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AMÉRICA
Paul Krugman: ¿Es necesaria tantadesigualdad?América
Por PAUL KRUGMAN JAN. 18, 2016
¿Qué tan ricos queremos que sean los ricos?
Se puede decir que es la cuestión alrededor de la que gira la política de los
Estados Unidos. Los liberales quieren aumentar los impuestos sobre los altos
ingresos y usar esos recursos para fortalecer las polticas más solidarias. Los
conservadores quieren hacer lo contrario. Argumentan que políticas que primen
el cobro de impuestos a los más ricos perjudicarán a la sociedad en su conjunto al
reducir los incentivos para crear riqueza.
Las últimas experiencias no favorecen la defensa de la postura conservadora.
El Presidente Obama impulsó una subida de impuestos importante para los que
más ganan y su reforma del sistema de salud ha supuesto la expansión más
grande del Estado de bienestar desde el mandato de Lyndon B. Johnson. Los
conservadores, por su parte, no dudaron en pronosticar el desastre económico del
mismo modo que ya lo habían hecho cuando Bill Clinton aumentó los impuestos
al 1 por ciento más rico del país. Y lo que ha sucedido, en cambio, es que Obama
ha encabezado el período con mayor crecimiento del empleo desde la década de
1990.
¿Existe, entonces, un debate a largo plazo que defienda la existencia de
niveles altos de desigualdad?
No les sorprendería escuchar que muchos miembros de la élite económica
creen que sí. Tampoco les sorprendería saber que estoy en desacuerdo y que creo
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que la economía puede crecer si se da una concentración mucho menor de la
riqueza en las clases altas. ¿Pero por qué lo creo?
Me parece útil pensar en los tres modelos que explican de dónde podría
provenir la desigualdad extrema teniendo en cuenta que la economía real incluye
elementos de los tres.
En el primero, las variaciones en los niveles de productividad de diferentes
individuos podrían ser responsables de altos niveles de desigualdad: algunas
personas son capaces de hacer contribuciones cientos o miles de veces mayores
que la media. Esa es la postura expresada en un ensayo reciente, y muy citado, del
inversionista Paul Graham, que ha resultado popular en Silicon Valley entre
personas que ganan cientos o miles de veces más que sus empleados.
En el segundo, la desigualdad podría deberse, en gran medida, a la suerte. En
un clásico del cine, “El tesoro de Sierra Madre”, un viejo buscador de oro explica
que este mineral vale tanto (y por eso los que lo encuentran se vuelven ricos)
gracias a la labor de toda la gente que fue a buscarlo y no lo encontró. Del mismo
modo, podríamos encontrarnos ante un sistema económico en el cual quienes
tienen éxito no son necesariamente más inteligentes ni más trabajadores que
aquellos que no lo tienen, son solo quienes están en el lugar adecuado en el
momento adecuado.
Y en el tercero, el poder sería la fuerza que se encuentra tras niveles de
desigualdad tan grandes: como los ejecutivos de las grandes corporaciones que se
marcan sus propios salarios y los operadores financieros que se hacen ricos con el
uso de información privilegiada o por cobrar honorarios inmerecidos de
inversionistas ingenuos.
Como dije, la economía real contiene elementos de los tres modelos. Sería
tonto negar que algunas personas son, de hecho, mucho más productivas que la
media. Igual de tonto sería negar que tener éxito en los negocios (o, de hecho, en
cualquier otra cosa) tiene mucho que ver con la suerte, no solo la suerte de ser el
primero en toparse con una idea o estrategia muy rentable, sino también con la
suerte de ser hijo de los padres correctos.
Y, sin duda, el poder también es un factor importante. Al leer a personas
como Graham, uno podría imaginarse que los ricos de Estados Unidos son, sobre
todo, emprendedores. De hecho, el 0,1 por ciento de los ricos son, sobre todo,
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altos ejecutivos y, aunque el origen de las fortunas de algunos de estos ejecutivos
puede estar vinculado al entorno start-up, es muy probable que la mayoría haya
llegado ahí ascendiendo por el escalafón empresarial tradicional. El aumento en
los ingresos de los que están en la cima refleja en gran medida el exorbitante
sueldo de los directivos, no las recompensas a la innovación.
Pero, sea cual sea el caso, la verdadera pregunta es si podemos redistribuir
una parte del ingreso que actualmente se queda en manos de la élite sin paralizar
el crecimiento.
No diremos que la redistribución está mal por naturaleza. Incluso si los
ingresos elevados fueran un reflejo perfecto de la productividad, los resultados del
mercado no sirven como justificación moral. Y dado que en realidad la riqueza es,
a menudo, un reflejo de la suerte o el poder, existen argumentos sólidos para
recuperar una parte de esa riqueza a través de los impuestos y usarla para
contribuir a la fortaleza de la sociedad en general, siempre y cuando esto no
termine con los incentivos para continuar creando riqueza.
Y no hay razón para creer que así sería.
En la historia, el período de mayor crecimiento y avance tecnológico más
rápido en los Estados Unidos se dio durante los cincuenta y los sesenta, a pesar de
que los impuestos eran mucho más elevados para quienes disponían de mayores
ingresos y la desigualdad era mucho menor en comparación con la época actual.
En el mundo de hoy, países como Suecia, con impuestos elevados y baja
desigualdad, resultan altamente innovadores y son sede de muchas empresas
tecnológicas. En parte, esto puede deberse a que hay fuertes mecanismos de
protección social que alientan la toma de riesgos: la gente podría estar dispuesta a
buscar oro, aunque su incursión no los haga más ricos que antes, si saben que no
acabarán muertos de hambre en caso de quedarse con las manos vacías.
Así que, regresando a mi pregunta original: no, los ricos no tienen que ser tan
ricos como lo son ahora. La desigualdad es inevitable; tanta desigualdad como la
que se registra en Estados Unidos hoy en día no lo es.
Lee el blog de Paul Krugman, The Conscience of a Liberal, y síguelo en Twitter.
A version of this op-ed appears in print on January 15, 2016, on page A31 of the New York edition.
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