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México, Distrito Federal I Marzo-Abril 2009 I Año 4 I Número 19

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LA LUZ COMO SÍMBOLO EN

LA TRIBUNA DE EMILIA PARDO BAZÁN

Daniel Santillana Universidad Claustro de Sor Juana

a Tribuna, tercera novela de Emilia Pardo Bazán, es un texto que

puede ser leído desde diferentes ángulos. La crítica, en general,

ha privilegiado los aspectos más evidentes de dicha novela y la ha

vinculado escuetamente al naturalismo finisecular que, a su vez,

se fundamenta en la estética establecida por Emile Zola (1840-1902).

Pienso, sin embargo, que leer La Tribuna sólo desde esta perspectiva

limita su comprensión al circunscribirla a la producción mimética propia

de una época. Restringe, asimismo, su sentido al asumirla sólo como parte

de la historia de la literatura hispana, pero no como un texto vivo. Por ello,

mi objetivo en este trabajo es demostrar que La Tribuna es un texto con el

que los lectores aún podemos establecer un diálogo fecundo a partir de la

coyuntura que nos proporciona la hermenéutica simbólica.

El examen de la calidad de la mimesis alcanzada en La Tribuna

plantea, por otra parte, un problema que se origina al atribuirle, en tanto

que representación de la realidad, una transparencia absoluta, de tal

forma que más que obra literaria devendría en fuente histórica. Una vez

establecido tal supuesto, cualquier lectura de la novela reproduciría de

manera evidente los usos que tuvo en el siglo XIX. Lo cual sería tanto como

absolutizar la función que cumplió cuando se realizó como objeto. La

distinción entre el texto científico y el literario se reduciría, entonces, a un

asunto cuantitativo: a mayor cantidad de referencias “corroborables”,

mayor sería la veracidad y el valor del texto en cuestión. Lo cual me parece

totalmente inaceptable.

L

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En función de mi análisis, asumo la opinión de Carmen Bravo-

Villasante quien descubre, en la narrativa de la Pardo Bazán, una

metodología perspectivista que va “de lo general a lo particular y de lo

particular a lo general. En rápida ascensión o descenso. Sin detenerse. Del

análisis a la síntesis” (Bravo-Villasante, 1962, 104).

Me parece que de esta manera se crean nombres, personajes o

situaciones genéricas que confieren al relato su sentido simbólico.

Simbolismo que En la cuestión palpitante encomiaba la condesa como uno

de los aciertos del naturalismo de Zola:

[…] por lo que toca a Pot-Bouille, la exageración me parece indu-dable; y mejor que exageración le llamaría yo simbolismo, o si se quiere verdad representativa. Aunque suene a paradoja, el símbolo es una de las formas usuales de la retórica zolista: la estética de Zola es en ocasiones simbólica como… ¿lo diré? Como la de Platón. Alegorías declaradas (La falta del cura Mouret) o veladas (Nana, La Ralea, Pot-Bouille) sus libros representan siempre más de lo que son en realidad (Pardo Bazán, 1978,147-148; cursivas en el original).

Sobre la misma idea aplicada a la narrativa de la condesa, sustento la

presente lectura simbólica de La Tribuna.

MARCO TEÓRICO Abordo el estudio del tema de la luz en La Tribuna siguiendo la

metodología creada por Gilbert Durand: la mitrocrítica y el mitoanálisis.

La noción fundamental para la mitocrítica y el mitoanálisis es el

símbolo, al cual definen como:

Sistema de conocimiento indirecto en el que el significado y el significante anulan más o menos el “corte” circunstancial entre la opacidad de un objeto cualquiera y la transparencia un poco vana de su significado [...] es un caso límite del conocimiento indirecto [que se vuelve], paradójicamente, directo pero en un plano distinto al del discurso lógico (Durand, 1993, 18).

El símbolo sustenta un significado que se ubica más allá de la

expresión lingüística y del discurso lógico. Señala, pero no hace evidente.

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A diferencia de otros tipos de signos que apuntan de manera clara en un

solo sentido. Durand en su libro La imaginación simbólica distingue dos

tipos de signos: uno que requiere y hace necesaria la exégesis; y otro para

el que la interpretación no es necesaria. Por ello, Durand asienta:

Es posible distinguir, por lo menos en teoría, dos tipos de signos: los signos arbitrarios puramente indicativos, que remiten a una realidad significada que, aunque no esté presente, por lo menos siempre es posible presentar, y los signos alegóricos, que remiten a una realidad significada difícil de presentar. Estos últimos deben representar de manera concreta una parte de la realidad que significan.

[...] llegamos a la imaginación simbólica propiamente dicha cuando el significado es imposible de presentar y el signo sólo puede referirse a un sentido, y no a una cosa sensible (Durand, 1971, 12).

El signo propio de la imaginación simbólica “remite por extensión” a

todo tipo de cualidades, no representables hasta llegar [incluso] a la anti-

nomia” (Durand, 1971, 16). En ellos, la adecuación significante-significado

es, siempre, problemática, evasiva.

En el signo de la imaginación simbólica tanto el significante como el

significado son repetitivos y redundantes. Además estas repeticiones “no

son tautológicas, sino perfeccionantes merced a aproximaciones acumu-

ladas” (Durand, 1971, 17).

