1515

El Vampiro

Embed Size (px)

Citation preview

Annotation

Armand, el eterno joven agraciadocon la cara de un ángel de Boticelli,viaja de su Kiev natal a Venecia. En laciudad de los canales se deja cautivarpor el vampiro Marius, un misteriosopintor. Pero las fuerzas del mal entra enescena y Armand se ve condenado a uneterno vagar que lo llevará a París delsiglo XIX, y de allí, al Nuevo Orleansactual. Un recorrido en el que desvelarálos detalles de su turbulenta existencia.

A Brandy Edwards, Brian

Robertson, Christopher Rice y MicheleRice

Jesús dijo a María Magdalena:«Suéltame, pues todavía no he subidoal Padre; vete a mis hermanos y diles:Voy a subir a mi Padre y a vuestroPadre; a mi Dios y a Vuestro Dios.»

JUAN, 20:17

PARTE I

CUERPO Y SANGRE

1Decían que una niña había muerto

en el último piso. Habían encontrado suropa en la pared. Yo quería subir allí,tumbarme junto a la pared y estar solo.

Habían visto algunas veces alfantasma de la niña, pero ninguno deesos vampiros podía ver a espíritus, almenos no como los veía yo. Da lomismo, no era la compañía de la niña loque yo buscaba, sino estar en ese lugar.

No ganaba nada permaneciendojunto a Lestat. Yo había acudidopuntualmente; había cumplido mipropósito. No podía ayudarle.

Sus ojos de mirada fija, inmóviles,me ponían nervioso. Me sentía sereno yrebosante de amor hacia mis seres

queridos, mis criaturas humanas, mipequeño Benji de pelo oscuro y midulce y esbelta Sybelle, pero aún no eralo suficientemente fuerte parallevármelos conmigo.

Salí de la capilla sin repararsiquiera en quién estaba allí. Todo elconvento se había convertido en lamorada de vampiros. No era un lugardesordenado, ni abandonado, pero nome fijé en los seres que había en lacapilla cuando me marché.

Lestat seguía tendido en el suelo demármol de la capilla, frente a ungigantesco crucifijo, de costado, con lasmanos inertes, la izquierda justo debajode la derecha. Sus dedos rozabanlevemente el mármol, como si lo

tanteara, aunque no era así. Tenía losdedos de la mano derecha crispados,formando un pequeño hueco en la palmasobre la que incidía la luz, lo cualtambién parecía encerrar algúnsignificado, pero no significaba nada.

Se trataba simplemente de uncuerpo sobrenatural que yacía privadode voluntad, exangüe, tan inerte como surostro, cuya expresión parecíaasombrosamente inteligente, teniendo encuenta los meses durante los cualesLestat no había movido un músculo.

Las grandes vidrieras se habíancubierto para que la luz del alba no lehiriera. Por la noche resplandecían a laluz de las maravillosas velas colocadasalrededor de las hermosas estatuas y

reliquias que abundaban en ese otrorasanto y bendito lugar. Unos niñosmortales habían asistido a misa bajoeste elevado techo; un sacerdote habíaentonado ante el altar las palabras enlatín.

Ahora era nuestro, pertenecía aLestat, el hombre que yacía inmóvilsobre el suelo de mármol. Hombre,vampiro, criatura de las tinieblas.Cualquiera de estos apelativos sirvepara describirle.

Al volver la cabeza paraobservarlo, me sentí como un niño. Esoes lo que soy. Esta definición me cuadracomo si fuera el único rasgo quecontuviera mi código genético.

Yo tenía unos diecisiete años

cuando Marius me convirtió en vampiro.Para entonces, ya había dejado decrecer. Hacía un año que medía un metroy sesenta y ocho centímetros. Tenía lasmanos delicadas como las de unadamisela y era imberbe, como solíamosdecir en aquella época, el siglo XVI. Noera un eunuco, no, sino un jovencito.

En aquel tiempo se estilaba que loschicos fueran tan bellos como lasmuchachas. Ahora se me antoja unacaracterística útil, y ello se debe a queamo a los demás, a mis seres queridos:Sybelle, con sus pechos de mujer y suspiernas largas y juveniles, y Benji, consu carita redonda e intensa, típicamenteárabe.

Me detuve a los pies de la

escalera. Aquí no hay espejos, sóloelevados muros de ladrillo desprovistosde yeso, unos muros viejos sólo a ojosde los mortales, oscurecidos por lahumedad que invade el convento. Todaslas texturas y los elementos habían sidosuavizados por los sofocantes veranosde Nueva Orleans y sus húmedos einsidiosos inviernos, unos inviernosverdes, según los llamo yo, porque losárboles aquí casi nunca aparecendesprovistos de hojas.

Nací en un lugar donde el inviernoes eterno en comparación con este lugar.No es de extrañar que en la soleadaItalia olvidara mis orígenes y creara mivida a partir del presente de mis añoscon Marius. «No lo recuerdo.» Ello se

debía a mi pasión por el vicio, a miafición al vino y la suculenta comidaitaliana, al tacto del cálido mármol bajomis pies desnudos cuando las estanciasdel palacio se hallaban perversa,pecaminosamente caldeadas por losfuegos exorbitantes de Marius.

Sus amigos mortales, unos sereshumanos como yo en aquella época, lecensuraban que malgastara tanto dineroen leña, aceite y velas. Marius sóloutilizaba las mejores velas de cera deabeja. Cada fragancia era importante.

No pienses más en esas cosas. Losrecuerdos ya no pueden herirte. Vinisteaquí por un motivo y ya no tienes nadaque hacer en este lugar; ve en busca delos seres que amas, tus jóvenes

mortales, Benji y Sybelle. Debes seguiradelante.

La vida ya no era un escenariodonde el fantasma de Banquo cobrabavida para sentarse a la siniestra mesa.Un intenso dolor me atenazaba el alma.

Sube la escalera. Acuéstate un ratoen este convento de ladrillo dondehallaron la ropa de la niña. Tiéndetejunto a la niña que murió asesinada aquí,en este convento, según dicen loscotillas, los vampiros que merodean porestas habitaciones, los cuales han venidoa contemplar al gran vampiro Lestatsumido en un sueño como Endimión.

Sin embargo, no sentía que en estelugar se hubiera cometido un asesinato,sino que sólo percibía las dulces voces

de las monjas.Subí la escalera, dejando que mi

cuerpo hallara su peso y su pasohumanos.

Después de quinientos años,conozco esos trucos. Era capaz deatemorizar a todos los vampiros jóvenes—los parásitos y los mirones— al igualque los otros vampiros ancianos, inclusolos más modestos, pronunciando unaspalabras para demostrar su telepatía, oesfumándose cuando deseabanmarcharse, o utilizando de vez encuando sus poderes para hacer quetemblara el edificio, una hazañainteresante teniendo en cuenta que estosmuros miden cincuenta centímetros degrosor y cuentan con unas soleras de

madera de ciprés que nunca se pudre.«A él le deben de gustar los aromas

de este lugar —pensé—. ¿Dónde estáMarius?» Antes de que yo fuera a ver aLestat, no me había apetecido hablar conMarius y sólo había cruzado con él unastrases de cortesía cuando había dejadomis tesoros a su cargo.

Yo había llevado a mis pupilos auna morada de vampiros. ¿Quién mejorpara custodiarlos que mi estimadoMarius, tan poderoso que nadie seatrevía aquí a cuestionar su menordeseo?

No existe ningún vínculo telepáticonatural entre nosotros; Marius me creó,yo soy su eterno discípulo. No obstante,en cuanto me ocurrió esto, comprendí

que sin la ayuda de ese vínculotelepático no podía sentir la presenciade Marius en el edificio. No sabía loque había sucedido durante el breveintervalo en que me arrodillé paracontemplar a Lestat. No sabía dónde seencontraba Marius. No percibí losolores humanos de Benji y Sybelle queme eran tan familiares. Sentí unapunzada de pánico que me paralizó.

Me detuve en el rellano delsegundo piso del edificio. Me apoyé enla pared, fijando serenamente la vista enel lustroso suelo de pino. La luz creabaunos charcos amarillos sobre las tablas.

¿Dónde se habían metido Benji ySybelle? ¿Cómo se me había ocurridotraer aquí a esos dos maduros y

espléndidos seres humanos? Benji eraun alegre muchacho de doce años;Sybelle, una criatura femenina deveinticinco. ¿Y si Marius, de alma tangenerosa, no los hubiera vigilado comoyo le había pedido?

—Aquí estoy, joven. —Era una vozbrusca, pero al mismo tiempo suave yacogedora.

Mi creador se encontraba en elrellano del primer piso. Había subido laescalera detrás de mí, o para ser másprecisos, había utilizado sus poderespara situarse allí, recorriendo ladistancia que nos separaba a unavelocidad silenciosa e invisible.

—Maestro —repuse con una brevesonrisa—. Durante unos instantes temí

por ellos —dije a modo de disculpa—.Este lugar me entristece.

Él asintió.—Están conmigo, Armand —

contestó—. La ciudad está atestada demortales. Hay comida suficiente paratodos los vagabundos que deambulanpor aquí. Nadie los lastimará. Aunqueyo no estuviera aquí para asegurártelopersonalmente, nadie se atrevería ahacerles daño.

Fui yo quien asintió entonces,aunque en realidad no estaba tan seguro.Los vampiros son perversos pornaturaleza y cometen verdaderasatrocidades simplemente por placer.Matar a la mascota mortal de otrovampiro sin duda habría constituido una

estupenda diversión para algunos deesos siniestros y extraños seres quemerodeaban por los aledaños de estelugar, atraídos por los asombrososacontecimientos que se producían aquí.

—Eres asombroso, joven —comentó Marius sonriendo. ¡Joven!¿Quién si no Marius, mi creador, mellamaría así? ¿Qué significaban para élquinientos años?—. Has intentadoalcanzar el sol, hijo —continuómostrando una evidente expresión deinquietud en su afable rostro—. Y hasvivido para contarlo.

—¿Alcanzar el sol, maestro? —pregunté como si cuestionara suspalabras. Pero yo no deseaba revelarnada más. No quería hablar todavía,

referirle lo que había ocurrido, laleyenda del velo de la Verónica y la fazde Nuestro Señor grabada en él, y lamañana en la que renuncié a mi almasintiéndome absolutamente feliz. ¡Quéfábula!

Marius subió la escalera para estarjunto a mí, pero se mantuvo a una cortésdistancia. Siempre había sido uncaballero, incluso antes de que seinventara esa palabra. En la antiguaRoma debía de existir un término similarpara describir a una persona como él, deexquisitos modales, amable con losdemás por considerarlo una cuestión dehonor, e invariablemente educado conlos ricos y con los pobres. Éste eraMarius, y siempre había sido Marius, al

menos por lo que yo sabía.Marius apoyó su mano blanca como

la nieve en la balaustrada, la cual emitíaun suave y satinado resplandor. Lucíauna larga y holgada capa de terciopelogris, otrora espectacular pero ahora untanto deslucida debido a la lluvia y aluso. Su pelo rubio era largo como el deLestat, lleno de caprichosos reflejos yalborotado debido a la humedad,salpicado con unas gotas de rocío, elmismo que adornaba sus doradas cejas yoscurecía las largas y rizadas pestañasque enmarcaban sus ojos de un azulcobalto.

Marius emanaba un aire másnórdico y gélido que Lestat, que tenía elcabello más dorado, cuajado de

luminosos reflejos, y cuyos prismáticosojos absorbían los colores que lerodeaban hasta adquirir un maravillosocolor violeta a la menor provocacióndel mundo exterior que le veneraba.

En Marius yo veía el cielo soleadode las desoladas regiones nórdicas, unosojos siempre radiantes que rechazabantodo color exterior, unos portalesperfectos de su alma constante.

—Deseo que me acompañes,Armand —dijo Marius.

—¿Adonde, maestro? —pregunté,esmerándome en ser tan cortés como él.Marius tenía el don de poner de relieve,incluso tras una pugna de poder a poder,mis instintos más nobles.

—A mi casa, Armand, donde se

encuentran en estos momentos Sybelle yBenji. No temas por ellos. Son unosmortales extraordinarios, brillantes,distintos y, sin embargo, parecidos.Ellos te aman y han aprendido mucho atu lado.

Mis mejillas se tiñeron de sangre yde rubor; aquel sofoco me escocía yresultaba desagradable, pero cuando lasangre se retiró de la superficie de mirostro, me sentí refrescado ycuriosamente excitado por haberexperimentado aquellas sensaciones.

Me turbaba estar ahí y deseaba queaquella escena terminara cuanto antes.

—Maestro, no sé quién soy en estanueva vida —dije con tono de gratitud.¿Renacido? ¿Confundido? Dudé unos

instantes, pero no podía detenerme—.No me pidas que me quede aquí. Quizáregrese en otra ocasión, cuando Lestatvuelva a ser el mismo de siempre,cuando haya transcurrido un tiempo...No lo sé con certeza, sólo sé que enestos momentos no puedo aceptar tuamable invitación.

Marius asintió brevemente, altiempo que hacía un pequeño ademán deaquiescencia. Su vieja capa gris sehabía deslizado sobre un hombro, pero aél no parecía importarle. Sus raídasropas de fina lana mostraban un aspectolamentable; las solapas y los bolsillosestaban orlados de un polvo grisáceo, locual no dejaba de resultar chocante portratarse de él.

Marius lucía una bufanda de sedablanca en torno al cuello que hacía quesu pálido rostro pareciera mássonrosado y humano de lo habitual. Perola seda estaba desgarrada como sihubiera quedado prendida en una zarza.En definitiva, vagaba por el mundovestido de una forma impropia en él. Erael atuendo de un saltimbanqui, no de miviejo maestro.

Creo que se percató de mi dilema.Alcé la vista hacia el tenebroso techodel edificio. Deseaba alcanzar el ático,las ropas semiocultas de la niña muerta.Me intrigaba esa historia de la niñamuerta. Tuve la impertinencia dedistraerme pensando en ello, aunqueMarius esperaba una respuesta.

Marius interrumpió mismeditaciones con sus suaves palabras:

—Cuando decidas venir a porSybelle y Benji los hallarás en mi casa— comentó—. No te costaráencontrarnos. Oirás la Appassionatacuando desees oírla —añadiósonriendo.

—Le has cedido el piano —respondí. Me refería a la doradaSybelle. Yo había cerrado mis oídos atodo sonido que no fuera sobrenatural yno deseaba abrirlos ni siquiera paraescuchar a Sybelle tocar el piano, unplacer que añoraba intensamente.

Tan pronto como penetramos en elconvento, Sybelle había visto un piano yme había preguntado al oído si podía

tocarlo. El piano no se hallaba en lacapilla donde yacía Lestat, sino en unaespaciosa estancia que estaba desierta.Yo le había dicho que no era correcto,que podía importunar a Lestat, pues nosabíamos lo que él pensaba o sentía, nisi se sentía angustiado y atrapado en sussueños.

—Espero que cuando vengas tequedes una temporada —dijo Marius—.Te encantará oír a Sybelle tocar mipiano. Podremos conversar, tú podrásdescansar con nosotros y compartiremosla casa durante tanto tiempo comodesees.

Yo no respondí.—Es una mansión palaciega al

estilo del Nuevo Mundo —prosiguió

Marius con una sonrisa socarrona—. Noestá lejos. Poseo un jardín inmensorepleto de vetustos robles, unos roblesmás antiguos que los de la Avenida, ygrandes puertaventanas. Ya sabes lo queme gustan esas cosas. Es el estiloromano. La casa está abierta a la lluviaprimaveral, y la lluvia primaveral aquíes de ensueño.

—Lo sé —musité—. Creo que haempezado a llover, ¿verdad? —agreguésonriendo.

—Sí, me han caído unas gotas —contestó Marius casi alegremente—. Vencuando quieras. Si no esta noche,mañana...

—Iré esta misma noche —respondí. No deseaba ofenderlo, pero

Benji y Sybelle ya habían vistosuficientes monstruos de rostro pálido yvoz suave. Había llegado el momento demarcharse.

Observé a Marius casi condescaro, deleitándome, tratando desuperar una timidez que para los serescomo nosotros representa una grandesventaja en este mundo moderno. Enla Venecia antigua, Marius se habíavanagloriado de su elegancia comotodos los caballeros de esa época,siempre espléndidamente ataviado, elvivo espejo de la moda, para utilizar unaantigua y airosa expresión. Cuandoatravesaba la plaza de San Marcos bajola suave luz violácea de la noche, todosse volvían para mirarlo. El rojo era su

color distintivo, el terciopelo rojo: unaholgada capa, un jubón magníficamenterecamado y debajo de él una camisa deseda dorada, muy en boga en aquellostiempos.

Marius poseía entonces el cabellodel joven Lorenzo de Médicis; parecíasalido de un fresco.

—Sabes que te amo, maestro, peroen estos momentos deseo estar solo —dije—. Tú no me necesitas, ¿no escierto, señor? Lo cierto es que nunca mehas necesitado.

En el acto me arrepentí de haberlodicho. Las palabras, no el tono,resultaban impertinentes. Y nuestrasmentes estaban tan separadas que temíque Marius las malinterpretara.

—Deseo gozar de tu presencia,querubín —repuso Marius con tonocondescendiente—. Pero esperaré. Meparece que hace poco pronuncié estasmismas palabras, cuando estábamosjuntos, pero no me importa repetirlas.

Yo no me atrevía a decirle queúltimamente anhelaba tener compañíahumana, que deseaba pasar la nochecharlando con el pequeño Benji, unmuchacho muy sabio, o escuchando a miamada Sybelle tocar una y otra vez susonata preferida. No me parecióoportuno darle más explicaciones. Degolpe me sentí de nuevo triste, abrumadoe innegablemente triste por haberacudido a este desolado y desiertoconvento donde yacía Lestat, incapaz de

moverse y de hablar, quién sabe por quémotivo.

—No ganarás nada con micompañía en estos momentos, maestro— comenté—. Pero confío en que medes alguna pista para que pueda darcontigo cuando haya pasado un tiempo...—No concluí la frase.

—¡Temo por ti! —murmuró depronto Marius con afecto.

—¿Más que en épocas pasadas,señor? —pregunté.

Tras reflexionar unos momentos,Marius respondió:

—Sí. Amas a dos criaturasmortales. Representan tu luna y tusestrellas. Ven a pasar unos díasconmigo. Dime lo que piensas sobre

nuestro Lestat y sobre lo que haocurrido. Espero que me cuentes tuopinión sobre todo cuanto has vistoúltimamente. Prometo guardar silencio yno presionarte.

—Te admiro, señor, por expresarlocon delicadeza —repuse—. ¿Te refieresa por qué creí a Lestat cuando me dijoque había estado en el cielo y elinfierno? ¿Deseas saber lo que vicuando me mostró la reliquia que habíatraído consigo, el velo de la Verónica?

—Sí, si deseas decírmelo. Peroante todo deseo que descanses un tiempoen mi casa.

Yo apoyé mi mano en la suya,maravillado de que pese a todo cuantohabía soportado, mi piel fuera casi tan

blanca como la suya.—¿Tendrás paciencia con mis

niños hasta que yo vaya a buscarlos? —pregunté—. Se creen intrépidamentemalvados por haber venido aquíconmigo y haberse puesto a silbar contoda naturalidad en la morada de los nomuertos, por así decirlo.

—Los no muertos —repitióMarius, sonriendo con aire de reproche—. No utilices ese lenguaje en mipresencia. Sabes que lo detesto.

Marius me besó brevemente en lamejilla, lo cual me dejó perplejo. Luegose esfumó.

—¡Un viejo truco! —exclamé envoz alta, preguntándome si Mariusestaría aún lo suficientemente cerca para

oírme, o si había cerrado sus oídos almundo externo con tanta firmeza como lohabía hecho yo.

Fijé la mirada en el infinito,deseando hallarme en un lugar apacible,soñando con cenadores, no mediantepalabras sino en imágenes, como suelehacer mi vieja mente, ansiandotumbarme entre los macizos de flores deun jardín, oprimir el rostro contra latierra y canturrear suavemente.

Añoraba la primavera que habíaestallado en el exterior, la neblina quepresagiaba lluvia... Anhelaba loshúmedos bosques situados más allá deeste lugar, pero también anhelabareunirme con Sybelle y Benji, y partir,tener la fuerza de voluntad de seguir

adelante.«¡Ah, Armand! Siempre careciste

de fuerza de voluntad. No dejes que lavieja historia se repita. Ármate concuanto ha sucedido.»

Noté la presencia de otro ser quemerodeaba cerca. Me parecióintolerable que un ser inmortal, a quienyo no conocía, tuviera la osadía deentrometerse en mis reflexiones íntimasy aleatorias, quiza con el deseo egoístade adivinar mis sentimientos. Sinembargo, se trataba de David Talbot.

Tras salir del ala donde estaba lacapilla, había atravesado las salas delconvento que la comunicaban con eledificio principal, donde yo meencontraba en el rellano del segundo

piso.Le vi entrar en el vestíbulo. A sus

espaldas había una puerta de cristal quedaba acceso a la galería, y abajo elpatio, invadido por una delicada luzblanca y dorada.

—Menos mal que todo estátranquilo —comentó David—. El áticoestá desierto; supongo que sabes que nopuedes entrar en él.

—Vete —repliqué. No sentí ira,sólo el legítimo deseo de que nadie seentrometiera en mis pensamientos y misemociones.

David, haciendo gala de suprodigiosa desenvoltura, hizo casoomiso de mi petición y repuso:

—Reconozco que te temo un poco,

pero me puede la curiosidad.—¡Conque ésa es tu excusa por

haberme seguido hasta aquí!—No te he seguido —contestó

David—. Vivo aquí.—Lo lamento, lo ignoraba —me

disculpé—. Me alegra saberlo. Asípuedes vigilarle, no está solo. —Merefería a Lestat, por supuesto.

—Todos te temen —dijo David concalma. Se detuvo a pocos pasos de mí,con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Sabes?, es muy interesante estudiarlos usos y costumbres de los vampiros.

—A mí no me lo parece —repliqué.

—Es natural—repuso él—.Perdóname, estaba reflexionando en voz

alta. Pensaba en la niña que dicen quemurió asesinada en el ático. Es unahistoria tremenda sobre una persona muyjoven. Quizá tengas más suerte que losotros y consigas ver al fantasma de laniña cuyas ropas emparedaron para quenadie las hallara.

—¿Te importa que te observemientras tratas de colarte en mi mentecon aplastante descaro? —pregunté—.Nos conocimos hace tiempo, antes deque ocurriera lo que ocurrió: Lestat, elViaje Celestial, este lugar... No teobservé detenidamente. Me erasindiferente, o quizá me lo impidió mieducación.

Me asombró la vehemencia de mitono. Estaba muy excitado, pero no por

culpa de David Talbot.—Pienso en los datos que circulan

sobre ti —dije—. Que no naciste con elcuerpo que muestras ahora, que eras unanciano cuando te conoció Lestat, queeste cuerpo en el que resides pertenecíaa un alma inteligente capaz de saltar deun ser vivo a otro y apoderarse de él.

David esbozó una sonrisaencantadora.

—Eso dijo Lestat —contestó—.Eso escribió Lestat, y sin duda es cierto.Tú sabes que lo es. Lo sabías desde elmomento en que nos conocimos.

—Pasamos tres noches juntos —respondí—. Jamás se me ocurrió dudarde ti. Quiero decir que nunca te mirédirectamente a los ojos.

—En aquel entonces pensábamosen Lestat.

—¿Y ahora no?—No lo sé —contestó David.—David Talbot —dije, midiéndole

fríamente con los ojos—. David Talbot,general superior de la orden dedetectives clarividentes, conocida comoTalamasca, catapultado al cuerpo quehabita ahora. —Yo no sabía si estabaparafraseando o inventando lo que decía—. Encerrado o encadenado dentro deese cuerpo, sujeto al mismo por multitudde viejas venas y arterias, y convertidoen un vampiro a medida que una sangreardiente e irrestañable invadía suafortunada anatomía, sellando su almadentro de su cuerpo y transformándolo

en un ser inmortal, un hombre de pielatezada y cabello seco, espeso, lustrosoy negro.

—Creo que has acertado —contestó él con condescendientecortesía.

—Un apuesto caballero —continué—, de color caramelo, que se mueve conla agilidad de un gato, exhibe unamirada tan encantadora que me hacepensar en una serie de cosas placenterasy exhala un popurrí de aromas: canela,clavo, pimienta y otras especiesdoradas, castañas o rojas, cuyasfragancias son capaces de estimular micerebro y sumirme en unos deseoseróticos que exigen satisfacción. Su pieldebe de oler a anacardos y una espesa

crema de almendras. Estoy seguro deello.

—He captado tu mensaje —comentó David, echándose a reír.

Yo estaba pasmado y turbado por laperorata que acababa de soltar.

—Pues yo no estoy seguro desaberlo —repliqué.

—Está muy claro —dijo él—.Deseas que te deje tranquilo.

De inmediato reparé en lasabsurdas contradicciones que encerrabala cuestión.

—Estoy trastornado —murmuré—.Tengo los sentidos confundidos: gusto,vista, olor, tacto... No estoy en miscabales.

Pensé con frialdad y alevosía en

atacarlo, apoderarme de él, derrotarlocon mi astucia y mis facultadessuperiores a las suyas y probar su sangresin su consentimiento.

—Ni lo intentes, soy un viejo zorro—afirmó David—. ¿Cómo se te ocurresemejante cosa?

¡Qué aplomo! El anciano quellevaba dentro se imponía sobre laenvoltura joven y fuerte, el sabio mortalque imponía su autoridad de hierrosobre todo lo eterno y dotado de unpoder sobrenatural. ¡Qué combinaciónde energías! Yo deseaba beber susangre, apoderarme de él contra suvoluntad. No existe nada más divertidoen este mundo que violar a un ser igual ati.

—No sé —dije, avergonzado.Violar es un acto poco viril—. No sépor qué te insulto. Yo quería marcharmecuanto antes. Quería visitar el ático ylargarme de aquí. Quería evitar esteenamoramiento mutuo. Me pareces unser prodigioso, y tú opinas lo mismo demí. Es una situación comprometida.

Le miré de arriba abajo. La últimavez que nos encontramos yo debía deestar ciego, sin duda.

David iba vestido a la última. Conla habilidad de otros tiempos, cuandolos hombres podían exhibirse comopavos reales, había elegido unos coloresdorados, sepia y ambarinos para suatuendo. Ofrecía un aspecto pulcro yelegante, decorado con unos toques de

oro puro estratégicamente repartidos, enla pulsera del reloj, los botones y elalfiler de corbata, esa curiosa tiracoloreada que lucen los hombres de estaépoca, como para permitirnos agarrarlesmás fácilmente por el nudo de la misma.Un ridículo ornamento. Incluso sucamisa de bruñido algodón mostrabaunos reflejos irisados que recordaban elsol y la cálida tierra. Hasta sus zapatoseran marrones, relucientes como eldorso de un escarabajo.

David se acercó a mí.—Ya sabes lo que voy a pedirte —

anunció—. No luches con estospensamientos que no alcanzas aarticular, estas nuevas experiencias,estos conocimientos que te abruman.

Escribe un libro para mí basado en esematerial.

Yo no pude haber adivinado queésa sería su petición. Me sorprendió,dulcemente, pero no dejó dedesconcertarme.

—¿Que escriba un libro? ¿Yo,Armand?

Me dirigí hacia él, luego di mediavuelta y subí la escaleraapresuradamente, sin detenerme en eltercer piso, hasta alcanzar el cuarto,donde se hallaba el ático.

Reinaba un ambiente denso ysofocante. Era un lugar que el solrecalentaba a diario. Todo emanaba unaroma seco y dulzón; la madera olía aincienso y las tablas del suelo estaban

astilladas.—¿Dónde estás, criatura? —

pregunté.—Querrás decir niña —me

corrigió David.Había subido tras de mí, dejando

pasar unos minutos en aras de losbuenos modales.

—Esa niña nunca estuvo aquí —añadió.

—¿Cómo lo sabes?—Si fuera un fantasma, yo podría

invocarla —contestó él.—¿Tienes ese poder? —pregunté,

volviéndome hacia David—. ¿O lodices por decir? Antes de que merespondas, te advierto que casi nuncatenemos la facultad de ver espíritus.

—Soy un ser de nuevo cuño —repuso David—. Distinto de los otros.He penetrado en el Mundo de lasTinieblas con otras facultades. Todoindica que nuestra especie, losvampiros, hemos evolucionado.

—El mundo convencional esestúpido —repliqué, dirigiéndome haciael ático. Vi un pequeño dormitorio conlos muros de yeso desconchados ypintados con grandes y vistosas rosasvictorianas y unas hojas borrosas decolor verde pálido. Entré en lahabitación. La luz penetraba a través deuna elevada ventana a la que una niña nohabría podido asomarse. «Quécrueldad», pensé.

—¿Quién dijo que aquí murió una

niña? —pregunté.La habitación estaba limpia y

ordenada, pese al deterioro causado porel paso del tiempo. No noté presenciaalguna. Todo estaba perfecto; no habíaningún fantasma para darme ánimos ¿Porqué iba a despertarse un fantasma de suplácido sueño para reconfortarme?

Me quedaba el recurso derecrearme en el recuerdo de la niña, sutierna leyenda. ¿Cómo es posible quemueran asesinados niños en orfanatosatendidos sólo por monjas? Nuncasupuse que las mujeres pudieran ser tancrueles. Quizá secas, carentes deimaginación, pero no tan agresivas comonosotros, capaces de matar.

Deambulé por la habitación. En una

pared había unos taquilleros de madera,uno de los cuales estaba abierto ycontenía unos zapatitos marrones, estiloOxford, con cordones negros. De pronto,al volverme, vi el hueco roto y astilladodel que habían arrancado sus ropas. Lasprendas de la niña yacían allí, arrugadasy cubiertas de moho.

Se apoderó de mí una inmovilidadcomo si el polvo de la habitación secompusiera de unos fragmentos de hielocaídos de las elevadas cimas de unasmontañas altaneras y monstruosamenteegoístas con el fin de congelar a todo servivo, para aniquilar a todo cuantorespirara, sintiera, soñara o viviera.

—«No temas el calor del sol —murmuró David citando unos versos—.

Ni la cólera feroz del invierno. Notemas...»

Sonreí satisfecho. Yo conocía esepoema, me encantaba.

Hice una genuflexión, como si mehallara ante el sacramento, y toqué lasropas de la niña.

—Era muy pequeña, no debía detener más de cinco años, pero no murióaquí. Nadie la mató. No tuvo un fin tanespecial.

—Tus palabras desmienten tuspensamientos —declaró David.

—No, pienso en dos cosassimultáneamente. Existe cierta distinciónen morir asesinado. A mí me asesinaron.No, no fue Marius, como quizá creas,sino otros.

Me expresé con suavidad, sin darcontundencia a mis palabras, porque nopretendía hacer un drama de ello.

—Los recuerdos me envuelvencomo un viejo abrigo de piel. Alzo elbrazo y compruebo que está cubierto porla manga de la memoria. Me vuelvo ycontemplo épocas pasadas. ¿Pero lo quemás me aterroriza? Que este estado,como tantos otros que he experimentado,no signifique el comienzo de nada sinoque se prolongue a lo largo de lossiglos.

—¿Qué es lo que temes realmente?¿Qué pretendías de Lestat al venir aquí?

—Vine a verlo a él, David. Vine aaveriguar cómo estaba, qué hacía en estelugar, tumbado en el suelo, inmóvil.

Vine... —Pero no dije nada más.Las relucientes uñas daban a sus

manos un aire ornamental y especial, tangrato y acariciante que deseabas que tetocaran. David tomó el vestido infantil,desgarrado, grisáceo, adornado con unosjirones de encaje. Todo lo que estáenvuelto en carne mortal emite unabelleza deslumbrante si uno se concentraen ello con la suficiente intensidad, y labelleza de David te asaltaba sin pedirdisculpas.

—Una ropa infantil, simplemente.—Algodón estampado con flores, untrozo de terciopelo con una mangaabullonada no mayor que una manzanapara el siglo de brazos desnudos de díay de noche—. No hubo violencia —

afirmó David como lamentándose deello—, No era más que una pobre niña,¿no crees?, triste por naturaleza ydebido a las circunstancias.

—¿Por qué emparedaron susropas? ¿Qué pecado cometieron estosvestiditos? —Suspiré—. Por todos lossantos, David Talbot, ¿por qué nopermites que esa niña tenga su leyenda,su fama? Me enojas. Dices que puedesver fantasmas. ¿Te parecen agradables?¿Te gusta hablar con ellos? Yo podríahablarte sobre un fantasma...

—¿Cuándo me hablarás de él? ¿Noves el bien que haría un libro? —Davidse levantó y se limpió el polvo delpantalón con la mano derecha. En laizquierda sostenía el vestido de la

pequeña. Había algo en aquellaconfiguración que me preocupaba, un seraltísimo sosteniendo el vestido arrugadode una niña.

—Bien pensado —dije, volviendola cabeza para no ver el vestido en lamano de David—, no existe ningúnbendito motivo para que existan niños yniñas. Piensa en ello, en la tiernacuestión de los mamíferos. ¿Acasoexisten distinciones de sexo entre gatitoso potros? No tiene la menorimportancia. Esas criaturas a mediocrecer son asexuadas. No tienen un sexodefinido. No hay nada más espléndidoque contemplar a un niño o una niña.Tengo la cabeza llena de ideas. Creo queestallaré si no hago algo... Me has

propuesto que escriba un libro para ti.¿Crees que es posible, crees que...?

—Lo que creo es que cuandoescribes un libro, debes relatar lahistoria tal como la conoces.

—No veo que eso encierre unagran sabiduría.

—Entonces piensa, pues buenaparte de lo que decimos no es sino unmedio de expresar nuestrossentimientos, un mero estallido.Escucha, toma nota de la forma en quese producen esos estallidos.

—No deseo hacerlo.—Sin embargo, lo haces, aunque no

sean las palabras que desees leer.Cuando escribes, ocurre algo distinto.Creas una historia, por fragmentada,

experimental o carente de fórmulasconvencionales que sea. Inténtalo pormí. No, se me ocurre una idea mejor.

—¿Qué?—Acompáñame a mis aposentos.

Ahora vivo aquí, como ya te he dicho. Através de mis ventanas se ven losárboles. No vivo como nuestro amigoLouis, vagando de un polvoriento rincóna otro para regresar luego alapartamento de la Rué Royale una vezque se ha convencido por enésima vezde que nadie pretende lastimar a Lestat.Mis habitaciones están bien caldeadas.Utilizo velas para obtener unailuminación antigua. Baja y escribiré tuhistoria. Puedes hablar conmigo,protestar o gritar como un poseso

mientras escribo. El mero hecho de queyo escriba tu historia hará que saquesprovecho de ella. Empezarás a...

—¿A qué?—A contarme lo que ocurrió, cómo

moriste y cómo viviste.—No esperes milagros, mi

desconcertante y erudito amigo. No moríen Nueva York aquella mañana. Casimorí.

David me tenía ligeramenteintrigado, pero no podía hacer lo que mepedía. No obstante, me pareció honesto,extraordinariamente honesto, y por tantosincero.

—No me refería a que seas literal.Lo que quiero es que me cuentes lo quesentiste cuando trepaste hasta el sol,

cuando padeciste tantos sufrimientos,según afirmas, para descubrir en tudolor esos recuerdos, esos vínculos queunen un episodio con otro. ¡Cuéntamelo!¡Te lo ruego!

—No si pretendes darle coherencia—repliqué con brusquedad. Por sureacción deduje que no estaba enojadoconmigo. Deseaba seguir conversando.

—¿Que le dé coherencia? Melimitaré a escribir lo que tú me cuentes,Armand —repuso David con palabrassencillas, pero curiosamentevehementes.

—¿Lo prometes? —pregunté,mirándole con expresión coqueta. ¡Yo!Rebajarme a estos extremos...

David sonrió. Estrujó el vestido de

la niña y luego lo arrojó de forma quecayera sobre el montón de viejasprendas infantiles.

—No alteraré una sílaba —dijo—.Acompáñame, sincérate conmigo y sé miamor —añadió, sonriendo de nuevo.

De pronto avanzó hacia mí con laagresividad con que yo había pensadoen abordarle antes. Me levantó el pelode la frente, me acarició la cara ysepultó el rostro entre mis bucles,riendo. Luego me besó en la mejilla.

—Tu cabello parece tejido con unmaterial ambarino, como si el ámbarpudiera fundirse, como si pudiéramosextraerlo de las llamas de las velas,formar con él unos finos y airosos hilosy, tras dejarlos secar, confeccionar esta

lustrosa cabellera. Eres muy dulce, virily al mismo tiempo lindo como unajovencita. Me gustaría verte vestido conprendas antiguas de terciopelo como tevestías para él, Marius. Quisieracontemplarte durante unos momentosataviado con unas medias y un jubónceñido en la cintura y recamado derubíes. Pero permaneces impávido, migélido amigo. Mi amor no te conmueve.

Eso no era cierto.Sus labios estaban calientes y sentí

sus incisivos sobre mi piel, sus dedosoprimiendo con fuerza mi cuerocabelludo. Sentí un escalofrío, micuerpo se tensó y luego me eché atemblar. Fue un momento deinsospechada dulzura. Esa solitaria

intimidad me dolió hasta el punto dedesear transformarla o librarme de ellapor completo; prefería morir o alejarmede allí, en la oscuridad, simple y solocon mis lágrimas corrientes y vulgares.

Por la expresión de sus ojos dedujeque David era capaz de amar sin darnada. No era un experto, tan sólo unbebedor de sangre.

—Haces que sienta hambre —murmuré—. No de ti, sino de uno queesté condenado pero vivo. Deseo cazaruna presa. ¡Basta! ¿Por qué meacaricias? ¿Por qué eres tan gentilconmigo?

—Todos te desean —respondióDavid.

—Lo sé. Todos desean violar a una

criatura astuta y perversa. Todos deseanposeer a un muchacho alegre y risueñoque sabe desenvolverse en el mundo.Los niños son un alimento más sabrosoque las mujeres, y las niñas se parecendemasiado a las mujeres. Pero losmuchachos jóvenes... No son como loshombres, ¿verdad?

—No te burles de mí. Me refería aque sólo deseo tocarte, sentir lasuavidad de tu piel, eternamente joven.

—Oh, sí, sí, soy eternamente joven—me burlé—. Dices muchasestupideces para ser tan hermoso. Memarcho. Tengo que alimentarme. Cuandohaya terminado, cuando me sientacaliente y saciado, regresaré yhablaremos y te contaré todo lo que

deseas saber.Me alejé un poco de él,

estremeciéndome cuando David mesoltó el pelo. Alcé la vista y contempléla ventana blanca y vacía, demasiadoalta para divisar los árboles a través deella.

Desde aquí no alcanzaban a ver elverdor de las plantas y los arboles.Fuera ya ha llegado la primavera, unaprimavera sureña. La huelo a través delas paredes. Deseo contemplar duranteunos instantes las flores. Matar, bebersangre y recrearme contemplando lasflores.

—Eso no basta. Debemos escribirel libro —replicó David—. Quiero quelo escribamos ahora, que me

acompañes. No permaneceré aquí parasiempre.

—¡No digas tonterías! Crees quesoy un muñeco, ¿no es cierto? Teparezco un muñeco de cera más queapetecible y te quedarás aquí tantotiempo como me quede yo.

—Eres un poco cruel, Armand.Pareces un ángel pero te expresas comoun vulgar matón.

—¡Qué arrogancia! Pero ¿nohabíamos quedado en que me deseabas?

—Sólo con ciertas condiciones.—Mientes, David Talbot —le

espeté.Me dirigí hacia la escalera. Las

cigarras cantaban en la noche comosuelen hacer, a todas horas, en Nueva

Orleans. A través de las ventanas denueve paneles de la escalera observé lasfloridas copas de los árboles y una parraenroscada sobre el tejado del porche.

David me siguió. Bajamos laescalera, caminando como hombres decarne y hueso, hasta llegar al primerpiso. Atravesamos la reluciente puertade cristal y salimos a la espaciosa eiluminada avenida de Napoleón con suverde, húmedo y fragante parque situadoen el centro, un parque rebosante decuidadas flores y vetustos, retorcidos yhumildes árboles cuyas ramas seinclinaban hacia el suelo.

Toda la escena se movía al ritmodel viento sutil procedente del río; lahúmeda neblina se arremolinaba sobre

la ciudad, pero no caía convertida enlluvia; las diminutas hojas sedesprendían de los árboles comocenizas marchitas. La suave primaverasureña... Hasta el cielo parecía preñadocon la estación, denso y sonrojadodebido a la luz reflectante, emanandoneblina a través de todos sus poros.

Percibí el estridente perfume queexhalaban los jardines a mi derecha eizquierda, la fragancia de las maravillasvioláceas, como las llaman los mortales,una flor rampante que prolifera como lamala hierba, pero infinitamente dulce;los lirios silvestres irguiéndose afiladoscomo cuchillos del lodo negro, suspétalos profundos y monstruosamentegrandes batiendo sobre viejos muros y

escalones de hormigón; y, por supuesto,multitud de rosas, rosas de mujeresancianas y jóvenes, rosas demasiadoíntegras para la noche tropical, rosasrecubiertas de veneno.

Antiguamente, a través de esteprado central cubierto de hierba habíancirculado tranvías. Yo sabía que las víasse extendían sobre este ancho espacioverde por el que caminaba delante deDavid hacia los arrabales, hacia el río,hacia la muerte, hacia la sangre. Él meseguía. Yo podía cerrar los ojosmientras avanzaba sin tropezar y ver lostranvías.

—Anda, ¡sígueme! —exclamé. Másque una invitación era una descripciónde lo que él hacía.

Recorrí una manzana tras otra enpocos segundos. Él me seguía a cortadistancia. Era muy fuerte. Sin duda lasangre de toda la corte real de losvampiros circulaba por sus venas. Eramuy propio de Lestat crear el monstruomás feroz que jamás haya existido, esdecir, después de sus equivocacionesiniciales (Nicolás, Louis y Claudia),ninguno de los cuales era capaz decuidar de sí mismo. Dos habíanperecido y uno, el más débil de todo elelenco de vampiros, seguía vagando porel ancho mundo.

Me volví para mirar a David. Surostro tenso, tostado y bruñido mesorprendió. Ofrecía un aspecto lacado,encerado, lustrado y pensé de nuevo en

especias, en nueces acarameladas, enaromas exquisitos, en chocolatinasrepletas de azúcar y suculentoscaramelos. Tuve la tentación deabalanzarme sobre él.

Sin embargo, David no podíacompararse con un repugnante, maduro yapestoso mortal. Así pues, señalé haciadelante y dije:

—Ahí.David miró el lugar que yo le

indicaba. Contempló la hilera dedesvencijados edificios. Por doquierhabía mortales dormidos, sentados,cenando, caminando entre pequeñas yangostas escaleras, tras murosdesconchados y destartalados techos.

Yo había dado con uno, perfecto en

su maldad, un cúmulo de perversión,avaricia y odio que ardía como odiosasbrasas mientras esperaba que yoapareciera.

Llegamos a Magazine Street y laatravesamos; aún no habíamosalcanzado el río, aunque faltaba poco.Yo no recordaba esta calle, jamás lahabía recorrido durante misvagabundeos por esta ciudad de Louis yLestat, una calle estrecha con viviendasde color madera que arrastraba el río ala luz de la luna y unas ventanascubiertas con cortinas baratas. Dentrohabía un mortal arrogante, vicioso,tumbado frente al televisor, bebiendocerveza de una botella marrón sin hacercaso de las cucarachas y el sofocante

calor que penetraba por la ventana, unser grotesco, sudado, repugnante eirresistible, de carne y hueso, que meaguardaba.

La casa estaba tan atestada debichos que más que una viviendaparecía un simple caparazón, crepitantey deleznable, cuyas siniestras sombraseran del mismo color que un bosque. Lasnormas más elementales de higienebrillaban por su ausencia. Hasta losmuebles se pudrían entre aquel montónde basura y humedad. El ruidoso yblanco frigorífico estaba oxidado.

Sólo el apestoso lecho y las ropasindicaban que la casa estaba habitada.

Era el nido más indicado dondehallar a este pajarraco, este gordo,

suculento y apetitoso saco de huesos ysangre cubierto por un raído plumaje.

Al abrir la puerta, me asaltó unhedor humano semejante a un enjambrede moscas. Arranqué la puerta de susgoznes sin apenas hacer ruido.

Avancé sobre los periódicos quecubrían el suelo pintado, sorteando unascáscaras de naranja del color pardo delcuero. Todo estaba infestado decucarachas. El mortal ni siquiera levantóla vista. Tenía el rostro hinchado ysurcado de venitas azuladas típico delos borrachos, las cejas negras, espesasy alborotadas, pero presentaba ciertoaspecto angelical, debido a la luz queemitía la pantalla del televisor.

El mortal oprimió un botón del

mando a distancia para cambiar decanal. El resplandor del televisor seintensificó y parpadeó unos segundos, ensilencio. Luego el mortal dejó quesonaran las notas de la canción quetocaba un estrambótico grupo musicalmientras el público aplaudía a rabiar.

Unos ruidos grotescos, unasimágenes grotescas, como todo lo que lerodeaba. No obstante te deseo. Nadiemás te desea.

El mortal alzó la vista y me miró,observó al muchacho que habíairrumpido en su casa. David se habíaquedado rezagado, acechando, y noalcanzó a verlo.

Yo aparté el televisor de unmanotazo. El aparato se movió

violentamente y cayó al suelo,rompiéndose como si contuvieramultitud de tarros de potencia,sembrando el suelo de fragmentos devidrio.

Una furia momentánea se apoderódel mortal; volvió su rostro abotargadohacia mí y me miró como si me hubierareconocido. Se levantó y se precipitóhacia mí con los brazos extendidos.

Antes de que clavara mis dientes ensu carne, observé que tenía el pelonegro, largo y sucio; sucio pero espeso.Lo llevaba recogido con un trozo de telaen una gruesa cola de caballo que lecolgaba sobre la camisa a cuadros.

A todo esto, el mortal poseía lasuficiente sangre espesa y saturada de

cerveza, horrenda pero deliciosa, parasatisfacer a dos vampiros, además de uncorazón furioso que no se rendíafácilmente y un corpachón tanvoluminoso que tuve la sensación deestar montado sobre un toro bravo.

Mientras me alimento, todos losolores me parecen agradables, inclusolos más rancios. Pensé, como decostumbre, que iba a morir de gozo.

Succioné con fuerza para llenarmela boca, dejando que la sangre sedeslizara sobre mi lengua hasta miestómago, suponiendo que posea uno,pero sobre todo para saciar mi infinita ysucia sed, aunque no tan rápidamentecomo para acabar con él de inmediato.

El mortal comenzó a perder las

fuerzas, pero siguió luchando. Luegocometió la estupidez de asirme de lasmanos para obligarme a soltarlo,seguido de la increíble torpeza de tratarde arrancarme los ojos. Yo los cerré confuerza y dejé que tratara de meter susgrasientos dedos en mis ojos. Susesfuerzos fueron en vano. Soy un joveninatacable. No se puede cegar a unciego. Yo estaba demasiado repleto desangre para preocuparme por esasnimiedades. Además, sus forcejeos mecomplacían. Esas débiles criaturas,cuando tratan de arañarte, en realidad teacarician.

La vida del mortal pasó ante élcomo si todas las personas a quieneshabía amado se deslizaran por una

montaña rusa bajo las rutilantesestrellas. Era peor que un cuadro de VanGogh. Uno no conoce nunca la paleta dela criatura que asesina hasta que lamente desembucha sus colores máshermosos.

Al poco cayó al suelo,arrastrándome consigo. Yo le rodeabacon el brazo izquierdo y me acurruquécomo un niño contra su enorme ymusculosa barriga, chupándole la sangreque brotaba a chorro, estrujando todocuanto él pensaba y veía hastaconvertirlo en un solo color, un naranjapuro. Durante unos segundos, mientras élagonizaba, cuando la muerte pasó antemí como una gigantesca bola de siniestrafuerza que en realidad no era nada, tan

sólo humo o algo incluso menos tangibleque el humo, cuando su muerte penetróen mí y salió de nuevo como el viento,me pregunté: «¿Al destruir a este mortalimpido acaso que en sus últimosestertores reconozca sus errores?»

«No seas necio, Armand. Tú sabeslo que saben los espíritus, lo que sabenlos ángeles. ¡Ese cabrón se va a casa! Alcielo. A un cielo que a ti te rechazó ysiempre te rechazará.»

En el trance de la muerte, el mortalofrecía un excelente aspecto.

Me senté junto a él. Me limpié laboca, aunque no quedaba una gota de susangre en mis labios. A los vampirossólo les chorrea la sangre por lascomisuras de la boca en las películas.

Me limpié la boca porque tenía el rostroy los labios manchados con su sudor yme daba asco.

Con todo, reconozco que le admirépor su fuerza y dureza pese a su aspectoflácido. Admiré su cabellera negraadherida a su húmedo pecho a través deldesgarrón que le había producidoinevitablemente en la camisa.

Tenía un espléndido cabello negro.Le arranqué el pedazo de tela que losujetaba. Tenía una mata de pelo espesacomo la de una mujer.

Tras asegurarme de que estabamuerto, le agarré el pelo firmemente conla mano izquierda para arrancárselo delcuero cabelludo.

—¿Es necesario que hagas esto? —

protestó David.—No —respondí.En aquel momento se desprendió un

puñado de pelos de su cuero cabelludo,cuyas raíces ensangrentadas se agitaronen el aire como diminutas luciérnagas.Sostuve el mechón durante unosinstantes en alto y luego dejé que cayerasobre su cabeza, que estaba vuelta haciamí.

Los cabellos cayerondesordenadamente sobre su ásperamejilla. Mi víctima tenía los ojoshúmedos y me contemplaba como unamedusa moribunda.

David dio media vuelta y salió a lacalle. Percibí el ruido del tráfico quecirculaba. Por el río navegaba un barco

provisto de un órgano de vapor.Seguí a David. Me limpié el polvo

de la ropa. Habría podido derribar de ungolpe aquella húmeda y destartaladavivienda, que se habría desplomadosobre la pútrida porquería que contenía,pereciendo en silencio entre las casasvecinas de forma que ninguno de sushabitantes se habría percatado de losucedido.

No conseguía librarme del sabor yel olor del sudor de mi víctima.

—¿Por qué no querías que learrancara la cabellera? —pregunté aDavid—. Me apetecía conservarla; élestá muerto y nadie va a echar en falta sunegra caballera.

David se volvió y me observó

fijamente sonriendo de forma socarrona.—Tu expresión me alarma —dije

—. Temo haber cometido la imprudenciade revelar mis deseos más íntimos a unmonstruo. Cuando mi bendita Sybelle notoca la sonata de Beethoven denominadala Appassionata, se entretieneobservándome mientras me alimento conla sangre de un mortal. ¿Aún deseas quete relate mi historia?

Me volví para contemplar almuerto que yacía de costado en el suelo,con todo el peso apoyado sobre unhombro. Sobre el alféizar de la ventana,junto a él, había una botella azul decristal que contenía una flor naranja.«Qué curioso», pensé.

—Sí, deseo oír tu historia —

contestó David—. Vamos, regresemosjuntos. Te pedí que no le arrancaras lacabellera por una razón.

—¿Ah, sí? —pregunté, mirándole.Me picaba la curiosidad—. ¿Qué razónes ésa? Sólo quería arrancarle el pelopara luego desecharlo.

—Como si le arrancaras las alas auna mosca —replicó David no en tonode censura.

