunca aplica a Lucifer, ni siquiera antes de su caída?

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Luego viene la famosa sección de la Biblia en la que Dios advierte .1 Adán sobre comer del árbol del conocimiento del bien y el mal. «Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: "De todo árbol del huer-to podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás"» (Génesis 2: 16-17).

Bosques enteros han sido talados para suministrar el papel usado en los comentarios sobre estos versículos. Aquí nos concentrare-mos en un aspecto: la libertad moral de Adán y Eva según se reve-la en este relato.

¿Les habría advertido Dios contra hacer algo si ellos no tuvieran la capacidad moral de elegir lo que él les dijo que no hicieran?

Si él no quería que comieran de eso, al crearles podría haber pro-gramado sus cerebros para que Adán y Eva evitasen el árbol, igual que hoy estamos programados para evitar el hambre, la sed o el dolor. O bien podría haber ubicado el árbol en un entorno inaccesible para ellos. Podría haberlo puesto en la luna o en cualquier otro lugar fuera de su alcance. Quizá Dios podría haberlo hecho indeseable, re-pelente. Finalmente, podría no haber creado el árbol, quitando así toda posibilidad de que ellos lo probasen (no se puede comer el fru-to de un árbol inexistente).

Pero no hizo nada de esto, lo que implica dos datos cruciales:

1. Adán y Eva eran seres morales libres, capaces de obedecer o des-obedecer a su Hacedor. Así era, específicamente, como Dios los había creado. Su capacidad para la libertad era obvia, pues, de lo contrario, ¿les hubiera advertido Dios sobre algo que eran inca-paces de hacer?

2. El árbol era una prueba. ¿Por qué lo habría puesto el Señor ahí, al alcance de seres que tenían la capacidad de obedecer o des-obedecer, sino con el fin de probarlos por medio de él, dándoles la oportunidad de mostrar su lealtad como criaturas morales li-bres? Tenemos aquí a dos seres morales, dotados de libertad de

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elección, que afrontaron una prueba de su lealtad hacia el que los creó; una prueba sobre lo que harían con su libertad.

Seguidamente podemos ver cómo se desarrolla el conflicto entre Dios y Satanás, porque "la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás" aparece en el Edén, en ese entorno perfecto creado por un Dios perfecto. De acuerdo con el Génesis, Eva está cerca del árbol del que Dios les había prohibido comer cuando se presenta Satanás.

«La serpiente dijo a la mujer:

-¿Conque Dios os ha dicho: "No comáis de ningún árbol del huerto"?

»La mujer respondió a la serpiente:

-Del fruto de los árboles del huerto podemos comer, pero del fru-to del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: "No comeréis de él, ni lo tocaréis, para que no muráis".

»Entonces la serpiente dijo a la mujer:

-No moriréis. Pero Dios sabe que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal.

»Al ver la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a los ojos y deseable para alcanzar la sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió al igual que ella» (Génesis 3: 1-6).

El deseo de ser Dios Dos puntos más:

• Primero, se observa un contraste entre lo que dicen Dios y Satanás. Dios advierte: No comáis; moriréis, mientras que Satanás decla-ra: Comed; no moriréis. Aquí, sutilmente, alcanzamos a vislum-brar el conflicto entre Dios y Satanás, cuyo desarrollo en la tie-rra empieza por Eva, quien tiene que escoger entre dos voces: la de Dios, que prohibió comer del árbol, y la de la serpiente, que

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le dice que lo haga, aun cuando Eva conoce el mandato divino. (Después de todo, ella dijo expresamente: "Del fruto de los árbo-les del huerto podemos comer, pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: 'No comeréis de él, ni lo tocaréis, para que no muráis'"). No podía alegar ignorancia.

• Segundo, y más fascinante, es cómo Satanás la manipula. "No mo-riréis. Pero Dios sabe que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal". (Otras versiones bíblicas traducen "Seréis como dioses", ya qtie la palabra hebrea empleada aquí para "Dios" tiene una forma plural).

Satanás, en el cielo, quería ser "semejante al Altísimo". Ahora, en el Edén, tienta a Eva con el mismo anzuelo, su deseo de ser "como Dios". De manera bastante asombrosa, ella -como veremos- mor-dió el anzuelo, pues al parecer algo dentro de ella quería ser "como Dios". Algo de lo más irónico, pues ya era "como Dios" dado que, a diferencia de las demás criaturas recién creadas, ella y su marido ha-bían sido hechos "a imagen de Dios". Sin embargo, como a Lucifer, no le bastaba con lo que tenía y, de acuerdo con el texto bíblico, tan-to ella como su marido comieron.

¿Qué hay en la criatura, incluso en estados de perfección celestial y edénica, que trata de ser como el Creador, diciendo en su corazón: "Seré como el Altísimo"? Parece ser un problema rectirrente.

«El pecado del hombre», señaló el teólogo Reinhold Niebuhr, «es que trata de hacerse igual a Dios».10

El apologista ateo Jean-Paul Sartre escribió una vez que «ser hom-bre implica aspirar a ser Dios. O, si se prefiere, el hombre es funda-mentalmente el deseo de ser Dios».11

Susan Neiman concluye que:

«Las preguntas acerca de Dios y sus propósitos, la naturaleza y el sentido de la Creación, así como la información básica para poder pensar sobre el problema del mal, están vedados. El deseo de responderlas es el deseo de

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trascender los límites de la razón humana. Y el deseo de trascender esos lí-mites se parece sospechosamente al deseo de ser Dios».12

El apóstol Pablo, advirtiendo sobre un poder anticristiano que surgiría después de un periodo de apostasía en la iglesia cristiana, ca-racterizó a esa entidad religiosa diciendo que buscaría situarse en el papel de Dios; sería un poder que prácticamente quisiera arrogarse la divinidad: «¡Nadie os engañe de ninguna manera!, pues no ven-drá sin que antes venga la apostasía y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto, que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios» (2 Tesalonicenses 2: 3-4).

Sean los que sean sus múltiples rostros y manifestaciones, este de-seo de ser Dios se reduce a una cosa: autoridad. ¿Quién o qué es nuestra autoridad final? En el Edén el asunto era si la primera pa-reja humana escucharía el mandato directo de Dios u obedecería a otra autoridad, en este caso la voz de Satán.

La Escritura muestra su decisión.

El meollo del asunto «Al ver la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a los

ojos y deseable para alcanzar la sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió al igual que ella» (Génesis 3 :6 ) .

La flagrante desobediencia del mandato explícito de Dios por dos seres perfectos que no tenían excusa alguna para ella, permitió que el pecado, el mal, el sufrimiento y la muerte se infiltrasen en el mun-do, envolviéndoles por entero. Piensa en la clave de lo que le pasó a nuestro mundo. Algo se torció al principio —en los fundamentos—, y así todo lo que después se desarrolló sobre esos fundamentos se tor-ció igualmente.

Si alguien empieza a construir una casa, pero los cimientos están torcidos, agrietados o inestables, el resto de la casa, todo lo que des-

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(ansa sobre los defectuosos cimientos, quedará también negativamen-te afectado. La geometría se crea a partir de axiomas, principios fun-damentales sobre los cuales se asienta todo el sistema. Si algo corrom-pe esos axiomas o principios, entonces todo lo que depende de ellos se corromperá también. Cuando algo está arruinado en su misma esencia, entonces todo lo demás que surja de ahí también estará da-ñado. No podría ser de otro modo.

Los dos primeros seres humamos, los padres de toda la especie, se corrompieron. Todos los que descendieron de ellos compartirían su condición también, igual que sólo música desafinada puede salir de un piano desafinado y roto. Cada generación posterior a Adán y Eva fue a peor, como dice la Escritura: «Vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pen-samientos de su corazón sólo era de continuo el mal» (Génesis 6: 5).

Cuando levantas un muro, si el ángulo tiene un error, aunque sólo sea de unos grados, cerca del suelo, cuanto más lejos del suelo se alce el muro, mayor será la desviación. Lo mismo respecto a la hu-manidad: cuanto más lejos del Edén, de la perfección original de Adán y Eva, más degenerados llegamos a estar. Así es como la Escritura describe la situación humana no muchos siglos después de la caída:

«La tierra se corrompió delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia. Y miró Dios la tierra, y vio que estaba corrompida, por-que toda carne había corrompido su camino sobre la tierra. Dijo, pues, Dios a Noé: "He decidido el fin de todo ser, porque la tierra está llena de violencia a causa de ellos; y yo los destruiré con la tie-rra"» (versículos 11-13).

Ninguno de los que vivimos en nuestros días vio la caída de Adán y Eva (ni la del Imperio Romano tampoco). Puesto que no estába-mos allí, la transgresión de Adán y Eva es un acontecimiento que ha de sernos contado (revelado), y así ha sido: a través de la Biblia. Como no estábamos allí y no vimos lo que pasó, debemos deposi-tar en ella nuestra confianza: nuestra fe.

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Pero, ¿quién necesita fe para ver el dolor, el sufrimiento, el mal y la muerte que laceran a nuestro planeta e impregnan hasta la mis-ma médula de nuestra existencia? Necesitamos fe no para reconocer los resultados sino para entender las causas.

¿Cómo empezó el sufrimiento? La Escritura, en esos capítulos ini-ciales del Génesis, explica cómo. La humanidad, en sus comienzos, se separó de su Creador, su única fuente de vida, seguridad y paz (recuer-da que el mundo era "bueno en gran manera" antes de la Caída), es-cogiendo en su lugar otra autoridad, y el resultado fue caos, rebelión, sufrimiento y muerte desde el principio, facetas que invaden toda la vida en todas las partes de nuestro planeta. Ningún ser viviente sobre la tierra es inmune a las consecuencias de la Caída. Por la desobe-diencia, nuestros primeros padres abrieron la puerta al mal. Al esco-ger escuchar a Satanás en vez de a Dios, invitaron a otra fuerza a en-trar en sus vidas y, de paso, en las nuestras. Pedro no estaba siendo simplemente poético cuando advirtió: «Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor bus-cando a quien devorar» (1 Pedro 5:8) . Estaba apuntando a una rea-lidad más allá de donde los sentidos y la razón pueden llevarnos.

El pecado es la última fuente de todo sufrimiento, porque inevi-tablemente conduce al dolor, al mal y a la muerte. Estamos atrapa-dos en una guerra en la que las fuerzas sobrenaturales del mal bata-llan con las fuerzas sobrenaturales del bien en nosotros y por medio de nosotros. Ese es el problema.

Pero Jesucristo, gracias a lo que hizo en la cruz, es la solución.

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Referencias

1. En Paul Davies, "E.T. and God," Atlantic Monthly, septiembre 2003, pag. 114. 2. http://astrobiologia.astroseti.org/about.php (agosto 2007). 3. http://www.seti.org/site/pp.asp (noviembre 2005). 4. En Rupert Hall, Isaac Newton: Adventurer in Thought (Cambridge, Mass., EE.UU.: Cambridge

University Press, 1992), pag. 248. 5. Friedrich Nietzsche, Cenealogia de la moral (Madrid: PPP Eds., 1985), pag. 72. 6. T. S. Eliot, "The Rock," The Complete Poems and Plays, pag. 98. 7. Clifford Goldstein, The Day Evil Dies (Hagerstown, Md., EE.UU.: Review and Herald Pub.

Assn., 1999), pags. 10, 11. 8. Francis Schaeffer, Genesis in Space and Time (Downers Grove, 111., EE.UU.: InterVarsity Press,

1979), pag. 72. 9. John Milton, Paradise Lost (Nueva York: W. W. Norton, 1975), pag. 16.

10. Reinhold Niebuhr, The Nature and Destiny of Man (Nueva York: Charles Scribner's Sons, 1964), vol. 1, pag. 140.

11. Jean-Paul Sartre, Existentialism and Human Emotions (Nueva York: Philosophical Library, 1957), pag. 63.

12. Susan Neiman, Evil in Modern Thought (Princeton, N.J., EE.UU.: Princeton University Press, 2002), pag. 62.

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10 El Dios crucificado

T hornton Wilder escribió una novela sobre un puente que se

JL rompió, matando a cinco personas que lo cruzaban. «En el mediodía del viernes 20 de julio de 1714, el mejor puente de todo el Perú se rompía precipitando a cinco peatones al abismo. Este puente se ubicaba en la vía principal entre Lima y Cuzco, y cientos de personas pa-saban por él todos los días. Había sido tejido con mimbre por los incas más de un siglo antes y a los visitantes de la ciudad siempre se les llevaba a ver-lo. Era una simple escala de finas tablillas que se columpiaba sobre el ba-rranco, con pasamanos hechos de vid seca. Los caballos y los carros tenían que bajar cientos de metros y pasar sobre los estrechos torrentes en balsas, pero nadie, ni siquiera el virrey, ni aun el arzobispo de Lima, había des-cendido con el equipaje en vez de cruzar por el famoso puente de San Luis Rey [ . . . ] . El puente parecía estar entre las cosas que duran para siem-pre; era impensable que se rompiera».1

El resto de la historia se centra en un sacerdote franciscano, el her-mano Junípero, que, convencido de que nada en el universo pasa por casualidad, decidió estudiar las vidas de las cinco víctimas para mos-trar la providencia y sabiduría de Dios incluso en medio de una tra-gedia tal.

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«Le parecía al hermano Junípero que ya era hora de que la teología ocu-pase su puesto entre las ciencias exactas; él llevaba tiempo tratando de po-nerla ahí».2

El hermano Junípero estaba haciendo lo que los teólogos han he-cho durante siglos: tratar de mostrar la justicia y bondad de Dios a pesar del mal y el sufrimiento. Por usar las palabras de Alexander Pope, estaba buscando «vindicar los caminos de Dios ante los hom-bres».3 O, citando a John Milton, «afirmar la Eterna Providencia, / y justificar los caminos de Dios ante el hombre».4

La Escritura también menciona el tema, como cuando David pide perdón al Señor «para que seas reconocido justo en tu palabra y te-nido por puro en tu juicio» (Salmo 51: 4). La cuestión de la bondad de Dios en un mundo plagado de dolor y sufrimiento no deja de ser difícil.

Sin embargo, existe una respuesta y se encuentra en un único lu-gar: la cruz (muerte de Jesús). Cualquier intento de justificar los ca-minos de Dios aparte de la cruz, aparte del Dios crucificado, está con-denado al fracaso.

El problema del dolor ¿Qué llevamos visto hasta aquí?

Primero, que Dios no tenía elección al comienzo del problema. Si quería seres que pudieran amarle, tenía que hacerlos libres, y la li-bertad significa la facultad de escoger el error. Sin esa capacidad no habría libertad, y la ausencia de libertad implica ausencia de amor.

De modo que el amor exige libertad, y por eso para que los hom-bres amasen tenían que ser libres. Pero, ¿qué exige que haya seres hu-manos? El universo existió durante miles de millones de años sin nos-otros. Nada exigía nuestra existencia, al menos no del modo en que el amor exige libertad.

Lo que significa esto, entonces, es que aun cuando no hay razón lógica para que tuviéramos que existir, Dios nos creó de todos mo-

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dos, y lo hizo así sabiendo de antemano que cada uno de nosotros podría sufrir, enfermar y morir. Así es: creó a la humanidad sien-do consciente de que caería y de que en tal caso el mal sería el re-sultado.

¿Por qué haría eso?

La respuesta debe ser que, cuando todo esto termine, un bien ma-yor saldrá de esta horrible experiencia de pecado, sufrimiento y muerte.

Si Dios está lleno de amor y es omnisciente, debe haber creado a la humanidad sabiendo que, aun cuando cayera, surgiría un bien ma-yor, y que en tiltima instancia se mostraría que él era justo y puro y misericordioso en sus tratos con Lucifer, el pecado, el mal y nos-otros. Si las preguntas sobre el mal, la justicia y el pecado son uni-versales (no le son ajenas a la vida inteligente más allá de nuestro pla-neta), entonces tenemos que creer que Dios será justificado y que su bondad, misericordia, amor y justicia serán vindicados de una ma-nera no inmediatamente evidente para nosotros ahora (por causa de nuestra muy limitada visión de la realidad). ¿Cómo podría ser de otro modo tratándose de un Dios de amor?

Esta idea de un bien mayor, de Dios siendo vindicado, conduce a la que quizá es la más inquietante de todas las cuestiones.

Alguien preguntó una vez:

«Si hay un bien mayor, si todos los caminos de Dios han de ser exonera-dos cuando llegue la gran armonía final que vindique a Dios y cuanto ha pasado en la tierra, ¿cómo podrá Dios justificar que todo se desarrolle aquí, en esta sordidez, con sangre, sudor y lágrimas humanas... mientras él está sentado en su trono en la gloria de los cielos? Cualesquiera sean las profundas cuestiones, cualesquiera sean los grandes asuntos morales re-sueltos en esta lucha entre el bien y el mal, por muy eficaz y permanente-mente que las respuestas prometidas borren todas las dudas, erradiquen to-dos los absurdos y enjuguen todas las lágrimas, queda la pregunta: ¿Por qué un Dios omnipotente y omnisciente habría de estar cómodamente res-guardado en alguna parte del cielo mientras, conociendo el fin desde el prin-cipio, nos contempla como a idiotas que se arrastran torpemente e igno-ran lo que va a pasar incluso en el próximo segundo, y no digamos la

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conclusión de todas las cosas? ¿Por qué no podría, sea lo que fuera que quisiera hacer este Dios amante, haberlo hecho solo, en vez de con seres humanos tan triste e inextricablemente traídos hasta aquí sin elección por su parte?».5

Buenas preguntas, con sólo una respuesta posible.

El Dios crucificado «Nunca olvidarán que Aquél cuyo poder creó los mundos innumerables y los sostiene a través de la inmensidad del espacio, el Amado de Dios, la Majestad del cielo, Aquél a quien los querubines y los serafines resplande-cientes se deleitan en adorar, se humilló para levantar al hombre caído; que llevó la culpa y el oprobio del pecado, y sintió el ocultamiento del rostro de su Padre, hasta que la maldición de un mundo perdido quebrantó su corazón y le arrancó la vida en la cruz del Calvario. El hecho de que el Hacedor de todos los mundos, el Arbitro de todos los destinos, dejase su gloria y se humillase por amor al hombre, despertará eternamente la ad-miración y la adoración del universo».

¿Qué es lo que se describe aquí? Que Jesucristo, aun siendo el Creador del Universo (el que no sólo creó a los seres humanos, sino que les dotó de libre albedrío), vio caer sobre él toda "la maldición de un mundo perdido" una vez que colgó de la cruz.

La cruz, y sólo la cruz, responde a la pregunta sobre la justicia y rec-titud de Dios en el marco del sufrimiento. Cualquier teodicea que no sitúe a la cruz en el centro está condenada a empantanarse en sus propios absurdos. Sólo cuando captamos la realidad de Dios, el Creador, sufriendo de un modo que jamás ha experimentado nin-gún ser humano caído, podemos empezar a entender algo de su bondad en medio de un mundo perverso, un mundo en el que lu-chamos con lo que Virgilio llamó «las cargas de la mortalidad».

Lejos de "estar cómodamente resguardado en alguna parte del cie-lo", nuestro Creador llegó a ser uno de nosotros y sufrió los resul-tados del pecado como ningún otro ser humano. Sólo cuando reco-nocemos esa asombrosa verdad podemos empezar a ver esperanza más allá del tufo emanado de una raza decadente que se pudre incluso antes que lo hagan sus cadáveres.

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Y, cosa fascinante, la más clara expresión del sufrimiento de Dios no aparece en el Nuevo sino en el Antiguo Testamento.

Isaías 53

«¿Quién ha creído a nuestro anuncio y sobre quién se ha manifes-tado el brazo de Jehová? Subirá cual renuevo delante de él, como raíz de tierra seca. No hay hermosura en él, ni esplendor; lo veremos, mas sin atractivo alguno para que lo apreciemos-

»Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en sufrimiento; y como qUe escondimos de él el ros-tro, fue menospreciado y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores, ¡pero nosotros lo tu-vimos por azotado, como herido y afligido por Dios! Mas él fue he-rido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados.

»Por darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y P o r s u s Hagas fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas J e h o v á cargó en él el peca-do de todos nosotros» (Isaías 53: 1-6).

El sufriente es aquí Jesús, y él es el Dios Creador, el que extendió esos miles de millones de galaxias por el cosmos, y el que las sostie-ne «con la palabra de su poder» (Hebreos 1 : 3 ) - Esos textos hablan de Dios, en carne humana, sufriendo lo que nadie más podría.

Otras personas fueron crucificadas antes, P o r supuesto, pero la crucifixión no es el núcleo de los sufrimientos de Cristo. Ese núcleo más bien tiene que ver con la sustitución, al sufrir él por lo que otros han hecho: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores, ¡pero nosotros lo tuvimos p o r azotado, como heri-do y afligido por Dios! Mas él fue herido por nuestras rebeliones, mo-lido por nuestros pecados. Por darnos la paz, c a y ó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados. To<dos nosotros nos desca-rriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros» (Isaías 53: 4-6).

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Jesús «llevó [ . . . ] nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores» (versículo 4). La palabra hebrea traducida como 'enfermedades' (.holi) tiene las connotaciones de "enfermedad, dolencia", mientras que la traducida como 'dolores' (makov) indica "dolor, dolor físico, dolor mental". ¿Dolor de quién, enfermedad de quién y maldición de quién sufrió él en la cruz? ¡Del mundo entero! Cristo murió por cada persona. Soportó el castigo de todos los pecadores; y dado que todos somos pecadores, esto significa que recibió la pena corres-pondiente a todos los seres humanos.

Pero la Escritura dice incluso más. De acuerdo con el texto, él a la vez soportó todo el sufrimiento humano sobre sí ("ciertamente lle-vó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores"). Lo que nos-otros sufrimos sólo como individuos (nuestro propio dolor, enfer-medad y maldición), él lo cargó todo sobre sí mismo.

El dolor de otras personas Considera esta idea:

«Mis sensaciones externas no son menos íntimas para mí que mis pensa-mientos o mis sentimientos. En uno y otro caso, mi experiencia cae den-tro de mi propio círculo, un círculo cerrado al exterior».7

El dolor es personal, más privado que el pensamiento (tú puedes compartir el pensamiento pero no tu dolor), y por eso jamás ni uno solo de los miles de millones de habitantes de este mundo de enfer-medad y muerte sufrió más de lo que cada uno, individualmente, po-día. Así, el dolor nunca va más allá de nuestro "propio círculo, un círculo cerrado al exterior". No puedes sentir el dolor de cualquier otro, ni cualquier otro puede experimentar el tuyo.

«La naturaleza humana», nos recordó Goethe, «tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto grado, la alegría, la pena, el dolor; si pasa más allá, sucumbe».8

Los meros números de una tragedia (125.000 en este tsunami, 100.000 en ese terremoto, dos millones en esta guerra, 500.000 en esa otra) nos aturden; pero sea una sola o un millón, el dolor de

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cada víctima fue siempre exclusivamente el suyo, como si ella fue-ra la única que sufriera y muriera. En la completamente desdicha-da historia de nuestro desdichado mundo, ni una sola persona su-frió nunca más de lo que sólo un individuo podría experimentar, no importa cuántas personas pudieran haber sufrido juntas a la vez. Holocausto, hambre, pandemias... es lo mismo. El sufrimiento siem-pre llega en lotes individuales.

