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S. D.

Francisco Arriaga

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Sessions

Sexual discoveries

P. 3

Sinful decisions

P. 33

Smooth dodecaphony

P. 75

Tracklist

P. 100

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Sexual discoveries

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Sirenito

Pinche Sirenito, se pasó de verga; y nosotros tan pendejos, allí andábamos

oliéndole el culo.

El Carlangas brincó primero. ¡No mames! le dijo, pero el Sirenito seguía

emperrado, a nadie le hizo caso; ya sabíamos que cuando no respondía todo

venía valiéndole madres. Cuando terminó se quedó quietecito, como pensando.

A lo mejor se puso así porque era la primera vez que nos invitaba. Y neta, ‘orita

ya no se si era por miedo o se arrepintió; igual que todos los jueves nos invitó

al cine, y nos fuimos sin pensarla dos veces.

-Pinche Sirenito, me cái que 'ora sí te la jalaste –iba repitiéndole el Carlangas, y

el Sirenito como ido, sin hacerle caso. Creo que el Carlangas lo colmó.

-¡No mames! ¿A poco no hubieras hecho lo mismo?

Pinche vieja, estaba bien buena, sabrosa sabrosa, pero tampoco era para

tanto. No le llegaba a las que salen en el cine.

-Pero no la chingues, cabrón, esas mamadas no se hacen –le decía el

Carlangas que no paraba de hacérsela de güato.

-¡Órale pendejo!, sigue chingando y te voy a partir el hocico.

Pinche Carlangas, se quedó mudo y nadie más le siguió el cuento, total ya

había pasado una semana. El Sirenito compró los boletos y al entrar ni siquiera

volteamos a ver al boletero, bien que sabía que no podíamos estar allí, pero

también le valió madre. Nos dejó entrar y más adelantito subimos las escaleras,

el Sirenito iba siempre adelante, siempre en chinga, como si fuera el jefe. Y me

cái que ‘ora que lo pienso, no sé cómo ni cuándo se le puso que él era el jefe.

Pero él siempre tomaba la delantera y subíamos las escaleras rápido, muy

rápido, brincando de escalón en escalón, y al entrar en la sala -quién sabe por

qué- comenzamos a caminar de puntillas, como gatos espinados. Está bien

cabrón subir a oscuras los escalones, hay que estar al tiro porque si no puede

uno partirse la madre en cualquiera de las butacas. Nos fuimos hasta lo más

alto, a la última fila. Nadie pareció habernos tomado en cuenta, y la pinche

película ya estaba empezada. Era una de esas películas italianas de relleno, la

pasaban tan seguido que la bola de cabrones que allí estábamos ya no’la

sabíamos de memoria. Pensé que el Carlangas se estaría tranquilo durante la

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película, pero ni máiz, siguió dándole con lo mismo. -Pinche Sirenito, te pasaste

de verga. El Sirenito se arranó un poco más en su butaca, y sin voltear a verlo

le dijo ­¡Ya cállate cabrón! ¿No ves que ya va a salir la morrita que me gusta, la

Flaca sabrosa...?

El Carlangas ya sabía lo que iba a pasar; se me hace que todos ya sabíamos lo

que iba a pasar. El puto aquel se asomará por la puerta así medio cerrada,

mientras la Flaca sabrosa se mete los dedos en la panocha, y cuando está

derritiéndose de la emoción el puto mirón abrirá la puerta mientras se

desabrocha el pantalón, la Flaquita sabrosa comenzará a chuparle la verga y

de repente él la volteará sobre el sillón para metérsela una y otra vez, hasta

descremarse encima de su espalda.

‘¡Mi cabrito norteño!’ gritó algún pasado de lanza, y nomás nos reímos. El

Guayo nos había contado el chiste: ‘¿en qué se parece una vieja bien caliente

y un cabrito norteño? En que les encanta que les abran las patitas y les metan

el fierro en medio’.

Pinche Guayo. A lo mejor él ya sabía, por eso se desafanaba cuando podía.

El cácaro ni siquiera prendió la luz, nadie compraba ni un puto chicle a esas

horas y mejor le siguió y puso la siguiente película antes que la raza empezara

a mentársela, aunque no la libró, alcanzamos a chiflarle, música de viento para

ese pendejo y su reputa madre. El Guayo llegó de rato, 'y 'ora ¿por qué te

tardaste?' le preguntó el Sirenito. ‘Pos nomás’ recuerdo que le respondió.

Pinche Guayo, le gustaba pasársela nomás haciéndose pendejo. Pero el

Sirenito tenía razón, el Guayo se desafanaba cada vez que podía, dizque

porque su jefa no lo dejaba salir a la primera y tenía que hacerle la llorona. Y

todo para que su jefa se hiciera la del rogar y después acabara pidiéndole que

cuando regrese ‘le lleve un lonche de ternera y un chesco’. El Sirenito la

arremedaba bien a toda madre, y el Guayo como que se agüitaba, pero tenía

que aguantar vara el cabrón. Pero es la neta, pinche vieja tragona y gorrona, el

Guayo tiene la culpa por hacerse el estudioso y querer seguir volándole la feria

al regidor que le consiguió la beca.

Pero ni madres, los tres sabíamos que el Guayo algo se traía entre manos,

aunqu’el cabrón no decía, a nadie quería decirle.

El pinche Carlangas la tiene hecha: su jefe vive solo. Se separó de su jefa hace

un chingo de años, así que se la pasa cogiendo con cuanta vieja se le ponga

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de modo. Y al Carlangas le suelta la feria para que la pase bien el sábado y

domingo y no le salga con chingaderas. A su jefe le gusta pasarse el fin de

semana en algún hotel, cogiendo y comiendo. Quién tuviera su suerte.

A mí la única que me l’ace de jamón es Joaquina, mi tía. Mis jefes se murieron

cuando iban de peregrinación a San Juan de los Lagos. El camión se cayó por

una barranca, y como yo iba con mi tía no me tocó morirme allí; Joaquina me

trata bien, pero luego también le llega la de ponerse muy acá, y entonces todo

vale madre. Creo que no me corre de su casa porque las gentes dicen que me

parezco un chingo a mi jefe. A lo mejor es cierto, y mi tía se la toma muy en

serio. Pero el Sirenito no tenía a nadie. Y mientras más lo pienso más me doy

cuenta que no se ni cómo el Sirenito comenzó a juntarse con nosotros.

Creo que fue en una de esas idas al cine, cuando llegamos los tres al mismo

tiempo, yo, el Guayo y el Carlangas. A lo mejor el Sirenito ya estaba sentado

en la última fila; así debió ser, porque de repente ya nos pichaba los lonches de

ternera y las cocas, aunque también de repente teníamos que invitarlo y de

todos modos acabábamos comiendo allí, antes de que terminara la función,

mientras las viejas de las películas terminaban dejando que se las cogieran por

todos lados. El Sirenito era el único que no tenía novia. Bueno eso decía el

cabrón, lo que le gustaba era andar de gaviotón pichoniándose a las viejas del

barrio. A veces el Carlangas se quedaba viendo a la Flaquita sabrosa de las

películas y decía ‘estaría con madres encontrarse una vieja como esa y

pasársela cogiendo y cogiendo hasta que se te sequen los güevos’. -

Noseasmamón -le decía el Guayo. ‘Después de la primer cogida no te

quedarían ganas para la segunda, no sea pendejo m’hijo’. Y pinche zape le

arrimaba al Carlangas que me cái que casi nos cagábamos de la risa. Quién

sabe por qué, el Sirenito siempre le hacía la segunda al Guayo: ‘pos eso es

cierto, te descremas y no se trata de subirte al guayabo otra vez luego luego,

porqu’el camarón ni se para ni se mueve. Se trata de sacarse los mocos y

luego esperarse un rato, calentando a la vieja hasta que esta pida más, y luego

sí, súbase mi gallito’. En una de esas fue que el Sirenito se quiso pasar de

verga y nos dijo que a que no nos animábamos a pichonearnos a la primera

vieja que nos encontráramos saliendo del cine. Le dijimos que sí, y andábamos

tan jariosos que hasta suerte tuvimos. Una morrita de esas de la Prepa Cuatro

que estaba esperando el camión le echó una mirada bien acá al Sirenito, y el

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cabrón luego luego se le arrimó y empezó a periqueársela bien y bonito. Como

era jueves y ya eran más de las diez ya sabíamos que los camiones no iban a

pasar. La morrita nos miró y a lo mejor nos vio cara de malandros, la morrita

como que se le arrimó al Sirenito, y éste bien gaviota la abrazó y comenzaron a

caminar. Nos fuimos siguiéndolos como a media cuadra de distancia, y en una

de esas el Sirenito aprovechó y le tapó la boca, la abrazó bien fuerte y sin darle

chance de gritar la metió a la casa abandonada ‘onde se cementeaban los

morros drogos del barrio. Corrimos para alcanzarlo, el último en entrar fue el

Guayo. –Pinche Guayo, fíjate que nadie venga, no seas cabrón -le dijo el

Sirenito. Y luego nos advirtió para que nos quedáramos en silencio, ‘los chotas

pasan y pasan pero no se animan a meterse por aquí, mientras en la tiendita

del barrio le den su piscacha se hacen ojo de hormiga y no se meten con

nadie’. La morrita pataleaba y pataleaba y nomás se estuvo quieta cuando el

Sirenito le metió un chingadazo en la cara que me cái que retumbó bien gacho.

El Sirenito sacó un papel de esos donde vienen envueltas las tortas de ternera,

lo hizo bolita y se lo metió a la morrita en la boca. Luego con el cinto le amarró

las manos por detrás. El primero en cogérsela fue el Sirenito, y le tocó estreno.

‘No le vayan a dejar los mecánicos en el taller, no vayan a ser tan pendejos’.

Siguió el Carlangas y luego me tocó a mí. Si eso era lo que sentían los de las

películas entonces se la pasan con madres. La morrita apretaba sabroso y

como que lloraba, pero estaba bien rica, apretadita y bien mojadita. Se me

hace que también le gustó que el Sirenito la hubiera amarrado. El último fue el

Guayo. Como que no quería, pero el Sirenito se sacó un as de la manga: ‘si no

te la coges entonces entre los tres te cogemos a ti’. Y pos ni modo, el Guayo se

le trepó a la morrita como sin ganas, pero nomás le agarró el gusto y hasta la

morrita como que sentía rico, y de repente se quedaba quieta y de repente

volvía a moverse y luego otra vez se quedaba quieta. Se siente de pocas, me

cái, y el Sirenito tenía razón, los chotas pasaron dos o tres veces pero ni

siquiera miraban la casa donde nos metimos. -‘Ora sí cabrones, desafánense,

que yo me voy a quedar otro rato con la morrita. Me gustó un chingo y aún

traigo ganas.

Creo que los tres nos sentíamos igual, nos fuimos y pensamos que el Sirenito

era chingón de a madres, pero también que nosotros sí teníamos miedo. La

chota volvió a pasar, nos miraron y vimos que algo se dijeron entre ellos; no

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hicieron borlo, y siguieron dando la vuelta. Se me hace que fue por esos días

que dejamos a nuestras novias, ya sólo queríamos que fuera jueves para

buscar otra morrita como la que se había quedado el Sirenito para deslecharse

todito y quitarse las ganas.

Al día siguiente el Carlangas nos buscó. En el periódico de la tarde leyó la

noticia, dizque habían encontrado a una morrita muerta de un pasón, y que la

habían aventado a un canal. El Carlangas decía que era la misma morrita a la

que le dimos violín por la noche, pero ni madres, no se parecía. El Guayo

también decía que no se parecía en nada, aunque el uniforme era igualito, ella

también era de la Prepa Cuatro. En el cine le preguntó el Carlangas al Sirenito

qué era lo que había pasado, y el Sirenito le dijo que también había leído el

periódico, pero él no sabía nada. ‘Cuando me fui la deje vivita y coleando,

hasta estaba feliz de que se la hubieran cogido, a lo mejor no se fue a tiempo y

algún pichicato terminó drogándola y cogiéndosela. O quién sabe, en una de

esas hasta ella ha de haber pedido algo de piedra, pa’ sentirse bien acá’. El

Sirenito decía la verdad, estaba tranquilo y las tortas de ternera las habíamos

pedido especiales, llevaban su aguacate y jamón dorado.

Cuando salimos del cine buscamos otra morrita.

El Sirenito decidió que agarraríamos corte. -Vamos a elegir, y a ti te toca

primero – me dijo. Le eché los ojos a una morrita morena, con buenas piernas y

muy buena pechuga. Me había gustado la flaquita de la semana pasada, pero

ahora sí iba a ser una morrita de mi gusto. El Sirenito sabía que tenía su

pegue, le hizo igual que antes, pero esta vez la morrita no era nueva, se movía

rico pero no fue estrene. A la mañana siguiente fue la misma pendejada en los

periódicos, y ahora el Sirenito no se echó p’atrás. Dijo que él las había matado

pa’ que no nos fueran a poner dedo. Y de todos modos, allí en el canal nadie

iba a saber a dónde las estaban llevando para darles violín, por eso el Sirenito

nos decía que no nos chorréaramos adentro de las morras.

El Carlangas fue el siguiente, pero escogió su morrita sin ganas, como ya

sabíamos que el Sirenito la iba a matar ahora era distinto. A lo mejor eran

figuraciones de nosotros, pero la morrita como que tenía miedo. Cuando el

Sirenito nos dijo que nos fuéramos la pensamos dos tres, pero el Sirenito se las

sabía de todas todas: ‘si no se van, a ti pinche Carlangas te va a tocar matar a

la morrita, total, a ésta tú la escogiste’.

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-Nó, ni madres. Mátala tú, yo no l’entro.

Y nos fuimos con él, los de la chota seguían pasando pero no íbamos a ir y

soltarles la sopa, nos cargaban a los tres y encima al Sirenito. El único que

faltaba por escoger morrita era el Guayo, pero la semana siguiente no fue al

cine. Jotió el pendejo. Así que el Sirenito adelantó su turno, y esta vez nos tocó

doble plato, la morrita se iba a morir pero cogérsela así era de lo mejor que nos

había pasado.

Esta vez el Sirenito no se esperó a que nos fuéramos. Sacó un envoltorio del

pantalón, y una cajita con una jeringa. Vimos cómo preparaba la piedra, y luego

se inyectó un poco él, en una vena del pie, y vimos luego cómo a la morrita le

inyectaba de un tirón el resto. La morrita empezó a respirar muy raro, como si

hubiera corrido alrededor de la colonia, entonces el Sirenito se le trepó y vimos

que el cabrón le dejaba los mocasines adentro. La morrita no aguantó, el

Sirenito estaba como ido, ‘se murió la pendeja, la piedra estaba tan buena que

ni siquiera la disfrutó, pinche morra aguada’. Salimos por la puerta de atrás, el

Sirenito nos dijo que ya que se la bajara un poco la piedra se llevaría a la morra

hasta el canal de desagüe, que no había bronca si lo dejábamos solo. Creo que

los chotas pasaron una o dos veces, pero igual que antes nunca se metieron a

la casa, ni la hicieron de emoción, pero el Carlangas se ha de haber

arrepentido y yo también andaba igual, no era lo mismo cogerse a la morra y

salirte de allí como si nada y bien contento, que cogerte a la morrita y ver cómo

se moría.

Pobre morra, era gacho lo que le había pasado, pero ellas tenían la culpa por

quedarse solas a esperar el camión cuando bien que sabían que ya no

levantaban pasaje. El Carlangas opinaba que ultimadamente nosotros sólo les

dábamos violín, o nos las cogíamos a la fuerza que era lo mismo, y que si algo

salía mal, el Sirenito era quien la llevaría más gacha, por andar haciéndole al

matón violador de morras. Por eso esa noche cuando entramos al cine el

Carlangas le dijo al Sirenito que se había pasado de verga, ‘pinche Carlangas,

a ver si el Sirenito no te parte tu madre por andar de llorón’ fue lo que pensé.

El Guayo no llegó hasta después de la primera película, y antes de entrar al

cine el Sirenito nos dijo que esa noche iba a ser especial porque ib’a’ber doble

función con la misma Flaquita sabrosa. Por eso cuando llegó el Guayo el

Carlangas le dijo ‘esta noche no te vas a librar de escoger morrita, pinche

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Guayo’. El Sirenito seguía metido en la película, no podía quitarle los ojos de

encima a la Flaquita, se me hace que por eso le gustaba sentarse hasta la

última butaca de la última fila, y por eso se iba adelante de nosotros cuando

subíamos las escaleras.

Ya nos habíamos acostumbrado, el Sirenito en el rincón, luego Carlangas,

después yo, y dejábamos al Guayo hasta el último, para no andar

levantándonos si llegaba tarde. El Carlangas se levantó para ir al baño, según

él. Ya sabíamos que iba a jalársela porque la morra de la película también le

gustaba un chingo, si la Flaquita sabrosa se les pusiera enfrente seguro que el

Carlangas y el Sirenito se hubieran partido la madre por ella sin pensarlo dos

veces.

La verdad yo estaba viendo cómo la Flaquita se la chupaba al garañón de la

película, y no me di cuenta hasta que el Guayo ya estaba encima de mí. El

Sirenito ni metió las manos. -¡Órale pendejo!, ¿qué te traes, pinche Guayo? –le

reclamé.

-Vámonos cabrón, ¡en chinga! –fue lo que me dijo. Bajamos los escalones a

oscuras, nadie nos miró, la Flaquita estaba grite y grite como pendeja, y ya

sabíamos que el garañón que se la estaba cogiendo le iba a dejar la buchaca

llena de mecos.

Teníamos que pasar por el Carlangas, cuando entramos a los servicios el

Carlangas estaba jalándosela en uno de los baños, ‘¡vámonos, te la jalas

después!’ le dijo el Guayo, y salimos por una puerta que nadie estaba

cuidando, el boletero estaba ocupado en la dulcería.

Hace como tres años y medio que no los veo. El Guayo nomás nos dijo que el

Sirenito era una madrina de los judas y que en el periódico de la tarde había

salido que la chota ya nos andaba buscando. Por eso le rebanó el pescuezo de

lado a lado, por puto y maricón. El Sirenito no sabía nuestros nombres, y

nosotros nos enteramos del suyo por la noticia de los periódicos. Juramos

nunca hablar de él.

Y como ya no podíamos ir al cine y tampoco íbamos a poder seguir dándole

violín a las morritas de la prepa, y mejor cada quien agarró por su lado.

Pinche Sirenito, se pasó de verga, me cái. Lo bueno fue que el Guayo se puso

vivo y no se le cerró el mundo, que si nó, qué chinga nos hubiéramos llevado, y

nomás por jariosos y por pendejos.

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Mi sonrisa izquierda

Si llega después de las cuatro con cinco, no abro. La puta lo sabe. Pero el

juego también incluye otras artimañas.

Nosotros lo sabemos.

Como cuando ella llega a las cuatro quince y comienza a chillar, a gritar

mientras araña la puerta, y le digo que no abriré aunque deje clavadas sus

uñas en la madera, que me vale madre.

A veces ella amenaza con hacer algo más escandaloso, nada más para probar

que sigue teniendo el control, aunque yo tenga las llaves de la casa y pueda

decidir si ella entra o no. En cierta ocasión su amenaza fue más específica,

‘¿no ves que me estoy meando, cabrón? Si no me abres la puerta me hago

aquí mismo, a ver qué le parece a tu mujer’.

Pero mi mujer casi no sale del cuarto. A veces asoma por la puerta

entreabierta, y entonces mi puta se estremece, como una melosa gatita de

angora que ronronea al ver el filete que le servirán en el plato. En esos

momentos las miradas de mi mujer son como la pimienta que adereza un buen

guiso: dan sabor y novedad a la presencia sempiterna de los mismos

ingredientes que un buen día terminaron aburriéndonos.

Mi puta deja su bolso en la mesita del recibidor. Luce un vestido con patrones

en blanco y negro, que no ocultan las formas de sus pezones y el vello bien

depilado de su entrepierna. Apenas me siento en el sillón, ella se quita el

vestido poco a poco, de abajo hacia arriba. Me deja que vea sus piernas, su

sexo, su vientre, la cintura esbelta y firme, sus pechos que son verdaderas

obras de arte, desafiando a la Naturaleza y su fuerza de gravedad. Pechos

firmes y bien formados, justos para caber en las manos, o para morder con

cuidado mientras me llenan la boca.

Me gusta sobre todo que se hinque, así, sumisa, como una penitente haciendo

oración. Después me besa los pies y con sus manos acaricia mis pantorrillas

para seguir después recorriendo mis piernas mientras me buscan desaforadas

y deshacen el nudo de cinturón y hebilla. Luego me desnuda y me chupa, una y

otra vez, apoyándose en mis rodillas, mientras termino por recargarme

completamente en el sillón de género francés, robusto y discreto.

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Cuando siento que estoy a punto ella se detiene, me aprieta el sexo en una

dolorosa inmovilidad cercana al éxtasis. Como el semen está allí, inmediato,

ella no se mueve y también impide que mis caderas sigan con su ritmo que

busca por fin descargarse de alguna forma.

Entonces sube al sillón y repega su sexo en mi cara. Me frota los párpados, la

nariz, los labios y la barbilla con su sexo húmedo y oloroso, mientras su clítoris

va tomando la forma maciza de una ciruela pasa a punto de reventar.

Así empieza la segunda función, comienza a gritar, a implorar y pedir a mi

mujer que se nos una. Tendrá que suplicar diez minutos, no menos ni más. Mi

mujer aparece en la puerta, cubierta sólo por una bata de noche. Mi puta apoya

su vientre en mi frente, arqueándose todo lo posible hacia enfrente, con el

riesgo de que mi sillón pierda el equilibrio y caigamos yo de espaldas, y ella de

frente. O de pechos, que es lo mismo.

Pero ese pequeño acto de equilibrio tiene una función: besar a mi mujer

despacio, con cuidado. Mi puta comprende que el estado de salud de mi mujer

es delicado, la arritmia cardiaca ha minado muchísimo su vigor, así que debe

ser lo más ruda posible conmigo sin permitirse jamás lastimarla a ella, mi pobre

y desvalida esposa.

Después de besarla mi puta se endereza y sólo entonces se sienta en mis

hombros, dejándome su sexo a la altura de mi boca. Mi mujer rodea el sillón, y

prosigue la faena, mi puta ha dejado el plato puesto, y el semen está a punto.

No puedo ver su cara al arrodillarse, al apoyarse en los lugares de mi cuerpo

donde poco antes mi puta ha estado chupándome y frotándome, pero su

caricia, su calor y su energía son distintos.

Con mi puta es lo burdo, el sexo bruto. Sin miramientos, la carne da placer a la

carne, y de la misma forma que busca vaciarme tres o cuatro veces antes de

irse, ella logra que mi gusto, que mi olfato, mis ojos, y mis oídos queden

impregnados de su presencia. Creo que esa es la razón de que cuando mi puta

se va, mi mujer sigue acompañándome algunos minutos más, sin saber muy

bien si regresar al cuarto y empotrarse nuevamente en la cama, o permanecer

el resto de la tarde a mi lado, poniendo vinilos de Brubeck en el tocadiscos que

tanto nos chulean los amigos.

Mi mujer es mesurada, aunque también es capaz de los excesos imprevistos, y

las decisiones rápidas. Cuando sus desmayos fueron cada vez más y más

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frecuentes, los dictámenes médicos no dejaron lugar para la duda: su corazón

estaba en el límite y necesitaría reposo absoluto indefinido, hasta fortalecer o

robustecer de nueva cuenta su corazón, sometido a severos regímenes de

fármacos, dietas y descanso.

‘Antes de que tengas tiempo para extrañarme, te buscaré algo para

entretenerte. Si no puedo ser tu mujer, ahora seré tu madama. Búscate un

catálogo, un buen catálogo, y tráemelo por la tarde. Escogeré la puta que te

acompañará mientras esto se acaba, o se compone’.

Mientras mi mujer me chupa poco a poco y mi puta contrae los músculos

internos de sus piernas casi ahogándome en el sudor, el jugo y el calor de su

sexo, trato de recordar el instante en que la vi por primera vez. La fotografía no

le hizo justicia en ningún momento. Mi mujer se encerró con ella un par de

horas, escuché cómo reían y también oí por primera vez sus gemidos. Intenté

abrir la puerta de la recámara, pero mi mujer había cerrado con llave, y los

gemidos de la que sería mi puta fueron creciendo y creciendo, hasta culminar

en una serie de gritos profundos, procedentes de su diafragma contraído y

liberado una y otra vez en una respiración cada vez más pausada y rítmica.

Supongo que ningún hombre sería capaz de soportar estoicamente una

situación como aquella. Fui al catálogo, tomé su fotografía y me masturbé en el

sillón, con furia y coraje, y una mezcla de desesperación con impaciencia. El

semen brotando de mi sexo que no podía soportar más fue a caer en su

fotografía. Hice malabares con aquel pedazo de papel impreso, mi semen

recorrió cada espacio de la fotografía, su cara y cuello, sus caderas y pechos,

estuve jugueteando con la imagen hasta que el semen terminó secándose.

Cuando mi puta salió del cuarto me miró haciendo una señal clara e

incontestable. Mi mujer aguardaba en su lecho, con claras muestras de

complacencia y tranquilidad en el rostro.

‘Huele’ ordenó mientras acercaba sus dedos índice y medio a mi rostro. Me

gustaría poder vivir nuevamente aquel instante, rescatar la sensación de

vértigo y placer aunadas al simple disfrute del olor y sabor. ‘Chupa. Son mis

dedos, pero también son tu puta’. Fue como si me dijera ‘cógetela enfrente de

mi’. Bastó sólo un par de movimientos para que mi mujer hiciera brotar

nuevamente el semen de mi miembro que ya exigía poder entrar hasta el fondo

en su puta, en mi puta.

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La voz de mi mujer y la presión incontrolable de mis testículos me devuelve al

sillón donde mi mujer espera que me vacíe en su boca. ‘Vente’ me dice.