—Una mosca muerta —apostillé,sonriendo—. ¿A qué viene tu actitud?

—Lo dije para ponerte a prueba —repuso David—. Si me hacías caso,significaba que todo iría bien entrenosotros. Y te detuviste. De lo cual mealegro — añadió, volviéndose ytomándome del brazo.

—¡No me gustas! —le espeté.—Te engañas, Armand —contestó

él—. Deja que escriba tu historia. Gritay protesta cuanto desees. En estosmomentos eres muy importante porquetienes a esos dos espléndidos mortalespendientes de cada gesto tuyo, comounos acólitos ante su dios. Pero sabesque deseas contarme tu historia.¡Andando!

No pude por menos de soltar unacarcajada.

—¿Siempre te dan resultado estastácticas? —le pregunté.

David me miró sonriendo.—No, reconozco que no —repuso

—. Debes escribir tu historia para ellos.—¿Para quién?

—Para Benji y Sybelle —contestóDavid, encogiéndose de hombros—.¿No estás de acuerdo?

Yo no respondí.Sí, escribe la historia para Benji y

Sybelle. Vi en mi imaginación unahabitación alegre y acogedora, dondenos reuniríamos los tres dentro de unosaños: yo, Armand, inmutable, un maestroniño, y Benji y Sybelle en su plenitudmortal; Benji convertido en un caballeroalto y elegante, con el encanto de unárabe de ojos negros como el azabache,sosteniendo en la mano su cigarrofavorito, un hombre de grandesexpectativas y posibilidades, y miSybelle, una mujer con un cuerpovoluptuoso e imponente, convertida en

una excelente concertista de piano, cuyodorado cabello enmarcaba su rostroovalado de mujer, unos labios sensualesy unos ojos luminosos rebosantes deentsagang y misterio.

¿Sería yo capaz de dictar lahistoria en esta habitación y entregarlesel libro? ¿Dictárselo a David Talbot?¿Podría yo, una vez que les hubieraliberado de mi universo alquimista,entregarles el libro? Partid, hijos míos,con la riqueza y los consejos que os doy,y este libro que escribí hace mucho conDavid para vosotros.

Sí, respondió mi alma. Sinembargo, me volví, arranqué la negracabellera de mi víctima y la pisoteé confuria.

David no se inmutó. Los inglesesson muy educados.

—Muy bien —acepté—, te contarémi historia.

Sus habitaciones se hallaban en elsegundo piso, no lejos de donde yo mehabía detenido en la cima de la escalera.¡Qué cambio de los desiertos y gélidospasillos! David se había construido unalibrería con mesas y sillas. También mefijé en el lecho de metal, seco y limpio.

—Estas son las habitaciones deDora —comentó David—. ¿Teacuerdas?

—Dora —dije. De golpe mepareció oler su perfume, el cualimpregnaba la habitación. Pero susefectos personales habían desaparecido.

Estos libros pertenecían sin duda aDavid. Estaban escritos por los nuevosexploradores espirituales: DannionBrinkley, Hilarión, Melvin Morse, BrianWeiss, Matthew Fox, el libro de Urantia.Además de los textos antiguos:Casiodoro, santa Teresa de Ávila,Gregorio de Tours, los Veda, el Talmud,el Tora, el Kamasutra, todos escritos enlas lenguas originales. También poseíaunas novelas, obras teatrales y poemasque yo desconocía.

—Sí —asintió David, sentándoseante la mesa—. No necesito la luz.¿Quieres que la encienda?

—No sé qué contarte.—¡Ah! —contestó David. Sacó su

pluma mecánica. Abrió una libreta que

contenía unas hojas blancas con unasfinas rayas verdes—. Ya se te ocurrirá— añadió fijando la vista en mí.

Crucé los brazos y dejé caer lacabeza sobre el pecho con tal violenciaque parecía que fuera a desprendersedel tronco. Mi largo cabello se deslizósobre mi rostro.

Pensé en Sybelle y en Benjamin, miapacible muchacha y mi exuberanteniño.

—¿Te gustan mis pupilos, David?—pregunté.

—Sí, desde el primer momento enque los vi, cuando los trajiste aquí. Alos demás también. Los observaron concariño y respeto. Ambos poseen un granempaque y encanto. Todos soñamos con

tener unos amigos mortales como ellos,leales, llenos de gracia, que no esténlocos de remate. Está claro que te aman,pero no se sienten intimidados nifascinados por ti.

Yo no me moví, ni medié palabra.Cerré los ojos. Oí en mi corazón lamarcha trepidante de la Appassionata,esas oleadas sincopadas eincandescentes de música, pletóricas deun metal pulsante y agudo. Sin embargo,sonaba sólo en mi mente. No la tocabami Sybelle de piernas largas y esbeltas.

—Enciende todas las velas quetengas —sugerí tímidamente—. ¿Loharás por mí? Sería bonito. Mira, en lasventanas todavía cuelgan los visillos deencaje de Dora, frescos y pulcros. Me

encanta el encaje. Éste es encaje deBruselas, o un tejido muy parecido, elcual me enloquece.

—Encenderé las velas —respondióDavid.

Yo estaba de espaldas a él. Oí elbreve y delicioso crujido de unapequeña cerilla de madera. Percibí unolor a fósforo seguido de la fragancia dela mecha que oscilaba levementeinclinada, y observé el resplandor quetrepaba sobre las tablas de ciprés deltecho de madera de la habitación. Otrocrujido, otros pequeños sonidoscrepitantes, y la luz se intensificó, cayósobre mí e iluminó la pared que estabaen penumbra.

—¿Por qué lo hiciste, Armand? —

inquirió David—. El velo muestra la fazde Cristo, desde luego, todo indica quese trata del velo de la Verónica, y Diossabe cuánta gente cree en ello, sí, peroen tu caso... Era extraordinariamentebello, lo reconozco, el rostro de Cristocon sus espinas y su sangre, con sus ojoscontemplándonos fijamente, a ambos denosotros, pero ¿cómo es posible que aestas alturas creas en ello a piesjuntillas? ¿Por qué te dirigiste hacia Él?Porque eso es lo que trataste de hacer,¿no es cierto?

Yo meneé la cabeza y me expresécon tono suave e implorante.

—No insistas, mi docto amigo —respondí, volviéndome despacio—.Escribe lo que yo te dicte. Esto es para

ti y para Sybelle. Y por supuesto para mipequeño Benji. En cierto modo, es unasinfonía dedicada a Sybelle. La historiacomienza hace mucho. Quizá no hayareparado hasta este momento en elmucho tiempo que ha transcurrido.Presta atención y escribe. Deja que seayo quien proteste y grite y me desespere.

2Mírame las manos. Pienso en la

frase «no creado por manos humanas».Sé lo que significa, aunque cada vez quehe oído esta frase pronunciada conemoción se refería a algo que yo mismohabía creado.

Me gustaría pintar, tomar un pincely hacerlo como lo hacía entonces,sumido en un trance, con furia, de un

solo trazo, cada línea y masa de colorcombinándose sobre la tela, cadadecisión la definitiva. No obstante, estoymuy desorganizado, abrumado por misrecuerdos.

Permite que elija el punto en el quedeseo comenzar.

Constantinopla estaba gobernadadesde hacía poco por los turcos. Era unaciudad musulmana desde hacía menos deun siglo, cuando llegué a ella, un jovenesclavo, que había sido capturado en lasregiones agrestes de su país, del queapenas conocía su nombre: la Horda deOro.

La memoria me había sidoarrebatada, junto con la lengua, y todacapacidad de razonar de forma

coherente. Recuerdo unas sórdidashabitaciones que debían de hallarse enConstantinopla porque oí hablar a unaspersonas, y por primera vez desde queme habían despojado de mis recuerdos,comprendí lo que decían.

Los mercaderes que trataban conesclavos destinados a los burdeles deEuropa hablaban en griego. No conocíanreligión ni alianza, que era todo cuantoconocía yo, lamentablementedesprovisto de detalles.

Me arrojaron sobre una gruesaalfombra turca, semejante a lassuntuosas alfombras que uno ve en unpalacio, utilizada para exhibirmercancía de lujo.

Tenía el pelo húmedo y largo;

alguien lo había cepillado con tantaenergía que me dolía la cabeza. Todoslos objetos personales que mepertenecían me los habían arrebatado demi persona y mi memoria. Iba cubiertosólo con una vieja y raída túnica detejido dorado. La habitación era húmeday calurosa. Estaba hambriento, perocomo no tenía la menor esperanza deque me dieran de comer, deduje que eraun dolor que me atormentaría durante unrato y luego se desvanecería de modoespontáneo. La túnica debía deconferirme un cierto aire a ángel caído.Tenía unas mangas largas y holgadas, yme llegaba a las rodillas.

Cuando me levanté, descalzo, y vi aesos hombres, comprendí lo que

deseaban, que eran unos seres viciosos ydespreciables y que el precio de suvicio era el infierno. Evoqué las críticasde mis mayores ya difuntos: demasiadolindo, demasiado suave, demasiadopálido, en sus ojos se refleja el diablo ytiene una sonrisa endiabladamenteseductora.

Con qué vehemencia discutían yregateaban esos hombres. Con quéatención me observaban sin mirarme alos ojos.

De pronto me eché a reír. En estelugar todo se hacía con premura. Loshombres que me habían llevado allí mehabían abandonado. Los que me habíanlavado no se habían movido de losbaños. Yo era una mera mercancía que

habían arrojado sobre la alfombra.Durante unos momentos recordé

haber sido en el pasado un ser cínico yelocuente, un buen conocedor de lanaturaleza humana. Me reí porque esosmercaderes me habían tomado por unamuchacha.

Esperé, aguzando el oído, tratandode captar unos fragmentos de laconversación.

Nos encontrábamos en unahabitación amplia, con un curioso techobajo endoselado con una seda bordadacon los espejitos y volutas tanapreciados por los turcos, y laslámparas, aunque exhalaban humo,estaban perfumadas y saturaban laatmósfera con un hollín fino y negruzco

que hacía que me escocieran los ojos.Los hombres, vestidos con unos

caftanes y turbantes, no me resultabandesconocidos, como tampoco el idiomaque hablaban. Sin embargo, sólo alcancéa oír unas pocas frases. Busqué con losojos una vía de escape, pero no habíaninguna. Unos individuos altos yfornidos estaban apoyados en la paredjunto a las puertas, custodiándolas. Enun rincón había un hombre sentado anteun escritorio que utilizaba un abaco parallevar las cuentas. Ante él había variosmontones de monedas de oro.

Uno de los mercaderes, un hombrealto y delgado con los pómulos y lamandíbula pronunciados, avanzó haciamí y me palpó los hombros y el cuello.

Luego me levantó la túnica. Yo mequedé inmóvil, ni enfurecido nitemeroso, simplemente paralizado. Éstaera la tierra de los turcos, y yo sabía loque les hacían a los muchachos. Peronunca había visto una ilustración nihabía oído relatar ninguna historia sobreesa tierra, ni conocía a nadie quehubiera vivido en ella, que la hubieravisitado y regresado a casa.

Mi casa... Supongo que yo deseabaolvidar quién era, obligado por lavergüenza que sentía. Pero en aquellosmomentos, en aquella habitaciónsemejante a una tienda de campaña consu floreada alfombra, entre mercaderes ytratantes de esclavos, me esforcé enrecordarlo como si, al descubrir un

mapa en mi interior, éste me hubierafacilitado el medio de huir de allí yregresar a mi hogar.

Logré recordar unos pastizales, unaregión agreste donde nadie ponía jamáslos pies salvo para... No obstante, teníalagunas en mi memoria. Yo había estadoen esos pastizales, desafiando aldestino, estúpidamente pero no contrami voluntad. Transportaba algo de sumaimportancia. Después de desmontar demi caballo, tomé un voluminoso fardoque estaba sujeto a los arreos de cuero yeché a correr sosteniendo el fardo contrami pecho.

—¡Los árboles! —gritó él, pero¿quién era él?

Sin embargo, comprendí que debía

alcanzar el bosque y depositar el tesoroallí, ese espléndido y mágico objeto queportaba, «no creado por manoshumanas».

No obstante, no llegué al bosque.Cuando me capturaron, dejé caer elfardo y ellos ni siquiera se molestaronen recogerlo, al menos que yo recuerde.Cuando me alzaron en el aire, pensé:«No deben hallarlo así, envuelto en unpedazo de lana. Debo depositarlo en losárboles.»

Deduzco que me violaron en elbarco porque no recuerdo haber llegadoa Constantinopla. No recuerdo haberpasado hambre ni frío, ni sentirmehumillado o aterrorizado.

Una vez aquí, conocí lo que

significa ser violado, presencié disputasy airadas protestas por haber lastimadoal corderito. Sentí una insoportableimpotencia. Eran unos hombresdeleznables que transgredían las normasde Dios y de la naturaleza.

Emití un rugido tan feroz que unode los mercaderes tocados con unturbante me golpeó en la oreja y caí alsuelo. Le miré con toda la rabia que eracapaz de expresar con los ojos. Pero nome levanté, ni siquiera cuando mepropinó un puntapié. No dije unapalabra.

El mercader me cargó sobre sushombros y me sacó de allí. Atravesamosun patio atestado de gente, pasamosfrente a unos apestosos camellos y

burros y unas montañas de basura, hastallegar al puerto donde aguardaban losbarcos. El mercader subió a bordo deuna embarcación y me arrojó en labodega.

Era un lugar tan inmundo como latienda de campaña, invadido por un olora excremento y el sonido de ratascorreteando por el barco. Caí sobre unjergón cubierto con una burda manta.Busqué de nuevo el medio de huir, perosólo vi la escalera por la que habíabajado el mercader y en cubierta oí lasvoces de un grupo de hombres.

Aún no había amanecido cuando elbarco zarpó. Al cabo de una hora, mepuse a vomitar; me sentía tan mal quedeseaba morirme. Me acurruqué en el

suelo y permanecí tan inmóvil comopude, oculto bajo la suave y mullidatúnica de tejido dorado. Dormí durantevarias horas seguidas.

Cuando me desperté, vi a unanciano. Lucía un atuendo distinto al delos turcos tocados con turbantes ypresentaba un aspecto menos fiero.Tenía una mirada bondadosa. El ancianose inclinó hacia mí y me habló en unalengua extraordinariamente suave ydulce, pero no comprendí lo que decía.

Una voz le dijo en griego que yoera mudo, imbécil y que rugía como unabestia. Era el momento para soltar lacarcajada, pero yo estaba demasiadomareado para reírme.

El griego explicó al anciano que yo

no presentaba el menor rasguño niherida y que valía mucho dinero. Elanciano hizo un gesto ambiguo con lamano y meneó la cabeza mientraspronunciaba unas palabras en la lenguaque yo desconocía. Luego apoyó lasmanos en mis hombros y me ayudó alevantarme.

A continuación, me condujo através de una puerta hacia un pequeñocamarote tapizado en seda roja.

El resto de la travesía lo pasé enese camarote, excepto una noche.

Esa noche, no recuerdo cuál, aldespertarme y comprobar que el ancianoestaba dormido junto a mí, un ancianoque jamás me puso la mano encimasalvo para darme unas palmaditas de

aliento, abandoné el camarote, subí laescalera y pasé un buen rato en cubiertacontemplando las estrellas.

Echamos el ancla en el puerto deuna ciudad repleta de edificios azuloscuro y negros, rematados por cúpulasy unos campanarios construidos sobrelos riscos que presidían el puerto, dondeunas antorchas ardían bajo los vistososarcos de una arcada.

Todo esto, la civilizada costa, mepareció viable, atrayente, pero no penséque lograría saltar a tierra y escapar.Bajo la arcada iban y veníancontinuamente numerosos hombres.Debajo del arco más próximo a dondeme encontraba, vi a un individuoextrañamente ataviado con un casco

reluciente y una enorme espada que lecolgaba del cinto, el cual montabaguardia junto a una columna adornadacon grecas, tan maravillosamente talladaque parecía un árbol que sostenía elclaustro, como los restos de un palaciocuyos muros habían excavado paraconstruir este burdo canal para losbarcos.

A partir de esa larga y memorablenoche no me entretuve contemplando lacosta. Prefería alzar la vista al cielo yobservar su corte de míticas criaturasfijadas para siempre en las poderosas einescrutables estrellas. Estas relucíancual gemas en la noche oscura comoboca de lobo. De pronto recordé unosviejos poemas, incluso el sonido de

unos himnos entonados sólo porhombres mortales.

Según creo recordar, transcurrieronvarias horas antes de que me atraparan,me azotaran salvajemente con un látigo yme encerraran de nuevo en la bodega delbarco. Yo sabía que los azotes cesaríanen cuanto me viera el anciano. Furioso ytemblando de indignación, el anciano seapresuró a abrazarme y nos acostamosen su camarote. Era demasiado viejopara pedirme nada.

Yo no le amaba. Pese a ser mudo eimbécil, no tardé en comprender que esehombre me consideraba un bien muyvalioso, digno de ser vendido por unelevado precio. Pero yo le necesitaba yél me enjugaba las lágrimas. Me pasaba

buena parte del día y de la nochedurmiendo. Cada vez que el mar seagitaba, me ponía a vomitar. A veces memareaba debido al calor que reinaba enel barco. Jamás había experimentado uncalor tan sofocante. El anciano mealimentaba tan bien que a veces penséque me cebaba para venderme como sifuera un ternero.

Llegamos a Venecia un día alatardecer. Yo no podía adivinar queItalia fuera un país tan bello. Habíapermanecido encerrado en esa inmundabodega con el viejo guardián, y cuandome condujo a la ciudad, mis sospechassobre el anciano se vieron confirmadas.

En una oscura habitación, él y otrohombre se enzarzaron en una acalorada

discusión. Pese a sus esfuerzos, noconsiguieron hacerme hablar. Nolograron hacerme reconocer quecomprendía lo que decían, pero entendícada palabra. El otro individuo entregóun dinero al anciano, que se marchó sinvolverse para mirarme.

Se afanaron en enseñarme cosasque yo desconocía. Se expresaban enuna lengua suave y cadenciosa. Veníanunos chicos que se sentaban a mi lado ytrataban de instruirme con tiernos besosy abrazos. Me pellizcaban las tetillas ytrataban de tocar mis partes íntimas, quea mí me habían enseñado que no debíamirar nunca so pena de cometer unpecado.

En varias ocasiones traté de rezar,

pero no recordaba las palabras. Hastalas imágenes eran borrosas. Las lucesque me habían guiado durante toda lavida se habían apagado para siempre.Cada vez que me sumía en unasprofundas reflexiones, alguien megolpeaba o me tiraba del pelo.

Después de azotarme, siempre meaplicaban ungüentos para disimular misheridas. En cierta ocasión, cuando unhombre me golpeó en la mejilla, otroprotestó airadamente y le sujetó la manopara evitar que lo hiciera por segundavez.

Me negué a comer y a beber. Nolograron obligarme a probar bocado. Lacomida se me atragantaba. No es quedecidiera matarme de hambre; es que

era incapaz de tratar de mantenermevivo. Sabía que regresaría a casa, estabaconvencido de ello. Me moriría yregresaría a casa. Pero nunca estabasolo. Tenía que morirme delante de otraspersonas. Hacía mucho tiempo que noveía la luz del sol. Incluso el resplandorde las lámparas herían mis ojos porqueestaba acostumbrado a la oscuridad. Noobstante, siempre había alguienpresente.

De pronto se encendía una lámpara.Los hombres se sentaban en un corro ami alrededor con sus sucios rostros ysus manazas con las que se apresurabana retirar un mechón de pelo que me caíasobre la frente o me daban unosgolpecitos en el hombro para

despabilarme. Yo me volvía hacia lapared.

Había un sonido que me hacíacompañía. Un sonido que meacompañaría hasta el fin de mis días. Elmurmullo del agua. La oía lamiendo elmuro en el exterior. Podía adivinarcuándo pasaba un barco por los crujidosde los pilotes de madera; apoyaba lacabeza contra la piedra y sentía que lacasa se mecía en el agua, no como siestuviera construida junto a ella sinodentro del agua, como así era, porsupuesto.

En una ocasión soñé con mi hogar,pero no recuerdo qué. Me despertégritando, y desde las sombras brotaronunas palabras de consuelo, unas voces

tiernas y sentimentales.Pensé que anhelaba estar solo, pero

no era así. Cuando me encerrabandurante varios días y noches en unahabitación a oscuras sin agua ni unmendrugo de pan, me ponía a gritar y aaporrear los muros, pero no acudíanadie.

Por fin caía dormido y, al rato,cuando alguien abría la puerta de golpe,me despertaba sobresaltado. Entoncesme incorporaba y me tapaba los ojos,pues aquella lámpara representaba unaamenaza. La cabeza me dolía.

De pronto percibí un perfume suavee insinuante, una mezcla del fraganteolor de la leña al arder en un inviernonevoso y de flores trituradas y aceite

aromático.Sentí el tacto de algo duro, hecho

de madera o metal, pero el objeto semovía como si fuera orgánico. Por finabrí los ojos y vi un hombre que meabrazaba, y esas cosas que parecían depiedra o de metal eran sus dedos. Elhombre me miró preocupado con unosojos azules y amables.

—Amadeo —dijo.Iba ataviado de terciopelo rojo y

era imponentemente alto. Tenía el pelorubio y lo llevaba peinado con raya almedio, un peinado que le daba ciertoaire de santo, en una melena que lerozaba los hombros y se desparramabasobre su capa, formando unos lustrososbucles. Tenía la frente lisa, sin la menor

arruga, y unas cejas altas de colordorado oscuro que conferían a su rostrouna expresión franca y decidida. Suspárpados estaban orlados por unaspestañas de color dorado oscuro comosus cejas, que se curvaban hacia arriba.Cuando sonreía, sus labios adquirían depronto un tono rosa pálido que resaltabasu perfilada forma.

Yo le reconocí. Le hablé. Jamáshabía contemplado esos prodigios en elrostro de otra persona.

Él me miró, sonriendo. No observéni sombra de vello sobre su labiosuperior ni en su barbilla. Tenía la narizfina y delicada, pero lo bastante grandepara guardar la debida proporción conel resto de sus atractivas facciones.

—No soy Jesucristo, hijo mío —comentó—, sino alguien que porta supropia salvación. Abrázame.

—Me muero, maestro —respondí,no recuerdo en qué idioma, pero élcomprendió mis palabras.

—No, pequeño, no te mueres. Teacogeré bajo mi protección y, si losastros nos son propicios, jamás morirás.

—Pero tú eres Jesucristo. ¡Tereconozco!

Él denegó con la cabeza y luego, enun gesto muy común y humano, bajó losojos y sonrió. Cuando sus labioscarnosos se entreabrieron, vi unosdientes blanquísimos de un ser humano.El hombre me tomó por las axilas, mealzó y me besó en el cuello, lo cual me

provocó un intenso escalofrío. Cerré losojos y sentí sus labios sobre mispárpados.

—Duerme mientras te llevo a casa—me murmuró al oído.

Cuando me desperté, comprobé quenos hallábamos en un baño degigantescas dimensiones. Ningúnveneciano había poseído jamás un bañosemejante; eso lo sé por todo lo quecontemplé más tarde. Pero ¿qué sabía yosobre las costumbres de aquel lugar?Esto era un auténtico palacio; yo habíavisto muchos palacios.

Me levanté del nido de terciopelosobre el que yacía, formado por su caparoja, si no recuerdo mal. A mi derechavi un gigantesco lecho rodeado por una

cortina y, más allá, una bañera ovalada.El agua manaba de una concha sostenidapor unos ángeles y de la ampliasuperficie se alzaba una nube de vapor.De pronto mi maestro se levantó de labañera y apareció enmarcado por elvapor, mostrando su pecho desnudo ysus tetillas levemente rosadas. Tenía elpelo estirado hacia atrás, más espeso yhermoso que antes.

Mi maestro me indicó que meacercara.

El agua me infundía respeto. Mearrodillé junto a la bañera y metí lamano en el agua.

Con un ademán pasmosamenterápido y airoso, mi maestro me agarró ysumergió en la cálida bañera hasta que

el agua me cubrió los hombros. Luegome inclinó la cabeza hacia atrás.

Al alzar la vista, observé que eltecho azul estaba pintado con unosángeles de aspecto muy real provistosde unas grandes y plumosas alas. Jamáshabía contemplado unos ángeles tanlustrosos y juguetones, triscando sin elmenor pudor, exhibiendo su bellezahumana y sus musculosas piernas bajounas túnicas vaporosas, sus rizadoscabellos agitados por el viento. Mepareció un tanto exagerado, esasrobustas y retozonas criaturas, esa orgíade juegos celestiales plasmada en eltecho hacia el que ascendía el vapor dela bañera, esfumándose en una luzdorada.

Miré a mi maestro, cuyo rostroestaba ante mí. «Bésame otra vez, sí, hazque vuelva a estremecerme.» Sinembargo, él era de la misma pasta queesos ángeles pintados en el techo, erauno de ellos, y ese cielo era un lugarpagano habitado por dioses-soldados enel que abundaba el vino, la fruta y losplaceres de la carne. Me habíaequivocado de lugar.

Él echó la cabeza hacia atrás ylanzó una sonora carcajada. Tomó unpuñado de agua y la vertió sobre mipecho. De golpe abrió la boca y duranteunos instantes vi el destello de algonocivo y peligroso, unos dientesafilados como los de un lobo. Perodesaparecieron de inmediato y sólo sentí

sus labios sobre mi cuello, mis hombros.Luego comenzó a succionarme unatetilla, sin hacer caso de mis esfuerzospor detenerle.

Emití un gemido de gozo. Mesumergí de nuevo en el agua cálidasintiendo los labios de él sobre mipecho y mi vientre. Mi maestro mesuccionó la piel con delicadeza, como sisuccionara la sal y el calor queemanaba, e incluso el tacto de su frentesobre mi hombro me provocaba uncosquilleo delicioso. Le rodeé con unbrazo y cuando él halló el objeto depecado, sentí que éste se disparabacomo una flecha; sentí el impulso, lapotencia de esa flecha, y volví a gemirde placer.

Él dejó que reposara un ratoapoyado en él mientras me lavabalentamente. Me lavó el rostro con unesponjoso trapo. Luego me obligó ainclinar la cabeza hacia atrás paralavarme el pelo.

Luego, cuando creyó que yo habíareposado lo suficiente, empezamos abesarnos de nuevo.

Me desperté antes del alba,apoyado en su hombro. Me incorporé yle observé mientras se ponía la capa yse cubría la cabeza. La habitación estaballena de muchachos, pero muy distintosde los tristes y depauperadosinstructores del burdel. Estos jóvenesque estaban congregados alrededor dellecho eran hermosos, bien alimentados,

risueños y dulces.Iban vestidos con unas túnicas de

vibrantes colores, plisadas, y la cinturaceñida por un cinturón que les conferíauna gracia femenina. Todos lucían unasespesas y lustrosas cabelleras.

Mi maestro se volvió hacia mí y enuna lengua que yo comprendíperfectamente, me dijo que yo era suúnico pupilo, que regresaría aquellanoche y que para entonces yo habríacontemplado un mundo nuevo.

—¡Un mundo nuevo! —exclamé—.No me dejes, maestro. No deseoconocer el mundo entero. ¡Sólo te deseoa ti!

—Amadeo —repuso, inclinándosesobre el lecho y utilizando un lenguaje

íntimo y confidencial. Tenía el pelo secoy cepillado; se había aplicado unospolvos en las manos para suavizarlas—.Me tendrás siempre. Deja que estoschicos te den de comer y te vistan.Ahora me perteneces a mí, a MariusRomanus.

Mi maestro se volvió hacia ellos yles dio unas órdenes en aquella lenguadulce y melodiosa.

A juzgar por los alegres rostros delos jóvenes, cualquiera habría pensadoque les había dado oro y golosinas.

—Amadeo, Amadeo —canturrearon mientras se arremolinabana mi alrededor. Me contuvieron paraimpedir que siguiera a mi maestro. Mehablaban en griego, rápidamente y con

fluidez, aunque me costaba un pocoentenderlos. No obstante, comprendí loque decían.

Ven con nosotros, eres uno de losnuestros, nos portaremos bien contigo,tenemos órdenes de tratarte muy bien.Me vistieron apresuradamente conprendas suyas, discutiendo entre ellossobre qué túnica me sentaba mejor,protestando porque esas medias estabandeslucidas, aunque era un atuendoprovisional. Cálzale estas zapatillas;ponle esta chaquetilla, a Riccardo lequeda muy estrecha. A mí me parecíanunas prendas dignas de un rey.

—Te amamos —dijo Albinus, elsegundo en orden jerárquico después deRiccardo, un joven rubio de ojos verde

pálido cuya belleza contrastaba con lade Riccardo. En los otros no me fijé,pero estos dos constituían un festín paralos ojos.

—Sí, te amamos —apostillóRiccardo, apartándose el pelo negro dela frente y guiñando el ojo. Tenía la pielmás suave que los demás y unos ojosnegros como el azabache. Me tomó de lamano y observé que tenía los dedoslargos y finos. Aquí todo el mundo teníaunos dedos finos muy hermosos. Teníanunos dedos como los míos, los cualesdestacaban entre los de miscompatriotas, pero en aquellosmomentos no pensé en eso.

De pronto se me ocurrió la extrañaposibilidad de que yo, ese pálido

jovencito, el que había provocadoaquella situación, el de los dedos finos ylargos, había sido conducido a la tierraa la que pertenecía. Sin embargo, esoera inverosímil. Me dolía la cabeza. Viunas imágenes efímeras y silenciosas delos fornidos jinetes que me habíancapturado, de la hedionda bodega delbarco en el que me habían trasladado aConstantinopla, de los individuosdelgados y de ademanes bruscos que sehabían hecho cargo de mí allí.

Dios mío, ¿por qué me amaronaquellos hombres? ¿Con qué fin? ¿Porqué me amas tú, Marius Romanus?

Mi maestro sonrió al despedirsecon la mano desde la puerta. Se habíaenfundado la capucha, un marco

escarlata que ponía de realce sushermosos pómulos y perfilados labios.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.Una bruma blanca envolvió a mi

maestro cuando la puerta se cerró trasél. La noche se desvanecía, pero lasvelas seguían ardiendo.

Entramos en una espaciosaestancia, donde vi unos potes de pinturay unos recipientes de barro quecontenían unos pinceles. Unos grandeslienzos cuadrados aguardaban quealguien les aplicara pintura.

Aquellos chicos no elaboraban suscolores con la yema de un huevo alestilo tradicional. Mezclaban loshermosos pigmentos directamente conlos óleos de color ámbar. Los potecitos

contenían unas grandes y relucientesmasas de color dispuestas para que yolas utilizara. Tomé el pincel que meentregaron los jóvenes. Contemplé latela inmaculadamente sobre la que debíapintar.

—No creado por manos humanas—comenté. Pero ¿qué significaban esaspalabras? Alcé el pincel y comencé aesbozar al hombre rubio que me habíarescatado de las tinieblas y laescualidez. Introduje el pincel en lospotes de pintura crema, rosa y blanco,aplicando esos colores al lienzoperfectamente tensado, pero no fui capazde pintar un cuadro.

—¡No creado por manos humanas!—musité. Dejé caer el pincel y me cubrí

el rostro con las manos.Busqué las palabras en griego.

Cuando las pronuncié, varios de losjóvenes asintieron, pero no captaron elsignificado. ¿Cómo podía explicarlesaquella catástrofe? Me miré los dedos.¿Qué había sido de...? Pero ahíconcluían mis recuerdos y lo único queme quedaba era Amadeo.

—No puedo hacerlo —dijecontemplando el lienzo, aquel amasijoabsurdo de colores—. Quizá podríapintar sobre madera en lugar de tela.

Los muchachos me observaron sincomprender a qué me refería.

Mi maestro, el rubio de ojosazules, no era el Señor encarnado en unmortal, pero era mi señor. Y yo no podía

hacer lo que se suponía que debía hacer.Para tranquilizarme, para

distraerme, los muchachos tomaron suspinceles y, al poco rato, me asombraroncon las imágenes que pintaban en unabrir y cerrar de ojos.

El rostro de un chico, las mejillas,los labios, los ojos, sí, el espeso cabellodorado rojizo. Dios santo, era yo...; noera una tela sino un espejo. Era Amadeo.Riccardo aplicó los últimos toques pararefinar la expresión, para conferir mayorprofundidad a la mirada y modificar unpoco los labios de forma que parecíaque me disponía a hablar. ¿Qué magiaera esa que hacía que apareciera unmuchacho de la nada, con una expresiónde lo más natural, inclinado hacia un

costado, con el ceño fruncido y unosmechones cayéndole sobre la oreja? Seme antojó a un tiempo blasfema yhermosa esta figura fluida, desenvuelta,carnal.

Riccardo leyó las palabras engriego mientras las escribía. Luegoarrojó el pincel.

—Un cuadro muy distinto de lo queimagina nuestro maestro —dijo,recogiendo los dibujos.

Los jóvenes me mostraron toda lacasa, el palazzo, como lo llamaban,enseñándome a pronunciar esta palabra.

Todo el lugar estaba repleto decuadros —en las paredes, en los techos,en los paneles de madera y en unas pilasde lienzos—, unos inmensos cuadros de

edificios en ruinas, columnas rotas,prados sin fin, lejanas montañas y uninfinito río de gente con el rostroacalorado, una lujuriante masa de pelo yunas elegantes ropas invariablementearrugadas y agitadas por el viento.

Era como las grandes bandejas defruta y entremeses que depositaron antemí. Un desorden caótico, una abundanciaexagerada, un gigantesco amasijo decolores y formas. Como el vino,demasiado dulce y ligero.

Era como el panorama de la ciudadque se divisaba desde las ventanascuando las abrían. Vi las pequeñasembarcaciones, las góndolas, reluciendobajo el sol mientras navegaban por lasaguas verduscas de los canales; unos

hombres ataviados con suntuosas capasescarlata y oro se apresuraban por elmuelle.

Nos montamos en unas góndolas ycomenzamos a deslizarnos ágil ysilenciosamente por entre las fachadasde los edificios; cada gigantescavivienda era tan magnífica como lacatedral, con sus arcos ojivales, susventanas como flores de loto y sudeslumbrante piedra blanca.

Incluso los edificios más antiguos ydestartalados, no excesivamente ornadospero de unas proporciones monstruosas,estaban pintados de variados colores: unrosa tan intenso que parecía provenir delos pétalos de la flor, un verde tan densoque parecía haber sido elaborado con

las propias aguas opacas del canal.Por fin llegamos a San Marcos,

deslizándonos entre las largas yfantásticas arcadas que se erguían aambos lados de la plaza. Al contemplarlos centenares de personas quedesfilaban ante las distantes y doradascúpulas de la iglesia, tuve la impresiónde hallarme en el propio cielo.

Unas cúpulas doradas, unascúpulas doradas.

Alguien me había contado algunavez una historia sobre cúpulas doradas,y creí recordar haberlas visto en unviejo grabado. Unas cúpulas sagradas,destruidas, envueltas en llamas, de unaiglesia violada, como yo mismo habíasido violado. Las ruinas desaparecieron

de pronto, arrasadas por el súbitoestallido de todos los objetos íntegros ypalpitantes que me rodeaban. ¿Cómo eraposible que todo hubiera brotado deunas cenizas invernales? ¿Cómo eraposible que yo hubiera perecido entrenieve y hogueras para renacer de nuevoaquí, bajo este sol que acariciaba mipiel?

Su cálida y dulce luz bañaba a losmendigos y a los comerciantes eiluminaba a los príncipes que pasabanseguidos por unos pajes que portabansus largas y vistosas colas de terciopelo,los libreros que exhibían sus libros bajounas marquesinas escarlata, los juglaresque tocaban por un puñado de monedas.

Todas las mercancías existentes en

el ancho y diabólico mundo aparecíanexpuestas en los comercios y losmercadillos: objetos de cristal como yojamás había visto, copas de todos loscolores imaginables y unas figurillas querepresentaban animales y seres humanos;unos maravillosos rosarios con cuentasde cristal; unos espléndidos encajes quemostraban unos delicados y airososdiseños, inclusive unas escenasinmaculadamente blancas de las torresde la iglesia y casitas con puertas yventanas; unas plumas inmensaspertenecientes a aves que yodesconocía; otras especies exóticas quese agitaban dentro de sus jaulas doradas;suntuosas alfombras, exquisitamentetejidas, que me recordaron a los

poderosos turcos y su capital, de la quehabía logrado huir. No obstante, ¿quiénpodía resistirse a esas alfombras?Puesto que la ley les prohibíarepresentar a seres humanos, losmusulmanes dibujaban flores, arabescos,grecas y otros complejos diseños contintes de vivos colores y admirableprecisión. Había aceite para lámparas,cirios, velas, incienso, un variadosurtido de rutilantes joyas de una bellezaindescriptible y magníficos objetossalidos de los talleres de los orfebres enoro y plata, nuevos y antiguos. Habíacomercios dedicados exclusivamente alas especias. En otros vendían todaclase de medicinas y remedios. Habíaestatuas de bronce, cabezas de león,

linternas, armas. Había comerciantes detejidos que vendían sedas orientales, laslanas de mejor calidad teñidas con unostintes prodigiosos, algodón y lino,increíbles bordados y cintas de todoslos colores del arco iris.

Los hombres y las mujeres de estelugar tenían aspecto de serinmensamente ricos; en las hosteríascomían pastelitos de carne, bebían vinotinto y remataban el festín con tartasrellenas de nata.

Los libreros ofrecían libros que sehabían publicado hacía poco, sobre losque los otros aprendices me hablaroncon todo detalle, ensalzando elmaravilloso invento de la prensa, quepermitía que hombres en todo el mundo

adquirieran libros que no sólo conteníanletras y palabras, sino ilustraciones.

En Venecia existían docenas depequeñas imprentas y editoriales dondelas prensas trabajaban día y noche paraproducir libros en griego y en latín, y enla lengua vernácula, esa lengua suave ymelodiosa en la que hablaban losaprendices entre sí.

Dejaron que me detuviera paradeleitarme contemplando esasmaravillas, esas máquinas queconfeccionaban las páginas de loslibros.

Sin embargo, Riccardo y suscompañeros tenían varias tareas quecumplir, entre ellas adquirir para nuestromaestro todas las litografías y los

grabados de pintores alemanes quepudieran hallar, unas litografíasrealizadas por las nuevas imprentas deantiguas obras de arte de Memling, VanEyck o El Bosco. Nuestro maestro lascoleccionaba. Esas litografías acercabanel norte al sur. Nuestro maestro era unentusiasta aficionado a estos inventos.Le complacía que en nuestra ciudadexistiera más de un centenar deimprentas, poder desprenderse de susburdas copias de Livio y de Virgilio yposeer los textos recientementecorregidos. ¡Cuántas novedades paraasimilarlas en un solo día!

No menos importante que laliteratura o los cuadros del universo erael tema de mi atuendo. Debíamos rogar a

los sastres que dejaran lo que tuvieranentre manos para que confeccionaranpara mí unas prendas que se ajustaran alos pequeños bocetos en yeso que habíahecho nuestro maestro.

Asimismo, los aprendices debíanllevar a los bancos unas letras decrédito escritas a mano. Yo debíadisponer de dinero, al igual que todo elmundo. Jamás había manejado dinero.

El dinero era bonito: las monedasde oro y plata florentinas, los florinesalemanes, los groschens bohemios, lasvistosas y antiguas monedas de oroacuñadas bajo los gobernantes deVenecia llamados Dogos, las exóticasmonedas de la Constantinopla antigua.

Los aprendices me entregaron un

pequeño talego repleto de monedas, elcual me sujeté al cinturón, al igual quehicieron ellos con los suyos.

Uno de los jóvenes me compró unpequeño y extraordinario objeto: unreloj. Por más que mis compañerostrataron de explicármelo, no alcancé acomprender el mecanismo de aquelsingular instrumento engarzado conjoyas. Por fin comprendí de qué setrataba, debajo de las filigranas y elesmalte, de su extraña esfera de cristaldecorada con gemas, había un diminutoreloj.

Lo sostuve en la mano y lo observécon incredulidad. Jamás había vistootros relojes que los grandes yvenerables instrumentos instalados en

los campanarios o muros.—Ahora llevo el tiempo conmigo

—murmuré en griego, mirando a misamigos.

—Cuenta las horas por mí, Amadeo—repuso Riccardo.

Yo deseaba decir que esteprodigioso descubrimiento significabaalgo, algo personal. Eran un mensajepara mí de un mundo que yo habíaolvidado rápida y temerariamente. Eltiempo ya no era el tiempo queconocíamos; el día no era día, la nocheno era noche. Yo era incapaz deexpresarlo, ni en griego ni en ningunaotra lengua, ni siquiera en mis febrilespensamientos. Me enjugué el sudor de lafrente, alcé la cabeza y achiqué los ojos

para evitar que el ardiente sol italianome deslumbrara. Vi unos pájaros quevolaban en grandes bandadas, comopequeños trazos de plumas que seagitaban al unísono.

—Estamos en el mundo —creo quemusité estúpidamente.

—¡Nos hallamos en su mismocentro, en la ciudad más grande delmundo! — exclamó Riccardo,conduciéndome a través de la multitud—. Podrás comprobarlo por ti mismoantes de que lleguemos al taller delsastre.

Sin embargo, antes debíamos pasarpor la pastelería para comprar unprodigioso chocolate con azúcar, unasexquisiteces dulces y jugosas cuyo

nombre yo desconocía, de color rojo yamarillo.

Uno de los chicos me enseñó unlibrito que contenía unas terroríficasilustraciones de hombres y mujeresrealizando el acto carnal. Eran lashistorias de Boccaccio. Riccardo dijoque me las leería, que era un libroexcelente y muy adecuado paraenseñarme el italiano. También prometióenseñarme la obra de Dante.

Otro aprendiz me explicó queBoccaccio y Dante eran florentinos,pero que no eran malos escritores.

A nuestro maestro le entusiasmabanlos libros, según me informaron miscompañeros, y afirmaba que eran unaexcelente inversión. Temí que los

maestros que acudían a la casa iban avolverme loco con sus lecciones. Era lastudia humanitatis que todos debíamosaprender, que comprendía historia,gramática, retórica, filosofía y losautores antiguos... Un cúmulo decomplejas enseñanzas cuyo significadosólo alcanzaría a comprender despuésde que me las repitieran y demostraranreiteradamente.

Otra lección que yo debía aprenderera que nuestro maestro nos exigía quepresentáramos siempre un aspectoimpecable. Me compraron cadenas deplata, collares con medallones y otrasbaratijas.

Tuvimos que regatearenérgicamente con los orfebres para que

rebajaran el precio de esos objetos. Salíluciendo una esmeralda auténticaprocedente del Nuevo Mundo y dossortijas de rubíes que ostentaban unasinscripciones que no alcancé a leer.

Me chocaba ver mis manosadornadas con sortijas. Hasta estamisma noche de mi vida, unos quinientosaños después de esos episodios que terelato, siento una debilidad especial porlas joyas. Sólo renuncié a mi pasión porlas sortijas durante los siglos que paséen París como penitente, cuando era unode los Hijos de la Noche de Satándescalzos. Fue una larga época detinieblas. Pero dejemos esa pesadillapara más tarde.

De momento me hallaba en

Venecia, era el pupilo de Marius yparticipaba con mis compañeros en unosjuegos que se repetirían durante muchosaños.

Los aprendices me llevaron alsastre.

Mientras éste me tomaba lasmedidas y hacía que me probara unasprendas, los chicos me relataron unashistorias sobre los venecianos ricos queacudían a nuestro maestro para que lescediera una pequeña obra suya. Encuanto a nuestro maestro, pretextandoque no gozaba de una situación holgada,solía negarse a vender sus tesoros, perode vez en cuando pintaba el retrato deuna mujer o un hombre que le habíallamado la atención. En esos retratos, la

persona aparecía casi siemprerepresentada como un objeto mitológico:dioses, diosas, ángeles y santos. Losjóvenes mencionaron unos nombres queyo conocía y otros de los que jamáshabía oído hablar. Al parecer, los ecosde todas las cosas sagradas habían sidoengullidos por las nuevas tendencias queinvadían este país.

En ocasiones percibía un recuerdovago, pero la memoria me jugaba malaspasadas. No sabía con certeza si lossantos y los dioses eran la mismaentidad. ¿No existía un código que yodebía observar fielmente que dictabaque todo eso no eran sino unas mentirasdestinadas a confundir a la gente? Notenía las ideas claras a este respecto, y

me asombraba la dicha que observaba ami alrededor. Me parecía imposible queaquellos rostros sencillos ytransparentes ocultaran maldad. Erainverosímil. Sin embargo, yo recelabade todo tipo de placeres. Me sentíadesconcertado cuando era incapaz deceder, y abrumado cuando me rendía.Durante los días sucesivos me rendícada vez con mayor facilidad.

Esa jornada de iniciación fue sólouno de cientos, no, de miles de días quesiguieron; no sé cuándo empecé acomprender con claridad lo que misjóvenes compañeros decían, pero esemomento llegó, y no tardó mucho. Norecuerdo haber conservado durantemucho tiempo mi ingenuidad.

Durante esa primera expedición,todo me pareció mágico. El firmamentoexhibía un espléndido azul cobalto, y labrisa del mar era húmeda y refrescante.En lo alto aparecían unas nubes comolas que yo había visto maravillosamentepintadas en los cuadros del palacio, locual me demostró por primera vez quelos cuadros de mi maestro no eranmentira.

Cuando visitamos, gracias a unpermiso especial, la capilla del Dogo,San Marcos, me quedé pasmado alcontemplar aquel esplendor, con susmuros recubiertos de abigarradosornamentos de oro. Sin embargo, meimpresionó también hallarmeliteralmente sepultado en luz y en unos

tesoros increíbles, y me quedé perplejoal comprobar que la capilla estabarepleta de austeras y sombrías figuras desantos que yo conocía.

Éstos no constituían un misteriopara mí, lesas figuras de ojosalmendrados que residían entre estosmuros, severos en sus largas túnicas,con las manos unidas invariablemente enactitud de oración. Yo conocía sus halos,la existencia de los diminutos orificiospracticados en el oro para hacer queemitieran un brillo mágico. Conocía eljuicio de esos barbudos patriarcas queme miraban impasibles cada vez que medetenía, fascinado, para contemplarlos,incapaz de seguir adelante.

En éstas caí al suelo, mareado. Los

jóvenes aprendices me sacaron de laiglesia. El barullo de la plaza se alzósobre mí como si yo estuviera a punto deexhalar mi último suspiro. Quisetranquilizar a mis amigos, diciéndolesque había sido inevitable, que ellos notenían la culpa.

Los aprendices estabantrastornados. Yo no podía explicarles losucedido. Conmocionado, empapado ensudor y tendido como un pelele a lospies de una columna, escuché aturdidomientras me explicaban en griego queesta iglesia sólo era una parte de todocuanto había contemplado. ¿Por qué mehabía aterrorizado de ese modo? Eramuy antigua, sí, y bizantina, como granparte de Venecia.

—Nuestros barcos llevancomerciando con Bizancio desde hacesiglos —me informaron miscompañeros.

Yo traté de asimilarlo.Lo único que comprendí con

claridad en medio de mi dolor fue queeste lugar no constituía un castigo queme había sido impuesto. Me había vistoobligado a abandonarlo con la mismafacilidad con que me habían devuelto aél. A los jóvenes de voz dulce y manossuaves que me rodeaban, que meofrecieron un vaso de vino fresco y frutapara reanimarme, este lugar no lesinfundía terror alguno.

Al volverme hacia la izquierda, viel muelle, el puerto. Eché a correr hacia

él, asombrado de ver aquel cúmulo debarcos de madera amarrados. Pero másallá del muelle contemplé unespectáculo prodigioso: grandesgaleones de madera, con sus velashinchadas por el viento y sus airososremos agitándose en el agua mientras sedeslizaban hacia el mar abierto.

El tráfico marítimo era incesante;las grandes barcazas de maderanavegaban a escasa distancia unas deotras, entrando y saliendo de la boca deVenecia, mientras otras embarcacionesno menos airosas e inverosímilespermanecían amarradas mientrasdescargaban las abundantes mercancíasque transportaban.

Mis compañeros me condujeron al

Arsenal, donde me deleité al contemplara hombres corrientes y vulgares queconstruían unos barcos increíbles. Apartir de aquel día acudí con frecuenciaal Arsenal, para observar el ingeniosoproceso mediante el cual unos sereshumanos construían unas embarcacionestan gigantescas que parecía imposibleque no se hundieran en el agua.

De vez en cuando vislumbré unasimágenes de ríos helados, de barcazas ychalanas, de hombres rudos queapestaban a grasa animal y cuero rancio.Sin embargo, estos ingratos retazos delmundo invernal del que yo provenía notardaron en disiparse.

Quizá de no haberme encontrado enVenecia, todo habría sido muy distinto.

Durante los años que pasé enVenecia, jamás me cansé de visitar elArsenal, de admirar cómo construían losbarcos. Unas palabras amables y unasmonedas me facilitaban el acceso a él,donde gozaba contemplando cómoconstruían esas fantásticas estructurasformadas por cuadernas, paneles demadera y esbeltos mástiles. El primerdía recorrimos apresuradamente estosastilleros, donde los trabajadoresobraban auténticos milagros, pero fuesuficiente.

Sí, esto era Venecia, el lugar quelograría borrar de mi mente, al menosdurante un tiempo, el confuso tormentode una existencia anterior, un amasijo detodas las verdades que yo no podía

afrontar.De no tratarse de Venecia, mi

maestro jamás habría estado allí. Ni mehabría explicado un mes más tarde todocuanto le ofrecía cada ciudad italiana,cuánto le agradaba contemplar a MiguelÁngel, el gran escultor, mientrastrabajaba en Florencia, y la frecuenciacon que acudía para escuchar a losgrandes maestros y eruditos en Roma.

—Pero Venecia posee un arteantiquísimo —dijo mi maestro como sihablara consigo mismo, mientras tomabael pincel para pintar un panel deinmensas proporciones—. Veneciaconstituye en sí misma una obra de arte,una metrópoli repleta de increíblestemplos domésticos construidos uno

junto a otro como una colmena, cuyasnecesidades son atendidas por unapoblación tan industriosa como lasabejas. Contempla nuestros soberbiospalacios, que de por sí merecen unavisita a esta ciudad.

Con el tiempo, mi maestro meinstruyó en la historia de Venecia, aligual que a los otros aprendices,explicándome con detalle la naturalezade la República, que, aunque despóticaen sus decisiones y ferozmente hostilhacia los forasteros, no dejaba de seruna ciudad de hombres «iguales».Florencia, Milán y Roma eran unasciudades que habían caído bajo el poderde pequeños grupos formados porfamilias e individuos poderosos,

mientras que Venecia, a pesar de susdefectos, seguía siendo gobernada porsus senadores, sus poderososmercaderes y su Consejo de los Diez.

Aquel primer día nació en mí unamor por Venecia que perduraríasiempre. Era una ciudad que se meantojaba carente de lacras, un lugaracogedor incluso para los astutos y bienvestidos mendigos que recorrían suscalles y plazas, un centro deprosperidad, vehemente pasión y riquezaapabullante.

En la sastrería me vistieron como aun príncipe, con prendas tan elegantescomo las que lucían mis nuevos amigos.

Riccardo incluso me cedió suespada. Todos mis compañeros eran de

noble cuna.—Olvida todo cuanto te ha

ocurrido antes —me aconsejó Riccardo—. Nuestro maestro es nuestro señor, ynosotros somos sus príncipes, su cortereal. Ahora eres rico y nada puedeperjudicarte.