Excepto una vez.

En la cruz las aflicciones de un mundo perdido y caído (sus tras-tornos, enfermedades, dolor y sufrimiento) cayeron todos sobre Jesús a la vez. "Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores". Es decir, las enfermedades y dolores de todos los humanos que hayan vivido o vivirán. Estaba todo ahí, concentrado a la vez sobre la persona de Jesús, Dios mismo, lo que implica que el propio Dios ha sufrido por causa de toda la libertad de elección que nos dio como seres humanos.

¿Quién puede, entonces, acusar a Dios de indiferencia, o de estar distante de nuestro dolor, cuando él lo conoce más intensamente que cualquiera de nosotros, pues él lo ha experimentado más que todos nosotros?

Teodicea Si quería humanos capaces de amar, Dios no tenía más opción

que crearlos libres. Pero no tenía por qué crearlos. No obstante, aun así lo hizo, pese a conocer todo el posible sufrimiento que podría de-rivarse de ello. Aun sabiendo todo lo que podría pasar, quería ofre-cer un bien mayor, que pudiera compensar o justificar todo lo que vino antes.

Con todo y con eso, ¿acaso hubiera sido justo que Dios se queda-se en el cielo, desplegando todas estas cosas para "un bien mayor", mientras nosotros, pobres idiotas, sufrimos y morimos aquí abajo en un pozo de guerra, pobreza, enfermedad y miseria? No habría sido justo en absoluto, motivo por el cual no es eso lo que ocurrió. En vez

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de permanecer en el cielo, Dios mismo bajó y se integró en la raza humana, y en nuestra humanidad sufrió y murió como ninguno de los miles de millones de habitantes de la tierra.

Al final, cuando todo sea dicho y hecho, nadie podrá en justicia señalar con el dedo ai Dios del cielo y acusarlo de juzgar injustamen-te o de no comprender nuestro dolor; pues en realidad él conoció más dolor que cualquier humano podría conocer jamás. Experimentó el sufrimiento de toda la humanidad, como no lo hizo ningún otro entre los miles de millones de desdichados de la tierra en todos los tiempos. Dios se había unido a nosotros por medio de unos víncu-los de un dolor que él, y sólo él, podía haber experimentado.

Con todo, aún sigue habiendo mucho que no tiene sentido en relación con el dolor y el sufrimiento (pero lo mismo ocurre, por ejemplo, al hablar de la naturaleza de las partículas subatómicas). Sin embargo eso no significa que Dios no esté ahí, o no sea real, o que las promesas de salvación, redención y vida eterna no sean reales tampoco. A este lado de la eternidad nunca tendremos respondi-das todas nuestras preguntas sobre todo el caudal de sufrimiento y miseria, aparentemente absurdo y sin sentido. Pero lo que sí tene-mos es la realidad de la cruz y el hecho de que ningún ser humano ha sufrido nunca ni podría sufrir más de lo que lo hizo Dios.

Y aunque eso pudiera no aliviar el dolor por el que atravesamos aho-ra, puede al menos ofrecernos la esperanza de que no es todo por nada. Más allá de eso, puede ayudarnos a situar nuestro propio su-frimiento en el contexto más amplio de la lucha entre el bien y el mal. Y capacitarnos para aferramos a la fe hasta que veamos cumplida la promesa: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron» (Apocalipsis 21: 4).

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Referencias

1. Thornton Wilder, The Bridge of San Luis Rey (Nueva York: Harper and Row, 1998), pág. 5. 2. Ibid., pág. 7. 3. Alexander Pope, Essay on Man and Other Poems (Mineóla, N.Y., EE.UU.: Dover Publications,

1994), pág. 46. 4. Milton, pág. 9. 5. Clifford Goldstein, God, Godei, and Grace: A Philosophy of Faith (Hagerstown, Md., EE.UU.:

Review and Herald Pub. Assn., 2003). págs. 50, 51. 6. Ellen G. White, Conflicto cósmico (Madrid: Safeliz, 1996), pág. 709. (Cursiva añadida). 7. T. S. Eliot, "El entierro de los muertos", traducción de José Luis Justes Amador, http://poema-

seningles.blogspot.com/2005/12/ts-eliot-burial-of-dead.html 8. Johann Wolfgang von Goethe, Werther (Barcelona: Salvat, 1973), pág. 88-89.

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11 Misteriosa acción

a distancia

í in embargo, uno podría preguntar con toda razón: ¿Qué ha cambiado la cruz? La gente todavía se muere y se pudre en

la tierra, igual que los que vivieron antes de la venida de Cristo. ¿Dónde está la esperanza de vida eterna cuando incluso los cristia-nos terminan tan muertos como los no cristianos?

La segunda venida de Jesús, ahí es donde radica la esperanza. Sin la segunda, Cristo habría desperdiciado el tiempo en la primera. En su segunda venida las promesas hechas en la primera se verán fi-nal y eternamente realizadas.

Después de su resurrección Jesús se reunió con sus seguidores. «Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y lo recibió una nube que lo ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales les dijeron: "Galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como lo habéis vis-to ir al cielo"» (Hechos 1: 9-11).

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V I D A SIN LÍMI TES

Incuestionablemente, la Biblia habla acerca de la segunda venida de Jesús. Pero, ¿qué hay en ésta que la haga tan importante? ¿Qué ocurrirá cuando Jesús vuelva que resolverá el problema de la muer-te? ¿Cómo lleva a su plenitud la Segunda Venida lo que Cristo hizo por nosotros en su primera aparición?

Resurrección

Uno de los más interesantes (aunque apenas obvio) descubrimien-tos acerca de la vida humana es el aspecto bioeléctrico de nuestro ser. Sea lo que sea la vida humana, es al menos parcialmente eléctrica por naturaleza. Como una bombilla, sin corriente estamos muertos. Nuestro sistema nervioso es una red bioeléctrica que transmite se-ñales por todo el cuerpo. Si bien no completamente sobrecargados, estamos cargados en todo caso.

Aunque hoy nos parece poco novedosa, esta idea resultó extraor-dinaria cuando los científicos la descubrieron. Fascinado con la no-ción, un médico del siglo XIX, necesitado de un cadáver para un ex-perimento, ofreció a un convicto condenado a muerte dinero para comprar ginebra, cerveza y ternera antes de que le colgaran. El plan del investigador era sencillo: si la electricidad es la fuerza de la vida, ¿no podría usarla él para revivir a una persona muerta?

Los dos hicieron un trato. El hombre tuvo su ginebra, su cerveza y su ternera; el doctor, su cadáver, al cual conectó cables eléctricos. Después de darle al interruptor, el cuerpo (dependiendo de dónde estaban atados los cables) pateó, serpenteó, se retorció, se puso de ro-dillas, incluso sonrió... todo, menos resucitar.

Unos pocos siglos más tarde llegó la criónica, consistente en alma-cenar los cadáveres en vasijas refrigeradas con nitrógeno líquido (a unos 196°C bajo cero), con la esperanza de que en 50, 500 o inclu-so 5.000 años, gracias a los prodigios de la ciencia, puedan derretir-se y ser traídos de nuevo a la vida. A veces, todo el cuerpo es preser-vado; otras, sólo la cabeza (con la idea de que, debido a que la

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MISTERIOSA ACCIÓN A DISTANCIA

consciencia reside en el cerebro, tú seguirías siendo tú con inde-pendencia del cuerpo que te adosaran debajo).

Si bien todo eso suena desesperado, permite reflexionar en lo ob-sesivamente que los humanos quieren derrotar a la muerte, nues-tro enemigo incorregible, así como en lo estériles que han sido nuestros esfuerzos y siempre serán. Y si no vencemos a la muerte, entonces un día nos iremos, como se irán igualmente todos los que alguna vez nos recordaron.

Y por eso precisamente, de acuerdo con la Biblia, vino jesús a nuestro mundo, para realizar por nosotros lo que nunca hemos sido capaces de hacer: de una vez para siempre, derrotar a la muerte y dar-le a la vida el sentido y el propósito que originalmente estaba pre-visto que tuviera.

«Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él tam-bién participó de lo mismo para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Hebreos 2: 14).

«Pues es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se vista de inmortalidad. Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal se haya vestido de in-mortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: "Sorbida es la muerte en victoria"» (1 Corintios 15: 53-54).

Pero de nuevo, con los muertos todavía en la tierra, ¿qué signifi-can estos pasajes? Nos están hablando de la segunda venida de Jesús, cuando él resucitará a los muertos.

La resurrección de los muertos no es sólo una esperanza; es la es-peranza, lo que hace real todo lo que vino antes. La Segunda Venida es el climax y la realización de todo lo que ha acontecido antes. Jesús resucitará a los muertos, cumpliendo finalmente todas las ma-ravillosas promesas sobre la vida eterna en Cristo. Todo lo que no lle-gue a eso nos deja sin nada más que supersticiones y mentiras. Sólo en la Segunda Venida, cuando las tumbas se abran, la vida misma será vindicada, mostrándose que no es la cosa absurda y carente de pro-pósito que habría sido si las tumbas hubieran permanecido cerradas.

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MISTERIOSA ACCIÓN A DISTANCIA

Esto es como si hubiera dos bolas de billar girando, una en París y otra en Houston, y tu mirada a la bola de Houston causara que la hola de París girase en la dirección opuesta.

¿Cómo podría ser eso? ¿Cómo puede el hecho de estudiar una partícula afectar a otra que se halla a kilómetros de distancia? Y aún más asombroso, ¿cómo puede ocurrir este cambio a un ritmo más rápido que la velocidad de la luz, algo que en verdad trastornó a Einstein, quien enseñaba que la información no puede moverse más deprisa que la luz. Bueno, en el mundo cuántico sí puede, motivo por el cual Einstein etiquetó el fenómeno "misteriosa acción a dis-tancia" y lidió con él durante toda su vida profesional.

Lo que todo esto debería sugerirnos es que si el mundo natural puede acoger tan profundos misterios, cosas que racionalmente no podemos descifrar, ¿quién debería sorprenderse de que no entenda-mos todo acerca del mundo espiritual, incluyendo la resurrección de los muertos? Y sin embargo, todo sea dicho, ni siquiera la resu-rrección de los muertos es tan difícil de entender como la teoría cuántica.

El cristianismo no limita la realidad a la estrecha y restringida cos-movisión de ecuaciones, fórmulas y teorías. Lo mismo cuando ali-mentaba a cinco mil con comida preparada para uno (Mateo 14: 15-21), o cuando le decía a Pedro: «Ve al mar, echa el anzuelo y toma el primer pez que saques, ábrele la boca y hallarás una moneda. Tómala y dásela por mí y por ti» (Mateo 17: 27), o al resucitar de la tumba a un cadáver en descomposición (Juan 11), Jesús nos re-velaba esferas de la realidad en las que la ciencia es demasiado pri-mitiva y chapucera para entrar.

Por medio de tales actos, él mostraba que limitar nuestra concep-ción del mundo sólo a lo que nos dice la ciencia, tiene aproximada-mente tanto sentido como usar lentes bifocales en la cama con la es-peranza de ver mejor nuestros sueños. La Palabra de Dios presenta la realidad como algo más amplio, profundo y grandioso que aque-llo a lo que las ecuaciones, las fórmulas y las teorías pueden llevar-

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V I D A SIN LÍMI TES

En el retorno de Cristo, desafiando la sabiduría del mundo, Jesús aparecerá en el cielo, y con la misma voz que convocó a la luz y a la vida a la existencia, hablará de nuevo.

Luego, por medio del poder de su Palabra, los muertos - lo mismo si están en magníficas tumbas de piedra o en los vientres de los gu-sanos- resucitarán y serán recreados en cuerpos que sobrepasen con mucho cualquier cosa que los seres humanos poseyeron jamás, con la excepción de Adán y Eva antes de la Caída. Esa es la promesa primordial, y es la que les da a las demás sentido realmente.

Misteriosa acción a distancia

A finales del siglo XIX, un joven y talentoso estudiante de Alemania quería estudiar física en la universidad. Sus profesores, asegurándo-le que todos los grandes avances en la física ya habían sido dados y no había nada más que aprender, trataron de disuadirle.

Bueno, el hecho es que él siguió adelante y la estudió de todos modos, y en unos pocos años el joven Max Planck se convirtió en el fundador de la teoría cuántica, la revolución científica más pro-funda desde que Isaac Newton descubriera la gravedad varios siglos antes. Gracias a la física cuántica tenemos cosas tales como radio, te-levisión, ordenadores y láser.

Sin embargo, el mundo de la física cuántica es tan extraño, tan ex-travagante, que nuestras nociones de causa y efecto, basadas en el sen-tido común y en cómo funciona el mundo, devienen completa-mente inútiles.

Por ejemplo, cuando una explosión subatómica crea dos partícu-las, vuelan separándose entre sí. Cada partícula tiene asociado un es-pín (giro) en una dirección o en la otra. Los físicos han demostra-do que simplemente mirar —sí, mirar— el espín de una partícula provoca que el espín de la otra se invierta incluso si está a mil o un millón de kilómetros de distancia.

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MISTERIOSA ACCIÓN A DISTANCIA

Esto es como si hubiera dos bolas de billar girando, una en París y otra en Houston, y tu mirada a la bola de Houston causara que la bola de París girase en la dirección opuesta.

¿Cómo podría ser eso? ¿Cómo puede el hecho de estudiar una partícula afectar a otra que se halla a kilómetros de distancia? Y aún más asombroso, ¿cómo puede ocurrir este cambio a un ritmo más rápido que la velocidad de la luz, algo que en verdad trastornó a Einstein, quien enseñaba que la información no puede moverse más deprisa que la luz. Bueno, en el mundo cuántico sí puede, motivo por el cual Einstein etiquetó el fenómeno "misteriosa acción a dis-tancia" y lidió con él durante toda su vida profesional.

Lo que todo esto debería sugerirnos es que si el mundo natural puede acoger tan profundos misterios, cosas que racionalmente no podemos descifrar, ¿quién debería sorprenderse de que no entenda-mos todo acerca del mundo espiritual, incluyendo la resurrección de los muertos? Y sin embargo, todo sea dicho, ni siquiera la resu-rrección de los muertos es tan difícil de entender como la teoría cuántica.

El cristianismo no limita la realidad a la estrecha y restringida cos-movisión de ecuaciones, fórmulas y teorías. Lo mismo cuando ali-mentaba a cinco mil con comida preparada para uno (Mateo 14: 15-21), o cuando le decía a Pedro: «Ve al mar, echa el anzuelo y toma el primer pez que saques, ábrele la boca y hallarás una moneda. Tómala y dásela por mí y por ti» (Mateo 17: 27), o al resucitar de la tumba a un cadáver en descomposición (Juan 11), Jesús nos re-velaba esferas de la realidad en las que la ciencia es demasiado pri-mitiva y chapucera para entrar.

Por medio de tales actos, él mostraba que limitar nuestra concep-ción del mundo sólo a lo que nos dice la ciencia, tiene aproximada-mente tanto sentido como usar lentes bifocales en la cama con la es-peranza de ver mejor nuestros sueños. La Palabra de Dios presenta la realidad como algo más amplio, profundo y grandioso que aque-llo a lo que las ecuaciones, las fórmulas y las teorías pueden llevar-

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nos. Pero, de nuevo, nada de lo que se nos pide creer por fe es tan difícil de comprender lógicamente como la teoría cuántica.

Considera las implicaciones de los siguientes actos. Según la Oficina del Censo de Estados Unidos, el total de la población mun-dial (estimada para el 22 de febrero de 2006 a las 16:09 GMT) era de 6.500 millones. Súmale a esto el billón de estrellas de nues-tra galaxia. Los astrónomos estiman que el universo tiene al menos 400.000 millones de galaxias, cada una iluminada con miles de millones de estrellas.

Ahora bien, si, como dice la Escritura, Jesús creó todas estas cosas y las sostiene con su propio poder, ¿acaso podría no tener el poder de levantar a los muertos, cuyo número es casi incomparablemen-te minúsculo en contraste con el número de estrellas que creó?

Ciertamente, la existencia de cientos de miles de millones de ga-laxias no prueba que los muertos resucitarán. Lo que sí demuestra es que un poder increíble estuvo implicado en la creación de todo lo que existe. Y si este poder pudo originar todo lo que hay (algo mu-cho más lejos de lo que nuestras mentes pueden captar), entonces, ¿por qué es irrazonable creer que él podría devolver a algunos de los muertos de la tierra a la vida (algo que también está más allá de lo que nuestras mentes pueden comprender)?

El poder que pudo crear y sostener a miles de millones de galaxias seguramente podía recrear y traer de nuevo a la vida a nuestros muertos, si así lo decide. Y eso es exactamente lo que la Biblia dice que hará. Si no lo hace, entonces todo lo relativo a Jesús y a las pro-mesas de la Palabra es falso.

El apóstol Pablo no afirma menos. Hablando de aquéllos que cuestionaban, incluso negaban, la resurrección corporal de los muer-tos, escribió: «Pero si se predica que Cristo resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?, porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predica-ción y vana es también vuestra fe. Y somos hallados falsos testigos

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MISTERIOSA ACCIÓN A DISTANCIA

de Dios, porque hemos testificado que Dios resucitó a Cristo, al cual no resucitó si en verdad los muertos no resucitan. Si los muer-tos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: aún estáis en vuestros pecados. Entonces tam-bién los que murieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida esperamos en Cristo, somos los más dignos de lástima de todos los hombres» (1 Corintios 15: 12-19).

Pablo vincula estrechamente la resurrección de Jesús con la resu-rrección final de los muertos. Y si ninguna resurrección de los muer-tos tendrá lugar jamás, entonces todo ha sido inútil. Aquéllos que han muerto están muertos para siempre, y así estaremos finalmen-te nosotros, lo que significa que al final todo ha sido para nada.

Eso es lo que está en juego.

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12 ¿Llamando a las

puertas del cielo?

n H oncluíamos el capítulo anterior tratando acerca de Jesucristo

y su promesa de vida eterna. Con tanto en juego en esa promesa (i.e., la vida eterna o la eterna destrucción), no es sorpren-dente que Dios nos haya dado buenas razones para creer en ella. Una aparece en el segundo capítulo del libro de Daniel, en el Antiguo Testamento, que ofrece poderosas y convincentes evidencias para que confiemos en la promesa de su venida y en la eternidad que abre paso.

De hecho, ahí nos presenta tales probabilidades que sólo un ne-cio osaría apostar en contra de ellas.

El escenario es el antiguo Oriente Próximo, unos 600 años antes de Cristo. Como ocurre también en nuestros días, la agitación lle-naba la zona. Era básicamente una guerra detrás de otra. En este caso, Babilonia, el coloso militar de esa época (asentada en el territorio del moderno Irak) machacaba a la diminuta nación de Judá (donde hoy se asienta parte del moderno Israel) por medio de una serie de invasiones que hacia el 587 a.C. habían dejado al pequeño país en ruinas, con gran parte de su clase alta y la realeza o bien muerta o

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V I D A SIN LÍMI TES

deportada. Esta sección de la Biblia se centra en cuatro jóvenes que fueron, ya en un principio, llevados cautivos a la propia Babilonia.

«Entre ellos estaban Daniel, Ananías, Misael y Azarías, de los hi-jos de Judá. A éstos el jefe de los eunucos puso nombres: a Daniel, Beltsasar; a Ananías, Sadrac; a Misael, Mesac; y a Azarías, Abed-nego» (Daniel 1: 6-7).

Habiendo demostrado un conocimiento y un talento superiores, recibieron una formación especial en el país de su cautividad y lle-garon a ser parte de un grupo de élite que servía en la corte del rey. Las experiencias por las que pasaron nos dan razones adicionales para confiar en la promesa de la resurrección.

«En el segundo año del reinado de Nabucodonosor, tuvo Nabucodonosor sueños, y se turbó su espíritu y se le fue el sueño. Hizo llamar el rey a magos, astrólogos, encantadores y caldeos, para que le explicaran sus sueños. Vinieron, pues, y se presentaron delan-te del rey. El rey les dijo:

- H e tenido un sueño, y mi espíritu se ha turbado por saber el sueño.

»Entonces hablaron los caldeos al rey en lengua aramea:

-¡Rey, para siempre vive! Cuenta el sueño a tus siervos, y te dare-mos la interpretación.

»Respondió el rey y dijo a los caldeos:

-El asunto lo olvidé; pero si no me decís el sueño y su interpreta-ción, seréis hechos pedazos y vuestras casas serán convertidas en es-tercoleros. Pero si me decís el sueño y su interpretación, de mí re-cibiréis dones, favores y gran honra. Decidme, pues, el sueño y su interpretación.

»Respondieron por segunda vez, y dijeron:

-Cuente el rey el sueño a sus siervos, y le daremos la interpretación.

»El rey respondió y dijo:

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¿LLAMANDO A LAS PUERTAS DEL CIELO?

-Yo conozco ciertamente que vosotros ponéis dilaciones, porque veis que el asunto se me ha ido. Si no me contáis el sueño, una sola sentencia hay para vosotros. Ciertamente preparáis una respuesta mentirosa y perversa que decir delante de mí, entre tanto que pasa el tiempo. Contadme, pues, el sueño, para que yo sepa que me po-déis dar su interpretación.

»Los caldeos respondieron delante del rey y dijeron:

-No hay hombre sobre la tierra que pueda declarar el asunto del rey. Además, ningún rey, príncipe ni señor preguntó cosa semejan-te a ningún mago ni astrólogo ni caldeo. Porque el asunto que el rey demanda es difícil, y no hay quien lo pueda declarar al rey, salvo los dioses cuya morada no está entre los hombres.

»Por esto el rey, con ira y con gran enojo, mandó que mataran a todos los sabios de Babilonia. Se publicó, pues, el edicto de que los sabios fueran llevados a la muerte; y buscaron también a Daniel y a sus compañeros para matarlos» (Daniel 2: 1-13).

Cuando la historia continúa, Daniel no sólo le cuenta al rey el sueño que no lograba recordar, sino que le da la interpretación, sal-vando así la vida de todos, incluida la suya.

«Tú, rey, veías en tu sueño una gran imagen. Esta imagen era muy grande y su gloria, muy sublime. Estaba en pie delante de ti y su as-pecto era terrible.

»La cabeza de esta imagen era de oro fino; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus muslos, de bronce; sus piernas, de hierro; sus pies, en parte de hierro y en parte de barro cocido.

»Estabas mirando, hasta que una piedra se desprendió sin que la cortara mano alguna, e hirió a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó. Entonces fueron desmenuzados tam-bién el hierro, el barro cocido, el bronce, la plata y el oro, y fueron como tamo de las eras del verano, y se los llevó el viento sin que de ellos quedara rastro alguno. Pero la piedra que hirió a la imagen se hizo un gran monte que llenó toda la tierra.

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V I D A SIN LÍMI TES

»Este es el sueño. También la interpretación de él diremos en pre-sencia del rey» (versículos 31-36).

Así que el rey había soñado con una estatua gigante hecha de me-tales diversos. La cabeza era de oro, los brazos y el pecho de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro, los pies y sus dedos de una mezcla de hierro y arcilla. Al final del sueño una roca gigante destroza la estatua hasta que no queda nada de ella.

