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XAVIER ZUBIRI Estudios filosóficos Naturaleza, Historia, Dios {1.a ed., 1944 en Editora Nacional; 9.a edición en Alianza Ed., 1987) Sobre ¡a esencia (l.“ ed., 1962 en Moneda y Crédito; 5.a edición en Alianza Ed., 1985) Cinco lecciones de filosofía (1.a ed., 1963 en Soc. de Estudios y Publicacio- nes; 6.a edición en Alianza Ed., 1988) Inteligencia senüente/Inteligencia y Realidad (1980/1991) Inteligencia y lagos (1983) El hombre y Dios (1984-4“ ed., 1988) Sobre el hombre (1986) Estructura dinámica de la realidad (1989) Dimensión histórica del ser humano (en REALITAS I; 1974) Concepta descriptivo del tiempo (en REALITAS II; 1976} Respectividad de lo real (en REALITAS III-IV; 1979) Reflexiones teológicas sobre la Eucaristía (en Est. Ecl. 56; 1981) El problema filosófico de la historia de las religiones (1993)

Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

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Filosofía

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XAVIER ZUBIRI Estudios filosóficos

Naturaleza, Historia, Dios {1.a ed., 1944 en Editora Nacional; 9.a edición en Alianza Ed., 1987)

Sobre ¡a esencia ( l . “ ed., 1962 en Moneda y Crédito; 5.a edición en AlianzaEd., 1985)

Cinco lecciones de filosofía (1.a ed., 1963 en Soc. de Estudios y Publicacio­nes; 6.a edición en Alianza Ed., 1988)

Inteligencia senüente/Inteligencia y Realidad (1980/1991) Inteligencia y lagos (1983)

El hombre y Dios (1984-4“ ed., 1988)Sobre el hombre (1986)

Estructura dinámica de la realidad (1989)Dimensión histórica del ser humano (en REALITAS I; 1974)

Concepta descriptivo del tiempo (en REALITAS II; 1976} Respectividad de lo real (en REALITAS III-IV; 1979)

Reflexiones teológicas sobre la Eucaristía (en Est. Ecl. 56; 1981)El problema filosófico de la historia de las religiones (1993)

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Xavier Zubiri

Sobre el sentimiento y la volición

Alianza Editorial Fundación Xavier Zubiri

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Primera edición: 1992 Primera reimpresión: 1993

Reservados todos los derechos. D e conformidad con lo dispuesto en e l arL 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad

quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte, sin la preceptiva autorización.

© Carmen Castro de Zubiri © Fundación Xavier Zubiri

© Alianza Editorial, S. A ., Madrid, 1992,1993 Calle Juan Ignacio Lúea de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 741 66 00

ISBN: 84-206-9046-5 Depósito legal: M. 37.923-1993

Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)

Printed in Spain

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«La Fundación Xavier Zubiri agradece a la Fundación Caja de Madrid la ayuda prestada a la edición de estos textos»

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PRESENTACIÓN

En el volumen que ahora ve la luz se publican tres cursos inéditos de Xavier Zubiri. El primero tuvo lugar los dfas 27 de abril y 3, 9, 17 y 24 de mayo 1961 y se titula «Acerca de la voluntad». El segundo, «El problema del mal», se desarrolló los días 25 de febrero y 5, 12 y 18 de marzo de 1964. El ter­cero, en fin, «Reflexiones filosóficas sobre lo estético», se im­partió los dfas 15 y 22 de abril de 1975. Simultáneo del pri­mero de esos cursos, tanto por la fecha de composición co­mo por las ideas que desarrolla, es el texto que ofrecemos co­mo apéndice, «Las fuentes espirituales de la angustia y de la esperanza», que está fechado en mayo del año 1961, y que por tanto puede considerarse como un apéndice suyo. Todos estos textos tienen en común el estudiar dos tipos de actos psíquicos distintos de los intelectuales y complementarios de ellos, los actos de sentimiento y de volición; o, como prefiere decir Zubiri, el «sentimiento afectante» y la «voluntad tenden­te». En muchas de sus obras, y particularmente en la trilogía sobre la inteligencia, publicada entre los años 1980 y 1983, Zubiri realizó un análisis muy pormenorizado de los actos de «intelección sentiente». Hubiera deseado completarlo con las otras dos dimensiones del psiquismo humano, el sentimiento y la volición, pero le faltó tiempo para realizarlo. Lo cual no quiere decir que no reflexionara ampliamente sobre estos te­mas. Los tres cursos incluidos en este volumen son buena

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prueba de ello. Por eso constituyen el complemento necesario al estudio de la intelección que realizó en Inteligencia sentien- te. En parangón con este último título, el actual libro deben'a llamarse Sobre el sentimiento afectante y /a voluntad tenden­te. La longitud del título nos ha llevado a abreviarlo supri­miendo los dos adjetivos calificativos. De ahí su nombre defi­nitivo, Sobre el sentimiento y la volición.

En Inteligencia sentíente Zubiri efectuó de modo altamen­te pormenorizado el análisis de «la intelección como aprehen­sión de lo real» (IRE 281), o también, del momento intelecti­vo de la aprehensión humana. Es el momento primario y ra­dical, hasta el punto de que si no se especifica otra cosa, en el hombre aprehensión se identifica con intelección. Pero con la palabra intelección pueden significarse cosas distintas. Inte- ligir puede tomarse, en sentido amplio, como la formalidad que define la aprehensión humana, a diferencia de la formali­dad del sentir, propia del animal; en este caso, como es ob­vio, el ámbito semántico del término intelección recubre com­pletamente el de la aprehensión humana (cf. IRE 281). Pero inteligir puede entenderse también en sentido estricto, como el modo concreto que posee en el hombre el primero de los tres momentos esenciales de todo acto de aprehensión, el de suscitación, frente a los de modificación tónica y respuesta (cf. IRE 281). En este caso hay que decir que en la aprehen­sión humana, además del momento de intelección, existen otros dos, que en tanto son ulteriores al de suscitación, han de estar determinados por él. Como escribe Zubiri, «la intelec­ción sentiente [es el] momento determinante [...] de los otros dos momentos de modificación tónica y de respuesta» (IRE 282).

En primer lugar, «la intelección determina los afectos o modificaciones tónicas. Hablo de ‘afectos’ para distinguirlos de las afecciones propias de toda impresión. La modificación de los afectos animales por la impresión de realidad es lo que constituye el sentimiento. Sentimiento es afecto de lo real. No

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es algo meramente “subjetivo" como suele decirse. Todo sen­timiento presenta la realidad en cuanto tonificante como reali­dad. El sentimiento es en sí mismo un modo de versión a la realidad» (IRE 282-3). En la aprehensión humana hay, pues, junto a un momento de afección o intelección, otro de modi­ficación tónica o afectivo. Zubiri no lo analiza en Inteligencia sen fíen fe, aunque sf expuso algunas ideas sobre él en el curso oral de 1975 titulado «Reflexiones filosóficas sobre lo estéti­co», que ahora ve la luz.

Pero hay aún un tercer momento en la aprehensión hu­mana, el de respuesta. En el hombre, «la respuesta es deter­minación en la realidad: es la volición. Cuando las tendencias sentientes nos descubren la realidad como determinante, de- terminanda y determinada, entonces la respuesta es voluntad» (IRE 283). Tampoco este momento de la aprehensión huma­na está desarrollado en Inteligencia sen fien fe, razón por la cual de nuevo hemos de acudir a los cursos orales para re­construir, siquiera sea parcialmente, su contenido. Los dos principales son el de 1961, «Acerca de la voluntad», y el de 1964, «El problema del mal».

La aprehensión humana no se agota en intelección, sino que además es sentimiento y voluntad. «Sentimiento es afecto sentiente de lo real; volición es tendencia determinante en lo real. Así como la intelección es formalmente intelección sen- tiente, así también el sentimiento es sentimiento afectante y la volición es voluntad tendente. Lo propio del sentir en sus tres momentos de suscitación, modificación tónica y respuesta queda estructurado formalmente en aprehensión intelectiva, en sentimiento y en volición» (IRE 283). Los tres son congé­neres e interdependientes, pero con una posición propia. Ca­da uno influye sobre los otros, pero desde su posición. Esto es particularmente importante en el caso de la inteligencia, ya que ella tiene la posición básica y radical. Como dice Zubiri, «sólo porque hay aprehensión sentiente de lo real, es decir, sólo porque hay impresión de realidad hay sentimiento y voli-

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ción. La intelección es así el determinante de las estructuras específicamente humanas» (IRE 283). Por eso tiene sentido denominar intelección al proceso entero de la aprehensión humana. En realidad la intelección es sólo el primer momen­to, pero como los otros dos están determinados por él, resul­ta que todo es de alguna forma intelección. «Bien entendido, se trata de la intelección en cuanto nos instala sentientemente en lo real. No se trata pues de lo que usualmente suele lla­marse inteíectuaUsmo [...] Es algo tofo cáelo distinto: es lo que yo llamaría un inte/eccionismo. Se trata de la intelección como aprehensión sentiente de lo real. Y sin esta intelección no habría, ni podría haber sentimiento y volición» (IRE 283- 4). Zubiri no reduce la aprehensión humana a su momento intelectual (lo cual sería un desaforado «intelectualismo»), si­no que acepta como constitutivos suyos el sentimiento y la voluntad. Lo que afirma taxativamente es que éstos están de­terminados por el momento intelectivo, y por tanto dependen de él. A esto es a lo que llama, con toda precisión, «intelec- cionismo». Su análisis de la aprehensión, y por tanto su Noo- logía, no quiere ser intelectualista, aunque sí inteleccionista. Para comprobarlo, basta leer los cursos que ahora se publi­can, en los que Zubiri desarrolla el análisis noológico de los momentos de sentimiento y volición.

La lectura y comprensión del contenido de estos cursos debe hacerse, a mi parecer, y pienso que también al de Zubi­ri, siguiendo una regla hermenéutica fundamental, la de inter­pretarlos desde la trilogía sobre la inteligencia. Ésta fue, de hecho, la obra última y más madura de Zubiri, y aquella en que alcanza máxima coherencia todo su pensamiento. Por otra parte, si él no quiso publicar estos cursos en vida, fue porque consideraba que no tenían sentido desligados de la obra que entonces tenía entre manos, la trilogía sobre la inte­lección. Hoy ven la luz porque ahora sí pueden ser leídos con auténtica perspectiva, y porque así añaden datos muy impor­tantes al conjunto de su filosofía.

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Este principio heurístico exige un especial esfuerzo por parte del lector. Supone, en primer lugar, que éste debe haber leído y dominar el contenido de Inteligencia sen tiente. Y su­pone también que, al leer estos cursos, debe ir recreando su contenido desde las categorías de aquella obra. Es obvio que el pensamiento vertido en ellos no está a la altura de la trilo­gía, y que es el lector el que tiene que hacer el esfuerzo de elevarlos a ese nivel. Esto exige, ciertamente, un gran esfuer­zo, pero que se ve pronto recompensado con fecundísimos hallazgos. Hay obras que pueden leerse de modo pasivo, y otras que exigen del lector tensión y creatividad continuadas. Cabe decir también que ciertas obras basta sólo con leerlas, y que otras es preciso irlas creando o recreando. Ésta pertene­ce, sin lugar a dudas, al segundo de esos grupos.

Como en volúmenes anteriores, he de terminar estas lí­neas dando las gracias a las personas que con su ayuda han hecho posible su publicación. En primer lugar a Carmen Cas­tro, viuda de Zubiri, que con tanto cuidado y diligencia está intentando cumplir lo que fue voluntad de Xavier. En segundo término, a Asunción Madinaveitia, Secretaria General de la Fundación X. Zubiri, por su exquisito esmero en la transcrip­ción e interpretación de los textos difíciles. Y en tercer lugar a todos los participantes en las actividades de la Fundación Xa­vier Zubiri, es especial a Carlos Baciero, Antonio Ferraz, An­tonio Pintor Ramos, Andrés Torres Queiruga, Germán Mar- quínez Argote y José Antonio Martínez. Ellos están haciendo que dirigir la Fundación sea tarea no sólo fácil y grata sino además enormemente creativa y enriquecedora.

Madrid, 3 de enero de 1992

DIEGO GRACIADirector de ¡a Fundación X. Zubiri

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PRIMERA PARTE

ACERCA DE LA VOLUNTAD (1961)

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INTRODUCCION

Vamos a ocupamos este año del tema de la voluntad. De la vaguedad de este enunciado quizá no tenga responsabili­dad sino el pensamiento contemporáneo. Porque, efectiva­mente, el tema de la voluntad, con estar tan en manos de to­das las publicaciones y en muchas investigaciones, sin embar­go, forzosamente decanta en la mente del que se entera de esas publicaciones la duda de si efectivamente ese problema, en tanto que tal, forma objeto de esa investigación. Todo ha­ce pensar que ocurre lo contrario; que el tema de la voluntad se halla diluido en aspectos que, en efecto, son esenciales al problema, pero que sin embargo no constituyen la índole for­malmente suya.

Por un lado, en efecto, aparece el problema de la volun­tad —cómo negarlo—, a propósito de los problemas morales. Evidentemente. La ética es por así decirlo la ciencia que se ha montado y escrito dentro y encima de la voluntad. Con razón o sin ella, esto es otra cuestión. Pero el hecho es ese. Se ha­bla así de la voluntad del bien, la voluntad del mal, el vicio y la virtud.

Por otro lado, en el otro extremo de la investigación, hay la investigación de hecho acerca de la voluntad: todas las in­vestigaciones psicológicas. Parece, efectivamente, que ahí es donde uno va a tocar el problema de la voluntad. Y, en efec­to, es verdad que lo toca en alguna manera. Casi todas las in-

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vestigaciones son, o bien de orden experimental, empírico, y en ese caso lo que nos dan, y nos dan magníficamente, es un estudio científico de lo que llamaríamos el proceso de la voli­ción; o bien son investigaciones de otro orden, que apuntan a la llamada Psicología profunda. Aquí las cosas comienzan a enturbiarse y se denuncia que con toda esa masa de investi­gación, sin embargo tal vez el problema de la voluntad haya padecido un desdibujamiento. La Psicología profunda entre­vera, un poco indiscemidamente, bajo el nombre de estados afectivos, todo lo que no es —se dice— racional o intelectual. Con lo cual la voluntad aparece mezclada con emociones, con pasiones, con sentimientos, y a última hora —justo éste es el problema— uno no sabe a qué atenerse cuando se habla estricta y formalmente de voluntad. Es cierto que esa Psicolo­gía profunda toca en algunos momentos formal y explícita­mente lo que llamaríamos él acto de la voluntad; sí, pero es precisamente por su repercusión sobre ¡a ética. A través de las personalidades psicopáticas, se nos quiere decir hasta qué punto un sujeto es o no responsable de determinadas accio­nes que, en la medida en que tienen el predicado responsa­bles, se adscriben a la voluntad; con lo cual queda uno un po­co en suspenso ante el tema de la voluntad.

Ninguno de esos aspectos es inesencial al problema. To­dos son esenciales. Pero todos han de derivar de una investi­gación anterior, en la que nos preguntemos por el hecho de la voluntad, de cómo es en sí mismo el fenómeno de la vo­luntad. Y a este problema de la voluntad como momento es­tructural de la realidad humana, es al que vamos a dedicar estas rápidas lecciones. Hemos de preguntarnos en ellas, en primer lugar, qué es lo que llamamos voluntad en tanto que voluntad: el fenómeno mental llamado voluntad. Y en segun­do lugar, hemos de ver cómo de ese concepto emergen las dos direcciones en que exclusivamente se mueve el pensa­miento actual: de un lado, cuál es la función de la voluntad en la construcción de la personalidad, de la figura concreta

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de la personalidad; y sobre todo, en qué consiste ese carácter último y radical, excepcional, que tiene la voluntad en el Uni­verso, según el cual el hombre dotado de ella es un ser libre: ¿en qué consiste la libertad? He aquí el orden de problemas en que vamos a movemos.

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CAPITULO I

LA VOLUNTAD COMO FENOMENO MENTAL

Cuando se habla de voluntad, todos tenemos en nuestros ofdos la resonancia de frases ya hechas, absolutamente esen­ciales al problema; por ejemplo, se habla de fuerza de volun­tad. Se dice que hay hombres que tienen mucha o poca fuer­za de voluntad. Cuando uno lee acerca de la voluntad, piensa que se va a hablar acerca de la fuerza de voluntad que tienen o no tienen los hombres: es un aspecto de la cuestión. Otras veces no se nos habla de la voluntad como fuerza, sino más bien de la voluntad como capacidad de querer con una cierta firmeza. Y en este sentido se dice que hay hombres que tie­nen mucha o poca capacidad volitiva. Pero la voluntad como fuerza y la voluntad como capacidad son, más que caracteres intrínsecos de la voluntad, atributos que posee la voluntad. Es menester saber antes qué es esa voluntad misma que tiene esos atributos, y por qué los tiene.

Si eliminamos este lado de la cuestión, parece que el pro­blema de la voluntad habría de quedar incardinado en otra dimensión que, aparentemente por lo menos, es más solem­ne: aquella en la que se dice «yo quiero».

Efectivamente, el hombre como ser viviente está constitu­tivamente dotado de dos dimensiones: una independencia respecto del medio, y un control específico sobre él. En el ca­

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so del hombre, estas dos dimensiones, a saber, independizar­se del medio, enfrentándose de una cierta manera con él, y habérselas con el medio y consigo mismo para controlarlo, se adscriben a dos funciones específicas suyas: enfrentarse con la realidad de las cosas y de sí mismo, en tanto que realidad, es justo la misión de la inteligencia; habérselas con ellas y consigo mismo en tanto que realidad, es la voluntad. Realidad no significa aquí que las cosas efectivamente sean reales, sino que mi modo de enfrentamiento con ellas sea en tanto que realidad. Las cosas son igualmente reales que estimulen a un perro o que susciten una acción en un hombre. Sin embargo, el perro no se las tiene que haber con las cosas en tanto que realidad, sino en tanto que estímulo. Solamente el hombre tiene que habérselas con las cosas en tanto que realidad. Estí­mulo y realidad son dos formalidades en la manera estricta y formal de presentarse las cosas.

Pues bien, la formalidad aprehensiva es lo que constituye la función de la inteligencia. Inteligir es enfrentarse con las co­sas como realidad, en tanto que realidad. Y voluntad es tener que habérselas con ellas en tanto que realidad. Bien entendi­do, que mientras la inteligencia en cierto modo no hace sino abrir el panorama dentro del cual va a existir el hombre, la voluntad toca un punto más radical. Porque en él es donde la voluntad dice «yo quiero», soy yo quien quiere. Entonces pa­rece que el problema de la voluntad es pura y simplemente ese carácter de independencia específica y radical que tiene el hombre en el universo, en virtud del cual él, como realidad personal, es quien en buena medida decide de sus actos y de su situación en el universo. Ahora bien, a poco que se piense, esto es imposible. Éste no es el problema de la voluntad. Por­que, efectivamente, la frase «yo quiero» se puede pronunciar de dos maneras. Una, que consistiría en decir, en subrayar el quiero: Yo quiero, a diferencia de yo como, ando o hablo. En este caso quiero significa lo que hace ese Yo: una cosa entre otras. Puedo subrayar el mismo Yo y decir soy yo quien quie­

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re. Solamente en este caso he subrayado el carácter personal del hombre. Ahora bien, en el soy yo quien quiero, queda bien claro que el quiero es algo que formará parte de ese yo, pero no afecta directa y formalmente a la constitución del yo en cuanto tal. La condición necesaria y suficiente para que la voluntad exprese el carácter de propiedad del sujeto que quiere, es que la voluntad que quiere sea efectivamente suya. ¡Ah!, entonces sí. Si la voluntad es mía, cuanto decido con mi voluntad es mío y afecta a mi persona. Si no, no. Puede de­cirse que esto no es más que una hipótesis; desde luego. No hay por qué entreverar aquí consideraciones teológicas: tal fue, sin embargo, el caso de Cristo. Poco importa esto ahora. La constitución formal de la personalidad no es la voluntad. Fue precisamente todo el error de la filosofía de Kant el ha­ber identificado el tema de la voluntad con el tema de la persona. La voluntad concierne a algo de lo que es el hom­bre. No concierne, —ése es asunto distinto, del que ya traté hace unos años 1— al carácter de independencia subsistencial que tiene el hombre en tanto que persona. Por consiguiente, tampoco por este lado salimos al problema de la voluntad.

Habría una salida por otro lado: y es decir, utilizando tér­minos escolásticos, que toda facultad se especifica por su ob­jeto. ¿Cuál es el objeto del acto de voluntad? Se diría: las co­sas en tanto que son buenas, en tanto que bien. Parece en­tonces, evidentemente, que el problema de la voluntad estaría formalmente inscrito en el carácter de su objeto. Volición se­ría aquí el acto que recae sobre la realidad en tanto que bue­na. Lo que ocurre es que este modo de plantearse el proble­ma de la voluntad es estrictamente insuficiente. Insuficiente 1

1 Zubtri se refiere al curso del año 1959, titulado Sobre ¡a persona. La lec­

ción directamente aludida ha sido publicada en Sobre eí hombre, Madrid, Alian­za, 1986, pp. 103-128. Un resumen de esa lección se halla en e! artículo de Zubiri «El problema del hombre», publicado en Índice 120,1959, 3-4. En ese curso Zu­

biri se ocupó ya, bien que someramente, de la voluntad. Cf. Sobre el hombre, pp. 129-152.

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porque sí se pregunta aquf qué se entiende por bien, habría que comenzar por hacer toda una serie de distingos, un es­fuerzo que revela bien claramente que no puede ser ése el punto de partida en el problema de la volición. ¿Qué se en­tiende ahí por bien? ¿Se entiende el bien moral? No es forzo­so que así sea. El hombre puede querer muchas cosas que di­rectamente no afecten a la moral. Puede haber además una voluntad que conculque la moral. Se dirá que en ese caso por razón de oposición recae sobre el bien moral. Sí, eso es ver­dad, pero sin embargo también es verdad que queda en pie el problema de si puede quererse el mal como tal. Hay en esto una gran turbiedad.

En segundo lugar, no solamente hay esa dificultad, sino que aun sabiendo, o aun concediendo que el objeto formal de la voluntad fuese un acto sobre lo bueno, quedaría siem­pre el problema de averiguar en qué consiste lo específico del acto de volición con que quiero o rechazo lo bueno. También el bien puede ser objeto de pura inteligencia, y esto no sena un problema de voluntad.

En definitiva, pues, ni por razón de sus atributos, ni por razón del sujeto volente, ni por razón del objeto querido, te­nemos el problema de la voluntad.

Pero precisamente la eliminación de estos tres puntos de vista decanta ante nuestra vista el precipitado de lo que es el problema de la voluntad como acto. ¿En qué consiste el acto de querer en tanto que acto de querer? Evidentemente no puede aislarse este problema de aquello que es querido. Por eso he sido remiso y cauto al censurar esa posición, diciendo que es turbia e insuficiente. Como quiera que sea, hemos acotado en esta forma el problema con el que tenemos que enfrentamos: el acto de volición, el acto de querer en tanto que acto de volición.

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§ 1

ALGUNAS IDEAS CLASICAS EN TORNO A LA VOLUNTAD

De este acto de volición se nos han dado tres ideas distin­tas en la filosofía, o por lo menos tres que son importantes. De las tres ideas, a mi modo de ver ninguna es falsa. Esto no quita para que puedan ser unilaterales o insuficientes. Lo digo de antemano, muy expresa y temáticamente.

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La voluntad como apetito

Es la primera idea del acto de la voluntad, de la volición, la idea que viene rodando por toda la historia de la filosofía desde los tiempos de los griegos, especialmente desde Aristó­teles y Platón, la óqeÍ u;. Vulgarmente se traduce por deseo. Evidentemente, no hay otro vocablo, pero aquí «deseo» tiene un sentido muy preciso y muy hondo. Cuando tanto los grie­gos como los escolásticos —no todos, pero aquellos que si­guieron esta concepción— hablaron de ÓpE ig, de apetito (ap- petitus decían los latinos), lo entendían como un momento estructural que afecta, para los escolásticos y para los griegos, a toda realidad, cualquiera que ella sea, hasta este vaso de agua. Apetito o tendencia es en esta acepción aquello a lo que, por las razones que sean, una realidad tiende, aquello que constituye el término formal de su actividad. Así, se nos dice que el apetito es universal. La piedra cae, las cargas eléc­tricas se atraen, el animal corre, la planta crece, etc. Todo es­to son apetitos en el sentido más genérico del vocablo. Claro

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está que estos apetitos tienen una peculiaridad: que no sa­ben lo que apetecen. Evidentemente. Está determinado el término de su acción por la índole misma del sujeto. De ahí que no hacen sino ejecutar el acto.

Pero hay otros apetitos que no son naturales, por lo me­nos en este sentido (omito la terminología más precisa; ha­bría que decir: un apetito innato, a diferencia de uno elícito). A diferencia de estos apetitos que llamaríamos naturales, hay otros apetitos, naturales también en cierto modo, que sin' embargo tienen una peculiaridad distinta a los que acabo de citar. Y es que hay apetitos en que el sujeto que los tiene apetece una cosa, porque previamente esta cosa le está pa­tente a él y le está ofrecida. Tal es, por ejemplo, el caso de la sensibilidad. El que tiene hambre (aparte de que esto pue­da constituir un estado inconsciente o subconsciente), no so­lamente en el caso del hombre, sino en el de cualquier ani­mal, apetece comer; pero la comida, la necesidad de comida, o por lo menos el término del apetito, el alimento, le está presente más o menos borrosa o confusamente por el hecho mismo de apetecer. Su acto apetitivo viene desencadenado y va involucrado a una en la presentación real y efectiva, bajo un aspecto o bajo otro —ésta es otra cuestión— del término del apetito.

Estos apetitos son de dos clases, nos decían. Uno, un apetito como el que acabo de citar: apetitos sensitivos, en que efectivamente el objeto nos está presente por la estructu­ra sensible; en el caso de los animales, abarcan todo el ani­mal, y en el caso del hombre, una parte de él, su parte ani­mal o sensitiva.

Pero hay unos apetitos cuyo término nos está presente por otra función distinta, que sería la racional, la razón; en­tonces tenemos un apetito racional. Pues bien, en esta con­cepción, voluntad es apetito racional En este caso lo volun­tario se opone formalmente a lo irracional del apetito, al de­seo irracional. El término de todo apetito, como decía Aristó­

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teles, es el bien: oti jtávr’ éqpLExai2, aquello que todos de­sean, es el «bien», entendido en el sentido más universal del vocablo; más específicamente, dentro de la sensibilidad, en el sentido sensitivo; y más especialmente todavía, dentro de lo racional, se abriría el ámbito precisamente del bien mora!. La voluntad, repito, es en esta concepción el apetito ra­cional.

Sin embargo, esta concepción, repito una vez más, con no ser falsa, ladea por insuficiente. Y ello por varios concep­tos. En primer lugar —no hago sino alusión al tema por lo que respecta a la estructura universal, metafísica del apetito en todo ente, incluso en el ente material—: ¿Se puede, riguro­samente hablando, decir que la materia inorgánica, en cuanto tal, tiene apetito, o que tiende? Quizá haya ahí una confusión. {Aparte de que la tensión es un fenómeno físico muy precisa­mente determinado, pero en fin, tomémoslo en un concepto mucho más general). Lo primero que habría que decir for­malmente de la materia, es que precisamente en ella tenemos tensiones sin tendencias: estados meramente tensionales, aten- denciales. Justo esto es lo que caracterizaría a la materia frente a toda la vida, en la cual hay una tensión por resultado de una tendencia. La materia está tensa por su propia estructura, no porque tenga una tendencia que le lleve a... Pero, en fin, éste es tema que nos sacaría de nuestro problema.

Tomemos el apetito racional, aquél en el que se hace consistir, en esta concepción, la esencia de la volición. En pri­mer lugar, no toda volición lleva consigo un deseo, un apeti­to. Esto sería temáticamente falso. Cuántas veces el hombre que ha conseguido aquello que quiere continúa teniendo una volición, y no tiene ya apetito, puesto que lo ha satisfecho. Esto es irrefragable.

En segundo lugar, y sobre todo, porque hay voliciones que son estricta y formalmente independientes de toda la fun­

2 Aristóteles, Ética a Nicómaca, L. I, c. 1:1094 a 3.

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ción del apetito; en las que no coinciden la función apetitiva y la función volente. Si uno se cae, o se arroja desde lo al­to de un rascacielos hacia la calle, mientras cae —esto es inexorable, fatal y necesario— ese hombre no puede parar su caída. Sin embargo, puede haber cambiado la disposición de, su voluntad y decir: «no lo acepto», puede haberse «con­vertido» en ruta. Ahí la volición no coincide con el apetito: observación esencial para no juzgar demasiado rápidamente de muchos accidentes de la vida. No está dicho en ninguna parte que la mecánica del apetito coincida con la esencia formal de la volición. Se dirá que éste es un caso un poco extremo. Sí, pero extrapólese la cuestión, y piénsese en lo que nadie ha experimentado, en quienes están en el cielo, y en los que están en el infierno. Ninguno de ellos es capaz de no tener: el uno la felicidad suprema, el otro la desgracia suprema. Lo terrible está en que los dos quieren aquello que tienen. Como satisfacción del apetito, aquello es inexcu­sable, no hay vuelta atrás, ni del cielo ni del infierno. Sin embargo, la volición con que uno quiere aquello es lo que le hace responsable del estado en que está. No es incompa­tible la necesidad del apetito con la libre determinación de la voluntad 3. De ahí aparece la segunda concepción de la

3 Esta crítica a la teoría de la voluntad como apetito la realiza Zubiri, muy

probablemente, desde la filosofía de Duns Escoto, o al menos inspirado en pila La decimosexta de sus Quoesffones quod/íbetet/es se titula así: «SI la libertad de la voluntad y la necesidad natural pueden coexistir en el mismo sujeto en relación al mismo acto y objeto», y termina con el siguiente párrafo: «Si por vida entende­mos la vida natural de Dios, entonces la reflexión no debe hacerse sobre la vida

tomada en sí misma, sino sobre ella en cuanto aceptada por la voluntad divina.

Pues puede darse un bien que sea necesario en sí, con necesidad contraria a la li­bertad, y que sin embargo sea libre, e incluso contingentemente aceptado. Ejem­plo: si alguien se predpita voluntariamente, y mientras cae continúa queriendo su

caída, cae necesariamente con la necesidad de la gravedad natural, y sin embar­go quiere libremente la caída. Pues del mismo modo Dios, aunque viva necesa­riamente con vida natural, y esto con tal tipo de necesidad que excluye toda liber­tad, sin embargo, quiere libremente vivir con tal vida Luego la vida de Dios no la

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volición, de la voluntad, no como apetito, sino pura y simple­mente como determinación: querer es determinar.

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La uoluntad como determinación

Aquí lo voluntario significa lo determinable frente a lo que no sería voluntario y está ya determinado por las razones que sean. Dentro de esto caben distintos matices; por ejemplo, el que acabo de apuntar, decir que la esencia formal del acto de volición está justamente en la libre determinación; una libre determinación cuyo carácter consistiría en determinarse por sí misma. De suerte que la voluntad como apetito no tendria nada que ver, en ninguna forma, con la voluntad como deter­minación.

Sin embargo, es un poco duro aceptar esta concepción. En primer lugar, habría que justificarla, y en segundo lugar habría que saber si existe la libertad y hasta qué punto es idéntica la razón de voluntad y la razón de libre. ¿Es libre to­do acto voluntario? Que todo acto libre sea voluntario es evi­dente. Ahora, ¿la recíproca es cierta? Como de la libertad ha­blaré más adelante, no insisto sobre este punto 4.

Lo único que debe decirse ahora es que esta escisión ra­dical entre la voluntad como determinación y la voluntad co­

cansideramos como dominada por la necesidad, sino como querida por Dios

con voluntad libre» (Quaesí Quod/, q. 16, n. 50).4 Nota de X. Zubiri: «Cf. el apartado segundo del capitulo tercero: “La es­

tructura del acto de libertad'’ {p. 93). La libertad no es la razón formal de la volun­tad. Y esto no por la razón que normalmente suele asignarse, a saber, que las voli­ciones no necesariamente sean libres (p.e. la volición de! Bien gua tale), sino por

una razón distinta: toda volición es ex se libre (todo, hasta el bonum, es querido li­bremente) pero la libertad es la consecuencia modal necesaria de la volición. El acto voluntario es libre precisamente porque es voluntario.*

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mo apetito ha sido, entre otras, la gran responsable inte­lectual de que la filosofía moderna se haya lanzado por la ruta de la voluntad, en una dimensión que ha conducido a última hora al idealismo transcendental. Esta concepción de Duns Escoto de la voluntad como pura determinación libre, frente a la voluntad como apetito, ha sido, repito, en este punto como en tantos otros, la gran responsable de la dirección de la filosofía posterior.

Porque, efectivamente, en esa concepción podrá resul­tar que la inteligencia no lo conozca todo, pero como lo conozca, no hay nada frente a lo cual la voluntad pueda resistirse a determinarse libremente y, por consiguiente, a querer. Ahora bien, ésta es precisamente la tesis que apa­rece formalmente en las Meditaciones de Descartes. El hombre se parece a Dios por la amplitud universal de la voluntad. No se parece por su inteligencia, que es enorme­mente limitada. ¿Es esto verdad? Sobre ello volveré a con­tinuación.

Pero sin llevar la cosa a este extremo, la idea de la voluntad como determinación puede tener un asidero más accesible: tenemos un problema, una situación, reflexiona­mos, meditamos, discutimos, tomamos una resolución: la voluntad, la volición es una decisión. Viene después el mo­mento de ejecución, al cual vendría adscrita más formal­mente la idea de fuerza, de fuerza de voluntad. Ahora bien, esta idea de la volición como decisión no es que sea falsa; una vez más digo que es insuficiente.

En primer lugar hay volición sin decisión. Pongo el mismo ejemplo de páginas atrás: el individuo que resuelve una cosa, aun supuesto que haya tenido que resolverla sin querer, sin volición, mantiene sin embargo lo que ha re­suelto, y ese mantener, que es un estricto acto de volición, no es resultado forzosamente de una decisión. Se dirá que puede volver a decidir si lo' mantiene o no lo mantiene; sí, pero tampoco es necesario. Esto puede ocurrir, pero

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tampoco es necesario que ocurra, y cuando no ocurre hay una estricta volición, sin que haya formalmente una decisión.

Y es que entre la volición y la decisión existe una relación parecida a la que existe en el orden de la inteligencia entre la evidencia de un razonamiento y la función intelectiva. ¿Cómo se va a negar que casi todas las cosas que el hombre afirma, como no sean trivialidades, están fundadas en una o en otra medida en una evidencia que el hombre logra a través de lar­gos discursos de uno o de otro carácter? Sin embargo, ¿cómo se va a pretender que la función formal y específica de la in­teligencia es tener evidencias? Esto no; todo lo contrario. La necesidad de una evidencia, el complejo evidencial de un ra­zonamiento, no es sino la expansión, dinámica en cierto mo­do, en actos intelectuales, de algo primario y más sencillo, en lo cual estriba precisamente la esencia misma del acto intelec­tual. Análogamente, la voluntad como resolución tiene que ser, no puede ser otra cosa que la expansión, el proceso de algo primario y más radical en lo que consiste, y que constitu­ye la esencia formal de la voluntad en cuanto tal.

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La voluntad como actividad

Ésta es la concepción que nos acerca más al problema. Aquí, lo voluntario no se opone a lo irracional del deseo, ni se opone a lo determinado, prevolitivo, sino que aquí lo vo­luntario se opone a lo espontáneo, a lo involuntario. La vo­luntad sería un modo de actividad. El otro modo sería la es­pontaneidad.

La vida mental, en tanto que actividad, tiene dos formas: una espontánea y otra voluntaria. Y por consiguiente, la vo­luntad no es una facultad en esta concepción numéricamente añadida a las demás, memoria, inteligencia, voluntad, capact-

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dad locomotriz, etc., sino que es pura y simplemente un mo­do de ejecutar los actos de todas esas potencias. Yo puedo voluntariamente inteligir, puedo voluntariamente andar, puedo voluntariamente ponerme a recordar, puedo voluntariamente ponerme a hablar. Todas las funciones de la vida del hombre se pueden hacer o bien espontánea o bien voluntariamente. La voluntad no es una facultad más, sino un segundo modo de actividad de aquello que primaria y radicalmente es la esencia misma de la vida mental: el ser actividad. Aquí lo vo­luntario se opone a lo espontáneo.

Y este modo especial de la voluntad consistiría ante todo en ser un fenómeno intencional en el sentido más trivial del vocablo. Efectivamente, en la actividad espontánea el hombre va tenso, y en todo caso atiende a aquello que hace. Sola­mente en la voluntad el hombre in-tiende; es decir, hace algo con intención, se dirige a ello. Y lo que eleva la espontanei­dad a voluntariedad es justamente la intervención formal del tiempo, la perspectiva de la futurición. Cuando yo considero algo, no solamente que es o que no es, sino que va a ser, es decir, cuando lo considero dentro de la perspectiva de la futu­rición, en ese caso se eleva lo espontáneo a lo intencional, y tenemos estrictamente el fenómeno de la voluntad.

Ésta es una magnífica visión del problema, de la que nun­ca habrá que despojarse. Sólo que uno se pregunta, una vez más: ¿Tiene última radicalidad? En primer lugar, uno se pre­gunte de qué temporalidad se trata, ¿Se trata de la mera du­ración psicológica de los estados de la vida mental, la durée? Es difícil, porque con solo la perspectiva de la durée, de la duración, el individuo sabrá que va llevado a alguna parte, pero nada más. El que se arroja del quinto piso sabe que se va a estrellar. Esto no quiere decir que por eso quiera caer. Saber a dónde se va no es tener intención de ir; son cosas distintas. El tiempo de que aquí se trata no es, pues, el tiem­po pura y simplemente de la duración mental, sino la dura­ción mental absorbida en una aprehensión de toda la dura­

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ción por parte del hombre. Entonces sí: el hombre que cuenta con la totalidad de la duración proyecta sobre lo que va a acontecer en ella. Y entonces tenemos, evidentemente, una base para el fenómeno de la voluntad, Pero queda en suspen­so el problema: ¿Y qué es lo que eleva al hombre de la mera duración a la perspectiva de la temporalidad? Ahí es donde estaría esencialmente la volición.

En segundo lugar, la volición no es forzosamente una ac­tividad que se despliega en el tiempo. Y esto precisamente porque la espontaneidad es también una actividad que se despliega, y que sin embargo no es voluntaria, Y es que la pa­labra actividad, cuando se aplica a la voluntad, tiene un ca­rácter especial. No significa simplemente estar agitado, estar en ebullición, tener mucha actividad. No, no. Generalmente, los seres más agitados son los que tienen menos actividad. La actividad es algo más tranquilo, muy quiescente y muy repo­sado. Es estar en un acto en cierto modo activo. Es cierta­mente una actividad, pero que no es sino la expresión intrín­seca —es difícil decirlo de otra forma— del acto en que la ac­tividad consiste. El despliegue de la actividad a lo largo del tiempo, si existe, será una consecuencia de la índole del acto. Lo que Aristóteles llamaba justamente évÉQyEta es un £qyov, es un producir el término de una actividad, pero cuyo término queda en sí mismo; es la actividad en cierto modo por la acti­vidad. Ahí es donde estaría —una vez más— el acto radical de la voluntad. Su despliegue en actividad, y sobre todo su ver­sión en temporalidad, quedan pendientes de que se nos diga con mayor rigor qué se entiende por esa actividad y por esa elevación a la futurición.

Este triple concepto de la voluntad como apetito, de la voluntad como determinación y de la voluntad como acfiui- dad, este triple concepto es absolutamente necesario; sin esto no habría volición. Ahora, estos tres aspectos no solamente no se excluyen, sino que en su unidad intrínseca constituyen justamente la intrínseca finitud, la estructura intrínseca de la

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finítud de la volición humana. El apetito nos descubre precisa­mente en el acto de volición, el acto como tendente. La deter­minación nos descubre en el acío de la volición, el acto como quiescente. La actividad nos descubre en el acto de la voli­ción al acto, en cierto modo activo. Por consiguiente, el pro­blema de cuál sea la esencia de la voluntad estará en que se nos diga en qué consiste ese acto —el carácter de ese acto que es a un tiempo un acto apetecido, un acto que reposa en determinación, y un acto en cierto modo activo. Ésta es la cuestión. Y esto nos lleva al siguiente punto, a enfrentamos con el problema de la esencia de la volición en cuanto tal.

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§ 2

EL PROBLEMA DE LA ESENCIA DE LA VOLUNTAD EN CUANTO TAL

El hombre, como todo ser vivo, vive con unos estímulos y unas tendencias vitales. Por las razones que sean —no es cosa de entrar en ello una vez más— el hombre llega a un momen­to en que sus tendencias vitales no abocan a una respuesta adecuada en sus situaciones. El hombre entonces tiene que ejecutar una acción que es específicamente intelectiva, que es el hacerse cargo de la situación, esto es, enfrentarse con las cosas en tanto que realidad, tomarlas como realidades; con las cosas, con las tendencias que le llevan a ellas, y consigo mismo, que es el que tiende.

Ahora bien, desde el momento en que yo tomo la tensión vital en tanto que suspendida y que no me ha llevado a un resultado, aquello que la tensión vital pone ante mis ojos me aparece no como algo sobre lo que inexorablemente voy a caer, sino como algo sobre lo que voy a caer, pero en que es­toy suspenso antes de la caída. Es justamente una prehen­sión: me aparece como algo que efectivamente va pre-tendido en mi tensión. Queda suspenso el carácter de arrastre que el estímulo como tal tendría, y en su carácter de realidad me queda la cosa mostrada, por la tendencia, en su carácter de mera prehensión.

No solamente eso, sino que el hombre, sujeto de esta vici­situd, no se encuentra únicamente en condición de mero suje­to que es llevado por las tendencias que tiene, sino que se en­cuentra en cierto modo volcado y antepuesto sobre sí mismo. Es el hombre quien tiene que resolver aquella situación ha­ciéndose cargo de la realidad. En cierto modo, el hombre queda antepuesto y sobrepuesto a sf mismo, queda por enci­ma de sí mismo, en condición, como lo he dicho tantas veces,

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no de 'fijtOKELjJEVOV, subjectum, sino de íijtEQKEÍjiEVOV, super- jectum , si se quiere, de supra-stante. Y en esa su condición en ia que el hombre va a dirigir sus actos, y no simplemente ser dirigido y llevado por las tendencias, el hombre ejecuta inexo­rablemente una segunda suspensión: no solamente ha sus­pendido el carácter de estímulo para hacerse cargo de él co­mo realidad, sino que además ha suspendido la realidad mis­ma en tanto que determinante de sus actos. El hombre, si acepta esa realidad, no será ya una realidad llevada por esas realidades —no será un /erens— sino que será precisamente un hombre que lleva a esa realidad: será un prae-/erens, un preferente en el sentido etimológico del vocablo, no en el sen­tido de dar mayor rango a una cosa que a otra, sino en el sentido de conducir él por delante su propio acto. Pues bien, este acto de pre-ferencia es justamente aquel acto en que está de una manera turbia y oscura —tendremos que esclarecerlo ahora— el acto de volición, Y en ese acto de volición, en ese acto de preferir está el orto de la temporalidad, la interven­ción del apetito y la determinación de la preferencia.

Por consiguiente, preguntarnos en qué consiste esencial­mente el acto de volición como acto preferencial es enfrentar­nos con un triple problema: en primer lugar, qué es lo que queremos cuando preferimos; en segundo lugar, en qué con­siste el acto formal de preferir; y en tercero, en qué consiste su despliegue en actividad.

1

Qué es lo que querernos cuando preferimos: el término de la volición 5.

El hombre, por esa anteposición en que ha quedado él por encima de sus actos, suspenso ante ellos, va a tener que

2 Nota de X. Zubiri: «Hay que trasladar aquí (desde las págs. 70-75,

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determinar sus acciones, dando en cierto modo libre juego a alguna de las realidades que intervienen en su situación. Na­turalmente, estas realidades van a intervenir no de una mane­ra cualquiera, sino en una forma muy concreta, muy precisa: en tanto en cuanto hacen posible la solución de la situación en que el hombre se ve incurso. Es la realidad en tanto que posibilidad. ¿De qué? Del hombre, de él. La realidad como posibilidad de su realidad plenaria es aquello que constituye el término formal del acto de volición. La posibilidad no coin­cide con la realidad. Hay muchas realidades cuyas propieda­des son conocidas, y que sin embargo no funcionan siempre como posibilidades de la vida del hombre. La resistencia del aire era conocida hace doscientos años; nadie la utilizó, ni pu­do pensar en ella como posibilidad de transporte. Ahora, la recfproca en cambio es cierta: no hay ninguna posibilidad que no esté montada sobre una realidad * 6. La realidad no queda al margen de la posibilidad, sino que interviene dentro y for­malmente de ella. Y esa realidad en tanto en cuanto conser­vada, pero en forma de sentido para el hombre, es lo que constituye la posibilidad. De ahf que aunque aparentemente esta fórmula se parezca soberanamente, desde el punto de vista verbal, a la fórmula escolástica según la cual el sujeto de la voluntad es el bien, sin embargo dicha fórmula no coincide con ella. Ahí la escolástica piensa una cosa muy determinada: opone lo real a lo meramente intencional o ficticio. Así, se nos diría entonces, el hombre se enamora de una persona re­al y física, no se enamora de una quimera. Pero aquí noso­tros no estamos hablando de realidad en ese sentido. Aquí to­mo la realidad en tanto que formalmente distinta y contra­

e n qué consiste la realidad del ente voleo te"), parte general del “estar sobre

sí” y andar ahí la forma del querer fruitivo. Aludir {sólo aludir) al dominio-, también al dualismo ser o sido y ser querido.*

6 Nota de X. Zubiii: «Objeto de /a volición. Formal; lo querido es un modo de

ser (¿sentido?) que consiste en ser posibilitante. La razón formal de Bonum es "posibilidad". Material: mi bien plenaria.»

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puesta al estímulo. El animal es incapaz de dirigirse y de ape­tecer un bien, porque todo bien —por lo menos en el sentido humano— es una posibilidad que envuelve el carácter de re­alidad en cuanto tal, carácter que para el animal no tiene vi­gencia ninguna, porque no tiene un órgano con el que sea capaz de enfrentarse con las cosas en tanto que realidad. Lo que llamamos el bien, el bonum, el áyaBóv, es pura y simple­mente la realidad en tanto que posibilidad. Y en este concep­to de la posibilidad entran precisamente dos dimensiones completamente distintas, que son precisamente las que han determinado la situación en que el hombre se ve incurso para ejecutar un acto de voluntad: el que las tendencias le llevan a algo que en sí mismo no está concluso, y en segundo lugar el hecho de que el hombre tiene que resolver la situación con vistas precisamente a su propia realidad. De estas dos dimen­siones, de la segunda se puede decir, en cierto sentido, que sea una dimensión de conveniencia; ahora, la primera es es­trictamente hablando una dimensión de deseabilidad.

La volición incluye como ingrediente esencial lo deseable. Nada sería para el hombre posible como bueno, si, efectiva­mente, en una o en otra forma no tuviera alguna dimensión de deseable. Pero el carácter de bien no coincide formalmen­te con el carácter de deseable. Y para comprenderlo, basta con acudir a un ejemplo. Imaginemos que cuando uno está en un restaurante comiendo un trozo de carne, pasa un ami­go y le pregunta: «¿Qué hace usted?». Y el otro responde: «Pues ya ve usted, estoy comiendo un filete». Bien, la contes­tación es exacta, no hay duda ninguna. Pasa otro, y le hace la misma pregunta; el comensal esta vez contesta: «Pues ya ve usted, estoy haciendo por la vida». Las dos respuestas son verdaderas; no son, sin embargo, idénticas. Yo podría «hacer por la vida» de otra manera, tomando un vaso de leche, o no comiendo —si me duele el estómago. Con ser distintas, sin embargo, no son independientes: no hay manera de hacer por la vida, sino haciendo una cosa concreta, o comer, o no

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comer; beber un vaso de leche o comer un filete, o tomar otra cosa. De ahf que cuando el hombre está efectivamente queriendo esto que llamamos la posibilidad, el bien, el bo- num, realmente no quiere una cosa, sino que en el fondo está queriendo dos: está queriendo la chuleta, pero está querién­dose también a sí mismo. Si no, el hombre no haría por la vi­da, comiéndose la chuleta. Está en cierto modo queriendo eso que rápidamente llamaríamos «el bien». Se ha solido de­cir que en todo acto de voluntad el hombre, formalmente, de una o de otra manera, está queriendo el bien en general. Ahora bien, yo creo que esto es rotundamente inaceptable. El hombre no quiere el bien en general, como no sea que quiera un mero concepto, y el hombre no quiere conceptos, quiere bienes. El hombre quiere una cosa distinta, quiere el bien ple- nario de su propia realidad. Y el bien plenario de su propia realidad es un bien perfectamente determinado y concreto. Por lo menos es determinado en un sentido más o menos ge­nérico, dentro del cual concretamente el hombre tendrá que determinar, por cosas bien precisas, en qué consiste eso de realizarse a sí mismo en la figura plenaria de una vida. Y co­mo esto no puede acontecer más que dentro de una situación y queriendo cosas concretas, me sigue pareciendo inacepta­ble, mientras no se me pruebe lo contrario, la idea de que la voluntad es un apetito innato de tendencia hacia el bien en general. Es como si se dijera que los ojos tienen el apetito in­nato de ver, o que la inteligencia tiene el apetito innato de co­nocer la realidad. Eso no es un apetito, sino que es la facul­tad misma. La voluntad no es plenariamente una tendencia. Y aquello a que la voluntad tiende, pende esencialmente en tan­to que tendencia del ejercicio de su acto; es decir, la propen­sión al bien plenario que la voluntad innegablemente tiene, no la tiene en acto, ni tan siquiera como acto tendencial, sino que la adquiere en un primario ejercicio de ese mismo acto. Es decir, la propensión al bien plenario tiene un origen empí­rico, no es innata.

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Al querer, pues, el hombre está queriendo, naturalmente, este filete; está queriendo ese filete porque quiere «hacer por la vida»; y en tercer lugar hace por la vida queriendo ese file­te. Con lo cual resulta, en última instancia, que cuando quiere comer ese fílete, el carácter concreto de este filete que está comiendo, como volición, es querido mucho menos de lo que el hombre en el fondo está queriendo. Porque el hombre en el fondo lo que está queriendo es la plenitud de su bien y de su realidad. Esto tendrá importancia para un problema subsi­guiente.

Pues bien, en esta implicación esencial y estricta entre úna cosa determinada que el hombre quiere y aquello en que quiere —a saber, la plenitud de su bien—, en esa implicación está la unidad de lo deseable y de lo conveniente, y esa uni­dad es formalmente la posibilidad. El bonum es siempre pri­mariamente el bien plenario en que el hombre consiste. Es quimérico decir, como Escoto pretendía, que la razón de bien es universal sin límites. ¿Cómo se va a decir esto? El hombre no puede proponerse, en ninguna hipótesis, más bienes que aquellos que en una o en otra forma se encuadren dentro precisamente de su realidad, la cual plenariamente tiene que ser realizada. Sé que los teólogos pensarán en la vida sobre­natural: no hace excepción al caso, porque entonces se nece­sita una elevación de la propia facultad de querer al orden transcendente. Y en ese caso es la realidad elevada al orden sobrenatural la que plenariamente tiene que realizarse: no hace excepción este caso al problema de la voluntad.

Unicamente podría pensarse que aquí el problema del apetito nos aparece embozado porque, como quiera que sea, entre que yo pueda comerme un fílete, beberme un vaso de leche o tomar agua con bicarbonato, hay una diferencia. Mientras yo no decida, cada una de estas cosas es un bonum; pero tengo que decidir. Y pudiera pensarse que entonces la decisión, que es atenerse a aquello que en este caso, bic et nune, es el bien concreto, es un resultado precisamente de la

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colisión de esas realidades (el fílete, la leche, el bicarbonato). Ahora bien, esto no es verdad. Es el segundo punto de la cuestión: en qué consiste la esencia misma del acto de voli­ción en estas condiciones.

2

En qué consiste el acto formal de preferir.

Se dice con frecuencia que los motivos juegan, y que evi­dentemente algo puede ser un bien en sf, y un bien superior a otros, como el cumplir un deber moral es superior a dejarse conducir por una mala acción o una mala tendencia, hic et nunc, para el hombre que se deja llevar por esa mala tenden­cia. Pero, se dice, no hay duda ninguna que hic et nunc, para el hombre que se deja llevar por la mala tendencia, para él, aquel bien en concreto consiste en dejarse llevar de esa ten­dencia, y que por esto lo quiere. Sf, pues aquí está el equívo­co; porque uno piensa que el acto de voluntad consiste en aceptar ese bien concreto, cuando la realidad es la contraria: que entre los bienes posibles adquiere el carácter de bien ac­tual aquél que la voluntad decide. Ahí es donde está el acto de voluntad. El acto de volición no es resultado de los moti­vos que tiene enfrente, sino justamente al revés, consiste en decidir. Y aquí aparece la voluntad como determinación: con­siste en decidir, en una o en otra forma, entre los bienes posi­bles, aquél que hic eí nunc va a ser el bien real. Decir que el juego de las pasiones —como no sea uno un irresponsable, evidentemente— o el juego de las tendencias produce una re­sultante a modo físico, y que en concreto, hic et nunc, el bien es para este hombre esta resultante, esto es completamente inexacto. Porque la verdad es que el que algo tenga carácter de bien concreto no es causa sino resultado de la volición. Porque lo que yo quiero es efectivamente que hic et nunc és­

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te sea el bien concreto. La voluntad en este sentido determina su propio bien, en lugar de ser una resultante de los bienes particulares.

Si esto es asf, entonces comprendemos que la esencia del acto de volición está, por un lado, en un primer momento, en aceptar entre las varias realidades una realidad, en tanto que realidad, como bien suyo. Y precisamente entonces, el hom­bre, antepuesto a su situación y por encima de sf mismo y de las cosas que crean la situación, desciende precisamente a una de ellas, depone en ella su propio y plenario bien, y ese acto de deponer su propio bien en la realidad por la realidad, es justamente lo que llamamos el amor.

En este sentido, el primer momento formal del acto de volición es el amor. El amor no se puede deponer nunca en algo que sea un mero estímulo, más que en un sentido gené­rico del vocablo. El amor, en tanto que amor, y formalmente, no va más que a la realidad en tanto que realidad. Volveré sobre este punto inmediatamente.

Pero, segundo, el hombre no solamente ama, en el senti­do de que depone su bien entero en aquella realidad concre­ta, sino que además lo depone en una dimensión posesiva, justamente para poseerlo, y ser él lo que tiene que ser en la posesión de aquella realidad. En este sentido, la volición no solamente es amar, sino que es precisamente determinarse a.

Todos los idiomas tienen que gastar mucha tinta —cuan­do son escritos— para hacer ver que en el fondo de estos dos momentos hay una unidad radical y fundamental. En español la cosa es mucho más sencilla; tenemos un solo verbo que expresa a una las dos vertientes: querer. La esencia formal del acto de volición es querer. Esto puede parecer una trivialidad, pero tras lo ya explicado se comprenderá que no lo es.

Querer es a un tiempo amar —se quiere a una persona— y a un tiempo querer esto en lugar de lo otro. La esencia de la voluntad está en querer. No es ni apetito, ni determinación, ni actividad; es querer. Lo que ocurre es que el acto de que­

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rer, tomado en sf mismo, es un acto de índole especial, preci­samente porque se mantiene. Hay actos que se agotan cuan­do son ejecutados; decía Aristóteles que son Ipyov. Hay otros que tienen en sf mismos su término; son év-ÉQyELa.

Dejemos el sentido aristotélico de esta expresión. Lo cier­to es, diría yo, que frente a las realidades que en acto son ac­tos actuales, hay otras cuyo carácter actual consiste en cierto modo en ser más actuales; no consisten en ser mero acto, si­no en ser activamente aquello que son: actos activos. Precisa­mente éste es el caso del querer. De ahí que el querer no de­saparece —Aristóteles lo decía ya a propósito del amor, pero en un sentido distinto—, no desaparece cuando el hombre po­see lo amado, sino que, contrariamente, en cierto modo que­da potenciado. Pero como quiera que sea este acto —si por acto se quiere entender el ser en acto, la realidad en acto—, hay que decir que entonces la volición consiste en un modo especial de ser: en ser, pero ser queridamente; en ser querido. El acto en que formalmente consiste la volición es no sola­mente un acto de amor y un acto de decisión, sino que es un acto activo, el acto de ser querido 7 8.

Pues bien, la unidad intrínseca de estos tres momentos es lo que expresa un solo vocablo y un solo concepto: la frui­ción. La esencia formal de la volición es fruición a.

Siempre que, naturalmente, no se entienda por fruición lo que aquí no se quiere decir. En primer lugar, la fruición recae solamente sobre lo real en tanto que real. No tiene sentido en este caso, por ejemplo, decir que los animales tienen fruición porque han saciado su apetito. Esto no es fruición; es otra co­

7 Nota de X. Zubiri: «Cf. pág. 75. Realidad que ‘es': 1! es ‘sida’; 2' es ‘querida’.

‘S ido’ y ‘querido’ dos modos de ser reo/.»8 A la altura de 1961 Zubiri aplicaba el término «fruición» a la voluntad ten­

dente. Más tarde, cuándo estudió con cierto detalle la dimensión afectiva, lo que él llamó el sentimiento afectante, reservó el término fruición sólo para el senti­miento, como aparece claramente en el texto del curso de 1975, Reflexiones filo­

sóficas sobre ¡o estético {cf. pp. 341ss).

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sa. La fruición recae sobre algo real en tanto que real. La pri­mera parte de la afirmación, que recae sobre algo real, ya la habían hecho los escolásticos, y con razón. Que lo real deba tomarse en tanto que real, no se opone a lo intencional o a lo quimérico, sino a lo meramente estimulante. Por esto digo que el animal, en la más plenaria de las realidades físicas en que se mueva, no tiene jamás una fruición. Aquí entiendo por real lo real en tanto que real, en este sentido estricto y preci­so.

En segundo lugar, la fruición no solamente va a lo real en tanto que real, sino que va a lo real por lo real, por sí mismo. Porque en tanto que tiene sentido para mí, interviene su reali­dad no precisamente para mí, pero sí por lo menos en mí. Si no es verdad que el hombre quiere todas las cosas para sí —sería una especie de egoísmo metaffsico—, es una verdad inexorable que el medio en que las quiere todas es sí mismo. De esto no hay la menor duda: ¿Cómo va a quererlas de otra manera?

Y en tercer lugar, la fruición no consiste en estar alegre, en estar contento, en estar satisfecho. Ésta es una vertiente sentimental del acto que pertenece a la volición, pero que no es la volición 9. Realmente la fruición es la forma más elemen­tal y más trivial de volición, de modo que en el más trivial de los actos de volición hay lo que precisamente se ha llamado la felicidad. De ningún animal ni de ningún niño diría un grie­go que es eíióaiptav. Diría que está contento, pero que tiene felicidad no lo diría jamás. Solamente de los dioses y de los héroes diría un griego que son ficucápioi, bienaventurados.

La fruición recae sobre la realidad en tanto que realidad, pero la realidad en mí; y no consiste precisamente en estar contento, sino en la conveniencia, en cierto modo, de dos re­alidades, de las cuales la del hombre es plenaria en la reali­

9 Nota de X. Zubiri: «De este problema nos ocuparemos en ia lección próxi­ma: ¿Qué son los sentimientos a diferencia de la voluntad?»

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dad en la que ha depuesto su fruición. Esto es lo que hace que como acto activo, la fruición envuelva un momento no de quietud, pero sf de quiescencia, una especie de movimien­to estacionario que consiste en reposar sobre sf mismo.

Lo que ocurre es que la razón formal de una realidad no agota la realidad integral en sf misma. Evidentemente, la ra­zón formal de la volición no excluye el deleite. Pero una cosa es el sentimiento de alegría —y de gaudium, que decían los escolásticos— como momento integral del acto de volición, y otra como razón formal suya. Como razón formal suya, el gaudium no forma parte de la fruición, es un mero consecta-

rium.Ahora bien, como en definitiva vivir consiste en poseerse,

en ser plenariamente sf mismo con las cosas, consigo mismo y con los demás hombres, quiere decirse que la fruición es la forma suprema de la vida; es el acto radical y formal de la vo­luntad. Y la diferencia entre la espontaneidad y la voluntad está precisamente, justamente en eso: en el momento de frui­ción. La espontaneidad tiene satisfacciones, tiene dificultades. Solamente la volición tiene fruición. Y la vida mental entera, tomada precisamente en el acto de fruición, es lo que hace que esa vida mental, en su decurso temporal, sea estricta y formalmente una vida voluntaria.

Pudiera parecer que esto es excluir los apetitos del acto de volición. Esto no es verdad. Porque ciertamente el acto de fruición, como acabo de describir, en toda su pureza íntegra, no es patrimonio del hombre. La volición humana, como to­dos los demás atributos y capacidades del hombre, es intrín­secamente finita. Y la finitud intrínseca de la volición es la fi- nitud intrínseca de la fruición. La finitud de la fruición está precisamente en la presencia intrínseca del apetito, del deseo. No hay nada en que el hombre pueda deponer su fruición que en una o en otra forma no tenga una razón de deseable. Y precisamente esto es lo que he llamado voluntad tendente. La voluntad del hombre, con ser finiente, sin embargo es una

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fruición tendente, intrínseca y constitutivamente tendente. Con ello no quiero decir solamente que las tendencias nos lleven a la voluntad. Tampoco quiero decir con ello que las tendencias puedan ser una especie de motivo al cual el hombre ceda, en bien o en mal, en su acto de volición. No quiero decir tampo­co que las tendencias sean aquello en que el hombre se apo­ye para su voluntad. Lo que digo es algo más: que las ten­dencias pertenecen formal e intrínsecamente al acto de voli­ción en cuanto tal; que no hay ningún acto de fruición que no tenga en una o en otra forma el carácter de realización de un apetito, sin que por eso la realización del apetito sea lo que constituye el carácter formal de la voluntariedad. La vo­luntariedad está precisamente en que el término del apetito, el logro del apetito, sea precisa y formalmente una fruición. Como en páginas atrás he señalado que no se nos dice al presentar la teoría del apetito racional en qué consiste lo ra­cional, ahora puedo volver la vista atrás y decir que lo racio­nal consiste, precisamente, en aceptar la realidad, en tanto que realidad, como posibilidad de mi propia realidad.

Esto no significa que a las tendencias se añada la razón. Ya hemos visto que no, sino que la razón pertenece intrínse­camente a una estructura única que es la voluntad tendente. La voluntad tendente —repito— es pura y simplemente la frui­ción intrínsecamente finita, cuya finitud estriba precisamente en la razón de deseo. Para que una fruición fuese intrínseca­mente infinita, tendría que no tener ninguna razón de desea­ble: es, exclusivamente, el acto de la creación. Dios crea el mundo por un acto de pura, radical fruición. Y entonces, las cosas no son aceptadas, sino que son simplemente sidas. Son amadas ut essent, para que sean creadas.

Esta presencia intrínseca de los apetitos y de las tenden­cias dentro de la voluntad, en esa estructura única que llamo voluntad tendente, es lo que hace no solamente posible, sino necesario el decir que todas estas consideraciones, por muy importantes que sean, son abstractas. Porque precisamente la

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intrínseca finitud de la volición humana hace que esa finítud tenga una figura distinta en cada hombre. Existe una estricta tipología de voluntades y de actos de querer, tema de que ha­blaremos en el próximo capítulo.

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En qué consiste el despliegue en actividad

Este acto de fruición es el que se expande en forma de actividad. Y la razón es clara: el hombre tiene que habérselas frente al decurso temporal de su propia vida mental como un todo, en cierto modo, real. Y entonces es cuando tiene en su fruición ese elemento, esencial para el hombre, que es la in­quietud 10 11. La asunción de la temporalidad como duración en la fruición, da a la fruición un carácter de inquietud y un ca­rácter de disyunción n . Una disyunción que afecta a la reali­dad, para calificarla distintamente como mejor o peor, como buena o mala. Una disyunción que afecta al decurso temporal para saber si, efectivamente, está lejos en el tiempo, o está tarde, o incluso si está pasado, pues el hombre también pue­de comportarse respecto de su pasado, por ejemplo aborre­ciéndolo o ratificándolo. El hombre puede también compor­tarse respecto de su presente.

Hay no solamente esto, esta inquietud en orden a la cua­lidad y en orden al tiempo, hay también una inquietud en or­den al logro. En orden al logro —dificultad mayor o menor de lograr aquello que uno quiere o podría hacer—, esta inquietud

10 Nota de X. Zubiri: «La fruición envuelve un momento formal de quiescen­

cia De ahí que la disyunción hace de la quiescencia in-qu!escencia. La inquietud es expresión dinámica de la quiescencia, de la fruición.»

11 Nota de X Zubiri: «La inquietud lleva a la disyunción, que es igual al paso

de! móvil a! motiuo.»

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es lo que modifica intrínsecamente la volición. Y esta modifi­cación intrínseca de la fruición, de ese acto que no sólo no desaparece cuando se ejecuta, sino que queda conservado, que es la fruición, la modalidad de ese acto es precisamente lo que llamamos la actividad voluntaria, el despliegue en el tiempo de la voluntad. Despliegue en el tiempo de la volun­tad, porque esa inquietud es la que nos obliga a decidir, a pensar, a sopesar razones, a tener que resolver. La actividad voluntaria es pura y simplemente la expansión dinámica y temporal del acto activo en que consiste la fruición. No sola­mente esto, sino que además es absurdo pretender acantonar la voluntad al ámbito de resolver problemas. Esto es comple­tamente falso. La voluntad no se limita a resolver conflictos y situaciones, a deponer preferentemente en una realidad, a di­ferencia de otras, aquello que el hombre en cada situación decide que debe ser. No solamente hay esto. Es que el hom­bre con su fruición volente, de una manera intrínseca y finita, en esa volición también crea: es creador. ¿Creador de qué?

Creador, sencillamente, de la capacidad; creador de po­der. Es la voluntad de poder. El hombre tiene innegablemente una voluntad de poder, y esa voluntad de poder se va ejerci­tando a lo largo de su vida, en todos los momentos de ella. Y es que, efectivamente, cuando el hombre ha querido una cosa determinada —vuelvo a recordar el antipático filete—, no so­lamente ha conquerido ese filete, sino que ha querido la ple- naria realidad del hombre. De ahí, naturalmente, que ai que­rer ese filete ha querido menos de lo que en el fondo está queriendo. Y esa voluntad concreta, intrínseca, que es la vo­luntad tendente, puede estar modificada en su estructura ten- dencial por la propia voluntad, con lo cual, naturalmente, el acto de voluntad modifica la capacidad misma de querer: el hombre tiene voluntad, capacidad de crear su fuerza de que­rer.

Emergente de las tendencias, el hombre tiene un poder de querer. Incurso en una situación, el hombre tiene que que­

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rer. Pero decidiendo en esa situación, el hombre quiere po­der. En esa unidad intrínseca entre el poder querer, el tener que querer y el querer poder está precisamente la condición metafísica de los actos del hombre, cuyo ser consiste formal­mente en ser queridos.

Uno se pregunta entonces; ¿En qué consiste esta función de la voluntad en la construcción de la personalidad concreta de cada hombre? Y en segundo lugar: ¿En qué consiste ese carácter, el más vidrioso, pero el más radical de la volición, en qué consiste la libertad?

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CAPITULO II

LA ESTRUCTURA CONCRETA DE LA VOLUNTAD

Veíamos en el capítulo anterior qué se entiende por vo­luntad en el caso concreto del hombre, y cómo la voluntad no es sólo un apetito, ni es sólo determinación, ni sólo activi­dad, sino que realmente la volición, la voluntad, encuentra su estructura formal en la índole misma del acto que por un la­do es un acto apetente, por otro un acto determinante, y en cierto modo un acto también activo. Este acto, en primer lu­gar, recae sobre la realidad en cuanto tal, no en cuanto estí­mulo. En segundo lugar, es un acto de preferencia por el cual el hombre no solamente se deja llevar de unas tendencias, si­no que prefiere realmente unas a otras, y prefiere el objeto de unas tendencias al objeto de otras. Tercero, este objeto es lo real en tanto que posibilitante de mi realización. Cuarto: yo no voy llevado a él, sino que soy yo quien depongo —y en eso está la voluntad— en esa realidad el término de mi reali­zación, y este deponer, esta acción deponente y preferente es la que por un lado constituye el amor, en el sentido de depo­ner la complacencia; y por otro constituye una determinación, en el sentido de serlo en esto y no en lo otro. Tomados am­bos momentos a una, es lo que expresa el verbo español que­rer; y en este sentido, decía, la esencia de la volición consiste

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en querer. Es, además, un acto de índole activa, que no con­siste precisamente en ser actual, sino en que e! modo mismo de su actualidad es ser actividad sobre sí mismo; y el querer de este tipo es justamente lo que se llama la fruición. Quinto, la fruición es en el hombre el acto de una voluntad constituti­vamente tendente —luego volveré sobre el tema. Y finalmente, esta voluntad tendente que ejecuta ese acto que formalmente consiste en fruición —en el sentido más elemental y primario del vocablo— se despliega en función de las dificultades y las complejidades que el objeto y la situación ofrecen, en un pro­ceso que no es otra cosa sino el proceso mismo de la fruición mediata.

Ésta es la idea de la voluntad humana expuesta en el ca­pítulo anterior. Ahora es menester entrar en su estructura concreta. Y esta estructura concreta abarca dos cuestiones, o dos grupos de cuestiones. En primer lugar, ¿qué se entiende y en qué consiste la estructura concreta de la voluntad y de la volición? Y en segundo lugar, ¿en qué consiste la estructura radical del hombre, en tanto que posee efectivamente esta es­tructura concreta de voluntad y de volición?. En este capítulo nos ocuparemos de la primera cuestión.

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§ 1

LA VOLICION CONCRETA EN SI MISMA

La voluntad es el acto de querer. Y un acto de querer que tiene tres dimensiones o tres componentes: Una tenden­cia en virtud de la cual apetece, en una o en otra forma, aquello que se quiere; en segundo lugar, un acto determinan­te de aquello que se quiere, en forma de preferencia; en ter­cer lugar, un acto activo. Y la unidad intrínseca de esas tres dimensiones constituye la estructura formal de la fruición hu­mana. Es imposible disociar esas tres dimensiones por com­pleto. Eso no obsta, sin embargo, para que sean tres dimen­siones perfectamente distintas.

Agrupando, para no extendemos excesivamente en el problema, de un lado la determinación y el amor, en un gru­po que llamaríamos pura y simplemente momento de volun­tariedad, nos quedaría enfrente el otro momento, que es el tendencial o del apetito. Juntos, el momento de voluntariedad y el momento de tendencialidad constituyen la estructura in­trínseca de la voluntad tendente.

Es menester acotar esto que entiendo por voluntad ten­dente frente a posibles falsas interpretaciones. En primer lu­gar, la filosofía clásica, la filosofía escolástica, por lo menos en el noventa por ciento de sus cultivadores, ha subsumido el concepto de volición bajo el de apetito. Ahora bien, temática y radicalmente he querido distinguir —con otros escolásticos, bien que en una forma distinta—, la volición, por lo menos en su dimensión de «amor de», del apetito. Segundo: la filosofía clásica ha distinguido dos clases de apetito. De un lado un apetito sensitivo, de otro lado un apetito intelectivo. Cuando hablo.de tendencias, elimino de raíz, por las razones que ve­remos inmediatamente, esa distinción, no porque no tenga

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fundamento, sino porque la posible distinción no afecta al problema de la voluntad. La tendencialídad del hombre, co­mo otras dimensiones del ser humano, tiene una estructura perfectamente unitaria. Y a esa estructura unitaria, en la que no hay por qué distinguir, de momento por lo menos, el ape­tito superior y el apetito inferior, es a la que llamo justamente tendencia o tendencialídad del amor. Tercero: la voluntarie­dad, es decir, la voluntad determinante y la voluntad amante de ese objeto, no están aisladas o sobrepuestas a esta dimen­sión tendente. Todo lo contrario. La única manera posible que tiene el sujeto volente de deponer fruitivamente la voli­ción en la realidad, es precisamente ir llevado a ella por una tendencia. Y recíprocamente, la tendencia no constituirá un acto de volición más que si la forma con que efectivamente posee aquello que apetece, es determinante y volente. Son esencialmente distintos el momento de voluntariedad y el mo­mento de tendencialídad. Tan distintos, que en la realidad son perfectamente separables, si no en el hombre, sí, por lo menos, en otros entes. ¿Cómo se va a decir que un espíritu angélico, y mucho menos el espíritu divino, tienen apetitos o tendencias? Esto es absurdo. Y recíprocamente, hay otros en­tes, como los animales, que tienen —en algún sentido en el que aquí no tenemos por qué ocupamos— tendencias, apeti­tos, y sin embargo no tienen volición.

La estructura de la voluntad humana se halla, pues, com­puesta —dejemos de lado el modo de esta composición— de dos momentos esencialmente distintos, pero estructuralmente unitarios, a saber, el momento de voluntariedad y el momen­to de tendencia. Y a esta estructura unitaria, fundada sobre dos principios esencialmente distintos, es a lo que llamo Vo­luntad tendente.

Pues bien, la voluntad tendente, tanto por su dimensión de apetito como por razón de su dimensión determinante, o por la dimensión de su acto activo, adquiere en el hombre di­versidades fundamentales en cada una de sus dimensiones. Y

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la unidad de la voluntad tendente, diversificada y modulada en cada individuo, según esas diversas dimensiones, es lo que constituye no precisamente una voluntad, pero sí lo que esa voluntad tiene de concreto: a saber, la capacidad de querer. La estructura concreta de la voluntad humana, en cada indivi­duo, es su capacidad de querer.

Y de esta capacidad de querer es, por consiguiente, de la que tenemos que ocupamos en este momento. Esta capaci­dad de querer, en primer lugar, ¿cómo se inscribe unitaria­mente dentro de la vida mental? Y en segundo lugar, conside­rada ella en sf misma, ¿qué es la volición como acto de la ca­pacidad de querer? No hablo de la facultad, hablo de la capa­cidad de querer, cosa perfectamente distinta. Con una misma potencia se pueden tener capacidades distintas. Todos tene­mos inteligencia, pero las capacidades unos las tenemos mu­cho menores que otros. Una cosa es la potencia intelectiva, otra la capacidad de entender, la capacidad de intelección. Pues bien, tomada aquí la capacidad de querer, nos pregunta­mos en qué consiste la volición como capacidad de querer. Y en tercer lugar, en qué consiste la volición como estado en que queda afectado el sujeto por el hecho de haber ejecutado un acto de su capacidad de querer.

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La unidad tendencial de nuestra vida mental

Es un punto en el que largamente he solido insistir, por razones bien obvias, en otros cursos. Me basta con sacar a colación y subrayar dos o tres puntos que son esenciales en nuestro problema. Y hagámoslo de una manera enumerativa; es muy antipática pero es siempre la más clara y contundente.

En primer lugar, la unidad tendencial de la vida mental en el hombre abarca incluso las estructuras perfectamente somá­

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ticas. Sería quimérico pretender dejar el cuerpo a ia puerta, y creer que la vida mental es lo que ocurre de puertas adentro del cuerpo. Esto es completamente falso. Y basta para com­prenderlo con corregir uno o dos errores de expresión —las expresiones se suelen vengar muchas veces en el pensamien­to—, correcciones que enfocan el problema en la línea que aquí pretendemos.

Primer error de expresión: Se dice: «con mi voluntad muevo el brazo». Esto es falso; yo no muevo el brazo con mi voluntad, sino que muevo el brazo «voluntariamente», que es cosa distinta. De la misma manera es falso lo que tantísimos psicofisiólogos se preguntan: «¿Y dónde se elabora la sensa­ción en el espíritu del hombre?». Puede responderse que allá donde termina el proceso cerebral. Pero ¿dónde termina? Es­to es quimérico. La verdad es estrictamente la contraria: que el espíritu, o el ánimo —llámese como se quiera— no percibe las cosas por el cuerpo, sino que las percibe «somáticamen­te», que es cosa distinta. El hombre, pues, no mueve el brazo con la voluntad, sino que mueve su brazo voluntariamente. Las estructuras somáticas no quedan al margen de la vida mental, o incluso de la superior. Todo lo contrario.

Segundo. No se trata, sin embargo, de que las llamadas tendencias superiores —alójese en ellas a la voluntad misma— constituyan una especie de prolongación, en superioridad, de tendencias inferiores. Esto sería completamente falso. Es del todo falso pensar que las líneas de la vida llamada superior constituyen una superiorización de tendencias o de elementos que arrancan del fondo más vegetativo del hombre. Esto es tan quimérico como seria suponer que un movimiento volun­tariamente ejecutado con intervención del sistema extrapira­midal constituye nada más que la prolongación en línea recta de un reflejo determinado que existe en la estructura pura­mente refleja del sistema nervioso. Esto es quimérico.

Realmente, se conoce mucho más el cuerpo que el espíri­tu. Y cuando se trata de la unidad de estos dos elementos, se

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habla, de un lado, de cosas muy precisas: unas áreas cerebra­les, unas glándulas de secreción interna, una estructura medu­lar, etc.; y por otro, de una cosa que, como se conoce menos, se le llama psiquismo. Pero esto es quimérico. Para que el problema sea exacto y funcionen los elementos ex aeguo, ha­ría falta enfrentar el psiquismo no con determinadas estructu­ras somáticas, sino con una cosa tan general y tan verdadera como el psiquismo, que yo llamaría el somafismo. Natural­mente, no podemos pretender llevar punto por punto lo que conocemos —perfecta o no perfectamente, para el caso da igual— acerca de las estructuras de la mucosa gástrica, a de­terminados problemas de la voluntad en tomo al ayuno o al hambre. Esto sería quimérico. Pero si se habla de psiquismo, entonces debe hablarse también de somatismo. Y esto no es una mera disquisición dialéctica, sino que precisamente nos pone sobre la pista positiva, a saber, que las llamadas dimen­siones de la vida del espíritu no prolongan las inferiores, sino que la totalidad de la actividad de las llamadas inferiores está sosteniendo, desgajando y perfilando la actividad de todas las superiores. Todas las dimensiones vegetativas entran en cada una de las funciones sensitivas, y todas las funciones vegetati­vas y sensitivas entran en cada una de las funciones llamadas superiores. Es lo que llamo la subíensión dinámica. El dina­mismo del espíritu subtiende en cada una de sus fases y nive­les la totalidad de la actividad superior, como todo el sistema estabilizado de los reflejos del sistema nervioso subtiende, na­turalmente, la posibilidad de otras acciones mucho más com­plicadas, que pueden culminar en la intervención del sistema extrapiramidal.

Estas actividades inferiores, repito, desgajan las superio­res. Las desgajan, pero además perfilan el límite y el área dentro de la cual van a jugar estas actividades superiores. Y no solamente esto, sino que las sostienen positivamente. Sería quimérico creer que la función de la llamada vida sensitiva y vegetativa consiste en disparar al hombre a la vida intelectiva,

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algo así como un ascensor que le sube al quinto piso, pero que una vez llegado a él importa muy poco lo que ocurra en el primero y en el segundo. Esto es falso. La forma concreta de existir en esta superioridad viene en buena parte limitada periféricamente por los llamados estratos inferiores, que no solamente desgajan, sino que perfilan, y que además de perfi­lar mantienen la actividad, sin la cual las actividades superio­res no podrían ejercerse.

De aquí, en tercer lugar, que sea falso, rigurosamente ha­blando, decir que hay en el hombre tres vidas: una vida vege­tativa, una vida sensitiva y una vida superior o una vida inte­lectiva. Esto es falso, tanto por lo que respecta a la triplicidad cuanto por lo que respecta a la índole de cada una de las presuntas vidas.

En primer lugar, y empezando por el final, por lo que res­pecta a la índole de las presuntas vidas. Uno se imagina que la llamada vida vegetativa —ha sido la concepción clásica, oriunda de Aristóteles y que ha seguido a lo largo de toda la filosofía medieval, y en buena parte de la moderna (en cuanto que se contrapone a los modernos no escolásticos)—, que efectivamente la vida vegetativa consiste en que el alma dé su vida al cuerpo. Esto es quimérico. Es justamente al revés: es el cuerpo el que con sus estructuras va modelando a radice la actividad anímica. Realmente, para una diferenciación celular en el plasma germinal no hace falta para nada el espíritu hu­mano. Sin embargo, el espíritu está allí. ¿Haciendo qué? Na­da, Padeciendo. Recibiendo precisamente la forma de sus es­tados mentales, que el despliegue del plasma germinal va a imprimir en ellos. De ahí que si es falso, evidentemente, que los padres den el alma a su hijo, es absolutamente verdadero que determinan en él su primer estado mental.

En segundo lugar, la propia vida sensitiva no es una espe­cie de sistema de facultades anímicas superpuestas a las di­mensiones vegetativas. Pura y simplemente, ¿de dónde salen los órganos de los sentidos, sino de la diferenciación bioquí­

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mica —o de otro orden, poco importa para el caso el meca­nismo que se invoque en definitiva—? ¿De dónde salen las es­tructuras somáticas sensitivas si no es precisamente de la dife­renciación de las vegetativas? Las potencias sensitivas, en su aspecto anímico, son pura y simplemente desgajadas por la diferenciación somática que el cuerpo va imprimiendo en ellas. Ahora bien, finalmente, el cuerpo, por formalización, desgaja formal y exigitivamente la intervención de actividades intelectivas y volitivas que en cuanto tales, en su pureza, no van configuradas por el cuerpo, pero que sin embargo van inscritas en una dimensión somática, estrictamente somática y estrictamente dimensional. Entender que dos y tres son cinco no cuesta trabajo, pero estar pensando que lo son, cuesta mucho, ¡qué duda cabe!.

No confundamos, pues, estas tres vidas y creamos que son tres vidas distintas. Es una misma vida y, recíprocamente, una vida vivida que se despliega, de modo que en cada uno de sus estadios hay siempre la posibilidad —y además la reali­dad— de que refluya a su estadio anterior.

De esta suerte, el hombre, en su estructura tendencial, constituye una unidad, real y radical, que de los movimientos más elementales del plasma germinal culmina en el ejercicio de acciones voluntarias. Ahora bien, esta unidad —repito— no es una unidad abstracta de principios; es una unidad concreta en cada hombre, bajo la forma concreta de capacidad de querer. Y de esta capacidad de querer nos preguntamos aho­ra en qué consiste su acto de volición.

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En qué consiste el acto de volición

Hace muchos años que me ocupaba de este problema desde el punto de vista de un teólogo tomista del siglo xvm,

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Ch.-R. Bílluartl . Pusieron su libro en mis manos hace des­graciadamente muchísimos años, 44 ó 45, en que describe el proceso de la volición punto por punto, en catorce tiempos. Esto era, realmente, un balance entre la dimensión intelec­tiva, la dimensión volente y la dimensión ejecutiva, desde la simple volición hasta la fruición en el orden ejecutivo. Esto resultaba bastante artificioso.

Por otra parte, describir el proceso de la volición simple­mente como un proceso de deliberación, de resolución, etc., vimos que es quimérico; no porque no sea verdad, sino por­que no es una verdad universal. No toda volición es resoluti­va. El hombre quiere, por ejemplo, su propio bien, y no por decisión, ni por resolución, etc. No es necesario repetir lo di­cho en el capítulo anterior.

Lo procedente es inscribir el acto de la volición dentro de la capacidad de querer, de esto que hemos llamado la unidad tendencial del hombre. Entonces el proceso de la vo­lición aparece articulado con una serie de momentos distin­tos. Ya los he enumerado y explicado, pero los vuelvo a ci­tar, porque creo que son puntos esenciales para nuestro pro­blema. 1

1 Alude aquf Zubtri a la obra del teólogo belga Carolus Renatus Bílluart, Summa S. Thomae hodiemis academíorum moribus accommodata slue Cursus

Theolagíae, editada en Líeja entre 1746 y 1751, y que tuvo múltiples ediciones. Los «catorce tiempos» o fases del proceso de la volición (en realidad doce), son, según Biiluait simplex apprehensío, simplex uolitio, juditium, intenfio, consi/íum, consensus, juditium practícum, electio, Imperium, usus actíuus, usus pasiuus, fruí- tío (cf. Cursus Theologiae juxtam mentem, et in quantum líquit, juxta ardlnem et líttemm D. Thomae in sua Summa..., opera et studio F. Caroli Renati Billuart, Brixiae, 1838, introducción a la D/sseríatio III, Secundas Partís Prima Pars}. Zubiri confiesa que le «pusieron en las manos» la obra de Billuart «hace 44 o 45 años» (en realidad 47), es decir, cuando cursaba quinto de bachillerato en

el colegio de los Marianistas en San Sebastián y estaba preparando su primer artículo filosófico «El proceso de la volición según la doctrina de Santo T o ­más de Aquino», publicado en la revista colegial La Aurora de ¡a Vida, núm. 25, abril 1914, pp. 3-5, en el que también establece los mismos doce puntos.

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r

Cuando un hombre se pone a querer, tiene que querer al­go. La primera dimensión, el primer punto en que entra en juego la capacidad de querer es precisamente eso, la distinta capacidad que tienen los hombres para movilizarse a querer: lo que llamaríamos la estructura pática. Efectivamente, hay el hombre apático, que no arranca nunca a ponerse en situa­ción de querer. Frente a eso, hay ciertamente el hiperpático, que explota en virtud de una pasión y se lanza irreflexivamen­te a querer. He ahí el primer punto del proceso de la volición como capacidad de querer, la movilización de la capacidad para el hecho mismo de querer.

Pero aun despierto el hombre y movilizado a querer, hay un segundo momento, el momento en que el hombre pasa su mirada y recorre con su vista el panorama de aquello en lo que tiene que querer: es lo que puede llamarse el momento de alerta. El hombre no solamente tiene en la volición un pri­mer momento de patía, sino también un momento de alerta sobre qué debe querer. Esto también presenta en los indivi­duos diferencias profundas. Hay, por un lado, el hombre vigi­lante y cauto. Hay, por otro lado, el hombre que todo esto lo hace muy someramente, muy rápidamente. Hay quien en ese momento de alerta se deja llevar. En cada uno de estos mo­mentos interviene la unidad integral de las estructuras somá­ticas y de todas las estructuras psíquicas; interviene inclusive, naturalmente, un momento de agresión. En todo caso, hace unos años estaba muy de moda hablar del síndrome de aler­ta. Comoquiera que sea, aparece en su unidad integral, desde el punto de vista tanto somático como mental, este segundo punto de la volición como acto de la capacidad de querer, que llamamos la alerta.

En ese estado de alerta, contemplado panorámicamente aquello sobre lo cual tiene que querer, el hombre va a depo­ner su preferencia en unas cosas o en otras. Es el momento de preferencia. Sí, pero también hay aquí grandes diferencias. No se trata de tomar aquí abstractos. Hay, por ejemplo, el

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optimista y el pesimista: personas llevadas fácilmente a querer en virtud de una tendencia pesimista; otras, de una tendencia optimista. Hay el hipocondríaco, cuyas preferencias van siem­pre socavadas por una presunta y sorda melancolía, de que da lo mismo, en definitiva, querer que no querer, preferir que no preferir. Esto no es simplemente cuestión de condiciones morales. Un sociólogo amigo mío, ya fallecido, don Severino Aznar, hombre que no fumaba más que cigarros puros, calcu­ló una vez el número de cigarros puros que fumaba al año, y era fabuloso. Pues bien, este hombre, en cuaresma, no fuma­ba ni un solo cigarro puro, más que el domingo, que en la cuaresma antigua no era de ayuno. Reloj en mano este hom­bre estaba en la cama, viendo cuándo daban las doce. Y co­mo tardaba en llegar la hora, decía: «¡Dios mío, para qué vi­vir!». Evidentemente, no se trata únicamente de consideracio­nes morales.

No solamente hay este momento de preferencia, sino que además hay muchas cosas que el hombre preferiría, pero ¿son accesibles? Es la dimensión de especiando, la especta- ción de lo accesible o de lo inaccesible. Ahí hay también grandes diferencias. Hay el hombre sosegado, que ve el pano­rama de sus espectancias tranquilamente, y hay el hombre que es víctima de una ansiedad. Suele llamársele angustia. Yo no sé si los médicos lo hacen o no lo hacen, pero si lo hacen me parece que lo hacen mal. No es lo mismo la ansiedad que la angustia, pero ello poco importa para el caso. Llamémosle ansiedad en este caso, porque lo es. Hay este momento de espectancia, que responde al tema de la accesibilidad o inac­cesibilidad de aquello que uno preferiría.

Naturalmente, esto no es suficiente. El hombre que tiene que querer, no solamente va prefiriendo unas cosas, y con­trastándolas con aquellas que serían accesibles, es que hay además un quinto momento, que es la urgencia. En definitiva, hay que elegir alguna vez. Esta urgencia puede ser distinta. Hay también ahí grandes diferencias. Hay hombres que sien­

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ten la importancia antes que la urgencia —éstos generalmente alargan sus voliciones indefinidamente—. Hay otros hombres que sienten más bien la urgencia antes que la importancia. Estos hombres están dispuestos a resolver de un puñetazo las situaciones más difíciles de la vida. Hay diferencias.

No solamente esto, sino que ya elegida, querida la cosa interiormente, hay que ponerse a ello: es el momento de arro­jo, ponerse a ello. También aquí hay grandes diferencias. Hay individuos que tienen una estructura explosiva, otros indivi­duos que son eternamente indecisos: han elegido, han preferi­do; pero hacerlo, esto ya se alarga.

Aun supuesto que el hombre se ponga a hacer, hay un momento de firmeza, porque generalmente las acciones hu­manas no son instantáneas, duran algo. Y aquí, naturalmente, a la volición le afecta una diferencia por razón de la capaci­dad de querer, que es la volubilidad: el hombre que no man­tiene firmeza en lo que ha comenzado a hacer.

Finalmente, aun si lo ha realizado, el hombre, tal como dije antes, depone su fruición. Ha querido, sí, pero ¡cuántos descontentadizos hay que tienen poca capacidad de fruición!

En la unidad intrínseca de este proceso que va desde la movilización del hombre en sus tendencias hasta la fruición fi­nal, por esos ocho puntos o dimensiones, transcurre el acto concreto de eso que llamamos la volición, como acto de la facultad de querer. Y como puede verse, en tanto que acto de una facultad de querer de estructura esencialmente tendente, la volición tendente es tal que la presencia intrínseca de las tendencias, en el seno de la voluntariedad, modula intrínseca y cualitativamente la capacidad misma de voluntariedad. Las tendencias que conforman, también deforman la voluntad. La personalidad psicopática no está constituida precisamente por aquél que no tiene voluntad. Un psicópata no carece forzosa­mente de volición, sino que en grado mayor o menor, tiene una voluntad intrínsecamente torcida y deformada. Hasta qué punto eso acontece, depende de los grados. En todo caso, se­

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ría un abstracto hablar de la voluntad como mera «facultad» física; hay que hablar de la voluntad como «capacidad» de querer. Y como capacidad de querer va modulada intrínseca­mente por las tendencias que conforman y deforman la vo­luntad, y que hacen de ella una voluntad eficaz o una volun­tad psicopática.

Éste es, a grandes rasgos, el acto de la capacidad de que­rer. Ahora, esto no es toda la cuestión. El hombre que ejecuta un acto volitivo, una volición, se encuentra de una o de otra manera, en una forma distinta a como se encontraba antes de ejecutarla. Y nos preguntamos, entonces, en qué situación queda precisamente el sujeto volente una vez que ha querido.

3

En qué situación queda precisamente el sujeto volente una vez que ha querido

La pregunta afecta tanto al momento de voluntariedad como al momento de la tendencialidad. Anticipando ideas, di­ré que el hombre queda. Y precisamente ese quedar es lo que constituye un estado.

Comprendo que es muy poco simpático a las filosofías actuales hablar de estados; en esas filosofías donde el hom­bre es una especie de flecha disparada a un futuro —volveré sobre este punto al final del capítulo—, y que al parecer nun­ca está, sino que siempre deja de estar.

Comoquiera que sea, el estado tiene una fundón esencial en la estructura del espíritu humano y del hombre en general. Y esto tanto por lo que afecta a la voluntariedad como por lo que afecta a la tendencialidad.

En primer lugar, por lo que afecta a la voluntariedad. El hombre que ha querido algo, o incluso que lo ha querido in­teriormente y está en vías de realizarlo, no tiene siempre esto

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que he llamado un acto de volición. Por lo menos, en la for­ma de un acto. Yo puedo ir por la calle queriendo encontrar a un amigo en determinado sitio. En ruta, puedo pensar en cien mil otras cosas, no tener mi acto de voluntad. ¿Carezco de volición? Evidentemente, no. Es un modo de poseer la vo­lición no en acto, sino en una forma que la filosofía tradicio­nal --con perfecto sentido y razón— llamó «habitual». Aquí volición habitual no significa una costumbre; aquí lo habitual se opone a lo actual: es una volición que es actual, ciertamen­te —yo voy a ver a mi amigo, quiero ir, y estoy queriendo ir a ver a mi amigo—, pero eso no quiere decir que en todos los instantes, de una manera obsesiva, esté pensando en que quiero ver a ese amigo. Puedo pensar en otra cosa, y saludar a muchas personas en ruta. Es una volición en acto, en el sentido de que estoy queriendo, pero no lo estoy queriendo actualmente. Se trata por ello de un estado de volición, que es precisamente lo que llamaría la habitualidad. Aquí lo habi­tual, pues, se opone a lo actual.

Habitualidad no es que en un momento determinado, aho­ra, yo tenga los efectos de una volición anterior. No se tra­ta de esto. No se trata de que haya una especie de acción de la volición que tuve hace una hora sobre lo que voy a hacer dentro de una hora. Esto es cuestión aparte. Tan es cuestión aparte, que puede ser que, inclusive, me encuentre con gran­des sorpresas: con que voy a ver a un amigo, con quien me he citado, y no me lo encuentre. En ese momento aflora a mi conciencia el acto de volición con que he sido llevado allí. Precisamente porque carecía de efecto y objeto. No se trata del efecto de una volición sobre otra volición, sino de dos modos de ser, entítativamente distintos, de una misma voli­ción: la volición actual y la volición habitual.

En segundo lugar, tampoco significa la identidad de dos voliciones, a saber que la volición con que yo quiero ver al amigo en el momento que lo encuentro, es la misma que la volición en que decidí verle. No se trata de una identidad de

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dos voliciones, sino de dos modos de ser de una misma voli­ción: la volición actual y la volición habitual. La habitualidad, repito, es un modo de realidad del acto. Y esto no es una mera sutileza; es una estructura metafísica, y como tal tiene un valor decisivo en la vida del hombre. Cuántas voliciones meramente habituales encauzan al hombre y deciden el curso de su vida.

He aquí, pues, el estado en que concretamente queda el sujeto, el estado en que queda en un acto de volición, por ra­zón de la voluntariedad. Ahora, el hombre no queda única­mente en un estado por razón de la voluntariedad. Queda también en un estado por razón de la tendencialidad. La vo­luntad no se compone únicamente de una determinación — «quiero esto»— sino de la tendencia que me lleva a quererlo, que se satisface o que no se satisface en el acto de volición.

Tomo aquí la tendencia en su sentido completo, no dis­tinguiendo entre la dimensión sensitiva y la dimensión intelec­tiva, sino en toda su generalidad. Pues bien, desde este punto de vista, el estado en que queda el sujeto no es la habituali­dad; es una cosa completamente distinta: es justamente lo que se llama el senfimienío.

Los sentimientos son pura y simplemente las afecciones en que el hombre queda afectado por sus tendencias. Por eso, si no era —y fue el objeto del capítulo anterior— ningu­na tautología decir que la esencia de la voluntad es querer, debe decirse también sin tautología ninguna que la esencia del sentimiento es ser afección, ser «estado afectivo», más concretamente, afección tendenciai

El hombre queda afectado, con lo cual, naturalmente, no me reñero a lo que en la Psicología suelen llamarse estados del sujeto. Después de hablar de los conocimientos, de las voliciones, de las necesidades, de las tendencias, hay un ca­jón de sastre flotante de lo que se llaman die Zustánde, los estados. Estados que se llaman así, de una forma negativa, porque no tienen nada que ver ni con las cosas, ni con los

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actos propiamente hablando, sino que son estados que le acontecen al sujeto. Ahora bien, esto no es verdad. La ver­dad es que la unidad de la vida del hombre es absolutamen­te unitaria en su raíz misma. Lo que llamamos estados son los modos en que queda el hombre afectado por la tenden- cialidad de su volición. De ahí que cuando se dice —la Esco­lástica misma lo dijo— que el hombre comparte con el ani­mal los sentimientos inferiores, llamados sentimientos vitales, ¡ah!, tengo esto por absolutamente falso. El animal no tiene sentimientos de ninguna clase, ni inferiores ni superiores. El animal puede estar doliente o hambriento, pero no tiene sen­timiento de hambre, ni sentimiento de dolor. Tiene dolor y hambre, que es cuestión distinta, pero no tiene sentimiento. La dimensión sentimental es exclusivamente inherente al hombre. Lo demás son tendencias sensitivas, que nada tie­nen que ver con el sentimiento. Es falso decir que el animal tenga sentimientos vitales. Tiene estados de cenestesia más o menos complejos. Pero eso, propiamente hablando, no es un sentimiento. Para que lo fuera, haría falta un ente que que­dara afectado por unas tendencias que le lleven precisamen­te a la realidad en cuanto tal. Ahora, esto es lo que acontece precisamente en el hombre. Todos los sentimientos huma­nos, aun los más elementales y los más superficiales, envuel­ven un momento de realidad en cuanto tal. Estar triste no es simplemente tener una determinada tonalidad vital, o una to­nalidad psicológica. El que está triste se siente él «realmente» triste, por causa de una realidad conocida o desconocida que, en cuanto tal, es precisamente causa de su tristeza. De esto no hay duda ninguna. Ahora bien, esto quiere decir que el parentesco de los sentimientos con la volición es muy grande. Sin embargo, no pasa de ser un parentesco. Porque la verdad es que aquello por lo que el hombre queda afecta­do en lo que llamamos sentimientos, es por la dimensión tendencial, la cual dimensión tendencial va disparada a su objeto. De ahí que la causa de la tristeza no sea precisamen­

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te la volición con que yo he querido un objeto que se me es­capa, sino el objeto mismo que ha escapado. El determinan­te del sentimiento es la cosa real en tanto que real, y no pre­cisamente la volición con que yo la he querido. Pero en todo caso, la unidad entre la volición habitual y los sentimientos en que el hombre queda afectado, hace que estas diferen­cias, muy claras desde el punto de vista conceptual, se en­cuentren entreveradas en la vida real y efectiva. ¿Dónde em­pieza y termina la frontera de un sentimiento y de una voli­ción habitual o actual? ¿Dónde empieza y termina la volición habitual a diferencia de un sentimiento? La unidad intrínseca —por lo menos, desde el punto de vista del sujeto— entre el sentimiento y la volición actual, es indiscutiblemente una de las claves y de los resortes más delicados para la dirección de los espíritus.

He aquí, pues, lo que tenía que decir del acto de volición como acto de la capacidad de querer. En tanto que acto de la capacidad de querer, la volición se despliega en aquellos ocho momentos, según los cuales el hombre quiere, dentro de una cierta conformación volente que sus propias tenden­cias imprimen en la voluntariedad. Como estado, el hombre queda en una especial mixtura de volición habitual y de senti­miento. Puede desaparecer la volición habitual y quedar el sentimiento. No hay duda ninguna. Pero como quiera que sea, en su complejidad humana, eso es lo que constituye el acto de volición como acto de la capacidad de querer.

Pero este acto es un acto de querer; es decir, un acto en el que el hombre depone, él, fruitivamente, su acción prefe­rente —depone su volición— en la cosa realmente querida. Y depone en ella, precisamente para realizarse en la situación en que quiere. De ahí que el problema no queda agotado con que se nos diga en qué consiste la estructura del acto con que el hombre ha querido y el estado en que queda, sino en qué consiste real y efectivamente la voluntad, no* como una función entre las n funciones que tiene el hombre, sino como

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algo que constituye una de las características esenciales de esa realidad que llamamos la realidad humana. ¿En qué con­siste la voluntad como modo de la realidad?

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LA VOLUNTAD COMO MODO DE REALIDAD

En todo acto de voluntad el hombre se realiza. Y para te­ner ante nuestra vista exactamente el problema del que tene­mos que ocupamos, volvamos al punto de partida. El hombre no quiere de una manera arbitraria y azarosa. Quiere porque no tiene más remedio que querer. Las tendencias, en una o en otra forma, le llevan a esa situación en que el hombre no tiene más remedio que querer. Y no tiene más remedio que querer, porque le han llevado a un punto en que tiene que hacerse cargo de la situación y de las cosas, enfrentándose con ellas como realidad. Y tiene que ir a ellas en tanto que realidad. Ahora bien, si esto es asf, entonces nos preguntamos: ¿En qué consiste el modo de realidad de este ente, cuando es volente? Y en segundo lugar: ¿En qué consiste eso que llamamos la re­alización del hombre en un acto de volición?