—No somos meros aprendices enel sentido corriente del término —meexplicó Albinus—. El maestro nosenviará a la Universidad de Padua. Noslo ha prometido. Recibimos leccionesde música, danza y modales, al igual queun tutor nos instruye en ciencias yliteratura. Tú mismo podrás comprobarque los jóvenes que regresan avisitarnos son unos caballeros defortuna. Giuliano se ha convertido en un

próspero abogado, y uno de los otrosmuchachos ha abierto una consulta demédico en Torcello, una pequeña isla dela laguna de Venecia.

—Todos disponen de sus propiosrecursos económicos cuando abandonanla casa del maestro —añadió Albinus—.El maestro, al igual que todos losvenecianos, desprecia a los que notrabajan. Nosotros somos tan ricos comolos nobles holgazanes de otros paísesque no hacen nada sino gozar del mundocomo si fuera una bandeja de comida.

Cuando concluyó esta primera ysoleada aventura, esta provechosaincursión en la escuela de mi maestro ysu espléndida ciudad, mis compañerosme peinaron, acicalaron y vistieron en

los colores que el maestro había elegidopara mí: azul celeste para las medias, unterciopelo azul noche para la chaquetillaadornada con un cinturón y un azul máspálido para la camisa bordada conpequeñas flores de lis, el emblema de lacasa real francesa, en grueso hilo deoro; un toque de color burdeos en losribetes y la capa de piel, pues cuandosoplaba la brisa del mar en invierno,este paraíso se convertía en lo que lositalianos consideraban frío.

Al atardecer, bailé un rato con losotros sobre las baldosas de mármol alritmo de los laúdes que tocaban unoschicos más jóvenes, acompañados por lafrágil música del virginal, el primerinstrumento de teclado que yo había

visto.Cuando los últimos rayos del

crepúsculo se disiparon lánguidamenteen el canal que discurría frente a lasventanas ojivales del palacio, me paseépor el imponente edificio, contemplandomi imagen en los numerosos espejososcuros que se alzaban desde el suelo demármol hasta el techo del pasillo, elsalón, la alcoba o cualquier otraespléndida estancia en la que penetré.

Recité unas palabras nuevas alunísono con Riccardo. El gran estado deVenecia se denominaba la Serenísima.Las embarcaciones negras quenavegaban por los canales erangóndolas. El viento que no tardaría ensoplar y haría que todos

enloqueciéramos era el Siroco. Lamáxima autoridad de esta ciudad mágicaera el Dogo, el libro que leeríamos estanoche con el tutor era de Cicerón, elinstrumento musical que Riccardotocaba pulsando sus cuerdas era el laúd.El inmenso dosel que cubría el lecho delmaestro se llamaba baldacchino, e ibaadornado con un ribete de oro querenovaban cada quince días.

Yo me sentía a un tiempo perplejo yentusiasmado.

No sólo tenía una espada sinotambién una daga, lo cual demostraba laconfianza que mi maestro habíadepositado en mí. Por supuesto, losdemás (e incluso yo mismo) meconsideraban un corderito, pero nadie

me había entregado jamás unas armas debronce y acero como éstas. De nuevo, lamemoria me jugó una mala pasada. Yosabía arrojar una lanza de madera, ytambién... Pero ¡ay!, ese recuerdo seesfumó de inmediato, dejándome con lasensación de que no eran armas lo queme había sido encomendado, sino otracosa, algo inmenso que me exigía unaentrega absoluta. Las armas me estabanvedadas.

Bien, la situación había cambiado.La muerte me había engullido y me habíaarrojado en este lugar. En el palacio demi maestro, en un salón vistosamenteadornado con escenas de batallas,mapas pintados en el techo y ventanas degrueso cristal esmerilado, desenfundé mi

espada con un sonido sibilante y laapunté hacia el futuro. Con mi daga,después de examinar los rubíes y lasesmeraldas de su empuñadura, partí deun solo golpe una manzana.

Los otros chicos se rieron de mí,pero todos me trataban con simpatía yamabilidad.

El maestro no tardaría en llegar.Los chicos más jóvenes, unos niños queno nos habían acompañado, comenzarona corretear de una habitación a otra,armados con velas, antorchas ycandelabros. Yo me quedé en el umbral,observando cómo se iluminaban ensilencio todas las estancias.

En éstas apareció un hombre alto,sombrío y poco agraciado, que sostenía

un libro viejo y gastado. Su largacabellera y su sencilla túnica de lanaeran negras. Tenía unos ojillos risueños,pero sus labios delgados y pálidosmostraban una expresión beligerante.

Al verlo aparecer, los jóvenesaprendices protestaron.

Acto seguido se apresuraron acerrar las ventanas para impedir quepenetrara el aire frío de la noche.

Oí cantar a unos hombres mientrasconducían sus estrechas y alargadasgóndolas por el canal; las vocesparecían trepar por los muros,delicadas, alegres como cascabeles,antes de disiparse a lo lejos.

Me comí el último bocado de lajugosa manzana. Aquel día había comido

más fruta, carne, pan, pasteles ygolosinas de lo que un ser humano escapaz de ingerir. Yo no era un serhumano, sino un joven famélico.

El tutor chasqueó los dedos, sesacó una fusta del cinturón y la hizorestallar sobre su pierna.

—Empecemos —ordenó a loschicos.

En aquel momento entró el maestro.Todos los chicos, altos y

corpulentos, delicados y viriles,corrieron hacia él y le abrazaronmientras él examinaba los cuadros quehabían pintado durante la larga jornada.

El tutor aguardó en silencio, trasinclinarse humildemente ante el maestro.

Al cabo de unos momentos,

echamos a andar a través de las galerías,el maestro y nosotros, seguidos por eltutor. Mientras avanzaba, el maestroextendió las manos; era un privilegiosentir el tacto de sus dedos blancos yfríos, e incluso asir un pedazo de laslargas mangas rojas que arrastraba porel suelo.

—Ven, Amadeo, acompáñanos.Yo anhelaba tan sólo una cosa, que

no tardó en ocurrir.El maestro ordenó a los otros

chicos que fueran con el tutor a aprenderla lección de Cicerón. Luego me tomócon firmeza por los hombros, con susmanos cuidadas y de uñas relucientes, yme condujo a sus aposentos privados.

Una vez a solas, mi maestro se

apresuró a cerrar la puerta de maderapintada. Los braseros exhalaban unaroma a incienso; de las lámparas decobre emanaba un humo perfumado.Sobre el lecho yacían unos mullidosalmohadones, un jardín de sedaestampada y bordada, raso con dibujosde flores y adornos de pasamanería,suntuoso brocado. El maestro corrió lascortinas rojas del lecho. La luz les dabaun aspecto transparente. Rojo y másrojo. Era su color favorito, según medijo, al igual que el mío era el azul.

El maestro me hizo el amor en unlenguaje universal, pletórico deimágenes.

—El fuego arranca unos reflejosambarinos a tus ojos castaños —

murmuró—. Son grandes y relucientescomo dos espejos en los que mecontemplo, aunque no puedo penetrar losmisterios que encierran; tus ojos son losportales de un alma noble.

Yo estaba perdido en el gélido azulde sus ojos y el delicado y relucientecoral de sus labios.

Tendido a mi lado, mi maestro mebesó y acarició con suavidad el cabello,procurando no tirarme de los rizos,provocándome un delicioso cosquilleoen el cuero cabelludo y la entrepierna.Al deslizar sus pulgares, duros y fríos,sobre mis mejillas, labios y mandíbula,se tensaron todos los músculos de mirostro. Luego hizo que volviera lacabeza hacia un lado y el otro mientras

depositaba con avidez y ternura unosbesos en el pabellón de mis orejas.

Yo era demasiado joven para habertenido sueños eróticos que meprovocaran una eyaculación. Mepregunto si lo que yo sentía era másintenso que lo que experimentan lasmujeres. Creí que aquel placer seprolongaría eternamente. El sentirmeatrapado en sus manos, incapaz de huir,se convirtió en un delicioso tormentoque me llevó al éxtasis mientras merevolvía y estremecía una y otra vez.

Más tarde mi maestro me enseñóalgunas palabras de la nueva lengua, lapalabra que describía las baldosas durasy frías del suelo de mármol de Carrara,la palabra que describía los cortinajes

de seda tejida, los nombres de los«peces», «tortugas» y «elefantes»bordados en los almohadones, y lapalabra que significaba león, queaparecía bordado en punto de cruz en lagruesa colcha.

Mientras yo le escuchaba arrobado,pendiente de todos los detalles, tantoimportantes como insignificantes, mimaestro me explicó la procedencia delas perlas que estaban cosidas en micamisa; me dijo que se originaban en lasostras y que unos chicos se sumergían enel mar para traer esos blancos ypreciados tesoros a la superficie,transportándolos en la boca. Lasesmeraldas procedían de unas minas enla tierra. Muchos hombres estaban

dispuestos a matar por ellas. Losdiamantes, ¡ah!, fíjate en esos diamantes.Mi maestro se quitó una sortija del dedoy me la colocó en el mío, acariciándomecon las yemas de los dedos mientras mela encajaba. «Los diamantes son la luzblanca de Dios», me dijo. Los diamantesson puros.

Dios. ¿Qué Dios? Sentí unaconmoción tan violenta como unadescarga eléctrica y tuve la impresiónde que la escena que me rodeaba estabaa punto de desvanecerse.

El maestro me observó mientrashablaba. Me pareció oír lo que decíacon toda nitidez, aunque él ni siquierahabía movido los labios ni emitidosonido alguno.

Mi agitación fue en aumento. Dios,no me hagas pensar en Dios. Sé mi Dios.

—Dame tu boca, dame tus brazos—musité. Mi pasión le causó tantoasombro como excitación.

Rió suavemente mientras respondíaa mi súplica con más besos tiernos yfragantes. Sentí su cálido aliento sobremis partes íntimas como un delicado ysibilante torrente.

—Amadeo, Amadeo, Amadeo —murmuró.

—¿Qué significa ese nombre,maestro? —pregunté—. ¿Por qué me lohas puesto?

Creo que oí a mi antiguo yo en esavoz, pero quizá se tratara sólo de estenuevo príncipe adornado y envuelto en

joyas y sedas que había elegido esta vozrespetuosa pero enérgica.

—Amado por Dios —repuso él.Yo no soportaba oír hablar de esto.

Dios, el Dios inevitable. Me sentí presade angustia y pavor.

El maestro me tomó la mano yapuntó con mi índice hacia un niño conunas alitas que aparecía bordado enbrillantes cuentas sobre un almohadónun tanto raído que yacía junto a nosotros.

—Amadeo —pronunció—, amadopor el Dios del amor.

Al descubrir el reloj que emitía suconstante tictac entre el montón de ropaque yacía junto al lecho, mi maestro lotomó y observó con una sonrisa de gozo.No había visto muchos relojes como

éste. ¡Qué maravilla! Eran losuficientemente costosos para ser dignosde un rey o una reina.

—Tendrás todo cuanto desees —prometió.

—¿Por qué?Mi maestro lanzó de nuevo una

carcajada.—Por ese cabello rojizo que tienes

—respondió acariciándome el pelo—;por estos ojos castaños profundos ybondadosos; por esta piel blanca comola leche recién ordeñada; por estoslabios indistinguibles de unos pétalos derosa.

Bien entrada la noche, mi maestrome relató historias sobre Eros yAfrodita; me arrulló con su voz

cantarina mientras me refería lafantástica tragedia de Psique, amada porEros, a la cual le estaba prohibidocontemplar la luz del día.

Avancé junto a él a través de losgélidos corredores. Mi maestro hundiólos dedos en mis hombros mientras memostraba las bellas estatuas de mármolblanco de sus dioses, diosas, amantes:Dafne, cuyos airosos brazos se habíanconvertido en ramas de laurel mientrasel dios Apolo se esforzaba enalcanzarla; Leda, impotente en las garrasdel poderoso cisne.

El maestro guió mis manos sobrelos contornos de mármol, los rostrosfinamente cincelados y pulidos, lastensas pantorrillas de piernas nubiles,

las frías cavernas de labiosentreabiertos. Luego aplicó mis manossobre su rostro. Parecía una estatuaviviente, más maravillosamenteesculpida que todas las demás. Cuandome alzó en el aire con sus poderosasmanos, sentí el intenso calor queemanaba, una cálida oleada de dulcessuspiros y palabras susurradas.

Al término de la semana, yo norecordaba una palabra de mi lenguamaterna.

Desde la plaza, rodeado por untumulto de injurias, contemplé laprocesión del gran consejo de Venecia alo largo del Molo; asistí a una misacantada en el altar mayor de la basílicade San Marcos; contemplé los barcos

cuando abandonaban las relucientes olasdel Adriático; observé a los pintoresque mezclaban los colores con suspinceles en unos potes de barro paraobtener una variada y maravillosa gamade tonalidades: carmesí, bermellón,carmín, cereza, cerúleo, turquesa, verdecromo, amarillo ocre, ocre oscuro,purpúreo, citrino, sepia, el maravillosovioleta llamado Caput mortuum y unalaca espesa llamada sangre de dragón.

Me convertí en un experto en danzay esgrima. Mi compañero favorito eraRiccardo. No tardé en darme cuenta deque yo era el alumno más dotado en esasartes después de Riccardo, superiorincluso a Albinus, que había ocupado elsegundo lugar hasta que aparecí yo,

aunque no manifestaba la menor inquinahacia mí.

Esos jóvenes eran como hermanospara mí.

Me llevaron a casa de la hermosa eincomparable cortesana llamada BiancaSolderini, una mujer grácil yencantadora, con una cabellera onduladaal estilo Botticelli, unos ojos grisesalmendrados y un marcado y generososentido del humor. Yo me convertí en eljovencito de moda en su casa, a la queacudía con frecuencia y donde mecodeaba con bellas muchachas yhombres que pasaban horas allí leyendopoemas, hablando sobre lasinterminables guerras extranjeras, sobrelos últimos pintores y sobre cuáles

habían recibido el encargo de pintar unaobra importante o el retrato de unpersonaje destacado.

Bianca poseía una voz atiplada einfantil que encajaba con su rostrojuvenil y su naricilla respingona. Suboca se asemejaba a un capullo de rosa.Sin embargo, era inteligente eindomable. Rechazaba de modoimplacable a cualquier pretendientedemasiado posesivo; le gustaba que sucasa estuviera llena de gente a todashoras. Cualquier persona bien vestida, oque portara una espada, era admitidaautomáticamente. Casi nadie, salvo loshombres empeñados en poseerla, teníavedada la entrada en su casa.

A casa de Bianca acudían

numerosos visitantes de Francia yAlemania, y todas las personas que lafrecuentaban, tanto extranjeras comonacionales, se mostraban intrigados apropósito de nuestro maestro, Marius, unhombre misterioso, aunque éste noshabía ordenado que no respondiéramosa preguntas baladíes sobre él, y quecuando alguien nos preguntara sipensaba casarse, pintar el retrato de talpersona o tal otra o si estaría en casa enuna determinada fecha para ir avisitarlo, nos limitáramos a respondercon una sonrisa.

A veces me quedaba dormido sobrelos cojines de un diván en casa deBianca,

o uno de los lechos, escuchando las

voces tenues de los nobles, sumido enmis ensoñaciones, arrullado por lamúsica.

En muy raras ocasiones, el maestroaparecía por allí para recogernos aRiccardo y a mí; su llegada provocabasiempre un pequeño revuelo en elportego o salón principal. Nunca sesentaba, sino que permanecía de pie sinquitarse la capa de los hombros ni lacapucha de la cabeza. Pero sonreía yrespondía con amabilidad a laspreguntas que le hacían, y a vecesregalaba uno de los pequeños retratos deBianca que había pintado.

Me parece contemplar ahora esosdiminutos retratos de Bianca que elmaestro regalaba, todos ellos

engarzados con piedras preciosas.—Es increíble el parecido que

consigues plasmar de memoria en losretratos —comentaba Bianca,acercándose para besarlo. El Maestroacogía esas efusiones con reserva,manteniendo a Bianca a cierta distanciade su frío y duro pecho y de su rostro,depositando Unos besos en sus mejillasque transmitían un encanto, ternura ydulzura que, de haberla abrazado conpasión, habrían quedado destruidos.

Yo pasaba horas leyendo con ayudadel tutor Leonardo de Padua, recitandolas palabras al unísono con él mientrastrataba de captar el significado de lostextos en latín, italiano y griego.Aristóteles me gustaba tanto como

Platón, Plutarco, Livioo Virgilio. Lo cierto era que no

comprendía bien esas obras. Melimitaba a hacer lo que deseaba elmaestro, dejando que los conocimientosse acumularan en mi mente.

No veía la razón de hablarconstantemente, como hacía Aristóteles,sobre cosas que ya estaban creadas. Lasvidas de los antiguos que relatabaPlutarco con excelente ingenioconstituían unas historias apasionantes,pero yo deseaba conocer a miscoetáneos, prefería dormitar sobre eldiván de Bianca que discutir sobre losméritos de este u otro pintor. Por lodemás, estaba convencido de que mimaestro era el mejor de todos ellos.

Este mundo estaba formado porhabitaciones espaciosas, murosdecorados, una luz generosa y fragante yun desfile constante de personajesvestidos a la última moda, a lo cual meacostumbré rápidamente, sin contemplarjamás el dolor y la miseria que padecíanlos pobres de la ciudad. Incluso loslibros que leía reflejaban este nuevoambiente en el que me movía con talcomodidad que nada ni nadie habríasido capaz de devolverme al mundo decaos y sufrimiento en el que habíahabitado antes.

Aprendí a tocar algunas cancionescon el virginal. Aprendí a pulsar lascuerdas del laúd y a cantar con vozsuave, aunque sólo entonaba canciones

tristes. A mi maestro le encantaban esascanciones.

En ocasiones, mis compañeros y yocantábamos a coro, y ofrecíamos almaestro nuestras composiciones o unasdanzas que nosotros mismos habíamoscreado.

En las tardes calurosas, en lugar dedormir la siesta, jugábamos a los naipes.Riccardo y yo fuimos algunas veces ajugar a las tabernas. En un par deocasiones bebimos demasiado vino.Cuando el maestro se enteró de nuestrasescapadas, se apresuró a ponerles fin.Le horrorizaba pensar que yo me habíacaído borracho al Gran Canal y que unostorpes e histéricos transeúntes habíantenido que rescatarme de sus aguas. Pese

a su dominio de sí mismo, juraría que elmaestro palideció cuando le refirieronel incidente, ya que el color sedesvaneció de sus mejillas.

Riccardo recibió unos azotes. Yome sentí avergonzado. Riccardo encajóel castigo como un soldado, sin protestarni lamentarse, de pie e inmóvil ante lainmensa chimenea, de espaldas pararecibir los azotes en las piernas. Mástarde, se arrodilló y besó la sortija delmaestro. Yo juré no volver aemborracharme.

Al día siguiente volví aemborracharme, pero tuve la sensatez deir a casa de Bianca y ocultarme debajode su lecho, donde pude echar unsueñecito sin peligro de que me

descubrieran. Antes de la medianoche elmaestro me sacó de mi escondite. Metemí lo peor, pero sólo me acostó en milecho, donde caí dormido antes de poderpedirle disculpas. Me desperté al cabode un rato y le vi sentado a su escritorio,escribiendo con la misma agilidad conque pintaba en un voluminoso libro detapas verdes que siempre ocultaba antesde salir de casa.

Durante las tardes más sofocantesdel verano, cuando los otros dormían,inclusive Riccardo, salía sigilosamentey alquilaba una góndola. Tumbado deespaldas, contemplaba el firmamentomientras nos deslizábamos por el canalhacia las aguas turbulentas del golfo. Alregresar, cerraba los ojos, atento a las

sofocadas voces que brotaban de lascasas durante la hora de la siesta, almurmullo de las turbias aguas sobre loscimientos podridos de los edificios, alos gritos de las gaviotas. No memolestaban ni las cucarachas ni el hedorde los canales.

Una tarde no regresé a casa a lahora de la lección. Me metí en unataberna para escuchar a los músicos y alos cantantes; en otra ocasión asistí auna representación teatral sobre unescenario provisional instalado en laplaza. Nadie me reprochaba miscorrerías. Nadie me denunciaba ante elmaestro. Nadie nos ponía exámenes ni amí ni a mis compañeros para quedemostráramos los conocimientos que

habíamos asimilado.A veces me pasaba el día

durmiendo, o hasta que me levantabamovido por la curiosidad. Me encantabadespertarme y hallar al maestrotrabajando, en su estudio o moviéndosepor el andamio mientras pintaba unagigantesca tela, o junto a mí, sentado asu mesa en la alcoba, escribiendoafanosamente.

En la casa había bandejas decomida por doquier: suculentos racimosde uva, melones maduros y cortados enrodajas, listos para comer, y undelicioso pan de miga fina preparadocon el aceite de la mejor calidad. A míme gustaba comer olivas negrasacompañadas por unas lonchas de queso

fresco y puerros recién recogidos delhuerto. Un criado me servía leche frescaen una jarra de plata.

El maestro no comía nada, todo elmundo lo sabía. Además, se ausentabasiempre de casa durante el día. Jamásnos referíamos al maestro de formairrespetuosa. El maestro era capaz deadivinar nuestro pensamiento. Sabíadistinguir entre el bien y el mal, y notardaba en descubrir una mentira. Losaprendices eran buenos chicos. A vecesalguien comentaba en voz baja que elmaestro había expulsado a uno de ellosde la casa, pero nadie hablaba en tonosuperficial sobre él, nadie comentaba elhecho de que yo durmiera en el lechodel maestro.

Hacia el mediodía comíamos todosjuntos, por lo general pollo asado,costillas de cordero lechal y unasjugosas rodajas de carne de buey.

Durante la jornada acudían tres ocuatro profesores para instruir adiversos y reducidos grupos deaprendices. Algunos hacían sus tareasmientras otros estudiaban.

Yo pasaba con toda naturalidad dela clase de latín a la de griego. Enocasiones hojeaba los sonetos eróticos oleía lo que podía mientras Riccardo meechaba una mano leyendo algocómicamente y provocando la hilaridadentre nuestros compañeros, mientras losprofesores aguardaban a que las risascesaran.

Hice grandes progresos en esteambiente grato y tolerante. Aprendí conrapidez y era capaz de responder a todaslas preguntas que formulaba el maestro,ofreciendo algunos comentarios de mipropia cosecha.

El maestro se dedicaba a pintarcuatro de siete noches a la semana, porlo general pasada la medianoche hastaque desaparecía al alba. No dejaba quenada interrumpiera esas sesiones.

Trepaba por el andamio conasombrosa agilidad, como un enormemono blanco, y, tras dejar caer su capaal suelo, tomaba el pincel de manos delchico que lo sostenía y se ponía a pintarcon tal furia que nos manchaba a todosde pintura mientras le contemplábamos

fascinados. Bajo su toque genial, a laspocas horas cobraban vida grandespaisajes; plasmaba grupos de sereshumanos con todo detalle.

El maestro tarareaba en voz altamientras trabajaba; anunciaba losnombres de los grandes escritores ohéroes cuyos retratos pintaba dememoria o utilizando su imaginación.Nos hablaba sobre los colores y laslíneas que empleaba, los efectos deperspectiva mediante los cualesemplazaba a los grupos de personas quepintaba en unos jardines, estancias,palacios y salones reales.

A los aprendices dejaba sólo latarea de ultimar por la mañana algunospequeños detalles, como el colorido de

los cortinajes, las alas, los ampliosespacios de carne humana a los que elmaestro se aplicaba de nuevo por lanoche para añadir los muebles de unasala mientras la pintura al óleo era aúndúctil, el suelo reluciente de unospalacios que después de sus últimostoques parecían de mármol auténticobajo los rollizos pies de sus filósofos ysus santos.

El trabajo nos unía a mí y a miscompañeros de forma natural yespontánea. En el palacio había docenasde telas y muros por terminar de pintar,los cuales ofrecían un aspecto tan realque parecían puertas de acceso a otromundo.

Gaetano, uno de los aprendices más

jóvenes, era el más dotado para lapintura. Pero cualquiera de los chicos,salvo yo, podía compararse con losaprendices de cualquier pintor derenombre, incluso con los de Bellini.

Ciertos días estaban reservados arecibir a las personas que acudían alpalacio. Bianca asumía entusiasmada latarea, con ayuda de sus sirvientes, deejercer de ama y señora de la casa, derecibir a los hombres y las mujeres delas casas nobles de Venecia que acudíanpara contemplar las pinturas delmaestro. Todos se quedabanmaravillados de sus dotes. Al escucharsus comentarios, me enteré de que elmaestro vendía muy pocas de sus telas,pues le gustaba llenar su palacio con sus

propias obras, y poseía sus propiasversiones de los temas más célebres,desde la escuela de Aristóteles hasta lacrucifixión de Jesucristo. Un Jesucristohumano, de pelo rizado, fuerte ymusculoso; el Jesucristo de estaspersonas. Un Jesucristo parecido aCupido o a Zeus.

A mí, ni me importaba no saberpintar tan bien como Riccardo y losdemás aprendices, ni tenerme quecontentar la mayoría de las veces consostener para ellos los potes de pintura,lavar los pinceles y borrar los erroresque debían corregirse. Yo no deseabapintar. El mero hecho de pensar en ellohacía que mis manos se crisparan y quesintiera náuseas.

Yo prefería conversar, bromear,hacer cábalas sobre el motivo por el queel maestro no aceptaba encargos, aunquecada día recibía numerosas cartasinvitándole a competir para obtener elencargo de pintar un mural en el PalacioDucal o una de las miles de iglesias quehabía en la isla.

Me divertía observar cómo losdemás extendían los colores sobre loslienzos, aspirar el aroma de losbarnices, pigmentos y óleos.

De vez en cuando se apoderaba demí una extraña furia, pero no debido ami falta de destreza. En ocasiones meatormentaba otro sentimiento,relacionado con las posturas húmedas ytempestuosas de las figuras pintadas,

con sus relucientes mejillas sonrosadasenmarcadas por un cielo hirviente ynublado, o las gráciles ramas de árbolessombríos.

Me parecía una locura estaexagerada representación de lanaturaleza. Con el corazón dolorido,caminaba solo y apresuradamente porentre los canales hasta hallar una viejaiglesia, un altar dorado decorado consantos de postura rígida y miradarecelosa, demacrados y sombríos: ellegado de Bizancio, tal como observé enSan Marcos el día en que llegué. Elalma me dolía profunda eincesantemente mientras contemplabacon todo detalle esas viejas reliquias.Cuando mis nuevos amigos daban con

mi paradero, me enojaba. Permanecíaarrodillado, negándome a darme porenterado de su presencia. Me tapaba losoídos para no oír las carcajadas de miscompañeros. ¿Cómo se atrevían a reírseen una iglesia en la que estaba presenteCristo crucificado, moribundo,derramando unas gotas de sangre comoescarabajos negros de sus deslucidasmanos y pies?

De vez en cuando me quedabadormido ante un antiguo altar. Habíaburlado a mis compañeros. Estaba solopero feliz tendido sobre las frías losas.Creía oír el murmullo del agua que sedeslizaba debajo del suelo.

Fui a Torcello en una góndola, paravisitar la gran catedral de Santa María

Assunta, célebre por sus mosaicos que,según decían, eran tan antiguos yespléndidos como los de San Marcos.Me deslicé sigilosamente bajo los arcos,admirando el antiguo iconostasio de oroy los mosaicos del ábside. En lo alto, enla curva posterior del ábside, se hallabala Virgen, Theotokos, la portadora deDios. Tenía un rostro austero, casiamargo. Sobre su mejilla izquierdarelucía una lágrima. En sus manossostenía al niño Jesús, junto con unpaño, el emblema de la Mater Dolorosa.

Yo comprendía esas imágenes,aunque hacían que se me encogiera elcorazón. Me sentía mareado, y el calorde la isla y el silencio de la catedral meprovocaron náuseas. Sin embargo, me

quedé allí, me paseé por el iconostasio yrecé.

Estaba seguro de que nadie meencontraría allí. Al anochecer, me sentíenfermo. Tenía fiebre, pero busqué unrincón de la iglesia, me tumbé en elsuelo y apoyé el rostro y las manos enlas frías losas. Ante mí, al alzar lacabeza, contemplé unas escenasaterradoras del día del Juicio, de unasalmas condenadas al infierno. «Merezcoeste dolor», pensé.

El maestro vino a buscarme. Norecuerdo el trayecto de regreso alpalacio. Al cabo de unos minutos, o esome pareció, me acostaron y miscompañeros me aplicaron en la frenteunas compresas frías. Me hicieron beber

un poco de agua. Alguien comentó queyo había contraído «la fiebre», a lo queotro replicó: «Cállate.»

El maestro me veló toda la noche.Tuve una pesadilla que no logré hacerrevivir cuando desperté. Antes del alba,el maestro me besó y me arrulló en susbrazos. Nunca me había parecido tanreconfortante el tacto frío y duro de sucuerpo como en aquellos momentos; meabracé a su cuello y apoyé la mejillasobre la suya.

El maestro me administró un caldocaliente que sabía a especias. Despuésde besarme, volvió a acercar el cuencode caldo a mis labios. Sentí que un fuegosanador me recorría el cuerpo.

Sin embargo, cuando el maestro

regresó aquella noche, me había vuelto asubir la fiebre. No tuve ningún sueño,pero permanecí en un estado deduermevela; tuve la sensación deatravesar un siniestro pasillo incapaz dehallar un lugar cálido y limpio. Teníatierra bajo las uñas. De pronto vimoverse una pala y un montón de tierra;temí que esa tierra me sepultara, y rompía llorar.

Riccardo también permaneció a milado, sosteniéndome la mano,asegurándome que pronto anochecería yel maestro regresaría a casa.

—Amadeo —dijo el maestro,tomándome en brazos como si yo fuerauna criatura.

En mi mente se agolparon

numerosas preguntas. ¿Acaso iba amorir? ¿Dónde me llevaba el maestro?Yo iba envuelto en terciopelo y pieles yél me transportaba en brazos, pero¿adonde?

Nos encontrábamos en una iglesiaen Venecia, entre pinturas de nuestraépoca. Ardían las velas de rigor. Unoshombres rezaban. El maestro me sostuvoen sus brazos y me dijo que contemplarael gigantesco altar que había antenosotros.

Los ojos me escocían debido a lafiebre, pero le obedecí. Al alzar lacabeza, vi una virgen sobre el altar,coronada por su amado hijo, Cristo Rey.

—Observa la dulzura de su rostro,la naturalidad de su expresión —

murmuró el maestro—. Aparece sentadaen esta iglesia una mujer corriente yvulgar. Observa a los ángeles, esosniños alegres agrupados alrededor delas columnas debajo de la virgen. Fíjateen la serenidad y dulzura de sussonrisas. Esto es el cielo, Amadeo. Es labondad.

Medio dormido, contemplé lapintura sobre el altar.

—Observa al apóstol que murmuraunas palabras al oído de la figura queestá a su lado, con la naturalidad decualquier asistente a una ceremonia.Mira, arriba está Dios Padre,contemplando la escena consatisfacción.

Traté de formular unas preguntas,

protestar que esa combinación de locarnal y lo beatífico era inverosímil,pero no hallé unas palabras elocuentespara expresarlo. La desnudez de losángeles resultaba encantadora einocente, pero no creía en ella. Era unamentira urdida por Venecia, porOccidente, una mentira urdida por elmismo diablo.

—Amadeo —continuó el maestro—, no existe la bondad en el sufrimientoy la crueldad; no existe una bondad quearraigue en el dolor de niños inocentes.Del amor de Dios brota siempre labelleza. Mira esos colores, Amadeo, sonlos colores creados por Dios.

A salvo en sus brazos, con los piescolgando en el aire y los brazos en torno

a su cuello, dejé que los detalles delinmenso altar se grabaran en mimemoria. Repasé una y otra vez todoslos pequeños toques que me deleitaban.

Señalé con el dedo el león, sentadoapaciblemente a los pies de san Marcos.Fíjate, las páginas del libro de sanMarcos se mueven a medida que laspasa. Y el león se ve tan pacífico,domesticado y simpático como un perroinstalado junto al fuego.

—Esto es el cielo, Amadeo —dijoél—. Cualquiera que sea el pasado quellevas clavado en el alma, olvídalo.

Yo sonreí y, lentamente, mientrasobservaba los santos, hilera tras hilerade santos, empecé a reírme suavementeal oído del maestro, como si le hiciera

una confidencia.—Todos están hablando,

murmurando, charlando entre sí como sifueran unos senadores venecianos.

El maestro respondió con unabreve y tenue carcajada.

—Yo creo que los senadores sonmás decorosos, Amadeo. Nunca los hevisto en una actitud tan desenvuelta,pero, como he dicho, esto es el cielo.

—Ah, maestro, mira a ese santoque sostiene un icono, un preciosoicono. Debo decirte, maestro... —Perono terminé la frase. La fiebre habíaaumentado y estaba empapado en sudor.Los ojos me escocían y no veía conclaridad—. Estoy en unas tierrasextrañas, maestro. Echo a correr. Tengo

que depositarlo entre los árboles.¿Cómo iba a saber él a lo que yo

me refería, la desesperada huida através de los desolados páramos con elsagrado fardo que me habíanencomendado, un fardo que debíadesenvolver y depositar entre losárboles?

—Mira, el icono.Me sentía repleto de una miel dulce

y espesa. Provenía de un frío manantial,pero no me importó. Yo conocía esemanantial. Mi cuerpo era como una copaque se agitaba, disolviendo todo loamargo en su contenido, disolviéndoseen un remolino y dejando sólo la miel yun calor de ensueño.

Cuando abrí los ojos me hallaba

acostado en nuestro lecho. Todo estabafresco. La fiebre había bajado. Me volvíy me incorporé.

El maestro estaba sentado a suescritorio, leyendo lo que acababa deescribir. Llevaba el pelo rubio sujetocon una cinta. Me pareció contemplar surostro por primera vez, su hermosorostro de pronunciados pómulos y unanariz fina y estrecha. En éstas me miró ysus labios esbozaron una prodigiosasonrisa.

—No persigas esos recuerdos —comentó. Lo dijo como si yo hubierahablado en sueños—. No vayas a laiglesia de Torcello en busca de ellos.No vayas a contemplar los mosaicos deSan Marcos. Con el tiempo recordarás

todos esos episodios que te hieren.—Temo recordar —contesté.—Lo sé —dijo mi maestro.—¿Cómo puedes saberlo? —le

pregunté—. Lo tengo clavado en elcorazón. Ese dolor es sólo mío. —Nopretendía ser descarado, pero el caso esque, al margen de mis pocas o muchasfaltas, a menudo replicaba con descaro.

—¿Dudas de mí? —preguntó mimaestro.

—Tus dotes son inconmensurables.Todos lo sabemos, aunque no hablamosde ello; tú y yo nunca hablamos de ello.

—Entonces ¿por qué no confías enmí en lugar de las cosas que sólorecuerdas a medias?

El maestro se levantó del escritorio

y se acercó al lecho.—¡Acompáñame! —me pidió—.

Ya no tienes fiebre. Ven conmigo.El maestro me llevó a una de las

numerosas bibliotecas del palacio, unaestancia en la que los manuscritosyacían desordenados sobre las mesas ylos libros en unas pilas. Mariustrabajaba rara vez en estas salas. Dejabasus adquisiciones allí, para que loschicos las catalogaran, y llevaba lo queprecisaba para trabajar en el escritorioinstalado en nuestra habitación.

El maestro se movió entre losestantes hasta hallar un gran portafoliocon tapas de cuero amarillo, gastadas enlos bordes. Acarició con sus dedoslargos y blancos un enorme pergamino.

Luego lo depositó en la mesa de estudiopara que yo lo examinara. Era unapintura antigua.

Vi una inmensa iglesia con cúpulasdoradas, de gran belleza ymajestuosidad. Sobre ella aparecíaninscritas unas letras, que yo conocía.Pero por más que me esforcé no logréque su significado acudiera a mi menteni a mis labios.

—Rus de Kíev —dijo el maestro.Rus de Kíev.

Un insoportable horror hizo presaen mí. Sin poder contenerme, respondí:

—Está en ruinas, se ha quemado.Ese lugar no existe. No está vivo comoVenecia. Es un lugar en ruinas, frío,sucio y desolado. Sí, ésa es la palabra.

— Estaba mareado. Creí distinguir unaruta de escape de aquella desolación,pero era fría y oscura, una ruta tortuosaque conducía a un mundo de eternastinieblas donde el único olor queemanaba de las manos, la piel y la ropaera el olor a tierra.

Me aparté de la mesa y salíprecipitadamente de la habitación.Atravesé todo el palacio a la carrera.Bajé la escalera corriendo y crucé lasestancias inferiores que daban acceso alcanal. Cuando regresé, hallé al maestrosolo en la alcoba. Estaba leyendo, comode costumbre. Leía el libro que le habíaimpresionado más recientemente,Consolación de la filosofía, de Boecio.Cuando entré, alzó la vista del libro.

Me detuve en el umbral, pensandoen mis recuerdos dolorosos. Noconseguía atraparlos. ¡Paciencia! Sedesvanecían en la nada como hojas en uncallejón, las hojas que el viento acumulasobre los tejados y a veces se deslizanpor las tapias verdes de los jardines.

—No quiero —dije de nuevo.—Algún día lo recordarás con

claridad, cuando tengas la fuerzasuficiente para sacar provecho de ello—repuso él, cerrando el libro—. Peroahora deja que yo te consuele.

Sí, eso era justamente lo que yodeseaba.

3¡Qué largos se me hacían los días

sin él! Al anochecer, cuando los

sirvientes encendían las velas, yocrispaba los puños de impaciencia.

Algunas noches no aparecía por elpalacio. Los chicos decían que teníaasuntos importantes que atender, quetodo debía proseguir como si élestuviera en casa.

Me acostaba solo en nuestro lecho;nadie hacía ningún comentario alrespecto. Yo buscaba por la casa algúnrastro personal de él. Me atormentaba uncúmulo de preguntas. Temía que noregresara jamás, pero él volvía siempre.

Cuando subía la escalera, yo corríaa su encuentro y me arrojaba en susbrazos. Él me abrazaba y besaba, ydejaba que me apoyara suavementesobre su pecho. Mi peso no le

incomodaba, aunque yo había crecido yme había desarrollado mucho.

Yo siempre sería el joven dediecisiete años que ves ante ti, pero measombraba que un hombre tan delgadocomo él me levantara en el aire conaquella facilidad. No soy un chicoenclenque, jamás lo he sido. Soy fuerte.

Me encantaba cuando el maestro,en los momentos que yo tenía quecompartirlo con mis compañeros, nosleía en voz alta.

Rodeado de candelabros, elmaestro se expresaba con voz tenue yamable. Leía la Divina comedia deDante, el Decamerón de Boccaccio, oEl romance de la rosa o los poemas deFrançois Villon en francés. Nos dijo que

debíamos aprender a hablar las nuevaslenguas con la fluidez con quehablábamos en griego y latín. Nosadvirtió que la literatura ya no sereducía a las obras clásicas.

Mis compañeros y yo nossentábamos en silencio a su alrededor,sobre unos cojines, o sobre las fríasbaldosas del suelo. Algunos secolocaban de pie junto a él, mientras queotros permanecían de cuclillas.

A veces Riccardo tocaba el laúd ycantaba las melodías que le habíaenseñado su tutor, o las cancioneslascivas que había oído por la calle.Cantaba al amor con tono melancólico ynos hacía llorar. El maestro le mirabaarrobado.

Yo no estaba celoso, ya que era elúnico que compartía el lecho delmaestro.

En ocasiones, el maestro ordenabaa Riccardo que se sentara junto a lapuerta de nuestra alcoba y tocara ellaúd. Riccardo obedecía sin pedirlejamás que le dejara entrar en lahabitación.

Mi corazón palpitaba agitadamentecuando el maestro corría las cortinasque rodeaban el lecho. Luego me abríala túnica, o la desgarraba en un gestoretozón, como si fuera una prenda viejae inútil.

Yo me hundía en la colcha de rasodebajo de su peso; separaba las piernasy le acariciaba con mis rodillas,

aturdido y excitado al sentir el roce desus nudillos sobre mis labios.

En una ocasión me quedésemidormido. El aire tenía una tonalidadrosácea y dorada. Me envolvía un dulcecalor. Sentí sus labios sobre los míos, sulengua moviéndose como una serpienteen mi boca. Un líquido, un delicioso yardiente néctar me llenaba la boca, unapoción exquisita que se deslizó a travésde mi cuerpo hasta alcanzar las yemasde mis dedos. Sentí cómo descendía através de mi torso hasta mis partesíntimas. Me abrasaba. Estaba ardiendo.

—Maestro —murmuré—, ¿qué eseste líquido, más dulce que los besos?

Él apoyó la cabeza en la almohaday volvió la cabeza.

—Dámelo otra vez, maestro —dije.El maestro me complació. Pero

sólo me lo daba cuando lo deseaba él, agotas, con los ojos inundados de unaslágrimas rojas que a veces permitía queyo lamiera.

Creo que transcurrió un año enteroantes de que yo regresara a casa unanoche, tintando debido al aire invernal,ataviado con mi mejor traje azul, unasmedias azules y los zapatos azuleslacados en oro más costosos que pudehallar, un año, digo, antes de queregresara aquella noche, arrojara milibro en un rincón de la alcoba con gestocansino, me plantara en jarras yobservara al maestro sentado en unasilla de elevado respaldo y los ojos

fijos en el carbón que ardía en elbrasero, con las manos extendidas sobreél, contemplando las llamas.

—Bien —espeté con tonoimpertinente, echando la cabeza haciaatrás, con el desparpajo de un hombrede mundo, un sofisticado veneciano, unpríncipe del mercado rodeado por unacorte de mercaderes pendiente de susmenores caprichos, un erudito que habíaleído muchísimos libros.

»Bien —repetí—. Aquí hay unmisterio y tú lo sabes. Creo que ya vasiendo hora de que me lo expliques.

—¿Cómo dices? —preguntó él contono afable.

—¿Por qué nunca...? ¡Eresinsensible, nada te afecta! —le espeté

—. ¿Por qué me tratas como si fuera unmuñeco? ¿Por qué nunca...?

Por primera vez le vi sonrojarse;sus ojos se humedecieron y achicaron ypor su rostro rodaron unas lágrimasrojizas.

—Me asustas, maestro —musité.—¿Qué pretendes que sienta,

Amadeo? —preguntó.—Pareces un ángel, una estatua —

repuse, contrito y temblando—. Juegasconmigo, maestro, soy el muñeco quesiente y padece. —Me acerqué a él. Letoqué la camisa, tratando dedesabrocharla—. Deja que...

Él me tomó la mano. Se llevó misdedos a los labios, los introdujo en suboca y los acarició con la lengua. Sus

ojos se clavaron en los míos.Siento lo suficiente, decían sus

ojos.—Yo te daría lo que tú quisieras —

afirmó con tono implorante. Introduje lamano entre sus piernas. Tenía elmiembro duro, lo cual no era inusual,pero debía dejar que yo le llevara máslejos, debía confiar en mí.

—Amadeo —dijo.Me abrazó y, con su extraordinaria

fuerza, me arrastró hasta el lecho. Fue ungesto tan súbito que no parecía que sehubiera levantado siquiera de la silla.Caímos sobre los almohadones de raso.Yo no salía de mi asombro. El maestrocorrió las cortinas del lecho sin apenastocarlas, como si se tratara de un truco

de la brisa que penetraba por lasventanas. Sí, escucha las voces quebrotan del canal. Las voces que cantan ytrepan por los muros de Venecia, laciudad de los palacios.

—Amadeo —repitió el maestro,besándome en el cuello como habíahecho en mil ocasiones, pero esta veznoté un pellizco breve e intenso. Depronto noté como si alguien hubieratirado de un hilo que me atravesaba elcorazón. Me había convertido en elmiembro que tenía entre las piernas; noera sino eso. Él volvió a besarme, ysentí de nuevo aquel extraño tirón.

Soñé. Creo que vi otro lugar. Creoque vi las revelaciones de mis sueños,que una vez despierto jamás lograba

recordar. Creo que recorrí un camino enesas increíbles fantasías que sóloexperimentaba en sueños.

Esto es lo que quiero de ti.—Y yo te lo daré —dije.Las palabras brotaron

atropelladamente hacia el presente casiolvidado mientras sentí que flotaba juntoa él, sintiéndole temblar estremecido deplacer, sintiéndole tirar de aquel hiloque me atravesaba el corazón, haciendocasi que rompiera a llorar, sintiéndoleregocijarse con mi turbación, sintiéndoleenarcar la espalda y dejar que sus dedostemblaran y danzaran mientras seestremecía sobre mí. Bébelo, bébelo.

Al cabo de unos instantes se separóy se tumbó junto a mí.

Yo sonreí mientras yacía con losojos cerrados. Me toqué los labios.Tenía una gota de aquel néctar en milabio inferior, que lamí con la lengua.Me parecía estar sumido en un ensueño.

Él respiraba trabajosamente yestaba taciturno. Se estremeció un par deveces, y al asir mi mano, noté que lasuya le temblaba.

—¡Ah! —exclamé, sonriendo ybesándole en el hombro.

—Te he lastimado —se lamentó él.—No no, mi dulce maestro —

respondí—. ¡Soy yo quien te halastimado a ti! ¡Pero te tengo en mipoder!

—Te comportas como el mismodiablo, Amadeo —protestó él.

—¿No quieres que lo haga,maestro? ¿Acaso no te gusta? ¡Hastomado mi sangre y me has convertidoen tu esclavo!

Él lanzó una carcajada.—De modo que quieres que

juguemos a eso —dijo alegremente.—Hummm. Ámame. ¿Qué importa

lo demás?—No se lo cuentes a los demás —

repuso él. Lo dijo sin asomo de temor,debilidad ni vergüenza.

Yo me volví, me incorporé sobrelos codos y observé su plácido perfil.

—¿Acaso temes su reacción?—No —contestó el maestro—. Me

importa lo que piensen y sientan. Notengo tiempo para preocuparme de esas

cosas. Debes ser compasivo y prudente,Amadeo —añadió, mirándome.

Guardé silencio durante un rato,limitándome a observar al maestro.Poco a poco me percaté de que estabaasustado. Temí que mi temor destruyerala dulzura de aquel momento, laespléndida e intensa luz que penetraba através de las cortinas y se reflejaba enlos bruñidos planos de su rostromarfileño, en la dulzura de su sonrisa.Al cabo de unos instantes ese temor fuesuperado por una preocupación másacuciante.

—Tú no eres mi esclavo, ¿no escierto? —pregunté.

—Claro que lo soy —respondió,reprimiendo una carcajada—. Puedes

estar seguro de ello.—¿Qué ocurrió, qué hiciste, qué

fue...?Él aplicó un dedo sobre mis labios.—¿Crees que soy como los demás

hombres? —inquirió.—No —repuse, pero al pronunciar

aquella palabra sentí de nuevo unapunzada de temor. Traté de contenerme,pero me arrojé sobre él y traté desepultar el rostro en su cuello. Él erademasiado frío para abandonarse a esasefusiones, aunque me acarició la cabezay me besó en la coronilla, me apartó elpelo de la frente y hundió el pulgar enmi mejilla.

—Deseo que un día te marches deaquí —declaró—. Deseo que te vayas.

Llevarás contigo una fortuna que yo tedaré y todos los conocimientos que heprocurado inculcarte. Llevarás contigotu gracia y las artes que has logradoaprender: a pintar, a interpretarcualquier música que yo te pida, adanzar con asombrosa exquisitez.Llevarás contigo esas dotes e irás enbusca de todo cuanto deseas...

—Sólo te deseo a ti.—Cuando pienses en estos

momentos, cuando estés acosado por lanoche y cierres los ojos, estos instantesque tú y yo hemos compartido teparecerán corruptos y extraños. Teparecerán cosa de magia, una locura, yeste lugar cálido se convertirá en unacámara de siniestros secretos, y estos

recuerdos te dolerán.—No me iré.—Recuerda que fue por amor —

dijo mi maestro—. Que ésta fue laescuela de amor en la que curaste tusheridas, en la que aprendiste de nuevo ahablar, sí, y a cantar, y en la querenaciste de aquel niño destruido comosi ésta fuera una cáscara y tú, un ángel,brotando de él con unas alas grandes yfuertes.

—¿Y si me niego a marcharme porvoluntad propia? ¿Me arrojarás por unaventana para obligarme a volar so penade estrellarme contra el suelo? ¿Echarásel cerrojo para impedirme entrar? Teaconsejo que lo hagas, porque aporrearéla puerta hasta caer muerto. No tengo

alas para alejarme de tu lado volando.El maestro me observó durante

unos minutos. Por mi parte, jamás habíaconseguido mirarle a los ojos durantetanto rato seguido, ni deleitarmeacariciándole los labios con los dedossin que él apartara el rostro.

Por fin el maestro se incorporójunto a mí y me obligó suavemente atenderme de espaldas. Sus labios,rosados como los pétalos interiores delas tímidas rosas blancas, se tiñeron derojo. Entre sus labios se extendía un hilorojo que se deslizaba por las pequeñasarrugas de sus labios, tiñéndolos derojo, como si fuera vino, pero era unlíquido brillante que hacía que suslabios relucieran; y cuando los

entreabrió, ese líquido rojo brotó de suboca como si fuera una lenguaenroscada.

Yo alcé la cabeza y atrapé ellíquido en mi boca.

La habitación empezó a girarvertiginosamente. Me pareció estar apunto de desvanecerme. Cuando abrí losojos, él oprimió su boca sobre la mía yperdí el mundo de vista.

—¡Me siento morir! —murmuré,estremeciéndome debajo de él, tratandode hallar un lugar al que aferrarme eneste vacío de ensueño, intoxicante. Meagité y me estremecí de placer; mispiernas se tensaban y luego tenía lasensación de que flotaban; todo micuerpo emanaba del suyo, de sus labios,

a través de mis labios, como si micuerpo se hubiera convertido en sualiento y sus suspiros.

De pronto noté una punzada, comouna incisión producida por una navaja,diminuta y exquisitamente afilada, queme traspasó el alma. Me retorcífrenéticamente como si estuvieraempalado. ¡Ah, ni los dioses conocíanun goce sensual tan intenso como éste!Fue un rito iniciático, una experiencialiberadora a la que temía no sobrevivir.

Ciego y temblando, me uní a élpara siempre. Él me tapó la boca con lamano para sofocar mis gritos.

Yo le rodeé el cuello con losbrazos, oprimiendo su boca contra micuello.

—¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!Cuando me desperté, era de día.Él se había marchado, como de

costumbre. Me hallaba solo. Los demásaprendices aún no habían aparecido.

Me levanté del lecho y me acerquéa la elevada y estrecha ventana, comolas que se ven por doquier en Venecia,una ventana que impedía que se filtrarael sofocante calor en verano y el fríoviento del Adriático en invierno.

Abrí los gruesos paneles de cristaly contemplé desde mi refugio los murosque se alzaban frente a mí, como hacía amenudo.

En un balcón situado al otro ladodel canal, vi a una sirvienta sacudir unaescoba. La observé durante unos

momentos. Su rostro tenía un colorlívido y se movía incesantemente, comosi estuviera cubierto por un enjambre dehormigas. Apoyé las manos en elalféizar de la ventana y agucé la vista.Entonces me di cuenta de que eran losmúsculos los que hacían que la máscarade su rostro pareciera moverse.

Tenía las manos horrendas,hinchadas y deformes, y el polvo de laescoba que sostenía ponía de relievecada arruga.