La evolución, las repeticiones y las redundancias del símbolo

explican su dinamismo. Durand denomina mito a dicho cúmulo de

repeticiones y redundancias simbólicas (Durand, 1993, 28) no tauto-

lógicas. Cuando los mitos se reúnen en un sistema de significación, se

expanden y alcanzan el relato literario (Durand, 1993, 30).

Por otra parte, el arquetipo constituye la parte fundamental de los

símbolos que dan origen al mito. Durand define el concepto de arquetipo

en los siguientes términos: “arquetipo es una fuerza psíquica, una fuente

importantísima del símbolo, del que se puede asegurar, la universalidad y

la perennidad; es [...], un motivo psíquico que nunca deja indiferente y que

anima verdaderamente la psique” (Durand, 1993, 108).

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Gilbert Durand establece, sobre estos supuestos, una nueva gra-

mática del símbolo. Esta gramática es prerreflexiva y presemiótica y da

cuenta de lo que él denomina “imaginario”. El “imaginario” es el fondo

común e inconsciente, la reserva arquetípica de todas las representaciones

humanas en un momento determinado de la historia.

Durand establece, además, que en cada momento histórico existe un

mito que, sincrónicamente considerado, articula la producción artística de

una época, una cultura o una generación y que funciona como modelo

paradigmático del “imaginario” de la época, cultura o generación. En mi

estudio sobre La Tribuna me centraré en la luz, en tanto que elemento

epistemológico tanto del entorno como del carácter de los personajes. En

tal sentido sostengo que la novela naturalista del siglo XIX ―La Tribuna, en

concreto― dota al saber científico de una dimensión mítica.

Otra característica relevante de la mitocrítica es, por último, su

eclecticismo. Al que Durand llama “confluencia epistemológica”. En tanto,

su discípulo Alain Verjat lo denomina “triada del saber”. La “confluencia

epistemológica” se refiere al rescate y la integración en un solo sistema

coherente de las tres escuelas de crítica literaria más importantes del siglo

XX. Ellas son:

en primer lugar las críticas que se interesan por los fenómenos de grupo: la sociocrítica (Taine, Goldman, Gramsci, Luckács) que fun-damentan su interpretación en la raza, el medio y el momento; en segundo lugar la que hace suyas las aportaciones de la psicología y el psicoanálisis: la psicocrítica (Marie Bonaparte, Baudoin, Mauron, Doubrovsky), que reduce la explicación a la biografía del autor; y finalmente la crítica textual donde la explicación parte de las estructuras formales del texto mismo (Althusser, Jakobson, Barthes, Greimas) (Verjat, 1989, 18).

La mitocrítica utiliza la sociocrítica, la psicocrítica y la crítica textual

para el estudio del relato simbólico; puesto que, añade Verjat, “la

estructura de la narración, el medio socio-histórico (legendario o real) y el

autor son indisociables y constituyen una totalidad” (Verjat, 1989, 18). Al

mismo tiempo, recupera la dimensión del lector-intérprete de la obra de

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arte, pues considera que éste se mueve, también, por la estructura de la

narración, en un medio psico-socio-histórico determinado, que integra de

igual forma, la noción de “buen gusto” del lector-intérprete. “Es en esta

confluencia, afirma Durand, entre lo que se lee y el que lee donde se sitúa

el centro de gravedad de [la mitocrítica]” (Durand, 1993, 343).

Mi propósito es, pues, convertirme en un lector intérprete de La

Tribuna. No establecer, ni seguir un discurso canónico. Tampoco pretendo

ignorar las lecturas que ya se han establecido acerca de esta novela. No es

mi intención pasar por alto el examen mimético de La Tribuna. Examen al

que, reconozco su pertinencia en un contexto históricamente determinado

que hizo, de la mimesis, el valor estético central de la novela. No obstante,

debido al espacio con el que cuento para el presente análisis, he procurado

centrarme en un solo tema de los muchos que me ofrece la crítica literal y

me posibilita la lectura hermenéutica de La Tribuna. No ignoro la rele-

vancia que para la mitocrítica posee la síntesis de la crítica literal, la

sociocrítica y la psicocrítica, que sin embargo, están presentes en el

trasfondo de estas líneas.

LA TRIBUNA. DE LA LUZ COMO METÁFORA En la llamada “metáfora de la luz”, la luz, sema fundamental para el

mundo occidental, afirma el Diccionario de Ferrater Mora,

se vincula el destino individual con una estrella en el cielo y su luz ―brillante o pálida― con la vida […] La filosofía griega conservó la antigua tradición mítica de la luz como principio superior, signo de un destino elevado, virtuoso y favorable. Desde este ángulo puede ser concebida la idea del sol como luz inteligente (Ferrater, 1980, 2053 a 2058).

El sol es luz inteligente en el sentido cartesiano de luz que aclara,

distingue y hace posible el conocimiento.

En La Tribuna el sol, la luz que alumbra a quienes están señalados

para tener una vida elevada, virtuosa y favorable no es capaz de franquear

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las capas de suciedad que la miseria ha dejado en las ventanas de la casa

de Amparo, nombre del personaje principal de la novela. Por el contrario,

Amparo es quien tiene que salir, física y metafóricamente a buscar su luz.