El hombre que quiere una cosa, se realiza él en aquella cosa; por ejemplo, el hombre que come un filete está hacien­do por la vida. Son dos cosas distintas, comer un filete y hacer por la vida, pero inseparables. Podrfa hacer por la vida en otra forma, no hay duda ninguna, pero no puede hacer por la vida más que con una serie de cosas concretas: comerse el filete, o beber un vaso de leche, o ayunar. Nos preguntamos, pues, en qué consiste el modo de realidad del ente volente, y en qué consiste su realización en la volición.

§ 2

En qué consiste la realidad del ente volente

El hombre es llevado por las tendencias, en una situación determinada, a tener que enfrentarse con las cosas como re-

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alidad, es decir, a hacerse cargo de las cosas como realidad y a ir hacia ellas por un acto especial. Este acto especial es la preferencia. No es el acto de ser llevado a ellas, sino el acto de ir hacia ellas en forma de pre-ferencia. Esto significa que el hombre se encuentra en aquella situación {por el mecanismo que sea) en cierto modo volcado, desde la situación en que se encuentra incurso, sobre la situación misma. El hombre se halla colocado, como decimos vulgarmente, sobre sf 2.

Colocado sobre sf, tiene dos dimensiones. Una, esa di­mensión por la que el hombre es sujeto, ciertamente, de mu­chas cosas, pero no es sujeto de propiedades que emergen de él, sino justamente al revés: es un ente que determina, en una o en otra forma, las propiedades que va a tener; no es un lOTO-KELpEVOV, un sub-stante, sino que es un iijieq-keípevov, un supra-stante. Pero no es de esto de lo que aquí voy a ocu­parme.

Desde el punto de vista operativo cabe preguntarse en qué consiste que el hombre esté sobre sf y deponga, se de­ponga él mismo, en una realidad en la que se va a realizar. Esta dimensión deponente, y no la dimensión supraesfanfe, es la que aquf nos ocupa. ¿Qué es estar sobre sí desde este pun­to de vista?

Lo primero que hay que decir es que cuando se habla de estar sobre si' no se trata de dos sfs: de un Ego y de un Su- per-ego. Esto serfa quimérico. No son dos egos, sino que co­mo egos, como yos, no hay más que uno. Por muchas vueltas que se le dé, no existe semejante Super-ego.

Tampoco se trata de que aquello que le ha llevado al hombre sobre sf esté constituido por tendencias de orden sen­sitivo, y que quien tiene la voluntad sea el otro, el que está sobre sf. También esto es falso. La voluntad está no solamen­te en el que está sobre sf, sino también en aquello sobre lo

2 Nota de X. Zubiri: «Dejar aquf sólo lo del dominio... La parte general del ‘estar sobre s f (págs. 70-75) llevarlo a la lección 1».

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cual está. No se trata de dos voluntades, o de dos tendencias, sino de dos modos distintos.

No es tampoco que se opongan como el ser y el no-ser, es decir que el hombre fuera una realidad, y en un cierto mo­mento se encontrara enfrentado con lo que no es. Esto serfa como decir, tal como afirmaba Platón, que el movimiento es el paso del ser al no-ser, o del no-ser al ser. Esto es quiméri­co. Aristóteles lo puso bien en claro: moverse es pasar de un modo de ser a otro, que es cosa distinta. Esto es igual. No se trata aquí de lanzarse sobre el no-ser. Se trate de algo más elemental: de dos modos de ser de una misma realidad. La realidad, efectivamente, es, por un lado, una realidad que no hace sino ser; y de otro lado, en el caso del hombre, hay di­mensiones respecto de esa realidad en que su modo de ser, es ser querido. Se trata, pues, en el estar sobre sí, no de dos Yo, sino de dos modos o dimensiones de una misma reali­dad. Tanto más, cuanto que precisamente la forma primaria de estar sobre sí no se expresa por el Yo, Esto es quimérico. La forma primaria de estar sobre sí se expresa en una forma medial, que es el me. Me siento bien o me siento mal; me ale­gro o me entristezco; me fastidia y me alegra. El me, que es una cosa distinta al yo y al mí —es una forma medial—, no existe, desgraciadamente, en nuestros paradigmas verbales co­mo forma verbal. Tampoco existe en latín; existe en griego, en iranio, existe en sánscrito. Innegablemente la medialidad co­mo sentido está justamente en ese me. No es lo mismo decir «he comprado una casa» que decir «me he comprado una ca­sa»: esto último es una forma medial. El me es la forma pri­maria y radical, elemental y sutil de estar sobre sil

No se trata de ninguna abstracta estructura metafísica: es lo que hacemos todos cuando, a lo mejor, en una visita ve­mos a una persona a quien se le pregunte algo, y que ésta empieza a tomar toda clase de cautelas: he aquí un hombre que está sobre sí. No se trate sino de esto. Tanto más, cuanto que, en esta forma concreta, sería completamente falso pre­

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tender que el estar sobre sí sea mera y simplemente una es­tructura abstracta del espíritu humano. Esto es falso. La prue­ba está en que admite grados: hay quien está más o menos sobre sí. Exactamente como la voluntad, que tiene distintas capacidades de querer, tiene también el hombre distintas ca­pacidades de estar sobre sí. Hay hombres que hasta en la irri­tación están sobre sí, y parece que han matado toda esponta­neidad. Hay hombres que nunca están sobre sí, que van siem­pre a la deriva de su situación. Se puede estar más o menos sobre sí.

Se podría entonces pensar que este modo nuevo de reali­dad .es lo que llamaríamos la reflexividad: el hombre ocupán­dose de sí mismo. Fue la tesis de todo el idealismo transcen­dental, desde Kant hasta Schelling: creer que la esencia del es­píritu consiste en esa vuelta a sí mismo llamada reflexividad. Ahora bien, esto es física y además metafísicamente falso. En­tre otras, por dos razones. Primera, porque la reflexividad consiste en hacerse a sí mismo objeto de sí mismo. Esto se puede hacer, pero no es forzoso que así sea. El hombre que dice: «me encuentro bien» o «me encuentro mal», o «me en­cuentro a gusto», no está forzosamente, por lo menos en la forma pura medial, en actitud reflexiva. No está haciéndose a sí mismo objeto de una reflexión, sino que se encuentra «di­rectamente» («me» encuentro) bien o mal. La reflexividad se mueve en el orden de la objetualidad. El estar sobre sí, no se mueve necesariamente en el orden de la objetualidad, sino en el orden de la medialidad.

La segunda razón, tan grave como la primera, se basa en que la reflexividad es la entrada en sí mismo. Ahora bien, na­die entraría si antes no hubiera salido. De ahí que la primera dimensión en el estar sobre sí, no es justamente la capacidad de volver sobre sí, sino justamente al revés, la capacidad de salir de sí. De ahí, a poco que se reflexione, se comprenderá que el estar sobre sí tan no es la reflexividad, que justamente sucede al revés: la condición física y metafísica para que la re-

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flexividad sea posible, es justamente el estar sobre sí. Sola­mente el ente que es capaz de estar sobre sí, salir fuera de sí mismo, pudo ejecutar ese segundo acto que es volver sobre sí, que es justo la reflexión, la reflexividad. La medialidad del estar sobre sí, repito, es la condición física y metafísica de la reflexividad.

El estar sobre sí, digo, tiene una primera dimensión que es justamente salir de sí. Esto parece paradójico; no lo es. Se trata de que en la medida en que el hombre está colocado sobre sí, aunque sea en esta forma medial del me, ha salido por lo menos del «mero estar». El animal está hambriento. El animal no podría decir —aunque pudiera hablar— me en­cuentro hambriento, le faltaría esa dimensión del me. ¿Es que el que dice el me es distinto del que está hambriento? No. Pero justamente ahí está la dualidad de modos. Y la sa­lida —el salir de sí— consiste en que el hombre es una reali­dad tal que en aquello que efectivamente es, no puede me­nos de salir de su «mero» estar, para colocarse o estar justa­mente «sobre sí». El hombre es —física y metafísicamente— una realidad «disyunta». Una disyunción que le aboca nece­sariamente a una superación. No consiste —repito— en lan­zarse al no ser, sino en lanzarse a otro modo de ser. A su vez, el hombre que está sobre sí, no anula forzosamente to­do aquello sobre lo cual está; en manera alguna. El hombre mil veces puede aprobarlo, puede aceptarlo. No consiste el estar sobre sí, el estar disyunta, en la capacidad de barrenar aquella dimensión del hombre sobre la cual se está; todo lo contrario, consiste modestamente, sencillamente en volverse a unir a ella. En este sentido el hombre es una realidad «conyunta». Disyunta y conyunta, el hombre ejecuta esto que no es un proceso, pero sí una condición metafísica, esta es­pecie de oscilación, de lo que es como realidad que no hace sino ser actualmente, de lo que es como realidad efectiva­mente querida y aceptada. Son dos modos de ser: el ser me­ramente sido, la realidad meramente sida, y la realidad en

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tanto que querida 3. No son forzosamente dos realidades dis­tintas. El hombre que está contento, y que acepta y quiere aquello que es, no por eso es otra cosa, desde el punto de vista de la realidad. Sin embargo, tiene dos modos de ser: el modo de lo simplemente sido, y el modo de lo querido, de lo formalmente querido. De ahí que como modo de realidad, es­ta estructura no es como Sartre pretendía, frívola y rápida­mente, le néant de l’étre, el ser del hombre que se lanza sobre la nada; esto sería quimérico. Es precisamente pasar de un modo de ser a otro modo de ser. Se trata, por tanto, de una misma realidad que puede presentar los dos modos.

Pues bien, realizar una volición, realizarme en una voli­ción, es hacer precisamente que mi realidad sida sea formal­mente mi realidad querida. Éste es el problema. ¿Cómo acon­tece esto? ¿Cómo se realiza la volición en el estar sobre sí?

2

Cómo se realiza la volición en el estar sobre sf

Lo primero sobre lo que hay que reflexionar es cómo está el hombre que está sobre sí; qué problemas se le plantean. Se le plantea, entre otros, el problema de querer. Evidentemente. Pero el problema de querer consiste en realizarse volentemen- te, y no basta para eso querer: es preciso que realíce mi voli­ción real y efectivamente. Ahora, en la medida en que la reali­zo, esta volición se ejecuta con las tendencias, con las capaci­dades que el hombre naturalmente tiene, con lo que ya era una realidad. Se ejecuta con ellas, pero de acuerdo con la vo­lición con que el hombre efectivamente quiere realizarlo. Y esto plantea un pavoroso problema. ¿Es esto posible? ¿Es po­sible que la realidad «que era» realice una realidad «querida»?

3 Cí. pág.43.

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En la medida en que eso es posible —y lo es de alguna ma­nera—, el hombre es dueño de sí En la medida en que eso no es posible, el hombre no es dueño de sí. La radical disyunción del hombre es precisamente ese problema de la «dominalidad»: el dominar o no dominar su propia realidad. Esto no significa, evidentemente, que la realidad que es difícil de dominar, sea siempre adversa. Esto puede no ocurrir. Puede ocurrir que la realidad del hombre meramente sida sea un magnífico cauce para la realidad querida. Qué duda cabe que para el individuo que por necesidad tuviese que ayunar sería una gran ventaja ser inapetente. Esto es innegable. El ser dueño de sí no conlleva for­zosamente una dificultad; puede conllevar una dificultad —la conlleva, desgraciadamente, la mayoría de las veces—, pero mu­chas se realiza también con facilidad. No es lo mismo la voca­ción que las dotes, pero qué duda cabe que una vocación sin dotes es cero. El ser dueño de sí es justamente la situación in­trínseca en que transcurre la unidad de la disyunción y la con­junción. La Psicología profunda ha atendido en general a las complexiones de tendencias. Pocas veces se ha planteado ante el enfermo el problema de curarle para llegar a ser dueño de sí, en el sentido más riguroso del vocablo. No es sólo reemplazar una complexión por otra mejor o más favorable, sino enseñarle y capacitarle a ser dueño de sí.

Pero si el hombre, efectivamente, en alguna manera es ■dueño de sí —y en alguna manera lo es, si no sería precisa­mente un irresponsable, un demente—, entonces se pregunta uno: ¿Y en qué forma es el hombre dueño de sí?

El hombre es dueño de sí al ejecutar el acto voluntario y, \sobre todo, cuando este acto voluntario es repetido. Enton­ces, naturalmente, la incorporación de la volición a la activi­dad natural del hombre recibe un nombre determinado y con­creto: es «habitud». No se confunda esta habitud de que trato ahora con la habitualidad de que he tratado antes. La habí- ítualidad de que trataba antes se opone al acto. Una cosa es lo habitualmente querido, otra lo actualmente querido. En el

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camino que me lleva de mi casa a la casa del amigo, como antes expuse, si pienso en otra cosa tengo la volición habi­tual del acto de volición de ir a casa de mi amigo, pero no la actual. Pero aquí se trata de una cosa distinta. Se trata, precisamente, de esa especie de incrustación o de conforma­ción que la naturaleza del hombre va adquiriendo precisa­mente por la repetición de los actos de voluntad; lo que un griego llamaba una Lo que llamamos costumbres son costumbres por ser hábitos, no son hábitos porque son cos­tumbres. La repetición de los actos va conformando, impri­miendo eso que los antiguos llamaban una cualidad difícil­mente removible, difícilmente separable, una inclinación natu­ral que le hace al sujeto pronto para determinado tipo de actos. Según que fueran positivos o negativos, los antiguos llamaron a esos hábitos virtudes o vicios. Hay habitudes, qué duda cabe, que constituyen lo que llamamos una virtud; y hay habitudes, qué duda cabe, que constituyen lo que llama­mos un vicio.

Vicio y virtud no son dos sistemas de bienes. Tampoco son simplemente dos tendencias. Son, justamente, tendencias que se han incorporado a actos de volición, y que han he­cho de estos actos de volición una especie de segunda natu­raleza suya. El error estaría en pensar que en la situación concreta histórica de la humanidad, esas habitudes positivas y negativas funcionan ex: aeqüo. Esto sí que no es verdad. El haberlo creído fue todo el error de Pelagio en Teología. Ahora, lo que sí es verdad es que algo conserva la humani­dad de ellas, incluso de la tendencia al bien. Y el haberlo ne­gado fue todo el error de Jansenio. Esa cualidad difícilmente removible que se opone a la mera potencia, es la habitud. La potencia de querer, la nuda potencia de querer, el hombre la tiene, qué duda cabe, en cualquier situación. Ahora, otra co­sa es que tenga habitud en el sentido de la Í^Lg. La incor­poración de la voluntad a la naturaleza tiene esa primera di­mensión que llamamos la habitualidad, la habitud, la

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Pero en segundo lugar, la voluntad no solamente es una capacidad de resolver conflictos, los conflictos que las situa­ciones plantean. Por ahí empieza la voluntad, pero sigue al revés, con un movimiento ascensional que le lleva precisa­mente a crearse un ámbito propio, no solamente de cosas en que querer, sino a potenciar su propia capacidad de querer. Es lo que Nietzsche llamaba, en otro sentido, der WiHe zur Machi, la voluntad de poder. El hombre no sola­mente quiere, tiene que querer y puede querer, sino que además quiere poder. Desde este punto de vista, el dominio de sf mismo no es habitud, es algo completamente distinto, es «esfuerzo».

La estructura metafísica del esfuerzo no puede perderse de vista. Al problema del dominio de sí, la filosofía antigua, con todos los estoicos, dio una solución sencilla: parar y matar todo el mundo tendencial: á tagalia . Ahora bien, esto es quimérico. Por eso alguna vez dije —en esta Sociedad de Estudios y Publicaciones— que el estoico es sencillamente el orgulloso de su virtud, es la altanería de la virtud. La verda­dera virtud envuelve precisamente todas las tendencias, no para anularlas —anula algunas, no hay duda ninguna, pero es con otras, potenciando otras. No se trata de una draga­ría, sino al revés, de un momento de esfuerzo. Ahora bien, el esfuerzo es un despliegue, pero un despliegue curioso. Parte de un punto, evidentemente, y logra algo; pero conti­núa. Y cada una de las cosas que logra no son estados que deja a sus espaldas. El cuerpo que se mueve en el espacio, transcurre de unos lugares a otros, y cada lugar que ocupa es precisamente por haber dejado de ocupar el anterior. Aquí acontece estrictamente lo contrario: es imposible estar en el segundo punto del esfuerzo, si no es conservando el primero. Conservando el primero, para con él precisamente ir al tercero. Y así sucesivamente. Hay un momento de con­servación y un momento de progresión; pero una progresión tal, que no consiste en salirse de ninguno de esos puntos,

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sino justamente al revés, en revertir esencialmente al anterior. Y en esta reversión está precisamente la índole intrínseca del esfuerzo.

Ahora bien, pensamos que el esfuerzo es siempre vencer dificultades. Esto es falso. En el acto de volición, incluso en la voluntad de poder, hay un momento de voluntariedad, perfec­tamente distinto del momento de la tendencialidad, y a am­bos afecta el esfuerzo. El esfuerzo puede muchas veces recaer pura y simplemente sobre el momento de voluntariedad, don­de realmente no hay quizá dificultades que vencer; puede no haberlas. Si uno examina el problema desde el punto de vista ético, uno comprende inmediatamente que el mérito moral de una acción no está en razón de la dificultad, sino que está en razón de la intensidad con que ha querido el bien, cosa com­pletamente distinta. Es de suponer que santa Teresa en su úl­tima «morada», o incluso la propia persona de Cristo —por razones de otro orden—, no han tenido dificultad ninguna que vencer. Sin embargo, el amor de Cristo fue infinito; y no fue infinito el de santa Teresa, evidentemente, pero fue de lo más puro que cabe concebir en el orden religioso del amor. ¿Te­nía dificultades santa Teresa para ejercer la virtud? Probable­mente no. Lo difícil le hubiera sido hacer el mal. ¿Se va a de­cir por eso que santa Teresa no tuvo que lograr eso, que no tenía que mantener en vilo y con esfuerzo el amor en que consistía su virtud? Por supuesto que tuvo que hacerlo, hasta la hora de morir. Es el esfuerzo como intensificación del puro momento de voluntariedad, cosa que no tiene nada que ver con vencer deficultades. Lo que a lo sumo puede decirse, y con verdad, es que en los pobres hombres que estamos en otra situación, la dificultad pone a prueba la intensidad de la voluntad, pero que no es aquello que mide la intensidad de la volición. Por esto pudo decir Cristo en el Evangelio: «A quien mucho ama, mucho se le perdona» 4. Son cosas distintas.

* Le 7,47.

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Desde el punto de vista de las tendencias, innegablemente el esfuerzo consiste no simplemente en anular aquello sobre lo que se quiere dominar, sino en encauzarlo; y en encauzarlo por dos líneas. La una, evidentemente, la Ifnea de sofocar ciertas tendencias y subrayar otras. Pero la otra línea, no me­nos importante, es, sencillamente, la de orientar su propia vo­lición. La orientación de la volición es tan necesaria para la voluntad de poder y para el esfuerzo humano, como la capa­cidad física de esforzarse y de realizar actos.

Desde este punto de vista, la volición es la dimensión más preciosa del hombre, y sostengo el vocablo. No es ni mero juego de tendencias, ni mera aceptación; es una cosa mixta. Y por eso me parece que sin grave exageración puede decirse que la voluntad, en este sentido estricto de voluntad de po­der, en el sentido de esfuerzo, es la cenicienta del educador, y en cierto modo del psicoterapeuta. En muchos casos se en­tiende que curar y conformar una voluntad consiste en reem­plazar un complejo, una complexión tendencial, por otra que será mejor. Esto es necesario. Sin esto la mejor reforma de voluntad no pasaría de ser un bello programa en el vacío. Y para esto, todos los medios son pocos, incluso los medios físi­cos. Desde los fármacos bioquímicos hasta el tratamiento psi- coterapéutico usüal son absolutamente imprescindibles cuan­do la situación es patológica; y en una o en otra medida, des­de el punto de vista de la educación, para enseñar a una vo­luntad a esforzarse y a ser dueña de sí misma. Pero esto no basta. Es menester que a la voluntad se le den cauces, se le den convicciones, con las cuales, efectivamente, la realidad tenga sentido para ella.

El hombre actual va perdiendo, de una manera alarman­te, el sentido de su realidad. Y lo va perdiendo —y la prueba está bien clara— porque el hombre, a fuerza precisamente de técnica y de condiciones sociales extremadas, no solamente lleva orlada su vida con un coeficiente de provisionalidad, si­no que en definitiva el hombre que cree que vive, vive justa-

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mente lanzado hacia un futuro. Ha perdido radicalmente la capacidad de la fruición, que es tener ese mínimo de fruición sobre el terreno que pisa. Evidentemente, si no hiciera más que estar fruente sobre el terreno que pisa, sena un bruto, se embrutecería. Pero no haciendo más que el futurismo —no el futuro, sino el futurismo—, el hombre es una quimera que se devora a sí misma. El hombre necesita restaurar su capacidad radical de fruición 5: hacer que el ser querido sea el ser sido, y que tenga esa modesta, limitada y penosa, si se quiere, pero auténtica fruición: pisar real y efectivamente el terreno que pi­sa.

Alguna vez, hace muchísimos años, dije que al hombre se le conoce por lo que hace en los días de fiesta. Forma muy extremada y muy vulgar de decir lo que acabo de decir. Es justamente la hora y el día en que el hombre, efectivamente, no tiene que hacer más que ser sí mismo, tener esa mínima fruición sin la cual la humanidad y la vida no podrían existir.

La dominación de sí mismo en la triple dimensión del es­fuerzo, de la habitud y de la incorporación aceptada de la re­alidad que quiere a la realidad que se es, es justamente la re­alización de la realidad querida como realidad sida. Éste es, efectivamente, el transcurso de la volición. Ahora queda, co­mo siempre, una pregunta última: ¿Y en qué consiste la uni­dad intrínseca y radical de la realidad en tanto que sida, y de la realidad en tanto que querida? Es justamente el problema de la libertad.

5 Los conceptos que aquí expone Zubíri son muy similares a los del ensayo

■Las fuentes espirituales de la angustia y de la esperanza». Ambos debieron escri­

birse por las mismas fechas, razón por la cual hemos publicado ese texto como

apéndice del presente volumen.

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íííV

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CAPITULO in

QUÉ ES SER LIBRE

En los dos capítulos anteriores nos hemos planteado el problema del acto de voluntad, de la volición. En el primero estudiamos el acto de voluntad, la volición, como acto de una potencia volente. Y en el segundo, el acto de voluntad como acto de una capacidad de querer. Son dos dimensiones distin­tas del problema, que nunca se sabe por qué no tienen sufi­ciente autonomía dentro de la exposición filosófica del pro­blema de la voluntad. Todos sabemos que todos los hombres tienen inteligencia; todos sabemos, sin embargo, que los hom­bres tienen distintas capacidades de inteligir, problema que en una o en otra forma ha entrado siempre en la filosofía del co­nocimiento. No se sabe por qué razón no se puede hacer lo mismo con la voluntad. Todos tenemos potencia volente, pe­ro no todos tenemos la misma capacidad de querer.

Desde este punto de vista, veíamos en el último capítulo que apoyándonos en la noción de voluntad tendente, esto es, de una estructura única compuesta de dos momentos esen­cialmente distintos, un momento tendencial y un momento de voluntariedad, este acto de querer es el acto de una voluntad distintamente capacitada. Y nos preguntábamos por el proce­so de la volición, no simplemente desde el punto de vista de una potencia volente más o menos articulada con una poten-

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da intelectiva y unas potencias ejecutivas, sino como algo uni­tario que se despliega en ocho momentos sucesivos, y en los que intervienen tanto la tendencia como la voluntariedad; mo­mentos en los que hay enormes diferencias individuales, cuya caracterización completa constituye la tipología del querer.

Veíamos que este acto deja al sujeto volente en un deter­minado estado, por lo que afecta a la voluntariedad, a saber, en una volición habitual; y por lo que afecta a la tendencia, en un estado de afección o afecto, llamado sentimiento. La realidad del hombre tiene, pues, un modo propio de ser, a sa­ber, es en alguna medida una realidad querida. En esta voli­ción el hombre va configurando la realidad de su persona, y nos preguntábamos, en un segundo momento, cuál es la fun­ción constituyente y configurante del acto de volición como determinante del ser de la personalidad humana. (Bien enten­dido, esto rio afectaría el problema de su personeidad). Y res­pondía que en virtud de su estructura, el hombre está sobre­puesto a sí mismo, para hacerse cargo de la realidad y habér­selas con sus propios actos de un modo peculiar, que es jus­tamente el modo de querer. Ahora bien, este estar sobre sí mismo implica esencialmente un modo de realidad dentro del hombre, en virtud del cual éste es una realidad disyunta, al propio tiempo que una realidad conyunta. Y, en definitiva, lo menos que hay que decir es que desde el punto de vista de su acto de querer, el hombre es, o por lo menos pretende ser —sin esto no habría volición posible—, dueño de sí.

Este ser dueño de sí, lleno y erizado de dificultades enor­mes en todo ente humano, tiene una consecuencia, cuando por lo menos el hombre logra querer: es que, efectivamente, su acto de voluntad se incorpora a la realidad sida, y por tan­to adquiere la forma de habitud, de EÍjLg; lo cual, en segundo lugar, potencia su propia tendencia, su propia capacidad de querer: es una voluntad de poder; el hombre hace un poder. Con lo cual, naturalmente, realiza su propia realidad, es decir, hace de su ser querido un ser real y efectivo.

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Ello deja ante los ojos un acto, o una serie de actos, que tienen una estructura relativamente clara desde el punto de vista de lo que es un acto volente, pero todavía muy oscura por lo que afecta a la interna estructura de este acto volente, como acto de una realidad conyunta y disyunta. La unidad de la disyunción y de la conyunción es lo que todos, en una for­ma o en otra, hemos llamado libertad.

Dejemos de momento la articulación de este tema con lo que acabo de decir. Supongamos que no he dicho nada. Nos preguntamos, entonces, por la cualidad suprema que en una o en otra forma atribuimos todos a los actos de volición, a sa­ber, el ser actos libres, actos de libertad. (Suponiendo que exista algún acto de libertad, cosa imposible).

Nos preguntamos, pues, por la libertad. Naturalmente, en un primer punto, en un primer momento, no podemos tomar aquf la libertad más que como una denominación, no mera­mente extrínseca, sino como una denominación intrínseca, por lo menos en intención. Efectivamente, todos tenemos la conciencia más o menos clara, la vivencia de unos actos que con razón o sin ella llamamos libres. Frente a estos actos li­bres, la posición reflexiva del hombre puede ser muy distinta: puede afirmar, puede negar o puede matizar su libertad. Pero lo que sí es evidente es que para negarlo, afirmarlo o matizar­lo, el hombre tiene que saber por lo menos qué afirma, niega o matiza. Ahora bien, esto que afirma, niega o matiza es jus­tamente la libertad. ¿De dónde saca el hombre su idea de li­bertad? Naturalmente, de los actos en que tiene una vivencia real o ilusoria, poco importa para el caso, de lo que es un ac­to libre.

De ahí que el problema de la libertad se despliegue en tres momentos que hemos de examinar sucesivamente: Pri­mero, qué es ser libre, es decir, en qué consiste la libertad. Segundo, lo que antes hemos dejado a las espaldas, a saber, en qué medida eso que es ser libre tiene realidad en la reali­dad humana. Y en tercer lugar, cuál es la posición de esa re-

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alídad humana por ser libre dentro del mundo, y en el con­cierto entero de la realidad en cuanto tal: es el problema de Dios y la libertad.

En este capítulo nos preguntamos pura y simplemente por la primera de esas cuestiones, qué es ser libre. Tenemos todos una vivencia más o menos exacta o inexacta de la liber­tad, y nos preguntamos ahora en qué consiste, desde el punto de vista de estas vivencias, lo que se llama ser libre. Tarea que no es ni tan sencilla, ni tan inútil. No es sencilla porque exige tiempo y exige algún esfuerzo. No es inútil, porque, en definitiva, para saber qué acontece con la realidad de la liber­tad es preciso saber qué es esa libertad de cuya realidad se va a discutir.

¿Qué es, pues, ser libre? Ni que decir tiene que todas las grandes filosofías se han enfrentado con este problema en una o en otra forma. Por eso, en una primera parte vamos a ver rápidamente algunas de las respuestas más clásicas y más usuales que se han dado a esta pregunta. Y en una segunda parte intentaremos afrontar, directamente, el problema de la idea y la estructura misma de la libertad.

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§ 1

ALGUNAS IDEAS USUALES ACERCA DE LA LIBERTAD

No insisto excesivamente en la exactitud con que estos distintos puntos de vista que vaya a exponer, estén o no ade­cuadamente incluidos dentro de las rúbricas en que los voy a exponer. Lo cierto es que no existe nunca una exposición de ideas ajenas que no tenga algún punto de vista, y el punto de vista que aquí me importa es aquél al cual yo voy a ir a parar. De modo que a pesar de una cierta inexactitud —no tan gran­de, sin embargo—, agrupo bajo determinadas rúbricas las ideas usuales acerca de la libertad.

1

La libertad de

En primer lugar, quien dice libertad dice libertad de algo: el hombre está libre de algo. He aquí un primer punto de vis­ta, en tomo al cual pueden obtenerse distintas ideas de la li­bertad. ¿Libre de qué?

La filosofía clásica ha entendido que la libertad de que aquí se trata es la libertad interior, la libertad interna. El hom­bre, constituido por un sistema de apetitos, inferiores unos, se nos dice, racionales o superiores otros, se encuentra instalado en el segundo sistema, el de los apetitos superiores, en una condición, dirá la filosofía escolástica, que es condición de li­bertad. Estos apetitos superiores, en efecto, se hallan todos ellos regulados por un apetito de la voluntad hacia el bien en general. Ni que decir tiene que como no se pueden querer si­no bienes particulares, el hombre se encuentra, en virtud de

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este apetito, en una situación de libertad, donde, por consi­guiente, libertad significa que no está dominado el acto de vo­luntad por lo otro, por las tendencias o los apetitos inferiores. En esta doble dimensión, a saber, que los apetitos inferiores «permiten» el juego de los apetitos superiores, y que los apeti­tos superiores están constituidos y regulados por la condición del bien en general, se halla, en definitiva, la sustancia —con todas las variantes posibles— de la idea clásica de libertad en la mayoría de las filosofías escolásticas.

Naturalmente, no es que esto sea falso. Sin embargo, uno puede cautamente emitir justo una interrogación a propósito de uno de esos dos puntos. Se nos dice, en efecto, que los apetitos inferiores tienen una estructura bien distinta de los apetitos superiores. Y uno se pregunta, ¿es que el problema de la libertad, en un hombre, consiste solamente en que los apetitos inferiores —o lo que sea— le permitan ser libre? ¿No es más que eso?. Segundo; Se dice que los apetitos superio­res están constituidos internamente por una volición al bien en general. ¿Es verdad que el hombre quiere el bien en gene­ral? Naturalmente, no voy a responder a esas preguntas. Esto vendrá después. Simplemente son pequeñas preguntas, «dul­ces objeciones al Padre Eterno», que decía un francés, abad de Silos, cuando le preguntaban qué diría a Dios en el otro mundo.

Esta libertad interior ha encontrado, desde otro punto de vista, una magnífica expresión en la filosofía, si no absoluta­mente actual, sí relativamente actual, en la filosofía moderna, y más concretamente en aquel modo de concebir la libertad en virtud del cual el hombre, víctima de todas las situacio­nes que concretamente le va produciendo la realidad, indeci­so y flotando sobre sí mismo, sin embargo va abriéndose ca­mino hacia una acción determinada, a fuerza de reconcentrar­se en sí mismo. Haciendo una especie de tanteo sobre las po­sibilidades finales, este proceso dinámico lleva lentamente a un punto tal, que realmente el hombre se embarca en una ac­

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ción que no es distinta de mf mismo, sino que soy yo mismo puesto en marcha: esto serfa la libertad. Es el punto de vista de Bergson, que, ciertamente, ha tenido una gran eficacia dentro de la filosofía actual. Solamente, uno se pregunta: ¿Es

esto la libertad?Renouvier, muchos años antes, decía: «los motivos son

mis motivos». Sí, esto es verdad. Y en este punto de vista, el análisis de Bergson es realmente exhaustivo en su línea. En su línea; ésta es la cuestión. Lo que Bergson nos pone ante los ojos, ¿es libertad o es simplemente espontaneidad? Ser yo mismo embarcado en un acto, ¿es realmente libertad, sin

más?En todo caso, la limitación de estos dos modos de conce­

bir la libertad, el modo clásico de la escolástica, o el modo de Bergson, está en que tienen el inconveniente de no dar una concepción unitaria del acto libre, de aquello de que se es libre; tienen, sin embargo, la gran virtud de haber situado el problema de la libertad allí de donde no puede ser arrancado so pena de eludir el problema: que es en la realidad de uno mismo. Podrá pensarse que esta observación estaba de más.

Pero no; es esencial.

2

La libertad para

Veamos el segundo grupo de ideas acerca de la libertad. Libertad no es solamente ser libre de; es también ser libre pa­ra algo. Esta es otra cuestión, pero que constituye el comple­mento del punto de vista anterior.

En la idea de la libertad «para» se pregunta uno: El hom­bre es libre, ¿para qué? Caben distintas respuestas. Al fin y ai cabo, el hombre es una realidad que es. Cabe pensar que el hombre es libre para lo que debe ser. Fue la tesis de Kant: el

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hombre libre para el deber ser. Sf, pero ¿qué es entonces esta libertad?

A Kant, probablemente porque las ideas se abrieron paso lentamente en el curso de la historia, le vino esta idea de aquella otra, espléndida en muchos conceptos, vidriosa en otros, como casi siempre ocurre con las ideas de Duns Esco­to, de que una cosa es la pura volición, y otra cosa son los apetitos. Kant conserva, naturalmente, esa escisión. Todo ape­tito, para Kant, incluso el más racional, pertenecería a lo pu­ramente natural, a lo que el hombre rea! y efectivamente es. Quedaría por encima de eso la pura moral, que consiste ¿en qué para Kant? Pura y simplemente en cumplir deberes, y además en cumplir deberes por el deber mismo. Entonces la voluntad para Kant no es el carácter de un acto mío, sino lo que llamaríamos la voluntad objetiva, la estructura objetiva de la voluntad, a saber, la estructura del deber. El deber se impo­ne por sí mismo, y en ese momento de «por sf mismo», ahf está justamente la libertad. De ahf arrancaron, en una o en otra forma, todas las ideas de la libertad como valor —no va­mos a entrar en los matices en esta cuestión—. Y uno se pre­gunta, naturalmente, si esto es suficiente; suficiente de una manera radical. ¿Es verdad que el deber ser se opone al ser? Esto no está dicho en ninguna parte. Porque la verdad es que lo que se opone - y ciertamente hay oposición- no es la re­alidad al deber, sino la realidad sida a la realidad debida, que es cosa distinta. Nos moveríamos, pues, dentro de la realidad.

Y en segundo lugar, no puede negarse —Kant mismo no lo niega, ¿cómo lo va a negar?— que el sujeto de la libertad es el mismo que el sujeto de la naturaleza. Dicho en términos kantianos, que el sujeto, en tanto que regulado por leyes em­píricas en el tiempo y en el espacio, es el mismo que el sujeto que se determina a sf mismo por una voluntad objetiva. Y en­tonces se pregunta uno: ¿Cómo se compaginan esas dos co­sas? La respuesta kantiana es clara: se compaginan y se des­compaginan en la medida en que se descompaginan y com­

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paginan la realidad como fenómeno y la realidad como cosa en sf: no lo podemos saber. En definitiva, esto es renunciar a la intelección. Kant cree que con esto queda salvada la mo­ral por encima de las vicisitudes de la realidad positiva. Allá él. En todo caso, cuando nos preguntamos por la libertad, no nos preguntemos por el carácter absoluto, autónomo con que, según Kant, se impone la voluntad objetiva, sino por la voluntad subjetiva mfa, por la de cada cual.

Segundo. Puede entenderse que «libertad para» es la li­bertad, en cierto modo, para ser si mismo; para ser sf mismo en un sentido muy concreto: para que la realidad de uno re­alice concretamente aquello que ha concebido que va a ser el término de su realización. Es el punto de vista de Hegel: libertad es la autodeterminación del concepto. La realidad, toda ella, dina Hegel, es espíritu absoluto, y ese espíritu ab­soluto que lo abarca todo, naturalmente, en un cierto mo­mento, para poder estar en sf mismo, se hace la ilusión -empleemos la palabra ilusión para mayor claridad, Hegel no la emplea- de contraponerse a sf mismo como si fuera otro que sf mismo; con lo cual resulta que al ocuparse con lo otro no hace sino ocuparse consigo mismo. Justo, ahí es­tá la libertad. El espfritu absoluto se vuelve desde la naturale­za sobre sf mismo, y en esa vuelta consistiría la raíz y el acontecer interno de la libertad. Ahora, uno se pregunta ¿es esto libertad? Porque es cierto que la libertad envuelve este momento de auto-determinación -veremos cóm o-; es evi­dente. En todas las concepciones existe este momento. Lo que uno se pregunte es si la libertad que Hegel propugna es realmente o no es realmente la libertad, porque es una liber­tad que yo llamaría monástica. No hay más povág que el es­píritu absoluto. ¿Qué es lo que le va a cohibir, qué le va a impedir, si es la única realidad? Aquí no se pregunte eso. Aquí se pregunte si la intema dialéctica del espfritu absoluto es ella misma libre o no. De esto se trate. Hegel nos deja en suspenso sobre esta cuestión.

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Tercero. Uno puede suponer que la libertad consiste en li­berarse ¿de qué? De toda realidad o de todo ente. Pero ¿para qué? Para moverse pura y simplemente en el ser. Es la con­cepción de Heidegger, Libertad de todo ente para el ser. Ejemplificada —según él— en el temple fundamental de ánimo que llama la angustia: aquél momento y aquél suceso en que parece que se le hunde a uno el mundo entero, y queda uno fijo y clavado ante esa nada que constituiría el puro ser. Pero, naturalmente, aquí la pregunta que hay que hacer a Heideg­ger es la misma que se le ha hecho a Hegel. No se trata úni­camente en la libertad de ir de un orden a otro orden, sino de saber si en ese otro orden a que voy soy o no soy libre. Ésa es la cuestión: si, dentro del orbe del ser, soy efectivamen­te libre, cualquiera que sea el alcance metafísico de la distin­ción entre ser y ente.

En todo el problema de la «libertad-para» nos encontra­mos en una situación inversa a la que nos encontrábamos con la «libertad-de». La libertad para a última hora revierte sobre una libertad de. La cual libertad de no es necesaria­mente libertad de otro orden, sino que puede ser y es, simple­mente, libertad de otro modo de ser. Con lo que nos encon­tramos, primero, con una libertad de; segundo, con una liber­tad para. Pero, sobre todo, como el de y el pora no son sino dos modos de ser, nos encontramos con una libertad en aquello que es el hombre mismo, y por lo que el hombre eje­cuta real y efectivamente su acto libre. No solamente es liber­tad de y libertad para, sino libertad-de-la-ejecución-de un ac­to. Y se pregunta uno ¿en qué consiste la estructura de este acto?.

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§ 2

LA ESTRUCTURA DEL ACTO DE LIBERTAD

En primer lugar hay que partir, una vez más, de tomar la libertad como mero acto. ¿En qué consiste, efectivamente, to­mado en sf mismo, el acto de libertad? Y en segundo lugar, hay que ver este acto desde dos vertientes que, tomadas a una, constituirían la esencia de nuestro problema, a saber, de un lado, en qué consiste el acto libre como acto al que se lle­ga; y de otro, en qué consiste el acto libre como acto que se ejecuta. Es decir, son tres las cuestiones que sucesivamente hemos de ver: en primer lugar, en qué consiste entitativamen- te, digámoslo así, el acto libre; en segundo lugar, en qué con­siste la unidad del hombre en el acto libre, la libertad como li­beración: ¿cómo se llega a este acto?; en tercer lugar, en qué consiste la ejecución del acto libre.

1

En qué consiste entitatiuamente el acto Ubre

Recordemos que el hombre se encuentra sobrepuesto a tenerse que hacer cargo de la realidad; sobrepuesto y ante­puesto a sí mismo, donde esta sobreposición no significa una reduplicación de realidades —dos yos sino pura y simple­mente dos modos de ser yo. Correlativamente, el acto, un ac­to libre cualquiera, tomado entitativamente, tiene este doble modo de ser. Por un lado, innegablemente, es un acto que tiene realidad efectiva, como la tiene este vaso de agua o esta carpeta. Pero, en segundo lugar, tiene este carácter en virtud

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del cual decimos que yo he querido beber este vaso de agua, o palpar esta carpeta. Dejo de lado, para no complicar la co­sa, decir que esto no es verdad. Porque uno piensa siempre que el acto de libertad o el acto de voluntad consiste en que yo quiera mover este brazo, o beber este vaso de agua. No es éste el acto a que nos referimos aquí. El acto a que nos refe­rimos aquí es a mi propia decisión, independientemente de sobre qué recaiga. Cuando yo hablo de la libertad de beber- me este vaso de agua, si me fijo en el vaso de agua, la liber­tad ya ha pasado. Se trata de mi propia decisión antes de be­ber el agua, de esto es de lo que se trata, del acto de decidir­me a querer. Y de este acto digo que tiene entitativamente una realidad física que, por un lado, consiste en ser lo que es, evidentemente; pero, de otro lado, en la medida en que hay libertad, decimos que este acto tiene una dimensión de reali­dad querida. Ahora bien, «sido» y «querido» son expresiones ambiguas. Efectivamente, en lo que hemos dicho en el capítu­lo anterior, sido y querido es el dualismo entre aquello que el hombre intenta y lo que el hombre es. De ahí todas las difi­cultades de ser dueño de sí mismo, de hacer de sí mismo lo que el hombre quiere. Éste es un punto de vista, pero no es el que aquí nos importa. Porque aquí estamos hablando de la determinación misma de la voluntad, no del éxito que tenga esta determinación de la voluntad en el curso de la vida. Y de esta determinación de la voluntad digo que ser sido y ser que­rido significan algo distinto; significan pura y simplemente dos modos de ser. El acto que realmente es, tiene una realidad fí­sica, y esa realidad física consiste pura y simplemente en ser un acto del cual el hombre es dueño, ya que, sobrepuesto a sí mismo, ha depuesto su fruición volente. Y en el momento ter­minal de esta fruición volente es en lo que consiste el domi­nio del acto. Es una estructura en virtud de la cual el acto tie­ne un punto de partida, un término a quo, que es yo; y un término ad quem, que soy yo mismo, que soy dueño de mí. Pues bien, si en lugar de considerar esta estructura desde el

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punto de vista del punto de partida y del punto de llegada, la considero desde el punto de vista del modo de ser, diremos que el modo de ser que tiene el dominio sobre sí mismo, el modo de ser de esta identidad activa y no meramente formal en que el dominio consiste, justo eso es la libertad. La liber­tad es el acontecer del modo de ser del dominio en cuanto tal, tomado efectivamente y en acto. No se trata de una iden­tidad meramente formal. Toda realidad, no hay duda ningu­na, en cierto modo puede ser declarada idéntica consigo mis­ma. No se trata de esto. Se trata de que es ese modo especial de identidad que consiste en ser dueño de sí mismo.

Pues bien, el modo de ser propio del dominio es, justa­mente, lo que llamamos libertad. Se dirá que esto no es fácil de concebir. Yo no diré que sea fácil ni difícil. Recordemos el problema del tiempo L El tiempo no consiste en que venga una cosa después de otra: esto es simplemente un cambio. Si tomo el punto de partida y el punto de llegada, de llegada del cambio, esto es pura y simplemente un movimiento, como di­ría un griego, una klyt|OL5, un motus. Pero si considero no el punto de partida y el punto de llegada, sino la entidad misma de la transición, ¡ah! justo esto es el tiempo. Pues aquí acon­tece lo mismo. Si tomo el punto de partida y el punto de lle­gada, yo soy dueño físicamente de mí mismo, pero si pregun­to por la unidad de la dominación, justo eso es la libertad, la libertad en el acto. Es el acontecer de la realidad en esa for­ma conyunta y diyunta que constituye precisamente el domi­nio. La unidad intrínseca de una realidad conyunta y disyunta es justamente en acto el carácter de libertad. El modo de ser de esa realidad es el carácter de libertad.

Puede discutirse, evidementemente, cuál es la relación de ese carácter con ese acto. Y aquí es donde empecé a decir

i Zubiri había tratado este problema en el curso de seis lecciones «Acerca del mundo» del año 1960, es decir el inmediatamente anterior a éste sobre ia vo­

luntad.

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hace un rato que no existen actos de libertad. La libertad no es una potencia. La libertad es un carácter modal del acto, y en todo caso el carácter modal de una potencia en orden a sus actos. No es verdad que haya actos de libertad. Lo único que es verdad es que hay actos libres. La libertad no es una potencia que se ejecuta en actos, de la misma manera que no hay actos de evidencia, sino a lo sumo evidenciaciones, por­que la evidencia no es una facultad; es el carácter modal de unos ciertos actos de la inteligencia. Análogamente, la libertad es el carácter modal de unos actos; y en todo caso, de una potencia en orden a esos actos. La libertad es siempre algo que se expresa en un adverbio en «mente»: se actúa libremen­te. No es algo que se expresa con el nombre sustantivo de una facultad.

Ahora bien, de este modo, en virtud del cual hablamos de actos libres, es decir, de la libertad de un acto —a diferencia de actos de libertad—, nos preguntamos: ¿Es efectivamente al­go real e intrínseco al acto? Que un acto sea libre o no lo sea, ¿en qué altera la índole del acto? Si no lo altera en nada, entonces ¿es que es una mera denominación extrínseca del acto? Fue uno de los temas de la metafísica clásica. Ahora bien, me parece que habría de enfocarse el problema en otra línea. Ciertamente, desde el punto de vista del contenido del acto, no hay necesariamente diferencia ninguna entre un acto libre y un acto necesario. Lo contrario sería absurdo. Yo pue­do caer, en virtud de la gravitación, o bien libremente, por un acto de suicidio, o por un accidente, o sencillamente porque se me ha hundido la casa debajo de mis pies. El acto es el mismo, la ley de la gravitación funciona exactamente igual, pero en un caso el acto es libre, en los otros casos no lo es. Ésta es la cuestión.

Ninguna realidad está constituida solamente por lo que indiferenciadamente constituye su contenido. Todas las cosas tienen un modo entitativo de ser, ciertamente no por razón de su contenido, sino por razón de su posición dentro de la reali­

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dad. Ahora bien, esta posición dentro de la realidad es intrín­seca al acto: no es una mera denominación extrínseca. No es algo así como si se dijera que el carácter de ser propiedad de este papel radica únicamente en el hecho de que yo soy due­ño de él. No se trata de eso. Se trata de un carácter intrínse­co del acto y que, sin embargo, no es sino un respecto, el res­pecto a su causalidad. Empleando una terminología clásica, yo diría que ese respecto no es ciertamente algo que /orma/í- ter constituye realmente una cosa, independientemente de to­da consideración de mi mente, pero que es algo que eviden­temente no es puro concepto de razón, sino con fundamento ín re. El acto libre, pues, es en este sentido el acontecer de la libertad, el acontecer del dominio en el acto de la decisión voluntaria. Una decisión que es mía, y el modo de ser de este ser mío, justamente eso es formalmente y en eso consiste la libertad, su carácter modal intrínseco 2.

Ahora nos preguntamos —segundo punto—: ¿Cómo se llega a este acto? Es el problema de la unidad del hombre en el acto libre.

2

£n qué consiste la unidad del hombre en el acto libre: la libertad como liberación

¿Es verdad que el acto libre está simplemente yuxtapuesto a otros actos apetitivos, sobre todo inferiores, dentro de la re­alidad del hombre? Si así fuera (fue el punto de vista de toda la filosofía clásica, de la filosofía escolástica), lo más que ha­bría que decir —en efecto, no se dice más— es que las ten­

2 Nota de Zubfri: «Cf. pp. 29-30. Ahora vemos la articulación de vo­luntad y libertad. Todo acto voluntario es libre, pero la libertad no es la ra­zón formal de la voluntad sino una consecuencia modal de ésta. La volición

es amor fuente de lo real como real. Por esto es un acto activo. Y por ser

un acto activo tiene ese modo de ser propio que es la libertad.»

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dencias inferiores «permiten» y no sofocan el juego de las tendencias superiores, el juego de la libertad. Y uno se pre­gunta: ¿pero esto es toda la verdad?

¿Es verdad que las tendencias inferiores lo único que ha­cen es permitir el acto de libertad? Porque la verdad es que, sí uno atiende a la génesis de este acto —cómo se llega a él—, uno se encuentra con una situación estrictamente inversa. La libertad no cae del cielo asf, porque sf, porque un buen dfa se levanta uno de buen humor, sino que la libertad es el carácter de un acto que el hombre, inexorablemente, tiene que produ­cir, porque le llevan a él unas ciertas tendencias, en una situa­ción que el hombre forzosamente tiene que resolver, si quiere, de una manera adecuada, tener subsistencia ante todo bioló­gica. De ahí la situación de libertad, el que la libertad no sea algo simplemente permitido por las tendencias inferiores sino, además, exigitivamente postulado por ellas. El hombre es lle­vado a la situación de libertad por las propias tendencias infe­riores. No es una simple permisión.

Y entonces uno se pregunta: ¿En qué consiste formalmen­te el carácter de la tendencia que conduce a uno a la inexora­ble necesidad de una libertad? Sencillamente, ese carácter es bien claro: es la inconclusión. Si el juego de las tendencias humanas por sf mismas, por sus mecanismos psicobiológicos, pudiera en cada hombre, por sf mismo, desencadenar la res­puesta adecuada, favorable o no favorable —eso es cuestión aparte—, entonces al hombre no es que no le permitieran ser libre, es que ni lo necesitaría. ¿En qué tiene que ser libre un niño de ocho dfas? No es que solamente de hecho no lo sea, es que no ha lugar a hacerse la pregunta. En cambio, inténte­se la posición contraria, la del que negara la libertad en nom­bre de las tendencias, y dijera: «No, yo me dejo llevar de mis tendencias». Primero: dejarse llevar de sus tendencias es un «dejarse»; es un acto de voluntad. Pero segundo: hagan uste­des el experimento de decidirse pura y simplemente a dejarse llevar por esas tendencias. Subrepticiamente el hombre intro-

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ducirfa una decisión voluntaria en alguna de las tendencias. No podría asistir al juego puro de sus tendencias. Esto es qui­mérico. Es fácil de decir, pero la experiencia es irrealizable. El juego de las tendencias tiene un carácter: su formal «inconclu­sión», en virtud de la cual el hombre se ve forzado a tener que intervenir. E intervenir significa que, sobrepuesto a sf mis­mo en virtud del juego de las tendencias, y abierto a distintas posibilidades del desear, ninguna de ellas, sin embargo, puede tener vigencia más que previa aceptación mía. Justamente ahí es donde está el carácter exigitivo de la libertad por parte de las tendencias. Las tendencias exigen una intervención, en el sentido de ver en la realidad los momentos o los puntos de posibilitación de mi propia realidad, posibilitación que no puede tener efectividad, sino en virtud de una aceptación mía. Es decir, preguntémonos, como ha hecho la filosofía clásica, ¿cuál es la radix Hbertatis, la raíz de la libertad?

La filosofía clásica —pongo por caso a Santo Tomás— ha contestado a esto de una manera bien temática y bien clara, desde su punto de vista. Radix libertatis est voluntas sicut sub- jectum: sed sicut causa est ratio. Ex boc enim voluntas [libere] potest ad diversa ferri, quia ratio potest habere diversas con- ceptiones boni3. «La raíz de la libertad está en la voluntad co­mo en su sujeto, pero como su causa es el intelecto, porque la voluntad puede ser llevada a distintas voliciones, precisa­mente porque el intelecto puede tener distintas concepciones del bien». Y puede tener distintas concepciones del bien, jus­tamente, porque el intelecto no entiende más que el ser en general y la voluntad se mueve nada más que en el orbe del bien en general.

Ahora bien, esto no es que no sea verdad, ¿cómo no va a ser verdad? Uno se pregunta, sin embargo, si es la verdad úl­tima. ¿Qué se entiende por raíz? Santo Tomás no juega ahí

3 Tomás de Aquino, S.Th. I-1I q.17, a .l ad 2, La palabra entre corchetes no

figura en el texto de Zubiri.

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más que con dos conceptos: raíz como sujeto formal, y rafz como causa determinante. En primer lugar, hay un tercer sen­tido de la palabra rafz, el que acabamos de examinar: aquello que inexorablemente me lleva a salir de mf. Esto no depende ni del intelecto, ni de la voluntad, sino que precisamente es previo. Es justamente toda la estructura apetente e intrínseca a la voluntad. Por esto hablo de la voluntad tendente, y no simplemente de superposición de apetitos y voluntad. La ten­dencia es la que por su propio juego interno lleva al hombre a tener que estar en esa situación de volición y de libertad. Raíz, en este sentido, es aquello que me lleva necesariamente, desde mí mismo, a sobreponerme y a tener que ser Ubre, no solamente a poder serlo.

Segundo. Raíz, en el sentido de lo que hace posible que una libertad exista. Dice Santo Tomás: esto se halla en el in­telecto, y en el intelecto por una razón especial y concreta, porque intelige el ser en general, y por consiguiente deja a la voluntad instalada en el orbe del bien en general. Sin embar­go, a esto habría varias observaciones que hacer. Alguna de ellas, desde otro punto de vista, la hizo algún escolástico; pe­ro en fin, dejemos a ese escolástico en cuestión y vayamos a lo que Santo Tomás nos dice. En primer lugar, el propio Santo Tomás negaría —y niega, llegada la hora de la verdad, en su metafísica— el paralelismo entre el ser en general y el bien en general. Naturalmente. Afirmar que hay una realidad física que es el ser en general, esto sería panteísmo, sería el monismo del ser. Santo Tomás, como todos los escolásticos, tiene buen cuidado en decir que la unidad del ser es mera­mente transcendental: es la unidad de un concepto. Ahora, nadie, tiene voliciones en el orden transcendental. Tiene voli­ciones en el orden físico: quiere determinada cosa. ¿Se va a decir entonces que la voluntad quiere el bien en general? Por lo pronto el paralelismo con la realidad en general queda truncado. Para Santo Tomás el bien en general es el Bien como realidad plenaria, y no podría invocarse esta tendencia

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al bien en general, al bien universal, más que por razones ajenas —como entidad positiva— al propio intelecto. Ahora, ésa es la cuestión. ¿Cuál es la tendencia que real y efectiva­mente pone el hombre en juego, en el ejercicio de su liber­tad? ¿Es querer el bien universal? Veremos inmediatamente si esto es posible.

Pero en tercer lugar, lo único que la inteligencia hace es abrir el panorama donde es posible el ejercicio de una liber­tad. Y en este sentido, indiscutiblemente, la inteligencia tiene un rango fundamental y preponderante. ¡Qué duda cabe! Si el hombre no tuviese la posibilidad de hacerse cargo de una situación enfrentándose con las cosas como realidades, serfa imposible que la voluntad las quisiera ni libre, ni necesaria­mente. No habría voliciones. Esto es innegable. Ahora, ¿signi­fica esto que la voluntad sea simplemente sujeto de la liber­tad? Se dirá que consiste la volición en determinarse a sf mis­mo. Sf, esto va siendo relativamente claro, pero nada más que relativamente. ¿Qué se entiende por eso de determinarse a sí mismo? Lo veremos en seguida. En todo caso, el proble­ma de la raíz de la libertad queda pendiente, en última instan­cia, de ese juego inconcluso de las tendencias, cuya razón for­mal de ser inconclusas es lo que hace que pueda y tenga que entrar en juego la volición en forma de libertad. Ahora bien, esto es lo primero que encontramos en el acto de libertad.

Libres de nuestras tendencias, en el sentido de determi­nantes de un acto, nos vemos instalados en una situación de libertad. Pero ¿en situación de libertad para qué?. Ésta es la segunda cuestión del problema. Y aquí es donde vuelve a aparecer, monótonamente, el tema del bien en general. ¿Es verdad que estamos libres de nuestras tendencias para querer el bien en general? Porque lo cierto es que si dejamos de la­do toda especulación, y encontramos lo que acontece al hombre que se pone a querer para resolver una situación a que las tendencias le conducen por su intrínseca inconclusión, nos encontramos con que el hombre se halla sobrepuesto a sí

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mismo* ¿Para qué? Para resolver la situación, es decir, pa­ra poder continuar existiendo, para poder realizarse justa­mente a sf mismo. Aquello que constituye el término últi­mo de su volición, y el medio en que todas las cosas son queridas, es justamente su propia realidad. No es el bien en general, sino el bien plenario del hombre, que es cosa distinta. El hombre quiere su propio bien plenario. Con lo cual resulta obvio, naturalmente, que cuando se habla de realizarse a sf mismo, esos dos momentos de realidad sida y de realidad querida (momentos de un solo acto y de una misma potencia en orden a la ejecución de su acto) significan pura y simplemente esa unidad y esa dualidad que va envuelta en el «sf mismo®. Libertad como potencia, o como atributo de una potencia, o como carácter de un acto que nos conduce a la liberación —me es indiferente en este momento la expresión que se emplee—, es prima­ria y radicalmente libertad para sí mismo. La libertad para ser sí mismo.

La conyunción y disyunción que hay en el ser humano es justamente la conyunción y disyunción que existe en «ser» y, sin embargo, «tener que ser» para sf mismo. Te­ner que ser en sí mismo para sf mismo, donde interviene dos veces el «sf mismo», o el «sí», unas veces como una naturaleza dotada de ciertas potencias; otras veces como algo que con esas potencias tiene efectivamente que reali­zarse. Y en esa reversión de la naturaleza sobre sí misma, en aquello que por el juego mismo de la naturaleza y de sus potencias le lleva al hombre a tener que sobreponerse como naturaleza y revertir en ella, en eso consiste el ca­rácter primario de la libertad a que el hombre llega, la li­bertad para sí mismo. La libertad de y la libertad para es, justamente, «libertad de sf mismo para sf mismo», para su­mergirse más y realmente en sf mismo.

Si éste es el carácter del acto libre, en tanto que tér­mino del juego de las tendencias, uno se pregunta cómo

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se puede ser Ubre para sí mismo. Es la tercera cuestión, la ejecución del acto libre.

3

En qué consiste la ejecución del acto libre

Ser dominante de sí mismo, decíamos, es el carácter de un acto cuyo modo de ser es la libertad. Ahora, este acto, co­mo acto ejecutado por una potencia física, y no simplemente como acto al cual nos vemos abocados por el juego de las tendencias, se encuentra determinado por diversos caracte­res, de los cuales, paso a paso, vamos a ir viendo los tres que esencialmente lo constituyen.

Primero. Innegablemente, si el hombre es libre para sí mismo es, decía, porque las tendencias son inconclusas. En una o en otra forma, esto quiere decir que la potencia que va a entrar en juego, que es la voluntad, se encuentra, en una o en otra medida, indeterminada respecto de lo que va a hacer. He ahí el primer momento, el primer carácter de la potencia respecto de su acto*, la indeterminación. Naturalmente, una in­determinación —o una indiferencia, como suele decirse—, que no es meramente pasiva. Eso también les acontece a las pie­dras: pueden ocurrirles muchas cosas de las cuales ellas no tienen la culpa. No se trata de esto. Se trata de una indiferen­cia activa, esencialmente activa: la actividad en la que el hom­bre está ejecutando un acto que, sin embargo, por su propia índole no es forzosamente el acto de esto o de lo otro. Es una indiferencia activa. Indiferencia activa no debe confundir­se —confusión harto frecuente— con una especie de equilibrio de tendencias. Esto sería el asno de Buridán. Esto no es ver­dad ni en Dios ni en los hombres. ¿Cómo se va a pretender que el hombre se encuentra en todo momento en una espe­cie de equilibrio neutro de tendencias? Esto es absurdo. Pue­

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de haber perfectamente preponderancia de unas tendencias sobre otras, enorme preponderancia de unas tendencias sobre otras; mientras no quede anulada la otra tendencia, queda salvada la libertad. No es un equilibrio de tendencias. Más aún, no es forzoso que haya varias tendencias. Puede no ha­ber más que una. El hombre, en efecto, cuando se quiere a sí mismo en su propia realidad, o los bienaventurados en el cie­lo, no tienen más tendencia que una. Sin embargo, aquel acto es libre. Dejemos de lado lo que pasa en el cielo: es asaz complicado. Sin embargo, no puede olvidarse la respuesta de un gran teólogo. Es cierto que el que está en la posesión de la gloria --de la visión beatífica— tiene la seguridad absoluta y la necesidad en cierto modo intrínseca de no perder su obje­to; sin embargo, ese acto es libre. ¿Por qué? Porque esa nece­sidad de no perder su objeto no radica en el apetito satisfe­cho de su naturaleza, sino en algo superior, en el acto de infi­nito amor en que consiste esa realidad. La realidad divina es inamisible por el infinito amor con que es donada y el puro amor con que es querida, no por la satisfacción que da a mi apetito.

Dejemos esto de lado. Como quiera que sea, podría ha­ber habido una sola tendencia, y en esa tendencia el hombre podría ser libre. De ahí que desde este punto de viste es ab­solutamente inatacable la definición que nuestro gran Molina dio de la libertad: aquel acto o aquella potencia del hombre en virtud de la cual, puestas todas las condiciones requeridas para el acto, sin embargo el hombre puede obrar o no obrar, obrar en una forma o en otra. No es cuestión de entrar ahora en la discusión metafísica y teológica —aludiremos a ella en el último capítulo— a que dio lugar este definición molinista de la libertad. Frente a ella, un teólogo extranjero contemporá­neo dice que la respuesta que dieron los tomistas españoles no estaba exenta de cierta jactancia hispana. Allá él con este afirmación, que no hace muchas horas he leído. Como quiera que sea, un tomista diría frente a Molina: sí, eso también lo

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digo yo. Qué duda cabe. Cuando un hombre ejecuta un acto, tiene siempre in sensu composifo la potencia para ejecutar el contrario. ¡Qué duda cabe! In sensu diviso, evidentemente, hay dos actos, podrían haber sido los dos. Pero in sensu composito no hay más que uno, aunque mientras ejecuto ese uno me queda la potencia para ejecutar el otro. Sf, evidente­mente, esto es verdad. Ahora, ¿es esto toda la libertad?

Yo no puedo negar que tiene toda mi aceptación la posi­ción de Molina. Lo que es simultáneo al acto no es simple­mente la potencia de haber podido ejecutar el otro acto, sino de estar pudiendo ejecutarlo mientras ejecuto el primero. ¡Ah!, ésta es otra cuestión. No simplemente la simultaneidad de potencias, sino la potencia de simultaneidad. La potentía simultatis y no la simu/fas potentiae.

Segundo. En esta concepción de la libertad, ante todo de la potencia libre como potencia indiferenciada, con una indi­ferencia que no es forzosamente de equilibrio y que, sin em­bargo, envuelve en el acto en que actúa una simultaneidad de potencia, hay un segundo carácter que es la autodetermina­ción. Esa potencia autodetermina su propia indeterminación.

Ahora bien, lo primero que hay que decir para entender correctamente este carácter es que, una vez más, no debe confundirse la espontaneidad con la libertad. Y aunque esto se ha dicho cuatrocientas veces, más difícil es encontrar en quien lo dice que nos diga en qué se distingue la espontanei­dad de la libertad. Más o menos todos barruntamos eso, in­cluso allí donde se ataca la libertad. Porque se dice: si una aguja magnética tuviera conciencia, al dirigirse hacia el polo creería que es libre, puesto que el acto le sale de dentro. Aho­ra bien, esto es una perfecta quimera. No sólo por lo que afecta al ejemplo, sino porque se pueden poner los ejemplos contrarios. ¡Qué duda cabe que un hombre ejecuta muchísi­mos actos de carácter físico, o físico-químico, de los que tiene perfecta conciencia!. Por ejemplo, el hombre que se resbala y cae no tiene conciencia de estar ejecutando un acto violento,

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sino un acto desagradable que viene naturalmente del hom­bre que se escurre, tan naturalmente que más que parecer que cae, a veces parece que se ha puesto en posición tendi­da, De una manera rigurosa esto es espontaneidad. Y no es forzoso que el hombre tenga en ese caso conciencia de liber­tad, porque no la tiene, y además no existe. Pero en segundo lu9ar, ¿en qué consiste la diferencia formal entre espontanei­dad y libertad? La espontaneidad es determinarse «desde» sf mismo. Esto le acontece a la aguja magnética, por lo menos en la concepción antigua, y a todos los seres vivos que no son hombres, y al hombre mismo en la medida en que no es libre. La libertad es otra cosa distinta: no es determinarse des­de sf mismo; es determinarse «por» sí mismo. Ésta es otra cuestión, Y uno se pregunta: ¿en qué consiste determinarse «por» sf mismo?

Libertad no sólo no es espontaneidad, sino que es un de­terminarse por sf mismo y no por otro. Lo cual parece que es carecer de razón suficiente. La libertad serfa puramente el ar­bitrio sin razón ninguna. Lo cual atacaría a algo que, con ra­zón o sin ella, se ha dicho que forma parte esencial de la es­tructura de la realidad y de toda filosofía que la respete, que es el principio de razón suficiente.

Pretender una autodeterminación, sería pretender el orto de una realidad sin razón suficiente. Ahora bien, en primer lu- gar, ¿qué es eso de la razón suficiente? Y en segundo lugar, ¿es verdad el alegato que en nombre de ella se hace?. (Repito una vez más: no se piense que en el fondo es que el hombre es víctima de la ilusión de libertad. Esto no importa para el caso. Estoy hablando pura y simplemente de la estructura de la libertad tal como aparece en la evidencia mía. Que exista o que no exista, y en qué forma exista, de esto hablaremos más adelante).

En primer lugar, qué se pretende con el principio de ra­zón suficiente. Dejando de lado el que sea «razón» —que no lo es; esto fue la concepción de Leibniz, muy logicista—; es

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causa, que es cosa distinta. Pero, en fin, dejando de lado este problema, grave desde otros puntos de vista, y menos grave para nuestro asunto, ¿qué se entiende por suficiente?

Toda realidad que es, tiene su razón suficiente en otra. Es decir, hay alguna otra donde se encuentra todo lo suficiente para explicar la existencia y la índole de aquella otra realidad. Esto es evidente: éste es el principio de razón suficiente. Aho­ra bien, en este sentido, ¿la razón suficiente no es aplicable a la libertad? Lo es integralmente, qué duda cabe. Ustedes con­sideren ya ejecutado el acto de libertad más abyecto y más vi­tando, el más adverso al bien infinito, a Dios. Qué duda cabe que en alguna medida ese acto de libertad ha recaído sobre algo que en una medida o en otra es amable y es querible, y en esa medida es algo que de una manera suficiente ha deter­minado el acto de voluntad. El alcohólico que ante un vaso de whisky se siente llevado, supongamos libremente —si es víctima de un determinismo, entonces no— a continuar be­biendo (no debiera hacerlo: esto es cuestión aparte; que es mejor que no lo haga: es cuestión aparte), lo que digo es que desde el punto de vista de su acto de beber, hay en el whisky todas las condiciones suficientes para que sea una realidad querida, y para que explique perfectamente, una vez ejecu­tado, el acto con que él lo quiere. De esto no hay la menor duda. Lo demás es hablar de la luna.

Esto es lo que pide el principio de razón suficiente, y el principio de causalidad eficiente. Ahora, lo que ordinariamen­te se piensa y se hace es algo distinto. No es que dada ya una realidad tenga en otra toda su razón suficiente de ser, sino que esta razón suficiente de ser, no solamente es suficiente de ser, sino que además es la que, una vez puesta, desencadena lo sido; es decir, se convierte subrepticiamente el principio de razón suficiente en principio de razón necesitante. ¡Ah!, esto es otra cuestión. Esto sí que no pertenece al dominio de la ra­zón suficiente. Que dada una realidad hay razón suficiente plenaria en otra para que exista, esto es evidente. Pero esto

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no quiere decir en manera alguna que sea la única y posible razón suficiente para que exista. Porque si en lugar de beber­se el whisky hiciera otra cosa que fuera rezar el rosario, evi­dentemente también el rezo del rosario sería razón suficiente para su volición, y sin embargo no habría bebido. Lo que ocurre es que el principio de razón suficiente, montado en el orden de la naturaleza, y de una naturaleza con estructura matemática, es un principio que se inscribe dentro ya de un campo especial, el campo de la necesidad; y entonces, dentro del campo de la necesidad, uno se pregunta, dada una reali­dad, cuál es la razón suficiente para que exista. Bien entendi­do que, como nos estamos moviendo ya dentro de la necesi­dad, esa razón es suficiente y además necesaria. Ahora, eleva­do el principio al orden de la metafísica pura, de la realidad en cuanto tal, la invocación al orden de la necesidad no es más que una petición de principio; es, justo, lo que habría que probar. Sería hacer pensar que el principio de razón sufi­ciente es constitutivamente principio de razón necesitante. Ahora, esto necesitaría justificación, y estoy esperando que se me dé.

Todo acto de volición tiene razón suficiente que explica totalmente cuanto hay en la volición. Lo que pasa es que no es razón necesitante, y por consiguiente podría haber otras razones suficientes.

La libertad, como libertad de un acto, no consiste en que dada una causa no se produzca el efecto, sino que consiste jus­tamente al revés: el que, por mi acto de voluntad, yo dé a algo —y ahí está la libertad— el rango de causa: el que yo haga del whisky causa de mis actos, y no me abstenga y deje el whisky al margen de mis consideraciones. Y ahí es el punto en que es verdad, y en que a la vez es insuficiente, eso de decir que los motivos son mis motivos. Porque ¿qué se entiende ahí por mis motivos? Justamente es ésta la cuestión. Uno piensa que los motivos constituyen algo así como las fuerzas de una ba­lanza que actúan sobre esto que se llama la voluntad, cuya

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resultante sería justamente el acto de voluntad. Independien­temente de que sea mejor la virtud que el vicio, el que quiere el vicio hic et nunc, naturalmente, en aquél momento para él la mejor realidad es justamente su vicio. De esto no hay la menor duda. Lo que se niega es que eso sea lo que mueva la voluntad y no, al revés, aquello que ha hecho la voluntad: de­clarar y constituir a esta posibilidad viciosa en realidad efecti­va. La voluntad se interpone precisamente sobre la posibili­dad y la realidad, y es la que confiere el carácter de causa al whisky, que sin eso no tendría carácter de causa; tendría un carácter distinto, del que hablaré inmediatamente. Por esto la causa libre, cuanto más libre es más causa, porque no sola­mente produce el efecto, sino que hace que algo tenga carác­ter de causa. Es la constitución de la causalidad, y no simple­mente una infracción en su decurso.

Ahora uno se pregunta: ¿cómo es posible este tipo de ac­ción, este tipo de acto? Naturalmente, vuelvo a recordar, para contestar a esta pregunta, lo que decía en el primer capítulo: Cuando uno quiere una cosa, en realidad quiere una cosa, pero la quiere de dos maneras. El que comía aquel filete, quería el filete, no hay duda ninguna, pero estaba queriendo hacer por la vida. Ah, esto es otra cuestión. Y hacer por la vi­da es algo que exorbita de los límites del filete. El hombre que quiere un filete, realmente está queriendo no una sino dos cosas. Mejor dicho: dos cosas a una. Estoy queriendo es­te filete, pero como aquello en que yo me realizo a mí mis­mo: el filete tomado como posibilidad mía. ¿Como posibili­dad de qué? De ser mí mismo: es la libertad para mí mismo. Con lo cual resulta que querer el filete por lo que tiene de fi­lete, no es querer algo que no tenga razón suficiente, sino que justamente la situación es la contraria, tiene razón más que suficiente, porque lo que estoy queriendo es más que el filete, me estoy queriendo a mí mismo en toda mi realidad. El querer este filete no es una ruptura de la causalidad, sino jus­tamente al revés, una contracción de mi realidad a este filete.

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Querer este filete en cuanto filete es querer menos de lo que estoy efectivamente queriendo, que es mi propio bien, la ple­nitud de mi bien. No infringe la razón suficiente, sino justa­mente al revés, es una razón más que suficiente. Lo que ocu­rre es que, como el hombre no es Dios, en virtud de esa voli­ción con que realmente se está queriendo uno a sf mismo, la plenitud de sf mismo, se encuentra relativamente indetermina­da para las cosas concretas en las que se va a realizar a sf mismo. No por la indeterminación del bien en general, sino por la relativa indeterminación del bien plenario del hombre. No es verdad, como pretendía Escoto y lo repetfa Descartes, que el hombre tenga una voluntad tal que, por querer, lo pueda querer todo. Esto es quimérico. Se puede, por ejem­plo, querer la imitación de Cristo, pero ¿cómo se va a preten­der querer la imitación de la Trinidad? Esto no tiene sentido. En una o en otra forma, la voluntad del hombre es tan intrín­secamente acotada como su intelecto. Para el hombre hay misterios esenciales y hay bienes esencialmente inaccesibles. Dejemos de lado el problema de la volición de Dios como re­alidad sobrenatural, problema de gran dificultad teológica, y no precisamente contra Santo Tomás, sino al revés, por algo que dice Santo Tomás mismo: desideríum natúrale Dei scien- d i4. No entremos en esta cuestión. 11

11 El texto de Santo Tomás al que se refiere Zublri es probablemente éste: Ta­le est autem ¡n nobfs sdendf desiderium, uí cognosceníes e//ecfum, desíderemus cognoscere causam, et in quacumque re cognltls quibuscumque eius drcumstan- tHs, non quiescft nosfrum desideríum, quousque eius esseníiam cognoscamus. Non ígitur naturale desideríum sdendf patest quietan ín nobis, quousque prímam causam cognoscamus, non quacumque modo, sed per eius essentiam (Compen- díum 77ieo/ogiae, c, 104, núm. 209). Por eso Santo Tomás puede decir en la Summa TTieo/ogíea que: Deus est homínis beatítudo: homo enim naturaliter desi- derat beatítudínem (S.Th. I, q.2, a.2 ad 1). La continuación de este texto la utilizó Zublri en su ensayo «Introducción al problema de Dios» (cf. Naturaleza, Historia, Dios, 9° ed., Madrid, Alianza, 1987, pp. 406-7), y en escritos teológicos pos­teriores.

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Comoquiera que sea, según se determina a sf mismo, lo que uno hace es contraerse y ceñirse, no porque no tenga ra­zones suficientes para determinarse, sino porque las tiene más que suficientes. Entonces lo que uno hace es contraerse y ce­ñirse. De ahí que como la autodeterminación es esencial y constitutivamente fruición, la fruición es esencial y constituti­vamente libre, en tanto que fruición. Y entonces uno se pre­gunta, ¿en qué consiste la causalidad de la voluntad en el ac­ío libre?

Tercero. Que una realidad cualquiera sea causa de otra, significa que en una o en otra forma está disparada, por lo menos en alguna medida, fuera de sf misma para producir otra. Y ese estar fuera, es lo que en griego significa éxtasis. Toda realidad es constitutivamente extática, y en esa medida es causa de las demás, causa de algo. Ahora bien, el hombre, en el acto de volición, ¿de qué es causa? ¿a qué está radical y primariamente abierto?

El hombre está sobrepuesto a sf mismo. Y aquello a que el hombre está abierto es justamente a sí mismo. El éxtasis hacia sf mismo es lo que determina o lo que constituye el ca­rácter causal de la volición. Abierto a sí mismo, ¿por qué y en qué sentido? Justamente como posibilidad de sf mismo. El hombre se encuentra incurso en una situación; se ve sobre­puesto a sí mismo para resolver la situación, para echar mano de los recursos en que el hombre consiste para poder seguir siendo. Es decir, el hombre, por esta elemental operación, se ha convertido potencialmente por lo menos en posibilidad de sf mismo. Y precisamente el ente libre consiste en estar cons­titutivamente abierto a sf mismo, como posibilidad de sí mis­mo.

Ciertamente, la posibilidad de sí mismo no es exhaustiva, ¿cómo va a serlo? Es todo lo contrario. Al quererse como po­sibilidad de sf mismo, el hombre es cuando palpa de una ma­nera cruda y cruel su real indigencia. Necesita de las demás cosas. Pero justamente ahf está la libertad con que las quiere,

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en la indeterminación. El hombre ejerce una causalidad en la línea de poder ser y de tener que ser de una cierta manera con aquello que real y efectivamente es. Y en esto consiste el hacerse del hombre. Ahora, esto no es más que el primer as­pecto de la causalidad, porque hacerse, como hacerse, no hay ninguna realidad que se haga a sí misma. Ni tan siquiera Dios. ¿Cómo se va a pretender esto? Intérpretes frívolos han pensado que Escoto dijo alguna vez que Dios existe porque quiere —en el sentido del libre arbitrio—. Ah, esto es quiméri­co. Una cosa es que deponga su complacencia libremente en existir, pero que su libertad sea la causa formal de su existen­cia, ¡ah!, esto es quimérico. ¿Cómo se va a pretender eso? Y mucho menos en el caso del hombre. El hombre se hace a sí mismo pura y simplemente en el sentido de que el hombre determina su personalidad, incurso en una situación en la cual se halla sobrepuesto a sí mismo, y en la que por consi­guiente todas las demás cosas le aparecen como queribles o no, dentro del área de lo que es su bien plenario, justamente como posibilidad suya. Pero —digo— la voluntad libre tiene otro tipo distinto de influencia, no solamente causal en este sentido que diríamos eficiente, sino en otro 5. Incluso en el mundo físico, la realidad no solamente tiene una estructura formal y una causalidad con que forzosamente acontecen las cosas según sean las estructuras; tiene también un rango y una preponderancia de la causa sobre el efecto y de unas re­alidades sobre otras. Este rango y preponderancia no es sim­plemente un concepto, ni menos un concepto primitivo. Es justamente lo que se llama poder, Machi, el poder a diferen­cia de la pura potencia, de la pura fuerza. El primitivismo es­tará en creer que lo primero es el poder, después la causali­dad, después la estructura, cuando la realidad es la inversa. Pero esto no justifica el que se haya eliminado del ámbito de

5 Este tema fue tratado por Zubiri en e! curso del año inmediatamente ante­

rior, titulado «Acerca del mundo». (1960),

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la metafísica la noción del poder y la noción de dominio. La realidad no solamente es causante, sino que es también domi­

nante 6.En el caso del hombre, esto es sobradamente claro. Co­

mo que el dominio sobre sí mismo constituye precisamente el acontecer de la libertad. De ahí que el acontecer de la liber­tad sea el poder de sí mismo. Ahora bien, el poder, ese po­der, es justamente lo que la voluntad depone en la cosa que concretamente quiere. Decidido a comer este filete, depongo mi bien plenario, por lo menos en este caso y en este mo­mento, en ese filete. Y ese filete, antes de que me lo coma, decidido a comérmelo y sin que haya rectificado mi volición, se ha «apoderado» —justamente ahí está el vocablo— de mi voluntad. Le concedo poder sobre mí. No es una causalidad eficiente, ni una causalidad final, es una causalidad distinta: es un estricto poder, el poder de lo querido. Lo que lo querido cobra frente a la voluntad es justamente el poder, y la volun­tad se siente apoderada por ello. Ahora bien, en la volición primaria y radical en que el hombre, abierto a sí mismo en éxtasis, tiene libertad para sí mismo y se quiere a sí mismo, en realidad lo que hace es quererse a sí mismo como posibili­dad de sí mismo. Esto es hallarse apoderado de sí mismo. El ente que está constitutivamente apoderado de sí mismo y por sí mismo, para ser sí mismo, y, por consiguiente, indetermina­do frente a los demás: en eso consiste esencial y formalmente

el ente libre.Ahora bien, ¿tiene esto realidad? ¿En qué forma y en qué

medida? Será el tema del capítulo próximo.

e Sobre esto cf. Sobre la esencia, pp. 510-11.

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Víi;

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CAPITULO IV

LA CAPACIDAD DE SER LIBRES

Hablamos tratado en los dos primeros capítulos de averi­guar qué es la voluntad y la volición. En primer lugar, la vo­luntad como una potencia o facultad —poco importa pare el caso— que el hombre posee. Y en segundo lugar tratábamos de averiguar en qué consiste la forma radical como esa po­tencia o facultad se presenta en cada uno de los individuos. No todas las personas —decía— tienen la misma capacidad de querer. Y el problema filosófico no estriba únicamente en in­vestigar la esencia de la facultad volente, sino en averiguar en qué consiste esa diferente capacidad de querer que tienen los individuos.

Esto supuesto, nos preguntábamos entonces en qué con­siste la condición, el carácter formal de la voluntad, y decía que es la libertad. Y de ella nos preguntábamos en el capítulo último en qué consiste en sí misma la libertad; es decir, qué entendemos cuando decimos que la voluntad humana es li­bre. Y frente a todas las concepciones usuales hoy día, defen­didas incluso con entusiasmo, de la libertad como una liber­tad de y una libertad para, decía que no es ése el punto en que a mi modo de ver, y al modo de ver de muchos otros que no son yo, debe plantearse el problema de la libertad. Porque el problema de la libertad de y para es el problema

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de la liberación. Y aquí no se trata de averiguar en qué con­siste el acto de liberación, sino que se trata del acto mismo: si la ejecución de ese acto, sea o no de liberación, es en sf mis­ma o no libre; ésta es la cuestión. No se trata únicamente de que el hombre ascienda de su naturaleza al deber, o del ca­rácter óntico a la dimensión ontológica; se trata de saber si el acto de esa ascensión y de esa liberación es en sf mismo, co­mo acto ejecutado, un acto de libre ejecución: éste es el pro­blema.

Y decíamos que tomando este acto como acto, la liber­tad consiste formalmente en el modo de ser de la domina­ción. La dominación como modo de ser es justamente la li­bertad. Y en segundo lugar, este acto, no solamente como ac­to que en sf mismo tiene este modo de ser que se llama liber­tad, sino como actuación de una potencia, decíamos que es en primer lugar algo exigido por la inconclusión de las ten­dencias, ya que las tendencias intervienen en la forma de una inconclusión en que ue/is nolis dejan al hombre; en segundo lugar, esta potencia, en orden a su acto, es intrínsecamente indeterminada, donde por indeterminación entendía lo que decía Molina: aquella cualidad en virtud de la cual, puestas todas las condiciones requeridas para obrar, la voluntad pue­de obrar o no obrar, obrar en este sentido o en otro —inclu­yendo en esas condiciones la propia conexión con la divini­dad, sin cambiar la cual yo no solamente tengo al mismo tiempo que ejecuto mi acto potencia para ejecutar el contra­rio (también eso les pasa a las piedras), sino que tengo la po­tencia de, sin más condiciones, ejecutar el acto contrario mientras estoy ejecutando éste—. No tengo solamente la si­multaneidad de potencias, sino la potencia simu/íatis.

Y decía que desde este punto de vista, la indeterminación es la primera condición de la potencia volente en orden a su acto; y en segundo lugar que ese acto, esa determinación aí acto consiste en una auto-determinación; autodeterminación que consiste en ser libertad para sí. El hombre queda ante­

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puesto y sobrepuesto sobre sf mismo, en orden a la ejecución de su acto libre, como posibilidad primera y radical de su pro­pia realización en cada una de las situaciones. Ni que decir tiene que como el hombre, desde el punto de vista de su con­tenido, está en una situación de radical indigencia, está lejos de contener todo lo que necesita en cada situación, y además está en radical indigencia para todo lo demás; quiere decirse que precisamente —no «a pesar de» que sino precisamente «porque»— es el hombre la primera y radical condición de posibilidad de sí mismo, y se encuentra libremente abierto a la determinación exigitiva, indigente de todo lo demás. Natu­ralmente, esto no quiere decir que el hombre sea el fin de sf mismo, pero sf quiere decir que es el medio formal'en que to­do, hasta el fin último, tiene que ser querido. Al fin y al cabo, la Santfsima Trinidad, en orden al fin sobrenatural, es fin del hombre. Es él por consiguiente ‘ aquello en cuyo medio tiene actualidad de fin el fin absoluto, el fin último. Desde un punto de vista próximo y formal, la radical estructura de la libertad es libertad para sf mismo, y la forma como el hombre está posibilitándose a sf mismo es, decfamos, apoderamiento. La realidad libre es, en definitiva, la realidad que está apoderada de sf misma.

Esto supuesto, nos tenemos que preguntar qué es esta li­bertad desde el punto de vista de la capacidad de querer. Es un error suponer que la libertad es una especie de ente de ra­zón (a fuerza de convertirlo en ente de razón, se acaba por disolverla) que se tiene o no se tiene, y que, en definitiva, si se tiene, lo tienen todos los hombres por igual. Ahora bien, esto es completamente falso. Sf, dirán ustedes, los moralistas están hartos de saber cuáles son las «modificaciones» del acto voluntario. Pero aquf no hablo de las modificaciones del acto voluntario, sino de las «componentes intrínsecas» del acto vo­luntario. No todas las personas tienen la misma capacidad de ser libres. Y éste es el asunto que aquí nos tiene que preocu­par, a saber: en qué consiste la capacidad concreta de ser li­

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bre. Y supuesto que nos hayamos debatido con ese proble­ma, entonces nos quedamos ante cada una de las libertades concretas que más o menos monádicamente existen en la re­alidad, y nos preguntamos cuál es el orden en que constituti­vamente esas realidades libres están inclusas; el orden total de la realidad; esto es, cuál es la relación entre la libertad y Dios, En este capítulo nos vamos a ocupar del primer tema, y del segundo nos ocuparemos en el próximo.

Nos preguntamos, pues, por la capacidad de ser libres. Y vamos a acercarnos, a pasar por el tema en cinco pasos suce­sivos.

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§ 1

LA FIGURA CONCRETA DE LA LIBERTAD

La libertad no es una entidad que se apoye sobre sf mis­ma. Esto es completamente falso. La libertad, por lo menos la humana (la única de que aquí estamos hablando), no está apoyada sobre sí misma. La libertad (en el caso del hombre, cualidad de su volición) está apoyada precisamente en —o es cualidad de— una voluntad tendente, y por consiguiente está constitutivamente apoyada en unas tendencias. Si el hombre no tuviese tendencias, no tendría posibilidad ninguna de ser efectivamente libre. La libertad no está apoyada sobre sf mis­ma. De ahí que las tendencias no son una especie de desgra­cia extrínseca que le cae a la libertad, como si el hombre con una pura libertad, libre de tendencias, fuera un ser feliz. Esto es tan quimérico como lo que decía Kant a propósito del co­nocimiento, que si no tuviese estructuras internas (Kant las llamaba de otra manera, no importa para el caso) se creería que su conocimiento sería perfecto. Algo así, dice Kant, como la paloma que al sentir la resistencia del aire pensase que vo­laría mejor si no la tuviera l . Ah, esto es quimérico. La liber­tad no está apoyada sobre sí misma, está apoyada sobre las tendencias. Y las tendencias no constituyen una especie de periferia que amenaza a la libertad, sino justamente al revés, su primera condición intrínseca de posibilidad.

Ahora bien, este libertad, decía, no es una facultad en el sentido riguroso de la palabra. Facultad es, si se quiere, la vo- 1

1 I. Kant, K.r.V., A 5, B 9: «La ligera paloma, que siente la resistencia del

aire que surca al volar libremente, podrfa imaginarse que volaría mucho me­jor aún en un espado vacío» (Trad. Pedro Ribas, Crítica de /a raztín pura,

Madrid, Alfaguara, 6.a ed., 1988, p. 46).

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luntad; la libertad no es más que un aspecto modal de la ín­dole y del ejercicio de la voluntad, algo asf como la evidencia que —innegablemente-- compete a los actos intelectuales, pe­ro no es aquello en que el acto intelectual formalmente con­siste. Ah, de ninguna manera. Y este carácter meramente mo­dal de la libertad tendrá que salir a colación largamente en este capítulo. La libertad, pues, no es algo que se apoya en sí misma.

Y segundo, es un fenómeno puramente modal. Modal no solamente respecto de las tendencias, sino respecto del pro­pio momento de voluntariedad de la voluntad tendente. Aho­ra bien, como la libertad consiste, en definitiva, en ser dueño de sí mismo, en el dominio de sí mismo, ni que decir tiene que el aspecto tendencial, el momento tendencial de la voli­ción hace precisamente que no sea fácil, ni desde luego ob­vio, que el hombre pueda ser real y efectivamente dueño de sí mismo. De ahí que en su ejercicio concreto, la libertad se nos presente como un problema. Problema que es justamente el de la «capacidad de libertad» como problema del dominio de sí mismo, esto es, el problema de los distintos modos de ser dueño de sí mismo: hasta qué punto y en qué forma, por su intrínseca condición, puede el hombre en cada caso con­creto ser dueño de sí mismo. Las distintas estructuras de la volición imponen forzosamente a esta dominación sobre sí mismo diversas figuras, diversas capacidades. Y estas figuras y capacidades en el ejercicio concreto de la libertad es lo que llamo la forma concreta de la libertad.

Y nos preguntamos entonces en qué consiste la figura concreta que el acto libre, real y efectivamente libre, reviste en cada una de las personas, e inclusive en cada uno de los mo­mentos de volición de una misma persona. Éste es el segundo paso, cuál es la estructura intrínseca de ¡a figura concreta de la libertad.

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§ 2

CUÁL ES LA ESTRUCTURA INTRINSECA DE LA FIGURA CONCRETA DE LA LIBERTAD

En toda volición, decfa, el hombre se encuentra sobre sf mismo. Y en ese «sobre sf mismo» está el momento radical de la dominación de sf mismo, cuyo acontecer es justamente, como modo de ser, el carácter formal de la libertad.

Ahora bien, esta libertad —veíamos— entra en juego por el juego mismo de las tendencias humanas. Si las tendencias no fueran lo que son y como son, el hombre no estaría jamás en situación de libertad, de ninguna manera. Y esto es verdad lo mismo aplicándose a todos los hombres, que incluso en la propia libertad de Cristo. Cristo, como Dios, evidentemente, tenía una libertad, pero su libertad humana no entra en juego más que en virtud de las tendencias que intrínsecamente le constituyen. Pues bien, este momento, como la libertad que entra en juego precisamente por el juego de las tendencias, se expresa a mi modo de ver por lo menos en cuatro conceptos fundamentales, cuya unidad intrínseca constituye la figura concreta de la libertad como capacidad de ser libre, como ca­pacidad de libertad.

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El perfil de la libertad

En primer lugar, está lo que yo llamaría el perfil de la liber­tad. Las tendencias —digo— pertenecen intrínsecamente a la voluntad. La voluntad humana es tendente. Las tendencias no son algo así —repito— como desgracias que le caen a la vo-

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luntad, o a lo sumo como dóciles mandatarios de la voluntad. La función atenuante de las tendencias e imperante de la vo­luntad ha sido casi la tínica que ha funcionado en la filosofía clásica. Ahora bien, esto no es rigurosamente suficiente. Las tendencias no solamente pertenecen a la voluntad como ten­dencias que se dejan gobernar por ella, libremente; las ten­dencias son además y ante todo intrínsecas a la voluntad, en el sentido de que fuerzan al hombre a tener que ejecutar un acto de volición libre. El momento formal en que las tenden­cias dejan al hombre en esta situación es justamente la incon­clusión. Las tendencias en cierto modo empujan al hombre sobre sí mismo, en virtud de la inconclusión; es un modo éste de independencia del medio y de control sobre él. No sola­mente eso: las tendencias son las que mantienen al hombre en esa situación de inconclusión. Si así no fuera, la libertad, como veremos pronto, sufriría un interno colapso. No sola­mente mantienen al hombre en situación de libertad, sino que además —y es lo que aquí más me importa— estas tendencias proyectan al hombre sobre sí mismo, le sobreponen sobre sí mismo de una manera absolutamente concreta, en función, precisamente, de aquello por lo que las tendencias están in­conclusas. No pensemos que la libertad es un vacío. La liber­tad funciona como carácter de la volición, ante todo y sobre todo para resolver los problemas concretos que las tendencias plantean al hombre. Y las tendencias le plantean y le dejan instalado en una situación y una figura perfectamente concre­ta, en función de las tendencias mismas. Y esto es lo que constituye en cada momento el perfil exacto de la libertad del acto.

¿En qué está el hombre inconcluso? No solamente en qué está inconcluso, sino ¿cómo está inconcluso? La indeter­minación efectiva de la volición —lo decía en el capítulo pa­sado-, que constituye el aspecto negativo de la libertad, no consiste en un equilibrio de tendencias. El célebre argumento del asno de Buridán es absolutamente quimérico, propio de

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un matematizante del siglo xiv. Esto no se da nunca. Las ten­dencias en el hombre no están equilibradas, están profunda­mente desequilibradas. Unas veces porque unas tendencias son intrínsecamente superiores a otras, y siempre porque el hombre nace no con un «orden» de tendencias sino con un «desorden» constitutivo de sus tendencias, constitutivo, por lo menos, en cada uno de los individuos. La indeterminación no significa, pues, equilibrio. Significa puramente inconclusión en orden a cuál sea el acto que uno va a realizar. Y además, aunque haya un enorme peso y preponderancia de un modo sobre otro; más aún, aun en el caso hipotético de que no hu­biera más que una tendencia, pura y simplemente la libertad consiste en que el hombre no tenga que abocar a un acto de­terminado en virtud exclusivamente de aquella tendencia que posee, ni tan siquiera en virtud de la preponderancia de unas tendencias sobre otras. La forma como el hombre está incon­cluso matiza, evidentemente, el perfil de la libertad. ¿Cómo va a ser lo mismo el perfil de la libertad de un hombre cuyas tendencias le impelen a un lado, que la libertad de un hom­bre cuyas tendencias le impelen a otro? ¿Cómo va a ser el mismo el perfil de la libertad de unos hombres ricos en ten­dencias naturales, y el de estos hombres que parecen acarto­nados, de esos hombres que parece que les da todo lo mis­mo, que son la apatía ambulante? ¿En qué está inconcluso y cómo está inconcluso?

Pero además, y en su virtud, la cara, por así decirlo, que presentan las cosas en esa inconclusión, no es la misma en todas las situaciones, ¿cómo va a serlo? El aspecto o la facies que la realidad presenta en cada una de las situaciones, en virtud de la inconclusión en que las tendencias nos dejan frente a ella, es muy varia y muy diversa. Y de ahí que la in­tervención de las tendencias constitutivas de una Psicología profunda, es decisiva en el perfil de la libertad. La Psicología profunda no es en todo caso pura y simplemente una especie de pasado que el hombre tiene a sus espaldas. Desde sus di­

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mensiones radicalmente vegetativas, el hombre va conforman­do la figura de su ánima, su forma mentís, su figura animae. Ahora bien, la forma de la psicología vegetativa no consiste en que el ánima dé vida al cuerpo, sino justamente al revés, en que el cuerpo vaya conformando y configurando el ánima en sí misma. De ahí que, evidentemente, según hayan sido las vicisitudes amplias y complejas de esta formación del ánima por el cuerpo, así sera también, en última instancia, la última raíz de una Psicología profunda, cuyas complicaciones a lo largo de la vida constituyen justamente el desarrollo de las tendencias; tendencias que, inconclusas en un momento, con­fieren a la libertad en que el hombre queda un perfil absolu­tamente determinado.

De ahí que la deformación tendencia! deforma intrínseca­mente a la volición y a la libertad. No es que haya falta de li­bertad, lo veremos inmediatamente, pero sí evidentemente que esa libertad está intrínsecamente deformada y viciada. In­trínsecamente deformada, porque el hombre en esas condi­ciones está sobre sí, pero de un modo anómalo y anormal. No está abolida completamente su libertad, pero tampoco es libertad en el sentido plenario de la palabra, como veremos inmediatamente.

La distorsión intrínseca de la voluntad no es una prede­terminación extravoluntaria, sino que es una deformación vo­luntaria. El perfil, pues, que la situación tiene, y que la liber­tad tiene en cada situación, es el primer momento, el primer carácter de la figura concreta de la libertad.

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El área de libertad

Dentro de un perfil determinado, la libertad puede tener una extensión distinta. Es el concepto de área de libertad. No

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todas las libertades, en todos los hombres, tienen la misma área. Esto es quimérico.

En primer lugar, no la tienen en extensión. El hombre se imagina —es decir, muchos nos hemos imaginado cuando he­mos empezado a balbucir sobre estos problemas— que la li­bertad es una especie de tabula rasa, como decía Aristóteles del intelecto, y que efectivamente la voluntad, en fin, lo puede querer todo, con tal que se le ponga todo delante. Y aquello entre lo que la voluntad tendría que elegir, sería todo lo que tiene razón entitativa, alguna razón de entidad, con lo cual, en principio, el elenco de objetos en que la voluntad tuviera que elegir libremente, sería infinito. Ahora bien, esto es quimérico. La condición esencial -en el caso del hombre- para que pueda haber una elección, y una elección libre, es justamente la finitud del elenco entre las cosas en que tiene que elegir. El elenco es finito, no solamente con la finitud de número, sino además con una finitud cualitativa, en virtud de la cual un tér­mino excluye al otro, o por lo menos a la mayoría de los otros. Si el hombre entre el caldo y el pan pudiese siempre elegir sopa, no habría problema. Lo que ocurre es que esto no sucede así. Cada término excluye al otro, y en esta exclusi­vidad entra precisamente uno de los secretos en que morosa­mente se detienen los negadores de la libertad —hablaremos de ello inmediatamente. Existe siempre esta exclusión de un término por otro que, como quiera que sea, constituye el ca­rácter finito del área de la libertad en extensión.

Pero esta área finita es todavía mucho más finita en pro­fundidad, qué duda cabe. La libertad, precisamente porque no está montada sobre sí misma, presupone un régimen de es­tabilización pre-libre, sin el cual la propia voluntad no podría existir. ¿Qué sería del organismo humano si, libremente, tuviera que intervenir de un modo directo en la regulación homeostá- tica de sus funciones? Ah, sería imposible la vida. El hombre habría acabado, mejor dicho, no habria llegado a nacer.

La libertad está montada sobre un régimen de estabilidad

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anterior. Sobre el cual régimen de estabilidad anterior el hom­bre no puede intervenir, por lo menos directamente. Puede intervenir libremente de un modo indirecto; sí, evidentemente. Uno puede tomar drogas libremente, con lo cual influye, ni qué decir tiene, en el régimen anterior. Naturalmente, es uno de los puntos en que, desde el punto de vista histórico, ame­naza pavoroso el horizonte de la historia. ¿Hasta qué punto el racionalismo del hombre, que le permite ir interviniendo en zonas cada vez más hondas del hombre, va a conseguir una estabilidad de orden superior de la especie humana sobre la tierra? En todo caso, esta intervención del hombre en su esta­bilidad va orlada por la dimensión opuesta de la intervención de esa estabilidad sobre el hombre, definiendo y constituyen­do el área sobre la que la libertad está montada. Y ahí es donde vuelve a salir el problema de las anomalías: voluntades intrínsecamente deformadas, no solamente por el perfil anó­malo que poseen, sino justamente por la estructura anómala de esa estabilidad sobre la cual la propia libertad va a jugar.

No solamente esto, sino que la libertad, de una manera problemática pero innegable, puede ir naturalmente intervi­niendo en profundidad en las tendencias que efectivamente emergen de la psique profunda de cada cual, y puede ir a fuerza de voluntad, no digo dominándolas todas —seria qui­mérico—, pero tampoco está excluido el que la fuerza de vo­luntad no desempeñe ninguna función en la reforma de la Psicología profunda.

En primer lugar, pues, el perfil. Y en segundo lugar, el área de la libertad.

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El níuel de libertad

Lo anterior no es suficiente. El hombre, para el ejercicio de su libertad, está sobrepuesto a sí mismo, antepuesto a sí

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mismo, y este especie de proyección en que las tendencias si­túan al hombre encima de sf mismo, por su intrínseca incon­clusión, y con amplitud diferente, esta propulsión por así decir tendencial por la que la libertad nace en el orden de los ac­tos, puede tener distinto alcance. El hombre puede estar pro­yectado sobre sf mismo a distintos niveles. He aquí el tercer concepto, el de nivel. Porque, efectivamente, el hombre no es­tá proyectado sobre sí mismo de una manera puramente abs­tracta —es, en definitiva, el único punto al que atendió la filo­sofía de la subjetividad, falsa o verdadera, poco importa para el caso, del siglo xix—; no está volcado sobre sí mismo de una manera abstracta, sino que lo está de una manera con­creta, siempre en y por vistas a algo. Ahora bien, según sean estes vistas, así es también el distinto nivel con que el hombre está proyectado sobre sí mismo. Este concepto de nivel es esencial para la inteligencia del carácter concreto de la liber­

tad.En primer lugar, es muy fácil definir la libertad en la vida,

por ejemplo, diciendo que se posee cuando el niño llega al uso de la razón. Sí, esto es verdad. Pero hay personas que han perdido el uso de la razón y de la libertad. Lo perdemos todos algunas horas mientras dormimos. Pero es que no es lo mismo el uso de la razón y el uso de la inteligencia. Qué du­da cabe que el niño, a las pocas semanas de nacer, tiene un uso estricto de inteligencia. De esto no hay duda ninguna. Lo que no tiene es uso de razón. ¿Qué se quiere decir con que no tiene uso de razón? En virtud de tener inteligencia, velis nolis, este niño tiene un mínimo de libertad. Claro que lo que queremos decir es que precisamente esa libertad no juega en el nivel de la moral, de la distinción del bien y del mal «mo­ral». Porque del bien y del mal in genere sí que juega: el niño quiere aquello que le parece que es bueno, aunque se equivo­que —como los mayores—. Lo que pasa es que no juega en un nivel absolutamente moral. Y esa dimensión del intelecto por la que el hombre es elevado del nivel primario del uso de

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3a inteligencia y de la libertad primaria al uso de la libertad moral, es lo que se llama el uso de la razón.