Meneé la cabeza perplejo. Lamujer se encontraba demasiado lejospara que yo pudiera observar estosdetalles.

Oí a los chicos conversando en unahabitación del palacio. Era hora de

levantarse y ponerse a trabajar, inclusoen el palacio del señor de las tinieblasque jamás se mostraba de día. Losaprendices estaban demasiado alejadospara que yo los oyera.

Cuando mi mano rozó la cortina deterciopelo, el tejido preferido delmaestro, noté que tenía un tacto más bienpeludo que de terciopelo. ¡Podía vercada fibra del tejido! Me dirigíapresuradamente al espejo.

En el palacio abundaban losespejos, unos espejos grandes ybarrocos con unos marcos decorados yrepletos de diminutos querubines. Halléun espejo de gran tamaño en laantecámara, una salita a la que seaccedía a través de una puerta

exquisitamente pintada en la que yoguardaba mi ropa.

La luz que penetraba por la ventaname siguió. Contemplé mi imagen en elespejo. No era una masa corrompida einfestada de bichos como me habíaparecido la vieja sirvienta. Tenía elrostro extraordinariamente blanco, sinuna arruga.

—¡Lo deseo! —murmuré,convencido de lo que decía.

—No —replicó él.Esto sucedió por la noche, cuando

regresó el maestro. Yo me puse aprotestar y a berrear.

Él no se molestó en darme prolijasexplicaciones basadas en la magia o laciencia, lo cual pudo haber hecho con

toda facilidad. Se limitó a decir que yoera todavía un niño y que debía saborearciertas cosas antes de quedesaparecieran para siempre.

Rompí a llorar. No quería trabajarni pintar ni estudiar ni hacer ninguna otracosa.

—Esas cosas han perdidomomentáneamente su atractivo —meexplicó el maestro con paciencia—.Pero no imaginas...

—¿Qué? —le interrumpí.—Lo mucho que lo lamentarás

cuando dejen de interesarte porcompleto, cuando te conviertas en un serperfecto e inmutable como yo, cuandotodos los errores humanos seansuplantados por una nueva y pasmosa

colección de fracasos. No vuelvas apedírmelo.

Sentí deseos de morir. Meacurruqué en el lecho, presa de la furia yla amargura, y me encerré en unprofundo mutismo.

Sin embargo, él no habíaconcluido.

—No protestes, Amadeo —dijocon tono apesadumbrado—. No espreciso que me lo pidas. Yo te lo darécuando lo crea conveniente.

Al oír esas palabras, eché a correrhacia él como un niño, arrojándome ensus brazos y besando su helada mejillamil veces pese a su fingida sonrisa dedesdén.

Al cabo de unos momentos, el

maestro me agarró por los hombros confirmeza y me advirtió que esta noche nohabría juegos de sangre. Yo debíaestudiar, aprenderme la lección que mehabía saltado por la mañana.

Luego me dijo que él debía ir ahablar con los aprendices, ocuparse desus tareas, del gigantesco lienzo sobre elque estaba trabajando. Yo hice lo queme había ordenado.

Pero antes del mediodía vioperarse en él un cambio que meimpresionó. Los demás ya se habíanacostado. Yo estaba enfrascado en unlibro, estudiando, cuando observé que surostro adquiría una expresión feroz,como si una bestia le hubiera atacado yanulado todas sus facultades civilizadas,

dejándole ahí, sentado en una silla,hambriento, con los ojos vidriosos y laboca teñida de sangre, una sangre que sedeslizaba por las múltiples arruguitasdel sedoso borde de sus labios.

Él se levantó, como si estuvieradrogado, y avanzó hacia mí con unosmovimientos rítmicos que yo jamáshabía presenciado y que me llenaron depavor.

El maestro alzó el dedo índice y meindicó que me acercara.

Yo corrí hacia él. Me alzó delsuelo con ambas manos, sujetándome losbrazos son suavidad, y sepultó el rostroen mi cuello. Sentí un escalofrío que merecorrió todo el cuerpo, desde las puntasde los pies hasta el cuero cabelludo.

No sé dónde me arrojó. Quizá mearrojara sobre el lecho, o los cojines delsalón contiguo a la alcoba.

—Dámelo —murmuré como en untrance, y cuando el líquido llenó miboca, perdí el conocimiento.

4El maestro me ordenó visitar los

burdeles para aprender a copular comoera debido, no como si estuvierajugando, como solíamos hacer los otroschicos y yo entre nosotros.

En Venecia abundaban losburdeles, unos establecimientos bienregentados, reservados al placer en unambiente confortable y lujoso. Todo elmundo sostenía que esos placeres noeran sino un pecado venial a los ojos de

Jesús, y los jóvenes de la alta sociedadfrecuentaban esos establecimientos sinmolestarse en ocultarlo.

Yo conocía una casa en la quetrabajaban unas mujeres exquisitas ymuy hábiles, donde había unas bellezasaltas, de cuerpo voluptuoso y ojos azulpálido, procedentes del norte de Europa,algunas de las cuales tenían un pelorubio casi blanco y eran distintas de lasmujeres italianas, de estatura más baja,que veíamos todos los días. Esadiferencia apenas tenía importancia paramí, pues me había sentido atraído por labelleza de los muchachos y lasmuchachas italianos desde que lleguéaquí. Las jóvenes italianas, con sucuello de cisne y sus caprichosos

tocados adornados con abundantesvelos, se me antojaban irresistibles. Sinembargo, en el burdel se hallaban todaclase de mujeres, y de lo que se tratabaera de montar a tantas como fueraposible.

El maestro me llevó a un burdel,pagó el precio que le pidió la robusta yencantadora mujer que lo regentaba, unafortuna en ducados, y dijo a ésta quepasaría a recogerme al cabo de unosdías. ¡Unos días!

Abrasado por los celos y muerto decuriosidad, le observé alejarse con suhabitual empaque, ataviado de rojo,como siempre. Tras montarse en lagóndola se volvió hacia mí y sedespidió con un guiño.

Pasé tres días en un burdel dondetrabajaban las doncellas másvoluptuosas y sensuales de Venecia,durmiendo hasta entrada la mañana,comparando las mujeres de pielaceitunada con las rubias de tez pálida ydedicándome a examinar con detalle elvello púbico de todas las bellezas dellocal, tomando nota de las diferenciasentre los pubis sedosos y los másásperos y encrespados.

Aprendí pequeños refinamientos deplacer, como la dulce sensación queexperimentas cuando te muerden lastetillas (con suavidad, estas mujeres noeran vampiros) o te tiran con delicadezadel vello de las axilas, del que yo teníamuy poco, en determinados momentos.

Me untaron miel dorada en mis partesíntimas y aquellas criaturas angelicalesy risueñas me la lamieron.

Existían otros trucos más íntimos,por supuesto, inclusive ciertos actosbestiales que, en rigor, constituyen unosdelitos, pero que en aquella casa nohacían sino aderezar unos gocesseductores y saludables. Todo se hacíacon gracia. Las chicas me bañaban confrecuencia en unas grandes y profundastinas de madera que contenían aguacaliente, perfumada y teñida de rosa, encuya superficie flotaban unas flores; yome reclinaba, a merced de aquellasmujeres de voz suave que me mimaban yagasajaban emitiendo unos grititos degozo mientras me lamían como gatitos y

peinaban mi cabello con los dedos paraformar unos rizos.

Yo era el pequeño Ganímedes deZeus, un ángel salido de uno de loscuadros más atrevidos de Botticelli(muchos de los cuales se conservaban eneste burdel, tras haber sido rescatadosde las hogueras de las vanidadeserigidas en Florencia por el implacablereformador Savonarola, quien habíaconminado a Botticelli a que quemarasus maravillosas obras), un querubíncaído del techo de una catedral, unpríncipe veneciano (que técnicamente noexistían en la República) cuyosenemigos lo habían entregado a aquellasmujeres para que aniquilaran suvoluntad por medio del placer carnal.

La estancia en aquel burdelestimuló mi deseo sexual. Si uno tieneque vivir como un ser humano el restode su existencia, ésta es la forma másplacentera de hacerlo, triscando sobremullidos cojines turcos con unas ninfasque los demás mortales sólo vislumbrana través de bosques mágicos en sussueños. Cada hueco suave yaterciopelado constituía una nueva yexótica envoltura para mi espírituretozón.

El vino era delicioso y la comidamaravillosa, inclusive los platosazucarados y especiados de los árabes,más originales y exóticos que la comidaque servían en casa de mi maestro(cuando se lo conté, contrató a cuatro

cocineros nuevos).Según parece, yo no estaba

despierto cuando él vino a recogerme.Me llevó a casa de forma misteriosa einfalible, como correspondía a su estilo,y al despertarme, me encontré de nuevoen mi lecho.

En cuanto abrí los ojos, me dicuenta de que sólo anhelaba estar con él.Los platos de carne que había ingeridodurante los últimos días habíanestimulado mi apetito e intensificado mideseo de comprobar si el cuerpo pálidoy encantador de mi maestro responderíaa los refinados trucos que yo habíaaprendido en el burdel. Cuandodescorrió las cortinas del lecho mearrojé sobre él, le quité la camisa y

empecé a succionarle las tetillas,descubriendo que pese a su turbadorablancura y frialdad tenían un tacto suavey estaban conectadas a la raíz de susdeseos.

El maestro se tendió en el lecho, ensilencio, dejando que yo jugueteara conél como mis tutoras del burdel mehabían enseñado. Cuando me ofreció losbesos de sangre que yo ansiaba, todorecuerdo de contacto humano se disipóde mi mente y experimenté unasensación de impotencia en sus brazos,como de costumbre. Nuestro universoíntimo no se componía sólo de un deseocarnal, sino de un hechizo mutuo ante elcual cedían todas las leyes naturales.

Hacia el alba de la segunda noche

fui a buscarlo y lo hallé pintando en suestudio, rodeado por los aprendices,quienes habían caído dormidos junto aél como los apóstoles infieles enGetsemaní.

Él no se detuvo para responder amis preguntas. Me situé tras él y leabracé por la espalda, alzándome depuntillas para susurrarle al oído.

—Dime, maestro, te lo suplico,¿cómo conseguiste esta sangre mágicaque me proporcionas? —Le mordisqueélos lóbulos de las orejas y le acaricié elpelo. Pero él continuó pintando sininmutarse—. ¿Naciste así, me equivocoal pensar que experimentaste unatransformación...?

—Basta, Amadeo —murmuró el

maestro.Siguió trabajando afanosamente en

el rostro de Aristóteles, la figuraanciana y barbuda de su gran obratitulada La academia.

—¿No te sientes nunca solo,maestro, no sientes nunca el deseo desincerarte con un amigo, un confidentede tu misma especie que sepacomprenderte?

Él se volvió, desconcertado pormis preguntas.

—¿Y tú, mi pequeño y caprichosoángel, crees que puedes ser ese amigo?— repuso, bajando la voz paraconservar su suavidad—. ¡Quéingenuidad! Serás siempre un ingenuo.Eres un sentimental. Te niegas a aceptar

toda realidad que no encaje con tufervorosa fe, una fe que te convierte enun pequeño monje, un acólito...

Yo retrocedí indignado. Jamás mehabía sentido tan enfadado con él.

—¡No soy un ingenuo! —protesté—. Pese a mi aspecto juvenil soy unhombre, lo sabes bien. ¿Quién si no yosueña con lo que tú eres y la alquimia detus poderes? ¡Ojalá pudiera arrebatarteun poco de tu sangre para analizarlacomo hacen los médicos y averiguar dequé se compone y en qué se diferenciadel líquido que fluye por mis venas! Soytu pupilo, sí, tu alumno, pero para serlodebo ser un hombre. ¿Cuándo toleraríastú a un ingenuo a tu lado? ¿Acasocuando nos acostamos juntos me

comporto como un ingenuo? Soy unhombre.

Asombrado, el maestro prorrumpióen unas sonoras carcajadas. Mecomplació ver que había logradoasombrarle.

—Cuéntame tu secreto, señor —lerogué, abrazándolo y apoyando lacabeza en su hombro—. ¿Acaso te parióuna madre tan pálida y fuerte como tú,una portadora de Dios, que te llevó ensu vientre celestial?

El maestro retiró mis brazos dealrededor de su cuello y se separó unpoco para besarme. Su boca erainsistente y durante unos momentos mealarmé. Luego me besó en el cuello,succionando mi piel y haciendo que me

sintiera débil y dispuesto a hacer cuantoél deseara.

—Me compongo de la luna y lasestrellas, sí, y de esa soberana palidezque constituye la sustancia de las nubesy la inocencia —dijo—. Pero no meparió madre alguna; tú lo sabes. Fui unhombre mortal, que envejeció. Mira. —El maestro me tomó de la barbilla y meobligó a examinar su rostro—. ¿No vesla sombra de unas arrugas en lasesquinas de los ojos?

—No veo nada, señor —murmuré,pensando que mi respuesta le consolaríasi le turbaba aquella imperfección. Teníaun aspecto radiante, una piel tersa ylustrosa. Las expresiones más simplesadquirían en su rostro un calor

luminiscente.Imagina una figura de hielo, tan

perfecta como la Galatea de Pigmalión,arrojada al fuego, deshaciéndose,fundiéndose, pero conservando unosrasgos prodigiosamente intactos... Puesése era el aspecto que ofrecía mimaestro cuando le asaltaban unasemociones humanas, como le ocurrió enaquellos momentos.

Él me estrechó entre sus brazos yme besó de nuevo.

—Mi hombrecito, mi duendecillo—murmuró—. ¡Ojalá te conserves asítoda la eternidad! ¿No te has acostadoconmigo las suficientes veces para saberque soy capaz e incapaz de gozar?

Durante una hora, antes de que se

marchara, logré cautivarlo, conquistarlocon mis besos y caricias.

Sin embargo, la noche siguiente elmaestro me envió a otro prostíbulo másclandestino y lujoso que el anterior, unestablecimiento donde trabajabanmuchachos jóvenes para satisfacer losdeseos de los clientes.

Estaba decorado al estilo oriental,combinando los lujos de Egipto y deBabilonia. Las pequeñas cámarascontenían unas rejas doradas, unasesbeltas columnas de bronce ylapislázuli que sostenían el techo deseda color salmón y unos divanes demadera dorada tapizados en damascoribeteado con borlas. El ambiente estabaimpregnado de incienso, y la

iluminación era tenue y difusa.Los muchachos, desnudos, bien

alimentados, nubiles, de piel suave ypiernas bien torneadas, eran solícitos,fuertes y tenaces, y aportaban a losjuegos sus intensos deseos masculinos.

Tuve la sensación de que mi almaera un péndulo que oscilaba entre elávido placer de la conquista y larendición incondicional a unos cuerposfuertes y musculosos, unas voluntadesférreas y unas manos más enérgicas quelas mías que me manipulaban, conexquisita dulzura, a su antojo.

Cautivo entre dos amantes hábiles yvoluntariosos, me sentí traspasado ysuccionado, sacudido y vaciado hastacaer en el sueño más profundo que

jamás había experimentado sinnecesidad de las artes mágicas de mimaestro. Eso fue sólo el principio.

A veces me despertaba de miembriagado estupor y comprobaba queestaba rodeado por unos seres que noparecían masculinos ni femeninos. Sólodos de ellos eran eunucos, pero tanhabilidosos que eran capaces de alzarsus leales armas tan puntualmente comoel que más. Los otros simplementecompartían la afición de sus compañerospor la pintura. Todos llevaban los ojosperfilados en negro y sombreados con untono púrpura, las pestañas rizadas ypintadas para dar a su mirada unaexpresión distante y misteriosa. Suslabios pintados de carmín eran más

exigentes y agresivos que los de lasmujeres, besándome con una insistenciacomo si el elemento masculino que lesconfería músculos y unos órganos duroshubiera dotado también a su boca devirilidad. Tenían unas sonrisasangelicales. Sus tetillas estabanadornadas con unos aros de oro. Suvello púbico estaba empolvado con oro.

No protesté de su vehemente ardor.No temí que me lastimaran, e inclusodejé que ataran las muñecas y lostobillos a los postes del lecho con el finde demostrarme todas sus artes. Eraimposible temerlos. Su placer mecrucificó. Sus insistentes dedos no mepermitieron siquiera cerrar los ojos. Meacariciaron los párpados, me obligaron

a contemplar lo que hacían. Meacariciaron las piernas con unoscepillos de cerdas suaves. Me untaronaceite en todo el cuerpo. Succionaron miardiente savia una y otra vez, como sifuera un néctar, hasta que protesté envano que no tenía más que darles.Llevaban la cuenta de mis «pequeñasmuertes», lo cual les provocaba un granregocijo; me colocaron boca arriba yboca abajo, me volvieron hacia un ladoy el otro, me esposaron y sujetaron... Yolos dejé hacer, hasta que por fin caí enun sueño extasiado y profundo.

Cuando me desperté, no teníanoción del tiempo ni estaba preocupado.Percibí el denso humo de una pipa. Latomé de manos del chico que me la pasó

y fumé, saboreando el sabor oscuro yfamiliar de hachís.

Permanecí allí cuatro noches. Fue,de nuevo, una experiencia liberadora.

Esta vez, al despertarme, comprobéque estaba aturdido, que presentaba unaspecto desaliñado y que estabacubierto sólo con una camisa de sedacolor crema desgarrada. Yacía en undiván perteneciente al prostíbulo, perome hallaba en el estudio de mi maestro,el cual estaba sentado junto a mí,evidentemente pintando mi retrato, anteun pequeño caballete del que apartabalos ojos de vez en cuando paraobservarme.

Pregunté qué hora era y si era denoche. El maestro no me respondió.

—¿Estás enojado porque me hedivertido? —pregunté.

—Te he dicho que te estés quieto—replicó.

Me recosté de nuevo en el diván,sintiendo frío, dolor, soledad, anhelandorefugiarme en sus brazos como un niño.

Por la mañana, el maestro meabandonó sin decir palabra. El cuadroera una espléndida obra maestra de loobsceno. Yo aparecía tumbado en laorilla del río, como un fauno dormido, yjunto a mí la figura alta y esbelta de unpastor que vigilaba, el maestro, vestidocon unos ropajes sacerdotales. Elbosque que nos rodeaba era frondoso,compuesto por unos vetustos ymaltrechos árboles repletos de hojas

polvorientas. El agua del río estabapintada con tal realismo que invitaba asumergirse en ella; yo presentaba unaspecto de lo más inocente, sumido enun sueño profundo, con los labiosentreabiertos en una expresión natural yserena.

Furioso, arrojé el cuadro al suelo,resuelto a destruirlo.

¿Por qué se había negado ahablarme el maestro? ¿Por qué meobligaba a someterme a esas leccionesque luego se interponían entre nosotros?¿Por qué se enojaba conmigo por hacerlo que él me ordenaba? Me pregunté silos burdeles a los que me había enviadoconstituían una prueba de mi inocencia ysi su manifiesto deseo de que yo gozara

en ellos era mentira.Me senté a su escritorio, tomé su

pluma y le escribí un mensaje.Tú eres el maestro. Debes saberlo

mejor que nadie. Es insoportabledejarse guiar por alguien incapaz dehacerlo. Muéstrame el camino conclaridad, pastor, o renuncia a ello.

Lo cierto era que estaba agotadodebido a esos cuatro días entregado alplacer, al vino que había bebido, a ladistorsión de mis sentidos; me sentíasolo y anhelaba estar con él para que metranquilizara y asegurara que yo erasuyo. Pero él no estaba junto a mí.

Salí a dar un paseo. Pasé todo eldía en las tabernas, bebiendo, jugando alos naipes, coqueteando con las chicas

bonitas que se me acercaban, con el finde retenerlas a mi lado mientras yoparticipaba en diversos juegos de azar.

Más tarde, cuando cayó la noche,me dejé seducir por un inglés borracho,un noble rubio y pecoso perteneciente auno de los títulos francés e inglés másantiguo, el conde de Harlech, quienviajaba por Italia para admirar susmaravillas y estaba intoxicado con losnumerosos placeres que ofrecía,inclusive la práctica de la sodomía en unpaís extraño.

Naturalmente, le parecí un jovenbellísimo, como a todo el mundo. Él noera mal parecido. Incluso su rostropálido y pecoso poseía cierto encanto,que su espectacular mata de pelo

cobrizo ponía de relieve.El aristócrata inglés me llevó a sus

habitaciones situadas en un recargado yhermoso palacio, donde me hizo elamor. No fue una experienciadesagradable. Su inocencia y su torpezame deleitaron. Sus ojos azules yredondos eran una maravilla; tenía unosbrazos extraordinariamente fuertes ymusculosos y una barbita color naranja,un tanto cursi pero deliciosamentepuntiaguda.

Escribió unos poemas en latín y enfrancés para mí, que recitó en voz altacon gran encanto. Al cabo de un par dehoras de hacer el papel de machoconquistador, me indicó que le apetecíaque yo le montara, lo cual me procuró un

intenso placer. A partir de entonces lohicimos varias veces de ese modo,desempeñando yo el papel de soldadoconquistador y él el de víctima en elcampo de batalla; en ocasiones leazotaba suavemente con un cinturón decuero antes de poseerlo, lo cualexacerbaba nuestra pasión.

De vez en cuando, el inglés mesuplicó que le confesara quién era y quequedáramos citados para vernos denuevo, a lo cual como es lógico menegué.

Pasé tres noches con él, charlandosobre las misteriosas islas inglesas,leyéndole en voz alta poemas italianos,tocando la mandolina y cantándolecanciones de amor.

Él me enseñó una gran cantidad depalabras obscenas en inglés, y manifestósu deseo de llevarme a Inglaterra con él.Tenía que recuperar el juicio, según meconfesó; tenía que regresar a sus deberesy obligaciones, sus propiedades, a suodiosa y adúltera esposa escocesa, cuyopadre era un asesino, y a su hijopequeño e inocente, de cuya paternidadestaba bastante seguro, dado que el niñotenía el pelo rojo y rizado como él.

Me prometió instalarme en unaespléndida mansión que poseía enLondres, regalo de su majestad el reyEnrique VII. Aseguró no poder vivir sinmí; todos los Harlech sin excepcióntenían que salirse siempre con la suya, yyo no podía sino capitular ante él. Si era

hijo de un destacado noble debíadecírselo, y él se encargaría de allanareste obstáculo. ¿Odiaba acaso a mipadre? Me confesó que era un canalla.Todos los Harlech eran unos canallas ylo habían sido desde los tiempos deEduardo el Confesor. Nos marcharíamossubrepticiamente de Venecia esa mismanoche.

—No conoces Venecia y noconoces a sus nobles —repuse—.Recapacita. Si lo intentas, te expones aque te maten.

Observé que era joven. No habíareparado antes en ello, pues todos loshombres mayores me parecían unosancianos. Calculé que debía de tenerunos veinticinco años. Por lo demás,

estaba completamente loco.En éstas el inglés saltó de la cama,

con su cabellera roja de punta,desenvainó una imponente daga italianay me miró fijamente.

—Te mataré —declaró conarrogancia, utilizando el dialectoveneciano. Acto seguido clavó la dagaen la almohada, provocando una nube deplumas—. Te mataré si es preciso —repitió, quitándose unas plumas de lacara.

—¿Y qué ganarás con ello? —pregunté.

De pronto oí un crujido a susespaldas. Sospeché que había alguienjunto a las ventanas, al otro lado de lospostigos de madera, aunque nos

hallábamos situados a tres pisos sobreel Gran Canal. Cuando comenté missospechas al inglés, éste me creyó.

—Provengo de una familia desalvajes asesinos —mentí—. Soncapaces de seguirte hasta los confines dela Tierra si averiguan que me has traídoaquí; arrasarán tus castillos, te cortaránpor la mitad, te arrancarán la lengua ytus partes pudendas, las envolverán enterciopelo y las enviarán a tu soberano.Anda, cálmate.

—Eres un demonio astuto ydeslenguado —replicó el inglés—;pareces un ángel y te expresas como unmozo de taberna con esa voz dulce yviril.

—Ese soy yo —dije alegremente.

Me levanté, me vestíapresuradamente, rogándole que no mematara todavía, puesto que regresaríatan pronto como pudiera, ya que sóloanhelaba estar con él. Luego le besé yme dirigí hacia la puerta.

El inglés permaneció sentado en ellecho, sin soltar la daga, con su pelirrojapelambrera, la barba y los hombroscubiertos de plumas. Ofrecía un aspectomuy peligroso.

Yo había perdido la cuenta de lasnoches que había estado ausente.

No hallé ninguna iglesia abierta.No deseaba compañía.

Estaba oscuro y hacía frío. Habíasonado el toque de queda. Por supuesto,el invierno veneciano me parecía

templado en comparación con las tierrasnevadas del norte, donde yo habíanacido; pero era un invierno húmedo yopresivo, y aunque la brisa limpiaba ypurificaba la ciudad, ésta me parecióinhóspita e insólitamente silenciosa. Elilimitado firmamento se desvanecíadebajo de una gruesa capa de niebla.Las piedras de los edificios estabanheladas.

Me senté en unos escalones junto aun canal, sin importarme que estuvieranempapados, y rompí a llorar. ¿Qué habíaaprendido de aquella experiencia?

Me sentía como un sofisticadohombre de mundo debido a la esmeradaeducación que había recibido. Sinembargo, no me había aportado ningún

calor, un calor duradero y reconfortante;la soledad que experimentaba era peorque el sentimiento de culpa, que lasensación de estar condenado.

La soledad había venido asuplantar esa vieja sensación. Yo latemía, pues estaba completamente solo.Sentado en aquellos escalones,contemplando un pequeño fragmento decielo negro y unas pocas estrellas que sedeslizaban sobre los tejados de lascasas, presentí lo terrible que seríaperder simultáneamente a mi maestro ymi sentimiento de culpabilidad, serexpulsado por aquél a un universo dondenadie se molestaría en amarme nicondenarme, sentirme perdido e irdando tumbos por el mundo con la única

compañía de seres humanos, esosjóvenes y esas muchachas, el aristócratainglés y su daga, incluso mi estimadaBianca.

Por fin me dirigí a casa de ésta. Meoculté debajo del lecho, como habíahecho en otras ocasiones, y me negué asalir.

Bianca había convidado a su casa aun numeroso grupo de ingleses, pero porfortuna no a mi amante pelirrojo, quiensin duda seguía vagando por lahabitación entre un montón de plumas.«Bien —pensé—, si el encantadorconde de Harlech se presenta aquí, nocreo que se arriesgue a hacer el ridículodelante de sus compatriotas.» Al cabode un rato apareció Bianca, bellísima,

con un favorecedor traje violeta y uncollar de perlas que debía de costar unafortuna. Se arrodilló junto al lecho yacercó su cabeza a la mía.

—¿Qué ocurre, Amadeo?Yo nunca había solicitado sus

favores. Que yo supiera, nadie se habríaatrevido a hacerlo. Pero en aquellosmomentos era un adolescentedesesperado y nada me pareció másoportuno que arrojarme sobre ella.

Salí de debajo de su lecho, medirigí a la puerta y eché el cerrojo, paraque las voces y risas de los convidadosno nos turbaran.

Cuando me volví, vi a Blancaarrodillada en el suelo, mirándome conel entrecejo fruncido y sus labios dulces

como un melocotón entreabiertos en ungesto de perplejidad que me parecióencantador. Sentí deseos de aplastarlacon mi pasión, pero no con violencia,por supuesto, confiando en que mástarde volvería a ser la de siempre, comosi pudiera recomponerse un hermosojarrón hecho añicos y restituirle unesplendor aún más extraordinario queantes.

La levanté por las axilas y la arrojésobre el lecho. Era un lechoimpresionante, en el que, según decían,dormía sola. El cabecero estabadecorado con unos majestuosos cisnesdorados, y en el dosel de maderaaparecían pintadas unas ninfasdanzando. Las cortinas eran de oro

tejido y transparente. No tenía unaspecto invernal, como el lecho deterciopelo rojo de mi maestro.

Me incliné sobre ella y la besé,enloquecido por sus bonitos y astutosojos que me observaban con frialdad. Lasujeté por las muñecas y luego, trascruzar su muñeca izquierda sobre laderecha, sostuve sus manos con una delas mías mientras le desgarraba elvestido. Lo desgarré con tal brutalidadque los botones de madreperla cayeronal suelo. Acto seguido le abrí elcorpino, debajo del cual llevaba unelegante corsé ribeteado de encaje, querasgué por la mitad como si fuera depapel.

Bianca tenía los pechos pequeños y

deliciosos, demasiado delicados yjuveniles para el prostíbulo donde lavoluptuosidad estaba a la orden del día.No obstante, deseé magrearlos a miantojo. Tarareé la estrofa de una canciónen su oído. Ella suspiró. Entonces mearrojé sobre ella, sin soltarle lasmuñecas, y le chupé los pezones confuerza, uno tras otro. A continuación meaparté y le propiné unos cachetes en lospechos con suavidad, de izquierda aderecha, hasta que adquirieron un tonorosáceo.

Bianca tenía la cara encendida yseguía mirándome con el ceño arrugado,un gesto que apenas alteraba la tersurade su pálida frente.

Sus ojos parecían dos ópalos, y

aunque pestañeó lentamente, casi comosi estuviera adormilada, no movió unmúsculo.

Yo concluí mi labor sobre susfrágiles ropas. Le arranqué los volantesde la falda y, al quitársela, comprobéque estaba espléndidamente desnuda, talcomo había supuesto. En realidad yo notenía ni idea de lo que una mujerrespetable llevaba debajo de la falda.Pero Bianca sólo mostraba un pequeño ydorado nido de vello púbico, el cualrealzaba un vientre levementeredondeado y la humedad que tenía entrelas piernas.

Enseguida me di cuenta de que yole gustaba. No estaba indefensa. Alcontemplar el reluciente vello entre sus

piernas, me volví loco. La penetré confuria, asombrado de lo poco usada queparecía estar, como si hubiera tenidopocas experiencias carnales. Biancaemitió un pequeño grito de dolor.

Me empleé a fondo, deleitándomecon su timidez. Me apoyé sobre el brazoderecho para no descargar todo mi pesosobre ella, pues no quería soltarle lasmuñecas. Ella se agitó y retorció hastaque su cabello dorado se soltó deltocado de perlas y cintas que lo sujetabay se desparramó sobre la almohada.Tenía la piel húmeda, rosada yreluciente, como la curva interna de unaconcha de gran tamaño.

Al fin no pude contenerme más y,en el momento en que eyaculé, ella

emitió un último y prolongado suspiro.Ambos nos mecimos abrazados. Biancatenía los ojos cerrados y el rostrocongestionado, como si hubiera sufridoun síncope, y sacudía la cabeza sincesar. Al cabo de unos segundos, sucuerpo se relajó.

Yo me tendí a su lado y me cubrí elrostro con las manos, como si temieraque me fueran a abofetear.

Bianca se echó a reír como unaniña e, inopinadamente, me golpeó enlos brazos, pero de forma cariñosa. Yofingí ponerme a llorar de vergüenza.

—¡Has destrozado mi maravillosovestido! ¡Eres un sátiro, un vilconquistador! ¡Un niño precoz!

De pronto noté que se levantaba del

lecho y oí que se vestía al tiempo quecanturreaba alegremente.

—¿Qué pensará tu maestro de estaaventura, Amadeo? —inquirió Bianca.

Yo aparté los brazos de la cara ymiré hacia el lugar donde sonaba su voz.Bianca se vistió detrás de un elegantebiombo pintado, un regalo de París,según creo recordar, de uno de suspoetas franceses favoritos. Al poco ratoapareció tan espléndida como antes, conun vestido verde manzana bordado conflores silvestres. Parecía la viva imagende un jardín sembrado de florecitasamarillas y rosas bordadas con esmeroen el corpino y la larga falda de tafetán.

—¿Qué dirá el gran maestrocuando averigüe que su joven amante es

un auténtico dios de los bosques?—¿Amante? —pregunté

asombrado.Bianca me miró con gran dulzura.

Luego se sentó y empezó a trenzar denuevo su larga y alborotada cabellera.No llevaba pinturas y su semblanteaparecía intacto, sin mostrar la menorhuella de nuestros juegos; el cabello lecaía sobre los hombros, enmarcando surostro como una magnífica capuchadorada. Tenía la frente lisa y despejada.

—Pareces creada por Botticelli —murmuré.

Yo se lo decía con frecuencia, pueslo cierto es que Bianca parecía una desus bellezas. Todo el mundo opinabacomo yo, y sus amigos le regalaban de

vez en cuando unas pequeñas copias delos célebres cuadros florentinos delpintor.

Reflexioné sobre ello, pensé enVenecia y en este mundo en el que yovivía. Pensé en ella, una cortesana,recibiendo esas pinturas a un tiempocastas y lascivas como si fuera unasanta.

Evoqué unos ecos de los antiguosmundos sobre los que me habíanhablado hacía mucho, cuando mearrodillé en presencia de una bellezavieja y deteriorada, y creí que yo mehallaba en el pináculo, que debía tomarel pincel y pintar única y exclusivamente«aquello que representaba el universode Dios».

No había ningún tumulto en miinterior, sólo una mezcla de corrientes,cuando la observé mientras se peinaba,enlazando las hermosas hileras de perlasentre su cabello, y las cintas de colorverde pálido bordadas con las mismasflorecillas que decoraban su vestido.Tenía los pechos sonrosados,semicubiertos debajo del ceñidocorpino. Sentí deseos de desgarrarlo denuevo.

—Mi dulce Bianca, ¿qué te hacepensar que soy el amante del maestro?

—Todo el mundo lo sabe —murmuró ella—. Eres su favorito.¿Crees que le has enojado?

—¡Ojalá pudiera! —respondí,incorporándome—. No conoces a mi

maestro. Nada es capaz de hacerlelevantar la mano contra mí. Ni siquieralevantar la voz. Me envió a aprenderciertas cosas, a averiguar lo que sabenlos hombres.

Bianca sonrió y movió la cabezapara indicarme que lo comprendía.

—De modo que viniste a mi casa yte ocultaste debajo del lecho —dijo.

—Estaba triste.—Estoy convencida de ello.

Duerme un rato, y cuando yo regrese, siaún estás aquí, te daré calor. Supongo,mi joven y revoltoso amigo, que nonecesito advertirte que jamás debescontar a nadie lo que ha ocurrido aquí—concluyó Bianca, inclinándose parabesarme.

—No, perla mía, hermosa mía, noes necesario que me lo adviertas. Nisiquiera se lo contaré a él.

Bianca se levantó y recogió lasperlas rotas y las cintas arrugadas, losrestos de la violación. Luego alisó lacolcha. Estaba tan bella como un cisnehumano, más aún que los cisnes doradosque adornaban su lecho semejante a unagóndola.

—Tu maestro lo averiguará —anunció—. Es un excelente mago.

—¿Acaso le temes? Me refiero entérminos generales, no debido a lo queha ocurrido entre nosotros.

—No —contestó Bianca—. ¿Porqué había de temerlo? Todo el mundosabe que conviene no enojarle, ni

ofenderle, ni interrumpir su soledad, nihacerle preguntas, pero no es temor.¿Por qué lloras, Amadeo? ¿Qué ocurre?

—No lo sé, Bianca.—Yo te lo diré —repuso ella—. Él

se ha convertido en todo tu universo,como sólo puede hacerlo un granhombre como él. Te has alejado de eseuniverso y ansías regresar a él. Eslógico que un hombre como tu maestrolo represente todo para ti, que su sabiavoz se convierta en la norma según lacual lo mides todo. Todo cuanto residemás allá de él no tiene valor algunoporque él no lo ve, no proclama suvalor. Por tanto, no tienes más remedioque dejar los desechos que se hallanfuera de su luz y regresar a él. Vete a

casa.Bianca salió de la habitación y

cerró la puerta. Yo volví a tumbarme yme quedé dormido, pues no deseabaregresar a casa.

A la mañana siguiente, desayunécon Bianca y pasé todo el día con ella.Desde que le había hecho el amor mesentía subyugado por aquella radiantemujer. Por más que ella hablara delmaestro yo la contemplaba arrobado enaquel ambiente impregnado de sufragancia, rodeado por sus efectospersonales e íntimos.

Nunca olvidaré a Bianca. Jamás.Le hablé, como es posible hacer

con una cortesana, sobre los burdelesque había visitado. Quizá los recuerdo

con detalle porque le hablé sobre ellos.Me expresé con delicadeza, porsupuesto, pero se lo expliqué todo. Ledije que mi maestro deseaba que yoaprendiera todo cuanto pudieranenseñarme esas espléndidas academias,a las que él mismo me había llevado.

—Eso está muy bien, pero nopuedes quedarte, Amadeo. Él te hallevado a lugares donde gozarás de lacompañía de mucha gente. Quizás elmaestro no desee que frecuentes lacompañía de una sola persona.

Yo no deseaba irme. No obstante,al anochecer, cuando acudieron lospoetas ingleses y franceses asiduos a lacasa, y comenzó la música y el baile, nome apeteció compartir a Bianca con su

corte de admiradores.La observé durante un rato,

confusamente consciente de que la habíaposeído en su alcoba secreta comoninguno de sus admiradores la habíaposeído ni la poseería jamás, pero esono me consoló.

Yo deseaba algo de mi maestro,algo definitivo, concluyente, que borraratodo lo demás. Enloquecido por esedeseo, plenamente consciente de él, meemborraché en una taberna, lo suficientepara ponerme quisquilloso ydesagradable, y luego regresé a casatrastabillando por las calles.

Me sentí envalentonado y agresivo,y muy independiente por haberpermanecido alejado de mi maestro y

sus misterios durante tanto tiempo.Cuando regresé, lo encontré subido

en el andamio, pintando con furia.Supuse que estaba trabajando en losrostros de sus filósofos griegos, creandoesa alquimia gracias a la cual salían desu pincel unos semblantes tan vividos yrealistas que parecían más descubiertosque aplicados.

Llevaba una túnica raída y gris quele llegaba a los pies. Cuando entré no sevolvió. Parecía como si hubierantrasladado todos los braseros de la casaal estudio para procurarle la luz que élnecesitaba.

Los aprendices estabanimpresionados de la velocidad con queel maestro había llenado el lienzo.

En cuanto entré en el estudio, mepercaté de que no se hallaba pintando suAcademia Griega.

Pintaba un retrato mío en el que yoaparecía de rodillas, un jovencontemporáneo, luciendo mis habitualesguedejas y una ropa austera, como sihubiera decidido alejarme de aquelmundo de relumbrón, con expresióninocente y las manos unidas como siorara. Me rodeaban unos ángeles derostro amable y gloriosos, como decostumbre, pero éstos ostentaban unasalas negras.

¡Unas alas negras! Unas grandesalas negras cubiertas de sutiles plumas.Al observar con detenimiento aquellascriaturas, me parecieron horribles,

siniestras. Él casi había completado elcuadro. Eran espantosos, y él casi lohabía completado. El joven de pelocastaño rojizo con los ojos dirigidoshacia el cielo y expresión fervorosatenía un aspecto muy real; los ángelesparecían a un tiempo ávidos y tristes.

Sin embargo, nada de cuantomostraba el cuadro era tan monstruosocomo el espectáculo de mi maestromientras lo pintaba, los febrilesmovimientos de su mano y su pincel alplasmar el cielo, las nubes, un frontónroto, el ala de un ángel, la luz del sol.

Los aprendices se hallabanarracimados en un rincón, convencidosde que el maestro había perdido la

razón. ¿Qué era, un loco o un brujo?¿Por qué se revelaba de forma tanimpúdica ante aquellos jóvenes,turbando su serenidad de ánimo?

¿Por qué revelaba nuestro secreto,demostrando que ni él era un hombre niaquellas criaturas aladas unos ángeles?¿Qué había logrado hacerle perder lapaciencia hasta ese extremo?

En éstas arrojó furioso un pote depintura al otro extremo de la habitación.Una mancha verde se extendió sobre elmuro, desfigurándolo. El maestro sepuso a gritar y a renegar en una lenguaque ni mis compañeros ni yocomprendíamos.

Luego tiró todos los potes queestaban sobre el andamio, derramando

la pintura por el suelo en unos grandes yrelucientes charcos. Por último, arrojólos pinceles, que volaron por los airescomo flechas.

—¡Largaos de aquí! ¡Idos a lacama! ¡No quiero ver vuestros estúpidose inocentes rostros! ¡Fuera!

Los aprendices huyeron asustados.Riccardo rodeó a los más pequeños conlos brazos para protegerlos de las irasdel maestro y todos salieronapresuradamente.

El maestro se sentó, con las piernascolgando por el borde del andamio, yme miró como si no me reconociera.

—Baja, maestro —le rogué.Tenía el pelo alborotado y

manchado de pintura. No parecía

sorprendido de verme allí; ni sesobresaltó al oír mi voz. Él sabía desdeel primer momento que yo estaba allí.Lo sabía todo. Oía palabraspronunciadas en otras habitaciones.Conocía los pensamientos de quienes lerodeaban. Estaba repleto de magia, ycuando yo bebía de esa magia, suspotentes efectos me nublaban lossentidos.

—Deja que te peine y alise el pelo—dije con tono insolente.

El maestro tenía la túnica sucia ymanchada de pintura por haber limpiadoel pincel en ella.

Una de sus sandalias cayó delandamio y se estrelló en el suelo con unruido seco.

—Baja, maestro —insistí—. Si hedicho algo que te ha disgustado, prometono volver a decirlo.

Él no respondió.De pronto estalló en mí toda la

rabia contenida; la sensación de soledadque había experimentado por haberpermanecido alejado de él durante unosdías, siguiendo sus instrucciones, y alregresar a casa, encontrármelo furioso ymirándome como si no me reconociera.No estaba dispuesto a tolerar que metratara de ese modo, prescindiendoolímpicamente de mí. Quería obligarle areconocer que yo era la causa de su ira.Obligarle a hablar.

Sentí deseos de romper a llorar.En su rostro se dibujó una

expresión de angustia. Me horrorizabaverlo, pensar que sentía un dolor tanintenso como yo, como los otros chicos.

—¡Eres un egoísta que se divierteatemorizándonos a todos! —grité en ungesto de rebeldía.

El maestro desapareció en un granremolino, sin decir palabra, y oí suspasos atravesando apresuradamente lasestancias desiertas del palacio.

Yo sabía que se había movido conuna velocidad desconocida para el restode los hombres. Eché a correr tras él,pero el maestro me cerró la puerta de laalcoba en las nances y corrió el cerrojoantes de que yo pudiera alcanzarla ytirar del pomo.

—¡Déjame entrar, maestro! —le

supliqué—. Me fui porque tú me loordenaste. —Desesperado, me puse adar vueltas. Era imposible derribar esapuerta. La aporreé con los puños y lepropiné patadas, pero fue en vano—. Túme enviaste a los burdeles. Tú meordenaste que fuera a esos malditoslupanares.

Al cabo de un rato, me senté junto ala puerta, apoyando la espalda en ella, yprorrumpí en sonoros sollozos. Di unescándalo imponente. Él esperó a que yome hubiera desahogado.

—¡Vete a dormir, Amadeo! —ordenó—. Mis iras no tienen nada quever contigo.

Eso era imposible. ¡Mentira! Yo mesentía furioso, herido y ofendido de que

me tomara por idiota, y estaba ateridode frío.

—¡Entonces hagamos las paces,señor! —exclamé. La casa estaba heladacomo un témpano.

—Ve a acostarte junto con tuscompañeros —respondió él suavemente—. Tu sitio está con ellos, Amadeo. Túlos quieres. Pertenecen a tu mismaespecie. No busques la compañía demonstruos.

—¿Eso es lo que tú eres, maestro?—pregunté con tono agresivo y enojado—. ¿Tú, que pintas como Bellini yMantegna, que sabes leer todas laspalabras y hablar todas las lenguas, quetienes una capacidad infinita de amar yuna paciencia no menos infinita, un

monstruo? ¿Eso eres? ¡Un monstruo quenos proporciona un techo y nos alimentacon unas exquisiteces preparadas en lascocinas de los dioses! ¡Menudomonstruo!

Él no respondió.Eso me enfureció aún más. Bajé a

la planta inferior. Tomé una enormehacha de guerra que colgaba en la pared.Era una de las numerosas armasexpuestas en la casa, en la que yo apenashabía reparado. «Ha llegado el momentode utilizarla —pensé—. Estoy harto desu frialdad. No lo soporto. No losoporto.»

Subí de nuevo y descargué unhachazo contra la puerta. Como era deprever, el hacha traspasó la puerta,

haciendo añicos el panel pintado y lalaca antigua y las bonitas rosasamarillas y rojas. Retrocedí unos pasosy volví a descargar otro hachazo contrala puerta.

Esta vez, el cerrojo cedió y derribéla puerta de una patada.

El maestro estaba sentado en suamplia poltrona de roble oscuro, con lasmanos crispadas sobre las dos cabezasde león, mirándome estupefacto. A susespaldas se erguía el gigantesco lechocon su suntuoso dosel ribeteado de oro.

—¡Cómo te atreves! —exclamó.El maestro se levantó en el acto,

me arrebató el hacha y la arrojó con talviolencia que fue a dar contra el murode piedra situado al otro lado de la

habitación. Luego me tomó en brazos yme arrojó hacia el lecho. Todo él seestremeció bajo el impacto, inclusive eldosel y los cortinajes. Ningún hombrehabría sido capaz de arrojarme a esadistancia. Excepto él. Volé por los airesagitando los brazos y las piernas yaterricé sobre el lecho.

—¡Eres un monstruo despreciable!—protesté. Me volví, me incorporésobre un costado, doblando una rodilla,y le miré con descaro.

Él se hallaba de espaldas a mí. Sedisponía a cerrar la puerta interior delapartamento, que había estado abierta y,por tanto, yo no había tenido quederribar. No obstante, se detuvo. Actoseguido se volvió y me observó con

expresión divertida.—Sorprende ese mal genio en un

joven de rostro tan angelical —comentósuavemente.

—Si soy un ángel —repliqué,apartándome del borde del lecho—,píntame con unas alas negras.

—Has tenido el valor de derribarla puerta de mis aposentos —dijo élcruzando los brazos—. ¿Debo decirtepor qué no estoy dispuesto a tolerarsemejante osadía ni en ti ni en nadie?

El maestro me miró con las cejasarqueadas.

—Me atormentas —respondí.—¿De veras?¿Desde cuándo?

Explícate.Sentí deseos de ponerme a chillar,

a sollozar. Deseaba decirle: «Te amo.»Pero en lugar de ello dije:—Te detesto.El no pudo reprimir una carcajada.

Agachó la cabeza, con los dedosapoyados

en el mentón, y me observódetenidamente. Luego extendió la manoy chasqueó los dedos.

Oí un murmullo procedente de lahabitación contigua. Alargado, melevanté del lecho precipitadamente.

Vi el látigo del maestro deslizarsea través del suelo de la habitación, comosi el viento lo hubiera arrastrado hastaaquí; se enroscó, se alzó y cayó en sumano.

La puerta interior de la alcoba

situada detrás del maestro se cerró de unportazo y el cerrojo se corrió emitiendoun sonido metálico.

Yo retrocedí espantado.—Será un placer azotarte —afirmó

él, sonriendo dulcemente; sus ojostraslucían una expresión casi inocente—. Considéralo otra experienciahumana, como retozar con tu lord inglés.

—¡Adelante, hazlo! Te odio —contesté—. Soy un hombre, por más quete empeñes en negarlo.

Él presentaba un aspecto a la vezprepotente y afable, pero era evidenteque aquello no le divertía.

Avanzó hacia mí, me agarró por lacabeza y me arrojó boca abajo sobre ellecho.

—¡Demonio! —exclamé.—Maestro —respondió con calma.Acto seguido apoyó la rodilla en

mi rabadilla y me propinó un latigazosobre los muslos. Por supuesto yo nollevaba nada puesto salvo las finasmedias que exigía la moda de la época,de forma que era como si estuvieradesnudo.

Yo lancé un grito de dolor y luegoapreté los labios. Durante la siguientetanda de latigazos me tragué las ganas degritar pero no logré reprimir un gemido,lo cual me enfureció.

El maestro descargó el látigo una yotra vez sobre mis muslos y mispantorrillas. Rabioso, traté en vano deincorporarme, apoyando los talones

sobre la colcha, pero no pude moverme.Él me tenía inmovilizado con su rodillamientras seguía azotándome con saña.

De pronto me rebelé como jamás lohabía hecho y decidí poner en prácticaun jueguecito. Tenía los ojos llenos delágrimas pero no estaba dispuesto aquedarme ahí tendido y llorardesconsoladamente. Cerré los ojos,apreté los dientes e imaginé que cadalatigazo era de aquel color rojo divinoque tanto me gustaba, y que el lacerantedolor que experimentaba también erarojo, y que el calor que abrasaba mispiernas después de cada azote eradorado y dulce.

—¡Qué hermoso eres! —exclamé.—¡Eso no te servirá de nada, niño! —

replicó él. El maestro siguió azotándomecon renovada rapidez y violencia. Medolía

tanto que no pude retener misbonitas visiones. —¡No soy un niño! —protesté. En éstas sentí algo húmedosobre mis piernas y supuse que erasangre. —¿Es que vas a desfigurarme,maestro? —¡No hay nada peor que unsanto caído se convierta en un grotescodiablo! Los latigazos no cesaban.Supuse que sangraba por varias heridas.Debía de

tener las piernas llenas dehematomas. No podría andar durantevarios días. —¡No sé a qué te refieres!¡Detente! Por increíble que parezca, elmaestro me obedeció. Yo apoyé el

rostro sobre elbrazo y rompí a llorar. Lloré

durante largo rato. Las piernas meescocían como si él siguiera azotándomeuna y otra vez sobre el mismo lugar,pero no era así. Confié en que aqueldolor desapareciera y en su lugarexperimentara una sensación cálida yagradable, como había experimentadodurante el primer par de azotes. Eso nome importaba, pero esto es terrible. ¡Loodio!

De pronto se arrojó sobre mí. Sentíel delicioso cosquilleo de su pelo sobremis piernas. Sentí que sus dedosagarraban la malla rota de mis medias yme las arrancaba rápidamente de ambaspiernas, dejándolas desnudas. Luego

introdujo la mano debajo de mi túnica yme arrancó el resto de las medias.

El dolor se intensificó, pero luegoremitió un poco. El aire aliviaba misheridas. Cuando sus dedos lasacariciaron, sentí un placer tan terribleque no pude por menos que gemir.

—¿Volverás a derribar mi puerta?—preguntó él. —Jamás —murmuré. —¿Volverás a desafiar mi autoridad? —Nunca, te lo prometo. —¿Qué más? —Te amo. —Ya. —Te lo juro —dije,sorbiéndome los mocos. Las caricias desus dedos sobre mis heridas medeleitaban sin medida, tanto

que ni siquiera me atreví a levantarla cabeza. Apreté mi mejilla contra lacolcha bordada, contra la gran imagen

del león cosida a ella, aguanté larespiración y dejé que las lágrimasbrotaran de mis ojos. Sentí una profundacalma, un placer que me robaba elcontrol de mis extremidades.

Cerré los ojos y sentí sus labiossobre mi pierna. Cuando me besó uno delos hematomas, me sentí morir. Creí queiría al cielo, a un paraíso más excelso ydelicioso que este paraíso veneciano. Enmis partes íntimas sentí un cosquilleo devitalidad, una grata y pujante fuerzaaislada del resto de mi cuerpo.

Sobre el hematoma fluían unasardientes gotas de sangre. Sentí el tactoun tanto áspero de su lengua al lamerla,chuparla, y un inevitableestremecimiento que prendió fuego a mi

imaginación, un fuego voraz que seextendió a través del mítico horizonte entinieblas de mi mente.