Lo cual es también una puesta en abismo de la novela: Amparo buscará

dejar la oscuridad que ensombrece su vida sin conseguirlo. El sol nunca

entrará en su casa: ella no estaba llamada a vivir un gran destino.

AMBIENTES En La Tribuna existen dos mundos totalmente antagónicos: el de la

pobreza y el de la abundancia.

La pobreza aparece asociada con la oscuridad del barrio de los

Castros (alto de la cuesta de San Hilario). La riqueza del Barrio de Abajo,

con la luz y su campo semántico.

Al mísero orbe de los Castros no penetra ni el sol: “Comenzaba a

amanecer, pero las primeras y vagas luces del alba a duras penas lograban

colarse por las tortuosas curvas de las calles de los Castros” (Pardo Bazán,

1964, 105). La luz tampoco alcanza la casa de los protagonistas: “Entre

tanto, el sol campeante ya en los cielos, se empeñaba en cerner alguna

claridad al través de los vidrios verdosos y puercos del ventanillo que tenía

obligación de alumbrar la cocina” (Pardo Bazán, 1964, 105).

Las dos citas anteriores son un ejemplo de la metodología

perspectivista que, como apunté en la introducción del presente trabajo,

Bravo-Villasante destaca como metodología en la elaboración de las

novelas de la condesa. Pues, en efecto, en ellas el narrador afirma primero

que el sol alumbraba precariamente el barrio (general) y después, que

difícilmente calentaba la casa de Amparo (particular). De esta manera,

como apunté en la introducción, el narrador de La Tribuna crea nombres,

personajes y situaciones susceptibles a la interpretación simbólica.

La posibilidad de una hermenéutica que rescate el entramado

simbólico de La Tribuna se hace patente desde la apertura de la narración.

Desde sus primeras líneas se establecen los ingentes trabajos del sol para

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abrirse paso por entre las tortuosas calles de los Castros, por entre la

suciedad acumulada en las ventanas de la casa de Amparo. La oscuridad,

el frío como elementos enemigos de lo solar empiezan, entonces, a perfilar

una lectura alternativa de La Tribuna.

UNA CASA SIN LUZ La casa de Amparo alejada, debido a la miseria, del mundo exterior, de su

brillo, es descrita de la siguiente manera:

[…] la cocina oscura y angosta parecía una espelunca y encima del fogón relucían siniestramente las últimas brasas de la moribunda hoguera. En el patín, si es verdad que se veía claro, no consolaba mucho a los ojos el aspecto del montón de cal con residuos de albañilería, mezclados con cascos de loza, tarteras rotas, un molinillo inservible, dos o tres guiñapos viejos y un innoble zapato que se reía a carcajadas. Casi más lastimoso era espectáculo de la alcoba matrimonial (Pardo Bazán, 1964,107).

A través de la descripción de estos objetos particulares, la voz

narrativa establece las líneas generales de la historia de la pobreza. De ella

se aleja Amparo buscando refugio en la calle.

Así pues, en la novela que ahora analizamos, la pobreza y la oscu-

ridad forman parte del mismo campo semántico. En igual sentido, riqueza

y luz constituyen una sola epifanía.

Uno de los personajes femeninos, Carmela la encajera, pobre igual

que Amparo, también vive, a semejanza de ésta, alejada de la luz de la

calle:

¡La de las puntillas! ―exclamó doña Dolores―. ¡Buena pieza! Ahora las hacéis muy mal, tú y tu tía… Ponéis hilo muy gordo. ―¡Se ve tan poco!... ¡los días son tan cortos! Y tiene una las manos frías; en hacer una cuarta de puntilla se va una mañana. Casi, descontando lo que nos cuesta el hilo, no sacamos para arrimar el puchero a la lumbre… (Pardo Bazán, 1964, 125).

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Tiempo después, hablando con Amparo, Carmela realiza una descripción

más detallada de las condiciones en las que se desarrolla su vida aislada

de la luz:

Yo ―murmuró [Carmela], suspirando levemente― no puedo hacer más; a veces con luz trabajo, pero no me lo resisten los ojos, y así me arrimo cuanto más puedo al tablero hasta que no se ve el día… La tía también se quedó medio ciega; ya ni puntillas gordas hace; sólo sirve para ir por las casas a vender lo que yo trabajo… (Pardo Bazán, 1964, 139).

Y en seguida, cuando Amparo le pregunta si en verdad está dispuesta a

vivir el resto de sus días como reclusa en un convento, Carmela explica:

“Bien presa vivo yo desde que acuerdo… Siquiera los conventos tienen

huerta, y vería unos árboles y verduras que le [sic] alegrasen el corazón”

(Pardo Bazán, 1964,140). Para Carmela, entonces, ser pobre significa estar

alejada de la luz del sol hasta perder la vista. Por el contrario, salir de la

miseria le abriría la posibilidad, no de cambiar de estatus social, sino de

abrirse un espacio para contemplar los árboles y dejar el encierro de la

vida secular.