Y mi puta quiere que la frote, que la muerda. Su jugo escurre por mis mejillas, y

su olor termina por embotar nariz y lengua. ‘Méteme tus dedos, cabrón’ ordena.

‘Ábreme, párteme en dos, hijo de la chingada’.

Uso los mismos dedos que mi mujer usara la primera vez que se vieron, pero

ahora con mis dos manos tomo posesión de su sexo. Uso mis dedos como si

fueran ganchos, y puedo ver el interior de aquella vagina llena de pliegues que

escurren néctar y que comienza a contraerse, según el capricho de mi puta.

Sus contracciones son regulares, rítmicas. Siento su presión en mis dedos, y

froto con mi lengua su clítoris, ella gime, grita, siento sus uñas clavándose en

mi nuca, tirándome el pelo con fuerza, como si fuera mi cabello el único medio

de escape de un abismo que lentamente se abre bajo nuestros pies.

Mi puta comienza a volver en sí, con movimientos mecánicos abandona su

lugar de sacrificio, abandona el asiento que fueran mis hombros, y termina

arrodillándose junto a mi mujer. Entonces se besan, comparten lo que he sido,

un poco de semen, los vellos castaños y las perlas de sudor que rodean mi

sexo y que ambas lamen despacio.

Vuelven a mirarse y sus besos ahora son más dulces. Mi mujer extiende sus

manos y acaricia los pechos de mi puta, quien hace lo mismo. No me miran,

ambas saben que yo sí estoy viéndolas, pero mi sexo es sólo una parte de mi

cuerpo que no responde. Será necesario que esperemos algunos minutos más,

antes de que se yerga reafirmando su voluntad y tenacidad. Pero aún no llega

el momento.

El beso termina y mi puta se levanta. Puedo ver su desnudez, su cuerpo que

conozco centímetro a centímetro. Sus nalgas firmes y sus piernas libres de

celulitis, un par de piernas hermosas. Mi puta es una puta hermosa.

Mi mujer también se levanta, y se envuelve en su bata de dormir. También es

bella, tiene la figura de aquellas madonas italianas, con hombros casi

escurridos bajo un cuello esbelto y firme. Boticelli bien hubiera podido escoger

a mi mujer como la modelo para su Venus, y el resultado habría sido poco

distinto.

Mi mujer afirma que cuando quedo realmente satisfecho –‘lacio’ es la palabra

que usa- mi boca hace una mueca, mi sonrisa es una sonrisa izquierda. No sé

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cuál es mi sonrisa de siempre, no sé cómo es esa sonrisa. Repaso a veces las

pocas fotografías que nos hemos tomado, y aparezco portando una sonrisa

pulcra, bien cuidada, formal y cargada a la derecha. Se supone que la sonrisa

educada debe ser así, un poco a la derecha, sin abrir los labios, sin mostrar los

dientes.

Y mi puta también me dice lo mismo, ‘eres feliz, ¿ya ves? Tu sonrisa izquierda

nunca miente’. Supongo que esta vez mis labios tendrán esa sonrisa izquierda

marcada, es más, puedo sentirla.

Mi puta toma en sus manos el vestido de una sola pieza y se viste sin prisa. El

vestido se amolda a su cuerpo sin ocultar nada. Así, completamente desnuda

bajo la tela estampada, toma su bolso y busca hasta encontrar el estuche, se

aplica un poco de maquillaje en los pómulos.

‘Cuídala, amor’, dice mi puta antes de salir y tomar el taxi que ya la espera

frente a la casa.

Hay noches en las que aún la extraño, la costumbre del tacto y del olfato, la

costumbre del oído y la vista y el gusto es innegable. Cuando me casé con ella

supe que no seríamos un matrimonio aburrido, ambos huíamos del hastío, por

eso cuando ella me vio por primera vez masturbándome con el catálogo a un

lado, tomó la decisión de salvarnos a ambos, a ella de mí y a mí de ella.

En la agencia le dieron los datos, le dijeron el precio, pero ella, la chica de la

fotografía, no estuvo disponible. Se encontraba en un tratamiento de

desintoxicación, los fármacos eran a la vez su afición y condena. El estado de

su corazón era lamentable y requería cuidados excesivos.

Ella fue quien hizo el trato con la madame, ambas saldrían ganando y ninguna

perdería un solo centavo; eso era lo más importante para la matrona quien bajo

esas condiciones accedió a mudar a ‘su niña’ a nuestra casa: mi esposa

ocuparía su lugar.

Aún mi mujer me lo cuenta a veces, en las tardes, cuando mi puta se va. Y mi

puta sabe que hay cosas que no deben decirse, por eso hoy que se despidió

pidiéndome que cuide a mi mujer, aunque me tomó por sorpresa comprendo

muy bien lo que quiso decir. Sé que ella regresará la próxima semana, a las

cuatro de la tarde.

Eso también forma parte del juego.

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A bedtime soundtrack

Side A: We fuck for you

Damnit. Peter nos vuelve a decir que esperemos, que no todo en este mundo

es el aire acondicionado, la proteína dietética y los anabólicos; los doctores

también cobran y la Agencia de Salud se lleva su buena parte.

‘¡Fuck you, Peter!’ Se ha convertido en la frase del día, todos entran a la oficina

y salen dando portazo y gritando lo mismo. Peter no hace caso, sigue mirando

los correos electrónicos, los estados de cuenta y haciendo el repaso mental de

sus estadísticas y ganancias proyectadas a corto plazo. De sus once modelos

cuenta con la seguridad de que ocho harán lo que sea por conseguir algunos

dólares más, pero hay tres que son tan conservadores como la reina de

Inglaterra, aunque tengan función y show todos los días de la semana. Lo sé

porque soy uno de ellos: nunca me acostaré con otro hombre, ni aunque me

paguen en libras esterlinas o yenes o euros.

Peter deja que los ánimos se calmen un poco y cuando me llama tiene en las

manos una hoja impresa a color que muestra cada una de las solicitudes que

ha recibido.

-Steve, esta noche el cliente quiere algo más especial, se le ha metido en la

cabeza que suban con él a su helicóptero privado, y que cojan mientras

recorren la ciudad de lado a lado, you know, a fuckin’ crazy man. Espero que

no le tengas miedo a las alturas.

-Sabes que no, ¿ya no te acuerdas de La Torre?

Claro que se acuerda de La Torre, lo que ganó aquella ocasión no alcanzó ni

para cubrir la multa que le echó encima el municipio.

-¡Fuck you, Steve! -me responde–. A las 7 en punto, en la pista. Espero que no

estés enamorado de Neige, eso se nota y sólo traería problemas al negocio.

Lo cierto es que Neige no me ama. Me lo repite una y otra vez y también tengo

que repetirlo, ‘je ne t’aime, Neige’, como un estribillo pegajoso, de esas

canciones sesenteras que le gustan y carga en el ipod que lleva a todos lados.

Motherfucker. Peter no debe saber que las alturas me aterran, siento asfixia,

algo que me oprime la garganta. Pero puedo acostumbrarme: no es distinta de

aquella otra asfixia erótica que tan mal ha dejado a algunos aficionados

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quienes no saben calcular la presión exacta para que el cuello no se haga

trizas mientras se eyacula una y otra vez. Pobres tipos.

El cliente acude puntual a la cita, el helicóptero desciende posándose

lentamente en la pista. Entonces lo vemos bajar las escalerillas vistiendo unos

zapatos artesanales, un traje de seda cruda, y lentes oscuros. No se preocupa

en traer la cámara consigo, sabemos que a bordo puede haber cualquier otra

cosa. Vibradores y consoladores, cremas y gel o máscaras y dildos. Por fortuna

el contrato lo indica explícitamente: el uso de cualquier instrumento que dañe

físicamente a los modelos está prohibido, y conlleva la cancelación de

cualquier acuerdo previo.

Pocos lo creen: para coger bien y que en las cámaras se vea lo que el cliente

quiere que se vea, antes es necesario hablar mucho, muchísimo. Cuáles son

los miedos, las fobias, los hotspots, lo que causa dolor y placer, las posturas

favoritas y las más detestadas.

Por eso, ahora que el cliente pide que me unte lubricante en el miembro puedo

saber que Neige lo pasará mal los próximos minutos. O puede ser el resto de la

sesión, no falta el cliente que pide una sesión completa de sexo anal.

A veces me siento cansado, Neige me ha dicho que ella también; los dos

sabemos que nuestro retiro está a la vuelta de la esquina, hace mucho tiempo

que dejamos de ser ‘teens’, pero Peter aún reserva para nosotros la etiqueta de

‘our best young couple’.

Mi miembro aún puede satisfacer a cualquier mujer, pero esto no durará

mucho, quizá un par de años más. Neige entrecierra los ojos, gime un poco

utilizando esa impostación de voz que enloquece a los clientes y las mujeres le

envidian tanto. Cuando comienza el vaivén ya nos hemos acostumbrado al

zumbido del rotor; nuestro cliente no se preocupa por las tomas, ha empotrado

un tripié en el suelo del helicóptero y la videocámara está filmando desde un

solo ángulo, siempre en el mismo plano.

-You know, Hardboy, this is only a business. And our name is the only thing we

have. We are our name, remember. We are our fuckin’ name, Steve, nothing

more. En el fondo, Peter tiene razón, pero en estos momentos debo pensar en

otra cosa, no quiero venirme antes de que nuestro cliente termine de

masturbarse. Trato de recordar a Crystal, a Suzanne, a Ivy. Cuándo fue la

primera vez que cogí con ellas y estrené mi nombre artístico, ‘Hardboy’.

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Crystal fue la primera, tiene voz chillona y grita y gime hasta desgarrarse la

garganta porque ha visto demasiadas películas europeas. Las mujeres

nórdicas gritan como si las estuvieran matando, las norteamericanas jamás

podrían hacer eso, para ellas coger es como partir los pancakes o desmenuzar

un filete de salmón: algo más que se incluye en la dieta. ‘Never again I will fuck

with Crystal’ me dijo Peter. Y no fue porque le disgustara, sino por los gritos

que tuvo que soportar durante toda la noche.

En cambio Suzanne es más… mejor no, no pienso en ella. Me falta poco ya, y

el cliente apenas muestra las ganas de eyacular y dejarse venir donde sea.

Damn, ahora trato de recordar a Ivy: es toda una hembra que grita y araña y

muerde, a los clientes les fascina y excita verla marcada a nalgadas, o casi

sofocada por las cuerdas que le rodean la garganta y sujetan sus manos

mientras la suspenden de poleas atornilladas al techo.

Eso fue hace mucho tiempo.

Neige hace un movimiento casi imperceptible, indicándome que es el momento

de cambiar de posición. En una fracción de segundo tendremos que decidir

cómo colocarnos mientras observamos al cliente buscando cualquier gesto de

desaprobación. Respiro profundamente, despacio, sé que el orgasmo está allí

a un par de roces, y el rostro del cliente comienza a mudar de color. Ahora

enrojece un poco más, la presión sanguínea va abultándole las venas de la

frente y engrosándole las arterias del cuello, pequeñas arañas rojizas aparecen

en los globos oculares.

Neige intenta olvidar, lo sé porque ahora está apoyada sobre sus rodillas y sólo

su mano izquierda la sostiene en el aire, haciendo malabares mientras con la

derecha recorre su sexo, estimulándose el clítoris en un movimiento constante

y sincronizado, mientras gime con su voz que va suavizándose más y más.

-¡Yeah, man, fuck the bitch! ¡Kill the fuckin’ bitch! ¡Fuck, fuck the damn bitch,

man!

Oh God… tengo que parar. Un momento, sólo un momento. Debo detenerme,

el cliente oprime su sexo con fuerza, un sexo duro y casi morado. Pero no

puedo y no debo detenerme, aún le falta poco, el puto cliente tiene que

correrse primero, antes que yo. ¡Damn! ¡Damnit!

El cliente comienza a gritar.

¡Fuck! ¡Fuck! ¡Damnit, fuck, fuck!

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El último grito coincide con una ráfaga de semen que escapa de su sexo,

cayendo en el suelo del helicóptero. No lo veo, ahora nos toca venirnos a

nosotros, Neige ha comenzado a introducir un par de dedos en su sexo, en un

vaivén húmedo cuyo olor es sofocantemente espeso.

El cliente yace inmóvil, quieto, con ojos fijos y ausentes nos mira desde su

asiento. Pero su cara no es la cara del placer y la descarga, del orgasmo y el

relajamiento, su cara es la cara de la muerte. Su sexo aún gotea el líquido

blanquecino que brota en decrecientes emisiones. Pinche gringo, puto gringo.

¡Si serás pendejo, cabrón! Neige comienza a contraerse rítmicamente, siento la

presión de sus músculos oprimiéndome, en estos momentos sólo soy un

pedazo de carne insertado en el culo de una puta que goza y que ahora se

permite gritar con una voz chillona y quisiera romperse el sexo jalando desde

adentro con el par de dedos humedecidos que sienten esa presión

acompasada, un orgasmo en el que más la excita mirar al espectador cuyo

sexo ya no gotea y comienza a contraerse poco a poco. ¡Fuck me! ¡Fuck me

motherfucker, fuck my pussy! ¡Damn! ¡Fuck me! Su inglés afrancesado me

vuelve loco. Puta, eres una pinche puta. Eres sólo una pinche puta. Puta. Puta.

Cuando termino de correrme en el fondo de su culo, ella grita y se acerca a la

puerta de la cabina. Grita otra vez y en un ademán que sólo alcanzo a

imaginar, rápidamente quita el seguro y destraba el pasador. Empuja hacia

fuera y el helicóptero comienza a mecerse caóticamente, mientras en la cabina

el piloto hace el intento de estabilizar la nave. Estamos volando peligrosamente

bajo, el helicóptero gira una y otra vez en una elíptica muy amplia que

desciende poco a poco.

Sí, quizá tenemos una oportunidad, una sola. Shit, nunca aprendí a hablar

francés, espero que me entienda, espero que la puta comprenda. ¡Jump with

me, Neige! I will count, one, two, three…¡Jump!

Instintivamente me toma de la mano; vemos el horizonte delineado por luces

intermitentes de colores amarillentos, anaranjados y rojizos. Podemos sentir el

viento frío que nos hace conscientes de nuestra desnudez y nuestra propia

caída. La noche parece recibirnos apaciblemente, el suelo sigue allá, muy

lejos.

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La mano de Neige se aferra a la mía, y por alguna razón que no comprendo,

recuerdo las palabras de Peter, ‘espero que no estés enamorado de Neige’ -

¡Fuck you, Peter!

Si supieras.

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Side B: Callgirl

El sonido metálico de las campanillas resalta la perfección de la fachada

austera y elegante; las ventanas de maderas finas realzan los cristales

cortados con técnicas que es imposible reproducir en este país.

Odio este país. Y también lo odio a él. No puedes perder el tiempo, enfócate.

Las cerraduras giran, alguien comienza a abrir sólo una hoja de la altísima y

pesada puerta de cedro, tallada completamente a mano.

-Good morning, miss. Mister Henríquez is waiting for you. Please, follow me to

the library.

Un secretario. Faltaba más; enviar un mayordomo para recibirme hubiera sido

darme una categoría que no merezco, enviar al secretario sólo significa una

cosa: igual que otras veces -al igual que siempre- esto es sólo un negocio.

Los pasillos de mármol de Carrara están pulidos con precisión milimétrica. No

hay una sola mota, una sola huella pintada en el piso. Mármol de Carrara.

Cómo te odio, bastardo. No imaginas cuánto te odio.

Alcanza a ver por las puertas entreabiertas el recibidor tapizado con alfombras

turcas, el amplio comedor para dieciséis comensales, el bar con una pequeña

cava adosada en la pared.

No éramos actores porno, ni él ni yo nos prostituíamos por un pedazo de pan o

para pagar la renta y la mensualidad del coche. Él tenía más parecido con un

dandi francés de principios del siglo XX viviendo holgadamente en un París

decadente, y creo que en mi caso la figura de niñita escurrida era más acorde

con la figura de Lolita, la del Nabokov que no recuerdo cuándo fue la última vez

que leí. Pero él era un hijo de puta, eso sí puedo recordarlo claramente, antes y

después de coger en La Torre, él era y siguió siendo un hijo de puta.

La biblioteca huele a cedro y papel viejo, un aroma cálido que contrasta con el

viento frío y el cielo nublado del exterior, ¿qué otra cosa queda puede hacerse

en días como estos? Coger y nada más, encerrarse en una buena biblioteca

para coger a gusto: esta gente tiene dinero para pagar por cualquier capricho y

darse cualquier gusto. Incluso para pagar mi precio.

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Mister Henríquez es un hombre maduro, ha pasado la cincuentena, y conserva

muy buena figura. El inglés que habla no oculta su acento español, un árbol

genealógico distribuido en varios cuadros elaboradamente enmarcados y

colocados en la pared deja en claro la rancia estirpe de donde proviene. Algún

parentesco lejano lo une con los hermanos Henríquez Ureña, seguramente en

algún estante puede encontrarse una edición firmada por aquellos parientes.

A fuerza de vivir en los Estados Unidos, Mister Henríquez ha asimilado las

formas norteamericanas de andar y vestir, y cualquiera diría que es un

norteamericano de cepa. Sólo el acento sigue delatándolo.

Una seña y el secretario vierte el líquido de una botella ambarina en sendas

copas de cristal tallado. –You are so beautiful, señorita. Really, is a pleasure to

have you here, in my library.

Brindan.

Es el mismo aroma, el mismo sabor que tenía el vino cuando aquel hijo de puta

se hizo server en La Torre. Steve me dijo la verdad, Peter pagaría bien por mis

servicios. Aquella fue la primera vez que alguien me filmaría, ese fue mi boleto

de entrada para un catálogo exclusivo.

El cliente quería una modelo nueva, que ni siquiera apareciera en el catálogo, y

ella decidió tomar su propio nombre.

Suzanne.

Mi imagen de entonces era más la de una chica de elegante prostíbulo francés

que la de una actriz registrada en el catálogo de un servicio de actores porno

trabajando en los Estados Unidos de Norteamérica. Es el mismo vino, ese

sabor nunca voy a olvidarlo.

Mister Henríquez hace otra seña y el secretario abre una puerta pequeña,

camuflada a un lado del librero principal y cubierta por un tapiz que simula una

ventana, con una fuente dibujada como fondo. El secretario no se detiene a

cerrar la puerta, pocos instantes después está de regreso, con un maletín de

recubrimiento metálico resplandeciente y según se ve, también muy ligero.

Lo acomoda sobre la mesita de centro, una vez abierto va colocando uno a uno

los frascos y juguetes que aderezarán aquella reunión.

Conmigo jamás los usaste, cabrón. Esa noche fue puro sexo a pelo, después

de la copita de vino me dijiste acomódate junto al vidrio, si tienes miedo a las

alturas mejor no abras los ojos. Me encantó tu sexo entrando en mi una y otra

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vez, me encantaron tus manos sujetándome la cintura como si me salvaran de

caer al vacío, y sólo al final me di cuenta de que las cámaras y los celulares

habían estado tomándonos en cada momento. En ese instante supe que mi

placer y el tuyo dejaba de ser sólo nuestro para quedar compartido por todos

los que allí estaban, quienes también habían cogido conmigo sin meterme su

miembro.

Mister Henríquez se arrellana en el sillón de piel, y vuelve a hacer otra seña al

secretario, quien sale por la puerta principal de la biblioteca.

-Dear miss. This is not a show for myself, all we want is you stay with my wife.

It’s only a little gift for her, you know, my wife is looking for a rebirth of our

relationship.

Los pasos sincopados de la mujer que aún no ve y el secretario que abre la

puerta terminan abruptamente. -Excuse me Sir. Here’s your wife. -Anuncia el

secretario, sin ninguna inflexión extraña en la voz.

Ella viste una gabardina muy semejante a la que Suzanne lleva puesta, y los

tacones relucientes son idénticos. Conserva una figura excelente, no hay

agregados quirúrgicos ni en caderas ni en los pechos, ¿cuántos años tendrá?

¿Cuarenta, cuarenta y cinco?

Ya se ha topado con gente como esa, voyeuristas que se deleitan con las

cámaras de vigilancia, y la filman cuadro por cuadro mientras la hacen esperar

en los lobbies de las mansiones cuyas familias suelen ser las más inesperadas,

apellidos de abolengo y una reputación pública intachable.

Como tu familia, Steve. Como tu maldita familia. We are not porn-actors,

Suzanne. You are my woman, I’m your man. That’s all. Maldito, ojalá tú y el

puto de Peter se pudran en el infierno. Cuando papá me buscó ya nada había

por hacer, me desheredó sólo para que no pudieras echarle manos a la parte

de la fortuna familiar que me tocaba, para mantenerme segura. Quizás un día

recapacites y te olvides de él, Steve no te llevará a ningún lado. Maldito seas

Steve, papá tenía razón. Pero ya es tarde para lloriqueos.

Aquella mujer se acerca con pasos firmes, se sitúa frente a ella y le extiende la

mano derecha, para que Suzanne se apoye y pueda levantarse del sillón.

Obedece.

Espera pasivamente a que ella le quite la gabardina; aquellas manos son

cuidadosas, hasta un poco tiernas. Le desenreda el cinturón abriéndole la

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gabardina, y deja al descubierto el juego de lencería que le cubre los pechos y

el sexo. Ahora aquellas manos recorren sus pechos y suben lentamente hasta

alcanzar los hombros. Entonces desnuda por completo sus hombros dejando

caer la gabardina en un movimiento suave y decidido, advierte que su figura

maciza y elegante despierta la admiración de ella. Y de Mister Henríquez

también.

-Oh little girl, you are so beautiful, really beautiful. My little girl.

Le acerca su rostro con delicadeza y puede aspirar el aroma cálido y dulce de

su aliento; el beso anunciado es etéreo, ligero. Como una bocanada de

perfume de rosas.

Le vuelve a acariciar lentamente los pechos, y como si estuvieran bailando, la

hace dar media vuelta. Ella se sienta en la mesita de centro, las caderas de

Suzanne quedan a la altura de sus labios. Ella besa y muerde, pequeñas

marcas rojizas aparecen en la piel, puede ver una pequeña erupción surgiendo

en aquella extensión delicada y tersa, con un suave y casi imperceptible olor a

crema humectante. A él le gustaba. La noche de La Torre a él le gustó más y

casi fue nuestra perdición. Sus manos que escurrían sobre mis caderas eran

un afrodisíaco innegable: él apretaba y mi piel resbalaba sin alejarse, él se

acercaba más, seguía entrando una y otra vez en mí y el contacto era nuevo en

cada acercamiento, como si fuera la primera vez que me tomara. No quería

que saliera de mí, pero tan pronto él se deslizaba un poco hacia fuera yo le

exigía que regresara, que entrara, que llegara hasta el fondo de mi ser, de mi

sexo. También tuve envidia de la puta que le chupaba el miembro a nuestro

cliente mientras él tomaba su copita de vino. En ese momento me hubiera

entregado a quien lo pidiera, fuese quien fuese. Necesitaba la carne de otro

cuerpo, que me hiciera explotar e implorar más y más placer. Quería todo el

placer del mundo.

Siente un suave empujón a la altura de la cintura. La mujer sigue sentada en la

mesita de centro, y la obliga a que se recargue sobre el sillón, sin arrodillarse ni

caer al piso. Sabe lo que vendrá, esa postura le gusta a los voyeuristas que

han mirado embelesados su sexo mientras se masturban de cualquier manera

imaginable. Pero ella lo será todo, menos voyeurista. Ella quiere probarla,

quiere a su manera entrar en ella, devorarla, disfrutar el néctar que comienza a

escurrir desde su sexo.

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Se deja hacer. Cada vez que aquella lengua recorre su sexo puede sentir esa

presión urgente acumulándose en el clítoris, adormecido y expectante. La

sensación de hormigueo y adormecimiento le sube por el vientre, llegando a

sus senos. Aquellas manos rozan levemente sus pezones y siente el

estremecimiento que coincide con otro embiste de la mujer que sigue

chupándola lentamente. Entrecierra los ojos y alcanza a ver a Mister Henríquez

inmóvil, en su sillón. Advierte el inicio de una erección que Mister Henríquez no

se ocupa en ocultar.

Suzanne. Me gusta mi nombre, mi único nombre. A él le gustaba Steve, un

nombre tan barato que le permitía hacer todo ante la cámara y también en

privado. Steve. Cómo te odio.

Mister Henríquez deja su sillón, acercándose a la mesita donde su mujer

comienza a separarle los labios con sus manos mientras sigue chupando y

lamiendo su vulva una y otra vez. –My little girl, my little girl. I hope you be

happy. Is she enough beautiful for you, my little girl? –pregunta. Ella no

responde, hunde su lengua en aquel sexo humedecido cuyo color va

tornándose rosáceo, Suzanne comienza a gemir, recostándose sobre el asiento

del sillón, presa del orgasmo que siente llegar, una parálisis placentera que se

apodera de sus piernas extendiéndose al resto de su cuerpo, agolpando la

sangre en sus sienes. Pide más, y apenas se da cuenta de que ella tiene el

dedo índice de su mano derecha enclavado en su sexo, en un vaivén frenético

y gratuito.

Ella quiere darle placer, ella quiere someterla primero.

Sus contracciones rítmicas anuncian el fin de esa primera sesión, Mister

Henríquez se sienta a un lado de su mujer, y la besa profundamente. Ella lo

muerde, lastimando la piel de sus labios, Mister Henríquez también disfruta ese

beso furioso. El sabor metálico de la sangre se confunde con el sabor de los

jugos de Suzanne; con el aroma inconfundible del sexo dispuesto y a punto.

-She’s delightful, my love. You don’t know how I love you.

Suzanne escucha todo como si hablaran en una lengua desconocida. La

tensión de su sexo disminuye poco a poco. La conciencia de saber que esta

vez deberá sólo obedecer y someterse ya no es tan odiosa como cuando llegó

a la casa. Posiblemente ella le pida algún favor especial, puede asegurar que

así será, las variaciones en los gustos más generales de sus clientes siempre

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coinciden en los mismos puntos, como si representaran un guión previamente

acordado. Sabe lo que vendrá a continuación, que ella intentará corresponder

el gesto que él le hizo, al pagar por sus servicios y ponerla en sus manos.