El maestro aplicó su lengua sobreotro hematoma, para lamer las gotas desangre que brotaban. El lacerante dolordesapareció y sólo experimenté unapulsante dulzura. Cuando oprimió suslabios sobre el siguiente hematoma,pensé: «No lo resisto, voy a morir.»

El maestro se desplazórápidamente de una lesión a otra,depositando su beso mágico y la cariciade su lengua, mientras yo me estremecíay gemía de placer.

—¡Menudo castigo! —exclamé depronto.

Enseguida me arrepentí de haber

soltado aquella impertinencia. Élreaccionó, propinándome un ferozcachete en el trasero.

—No quise decir eso —medisculpé—. Me refiero a que no pretendíofenderte. Lamento haberlo dicho.

Pero él respondió con otro cachetetan violento como el anterior.

—¡Piedad, maestro! ¡Me sientoconfuso! —protesté.

El maestro apoyó la mano sobre laardiente superficie que acababa degolpear. Yo pensé: «Ahora me dará unapaliza hasta dejarme sin sentido.»

Pero sus dedos sólo me rozaron lapiel, que no estaba lesionada, sólocaliente, al igual que los primeroshematomas producidos por los primeros

latigazos.—Maestro, maestro, maestro, te

amo.—Bueno, eso no es de extrañar —

murmuró sin cesar de besar y lamer lasangre. Yo me estremecí bajo el peso desu mano sobre mi trasero—. Pero lacuestión, Amadeo, es por qué te amo yo.¿Por qué? ¿Por qué tuve que ir abuscarte a aquel asqueroso burdel? Soyfuerte por naturaleza... sea cual fuere minaturaleza...

Me besó con avidez en un granhematoma que tenía en el muslo. Sentísus labios succionándolo y luego susangre mezclándose con la mía. Elplacer me produjo una sucesión dedescargas eléctricas. No vi nada, aunque

creo que había abierto los ojos. Traté decomprobar si tenía los ojos abiertos,pero sólo vislumbré un resplandordorado.

—Te amo, sí, te amo —respondió—. ¿Y por qué? Eres inteligente, sí, yhermoso, sin duda, y en tu interior ardenlas reliquias de un santo.

—No sé a qué te refieres, maestro.Jamás fui un santo. No pretendo ser unsanto. Soy un ser irrespetuoso e ingrato.Pero te adoro. Me siento deliciosamenteimpotente a tu merced.

—Deja de burlarte de mí.—No me burlo —protesté—. Digo

la verdad, aunque quede en ridículo pordecir la verdad, aunque haga el ridículopor... ti.

—Sí, supongo que no pretendesburlarte de mí. Eres sincero. Aunque nocomprendes que lo que dices esabsurdo.

El maestro cesó de recorrer mishematomas con sus labios. Mis piernashabían perdido toda forma que hubieranposeído en mi obnubilada mente.

Tendido en el lecho, sentí cómo micuerpo vibraba bajo sus besos ycaricias. Él apoyó la cabeza en miscaderas, en el lugar donde me habíapropinado un cachete y que estabacaliente, y empezó a acariciar mis partesíntimas.

Mi miembro se endureció bajo susdedos, debido a la infusión de su sangreardiente, pero ante todo al vigor de mi

juventud que se rendía a sus caprichos yconfundía el placer con el dolor.

Él permaneció tendido sobre miespalda, sosteniendo con fuerza mi pene,hasta que por fin me corrí entre susresbaladizos dedos en unos violentos ysublimes espasmos de placer.

Me incorporé sobre un codo y lemiré. Él estaba sentado, contemplandoel semen blanco y perlado que tenía enlos dedos.

—¡Dios! ¿Eso es lo que querías?—pregunté—. ¿Contemplar ese líquidoviscoso y blancuzco en tu mano?

Él me miró. ¡Qué angustia reflejabasu rostro!

—¿Significa eso que ha llegado elmomento? —inquirí.

La tristeza que reflejaban sus ojosera demasiado intensa para que yosiguiera insistiendo.

Adormilado y ciego, noté que él mevolvía y me arrancaba la túnica y lachaqueta. Noté que me alzaba, yentonces sentí el aguijonazo en el cuello.

Sentí un dolor que me traspasó elcorazón, que remitió en el precisoinstante en que creí morir. Luego meacurruqué junto a su pecho, bajo lacolcha con la que él nos había cubierto alos dos, y me quedé dormido.

Todavía era negra noche cuandoabrí los ojos. El maestro me habíaenseñado a presentir el amanecer, peroaún faltaba mucho para que amaneciera.

Al mirar a mi alrededor, le vi a los

pies del lecho. Iba elegantementevestido de terciopelo rojo. Lucía unachaqueta con las mangas cortas y unagruesa túnica de cuello alto. La capa deterciopelo rojo estaba ribeteada dearmiño.

Se había cepillado el pelo y sehabía untado una leve capa de aceitepara que emanara sofisticado y atractivoresplandor. Lo llevaba peinado haciaatrás, mostrando el nacimiento recto ylimpio del cuero cabelludo, y caía enelegantes tirabuzones en sus hombros.

—¿Qué ocurre, maestro?—Estaré ausente durante varias

noches. No, no es porque esté enojadocontigo, Amadeo. Debo emprender unviaje que he aplazado demasiado

tiempo.—No te vayas, maestro.

Perdóname. ¡Te suplico que no te vayasahora! Lo que yo...

—Es preciso, criatura. Debo ir aver a aquellos que deben sercustodiados. No tengo más remedio.

Durante unos momentos no dijenada. Traté de comprender la denotaciónde las palabras que había pronunciado.Las había dicho en voz baja, casibalbuciéndolas.

—¿A qué te refieres, maestro? —pregunté.

—Puede que alguna noche te lleveconmigo. Pediré permiso... —Noconcluyó la frase.

—¿Para qué, maestro? ¿Cuándo has

necesitado tú que alguien te dé permisopara hacer algo?

No pretendí que mi respuestasonara tan simple e ingenua y menos aúndescarada.

—No te inquietes, Amadeo —contestó—. De vez en cuando debopedir permiso a mis mayores, como eslógico. —Parecía cansado. Se sentójunto a mí, se inclinó y me besó en loslabios.

—¿A tus mayores, señor? ¿Terefieres a aquellos que deben sercustodiados? ¿Unas criaturas como tú?

—Sé amable con Riccardo y losdemás. Ellos te adoran —dijo elmaestro—. No cesaron de llorar durantetu ausencia. No me creyeron cuando les

aseguré que regresarías a casa. LuegoRiccardo te vio con tu lord inglés ytemió que yo te hiciera pedazos, o que tematara el inglés. Tiene reputación desanguinario, tu lord inglés; es capaz declavar su cuchillo en el letrero decualquier taberna que se le antoje. ¿Espreciso que frecuentes a asesinoscomunes y vulgares? Aquí tienes a unexperto en materia de aniquilar a otrosseres. Cuando fuiste a casa de Bianca,no se atrevieron a contármelo, perocrearon unas curiosas imágenes en susmentes para impedir que yo adivinarasus pensamientos. ¡Qué dóciles semuestran con mis poderes!

—Ellos te aman, señor —repuse—.Doy gracias a Dios de que me hayas

perdonado por haber visitado esosrepugnantes lugares. Haré lo que túquieras.

—Entonces buenas noches —dijo,levantándose.

—¿Cuántas noches estarás ausente,maestro?

—Tres a lo sumo —repuso,mientras se dirigía hacia la puerta.Presentaba una figura gallarda eimponente envuelto en su capa deterciopelo rojo.

—Maestro.—¿Sí?—Seré bueno, un santo —contesté

—. Pero si no lo soy, ¿me azotarás denuevo? ¿Por favor?

En cuanto advertí su expresión de

ira, me arrepentí de haberlo dicho. ¿Porqué me empeñaba en provocarle con misimpertinencias?

—¡No me digas que no pretendíasdecir eso! —me espetó, adivinándomeel pensamiento y percibiendo laspalabras antes de que yo las pronunciaraen voz alta.

—No, pero me disgusta que tevayas. Supuse que si lograba enfurecertelograría que te quedaras.

—Debo irme. Y no me provoques.Te lo advierto por tu bien.

El maestro salió antes de cambiarde opinión y regresar. Se acercó allecho. Yo me temí lo peor. Que megolpeara y se marchara sin besarme elhematoma para disipar el dolor. Sin

embargo, me equivoqué.—Durante mi ausencia, Amadeo, te

aconsejo que recapacites —afirmó.Me sentí relajado mientras le

miraba. Su conducta me hizo reflexionarantes de mediar palabra.

—¿Sobre todo, maestro? —pregunté.

—Sí —repuso. Y luego me besó denuevo—. ¿Prometes ser siempre así? —preguntó—. ¿Serás este hombre, estejoven que eres ahora?

—¡Sí, maestro! ¡Siempre, ycontigo! —Deseé decirle que no existíanada que yo no pudiera hacer quepudiera hacer otro hombre, pero no mepareció prudente, pues temí que no locreyera.

Él apoyó la mano afectuosamenteen mi cabeza, apartándole el pelo de lafrente.

—Durante dos años he observadocómo crecías —dijo—. Has alcanzadotu estatura definitiva. Eres bajito, ytienes la cara aniñada, y aunque estássano eres muy delgado, y aún no te hasconvertido en el robusto joven que yodesearía que fueras.

Yo estaba demasiado extasiadopara interrumpirle. Cuando se detuvo,esperé a que continuara.

El maestro suspiró y fijó la vista enel infinito, como si no hallara laspalabras adecuadas.

—Cuando te fuiste de aquí, tu lordinglés te amenazó con su cuchillo, pero

tú no te amedrentaste. ¿Lo recuerdas?No hace ni dos días que ocurrió.

—Sí, señor, fue una estupidez.—Pudo haberte matado —dijo el

maestro, arqueando una ceja—.Fácilmente.

—Señor, te ruego que me revelesestos misterios —respondí—. Cuéntamecómo adquiriste tus poderes. Confíameestos secretos. Haz que puedapermanecer siempre contigo, señor. Loque yo piense no cuenta; me supedito atu voluntad.

—Pero sólo si satisfago tu petición.—No deja de ser una forma de

rendirme ante ti, a tu voluntad y a tupoder. Sí, me gustaría poseerlo y sercomo tú. ¿Es eso lo que me prometes,

maestro, es eso lo que me das aentender, que puedes convertirme en unser como tú? ¿Que puedes llenarme contu sangre, esa sangre que me transformaen tu esclavo, y conseguir que yo seacomo tú? En ocasiones sé que puedesconseguirlo, maestro, pero me preguntosi lo sé sólo porque tú lo sabes, y sideseas hacerlo porque te sientes solo.

—¡Ah! —exclamó él, cubriéndoseel rostro con las manos, como si yo lehubiera disgustado.

Yo me quedé perplejo.—Si te he ofendido, maestro,

pégame, azótame, haz lo que te plazca,pero no te apartes de mí. No te tapes losojos para no verme, maestro, porque nopuedo vivir sin tu mirada. Explícamelo,

maestro, no permitas que nada seinterponga entre nosotros. Si es miignorancia, haz que desaparezca.

—Lo haré, lo haré —contestó elmaestro—. Eres muy astuto, Amadeo.Eres capaz de embaucar a cualquiera,incluso de fingir que eres un ingenuo y tecrees todas esas zarandajas sobre Dios,tal como te dijeron hace tiempo quedebe comportarse un santo.

—No te comprendo, señor. No soyun santo, pero sí un ingenuo, porquededuzco que es una forma de sabiduría yla deseo porque tú valoras la sabiduría.

—Me refiero a que das laimpresión de ser simple, pero tusimplicidad oculta una gran astucia. Mesiento solo, sí, y anhelo explicarle a

alguien mis desgracias. Pero ¿cómo voya abrumar a un ser tan joven como tú conmis desgracias? ¿Qué edad crees quetengo, Amadeo? Trata de calcular miedad con tu simplicidad.

—Tú no tienes edad, señor. Nicomes ni bebes, ni cambias con el pasodel tiempo. No necesitas agua paralavarte. Eres suave y resistente a todo.Lo sé muy bien, maestro. Eres un serlimpio, noble e íntegro.

Él meneó la cabeza en sentidonegativo. Lo único que conseguía yo conmi cháchara era disgustarle,precisamente cuando lo que necesitabaera que le animara.

—Ya lo he hecho —murmuró.—¿Qué, señor? ¿Qué has hecho?

—Te atraje a mí, Amadeo, porahora... —El maestro se detuvo y arrugóel ceño. Su rostro mostraba unaexpresión tan afable y desconcertadaque sentí una punzada de dolor—. Peroestos delirios de grandeza no conducen anada. Yo podría llevarte, junto con unmontón de oro, y depositarte en unaremota ciudad donde...

—Mátame, maestro. Mátame antesde hacer eso, o elige una ciudad que seencuentre más allá de los límites delmundo conocido, porque te aseguro queregresaré. Emplearé el último ducadodel oro que me des en regresar aquí yllamar a tu puerta.

Él me miró con tristeza; tenía unaspecto más mortal que nunca, herido y

temblando, con la vista fija en elinmenso abismo que nos separaba.

Yo apoyé las manos en sus hombrosy le besé. Fue un gesto de una profundaintimidad viril precisamente debido alacto carnal en el que yo habíaparticipado hacía unas horas.

—No hay tiempo para esasefusiones —replicó él—. Debo irme. Eldeber me llama. Me llaman unos seresantiguos, los cuales me agobian desdehace mucho. ¡Estoy cansado, Amadeo!

—No te vayas esta noche. Cuandoamanezca, llévame contigo, maestro,llévame donde te ocultas del sol. Es delsol de quien debes ocultarte, ¿no escierto, maestro? Tú, que pintas unoscielos azules y la luz de Febo más

brillante que quienes la contemplan,jamás ves...

—¡Basta! —me rogó él,apretándome la cabeza, con las manos—. Deja de besarme y de exponerme tusrazonamientos. ¡Obedece!

El maestro suspiró y, por primeravez desde que estaba con él, le vi sacarun pañuelo de la chaqueta y enjugarse elsudor de la frente y los labios. Al retirarel pañuelo de su rostro, vi que estabamanchado de rojo. Él también loobservó.

—Antes de irme, deseo mostrartealgo —anunció—. Vísteteapresuradamente. Yo te ayudaré.

A los pocos minutos, yo estabavestido para hacer frente al frío aire

nocturno. El maestro me echó una capanegra sobre los hombros, me entregóunos guantes ribeteados de armiño y meencasquetó un gorro de terciopelo negro.Los zapatos que eligió eran unas botasde cuero negro, que jamás habíapermitido que me calzara. Las botas nole gustaban porque decía que los chicosteníamos unos tobillos muy hermosos yno debíamos ocultarlos, pero no leimportaba que nos las pusiéramos dedía, cuando él no estaba presente.

Parecía tan preocupado, tanangustiado; y su rostro, pese a sus rasgosblancos y purísimos, estaba contraído enun rictus tan amargo que no pude pormenos de abrazarlo y besarlo, paraobligarle a separar los labios y sentir su

boca sobre la mía.Cerré los ojos y sentí sus dedos

sobre mi rostro, sobre mis párpados.En éstas oí un ruido tremendo,

como si una puerta se hubiera abiertoviolentamente y hubiera saltado en milpedazos, como cuando yo la habíaderribado con el hacha, y una ráfaga deaire hiciera volar los cortinajes.

El aire me envolvía. Marius medepositó en el suelo y, pese a estarcegado, me di cuenta de que pisaba elpavimento. Oí discurrir el agua del ríojunto a mí, lamiendo las piedras,mientras el viento invernal lo agitaba eimpulsaba el mar hacia la ciudad; oí unbote de madera golpeandopersistentemente un poste del

embarcadero.Él retiró los dedos de mis párpados

y abrí los ojos.Estábamos a una gran distancia del

palacio. Me chocó comprobar que noshabíamos alejado tanto, aunque enrealidad no me sorprendió. Él era capazde obrar toda clase de prodigios y mehabía permitido presenciar uno más.Nos hallábamos en un apartado callejón,en un embarcadero junto a un estrechocanal. Yo nunca me había aventurado eneste mísero barrio obrero.

Tan sólo distinguí los porchestraseros de las viviendas, las ventanasenrejadas, la sordidez y la oscuridad, altiempo que percibí el hedor de losdesechos que flotaban sobre las frías y

agitadas aguas del canal.Él se volvió y me apartó del borde

del canal, y durante unos momentos novi nada. Luego el maestro extendió supálida mano y señaló a un hombredormido en una larga y desvencijadagóndola que reposaba sobre unosmaderos, lista para ser reparada. Elhombre se despertó y retiró la mantabruscamente. Vi su fornida silueta y le oírezongar y maldecir porque habíamosturbado su sueño.

Vi el resplandor del acero de sucuchillo y me llevé la mano a la daga.Pero apenas rozó la mano blanca delmaestro la muñeca del hombre, éstesoltó el arma, que cayó estrepitosamentesobre las piedras.

Aturdido y furioso, el hombre searrojó sobre el maestro en un torpeintento de derribarlo al suelo.

El maestro lo agarró sin mayoresdificultades, como si se tratara de unpedazo de lana apestosa. Vi la expresiónen el rostro de mi maestro. Abrió laboca mostrando unos diminutos yafilados incisivos, como dagas, y losclavó en el cuello del hombre. Éstegritó, pero sólo unos instantes, y luegosu cuerpo se relajó.

Atónito y fascinado, observé cómomi maestro le cerraba los ojos; en lapenumbra las doradas pestañas delhombre tenían un aspecto plateado.Percibí un sonido sordo, húmedo,apenas audible pero siniestro, como un

líquido que chorrea, y deduje que era lasangre del individuo. El maestro seinclinó más sobre su víctima y le estrujóel cuello con sus pálidos dedos paraobtener el líquido vital que emanaba, altiempo que emitía un prolongado suspirode gozo.

A continuación, bebió la sangre. Labebió, sí. Fue un gesto inconfundible.Incluso ladeó un poco la cabeza paraaprovechar hasta la última gota, y en esemomento el cuerpo del hombre, queparecía frágil y de plástico, seestremeció sacudido por una últimaconvulsión y se quedó inerte.

El maestro se incorporó y serelamió los labios, en los que noquedaba ni una gota de sangre. Sin

embargo, la sangre era visible en elinterior de mi maestro. Su rostroadquirió un resplandor rojizo. Se volvióy me miró. Observé el tono rojoencendido de sus mejillas, el resplandorescarlata de sus labios.

—De ahí provienen mis poderes,Amadeo —confesó el maestro,arrojando el cadáver hacia mí. Sushediondas ropas me rozaron, y cuando lacabeza cayó hacia atrás, sin vida, mimaestro me obligó a contemplar elrostro tosco y sin vida del individuo.Era joven, barbudo, no era hermoso,estaba pálido y muerto.

Debajo de los párpadosinexpresivos e inertes asomaba una sutillínea blanca. De los labios exangües,

entre sus dientes putrefactos yamarillentos, pendía un hilo de salivagrasienta.

Me quedé estupefacto. El temor, elodio, ninguno de esos sentimientos teníanada que ver. Estaba asombrado,sencillamente. Me pareció algoprodigioso.

En un inopinado arrebato de furia,el maestro arrojó el cadáver del hombrea su izquierda, a las aguas del canal, enlas que se sumergió con un ruido seco yburbujeante.

Luego me tomó en brazos y echó acorrer. Vi las ventanas desfilar antenosotros. Cuando nos elevamos sobrelos tejados estuve a punto de gritar, peroel maestro me tapó la boca con la mano.

Se movía a tal velocidad que parecíacomo si un motor le propulsara haciadelante o hacia arriba.

De pronto giramos como en unremolino, o eso me pareció, y al abrirlos ojos, comprobé que me hallaba enuna habitación que me resultabafamiliar, rodeado de unas imponentescortinas doradas. Hacía calor. En lassombras vi la reluciente silueta de uncisne dorado.

Era la habitación de Bianca, susantuario particular, su dormitorio.

—¡Maestro! —protesté temeroso yescandalizado por haber irrumpido deesta forma en la habitación de Bianca,sin anunciar nuestra visita.

Por debajo de la puerta se filtraba

un pequeño rayo de luz sobre el sueloentarimado cubierto por una gruesaalfombra persa, alcanzando las plumastalladas en madera de su lecho de cisne.

Entonces oí sus pasos apresurados,dejando atrás una sutil nube de voces,que se dirigían a la alcoba parainvestigar el ruido que había percibido.

Al abrirse la puerta, penetró unaráfaga de aire frío en la habitación.Bianca se apresuró a cerrarla. «¡Quémujer tan valiente!», pensé.

Luego tendió la mano con pasmosaprecisión y subió la mecha de lalámpara que reposaba en la mesilla denoche. Bianca se volvió y contempló ala luz de la llama a mi maestro, aunquededuzco que también me había visto a

mí.Presentaba el mismo aspecto que

cuando yo la había dejado inmersa en sumundo hacía unas horas, ataviada enterciopelo dorado y sedas, su trenzarecogida en la nuca para compensar elpeso de sus espléndidos y voluminososrizos que caían sobre sus hombros y suespalda.

Su pequeño rostro mostraba unaexpresión inquisitiva y alarmada.

—¡Marius! —exclamó Bianca—.¿Qué hacéis aquí, en mis aposentosprivados? ¿Cómo habéis entrado por laventana y con Amadeo? ¿A qué se debeesto? ¿Acaso estáis celoso?

—No, pero deseo una confesión —respondió el maestro con voz

temblorosa. Avanzó hacia ella,apuntándola con un dedo acusador ysosteniéndome de la mano como si yofuera un niño—. Díselo, ángel mío,cuéntale lo que se oculta detrás de sufabuloso rostro.

—No sé a qué os referís, Marius.Pero me estáis enojando. Os ordeno quesalgáis de mi casa. ¿Qué opinas tú deeste atropello, Amadeo?

—No lo sé, Bianca —murmuré.Estaba aterrorizado. Jamás había oídotemblarle la voz al maestro, ni habíaoído a nadie llamarle por su nombre.

—Salid de mi casa, Marius.Marchaos. Apelo a vuestracaballerosidad.

—¿Y cómo se fue tu amigo

Marcellus, el florentino, el que teordenaron que atrajeras aquí con tu hábilpalabrería y al que ofreciste una bebidaque contenía suficiente veneno paramatar a veinte hombres?

El semblante de mi damiselamostraba una expresión seria pero noadusta. Parecía una princesa deporcelana mientras observaba a mimaestro, que temblaba de ira.

—¿Qué os importa eso, señor? —replicó Bianca—. ¿Os habéis convertidoacaso en el Gran Consejo o en elConsejo de los Diez? ¿Vais a llevarmeante vuestros tribunales acusada deasesinato, maldito brujo? ¡Demostradvuestras palabras!

Bianca se expresaba con una gran

dignidad no exenta de tensión. Estiró elcuello y alzó el mentón en un gestodesafiante.

—¡Asesina! —exclamó el maestro—. Lo veo en la solitaria celda devuestra mente, una docena deconfesiones, una docena de actos cruelese impertinentes, una docena decrímenes...

—¡No tenéis derecho a juzgarme!Quizá seáis un mago, pero no sois unángel, Marius. No con vuestrosmuchachitos.

Él la empujó hacia el lecho. Le vientreabrir los labios. Vi de nuevo sussiniestros incisivos.

—¡No, maestro, no! —grité,aprovechando un descuido suyo para

interponerme entre ella y él y golpearlecon los puños—. No podéis hacer eso,maestro. No me importa lo que hayahecho esta mujer. ¿A qué viene esto? ¿Latacháis de impertinente? ¿A ella? ¡Y avosotros qué os importa!

Bianca tropezó contra el lecho y seencaramó a él, colocándose de rodillasy retrocediendo hacia las sombras.

—¡Sois el mismísimo diablo! —murmuró—. Sois un monstruo. He vistosus intenciones, Amadeo, me matará.

—Deja que viva, señor, ¡o morirécon ella! —dije—. Esta mujer noconstituye para mí más que una lección,pero no dejaré que la matéis.

El maestro me miró desconcertado.Estaba aturdido. Me apartó con

brusquedad, asiéndome del brazo paraimpedir que cayera al suelo. Luegoavanzó hacia el lecho, en busca de ella.En lugar de arrojarse sobre Bianca, sesentó a su lado. Ella retrocedió hacia elcabecero, extendiendo la mano en unvano intento de protegerse con loscortinajes dorados.

Era una mujer menuda, frágil, perosus fieros ojos azules permanecíanclavados en el maestro.

—Ambos somos unos asesinos,Bianca —murmuró el maestro,extendiendo la mano para aferrarla.

Yo me precipité hacia mi maestro,pero él me detuvo con la mano derechamientras con la izquierda apartaba unosrizos que le caían a Bianca sobre la

frente. Luego apoyó la mano sobre sucabeza como si fuera un sacerdote y labendijera.

—Todo cuanto he hecho fue porpura necesidad, señor —confesó Bianca—. ¿Qué remedio tenía? —Qué valienteera, qué fuerte, como plata fina imbuidade acero—. Una vez que me daban lasórdenes, qué iba a hacer yo. Sabía loque tenía que hacer, y a quién. Eran muyastutos. La poción tardaba varios días enmatar a la víctima lejos de mis cálidashabitaciones.

—Haz venir aquí a tu opresor, hijamía, y envenénalo en lugar de matar alas personas que él te ordena.

—Sí —tercié yo—, mata al hombreque te obliga a cometer esos crímenes.

Ella pareció reflexionar sobre elloy luego sonrió.

—¿Y sus guardias, sus secuaces?Me estrangularían por haberletraicionado.

—Yo le mataré por ti, mi dulceBianca —repuso Marius—. Y por esono me deberás ningún crimen deimportancia, sólo te pido que olvidesamablemente el apetito que has vistoesta noche en mí.

Por primera vez, Bianca diomuestras de arredrarse. Tenía los ojosllenos de unas bonitas lágrimascristalinas. Parecía un poco cansada.

—Ya sabéis quién es —dijo,agachando la cabeza—. Sabéis dónde sealoja, sabéis que en estos momentos se

encuentra en Venecia.Yo le rodeé el cuello con el brazo y

le besé en la frente. El maestro observóa Bianca fijamente.

—Vamos, querubín —ordenó, sinapartar la vista de ella—. Vamos aeliminar a ese florentino, ese banqueroque utiliza a Bianca para despachar aquienes le confían unas cuentas secretas.

El conocimiento de la verdadsorprendió a Bianca, que de nuevoesbozó una leve sonrisa de cómplice.Estaba dotada de gentileza, desprovistade todo orgullo y amargura. Laesremecedora situación se desvaneciócon rapidez.

Mientras el maestro me sosteníacon el brazo derecho, introdujo la manoizquierda en el bolsillo de su chaqueta ysacó una enorme y maravillosa perla, unobjeto de incalculable valor. Actoseguido se la entregó a Bianca, quien la

aceptó no sin cierta reticencia mientrasobservaba cómo Marius la depositabaen su mano abierta y perezosa.

—Permite que te bese, mi queridaprincesa —dijo él.

Por extraño que parezca, ella se loconsintió. El maestro la cubrió con unosbesos leves como plumas. Biancafrunció su pálido entrecejo, sus ojos seofuscaron y cayó sobre losalmohadones, dormida.

Nosotros nos retiramos. Alalejarnos de la casa, creí oír a alguiencerrar los postigos. La noche erahúmeda y negra como boca de lobo.Apoyé la cabeza en el hombro delmaestro. Aunque hubiera querido nohabría sido capaz de alzarla.

—Gracias, amado maestro, por nohaberla matado —murmuré.

—Bianca es más que una mujerpráctica —repuso él—. No estámaleada. Posee la inocencia y la astuciade una duquesa o una reina.

—¿Dónde vamos? —pregunté.—Ya hemos llegado, Amadeo.

Estamos sobre el tejado. Mira a tualrededor. ¿No oyes ese ruido a tuspies?

Era el sonido de panderetas,tambores y flautas.

—Morirán durante su banquete —declaró el maestro con aire pensativo.Se hallaba en el borde del tejado, sujetoal antepecho de piedra. El viento agitabasu capa y él alzó la vista hacia las

estrellas.—Deseo presenciarlo todo —

afirmé.Él cerró los ojos como si yo le

hubiera golpeado.—No me tomes por frío, señor —

dije—. No creas que estoy cansado yacostumbrado a presenciar cosasbrutales y crueles. Sólo soy un idiota, unidiota que se cree esas zarandajas sobreDios. Nosotros no cuestionamos nada, sino recuerdo mal. Nos reímos y loaceptamos todo y convertimos la vida enuna fiesta continua.

—Entonces baja conmigo. Hay unmontón de ellos, de esos taimadosflorentinos. Ah, estoy famélico. Heayunado para gozar esta noche de un

auténtico festín.5Quizá sea esto lo que experimentan

los mortales cuando cazan a grandesanimales en el bosque y la selva.

Por lo que a mí se refiere, cuandobajamos la escalera desde el tejado ypenetramos en la sala de banquetes deeste nuevo y abigarrado palacio, sentíuna intensa excitación. Unos hombresiban a morir. Unos hombres caeríanasesinados. Unos hombres perversos,unos hombres que habían perjudicado ala hermosa Bianca, serían asesinados sinque mi poderoso maestro, ni nadie queyo conociera y amara, corriera el menorriesgo.

Ni un ejército de mercenarios

habría sentido menos compasión haciaesos individuos. Quizá los venecianosque atacaron a los turcos se habíanapiadado más que yo de su enemigo.

Yo estaba fascinado; en mi interiorpercibía el olor simbólico de la sangre,y deseaba verla correr. Los florentinosno me caían bien, no comprendía a losbanqueros y deseaba vengarme, no sólode quienes habían obligado a Bianca ahacer su voluntad, sino de quienes casihabían logrado que mi maestro saciarasu sed en ella. La suerte de esoshombres estaba echada.

Entramos en una espaciosa eimponente sala de banquetes, dondeunos siete individuos se atracaban conun espléndido asado de cerdo. Unos

tapices flamencos, todos muy nuevos,que mostraban unas espléndidas escenasde caza en las que participaban nobles ydamas con sus caballos y mastines,colgaban de recias varas de hierro entoda la habitación, cubriendo incluso lasventanas, hasta el suelo.

El suelo era de mármol multicolorincrustado, dispuesto en unos dibujos depavos reales adornados con gemas yexhibiendo sus majestuosas colas.

A un lado de la larga mesa sehallaban sentados tres hombres quedevoraban con fruición la comidaapilada en unas bandejas y platos de ororepletos de grasientas espinas y huesos,y el celebérrimo asado de cerdo, unpobre e hinchado animal que conservaba

la cabeza y sostenía en la boca lainevitable manzana, como si ésta fuerala expresión definitiva de su últimavoluntad.

Los otros tres individuos, todosellos jóvenes, guapos y atléticos, a tenordel aspecto de sus musculosas piernas,danzaban formando un artístico círculo,con las manos unidas en el centro,mientras un pequeño grupo de chicostocaba los instrumentos cuya machaconamarcha había oído desde el tejado.

Todos presentaban un aspecto untanto grasiento y manchado debido alfestín, pero ni uno solo dejaba deexhibir un cabello largo y espeso,peinado según la moda de la época, yunas medias y camisas de seda

exquisitamente bordadas. El fuego noestaba encendido, pero no lonecesitaban, pues iban bien abrigadoscon unas chaquetas ribeteadas de armiñoo zorro plateado.

El vino era trasegado de una jarra aunas copas por un hombre incapaz derealizar ese gesto. Los tres que bailaban,aunque cumplían un rito cortesano, nocesaban de empujarse y hacer payasadascomo si se mofaran de los pasos debaile que evidentemente conocían.

Enseguida comprendí que habíandespedido a los sirvientes. Loscomensales habían derribado variascopas de vino. Unas pequeñascucarachas, pese a que estábamos eninvierno, se habían congregado sobre

los restos de comida y los montones defruta húmeda.

La estancia estaba envuelta en undorado resplandor, el humo del tabacoque los hombres fumaban en unas pipasde variada forma. El fondo de lostapices era invariablemente azul oscuro,lo cual confería a la escena una calidezque ponía de relieve el espléndido ycolorista atuendo de los jóvenesmúsicos y los comensales.

Al penetrar en la caldeada estanciainvadida de humo, me sentí intoxicadopor la atmósfera, y cuando mi maestrome ordenó que me sentara a un extremode la mesa, obedecí porque estabademasiado débil para resistirme, peroprocuré no tocar la superficie de la mesa

y menos aún el borde de los platos.Los alegres y alborotados

comensales, con el rostro congestionadodebido al exceso de comida y vino, norepararon en nosotros.

El imponente ruido queorganizaban los músicos bastaba parahacernos invisibles. Sin embargo, loshombres estaban demasiado borrachospara guardar silencio. El maestro,después de besarme en la mejilla, sedirigió hacia el centro de la mesa, a unhueco que había dejado uno de loscomensales que bailaba al son de lamúsica, y se sentó en el banco tapizado.

Súbitamente, los dos hombressentados a cada lado del maestro,quienes habían estado discutiendo a voz

en cuello, repararon en la presencia deaquel convidado ataviado con unaresplandeciente capa roja.

Mi maestro se quitó la capucha,mostrando una cabelleraprodigiosamente larga. Me recordó denuevo a Jesucristo durante la ÚltimaCena, con su fina nariz, su boca carnosay su cabello rubio peinado con la rayaen medio, reluciente debido a lahumedad de la noche.

Mi maestro miró a los comensalesde uno en uno y, ante mi asombro, seintrodujo con toda facilidad en laconversación, comentando con ellos lasatrocidades que habían padecido losvenecianos que quedaban enConstantinopla cuando el sultán turco

Mehmet II, de veintiún años, habíaconquistado la ciudad.

De pronto se produjo una ásperadiscusión sobre la forma en que losturcos habían conquistado la capitalsagrada. Un hombre dijo que, de nohaber zarpado los buques venecianos deConstantinopla, desertándola antes delos postreros días de la invasión, laciudad se habría salvado.

«¡Imposible!», afirmó otrocomensal, un hombre robusto y pelirrojocon unos ojos que parecían dorados.¡Qué belleza! Si ése era el canalla quehabía manipulado a Bianca a su antojo,comprendo que ella se dejara cautivarpor él. Sus labios, enmarcados por unabarba y un bigote pelirrojos, eran

carnosos y perfectamente delineados, ysu mandíbula poseía la fuerza de lafigura sobrehumana de mármolesculpida por Miguel Ángel.

—Durante cuarenta y ocho días, loscañones de los turcos bombardearon losmuros de la ciudad —declaró alindividuo que estaba sentado a su lado—, y al fin lograron penetrar en ella. Erainevitable. Jamás has visto unos cañonescomo aquéllos.

El otro individuo, un joven apuestoy moreno, de piel aceitunada, con lasmejillas suavemente redondeadas, lanariz respingona y unos ojos negros deterciopelo, protestó furioso que losvenecianos se habían comportado comocobardes y que su nutrida flota pudo

haber detenido a los cañones, porpotentes que fueran.

—¡Abandonaron Constantinopla asu suerte! —gritó, descargando unpuñetazo sobre la mesa—. Venecia yGenova no movieron un dedo porayudarla. Aquel fatídico día dejaron queel imperio más grande de la Tierrasucumbiera a los turcos.

—¡No es cierto! —replicó elmaestro sin alzar la voz, arqueando lascejas y ladeando la cabeza. Luego mirólentamente a todos los comensales—.Acudieron muchos valientes venecianospara rescatar a Constantinopla. En miopinión, aunque hubiera acudido toda laflota veneciana no habrían logradodetener a los turcos. El sueño del joven

sultán Mehmet II era apoderarse deConstantinopla, y nada ni nadie habríapodido detenerle.

La situación se ponía interesante.Ansioso de recibir una lección dehistoria y de oír y contemplar la escenacon más claridad, me acerqué a la mesay me senté en una silla de tijera provistade un cómodo asiento de cuero rojo.Coloqué la silla de forma que pudieraver bien a los bailarines, quienes pese asu torpeza ofrecían un hermosoespectáculo gracias a sus largas yornadas mangas que se agitaban en elaire y el sonido de sus zapatillasrecamadas con gemas al deslizarse porel suelo de baldosas.

El pelirrojo que estaba sentado a la

mesa, sacudiendo su larga y rizadamelena de un lado a otro, coqueteabadescaradamente con el maestro, quien lemiraba arrobado.

—He aquí a un hombre que estáinformado de lo ocurrido. Y tú mientes,necio —le espetó al otro individuo—.Te consta que los genoveses lucharoncon valor hasta el último momento. ElPapa envió tres barcos, que rompieronel bloqueo del puerto y llegaron hastalas mismas puertas del castillo delpérfido sultán en Rumeli Hisar. Fue obrade Giovanni Longo. ¿Te imaginastamaño valor?

—Francamente, no —repuso elhombre moreno, inclinándose delante demi maestro como si éste fuera una

estatua.—Fue una acción valerosa —

comentó mi maestro, sin darleimportancia a la cosa—. ¿Por quéinsistís en unas patrañas que ni vosmismo creéis? Sin duda, sabéis lo queles ocurrió a los barcos venecianos quecapturó el sultán.

—Eso, ¿habrías tenido tú el valorde adentrarte en el puerto? —preguntó elflorentino pelirrojo—. ¿Sabes lo quehicieron con los tripulantes de losbarcos venecianos que habían capturadoseis meses antes? Decapitaron a todoslos hombres que había a bordo.

—¡Salvo el capitán! —terció unbailarín, que escuchaba la conversaciónprocurando no perder el paso—. A ése

lo empalaron en una estaca. Era AntonioRizzo, uno de los mejores hombres queha existido jamás. —Mientras seguíabailando, el individuo hizo un gesto dedesdén sobre su hombro. Luego ejecutóuna pirueta y por poco pierde elequilibrio. Sus compañeros seapresuraron a sujetarlo.

El hombre moreno sentado a lamesa meneó la cabeza.

—Si hubiera acudido toda la flotaveneciana... —dijo, pero no concluyó lafrase—. Los florentinos y losvenecianos sois iguales, unos traidores,eludiendo siempre todo compromiso.

Mi maestro se echó a reír mientrasobservaba al hombre.

—No os riáis de mí —protestó el

individuo moreno—. Sois veneciano; oshe visto mil veces, a vos y a ese chico.

El individuo me señaló. Yo miré almaestro, pero éste se limitó a sonreír.Luego me murmuró una frase, quepercibí tan claramente como si sehubiera sentado a mi lado en lugar de aunos metros de distancia:

—El testimonio de los muertos,Amadeo.

El hombre moreno tomó su copa,bebió un trago de vino y derramó elresto sobre su puntiaguda barba.

—Una ciudad llena de cobardes ysinvergüenzas —declaró—. Que sólosirven para una cosa, pedir dineroprestado a un elevado interés cuando sehan gastado todo el que tenían en ropas

elegantes.—Mira quién habló —replicó el

pelirrojo—. Pareces un pavo real. Meentran ganas de cortarte la cola.¡Regresa a Constantinopla si estás tanseguro de que podía salvarse!

—Y tú te has convertido en unmaldito veneciano.

—Soy banquero; un hombre deresponsabilidad —contestó el pelirrojo—. Admiro a quienes prosperan graciasa mí. —Tras estas palabras alzó sucopa, pero en lugar de beber el vino, loarrojó en la cara del hombre moreno.

Mi maestro no se molestó enapartarse, por lo que le cayeron unasgotas encima. Contempló losarrebolados rostros de los dos hombres

que estaban sentados junto a él.—Giovanni Longo, uno de los

genoveses más valientes que jamás hacapitaneado un barco, permaneció enesa ciudad durante todo el asedio —apuntó el pelirrojo—. Eso se llamavalor. Apostaría hasta mi último ducadosobre un hombre así.

—No sé por qué —terció de nuevoel bailarín, el mismo de antes,apartándose del círculo—. Perdió labatalla, y tu padre tuvo la sensatez de noapostar un centavo sobre esa panda deinútiles.

—¡No te atrevas a mentar a mipadre! —protestó el pelirrojo—. ¡A lasalud de Giovanni Longo y losgenoveses que lucharon con él! —Tras

esas palabras agarró la jarra,derramando casi todo su contenidosobre la mesa, llenó su copa y bebió unlargo trago—. Y a la salud de mi padre.Que Dios lo tenga en su gloria. Padre, hematado a tus enemigos y mataré aquienes hagan de la ignorancia unadiversión.

Luego se volvió, propinó un codazoa mi maestro y soltó:

—Ese chico vuestro es una belleza.No os precipitéis. Pensadlo con calma.¿Cuánto queréis por él?

Mi maestro lanzó la carcajada másdulce y espontánea que jamás le habíaoído emitir.

—Ofrecedme algo que yo anhele—repuso, contemplándome con una

expresión entre divertida y misteriosa.Todos los presentes se volvieron

para observarme. Ten en cuenta que noeran aficionados a los mancebos, sinounos italianos de su época, quienes, trashaber prohijado una caterva de niños, talcomo era su deber, y haber violado atantas mujeres como pudieran, norechazaban un revolcón con un jovencitorollizo y jugoso, al igual que loshombres hoy en día aprecian una tostadadorada untada con nata agria y el mejorcaviar negro.

Yo no pude por menos de sonreír.«Mátalos —pensé—, acaba con todosellos.» Me sentía hermoso y seductor.Esperaba que alguno me dijera que lerecordaba a Mercurio ahuyentando a las

nubes en la Primavera de Botticelli. Elindividuo pelirrojo me miró conexpresión juguetona y picaruela y dijo:

—Es el David de Verrocchio, elmodelo de la estatua de bronce. No melo neguéis. Es inmortal, eso es evidente.Jamás morirá.

Tras esa parrafada el pelirrojobebió otro trago. Luego se tentó la partedelantera de la chaqueta y del ribete dearmiño extrajo un medallón de oroengarzado con un diamante degigantescas proporciones. Acto seguido,se arrancó la cadena del cuello y se loofreció con orgullo a mi maestro, quienobservó el medallón oscilando ante susojos como si fuera capaz dehipnotizarlo.

—Para todos nosotros —dijo elhombre moreno, volviéndose paramirarme. Los otros se echaron a reír.

—¡Y nosotros! —exclamaron losbailarines.

—Tendréis que esperar vuestroturno, pues yo seré el primero enacostarme con él —dijo uno, a lo queotro individuo replicó:

—Ten, para ser el primero, antesque tú.

Esta frase iba dirigida al pelirrojo,pero el bailarín arrojó a mi maestro, unasortija engastada con una piedraviolácea que no logré identificar.

—Un zafiro —murmuró el maestro,dirigiéndome una mirada burlona—. ¿Tegusta, Amadeo?

El tercer bailarín, un individuorubio, algo más bajo que el resto de lospresentes y con una pequeña joroba ensu hombro izquierdo, se apartó delcírculo y avanzó hacia mí. Se despojóde todas sus sortijas, como quien sequita unos guantes, y las arrojó a mispies.

—Qué sonrisa tan dulce, joven dios—dijo. Jadeaba debido al ejercicio ytenía el cuello de terciopelo empapadoen sudor. Se bamboleó un poco y porpoco pierde el equilibrio, pero hizo uncomentario jocoso al respecto y siguióbailando.

La música continuó sonandomachaconamente, como si los bailarinespretendieran sofocar las voces de sus

ebrios jefes.—¿A alguien le interesa el asedio

de Constantinopla? —preguntó mimaestro.

—Cuéntame qué fue de GiovanniLongo —le rogué tímidamente. Todos sevolvieron hacia mí.

—El asedio de... Amadeo, ¿no?¡Claro, Amadeo, qué despistado soy! —exclamó el bailarín rubio.

—No se lo discuto, señor —repliqué—. Pero enseñadme un poco dehistoria.

—¡El jovencito nos ha salidorespondón! —exclamó regocijado elnombre moreno—. Ni siquiera hasrecogido las sortijas del suelo.

—Llevo los dedos cargados de

anillos —contesté educadamente, lo cualera cierto.

El pelirrojo se lanzó de nuevo a labatalla.

Giovanni Longo permaneciódurante los cuarenta días que duró elbombardeo. Luchó toda la noche contralos turcos cuando derribaron lasmurallas. No se arredraba ante nada. Selo llevaron del campo de batalla cuandolo abatieron de un disparo.

—¿Y los cañones, señor? —pregunté—. ¿Eran muy grandes?

—¡Supongo que tú estabaspresente! —espetó el hombre moreno alpelirrojo antes de que éste pudieraresponder.

—Mi padre estaba allí—contestó

el pelirrojo—. Y me lo contó él mismo.Iba a bordo del último barco que saliódel puerto con los venecianos, y antes deque abras la boca, no se te ocurra hablarmal de mi padre ni de esos venecianos.Llevaron a los ciudadanos a lugarseguro, perdieron la batalla...

—Querrás decir que desertaron —apostilló el individuo moreno.

—Partieron llevándose a losdesvalidos refugiados después de quelos turcos hubieran conquistado laciudad. ¿Acaso te atreves a llamarcobarde a mi padre? Sabes tanto demodales como de la guerra. Eresdemasiado estúpido para que memoleste en pelear contigo, y estásdemasiado borracho.

—Amén —espetó mi maestro.—Contádselo —dijo el hombre

pelirrojo a mi maestro—. Contádselovos, Marius de Romanus. —El pelirrojobebió otro trago, derramándose porencima el resto del vino—. Explicadlelo de la matanza, lo que ocurrió.Contadle cómo Giovanni Longo peleójunto a las murallas hasta que le hirieronen el pecho. ¡Escucha, mentecato! —gritó a su amigo—. Nadie sabe mássobre este asunto que Marius deRomanus. Los magos son muy listos,según dice mi ramera. ¡Un brindis porBianca Solderini! —exclamó apurandola copa.

—¿Vuestra ramera, señor? —pregunté—. ¿Decís eso de una mujer tan

admirable y en presencia de estosborrachos y deslenguados?

Ninguno de ellos me hizo el menorcaso, ni el pelirrojo, que estaba ocupadoapurando su copa, ni los otros.

El bailarín rubio se acercó a mí.—Están demasiado ebrios para

recordarte, hermoso joven —dijo—.Pero yo no.

—Al bailar os hacéis un lío con lospies —repuse—. No vayáis a haceros unlío con las palabras.

—¡Serás descarado! —exclamó elotro, precipitándose sobre mí ychocando con una silla. Pero yo me hicea un lado y el individuo voló sobre lasilla y aterrizó en el suelo.

Sus compañeros soltaron una

sonora carcajada. Los otros dosbailarines dejaron de ejecutar susintrincados pasos.

—Giovanni Longo era valiente —afirmó el maestro con calma,recorriendo con la vista la concurrenciay posándola sobre el pelirrojo—. Todoseran valientes. Pero nada pudo salvar aBizancio. Había llegado su hora. Habíasonado la hora fatídica tanto para losemperadores como para los mozos decuadra. En el holocausto que estalló seperdieron muchos tesoros. Ardieronbibliotecas enteras. Multitud de textos ysus imponderables misterios seconvirtieron en humo.

Yo me aparté de mi ebrio agresor,quien rodó por el suelo.

—¡Dame la mano, estúpido perritofaldero! —rezongó éste.

—Sospecho que deseáis más queeso, señor —repuse.

—¡Y lo conseguiré! —gritó, peroal tratar de incorporarse resbaló yvolvió a caer al suelo con un estentóreogemido.

Uno de los hombres que estabasentado a la mesa —apuesto pero mayor,con el pelo largo, ondulado y gris y unrostro curtido pero hermoso, queengullía en silencio una grasienta piernade cordero— contempló al individuotendido en el suelo que se esforzaba enlevantarse.

—Hummm. Así cayó Goliat,pequeño David —comentó, mirándome

con una sonrisa—. Conten tu lengua,pequeño David, no todos somos unosgigantes estúpidos, y no debesdesperdiciar tus piedras.

—Vuestra chanza es tan torpe comovuestro amigo, señor —repusesonriendo—. En cuanto a mis piedras, sequedarán en su sitio, dentro de su bolsa,esperando a que tropecéis y caigáis, aligual que vuestro amigo.

—¿Qué habéis dicho sobre unoslibros, señor? —inquirió el pelirrojo,dirigiéndose a Marius, que estabadistraído y no había oído ese pequeñoduelo verbal—. ¿Os referís a los que sequemaron durante la caída de la ciudadmás grande del mundo?

—Sí, a este hombre le gustan los

libros —intervino el individuo moreno—. Os aconsejo que os ocupéis devuestro chico, señor. Es terrible, hainterrumpido el baile. Decidle que no seburle de sus Mayores.

Los dos bailarines se acercaron amí, tan borrachos como el individuo queyacía en el suelo. Trataron deacariciarme, convirtiéndosesimultáneamente en unas jadeantesbestias de cuatro patas con un alientoapestoso.

—¿Te sonríes al contemplar anuestro amigo rodando por el suelo? —preguntó uno de ellos, introduciendo larodilla entre mis piernas.

Yo me aparté, tratando de esquivarsus burdas caricias.

—Es lo más suave que podía hacer—repuse—. Teniendo en cuenta que fuemi belleza lo que ocasionó su caída. Nocaigáis en esa tentación, señores. Notengo la menor intención de responder avuestras plegarias.

El maestro se levantó de golpe.—Estoy cansado de esto —declaró

con una voz fría y clara que resonó através de los tapices que pendían de losmuros. Tenía un sonido siniestro.

—¡Vaya! —exclamó el hombremoreno, observando al maestro—. Osllamáis Marius de Romanus, si no meequivoco. He oído hablar de vos. No ostemo.

—Muy amable de vuestra parte —murmuró el maestro, sonriendo. Al

apoyar la mano sobre la cabeza delindividuo, éste se apartó bruscamente,cayéndose casi del banco. Ahora síparecía aterrorizado.

Los bailarines observaron almaestro, sin duda tratando de calcular silograrían reducirlo con facilidad.

Uno de ellos se volvió de nuevohacia mí y exclamó:

—¡Al cuerno tú y tus plegarias!—Ojo con mi maestro, señor —

repliqué—. Está cansado de vos; cuandoestá cansado se vuelve muyquisquilloso.

El otro trató de aferrarme del brazopero yo lo retiré a tiempo.

Retrocedí hacia donde se hallabanlos jóvenes músicos. La música me

envolvió como una nube protectora.Vi pánico en sus rostros, pero

continuaron tocando a gran velocidad,haciendo caso omiso del sudor quecubría sus frentes.

—Dulces caballeros, me encantavuestra música —dije—, pero tocad unréquiem, os lo ruego.

Los jóvenes músicos me miraroncon aprensión. El tambor siguiósonando, la gaita emitió su sinuosamelodía y el sonido de los laúdesreverberó a través de la habitación.

El individuo rubio que yacía en elsuelo gritó pidiendo auxilio mientrastrataba en vano de incorporarse. Los dosbailarines acudieron en su ayuda. Unode ellos me dirigió unas miradas como

dardos.El maestro miró al tipo moreno que

le había desafiado, le agarró con unasola mano y volvió a sentarlo en elbanco. Luego se inclinó sobre él parabesarlo en el cuello. El hombre se quedóinmóvil como un pequeño mamíferoatrapado en las fauces de una bestiaferoz, totalmente a su merced. Casipercibí el sonido de la sangre al brotarde la yugular al tiempo que la cabellerade mi maestro se estremecía y caíasobre su festín mortal.