COMPARANDO LAS CASAS En La Tribuna no sólo se hace una descripción detallada del mundo de los

pobres. También se describe el estilo de vida de la aristocracia, la cual está

representada por la familia Sobrado. De forma simétrica a lo que le sucede

con la casa de Carmela, Amparo sólo puede ingresar una vez a la mansión

de los Sobrados: en las demás ocasiones tanto la mísera casa de Carmela

como la opulenta de los Sobrados, son vistas desde afuera. En cuanto a la

casa de Carmela la descripción es sumamente escueta, sólo se dice que:

“El cuartillo estaba en desorden, recogida la almohadilla de los encajes;

había un baúl abierto y ya casi colmado, y los cuadros de lentejuela y

estampas devotas, que solían adornar las paredes faltaban en ellas” (Pardo

Bazán, 1964,166).

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Sólo en este fragmento se le muestra al lector el interior del hogar de

la encajera. Aunque en realidad apenas se dice algo de él. La casa no

importa tanto como las cosas que contiene. Casi podría creerse que los

escasos objetos la borran.

PERSONAJES ASIMILADOS A SU ESPACIO La descripción de la casa de Carmela es un recurso que el narrador utiliza

para despersonalizar tanto al personaje como a su habitación.

A lo largo de la novela Carmela es una figura desdibujada que

cumple su papel en subordinación al de Amparo. Por otra parte, me parece

interesante resaltar el contraste tan marcado entre esta escueta des-

cripción con los detalles tan minuciosos con los que el narrador pinta la

casa de Amparo. Las dos casas, sin embargo, son oscuras. No sucede lo

mismo con la de la aristocracia. La casa de ellos está siempre iluminada,

bajo la protección del sol y en el ámbito de lo solar.

Amparo, que media entre la mansión de los Sobrados y la habitación

de la encajera, irrumpe en ambos sitios sólo una vez. Amparo entra a la

casa de los Sobrados el día de Reyes, cuando como líder de un grupo de

niñas invade el espacio intocable de las clases altas. La voz narrativa

describe dicho sitio en los siguientes términos:

En [la sala de recibir] se habían prodigado las luces: dos bujías, a los lados del piano vertical, sobre la consola; en los candelabros de cinc, otras cuatro de estearina rosa, acanaladas; en el velador central, entre los álbumes y estereóscopos un gran quinqué, con pantalla de papel picado. Iluminación completa (Pardo Bazán, 1964, 112).

Así pues, la casa de los Sobrados está completamente inmersa en una

atmósfera de luz; luz que, sin embargo es artificial. Simétricamente a lo

que le sucede a Amparo, la familia Sobrado tendría que salir de su refugio

para que la alcanzara la luz natural que proviene del sol.

La voz narrativa añade, en el capítulo siguiente:

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Amparo observaba la sala, el piano de reluciente barniz, el men-guado espejo, las conchas de Filipinas y aves disecadas que adornaban la consola, el juego de café con filete dorado, los trajes de las de García, el grupo imponente del sofá, y todo le parecía bello, ostentoso y distinguido, y sentíase como en su elemento, sin pizca ya de cortedad ni de extrañeza (Pardo Bazán, 1964, 115).

Amparo había conocido a los señores del “grupo imponente del sofá”

un año antes de esta escena, “un día de fiesta” (Pardo Bazán, 1964, 114),

en el paseo de las Filas. Ésta es, entonces, la segunda ocasión en que de

pie, reverente, Amparo contempla al grupo de “iluminados”. Pero esta vez a

diferencia de la primera, el narrador afirma que ella se siente “como en su

elemento” entre ellos. Anteriormente, el narrador nos había aclarado que:

[Amparo] comprendía intuitivamente la historia de la pobreza, pues hay quien sin haber nacido entre sábanas y holandas, presume y adivina las comodidades y deleites que jamás gozó. [Por ello] es que Amparo huía, huía de sus lares (Pardo Bazán, 1964, 107).

Con esta cita, que inaugura las apariciones de Amparo en la his-

toria, el narrador asienta una primera anticipación a su relato. A lo largo

del mismo, la protagonista se destacará por su deseo de dejar atrás sus

orígenes.

La segunda anticipación del viaje que de un mundo (el de la oscu-

ridad) a otro (el de la luz) emprenderá Amparo, se establece en el momento

en que reconoce a los señores del “grupo imponente del sofá”. En ese

instante ella se siente “como en su elemento, sin pizca ya de cortedad ni de

extrañeza”. Amparo tratará de ir de un sitio que rechaza a otro al que cree

poder pertenecer.

La sociedad de se encargará de hallarle acomodo ya desde la escena

de los villancicos de Reyes en la cual se decide su entrada a la fábrica. La

sociedad cumple, entonces, el papel de maestra en el sentido que enseña a

cada quien a ubicarse en el espacio-tiempo. La sociedad cumple asimismo

la función de exhibir y someter a los desadaptados. Amparo es una

inadaptada. Una débil moral. Disfuncional para el paradigma darwiniano-

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spenceriano de la novela. La anagnórisis que finalmente alcanza Amparo

será trágica: el conocimiento del lugar al que realmente pertenece impli-

cará un desgarramiento de su ser.

Por otra parte, los adjetivos y adverbios que utiliza el narrador al

describir la casa de Amparo, destacan la inadecuación que existe entre ella

y su ambiente. Mientras ella es vital, joven y hermosa, su casa es “oscura”.