Ella se levanta, los zapatos de tacones tan delgados que bien podrían perforar

la duela resuenan con un ritmo que Suzanne reconoce. Es el ritmo del andar de

las actrices porno, de las prostitutas metidas a modelos. ¿Él sabrá?

Suzanne sigue reclinada sobre el sillón, puede sentir como si fuese un roce

físico la mirada de Mister Henríquez recorriendo sus muslos y deteniéndose en

su sexo, humedecido y satisfecho. No le importaría que él comenzara a jugar

con su cuerpo, que la tomara así, sin más.

Pero ella regresa con un teléfono celular estilizado, de fabricación artesanal, no

más grande que una pluma fuente, como las que yacen sobre el escritorio de

Mister Henríquez. Oprime alguna tecla, y después de un par de segundos la

escucha decir una sola palabra: ‘Now’. Entonces se arrodilla frente a él,

desabrochando su pantalón y lamiendo lentamente su sexo, erecto e inflamado

de sangre. La respiración más y más profunda de Mister Henríquez preludia lo

inevitable. Suzanne sigue en la misma posición, aguarda sumisa. La escucha

decir sin un rastro de envidia, remordimiento o enojo ‘cum in her pussy, my

love’. Las manos de Mister Henríquez aprietan y sostienen, el vaivén, la fricción

son distintas de la excitación femenina de su compañera. Él lleva en la sangre

la pasión y la bravura española. Suzanne se vale de su experiencia para

acompañarlo y coincidir en el orgasmo frenético. Él se descarga en su sexo,

buscando lo más profundo de aquellas caderas, de la espalda que se extiende

ante él y se pierde bajo la cabellera, teñida profesionalmente y con esmero.

Apenas él se retira, ella toma el teléfono celular que recién ha utilizado y lo

introduce lentamente en el sexo de Suzanne. La sensación del plástico y el

metal, de los pequeños abultamientos donde aparecen resaltados los números

hacen que funcione a la perfección como un dildo. Ella comienza a

masturbarla, y sin mirar a Mister Henríquez le dice ‘It´s time, my love. They’re

waiting for you’.

Aquel ritmo, la sensación de su propio sexo como una parte ajena de su

cuerpo, sólo un instrumento de placer y para el placer, rescata del olvido la

sensación vertiginosa de las cámaras, de los olores, de su rostro separado del

abismo sólo por una placa de cristal, mientras Steve la tomaba una y otra vez.

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Qué tonta fui, me engañaste porque quise que me engañaras. Lo que me

hacías lo hacías con otras, con las demás chicas. Lo mismo que hacíamos lo

hacían otros, quizá para el mismo cliente y en el mismo lugar, con el mismo

menú. Ojalá se hubiera roto el cristal, y hubiéramos caído los dos al abismo,

así, desnudos, unidos para siempre. Hubiera sido muy lindo morir así, en el

clímax de nuestros cuerpos. Pero te largaste con ella, apenas Peter dijo su

nombre. Maldito seas, Steve. Ojalá te mueras.

Mister Henríquez está a punto de cerrar la puerta, y mira cómo ella se

desabrocha el abrigo, quedando desnuda y besando las caderas de Suzanne

sin dejar de masturbarla con el teléfono. Ella se detiene sólo para decirle ‘Is

your favorite couple. Enjoy them, my love: Neige is an exquisite girl’.

La voz parsimoniosa del secretario saca de aquel ensimismamiento

momentáneo a Mister Henríquez. ‘Your helicopter is ready, Mister Henríquez.

The pilot is waiting’.

Suzanne cierra los ojos, apenas si escucha el sonido de la puerta y el cerrojo

dando vuelta. ‘Ojalá te mueras’, repite en un susurro, mientras las

aterciopeladas y delicadas de su compañera comienzan a recorrerla otra vez,

como quien acaricia fascinado un extraño objeto de colección, adquirido

recientemente.

-Call me Ivy, my Little Sweet Thing –le dijo. –Let’s play, now.

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Cicuta

Al cerrar los ojos la carne es carne y nada más. No existe diferencia entre un

buen coño y un miembro henchido de sangre, ambos palpitan segregando

sudores y olores que buscan satisfacer otro cuerpo, otra carne.

En las reuniones no hay ritos, apenas algunas costumbres tan arraigadas que

ahora son una especie de código profano. Los saludos de bienvenida no

existen, quienes son más desesperados y buscan el placer fácil se desvisten

apenas cruzando el umbral. Ya entonces el encargado del guardarropa recibe

las prendas y acomoda todo en casilleros sin números ni letras: nadie ignora

que los bolsos de chaquetas, pantalones y blusas han de estar vacíos; al igual

que la compañía en turno, uno puede quedarse en cueros si pretende pasarse

de listo, o hacerse de una buena chaqueta de piel, con guantes y lentes

incluidos si hubo un iluso que se atrevió a usarlos.

Aunque eso fue más común en las primeras reuniones. Después, cuando las

citas fueron constantes y la diversión fue lo único importante, las ropas se

estandarizaron hasta llegar el punto de parecer que vestíamos uniforme. Como

en una escuela o prisión.

Algo está prohibido. El ‘amor’ o el ‘enamoramiento’ no tienen cabida aquí. El

sexo lo es todo. Cuando no es así, aparecen los problemas, y eso es lo que

menos queremos encontrar aquí al entrar por la puerta principal. También hubo

un tiempo en que llevábamos máscara, pero resultó tan poco práctica –sobre

todo al lamer o chupar- que poco a poco se optó por dejarla de lado. Fue mejor

así.

Por eso cuando él se quitó la máscara, hubo un momento de silencio. Las

miradas fueron puertas que invitaban a caer en abismos insaciables. El hecho

mismo de arrojar las máscaras era un tonificante, amplificador de la cópula

frenética que a nuestra manera compartíamos al estar allí. Según recuerdo,

sólo hubo otra ocasión que sentimos lo mismo.

Y de nuevo tuvo que ser él, esa vez lo que se quitó no fue la máscara, sino el

miedo. El temor infecta. Es epidémico.

Un gesto puede acabar con la erección más firme, o resecar súbitamente el

coño más lubricado. Es el poder de los gestos y de las palabras, que insinúan o

declaran aquello que nadie se atreve a admitir: podemos infectarnos.

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Pero ese ‘podemos’ es algo lejano. Apenas se vislumbra, como una nueva

línea aparecida en el rictus de los labios, o una arruga novísima sobre la frente.

Aprendimos a valorar de un solo vistazo a nuestros compañeros, con una

mirada experta y sin remordimientos, capaz de diseccionar frente a frente el

rostro y cuerpo de nuestro acompañante de ocasión.

Aquello que se hace mecánicamente acaba siendo parafernalia vacía, como

recitar los viejos ensalmos de las beatas en la Gran Catedral, o el grito

anacrónico de los vendedores en el mercado. Percibíamos inmediatamente

cualquier cambio físico, y cualquier sospechoso era castigado con la exclusión,

ignorándosele sistemáticamente.

Esa fue otra parte del juego, cuando la excepción se torna regla, norma

callada, es posible realizar variaciones sobre lo precedente. Si algún invitado

resultaba antipático para la mayoría, se le dejaba haciendo puñetas en un

rincón y un par de sesiones después ya no regresaba. Así nos deshacíamos de

ellos.

Pero quedaba la duda. ¿Y si alguien estuviera infectado? Así que era necesaria

una dosis de licor, un poco de coca o éxtasis. Para lubricar y lubricarnos

siempre utilizamos nuestra saliva.

Aquella noche, cuando los primeros orgasmos frenéticos llenaban de gemidos

y suspiros los rincones de la casona, él fue quien lo anunció. ‘Esta noche hay

cuatro invitados entre nosotros. Uno de ellos está infectado, yo mismo lo invité.

Si alguien quiere largarse, puede irse y olvidarse del grupo. Las reglas del

juego han cambiado’.

Fue como si me hubiera metido un buen pase y luego un generoso trago de

whisky: aturdimiento y cosquilleo simultáneo. Quería entrar en aquellos coños,

chupar aquellos miembros, dejarme penetrar y lamer por los cuatro, disfrutar

aquellos culos y chupar esos cojones. Todos queríamos lo mismo, era algo que

las miradas no ocultaban.

Aceptamos el reto. Los dos hombres por más sementales que fueran,

aguantarían a lo mucho un par de horas, pero las mujeres podían darnos lucha

hasta el amanecer. Así que los sementales tuvieron sesiones de descanso,

pero no se libraron de meterle el miembro a una compañera mientras eran

penetrados por algún compañero. Su rostro no dejaba lugar a dudas, era el

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placer del Divino Marqués, el placer de los sátiros, el placer de Lesbia

desbordándose en cada andanada de semen y jugos vaginales.

Ese fue el primer día que todos quisimos quedarnos en la casona hasta el

amanecer. El riesgo de la infección era menor al miedo de salir, hacer frente a

la vida diaria donde sólo éramos amigos, cónyuges o amantes. Comprendimos

inmediatamente hasta dónde llegaban las normas de ese nuevo juego. Los

síntomas, si se presentaban, aparecerían meses o años después, y los análisis

médicos poco podían hacer si la infección había sido reciente, digamos, antes

de alcanzar las primeras cuatro semanas.

Así que el reclamo fue general, una exigencia. Queríamos más y lo queríamos

antes.

Quince días más tarde nos reunimos; ya esperábamos ansiosos el regreso de

los cuatro. Esta vez presentó a una pareja nueva, ellos dos no habían estado

con nosotros la vez pasada. Él nos explicó que la situación era la misma, la

idea era no saber quién era quién. Una ruleta rusa, sólo que en vez de disparar

plomo inoculaba una muerte lenta, embriones perezosos que algún día

despertarían con toda su furia a cuestas.

Ella, la de la vez pasada, tenía unos pechos generosos. Misteriosamente

dulces. Incluso el sudor de su sexo, penetrado una y otra vez, seguía siendo

dulzón, como un jarabe o néctar de frutas. Se recostó en el gran sofá,

dispuesta a dejarse penetrar o chupar por todos. Cuando llegó mi turno, me

aseguré de plantarme bien en la alfombra que ya lucía el cansancio de aquella

faena. Supe que allá afuera también eran compañeros cuando él acercó su

miembro y ella lo chupó enérgicamente, mientras lo masturbaba y acariciaba

ocasionalmente su escroto. Verla así, entregada y sumisa, fue algo que disfruté

muchísimo. Supongo que en ese momento mis ojos delataron lo más profundo

de mi pensamiento. Aquel miembro, a punto de reventar, salió de su boca y él

contuvo la respiración unos instantes. Ella me rodeó con sus piernas, un

abrazo firme y contundente que me llevó hasta el fondo de su vientre. Él bajó

del sillón, se acercó a mis espaldas, y entonces comenzó a entrar en mi culo.

Ella gemía, atenazándome con sus piernas y apretando en un ejercicio

decidido de fricción y lubricación, y él me abrazaba por detrás, besándome la

nuca y mordiendo mis lóbulos auriculares. Sabía que él estaba por venirse

dentro de mí, y eso me excitó más aún. Cuando sentí sus embistes, ciegos y

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férreos, la miré a ella que me miraba y lo miraba. Su cintura era un jadeo

constante, rítmico arqueo de una mujer que era de su hombre y de otro

hombre, recibiendo mi semen como el regalo más deseado y soñado de

aquella noche.

Él se retiró despacio y también a mi vez salí de su cuerpo. Me recargué junto a

ella y la besé, buscando el sabor de él, quien se alejó hasta el otro extremo del

sillón. Dos mujeres se deslizaron hasta nosotros. Las reconocí, sólo se dejaban

penetrar cuando lamían a quienes recién se habían vaciado en alguien más.

Jugaban con sus manos y sus dedos, mientras recorrían cada pliegue de piel.

No pocas veces conseguían excitar a su compañero consiguiendo que su

miembro, reluciente y húmedo aún, se hinchara en una gloriosa erección de la

sacaban el mayor provecho dejándose penetrar por el culo, mientras se

masturbaban a la vista de todos.

Así fue como llegaron hasta nosotros, sus lenguas recorrían mi miembro

fláccido y mis vellos humedecidos, mientras besaba a mi compañera despacio,

acariciando sus pechos y masturbándola lentamente con esa mezcla de semen

y jugo que manaba de su sexo. El disfrute mutuo nos encendió, y las dos

hembras que nos lamían se dejaron encular por nuestros miembros que ya las

esperaban. Mi compañera dejó de besarme, al levantarse del sillón aprecié su

figura de puta de lujo. Sólo en ese momento percibí los zapatos de tacón

esmaltados con un violento color carmesí. Ella se arrodilló y comenzó a lamer

el coño de esa hembra que cedía a la fricción salvaje de su culo con mi

miembro, y sus gritos acompañaron los gemidos vecinos de la otra hembra

alcanzando un éxtasis simultáneo. Se alejaron de la misma forma que se

acercaron para satisfacernos, sin decir una palabra.

Algo debió tener de especial ese encuentro. Ella siguió arrodillada, y comenzó

a lamerme como lo hiciera la mujer a quien recién había penetrado. Me chupó

el miembro, después descendió hasta el escroto, y finalmente lamió casi con

veneración mi culo, por el que aún goteaba el semen de su compañero, quien

sonriente la miraba sin moverse desde el otro extremo del sillón. Ambos se

alejaron un poco después.

La noche está a punto de terminar, ahogada por un maremoto de luz y ruido. El

desfile quebrado e irregular de quienes abandonan la sala y sus galerías

comienza a desalojar el lugar. Sólo quedamos unos pocos, quienes hemos

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perdido el temor. Nos miramos largamente, mientras una creciente luminosidad

asoma por cada cristal, renovando paredes, mosaicos y techos.

Así, desnudos, nos permitimos el lujo de darnos un beso, despidiéndonos unos

de otros. Ya lo expliqué, antes hubo otros ritos; el que ahora iniciamos es un

rito minúsculo y exclusivo. Nos miramos sin preguntar cuándo, a qué hora.

Sabemos muy bien lo que ha sido escrito en los dictámenes médicos, y eso

nos basta. La certeza de nuestra muerte ya próxima nos alienta a seguir de pie,

asistiendo reunión tras reunión. Hasta que los estragos se manifiesten en

nuestros cuerpos y seamos irremediablemente segregados. Por eso nos

despedimos con un beso, por fin un detalle sincero, el beso de despedida y

reconciliación. Hemos bebido todo el placer del mundo y cuando llegue el

momento, con gusto habremos de pagar la cuenta.

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Sinful decisions

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Precious round white rocks

Fui feliz.

Vaya, creo que pocas nos atrevemos a escribirlo así, con todas sus letras. Pero

la verdad es esa: algún día, hace ya muchos años, fui feliz.

La felicidad de entonces es distinta de lo que pudiera ser la felicidad de hoy. Es

como si algo en lo más profundo de mi ser se hubiera roto, quebrado de un

golpe. No lo entendieron ni mi esposo ni mi hija. Qué cosa puede entender mi

hija a los ocho años.

Quizá sólo fue una conjunción de tiempos, de los astros alineados en

determinada manera: ella es mujer y también puede entrever lo que le espera

en algunos años más. Pero también ahora, en estos momentos, ella tiene la

oportunidad de cambiar lo que será de su vida.

Y no hablo de la vida que quieren los otros, atada siempre a patrones invisibles

pero constantes, inaudibles, como el roce de una pluma al dar contra el suelo.

Lo que quiero para mi hija es muy distinto de lo que he querido, lo que alguna

vez quise para mí.

Era una vida simple. Teresa lo canta muy lindo, ‘a vida boa’. Pero los intereses

y los esfuerzos de la pareja y la familia han de ir hacia el mismo lado, de lo

contrario en lugar del arrastre y empuje necesarios para sacar adelante la vida

en común, una termina haciéndose a la idea de que las cosas son así, que así

han sido siempre, que así serán siempre y nada hay por hacer.

No quiero que mi hija pierda tiempo.

El tiempo es lo único que no tenemos, podemos presumir de la piel sin

imperfecciones, de los dientes blanqueados o de la cintura formada a fuerza de

gimnasio y dieta, pero no puede presumirse de un tiempo que no está en

nuestras manos.

Mi esposo dice que son manías mías, que la tristeza de los últimos años sólo

es la depre ‘muy natural’ por el truene de mi carrera profesional, una frustración

que no me atrevo a confesar. Lo que me duele es su certeza, la persistencia de

mi esposo que me busca pidiendo mujer y quiere la misma vitalidad y vigor de

cuando éramos unos recién casados. Me busca y no puede –peor aún, no

quiere- encontrarme.

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Aún queda, y mucho. Sigue volviéndome loca la manera en que juega con sus

manos, cómo mi cuerpo reconoce ese otro cuerpo y reacciona a la menor

caricia. Los pequeños excesos que han dejado su huella en mi abdomen y su

cintura que engrosa un poco más cada año jamás nos ha causado problemas.

Puedo decir que he dejado satisfecho a mi esposo noche tras noche, al menos

estoy segura, absolutamente segura que de mi parte lo ha tenido todo, y nada

le he negado.

Y algún día, que uno decide olvidar, aparecen los primeros síntomas. Puedo

saber si se ha peinado para alguien más, si el perfume que se aplica

cuidadosamente es para atraer y causar buena impresión entre las mujeres,

otras mujeres, una mujer que no soy yo.

Las temporadas también varían poco a poco, y algo flota en el ambiente. No sé

exactamente cómo llamarlo, es una tensión invisible, táctil como una barrera de

concreto macizo. Y aunque nuestros cuerpos se buscan y se encuentran esa

barrera no se destruye. Daría lo mismo que me reprochara por no haber puesto

el suficiente empeño en satisfacerlo como hombre, algo está rompiéndose y no

hay manera de evitarlo.

No puedo gritarle exigiéndole que me explique lo que pasa, o cuál es la razón

de su ausencia, de que esas manos que son mis manos y hacen que mi cuerpo

tenga una razón de ser ya no me ronden ni me busquen por la noche con el

mismo frenesí.

Él dice que es tristeza, que son mis manías y siempre sucede igual, que

busque trabajo o tome otro curso, que termine la maestría o vaya al gimnasio

mientras la niña toma su clase de danza. Pero lo que no quiero confesarme y

tampoco podría confesarle es que miro claramente mi futuro, y en ese futuro no

está él.

Me veo sacando adelante a mi hija, aunque puedo darme cuenta que es ella y

nadie más quien me sacará adelante a mí, de todas esas frustraciones

resaltadas una y otra vez por el hombre a quien aún amo. El reproche de mi

esposo ocultaba las ganas, el deseo de que nuestra relación se acabara de

una vez por todas. Eso fue lo más doloroso, saber que decía una cosa

buscando otra. Deseaba librarse de mí, de esa losa de piedra echada sobre

sus espaldas.

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¿Acaso no se dio cuenta que para mí esa losa pesaba lo mismo, ni más ni

menos? Los actos más pequeños, la mañana y la ducha, la tarde y el café, la

noche y el cine acaban volviéndose meros actos de gracia, postergan más y

más el fin inevitable. No hay vuelta atrás, nada puede hacerse y lo que debió

hacerse hace tiempo carece ahora de importancia. Ambos marchábamos al

patíbulo, pero sólo yo sería ejecutada.

Y me decía que olvidara eso, que no había razón, que todo eran invenciones

mías, que buscara algo para entretenerme y no me encerrara. Nunca pudo ver

que él me encerraba, me dejaba tapiada la puerta todos los días, y no era que

pusiese el pasador y diera tres vueltas a la cerradura, era peor saber que él se

iba y se iba sin mí, sin pensar más en mí, dejándome como se deja un par de

zapatos deslucidos en el armario o una corbata mal planchada en el clóset: sin

que importe.

Aún así, jamás negaré que lo sigo amando. La distancia que pusimos entre

nosotros no mitiga para nada el dolor que siento: él me quitó también a quien

más quería, a mi hija. Se la quedó y la exhibió como un trofeo la última vez que

nos vimos. ‘Es por tu bien, para que puedas cuidarte y seguir el tratamiento que

el médico te indicó. Ella estará bien, te esperará igual que yo’. Pero mi hija ni

siquiera volteó a verme.

A veces me llaman por teléfono. ‘Es por tu bien, es para que te cuides y estés

mucho mejor, para que no sufras tanto’.

He decidido ya no sufrir más. Simplemente al igual que un día me quedé sin

ellos, un buen día decidí dejarme ir. No aferrarme, ni a mi hija ni a mi esposo -

mi hombre- que ya no me quieren. Decidí no aferrarme al pasado que era un

pasado incompleto, frágil como un castillo de cristal presto a romperse con

cualquier granillo de arena.

Decidí no aferrarme a lo que fui alguna vez, a lo que quise ser.

Hoy soy lo que ellos quieren, la paciente que sigue el tratamiento, la madre

enferma, la esposa ausente. Y no quiero ser otra cosa.

Al igual que un día pude ver que mi futuro era un futuro sin él, hoy veo que mi

futuro ha quedado también sin ella. Mi presente se reduce a unas dosis de

fármacos de lujo, y la seguridad de que el futuro será como no quería que

fuera: un futuro vacío, inmaculadamente blanco.

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Un volado

Cara: Las malditas ganas

Pa’ qué me hago pendejo, pos ni que fuera cosa de otro mundo. Luego que me

salió con el cuento ese de que estaba preñada otra vez le dije que no la

fregara, que pos a que horas, que si estaba segura y no sería un ajuste de

esos que tienen las mujeres y nomás lo atragantan a uno. Porque lo peor de

esos dizque ajustes es que como vienen se van y después hay que seguir en

chinga, rogándole otra vez a la mujer y eso a ver si se deja porque no falta que

salga con su domingo siete y nomás nos esté dorando la píldora igualito que

cuando todavía estaba en su casa. Usté debe saber de eso.

Luego salía con otros cuentos, que si usté se daba cuenta, o que si su mamá la

miraba raro cuando se bañaban en el río, que si luego de confesarse con el

Señor Cura el padrecito iba a querer hablar conmigo, y pos así nomás no; y

pos cómo no iba a reclamarle, ni que lo que el padrecito pudiera decirme me

fuera a quitar las ganas.

Esas nomás se calmaban con la Carmela cuando me decía que sí, porque

cuando ella decía que sí entonces no faltaba el rinconcito para estar a gusto,

pero no era eso lo que quería decirle; mire, nomás parezco pendejo pero

pendejo no soy. Ahorita ya todo está más claro qu’el agua: luego que ella se

hizo la desentendida supe que las cosas andaban por el rumbo del diablo y que

ya no habría nada de nada, igual que antes de que anduviéramos por los

rinconcitos y con los regaños de su mamá y las amenazas del padrecito, pero

me preguntaba quién podría ser, me preguntaba si podía ser cierto que luego

que la Carmela y yo retozábamos bien y bonito así calladitos, en el cuarto, o

allá por el monte o en el lugar ‘onde fuera cuando nos llegaba la urgencia, me

preguntaba si después de eso ella podía buscarse a otro para luego hacer lo

mismo que hacía conmigo.

Y sacar las cuentas no fue difícil. Me dijo que traía un atraso y por eso casi le

rompo el hocico; pero no, pos la Carmela no tenía la culpa y si acaso había

alguien culpable pos entonces serían estas ganas que no se me quitan más

que con ella y que sólo ella sabe cómo, pos no podía ser de otra manera, ella

era mi mujer y no se valía que usté llegara y se metiera en nuestros asuntos,

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aunque ya sé que visto así, pos tampoco la culpa es suya; la Carmela hace que

cuantos pasan junto a ella se le queden mirando y nomás porque voy con ella

que si no ya sé que todos se lanzaban como perros sobre la liebre, así que por

eso pos la verdad que lo comprendo y mucho; las ganas no se quitan con los

años ni haciéndose tampoco el fuerte.

Usté ya sabe que luego anda uno dizque buscando conformarse con una mujer

y de repente ni cuenta se da uno cuando ya anda de coscolino; bueno, eso era

lo que mi madre me decía, pero ahorita yo no lo veo así, porque la Carmela me

cuadraba y me sigue cuadrando un resto pero ese día que me dijo que ya

andaba cargada pos me enojé y nomás fue cuestión de sacar unas sumas y

unas restas y luego luego supe por dónde había tirado la cabra, y para no

hacerle el cuento largo, nomás quise esperarme para poder sacarle la verdad a

la Carlota, no fuera a hacer una burrada con la Carmela y con usté.

Cuando me le planté de frente a la vuelta del mercado, en el callejón donde

pasa siempre, ya no tuvo de otra; sí, ella me contó cómo había estado el

borlote y no me sorprendí, nomás me dijo lo que yo ya sabía.

Y ‘ora que lo pienso, si me hubiera casado con tu prima en lugar de contigo a lo

mejor no me hubiera ido tan mal en el albur, porque no creas que es puro

coraje o nomás por las ganas de chingarte y ver cómo se joden ahorita, no es

por eso, es porque sentí que entonces no era el tiempo.

A lo mejor piensan que soy un cobarde y nomás estaba esperando la ocasión

pa’ desquitarme de un solo golpe, pero no soy un cobarde, pos si de tantas

vueltas que le di al asunto hasta me sentía mareado, así como tu ahorita.

No te muevas tanto, si te mueves la panza se te va a ladiar y luego te vas a

sentir mal, igual que cuando estabas en estado -acuérdate de cuando llegó el

Félix-, así que mejor no te muevas tanto, quédate quietecita. Bueno, les decía

que le di muchas vueltas al asunto y lo menos a que tenía derecho era a

desquitarme. Les digo que no se trata nomás de ver cómo se joden, la cosa va

por otro lado porque estoy segurito que ustedes hubieran hecho lo mismo,

cuando se supieran sus negocios ya no podrían quedars’en el pueblo y lo mejor

sería largarse para otro lado, pero pos pa’ ónde, pensé yo también.