Mi maestro dejó caer al hombre alsuelo. Sólo el pelirrojo observó laescena. Pero estaba tan borracho que nose dio cuenta de lo ocurrido. Alzó losojos, con expresión ofuscada, y bebió

otro trago de su copa manchada de vino.Luego se chupó los dedos de la manoderecha, uno tras otro, como si fuera ungato, en el preciso momento en que elmaestro dejó caer a su compinchemoreno de bruces sobre la mesa,concretamente sobre un plato de fruta.

—¡Estúpido borracho! —exclamóel hombre pelirrojo—. ¡Nadie lucha porvalor, honor o decencia!

—En cualquier caso no muchos —repuso el maestro, mirándole.

—Esos turcos rompieron el mundopor la mitad —dijo el pelirrojocontemplando al muerto, quien le mirabaestúpidamente desde el plato de frutaque había hecho añicos con la cabeza.Yo no alcanzaba a verle el rostro, pero

me excitó pensar que estaba muerto.—Acercaos, caballeros —dijo mi

maestro—, vos también, señor, el queofrecisteis vuestras sortijas a mi chico.

—¿Es hijo vuestro, señor? —preguntó el jorobado rubio, quien por finhabía logrado ponerse en pie. Apartó asus amigos de un empellón y se acercó ala mesa—. Yo seré mejor padre para élque vos.

Mi maestro apareció súbita ysilenciosamente en el lado de la mesadonde nos hallábamos nosotros. Susropas se organizaron de nuevo en torno asu cuerpo, como si tan sólo hubiera dadoun paso. El pelirrojo no se percató de lamaniobra.

—Deseo proponer un brindis por

Skanderbeg, el gran Skanderbeg —propuso el individuo pelirrojo, como sihablara consigo—. Hace mucho quemurió, pero dadme cinco Skanderbegs yorganizaré una nueva cruzada pararescatar nuestra ciudad de manos de losturcos.

—¡Menuda proeza! Cualquierapodría hacerlo con cinco Skanderbegs—repuso el hombre mayor que estabasentado al otro extremo de la mesa, elque mordisqueaba los restos de la patade cordero. Tras limpiarse los labioscon la muñeca, añadió—: No existe nijamás existió un general comoSkanderbeg, salvo él mismo. Pero ¿quéle pasa a Ludovico? ¡Será imbécil! —exclamó levantándose.

El maestro rodeó con un brazo loshombros del individuo rubio, quien tratóde soltarse, pero mi maestro erainamovible. Mientras los dos bailarinespropinaban a mi maestro empujones ymanotazos para liberar a su compañero,mi maestro depositó de nuevo su besofatal. Tomó al joven rubio por el mentón,le alzó el rostro y fue directo a layugular. Volvió a su víctima hacia unlado y le succionó la sangre de una solavez. Luego se apresuró a cerrarle losojos con dos pálidos dedos y dejó elcadáver al suelo.

—Ha llegado vuestra hora,amables caballeros —dijo el maestro alos bailarines que retrocedíanespantados.

Uno de ellos desenvainó su espada.—¡No seas estúpido! —gritó su

compañero—. Estás borracho. Noconseguirás...

—No, no lo conseguirás —apostilló el maestro, emitiendo un brevesuspiro. Sus labios tenían un color rosamás acentuado que de costumbre, y lasangre que había bebido se exhibía ensus mejillas. Hasta sus ojos poseían unbrillo, un fulgor más intenso.

El maestro asió la espada delindividuo y con una presión del pulgarla partió en dos, de forma que el bailarínse quedó sosteniendo sólo un fragmentodel arma.

—¿Cómo os atrevéis..? —protestóel individuo.

—Yo me pregunto cómo lo halogrado —le interrumpió el pelirrojosentado a la mesa—. ¡La ha partido porla mitad! ¿De qué acero está hecha esaespada?

El individuo que seguía devorandola pierna de cordero echó la cabezahacia atrás y soltó una sonora carcajada,tras lo cual siguió limpiando el hueso.

El maestro extendió la mano através del tiempo y el espacio y agarróal tipo de la espada, cuya yugularaparecía visible e hinchada, y le partióel cuello con un ruido seco.

Los otros tres, al parecer, looyeron, es decir, el individuo quedevoraba la pierna de cordero, elatemorizado bailarín y el individuo

pelirrojo.El último bailarín fue la próxima

víctima de mi maestro. Éste le tomó delrostro como si estuviera enamorado deél y bebió su sangre, sujetándolo delcuello de forma que sólo logré ver lasangre durante unos segundos, unauténtico torrente de sangre que mimaestro cubrió luego con su boca y sucabeza.

Vi cómo la sangre del bailaríncomenzaba a circular por las venas de lamano de mi maestro. Estaba impacientepor verle alzar la cabeza, cosa que notardó en hacer, tras despachar a suvíctima con mayor celeridad que a laanterior. Me miró con expresiónsoñadora y el rostro arrebolado. Parecía

tan humano como cualquiera de lospresentes, tan embriagado de su bebidaespecial como ellos de vino.

Tenía unos rizos rubios pegados ala frente debido al sudor, constituido porunas gotitas de sangre.

La música cesó de repente.No fue la barahúnda lo que hizo

que los músicos dejaran de tocar, sino elaspecto que ofrecía mi maestro, quiendejó caer a su última víctima al suelocomo si fuera un saco de huesos.

—Un réquiem —pedí de nuevo—.Sus fantasmas os lo agradecerán,amables caballeros.

—O bien —dijo Marius avanzandohacia los músicos— salid volando deesta habitación.

—Yo prefiero salir volando —murmuró el que tocaba el laúd. Todosdieron media vuelta y corrieron hacia lapuerta, pero por más que tiraron delpomo maldiciendo y blasfemando nolograron abrirla.

El maestro retrocedió y recogió lassortijas del suelo junto a la silla que yohabía ocupado antes.

—Os vais sin cobrar vuestrojornal, jovencitos —afirmó el maestro.

Los músicos se volvierongimoteando de terror y contemplaron lassortijas que el maestro les arrojaba.Avergonzados, estúpidos y codiciososse abalanzaron sobre ellas, pero sóloconsiguieron apoderarse de una cadauno.

Acto seguido, la puerta de doblehoja se abrió estrepitosamente y separtió contra los muros.

Los músicos salieron a toda prisa,arrancando unos fragmentos de pinturadel marco de la puerta, la cual volvió acerrarse.

—¡Muy hábil! —exclamó elhombre mayor, que por fin había dejadola pierna de cordero tras dejar el huesolimpio—. ¿Cómo lo habéis hecho,Marius de Romanus? He oído decir quesois un mago muy poderoso. No meexplico por qué el Gran Consejo no osacusa de practicar la brujería. Debe deser porque tenéis mucho dinero, ¿no esasí?

Observé a mi maestro. Nunca le

había visto tan hermoso como en estosmomentos, rebosante de sangre nueva.Deseé tocarlo, abrazarlo. Me miró conuna expresión dulce, ebrio desatisfacción.

Sin embargo, al cabo de unossegundos apartó su seductora mirada demí y se dirigió hacia la mesa,rodeándola hasta detenerse junto alcomensal que había dado buena cuentade la pierna de cordero.

El hombre de pelo canoso lo miró yluego se volvió hacia su compañeropelirrojo.

—No seas idiota, Martino —lecomentó a éste—. Debe de serperfectamente legal ser un brujo en laregión del Véneto siempre y cuando

pagues tus impuestos. Os aconsejo quedepositéis vuestro dinero en el banco deMartino, Marius de Romanus.

—Ya lo he hecho —respondióMarius de Romanus, mi maestro—, ydebo decir que me rinde unos buenosbeneficios.

El maestro se sentó entre el muertoy el individuo pelirrojo, que parecíaencantado de tenerlo a su lado de nuevo.

—Martino —dijo el maestro—,sigamos charlando sobre la caída de losimperios. ¿Por qué estaba vuestro padreen el bando de los genoveses?

El pelirrojo, entusiasmado con elgiro que había tomado la conversación,afirmó con orgullo que su padre habíasido el representante de la familia en

Constantinopla, y que había muertodebido a las heridas que había recibidoel último y fatídico día del asedio.

—Mi padre lo presenció todo —contó el pelirrojo—, vio cómo matabana las mujeres y los niños. Vio cómoarrancaban a los sacerdotes de losaltares de Santa Sofía. Él conoce elsecreto.

—¡El secreto! —exclamó elhombre mayor con desdén. Se trasladóal otro extremo de la mesa y, de unmanotazo con la mano izquierda, derribóal suelo al muerto que yacía sobre elbanco.

—¡Maldito y arrogante cabrón! —protestó el pelirrojo—. ¿No has oídocómo se ha partido el cráneo contra el

suelo? No trates a mis invitados de esaforma, te juegas el pellejo.

Yo me acerqué a la mesa.—Sí, acércate, bonito —dijo el

pelirrojo—. Anda, siéntate —añadió,mirándome con sus ojos dorados yrelucientes—. Siéntate frente a mí.¡Válgame Dios! ¡Pobre Francisco!Juraría que oí cómo se partía el cráneocontra las losas.

—Está muerto —repuso el maestrosuavemente—. Pero no os preocupéis, almenos de momento —agregó. Su rostrotenía un color más subido debido a lasangre que había bebido. Toda su pielmostraba un tono rosáceo radiante yuniforme, que realzaba el color rubiopálido de su cabello. En las esquinas de

los ojos aparecían unas arruguitas, quesin embargo no mermaban un ápice lalustrosa belleza de los mismos.

—De acuerdo, bien, están muertos—afirmó el pelirrojo, encogiéndose dehombros—. Como os decía, y tomadbuena nota de mis palabras porque sé loque digo, esos sacerdotes tomaron elcáliz sagrado y la sagrada hostia y serefugiaron en un lugar oculto en SantaSofía. Mi padre lo presenció con suspropios ojos. Yo conozco el secreto.

—Y dale con los ojos —dijo elhombre mayor—. ¡Tu padre debía de serun pavo real para tener tantos ojos!

—Calla o te corto el cuello —replicó el individuo pelirrojo—. Miralo que le has hecho a Francisco al

arrojarlo al suelo. ¡Válgame Dios! —añadió, santiguándose perezosamente—.Le sale sangre de la cabeza.

El maestro se volvió y,agachándose, recogió unas gotas desangre con los cinco dedos de la mano.Luego se volvió lentamente hacia mí yhacia el pelirrojo y se chupó un dedo.

—Sí, está muerto —confirmó—.Pero su sangre es cálida y espesa —agregó sonriendo lentamente.

El pelirrojo estaba tan fascinadocomo un niño en una función de títeres.

Mi maestro extendió los dedosmanchados de sangre, con la palmahacia arriba, y sonrió comopreguntando: «¿Quieres probarla?»

El individuo pelirrojo asió a

Marius por la muñeca y lamió la sangrede su índice y su pulgar.

—Hummm, está muy rica —dijo—.Todos mis compañeros tienen una sangreexcelente.

—Ya lo había notado —repuso elmaestro.

Yo no podía apartar mis ojos de él,de su rostro que mudaba continuamentede aspecto. Sus mejillas presentabanahora un color más intenso, o quizá sedebía a la curva de sus pómulos cuandosonreía. Sus labios tenían un tono rosavivo.

—No he terminado, Amadeo —murmuró el maestro—. No he hecho másque empezar.

—¡No está malherido! —insistió el

hombre mayor observando a la víctimaque yacía en el suelo. Parecíapreocupado. ¿Lo había matado?—. Seha hecho un corte en la cabeza, eso estodo. ¿No es así?

—Sí, un pequeño corte —respondió Marius—. ¿Qué secreto esése, querido amigo? —preguntó deespaldas al hombre de pelo canoso,dirigiéndose al pelirrojo con un interésque no había demostrado hasta ahora.

—Sí, sí —tercié yo—. ¿A quésecreto os referís, señor? —pregunté—.¿Al lugar donde se ocultaron lossacerdotes?

—No, criatura, no seas necio —contestó el pelirrojo, mirándome através de la mesa.

Era un individuo tan bello comocorpulento. ¿Le había amado Bianca?Ella no me lo había dicho.

—El secreto, el secreto —dijo—.Si no creéis en este secreto, es que soisunos descreídos incapaces de creer ennada sagrado.

El pelirrojo alzó su copa, peroestaba vacía. Yo tomé la jarra y se lallené con aquel vino oscuro y aromático.Se me ocurrió probarlo, pero sentí talrepugnancia que desistí.

—No seas remilgado —murmurómi maestro—. Anda, bebe en memoriade los muertos. Ahí tienes una copalimpia.

—Ah, sí, disculpa —se apresuró adecir el pelirrojo—. No te he ofrecido

una copa. ¡Válgame Dios, pensar que tearrojé un mero diamante perfecto paraconseguir tu amor! —agregó, tomandouna copa de plata labrada y engastadacon pequeñas gemas. Entonces reparé enque todas las copas formaban parte deun juego, adornadas con delicadasfigurillas labradas y diminutas perorefulgentes piedras preciosas. Elpelirrojo depositó la copa ante mí conun golpe contundente. Luego tomó lajarra que yo sostenía, me llenó la copa yme devolvió la jarra de vino.

Temí que iba a ponerme a vomitaren el suelo. Miré al pelirrojo, su dulcerostro y su espléndida caballera roja. Élsonrió con timidez, mostrando unosdientes pequeños, blancos y perfectos,

muy perlados, al tiempo que meobservaba arrobado, con una expresiónbobalicona, sin decir palabra.

—Anda, bebe —dijo mi maestro—. El tuyo es un camino peligroso,Amadeo, bebe para que el vino te défuerzas y sabiduría.

—¿No te estarás burlando de mí,señor? —pregunté sin quitar ojo alpelirrojo aunque me dirigía a Marius.

—Te quiero, Amadeo, comosiempre te he querido —repuso mimaestro—, pero comprende que te hableasí, pues la sangre humana meembrutece. Es un hecho ineludible. Sóloen el ayuno hallo una pureza etérea.

—Y me apartáis a cada momentode la penitencia —repliqué—, hacia el

goce de los sentidos, del placer.El individuo pelirrojo y yo nos

miramos a los ojos, lo cual no meimpidió oír decir a Marius:

—Es una penitencia matar,Amadeo, ése es el problema. Es unapenitencia matar sin motivo alguno, nohacerlo «por honor, valor ni decencia»,como dice nuestro amigo.

—¡Sí —insistió—, nuestro amigo!—el cual miró a Marius y luego a mí—.¡Bebe! —ordenó, ofreciéndome la copa.

»Y cuando todo haya terminado,Amadeo —prosiguió el maestro—,recoge esas copas y tráelas a casa comotrofeo de mi fracaso y mi derrota, puesson la misma cosa, y una lección que nodebes desaprovechar. Pocas veces lo

veo todo con tanta nitidez e intensidadcomo ahora.

El pelirrojo se inclinó haciadelante, coqueteando conmigodescaradamente, y me acercó la copa alos labios.

—Pequeño David, de mayor serásrey, ¿recuerdas? Pero yo te adoro talcomo eres ahora, adoro tu tiernajuventud, tus lozanas mejillas, y tesuplico que me ofrezcas un salmo de tuarpa, sólo uno.

—¿Puedes concederle su últimodeseo a un moribundo? —murmuró elmaestro.

—¡Yo creo que ya está muerto! —soltó el hombre de pelo canoso con vozáspera y estentórea—. Oye, Martino,

creo que le he matado; está muerto,sangra como un condenado tomate.¡Fíjate!

—¡Olvídate del muerto! —replicóMartino, el pelirrojo, sin apartar losojos de los míos—. ¿Quieres concederleun último deseo a este moribundo,pequeño David? —insistió—. Todosvamos a morir, yo por ti, y te suplicoque accedas a morir un poco en misbrazos. Juguemos un rato. Os garantizoque os divertiréis, Marius de Romanus.Yo le montaré y le acariciaré hábil yrítmicamente, y contemplaréis unaescultura de carne mortal que seconvertirá en una fuente cuando ellíquido que yo le introduzca brote de ély se derrame en mi mano.

El pelirrojo cerró la mano como sisostuviera mi miembro, sin apartar lavista de mí. Luego bajó la voz y añadió:

—Soy demasiado blando paracrear una escultura. Deja que beba de tufuente. Compadécete de un sediento.

Yo le arrebaté la copa de sutemblorosa mano y la apuré. Deinmediato sentí que mi cuerpo setensaba. Temí vomitar el vino queacababa de ingerir y traté de reprimirmis náuseas. Miré a mi maestro.

—Es horrible. Odio el vino.—¡Bobadas! —repuso el maestro

sin apenas mover los labios—. ¡Haybelleza en todo cuanto nos rodea!

—Que me aspen si no está muerto—dijo el hombre de pelo canoso,

propinando un puntapié al cadáver deFrancisco, que yacía en el suelo—. Yome largo de aquí, Martino.

—Quedaos, señor —le exhortóMarius—. Deseo despedirme de vos conun beso —añadió, aferrando al hombremayor por la muñeca y precipitándosesobre su yugular. A todo esto, ¿quédebió de parecerle la escenita alpelirrojo, quien se limitó a observar concara de idiota antes de seguircortejándome? Luego volvió a llenarmela copa.

En éstas oí un gemido que dedujeque había emitido el hombre mayor, ¿ohabía sido Marius?

Yo estaba petrificado. Cuando elmaestro soltara a su víctima y se

volviera hacia mí, vería más sangrecirculando por sus venas, pero lo quedeseaba era volver a verle pálido, midios de mármol, mi padre esculpido enpiedra en nuestro lecho privado.

El individuo pelirrojo se levantó,se inclinó sobre la mesa y oprimió suslabios húmedos sobre los míos.

—¡Muero por ti, tesoro!—No, mueres por nada —contestó

Marius.—¡No le mates, maestro! —le

supliqué.Al retroceder, tropecé con el banco

y por poco me caigo. El brazo delmaestro se interpuso entre ambos yapoyó la mano en el hombro delpelirrojo.

—¿Cuál es el secreto, señor? —pregunté desesperado—. El secreto deSanta Sofía, el que debemos creer.

El hombre pelirrojo me miróaturdido. Sabía que estaba borracho.Sabía que lo que había presenciado notenía ningún sentido, pero lo achacó aque estaba borracho. Contempló elbrazo de Marius extendido a través desu pecho, e incluso se volvió ycontempló la mano apoyada en suhombro. Luego miró a Marius, y yotambién.

Marius era humano, totalmentehumano. No había rastro del diosimpermeable e indestructible en él. Susojos y su rostro rebosaban sangre. Teníalas mejillas arreboladas como si hubiera

disputado una carrera; sus labios eranrojos como la sangre, y cuando se loslamió, vi que su lengua era de color rojorubí.

Marius sonrió a Martino, el últimoque quedaba, el único que seguía vivo.Martino apartó la vista de Marius y memiró. De inmediato su expresión sesuavizó y siguió hablando conserenidad.

—En pleno asedio, cuando losturcos irrumpieron en la iglesia, algunossacerdotes abandonaron el altar de SantaSofía —contó con tono reverente—. Sellevaron el cáliz y la hostia sagrada, elcuerpo y la sangre de nuestro Señor, yhan permanecido ocultos hasta la fechaen las cámaras secretas de Santa Sofía.

En el momento en que conquistemos denuevo la ciudad, en el momento en querecuperemos la gran iglesia de SantaSofía, cuando expulsemos a los turcosde nuestra capital, esos sacerdotesregresarán. Saldrán de su escondite,subirán la escalera del altar yreanudarán la misa en el mismo puntodonde se vieron obligados ainterrumpirla.

—¡Ah! —exclamé, suspirandomaravillado—. Es un secreto losuficientemente importante para salvarla vida de un hombre, ¿no crees,maestro? —pregunté suavemente.

—No —repuso Marius—. Conozcola historia, y ese tipo se ha referido anuestra Bianca como una ramera.

El pelirrojo se esforzó en seguirnuestra conversación, en comprender elsignificado.

—¿Una ramera? ¿Bianca? Unaredomada asesina, señor, pero no unaramera. Nada tan simple como unaramera. —El pelirrojo observó a Mariuscomo si ese hombre apasionadamenterubicundo le pareciera el colmo de lahermosura. Y lo era.

—¡Ah! Pero vos le enseñasteis elarte de asesinar —dijo Marius casi conternura. Mientras acariciaba el hombrodel pelirrojo con la mano derecha,extendió el brazo izquierdo alrededor dela espalda de Martino hasta que su manoizquierda se unió con la derecha, queestaba apoyada en el hombro de éste. A

continuación, inclinó la cabeza y apoyóla frente en la sien de Martino.

—Hummm —exclamó Martino,estremeciéndose—. He bebidodemasiado. Jamás enseñé a Bianca amatar.

—Por supuesto que lo hicisteis, laenseñasteis a asesinar por unas sumasirrisorias.

—¿Qué nos importa eso a nosotros,maestro?

—Mi hijo olvida a veces quién es—repuso Marius sin quitarle ojo aMartino—. Olvida que estoy obligado amataros en beneficio de nuestra dulcedama, a quien habéis involucrado envuestros oscuros complots.

—Ella me hizo un servicio —dijo

Martino—. ¡Dadme a vuestro chico!—¿Cómo decís?—Si queréis matarme, adelante.

Pero dadme a vuestro chico. Un beso,señor, es cuanto pido. Un beso, que paramí representa el mundo. Estoydemasiado borracho para hacer otrascosas.

—Os lo suplico, maestro, no losoporto —dije.

—¿Entonces cómo vas a soportarla eternidad, hijo mío? ¿No sabes queeso es lo que deseo darte? ¡No existepoder en este mundo de Dios capaz dedestruirme! —exclamó el maestro,mirándome furioso, pero me pareciómás bien un gesto fingido que unaemoción auténtica.

—He aprendido la lección —contesté—. Pero detesto verle morir.

—Ah, sí, ya veo que te la hasaprendido. Martino, besa a mi hijo si élte lo permite, pero hazlo con suavidad.

Yo me incliné sobre la mesa ydeposité un beso en la mejilla delpelirrojo. Él se volvió y atrapó mi bocacon la suya, ávida, con un sabor rancio avino, pero deliciosa y eléctricamentecaliente.

Los ojos se me llenaron delágrimas. Abrí la boca para dejar que élintrodujera su lengua. Y con los ojoscerrados, sentí que exploraba mi bocacon su lengua, y que apretaba los labioscomo si de pronto éstos se hubieranconvertido en una trampa de acero que

me impedía cerrar la boca.El maestro le aferró por el cuello,

interrumpiendo nuestro beso, y yo,llorando, tendí la mano ciegamente parapalpar el lugar donde el maestro habíaclavado sus mortíferos incisivos en elcuello de su víctima. Noté el tactosedoso de los labios de mi maestro, ysus afilados dientes, y el cuello suave ydúctil de Martino.

Abrí los ojos y me aparté. Mipobre Martino suspiró y gimió y cerrólos labios, reclinándose contra elmaestro con los ojos entreabiertos.

De pronto volvió la cabezalentamente hacia el maestro y con vozronca y ebria dijo:

—Por Bianca...

—Por Bianca —repetí yo,tapándome la boca con la mano parasofocar mis sollozos.

El maestro se enderezó y alisó conla mano izquierda el pelo húmedo yalborotado de Martino.

—Por Bianca —le susurró al oído.—Nunca... nunca debí permitir que

siguiera viva —fueron las últimaspalabras que pronunció Martino. Luegoinclinó la cabeza sobre el brazo derechode mi maestro.

El maestro le besó en la coronilla yle dejó caer sobre la mesa.

—Encantador hasta el últimomomento —comentó—. Un auténticopoeta capaz de conmoverte hasta lasentretelas.

Yo me levanté, aparté el banco yme dirigí al centro de la habitación,donde me eché a llorardesconsoladamente sin tratar decontener mi llanto. Saqué un pañuelo delbolsillo, pero cuando me disponía asecarme las lágrimas, tropecé con elcadáver del jorobado y por poco mecaigo de bruces. Espantado, lancé unangustioso, débil e ignominioso alarido.

Me aparté apresuradamente deljorobado y de los cadáveres de suscompañeros y retrocedí hasta topar conel pesado y áspero tapiz; percibí el olorde las fibras y el polvo.

—De modo que esto es lo quequerías —dije sollozando con autenticodesconsuelo—. Que me compadeciera

de ellos, que llorara por ellos, queluchara por ellos, que te implorara porellos.

El maestro se hallaba sentado a lamesa, inmóvil, como Jesucristo en laUltima Cena, con su pelo repeinado, surostro reluciente, sus manos enrojecidascruzadas una sobre la otra,contemplándome con los ojos húmedos ymirada febril.

—¡Llora por ellos, al menos poruno de ellos! —repuso con tono airado—. ¿Acaso es mucho pedir? ¿Que lloresla muerte de un hombre entre tantosotros? — Se levantó de la mesa,temblando de furia.

Yo me cubrí el rostro con elpañuelo, sin dejar de sollozar.

—No derramamos una sola lágrimapor un pordiosero anónimo acostado enuna góndola que le servía de lecho,¿verdad? Y nuestra hermosa Biancasufrirá como una perra porque noshemos comportado como un jovenAdonis en su lecho.

Y por éstos tampoco lloramos,salvo por el más ruin, porque hahalagado nuestra vanidad, ¿no es cierto?

—Yo le conocía —musité—. En elpoco rato que hemos estado aquí, hablécon él, y...

—¡Y hubieras preferido quehuyeran de ti como estos zorrosanónimos en el bosque! —replicóMarius, señalando los tapices conescenas de cacerías—. Contempla con

los ojos de un mortal lo que te muestro.En éstas las llamas de las velas

oscilaron y la habitación se oscureció.Yo grité asustado, pero él se colocó antemí y me miró con ojos febriles y elrostro arrebolado. Sentí un calor comosi exhalara a través de cada poro de supiel un aliento cálido.

—¿Estás satisfecho de lo que mehas enseñado, maestro? —preguntétragándome las lágrimas—. ¿Estáscontento con lo que he aprendido o no?¡No pretendas jugar conmigo! ¡No soyun pelele, señor, ni jamás lo seré! ¿Quépretendes de mí? ¿Por qué estásenfadado conmigo? —Me estremecí derabia y de dolor, con los ojos anegadosen lágrimas—. Quisiera ser fuerte como

tú deseas, pero yo... le conocía.—¿Por qué? ¿Porque te besó? —

Marius se inclinó, me agarro por el pelocon la mano izquierda y me atrajo haciaél.

—¡Marius, por el amor de Dios!Entonces me besó. Me besó como

me había besado Martino. Su boca eratan humana y estaba tan caliente como ladel otro. Cuando introdujo su lenguaentre mis labios, no sentí sabor a sangre,sino pasión masculina. Su dedo meabrasaba la mejilla.

Al cabo de unos instantes, meseparé de él. Él permitió que meapartara.

—Regresa a mí, mi frío y pálidodios —murmuré. Apoyé la cabeza sobre

su pecho y oí los latidos de su corazón.Nunca los había oído, nunca habíapercibido siquiera el pulso en la capillade piedra de su cuerpo—. Regresa a mí,mi frío y severo maestro. No sé quéquieres de mí.

—Amor mío —repuso élsuspirando. A continuación me cubrió debesos como había hecho tantas veces; noel gesto fingido de un hombreapasionado, sino unos besos afectuosos,delicados como pétalos, unos tributosque depositaba sobre mi rostro y cabello—. Mi hermoso Amadeo, hijo mío.

—Ámame, ámame, ámame —musité yo—. Ámame y llévame contigo.Soy tuyo.

Él me abrazó en silencio. Yo me

apoyé en su hombro, adormilado.De pronto penetró una leve ráfaga

de aire, pero no agitó los pesadostapices en los que los caballeros y lasdamas francesas paseaban por elfrondoso bosque rodeados de mastinesque ladraban a las aves que no cesabande cantar.

Por fin el maestro me soltó. Diomedia vuelta y se alejó con la espaldaencorvada y cabizbajo. Luego, con ungesto indolente, me indicó que lesiguiera y salió casi volando de lahabitación.

Yo bajé tras él la escalera depiedra que conducía a la calle. Al llegarabajo, traspuse la puerta, que estabaabierta. El gélido viento secó mis

lágrimas y se llevó el maléfico calor quereinaba en aquella habitación. Eché acorrer junto a los canales, atravesé unospuentes y le seguí hacia la plaza.

No le alcancé hasta llegar al Molo,donde le vi caminando a paso ligero, unhombre alto ataviado con una capa y unacapucha rojas. Pasó frente a San Marcosy se dirigió al puerto. Yo corrí tras él.Soplaba del mar un viento áspero yhelado que casi me impedía caminar.Pero me sentía doblemente purificado.

—¡No me dejes, maestro! —grité.El viento sofocó mis palabras, pero élme oyó.

Marius se detuvo, como si yo lehubiera obligado. Se volvió y esperó aque yo le alcanzara y luego tomó la

mano que le tendí.—Escucha mi lección, maestro —

le rogué—. Juzga mi trabajo. —Medetuve unos instantes para recuperar elresuello y continué—: Te he visto beberde aquellos malvados, condenados en tufuero interno por unos crímenes atroces.Te he visto deleitarte conforme a lasinclinaciones de tu naturaleza. Te hevisto beber la sangre que necesitas parasobrevivir. Te rodea un mundo perverso,un yermo lleno de hombres no mejoresque las bestias, los cuales te procuranuna sangre tan dulce y alimenticia comola sangre de un inocente. Lo he visto contoda nitidez. Eso era lo que tú queríasque viera, y lo has conseguido.

Marius me miró impasible,

observándome en silencio. La fiebre quele había devorado hacía un ratocomenzaba a remitir. Las lejanasantorchas encendidas a lo largo de lasarcadas iluminaban su rostro, pálido yduro como de costumbre. Los barcoscrujían en el puerto. A lo lejos se oíanunos murmullos y unas voces, sin dudade quienes no lograban conciliar elsueño.

Alcé la vista al cielo, temiendo verla fatídica luz que le obligaría a huir.

—Si bebo la sangre de losmalvados y de los que consiga subyugar,¿me convertiré en un ser como tú,maestro?

Marius denegó con la cabeza.—Muchos hombres han bebido la

sangre de otros, Amadeo —respondió envoz baja pero sosegada. Habíarecuperado la razón, los modales, supresunta alma—. ¿Deseas permanecer ami lado y ser mi pupilo, mi amor?

—Sí, maestro, para siempre, odurante tanto tiempo como nos concedala naturaleza.

—Lo que te he dicho antes no eranpalabras huecas. Somos inmortales. Ysólo puede destruirnos un enemigo: elfuego que arde en esa antorcha, o el sol.¡Qué dulce es pensar en ello!, saber quecuando nos cansemos de este mundosiempre existe el sol.

—Soy tuyo, maestro. —Le abracécon fuerza y traté de derrotarlo a fuerzade besos. Él soportó mis caricias, e

incluso sonrió, pero no movió unmúsculo.

Sin embargo, cuando me separé deMarius y blandí el puño derecho comoamenazando con golpearle, lo cual pudehaber hecho, curiosamente él comenzó aceder.

Se volvió y me estrechó entre suspoderosos pero delicados brazos.

—No puedo vivir sin ti, Amadeo—confesó con un hilo de voz,desesperado—. Quería mostrarte el mal,no un pasatiempo. Quería mostrarte elpérfido precio de mi inmortalidad. Y lohe conseguido. Pero al mostrártelo, yomismo lo he visto, y me escuecen losojos y me siento dolorido y cansado.

Marius apoyó la cabeza contra la

mía y me abrazó con fuerza.—Haz lo que quieras conmigo,

señor —dije—. Hazme sufrir y gozarcon ello, si eso es lo que deseas. Estoydispuesto a todo. Soy tuyo.

Marius me soltó y me besóceremoniosamente.

—Cuatro noches, hijo mío —contestó, echando a andar. Se besó lasyemas de los dedos y depositó un últimobeso sobre mis labios. Luego se marchó—. Debo cumplir un viejo deber. Cuatronoches. Hasta la vista.

Me quedé solo y aterido de frío,bajo el pálido firmamento matutino, perosabía que era inútil ir tras él.Deprimido, eché a caminar por loscallejones, atravesando pequeños

puentes para sumergirme en el bulliciomatutino de la ciudad, aunque no sabíacon qué fin.

Me llevé cierta sorpresa alpercatarme de que había regresado a lacasa de los hombres que Marius habíaasesinado. Me quedé perplejo cuandocomprobé que la puerta seguía abierta,temiendo que apareciera un sirviente,pero no apareció nadie.

Lentamente, el cielo adquirió unapálida blancura que luego dio paso a unazul celeste. La bruma se deslizabasobre el canal. Atravesé el pequeñopuente que conducía a la puerta y subí laescalera de nuevo.

Una luz polvorienta penetraba porlos postigos entreabiertos de las

ventanas. Hallé sin dificultad la sala debanquetes donde ardían todavía lasvelas. Un olor rancio a tabaco, cera ycomida aderezada con especiasimpregnaba el ambiente.

Entré en la estancia e inspeccionélos cadáveres que yacían tal como loshabíamos dejado, despeinados y con laropa arrugada, ligeramente amarillentosy presa de las cucarachas y las moscas.

Sólo se oía el zumbido de lasmoscas.

El vino derramado sobre la mesase había secado, formando unoscharquitos. Los cadáveres nopresentaban ninguna señal de una muerteviolenta.

Sentí de nuevo un asco que me

produjo náuseas y temblores, y respiréhondo para no ponerme a vomitar.Entonces comprendí por qué habíaregresado a aquel lugar.

En aquella época los hombreslucían una capa corta sobre la chaqueta,a veces sujeta a la misma, como sinduda sabes. Yo necesitaba una de esascapas y la robé, se la arranqué aljorobado que yacía casi de bruces. Erauna capa holgada de color amarillocanario ribeteado de zorro blanco yforrada de rica seda. Le hice unos nudospara formar con ella un saco. Luegorecorrí la mesa arriba y abajorecogiendo todas las copas, que eché enel saco después de haberlas vaciado.

El saco mostraba unas manchas de

vino y grasa por haberlo depositadosobre la mesa.

Cuando hube terminado meenderecé, comprobando que no se mehabía escapado ninguna copa. Me habíahecho con todas. Observé a los hombresasesinados: mi pelirrojo Martino, queparecía dormir plácidamente con elrostro en un charco de vino sobre elsuelo de mármol, y Francisco, de cuyacabeza brotaban unas gotas de sangrenegruzca.

Las moscas revoloteaban,emitiendo su característico zumbido,sobre la sangre y las manchas de grasaen torno a los restos del asado de cerdo.En éstas apareció un batallón depequeñas cucarachas negras, muy

frecuentes en Venecia, pues lastransporta el agua, que se dirigió haciala mesa, directamente al rostro deMartino.

A través de la puerta penetraba unaluz límpida y cálida. Había amanecido.Tras echar una última ojeada para quelos detalles de aquella escena quedarangrabados para siempre en mi mente, mefui a casa.

Entregué a la sirvienta elvoluminoso saco que contenía las copasde plata, y ella, semidormida puesacababa de llegar, lo tomó sin hacerningún comentario.

De pronto me acometió unasensación de angustia, de náuseas, deque iba a estallar. Me pareció que mi

cuerpo era demasiado pequeño,demasiado imperfecto para contenertodo lo que sabía y sentía. La cabeza medolía. Deseaba tumbarme y descansar,pero antes tenía que ver a Riccardo.Tenía que hablar con él y con losaprendices veteranos.

Atravesé la casa hasta que me losencontré, reunidos para recibir unalección del joven abogado que setrasladaba de Padua una o dos veces almes para instruirnos en derecho. Alverme en la puerta, Riccardo me indicóque guardara silencio. El profesorestaba hablando.

Yo no tenía nada que decir. Meapoyé en el quicio de la puerta yobservé a mis amigos. Los amaba. Sí,

los amaba. Hubiera sacrificado mi vidapor ellos. Lo sabía con toda certeza.Con una inmensa sensación de alivio,rompí a llorar.

Cuando me disponía a marcharme,Riccardo se acercó a mí.

—¿Qué pasa, Amadeo? —preguntóMi tormento me hacía delirar. Vi de

nuevo la carnicería perpetrada porMarius durante el banquete. Me volvíhacia Riccardo y le abracé, reconfortadopor su suavidad y su calor humanocomparado con el maestro. Luego le dijeque estaba dispuesto a morir por él, porcualquiera de ellos y también por elmaestro.

—Pero ¿por qué, a qué viene esto,por qué me dices esto ahora? —

preguntó.Yo no podía explicarle lo de la

carnicería. No podía confesarle lafrialdad con que yo había presenciadolos asesinatos de aquellos hombres.

Entré en el dormitorio de mimaestro, me tumbé en el lecho y traté dedormir.

Hacia media tarde, cuando medesperté y vi que alguien había cerradola puerta para que nada turbara misueño, me levanté y me acerqué alescritorio del maestro. Comprobé conasombro que su libro estaba ahí, eldiario que siempre ocultaba cuando seausentaba del palacio.

Por supuesto, no podía girar laspáginas, pero estaba abierto, y al leer la

página escrita en latín, me pareció unlatín extraño, que me costabacomprender, pero el significado de lasúltimas palabras era inconfundible:

¿Cómo es posible que tanta bellezaoculte un corazón duro y lacerado? ¿Porqué le amo, por qué me apoyo, cansado,en su irresistible e indómita fortaleza?¿Acaso no es el espíritu marchito yfúnebre de un hombre muerto vestidocon la ropa de un niño?

Experimenté un extraño cosquilleoen el cuero cabelludo y los brazos. ¿Eseso lo que yo era? ¿Un corazón duro ylacerado? ¿El espíritu marchito yfúnebre de un hombre muerto vestidocon la ropa de un niño? No podíanegarlo; no podía protestar que era

mentira. Pero me pareció unadescripción cínica y cruel; no, cruel

no, simplemente brutal y exacta.¿Qué derecho tenía yo a esperarmisericordia? Rompí a llorar. Me tendíen nuestro lecho, como tenía porcostumbre, y atusé los mullidos

almohadones para formar un nidodonde apoyar el brazo izquierdo y lacabeza. Cuatro noches. ¿Cómo iba asoportarlo? ¿Qué quería él de mí? ¿ Queanalizara todo cuanto conocía y amaba yrenunciara a ello como joven mortal? Sí,eso es lo

que me ordenaría que hiciera, y esoes lo que yo debía hacer. La providenciame concedía sólo unas pocas horas. Medespertó Riccardo, agitando una nota

sellada ante mis ojos. —¿Quién laenvía? —le pregunté adormilado. Meincorporé, introduje el pulgar

debajo del papel doblado y rompíel sello de cera. —Léela y dime lo quedice. Han venido a entregarla cuatrohombres, nada

menos que cuatro hombres. Debetratarse de algo muy importante. —Sí —dije abriendo la nota—, pero no pongasesa cara de terror. Riccardo me observóen silencio con los brazos cruzados. Lanota decía lo siguiente:

Tesoro mío: No salgas de casa bajoningún concepto y no franquees laentrada a nadie. Tu malvado lord inglés,el conde de Harlech, ha averiguado tuidentidad mediante las más innobles

indagaciones, y en su locura ha juradollevarte con él a Inglaterra o dejarte apedacitos a la puerta de tu maestro.Confiésaselo todo a Marius. Sólo supoder puede salvarte. Y escríbeme unasletras para que no enloquezca pensandoen ti y en los siniestros relatos quecirculan esta mañana

por todos los canales y plazas de laciudad. Tu amiga que te adora, Bianca.

—¡Maldita sea! —exclamédoblando la nota—. Marius se ausentadurante cuatro noches y ahora reciboesto. No puedo permanecer ocultodurante cuatro noches precisamente enestos momentos.

—Será mejor que le hagas caso. —Entonces ¿conoces la historia? —Me la

ha contado Bianca. El inglés, después deseguirte hasta casa de

Bianca y oír de sus propios labiosque estabas allí, estaba dispuesto adestrozar su casa y lo habría conseguidode no habérselo impedido losconvidados de la hermosa damisela.

—¡Por todos los santos! ¿Por quéno acabaron con él? —repuse furibundo.Riccardo me miró preocupado,compadeciéndose de mí. —Creo quecuentan con que lo haga el maestro —dijo—, puesto que eres tú a

quien desea ese hombre. ¿Cómosabes que el maestro se ausentarádurante cuatro noches? ¿Acaso te lo dijoél? Va y viene a su antojo sin decirnunca una palabra a nadie.

—No discutas —repliqué irritado—. Te aseguro que no regresará a casahasta dentro de cuatro noches, Riccardo,pero no me quedaré encerrado en casamientras lord Harlech organiza esosescándalos.

—¡Debes quedarte aquí! —insistióRiccardo—. Amadeo, ese inglés es unconsumado espadachín. Practica con unmaestro de esgrima. Es el terror de lastabernas. Tú ya lo sabías cuando tefuiste con él. Recapacita. Ese tipo tienefama de canalla y pendenciero.

—Entonces acompáñame. Mientrastú le distraes, le mataré.

—No, manejas bien la espada, loreconozco, pero no puedes matar a unhombre que practica la esgrima desde

antes que tú nacieras.Me recliné sobre los almohadones

y reflexioné. ¿Qué podía hacer? Ardíaen deseos de salir y ver mundo,contemplar todo cuanto ofrecía imbuidode la dramática sensación de que sólome quedaban unos pocos días entre losvivos. ¡Y ahora recibía este golpe! Elhombre con el que había retozado ygozado durante unas cuantas noches nose recataba en proclamar su cólera haciamí.

Era un trago amargo, pero debíaquedarme en casa. No había vuelta dehoja. Deseaba matar a ese hombre,liquidarlo con mi cuchillo y espada, ycreía tener bastantes probabilidades delograrlo. Pero ¿qué era esa

insignificante aventura comparada conlo que se me vendría encima cuandoregresara el maestro?

—De acuerdo. ¿Está Bianca asalvo de ese hombre? —pregunté aRiccardo.

—Descuida. Tiene másadmiradores de los que caben en sucasa, y los ha arengado contra eseamiguito tuyo. Escríbele una nota,demostrando tu gratitud y tu sentidocomún, y júrame que no te moverás deaquí.

Me levanté, me dirigí al escritoriodel maestro y agarré la pluma. Sinembargo, cuando me disponía a escribirla nota, oí un tumulto seguido de unaserie de agudos e irritantes chillidos que

reverberaron a través de las estancias depiedra de la casa. Oí unos pasosapresurados. Alarmado, Riccardo sellevó la mano a la espada.

Yo también eché mano de misarmas, desenvainando al mismo tiempomi florete y mi daga.

—¡Por todos los cielos! ¡No medigas que ese hombre ha entrado encasa!

Un angustioso grito ahogó los otroschillidos.

Giuseppe, el más joven denosotros, apareció en la puerta. Tenía elrostro pálido y luminoso y los ojosgrandes redondos.

—¿Qué diablos ocurre? —inquirióRiccardo, asiéndolo por los hombros.

—¡Le han apuñalado! —exclamé—. ¡Está sangrando!

—Amadeo, Amadeo. —La vozsonó potente y clara por la escalera depiedra. Era la voz del inglés.

El desdichado Giuseppe se retorcíade dolor. Le habían asestado una cruelpuñalada en el vientre.

Riccardo estaba fuera de sí.—¡Cierra las puertas! —gritó.—No puedo —protesté—. Temo

que los otros chicos se topen con esesalvaje.

Salí corriendo, atravesé el gransalón y entré en el vestíbulo de la casa.

Otro chico, Jacope, yacía en elsuelo, tratando de incorporarse derodillas. Sobre las losas corría un

chorro de sangre.—¡Qué injusticia, qué salvajada

asesinar a estos pobres inocentes! —grité—. ¡Sal de tu escondite, Harlech!¡Vas a morir!

En aquellos instantes Riccardolanzó un grito de dolor. El chico habíamuerto.

Eché a correr hacia la escalera.—¡Aquí estoy, Harlech! —bramé

—. ¡Cerdo cobarde, asesino de niños!Tengo preparada una piedra paraatártela al cuello.

—Está ahí —murmuró Riccardoindicándome que me volviera—. Voycontigo —añadió, desenvainando suespada en un santiamén. Manejaba laespada con más destreza que yo, pero

esta pelea era mía.El inglés se hallaba en el otro

extremo del vestíbulo. Confiaba en queestuviera borracho, pero no tuve esasuerte. De inmediato comprendí quetodo sueño que pudiera haber albergadode llevarme con él a Inglaterra se habíadesvanecido; había asesinado a dosmuchachos, y sabía que su lujuria lehabía llevado a una situacióndesesperada. No era un enemigodisminuido por amor.

—¡Que Dios nos ampare! —murmuró Riccardo.

—¡Harlech! —grité—. ¡Cómo teatreves a irrumpir en casa de mimaestro!

Me aparté de Riccardo para que

ambos tuviéramos suficiente espaciopara maniobrar e indiqué a Riccardo,que se hallaba junto a la escalera, que seadelantara. Sopesé mi florete, que eraexcesivamente ligero, lamentando nohaber practicado más con él.

El inglés avanzó hacia mí; su airosacapa oscilaba al ritmo de susmovimientos. Era más alto de lo que yorecordaba y tenía los brazos largos, locual suponía una gran ventaja para él.Calzaba unas botas recias, en una manosostenía su florete y en la otra, su largadaga italiana. Al menos, no esgrimía unaespada pesada y contundente.

Aunque parecía un enanocomparado con las inmensasdimensiones de la estancia, el conde era

un hombre de gran estatura que ostentabala típica cabellera encrespada y cobrizade los ingleses. Sus ojos azules estabaninyectados en sangre, pero se movía conpaso firme, y su mirada era la de unasesino. Por su rostro rodaban unaslágrimas amargas.

—Amadeo —dijo, avanzando haciamí. Su voz resonó por la espaciosahabitación—. ¡Me arrancaste el corazóndel pecho cuando aún estaba vivo yrespiraba, y te lo llevaste! ¡Esta nochenos reuniremos en el infierno!

6El vestíbulo, una estancia alargada

y de techo elevado, era un lugar perfectopara morir. No contenía nada quepudiera dañar su maravilloso suelo de

mosaico con sus círculos de piedras demármol de colores y su alegre dibujo deguirnaldas de flores y diminutas avessalvajes.

Disponíamos de todo el espaciopara pelear, sin una sola silla queentorpeciera nuestros movimientos y nosimpidiera matarnos.

Avancé hacia el inglés antes depoder darme cuenta de que aún nomanejaba la espada con soltura, de quenunca había mostrado grandes aptitudescomo espadachín y de que no tenía niremota idea de lo que mi maestro habríadeseado que hiciera en aquel momento,mejor dicho, qué me habría aconsejadode haber estado él allí.

A punto estuve de alcanzar a lord

Harlech con mi espada en variasocasiones, pero él se zafó con talhabilidad que comencé adesmoralizarme. En el preciso instanteen que me detuvo para recobrar elresuello, pensando incluso en salir aescape, él me atacó con su daga y mehirió en el brazo izquierdo. La herida meescocía, lo cual me enfureció.

Me precipité de nuevo sobre él yesta vez tuve la suerte de herirle en elcuello. Fue un mero rasguño, pero lasangre le empapó la camisa y el inglésse mostró tan furioso como yo de haberresultado herido.

—¡Eres un maldito y repugnantediablo! —gritó—. ¡Hiciste que teadorara para poder despedazarme a tu

antojo! ¡Prometiste que regresarías juntoa mí!

El inglés no cesó en sus andanadasverbales durante toda la pelea. Quizá lasnecesitaba a modo de estímulo, como untambor de guerra o el sonido de unasgaitas.

—¡Vamos, acércate ángel de lastinieblas, que te arrancaré las alas! —bramó.

Harlech me obligó a retroceder envarias ocasiones con sus hábilesarremetidas. Tropecé, perdí elequilibrio y caí al suelo, pero logrélevantarme, apuntándole con el florete ala entrepierna, lo cual le hizo retrocederespantado. Yo le perseguí, convencidode que no merecía la pena prolongar el

duelo.Él esquivó mis estocadas, se rió de

mí y me hirió con el cuchillo, esta vez enla cara.

—¡Cerdo! —le espeté sin podercontenerme. No me había percatado demi propia vanidad. Me había herido, mehabía producido un corte en el rostro.Noté que sangraba copiosamente, comosuelen sangrar las heridas en el rostro.Me lancé de nuevo al ataque,prescindiendo de todas las normas de laesgrima, agitando enloquecido el floretey describiendo unos círculos en el aire.Mientras Harlech trataba de esquivarmis estocadas a diestro y siniestro, yo lehundí la daga en el vientre,produciéndole una herida vertical hasta

el cinturón de cuero incrustado conadornos de oro.

El inglés se precipitó sobre mí,tratando de liquidarme con sus dosarmas, obligándome a retroceder. Perode pronto las soltó, se agarró el vientrey cayó al suelo de rodillas.

—¡Remátalo! —gritó Riccardo.Dio un paso atrás, como habría hechocualquier hombre de honor—. Acabacon él, Amadeo, o lo haré yo. Piensa enlas atrocidades que ha cometido bajoeste techo.

Yo alcé mi espada.De pronto Harlech agarró la suya

con una mano ensangrentada y la blandiófurioso, pese a que la herida le hacíagemir y retorcerse de dolor. Acto

seguido, se levantó y trató de atacarme.Yo me aparté de un salto y él cayó denuevo de rodillas. Soltó la espada yvolvió a agarrarse el vientre. No murió,pero no podía seguir luchando.

—¡Dios! —exclamó Riccardo.Empuñó su cuchillo, pero no era capazde rematar a aquel hombre desarmadopostrado en el suelo.

El inglés cayó de costado, con lasrodillas encogidas. Apoyó la cabeza enel suelo de piedra, boqueando y con elrostro contraído en un rictus de dolor.Sabía que estaba herido de muerte.

Riccardo se acercó y apoyó lapunta de su espada en la mejilla de lordHarlech.

—Está agonizando, déjalo morir —

dije. Pero el inglés seguía respirando.Yo deseaba matarlo, pero era

imposible matar a un hombre que yaceen el suelo plácidamente, haciendo galade un increíble valor. Sus ojosadquirieron una expresión sabia,poética.

—Esto es el fin —anunció, con unavoz tan débil que supuse que Riccardono lo oyó.

—Sí, se acabó —repuse—,compórtate con nobleza hasta el fin.

—¡Pero, Amadeo, ha matado a losdos aprendices! —protestó Riccardo.

—¡Toma tu daga, Harlech! —leordené, acercándole el arma de unpuntapié—. ¡Tómala, Harlech! —repetí.La sangre se deslizaba sobre mi rostro y

cuello, caliente y viscosa. No podíasoportarlo. Deseaba enjugarme lasheridas en lugar de preocuparme por esasabandija.

El inglés se tumbó de espaldas. Dela boca y la herida en el vientremanaban sendos chorros de sangre.Tenía el rostro húmedo y reluciente, yrespiraba con dificultad. Ofrecía unaspecto tan joven como cuando me habíaamenazado, un niño grande con unaespesa mata de rizos pelirrojos.

—Piensa en mí cuando empieces asudar, Amadeo —dijo el inglés con vozronca, casi inaudible—. Piensa en mícuando comprendas que tu vida hallegado a su fin.

—Remátalo de una vez —murmuró

Riccardo—. Puede tardar dos días enmorir.

—Tú no dispondrás de dos días —respondió lord Harlech, jadeando—,gracias a las heridas que te he causadocon la hoja envenenada de mi espada.¿No lo notas en los ojos? ¿No teescuecen, Amadeo? El veneno se haintroducido en tu sangre, y te atacaráprimero en los ojos. ¿No estás mareado?