Luego, en la última parte de Daniel 2 el profeta interpreta el sue-ño, explicando que los diversos metales simbolizan imperios que se levantarían y caerían hasta el fin de nuestro mundo presente.

«Tú, rey, eres rey de reyes; porque el Dios del cielo te ha dado rei-no, poder, fuerza y majestad. Dondequiera que habitan hijos de hombres, bestias del campo y aves del cielo, él los ha entregado en tus manos, y te ha dado el dominio sobre todo. Tú eres aquella ca-beza de oro.

»Después de ti se levantará otro reino, inferior al tuyo; y luego un tercer reino de bronce, el cual dominará sobre toda la tierra. Y el cuar-to reino será fuerte como el hierro; y como el hierro desmenuza y rompe todas las cosas, así él lo desmenuzará y lo quebrantará todo.

»Lo que viste de los pies y los dedos, en parte de barro cocido de alfarero y en parte de hierro, será un reino dividido; pero habrá en él algo de la fuerza del hierro, así como viste el hierro mezclado con barro cocido. Y por ser los dedos de los pies en parte de hierro y en parte de barro cocido, este reino será en parte fuerte y en parte frá-gil. Así como viste el hierro mezclado con barro, así se mezclarán por medio de alianzas humanas; pero no se unirán el uno con el otro, como el hierro no se mezcla con el barro.

»En los días de estos reyes, el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanece-rá para siempre, de la manera que viste que del monte se despren-dió una piedra sin que la cortara mano alguna, la cual desmenuzó el hierro, el bronce, el barro, la plata y el oro. El gran Dios ha mos-

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¿LLAMANDO A LAS I-UIUIAS DI I CIEIO?

trado al rey lo que ha de acontecer en lo por venir; y el sueño es verdadero, y fiel su interpretación (vers. 37-45).

La historia muestra que Babilonia, la «cabeza de oro» (vers. 38) efec-tivamente vino y se fue, como Daniel había predicho.

El segundo reino (los brazos y pecho de plata), Medo-Persia («Después de ti se levantará otro reino, inferior al tuyo» [vers. 39]), llegó y se marchó, según lo predicho.

El tercer reino, Grecia («un tercer reino de bronce, el cual domi-nará sobre toda la tierra» [vers. 39]), también hizo su aparición en el escenario de la historia.

El cuarto reino de piernas de hierro, obviamente el Imperio Romano («y el cuarto reino será fuerte como el hierro» [vers. 40]), ascendió y cayó, también de acuerdo con la profecía.

Seguidamente, Daniel dijo que el cuarto reino -a diferencia de los otros, no reemplazado por otro imperio individual- se fractura-ría en reinos menores, algunos más fuertes que otros, y que nunca se reunificarían, ni siquiera gracias a sus conexiones familiares y ma-trimoniales.

«Lo que viste de los pies y los dedos, en parte de barro cocido de alfarero y en parte de hierro, será un reino dividido [...]. Y por ser los dedos de los pies en parte de hierro y en parte de barro cocido, este reino será en parte fuerte y en parte frágil. Así como viste el hierro mezclado con barro, así se mezclarán por medio de alianzas humanas; pero no se unirán el uno con el otro, como el hierro no se mezcla con el barro» (vers. 41-43).

¿Qué mejor y más exacta predicción podría haber hecho nadie sobre la ruptura del Imperio Romano en lo que finalmente han lle-gado a ser las naciones divididas (unas débiles, otras fuertes) de Europa y el que fuera en otro tiempo territorio romano en torno al mar Mediterráneo?

Durante siglos, las dinastías y las familias reales se casaron entre sí para cimentar alianzas políticas.

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V I D A SIN LÍMI TES

«Un ejemplo bien conocido de matrimonio cruzado y de interrelación es hoy el de Isabel II del Reino Unido y el príncipe Felipe, duque de Edimburgo (nacido príncipe de Grecia y Dinamarca). El príncipe Felipe es el hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, y de la princesa Alicia de Battenberg, cuya madre, la princesa Victoria de Hesse y el Rhin, y cuyo abuelo paterno, el príncipe Alejandro de Battenberg, eran ambos de la misma familia paterna. El hermano del padre de la princesa Alicia, el príncipe Enrique de Battenberg, se casó entretanto con la princesa Beatriz (una hija de la tatarabuela de Isabel II, la reina Victoria). Su hija, Eugenia de Battenberg, se casó con el rey Alfonso XIII de España, y su nieto, el pre-sente rey, Juan Carlos, contrajo matrimonio con la princesa Sofía de Grecia y Dinamarca, cuyo padre era primo del príncipe Felipe, duque de Edimburgo. Por su parte, el tatarabuelo de la reina Isabel, el rey Christian IX de Dinamarca, era también el bisabuelo del príncipe Felipe. Ellos están además relacionados varias veces a través de la princesa Sofía, electriz de Hanover».'

Pero ni siquiera estos matrimonios cruzados podrían reunificar todos los territorios del antiguo Imperio Romano. ¿Qué dijo Daniel que pasaría? «Lo que viste de los pies y los dedos, en parte de barro cocido de alfarero y en parte de hierro, será un reino dividido [...]. Y por ser los dedos de los pies en parte de hierro y en parte de ba-rro cocido, este reino será en parte fuerte y en parte frágil. Así como viste el hierro mezclado con barro, así se mezclarán por medio de alianzas humanas; pero no se unirán el uno con el otro, como el hierro no se mezcla con el barro» (vers. 41-43). En otras palabras, no se reunificarían, a pesar de un interminable número de intentos para lograrlo.

¡Qué descripción más precisa de la historia de los antiguos terri-torios romanos, que abarcaban la Europa meridional, el extremo oriental del Mediterráneo y el norte de África! Desde el hundimien-to del Imperio Romano, sus antiguas partes han luchado constan-temente unas con otras. En suma, no se han unido, "como el hie-rro no se mezcla con el barro".

Lo que significa que hace más de 26 siglos Daniel describió exac-tamente el auge y la caída del Imperio Romano y el estado postre-ro de los asuntos políticos de la zona, incluso hasta hoy.

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;LLAMANDO A LAS PUERTAS DI I CIELO?

¿Qué nos queda? La roca gigante que hace pedazos todos estos rei-nos y no deja nada detrás. Y que no es sino Dios estableciendo su reino eterno, lo que ocurre después de la Segunda Venida y de que Dios resucite a los muertos justos a vida eterna. «En los días de es-tos reyes, el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido» (vers. 44).

El caballo ganador

Examina las probabilidades. Babilonia, Medo-Persia, Grecia, Roma pagana, Europa y el moderno Mediterráneo: todos llegaron, por orden, tal como Daniel los había predicho. El único reino pendien-te en la profecía, y el único que nosotros, desde nuestra perspecti-va, aún no hemos visto cumplirse es el último, el reino eterno de Dios, que será establecido después de la resurrección de los muertos.

Cinco de los seis pasos que llevan a la promesa de su venida han encontrado su cumplimiento. Daniel acertó en los primeros cinco. ¿Quién podría no confiar en él respecto al sexto? Las probabilidades están a su favor.

La evidencia es aquí tan amplia, tan firme y tan empírica como la propia historia del mundo. El universo podría hundirse sobre sí mismo mañana, pero siempre habrá habido una Babilonia, una Medo-Persia, una Grecia y una Roma que se fragmentó finalmen-te en las naciones de la Europa moderna, el norte de África y el Próximo Oriente, tal como había predicho Daniel. Si hubiera un Dios que quisiera darnos evidencias racionales y lógicas de su existencia, ¿qué fundamento más firme, qué base más amplia e inamovible, podría ofrecernos que la propia historia del mundo?

¿Qué otra visión del mundo presenta información capaz de ex-plicar Daniel 2? Una visión secular, atea, que niegue cualquier tipo de trascendencia sobrenatural, rechazará lo que el capítulo práctica-mente prueba. ¿Qué leyes naturales, qué fenómenos físicos, pue-den explicar cómo un hombre que vivió hace unos 2.600 años pudo

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VIDA SIN LímI TES

describir con tanta exactitud hechos futuros que él, por sí mismo, no podría haber tenido la posibilidad de conocer?

Por otra parte, si hay un Dios trascendente y personal que no sólo conoce el futuro sino que está dispuesto a revelárselo a los humanos, entonces tenemos una respuesta. ¿De qué otro modo podría Daniel, viviendo siglos antes de algunos de esos acontecimientos, predecir-los tan exactamente?

Aquí no parece que Dios sea meramente la mejor explicación. Lógica y racionalmente, es la única explicación; y con ella tenemos poderosa evidencia para confiar en él respecto al último reino, el que será establecido cuando Jesús venga por segunda vez a la tierra.

La primera venida Finalmente, y lo más importante de todo, la mayor evidencia para

la Segunda Venida es la realidad de la primera. De nuevo nos halla-mos discutiendo sobre qué novedad ha introducido la muerte de Cristo, dado que los muertos aún están muertos. Los mejores, los peores, los más pecadores, los más santos, todos han acabado total-mente descompuestos o se dirigen rápidamente hacia ello. Sin la re-surrección prometida, ¿qué bien le trajo a nadie la muerte de Cristo?

Ninguno. Pablo lo dice así: «Si los muertos no resucitan, tampo-co Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: aún es-táis en vuestros pecados» (1 Corintios 15: 16-17).

En tal caso, a menos que vayamos a creer que la encarnación, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo fueron para nada, los muertos fieles tienen que resucitar a vida eterna.

Aunque la primera venida de Cristo no prueba la realidad de la se-gunda, al menos en el sentido de prueba "científica" (sea lo que sea lo que eso significa realmente), su segunda venida y la resurrección de los muertos suponen la confirmación final y completa de la pri-mera, el acontecimiento que definitivamente valida todo lo que Cristo logró con su vida y su muerte.

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¿LLAMANDO A LAS PULULAS DI.I. CII LO?

¿Llamando a las puertas del cielo? Espera un minuto. ¿Qué hay del cielo? ¿Y del infierno? ¿No vue-

lan los salvos al morir, como un globo inflado con helio, hacia la di-cha celestial mientras los perdidos se desploman pesadamente en el infierno de eternos tormentos? ¿No es ése el típico tópico cristiano, el tema de interminables programas de radio y sermones dominica-les? ¿Cómo se puede conciliar la resurrección de los muertos en la Segunda Venida con personas que van al cielo o al infierno nada más morir, como si el último latido de su corazón los proyectara velozmente en una dirección o en la otra?

No se puede. A pesar de los vigorosos e imaginativos ejercicios de gimnasia teológica que intentan unir ambas posturas en una ense-ñanza coherente, o bien los muertos se encuentran, en general, dor-midos, inconscientes e ignorantes de todo, o bien están en el éxta-sis celestial o en la tortura del infierno (que es la otra opción en esta segunda postura).

¿Cuál es la correcta?

Examinemos lo que la Escritura tiene que decir sobre la muerte. ¿Tienen los pasajes siguientes más sentido si los muertos están dor-midos, esperando la resurrección, o si están en la dicha celestial (o en el tormento infernal)? Esa es la única cuestión: a la luz de estos textos, ¿qué postura tiene sentido, y cuál es absurda?

El patriarca Job, después de perder sus posesiones, su familia y su salud, anhelaba la muerte. ¿Qué entendía él que la muerte traería?

«¿Por qué no morí yo en la matriz? ¿Por qué no expiré al salir del vientre? ¿Por qué me recibieron las rodillas y unos pechos me die-ron de mamar? Ahora estaría yo muerto, y reposaría; dormiría, y tendría descanso junto a los reyes y consejeros de la tierra, los que para sí reconstruyen las ruinas; o junto a los príncipes que poseían el oro y llenaban de plata sus casas. ¿Por qué no fui ocultado como un aborto, como los niños que nunca vieron la luz? Allí dejan de per-turbar los malvados, y allí descansan los que perdieron sus fuerzas. Allí reposan también los cautivos v va no oven la voz del capataz. Allí

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V I D A SIN LÍMI TES

están chicos y grandes; y el esclavo, libre ya de su amo» (Job 3: 11-19). ¿Suena esto como si Job imaginara la muerte como un estado consciente, o como un sueño, un descanso?

¿Y qué hay de Jesús, cuando dijo: «No os asombréis de esto, por-que llegará la hora cuando todos los que están en los sepulcros oi-rán su voz; y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida; pero los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación» (Juan 5: 28-29)? ¿Están los muertos aquí, dormidos en la tumba hasta la resurrección, o se encuentran en el cielo o en el infierno?

«Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán desper-tados: unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión per-petua» (Daniel 12: 2). ¿Qué postura, a la luz de este pasaje, tiene sen-tido? Si los muertos recibieron su recompensa o su castigo tan pronto murieron, ¿de qué está hablando este versículo?

¿Y éste? «Porque en la muerte no hay memoria de ti; en el seol, ¿quién te alabará?» (Salmo 6: 5). ¿Están los muertos en la dicha del cielo (o en el tormento del infierno), o duermen en sus tumbas? Si es lo primero, ¿de qué está hablando entonces el texto?

En respuesta a los que negaban la resurrección de los muertos, es-cribió Pablo: «Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana, y aún estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo están perdidos» (1 Corintios 15: 17-18 RV90).

¿Los que "durmieron en Cristo [los muertos] están perdidos"si no hay resurrección? ¿Cómo podría ser eso si los muertos en Cristo ya están en el cielo? Si están en el cielo, los textos se tornan absurdos. Pero si están inconscientes en la tumba, tienen perfecto sentido.

Aquí está otra vez Jesús, hablando específicamente sobre su se-gunda venida: «¡Vengo pronto!, y mi galardón conmigo, para re-compensar a cada uno según sea su obra» (Apocalipsis 22: 12).

¿Trae su galardón consigo? ¿No acceden los muertos fieles a él nada más morir, volando hacia el cielo, al menos según la enseñanza común? Muchos de los fieles seguidores de Jesús llevan muertos desde hace si-

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¿LLAMANDO A I.AS PUI.UTAS DI I < II I<>?

glos. Ciertamente ellos deberían llevar disfrutando su recompensa ya mucho tiempo, y mucho más cuandoquiera que tenga lugar la Segunda Venida. Sin embargo, no es eso lo que afirma Jesús. La recompensa vie-ne con él. Por otra parte, si sus fieles seguidores aún están muertos, dor-midos y sin saber nada, las palabras tienen sentido. Sólo cuando Jesús regrese y los resucite, recibirán su recompensa.

Una vez más, ¿qué significan los siguientes pasajes sobre la muerte si, de hecho, los difuntos están en el cielo o en el infierno? «Sale su alien-to y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos» (Salmo 146: 4). «No alabarán los muertos a Jah [Dios], ni cuantos des-cienden al silencio» (Salmo 115: 17). «Porque los que viven saben que han de morir, pero los muertos nada saben» (Eclesiastés 9: 5). De nuevo, todos estos son textos difíciles a menos que los muertos sean inconscientes ("los muertos nada saben") hasta la resurrección.

Una de las historias más reveladoras de la Biblia sobre la muerte ocurrió cuando Lázaro, un amigo de Cristo, murió. Al oír las noti-cias de su muerte, Jesús dijo:

«-Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo.

»Dijeron entonces sus discípulos:

—Señor, si duerme, sanará.

»Jesús decía esto de la muerte de Lázaro, pero ellos pensaron que hablaba del reposar del sueño.

»Entonces Jesús les dijo claramente:

—Lázaro ha muerto» (Juan 11: 11-14).

Jesús equiparó la muerte con el sueño, no con algún estado cons-ciente de existencia. De hecho, la Biblia describe docenas de veces la muerte como un sueño.

¿Qué pasó seguidamente con Lázaro?

Cuando se acercaba a Betania, Jesús encontró a Marta, la herma-na de Lázaro, quien le dijo que su hermano llevaba cuatro días muerto. Fíjate en lo que Jesús le dijo:

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«—Tu hermano resucitará.

»Marta le dijo:

-Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final.

»Le dijo Jesús:

-Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá» (vers. 23-25).

Y otra vez, ¿cuál de las dos posturas tiene más sentido a la luz de este incidente? De hecho, ¿cuál es la única racional? ¿Por qué ella habla-ba de que su hermano se levantaría en la resurrección si él ya estaba en el cielo? ¿Y por qué Jesús le dijo que aunque estuviera muerto, "vi-virá", si Lázaro ya estaba vivo y disfrutando su recompensa eterna? Si, por el contrario, estaba dormido, inconsciente hasta que resucitase "en el día final", todo el diálogo es perfectamente inteligible.

«Entonces quitaron la piedra de donde había sido puesto el muer-to. Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo:

-Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sé que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que cre-an que tú me has enviado.

»Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz:

-¡Lázaro, ven fuera!

»Y el que había muerto salió» (vers. 41-44).

Ahora bien, si Lázaro estuviera en la felicidad celestial, ¿por qué no le dijo Jesús: "Lázaro, desciende", en vez de "Lázaro, ven fuera"? ¿No indican estas palabras, simplemente, que Lázaro estaba dormi-do en la tumba en vez de hallarse en el cielo? Los pasajes que hemos examinado sólo tienen sentido si los muertos duermen, aguardan-do el retorno de Cristo, lo que se opone a una inmediata recompen-sa o castigo en el momento de la muerte.

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; L L A M A N D O A LAS PUERTAS DI I CIELO?

Con Jesús en el Paraíso Vale, todo esto está bien. Los muertos "buenos" y los muertos

"malos" (de hecho, todos los muertos, salvo una pocas y notables ex-cepciones) están dormidos, aguardando su recompensa o castigo fi-nal. Es difícil de ver, considerando lo que acabamos de analizar, cómo podría ser de otro modo.

Pero, para ser justos, ¿qué decir de los pasajes que parecen enseñar recompensa o castigo inmediatos a la muerte?

Afortunadamente, no existen demasiados, y una mirada atenta (particularmente, en SLI contexto y a la luz de otros claros testimo-nios bíblicos) revela que no están enseñando nada diferente sobre la muerte que los textos previos.

El versículo más comúnmente citado para apuntalar el argumen-to de que los justos salen inmediatamente camino del cielo al mo-rir se encuentra en el relato que hace Lucas de la crucifixión de Cristo junto a dos ladrones.

«Uno de los malhechores colgados le insultaba: "¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!" Pero el otro le respondió di-ciendo: "¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros, con razón, porque nos lo hemos merecido con nues-tros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho". Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino". Jesús le dijo: "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso"» (Lucas 23: 39-43 BJ).

El versículo clave es el último.

¿Está Jesús realmente diciéndole al ladrón que estará con Jesús en el Paraíso ese mismo día? Si así es, entonces, ¿qué hay de todos esos anteriores pasajes que nítidamente enseñan algo diferente sobre la muerte?

Encontramos la respuesta en la puntuación. Fíjate cómo un sim-ple ajuste en ésta cambia radicalmente el sentido de lo que dijo Jesús. He aquí las mismas palabras de Jesús, las palabras originales de los manuscritos griegos, escritas sin puntuación (los signos de

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puntuación fueron añadidos siglos más tarde), sólo que ahora con un cambio en ésta: "Yo te aseguro hoy: estarás conmigo en el Paraíso".

¿Cuál es la diferencia? El texto que presentaba a Jesús diciéndole al delincuente que estaría en el Paraíso ese mismo día, ahora mues-tra a Jesús no diciendo nada de eso. Los dos puntos [otras versiones conocidas usan una coma, o añaden la conjunción 'que'], corrien-temente situados antes de la palabra 'hoy' ("Yo te aseguro: hoy es-tarás..."), son ahora ubicados después de ella ("Yo te aseguro hoy: estarás..."), y el significado cambia completamente.

Jesús no estaba anunciándole al ladrón dónde estaría éste inmedia-tamente después de la muerte. El énfasis era asegurarle al moribun-do en ese momento ("hoy") que él tendría un lugar en el reino de Cristo. El sentido de inmediatez estaba en la seguridad de la salva-ción, no en lo que pasa en la muerte. Yo te aseguro -hoy, justo aho-ra- que tendrás la salvación.

Mira el contexto. Las autoridades romanas estaban ejecutando a dos delincuentes, uno arrepentido y el otro no, junto con Jesús. El arrepentido ve en Jesús el Salvador y le pide la salvación. ¿Va a pre-dicarle éste al ladrón un sermón sobre lo que pasa al morir, o le va a dar lo que necesita en el momento de su gran prueba: la seguridad de la salvación? Aunque es un delincuente común que muere como tal, el ladrón recibe de Jesús, justo en ese momento, "hoy" (cuando lo necesita, porque pronto estará muerto), la promesa de la salvación.

Entendido así, el texto encaja a la perfección con todos los demás citados antes. Si contemplamos Lucas 23: 43 como es corriente-mente interpretado, nos topamos con que la Biblia se contradice a sí misma en gran manera.

Además, ¿por qué le iba a decir Jesús que estaría con él en el Paraíso ese día, cuando el propio Jesús ni siquiera iba a ir allí hasta más tar-de? Cristo murió el viernes, estuvo en la tumba el sábado y resuci-tó el domingo. Cuando María se le apareció el domingo por la ma-ñana, ¿qué le dijo él a ella?

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;LLAMANDO A LAS PUERTAS DI I CIELO?

«¡Suéltame!, porque aún no he subido a mi Padre; pero ve a mis her-manos y diles: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vues-tro Dios"» (Juan 20: 17).

¿Qué quiere decir que todavía no ha ascendido al Padre o al cie-lo, cuando dos días antes, el viernes, supuestamente le dijo al la-drón que ese día ambos estarían allí? Si el signo de puntuación (los dos puntos, o la coma), insertado en el texto siglos después de su re-dacción, permanece antes de la palabra 'hoy', entonces Jesús debe-ría haber estado en el Paraíso con el ladrón el viernes. Sin embargo, el domingo por la mañana le está diciendo a María que aún no ha ascendido al Padre (el mismo «Padre nuestro» que está «en los cie-los» según Mateo 6: 9). ¿Cómo podría ser eso si el viernes le dijo al ladrón que ambos estarían ese día en el Paraíso?

Una vez más la respuesta es sencilla: Jesús, al igual que el ladrón, descansaron en la tumba el sábado. El domingo Jesús resucitó de los muertos. Jesús y el ladrón no estuvieron juntos en el Paraíso el sá-bado, y así Lucas 23: 43 encaja perfectamente con los demás textos sobre la condición de los muertos.

Moradas terrestres Pablo tiene varias afirmaciones que es común malinterpretar dicien-

do que enseñan consciencia en la muerte:

«Sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshace, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha por manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser re-vestidos de aquella nuestra habitación celestial, pues así seremos ha-llados vestidos y no desnudos. Asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia, pues no quisiéramos ser des-nudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Pero el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado el Espíritu como garantía. Así que vivimos confiados siempre, y sa-biendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista). Pero estamos con-

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V I D A SIN LÍMI TES

fiados, y más aún queremos estar ausentes del cuerpo y presentes al Señor. Por tanto, procuramos también, o ausentes o presentes, ser-le agradables, porque es necesario que todos nosotros comparezca-mos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Corintios 5: 1-10).