“Encima del fogón” reluce “siniestramente” una “moribunda hoguera”. La

recámara da un espectáculo “lastimoso”, mientras la “vela de cebo” gotea

“tristemente” por el candelabro (en singular) “de latón”. En el fragmento

siguiente los adjetivos y adverbios subrayan su enfrentamiento con los

ambientes fríos y oscuros en los que vive:

Los destellos del sol poniente, muriendo por las aguas de la bahía, alumbraron a un tiempo a Baltasar y Amparo […] [Ambos] se contemplaron un instante, durante el cual se creyeron envueltos en la irradiación de una atmósfera de luz, calor y vida (Pardo Bazán, 1964, 120).

Lo inadecuado del ambiente y su moradora es particularmente

violento en la cita anterior; pues son la luz, el calor y la vida lo que

precisamente falta en la casa del barquillero. Y, como debido en gran parte

a ello, Amparo siente que no es ese el espacio donde debería vivir, huye

hacia un lugar que se adecue a su hermosura y vitalidad.

En la casa de los Sobrados, por el contrario, hay “iluminación total”,

todo es “bello, ostentoso y distinguido” desde el punto de vista de La

Tribuna quien sueña alcanzar un sitio dentro de él.

Así pues, en casa de los Roséndez no hay ni luz ni calor ni vida. En

esto la casa de Amparo es igual a la de Carmela, casa de la cual

únicamente se dice que es oscura y que tenía unas imágenes sagradas en

las paredes. En ambos casos la luz constituye un instrumento de trabajo.

Carmela la necesita para poder bordar, el señor Rosendo para elaborar sus

barquillos. Los Sobrados la usan y derrochan para dar mayor realce a sus

riquezas. La luz es así instrumento de trabajo y signo de opulencia.

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EL ESPACIO Y EL PERSONAJE En La Tribuna, entonces, los personajes aparecen mimetizados con el

espacio que ocupan. Si por ejemplo, el narrador describe a los trabajadores

de la fábrica, entonces lo hará de tal forma que los colores del ambiente

sean también los colores de los obreros. Así lo asienta el narrador cuando

afirma: “En los talleres […] el colorido de los semblantes, el de las ropas y

el de la decoración se armonizaba y fundía en un tono general de madera y

tierra” (Pardo Bazán, 1964, 119).

El caso de Amparo, como dije anteriormente, es diferente. Desde el

comienzo de la novela se hace patente su no pertenencia a la casa del

barquillero. Debido a esta discordancia, Amparo busca ambientes de luz. A

medida que crece invade diversos espacios: junto con ellos evoluciona.

Primero, cuando era niña, buscó la luz en la calle y la iglesia.

Después se apropió de la fábrica y dentro de ella, del cielo. Posteriormente

se plantó en el mundo inaccesible de los ricos, de donde cayó al mísero

ambiente que le correspondía, no sin antes haber ocupado toda la ciudad

como la Tribuna. En cada caso, la luz juega un papel fundamental como

elemento que da vida y permite el conocimiento.

En búsqueda, pues, de luz, Amparo sale a la calle. En ésta, plena de

sol y gracias a él, tiene una visión maravillosa que marca el derrotero de

su vida futura:

Un grupo de oficiales de infantería y caballería ocupaba un banco entero, y el sol parecía concentrarse allí, atraído por el resplandor de los galones y estrellas de oro, por los pantalones de rojo vivo, por el relampagueo de las vainas de sable y el hule reluciente del casco de los roses (Pardo Bazán, 1964, 110).

Amparo, azorada y reverente, observa desde lejos el grupo de oficiales

“iluminados” por el sol, y, añade el narrador:

Estando en esto, el alférez volvió casualmente la cabeza y divisó al otro lado de los bancos un rostro de niña pobre, que devoraba con

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los ojos la reunión. Figuróse que sería por antojo de barquillos, y la hizo una seña, con ánimo de regalarle algunos. La muchacha se acercó fascinada por el brillo de la sociedad alegre y juvenil (Pardo Bazán, 1964, 111).

Tiempo después, el sol iluminará, por un instante, la relación de Amparo y

Baltasar y le comunicará vida:

Los destellos del sol poniente, muriendo en las aguas de la bahía, alumbraron a un tiempo a Baltasar y Amparo haciendo que mutuamente se viesen y se mirasen. El mancebo, con su bigote blondo, su pelo rubio, su tez delicada y sanguínea, el brillo de sus galones que detenían los últimos fulgores del astro, parecía de oro; y la muchacha morena, de rojos labios, con su pañuelo de seda carmesí, y las olas encendidas que servían de marco a su figura, semejaba hecha de fuego. Ambos se contemplaron un instante, instante muy largo, durante el cual se creyeron envueltos en la irradiación de una atmósfera de luz, calor y vida (Pardo Bazán, 1964, 120).

Él parece de oro. Ella de fuego. Ella aparece asimilada a los objetos

del espacio circundante: “las olas” relucientes que relumbran como espejos

al recibir los agonizantes rayos del sol poniente son el radiante marco de la

figura de Amparo, y es, precisamente dicha luz la que le confiere su

semejanza con el fuego.

El personaje llega, a partir de dicha asimilación con el espacio, a

mostrarse en su intención simbólica unitaria, característica del natura-

lismo de la condesa, naturalismo de síntesis entre lo externo y lo interno,

lo natural y lo espiritual.