—¡Canalla! —gritó Riccardo,clavándole el puñal en el pecho una, dosy hasta tres veces. Lord Harlech hizouna mueca de dolor. Pestañeóligeramente y de su boca brotó un últimochorro de sangre. Estaba muerto.

—¿Veneno? —murmuré. ¿Suespada estaba envenenada?

Instintivamente me palpé la herida delbrazo. Pero era en el rostro donde mehabía producido un corte profundo—.No toques su espada ni su cuchillo.¡Están envenenados!

—El inglés mentía —metranquilizó Riccardo—. Ven, noperdamos tiempo. Deja que te lave.

Ricardo me agarró del brazo, peroyo me resistía a salir del vestíbulo.

—¿Qué vamos a hacer con él,Riccardo? ¿Qué podemos hacer?Estamos solos, el maestro no regresaráhasta dentro de unos días. En esta casahay tres cadáveres, o quizá más.

En éstas, oí unos pasos a ambosextremos del vestíbulo. Al cabo de unosmomentos aparecieron los pequeños

aprendices, quienes habían permanecidoocultos. Iban acompañados por un tutor,quien supuse que había permanecido conellos durante mi pelea con el inglés.

Confieso que al verlos experimentéunos sentimientos ambivalentes, peroesos jóvenes eran pupilos de Marius, yel tutor iba desarmado, estaba indefenso.Los chicos mayores habían salido, comosolían hacer por las mañanas. O esocreí.

—Vamos, debemos trasladarlos atodos a un lugar seguro —dije—. Notoquéis esas armas —añadí, indicando alos pequeños aprendices que mesiguieran—. Instalaremos al inglés en elmejor dormitorio. Y a los chicostambién.

Los pequeños me siguieron talcomo les había ordenado, algunos deellos llorando de miedo.

—¡Échanos una mano! —ordené altutor—. Ojo con esas armas, estánenvenenadas. —El hombre me miródesconcertado—. No te miento. Estánenvenenadas.

—¡Pero si estás sangrando,Amadeo! —gritó el tutor aterrorizado—.¿A qué armas envenenadas te refieres?¡Que Dios nos ampare!

—¡Basta! —le espeté.No soportaba esa situación.

Cuando Riccardo se hizo cargo detrasladar a los niños y el cadáver delinglés, entré apresuradamente en laalcoba del maestro para curar mis

heridas.Con las prisas, vertí toda la jarra

de agua en la palangana y tomé unatoalla para restañar la sangre que sedeslizaba por el cuello y me empapabala camisa. «¡Qué porquería!», exclamé.La cabeza me daba vueltas y por pocome caigo redondo. Me sujeté en el bordede la mesa y me dije que era un idiotapor creer las mentiras de lord Harlech.Riccardo tenía razón. El inglés se habíainventado lo del veneno. ¡Cómo iba auntar de veneno la hoja de la espada!

Sin embargo, mientras trataba deconvencerme, observé por primera vezun rasguño en el dorso de la mano quededuje que el inglés me había hecho consu daga. Tenía la mano hinchada como si

me hubiera picado un insecto venenoso.Me palpé el rostro y el brazo.

También estaban hinchados; alrededorde las heridas se habían formado unasampollas. Volví a sentirme mareado. Elsudor me chorreaba por la cara y losbrazos y caía en la palangana, queestaba llena de un agua sanguinolentaque parecía vino.

—¡Dios, esto es obra del diablo!—grité. Al volverme, la habitaciónempezó a dar vueltas y a flotar. Apenasme sostenía en pie.

Alguien me sujetó para evitar quecayera al suelo. No me fijé en quién era.Traté de pronunciar el nombre deRiccardo, pero tenía la lengua hinchaday no pude articular palabra. Los sonidos

y los colores se confundían en unamasijo ardiente que me producíavértigo. De golpe vi sobre mi cabeza,con pasmosa claridad, el dosel del lechodel maestro. Riccardo estaba junto a mí.

Me dijo algo con insistencia,atropelladamente, pero no le entendí.Hablaba en una lengua extranjera, unalengua dulce y melodiosa, pero nocomprendí una palabra.

—Tengo calor —dije—. Estoyardiendo; me ahogo de calor. Necesitoagua. Méteme en la bañera del maestro.

Riccardo no me hizo caso, sino quesiguió hablando en esa lengua extraña,como si me implorara algo. Sentí sumano en mi frente; estaba tan calienteque me abrasó. Le rogué que no me

tocara, pero no me oyó, y yo tampoco.Por más que me esforzara en hablar,tenía la lengua hinchada y pastosa y nolograba articular ningún sonido. «¡Teenvenenarás!», deseaba decirle, pero nopude.

Cerré los ojos y me sumí en unbeatífico sueño. Vi un vasto y refulgentemar, las aguas que bañaban la isla delLido, onduladas y muy bellas bajo el soldel mediodía. Floté en ese mar, quizásobre un pequeño tronco, o sobre miespalda. No sentí el agua, pero tuve laimpresión de que nada se interponíaentre mi cuerpo y las grandes yperezosas olas sobre las que me mecíalentamente. A lo lejos distinguí elresplandor de una ciudad. Al principio

creí que era Torcello, o quizá Venecia, yque me había girado y flotaba hacia lacosta. Pero entonces observé que eramucho mayor que Venecia, con unasgigantescas y afiladas torres en las quese reflejaban el sol, como si toda laciudad fuera de cristal. Era unespectáculo increíble.

—¿Me dirijo allí? —pregunté.Entonces tuve la sensación de que

las olas me cubrían, no como si meahogara, sino como si el mar fuera unsereno y pesado manto de luz. Abrí losojos. Contemplé el tafetán rojo deldosel. Vi el fleco dorado de las cortinasde terciopelo del lecho, y vi a BiancaSolderini de pie junto a mí, sosteniendouna toalla en la mano.

—Esas armas no tenían elsuficiente veneno para matarte, sólopara que te pusieras enfermo.Escúchame, Amadeo, debes respirarhondo, con fuerza, y tratar de superaresta enfermedad. Pide al aire que te défuerzas, confía en que te pondrás bien.Así, respira profunda y lentamente, muybien; estás eliminando el veneno através del sudor; no temas, ese venenono es lo suficientemente poderoso paramatarte.

—El maestro averiguará loocurrido —aseguró Riccardo. Parecíaagotado y deprimido; le temblaban loslabios y tenía los ojos llenos delágrimas. Una señal de mal agüero, sinduda—. El maestro no tardará en

averiguarlo. Él lo sabe todo. En cuantose entere, suspenderá su viaje yregresará a casa.

—Lávale la cara —dijo Bianca convoz serena—. Lávale la cara y guardasilencio. —Qué mujer tan valiente.

Yo moví la lengua, pero no pudearticular palabra. Deseaba pedirles queme comunicaran cuándo hubieraanochecido, pues entonces existía laposibilidad de que regresara el maestro,pero no antes de que se pusiera el sol.

Volví la cabeza. La toalla meabrasaba la piel.

—Suavemente, con calma —indicóBianca—. Eso es, respira hondo y notemas.

Permanecí tendido en el lecho

largo rato, semiconsciente, agradecidode que no hablaran en voz alta. No memolestaba que me lavaran, pero sudabacopiosamente y perdí toda esperanza deque lograran bajarme la fiebre.

No cesaba de revolverme en ellecho y, en una ocasión, traté deincorporarme, pero sentí náuseas yvomité. Bianca y Riccardo me obligarona tenderme de nuevo.

—Aprieta mis manos —me pidióBianca. Sentí sus dedos oprimir losmíos, pequeños y calientes, calientescomo todo lo demás, como el infierno,pero yo estaba demasiado enfermo parapensar en el infierno o en cualquier otracosa que no fuera vomitar hasta arrojarlos intestinos en una palangana y sentir

el aire fresco sobre mi piel. ¡Abrid lasventanas, aunque estemos en invierno!¡Abridlas!

Me daba rabia pensar que podíamorir, de que todo acabaría así,estúpidamente. Lo que más meimportaba era ponerme bien, pero no meobsesionaba pensando en qué sería demi alma ni si pasaría a un mundo mejor.

De golpe todo cambió. Sentí queme elevaba, como si alguien tirara de mía través del tafetán rojo del dosel y através del techo de la habitación.Cuando miré hacia abajo, comprobéasombrado que yacía en el lecho. Me vicomo si no hubiera un dosel que meimpidiera verme a mí mismo.

Era más hermoso de lo que jamás

pude haber imaginado. Lo digo de formadesapasionada; no me regodeé en mibelleza. Tan sólo pensé: «Qué muchachotan hermoso. Dios le ha bendecido conlos atributos de la belleza. Fíjate en susmanos largas y delicadas, apoyadas enla colcha, y el color castaño rojizo de sucabello.» Ese muchacho era yo, pero nolo sabía ni pensé en el impacto quecausaba mi belleza sobre quienes mecontemplaban mientras transitaba por lavida. No creía en los halagos que mededicaban. Su pasión tan sólo meinspiraba desprecio. Hasta el maestrome parecía un ser débil y caprichoso porsentirse cautivado por mí. No obstante,en cierto modo comprendí por qué laspersonas que me rodeaban habían

perdido el juicio. Ese muchacho queyacía moribundo, ese muchacho que erala causa del desconsuelo que se habíaapoderado de cuantos estaban presentesen aquella suntuosa alcoba, era laimagen de la pureza y la juventud y lavida.

Lo que me pareció ilógico fue elhisterismo que reinaba en la habitación.¿Por qué lloraban todos? Vi a unsacerdote en el umbral, un sacerdote queyo conocía porque decía misa en unaiglesia cercana. Los aprendicesdiscutían con él y se negaban a dejarlepasar Para que yo no me sobresaltara alverle. Toda aquella agitación me parecióabsurda. Riccardo no tenía por quéestrujarse las manos de esa forma;

Bianca no tenía por qué afanarse enaplicarme una toalla húmeda sobre elrostro e infundirme ánimos con palabrastan tiernas como desesperadas.

«Pobre criatura —pensé—.Habrías sentido más compasión hacialos demás de haber sabido lo bello queeras, y te habrías sentido más fuerte ymás capaz de conseguir algo por tuspropios méritos. Pero te dedicaste ajugar y manipular a la gente que terodeaba, porque no tenías fe en ti mismoni un sentido de tu propia identidad.»

Aquello había sido evidentementeun error. En cualquier caso, me disponíaa abandonar este lugar. La fuerza que mehabía sacado del cuerpo de aquel bellojoven que yacía en el lecho me

arrastraba hacia arriba, hacia un túnelformado por un viento escandaloso yferoz.

El viento soplaba a mi alrededor,envolviéndome con fuerza dentro de esetúnel. Vi a otros seres en él que mecontemplaban, estremeciéndose bajo elviento incesante y furioso; vi sus ojosclavados en mí; vi sus bocas abiertas enun gesto de protesta o de dolor. Seguíascendiendo a través del túnel. No teníamiedo, sólo una sensación de fatalidad,de impotencia.

«Ése fue tu error cuando eras unmuchacho en la Tierra —pensé—. Peroes inútil pensar en ello.» En el precisoinstante en que llegué a esa conclusión,alcancé el extremo del túnel. Éste se

disolvió, depositándome en la orilla deaquel maravilloso y refulgente mar.

No estaba mojado, pero me dirigí alas olas y dije en voz alta:

—¡Aquí estoy! ¡He llegado a tierra!¡Mirad esas torres de cristal!

Al alzar los ojos, vi que la ciudadse hallaba a lo lejos, más allá de unasfrondosas colinas, y que un caminoconducía a ella; a ambos lados delcamino crecían unas flores deindescriptible belleza. Jamás habíacontemplado tal variedad de formas ypétalos, ni un colorido semejante. En elcanon artístico no existían nombres paraaquellos colores. Me resultabaimposible describirlos mediante losescasos y pobres calificativos que

conocía.«Cómo se habrían asombrado los

pintores venecianos al contemplar estoscolores —me dije—, cómo habríantransformado nuestro trabajo sihubiéramos logrado descubrir la fuentede estos matices y la hubiéramosconvertido en pigmento para mezclarlocon nuestros óleos, confiriendo unesplendor inédito a nuestros cuadros.»Sin embargo, eran unas reflexionesabsurdas. Aquí sobraba la pintura. Esteuniverso contenía todo el esplendor quepudiéramos obtener con nuestra paleta.Lo vi en las flores, en la hierba dedistantes formas y tonalidades. Lo vi enel infinito cielo que se extendía sobre míy detrás de la lejana ciudad,

resplandeciente y mostrando esta granarmonía de colores que se combinaban ybrillaban como si las torres de estaciudad estuvieran construidas con unamilagrosa y pujante energía en lugar deuna materia o masa inerte o terrenal.

Experimenté una profunda gratitud,a la que se rindió todo mi ser.

—¡Ahora lo comprendo, Señor! —exclamé en voz alta—. Lo veo y locomprendo.

En aquel momento comprendí contoda claridad las consecuencias de estavariada y creciente belleza, este mundopulsante, radiante, preñado de unsignificado que indicaba que todo teníarespuesta, todo se resolvía. Musité lapalabra «sí» una y otra vez. Asentí con

la cabeza, según creo recordar; meparecía expresar lo que sentía conpalabras.

Una gran fuerza emanaba de esabelleza. Me rodeaba como el aire, labrisa, el agua, pero no era ninguna deesas cosas. Era algo mucho más singulary persistente, y aunque me atrapaba consu increíble fuerza era invisible, noejercía presión, carecía de una formapalpable. Esa fuerza era amor. «¡Ah, sí!—pensé—. Es el total, y en su totalidadcrea todo cuanto tiene importancia, puescada desengaño, cada herida, cadatorpeza, cada abrazo, cada beso no sonsino el preludio de esta aceptaciónsublime y esta bondad; los pasoserrados que he dado me han enseñado

mis deficiencias, y las cosas buenas, losabrazos, me han permitido vislumbrar elsignificado del amor.»

Este amor otorgaba significado atoda mi vida, sin excepción, y cuandocomprendí asombrado esta realidad,aceptándola por completo, sin angustia ysin vacilar, comenzó un procesomilagroso. Toda mi vida se me aparecióen forma de todos aquellos seres que yohabía conocido.

Vi mi vida desde los primerosmomentos hasta el instante que me habíatraído hasta aquí. No era una vidaexcepcional; no contenía un gransecreto, un hecho insólito o crucial quehubiera modificado mi personalidad.Por el contrario, consistía en una serie

común y corriente de pequeños hechos,los cuales implicaban a todas laspersonas que yo había conocido; vi lasheridas que yo había causado, laspalabras de consuelo que habíapronunciado, y vi el resultado de lascosas más insignificantes que yo habíahecho. Vi la sala de banquetes de losflorentinos y, de nuevo, la espantosasoledad que les había conducido a lamuerte. Vi el aislamiento y la congoja desus almas mientras pugnaban por seguirvivos.

Sin embargo, no logré ver el rostrode mi maestro. No lo reconocí. Noalcancé a ver su alma. No vi lo que miamor significaba para él, ni lo que suamor significaba para mí. Pero no tenía

importancia. De hecho, esto no locomprendí hasta más tarde, cuando tratéde analizar aquel acontecimiento. Loimportante fue que en aquellosmomentos comprendí lo que significaamar a otros y amar la vida. Comprendíel significado de los cuadros que habíapintado, no las escenas vibrantes decolor rojo rubí de Venecia, sino loscuadros que había pintado según elantiguo estilo bizantino, los cualeshabían surgido de forma espontánea yperfecta de mis pinceles. Comprendí quehabía pintado cosas prodigiosas, y vi elinflujo que había tenido mi obra... Mesentí inundado por un torrente deinformación. Era tan abundante, y tanfácil de comprender, que experimenté

una liviana y exquisita alegría.El conocimiento equivalía al amor

y la belleza; en aquellos instantescomprendí, con un gozo triunfal, quetodo ello (el conocimiento, el amor, labelleza) constituían una misma cosa.

«Sí, es muy sencillo —me dije—.¡Cómo no me había dado cuenta!»

Si yo hubiera sido un cuerpodotado de ojos, habría llorado, perohabrían sido unas lágrimas dulces. Mialma había vencido sobre aspectosnimios y enojosos. Me quedé inmóvil, yel conocimiento, los hechos, los cientosde pequeños detalles semejantes agotitas transparentes de un líquidomágico que penetraba en mí y circulabaa través mío, llenándome y

desvaneciéndose para dar paso a otrotorrente de verdad, se disipó deimproviso.

A lo lejos, frente a mí, se alzaba laciudad de cristal, y más allá un cieloazul celeste como el cielo al mediodía,sólo que ahora estaba tachonado deestrellas.

Me dirigí hacia la ciudad.Emprendí el camino con tal ímpetu yconvicción que tuvieron que sujetarmetres personas. Me detuve, estupefacto.Conocía a esos hombres. Eran unossacerdotes, unos viejos sacerdotes de mitierra, que habían muerto mucho antes deque yo tuviera esa revelación; los vi contoda nitidez, e incluso recordé susnombres y cómo habían muerto. Eran

unos santos de mi ciudad, y del granedificio de catacumbas donde yo habíahabitado.

—¿Por qué me sujetáis? —pregunté—. ¿Dónde está mi padre? Está aquí,¿no es cierto?

No bien hube formulado estapregunta cuando vi a mi padre.Presentaba el mismo aspecto que decostumbre. Era un hombre alto ycorpulento, vestido con las prendas decuero de un cazador, con una espesabarba canosa y el pelo largo y castañocomo el mío. Tenía las mejillasarreboladas debido al viento frío, y ellabio inferior, visible entre su espesobigote y su barba entrecana, tenía uncolor rosáceo y estaba húmedo. Tenía

los ojos de color azul porcelana comolos míos. Mi padre me saludó con ungesto vigoroso con la mano, sonriendoalegremente, como solía hacer. Alparecer, se disponía a partir hacia lospastizales, pese a que todo el mundo lehabía advertido que no lo hiciera, queno fuera a cazar allí; pero mi padre notemía un ataque de los mongoles o lostártaros. A fin de cuentas, iba armadocon su poderoso arco, que sólo él eracapaz de tensar, como un héroemitológico de las grandes praderas, asícomo las flechas que él mismo afilaba ysu inmensa espada, con la que podíadecapitar a un hombre de un solo golpe.

—¿Por qué me sujetan, padre? —pregunté.

Mi padre me miró desconcertado.Su sonrisa jovial se disipó y de su rostrose borró toda expresión. Acto seguido,su imagen se desvaneció por completo,sumiéndome en una inenarrable tristeza.

Los sacerdotes que estaban junto amí, esos hombres con largas barbascanosas y unos hábitos negros, mehablaron con tono suave y comprensivo:

—Aún no ha llegado el momentode que te reúnas con nosotros, Andrei.

Yo me sentí profundamenteacongojado. Estaba tan triste que nopude articular una frase de protesta. Esmás, comprendí que, por más queprotestara, no lograría disuadirles.

—¡Ah, Andrei! Siempre serás elmismo —dijo uno de los sacerdotes,

tomándome la mano—. No temas,pregunta.

El sacerdote no movió los labios alhablar, pero no era necesario. Le oí contoda nitidez, y comprendí que no obrabade mala fe. Era incapaz de hacermedaño.

—¿Por qué no puedo quedarme? —pregunté—. ¿Por qué no dejáis que mequede tal como deseo, después de haberllegado hasta aquí?

—Piensa en todo lo que has visto.Ya conoces la respuesta.

Debo reconocer que al cabo de uninstante comprendí la respuesta. Eracompleja y a la par profundamentesencilla, y estaba relacionada con losconocimientos que había adquirido.

—No puedes llevártelos contigo —explicó el sacerdote—. Olvidarás todaslas cosas que has aprendido aquí. Perorecuerda la lección principal, que loimportante es el amor que sientes hacialos demás, y el amor que ellos teprofesan, el intenso amor que te rodea.

Me pareció algo maravilloso,increíble. No era un simple lugar común.Era algo inmenso, sutil y a la vez total,de forma que todos los problemasmortales se desvanecían ante esaverdad.

Súbitamente, regresé a mi cuerpo.Era de nuevo el muchacho de cabellocastaño que yacía moribundo en ellecho. Sentí un cosquilleo en las manosy los pies. Al volverme, un dolor

punzante me recorrió la columnavertebral. Estaba ardiendo, seguíasudando y retorciéndome de dolor, y porsi fuera poco tenía los labios agrietadosy la lengua llena de ampollas.

—Dadme un poco de agua —dije.Las personas que me rodeaban

rompieron a llorar suavemente. Su llantose confundía con la risa y una expresiónde incredulidad.

Yo estaba vivo, cuando creían quehabía muerto. Abrí los ojos y miré aBianca.

—No voy a morir —anuncié.—¿Qué dices, Amadeo? —

preguntó ella, inclinándose y acercandola oreja a mis labios.

—Aún no ha llegado mi hora —

respondí.Me trajeron una copa de vino

blanco frío al que habían añadido unpoco de miel y limón. Me incorporé ybebí un trago tras otro.

—Quiero más —pedí con vozdébil. Comenzaba a sentir sueño.

Me recosté sobre las almohadas yBianca me enjugó la frente. Qué alivio,qué maravilloso era sentir ese pequeñoy reconfortante gesto, que en aquellosmomentos me pareció la gloria. Sí, lagloria.

¡Había olvidado lo que había vistoen la otra orilla! Abrí los ojos de golpe.Deseaba recuperarlo desesperadamente,pero recordé lo que me dijo elsacerdote, con toda claridad, como si

acabara de hablar con él en otrahabitación. Me había dicho que norecordaría lo que había visto yaprendido. Y existía mucho más,infinitamente más, unas cosas que sólomi maestro era capaz de asimilar.

Cerré los ojos y dormí. No soñé, yaque estaba demasiado enfermo, teníademasiada fiebre para soñar. Noobstante, en cierto modo, sumido comoestaba en aquel estado semiconsciente,acostado en aquel lecho húmedo ycaliente cubierto con un dosel,percibiendo las palabras vagas de losjóvenes aprendices y la tiernainsistencia de Bianca, logré conciliar elsueño. Transcurrieron las horas. Oí elreloj dando las horas, y poco a poco

experimenté cierto alivio, en el sentidode que me acostumbré al sudor queempapaba mi piel y a la sed que mesecaba la garganta, pero permanecíacostado sin protestar, semidormido,esperando que regresara mi maestro.

«Tengo muchas cosas que contarte—pensé—. Supongo que conoces esaciudad de cristal. Quiero explicarte quehace tiempo yo...» Sin embargo, norecordaba con precisión. Había sidopintor, sí, pero ¿qué clase de pintor, ycómo me llamaba? ¿Andrei? ¿Me habíanllamado por ese nombre los sacerdotes?

7Lentamente, sobre mi sensación de

yacer enfermo en el lecho, en unahabitación húmeda, cayó el velo oscuro

del cielo. Sobre él se extendían hasta elinfinito las estrellas, espléndidas yrefulgentes sobre las brillantes torres dela ciudad de cristal, y en eseduermevela, intensificado por unosserenos y maravillosos delirios, lasestrellas cantaron para mí.

Cada estrella, desde la posiciónque ocupaba en la constelación y en elvacío, emitía un precioso sonidorutilante, como si en el interior de cadaespléndida órbita sonaran unos acordesque, mediante los brillantesmovimientos de los astros, setransmitieran a través de todo eluniverso.

Jamás había oído unos sonidossemejantes. Ni el más descreído habría

permanecido indiferente a esta músicaetérea y translúcida, esta armonía ysinfonía de celebración.

Oh, Señor, si fueras música, éstasería tu voz, y ningún acorde disonantelograría sofocarla. Eliminarías delmundo todos los sonidos ingratos conesta música, la expresión más sublimede tus complejos y prodigiososdesignios, y toda trivialidad sedisiparía, derrotada por esta resonanteperfección.

Esta fue mi oración, una oraciónsincera que pronuncié en una lenguaantigua, íntima, sin el menor esfuerzomientras yacía semidormido.

«Permaneced junto a mí, hermosasestrellas —rogué—, y no permitáis que

trate de descifrar esta fusión de luz ysonido, haced que me rinda a él deforma plena e incondicional.»

Las estrellas se hicieron másgrandes e infinitas en su fría ymajestuosa luz; la noche se desvaneciólentamente, quedando sólo una inmensay gloriosa luz cuya fuente era imposiblehallar.

Sonreí. Palpé con dedos torpes lasonrisa que mis labios esbozaban, y amedida que la luz se hizo más intensa ymás próxima, como si fuera un océano,experimenté una maravillosa sensaciónde frescor en todo mi cuerpo.

—No te disipes, no te vayas, no meabandones —murmuré con tristeza.Hundí la cabeza en la almohada para

aliviar el dolor que sentía en las sienes.Sin embargo, esta benéfica e

intensa luz se había agotado, debíadesvanecerse para dejar paso alcentelleo de las velas que percibía através de mis párpados entreabiertos.Contemplé la bruñida penumbra querodeaba mi lecho, y unos objetossencillos, como el rosario que reposabasobre mi mano derecha, con sus cuentasde rubí y el crucifijo dorado, y undevocionario que yacía abierto a miizquierda, cuyas delicadas páginasagitadas por la brisa que movía tambiénel tafetán del dosel, creando unaspequeñas ondas.

¡Qué bello era todo lo quecontemplaba, esos objetos ordinarios y

sencillos que componían este momentosilencioso y elástico! ¿Dónde estaban mihermosa enfermera con cuello de cisne ymis sollozantes camaradas? ¿Habíahecho la noche que cayeran rendidos decansancio y durmieran para que yopudiera saborear estos apaciblesinstantes sin ser observado? En mimente bullían mil recuerdos.

Abrí los ojos. Habían desaparecidotodos, salvo una persona que se hallabasentada junto al lecho, con unos ojossoñadores, distantes, azules y fríos, máspálidos que el cielo estival, rebosantesde una luz casi facetada, que meobservaban distraídamente, conindiferencia.

Era mi maestro, sentado en una

silla con las manos apoyadas en elregazo, como un extraño que lo observatodo sin que nada afecte su gélidasuperioridad. La expresión adusta quemostraba su rostro parecía tallada enpiedra.

—¡Eres cruel! —murmuré.—No, no —protestó sin mover los

labios—. Pero cuéntame toda la historia.Descríbeme esa ciudad de cristal.

—Sí, recuerdo que hablamos deella, y de los sacerdotes que meexhortaron a regresar, y de las pinturas,tan antiguas y tan bellas. No parecíancreadas por la mano del hombre, sinopor el poder del que estoy imbuido queme permite tomar el pincel y pintar contoda facilidad la virgen y los santos.

—No rechaces las viejas formas —dijo el maestro. De nuevo, sus labios nodieron muestra de haber emitido la vozque yo había oído con toda nitidez, unavoz que había penetrado en mi oídocomo cualquier voz humana, aunque consu tono, su timbre particular—. Lasformas cambian, y la razón que imperaahora se convierte mañana ensuperstición; en aquel antiguo decororesidía un talante sublime, unainfatigable pureza. Pero habíame sobrela ciudad de cristal.

Tras emitir un suspiro respondí:—Tú mismo has visto, al igual que

yo, el cristal fundido cuando lo sacandel horno, esa masa incandescente queemite un calor espantoso ensartada en un

hierro, una masa que se derrite y goteade forma que el artista puedamanipularlo a su antojo, estirándolo ollenándolo con su aliento para formar unrecipiente perfectamente redondo. Puesbien, tuve la impresión de que esecristal hubiera surgido de las entrañashúmedas de la Madre Tierra, un torrentede lava de cristal que ascendía hacia lasnubes, y que de esos gigantescos chorroslíquidos habían surgido las torres de laciudad de cristal, no imitando una formacreada por el hombre, sino perfectas talcomo la ardiente fuerza de la Tierrahabía decretado, en unos coloresinimaginables. ¿Quiénes habitaban enese lugar? Qué lejano parecía y sinembargo accesible. Se llega a él tras una

breve caminata a través de lasondulantes colinas sembradas de hierbay delicadas flores que se mecían bajo labrisa y ofrecían unos colores y maticesfantásticos, un espectáculo único,increíble.

Me volví para mirar al maestro,pues mientras le describía la ciudad decristal había permanecido ensimismadoen mi visión.

—Explícame qué significan esascosas —le pedí—. ¿Dónde se encuentraese lugar y por qué se me permitiócontemplarlo?

El maestro suspiró con tristeza.Apartó la vista unos segundos y luegovolvió a fijarla en mí. Su rostro aparecíatan frío y adusto como antes, pero ahora

observé en él una sangre espesa, que aligual que anoche rezumaba un calorhumano procedente de venas humanas, lacual sin duda había constituido hoy sufestín.

—¿No quieres siquiera sonreírantes de despedirte? —pregunté—. Siesta amarga frialdad es lo único quesientes por mí, ¿por qué no dejas queesta fiebre acabe conmigo? Estoy muyenfermo, lo sabes bien. Sabes que sientonáuseas, que me duele la cabeza y todoslos músculos de mi cuerpo, que elveneno que tengo en estas heridas meabrasa la piel. ¿Por qué te noto tan lejosaunque estás aquí? ¿Por qué hasregresado a casa para sentarte junto a mísin sentir nada?

—Siento por ti el amor quesiempre siento cuando te miro —repusoél—, hijo mío, mi dulce y resistentetesoro. Te lo aseguro. Lo guardo dentrode mí, donde debe permanecer, quizá, ydejar que mueras, sí, pues es inevitable.Entonces tus sacerdotes tendrán quehacerse cargo de ti, pues ya no podrásregresar a la Tierra.

—¿Pero y si existieran muchastierras? ¿Y si la segunda vez que cayerame despertara en otra orilla ycontemplara el azufre que brota de laardiente tierra en lugar de la belleza queme fue revelada la primera vez? Sientoun profundo dolor. Estas lágrimas meabrasan. La pérdida es inmensa. No lorecuerdo... Tengo la sensación de repetir

continuamente las mismas palabras. ¡Nolo recuerdo!

Extendí la mano hacia él, pero élno se movió. Al cabo de unos instantesdejé caer la mano sobre el viejodevocionario. Noté la textura del ásperopergamino.

—¿Qué mató el amor que sentíaspor mí? ¿Las cosas que hice? ¿El habertraído aquí al hombre que mató a mishermanos? ¿O el haber muerto ycontemplado esos prodigios?¡Responde!

—Todavía te amo. Te amaré todasmis noches y mis días errantes, parasiempre. Tu rostro es una joya que me hasido regalada, que jamás podré olvidar,aunque es posible que la pierda por

incauto. Su resplandor me atormentarásiempre. Piensa de nuevo sobre esascosas, Amadeo, abre tu mente como sifuera una concha, y deja que contemplela perla de cuanto te han enseñado.

—¿Eres capaz de comprender,maestro, que el amor es lo másimportante, que todo el mundo estáhecho de amor? Las briznas de hierba,las hojas de los árboles, los dedos de lamano que te acaricia, todo es amor.Amor, maestro. ¿Quién es capaz de creeren unas cosas tan inmensas y a la par tansimples cuando existen hábiles ylaberínticos credos y filosofías de unaseductora complejidad creada por elhombre? Amor. Yo oí su sonido. Yo lovi. ¿Acaso eran las alucinaciones de una

mente febril, temerosa de la muerte?—Tal vez —respondió el maestro.

Su rostro seguía mostrando unaexpresión fría e impávida. Sus ojos eranunas meras rendijas, prisioneros de laaprensión que les causaba lo que veían—. Sí —dijo—. Morirás, dejaré quemueras, y es posible que exista para timás de una orilla, en la que hallarás denuevo a tus sacerdotes.

—No ha llegado mi hora —respondí—. Lo sé. Un puñado de horasno puede borrar esta afirmación. Aunquerompas todos los relojes. Ellos medijeron que no había llegado la horapara mi alma de mortal. No puedeshacer que se cumpla de inmediato oborrar el destino esculpido en mi mano

infantil.—Pero puedo influir en él —

replicó. Esta vez movió los labios. Elsuave coral de su boca confería una notaalegre a su rostro; sus ojos perdieronesa expresión recelosa y contemplé denuevo al maestro que conocía y amaba—. Puedo apoderarme fácilmente de lasúltimas fuerzas que te restan. —Mariusse inclinó sobre mí. Observé lasmanchitas de sus pupilas, las relucientesestrellas de múltiples puntas detrás delos oscuros iris. Sus labios, tanprodigiosamente decorados con unasarruguitas, como los labios de cualquierhumano, presentaban un color rosáceocomo si en ellos residiera un besohumano—. Puedo beber un último y fatal

trago de tu sangre infantil, apurar esalozanía que me cautiva, y sostendré enmis brazos a un cadáver tan bello quetodos los que lo contemplen llorarán.Ese cadáver no me dirá nada. Lo únicoque sabré con certeza es que tú habrásdesaparecido.

—¿Dices esto para atormentarme,maestro? Si no puedo ir a esa orilla,deseo permanecer junto a ti.

Sus labios esbozaron una mueca dedesesperación. Parecía un hombre, sóloeso; en las esquinas de sus ojosasomaban unas manchas de sangre defatiga y tristeza. Su mano, que habíaextendido para tocarme, temblaba.

Yo la atrapé como si fuera la ramade un árbol mecida por la brisa.

Acerqué sus dedos a mis labios y losbesé como si fueran hojas. Luego volvíla cabeza y apoyé su mano sobre mimejilla herida. La presión intensificó elescozor que me producía el veneno,pero ante todo, sentí el intenso temblorde sus dedos.

—¿Cuántos murieron esta nochepara que tú te alimentaras? —pregunté,pestañeando—. ¿Cómo es posible queesto exista en un mundo hecho de amor?Eres demasiado hermoso para pasarinadvertido. Estoy perdido. No locomprendo. Pero, suponiendo que apartir de este momento vivieraconvertido en un simple muchachomortal, ¿podría olvidarlo?

—No puedes vivir, Amadeo —

contestó Marius con tristeza—. ¡Esimposible! — exclamó con vozentrecortada—. El veneno ha penetradoprofundamente, y unas gotas de misangre no pueden salvarte, hijo mío. —Su rostro reflejaba una profundaangustia—. Cierra los ojos. Acepta mibeso de despedida. No existen lazosamistosos entre esos sacerdotes de laotra orilla y yo, pero tienen que hacersecargo de un ser que muere de muertenatural.

—¡No, maestro! No puedointentarlo solo. Ellos me enviaron deregreso aquí, donde estás tú, en tu casa.Sin duda lo sabían.

—Eso les tiene sin cuidado,Amadeo. Los guardianes de los muertos

se muestran poderosamente indiferentes.Hablan de amor, pero no de los siglosde torpezas y errores. ¿Qué estrellas sonesas que cantan maravillosamentecuando el mundo languidece inmerso enuna espantosa disonancia? ¡Ojalápudiera obligarles a cambiar susdesignios! —dijo con la voz rota dedolor—. ¿Qué derecho tienen a hacermepagar por tu suerte, Amadeo?

Yo emití una breve y tristecarcajada. Me puse a tiritar a causa dela fiebre y unas violentas náuseas seapoderaron de mí. Temí que si me movíao hablaba, me acometerían unas náuseassecas que me dejarían aún más postrado.Prefería morir que sufrir esta tortura.

—Sabía que analizarías a fondo

esta cuestión, maestro —respondí sin elmenor sarcasmo ni amargura, sino con elsimple afán de llegar a la verdad.Respiraba tan trabajosamente quesupuse que no me costaría ningúnesfuerzo dejar de respirar. De prontorecordé las palabras de aliento deBianca—. No existe ningún horror eneste mundo que no pueda ser redimido,maestro.

—Sí, pero ¿qué precio debemospagar algunos por esta salvación? —replicó Marius—. ¿Cómo se atreven aexigirme que acepte sus oscurosdesignios? Confío en que tus visionesfueran meras alucinaciones. No vuelvasa hablarme sobre esa maravillosa luz.No pienses más en ella.

—¿Por qué debo borrar de mimente todo cuanto he visto y oído,señor? ¿Por el bien tuyo o el mío?¿Quién se está muriendo aquí, tú o yo?

Marius meneó la cabeza.—Seca tus lágrimas de sangre —

afirmé—. ¿Cómo vislumbras tu muerte,maestro? En una ocasión me dijiste queno era imposible que murieras.Explícamelo si tenemos tiempo, antes deque toda la luz que conozco sedesvanezca con un último guiño y latierra devore esta joya que según tú dejamucho que desear.

—No es eso —murmuró Marius.—¿Y tú, adonde irás cuando

mueras? Ofréceme unas palabras deconsuelo. ¿Cuántos minutos me quedan?

—No lo sé —musitó. El maestroapartó la vista y agachó la cabeza.Nunca lo había visto tan deprimido.

—Muéstrame la mano —le pedídébilmente—. En Venecia existen unasmisteriosas brujas que, en la penumbrade las tabernas, me enseñaron a leer laslíneas de la mano. Yo te diré cuándo vasa morir. Dame la mano. —No veía conclaridad. Todo estaba envuelto en unaespesa niebla. Pero hablaba en serio.

—Demasiado tarde —contestó él—. Ya no quedan líneas en mi mano —dijo, mostrándome la palma—. Eltiempo ha borrado lo que los hombresllaman destino. Carezco de destino.

—Ojalá no hubieras regresado —respondí, apartando la vista de él y

apoyando la cabeza en la frescaalmohada de lino—. Te ruego que temarches, estimado maestro. Prefiero lacompañía de un sacerdote y de mi viejaenfermera, si no la has enviado deregreso a su casa. Te he amado con todomi corazón, pero no deseo morir en tumajestuosa presencia.

A través de la bruma que nublabamis ojos vi su silueta al aproximarse amí. Sentí sus manos sobre mi rostro y mevolví hacia él. Distinguí el fulgor de susojos azules, como unas llamasinvernales, imprecisas pero que ardíancon furia.

—Muy bien, hermoso mío. Hallegado el momento. ¿Deseas venirconmigo y ser como yo? —Su voz era

melodiosa y tranquilizadora, aunquellena de dolor.

—Sí, deseo ser tuyo para siempre.—¿Para alimentarte en secreto de

la sangre de los canallas, como hago yo,y vivir con este secreto hasta el fin delmundo?

—Sí. Lo deseo.—¿Asimilar todas las lecciones

que yo pueda darte?—Sí.Marius me tomó en brazos y me

levantó de la cama. Me apoyé contra supecho; estaba mareado y sentía un dolortan intenso que emití un pequeñogemido.

—Sólo un rato, mi joven y dulceamor —me susurró Marius al oído.

Me sumergió en el agua templadade la bañera, después de habermedesnudado con suavidad. Apoyé lacabeza con cuidado en el borde deazulejos de la bañera, dejando que misbrazos flotaran en el agua y ésta melamiera los hombros.

Marius vertió unos puñados deagua sobre mí. Primero me lavó la caray luego el resto del cuerpo. Sentí susdedos duros y aterciopeladosdeslizándose sobre mi rostro.

—No tienes ni sombra de vello enla barbilla y, sin embargo, posees losatributos de un hombre. Deberásrenunciar a los placeres que tanto amas.

—Lo haré, te lo prometo —murmuré.

Sentí un dolor lacerante en lamejilla. La herida aún estaba abierta.Traté de tocármela, pero él me sujetó lamano mientras vertía unas gotas de susangre en la herida. Al cabo de unosinstantes sentí un cosquilleo y unescozor que indicaba que éstacomenzaba a cicatrizar. Marius efectuóla misma operación sobre el rasguñoque yo tenía en el brazo, y el pequeñocorte en el dorso de la mano. Cerré losojos y me rendí a este extraño e intensogoce.

Su mano se deslizó sobre mi pecho,pasó por alto mis partes pudendas yexploró una pierna y luego la otra, enbusca de la más leve lesión en la piel.De nuevo experimenté un violento

estremecimiento de placer.Sentí que Marius me sacaba de la

bañera y me envolvía en una cálidatoalla. Sentí una impetuosa ráfaga deaire, lo que significaba que se movía amayor velocidad de lo que el ojohumano podía detectar. Luego sentí elsuelo de mármol bajo mis pies, y sufrescura me alivió.

Nos encontrábamos en el estudio.Estábamos de espaldas al cuadro sobreel que Marius había estado trabajandohacía un par de noches, frente a otromagnífico lienzo de grandesdimensiones que mostraba, bajo un solresplandeciente y un cielo azul cobalto,un frondoso grupo de árboles rodeadopor dos figuras batidas por ei viento.

La mujer era Dafne, cuyos brazosse habían transformado en unas ramas delaurel repletas de hojas, y sus pies enunas raíces que se hundían en la tierracolor marrón oscuro. Tras ella aparecíael desesperado y bello Apolo, un diosdotado de una cabellera dorada y unaspiernas esbeltas y musculosas, el cualhabía llegado demasiado tarde paraimpedir la frenética y mágica huida desu amada de sus brazos amenazadores,su metamorfosis fatal.

—Observa el aire indiferente delas nubes —me susurró el maestro aloído. Luego señaló el sol que habíapintado a grandes trazos con máshabilidad que los hombres que lo veíana diario.

Pronunció unas palabras que yohabía confiado a Lestat hacía tiempo,cuando le conté mi historia, unaspalabras que Marius había salvadomisericordiosamente de las pocasimágenes de esa época que yo le habíaofrecido.

Cuando repito esas palabras meparece oír la voz de Marius, las últimaspalabras que oí como un ser mortal:

—Éste es el único sol que volverása ver. Pero dispondrás de un milenio denoches para contemplar una luz queningún mortal ha visto jamás, paraarrebatar a las lejanas estrellas, comoPrometeo, una luz infinita que tepermitirá comprender todas las cosas.

Y yo, que en la fabulosa tierra de la

que acababa de regresar habíacontemplado una luz celestialinfinitamente más portentosa, anhelé queél la eclipsara para siempre.

8Los aposentos privados del

maestro consistían en una serie dehabitaciones en las que había cubiertolos muros con unas copias impecablesde las obras de los pintores mortalesque tanto admiraba: Giotto, FraAngélico, Bellini.

Nos hallábamos en la habitaciónque contenía la gran obra de BenozzoGozzoli, de la capilla de los Médicis enFlorencia: El cortejo de los ReyesMagos. Gozzoli había creado su visióna mediados de siglo, plasmándola sobre

tres muros de la pequeña cámarasagrada.

Sin embargo, mi maestro, con sumemoria y sus dotes sobrenaturales,había ampliado esta monumental obra,cubriendo con ella todo un lado de estainmensa y ancha galería.

La copia era tan perfecta como laobra original de Gozzoli, con suslegiones de florentinos elegantementeataviados, sus pálidos rostros un modelode contemplativa inocencia, montadosen magníficos corceles tras la exquisitafigura de Lorenzo de Médicis, un jovencon una melena rizada rubio oscuro quele rozaba los hombros, y un toque rojocarnal en sus pálidas mejillas. Deaspecto majestuoso, vestido con una

chaqueta dorada ribeteada de piel y unasmangas largas divididas a la altura delos codos, a lomos de un caballo blancoespléndidamente enjaezado, miraba conexpresión serena e indiferente alobservador de la pintura. No había undetalle de la misma que desmerecieraotro. Incluso las riendas y los arreos delcaballo estaban exquisitamenteplasmados en oro y terciopelo, a tonocon las ceñidas mangas del jubón deLorenzo y sus botas de terciopelo rojoque le llegaban a las rodillas.

El encanto de la pintura residíaprincipalmente en los semblantes de losjóvenes, así como de algunos ancianosque constituían la nutrida procesión, loscuales mostraban unas bocas pequeñas y

silenciosas y unos ojos que miraban dereojo como si temieran romper elhechizo de la escena si miraban alfrente. La procesión desfilaba antecastillos y montes, en su peregrinarhacia Belén.

Docenas de candelabros de plataencendidos a ambos lados de lahabitación iluminaban esta obra maestra.Las gruesas velas blancas de purísimacera de abejas emitían una suntuosa luz.En el cielo aparecía un glorioso amasijode nubes en torno a un óvalo de santosflotando por los aires, rozandomutuamente sus manos extendidas altiempo que nos contemplaban consatisfacción y benevolencia.

Ningún mueble cubría las losas de

mármol de Carrara rosa del suelopulido. Un airoso diseño de frondosas yverdes parras delimitaba cada losacuadrada, pero éste era el único adornodel lustroso suelo y tacto sedoso bajolos pies.

Contemplé con la fascinación deuna mente febril esta galería deimponentes superficies. El cortejo delos Reyes Magos, que ocupaba todo elmuro a mi derecha, parecía emitir unasuave plétora de sonidos irreales: lassofocadas pisadas de los cascos de loscaballos, los apresurados pasos de lasfiguras que caminaban junto a ellos, elmurmullo de los arbustos repletos deflores rojas junto al camino e incluso laslejanas voces de los cazadores que

recorrían los senderos montañososacompañados por sus esbeltos mastines.

Mi maestro se detuvo en el centrode la estancia. Se había despojado de suacostumbrada capa de terciopelo rojo,bajo la cual llevaba sólo una túnica detejido dorado, con las mangas largas yabullonadas hasta las muñecas, cuyodobladillo rozaba sus pies desnudos.

Su cabello formaba unresplandeciente halo rubio que le caíasuavemente hasta los hombros yrealzaba sus facciones.

Yo lucía un traje de tejido tanliviano y sencillo como su atuendo.

—Acércate, Amadeo —me ordenóel maestro.

Me sentía débil, tenía sed y las

piernas apenas me sostenían. Él losabía, no tenía disculpa. Avancé conpasos lentos y torpes hasta llegar a él,que me esperaba con los brazosextendidos.

Marius apoyó las manos en la parteposterior de mi cabeza. Acercó suslabios a mi rostro. Una sensación defatalidad hizo presa en mí.

—Ahora morirás para permanecerjunto a mí en una vida eterna —mesusurró al oído—. No temas nada. Tucorazón estará a salvo en mis manos.

Sus dientes se clavaron en mí,profundamente, con crueldad y laprecisión de dos puñales. Percibí unestallido en mis oídos. Mis entrañas secontrajeron, produciéndome un intenso

dolor en el vientre. Al mismo tiemposentí un placer salvaje que me recorriólas venas hasta alcanzar las heridas enmi cuello. Sentí que mi sangre circulabaaceleradamente hacia mi maestro, paracalmar su sed y provocar mi inevitablemuerte.

Incluso mis manos estabanposeídas por una vibrante sensación. Micuerpo se había convertido de pronto enun circuito cerrado, refulgente, mientrasmi maestro bebía mi sangre, emitiendounos sonidos roncos, obvios,deliberados. Los latidos de su corazón,lentos y acompasados, llenaron misoídos.

El dolor que me retorcía las tripasse alquemizó y transformó en éxtasis; mi

cuerpo se tornó ingrávido, carente detoda sensación de ocupar un lugar en elespacio. Sentí en mi pecho los latidosdel corazón de Marius. Toqué los suavesmechones de su cabello, pero no los así.Me parecía flotar, sostenido sólo por losinsistentes latidos de su corazón y eltorrente sanguíneo que fluía por misvenas impulsado por una corrienteeléctrica.

—Voy a morir —musité. Esteéxtasis no podía durar.

Súbitamente, el mundo murió.Me hallaba solo en la desolada

orilla del mar, barrida por el viento. Erala tierra a la que había viajado conanterioridad, pero ahora tenía un aspectomuy distinto, desprovista de su

resplandeciente sol y sus abundantesflores. Los sacerdotes estaban presentes,pero sus oscuros hábitos estabancubiertos de polvo y olían a tierra. Losreconocí en el acto, los conocía bien.Conocía sus nombres. Reconocí susrostros afilados y barbudos, su pelo raloy grasiento, los sombreros negros defieltro que lucían. Reconocí la porqueríade sus uñas y la mirada ávida quereflejaban sus ojos hundidos yrelucientes. Los sacerdotes me indicaronque me acercara.

Sí, había regresado al lugar dondedebía estar. Nos elevamos más y máshasta detenernos sobre el farallón de laciudad de cristal, situada a lo lejos anuestra izquierda, desolada y desierta.

La energía incandescente que habíailuminado sus múltiples torrestranslúcidas se había desvanecido porcompleto, desconectada de su fuente. Desu radiante colorido sólo quedaban unosapagados matices bajo un firmamentomonótono y gris. Qué triste eracontemplar la ciudad de cristaldesprovista de su fuego mágico.

De sus torres brotó un coro desonidos, un murmullo de cristal contracristal. Sin embargo, no conteníamúsica, sólo una sorda y luminosadesesperación.

—Vamos, Andrei —me llamó unode los sacerdotes. Me aferró la manocon la suya sucia y manchada de barroseco con tal fuerza que me hizo daño. Al

mirarme la otra mano, comprobé quetenía los dedos descarnados y de unablancura cadavérica. Los nudillos setraslucían a través de la piel como si lacarne hubiera desaparecido, pero no eraasí. Tenía la piel adherida a los huesos,hambrienta y flácida como la de lossacerdotes.

Ante nosotros discurría un ríorepleto de fragmentos de hielo y grandesmasas de troncos negruzcos que flotabanen la superficie, formando un lagocenagoso sobre las planicies. Tuvimosque atravesarlo; el agua helada melastimó los pies. Pero seguimosavanzando, los tres sacerdotes y yo.Ante nosotros se erguían las otroradoradas cúpulas de Kíev. Era nuestra

Santa Sofía, que seguía sosteniéndose enpie tras las horrendas matanzas yconflagraciones perpetradas por losmongoles, los cuales habían destruidonuestra ciudad, sus tesoros y susperversos y mundanos hombres ymujeres.

—Vamos, Andrei.Reconocí el portal. Pertenecía al

Monasterio de las Cuevas. Sólo unasvelas iluminaban estas catacumbas. Elolor a tierra era tan intenso que sofocabaincluso el hedor a sudor que se habíasecado sobre carne inmunda y enferma.

Yo sostenía en las manos el toscomango de madera de una pequeña pala.Me puse a excavar la mullida tierrahasta contemplar a un hombre que no

estaba muerto sino que soñaba con elrostro cubierto de tierra.

—¿Estás vivo, hermano? —pregunté en voz baja a su alma enterradahasta el cuello.

—Sí, hermano Andrei. Dame elsustento que necesito para seguir vivo— respondió el hombre sin apenasmover sus labios agrietados ni abrir suspálidos párpados—. Lo suficiente hastaque nuestro Señor y Salvador,Jesucristo, elija el momento en que deboregresar a casa.

—Me admira tu valor, hermano —dije, acercando un cántaro de agua a suslabios. Al beber el agua se deslizó porsu mentón, formando unos surcos debarro. El hombre apoyó de nuevo la

cabeza sobre la mullida tierra.—Y tú, criatura —respondió el

hombre, respirando trabajosamente,apartando un poco los labios del cántaro—. ¿Cuándo reunirás el valor necesariopara elegir tu celda de tierra entrenosotros, tu sepultura, y aguardar lallegada de Jesucristo?

—Rezo para que sea pronto,hermano —contesté.

Retrocedí unos pasos y empuñé denuevo la pala. Excavé hasta descubrir lasiguiente fosa; un hedor inconfundibleme asaltó la nariz. El sacerdote queestaba junto a mí me sujetó para que nome desvaneciera.

—Nuestro amado hermano Josephha ido a reunirse con el Señor —afirmó

—.Descubre su rostro para que

podamos comprobar que murió en paz.El hedor era insoportable. Sólo los

seres humanos muertos apestan de estamanera. Es un hedor a fosasabandonadas y carros que transportanlos cadáveres de las poblacionesasoladas por la peste. Temí ponerme avomitar, pero seguí cavando hasta quedescubrimos la cabeza del últimohombre. Calvo, el cráneo estabacubierto por una envoltura de piel que sehabía encogido.