Cuatro éramos muchos, y cinco ni hablar, así que primero lo primero; apá,

estése quieto, no se va a poder zafar, si usté mismo me enseñó a lazar bien a

las yeguas qué otra cosa puede esperar… estése quieto, apá, en serio, los

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lazos son nuevos así que ni aunque los talle y los talle se van a romper, eso se

lo aseguro; pero como le decía, cuando a mi madre le salía con que andaba

con una y con otra la pobre nomás se aguantaba y se quedaba con la cabeza

agachada y también iba corriendo después con el Señor Cura que la regresaba

a la casa pa’ que siguiera sufriendo con su cruz, y mire en lo que acabó la

mentada cruz, se murió de vieja y de bilis nomás porque las maldita ganas que

tenía usté, ya no se las podía quitar con ella, con la que era su mujer, pero con

la nuera qué tal…

Carmela, te dije que no te muevas, ¿ya ves?, ya se te ladió la panza, ni modo,

así te vas a quedar y de buenas que nomás va a ser un rato y para que no se

preocupen más, de una vez se los digo: no voy a usar el cuchillo, no tengo el

valor para hacerles eso. Y no me mires así, Carmela, el niño que tráis en la

panza ni es mío, aunque el Félix ése sí; me lo voy a llevar a la sierra, a ver por

allá quién nos encuentra y en una de esas a lo mejor hasta la Carlota quiere

venirse conmigo, será cuestión nomás de que le diga y ver qué cara pone.

¡Y dale otra vez!

Carmela ya te dije que no te muevas tanto, nomás vas a hacer que te duela

más la panza.

Pos ya vi que no entiendes, mejor que se cueza de una vez lo que se estuvo

remojando, ‘ora sí, ya vas a saber lo que traigo en el pocillo de peltre, dicen

que duele mucho cuando pican, pero nomás cuando es un piquete porque

yéndose todos encima, entonces la cosa se pone rete fea y luego no te duele

nada de nada, es como si te dieran un trancazo en la cabeza y te quedaras ida.

Usté también apá, ya sabe que los alacranes nomás no me gustan pero hasta

suerte tuvieron, por estos lados hay muchos. Quédese quieto apá, ya le dije

que no se mueva, por más que le haga ya no se levantará de esa cama, las

cabeceras que usté mismo le hizo a mi madre están bien macizas todavía.

¿Se acuerda cuando le picó el alacrán en la planta del pie? Se le puso como un

guaje redondo, ‘ora imagínese apá con los animales que se le van a echar

encima… Carmela, por tu criatura ni te preocupes, yo cuidaré muy bien al Félix,

no se te olvide qu’el niño también es mío, y usté apá trate de no encogerse

tanto y mejor enderece el pescuezo.

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Dicen las gentes que los alacranes cuando pican en el pescuezo matan más

rápido, en una de esas hasta tienen suerte y a la primera les atinan y los

duermen, ya verán que ni cuenta se van a dar.

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Cruz: El pocillo

-Ábrele bien el hocico.

El Púas le da un puñetazo en la boca del estómago.

Atado a la silla se retuerce en un grito sofocado y abre la boca como un pez

fuera del agua.

-Eso, así, ábrele bien el hocico al cabrón.

El Púas le sujeta la mandíbula con la mano derecha, y con la izquierda sostiene

bien su frente. –Listo, cuando quieras.

-Mira, pendejo, antes de que te mueras, quiero que sepas por qué te va a

cargar la chingada. Tú no nos debes nada ni nosotros te debemos nada, a

nosotros nomás nos pagaron para partirte la madre. Nos dijeron que cuando

vieras el pocillo te acordarías, ¡ay cabrón! Te pasaste de vivo, en serio que sí.

Mira que meter ese alacranero en el pocillo, eso es no tener madre, ¿verdá,

Púas?

-Sí, no tienes madre, cabrón. ‘Pérame, voy a darle otro chingadazo pa’que no

vuelva a cerrar la trompa.

El Púas da otro puñetazo. Félix ni siquiera grita, sofocado sigue retorciéndose

en la silla.

Esta vez el Púas afianza los dedos de su mano izquierda en la parte superior

de los cuencos oculares mientras con la derecha retiene la quijada, que está a

punto de zafarse.

-¿’Ora sí, ya te acordaste? –dice el Púas mientras lo obliga a mantener los ojos

abiertos.

-Espérate, cabrón, no lo abras tanto. Queremos que luego pueda cerrar el

hocico, no que se quede con la buchaca abierta de par en par.

El Púas afloja un poco.

-Nosotros no sabemos cómo pasó, ni nos importa. Pero ella pagó, y muy bien

por cierto. A mí me valía madres el dinero, lo que yo quería era revolcarme con

esa hembra, el Púas se guardó todo y está bien así, los dos nos dimos por bien

servidos. Qué buenos gustos tienes, cabrón. Ahora vas a ver lo que metimos

en el pocillo. Te lo manda la Carlota.

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En el fondo del pocillo brillan un par de esmeraldas verdes incrustadas en una

pequeña esfera, unida al cuerpo verduzco que se transforma en un par de

patas flexionadas y unas manazas listas para el ataque.

-¡Puta! Vaya que está feo el animal este, ‘ora sí cabrón. ¡Púas! ¡ábrele bien el

hocico!

El animalillo se retuerce un poco, aletea y sus patas semejan un par de hoces

verdes cayendo sobre un campo vacío.

-¡Eso! Ahora ¡ciérrale bien el hocico! ¡Así, fuerte, que no pueda abrirlo el

cabrón!

El Púas amarra una cuerda fuertemente alrededor de la cabeza, pasando por

debajo de la quijada hasta enterrársele en la piel y anudándola en la parte

superior del cráneo.

-Írelo cabrón, hasta le pusimos un moñito.

La silla cruje, sus movimientos son espasmódicos.

-Nomás será cuestión de tiempo. ¡Híjole!, tener una campamocha metida en el

hocico ha de ser bien gacho, pero ni modo, cabrón, para eso nos pagaron, para

partirte la madre. ¡’Ora sí, mi alma, pásele!

Carlota entró con paso firme, y se le dejó ir encima como si tuviera el diablo

dentro. ¡Maldito! ¡Maldito asesino! Sus uñas se clavaron una y otra vez en las

mejillas de Félix, la sangre brotó entre los jirones de piel.

-¡Ojalá revientes como las vacas! –le gritó. Después le escupió en el rostro.

Afuera las luciérnagas comenzaban a brillar espasmódicamente, un relámpago

a lo lejos ahuyentó a las palomas que revolvían las trazas de tazole buscando

maíz molido en el patio.

-Mi alma, ya cumplimos. Ái le dejamos al fulano con todo y su moñito, bien

amarrado en la silla.

Nada quedaba por decir, los miró alejarse camino a las Norias. El fragor lejano

de relámpagos y lluvia iba acercándose más y más. Cuando se perdieron tras

el primer recodo del Camino Real, cerró la puerta tras de sí.

-¡Félix! ¡Ya nos vamos! –gritó Carlota volviéndose al campo, segura de que él

la oiría.

Contra los contornos oscuros de las cercas la figura de Félix fue dibujándose

claramente. Era un muchacho triste, muy alto, el vivo retrato del abuelo. Carlota

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no pudo evitar sentir un estremecimiento al recordar los alacranes. Ya habían

pasado cuatro años, y las tercas pesadillas aún la seguían.

Cuando llegaron al portón del rancho, lo cerraron dejando bien puestos los

candados. Nadie iría por allí en las semanas próximas, el tiempo de la cosecha

llegaría en un par de meses.

-Vámonos, tía. Este rancho está más solo que un camposanto.

-Tienes razón, Felix. Vámonos ya.

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Tightie candies [Hot ‘n’ ready]

-Órale, güey, ¿le vas a llegar o nó?

-Simón, ese. Sí le llego. Nomás espérate a que el de las bielas empiece a

vender en el mostrador.

-Pura ternerita, carnal. Esta noche me cái que sí se hace.

El Mario se acerca a la barra y pide 4 cervezas. Detrás del mostrador la mirada

escudriñadora de Esteban lo obliga a dar una explicación. ‘Esta noche se nos

hace, güey. No te vayas a zafar o al rato te puteamos.’

-Nel, cabrón. No me zafo. Yo le atoro, allá nos vemos.

Cuando regresa a la mesa el Brother ha dejado su asiento. Está platicando con

dos chavas en medio de la pista, haciéndole la lucha. –¿Qué te dijo el puto de

Esteban? –pregunta el Yorch.

-Nada, que allá nos caía al rato.

-Vientos. Se me hace que esta noche sí se nos hace. Pregúntale al Guapo si

trajo la revista.

-Ya te oí, pendejo –le grita el Guapo. –Aquí la traigo, ¿quieres que te la

enseñe? –le dice mientras se lleva la mano a los genitales.

-Siéntate, no te vayas a cansar.

-Órale, cabrones. Quédense quietos, porque las terneritas se pueden asustar –

ordena Mario, mientras el Guapo y el Yorch siguen desafiándose con la mirada.

Un par de tragos después han olvidado el asunto, y pueden ver que el Brother

la lleva de gane, y hace una seña. –Órale, par de dos. Láncense. Yo me

espero, aún nos falta una ternerita.

Se llevan las cervezas consigo, y Mario se queda en la mesa. Esteban sigue

atendiendo la barra, y Mario puede darse cuenta que hay dos chavas que no se

han movido de su lugar. Siguen allí, riéndose de cualquier cosa que Esteban

les dice. ‘De aquí soy’, murmura, mientras vuelve a acercarse a la barra.

-Órale, pendejo. ¿Por qué no me dijiste que ya traías tu torta? Ya ni la chingas

cabrón, nosotros batallando y echando tanteadas y tú aquí nomás haciéndote

el occiso. Preséntalas, entre más pronto se arme el bisne mejor.

-Nel, pinche Mario. Estas chavas acaban de llegar, ni las conozco.

-Pues ¡mejor! Así ni a quién le importe lo que les pase. Órale, ya deja de

hacerte güey y preséntalas.

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Algo secretean entre risas y murmullos, Esteban duda un momento antes de

comenzar a hablar. Pero Mario ya está sentado junto a ellas, ‘esto va a ser más

fácil que volarse una botella de pisto’.

Mi negocio es redondo. Sólo necesito un cuarto de hotel que reservo cada mes

un fin de semana completo, algunas docenas de tarjetas de presentación, un

camarógrafo y par de discos duros portátiles para ir grabando todo. Saúl me

dice que es exponerse mucho, le digo que no sea ingenuo: en este país todo

tiene un precio, sólo hay que tener los contactos adecuados y nuestro negocio

seguirá dejándonos muy buenas ganancias. Ya es hora de pensar en el retiro.

Saúl me dice que hay cuatro prospectos. Seguramente los consiguió en la

discoteca que está enfrente del hotel. Con el desgaste las cosas fáciles son las

que terminamos haciendo por costumbre, pero a fin de cuentas esas son las

cosas que funcionan.

La idea es muy simple: nuestro mercado exige novedades. No me pagan por

modelos con implantes en los pechos y caderas, ni por actores hasta la madre

de testosterona, proteína y esteroides. Me pagan por la novedad, por lo

inmediato. Porque quieren ver a esos imbéciles cogiendo con alguna chica que

jamás ‘se ha metido nada’, y mientras más joven y terca sea también aumenta

la resistencia y lo que nos pagarán por el material. Eso ante todo: nosotros

siempre damos a nuestros clientes el mejor material, pura calidad.

-¡Córranle cabrones! ¡Que no se les pele!

El Guapo y el Yorch la alcanzan antes de que de vuelta a la esquina. Si hubiera

llegado a la calle principal entonces las cosas se habrían puesto feas: es hora

que los chotas pasan seguido haciendo rondas antes de cambiar el turno. El

Yorch tiene lista la cinta gris, un pedazo es suficiente para impedir que ella

grite. Cuando la suben al coche, Saúl, Mario y el Brother dejan de platicar.

–Bueno, ¿le entran o no le entran? –pregunta Saúl, mientras juguetea

ansiosamente con la videocámara. –Ya les dijimos que hay cinco maracas para

cada uno.

-Con tal de cogerme a todas estas terneritas, hasta de a grapa me voy –dice el

Guapo, que intenta meter la mano en el pantalón apretado de la chica recién

atrapada.

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-Espérate, cabrón. Todavía no es hora. Tápale los ojos –Mario voltea a ver a

Saúl, quien asiente con un leve movimiento de la cabeza. Comienzan a dar

vueltas por la ciudad, cuando hay pasado quince minutos entran en el motel

donde la cortina metálica baja por completo.

-Ora sí, cabrones. A disfrutar del show.

A veces las cosas salen mal, nada en este mundo es perfecto. A Saúl le he

dicho millones de veces que cualquier mujer sirve para sacar adelante nuestro

negocio, cualquier mujer menos la que traiga algún tatuaje. Un tatuaje nos

daría en la madre a la primera, sólo cuando se trata de un buen ejemplar, de

una hembra que vale la pena, le damos para adelante, pero entonces el tatuaje

necesita ser cubierto. Es mejor que aparezca una pequeña cinta adhesiva en el

filme que exponernos a una demanda. A veces lloran antes de filmar y Saúl me

dice que siempre es así porque cuando se les pasa el efecto del alcohol lloran

y chillan asegurando que ellas nada sabían, que no es su culpa. Piden que las

dejemos ir. Saúl jamás ha dejado salir a una sola. No antes de que terminemos

de firmar, y nos firmen también de recibido el cheque de cinco mil pesos

‘mexican faire’ que les dejamos. Muy bien que les cae ese dinero extra,

algunas mujeres hasta nos piden una segunda oportunidad. En ese caso el

procedimiento es el mismo: se vuelven a filmar pero jamás se les lleva

directamente al hotel. Se les cita en cualquier lugar, y no se les quita la venda

de los ojos hasta que han llegado al hotel y está por comenzar su función. Al

momento de regresarlas a la calle se sigue el procedimiento de igual manera.

Sólo cuando están por bajar del carro se les quita la venda de los ojos. Esas

precauciones jamás nos han fallado.

-Mira mamita, lo que te vas a tener que tragar –dice el Guapo a la que tiene el

pelo pintado color castaño con mechones casi amarillentos

Saúl indica ‘ya les dije que no va a ser así nomás, como sea’. -El cliente pidió

un menú especial. Mario, ¿traes la revista?

-Órale puto, deja de estar chingando a esa vieja, pásame la revista –exige

Mario. -¡Órale cabrón!, ¿qué esperas?

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El Guapo se levanta la camiseta hasta la altura de la cintura, y de la bolsa

trasera del pantalón saca la revista, doblada y maltratada pero entera –Te

chingas cabrón, huele a nalga de árabe.

-A nalga de joto, dirás –responde Mario mientras le pasa la revista a Saúl.

-Esos noruegos están enfermos. Espérense, tengo que consultar algo.

La última vez algo desde el principio no anduvo bien. Todo comenzó con la

revista. Llegó acompañada con un cheque nada despreciable. Veinticinco mil

libras esterlinas. La revista era noruega: ‘Tightie candies’. Sexo duro, puro sado

con bondage y toda la cosa. En fin, bukkake, sexo anal, cuerdas de nylon,

agujas y poleas.

Saúl casi se echa para atrás. ¿Cómo chingados quieres que armemos ese

desmadre en el cuarto de hotel? Le respondí lo que él ya sabía: ese era su

pinche pedo. Para eso le pago, y bien que se divierte a veces.

La solución que me propuso era simple y eficaz: decirle así, sin rodeos, al

dueño del hotel que necesitábamos taladrar los muros para colocar un par de

pantallas planas que necesitábamos.

El dueño nos dijo que taladráramos todo lo que quisiéramos pero ya podíamos

irnos olvidando del depósito. Será un pequeño ajuste en la cuenta. El muy

cabrón siempre nos cobró un depósito igual a lo que pagábamos por el viernes,

sábado y domingo entero. Y sólo nos regresaba lo de 2 días, quedándose con

la tercera parte. Seguramente él ya sabía de nuestro negocio, y aunque jamás

nos dio problemas, ese pequeño pago nos protegía dándonos la discreción y la

privacidad que necesitábamos para sacar adelante nuestros compromisos.

Pero lo que el cliente quería estaba tan cabrón de hacer, que le di la razón a

Saúl: esos noruegos están locos. Pero para eso nos pagaban, para

satisfacerles todos sus caprichos y dejar grabada en video su locura.

-¡No mamen! ¿En serio quieren que les clavemos estas madres en las tetas a

las chavas? ¿Qué no se trataba nomás de cogérselas y ya?

-O le entran o le entran. No les pagamos para que lloren como muchachitas. O

si quieren, en lugar de clavarles las agujas a esas putas se las clavamos a

ustedes en la verga. A ver, ¿qué les parece la idea?

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Mario lo dijo. El Guapo y el Yorch están detrás de él. Esteban y el Brother

miran desde el otro lado de la habitación, junto al sillón donde las 4 mujeres

siguen atadas aún, y con las vendas puestas sobre los ojos. –Somos cinco y

ustedes dos.

-A que ustedes no traen de estas –dice Saúl sacando un par de escuadras

cortas, relucientes. –Mejor diviértanse, total, ustedes van a coger todo lo que

quieran y estas putitas hasta les van a dar las gracias. No son los primeros, así

que mejor empiecen de una vez.

No me jode que a veces las actrices sean vírgenes. Como esa vez, que con las

cuatro fue estreno y eso sirvió para que los cinco pendejos que contratamos se

excitaran como micos drogados y luego pudieran hacer bien su trabajo. Ellas

algún día iban a dejar que alguien se las metiera, qué más daba si les dábamos

un adelanto.

Lo que me jode es que Saúl haga sus planes y no me diga sino a la mera hora

lo que tenía pensado. No me gustan las sorpresas. En mi trabajo no puedo

darme el lujo de jugar con imprevistos, en mi trabajo las sorpresas no existen,

no debieran existir. Eso sí que me jode, cambiar los planes a última hora.

Esteban, el Guapo y el Yorch obedecieron cada indicación que Saúl les daba

mientras seguía filmando en todos los ángulos posibles. La sangre había

salpicado el piso y algunas zonas de las paredes aisladas con placas de

corcho, las cuatro mujeres seguían maniatadas y suspendidas en el aire,

colgando como fardos.

-¡Ah su puta madre! Para la otra me busco una que sea de mi gusto –dice

Esteban mientras lame los labios y mejillas de la chica del pelo teñido. –Quién

fuera a pensar que me tocaba estreno. ¿Te gustó, mamita?

-Ya déjala cabrón –le dice el Guapo. –Pinches viejas, quién les manda andar

de calenturientas y pistiando cerveza como si fueran machines. Qué rico

cogieron, me cái que sí.

-Esto no se acaba aquí, mis chingones. Falta lo mejor. Esta es la oferta: si

quieren seguir con este desmadre van cinco maracas extras, si deciden

largarse ahorita se llevan lo que dijimos y nos vemos para la próxima.

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El Yorch es el primero que responde ‘yo me quedo. Vine a coger y no me voy a

ir hasta que estas viejas me dejen secos los güevos’.

Saúl insiste -¿y ustedes?

Esteban y el Guapo asienten, también se quedan.

-Bueno, este es el trato: los cheques están en el buró. Diez maracas para cada

uno. Pero necesito que antes de seguir, cada uno de ustedes se ponga unas

esposas. Están en el mismo cajón de los cheques.

-Ah chingado, ¿y el Mario y el Brother no le van a entrar? –reclama el Yorch. –

Par de putitos, tenían que rajarse.

-Ni modo –dice el Guapo mientras se pone las esposas- ellos se lo pierden. No

creí que el Mario fuera tan pendejo. Se veía acá, bien cabrón, pero resultó ser

una mamita. Me gustaría colgarlo aquí a un lado de estas putas.

Cuando Esteban terminó de acomodarse las esposas, la orden de Saúl hace

que Mario y el Brother se lancen sobre el Guapo y el Yorch como si fueran

linces tras la gacela. Saúl se encargó de Esteban, fue poco el forcejeo y

después de un par de minutos ya estaban los tres tirados en el suelo,

amarrados con cuerdas de nylon, igual que las mujeres que seguían pendiendo

del techo.

Por otro lado comprendo a Saúl. Le gusta el juego, y si no fuera porque somos

buenos socios, viviría cuidándome las espaldas. Nadie más puede confiar en

Saúl, es tan cobarde y traidor como enfermo y sicótico.

Aquella vez sólo me entregó una revista y el primer cheque. Si la idea de los

noruegos era algo escandalosa, dijimos que sí porque vimos que se podía,

aunque fuera algo difícil. Pero cuando me entregó el segundo cheque, por otras

veinticinco mil libras, supe que el negocio había valido madre. El cheque no

venía con otra revista de porno extremo, traía dos indicaciones, escritas en mal

inglés:

1 – Bondage three of the men, leaving them in the same room than the

girls.

2 – Release the girls, without let out any tool used in the session.

Hijos de puta, querían que filmáramos aquello. Mario y el Brother se

encargaron de soltar a las chicas mientras los otros tres les gritaban

pidiéndoles que no los dejaran allí. Las chicas tardaron algunos segundos en

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advertir la situación, cuando comprendieron de qué se trataba se lanzaron

contra la puerta con la intención de alcanzar a Mario y al Brother quienes

apenas alcanzaron a cerrar por fuera la habitación. Lo demás lo vimos por los

monitores. Saúl gritaba emocionado ¡eso, pártanles su madre! Teníamos ocho

cámaras acomodadas en diferentes rincones del cuarto, y no perdimos ningún

detalle. Creímos que los noruegos eran excéntricos enviándonos su revista con

encapuchados y abundante látex y esperma, pero las cuatro chicas ni siquiera

dudaban al momento de cortar, trozar, clavar y desgarrar la carne de aquellos

tres imbéciles.

La venganza duró poco, con un control remoto accionamos un mecanismo que

pusimos en la puerta del cuarto. Ni siquiera vieron los cheques, medio se

vistieron y salieron corriendo a la calle presas de un ataque de nervios, estaban

en shock.

Saúl, Mario y el Brother entraron en el cuarto y trajeron de regreso los seis

cheques por cinco mil libras cada uno y se los repartieron dos para cada uno.

También les tocaba otra parte del resto, de los cheques que cambiamos en el

banco al día siguiente.

No me pesa haberme chingado a esos tres, ni tampoco que las cuatro chicas

hayan sido vírgenes. Es sólo que las sorpresas no me gustan, y mucho menos

si se trata de dinero. Lo nuestro es un negocio, y algún día tendremos que

retirarnos, por eso hay que cuidar muy bien lo que hacemos.

Nadie mata a la gallina de los huevos de oro, a menos que sea un completo

idiota; o le paguen con libras esterlinas.

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Tenemos café

‘Seremos pobres toda la vida’ dice Papá Jacinto y Eusebio se queda callado y

no le responde. Ya sabemos que cuando Papá Jacinto habla y mi papá no dice

nada entonces dijo algo que es verdad.

Mi papá dice que se friega todo el día y que el dinero no alcanza para nada,

que por más que le diga al jefe que le suba las horas, que le baje a los pagos

del Infonavit, que lo de de baja del Seguro Social que ni usamos -todo se

arregla con pastillas y jeringas-, el jefe sigue diciendo que no y que no y que

no.

Después, Papá Jacinto le dice que estamos jodidos porque mi papá quiere,

porque si él quisiera le dejaría las puertas abiertas a dos o tres contratistas por

la noche; entre tanto bulto de cemento y montones de arena y piedra nadie se

dará cuenta si falta algo. Y total, en todos lo inventarios siempre acaban por

rebajarle dizque porque faltaron clavos, alambrón, castillos, o varillas de acero.

Entonces mi mamá le dice que necesitamos de todo, pero que Eusebio en la

cárcel no le conviene a nadie, ni a los contratistas ni al patrón ni a Papá

Jacinto. Y luego mi papá se enoja y no le vuelve a hablar a mi mamá por días y

días, hasta que todos nos olvidamos por qué se habían peleado, y Papá

Jacinto vuelve a decirlo otra vez: estamos jodidos nomás porque tu papá

quiere.

Pero la tarde en que papá le gritó a Papá Jacinto que dejara de estar fregando,

que él conseguiría para comprarle hasta el café que tanto le gusta, Papá

Jacinto se quedó serio, se le fue el color de la cara. Si de por sí era blanco, la

cara se le quedó como un pedazo de veladora sin usar.

Lo primero que hizo fue darle órdenes a mamá: que cambiara las cortinas. Que

tuvieran colores bonitos, esas amarillas y verdes con la orillita de sandías, y

que limpiara las ventanas y pusiera un espejo nuevo en el baño, porque ya

estaba cansado de cortarse con el rastrillo cada vez que se rasuraba.

Mamá se compró un vestido bonito, con dibujos de flores y pájaros, se vía más

bonita que nunca. El abuelo entonces ya no le decía que estábamos fregados

por su culpa, nomás le decía que el café que le había comprado estaba muy

rico, que el pan de dulce y hasta los bolillos sabían mejor remojándolos en café

con leche.

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Supimos que ya las cosas iban mejorando cuando mi papá me compró una

mochila nueva, de esas que venden siempre cuando se acaban las vacaciones

y hay que regresar a la escuela. Olía a plástico y pintura, tenía un halcón

dibujado enfrente, y en los tirantes algo así como rayos pintados que echaban

chispas, de color azul, y tonos plateados y dorados. Fue la primera vez que mis

amigos me dijeron que sus papás nunca les habían comprado algo así, que

tenía mucha suerte de tener una mochila como esa.

Así pasaron muchos meses, Papá Jacinto sacaba al patio una silla todas las

tardes y se tomaba su café despacio, hasta se le olvidó lo que a cada rato le

decía a papá, aquello de que éramos pobres nomás por gusto. Las cosas

habían cambiado y mi mamá hasta compró otras dos cortinas nuevas para la

ventana; mi papá ya nunca se cortaba con el rastrillo y hasta me dejó que le

pegara en el espejo unas calcomanías que me habían salido en unas sabritas,

con el Batman y el Hombre Araña, y otra con la Mujer Maravilla y La Mujer

Invisible, una calcomanía en cada esquina.