El tema de Pablo aquí es sencillo: como seres humanos en este mundo, en esta "morada terrestre" (o sea, nuestros cuerpos morta-les), sufriremos, gemiremos y nos sentiremos agobiados. Pero, decla-ra, no renunciemos a la esperanza, pues tenemos la promesa de una "habitación celestial", para el tiempo en que "lo mortal sea absorbi-do por la vida", esto es, la vida eterna.

Pablo contrasta la idea de estar "en el cuerpo" (existiendo en nues-tros cuerpos mortales aquí y ahora) con la promesa de vida eterna en Jesús, la cual describe él como estar "presentes al Señor". Pablo no está diciendo que en el momento que tú mueres, cuando tú te des-pojas de tu "morada terrestre", estarás "presente al señor" en el cie-lo. No, está recordándonos que por ahora tenemos cuerpos terrena-les (y que, por ello, será mejor comportarse bien mientras estemos en ellos, porque un día compareceremos ante el tribunal), pero lle-ga el tiempo en el que estaremos "presentes al Señor" y nos despo-jaremos de nuestra actual "morada terrestre".

Así, cuando Pablo escribe que "estamos confiados, y más aún que-remos estar ausentes del cuerpo y presentes al Señor", está afirman-do simplemente: Preferiría estar en el cielo, con Jesús, que aquí en este mundo.

No está hablando acerca de lo que pasa inmediatamente al morir. ¿Cómo podría ser así, cuando él y otros autores bíblicos estaban tan seguros de que los muertos duermen y permanecen así hasta que Cristo vuelva?

Otro pasaje usado para enseñar que los muertos están en el cielo también viene de Pablo:

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;LLAMANDO A LAS PUERTAS DI I CIELO?

«Porque sé que por vuestra oración y la suministración del Espíritu de jesucristo, esto resultará en mi liberación, conforme a mi anhe-lo y esperanza de que en nada seré avergonzado; antes bien con toda confianza, como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, tanto si vivo como si muero, porque para mí el vivir es (!i isto y el morir, ganancia.

»Pero si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger: De ambas cosas estoy puesto en estre-cho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchí-simo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros. Y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permanece-ré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe, para que abunde vuestra gloria de mí en Cristo Jesús por mi presencia otra vez entre vosotros» (Filipenses 1: 19-26).

Otra vez, es el mismo Pablo que dijo que si no hay resurrección, entonces los que murieron en Cristo están perdidos, lo cual no tie-ne sentido si al morir van directamente al cielo con Jesús.

¿Qué quiere decir, entonces, Pablo? Básicamente lo que decía en el pasaje de 2 Corintios: vivimos en este mundo, en este cuerpo, pero tenemos la promesa de una nueva vida en Jesús. Pablo está ocupándose de dos estados: esta vida, y la vida eterna "con Cristo". El apóstol preferiría estar en el cielo "con Cristo" que aquí. "Estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros". Pablo no está proclamando que en cuanto muera estará "con Cristo", pues él sabe que los muertos duermen. En lugar de ello, en lo que a él respecta, una vez que cierre los ojos al morir, si Cristo retorna en dos minutos o en dos mil años, no habrá diferencia para él. Pues cuando muera, la próxima cosa de la que él será consciente es que estará "con Cristo", al margen de cuán-to tiempo haya pasado.

Pero, ¿qué hay del momento en que Moisés y Elias se aparecieron a Jesús y a algunos de los discípulos?

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V I D A SIN LÍMI TES

«Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte alto. Allí se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicie-ron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elias, que ha-blaban con él» (Mateo 17: 1-3).

El incidente, sin duda, refutaría la idea de los muertos durmien-tes salvo por el hecho de que, de acuerdo con la Biblia, Elias fue al cielo sin haber muerto (2 Reyes 2: 1, 11), y de que a partir de un tex-to del Nuevo Testamento, aunque no del todo claramente, se dedu-ce que Moisés, una vez muerto, fue resucitado (Judas 9). Así que uno no debería precipitarse en extraer, de un relato sobre dos únicas per-sonas, un paradigma para todos los muertos, particularmente con los otros textos numerosos que enseñan que la muerte es un sueño.

Experiencias cercanas a la muerte

Otro argumento usado para apoyar la idea de una vida conscien-te después de esta vida incluye relatos de personas que han procla-mado haber muerto y luego, tras regresar a la vida, ofrecen informes fantásticos sobre encuentros con seres espirituales, aseguran haber visto a sus seres queridos muertos, y/o haber hablado con ángeles o incluso con una figura divina que muchos asocian con Dios o Jesús.

Por ejemplo, considera lo siguiente:

«Frente a mí vi una pequeña luz en la vasta distancia. La luz empezó a agrandarse. Se hizo más brillante y se detuvo ante mí. Sentí un intenso amor, que venía de la Luz. Sé sin sombra de duda que esa bella, intensa y amorosa Luz era Dios. La Luz empezó a comunicarse conmigo; pero la comunicación era telepática, no verbal. La Luz me preguntaba si quería ir con ella. En este punto yo entendí perfectamente la naturaleza de la pre-gunta y las consecuencias de mi respuesta. Si yo escogía seguir con la Luz, sabía que moriría y nunca regresaría a la tierra. Pensé acerca de esto y respondí que creía que todavía tenía importantes cosas que hacer aquí ahí atrás (en la tierra). En ese momento la Luz empezó a desvanecerse. Y me encontré despertándome en mi dormitorio».2

O esto otro:

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;LLAMANDO A LAS PUERTAS DI I CIELO?

«Después de sufrir de una enfermedad terminal, en 1982 Mellen-Thomas Benedict "murió" y durante hora y media se observó que no mostraba se-ñales de vida. Milagrosamente retornó a su cuerpo con una completa re-misión de la enfermedad, y con la que puede ser la historia más inspira-dora de una experiencia cercana a la muerte conocida hasta la fecha.

»Mientras estuvo en el "otro lado", Mellen viajó a través de varias esferas de la conciencia y más allá de la "luz al final del túnel". Durante su expe-riencia se le mostró, en detalle holográfico, el pasado de la tierra y una hermosa visión del futuro de la humanidad durante los próximos cuatro-cientos años. Experimentó la cosmología de la conexión de nuestra alma con la madre tierra (Gaia), nuestro papel en el universo, y se le concedió acceso a la Inteligencia Universal.

»Desde su experiencia cercana a la muerte, Mellen-Thomas ha manteni-do su acceso directo a la Inteligencia Universal, y vuelve a la luz a volun-tad, lo que le capacita para ser un puente entre la ciencia y el espíritu. Se ha involucrado en programas de investigación sobre experiencias cerca-nas a la muerte y ha desarrollado nuevas tecnologías para la salud y el bienestar. Con humildad, penetración psicológica y profundidad de sen-timiento, comparte su experiencia e intuiciones.

»De vuelta de su experiencia cercana a la muerte, él trae un mensaje de es-peranza e inspiración para la humanidad sobre la vida después de la muer-te y la reencarnación, transmitido con un gozo y una claridad que resul-tan refrescantes. Su profundidad de sentimiento y pasión por la vida son un regalo que busca ser compartido».3

Otra persona habló acerca de sus encuentros con parientes muer-tos durante su experiencia cercana a la muerte:

«Me di cuenta de que, cuando empecé a discernir diferentes figuras bajo la luz (todas ellas cubiertas de luz: eran luz y llenaban de luz todo a su al-rededor), comenzaron a adoptar formas que yo podía reconocer y enten-der. Pude ver que una de ellas era mi abuela. No sé si era realidad o pro-yección, pero yo reconocería a mi abuela, su voz, en todo tiempo y lugar. Ahora, al recordar la experiencia, siento que todas las personas a las que vi encajan perfectamente en mi comprensión de cómo era cada una de ellas en el mejor momento de su vida. Reconocí a mucha gente. Allí estaba mi tío Gene. También, mi tía-bisabuela Maggie, que en realidad era una pri-ma. Por la parte de la familia de papá, allí se encontraba mi abuelo. Estaban cuidando expresamente de mí, protegiéndome».4

¿Cómo conciliar tales experiencias (a menudo cuidadosamente documentadas) con lo que la Biblia dice sobre la muerte?

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V I D A SIN LÍMI TES

'Cercano' a no padecer el mal de las vacas locas Antes que nada, consideremos el propio nombre del fenómeno: ex-

periencias cercanas a la muerte (ECM). Fíjate, sólo son cercanas, y ser cercano a algo no es lo mismo que ser ese algo. Ser cercano a la plenitud no es ser pleno. Estar cerca de ser un genio no es ser un ge-nio. Y estar "cerca" de la muerte no es lo mismo que estar muerto.

Es cierto, el corazón y la respiración se detienen. Pero sólo por un muy breve espacio de tiempo, unos pocos minutos en la mayo-ría de los casos. Así pues, ya que nadie sufrió rigor mortis ni des-composición, debemos tener cuidado con lo que deducimos acerca de la muerte a partir de las ECM, igual que debemos ser cuidado-sos con nuestras conclusiones sobre el alcoholismo después de tomar sólo un sorbo de vino. Además, si tú no estarías dispuesto a comer-te un filete de ternera considerada cercana a estar libre de la enfer-medad de las vacas locas, entonces, ¿por qué abogar positivamente por lo que pasa en la muerte basándote en lo que se considera cer-cano a ella?

La ciencia médica, entretanto, ha propuesto varios factores psi-cológicos que podrían explicar el fenómeno. Aunque nadie conoce con certeza lo que pasa, los investigadores han propuesto posibili-dades que podrían, desde una perspectiva físico-médica, resolver la cuestión de las ECM. En otras palabras, podrían ser experiencias puramente naturales, explicadas por la presencia de sustancias bio-químicas y la supresión, nada más, de la actividad del sistema ner-vioso, sin elementos sobrenaturales en absoluto.

Enseñanzas de la Nueva Era No obstante, aun si uno fuera a aceptar la noción popular de que

al morir la gente va de inmediato al cielo o al infierno, ¿por qué la mayoría retornan de las ECM sin una sensación de necesidad de Cristo o de su don de salvación? Si estas personas realmente fueron al cielo y hablaron con los ángeles de Dios, o con otros muertos, o incluso con Dios mismo, ¿entonces por qué los ángeles, o los muer-

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;LLAMANDO A LAS PUERTAS DI I CIELO?

tos, o incluso el Señor no les hablaron de su necesidad de que Cristo cubra sus pecados, una de las enseñanzas bíblicas más básicas? Muchos de los que relatan ECM no eran profesos cristianos cuan-do "murieron", y raramente retornan como tales tampoco. ¿Por qué? Porque en la mayor parte de los casos nada pasó durante sus ECM que los impulsara a aceptar a Cristo.

En lugar de ello (¡y esto debería entrañar la más clara advertencia!), estas personas proclaman que los seres espirituales que encontraron les daban consoladoras palabras sobre amor, paz y bondad, pero nada acerca de la salvación en Cristo, nada sobre el pecado, y nada en relación con el juicio, que son, de nuevo, algunas de los más re-levantes temas bíblicos. Uno creería que mientras se vive una expe-riencia de la vida cristiana después de la muerte, deberían haber re-cibido al menos algo de las más básicas enseñanzas cristianas. Sin embargo, muy a menudo lo que han contado suena más bien como el dogma de la Nueva Era, lo cual podría explicar por qué, en mu-chos casos, salen menos inclinados hacia el cristianismo de lo que lo estaban antes de "morir".

Lo siguiente es de un sitio web (newagedirectory.com) que habla sobre factores comunes en tales experiencias:

«Se ofrece abajo una lista de elementos comunes que encajan en un per-fil general de la experiencia cercana a la muerte. Algunas personas han in-formado de todos ellos, mientras que otras, sólo de unos cuantos.

»1. Una sensación de paz y quietud lo invade todo, con cesación del do-lor en este momento, flotación fuera del cuerpo, en el transcurso de la cual ven la habitación en la que están.

»2. Súbitamente son arrastradas por un túnel oscuro acompañadas de un fuerte ruido.

»3. Ven a amigos, familia, otras personas o a figuras angélicas que les dan la bienvenida y las ayudan y confortan.

»4. Al final alcanzan la luz y encuentran un ser de luz que les hace sentir amados y sin temor.

»5. En este punto tiene lugar un repaso de sus vidas en el que cada detalle de éstas es recordado. No hay juicio, sólo comprensión de qué y por qué.

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V I D A SIN LÍMI TES

»6. Alcanzan una frontera o límite que no pueden traspasar. Aprenden muchas cosas y ven y oyen objetos bellos, algunos de los cuales son ol-vidados cuando regresan.

»7. A algunas personas se les da la opción de regresar, mientras a otras se les dice que deben hacerlo porque aún no ha llegado su hora. Las que rechazan regresar son expulsadas y vuelven a sus cuerpos de mala gana.

»8. Desilusión al volver; el dolor, si estaba presente antes, retorna; a veces, depresión.

»9. Una transformación tiene lugar en sus vidas, que se vuelven más espi-rituales y menos materialistas y religiosas. Ya no temen a la muerte. Algunas personas hablan de ella, mientras que otras se lo guardan para sí mismas».5

Si esto no suena a Nueva Era, ¿a qué suena? De hecho, algunos de los fenómenos asociados con las ECM son tan similares al ocultis-mo y a las enseñanzas de la Nueva Era que no pocos cristianos, in-cluso entre los que creen que al morir la gente va de inmediato al cie-lo o al infierno, han pronunciado advertencias sobre las ECM.

Por ejemplo, la revista cristiana más popular de Estados Unidos (es-crita por personas que sostienen el punto de vista común sobre la muerte) ha advertido:

«En éste y otros aspectos, los fenómenos ECM se ajustan a las as-piraciones y preferencias recurrentes de la Nueva Era».6 La revista lle-ga directamente al corazón del asunto (de nuevo, sin la seguridad que se deriva de comprender el verdadero estado de los muertos). Ya que las ECM raramente hacen que aquéllos que las experimentan sientan ninguna necesidad de Cristo, la revista dice:

«Teniendo en cuenta lo que enseñó Jesús sobre el engaño diabólico, tiene sentido que el Maligno quisiera deleitarse en convencer a las almas de que no necesitan temer el juicio de un Dios santo».7

Piensa ahora en lo que sigue. En cuanto alguien cree que al mo-rir el alma sobrevive de una forma o de otra, esa persona se vuel-ve ampliamente receptiva a los mayores engaños ocultistas o espi-ritistas, los cuales pueden fácilmente promover la idea, bien explícita o implícita, de que no necesitas a Jesús. Después de todo, si duran-

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;LLAMANDO A LAS PUERTAS DI I CIELO?

te una ECM o una sesión de espiritismo tú ves al blasfemo e in-crédulo tío Luis pasándoselo tan bien en la muerte como lo hacía en su lujuriosa vida, ¿vas a estar más inclinado a aceptar a Cristo, o menos?

En cambio, la persona que comprende que los muertos son in-conscientes, que nada saben, no caerá en una de las más eficaces trampas satánicas, el concepto de la inmortalidad inherente del ;ilma, la idea de que nuestra alma o espíritu es una consciencia im-perecedera que existe para siempre. Frente a la creencia popular, la Biblia no enseña la existencia del alma inmortal. ¿Cómo podría ha-cerlo, en vista de todos los pasajes que muestran, inequívocamente, que la muerte es un sueño inconsciente?

La Escritura declara: «El bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que ha-bita en luz inaccesible» (1 Timoteo 6: 15-16). ¿Cómo podría este pa-saje ser cierto si las almas humanas son inmortales también?

La inmortalidad, lejos de ser inherente, viene a nosotros en la Segunda Venida, con la resurrección de los muertos. Discutiendo acerca de la resurrección, Pablo afirma: «Pues es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se vista de inmortalidad. Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrup-ción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: "Sorbida es la muerte en victo-ria"» (1 Corintios 15: 53-54).

Si nuestras almas son inmortales, perduran para siempre, ¿de qué está hablando entonces Pablo? ¿Cómo puede la muerte ser sorbida en victoria en la Segunda Venida si esas almas, o alguna clase de es-píritu consciente, están ya vivas en el cielo?

En otra parte Pablo habla de Dios en el juicio dando «vida eter-na a los que, perseverando en hacer el bien, buscan gloria, honra e inmortalidad» (Romanos 2: 7). ¿Por qué deberíamos buscar la inmor-talidad si ya la tenemos?

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V I D A SIN LÍMI TES

Espíritu en la nariz

¿Y qué decir de pasajes como ése en el que Esteban, afrontando la muerte, exclama: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hechos 7: 59). ¿No implica alguna clase de entidad consciente que sale en dirección hacia Dios al morir?

No, si "espíritu" es simplemente el misterioso poder o fuerza pro-vista por Dios para darnos la vida. El discurso de Job incluye la fra-se: «. . .todo el tiempo que mi alma esté en mí y que haya hálito de Dios en mis narices» (Job 27: 3). ¿El hálito (espíritu) de Dios en sus narices? Curioso lugar de residencia para un alma consciente in-mortal, ¿no? Suena más bien a un agente dador de vida que a la en-tidad en la que anidan nuestros pensamientos, emociones y conscien-cia. En el relato de la creación del Génesis se nos dice que Dios insufló en la «nariz» de Adán «aliento de vida y fue el hombre un ser viviente» (Génesis 2: 7); ése es el aliento de vida que retorna a Dios al morir.

«Les quitas el hálito, dejan de ser y vuelven al polvo» (Salmo 104: 29). «.. .Antes que el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Eclesiastés 12: 7). "Hálito" y "espíritu" son aquí la misma cosa (también, "aliento"), y en ningún caso se trata de una entidad consciente compuesta de nuestros pensamientos, re-cuerdos y facultades mentales. En ambos textos, el término hebreo traducido como "hálito" y "espíritu" es el mismo, y significa "vien-to" o "aliento" o "espíritu". Es sólo una forma de expresar la idea de que Dios nos dio la vida, y que cuando morimos esa vida vuelve a Dios.

Al anunciar el Diluvio que destruiría todos los seres vivos sobre la tierra, Dios dijo: «Yo enviaré un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir todo ser en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra morirá» (Génesis 6: 17). La palabra para "espíritu" es la misma que la usada en los dos textos previos, y no tie-ne nada que ver con una entidad consciente e inmortal que sobre-

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;LLAMANDO A LAS PUERTAS DI I CIELO?

viva a la muerte corporal en otro ámbito. De nuevo, se está hablan-do meramente de la "vida" misma.

La Biblia nunca enseña la inmortalidad del alma. La palabra común en la Biblia hebrea para el "alma" (nephesh) significa "vida, ser vivo, uno mismo". En Génesis es casi sinónimo de "hombre" o "ser vivo". «Y fue el hombre un ser viviente» (2: 7). Un "ser viviente", eso es lo que era. El libro del Génesis también emplea esa expresión para to-das las criaturas vivas [nephesh hayah) que había creado (versículo 19). Así que nephesh puede ser "alma", "ser viviente" o "criaturas" [como traducen algunas versiones]. Se usa esa misma expresión para todos los animales, incluidos los pájaros: «Y doy la hierba verde como alimento a todas las fieras de la tierra, a todas las aves del cielo y a to-dos los seres vivientes [nephesh hayah] que se arrastran por la tierra» (Génesis 1: 30). Por eso, a menos que uno vaya a adscribir almas in-mortales a las vacas y a los pájaros, no tenemos razón para atribuír-selas a la humanidad también.

Podemos rastrear la idea de la inmortalidad del alma en diversas corrientes paganas, aunque adquirió una posición más sólida a tra-vés de los antiguos griegos, en particular Platón, quien escribió:

«Por supuesto, ya sabes que cuando una persona muere, [ . . . ] es natural que la parte física y visible de ella [ . . . ] se descomponga, se haga pedazos y se desvanezca [ . . . ] . Pero el alma, la parte invisible [ . . . ] , se marcha a un lu-gar que es, como ella misma, glorioso, puro e invisible».8

En otro diálogo, Platón trató de demostrar, racionalmente, la in-mortalidad del alma, sosteniendo que el alma existió eternamente en el pasado y así continuará en el futuro. Como prueba, le pidió al esclavo inculto de un amigo que averiguase ciertas verdades so-bre cuadrados y triángulos (a Platón le encantaba la geometría). El esclavo así lo hizo, y por sí solo, además. ¿Cómo, preguntó Platón, podría un muchacho carente de formación hacer tales co-sas a menos que su alma, en una existencia previa, ya supiera estas verdades, las cuales ahora alojaba en su mente a través del alma? El esclavo simplemente recordaba lo que ya estaba ahí, incluso antes de su nacimiento.

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V I D A SIN LÍMI TES

«Así el alma», proclamaba Platón, «ya que es inmortal y ha nacido muchas veces, y ha visto todas las cosas tanto aquí como en el otro mundo, ha aprendido todo lo que hay».9

Sin embargo, con la misma facilidad, uno podría argumentar ló-gicamente contra la inmortalidad del alma y la idea de ella como al-guna entidad consciente que existe aparte del cuerpo, basándose en lo inseparables que son del cuerpo las supuestas funciones del "alma".

Si el alma fuera, en esencia, una entidad separada de la carne y los huesos (un "fantasma en la máquina", como algunos la han lla-mado), ¿por qué son los pensamientos, los humores, las emociones y la autoconciencia, aspectos generalmente asociados con el "alma", tan drásticamente afectados, incluso modificados hasta resultar irre-conocibles, por los fenómenos físicos?

Las drogas, los daños cerebrales, los estimulantes, o cualquier otra cosa que altere la química física o la estructura de la mente cam-bian radicalmente todos los atributos vinculados al "alma". Esto no tendría sentido si el alma existiera en sí misma y por sí misma, de al-gún modo independiente del cuerpo. Sea lo que sea la consciencia, tiene un componente físico sin el cual no puede existir, hecho que no favorece en absoluto la tesis de la supervivencia del alma al mar-gen del cuerpo.

Sea lógica o ilógica, la creencia en la inmortalidad del alma, de alguna entidad consciente que pueda existir independiente del cuer-po, mantiene todo su vigor, manifestándose en toda clase de creen-cias religiosas, particularmente en las variadas enseñanzas ocultistas y de la Nueva Era.

Y, desafortunadamente, buena parte de la cristiandad comulga con ella también. Esta falsa doctrina ha llegado a ser casi un dogma, presente en la idea corriente de que al morir el alma vuela de inme-diato a la dicha celestial o a la tortura del infierno, un punto de vis-ta que no es sólo contradictorio con la Escritura sino que despoja a una de las enseñanzas bíblicas cruciales - l a Segunda Venida— de su poder real y esperanza. Después de todo, ¿a quién le puede impor-

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;LLAMANDO A LAS PUERTAS DI I CIELO?

tar realmente la Segunda Venida si, al morir, los salvos ya están dis-frutando de la presencia del Señor en el cielo?

Por otra parte, si (como la Escritura enseña tan claramente) los muertos están en un sueño inconsciente, entonces la segunda veni-da de Cristo asume un nuevo significado global.

E incluye la esperanza que Pablo le da cuando escribe: «Os digo un misterio: No todos moriremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta, por-que se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorrup-tibles y nosotros seremos transformados, pues es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se vista de in-mortalidad. Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrup-ción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cum-plirá la palabra que está escrita: "Sorbida es la muerte en victoria". ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?» (1 Corintios 15: 51-55).