Naturalmente, esto mismo acontece en el anormal. Las personalidades psicopáticas no se caracterizan forzosamente porque no tienen libertad. Por lo que se caracterizan es por­que su libertad juega en una dimensión completamente anó­mala. Y es que, efectivamente, una cosa es la libertad física y otra la libertad moral. Los juristas están habituados a enten­der por libertad ffsica únicamente la ausencia de coacción ex­terna. Esto es lo que ha predominado cuando se ha olvidado la metafísica. No es esto. En metafísica se entiende por liber­tad física la libertad como carácter físico de un acto, en tanto que acto ejecutado por la voluntad. (Ahora dicen que se lla­ma eso libertad psíquica, en fin, como quiera que sea, es igual para el caso). En cambio, la libertad moral pende esen­cialmente del nivel en que esa libertad física o psíquica sea ejecutada. ¡Ah!, esto es completamente distinto. De ahí que no sea lo mismo ser libre que ser responsable. De ninguna manera. La irresponsabilidad es perfectamente compatible con la libertad.

Es compatible, ante todo, en el caso del niño que, eviden­temente, tiene una libertad, pero no tiene una responsabili­dad. Su responsabilidad se va formando a medida que se va formando el nivel en que su libertad funcione, y el nivel desde el cual su inteligencia se haga cargo de la realidad y de sí mis­mo. El niño va adquiriendo largamente, por una educación en gran parte debida a los demás, y además por los fracasos o los éxitos de su propia experiencia personal, va adquiriendo lenta­mente el uso de la razón, y elevándose a un nivel moral. No se piense que esto sea una cosa ten sencilla y ten unívoca. En el caso de los niños se dirá que sí es sobradamente claro, pero todos los que los tienen saben que esto es difícil. Sí, esto es di­fícil, pero piensen ustedes que en la historia ha acontecido lo mismo. Cuántas veces, todos al principio, y muchos de los que no han seguido por ese camino, quedan escandalizados cuan­

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do un día abren el Antiguo Testamento y se encuentran con reflexiones morales, o con sentimientos que, desde luego, un cristiano no podría aceptar. San Pablo empleaba la palabra jtaibayuiYCa, a saber, la pedagogía, la fundón educativa con que lentamente Dios en su revelación ha ido modelando el estado colectivo del espíritu humano, para elevarlo justamen­te a un nivel de moral determinado 2. El concepto de nivel es esencial en la vida del individuo, y además en el despliegue histórico.

Se va formando, lentamente, un nivel de moral. Esto es claro, decía una vez más, en el caso del anormal psicópata. (Prescindo del anormal que sea oligofrénico, esto es una his­toria diferente). El anormal psicópata tiene una volición libre, pero tal que además de tener un perfil deformado y un área relativamente indeterminada, pero relativamente angosta y en perspectiva falsa, tiene, además, un uso de la inteligencia in­trínsecamente deformado desde el punto de vista de sus pre­ferencias. La deformación tendencial lleva consigo un defecto de nivel, y con ello una malformación de la voluntad. No se trata de decir si está o no está loco, en el sentido de si tuvo o no conciencia, de si sabía o no sabía lo que se hacía. Sabía lo que se hacía, qué duda cabe. Pero ciertamente no podía juz­gar de lo bueno y de lo malo que hacía, con la plenitud de serenidad con que todo hombre normal puede juzgar. La de­formación intrínseca de la voluntad no es una especie de coacción intrínseca. Los juristas, demasiado propensos a no ver más que la disyunción entre la voluntad y la tendencia, piensan que al igual que la coacción externa suprimiría la vo­lición libre, al igual una pasión dominante, por ejemplo, supri­miría intrínsecamente la volición libre, pero nada más. Ahora bien, no es éste únicamente el caso. Cualquiera que haya sido el juego voluntario o incluso libre por el que el sujeto haya llegado a determinada situación, hay un momento en que el

2 Gal 3, 24s.

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sujeto, hic et nunc, se encuentra con una situación dentro de sf mismo. Esta situación puede ser perfectamente anómala. No se puede confundir la libertad del acto que va a ejecutar con la responsabilidad y la imputabilidad necesarias y sufi­cientes de determinados actos de su vida.

El adulto normal, en cambio, —sin que esa normalidad sea en nadie absolutamente absoluta, puesto que en todos juegan las tendencias—, tiene, sin embargo, un nivel de liber­tad en el que puede resolver sus situaciones de una manera relativamente libre —digámoslo una vez más—, y en segundo lugar, una libertad de crear. De crear no solamente el acto que va a ejecutar, sino de crear en cierto modo —sobre esto volveré inmediatamente— sus intrínsecas capacidades de liber­tad. Si así no fuera, estaríamos ante un arrebato, todo lo lúci­do que se quiera, hiperlúcido en muchos casos, con senti­miento de archinaturalidad en otros, pero que sería pura y simplemente el resultado de una larvada, intrínseca deforma­ción del nivel de la voluntariedad.

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Los grados de libertad

Con un perfil determinado, un área determinada y un ni­vel incluso determinado, la libertad puede tener grados distin­tos.. Es el único punto —a mi modo de ver, es lamentable que sea el único— en que ordinariamente, en los libros de moral y de derecho, se ha enjuiciado el problema de la libertad: el grado de libertad. Y ciertamente, el grado de libertad, reuni­das las tres condiciones anteriores, es también muy distinto. Es muy distinto, porque aun siendo verdad que la libertad no consiste en la ausencia de tendencias, sino que consiste for­malmente en la inconexión necesaria entre el acto y aquello sobre que el acto recae, no cabe duda, sin embargo, que la Ii-

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bertad está más o menos encajonada por las tendencias, o por la red de tendencias que le han llevado al hombre preci­samente a ser libre. Aquello que nos exige ser libres es justa­mente también aquello que en cierto modo limita intrínseca­mente nuestro grado de libertad.

El hombre, ciertamente —éste es el falso concepto de li­bertad—, no quiere libremente ante cosas indiferentes. Esto es quimérico. Esto sería convertir al espíritu humano en una es­pecie de apatía ambulante. Fue el ideal inaccesible, irrealiza­ble del estoicismo. No es el caso del hombre. Eso es comple­tamente falso. El hombre decide siempre entre cosas conve­nientes, no entre cosas indiferentes. Ahora, con lo que no se puede identificar lo conveniente —y lo vamos a ver en segui­da— es con lo mejor. El racionalismo, por boca de Leibniz, identificó siempre lo conveniente con lo mejor, y elevó nada menos que a principio metafísico el principio de lo mejor, del que no excluyó ni a la propia divinidad. Dios creó el mejor mundo de los posibles, lo cual sería hacer muy poco honor a la Divinidad. Bastante es con que sea lo suficientemente bue­no como para que haya sido querido por Dios. Ahora, ¡que sea lo mejor!... Acontece con eso, exactamente, lo que con la evidencia. La evidencia es un carácter de los actos intelectivos —aspiramos por lo menos a que lo sea—, pero eso no quiere decir en manera alguna que la verdad radical de un acto inte­lectivo, de todo acto intelectivo en cuanto tal, estribe en la evidencia. Esto es absolutamente falso. Se preguntará: ¿En qué consiste entonces el acto intelectivo? Éste es tema de otro curso. Pero hoy por hoy, nos basta con decir que, evi­dentemente —y no empleo el vocablo por inercia—, la esencia del acto intelectivo no consiste en la evidencia.

De esta suerte, la libertad tiene un perfil definido en una o en otra forma. Tiene una amplitud más o menos varia, tie­ne un alcance distinto según los niveles, y dentro de esos ni­veles tiene una mayor libertad de movimientos, una mayor li­bertad. La unidad intrínseca de esos cuatro conceptos de per­

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fil, amplitud de área, alcance de nivel y grado de libertad, constituye la figura concreta de la libertad en cada caso. En cada caso concreto, el hombre tiene una responsabilidad defi­nida en función de esos cuatro factores; tiene una figura de li­bertad constituida por esas cuatro dimensiones. Y es que, en definitiva, la libertad es la autoposesión de sí mismo: el hom­bre es una realidad que está apoderada de sí misma. Y en el ejercicio de ese apoderamiento, está intrínsecamente la frui­ción. Ahora bien, los matices de la fruición vienen definidos precisamente por esos cuatro conceptos: fruiciones en distinto perfil, a distinta área, en distinto nivel y en distinto grado. Si la voluntad no fuera una voluntad tendente, esta estructura de la libertad sena radicalmente imposible. Ahora bien, esto no es una objeción contra la libertad, sino la definición intrínseca y positiva de la libertad.

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§ 3

CUÁLES SON LAS DIFICULTADES QUE ORDINARIAMENTE SE OPONEN A LA EXISTENCIA

DE LA LIBERTAD

Esto supuesto, ¿cuáles son las dificultades que ordinaria­mente se oponen a la existencia de la libertad?. Dificultades que conciernen no a la libertad como liberación, sino al ejer­cicio físico del acto de libertad, del acto liberador mismo co­mo libremente ejecutado.

Aquí, naturalmente, tengo que repetir algo de lo ya dicho, desde otro ángulo. Resolver dificultades es siempre una triste tarea, pero que alguna vez hay que hacer. Estas dificultades son de distinto orden.

Primero, una dificultad que afecta a la ininteligibilidad del acto libre. ¿Qué puede significar una autodeterminación? Esto es ininteligible. Libertad es lo contrario de causalidad. ¿Qué puede ser un ente que esté libre de toda causalidad?.

Segundo. El presunto acto libre, en el caso del hombre, nace o se produce por haber sopesado unos ciertos motivos, dificultades, y procede del conflicto de los motivos. ¿Es real­mente libre el hombre, ni tan siquiera en concreto, dado un juego de motivos que entran en conflicto?

Tercero. La voluntad no solamente tiene un momento de voluntariedad; tiene un momento tendencial. Las tendencias tienen una fuerza impelen te. ¿Es verdad que la voluntad es li­bre, dado el conflicto o la confluencia de tendencias?

Cuarto. En definitiva, nadie puede saber si es libre, por­que ignora las causas de sus actos.

He ahí los cuatro capítulos bajo los cuales se agrupan las dificultades en tomo a la libertad. Digamos rápidamente el va­lor de estas consideraciones.

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La libertad sería ininteligible

Sería ininteligible porque, ¿qué puede significar una realidad que esté libre de toda causalidad, de toda cau­sación? Ahora bien, ya dijimos en el capítulo anterior que esto es una falsa interpretación del principio de ra­zón suficiente. Dado un acto de volición ya real y efecti­vo, ¿qué duda cabe que tiene toda su suficiente razón de ser, en aquello sobre lo cual el acto de volición ha recaí­do? Importa muy poco que sea un acto perfecto de amor de Dios, o el acto de vicio supremo, e incluso, si se sigue la opinión de Escoto, remozada por Max Scheler, que ten­ga la volición del mal por el mal, si esto fuera posible. Poco importa para el caso. Lo cierto es que, después de ejecutado el acto, hay evidentemente en el objeto sobre el que recae todas las razones suficientes para que el acto haya sido un acto de volición de ese objeto. ¿Significa es­to que fuera el «único» objeto que tenga las razones sufi­cientes? Evidentemente, no. Lo cual quiere decir que, an­tes de ejecutado el acto —no después—, el hombre se en­cuentra en una situación completamente distinta. El princi­pio de razón suficiente ahí no entra para nada en juego, porque termina ahí. La libertad de elegir elige entre diver­sas razones suficientes. Pero se convierte el principio de razón suficiente en otro principio, el principio de razón mas suficiente. ¡Ahí, esto no está dicho en ninguna parte. Suficiente es el vicio, y suficiente es la-volición de un acto de caridad perfecta. ¿Es más suficiente lo uno que lo otro? Esto es distinto, pero el principio de razón suficiente no queda violado, so pena de subrepticiamente convertirlo en un principio de razón necesitante. Ahora bien, esto ne­cesitaría justificación, y está por dársela. Toda realidad es, efectivamente, una realidad que existe determinadamente,

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pero en manera alguna existe deterministamente; ésta es la cuestión.

2

El conflicto de ¡os motivos

Pero se nos urgirá diciendo: la voluntad no es ajena a unos motivos, y entre estos motivos hay indiscutiblemente unos que son mejores que otros. Recuérdese el adagio latino: video meliora proboque, deteriora sequor. Aquf fallaría la li­bertad. Pero, sin embargo, cuando un hombre quiere una co­sa, será deíerior «en sí misma», pero qué duda cabe que cuando yo la he querido es la mejor «para mí». Si no, hubiera sido imposible el acto de volición. Ahora bien, esto supuesto, hic et nunc significa que, en definitiva, siempre funciona en la voluntad el principio de lo mejor. El propio Leibniz decía ha­ber extendido esta consideración a Dios; claro que no en el sentido de que Dios pueda querer el mal, pero sí en el senti­do de que cada una de las cosas posibles es un candidato a una existencia, y que en definitiva la creación del mundo ha sido el resultado de la confluencia o de la resultante de esas diversas fuerzas, en el sentido de compatibilidad y en el senti­do de producir lo mejor. {Nunca se ha producido en la histo­ria un verdadero racionalismo más que en Leibniz. Se dice que el padre del racionalismo fue Descartes; es lo contrario. Descartes es el voluntarista quizá más extremo que ha habido en la historia). Ahora bien, este argumento es absolutamente falso, ¿por qué no decirlo? Porque uno supone que uno siem­pre se ha decidido por aquello que fiic et nunc me parece lo mejor. Esto es falso. La verdad es que mi acto de volición es aquél que declara qué es hic et nunc lo mejor. Ningún objeto, es decir, ningún motivo tiene fuerza de móvil más que en vir­tud de una consideración intelectual que me lo presenta co-

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mo posible, y de un acto de voluntad que lo acepta. Sin acep­tación, ningún motivo es móvil; no mueve. Ahora bien, mi vo­luntad no es consecutiva al objeto que yo he querido, sino que al revés, el carácter determinante del objeto es consecuti­vo a mí elección y a mi preferencia. La volición no consiste en estar sometido a la razón del objeto, sino justamente al re­vés, en constituir el objeto como móvil en razón de un acto de volición. La función constituyente de la libertad es en este punto decisiva, y se es tanto más causa cuanto se es más li­bre.

3

El conflicto de las tendencias

Se podrá urgir: esto no pasa de ser una respuesta dialécti­ca, porque como quiera que sea, la bondad objetiva de los motivos incide también en parte sobre la voluntad, no sola­mente como motivo, sino como la fuerza de moción, la fuerza motriz; esto es, por el carácter de móvil que tienen las tenden­cias. Es el tercer grupo de dificultades: el conflicto no de mo­tivos sino de tendencias. ¿Es verdad que el acto de volición es libre y que no será más bien el resultado de unas tendencias? Tendencias innegables, de distinto orden: no hace falta apelar —hay que no excluir, pero tampoco limitarse a ellas— a las tendencias que hacen aflorar los psicoanalistas, o las que exa­mina por lo menos la Psicología profunda. Hay algo completa­mente al alcance de la mano de todo hombre, aunque no sea ni psicoanalista didáctico ni haga el psicoanálisis terapéutico de un enfermo, a saber, simplemente la consideración del «carác­ter» de las personas. Si uno conociera bien el carácter de las personas, no hay duda ninguna que en general sus reacciones llamadas libres serían previsibles. Esto seria un indicio más que suficiente para pensar que la libertad nace de un juego

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de tendencias, y que en definitiva no existe esa figura concre­ta de libertad a la que hemos dedicado la primera parte de este capítulo.

Ahora bien, éste es un argumento no dialéctica sino psi­cológicamente falso, porque parte de un supuesto que no es verdad, y es que las tendencias juegan como fuerzas. Esto no es verdad. Porque si así fuera, no nos colocarían en la situa­ción de inconclusión en la que el hombre tiene que intervenir. Realícese el experimento de dejarse llevar por las tendencias. Primero, dejarse llevar es un acto de voluntad, decía en un capítulo anterior, pero además es irrealizable el dejarse llevar automáticamente. Tendría que colocarme a mí en situaciones psicológicas y somáticas en que no me encontrara en situa­ción de inconclusión; claro, entonces no habría problema. Pe­ro ésa no es la situación normal en que el hombre se encuen­tra en la vigilia. Lo que hacen las tendencias, precisamente, es poner delante del hombre un objeto que le arrastra más o menos, pero que nunca le doblega. Son «pre-tensiones». Aho­ra bien, mientras yo no acepte, la pretensión no decide mi vo­luntad. Lo cual no quiere decir, bien entendido, que la deje en una condición de absoluta y omnímoda libertad. Esto no. Hemos visto la figura concreta y bien exigua que en muchos casos tiene la libertad. De lo que se trata es de que esa liber­tad no queda nunca radicalmente abolida. No se puede dejar al libre juego de las tendencias, porque es la libertad la que en un cierto momento, y en un cierto punto, por exiguo que éste sea, es la que da fuerza a la tendencia y convierte a la pretensión en decisión. No es cuestión de opiniones; es la ne­cesidad real y física de mi psique; sin libertad no hay paso de pretensión a tensión ejecutiva.

Atendamos a lo que se nos dice, a la previsibilidad de los actos, por haber entendido el carácter de una persona. En primer lugar, no está dicho en ninguna parte que el carácter de la persona esté constituido nada más que por las tenden­cias no libres que el hombre tiene. Al contrario, el carácter de

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la persona está compuesto con una enorme cantidad de in­gredientes que libremente ha ido el hombre depositando en sf mismo. El carácter no es una cosa meramente tendencia!; es en buena media un resultado, naturalizado, de libertad. Y esto es un grave problema individual y además público. Hay una

de la libertad. De ahí que la previsión moral en manera alguna puede confundirse con la predeterminación física e in­telectual. Son cosas distintas. Inclusive cuando uno se enfren­ta con problemas de teología, como veremos en el próximo capítulo. Cuando Cristo, por ejemplo, habla de los hombres, una cosa es lo que dice en función de su cardiognosia, es de­cir, por conocimiento moral que tiene del fondo de su alma; otra, cuando habla en virtud de una presciencia innata o ad­quirida que tiene del futuro libre. Son cosas distintas. En ma­nera alguna puede confundirse lo uno con lo otro. El hombre no solamente nace con el carácter, sino que va haciendo su carácter; tanto más difícil de hacer cuanto más se complica la vida. De ahí, naturalmente, la responsabilidad con que el hombre carga con todo el pasado de su vida en la figura con­creta de su libertad.

Ahora bien, las tendencias profundas, decía, le dejan al hombre en una situación de inconclusión. No se quiere decir que el hombre juegue arbitrariamente con esas tendencias. Lo que se quiere decir es que sin una intervención mía alguna, por mínima que sea, no hay acto concluso. Esa intervención es, justo, la mota de libertad que el hombre pone en su acto.

4

La ilusión de la libertad

Se dirá que esto es una ilusión. Es el cuarto üpo de difi­cultades: la ilusión de la libertad, determinada en definitiva por la ignorancia de las causas, acompañada de ese senti­

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miento de naturalidad con que el hombre ejecuta su acto. Se dice hasta la saciedad que si la aguja magnética tuviera con­ciencia, creería que su acto de orientarse hacia el polo mag­nético sería un acto libre, porque es un acto perfectamente natural. Si el animal tuviera conciencia, tendría una sensación intema de libertad.

Ahora bien, ante todo hay que distinguir, decía, la espon­taneidad de un acto y su libertad. El acto espontáneo es aquél que emana «desde mí mismo». Es lo que pasaría a la aguja magnética: tendría conciencia de que, en efecto, no hay violencia ninguna. Pero la libertad no consiste únicamente en no tener violencia. La libertad consiste no solamente en deter­minarse desde sí mismo, sino «por sí mismo», que es cosa distinta. Ahora bien, en el plano mismo de la experiencia, hay en esto diferencias constatables empíricamente. La estimula­ción de determinadas áreas prefrontales lleva a la ejecución de movimientos involuntarios, que normalmente en la vida son voluntarios. El enfermo tiene perfecta conciencia de los actos que dichá estimulación produce, y sin embargo sabe, o tiene conciencia de que no es él el que los ejecuta. Como de­cían los antiguos, en esos casos los hombres aguntur sed non agunt (difícil traducir el pasivo del verbo obrar): están accio­nados, están obrados, pero no operan; están operados, pero no operan. Y eso que intervienen todos los mecanismos so­máticos del llamado movimiento voluntario o libre. No es lo mismo ese fenómeno inmediato que es ejecutar yo un movi­miento, que el fenómeno de encontrar que ese fenómeno sale de mí de una manera natural. Y es que, en definitiva, a poco que uno reflexione, no solamente en este problema, sino en cualquier problema en que se habla de ilusiones, uno caerá en cuenta de que la ilusión tiene su explicación, pero que no por ella deja de ser ilusoria. Lo que pasa es que para que la ilusión sea posible, hace falta tener por lo menos la candida­tura real a aquello de que se está engañado por la ilusión; si no, es que no habría ilusión posible. Uno puede tener ilusio­

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nes en el orden de los juicios evidentes, y creer que son evi­dentes muchas cosas que no lo son. Durante muchos años se ha dado la presunta demostración de que todas las fundones continuas son derivables. Bien, bastó poner un ejemplo para ver que esto no era así. Me parece que fue Weierstrass quien lo puso. Pero esto, es decir, la ilusión de la evidencia, seria imposible si no hubiese por lo menos una real candidatura in­telectiva a la evidencia. Sin esto, no sería posible. A nadie se le ocurrirá pensar que tiene la posibilidad de una ilusión de li­bertad si en una o en otra forma, por mínima que fuera, el hombre no tuviese cuando menos una candidatura a la liber­tad. La ilusión de libertad reposa, en última instancia, en la li­bertad para la ilusión de sí misma. Lo mismo acontece, natu­ralmente, con el mundo exterior. Qué duda cabe que hay mu­chas ilusiones en torno a la percepción del mundo exterior. Sin embargo, sería imposible tener ilusiones en tomo a la ex­terioridad en cuanto exterioridad, si en una o en otra forma el hombre en su percepción no tuviese la candidatura real y la versión a la realidad externa, en cuanto extema.

Y es que en el fondo de esos cuatro grupos de argumen­tos late siempre un supuesto, a saber, que la libertad es un fe­nómeno psíquico. Ahora bien, esto es lo que no es verdad. Es como si se dijera que la evidencia es un fenómeno psíquico: el sentimiento de claridad que uno tiene. Esto no es verdad. La evidencia es algo comprobable o no comprobable, con error o no, pero es comprobable siempre en aquello que pre­tende ser evidente. Es como la intencionalidad, que es el pun­to de inserción por el que el sujeto va constitutivamente vol­cado hacia la realidad sobre la cual recae la intención. La li­bertad no es un fenómeno psíquico confundible con la natu­ralidad o no naturalidad, resultado o no de unas tendencias, y hasta si se quiere de juicios objetivos de valor. La libertad es un fenómeno modal, pero de carácter esencialmente intencio­nal. La voluntad es tendente. En definitiva, la intencionalidad de los actos intelectivos, de la que estamos hartos de hablar,

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ha sido una transposición al orden de la inteligencia de la in­tencionalidad de la voluntad. Y ahí es donde está la libertad. Una libertad que no es, por consiguiente, un mero fenómeno psíquico, como no es la evidencia un mero fenómeno psíqui­co, al cual hubiese que sobreponer luego un valor comproba­do, no sabemos cómo. ¿Cómo se iba a comprobar esto si la evidencia fuera un fenómeno puramente psíquico? La libertad no es un fenómeno puramente psíquico. Es un modo, y un modo de intencionalidad. Y ese modo de la intencionalidad tiene dos dimensiones. Primera: la dimensión de ejecutar ac­tos libres, esto es, tomar iniciativas. Segunda: la dimensión por la que un acto libre es libre, porque es iniciador, porque no está necesitado por el objeto sobre el que recae. Parece que son dos cosas iguales, pero no son lo mismo, porque no es lo mismo tomar iniciativas que ser iniciador. Veremos en el próximo capítulo, precisamente, que es el caso de Dios. Dios no «toma» ninguna iniciativa, pero es iniciador de la realidad entera. Dios no tiene libertad en el sentido de tener libertad para ejecutar actos libres, sino que su acto —el único acto, el acto suyo simplicfsimo en que existe— es libre terminativa­mente, por parte de un objeto transcendente. En cambio, el hombre no es iniciador más que tomando una iniciativa. Y en la unidad intrínseca de esos dos momentos, el momento de iniciación y el momento de tomar la iniciativa, consiste otra de las dimensiones de la finitud de la volición humana.

La volición humana, en esta forma, tiene una dimensión de libertad, una mota de libertad, en virtud de la cual el hom­bre es, en esta mota, dueño de sí mismo, no solamente por­que se lo permiten sus tendencias, sino justamente al revés, porque las tendencias le impelen inexorablemente a ello. Y las posibles ilusiones —grandes, qué duda cabe— que el hom­bre puede tener en tomo a su libertad emergen precisamente de esa radical constitución libre por la que el hombre es —o pretende ser por lo menos— dueño de sí mismo. Y la verdad es que el hombre lo es en toda hipótesis. Porque el hombre,

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al estar colocado sobre sf mismo, recae sobre sf mismo, y esta recaída es en el orden tendencial, constitutivamente, el acon­tecer mismo de la libertad. Podrá ocurrir que esta caída tenga todas las deformidades que hemos dicho, y que no sea impu­table y responsable: esto es obra cuestión. Pero la libertad en ese sentido físico es inexorable e inapelable.

De ahí —cuarto paso— que esa libertad que intrínseca­mente constituye al hombre, frente a la cual los argumentos que se nos han puesto en contra no parecen demasiado con­cluyentes; esa libertad que tiene esa figura concreta determi­nada por el perfil, el área, el nivel y el grado de libertad; esa libertad ejecutada en una o en otra forma, revierte sobre el propio hombre que ejecuta el acto. El hombre, al querer una cosa, lo que quiere efectivamente con su libertad es realizarse en determinada forma en aquella situación. Y aquí nos pre­guntamos —es el cuarto paso— en qué consiste esa presunta incorporación de ¡a libertad a la naturaleza del hombre. Es la libertad como problema.

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§ 4

LA LIBERTAD COMO PROBLEMA

Bien entendido, no me refiero aquf a que la libertad sea un problema, no. Me refiero a otra cosa distinta: a que poda­mos efectivamente «ser» libres, en el sentido de que la liber­tad sea lograble tanto en su ejecución como en su incorpora­ción a nuestra realidad. Ésta es la cuestión.

La libertad no sólo es algo que se tiene o que no se tiene, no solamente es algo que se tiene más o menos, sino que es también algo que se va haciendo y deshaciendo. Y, natural­mente, esta incorporación de la libertad a la realidad del hombre plantea un grave conjunto de problemas.

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La naturalización de la libertad

En primer lugar, lo que yo llamaría la naturalización de la libertad. Puedo decir poco más que indicar de qué se trata. En primer lugar, hay actos de libertad —según las personas, bien entendido— que son ineficaces. No porque el hombre no ejecute el acto, sino porque ejecutado el acto, le pasa un poco lo que decía Santiago en la epístola de uno de estos domingos pasados: que el que oye la palabra de Dios y no la cumple, es como el que mira su cara en un espejo, y se olvi­da después de cómo es, y se va creyendo que es tan guapo 3.

3 Se refiere Zubíri a Sant 1, 22-25: «Pero sed obradores de la palabra y

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Hay libertades que son ineficaces, no porque no esté ejecuta­do el acto, sino porque ese acto no se ha convertido en «dis­posición», en disposición interna para la libertad. La dimen­sión dispositiva de la libertad es esencial no solamente para el individuo, sino también, como veremos en el próximo ca­pítulo, para la concatenación de las libertades en la especie humana.

En segundo lugar, la libertad emerge ciertamente de unas tendencias, opta por alguna de ellas, o incluso por alguna for­ma de combinación de ellas, desechando otras; pero ¿qué pa­sa con las otras? ¿Quedan reducidas a la nada? Ni por un momento. La libertad queda amenazada por esas otras ten­dencias. La amenaza de la libertad por la naturaleza es lo que los psicoanalistas llamaron la represión. Quizá haya otras for­mas, más graves y más complejas que la represión. Como quiera que sea, es evidente que esas otras tendencias dejan a la libertad, en la ejecución de su acto, en la situación de liber­tad «amenazada».

No solamente eso. El hombre ejecuta unos actos de liber­tad sobre una situación —en una situación— que está creada y, digo, son las tendencias las que le impulsan a ello. Quizá me he precipitado en decir que no son sino las tendencias. Porque lo cierto es que el hombre, a lo largo de su vida, ha ido en una o en otra forma naturalizando sus diversos actos de libertad, y lo que en un momento determinado le crea la inconclusión y la situación concreta y la figura concreta de su situación de libre, queda integrado por muchos actos de liber­tad que anteriormente el hombre ha ejecutado. La libertad no se encuentra en este caso amenazada por las tendencias, se

no oidores solamente, engañándoos a vosotros mismos. Porque si uno es oi­

dor de la palabra y no obrador, este ta! es semejante a un hombre que mira su rostro natura! en el espejo; porque se miró y se fue, y al punto se olvidó de cómo era. Mas el que se para a considerar la ley perfecta, ley de libertad, y en ello persevera, hecho no oidor olvidadizo, sino obrador ejecutivo, este tal será bienaventurado en su obra.»

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encuentra «comprometida» consigo misma: es la libertad comprometida. La libertad no es una afuncionalidad, como si cada decisión libre flotara en el vacío de todas las decisiones. Esto no es verdad. En una o en otra medida, la libertad esta siempre comprometida consigo misma.

La libertad que no solamente alcanza a ser disposición, que no solamente resiste a las amenazas, y que no solamen­te se encuentra comprometida consigo misma, la libertad, además, en cierto modo imprime su sello de libertad a todo cuanto hay en el hombre, por remoto que esto sea. Fácil­mente distinguieron los escolásticos entre las tendencias su­periores y las inferiores. En fin, fácilmente en teoría; en la re­alidad esto es más difícil de hacer. Como quiera que sea, si por tendencias inferiores se entiende todo aquello que no es pura y exclusivamente momento de voluntariedad de un acto —que es como en definitiva se suele entender—, en ese caso entra en lo inferior, inferior a la voluntad, todo lo que de una manera turbia y global se han llamado las tendencias sensitivas y otras no-sensitivas. ¿En qué situación quedan to­das estas tendencias por la naturalización de la libertad? Grandes metafísicos y teólogos pensaron que las tendencias son formalmente libres, incoativamente libres; que incluso el animal, y el niño antes de nacer, tienen una restringida, mi­núscula pero auténtica y formal libertad. No es cuestión de entrar a discutir este problema. Pero esta tesis me parece so­bradamente excesiva. No se puede, a mi modo de ver, admi­tir que la estructura puramente sentí ente sea formalmente li­bre. Entre otras cosas, por una bien radical, porque la estruc­tura sentiente es pura y simplemente una estructura estimu­lante. Ahí es donde debían haberse puesto de acuerdo. Es fácil hablar de la realidad sensitiva como si fuera igualmente presente para un perro y para mí ante los ojos, lo cual no es verdad. Porque en su pura índole sensitiva, para el perro y para mí, en el primer momento, por lo menos cuando abrí los ojos por primera vez en la tierra, la realidad de mi visión

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era pura y simplemente una realidad estimulante y estimuli- ca; formalmente no era un acto de versión a la realidad, Pe­ro en el momento en que lo sea, entonces ya no es ninguna aprehensión sensitiva, ni tendencia puramente inferior, en el sentido de sensitiva. Se ha podido decir, de manera a mi modo de ver medio exacta, que las tendencias inferiores no son formalmente libres, pero que lo son por participación. Si con esto se quiere decir —y es verdad— que los actos de li­bertad pueden en cierto modo engrosar en la esfera de la li­bertad la tendencia que favorece a aquello sobre lo que ha recaído la libertad, en este caso es absolutamente verdad. Las tendencias, qué duda cabe, son libres por participación. De esto no hay la menor duda. Lo que sucede es que, a mi modo de ver, no son los dos puntos que agotan la cuestión, sino que hay una cuestión previa. Porque la función primaria de las tendencias no es dejarse gobernar por la libertad. La función primaria de las tendencias es hacer posible por su inconclusión la emergencia de la libertad. De ahí que las ten­dencias, en un ser como el hombre, si bien no son formal­mente libres, si bien en muchos casos son participativamente libres, la verdad es que en todo caso son exigítivamente la raíz de una libertad, que es cosa distinta. De ahí la grave consecuencia que los actos libres tienen en el ejercicio de la vida del hombre. No se trata únicamente de que imponen a las tendencias que hay en mí ciertas modalidades que un buen día yo puedo borrar, así, sin más; sino que en una o en otra forma van revistiendo un cierto carácter exigitivo. Y, na­turalmente, en un cierto momento, las tendencias más libre­mente favorecidas son las más radicalmente exigitivas de su acto. Esto es lo que yo llamaría la naturalización de la liber­tad.

Pero no es únicamente esto lo que acontece. Hay otro ca­pítulo enormemente importante, que es lo que yo llamaría ¡a potenciación de la libertad.

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2

La potenciación de la libertad

La libertad no es indiferente a los actos que ejecuta. ¿Có­mo va a serlo? El ejercicio de la libertad tiene innegablemente un sentido positivo: es lo que acabo de enunciar en la palabra «potenciación». Pero el hombre puede ir, a fuerza de actos li­bres, horadando su propia libertad, hasta llegar al colapso de la libertad. ¡La libertad, víctima de sí misma! De esto no hay duda ninguna. Ahora bien, entre esos dos polos, o mejor di­cho, por encima del polo del puro colapso, la potenciación de la libertad tiene distintos momentos.

Hay, en primer lugar, un mínimum de libertad, que es vol­verse al pasado. Se dice: nadie es libre frente a su pasado. Pues sí señor, lo somos todos, libres frente a nuestro pasado, en el sentido de aceptarlo o no en el presente. De ahí la posi­bilidad del arrepentimiento y de la conversión, o incluso de la ratificación. Esto es el mínimo.

Hay, en segundo lugar, la organización de las tendencias. Ahora bien, la organización de las tendencias tiene dos aspec­tos: uno, el peso de la tendencia. San Agustín decía: pondus meum amor meus, eo feror quocumque /eror4. Mi amor es mi peso, y dondequiera que voy, soy llevado por el amor. Bien, esto sería magnífico, si no hubiera más que el peso de las tendencias congruentes con la libertad. Lo que pasa es que esto no es así. La tendencia, buena o mala, tiene ella por sí propia su peso. Pero además de peso, en la medida que este peso no es concluyente, sino que le deja al hombre inconcluso, tiene una dimensión de apoyo. Y entonces, justamente, en lo que tiene de mero apoyo, el hombre puede utilizar y organi­zar sus tendencias. Qué duda cabe que el hombre puede ad-

4 San Agustín, Confesiones, Lib. XIII, c. IX. Patrología Latina, vol. 32,

col. 849.

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quirir psicológicamente, por repetición de actos, hábitos inclu­so necesitantes para algo que en su dfa el hombre quiere ejer­citar. Aquel acto radicalmente libre de la constitución del há­bito, no disminuye la libertad del acto ejecutado por el hábito; al contrario, en cierto modo la potencia. Y recíprocamente, el peso de las tendencias puede llegar a yugular la propia liber­tad.

Hay además, en tercer lugar, una especie de funcionaliza- ción de la libertad. La libertad que va abriendo, cada vez con amplitud mayor, el campo de la libertad, o va angostando la amplitud de una libertad existente, mediante el constante compromiso consigo misma. Hay personas que a lo largo de su vida van comprometiendo su libertad, hasta anularla, o por lo menos hasta fijarla donde nunca hubieran querido llegar. Hay otras personas que, al revés, van comprometiéndose con la libertad en una forma superior. Van haciendo que la liber­tad se encuentre más comprometida a ser libre.

Y, sobre todo, hay una cosa que es la habitua/idad de la libertad. Y con esto no me refiero a la habitud, ni a la volición habitual libre con que el hombre funciona en su vida, me re­fiero a una cosa distinta, que es pura y simplemente a estar acostumbrado a ser libre. Ahora bien, esto es la amenaza que cae sobre los individuos y sobre la vida pública. A fuerza de habituarse a no ejecutar actos de libertad, se yugula y se seca la libertad, y cuando se la quiere invocar, es inoperante.

La libertad necesita, como la evidencia y el razonamiento, un hábito. Es preciso estar habituado a tener evidencias para saber cómo se buscan, cómo se encuentran y cómo se vive en evidencia. La renuncia a la evidencia, a la larga, trae consi­go una imposibilitación para la evidencia; una desorientación radical, cuando uno quiere ser evidente. Y esto, en todo or­den de cosas. Inclusive, por qué no decirlo, en el orden mo­nástico. La obediencia, qué duda Gabe, es una gran virtud; es un acto de voluntad tendente. Pero tiene en cambio una no exigua dimensión de comodidad. Habituado el religioso a que

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sea el superior el que resuelva por él, si a este religioso le mandan un día a misiones, y se encuentra solo, cuántas veces no se encontrará en conflicto, precisamente porque no está habituado a tomar iniciativas, o está habituado a tomarlas en una esfera muy pequeña. En la vida individual, en la vida so­cial y en la pública, la habitualidad de la libertad es esencial. Cada cual va haciendo o deshaciendo su libertad, en esta cuádruple forma de reasumir su pasado o desecharlo, de or­ganizar sus tendencias en peso y en apoyo, de comprometer­se a una libertad ulterior y, sobre todo, de tener una interna habitualidad de la libertad.

En esa forma es como cada cual ha incorporado a su propia realidad la libertad que en principio y radicalmente existe, aquella condición por la cual el hombre está apodera­do de sí mismo como última posibilidad de su realidad. Y en­tonces uno se pregunta: si esto es así, ¿en qué consiste el cul­men de la realidad humana?

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§ 5

EN QUÉ CONSISTE EL CULMEN DE LA REALIDAD HUMANA

Se ha pensado que como nadie es libre más que por un acto del intelecto, es decir, por enfrentarse con las cosas co­mo realidad, la perfección radical y constitutiva del hombre es justamente esta inteligencia. Fue, como es sabido y notorio de todos aquellos que conocen el problema, el punto de viste de Santo Tomas. El intelecto es «causa» de la volición. Y precisa­mente porque la inteligencia puede tener distintas concepcio­nes del bien, es por lo que la voluntad puede ser llevada en distintas direcciones, es libre. Pero a última hora, la perfec­ción intrínseca, el primum movens de toda la libertad es justa­mente el intelecto. Uno ve ahí las resonancias de toda la filo­sofía aristotélica y platónica, sobre todo la aristotélica, más o menos trasplantada a la idea del Aóyog del cuarto Evangelio, ¿Hasta qué punto es verdad que la inteligencia pura sea la forma culminante y radical en la realidad humana? Frente a eso, otros teólogos tomaron la posición distinta. Santo Tomás no desconoce que la voluntad puede imperar actos de intelec­to: puedo voluntariamente dedicarme a pensar, a buscar ver­dades. Esto Santo Tomás no lo desconoce, y lo afirma. Lo que pasa, nos dirá Santo Tomás, es que la voluntad no es si­no causa parcial de la intelección, porque la causa total viene de la intrínseca condición de la intelección misma.

Ahora bien, Escoto nos diría: sí, eso es verdad de la vo­luntad en cuanto causa imperante. Pero la diferencia está en otro punto, y es que la voluntad no solamente impera a la in­teligencia sino que se impera a sí misma. La voluntad es due­ña de sí misma. Y ahí la voluntad no tiene causas parciales de nada otro. Es cierto, qué duda cabe, que sin inteligencia

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no habría volición, dice Escoto. Pero esa intelección es pura y simplemente una conditio sine qua non para que haya li­bertad: la libertad en sí misma, la voluntad en sí misma se posee plenariamente a sí misma; no necesita de nada otro para ser lo que es. Este voluntarismo, en otra forma distinta, que no tiene nada que ver con Escoto, ha transcurrido por distintas vías en la filosofía del siglo xix. Todavía en la última gran psicología sistemática que ha habido —lamentamos que no haya otra tan sistemática desde ese punto de vista como la de Wundt— se nos decía que la voluntariedad, la voluntad es la esencia del espíritu humano. Ahí se confunde voluntad con actividad. Toda actividad, todo activismo sería voluntaris­mo y tendencia. En una dimensión distinta, antes que él, con Hartmann, se establecía la metafísica del voluntarismo, en la que aquí no tenemos por qué entrar.

Ahora bien, todo ese pleito, a mi modo de ver, pende de la concepción que se tenga de la voluntad. Si se tiene una concepción de la voluntad como apetito racional, indiscuti­blemente tiene razón Santo Tomás: el bonum que apetece la voluntad es, innegablemente, el bonum que la razón le pre­senta. Si se entiende la voluntad como actividad, entonces es cierto que no toda actividad es voluntaria, pero es innegable que la forma suprema de actividad es la voluntad. Si se en­tiende que es determinación, qué duda cabe que el acto de voluntad es dueño de sí mismo y depone libremente su pre­ferencia y su complacencia en el objeto. Sí, pero es que la voluntad no es ninguna de estas tres cosas aisladas, sino que es unitariamente. Es el acto activo en que una voluntad in­trínsecamente tendente depone su fruición en una realidad en tanto que, precisamente, es real. Ahora bien, en estas con­diciones, el problema del culmen de la realidad humana es más complejo.

Hemos visto, efectivamente, que las tendencias son la raíz exigitiva de la libertad. He ahí la función de la tendencia, exigitir.

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La inteligencia tiene que hacerse cargo de la situación. Ahf entra la inteligencia. ¿Es causa de la volición? Yo siento mucho no poder entrar aquf a dar las razones de que no me parezca evidente la posición de Santo Tomás. ¿Que la intelec­ción sea causa de la volición? Si se supone que la volición es algo perfectamente indiferenciado intrínsecamente, y que la voluntad la pone delante los objetos que apetecer; bien, sería esto más o menos verdad. ¿Pero es ésta la verdad? Porque la verdad es que la volición, la voluntad, el momento de volun­tariedad lleva intrínsecamente el momento de apetencia, de una apetencia pre-volente y prevolitiva. No creo que la inte­lección sea causa. ¿Se va a decir por esto, con Escoto, que es mera condición sine qua non de la libertad, de la voluntad? Esto me parece excesivo, porque necesitaría afirmar que la voluntad existe por la voluntad, lo cual a última hora es tan falso como decir que la inteligencia existe por la inteligencia. Esto es inadmisible. La función de la intelección es distinta: no es ni el ser causa, ni ser condición, sino ser posibilitación de la libertad. Esto sí. La inteligencia es lo que hace posible que una facultad que intrínsecamente es libre pueda efectiva­mente ser en acto libre, ejecutar en actos segundos su propia libertad.

De ahí que, formalmente, donde está la fruición y la liber­tad es justamente en la voluntad. La libertad viene de la ten­dencia axigifma; está posibilitada por la inteligencia; pero existe formalmente sólo en la voluntad. Ahora bien, es innegable que entonces el culmen del hombre es justamente la voluntad li­bre, aquel acto en que se posee a sí mismo. Se ha discutido mil veces sobre si efectivamente puede haber algo querido que no sea conocido. Ahora bien, creo que esto es una pregunta ambiguamente formulada. No hay duda ninguna que sin una versión a la realidad no habría voluntad posible, ni libre, ni ne­cesaria. Pero una cosa es estar vertido a la realidad, y otra co­sa es estar percibiendo y concibiendo un objeto determinado y concreto de la realidad. Si bien es verdad que como versión a

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la realidad la inteligencia es la posibilitante de la libertad, co­mo aprehensión de un objeto determinado esto no siempre es verdad. El hecho de que el amor descubra cualidades en los objetos, es más que suficiente para no entrar en más largo diálogo acerca del problema. Níhi/ volitum quiri praecognitum, diría un escolástico. Distingo. Si por el praecognitum se entien­de la versión a la realidad qua tale, entonces es verdad, y ade­más una verdad inexorable. Pero si se entiende que es el co­nocimiento de determinadas cosas concretas, que han de ser conocidas para poder ser queridas o apetecidas, entonces hay que negarlo, por lo menos en toda su universalidad. Lo supre­mo de la voluntad del hombre es justamente la libertad: aque­llo que exigitivamente está pedido por su naturaleza, aquello que está posibilitado por su inteligencia, pero también aquello en que formalmente consiste su condición intrínseca, la condi­ción plenaria de su propia realidad, es la libertad. Apoderado el hombre de sí mismo es como efectivamente tiene el culmen inevitable de su propia realidad.

Vivir es poseerse, y la forma suprema de poseerse es estar apoderado de sí mismo en un acto de libertad. Apoderado de sí mismo lo está el hombre ue/is no/is; no es algo a que el hombre tenga que llegar, es algo que constitutivamente el hombre es en virtud de la inconclusión misma de sus tenden­cias. En esta forma de apoderamiento en que consiste la li­bertad y el culmen del hombre, el hombre va trazando en la medida de sus posibilidades personales la figura concreta de su dominio, de sus propiedades libremente contraídas.

Y en esta forma, a saber, como figura concreta de la li­bertad, cada hombre es una realidad libre, una monádica re­alidad libre, cuyo sistema monádico y liberal forma parte del conjunto de la realidad. ¿En qué consiste esta arquitectura, esta anexión y conexión entre las distintas libertades en el or­den de la realidad en cuanto tal, y especialmente en el orden de la causa primera, Dios? Es el problema de Dios y de la li­bertad, del que nos ocuparemos en el próximo capítulo.

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CAPITULO V

DIOS Y LA LIBERTAD

Hemos visto en los capítulos anteriores el problema de la libertad humana desde dos puntos de vista. En primer lugar, qué es la libertad en sí misma; y en segundo lugar, cuál es la figura concreta que la libertad, o mejor dicho, la teoría gene­ral de la figura concreta que la libertad puede presentar en cada una de las realidades humanas, en función de lo que lla­maba la capacidad distinta que los hombres tienen de ser li­bres.

La conclusión era que los hombres son mónadas que es­tán dotadas de relativa pero verdadera libertad. Si la libertad consiste en ser dueño de sí mismo, innegablemente las reali­dades humanas son mónadas relativamente dueñas de sí mis­mas. De esto, no digo que no quepa la menor duda —sería una presunción por mi parte—, pero en fin, es lo que me he esforzado por lo menos por hacer ver a lo largo de los dos capítulos anteriores.

Sin embargo, el hombre sólo es dueño de sí mismo de una manera relativa, y no me refiero con esto al problema que tratamos en su momento, el de cómo es una naturaleza la que en una o en otra forma me hace ser libre, perfila y limita el área de mi libertad y absorbe mis decisiones libres y las na­turaliza, sino a algo mucho más radical. Porque, en efecto, ser

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dueño de sf mismo en tanto que realidad simpliciter, esto no es propio más que de Dios. Si tomamos, pues, aquí el ser dueño de sf mismo como modo y forma estricta de realidad, es menester decir que la realidad libre, por un lado, es real y efectivamente dueña de sf misma, pero que por otro lado esta dominación es puramente relativa; es decir, pende en una o en otra forma de aquello que es la realidad símpliciter, en es­te caso Dios. Por consiguiente, el problema con que tenemos que enfrentamos ahora es el de la voluntad libre, el de la li­bertad como forma de realidad. Esto no es sino el problema de la relación o de la articulación de la voluntad libre y Dios.

Este problema tiene distintas vertientes, distintos ángulos, y es menester examinarlos uno por uno. De lo contrario, cae­ríamos en lo que alguna vez he llamado yo el taruguismo in­herente a la mente humana: me dicen una cosa que ofrece una dificultad; uno procura en una o en otra forma resolver esa dificultad de la mejor manera posible; probablemente no lo logra, eso es lo de menos; lo cierto es que quien escucha ni se ha enterado de lo que uno ha dicho, sino que a conti­nuación responde: «Bueno, pero lo que yo digo es...», y repite lo anterior. Bien, se queda como un tarugo. Esto nos pasa a todos más o menos, y sobre todo en estos problemas. Sin embargo, vayamos distinguiendo cuidadosamente los aspec­tos de la cuestión, no para llegar a claridades absolutas, que serán imposibles de obtener en este tremendo problema, pero sf por lo menos para lograr colocar la mente en una vfa tal que si la transcurriéramos hasta su final, encontraríamos real y efectivamente a un Dios que crea y coordina voluntades li­bres.

Estas distintas vertientes son fundamentalmente tres. En primer lugar, el acto libre en cuanto acto ejecutado libremen­te. Generalmente es lo único que suele entenderse por el pro­blema de Dios y la libertad humana: ¿cómo se puede ejecu­tar un acto libremente, si Dios es causa primera de todo? Se­gundo: una vertiente distinta depende de lo que yo llamaría el

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ad o libre en su Índole formal propia, entitatiuamente. Y en

tercer lugar, el acto Ubre en el curso del mundo. H e ahí las

tres partes, de desigual extensión, que vamos a examinar en

este último capítulo.

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§ 1

EL ACTO LIBRE EJECUTADO LIBREMENTE

En primer lugar, el acto humano ejecutado libremente. ¿En qué está el problema? El problema está en que, desde to­dos los puntos de vista que se considere, una realidad creada es en todas sus dimensiones «realidad creada»; es decir, pen­de en toda su entidad de una causa primera que le ha dado el ser en todas las dimensiones de su entidad. Empleando la frase gráfica y expresiva de Santo Tomás, Deus est prima cau­sa perfundens totum ens et omnes ejus dijeren fias L Dios es la causa primera que trasciende a todo el ente y a todas sus diferencias, a todas sus modalidades. Una de ellas es la liber­tad. Evidentemente que Dios es causa primera aun en ese la­do.

Ahora bien, esa primacía entitaüva y causal de Dios res­pecto de toda realidad, e incluso, por tanto, de la voluntad li­bre, se nos presenta en un doble aspecto. Ciertamente, por un lado, el primero y el más obvio, que acabo de apuntar: que efectivamente Dios crea un ente libre y, en una o en otra forma, hasta la ejecución del acto libre pende de la realidad divina. Pero, segundo, esta realidad divina, en una o en otra forma también, sabe lo que la voluntad finita va a hacer. La primacía real y entitativa de la causa primera tendría, pues, dos dimensiones: una dimensión pre-volente y una dimensión pre-sciente. Si es prevolente, ¿cómo puedo ejecutar el acto li- 1

1 La frase no se encuentra literalmente en Santo Tomás, aunque abundan los textos en que expresa ideas muy parecidas; así, en Summa Theobgica I q,44 a.l; I q.105 a.5; III q.77 a.2; Depotentia q.7 a.1; q.3 a.16. Este último texto es el

que más se aproxima a la formulación utilizada por Zubiri, y dice así: Oporiet au- tem Ufad, quod est causa entís in quantum est ens, esse causam omnium differen- tiarum en/is, ef per consequens tottus multitudínls entíum.

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bre? Y si es presciente, ¿en qué está mi libertad? He ahí las dos cuestiones que es menester examinar en la ejecución del

acto libre.

1

El acto líbre y la volición divina

Aquí el problema, enunciado de una manera más precisa, ofrece el siguiente carácter: Es cierto que Dios es la realidad primera; ésta es también lo que Él quiere; lo que hay es lo que Dios quiere que haya —dejemos de lado el problema del pe­cado, del que nos ocuparemos después—. Pero no es menos verdad que Dios no es el volente único. ¡Ah!, las cosas tene­mos que quererlas dos: Dios y yo. De lo contrario, se acabó la libertad. Y entonces, naturalmente, el problema que se nos plantea es el que se ha llamado del concurso: concurren Dios y yo. ¿Cómo concurrimos al acto de decisión mfa? Es el pro­blema del cuncurso divino con la voluntad libre.

¿En qué consiste, más precisamente, este problema? El problema viene de lo que antes apuntaba a propósito de la realidad de la causa primera. La causa primera, Dios, es reali­dad simp/iciíer, de donde toda otra realidad no es sino llá­mese como se quiera, empleando el vocablo clásico, platóni­co, o bien otro, para el caso da igual— participación de la re­alidad de Dios. Dios es la única realidad esencial, y todas las demás realidades son reales de un modo participativo, porque por su condición — en virtud de un acto creador participan de la realidad simpliciter de Dios. La creación es, esencial­mente, una donación de realidad.

Ahora bien, esta entidad propia de la realidad creada pende de la realidad donante en todas sus dimensiones.

En primer lugar, en el sentido más bruto y primario de que «es»: es fuego, es carbón, es árbol.

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En segundo lugar, en virtud de eso que es, tiene unas ciertas capacidades de actuar y de obrar. Como dirían los teólogos: tiene un esse y además un posse, un «ser» y un «poder». Juntas —no entremos en el problema de su po­sible distinción , constituyen lo que podemos llamar sin más el ser de una cosa. Ese ser está conferido por crea­ción, y la creación no es un acto transitorio, sino perma­nente; es decir, hay un acto de conservación. Por la mis­ma razón por la que el ente está radicalmente creado, está radicalmente conservado en todo instante.

Pero esto no basta para que ocurran las cosas en el mundo, se nos dice. Es menester que las capacidades que tiene una realidad por ser lo que es, se pongan efectiva­mente en acto, se apliquen a producir sus acciones. Ahora bien, esta aplicación es un modo de entidad. Como tal, pende también esencialmente de la causalidad divina. Serfa imposible, se nos dice, que el fuego quemara si en una o en otra forma, en virtud de su función, de su potencia ig- nítiva quemadora que no se escandalicen los físicos, es una expresión clásica medieval, que digo de una manera trivial, un poco a la Moliere— no estuviera aplicado e in­clinado a ejercer y a ejercitar ese acto. Es decir, habría en la ignición dos momentos: uno por el cual, en cierto mo­do, el fuego se pone a quemar, y otro, aquél por el que efectivamente quema. Hay, por consiguiente, un momento de aplicación que pende de la potencia divina misma, se nos dice.

Y sobre todo, y finalmente, porque todo cuanto acon­tece, acontece en definitiva por la virtus, por la virtud divi­na entitativa y factitiva, que Dios ha otorgado al ente creado cuando y en tanto que le ha creado.

En estas condiciones, uno se pregunta qué sucede con la voluntad. La voluntad no hace excepción ninguna a es­to. Es decir, se aplicaría por Dios a querer, y querría libre­mente éste es el problema— en virtud de la propia uirtus

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divina. Se pregunta uno entonces cómo son compatibles estas

dos cosas.

2

El acto libre, la premoción y la presciencia divinas

¿Cuáles son las posiciones clásicas en este problema, por

lo menos las más clásicas?.

I. La premoción física

La primera, la de los que han monopolizado a Santo To­más para sí, por lo menos de nombre, parte por así decirlo de Dios mismo: Esto es Dios, vamos a ver qué sucede con la libertad humana. Y lo primero que afirman es que, efectiva­mente, la dependencia de un agente creado, de una realidad creada respecto de la causa primera, consiste simplemente en «recibir» —esta ecuación entre la dependencia y el recibir es esencial en el problema— por parte de la causa primera aque­llo que le inclina o le determina a aplicarse a la operación. Como esta inclinación es justamente una moción, la depen­dencia significaría ser movido por Dios. Y como Dios es ante­rior, en el orden por lo menos de naturaleza, si no del tiem­po, a la realidad creada, esta moción sería una moción previa a la acción de la criatura. Es la teoría o la tesis de la pre-mo- ción física. Premoción que significa: a) En primer lugar, que es física, es decir, que es una moción real y efectiva, b) En se­gundo lugar, se nos dice, es intrínseca. Claro está, si Dios mo­viera extrínsecamente mi voluntad como muevo yo un bastón, en este caso se acabaría con la libertad, naturalmente. No se trata de esto. Se trata de que Dios hace lo que no puede ha­cer ningún otro ente, que es mover a la criatura justamente

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desde el fondo de su misma entidad, intrínsecamente, y hacer desde dentro algo que solamente podemos hacer desde fuera: tomar la mano del niño y, conforme a las modalidades de la mano del niño, hacer el dibujo. Esto sólo lo puede hacer Dios desde dentro, una moción intrínseca, c) Naturalmente, es una moción perfectamente determinada. Se trata, por ejemplo, de la decisión de querer A, en lugar de querer B. d) Y esta deter­minación ffsica, naturalmente, —aquf viene la frase de Santo Tomás—, no solamente respeta sino que pone en acto las di­ferencias entitativas de los seres. Y en este caso la diferencia entitativa que entra en cuestión es justamente la libertad. De tal manera que esta especie de moción interna con que Dios intrínsecamente, de una manera determinada, y además irre­fragablemente mueve a la voluntad a querer la A, hace que efectivamente yo quiera «libremente» esa A. ¿Qué más se puede pedir para la libertad?

Yo quiero así, libremente, la A. Esta premoción es irrefra­gable, es irresistible. Claro está, no nos asuste el vocablo. Es evidente, aun para un ateo, que en el momento en que estoy queriendo A no estoy queriendo B (aparte de que podría querer las dos cosas juntas, si no son incompatibles). Lo úni­co que se me puede decir es que mientras quiero la A, tengo el poder de querer la B, cosa que acontece exactamente en el caso de la premoción. Me hace querer A, pero conserva la ca­pacidad de querer B. Ahí es donde está, a pesar de ser irresis­tible, el que esa moción es formalmente una causa de liber­tad. Dios nos hace querer libremente A. Por lo menos es lo que nos dice el tomismo.

Ahora, dos o tres reflexiones que surgen inmediatamente a la mente.

En primer lugar, la reflexión más obvia, que en definitiva siempre constituye uno de los grandes misterios de la’ reali­dad, el problema del pecado. ¿Sería entonces Dios causa del pecado? Sé la respuesta que a esto se ha dado, satisfactoria­mente en cierto modo, por los premocionistas. Pero, en fin,

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dejemos esa cuestión por lo menos al margen. La cito porque no puedo menos de citarla.

Tomemos, sin embargo, justamente la volición de la A. Es evidente que con todo ese montaje metaffsico se me puede hacer creer que yo quiero libremente la A. Sí, esto es verdad. Pero supongamos que Dios me hubiera hecho la misma ope­ración con la B, hubiese querido libremente B. Y entonces uno se pregunta: ¿dónde está mi libertad?

Se me dirá que Dios me hace querer libremente la A. ¡Tanto peor! Porque resulta que es Él quien me da la moción para la A, y después me la hace querer libremente; es decir, cargo yo con la culpa. Dicho así, de una manera tan poco metafísica, pero que en definitiva es el fondo de la cuestión, esto constituye, dígase lo que se quiera, una grave dificultad en la concepción de la premoción física.

II. El concurso simultáneo

Nuestro gran Molina escribió: Haec sen ten tia nunquam placuit, esta opinión no me gustó nunca. Es la otra posición. También la expongo muy caricaturescamente y aparte de los diferentes matices que el molinismo, como también el tomis­mo, ha revestido, tomando la idea central.

Para Molina se trata también en el concurso de una mo­ción, es una moción. Si Dios, efectivamente, en una o en otra forma no me moviera a querer, yo quedaría inerte en mi voli­ción. Ahora, que esta moción es simultánea. No se trata de que Dios antes, con una prioridad de naturaleza, me haga querer la A. Se trata de que concurre conmigo al mismo tiem­po que yo para querer la A. Ahora bien, este concurso por parte de Dios es indiferente; lo que me hace es que yo tenga efectivamente una volición. Es una moción especificada por la propia voluntad. Es decir, por parte de Dios lo que tengo es que yo efectivamente me mueva a querer. Pero lo querido,

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que es justamente la A, eso no depende más que de mí. Real­mente, lo que la voluntad pone es la talidad —cuál sea la de­cisión—, pero que la decisión sea tomada, eso depende de la voluntad divina 2.

Ahora bien, esto lleva consigo una consecuencia impor­tante. Y es que, efectivamente, en ese caso mi libertad no consiste únicamente en que cuando quiero A tenga al mismo tiempo la potencia de querer B si tuviera premoción para la B, sino que dado el concurso mismo de Dios, conservo yo sin

2 Zubiri no quedó contento de esta exposición del molinismo. Desdichada­mente, no llegó a revisar el texto. El lector debe tener en cuenta este hecho, para no conceder a esta exposición otro valor que el de un mero apunte que él nunca hubiera publicado. La página lleva grapada una ficha de mano de Zubiri, que di­

ce; «No es verdad lo de la talidad. Cambiar por completo la exposición y crítica.» Realmente, la distinción entre el aspecto genérico y el faltativo del acto libre no

es incorrecta, si se entiende adecuadamente. De hecho, Molina habla expresa­

mente del «concurso genera!» de Dios y el «concurso particular» de! hombre. Así, en el siguiente párrafo: «El concurso general de Dios es determinado por e! con­

curso particular de las causas segundas, no de otro modo a como el influjo de1 sol, que también es general, es determinado por el influjo del hombre para que se produzca un hombre, y por el influjo del caballo para que nazca un caballo» (L.

de Molina, Concordia Ifberi arbfírií cum gratiae donis, diurna praesdenf/a, proul- dentía, praedestínatione et reprobattone, ad nonnuitos primae partís D. Tbomae artículos. Madrid, Sapientía, 1953, p. 67, 25). Intentando modernizar los ejem­

plos de Molina, un comentarista actual ha escrito: «El concurso divino es como la corriente eléctrica que llega a un enchufe. Sin tal corriente, ni la plancha, ni el fri­gorífico, ni el ordenador de imprevisibles respuestas, pueden funcionar, pero e! que un aparato dé calor y otro frío, o que el ordenador nos sorprenda con su comportamiento, ya no depende del enchufe, sino del tipo de aparato que tenga­mos conectado» (Marcelino Ocaña García, «La Concordia de Molina», Actos del V/ Seminario de Historia de /a Filosofía Española e Iberoamericana, Antonio He-

redia Soriano (ed.), Salamanca, Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1990, p. 244). Dios concurre no sólo de un modo inespecífico o genérico a las ac­

ciones de los hombres, sino también de forma específica. Pero a estas acciones

específicas concurre inespecíficamente, es decir, respetando la acción elegida y decidida por el hombre, sea ésta la que fuere. Ciertamente, Dios conoce de ante­

mano lo que el hombre va a decidir, pero lo sabe porque el hombre lo va a deci­dir, no al revés, es decir, no es que por saberlo Dios el hombre lo vaya a de­cidir. No hay predeterminación del acto por parte de Dios, sino simple concurso.

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embargo la potentia simultatís de llevar el concurso de Dios no por la línea de A sino por la de B, sin cambiar el concur­so. Ahí es donde está la libertad. jQué duda cabe que desde el punto de vista de una sensibilidad humana, el molinísmo se aproxima mucho más a lo que todos entendemos y queremos por libertad!. (Es pasmoso, sin embargo, que algún maestro mío de Metafísica, dijera que molinismo y suarismo son pro­ductos del calenturiento sol de España. En fin, esto es real­mente asombroso. Mr. Balthasar, nuestro común maestro, nos lo solfa decir).

Esto tiene, sin embargo, también alguna dificultad. Porque ¿respeta exactamente, a pesar de los pesares, la causalidad de la voluntad libre humana? No de Dios, sino de la causalidad libre humana. ¿Qué es ser causa de algo? ¿Significa simple­mente ser causa de «lo que» va a ser, o de ser causa de que «sea» efectivamente lo que yo voy a hacer? Sin esto último, ¿dónde estaría la causalidad? El término formal y primario de la causalidad es «ser», y no solamente ser «tal». El ejemplo de Molina es malhadado —lo tendría que reconocer el propio Molina—: los dos que tiran de una misma barca y hacen que la barca corra: si uno de los que tiran diese un tirón en el or­den de la realidad y la existencia, y el otro en el orden de la esencia, la unidad de esos dos momentos constituiría la cau­salidad libre para Molina. Y ésta es la pregunta: ¿la causali­dad no recae primaria y formalmente sobre la existencia? ¿No consiste en hacer que exista algo que antes no existía, aunque ese algo sea de una determinada talidad? III.

III. El concurso mediato

Estas dos posiciones parten de un supuesto común y pri­mario. Y es que la dependencia de la criatura respecto del Creador, respecto de Dios, es una dependencia, como se di­ce, «inmediata». Ésta es la cuestión. Que sea inmediata en al-

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gún sentido, desde el punto de vista de una construcción me­tafísica y teológica, veremos de cuál, qué duda cabe. Ahora, ¿lo tiene que ser forzosamente en todo? ¿No podría, no sola­mente la voluntad, sino los agentes creados, depender de la realidad primera no inmediata sino al revés, mediatamente? Es la tesis del concurso mediato. Dura, durísimamente, archi- durísimamente censurada por los libros de teología y metafísi­ca hasta hace unos decenios, sin embargo va abriéndose su camino dentro de la teología. Presentada en formas distintas, me voy a limitar a decir la forma en que por lo menos yo, personalmente, concibo el concurso mediato.

En primer lugar habría que hacer una distinción esencia/ entre el orden transcendental y el orden causal. Quiero decir: cuando yo tomo una decisión, o simplemente cuando una piedra cae —la cosa es igual, esto no es exclusivo de la volun­tad humana— hay dos cosas. Una, que haya caída, a diferen­cia de que no la haya: he ahí el orden transcendental; la caí­da tiene entidad, es un modo de ser, todo lo limitado que se quiera, «frente al no ser» (si el no ser fuera algo «frente» a lo cual se pudiera estar). Supongamos que así fuera y permítase­me este modo de hablar. Segundo: la ley de la gravitación, en virtud de la cual este cuerpo cae. Ah, esto es distinto. Éste es el orden causal. Estos dos órdenes no son equivalentes. En el primero, en tanto que la caída «es», pura y simplemente, lo que queremos decir es que, puesto que «es» y su modo de re­alidad es finito, participa esencialmente —y ahí está su carác­ter intrínsecamente finito— de la realidad divina, de un modo en sí mismo inmediato. Ahora, desde el otro punto de vista, la participación de la realidad divina no es inmediata. Precisa­mente la ley, la causalidad de la gravitación consiste en hacer que se llegue a una realidad que participe; en hacer que haya efectivamente participación en la realidad divina. No es que la causalidad no tenga nada que hacer en el orden transcenden­tal; pero una cosa es la causalidad como modo de ser en el orden transcendental, otra cosa es la causalidad puesta en ac­

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to, como guía para el orden transcendental. Ahora bien, des­de este segundo punto de vista, ¿qué es lo que hace la causa­lidad? «Hace que haya», realiza en cierto modo una nueva participación de Dios en la creación.

Esto supuesto, ¿cómo actúa la causa segunda respecto de la causa primera, respecto de Dios? Y repito, no piensen uste­des en la voluntad, sino simplemente en las piedras. Hay que hacer una distinción fundamental. Una causa es un agente causal; p.e., un carbón encendido es un agente causal, calien­ta. Sí, pero este agente causal puede actuar de dos maneras. Una, calienta este agente causal, este carbón encendido la ca­pa de aire inmediatamente contigua a él; esto es evidente. Es decir, el agente llamado carbón encendido está inmediata­mente pegado al paciente, llamado aire; al aire que está pega­do a él. Bien, pero esto no es lo único que hace el carbón. Este carbón, el «mismo calor» del carbón calienta un trozo de hierro a distancia. La punta del hierro que está calentada no es contigua al carbón. Sin embargo, es el calor del carbón el mismo que ha calentado la punta del hierro. Una cosa es la inmediación del supuesto —diría un escolástico—, la inmedia­ción del agente; otra, la inmediación de su virtud. En el caso que he puesto, la virtud calefactiva, si ustedes quieren, aquello en virtud de lo cual se calienta el extremo de la barra de hie­rro, no es otra cosa sino el calor mismo del carbón encendi­do. En ese caso hay inmediación de virtud; ahora bien, no hay inmediación de agente. Sólo la hay al calentar la capa de aire contigua. Si se quiere poner un paralelo en el orden moral o en el orden social: evidentemente, un ministro puede decretar por su propia autoridad una cosa, y no ser él quien la ejecute. La ejecuta otro. La fuerza —la virtud— ejecutiva del otro es la misma que la del ministro, pero el agente ejecutor es distinto. Solamente habría coincidencia si el propio ministro ejecutara sus actos. Eso puede ocurrir, y ocurre. Pero no es forzoso que así sea. No es, pues, lo mismo la inmediación de supuesto y la inmediación de virtud. Y, naturalmente, en el caso de la

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causalidad tendríamos un agente «intermediario» interpuesto entre Dios y el efecto, que es la causa segunda, que por la vir­tud misma de la causa primera, produce su efecto. ¿Y cuál es esa misteriosa virtud? Pues simplemente «la fuerza causal». Causar es dar realidad. Y toda causa, en tanto es causa, en cuanto que tiene capacidad de dar realidad. Y esa capacidad la tiene recibida de Dios. Evidentemente. En eso consiste su reali­dad segunda causal, su calidad de causa segunda. Por consi­guiente, como la fuerza de ser le viene inmediatamente de Dios, y es ella la que inmediatamente produce el efecto, la in­mediación de virtud es clara, pero la mediación de agente tam­bién lo es.

En las dos concepciones anteriores, Dios actuaba sobre la voluntad humana sin intermediario de agente alguno. Pero ca­be pensar que sobre la voluntad humana intervengan otros agentes, aunque la virtud que estos agentes tengan sea directa­mente recibida de Dios. Y, naturalmente, estos agentes son las causas segundas. La voluntad humana tiene una disposición, una tendencia, un acto primario e incoado de querer un bien plenario —ya lo vimos repetidamente en capítulos anteriores—, y son las causas segundas las que como agentes le ofrecen a considerar y le incitan a querer los bienes concretos y determi­nados. Los premocionistas dirían: es así que todo acto no pue­de salir de una pura potencia, luego necesita el concurso divi­no. Yo diría al revés: es así que en una volición quiero menos al querer este filete de lo que estoy queriendo cuando quiero el bien plenario, luego no está dicho en ninguna parte que haga falta una intervención de Dios, porque al querer un filete quie­ro menos de lo que en el fondo estoy queriendo en virtud de las disposiciones innatas o adquiridas de la propia voluntad. La inmediación de virtud deja en pie la inmediación de supuesto, y ahí es donde efectivamente existe la libertad, no en un con­curso, ni pre-movente, ni en un concurso simultáneo.

La dependencia respecto de la causa primera queda per­fectamente en pie, porque la función de la causa primera no

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consiste precisamente en quemar, sino en hacer que queme. Ahora, hacer que queme por medio de agentes, no es menos hacer que queme, que hacerlo inmediatamente, como agente inmediato.

Y segundo, se dirá: bien, pero como quiera que sea, la potencia necesita ser aplicada. Claro, en el supuesto pura­mente imaginario de que Dios no haya creado más que un sistema de sustancias. Es que ha creado un mundo en acción, y ese mundo en acción con todos sus movimientos es el que pone en movimiento justamente la aplicación de las potencias todavfa no aplicadas a la realidad. Si consideramos un mun­do de puras sustancias en el que no hay más que unos posse, unas potencias que necesitan ser aplicadas, bien. Pero es que el acto primero de la creación recae sobre un mundo en ac­ción. Se dirá, esa acción está premovida por Dios. Perfecta­mente, no hay el menor inconveniente. La creación inicial re­quiere inmediación no sólo de virtud sino de supuesto. Lo que se quiere decir es que, pendiente esencialmente de la causa primera en su primera realidad, el curso ulterior no es forzosamente un curso que exija imperativamente la interven­ción de Dios con inmediación de supuesto, sino simplemente con inmediación de virtud. Y aquf está el pleno juego de la li­bertad humana 3.

Naturalmente, las objeciones que se han puesto siempre al concurso mediato son conocidas. Se pueden reducir funda­mentalmente a tres. Una, la que acabo de decir: si la realidad creada depende de Dios en cuanto a su ser, ¿por qué no va a depender, no tendrá que depender también en cuanto a la operación? Sí, ya lo acabo de decir: es que Dios ha creado inmediatamente una realidad operante, y esa operación es la

3 Nota de X. Zubiri: «Todo depende de la causa primera, porque siempre puede Dios impedir el efecto y porque esta causación pende de una creación y conservación inicial y justamente porque la causa está causando por inmedia­ción de virtud.»

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que determina la operación de las demás potencias mediata­mente, desde el punto de vista de los agentes.

Se dice, en segundo lugar, que si la realidad creada nece­sita constitutivamente una conservación por parte de Dios, ¿cómo no va a necesitar un concurso por parte de la opera­ción? Sf, evidentemente; con tal que sea evidente que toda re­alidad finita está conservada directa, inmediata y exclusiva­mente por un acto inmediato del agente divino. Hay muchas realidades que se conservan por la acción de las causas se­gundas. Las primeras entidades creadas por Dios, no: eso es la creación. Eso no es propiamente premoción, ni concurso simultáneo; es creación, y de eso depende todo. Pero supues­to eso, dentro de esta creación hay una conservación que a última hora, como todo, recae sobre Dios, pero que inmedia­tamente, desde el punto de vista de un supuesto, recae sobre las causas segundas.

Tercero. Se nos dice: Dios puede impedir su concurso, y el efecto no se producirá. Por un milagro puede hacer que el fuego no queme. Sf, con tal que se probara que ese milagro consiste en que Dios retira su concurso inmediato. Pero po­dría pensarse lo contrario, que Dios interpone una dificultad. El milagro no consiste forzosamente en negar un concurso, si­no sencillamente en impedir un efecto natural que por sf mis­mo se produciría.

Comprendo que para las posiciones más clásicas será po­co satisfactorio lo que acabo de decir, pero en fin, es lo que pienso. La forma concreta en que a mf me parece que debe presentarse el concurso mediato es ésta: distinguiendo el or­den transcendental del orden causal.

El resultado será que entonces mi libre volición existe. Li­bremente he hecho que algo participe de Dios por la virtud recibida de él. Pero como supuesto primario de mi acción (primario, o por lo menos intermediario), soy yo quien ha he­cho que mi decisión, como forma de entidad, participe en la realidad de Dios.

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Claro está, dirán ustedes, hay el problema del pecado. Desde el punto de vista que acabo de exponer, el problema del pecado es quizá metafísicamente menos agudo. Digamos, sin embargo, que no hace excepción. No hay ningún pecado que intrínsecamente fuese infinito, formalmente, en sí mismo. El bien y el mal no funcionan ex aequo en Dios, y en la vo­luntad humana mucho menos. No solamente por aquello de «perdónalos porque no saben lo que hacen» 4, es que aunque lo supieran. No es lo mismo la entidad teológica de la bon­dad de Dios, y la entidad teológica, solamente de Dios cono­cida adecuadamente, del pecado: son cosas distintas. Yo por mi parte propendería a creer que el pecado', como estado aversivo que es, es un paradójico modo de estar en Dios: es­tar en Dios aversivamente. Y el modo de ser aversivo en Dios, es una participación aversiva en El. Por consiguiente, no hace excepción a lo que acabo de decir.

En resumen. Dios me ha dado fuerza (voluntad) para ha­cer que algo «sea» libremente. En cuanto «es» participa de Dios y aquí está la total autoridad de Dios en el orden trans­cendental. En cuanto es «libremente» puesta, hay interpuesta mi decisión en forma de causa segunda, determinada por otras causas segundas.

Ahora bien, se dirá, esto parece que pone las cosas, si no en su punto, por lo menos en alguna vía, pero queda el se­gundo punto y quizá el más grave. Comoquiera que sea, Dios sabe lo que yo voy a hacer: es la presciencia divina. ¿Dónde queda mi libertad? Si Dios sabe lo que voy a hacer mañana, no habrá nada que haga que falle este conocimiento divino. Nada menos que Cayetano, el gran comentarista de Santo Tomás, dice: Quidquid dicas, nouitie, digas lo que digas, novi­cio, habrá que pensar en algo que está por encima de la con­tingencia y la necesidad. Porque si Dios sabe lo que voy a ha­cer, lo haré. Si no, fallaría la ciencia de Dios. (En fin, la sufi­

“ Le 23,34.

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ciencia con la que Cayetano llama novicio a todo el que pa­rece que es duro de entender sus opiniones, dejémoslo entre paréntesis. Se dirigfa a novicios de su Orden, bien entendido).

Generalmente, cuando se plantea este problema, los que cultivan estas disciplinas piensan en El condenado por des­confiado. Sf, pero en El condenado por desconfiado yo creo que no hay uno, sino dos problemas distintos. No se ha enfo­cado nunca —por lo menos, que yo sepa; no me he dedicado a estudiar el asunto— más que por el lado del concurso y de la presciencia: en efecto, si Dios sabe o no sabe con seguri­dad que el personaje en cuestión va a tener la misma suerte que aquel Enrico que se dedicaba a ser un matón en Ñapó­les. Sf, éste es un aspecto de la cuestión, pero el otro aspecto, que se ha despreciado, es que todo lo sabe por una revela­ción privada. Probablemente no está excluido que la intención primaria de Tirso de Molina no fuese entrar a exponer ni a re­futar la teología de su superior y cofrade de Orden, Zumel, si­no simplemente, en una época en que las revelaciones priva­das estaban a la orden del día, hacer ver que las revelaciones privadas fallan y se estrellan contra la revelación pública y ob­jetiva de la misericordia divina en la Iglesia Católica. Un as­pecto de la cuestión que merecía haberse estudiado. Como quiera que sea, dejemos el problema del condenado por des­confiado, y atengámonos pura y simplemente a la presciencia divina en cuanto tal.

El problema de la «presciencia» depende esencialmente de otro anterior, que es la «ciencia». Es decir, preguntémonos cómo ve Dios lo que yo estoy haciendo libremente ahora (ciencia), y luego cómo es presciente de lo que libremente ha­ré mañana. Parecen dos cuestiones distintas, pero sin embar­go son la misma. Veremos por qué.

¿Cómo ve lo que estoy haciendo yo ahora libremente? Lo ve, ciertamente, porque lo estoy haciendo. Y lo ve, natural­mente, como ve la caída de la piedra, como algo que está aconteciendo ya de hecho, y por consiguiente este aconteci­

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miento es inmediato en el orden transcendental; es decir, es algo, a diferencia de nada: la piedra cae, yo quiero, estoy queriendo ahora. Este conocimiento, pues, es un conocimien­to de mi acto como un acto hecho. Ve el acto en y por sf mis­mo. Y esto lo mismo tratándose de la libertad que tratándose de la caída de una piedra. Uno está acostumbrado —lo diré inmediatamente a propósito del futuro— a pensar que Dios sabe lo que va a ocurrir, o que ve lo que está ocurriendo, porque como creador y conocedor infinito, p.e., de las leyes del Universo, como perfecto astrónomo, sabe perfectamente que esta piedra tiene que caer en este momento. Sí, esto no hay duda ninguna que lo sabe. Pero no es todo lo que consti­tuye mediata y formalmente el término de su ciencia de vi­sión. El término de su ciencia de visión consiste en ver que la piedra está cayendo: ésta es la cuestión. Y está viendo, efecti­vamente, lo que yo hago libremente o no, poco importa para el caso. Y esto es lo que Dios está viendo en el orden trans­cendental. Claro, se dirá que ve la causación misma. De acuerdo, pero ve la causación misma también en el orden transcendental, como un modo de ser 5.

Puede parecer que esto no ofrece dificultad mayor. Pero trasplantemos estas consideraciones al futuro, a lo que yo li­bremente haré mañana. Aquí la cuestión se pone más difícil. Uno puede pensar, en hipótesis, que de la misma manera que Dios conoce la caída de una piedra, como un astrónomo infi­nito que conoce el momento de un eclipse, porque conoce las leyes del Universo; análogamente, conociendo Dios los úl­timos aleteos intrínsecos y extrínsecos de mi libre voluntad, sabrá perfectamente lo que yo haré mañana. Pues bien, esto es una perfecta ilusión: ni Dios puede saber por ese camino lo que yo haré mañana libremente. Dios podrá saber, en vir­tud de la ley de la gravitación, que mañana caerá una piedra,

5 Nota de Zubiri: «La denda de visión procede de las cosas, es "a posteriori”, pero no está producida por las cosas, no es receptiva.»

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pero cuando ve la caída de la piedra, no la ve en virtud de la ley de la gravitación, sino porque está cayendo. Análogamen­te, si ve el acto que yo libremente realizaré mañana, es pura y simplemente porque lo voy a realizar, porque colocándome imaginariamente en el futuro que es mañana, en ese futuro yo lo estoy efectivamente realizando. Dios no prevé el acto, lo ve. Yo no realizo el acto porque Dios lo sabe, sino que Dios lo sabe porque lo estoy realizando, no solamente en el pasa­do sino además en el futuro. La condición para que un acto, o para que una realidad cualquiera esté sometida a la intelec­ción en la eternidad, es la misma que la que ese acto, esa re­alidad tiene para estar en el tiempo. No hay diferencia ningu­na. Las mismas condiciones que hacen que un acto libre esté en el tiempo, son las que hacen que ese acto esté en la eter­nidad y sea cognoscible eternamente. Y esto lo mismo tratán­dose de las piedras que tratándose de las voliciones libres.

La palabra eternidad es equívoca. Eternidad puede signifi­car, por un lado, la infinita duración de una cosa. Sí, ésta es una mala idea de la eternidad. No porque sea falsa, sino que es mala porque es secundaria. Ciertamente, la definición clási­ca de eternidad, inferminabí/is vitae tota simul et perfecta po- sess/o6, la posesión total, perfecta y simultánea de una vida interminable, envuelve el interminable; de acuerdo. Pero co­mo consecuencia de una cosa anterior: del iota símu/. Es una vida que se posee en todo instante a sí misma, y que precisa­mente por poseerse en todo instante a sí misma, dura infinita­mente. De ahí que hay dos dimensiones de la eternidad, com­pletamente distintas: una, la de la duración infinita; otra, la de la eternidad como un modo interno e intrínseco de la vida de Dios. He propuesto alguna vez distinguirlas terminológicamen­te, llamando eternidad a esa duración 'infinita, y etemalidad a la otra dimensión, a la dimensión que no da más que al mo­do de la vida de Dios; son cosas completamente distintas. Por

6 Boecio, De cansolatione p/ii/osop/iiae V,6.

1 7 4

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ejemplo, si se dice que ahora Dios ve que yo estoy hablando, esto es completamente falso. No es que Dios vea ahora que yo estoy hablando, sino que Dios ve que yo estoy hablando ahora: El ahora no se refiere al acto de Dios, sino a mí. El ac­to de Dios no tiene ahoras, soy yo quien los tengo. Dios ve este acto, y ese acto de visión suyo es eternalmente vivido en su eterna e idéntica e inmutable posesión. El ahora es una vi­cisitud que me ocurre a mí, no a Dios.

Por esto, cuando se había de un acto futuro, del acto de mañana, hay que imaginarse concretamente a Dios como pre­sente en el futuro que es mañana, y viendo en él lo que efec­tivamente estoy haciendo, porque yo lo hago. Dios no ve mi libre acto de mañana en mi voluntad, sino que lo ve en sí mismo, cuándo, por qué y cómo está hecho. Lo que sucede es que el hombre no puede hacer esto. El hombre puede pro­yectar su futuro, y tiene una temporalidad en futurición. Sí, pero Dios es una cosa distinta; en cierto modo, Dios es su propio futuro, está presente en el futuro. De ahí que ve en el futuro el acto que, efectivamente, en ese futuro estoy yo reali­zando. Se dirá que no lo estoy realizando, sino que lo estaré. Permítanme que no entre demasiado en esa observación, que como saben los técnicos me llevaría muy lejos. En todo caso, una cosa es clara. Ese acto necesitaría estar ejecutado, y si Dios lo conoce no es por una actuación de la realidad cono­cida sobre su inteligencia divina. Eso es falso, lo mismo en el futuro que en el presente. Dios no conoce la piedra porque está viendo su caída como yo la veo, sino que la conoce en sí mismo, en su infinita inimitabilidad intrínseca, como entidad inteligible infinitamente imitable. Y de esto no hace excepción ni tan siquiera el mañana que no tiene entidad física pero tie­ne entidad inteligible. Por esto Dios aguarda en cierto modo a la realidad inteligible de mi acto libre, pero no a su futurición. Mi acto estará ejecutado mañana, pero por esto mismo es desde ahora eternalmente inteligible. El conocimiento divino pende de mi acto no como principio sino como término de

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conocimiento. Dios posee etemalmente, pero no eternamente, con anterioridad de duración, la plena posesión del futuro. El tiempo no es, como para nosotros, en Dios, un proyecto, sino que es sencillamente un eyecto. Dios está en el propio futuro. De ahí que la palabra «presente» tenga dos sentidos muy dis­tintos. Uno, presente a diferencia del futuro y del pasado; otro, el sentido de presencial. Dios ve todos los momentos del tiempo presencialmente, no los ve sub ratione futuri y sub ra- tione praesentis. Entonces, naturalmente, si se hace la pregun­ta: ¿Dios, ahora, está viendo y sabiendo lo que haré mañana a esta misma hora, viviendo libremente? A esta pregunta no se puede dar una contestación unívoca. Hay que decir sí y no. Desde luego, si de lo que se trata es que lo vea, porque me conoce a mí, despidámonos de eso. Dios no conoce así, ni nadie, y por consiguiente, si no lo conoce Dios, tampoco lo conoce nadie, lo que yo haré mañana. Lo más —esto es un conocimiento al fondo de los corazones— tendrá una ciencia, como la tiene, de mis disposiciones internas e intrínsecas, en virtud de la cual, naturalmente, moralmente estoy seguro de que haré una determinada cosa. No es que Dios tenga un co­nocimiento moral, es que tiene un conocimiento cierto de que mi decisión no está contenida en mí sino moralmente.

Si lo que se pregunta es otra cosa, a saber, ¿en la intelec­ción y en la volición divina con que Dios intelige y quiere, for­mal y precisivamente, lo que está aconteciendo ahora necesa­ria y libremente en el mundo, está formalmente contenida la intelección y la volición precisiva de lo que yo mañana haré libremente? No. Ni por razón de mi causa, ni por razón de lo hecho. Porque la condición necesaria y suficiente para que lo de mañana sea inteligido, aunque sea en el orden transcen­dental, es que existe, es que yo lo haga.

Naturalmente, aquí habría cien mil cuestiones en las que los técnicos me permitirán que no entre. Un conocimiento es­pecial que tiene Dios, innegablemente, no solamente de lo que haré en el futuro, sino de lo que haría puesto en determi­

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nadas circunstancias; en fin, no hago sino apuntarlo; esto no es el futuro, sería el futurible. Se ha dicho, con mucha razón, que si así no fuera, sería imposible pedir a Dios en oración los bienes temporales. Siempre se le piden, con la condición de que sirvan para la vida eterna. Si Dios no supiera un futu­rible, ¿cómo iba a concederme eso?

Comoquiera que sea, pues, prevolente y presciente, la vo­luntad divina no atenta a la libertad humana por razón de an­terioridad volente (queriendo en virtud de la uírfus divina, con la inmediación de la virtud divina, pero con la mediación de las causas segundas y del agente segundo), ni de anterioridad esciente (conocido el acto etemalmente, porque yo lo ejecuto, porque el acto está ya hecho, por lo menos inteligiblemente, y no porque Dios decrete en su conocimiento la realidad del acto) 1. Mi voluntad queda perfectamente en juego frente a la causalidad divina, en el sentido de un acto libremente ejecuta­do. Es lo que, sobre poco más o menos, suele decirse cuando en los libros de metafísica se habla de la libertad y de Dios. Ahora, ¿es el único problema y el único punto de vista? Creo que no. Consideremos el acto libre, no desde el punto de vis­ta de su causalidad eficiente, sino de su índole formal. Ahí también hay algo que decir, y mucho, respecto de Dios. 7

7 El párrafo nos ha ilegado de forma claramente defectuosa, razón por la

cual se han añadido las palabras «ni de anterioridad esciente». Su sentido queda,

quizá, más claro en la siguiente reconstrucción: «Comoquiera que sea, pues, pre­volente y presciente, la voluntad divina no atenta a la libertad humana por razón de anterioridad volente, pues aunque se quiera en virtud de !a uírtus divina, con la

inmediación de la virtud divina, el acto se realiza con la mediación de las causas segundas y del agente segundo. Y tampoco atenta a la libertad humana por razón de anterioridad esciente, ya que el acto es conocido etemalmente porque yo lo ejecuto, porque e! acto está ya hecho, por lo menos inteligiblemente, y no porque Dios decrete en su conocimiento la realidad del acto.»

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EL ACTO LIBRE EN SU ÍNDOLE FORMAL PROPIA

§ 2

El acto de libertad, como modo de ser de una volición, consiste formalmente en ser un acto de amor fruente. Empleo las dos palabras, aunque sea una tautología, para que sea más claro. Ahora bien, este acto de amor fruente, libre, ¿en qué consiste formalmente? En el acto en que se ha decidido querer A con la plena libertad, con aquella plena libertad cu­ya plenitud puedo yo tener y que tengo en una buena medi­da. Ciertamente, como toda realidad que antes no era, en al­gún momento mi decisión es nueva. Esto es evidente, no hay duda ninguna. Pero no se trata aquí de una novedad simple­mente como la caída de una piedra: antes no cafa, ahora cae; esta caída es en aquella piedra una cosa nueva. No se trata aquí únicamente de esto. Porque la caída de esta piedra es una consecuencia pura y simple de la estructura en que las piedras están colocadas y una ley de gravitación, o unas leyes físicas que están ahí en el mundo. Y la caída de la piedra es un puro despliegue, una pura aplicación de estas leyes, cosa muy distinta de mi decisión libre. Mi decisión libre no consiste únicamente en que exista lo que antes no existía (la volición de la A), sino en que yo por mi volición constituya a la A en razón de ser querida por mí. Es una razón constitutiva y cons­tituyente, de causalidad de la A, y no simplemente una razón consecutiva a la índole de la A. En su virtud, salva la exagera­ción del vocablo, tendremos que decir que la volición es una «posición primaria» de realidad, dentro del orden de volición, naturalmente. No es, como en el caso de la caída de la piedra, una «consecuencia» de la naturaleza de las cosas; es posición primaria. Y en este sentido, es más que novedad. La posición primaria y radical simpliciter, en el orden de la realidad, es

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justamente la creación de Dios. Es el donante y constituye a las cosas en su realidad. La voluntad humana, limitada a sus decisiones en la esfera en que estas decisiones son posibles y necesarias, naturalmente, es también una posición primaria en su orden, aunque pendiente de la otra primaria —como aca­bamos de ver— por parte de Dios. No es una creación, pero precisamente en la medida en que es una posición primaria, y no simplemente un despliegue de estructuras anteriores, me­rece ciertamente llamarse una cuasi-creación; es una nouitos essendi. De ahf que no sea simplemente novedad en el senti­do corriente del vocablo, sino que es algo más profundo: es una innovación en el orden de la realidad; innovación cuyo carácter de realidad consiste precisamente en su posición pri­maria. Y entonces, naturalmente, el problema de la libertad, desde el punto de vista del carácter formal de su acto, no es otro sino el problema de la teología de la innovación. Nos preguntamos, primero, qué es una innovación en sí misma, desde este punto de vista. Y en segundo lugar, qué relación hay —en fin, relación...—, qué pasa con la creación. Innova­ción y creación: he ahf, rápidamente, las dos cuestiones sobre las que tengo que decir algo.

La innovación en sí misma

En primer lugar, la innovación en sí misma. Desde luego, es quimérico saber de una manera directa y positiva lo que es una innovación por parte de Dios. Es preciso seguir un méto­do inverso, un método a posteríorí: partir de lo que es la in­novación de la voluntad humana, y tratar justamente de ver lo que puede significar esa innovación dentro de la perspecti­va de la creación divina.

Si el acto de libertad es una innovación humana, esto quiere decir pura y simplemente que desde el punto de vista

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de Dios, es como una cuasicreación, es decir, lo que fue la creación en su momento inicial, en cierto modo repetido a propósito de cada acto libre, a saber: una iniciativa. La crea­ción fue iniciadora de la realidad. Y en la medida en que el acto libre es dentro de la creación un acto de innovación, res­ponde en una o en otra forma —veremos cuál— a lo que pu­diéramos llamar una iniciativa divina. A la innovación, en el acto de la voluntad humana, responde precisamente una ini­ciativa divina. Una decisión es una participación de la reali­dad divina; por tanto, la innovación consiste en que es una nouiías la participación, esto es, Dios amplía su participación por innovación humana. Ahora bien, esta innovación está aceptada por Dios; de donde resulta que a parte Dei es una iniciafíua que consiste en aceptar la innovación humana. Una especie de fniriafíua pasiva 8.

B Hay tres fichas de Zubiri que dicen:

Primera ficha: C. mediato.

Decreto creador.— Unidad fundada.

ardinalitery no succesive.— Dios no espera a ¡a realidad:

i : Sólo «toma» !a iniciativa sin esperar. La «espera» es tér­mino pero no principio de la iniciativa.

2‘ Espera a la entidad pero no a su signo temporal (como en toda ciencia de visión).

Es una iniciativa «pasiva» en eí sentido de o posteriorí™ es iniciador por medio de la voluntad humana — Quiere iniciar lo que la voluntad innova.

Segunda ficha: Unidad del decreto creador.

i : Es físico.

2: Es ferminaffuamente «uno», etemalmente quiere producir «mi» mun­do.

3'. Pero es intrínsecamente articulado', cada ‘estrato’ está en el decreto, pero fundado en el anterior. Pero,

4 ' a) Este fundamento no está en eí orden del futuríble. b) sino en el orden de la realidad.

Entonces, ¿aguarda al tiempo? No: «aguarda» a la Entidad real (co-

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Iniciativa, insisto, en segundo lugar, que por parte de Dios no es en cierto modo «hipotética». Propendemos a pensar que Dios, en virtud de su capacidad cognoscitiva infinita de cosas necesarias, de futuros absolutos y de futuros condicio­nados, se ha formado, por asf decirlo, su composición de lu­gar de todos los detalles del mundo, y que por consiguiente lo único que ha hecho ha sido lanzarlo al orden de la reali­dad y conservarlo. Yo no estoy seguro de que sea así. Lo di­go con todo miedo y temor a los teólogos que puedan juzgar­me: estoy dispuesto a rectificar, cuando esto sea necesario. Pero me imagino que si la iniciativa tiene que ser verdadera iniciativa, presupone forzosamente algo que realmente exista y dentro de lo cual se tome esa iniciativa; no simplemente al­go que existiría, y dentro de lo cual Dios fuera a tomar una iniciativa si realmente creara aquello dentro de lo cual la ini­ciativa va a ser tomada. Se trata de una iniciativa en la reali­dad, y no en el orden del futurible.

Ahora bien —tercero—, esta iniciativa, ciertamente, no está «tomada» por Dios. Dios no toma iniciativas, ni toma justicias, ni toma actos de gratificación. Dios no toma nada, porque no

mo en toda ciencia de visión), pero no al signo temporal qua futu-

■ ro — no tiempo y futurición sino Mundo abierto.

Tercera ficha: Iniciativa.

1: El efecto es en sf mismoo mera consecuencia necesaria

o noufías essendi.2: La causación segunda es ampliación del ámbito de la participa­

ción ” Dios haciéndose participar mós por las causas segundas y dejándose

ser participado por ellas.3: Cuando la ampliación de la participación es nouifas essendi, enton­

ces es iniciativa divina pasiva o, mejor, a posteriorí. Es dejarse ser iniciador. Es iniciativa en el sentido de que la participación es nouitas essendi, por ¡n-

\ mediado virtutis. Aquí está la diferencia con la iniciativa activa en que Dios

es iniciador inmediatiane suppositi (a priori).4? Por su iniciativa pasiva, decimos que la volición libre de la causa se­

gunda es el instrumento de una iniciativa divina.i

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hace sino ser: «es». No es, por tanto, una iniciativa tomada, sino eternalmente vivida. Exactamente como lo fue el acto creador. Dios no «tomó» la iniciativa de crear el mundo. ¿Có­mo la iba a tomar? Esto sería colocar en Dios una sucesión y un fenómeno temporal de actos. Coetemo a Dios, su decreto creador de un mundo en el tiempo es eternalmente vivido en Él. No hay razón ninguna para pensar que esta condición se haya agotado en la creación inicial. ¿Es que Dios ha obturado dentro de la creación inicial la capacidad y la realidad de te­ner iniciativas reales y efectivas dentro de él? No es una ini­ciativa, pues, tomada sino eternalmente vivida.

De ahí que el mundo no esté, en cierto modo, homogé­neamente proyectado en la realidad, sino que es un mundo en el que hay, por así decirlo, distintos estratos. Hay un estrato de creación inicial: fue la primera, la radical iniciativa divina, nunca puesta en suspenso, so pena de que la realidad se re­dujera a la nada. Es una iniciativa activa, Pero hay, además, precisamente en los actos libres del hombre, por lo menos en esos, unos momentos de realidad que son innovadores y que inexorablemente reposan sobre un acto de iniciativa divina pasiua. Una iniciativa tomada sobre la realidad anterior. No se trata, repito una vez más, de que Dios, antes de crear el mun­do, hubiera hecho por así decir la hipótesis de lo que el mun­do va a ser, de lo que serían dentro de ese mundo unas de­terminadas voluntades libres, y de lo que haría con ellas, y re­suelto todo ese problema dice FIAT. Yo creo que no. Yo creo, sencillamente, que Dios ha dicho FIAT a un mundo dentro del cual, en tanto que realidad, y no simplemente en tanto que posible realidad, va a tomar, real y efectivamente, unas iniciativas. Unas iniciativas que en el orden y en la for­ma que acabo de explicar a propósito de la libertad humana, presuponen ciertamente las decisiones de la voluntad libre. ¿Las presuponen como causas determinantes de Dios? Esto sería absurdo pensarlo, Dios no tiene causas determinantes de nada. Pero, evidentemente, son algo más que un mero tér-

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mino inteligible. Son condiciones real, efectiva y libremente queridas por Dios, sobre las cuales, no antes de ser reales, si­no siendo reales, Dios podría o no podría tomar unas iniciati­vas, y las ha tomado pasivamente. ¿Por qué? Por la liberali­dad infinita con que ha creado real y efectivamente volunta­des libres.

De ahí que no sea un mundo que cuando ha sido creado y lanzado a la realidad, por así decirlo en un primer FIAT creador, estuviera concluso en su mismo mundo, en cierto modo cerrado. Yo creo que, al revés, es un mundo constituti­vamente abierto. Abierto justamente al juego de las iniciativas divinas dentro de una primera base de realidad, no simple­mente en el orden del posible. El mundo, por parte de Dios mismo, es un mundo cuya realidad integral se va determinan­do por parte de las voluntades humanas, y en lo que estas voluntades dependen de Dios, por parte de las pasivas inicia­tivas divinas. No es un mero despliegue de un mundo cerra­do, sino que la libertad humana es una innovación a la que responde una pasiva iniciativa suya. La libertad es la causa segunda de una no vitas essendi, de una iniciativa divina. Esto, visto a posteriorí.

Pero, claro está, en la mente de cualquier teólogo que lea esto, y de quienes no sean teólogos, se decanta una pregunta: Bueno, pero entonces vamos a ver, ¿es que el acto creador de Dios no ha sido uno y único? Es el segundo punto, inno­vación y creación.

2

Irmouación y creación

Se dice, ¿es que Dios no sabía desde un principio lo que iba a ser del mundo? Sí y no, ésta es la cuestión. Que el de­creto creador --empleando términos teológicos— sea un acto físicamente uno, es claro. Dios es un acto puro simplicísimo, y

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todo cuanto decimos que Dios hace, es pura y simplemente en una o en otra forma ese puro acto con que existe y subsis­te. Es decir, la unidad física del decreto creador, cualquiera que sea la estructura del mundo, es evidente a priori, no cabe duda de esto.

Se trata de que la creación tiene también una unidad de otro orden. Es que, ciertamente, Dios sabía todo lo que iba a ser el mundo, y si no, no lo hubiera creado. Ahora bien, aquí es donde justamente empieza a haber oscilación. Si no, ¿no lo hubiera creado? Sí y no. Si se parte de la idea de que Dios no ha hecho sino un cómputo de posibles para otorgarle re­alidad, entonces, evidentemente, la observación sería justa. Ahora, ésta es la cuestión, en determinadas iniciativas divinas, ¿no se presupone formalmente la ejecución de una zona pri­maria de creación? Es decir, que si por imposible se pudiera escindir el decreto creador en planos distintos, ¿no tendría­mos un mundo real ya creado en el cual no hubiesen interve­nido todavía iniciativas divinas, no porque Dios no considera­ra llegada ¡a hora de tenerlas, sino porque efectivamente era libre todavía de tenerlas? 9. Ahora, yo creo que éste es el caso, Etemalmente sí que sabía —futuro libre— lo que el mundo va a ser. Pero ¿lo sabe terminal y precisivamente; es decir, desde el punto de vista de la donación y de sus posibles intervencio­nes por el mundo? Habría que pensar, para que a esta pre­gunta se le diese contestación afirmativa, que sería la misma pregunta que se hiciera Dios antes de crear el mundo. ¿Sa­bría que iba a decidirse a crearlo? Cualquier teólogo diría que esto no tiene sentido. Análogamente, a propósito de las diver­sas iniciativas divinas debe hacerse la misma consideración. ¿Sabía antes de tomarlas que las iba a tomar? Es que la pre­gunta, en última instancia, carece de sentido. Las toma, efecti­vamente, sobre el supuesto de una realidad. Lo que ocurre es que estas diversas iniciativas están en cierto modo articuladas

9 Nota de X. Zublrí: «Esto es esencial.»

1 8 4

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y fundadas las unas sobre las otras, no sucesivamente sino or- dinalmente, en virtud del carácter condicional que todas ellas tienen por parte de la voluntad humana. Secundum rationem, hay como distintos decretos creadores. El mundo, en su pri­mer estrato de creación, está por parte de Dios abierto a ini­ciativas ulteriores, que Dios efectivamente las va a tomar, y con las cuales irá ultimando el mundo. El mundo es una reali­dad que en su detalle, desde el punto de vista mismo de Dios, se va perfeccionando a sf mismo. Se dirá: «Bueno, esto es una imperfección; es que sería mucho más perfecto si Dios supiera en un momento todo lo que va a hacer». Sf, esto Dios seguramente podría haberlo hecho. ¿Ha querido hacer­lo? Justamente ahí está el misterio de la creación. Dios ha querido libremente crear libertades. No solamente no es una imperfección, sino que justamente es su suprema perfección: que la efusión de sf mismo consista en cierto modo en hacer pequeños dioses, libertades finitas. De ahí no solamente que esto no sea una imperfección, más que para las menguadas miradas de los hombres, además metidos nada más que en

) leyes físicas; es una perfección desde el punto de vista de laefusión donante de realidad.