Mas la luz devela también la miseria. Los personajes entonces, con

toda razón, se sienten exhibidos y tratan de huir de la luz:

Hizo irrupción en la sala la orquesta callejera; pero al ver las niñas pobres la claridad del alumbrado, se detuvieron azoradas, sin osar adelantarse […] Lo cierto es que la viva luz de las bujías tan propicia a la hermosura, patentizaba y descubría cruelmente las fealdades de aquella tropa […] todo el mísero pergeño de las cantoras (Pardo Bazán, 1964, 112).

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De la luz también se huye cuando hay un pecado grave que se pretende

ocultar, por ejemplo:

[Baltasar] no tardó en buscar lugares más recónditos para las entrevistas [con Amparo], a donde cada cual iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero […] [allí] una tapia tupida les prestaba sombra. Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos del sol, y caían a veces, sobre el rostro de Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente ciertas gracias y perfecciones de su rostro (Pardo Bazán, 1964, 176).

Tiempo después, llena de vergüenza, por el parto que se aproximaba

ya, Amparo en un día oscuro y lluvioso, semejante a aquel en que cantó

villancicos en casa de Baltasar, ocultará su rostro con las sábanas de su

lecho: “Un deseo profundo de anonadamiento y de quietud se unía en ella

a tal vergüenza y aflicción, que se tapó la cara con la sábana” (Pardo

Bazán, 1964, 192). Así pues, en La Tribuna la luz aparece asociada tanto

con lo abierto y lo puro como con el progreso de las relaciones de Baltasar

y Amparo.1

Una noche, sin embargo, un hecho positivo sucede. Esa ocasión los

delegados de la Unión del Norte llegan a Marineda. Amparo vive entonces

su mayor éxito: “[Amparo] se lo merecía todo, la luz del blandón descubría

su rostro animado, encendía sus ojos rechispeantes y mostraba su crespa

melena, desanudada por la agitación de la caminata” (Pardo Bazán, 1964,

141). Esa misma noche ella invade un nuevo espacio: el lugar donde se

La oscuridad, en cambio, simboliza la muerte y lo censurable y está

al final de la relación entre Amparo y Baltasar.

1 Como ya lo había destacado yo con anterioridad (v. supra), en La Tribuna el narrador fusiona los ambientes con los personajes haciéndolos uno. En este caso, el amor de Amparo y Baltasar posee el ritmo de la naturaleza: el día de la candelaria, cuando “los pajaritos se casan”, se inicia la relación entre ellos en un lugar terregoso al que Baltasar llama “Paraíso”. Las estaciones se suceden y al final cuando su relación termina, las hojas de una parra caen mientras se desarrolla su última conversación y, puntualiza el narrador: “Al salir la Tribuna, una ráfaga más fuerte desparramó por la mesa muchas hojas de vid que cayeron al húmedo suelo” (Pardo Bazán, 1964, 181). Además fue en un día lluvioso de finales de invierno cuando nació su niño. Después de concluidas sus relaciones, Amparo ve que “la tierra del huerto que Baltasar llamó paraíso, desnuda, en barbecho, aguardaba la vegetación” (Pardo Bazán, 1964, 186) al igual que ella, quien recibió la simiente de Baltasar, aguarda un nuevo fruto. Anochece. La historia termina. Amparo está derrotada. Ya no es la niña alegre que buscaba la luz del sol, sino la madre abandonada a la cual rodean las tinieblas.

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realiza la cena del Círculo Rojo. Nuevamente Amparo capitanea un grupo

de mujeres que, confusas y maravilladas por el esplendor de la mesa

quedan estáticas sin saber qué hacer. En esta ocasión el narrador centra

su descripción en los colores vivos de la Tribuna quien:

Penetró en la sala vestida con bata de percal claro y pañolón de Manila de un rojo vivo que atraía la luz del gas […] su pañolito de seda rojo vivo, y en la diestra sostenía un enorme ramo de flores artificiales […] de sangriento matiz, sujetas con largas cintas lacre […] las notas del mantón, del pañuelo, de las flores y cintas se reunían en un vibrante acorde escarlata, a manera de sinfonía de fuego (Pardo Bazán, 1964, 143).

La luz de este nuevo sitio al que accede Amparo es artificial. Como

sucede con los otros interiores (la casa de los Sobrados, la de la encajera,

la del señor Rosendo y la fábrica de tabacos) carece de luz auténtica.

Amparo no percibe que la luz que tan afanosamente busca no se

encuentra ahí, pues ha sido sustituida por otra de menor valor.

PROSOPOPEYA DE LA CASA Decía anteriormente que Amparo sólo incursiona al espacio de los Sobra-

dos en una ocasión: la vez de los villancicos de Reyes. Casi al final de la

novela, cuando ha vuelto a ser invierno, la ahora ex-“Tribuna del Pueblo”

―cómo en aquel otro invierno en el que al frente de un ejército de

miserables asaltó un espacio ajeno― regresa a la residencia de la familia

rica. Su retorno, cuando ya ha sido derrotada por la vida y abandonada

por su familia y todas sus amigas salvo una, es descrito de la siguiente

manera:

En horas semejantes [de la noche], la calle Mayor ofrecía imponente aspecto. Las altas casas defendidas por la brillante coraza de sus galerías refulgentes, en cuyos vidrios centelleaba la luz de los faro-les, estaban cerradas, silenciosas y serias. Algún lejano aldabonazo retumbaba allá…, en lo más remoto, y sobre las losas, el golpe del chuzo del sereno repercutía con majestad. Amparo se detuvo ante la casa de los Sobrados. Era ésta de tres pisos con dos galerías blancas

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muy encristaladas, y puerta barnizada […] Y entre el silencio y la calma nocturna se alzaba tan severa, tan penetrada de su impor-tante papel comercial, tan cerrada a los extraños, tan protectora del sueño de sus respetables inquilinos, que la Tribuna sintió repentino hervor en la sangre, y tembló nuevamente de estéril rabia, viendo que por más que se deshiciese ahí, al pie del impasible edificio, no sería escuchada ni atendida. Accesos de furor sacudieron un instante sus miembros al hallarse impotente contra los muros blancos, que parecían mirarla con apacible indiferencia (Pardo Bazán, 1964, 192).

Ésta es la única ocasión en la que Amparo mira la casa de los Sobrados

desde fuera. Ella misma está, ya en aquel momento, fuera de la vida de

Baltasar. ¡Qué lejos está de la niña orgullosa y segura de sí misma que

entró en ella! Ahora, por el contrario, la casa es inexpugnable. Amparo no

tiene ya la posibilidad de asaltarla. En aquel invierno la residencia era

igualmente inaccesible, y sin embargo, había logrado penetrar en su

interior. Dentro se había maravillado al encontrarse rodeada de luz y calor.

Ahora, casi al final del relato, desde el frío de la calle, mira de lejos la

iluminación de la mansión de los Sobrados. Pero siente la indiferencia que

la separa tanto de la casa como de la vida de Baltasar. La Tribuna

proyecta sus sentimientos en el edificio y, al hacerlo, lo personaliza.

Patentiza así su propio alejamiento de ellos, ya que, como había apuntado

al comienzo de este ensayo, la casa de Amparo carece de tales rasgos

personales. En su casa cualquiera puede vivir, en la de ellos no cualquiera

puede entrar, pues hasta el mismo edificio se negaría a admitirlo. De ahí el

uso de los símbolos de poder paternos como el “chuzo”, la “severidad” y

“los gendarmes”: la casa, actuando, como en nombre de la realidad social

decide negar la entrada a la Tribuna, quien, además, ha descendido otro

peldaño en la escala social pues, por una parte, va a ser madre sin estar

casada, y por otra parte, ha tenido que mudarse a una vivienda más

miserable después de la muerte de su padre. Dentro del mundo de la

pobreza también hay jerarquías.

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JERARQUÍAS EN LA POBREZA Existen mil formas diferentes de ser pobre. En la fábrica de tabacos en la

que trabaja Amparo, no todas las obreras son iguales. Se diferencian tanto

por la clase de trabajo que hacen como por el edificio que ocupan.

En la fábrica de tabaco, el trabajo que cada quien realiza ha ter-

minado por asumir una condición ontológica: en ella existen un cielo, un

purgatorio y un infierno (“la calle era el paraíso terrenal”; Pardo Bazán,

1964, 118), que corresponden físicamente a un piso alto, uno intermedio y

un sótano: “Entre el taller de cigarros comunes y el de cigarrillos, que

estaba un piso más arriba, mediaba una gran diferencia: podía decirse que

éste era a aquél lo que el Paraíso de Dante al Purgatorio” (Pardo Bazán,

1964, 127).

Tiempo después, la Comadreja, como un nuevo Virgilio, conduce a

Amparo en su viaje por “los infiernos” del taller del picado “lugar doliente a

cuya puerta hay que dejar toda esperanza” (Pardo Bazán, 1964, 148):

La Comadreja la acompañó en la visita. Descendieron juntas al piso inferior, con propósito de aprovechar la ocasión y verlo todo. Si los pitillos eran el Paraíso y los cigarros comunes el Purgatorio, la analogía continuaba en los talleres bajos, que merecían el nombre de Infierno [...] abajo estaban […] el lóbrego taller del desvenado y el espantoso taller de la picadura. En el taller del desvenado daba frío ver, agazapadas sobre las negras baldosas y bajo sombría bóveda, sostenida por arcos de mampostería, y algo semejante a una cripta sepulcral, muchas mujeres, viejas la mayor parte, hundidas hasta la cintura […] otras empujaban enormes panes de prensado, del tamaño y forma de una rueda de molino […] la atmósfera era a la vez espesa y glacial […] Dentro de una habitación caldeada, pero negruzca ya por todas partes, y donde apenas se filtraba luz a través de los vidrios sucios de alta ventana, vieron las dos muchachas hasta veinte hombres […] el tabaco los rodeaba; habíalos metido en él hasta media pierna; a todos les volaba por hombros, cuello y manos, y en la atmósfera flotaban remolinos de él (Pardo Bazán, 1964, 149 y 50).

En este caso, al igual que en la casa del señor Roséndez, son los vidrios

sucios los que impiden el paso de la luz a aquel lóbrego sitio. De la misma

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manera que la casa del señor Roséndez se asociaba a la idea de muerte, lo

es ahora esta parte de la fábrica, pues dice el narrador: “la bóveda del

taller era semejante a una cripta sepulcral”.