Esta es la gran esperanza cristiana, no una esperanza en nosotros mismos o en la naturaleza, sino una que supera todas y cada una de las cosas que este mundo puede ofrecer.

Una esperanza fundada en Jesús y solamente en él.

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Referencias

1. http://www.answers.com/topic/royal-intermarriage. 2. http://paranormal.about.com/library/weekly/aa082800a.htm. 3. http://www.mellen-thomas.com. 4. http://paranormal.about.com/library/weekly/aa082800b.htm. 5. http://www.newagedirectory.com/nde/nde_profile.htm. 6. Christianity Today, 3 abril 1995, pág. 41. 7. Ibid., pág. 42. 8. Platón (Edith Hamilton y Huntington Cairns, eds.), Collected Dialogues (Princeton, N.J.,

EE.UU.: Princeton University Press, 1961), págs. 63, 64. 9. Ibid., pág. 364.

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13 ¿ Tú eres Jesús?

J L S grupo de seis ejecutivos norteamericanos de altos vuelos co-rrían por un aeropuerto para tomar un avión de vuelta a casa. Súbitamente uno de ellos, sin querer, tropezó con el borde de una mesa cargada de manzanas, las cuales cayeron y se desparramaron por el suelo. El hombre que golpeó la mesa lanzó una mirada al desastre producido tras él, pero, pendiente del reloj, no dejó de co-rrer. Los otros, ni se volvieron.

Excepto uno. Deteniéndose, miró hacia el caos producido y lue-go hacia las figuras de sus compañeros, que se empequeñecían en la distancia. Cuando éstos se dieron cuenta de que él ya no estaba con ellos, se pararon y volvieron la cabeza, mirándole como si estu-vieran pensando: ¿Qué estás haciendo? ¡Tenemos un avión que to-mar! Leyendo sus gestos, el otro respondió: «Seguid adelante. Ya os veré el lunes en Estados Unidos».

Vacilando, le miraron y luego, encogiéndose de hombros, des-aparecieron. Una vez que se marcharon, él observó a la muchacha cuyo puesto de manzanas se había venido abajo. Llevaba gafas con lentes tan gruesos como culos de vaso, y sus ojos, con el tamaño dis-

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V I D A SIN LÍMI TES

torsionado por el sucio y rayado cristal, se llenaban de lágrimas mientras buscaba a tientas sus mercancías. Casi necesitaba tener una manzana rozándole el rostro para que pudiera verla.

El ejecutivo le dijo que se calmara, que él recogería todas las man-zanas. Ella le miró, con los ojos llenos de asombro y dolor. Él no es-taba seguro de si ella podía distinguirle claramente. Tras levantar el mostrador, el hombre reunió las manzanas y las puso de nuevo en su sitio. Las que estaban demasiado estropeadas para la venta, las tiraba a un cubo de basura. Concluido todo esto, sacó su cartera y le entregó a la chica cien dólares, diciéndole que eran por los daños y problemas que le habían causado. Ella apretó el dinero en su mano, sujetando los billetes ante sus ojos, y dando la impresión de que no podía creer lo que apenas podía ver.

-Bueno -di jo él- , tengo que irme. Espero que todo esté bien ahora.

Ella, retirando el dinero de sus ojos, se esforzaba por verle. Tampoco ahora estaba él completamente seguro de si ella le veía.

—¿Está todo bien ahora? -preguntó

Ella apretó el dinero más fuerte.

—Tengo que irme.

Ella asintió con la cabeza y, cuando él se marchaba, le llamó:

—Por favor...

Él se volvió y respondió:

-¿Sí?

—¿Tú eres Jesús?

Restauración No, él no era Jesús, ni mucho menos. Pero la ingenua pregunta de

ella revelaba una verdad importante sobre Jesús. A lo largo de todo este libro hemos analizado asuntos tales como el sentido de la vida,

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¿ T ú ERES JESÚS?

la cruz, el conflicto cósmico entre Cristo y Satanás, el plan de salva-ción, la esperanza de la Segunda Venida y la promesa de eternidad en un mundo nuevo (pues el mundo presente, por mucho que nos es-forcemos o por buenas que sean nuestras intenciones, sólo nos garan-tiza una cosa: la muerte).

Sin embargo, ser un seguidor de Jesús no es sólo algo relativo a la esperanza de algo más allá de esta vida. Ciertamente, el cristianismo nada significaría si no hubiera esperanza después de nuestra actual existencia. Pero ser un seguidor de Jesús tampoco significa nada si eso no cambia nuestras vidas aquí.

«He venido», dijo Jesús, «para que tengan vida, y para que la ten-gan en abundancia» (Juan 10: 10), y eso no es sólo para la vida eter-na, sino para nuestra vida presente. Jesús quiere que vivamos más abundantemente ahora. Anhela darnos un anticipo de lo que algún día tendremos, aunque entonces será infinitamente mejor y por toda la eternidad.

El plan de salvación es restauración. Dios quiere llevarnos de nue-vo a lo que originalmente íbamos a ser, y quiere hacerlo, ya ahora, hasta el grado en que sea posible. Y la buena noticia es que no tene-mos que esperar a la Segunda Venida para que esa restauración co-mience. Comienza cuando aceptamos a Jesús. Una nueva vida se inicia para nosotros en ese momento. Es un cambio, un proceso, que se abre aquí y ahora y que se completará cuando Cristo vuelva.

No es una restauración física, aunque ésta puede ser parte de él, pues Dios es un Señor sanador, aun cuando la plena y completa transfor-mación física sólo ocurrirá en la segunda venida de Jesús y la resu-rrección. Entonces, y sólo entonces, el daño físico causado por el pe-cado en nuestra carne será absolutamente borrado.

En lugar de ello, la presente restauración es moral. Por ser de na-turaleza espiritual y transformadora del carácter, mejora enorme-mente la calidad de nuestras vidas mientras nos prepara para la vida en un cielo nuevo y una tierra nueva. Aunque hemos nacido, nos he-mos criado y alimentado en un mundo que hiede a violencia, odio,

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V I D A SIN LÍMI TES

torsionado por el sucio y rayado cristal, se llenaban de lágrimas mientras buscaba a tientas sus mercancías. Casi necesitaba tener una manzana rozándole el rostro para que pudiera verla.

El ejecutivo le dijo que se calmara, que él recogería todas las man-zanas. Ella le miró, con los ojos llenos de asombro y dolor. El no es-taba seguro de si ella podía distinguirle claramente. Tras levantar el mostrador, el hombre reunió las manzanas y las puso de nuevo en su sitio. Las que estaban demasiado estropeadas para la venta, las tiraba a un cubo de basura. Concluido todo esto, sacó su cartera y le entregó a la chica cien dólares, diciéndole que eran por los daños y problemas que le habían causado. Ella apretó el dinero en su mano, sujetando los billetes ante sus ojos, y dando la impresión de que no podía creer lo que apenas podía ver.

-Bueno -di jo él-, tengo que irme. Espero que todo esté bien ahora.

Ella, retirando el dinero de sus ojos, se esforzaba por verle. Tampoco ahora estaba él completamente seguro de si ella le veía.

—¿Está todo bien ahora? -preguntó

Ella apretó el dinero más fuerte.

—Tengo que irme.

Ella asintió con la cabeza y, cuando él se marchaba, le llamó:

—Por favor...

Él se volvió y respondió:

-¿Sí?

—¿Tú eres Jesús?

Restauración No, él no era Jesús, ni mucho menos. Pero la ingenua pregunta de

ella revelaba una verdad importante sobre Jesús. A lo largo de todo este libro hemos analizado asuntos tales como el sentido de la vida,

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¿Tú ERES JESÚS?

la cruz, el conflicto cósmico entre Cristo y Satanás, el plan de salva-ción, la esperanza de la Segunda Venida y la promesa de eternidad en un mundo nuevo (pues el mundo presente, por mucho que nos es-forcemos o por buenas que sean nuestras intenciones, sólo nos garan-tiza una cosa: la muerte).

Sin embargo, ser un seguidor de Jesús no es sólo algo relativo a la esperanza de algo más allá de esta vida. Ciertamente, el cristianismo nada significaría si no hubiera esperanza después de nuestra actual existencia. Pero ser un seguidor de Jesús tampoco significa nada si eso no cambia nuestras vidas aquí.

«He venido», dijo Jesús, «para que tengan vida, y para que la ten-gan en abundancia» (Juan 10: 10), y eso no es sólo para la vida eter-na, sino para nuestra vida presente. Jesús quiere que vivamos más abundantemente ahora. Anhela darnos un anticipo de lo que algún día tendremos, aunque entonces será infinitamente mejor y por toda la eternidad.

El plan de salvación es restauración. Dios quiere llevarnos de nue-vo a lo que originalmente íbamos a ser, y quiere hacerlo, ya ahora, hasta el grado en que sea posible. Y la buena noticia es que no tene-mos que esperar a la Segunda Venida para que esa restauración co-mience. Comienza cuando aceptamos a Jesús. Una nueva vida se inicia para nosotros en ese momento. Es un cambio, un proceso, que se abre aquí y ahora y que se completará cuando Cristo vuelva.

No es una restauración física, aunque ésta puede ser parte de él, pues Dios es un Señor sanador, aun cuando la plena y completa transfor-mación física sólo ocurrirá en la segunda venida de Jesús y la resu-rrección. Entonces, y sólo entonces, el daño físico causado por el pe-cado en nuestra carne será absolutamente borrado.

En lugar de ello, la presente restauración es moral. Por ser de na-turaleza espiritual y transformadora del carácter, mejora enorme-mente la calidad de nuestras vidas mientras nos prepara para la vida en un cielo nuevo y una tierra nueva. Aunque hemos nacido, nos he-mos criado y alimentado en un mundo que hiede a violencia, odio,

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lujuria, codicia y pecado, aún podemos iniciar el proceso de obte-ner la nacionalidad en otro mundo en el que no existe ninguna de estas cosas.

Experimento mental

Los científicos a menudo realizan experimentos mentales, en los que imaginan situaciones que no resulta fácil o práctico (re) crear. Probemos a hacer uno.

Imaginemos este mundo, sólo que en lugar de que la codicia, el orgullo, el prejuicio, la avaricia, la venganza, la inmoralidad sexual, la violencia y el error sean la norma en él, lo sean las virtudes cristianas del perdón, la compasión, el amor y la negación de uno mismo.

¿Sería muy diferente ese mundo de éste en el que vivimos? ¿En cuál preferirías vivir: en el del experimento, o en el de la realidad? ¿Preferirías criar a tus hijos en el mundo en el que rigen los valores cristianos, o en el dominado por la codicia, la lujuria, la violencia y el orgullo?

La respuesta es obvia. Dios nos ha dado un código moral, un es-tándar de cómo vivir, no para hacer nuestras vidas más miserables, sino mejores. Hace miles de años le dijo al antiguo Israel que guar-dase «los mandamientos de Jehová y sus estatutos, que yo te prescri-bo hoy, para que tengas prosperidad» (Deuteronomio 10: 13). ¿Para el bien de quién? Para el de ellos, y para el de todos aquéllos que hon-rasen la ley.

Hoy ocurre igual. Dios quiere darnos una vida mejor aquí. Anhela ahorrarnos todo el sufrimiento que nuestros pecados traen sobre nosotros y los demás. Pero sólo puede hacerlo si obedecemos su ley, especialmente su núcleo, los Diez Mandamientos. La ley de Dios no puede sernos de utilidad alguna si la ignoramos, igual que la legis-lación contra la conducción bajo los efectos del alcohol sólo puede proteger de ésta a las personas si la cumplen.

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El Factor Morfina Por eso nos ha dado Dios su ley moral, sus Diez Mandamientos.

Si son observados, levantan un muro de protección, un límite que nos protege de gran parte del dolor y el sufrimiento que trae violar-los. La ley de Dios no es para oprimirnos, es para liberarnos de las horribles consecuencias que inevitablemente causa el pecado.

Como ya hemos visto antes, sólo la justicia de Jesucristo -forjada en su vida perfecta, y que él nos ofrece como un regalo- puede traernos la salvación. Pero el hecho de que seamos salvados por guar-dar la ley de Dios no significa que Dios ya no nos mande obedecer-la. La muerte de Jesús en la cruz probó la perpetuidad e inmutabi-lidad de la ley porque si la ley pudiera haber sido cambiada para adaptarse a nuestra condición caída, entonces él no habría tenido que morir por nosotros. Podía, simplemente, haberla cambiado en vez de sacrificarse él mismo por causa de nuestra violación de la ley La cruz es la más grande prueba de la validez de los Diez Mandamientos, razón por la cual el Nuevo Testamento deja claro que hemos de se-guir guardándolos.

La morfina no puede salvar la vida de un paciente moribundo, pero seguramente puede hacer que la existencia de esa persona sea mejor mientras tanto. Guardar la ley no nos salvará del pecado, pero puede hacer que nuestra vida en este mundo pecaminoso sea una experiencia mucho menos dolorosa. Por eso Dios nos llama a obedecer su Ley: por nuestro bien. La obediencia no garantiza que el dolor y el sufrimiento dejarán de venir hasta nosotros o hasta nuestros seres queridos; sólo asegura que sea menos probable que nos causemos ese sufrimiento a nosotros mismos.

El dios de los labios pálidos Una explosión en un tren de Corea del Norte había dejado más de

160 personas muertas. La agencia de noticias norcoreana que in-formó del asunto habló de los heroicos esfuerzos de algunos ciuda-danos que arriesgaron, e incluso perdieron en algunos casos, sus vi-

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das intentando salvar de los edificios en llamas [de los alrededores] los retratos del líder de Corea del Norte Kim Jong-il y de su padre, ya fallecido, Kim II Sung.

«Al oír el sonido de la fuerte explosión en su camino a casa para comer, Choe Yong-il y Jon Tong-sik, trabajadores de la Tienda Provincial de Aprovisionamiento, corrieron de regreso a la tienda. Allí quedaron ente-rrados bajo el edificio al hundirse éste, sufriendo una muerte heroica al in-tentar sacar los retratos del presidente Kim II Sung y del líder Kim Jong-il. [ . . . ]

»La profesora Han Jong-suk, de 56 años, también respiró por última vez mientras transportaba retratos contra su pecho. [ . . . ]

»Tan noble acción fue igualmente llevada a cabo por el jefe de la enfer-mería provincial Pak Sun-mi y siete enfermeras [ . . . ] . Muchas personas de los alrededores evacuaron retratos antes de buscar a sus familiares o de sal-var sus bienes domésticos».1

Hay algo innato en los seres humanos, algo quizá originalmente programado en nosotros pero dañado en la Caída, que nos hace querer adorar algo, cualquier cosa. Y "cualquier cosa" significa jus-to eso, desde toros y ranas hasta estrellas de pop; desde emperado-res romanos hasta dictadores coreanos; desde el sol y la luna hasta el dinero, la fama, el poder e incluso nosotros mismos. Adoramos aquello para lo que vivimos, aquello que creemos que es importan-te, lo que pensamos que da sentido a nuestras vidas. Y adoramos lo que consideramos "divino", aun cuando lo que estimamos divino no sea necesariamente una divinidad. Por el contrario, demasiado a menudo los humanos adoran a los dioses que ellos mismos se fabri-can, dioses incapaces de responder a las más profundas necesidades de esta vida, y no digamos de ofrecernos algo para la próxima.

Ningún otro dios Quizá por eso el primer mandamiento dice simplemente: «No

tendrás dioses ajenos delante de mí» (Exodo 20: 3). No hay, de he-cho, otros dioses en absoluto, excepto aquéllos que son fruto de nuestra propia concepción. El Señor, quien nos creó, es el único que merece adoración. Desde las plantas unicelulares hasta los ten-

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dones que mantienen juntos nuestros huesos, todo viene de él, y porque él quiere que conozcamos esta verdad nos dio este manda-miento justo al principio, como fundamento de todo lo que sigue.

El escritor y filósofo Bertrand Russell pasó tiempo en la cárcel por su oposición a la Primera Guerra Mundial. Su carcelero, dándole algo de conversación, le preguntó a Russell de qué religión era.

-Soy agnóstico -replicó Bertrand.

No siendo precisamente la más culta de las personas, el carcelero le miró por el rabillo del ojo al principio y luego su rostro se ilumi-nó, replicando:

-Bueno, hay muchas religiones, pero supongo que todos adoramos al mismo Dios, ¿no es cierto?

No, no lo es. Hay un solo Dios, la Divinidad que creó el mundo, y por ser el Creador, tiene derecho a ser el primero en nuestras vi-das. Por esa razón, cuando se le preguntó acerca del mayor manda-miento, Jesús dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento» (Mateo 22: 37-38). Y, ¿cómo puedes hacer eso si hay algún otro "dios" antes que él?

Fíjate, además, en que Jesús dijo que era "el primer [ . . . ] manda-miento". Pero, ¿no dice el primer mandamiento: "No tendrás dio-ses ajenos delante de mí"? He ahí la cuestión, justamente. Jesús está, básicamente, interpretando el primer mandamiento; y dice que sig-nifica que amarás al Señor con todo lo que tienes porque todo lo que tienes ha venido de él.

Nada de imágenes talladas Directamente vinculado al primer mandamiento está el segundo:

«No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás, porque yo soy Jehová, tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos has-

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ta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago mi-sericordia por millares a los que me aman y guardan mis mandamien-tos» (Éxodo 20: 4-6).

El Señor dio este mandamiento a Israel en un tiempo en que sus vecinos estaban entregados a la idolatría, y aunque hoy la mayoría de la gente no se inclina ante estatuas de ranas y de toros, el mun-do es igual de idólatra ahora que cuando los israelitas vagaban por el desierto del Sinaí. Lo peor es que los ídolos y los falsos dioses adorados hoy son igual de vacíos, vanos y peligrosos que cuando los antiguos adoraban estatuas de la diosa gata de Egipto.

¿Por qué a Dios le preocupa que la gente adore ídolos? Creador, como es, del universo y sustentador de todo el cosmos, ¿no podría tolerar que los seres de este diminuto planeta adorasen a alguna otra cosa aparte de él mismo?

La respuesta es sencilla: Dios nos ama (lo demostró enviando a Jesús), y sabe que la gente no puede elevarse más alto que aquello a lo que adora y sirve. Las naciones paganas del entorno del antiguo Israel participaban en las prácticas religiosas más degradantes, desde la pros-titución en los templos hasta el sacrificio de sus hijos en los altares. Si adoraban a dioses semejantes a los animales, entonces, ¿cuánto más alto que los animales podrían elevarse ellos mismos?

Del mismo modo, aquéllos que adoran a Michael Jackson, Britney Spears, o a quienquiera que sea la estrella de pop de moda, no llega-rán a elevarse mucho más alto moralmente que cualquiera de ellos. Pero sean Michael Jackson o Jackson Browne, sean el dinero, o la fama, o el éxito, cuando devienen ídolos, objetos de adoración, ¿quién necesita ser profeta para ver que sólo el desastre será el resultado de ello? Pero, ya que Dios nos ama, él quiere mucho más para nosotros. Anhela que aspiremos a los niveles más altos posibles, para así aho-rrarnos el tipo de sufrimiento producido por vivir alimentándonos de bajezas morales. Tal elevación moral sólo puede derivarse de que le adoremos, sirvamos y obedezcamos a él, no a los ídolos de nuestra pro-pia creación.

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Vivimos en un mundo que, por sí mismo, lleva a la tragedia para todos. Las ideologías políticas, que en otro tiempo resultaron pro-metedoras, han fracasado en su totalidad. Es éste un mundo en el que todo se precipita hacia el colapso y la entropía. Por su propia natu-raleza, un mundo así necesita ser salvado, y sin embargo la huma-nidad -con toda su tecnología y su ciencia— sólo puede prolongar la agonía. Nunca acabará con ella. Todos nuestros ídolos y dioses, sea lo que sea lo que creamos que pueden hacer por nosotros aquí, no pueden salvarnos de la muerte. Sólo el Dios verdadero, la Divinidad que nos dio la vida en un principio, puede.

«Yo soy el primero y yo soy el último, y fuera de mí no hay Dios. [...] Los que modelan imágenes de talla, todos ellos son nada, y lo más precioso de ellos para nada es útil [...].

»El carpintero tiende la regla, lo diseña con almagre, lo labra con los cepillos, le da figura con el compás, lo hace en forma de varón, a semejanza de un hermoso hombre, para tenerlo en casa. Corta cedros, toma ciprés y encina, que crecen entre los árboles del bos-que; planta un pino, para que crezca con la lluvia.

»De él se sirve luego el hombre para quemar, toma de ellos para ca-lentarse; enciende también el horno y cuece panes; hace además un dios y lo adora; fabrica un ídolo y se arrodilla delante de él. Una parte del leño la quema en el fuego; con ella prepara un asado de car-ne, lo come y se sacia.

»Después se calienta y dice: "¡Ah, me he calentado con este fuego!" Del sobrante hace un dios (un ídolo suyo), se postra delante de él, lo adora y le ruega diciendo: "¡Líbrame, porque tú eres mi dios!"» (Isaías 44: 6, 9, 13-17).

¿Líbrame, porque tú eres mi dios? La fama, el éxito, el dinero, el sexo, el poder, ¿qué bien pueden hacernos tales ídolos cuando nues-tros familiares estén eligiendo nuestros ataúdes o metiendo nuestras cenizas en una urna? El Señor anhelaba tanto que tuviéramos vida eter-na que sufrió para ello en la cruz. Se dio a sí mismo, lo mejor que el cielo podía ofrecer, a fin de redimirnos. Y por eso no quiere que lo

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echemos todo a perder en cosas vanas, inútiles y vacías que no pue-den darnos lo único que todo ser humano necesita: la seguridad de que la muerte no tiene por qué ser para siempre.

En vano El Talmud, un antiguo comentario judío de la Biblia, cuenta que

un hombre se colaba por la noche en el granero de su vecino para robarle trigo. Lo llevaba a casa, lo molía para hacer harina, la cual cocía al horno para hacer pan, y luego, sentado para comer, eleva-ba su voz en oración y pronunciaba una bendición sobre el pan. Tal hombre, dice el Talmud, no bendice sino que blasfema.

El predicador cristiano Tony Campolo contó que fue atracado a punta de pistola. Después de que el ladrón se llevó su cartera, pre-guntó a su víctima:

—¿En qué trabaja usted?

-Soy pastor bautista.

- O h -respondió el ladrón-, ¿es usted bautista? Yo también.

En cada caso, ¿qué mandamiento violaron estos individuos? Fue el tercero, que dice: «No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano, porque no dará por inocente Jehová al que tome su nombre en vano» (Exodo 20: 7). Aunque, sin duda, el mandamiento nos advierte frente al uso del nombre de Dios en una maldición, su al-cance es muchísimo más amplio.

Hallamos la clave para entender el mandamiento en la palabra hebrea para "vano", que básicamente significa "nada", "vanidad", "vacío", "sin valor". Lo que está diciendo, entonces, es que no ha de tomarse el nombre de Dios a la ligera. No uses o profeses su nom-bre a menos que lo hagas en serio. Podríamos quizá expresar el man-damiento así: "No seas un hipócrita religioso".