Dios ha decidido crear libremente y ha decidido, por con- j siguiente, que sobre este mundo, real en un primer plano, se

inserten iniciativas e innovaciones, que llamamos las iniciati­vas pasivas.

Abierto el mundo en el orden de la causalidad humana, está también abierto en el orden de la iniciativa divina. Se di­rá: bueno, pero estos dos factores, ¿cómo se articulan entre sí? Pues sencillamente, la respuesta cae de la mano: la inno­vación humana en el orden de la causalidad es pura y simple­mente la causa segunda e instrumental de una iniciativa divi­na. Son iniciativas que toma Dios a través de la libertad hu-

\ mana.

)

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§ 3

EL ACTO LIBRE EN EL CURSO DEL MUNDO

La unidad formal de la libertad humana en el orden cau­sal y de la causalidad divina está en la unidad entre la innova­ción por parte del hombre y la iniciativa divina. La libertad como innovadora es la causa segunda de la iniciativa divina; naturalmente — decía-— de algunas de estas iniciativas, por lo menos. Es la tercera parte: ¿Cuáles son estas iniciativas que Dios puede tener y que toma efectivamente? Es lo que suele llamarse el problema del curso del mundo, y dentro de él el tema de la providencia. Pero aquí no lo voy a tratar desde es­te ángulo, sino desde otro punto de vista, desde el ángulo de las iniciativas divinas.

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El momento de puro despliegue de una creación inicial

El curso del mundo tiene, innegablemente, un momento de puro despliegue, a saber, Dios ha creado una naturaleza con sus leyes y sus internas articulaciones. Y en este sentido, ahí funciona formalmente como radical y simpiiciter donador de realidad; una donación de realidad que es término de un éxtasis de pura volición, como veíamos el año pasado 10, es decir, una pura efusión, una donación de realidad desde sí mismo. Dios depone fruitivamente su voluntad en la produc­ción de realidades finitas, por ellas, por su intrínseca finitud.

10 Zublri se refiere de nuevo al curso del ano 1960: «Acerca del mundo».

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El momento de iniciatiua

Pero hay en el mundo una zona y un momento distinto que es de iniciativa. Iniciativa, en primer lugar, en el sentido que acabo de explicar, en el sentido de las iniciativas que instru­mentalmente están tomadas por la innovación de la voluntad humana. Las he llamado impropiamente «pasivas», son inicia­tivas a posteriori. Naturalmente, no son las únicas iniciativas divinas.

Hay otras iniciativas, de misterioso carácter, para cuyo es­clarecimiento la fe nos dice que está el Juicio Final Universal. Son aquellas iniciativas que se engloban bajo el nombre de voluntad permisiva. Dios, ciertamente, no hace el mal, ni hace que haya mal en el mundo; sin embargo, el pecado es una re­alidad; y se dice que es de voluntad permisiva. Lo que habría que preguntar es en qué consiste esa voluntad permisiva. Y ciertamente, de un modo radical consiste en la creación de una libertad finita. Desde este punto de vista, aunque nos pa­rezca extraño, la suprema calidad de la causa primera consis­te en haber creado libertades finitas.

Pero no sólo eso. Uno propende a pensar que la volun­tad permisiva consiste en decir: «Bueno, yo permito que haya el mal para no anular una libertad que en definitiva quizá sea un bien mayor; permito que haya un mal, bien entendido, un mal que no superará nunca al bien, y que ese mal podrá ser, a última hora, ocasión para que haya otros bienes». Sí, todo esto es verdad, no hay la menor duda. Pero muchas veces he pensado si será eso todo. Porque, ciertamente, el mal, como dimensión meramente negativa, es un poco el problema del mal desde el punto de vista metafísico: no hay cosas que en tanto que cosas sean malas. Sí, pero sin embargo, la maligni­dad y la malicia de una voluntad son realidades. No confun­damos las cosas. Dejando de lado en qué consista, positiva-

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mente, una voluntad maligna y maliciosa, es lo cierto que no per se, pero sí por algo más que como condición, como una verdadera causalidad, como per accidens, Dios puede hacer que, efectivamente, de un acto malo deriven muchas conse­cuencias buenas. Naturalmente, sería mejor que ese acto ma­lo no hubiera existido, y habría más consecuencias buenas si no hubiera existido. Pero no está excluido en ninguna parte que el mal, él, no solamente como tolerado, al margen del curso del mundo, sino como positivamente utilizado dentro de él, no sea, no per se, sino per accidens, fuente causal de determinaciones buenas. En este sentido, el problema de la voluntad permisiva, en una o en otra forma, se incardina con esa calidad misteriosa que me parecía descubrir en el pecado, que no es estar fuera de Dios, sino estar en Él, pero aversiva- mente. La esencia interna de la voluntad permisiva es la posi­bilidad intema de convertir esa aversión en conversión. Pero siempre estando en Dios. Es una paradójica iniciativa a poste- riori permisiva. Éste es el mundo de la iniciativa, pues, de los actos libres humanos, de las iniciativas de permisión.

Pero hay todavía un tercer orden de iniciativa, que son las iniciativas que directamente tiene la propia voluntad divina en el Universo creado, unas iniciativas «activas» a priori.

La primera que se le ocurre a uno pertenece al grupo de lo que llamaría yo iniciativas absolutas: es justamente la En­camación. Es cosa vieja —no puede ser más vieja en Teolo­gía— que aparte de que uno discuta sobre si efectivamente la razón formal de la Encamación fue o no el pecado de Adán, lo cierto es que la Encamación asumió por el pecado de Adán la tarea de redimirlo. Ahora, ésta es la pregunta: ¿La voluntad permisiva del pecado original jugó en la mente divi­na antes de decretar la creación del mundo, o se ejercitó esa voluntad permisiva y se tomó la voluntad de la Encarnación, supuesta la realidad real y efectiva del pecado de Adán? Sal­vo el mejor juicio de los teólogos, yo propendo a lo segundo. Lo contrario sería una especie de combinaciones intelectivas,

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pero no serían, rigurosamente hablando, iniciativas sobre la realidad.

Hay otras iniciativas divinas en las que no simplemente se realiza la voluntad porque sí, de una manera directa, sino porque por su propia índole se realizarán, hagan lo que ha­gan las libertades humanas. Por ejemplo, el caso mismo de la Redención. Qué duda cabe que los judíos fueron libres de no crucificar a Cristo. Evidentemente. Ahora, ¿se seguiría de ahí que la Humanidad no hubiese quedado redimida? Esto es ab­surdo. Dios hubiese logrado la Redención de la Humanidad por la vía que sea, por la Encamación, independientemente del juego de las voluntades humanas. Porque cualquiera que hubiera sido ese juego, indefectiblemente, hubiera quedado conseguida su finalidad.

Momento, pues, de despliegue creador de una creación inicial, momento de iniciativa triple: de voluntad libre de bene­plácito a posteríorí, de voluntad permisiva y de volición activa a priori. Pero además hay otras cosas. Hay un tercer momen­to, que es el de disposición.

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EJ momento de disposición

Las libertades humanas, las libertades creadas todas, por muy libres y dueñas que sean de sí mismas, están sometidas a una ordenación superior. Con las mismas fuerzas físicas, sin violencia ninguna de ellas, puedo hacer un avión, una loco­motora o un Sputnik. Con las libertades humanas, sin atentar lo más mínimo a ninguna de ellas, la historia de la Humani­dad podría haber tenido trazados distintos. Dios ha tenido la iniciativa de encauzar, en buena parte por causas segundas, pero radical y primariamente por su primaria disposición creadora, el curso de las libertades y de la historia.

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Ahora bien, ese curso de la historia, como he dicho en otros lados, consiste formalmente, no integralmente, en la creación y obturación de posibilidades. Es el juego de las po­sibilidades lo que constituye la dialéctica interna de la historia. Y si desde el punto de vista de la realidad en cierto modo físi­ca es Dios donador de realidad, desde el punto de vista de las posibilidades, decimos que es dispensador de posibilida­des. Y si desde el primer punto de vista es causa primera, desde el segundo punto de vista es Señor. La historia es el juego, el despliegue del señorío de Dios sobre las libertades humanas. Naturalmente, como no hay ninguna posibilidad que no presuponga y no esté montada sobre una realidad, quiere decirse que en Dios su calidad de dispensador de posi­bilidades y de Señor (KÚQiog, Dom/nus, como tradujeron el Yahvéh hebreo) está fundada en su calidad de Creador. De ahí la radical falsedad de todos los baalismos, y de todos los politeísmos, que, en definitiva, han consistido en sustantivar de una manera física lo que no eran sino posibilidades. Y, re­cíprocamente, la actitud de todo monoteísta ha sido no sim­plemente desechar el politeísmo, sino posiblemente ver en él un enriquecimiento de aspectos de la divinidad, con tal que no sean sino posibilidades que emergen de un único Dios que es radicalmente creador. La unidad intrínseca del Creador y del Señor es lo que constituye la causalidad de la causa pri­mera.

La libertad, en definitiva, es fruición en la realidad en cuanto tal, y por consiguiente amor. Y la creación es efusión y donación de realidad. Por esto es por lo que la libertad es cuasicreación. Es una participación en el acto de amor finien­te de la propia divinidad.

Naturalmente, se dirá que con esto no se agotan los pro­blemas. No se agotan los problemas, porque se nos dice que habría una excepción a esto, que ha estado gravitando sobre todo el capítulo, una consideración de orden teológico, el problema de la predestinación: aquellos que Dios ha predesti-

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nado. Pero esto no contradice lo que acabo de decir. Llevada por la vía de la dialéctica metafísica se pretendió ver en la pre­destinación un problema de causalidades primeras y segun­das, dentro del plano sobrenatural. Ahora bien, yo personal­mente creo que la predestinación es post praeuisa merita, co­mo dirían Vázquez y los teólogos que le siguen, y no anterior a la previsión de los méritos. Pero lo que habría que decir es que anteriormente a todo mérito, ni previsto ni no previsto, hay una cosa distinta: hay, sencillamente, el carácter del amor personal y efusivo de Dios. Es el amor que busca, y éste es siempre anterior a lo buscado, pero no predeterminante. El problema de la predestinación debe plantearse en esta línea: en el amor que busca y no simplemente en la causa que de­termina o no determina en el orden sobrenatural.

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CONCLUSIÓN

En el capítulo primero veíamos que la voluntad en sí es formalmente amor y fruición. En el tercero, que su carácter formal supremo es la libertad. Y en el segundo y cuarto veía­mos la forma concreta y las figuras de esta libertad y de esta volición. Ahora bien, podemos decir, al final del último capítu­lo, que la realidad libre no sólo «es» sino que su realidad tie­ne un modo concreto: «ser-querida». Y desde el punto de vis­ta de la totalidad de lo real en cuanto real, de eso que yo he llamado tantas veces mundo, hay que decir que el mundo existe ciertamente por un éxtasis de pura volición divina, do­nadora de realidad, y que en él, en ese mundo, el hombre es una participación formal en la soberana independencia del Creador. Pero precisamente por esto, es un mundo intrínseca­mente abierto. ¿Abierto a qué? Justamente a la innovación por parte del hombre, a la iniciativa por parte de Dios, que toma la innovación humana como causa instrumental de la innovación divina.

Por tanto, un mundo abierto a un amor finito y fruente, vehiculado por tendencias. He aquí la última palabra de la re­alidad libre en el orden de la realidad.

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SEGUNDA PARTE

EL PROBLEMA DEL MAL (1964)

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INTRODUCCIÓN

El mal es una realidad que, en una o en otra forma, en­vuelve a todos los hombres y, en cierto modo, al universo en­tero. Es, en el fondo, un grave arcano: misterio de iniquidad (pucrcéQtov Tf|g (ivopíag) lo llamó San Pablo en su segunda epístola a los Tesalonicenses *. El mal ha preocupado como problema a los hombres de todas las épocas, porque todos han visto siempre en el mal una contrariedad, una adversidad de la realidad, aunque en contextos diferentes. Baste recordar algunos puntos salientes. En la antigua literatura sapiencial {Egipto, Asiría, Babilonia, Israel), el mal plantea el problema de la antinomia entre la justicia y la desdicha: es el problema del justo desgraciado. Casi al mismo tiempo, en la India, el mal se presenta a Budha como dolor, y el problema del mal no es, para el budhismo, sino el problema de la liberación del dolor. En Irán, primero, y en la gnosis y en el maniqueísmo, después, el mal aparece en un contexto diferente, el contexto cósmico: el mal como efecto de un principio malo en sí mis­mo. El problema del mal es entonces el problema de la sepa­ración física del principio cósmico del mal. En el cristianismo (prolongando y transcendiendo la perspectiva teológica del Antiguo Testamento), el mal se presenta como una aversión a Cristo y, por tanto, a Dios mismo: el problema del mal consis- 1

1 2 Tes 2,7.

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te en una salvación por conversión a Dios. En Grecia, tanto en la época clásica como en la helenística, se presenta el mal como defectuosidad y deformidad; y el problema del mal con­siste en el problema de una reconformación. Asf se abrió el camino para una concepción teológica, cósmica y moral del mal como privación (San Agustín). La filosofa moderna ha centrado alguna vez el problema del mal en una perspectiva teológica: la teodicea de Leibniz. Pero en general ha conside­rado el mal en su aspecto moral y antropológico: Kant, Scho- penhauer, Nietzsche, son nombres que acuden inmediatamen­te a la memoria.

En estas páginas se enfoca el problema del mal en una perspectiva parcial, pero sumamente precisa: es una perspecti­va estricta y exclusivamente metafísica. No se trata de averi­guar qué cosas son buenas y cuáles malas; mucho menos aún, de determinar cómo ha de evitarse o de superarse el mal; todo esto es asunto de ética. Trátase simplemente de pensar sobre en qué consiste que algo (sea él lo que concre­tamente fuere) sea bueno o sea malo. Es, pues, una conside­ración puramente metafísica acerca del mal como realidad. Dentro de esta línea, no pretendo enfrentarme con todos los problemas metafísicos del mal, sino que me limito a unas bre­ves reflexiones acerca de algunos aspectos fundamentales de la realidad metafísica del mal.

La dificultad primera con que se tropieza en este proble­ma, como en casi todos, se halla en esclarecer de una mane­ra precisa cómo se nos presenta el mal como problema. Pue­de haber, en efecto, grandes desviaciones en la forma de plantearse el problema, que repercuten a lo largo de todo su tratamiento. Por esto el esfuerzo por determinar la forma co­mo se nos presenta eso que llamamos bien y mal, no es una mera introducción didáctica al problema, sino que pertenece ya a la puesta en marcha del problema mismo. Sólo entonces estaremos en franquía para sondear la índole propia de la re­alidad del mal y de su posición dentro del universo entero, Y

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como la realidad del mundo, con todos sus males, pende de Dios, nos vemos inexorablemente retrotraídos a esta dimen­sión teológica del problema del mal, es decir, a la determina­ción exacta de lo que en este caso significa el verbo «pender». Queda así trazado el camino de nuestra reflexión en tres eta­pas:

1. El mal como problema.2. La realidad del mal en el mundo.3. El mal y su causa última.

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CAPITULO I

EL PROBLEMA DEL MAL

El mal como problema pende de la manera misma como se nos presente eso que llamamos bien y mal. En una o en otra forma, bien y mal se nos presentan contrapuestos entre sí. Pero toda contraposición se da en una línea común; de lo contrario no habría ni tan siquiera oposición, sino simple di­versidad primaria. Y el bien y el mal no son simplemente di­versos, sino en alguna forma contrapuestos. Esta línea común dentro de la cual, y sólo dentro de la cual se establece la con­traposición la llamaré, en este primer capítulo, la línea del bien. Es una denominación meramente a potiori. Significa simplemente la línea original dentro de la cual descubrimos que algo es bueno o es malo. Salvo indicación expresa en contrario, o cuando el contexto no induzca a confusión, en este capítulo bien significa el dominio o línea dentro de la cual y según la cual decimos que las cosas son buenas o ma­las.

¿En qué consiste esta línea del bien? Ante todo, los bie­nes se nos presentan como término de un acto de preferen­cia. Preferimos unas cosas a otras, sea porque estas últimas sean menos buenas, sea porque sean definitivamente malas. La línea del bien se nos muestra, pues, como una línea den­tro de la cual las cosas son «preferibles». Pero la preferencia

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no es el acto primario en que se nos presenta esta línea del bien. Porque toda preferencia supone —y precisamente por esto es por lo que es preferencia— que el bien en cada caso nos es ya presente. Preferir es siempre y sólo preferir un bien a otro. Este acto anterior a toda preferencia es lo que llama­remos formalmente un acto de estimación. Se estima cada co­sa en su carácter de bien y sólo después preferimos un bien a otro. La estimación es el fundamento de la posibilidad de to­da preferencia. El acto primario y radical en el que se nos presenta todo en la línea del bien, es decir, el acto primario y radical en el que se abre ante nosotros la línea del bien es el acto de estimación. Naturalmente, estimación no significa aquí en cuánto se estima algo, sino el mero hecho de que al­go sea objeto de estimación.

El acto de estimación es un acto sui generis. No es lo mis­mo inteügir algo en su nuda realidad, que estimarlo. Uno puede inteligir la índole de las tendencias que afloran en la conciencia, pero esto deja en pie el problema de estimarlas en orden al bien. Sin embargo, la estimación no es un acto meramente subjetivo. No es que las cosas tengan unas pro­piedades reales y que susciten en el hombre unas reacciones ajenas a aquéllas y que serían las estimaciones. Lo que se es­tima, en la medida en que es estimado, es estimado objetiva­mente; la estimación tiene un término objetivo y se funda en él. Y este término objetivo de la estimación es lo estimado en cuanto tal. En el acto de estimación, lo estimado se nos pre­senta desde la cosa misma como término de estimación. Se dirá que los hombres no están de acuerdo en sus estimacio­nes, y que por tanto éstas son subjetivas. Pero, aunque la dis­cordia sea un hecho innegable, ello no significa que la estima­ción sea en sí misma de índole formalmente subjetiva. La in­teligencia tiene un término objetivo que es la verdad, y el acto de inteligir tiene un carácter objetivo que es la evidencia. Pero la inmensa mayoría de las intelecciones se prestan a discor­dia, gracias a la complejidad de lo inteligido o a otras razo­

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nes. Hilo no obsta, sin embargo, para que ia intelección por sf misma y en su propia razón formal sea un acto de evidencia- ción cuyo término objetivo es la verdad. Precisamente por es­to es por lo que la discordia intelectual no es mera discordia, sino que es la constitución misma de lo discutible; esto es, la discordia remite al término objetivo de la intelección. Pues bien, la estimación es también un acto cuyo término es objeti­vo: la línea del bien. Y ese acto tiene su evidencia objetiva propia. La discordia en la estimación abre el área de una dis­cusión objetiva. La estimación, pues, es el acto primario y ra­dical en que se presenta objetivamente la línea del bien.

Esto supuesto, ¿sobre qué recae formalmente el acto de estimación?; es decir, ¿qué es lo estimado en cuanto tal? Ésta es la cuestión decisiva, porque la índole de lo estimado en cuanto tal es justo la manera como se nos presentan el bien y el mal como problema. A aquella pregunta pueden darse dis­tintas respuestas. Según una concepción, hoy dominante, lo estimado en cuanto tal es formalmente un «valor», y por tan­to el problema del bien y del mal es formalmente un proble­ma de valores. Esta idea no me parece satisfactoria. Por el contrario, lo estimado en cuanto tal es la realidad, y por con­siguiente el problema del bien y del mal es un problema de realidades. Es menester, pues, adentrarse en esta cuestión.

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§ 1

EL BIEN Y EL MAL COMO VALORES

Lo estimado en cuanto tal, se puede pensar, nada tiene que ver con lo que las cosas realmente son. Puedo conocer una cosa real y no estimarla; recíprocamente, puedo estimar lo que no tiene realidad. El término objetivo formal de la esti­mación sería, pues, un «valor». El ser y el valor son irreducti­bles. Lo real «es» aunque no valga; el valor «vale» aunque no sea. Toda la objetividad de lo inteügido está en «ser»; toda la objetividad de lo estimado está en «valer». Si se quiere em­plear en ambos casos el mismo verbo «ser», habría que decir que todo el ser del valor consiste en «valer», a diferencia del ser de la realidad que sería «ser realidad». Por consiguiente, desde este punto de vista, el problema del bien y del mal se nos presentaría como un problema de valores. Es la tesis de Max Scheler.

Cuando Scheler habla de valores no se refiere, nos lo di­ce expresamente, a los grandes valores, a esos valores abs­tractos, sino a los valores más elementales y concretos, tales como, por ejemplo, lo sabroso de este manjar, etc. Estos va­lores no son valores que se hallan concretados en este man­jar, como si esta fruta sabrosa fuera la realización del valor «sabroso» en ella, sino que de por sí mismo, cada fruto tiene su valor concreto, un carácter sabroso distinto en cada caso.

Scheler, y con razón, no pretende dar una definición del valor; nada elemental e irreductible es susceptible de una defi­nición. Pero lo que sí puede hacerse, nos dice, es mostrar la irreductible peculiaridad del valor frente a lo que llamamos ser o realidad; es decir, trata de hacer ver la peculiaridad pro­pia e intrínseca del valor como término objetivo de un acto de estimación. Para ello, Scheler tiene que responder a tres

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preguntas: qué es un valor en sí mismo, en qué consiste su objetividad, cuál es su articulación con las cosas que llama­mos reales en el sentido más amplio del vocablo.

I. El valor en sf mismo

Un valor, nos dice, es algo irreductible a una realidad. Hay muchos valores que son valiosos y que tal vez no estén realizados en las cosas. Y esto tratándose, repito una vez más, no sólo de los grandes valores, sino de los valores concretos; por ejemplo, de lo sabroso de cada cosa concreta: no es lo mismo lo sabroso de cada fruta y su realidad. Pero Scheler da un paso más: no es sólo que el valor sea irreductible a la realidad, sino que el valor es independiente de toda realidad. Y esto es lo que Scheler tiene que esclarecer. Para mostrarlo alega varias razones de hecho.

A ) Cuando como un manjar sabroso, yo puedo apre­hender su sabrosidad, por así decirlo, independientemente de la percepción del complejo de sensaciones táctiles, gustativas, etc., que el manjar suscita en el acto de su masticación; tanto, que normalmente yo no tengo conciencia de estas sensacio­nes, y sin embargo tengo plena conciencia de lo sabroso que es el manjar en cuestión. Es la percepción inmediata y pura del valor «sabroso» en cuanto tal. Para comprenderlo, Scheler apela a la comparación con la percepción de un color en el espectro cromático. Si lo proyecto en determinadas condicio­nes físicas (una pantalla blanca, o si lo percibo directamente en un espectroscopio), yo percibo la pura tonalidad de un co­lor, por ejemplo, del rojo, con entera independencia de la ex­tensión que ese color posee en su proyección; tengo la per­cepción del puro rojo independientemente de la percepción de su extensión. Análogamente, al complacerme en lo sabro­so de un manjar tengo la percepción de lo sabroso que es, in­dependientemente del complejo de sensaciones que suscita.

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El valor, pues, nos está dado con independencia a como nos está dada la realidad.

B) Claro está, los valores nos están dados en las cosas reales que los tienen, es decir, no nos están dados normal­mente separados de las cosas. Pero, sin embargo, los dos mo­mentos, el momento de aprehensión de un valor y el momen­to de percepción de la realidad, tienen independencia.

a) A veces, en efecto, tengo la aprehensión muy clara del valor, aunque no llegue a tener una percepción clara de la realidad. Tal sucede en la aprehensión de la simpatía o anti­patía que una persona nos produce; muchas veces una perso­na nos es claramente simpática o antipática «sin saber por qué».

b) A veces dudamos de si fulano es o no un buen pin­tor, pero sabemos con certeza lo que es ser buen pintor. La conciencia del valor se contrapone aquí a la aprehensión de la realidad por la certeza de aquélla frente a la duda de ésta.

c) A veces recordamos perfectamente un valor, aunque no recordamos la realidad percibida. Yo puedo recordar que tal tarde de tal día del mes de agosto pasado fue «espléndi­da», aunque no esté actualmente recordando al amigo por cuya compañía resultó espléndida aquella tarde.

En la percepción, en la certeza, en el recuerdo —y los ejemplos podrían multiplicarse— tenemos hechos de la inde­pendencia del valor y de la realidad.

d) Más aún, las cosas pueden cambiar y cambian de he­cho, pero el valor en ellas aprehendido es inalterable. Un fru­to sabroso puede pudrirse; ya no tiene el valor «sabroso». Pe­ro lo sabroso mismo queda en mi conciencia inalterado; aquel valor aprehendido cuando la fruta estaba en buen esta­do, es en sí mismo idéntico en mi conciencia, aunque por al­terarse las propiedades reales de la cosa ésta se haya conver­tido en otra; lo sabroso continúa siendo sabroso.

C) No sólo por estas razones positivas es el valor inde­pendiente de la realidad, sino que es absurdo pensar lo con­

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trario. ¿Se va a imaginar que las cosas tienen fuerzas reales para producir valores? Serían una especie de fuerzas ocultas con las que jamás ha tropezado un físico. ¿Es que alguna vez ha encontrado algún físico fuerzas en la luz para producir va­lores?

Por consiguiente, por donde quiera que se tome la cues­tión, nos dice Scheíer, los valores no sólo son irreductibles a la realidad sino que son independientes de ella. Hay dos mo­dos de conciencia, la conciencia «intelectiva», por así decirlo (empleando un vocablo que no es de Scheler), y la concien­cia «estimativa». Y Scheler, discípulo de Brentano y Husserl en este punto, llama valor al noema de la conciencia estimati­va, al igual que Husserl llamó esencia al noema de la con­ciencia que he llamado intelectiva. Cada modo de conciencia tiene su noema propio e irreductible, y tiene su evidencia igualmente propia e irreductible; la conciencia estimativa tiene como correlato objetivo dado en evidencia, el valor. Hay una estricta evidencia objetiva de los valores. Esto nos lleva a la segunda de las cuestiones que planteábamos. II.

II. La objetividad del uaior

Ya hemos visto que los valores tienen una objetividad propia. Pero no es sólo esto; es que entre ellos hay un rango objetivo independiente de mis sentimientos. No es que los va­lores sean objetivos y que luego yo sienta subjetivamente que unos son superiores a otros; por el contrario, esta superiori­dad me está dada, ciertamente no por un razonamiento, pero sí por una evidencia intuitiva. Es posible que yo la derroque en la práctica; es posible asimismo que las reglas de selección de valores varíen de hecho en el curso de la historia. Nada de ello tiene que ver con que haya precisamente un rango objeti­vo de valores. En este sentido, las «leyes» de los valores son leyes esenciales y a priori; estas leyes son invariables. Diremos

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que un valor b está fundado en un valor a si no puede valer aquél lo que vale sino porque a vale lo que vale. Asf, el valor «utilidad» está esencialmente fundado en el valor «agradable»; a su vez el valor «agradable» está fundado en un «valor vital», por ejemplo en el valor «sano»; finalmente, todos los valores vitales están esencialmente fundados en el valor de la persona espiritual. Como criterio —nada más que criterio— de este rango objetivo puede servir esa vivencia que llamamos «satis­facción» (Befríedigung)\ no se trata de un placer ni de un gus­to, sino de la repleción de la estimación por un valor. Tal es, a grandes rasgos, la jerarquía objetiva esencial de los valores. Este objetividad es intrínseca a los valores; nada tiene que ver de suyo con las cosas. Sin embargo, alguna articulación existe entre los valores y las cosas. ¿Cuál? Es la tercera cuestión.

III. Va/ores y cosas reales

Scheler parte enérgicamente de la intrínseca independen­cia de un valor respecto de la realidad de la cosa y de éste respecto de aquél. Pero las cosas tienen valores, es decir, los valores son reales en las cosas. Como ambos órdenes, el or­den del valor y el orden de la realidad son independientes, re­sulta que las cosas, en tanto que tienen valores que están en ellas, son mero soporte (Trager) de los valores. Tener valor, en efecto, no es sino que el valor está en la cosa. Entonces, la realidad en tanto que soporte del valor es lo que Scheler lla­ma un «bien». El bien por tanto se funda en el valor. Las co­sas no son valiosas porque son buenas, sino que son buenas porque son valiosas.

Pero es menester atender a este estructura de la cosa en tanto que soporte de valores. En primer lugar, los valores son el a priorí del bien; todo bien presupone valor. Pero, en se­gundo lugar, los valores están en la cosa unificados en su je­rarquía, están fundados los unos en los otros. Y esta unidad

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de los valores en cada cosa es lo que hace de ella una cosa valiosa (Wertding). Sin embargo, no puede confundirse una cosa real (Realding) con esa misma cosa como cosa valiosa. La cosa valiosa transfunde por entero a la unidad real de la cosa, pero jamás se identifica con ella. En tanto que bien, la cosa nada tiene que ver con las propiedades reales cuya uni­dad constituye la cosa real. Las dos unidades, aquella según la cual una cosa es buena, y aquella según la cual una cosa es real, son congeneres pero son independientes. Jamás una cosa real es en cuanto tal una cosa buena. La realidad es buena en tanto y sólo en tanto en cuanto es soporte de los valores, los cuales sólo están en la cosa real.

En definitiva, para Scheler, el término formal del acto de estimación, lo estimado en cuanto tal, es el valor. Valor y re­alidad son irreductibles e independientes entre sf. Pero el va­lor está soportado por la realidad en la cual está realizado aquél. Y en cuanto soporte, la realidad es lo que constituye el bien. El bien, pues, se funda en el valor.

Siendo esto asf, ¿cómo se presenta para Scheler esa dualidad del bien y del mal dentro de la linea del bien? Evi­dentemente, trátase para Scheler de una dualidad de valores. Entre los valores existe, según hemos visto, una jerarquía ob­jetiva; en su virtud, hay valores inferiores y valores superio­res. Pero un valor inferior no es necesariamente un mal. Es que en la escala de valores, cada valor positivo tiene un co­rrespondiente valor negativo. Pues bien, la «existencia de un valor positivo» es un valor positivo, y la cosa en que existe, es por tanto buena. En cambio, la «existencia de un valor negativo» es un valor negativo, y la cosa en que existe es mala. Claro está, la existencia de un valor inferior es un bien inferior si el valor es positivo, y es un mal menor si el valor es negativo. Bien y mal son, pues, como valores, valor positi­vo y valor negativo.

El problema del bien y del mal es, en definitiva, un pro­blema de valores.

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Pero pese a la riqueza que por otros conceptos posee la obra de Scheler, su posición en el problema que nos preocu­pa me parece insatisfactoria. El problema del bien y del mal no es primaria y formalmente un problema de valor sino de realidad. Hay que intentar emprender, pues, esta segunda ru­ta.

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§2

EL BIEN Y EL MAL COMO REALIDADES

Para hacer ver las razones por las que no me es satisfac­toria la posición de Scheler, y justificar la concepción del bien y del mal como realidades, volvamos a la pregunta inicial: ¿qué es lo estimado en cuanto tal?; es decir, ¿cuál es el térmi­no formal del acto de estimación? Sólo respondiendo a este interrogante aprehenderemos la exacta articulación del valor y del bien. Y en función de esta articulación veremos cómo se nos presenta el problema del bien y del mal, no como un pro­blema de valores sino como un problema de realidades. Son las tres cuestiones que hemos de examinar.

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El término formal del acto de estimación

Nos preguntamos, pues, ante todo, qué es lo estimado en cuanto tal. Lo primero que hay que hacer es recordar lo que ya al comienzo decíamos: estimado y real son dos dimensio­nes absolutamente irreductibles. Y lo son tanto por razón de su carácter intrínseco como por la índole misma del acto de su aprehensión.

En primer lugar, son irreductibles por razón de su carácter intrínseco. Entendemos aquí por realidad la nuda realidad de algo. Ahora bien, la nuda realidad nada tiene que ver con lo que —provisionalmente— podemos seguir llamando su valor. A la luz, en sus propiedades reales, le es completamente aje­no el que sea serena, grata o bonita. Para un físico no hay lu­ces serenas o ingratas. Esto es absolutamente evidente. Más

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aún; la nuda realidad puede ser sólo una, y poseer sin embar­go valores múltiples. Una misma luz que se mantiene cons­tante, y sin que yo cambie de punto de vista, no es más que una; y sin embargo puede ser a la vez serena, grata y bonita. Por razón, pues, de su carácter intrínseco, la nuda realidad y lo que llamamos su valor son absolutamente irreductibles.

Pero, en segundo lugar, son también irreductibles los ac­tos con que aprehendemos la nuda realidad y su valor. La nuda realidad es término de un acto de mera intelección, mientras que el valor nos es dado en un acto de estimación. Y no es lo mismo el mero inteligir que el estimar.

Por consiguiente, tanto por su carácter intrínseco como por razón del acto de su aprehensión, la nuda realidad y el valor son absolutamente irreductibles. Esto significa que la re­alidad, en su nuda realidad, nada tiene que ver con el valor. Pero ¿significa esto que realidad y valor sean formalmente in­dependientes? Ésta es la cuestión esencial. Es claro que la re­alidad es independiente del valor. Pero no es cierta la recípro­ca: el valor no es independiente de la realidad. Es cierto que la nuda realidad de la luz nada tiene que ver con su sereni­dad, pero no es menos cierto que la luz es serena precisa­mente por su tonalidad e intensidad. AI hablar aquí de la re­alidad de la luz o de la luz como real, realidad no significa la estructura íntima de la luz como fenómeno físico, es decir, no apelo a las «fuerzas» que físicamente constituyen en última instancia la luz. Realidad significa tan sólo la realidad que me es inmediatamente presente; apelo, pues, a la luz real tal co­mo me es presente en su inmediata realidad. Y tomada la re­alidad, cuando menos en este momento de inmediatez, es in­negable que los valores que posee una cosa están pendientes, en una o en otra forma (una forma que después habrá que esclarecer) de la realidad. ¿Cómo se va a pretender que la grandiosidad de este paisaje nada tiene que ver con sus di­mensiones, etc., es decir, con su realidad? Tanto más que, co­mo Scheler nos advirtió con perfecta razón, no se trata aquí

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de los grandes valores abstractos, sino de los valores concre­tos: lo sabroso de esta fruta determinada. La realidad es insu­ficiente para que haya valor —por eso son irreductibles— pero es absolutamente necesaria para ello —y por eso no son inde­pendientes—. Y esto por dos razones.

1. Ante todo, el valor depende de la realidad por razón de las propiedades reales de la cosa. Es lo que acabamos de decir: la luz es serena precisamente por su tonalidad e intensi­dad cromática y acromática. Para convencernos de lo contra­rio, Scheler apoya su idea en el experimento de la percepción de una tonalidad cromática pura independiente de la exten­sión que el color posea. Pero esta argumentación falla en dos puntos. Primeramente, no es verdad que se me dé la tonali­dad cromática sin percepción de la extensión. Es posible que en la zona coloreada yo no atienda más que a su color. Pero ésta es otra cuestión. Precisamente porque se trata de un acto de atención, de un acto, por tanto, de selección, se está supo­niendo ya que lo percibido sobre lo que opera la atención, tiene ya extensión y color a la vez. Y en esta unidad, los dos términos no son independientes: me bastaría con reducir la extensión por bajo de un cierto límite, para que desapareciera el color. Análogamente, me bastaría con cambiar la tonalidad e intensidad de la luz, para que la luz, en lugar de serena, fue­ra excitante o ingrata. Claro, Scheler se refugiaría entonces en otra consideración: las cosas pueden cambiar de propiedades reales, y sin embargo el valor queda inalterado; una fruta sa­brosa puede echarse a perder, y resultar ingrata, pero lo sa­broso que era, es y continúa siendo sabroso. Ahora bien, esta consideración es absolutamente ineficaz. Es la segunda razón por la que falla la argumentación de Scheler en este punto. Porque esa razón prueba demasiado. Esa razón, en efecto, puede extenderse a todas las propiedades reales de una cosa: la cosa puede cambiar de color, y sin embargo, el rojo sigue siendo rojo. Entonces habría que decir que todas las propie­dades reales de una cosa quedan inalteradas. ¿Qué son en­

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tonces la cosa real y sus reales vicisitudes? Serían algo eva­nescente. Es, en el fondo, un ingente platonismo de la con­ciencia. Y si la cosa real en sus propiedes es algo que cambia, también hay que decir que la cosa real cambia en sus valores. Los valores penden, pues, de la cosa real, de sus propiedades reales. Sin realidad no habría valor.

Y esto nos indica bien claramente qué es lo estimado en cuanto tal. Para Scheler, la cosa real tiene valor, es decir, los valores están simplemente en la cosa. Y esto es falso. Segün acabamos de ver, la cosa tiene valores precisamente por sus propiedades reales. En su virtud, el valor no es sólo un valor en la cosa, sino un valor de la cosa. No es lo mismo valor en la cosa que valor de la cosa. Si los valores fueran indepen­dientes de las propiedades reales, los valores serían simple­mente valores en la cosa. Pero como los valores lo son por las propiedades reales de la cosa, dichos valores no sólo es­tán en la cosa, sino que son de ella, son valores de sus pro­piedades. Si los valores fueran independientes de la realidad, la relación entre valor y realidad sería extrínseca: es lo que ex­presa la preposición «en». Pero los valores penden de las pro­piedades reales, y por tanto, su relación con éstas es intrínse­ca: es lo que expresa la preposición «de». Por ser como son, es por lo que tienen el valor que tienen. Lo cual significa que la cosa no «tiene» valor, sino que «es» valiosa. Y esto es lo esencial. El valor nunca es un sustantivo, sino un adjetivo: es siempre y sólo valor de algo. Es este algo quien es formal­mente valioso por su misma realidad. Esto es, cuando deci­mos que lo que tenemos primordialmente en un acto de esti­mación es formalmente un valor, esto es inexacto. No es que lo estimado no envuelva un valor, sino que el valor en y por sí mismo no es lo que constituye formalmente lo estimado en cuanto tal L Lo que tenemos formalmente presente en un ac- 1

1 Con esta, obviamente, Zubiri no está negando la existencia de valores,

aunque el sentido de algunas frases, aisladas de su contexto, pudiera darlo a en­

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ío de estimación no es un ualor sino una realidad ualiosa, Lo que tenemos presente y sobre lo que formalmente recae el acto de estimación, no es lo sereno en la luz sino luz serena. No aprehendemos lo sereno junto a lo luminoso sino lo sere­no de la luz. Y precisamente porque lo que tenemos presente es realidad valiosa, nada es «valor sin más» sino que todo es «realmente valioso». La realidad es, pues, necesaria para el valor y pertenece intrínsecamente a éste.

2. Pero la realidad es necesaria no sólo por razón de las propiedades reales que la cosa posee, sino por otra razón aún más honda: por razón de su carácter mismo de realidad. Las propiedades reales son un momento intrínseco del valor, precisa y formalmente porque son reales. Sin esta presenta­ción de las cosas en cuanto realidad no habría valor. Cuando decimos que un manjar es sabroso o que una postura es gra­ta, no puede decirse sin más que esto sabroso o grato sean un valor; sólo lo son si lo sabroso y lo grato están aprehendi­dos en cuanto cualidades de algo formalmente real. Si la cosa no estuviera aprehendida en esta formalidad de realidad, esas dos cualidades no serían valores. El animal también está a gusto en una postura y le gusta el mismo manjar, pero carece de estimación del valor, porque nada le es presente en forma­lidad «realidad» sino tan sólo en formalidad «estímulo». El animal no tiene formalmente estimaciones sino gustos. Los gustos no son ni objetivos ni subjetivos, sino meras estructu­ras de sintonía, adquirida o innata, entre los estímulos y los estados vitales del animal. Los estímulos no son en sí mismos ni reales ni irreales, sino tan sólo «a-reales». De ahí que esas sintonías no son ni válidas ni inválidas, sino simplemente «a- válidas». Son un mero gusfatum. Por esto, en rigor formal, el animal no tiene preferencias. Lo que llamamos las preferen­cias del animal, son simples selecciones de unos estados o de

tender. De hecho, en el manuscrito hay al margen del texto transcrito una nota

que dice: «Insistir en que hay valores (?).»

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unos estímulos sobre otros. Ahora bien, toda preferencia es una selección, pero no toda selección es una preferencia. Pre­sentes al animal las cosas como estímulos, el animal lleva a cabo selecciones de gusto. En cambio, presentes al hombre las cosas como realidades, el hombre las estima en su valía y prefiere unas cosas a otras.

La realidad en cuanto tal y por sus propiedades reales es intrínsecamente necesaria para el valor y por consiguiente el término formal de un acto de estimación no es el «valor» sino la «realidad valiosa». No olvidemos, sin embargo, que lo esti­mado en cuanto tal y la realidad son irreductibles. Esto signifi­ca que la dualidad radical no se halla entre valor y realidad, sino que se inscribe dentro de la realidad, entre «nuda reali­dad» y «realidad valiosa». Inmediatamente tendremos que ver en qué consiste concretamente esta dualidad. Pero antes, diri­jamos nuestra reflexión no ya a lo estimado sino al acto mis­mo de estimación en cuanto acto.

3. Decíamos que el acto de estimación es irreductible al acto de mera intelección. Pero, añadimos, estos dos actos no son independientes. La mera intelección no envuelve por ra­zón intrínseca suya un acto de estimación, pero el acto de es­timación envuelve intrínsecamente un acto de intelección. In­telección es el acto cuyo término formal es «realidad». Y este acto no envuelve intrínsecamente un acto de estimación. Digo intrínsecamente, porque extrínsecamente puede envolverlo y lo envuelve. Por ejemplo, cuando se realiza un experimento, sólo se admite su resultado como verdadero cuando se esti­ma que el número de casos experimentados o los límites de aproximación de un experimento, son razonablemente sufi­cientes. Pero esto no afecta a la índole intrínseca del acto de intelección, sino a las condiciones extrínsecas de su ejercicio. En cambio, todo acto de estimación envuelve como momento intrínseco suyo un acto de intelección. Hubo un célebre afo­rismo en la Edad Media: nada es querido sin ser previamente conocido (ni/ uolitum quin praecognitum). Ha puesto en mo­

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vimiento verdaderos océanos de tinta y montanas de papel. Pienso que este aforismo puede entenderse en dos dimensio­nes.

Puede entenderse, en primer lugar, de todas las propieda­des reales de lo querido. Naturalmente, si no me fueran pre­sentes por lo menos algunas de sus propiedades reales, la co­sa no podría ser querida. Y en este sentido, el aforismo con­serva plena exactitud. Sin embargo, el aforismo es inexacto si se aplica no a algunas propiedades de la cosa, sino a todas: el ejemplo del amor que descubre al amante algunas cualidades reales de la cosa que pasan desapercibidas para quien no la ama, dispensa de todo comentario ulterior. En este caso, en efecto, la cosa no es querida sin ser conocida simp/icifer, mas es querida con un conocimiento insuficiente de su realidad.

En segundo lugar, el aforismo en cuestión puede tomarse en otra dimensión: no en la dimensión de las propiedades re­ales de lo querido sino en la dimensión de su formal carácter de realidad. Entonces, el aforismo enuncia una verdad absolu­ta irrefragable. El amor recae formalmente sobre la realidad misma de lo amado y no sobre sus valores. El amante no se enamora de las cualidades de una persona, sino de la reali­dad misma de ésta. Es cierto que casi nadie llegaría a amar a una persona sino por la vía de sus valores. Pero esta estima­ción de sus valores no es sino la vía que conduce al amor, no es el amor mismo; el amor, cuando existe, recae sobre la per­sona real en cuanto real, aunque haya perdido muchas de las cualidades que condujeron al amor. Los valores son una ratio cognoscendi del amor, pero no su ratio essendi

En definitiva, lo estimado en cuanto tal es realidad valio­sa, tanto por lo que concierne a sus propiedades reales, como por lo concerniente a su carácter de realidad, y el acto mismo de estimación envuelve intrínsecamente un acto de intelec­ción. Por donde quiera que se tome la cuestión, sea por la ín­dole formal de lo estimado, sea por la índole del acto mismo de estimación, la dualidad radical no es «realidad-valor» sino

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«nuda realidad-realidad valiosa». Esto nos fuerza a preguntar­nos entonces qué es la realidad valiosa en cuanto tal, es de­cir, cómo se articulan en ella el momento de realidad y el mo­mento de valor.

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Realidad y valor: la realidad valiosa

El valor, decía, es sólo y siempre valor de la realidad; esto es, la realidad está ya presente como tal realidad en el acto de estimación. En esta presencia, la realidad no nos muestra más propiedades o notas suyas; por estar estimada la luz, el físico no descubre en ella más propiedades suyas. Al ser esti­mada una realidad, podrá ser que yo atienda más a ella y ha­ga mejor mi física; pero esto no hace al caso, porque no es la estimación en cuanto tal la que me da la intelección de la luz en cuanto realidad. Descubrir propiedades reales de las cosas es asunto de nuda intelección. Sin embargo, la presencia de la realidad es necesaria para la estimación. Esto quiere decir que, sin dejar de ser real, y precisamente por serlo, sin mos­trar más propiedades que las que como nuda realidad posee, sin embargo por ser término formal de un segundo acto, del acto de estimación, la realidad queda en algo que llamaría condición: la realidad queda en condición de estimanda. Aquí empleo la palabra condición no en el sentido de un antece­dente condicional, como cuando digo «si vienes, hablaremos», sino en el sentido que el vocablo tiene cuando digo de alguien que es de buena o de mala condición, o que un manjar está en buenas condiciones. En este sentido ' digo, la realidad, en tanto que término de un acto de estimación, queda en condi­ción de estimanda.

La condición no añade nada a la realidad de la cosa. Tampoco es que «realidad» fuera un término superior y neu-

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tro que se escindiera en «nuda» y en «en condición». Esto se­ría absurdo. La condición envuelve formalmente la nuda reali­dad, pero ésta no envuelve a aquélla. Se trata de una distin­ción real, pero inadecuada, porque el primero de sus térmi­nos no envuelve al otro, mientras que el segundo envuelve al primero. El término realidad no envuelve al término condi­ción, porque ésta no añade ninguna propiedad real a la cosa; pero la condición envuelve a la realidad, sin afectarla en su re­alidad; por esto es por lo que es mera condición. En nuestro caso, la realidad en el acto de estimación queda en condición de valiosa. Con lo cual se ve que eso que llamamos valor, se funda en la condición en que la realidad misma queda ante mi acto de estimación 2.

La condición es algo «de» la realidad. Por esto es por lo que decimos que la realidad queda en condición. Y este que­dar tiene dos dimensiones:

a) Ante todo, la realidad «queda». En este aspecto, la condición no es una especie de reacción subjetiva ante lo re­al. Cuando me enfrento con una realidad para estimarla, cier­tamente, si no hubiera un acto mío de estimación no habría condición. Pero supuesto que haya un acto de estimación, co­mo este acto es objetivo, es decir, va intencionalmente a la re­alidad como un intentum de la estimación, resulta que es la realidad misma la que queda como término objetivo de la es­timación. Yo la hago quedar, pero es ella la que queda. Mi hacer no es una reacción subjetiva ni una intervención en la realidad de la cosa; es/simplemente un «hacer-quedar». Por esto es por lo que la condición pertenece formalmente a la realidad en cuanto estimanda. Lo que en ese quedar «queda» es justo lo que llamamos condición. Es la misma realidad, pe­ro como término de un acto distinto del de mera intelección,

2 Nota de Zubtri: «Insistir bien en la distinción: la condición no es una propie­

dad real de la cosa; ¡a condición no es rea! formalmente, sino que es rea! tan sólo

en e! sentido de que es condición parla realidad de la cosa.»

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a saber, como término de un acto de estimación. Y como tér­mino de este acto, la realidad misma se nos muestra en con­dición. Hay, por tanto, una objetividad, una jerarquía objetiva en la línea de la condición; no es una jerarquía de valores, si­no una estructura objetiva de la condición. En esto, y no en el puro valor, es en lo que consiste la objetividad del acto de es­timación: es el quedar en condición.

b) Pero no es sólo esto. Si no fuera más que objetivi­dad, la condición afectaría a la realidad tan sólo en el acto de estimación en cuanto acto actualmente ejecutado por mí. Ahora bien, no es éste el caso.

Es que la simple intelección no es sólo objetividad. Lo se­ría si en la intelección la cosa inteligida se nos presentara sim­plemente como independiente de mi intelección. En tal caso, lo inteligido tendría en esa independencia justamente su obje­tividad. Objetividad, en efecto, es el carácter de algo que me es presente, pero que no constituye un momento de mi física subjetividad. Por esto es por lo que sin intelección no habría objetividad. Sin embargo, en la intelección, lo inteligido se nos presenta no sólo como algo independiente de la intelec­ción, sino como algo que «de suyo» es lo que es, es decir, co­mo siendo algo en la intelección pero príus a ella. Lo inteligi­do en la intelección se presenta como siendo independiente en esta forma precisa de ser independiente como algo «de su­yo». Es el momento no de simple independencia sino de prio­ridad. Este momento del «de suyo», en cuanto momento de lo inteligido y fundamento intrínseco de su objetividad, es jus­to la «realidad» de lo inteligido. Y precisamente porque la in­telección intelige algo que ciertamente es en ella, pero que es prius a ella misma, por esto, digo, es por lo que la intelección remite físicamente a la realidad, a lo que la cosa es «de su­yo». Por esta razón es por la que la intelección no es mera objetividad, sino simple actualización dé la realidad misma en cuanto tal. El animal, en su sensibilidad, tiene también apre­hendido el estímulo como algo independiente de sus estados,

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pero jamás como algo que es «de suyo». Por esto el animal tiene también objetividad, pero no tiene realidad. El animal es más o menos objetivista, pero jamás es realista. Y porque en la intelección la realidad está simplemente actualizada, por esto es por lo que lo inteligido no es sólo un momento de la objetividad, sino un momento real aunque no hubiera intelección. El prius en la presentación nos vierte a la reali­dad misma. Esto es, en la intelección lo inteligido queda no sólo como objetividad sino como realidad.

Pues bien, esto mismo acontece en cierto modo en el ac­to de estimación. En cierto modo solamente, porque el acto de estimación presupone ya actualizada la realidad ante no­sotros. Pero el acto de estimación envuelve como momento intrínseco suyo el acto de simple intelección. Y este acto de intelección nos presenta en actualización la nuda realidad de las cosas, porque es el acto en que formalmente se presenta lo inteligido como un prius a su presentación misma. Por tanto, precisamente porque el acto de estimación envuelve la intelección, aquel acto recae sobre la realidad misma y no sobre su mera objetividad. De ahí que la condición de esti- manda, a pesar de ser mera condición, es decir, a pesar de no ser un momento de la nuda realidad, es sin embargo una condición que pertenece a la cosa misma por su realidad. La cosa real por su condición queda en la estimación como al­go real, aunque yo no la esté estimando de hecho y aunque mi estimación no fuera justa. Cuando digo de una persona que es de una o de otra condición, esto no quiere decir que esta persona es el correlato del acto en que la estimo. Puedo, en efecto, no conocer a esta persona; si la conozco, puedo olvidarme de la estimación en que la estimo; y en todo caso, mi estimación puede ser equivocada. Lo cual significa que la condición de esta persona es una condición real suya. La condición no es sólo algo estimado, sino algo estimando. Y en la medida en que la condición es algo estimando, perte­nece a la realidad misma; es una condición real suya, porque

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es algo en que la realidad queda como real en cuanto esti- manda.

La condición, decía, es algo en que queda la cosa esti­mada. Y este quedar tiene dos dimensiones: la dimensión de objetividad y la dimensión de realidad. La cosa estimada es objetiva y realmente de determinada condición. Era esencial alcanzar este punto preciso: la condición pertenece real y ob­jetivamente a las cosas. Por pertenecerles realmente, es algo suyo; por pertenecerles objetivamente, es posible un óia-Xé- Yelv, una dialéctica de la condición.

Esto supuesto, la realidad en su condición de estimanda es lo que formalmente constituye el bien. Aquí tomo la pala­bra «bien» en el sentido de «línea de bien». El bien no es formalmente lo deseable. La célebre frase con que debuta la Ética a Nicómaco de Aristóteles: xáyaGóv ou jtávr3 ¿querai3, «lo bueno es lo que todos desean», expresa una propiedad que innegablemente pertenece al bien, pero que no es lo que formalmente lo constituye. El ser término del deseo no es lo que primaria y formalmente constituye el bien. El bien es for­malmente la realidad en su real condición de estimanda.

Volvamos ahora al comienzo de este párrafo. Comenza­ba diciendo que el valor es siempre y sólo valor de la reali­dad, esto es, que el término formal del acto de estimación no es «valor» sino «realidad valiosa». Nos preguntábamos en­tonces qué es la realidad en cuanto término de la estima­ción. Y hemos visto que es no la nuda realidad, sino la reali­dad en condición. Ahora debemos decir más concretamente: el término formal del acto de estimación es el bien. Realidad en condición es, en efecto, simplemente bien. Con lo cual es­tamos capacitados para conceptuar la articulación entre valor y bien.

3 «Toda arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y elección, parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las cosas tienden.» Aristóteles, £tica a Nicómaco L I, c,l: 1904 a 1-3.

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El valor no es sino la cualidad del bien en tanto que bien; es la valía de un bien. Y como el bien es una condición de la realidad, resulta que el bien es el que funda el valor, y no el valor el que funda el bien, como pretendía Scheler'La reali­dad no es buena porque es valiosa, sino que es valiosa por­que es buena. El bien no es el mero soporte (Trdger) del va­lor, sino que es la condición de la realidad en cuanto estiman­da. Por tanto no se trata de negar los valores, sino de negar que sean lo primario y radical de lo estimado en cuanto tal. Lo primario y radical es el bien y no el valor. Ciertamente, puedo ir del valor al bien. Pero entonces el valor es mera ra- tio cognoscendi del bien; en manera alguna su ratio essendi. La razón de ser del bien es la realidad misma en su condición de estimanda. Realidad valiosa es pura y simplemente «bien».

La dualidad radical en nuestro problema no es, pues, la dualidad «realidad-valor», sino la dualidad «nuda realidad-re­alidad valiosa». Dicho ahora con más precisión, es la dualidad «nuda realidad-bien». Bien y nuda realidad no son dos regio­nes de objetos, porque aunque es verdad que la realidad en cuanto tal nada tiene que ver con el bien, la recíproca no es cierta: el bien envuelve formalmente la realidad. Y este modo de envolver es ser «condición».

De ahí que la forma en que se presentan el bien y el mal como problema no es un problema de valores sino de reali­dades. Bien y mal, tomados como contrapuestos dentro de la línea del bien, no constituyen una contraposición de valores, sino una contraposición de condiciones de la realidad. Bueno y malo no son ni simples cosas ni meros valores. Son algo más que valores: son condiciones de lo real. Y en cuanto ta­les, aunque sea verdad que no hay realidades que en su nuda realidad sean buenas o malas, no es menos verdad que hay realidades que realmente son de buena o de mala condición. Esto nos hace tocar el problema al que van dirigidas estas re­flexiones. Pero nada más que tocarlo; al haber llegado a él es cuando es necesario ver con rigor cómo se presentan el bien

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y el mal como problema. Es la tercera de las grandes cuestio­nes que teníamos que abordar.

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El problema del bien y del mal

La dualidad del bien y del mal no es, acabamos de verlo, una dualidad de valores. Pero tampoco es una dualidad de realidades en su nuda realidad. La realidad es lo que ella es y nada más; nada tiene que ver con el bien y con el mal. Po­dría pensarse entonces que la nuda realidad es indiferente al bien y al mal. Pero esto no es exacto. Porque indiferencia es una cualidad que se inscribe dentro ya de la «línea del bien»: es una neutralidad entre el bien y el mal. Pero la nuda reali­dad no se inscribe dentro de este línea sino que es anterior a ella. La nuda realidad no es indiferente al bien y al mal, sino que es ajena a esta diferencia; está allende el bien y el mal. La dualidad de bien y de mal es una dualidad real, pero de lo real en su condición. Bien y mal son realidad, pero realidad en condición. Recíprocamente, bien y mal son cualidades de la condición, pero en cuanto condición de lo real4.

Situada la cuestión en esta línea, lo primero que hay que decir es que la oposición entre bien y mal no es una mera co­rrelación, como si el bien fuera algo positivo y el mal algo ne­gativo. Porque positivo y negativo son términos convenciona­les. Si se dice que el mal es lo contrario del bien, también po­dría decirse que el bien es lo contrario del mal, lo cual es ab­surdamente insuficiente. Si se tratera de meros valores, podria admitirse que la oposición entre bien y mal es de mera corre-

4 En el texto hay tachada una frase que dice así: «Por esto son a su vez reali­dades.» Hay una nota a! margen que dice: «Volver a insistir que la condición no es sfmp/Jdfer realidad.»

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Iación. Pero es que se trata de algo mucho más hondo: se trata de la condición misma de lo real. Si fuera una correla­ción de realidades, aunque es verdad que el mal es lo contra­rio del bien, no lo es menos que el bien sería lo contrario del mal. Barruntamos con sólo pronunciar las palabras que el mal ha de concebirse en función del bien. Y como a su vez ambos términos son distintas cualidades de lo real en su con­dición, nos vemos retrotraídos a preguntamos con mayor ri­gor qué es eso de condición. Sólo respondiendo a esta pre­gunta tendremos planteado con precisión el punto y la forma en que se presentan el bien y el mal como realidades.

Para ello, fijémonos en que el bien y el mal no son lo que son simpliáter, sino que todo bien y todo mal es bien o mal para alguien. Este «para» no significa que el bien y el mal sean algo relativo. Porque la relatividad es un carácter que afecta a algo en su relación con otro algo. Si el bien y el mal fueran lo que son dependiendo de lo que es el juicio humano acerca de su bondad o maldad, el bien y el mal carecerían de toda objetividad. Pero ya hemos visto cómo y por qué el bien y el mal son lo que son de un modo perfectamente objetivo; no puede hablarse de relatividad del bien y del mal. No se trata, pues, de esto. La afirmación que discutimos tiene un sentido distinto: no significa que /o que son el bien y el mal sea algo relativo, sino que son bien y mal respecto de alguien. No se trata de relatividad sino de respectividad. Cuando deci­mos de algo que es bueno o malo, tenemos la intención de afirmar que esta cualidad le pertenece por sí mismo, pero en su respectividad a alguien. Sin esta respectividad no habría posibilidad de que algo fuera de buena o de mala condición. Por tanto, si queremos apurar la forma en que se presenta el problema del bien y del mal como realidades, ante todo ha­brá que esclarecer qué es la respectividad. Sólo así podremos ver con rigor qué es condición. Y ello nos forzará a pregun­tamos por el alguien respecto del cual hay buena o mala con­dición, es decir, respecto de quién hay y tiene que haber con­

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dición. He aquf íos tres puntos que habremos de examinar sucesivamente, para plantear el problema del bien y del mal como realidades 5.

I. Qué es respectiuidad

Las cosas reales no son independientes entre sf, sino que forman una totalidad. Esta totalidad tiene cuando menos dos aspectos. Ante todo, tiene un aspecto operativo: las cosas ac­túan las unas sobre las otras. Esta totalidad operativa consis­te, pues, en una conexión o en un orden según el cual todas las operaciones activas o pasivas de cada cosa se hallan en interdependencia con las operaciones de todas las demás. Pero esto mismo nos remite a un aspecto más hondo de la totalidad. Porque aquella conexión operativa se halla funda­da en la constitución misma de las cosas, una constitución según la cual cada cosa es lo que formalmente es en función de la constitución de las demás. Ya no se trata de una totali­dad operatiua, sino de una totalidad constitutiva. Es lo que formalmente he llamado respectiuidad. La respectividad no es una simple relación, porque toda relación presupone rela­tos y es algo consecutivo a la constitución de éstos. La res­pectividad, por el contrario, es un momento constitutivo de la realidad formal de las cosas mismas. Las cosas no «están» en respectividad, sino que «son» respectivas. La respectividad no es un momento adicional de la realidad de cada cosa, si­no que se identifica con ella sin por eso dejar de ser respec­tiva.

5 Nota de Zubiri: «El bien en sf mismo (Dios). Pero hace participar mi Iniciati­va su sentido del Bien. Y esto es asunto de respectividad. Respectividad no es que

algo sea bueno para mi, sino que sólo en su respectividad a mf, se me muestra en

condición de Bien en sf. El ‘para’ no significa que sea bueno para mi, sino que es un ‘para’ de presentación. Es la respectividad, no es io amable y amando.»

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Si se considera una cosa real en su realidad propia, intrín­seca y formalmente respectiva, entonces la cosa real es consfi- tuUva y formalmente un momento del mundo. Mundo, en efecto, es la respectividad de lo real en cuanto tal. En rigor hay que hacer aquí una distinción fundamental. Porque pue­do considerar por un lado la respectividad de las cosas reales por razón de sus propiedades reales. En este sentido la res­pectividad es lo que constituye esa totalidad que llamamos cosmos. Pero por otro lado puedo considerar la respectividad de las cosas reales por razón de su simple carácter de reali­dad. Y en este sentido y sólo en este la totalidad es mundo. Esta distinción entre mundo y cosmos es esencial para la me­tafísica. Pero para nuestro problema no es tan importante; al fin y al cabo, los bienes y males que buscamos son bienes y males no sólo del mundo sino del cosmos. Por esto aquí em­plearé siempre la palabra mundo como sinónimo de cosmos: es la respectividad de las cosas reales tanto por sus propieda­des reales como por su carácter de realidad.

Respectividad significa, pues, simplemente que las cosas reales, digámoslo toscamente, no empiezan por ser reales y entran después en conexión, sino que cada una en su reali­dad constitutiva es lo que es en función constitutiva con las demás. La respectividad, como decía, no se distingue de la re­alidad sino que in re se identifica con ella.

En esta respectividad y sólo en ella es donde se constitu­ye lo que hemos llamado condición. ¿Qué es condición? II.

II. Qué es condición

Todo bien y todo mal lo son respecto de alguien en el sentido de respectividad que acabamos de explicar. Y como todo bien y mal son bien y mal de condición, queda dicho que lo que sea condición ha de aclararse a base de la estruc­tura de respectividad. La respectividad metafísica y constituti-

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va del mundo es absolutamente necesaria para que pueda hablarse de buena y mala condición. Pero la respectividad, aunque necesaria, no es suficiente. Porque ciertamente toda condición es un tipo de respectividad, pero no toda respecti­vidad es condición. La respectividad es la posibilidad de to­da condición. Necesitamos averiguar, pues, cuál es el tipo de realidad constitutiva de la condición.

Que todo lo real sea constitutivamente respectivo deja abierta la posibilidad de distintos tipos de respectividad. To­memos el caso de la realidad humana. Considerado como una realidad sustantiva que posee notas afísicamente» cons­tituyentes suyas, el hombre en todas estas notas suyas, tanto biológicas como psíquicas, se halla constituido en respectivi­dad a todas las demás realidades del mundo, y a su vez és­tas envuelven en su estructura misma su respectividad al hombre. Aquí la respectividad es un momento intrínseco de la realidad, pero bilateral, por así decirlo: el hombre y las demás cosas son co-respectivas. Pero entre sus notas, el hombre posee cuando menos una, la inteligencia, que es de índole peculiar. Por un lado es una propiedad psíquica del hombre, y como tal se halla constituida en forma correspec­tiva con todas las demás realidades del mundo. Pero por otro lado, la inteligencia tiene, en esa correspectividad, una dimensión distinta de la meramente psíquica: aquella dimen­sión según la cual las demás realidades {y la propia inteli­gencia entre ellas) no sólo actúan sobre la inteligencia, sino que se actualizan en su realidad; una dimensión puramente presentativa. Es, desde luego, un modo de respectividad in­trínsecamente constitutiva de la inteligencia como realidad; pero en cambio, en esta dimensión, la respectividad no afec­ta intrínsecamente a las cosas inteligidas sino tan sólo a la inteligencia. A las cosas, en efecto, íes es completamente ex­trínseco el que estén o no actualizadas presentativamente a una inteligencia. Se trata, pues, en esta dimensión, de una respectividad intrínseca pero sólo unilateral; inteligencia y

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cosas no son co-respectivas sino que sólo la inteligencia es respectiva.

Pues bien, las cosas que nos presenta la inteligencia son de dos tipos. En unos casos, se trata de las cosas que no son sólo actualizadas sino que son «meramente» actualizadas; las cosas inteligidas no hacen sino actualizar lo que ellas son de suyo en sus propiedades reales. Son las cosas en su nuda re­alidad. Por ejemplo, un trozo de hierro, un trozo de madera, el sol, los ríos, etc. Pero hay otro tipo de cosas, tales como un cuchillo, una puerta, una morada cavernaria, etc. Son «co-

: sas» pero de tipo distinto. Porque un trozo de hierro o demadera tienen de suyo, en su nuda realidad, propiedades por las que actúan sobre las demás cosas; mientras que un cuchi­llo o una puerta no actúan sobre las demás cosas en tanto que cuchillo o puerta, sino tan sólo en tanto que hierro o ma­dera. Y es que tratándose del segundo tipo de cosas, la res­pectividad no es «mera» actualización, sino actualización res­pecto de los actos vitales que el hombre va a ejecutar con ellas. Éstas son cosas cuya respectividad es el «sentido» que tienen para la vida. Llamaremos a las cosas en su nuda reali­dad, «cosas-realidad»; y al segundo tipo de cosas llamaré «co­sas-sentido» 6. El hierro y la madera en su nuda realidad son cosa-realidad; pero en cuanto cuchillo y puerta son cosa-senti-

| do. He aquí dos tipos de respectividad: la respectividad de«mera actualización» y la respectividad de «sentido».

Ambos tipos de cosas en su respectividad son irreducti­bles. A la nuda realidad del hierro o de la madera le es com­pletamente ajeno el ser cuchillo o puerta; a la caverna como estructura geológica le es completamente ajeno el ser mora­da. Sin embargo, estos dos tipos de cosas no son indepen- dientes. Las cosas-sentido lo son gracias precisamente a las

| propiedades que tienen en su nuda realidad. Si la caverna no1 tuviese la estructura que tiene, no podría ser morada; lo mis-

6 Cf. X. Zubiri, Sobre ia esencia, pp. 103-108.

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mo debe decirse del hierro o de la madera; sin sus propieda­des reales no podrían ser, por ejemplo, cuchillo o puerta. Por la misma razón ha de decirse que el acto de presentación de las cosas-sentido presupone su presentación como cosa-reali­dad. Nadie aprehende una cosa-sentido sin más, sino que aprehende que la cosa-realidad es de uno o de otro sentido. La fenomenología, tanto de Husserl como de Heidegger, por un lado, y por otro todas las formas de existencialismo, han descrito como algo obvio que lo que primariamente, por ejem­plo, «vemos» son puertas, ventanas, mesas, cuchillos, etc. Ahora bien, esto es completamente falso. En el estricto rigor de lo que se llama «ver», lo que vemos son cosas de tal o cual forma, color, tamaño, etc.; no vemos puertas sino cosas que son puertas o que sabemos que son puertas. La aprehen­sión de las cosas en su nuda realidad es anterior a la apre­hensión de las cosas-sentido. Ciertamente no se trata de una anterioridad necesariamente cronológica, pero sí de una ante­rioridad de estructura aprehensiva. La aprehensión de la nuda realidad no es una especie de residuo de la aprehensión de la cosa-sentido, sino un momento primario, constitutivo y fun­dante de esta última aprehensión. Dicho en otros términos: cosa-realidad y cosa-sentido son congéneres pero no equiva­lentes, no independientes, sino que la segunda envuelve in­trínsecamente a la primera y se halla estructuralmente funda­da en ella.

Como en nuestro problema no se trata de nuda realidad, porque ésta es ajena a todo sentido, atendamos a las cosas- sentido. ¿Qué es la cosa-sentido? Naturalmente, el que la co­sa-realidad, sin dejar de serlo, se tome en cosa-sentido, esto no depende sino de que haya un hombre que haga de la co­sa real, sentido para su vida. Por tanto, radicalmente, el hom­bre es el constituyente del sentido en cuanto tal. Sin hombre no habría puerta ni morada. Pero sin embargo, en su acto constituyente la cosa queda en sentido. Lo cual significa que el sentido es constitutivamente sentido de la cosa; es de ella.

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Tan es de ella, que precisamente por esto es por lo que se ha podido cometer el error fenomenológico a que antes alu­día: creer que yo aprehendo primo et per se, por ejemplo, una puerta o una morada cavernaria. El sentido es algo de la cosa real. No es una «relación» de la cosa real con la vi­da, sino que es algo en que la cosa queda respecto de la vi­da. Y por quedar es por lo que es de ella misma.

Sin embargo, la cosa real queda en sentido precisamen­te por su carácter real y por las propiedades que realmente posee; si no, no sería posible eso que llamamos sentido. Si atiendo, pues, no al momento constituyente del sentido (es decir, al hombre) sino a lo constituido como sentido, pronto observo que no toda realidad tiene la misma capacidad pa­ra estar constituida en sentido. Yo no podría hacer una puerta de agua, o un cuchillo de manteca, o morar en una caverna demasiado pequeña, etc. Pues bien, en el contexto de nuestro problema (no hablo de otros contextos) 7, esto es lo que formalmente constituye la condición: condición es la capacidad de la realidad para quedar constituida en sen­tido. Sin hombre no habría sentido; pero tampoco lo habría sin la condición de la realidad. La cosa-sentido, decía, se funda en la cosa-realidad; y este fundamento es justo la condición. La condición es un tipo especial de respectivi- dad, la respectividad de sentido.

Esto supuesto, ¿respecto de qué cosas puede haber sen­tido y por tanto condición? Es el tercer punto que he de examinar.

7 Zubiri alude aquí veladamente al concepto de «condición metafísica* que

había establecido en Sobre ¡a esencia, pp. 196-210. De hecho, el nuevo concepto de condición como «capacidad de la realidad para quedar constituida en senti­do», que establece por vez primera en este curso del año 1964-, por tanto dos o tres años posterior a Sobre la esencia, es el que va a perdurar en toda su obra pos­

terior, hasta el punto de que la palabra condición tiene en ella este segundo senti­

do, y no el de Sobre la esencia. En el curso sobre la voluntad aún se utiliza el térmi­

no «condición metafísica» en el sentido técnico de Sobre la esencia (cf. p. 74).

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En el análisis anterior hemos partido del hombre, pero de una manera en cierto modo arbitraria. Es ineludible pregun­tarse de un modo formal si esta apelación al hombre es arbi­traria.

1. Para que haya condición es menester ante todo una respectividad, y respectividad no la hay sino de una realidad que lo sea simp/idter, esto es, de una realidad sustantiva. To­das las realidades del mundo están constituidas y actúan en­tre sf en virtud de su carácter de sustantividad, según el cual las cosas son de suyo lo que son. Un color, un sonido no son realidades sustantivas, ni lo es el azúcar o el fósforo de un or­ganismo. La respectividad a que aquí aludimos es la respecti­vidad de sustantividades; no me refiero a la respectividad in­terna constitutiva de la unidad sustantiva misma a.

2. Pero esto no basta para que haya condición. Hace falta que las sustantividades no sólo actúen como sustantivi­dades, sino que actúen para la sustantividad. Un astro (su­pongamos para simplificar que sea «una» cosa) es sustantivo y actúa como tal, pero no actúa para el astro mismo. En cam­bio, los seres vivos están constituidos por una cierta indepen­dencia del medio y con control sobre él. En la medida en que esto se da, el ser vivo actúa no sólo por la sustantividad que es, sino para su sustantividad misma. Dejo de lado la cuestión de si los seres vivos, a pesar de poseer una unidad superior a la del astro, y hasta una unidad de otro orden que la de éste, son simpliciter realidades plenamente sustantivas.

3. Pues bien, todavía esto no es suficiente para que ha­ya condición. Hace falta que el viviente actúe no sólo para la sustantividad sino además en vísta de la sustantividad. Es de­cir, que su comportamiento respecto de la realidad sustantiva

III. Respecto de quién puede haber cond ición

0 Cf. X. Zubiri, «Respectividad de lo real», Réditos, Vols, III-IV, Madrid, So­ciedad de Estudios y Publicaciones, 1979, pp. 13-43.

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en tanto que realidad entre como ingrediente formal de su operación. Ahora bien, enfrentarse con las realidades en tanto que realidades es algo formal y exclusivo de la inteli­gencia. De ahí que solamente la sustantividad humana, que es la única que dentro de nuestro mundo tiene inteligencia, sea también la única sustantividad para la cual hay sentido y condición. Es el único ente de la realidad respecto del cual hay precisa y formalmente cosas-sentido. El animal ca­rece de cosas-sentido, no hay sentido para él. Para el ani­mal, lo que hay es cosas que tienen carácter de signo, es decir, cosas-signitivas, pero no cosas-sentido. Un gato se re­fugia ciertamente en una gatera; esto es claro. Pero la gate­ra es sólo signo de reacción, por ejemplo, defensiva, es un estímulo signitivo, cosa completamente distinta de lo que es un sentido. El sentido afecta a la realidad, y el animal no aprehende más que estímulos, unos directos (inmediatos o mediatos), otros signitivos. No aprehende jamás sentidos, porque carece constitutivamente de la capacidad de enfren­tarse con las cosas y consigo mismo como realidades.

Para que haya cosa-sentido, y por tanto condición, es necesaria una respectividad a una sustantividad que actúe para la sustantividad y en vista de la sustantividad. Es decir, hace falta una respectividad al hombre.

Esto supuesto, entre los varios actos de «actualización en sentido» que el hombre puede ejecutar, y correlativamen­te, entre los varios tipos de condición en que la realidad puede quedar, hay uno, el acto de estimación, y un tipo de condición, la condición de estimanda. No todo sentido es estimación, pero toda estimación es sentido. Volveremos so­bre ello al comienzo del capítulo siguiente. La capacidad de lo real para tener sentido de estimanda, es lo que hemos llamado la línea del bien. Y dentro de esta línea, es decir, dentro de la capacidad de lo real para quedar constituido en estimando, es donde se inscribe el problema del bien y del mal.

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Bienes y males, en el mundo que nos es dado, son consti­tutivamente respectivos al hombre, porque sólo respecto del hombre hay condición. Para el animal no hay nada que sea bueno o malo; podrá haber estímulos molestos o dañinos, pe­ro no formalmente estímulos buenos o malos. Esto es imposi­ble porque el primer supuesto para que haya bien o mal, es que las cosas se presenten como realidades, y para el animal sólo se presentan como estímulos. Un estímulo bueno o ma­lo, es una imposibilidad ín adjecto.

Como el bien y el mal son cualidades de la condición real de las cosas, es menester afirmar enérgicamente que hay co­sas de buena y de mala condición, esto es, hay cosas que en su capacidad real de quedar constituidas en estimación son unas buenas y otras malas. Y precisamente porque la condi­ción a que nos estamos refiriendo, es una capacidad real, bien y mal en cuanto condición de lo real son también reali­dades. ¿Cuál es esta realidad del bien y del mal? He aquí pre­cisa y formalmente el problema del bien y del mal en tanto que problema. Es un problema de realidades.

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CAPITULO II

LA REALIDAD DEL MAL

Situado el mal como una realidad, es menester que nos hagamos ahora cuestión precisa de qué es y cuál es la reali­dad del mal. Todo pende de una inteligencia cada vez más estricta de lo que hemos llamado condición. La condición es, como hemos visto, algo «de» la realidad, y a fuer de tal es algo real. Pero lo es solamente como condición, es decir, no es realidad siwpUciter. Lo cual significa que no puede ser el mal —ni el bien— un momento de lo que hemos llamado «nuda realidad». Pero esto no es más que una determina­ción negativa de la realidad del mal; nos dice no lo que el mal es, sino lo que no es. Y precisamente esta eliminación de la realidad del mal como nuda realidad pone más clara­mente ante nuestros ojos la necesidad de afincar positiva­mente nuestra reflexión sobre el mal como condición: ¿qué es la mala condición? Sin embargo, esta consideración po­dría llevar a una falsa idea: la idea de pensar que el mal como condición puede conceptuarse simplemente de una vez para todas, por así decirlo. Decir qué es «la» mala con­dición es sólo algo muy general, una determinación necesa­ria pero absolutamente insuficiente para aprehender la reali­dad precisa del mal. Las malas condiciones de lo real pue­den ser de diverso tipo. De ahí que nuestra reflexión acerca

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de la realidad del mal tiene que desplegarse en tres etapas su­cesivas:

1. El mal como «nuda realidad».2. El mal como «condición» real.3. Los «tipos» de la mala condición de la realidad.

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EL MAL COMO «NUDA REALIDAD»

Precisamente porque el mal es una condición «de» la re­alidad, es fácil deslizarse hacia una concepción del mal como pura y simple realidad. El mal aparecería entonces como una propiedad o cualidad de las cosas en nuda realidad. Esta con­cepción del mal es inadmisible. La mencionamos tan sólo pa­ra eliminarla y como medio dialéctico, en cierto modo, para enfrentamos con el mal como algo real pero tan sólo como condición de la realidad.

La nuda realidad, ya lo hemos dicho, es una sustantividad que constitutivamente, formalmente, es una sustantividad en respectividad. Según se atienda a uno o a otro de estos dos momentos de la nuda realidad, tendremos dos concepciones distintas del mal como carácter de la nuda realidad. Si se atiende al momento de sustantividad, el mal aparece como una sustantividad mala; expresado en los térmiminos «sustan­ciales» de la metafísica clásica, el mal sería el carácter de unas sustancias o naturalezas malas en sí mismas en tanto que sustancias o naturalezas. Pero si atendemos al otro mo­mento, al momento de intrínseca, formal y constitutiva respec­tividad, el mal aparece no como sustancia, sino como carác­ter de la sustantividad en su mero respecto a otras sustantivi- dades. En sus dos formas, esta concepción del mal como nu­da realidad es insostenible. Revisémoslas rápidamente.

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El mal como sustanfiuidad

En diversos momentos de la historia se ha pensado que el mal es un carácter que tienen ciertas cosas «de suyo»; es

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decir, el mal es una naturaleza opuesta al bien, que serfa el carácter de ciertas otras cosas que «de suyo» serían buenas. El bien y el mal serían sustantívidades, o cuando menos principios físicos de la sustantividad. Se trataría, pues, en la terminología clásica, de que el bien y el mal son sustancias buenas y malas en cuanto sustancias. Es el dualismo en to­das sus formas.

1) Ante todo, esa forma de dualismo que es el mani- queísmo. Para Maní, hay dos principios: el principio del bien y el principio del mal. Estos dos principios son de carácter «físico»: se trata de dos principios de la naturaleza en cuan­to naturaleza. Y además, estos dos principios son cada uno de por sí dos sustancias completas. Estas dos sustancias son antitéticas-, cada una es lo opuesto a la otra. Y son también equivalentes] cada una es de suyo lo que es independiente­mente de la otra. Cada una es inengendrada y eterna. A es­tas dos sustancias llama Mani «raíces» del bien y del mal que hay en las cosas. La raíz del bien es Dios, la raíz del mal es la Materia. Maní no es un filósofo; por eso su con­cepción está expuesta como un mito. Dios es la luz; la ma­teria es la oscuridad. Recordemos, de paso, que para los antiguos la oscuridad, la tiniebla, es una sustancia, al igual que lo es la luz. Estos dos principios se hallan localizados en la realidad en dos regiones perfectamente incomunicadas. Pero esta incomunicación es de carácter especial. Si no se tratara sino de que cada raíz está en su lugar, el mundo no sería esa mezcla angustiosa de bien y de mal. Es que en su carácter antitético, esas dos regiones, aunque incomunicadas de suyo, son sin embargo tangentes; tienen una frontera co­mún. A partir de ella, la luz se extiende hacia el norte, la oscuridad, la materia, se extiende hacia el sur. Cada una de estas dos regiones tiene su estructura propia que no vamos a detallar aquí. La región del bien se distribuye en cinco «moradas», pobladas por innumerables «eones». La región del mal es simétrica a la del bien; se distribuye en cinco

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«abismos» superpuestos, presididos por otros tantos jefes o «arcontes».

Pero las dos rafees no son sólo dos sustancias de natura­leza antitética y equivalente, sino que son dos principios de carácter dinámico. Y este dinamismo es el que engendra la historia cósmica del bien y del mal. La posibilidad de esta his­toria se halla expresada en el hecho de que las dos rafees son tangentes, tienen una frontera común. Y esto es lo que hace posible la historia. Esta historia tiene tres tiempos. El primer tiempo es la «separación» sustancial de los dos principios, que se conservan cada uno en su región propia. Pero en un segundo tiempo, el mal ve lo bueno y radiante que es el bien; y por su dinamismo intrínseco, el mal desea entonces el bien e irrumpe en su región. El mal es asf un principio de deseo de acapararse del bien, de la luz. El bien se defiende de la agre­sión del mal, mediante la emisión de «enviados» luminosos. Pero la materia se traga esta luz. Y de ahí surge esa «mezcla» monstruosa de materia y de luz que, por etapas y enviados sucesivos (no vamos a exponer el mito en su detalle), aboca a la constitución del hombre. El hombre es un ser que tiene en sf la naturaleza sustancial del mal y la naturaleza sustancial del bien, en lucha interna. El hombre es una realidad antitéti­ca en la que la materia suscita el deseo de absorber y tragar la luz: todos los movimientos y deseos camales son, por esto, constitutivamente malos. El mito prosigue por etapas, pero to­da su tendencia es única: la vida y la historia son el proceso cósmico de volver a separar lo que está mezclado: es la fase de la «salvación», concebida como vuelta a la separación. Los tres tiempos de separación, mezcla y salvación, son los tres momentos de la historia del mundo, movida por dos princi­pios sustanciales.

El maniquefsmo es esencialmente una gnosis. El gnosticis­mo tuvo, siglos antes de Mani, una gran variedad de formas en el mundo antiguo. Probablemente la que más influyó en Mani fue la gnosis de Bardesane. Mani quiso, además, incor-

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porar motivos de origen cristiano, búdico e iranio: Jesús, Budha y Zarathustra son tres momentos esenciales del ma- niqueísmo.

Esta concepción maniquea es un mito. Pero un mito lleno de consecuencias éticas y inspirador de sentimientos religiosos admirables. Basta leer los Salmos maniqueos. Sólo asf se explica su difusión, amplia y rápida, por Euro­pa, Asia y Africa, y el que atrajera a sus filas, durante diez años, nada menos que a San Agustín. Este solo hecho muestra bien palmariamente que la esencia de una religión no es el sentimiento religioso, sino que hay algo más hon­do. Y es que con el ropaje del mito, Mani expone una idea que ya no es mítica: el bien y el mal son dos sustan­cias y dos causas.

2) Siglos antes de Mani, en Irán, aparece una forma de dualismo distinta: es el mazdeísmo. El mazdefsmo es una doctrina propia del Irán sasánida. Hunde sus rafees en Zarathustra, pero no debe confundirse con la predica­ción del profeta, de la que hablaremos en otro lugar. Los dos principios antitéticos son: el principio del bien (Ohr- mazd) y el principio del mal (Ahriman). Ninguno de estos dos principios es material; ambos son espirituales. El pri­mero, de naturaleza luminosa; el segundo, de naturaleza te­nebrosa. Estos principios no son tangentes, sino que se hallan separados por una entidad: el espacio o vacío (Va- yú). Ohrmazd se extiende hacia arriba, Ahriman hacia aba­jo. Estos dos principios sustanciales son congéneres, pero no son del todo equivalentes. De hecho, el poder de Ohr­mazd se halla limitado por el poder de Ahriman, pero por poco tiempo, como diremos. El poder del mal no es sólo limitado sino que es además inferior al del bien; por eso será derrotado.

En el Avesta reciente se dice que los dos espíritus son «gemelos». ¿Hijos de quién? No se nos dice. Una especu­lación de origen oscuro, y de carácter y extensión difíciles

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de precisar, dado el estado de nuestras fuentes, nos enseña que son gemelos del Tiempo (Zurvan): es el zurvanismo l . Como toda especulación, sobre todo mítica, revistió formas diversas e incluso discordantes. En general, Zurvan es el «tiempo infinito» (Zurvan akarana). Los dos espíritus son anti­téticos y pretenden dominar con su poder. Entonces, según algunos, Ohrmazd pacta con Ahriman; según otros, Zurvan reparte su poder entre sus dos hijos. En todo caso, esta situa­ción tiene una duración limitada. Es decir, Zurvan produce el «tiempo de larga duración» (Zurvan dargo xvadata) durante el cual por nueve mil años va a desplegarse la historia de la lu­cha entre el bien y el mal, en tres fases de tres mil años cada una, míticamente homologadas a las tres edades de la vida: juventud, madurez, ancianidad. El tiempo de larga duración

1 Cf. X. Zubíri, «Zurvanismo», Gran Enciclopedia del Mundo, Bilbao, Dur-

van, 1964, Vol. 19, pp. 485-6. Ambos textos se debieron escribir casi simultánea­mente. Dada la brevedad del artículo de la enciclopedia, cabe pensar que Zubtri concibió el curso como un análisis amplio y sistemático del tema planteado por el zurvanismo. De hecho, el argumento del curco no es otro que el de afirmar que el

mal no es «sustancia» {ni tampoco «privación», ni «sentido») sino «condición».

Esto explicaría otra incógnita, la de por qué prefirió tratar el problema del mal al del bien. Para Zubiri el mal es siempre condición pero el bien no lo es siempre, a pesar de que el texto a veces parezca afirmarlo así. Como expone ampliamente en el capítulo tercero de este texto, el bien tiene una cierta prioridad o dominan­cia sobre el mal, ya que éste se inscribe siempre en lo que alguna vez llama «la lí­

nea del bien». (En el escrito sobre estética dice también que lo feo se inscribe en la

línea del pu/cbrum). Zubiri había dejado ya bien claro en Sobre la esencia que el bien (bonum) es un carácter formal y transcendental de la realidad mundana res­pecto del hombre (cf. Sobre la esencia, pp. 429-432 y 501-2), cosa que no le su­cede al mal. El bonum como transcendental es previo a toda condición y funda­mento suyo. A ese nivel, pues, no hay un malum opuesto al bonum. La dualiza-

ción bueno-malo es ulterior, y tiene que ver con el modo como los contenidos ta- litatívos «acondicionan» la realidad humana. Sólo esto último es lo que Zubiri en­tiende por «condición». El que a lo largo de este curco Zubiri utilice a veces el tér­

mino latino bonum no como carácter formal y transcendental de la realidad mundana respecto del hombre, sino como mera condición talitativa, no ayuda,

ciertamente, a clarificar este ya de por sí complejo tema.

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tiene asf una estructura propia 2. En cuanto procedente del tiempo infinito, descubre en éste tres cualidades propias. Los iranios han usado ampliamente de ese modo de pensar, se­gún el cual las cualidades de las supremas entidades se conci­ben a modo de hipóstasis. El tiempo infinito como dador, en el tiempo de larga duración, de juventud, madurez y anciani­dad, tiene como cualidades hipostasiadas Asoqar («que hace viril»), Frasoqar («que hace espléndido») y Zarokar («que hace viejo»).

En la primera fase, sólo Ohrmazd es activo; Ahriman está postrado. Durante este tiempo, para prevenir el ataque de Ah­riman, Ohrmazd produce el comienzo del tiempo de larga du­ración, la creación, en el espacio que separa los dos espíritus. Esta creación tiene en un principio estado de «meno/c», térmi­no de difícil interpretación: significa o bien perfecto e inmóvil, o bien embrionario. Sólo después reviste forma propiamente material, «geti/c». La materia, a diferencia de lo que sucede en el maniqueísmo, es por consiguiente buena. Al cabo de tres mil años, Ahriman asalta la creación de Ohrmazd, producien­do en ella criaturas purulentas, malas (reptiles, planetas, etc.). Entre las criaturas de Ohrmazd está el hombre, primitivamen­te inmortal. Por sugestión de Ahriman, el hombre elige el mal espíritu. Se convierte en mortal y es el origen de toda su con­dición ambivalente en la vida. El hombre no es una «mezcla» de dos sustancias, como en el maniqueísmo, sino una «lucha» entre dos espíritus, una elección voluntaria, lucha que ha de resolver también por elección. El hombre tiene, en efecto, una parte imperecedera, cuyo carácter de bondad o maldad de­penderá de su elección en la vida. Los textos pehlevis refieren

2 Este tema lo volverá a tratar Zubiri en el curso de 1968, «Estructura diná­mica de la realidad» (cf. Estructura dinámica de la realidad, Madrid, Alianza,

1989, p. 284), y en el de 1970, «Sobre el tiempo» (cf. «El concepto descriptivo del

tiempo», Reaütas, Vol. II, Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1976,

pp. 7-47).

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minuciosamente este estado en que Ohrmazd y Ahriman comparten el dominio de la creación. En el tercer milenio, queda asegurada la victoria de Ohrmazd, quedando Ahriman reducido definitivamente a la impotencia.

Esta concepción, muy superior a la de Maní, mantiene,¡ sin embargo, la idea de que el bien y el mal son dos sustan­

cias y dos causas; sustancias que no son materiales sino espi- i rituales. Pero, a pesar de ser antitéticas, no son equivalentes:

el mal es inferior al bien.3) Todas estas formas de dualismo se hallan montadas

> sobre la idea de que el bien y el mal son sustancias. La filoso­fía griega ha concebido a veces el mal no tanto como sustan­cia sino como principio sustancial

Recogiendo motivos que ya están, cuando menos incoati­vamente, en Platón, y apoyándose en Filón de Alejandría, Plotino concibe el mal no como sustancia, pero sí como prin­cipio sustancial. Lo único que verdaderamente es, es el Uno absoluto, que se despliega por emanación en una multitud de Ideas, o formas de realidad, de ser. El Uno absoluto es el Bien en y por sí. Es como la luz en su foco mismo. Por ema-

1 nación, la luz se extiende en rayos cada vez más divergentes ydébiles. Llega un punto de dispersión en que ya no puede ilu­minar. Como la luz es el ser, este límite es el no-ser. Este no-

* ser es justamente la materia. Y en cuanto tal es el no-bien; esel mal. El mal es una realidad en y por sí. Ciertamente no tendría realidad concreta sino por el bien; pero es el momen­to de no-ser del bien en las cosas. La materia, el mal, es en sí mismo el no-ser. Es algo in-forme, in-determinado, frente a la Idea como forma y determinación. Por esto las cosas, mezcla

| de un momento de forma determinante y de un momentomaterial de indeterminación, de no-ser, son, en una o en otra medida, de-formes. Así como la forma las hace «for-mosas»,

i bellas, la materia las hace «de-formes», defectuosas, feas. Elmal, el no-ser, es fealdad, deformidad. Estos caracteres no son atributos de la materia, sino que son la materia misma;

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por eso no son propiedades del mal sino que son el mal mis­mo. Sólo porque las cosas concretas, las cosas materiales, son una mezcla de forma y de materia, de ser y de no-ser, sólo por eso son malas. Las cosas materiales no son el mal en sí, pero son malas. El mal en sí es su principio material. Pero en cuanto informado por formas que son el bien, resul­tan las cosas materiales, mezcla de bien y de mal, limitacio­nes del ser de la forma por el no-ser de la materia, formas deformadas. Nosotros mismos, hombres, estamos en esta si­tuación. No es sólo que seamos malos, sino que llevamos metafísicamente en nuestra propia constitución el mal mis­mo, la materia. Antes de ser malos en nuestras acciones, es­tamos sustancialmente poseídos por el mal.

En definitiva, el mal mismo es la materia: es el no-ser. Ciertamente, el mal no es algo coordinado al bien; es siem­pre una negación, y como tal, es algo que pende del ser, del bien. Pero en esta inferioridad, el mal tiene una realidad pro­pia: el ser del no-ser. El mal es sólo principio, no es sustan­cia propia. Y como principio es un momento constitutivo de las cosas: éstas son cosas buenas en la medida en que tienen forma, ser; son cosas ma/as en la medida en que son mate­riales. Su mal es la deformidad, el defecto, la fealdad. El mal es la negación del ser, la negación del bien.

Aunque sólo alcanzó esta expresión precisa en Plotino, esta concepción del mal hunde sus raíces en todo el pensa­miento y el espíritu griegos. Los griegos concibieron siempre el mal como imperfección, y el bien como perfección. Por eso nunca distinguieron con demasiada claridad lo bello (kc&óv) y lo bueno (á'yaQóv); cuando querían expresar la su­prema cualidad de un hombre, la llamaban KaXoKáyaBía, ex­presión difícil de traducir: esa interna unidad de belleza y de bondad, en la plenitud de la forma. La forma tomada en y por sí misma, es el eidos, término para Platón de una visión noética: el eidos platónico es «Idea». En ella se contiene lo que es algo en sí: su puro ser, su perfección y bondad. La

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materia es, en última instancia, principio de imperfección, de deformidad.

Concluyamos. En estas diversas concepciones del mal, sea como sustancia {maniquefsmo, mazdefsmo), sea como principio sustancial (Grecia y el neo-platonismo), el mal apa­rece como un momento de la realidad sustantiva: es el mal como sustantividad. Pero esto es imposible.

Ante todo, es imposible considerar el mal como una natu­raleza sustancial, coordinada a la naturaleza sustancial del bien. Y esto por varias razones:

a) El mal, ni en el dualismo sustancial resulta coordina­do al bien. Ciertamente, hay diferencias profundas entre el maniquefsmo y el mazdefsmo. Para el maniquefsmo, la mate­ria es sustancialmente mala, mientras que para el mazdefsmo, la materia no es mala por ser materia, sino que hay materia buena, la creada por Ohrmazd, y hay materia mala, la creada por Ahriman. Pero tanto en una concepción como en la otra, hay una preeminencia del bien sobre el mal. En el maniquefs­mo, la luz acaba por ser liberada de la materia; en el mazdefs­mo, Ahriman acabará por ser reducido a la impotencia. Por tanto, el bien, si no como sustancia, por lo menos como po­der tiene una radical prerrogativa sobre el mal. No son dos sustancias meramente coordinadas. No sólo esto, sino que, como veremos en su momento, la oposición entre el bien y el mal no es meramente antitética. La prueba está en que, para el maniquefsmo y el mazdefsmo, la lucha entre el bien y el mal no comienza por un acto del bien, sino por un asalto del mal. Lo cual indica claramente que en el mejor de los casos, serfa el mal antítesis del bien, pero no el bien antítesis del mal. En definitiva, las dos sustancias no son coordinadas y antitéticas.

b) Además, el mal no es sustancia. Toda la argumenta­ción del dualismo se reduce a afirmar que el mal es una reali­dad; necesita, por tanto, una causa real que lo produzca, y es­ta causa no puede ser el bien. Pero este razonamiento pende

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de qué es mal como realidad; ésta es la cuestión. El razo­namiento concluiría si el mal fuera una propiedad o cuali­dad real de las cosas. No es así. El mal no es una pro­piedad real, sino una condición real de las cosas. Ahora bien, una condición no agrega ninguna propiedad real a la cosa; la madera de una puerta no tiene, por ser puerta, más propiedades reales que ese mismo trozo de madera suelto por el universo. El mal es una realidad, pero no es realidad de propiedad sino realidad de condición. De ahí que la realidad del mal no nos puede conducir a una causa sustancial, sino a una causa de carácter distinto.

c) Pero hay todavía una razón más honda, porque no se refiere solamente al mal, sino que concierne tanto al mal como al bien. Y es que no solamente el mal, sino el bien mismo no es una sustancia en tanto que causa de la nuda realidad. La nuda realidad no es ni tan siquiera indiferente a su condición de buena o mala; es que es formalmente ajena a esta diferencia. Si por imposible, la causalidad divina creadora de las cosas, no fuera una vo­luntad inteligente y libre, sino simplemente causa eficiente de la realidad creada, ésta tendría nuda realidad, pero no tendría formalmente carácter de bien. Lo veremos en su momento. Nuda realidad es algo ajeno al bien y al mal; ambos, mal y bien, son reales pero sólo como realidad en condición. El dualismo es inadmisible no sólo por lo que concierne al mal sino incluso por lo que concierne al bien. El bien y el mal no son momentos de la nuda reali­dad.

El mal, pues, no es una sustancia. Pero tampoco es un principio sustancial como pretendía Plotino. Para Ploti- no, el mal se expresa en tres conceptos: deformidad, im­perfección, no-ser. Estos tres conceptos no son equivalen­tes. Pero Plotino no se hace cuestión de su distinción, y se desliza de uno a otro. Pues bien, mal no es principio sustancial por ninguno de estos tres conceptos.

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a) Todo mal es, en cierto modo, una deformidad; pero no toda deformidad es un mal. Sólo lo es cuando se trata de una deformidad respecto de una «formidad» (perdóneseme el vocablo) que sea buena. Por tanto, la deformidad presu­pone ya que algo es bueno; la deformidad en cuanto tal deja intacto el problema del mal.

b) A menos que se dijera que la forma en sí misma es buena. Y se apoya esta afirmación diciendo que la forma es «perfecta». La forma sería, pues, buena por ser perfecta; y el mal sería «imperfección», cosa sensiblemente distinta de «de­formidad». Pero ¿qué se entiende por perfección? La expre­sión es equívoca. Perfección significa, por un lado, el carác­ter de algo que está «acabado», que es «per-fecto» en orden a tener realidad; en este sentido, eidos, forma, es sólo lo que hace que algo sea lo que es y como es; perfecto es el carác­ter de la nuda realidad sustantiva. Pero, por otro lado, per­fección puede significar la plenitud ideal de algo, ser, por ejemplo, un perfecto atleta. Entonces perfección no es idénti­co a forma, sino que la forma será perfecta tan sólo si coin­cide con la perfección ideal. La forma es «buena» tan sólo en este segundo sentido de perfección. Plotino, como en ge­neral casi todos los griegos, entrevera ambos sentidos de la perfección; con lo cual, la forma resulta ser de suyo algo bueno, aunque se la tome como mero momento o principio de la nuda realidad. Pero esto es imposible: toda forma ideal, todo bien es forma, pero no toda forma es bien, por­que no toda forma es lo que hemos llamado forma ideal: Sea el bien lo que fuere, lo claro es que el bien no es un principio «físico» de la nuda realidad. Correlativamente, la imperfección no es sin más un mal. Lo es, si se toma la im­perfección en orden a la forma ideal, esto es al bien, pero no si se llama imperfección al carácter aún inacabado de al­go. Lo cual significa que no puede entenderse el mal desde la imperfección, sino la imperfección desde el mal. El mal no es una imperfección simpliciter. La perfección y la imperfec-

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don, como momentos físicos de la realidad sustantiva, dejan intacto el problema del bien y del mal.

c) A menos que se diga, insistamos en la expresión, que toda forma es de suyo perfección ideal, esto es, que to­do ser por el mero hecho de ser es bueno. Entonces el mal sería no precisamente imperfección, sino negación: el no ser. Y por tanto, la materia como principio sustancial distinto de la forma, sena principio del no-ser, es decir sería mala en sf misma. Pero esto es imposible, tanto por lo que concierne a la forma como por lo que concierne a la materia. Primera­mente, por lo que concierne a la forma misma. La identidad entre el ser y el bien se apoya en que no se toma como ei- dos, como forma, sino como «idea», Pero ¿qué es «idea»? Si por idea se entiende la aprehensión mental de la realidad formal tal como es en sí misma, no hay identidad entre el ser y el bien, porque en eso que vagamente llamamos reali­dad hay caracteres no sólo buenos sino también malos. Lo que sucede es que se considera como «idea» tan sólo aque­llo que en la realidad responde a lo bueno. Se habla del «hombre en sí», etc., y en este «en sí» se incluye tan sólo lo que en el hombre hay de «buena forma». Una vez más, en esta identificación se presupone ya lo «bueno». Y entonces hay que decir no que el ser, la forma es el bien, sino que la «idea» es la que en rigor no aprehende el ser tal como es. No se mide el ser por la idea sino la idea por el ser. El bien no es el ser simp/iciter. Correlativamente, el no-ser no es el mal. Lo que llamamos no-ser en el mal, es no ser co­mo es la «idea»; pero es que la «idea» es justo la que «no es» el ser. La negatividad estaría no de parte de la realidad, sino de parte de la «idea». La forma, como constitutivo del ser, no es sin más buena, ni el mal es «no-ser» sin más. Y esta identificación del ser y del bien, es igualmente falsa por lo que concierne a la materia. La materia como momento de la nuda realidad no es «no-ser» sino que «es» lo material del ser; la materia es un momento positivo de la constitu-

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ción de la nuda realidad. Y como tal ni es «no-ser» ni es ma­la.

En definitiva, la «formosidad», la «perfección» y el «ser» no son sin más el bien; el mal no es «deformidad», «imperfec­ción», «no-ser». Para estas identificaciones hay que presupo­ner ya el bien y el mal respecto de los cuales, y sólo respecto de los cuales puede hablarse de formas buenas y malas. Es que la nuda realidad es ajena de suyo al bien y al mal. La for- mosidad, la perfección y el ser como momentos de la nuda realidad no son bienes; lo son tan sólo como condición, son reales tan sólo como condiciones de la realidad. Y lo propio debe decirse del mal. Bien y mal no son principios de la nuda realidad, sino momentos de lo real en su condición.