Pero hace como tres semanas llegaron los de la policía, hasta parece que ya

sabían a qué hora salía mi papá de trabajar. Lo estaban esperando en la

puerta. Mi mamá nos dijo a Papá Jacinto y a mí que nos fuéramos con ella para

el cuarto. Mamá Juanita estaba dormida y ni cuenta se dio, y Fabián también

estaba dormido, su biberón no tenía ni una gota de leche, se la había acabado

toda.

Estuvieron con mi papá como media hora, al salir hasta se despidieron de él.

Le dijeron que a lo mejor hasta volvían a hablarle para que se presentara en el

Ministerio Público, aunque también le dijeron que a como estaban las cosas

eso era casi imposible. Papá les dijo que ya sabían dónde vivía, que por él no

había ningún problema, sólo quería ayudar a su jefe.

Por la noche mi mamá le preguntó qué era lo que había pasado. Él le dijo que

se había puesto vivo y que se había cansado de que Papá Jacinto le refiriera

una y otra vez que no les quedaba ni para un chicle. Y que hizo lo que tenía

que hacer, a él le daban el quince por ciento, otra parte igual para el velador, y

el negocio era redondo. Pero algo salió mal con unos hombres de esos que

echaban el material en las trocas, hacía cuatro días que habían llegado en la

noche y parece que al jefe de mi papá ya le habían dado el pitazo, llegó

derechito a los patios, y los encontró cargando los camiones.

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Le dijo a mi mamá que a él nomás le tocó echarle un camión de volteo repleto

de arena encima, que entonces le dieron un montón de billetes y le dijeron que

ni se preocupara, ellos se encargarían de cubrir todos los rastros y ni quién

fuera a pensar que al viejo lo habían enterrado al fondo del corralón.

Mi mamá me dijo que jamás podría decirle a nadie lo que papá nos acababa de

decir, Papá Jacinto se quedó serio, pero tampoco dijo nada. Mamá Juanita no

se dio cuenta, con su sordera necesitaba que uno anduviera gritándole por

todo, así que nomás nosotros tres sabíamos lo que había pasado.

Lo más triste fue que aquellos hombres ya no regresaron al trabajo de mi papá.

Los policías tampoco volvieron por la casa, el hijo mayor del dueño siguió

manejando los negocios, pero él hacía las cosas diferentes: papá decía que

facturaba notas fantasmas y que no pagaba impuestos. A ellos no les quedó de

otra más que seguir trabajando más pero ganando lo mismo y a nosotros se

nos acabó el dinero de un día para otro.

Ahora las cosas son diferentes, Papá Jacinto ya no le dice lo mismo a mi papá,

todos sabemos que seremos pobres nomás mientras sigamos queriendo seguir

siendo pobres. Y yo no se, pero a lo mejor un día me toca abrirle la puerta a

otros hombres, y entonces sí me pondré al tiro, para que no se nos acabe el

dinero.

Cada vez que veo las cortinas de mi mamá pienso que me gustan mucho, así

quiero que se vea siempre mi casa, con las ventanas bien bonitas y un espejo

grandote en el baño. Ya alcanzo a verme los ojos y la nariz, sin necesidad de

pararme de puntitas.

Lo bueno es que Papá Jacinto aún tiene café, un bote lleno al fondo de la

alacena. Ahora me da traguitos, y tiene razón, el pan de dulce y hasta los

bolillos bien remojados en el café con leche, saben mejor.

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A little game with shadows

Jamás nos bastó la noche.

Era poco el tiempo de sombras y breve la luna acaramelada desmayando entre

los brazos de las nubes, que también jugueteaban con el viento.

Su figura me sedujo, quise poseerla y la tuve noche a noche. Poco importa

ahora: estas noches son distintas, el monitor parpadea y he destrozado los

tendones de mis dedos en las teclas que ocultan los pequeños resortes

infames, sirvientes traidores de lo que escribo.

Es inútil: de nada serviría relatar los paseos que dimos por las calles que

circundan la Catedral, laberintos donde avanzábamos a ciegas, abrazados,

escondiéndonos en cualquier recoveco para besarnos a gusto. Ni tú ni yo

ignorábamos que detrás de cada beso y cada caricia se encontraba el adiós, la

ruptura irremediable.

Y terminé quedándome con tu recuerdo, engarzado en la bitácora descarnada

y cruel de lo que fueron nuestros días; cómo llegabas y me besabas, cómo tus

brazos se enredaban en mi cuello permitiéndole a mis manos juguetear con tu

cintura, con el talle de diosa que culminaba en tus senos, mientras el olor de tu

pelo era indistinguible del calor de tus labios, tu vientre buscando el mío,

exigiendo una complacencia compartida. Puedo vanagloriarme de haber tenido

en mi vida una mujer que sería la envidia de cualquier hombre, la elegancia de

tu porte jamás desapareció, aún en el momento de decirnos adiós, aún ese

instante, lo impregnaste con tu delicadeza y elegancia.

Esa es la palabra, elegancia: cuidado absoluto por el detalle, por el labial

humectante, por la colonia y sus armonías etéreas, el abrigo en conjunción

perturbadora con el bolso y el calzado.

Suena estúpido, pero alguna vez más que tu cuerpo siento que me perteneció

tu alma. Fueron breves los días y brevísimos los instantes que se perdieron

entre el verano y el otoño de aquel lejanísimo año noventa y siete. No quise

confesarte mis demonios, buscabas despiadadamente el lado oscuro, en la

entrega que llegara al punto de saciar la exigencia más febril y abyecta,

traduciéndose en la sumisión insaciable capaz de morder y arañar.

Apenas lo conseguiste quise librarte.

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No te odio, sería estúpido pretender odiarte. Si los dos hubiéramos sabido que

esa carrera loca sólo podía acelerar la llegada de una separación inminente,

¿hubiéramos hecho lo que hicimos? ¿Habríamos sido capaces de

embarcarnos sabiendo que el desgaste sería tal que culminaría en una rutina

insoportable hecha de girones de sueños y rencores minúsculos?

Al final, declarada la verdadera intención de nuestras miradas, sólo nos quedó

el hambre insatisfecha, las complicidades acusadoras.

Llegaste antes. Quería verte, te deseo. ¿Es sólo deseo...? Sabes bien que no,

tonto... bésame.

Pensándolo bien, la tarde aún me debe dos cosas... un juego de sábanas

limpias, y el tacto de tu cuerpo. Si algo queda pendiente, para saldar nuestras

deudas sería necesario que algún día regresaras, dócil, como antes, a

rodearme el cuello y besarme ofreciéndome tu cintura mientras entrecierras los

ojos.

Hay deudas que no deben exigir su paga, su gratificación, y esta es una de

ellas.

Nada sucede jamás de manera lineal, si acaso en simultaneidades paralelas.

Cuando una o más circunstancias convergen pareciéramos naufragar en los

mares de las coincidencias, añorando la lejanía del presente, siempre limpio,

pulcro… puro. Sólo en el sueño la realidad es perfecta.

-No quiero alargar más esta situación, entre Manuel y yo sólo quedan las

costumbres matutinas y los rituales obligados de la noche, ¿qué sentido tiene

que nos sigamos viendo a escondidas, si él ya sabe que lo nuestro hace mucho

que se acabó?

-Nosotros tampoco tenemos gran cosa, ¡vamos!, si es que podemos hablar de

‘lo nuestro’; ha resultado hasta cierto punto relajante, gratificante, y aunque

jamás hicimos votos ni quisimos compromisos, siento que la cama y el sudor

nos están reclamando algo más que un acuerdo mutuo.

-Para ti es sencillo, total, nada pierdes, pero mírate, mírame, ya no somos tan

jóvenes ‘que nos quede toda la vida por delante’, por favor, no digas más

estupideces.

-Bien, bien, no discutiremos, pero tampoco lo nuestro tiene sentido, es más,

quizás desde el principio lo nuestro no tuvo sentido… y aquí estamos, juntos.

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-Pero no sé hasta cuándo soporte esto, Eduardo, no sé si aún nos quede un

poco de tiempo…

He tenido pocas ideas afortunadas, y no ha faltado quien diga que soy un

cínico hijo de puta. Cuando lo puse por escrito supe que tenía en las manos el

tema de las conferencias que me pidieron para la ‘Semana de Filología

Clásica’: la demostración irrefutable de que ninguna de las historias era la

correcta.

En una versión, es Ariadna quien da el hilo que guía, la hebra que une y

asegura que el héroe elegido para matar al Minotauro, regrese. La otra versión,

moderna e interesante, la da Cortázar, al suponer que Ariadna quería que el

Minotauro matara a aquél que le pretendía. Ariadna amaría así, al Minotauro y

se entregaría a él sin condiciones: el hilo sería el puente de regreso.

Las dos historias son falsas.

Y existe la tercera, propuesta por Borges: el Minotauro, hastiado de su miseria,

de su complexión monstruosa, dichosamente se arroja sobre la espada de su

verdugo. Incluso esta última versión es errónea. La verdad puede ser tan

descabellada como el mito.

***

Ariadna nunca me amó.

Lo supe desde que me dio aquel hilo tan fuerte que parecía hecho más bien

para servir como amarras de barcos que guía de hombres... Entonces

comprendí que el hilo era el camino de regreso para ni enemigo gratuito,

Asterión. Caminé cierto por los diferentes pasillos, encontré monedas y

sandalias, manchas de sangre dispersas por las paredes, huesos, un olor

insoportable; una calma y una tranquilidad casi divinas.

Surgió de un rincón, medía dos cuerpos de hombre, tan fuertes y torneados los

brazos que semejaban una burda estatua revestida de cueros y pieles, y no un

animal al que tuviera que atravesar con la espada. Recuerdo haberle herido

primero en un brazo... luego en un muslo... chorreaba tanta sangre que la

tierra cobró textura de arcilla húmeda. Aprovechando un traspié de mi

enemigo, le hundí la hoja de mi espada hasta la empuñadura. Me tomó de los

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hombros con sus dos manos temblorosas, y susurró algo, unas palabras que

he aprendido a olvidar.

***

-Hola, Amor, ¿qué tal estuvo tu día? –pregunta Manuel, con una voz gris.

Ella detestaba que le preguntara precisamente eso, justo al terminar el mes. Él

sabía mejor que nadie los ritmos impuestos por la oficina de asuntos escolares,

los reportes, las gráficas, los porcentajes, los planes de promoción y venta, el

balance general. Después de lidiar con el cálculo de los impuestos lo que

menos deseaba era que precisamente él le preguntara cómo había estado el

día.

Sobreponiéndose a la tensión que se clavaba en su espalda concentrándose

en la región cervical, aún tuvo fuerza para sonreír y suavizar la voz

respondiéndole un ‘gracias’ falto de interés, automático e instantáneo. -Estuvo

muy bien… afortunadamente no se presentaron contratiempos, aunque la

verdad me siento cansada, y fastidiada.

-Si quieres recostarte no hay problema, te alcanzo en un rato más. –Responde

Manuel sin voltear a verla. Teclea algo que en el monitor parpadeante que

Alexandra no alcanza a leer. Cuando se vuelve sus ojos vacíos evitan mirarla

de frente. -Voy a trabajar hasta tarde.

Será por inercia o la costumbre, no puede evitar preguntar recordando de

pronto los pendientes que le aguardan en aquella casa, últimamente extraña y

ajena, siempre gris, en silencio.

-¿Fuiste al oculista? –pregunta, sabiendo que aquellas visitas al oculista son un

gasto inútil, terminan siempre con aumento de .25 en la graduación de los

lentes, y conforme pasa año tras año el costo aumenta sin disminuir las

molestias. Tanto tiempo y tantas veces la misma respuesta que va repitiendo

mientras Alexandra explica.

-Sí, no hay problema. Me entregará el nuevo juego de lentes la próxima

semana. Y para la irritación me recetó unas gotas. –Manuel percibe aquel

cambio de voz, modulación imperceptible que disipa cualquier duda- No tardes.

Te espero.

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Ojalá fuera cierto, Ale. ¿De dónde vendrás? Cómo quisiera que un día, sin

más, tuvieras el coraje para no regresar a esta sepultura. Me sigue encantando

tu pelo, la forma ondulada que adquiere al caer sobre tus hombros mientras

manejas y el viento juguetea con el y tú aprovechas para acomodarte esos

lentes de sol que siempre te arrancan una sonrisa de los labios.

Te sientes hermosa y eres hermosa, brillas e iluminas la tarde.

Quisiera que el tiempo no hubiera pasado tan pronto, que pudiéramos seguir

viéndonos Eduardo, tú y yo mientras nos tomábamos algunos tragos y el único

pretexto para estar juntos era el pretexto de estar juntos. El futuro aún era algo

lejano, como un horizonte a punto de llover, con sus claros de cielo y sus

tormentas relampagueantes. Ahora sólo nos queda cierta ternura… vergüenza

quizá. Nos miramos unos a otros y sé que los tres nos miramos pensando en lo

que éramos, comparándonos con lo que somos ahora.

Bien poco quedó.

¿Por qué demonios te casaste conmigo cuando estabas perdidamente

enamorada de Eduardo? Los años han pasado y no logro entenderlo, no puedo

comprenderlo, sigo ignorando tus razones, pero ya es tarde para nosotros. Ese

‘nosotros’ ya no existe.

Hoy sé que sólo he tenido de ti el cuerpo que me acompaña noche a noche; un

cuerpo de diosa en el que no puedo encontrarte, y que sólo ha sido mía tu

figura en las fotografías que compartimos juntos, en las presentaciones de

libros y poemarios de escritores que no lo son ni lo serán jamás aunque tengan

las agendas cargadas de compromisos.

De tu cuerpo sólo retengo el perfume. Y siempre, rondando, percibo la loción

que rodea a tu loción -la fragancia propia que conozco de tu cuerpo-. Es más,

podría decirte si es un perfume italiano, francés o una loción inglesa barata. Es

tan fácil degustarlos y resaltan con una claridad perturbadora entre los aromas

de tu piel.

Claro que no eres una puta, lo sé y no voy a tratarte como tal, a fin de cuentas

regresas al muelle, y descansas conmigo, amparándote de tormentas y vientos

y relámpagos. Pero el papel de cornudo clásico que piensa que su mujercita

amada, que su mujercita querida, le es tan fiel que pudiera con gusto poner las

manos en el fuego por ella, es algo que la verdad no me va.

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He buscado una salida, mil salidas, sin éxito. ¿Acaso no hay manera de romper

estas situaciones fatigosas...? ¿Alguna vez lo has pensado? He visto cómo te

detienes un momento al preparar la cena, o mientras lavas lentamente y a

conciencia tu cabello bajo el chorro tibio de agua en el baño; y también cuando

caminas segura, con tu fuerza e inteligencia magníficas por los pasillos de la

facultad. Ahora somos colegas, los títulos y certificados así lo avalan.

¿Cuántos más habremos de agregar a la lista? ¿Quién será el primero en

ceder, aceptando la derrota? ¿Por qué regresaste? ¿De dónde vienes esta

noche, Amor?

***

-Manuel es muy listo, y cuidadoso como nadie. ¿Creíste que no se daría cuenta

de lo nuestro? Alexandra: tantos años juntos y no conocernos entre nosotros

sería como pretender que aún somos aquellos mocosos adolescentes

creyendo en la amistad incondicional mientras jugamos a la botella para ver

quién se acuesta contigo, o dándote la oportunidad de buscarte a otro mientras

nos obligabas a imaginarte haciendo con otros lo que después también sería

parte de la rutina. Posiblemente Manuel sienta celos, pero yo no. Esto con el

paso del tiempo se ha convertido en una cofradía, en una fraternidad. Sólo que

además de compartirnos los secretos Manuel y yo nos compartimos a la misma

mujer sin girar la botella y sin terceras opciones, a ti. ¿Aún te llama ‘Ale’...?

Lo mira largamente reflexionando sobre lo que Eduardo acaba de decir. Siente

una ligera zozobra al no saber qué la sigue empujando hacia Manuel, o qué la

retiene con Eduardo. Sólo responde ‘créelo, quince años y no deja de llamarme

así’.

-…Ahora me gusta que lo haga, su voz se ha vuelto más suave, ya no es

aquella que era capaz de recitarse los cantos de guerra del Cid, ni aquella otra

fuerte y potente que contaba malos chistes de rusos y alemanes a los que

imitaba tan bien.

-Seguimos dejando cosas pendientes, y no comprendo tu empeño en seguir

complicándote la vida; es tan sencillo como no regresar y ya... ambos

sabemos que a él no le tomará por sorpresa tu decisión, eso es lo único que

puede esperar de nosotros.

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El tono incisivo que emplea Eduardo al hablar es el mismo tono que Manuel

utiliza al defender sus argumentos. Ella detesta eso, la seguridad que

comparten ambos, y en el fondo, sabe que se atienen a algo indudable: es la

cortesana principal de un harén formado por las Alexandras que ella ha sido,

señoreadas por la Alexandra que en este momento ya no quiere ser.

Hace el intento de que su voz no se quiebre, de parecer definitiva y

convencida, pero Eduardo no se dejará engañar y hurgará en su voz hasta

encontrar las verdades ocultas, los miedos no confesados. Aún así, se arriesga

y se escucha decir con un tono muy convincente:

-Recuerda sólo una cosa. Yo no soy él.

***

Al regresar encontré unos ojos que hoy ya no sé si me esperaban. Su cara, sus

labios eran los mismos, pero cierto estuve de que no eran míos. Limpió mi

frente con su manto, y me besó dulcemente.

Lo comprendí claramente: ella, en silencio, pedía el cumplimiento cabal de una

orden, de un mandato. Con las manos aún manchadas de sangre, tierra y

sudor, la tomé por la cintura. Creo que la voz y el semblante no me

traicionaron: ‘maté al monstruo, se defendió dignamente, y murió dignamente

también’- le dije.

En sus ojos una pregunta, que no me hizo, pero formuló tan exacta como los

contornos de aquel laberinto maldito. La ignoré cuando recargándose sobre mi

pecho, preguntó con una voz delgada, débil, casi suspirante, ‘¿qué fue lo último

que dijo...?’

-Sólo masculló algo, no sé... la sangre no le dejó hablar. Me manchó las orillas

del escudo, y también las sandalias. Vayámonos, nada queda por hacer aquí.

Tengo que lavarme, su sangre pesa como plomo líquido.

Ariadna, mi palomita blanca, pequeña flor al pie de las murallas. Tus ansias de

saber no podré jamás, ni aunque el mismo Zeus me lo pida, dejar satisfechas.

Porque mi secreto es la razón de tu vida.

***

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Alexandra extiende melosamente el brazo hacia la cómoda, son las cuatro de

la mañana. Confió en que el reloj sonaría puntual, faltando quince minutos para

las tres, mas un acto reflejo se encargó de callar la alarma, y siguió recostada

sobre el tórax distendido de Eduardo, ignorando el aviso.

Sin abandonarse por completo a la vigilia, toma una resolución. Los conoce

bien, y esa era la hora acordada, la hora del cierre de mes. Allá en las oficinas

administrativas, los auxiliares y auditores harán el trabajo que tienen ordenado

hacer, para eso se les paga. Ella puede estar otro momento más con Eduardo,

quien se pregunta cómo es posible que alguien marque a esa hora, quién

carajos será esta vez. El teléfono vuelve a sonar, Eduardo apenas se mueve.

Ella decide contestar: sabe que es Manuel, y ya no hay vuelta atrás.

-¿Bueno…?

Manuel escucha la voz casi adormilada de Alexandra. Siente un golpeteo

irregular fluir en las sienes, tensarse los músculos del cuello y cómo la presión

dentro de su pecho aumenta súbitamente. -¿Qué haces allí? –pregunta,

aturdido, como si una fiebre repentina le hiciera apretar las mandíbulas y

estremecer los nervios del cuerpo.

-Manuel, déjame explicarte.

Y qué podías explicar, Ale, que eran las cuatro y media de la mañana y estabas

con Eduardo, con quien cogiste y dormiste después. Sabes que tu voz me

hipnotiza, y más ese tono que sólo puede tener tu voz de amante satisfecha,

suave y gozosa, envuelta por la madrugada que llega y la mañana

avecinándose. Pero tarde que temprano sucedería esto. Y si ya lo sabía, ¿por

qué me jode tanto? ¿Por qué me siento como el más pendejo entre los

pendejos?

***

El Ponto Euxino tiene arenas que sería mejor llamar rocas trituradas. Las

piedrecillas crudas, más que aquellas otras de la costa árabe o las de la ciudad

con nombre triple, son verdaderas moles comparadas con el fino tacto de

estas.

Mi destino era escapar del mortal laberinto y matar a dos amantes, dos seres

que rozaban la divinidad. La aterradora y monstruosa belleza de aquella mole

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de carne no me sedujo: atacó de frente y supe que deseaba, suplicaba por su

muerte. Ariadna esperó paciente, resguardando la entrada del laberinto. Que

un hombre sea heraldo de buenas o malas nuevas es algo que está inmerso

en la insondable voluntad de los dioses, pero que el destino le marque por

tarea aniquilar a dos divinidades revestidas de carne es algo que no se puede

soportar. Asterión supo desde el principio lo que sucedería, por eso suplicó

hasta humillarse, hundiendo las rodillas en aquella arcilla amasada con su

sangre, por eso chilló y apretó los dientes, impotente, cuando le partí el

corazón en dos, de un solo golpe.

***

-Siempre supiste que llamaría –reclama Eduardo, a quien la adrenalina ha

despertado en un instante y de manera brusca. La seguridad repentina que le

brinda la calma de Alexandra le permite comenzar a elaborar un rápido análisis

de lo que sucede. La conclusión es perturbadoramente diáfana, lógica.

–Esperabas que él llamara.

-Sí, cuando vi el reloj supe que no tardaba en llamarte. Cómo son cabrones, en

serio, ya no quiero seguir asistiendo a seminarios y cursos extraños ni vivir

inventando viajes nocturnos en autobuses que no existen o cerrando los meses

contables cuando hace años que trabajo en otro departamento.

-¿Y qué haremos? –reclama Eduardo, recargándose en el amplísimo respaldo

de la cama.

-¿Nosotros…? ¿Lo preguntas? Sé lo que está haciendo Manuel en estos

momentos: sentado en la cama, leyendo alguna página de la novela que me

regalaste, preguntándose por qué me sigue gustando el aburrido de Kundera.

Eduardo percibe algo muy ralo en el ambiente, una amenaza no declarada y

consistente, como si fuera el murmullo que delata el nombre del verdadero

criminal ante unos jueces invisibles. Sabe que Manuel ganó y perdió a pulso a

aquella hembra, mujer cual pocas y también cual pocas capaz de las mayores

atrocidades y placeres.

-¿Cómo es posible que seamos tan fríos, que nos importe nada lo que le pase

a Manuel? En verdad merecemos que Manuel…

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-Nada de merecimientos –la voz de Alexandra es tajante. Ordena sabiendo que

Eduardo se someterá sin dudar aunque no comparta su punto de vista. -Manuel

no es el cornudo arquetípico. Me pediste que no lo subestimara, ambos

sabemos que nada tiene de tonto. Él sabe de lo nuestro desde hace mucho. Es

un juego estúpido de hacernos el amor "in absentia" -en ese latín que tanto les

gusta, par de cabrones, piensa en un repentino arranque de rabia-. Un juego

donde me llevo la peor parte. Vivo con él pensando en ti, dejo que me hagas el

amor mientras pienso en Manuel, el sapiente, el fiel, el imperturbable Manuel.

-¡Carajo! ¿Entonces sólo es eso? ¿Quieres que Manuel se despierte y te eche

de menos, que se le revuelva el estómago al imaginarse cómo cogemos, y que

después se consuele preparándose un café con crema irlandesa…? –Eduardo

pierde la compostura mientras el deseo de darle un par de bofetadas y

lastimarla ensañándose en ella va tensando sus puños, cerrados y compactos.

-¡Por favor, no me chingues con eso!, las pendejadas de la memoria, la

venganza y los platos fríos, ¡no me chingues!

-No es necesario que grites, además detesto que uses ese tonito. Pareces la

voz misma de Manuel.

-Sí, Manuel siempre, sobre todo, ante todo. La sombra perpetua de Manuel.

Sub umbrarum alarum tuarum ¡O Manuel!… ¿Qué quieres…? ¿Que lo mate…?

¿Y después qué? ¿Regresarías conmigo, estarías por siempre a mi lado, nos

haríamos viejos tomando café y echando de menos la puta crema irlandesa…?

***

Prometí que serías libre, prometí a Asterión que cumpliría su último deseo.

Pero te daré algo más, otra cosa: la libertad de hacer de tu vida, conmigo o sin

mí, lo que quieras. Vive el destino que he cambiado por ti, sea algo distinto lo

que será de tus días y ya no aquello que estuvo alguna vez escrito para ti

desde siempre.

He cumplido.

***

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Sólo falta que cumplas el destino que sobre mí viene llegando, despacio pero

con paso seguro. El destino que no me pertenece, y que Eduardo y tú han

fabricado día con día, noche tras noche.

Ustedes también me han robado, y del tiempo que era nuestro y mis apuntes

para la maldita semana filológica, nada queda. Nada quedó.

Espero paciente tu regreso, que des el último golpe. Jamás pude sustraerme al

hechizo de tu voz y la forma en que decías mi nombre, apenas sostenido por tu

aliento, pequeña conmoción del orbe, ‘Manuel’.

¿Y a él…? ¿Cómo pronunciarás su nombre? ¿E-duar-do, sílaba por sílaba,

construyéndole un mundo con tu solo aliento? ¿Cómo cambiará tu voz, cuál

será la forma en que lo digas y le hagas conocer su propio nombre, su misma

esencia? Sí, sólo así, de ninguna otra manera, hablando, diciendo y

nombrando.