Aunque la hipocresía ya es lo bastante mala, la hipocresía religio-sa es incluso peor; es por esa razón, sin duda, que Jesús dirigió sus

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palabras más duras, no a los adúlteros (ver Juan 8: 1-11), ni a los for-nicarios (Juan 4: 2-42), ni a los ladrones (Lucas 23: 39-43), ni siquie-ra a los asesinos (Hechos 9: 4-6), sino a aquéllos que encubrieron su maldad bajo el manto de la piedad y la religiosidad formales.

Jesús condenó a quienes tomaban su nombre en vano esquilman-do a las viudas mientras cubrían su latrocinio bajo un barniz de lar-gas oraciones, o a quienes realizaban ritos religiosos para aparentar ser más piadosos a la vez que descuidaban la bondad, la misericor-dia y la compasión. Reprobó duramente su obsesión por la limpie-za ritual externa que acompañaba las leyes dietéticas judías, mien-tras sus mentes y corazones estaban llenos de codicia y autocomplacencia. Todos ellos, en el fondo, estaban violando el ter-cer mandamiento.

Piensa en cómo serían las cosas si todos los que se proclamasen se-guidores de Cristo vivieran a la altura de los principios que él ense-ñó. Imagínate cuánto mejores serían nuestros hogares, nuestros ma-trimonios y las relaciones con nuestros hijos, compañeros y amigos si quienes llevasen el nombre del Señor no lo hicieran en vano.

Durante el verano de 2006, en el estado norteamericano de Pennsylvania, un pistolero entró en una escuela de los amish, hizo salir a todos excepto a las chicas y procedió a asesinar a cada una de ellas. [Después se suicidó]. La noticia de esas niñas con vestidos lar-gos y gorritos, asesinadas a sangre fría, impactó profundamente a todo el mundo en todas partes.

Sin embargo, todo el mundo en todas partes pudo también re-cibir una poderosa lección de lo que significa el tercer manda-miento. Los propios amish, llorando por sus niñas muertas, hi-cieron un llamamiento a perdonar al pistolero. El abuelo de una de las niñas asesinadas dijo ante su féretro: «Estamos enseñando a nuestros jóvenes a no pensar mal de este hombre». Algunos amish, incluso, asistieron al funeral del asesino, y otros tendieron la mano a la esposa y al resto de la familia del asesino, ofreciéndoles ayu-da y apoyo.

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Viviríamos en un mundo muy diferente si todos los que reivindi-can el nombre del Señor anduviesen a la altura del mismo. Y la bue-na noticia es que no tenemos que esperar a que los demás, ni si-quiera otros profesos cristianos, empiecen a hacerlo. Podemos pedir a Cristo que entre en nuestros corazones, abrirnos a él, y permitir que su santidad se desarrolle en nosotros desde ahora mismo. Quizá tú no puedas cambiar el mundo, pero puedes tomar la decisión de ser cambiado tú mismo, una transformación que Dios efectuará en nuestras vidas si se lo permitimos, a fin de hacerlas mejores aquí y ahora. Por eso Dios nos ha dado su ley, para hacer progresar nues-tras vidas, y pocas cosas podrían ser más titiles para este fin que comprometernos con el tercer mandamiento.

9'6 mach El nuevo récord mundial para aviones de reacción es el scramjet X-

43A de la NASA, capaz de atronar el cielo a una velocidad supersó-nica de 9'6 mach, equivalente a casi 7.000 millas por hora (unos 11.760 km/hora). Aunque sea como un gusano en comparación con el X-43A, el récord de velocidad en tierra lo estableció en 1997 un automóvil, el Thrust SCC de propulsión a chorro, que ahumó uno de los desiertos de Nevada a 760 millas por hora (unos 1.223 km/h). Y si Colón hubiera tenido una nave como la que estableció el récord mundial para un barco (317 millas por hora, unos 510 km/h), Estados Unidos podría haber celebrado ya su tricentenario.

Sin duda, vamos cada vez más rápidos todo el tiempo. Con una simple pulsación en un teléfono móvil (celular) o con el click de un ratón informático podemos hacer lo que en otro tiempo nos lleva-ba semanas, meses o incluso más tiempo. Hace 25 años los cientí-ficos estaban asombrados de que una enorme computadora pudie-ra procesar mil millones de unidades de información por segundo (un gigahercio), la velocidad del portátil promedio en nuestros días. En pocos años, ni mil millones ni mil quinientos millones de cálcu-los por segundo supondrán un ritmo lo bastante rápido para ejecu-tar la mayoría de los programas. Algunos ordenadores computan

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ahora en teraflops (un billón de cálculos por segundo). Finalmente, las velocidades de las unidades de proceso medidas en gigahercios que-darán tan anticuadas como las impresoras matriciales.

Y aunque nos movemos a velocidades que nuestros antepasados habrían considerado milagrosas, incluso sobrenaturales, la mayor parte de la gente se queja de la misma cosa, a saber: le falta tiempo. Llegamos a estar agobiados y exhaustos, pues sea lo que sea lo que ha-gamos y lo rápido que lo hagamos, dónde vayamos y lo poco que tar-demos en llegar, siempre quedan más cosas que hacer y más sitios adonde ir, y no hay minutos suficientes para cumplir con todo. Si los días fueran de 36 horas no habría diferencia: necesitaríamos aún más. El tiempo es un tirano que exige todo lo que tenemos y nunca tenemos bastante.

Resulta fascinante, entonces, que hace miles de años el Señor le die-ra a la humanidad un mandamiento pensado para protegernos de la tiranía del tiempo. Dios apartó un refugio inexpugnable e indes-tructible frente a las silenciosas pero insaciables exigencias del tiem-po, que nos atrapa en su devenir inexorable. Llamado "sábado", tie-ne su origen en la propia fundación del mundo, siendo parte de la Creación original; es algo tan primitivo y básico como el tiempo mismo, del cual es parte.

El mandamiento del sábado

Según el relato de la creación del Génesis, Dios formó la tierra y el cielo, y todo lo que hay, en seis días. Pero, ¿qué pasó después?

«Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos. El séptimo día concluyó Dios la obra que hizo, y reposó el sép-timo día de todo cuanto había hecho. Entonces bendijo Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación» (Génesis 2: 1-3).

Fíjate en varios detalles:

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1. Dios bendijo y santificó el séptimo día antes de la irrupción del pecado, de la caída de Adán y Eva. El séptimo día, tiempo sagra-do y santo, procede entonces de una época perfecta. Por tanto, los intentos de vincularlo exclusivamente con los tipos, símbolos y festividades (del Antiguo Testamento) que señalaban a Jesús resultan fallidos, pues tales cosas fueron establecidas después de la entrada del pecado.

2. Aún es más obvio notar que el séptimo día, como día santo, pre-cedió a la nación judía en miles de años. La idea del sábado como séptimo día exclusivamente judío es falsa. Que los judíos celebra-sen el día del sábado y se vinculasen a él es, por supuesto, inne-gable, pero eso no hace del sábado algo exclusivamente judío, del mismo modo que la Navidad nunca será la fiesta exclusiva de una familia que de repente decide empezar a celebrarla. Como ocurre con el sábado, la Navidad ya estaba ahí previamente, y esa familia simplemente empezó a tenerla en cuenta en un mo-mento dado.

Directamente conectado con el relato de la Creación del séptimo día santo está el cuarto mandamiento de la ley de Dios:

«Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y ha-rás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para Jehová, tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero que está dentro de tus puer-tas, porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y to-das las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tan-to, Jehová bendijo el sábado y lo santificó» (Exodo 20: 8-11).

Fíjate en cómo el mandamiento se vincula directamente con la creación original en seis días descrita en Génesis. Así, el sábado, en los libros del Génesis y del Exodo, no sólo vincula el séptimo día a Dios como Creador, sino que además enfatiza que él bendijo ese día y lo hizo santo.

De este modo el mandamiento de Éxodo no enseña por primera vez el carácter sagrado del sábado como recordatorio de la Creación.

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En vez de ello, está diciendo al pueblo de Dios que "recuerde" lo que ya era conocido: que el séptimo día, sábado, era un recordatorio sa-grado de la Creación, habiendo sido bendecido y santificado al fi-nal de la semana de la misma.

El gozo del sábado

Entre otras cosas, lo que Dios ha dado a toda la humanidad en el sábado es un refugio semanal de la tiranía del tiempo. Dios nos manda descansar y dejar un séptimo de nuestras vidas libre de nues-tras tareas cotidianas. No es una petición, sino una estipulación, igual que lo son las prohibiciones del asesinato, el adulterio y el robo. Así de seriamente se toma Dios la idea de nuestro descanso se-manal.

¿Por qué? Porque sabe que si nos dejase solos, nunca podríamos en-contrar refugio de la tiranía del tiempo. Este es un amo severo, al que no podemos resistir por nosotros mismos. Su atracción es demasia-do fuerte, su aliciente demasiado poderoso para plantarle cara. De ahí que Dios nos dé el sábado, un refugio de un torrente que de otro modo nos llevaría por delante.

Es muy interesante, también, que el séptimo día sabático, sea la úni-ca institución, junto con el matrimonió, que sóbreviva de un mun-do anterior a la Caída. Ambos existieron antes del pecado, ambos vie-nen a nosotros de ese mundo no caído, y ambos son esencialmente sobre relaciones. Ningún matrimonio digno de ese nombre puede existir sin dedicarse tiempo mutuamente, pues sólo a través de la inter-acción constante puede una relación profundizarse y crecer. Aunque ciertamente un matrimonio necesita más que el sábado, este día provee la oportunidad de pasar un tiempo especial juntos, el cual, si se le protege de las distracciones mundanas del resto de la sema-na, puede fortalecer en gran manera los lazos matrimoniales. Y en una época en la que los matrimonios se desbaratan, es maravilloso tener esta porción de tiempo envuelta en un embalaje tan especial.

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El sábado no es sólo para el cónyuge, sino para los hijos también. Especialmente cuando son pequeños, el sábado proporciona un tiempo especial para ellos junto a sus padres; pues, de nuevo, a mu-chas "cosas de los adultos" -e l jefe, el trabajo, las facturas, las ta-reas- no se les deja importunar, robando una horas que los hijos quieren y necesitan pasar en compañía de sus padres. ¿Cuántos ni-ños crecen resentidos de que sus padres estuvieran ocupados con todas las cosas del mundo menos ellos? El sábado puede aportar un antídoto porque, si es correctamente observado, no permite entro-meterse a todas esas cosas. El sábado no es la panacea. No garanti-za hogares unidos y felices. Pero ayuda a asegurar que las familias ten-drán el tiempo juntos que necesitan para edificar esos hogares, y en nuestro mundo acelerado, donde la tiranía del tiempo parece cada vez más fuerte, constituye un refugio maravilloso.

La Creación Sin embargo, encontramos en este mandamiento mucho más que

la edificación de relaciones interpersonales. Para empezar, si abres cual-quier Biblia, notarás que no comienza con una declaración sobre la salvación en Jesús, ni sobre la doctrina de la justificación sólo por la fe. No dice nada acerca del pecado, el juicio o la Segunda Venida.

La Biblia comienza con la doctrina sobre la cual todas esa otras en-señanzas se asientan, que no es otra que la Creación: «En el princi-pio creó Dios los cielos y la tierra» (Génesis 1: 1). La Creación es el acto inaugural, el primer principio, el axioma a partir del cual todo lo demás de la Escritura se deduce, pues todo lo demás carece de sen-tido separado del Dios Creador.

Reflexiona acerca ello. ¿Qué significan las creencias cristianas más básicas —la salvación, la expiación, la cruz- al margen de Dios como nuestro Creador? ¿Para qué sirve la expiación en un universo sin Dios? ¿Desde qué instancia somos salvos si Dios no existe? Y si la evo-lución atea es lo que explica nuestro origen, ¿entonces qué represen-ta la cruz sino otro judío asesinado? ¿Cómo puede entenderse la Caída aparte de nuestros orígenes? Después de todo, ¿de qué he-

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mos caído, y a qué somos restaurados? Al margen del relato bíblico de los orígenes, las creencias cristianas -desde la cruz hasta la Segunda Venida- carecen de sentido.

Otro punto crucial es que la Escritura, de modo más bien comple-jo, enlaza a Jesús como Creador con Jesús como Redentor. Juan abre su Evangelio con palabras que, en su contexto, inconfundible-mente apuntan tanto al Cristo Redentor como al Cristo Creador: «En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho» (Juan 1:1-3).

Pablo, en Colosas, hace un planteamiento similar. Está hablando sobre Jesús como Redentor, y entonces dice: «Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean princi-pados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él» (Colosenses 1: 16).

En la teología cristiana, la autoridad, el poder y la eficacia de Cristo como Redentor surgen solamente de su papel como Creador. En todos los sentidos posibles, un pilar decisivo de la teología del Nuevo Testamento reposa en Jesús como Creador. El cristianismo, sin Cristo como Creador, es un cristianismo sin él como Redentor. Y sin Cristo como Redentor, el cristianismo se convierte en nada más que una variante del judaismo. Si dedicamos a la Creación los pri-meros capítulos de este libro fue por ser tan básica para todo lo que el cristianismo y la Biblia enseñan.

Sábado o domingo Con la Creación, y específicamente con Jesús como Creador, la im-

portancia del séptimo día, sábado, se torna evidente. El sábado apunta a Jesús porque él es el Creador, siendo éste su papel básico y fundamental, la base sobre la que descansa todo lo demás que hace. Él posee la autoridad que tiene porque es el que «hizo el cié-

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lo y la tierra» (Salmo 124: 8; Isaías 37: 16; 2 Crónicas 2: 12), y el sábado es el signo de esa autoridad, un signo incluido en la creación del "cielo y la tierra" justo desde el principio.

Esto deviene importante en relación con la cuestión de por qué la mayoría de los cristianos creen que el domingo, el primer día de la semana, ha reemplazado al sábado, séptimo día. A primera vista, el asunto puede parecer sin importancia. ¿Por qué el día específico -sea el domingo, o sea el día descrito en el propio cuarto mandamien-to, el séptimo día- realmente importa? ¿No es cierto que lo único importante es que tenemos un día de reposo, cualquier día, y no que sea uno u otro?

No tan deprisa. Si, como hemos visto, el séptimo día, sábado, es un signo de la autoridad de Dios, entonces cualquier alteración de ese símbolo impacta en el corazón mismo de su autoridad. La con-troversia entre el sábado y el domingo no es sólo sobre un día, es so-bre un intento de usurpación por parte de un poder que busca ha-cerse Dios, reclamando un papel que le pertenece sólo a él en virtud del hecho de que él, y sólo él, es el Creador.

Tomar el emblema específico de su papel como Creador, institui-do por él mismo, y reemplazarlo con otra cosa supone un flagran-te ataque contra su autoridad en el nivel más básico posible.

Y lo que muchos cristianos no saben es que de eso trata precisa-mente la observancia del domingo en lugar del sábado: de un inten-to deliberado de apoderarse de la autoridad suprema de Dios como Creador.

¿A quién adoramos?

Por supuesto, nadie está afirmando que la mayoría de los que ac-tualmente observan el domingo estén reclamando para sí la autori-dad de Dios. Por el contrario, la abrumadora mayoría no sabe nada acerca de lo que subyace al cambio al domingo y se horrorizaría si supiera la verdad.

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Tampoco decimos que las personas que observan el domingo, en lugar del sábado, estén bajo ningún tipo de condenación divina.

Sin embargo, de acuerdo con el libro del Apocalipsis, Dios está lla-mando a la gente a «adora [r] a aquél que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Apocalipsis 14: 7); esto es, a honrar-le como Creador (nótese también lo estrechamente que está vincu-lado este lenguaje con el del cuarto mandamiento de Exodo 20: 11: «Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar»).

Justo al lado de ese llamado a adorar a Dios como Creador está la advertencia contra aquéllos que adoran a la misteriosa bestia y a su imagen: «Si alguno adora a la bestia y a su imagen y recibe la mar-ca en su frente o en su mano, él también beberá del vino de la ira de Dios» (Apocalipsis 14: 9-10).

La Escritura indica que en los últimos días la humanidad se divi-dirá en dos categorías: los que adoran a Dios, el Creador, y los que adoran a la bestia y a su imagen (y así reciben la infame "marca de la bestia"). El elemento clave de esta separación es la adoración. O adoramos a Dios como nuestro Creador, o adoramos a la bestia y a su imagen. Y en el medio de esta advertencia sobre la bestia y la marca de la bestia, Apocalipsis describe al pueblo fiel a Dios: «Aquí está la perseverancia de los santos, los que guardan los mandamien-tos de Dios y la fe de Jesús» (versículo 12). Ellos honran y obedecen los mandamientos de Dios y, de todos los mandamientos, sólo uno, el sábado, muestra por qué deberíamos adorar a Dios: «Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar» (Exodo 20: 11).

Adoramos a Dios, entonces, porque él y sólo él es el Creador, y el sábado es el eterno reconocimiento de su condición creadora. Así, usurpar el sentido del séptimo día es atacar al símbolo de la autori-dad divina. Es un intento de retroceder hasta la semana de la Creación y enmendar la institución que el mismo Dios estableció como un em-blema de por qué deberíamos adorarle a él en lugar de a ningún otro poder (tal como la bestia).

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V I D A SIN LÍMI TES

¿Legalistas? Un último punto que vale la pena considerar: aquéllos que hon-

ran el sábado son a menudo acusados de legalismo, de intentar ga-narse el cielo por sí mismos. Pero, ¿cómo puede ser que el único mandamiento dedicado al descanso haya sido convertido en el sím-bolo universal de la salvación por medio del esfuerzo humano?

¿Qué es lo que falla en ese enfoque?

Lejos de ser una metáfora de las obras, el sábado es el símbolo más fundamental del descanso que el pueblo de Dios siempre ha te-nido en el Señor. Desde el mundo edénico previo a la Caída hasta el descanso del Nuevo Pacto que los seguidores de Dios siempre han disfrutado en la obra redentora de Cristo en su favor («Por tan-to, queda un reposo para el pueblo de Dios» [Hebreos 4: 9]), el sá-bado es una manifestación en tiempo real del descanso que Cristo ofrece a todos (ver Mateo 11: 28).

Los hay que pueden decir que están descansando en Cristo y son salvos por gracia. Pero honrar el sábado es una expresión visible de ese descanso, una parábola viviente de lo que significa ser cubierto por su gracia. El descanso semanal de las tareas seculares y munda-nas queda como símbolo del reposo que Jesús da a su pueblo a tra-vés de su obra de salvación una vez completa. «Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas» (Hebreos 4: 10).

La obediencia a este mandamiento es una forma de decir: "Oye, estamos tan convencidos de nuestra salvación en Jesús, tan firmes y seguros en lo que Cristo ha hecho por nosotros, que podemos, de manera especial, descansar de cualquiera de nuestras tareas, pues sabemos lo que Cristo ha realizado por la humanidad a través de su muerte y resurrección".

Parecería lógico que por adherirse firmemente a los mandamien-tos contra el adulterio, el robo, la codicia o la idolatría, la gente pu-diera ser acusada, al menos un poco razonablemente, de legalismo y de salvación por las obras (esto, suponiendo que alguien pudiera

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¿ T ú ERES JESÚS?

ser acusado de legalismo por obedecer a cualquiera de los mandamien-tos). Pero, ¿acaso trata alguien de ganarse el cielo con sus obras por descansar en sábado?

La ironía de todo esto es que por descansar haya gente acusada de esforzarse para ganar la salvación, un argumento que tiene más o menos tanto sentido como el de un parricida que suplique mise-ricordia porque es huérfano.

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V I D A SIN LÍMITES

Referencias

1. Extractado de Harper's Magazine, agosto 2004, pág. 14.

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14 Asuntos de familia

Muchos representan a menudo los Diez Mandamientos divididos en dos secciones: los cuatro primeros en una ta-

bla, y los seis últimos en la otra, posiblemente a causa de la exten-sión relativa (el segundo y el cuarto mandamientos son bastante largos).

A la vez, sin embargo, esa disposición reconoce que los primeros cuatro mandamientos tratan específicamente de nuestra relación con Dios, mientras los seis últimos se concentran en nuestra rela-ción con otras personas. La primera sección está orientada hacia el cielo, siendo la segunda más terrenal.

Por conveniente que resulte, esa división es en muchos sentidos artificial. Como ha mostrado el capítulo anterior, los cuatro pri-meros mandamientos, por evidente que sea su énfasis teológico-es-piritual, influyen enormemente en los elementos prácticos y relació-nales de la vida humana, y eso es porque nuestra relación con Dios modela directamente nuestra relación con los demás.

«En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los her-manos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano

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V I D A SIN LÍMI TES

tener necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Juan 3: 16-18).

El mandamiento más natural A primera vista, el quinto mandamiento parece extrañamente re-

dundante. ¿Acaso no ama la mayor parte de la gente, en la mayoría de las situaciones, a su padre y a su madre? ¿Por qué, entonces, man-darles que hagan lo que es tan natural como respirar? Un precepto sólo para honrar a los padres, cuando en la mayoría de los casos las personas los aman, parece tan extraño, más o menos, como ordenar a alguien, que se muere de sed, que chupe el vaho formado en el bor-de de un vaso lleno de agua fría, cuando lo más probable es que, si le dejaran solo, lo que haría es beberse el vaso entero.

¿Por qué mandar lo que es natural?

Porque estamos en un mundo tan entregado al pecado que lo na-tural ha quedado pervertido y distorsionado hasta el punto de que no todos están inclinados a hacer lo que sería la cosa más obvia y ele-mental del mundo.

Por ejemplo, prueba a obligar a una niña de 12 años a amar a su padre, quien la violó y contagió el sida (honrar a su padre ya le se-ría bastante difícil). O plantéate decirle a un muchacho, cuyo padre le golpeó con un bate de béisbol dejándolo en coma, que debería amar a su padre (de nuevo, tan sólo honrarle no sería fácil). Por eso nos dice el mandamiento que honremos a nuestros padres. No nos man-da que sintamos amor por ellos, pues Dios sabe que algunos no po-drían, o quizá incluso que no deberían amar a sus padres de la ma-nera habitual.

Lo que este mandamiento nos está diciendo, básicamente, es que la unidad familiar es el fundamento de toda sociedad huma-na, y que necesitamos conservarla intacta lo mejor que podamos, sean cuales sean las circunstancias. Aun después de que los niños crezcan y se vayan, los lazos familiares se mantienen vivos, y hon-

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ASUNTOS DE FAMILIA

rando a nuestros padres reconocemos los vínculos y ayudamos a pre-servarlos. Esto es importante, pues al final la clave para nuestra felicidad a menudo radica en nuestras relaciones, especialmente las familiares.

Dios nos creó originalmente para ser una familia: madres, padres, hijos. Por eso los Diez Mandamientos están tan orientados hacia lo familiar. Buscan proteger las relaciones familiares. Con ello, los mandamientos contribuyen a asegurar nuestra felicidad personal. Es cierto que una familia que se ama y permanece unida no garan-tiza la felicidad, pero es difícil pensar en algo qtie pueda favorecer-la más.

Reciprocidad En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo se explaya sobre el man-

damiento de honrar a los padres: «Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo. "Honra a tu padre y a tu ma-dre" -que es el primer mandamiento con promesa- para que te vaya bien y seas de larga vida sobre la tierra. Y vosotros, padres, no pro-voquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amones-tación del Señor» (Efesios 6: 1-4).