Concluyamos: el bien y el mal como realidades no son nuda realidad ni como sustantívidad ni como principio de la sustantividad. Pero la sustantívidad es intrínseca y constitutiva­mente respectiva. Cabría que ninguna sustantividad en y por sí misma fuera buena o mala, pero tal vez lo que llamamos bien y mal fuera un momento de la nuda realidad en su res- pectividad. Es lo que hay que examinar 3.

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El mal como respecfíuidad

Toda realidad, precisamente por estar constituida en res- pectívidad, se halla intrínsecamente limitada, y el mal sería, justamente, la limitación de unas cosas respecto de otras: fue la tesis de Leibniz. Para Leibniz este mundo es inexorable-

3 Aquí termina el manuscrito redactado por Zubiri, que mejora sensiblemen­te el texto oral de su primera conferencia y de parte de la segunda. A partir de aquí

hemos de seguir el texto de las conferencias, con las reformas y correcdones que

él introdujo.

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mente un mundo lleno de males, porque es finito, creado en respectividad. Hasta el extremo de que, en perspectiva teoló­gica, Dios no ha podido, ni de potentia absoluta, crear un mundo mejor que éste. Ha realizado el máximum de esencias posibles, que sean realmente compatibles entre sf. Y, justa­mente, la medida de la antítesis o de la limitación, sería la na­turaleza del mal.

Ahora bien, esto es absolutamente insostenible. ¿De dón­de se va a decir que la limitación es un mal? La realidad es lo que ella es. Lo más que se podrá decir —y hay que decirlo— es que no habría mal sin limitación: eso sf. Pero en manera alguna puede afirmarse que la limitación sea en sí misma un mal. ¿Se va a decir que es un mal para un perro no tener in­teligencia? El perro es lo que es. ¿Se va a decir que para un hombre es un mal no ser ángel? El hombre es lo que es. Una cosa es la limitación de la realidad! otra cosa es que en su es­tructura limitada —diríamos nosotros, respectiva— sea de bue­na o de mala condición. La limitación es la posibilidad del mal. Nada más.

Como quiera que sea, pues, la nuda realidad, lo que las cosas de suyo son, es absolutamente ajena a la diferencia de bien y de mal. Las cosas, en esta realidad nuda, son lo que son. Y ahí termina todo el problema. Buenas y malas son las cosas por su condición. Ahora bien, la condición de las cosas no es idéntica a las propiedades que la cosa tiene de suyo. Lo cual significa que lo que hemos dicho hasta ahora, es algo puramente negativo. Es menester, si queremos afrontar el problema de una manera directa, que pensemos positivamen­te qué es eso de una condición.

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§2

EL MAL COMO «CONDICION» REAL

Por lo pronto —decía y repito— todas las cosas se hallan en respectividad en el mundo. Ahora bien, no toda respectivi­dad es condición. Pero en cambio toda condición es un tipo de respectividad. Esto sí es verdad. La respectividad es la po­sibilidad de la condición; sólo posibilidad. Pero posibilidad sí lo es. Y es que la condición buena o mala, la condición de las cosas, es buena o mala para alguien, para algo. Decir de una condición que es sin más buena o mala, carece de sentido. Y ese algo o alguien para quien es buena o mala es el hombre. Ya lo vimos páginas atrás. Para el animal hay estímulos signi- tivos, pero no hay en el rigor formal de los términos cosa-sen­tido. Son dos dimensiones completamente diferentes del pro­blema, el que algo sea signo y el que algo sea sentido. Repito: el animal tiene no solamente unos estímulos inmediatos y di­rectos, tiene también estímulos signitivos. Pero un estímulo signitivo no es un sentido, porque no afecta a la realidad co­mo realidad, ni el gato tiene posibilidad ninguna de enfrentar­se con las cosas ni consigo mismo en tanto que realidad. Pa­ra que haya condición y para que haya cosa-sentido hace fal­te que se trate de una entidad caracterizada como sustantivi- dad, una entidad sustantiva que actúe para la sustantividad y que, además, actúe formal y reduplicativamente para la sus- tantividad misma; es decir, en definitiva, el hombre.

Dicho esto, nos preguntamos qué son el bien y el mal co­mo condición. Y lo primero que hay que decir es que la con­dición no es forzosamente ni bien ni mal. Todo bien y mal es condición, pero no toda condición es forzosamente bien y mal. Un cuchillo no es ni de buena ni de mala condición. Y ello no porque sea una nuda realidad; no lo es; es una cosa-

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sentido. Como cosa-sentido, como condición, no es ni buena ni mala. Ahf sf que se puede decir que es indiferente, en cier­to modo. La indiferencia es un carácter de algunas cosas-sen­tido, de algunas condiciones.

La condición a que apunta nuestro problema del bien y del mal tiene un carácter muy preciso y determinado. Y es que el hombre es la única realidad del mundo que tiene posi­bilidad de poseer cosas en buena y en mala condición. Por­que por comportarse respecto de la realidad de las cosas, se comporta asf no solamente respecto de las demás, sino de su propia realidad. Su propia realidad tiene un cierto sentido, una cierta condición para el hombre. El hombre es una reali­dad que, efectivamente, tiene que comportarse en una o en otra forma respecto de esa realidad que es él mismo. Es de­cir, además de ser sustantivamente lo que el hombre es como realidad, como cosa-realidad, es para sí mismo cosa-sentido. Esto significa que la propia sustantividad queda en condición para el hombre. Y como esta condición es la última en la lí­nea de su pura realidad sustantiva, quiere decirse que, en de­finitiva, esta condición de la sustantividad es respecto del hombre mismo justamente lo que llamamos en sentido estric­to un bien. El bien del hombre es justamente la plenitud for­mal e integral de su sustantividad.

Esto no significa que todo lo que el hombre pretenda ni deba hacer, tenga que ser pretendido ni debido para sí mis­mo. Esto sería una especie de egoísmo metafísico. Lo que di­go es que toda cosa es amada, en alguna forma, en mí mis­mo. Y que solamente en la medida en que es amada en mí mismo hay la posibilidad de que sea amada por sí misma. No se trata de un egoísmo de objeto, sino de un medio en que se da eso que llamamos el bien. Este medio es la sustantividad humana, como bien de mí.

Si se pregunta qué carácter tiene este bien, se plantea ya un problema de ética. La ética tendrá que décimos, justamen­te, en qué consiste el carácter de la sustantividad humana in-

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tegral y píenaria que queda en condición de buena respecto del hombre. Responder a esta pregunta es, digo, todo el pro­blema de la ética. Aquí no nos interesa esta cuestión. Sea cualquiera la respuesta que se dé a la pregunta de cuál es la plenitud de la sustantividad humana, lo que nos importa es decir que lo que las distintas éticas consideran plenitud de la sustantividad humana, es concebido siempre, forzosamente, porque así es en realidad, como la condición buena del hom­bre. La condición buena del hombre, su bonum inmediato y próximo, es justamente la plenitud de su interna e intrínseca sustantividad.

Pues bien, la conformidad de una cosa-sentido, de una condición, con esta condición de bien, de bonum respecto de la sustantividad humana, ése es el bien de la cosa. Y la dis­conformidad con ese bien de la plenitud de la sustantividad es, justamente, el mal de las cosas. Las cosas son de buena o de mala condición por la conformidad o disconformidad de su condición con lo que es el bonum de la sustantividad hu­mana, es decir, con la sustantividad humana como condición

de sí misma.Para evitar confusiones, es menester insistir, muy rápida­

mente, en tres puntos de esta afirmación.En primer lugar, volver a recordar que la condición es un

carácter de la realidad en cuanto constituida en sentido. Por consiguiente, el bien y el mal son caracteres de la realidad misma en su condición. No son un valor, ni una mera rela­ción, sino una condición que intrínsecamente afecta a las co­sas por su respectividad a la sustantividad humana.

La segunda observación es que la sustantividad humana así considerada no es idéntica a lo que llamamos persona hu­mana. Ésta fue la tesis de Kant: pensar que en última instan­cia no hay más bien ni mal que el de una persona, es decir, de una pura voluntad. Esto es insostenible. Aparte de la idea que Kant tuviera de la persona, que aquí es accesoria para el problema, lo que la persona agrega a lo que hasta aquí he-

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mos dicho no es que las cosas sean de buena o de mala con­dición, sino que ese bien y mal sea mío. ¡Ah!, ésta es otra his­toria. Porque para ser mío, tienen que empezar por ser bien y mal, lo que quiere decir que, anteriormente a toda considera­ción de persona, las cosas-sentido tienen condición de buenas y de malas respecto de la sustantividad humana. Lo que la persona agrega a lo que la realidad del hombre es de suyo, es simplemente el poseerse a sí misma, el ser suya. Pero el bien y el mal están constituidos por su referencia o por su respectividad a lo que el hombre es de suyo, no simplemente a la dimensión en virtud de la cual el hombre es persona, es decir, se pertenece a sí mismo. Lo único que la persona agre­ga es que el bien y el mal son mi bien y mi mal, pero no constituye el bien y el mal que son míos.

Y en tercer lugar, y sobre todo, hay que notar que la con­formidad y disconformidad de que aquí hablo, no es una me­ra adecuación. Recordemos la definición de verdad como adecuación del pensamiento con las cosas. Pues bien, aquí no se trata de una adecuación estática y formal. Se trata de una adecuación en el orden de que las cosas tengan sentido res­pecto del bonum que es la sustantividad humana en condi­ción. Se trata de que las cosas, precisamente por su condi­ción, promuevan o no promuevan, sean o no promotoras del bonum de la sustantividad humana. No empleo la palabra causalidad por razones que explicaré más adelante. Emplee­mos la palabra promoción. La condición de las cosas en tan­to que promueven el bonum en que consiste la sustantividad humana, es precisamente lo que hace de ellas un bien, una cosa buena. Y las cosas cuya condición no produce la promo­ción sino que promueven la disconformidad con la condición buena, con el bonum de la condición humana, eso es lo que llamamos cosas malas, mal.

Esto supuesto, la disconformidad de que aquí se trata, que es el problema que nos preocupa, no es una disconformi­dad de mera relación ni de mera correlación, sino que es una

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disconformidad de sentido privativo. De ahí arrancó, aunque fuera por otros caminos y otras consideraciones, la clásica de­finición de San Agustín: el mal es siempre la privación de un bien. No es de-formidad sino dis-conformidad. Es una promo­ción de la disconformidad. Pero la disconformidad es dis-con­formidad; presupone una conformidad respecto de la cual, y sólo respecto de la cual, cabe hablar de una dis-conformidad. El mal, en este sentido amplio y genérico, es una privación. Envuelve siempre, por lo menos, un momento de privación.

Privación no es simplemente carencia. Ahí está una vez más la falsedad de la tesis de Leibniz. El topo no ve, pero no es ciego. En cambio, muchos animales y el hombre pueden tener desgraciadamente ceguera: esto es una privación. ¿Por qué? Porque la privación no es simple carencia sino carencia de algo que se puede y debe tener y, sin embargo, no se tie­ne. La privación es algo mucho más hondo que la simple ca­rencia.

Y ello nos hace ver, en primer lugar, que el bien y el mal no son correlativos. El mal es la privación de un bien, pero el bien no es la privación del mal. El mal presupone el bien, pe­ro el bien no presupone el mal.

Y tomado en esta magna amplitud, que a pesar de su grandiosidad no pasa de ser meramente formal, el mal no es ni cosa, ni causa. El mal no es cosa, contra todos los mani- queos, los dualistas y hasta los propios griegos, que, en defini­tiva, eran bastante dualistas. No es cosa, porque no es una propiedad, ni tan siquiera es un mero sentido --algo en lo que no pensaron los dualistas— sino que es un defecto en el sentido, un defecto en su condición. El mal no es una cosa, sino defecto de cosa, privación defectiva o defecto privativo. Y en segundo lugar, no es causa. El mal, lo que llamamos una cosa mala, no causa cosas que sean malas, sino que cau­sa que yo haga las cosas mal. Esto es cosa distinta: non ma- íum sed ma/e. El individuo que tiene un defecto físico, pongo por caso, una cojera, no es que haga cosas malas. Él hace las

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mismas cosas que el que no tiene, por fortuna, ese defecto. Lo que le pasa a quien tiene ese defecto no es que no ande, es que anda mal. El mal, en definitiva, no es cosa ni es causa, es pura privación. Y por eso se puede decir, como San Agus­tín, que la causalidad del mal no es eficiente sino deficiente. Como cosa, el mal no es cosa, es defecto. Y como causa no es eficiente sino deficiente.

He ahí una consideración del mal bastante honda, pero en el fondo puramente formalista. Porque esta promoción del mal, ¿qué caracteres efectivos posee? ¿Posee siempre los mis­mos caracteres efectivos? Y en segundo lugar, aunque en to­dos los casos haya un momento de privación, ¿significa eso que el mal, en todas sus dimensiones, sea una pura y formal privación?

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§ 3

LOS «TIPOS» DE LA MALA CONDICIÓN DE LA REALI­DAD

Es menester examinar o ver los distintos tipos de promo­ción metafísica al mal, a la disconformidad. No es una cues­tión que pueda resolverse con consideraciones meramente es­peculativas, sino ateniéndonos a la estructura misma de la re­alidad.

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El maleficio

Volvamos, para fijar ideas, a recordar que no puede ha­ber sentido ni condición buena ni mala sino respecto de una sustantividad, de una cosa sustantiva. Pues bien, en un primer plano, yo puedo considerar la sustantividad humana como una cosa entre otras, dotada de determinadas propiedades que son físicas, en el sentido que acabo de indicar antes, las unas biológicas, las otras psíquicas. El hombre tiene, efectiva­mente, una estructura somática de determinada composición y organización funcional; tiene además unas ciertas propiedades psíquicas de toda índole: tiene ciertas facultades, como inteli­gencia, voluntad; tiene, además, unas ciertas tendencias, que trae consigo a este mundo; tiene un cierto carácter que, por muy en formación que se halle y que pueda ir variando, lo po­see en cierto grado a natiuitate. Todo esto constituye la estruc­tura de la sustantividad humana como una cosa entre otras.

Esto no agota, ciertamente, la sustantividad humana, pero sí es un momento esencial suyo la integridad de sus propieda-

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des psicobiológicas y la integridad armónica de todas sus es­tructuras psicobiológicas. Esto no es toda la sustantivídad hu­mana, pero sin ello no habrfa tal sustantivídad, ni sería ésta lo que es.

Pues bien, esto nos suministra la comprensión del primer tipo de promoción del mal, del primer tipo de mala condi­ción. Porque siendo la sustantivídad humana una cosa entre otras, esta cosa no puede ser promovida a sus funciones sus­tantivas en su plenitud e integridad, más que por la interac­ción con las demás cosas, o con las suyas propias, pero en tanto que otras. Es decir, para estos efectos mis propias ten­dencias, mis propias cualidades psíquicas son una cosa, ac­túan como propiedades sobre otras, y todas ellas constituyen el carácter que va a adoptar mi sustantivídad. Y precisamente porque se trata de una interacción, lo que las cosas producen en orden a la sustantivídad es estrictamente una factio, un factum, un hacer. Pues bien, lo que promueve la desintegra­ción o la disarmonfa de mi sustantivídad en el orden psicobio- lógico, es justamente una malefactio, esto es, maleficio. Hay cosas o realidades que son maléficas. Otras, que son benéfi­cas. Es decir, hay cosas que por interacción producen natural­mente un bien o un mal.

Mis propias dotes psíquicas, mis propias cualidades psí­quicas entran en esta consideración. En este caso la interac­ción es, si se quiere, endógena, en tanto que podemos llamar exógena a la que se refiere a las cosas que no tienen nada que ver conmigo. Pues bien, tanto las notas endógenas como las exógenas tienen esta condición de oponerse, es decir, de promover la disconformidad y la alteración, y la desintegra­ción de mi sustantivídad en el peor de los casos. Hay otras re­alidades que la promueven en orden a la plenitud integral y armónica en este sentido psicobioíógico. En el primer caso son maléficas; en el segundo, benéficas. Ni que decir tiene que entre estas cosas hay también los demás hombres: es, por ejemplo, el caso en que yo hago mía la desgracia de otro.

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No se trata aquí de hacer un catálogo de todos los posi­bles bienes y males, sino de aprehender en conceptos su ín­dole metafísica. Y en todos estos casos, por distintos que sean, siempre se trata de un maleficio, de algo que produce justamente una alteración en la plenitud armónica de mi inte­gridad psicobiológica.

El maleficio es, digo, una mera condición. En esto es en lo que es menester pensar. De suyo, las demás cosas, e inclu­so mi propia estructura psicobiológica, no son ni buenas ni malas: son lo que son. El riñón elimina su urea; el músculo tiene su ciclo de ácido láctico, etc. Ahí termina la historia. Y lo mismo desde el punto de vista psíquico. ¿Es esto un malefi­cio? No por el efecto que la causa produce, ni tan siquiera porque ese efecto altere de hecho mi sustantivídad psicobio­lógica, sino porque altere precisamente su condición buena, es decir, la integridad plenaría de mi propia sustantivídad real. Referidos al bonum de mi sustantivídad, lo que esos agentes exógenos y endógenos hacen es un benefactum o un malefac- tum, es un beneficio o un maleficio. El maleficio es mera con­dición, no solamente por lo que atañe al agente endógeno y exógeno, sino además por lo que concierne al propio estado psicobiológico.

No es forzoso que todos los maleficios sean vividos en la conciencia como tales. Si el tabaco es un maleficio, esto pue­de no tener que acusarse en un estado de conciencia de la psicobiología humana. Puede darse el maleficio sin que yo lo sienta. Hay, sin embargo, casos en que el maleficio se acusa como estado, como estado de conciencia; por ejemplo, el do­lor.

¿Es lo mismo dolor que maleficio? Por supuesto que no. También el animal tiene dolores. Para el animal no hay male­ficio sino visto desde el hombre, que es quien hace la biolo­gía del animal. El animal no hace su propia biología. El ani­mal tiene daños, y hay cosas que humanamente considera­mos nocivas para el animal. Pero ese daño y esa nocividad,

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incluso cuando es sentida como dolor, como daño, no es de suyo ni benéfica ni maléfica; es puramente un estado tónico, un estado vital, que no cobra carácter de mal sino en la medi­da en que ese estado altera o promueve el mal sentido, la mala condición de mi sustantividad, o pone mi sustantividad en el camino de mala condición. El sufrimiento de todo orden es justamente una mera condición. De ahí que en el proble­ma del dolor físico se entreveren siempre dos dimensiones completamente distintas: lo que tiene de dolor y lo que tiene de maleficio. Ambas no coinciden. No es por esto acertada, a mi modo de ver, la expresión «mal físico» para designar, por ejemplo, el dolor. El dolor no es un mal físico sino un malefi­cio; y además, no siempre es un maleficio, como diré inme­diatamente.

¿En qué está la maldad del maleficio? El daño y el dolor, evidentemente, son algo positivo, pero no por ello son un ma­leficio, como acabo de decir. El daño y el dolor son un male­ficio en cuanto nos privan del estado de salud. Ahí sí que el maleficio es formalmente una privación. Es formalmente una privación, porque los agentes endógenos o exógenos que pro­ducen el maleficio lo producen por interacción; se reducen a ser causa extrínseca de la condición que han promovido. El maleficio consiste en una causalidad, que por ser transitiva hace que el mal del efecto maléfico, el male del malefactum, del maleficio, sea pura y simplemente la privación. Lo que ha­ce del dolor o de una desgracia un maleficio es precisamente la presencia privativa de una realidad.

De ahí la falsedad radical de la tesis de Schopenhauer, para quien el placer no es más que una suspensión momentá­nea del dolor. Es que eso ni es maléfico, ni es benéfico. Cual­quiera que sea la concepción psicológica y biológica que se tenga del placer y del dolor en la vida humana, en la realidad humana, eso no roza ni de lejos el problema, no ya del mal en sentido transcendente, pero ni tan siquiera del maleficio. El maleficio es pura y simplemente la presencia privativa de lo

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que tendríamos que ser por nuestra integridad psicobiológica y, sin embargo, no somos.

El maleficio, así considerado, es, como realidad, un mal innegable; es la condición en que queda la sustantividad hu­mana respeto de otras realidades. Debido a la interacción transitiva o causalidad transitiva, estas realidades promueven en una o en otra forma una distorsión o disarmonía de la sustantividad humana en su carácter psicobiológico.

Ahora bien, ¿significa esto que el maleficio sea mal simp/i- áter? En manera alguna. En primer lugar, nada es absoluta­mente maléfico. No solamente porque hemos visto que no hay, contra todo dualismo, cosas que en su nuda realidad sean buenas o malas en sí mismas, sino porque ni tan siquie­ra en su condición hay ninguna cosa que sea absolutamente maléfica; o, por lo menos, no hay ninguna que lo sea simplici- ter. Cualquier cosa, un alimento, le puede hacer a uno daño. Pero aun en ese caso el alimento no está tan destituido de ciertas propiedades biológicas que, a pesar del daño y de la privación, no tenga aspectos por los que pueda ser benéfico. Se dirá que puede haber casos en los que una persona, in­conscientemente, ingiera ácido prúsico y se muera en una dé­cima de segundo. ¿Esto no es un maleficio absoluto? Pues no, porque si se atiende nada más que a la sustantividad, eso no produce un maíum, sino que produce la supresión de la sustantividad, que es distinto. La supresión de la sustantividad psicobiológica no es un mal simpUciter; en tanto que pura su­presión. Lo que puede acontecer es que el hombre, por otras razones, piense que los momentos psicobiológicos de la sus­tantividad no son los únicos. En este caso, evidentemente, tendremos un maleficio, pero que no es absoluto.

Todo pende, en última instancia, de la idea que se tenga de la sustantividad humana. En la sustantividad humana hay una relatividad por lo que respecta a sus propios factores psi­cobiológicos. Por ejemplo, que a uno le duelan las muelas con el tomo de un dentista es un maleficio, si se considera

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que la plenitud de la sustantividad humana es el bienestar del momento; pero si se piensa que es un bienestar durable, en­tonces ese dolor es un beneficio tomado a la larga, en otra perspectiva, en otro plano. No solamente hay relatividad en razón del tiempo, sino también en razón de la cualidad. Por­que ¿es que la integridad de la sustantividad humana pende nada más que de sus estructuras psicobiológicas? O mejor: ¿entre sus estructuras psicobiológicas no hay otros momentos, tales como la inteligencia y la voluntad, que no se agotan ni se ciñen formal y exclusivamente a su carácter de ingredientes psíquicos de la sustantividad humana? En ese caso, evidente­mente, el maleficio conduce a otro tipo de promoción al mal. Es el segundo tipo, la malicia.

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La malicia

Mi sustantividad tiene otros momentos, tales como la inte­ligencia y la voluntad, que no se agotan puramente en ser momentos de mis estructuras psicobiológicas. La inteligencia y la voluntad tienen ambas carácter ante todo psíquico. Pero una cosa son sus caracteres psíquicos de la inteligencia y de la voluntad, y otra muy distinta la dimensión a la que voy a apuntar en seguida. Como caracteres psíquicos, hay inteligen­cias mayores y menores, inteligencias más o menos rápidas, más vastas o más unilaterales; puede haber alteraciones psí­quicas de la inteligencia y culminar en la demencia. Todo esto afecta a la inteligencia por sus caracteres psíquicos. Y análo­gamente sucede a la voluntad: hay personas que tienen inna­ta o adquiridamente, poco importa para el caso, una fuerza de voluntad mayor o menor, voluntades más o menos cons­tantes, voluntades más o menos versátiles, caracteres de abu­lia, de hiperbulia, etc. Todo esto afecta a la inteligencia y a la

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voluntad como caracteres psíquicos, y a fuer de tales son susceptibles de maleficio, como todas las demás estructuras psicobiológicas.

Pero la inteligencia y la voluntad tienen otra dimensión que excede de este carácter puramente psíquico, su carácter intencional. Intencionalmente van dirigidas hacia la totalidad de las cosas, inclusive hacia uno mismo. Esta intencionalidad es un modo de habérselas con las cosas y consigo mismo, que no es una interacción física. No hay ninguna interacción física que produzca por sí misma intencionalidad. Tampoco es una mera relación mental, como si a unos estados menta­les se agregase aditivamente una relación con otras cosas. No se trata de eso, sino de que la intencionalidad es un mo­mento intrínseco a la inteligencia y a la voluntad en su reali­dad física, por el que ambas, en el ejercicio físico de su in­tencionalidad, se abren a otras cosas que no son ellas mis­mas. De ahí que la inteligencia y la voluntad no se agoten en los caracteres físicos que tienen como estructuras psicobioló­gicas, sino que envuelven real y físicamente este momento de intencionalidad, por el que transcienden de sí mismas. Diría­mos que, como realidades, son físicamente intencionales. La realidad física intencional, esta sutil implicación entre lo físico y lo intencional, es un carácter psicológico; pero por lo que tiene de intencional es algo que trasciende de los momentos puramente psicológicos. En su virtud, con la inteligencia y la voluntad no solamente tengo que habérmelas conmigo mis­mo y con las cosas en tanto que realidades sino, reduplicati- vamente, en tanto que realidades a las cuales apunto inten­cionalmente.

Ahora bien, como la realidad tiene su estructura objetiva, quiere decirse que tanto la intencionalidad de la inteligencia como la de la voluntad tienen un orden objetivo que se abre ante mí. Mi sustantividad no es solamente mis estructuras psicobiológicas, sino que es también una sustantividad de or­den intencional.

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Para calificar esta sustantividad de un modo más exacto, volvamos a recordar que nada puede ser bueno o malo res­pecto del hombre, sino en tanto que cosa-sentido para mf. Pues bien, la plenitud armónica e integral de mi propia sus­tantividad, como término intencional de mi volición, es lo que constituye la condición intencional y objetiva de mi bonum. No se trata meramente de la integridad de mis estructuras, si­no de la bondad objetiva que tiene mi propia sustantividad en orden intencional hacia mf mismo. Mi sustantividad, desde es­te punto de vista, es el término intencional, bien que real y objetivo, de mi propia voluntad y de mi propia inteligencia. (Dejemos la inteligencia de lado, en lo que sigue). Desde este punto de vista, mi intencionalidad me aparece no solamente como un conjunto de estructuras que actúan por sus propie­dades, sino que mi propia intencionalidad se inscribe bajo una rúbrica, que realmente es lo que constituye el tema de la vida del hombre: lo que hago de mí. Y lo que hago de mf es, en buena medida, lo que quiero hacer, lo que quiero ser. Esta mi realidad querida, lo que voy a hacer de mf, no es una re­alidad arbitraria, precisamente porque hay un orden objetivo. Decir cuál es objetivamente el bonum intencional de mi pro­pia sustantividad, eso es asunto de la ética. No es nuestro te­ma. Lo que aquí nos importa es que, cualquiera que sea la ética, mi realidad —determinada de distintas maneras, según las éticas— se me presenta en forma de un bonum para mf. La plenitud no sólo psicobiológica sino intencional, querida por mi intencionalidad, es justamente lo que llamamos moral, en una primera aproximación. El hombre como realidad físi­camente intencional es, desde el punto de vista de su volun­tad, una realidad moral. Lo moral es, por consiguiente, a su modo algo físico, de la misma manera que lo intencional es a su modo físico. Decir que el hombre es una realidad física­mente intencional significa que en algunas de sus dimensio­nes es una realidad físicamente moral. Pero, recíprocamente, es «moral» y no solamente tiene estructuras psicobiológicas.

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La condición en que quedo para mf mismo, desde este punto de vista, es justamente mi bonum morale, mi bien moral.

Esto supuesto, en este área intencional, el objeto es bueno cuando está conforme con el bien moral, y malo cuando está disconforme con el bien moral. Naturalmente, el bien y el mal, en este sentido, desde el punto de vista del objeto, son la condición en que queda el objeto no desde el punto de vista de su interacción con mis estruc­turas psicobiológicas (esto sería maleficio o beneficio; es decir, mal o bien físicos), sino como promotor o no pro­motor de la integridad y de la plenitud objetiva de mi bo­num morale. Y como ese bonum morale es término de un acto de voluntad, resulta que no sólo el objeto es bueno o malo, sino que mi propia volición es buena o mala. La volición es buena cuando un objeto, suficientemente cono­cido como bueno, es querido por mi voluntad; es mala cuando un objeto, suficientemente conocido en su mal, es querido por la voluntad.

La volición no es cuestión de interacción, y por tanto no es un acto transitivo, sino intransitivo; queda formal­mente en mf. Soy precisamente lo que soy y quiero ser, en mí mismo. De ahí que el mal —habíamos ahora nada más que del mal— no es en este caso un malefactum, no es un mal que me produce algo, sino que es un mal en que me coloco yo mismo por mi propia condición. Justa­mente entonces no es maleficio: es malicia.

Malicia no tiene aquí el sentido de persona maliciosa, muy astuta, sino que tomo malicia como un carácter mo­ral, de la realidad moral de mi volición. Como su contra­ria, la palabra bonicia desgraciadamente no existe, y no vamos a crear neologismos arbitrariamente, digamos que la bondad y la malicia son dos caracteres morales del acto propio de mi volición, no solamente por razón de su obje­to, sino por razón de la volición misma. No es un ma/e-

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factum, es una malicia, es el mal puesto en y por la volición misma.

Nos preguntamos, entonces, qué es intrínsecamente la malicia. La contestación a esta pregunta pende de cuatro cuestiones: Primera: ¿Qué es el hombre como realidad moral? Segunda: ¿Qué es una volición? Tercera: ¿En qué consiste formalmente la malicia? Cuarta: ¿Qué relación existe entre la malicia y el maleficio?. Las analizaremos sucesivamente.

I. Qué es el hombre como realidad moral

Si el hombre no tuviese más propiedades que aquellas que emergen de sus estructuras, seria una sustancia —un sub- jectum— que tendría unas estructuras, en virtud de las cuales actuaría, Pero no es éste el caso de todas las propiedades que el hombre tiene. Hay propiedades del hombre que pen­den sencillamente de una decisión suya. Yo puedo tener vi­cios o virtudes, talentos o ciencia, o carecer de ellos, en bue­na medida por decisión mía. Estas propiedades, una vez que la voluntad las ha querido, afectan a mí sustantividad, pero el modo de afectar es distinto a aquel otro según el cual me afectan mis propias estructuras psicobiológicas. Por eso el hombre no es solamente un íutOKeípsvov, un substante, si­no que es un Í)jíeqke[|1£VOV, un suprastante. Es suprastante en la medida en que tiene propiedades apropiadas por deci­sión.

El hombre tiene que decidir, sencillamente, porque las co­sas-sentido le ofrecen una serie de posibilidades entre las que tiene que elegir. Con las mismas cosas, yo puedo hacer distin­tos actos de volición, encauzar mis voliciones por un camino o por otro. El hombre encuentra algunas de estas posibilida­des en las cosas. Otras muchas las crea, inventa o forja a par­tir de la condición misma de la cosa. Recordemos que condt-

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ciórt es la capacidad de la realidad para estar constituida en cosa-sentido. El fundamento de la posibilidad, de toda posi­bilidad, es precisamente el sentido.

Ahora bien, estas posibilidades fundadas en el sentido, se constituyen en orden a lo que yo quiero ser. Son las úni­cas que aquí nos importan. Pues bien, la sustantividad hu­mana en esta dimensión, es lo que constituye la realidad moral del hombre. Decimos que el hombre es realidad mo­ral en la medida precisa en que tiene que tener propiedades que sólo penden de la aceptación o del rechazo de posibili­dades 4.

De ahf que lo que caracteriza primariamente al hombre no es la presencia de un bonum morale, sino al revés: lo que caracteriza al hombre como realidad moral es la necesi­dad de aceptar o rechazar posibilidades. Sólo es posible un bonum morale en la medida en que siendo el hombre pre­viamente una realidad moral, me indica ese bonum cuáles son las posibilidades que he de elegir, y cuáles las que no he de elegir. La posibilidad del bonum morale, en tanto que bonum, se apoya precisamente en la previa realidad moral del hombre. El hombre no es moral porque hay un bien moral, sino que el bien moral existe porque el hombre es a radice una realidad moral.

El bien moral consiste entonces, de una manera más precisa, en la conformidad de las posibilidades elegidas con el bonum morale de mi realidad. El mal consiste en la dis­conformidad. Ambas, conformidad y disconformidad, toma­das en el sentido de promoción. Las posibilidades son una promoción, que naturalmente está al arbitrio de mi volun­tad, que decide precisamente su adecuación o inadecuación con el bonum que tiene que regular mi realidad moral co­mo aceptadora o rechazadora de posibilidades. 1

1 Nata marginal de Zubiri: «Explican 1) La desmoralización, etc. 2) Posibili­

dad es el carácter metafísico común a fines y medias.»

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II. Qué es la volición

Por razón de su objeto, la volición recae siempre y sólo sobre una realidad, pero no en su nuda realidad, sino en la condición que h/c et nunc tiene esa realidad como principio de posibilidades; es decir, el objeto propio y formal de una vo­lición es la posibilidad real. Nadie quiere salir por una puerta en el sentido de un fenómeno físico. Quiere o no quiere salir por una puerta en la medida en que esta puerta, que es una cosa-sentido, le ofrece unas posibilidades a diferencia de otras, salir o quedarse, etc. El término formal es la realidad, pero la realidad en tanto que condición fundante de posibilidades. Y lo que el hombre formalmente elige son las posibilidades re­ales, las que la cosa realmente ofrece, sea porque el hombre se las encuentre, sea porque el hombre forje, sobre las posibili­dades de la cosa, las posibilidades que ella le puede ofrecer.

En eso consiste la volición por razón de su objeto. Ahora, ¿en qué consiste como acto? Ésta es la cuestión grave.

Como acto la volición es, en primer lugar, una determina­ción intencional. Elijo intencionalmente unas posibilidades a diferencia de otras. Y lo que elijo en ese acto de volición es precisamente aquella posibilidad que hic et nunc considero que tiene que ser, que va a ser o que puede ser la mejor para mf. No porque crea que ella es la mejor por sí misma, sino que inclusive a despecho de saber que tiene un aspecto malo, mi acto de voluntad decide que hic et nunc, en este momen­to, mi bien es ése en esa volición, en esa posibilidad. Con ello, la volición misma queda en condición de buena y de ma­la. La posibilidad de que la volición tenga una condición bue­na o mala se funda, precisa y formalmente, en su carácter in­tencional. Querer es poner mi propia condición. Y precisa­mente por eso, es bonicia o malicia la condición en que yo me pongo a mí mismo en y por mi propia volición 5.

5 Nota de Zubíri: «Explicar que yo no elijo lo que me parece mejor, sino que mi decisión consiste en ponerla como mejor hic et nunc.»

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Cabe preguntarse, entonces, qué es lo que agrega la con­dición a la realidad del acto físico de mí volición. Jn re, nada, no le agrega ninguna propiedad psicológica. La voluntad tie­ne sus caracteres psicológicos, y tiene además el ejercicio físi­co de su intencionalidad, y en ambas dimensiones mi volición en cuanto bonicia o malicia no le agrega nada. Sin embargo, se puede decir que aunque no le agregue nada in re, ¿no le agrega simpliciter nada? Le agrega, sí, la «condición». Una puerta, evidentemente, no tiene más propiedades físicas en su nuda realidad por tener el sentido de puerta que por no te­nerlo. Sin embargo, ¿se va a decir que la puerta como cosa- sentido no agrega absolutamente nada, es una nada respecto de la nuda realidad de la puerta? No le agrega un determi­nante físico, pero le modula en una nueva condición. Esto acontece también con la voluntad. La moralidad o la inmora­lidad —poco importa para el caso— no agrega ninguna pro­piedad real y física a la voluntad, pero sin embargo le pone en condición. Hay, si se quiere, un añadido, pero que no es de orden físico sino condicional

En conclusión, pues, la volición recae sobre unas posibili­dades y consiste en poner intencionalmente el carácter de mi propia condición.

Esto supuesto, ¿qué es la malicia? III.

III. En qué consiste ia malicia

Hay una vieja polémica al final de la Escolástica, y sobre todo en los siglos xvi y xvii, sobre el carácter de la malicia. Los partidarios de mantener a todo trance la definición agus- tiniana de que el malum es pmrafio bonf, una privación de bien, decían que el bien moral, su conformidad o su posible bonicia, consisten sencillamente en poseer la plenitud de la sustantividad en el orden moral, en tanto que el mal moral, la malicia de la voluntad, es una privación: es carecer del orden

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debido en el acto de voluntad. Para los que tomaron la postura contraria, la malicia o la bonicia del acto de voli­ción no consisten en que recaiga sobre un objeto malo o bueno que le coloca en mal orden o en buen orden, sino que es la propia volición, en sf misma y en tanto que vo­lición, la que intrínseca y formalmente es buena o mala. Es cierto que hay en toda bonicia una promoción de con­formidad, y en el caso de la malicia una promoción de disconformidad, pero esto no es lo que formalmente cons­tituye la malicia ni la bondad del acto de volición, sino que es consecutivo a la malicia de la voluntad. Precisa­mente porque mi voluntad es mala, no hay el debido or­den respecto a la regla moral. Aparte de que el concepto clásico, aristotélico de aréQTjGLg, privación, no tendría nunca aplicación unívoca al acto moral. Es privación aque­llo que no tengo pudiendo y teniendo que tener. Pero puesto el acto de volición, ¿dónde está el carácter privati­vo? El acto de volición malo no puede tener el carácter de bueno; es formalmente malo. De ahí que los partida­rios de la tesis de que la volición es intrínsecamente mala, afirmen que, ciertamente, hay en toda volición un momen­to de privación, pero que es consecutivo a un positivo ca­rácter de la voluntad, que es positivamente malo. Es, justa­mente, lo que tienen que agregar a la tesis de San Agus­tín. Entienden que la privación es un carácter resultativo, pero que la volición es causativa; y en tanto que causativa de la privación es justamente una malicia.

Pienso que tienen razón los que defienden la positili- dad de la malicia. Ahora bien, no me parece que la ten­gan completamente en la forma que acabo de exponer. En primer lugar, por lo que respecta a la causación. Se podrá, en efecto, llamar acto de malicia a una volición que quiere un objeto suficientemente conocido como malo, pero en ese caso la calificación de malicia le vendría siem­pre del término extrínseco que es el objeto de la volición.

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¿Hasta qué punto, aun afirmando la positividad de la mali­cia, se puede decir entonces que la volición es mala?

A esta pregunta se podría contestar diciendo que el ob­jeto querido, tanto bueno como malo, en alguna manera comunica sus caracteres al acto de volición. Sf, pero ¿qué es comunicar? Y en segundo lugar, ¿qué es lo que se comu­nica? La contestación a estas dos preguntas es la que, a mi modo de ver, debe encauzar la intepretación de lo que es la malicia como carácter positivo de la volición.

La malicia es una condición interna e intrínseca de la volición mala. No es simplemente una calificación externa por el objeto a que la volición tiende. Es una «condición». La condición, decíamos, es la aptitud de lo real para estar constituido en sentido. Y en este caso, añadía, el acto de voluntad consiste en darme a mí mismo mi propia condi­ción. Por consiguiente, el problema está en la condicionali- dad interna de la voluntad, y no simplemente en el objeto sobre que recae. Y por tanto las dos preguntas: qué se co­munica y qué es la comunicación, necesitan contestaciones más precisas.

En primer lugar, qué es lo que se comunica. Se comuni­ca, por de pronto, aquello que constituye algún carácter del objeto que es término de mi volición. Ahora bien, hemos visto que el carácter formal del objeto de una volición no es precisamente la nuda realidad de lo querido, sino las posibi­lidades reales que lo querido ofrece. Lo que se comunica es propiamente la condición de la cosa, es decir, las posibilida­des que ella me abre. Naturalmente, cuando yo quiero una cosa cualquiera, hacer una puerta o salir por una puerta, ¿cómo se va a decir que yo me convierto en puerta? Esto no tiene sentido. Sí lo tiene, sin embargo, que yo acepte o rechace las posibilidades que la puerta me ofrece. Desde es­te punto de vista, lo que se comunica es la posibilidad. Querer es hacer mía la condición de las cosas. ¿Cómo? Es decir, ¿qué es comunicar? Ésta es la cuestión central.

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Comunicar no es simplemente aceptar o rechazar una co­sa, sino que desde el punto de vista de la volición consiste en aceptar o rechazar, en apropiarse lo querido. Naturalmente, físicamente. Yo no me apropio la realidad de la cosa, por ejemplo la puerta. Lo que me apropio son precisamente las posibilidades de la cosa. Rechazar o aceptar es apropiarse las posibilidades. Lo que se apropia no es un cuchillo, sino las posibilidades que el cuchillo ofrece, sea para matar, sea para hacer una buena operación quirúrgica. En y por mi intención, yo me hago uno —aquí sí que se puede decir uno, en unidad numérica de condición— con la posibilidad real en tanto que condición.

Ahora bien, ¿en qué consiste este hacer mío? En el mo­mento que elijo una posibilidad entre otras, todas continúan siendo posibilidades, pero hay sólo una que va a ser efectiva­mente posibilitante mía. Esa condición de ser posibilitante es­tá determinada por mi volición. Entonces la posibilidad no simplemente es una posibilidad, sino que está posibilitando, está posibilitándome. Pues bien, el acto posibilitante de la po­sibilidad, en tanto que posibilidad, es justamente lo que llamo poder.

Querer es dejar que se apodere de mí la realidad en su condición. Poder es un carácter metafísico. El poder no es simplemente una fuerza, ni tan siquiera una Súvajug, en el sentido metafísico. Todo poder envuelve un predominio ma­yor o menor en que se inscribe ese poder. Es cierto que en las realidades de orden material, el área del predominio cubre exactamente y agota el área de su causalidad, de su óúvapig como ai/ría. La causa, naturalmente, predomina sobre el efec­to, pero sólo y en tanto que es causa. De suerte que la distin­ción entre causalidad y poder puede parecer nada más que conceptuosa y sutil. Sin embargo, es una distinción honda, porque va acompañada de una relativa separación, por lo menos en el acto de voluntad. El dominio o el predominio que una posibilidad —y por tanto una realidad— tiene sobre

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mí, porque yo efectivamente lo he querido, no es una fuer­za, pero es un poder. Es el dominio que una cosa tiene so­bre mf por razón de su condición posibilitante.

Recíprocamente, el haber interpretado todo poder como una fuerza de volición —en el sentido psicológico de la pala­bra, no en el meramente intencional—, es lo que ha podido conducir, a pasar de una clara percepción de los poderes que hay en la realidad, a una fuerza psíquica; así, ha podi­do conducir al primitivo a ser animista. Pero el animismo es la interpretación animista del poder. Poder no se identifica con animismo. De ahí que, en última instancia, hacer mía una posibilidad y apropiármela, es querer justamente dar en mí poder a una posibilidad determinada. Es quedar apode­rado de la condición del objeto de la voluntad.

¿Qué se entiende entonces por malicia o por bonicia? Naturalmente, el acto en que el bien o el mal se apodera de mí. El acto mismo tiene una intrínseca condición de ma­licia cuando consiste precisamente en que el mal se apodere de mí, cuando consiste en dar al mal carácter de poder so­bre mf. Es una instauración del mal como poder, a diferen­cia del maleficio, que es justamente la transición interactiva de unas cosas respecto de otras. Querer es poner el poder del mal —o el poder del bien— en mí. Y precisamente por eso, porque la volición consiste formalmente en un poder intrínseco, y queda en condición intrínseca de buena o ma­la, es por lo que, efectivamente, hay una privación consecu­tiva. El hombre está disconforme con la promoción de su bonum morale, o está conforme con él, en la medida en que esté apoderado por el mal o por el bien. Y este apode- ramiento es la obra de su voluntad. Es, precisamente, ins­taurar el bien y el mal como poderes. No se trata, pues, de que el acto de volición sea causativo, termine sobre un ob­jeto y cause una privación, sino de que intrínsecamente, en su intrínseca condición, es bueno o malo, tiene bondad o tiene malicia.

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La privación, digo, es consecutiva. Y esto por dos razo­nes. Por una general que acabo de apuntar, y por otra obvia, porque nadie quiere el poder del mal en tanto que poder del mal. Se ha discutido largamente sobre si la voluntad puede querer el mal por el mal. Nunca me han convencido esas ra­zones, ya que quien quiere hacer el mal por el mal, el acto de voluntad por el mal, es porque precisamente siente una profunda satisfacción en ello. Y justo la satisfacción es lo que busca el acto de malicia: es el mínimo aspecto de bon­dad que tiene, como presencia de algo que en sí mismo es bueno, a pesar de que en última instancia sea malo. Y esto acontece con toda clase de malicia. Piénsese en el caso de un Nietzsche que se pone frente a Dios. Es muy sencillo de­cir que Nietzsche quiere el mal por el mal. Pero esto no es verdad. Lo que quiere es, precisamente, ser anti-Dios, quiere el odio a Dios, porque él se siente por encima del bien y del mal, por encima de Dios. Ahora bien, sentirse uno a sí mis­mo como principio absoluto no es ningún mal, es la condi­ción intrínseca de la personalidad humana. Lo que será malo es sentirse tan absoluto en sí mismo que lo sea por encima de la divinidad o de las demás cosas. En última instancia, nada es malicioso más que apoyado sobre algo que tiene un carácter que intrínsecamente no es malicioso. La malicia no consiste en que yo quiera el mal por el mal, sino en que quiera un objeto que tiene un aspecto bueno, a pesar de que tiene otros suficientemente conocidos como malos; es ante­poner lo que yo quiero a lo que es; es estar por encima de un bien. En este sentido, la malicia es intrínseca a la volun­tad, y constituye un momento positivo de ella; no es un mo­mento formalmente privativo. Mi volición es ponerme en condición de apoderamiento del mal; es la instalación del mal como poder.

Naturalmente, la malicia admite grados. No son lo mis­mo los ejemplos extremos que he puesto, que el ejemplo más trivial de uno que hace una pequeña cosa maliciosa, pe-

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ro que en fin de cuentas no es demasiado grave. No hablo de esto: es un asunto de ética 6.

Chica o grande, de gravedad mayor o menor, la malicia es siempre esto: una instauración del mal como poder en y por un acto de mi voluntad, en virtud del cual la voluntad queda en condición intrínsecamente mala, no sólo terminati­vamente mala. De aquí se desprende que, en cuanto tal, la malicia no es un maleficio. Ahora, esto no quiere decir que malicia y maleficio sean independientes. Todo lo contrario.

IV. Qué relación existe entre la malicia y el maleficio

Toda malicia presupone una capacidad de maleficio. Na­da, efectivamente, es un bonum para el hombre, por excelso que fuera, si en una o en otra medida no se le presenta en un aspecto de deseable. Y desear es justamente una estructura psíquica de mi realidad. No es que sea lo mismo lo bueno y lo deseable. Lo que se quiere decir es que todo bien humano apela a la deseabilidad. Y los deseos son momentos psicobio- lógicos. La forma en que lo benéfico y lo maléfico de mí mis­mo se moviliza, es justamente lo que llamamos la atracción. Las posibilidades no solamente están ofrecidas en frío, sino que son más o menos atractivas. La atracción es la forma co­mo el poder está unificado con el factum, con la factio. Por esto toda moral tiene, en una o en otra forma, un aspecto por el que tiene que jugar con la rectificación de mis tenden­cias, incluso fisiológicas, como benéficas o maléficas. Toda moral tiene en uno o en otro sentido algún momento de ver­dadera higiene del hombre; higiene no sólo mental, sino psi- cobiológica.

Pero, además, toda malicia y toda bonicia son incoativa­mente una disposición: tienden, precisamente, a convertirse en en habitud, en un modo de estar constituido. No es

6 Nota marginal de Zublri: «Niveles y grados de libertad y de malicia.»

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lo mismo una puerta que abra bien o que abra mal y tenga vicio. Esto es un hábito, una La mala volición es incoati­vamente una habitud, una fiíjig. Y la buena volición es incoati­vamente también una g Lg. La &|Lg del acto de volición bueno es precisamente la virtud; como el vicio es la g^ig de la mali­cia, la habitud de la malicia. Y estas habitudes afectan a lo psícobiológico en cuanto tal.

Claro está, el acto de malicia no puede resultar intrínseca y formalmente bueno. Se puede argüir que muchos actos de malicia, muchas malas voliciones, a la larga han redundado en bienes. Pero en esos casos habrfa que distinguir entre lo que el opus operatum, la voluntad maliciosa hace en tanto que voluntad, y la condición en que lo hace, que es el opus operantis de la malicia. Es posible que la obra obrada y ope­rada por un acto de voluntad maliciosa resulte beneficiosa por otras razones; pero de la malicia en sí y como tai, no puede nunca resultar un bien 7.

Así articulados unitariamente el poder y la malicia, el ma­leficio y el beneficio de las estructuras psicobiológicas, y la malicia y la bonicia como poderes de la voluntad, no son, sin embargo, idénticos, pues jamás se podrán identificar la causa­lidad psíquica con el poder querido real y efectivamente por mí.

He aquí, pues, la segunda forma de promoción del mal: la promoción del mal como instauración del mal como poder. Esta es la sombría condición del acto de malicia. La pesa­dumbre profunda que, sabiéndolo o sin saberlo, pesa y gravi­ta en el seno del acto de malicia, no es una vaga metáfora ni un asunto sentimental. Aunque el hombre no lo sienta, la ma­licia envuelve en sí una intema disensión y discordia. La dis­cordia que consiste en que, efectivamente, yo hago un acto de volición malo por la fuerza que me da la propia sustantivi-

7 Nota marginal de Zubiri: «La malicia no produce bonicia, pero puede ser­vir para la bonicia. Explicar.»

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dad, considerada como un bonum mío, siendo así que el ac­to de volición mala consiste precisamente en atentar contra ese mismo bonum del que recibo fuerza para ser malicioso. Esta interna discordia es lo que constituye la situación, en definitiva insostenible, de la malicia. Es una situación, si se quiere, una condición intrínsecamente antinómica. Es la fuer­za del bien aquella con la que yo soy malicioso. Natural­mente, la fuerza del bien, como es mía, la convierto en ma­liciosa por un acto en que antepongo lo que quiero a mi propio bien. Justamente por esto la esencia de todo acto de malicia es esta úflQLg, esta soberbia en virtud de la cual la voluntad se quiere instalada por encima del bien moral de sí misma.

Esta es la segunda forma de promoción del mal. Pero no es la única ni la última.

3

La malignidad

La malicia, decía, es una instauración del mal como po­der en mí. Pero hay una extensión del poder del mal. Y es que, efectivamente, mi sustantividad con sus estructuras psi- cobiológicas y con mi voluntad y las demás estructuras in­tencionales, no está entre las demás sustantívidades sola­mente en razón de sus estructuras psicobiológicas, lo está también por razón de sus caracteres intencionales. En el pri­mer caso se trataría de una interacción, en tanto que en el segundo es una relación intencional. Se trata, en cierto mo­do, de una relación, pero no de interacción sino intencional, ínter-individual.

Mi voluntad, en tanto que condición respecto de otro, o de mí mismo en tanto que otro, no es sólo maliciosa, sino que puede producir realmente en mí mismo o en otro ma­les. Y en este sentido, la voluntad es algo más que malicio-

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sa, es maligna. Es la malignidad como tercera forma de pro­moción al mal.

Malignidad, en un sentido elemental, es producir el male­ficio en otro. Pero la forma más grave de malignidad consiste en que yo me proponga hacer que otra voluntad sea ella mis­ma maliciosa: ejecute un acto de mala volición. En este caso, las posibilidades que yo le ofrezco no son simplemente atrac­ciones; es algo más que atracción, es una incitación. Y enton­ces yo no solamente soy malicioso, sino que soy maligno; es decir, soy el malo.

Naturalmente, el otro es libre o no de aceptar la incita­ción, y por consiguiente de ceder o no a la malicia a la que le incito. Pero, aceptada por el otro, se convierte en malicia su­ya propia. De ahf que en la malignidad yo soy reduplicativa- mente malicioso: está la malicia de mi acto de voluntad, y es­tá la malicia producida en la voluntad del otro. No soy sola­mente malicioso; soy maligno; soy malo, el Malo.

La unidad de dos voliciones maliciosas en una malignidad es justamente una actuación por inspiración. Realmente, el maligno no solamente ha instaurado el poder del mal en su voluntad, sino que ha inspirado el mal a otro. No es sólo la instauración del poder como mal, sino el poder del mal como inspiración.

La tercera forma de promoción del mal es la malignidad. Montada constitutivamente sobre la malicia y sobre el malefi­cio, es, sin embargo, el poder del mal como inspiración de la voluntad.

No terminan aquí las formas de promoción al mal. Hay todavía una cuarta forma.

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4

La maldad

El hombre está referido en su sustantividad a los demás hombres, no sólo por interacción, ni solamente por intención

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interindividual. Realmente está referido a los otros en esa for­ma impersonal del se —se dice, se hace, se conviene— que es justamente el carácter de lo que llamamos realidad social. Es esta realidad o cuerpo social el que, en esa forma impersonal del se, gravita sobre las voluntades de los hombres, y por lo que la voluntad de cada uno se refiere a las demás a través del se.

A este aspecto de la realidad es a lo que Hegel llamó, con frase bastante infeliz, el espíritu objetivo. Desde luego, no es lo que yo acabo de llamar aquí el se. En el rigor de los tér­minos, no se trata de un espíritu que sea objetivo, sino que es un espíritu objetivado. Real y efectivamente no hay ningún es­píritu fuera del espíritu de cada hombre, y por consiguiente hablar de espíritu objetivo no es decir nada, si no es el espíri­tu objetivado, la dimensión objetivada del espíritu de cada cual.

Ahora bien, ¿se trata, rigurosamente hablando, de espíri­tu? Desde luego, no lo es en el sentido de la Razón universal de Hegel, y mucho menos aún en esa forma tan popular en el ambiente filosófico a finales del siglo xvm que fue el «alma de los pueblos» (Vb/fcsgeisf). Los pueblos no tienen alma. No se trata, pues, de la razón universal, ni del alma de los pue­blos, sino sencillamente del sentido social del espíritu indivi­dual. Y en tanto en cuanto el sentido, desde el tiempo de los griegos, fue llamado espíritu, se puede llamar «espíritu objeti­vado» a esa dimensión por la que el hombre se refiere a los demás en esa forma impersonal del se.

Dicho eso, para nuestro problema hay que contestar a dos preguntas: Primera, ¿qué es lo que se objetiva?; y segun­da, ¿en qué consiste la objetivación misma?

En primer lugar, lo que se objetiva es el término intencio­nal, lo mismo de la inteligencia que de la voluntad. Porque ese término intencional no simplemente está presente a la intención de cada individuo sino que en tanto que constituido en ella y por ella, es una especie de resultado de su propia intención.

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Son todas esas palabras que en griego tenían el sufijo -pa; por ejemplo, noema, el pensamiento pensado en una noesis, en una intelección. Se puede decir y se dice en griego (3oú?o]- pa: lo querido efectivamente en una volición. Pues bien, lo que se objetiva son el término noemático y el término boule­mático —es decir, de la volición—, los pensamientos y las voli­ciones, no en tanto que entendidos y queridos, sino como co­sas que una vez entendidas y queridas pueden circular en for­ma de cosas-sentido. Precisamente en la medida en que son sentido se puede hablar de espíritu; y en la medida en que son cosas, son algo objetivado y no simplemente objetivo. Lo que se objetiva es, pues, —dejemos de lado la inteligencia— lo querido en una volición, y la condición previa de la volición en que ha sido querido; es decir, el término, el resultado de mi volición como cosa-sentido.

Si queremos precisar un poco más en qué consiste eso que es objetivo, hay que decir qué es la objetivación en sí misma. Eso que está en el se —lo que se piensa, lo que se quiere—, como cosa-sentido no funciona en tanto que enten­dido y querido, sino como algo que está ahí. Se usa indepen­dientemente de que sea entendido o querido, y se usa como algo que está ahí. Precisamente el ahí es el carácter de un TÓJtog. Y así, el pensar y la volición objetivados por sus térmi­nos noemático y boulemático, respectivamente, son tójtot, cosas que están ahí, cosas-sentido. Y segundo, están ahí, no simplemente como un repertorio de curiosidades, como pu­dieran estar en un fichero, sino como término de apelación de lo que va a ser querido e inteligido por la voluntad y por la intelección. Son principios reguladores; por lo menos, crite­rios que se aceptan o se rechazan, pero a los cuales uno siempre se refiere. Y en la medida en que son criterios, son principios, ápxaí, no como Súvaptg sino como poder. En cuanto objetivados son tójtol; en cuanto tienen el carácter de principios, son espíritu. La objetivación consiste precisamente en convertir al término noemático y al término boulemático

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de una intelección y volición en principio tópico. Éste es el es­píritu objetivado: lo pensado y lo querido como principios tó­picos. Pues bien, el sistema de principios tópicos de una so­ciedad, es lo que formalmente constituye su mundo 8. El mun­do de una sociedad o de una época es constitutivamente sis­tema de principios tópicos; es intrínseca y constitutiva topici- dad principial. Y por esto, porque es topicidad principial, el mundo tiene un poder, un poder como principio.

Por lo que concierne a la volición, lo que se objetiva, di­go, en el espíritu es lo querido en su condición de bueno y de malo. Y precisamente esta forma objetivada del bien y del mal como condiciones, objetivada en forma de principio, es lo que constituye el bien y el mal como principio del mundo. Ya no es malicia, ni tan siquiera malignidad; es una cosa dis­tinta: es la maldad y la bondad. He ahí la cuarta forma de la promoción del mal: el poder del mal que no solamente se ha instaurado con la malicia, que no solamente ha inspirado ma­licia, sino que, además, se constituye y se convierte en princi­pio objetivo. La maldad es el poder del mal como principio tópico del mundo, es la erección del mal en principio, en po­der objetivo.

Se preguntará que dónde está ahí el mal. Eso depende de cada ética. El que no sea cristiano, puede pensar que el cris­tianismo es un mal. En fin, dejemos de lado esta discusión porque es un asunto de ética. Aquí lo que nos importa es que cualquier ética en el planeta, nunca está fielmente seguida por nadie en la Tierra. Y en la medida en que no está fielmente seguida, ha introducido algo que, por lo menos desde el pun­to de vista de esa ética, es formalmente un principio del mun­do: principio del bien y principio del mal 9. Si continuamos

0 Nota marginal de Zubiri: «Relación con otros conceptos de Mundo.»9 Nota marginal de Zubiri: «Habría que introducir la idea de un bien objetivo,

y no sólo lo que cada ética cree que es bien. En tal caso, la bondad y la maldad tie­nen carácter determinable objetivamente.» Por tanto, el mal como principio tópi-

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llamando a este principio espíritu, por la razón apuntada, nos encontramos con que el mundo está integrado formalmente por espíritu de bien y por espíritu de mal, por la bondad y la maldad como principios tópicos del mundo. Es la cuarta for­ma de promoción del mal.

El pensar sobre el mal en esta forma, tuvo expresión ple- naria allá, muchos siglos antes de nuestra Era, en Zarathustra. Zarathustra, por lo menos en los Gathas más antiguos del Avesta, no ha sido nunca dualista, no ha admitido más que un Dios, Ahura-Mazda, el señor sabio, del cual salió en pahíe- vi, en persa medieval, la forma Ohrmazd, pasó al griego en la forma de Oromandes, al latín como Ormuz, etc. Pero éste ha­bría producido dos espíritus, a uno de los cuales llama spenta Mainyu, el espíritu bueno, y al otro Anra Mainpu, el espíritu malo. Y el texto nos dice que el espíritu bueno se dirige al malo y le dice: «Nuestros dos espíritus son irreconciliables. Tú has elegido —está la palabra elección; Zarathustra tuvo la in­tuición de que el poder del mal dependía, en última instancia, de una libertad de elección— caminos, pensamientos, pala­bras y obras que son antitéticos y opuestos a los míos». De ahí que la moral que Zarathustra predica es la de los buenos pensamientos, las buenas palabras y las buenas acciones. Es la forma de religión y de moral más pura anterior a nuestra Era, fuera de Israel. Solamente más tarde, por una identifica­ción natural, se identificó spenta Mainyu, esta hipóstasis del espíritu del bien, con Ahura-Mazda mismo, con lo cual el espí­ritu del mal quedó convertido en ser la antítesis del propio Ahura-Mazda, y por tanto en el anti-Dios. De ahí arrancó el dualismo persa, el mazdeísmo en todas sus formas, y el dua­lismo maniqueo. Pero el puro zarathustrismo es monoteísta, y lo que ha encontrado es la antítesis de dos espíritus, para lo

co del mundo no tendría sólo un carácter objetivado, sino también objetivo, lo mismo que el bien. Habría un bien objetivado y objetivo, y un mal objetivado y objetivo.

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cual le bastaba con echar una mirada en torno, a lo que era la vida de la región donde vivía. De un lado los espíritus que bajaban de las montañas y arrasaban las cosechas y el gana­do —de ahí la lamentación del alma del buey, que tiene un lugar tan central en los Gathas de Zarathustra—, y de otro el espíritu del bien. Zarathustra vio la realidad objetiva, aunque no tuviera concepto de ella, de lo que son el bien y el mal como principios, áQX0 del mundo.

Este principio, este poder del mundo como sistema de principios tópicos, se cierne sobre cada cual, pero no hace más que cernerse. Su poderio se detiene, precisamente, fren­te a la libertad de elección de cada cual. Decir que el mundo es así o de esta otra manera, que se piensa, se dice, se sien­te o se quiere así, no es decir que cada uno de los indivi­duos que están en el mundo piense y quiera así. Ni tan si­quiera bastaría con decir que lo piensa la mayoría, porque no es lo mismo la uolonté genérale que la voionté de tous. Pero como quiera que sea, si no hubiese una inmensa mayo­ría de hombres que admitieran esos principios, los principios dejarían de ser tales. Y precisamente esto es lo que aconte­ce. En la medida en que el poder del mundo, como poderío, se detiene ante las fronteras de la libertad de cada cual, esta voluntad puede declararse conforme o disconforme con el mundo en que vive; conforme o disconforme, tanto con el espíritu del bien como con el espíritu del mal. Y naturalmen­te que una volición, un (3oúX.T|pa, si es repetido por muchos, va adquiriendo volumen y acaba por mundanizarse, esto es, acaba forzosamente por cambiar el mundo mismo; ya son otros los principios. Es justamente la Historia. Con lo cual no quiero decir ni remotamente que el sujeto propio de la Historia sea el Mundo. No lo creo. El sujeto propio de la his­toria es la realidad social, el cuerpo social. Ahora bien, el cuerpo social, en tanto que entidad histórica, lleva consigo aparejado un cambio de mundo, que es lo que aquí nos im­porta en este momento.

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De esta suerte, la voluntad de cada cual, la libertad de ca­da cual va inscribiéndose en el mundo, cernida por el poder del bien y del mal, en conformidad o disconformidad con ese bien y ese mal. Y el mundo, ¿se hace mejor o peor? Ésta es la cuestión.

La contestación a esta pregunta depende una vez más de la ética que cada cual tenga. No es nuestro asunto. Lo que sf es evidente es que en el curso de la historia, la Humanidad va sufriendo oscilaciones. Habrá épocas bajas y épocas altas. Pe­ro respecto de esta ondulación tendría que decir dos cosas. Primera, que en ella cada onda tiene una amplitud distinta, y que probablemente la segunda [onda] tiene una amplitud ma­yor que la primera. Con lo cual quiere decirse que en su enri­quecimiento progresivo, el mundo puede tener muchos más bienes que en otra época anterior. Pero que en la serie de ondas hacia abajo hay también muchos más males.

Segundo, que esta onda, amplificada progresivamente, tiene un vector que es la dirección de progresión del eje res­pecto del cual hay una oscilación. Y este eje —concíbase co­mo rectilíneo o como no rectilíneo— no tengo la menor duda de que es fundamentalmente ascensional. La Humanidad se va enriqueciendo progresivamente en el curso de la historia. Podrá ser, repito, que tenga grandes baches, tanto mayores cuanto mayor sea, justamente, su enriquecimiento; pero, en cambio, ha tenido también mayores bienes.

No sabemos si vivimos en la época de la cresta de la on­da o de su hondonada. Esto, ¿quién lo sabe? Pero como quiera que sea, la Humanidad, en el curso de la historia, va modificándose, y va cobrando entonces caracteres distintos, esto que llamamos el bien y el mal, la bondad y la maldad como principios del espíritu del mundo.

En definitiva, pues, la historia está compuesta de estos tres vectores: el vector de la bondad, el vector de la maldad y un vector de progresión. Ésta es, en su positividad, la cuarta forma de promoción del mal. ¿Cómo se va a decir que el mal

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como principio es meramente una privación? Tiene un carác­ter intrínseca y formalmente positivo. Positivo, pero nada más que como condición, Pero como condición es real, es una condición real. No es ninguna propiedad real física más, pero es una condición.

La malicia comenzó por ser una instauración del mal co­mo poder en mi voluntad, siguió siendo una inspiración del mal en otro, en forma de malignidad, y termina instaurándose como principio, como maldad y principio del mundo. Junto a esto, ni que decir tiene, están los actos buenos, los actos de benignidad y de bondad, la estructura del principio de la bon­dad, Y en la estructura unitaria del bien y del mal como con­dición, y en tanto que condición, es en lo que consiste la re­alidad del bien y del mal; la realidad del mal como maleficio, como malicia, como malignidad y como maldad, en correla­ción con un beneficio, una bonicia, una benignidad y el espíri­tu del bien. Así está constituida precisamente la marcha unita­ria del hombre sobre la Tierra. Esta marcha es rigurosamente unitaria. Y en su intrínseca condición pende, como la unidad entera del mundo, de su causa primera, de Dios. ¿Cuál es la razón de ser del mal? ¿Cuál es la relación, si la hay, entre Dios, el mal y el bien del mundo? Es el tema del próximo ca­pítulo.

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CAPITULO III

EL MAL Y SU CAUSA ÚLTIMA

Hemos visto en el capítulo anterior los distintos tipos de realidad del mal: el mal como maleficio, y sobre todo el mal de la voluntad en su triple dimensión: como malicia de la vo­luntad, esto es, la instauración del poder del mal; la malicia en su expansión por inspiración, esto es, la malignidad; final­mente, la conversión del poder del mal en principio objetivo del mundo, la maldad. Y en su intrínseca unidad, esta cuádru­ple dimensión del mal tiene una realidad en el mundo, en un mundo que pende todo él de Dios. De ahí se nos plantea ine­xorablemente el problema de Dios y el mal, al que vamos a dedicar este capítulo.

Partimos, naturalmente, de un supuesto en cuyo examen no vamos a entrar aquí, el de que efectivamente hay un Dios creador y personal del mundo. Como creador, es Dios una realidad esencialmente existente. Y en tanto que personal, es inteligente y volente con libertad. De ahí que en su carácter de realidad esencialmente existente, pero que incluye una vo­lición respecto de sí mismo, Dios esté para sí mismo en con­dición de ser su propio bonum, por identidad física y metafísi­ca con su realidad esencial.

Esto supuesto, como el mal tiene una realidad, nos pre­guntamos por Dios y el mal. Es menester seriar las cuestiones,

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porque de lo contrario se produce un enturbiamiento del pro­blema. Nos preguntamos, pues, sucesivamente, tres cuestio­nes. Primero: en tanto que Dios es causa universal del mun­do, y en el mundo tiene el mal una realidad, ¿es Dios causa del mal?. Segundo: dado que no lo fuera, y supuesto que el mal existe, ¿es, cuando menos, aceptado por Dios?. Tercero: supuesto que no lo fuera, ¿cuál es entonces la razón de ser del mal?. He ahf las tres cuestiones que a modo de tres par­tes constituirán este capítulo.

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§1

¿ES DIOS CAUSA DEL MAL?

Atendamos, de momento, al primer problema: Dios como causa del mundo, y por consiguiente el problema de si en efecto es o no causa del mal.

Lo primero que hay que preguntarse es en qué consiste el término formal del acto creador. ¿Qué es la realidad creada? Sólo entonces podremos preguntar si es Dios causa del mal.

I. Qué es la realidad creada

En primer lugar, qué es la realidad creada. La realidad creada es ante todo una realidad que tanto por su carácter de realidad como por la talidad en que esa realidad consiste, procede sólo de Dios. Es decir, procede de Dios sin un sujeto sobre el que Dios actúe, y sin una alteración del propio Dios. Es la posición de la alteridad sin alteración. Es lo que en otros términos se dice la creación ex nihi/o. Naturalmente que la expresión ex nihi/o deja siempre en la penumbra lo funda­mental del problema. Es que, efectivamente, aunque no hay sujeto y no hay alteración, sin embargo es la posición de una alteridad; y la posición de esta alteridad es el carácter formal del acto creador.

Enfocada así la cuestión, la realidad en cuanto tal es tér­mino de una volición divina, considerada ésta pura y simple­mente en su carácter de momento físico de la esencia misma de Dios. La realidad creada es pura y simplemente la fecundi­dad ad extra de la esencia divina. Se considera, pues, la voli­ción como un acto meramente físico, que, como tal, produce la existencia de una realidad intrínsecamente finita. Y lo que

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en este acto creador ha querido la voluntad divina físicamente considerada, es la realidad del mundo físico en su intrínseca finitud; es un acto de complacencia en la finitud por la finitud. Es menester no perder de vista esta consideración para lo que vamos a decir inmediatamente.

Y es que, en efecto, la volición divina no puede ni debe considerarse solamente como un acto físico de fecundidad. La volición divina, como toda volición —y a fortíori la divina— es una actividad, un acto intencional: es una intención libre­mente aceptada por Dios; por lo menos, una iniciativa libre­mente tenida por Él. Ahora bien, esto quiere decir que en Dios, precisamente, es donde culmina ese carácter de física in­tencional: lo intencional es realmente distinto de lo físico, pe­ro lo físico es realmente intencional. Y en esta unidad intrín­seca es en la que es menester afincar la atención para com­prender qué es la realidad creada.

En tanto que término de la dimensión intencional, la reali­dad creada no es simplemente nuda realidad; es algo que tie­ne una intrínseca respectividad al acto creador, en su propia dimensión intencional; es decir, es, además, una cosa-sentido. Y, naturalmente, en esta cosa-sentido, la capacidad que la re­alidad tiene para estar constituida en sentido, es lo que cons­tituye la condición. Toda volición, decía, recae sobre una co­sa-sentido, en tanto que esta cosa es capaz de tener ese senti­do en virtud de una condición. Por consiguiente, el problema que se nos presenta es el de averiguar qué es la realidad crea­da como cosa-sentido para Dios; y en segundo lugar, cuál es su intrínseca condición.

Primero, pues, la realidad creada como realidad-sentido. Toda volición es constituyente de un sentido. La realidad creada tiene una intrínseca respectividad respecto de la inten­ción divina, respectividad que no compete a la propia inten­ción divina. El mundo es respectivo a Dios, pero Dios no es respectivo al mundo. Ahora bien, esto significa, dicho en otros términos, que lo constituido tiene un sentido absoluta­

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mente determinado como cosa-sentido en su respectividad a la volición divina. Y que, por consiguiente, la volición divina es en sí misma constituyente del sentido de la realidad crea­da, pero en tanto que intencional, no sólo en tanto que física. Ahora, naturalmente, nos preguntamos cuál es este sentido de la realidad creada.

La realidad creada está creada en su intrínseca finitud, no a pesar de ella, sino precisamente por complacencia en la re­alidad finita, en tanto que finita, en su intrínseca y positiva fi­nitud. De ahí que la cosa-sentido no tiene más sentido que el ser la manifestación externa de esta intención del acto crea­dor: el haber querido la realidad finita en tanto que finita y por su intrínseca finitud. Por tanto, la finitud misma es una manifestación del poder del acto creador en su dimensión físi­ca e intencional a un tiempo. Y en tanto que manifestación que deja relucir el poder de Dios, es lo que los griegos llama­ron precisamente óó|cx, que los latinos tradujeron por gloría; en hebreo 1133. Como sentido, como cosa-sentido, la reali­dad es para Dios gloria, gloria de Dios. Aquí gloria no signifi­ca lo que significa en muchos de nuestros usos corrientes; no es una especie de paseo triunfal de Dios por el Universo, co­mo el de un general o jefe de Estado. No se trata de esto. Aquí la gloria es pura y simplemente la realidad misma exis­tente, en tanto que finita. Algo así como para un padre cuya gloria se cifrara en tener al hijo por el hijo. En este sentido, la realidad del hijo es efectivamente su gloria. Es un momento intrínseco de la realidad finita, y no una especie de gloria que, supernumerariamente, le adviniera al Creador por el acto de su creación. La gloria de Dios no es para Dios, sino justamen­te para la criatura: es un momento intrínseco, en tanto en cuanto es una manifestación del poder infinito y omnímodo del acto creador. La finitud querida por sí misma es, eo ipso, en su pura finitud como cosa-sentido, gloria de Dios.

Ahora bien, decía que toda cosa-sentido se apoya en el carácter de una realidad, de una cosa-realidad, y que la capa-

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ddad que la realidad tiene para estar constituida en sentido es, justamente, la condición. Ahora bien, como aquello que constituye el término formal de la realidad como cosa-sentido de la gloria es precisamente su pura realidad, quiere decirse que este pura realidad está, eo ipso, en condición, en tanto que pura realidad, para tener ese sentido. Y en tanto que tie­ne esa condición, es justamente un bonum. El bonum es la condición de la realidad en cuanto pura realidad. De ahí que la pura realidad, por el mero hecho de ser pura realidad, es un bonum, llamado transcendental, en orden al acto creador. Como este bonum no consiste sino en la condición misma en que la pura realidad, sólo por ser realidad, queda ante Dios como gloria suya, quiere decirse que realidad y bien se con­vierten: bonum et ens converhmtur. La realidad finita, pues, en tanto que producida por Dios, tiene el sentido de ser glo­ria, y la condición de ser eo ipso un bonum.

Era menester haber articulado con precisión estas diver­sas dimensiones del problema. La realidad, repito, en su puro carácter de realidad intencionalmente querida, tiene la condi­ción de un bonum, cuyo sentido es precisamente ser gloria. Por eso, y sólo por eso, se convierten el bonum y el ens, por­que la voluntad divina es físicamente intencional. Si la voli­ción divina no fuera tomada más que en su dimensión física, como fecundidad de producir entes ad extra, la realidad no tendría carácter de bonum; sería ten sólo nuda realidad. Son dos dimensiones completamente distintas del problema, pero intrínsecamente pertinentes entre sí. Si, por imposible, la vo­luntad creadora no fuera ni inteligente ni libre, es decir, si no fuera intencional, el mundo tendría realidad, tendría nuda re­alidad, pero no tendría carácter de bonum. Pero siendo física­mente intencional, la volición divina es fundamento de que la pura realidad sea un bonum. La realidad creada, en tanto que creada, y por el mero hecho de ser realidad, es intrínseca­mente buena; pura y simplemente porque lo que Dios ha querido física e intencionalmente es la nuda realidad física de

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aquello que ha producido. El bien es la realidad, y la realidad es el bien. He aquf la realidad creada: no sólo es esencial­mente buena, sino que su bondad consiste pura y simplemen­te en ser realidad.

Ahora bien, el mal es una realidad en el mundo, y por consiguiente nos preguntamos: ¿es término de una acción causal de Dios? En este caso no serfa mal sino bonum. Éste es el problema.

Cuando se pregunta si el mundo es bueno, hay que huir de un espejismo. Nadie pretende decir que este mundo sea el mejor de los mundos que Dios podía haber creado. Esto de ninguna manera. Porque la infinitud divina no se agota en la creación de un mundo, por perfecto y por bueno que fuera; mucho menos, si pensamos que un mundo mejor serfa aquél que nosotros concebimos que sea mejor, lo cual, naturalmen­te, es una hipótesis antropomórfica y gratuita. No se trata, pues, de esto, de una especie de optimismo metafísico, como quería Leibniz. Se trata para y simplemente de preguntarse si este mundo, tal como efectivamente ha sido querido y produ­cido por Dios, es lo suficientemente bueno para que sea glo­ria y bonum de la Creación. Simplemente esto. II.

II. ¿Es el mal término de una acción causal de Dios?

Como en este mundo el mal tiene realidad, es inevitable la cuestión de la causalidad divina productora en orden a la realidad del mal. No es suficiente para esto decir que el mal es una privación, y que como tal no es una cosa, ni por con­siguiente una causa, por lo que tampoco ha podido ser direc­tamente producido. Sí, esto es verdad, evidentemente. Pero no es esto lo único que hay que decir sobre el problema. Por­que lo único que eso significaría es que el mal no es una re­alidad sustantiva. Claro, con el mal como realidad sustantiva no hemos tropezado en ninguna parte, ni podemos tropezar.

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No hay sustantividades que qua sustantividades sean malas* porque toda sustantividad es el término formal de un acto creador y como tal es buena. Lo que acontece es que, aun­que fuera una realidad privativa, una privación en una sustan­tividad, como en el caso del maleficio, se podría preguntar siempre: ¿es Dios causa de la privación? Y en segundo lugar, las otras formas del mal, malicia, malignidad y maldad, no son formalmente privación, según vimos, sino que son algo intrínsecamente positivo. En su virtud, con decir que el mal es un defecto, no se ha resuelto la totalidad del problema. Al re­vés, si el mal es a veces algo positivo, parece que como toda realidad positiva, el mal de la malicia, de la malignidad y de la maldad tendría que estar producido por Dios. Pues bien, planteada así la cuestión, es menester decir que Dios de nin­guna manera es causa del mal.

1. El mal como maleficio. El maleficio es el resultado de la interacción de mi sustantividad psicobiológica con otras sustantividades. Recordemos en qué consiste el maleficio: la alteración o el defecto de la plenitud de mi sustantividad en su dimensión psicobiológica; es decir, considerada mi sustanti­vidad como un bonum. No basta que haya alteración; tam­bién el animal tiene alteraciones, p.e., enfermedades, y sin embargo, formalmente hablando, no tiene maleficio, porque el animal no se comporta respecto de su propia sustantividad, cosa que el hombre inexorablemente tiene que hacer. Hace falta, según vimos, que la sustantividad se comporte respecto de sí misma como un bonum, y esto le acontece solamente al hombre. El daño, sin más, no es un maleficio. Por tanto, para que algo sea causa del maleficio, es menester no solamente que actué como un daño, sino que además recaiga sobre mí sustantividad, apetecida como un bonum.

Ahora bien, esto supuesto, Dios no es jamás autor del maleficio en cuanto tal. Haría falta para esto que Dios quisie­ra el maleficio por sí mismo, que quisiera directamente algo contrario a mi sustantividad como bien, esto es, que fuera

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maligno. Ahora bien, esto serfa metafísicamente atentatorio a la intrínseca y esencial, metafísica bondad de Dios, atentato­rio a la realidad de Dios en cuanto realidad. Esto es imposi­ble. Dios no quiere el maleficio por sí mismo. El maleficio arranca de la índole misma de las cosas que, efectivamente, Dios ha querido. Y esta índole, cada una por sí misma, es perfectamente buena. Un microbio es un maleficio si yo lo absorbo en mi organismo y en él se multiplica. Pero tomado en sí mismo, es de una perfección maravillosa; es tan bueno como puede ser mi organismo. Son dos dimensiones com­pletamente distintas del problema. Dios no quiere el malefi­cio en tanto que maleficio, sino que el maleficio es resultante de la estructura de las cosas, cada una de las cuales, en y por sí misma, es perfectamente buena. El maleficio resulta de que cada una de estas cosas buenas es limitada, y de que la realidad de cada una es constitutivamente respectiva a la re­alidad de los demás. Y justamente en esta respectividad pue­de producir lo que es bien para uno, un maleficio para otro. El maleficio es tan sólo el conflicto entre dos bienes incom­patibles en su respectividad constitutiva. Dios no es autor del maleficio en cuanto tal, es autor de las cosas que, a pesar de su bondad, producen reacciones maléficas entre sí. El malefi­cio es pura privación por el conflicto de los bienes en res­pectividad.

Por consiguiente, lo que hay que decir es que Dios no es causa del maleficio de una manera directa; sí, en cambio, que es causa del maleficio de una manera indirecta. Porque, efectivamente, lo que es causa de una causa es causa de sus efectos, en una o en otra forma. Y aunque, realmente, el mi­crobio sea una perfección salida de las manos de Dios, su in­teracción con mi organismo puede resultar maléfica. No es que Dios busque el maleficio. El maleficio se produce a pe­sar de la bondad intrínseca de las cosas. Es como un cuchi­llo o un bisturí, que produce el mismo daño introducido en la boca del estómago por un criminal o por un cirujano. Lo

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que pasa es que en un cirujano es, en última instancia, un be­neficio; en cambio, en el agresor es un maleficio por maligni­dad.

Dios es causa indirecta, no como autor del maleficio sino pura y simplemente en tanto que ese maleficio resulta de la naturaleza intrínseca de las cosas que hay en el mundo. Por esto, decía, el maleficio no es un mal simp/íciter. Que lo sea, dependerá del carácter que yo asigne a mi propia sustantivi- dad biológica. De esto hablaremos en seguida.

2. El mal como malicia, malignidad y maldad. Pero que­da el mal de la malicia, de la malignidad y de la maldad, que, aunque se apoyen en alguna forma sobre el maleficio, trans­cienden, evidentemente, el ámbito del puro maleficio. Si la malicia no fuera sino privación, bastaría continuar el razona­miento que hemos hecho con el maleficio, en el sentido de que, al fin y al cabo, toda su maldad está en la privación. Pero vimos que esto no es así. La malicia, decíamos, es algo posi­tivo, una condición positiva en que queda mi volición cuando decide efectivamente elegir una cosa mala. Además, esa con­dición es de orden puramente intencional. Y en tercer lugar, es una condición que intencionalmente me pongo yo a mí mismo. Aquí es donde está, justamente, la libertad.

Por esto es la malicia algo positivo. Parece, pues, que co­mo todo lo positivo ha de ser en alguna forma obra de Dios,

Para decir que por ser positiva, la malicia tuviera que te­ner por causa a Dios, haría falta creer que la condición agre­gara algo in re a la cosa querida y al volente. Ahora bien, es­to no es verdad. A la madera no se le agrega propiedad física ninguna porque sea puerta; y es cosa-sentido solamente en tanto que puerta. La condición no agrega nada a la realidad física de una cosa. Simplemente la acondiciona en vista de un sentido. La positividad de un sentido y de una condición no agrega nada in re a la nuda realidad. Sólo cuando lo positivo es un momento físico de la pura realidad es necesariamente efecto de Dios. Porque la condición no agrega nada a la reali­

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dad física de la cosa, puede ser algo positivo y estar, sin em­bargo, excluida de la causalidad divina. Efectivamente, esa condición está puesta por mí. Al estar puesta por mí y no ser puesta por Dios, no agrego ningún carácter físico al acto de mi volición. Ni mi volición ni mi voluntad psicológicamente considerada, ni el acto del ejercicio físico de la intención tie­nen más propiedades físicas por su condición de bonicia o malicia. Sí, en cambio, se agrega intencionalmente una condi- cionalidad que sin añadir ninguna note física a la realidad, la acondiciona positivamente, pero por un acto de mi libertad. Soy yo quien pongo la condición.

Ahora bien, lo que Dios ha querido y ha creado es una sustantividad personal que en y por sí misma sea capaz de constituirse en su propia condición. Y esto no sólo es un bien sino que, como veremos, es el bien mayor que existe en el mundo. Dios es causa de que haya una realidad que pueda querer libremente su propia condición. La libertad es la parti­cipación finita en la soberanía e independencia de Dios. El poder de la malicia es inherente a la libertad; y en tanto en cuanto poder de malicia, ha sido creado por Dios, y es uno de los mayores y más espléndidos bienes que hay en el uni­verso: el poder ser malo. Lo malo es serlo efectivamente. Ahora, eso no depende de la causalidad creadora de Dios, si­no del ejercicio de mi libertad. Dios ha querido que este reali­dad finita que es el hombre, sea realidad moral, y que sola­mente pueda deponer su bonum en la plenitud de una reali­dad moral, y como tal libre y positivamente querida por mí. Sólo entonces es cuando la condición de buena o de mala puede ser un momento de la voluntad, en tanto que determi­nación personal y libre de la sustantividad humana, siendo yo autor de mi propia condición, tanto de la buena como de la mala. Lo cual significa que Dios no solamente no es causa positiva de la malicia, pero ni tan siquiera es —como en el ca­so del maleficio— su causa indirecta. Lo que es causa de otra causa es causa de sus efectos, mientras la segunda causa no

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sea libre; porque si lo es, entonces es sólo ella la que ha puesto su propia condición.

En definitiva, pues, la realidad es constitutivamente buena por el puro hecho de ser real, y en esa su realidad es gloria de Dios. En su malicia, en su malignidad y en su maldad, la voluntad humana es gloria de Dios, no por lo que tiene de malicia, sino precisamente por lo que tiene de autodetermina­ción; por haber sido precisamente una realidad que ha queri­do libremente, con una libertad que está creada por Dios co­mo poder constitutivo de ser malo. Podría preguntarse, inclu­sive, si es posible de potentia Dei absoluta crear una voluntad que físicamente, esto es, «de suyo», no fuera capaz de ser ma­la. Que haya creado voluntades que de hecho no lo sean, in­cluso que no puedan serlo de hecho secundum quid, es otra cosa; pero no porque la voluntad de suyo, intrínsecamente, no tenga que ser simpliciter, si es finita, un poder de mal.

En su maleficio y en su poder de malicia, la realidad es gloria. Porque no hay mayor gloria de Dios que, precisamen­te, la soberana independencia de la criatura, participación in­trínseca de la absoluta soberanía e independencia del Crea­dor.

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§2

¿ES EL MAL ALGO ACEPTADO POR DIOS?

Ahora bien, si Dios es causa indirecta del maleficio y no es causa ni directa ni indirecta de la malicia, ¿es que Dios, por lo menos, acepta el mal que ha producido la voluntad? Ésta es la segunda parte de la cuestión.

Pues bien, tampoco es así. Porque lo que Dios quiere de una manera directa y formal es justamente algo que tiene una intrínseca condición de bondad. Por eso la voluntad divina en esta dimensión se llama voluntad de beneplácito, esto es, vo­luntad de aprobación. Es una expresión típica entre teólogos: voluntad de beneplácito.

Ciertamente, Dios podía impedir que el mal existiera. Sin embargo, no lo ha querido; es decir, no tiene voluntad de be­neplácito, pero no ha querido impedir el mal. Es lo que se ex­presa diciendo que lo permite: tiene voluntad permisiva. Dios no acepta el mal, pero permite el mal. Ahora es menester que digamos, primero, en qué se funda esta voluntad permisiva, y en segundo lugar en qué consiste la permisión en sí misma. I.

I. En qué se funda la voluntad permisiva

Tratándose del maleficio, Dios es causa indirecta, acciden­tal, dirán los metaffsicos, del maleficio. Pero es que el malefi­cio se funda en la respectividad y limitación de las sustantivi- dades reales. De ahí que, realmente, la condición en que se encuentra el hombre es la de tener que ir haciéndose progre­sivamente la figura de su realidad. Y, por voluntad divina, nin­gún nivel mayor de realidad se consigue si no es a costa de la destrucción parcial o total de niveles inferiores. La evolución

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entera del cosmos es justamente expresión de esta condición. Ciertamente, Dios podría haber creado una realidad humana ya, sin más, en plena ausencia de maleficio. Pero lo que de hecho ha querido es que la realidad humana vaya progresiva­mente adueñándose de la plenitud de su sustantividad en tan­to que bonum. Ningún maleficio atenta a la sustantividad ple- naria como bonum del hombre. Lo que el maleficio hace — mejor dicho: lo que el maleficio puede tener de mal— es per­turbar la armonía y la plenitud de mi sustantividad psicobioló- gica, pero precisamente abriendo la posibilidad de que el hombre la viva de una manera distinta; es decir, en el nivel de su realidad moral. El fundamento de la voluntad permisiva del maleficio es su condición de promotor indirecto del bonum, El hombre no accede a muchas dimensiones de su realidad moral más que a través del maleficio. No es una razón ele­gante; pero es razón. Y, en definitiva, una razón querida por Dios: que el hombre no consiga los niveles superiores de su sustantividad plenaria como bonum más que a través de pe­nosas destrucciones. El maleficio es el daño como cosa-senti­do; y como cosa-sentido, los maleficios están incardinados o inscritos en otra cosa distinta que es su sentido moral.

La cuestión es más desconcertante si en lugar del malefi­cio atendemos, precisamente, a la malicia de la voluntad. Aquí se trata de la instauración del poder del mal. Y de él he­mos dicho que Dios no es causa ni directa ni indirecta. En­tonces, ¿en qué se funda la voluntad permisiva de Dios?

Si lo permite, es porque la malicia es la expresión de un bien más radical: el poder de la soberana independencia que la criatura tiene respecto de sus actos. El fundamento de la voluntad permisiva de la malicia está en el carácter real de la libertad física de que él hombre goza. La voluntad permisiva —por donde quiera que se la tome, por su aspecto de malefi­cio o por el de beneficio— no es una voluntad de beneplácito, sino que es una voluntad permisiva fundada en la limitación intrínseca de las realidades que él ha querido con voluntad de

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beneplácito, y sobre todo en la voluntad de beneplácito con que ha querido la soberana independencia de la libertad del hombre.

II. En qué consiste la permisión en sf misma

Que ése sea el fundamento de la voluntad permisiva, no nos dice más que incoativamente qué sea la permisión en sí misma. La voluntad de beneplácito y la voluntad permisiva no son en sí mismas dos voluntades distintas L Naturalmente, el hombre tiene que concebirlas como tales por razón de su tér­mino, pero como quiera que sea, aun antropomórficamente, hablando, la voluntad permisiva no está simplemente yuxta­puesta a la voluntad de beneplácito, sino intrínsecamente su­bordinada a ella. En cierto modo, podría decirse que la volun­tad permisiva es la continuación intencional de la voluntad de beneplácito. Y precisamente, Dios, al permitir el mal, continúa en cierto modo una voluntad de beneplácito, porque Dios no podría impedir el mal, supuesta la naturaleza de las cosas que él ha querido crear, por lo menos por vías ordinarias, más que yugulando la naturaleza de esas mismas cosas. Por vías ordinarias, Dios no podría hacer que el mal no tuviera lugar en este mundo, porque si lo impidiera, convertiría este mundo no en un mundo mejor, sino en otro mundo distinto. Ahora bien, esto queda fuera del ámbito del Creador. Aun con sus males mismos, es un mundo constitutivamente bueno, lo sufi­cientemente bueno para, en su pura realidad, ser gloria de Dios. En tanto en cuanto Dios ha querido con voluntad de 1

1 Nota marginal de Zubiri: «Hay que insistir; la voluntad de beneplácito y la voluntad permisiva no son dos voluntades distintas, sino dos ‘aspectos’ de una misma voluntad. Y lo que nos preguntamos es en qué consiste la unidad intrínse­ca de ambas voluntades. En este segunda parte: ia unidad significa que la volun­tad permisiva se inscribe en la voluntad de beneplácito. Qué sea esta inscripción

es lo que veremos en la tercera parte.*

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beneplácito naturalezas finitas, maléficas unas, con posible malicia otras, su voluntad permisiva es la continuación inten­cional, en cierto modo, de su propia voluntad de beneplácito. Y esta interna articulación es precisamente la decisiva para una tercera cuestión que se nos plantea a propósito del mal.

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§ 3

LA RAZÓN DE SER DEL MAL

Supuesto que Dios no ha causado el mal, supuesto que Dios no lo acepta, entonces ¿cuál es la razón de ser del mal?

Naturalmente, si no se tratase más que de actos de volun­tad tomados cada uno en y por sf mismo, entonces con lo di­cho bastaría. Pero no es así. Es que el hombre va tejiendo su vida con una continuidad de actos de volición. Va queriendo ahora una cosa, luego otra, tal vez en unas quiere maliciosa­mente, en otras no maliciosamente. En definitiva, a lo largo de su vida el hombre va determinando no su personeidad, pe­ro sí por lo menos la figura de su personalidad. Esto es inexo­rable. Y entonces nos preguntamos cuál es la razón de ser del mal; es decir, qué lugar ocupa dentro de esta trama de la rea­lidad creada.

Innegablemente, la malicia es cosa mía. No sólo en el sentido de que yo la he ejecutado en el acto de malicia, sino en un sentido todavía más problemático. Es que, en definitiva, en mi segunda volición tengo que contar con la malicia de la primera. Por consiguiente, el problema de la permisión del mal nos aparece ahora en una dimensión distinta. ¿Cuál es la razón de ser del mal? No se trata simplemente de que sea permitido, y de que esa permisión se funde en una o en otra forma en una voluntad previa de beneplácito, sino en qué consiste la ordenación del mal como algo con que el hombre tiene que contar.

El principio general, ya lo hemos dicho, es que la volun­tad permisiva se funda en una o en otra forma en la voluntad de beneplácito. Por consiguiente, el problema es el averiguar en qué consiste esta interna articulación, no simplemente co­mo mera continuidad de la permisión respecto del benepláci-

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to, sino en la sucesión y en la causalidad con que se va des­plegando la vida del hombre sobre la tierra.

¿Cuál es el tipo, cuál es el lugar que la voluntad de per­misión ocupa como curso y decurso de la biografía y de la historia?; esto es, ¿cuál es el lugar que ocupa el poder del mal?; y en consecuencia, ¿cuál es el lugar que la voluntad permisiva ocupa dentro de la voluntad de beneplácito?

Naturalmente, es un gran misterio. Para pensar sobre él, agrupemos la malicia y la malignidad en un solo capítulo, y por consiguiente nos quedan tres formas del mal: el maleficio, la malicia, y luego la forma objetiva como existe el mal y la malicia como principio del mundo, esto es, la maldad; por tanto, maleficio, malicia y maldad.

Tanto la malicia como el maleficio afectan primariamente al hombre. Sólo de él se trata. Por consiguiente, la malicia de los actos de cada voluntad y los maleficios que el hombre re­cibe, son ingredientes de lo que pudiéramos llamar su propia realidad biográfica. En cambio, lo otro, la maldad, haber con­vertido el mal en principio objetivo del mundo, pertenece, como vimos, al dominio de la realidad histórica.

El problema, pues, de la razón de ser del mal se ramifica en otros dos: el problema de la razón de ser biográfica del mal, y el problema de la razón de ser histórica del mal. I.

I. La razón biográfica del mal

Ya vimos que Dios no quiere el maleficio como tal. El maleficio es una estructura que pende de la respectividad físi­ca de las realidades. Ahora bien, el hombre es una sustantivi- dad a natíuitate, pero cuya forma concreta la tiene que ir co­brando. Pues bien, toda la razón fie ser del maleficio es preci­samente patentizar a los ojos del hombre que la plenitud de su sustantividad no es meramente física y psicobiológica: es una realidad, de orden moral. El hombre es realidad moral. Y

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probablemente nunca se encuentra más próximo a sí mismo como realidad moral, que cuando está bajo el peso del ma­leficio. El sentido del maleficio es llevamos a un descubri­miento cada vez más plenario del carácter moral de nuestra propia sustantividad. La voluntad permisiva no sólo se funda aquí en la voluntad de beneplácito, sino que va ordenada a una voluntad de beneplácito superior. Ésta es una razón de ser del mal, en tanto en cuanto va ordenado al beneplácito de la plenitud de la sustantividad moral del hombre. Es cier­to que Dios podía haber creado un mundo en que no hubie­ra maleficio. Pero ha querido de hecho creamos en condi­ción de viadores, no solamente para la otra vida —ésta es otra cuestión— sino dentro de este mundo en el que, a lo largo de nuestras vicisitudes biográficas, vamos forjando el carácter moral de nuestra personalidad. El maleficio no está permitido sino para eso, en vistas de un beneplácito superior.

La razón de ser del maleficio es su ordenación a un bien mayor, que es precisamente la sustantividad de la realidad humana como realidad moral. Esto no significa que el male­ficio sea lo mejor, ni mucho menos, sino que, a pesar de que el maleficio sea, en su defectuosidad y en su limitación, un mal, es, sin embargo, en tanto que mal, una fuente de un bien mayor, a saber, la conciencia plenaria de que el hombre no es una mera sustantividad biológica, sino una sustantivi­dad moral; es una vía para mi plena sustantividad en cuanto bonum mora/e.

El problema más agudo se plantea, naturalmente, a pro­pósito de la razón de ser biográfica de la malicia. La malicia no es, ni puede ser una fuente de bien, como lo es realmen­te, bien que de modo accidental, el maleficio. Sería convertir el poder del mal en poder del bien. Esto es metafísicamente imposible. Sin embargo, la permisión del poder del mal es innegable. Y entonces uno se pregunta: si ese poder del mal no es capaz de producir ningún bien, ¿cuál es su razón de ser?

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Para responder a esta cuestión volvamos a fijamos en que la voluntad permisiva se funda siempre dentro de una vo­luntad de beneplácito. Como tal, no habría voluntad permisi­va si bajo cualquier volición permisiva no estuviese soterrada una previa voluntad de beneplácito. Y es que, bajo el poder del mal, por grande que se lo suponga, hay siempre, coope­rando, un poder del bien. Ninguna volición es intrínseca y ab­solutamente de mala condición. Esto es imposible. Y por ello, la dualidad del bien y del mal es una dualidad de dos pode­res, no de dos cualidades de orden físico 2. Poder no es lo mismo que causa. Toda causa ciertamente es un poder, pero no todo poder es forzosamente una causa. El dominio que al­go tiene sobre la voluntad humana no es causa en el sentido estricto del vocablo; es el dar carácter posibilitante a una po­sibilidad que de suyo podría no tenerlo. Y la actualidad de lo posibilitante en tanto que posibilitante es justamente lo que llamamos poder. La voluntad de beneplácito tiene como co­rrelato el poder del bien. Por su parte, la voluntad permisiva, por razón de su término, a saber, el poder del mal, se inscribe en la voluntad de beneplácito, es decir, en el poder del bien. El lugar que ocupa la voluntad permisiva dentro de la volun­tad de beneplácito es, justamente, el que en su raíz ocupa el poder del mal: estar inscrito, aun sin saberlo, en una o en otra forma, dentro del poder del bien. Es decir, que si Dios permi­te la malicia es porque va a obtener bienes mayores que ella. Ésa es la cuestión. ¿Qué significa esto?

Por de pronto, no significa que Dios movilice la malicia para obtener buenos efectos. Esto sería monstruoso y metafí- sicamente atentatorio a la divinidad como realidad esencial­mente buena. Dios preferiría, qué duda cabe, que no hubiese malicia en el mundo. Una cosa es que la permita, otra cosa es que la quiera. Si Dios movilizara la malicia de la voluntad

2 Nota marginal de Zubiri: «Ojo, aclarar lo de que se trata de dos poderes (hay una transición brusca que no está explicada).»

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en tanto que malicia, sería monstruoso. Tampoco significa es­to que si no hubiera malicia no habría en el mundo bienes tan grandes. Sin malicia habría muchos más bienes de los que hay con malicia. Lo único que significa es que la malicia, por mala que sea, va ordenada a bienes mayores que los ma­les que la malicia intrínsecamente envuelve en sí. Y esto es lo único que constituye la razón de ser de la malicia. Dios la or­dena a bienes superiores al mal de la malicia misma. ¿Qué significa esta ordenación?

La teología clásica ha solido contestar diciendo que la malicia nunca es fuente de bondad. Evidentemente que no. Dios tampoco quiere que haya malicia para que la malicia produzca un bien. Esto es absolutamente imposible. La mali­cia siempre quedará siendo un mal, y no hay quien la reme­die en su calidad de mal. Podrá ser ordenada a otras cosas, pero es mal. Y entonces los teólogos concluyen: lo único que acontece es que la malicia es ocasión para tener mayores bie­nes.

No es que esto no sea verdad, pero el problema es si el concepto de ocasión es lo suficientemente preciso. Porque el ocasionalismo no tiene realmente lugar en el sentido plenario más que allí donde hay interacción de causas físicas: es la concurrencia de varias causas sobre un mismo efecto, o es la posibilidad de que una causa produzca sus efectos en la con­dición o en la circunstancia ocasional en que otra ha produci­do los suyos.

Ahora bien, éste no es el caso de la vida humana. El hombre en su vida no tiene simplemente «actos» de volición buena o mala. Pasado el acto de volición, y precisamente por estar éste terminado y completo en su orden, el hombre que­da en un «estado» determinado, y este estado es precisamen­te una situación.

Dios no puede movilizar la malicia de la voluntad como tal malicia, pero no cabe duda que en cierto modo puede movilizar el estado en que queda el hombre a consecuencia

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intrínseca de su acto de malicia. La situación no es mera oca- sionalidad en la vida.

Y es que, efectivamente, cuando el hombre produce un acto de volición, cualquiera que él sea, lo mismo bueno que malo, con bonicia o con malicia, queda en una cierta situa­ción. Esa situación está definida por muchos ingredientes. Puede haber en ella nuevas cosas que se le hayan presentado al hombre. Puede haber incluso nuevas modulaciones psicoló­gicas suyas. Pero en ella hay un factor inexorablemente nue­vo, que es la situación en que nos ha dejado el haber elegido el poder del mal, es decir, el haber elegido una posibilidad. La volición nos deja en situación de apoderamiento del poder del mal. Ahora bien, esta condición, según dijimos, es intrínse­camente antinómica. El hombre, en su acto de malicia, quiere en cierto modo el mal, en virtud de la fuerza del bien con que busca su propia sustantividad. Y lo que con su malicia ha querido es justamente algo que atenta a la sustantividad ple- naria moral del hombre. Esta interna antinomia puede, en el estado resultante de su propia volición, serle manifiesta al hombre. En este sentido, el estado de malicia no es fuente de realidad, pero innegablemente es fuente de posibilidades, al­gunas de ellas buenas, como ésa de rectificar la interna anti­nomia.