Los conozco tan bien, Ale… pero venga ya esta mañana.

Tan sin ti.

***

La venganza de los dioses fue implacable, condenada Ariadna, mi florecita

blanca, proseguí mis paso, en pos de una sombra que no me reconoció como

su dueño. Apresada en un enjambre de hebras sé que ella jamás regresará a

las playas, a las arenas… he cumplido mi misión.

Jamás te dije, Ariadna, la última voluntad del Minotauro, última voluntad que no

cumplí. "Hemos jurado morir juntos, morir en el mismo tiempo, ¡oh, Teseo!

Mátala, como en este momento, me matas a mí. Te lo pido, te lo suplico. Que

los dioses te sean propicios…"

***

-Manuel cerró los ojos, me esperaba. Él lo sabía, y no quiso escapar ni buscar

refugio. No se escondió. Le dijiste, le avisaste, y ni aún así buscó salvarse. Qué

bien, pinche puta, maldita perra. Así fue mejor: un solo balazo, un movimiento

del gatillo nada más. Rápido.

Ahora sólo faltas tú, Alexandra.

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Some facts about the fire’s use

Si no hubiera sido el color seguramente habríamos encontrado alguna otra

excusa.

En el salón todos se la teníamos jurada, pinche negro, un día de estos te

vamos a partir la madre. Nos daba igual que viniera de Honduras, de El

Salvador, de Haití o Cuba: el color era lo único que necesitábamos para que

cualquier broma y agresión quedara justificada.

Sería que el imbécil ya estaba acostumbrado, no lloraba. Nunca nos dio el

gusto de verlo llorar, ni cuando le quitábamos el almuerzo para echárselo a los

perros del conserje, o cuando lo dejamos amarrado en el poste de la portería

más alejada de la escuela, a mediodía.

Lo desataron y tenía los labios resecos, estábamos seguros que no le pasaría

nada porque dijo el profe que el color de la piel de ésos está hecho para

soportar el sol cayendo a plomo.

Pero no era cierto.

Cuando lo soltaron la piel se le abría en grietas con un fondo rojo, purpúreo.

‘Órale, ese negro tiene sangre como la de nosotros’ nos dijimos, y estoy seguro

que entonces lo odiamos un poco más.

Porque se la teníamos jurada, y no nos íbamos a quedar con las ganas de

partirle la madre, y si se podía, hasta íbamos a matarlo.

Cuando mi padre regresa llega sin ganas de cenar. Mamá le prepara lo que

puede, se esmera en los guisos que los abuelos le han enseñado, y a ellos los

abuelos de sus abuelos. Pero papá no tiene hambre, sólo se deja caer en la

cama, como un cachorro que se quedó todo el día sin comer. Mi madre me dice

que no lo mueva, que pronto se recuperará, es cuestión de alegrarle el día. El

abuelo saca su guitarra y me pasa el güiro, dice mi madre que lo toco igualito

que mi tío, el que mataron antes de que yo naciera.

A papá le gusta la música, dice que Cuba es linda, que hay unas calles

hermosas, con casas altas y fachadas de cantera. Y que aunque ya no

podamos regresar, allá nos seguirán esperando los huesos de quienes se

quedaron, y cuando podamos volver la tierra será otra, y aquella será nuestra

casa.

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Después de una o dos estrofas papá sonríe y se da ánimos para dejar la cama.

Toma a mamá de la cintura y ella da vuelta tras vuelta, levantando su falda

mientras sus pies bailan siguiendo el ritmo de papá. La abuela entonces

acompaña la canción con las palmas, y mis hermanos más pequeños corren a

abrazar a papá y mamá pidiéndoles que los carguen, quieren bailar con ellos

también. Y cuando se acaba el baile mi papá dice que la cena huele rico, que le

sirvan lo que haya porque no es justo que él esté muriéndose acá en la casa de

hambre nomás por puro gusto, mientras el patrón sigue fregándolo igual que

siempre en la bodega y en este momento ni siquiera se acordará de él.

No quiero decirle a papá lo que pasa en la escuela, ya tiene muchos problemas

encima como para andar cargando también con los míos, pero a veces me dan

ganas de llevarme el cuchillo que usa el abuelo para quitarle las escamas a los

pescados y enfrentarme a esos que siguen golpeándome nomás porque no les

caigo bien.

Y si el negro es feo, su jefa y su jefe están más feos todavía. Los hemos visto

cuando bailan cantando cosas que nadie entiende, al son de otro negro muy

viejo que les toca la música para que ellos se den de vueltas y vueltas en el

cuarto, nomás falta que se pongan a hacer sus porquerías allí enfrente de

todos. Y luego el prieto Felipe se les queda viendo con la boca abierta, seguro

que también quisiera bailar como ellos. No lo culpo, no sabe y no podrá

comprender lo mal que se ven, si pudiéramos también matábamos de una sola

vez a aquella familia. En el barrio ni quién los fuera a extrañar, nos libraríamos

de su presencia, que asfixia y enrarece el aire.

Nosotros tenemos que trabajar para pagar la escuela, entre mis compañeros

no hay nadie que esté becado. En las vacaciones de verano en lugar de andar

por la calle y paseándonos por cualquier barrio, tenemos que quedarnos

encerrados en las tiendas, bodegas y almacenes, para desquitar hasta el último

centavo que llevamos al colegio para gastar. Pero ese maldito negro no, todo lo

recibe gratis: tiene una beca que le dan las monjas estúpidas que administran

el colegio, y a la hora del almuerzo nomás estira la mano y la encargada de la

cocina ya le tiene preparado un lonche con su refresco que no les costará ni un

solo centavo. Por eso los odiamos más al maldito, por querer compararse con

nosotros que sí trabajamos y tenemos que pagar la colegiatura trabajando

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mientras él se la pasa descansando, junto con los negros calenturientos que le

tocaron por papás.

A veces quisiera bailar como él. Tiene espaldas recias, mamá se puede pasar

toda la tarde mirándolo cuando ayuda al abuelo a sacar las redes de nuestra

lancha. Cuando hay buena pesca se entretienen separando los peces más

grandes de los más pequeños, y los más grandes son los que papá se lleva en

dos cubetas grandes, atadas a un madero que se acomoda sobre el cuello,

para poder llegar sin problemas hasta el mercado y venderlos temprano. El

abuelo le dice que el domingo es su único día de descanso, que no debería

andar haciendo eso y al contrario, sería mejor aprovechar para quedarse en

cama otro rato más, pero papá le dice que no, que cuando esté muerto y

enterrado descansará la eternidad completa, que lo que urge ahorita es tener

dinero para comprarle ropa a los niños más pequeños, y también para

comprarle un vestido lindo a mi mamá. Por eso se lleva cargando los botes

hasta el mercado, y cuando regresa el rostro se le llena con una sonrisa que

parece como si se acabara de sacar la lotería: ahora no batalló tanto para

vender el pescado, le dice al abuelo que estar en el mercado todos los

domingos a la misma hora ha tenido su lado bueno porque ya tiene clientes

que nomás están esperándolo para quitarle de las manos lo que lleva y pagarle

sin poner ningún pero. Los domingos al mediodía, cuando él regresa, todos en

la casa somos un poco más felices, empezando por mi mamá y mis hermanos,

y acabando con los abuelos y conmigo, aunque no puedo decirle a mi papá las

ganas que tengo de desquitarme de los que me tratan mal en la escuela.

Por eso cuando Sergio nos dice cuál es su idea nos parece lo mejor que se le

ha ocurrido desde que lo conocemos. Sergio dice que es fácil, se trata nomás

de aprovechar el viernes en la noche, cuando el papá de ese mugroso negro

llega según él más cansado a la casa, y todos se van a dormir temprano. Si

nos llevamos cuatro o cinco botellas y las estrellamos de una sola vez, apenas

se van a dar cuenta de que las láminas y las paredes de madera están

quemándose. Y con un poco de suerte, hasta se mueren todos de una sola

vez, y así nos libramos de ellos con un solo golpe y quién sabe, a lo mejor

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hasta los del municipio se animan a hacer un parque o una cancha de futbol en

el lugar donde ellos tienen su casucha de triplay y cartón.

Salvador dice que él le entra, su papá tiene estopa y franela guardada en la

cochera, pero es muy cuidadoso con la gasolina. Él no puede sacarla de su

casa. Martín dice que él consigue la gasolina, sus papás jamás están el fin de

semana, y el velador se duerme temprano porque suelta los perros a que

hagan ronda en los patios de la casa. Puede sacarle gasolina a cualquier

coche, y traérsela en un envase de plástico. Sergio se encarga de conseguir

los botes, a mí me va a tocar lo más fácil, prender las mechas para que cada

quién se encargue de estrellar su propia botella. Siempre han envidiado el

encendedor que me regaló papá al regresar de su último viaje a Las Vegas. Me

dijo que si algún día comenzaba a fumar, que lo hiciera con porte y fumando

buenos cigarros, no esa basura que venden al menudeo en las tiendas que

están alrededor de la escuela. Por eso me regaló el encendedor que nomás

con retirarle la tapa solito prende.

Quedamos en eso, a las once de la noche este viernes le daremos a ese

montón de negros lo que se merecen.

Los viernes papá llega más cansado que de costumbre. Su patrón ese día lo

dedica a surtir su almacén. Al patrón le envían mercancía de todos lados, que a

mi papá le toca descargar él sólo mientras los demás empleados acomodan los

estantes y exhibidores. Papá dice que después de tantos años ya se

acostumbró a la friega, y que sería más cansado hacer lo que hacen los

demás, acomodar pieza por pieza mientras las cajas van amontonándose una

tras otra en los pasillos de la tienda. Lo mío es más sencillo, sólo bajo las cajas

y las llevo hasta el pie de los anaqueles. Si ellos supieran que es más fácil,

seguro que me quitaban de allí y me mandaban a la bodega. Por eso no les

digo.

Lo que cansa a mi papá es que nunca se sabe cuándo llegará el último tráiler.

Puede ser a las cuatro o cinco de la tarde, o a las nueve o diez de la noche.

Por eso los viernes esperamos a que papá llega a la casa, cenamos, y todos

nos vamos a dormir. El sábado le toca entrar un poco más tarde, y nosotros

podemos quedarnos en la casa, esperando que el abuelo regrese de la pesca

para acompañarlo al mercado, mientras mi papá se va a la bodega a cobrar y a

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traer algo de la tienda, o si de plano nos va bien, del mercado. Cuando eso

pasa se regresa con el abuelo, y vuelven trayendo un dulce o una pieza de

pan. Los sábados y los domingos son los días que nos olvidamos de los

desaires que nos hacen nuestros vecinos.

Cuando llegamos todos parecían estar durmiendo. Le dimos dos o tres vueltas

a la casa y no escuchamos nada, entonces prendí las mechas. Al estrellarse

las botellas, la gasolina brincó para todos lados, las llamas subieron desde las

paredes hasta el techo, y las cosas pasaron muy rápido. ‘¡Córranle, vámonos al

carro! Me gritaron. Apenas alcancé a ver cómo salían corriendo, el papá de ese

maldito negro en cueros, y la mamá mal envuelta en una sábana blanca.

Seguro que estaban revolcándose los cerdos. No miré si el negro Felipe salió,

o si alcanzó a salir alguien más. Como sea, el encendedor funcionó. Ojalá que

el negro se haya muerto, así, quemado, como un pedazo de carne olvidada

sobre las brasas de carbón.

Mi papá nos levantó, los vecinos parece que ni se dieron cuenta, comenzaron a

salir cuando el techo ya empezaba a caerse a pedazos. Nadie se quedó

adentro de la casa, salimos como pudimos, y nos libramos por esta vez. Siento

que todo lo que mi papá nos dijo, eso de olvidarnos pronto de dónde viene el

abuelo y de dónde vienen ellos, de hablar como hablan los demás, comer lo

que comen los demás y creer lo que creen los demás, no ha servido de nada.

Aunque hable y me vista como los otros compañeros del colegio, hay algo que

jamás podremos olvidar, y es el color de la piel, que tengo morena y

ennegrecida no se bien por qué, y que ellos tienen descolorida, como si les

faltara comer o estuvieran enfermos. Papá también intenta quitarse el acento,

hablar con las mismas palabras que el resto de sus compañeros en la bodega,

mi mamá le sigue la corriente, y en la casa nadie habla jamás de La Isla. Por

eso cuando el abuelo saca su guitarra y comienza a cantar sentimos que algo

nos mueve desde muy adentro, como si de repente la sangre quisiera hervir

dentro de las venas, con una emoción que no podemos callar ni ocultar. Pero

esta noche las llamas acabaron con la guitarra del abuelo, lo único que aún nos

quedaba del lugar de donde venimos. Se quemó todo, nos quedamos sin ropa,

sin comida, sin techo ni cama. Papá nos dice que no nos preocupemos, que

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cuando amanezca junto con la luz del día llegarán las primeras respuestas. Y

no sé por que dice ‘respuestas’ porque ni siquiera sé cuál fue la pregunta.

Pero yo sé quién fue el que nos quemó la casa. Y no llegó solo, siento que de

alguna manera, ellos acaban de darme la bienvenida: clarito los vi desde la

ventana de mi cuarto.

-En serio, Fidel, ¿nada más viste salir a los papás del negro? –pregunta

Salvador.

Sergio también espera una respuesta, Martín sigue ensimismado, como si

estuviera durmiendo con los ojos abiertos.

-Sí, nada más a ellos. A los otros no los vi que salieran, ojalá que todos se

hayan muerto.

Sergio le da una palmada a Martín, ‘anímate, ¿no ves que las cosas nos

salieron bien?’. Martín contesta en medio del sopor y aletargamiento, ‘no todo,

ellos también tenían que haber muerto, junto con ellos. Todos juntos, la maldita

familia’.

Fidel les asegura que no hay nada más fácil que saber a dónde se van a

mudar. Ojalá y la próxima les toque vivir en una casa del gobierno, esas donde

todos duermen en literas de tres o cuatro colchones. -Si eso pasa, entonces

volvemos a hacer lo de la gasolina otra vez, allí encerrados no podrán

escaparse ni salir corriendo para ningún lado.

Ya sé que todos se cubren, unos a otros siempre se cuidan las espaldas. Lo

que no sabía era quién estaba detrás de todo. Pero desde que lo vi cuando

daba órdenes y encendía las mechas, me siento más tranquilo. El día de hoy

podré soportar todo lo que suceda con calma, ya sé de quién me quiero

desquitar, y también se cómo lo voy a hacer.

Cuando la directora del colegio se presentó en cada aula pidiendo ayuda para

la familia de Felipe, ‘nuestro compañero’, porque se han quedado sin nada, los

cuatro piensan que los malditos negros se libraron, y dentro de dos o tres días

volverán a verlo, con sus ojos abiertos como si estuviera a punto de llorar, los

labios gruesos y bien marcados. ‘Pareces maricón, nomás falta que te pintes la

jeta, mugroso’ le decían a la hora del recreo, cuando los maestros se

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encontraban ocupados en el almuerzo o en los pasillos, hablando de cualquier

cosa. Salvador le dijo a la directora ‘ni piense que voy a dar un solo centavo

para que ese mugroso negro regrese a la escuela, ni que esta fuera una

escuela pública o un centro de beneficencia. Mis papás por eso pagan la

colegiatura, y por si ya se le olvidó, pagan en dólares’. La directora lo llevó a la

administración, donde citó a los padres de Salvador. Ellos llegaron a la hora

convenida, y sólo repitieron lo mismo que su hijo, añadiendo una amenaza

directa ‘ni a ustedes ni a nosotros nos conviene un escándalo, y menos si es

causado por un negro. Así que respete nuestras decisiones, y que los que

quieran cooperar que cooperen, pero nosotros no vamos a dar un solo centavo

extra’.

Cuando terminó la jornada escolar, los cuatro le gritaron en coro ‘¿Por cuánto

las pasa tu jefa?’ Felipe no hizo caso, siguió caminando y escuchando sus

carcajadas un par de cuadras más, hasta que ellos lo dejaron ir.

Algo parecido a la tranquilidad le quitó las ansias que sintiera en el transcurso

del día. Se llevó el cuchillo para desescamar del abuelo, lo tuvo todo el tiempo

en la mochila, pero no lo sacó. Este no es el momento, será mejor de uno por

uno, a ver si son tan machitos esos habladores, pensó en la hora del recreo.

Cuando llegó al albergue se encerró en el baño. Sobre la repisa que sostenía el

espejo frente al cual se rasuraban los huéspedes que de manera esporádica

ocupaban el lugar, también estaba la pequeña piedra de afilar que usaban con

la única navaja, asegurada con un trozo de cadena a la pared. Tomó la piedra

de afilar y la guardó en el pantalón, nadie iba a echar de menos aquel pedazo

de piedra terrosa, no recordaba haber visto ni una sola vez a su papá o al

abuelo rasurándose. Por la noche, cuando todos dormían, se aseguró de que

sus papás no estuvieran despiertos.

El abuelo fue el primero. Con la cabeza ladeada sobre la almohada, fue fácil

hacer el corte de un solo tajo. La mancha oscura y violenta que fue

extendiéndose por la sábana coincidió con el despertar de aquellos ojos, que

poco a poco fueron tornándose más y más opacos, hasta parecer dos pedazos

de vidrio estrellado.

Recordó la noche anterior, cuando vio a Fidel encendiendo los trapos. Los

otros tres arrojaron las botellas, Fidel dejó la suya en el piso, ninguno se dio

cuenta de eso. Después de salir corriendo de la casa algunos vecinos llevaron

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botes con agua, pero nada pudieron hacer, y al final sólo cuidaron que las

llamas no corrieran a los techos de junto, para que el incendio no creciera más.

Él escondió la botella de Fidel en el tubo de un desagüe cercano, que iba a dar

al arroyuelo seco visible desde la que fuera su casa. Cincuenta metros más allá

la playa de arenas blancas era abatida una y otra vez por las aguas del mar

embravecido por la marea. Mientras sus padres se ocupaban de los niños más

pequeños y trataban de vestirse con la ropa que los vecinos les ofrecían, Felipe

fue hasta la barcaza del abuelo y buscó debajo del asiento, enclavado en una

pequeña ranura, los dos cuchillos para desescamar que siempre estaban en

ese lugar para casos de emergencia. Los envolvió en un girón de su camisa, y

los guardó en la bolsa. Ya sé para qué me van a servir, pensó.

Yo los cuidaré, a todos, para que nadie jamás les haga daño. Aquí nunca

dejaremos de ser los negros, los indeseables y aborrecidos. Hoy sé que

cuando papá no esté me tocará cuidar de la familia, de mis hermanos, de

mamá. Y no quiero que sufran lo mismo que he sufrido, al contrario. Quiero

librarlos de esa vida de perro que me ha tocado vivir, y que ya no quiero seguir

soportando. Para cuidarlos y librarlos de esas penas y vergüenzas necesito

hacer esto, olvidarme de lo mucho que los quiero, y recordar para siempre

cuánto odio a esos cuatro. Esto es lo mejor para todos, se repitió en silencio

una y otra vez.

No había marcha atrás, sus papás dormían abrazados, él repegado en la

espalda de ella, protegiéndola. Lentamente acomodó ambos cuchillos, uno

sobre cada garganta, y dio el estirón al mismo tiempo. Hubo un par de quejidos

seguidos por algunas palabras entrecortadas, que él no entendió.

Unas ganas casi incontenibles de llorar casi lo paralizaron, pero se contuvo.

Los hermanos menores ni siquiera se dieron cuenta cuando uno tras otro se

desangraron en las camas. Los sanitarios comunales de albergue se habían

colocado junto a los muros más apartados del edificio; cuando las instalaciones

se ocupaban en tiempo de calor y el drenaje fallaba, el olor era insoportable.

Con ese argumento convenció la administración del refugio a las autoridades

municipales para sacar los sanitarios de las instalaciones principales del

albergue y recorrerlos hasta el lado más alejado de la construcción.

En el edificio no había vigilancia, sin mayor esfuerzo trepó por las paredes

rústicas y con un brinco se dejó caer hasta la banqueta. Llevaba en las

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espaldas su mochila vacía, y en el mismo lienzo de la noche anterior los

cuchillos que recién acababa de usar.

No quería llorar. Si derramaba una sola lágrima, ya no encontraría jamás el

valor necesario para hacer lo que iba a hacer. Guardó en su mochila

cuidadosamente la garrafa que Fidel no utilizó. Del alberge se había llevado

también una cajetilla de cerillos, y la piedra de afilar.

Cuando llegó al salón aún no sonaba la campana. El conserje lo saludó como

todos los días, Felipe era el único que siempre llegaba temprano sin importar lo

enconado que hubiera amanecido el clima. Acomodó la garrafa en un rincón, y

la cubrió con su mochila. Sacó los libros y los cuadernos, y los dejó debajo del

asiento de su pupitre.

Aquel día se dio tiempo para ver cómo iban llegando uno tras otro,

saludándose, acomodando las mochilas junto a la suya. Había quienes la

identificaban bien y dejaban caer la suya propia encima de la de él, buscando

aplastar cualquier cosa que se encontrase adentro.

Tuvo la certeza de que él no existía para sus compañeras, que comenzaban a

mostrar los rasgos propios de la pubertad apareciendo en sus cuerpos. A él no

le preocupó eso, cuando entraron los cuatro, Fidel delante de todos, lo miraron

con una sonrisa burlona en el rostro que mantuvieron toda la mañana. La hora

de recreo no fue distinta, a lo lejos se escuchó una sirena acercándose. Había

llegado el momento.

-¡Hey Fidel! ¿Ya les dijiste que te faltaron los que te conté para prenderle a tu

botella?

Fidel lo miró y se lanzó encima, tirándole un par de puñetazos que dieron en el

aire. Los otros tres lo detuvieron, ‘espérate, ¿no ves que eso es confesar que

nosotros tuvimos algo que ver en ese accidente?’ le dijo Sergio. Salvador y

Martín asintieron, ‘no caigas en su juego, no nos conviene’.

-Si son hombrecitos los espero en el salón, allí nadie nos verá –dijo Felipe

mientras les daba la espalda.

-Espérate Fidel, déjalo nomás que llegue al salón, de la golpiza que le vamos a

dar no le van a quedar ni dientes para seguir burlándose de nosotros –aconsejó

Martín.

-Ya entró –dijo Sergio, y los cuatro se fueron en grupo, volteando de vez en vez

para ver si algún maestro los veía entrar en el aula.

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Salvador fue el último en entrar en el salón, por inercia puso el pasador, y cerró

con seguro. Reconocieron la garrafa que Felipe colocó sobre el pupitre, y

vieron las llamas que se adueñaban de la estopa mientras les lanzaba el

recipiente encima. Al caer en el piso los cuatro se dispersaron, Felipe había

bloqueado la única salida que tenía el recinto. Las llamas sorprendieron a

Martín, quien comenzó a gritar mientras pedía ayuda a los demás. Fidel se le

dejó ir encima a Felipe, tirando puñetazos. Éste se dejó dar uno de lleno en la

cara, sólo para que Fidel se acercara más y tenerlo al alcance de las manos,

donde ya tenía los cuchillos que lo esperaban desde hacía un par de noches.

El ruido de las sirenas se detuvo afuera de la escuela, escucharon gritos, voces

vagas con palabras entrecortadas y golpes sobre la puerta, cuyos paneles

metálicos estaban ya ennegrecidos por el humo del fuego.

Los otros dos no vieron lo que pasó con Fidel, ocupados en ayudar a Martín, y

preocupados por las llamas que devoraban mochilas, libros y cortinas.

Dos noches antes el fuego no era tan difícil de controlar, hasta resultó hipnótico

ver cómo cedían el techo y las paredes de la casucha de Felipe, al igual que

esos cristales que comenzaban a quebrarse cayendo en pedazos humeantes

desde las ventanas más altas del salón.

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Smooth dodecaphony

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Lapsus memoriae

De mortuis nil nisi bonum.

La niña no quiso decirme del viaje. Su madre la consintió demasiado; aunque a

decir verdad el carácter lo heredó no de mí ni de ella, sino de su abuelo.

El abuelo tenía sangre de verdadero italiano en las venas, le hacía hervir la

cabeza y cuando esto sucedía nadie era capaz de sustraerse a sus

indicaciones por minúsculas que fueran. Su hija no quiso seguirle los pasos, se

mantuvo alejada de él. Por eso me gustó tanto, verla asistiendo, atenta a cada

movimiento rebosante de energía que su padre realizaba con la seguridad de

que sería obedecido sin chistar.

Decir también que Sonia siempre fue una niña resulta exagerado. Cómo creció

es algo que nos pasó de lado, supongo que tampoco ella advirtió la vejez que

se nos venía encima. Simplemente, un día teníamos rostros distintos de las

imágenes guardadas en la memoria. Algunos recuerdos aún son claros, ella

reía feliz de tenerla allí, y mi niña también atenta, mirándome desde el regazo

de su madre; pero los años pasan y la niña se transformó en una mujercita

caprichosa capaz de enfrentarse con su madre o de buscar el momento

adecuado en que hará todo por verme sonreír.

Hubo temporadas que no fueron fáciles; a pesar de esos cuatro años de

distancia ella regresó y se mantuvo a mi lado. Nadie habló de divorcio, sólo de

separación. Ella se llevó a mi hija, no vi cómo mi pequeña Sonia dejó de ser

una niña para convertirse en una mujer, es una verdad que sigue pesándome

mucho.

Sonia tiene los ojos de su abuelo. Es más atrevida que su madre, tiene talento

innato para la música, para la fotografía, la pintura. Cuando su abuelo le

preguntó qué era más sencillo, seguir su profesión o la mía, contestó que la

suya: ‘Director. Es más fácil’.

Sonreímos de buen gusto, Arturo a nadie más le hubiera tolerado eso, jamás.