Su énfasis se pone en los hijos, o en lo que ellos han de hacer. Obedece a tus padres -les exhorta- y hónralos. También repite, con sus propias palabras, el resto del mandamiento, lo que enfatiza las cosas buenas que pasarán si los hijos honran a sus padres, de don-de se deduce que ésta es una clave decisiva para la felicidad, la esta-bilidad, la buena vida familiar y las relaciones positivas entre sus miembros. Dios nos ha dado un mandamiento para ayudarnos a proteger esa vida familiar. En otras palabras, como venimos dicien-do a lo largo de Vida sin límites, lo que hacemos tiene consecuencias aquí y ahora, para bien o para mal.

Pero, tras referirse al quinto mandamiento y al deber de los hijos hacia los padres, Pablo se vuelve a éstos, particularmente al padre, y les dice que no contraríen a sus hijos sino que los eduquen en una

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V I D A SIN LÍMI TES

saludable relación con Dios. No hay duda de que se nos manda honrar a nuestra madre y a nuestro padre, al margen de qué tipo de padres sean; pero eso sería mucho más fácil si los padres hicieran lo que Pablo les dice: no provocar a sus hijos, sino amarlos, tratarlos con respeto, darles el tipo de vida que pueda facilitar que, cuando sean adultos, los honren.

Imagínate cuánto mejorarían nuestros hogares, nuestras familias y nuestras vidas si todos los padres amasen, criasen y tratasen bien a sus hijos, y si los hijos, como respuesta, hiciesen lo mismo con sus padres durante todas sus vidas. Sería un mundo mucho mejor y más feliz, ¿verdad?

El mecanismo es recíproco. Cómo te relacionas con tus hijos cuan-do son pequeños modelará en gran medida el modo en que ellos te correspondan cuando sean mayores. ¿Cuántas familias desdichadas, desestructuradas, han arruinado las vidas de millones, pasando su des-gracia de una generación a otra, y todo porque los padres trataron mal a sus hijos y los hijos reaccionaron de la misma forma? El quin-to mandamiento, si fuera observado, haría mucho por romper este interminable círculo vicioso de sufrimiento y desgracia.

La decena de millones más próxima Un narcotraficante mata a otro narcotraficante. Un marido asesi-

na a su mujer, o la mujer le pega un tiro a su marido. El miembro de una banda asesina al miembro de una banda rival. Estas noti-cias son tan corrientes que a menudo se relegan a las páginas se-cundarias del periódico, cuando no a la misma página que los anun-cios de hipotecas.

Por supuesto, sólo son asesinatos aislados. Un crimen aquí, cuatro allá, seis en otra parte, ocho en una ciudad lejana... poca cosa. Es en la historia donde hallamos las estadísticas más espectaculares. El ge-nocidio de Ruanda, el Holocausto, la Revolución Cultural china, las atrocidades de Stalin... la lista sigue y sigue, y eso nada más respec-to al pasado reciente.

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A S U N T O S DE FAMILIA

«Ha habido en este siglo», comentaba Richard John Neuhaus en los no-venta, «tantas personas asesinadas por otras que las estimaciones de los historiadores discrepan por decenas de millones, así que finalmente acuer-dan partir la diferencia o redondear el cómputo de víctimas hacia la dece-na de millones más próxima».1

Resulta dolorosamente irónico que el mandamiento que prohibe matar venga justo después del que manda honrar a los padres. El quinto mandamiento, como dijimos, parecería de lo más natural, y sin embargo Dios nos conmina a hacerlo; en cambio, asesinar pare-cería de lo más antinatural, y se nos prohibe que lo hagamos. De nue-vo, tan afectados como estamos por el pecado, se nos ordena hacer lo que debería surgir de manera natural, y se nos prohibe lo que debería ser contra natura.

No matarás La mayoría de las personas, sean cuales sean sus creencias, compren-

de la razón y la base lógica que subyace al sexto mandamiento. Ni la familia, ni la comunidad, ni la sociedad sobrevivirían si esta pro-hibición no fuera entendida, siquiera intuitivamente, y luego pues-ta en práctica.

Sin embargo Jesús hace algo significativo con este mandamiento:

«Oísteis que fue dicho a los antiguos: "No matarás", y cualquiera que mate será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se eno-je contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga "Necio" a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga "Fatuo", quedará expuesto al infierno de fuego.

»Por tanto, si traes tu ofrenda al altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y ve, reconcilíate primero con tu hermano, y entonces vuelve y pre-senta tu ofrenda» (Mateo 5: 21-24).

Sean los que sean los asuntos culturales concretos a los que Jesús se está refiriendo aquí, el principio es universal, y resulta asombroso. Uno no necesita a Moisés, ni la ética cristiana, para saber que el asesina-

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V I D A SIN LÍMI TES

to es algo malo. Jesús, sin embargo, retrotrae el mandamiento desde el extremo de quitar una vida para aplicarlo a los pensamientos y emociones que a menudo preceden al acto mismo. Radicaliza lo ob-vio. Todos sabemos que asesinar está mal. Pero, ¿equiparar el asesi-nato con los pensamientos, los sentimientos o las palabras...?

Imagínate que la gente se enfrentara con su enojo antes de que éste se manifestase en forma de violencia. Jesús nos está diciendo que desarraiguemos, primero, la forma de pensar que puede llevar a las horrorosas consecuencias que siempre siguen al asesinato. Así convierte un mandamiento sobre el asesinato en uno relativo al per-dón, la reconciliación y la sanidad mental, y lo hace tanto para el "asesino" como para el "asesinado".

Cristo quiere librarnos de la amargura, del odio, del sufrimiento que se derivan de albergar el tipo de sentimientos que podrían, si se les estimula, llevar a matar. No hace falta que aprietes el gatillo para que tu vida se tuerza, o incluso se arruine; basta el deseo que podría llevarte a apretarlo.

Jesús tomó un mandamiento pensado para asesinos potenciales y lo aplicó a todos los seres humanos (madres, padres, hermanas, her-manos, amigos, vecinos), ofreciendo con ello la clave de la sanidad mental, la paz y la reconciliación. La mayoría de las personas no tienen que preocuparse de si cometen asesinatos físicos, pero sí que han de luchar contra la ira, la amargura y el resentimiento, cosas que pueden arruinar sus vidas llevándoles a cometer asesinato en su corazón y, cuando menos, a matar a su propia alma.

Pero este mandamiento, interpretado a través de las palabras de Cristo, nos ofrece algo mucho mejor. La vida es demasiado corta para permitir que el odio, la amargura y la ira la consuman. Jesús nos exhorta a acudir a él para que él pueda ofrecernos una salida a todo eso. ¡Cuánto mejores serían nuestras familias y nuestras relaciones si llevásemos esto al corazón! No puedes cambiar a otros que pueden estar hirviendo de ira y amargura. Pero no tienes por qué hacerlo; en

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A S U N T O S DE FAMILIA

vez de ello, debes enfrentarte con tu propia alma, la única por la que tú tendrás que responder.

Sea lo que sea lo que uno pueda pensar de su papel en la historia, el que fuera presidente estadounidense Richard Nixon, cuando dejó la Casa Blanca tras el escándalo Watergate, captó la esencia de lo que Jesús quería decir. De pie ante el personal de la Casa Blanca justo antes de su partida, Nixon dijo:

«Recordad siempre que otros pueden odiaros, pero quienes os odien no ga-nan a menos que vosotros también los odiéis, en cuyo caso os destruiréis a vosotros mismos».

Esa es la esencia del sexto mandamiento.

El regalo Figúrate lo siguiente: un padre deja a su hijo en herencia una fa-

bulosa fortuna. Su potencial para el bien es enorme si el hijo sigue los principios básicos establecidos por su padre, quien era conscien-te de que cualquier violación de los mismos llevaría a su hijo a la rui-na, por ser tan poderoso el regalo en sí mismo. El hijo, rechazando esos principios, usa el dinero para darse el gusto en sus placeres, pa-siones y deseos egoístas. En lugar de que la riqueza haga el bien de unas formas que el hijo nunca hubiera podido imaginar, produce mi-seria no sólo para él sino para muchos otros. Qué trágico resultado, cuando el regalo llevaba aparejado tanto potencial para el bien.

La analogía es obvia. Si los seres humanos necesitaron alguna vez evidencias del amor de Dios hacia ellos, ahí está el regalo del sexo. Y, no obstante, si alguna vez ha habido un regalo mal utilizado, uno que, habiendo sido previsto para el bien, haya resultado ser la cau-sa de tanto desastre humano, ahí está el don del sexo nuevamente.

Sin embargo, no tenía por qué haber sido así. Dios sentó una nor-ma simple y básica, un precepto que si hubiera sido seguido habría ahorrado a millones y millones de personas muchísimo dolor y su-frimiento. Es el séptimo mandamiento: «No cometerás adulterio» (Éxodo 20: 14).

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V I D A SIN LÍMI TES

¿Qué estadísticas, qué tablas o qué fórmulas pueden medir la ra-bia, el dolor y el perjuicio causados por la violación de este manda-miento? ¿Cuántas infancias, hogares, matrimonios y vidas ha destrui-do finalmente la práctica del sexo fuera de los límites que Dios le puso (entre hombre y mujer mutuamente casados)?

¿•Suena mojigato? ¿Pasado de moda? ¿Estrecho?

Pregúntale a cualquiera de los millones de niños que vieron sus ho-gares destrozados por un padre adúltero si el mandamiento es mo-jigato en modo alguno. ¿Considerarían el mandamiento pasado de moda los millones que sufren enfermedades de transmisión sexual contraídas mediante sexo fuera del matrimonio, especialmente aque-llas mujeres devenidas estériles a raíz de esa enfermedad? Aún son más los millones de chicas solteras, embarazadas en su adolescencia, que ahora quisieran haber cumplido ese precepto. Y los que mueren de sida contraído mediante sexo extramatrimonial no verían el manda-miento como demasiado estrecho.

En 1970, en plena "revolución sexual", la revista Life publicó un artículo que decía: «En primer lugar, debemos liberar nuestras men-tes de la idea de que haya regla moral alguna para la conducta sexual. El placer sexual nunca es malo».

¿Nunca es malo? Fuera del matrimonio entre un hombre y una mu-jer, siempre es malo, y millones de vidas arruinadas lo demuestran.

Dios dio el sexo a los seres humanos como un regalo y, en el con-texto correcto, están llamados a disfrutarlo (¡mucho, por cierto!). Aquí está lo que el Nuevo Testamento dice sobre el sexo entre un ma-rido y una esposa:

«Sin embargo, por causa de las fornicaciones tenga cada uno su pro-pia mujer, y tenga cada una su propio marido. El marido debe cum-plir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su ma-rido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiem-po de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la

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ASUNTOS DE FAMILIA

oración. Luego volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia» (1 Corintios 7: 2-5).

El Nuevo Testamento les dice a las parejas casadas, básicamente, que no se priven el uno al otro del amor sexual. ¡Lo único que ad-vierte en relación con el sexo es contra la abstinencia de él! La Biblia no es mojigata en materia sexual. Por el contrario Dios quiere que la humanidad lo disfrute hasta el más pleno potencial posible, y nada puede destruir eso tanto como el adulterio o la práctica sexual fuera de la seguridad del matrimonio.

Hablando acerca del séptimo mandamiento, Jesús extrajo sus im-plicaciones más amplias. «Oísteis que fue dicho: "No cometerás adulterio". Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón» (Mateo 5: 27-28).

¿Por qué es tan tajante? Porque Jesús conoce lo poderoso que es el instinto sexual humano (no sólo él lo creó, sino que, como huma-no, lo experimentó), y a la vez lo devastador que su mal uso puede resultar. El advertía a la gente, especialmente a los hombres (a quie-nes les cuesta mucho más controlarlo, por lo general, que a las mu-jeres), que lo enfrentaran en el primer nivel en el que surge: en el co-razón y en la mente. Lucha con él ahí, donde es mucho más fácil controlarlo. Detén el torrente de la pasión antes de que te destruya a ti y a tus seres queridos.

La caída El joven Jeff era más listo que nadie. Pregúntaselo a él si no. Se gra-

duó entre los primeros no sólo de su instituto, sino también de la Escuela de Negocios de Harvard (obteniendo un MBA en 1979).

En doce añqs, y para sorpresa de nadie (tampoco suya), se convir-tió en presidente ejecutivo y presidente del consejo de administra-ción de una de las mayores compañías del mundo.

Esta figuraba en el número 7 de la lista "Fortuna 500" [ranking de empresas estadounidenses clasificadas por su facturación bruta], con

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V I D A SIN LÍMI TES

101.000 millones de dólares en ingresos anuales. Y Jeff andaba to-davía por los cuarenta y tantos.

Jeff, por supuesto, estaba muy bien remunerado: ganaba millones de dólares en gratificaciones (concretamente, más de 14 millones de dólares anuales como salario), incluyendo un año en el que ingresó 132 millones de dólares, los cuales le permitían disfrutar de un agra-dable estilo de vida: mansiones, viajes caros a Europa, recorridos en moto por el desierto mexicano, gincanas en los descampados aus-tralianos. .. Tú lo nombrabas, y si Jeffrey lo quería, Jeffrey lo conse-guía. Después de todo, ¿acaso no lo merecía, siendo tan listo y tan ta-lentoso como era?

Sin duda, había alcanzado el pináculo del éxito, si éste se define como dinero, poder, influencia y prestigio.

Desafortunadamente, tenía un ligero problema. Era un ladrón. Se enriquecía a sí mismo y a sus amiguetes a costa de su propia compañía, Enron, que finalmente se hundió en la segunda mayor bancarrota de la historia estadounidense, lo que provocó que miles de trabajadores perdieran sus empleos y sus planes de pensiones. Aunque Jeffrey Skilling testificó altaneramente ante el Congreso acerca de su inocencia, en 2006 (tras gastar decenas de millones en abogados) fue hallado culpable de fraude y sentenciado a más de 24 años de prisión, lo que para un hombre de 52 era como decir (casi) el resto de su vida.

Naturalmente, por trágica que sea la historia de Skilling (que aho-ra gana, en la cárcel, entre 12 centavos y 1 '25 dólares, según el tra-bajo que haga), deberíamos reservarnos las lágrimas para muchos de los 20.000 ex empleados de Enron que perdieron los ahorros de su vida cuando la empresa fue a la quiebra en 2001, especialmente porque la mayor parte de sus planes de pensiones habían sido inver-tidos en acciones de Enron. Cuando las acciones empezaron a caer, los ejecutivos de la compañía no les permitieron venderlas, pese a que ellos —Skilling y los suyos— estaban deshaciéndose de las suyas a toda pastilla.

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ASUNTOS DE FAMILIA

Cuando la compañía que él dirigía se hundió, Jeffrey obtuvo mi-llones de dólares (en un momento dado, vendió acciones por un valor de 60 millones de dólares). Mientras, miles de empleados, que se habían creído las palabras de la dirección de que la empresa iba bien, contemplaban cómo sus planes de pensiones se evaporaban habida cuenta de que las acciones de Enron cayeron desde más de 90 dólares a menos de uno.

Las personas que tenían, más o menos, tanto dinero acumulado en sus planes de jubilación como el que, digamos, ganaba Skilling en un par de meses, ahora se quedaron sin nada: sin trabajo, sin segu-ro sanitario, sin pensión.

Diana Peters fue una de esas personas. Durante la semana de Acción de Gracias de 2001, cuando corrían los rumores sobre los problemas de la compañía (a pesar de los desmentidos de los direc-tivos), a su marido le diagnosticaron un cáncer cerebral imposible de operar.

El lunes siguiente Diana fue a trabajar a Enron, donde su jefe anunció que todos tenían treinta minutos para recoger sus pertenen-cias personales y salir, pues se habían quedado sin trabajo. Hacia las nueve de la mañana, ella no tenía trabajo ni seguro sanitario, pero sí un marido con un tumor cerebral, por no hablar de la pér-dida de 75.000 dólares en ahorros para la jubilación (probablemen-te lo que Jeffrey gastaba en alguna de sus vacaciones).

Aunque Medicare [programa sanitario administrado por el estado norteamericano para mayores de 65 años y otras personas que reú-nan ciertos requisitos] y la Seguridad Social la ayudaron a cubrir los gastos médicos de su marido, también la obligaron a buscarse un trabajo temporal; así que Diana se puso a limpiar oficinas con su hijo los fines de semana, sólo para sobrevivir. ¡Todo esto mientras Skilling y su camarilla le chupaban a la compañía cientos de millones!

Multiplica esa historia por millares de otras, algunas incluso peo-res, y entenderás la tragedia de Enron.

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V I D A SIN LÍMI TES

El octavo mandamiento Por supuesto, ¿quién necesita a Moisés, o incluso a Jesús, para co-

nocer la verdad de las palabras «No robarás» (Exodo 20: 15 BJ)? A nadie, ni siquiera a un ladrón, le gusta que le roben. Sin embargo, las prisiones de todo el mundo rebosan de individuos que han vio-lado el mandamiento (y sólo están los que han sido atrapados).

Ciertamente, no todo robo trae las enormes consecuencias de Enron, que arruinó las vidas, no sólo de los ladrones y sus familia-res inmediatos, sino de millares de otros también.

Sin embargo, el latrocinio no tiene por qué ser tan extenso para te-ner terribles resultados. No es sólo la pérdida de bienes materiales, por grave que sea; es además la sensación de indignación, vejación e injusticia sufrida por la víctima.

Un aura de "sacralidad" existe en torno a la propiedad, a la idea de que algo es tuyo. Bien involucre una parcela de tierra o un carame-lo, la propiedad es algo natural y básico para el ser humano, y cuan-do es violada, sea a través de un fraude corporativo o de la astucia de un carterista, nuestra dignidad humana se siente mancillada igualmente. No es extraño que todos reaccionen tan duramente contra ello.

Pero no sólo importa lo que robar le hace a la víctima (lo cual es obvio); es también lo que le hace al ladrón, incluso si nunca es des-cubierto. ¿Quién necesita una ley escrita para saber que robar está mal? Se halla grabado en nuestra conciencia.

Entonces, y más si se tiene en cuenta lo que agregan la sociedad y la ley de Dios, quienes roban lo hacen desoyendo su conciencia. Sin embargo, con cada infracción esa grabación va limándose has-ta que se difumina bajo una sarta de arteras justificaciones y racio-nalizaciones que nunca sofocan por completo la picazón interior.

Lo que es peor, al acostumbrarse a acallar (o al menos, a tratar de hacerlo) la conciencia en un determinado ámbito de actuación, las personas se vuelven más proclives a desatenderla en otros, y no pasa

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ASUNTOS DE FAMILIA

mucho tiempo antes de que hagan descaradamente cosas que en otro tiempo las hubieran horrorizado. Y, como ya hemos visto, nues-tras acciones inmorales afectan a los demás, en especial a los más próximos.

La mandràgora de Maquiavelo Hace casi cinco siglos, Nicolás Maquiavelo escribió una comedia

titulada La mandràgora, sobre un mentiroso intrigante llamado Calimaco. Buscando seducir a la bella esposa de otro hombre (co-nocida por su fidelidad), Calimaco recaba la ayuda de un alcahue-te llamado Ligurio, quien diseña un plan en el que la esposa, inca-paz de tener hijos, recibe una poción que -as í se le promete— le permitirá tenerlos. El único problema, le dicen, es que la poción, un tipo especial de veneno, matará a la primera persona que se acues-te con ella después de que ella se la beba, y la mujer ciertamente no quiere que esa persona sea su marido, así que tendrá que buscarse un amante provisional (¿adivinas quién es?). La estratagema funciona y, por medio de engaños y maquinaciones sin límite, Calimaco con-sigue su objetivo.

Lo realmente llamativo en esta obra es que ninguno de los perso-najes logra consumar sus deseos sin mentiras y engaños. Incluso los "inocentes" quedan atrapados en eso, incluido el fraile Timoteo, quien -después de que Ligurio le ofrezca dinero (supuestamente para ayudar a los pobres)- accede finalmente a asumir su parte.

«Ahora compruebo», le dice Ligurio al fraile, «que tú eres efecti-vamente el hombre religioso que yo creía».2

Cuando la obra termina, todos los personajes -mintiendo, estafan-do y engañando- han conseguido lo que querían. La tesis de Maquiavelo es que mentir y engañar es bueno si permite conseguir las metas que uno se propone. Para él los fines, cualesquiera que puedan ser, justifican los medios, sean los que sean.

¿Y por qué no, después de todo? Reflexiona acerca de ello. A lo lar-go de este libro hemos examinado dos conceptos de la realidad

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V I D A SIN LÍMI TES

opuestos e incluso contradictorios: en primer lugar, una visión atea secular según la cual nuestra existencia surgió del puro azar, de la com-binación accidental de átomos que a través de un proceso evoluti-vo, implacable pero carente de propósito, creó una humanidad con-denada a su eterna extinción por las mismas fuerzas frías e insensibles que primero la trajeron aquí. Y, frente a eso, la visión opuesta, según la cual somos el producto de un acto cargado de sentido realizado por un Dios que planeó nuestra existencia, que nos ama, que esta-bleció un orden moral en el mundo, y que nos ofrece la esperanza de vida eterna.

Ahora bien, si lo primero es cierto, que somos el producto de la con-fluencia de fuerzas accidentales, y que, a través de un ciclo de vio-lencia implacable y depredador basado en la "supervivencia del más apto", los más fuertes, los más listos y los mejor adaptados triunfan a expensas de los más débiles, entonces, ¿qué hay de malo en men-tir o engañar si ayuda a sobrevivir e incluso a prosperar? Lejos de ser inmoral, mentir para progresar, incluso en detrimento de los otros (o especialmente en detrimento de los otros), parecería acorde con las propias leyes naturales.

En contraste, la esencia de la virtud cristiana, consistente en la negación de uno mismo y el sacrificio del yo para el bien de los de-más, estaría en oposición a las leyes de la naturaleza. Y lo mismo ocu-rriría con el noveno mandamiento de la ley de Dios («No dirás con-tra tu prójimo falso testimonio» [Exodo 20: 16]), especialmente cuando "decir falso testimonio" te acarrease un provecho personal, al margen de lo que ese engaño le hiciera a tu prójimo. En el mo-delo evolucionista, si mentir te hace prosperar a costa de alguien, en-tonces hacerlo sería lo correcto.

Conciencia culpable ¿Por qué, sin embargo, casi todo el mundo, incluso los que no

creen, no conocen, o no les importa el noveno mandamiento, sufren desde una punzada de culpa hasta una abrumadora opresión cuan-do mienten? ¿Por qué la mayoría de la gente siente de manera intui-

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ASUNTOS DE FAMILIA

tiva que mentir es malo? ¿Cómo es que los propios evolucionistas ateos intuyen que mentir no es bueno ni siquiera cuando les traerá beneficios personales? ¿Y por qué sienten que algo falla cuando, de acuerdo con su propio modelo de los orígenes, mentir es simplemen-te otra expresión de las fuerzas que nos crearon?