No se trata, pues, de mera ocasión sino de situación. Dios no permitiría el poder del mal si la situación en que nos ve­mos situados por nuestra mala volición, no envolviese y no fuera fuente de posibilidades de bien. La voluntad permisiva se funda, como decía, en la voluntad de beneplácito, porque Dios sabe y quiere, con voluntad de beneplácito, que en esa situación puede cobrar vigor el poder del bien que la mala si­tuación lleva soterrado. Y esta posibilidad jamás falta en la vi­da del hombre: es justo la voluntad de beneplácito, determi­nada en orden al poder con que el hombre ha ejercitado su volición, y el poder que el hombre ha instalado en sí mismo en virtud de su volición.

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Pero además de esta posibilidad hay, en la situación de malicia, un bien todavía más radical, al que tantas veces he apelado: que en su propia e intrínseca malicia, aunque el hombre no la rectifique, hace algo que es el bien mayor del universo, el ser dueño de sus actos. Y Dios ha estimado, in­cluso para la otra vida, que el bien superior del hombre, fren­te a todo lo que hace, es justamente ser dueño de sus actos. Es el misterio de la libertad creada. Es mejor que el hombre se haga malamente, que no que el hombre no tuviese carác­ter de realidad moral.

La dialéctica de las situaciones humanas no es una dialéc­tica de concurso de causas y de meras ocasiones, sino que es la dialéctica de las situaciones como fuente de posibilidades, no de realidades, pero sí de posibilidades de bien. Y entre esas está innegablemente la situación en que la malicia nos ha dejado. Es el predominio de la voluntad de beneplácito so­bre la voluntad permisiva: ésta se halla abierta en aquélla 3 * * * * * * * *.

Y por esta razón, el poder del mal es, desde el punto de vista de la personalidad biográfica, una gloria de Dios. En pri­mer lugar, en el sentido de que reluce en ella el absoluto po­der de Dios que ha creado una realidad de estructura consti­tutiva tal, que participando de su propia soberanía, sin embar­

3 Nota marginal de Zubiri: «Explicar bien: 1) Falta aquí, que a lo largo de la vida vamos formando no la personeidad sino la personalidad en todas sus di­

mensiones y en especial, en la dimensión moral. En cada instante tenemos logra­da una figura de personalidad siempre abierta al enriquecimiento y a la rectifica­ción. Sólo es definitiva cuando la vida “finaliza”: es la muerte. Es el xéXog ya irrefor­mable. Es lo [...] la unidad intrínseca del maleficio y de la bonicia o malicia: es fijación irrevocable.

2) Aquí la unidad intrínseca de la voluntad permisiva y de la voluntad de be­neplácito es la 11 voluntad diuina de personalidad moral biográfica”, que incluye

una voluntad de beneplácito del bien y una voluntad permisiva del mal. Sólo por­que Dios quiere que yo sea moralmente So que soy por libre responsabilidad, tie­ne voluntad de beneplácito y una voluntad permisiva. O si se quiere, la voluntadpermisiva está inscrita en la voluntad de beneplácito con que quiere que yo sea

personalidad moral lograda libremente a lo largo de mi vida.»

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go, puede colocarse frente a él. Y en segundo lugar, porque por grande que sea el poder del mal, siempre lleva en sí la posibilidad de reinstaurar el poder del bien; es decir, porque el poder del bien es, en la malicia misma, superior al poder del mal. Esto por lo que atañe a la razón de ser del mal, de la malicia, en su dimensión biográfica.

II. La razón histórica del mal

Queda la dimensión de la malicia y de la malignidad obje­tivadas en forma de principio del mundo, en forma de mal­dad. Mundo, en este caso, no significa simplemente el mundo de las realidades creadas por Dios en tanto que realidades; significa, como decíamos, el sistema de principios tópicos de una sociedad y de una época 4. Y que en ellos hay innegable­mente principios de bien y de mal, esto es algo evidente. Aho­ra, ¿cuáles?. Ésta es la cuestión.

Por lo pronto, lo que los hombres admiten de buena fe que es bien y que es mal. Pero si no fuera más que esto, la historia no sería sino obra de la libertad del hombre. Ahora bien, esto no es verdad. La historia no existe sin la libertad del hombre, pero la historia no es sólo la libertad del hombre. La libertad del hombre determina efectivamente con sus elec­ciones esas oscilaciones cada vez más amplias de una onda sinusoidal, que por sus elecciones asciende o desciende. Pero es que esa onda tiene un vector de propagación. Y este vec­tor de propagación ya no pende de lo que el hombre piensa y quiere. Es que el bien del hombre como realidad moral sus­tantiva tiene una realidad objetiva. Es cierto que el hombre puede ignorarla, puede tal vez penosamente definirla; pero, en fin, el bien tiene una realidad objetiva, que no pende ex- 1

1 Nota marginal de Zubiri: «Aquí falta subrayar la ¡dea de poder. El poder de Dios, etc. Dios com o poder, etc.»

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j . : elusivamente ni de las decisiones, ni incluso de los limitadosi conocimientos humanos. Lo cual significa que el vector de; propagación está determinado por el bien objetivo y real deí las sustantividades humanas. En tomo a ese eje es donde laj libertad inscribe sus oscilaciones de vaivén, con lo que ha| querido y decidido de bonicia y de malicia en sus actos de

buena o de mala fe. Este vector de propagación es justamen­te té la realidad objetiva y real del bien plenario de la sustantivi-

dad humana.} En estas condiciones, ¿qué significa la instauración delj poder del mal como principio objetivo del mundo, la instaura­

ción del mal como maldad?Significa, por lo pronto, que ese bien objetivo el hombre,

tal vez, podía haberlo obtenido por un concepto innato, o por una enseñanza irrefragable. Pero sin entrar en esas complica­ciones, el hecho es que el hombre va adquiriendo una con­ciencia cada vez más plena de lo que es y puede ser su sus- tantividad como realidad moral, justamente en una experien­cia histórica. La historia, con sus principios de bien y princi-

¡ píos de mal en cada momento, y en un mundo variable, es la experiencia que le va poniendo al hombre cada vez más en

claro la índole de en qué consiste su plenitud como realidad moral. La historia, en todo caso, va enriqueciendo a la huma­nidad. De esto no hay la menor duda. Pero esto no significa sin más que vaya siendo ese enriquecimiento forzosamente un principio de bien moral.

Con el mayor enriquecimiento, el hombre puede caer en los mayores males. Lo que acontece es que la caída en el mal objetivo, el haber ensayado como bien lo que es un mal, de­canta precisamente ante sus ojos aquello en que, por el otro lado, por la otra vertiente, tiene que consistir la realidad sus­tantiva y la realidad objetiva del bien moral. El hombre no va adquiriendo, repito una vez más, clara conciencia de lo que es la sustantividad como realidad moral, más que en una ex-

! periencia histórica. Y para ver esto no hace falta acudir a

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grandes consideraciones especulativas. Probablemente, toda la ciencia y toda la técnica del mundo actual, que son un pro­digioso enriquecimiento de la sustantividad humana (hay que consignarlo taxativamente), ha puesto más en claro la imposi­bilidad de conseguir el bien del hombre como realidad moral en el dominio técnico del universo. El hombre va realizando la experiencia histórica, en muchos casos, de la insostenibili- dad de lo que ha creído ser bueno y es malo. Ha podido ver que lo que creía malo es bueno, o lo que creía bueno es ma­lo. En todo caso, va ampliando por experiencia histórica la conciencia de su realidad sustantiva moral.

Pues bien, la razón de ser del mal es esa ordenación a es­te bien superior que es efectivamente la plena conciencia en experiencia histórica de la amplitud y de la integridad de la sustantividad moral humana, de su propia realidad moral. Y, por consiguiente, en este caso la razón de ser del mal —esto es, la articulación de la voluntad de beneplácito con la volun­tad permisiva— encuentra su expresión externa y objetiva jus­tamente en la dialéctica de la experiencia histórica: es la expe­riencia histórica del bien y del mal 5. El hombre no debiera querer el mal. Pero puesto que lo quiere, cuando menos el conjunto de posibilidades históricas humanas de la maldad, le lleva por antinomia a la aprehensión más plenaria del bien. Ésta es la razón de ser del mal.

Por donde quiera que se le tome, como maleficio, como malicia o como maldad, el mal tiene su razón de ser en estar ordenado precisamente a un bien superior. Es una voluntad permisiva, pero anclada en una voluntad de beneplácito de un bien superior. Y esta superioridad es lo que constituye pre­cisamente la razón de ser del mal.

5 Nota marginal de Zubiri: «Insistir; Aquí la unidad intrínseca de la voluntad

de beneplácito y de la voluntad permisiva en la voluntad de experiencia histórica, que incluye una voluntad de beneplácito del bien y una voluntad permisiva del mal.»

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La voluntad permisiva del mal no es, desde el punto de vista biográfico y histórico, sino la voluntad de beneplácito con que el hombre tiene que tender a un bien plenario de su propia sustantividad, en forma biográfica y en experiencia his­tórica 6.

Ahora, ¿se limita Dios a aceptar con beneplácito el bien y a permitir con voluntad permisiva el mal? Podría haber sido así. Pero, de hecho, no ha sido así. Dios no se ha limitado en su voluntad a deponer su beneplácito en el bien y a permitir el mal, sino que ha querido incorporarse personalmente al curso de la vida y de la historia humanas. Naturalmente, esto excede ya de los límites de la metafísica. Es precisamente el orto del cristianismo. Pero dos palabras acerca del lugar que ocupa el mal dentro de esta visión de la vida del hombre y de la historia en el cristianismo.

En primer lugar, por lo que afecta al origen del mal, se trata, como ya hemos dicho, de un acto de malicia de la vo­luntad. Pero el cristianismo ha enseñado siempre que esta malicia es término de una inspiración diabólica, de un princi­pio del mal; es término de una malignidad. Ahora bien, es un lugar común entre teólogos que Dios no hubiera permitido ja­más esta inspiración si no hubiera tenido ante sus ojos la po­sibilidad y la realidad decidida de una Encarnación y de una Redención. En su virtud, la humanidad entera está llamada a un bien transcendente y querido por Dios. Un bien transcenden­te que consiste ahora en Dios mismo, como culmen no sólo de mi sustantividad humana, sino como participación real y efectiva de mi sustantividad en la condición misma de ese Dios, que se ha incorporado en la realidad humana. En este sentido, el bien no simplemente es á7a0óv, un bien, sino que es una condición distinta del hombre, es justamente xágig, gracia. Y correlativa-

6 Nota .marginal de Zubiri: «La articulación de las dos voluntades en una sola voluntad divina, es concretamente la voluntad divina de permisividad moral bio­

gráfica, y la voluntad divina de experiencia moral histórica.»

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mente, el mal no consiste simplemente en Katda, malicia, si­no en ápagxia, pecado. Con lo cual el dualismo del bien y del mal es un dualismo entre gracia y pecado, entre seguir la gracia de Cristo y apartarse de él por el pecado determinado por la inspiración primera de la humanidad. Son las dos ciu­dades que en frase lapidaria nos describe San Agustín: la ciu­dad de Dios, la ciudad del bien, que parte del amor de Dios y termina en el desprecio de sí mismo; y la ciudad terrestre, que parte del amor de sí mismo y termina en el desprecio de Dios.

Este dualismo, sin embargo, no es una mera correlación por equivalencia antinómica. Porque si lo fuera no haría falta, naturalmente, que Dios se hubiese encarnado en la historia. La Encamación no solamente ha tenido el carácter de un me­recimiento estricto de la gracia para la humanidad, sino que ha tenido el carácter de un merecimiento y de un triunfo defi­nitivo del principio del bien sobre el principio del mal. Pocas horas antes de su muerte, la frase de Cristo es lapidaria: áQ X W TOÜ KÓcrpou TOÚTOU kékqltcu , «el príncipe de este mundo está ya juzgado» 7. No «va a estarlo», sino que lo «es­tá», KÉKQLTCCL

¿Qué significa esto biográficamente, y qué significa históri­camente? La significación biográfica de la gracia y del pecado consiste, precisamente, en que toda malicia —en este caso to­do pecado— está ordenado a un bien superior —que en este caso es la gracia—. Quiere esto decir que, en definitiva, Dios no solamente permite el mal sino que ayuda al hombre a salir de él. Y el cuerpo donde él ha depositado la gracia y en don­de a última hora van a recaer todas las ayudas y promociones que el hombre recibe para salir del pecado, es justamente la Iglesia.

Ahora bien, esto aboca a una situación. Y es que por muy transcendente que sea la vocación sobrenatural del hom-

7 Jn 16,11.

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bre sobre la tierra, llega el momento de la muerte, en el que el hombre fija de una manera irrevocable cuál es su actitud y su estado respecto de la gracia, y por tanto respecto de Dios.

Es innegable que hay personas que han muerto en peca­do; es decir, con la figura irrevocable de ser la antítesis del bien transcendente, de ser en cierto modo la antítesis de la di­vinidad. Éstos son los que están en situación que se llama de condenación. ¿Se puede decir, entonces, que Dios no es el autor del mal si produce la pena eterna del condenado? No por consideraciones místicas, sino por este problema es por lo que me he visto obligado a hablar del cristianismo.

Dios no es el autor de la pena del condenado. Si así fue­ra, esto sería metaffsicamente atentatorio a la entidad misma de Dios. Esto es absurdo. La pena del condenado no es una pena impuesta por Dios, sino una pena querida por el propio condenado. Querida por el propio condenado, y no solamen­te consecuencia de su acto. No se puede imaginar que el con­denado está en aquella situación en que ha caído, y que real­mente se aguante y la soporte sólo porque quiso en este mundo una cosa a la que sigue una pena. No se trata de eso. Es que el condenado en el infiemo quiere real, efectiva y po­sitivamente la situación de pena en que se halla. La condena­ción no consiste en sufrir las consecuencias de un pecado, si­no en permanecer obstinadamente, irrevocablemente querien­do lo que se ha querido en el pecado. Si el condenado qui­siera decir, vista su pena: «me arrepiento», en el acto queda­ría salvado. Lo que pasa es que no puede y no quiere arre­pentirse. La obstinación formal en la volición propia, ésa es la intrínseca situación y pena del condenado.

El condenado quiere su propia pena. Quiere su propia pena, porque quiere su propia malicia. Y como su malicia es antinómica, es el contraser de su propio bien, querido formal y positivamente en un acto de voluntad, resulta que el conde­nado se encuentra en una especie de soberbia desesperación. Algo parecido a lo que en ciertas situaciones humanas acon-

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tece a algunas personas víctimas de grandes desgracias, que en lugar de remontarse sobre ellas parece que cada vez se hunden más, complaciéndose en su propia desgracia. Por es­to, decían no sin razón algunos teólogos que la tristeza como vicio es la lujuria del alma. La situación del condenado es metafísicamente ésta. Quiere real y efectivamente la situación y la pena en que se encuentra, y la quiere desesperadamente. Con lo cual, lo único que quiere es su propia voluntad por encima del bien y del mal, y a pesar del mal, y hasta por enci­ma de sí mismo. No es Dios el que impone esa condición; es la condición intrínseca de la propia voluntad del condenado. El infierno no es una especie de término de la justicia vindica­tiva; esto sería monstruoso. Es pura y simplemente el acata­miento divino de la situación en que el hombre ha quedado fijado por su propia voluntad, y en la que continúa fijado, obstinada y pertinazmente, después de la muerte.

Otra es la condición del que se salva. Naturalmente, esto no deja de plantear su problema. Si salvarse consistiera única­mente en haber merecido el otro mundo, la cosa terminaría ahí. Pero no es ésta, sin embargo, la realidad. Nadie puede merecer con estricto rigor, de condigno, como dicen los teólo­gos, la salvación eterna en la hora de su muerte. Esto lo ha merecido sólo Cristo; pero ningún hombre en la tierra puede merecer con estricto rigor y de condigno su salvación. Se dirá entonces que, por lo menos, haciendo lo que estaba de su parte, han merecido moralmente el morir en estado de gracia e ir al délo. Pues tampoco eso es verdad. Ni tan siquiera hay un mérito moral para poder entrar en el cielo. Ni el mayor santo merece moralmente ir al cielo. Esto es imposible.

Ahora, ¿se deduce de aquí entonces que no hay ninguna congruencia, que sea lo mismo vivir bien que mal, ser un san­to que un pecador, si a última hora el santo no va a merecer, ni tan siquiera por congruencia moral, el cielo? No, no signifi­ca esto. Porque cuando se dice que no se merece de con­gruo, lo que se quiere afirmar es que la congruencia no es

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merecida, no que sea inexistente. La congruencia existe. No es una congruencia moralmente merecida por el hombre, pe­ro sí es una congruencia libremente querida y determinada

por Dios.Hay muchos que no están incorporados a las filas del

cristianismo. Ningún teólogo, como no fuera un exagerado —y los ha habido incluso entre los capitostes de la teología- pensaría que la humanidad es una masa damnaía, como dijo San Agustín, y que por consiguiente Dios no tiene por qué sa­car a todo el mundo de esa masa de daño, y que en ese sen­tido fuera de la Iglesia no hay salvación. No creo que hubiera hoy ningún teólogo que se atreviera a sostener esa interpreta­ción. Lo que suele decirse es que Dios, que vehicula la gracia por la Iglesia en forma de sacramentos, no ha limitado su po­der a justificar a los hombres por la vía de los sacramentos de la Iglesia, y que por consiguiente, al que está de buena fe fue­ra de la Iglesia le concede la grada de su santificación. Lo cual es absolutamente verdad. Pienso, sin embargo, que la verdad es más compleja.

Parecería en esa interpretación que siempre hay dos fuen­tes de gracia: una, la gracia de Cristo vehiculada por los sa­cramentos en el seno de la Iglesia; otra, la gracia de Cristo sa­cada por la potencia absoluta de Dios, que justifica a todo el que tiene buena fe, aunque esté en el error; le salvaría grafía Chrísfí. Yo creo, sin embargo, que ese no es un dualismo exacto. Toda gracia tiene su fuente en el sacrificio redentor de Cristo. Y ese sacrificio, en su integridad, está depositado en el seno de la Iglesia. Cuando Dios justifica al que está de buena fe y no pertenece a la Iglesia, le da una gracia no fuera de la Iglesia, sino fuera de la vía sacramental; pero le da una gracia que está contenida en el seno de la Iglesia. De suerte que este hombre, sin saberlo, efectiva y realmente muere en una gracia salida de la Iglesia y vehiculada por ella; es decir, muere en el seno de la Iglesia. Se salva grafía Lccíesiae. Decir que fuera de la Iglesia no hay salvación, no significa decir que

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el que no es católico no se salva, sino que todo el que se sal­va, se salva por alguna gracia, que está depositada y que arranca del seno de la Iglesia.

Esto, por lo que se refiere a la significación del mal como pecado dentro de la biografía humana.

Naturalmente, queda la otra dimensión, la dimensión his­tórica dentro del cristianismo. A ella se aplica integralmente también la frase de Cristo: «El Príncipe de este mundo está ya juzgado» 8. ¿Qué significa esto?

No significa en manera alguna que el cristianismo sea en su integridad el principio del mundo (entendiendo los térmi­nos «principio» y «mundo» en el sentido explicado en capítu­los anteriores). Esto no ocurrió por completo jamás. Si esto fuera así, la vida sería muy sencilla. Pero esto no es verdad. No solamente cada individuo, sino el mundo entero en su es­tructura objetiva, tiene sus oscilaciones de onda respecto del cristianismo, con sus crestas y sus baches. Pero lo que sí es cierto es que el vector de propagación, ese sí, apunta directa­mente a la persona de Cristo.

Sin embargo, tampoco nos hagamos falsas representacio­nes sobre lo que es ese vector de propagación y ese apuntar al término de Cristo. Una cosa es que el vector apunte al tér­mino de Cristo, y otra que consideremos que la existencia his­tórica del cristianismo en la tierra va a ser una cristianización progresiva del mundo. No solamente esto no es forzoso, sino que además está enseñado temáticamente lo contrario. En medio de toda su alegoría simbólica y cósmica, propia del gé­nero apocalíptico, la Apocalipsis de San Juan tiene una ense­ñanza formal y moral que no es simplemente alegórica. Es que, efectivamente, en esos bandazos y ondulaciones, alguna vez la historia terminará; y no terminará en la fase creciente de la onda, sino en la fase decreciente: precisamente cuando el cristianismo no sea un poder en el mundo. Ciertamente, es-

0 Jn 16,11.

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to no quiere decir que no habrá cristianos. Habrá cristianos, pero será a contrapelo del mundo, cristianos en su propia vi­da interior. Uno se pregunta entonces, ¿cuál es la forma del triunfo histórico del cristianismo?

Una contestación indirecta sería decir que, en definitiva, con que haya un solo hombre en gracia de Dios sobre la tie­rra, este mundo tiene más bienes que toda la malicia y mal­dad que la especie humana ha depositado en el curso entero de la historia. Lo cual es absolutamente verdad, pero no es toda la verdad. Porque si bien es cierto que esa onda final es­tá justamente en su fase descendente, apunta, sin embargo, a la persona de Cristo. Porque no olvidemos que esa fase des­cendente es la última, y precisamente por serlo, lo que va a ser es precisamente la fuente de que real y efectivamente al hombre se le haga la revelación de lo que ha sido el designio de la historia. Esto es lo que se llama el Juicio Final. El juicio de las faltas de cada cual, lo lleva consigo mismo en la hora de la muerte. En cambio, el llamado Juicio Final es justamen­te la revelación del designio entero de la historia; una revela­ción hecha por Cristo, y que asienta inconmoviblemente el poder de Cristo sobre los espíritus. Por eso, ese vector de propagación, aun en su fase negativa, en su negatividad anti­cristiana, que será justamente la dominadora del mundo, apunta directa e irremisiblemente a ese principio árquico con que Cristo ha vencido al Príncipe de este mundo.

En definitiva, pues, por dondequiera que se tome la cues­tión: por la estructura puramente metafísica, o bien por el re­lleno que esa estructura metafísica recibe por parte de la reve­lación que se nos ha hecho a la fe, el mundo nos aparece constitutivamente como bueno. Como tal, Dios no es causa del mal, ni lo quiere ni lo acepta. No solamente no lo quiere y no lo acepta, sino que únicamente lo permite, y por una or­denación a un bien superior, como voluntad de personalidad moral biográfica y como voluntad de experiencia moral histó­rica. Y precisamente de ahí deriva la única actitud que el

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hombre puede y tiene que tomar ante el problema del mal. Intelectualmente, comprenderlo con toda su dificultad. Y des­de el punto de vista de la práctica, hacer lo que hace Dios con el mal: Dios lo permite en vista de bienes mayores. Pues bien, para nosotros es menester vencer el mal, primero dentro de nosotros mismos, y segundo alrededor nuestro; vencer el mal, como dice San Pablo, simplemente de una manera: por abundancia de bien 9.

9 Rom 12,21: «No te dejes vencer por el mal; antes vence el mal a fuerza de bien.»

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TERCERA PARTE

REFLEXIONES FILOSÓFICAS SOBRE LO ESTÉTICO

(1975)

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INTRODUCCION

El objeto de estas reflexiones es el fenómeno estético. To­mo de momento lo estético como sinónimo de lo bello. Sé que no lo es; después hablaremos de ello; pero tomemos am­bos términos, para la exposición primera, como si fueran co­sas sinónimas. En cualquier caso, de lo que no voy a hablar para nada es de la obra de arte. Y ello por varias razones, so­bre todo, dos. La primera, porque no está dicho en ninguna parte que la belleza sea objeto propio del arte. Pero aun su­poniendo que lo fuera, quedaría el problema de si la belleza artística es toda la belleza, o sólo una parte de ella. No estoy pensando en la belleza natural, ni pienso en dos tipos de be­lleza contradistintos, una belleza natural y una belleza artísti­ca, sino que pienso en algo mucho más trivial, según lo cual no se trata de contraponer tipos de belleza, sino pura y sim­plemente de preguntar qué es lo que se entiende al decir de algo que es, pura y simplemente, bello. No otra cosa.

En segundo lugar, de la pregunta así formulada no voy a tratar más que filosóficamente. Desde la Antigüedad se ha ha­blado de los cánones de belleza, p.e., el canon de Policleto. Pues bien, no voy a hablar de eso, porque eso concierne a qué cosas, en determinada mentalidad, en determinada época y según los distintos individuos, consituyen lo que llamamos, o lo que llaman, cosas bellas. No voy a tratar de eso, sino pu­ra y simplemente me pregunto filosóficamente en qué consis-

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te que algo sea bello. Qué cosas son bellas, cómo lo son y cuándo, son cuestiones que caen completamente al mar­gen de mi reflexión.

Tomado asf el tema de la belleza, lo primero que hay que decir es que es tan viejo como la filosofía misma. Desde los tiempos de Platón y de Aristóteles, el tema xó koXóv, lo bello, tiene un largo tratamiento.

Los griegos, especialmente Aristóteles, y Platón mismo, consideraron que bello es lo oíppexQOV, lo que tiene una cierta simetría, lo que tiene una xá|Lg, una cierta ordena­ción, lo que es, diría Aristóteles, ÓQLOfióg, lo que tiene una cierta definición, no definición en el sentido lógico de la palabra, sino una cierta circunscripción limitada L Al fin y al cabo, el arte griego es el arte de las cosas limitadas, y buscadas como tales. Naturalmente, entonces es cuando aparece la idea del canon de belleza. Aristóteles y Platón contraponen la belleza así entendida a la belleza que im­propiamente se encuentra en la JtQÓ tg, en las acciones que el hombre ejecute 1 2.

Siglos más tarde, no muchos, Plotino, el gran maestro del neoplatonismo en la época helenística, nos dijo que la belleza es la manifestación de la Idea en sí, tal como la entendía Platón cuando hablaba de las Ideas en sí. Y lo bello, decía, es el esplendor de la Idea 3. Éste es una con­cepción que ha perdurado a lo largo de la historia, y que levanta cabeza en Hegel, para quien, efectivamente, la be-

1 Cf. Aristóteles, Met XIII, 3: 1078a36.bl: «Las principales especies de lo

bello son el orden (Táíjig), la simetría (tnjppexQÍa) y la limitación (tupio- (íévov}.» La doctrina de Platón se halla en ios diálogos Gorgías, Timeo y So- físta (donde se define la fealdad como ópcTQCa: S of 228a-d), Cf. tam­

bién Pol 284.2 Cf. Aristóteles, Met XHI, 3: 1078a31-32. «El bien y la belleza son cosas

diversas, pues el primero está siempre unido a la acción (£v itpo^Et}, mien­tras que la belleza se da también en las cosas inmóviles (¿v to íg áKLVfycoig).»

3 En VI 2,18. Cf. 16,2.

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lleza es la manifestación de la Idea, del Espíritu Absoluto, en las cosas reales y concretas 4

Algún tiempo después de Plotino, San Agustín da una fór­mula que es un poco variante suya. No dice que es esplendor de la Idea, dirá que es splendor veri, el esplendor de lo verda­dero. También esto ha corrido a lo largo de toda la historia de la filosofía, y todavía se encuentra repetido como fórmula temática en la filosofía de Heidegger, para quien la belleza, das Sc/ione, es la manifestación de la verdad 5 6.

Después de San Agustín, Santo Tomás, con una especie de compromiso, como tantas veces le ocurre, entre Platón y Aristóteles, da su célebre definición de las cosas bellas: Pui- chra sunt ea quae u/sa placentfi: son bellas aquellas cosas que son agradables de ver, no en el sentido de que sean bellas las cosas agradables, sino que el mero hecho de ver las cosas re­sulta agradable. Por otra parte, en el uidere, Santo Tomás no se refiere únicamente al sentido de la vista, sino que incluye también el sentido del oído 7. Y, en fin, de la complacencia, del placeré, Santo Tomás tiene una idea muy concreta, a sa-

4 Zublri se está refiriendo probablemente a la definición que da Hegel de lo bello al comienzo de sus Vorlesungen über Aestetik, como «la manifesta­

ción sensible de la idea» (dos sfnnliche Scbeinen der Idee).5 Cf. M. Heidegger, Der Ursprung des Kunstuierkes, en: Holziuege, Frank-

furt am Main, Vittorio Klostermann, 1950, pp. 7-68.6 Summa Theologica I, q.5, a.4 ad 1. El texto de Santo Tomás dice

exactamente: Pulchra enim dicuntur quae visa placent.7 Cf. Summa Theologica I-II, q.27, a .l ad 3: Pulchrum est Ídem bono, so­

fá ratione dtfferens. Cum enim bonum sft quod omnia appefuní, de ratione bonf est quod in eo quletetur appetitus: sed ad rationem pulchri perfinet quod fn eius aspectu seu cognitione quiefeíur appetf/us, Unde eí f/li sensus praecf-

pue respiciunt pulchrum, quí máxime cognoscitfui sunt, sdiicet uísus et auditus ratione desenlíenles: dlclmus enim pulchra visibilia et pulchros sonos. /n sensi- bi/ibus autem aliorum sensuum, non uffmur nomine pu/cbrifudinis: non enim dfcimus pu/cbros sopores aut odores. Et sic patet quod pulchrum addit supra

bonum, quendam ordinem ad uim cognoscltiaam: íta quod bonum dlcatur id quod simpliciter complacet appeíffui; pulchrum autem dicatur id cuius ipsa apprehensío placet

3 2 5

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ber, ordo admirafíonis et delectatíonis, el orden, la estructura de que algo sea objeto de admiración y delectación.

Pero todo ello, con ser más o menos exacto, a mi modo de ver resulta un poco vago. No lo cito aquf solamente como un recuerdo histórico, sino para hacer ver que el problema de la belleza, tal como ha sido planteado desde las raíces mis­mas de la filosofía europea hasta nuestros días, envuelve dos aspectos que son esenciales: Uno, lo que se refiere al resplan­dor, al spJendor, al ordo delectatíonis, que podemos englobar bajo la palabra sentimiento; la belleza envuelve un sentimien­to. El otro es que ese sentimiento recae sobre algo que según unos es el esplendor de la idea, según otros el esplendor de la verdad, etc. Hay, pues, dos aspectos o dos problemas com­pletamente distintos, bien que esencialmente conexos entre sí.

En primer lugar, el problema de en qué consiste ese senti­miento que llamamos sentimiento estético.

En segundo lugar, cuál es la índole de su versión a la re­alidad, o cuál es la índole de la realidad en tanto que término de un sentimiento estético.

Son las dos partes que tendrá nuestro análisis.

3 2 6

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CAPÍTULO I

QUÉ ES UN SENTIMIENTO ESTÉTICO

Vamos a estudiar este problema en tres pasos sucesivos: qué es un sentimiento, cuál es la relación entre el sentimiento y la realidad, y en qué consiste, en fin, el sentimiento estético.

3 2 7

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QUÉ ES SENTIMIENTO

La palabra sentimiento, como concepto técnico en filoso­fía, no ha entrado hasta el siglo xviii. Antes, siguiendo a los griegos, todos los pensadores —todos los que hemos citado, San Agustín, Santo Tomás, Plotino, etc — se atenían a que el hombre tiene dos facultades: el voüg, la inteligencia, y la óqe- SÉjig, el deseo, es decir, el apetito; inteligencia y apetito, pero nunca llamaron a eso sentimiento.

Pues bien, aunque sea un anacronismo, englobemos, por las razones que voy a decir inmediatamente, a todos esos fe­nómenos a que alude la filosofía clásica, bajo la palabra senti­miento, y preguntémonos entonces qué es eso de un senti­miento. No es tan sencillo como a primera vista pudiera pare­cer.

§1

1

El sentimiento como tendencia

La primera tesis es justamente la que acabo de apuntar, la propia de la filosofía clásica, desde ios tiempos de Platón hasta, en definitiva, el siglo xviii. Según ella, los sentimientos no constituyen un grupo aparte junto a la inteligencia y el apetito, sino que son modalidades o modos del apetito. Apeti­to en el sentido de tender a algo. Santo Tomás nos dice que apetito, apetecer nihi/ aliud est quam tendere ad aliquid ad ip- sum ordinatum h apetecer no es sino tender a algo, que está 1

1 S.Th. I, q.71, a.l ad 3: Appetitus naturalis est inclinado cuíusllbet ref ín a/f- quíd, ex natura sua; unde naturali appetitu quaelíbet potentia desiderat sífai cari­ne niens.

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ordenado al término de esa apetición. El sentimiento es una tendencia. De ahí la primera tesis: los sentimientos son mo­dos de tendencia, modos tendenciales.

De estas tendencias, la filosofía clásica, sobre todo la es­colástica, ha hecho un análisis relativamente minucioso. Cuando uno compara las definiciones casi geométricas que nos da Espinoza en su Etica, se ve que, en definitiva, están más o menos deformadas por el racionalismo, pero apoyadas sobre el intento escolástico de clasificar y definir eso que lla­mamos sentimientos. Los escolásticos los llamaban pasiones. Y todavía Descartes se refiere a eso en su tratado De las pa­siones, no a lo que llamamos una pasión, en el sentido de ser un hombre muy apasionado. Pasiones son para los antiguos afecciones, JiaGruiaxa, que el hombre tiene en sus tendencias o respecto de las cosas o por las cosas a las que tiende.

El objeto de la tendencia, nos dirán los escolásticos, es la cosa misma; es decir, uno no tiende a una cosa imaginaria, o intencional, o a un ente de razón, o a un proyecto vago. El apetito recae siempre sobre cosas reales y efectivas. Repito: reales como contrapuestas a imaginarias. (Aquí está uno de los puntos flacos de esta concepción).

En segundo lugar, este apetito hacia el objeto tiene dos cualidades que podemos llamar dimensivas: se va hacia lo que es bueno y se huye de lo que es malo. Se va «hacia» o se va en «contra».

En tercer lugar, estos apetitos tienen modalidades diferen­tes. Hay una modalidad que concierne a la tendencia en tan­to que tiende sin más al objeto que le es proporcionado. Pero hay también modalidades que se refieren a la tendencia en cuanto concierne a la dificultad de lograr su objeto. Los pri­meros son, según los escolásticos, los apetitos concupiscibles, y los segundos los irascibles. Las tendencias concupiscibles dan lugar a dos sentimientos fundamentales, que son el amor y el odio. Junto a ellos están la alegría y la tristeza, el objeto presente o ausente, el deseo o la fuga. Las pasiones irascibles,

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son, por su parte, la esperanza y la desesperación, la audacia y el temor, y, en fin, la ira, que no tiene contrario.

En cuarto lugar, estos sentimientos asf concebidos tienen dos estratos completamente distintos e incomunicados. Ten­drán todas las influencias mutuas que se quiera, pero son dos estratos esencialmente distintos e incomunicados. Uno es el referente a los llamados apetitos sensibles; otro, los apetitos racionales. Los primeros son las tendencias más o menos ani­males que todo hombre tiene. El segundo es —dicen— el ape­tito racional, la voluntad. De suerte que hay apetitos superio­res e inferiores, tan distintos, que de los inferiores dirán los escolásticos que son «pasiones», pero nunca llamarán pasio­nes a los apetitos racionales de la voluntad.

Hecho este recorrido, nada más que esquemático y veloz, surgen a mi modo de ver unas cuantas observaciones, que afectan a la esencia misma del asunto.

En primer lugar: Para definir lo que nosotros buscamos, a saber, qué es un sentimiento, ¿es suficiente con que se nos di­ga que su objeto tiene que ser no imaginario sino real? ¿Qué se entiende ahí por.realidad? Mientras no se diga esto, la cuestión queda en suspenso.

En segundo lugar: Se nos dice que hay dos clases de sen­timientos, superiores e inferiores. Esto necesitaría una funda- mentación más estricta. No vaya a resultar que los dos apeti­tos no son numéricamente dos, sino dos momentos de un apetito único; con lo cual no habría sentimientos superiores y sentimientos inferiores, sino simplemente sentimientos huma­nos.

En tercer lugar, y sobre todo: Se nos dice que son modos tendenciales. Ahora bien, que las tendencias puedan ser cau­sa de sentimientos, esto es sobradamente claro; pero la recí­proca está muy lejos de ser cierta. Formalmente considerado, en sí mismo, ¿el estado que llamamos sentimiento es un mo­do tendencial? Tanto menos lo es, cuanto que hay sentimien­tos, pasiones del ánimo, que no tienen probablemente nada

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que ver con la tendencia. ¿Y el que está triste porque es me­lancólico? Se dirá que es por razones fisiológicas. Las causas no importan. También se puede decir que un señor está muy alegre por razones físicas, p.e., porque ha tomado sustancias euforizantes. De lo que aquí se trata es de que no es verdad que todos los estados que se agrupan bajo la palabra tenden­cia sean formalmente fenómenos terídenciales.

Sentimiento, pues, no es formalmente una tendencia, sino algo más elemental, más difícil de explicar, que es justamente lo que acabo de decir: la forma en que uno «está»; es estado. Es la segunda tesis: el sentimiento no es tendencia sino esta­do.

2

El sentimiento como estado

Fue, en efecto, la obra en buena parte de los siglos xvii y xvni el considerar que el hombre tiene no solamente inteligen­cia y voluntad, sino un tercer tipo de funciones o de fenóme­nos que llamamos sentimientos. Tiene inteligencia, sentimien­tos y voluntad.

Así aparece en Schulze, en Mendelsohn, en Tetens, y so­bre todo queda canonizado en la Crítica de/ Juicio de Kant. ¿Pero qué se entiende por estado?

Estado, se nos dirá, son los modos subjetivos de sentirse, a diferencia de la inteligencia, por ejemplo, que pretende co­nocer lo que las cosas son, o de la voluntad, que quiere deci­dir sobre la bondad de las cosas. Los sentimientos son modos subjetivos de sentirse, y además pertenecen al orden estricto de la intimidad. Un estado subjetivo íntimo: eso es lo que se­ría formalmente un sentimiento.

Ahora bien, esto me parece también asaz problemático. En primer lugar, porque, ciertamente, el sentimiento es un modo subjetivo de sentirse. Ahora vamos a hablar largamente

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sobre ello. Pero ¿qué es ese modo de sentirse? Se nos dice que pertenece a la intimidad. ¿Pero qué se entiende por inti­midad? ¿Se entiende por intimidad una especie de núcleo, de cogollo central, al que no llega nadie sino uno mismo? Esto sí y no. Intimidad es aquel momento que tienen todas las cuali­dades de un hombre por el hecho de ser mías. El color de mi cara pertenece a la intimidad, precisamente por ser mío. La intimidad es el momento de suidad que va afectando a todos los fenómenos en cierto nivel de la vida del hombre. No se trata de nada oculto. Hay cosas íntimas que pueden ser muy ocultas, evidentemente. Y recíprocamente, ¡cuántas cosas hay que están ocultas y que llamamos íntimas y no lo son!. Son internas, pero no íntimas.

En segundo lugar, se dice que son estados subjetivos. ¿Es eso verdad? Porque aquí hay una grave confusión entre dos cosas: entre ser subjetivo y ser subjetual. Subjetual es el ser propio de un sujeto. Subjetivo es que aquello que es propio de ese sujeto no depende más que de sus propias disposicio­nes; es, en fin, algo que no tiene nada que ver con el resto de los fenómenos. Que ios sentimientos sean modos de sentirse del sujeto, esto no lo discutimos. Ahora, ¿son subjetivos o son simplemente subjetuales? La cuestión queda en suspenso.

Todo queda, pues, flotando. Ciertamente, de esta segun­da tesis cobramos una idea central: sentimiento es un modo de estar, un modo de sentirse. Pero, ¿cuál es ese modo de es­tar y de sentirse? Ésta es la cuestión. Es el objeto de la terce­ra tesis, que me atrevo a proponer.

3

El sentimiento como modo de estar realmente en la realidad

El sentimiento es, en mi opinión, un modo de estar real­mente en la realidad, o si se quiere, es sentirse realmente en

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la realidad. Esto es esencial. Voy a explicarme. Para lo cual seguiré dos aproximaciones, una genética y otra formal.

I. Perspectiva genética

El hombre es un animal, y el animal recibe en su momen­to aprehensor unos ciertos estímulos que son suscitantes de respuestas, y que además consisten en serlo, no en otra cosa. De ahí los dos caracteres que, a mi modo de ver, definen el estímulo: estímulo es todo lo que suscita una respuesta, y que además consiste formalmente en nada más que en suscitar una respuesta. Estos estímulos modifican algo que todos los animales tienen, que es un tono vital. Y con ello el animal tiende —aquí aparece, efectivamente, la tendencia— a dar una respuesta, en el orden de los estímulos.

El hombre comparte esta condición del animal, pero llega un momento en su vida en que tiene que hacer algo que el animal no puede hacer, que es hacerse cargo de la realidad. Con lo cual, los tres momentos del sentir animal van sufrien­do una modificación profunda.

Por un lado, el momento aprehensor no es simplemente sentir una estimulación y una suscitación, sino inteligir algo —el propio estímulo— como realidad. El momento de res­puesta, por su parte, no consiste simplemente en hacer que algo restaure o amplíe el equilibrio dinámico en que consiste la vida de todo animal, sino que consiste en optar, en decidir por la forma de realidad que voy a adoptar.

¿Y el sentimiento? El sentimiento, por lo pronto, no con­siste meramente en la modificación del tono vital, sino en que esa modificación concierne al modo de sentirme en la reali­dad. He ahí una concepción provisional, obtenida por vía pu­ramente genética, de lo que es el sentimiento.

El sentimiento es un modo de estar, pero de estar en la realidad, de sentirse en la realidad. Y esa diferencia entre el

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estímulo y la realidad es la que, a mi modo de ver, invalida la concepción de los apetitos presente en toda la filosofía esco­lástica. Se nos habla de apetitos inferiores y superiores. Pero ¿y si no fuera así? No basta para sentir la realidad que esa re­alidad así sentida no sea imaginaria ni un ente de razón, sino que hace falta que no sea estimúlica sino formalmente real.

El hombre tiene sentimientos, sintiéndose él en la reali­dad. Por eso el animal tiene ciertamente «afecciones», modifi­caciones de su tono vital, pero ningún animal tiene «senti­mientos». Esto no lo puede tener porque le falta justamente el momento de realidad.

El hombre tiene sentimientos por su modo de estar ani­malmente en la realidad. Lo cual quiere decir, no que el hom­bre no tenga afecciones tónicas, sino que esas afecciones tó­nicas lo son de la realidad considerada como tonificante. Y en esa unidad es en la que consiste el sentimiento humano.

No es que en el hombre haya por un lado apetitos sensi­bles y por otro apetito racional, sino que no hay más que un estado sentimental, que es lo tónico de la realidad. Sentimien­to es el principio tónico de la realidad. La realidad como prin­cipio de tono, esto es genéticamente hablando el sentimiento.

Sentimiento, como digo, no es lo mismo que afección. Afección la tiene también el animal, pero para que esa afec­ción fuera sentimiento necesitaría el animal estar afectado por la realidad como tal. Y esto el animal no lo tiene. De ahí que lo que el hombre tiene sean, propiamente hablando, senfi- mientos afectantes. II.

II. Perspectiva formaí

Esto supuesto, nos preguntamos entonces en qué consiste formalmente un sentimiento. Y digo que todo sentimiento en­vuelve un momento de realidad. Sin esto no habría sentimien­to, sería quimérico. Todo sentimiento es, formalmente, senfi-

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miento de realidad. Si no hubiera ese momento de realidad, no habría sentimiento.

Pero esa realidad funciona como un tono, y precisamente por eso el sentimiento es un fenómeno tónico, pero de reali­dad, como realidad. Ahora bien, para designar esto hay un nombre, un vocablo adecuado, que es la palabra atempera- miento. Sentimiento es estar atemperado a la realidad. (La palabra atemperamiento no existe en el Diccionario, pero sí atemperación, por lo que me permito hacer esta modifica­ción). Atemperamiento no significa un hombre atemperado, ni significa aquí solamente estar moderado, ser comedido en sus reacciones, sino que, como dice el diccionario a propósito de atemperar, consiste en «acomodar una cosa a otra» 2. Pues bien, el modo de estar acomodado tónicamente a la re­alidad es aquello en que consiste formalmente el sentimiento. En mi opinión, la esencia formal del sentimiento es ser atem­peramiento a la realidad.

Por esto los sentimientos no son meros modos subjetivos de sentir. Ciertamente, en el sentimiento, como en todos los demás fenómenos —incluso en el intelectivo y en el volitivo— , se pueden y se deben considerar dos aspectos. Uno es el acto que yo ejecuto. El acto con que yo intelijo, es un acto mío, y además yo puedo ejecutar muchísimos más actos acerca de una misma realidad. Lo mismo sucede tratándose de la vo­luntad: yo puedo ejecutar muchísimos actos de voluntad, pue­do proponerme una cosa, o discutirla conmigo mismo, etc. Pero todos estos actos, y éste es el segundo aspecto, envuel­ven una referencia a la realidad.

Pues bien, esto mismo pasa con el sentimiento. Los actos de los sentimientos son muchísimos. Puedo estar triste, puedo estar alegre, puedo ser compasivo, puedo estar iracundo, de­

2 Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, 19 ed., Ma­

drid, 1970, p. 137, voz Atemperar «Moderar, templar. Acomodar una cosa

a otra.»

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primido, etc. Hay muchos sentimientos. Pero hay otro as­pecto por el cual los sentimientos no son solamente actos míos, sino que en ellos está envuelta una realidad que, a su modo, nos está presente. Sin esto no serían sentimientos. Hay, pues, estos dos aspectos: el sentimiento como acto, y la realidad que en ese acto nos está presente, de la misma manera que hay el acto de voluntad como acto, y la forma en que la realidad me está presente, o el acto de la intelec­ción como acto, y la forma con que en la intelección me es presente la realidad.

De ahí que los sentimientos no sean meramente subje- tuales ni subjetivos. Como actos son, ciertamente, míos. Eso también le pasa a la intelección: la verdad más elemental, que dos y tres son cinco, es, como acto, un acto mío, per­fectamente subjetual. Ahora, la verdad de eso, del contenido de ese acto, es otra historia. Y esto pasa también con el sentimiento. Los sentimientos son, ciertamente, actos del su­jeto, pero no son ni más ni menos subjetivos que las intelec­ciones o las voliciones: envuelven formalmente un momento de realidad. El sentimiento es atemperamiento a la realidad, a una realidad que ciertamente es del sentimiento y está presente a él.

Este de, «ser-de», este sentimiento «de» realidad, no sig­nifica, dicho negativamente, una conexión causal. No es que la realidad sea causa de que haya sentimientos. Ni se trata tampoco de que los sentimientos sean fenómenos intencio­nales. ¿Qué se entiende ahí por intencionalidad? ¿Se entien­de la mera referencia intencional, como dice Husserl, a que algo sea correlato de un acto mío? Ciertamente, no. Los sentimientos muy probablemente no son intencionales en este sentido. Los sentimientos ni están conectados con la realidad en forma causal, ni en forma intencional, sino en una forma mucho más elemental, que yo llamo «genitiva», como cuando se dice, por ejemplo, que la idea es idea-de-

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la-realidad. Análogamente digo que el sentimiento es senti- miento-de-la-realidad.

Este «de» tiene un carácter genitivo. De acuerdo con la gramática —no en la gramática española, porque no hay geni­tivos, pero sf en la latina o griega— diremos que «es un fenó­meno genitivo». Con lo cual, la propia realidad cobra un ca­rácter distinto. La realidad no solamente es de la inteligencia como aprehendida en ella, ni solo es realidad como apetecida por la voluntad, sino que es también realidad del sentimiento. Y entonces hemos de preguntamos en qué consiste formal­mente que la realidad sea un momento del sentimiento.

Y tengo que empezar por decir que esos caracteres per­tenecen a la realidad misma. Es la realidad misma la que es entristeciente, la que es alegre, la que puede ser amable, anti­pática o odiosa. No se trata únicamente de los actos o de los estados que en mí suscita esa realidad.

Se dirá: bueno, pero es que una realidad que para unos es entristeciente, para otros puede ser alegre. Ciertamente, pero ¿dónde está dicho que la realidad no sea realidad si no es la misma para todos? Esto tampoco es verdad. No faltaría más.

Como quiera que sea, la realidad es siempre y sólo atem­perante. Tal es la conclusión de este primer paso, en que he­mos visto lo que es el sentimiento: atemperamiento a la reali­dad.

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§2

SENTIMIENTO Y REALIDAD

Nos preguntamos ahora, en un segundo paso, dos pun­tos: primero, en qué consiste que la realidad sea del senti­miento, y en segundo lugar, qué es el «de» mismo.

1

En qué consiste que la realidad sea del sentimiento

Como acabo de indicar, esto no es algo exclusivo de los sentimientos. También a la inteligencia y a la voluntad les acontece lo mismo. Es que, en efecto, a todos estos fenóme­nos les acontece lo mismo porque el hombre tiene una es­tructura unitaria, que llamamos su modo de habérselas con las cosas, a saber, el modo de habérselas con ellas como re­alidad. El hombre se enfrenta con todas las cosas como reali­dades; tiene esa habitud que llamamos enfrentamiento con la realidad. Y la habitud consiste en hacer que las cosas queden en cierta manera presentes al hombre. Recíprocamente, las cosas así presentes al hombre quedan en una cierta forma, según el modo de hacerlas presentes. Pues bien, a ese modo de quedar es justamente a lo que llamo «actua/idad».

La actualidad no es algo que pertenece a las notas reales de una cosa. Uno puede no haber visto en su vida el conteni­do de una galaxia que esté a unos cuantos cientos de millo­nes de años luz, pero la galaxia es la misma. Actualidad no es algo que concierne a las notas reales de la cosa; concierne pura y simplemente a aquel momento según el cual la cosa queda en la forma que es, justamente delante de mí. Cuando

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este quedar está producido por un acto del hombre más o menos arbitrario —se dice, por ejemplo, que tal cosa o tal asunto tienen mucha actualidad en un cierto momento—, en­tonces, evidentemente, la actualidad es algo puramente extrín­seco. Pero cuando es una actualidad que concierne a una co­sa que se me está presentando por vez primera como tal cosa ante mí, entonces es la realidad la que desde sí misma queda en cierta forma ante mí, por el hecho de que yo la haga que­darse. Y queda, sin ganar o perder notas reales. Adquirir ac­tualidad no es adquirir una nota real.

La presencialidad no es un modo primario. La presencia- lidad está fundada en la actualidad. Precisamente porque las cosas quedan en cierta forma, le son presentes al hombre, y no al revés, como han entendido, por ejemplo, muchas direc­ciones de la filosofía actual.

Pues bien, la unidad del hacer que las cosas queden y del quedar de las cosas, es justamente lo que constituye el de 3. De ahí que haya una diferencia profunda entre la nuda reali­dad y el momento de actualidad; diferencia tan profunda que la nuda realidad no tiene por qué ser actual. Ahora, la recí­proca tiene un carácter especial: es que toda actualidad, por ser actualidad, y no por otra razón, es constitutivamente ac­tualidad «de» una realidad. El actualizarse una realidad como tal es ciertamente algo propio de la realidad. Y ahí es donde está justamente el carácter no-subjetivo que tiene todo senti­miento. Ahora bien, la actualidad queda modificada en cuan­to actualidad, por aquello en quien se actualiza. Y estos mo­dos, precisamente por ser de actualidad, son modos de la re­alidad misma de las cosas, califican a la realidad misma. No es lo mismo la realidad en su modo de actualización en la in­teligencia, que en su modo de actualización en la voluntad. Lo primero es la realidad misma como uerum; lo segundo es

3 Nota de Zublri; «La actualidad no es ‘término intencional de' sino ‘actuali­

zación en’ .»

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la realidad misma como bonum. Los modos de actualidad, pues, califican intrínsecamente a la realidad misma. Por esto, los sentimientos, precisamente porque son actualidad de lo real, califican a la realidad misma. Los sentimientos son esta­dos de atemperamiento a la realidad, en los cuales la realidad misma se nos actualiza y presenta como atemperante.

Estamos habituados a ver en la realidad solamente el co­rrelato de una intelección o de una volición, y creer que en­tonces la realidad es lo aprehensible como uerum y lo optable como bonum. Tendríamos que habituamos a introducir en la filosofía esta idea de que la realidad es también formalmente atemperante. La realidad es el «de suyo». Y este «de suyo» queda actualizado no solamente en forma de verdad y de bondad, sino también en forma de atemperante. Por esto es por lo que el sentimiento es «de» la realidad: la realidad es formalmente atemperante. De ahí que el «estar» que define formal y constitutivamente el sentimiento, sea el «estar en la actualidad atemperante de lo real». Todo sentimiento es un modo de actualidad de lo real.

Tan esto es así, que los sentimientos son muchos y muy diversos desde el punto de vista de los actos que el hombre ejecuta. Pero sin embargo, desde el punto de vista de la reali­dad que en todo sentimiento se actualiza, no hay más que dos sentimientos: fruición o gusto y disgusto. Gusto y disgusto no son dos sentimientos más en la lista: amor, odio, alegría, compasión, gusto, disgusto, etc. No, no. Todos los sentimien­tos pueden tener esta doble modalidad del gusto y del disgus­to; innegablemente. Son dos dimensiones de todo sentimiento según el modo de actualidad de lo real en él. ¡Qué duda ca­be! Cuántos hay que se hunden, hasta fruitivamente, en la propia tristeza; recíprocamente, hay alegrías que nada tienen de fruición. Por la razón que se quiera, el hombre puede sen­tir estados sumamente gratos y alegres de felicidad y, sin em­bargo, producirle un íntimo disgusto. No son lo mismo la di­mensión de gusto y disgusto en lo referente a la actualización

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de lo real en los sentimientos, y la diversidad cualitativa de los sentimientos como actos de la persona. La fruición es la satisfacción acomodada a la realidad actualizada en el sentimiento 4. Es el disfrute en esta actualidad.

Entonces uno se pregunta: esto que hemos llamado re­alidad atemperante, ¿qué es en última instancia? ¿Cuál es el carácter de la realidad según su actualidad en el senti­miento? Es el segundo punto.

2

Qué es el «de» mismo

Cuando uno se acerca a la realidad con la inteligencia, se dice que realidad es aquello que se actualiza en la inte­ligencia en forma de verdad. Lo cual es cierto. Si uno se acerca a la realidad con la voluntad, la realidad está delan­te de la volición humana como algo distinto: como algo que va a ser bueno, y que por eso lo elige el hombre en una forma determinada. Pues bien, la realidad no es sola­mente aprehensible, y no solamente es optable; la realidad es algo más: es justamente atemperante. Y esta cualidad in­trínseca de la realidad es lo que yo llamaría temperie.

El vocablo existe en el diccionario. Temperie, nos dice el Diccionario, es el «estado de la atmósfera, según los di­versos grados de calor o frío, sequedad o humedad»5.

En el curso de la voluntad definió Zublri ésta como amor fruente de

lo real como real (cf. p. 42 y p. 97, nota 2). Ahora, por el contrario, con­

sidera que la fruición es característica propia y específica del sentimiento, no de la voluntad, y la define como «la satisfacción acomodada a la reali­dad actualizada en el sentimiento». Esta definición, cronológicamente poste­rior a aquélla, exige introducir algunas matizadones en la teoría zubiriana

de la voluntad.5 Real Academia Española, Diccionario de i a Lengua Española, 19 ed.,

Madrid, 1970, p. 2151.

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Pues bien, aquf extendemos esto a las dimensiones enteras de la realidad, al ámbito entero de la realidad. Eso es la temperie.

La realidad como temperie es algo irrefragable y úni­co, distinto de la realidad como aprehensible y distinto de la realidad como buena. Y esa realidad como temperie es la que se nos presenta precisamente en el sentimiento. Es un carácter de la realidad que es menester subrayar enér­gicamente. La realidad no es pura y simplemente el área de lo verdadero y el área de lo bueno, es también el área de la temperie. Tan verdad es esto, que el hombre es el único animal que no puede determinarse sino a la intem­perie, es decir, en el cielo raso de la realidad.

Cada una de estas determinaciones es un sentimiento. Por eso es por lo que decía antes que los sentimientos son principios tónicos de realidad, de estar afectados por la realidad. Pues bien, rigurosamente lo que son es princi­pio temperamental. Temperamental, no en el sentido de un temperamento psicológico, sino en el de ser un princi­pio que nos atempera a la realidad como temperie. Son principios tónicos de realidad; es atemperarnos a la reali­dad, la cual entonces es actualizada formalmente como temperie.

Y por eso es por lo que, en última instancia, los senti­mientos no son meramente subjetivos. Todos los senti­mientos nos presentan facetas de la realidad, no solamente estados mfos. Se ha dicho y se ha comentado largamente en muchos libros, que el amor, por ejemplo, es vidente, que ve cosas que no ve la pura inteligencia. Esto es ver­dad, aunque quizá no tan verdad como se dice en los li­bros, pero, en fin, es mucha verdad. Pero esto no es ex­clusivo del amor; es propio de todo sentimiento. Todo sentimiento es en cierto modo vidente de la faceta que nos presenta. Pero hacfa falta decir por qué y en qué sen­tido. Y se nos ha omitido siempre esa explicación. Yo

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creo que es pura y simplemente por eso, porque presenta un modo de actualidad de la realidad en el enfrentamiento atem­perante con ella.

Con esto hemos dado ya otro paso. El primero fue pre­guntarnos por qué es un sentimiento. En el segundo hemos averiguado en qué consiste la realidad que nos hace presente el sentimiento; esa realidad que se nos hace presente en dos dimensiones, la fruición y el disgusto.

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§3

EL SENTIMIENTO ESTÉTICO

El sentimiento estético es ante todo un sentimiento, y co­mo tal, un acto. Pero esto no está claro. Aunque se dice «el» sentimiento estético, ¿es verdad que el hombre tiene «un» sentimiento estético? Porque lo que de verdad el hombre tie­ne son muchos, muchísimos sentimientos estéticos. Se habla de «el» sentimiento estético, así, por una especie de substanti- vación que no se sabe bien lo que quiere decir. Y quiere decir algo, pero es menester expresarlo más claramente.

Si bien es verdad que hay muchos sentimientos como ac­tos míos, en cambio por su referencia a la realidad que se nos hace presente no hay más que dos modos: la fruición y el disgusto; es el momento de realidad fruitiva en sus dos for­mas: de fruición y de disgusto.

Éstos no son dos sentimientos más entre los muchos que el hombre tiene, sino la dimensión de todo sentimiento, de todo acto sentimental mío, en cuanto referente a la realidad. La tristeza, la alegría y el miedo son muchos sentimientos y muy diversos, pero no son fruición más que referidos al térmi­no que en esos sentimientos se nos hace presente.

Fruición y disgusto son dos cualidades que tiene todo sentimiento en tanto que atemperamiento a la realidad. Em­pléese el vocablo que se quiera, fruición, complacencia, goce; es igual. El goce está en el momento de actualidad de lo real; no es, pues, puramente un sentimiento más como todos los demás. Uno puede gozarse en su tristeza, como puede estar triste en sus goces. El goce afecta siempre y concierne a la di­mensión por la cual el sentimiento como atemperamiento da a la realidad.

Y por eso no me harto en decir que los sentimientos no

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r

son nunca meramente subjetivos. Son «de» la realidad, que es actual en todos ellos: la realidad es complaciente; es la fa­cultad complaciente de la realidad cuando está actualizada en mi sentimiento, que se atempera a ella.

Esto supuesto, nos preguntamos entonces en qué consis­te el sentimiento estético, cuál es el momento del goce que califica este sentimiento estético.

En toda fruición, en todo goce, la cosa real queda actua­lizada en mf, en una cierta forma. En todo goce, la cosa real «queda», se actualiza en una cierta forma. Pero, naturalmen­te, hay muchos modos de quedar y muchos modos de frui­ción. Por ejemplo, yo puedo tener la fruición de una manza­na muy buena, estupenda, muy madura, de gran sabor, etc. Tengo una fruición auténtica, real. Esto es innegable. En este caso, las fruiciones ciertamente se refieren a la realidad; no se trata de una cosa imaginaria, de una alucinación ni de un proyecto, sino inclusive de algo que un animal no puede te­ner, a saber, la manzana real. Pero de esta manzana real, lo que a mf me produce la fruición son las cualidades que esa manzana tiene, su sabor, si me sienta bien, si me sienta mal, la agradable compañía en que la puedo comer, etc. Se trata, pues, de un atemperamiento a la realidad por razón de las cualidades que tienen las cosas reales. Es un tipo real y efec­tivamente auténtico de fruición.

Pero se puede tener una fruición de las cosas reales de una manera distinta. Yo puedo tener la fruición y la compla­cencia en algo real no por las cualidades que tiene, sino pu­ra y simplemente porque es real. Ése es el sentimiento estéti­co. Es la fruición en algo real, simplemente porque es real. Un padre puede tener complacencia en su hijo aunque sea un criminal. Por supuesto, éste no es un sentimiento estético, ya que el padre se complace en el hijo porque es hijo más que porque sea real. Pero si lo tomara nada más que como realidad, éste seria un fenómeno estético, no hay duda nin­guna.

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Todo puede convertirse en término de un sentimiento es­tético. Basta con que en lugar de considerar las cualidades que efectivamente tiene, yo tenga la fruición y la complacen­cia en ello simplemente como siendo realidad. Esto es lo que constituye, a mi modo de ver, la esencia del fenómeno estéti­co.

Es, en primer lugar, un atemperamiento, y en este sentido entra en la categoría de los sentimientos. Pero, en segundo lugar, es un atemperamiento a la realidad precisa y formal­mente como realidad. Y esto es justamente lo que especifica el sentimiento estético. Los demás sentimientos no tienen frui­ción estética en este sentido. Tienen carácter fruitivo en otros sentidos, por las cualidades que la cosa realmente tiene; una manzana por su sabor, etc. Pero si gusto de todo ello formal­mente como real, entonces es cuando las cosas se convierten en término del sentimiento estético. La complacencia en lo re­al como real es justamente, a mi modo de ver, la esencia del sentimiento estético.

Esto no significa, como a primera vista pudiera parecer, que el sentimiento estético tenga respecto de los demás senti­mientos una prerrogativa especial, la de ser un atemperamien­to a lo real. Esto lo es todo sentimiento. Pero el sentimiento estético no es «un» sentimiento más entre los demás senti­mientos. Ciertamente no hay más remedio que adoptar el len­guaje corriente, y tomar el sentimiento como un acto. En este sentido puede haber muchos sentimientos estéticos. Yo mis­mo lo he dicho antes. Pero tomando, como debe tomarse, hablando con rigor, la dimensión de acíua/ícfad del sentimien­to, entonces no hay sino «un» sentimiento estético. Y este sentimiento no es un sentimiento más entre otros:

Primero, porque es una dimensión de la fruición, la cual, ya lo hemos dicho, no es un sentimiento más entre otros, co­mo la alegría, la compasión, el amor, la tristeza, etc. La frui­ción no es un sentimiento más entre otros. Lo que llamamos los «otros» sentimientos son los diversos «actos» y formas de

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atemperamiento a lo real. Como teles actos son actos y esta­dos «míos». Pero «iodo» sentimiento tiene una dimensión distinta: aquélla según la cual no es un acto o estado mío, si­no que es intrínseca y formalmente la actualidad de lo real. Y según este dimensión, todo sentimiento envuelve una frui­ción o disgusto. Tomemos ambas direcciones a potiorí y lla­mémoslas fruición. Por tanto, la fruición no es un sentimien­to más entre otros, sino más bien una dimensión de todo sentimiento como actualidad de lo real.

Segundo. El sentimiento estético es un modo de fruición, de goce. Por tanto, no es un sentimiento más entre otros, si­no una dimensión constitutiva, más o menos larvada, de to­do sentimiento. En todo sentimiento hay una dimensión de alío0r]ai5 atemperante de lo real. Y esto es lo que se llama sentimiento estético. En realidad habría que decir «lo estético de todo sentimiento». Todo sentimiento envuelve intrínseca y formalmente una componente estética. En el capítulo siguien­te veremos con más precisión el carácter de este componen­

te.En definitiva, el sentimiento estético no es un sentimiento

más en la línea de los muchos sentimientos del hombre. Por tanto, no tiene prerrogativa especial ninguna entre ellos, justo porque no es un sentimiento sino una componente de todo sentimiento. La expresión «sentimiento estético» procede de una falsa conceptuación del sentimiento como estado subjeti­vo, íntimo, con lo cual el sentimiento estético resulta ser un sentimiento más junto al sentimiento moral, a los sentimien­tos sociales, religiosos, etc. Pero no es así, sino que es la di­mensión de actualidad de lo real propia de todo sentimiento. Lo que sucede es que puede tomarse la dimensión estética en y por sí misma, y entonces, partiendo del falso concepto del sentimiento como mero estado subjetivo, se hace de la dimensión estética un sentimiento especial. Y esto, como di­go, es falso. Lo estético puede y debe ser tomado en y por sí mismo, pero sólo como dimensión. Y entonces lo estético

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puede convertirse incluso en objeto de una ciencia de lo esté­tico: ia Estética. Pero jamás se debería convertir dimensión en estado.

La confusión está favorecida por el hecho de que al ha­blar de lo intelectivo o de lo volitivo, no hace falta adjetivo ninguno que lo especifique, mientras que tratándose del senti­miento es imprescindible añadir el adjetivo «estético». Pero esto es una ilusión producida por la historia misma de los conceptos. Tomemos el caso de la intelección. Todos los ac­tos de intelección, como actos, son subjetuales. Pero sea cual­quiera la forma en que las distintas filosofías conceptúan los actos de intelección, siempre se considera obvio, y con razón, que la intelección es siempre «de» lo inteligido. Y esta obvie­dad, precisamente por serlo, hace que se omita en la intelec­ción el adjetivo que la califique. Pero si se quiere ser riguroso, habría que especificar que al hablar de intelección se está ha­blando no de los actos de intelección, sino de la dimensión que en todos ellos atañe a lo real, a saber, la verdad, la ver­dad primaria. Habría que hablar, pues, de «inteligencia verita- tiva», o mejor de «lo veritativo de la intelección». Si de ordi­nario no lo hacemos, es porque se sobreentiende. Tanto que este «sobre-entendimiento» es justo una fuente de graves con­fusiones y de errores en la teoría de la intelección. Lo verita­tivo no es un acto de intelección entre otros, sino una dimen­sión de todo acto intelectivo.

Lo propio sucede con la volición. Los actos de volición son siempre actos de elección. Pero en toda elección se opta por la forma de realidad que quiero ser: la opción no es un acto más de elección, sino la dimensión de toda elección. Así habría que hablar no de opción de la voluntad sino de «lo optativo de la voluntad» en toda elección: es la «voluntad op­tativa».

Por tanto, junto al sentimiento estético, hay la intelección veritativa y la volición optativa. Como la filosofía siempre ha sobreentendido lo veritativo y lo optativo tratándose de la in­

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telección y de !a volición, se habla siempre de intelección y de volición a secas. Pero cuando se quiere conceptuar el senti­miento y no se tiene un concepto estricto de lo que es lo es­tético, entonces se agrega al sentimiento el adjetivo «estético». La razón de ello es una íalsedad: no hay sentimiento estético sino lo estético de todo sentimiento. Y justo para corregir esta falsedad es por lo que resulta imprescindible seguir hablando de sentimiento estético. Ni es un sentimiento especial ni tiene prerrogativa sobre los demás sentimientos: es el momento «real» de todo sentimiento, es la fruición de lo real como real en todo sentimiento.

Se dirá: «bueno, esto parece arbitrario». Porque suponga­mos que un científico hace un descubrimiento y se complace enormemente en ello, ¿es estético el objeto así descubierto? Pero en el noventa y nueve por ciento de los casos, el científi­co se complace no tanto en la realidad que descubre sino en el hecho de que lo haya descubierto él. Pero esto es una frui­ción distinta. En segundo lugar, el científico puede tener la fruición de que la realidad sea así --a veces, muy inesperada­mente—; pero puede que eso no le produzca gozo. Y en ter­cer lugar, lo que no está dicho en ninguna parte es que por­que tenga una intelección de la realidad no tenga que tener una complacencia estética. Esto sería absurdo.

En una de las múltiples conversaciones que tuvo la ama­bilidad de concederme, Einstein me decía un día, hablando precisamente de la Escuela de Viena, de Emst Mach, que tan­to invocaba su nombre: «Se ha dicho mucho que yo me he inspirado en la filosofía de Mach. No es verdad: yo no me he inspirado en el principio de la economía del pensamiento, me he inspirado en algo distinto: en que creo que la arquitectura de las leyes de la Naturaleza tiene que tener una belleza y una armonía. Y la Relatividad se la da». Evidentemente. Pero esto no fue el enunciado del principio de relatividad. Fue la frui­ción estética que este hombre tenía y que dirigió su descubri­miento de la relatividad, que es cosa diferente.

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La fruición estética es esencialmente distinta de la intelec­ción y de la volición. Es una actualidad de lo real en fruición, en el atemperamiento a la realidad. Y por esto el sentimiento y el goce estético no son subjetivos en manera alguna. Son subjetivos por otras razones: en el sentido de que hay muchos sentimientos estéticos, en el de que pueden variar con los in­dividuos, con las mentalidades y con las épocas, etc., etc. Pe­ro todo sentimiento envuelve formalmente una facete de lo real: lo real como atemperante en cuanto real. Una realidad atemperante que no es ni «causa» del sentimiento, ni es un «término intencional» de él, sino que es la «actualidad» mis­ma de lo real. Por eso, naturalmente, me ha parecido siempre que es falsa la tesis de Hegel, según la cual —ahora me per­mito aludir al Arte— el Arte es la expresión de la vida del Es­píritu. Esto no es más que media verdad. Y digo media por hacer una concesión a la idea. Es que queda la otra media, la otra mitad, que es esencial a la cuestión. Porque lo esencial, a mi modo de ver, de la obra de Arte no es ser expresión de la vida del Espíritu, sino expresión de la actualidad de la reali­dad en mí como realidad. Esto es una historia diferente; no es una expresión de la vida del espíritu, sino una expresión de la manera como en esa vida se hace actual lo real; es una ex­presión de lo actual de la realidad misma.

Y esto no acontece solamente en el Arte, es que acontece con otras disciplinas. Sería una falsedad pensar que la mane­ra primaria como la inteligencia aprehende lo real es la Lógi­ca. Esto es falso. La verdad real es la actualidad misma de lo real en su aprehensión, en su aprehensión simple 6 en la inte-

6 En estos años Zubiri todavía afirmaba, como en Sobre ia esencia, que la verdad real es el resultado de la actualización intelectiva de la cosa en la «apre­hensión simple». Cf. Sobre la esencia, 5.° ed,, Madrid, Alianza, 1985, pp. 16 y 353. Es en /nfe/ígencia sentiente donde va a diferenciar par primera vez entre «apre­

hensión primordial» y «parehensión simple»; asf, en el siguiente párrafo: «Si en la

impresión de realidad se toma tan sólo el momento de alteridad por sf mismo, en­tonces se pensaría que la aprehensión primordial de realidad no es sino una sfm-

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Hgencia a la cual se presenta, y lo que llamamos Lógica es pura y simplemente la expresión de esa primaria verdad real. ¿Se va a decir por esto que la Lógica es subjetiva?; ¿que es la vida del Espíritu? Sí y no.

Lo mismo se puede y se debe decir de la Ética. Cierta­mente, el fenómeno radical y crucial de la Ética no es un sis­tema y una tabla de valores o de deberes; no, sino la presen­cia de la realidad en tanto que un bonum, en tanto que bue­na. Lo otro, la Ética, es la expresión de ese bonum; expresión sobre la que, ciertamente, habrá que discutir.

Análogamente, el fenómeno primario en el orden del sen­timiento, del sentimiento estético, es la presencia actualizada de la realidad; envuelve la actualidad de lo real no sólo intrín­secamente sino también formalmente. La expresión de esta actualidad constituye precisamente el Arte.

La Lógica, la Ética y el Arte son tres expresiones de la ac­tualidad primaría de la realidad en la inteligencia, en la volun­tad y en el sentimiento temperante del hombre.

pie aprehensión. Porque en la simple aprehensión, ‘simple’ significa clásicamen­te que aún no se afirma la realidad de lo aprehendido, sino que se deja reducido lo aprehendido a mera alteridad. En la simple aprehensión tendríamos la alteri-

dad como algo que reposa sobre sí mismo sin inscribirlo dentro de la afección y de la fuerza de imposición de la realidad. Es menester, por el contrario, inscribir el momento propio de alteridad dentro de la impresión de realidad en cuanto afec­ción y en cuanto fuerza de imposición. Y entonces ya no es simple aprehensión si­no que es más bien lo que tantas veces he llamado aprehensión simp/e de reali­dad, y que ahora llamo aprehensión primordial de realidad. He eliminado aque­lla expresión para evitar la confusión con simple aprehensión» (¡ntreligencía sen- tiente, *Inteligencia y realidad, 3.“ ed. Madrid, Alianza, 1984, pp. 66-7). So­

bre la «simple aprehensión», a diferencia de la «aprehensión primordial», cf. Inteligencia y lagos, Madrid, Alianza, 1982, p. 86.

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CAPÍTULO II

LO ESTÉTICO EN SÍ MISMO

En el capítulo anterior me he referido a lo que es un sen­timiento estético. Nos preguntábamos, en primer lugar, qué es un sentimiento. Un sentimiento no es, como vulgarmente se piensa, un afecto o una afección (aunque esto tiene su justifi­cación, pero estrictamente no es eso). Afección es un JtáBo , una cosa que uno sufre, que uno padece, no en el sentido de dolor, pero sí que uno recibe. Esto no es forzosamente un sentimiento. Esto, sin más, es una modificación del tono vital, que el hombre como todo animal puede tener, y que en tanto que animal tiene. El momento específico y propio del senti­miento consiste en que aquello que modifica nuestro tono vi­tal no sea estímulo sino una realidad. Y en ese caso tenemos que, en el hombre, la función del tono vital no es únicamente ser una modificación estimúlica de su propio estado, sino que es una manera de estar en lo real, acomodado a lo real. La acomodación tónica a lo real es, justamente, la esencia formal de un sentimiento y lo que, con una expresión probablemente poco feliz, yo enunciaba diciendo que el sentimiento es un atemperamiento a la realidad.

Los sentimientos son muchísimos, innumerables, como los actos de intelección o los actos de volición. Y son innume­rables no solamente en su número sino que además son dis­

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tintos en su calidad. Pero el sentimiento, al igual que la inteli­gencia y que la voluntad, envuelve justamente una versión a lo real. Y en el caso del sentimiento, una versión para estar acomodado o atemperado a lo real. Y en esta dimensión en cierto modo ortogonal que todos los sentimientos tienen res­pecto de lo real que en ellos se presente, ahí es donde hay que insistir para comprender lo que es, a mi modo de ver, lo estético. Porque a diferencia de los sentimientos estéticos y no estéticos, que —repito— son muchos como actos, sin em­bargo desde el punto de vista ortogonal de su referencia a la realidad —empleemos la palabra referencia de un modo vago, de momento— no hay más que dos, que son la fruición o el gusto y el disgusto.

Los sentimientos son innumerables, y todos ellos pueden tener esa doble dimensión de gusto y de disgusto, de fruición y de no fruición, respecto de la realidad que en esos senti­mientos se nos manifiesta. Los sentimientos nos presentan ca­da uno facetas distintas de la realidad, y todos ellos están ca­lificados como sentimientos en fruición o en no-fruición.

Pues bien, las realidades a las cuales el hombre puede tó­nicamente acomodarse, pueden ser principios de acomoda­ción tónica de muchas maneras distintas; por ejemplo, lo más corriente es que la fruición que se tiene de las cosas reales lo sea por las cualidades que efectivamente poseen. Esto es evi­dente. Pero yo puedo tener una fruición que no se refiera a las cualidades que posean las cosas reales, sino a las cosas reales como realidades. Entonces, a mi modo de ver, lo que tenemos es justamente la dimensión estética del sentimiento. El sentimiento estético es la fruición de lo real como realidad.

Claro, como realidad, las cosas no están solamente actua­lizadas en el sentimiento; lo están también en la intelección y en la volición, pero de manera distinta. Las maneras como la realidad está presente a estas tres dimensiones constitutivas y radicales del hombre, a saber, inteligencia, voluntad y senti­miento, son distintas por la índole misma de aquél a quien se

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refieren. Tratándose de la inteligencia, la realidad cobra el ca­rácter de uerum; tratándose de la voluntad, la realidad cobra el carácter de bonum; tratándose del sentimiento, cobra el ca­rácter de bello, de pulchrum.

Pues bien, la realidad así presente al sentimiento, como por otro lado a la inteligencia y a la voluntad, es la realidad misma pero actualizada ante eí hombre en esas distintas di­mensiones suyas. La manera como el sentimiento, al igual que la inteligencia y la voluntad, envuelven la realidad es jus­tamente el ser actualización, el ser actualidad. Y aquello que distingue la inteligencia del sentimiento y de la voluntad, es la distinta manera de actualización. La una, la actualización que llamamos verdad; la otra, la actualización que llamamos bon­dad; la otra, la actualización que llamamos sentimiento. Y en ese caso, cuando el sentimiento recae sobre la realidad como realidad, es eí sentimiento estético. Por eso me ha parecido siempre que es una concepción meramente negativa de la be­lleza la que tiene Kant; dice ohne Interesse : ; sf, es una cosa desinteresada, pero ¿qué es ese desinterés? Ésa es una carac­terización negativa. Hay que decirlo positivamente. A mi mo­do de ver, positivamente es justo el carácter de las cosas tales como realidad, independientemente —o por lo menos a dife­rencia— de lo que las cosas puedan presentar en los caracte­res que talitativamente las constituyen.

Dicho esto, ahora hemos de analizar la manera como la realidad está presente en el sentimiento estético. El sentimien­to estético es una complacencia, una fruición en la realidad como realidad, y no porque la realidad tenga estas cualidades u otras. Ahora bien, los modos como la realidad se actualiza pertenecen, naturalmente, al carácter mismo de esa realidad en tanto que presente al hombre. La actualidad tiene distintos 1

1 Cf. Immanuel Kant, Kritik der Urteilskraft, I, 1, 1, 1, § 2: «Das Wohlge- fallen, welches das Geschmacksurthell bestimmt, ¡st ohne alies Interesse»: 204-5.

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modos, y estos modos califican distintamente a la realidad que se actualiza en ellos. ¿Cómo se va a decir que es lo mis­mo el modo como la realidad se actualiza en la inteligencia, que el modo como se actualiza en la voluntad o como se ac­tualiza en el sentimiento? Y no me refiero con esto a que in­teligencia, sentimiento y voluntad sean tres cosas distintas, que lo son, sino a que la realidad misma, en su carácter de actualidad, de actualitas reí, no es la misma en los tres casos. En el caso de la inteligencia, la realidad tiene este carácter que llamamos la verdad real. En el caso de la voluntad, tiene este carácter que llamamos el bonum y el bien. En el caso del sentimiento, la realidad tiene el carácter que constituye el pul- chrum, el pulcro, una cosa bella. La verdad, la belleza y el bien son en este sentido los tres modos intrínsecos como la realidad efectivamente está actualizada en el hombre. Ante el hombre no está actualizada solamente como inteligencia y después, como un apéndice, con el sentimiento y la voluntad, no. La realidad está actualizada según tres modos que son formalmente distintos entre sí, por muy conexos que se hallen —y se hallan. Esos tres momentos del pulchrum, del uerum y del bonum son algo que pertenece congéneremente a la reali­dad, a ella en sí misma, en tanto que es actual en la inteligen­cia, en la voluntad y en el sentimiento del hombre.

Las cosas, por consiguiente, son bellas en sí mismas. Be­lleza no es una cualificación extrínseca de las cosas: que sean lo que son y además resulte que son bellas, no. De la misma manera que son verdaderas en sí mismas, son también bellas en sí mismas, y son buenas en sí mismas.

En segundo lugar, lo que constituye la belleza de las co­sas es pura y simplemente la actualización. Y precisamente por esto, califica a la realidad de un modo propio. Es de la realidad porque la actualidad es siempre de la realidad. Decir que las cosas son bellas en sí mismas, quiere decir que la be­lleza es de las cosas, y este de significa que es la actualización misma de la realidad como atemperante. Lo cual quiere decir

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que lo que la belleza añade a las cosas no es una cualidad, como tampoco la bondad ni la verdad añaden una cualidad, sino que es pura y simplemente un modo de actualización por el que la realidad, ella, por lo que es en sí misma, sin ad­quirir ni perder notas por ello, se hace presente o queda co­mo real ante el hombre. La belleza, el bien, la verdad no aña­den a la realidad ninguna nota sino tan sólo actualidad. La realidad es fruitiva en sf misma, y por eso es bella en sf mis­ma.

Se dirá que es muy fácil afirmar asf, un poco enfática­mente, como lo estoy haciendo, que las cosas son bellas en sf mismas. ¿Si no hubiera hombres, serían bellas en sí mismas? Esto parece, ciertamente, una objeción, que se puede prolon­gar, preguntando: ¿serían verdaderas si no hubiera hombres? En ese caso no habría inteligencias. ¿Y serían buenas si no hubiera hombres? Entonces no habría voluntades. Lo cual quiere decir que la actualidad es de las cosas, aunque éstas, por lo que son en sf mismas, no tengan que ser forzosamente actuales si no hay el término respectivo al que se refieren. Pe­ro esto nos haría entrar en un aspecto de la cuestión que tra­taremos más adelante.

La belleza, pues, como actualidad de las cosas, es de ellas, algo asf como una cualidad intrínseca de ellas y, por consiguiente, lo primero que hay que decir es que la belleza no es un valor. Esta historia de los valores ha sido la tortura de la filosofía desde hace setenta años. Ni el bien es un valor, ni la verdad es un valor, ni la belleza es un valor; son modos de actualidad de las cosas; la manera como las cosas por su propia realidad quedan, precisamente, en la inteligencia, en la voluntad y en el sentimiento del hombre.

En segundo lugar, tampoco son cualidades de las cosas. ¿Cómo se va a decir que la belleza o la bondad o la verdad sean una cualidad de las cosas? Si no hubiera hombres, ¿es que las cosas perderían esa cualidad o no la habrían adquiri­do? No, lo que no habrían adquirido o lo que perderían si la

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Humanidad desaparece antes que las cosas, es justamente su actualidad, y eso es distinto.

Pero es actualidad de ellas, de las cosas. Y por eso es de las cosas, porque el pulchrum, al igual que el verum y que el bonum se refiere, pues, a las cosas en sí mismas. Lo que ocu­rre es que estas cosas, que son bellas en sí mismas, tienen en su belleza tres estratos distintos, o la belleza tiene en ellas tres estratos distintos. Y aquí es donde es menester todavía preci­sar un poco el concepto.

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§1

Hay un primer estrato, en el cual, ciertamente, considera­mos las cosas como término de la fruición estética, en su re- alidad-, no simplemente en que la manzana sea sabrosa, etc,, sino en su realidad, en que sea real. Esto es lo que le debe pasar al que pinta un bodegón —yo no sé, no entiendo de es­to, pero, en fin, me lo imagino—: considera las cosas «en» su realidad. Y entonces, desde este punto de vista, el dominio de lo que llamamos lo estético de las cosas, esto es, su pukhrum, tiene una dualidad enorme. De un lado hay las cosas que lla­mamos bellas y de otro lado las cosas que llamamos feas. {Empleo la palabra fea en su sentido etimológico, de foedus, en latín, en francés puant, una cosa repugnante, hedionda, fé­tida). Están, pues, las cosas bellas por oposición a las feas. Las cosas bellas serían justamente las cosas bien hechas, y lo otro serían las cosas que no están bien hechas. Lo primero sería perfección; lo segundo, imperfección. Lo bello es aquí lo perfecto.

Para estos dos grupos de cosas, la filosofía —y el lenguaje corriente en Grecia y Roma— tuvo nombres muy precisos: a aquello que constituye la realidad de algo llamaron (j.OQtpfí los griegos; forma lo llamaron los latinos. Para decir que algo es bello, —en el sentido en que estamos tratando aquí, xó kc&óv, lo bello—, los griegos dijeron que era EÜ-poQtprj, que «está en buena forma». Y el latín, que no tiene el prifejo sí)-, empleó una forma adjetivada, que es formosus, de donde salió la pa­labra «hermoso». Las cosas perfectas son hermosas y lo feo es lo deforme.

He aquí el primer estrato. En este estrato es en el que se

PRIMER ESTRATO: LA FRUICIÓN DE LAS COSAS«EN SU REALIDAD»

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apoyó toda la filosofía clásica, desde los tiempos de los grie­gos y prácticamente hasta casi nuestros días, cuando estable­ció la idea de la belleza como simetría o como mensuración, la idea de los cánones de belleza —recuérdese el canon de Polícleto, y todavía en tiempo del Renacimiento, la propor­ción aurea, la divina proporción, el entusiasmo por los polie­dros y las figuras geométricas, regulares, etc —. Todo aquello que constituye en una o en otra forma la perfección, es fuen­te y objeto de hermosura. Lo feo es justamente lo deforme.

Y aquí es donde está auténticamente todo el margen fa­buloso de la relatividad de lo bello que se refiere a este estra­to. Qué cosas sean bellas conforme a un canon o a otro, cuá­les sean los cánones de belleza, eso rueda con la Historia, con sus distintas mentalidades, con sus distintas épocas, y aun con los propios individuos, dentro de una misma época y dentro de una misma mentalidad.

Pero, ¿es éste el único estrato del objeto del sentimiento estético?

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§2

Hay un segundo estrato, en que la complacencia se refie­re ciertamente a las cosas reales, pero no «en su realidad», si­no «por ser reales». Esto cambia el panorama. Cambia com­pletamente el panorama, porque si tengo la fruición de algo real por ser real, lo que en el estrato anterior he llamado de­forme o feo forma parte también de la realidad y, por consi­guiente, es término de un goce estético, ¡qué duda cabe! No se trata aquf de que haya un Arte que exprese pulcramente, bellamente un objeto feo, sino de que la fealdad misma del objeto, en tanto que objeto, y en tanto que cosa fea, es justa­mente un modo de belleza. Es lo que pudiéramos llamar la beauté de la pourriture. ¡Qué duda cabe! Lo deforme en cuan­to deforme es justamente real, y en tanto que es real, si se tie­ne la fruición de lo real por ser real y no en su realidad, en­tonces hasta lo más horrendo del Planeta se convierte eo ipso en objeto estético.

Se dirá que aquí es donde lo estético no significa simple­mente lo bello. Y, en efecto, asf es. No significa lo bello en el otro sentido de la palabra, en el primer estrato. Ahora, si lla­mamos bello a potiori —como se hace tantas veces— a lo que es bello en otro sentido, a saber, en el sentido de ser el térmi­no de una fruición de lo real por ser real, en ese caso qué du­da cabe que es un estrato distinto de pulchrum y de belleza.

Se dirá que una cosa horrenda, una cosa fea, no puede ser bella sin contradicción. Pero esto no es verdad, porque nos estamos moviendo en dos estratos distintos: no puede ser bella si se aplica el concepto de belleza del primer estrato; pe­ro es bella si se aplica el segundo. No hay contradicción sino

SEGUNDO ESTRATO: LA FRUICIÓN DE LAS COSAS«POR SER- REALES»

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que hay pura y simplemente diferencia de estratos. Uno pue­de tener la fruición de su realidad en su propia fealdad. En este caso, no se puede decir que lo feo sea hermoso —esto serfa un contrasentido—, pero sf que el plano, el estrato se­gundo en que nos movemos, en cierto modo anula, por ab­sorción y por elevación, la diferencia constitutiva del primer estrato. Naturalmente, no hay una palabra especial para de­signar esto, pero si designamos este ámbito de la realidad por su realidad a potíorí, es decir, por el término preferido y exce­lente, a saber, en tanto que bello, entonces diremos que el se­gundo estrato es el de la belleza, comprendiendo en ella justa­mente la belleza de lo que en el primer estrato puede ser ho­rrendo.

De ahí que entonces se pregunte uno: ¿es que en este se­gundo estrato no caben cosas que no sean bellas? De esto ha­blaremos inmediatamente. Pero, por lo pronto, se puede anti­cipar que todo puede ser bello, pero que también todo puede ser feo. Éste es un gravísimo problema. Un gravísimo proble­ma que nos conduce precisamente al tercer estrato de lo que es el puíchrum y la belleza. El primero era la fruición de las cosas en su realidad; el segundo, la fruición de las cosas por ser reales; el tercero, la fruición de la realidad en cuanto reali­dad2. Esta última es una dimensión, naturalmente, muchfsi-

2 Esas tres expresiones, «en su realidad», «por ser reales» y «en cuanto reales» recuerdan las otras tres que resumen todo el contenido de la trilogía sobre la inteligencia: «realidad», «en realidad» y «en la realidad». En efecto,

Zubiri se está refiriendo a lo mismo, si bien de un modo menos preciso y ela­borado. No olvidemos que este curso es un lustro anterior a la trilogía. Lo que aquí se considera como primer estrato, la fruición de las cosas «en su re­

alidad», corresponde con lo que en el orden de la inteligencia se describe en

la trilogía como «en la realidad», es decir, como nivel de la razón. Cabe tam­

bién establecer una cierta correspondencia entre la fruición de las cosas «por ser reates» y su intelección «en realidad» por obra de! logos, y entre la frui­ción de las cosas «en cuanto reales» y su intelección «real» en la aprehensión primordial. En cualquier caso, conviene tener en cuenta que a la altura de

1975 Zubiri no había diferenciado todavía nítidamente aprehensión primor-

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mo más grave, porque aquí no se juega únicamente la frui­ción en el atemperamiento a las cosas reales; se juega algo distinto: el atemperamiento al carácter mismo de realidad, la idea misma de la realidad como temperie.

diai de logos. Por eso es quizá más correcto identificar la fruición de las co­sas «en su realidad» con la intelección racional de las cosas «allende la pre­

hensión», y considerar que los otros dos tipos de fruición, «por ser reales» y «en cuanta reales» se corresponden con los dos momentos, específico e ines­pecífico, de la intelección de las cosas «en la aprehensión». Esos dos modos, el inespecífico y el específico, no se identifican, respectivamente, con la apre­

hensión primordial y el logos, aunque sólo fuera por el hecho de que ambos

se dan en cada uno de esos niveles. Sin embargo, sí hay una clara predomi­

nancia del momento inespecífico en la prehensión primordial, y del momen­to específico en el logos. En tal sentido, cabe concluir que la fruición de las cosas «en cuanto reales» se desarrolla en el orden de la aprehensión primor­dial de realidad, y la fruición de las cosas «por ser reales» en el orden del lo­gos. El establecimiento de estas correspondencias es importante, ya que per­mite comprender cómo puede desarrollarse el programa noológico de Zubiri

en el orden del sentimiento, y no sólo en el de la intelección.

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§ 3

Hay, pues, un tercer estrato, deí cual tenemos que pre­guntamos tres cosas: Primero, en qué consiste en sf mismo ese estrato; en segundo lugar, cuál es su posible relación — empleemos esta palabra, que en realidad no dice nada, ya que de alguna manera hay que expresarse—, cuál es su posi­ble relación con los dos estratos anteriores; y en tercer lugar, en virtud de lo que vamos a decir de este estrato, cuál es el carácter que positivamente lo constituye desde el punto de vista de la estructura metafísica de la realidad.

TERCER ESTRATO: LA FRUICIÓN DE LA REALIDAD«EN CUANTO REALIDAD»

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El pulchrum

Para ver qué es este estrato en sf mismo, partamos de los dos anteriores. Hay cosas que son hermosas y cosas que son feas. En el segundo estrato todo tiene su belleza a su modo, la positiva o la negativa. Hemos visto que esas disyunciones operan más o menos en los dos casos, pero hay que hacer una observación: ninguna oposición, por radical que sea, se da justamente sin una línea previa en la cual esa oposición se establece. Yo puedo decir de un número que es par y de otro que es impar; pero esto sólo es posible, naturalmente, en la lí­nea de número. Si estuviera hablando de colores, no tendría sentido hablar de par y de impar.

Ahora bien, cuando uno dice que las cosas unas son her­mosas y las otras son feas, se pregunta: ¿y cuál es la línea dentro de la cual se establece esa oposición? Esto es esencial

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para la cuestión, porque esa línea ha de ser en primer lugar una línea en la cual se establezca la oposición, y, segundo, ha de ser una línea necesaria, es decir, que haga que la oposi­ción no sea un mero capricho. No hay ninguna necesidad de que yo considere las cosas como números, y en ese caso la diferencia entre par e impar puede ser un capricho o una ar­bitrariedad. Al señor que no hace aritmética esa diferencia le tiene sin cuidado. Ahora, no es el caso de lo bello y de lo feo. El hombre se encuentra necesariamente incurso en esa línea común.

Nos preguntamos entonces cuál es esa línea común. Y para esto no vamos a seguir ninguna especulación. Hay que continuar analizando lo que es la presencia de la realidad en un sentimiento estético.

En un sentimiento estético, como en todo sentimiento —y además en toda intelección y en toda volición, bien que por otras razones y en otra forma—, lo que llamamos el momento de realidad tiene caracteres completamente distintos. No son caracteres independientes, pero sí son distintos. En primer lu­gar, uno puede tener el sentimiento de una realidad, p.e., de una realidad hermosa, de la cual uno tiene una fruición. Esto es claro, y en ese caso el momento de realidad funciona co­mo un momento específico, propio de aquel sentimiento. Pe­ro resulta que esa fruición en la hermosura, en la belleza de una cosa, se opone necesariamente a una fealdad. Esto no quiere decir que después examine una cosa que sea fea, para ver cómo la meto en el sentimiento anterior; es que la llama­da cosa fea, o otra cosa que sea hermosa pero numéricamen­te distinta, se incluye precisamente en ese carácter que tiene la realidad, que ya no es específico sino que es el carácter mismo de realidad, en virtud del cual la cosa que me produce una fruición en su realidad, por ser real, tiene un momento de realidad que no se agota en aquella cosa, sino que en una o en otra forma se extiende a todas las demás que, real o po­siblemente, pueden venir a mis sentimientos. Éste es el mo-

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mentó que llamaríamos inespecífico: el momento inespecífico de realidad. No es esta realidad concreta específicamente de­terminada, sino un momento inespecífico de realidad: la reali­dad, cualquiera que ella sea. En este caso, naturalmente, la realidad no es una cosa real, lo que llamamos realidades; es, simplemente, el ámbito de realidad dentro del cual se presen­tan las cosas reales, y en el cual las unas son bellas y las otras son feas; es un ámbito de realidad.

Ahora bien, a este ámbito de realidad en cuanto tal es al que, probablemente sin fortuna, llamé temperie, aludiendo a que la temperie indica el estado general de la atmósfera que circunda una cosa de una manera más o menos también ines­pecífica. Empleando este vocablo en el sentido filosófico, tem­perie significa concretamente el ámbito de la realidad en cuanto ámbito. De ahí que la realidad, tal como está presente al sentimiento estético es, en primer lugar, una actualidad, es una actualidad de lo real, pero segundo, está actualizado jus­tamente en una línea que es el ámbito de realidad en la pro­pia temperie, en la realidad como temperie 3. La realidad no solamente es el ámbito de la realidad inteligible para la inteli­gencia, o apetecible o determinable como buena para la vo­luntad, es también el ámbito de la realidad atemperante para el hombre que tónicamente se encuentra acomodado a ella. El sentimiento como fruición de la realidad no recae solamen­te sobre unas cosas en su realidad y sobre las cosas por ser reales; recae también sobre el ámbito mismo de realidad en cuanto tal. Y ése es justamente el tercer estrato, al que tene­mos que atender.

Este tercer estrato es difícil, y además es inútil romperse la cabeza en busca de nombres. Las palabras no están hechas para estas disquisiciones. Pero si hemos llamado hermosas a las cosas en el primer estrato, y en el segundo las hemos lla­mado a potiorí bellas, podemos echar mano de una tercera

3 Nota de Zubtri: «Califica a lo real.»

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palabra, que no es que sea tercera en sentido semántico, pero que nos servirá para entendemos; en este tercer estrato ha­blaremos de pulchrum.

Pulchrum traduce exactamente el griego koXóv, de modo que en esto no hay ningún engaño. Lo que pasa es que la palabra pulchrum tiene en español dos dimensiones: por un lado, significa efectivamente pu/chrum, lo bello. Pero por otra parte, significa un poco la pulcritud, la limpieza de un ambien­te, de una idea, etc. Pues bien, en este doble sentido emplea­ré la palabra pulchrum, para designar este tercer estrato. Insis­to en que esto no significa que la palabra pulchrum tenga es­ta adscripción semántica, sino que es una utilización del voca­blo, pues de alguna manera tiene uno que servirse de las pa­labras para designar las cosas.

Todo sentimiento estético, en definitiva, a diferencia de una mera modificación tónica, propia por ejemplo del animal, tiene en cierto modo dos dimensiones de superación del mo­mento tónico. Uno, el momento de superación según el cual la modificación de mi tono vital se debe justamente a la pre­sencia de la realidad a la cual me encuentro acomodado. Y segundo, un paso más, por el cual cada una de las cosas re­ales me lleva a algo mucho más amplio que todas ellas, que es justamente el ámbito de realidad, a saber, el ámbito del pulchrum.

Este tercer estrato no está separado de los dos anteriores. Que estuviera separado lo pensó Platón —de ahf que hablara del auto tó koXóv—, el gran separador del mundo de las Ideas, que luego se tuvo que hacer cuestión, evidentemente, de la pÉ0E ig, de cómo participaban unas ideas en otras y la realidad en la idea. Tampoco se trata de que esté superpuesta la realidad. Sería absurdo pensar que las cosas están flotando en una especie de piélago que fuera «la» realidad, y que las cosas bellas estuvieran flotando en una especie de ambiente que fuera el pu/cfirum. El pulchrum se encuentra en las cosas bellas, y fuera de ellas no tiene realidad ninguna. Lo que pasa

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es que no se identifica con ellas. Porque el pulchrum de cada cosa bella, sin ser nada fuera de esa cosa, sin embargo, remi­te a todas las demás cosas bellas. Y por consiguiente, hay una especie de transcendencia —-empleemos el vocablo que luego examinaremos más detenidamente— del ámbito de la realidad y del ámbito deí pulchrum respecto de las cosas re­ales y de las cosas bellas. No es una transcendencia de las co­sas reales, que es lo que pensaba Platón, sino una transcen­dencia en las cosas reales. El ámbito de la realidad no es una especie de región a la que se sube, pasando por las cosas be­llas, no. El ámbito de realidad no es sino el ámbito de trans­cendencia en ¡as cosas bellas, reales y concretas.

De aquf derivan dos consecuencias importantes para nuestro problema. En primer lugar, que siendo esto asf, se comprende efectivamente que todas las cosas, necesariamen­te, o son bellas o son feas. No es un capricho; es lo que de­cía: una línea necesaria. Necesariamente, o son bellas o son feas. Y la necesidad de la línea común, de esta línea común, es justamente lo que hemos llamado el pulchrum. Precisa­mente porque todas las cosas están en el ámbito del pul­chrum, inexorablemente o son bellas o son feas.

Hay una segunda consecuencia, sumamente importante: que toda cosa real, por ser real, tiene siempre la doble posibi­lidad de ser bella o de ser fea. Esto es inexorable. Esta doble posibilidad, que incumbe a la misma cosa real, no es un dua­lismo dialéctico —que haría a Hegel feliz—: se pone una cosa bella, se contrapone una cosa fea, hay una superación, etc,; la dialéctica de los tres momentos. No, no es una superación dialéctica, sino que pertenece estructuralmente a cada una de las cosas bellas. Y además, esta estructura.no es una estructu­ra de privación, como pensarían los escolásticos, muy propen­sos a hablar de las privaciones —sobre todo cuando se trata­ba de moral—. No se trata aquf de una co-pertenencia en el sentido de privación, sino de una copertenencia estructural, real y positiva. Y, efectivamente, aquello en que real y positi­

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vamente se copertenecen la belleza y la fealdad es justamen­te en la limitación. Precisamente porque todas las realidades son limitadas, tienen la doble posibilidad de ser bellas o de ser feas. La limitación no es en sí misma una fealdad, pero es el principio que la hace posible. Y recíprocamente, la limi­tación no es una belleza, ni mucho menos, pero es el princi­pio que la hace posible. Todo puede ser bello y puede ser no bello, feo, porque es esencialmente una realidad limitada, y porque el pulchrum es el ámbito, efectivamente, de una pulcritud, pero limitada.

Ahora bien, que sea limitada, y que se copertenezcan la belleza y la fealdad no quiere decir que estén en el mismo plano. Por muchas vueltas que se le dé, hay siempre una do­minancia del aspecto positivo, de lo que llamamos bello, so­bre el aspecto negativo, de lo que llamamos feo. Esto es evi­dente. Por muchas vueltas que se le dé, y por mucho que se ensalce la beauté de la pourríture, que dirían los estetas fran­ceses, no se logrará borrar el hecho inexorable de que, efec­tivamente, lo que llamamos bello en el sentido más vulgar de la palabra, pesa más en la realidad que el otro sentido. En esta realidad limitada hay, pues, una dominancia, y por con­siguiente lo bello es siempre más bello que aquello que tiene la belleza de la fealdad.

El pulchrum es, pues, pura y simplemente la realidad en cuanto tal limitada, y en cuanto actualizada en una fruición. Es el sentimiento estético puro, por así decirlo, en toda su pulcritud.