Pero la niña siempre supo muy bien lo que hacía y decía. En cambio, su madre

me preocupó constantemente. Sé que le han dolido los rumores y que los

ataques no han faltado. Ojalá ella no supiera de esta lucha constante -no la de

ser judío o no, parece que ya a nadie le importa-, aunque tampoco se trata del

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descaro o de la vida doble en fáciles pasajes de peleas y discusiones con los

perdones, encuentros y reencuentros que tarde o temprano terminan siendo

siempre los mismos.

Ella no hablaba ruso. Y mi italiano di merda tampoco ayudaba, decidimos

hablar en francés. Nostro francese funziona, me decía. Nostro francese è

brutale, le respondía, y los dos reíamos gustosos.

Pero aquel francés elemental era nuestro, era nuestra lengua. Lo usábamos en

la noche, en la casa y en público. Un año después de casarnos civilmente

Wanda la dio a luz. Sonia era la niña mimada por propios y extraños, su abuelo

la consentía a la menor excusa. Esos años llegué a olvidar el deleite y la

admiración que me irremediablemente me impulsaba a buscar a los hombres

jóvenes y apuestos que también por alguna razón no cesaban de buscarme.

Como si todo el mundo supiera.

Cuando la niña cumplió seis años Wanda fue tajante. Era necesario hacer algo,

era ab-so-lu-ta-men-te necesario. Merda di Dio, ella no era practicante aunque

seguía siendo católica. Y ya entonces no recordaba cuándo fue la última vez

que pisé una sinagoga. Así que la solución que encontramos fue la más

sensata y cuerda, rebosante de lógica razonable: acudí al psiquiatra. Nadie

ignoraba mi debilidad, Arturo alguna vez lo gritó a los cuatro vientos, que ‘en

nuestro ámbito todos sabían y aceptaban mi homosexualidad’. Se decía fácil,

rápidamente, en una sola frase, como un leitmotiv de Schumann, o una

apoyatura de Mozart. Pero la niña y su madre, que eran mis dos mujeres, ellas

no tenían culpa alguna. La vergüenza de un rumor que todos daban por cierto y

no había manera de desmentir era algo que ni ellas ni yo podíamos soportar.

Incluso no faltó el sagaz observador que afirmó –Arturo, Arturo… qué cabrón

fuiste- que mi boda fue sólo un intento de distraer la atención de mi sexualidad

‘desviada’.

Los intentos de terapia surtieron algún efecto, veinte años pudimos vivir como

la gente, eso era ganancia, pero a decir verdad, las cosas entre Wanda y yo no

podían andar peor. Aquellos encuentros nocturnos eran cada vez más escasos

y no me causaban placer alguno, la vida de cama terminó entonces, y el único

que jamás reclamaba nada era el Steinway. Mi hija, mi querida Sonia muy

pronto se fue de nuestro lado.

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No puedo culparla, ella tenía el valor del abuelo, un valor que no había

heredado de mí. Ojalá de mí no hubiera heredado la maldita depresión; quizá

mis inclinaciones poco maschili por fin habían cambiado mi complexión

psicológica tornándome una mujercita encerrada en el cuerpo maduro y sin

gracia de un pianista judío.

¿Cuántas salidas puede haber para algo que todo mundo nombra, pero ni

siquiera puede enfrentarse cuando lo sufrimos cabalmente? ¿Cómo escapar de

lo que somos, de lo que hemos sido, y de lo que seremos por siempre?

Wanda volvió a tener esperanza. También yo quería tener esa esperanza,

deseaba más que nunca que compartiéramos algo y no sólo la casa, los viajes

y las presentaciones. Cuando puse las cosas en la balanza el resultado fue

claro, inmediato. Nunca tuve estilo para sufrir. No quería sufrir, pero de los dos

sufrimientos que tenía en sendos platos esperando el pesaje, supe de

antemano cuál sería más fácil y llevadero.

Me daban un protector bucal. Lo acomodaba cuidadosamente hasta que podía

sentir la saliva humedeciéndome encías y cada uno de los dientes. Ya

recostado en la camilla, las manijas de hule acolchado se amoldaban a las

manos. Eran cinco o seis descargas por sesión, cronométricamente calculadas.

Un minuto y medio la primera, un minuto la segunda. Las últimas eran de

cincuenta segundos, cuarenta y treinta. Los médicos daban otras indicaciones,

relajantes musculares combinados con las sesiones controladas de descargas

eléctricas. ‘El tratamiento es desgastante y para que realmente funcione es

necesario que se siga al pie de la letra’.

Nosotros veíamos otra cosa. El tratamiento servía poco, pero era lo único que

teníamos. No había más.

Entonces pienso que no fue la mejor decisión, tomarme ese descanso y

alejarme de los discos y micrófonos, aunque no falto el bribón que llevó sus

equipos portátiles y cuatro o cinco carretes de cinta, por si hacía falta, a los

recitales privados y ensayos en teatros y salas de concierto. Me cago en esas

grabaciones piratas, eran la peste.

Cuando los críticos exigieron mi regreso, pocos sabían que en verdad nunca

me fui. El miedo era distinto, ya no sólo la inquietud que sentí al tocar en bares

y burdeles hacía cuarenta años; Wanda afirmaba que era la depresión, cuando

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ella decía ‘depresión’ con todas sus letras era como si deletrease ‘tu

omosessualitá, tu maledetta omosessualitá’.

Si a nadie le importaba que yo fuese judío en cambio a todos importó el

concierto en el Carnegie. Antes de comenzar se hizo el silencio. Qué distinto el

silencio de aquella sala, y la mirada atenta de los asistentes –¡each one of

them paid for their own ticket!, dijo mi representante- de aquellos conciertos con

Milstein y Piatigorsky ante fumadores y bebedores de frac que nos miraban

noche tras noche, y las mujerzuelas que reían ofreciendo pechos y caderas al

mejor postor. Apenas unos años antes sólo me pagaban con pan, mantequilla y

chocolate. Era lo único que había, y no necesitaba más. Cierto que nadie me

acusó, ni me juzgó por haber escapado, los soldados que revisaron mis

papeles casi exigieron que regresara cuando fuera alguien famoso, y sobre

todo que nunca olvidara mi patria. Mi país.

Jamás lo olvidé. Sonia rebosaba el carácter de Arturo, pero tenía alma rusa.

Por eso su inestabilidad emocional se acentuó con la muerte del abuelo, ella

tenía veintitrés años entonces. Cuando Wanda y yo nos separamos, quince

años después de casados, la niña nada preguntó. Contaba con él, con el

abuelo Arturo, pero Wanda -al principio muy dolida- se dio ánimos y regresó.

Los cuatro años que vivimos distanciados parecían alargarse y ahondar más y

más el foso que nos separaba, pero ella era ante todo y sobre todo una

Toscanini.

Los Toscanini jamás se rinden, por dolidos que estén. Mi niña tampoco quería

rendirse. No recuerdo cuándo fue la primera vez que alguien me comentó sus

gustos. Drogas o fármacos eran lo mismo, sólo remedios transitorios para algo

mucho más profundo, escapes fáciles de algo que nadie se atrevía a nombrar.

Ella parecía empeñada en seguir al abuelo recién fallecido, buscando el escape

en todo lo que representara el riesgo, la aventura exacerbada. Hoy sé que

aquel lejano accidente pocos meses después de la muerte del abuelo era el

anuncio de lo que vendría después.

La niña no quiso decirme del viaje. Preferí no hacer caso, no quise saber

entonces, creo que Wanda tampoco le dio demasiada importancia. Pero ¿cómo

pude ver a nuestra hija de ojos negros encendidos hundirse poco a poco en un

tránsito que no lleva a ningún lado? ¿Cómo pude aceptar sin reclamos que la

niña se torna mujer, pero una mujer a medias, mientras la madre acusa sin

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acusar, tal vez pensando que ha salido igual a su padre que es hombre sólo a

medias?

Pasaron diez años y volví a las terapias. El psicólogo consiguió poco, entre lo

poco hacerme ver que era quizá no un sodomita o un homosexual vulgar y

común, y me abarató la factura repitiendo otros rumores en mi cara, dándoles

certificado médico: bisexualidad.

Sabía lo que me esperaba, habían pasado diez años más y ahora la niña era

una mujer apartada y huraña que buscaba deleites que yo jamás

comprendería. Su primer accidente grave quedó muy atrás, casi en el olvido, y

ahora ella buscaba otros caminos, parecía tener miedo de lo que su propio

cuerpo iba mostrándole. Seguía teniendo el mismo encanto que su madre, un

encanto que ni las drogas ni los fármacos pudieron destruir, pero pasados los

treinta años el hombre, y sobre todo las mujeres, comienzan a sufrir un proceso

aceleradísimo de envejecimiento. Ella tenía treinta y cinco años y yo sesenta y

seis.

Qué patético, ya casi un anciano que no puede amar a los jovencitos que le

atraen, a quien su mujer soporta y aguanta lo mejor que puede en público y

privado –más que nada por un amor propio capaz de soportarlo todo- y un

piano que recibe más cuidados que mi hija, que mi esposa, que mi propio

cuerpo.

No entiendo de drogas ni fármacos, después de aquellas sesiones llegó el

turno de probar el repugnante sabor de los antidepresivos. El licor parecía

menguar un poco ese callado enjuiciamiento que Wanda hacía cada día, ya no

me sometí otra vez a las terapias controladas de descargas eléctricas, había

perdido toda esperanza. Y aunque algún amigo no fue capaz de callarse, rumor

entre otros rumores mi reciente afición a las bebidas alcohólicas no encontró

grandes ecos. ‘Es improbable’ afirmaba la misma caterva que buscaba en mis

discos la ‘prueba irrefutable’ de que estaba sublimando mis infortunios

sexuales.

Sublimación. Mal diablo la lleve.

Mi hija con su vida desgraciada, mi mujer infeliz pero a mi lado, siempre. La

sublimación no sirve de nada. Y me pregunto si no habría sido mejor ceder a

los impulsos ciegos de la carne, buscar aquello que sabía a la vuelta de la

esquina en vez de buscar en el piano lo que el piano jamás podría darme: el

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aliento varonil y acentuado de un hombre seguro de serlo, y los brazos fuertes

y sólidos de un amante, de los amantes a quienes me entregaba y poseía sólo

en sueños.

Pero pensar en amantes a los ochenta años es ridículo y yo no quería ser un

viejo homosexual ridículo; también tuve la suerte de que mi mujer me cuidara

de llegar a serlo. Ella todo podía soportarlo, mi sexualidad ausente, hasta la

muerte de mi preciosa, mi hermosa hija. Pero que soportara no significaba que

no sufriera.

Los rasgos de su cara adquirieron la presencia pétrea de una matrona rusa.

Con ese aire de varonil presencia que jamás se doblega. Aún sonreía alguna

vez, y lo único que nos quedaba era la compañía mutua.

Ni ella ni yo quisimos saber. Mejor que todo quedara irresoluto. Mejor pensar

en la tranquilizadora posibilidad de un accidente y no en la convincente prueba

pericial de un suicidio. El primer accidente de nuestra hija debió bastarnos a

Wanda y a mí para no continuar juntos en esa vida que no nos llevaría a lado

alguno. Pero ellas eran ante todo unas Toscanini, lo llevaban en la sangre. ¿Y

si mi hija no soportó su vida y decidió a sus cuarenta años arrancarse de este

mundo? ¿Y si mi esposa continuó a mi lado sólo para ver cómo me

desmoronaría poco a poco, feliz de verme sufrir por algo que bien merecido lo

tenía?

Incluso tomar antidepresivos o perderse en el desolador y brutal placer de la

bebida requiere su dosis de valor. Y eso es algo que no tengo. Puedo quebrar

las maderas, los mazos de lana y destemplar las cuerdas de mi piano con gran

facilidad, puedo hacer que ese mismo piano gima como un jovencito dejándose

amar por un compañero mayor. Puedo conseguirlo sin ningún problema. El

único camino que me quedaba era el olvido.

Estúpidamente acepté una gira, una serie de conciertos dispersos a lo largo y

ancho de los Estados Unidos de Norteamérica y que abarcarían también una

parte de Japón.

Era gratificante tocar aquellas piezas que conocía nota por nota, y de repente

quedar con la mente en blanco. Los espectadores creían que era algo debido a

la senilidad, a la depresión, resabios del alcoholismo que así cual llegó se fue.

Pero el olvido era una bendición.

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Y entonces escondía tras una máscara de confusión la satisfacción de saberme

vivo, y quizás por una sola vez, el dueño de mi vida, el dueño de la música.

Que se joda Scriabin, que se jodan Beethoven y Scarlatti, que se joda Bach y

Rachmaninoff, alguna vez fui tan buen compositor como ellos. Alguna vez,

antes de que el hambre pusiera un cerco alrededor de mi familia y de mi país.

De mi patria.

Entonces tenía sólo dieciocho años. Hoy tengo ochenta.

‘Ya no bebe alcohol. Ya no se medica.’ Son comentarios que tarde o temprano

siempre llegan, aunque últimamente son menos frecuentes. Ni medicamentos

ni drogas ni alcohol, a duras penas la música y la compañía taciturna de mi

mujer. Es realmente poco lo que ha sobrevivido a este naufragio,

manteniéndose en pie.

Sólo me resta una cosa. Regresar a mi país, a mi patria.

Mi mujer está a mi lado, y mi hijita, mi adorada y hermosa hija no podrá

acompañarme.

Wanda no dice gran cosa, apenas llegamos a casa se acomoda en su sofá y

me pide que toque algo. Sabe que tocaré lo de siempre, ella pensará entonces

en la niña, y yo cerraré los ojos intentando recordarla, cómo se veía cuando iba

de la mano con el abuelo Arturo.

Cuando lleguemos a Rusia terminará el olvido, las salidas transitorias y los

escapes momentáneos. Cuando vuelva a Rusia Wanda será ‘la esposa de

Horowitz, la hija de Toscanini, la madre de Sonia’. Y yo sólo seré Horowitz, el

pianista. Entonces, y sólo entonces, ella será mi mujer. Aunque nunca vuelva a

tocarla, ni a compartir su cama. El cuerpo no importa ya.

Ahora sólo queda el tiempo disfrazado de olvido, carcomiendo lo que hemos

sido alguna vez. Renuncié a ser compositor para convertirme en un gran

concertista. También renuncié a otras cosas, a muchas otras cosas. Al alcohol,

a los antidepresivos, a las terapias de electroshocks, a la terapia psicológica.

Y a pesar de esta lucidez maldita, no supe en qué momento, cómo fue que

renuncié a Wanda y a Sonia.

También renuncié a ellas, y no supe cuándo.

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La gripe de Beethoven

Apareció publicada en el periódico de la mañana. La noticia -en un recuadro

con el título en letras negrillas y enormes cuyo texto fue impreso con una

incómoda tipografía courier-, dejaba mal trazados los márgenes derechos del

anuncio: la última subasta de objetos que llegó a la Sotheby incluiría un

pañuelo de tela -amarillento y quebradizo-, que utilizara Beethoven al final de

sus días, cuando un ataque de gripe le hizo requerir las visitas constantes del

médico.

Se dice que dicho médico –su nombre ha sido guardado en el anonimato por la

casa de subastas, a petición expresa de la familia que teme represalias-

sustrajo el pañuelo aún húmedo y rebosante de las secreciones nasales del

maestro. Lo mantuvo consigo en todo momento oculto en el doble fondo del

arconcillo donde guardara sus jarabes nocturnos y algunos frascos de olores

asépticos, mismo que fue pasando de generación a generación como un

secreto y preciado tesoro. El último heredero de arconcillo y pañuelo no quiso

retener más tiempo aquella inverosímil herencia familiar, y consideró más

pertinente convertirla en capital, matando así dos pájaros de un tiro.

La incomparable colección de objetos subastados aquella noche minimizaba

hasta el ridículo el pañuelo amarillento. Las partituras –algunas fragmentadas y

vendidas hoja por hoja, cobrando por cada una su peso en diamantes- se

llevaron la noche, alguna sinfonía apareció en escena, y los expertos y

musicólogos se enfrascaron en una batalla descarnada donde las

universidades, las sociedades civiles y conservatorios de más renombre

pusieron sus ofertas sobre la mesa.

El matutino donde apareciera la noticia de la subasta reprodujo, pocos días

después, el desenlace del evento: el mismo comprador se llevó la sinfonía

manuscrita y el pañuelo de Beethoven, exigiendo permanecer en el anonimato.

Heinrich von Schaeffler recibió ambas, con certificado de autenticidad adjunto,

en su casa, mientras escuchaba gustoso su interpretación favorita de la

sinfonía ‘Praga’ de Mozart.

Gustav Hohenstaufen, su administrador, no entendió por que el señor Heinrich

se empeñó en gastar media fortuna familiar en adquirir una obra del compositor

que más detestaba, y peor aún, cómo era posible que pretendiera quedarse

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con el pañuelo embarrado de secreciones nasales. ‘Con ese dinero pudiera

hasta darse el lujo de contratar a la Sinfónica de Amsterdam, o la Filarmónica

de Londres o cualquier otra orquesta y dirigir lo que le viniera en gana, sobre

todo ese Confutatis que tanto le entusiasma al señor’ fue lo que le comentó,

pero Heinrich replicaba ‘sí, ganas no me faltan, pero tengo que reconocer que

el conservatorio da la técnica y el dominio de los recursos, pero no otorga

talento. Que nadie se atreva a profanar a Mozart’.

Al recibir la partitura la tomó sin grandes miramientos, la acercó a una

perforadora de papel, y la cubrió con unas pastas plásticas uniendo todo con

anillas metálicas. ‘Listo, ya está. Ahora falta lo más difícil’.

Se acercó a la ventana del jardín, y la abrió sin dar previo aviso. El ventarrón

frío y húmedo de la tarde austriaca inundó la habitación, la fogata de la

chimenea pareció apagarse, y sólo entonces el señor Heinrich dejó caer su

bata, quedándose completamente desnudo, y de frente a la ventana.

‘¡Rápido, pásame el pañuelo, que no tenemos tiempo!’ le gritó a Gustav, quien

aún guardaba la esperanza de que el señor Heinrich recobrara la compostura y

olvidara aquel asunto de la sinfonía y el pañuelo. Mas en cuanto le acercó la

cajita sellada, Heinrich la abrió y se la llevó rápidamente a la nariz, fue

entonces que comenzó a inhalar como si quiera respirar los tejidos, el tiempo

encerrado en aquel pedazo de tela. En un arranque de desesperación sacó el

pañuelo y arrojó la cajita por la ventana, que se quebró al golpear contra las

macizas lozas de granito que rodeaban la fuente del patio.

Estuvo así los siete minutos y medio que duró el segundo movimiento de la

sinfonía de Mozart, según la dirección de Karl Böhm.

Tembloroso y jadeante por fin pudo estornudar. Fue un primer estornudo

pequeño; años de vida social, cenas y conciertos, entrevistas y audiencias lo

habían convertido en un experto conocedor de la etiqueta que debía seguirse

hasta en momentos como ese, donde era necesaria habilidad extraordinaria

para no parecer vulgar o desentendido de las buenas costumbres mientras se

estornudaba dando un momentáneo alivio a las fosas nasales. Gustav ya lo

esperaba con la bata abierta, se dejó abrigar y anudó por sí mismo la cintilla de

afelpado, mientras otro estornudo lo convulsionaba violentamente.

‘Gustav, ahora sí, pon esa maldita música.’

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Se dejó caer en el sillón al tiempo que volvía a estornudar, arrellanándose tomó

su engargolado y comenzó a seguir la sinfonía que entre crescendos,

accellerandos, diminuendos y ritardandos, también era acompañada por los

estornudos más y más frecuentes del oyente. Gustav había seguido al pie de la

letra las órdenes que le diera Heinrich, el equipo estereofónico de última

generación había sido comprado para reproducir la música de los discos

digitales de tal forma que cada instrumento de la orquesta parecía estar

físicamente presente en la amplísima habitación. La fuerza de cornos y

trompetas, la delicadeza de las flautas y el aterciopelado sonido de violas y

cellos, todo brotaba exactamente como debió haber sido interpretado en el

momento de la grabación.

Al comenzar el tercer movimiento percibió una sordera gradual, que fue

adueñándose de ambos oídos; ya no importaba que los altavoces estuvieran

bailando al compás de los contrabajos y los fagots, ni que las bocinas auxiliares

estuvieran bombardeando con el sonido de flautas y clarinetes y violines

primeros y segundos, poco a poco el sonido que sus oídos percibían fue

haciéndose más débil y opaco.

Ahora su estornudo era violento y empleaba la garganta y el tórax completo, su

rostro enrojecía con cada estornudo pero no se permitió dejar la partitura, los

indicadores visuales en forma de barras del aparato estereofónico estaban

todos iluminados desde el verde hasta el rojo, Gustav hizo el intento de cerrar

la ventana pero Heinrich le advirtió: ‘Aún no terminamos, no te atrevas…’

El comienzo del cuarto movimiento coincidió con la petición expresa de

Heinrich, ‘pásame el pañuelo’. Cristalinas, como si fueran gotitas de agua, las

primeras secreciones que esta vez su nariz estaba expulsando fueron

humedeciendo la tela, el color amarillento se tornó ocre, un color casi barro, y

cada estornudo era un estornudo de boca y nariz, violenta convulsión que casi

le hacía tirar la partitura. Pero se mantuvo en su sillón ‘llegaré al final aunque

en ello se me vaya la vida’ gritaba a Gustav, desesperado al no poder hacer

nada para detener aquella situación absurda.

Sonaban los últimos compases de la sinfonía cuando sintió el dolor de los

tímpanos rotos, coincidiendo con el estruendo que brotaba de las bocinas,

Heinrich, amor, déjame ayudarte, voy a cerrar las ventanas…

-¡No te atrevas, Gustav! Si realmente sientes algo por mí, ¡no te atrevas!

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El último acorde pareció alargarse más de lo normal, el silencio acústico de la

habitación que siguió al final de la sinfonía no cesó del todo en su cabeza, los

oídos zumbaban, era un chillido doloroso, y lágrimas y estornudos eran

incontenibles ya.

Sordo y fatigado se levantó del sillón y fue caminando lentamente hacia el

lecho, se dejó caer y de pronto comprendió que tenía cincuenta y seis años

encima y que su padre no tenía razón y jamás fue más hombre que él.

-Maldito seas, papá; y tú, maldito sordo, no me vencerás… no me vencerán…

no me vencerán.

Sentando en la orilla de la cama, Gustav lo acompañó hasta que los susurros

enfebrecidos cesaron y Heinrich se quedó finalmente dormido.

-Tienes razón, amor, Mozart era un dios… Por mí también que se pudra

Beethoven.

Acomodó sus sábanas, arropándolo con delicadeza. Después le dio un beso en

la mejilla y se recostó a su lado.

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Instructions for release the anxiety

Me urge una fumada. Sólo una.

En estos momentos daría lo que fuera por un buen cigarro de hierba. Hasta

podría acostarme con el casero y hacerle realidad el sueño que se le pinta en

la cara, cada vez que abro la puerta para pagarle la renta.

¡Una maldita fumada!

Sí, es seguro que el casero con gusto cambiaría el alquiler por un revolcón

conmigo, en mi cama, en su cama o donde sea. Eso es seguro, jamás podría

decirme que no, rechazarme. Y esta maldita resequedad, siento los labios que

se pegan uno contra otro, antes de la fumada me aplicaré un poco de

humectante. Eso les agrada. A todos.

Eso, necesito encontrar algo, que sea rápido, que no tarde.

Necesito, me super-urge una maldita fumada.

Ya busqué en el bolso, en el botiquín, en el cajón del buró, hasta debajo de la

cama. Aunque fuera una bachicha, eso me sacaría del apuro. Pero hoy más

que nunca, hoy que no puedo más, ni siquiera encuentro eso. No me guardé ni

una bachicha, no tengo absolutamente nada de hierba en la casa. En estos

momentos mi casa es la casa más limpia y libre de drogas de la ciudad.

Mierda.

Apenas es media quincena, el coche reventando de gasolina, el refrigerador

atiborrado de verduras y alimentos dietéticos, pero ni un solo gramo de

marihuana. No creo haber fumado tanto, mi reserva debía durar hasta la

próxima semana. Es injusta la vida, esta porquería de vida es una mierda.

¿Café oscuro, rojo brillante, o rosa? ¿Qué le gustará más al hijo de puta?

El rojo brillante, sí, ese color nunca falla. Hasta mis labios están preparándose,

el sólo tacto, el desliz del humectante ha desatado el hormigueo. Además de la

mota necesito una buena cogida. Nada como una buena fumada antes de un

acostón. Nada como eso, puedo jurarlo.

Pero si fuera con ella necesitaría un par de cigarros, uno para ella y uno para

mí. Ella dice que la hierba me está destrozando, haciéndome añicos día tras

día. Pero no es cierto. ¿Acaso una no puede tener debilidades, costumbres?

Hay quienes compran lotería o se meten al casino y no por eso les llaman

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enfermos, o quienes se hacen recetar calmantes sintéticos y tecitos con efectos

sedantes, y tampoco hay quien piense que son unos adictos.

No necesito comprar boletos de lotería ni escaldarme la lengua con bebidas

orientales. Necesito una fumada, eso es todo. Y si después de la fumada hay

una buena revolcada, mejor.

Ella también lo sabe, pero sólo fuma antes de hacerlo, antes de acostarse

conmigo. No la culpo, es más, puedo confesar que si probó la hierba fue

gracias a mí; ni los analgésicos ni los sedantes podían quitarle de encima esa

aflicción que se le notaba a leguas. No puede ser que hayas llegado a los

veinte y sigas siendo virgen, le dije. Ella me contestó que no lo era, pero tan

sólo recordar aquella primera vez le había quitado las ganas. ‘Creo que de una

vez para siempre’.

Entonces la veía temerosa, de su propio cuerpo, de la piel que se erizaba

cuando la recorría con mis dedos. ¿Fumas?

Me dijo que no. Jamás se había metido nada, ni fumado nada de nada.

Le advertí que así estaría más cabrón. Aprender a fumar y pegarle a la hierba

al mismo tiempo no cualquiera. Pero ya verás lo bien que te vas a sentir

después de que nos terminemos el cigarro.