Porque somos seres morales en un mundo moral creado por un Dios moral, ésa es la razón. Por deteriorados que estemos, con la de-gradación genética de miles de años de pecado, nuestros escrúpulos morales siguen ahí, todavía instalados en nosotros. Y aunque la práctica de cualquier mala acción, con el tiempo, tiende a neutra-lizar nuestra íntima resistencia a ella, el hecho de que ese freno es-tuviera ahí en un principio testifica acerca de su realidad, por más que muchos se hayan alejado de él.

Fíjate, además, que todos los demás mandamientos analizados hasta ahora tienen que ver sólo con acciones. El noveno manda-miento es el único referido a nuestras palabras, a nuestro lenguaje. Esto supone llevar la moralidad a otro nivel, más profundo, pues si obedecemos a Dios aquí, obedeceremos en otros terrenos también. Alguien que no está dispuesto a mentir, es probable que tampoco lo esté a robar, a matar o a adulterar.

Las personas raramente cometen un solo pecado. Los que roban, mienten; los que matan, mienten; y los que adulteran, mienten. Se ven obligados a ello. En contraste, ¿cuántos de los que no mienten roban, matan o se permiten adulterar? Si alguien puede rendirse al Señor al nivel de sus palabras, si se compromete con él hasta el pun-to de no mentir, gracias al poder divino, entonces, ¿qué probabili-dades hay de que quebrante otros mandamientos?

Ciertamente, no necesitamos creer en Jesús para reconocer que no debemos mentir. Para lo que le necesitamos es para tener el po-der de no hacerlo, aun cuando la tentación sea grande, las recom-pensas inmediatas parezcan abundantes, y nuestra motivación mo-ral interna —cada vez más floja— ya no sea suficiente para impedirnos hacer lo que sabemos que está mal.

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La agobiante presión de la envidia El último mandamiento de los Diez dice: «No codiciarás la casa de

tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Exo-do 20: 17).

Si el noveno mandamiento llevaba la moralidad a otro nivel (el de nuestras palabras), éste llega incluso más dentro: a nuestros propios pensamientos. Los mandamientos progresan desde las acciones has-ta las palabras y hasta los pensamientos (Dios lo tiene todo previs-to). El meollo del asunto es que si tú controlas lo que está en tu ca-beza, hacerte cargo de lo demás que te concierne será relativamente fácil.

Además, el mandamiento nos habla de protección. Si aceptamos que alguien que no miente es menos probable que cometa otros pe-cados, piensa ahora en alguien que ni siquiera albergue malos pen-samientos. ¿Cómo sería más fácil, y más probable, salvarte a ti y a otros de una gran dosis de dolor: dejando de codiciar al cónyuge de tu prójimo, o poniendo fin a la aventura una vez que ésta ya ha te-nido un coste?

El mandamiento no dice: "No tendrás deseos ni pasiones". Dios nos creó como seres dotados con esas cosas. Equiparar el deseo mis-mo con encapricharte de la mujer de tu prójimo es como comparar a un hombre que hace el amor con su mujer, con uno que solicita los servicios de prostitución de una menor. El problema radica en el objeto de ese deseo, no en el deseo mismo.

¿Quién no ha sentido lo que la envidia abrumadora es capaz de ha-cer en el alma? Puede barrer a una persona como una tormenta de fuego, quemando y destruyendo todo lo demás hasta que todo lo que quede sea una dolorosa frustración que domina los restos carboni-zados. No puedes ser feliz, estar satisfecho o en paz contigo mismo siendo envidioso. Si no son controladas o sometidas, la envidia y la codicia de lo que tienen otros hará miserable tu vida (¿quién nece-sita este libro para saber eso?).

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ASUNTOS DE FAMILIA

De entre todos los malos pensamientos, ¿por qué este manda-miento destaca el de ambicionar lo que no es nuestro? Soplar sobre una cerilla nada más encenderla es mucho más fácil que apagar el in-cendio de un bosque. Piensa en cuántos sufrimientos y pérdidas humanas empezaron con el deseo de aquello que, para empezar, era de otro. ¿Cuántos crímenes, cuántos pecados, cuántas vidas han sido arruinadas...? Todo ello, en esencia, a raíz de un deseo de algo que no nos pertenecía.

¿Quién no ha sentido el apretón de la envidia? Siempre habrá al-guien, en alguna parte, algún "prójimo", que tenga más o que po-sea algo mejor que nosotros; por eso este mandamiento es una ma-nera que tiene Dios de decir: "¡Olvídalo!" Si no, esos deseos te arrollarán, consumiéndote y arruinándote tras llevarte a situacio-nes a las que nunca te encaminarías si pudieras ver el final desde el principio.

Abundan las historias sobre cómo Larry Ellison, el multimillona-rio fundador y presidente de Oracle, se muere de envidia porque Bill Gates es más rico que él y posee una empresa más grande. (En otras palabras, ¡ahí tenemos a un multimillonario envidioso del dinero de otro!).

En la mayoría de las presentaciones gráficas de los Diez Mandamientos, los dos mandamientos de la parte inferior de cada tabla, sobre los que reposa el resto de la ley, son el cuarto (relativo al sábado) y el décimo (el mandato contra la codicia). Juntos lo abarcan todo. Dios es nuestro Creador. Él hizo todas las cosas (Juan 1: 1-3), y al observar el sábado reconocemos su soberanía sobre el con-junto de nuestras vidas, incluidos nuestros pensamientos. Asimismo reconocemos que es dueño de todo, tanto de lo nuestro como de lo del prójimo.

Si honramos fielmente estos dos mandamientos, guardaremos mejor todos los demás, lo que enriquecerá abundantemente nues-tras vidas.

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Dos principios

Por supuesto, una cosa es decir que no codiciemos y otra muy distinta es no hacerlo. Todo el mundo puede saber lo que son los Diez Mandamientos, pero obedecerlos, especialmente el relativo a la en-vidia, es otra cosa. La mayoría no tenemos problema en no come-ter un asesinato. Pero no codiciar algo del prójimo . . .

¿Cómo podemos controlar nuestros pensamientos al respecto?

Primero, podemos ser agradecidos por lo que ya tenemos. «No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cual-quiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente y sé tener abun-dancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para pa-decer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4: 11-13). «Sean vuestras costumbres sin avaricia, con-tentos con lo que tenéis ahora, pues él [Dios] dijo: "No te desam-pararé ni te dejaré"» (Hebreos 13: 5).

Es cierto que, tengas lo que tengas, alguien tendrá más. Pero también que, tengas lo que tengas, alguien tendrá menos. Un hombre sin zapatos se compadecía de sí mismo hasta que vio a un hombre sin pies... De eso se trata.

Además, si el décimo mandamiento funciona al nivel de los pen-samientos, entonces es en ese nivel en el que tenemos que tratar con él. Alguien que devora material pornográfico no va a tenerlo fá-cil para no codiciar al cónyuge de su prójimo, ¿verdad? Si llenamos nuestras mentes de cosas malas, entonces tendremos malos pensa-mientos.

La batalla de la mente tiene que tener lugar en el nivel de la men-te. No podemos apagar nuestros cerebros. Incluso cuando dormimos, penetran sensaciones en nuestras cabezas. La clave es lo que canali-zamos a través de los sentidos. Lo que leemos, miramos y escucha-mos determinará aquello en lo que pensamos. Así de simple.

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ASUNTOS DE FAMILIA

«Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo hones-to, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Filipenses 4: 8).

Cuanto más se concentren las personas en cosas dignas, menos pensarán en codiciar lo que no es suyo.

Alguien dijo una vez que la clave para vivir como Cristo es con-centrarse en Cristo, particularmente en las escenas que culminan su vida. Mientras fijamos la atención en su gran sacrificio por nos-otros, en la total entrega de sí mismo por el bien de los demás, en su disposición a sufrir y a morir para que otros puedan vivir, en su perdón a los enemigos, y en su completa muerte al yo, ¿cómo po-drían seguir siendo igual nuestras vidas?

No podrían. Haciendo de Cristo nuestro ejemplo, estaremos tan ocupados ayudando a quienes tienen menos que nosotros, que no tendremos tiempo para envidiar a los que tienen más. O, como dijo Pablo:

«No busquéis vuestro propio provecho, sino el de los demás. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: El, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Mas aún, hallán-dose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndo-se obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2: 4-8).

Aquéllos que, a través del poder de Dios, cuidan no sólo de sí mismos sino también de los demás, incluso de su "prójimo" (inde-pendientemente de sus posesiones), van a conocer la realidad de la promesa de Cristo:

«Así que, si el Hijo os liberta, seréis verdaderamente libres» (Juan 8: 36). Pues, como lo sabe cualquiera que la ha sentido, la envidia (la codicia, la avaricia...) es una miserable forma de esclavitud.

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V I D A SIN LÍMI TES

Referencias

1. http://www.orthodoxytoday.org/articles/NeuhausMoralProgress.php. 2. Nicolas Maquiavelo, Eight Great Comedies (Nueva York: Mentor Books, 1963), pag. 88.

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15 El fin de todo

el discurso

• J Pablo Picasso, a sus casi 40 años, se estaba afeitando en el baño del Hotel Lutetia, de París, cuando sonó el teléfono. Tras des-colgarlo se enteró de que su gran amigo, el poeta Guillaume Apollinaire, había muerto. Debilitado por una herida de guerra en la cabeza, Apollinaire había sucumbido a la gripe española, causan-te de más muertes que la propia contienda bélica.

Picasso alzó la mirada, con el auricular todavía apretado contra su oreja.

«Su aterrorizada expresión en el espejo le impactó», escribe Arianna Huffington, «y su reacción inmediata e instintiva fue dibujar su autorre-trato, con esa mirada de muerte que él había visto mirándole a su vez».1

Según Huffington, Picasso mantuvo ese autorretrato en secreto du-rante muchos años, pues no deseaba que nadie viera lo que en él ha-bía quedado registrado.

«Para Picasso, quien temía a la muerte como el hecho más horripilante de la existencia, supuso una atroz conmoción el fallecimiento a la prematu-

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ra edad de 38 años del hombre con quien tan estrechamente había com-partido los últimos catorce años».2

Picasso, por supuesto, ahora tampoco está con nosotros, aun cuan-do sus cuadros y su nombre le sobrevivan. Pero, ¿qué bien le puede hacer eso a él, ahora que está tan muerto como lo estaba ya su en-trañable Apollinaire desde varias décadas antes? ¿Y qué bien le hace la vida a nadie, en realidad? Si la ciencia tiene razón, entonces algún día -bien por el Big Crunch, por el Big Freeze, o por alguna catástro-fe cósmica intermedia— no sólo todos los autorretratos de Picasso, sino todos los que vieron cualquiera de sus cuadros, junto con to-dos los demás seres humanos, quedarán destruidos para siempre, sin que nada quede de ellos, ni siquiera un recuerdo.

No es extraño que Picasso temiera "a la muerte como el hecho más horripilante de la existencia". La muerte finalmente niega no sólo nuestra existencia, sino también el sentido de la misma. Si ni si-quiera queda un recuerdo de nosotros, entonces nuestras vidas son vanas por completo.

Sin embargo, este pesimismo sólo tiene sentido si aceptamos la premisa, tan sucintamente expresada por Cari Sagan, de que «el cosmos es todo lo que hay, todo lo que hubo y todo lo que habrá»,3

la idea de que él solo se explica a sí mismo, sin necesidad de un Creador.

«[En tal cosmos] la salvación del hombre llega», según Ralph Burhoe, «agachando la cabeza ante la majestad y la gloria del grandioso programa de vida evolutiva en el que vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser».4

¿Así que agachamos la cabeza ante "la majestad y la gloria" de la vida evolutiva? ¿Y luego qué? ¿Eterna muerte en un universo conde-nado?

Pues vaya "salvación"...

Además, la idea del universo como algo que se autoexplica, cuyo origen podemos encontrar sólo en sí mismo, tiene aproximadamen-te el mismo sentido que creer que el origen del ajedrez deriva de sí mismo, que las reglas del juego, la forma de las piezas y las casillas

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EL FIN DE TODO EL DISCURSO

del tablero surgieron todos de la materia sin más. Es como creer que la trama, los personajes y el diálogo de El rey Lear se desarrolla-ron a partir de la obra misma, sin necesidad de Shakespeare.

Y si todo eso es bastante inverosímil para un juego o para un dra-ma, ¿cuánto más no lo será para el universo que contiene ese juego y ese drama?

A nadie extrañará, entonces, que mucha gente sienta que la expli-cación científica de los orígenes es lógica, espiritual e intelectual-mente insatisfactoria.

En contraste, tenemos la postura explorada en este libro. Según ella, lejos de que nuestras vidas hayan sido el resultado de las mismas fuerzas insensibles y ciegas que finalmente las destruirán, estamos aquí porque un amoroso Creador no sólo nos creó sino que nos prome-te una existencia eterna en un mundo nuevo y mejor:' «Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra. De lo pasado no habrá me-moria ni vendrá al pensamiento» (Isaías 65: 17).

Hemos promovido aquí la visión de que instintivamente la mayo-ría de nosotros sentimos que no estamos aquí por casualidad sino que fuimos creados con un propósito, que nuestras vidas tienen una meta y una finalidad premeditadas.

«¿Para quién no está claro», escribió W. H. Auden, «que él estaba destinado a existir?».5

Estábamos destinados a existir, pero sólo porque Dios nos creó, y nos creó para tener vida eterna también. De otro modo, nuestras vi-das no tienen sentido. ¿Cómo podrían tenerlo, si se desvanecen en la nada? La muerte es una anomalía, no más prevista para nosotros que un accidente para un avión comercial. Estábamos destinado a ser eternos, y sólo en esa intención encontramos el propósito de nuestra existencia. Sólo cuando ese plan sea restaurado, lo serán también nuestros propósitos.

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V I D A SIN LÍMI TES

El fin de todo el discurso

En el libro del Génesis, después de confrontar a Adán y Eva con su pecado, el Señor dijo a la serpiente (Satanás): «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón» (Génesis 3: 15).

Con estas crípticas palabras Dios revelaba la manifestación funda-mental del gran conflicto entre Dios y Satanás (ver el capítulo 9). Reinaría la hostilidad entre el diablo y su simiente, por un lado, y la mujer y la suya por otro. La mujer ( "mujer" llegaría a ser un sím-bolo del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento y de la iglesia en el Nuevo Testamento) y su simiente estarían en guerra con Satanás y su simiente hasta el fin de los tiempos. «El dragón se llenó de ira contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra el resto de la des-cendencia de ella, contra los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo» (Apocalipsis 12: 17).

Fíjate en los paralelismos entre el primer libro de la Biblia (Génesis) y el último (Apocalipsis): Satanás, la serpiente (retratada en Apocalipsis como "dragón") está en conflicto -"fue a hacer la gue-rra"- con la mujer y el resto de su simiente, el pueblo fiel a Dios. Los elementos de Génesis 3: 15 (Satán, la mujer y su descendencia, y la hostilidad entre ambos) se hallan también en Apocalipsis, sólo que ahora al final de la historia de la tierra.

Un nuevo factor aparece, sin embargo. El libro de Apocalipsis des-cribe al linaje de la mujer como "los que guardan los mandamien-tos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo". Más tarde, cuan-do la Escritura describe el asunto escatológico de la "marca de la bestia" (ver capítulos 13 y 14 de dicho libro), retrata al pueblo de Dios diciendo: «Aquí está la perseverancia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús» (Apocalipsis 14: 12).

Los dos pasajes de Apocalipsis ofrecen rasgos identificativos de los fieles a Dios: son seguidores de Cristo y obedecen los mandamien-tos de Dios.

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EL FIN DE TODO EL DISCURSO

De manera interesante, el rey Salomón, tras meditar en la falta de sentido de la vida al margen del Señor, resumió cómo debería vivir el pueblo de Dios: «El fin de todo el discurso que has oído es: Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es el todo del hom-bre» (Eclesiastés 12: 13).

¿Qué significa esto?

Primero, "temer" a Dios es un modo del Nuevo Testamento de ex-presar reverencia y amor a Dios, quien es también Jesús (ver Juan 1: 1-3). Eso es lo que significa tener fe en Cristo, aceptarlo como nues-tro Salvador, quien murió por nuestros pecados y cuya vida perfec-ta se nos atribuye a nosotros a través de la sola fe. La promesa es que, no importa lo pecadores que hayamos sido ni cuán sórdido haya sido nuestro pasado, su perfección nos cubre y quedamos ante Dios como si nunca hubiéramos pecado. Nos hallamos ante él con su propia justicia (¡la de Dios!). «La justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él, porque no hay diferencia» (Romanos 3: 22).

Entonces, ya que se nos imputa la justicia de Dios, hemos de vi-vir según esa justicia, manifestándola a través de la obediencia a él. Y, según la Biblia, expresamos tal obediencia guardando los manda-mientos de Dios, todos ellos. «Porque cualquiera que guarde toda la Ley, pero ofenda en un punto, se hace culpable de todos, pues el que dijo: "No cometerás adulterio", también ha dicho: "No matarás". Ahora bien, si no cometes adulterio, pero matas, ya te has hecho transgresor de la Ley» (Santiago 2: 10-11).

Lo que Salomón dice es lo que el libro de Apocalipsis, en otro contexto, declara también: debemos tener fe en Jesús como nuestro Creador y Redentor, y revelamos esa fe mediante la obediencia a los Diez Mandamientos.

¿Tienes un pasado que te acosa, una culpa que pende sobre ti, re-cuerdos que zumban en tu mente y no te dejan descansar, ni siquie-ra cuando duermes?

Si así es, ¿qué puedes hacer?

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V I D A SIN LÍMI TES

Primero, debes entregar tu voluntad a Dios confesando tu condi-ción; y luego, reclamar con completa confianza en Jesús una recom-pensa que no mereces pero que Dios te da de todos modos: la per-fecta justicia de Cristo. No esperes a sentirte digno o lo bastante bueno. No lo eres ni lo serás jamás. Si lo fueras, o lo pudieras ser, en-tonces no necesitarías un Salvador y el regalo que te ofrece. Pero ya que no lo eres ni puedes serlo, Jesús vino a pagar la deuda que tú, en tu indignidad, debes pero nunca podrás satisfacer.

Debes reclamar entonces, para ti mismo, la justicia de Jesús. Aceptarla como tuya. Tómala, pues te la ofrece como un regalo. Sin él, te quedarás solo, con todos tus pecados y hechos del pasado condenándote ante un Dios que demanda una santidad perfecta, la santidad que sólo Jesús mismo tiene, pero que promete a todos aquéllos que acudan a él con fe y arrepentimiento.

Si ya has hecho esto, o si aún estás pensando hacerlo, es importan-te que encuentres un grupo de creyentes que puedan ayudarte en tu camino de la fe. El cristianismo es una religión comunitaria. Ser se-guidor de Jesús es formar parte de un cuerpo de creyentes. La gen-te a menudo despotrica contra la religión "organizada"... ¿acaso es que prefieren una "desorganizada"? No existe tal cosa como un cris-tianismo de un solo hombre o una sola mujer, del mismo modo que no hay una física o una química de un solo hombre o una sola mujer. Como cristianos, debemos integrarnos en un cuerpo de cre-yentes de los que recibamos apoyo, ánimo y fraternidad, correspon-diendo con eso mismo hacia ellos.

Aunque las diferentes iglesias tienen muchos cristianos buenos, fieles y devotos que pueden ayudarte en tu búsqueda espiritual, cuando indagues y ores acerca de una comunidad de apoyo y her-mandad, ten en cuenta unos cuantos puntos cruciales.

Primero y principal, busca un grupo que exalte a Jesús. Deben enseñar que él es Dios, que murió por nuestros pecados y que sólo a través de la fe en él puedes mantenerte perfecto y justificado por Dios mismo. Busca una iglesia que ponga énfasis en Jesús y en su

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EL FIN DE TODO EL DISCURSO

muerte en la cruz como asunto central de todo lo que enseñen. Jesús crucificado, Jesús condenado, Jesús resucitado debe ser el fun-damento de todas sus creencias.

Inseparablemente conectada con la muerte de Jesús en su prime-ra venida está la promesa de la segunda. Localiza una iglesia que crea y enseñe la Segunda Venida, pues, como hemos visto, sin ella la primera fue inútil. Los muertos aún están muertos, y así seguirán hasta que Cristo regrese. Por ello, cualquiera que sea la comunidad que encuentres, debe ser gente que aguarde el retorno de Jesús como consumación de todas sus esperanzas en Dios.

Y aunque muchos buenos y amorosos cristianos creen que los justos van al cielo al morir, mientras que los perdidos sufren tormen-to eterno en un antro ardiente situado en alguna parte del abismo, tú, que has leído este libro, ya sabes algo más. Sólo un firme e in-quebrantable conocimiento, basado en la Biblia y no en la tradición ni en la experiencia (la experiencia puede ser equívoca), de lo que pasa en la muerte podrá librarte de los numerosos y a menudo su-tiles engaños espiritistas y de la Nueva Era, que han contaminado incluso a las iglesias.

Mientras comprendas que los muertos se hallan en un sueño in-consciente hasta que Cristo vuelva, nunca caerás presa de tales erro-res. ¿Cuánto mejor no será, entonces, que te unas a quienes, como tú, entienden que los muertos están dormidos e inconscientes, es-perando la venida de Jesús?

Y, finalmente, partiendo de lo que hemos estudiado a lo largo de este libro, y en especial de esos versículos de Apocalipsis 12: 17 y 14: 12 que hemos visto poco más arriba, harías bien escogiendo una iglesia que -aunque comprenda que la salvación es sólo por gracia-enseñe que la ley de Dios todavía se aplica a nuestras vidas hoy. Únete a un grupo que enseñe la obediencia a la ley moral de Dios, los Diez Mandamientos, como el modo de mostrar nuestro amor al Señor y de vivir según los principios que pueden hacer nuestras vi-das mucho mejores aquí y ahora.

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No te conformes con una iglesia que degrade la ley ni cualquiera de sus mandamientos, incluido el cuarto, relativo al sábado, que es el más comúnmente ignorado. Cosa de lo más irónica, pues es el mandamiento que ofrece el fundamento de todas las demás creen-cias cristianas, ya que todas ellas derivan del hecho de que Dios es nuestro Creador, y el sábado -creado en el momento de la propia Creación- permanece como signo inmutable y eterno de esa doctri-na sobre la que todas las demás descansan.

Y, mientras busques con todo tu corazón, no olvides el Principio de Clifford tampoco: "Siempre es incorrecto, en todas partes y para cualquier persona, creer cualquier cosa sobre la base de evidencia insuficiente". Clifford tiene razón. Siempre es un error creer sobre una base escasa. Dios nos da muchas razones y abundantes eviden-cias para creer en él y para gozarnos «con la esperanza de vida eter-na, prometida desde toda la eternidad por Dios, que no miente» (Tito 1: 2 BJ).

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Referencias

1. Arianna Stassinopoulous Huffington, Picasso: Creator and Destroyer (Nueva York: Avon Books, 1988), pag. 159.

2. Ibid. 3. En John Polkinghorne, The Faith of a Physicist: Reflections of a Bottom-Up Thinker (Minneapolis:

Fortress Press, 1996), pag. 9. 4. Ibid., pag. 63. 5. W. H. Auden, "Talking to Myself," Selected Poems (Nueva York: Vintage International, 1979),

pag. 297.

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