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La unidad de los tres estratos

Ahora nos preguntamos en qué consiste la unidad de los tres estratos. Por lo pronto, hay que eliminar, a mi modo de ver, algunas concepciones.

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En primer lugar, la vieja concepción platónica, que reapa­rece nuevamente en Hegel, según la cual habría que partir del estrato en cierto modo superior: el xó koXóv, el ámbito mismo de la belleza, el ámbito de la realidad, de modo que entonces lo que llamamos el primer estrato y el segundo serían pura y simplemente una proyección del tercero. El ámbito de la reali­dad que es el pulchrum se proyectaría en las cosas reales por ser reales, y a su vez, por ser reales, tendrían la posibilidad de dividirse en hermosas y feas. Esto me ha parecido siempre una metáfora puramente óptica. Porque para eso habría que comenzar por sustantivar el tercer estrato, que es justo lo pro­blemático. ¿En nombre de qué se va a hacer del ámbito de la realidad una especie de realidad bella? El ámbito del pul­chrum es el ámbito de la belleza, pero no es una cosa bella; mal puede proyectarse, por consiguiente, en las demás.

En segundo lugar, la filosofía posterior a Platón y anterior a Hegel ha pensado en una metáfora, muy usada entre esco­lásticos, que no es la división sino la de la contracción. Los escolásticos no hablan de este problema, hablan de otro, pero se aplica exactamente igual esta consideración a nuestro pro­blema. La idea del ser comprende diez categorías, dice Aristó­teles, la substancia, la cantidad, la cualidad, la relación, etc. Pero dentro de cada categoría las cosas se dividen por dife­rencias. Así, por ejemplo, la categoría substancia se divide en viviente o no viviente. La categoría cualidad, pues de un or­den o de obro. ¿Pero el ser se divide en diez categorías? No puede dividirse, porque ¿qué es lo que lo podría dividir? Sólo algo que estuviera fuera del ser, y entonces no sería nada, y no puede ni dividir. Por eso los escolásticos emplean la pala­bra contracción. El ser se contrae en y a cada una de las ca­tegorías. No es una división sino una contracción. El carácter del ser se contrae a las cosas, a cada una de las diez catego­rías. Pues bien, el pulchrum se podría pensar que se contrae en las cosas bellas. A mí siempre me ha parecido que esta idea de la contracción no es demasiado feliz, porque en ella

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pesa enormemente el carácter conceptivo del ser. ¿Qué quie­re decir que se contrae? Lo que se quiere decir es que se contrae al concepto, pero entonces es un asunto distinto, porque yo no estoy hablando del concepto sino de las cosas. No hay una especie de retracción de la realidad a cada una de las cosas reales, introduciendo las distintas categorías de cosas. Esto es, a mi modo de ver, imposible de sustentar.

Hay una tercera posibilidad de interpretar esta diferencia entre los estratos, que sería el considerar que el uno es ma­nifestación del otro. Es, en definitiva, la idea de San Agustín, y en la filosofía actual la idea de Heidegger. Se trataría de una unidad de manifestación. Pues bien, a mi modo de ver, esto no puede sustentarse por una razón todavía más honda: porque toda manifestación pende esencialmente de la pre­sencia de la cosa que se manifiesta. Y esta presencia es jus­tamente actualidad. Los tres estratos lo son de distinta di­mensión de actualidad, son diferencias de actualidad, no de proyección, ni de contracción ni de manifestación; son actua­lización.

Y entonces nos preguntamos tres cuestiones: En primer lugar, ¿en qué consiste la unidad de los tres estratos como actualización? En segundo: ¿cuál es la estructura de esta ac­tualización? Y en tercer lugar nos preguntaremos por la uni­dad transcendental de la materia como principio de actuali­

zación.

I. En qué consiste la unidad de los tres estratos como actualización

A mi modo de ver, la unidad de los tres estratos es exac­tamente lo contrario de la contracción. Esa unidad consiste en que una cosa bella, la mas trivial, por ejemplo, una man­zana, yo la puedo considerar en distintos niveles de actualiza­ción, con lo cual resulta que el pasar al segundo, y de éste al

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tercero, no solamente no es una contracción, sino justamente lo contrario: es una expansión.

En esa expansión, cada estrato se funda en el anterior. Si no hubiera la diferencia entre cosas bellas y feas, entre cosas hermosas y feas, no sería posible el estrato segundo. Y si no existiera el segundo estrato, no sería posible el ámbito de la realidad en tanto que pulchruw. Realmente, asistimos a una especie de movimiento ascensional en el carácter mismo de la realidad y en su actualidad. Son actualizaciones de distinto carácter, y en definitiva mucho más radicales en cada caso que en el anterior; son diferencias de actualidad, en virtud de la cual lo que llamamos estratos en rigor no lo son, sino que son pura y simplemente distintos aspectos de la realidad en su actualización. No es lo mismo actualizar una cosa por las buenas cualidades que tiene, que por ser real, y que por ser un momento del ámbito de realidad. Esta unidad, pues, es ex­pansiva, no contractiva.

En segundo lugar, ésta es una unidad abierta en esos tres estratos. ¿Quién sabe a dónde puede uno llegar al analizar los estratos, no sólo los dos primeros, sino inclusive el tercero? Está uno habituado en la filosofía clásica a considerar que es­tos caracteres de la realidad —veremos en seguida lo que son, más concretamente— son hechos de una vez por todas, y que lo que las cosas hacen es aplicarlos de una o de otra forma; en fin, que hay «la» belleza, y luego hay unas cosas más be­llas o menos bellas, etc. No, no se trata de esto. Se trata de que las cosas, en su propio carácter de realidad, se encuen­tran abiertas a formas distintas.

Pensemos en el caso entero de la filosofía griega. Cuando Aristóteles nos habla de la realidad en cuanto tal, óv f| óv —él no habla de realidad, habla de ser, pero para el caso es igual—, no se le ocurriría nunca apelar a la realidad en cuanto tal en su dimensión personal. Un griego no habría tropezado jamás con la dimensión personal de la realidad humana. Hizo falta probablemente el cristianismo para pensar en la persona.

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Y así sucesivamente. ¿Cómo estaremos seguros de haber puesto el dedo sobre la realidad en cuanto tal, sin restricción alguna? ¡Jamás! El hombre se encuentra justamente abierto ante una realidad, que no solamente por razón de las cosas reales, sino por razón de su propio carácter de realidad, se encuentra efectivamente abierta, sin que sepamos en qué for­ma ni hasta cuándo.

El puichrum es algo abierto. La belleza de las cosas no es algo cerrado. Cosas que nos parecen bellas hoy, serían pro­bablemente bastante deficientes como belleza para un griego. Un amigo que ya murió me decía: Para los griegos, la belleza es la belleza de una mujer hermosa, pero de ahí a «la» belleza hay todavía mucho trecho que andar. Sí, ésto es verdad, pero ese trecho ha habido que ir andándolo en la historia; está abierto. Y de esto no hay duda ninguna.

En tercer lugar, no solamente es un carácter abierto en virtud del cual cada uno de los estadios representa una actua­lización superior, sino que, además, cada estrato es una ac­tualización del anterior; el cual anterior, por ello, está conser­vado en el estadio siguiente. Pero recíprocamente, visto desde el estadio siguiente, el anterior conservado en él resulta ser ¿qué? Resulta ser justamente expresión del ultimo. Las cosas bellas son expresión del puichrum, como las cosas hermosas y las cosas feas son expresión positiva o negativa de lo que es la belleza.

Es justamente ese carácter de expresión, en tanto que ac­tualidad expresiva, lo que caracteriza la unidad ultima y radi­cal —que tiene distintos modos de actualización— de la reali­dad en tanto que puichrum. La expresión es la estructura ex­presiva de la actualidad de la realidad como temperie. Esta unidad de actualización, precisamente por ser una actualidad dinámica y abierta, plantea una cuestión: ¿De dónde arranca? Porque tampoco se puede hacer una metafísica colgada en el aire.

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II. Cuál es la estructura de esta actualización

Pues bien, la forma primaria y primera de actualización de la realidad, y por tanto primaria y primera en el senti­miento mismo, es justamente la materia. La palabra materia y la realidad por ella designada tiene aspectos distintos. Pue­de significar, por un lado, la estructura material que tienen las realidades materiales: un ser vivo tiene una estructura molecular bastante compleja; los átomos tienen también una estructura material bastante compleja; las partículas elemen­tales tienen también una cierta estructura, más o menos compleja y complicada. Esto es lo que yo llamaría la función de la materia como estructura material. Pero la materia tiene también una función distinta, aquella que nos permite decir que esto es una cosa material, por tanto que está aquí; es la función de actualidad. Aquí la materia no funciona como momento de estructura material, sino pura y simplemente co­mo momento de actualidad. Es lo que desde mis primeros escritos llamé la función somática de la materia. No es la función estructural y orgánica de la materia; es la función so­mática de la materia 4.

El ser es principio de actualidad. La filosofía clásica, in­cluso aquellas filosofías escolásticas que han dado mayor rango a la materia, como por ejemplo Duns Escoto, han en­tendido siempre como materia la idea aristotélica de un prin­cipio de indeterminación. Ahora bien, yo creo que esto es completamente falso: la materia es principio de actualidad. El único que tuvo una cierta intuición vaga de esto fue Suárez, atribuyendo un acto entitativo propio a la materia prima. Pe­

4 Cf. X. Zubiri, «El hombre y su cuerpo», Asclepío, 1973; 25: 3-15. Re­producido en: Salesianum, 1974; 36: 479-486 y en Qu/rdn {La Plata), 1974;

5: 71-77. También ha aparecido en la recopilación de trabajos de Zubiri re­alizada por Germán Marqufnez Argote con el título de Siete ensayos de A n ­tropología filosófica, Bogotá, Universidad de Santo Tomás, 1982, 87-99.

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ro, en fin, no entremos en ello, porque no es exactamente mi punto de vista.

La diferencia entre la actualidad como soma y la es­tructura material es clara en el caso del hombre. Evidente­mente, si un hombre actúa sobre los demás, sobre las co­sas, es en virtud de las propiedades que tiene, es decir, por su organización psicosomática y psicoorgánica. Ahora, hay fenómenos que no tienen nada que ver con estas propiedades de actuación; por ejemplo, la mera presencia de un hombre a otro. Esto no es función de la actuación. Para que llegue a estar presente tendrá que actuar, esto es distinto, pero aquello en que la presencia consiste es, justamente, la función somática de la materia: me hace presente a otro hombre.

El hombre puede tener, tiene toda clase de vicisitudes orgánicas, fisiológicas y patológicas. Pero hay, por ejemplo, una cosa, la expresión, a la cual pertenece como momen­to esencial la fisonomía. La expresión y la fisonomía no son un proceso. El proceso podrá producir el cambio de expresión, pero la expresión en cuanto expresión es sim­plemente un carácter de actualidad. Y la fisonomía es una actualidad de la sustantividad humana psicoorgánica com­pleta en un cierto aquí.

Es función primaria de la materia el ser actualidad; el ser principio de actualidad. Y como principio de actuali­dad, esto no es una abstracción. Porque la forma primaria y radical como la materia ejerce su función de actualizar, es justamente el que ella es, desde sí misma, un ex de, una cosa fuera de otra y referente a otra: esto es justa­mente la espaciosidad 5. La espaciosidad es la primera es­

5 Estas líneas, escritas el año 1975, hacen referencia al curso sobre «El espado», dictado por Zubiri en ano 1973. Un resumen del mismo fue publi­cado por Ignario Ellacurrfa en Realitas I, Madrid, Sociedad de Estudios y Pu­

blicaciones, 1974-, pp. 479-514.

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tructuración de la actualidad, por la actualidad somática que constituye la realidad de la materia.

III. Unidad transcendental de la materia

La actualidad por la materia es la actualidad primera, pri­maria y fundante de toda otra actualidad. De ahf que todos los estratos de lo estético estén fundados en la materia. No hay putchrum ni cosa bella que esté exenta de esta condición. Y no me refiero con esto únicamente a la belleza natural, sino también a la belleza de las obras artísticas; todas, incluso de las literarias. Ninguna obra de arte consiste pura y simplemen­te en lo que el artista ha imaginado y forjado en su cabeza o sentido en su alma. Todo ello hay que expresarlo de alguna manera: sólo entonces tenemos una obra de arte. Aquello que expresa y aquello que da actualidad a la belleza artística es justo la materia. Y esto se extiende también al caso de la literatura: en ella la materia es principio de actualidad signifi­cativa.

Ni en lo natural ni en lo artístico se trata de que la mate­ria «manifieste» lo estético, sino de que la materia «dé actuali­dad» primaria a lo estético. No hay nada que esté exento de esta condición. Ninguna cosa bella, por transcendentemente bella que sea, está exenta de esta condición de estar «funda­da» de alguna manera en la actualidad que confiere la mate­ria. No es que se identifique sin más, pero sí que sin ella sería intrínseca y formalmente imposible.

De ahí la enorme importancia que tienen los materiales en la obra de arte. Su función no es sólo contribuir a ella por su mejor o peor calidad, para producir mejores combinacio­nes de colores o de sonidos o de formas arquitectónicas o es­culturales, sino que su función formalmente esencial es la ma­nera de dar actualidad, mejor o peor, de un modo concreto a aquello que el artista entiende por realidad bella. La función

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de los materiales en la obra de arte es la de ser actualidad de lo bello.

Ninguna realidad, fuera de la divina, está exenta de esta condición. Y no se piense en «el otro mundo». Tampoco en él son las cosas sin materia: por eso hay resurrección de la carne.

Como principio de actualidad, esto es absolutamente esencial. Cuando Cristo se apareció a los apóstoles, no se les apareció en intrínseca estructura «gloriosa», sino en forma de pura actualidad somática: estaba aquí, allí, en el acto de co­mer, en el acto de hablar, etc. El cuerpo de Cristo aparecido no ejerce en la aparición más que la función de actualidad.

Repito, ninguna realidad está exenta de este carácter. Es­to no es «materialismo». El materialismo consiste en la idea de que todas las realidades son formal y exclusivamente es­tructuras materiales. Esto es falso. ¿Cómo se va a decir que la estructura de la inteligencia, del sentimiento y de la voluntad sean formal y estructuralmente materiales? Pero otra cosa dis­tinta es decir que todo lo que consiste en versión a lo real (como es el caso de la inteligencia, del sentimiento y de la vo­luntad) se apoya primariamente, intrínsecamente y formal­mente en esa actualidad primera y primaria que es la actuali­dad somática, la función somática de la materia. Esto no es «materialismo»; es «materismo». Toda realidad mundana está fundada esencialmente, intrínseca y formalmente en la actuali­dad somática de la materia, y nace en función de su estructu­ra material.

En resumen, pues, y desde el punto de vista de la unidad estructural de los estratos, cada estrato se funda en una ac­tualidad primaria, que es la materia; se expande en actualida­des superiores, que no están separadas de ella sino que están transcendiendo en ella; y esta expansión revierte sobre cada uno de los estratos en una forma concreta, que es ¡a expre­sión. En esto consiste, a mi modo de ver, toda la estructura interna del pulchrum en cuanto tal.

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Pero, evidentemente, el problema cae a las manos: ¿Es que entonces el pulchrum en cuanto tal es un atributo de la realidad en cuanto tal? Pues sf, y éste es el tercer pun­to que tenía que examinar: el pulchrum como carácter transcendental de la realidad en cuanto tal.

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El «pulchrum» como carácter transcendental de la realidad en cuanto tal

La filosofía antigua llamaba transcendentales a los ca­racteres que poseen las cosas reales, no por ser de tal o de cual manera sino por el mero hecho de ser. El ser no se divide en las categorías, transciende a todas ellas. Se trata, por consiguiente, de aquello en que todas las cosas convienen, no desde el punto de vista de las cualidades que tienen, sino desde el punto de vista del carácter que poseen.

La filosofía clásica ha entendido que aquello radical que constituye el carácter transcendental de todo, es justa­mente ser. Por razones que aquí no puedo exponer —las he expuesto muchas veces de palabra y por escrito— yo pienso exactamente lo contrario: el ser es pura y simple­mente una actualidad ulterior de lo real. Aquello que constituye lo transcendental en cuanto tal es lo real en cuanto tal, la realidad en cuanto tal. El orden transcenden­tal no es el orden del ser, sino el orden de la realidad en cuanto tal.

Y entonces, naturalmente, tenemos que examinar dos cuestiones. Primera, en qué sentido y en qué forma se puede decir que el pulchrum es un carácter transcendental de la realidad. Y segunda, qué tiene que ver el pulchrum

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con otros posibles caracteres transcendentales que tiene la

realidad.

I. El «pulchrum» como transcendental

El pulchrum como tal es un carácter transcendental de la realidad en cuanto tal. Este carácter transcendental es, como dijimos antes, el ámbito de la realidad en tanto que pulchrum, o también el pulchrum como el ámbito de la realidad en cuanto tal, y por consiguiente, ese ámbito per­tenece en una o en otra forma a la realidad en cuanto

tal.Pero no solamente el pulchrum es un carácter de la

realidad en cuanto tal, sino que es un carácter propio y peculiar. Esto es algo que la filosofía clásica se ha venido negando a admitir, por lo menos hasta el siglo XIX. Los escolásticos del siglo xix y del xx han dado muchas vuel­tas a la idea de que hay que meter de alguna manera el arte en la metafísica escolástica. Allá ellos con sus combi­naciones, en las que yo ni entro ni salgo. Pero lo cierto es que negarían que el pulchrum sea un carácter propio. Dirían, con Santo Tomás, evidentemente, que es un modo de la bondad 6, de la misma manera que el sentimiento estético es un modo de la tendencia. Se trataría, cierta­mente, de un carácter de la realidad, pero no sería un ca­

rácter propio.Ahora bien, yo creo que es un carácter propio. La reali­

dad, en tanto que real, tal como se ofrece a la inteligencia, tiene el carácter de uerum, de una verdad. La realidad, tal como se ofrece a la voluntad, tiene el carácter propio de bonum. Pues bien, yo creo que la realidad en cuanto tal, tal como se ofrece al sentimiento, tiene ese carácter propio que

6 Cf. Summa Theologica I-II q.27, a .l ad 3,

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llamamos pulchrum. Son la actualidad de la realidad en la in­teligencia, en la voluntad y en el sentimiento. El pulchrum es la realidad en cuanto actualidad en fruición estética 7

No solamente eso, sino que hay un punto más delicado todavfa, que es el siguiente: cuando hablaban de los caracte­res que tiene la realidad en cuanto tal, los escolásticos decían * II.

7 Hay una nota al margen de Zubiri que dice: «Aquí recordar p. 366». Esto se explícita más en una ficha aneja, que dice: «Temperie. ¡Ojo! Empe­

zar por la página 366, mejor 367 y luego p. 380, Quizá mejor en 366, 367 y recordarlo en 380.»

Junto a ésta hay otras fichas, cuyo contenido es el siguiente:

Ficha 1: «Sentimiento estético.

!. No es 'un’ sentimiento más,

1* Porque es una dimensión de la fruición, la cual no es un sentimiento más, sino una dimensión de todo sentimiento en su aspecto de actualidad de lo real.

2, Dentro de la fruición, el sentimiento estético es la dimensión trascendental de la fruición, porque es la fruición de lo real como real. Por tanto:

II. El sentimiento estético es la dimensión trascendental de todo senti­miento. En este sentimiento hay una dimensión fraseen den tal que es atempe­rante, te da calor; ato0r)OLg igual a estética. El sentimiento estético es la com­ponente frascendenfo/ de todo sentimiento.»

Ficha 2: «Actualización: verdad real.

Califica a lo real:- por lo que se refiere al acto intelectivo — inteligibilidad de lo

real.

por lo que se refiere a la realidad en sf misma ™ Verum transcendental.»

Ficha 3: El tranacandsntal es la temperie. pero n0 „„ cuanto y ^sólo se da en el sentimiento estético. Y en cuanto actualizada en el senti­miento estético, la temperie es formalmente pulchrum. El pulchrum no sólo como koXóv sino como posibilidad.

Como en la inteligencia. El ámbito de la realidad es la inteligibilidad. El transcendental es el ámbito de inteligibilidad. Su actualidad formal es el ve­rum (pero el verum real).

Lo demás es expresión estética y lógica.»

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que como son caracteres de esa realidad, se convierten con ella. Sí afirmamos de una cosa que es verdadera en el sen­tido de tener realidad, entonces uerum et ens conuertuntur, es decir, la verdad y el ser se convierten. Lo mismo pasa con el bien. Ahora, si el carácter del pulchrum es transcen­dental, ¿se puede decir que se convierta con la realidad?

Ciertamente, todo lo pulchrum es real. Es lo que he intentado demostrar en el análisis anterior, que todo senti­miento estético, y por consiguiente el pulchrum, que es lo que en él se siente de la realidad, pertenece a la realidad, y que por tanto es real. ¿Pero todo lo real es pu/chrum? Porque no basta para que haya conversión que sea unila­teral; tiene que ser bilateral. Pues bien, yo creo que en el caso del pulchrum, no toda realidad es bella, en el sentido de que puede haber cosas feas y horrendas. Pero sf tiene que ser forzosamente o bien bello o bien horrendo, y por consiguiente el carácter de pulchrum es un ámbito que de una manera disyunta pero transcendental, es inexorable­mente pertinente a la realidad.

La realidad podrá ser bella o fea; y podrán algunos creer que es bella a diferencia de otros que creen que la misma realidad sea fea. Eso es cuestión aparte. Pero ine­xorablemente ese dualismo se inscribe de una manera ne­cesaria, metaffsicamente necesaria, dentro de esa línea co­mún que he llamado el ámbito de la realidad. El carácter de conversión no se refiere únicamente a que una cosa bella se convierta con la realidad, sino a que el carácter de tener que ser o bella o fea se convierta justamente con la realidad. Es una disyunción que yo llamaría transcen­dental; o un transcendental disyunto. El vocablo, en otro problema completamente distinto, fue utilizado por Duns Escoto; pero, en fin, no tiene nada que ver lo que él pre­tendía con lo que estoy diciendo ahora.

El pulchrum, precisamente por su conversión, hace que todo lo real pueda ser feo, con tal que se admita, natural­

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mente, que en cierto modo domina lo positivo respecto de lo negativo.

Se dirá que ésta es una manera un poco especial de arre­glar las cosas en el ámbito concreto de la belleza. ¿Y el ue- rum y el bonum, se convierten realmente con la realidad? Re­almente, aquí es donde empipza mi grave duda: ¿Dónde está dicho que toda realidad sea inteligible en forma de un verum y sea apetecible en forma de un bonum? Esto se dice mos­trencamente a lo largo de siglos de filosofía, pero haría falta haberlo pensado un poco despacio. Porque cuando se afirma que toda realidad es inteligible, cabe preguntar para quién. El propio Aristóteles nos decía que la materia prima es ininteligi­ble, no tiene cualidades: ñeque quid ñeque qua/e, dicen los escolásticos; por sí misma es pura indeterminación. Podemos dar un salto de Aristóteles a San Agustín, y decir: el misterio de la Santísima Trinidad es ininteligible para todo hombre y para toda criatura. ¿Dónde está dicho que la realidad tenga que ser forzosamente inteligible? Se dirá que es inteligible pa­ra Dios. Pero de Dios hablaremos dentro de un momento.

¿La realidad es esencialmente inteligible? ¿No puede ha­ber realidades ininteligibles? Yo creo que las hay, y que, en ese caso, lo que vulgarmente se llama «irracional» —que es lo ininteligible— tiene un lugar, un lugar transcendental en el sis­tema de la realidad. No solamente eso, sino que considere­mos una cosa que más o menos pueda ser inteligible: ¿dónde está dicho que toda cosa real, aun siendo inteligible, no pue­da dar lugar a una falsificación? ¡Hay tantas realidades falsas! ¡Tantas cosas falsas que hay en el mundo! Por ejemplo, un vi­no falsificado...

Lo único que habrá que decir es que dominará lo verda­dero sobre lo falso; esto es cuestión aparte 8. Pero lo falso

a Para ía dominancia de la verdad sobre el error, cf. X. Zubiri, Inteligen­cia fagos, p. 293: «La verdad es en alguna forma anterior al error.» La do­minancia del bien sobre el mal la ha expuesto Zubiri en Sobre ei hombre,

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existe, innegablemente. Es el faisum, que es otra disyunción innegable del nerum. Lo irracional y lo faisum son momentos de la realidad; tan momentos de la realidad como el nerum. No hace el pulchrum ninguna excepción a este orden. Y lo mismo diremos del bonum. Que toda realidad sea apetecible, es algo que habría que discutir enormemente. Puede haber realidades indeseables e inapetecibles, precisamente en tanto que realidades, no por las cualidades que efectivamente po­seen, sino en tanto que realidades. La falta de consideración de este punto del problema, ha tenido a veces incluso conse­cuencias teológicas un poco penosas. Cuando se habla mu­cho de imitar a Dios; pero ¿cómo puede imitársele? ¿En la Santísima Trinidad? Imposible. Se podrá imitar en todo caso a Cristo, que es el Verbo encamado, pero Dios en su Trinidad no tiene directamente y por sí mismo razón de apeticibilidad para un hombre que está colocado en este mundo, sino a tra­vés de Él; en el otro, es cuestión aparte. Hay cosas indesea­bles, innegablemente. Así como las hay falsas para la inteli­gencia, las hay también malas, qué duda cabe. No me sirve de nada que se diga que el mal es una privación: sea lo que fuere, un acto de volición malo es una realidad real y efectiva en el mundo. ¿Dónde está dicho que la voluntad no puede querer el mal por el mal? Escoto pensaba que se podía que­rer el mal por sí mismo * 9.

Pero aun dejando abierta la cuestión, lo cierto es que to­das esas estructuras pueden darse, porque la realidad en cuanto realidad es limitada. Y precisamente porque es limita­da, puede ser inteligible y puede ser ininteligible; puede ser

pp. 395-99, asf como en los cursos «Sobre la voluntad» y «El problema del

mal», publicados en este mismo volumen.9 Cf. Escoto, Ordin, II 43,2: n .l. En el curso sobre el mal Zubiri parece

afirmar lo contrario: «Se ha discutido largamente sobre si la voluntad puede querer el mal por el mal. Nunca me han convencido esas razones» (p. 274).

El que sean o no entre sf contradictorias ambas afirmaciones, depende de

cómo se interprete todo el tema de la disyunción transcendental.

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auténtica y puede ser falsa; puede ser buena, puede ser inapetecible y puede ser mala. Pues bien, análogamente, puede ser bella y puede ser fea. El pulchrum no hace ex­cepción ninguna a los transcendentales, si es correctamente entendido. Los transcendentales son disyuntos, precisa y formalmente porque lo son de una realidad transcendental­mente limitada en cuanto realidad; es la limitación trans­cendental de la realidad. La realidad como limitación transcendental es justamente lo que hace posible el carác­ter transcendental del pulchrum, que no es ni más ni me­nos transcendental que el uerum y el bonum.

La filosofía clásica —antes aludíamos a ello— piensa siempre en la mente divina. Pero éste es siempre un se­gundo piso, porque necesitamos hacer ante todo una me­tafísica de la transcendentalidad intramundana. Veremos in­mediatamente por qué razones digo esto.

Uno piensa siempre en Dios, y entonces dice que todo lo anterior vale quizá para los hombres, pero no para Dios. Dios no tiene sentimientos. Tiene inteligencia y vo­luntad, pero no tiene sentimientos. ¿Cómo se va a decir entonces que el pulchrum es un carácter transcendental de la realidad? Pero yo creo que esto es radicalmente falso. ¿De dónde se saca que Dios no tiene sentimientos? Dios no tiene afectos, claro, pero tiene sentimientos. Tampoco tiene sensaciones para conocer las cosas, y sin embargo las conoce. Ni tiene razones apetitivas en las cosas finitas para quererlas, y sin embargo las quiere. La creación es un acto de libérrima efusión, no es algo fundado en ra­zón; en absoluto.

¿Dios no tiene sentimientos? Se dirá que afirmar los sentimientos de Dios es antropomorfismo. En primer lugar, hay textos bien claros en el Antiguo Testamento. Desde muy chico, casi niño, me impresionó la frase del Génesis al comienzo del relato del diluvio, cuando al ver la mal­dad del hombre sobre la tierra, dice Yahvéh: poenitet me

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fecisse eum, me arrepiento de haberle creado 10. ¿Esto es un antropomorfismo? ¿Y por qué no lo es decir que Dios entien­de, y que Dios quiere las cosas? Es que estamos habituados por la filosofía a creer que las dos facultades que tienen que ver con la realidad en el hombre son la inteligencia y la vo­luntad. ¿Y si fueran tres? Porque el hecho es que la llamada inteligencia divina se parece muy poco a lo que entendemos por inteligencia cuando se trata del hombre. La inteligencia es un carácter de Dios que nadie ha visto en este mundo, según el cual Dios es, en razón de ese carácter, lo que en el orden finito es para nosotros ser inteligente. ¿Dios tiene voluntad? Sí, pero Dios no «toma» decisiones; es decisorio, pero no toma las decisiones; tomarlas es propio de una voluntad finita. Análoga­mente, Dios no tiene afecciones, pero tiene sentimientos. Diga­mos inmediatamente cuál es uno de esos sentimientos.

Uno de esos sentimientos es el que interviene en la fun­ción de crear. Está uno habituado a pensar que Dios crea na­da más que porque es inteligente y volente. ¿Y por qué anu­lar la razón de sentimiento? Dios ha depuesto su «complacen­cia» en que las cosas reales existan ellas mismas por su reali­dad, la de ellas. Esa complacencia es un modo de sentimiento. ¿Inteligible para el hombre? Ni más ni menos inteligible que una decisión de Dios o una intelección de Dios. ¿Por qué se va a desposeer al ente divino de sentimientos? En manera alguna.

Se dirá que para Dios no hay nada que sea feo, ni nada que sea malo, ni nada que sea falso. Ciertamente, para Él no. Nada le producirá aversión por razón de su fealdad, salvo el pecado —lo cual no es grano de anís. Nada es malo para Dios, saliendo todo bueno de sus manos. Pero todo eso que de sus manos ha salido, indudablemente tiene la posibilidad de ser feo, de ser malo y de ser falso. A Dios nada le engaña,

10 Zubiri cita de memoria Gen 6.6 según ia traducción latina de la Vulgata, que realmente dice: Poenituit eum quod homínem feclsset in ierra.

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pero objetivamente, realmente, la realidad que Él ha creado, en razón de su estructura entítativa, puede ser falsa, puede ser mala, puede ser fea. Y en ese caso, naturalmente, la no fealdad, la no maldad y la no falsedad respecto de Dios, no significa que las cosas no sean feas, ni malas, ni falsas, sino que significa algo distinto, a saber, que la intelección de una falsedad en tanto que falsedad es verdad; y la aversión de una maldad en tanto que maldad, es una apetición del bien; etc. Es por elevación, pero no porque el término de la crea­ción, la realidad creada, en su propia finitud no tenga que ser principio posible de verdad y de falsedad, de bondad y mal­dad, de puíchrum y de feo. Y la razón es que la realidad es transcendentalmente limitada, y ni aun la omnipotencia divina puede hacer que la realidad finita y creada no tenga esta do­ble posibilidad. Incluso la voluntad humana de Cristo, en pura razón simpliciter, era, evidentemente, pecable. No lo fue por otras condiciones, pero en tanto que voluntad creada, qué duda cabe que lo era. Esto, ni la omnipotencia divina puede evitarlo. La realidad en cuanto tal es puíchrum limitadamente, en limitación transcendental.

Toda cosa real, pues, es real en un ámbito de realidad fruitiva. Y el ámbito mismo, en cuanto ámbito de una fruición estética, es justamente el puíchrum. II.

II. El «puíchrum» y /os demás transcendentales

¿Y qué tiene que ver este carácter del puíchrum con los demás caracteres también transcendentales de la realidad, por ejemplo, el uerum y el bonum? En primer lugar, todos estos caracteres transcendentales constituyen un cierto orden, y en segundo lugar un sistema. Veamos el lugar del puíchrum en cada uno de ellos.

En primer lugar, el puíchrum en el orden transcendental. Y lo primero que hay que decir es que esos tres caracteres, el

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uerum, el pu/chrum y el bonum se recubren. Esto es esencial. Uno piensa nada más que en el bonum, y se dice que la ver­dad es el bien de la inteligencia, y que la belleza es el bien de los sentimientos. Pero puedo partir de otros transcendentales distintos del bonum. Puedo partir del transcendental verdad, y entonces la belleza es la verdad del sentimiento estético, y el bien es la verdad moral de la voluntad. La belleza tiene su propia verdad, como la tiene la bondad. Y puedo partir de la propia belleza, y descubrir que entonces la belleza es un ca­rácter de fruición de la verdad en la inteligencia, y un carácter de fruición de la bondad en la voluntad. Los tres transcen­dentales se recubren. Ahora bien, ¿no hacen más que recu­brirse?

No, tienen una unidad intrínseca. Y esa unidad en virtud de la cual esos tres caracteres se recubren, consiste en que son pura y simplemente caracteres de una cosa que es lo real; precisamente su «sujeto» es lo real. ¿Cómo? Lo real no sola­mente es lo que es, sino que además toda realidad en cuanto real es respectiva a otras realidades. Y esta respectividad es lo que a mi modo de ver constituye lo que yo llamo mundo. Mundo es la respectividad transcendental constitutiva de lo re­al en cuanto tal.

De ahí que los caracteres transcendentales, uerum, bonum y puíchrum, son lo real respecto de y en respectividad a la in­teligencia, respecto de y en respectividad a la voluntad, y res­pecto de y en respectividad al sentimiento. No son justamente sino tres momentos del mundo, del mundo en cuanto tal, me- taffsicamente considerado.

Metafísicamente considerado significa que la realidad en tanto que principio de actualidad, tiene justamente caracteres transcendentales. Y significa, en segundo lugar, que esos ca­racteres transcendentales son dimensiones del mundo. De ahí que, a mi modo de ver, es completamente ociosa la discusión que todos los metafísicos durante siglos han tenido sobre si los transcendentales son atributos o si son propiedades del

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ente. Propiedades no son, porque entonces el ente serfa una especie de sujeto de esas propiedades, lo cual es im­posible, porque entonces esas propiedades estarían fuera del ser y no serían nada. Entonces serían atributos que uno predica en un logos predicativo. Pero yo creo que es­to son evasiones. Los transcendentales son pura y simple­mente actualidades de lo real en tanto que mundanal; son la realidad en tanto que principio de actualidad. Y en tan­to que mundanales, los tres transcendentales se copertene­cen, como se pertenecen las tres dimensiones del mundo en la respectividad de lo real. Y esta copertenencia no es sino la disyunción. Los transcendentales son disyuntivos, precisa y formalmente porque son momentos de la reali­dad transcendentalmente limitada. El principio de actuali­dad de una realidad limitada, es eo ¡pso principio de dis­yunción n . 11

11 Zubiri ha utilizado los términos «conjunción» y <disyundón» en sen­

tidos distintos a lo largo de su obra. En Sobre la esencia considera «trans­

cendental disyunta» {pp. 431-2) al «mundo», ya que las cosas reales son, o bien respectivas .{mundanales), o bien irrespectivas (extramundanales). Por

el contrario, afirma que el uerum y el bonum tienen siempre carácter respec­tivo y mundano, y por tanto son transcendentales «conjuntos». Aquf, sin em­bargo, considera que el nerum, el bonum y el pulchrum son transcendenta­les respectivos y mundanos, pero disyuntas. No se vea en ello una contradicción sino una madzadón de lo dicho en Sobre la esencia. La reali­dad mundana es por definición limitada, y la limitación es una propiedad

transcendental suya (que, según se afirma en la p. 467 de Sobre la esencia, tiene también carácter disyunta). La novedad está en que ahora añade que todos los transcendentales mundanos, precisamente por su carácter limi­tado, tienen un momento de negatividad, que explica por qué las cosas pue­den ser, además de verdaderas, buenas y bellas, falsas, malas y feas. Final­

mente, conviene recordar que en el curso sobre la voluntad están utilizados los términos «disyunción» y «disyunta» en un sentido distinto, más antropo­lógico, según el cual la condición del hombre de «estar sobre sf» le coloca

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El pu/ctírum es una dimensión transcendental del mun­do, como lo son el verum y el bonum. Lo real es respec­tivo veramente, es decir, es inteligible; buenamente, es decir, es apetecible; pulcramente, es decir, es atemperante.

Así situado el pulchrum en el orden transcendental, vea­mos su posición en el sistema transcendental. Como ya decía antes, el carácter de realidad en cuanto tal es abierto. Por es­to la transcendentalidad no es sólo orden; es también sistema, y sistema dinámicamente abierto. De ahí que los transcenden­tales sean también abiertos. Uno piensa que las verdades es­tán dadas de una vez para todas, pero esto no es cierto ni en el caso del pulchrum, ni en el del verum, ni en el del bonum. La realidad en cuanto tal no está constituida de una vez para todas sino que está justamente abierta. ¿En qué forma? Pues no lo sabemos, lo vamos averiguando progresivamente. La historia real y terminativa del espíritu del hombre, es justa­mente el proceso mismo de la constitución de los transcen­dentales. La realidad en cuanto tal es abierta, está abierta di­námicamente; es sistema transcendental.

De ahí que esta conceptuación ultramundana de la reali­dad, no es que no tenga nada que ver, pero en definitiva no coincide formalmente con su referencia a Dios. Cuando se piensa en el problema del mal, suele decirse que Dios no es el autor del mal moral: la voluntad es una cosa buena, aun­que lo querido sea malo, etc,; en fin, que Dios lo único que hace es permitir que la voluntad quiera eso. Yo no diré que esto no sea verdad, pero, en primer lugar, debo decir que el acto creador no solamente es inteligente y volente, sino que es además complaciente. Las criaturas, el mundo creado por Dios, no es únicamente un mundo que constituye un momen­to de la gloria divina; no es tampoco una perfección mayor o

en la disyunción de tener que elegir y superarse, a diferencia de lo que le sucede al animal, que en este sentido es una realidad «coyunta», no dis­yunta. (cf, p, 74; cf. también, p. 47).

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menor de la que puede servirse el hombre para ascender a Dios e instalarse en Él. Como he dicho muchas veces, si se quiere hablar de acto creador de Dios —y debe hablarse—, hay que decir que Dios crea el mundo simplemente por la fruición de dar realidad a lo que no es Él mismo. Esta frui­ción de lo real en cuanto tal es precisamente el acto creador. De ahf que, esencialmente hablando, no puede decirse en manera alguna que la realidad sea perfecta o sea imperfecta. Ante todo y sobre todo es el término fruitivo de una realidad limitada, que no es la propia realidad divina y que está pro­ducida por Dios.

La manera como Dios quiere la realidad en su limitación tiene un nombre muy preciso, que es la permisividad. Esta­mos habituados a creer que lo permisivo es propio nada más que del pecado y de la voluntad. Esto es falso. También Dios permite que haya cosas feas, y también permite que ha­ya cosas que no son verdad. Esto es evidente. La permisivi­dad no es una concesión de orden moral. A mi modo de ver, éste es uno de los errores de la metafísica y de la teolo­gía. No es una concesión de orden moral, sino una estructu­ra de orden estrictamente metaffsico. En tanto en cuanto to­da realidad que no sea divina está creada por Él, es una re­alidad limitada. Y en tanto en cuanto es limitada, Dios es principio no sólo de lo que es sino de sus limitaciones, de poder ser mala, de poder ser fea y de poder ser falsa. No hay duda ninguna. La voluntad de creación de Dios recae sobre una realidad limitada y finita. En cuanto realidad, la voluntad de Dios es de beneplácito, y en cuanto limitada, la voluntad de Dios es permisiva. Es, desgraciadamente, la dua­lidad inherente a la realidad creada. El hecho de la permisivi­dad no es simplemente una concesión, en cierto modo gra­ciosa, de Dios a las criaturas humanas o a las criaturas espi­rituales; es una estructura metafísica de lo real. La voluntad creadora es intrínseca y formalmente un beneplácito de la permisión.

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Lo feo y lo falso pertenecen también, en una o en otra forma, a la dimensión de permisividad de lo real Lo que pa­sa es que dominará siempre el aspecto no-permisivo y el as­pecto positivo. Dios permite lo falso, permite lo malo y per­mite lo feo. Y precisamente la voluntad permisiva de Dios es pura y simplemente la voluntad real y efectiva de la creación de una realidad limitada. La creación es el beneplácito de la permisividad.

En cuanto real, todo es verdadero, bueno y pulcro. En cuanto limitado, puede ser falso, malo y feo. Pero siempre dominará lo positivo, es decir, lo verdadero, lo bueno y lo pulcro sobre lo falso, lo malo y lo feo.

Pues bien, lo estético es pura y simplemente esto, la ac­tualidad fruitiva del pulcro ámbito de la realidad en cuanto tal. Y su expresión, la expresión de esta actualidad, es justa­mente la esencia del arte.

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CONCLUSIÓN

Con esto queda indicada, de una manera suficientemente clara, la dirección en que yo enfoco estas cuestiones. Creo que el problema del puíchrum y de todo lo que se engloba bajo esta rúbrica, la hermosura, la belleza y el puíchrum, es estrictamente metafísico, que no afecta directa y primariamen­te al sentimiento en lo que tiene de sentimental, sino a la di­mensión real y efectiva por la cual en el sentimiento se actua­liza, justamente, lo real en cuanto tal. Lo estético es realidad, realidad dimensional; una dimensión de la realidad, tan di­mensional como pueden ser la bondad y la verdad. Y los tres están congéneremente anclados en lo que es la realidad en cuanto tal; una realidad limitada y finita, como no puede me­nos de ser, y que en su finitud envuelve justamente la posibili­dad de sus opuestos.

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APÉNDICE

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APÉNDICE

LAS FUENTES ESPIRITUALES DE LA ANGUSTIA Y DE LA ESPERANZA *

La angustia es uno de los temas que exceden a mi com­petencia. Pero no por eso deja de ser un punto de reflexión importante, sobre todo por el aspecto filosófico que desde hace unos años viene revistiendo. A título, pues, de meras re­flexiones generales sobre el tema, ofrezco a ustedes estas bre­ves líneas.

La angustia, acabo de decirlo, tiene un aspecto filosófico. Ha sido Heidegger quien ha querido hacer ver que la angus­tia es uno de los temples de ánimo fundamentales de la exis­tencia humana (eine Grundstimmung des menschlichen Da- seins) 1 2. La angustia se constituye para Heidegger por un do­

1 El texto que sigue fue compuesto por Zubiri en los primeros meses

del aña 1961, por tanto mientras dictaba el curso sobre la voluntad. Como se advertirá en seguida, en ambos textos laten las mismas preocupaciones,

y se expresan las mismas ideas. El texto fue escrito para unos encuentros de intelectuales cristianos conocidos con el nombre de Entretiens de Bajarme. Fue leído en el encuentro de mayo de 1961 por el organizador de los En­

cuentros, ya que Zubiri no acudió a Bayona.2 Cf. M. Heidegger, ¿Q ué es metafísica?, írad. esp. X. Zubiri, Cruz y Ra­

ya, núm. 4, Madrid, 15 de julio de 1933. Hay varias reediciones posteriores, entre otras: Santiago de Chile-Barcelona, Cruz del Sur, Renuevos de Cruz y

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ble carácter. Por un lado serfa un fenómeno de hundimiento de todo terreno o punto de apoyo; serfa por otro, no un mo­vimiento de huida, sino justo al revés, una especial quietud que deja al angustiado como clavado y fijo en el vacío en que queda. Este fenómeno tiene para Heidegger un alcance radi­cal y fundante. El hombre está apoyado en la vida en los en­tes que le rodean (das Seíende). Su hundimiento total deja patente ante los ojos de aquél la nada de todo ente. Este va­cío es en sí mismo algo positivo: es el «ser» (das Seín). Sobre el abismo de los entes queda flotando el puro ser. A fuer de tal, la angustia es para Heidegger un fenómeno ontológico, es la patentización del puro ser a diferencia del ente. Esta inter­pretación es por demás problemática. Problemática, en pri­mer lugar, porque no toca a la estructura concreta de la an­gustia. Problemática, además, porque se mueve en el fondo en una petición de principio: si no fuera porque el hombre ha visto o inteligido ya de alguna manera, antes de toda angus­tia, eso que llamamos ser, el hundimiento del ente arrastraría al hombre mismo o se produciría cualquier otro fenómeno, pero no una patentización del puro ser. De suerte que es el ser el fundamento de la angustia, esto es, de la patentización de la nada del ente, y no al revés. Esta vertiente filosófica de la angustia ha venido a imponerse en nuestra época con una fuerza de arrastre que no responde a su significación pura­mente filosófica. Desde el punto de vista filosófico, como en otros tiempos fueron el maíheur y el malheureux^ son hoy la

Raya, n. 8,1963, p. 31: «¿Hay en la existencia del hombre un temple de áni­

mo tal que le coloque inmediatamente ante la nada misma? Se trata de un

acontecimiento posible, y, si bien raramente, real, por algunos momentos, en

ese temple de ánimo radical que es la angustia.» (Geschíehf ¡m DaseJn des Menschert eín salches Gestimmtsem in dem er uor das Nicht selbst gebracbt wird? Dieses Geschehen tst mdglicb und aucb wirklich -wenngleich se!ten ge- nung — nur für Augenblike in der Grundstimmung der Angst, M. Heidegger, IVas ist Metaphysik?, en IVegmar/cen, Frankfurt am Main: Vitorío Klosterman, 1967, p. 8).

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«angustia» y el «angustiado» el punto en que se centra la re­flexión intelectual. Pero al igual que en el caso del malheur, su huella filosófica será casi nula. Lo que sucede es que este fenómeno, a mi modo de ver filosóficamente efímero, viene a superponerse a lo que en la humanidad actual es el hecho de la angustia. Con lo cual ambos aspectos del problema, inde­pendientes entre sí, se apoyan mutuamente por lo menos en la producción literaria. Es menester disociar ambos aspectos de la cuestión, y tratar de enfrentarnos con la angustia como una realidad propia.

Como realidad, en su aspecto más extemo, la angustia es, si no un fenómeno social en sentido estricto, sí, por lo menos, un estado tan generalizado que puede figurar entre las carac­terísticas de nuestro mundo. El coeficiente de inseguridad de la vida actual en sus propias estructuras sociales hace que la vida de todo hombre en su sociedad esté orlada de un carác­ter de provisionalidad que amenaza con disolver sus más ele­mentales posibilidades. Al fin y al cabo, la firmeza ha sido cuando menos uno de los móviles para dotar de estructura a la sociedad. Pero no es sólo esto. Porque la inseguridad con­secutiva a la provisionalidad no serfa de suyo angustia; podría llevar simplemente al infortunio o a la desesperación. La an­gustia se produce cuando a pesar de aquella inseguridad la sociedad arrebata, sin embargo, al individuo y le empuja a tener que vivir. Con lo cual lo inseguro quiere parecer se^ guro, aun sabiéndose incapaz de serlo.fEs una «imposición» de vida sin nada en que apoyarla con firmeza. Es justo la

No es ciertamente todo lo que constituye la angus- 1tía; por esto es por lo que dije que no es sino el aspecto más extemo de ella. Mas este aspecto social nos deja por lo menos orientados hacia lo que es la angustia en sí misma como estado mental de cada individuo en su propia vida espiritual.

Como estado mental de la vida espiritual, lo que se desig­na con el nombre de angustia no es algo fácilmente definible.

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Pero tampoco sea tal vez necesario definirlo: es suficiente con señalar los diversos ingredientes que intervienen en la angus­tia. Ninguno de ellos es exclusivo de ésta; pero todos juntos la constituyen. Ante todo hay en la angustia un momento de in­tensa «preocupación». Toda vida lleva consigo un momento de preocupación por el futuro, y en cierta medida un momen­to de inquietud respecto de él. Aquf no se trata simplemente de un futuro remoto, sino formalmente de un futuro próximo. En la medida en que la preocupación aumenta y en que se acorta el plazo de la futurición, es decir, en la medida en que el futuro se hace inminente y tal vez ineludible, y por otro la­do, en la medida en que la inquietud va alcanzando a la inse­guridad, la preocupación va también cambiando de matiz. No es un mero cambio cuantitativo. Por el aumento de proximi­dad, el futuro, en efecto, va cobrando una forma propia y pe­culiar: no es algo como «por-venir», sino algo que se «echa encima». La futurición reviste aquf un carácter específico: es «opresión». Y al tomarse la inquietud en inseguridad crecien­te, la preocupación reviste una nueva cualidad: es «ansiedad». No es una agitación, una hiperactividad; todo lo contrario, es una larvada «paralización». Esta sutil mixtura de inminencia, opresión y ansiedad, que nos deja paralizados ante el futuro inmediato, es característica de la angustia. En este respecto, como estado mental de la vida espiritual, la angustia descu­bre, o cuando menos sitúa al angustiado en una situación pe­culiar: la «impotencia». He aquf el primer momento de la an­gustia.

Pero sólo el primero. Ya lo apuntaba al referirme a la an­gustia como característica de nuestra época. Esta impotencia, en efecto, no sería propiamente angustia si la impotencia, en cualquiera de sus componentes, no fuera sino eso: mero «no- poder». Por la opresión, por ejemplo, podríamos dejamos aplastar por lo inevitable; esto no sería una angustia. La im­potencia de la angustia juega dentro de una dimensión positi­va. Es la impotencia en el torrente vital que no sólo se nos

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«ofrece», sino que se nos «impone». Como desde hace mu­chos años vengo diciendo, la vida no es solamente lo que enunciaba. Shakespeare: ser o no ser. Si así fuera, la vida se­na dura, pero simple: bastaría con optar. La vida no es ser o no ser, sino tener que sen Y esta positiva dimensión del tener que ser, es lo que confiere a la impotencia su propio carácter angustioso.

¿Es esto todo? Ciertamente, no. Es verdad que a esto es a lo que todos en general llamamos angustia, sin gran amor de la precisión. Pero en definitiva todo ello podría darse y ocurrir sin que fuera propiamente angustia. Sería tan sólo una, tal vez, la suprema de las tribulaciones. Pero nada más. Y angustia no es sólo tribulación. Es que todos esos momen­tos esenciales a la angustia no constituyen sino un aspecto de ella: el aspecto que da a lo que de una manera genérica pu­diéramos llamar las tendencias humanas. Toda «tendencia» nos dispara a un futuro, es una «tensión». Pero la vida no es sólo tensión. Es también «pre-tensión». En ella no vamos dis­parados, sino que nos disparamos. Y como tal la vida es la realización o el malogro de unas posibilidades que la realidad de las cosas, de los demás hombres y de sí mismo ofrecen, o que la persona misma descubre y hasta tal vez crea. La reali­zación de estas posibilidades pende de una condición supre­ma: su aceptación, su apropiación. El hombre, por tanto, no se mueve tan sólo por tendencias que le llevan, sino entre re­alidades que acepta o descubre como posibilidades de su vida personal. Y este entregamos activa o pasivamente a la reali­dad en cuanto realidad posibilitante de mi propia realidad, es justo lo que a potiorí constituye para mí la esencia de la vo­luntad. A potiorí tan sólo, porque no es nada separable de las tendencias. Todo lo contrario; la integridad de eso que llama­mos voluntad envuelve intrínsecamente las tendencias mis­mas. Suelo decir por esto, que la voluntad humana es, intrín­seca y formalmente, una voluntad tendente. Sin tendencias, la pura voluntad, la voluntariedad no pasaría de ser, en el mejor

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de los casos, un bello ideal inoperante; pero sin voluntarie­dad propiamente dicha, las tendencias harían del hombre tan sólo el supremo de los seres sensitivos. El momento de vo­luntariedad propiamente dicho consiste en la apropiación de posibilidades. Y a esto es a lo que temáticamente llamo yo «moral». Moral no es sólo, ni en primera línea, la ética de las acciones conformes o disconformes con un bien moral. An­tes que eso moral es el carácter de una realidad, la realidad humana, carácter por el cual ésta tiene algunas propiedades tan sólo por apropiación de posibilidades. Así decimos de un deportista que no está en buena forma, esto es, que no se ha incorporado las posibilidades que hacen de él la realidad de un deportista. Sólo porque el hombre es realidad moral en este sentido primario, puede ser y es sujeto de esa orde­nación de posibilidades que constituyen el bien moral y la ética. El bien moral es pura y simplemente el bien de lo mo­ral en que el hombre consiste. Esto supuesto, la angustia que hemos descrito hasta ahora en términos meramente tenden- ciales, no constituye sino un momento de la angustia estricta. La angustia no es un fenómeno de meras tendencias, es for­malmente un fenómeno de voluntad, de voluntariedad ten­dente. Esto es, sin impotencia y sin estar arrastrados por el tener que vivir, no habría angustia; pero lo que con ello hay no sería sin más angustia. La verdadera y honda angustia envuelve algo más: es sentimos impotentes en el tener que vivir habiendo perdido el sentido de las posibilidades apro­piadas por el hombre, habiendo perdido el sentido de su propia realidad: la angustia es una primaria y radical desmo­ralización. Sin ella no pasaría de ser, como apuntaba antes, una tribulación. Y no hay la menor duda de que la raíz hon­da de la angustia contemporánea está en el vacío de posibili­dades reales, en la profunda desmoralización (en la acepción precisa que he dado a este término) del hombre actual. No es sólo la inseguridad, la opresión, la ansiedad, lo ineludible del tener que vivir; es todo esto pero con falta de asidero en

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el orden de la realidad en cuanto tal como posibilidad de mí vida.

La distinción es clara. Cuando Cristo se dirigió a Gethse- manf, dijo a sus apóstoles: «En el mundo tenéis opresión (0)ÚA|JLg), pero confiad, yo he vencido al mundo» 3. Esta con­fiada esperanza es lo que evitó que en los apóstoles la opre­sión se convirtiera en estricta angustia. No fue una abolición del sentido de la realidad y de la vida, ni fue una desmoraliza­ción. Todo lo contrario; fue en su hora el secreto motor de su vida. No pasó de ser una gran tribulación. Y el propio Cristo, atribulado, oprimido y hundido por la inminencia de su Pa­sión, no cayó en angustia; se sintió mortalmente triste y abati­do, pero le bastó con aceptar la voluntad de su Padre, esto es, con asirse al sentido de su vida terrena y a la realidad de su persona divina. Sólo los hombres caemos en angustia, o por lo menos sólo los hombres pueden caer en ella.

[En definitiva, la angustia es el sentido de la vida comol problema vivido en la impotencia y en el desmayo de los r e - L , ^ sortes tendenciales que nos fuerzan a vivirTj Por bajo de la opresión, de la ansiedad, por bajo de la impotencia en que ,, nos vemos forzados a vivir ante lo incierto del momento, es­tán la desorientación, el gemido y la inquietud de la desmora­lización, la pérdida del sentido de la realidad. Lo más angus­tioso de la angustia es justamente su ausencia de razón de jser. La angustia no patentiza el ser, sino que deja a los entes __sin sentido para nuestra existencia.

De aquf que la angustia pueda tener orígenes muy diver­sos en nuestra vida espiritual. Por un lado el momento ten- dencial de la angustia no puede ser subestimado. Todo lo contrario. Desde las alteraciones puramente fisiológicas, hasta los sucesos biográficos individuales o sociales, pasando por las estructuras psicológicas, todo, y en forma muy seria, pue­de desencadenar la angustia estricta. Al ñn y al cabo la volun-

3 Jn 16,33.

401

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U e/C*. e-u Xó ct,\ f. £U.-i? i e ■- y y : ;■ L¡ !c i >„: & •; s ; ■. [-;; t 5 ¿J\ - ¡ lv. y te c ; a ■„; ' d

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tad desfallece y se desmoraliza ordinariamente cuando fallan o se incoordinan las dimensiones tendenciales que intrínseca­mente le pertenecen. Lajdisjregulación de las tendencias pue­de deformar moralmente la^voluntad. Pero por otro lado, la desmoralización en sí misma puede engendrar angustia, por ejemplo, por la vía de la depresión y de la indiferencia. Sin embargo, mantengamos siempre la unidad de los dos mo­mentos en el fenómeno de la angustia. La angustia es siem­pre y sólo un fenómeno de voluntad tendente. El animal no puede estar angustiado. Probablemente ningún ángel lo estu­vo tampoco.

La angustia es el gran peligro del hombre actual. No es fuente de progreso; todo lo contrario. Es en todos sus aspec­tos y dimensiones el paralizador de la vida. De ahí que la agudeza y extensión del fenómeno de la angustia humana sea uno de los más graves y sutiles males de nuestra época. No posee ese rango excepcional que ciertas filosofías pretenden otorgarle. Oprimido por la realidad y perdido en ella, el hom­bre intenta, a veces, dar el sutil rodeo de complacerse en la angustia. Es tan sólo el supremo espejismo de la inteligencia. Espejismo fue ya hacer de la realidad de la naturaleza y de la historia, la realidad suprema. Pero cuando menos era «reali­dad». Ahora en cambio se quiere hacer de la angustia y de la opresión del hombre por la realidad, la realidad suprema, me­jor dicho, se hace de la «nada» lo supremo del universo y de la vida. Ciertamente en sentido meramente ontológico para Heidegger, cosa que en definitiva nada tiene que ver con el nihilismo. Pero en sentido estricto y de nihilismo moral en el existencialismo. Y esto no es sólo que no sea verdad, es que es físicamente insostenible.

Y justamente es éste, tal vez, el último momento de la an­gustia integral: su estricta insostenibilidad. El angustiado más que ninguno vuelve los ojos hacia los demás. Como insosteni­ble, la angustia es una negación de sí mismo: nos remite a la realidad en la que estamos angustiados, incluso cuando el

{(l u í

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hombre la acepta compl acido.G-íor esto la angustia no es sólo un estado; es también y a una un problema, si se quiere un problema como estado. Como tal, la insostenibilídad de la an­gustia, esto es, la angustia es ya ella en sf misma la marcha incoada hacia la solución del problema^ Sólo la marcha; la solución está muy lejos. Precisamente porque la angustia es el problema del sentido de la realidad, vivido en la impotencia del tener que vivir, su solución no puede consistir sino en la reconquista del sentido de la realidad vivida en la regulación de las tendencias vitales. Es quimérico pensar que esta solu­ción pudiera ser solamente ideológica; sería creer que la an­gustia es un fenómeno de simple derrumbamiento de convic­ciones morales. Y no es esto; envuelve también intrínseca y formalmente la dimensión tendencial. De ahf que la solución de la angustia como problema implica todos los factores que juegan en la estructura tendencial psicobiológica del hombre. Una regulación porTÉgiene,~ño sólo física sino también fisio­lógica; no pueden despreciarse los tratamientos bioquímicos en ningún problema que afecta hondamente a la realidad hu­mana. Una regulación también psicológica, en forma de psi­coterapia o de otras. Una higiene, además, de la vida perso­nal. El hombre actual huye de sí mismo y para lograrlo, que­riéndolo o sin quererlo, o incluso tal vez queriendo todo lo contrario, ha cultivado un régimen de aturdimiento. La radio, la televisión, el cine, el pic-up, al margen de su utilidad en to­dos los órdenes, han pasado a convertirse en instrumentos de aturdimiento. [Él hombre de hoy necesita entre otras cosas la y, higiene de la tranquilidad. Necesita también la higiene de la j j \ fruidón Éj Parece que el hombre actual se halla en tal forma disparado hacia el futuro que carece de tiempo y de holgura

4 Algunos de los temas aquí aludidos, como los tratamientos bioquí­micos y la higiene de la fruición, aparecen también en el curso Acerca de

la voluntad (cf. p. SO), cosa lógica, dado que ambos textos son de la misma

época.

4 0 3

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para saber dónde tiene apoyados sus pies; no tiene fruiciones, sino perpetuos proyectos en que se devora a sf mismo. Hi fu­turismo reacciona sobre el presente disolviéndolo en angustia. El hombre necesita además un mínimo de estabilidad social, jurídica y nacional. Pero esto no lo es todo. El hombre nece­sita ir reconquistando el sentido de la realidad, esto es, reco­brar íntimamente su moralización. Y esto no se logrará sin la reconquista de convicciones morales profundas. Ello no elimi­nará el aspecto aflictivo de la angustia; pero el mero hecho de darle sentido la redimirá de tribulaciones, e impedirá que la angustia nos disuelva. ¿Y cómo desconocer que la raíz ulti­ma de la estabilidad es nuestra viqculación a la ultimidad de lo real como posibilidad de nuestra vida, esto es, lo que hace mucho llamé «religación»? La religación lleva a la religión co­mo la moralización lleva a una ética.

En el sombrío cuadro de la angustia actual hay destellos de desangustización; no proceden de un frívolo optimismo, si­no que son síntomas auténticos de recuperación{Ño puede negarse que por bajo de la inquietud actual, el hombre va sin­tiendo una saludable fatiga que le empuja a estar cada vez más en sf mismo, no en un sí mismo monacal, sino en el sí mismo de los suyos! JnJo puede negarse tampoco que a través de tantas alteraciones sociales va adoptando figura cada vez más estable un régimen de mínima seguridad económica. No puede negarse finalmente que bajo las crisis externas de mu­chas estructuras religiosas —me refiero al catolicismo— asisti­mos a una renovación de vidas vividas en profundidad católi­ca, calladas casi siempre, pero a veces más eficaces precisa­mente por su silencio. Y, ¿por qué no decirlo?, en ultima ins­tancia uno de los tristes fundamentos de esperanza es justo la índole inestable de la angustia misma. Tal vez habrá que apu­rar más la experiencia. Y llegado el hombre al límite de la an­gustia despertará un día como de un sueño, y comenzará a ver que en su angustia misma no ha hecho sino estar en la

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realidad y en Dios. La angustia ultima serfa tal vez el primer estadio de la recuperación. Sólo Dios sabe lo que en su provi­dencia ha establecido y lo que en ella ha permitido.

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INDICE ANALITICO 1

abierta/ohombre a. a sf mismo: 111,113 unidad a,: 372

«abismos»: 239 absoluta/o

espíritu a.: 91, 325 fin a.: 117 iniciativas aa.: 188 principio a.: 274 Uno a,: 243

abulia: 262acatamiento divino: 316 acctón/es: 22, 26, 35, 37, 41, 51, 57, 79,

88, 109, 160, 169-70,' 244, 282, 324, 400

a. de la volición: 65 a. preferente: 68 aa. voluntarias: 59si el mal es término de una a. causal

de Dios: 293*8(V éase : actividad, actuación, actuali­

dad, acto, évépvEia* EqYov) ■Acerca del mundo» de Zubiri: 95, 112,

186acomodación

a. tónica: 353-4 principios de a, tónica; 354

acontecera. de la libertad: 97,113 a. del dominio: 97

Acias def VI Seminario d e H istoria de la

Filosofía Española e Ib e roam eri­

cana: 164 activa/o

acto/s a/a.: 33*4, 43, 45, 48, 53-4, 97, 151

indiferencia a,: 103 iniciativa/s a/a.: 181-2,188 volición a.: 189

actividad: 25, 36,42, 51*2,103,290 aa. inferiores: 57 a a. intelectivas: 59

1 Indice elaborado por José A. Martínez,

a/a. superior/es: 57-8aa. volitivas: 59despliegue en a.: 47-9segundo modo de a.: 32término de la a.: 33voluntad como a,: 31-4,151(Véase: acción, acto, actualidad,

ÉVÉ0YEICI, üqyov)activismo: 15Í acto

a. activo: 33*4, 43, 45, 48, 53-4, 97, 151

aa. actuales: 43 a. apetente: 51 a/a. apetitlvo/s: 26, 97 a. concluso: 138 a. constituyente: 230 a. creador 159, 182-3, 289-92, 294,

389a. de amor 43,134 a. de amor fruente: 178,190 a, de aprehensión: 10 a. de atención: 213 a, de caridad: 134 a. de complacencia: 290 a. de conservación: 160 a. de decisión: 43,159 aa. de elección: 348 a, de estimación: 202-4, 209, 211-2,

214-6, 218*22, 233 aa. de evidencia: 96 a. de evidenciadón: 203 a. de fruición: 45-7 a. de iniciativa divina: 182 a. de innovación: 180 a/a. de intelección: 216-7, 221, 336,

348,353aa. de «intelección sentiente»: 9 aa. de intelecto: 150 a. de la creación: 46 aa. de la persona: 341 aa, del hombre: 49

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a. de liberación: 116 a/a. de libertad: 29, 85, 93-4, 96, 98,

101, 107, 133, 143*4, 146, 148, 153,178-9,297

a, del intelecto: 150 aa. del sujeto: 336 a. de mala volición: 278 a. de malicia: 270, 274, 276*7, 303,

308,313a. de preferencia: 36,51,201 a. de presentación: 230 a/a. de querer: 24,47, 53, 68, 83-4 aa. de sentimiento/s: 9,335 a. de ser querido: 43 a. determinante: 51, 53 a. de vicio: 134 a. de visión: 175a/a. de volición: 9, 24-5, 29-30, 34,

36-7, 41-2, 44-6, 54, 59*66, 68, 70, 77, 79, 84-5, 108, 111, 122, 134-6, 266, 268, 270*1, 273, 276-7,297,307-8,335,383

a/a. de voluntad: 18, 23, 25, 38-9, 41, 48, 65, 70, 77, 83*4, 88, 94, 98, 107-9, 136-7,151,180, 265, 268, 270-2, 274, 276, 278, 303, 315, 335*6

a. de voluntad tendente: 148 a, entltatlvo: 374 a. espontáneo: 139 a. físico: 269a. físico de fecundidad: 290 a. formal de preferir: 36, 41-7 a. futuro: 175 a. inmediato: 170a/a, intelectivo/s: 131,140,348,380 a/a. intelectual/es: 31,120 a. intencional: 290 a. liberador 133a/a. llbre/s: 29, 85, 89, 92-7, 102-3,

111, 117, 120, 133, 139, 141, 146-7,152,156-7

a. libre ejecutado libremente: 158-77 a. libre en el curso de! mundo: 186-91 a. libre en su índole formal propia:

178-85a, libre y volición divina: 159*61 aa. libres del hombre: 182 aa. libres humanos: 188 a. malo: 188 a. moral: 270 a, necesario: 96

a. posibilitante de la posibilidad: 272a. preferencial: 36a, primario: 168,202*3a. primero de la creación: 169aa, psíquicos: 9a. puro simpllcfsimo: 183a, radical de la voluntad: 33aa. segundos: 152a. sentimental: 344a. lendencial: 39a. transitivo: 265a. transitorio: 160aa, vitales: 229a. volente: 85a. volitivo: 64a. voluntario: 29, 76, 97,117 continuidad de aa. de volición: 303 dominio del a.: 94 dueño de sus aa.: 309 ejecución del a. libre: 93, 103-13,

158-9esencia del a. de volición: 41-2 esencia formal del a. de volición: 29,

42espontaneidad de un a.: 139 estructura del a. de libertad: 93-113 ininteligibilidad del a. libre: 133 Intención del a. creador: 291 Intencionalidad de los aa. intelectivos:

140libertad del a.: 96,108,122,130,148 libre a.: 175predeterminación de] a.: 164 previsibllidad de los aa.: 137 problema de! a. de voluntad: 83 realidad en a.: 43 repetición de aa.: 77,148 sentimiento como a.: 336 ser en a.: 43,152lérmlno formal del a. de estimación:

209,211-8, 222término formal del a. de volición: 37 volición en a.: 65(Véase; acción, actividad, actuación,

actualidad, ¿vécelo, Eg-yov, po­tencia)

actuacióna. de una potencia: 116 a. por inspiración: 278 función de la a.: 375 (Véase: actualidad, efecto)

actual

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Page 404: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

actos a a.; 43 bien a.: 41 volición a.: 65-6,68

actualidad: 52, 338,341. 371-2,374-5 a, atemperante: 340a. de fin: 117a. de la realidad: 343,356-7 a. de las cosas: 358 a. de lo posibilitante: 306 a/a. de lo real: 340, 344, 347, 350-1,

366,380,388 a. del sentimiento: 346 a. «de» una realidad: 339 a. expresiva; 373 a. fruitiva: 391 a. primaria: 377 a. primaria de la realidad: 351 a. somática: 376-7 a. ulterior. 378 diferencias de a,: 371-2 dimensión de a.: 346-7, 371 fundón de a.: 374, 377 modos de a.: 340,357 momento de a.: 339, 344,374 principio de a.: 374-7, 387*8 principio de a. significativa: 376 (Véase: acción, actividad, acto, actuali­

zación, ÉvégYEia, Egyov) actualítas rei: 356actualización: 220-1,340, 355-6, 380

«a. en»: 339 «a, en sentido»: 233 a. intelectiva: 350estructura de la a. [de unidad de los

estratos]: 374-6 modo de a.: 339,357 principio de a.: 371 respectividad de «mera a.»: 229 unidad de los tres estratos [del objeto

del sentimiento estético] como a.: 371-3

(Véase: actualidad, intelección, quedar) actualizada

presencia a.: 351 realidad a.: 341

Adánpecado de A.: 188

adecuación: 254,267 admiración: 326afecc¡ón/es: 10,84, 329,350, 353,385

a. tendencia): 66 aa, tónicas: 334

momento de a.: 11 (Véase: afecto, impresión)

afectantesentimiento/s a/a.: 9-11,43,334

afectivoestado/s a/a.: 18, 66

afecto/s: 10, 84, 353,384 aa. animales: 10 a, sentiente: 11 (Véase: afección)

Africa: 240 afuncionaÜdad: 145 áYoOóv: 38,222, 244,313 (Véase; bien, b o n u m )

agente/s: 259*60 a. causal: 167 a. creado: 161,166 a. divino: 170 a. inmediato: 169 a. «intermediario»: 168 a. segundo: 177 inmediación de a.: 167

agitación: 398 agresión: 239

momento de a.: 61 aguntur sed non agunfc 139 Agustín (san): 147, 198, 240, 255-6, 270,

314,317, 325, 328,371,382 «ahora»: 175 Ahriman: 240-3, 245 Ahura-Mazda: 282 otoOriai : 380

a. atemperante: 347 (Véase: percepción, sensación)

ciItEci: 272 (Véase: causa) alegría: 329, 340,344,346

sentimiento de a.: 45 (Véase: modificación tónica)

alertaestado de a.: 61 momento de a.: 61 síndrome de a.: 61

alma: 58,138, 283, 316, 376 «a, de los pueblos»: 279 (Véase: ánima, psique)

altanería de la virtud: 78 alteración

aiteridad sin a.: 289 alterídad

a. sin alteración: 289 alucinación: 345

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amantevoluntad a.: 54

óp agria: 314 (Véase: p eca d a ) ámbito

a. de belleza: 370 a. del p u lch ru m : 357-8,370 a. de realidad: 362, 356-8, 370, 372,

379-81,386,391 amenaza de la libertad: 144 «amenazada»

libertad «a,»: 144 ópergía; 324 (Véase: fealdad)amor: 42-3, 51, 53-4, 79, 104, 134, 147,

153, 217, 314, 329, 340, 342, 346,399

acto de a,: 43,134 acto de a. fruente: 178,190 a, efusivo: 191 a. finito: 193 a. fruente: 97,193, 341 a. personal: 191

análisisa. de la aprehensión: 12 a. noológico: 12

angélicoespíritu a.: 54

angustia: 9, 62, 81, 92, 395-405(Véase: Heidegger)ánima

figura del á.: 124 formación del á.: 124 (Véase: alma)

anlmal/es: 25-6, 38, 43-4, 54, 67, 74, 139, 145, 215-6, 220-1, 233-4Í 251, 255, 259, 294, 330, 333-4, 342, 345,353,367,388,402

afectos aa.: 10(Véase: control, estímulo, hombre, sen­

tir, ser vivo, vida) anímica

facultades aa.: 58 animismo: 273 (Véase: poder) ánimo: 56, 92

pasiones del á.: 330 temple/s de á.: 395

anormal psicópata: 129 Anra Mainyu: 282 ansiedad: 62, 398,400*1 anterioridad

a. de duración: 176 a. volente: 177 (Véase: prioridad, prfus)

Antigüedad: 323Antiguo Testamento: 129,197,384 antropomorfismo: 384-5 apatía: 123,131 apetencia

a. prevolente: 152 a. prevolitiva: 152 momento de a.: 152

apetente acto a.: 51 estructura a.: 100

apetlclbllidad: 383, 388 apetición: 329

a. del bien: 386 apetltiva/o

acto/s a/a.: 26, 97 función a.: 28

apetito/s: 34, 42-3, 45, 51, 90, 100, 104, 329

aa. concupiscibles: 329 a/a. inferior/es: 54, 88, 334 a. Innato: 26,39 a, intelectivo: 53a/a. radona!/es: 26-7, 46, 151, 330

334aa. sensibles: 330,334 a/a, sensitivo/s: 26,53 a/a. superior/es; 54, 87-8, 330 intervención del a.: 36 mecánica del a.: 28 metafísica del a.: 27 modos del a.: 328 necesidad del a.: 28 problema del a.: 40 satisfacción del a.: 28 sistema de apetitos: 87 teoría del a. racional: 46 teoría de la voluntad como a,: 28 término del a.: 26, 46 voluntad como a.: 25-30,33 voluntad como a. racional: 151

Apocalipsis de San Juan: 318 apoderamiento: 117,132,153, 273, 308

condición de a.: 274 apóstoles: 377,401 apoyo

dimensión de a.: 147 appeífíus: 25, 325, 328 (Véase: apetito)

4 1 0

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aprehensión: 32, 146, 153, 211-2, 230, 312

acto de a.: 10 análisis de la a.: 12 a. de lo real: 10 a. de un valor. 206 a. humana: 10-2 a. intelectiva: 11 a. mental: 248 a, primordial: 350-1,362-3 a. sentlente: 11-2 «a. simple»: 350 intelección como a.: 10, 12 (Véase: estímulo, Impresión, intelec­

ción, inteligencia, intellgir, sentir) aprehensiva

formalidad a.: 22 a prehensor

momento a.: 333 apropiación: 399

a. de posibilidades: 400 (Véase: decisión, Moral)

arbitrio: 106, 267 libre a.: 112

área de libertad: 124-6 a-real

estfmulos son «aa.»: 215 «arcantes»: 239Aristóteles: 25-7, 33, 43, 58, 72, 125,

222,324-5, 370,372, 382árquico

principio a.: 319 arte: 222, 351,361,379,391

a. griego: 324 obra de a,: 323,350,376-7 (Véase: Estética)

ágxcti: 280a. del mundo: 283 (Véase: principio)

armonía: 300, 349 arrebato: 130 arrepentimiento: 147 arrojo

momento de a.: 63 A s c lep io : 374 Asia: 240 Asiria: 197 Asoqon 242 áiagaíjíti: 78 f Véase: estoicismo) atemperación: 335 atempera miento: 347, 363

a. a la realidad: 335-7, 340, 344-6, 350,353

atemperante: 337,356,380, 389 actualidad a.: 340 nto&T]Oi5 a.: 347 realidad a.: 341,350,366

atenciónacto de a.: 213

aten de acial: 27 atracción: 275, 278 atributo de una potencia: 102 (Véase: propiedad) aturdimiento: 403 audacia: 330 áurea

proporción á.: 360 ausencia de tendencias: 130 autodeterminación: 105-6, 111,116,133,

298a. del concepto: 91

autoposesión: 132 autor

a. del mal: 315,389 a. del maleficio: 294-6

aversión: 188,385-6, 388 a. a Cristo: 197

aversfva/o estado a,: 171 participación a.: 171

Avesta: 240, 282 Aznar, S.: 62

baalismos: 190 Babilonia: 197 Baciero, C.: 13 Bardes ane: 239 beatifica

visión b.: 104b ea u té de la pourriture fla ): 361, 369B efríed lgung: 208bella

cosa b.: 356, 368,370-1, 376,381 realidad b.: 370, 376

belleza: 244, 324-6, 349, 355-8, 361-2, 364-5, 372-3, 376, 382, 387-8, 393

ámbito de b.: 370b. de la fealdad: 369 cánones de b.: 323, 360 (Véase: KaJ.óv)

ben efa ctum : 259

411

Page 407: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

beneficio: 259, 262, 265, 276, 285, 296, 300

beneplácitob, de la permisión: 390 b. de la permisividad: 391 voluntad de b.: 299-306,308,313 voluntad de b. dei bien: 309,312 voluntad libre de b.: 189

benignidad: 285 Bergson, H.: 89 (Véase: d u rée i

bien/es: 46, 77,145,171, 177, 187,198, 208*11, 235, 249, 251, 254-5, 259, 268, 274, 276, 293, 300, 305*16,320, 324,356-7,382

apetición del b.: 386 b. actual: 41 b. concreto: 40*2 b. de la cosa: 253 b. de la Inteligencia: 387 b. de los sentimientos: 387 b. del mundo: 285 b. embrionario: 242 b. en general: 39, 87-8, 99-102,110 b. humano: 275 b. inmóvil: 242b. moral: 24, 27, 127, 265, 267, 269,

277, 311, 400 b. objetivado: 281 b. objetivo: 281,311 bb. particulares: 42, 87 b. perfecto: 242b. plenarlo: 37, 39-40, 42, 102, 110,

112-3,168,311,313 bb. posibles: 41 b. real: 41b/b. superior/es: 41, 307, 309, 312,

314,319 b, universal: 101. b. y mal como realidades: 211-34 b, y mal como valores: 204-10 carácter de b.: 38,41, 202,246 concepciones del b.: 99,150 condición del b.: 88 conflicto de los bb.: 295 cualidad del b.: 223 espíritu de b.: 282-3,285 fuente de b.: 305 fuerza del b.: 277, 308 forma objetivada del b.: 281 línea de b.: 201*3,209, 2224, 233 «nuda realldad-b.»: 223

poder del b.: 273, 284, 305*6, 308, 310

principio/s de b.: 238, 240, 281, 310-I, 314

problema del b. y del mal: 203-4, 209-II, 224-34, 248, 252

propio b.: 42, 60,102,110,277, 315raíz del b.: 238razón de b.: 40realidad como b.: 42realidad del b. y del mal: 234, 285reglón del b.: 238sustantlvidad como b.: 294tendencia al b.: 77valía de un b.: 223volición al b.: 88voluntad de beneplácito del b.: 309,

312voluntad del b.: 17 (Véase: áyaQ áv, b a n ü m )

Bllluart, Ch.-R.: 60 biografía: 304

b. humana: 318 biográfica

dimensión b.: 310 forma b.: 313 personalidad b.: 309 razón b. del mal: 304-10 realidad b.: 304

biológicasustantividad b.: 296,305

Boecio: 174n (Véase: eternidad)bondad: 225, 242, 244, 265, 270, 273-4,

281-2, 285, 293, 331, 340, 355, 357, 379,386,388,393

b. de Dios: 171,295 b. objetiva: 136, 264 condición de b,; 299 fruición de la b.: 387 fuente de b,: 307 vector de la b.: 2B4 (Véase: b o n u m j

bon lcia : 265, 268-70, 273, 275-6, 285, 297, 308*9,311

b on u m : 29, 37-40, 151, 241, 253*4, 259, 267, 275, 277, 292-4, 297, 300, 325, 340, 351, 355-6, 358, 379, 382-4, 386-9

b, e t ens conu ertu rítu r: 292 b. intencional: 264 b. m ora le : 265,267,273, 305

4 1 2

Page 408: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

condición de b.: 292 propio b.: 287(Véase: áaflóv, bien, bondad)

¡íoOJ.Tifm: 280, 283 (Véase: querido)Brentano, F.: 207 (Véase: intencionalidad)Budha: 197, 240 budhismo: 197 búdico: 240 buena/o

b. volición: 276condición b.: 251, 253-4, 257, 259,

268condición de b.: 281 consecuencias bb.: 188 cosa/s b/b.: 209,244, 254,295, 389 determinaciones bb.: 188 espíritu b.: 282

Buridán, Jasno de B.: 103,122

canoncc. de belleza: 323,360c. de Pollcleto: 323,360

capacidadc. de fruición: 63,81c. de intelección: 55 cc. de inteligir: 83 c/c. de libertad: 120-1,130c. de maleficio: 275c/c. de querer 21, 55, 59-61, 63-4,

68, 73, 78, 83-4,115,117,162c. de realidad: 231,267c. de ser Übre/s: 115-53c. volitiva; 21 voluntad como c.: 21 /Míase; Súvaju , posibilidad, potencia)

carácterc. causal de la volición: 111c. concreto de ia libertad: 127c. de bien: 38,41,202, 246c. de causa: 109c. de la realidad: 253,34Í-2,379c. de la sustantividad: 237,252c. de la volición: 122c. de libertad: 95c. de persona/s: 136-7c. de propiedad del sujeto: 23 c. de realidad: 35, 38, 179, 217, 227,

287,289, 292,309, 372*3, 389

c. forma! de la libertad: 121 c. fruitivo: 346 c. intencional: 263, 268 c. modal: 96-7c. moral de nuestra personalidad: 305 cc. morales: 265 c. personal del hombre: 23 c. positivo de la volición: 271 c. psicobiológico: 261 cc. psicológicos: 269 c. trascendental de la realidad: 378-9,

384•pu lch rum * como c. trascendental de

la realidad: 378-91 (Véase: formalidad, propiedad)

cardiognosla; 138 caridad

acto de c.: 134 Castro, C.: 13 catolicismo: 404 católico: 318 causa

carácter de c.: 109c. de la privación: 294c. de la volición: 150,152c. de libertad: 162c. del maleficio: 294-5c. del mundo: 289c. del pecado: 162c/c. determinante/s: 100,182c. eficiente: 246c. extrínseca: 260c. formal: 112c. imperante: 150c. indirecta: 296-7,299c, instrumental: 185,193c. libre: 109c/c. parcial/es: 150c. positiva: 297c. primera: 153, 156, 158-9, 161, 167-

9,187,190,285 c. real: 245c/c. segunda/s: 164, 167-8, 170-1,

177,180-1,183,185-6,189 . c. sustancial: 246 c. total: 150 concurso de cc.: 309 mal y su c. última: 287*320 si es Dios c, del mal: 289-98 (Véase: causación, causalidad)

causación: 134,169,173,180, 270 (Véase: causa, causalidad)

4 1 3

Page 409: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

causal: 112,158 agente c.: 167carácter c, de la volición: 111 conexión c.: 336 fuente c.: 188 fuerza c.: 168 orden c.; 166,170,186 realidad segunda c.: 168 si el mal es término de una acción c.

de Dios: 293-8causalidad: 97, 112, 1334, 166-8, 178,

188, 190, 254, 256, 260, 272, 304

c. creadora: 297c. de la voluntad: 111,165c. divina: 160, 177, 186, 246, 293,

297c. eficiente: 107,113,177c. final: 113c. libre humana: 165 cc. primeras: 191c. psíquica: 276 cc. segundas: 191c. transitiva: 261 constitución de la c.: 109 orden de la c. humana: 185 principio de c. eficiente: 107 {Véase: causa, causación)

Cayetano: 171-2 cenes testa

estados de c.: 67 cielo: 28, 98,104,316, 342 ciencia: 17,171-2,176,266,312,348

c. de visión: 173,180 ciudad

c. de Dios: 314c. terrestre: 314

clásicaIdeas cc. sobre la voluntad: 25-34

coacciónc. externa: 128-9c. intrínseca: 129

compasión: 340,346 Compendíum T h e o h g ia e de Sto. Tomás:

110complacencia: 51, 112, 151, 291, 325,

344-6, 355,361,385 acto de c.: 290c. estética: 349

complaciente facultad c.: 345

complexión

cc, de tendencias: 76c. tendencia!: 80 (Véase: constitución)

componente estética: 347 comprometida

libertad c.: 145 compromiso: 148,325 concatenación de las libertades: 144 concepciones del bien: 99,150 concepto

autodeterminación de! c.: 91 unidad de un c.: 100 ( Véase: inteligencia)

conciencia: 65, 85, 105, 129, 139, 202, 205, 214,305,311-2

c. de libertad: 106c. del valor: 206c. estimativa: 207c. «intelectiva»: 207 estado de c.: 259 (Véase: inteligencia)

concluso acto c,: 138

C on cord ia liberi arblfríí cu m grafías donts, diulna praescieníía, prov iden tía , p m ed es tin a tion e e t reprabatiane,

ad na n n u flo s p r ím a e partís D . T h o m a e aríicu/osde Molina: 164

concreta/o bien c.: 40-2carácter c. de la libertad: 127 estructura c. de la voluntad: 51-81 estructura Intrínseca de la figura c. de

la libertad: 121-32figura c. de la libertad: 119-21, 124,

132,138,153 figura c. del dominio: 153 forma c. de la libertad: 120 volición c. en sí misma: 53-69

concupiscible apetitos cc.: 329 tendencias cc.: 329

concursoc. de causas: 309c. divino: 164,168 .«c. general» de Dios: 164 c. inmediato: 170 c. mediato: 165-77 «c. particular» del hombre: 164 c. simultáneo: 163-5,168-70

condenación: 315condición: 35-6, 73, 115-7, 119-20, 137,

4 1 4

Page 410: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

149-50, 152-3, 182, 188, 220, 225, 227-34, 249, 261, 264-6, 269, 272, 275-7, 280, 290, 297-8, 307-8, 313,316

c. buena: 251, 253-4,257, 259,268c. de apoderarniento: 274c. de bondad: 299c. de b o n u m : 2 92

c. de bueno: 281c. de estimanda: 218, 221-3, 233c. de la cosa: 271c. «de» la realidad: 223, 231, 236-7,

292c. del bien: 88c. de libertad: 87c. del objeto de la voluntad: 273c. de malicia: 273c. de malo: 281c de promotor: 300c. de valiosa; 219c. de viadores: 305c. fundante: 268c. metafísica: 49, 74c. posibilitante: 273c. positiva: 296c. real: 221,234, 246, 285cc. sociales: 80dialéctica de la c.: 222«en c.»: 219cualidades de la c,: 224,234 mal como c.: 235, 251,285 mal como «c.» real: 236, 251-6 realidad de c.: 246 realidad en c.: 222, 224,246 ■tipos» de la mala c.: 236 «tipos» de la mala c. de la realidad:

257-85condicionalidad: 271, 297 co n d ig n o (d e ): 316 congruo (d e ): 316 conexión causal: 336 C on fes ion es de S. Agustín: 147 conflicto

c. de las tendencias: 136-8 c, de los bienes: 295 c. de los motivos: 133,135-6

confluencia de tendencias: 133 conformación volente; 68 conformidad: 253-5, 267,269, 284

promoción de c.: 270 (V éase : verdad)

congruencia moral: 316

conjunciónunidad de la disyunción y la c.: 76 (Véase: conyundón)

conoclmiento/s: 66, 83, 119, 153, 173, 177,217,311

c. divino: 171,175 c. moral: 138,176 (Véase; inteligencia, logos, razón)

consecta ríum : 45 consecuencia

cc. buenas: 188 cc. éticas: 240

consecutiva razón c.: 178

conservación: 78,170 acto de c: 160 c, inicial: 169

constitución: 203, 226,244, 389 c. de la causalidad; 109 c. del hóbtto: 148 c. del hombre: 239 c. del yo: 23 c. libre: 141 (Véase: complexión)

constitutiva función c.: 227 razón c. y constituyente: 178 realidad e.: 227-8 totalidad c.: 226

constituyente acto c.: 230notas «físicamente» cc.: 228 razón constitutiva y c.: 178

construcción de la personalidad: 18,49 contingencia: 171 (Véase: necesidad) continuación intencional: 301-2 continuidad de actos de volición: 303 «contra": 329 control: 122, 232

c. específico: 21 (Véase: animal, ser vivo)

conversión: 147,188, 287, 381 salvación por c.: 198

conviccióncc. morales: 403*4

conyundón: 85,102 (V éase: conjunción, disyunción) conyunta

realidad «c.»: 74, 84-5, 95 c o-respectiva

hombre y cosas son cc.: 228-9

415

Page 411: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

correspecíividad: 228 cosa

actualidad de [as cc.: 358 bien de la c.: 253c. bella*: 356,368,370-1,376, 381 c/c. buena/s: 209,244, 254, 295, 389 cc. como estímulos: 216 cc. como realidad/es: 22, 71, 101,

150,216, 338 cc. feas: 373,381,390 cc. hermosas: 372-3 cc. malas: 244, 254-5 condición de la c.: 271 c. real: 68, 204, 209, 214, 221, 227,

230-1,345, 366,368,382, 386 c/c.-realidad: 229-31, 252,291 c/ c.-sentid o: 229-31, 233, 251-4, 264,

266*9,280. 290-2,300 cc.-sign!tivas: 233 c. valiosa: 209

. fruición de las cc, «en su realidad*: 359-60 ■

fruición de las cc. «por ser reales»: 361-3

hombre y cc, son co-respectivas: 228-9 mal de las cc.: 253 posibilidades de la c.: 268, 272 realidad como c. en sf: 91 realidad de las cc.: 22, 221, 252,399 sentido de la c.: 230 valores y cc. reales: 208-10 (Véase: ente, mundo)

cósmicahistoria c.: 239

cosmos: 227,300 co5tumbre¿s: 65, 77creación: 159-60, 167, 170, 180, 187,

242-3,291,384, 386, 391 acto de la c.: 46 acto primero de la c.: 169 c. de Dios: 179,390 c. del mundo: 135,188,293 c. de posibilidades: 190 c. divina: 179 c. ex n ih ílo : 289 c. inicial: 169,182,186,189 innovación y c.: 179,183-5 momento de despliegue de una c. ini­

cial: 186voluntad de c,: 390 (Véase: Dios, f ía t )

creada/o

agente/s c/c,: 161,166 ente c.: 160llbertad/es c/c.: 189,309 realidad c.: 158-9, 161, 169-70, 246,

289-93,303, 386,390 universo c.: 188

Creador: 165,173,190, 287,291, 301 independencia del C.: 193, 298 (Víase: Dios, mundo)

creador/a: 180,184acto c.: 159,182-3,289-92,294, 389 causalidad c.: 297 c. de poden 48Dios c. y personal del mundo: 287 disposición c.: 189 Intención de! acto c.: 291 voluntad c.: 292,390

criatura: 291,300, 382 dependencia de la c.: 165 independencia de la c.: 298

cristianismo: 197, 281, 315,317-9,372 orto del c.: 313

cristianización: 318 cristiano: 129, 240,281 Cristo: 23, 79, 121, 138, 189, 314, 316-

9, 377, 383,401 aversión a C.: 197 imitación de C,: 110 voluntad humana de C.: 386

Critico d e l Juicio de Kant: 331 (Víase: sentimiento)C ru z y (Taya: 395 cualidad

cc. de la condición: 224, 234 c. del bien: 223 cc. psíquicas: 258

cualitativa finitud c.; 125

cuasicreaclón: 179-80,190 cuerpo: 56, 58-9, 78,124, 166, 314, 374,

377c. social: 279,283 (Víase: soma)

culmenc. de la realidad humana: 149*53 c. del hombre; 152-3

cursoacto libre en e! curso del mundo: 186-

91c. de la historia: 90,190, 207,284 c. de la vida: 94,313 c. del mundo: 157, 186,188

4 1 6

Page 412: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

Cureus T lie o lo g ia e ju x ta m m en tem , e t in qu a n tu m /Iquit, ju x ta a rd ln em et

íítteram D , T h o m a e in sua

Summn... de Billuart 60

Dosein; 395-6n(Véase: existencia, Heidegger, hombre,

ser)«de»: 214, 219,341-3

actualidad «de» una realidad: 339 condición «de» la realidad: 237 libertad de: 87-9, 92,102,115 ser libre de: 89

deber/es: 10,116, 348, 351 d, moral: 41d. sen 90estructura del d.: 90

debidarealidad d.: 90

dedsión/es: 31, 40, 60, 94, 137, 162, 164, 166, 170-1, 176, 180, 266, 268,385

acto de d.: 43,159dd, de la voluntad libre: 182d/d. tlbre/s: 145,155,178d. voluntaria: 97, 99volición como d.: 30voltdón stn d.: 30(Véase: apropiación, Moral)

De consa ta tione p h ilosoph ía e de Boecio: 174n

decurso temporal: 45, 47 defecto: 129,244, 256, 294

d. privativo: 255 defectuosidad: 198,305 definición

d. del valor: 204d. motinista de la libertad: 104

deformaciónd, del nivel de la voluntariedad: 130d. tendencial: 124,129d. voluntaria: 124

deformado perfil d.: 129

deformidad: 198,243-7, 249,255D e las pasiones de Descartes: 329delectación: 326deleite: 45deliberación: 60demencia: 262dependencia: 161,168

d. de la criatura: 165 deponente

dimensión d.: 71D e pa ten fía de Sto, Tomás: 158n depresión: 402Der U rsprung des Kunstw erkes de Hei-

deggen 325n desangustización: 404 desarrollo de las tendencias: 124 Descartes: 30,110,135,329 «desde»

determinarse «d.» sf mismo: 106 desdicha: 197 deseabilidad: 38, 275 deseo: 25,27, 31,45-6, 222, 328-9

d. irracional: 26 principio de d.: 239

desesperación: 315, 330,397 desgracia: 28,119, 258,260, 316 designio

revelación del d.: 319 desmoralización: 267, 400-2 ■desorden* de tendencias: 123 desorientación: 148,401 despliegue: 33, 36, 47-8, 58, 78, 85, 129,

178-9,183,186,190d. creador: 189d. en actividad: 33, 36, 47-9 momento de d. de una creación inicial:

186«de suyo»;*208, 220-1, 229, 232, 237-8,

247*50, 254, 259-60, 298, 306, 340, 397

(Véase: realidad) deterior: 135determinación: 11, 34, 42, 51, 53, 66,

91,116,151,199, 235,243,297 dd. buenas: 188d. de la preferencia: 36d. de la voluntad: 28, 94d. exigitiva: 117d. física: 162d. intencional: 268 libre d. de la voluntad: 28 voluntad como d.: 29-31, 33,41 ¿Véase: talidad)

determinante acto d.: 51, 53 causa d.: 100 tendencia d,: 11 voluntad d.: 54

determinarse

4 1 7

Page 413: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

a sí misma: 101d. «desde» sf mismo: 105d. «par» st mismo: 106

determintsmo: 107 diabólica

inspiración d.: 313 ÓLa-liyELv: 222 (Véase: Dialéctica)Dialéctica: 91,191, 309,312, 368

D. de la condición: 222 D, intema de la historia: 190 (Véase: Hegel)

dialéctica: 57, 91, 136-7, 190-1, 222, 309,312

superación d.: 368D icc ion a rio d e ia L en g u a Española : 335n,

341 n diferencia

dd. de actualidad: 371-2 d/d. entitativa/s: 162

dificultaddd, para la existencia de la libertad:

133-42 dimensión

d. biográfica: 310 d, de actualidad: 346-7, 371d. de apoyo: 147 d, de la fruición: 346, 380d. de libertad: 141 dd. de! mundo: 387-8d. de objetividad: 222d. deponente: 71d. de realidad: 94, 222 d, de tendencias sensitivas: 67d. dispositiva: 144d. ejecutiva: 60 d, estética: 347, 354d. histórica: 318d. intelectiva: 60, 66 d, personal: 372d. pre-sciente: 158d. pre-volente: 158 d, sensitiva: 66d. sentimental: 67 d, somática: 59d. supraestante: 71d. tendencial: 67,403d. transcendental del mundo: 388 dd. vegetativas: 57-8d. volente: 60

dimensional realidad d.: 393

dinamismo: 239 td. del espíritu: 57

din árnica/oequilibrio d.: 333 subtensión d,: 57

Dios: 28n-9n, 30, 46, 62, 103, 107, 112, 121, 129, 131, 134-5, 141, 143, 193, 197-9, 226n, 238, 250, 274, 282, 285, 288, 303-8, 313, 315-7, 320,382-6, 389,405

bondad de D.: 171, 295 ciudad de D.: 314 «concurso general» de D.: 164 creación de D.: 179,390 D. creador y personal del mundo: 287 D. y el mal: 287 D. y la libertad; 86,155-91 estar en D.: 171gloria de D.: 291, 298, 301,309 gracia de D.: 319 intervención de D.: 168-9 libertad y D.: 118 obra de D.: 296 participación de D.: 167 poder de D.: 291,309-10 problema de D. y la libertad: 86, 153,

156realidad de D.: 159,170, 295 señorío de D.: 190si el mal es algo aceptado por Dios:

299-302si el mal es término de una acción cau­

sal de D.: 293-8 si es D. causa del mal: 289-98 volición de D,: 110 voluntad libre y D.: 156 (Véase: creación, divinidad, plenaria,

Teología)disarmonfa: 258, 261 disconformidad: 253-5, 257-8, 267, 284

promoción de d.; 270 discordia: 202-3, 276-7 disensión: 276 disfrute: 341disgusto: 340,343-4, 347, 354 dispensador de posibilidades: 190 disposición

d. creadora: 189 momento de d.: 189-91

dispositivadimensión d.: 144

distinción real: 219

4 1 8

Page 414: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

disyunción: 47, 74, 85, 102, 129, 381, 383

d. del hombre: 76 principio de d.: 388 unidad de la d. y la conjunción: 76 (Víase; conyunción)

disyunta/o estar d.: 74realidad d.: 74, 84-5,95 transcendental d.: 381,388 transcendentales son dd.: 384

divina/oacatamiento d.: 316 acto de iniciativa d.: 182 acto libre y volición d.: 159-61 agente d.: 170causalidad d.: 160, 177, 186, 246,

293,297concurso d.: 164,168 conocimiento d.: 171,175 creación d.: 179d. proporción: 360 ente d.: 385 espíritu d.: 54 gloria d.: 389 infinitud d.: 293iniciatlva/s d/d.: 180-3,185-7,189 innovación d.: 193 Inteligencia d,: 175, 385 intención d.: 290 mente d.: 188, 384 omnipotencia d.: 386 orden de la iniciativa d.: 185 participación de la realidad d.: 166,

180persona d.: 401 potencia d.: 160premoción y presciencia dd.: 161-77 realidad d.: 104,158,166,180,390 virtud d.: 160,177 vfrtus d.: 160-1,177 volición d.: 159,176,193, 289-92 voluntad d.: 28, 164, 177, 188, 290,

292,299,309, 313divinidad: 116, 131,190,274, 306,315 (Véase: Dios)dolon 67,259-60, 262,353

liberación del d.: 197 dominación: 116,120,156

d. de si mismo: 61,121 unidad de la d.: 95 (Véase: dominancia)

«dominalldad*problema de la «d.»: 76

dominancia: 369, 382 (Véase: dominación) dominante

pasión d.; 129dominio: 36, 71, 95,107, 113, 201, 243,

272-3,304, 306,359 acontecer del d.: 97d. del acto: 94d. de sr mismo: 78,120d. técnico del universo: 312 ílgura concreta del d,: 153

Domfnus: 190donación de realidad: 159,186,190 donador de realidad: 186,190 donante

efusión d.: 185 realidad d.: 159

2 Tes: 197n 5ó£o: 291 (Véase: gloria)dualidad: 102, 216-7, 223,306,359,

390d. de modos: 74d. de valores: 209, 224d. real: 224

dualismo: 37n, 94, 238, 240, 243, 246, 261, 314, 317, 381

d. dialéctico: 368d. maniqueo: 282d. sustancial: 245

dua!lsta/s: 255, 282 dueña/o: 97

d. de sf mlsma/o: 80, 94-5, 120, 141, 150-1,155-6

d. de sus actos: 309 hombre es d. de sf: 76 ser d. de sf: 76, 84, 94-5, 120,

155-6 duración

anterioridad de d.: 176d. en la fruición: 47d. infinita: 174d. mental: 32d. psicológica: 32 «tiempo de larga d.»: 241 (Véase: durée, tiempo)

durée: 32 (Véase: duración)Óúva|ug: 272, 280(Véase: capacidad, posibilidad, potencia)

4 1 9

Page 415: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

Edad Medía: 216 educación: 80,128 efectiva

realidad e.: 93, 109 vida real y e.: 68

efectoe. maléfico: 260e. natural: 170 /Véase: actuación)

eficazvoluntad e.: 64

eficientecausa e.: 246 causalidad e.: 113,177 principio de causalidad e,: 107

efusión: 186,190,384e. donante: 185

efusivo amor e.: 191

Egipto: 197 ego: 71 /Véase: yo)egoísmo metaffsico: 44, 252 eidos: 247-8

e. platónico: 244 /Véase: esencia, forma)

Elnstein, A.: 349ejecución: 30, 92, 102, 117, 139, 143-4,

184e. del acto libre; 93, 103-13,

158-9 libre e.: 116

ejecutivadimensión e.: 60 potencias ee.: 84 tensión e.: 137

ejercicio de libertad: 101, 120, 126, 147 ‘ 297

«El concepto descriptivo del tiempo» de Zubirt: 242n

E l con d en a d o p o r descon fiado d e Tirso de Molina: 172

elección: 136.222, 348 actos de e.: 348e. libre: 125e. voluntaria: 242 libertad de ej 282-3

elevación: 33,40, 362,386 «El espacio» de Zublri: 375n «El hombre y su cuerpo» de Zublri: 374n . «El problema del hombre» de Zublri: 23n ■ El proceso de la vollclóa según la doc­

trina de Santo Tomás de Aquino» de Zublri: 60n

Ellacurfa, I.: 375n emanación: 243 embrionario

bien e.: 242emergencia de la libertad: 146 emociones: 18 ■en»: 214

«actualización en»; 339 libertad en: 92

Encamación: 188*9, 313-4 Eneadas de Plotino: 324n ÉvégYEta: 33/Véase; acción, actividad, acto, actualidad,