En contraste, el narrador realiza, también, una descripción del

Paraíso en los siguientes términos:

Desde las ventanas del taller de cigarrillos se registraba hermosa vista del mar y país montañoso, y entraban sin tasa luz y aire […]. Si bien se [sentía] mucho calor, el número relativamente escaso de operarias reunidas allí evitaba que la atmósfera se viciase, como en las salas de abajo. Asimismo la labor era más delicada y limpia, los colores más gratos y hasta [parecía] que la claridad del sol [entraba] más alegre a bañar los muros (Pardo Bazán, 1964, 127).

Así pues, la luz del sol define los lugares más cercanos a lo celeste, los

lugares privilegiados.

Por último, en cuanto al purgatorio dice el narrador:

En los talleres […] la atmósfera estaba saturada del olor ingrato y herbáceo del virginia humedecido y de la hoja medio verde, mezclado con las emanaciones de tanto cuerpo humano y con el fétido vaho de las letrinas próximas. Por otra parte, el aspecto de aquellas grandes salas de cigarros comunes era para entristecer el ánimo. Vastas estanterías de madera ennegrecida por el uso, colocadas en el centro de la estancia, parecían hileras de nichos […] El colorido de los semblantes, el de las ropas y el de la decoración se armonizaba y fundía en un tono general de madera y tierra (Pardo Bazán, 1964, 118 y 19).

Ambientes y personajes aparecen, pues, fusionados uno en otro.

Salvo, como ya dije, en un caso: el de la fábrica de cigarros y Amparo.

COSIFICACIÓN Con respecto a la fusión de ambiente y personajes sucede, en el caso de la

protagonista, algo muy singular: Amparo se transforma, paulatinamente,

en un cigarro. La cosificación del personaje es un resultado, entonces, de

las condiciones de trabajo.

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El proceso de transformación de Amparo, se inicia cuando se

impregna del olor del tabaco. Más tarde, dicho aroma la va poseyendo

hasta que el olor a tabaco se funde con el ser de Amparo y culmina por

identificarse con su persona, por ello el narrador afirma que la pasión de

Baltasar “podía definirse […] llamándola apetito de fumador […] Amparo

apréciale un puro aromático y exquisito, elaborado con singular esmero,

que estaba diciendo: “Fumadme” (Pardo Bazán, 1964, 163 y 64).

En esta ocasión, al contrario de lo que sucede entre Amparo y la

casa de los Sobrados (vid. supra, p. 20), la cosificación expresa una

relación entre personas. Una de las cuales asume como objeto a la otra

que pierde así sus rasgos humanos.

Al final, cuando el vínculo amoroso se rompe y la Tribuna sufre por

el desprecio de Baltasar y se da cuenta de que él la ha burlado, éste

último, afirma el narrador: “Impaciente, tira el cigarrillo que estaba

concluyendo” (Pardo Bazán, 1964, 181). De la misma forma se deshace de

Amparo a quien ya no puede seguir fumando.

CONCLUSIÓN El propósito del presente ensayo ha sido el estudio de La Tribuna de la

condesa de Pardo Bazán destacando, en la novela, el tratamiento que hace

el narrador de la metáfora de la luz. Tratamiento que confiere a la noción

científica positivista una dimensión mítica. Tengo la impresión de que el

tratamiento mítico del positivismo formó el imaginario naturalista fini-

secular hispanoamericano.

Desde la dimensión mítica del cientificismo positivista he leído, en

particular, el asunto de la luz. La luz, en La Tribuna, posee una doble

valoración: en cuanto tal y como símbolo. De manera semejante posee una

doble funcionalidad: como elemento epistemológico y como medio para

develar los caracteres de algunos personajes.

Sustento mi hipótesis en el concepto de “imaginario” tal como lo

define Gilbert Durand. Asimismo retomo de él la noción de símbolo.

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Con base en el tratamiento que el narrador da al asunto de la luz,

sostengo, que en La Tribuna, la condesa trasciende el dato empírico

positivo y crea un ámbito simbólico que instituye un puente concreto-

abstracto, el cual proporciona a esta novela un plano dual: particular-

general. Y que esta visión simbólica, transforma y proporciona dinamismo

tanto a los espacios como a los personajes, de tal suerte que uno y otro se

diluyen e intercambian entre sí.

Una de mis intenciones manifiestas, al emprender esta lectura de La

Tribuna fue propiciar un cambio de sentido en la forma usual de hacer

crítica literaria, pues sobre todo, la crítica al enfrentar textos naturalistas

o textos realistas generalmente realiza análisis excesivamente limitados a

los aspectos empíricos, lo que, me parece, empobrece el texto. Muchas

veces, como ha demostrado el mismo Durand, al aplicar su método al

estudio de la novelística de Zola, los relatos naturalistas son la expresión

más clara y rica de la extensión mítica de los sistemas simbólicos. Espero

que los ejemplos que utilicé en las páginas precedentes puedan originar

otros estudios más profundos y mejor estructurados que el mío. Espero,

también, que las nuevas generaciones de estudiosos dedicados a la crítica

literaria dejen de rehuir el análisis de las estructuras y las figuras míticas

presentes en el sentido simbólico de la literatura, pues el mito y las figuras

míticas forman, en última instancia, el rostro más profundo del ser

humano, que es lo que indagamos al ejercer la crítica literaria.

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