Ese cigarro.

Hasta guardé la ceniza que dejamos encima del cristal que protege los burós,

la puse en una bolsita de celofán con una etiquetita. ‘Plumitas de ángel caído’

le escribí, y a ella le encantó. Ya no hay otros cigarros como ese, no los ha

habido.

Ahora necesito una fumada. Me urge una fumada.

Me fumaría hasta el título del coche, pero el apendejamiento aún no me lleva a

tanto. Mejor espero un poco y seguro que al casero le bajo cinco o seis cigarros

además de la renta. Eso me aguantará para el resto de la semana, hasta que

llegue el próximo cheque.

A veces la envidio, ella no necesita fumar nada, me dice que lo mío es

ansiedad. Que he estado dándole vueltas y tratando de huir de lo que

verdaderamente me asusta: convencerme que necesito forzosamente a alguien

a mi lado, para sentirme segura, y para ser feliz.

¿Ya lo ves? Ahora me necesitas a mí. Y si no hubiera fumado contigo,

cualquiera podría ocupar mi lugar y para ti no existiría diferencia alguna. Tienes

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miedo de quedarte sola. ¿Por qué no te has dejado embarazar? A lo mejor con

eso te quitas la ansiedad que contagias a tu alrededor: dicen que no hay mejor

distracción que tratar de cuidar a un hijo.

Le di una bofetada.

Así como mis manos la hicieron llegar al cielo en un orgasmo interminable que

la doblaba sobre sí misma al tiempo que todos los poros de su piel se

excitaban como su fuesen pequeños volcanes a punto de estallar, también mis

manos podían regresarla a la tierra, a esta mierda de planeta. Hay placeres

que sólo una mujer es capaz de dar a otra mujer y también hay cosas que los

hombres no saben, placeres y torturas que los hombres ni siquiera imaginan.

Cuando ella se fue, me di cuenta que había cargado también con la bolsita de

celofán. Tenía derecho: fue la primera vez que lo hacía con otra mujer, era la

primera vez que se acostaba conmigo.

Una maldita fumada, necesito una maldita fumada.

El color rojo de los labios siempre resalta sobre prendas blancas o negras. El

vestido negro me vendrá bien, además tiene un escote más amplio. Aunque

estoy segura que el maldito lo que menos hará será apreciar el vestido y lo bien

pintados que tengo los labios. Sus ojos me han recorrido de arriba abajo no sé

cuantas veces, y se trata sólo de llevar bien envuelto el regalo que le daré. A

veces escucho a los vecinos hablando a media voz sobre los olores rancios

que salen de la oficina, olores viejos que se quiere disimular con aromatizantes

baratos y muy concentrados. Pero conozco muy bien el olor que no desaparece

con nada, es el olor de un buen cigarro de marihuana. Sé que él tiene hierba

allí, a la mano. Sólo espero que le guste fumar antes de revolcarse, sí, eso le

diré. Que me deje fumar y después haga conmigo lo que quiera.

El cierre subió sin problema… entonces ella tiene razón al decirme que estoy

perdiendo peso. Aunque eso no me preocupa, a esos bastardos siempre les

han gustado las mujeres altas, con piernas firmes y esbeltas, y las mías lo son.

No necesito encerrarme tres o cuatro veces a la semana en el gimnasio, esto

me viene de familia. En la familia todos son esbeltos, casi escurridos. Y así

como estoy vestida en estos momentos, sé que soy irresistible. Sobre todo

para el bastardo que ni se imagina la suerte con que amaneció el día de hoy.

A veces cuando me llamas y nos volvemos a ver busco cuando no me ves la

bolsita de celofán. Por eso estoy segura que lo que pasó aquella tarde también

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fue algo muy especial para ti. Por lo menos me recordarás algún día, cuando la

belleza que me refleja el cristal del espejo vaya desapareciendo,

consumiéndose igual que un cigarro que se deja encendido sobre un cenicero.

Sólo necesito una fumada.

Sí, será mejor llegar sin ropa interior, que el vestido sea lo único que separe

sus manos de mi cuerpo, eso le gustará más, excitándolo instantáneamente y

mi propuesta será irresistible. Sólo falta un poco de perfume. Los olores dulces,

esos nunca fallan.

Ojalá pudieras verme, así, lista para ser desvestida y tomada, pensarías

entonces que la razón estaba de tu lado y me volví una adicta, una triste adicta.

Pero no estoy triste, y tampoco soy adicta. Sucede que no hay otra cosa, no

tengo nada más ni a nadie más. Ni siquiera tengo un maldito cigarro.

Los tacones por alguna razón los encienden, dejándolos como perros en celo.

Algo tienen los tacones de puta, será que resuenan tras cada paso y obligan a

las piernas a reforzar las pantorrillas. Ellos siempre observan ese detalle, unas

pantorrillas como las mías jamás quedan sin ser miradas, mis piernas no

pueden pasarse por alto, y menos así como están, enfundadas en esta lencería

que sólo me deja descubierto el sexo.

Sé que mi sabor, que mi olor te gustó mucho. Tus ojos no pueden mentirme, y

también supe que te fumaste el cigarrillo sólo porque no pudiste encontrar

alguna forma para decirme que no. Era más fuerte tu deseo de olvidar aquella

primera vez, que el miedo de la hierba y de tu cuerpo enredado con el mío.

Listo.

Sí, dejaré la puerta cerrada pero sin el pasador puesto. Esto no debe tardar

más que algunos minutos, lo suficiente para que el maldito casero se quite las

ganas y se atragante conmigo.

Sabía que voltearían, los vecinos no pueden dejar de mirarme, se detienen en

mis pechos, que ya están a punto y muestran bien su forma bajo mi vestido.

También recorrerán mi espalda con sus ojos que no pueden tocarme, pero no

voltearé. No me arreglé así para ellos, hoy quiero conseguir otra cosa, sé que

conseguiré otra cosa.

Estoy segura que saldré de allí con algunos cigarros y el último mes de alquiler

pagado. Me lo dice el olor enervante del aromatizante ambiental, incapaz de

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esconder aquel otro olor, el que verdaderamente me interesa. Sólo necesito un

maldito cigarro, una fumada.

No es tan difícil de entender.

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Four strings and one nail

Ivry lo supo. Y cómo podía no saberlo si sólo es un año mayor que yo: mi padre

no me dejaba en paz, y después de tantos años aún hay días que extraño a mi

madre, cada vez menos, pero la sigo extrañado.

A veces, también extraño a Flesch.

Él es un buen tipo. Cuando vendió su violín, Norteamérica pasaba por la Gran

Depresión. Creo que nunca se repuso del todo. Brancaccio era el nombre y

suya la técnica. Tuve la suerte de estudiar con él, que él me aceptara como

alumno. Me gusta cómo el maestro me cuenta una y otra vez la historia.

Ivry también aguanta mis bromas -no puedo dejar de bromear con su nombre,

Ivry, qué tipo de nombre es ese-. Cuando le conté del Brancaccio encogió los

hombros. ‘Son cosas que pasan’ fue lo único que dijo. Pero no a todo el

mundo, son pocos los que pueden darse el lujo de jugar en la bolsa de valores

y perderlo todo en una sola jornada y son menos aún los que pueden decir que

tuvieron en sus manos un Stradivarius y lo vendieron para comprar algunos

víveres y pan.

En su día nada supe de eso, mi familia pasaba penurias y mi violín era como

otro violín cualquiera, un violín de estudiante.

Cuando él vendió el Brancaccio yo tenía cinco años. Él me aceptó como

alumno pero fue como si se me hubese dado un segundo padre, tantos eran

sus cuidados, sus consejos y también sus reclamos. Era un padre celoso.

Lo que sucedió aún me duele. Aunque duele menos cuando al platicarlo con

Ivry. A él sólo una sola vez lo llamé por su apellido, Glitis, y esa vez casi nos

vamos a las manos. Fue una de las pocas veces que discutimos. Trato de

explicarle, sé que algún día comprenderá: no fue que la chica hubiera

terminado haciendo la voluntad de sus padres, o que también mi padre se

opusiera a lo nuestro. Conocerla fue el único aliento que puso algo de luz en mi

vida. Y no me avergüenza haberla amado tanto, hasta el punto de permitir que

la cama hiciera estragos en mi persona. A decir verdad, hubiera querido morir

en aquellos días, pero mi cuerpo no fue tan débil como para sucumbir ante la

distancia y la negación.

Algunos opinaban que ya era un hombre hecho y derecho, y como tal podía

tomar decisiones de peso y hace de mi vida lo que me viniera en gana. Otros

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decían que no era mayor de edad, y por tanto, me debía a las decisiones y

pareceres de mi padre.

La verdad es una: a los catorce años termina de forjarse el temperamento y el

carácter de los hombres, y los míos de hicieron añicos en esos días.

No sé por qué mi padre y los suyos mostraron tanta saña, llegaron a ser

brutales. Ivry me pedía que no me lo tomara tan en serio, ‘porque cuando los

años pasen te quedarán recuerdos y nada más; las imágenes, las figuras y los

colores se aferran en la memoria, como un cáncer que todo lo carcome’.

Supongo que a Ivry también le gustaba, ella era linda y él es un hombre que

puede sentir lo mismo que yo sentí por ella. Por eso sé que me entiende y me

comprendió entonces.

Ivry ha tenido razón. Su boca ha sido boca de profeta, los recuerdos que tengo

de ella se han destilado, y ahora son más claros que nunca; esos mismos

recuerdos me permiten seguir viviendo, respirando, sentirme joven aún. Por

eso a veces quisiera saber por qué los médicos afirman que estoy

empeorando. Siento que he mejorado desde aquel día en que la cama casi

termina conmigo.

Pero no importa, ayer hablé con mi madre. Vino y cenó conmigo. Es verdad

que apenas habla, dice pocas cosas, una o dos frases. A veces me recuerda a

la abuela. Me dijo que el Achron es lo único que va a quedar de mí. Quisiera

gritarle que se calle, que el Achron es lo último que quería grabar, Glitis me dijo

que eso no estaba bien. Mira que el Achron puede ser un callejón sin salida. No

me importó y de todos modos lo toqué. A los pianistas cuando se enfrentan a la

Fantasía-Impromptu de Chopin les advierten lo mismo: no hay que poner

demasiada miel en algo que ya de por sí es empalagoso. En el Achron no puse

miel, es como si un áspid bailara frente a mí y yo no supiese en qué momento

atacará. Ayer mi madre me exigió que deje de pensar eso, tu Achron quedará

porque es lo único que vale la pena. La maldigo a ella y al número treinta y trés

que me sigue de un lado para otro, también maldigo al judío crucificado, fue él

quien me alejó de ella.

Ivry me aconseja que tenga cuidado. Asegura que Flesch ya no está, es más,

me ha jurado que hace un par de años que murió. Pero cómo puede haber

muerto si aún puedo entrar en la sala y mirarlo sentado, haciendo señas

cuando practico cualquier cosa, indicándome lo que deberé hacer para no

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repetir los errores del 35, cuando en el Wieniawsky no gané por una pequeña

distracción y los jueces pensaron que la memoria me abandonaba, dejándome

con la mente en blanco.

Flesch no es como Ivry: él me dice y me reclama cualquier error sin andarse

con miramientos. ¡Pero mira cómo tocas! ¡Si pareces un pobre vagabundo

pidiendo una hogaza de pan afuera de un burdel! A Flesh nada puedo

reclamarle, él es mi maestro y él ha sido mi padre. En lo que Ivry tiene razón es

en la ausencia, cada vez pasan más y más días hasta que vuelve a venir mi

maestro. Pero de allí a afirmar que murió… ¿qué pretende Ivry diciéndome tal

cosa?

No sé cómo, pero recuperó su Brancaccio. Lo he tenido en las manos, es un

violín precioso, de madera suave, como una caricia. Sus cuerdas responden

hasta a la menor variación en la presión de los dedos. Pero Flesch me ha

prohibido tocarlo. Jamás. Si algún día llegas a tocar este violín será porque

habrás muerto. Ese día, ambos moriremos.

Lo que no soporto es que lo deje en cualquier lado, en el buró, en la mesa de

centro, en alguna silla del comedor. ¿Acaso mi maestro ha perdido todo interés

en su violín, en la música? Quisiera que él me dijera algo, que me explicara por

qué las últimas veces ha tardado tanto en regresar. Quizás ya se dio cuenta de

que mi madre me visita, y no quiere encontrarla. Papá nos ha dejado divididos

a los tres, creo que nunca le perdonó a Flesch que haya podido tratarme como

él jamás podría. El viejo le tiene celos. Pero Flesh ahora se desquita y me deja

su Stradivarius sin permitirme que pose el arco sobre él. ¿De qué sirve un

violín que no puede tocarse?

Ayer mamá también me gritó exigiendo que no fuera cobarde. Toca el maldito

violín si quieres. Mátate si quieres, ¡por una vez en tu vida haz algo por tu

propia cuenta! Deja ya de estar siguiendo las órdenes de tu padre como si él

fuera Dios. Me tranquiliza eso, que mamá odie a papá. Que sea capaz de

seguir otras órdenes y no someterse en silencio. Ella no comprende que no es

cuestión de tocar o no tocar el Brancaccio, siempre estuvo lejos de eso. Pero

papá sabe que si toco el maldito violín todo se vendrá abajo. No sólo moriré yo

y Flesch, también él morirá conmigo.

Y no quiero morir ahora. No cuando tengo otra vez una razón para vivir: he

vuelto a verla.

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Ayer asomé por la ventana y allá abajo, en la acera de enfrente, pude verla de

nuevo. Un par de metros atrás iban sus padres, custodiándola como si fueran

soldados alemanes, hasta puedo decir que sólo les faltaba portar uniforme. Al

pasar junto al balcón de enfrente, sus padres voltearon y ella aprovechó para

dejar caer un pedacito de papel. Sus papás no vieron eso, siguieron andando.

Y yo no podía bajar por el papel que volaba como una mariposa a punto de

caer abatida por los vientos que preludian las lluvias en estos meses.

Ivry pasó por allí, puedo jurar ante Dios o ante el Diablo que él recogió el

papelito, pero cuando le pedí que me lo entregara, no quiso.

El maldito.

Me dijo que eran invenciones mías, que no había ningún papelito. Aún se

atreve el canalla a decir que jamás se topó con ella. ¿Cómo puede hacerme

eso? ¿Cómo puede ser tan cruel y quitarme el pequeño goce de sus letras, de

sus palabras puestas en papel? Con gusto puedo renunciar a la vista, a los

conciertos, a cada uno de mis dedos, con tal de leer aquel papelillo. Ivry lo

sabe pero no me deja ni siquiera que mire lo que ella escribió en ese papelillo.

Entonces siento ira. Flesch me deja el Brancaccio y me prohíbe que lo toque;

Ivry se lleva el papelillo que era para mí y nadie más, impidiendo que lo lea.

Hoy por la mañana me dijo que me tranquilizara. Si pierdes la compostura

volverás a tener otra crisis, recuerda el Queen’s Hall. ¿Por qué sacar a cuento

ahora el concierto de Tchaikovsky? ¿Por qué tiene que echármelo en cara?

¡Eso fue cuando tenía quince años! ¡Quince años!

El director tenía envidia de mí. Los músicos también, por eso me dejaron solo,

allí, en medio del escenario. Yo seguí tocando, mis dedos jamás se detuvieron,

pero ellos conspiraban en mi contra y guardaron silencio dejando que el

bochornoso murmullo de los asistentes terminara volviéndose una exclamación

de sorpresa. No alcanzo a comprender por qué precisamente él tiene que

seguir ventilando aquella historia, si sabe que me sigue doliendo.

Pero no es la primera vez que hace lo mismo, a veces apenas acabo de gritar y

volteo a buscarlo él se ha ido ya. Quisiera reclamarle cara a cara y él huye,

dejándome solo, en manos de aquellos hombres que se dicen doctores y

enfermeros quienes me cambian de habitación a su antojo e inventan fechas a

su antojo. Algunos dicen que he estado en esta habitación diez años, algunos

dicen que entro y salgo del hospital.

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Si les sigo el juego, todo está bien. Si actúo como si estuviera en el hospital,

tomando las pastillas y siguiendo el tratamiento, todo estará bien. Ya no quiero

que se repita lo que pasó en el 43, ya no: los malditos doctores eran más

brutos que un hatajo de mulas.

Eso fue hace siete años: lo más fácil era echarme a perder la vida. El doctor

seguramente seguía órdenes de alguien más. Estoy seguro que el director de

la orquesta jamás perdonó que lo sobrepasara a él y a sus músicos y los dejara

en ridículo en el Queen’s Hall. Sé que eso a nadie puede perdonársele, pero

jamás creí que aquel silencio y el estropicio en medio del concierto podrían

llegar a tanto. Sí, el director ha metido las narices acá, y ahora me lanza

encima la maldición de los locos, de los enfermos.

¿Qué tipo de capricho divino puede hacer posible que diez años después de

que Flesch vendiera su Brancaccio mi padre y yo estuviéramos llegando a

Inglaterra? ¿Y más aún, que precisamente en aquellas fechas el sueño loco de

Alemania llegara hasta Polonia, y nosotros ya no pudiéramos regresar?

Sé perfectamente bien que este lugar se llama Northampton. A veces sí, esto

parece un hospital. O una clínica, y de pronto los médicos me dicen que las

terapias con electroshocks pueden funcionar, que el mal que yo padezco es

irremediable pero puede aminorarse, y bastante. De eso se valen para atarme

a la camilla y asarme en vida, y también para hacerme reventar las venas con

sus estúpidos fármacos mientras quedo en coma. Pero he seguido

despertando, y quiero seguir despertando, más ahora que volví a verla,

caminando por el pasillo de enfrente.

Sus padres ni siquiera voltearon a verme, esta vez ella consiguió entrar hasta

acá, y la he visto por los pasillos, me sonríe sin acercarse jamás. Y eso me

basta.

Ayer le conté esto mismo a mi madre. Me dijo que no me haga muchas

ilusiones, que ella es otro violín, pero esta vez custodiado por dos guardianes.

Como tu padre, o más rabiosos. No olvides lo mucho que le debes, pero

tampoco olvides lo mucho que te ha exigido, las normas, las reglas, la práctica

y el estudio. Eso nunca lo olvides, a pesar de todo, hay muchas cosas que le

debes a tu padre.

Mamá no me explicó por qué vino a visitarme después de tantos años. Pero

ella siguió hablando mientras yo afinaba el violín de Flesch, afinar no es lo

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mismo que tocar. No moriré. Tu padre ha muerto, me dijo así, de repente. Tu

padre ha muerto hoy, por eso vine a visitarte. Para que lo supieras y hagas lo

que tienes pendiente por hacer.

Ivry me comentó que según los doctores en los últimos meses me he lastimado

tanto las manos que ya jamás podré tocar el violín. Aunque quisiera, dice que

el daño es tan grave que los nudillos se me han destrozado. Así será, pero en

estos momentos en que sigo afinando el Brancaccio siento que podría tocar el

Tchaikovsky sin errores y de un sólo tirón.

Quise preguntarle a mi madre cómo supo de la muerte de mi padre, pero se

fue, sin avisar, igual que había llegado para acompañarme en la mesa.

Por la noche pregunté a Ivry si aún teníamos aquella opción. La única opción.

No entiendo lo que me explica. Dice que el procedimiento es sencillo y no

sentiré nada. De un día para otro el dolor se irá, y yo despertaré sin esta

tristeza ni la ira que hizo añicos mis dedos. Es algo que puede hacerse con una

punta cualquiera, un punzón de zapatero, un clavo bien afilado o un picahielo.

Claro que en situaciones como la tuya, cualquiera de esos instrumentos te

mataría, así que mejor confiar en los doctores, ellos te pondrán anestesia y la

cirugía no tardará más de diez o quince minutos. En un par de días serás otro,

ya lo verás. Por fin puedo respirar hondo, profundo, sin temer que mi padre

vuelva a llamarme la atención.

Aún estoy a tiempo de volver con ella, ganarme a sus padres y pedirles que ya

no sigan paseándola una y otra vez enfrente de mí como si yo no existiera, que

me permitan hablarle, tomarla de la mano. Tengo veintiséis años y no es

demasiado tarde, si ella quiere volveré a estudiar, a ejercitarme día con día. Si

esta cirugía tiene éxito, hasta puedo pedir que me operen también los dedos y

me reconstruyan lo que he dañado golpe tras golpe.

Ivry me regaña y me reprende. Quiere que me concentre y tenga muy en

cuenta lo que estoy a punto de hacer. Tu padre ya no va a firmar, serás tú el

único responsable de lo que pase, no ignores el peligro. Todo en esta vida

tiene sus riesgos, y si Flesch llegó a vender su Stradivarius y tú lo encontraste

de nuevo no es porque la suerte exista, es porque él tenía que perderlo primero

para que tú pudieras encontrarlo otra vez. Era necesario que así pasara, era tu

misión rescatar aquel violín.

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Le pediré a mi madre esté presente y me acompañe al entrar en la habitación

desinfectada donde Ivry asegura que también se han curado otros. Cierto que

los últimos meses del año son tristes, noviembre es triste, este siglo ha sido

triste. Pero en seis semanas más estaré cumpliendo años, para entonces ya

habrá pasado ese asunto del punzón y la anestesia, y también la convalecencia

que según me contó Ivry, será de tres o cuatro semanas. Pasar la navidad con

mamá, nada me haría más feliz que eso. Y si se pudiera, volver a verla, a

pasear con ella. Convencer a sus padres.

Eso es lo que quiero, lo que hago saber a Ivry. Y él se emperra y quiere seguir

jugando, me dice que tengo que estar concentrado, que no puedo andar con

niñerías, que piense bien las cosas porque la firma del papel y lo que pase

después sólo será responsabilidad mía y de nadie más. No sé por qué me dice

eso. Le pregunto.

Josef, hace años que tu madre se ha ido. Acéptalo por favor, hazte a la idea,

no sigas sufriendo inútilmente. Ella murió, ¿recuerdas? Nadie te ha visitado en

los últimos siete años, como no sea tu padre y yo. Ella no está entre nosotros,

querido Josef, ella ha muerto. Igual que tu padre, ayer. Yo mismo te di la

noticia, ¿ya no te acuerdas? Yo mismo estuve aquí, contigo, mientras

jugueteabas con tu almohada diciéndome que tenías un Stradivarius en las

manos; Josef, necesitamos que la intervención quirúrgica se realice lo más

pronto posible. La medicina ha progresado mucho, y tu estado ya no es

incurable, ya no estarás limitado a la habitación, la medicina y las ataduras de

pies y manos.

Es por tu bien que debemos hacer esto, firma el papel: los riesgos son

mínimos, el doctor Freeman asegura que el mismo procedimiento lo ha

realizado con cientos de pacientes. No serás el primero ni el único, ni el último,

Josef. Es difícil que te diga esto, la medicina tradicional ya no tiene salidas ni

soluciones para ti, es necesario tomar medidas extremas, un punzón clavado

en el cerebro siempre lo es, pero es por tu bien. Aún tienes una oportunidad.

Firma el papel, por favor.

No quiero comprender qué significa todo aquello del doctor Freeman y el

punzón y las medidas extremas. Sólo quisiera que mi madre esté aquí, a mi

lado, y que sea ella la primera persona que vea al despertar, al comenzar a

vivir mi propia vida, lejos del maldito violín y la mirada cruel de mi padre.

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Hijo, no maldigas. Recuerda que el violín ha sido tu vida. Perdón mamá, no

volveré a hacerlo, ¿estarás conmigo aquí, mañana?

Ivry me mira y no puede entender que mi madre aún me reprenda como a un

niño. La vi asomarse por la puerta de la habitación justo antes que él entrara,

trayéndome los papeles que deberé firmar.

Con él es inútil discutir, si no quiso darme el papelillo que ella tiró mucho

menos cederá y aceptará que el violín sobre la cama es el famoso Brancaccio

de mi maestro, el Stradivarius que vendió para no morirse de hambre.

Firmar los papeles también me dará otra ventaja: después de la convalecencia

podré decirle a mi maestro que me permita tocar su violín.

Sí, eso es lo que haré. Firmaré los papeles, daré gusto a Ivry, volveré a

estudiar todos los días siguiendo las indicaciones de mi maestro, y después la

buscaré. No puede esperarme una vida mejor, y seguro que cuando esto pase

los años malos quedarán atrás.

He podido vencer la tentación de tocar el Brancaccio, y también podré vencer

los efectos perniciosos de la anestesia, por fuerte que esta sea.

Ayer cuando mi madre me avisó de la muerte de papá no pude verlo tan claro

como hoy: esta es la recompensa que me toca por haber soportado tantos

años sin que a nadie le importara. Los nubarrones que oscurecían mi destino

por fin comienzan a disiparse.

Josef Hassid, in memoriam.

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Francisco Arriaga – S. D.

Francisco Arriaga. © 2010. Todos los derechos reservados.

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Tracklistk

Sessions 2

Sexual discoveries 3

I Sirenito 4

II Mi sonrisa izquierda 11

III A bedtime soundtrack

Side A: We fuck for you 16

Side B: Callgirl 21

IIII Cicuta 28

Sinful decisions 33

V Precious round white rocks 34

VI Un volado

Cara: Las malditas ganas 37

Cruz: El pocillo 41

VII Tightie candies [Hot ‘n’ ready] 44

VIII Tenemos café 51

VIIII A little game with shadows 54

X Some facts about the fire’s use 65

Smooth dodecaphony 75

XI Lapsus memoriae 76

XII La gripe de Beethoven 83

XIII Instructions for release the anxiety 87

XIIII Four strings and one nail 92

Tracklist 100

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Francisco Arriaga – S. D.

Francisco Arriaga. © 2010. Todos los derechos reservados.

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S. D.

CUENTARIO

Francisco Arriaga

México, Frontera Norte.

Octubre 2010.

Todos los derechos reservados.

Per aspera ad astra.


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