EgyovJ Enrico: 172 ens: 158

bonum e t e. conueríuníur 292 nerum e t e. conueríuníur: 381 /Véase; ente, essej

•en sí»: 248ente: 67, 70-1, 74, 92, 133, 161, 233,

388,396e. creado: 160e. de razón: 117,329,334e. divino: 285e. humano: 84e. líbre: 111,113,158e. material: 27realidad del e. volente: 36,70-5 /Véase: cosa, ens, entidad, essej

entidad: 95, 101, 119, 125, 158-60, 162, 166,170,180, 240, 283, 315

e. inteligible: 175e. sustantiva: 251 e, teológica: 171 /Véase; ente)

entttativa/o acto e.: 374 dlferencia/s e/e,: 162 modo e, de sen 96

entrada en sf mismo: 73 Enfrefiens d e Sayónne: 395n «eones»: 238 época

é. clásica: 198 é. helenística: 198,324

equilibrio: 105,123e. de tendencias: 103*4,122e. dinámico: 333

§PYov: 33, 43

4 2 0

Page 416: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

(V éase : acción, actividad, acto, actualidad, ÉvÉQveiaJ

error fenomenológico: 231 escala de valores: 209 Escolástica: 37, 67, 89, 269,329 escolástica/o: 23, 53, 87-8, 97, 329, 334,

379escolástico/s: 25, 44-5, 53, 58, 100, 145,

153, 167, 329-30, 368, 370, 379* 80,382

Escoto, D.: 2Bn, 30, 40, 90, 110, 112, 134,150-2, 374,381,383

Escuela de Viena: 349 esencia: 93, 113, 115, 131, 188, 207,

240, 277, 289, 330, 335, 350, 353,388,291

e. del acto de volición: 41-2e. de la vida mental: 32e. de la volición: 27,34,51e. de la voluntad: 34-5, 42, 66, 399e. del espíritu: 73,151e. del sentimiento: 66,346e. formal del acto de volición: 29,42e. formal de la volición: 28,43e. formal de la voluntad: 31 orden de la e.: 165problema de la e. de la voluntad: 35-

49( Véase: eidos, forma)

esencialrealidad e.: 159, 287

esfuerzo: 24, 78-9,81, 86,198e. humano: 80

espacio: 78, 90,119,240, 242,375 espaciosidad: 375 especie humana: 126,144, 319 específico

control e.: 21 espectadón: 62 especian da

momento de e.: 62 esperanza: 81,330,395, 401,404 Espinosa, B.: 329espfrltu/s: 68,240-2, 244,280, 319

dinamismo del e.: 57e. absoluto: 91, 325e. angélico: 54e. bueno: 282e. de bien: 282-3, 285e. del hombre: 56,389e. de mal: 282-3 e, divino: 54

e. humano: 58, 64, 73,129,131,151e. malo: 282e. objetivado: 279,281e. objetivo: 279 esencia del e.: 73,151 principios del a de! mundo: 284 sentido social del e. individual: 279 vida del e.: 57, 350-1 (Véase: alma, inteltgenda)

espiritualvida e.: 397-8,401

esplendor 324-6espontaneidad: 31-3, 45, 73, 89,105*6

e. de un acto: 139 espontáneo

acto e.: 139 esse: 15Sn, 160 (Véase: ens, ente, realidad, ser) estabilidad: 126,404 (Véase; materia, quiescencia) estabilización pre-llbre: 125 estado

e/e. afectivo/s: 18, 66 e, aversivo: 171e. de alerta: 61 ee. de cenestesia: 67 e, de conciencia: 259 ee. de! sujeto: 66e. de malicia: 308

' e. de volición: 65 e/e. mental/es: 58, 263,397-8e. sentimental: 334 e/e. subjetivo/s: 331-2e. tónico: 260 e/e. vital/es: 215, 260 sentimiento como e.: 331-2,347

estare. disyuntor 74e.- en Dios: 171 modo de e.: 171, 275 sentimiento como modo de e. real­

mente en la realidad: 332-7 estar sobre sí: 36, 71-4, 84, 388

volición en el ess,: 75-81 Estética: 241n, 348,380n (Véase; arte) estética/o: 254

complacencia e.: 349 componente e.: 347 dimensión e.: 347,354 fenómeno e.: 323, 345-6 goce e.: 350,361

421

Page 417: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

!□ e. en sf mismo: 353-91 objeto e.: 361sentlmiento/s e/e: 326-51, 353-5,

360,365-7,369,379-81 verdad del sentimiento e.: 387

estimadón/es: 208,233-4 acto de e.: 202-4, 209, 211*2, 214-6,

218-23objeto de e.: 202término formal del acto de e,: 209,

211-8, 222 estimando

condición de e.: 218,221-3,233 estimativa

conciencia e.: 207 estimulación: 139,333 estimulante

estructura e.: 145 realidad e. y estimó!lea: 146

estimó!] camodificación e.: 353 realidad estimulante y e.: 146

estfmulo/s: 22, 35-6, 38, 42, 51, 220, 234, 333-4, 353

cosas como ee.: 216 e/e. signitivo/s: 233,251 ee. son «a-reales»: 215 formalidad >e.»: 215 (Véase: aprehensión, impresión, inte­

lección, inteligencia, sentir) estoicismo: 131 estoico: 78 estoico/s: 78 estrato

unidad de los tres ee. [del objeto del sentimiento estético]: 369-78

unidad de los tres ee, como actualiza­ción: 371-3

estructura/s: 12, 29, 33, 46, 83-6, 88, 92, 119, 178-9, 184, 208, 212, 215, 227-30, 238, 242, 250, 275, 295, 304, 309, 326, 371, 377, 383, 386,396-7,401,404

e, apetente: 100e. concreta de la voluntad: 51-81e. de la actualización [de unidad de los

estratos del objeto del sentimiento estético]: 374-6

e. del acto de libertad: 93-113e. de la libertad: 106,117,132e. de la realidad: 106 ee. de la volición: 120

e, del deben 90e. de privación: 368e. estimulante: 145e. expresiva: 373e. formal: 51,53,112 ee. intencionales: 2 1 1

e. Intrínseca de la figura concreta de la libertad: 121-32

e. matemática: 106 e. material: 374-5,377 e. metafísica: 66, 72, 78, 319,390 e. metafísica de la realidad: 364 e. objetiva: 90,220,263, 318 e. pática: 61e/e. psicoblológica/s: 258-9, 262-6,

276-7ee. psíquicas: 61e. radical: 52e. sensible: 26e. sentiente: 145e/e. somática/s: 56-7, 61, 257ee. somáticas sensitivas: 59e. tendencia!; 48, 59e. tendencia! pslcobiológica: 403e. unitaria: 54,285,338e. universal: 27(V éase : sistema)

Estructura d inám ica d e ía rea lidad de Zu- birt: 242n

estructuralmomento e.: 18, 25

eternapena e.: 315 salvación e.: 316 vida e.: 177

etemalidad: 174 eternidad: 174 (Véase; tiempo)Etica/s: 17-8, 198, 252-3, 264, 275, 281,

284, 351,400,404ética

consecuencias éé.: 240 E tica de Espinosa: 329 Etica a N lc ó m a c o de Aristóteles: 27n, 222 evidencia/s: 96, 106, 120, 131, 140-1,

148, 202e. de un razonamiento: 31 e. Intuitiva: 207 e. objetiva: 203, 207

EÍiSaípwv: 44 (V éase : felicidad)Eii-pogtjnj: 359

4 2 2

Page 418: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

(Véase: bella)Europa: 240 Evangelio: 79,150 evidencia

actos de e.: 96 ilusión de la a: 140

evidendadón/es: 96 acto de e.: 203

evidentejuicios ee.: 140

evolución: 299 «exigltir»: 151 exigitiva

determinación e.: 117 rafe e.: 151 tendencia e.: 152

existencia: 107, 112, 165, 209, 214, 289, 318, 401

dificultades para la e. de la libertad: 133-42

e. humana: 395 (Véase: DaseJnJ

ex nl/iiíocreación en.: 289

77,84, 275-6 I. de la libertad: 138 (Véase: habitud)

existencialismo: 230, 402 (Véase: Heldegger) expansión por inspiración: 287 experiencia: 99,128,139, 404

e. histórica: 311-3 voluntad de e. histórica: 312 voluntad de e. moral histórica: 319

expresivaactualidad e.: 373 estructura e.: 373

éxtasis: 113,186,193 é. hacia sí mismo: 111

extáticarealidad e.: 111

exteriorpercepción del mundo e.: 140

exterioridad: 140 externa

coacción e,: 128-9 extrínseca

causa e.: 260 eyecto: 176

fa c t io : 258, 275

/□cíum: 258,275facultad/es: 23, 31-2, 39, 55, 64, 96,

119,152, 257,328,385 ff, anímicas: 58f. complaciente: 345 f, de querer 40, 63 «f.» física: 64f. volente: 115(Véase: I n t e l i g e n c i a , v o l u n t a d , s e n t i ­

m i e n t o )

fa lsum : 383fe: 187,310-1,317,319 fea

cosas ff.: 373, 381, 390 fealdad: 243-4, 324, 361-2, 365, 385-6,

388belleza de la f.: 369

fecundidadacto físico de f.: 290

felicidad: 28,44,340 fenómeno

f. de la voluntad: 18, 32-3 f, estético: 323, 345-6f. intencional: 32 f, mental: 18f. modal: 140f. ontológico: 396f. psíquico: 140*1f. social: 397 ff. tendenciales: 331 realidad como f.: 91 voluntad como f, mental: 21-49 (Véase: experiencia, objeto)

fenomenología: 230(Véase: Heldegger, Husserl, intencionali­

dad)fenomenológico

error f.: 231 fe rees : 36 Ferraz, A.: 13 fía t: 182-3 (Véase: creación) figura

estructura intrínseca de la f. concreta de la libertad: 121-32

f. concreta de la libertad: 119-21, 124,132,138,153

f. concreta del dominio: 153f. del ánima: 124f. de la personalidad: 303 {. de la realidad: 299

/ígura onímae: 124

423

Page 419: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

Filón de Alejandría: 243 ítlosoffa/s: 25, 30, 86, 88, 106, 122, 324-

5, 328, 340, 348, 357, 359, 370, 382,385,402

f/f. actual/es: 64, 89,339,371f. antigua: 78,378f. aristotélica: 150f. clásica: 53, 87, 97, 99, 122, 328-9,

360, 372,374,378-9,384f. de Escoto: 28nf. de Heideggen 325 f, de Kant: 23f. de la subjetividad: 127f. de Mach: 349f. del conocimiento: 83f. del siglo XIX: 151, 379f. de Zubtri: 12f/f. escolástica/s: 53, 87*8, 97, 329,

334,374f. europea: 326f. griega: 243,372f. medieval: 58f. moderna: 30, 58, 88,198f. tradicional: 65f. platónica: 150 ¡Véase: Metafísica)

finactualidad de f.: 117f. absoluto: 117f. del hombre: 117f. sobrenatural: 117f. Ultimo: 117

finalcausalidad f.: 113

finita/o amor f,: 193 libertad/es f/f.: 185,187 participación f.: 297 realidad/es f/f.: 170, 186, 291-2, 297,

386voluntad f.: 158,385

finitud: 33,46,186,290-1, 386, 393f. cualitativa: 125f. de la fruición: 45f. de la volición humana: 34, 47,141f. de número: 125 ¡Véase: Infinitud)

firmeza: 21, 397 momento de f.: 63

ffsica/o acto f.: 269acto f. de fecundidad: 290

determinación f.: 162 «facultad» f.: 64 libertad f.: 128, 300 «mal f.»: 260 orden f.; 100, 269, 306 potencia f,: 103 predeterminación f,; 138 premoción f.: 161-3 principio/s «f»/f.: 238, 247 propiedades ff.: 269,297 realidad f.: 94.100,292, 296 realidad f. intencional: 2634 respectividad f.: 304

Joedus: 359 forma: 244, 248

f. biográfica: 313 í. concreta de la libertad: 120 ff. de realidad: 243f. ideal: 247f. medial: 72 í. media! del me: 74f. objetivada del bien: 281f. objetivada del mal: 281 (Véase; eidos, esencia, fioQtpij)

fo rm a : 359 /. m entís : 124

formación del ánima: 124 formal

acto f. de preferir: 36,41-7 acto libre en su índole f. propia: 178-

85carácter f. de la libertad: 121 causa f.: 112esencia f, del acto de volición: 29,42 esencia f. de la volición: 28,43 esencia f, de la voluntad: 31 estructura f.: 51,53,112 Intervención f, del tiempo: 32 objeto f. de la voluntad: 24 realidad f.: 226. 248 sujeto f.: 100término f. del acto de estimación: 209,

211-8 , 222término f. del acto de volición: 37

formalidadf. aprehensiva: 22f. del sentir: 10f. de realidad: 215f. «estímulo»: 215

formali2adón: 59 «íormSdad»; 247 «formosidad»; 249

4 2 4

Page 420: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

Jarm osus: 359 francés: 359 Frosoqar: 242 (mente

acto de amor f.: 178,190 amor f.: 97,193,341

fruición: 43-4, 52, 60, 111, 132, 151*2, 190, 193, 340*1, 343-6, 349-50, 354-5,403.

acto de 1:45-7 capacidad de f.: 63, 81 dimensión de la f,: 346,380 duración en la f.: 47 ftnitud de la f.: 45f. de la bondad: 387f. de la realidad «en cuanto realidad»:

364-91f. de las cosas «en su realidad*: 359-

60f. de las cosas «por ser reales»: 361-3f. de la verdad: 387f. humana: 53f. tendente: 46f. volente: 48, 94 modo de 347

fruitiva/oactualidad f.: 391 carácter f.: 346 querer f.: 36 realidad f.: 344, 386

fuentef. causal: 188f. de bien: 305f. de bondad: 307ff. de grada: 317f. de posibilidades: 308-9f. de realidad: 308

fueraa/s: 108, 137, 167, 171, 189, 207,212

f. causal: 168 f. de! bien: 277,308 f. de moción: 136 f. de móvil: 135 f. de querer 48 f. de volición: 273 f. de voluntad: 21, 30,126,262 f. impelen le: 133 f. motriz: 136 f, psíquica; 273 voluntad como f.: 21 {Véase: poder, nuda realidad)

fundón

f. apetitiva: 28f. constitutiva: 227f. de actualidad: 374, 377f. de la actuación: 375f. de la inteligencia: 22f. de la materia: 374ff. de la vida del hombre: 32f. de la voluntad: 18, 49f. intelectiva: 31f. primaria de las tendencias: 146 ff. sensitivas: 57 f. volente: 28

funcionallzarión de la libertad: 148 fundamento de la posibilidad; 202, 267 fundante

condición f.: 268 futurible

orden del f.: 180-1 futuriclón: 32-3,180, 398

temporalidad en f.: 175 futurismo: 81, 404futuro: 64, 81, 173-4, 177, 180, 398-9,

403acto f.: 175 f. libre: 138,184 posesión del f.: 176 (Véase: tiempo)

Gal: 129n Gathas: 282-3 gaudfum; 45 Génesis: 384-5n germina!

plasma g.: 58-9 Gethsemanf: 401 «getffr»: 242 gloria; 291 gloria: 292*3

g. de Dios: 291,298, 301,309 g, divina: 389 posesión de la g.: 104

gnosls: 197,239 gnosticismo: 239 goce: 344-5,347

g. estético: 350, 361 Gorgios de Platón: 324n Gracia, D.: 13 gracia: 313-8

fuentes de g,: 317g. de Dios: 319

grado

4 2 5

Page 421: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

g/g. de libertad: 130*2, 142,275 Gran E ncic loped ia d e l M u n d o ; 241 n grafía: 317

g. Chrfsíi: 317 g. Ecclestae: 317

Grecia: 198, 245,359 griego: 324, 367griego/s: 25, 44, 72, 77, 95, 111, 244,

247, 255, 279*80, 282, 291, 324, 328, 359-60, 372-3

gusto/s: 73,208,215-6,340,346, 354 gusfaíum:215

háblto/s: 77, 276 constitución del h.: 148

habitualvolición h.: 65-6,68, 77, 84,148

habltualldad: 65-6, 76-7h. de la libertad: 148-9

habitud/es: 76*8, 81, 84,148,275,338h. de la malicia: 276 hh. negativas: 77 hh. positivas: 77

hacerde la vida: 70por la vida: 38,40, 70,109

«hada»: 329 Hartmann, N.: 151 hebreo: 291Hegel, G.W.F.: 91-2, 279, 324-5n, 350,

368,370 (Véase; Dialéctica)Heidegger, M.: 92, 230, 325, 371, 395-6,

402(Véase; angustia, existen el al [smo, fenome­

nología) helenística

época h.: 198,324 Heredfa Soriano, A.: 164n hermosa

cosas hh.: 372-3 hermosura: 360, 365,393 hiperactividad: 398 hiperbulia: 262historia: 126, 128, 135, 189, 237, 241,

283, 304, 310-1, 313-4, 318-9, 324, 348, 357, 360, 373, 389, 402

curso de la h.: 90,190,207, 284 dialéctica interna de la h.: 190h. cósmica: 239

h. de la filosofía: 25, 325 h. del mundo: 239

históricadimensión h.: 318 experiencia h.: 311-3 posibilidades hh.: 312 razón h. del mal: 310-20 realidad h.: 304 voluntad de experiencia h.: 312 voluntad de experiencia moral h.: 319

Holzmege de Heidegger: 325n hombre

actos del h.: 49 actos libres del h.: 182 carácter personal del h.: 23 «concurso particular» del h.: 164 constitución del h.: 239 culmen del h,: 152-3 disyunción del h.: 76 espíritu del h.: 56,389 fin del h.: 117funciones dé la vida del h.: 32 h. como realidad moral: 266-7 h, abierto a sí mismo: 111,113 h. es dueño de sí: 76 h. y cosas son co-respectivas: 228-9 naturaleza del h.: 77,142 realización del h.: 70 respectividad al h.: 228,233 ser del h.r 75unidad de la vida del h.: 67 unidad tendencia! del h.: 60 vida del h.: 32, 37, 66-7, 146, 264,

304,308, 313,332 voluntad del h.: 45,110,153 (Véase: animal, Dasein, persona, ser

vivo, situación, vida, yo) humana/o

actos libres hh.: 188aprehensión h.: 10-2bien h.: 275biografía h.: 318causalidad libre h.: 165culmen de la realidad h.: 149-53ente h,: 84esfuerzo h.: 80especie h.: 126,144,319espíritu h.: 58, 64, 73,129,131,151existencia h.: 395finitud de la volición h.: 34,47,141 fruición h.: 53Innovación de la voluntad h.: 179,187

4 2 6

Page 422: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

innovación h.; 179*80, 185,193 ¡Ibertad/es h/h.: 121, 155*6, 161, 169,

177,182*3,185-6,189-90 orden de la causalidad h.i 185 persona h.: 253 personalidad h.: 84,274 realidad/es h/h.: 18, 69, 85, 149-51,

155, 228, 260, 300, 305, 313, 372,400,403.

sentimiento/s h/h.: 67, 330,334 ser h.: 54,102sustantivldad h.: 233, 252-4, 257-8,

261-2, 267, 297, 311*3,375 tendencias hh.: 98,121,399 vida h.: 260, 307 volición h.: 34,45, 47, 141,341 voluntad/es h/h.: 52, 54-5, 115, 121,

166, 168, 171, 179*80, 183, 185, 187,189, 298, 306,399

voluntad h. de Cristo: 386 voluntad libre h.: 165

Humanidad: 77, 81, 189, 284, 311, 313- 4,317,358,397

Husserl, E: 207, 230,336 fVéase: fenomenología, intencionalidad)

«idea»: 244, 248tfe clásicas 5obre la voluntad: 25-34i. de libertad: 85II. usuales sobre la libertad: 87-92

idealforma I.: 247 perfección 1.: 247-8 plenitud i.: 247

idealismo transcendental; 30, 73 ¡Véase; Kant, Husserl)Iglesia: 314, 317-8

I. Católica: 172ilusión: 91, 106,139, 173,348

i. de la evidencia: 140i. de la libertad: 106,138-42

imitacióni. de Cristo: 110 i. de la Trinidad: 110

Impelente fuerza I.: 133

imperante causa i.: 150

imperfección: 185, 244,246-9,359 principio de i.: 245

imposibilidad ín ad jecta : 234

impresión de realidad: 10-1, 350 (Véase: aprehensión, estímulo, intelec­

ción, inteligencia, sensibilidad, sentir)

inclinación: 161 i. natural: 77

incomunicación: 238inconclusión: 98-9, 101, 123, 127, 144,

146,153I. de las tendencias: 116 situación de i.: 122,137*8

incorporación: 76*7, 81 i. de la libertad: 142-3

independencia: 205*6, 208, 220, 297, 300-1

i. de la criatura: 298 i. del Creador: 193, 298 t. del medio: 21-2,122, 232 i. subsistencia!: 23

indeterminación: 103, 105, 110, 112, 116,122-3, 243, 382

principio de!.: 374 India: 197 índice: 23nindiferencia: 105,224, 252,402

t, activa: 103 Indigencia: 111,117 . indirecta

causa l.: 296-7,299 individualsentido social del espíritu i.: 279 índole

acto libre en su í, formal propia: 178- 85

.inespecíficomomento !. de realidad: 366

inferioractividades ti.: 57 apetito/5 i/i.: 54, 88, 334 sentimientos ii.: 67,330 tendencias ii.: 56, 98,145-6 valor I.: 209

infierno: 28, 315-6 infinlta/o ■

i. duración: 174 i. inimltabilidad: 175 «tiempo i.»: 241

infinitud divina: 293 fVéase: finiíud) infortunio: 397 iniciación

momento de ¡.: 141

4 2 7

Page 423: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

inicia]conservación i,: 1G9 creación i.: 169,182,186,189 momento de despliegue de una crea­

ción i.: 186 -inidativa/s: 141,149,193, 226,290

aclo de i. divina: 182 ü. absolutas: 188 i/i. actlva/s: 181-2,188 ii. de permisión: 188 i/[. dlvina/s: 180-3,185-7,189 i/l. pasiva/s: 180-1,185 momento de i.: 187-9 orden de la i, divina: 185

Inimltabilidad infinita l: 175

ininteligibilidad del acto libre: 133 ininteligible

libertad l.; 134-5 realidad i,: 175, 366

inmediación i. de agente: 167 i. de supuesto: 167-9 i. de virtud: 167-9

inmediato acto i.: 170 agente!,: 169 concurso i.: 170

inmoralidad: 269 inmóvil

bien I.: 242 innato

apetito i.: 26, 39 innovación: 186

acto de i.: 1801. de la voluntad humana: 179,187l. divina: 1931. humana: 179-80,185,193 i. en si misma: 179-83 i. y creación: 179,183-5

inorgánica materia i.: 27

in-quiescenda: 47 Inquietud: 47-8,398,401, 404 inseguridad: 397-8, 400 ín sensu ca m pos ita : 105 fn sensu diuíso: 105 inspiración

actuación por i.: 278 expansión por i.: 287 i. del mal: 285 i. diabólica: 313

poder del mal como 1.: 278 instalación

i, del mal como poden 274 Instauración

i. del mal como poder: 273, 275-7, 285

1 del poder como mal: 278 i. del poder del mal: 287,300, 311

instrumental causa i.: 185,193

Integridad: 257-8, 262, 264-5, 312, 317- 8, 399

i. plenaria: 259 I, psicoblológica: 259,261

Intelección: 91, 150-2, 174. 176, 203, 212, 219-20, 280-1, 340, 349-50, 354, 362-3,365, 385-6

acto/s de i.: 216-7,221, 336, 348, 353 actos de «i. sentiente»: 9 capacidad de i.: 55 i. como aprehensión: 10,12l. sentiente: 9-11 i, veritativa: 348 nuda 1:218 teoría de la i,: 348 trilogía sobre la i.: 12 (V éase : actualización, aprehensión, estí­

mulo, Impresión, inteligencia, sen­tir)

inteleccionismo: 12 intelectiva/o

actividades ¡i,: 59 acto/s i/i.: 131,140, 348,380 actualización i.: 350 apetito [.: 53 aprehensión L: 11 conciencia «!.»: 207 dimensión L: 60, 66 función L: 31intencionalidad de los actos ¡1.: 140 momento i.: 10,12 potencia !.: 55 vida L: 57-8

intelecto: 99-101, 110,125,127,150 acto/s del i.: 150

intelectual acto/s i/i.: 31,120 momento i.: 12

intelectualismo: 12inteligencia: 13, 24, 30-1, 39, 55, 83, 96,

101, 128, 141, 150, 152-3, 202, 228-9, 233, 235, 250, 257, 262-4,

4 2 8

Page 424: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

279-80, 328, 331, 337-9, 341-2, 348, 350-1, 354-7, 366, 377, 379-80,382-4,402

bien de la I.: 387 fundón de la 1.: 22 i. divina: 175,385 trilogía sobre la i.: 9,12,362 uso de la i,: 127,129 (Véase: aprehensión, concepto, con­

ciencia, conocimiento, estímulo, facultad, impresión, intelección, lugos, voüg, razón, sentir, senti­miento)

inteligencia sentiente de Zubiri: 10-1, 13, 350n

fntefígendo sentiente. ' In te ligenc ia y reali­dad de Zubiri: 10-2, 351n

Intefigenda y iogos de Zubiri: 351n, 382n inteligible

entidad I.: 175inteligir 10, 22, 32. 83,202, 212, 333

capacidades de i.: 83 Intemperie: 342 intención

i, del acto creador 291I. divina: 290

Intencional acto i.: 290 bonum L: 264 carácter i.: 263, 268 continuación I.: 301-2 determinación L: 268 estructuras ¡L: 277 fenómeno i.: 32 orden i.: 263-4 realidad física i.: 263-4 relación 1.: 277 «término I.»: 350

intencionalidad: 2634, 269,336 i. de la voluntad: 141 i. de los actos Intelectivos: 140 modo de i.: 141(Véase: Brentano, fenomenología, Hus-

serl)Intensidad

I. de la volición: 79I. de la voluntad: 79

iníeníum:219 (Véase: intencionalidad) interior

libertad i.: 87-8 Intermediario

agente «1.»: 168IníermlnnbJíís uítee iota simul eí p erfecta

possesio : 174 (Víase: Boecio, eternidad) intema

dialéctica I. de la historia: 190I. interna: 87

intervención i. de Dios: 168-9 i. del apetito: 36 i. formal del tiempo: 32

Intramundanametafísica de la transcendertalidad 1:

384intrínseca

coacción 1.: 129estructura I. de la figura concreta de la

libertad: 121-32«Introducción al problema de Dios» de

Zubiri: 110 Intuitiva

evidencia i.: 207 Ira; 330 Irán: 197

1. sasánlda: 240 iranio/s: 72,240,242 irascible

pasiones II.: 329 irracional

deseo 1.; 26 Irresponsabilidad: 128 Israel: 197, 282

Jansenio: 77 XÓpig: 313 (Véase: gracia)Jestls: 240Jn: 314n, 318n, 401n Juan (san): 318 J u e g o

j. de la libertad: 98,169j. de las posibilidades: 190 J. de motivos: 133]. de tendencias: 41, 80, 98-9, 102-3,

121,137Juicio Final: 187,319 juicio

jj. evidentes: 140 jj. objetivos de valor: 140

justicia: 197j. vindicativa; 316

4 2 9

Page 425: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

kcueto: 314 (Véase: malicia)KaXoKáYaeta: 244 (Véase; belleza, bondad) koXóv: 244,324,359,367, 370, 38Ün (Véase; belleza)Kant, I.; 23, 73, 89-91, 119, 198, 253,

331, 355(Véase; Idealismo, objeto)Ktvrjoig: 95 (Véase; movimiento)K ritlk d e r reinen V e m u n ft de Kant: 119n KrltlJc d e r Lírteifslcra/t de Kant: 355n Kégio? 190 (Véase: Señor)

■La Concordia de Molina» de Ocaña, M.: 164n

latín: 72,282,359 latinos: 25, 291, 359 L a A u ro ra d e la V ida: 60n Le: 79n, 171nLeibnlz, G. W.: 106, 131, 135, 198, 249,

255,293■leyes* de los valores: 207 liberación

acto de 1.: 116 I, del dolon 197libertad como I.: 93, 97-103,133

liberador acto 1.: 133

libertadacontecer de la 1,: 97,113 acto/s de I,: 29, 85, 93-4, 96, 98, 101,

107, 133, 143*4, 146, 148, 153, 178-9,297

amenaza de la L: 144 área de la I.: 124-6 capacldad/es de i.: 120-1,130 carácter concreto de la I.: 127 carácter de 1,: 95 carácter formal de la I.: 121 causa de 1,: 162 concatenación de las 11.: 144 conciencia de I,: 106 condición de 1.: 87 definición motinista de la I,: 104 dificultades para la existencia de la I.:

133-42dimensión de 1,: 141 Dios y la L: 86,155-91

> háxls de la 1.: 138ejercido de I.: 101,120,126,147, 297 emergencia de la I.: 146 estructura del acto de I.: 93-113 estructura de la I.: 106,117,132 estructura intrínseca de la figura con­

creta de la 1.: 121-32 figura concreta de la I.: 119-21, 124,

132,138,153 forma concreta de la 1.: 120 fundonalizactón de la 1.: 148 grados/s de 1.: 130-2,142,275 habitualidad de la 1.: 148-9 idea de 1.: 85Ideas usuales sobre la 1.: 87-92ilusión de la 1.: 106,13842incorporadón de la 1.: 142-3Juego de la 1.: 98,1691. «amenazada»: 1441. como liberación: 93, 97-103,1331. como potenda: 1021. toma probtema: 142-91. como valor: 901. comprometida: 1451/1. creada/s: 189,3091. de: 87-9,92,102,1151. de crean 1301. de elección: 282-31. de elegin 1341. del acto: 96,108,122,130,148 1. «en»: 921/1. finita/s: 185,187 I. física: 128, 300l/s. humana/s: 121, 155-6, 161, 169,

177,182-3,185-6,189-90 I. ininteligible: 134-5 I. interior: 87-8 I. intema: 87.1. moral: 1281. para: 89-92,102,109,113,115-7I. para mí mismo: 109l. para sí mismo: 102,113,1171. psíquica: 1281. y Dios: 118mínimum de 1.: 147naturalización de la 1.: 143-6negadores de la I.: 125nivel de 1.: 126-30perfil de la I.: 1214posibllitación de la 1.: 152potenciación de la I.: 147-9problema de Dios y la I.: 86,153,156

430

Page 426: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

problema de la I.: 81, 85, 88-9, 115, 130,155,179

rafe de la L 99,101,146 realidad de la I.: 86situación de 1.: 88, 98,101,121-2,144 sujeto de la !.: 90,101 uso de la I. moral: 128

libreacto/s 1/1.: 29, 85 , 89, 92-7, 102-3,

111, 117, 120, 133, 139, 141, 146-7, 152,156-7,178,182,186, 188

acto 1. ejecutado libremente: 158-77 acto 1. en el curso del mundo: 186-91 acto I. en su índole formal propia: 178-

85acto 1. y volición divina: 159-61 actos 11. del hombre: 182 actos !L humanos: 188 capacidad de ser 1/1.: 115-53 causa 1.: 109causalidad 1. humana: 165 constitución I.: 141 decisiones de la voluntad I.: 182 decislón/es 1/1.: 145,155,178 ejecución del acto I.: 93, 103-13,

158-9elección I.: 125ente 1.: 111,113,158futuro I.: 138,184ininteligibilidad del acto I.: 1331. acto: 175I. arbitrio: 112I. de tendencias: 1191. determinación de la voluntad: 281. ejecución: 1161. volición: 170realidad/es l/l.: 117-8,153,156,193 ser 1/1.: 19, 83-113, 121, 128, 131,

143,148,155 ser 1. de; 89 ser I. para: 89,103 situación de 1.: 144 volición/es l/l.: 122, 129,174,181 voluntad/es 1/s.: 28, 112, 152, 156,

158-9,165,182-3 voluntad 1. de beneplácito: 189 voluntad I. humana: 165 voluntad I. y Dios: 156

limitación transcendental: 384, 386 limitada

realidad 1.: 369,388,390-1,393

línea de bien: 201-3, 209,222-4, 233 Lógica: 350-1 lógica: 380n Aóyog: 150logos: 40, 56, 145, 150, 160, 181, 183,

188, 191, 299, 307, 313, 316, 324,351, 362-3,382

1. predicativo: 388(Véase: conocimiento, inteligencia, ra­

zón)

Mach, E,: 349 Moche 112

W íile zu r M. (d e r ): 78 Madinavejtia, A.: 13 ptiKápioL 44mal/es: 46, 79, 134-5, 171, 188, 202,

225-7, 259,301,307,402 autor de! m.: 315, 389 bien y m. como realidades: 211-34 bien y m, como valores: 204-10 cosas mm.: 244,254-5 Dios y el m: 287 espíritu de m.: 282-3 forma objetivada del m.: 281 Inspiración del m.: 285 Instalación del m. como poder: 274 instauración del m. como poden 273,

275-7,285instauración del poder como m.: 278 instauración del poder del m.: 287,

300,311m. como condición: 235,251, 285m. como «condición» real: 236, 251-6m. como maldad: 296-8m. como maleficio: 285, 287,294-6m. como malicia; 296-8 m, como malignidad: 296*8m. como «nuda realidad»: 235-50m. como problema: 198-9, 201, 203,

223-4m. como realidad: 198, 246,293m. como respectividad: 249-50m. como sustantlvldad: 237-49m. de la voluntad: 287 m. de las cosas: 253 m, en sí: 244 «m. físico»: 260 m. moral: 127, 269, 389 m. objetivado: 281 m. objetivo: 281, 311

431

Page 427: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

m. y su causa última: 199, 287-320 permisión del m.: 303 origen del m.: 313poder del m.: 240, 273-4, 277, 281-2,

284,287,300, 304-6, 308-11 poder del m. como inspiración: 278 posibilidad del m.: 250 principio/s de m.: 238, 240, 281, 311,

313-4problema del bien y del m.: 203-4,

209-11, 224-34, 248, 252 problema del m.: 9, 11, 187, 195,197-

9, 201-34,247, 320, 382, 389 promoción a] m.: 262, 278 promoción del m.: 256, 258, 276*8,

281-2,284 rafe del m.: 238razón biográfica del mal: 304-310 razón histórica del mal: 310-20 razón de ser del m.: 303-20 realidad del bien y del m.: 234,285 realidad de! m.: 198, 235-85, 287, 293 realidad del m. en el mundo: 199 reglón del m.: 238si el m. es algo aceptado por Dios:

299-302si el m. es término de una acción cau­

sa! de Dios: 293-8 si es Dios causa del m.: 289*98 voluntad del m.: 17voluntad permisiva del mal: 309,312-3

mala/oacto de m. volición: 278 acto m.: 188 condición de m.: 281 espíritu m,: 282 m. acción: 41m. condición: 218, 223, 225, 228,

234-6,2504,258, 260, 306 m. tendencia: 41 m. volición: 276, 278, 308 naturalezas mm.: 237 principio m.: 197 sustantivldad m.: 237 «tipos» de la m. condición: 236 ■tipos» de la m. condición de la reali­

dad: 257-85maldad: 225, 242, 260, 278*83, 285,

287, 294, 304, 310-2, 319, 384, 386

mal como m.: 296-8 vector de la m.: 284

mofe: 260non m a lu m sed m.: 255

m alefactía : 258 m a lefactum : 259-60, 265-6 maleficio: 257-63, 265-6, 273, 278, 297-

300,304,309, 312 autor del m.: 294-6 capacidad de m.: 275 causa del m.: 294-5 mal como m.: 285,287, 294-6 relación entre malicia y m.: 275-7 sentido del m.: 305

maléficoefecto m.: 260

malformación de la voluntad: 129 ma/heun 397 m alheriré ujc 397malicia: 187, 262-78, 281, 285, 294,

299,302,304-12, 315,319 acto de m.: 270, 274, 276-7, 303, 308,

313condición de m,: 273 estado de m.: 308 habitud de la m.: 276 mal como m.: 296-8 m. de la voluntad: 269-70, 287, 300,

306-7, 313 poder de m.: 297-8 posibilidad de la m.: 270 positividad de la m.: 271 relación entre m. y maleficio: 275-7 situación de m.: 309

maliciosavoluntad m.: 276

malignidad: 187, 277-8, 281, 285, 287, 294,304,310,313

mal como m.: 296-8 mafum: 241n, 261, 269

non m. sed mofe; 255 Mani: 23840, 243 manifestación

m. de la verdad: 325 unidad de m.: 371

mani quea/os: 240maniquefsmo: 197,238-40, 242,245 -maniqueos: 255Martanlstas: 60nMarquínez Argote, G.: 13,374nMartínez, JA: 13masa damnafa; 317matemática

estructura m.: 108

432

Page 428: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

materiafundón de la m.: 374 m. inorgánica: 27 m. prima: 374,382unidad transcendental de la m.: 371,

376-8(Véase: estabilidad)

material ente m.: 27estructura m.: 374-5, 377 principio m.: 244 realidades mm.: 374

«materialismo»: 377 «materismo»: 377 mazdefsmo: 240,245, 282 rae 72-4

forma medial del me: 74 mecánica del apetito: 28 mecanismos somáticos: 139 medialidad: 74

m. como sentido: 72 orden de [a m.: 73.

medialforma m.: 72 forma m. del me: 74

mediatoconcurso m.: 165-77

medioindependencia del m.: 21-2,122,' 232 (Véase: mundo)

Meditaciones de Descartes: 30 melancolía: 62 Mendelsohn, M.: 331 «menofc»: 242 mental

aprehensión m.: 248duración m.: 32esencia de la vida m.: 32estado/5 mental/es: 58, 263,397-8fenómeno m.: 18relación m.: 263unidad tendeocial de la vida m.: 55-9 vida m.: 31-2, 45,47, 55*6 voluntad como fenómeno m.: 21-49

mente divina: 188,384 mérito

m. moral: 79, 316 previsión de los mm.: 191

M etafísica de Aristóteles: 324nn Metafísica: 100,113, 128, 165, 177, 313,

373, 390M. clásica: 96,237'

M. del apetito: 27M. de la transcendentalldad intramun-

dana: 384M. del voluntarismo: 151 M. escolástica: 379 orden de la M.: 108, 388 (Véase: filosofía)

metaffsica/o/s: 27, 73, 104, 163, 166. 191, 198, 227, 257, 259, 287, 295

condición metafísica: 49, 74 egoísmo m.: 44, 252 estructura m.: 66, 72, 78, 319,390 estructura m. de la realidad: 364 optimismo m.: 293

metaffsicos: 145,299, 387 pÉ8E|Lg; 367 (Véase: participación) miedo: 181,344 milagro: 170mí mismo: 89, 95, 100, 139, 252, 264-5,

268,271,275, 277,296 libertad para mm.: 109

mínimum de libertad: 147 mito: 238-40 moción

fuerza de m.: 136 modal

carácter m.: 96-7 fenómeno m.: 140

modificaciónm. del tono vital: 333,353 m. estimúllca: 353 m. tónica: 10-1, 367

mododualidad de mm.: 74 mm. de actualidad: 340,357 m. de actualización: 339, 357 m. de estar: 171, 275 m. de fruición: 347 m. de intencionalidad: 141 mm. del apetito: 328 m. de querer. 84m. de realidad: 66, 69-70, 75, 84,166 m. de respectivldad: 228 m. de sentirse: 332m/m. de sen 37, 43, 65*6, 72. 74-5,

92-5, 97, 103, 116, 120-1, 166, 171,173,178

mm. de ser yo: 93 m. entitativo de sen 96 mm. subjetivos: 331, 335

433

Page 429: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

rara, tendencia]es: 329*30 segunda m. de actividad: 32 sentimiento como m. de estar real­

mente en la realidad: 332-7 voluntad como m. de realidad:

70*81Moliere: 160Molina, L. de: 104-5, 116, 163, 164n,

165molinismo: 163,164n, 165 motinista

definición m. de la libertad: 104 momento

m. aprehensor: 333m. de actualidad: 339, 344,374m. de afección: 11m. de agresión: 61m. de alerta: 61m. de apetencia: 152m. de arrojo: 63m. de despliegue de una creación ini­

cial: 186m. de disposición: 189-91 m. de espectanda: 62 m. de firmeza: 63 m. de iniciación: 141 m. de iniciativa: 187-9 mm. del mundo: 387 mm. del tiempo: 176 m. de patfa: 61 m. de preferencia: 61-2 m/m. de realidad: 67, 218, 334-6,

344,365,383, 388 m, de respuesta: 333 m. de tendencialidad: 64, 79 m. de voluntariedad: 53-4, 64, 79, 83,

120,133, 145,152,400 m. estructural: 18, 25 m. inespecifico de realidad: 366 m. intelectivo: 10,12 m. intelectual: 12 m. tendencia!: 83,120,133,401 m. tónico: 367 (Véase: nota)

povóg: 91monismo del sen 100 monoteísta: 190 monoteísta: 282 «morada/s»: 79, 238Moral: 24, 90-1, 130, 265-7, 275, 282,

368,400 nivel de M.: 129

(Véase: apropiación, decisión, posibili­dad, virtud)

moral: 198, 308,313n, 318,347,402 acto m.: 270bien m.: 24, 27, 127, 265, 267, 269,

277, 311,400carácter m. de nuestra personalidad:

305caracteres mm.: 265 congruencia m.: 316 conocimiento m.: 138,176 convicciones mm.: 403-4 deber m.: 41hombre como realidad m.: 266-7libertad m.: 128mal m.: 127, 269,389mérito m.: 79,316nivel m.: 128orden m.: 167,269,304,390 previsión m.: 138 problemas mm.: 17 realidad físicamente m.: 264 realidad m.: 264-7, . 297, 300, 304-5,

309-12,400realidad m. sustantiva: 310 realidad sustantiva m.: 312 sentido m.: 300 sustantividad m.: 305,312 uso de la libertad m.: 128. verdad m. de la voluntad: 387 voluntad de experiencia m. histórica:

319moralidad: 269 moralistas: 117 moralización: 404 pogrprj: 359 (Véase: forma) motivo/s:41,46*7, 89,108

conflicto de los mm.: 133,135-6 juego de mm.: 133

motrizfuerza m.: 136

moíus: 95 móvil

fuerza de m.: 135 movimiento/s voluntario/s: 139 muerte: 309, 314-6,319 mundana

realidad m.: 377mundo: 46, 78, 86, 88, 92, 95, 112, 131,

135, 160, 169, 176, 180-5, 193, 227-8, 232-4, 238, 249-52, 257,

434

Page 430: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

282, 284, 288, 290, 292, 296-7, 301, 305-7, 311-2, 314-7, 319, 382-3,385, 389,397,401.

ado libre en el curso del m.: 186-91 ápxal del m.: 283 bien del m.: 285 causa del m.: 289 creación del m.: 135,188,293 curso del m.: 157,186,188 dimensiones del m,: 387-8 dimensión transcendental del m.: 388 Dios creador y personal del m.: 287 historia del m.: 239 momentos del m.: 387 m. antiguo: 239 percepción del m. exterior 140 poder del m.: 283principio de! m.: 281, 285, 304, 310,

318principio tópico del m.: 281 realidad del mal en el m.: 199 (Véase: cosa, medio, realidad, respecti-

vidad)purrrÉQLOv Tijg ávojitag: 197

nada: 75,144 Nápoles: 172 natural

efecto n.: 170 inclinación n.: 77 tendencias nn.: 123

naturalezan. del hombre: 77,142 nn. malas: 237n. sustancial: 239,245 arden de la n.: 108 principios de la n.: 238 prioridad de n.: 163 reversión de la n.: 102 segunda n.: 77 sujeto de la n.: 90

JVatura/eza, Historia, Dios de Zublri: llOn naturalización

n. de la libertad: 143-6 néaní d e l ’é tre ( le ) : 75 necesario

acto n.: 96 necesidad

n. del apetito: 28orden de la n.: IOS(Véase: contingencia, posibilidad]

necesitanteprincipio de razón n.: 107-8,134

regadores de la libertad: 125 negativa/o

habitudes nn.: 77 valor n.: 209

neoplatonismo: 245,324 nervioso

sistema n.: 56-7 Ntetzsche, F.: 78,198, 274 nihilismo: 402

n. moral: 402N/M/nil uojííum quin pru eca gn itu m : 153,

216nivel

deformación del n. de la voluntariedad: 130

n. de libertad: 126*30n. de moral: 129n. moral: 128

non mafum sed mafe; 255 noema: 207,280 noética

visión n.: 244 Noologfa: 12 noológico

análisis n.; 12no-sen 72, 243-4, 246, 248-9 nata

nn. «físicamente» constituyentes: 228 nn. reales: 338-9 fVéase: momento, propiedad)

voüo: 328 (Véase: inteligencia) noultas: ISO

n. essendi; 179,181n, 183 nuda

mal como «n. realidad»: 235-50n. intelección: 218n. realidad: 202, 211-2, 216, 218-9,

221-4, 229-30, 251, 261, 268-9, 271, 290,292,296, 339

«n. realidad-bien»: 223 ■n. real [dad-realidad valiosa»: 218,223

númerofinitud de n.: 125

objetiva/obien o.: 281,311 bondad o.: 136,264 espíritu o.: 279

4 3 5

Page 431: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

estructura o.: 90, 220, 263,318 evidencia o.: 203, 207 juicios oo. de valor: 140 mal o.: 281,311 plenitud 265 poder o.: 281principio o. del mundo: 287,304, 311 realidad o.: 283,310-1 voluntad o.: 90-1

objetivación: 279-80 objetiva da/o

bien o.: 281 espíritu o.: 279,281 forma o. del bien: 281 forma o. del mal: 281 mal o.: 281

objetividad: 204*5,220-1, 225 dimensión de o.: 222 o, del valor: 207-8

objetocondición del o. de la voluntad: 273o. de estimación: 202o. de la volición: 37, 270o. estético: 361o. formal de la voluntad: 24o. querido: 24, 271o. transcendente: 141 razón del o.: 24,136 (Véase: experiencia, fenómeno, tér­

mino) objetualidad

orden de la o.: 73 obra

o, de arte: 323,350,376-7o. de Dios: 296

obturación de posibilidades: 190 Ocaña García, M.: 164n ocasión/ es: 187,307-9 ocasionalidad: 308 ocasionalismo: 307 odio: 274, 329, 340 o/me fníeresse: 355 Ohrmazd: 240-3, 245,282 omnipotencia divina: 386 6v fj óv: 372 o otológico

fenómeno o,: 396 opción de la voluntad: 348 operante

realidad o.: 169 operativa

totalidad o.: 226

opresión: 398,400-2 optativa

volición o.: 348 voluntad o,: 390

optimismo metaffsico: 293 optimista

tendencia o.: 62 opus

o.operaníis: 276o.operaíum; 276

ordeno. causal: 166,170,186 o. de la causalidad humana: 185 o, de la esencia: 165 o. de la iniciativa divina: 185 o, de la medialidad: 73 o. de la metafísica: 108,388 o. de la naturaleza: 108 o. de la necesidad: IOS o, de la objetualidad: 73 o. de la realidad: 153, 165, 178-181,

193, 208,378, 401 o. de volición: 178 o. del futurible: 180-1 o. del posible: 183 o. del sen 378 o. del valor 208 «o.» de tendencias: 123 o. físico: 100,269, 306 o. Intencional: 263-4 o. moral: 167,269, 304, 390 o. psicobtológico: 258 o, sobrenatural: 40.191 o. social: 167 o, tendencia): 142o. transcendental: 40,100, 166-7, 170-

1,173,176, 378, 386,389 tendencias de o. sensitivo: 71 (Véase: tó|lí;)

OrdJnatfo de Escoto: 383n ordo

o. admiraíionfs eí de/ecíaífonís: 326 o. de/ectaííonis; 326

flgeiig: 25,328 (Véase; deseo)organización de las tendencias: 147 orientación de la volición: 80 origen del mal: 313 original

pecado o.: 188 ópLopóp 324 Ormuz: 282

436

Page 432: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

Oromandes: 282 orto

o. de la temporalidad: 36 o. del cristianismo: 313

otrovoluntad del 278

(IiQiopÉvov: 324

Pablo (san): 129,197, 320 Padre: 88,401 pahlevi: 282 jiaifia-yiuYEa: 129 panteísmo: 100 «para»: 225

libertad p.: 89-92, 102, 109, 113, 115-7

«p.» de presentación: 226 ser Ubre p.: 89,103

parcialcausa p.: 150

participación p, averstva: 171p. de Dios: 167p. de la realidad divina: 166,180p. finita:

particularbienes pp.: 42,87

pasado: 47, 123, 138, 147, 149, 174, 176

(Véase: tiempo) pasión/es: 18,41, 61

pp. del ánimo: 330p. dominante: 129 pp. irascibles: 329

Pasión: 401 pasiva

inlciativa/s p/p.: 180-1,185 patfa

momento de p.: 61 pática

estructura p.: 61 Patrología Latina: 147n na0T||iara: 329 (Véase: afecto) itáBog: 353 (Véase: afección)pecado: 187,314*5,318, 385,388,390

causa del p.: 162p. de Adán: 188p. original: 188problema del p.: 159,162,171

pedagogía: 129 Pelaglo: 77pena: 89,134,182, 316

p. eterna: 315pensamiento/s: 12*3, 56, 244, 254, 280,

282,349p. actual; 18p. contemporáneo: 17

per acclde ns: 188 percepción: 205,213, 273

p. de la realidad: 206p. del mundo exterior: 140 (Véase: alaOrjoi , sensación)

perfección: 150, 185, 244, 249, 295, 359-60, 389

p. ideal: 247-8 (Véase; dimensión)

perfecto bien p.: 242

perfil: 126,130-2,142 p. deformado: 129 p. de la libertad: 121-4

permisión: 98,299,304-5 beneplácito de la p.: 390 iniciativas de p.: 188 p. del mal: 303 p, en sí misma: 301-2

permisivavolición p.: 306voluntad p.: 187-9, 299-306, 308,390 voluntad p, del mal: 309, 312-3

permisividad: 313, 390 beneplácito de la p.: 391

persa medieval: 282 per se; 188, 231persona/s: 23, 37, 42, 62, 65, 72, 79, 84,

115, 117, 120, 127, 138, 143, 148, 206, 208, 217, 221, 254, 261-2, 265, 315-6, 318*9, 372, 399

actos de la p.: 341 carácter de p/p.: 136*7 p, divina: 401 p. humana: 253 (Véase; hombre, yo)

personal amor p.: 191carácter p. del hombre: 23dimensión p.: 372Dios creador y p. del mundo: 287realidad p.: 22sustantlvidad p.: 297

4 3 7

Page 433: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

personalidad: 19, 23, 49, 112, 303, 305, 319

carácter moral de nuestra p„: 305 construcción de la p,: 18, 49 figura de la p,: 303 p, biográfica: 309 p. humana: 84,274 p/p. psicopática/s: 18, 53,128

personeidad: 84,303, 309 perspectiva de la temporalidad: 33 pesimista

tendencia p.: 62 peso de tendencia/s: 147-8 Pintor Ramos, A.: 13 placer: 208, 260 p h c e re : 325 plasma germinal: 58-9 Platón; 25, 72, 243-4, 324-5, 328, 367*8,

370platonismo de la conciencia: 214 plenaria/o

bien p.: 37, 39-40, 42, 102, 110, 112- 3,168, 311,313

integridad p,: 259 p. realidad: 48 (Véase: Dios)

plenitudp, de la sustantivldad: 253, 262, 269,

300.304- 5 p. ideal: 247p. objetiva: 265

Platino: 243-4,246-7,324-5,328 poder

creador de p.: 48 Instalación del mal como p.: 274 instauración del mal como p.: 273,

275-7, 285Instauración del p. como mal: 278 Instauración del p, del mal: 287, 300,

311p, como principio: 281p. de Dios: 291,309-10pp. de la voluntad: 276p. del bien: 273, 284, 305-6, 308,310p. del mal: 240, 2734, 277, 281-2,

284.287.300.304- 6,308-11 p. del mal como inspiración: 278 p. del mundo: 283p. de malicia: 297*8 p. de querer 48,162 p, objetivo: 281 p. querer 49

p. ser 112,153,297,390 querer p.: 49voluntad de p.: 48, 78-80,84 (V éase : fuerza, possej

poderío: 283 Policleto

canon de P.: 323,360 politeísmo; 190 Po/ítJco de Platón: 324n «por»

determinarse *p.» sf mismo: 106 •porvenir»: 398 posesión

p. de la gloria: 104 p. del futuro: 176

posibilidadacto posibilitante de la p.: 272 apropiación de pp.: 400 creación de pp.: 190 dispensador de pp.: 190 fuente de pp.: 308-9 fundamento de la p.: 202, 267 juego de las pp.: 190 obturación de pp.: 190 pp. de la cosa: 268,272 p. de la malicia: 270 p. del mal: 250 p. de sf mismo: 111,113,117 pp, históricas: 312 p/p. real/es: 268, 271-2, 400 principio de pp.: 268 p. viciosa: 109realidad en tanto que p.: 37-8 rechazo de pp.: 267 (V éa s e :.capaddad, 6uva[115, Moral, ne­

cesidad, patencia, situación, valor) postbilltaclón: 99

p. de la libertad: 152 posibilitante

acto p. de la posibilidad: 272 actualidad de lo p.: 306 condición p.: 273 realidad p.: 399

posiblebienes pp.: 41 orden del p.: 183

positiva/ocarácter p. de la volición: 271 causa p,: 297 condición p.: 296 habitudes pp.: 77 realidad p.: 91, 294

438

Page 434: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

valor p.: 2 0 9

positividad: 284, 296 p. de )a malicia: 271

posse: 160,169 (Véase; poder) posí praetitea m érito : 191potencia

actuación de una p.: 116 atributo de una p.: 102 libertad como p.: 102 p, de querer: 77,164 p. de simultaneidad: 105 p. divina: 160 pp. ejecutivas: 84 p. física: 103 p, intelectiva: 55 pp. sensitivas: 59 p. slm ultaüs: 116p. voíente: 83,116 simultaneidad de p.: 105 (Véase; capacidad, &úva|n£, posibili­

dad)potenciación de la libertad: 147-9 poten tía

p. absoluta (d e ): 250 p. Dei absoluta (d e ): 298 p. símuíiaíls: 105,165

p m e co g n ü u m : 153,216 prae-/erens: 36 ngá t : 324 (Véase; acción) predestinación: 190-1 p redeterminación

p. del acto: 164 p. extravoluntaria: 124 p, física: 138

predominio: 272, 309 preferencia

acto de p.: 36,51, 201 determinación de la p.: 36 momento de p.: 61-2

preferencial acto p.: 36

preferente acción p.: 68

preferiracto formal de p.: 36,41-7

pre-libreestabilización p.: 125

premoción p. física: 161-3p, y presciencia divinas: 161-77

premocionistns: 162,168 presciencia

premoción y p. divinas: 161-77 pres dente

dimensión p.: 158 presencia

p. actualizada: 351 p, privativa: 260

presentación acto de p.: 230 «para* de p,: 226

presente: 47,147,175-6,404 (Véase: tiempo)prevísibilldad de los actos: 137 previsión

p. de los méritos: 191 p. moral: 138

p revoten teapetencia p.: 152 dimensión p.: 158

pre volitivaapetencia p.: 152

primamateria p.: 374, 382

primaria/oacto p.: 168, 202-3 actualidad p.: 377 actualidad p. de la realidad: 351 función p. de las tendencias: 146 verdad p.: 348

primera/oacto p. de la creación: 169 causa p,: 153, 156, 158-9, 161, 167-9,

187,190,285 causalidades pp.: 191 realidad p.: 159,166

primordialaprehensión p.: 350-1, 362-3

prtm um m oveos : 150 principio

poder como p.: 281 p. absoluto: 274 p, árquico: 319pp. de acomodación tónica: 354 p. de actualidad: 374-7, 387-8 p. de actualidad significativa: 376 p. de actualización: 371 p. de causalidad eficiente: 107 p. de deseo: 239 p. de disyunción: 388 p. de imperfección: 245 p. de indeterminación: 374

4 3 9

Page 435: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

pp, de la naturaleza: 238 p/p. de! bien: 238, 240, 281, 310-1,

314pp. del espíritu del mundo: 284 p/p. del mal: 238, 240, 281, 311,

313-4p. de! mundo: 281, 285, 304, 310,

318p. de lo mejor: 131,135p. de posibilidades: 268p. de razón más suficiente: 134p. de razón necesitante: 107-8,134p. de razón suficiente: 106-8,134p. de relatividad: 349p. de tono: 334p/p. «ffsico./s: 238, 247p. malo: 197p. material: 244p. objetivo de! mundo: 287, 304,311 pp. reguladores: 280 p/p. sustancial/es: 23940, 243, 245-6,

248p. temperamental: 342 pp. tónicos: 342 p. tónico de ia realidad: 334 pp. tópicos: 281-3, 310 p. tópico de! mundo: 281 sistema de pp. tópicos: 281, 283,310 (Véase: fundamento)

prioridad: 220 p. de naturaleza: 163 (Míase: anterioridad}

prius: 220*1 privación

causa de [a p.: 294 estructura de p,: 368 p. de bien: 269 p. defectiva: 255

privadarevetadón/es p/p.: 172

priua tío fjoní; 269 priva ti va/o

defecto p.: 255 presencia p,; 260 realidad p.: 294

problemalibertad como p,: 142-9mal como p.: 198-9,201, 203, 223-4p. de Dios y ia libertad: 86,153,156p. del actoie voluntad: 83p. de la «domlnalidad»: 76p. de la esencia de la voluntad: 35-49

p. de la libertad: 81, 85, 88-9, 115, 130,155,179

p. de! apetito: 40 p. de la volición: 24, 110 p/p. de la voluntad: 17-8, 214, 40, 54,

57,83,188p. del bien y del mal: 2034, 209-11,

224-34,248, 252p. del mal: 9, 11, 187, 195, 197-9,

201-34, 247, 320,382, 389 p. del pecado: 159,162,171 pp. morales: 17p. de realidades: 203,211,234 p. de valores: 203-4,209, 211,223

proceso de la volición: 18, 60-1, 83 profunda

Psicología p.; 18, 76, 1234,126,136 tendencias pp.: 138

progresión vector de p.: 284

promociónp. al mal: 262, 278 p. de conformidad: 270 p. de disconformidad: 270 p. del mal: 256, 258, 276-8, 281-2,

284promotor

condición de p,: 300 propagación

vector de p.: 310-1,318-9 propia/o

acto libre en su índole formal p.: 178- 85

p. bien: 42, 60,102,110,277, 315 p. bonum;287

propiedadcarácter de p. del sujeto: 23 pp. físicas: 269, 297 p. psicológica: 269 p. psíquica: 228p/p. real/es: 202, 206, 209, 211, 213-

9, 227, 229-30, 246, 285 p. real y física: 269 realidad de p.: 246 sujeto de pp.: 71 (Víase: atributo, carácter, nota)

proporción divina p.: 360 p. áurea: 360

providencia: 186, 405 proyecto: 176, 205,329, 345 pslcoanal!sta/s: 136, 144

4 4 0

Page 436: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

psicoblológica/o carácter p.: 261estructura/s p/p.: 258-9, 262-6,276*7 estructura tenderte!al p.: 403 integridad p.: 259, 261 orden p.: 258sustantividad p.: 259, 261, 294,

300psico fisiólogos: 56 Psicología: 66,151

P. profunda: Í8, 76,123-4,126,136 P, vegetativa: 124

psicológica/ocaracteres pp.: 269 duración p.: 32 propiedad p.: 269 tonalidad p.: 67

psicópata: 63 anormal p.: 129

psicopáticapersonalidad/es p/p.: 18, 63,128 voluntad p.: 64 psico terapeuta: 80 psique: 126,137 (Véase; alma) psíquica/o

actos pp.: 9 causalidad p.: 276 cualidades pp.: 258 estructuras pp.: 61 fenómeno p.: 140-1 fuerza p.: 273 libertad p.: 128 propiedad p.: 228

psiquismo: 9, 57 puant: 359 pública

revelación p.: 172 pueblo

«alma de los pp.»: 279 pulcritud: 367,369pulchrum; 241n, 325n, 355-6, 358-9,

361-2, 364-6, 369, 372-3, 376-7, 393

ámbito del p .: 367-8, 370 «p.» como carácter trascendental de la

realidad: 378-91 «p.» como trascendental: 379-86 «p.» y demás trascendentales: 386-91 (V éase : belleza, icaXóv)

puroacto p. simpltcfsimo: 183

Q uaesüones quod líbe ta les de Escoto: 28n quedar: 64, 68, 219-20, 222, 234, 273,

338-9, 345(Véase: actualización)¿ Q u é es m etafísica? de Heidegger: 395n querer

acto/s de q,: 24, 47, 53, 68,83-4 capacidad/es de q.: 21, 55, 59-61, 63-

4, 68, 73, 78, 83-4, 115, 117, 162

facultad de q.: 40, 63 fuerza de q.: 48 modo de q.: 84 poder de q.: 48,162 poder q.: 49 potencia de q.: 77,164q. fruitivo: 36 q, poder: 49 tener que q.: 49 tipología del q.: 84 (Véase: volición, voluntad)

querida/oacto de ser q.: 43 objeto q.: 24, 271 realidad en tanto que q.: 81 realidad q.: 75-6, 81, 84, 94,102,107,

264ser q.: 36, 43, 72, 81, 84, 94, 117,

280quiescencia: 45,47 f Víase: estabilidad) quietud: 45, 396 Qufrón: 374n

racionalapetlto/s r/r.: 26-7, 330,334 teoría del apetito r.: 46 voluntad como apetito r.: 151

racionalismo: 126,131,135,329 radica!

acto r. de la voluntad: 33 estructura r.: 52

radbc Ubertatls: 99 raíz

r. de la libertad: 99,101,146r. del bien: 238r. del mal: 238r. exigitiva: 151

rudor. cognoscendi: 217, 223r. essendi: 217, 223

441

Page 437: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

razónente de r.; 117,329, 334 principia de r. más suficiente: 134 principia de r, suficiente: 106-8,

134rr. apetitivas: 384r. biográfica del mal: 304-10r. consecutiva: 178r. constitutiva y constituyente: 178r. de bien: 40r. de deseable: 45-6r. de deseo: 46r. de entidad: 125r. de libre: 29r, del objeto: 24,136r. de sen 134,178, 223,401r. de ser biográfica de la malicia: 305r. de ser biográfica del mal: 304r. de ser de la malicia: 307r. de ser del mal: 285,288,303-20r. de ser del maleficio: 304-5r. de ser histórica del mal: 304r. de voluntad: 29r. entitativa: 125r. formal de la volición: 45r, histórica del mal: 310-20r. necesitante: 107-8,134r/r. suficiente/s: 106-11,134r. suficiente de ser. 107r. universal: 279suficiente r. de ser: 134uso de la r.; 127-8(Véase: conocimiento, inteligencia, le­

gos)razonamiento

evidencia de un r.: 31 real

actualidad/es de lo r.: 340, 344, 347, 350-1,366,380,388

aprehensión de lo n: 10 bien r.: 41 causa r.: 245condición r.: 221, 234, 246, 285 cosa r.: 68, 204, 209, 214, 221, 227,

230-1,345, 366, 368, 382,386 distinción r.: 219 dualidad r.: 224fruición de las cosas «por ser rr.»:

361-3mal como «condición» r.: 236, 251-6 notas rr.: 338-9posibilidad/es r/r.: 268, 271-2,400

propledad/es r/r.: 202, 206, 209, 211, 213-9, 227, 229-30, 246, 285

ser r.: 43sustantividades rr.: 299 ultimidad de lo r: 404 valores y cosas rr.: 208-10 verdad r.: 350-1,356,380 versión a lo r.: 354,377 vida r. y efectiva: 68

Real Academia Española: 335n, 341n R ea ld ing : 209 realidad

actualidad de la r.: 343,356-7 actualidad «de» una r.: 339 actualidad primaria de la r.: 351 ámbito de r.: 362, 366-8, 370, 372,

379-81,386,391atemperamtenio a la r.: 335-7, 340,

344-6,350, 353 bien y mal como rr.: 211-34 capacidad de la r.: 231,267 carácter de la r.: 253,341-2, 379 carácter de r.: 35, 38, 179, 217, 227,

287, 289,292, 309, 372*3, 389 carácter transcendental de la r.: 378-9,

384condición de la r.; 223, 231, 236-7,

292cosas como r/r.: 22, 71, 101, 150,

216, 338cosa/s-r.: 229-31, 252,291 culmen de la r. humana: 149-53 dimensión de r.: 94, 222 donación de r.: 159,186,190 donador de r.: 186, 190 estructura de la r.: 106 estructura metafísica de la r.: 364 figura de la r.: 299 formalidad de r.: 215 formas de r.: 243fruición de la r. «en cuanto r.»: 364-91 fruición de las cosas «en su r.»: 359-60 fuente de r.; 308 hombre como r. moral: 266-7 impresión de r.: 10-1, 35D mal como «nuda r.»: 235-50 mal como r.: 198, 246, 293 modo de r.: 66, 69-70, 75, 84,166 momento/s de r.: 67, 218, 334-6, 344,

365,383,388momento inespecffico de r.: 366 nuda r.: 202, 211-2, 216, 218-9, 221-

4 4 2

Page 438: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

4, 229-30, 251, 261, 268-9, 271, 290,292.296,339

«nuda r.-blen*: 223 «nuda r.-r. valiosa*: 218, 223 orden de la r.: 153, 165, 178-81, 193,

208,378,401participación de la r. divina: 166,180 percepción de la r.: 206 plenaria r.: 48principio tónico de la r,: 334 problema de rr.: 203,211, 234 «pu/dirum» como carácter transcen­

dental de la r.: 378-91 r. actualizada: 341 r. atemperante: 341, 350,366 r. bella: 370,376 r. biográfica: 304 r. como bien: 42 r. como cosa en sí: 91 r. como fenómeno: 91 r. constitutiva: 227-8 r. conyunta: 74, 84-5, 95 r. creada: 158*9, 161, 169-70, 246,

289-93,303, 386, 390 r. debida: 98 r. de condición: 246 r. de Dios: 159,170,295 r. de la libertad; 86 r. de las cosas: 22, 221, 252, 399 r. del bien y del mal: 234, 285 r. del ente volente: 36, 70-5 r. del mal: 198, 235-85,287, 293 r. del mal en el mundo: 199 r. de propiedad: 246 r. de uno mismo: 89 r. dimensional: 393 r. disyunta: 74,84-5, 95 r. divina: 104,158,166,180, 390 r, donante: 159 r. efectiva: 93,109 r. en acto: 43r. en condición: 222, 224,246 r, en general: 100 r. en mf: 44,350 r. en tanto que posibilidad: 37-8 r. en tanto que querida: 81 r, es del sentimiento: 338-41 r. esencial: 159, 287 r. estimulante y estimúlica: 146 r. extática: 111r/r. flnita/s: 170,186, 291-2, 297, 386 r. física: 94,100,292, 296

r. física intencional: 263-4 r. físicamente moral: 264 r. formal: 226,248 r. fruitiva: 344, 386 r. histórica: 304r/r. humana/s: 18, 69, 85, 149-51,

155, 228, 260, 300, 305, 313, 372,400, 403

r. inteligible: 175, 366 r/r. libre/s: 117-8,153,156,193 r. limitada: 369, 388, 390-1, 393 rr. materiales: 374 r. meramente sida: 74 r. moral: 264-7, 297, 300, 304-5, 309-

12,400r. moral sustantiva: 310 r. mundana: 377 r. objetiva: 283,310-1 r. operante: 169 r. personal: 22 r. posibilitante: 399 r. positiva: 91,294 r. primera: 159,166 r. privativa: 294 r. «que era»: 75r. querida: 75-6, 81, 84, 94, 102, 107,

264r. segunda causal: 168 r. sensitiva: 145 r. sida: 75-6,81, 84, 90,102 r. sobrenatural: 110 r. social: 279,283r. sustantiva: 228, 232, 245, 247-8,

252,293, 311 r. sustantiva moral: 312 r. valiosa: 215-24 «r.-valor*: 217,223 reduplicación de rr.: 93 sentido de la r.: 80, 291, 401,4034 sentimiento como modo de estar real­

mente en la r.: 332-7 sentimiento y r.: 33843 ser de la r,: 204«tipos» de la mala condición de la r.:

257-85valor de la r.; 218,222 versión a la r.: 11, 140, 146, 152-3,

326voluntad como modo de r.: 70-81 (Véase: cosa, «de suyo», ente, esse, for­

malidad, situación)Realltas /: 375n

Page 439: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

Realitas (I: 242n Reaíltas ll l- IV : 232n realización del hombre: 70 rechazo de posibilidades: 267 Redención: 189,313 redentor

sacrificio r.: 317 reduplicación de realidades: 93 reflexividad: 73-4 región

r, del bien: 238 r. del mal: 238

reguladorprincipios rr.: 280

relaciónr. entre malicia y maleficio: 275-7 r. intencional: 277 r. mental: 263

relatividad: 225, 261-2, 360 principio de r.: 349

■religación»: 404 religión: 240,282,404 religioso

sentimientos rr.: 240 Renacimiento: 360 Renouvier, Ch.: 89 repetición de actos: 77,148 represión: 144 resolución

voluntad como r.: 31respectividad: 225-7, 251, 253-4, 290-1,

295, 299,388 mal como r.: 249-50 modo de r.: 228 r. al hombre: 228, 233 r. de «mera actualización»: 229 r. de sentido: 229,231 r, de sustantividades: 232 r, física: 304 r. transcendental; 387 sustantlvidad en r.: 237 tipos de r.: 228-9 (Véase: mundo)

■Respectividad de lo real» de Zubiri: 232n

responsabilidad: 17, 128, 130, 132, 138, 309

responsable ser r.: 128

respuesta/s: 10-1, 35, 38, 86, 89-90, 98, 104, 136, 162, 164, 185, 203, 253

momento de r.; 333 resurrección de la carne: 377 revelación: 129

r. del designio: 319 r/r. privada/s: 172 r. pública: 172

reversión de la naturaleza: 102 Ribas, P.: 119n Rom: 320n Roma: 359

sacramental vía s.: 317

sacramentos: 317 sacrificio redentor: 317.Saleslanum: 374n salir

s. de mf: 100s. de sf: 73-4

Salmos maniqueos: 240 salvación: 239

s, eterna: 316s. por conversión: 198

sánscrito: 72 Santiago: 143 santificación: 317 Santísima Trinidad: 117,382-3 Sartre, J.-P,: 75 satisfacción del apetito: 28 Scheler, M.: 134, 204-5, 207-14,223 Schelling, F.W.J.: 73 Schóne (d a s ): 325 Schopenhauer, A.: 198,260 Schulze, G.E.: 331 ■se»: 279Securrdurn ra tíon em : 185 segunda/o

actos ss.: 152 agente s.: 177causa s.: 167-8,171,181,183,185-6 causalidades ss.: 191 realidad s. causal: 168s. naturaleza: 77s. volición: 303s. modo de actividad: 32

segunda epístola a los Tesalonlcenses: 197

seguridad: 104,172, 404 S e ien d e (d a s ): 396 Seín (das ): 396sensación/es: 56,139,205, 384

4 4 4

Page 440: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

(Véase: ato &q 015, percepción) sensibilidad: 26-7,165,220 sensible

apetitos ss.: 330,334 estructura s.: 26

sensitiva/oapetHo/s s/s.: 26, 53 dimensión de tendencias ss.: 67 dimensión s.; 66 estructuras somáticas ss.: 59 funciones ss,: 57 potencias ss.: 59 realidad s.: 145 tendencias de orden s.: 71 tendencias ss,: 67,145 vida 5.: 57-8

sentido/s: 58,176,233, 247,346 «actualización en s.»: 233 cosa/s-s: 229-31, 233, 251-4, 264,

266-9, 280,290-2, 300 mediatldad como s.: 72 respectividad de s,: 229, 231s. de la cosa: 230s. de la realidad: 80,291, 401,403-4s. de la vida: 401 s, del maleficio: 305 s, moral; 300s. social del espíritu individual: 279

sen tienteactos de «intelección s.»: 9 afecto s.: 11 aprehensión s.: 11-2 estructura s.: 145 intelección s.: 9-11 tendencias ss,: 11

sentimental acto s.: 344 dimensión s.: 67 estado s.: 334

sentimientoactos de s/s.: 9, 335 actualidad del s,: 346 bien de los ss.: 387 esencia del s,: 66,346 realidad es del s.: 338-41 s/s. afectante/s: 9-11,43, 334 s. como acto: 336 s, como estado: 331-2, 347 s. como modo de estar realmente en la

realidad: 332-7 5. como tendencia: 328-31 s. de alegría: 45

s/s. esíético/s: 326-51, 353-5, 360, 365-7,369,379-81,387

s/s. humano/s: 67, 330,334 ss. Inferiores: 67, 330 s. moral: 347 ss. religiosos: 240 ss. sociales: 347 ss. superiores: 330 ss. vitales: 67 s. temperante: 351 s. y realidad: 338-43 verdad del s. estética: 387 (Véase: aprehensión, estímulo, impre­

sión, intelección, inteligencia, sen­tir)

sentir/se: 11,119,333-5, 340 formalidad del s,: 10 modo de s.: 332(Véase: aprehensión, estímulo, impre­

sión intelección, inteligencia, senti­miento)

Señor: 190, 282 señorío de Dios: 190 ser

acto de s. querido: 43 capacidad de s. libre/s: 115*53 deber s.: 90modo/s de s.: 37, 43, 65-6, 72, 74-5,

92, 94-5, 97, 103, 116, 120-1, 166,171,173,178

modo entitativo de s.: 96 modos de s. yo: 93 orden del s.: 378 poder s.: 112,153, 297, 390 razón de s. del mal: 303-320 s. de la realidad: 204 s. del hombre: 75 s. de! valor: 204s. dueño de sí: 76, 84, 94-5, 120,

155*6s. en acto: 43,152 s. humano: 54,102s. libre/s: 19, 83-113, 121, 128, 131,

143,148,155 s. libre de: 89 s. libre para: 89,103 s. meramente sido: 74 s. querido: 36, 43, 72, 81, 84, 94,117,

280 s. real: 43 s. responsable: 128 s. sí mismo: 81, 91,102,113

4 4 5

Page 441: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

s. sido: 81, 94, s. «tal»: 165s/s. vivo/s: 21,35,106,232,374 suficiente razón de s.: 134 tener que s.: 100,102,112, 381,399 unidad del s.: 100 (Véase; Daseín, essej

Shakespeare, W.: 399 slda/o: 43

realidad meramente s.: 74 realidad s.: 75-6, 81, 84,90,102 ser meramente s.: 74 ser s,: 81,94

Siete ensayos de A n tro p o lo g ía filosó fica :

374nsignificativa

principio de actualidad 5.: 376 slgnltiva/o

cosas-ss.: 233 estfmulo/s s/s.: 233,251

Silos: 88simetría: 324, 360 sf mlsma/o

determinarse a sm,: 101 determinarse «desde» sm.: 106 determinarse «por» sm.: 106 dominación de sm.: 81,121 dominio de sm.: 78, 120 dueña/o de sm.: 80, 94-5, 120, 141,

150-1,155-6 entrada en sm.: 73 éxtasis hada sm.: 111 hombre abierto a sm.: 111,113 innovación en sm.: 179-83 libertad para ss.: 102,113,117 lo estético en sm.: 353-91 permisión en sm.: 301-2 posibilidad de sm.: 111, 113,117 ser sm.: 81, 91,102,113 valor en sm.: 205-7 volición concreta en sm.: 53-69

simple«aprehensión s.»: 350

simultaneidadpotencia de s.: 105 s. de potencia: 105

simultáneoconcurso s.: 163-5,168,170

símuf/as poten fía e: 105 símu J(atf5

potencia s.: 116 síndrome de alerta: 61

sistemas. de apetitos: 87s. de principios tópicos: 281, 283,310 s. de sustancias: 169 s. nervioso: 56*7 s. transcendental: 389 {Véase: estructura, unidad)

situacións. de inconclusión: 122,137-8 s. de libertad: 88, 98,101,121-2,144 s. de libre: 144 s. de malicia: 309(Véase; hombre, posibilidad, realidad)

soberbia: 277,315Sobre e l hombre de Zubir): 23n, 382n «Sobre e) tiempo» de Zubirt; 242n Sobre la esencia de Zublri: 113n, 229n,

231n,241n, 350n, 388n «Sobre la persona» de Zubiri: 23n sobrenatural

fin s.: 117 orden s.: 40,191 realidad s.; 110 vida s.: 40

«sobre sí»; 74, 121 social

condiciones ss.: 80 fenómeno s.: 397 orden s.: 167 realidad s.; 279, 283 sentido s. del espíritu individual: 279 sentimientos ss.: 347

sociedad; 281,310, 397 Sofista de Platón: 324n soma; 375 (Véase: cuerpo) somática/o

actualidad s.: 376-7 dimensión s.; 59 estructura/s s/s.: 56-7, 61, 257 estructuras ss. sensitivas: 59 mecanismos ss.: 139

somatísmo: 57 soporte de los valores: 209 spenía M alnyu : 282 s p le n d a r 326

s. veri: 325 mÉprioig: 270 (Véase: privación) - Suárez, F.: 374 subjetiva/o

estado/s s/s.: 331-2

4 4 6

Page 442: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

modos ss.: 331,335 voluntad s.: 91

subjetividad: 127,220 su b jectum : 36, 99,266 sub raíione fu tu r í: 176 sub ratione praeseníis: 176 subsistencia!

independencia s.: 23 sub-stante: 71 subtensión dinámica: 57 suficiente

principio de razón más s.:134 principio de razón s.: 106-8,134 razón/es s/s.: 106-11,134 razón s. de sen 107 s. razón de sen 134

sufrimiento: 260 su i dad; 332 sujeto

actos del s.: 336 carácter de propiedad del s.: 23 estados del s.: 66 s. de la libertad: 90, 101 s. de la naturaleza: 90 s. de la voluntad: 37 s. de propiedades: 71 s. formal: 100 s, volente: 24, 54, 84 s. volente que ha querido: 64-9

Summa S. 77iomae had íem is academ la - m m moribus a ccom m ada ta siue

Cursus 77i e o logia e de Bfíluart: 60n

Summa 77ieoíogJca de Sto. Tomás: 99n, HOn, 158n, 325nn, 328n, 379n

superación dialéctica: 368 Super-ego: 71 superior

actividad/es s/s.: 57-8 apetito/s s/s.: 54, 87-8, 330 bien/es s/s.: 41, 307, 309, 312, 314,

319sentimientos ss.: 330 tendencias ss.: 56, 98,145 valores ss.: 209

su p erjec tu m : 36 supra están te

dimensión s.: 71 supra-stante; 36, 71 supuesto

inmediación de s.: 167-9 suscitación: 10-1, 333

sustancla/s: 88, 237-40, 242-6, 266, 331, 370

sistema de ss.: 169 sustancial

causa 5.: 246 naturaleza s.: 239, 245 principio/ s/s.: 239-40, 243, 245-6,

248sustantiva

entidad s,: 251 realidad mora! s.: 310 realidad s,: 228, 232, 245, 247-8, 252,

293, 311realidad s. moral: 312

sustantividad: 232, 251, 260, 266, 277-8, 308

carácter de la s.: 237, 252 mal como s.: 237-49 plenitud de la s.: 253, 262, 269, 300,

304-5respectlvidad de ss.: 232 s. biológica: 296,305 s. como bien: 294 s. en respectlvidad: 237 s. humana: 233, 252-4, 257-8, 261-2,

267,297,311-3, 375 s, mala: 237 s. moral: 305, 312 s. personal: 297s. psicobiológlca: 259, 261, 294,300 ss, reales: 299

au]ipETg[o: 324n crú|i(iETgov: 324

«tal»ser «t»: 165

talidad: 164-5,289 f Véase: determinación) tú Lg: 324 /Véase: orden) técnica: SO, 312 técnico

dominio L del universo: 312 TÉX05: 309n /Véase: fin) temor 181,330 temperamental

principio t.: 342temperie: 341-2,363, 366,373,380 temple/s de ánimo: 395 temporal

4 4 7

Page 443: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

decurso L: 45,47 temporalidad: 32,47

orto de la L: 35 perspectiva de la L: 33 L en futuridón: 175

tendenda/s: 25, 27, 35-5, 38-9, 46-8, 51, 53-4, 63-4, 65, 68, 70, 72, 75, 78, 84, 88, 100, 119-20, 126-7 129-31, 140-1, 144-5, 151, 153,' 168, 193, 202, 239, 257-8, 275 333,379, 400,402

ausencia de tL: 130 complexiones de tt,: 76 conflicto de las tL: 136-8 confluencia de tí,: 133 desarrollo de las tt.: 124 «desorden» de tt: 123 dimensión de tt. sensitivas: 67 equilibrio de tt.: 103-4, 122 función primaria de las tL: 146 Inconclusión de las tt: 116 juego de tL: 41, 80, 98-9, 102-3, 121

137libre de tt.: 119 mala L; 41 «orden» de tL: 123 organización de las ti.: 147 peso de t/t.: 147-8 sentimiento como L: 328-31 L al bien: 77 tt. de orden sensitivo: 71 L determinante: 11 tt, concupiscibles: 329 L exigitiva: 152 tL humanas: 98,121,399 tt. inferiores: 56, 98,145-6 tL naturales: 123 L optimista: 62t. pesimista: 62 tL profundas: 138 ÉL sensitivas: 67, 145 tt. sentientes: 11 tL superiores: 56, 98, 145 tt. vitales: 35, 403

tendencia! acto L; 39 afección t.: 66 complexión L: 80 deformación L: 124, 129 dimensión L: 67,403 estructura L: 48,59 estructura L psicob lo lógica: 403

fenómenos tL: 331 modos tt: 329-30 momento L: 83, 120,133, 401 orden L: 142unidad t. de la vida mental: 55-9 unidad L del hombre: 60

tendencialidad: 53*4, 66 momento de L: 64, 79t. de la volición: 67

tendenteacto de voluntad L: 148 fruición t.: 46 volición L: 63voluntad L: 9-11, 43, 45-6, 48, 52-5,

83,100, 119-20,132, 399,402 voluntariedad L: 400

tenerL que querer: 49L que sen 100,102,112, 381,399

tensión/es: 13, 27, 35,399t. ejecutiva: 137 L vital: 35

teodicea de Leibniz: 198 Teología: 77, 138, 166, 172 188 317

390T. clásica: 307 T, de la innovación: 179 (Véase: Dios)

teológica entidad L: 171

teólogo/s; 40, 59-60n, 104, 145, 150, 160, 181, 183-4, 188, 19l’ 299’ 307,313,316-7

teoríaL de la Intelección: 348t. del apetito racional: 46t. de la voluntad como apetito: 28

Teresa (santa): 79 término

si el mal es t. de una acción causal de Dios: 293-8

L del apetito: 26.46t. de la volición: 36*41 L de una actividad: 33t. formal de la actividad: 25 L formal del acto de estimación: 209

211-8,222L formal del acto de volición: 37 «t. intencional»: 350 (Véase: objeto)

terrestre ciudad L: 314

4 4 8

Page 444: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

Teíens, J.N.: 331 textos pehlevis: 242tiempo: 33, 47-8, 86, 90, 95, 161, 174,

180,182,239, 242,262,403 intervención formal del í.: 32 momentos del L: 176 «L de larga duración*: 241 «L Infinito»: 241(Véase: duración, eternidad, futuro, pa­

sado, presente)Timeo de Platón: 324n tipo

«tL» de la mala condición: 236 «tt» de la mala condición de la reali­

dad; 257-85tt de respe cli vi dad: 228-9

tipo [ogtaL de voluntades: 47t. del querer: 84

Tirso de Molina: 172Tomás de Aquino (santo): 60n, 99-100,

110, 150*2, 158,161-2,171, 325, 328, 379

tomismo: 162-3 tomistas españoles: 104 tonalidad

L psicológica: 67t. vital: 67

tónica/oacomodación L: 353-4 afecciones tL: 334 estado L: 260 modificación L: 10-1, 367 momento L: 367 principios tL: 342 principio L de la realidad: 334

tonomodificación del L vital: 333, 353 principio de t,: 334 L vital: 333-4, 353, 367

topiddad principal: 281 tópico

principias tL: 281-3 principio L del mundo: 281 sistema de principios tL: 281,283,310

TÓnog: 280Tomes Quelruga, A,: 13 total

causa L: 150 totalidad

L constitutiva: 226 L operativa: 226

Tragan 208, 223 trascendental

*pukhrum* coma L: 379-86 «pufcfirum» y demás tt.: 386-91 L disyunta: 381,388 tt. son disyuntos: 384

trascendentalcarácter L de la realidad: 378-9

384dimensión L del mundo: 388 limitación L: 384, 386 orden L: 40, 100, 166-7, 170-1, 173,

176,378,386,389 ■pukhrum» como carácter t. de la

realidad: 378-91 respectivldad L: 387 sistema L: 389,unidad t. de la materia: 371,376*8

trascendentalldad: 389 metafísica de la t. intramundnna: 384

trascendente objeto L: 141

transcurso de la volición: 81 transitiva/o

acto L: 265 causalidad L: 261

transitorio acto L: 160

trilogíat. sobre la Intelección: 12 L sobre la Inteligencia: 9,12, 362

Trinidadimitación de la T.: 110

tristeza: 67, 316,329,340, 344,346

ulterioractualidad u.: 378

última/o fin ú.: 117mal y su causa ú.: 287-320

ultlmidad del lo real: 404 unidad

u. abierta: 372u. de la disyunción y la conjunción: 76u. de la dominación: 95 u, de la vida del hombre; 67u. del ser: 100u. de manifestación: 371u. de un concepto: 100u. de los tres estratos [del objeto del

sentimiento estético]: 369-78

4 4 9

Page 445: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

u. de los tres estratos como actualiza­ción: 371-3

u. estructural de los estratos: 377u. tendencia! de la vida mental: 55-9 u. tendencia! del hombre: 60 u. transcendental de la materia: 371,

376-8(Véase; sistema)

unitariaestructura u.: 54, 285, 338

universal bien u,: 101 estructura u,: T I

universo: 19, 22, 173, 197-8, 246, 291, 297, 309,402

dominio técnico del u.: 312 u. creado: 188

Uno absoluto: 243 urgencia; 62-3 Urs von Balthasar, H.: 165 uso

u. de la inteligencia: 127,129 u. de la libertad moral: 128 u. de la razón; 127-8

valía de un bien: 223 valiosa

condición de v.: 219 cosa v.: 209«nuda realidad-realidad v.»: 218, 223 realidad v.: 215-24

valor/es: 141, 203-20, 253, 257, 351, 357

aprehensión de un v: 206 bien y mal como w.: 204-10 conciencia del v.: 206 definición del v.: 204 dualidad de w.: 209, 224 escala de w.: 209 juicios objetivos de v,: 140 «leyes» de los w.: 207 libertad como v.: 90 objetividad del v.: 207-8 orden del v.: 208problema de w.: 203-4,209, 211,223«realidad-v,»: 217, 223ser del v.: 204soporte de los w.: 209v. de la realidad: 218, 222v, en sí mismo: 205-7v. Inferior: 209

v. negativo: 209v, positivo: 209w. superiores: 209w. y cosas reales: 208-10 (Véase: posibilidad)

Vayú: 240 Vázquez, G,: 191 vector

v. de (a bondad: 2B4 v, de la maldad: 284v. de progresión: 284v. de propragación: 310-1, 318-9

vegetativadimensiones w.: 57-8 Psicología v.: 124 vida v.: 57-8

Verbo: 383 verdad

fruición de la v.: 387 manifestación de la v.: 325 v, del sentimiento estético: 387v. moral de la voluntad: 387 v, primaria: 348v. real: 350*1,356, 380 (Véase: conformidad, uerum )

veritativaintelección v.: 348

versiónv. a la realidad; 11, 140, 146, 152-3

326v. a lo real: 354,377

uervm : 339-40, 355-6, 358, 370n, 379, 381-4, 386-9

(Véase: verdad) vía sacramental; 317 viador

condición de w.: 305 vicio/s; 17, 77, 109, 134, 266 276

316acto de v.: 134

viciosaposibilidad v.: 109

vidacurso de la v.: 94, 313esencia de la v. mental: 32funciones de Ja v, del hombre: 32hacer de la v.: 70hacer por la v.: 38, 40, 70,109sentido de la v.: 401unidad de la v. del hombre: 67unidad tendencia! de la v. mental: 55-9v, del espíritu: 57, 350-1

4 5 0

Page 446: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

V. del hombre: 32, 37, 66-7, 146, 264, 304, 308, 313,332

v. espiritual: 397-8,401 v. eterna: 177 v. humana: 260,307 v. intelectiva: 57-8 v. mental: 31-2,45,47,55-6 v. real y efectiva: 68 v. sensitiva: 57-8 v. sobrenatural: 40u. vegetativa: 57-8v. voluntaria: 45 (Véase: animal, hombre)

video meíiora proboque, deteriora sequori 135

videra: 325 vindicativa

justicia v.: 316 violencia: 139,189 virtud

altanería de la v.: 78 inmediación dev.: 167-9 v, divina: 160,177 (Véase: Moral)

ulrtusu, divina: 160-1,177

visiónacto de v,: 175 ciencia de v.: 173, 180v. beatífica: 104 v. noética: 244

vitalactos w.: 229 estado/s v/v.: 215, 260 modificación del tono v.: 333,353 sentimientos w.: 67 tendencias w.: 35,403 tensión v.: 35 tonalidad v.: 67 tono v.: 333-4,353,367

vivoser/es w.: 35,106,232, 374 (V éase: vida)

volente acto v,: 85 anterioridad v.: 177 conformación v,: 68 dimensión v,: 60 facultad v.: 115 fruición v.: 48,94 fundón v.: 28 potencia v.: 83,116

sujeto v.: 24, 54, 84 sujeto v. que ha querido: 64-9

volición: 268-9 acción de la v.: 65 acto de mala v,: 278 acto/s de v.: 24-5, 29-30, 34, 36-7, 41-

2, 44-6, 54, 59-66, 68, 70, 77, 79, 84-5, 108, 111, 122, 134-6, 266, 268, 270-1, 273, 276-7, 297. 307-8,348,353, 383

acto libre y v. divina: 159-61 buena v.: 276carácter causal de la v.: 111carácter de la v.: 122carácter positivo de la v.: 271causa de la v.: 150,152continuidad de actos de v.: 303esencia del acto de v.: 41-2esencia de la v,: 27, 34,51esencia formal del acto de v.: 29, 42estado de v.: 65estructuras de la v.: 120finitud de la v. humana: 34,47,141fuerza de v.: 273intensidad de la v.: 79Ubre v.: 170mala v- 276, 278, 308objeto de la v.: 37, 270orden de la v.: 178orientación de la v.: 80problema de la v.: 24,110proceso de la v.: 18, 60-1, 83segunda v.: 303tendencialldad de la v.: 67término de la v.: 36-41término formal de! acto de v.: 37transcurso de la v.: 81v. activa: 189v. actual: 65-6, 68v. al bien: 88v, como decisión: 30v. concreta en sí misma: 53-69v. de Dios: 110v. divina: 159,176,193, 289-92 v. en acto: 65v. en el estar sobre sí: 75-81 v. habitual: 65-6, 68,77, 84,148 v. humana: 34,45, 47,141,341 v/v. libre/s: 122, 129, 174,181 v. optativa: 348 v. permisiva: 306 v. sin decisión: 30

Page 447: Zubiri - Sobre El Sentimiento y La Volicion

v. lendente: 63 (Véase: querer)

volltiva/oactividades w.: 59 acto v.: 64 capacidad v.: 21 voluntad v.: 390

V alksgel5 t 279 u o lo n té

u, d e tous: 283 a. g én é m le : 283

volubilidad: 63 voluntad

acto/s de v.: 18, 23, 25, 38-9, 41, 48, 65, 70, 77, 834, 88, 94, 98, 107- 9, 136-7, 151, 180, 265, 268, 270-2, 274, 276, 278, 303, 315, 335-6

acto de v. tendente: 148 acto radical de la v.: 33 causalidad de la v.: 111,165 condición del objeto de la v.: 273 estructura concreta de la v.: 51*81 decisiones de la v. libre: 182 determinación de la v.: 28, 94 esencia de la v.: 34-5, 42, 66, 399 esencia formal de la v.: 31 fenómeno de la v.: 18, 32-3 fuerza de v.: 21,30,126, 262 función de la v.: 18,49 ideas clásicas sobre la v.: 25-34 Innovación de la v, humana: 179,187 Intencionalidad de la v.: 141 intensidad de la v.: 79 libre determinación de la v.: 28 mal de la v.: 287 malformación de la v.: 129 malicia de la v.: 269-70, 287, 300,

306-7,313objeto formal de la v.: 24 opción de la v.: 348 poderes de la v.: 276 problema del acto de v.: 83 problema de la esencia de la v.: 35-49 probtema/s de la v.: 17-8, 21-4, 40,

54,57, 83,188 sujeto de la v.: 37 teorfa de la v, como apetito: 28 tipología de w.: 47 verdad moral de la v.: 387v. amante: 54v. como actividad: 31-4,151

v. como apetito: 25-30, 33v. como apetito racional: 151v. como capacidad: 21v. como determinación: 29-31,33, 41v. como fenómeno mental: 2149v. como fuerza: 21v. como modo de realidad: 70*81v, como resolución: 31v. creadora: 292, 390v. de beneplácito: 299*306,308,313v. de beneplácito del bien: 309,312v. de creación: 390v. de.experiencia histórica: 312v, dé experiencia moral histórica: 319v. del bien: 17v. del hombre: 45,110,153v. del mal: 17v. del otro: 278v. de poden 48, 78-80, 84v. determinante: 54v. divina: 28, 164, 177, 188, 290, 292,

299, 309,313 v. eficaz: 64 v. finita: 158, 385v/v. humana/s: 52, 54*5, 115, 121,

166, 168, 171, 179-80, 183, 185, 187,189, 298, 306,399

v. humana de Cristo: 386 v/v. ílbre/s: 28, 112, 152, 156, 158-9,

182-3v. libre de beneplácito: 189 v. libre humana: 165 v. libre y Dios: 156 v, maliciosa: 276 v. objetiva: 90-1 v. optativa: 348v. permisiva: 187-9,299-306, 308,390 v. permisiva del mal: 309,312-3 v, psicopática: 64 v. subjetiva: 91v. tendente: 9-11, 43, 45-6, 48, 52-5,

83, 100, 119-20, 132, 140, 399, 402

v. volitiva: 390 (V éase : facultad, querer]

vol untar! a/o acciones w.: 59 acto v.: 29, 76, 97,117 decisión v.: 97, 99 deformación v.: 124 elección v.: 242 movimiento/s v/v.: 139

452

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vida v.: 45voluntariedad: 32, 46, 63, 66, 68, 84,

151,399deformación del nivel de la v.: 130 momento de v.: 53-4, 64, 79, 83, 120,

133,145,152,400 v. tendente: 400

voluntarismo: 151Vor/esungen über A es te tík de Hegel:

325nVulgata: 385n

Wos ísí Meíophyslfc? de Heldeggen 396nW egm a rken de Heldeggen 396nWeleretrass, K.: 140W ertd in l}: 209IViJfe zu r Machí (der): 78Wundt, W.: 151

Yahvéh: 190, 384 {jpgig: 277

yo/s: 71-2, 94,97,109,159,163- constitucldn del yo: 23 modos de ser yo: 93 «yo quiero»; 21-3 (Véase: ego, hombre, persona)

■faiEQKEÍpEvov: 36, 71, 266(Víase; supra-stante) únoicEfpEvov: 36, 71, 266 (Véase: sub-stante)

Zarathustra: 240,282-3 zarathustrlsmo: 282 Zam kar. 242 OXíijiig 401 (Véase: opresión)Zumel, F.: 172 Zuw an

Z. afcarana: 241Z dargo xuadata: 241

zurvanlsmo: 241 «Zurvanismo» de Zublri; 241n Zustñnde (d íe ): 66.

453

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INDICE

Presentación, por Diego Gracia ......................................... 9

PRIMERA PARTE: ACERCA DE LA VOLUNTAD (1961) ................. 15

Introducción ...................................................................... 17

Capítulo I: La uo/untad como fenómeno m ental........... 21§ 1. Algunas ideas clásicas en torno a la voluntad 25

1. La voluntad como apetito............................. 252. La voluntad como determinación .................. 293. La voluntad como actividad.......................... 31

§ 2. El problema de la esencia de la voluntad encuanto ta l........................................................... 351. Qué es lo que queremos cuando prefe­

rimos el término de la volición................... 362. En qué consiste el acto formal de preferir 413. En qué consiste el despliegue en actividad „ 47

Capítulo II: La estructura concreta de la voluntad......... 51§ 1. La volición concreta en sí misma.................... 53

1. La unidad tendencial de nuestra vida men­tal ................................................................. 55

2. En qué consiste el acto de volición ............ 593. En qué situación queda precisamente el

sujeto volente una vez que ha querido ...... 64

4 5 5

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§ 2. La voluntad como modo de realidad .............. 701. En qué consiste la realidad del ente vo-

lente..................... ...................................... 702. Cómo se realiza la volición en el estar so­

bre s f ........................................................... 75

Capítulo III: Qué es ser libre........................................... 83

§ 1. Algunas ideas usuales acerca de la libertad .... 871. La libertad d e ............................................. 872. La libertad para ......................................... 89

§ 2. La estructura del acto de libertad ................... 931. En qué consiste entitativamente el acto li­

bre .............................................................. 932. En qué consiste la unidad del hombre en

el acto libre: la libertad como liberación .... 973. En qué consiste la ejecución del acto libre .. 103

Capítulo IV: La capacidad de ser libres.......................... 115

§ 1. La figura concreta de la libertad..................... 119§ 2. Cuál es la estructura intrínseca de la figura

concreta de la libertad..................................... 1211. El perfil de la libertad................................. 1212. El área de libertad...................................... 1243. El nivel de libertad ..................................... 1264. Los grados de libertad................................ 130

§ 3. Cuáles son las dificultades que ordinariamentese oponen a la existencia de la libertad.......... 1331. La libertad sería ininteligible ...................... 1342. El conflicto de los motivos......................... 1353. El conflicto de las tendencias..................... 1364. La ilusión de la libertad .............................. 138

§ 4. La libertad como problema............................. 1431. La naturalización de la libertad.................. 1432. La potenciación de la libertad.................... 147

§ 5. En qué consiste el culmen de la realidad hu­mana ............................................................... 150

4 5 6

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Capítulo V: Dios y la libertad......................................... 155§ 1. El acto libre ejecutado libremente................... 158

1. El acto libre y la volición divina .................. 1592. El acto libre, la premonición y la prescien­

cia divinas.................................................. 161§ 2. El acto libre en su índole formal propia .......... 178

1. La innovación en sí misma......................... 1792. Innovación y creación................................ 183

§ 3. El acto en el curso del mundo ...................... .. 1861. El momento de puro despliegue de una

creación inicial.................................. 1862. El momento de iniciativa............................ 1873. El momento de disposición........................ 189

Conclusión.............................................................. 193

SEGUNDA PARTE: EL PRO BLEM A D E L M AL (1964) ..... ............ 195

Introducción ........................................................... 197

Capítulo I: El problema del m a l................................. 201§ 1. El bien y el mal como valores................ ...... 204§ 2. El bien y el mal como realidades ........... ....... ; 211

1. El término formal del acto de estimación .... 2112. Realidad y valor: la realidad valiosa.... . 2183. El problema del bien y del mal ......... ....... 224

Capítulo II: La realidad del mal ................................. 235§ 1. El mal como «nuda realidad» ............. ......... 237

1. El mal como sustantividad............. ......... 2372. El mal como respectividad............ .......... 249

§ 2. El mal como «condición» real ...................... 251§3. Los «tipos» de la mala condición de la rea­

lidad ........................................................ 2571. El maleficio................................... .....— 2572. La malicia.................................. ............... 2623. La malignidad........................................ 2774. La maldad.................................... 278

4 5 7

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Capítulo III: El mal y su causa última ............................ 287§ 1. ¿Es Dios causa del mal? ................................. 289§ 2. ¿Es el mal algo aceptado por D ios?................ 299§ 3. La razón de ser del m a l.................................. 303

TERCERA PARTE: R E F L E X IO N E S FILOSOFICAS SOBRE LO E S T E ­

T I C O (1975) ................................................................ 321

Introducción .................................................................. 323

Capítulo I: Qué es un sentimiento estético..................... 327§ 1. Qué es sentimiento ......................................... 328

1. El sentimiento como tendencia.................. 3282. El sentimiento como estado....................... 3313. El sentimiento como modo de estar real­

mente en la realidad ................................ 332§ 2. Sentimiento y realidad.................................... 338

1. En qué consiste que la realidad sea delsentimiento ................................................ 338

2. Qué es el «de» mismo ................................ 341§ 3. El sentimiento estético..................................... 344

Capítulo II: Lo estético en sf mismo............................... 353§ 1. Primer estrato: La fruición de las cosas «en su

realidad» ......................................................... 359§ 2. Segundo estrato: La fruición de las cosas

«por ser reales» ............................................... 361§ 3- Tercer estrato: La fruición de la realidad «en

cuanto realidad» ............................................. 3641. El pulchrum ......................................... 3642. La unidad de los tres estratos ..................... 3693. El «pulchrum» como carácter trascen­

dental de la realidad en cuanto tal .............. 378Conclusión................................................. 392

APENDICE. LAS FUENTES ESPIRITUALES D E L A A N G U S T I A Y D E

L A E S P E R A N Z A ........................................................... 393

Indice analítico ............................................................... 407

458

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