Los sacerdotes situados a misespaldas pronunciaron unas oraciones.

—¡Ciérrala, Andrei! —meordenaron.

—¿Cuándo reunirás el valornecesario, hermano? ¿Sólo Dios puededecirte...?

«¿El valor para qué?» Reconozcoesta estentórea voz, a este nombre deespaldas anchas que ha irrumpido en lacatacumba. Su cabellera y su barba decolor castaño son inconfundibles, asícomo su jubón de cuero y las armas quependen de su cinturón de cuero.

—¿Es esto lo que habéis hecho conmi hijo, el pintor de iconos?

El hombre me aferró del hombro,como había hecho mil veces, con esamanaza con la que me golpeaba hastadejarme sin sentido.

—¡Suéltame, cretino ignorante! —murmuré—. Estamos en la casa de Dios.

El hombre me arrastró con talviolencia que caí al suelo. Mi túnicanegra estaba desgarrada.

—¡Basta, padre! ¡Aléjate de aquí!—exclamé.

—¿Vais a enterrar en una de estasfosas a un muchacho que pinta como losángeles?

—Deja de gritar, hermano Iván.Dios decidirá lo que debemos hacer.

Los sacerdotes echaron a correrdetrás de mí. Mi padre me arrastró hastael taller. Del techo colgaban variashileras de iconos, y otros cubrían toda lapared del fondo. Mi padre me arrojó enuna silla situada ante la recia mesa detrabajo. Tomó el candelabro de hierro yencendió con su llama oscilante y

rebelde el resto de las velas.Las velas iluminaron su poblada

barba. De sus espesas cejas colgabanunos pelos largos y grises que securvaban hacia arriba, dando a susemblante un aspecto diabólico.

—Te comportas como el idiota delpueblo, padre —murmuré—. Lo extrañoes que yo no sea también un idiota debaba.

—¡Cierra la boca, Andrei! Nadie teha enseñado modales, eso está claro.Tendré que darte una buena tunda paraque aprendas.

Mi padre me asestó un puñetazo enla sien que me dejó sordo.

—Creí que te había sacudido losuficiente antes de traerte aquí, pero veo

que estaba equivocado —dijo,golpeándome de nuevo.

—¡Blasfemia! —protestó elsacerdote situándose junto a mí—. Estechico está consagrado a Dios.

—Consagrado a una pandilla delocos —replicó mi padre—. ¡Aquítenéis los huevos, padres! —dijo condesprecio, sacando una bolsa de sujubón. Abrió la bolsa de cuero y extrajoun huevo—. ¡Pinta, Andrei! Pinta pararecordar a estos locos, que posees ungran talento que te ha concedido Dios.

—Es Dios quien pinta estoscuadros —contestó el sacerdote, elmayor de ellos; su pelo gris estaba tanlleno de porquería y de grasa queparecía casi negro. El sacerdote se

interpuso entre la silla que yo ocupaba ymi padre.

Mi padre depositó en la mesa todoslos huevos menos uno. Se inclinó sobreun pequeño cuenco de barro, cascó elhuevo, recogió la yema con una mitad dela cascara y vertió el resto en el trozo decuero.

—Aquí tienes, Andrei, pura yema—dijo, suspirando.

Tras arrojar la cascara al suelo,tomó una jarrita y vertió un poco de aguasobre la yema.

—Mezcla tus colores y ponte atrabajar. Recuerda a estos...

—El chico trabaja cuando Dios leordena que lo haga —declaró elsacerdote de más edad—. Y cuando

Dios le ordene que se entierre, parallevar la vida de un eremita, lo hará.

—¡Y un cuerno! —replicó mi padre—. El príncipe Miguel me ha encargadoun icono de la virgen. ¡Ponte a pintar,Andrei! Pinta tres para que yo puedaentregar al príncipe Miguel el icono quedesea y llevar los otros al lejano castillode su hermano, el príncipe Feodor, talcomo me ha pedido el príncipe Miguel.

—Ese castillo está destruido, padre—repuse con desdén—. Feodor y sushombres fueron asesinados por las tribusbárbaras. No hallarás nada en aquelpáramo sino piedras. Lo sabes tan biencomo yo, padre. Hemos pasado acaballo muchas veces por ese lugar y lo

hemos visto con nuestros propios ojos.—Si el príncipe nos lo ordena,

iremos allí —insistió mi padre—.Dejaremos el icono entre las ramas delárbol más próximo al lugar donde muriósu hermano.

—¡Vanidad y locura! —rezongó elanciano sacerdote. Los otros entraron enla habitación. Todos se pusieron avociferar.

—¡Háblame claro y déjate depoesías! —gritó mi padre—. Deja queel chico pinte. Mezcla los colores,Andrei. Reza tus oraciones, pero ponte atrabajar de una vez.

—Estoy harto de que me humilles,padre. Te desprecio. Me avergüenza sertu hijo. No soy tu hijo. Me niego a serlo.

Cierra tu inmunda boca o no volveré apintar jamás.

—¡Qué hijo tan dulce tengo, cuandohabla derrama pura miel! Se nota que lasabejas le han clavado su aguijón en lalengua.

Mi padre volvió a golpearme consaña. Estaba mareado, pero no alcé lasmanos para protegerme la cabeza. Medolía el oído.

—¿Te sientes orgulloso de timismo, Iván el Idiota? —le espeté—.¿Cómo quieres que pinte si no veo nipuedo sentarme en la silla?

Los sacerdotes siguieronvociferando y discutiendo entre sí.

Yo me concentré en la pequeñahilera de potes de barro dispuestos para

la yema y el agua. Al fin me puse amezclar la yema y el agua. Erapreferible trabajar y prescindir delescándalo que organizaban. Oí a mipadre emitir una risotada desatisfacción.

—¡Anda, muéstrales al genio aquien pretenden emparedar vivo en unmontón de barro!

—Por el amor de Dios —protestóel sacerdote más anciano.

—Por el amor de unos imbéciles—replicó mi padre—. No basta con serun gran pintor. Tienes que ser también unsanto.

—Tú no sabes lo que es tu hijo.Fue Dios quien te guió para que lotrajeras aquí.

—Fue dinero —afirmó mi padre.Los sacerdotes lanzaron unaexclamación de asombro.

—No mientas —murmuré—. Sabesperfectamente que fue el orgullo.

—¡El orgullo, sí! —dijo mi padre—. ¡De que mi hijo fuera capaz de pintarel rostro de Jesucristo o la VirgenSantísima como un maestro! Y vosotros,a quienes entrego este genio, soisdemasiado ignorantes paracomprenderlo.

Comencé a machacar lospigmentos. Necesitaba un polvo colortierra, que luego mezclé una y otra vezcon la yema y el agua hasta diluir cadafragmento de pigmento y obtener unapintura suave, lisa y transparente. Luego

repetí la operación para obtener uncolor amarillo, seguido de uno carmesí.

Los sacerdotes y mi padrecontinuaron peleándose por mí. Mipadre amenazó al más anciano con elpuño, pero yo no me molesté en alzar lavista. Sabía que no se atrevería alastimarlo. Exasperado, mi padre mepropinó un puntapié en la pierna. Sentíun espasmo de dolor en el músculo, perono dije nada y seguí mezclando laspinturas.

Uno de los sacerdotes se acercópor la izquierda y colocó ante mí unpanel de madera preparado y dispuestopara que plasmara en él la imagensagrada.

Cuando todo estaba listo, incliné la

cabeza y me santigüé como hacíamosnosotros, tocando primero mi hombroderecho en lugar del izquierdo.

—Dios mío, concédeme el poder,concédeme la visión, concede a mismanos la destreza que sólo tu amor escapaz de conceder.

De inmediato sostuve el pincel enla mano, sin recordar haberlo tomado, yéste empezó a deslizarse rápidamentesobre el panel de madera, trazando elrostro ovalado de la Virgen, las líneascurvadas de sus hombros y el contornode sus manos apoyadas en el regazo.

Los sacerdotes emitieronexclamaciones de asombro y deadmiración al comprobar mis dotes. Mipadre lanzó una carcajada de

satisfacción.—¡Ah, mi Andrei! Mi pequeño

genio deslenguado, sarcástico e ingrato.Dios le ha bendecido con este don.

—Gracias, padre —murmuré conironía mientras observaba admirado,como sumido en un trance, losmovimientos de mi pincel. Éste trazó elcabello de la Virgen, adherido al cuerocabelludo y peinado con raya al medio.No necesité ningún instrumento paradibujar el contorno de su haloperfectamente redondo.

Los sacerdotes me entregaron unospinceles limpios. Uno sostenía un trapolimpio en las manos. Tomé un pincelpara mezclar el color rojo con pastablanca, hasta obtener el tono exacto de

la carne.—¡Parece un milagro!—¡Exactamente! —repuso el

anciano sacerdote—. Es un milagro,hermano Iván, y el muchacho hará lo queDios le ordene.

—¡Malditos! ¡No dejaré queemparedéis vivo a mi hijo en ese lugar,no mientras yo viva! Vendrá conmigo alas estepas.

Yo solté una carcajada.—No digas majaderías, padre —

repliqué con desdén—, mi lugar estáaquí.

—Es el mejor cazador de lafamilia, y me lo llevaré a las estepas —informó mi padre a los otros, quienes seapresuraron a manifestar su

desaprobación mediante sonorasprotestas.

—¿Por qué has pintado una lágrimaen el ojo de la Virgen María, hermanoAndrei?

—Ha sido Dios quien ha pintadoesa lágrima —terció otro sacerdote.

—Es la Dolorosa. Observad loshermosos pliegues de su manto.

—¡Fijaos en el niño Jesús! —exclamó mi padre con tono reverente—.¡Pobre criatura, pronto morirácrucificado! —Su voz sonabainsólitamente suave, casi tierna—. Ah,Andrei, qué don el tuyo. ¡Observad losojos y las manitas del niño Jesús, la pieldel pulgar!

—¡Hasta tú has sido tocado por la

luz de Cristo! —exclamó el sacerdotemás anciano—. Incluso un hombre tanestúpido y violento como tú, hermanoIván.

Los sacerdotes se aproximaron amí, formando un círculo. Mi padre meentregó un puñado de diminutas yrutilantes joyas.

—Toma, Andrei, para los halos.Apresúrate, el príncipe Miguel haordenado que vayamos a su castillo.

—¡Es una locura! —protestaron lossacerdotes. Todos se pusieron avociferar al unísono, hasta que mi padreesgrimió el puño.

Alcé la vista y tomé otro panel demadera limpio. Tenía la frente cubiertade sudor. Seguí trabajando con ahínco.

Al poco rato había pintado tres iconos.Sentí una felicidad inmensa. Era

una sensación muy dulce, cálida, yaunque no dije nada, sabía que se lodebía a mi padre, ese hombre jovial,rubicundo, de espaldas imponentementeanchas y rostro reluciente, ese hombre aquien por lógica yo debía odiar.

La Dolorosa y su Hijo, y el lienzopara enjugar sus lágrimas, y el mismoJesucristo. Agotado, con los ojos que meescocían, me recliné en el respaldo de lasilla. En la habitación hacía un fríopolar. Ojalá hubiera podido encender unfuego. Tenía la mano izquierdaentumecida por el frío. La mano derechapodía moverla sin dificultad gracias a lavelocidad con que había completado el

trabajo. Se me ocurrió chuparme losdedos de la mano izquierda paradesentumecerlos, pero no habría sidocorrecto hacerlo en presencia de lossacerdotes, que no cesaban de elogiarlos iconos.

—Magistral. La obra de Dios.De pronto tuve la horrible

sensación de que de algún modo mehabía alejado de este momento, delMonasterio de las Cuevas al que habíaconsagrado mi vida, de los sacerdotesque eran mis hermanos, de mi estúpido eirreverente padre, que a pesar de suignorancia era un hombre orgulloso.

—Mi hijo —dijo mi padre ufanocon los ojos llenos de lágrimas,apoyando la mano en mi hombro. A su

modo era un hombre apuesto, noble yfuerte, que no temía a nada ni a nadie, unpríncipe entre sus caballos, sus mastinesy sus seguidores, entre los que mecontaba yo, su hijo.

—Déjame en paz, mentecato —repliqué, sonriendo para enfurecerlo. Mipadre soltó una carcajada. Se sentíademasiado satisfecho y orgulloso pararesponder a mi provocación.

—Mirad lo que ha hecho —dijocon voz ronca, como si fuera a echarse allorar. Y ni siquiera estaba borracho.

—No parece creada por manoshumanas —comentó el sacerdote.

—¡Por supuesto que no! —exclamómi padre con desprecio—. Ha sidocreada por las manos de mi hijo Andrei.

Una voz melosa me susurró al oído:—¿Vas a colocar las joyas en los

halos, hermano Andrei, o prefieres quelo haga yo?

El trabajo quedó completado en unsantiamén: la pintura aplicada y lascinco piedras colocadas en el icono deJesucristo. El pincel voló de nuevo amis manos para que diera los últimostoques al cabello castaño del Señor,peinado con raya en el medio y recogidodetrás de las orejas, asomando sólo unaparte del mismo a ambos lados de sucuello. El punzón apareció en mi manopara espesar y oscurecer las letrasnegras sobre el libro abierto quesostenía Jesús en la mano izquierda. ElSeñor me observó con aire serio y

severo desde el panel, con los labiosrojos y unidos en una línea recta bajolos cuernos de su bigote castaño.

—¡Apresúrate! El príncipe ya hallegado, está aquí.

Frente a la entrada del monasterionevaba chuzos. Los sacerdotes meayudaron a enfundarme el jubón decuero y la chaqueta de piel de cordero.Me abrocharon el cinturón. Eraagradable percibir de nuevo el olor acuero, aspirar el aire frío. Mi padresostenía mi espada. Era una espadaantigua y pesada que había utilizadohacía tiempo para pelear contra loscaballeros teutónicos en unas tierrassituadas al este; las piedras preciosas sehabían partido y desprendido de la

empuñadura, pero era una magníficaespada de guerra.

En éstas apareció a través de lanieve una figura montada a caballo. Erael príncipe Miguel, vestido con una capaforrada de piel y unos guantes, el granseñor que gobernaba Kíev para nuestrosconquistadores católicos, cuya fe nosnegábamos a aceptar, aunque ellospermitían que conserváramos la nuestra.Iba ataviado con unas prendas deterciopelo y oro confeccionadas en unpaís extranjero. Ofrecía una eleganteestampa, digna de las cortes reales deLituania, de las que habíamos oído unosrelatos fantásticos. ¿Cómo podíasoportar Kíev, la ciudad destruida?

El caballo se encabritó. Mi padre

corrió a sujetar las riendas, amenazandoal animal con la ferocidad con que meamenazaba a mí. El icono para elpríncipe Feodor, que yo debíatransportar, estaba envuelto en lana.

Apoyé la mano en la empuñadurade la espada.

—No puedes llevarte al muchachoen esta diabólica misión —exclamó elsacerdote más anciano—. PríncipeMiguel, excelencia, poderoso señor,decid a este hombre impío que no puedellevarse a nuestro Andrei.

Observé el rostro del príncipe através de la nieve, cuadrado y enérgico,con unas cejas y una barba canosas yunos grandes ojos azules y duros.

—Dejad que vaya, padre —pidió

el príncipe al sacerdote—. El chico hacazado con Iván desde que tiene cuatroaños. Nadie me ha proporcionado tansuculentos manjares para mi mesa, ypara la vuestra, padre, como él. Dejadque parta.

El caballo ejecutó unos pasos dedanza hacia atrás. Mi padre tiró de lasriendas. El príncipe Miguel sopló paraquitarse un poco de nieve que tenía en elbigote.

Unos mozos nos trajeron loscaballos destinados a mi padre y a mí.El de mi padre era un poderoso corcelde cuello esbelto y airoso, y el mío, uncaballo castrado más bajo, que me habíapertenecido antes de venir al Monasteriode las Cuevas.

—¡Regresaré, padre! —prometí alanciano sacerdote—. Dame tubendición. ¿Qué puedo hacer contra miamable, tierno e infinitamente piadosopadre cuando el mismo príncipe Miguelme ordena partir?

—¡Cierra tu asquerosa boca! —meespetó mi padre—. No estoy dispuesto aescuchar esas zarandajas durante todo elcamino hasta que lleguemos al castillodel príncipe Feodor

—¡Hasta que lleguéis al infierno!—exclamó el viejo sacerdote—. Llevasa mi novicio a la muerte.

—¡Vosotros lleváis a vuestrosnovicios a una fosa! Tomáis las manosque han pintado estas maravillas...

—Las pintó Dios —murmuré

secamente—, y tú lo sabes, padre. Dejade dar el espectáculo con tu irreverenciay tu beligerancia.

Monté en mi caballo con el iconoenvuelto en lana atado al pecho.

—¡No creo que mi hermano Feodorhaya muerto! —exclamó el príncipe,tratando de controlar a su caballo ycolocarlo junto al de mi padre—. Quizásesos viajeros vieron otro castillo enruinas, un viejo...

—Nada sobrevive en los páramos—afirmó el anciano sacerdote—. Nollevéis a Andrei, príncipe. Os lo ruego.

El sacerdote echó a correr junto ami caballo.

—¡No hallarás nada, Andrei, sólohierba salvaje agitada por el viento y

unos pocos árboles! Coloca el icono enlas ramas de un árbol. Deposítalo allí talcomo Dios desea, para que cuando loencuentren los tártaros se percaten de supoder divino. Deposítalo ahí para que lohallen los paganos, y regresa a casa.

Caían unos copos de nieve tanespesos que no pude ver el rostro delsacerdote. Alcé la vista y contemplé lasdestartaladas cúpulas de nuestracatedral, esos vestigios de gloriabizantina que nos habían legado losinvasores mongoles, quienes secobraban su cruel tributo a través denuestro príncipe católico. ¡Qué aspectotan triste y desolado tenía mi tierra!Cerré los ojos añorando el cubículo debarro de la cueva, el olor a tierra, los

sueños de Dios y su infinita bondad queacudirían a mí cuando estuviera mediosepultado.

Regresa a mí, Amadeo. Regresa.¡No dejes que tu corazón se detenga!

Me volví apresuradamente.—¿Quién me llama? —pregunté.A través del espeso velo blanco de

nieve vislumbré la remota ciudad decristal, negra y resplandeciente como siardiera en el fuego del infierno. Unascolumnas de humo se alzaban paraalimentar las siniestras nubes del oscurocielo. Partí a caballo hacia la ciudad decristal.

—¡Andrei! —gritó mi padre a misespaldas.

Regresa a mí, Amadeo. ¡No dejes

que tu corazón se detenga!De pronto, cuando tiré con fuerza

de las riendas para controlar a mimontura, el icono cayó al suelo. Elenvoltorio de lana se había aflojado.Seguimos avanzando. El icono rodó porla colina junto a nosotros, rebotando ychocando contra las piedras mientras lalana se deshacía. Vi el rostroresplandeciente de Cristo.

Unos brazos vigorosos meaferraron y alzaron como si mearrancaran de un vertiginoso remolino.

—¡Suéltame! —protesté. Alvolverme, vi el icono sobre la tierrahelada. Los ojos de Cristo estaban fijosen mí, observándome de niodoinquisitivo.

Noté unos dedos que me oprimíanlas sienes. Pestañeé y abrí los ojos. Lahabitación estaba inundada de calor y deluz. Ante mí vi el rostro del maestro; susojos azules estaban inyectados ensangre.

—¡Bebe, Amadeo! —ordenó—.¡Bebe de mí!

Me incliné sobre su cuello. Lasangre comenzó a manar de su vena,deslizándose a raudales por el cuello desu túnica dorada. Oprimí los labiossobre su arteria y succioné.

Su sangre me abrasó y emití ungrito de gozo.

—¡Bebe, Amadeo! ¡Succiona confuerza!

Yo tenía la boca llena de sangre.

Apreté los labios sobre su carne blancay satinada para no desperdiciar una solagota. Tragué con avidez. Vi vagamente ami padre cabalgando a través de lospáramos, una poderosa figura vestida decuero, con la espada sujeta al cinto, lapierna doblada y enfundada en una viejay gastada bota marrón, el pie instaladofirmemente en el estribo. Mi padre sevolvió hacia la izquierda, erguido en lasilla, moviéndose armoniosamente alpaso de galope de su caballo blanco.

—¡Está bien, abandóname,cobarde, descarado! ¡Abandóname eneste erial! —gritó—. ¡He rezado paraque no te enterraran en sus asquerosascatacumbas, Andrei, en sus siniestrasceldas de tierra! ¡Y mi ruego ha sido

atendido! ¡Ve con Dios, Andrei!El maestro, de pie frente a mí, me

miró arrobado; su hermoso rostrosemejaba una llama blanca junto a laoscilante luz dorada de las innumerablesvelas.

Yo yacía en el suelo. Mi cuerpovibraba estimulado por su sangre. Mepuse en pie; estaba mareado.

—Maestro.Éste, situado al otro extremo de la

habitación, con los pies desnudos sobreel pulido suelo de mármol rosa y losbrazos extendidos, respondió:

—Acércate, Amadeo, camina haciamí y descansa.

Yo traté de obedecerle. Los coloresde la habitación me aturdían. Contemplé

El cortejo de los Reyes Magos.—¡Qué imagen tan vívida, tan real!

—exclamé.—Acércate, Amadeo.—Me siento muy débil, maestro.

Voy a desmayarme. Me siento morir enesta gloriosa luz.

Avancé hacia él pasito a paso,lentamente, aunque me parecíaimposible. De pronto tropecé y caí.

—Si no puedes caminar, acércatede rodillas. Vamos, acércate.

Me agarré a su túnica,desmoralizado al alzar la vista ycontemplar la enorme distancia quedebía recorrer hasta alcanzar lo queansiaba. Extendí la mano y así su cododerecho, que él dobló para facilitarme la

tarea. Comencé a incorporarme,sintiendo la textura del tejido doradosobre mi rostro. Poco a poco enderecélas piernas hasta lograr ponerme de pie.Le abracé de nuevo, buscando la fuenteque ansiaba, y bebí con avidez.

Su sangre se precipitó como untorrente dorado por mi garganta. Merecorrió las piernas y los brazos. Mehabía convertido en un titán.

—Dámela —murmuré, abrazándolocon fuerza—. Dámela.

Saboreé durante unos instantes elsabor de su sangre en mis labios antesde que se deslizara por mi garganta.

Tuve la sensación de que sus manosfrías como el mármol me estrujaban elcorazón. Oí cómo se debatía, latiendo,

sus válvulas abriéndose y cerrándose, elsonido húmedo de su sangreinvadiéndolo, las válvulas abriéndosepara recibirla, utilizarla, mi corazónhaciéndose más grande y más fuerte, misvenas convirtiéndose en unos conductosmetálicos invencibles de este potentelíquido.

Caí al suelo. Él permaneció de piejunto a mí, tendiéndome las manos.

—Levántate, Amadeo. Levántate yabrázame. Toma mi sangre.

Yo rompí a llorar. Mis lágrimas noeran rojas, pero tenía la mano manchadade sangre.

—Ayúdame, maestro.—Eso hago. Levántate, busca la

herida.

Me levanté con las renovadasfuerzas que me había procurado susangre, como si de pronto fuera capaz desuperar toda limitación humana. Meabalancé sobre él y le abrí la túnica enbusca de la herida.

—Debes hacerme una nuevaherida, Amadeo.

Clavé los dientes en su carne. Lasangre penetró en mi boca a borbotones.Oprimí mis labios sobre la herida.

—Fluye a través de mis venas —musité.

Cerré los ojos. Vi el páramo, lahierba sacudida por el viento, el cieloazul celeste. Mi padre seguía avanzandoa caballo seguido por un reducido grupode acompañantes. ¿Estaba yo entre

ellos?—¡Recé para que lograras escapar!

—gritó soltando una carcajada—. ¡Y afe mía que lo has conseguido, Andrei!¡Malditos seáis tú, tu descarada lengua ytus manos mágicas de pintor!¡Condenado mocoso deslenguado! —Mipadre continuó riendo mientrascabalgaba a través de la hierba, que sedoblegaba al paso de su montura.

—¡Mira, padre! —traté de gritar.Deseaba que viera las ruinas delcastillo. Pero tenía la boca llena desangre. Los sacerdotes estaban en locierto. La fortaleza del príncipe Feodorestaba destruida, y el príncipe habíamuerto hacía mucho. Cuando alcanzaronel primer montón de piedras cubiertas

de parras, el caballo de mi padre seencabritó.

De pronto sentí el suelo de mármolbajo mis pies, maravillosamente cálido.Me incorporé. Mareado, observé eldibujo rosa, denso, profundo,prodigioso, como agua heladaconvertida en mármol. Habría podidocontemplarlo eternamente.

—Levántate, Amadeo. Una vezmás.

Esta vez me resultó más fácilenderezarme hasta alcanzar su brazo yluego su hombro. Traspasé la carne desu cuello con mis dientes. La sangre meinundó de nuevo la boca, revelándometoda mi forma en la negrura de mi mente.Vi el cuerpo del muchacho que era yo,

sus brazos y piernas, mientras aspirabacon esta forma el calor y la luz que merodeaban, como si todo mi ser sehubiera convertido en un inmensoórgano multicolor cuya función era ver,oír, respirar. Respiré con millones deminutos y diminutas bocas quesuccionaban con energía. Me sentísaciado de sangre.

Contemplé a mi maestro. Observéen su rostro un ligero cansancio, un levedolor en sus ojos. Por primera vezobservé en su rostro los surcos de suantigua humanidad, las suaves einevitables arrugas en las esquinas desus ojos, serenos y entornados.

El tejido de su túnica brillaba bajola luz de las velas, que arrancaba unos

reflejos dorados con cada pequeñomovimiento suyo. El maestro señaló lapintura de El cortejo de los ReyesMagos.

—Tu alma y tu cuerpo físico estánahora unidos para siempre —declaró—.Y a través de tus sentidos vampíricos, lavista, el tacto, el olfato y el gusto,descubrirás el mundo. No lo descubrirásdándole la espalda para penetrar en lastenebrosas entrañas de la tierra, sinoabriendo los brazos para percibir elesplendor absoluto de la creación deDios y los milagros que ha hecho,mediante su divina indulgencia, a travésde las manos de los hombres.

Las multitudes ataviadas conropajes de seda de El cortejo de los

Reyes Magos parecían moverse. Denuevo oí los cascos de los caballossobre la mullida tierra y las pisadas delos hombres calzados con botas. Denuevo creí ver a lo lejos los mastinescorriendo por la ladera. Vi laabundancia de flores y plantasestremeciéndose bajo el aire quelevantaba la procesión que desfilabajunto a ellas; vi los pétalos desprendersede las flores. Unos fantásticos animalesretozaban en el frondoso bosque. Vi alorgulloso príncipe Lorenzo, montado ensu caballo, volver su rostro juvenil, aligual que había hecho mi padre, paramirarme. Más allá de él se extendía unmundo infinito, un mundo compuesto porriscos blancos, cazadores montados en

sus alazanes, rodeados por unosmastines que brincaban y correteabanalegremente.

—Ha desaparecido para siempre,maestro —declaré con voz firme yresonante, acorde con la escena quecontemplaba.

—¿A qué te refieres, hijo mío?—A Rusia, la tierra de las estepas,

de las siniestras celdas construidas enlas húmedas entrañas de la MadreTierra.

Me volví una y otra vez. De lamultitud de velas emanaban otras tantascolumnas de humo. La cera se deslizabay goteaba sobre los candelabros de plataque las contenían, cayendo sobre elinmaculado y pulido suelo. El suelo

semejaba el mar, tan transparente, tansatinado; sobre las nubes plasmadas enla pintura se extendía un cielo infinito deun maravilloso color azul celeste. De lasnubes emanaba una bruma, una cálidabruma de verano fruto de la mezcla detierra y mar.

Contemplé de nuevo la pintura. Meacerqué con las manos extendidas yobservé los castillos blancos sobre lascolinas, los árboles exquisitamentedibujados, el yermo feroz y sublime queaguardaba con paciencia que lorecorriera perezosamente con mi vistaclara y diáfana.

—¡Qué riqueza! —murmuré.No había palabras para describir

las intensas tonalidades castañas y

doradas de la barba de los exóticosmagos, o las sombras que danzabansobre la cabeza del caballo blanco, o elrostro del hombre calvo que lo conducíade las riendas, o la gracia de los cuellosarqueados de los camellos, o laprofusión de flores aplastadas bajo lossilenciosos pasos de la comitiva.

—Lo veo con todo mi ser —suspiré. Cerré los ojos y me apoyé en elmuro, evocando todos los aspectos de lapintura a medida que la cúpula de mimente se convertía en esta habitación,como si yo mismo la hubiera pintado—.Lo veo todo, sin omitir detalle —musité.

Sentí los brazos de mi maestrorodeándome el pecho. Sentí que mebesaba el pelo.

—¿Ves de nuevo la ciudad decristal? —preguntó.

—¡Puedo crearla! —respondí.Apoyé la cabeza en su pecho. Abrí losojos y extraje de la abundancia depintura que tenía ante mí los colores quenecesitaba, y creé en mi imaginación esametrópoli de límpido y chispeantecristal, hasta que sus torres arañaron elfirmamento—. Ahí está, ¿la ves?

Con frases atropelladas y risas degozo describí las fulgurantes torresverdes, amarillas y azules que brillabanbajo la luz celestial.

—¿Las ves? —pregunté.—No, pero tú sí —respondió el

maestro—. Y con eso basta.Nos vestimos en la penumbra de la

habitación, antes de que amaneciera.Nada resultaba difícil, nada poseía

su antiguo peso y resistencia. Paraabrocharme el jubón no tenía más quedeslizar mis dedos sobre él.

Bajamos apresuradamente laescalera, que parecía desvanecerse bajomis pies, y salimos a la oscuridad de lanoche.

No me costaba el menor esfuerzotrepar por los resbaladizos muros de unpalacio, apoyar mis pies en lashendiduras entre las piedras, sujetarme auna enredadera mientras trataba dealcanzar los barrotes de una ventana yarrancar la pesada reja, que lanzaba contoda facilidad a las relucientes aguasverdes del canal. Qué grato era

contemplar cómo se hundía, ver el aguasaltar en torno al peso que se sumergíaen ella, contemplar el resplandor de lasantorchas en la superficie.

—Voy a saltar.—Ven.En el interior de la alcoba, el

hombre se levantó de su escritorio. Sehabía abrigado con una bufanda de lanapara protegerse del frío. Lucía una bataazul oscuro con una orla dorada. Era unhombre rico, un banquero, amigo de losflorentinos, pero no lloraba su muertesobre las páginas de pergamino queolían a tinta, sino que calculaba lasinevitables ganancias tras la muerte detodos sus socios, asesinados con unaespada o cuchillo o envenenados, en una

sala de banquetes privada.¿Sospechaba que éramos nosotros

los autores, el hombre ataviado con unacapa roja y el muchacho de pelo castañoque habían irrumpido a través de laventana situada en el cuarto piso de supalacio en una gélida noche invernal?

Me arrojé sobre él como si fuera elamor de mi joven vida y le arranqué labufanda que cubría la arteria de la queiba a beber. Él me imploró que no lohiciera, que dijera mi precio. El maestroobservaba la escena en silencio, con losojos clavados en mí, mientras el hombreme suplicaba que le perdonara la vida yyo hacía caso omiso de sus súplicas,palpándole el cuello en busca de la venapulsante e irresistible.

—Necesito vuestra vida, señor —murmuré—. La sangre de los ladrones esespesa, ¿no es cierto?

—¡Detente, hijo mío! —gritó elhombre aterrorizado—. ¿Cómo esposible que Dios envíe su justicia deesta forma atroz?

Esa sangre humana tenía un saboramargo, intenso, rancio, aderezada conel vino que mi víctima había bebido ylas hierbas del asado que había comido.A la luz de las lámparas, mientras sedeslizaba entre mis dedos antes quepudiera lamerla, observé que tenía untono purpúreo.

Al succionar el primer chorro desangre, noté que el corazón de mivíctima se detenía.

—Despacio, Amadeo —meadvirtió el maestro.

Yo le solté, y el corazón reanudósus latidos.

—Eso es, bebe lentamente, dejandoque el corazón bombee la sangre, así,oprímele el cuello con suavidad para nohacerle sufrir, pues no existe peorsufrimiento que saber que vas a morir.

Caminamos por el estrecho canal.No era necesario que estuviera atento ano perder el equilibrio, aunque tenía lavista fija en las profundas aguascantarínas que discurrían a través de losnumerosos conductos de piedra desde ellejano mar. Sentí deseos de tocar elmusgo verde y húmedo adherido a laspiedras.

Nos detuvimos en una pequeñaplaza, desierta, ante la puerta Octangularde una imponente iglesia de piedra. Lapuerta estaba cerrada a cal y canto. Aligual que los postigos de las ventanas.Había sonado el toque de queda. Todoestaba en silencio.

—Una vez más, hermoso mío, paradarte fuerzas —dijo mi maestro.

Al tiempo que sus mortíferosincisivos se clavaban en mi carne, mesujetó con fuerza para impedir queescapara.

—Ha sido un sucio truco. ¿Vas amatarme? —murmuré. Me sentíaimpotente; ni el esfuerzo mássobrenatural me habría librado de susgarras.

Sus labios oprimieron mi vena,haciendo que la sangre brotara aborbotones, mientras yo agitaba losbrazos y pataleaba como un ahorcado.Me esforcé en conservar elconocimiento. Traté de soltarme, pero élsiguió bebiendo, succionando la sangrede todas las fibras de mi cuerpo.

—Ahora bebe una vez más misangre, Amadeo.

El maestro me propinó un golpe enel pecho que casi me derribó al suelo.Estaba tan débil que tuve que asirme asu capa para no caer. Me incorporé y lerodeé el cuello con un brazo. Elretrocedió, enderezándose,entorpeciendo mi labor. Pero yo estabaresuelto a burlarme de él y de sus

lecciones.—Muy bien, mi dulce maestro —

respondí, hincándole de nuevo losdientes en el cuello—. Te tengo en mipoder y te chuparé hasta la última gotade sangre, a menos que reacciones conrapidez.

En aquel momento me percaté deque tenía unos incisivos tan diminutoscomo él.

El maestro lanzó una risotada, locual intensificó mi placer, pues mepareció cómico que ese ser a quien meproponía chuparle la sangre se riera demis pequeños incisivos.

Me arrojé sobre él con todas misfuerzas, tratando de arrancarle elcorazón del pecho. Él soltó un grito

seguido de una carcajada de asombro.Bebí su sangre, ingiriéndola con avidezal tiempo que emitía un ruido ronco ygrosero.

—Grita, quiero oírte gritar denuevo —murmuré, bebiendo su sangre,abriendo la herida con los dientes, misnuevos dientes largos y afilados, unosincisivos destinados a matar—. ¡Gritapidiendo misericordia!

Él emitió una risa deliciosa.Seguí bebiendo un trago tras otro

de sangre, satisfecho y orgulloso detenerlo en mi poder, de haberle hechocaer de rodillas en medio de la plaza, desostenerlo inmovilizado por más que élse debatía tratando de soltarse.

—¡No puedo beber más! —

declaré, tumbándome sobre las piedras.El gélido cielo era de color negro y

estaba tachonado de estrellas blancas yrefulgentes. Lo contemplédeliciosamente consciente de las piedrassobre las que yacía, de la dureza quesentía debajo de la espalda y la cabeza.No me preocupaba la tierra húmeda, elpeligro de contraer una enfermedad. Nome preocupaban los bichos que pudieranaparecer de noche. No me preocupabalo que pudiera pensar la gente que seasomara a las ventanas de su casa y meviera. No me preocupaba que fuera denoche. Miradme, estrellas. Miradme aligual que yo os miro a vosotras.

Los diminutos ojos del cielo meobservaron, silenciosos y

resplandecientes.Empecé a morir. Sentí un intenso

dolor en la boca del estómago que, alcabo de unos instantes, se extendió alvientre.

—Ahora todo lo que queda de unjoven mortal en ti desaparecerá —anunció mi maestro—. No temas.

—¿No volveré a oír música? —murmuré. Me di la vuelta y abracé almaestro, quien estaba tumbado junto amí con la cabeza apoyada en el codo. Élme estrechó contra su pecho.

—¿Quieres que te cante una nana?—preguntó suavemente.

Yo me aparté. De mi cuerpobrotaba un líquido inmundo. Sentívergüenza, pero ese sentimiento se

disipó al poco rato. El maestro me tomóen brazos, con la facilidad que lecaracterizaba, y oculté el rostro en sucuello. El viento soplaba con fuerza.

Luego sentí las frías aguas delAdriático, como si flotara sobre elinconfundible oleaje del mar. El agua demar era salada, deliciosa, norepresentaba una amenaza. Me volví y,al comprobar que estaba solo, traté deconservar la serenidad. Me hallaba maradentro, cerca de la isla del Lido. Volvíla vista hacia la isla principal, y a travésdel numeroso grupo de barcos ancladosen el puerto, vi las antorchas del PalacioDucal, con una visiónextraordinariamente clara.

Percibí las voces confusas del

puerto, como si yo estuviera nadando ensecreto entre los barcos, aunque no eraasí.

Qué maravilloso poder escucharestas voces, ser capaz de concentrarmeen una determinada voz y escuchar lasfrases más o menos coherentes quepronunciaban a esas horas de la mañana,y luego concentrarme en otra y tratar deasimilar lo que decía.

Floté durante un rato bajo la cúpulaceleste, hasta que el dolor de vientredesapareció. Me sentía limpio, y nodeseaba estar solo. Di la vuelta yempecé a nadar hacia el puerto,sumergiéndome bajo la superficie delagua cuando me acercaba a los barcos.

Lo que más me asombró fue poder

contemplar el fondo del mar. Mis ojosvampíricos contenían la suficiente luzpara permitirme ver las inmensas anclasclavadas en el fondo de la laguna, y lasgrandes quillas de las galeras. Era ununiverso submarino. Deseé explorarlomás detenidamente, pero oí la voz de mimaestro, no una voz telepática, comodiríamos ahora, sino una voz audible,llamándome con suavidad para queregresara a la plaza, donde él meaguardaba.

Me quité la ropa que habíaensuciado y salí del agua desnudo. Echéa correr hacia él bajo el frío aire de lanoche, aunque éste no me molestaba. Alverlo, extendí los brazos y sonreí.

El maestro sostenía una capa de

piel, que abrió para recibirme,secándome el pelo con ella y echándolaluego sobre mis hombros para cubrirme.

—¿Te complace tu nueva libertad?Como habrás notado, la frialdad de laspiedras no hiere tus pies. Si te cortas, tupiel cicatrizará enseguida, y ningúnbichejo nocturno te repelerá. No puedenhacerte daño. No contraerás ningunaenfermedad. —El maestro me cubrió debesos—. Podrás alimentarte incluso dela sangre más pestilente, pues tu cuerposobrenatural la limpiará a medida que laasimile. Te has convertido en un serpoderoso y aquí, en tu pecho, que tococon mi mano, está tu corazón, tu corazónhumano.

—¿De veras, maestro? —pregunté.

Me sentía eufórico, con ganas dedivertirme—. ¿Cómo es que tienes unaspecto tan humano?

—¿Es que me considerasinhumano, Amadeo? ¿Me considerascruel?

Mi cabello se secó casi al instante.El maestro y yo echamos a andar delbrazo y abandonamos la plaza. La capade piel me cubría por completo.

Al comprobar que yo no respondía,el maestro se detuvo, me abrazó denuevo y me besó con pasión.

—¿Me amas como antes? —pregunté.

—Claro que sí —repuso él. Meabrazó con fuerza y me besó en elcuello, los hombros y el pecho—. Ya no

puedo lastimarte, no puedo matarte sinquerer con mi abrazo. Eres mío, de micarne y mi sangre.

Marius se detuvo. Estaba llorando.No quería que yo lo notara. Cuando tratéde acariciarle el rostro con misimpertinentes manos y obligarle avolverse, apartó la cara.

—Te amo, maestro —dije.—Presta atención —repuso,

apartándome bruscamente para ocultarsus lágrimas. Luego señaló el cielo yagregó—: Si prestas atención, sabrássiempre cuándo está a punto deamanecer. ¿Lo sientes? ¿Oyes el cantode los pájaros? En todos los lugares delmundo hay pájaros que se ponen a cantarpoco antes de que amanezca.

En aquel momento se me ocurrióuna idea, horrible y siniestra, de que unade las cosas que más había añorado enel Monasterio de las Cuevas, situado alos pies de Kíev, era el sonido de lospájaros. Cuando iba a cazar con mipadre en las estepas, buscando unosárboles donde ocultarnos con nuestrasmonturas, me deleitaba oír el canto delas aves. No pasábamos mucho tiempoen aquellas míseras chozas junto al ríoen Kíev sin emprender uno de esosviajes prohibidos a las estepas de lasque muchos no regresaban jamás.

Sin embargo, todo eso habíaterminado. Ahora me encontraba en laencantadora Italia, en la Serenísima.Tenía a mi maestro y la voluptuosa

magia de su transformación.—Por eso me llevó a las estepas

—musité—. Por eso me sacó delmonasterio el último día.

El maestro me miró con tristeza.—Espero que sea así —dijo—. Lo

que sé de tu pasado lo averigüé en tumente cuando me la revelaste, peroahora permanece cerrada porque te heconvertido en un vampiro, como yo, y yano podemos penetrar en la mente delotro. Estamos demasiadocompenetrados, la sangre quecompartimos produciría un ruidoensordecedor en nuestros oídos sitratáramos de comunicarnos en silencio.De modo que he desechado de mi menteesas espantosas imágenes del

monasterio subterráneo que aparecíancon toda nitidez en tus pensamientos,aunque te atormentaban hasta el punto dehacerte enloquecer.

—Me atormentaban, sí, pero esasimágenes han desaparecido como hojasque se desprenden de un libro y elviento se las lleva volando. Handesaparecido para siempre.

El maestro echó a andar másdeprisa, arrastrándome del brazo. Perono nos dirigimos a casa, sino queenfilamos por otro camino a través deunos laberínticos callejones.

—Vamos a visitar nuestra cuna —propuso—, nuestra cripta, nuestro lechoque constituye nuestra sepultura.

Entramos en un palacio dilapidado,

habitado tan sólo por unos pocosmendigos que dormían entre sus ruinas.No me sentí a gusto allí. Marius mehabía acostumbrado a los lujos. Noobstante, le seguí dócilmente y al pocorato penetramos en un sótano, lo cualparece imposible en la húmeda Venecia,pero se trataba efectivamente de unsótano. Bajamos por una escalera depiedra y pasamos frente a unas reciaspuertas de bronce, que un hombre no eracapaz de abrir, hasta hallar en laoscuridad la estancia que él andababuscando.

—Observa el truco —dijo elmaestro—, que alguna noche tú mismopodrás poner en práctica.

Oí un chisporroteo y un pequeño

estallido, y al instante comprobé quesostenía una antorcha encendida. Lahabía encendido con el solo poder de sumente.

—Con cada década que transcurrate harás más fuerte, y con cada siglocomprobarás muchas veces durante tularga existencia que tus poderes hanaumentado como por arte de magia.Ponlos a prueba con tiento, y protege loque descubras. Utiliza lo que descubrascon cautela. No menosprecies ningúnpoder, pues sería tan absurdo comomenospreciar tu fuerza.

Yo asentí, contemplando fascinadola llama de la antorcha. Jamás habíacontemplado unos colores semejantes enel fuego, el cual no me produjo aversión,

aunque sabía que el fuego eraprácticamente la única cosa capaz dedestruirme. Él mismo me lo había dicho.

Marius me indicó que contemplarala estancia en la que nos hallábamos.Era una cámara espléndida, revestida deoro, hasta el techo. En el centro habíados sarcófagos de piedra, cada unoadornado con una figura tallada al estiloantiguo, es decir, con una expresión mássevera y solemne de lo habitual; alaproximarme, vi que las figurasconsistían en unos caballeros ataviadoscon unos cascos y unas largas túnicas;yacían con unas espadas esculpidasjunto a ellos, sus manos enguantadasunidas como si rezaran, sus ojoscerrados en un sueño eterno. Cada figura

había sido recubierta de oro y plata, yadornada con multitud de pequeñasgemas. Los cinturones de los caballerosestaban engarzados con amatistas. Laspecheras de sus túnicas ostentabanzafiros y en las empuñaduras de susespadas relucían unos topacios.

—¿No es una imprudencia guardaresta fortuna debajo de este edificio enruinas, donde cualquier ladrón podríaapoderarse de ella? —pregunté.

Mi maestro lanzó una sonoracarcajada.

—¿Pretendes enseñarme a sercauto? —preguntó sonriendo—. ¡Quédescaro! Ningún ladrón puede penetraraquí. No mediste tus fuerzas cuandoabriste esa puerta. Fíjate en el cerrojo

que he echado después de quehubiéramos entrado. Trata de levantar latapa de ese ataúd. Anda, inténtalo.Veamos si tu fuerza es equiparable a tuimpertinencia.

—No pretendía ser impertinente —protesté—. Gracias a Dios que sonríes.— Alcé la tapa del ataúd y moví la parteinferior a un lado. No me costó ningúnesfuerzo, aunque sabía que era de piedray pesaba mucho—. Ya entiendo —comenté con timidez, mirándole con unasonrisa radiante e inocente. El interiordel ataúd estaba forrado con damascocolor púrpura.

—Acuéstate en esa cuna, hijo mío—ordenó Marius—. No temas mientrasaguardas que salga el sol. Cuando

ocurra, te quedarás profundamentedormido.

—¿No puedo acostarme contigo?—No, debes acostarte en este lecho

que he preparado para ti. Yo me tenderéen ese ataúd junto al tuyo, el cual no eslo suficientemente amplio para quequepamos los dos. Pero ahora eres mío,Amadeo. Regálame un último beso tuyo.¡Ah, qué dulzura!

—No dejes que te enoje nunca más,maestro. No permitas...

—No, Amadeo, desafíame,interrógame, sé mi pupilo descarado eingrato — respondió Marius. Parecíatriste. Señaló el ataúd y me empujósuavemente hacia él. El damasco colorpúrpura relucía.

—Soy muy joven para tenderme eneste ataúd —murmuré.

Su rostro se ensombreció, como simis palabras le hubieran herido. Mearrepentí de haberlas pronunciado.Quería decir algo para remediar mitorpeza, pero él me indicó que memetiera en el ataúd.

¡Qué frío estaba, y qué duro pese alos cojines! Coloqué la tapa en su lugary permanecí tendido en él, inmóvil. Alcabo de unos instantes, oí a Mariusretirar la tapa de su ataúd e introducirseen él.

—Buenas noches, amor mío, mijoven amante, hijo mío —dijo.

Mi cuerpo se relajó. Qué sensacióntan deliciosa. Qué nuevo era todo para

mí.Lejos, en mi tierra natal, los monjes

cantaban en el Monasterio de lasCuevas.

Adormilado, pensé en todas lascosas que recordaba. Había regresado ami hogar, en Kíev. Había creado con misrecuerdos una imagen para que meenseñara todo cuanto debía aprender. Enlos postreros momentos antes de perderla conciencia, me despedí de ellos parasiempre, de sus creencias y de laslimitaciones que éstas imponían.

Imaginé El cortejo de los ReyesMagos, el magnífico cuadro queresplandecía sobre el muro de la galeríadel maestro, la procesión que alanochecer podría examinar de nuevo a

mi antojo. En mi alma febril, en miflamante corazón vampírico, tuve lacerteza de que los Reyes Magos habíanacudido no sólo para asistir alnacimiento de Jesús, sino para asistirtambién a mi reencarnación.

9Si yo creía que mi transformación

en un vampiro significaba el fin de miinstrucción o aprendizaje con Marius,estaba muy equivocado. Mi maestro nome dio de inmediato libertad para queme deleitara con mis nuevos poderes.

La noche posterior a mimetamorfosis, comenzó mi educación enserio. Marius deseaba prepararme nopara una vida temporal, sino para laeternidad.

Mi maestro me informó de quehabía sido transformado en vampirohacía casi mil quinientos años, y queexistían muchos seres de nuestra especieen el mundo. Reservados, recelosos ypor lo general tristes y solitarios, esosperegrinos de la noche, como losllamaba Marius, no solían estarpreparados para la inmortalidad, y susmiserables existencias consistían en unaserie de desastres hasta que ladesesperación hacía presa en ellos y seinmolaban en una siniestra hoguera odirigiéndose hacia el sol.

En cuanto a los muy ancianos, queal igual que mi maestro habían logradoprescindir olímpicamente del paso delos imperios y las épocas, en su mayoría

eran unos misántropos que vagaban porel mundo en busca de ciudades dondepoder reinar soberanos entre losmortales, ahuyentando a los noviciosque trataban de compartir su territorio,aunque significara destruir a otrascriaturas de su especie.

Venecia constituía el territorioincontestable de mi maestro, su coto decaza y su arena particular, en la quepresidía sobre los juegos que él mismohabía elegido por ser los que más leinteresaban y divertían a esas alturas dela vida.

—Todo pasa —dijo—, salvo tú.Presta atención a lo que digo porque mislecciones son ante todo unas leccionesde supervivencia; los aderezos vendrán

más tarde.La lección principal era que sólo

debíamos matar al «malhechor». En lossiglos más nebulosos de épocaspasadas, esto había sido un compromisosolemne en los vampiros. De hecho, entiempos paganos nos rodeaba unaextraña religión según la cual losvampiros éramos venerados comoportadores de justicia a aquellos quehabían cometido un delito.

—Nunca permitiremos que esassupersticiones nos rodeen de nuevo anosotros y el misterio de nuestrospoderes. No somos infalibles. Nocumplimos un encargo divino. Vagamospor la Tierra como gigantescos felinosde las grandes selvas, sin más derecho a

matar a nuestras víctimas que cualquierser viviente.

»Pero es un principio infalible quematar a un inocente hace queenloquezcas. Créeme, por tu propiatranquilidad de espíritu debesalimentarte de seres perversos, debesaprender a amarlos en toda suinmundicia y degeneración, y regodeartecon las visiones de su maldad queinevitablemente invadirán tu corazón ytu alma en el momento de la matanza.

»Si matas a un inocente, más prontoo más tarde sentirás remordimientos, loscuales te llevarán a la impotencia y a ladesesperación. Quizá pienses que eresdemasiado cruel y frío para sucumbir aesos sentimientos. Quizá te creas

superior a los seres humanos y disculpestus excesos depredadores, alegando queactúas movido por la necesidad deobtener la sangre que necesitas parasobrevivir. Pero a la larga eseargumento no da resultado.

»A la larga, comprenderás que eresmás humano que monstruo, que todos tusrasgos nobles derivan de tu humanidad,y que tu naturaleza superior sólo puedeconducirte a valorar más a los sereshumanos. Te compadecerás de tusvíctimas, incluso las más ruines, yllegarás a amar a los seres humanos contal intensidad que algunas nochespreferirás pasar hambre antes quealimentarte de su sangre.

Yo acepté sus consejos de mil

amores, y no tardé en sumergirme con mimaestro en el tenebroso submundo deVenecia, el ambiente de tabernas y vicioque, como el misterioso «aprendiz»vestido de terciopelo de Marius deRomanus, jamás había contemplado conanterioridad. Por supuesto, habíafrecuentado algunas tabernas, conocía alas cortesanas de moda como nuestraestimada Bianca, pero no conocía a losladrones y asesinos de Venecia, loscuales me procuraron el alimento queprecisaba.

No tardé en comprender a qué serefería el maestro al decir que debíacultivar la pasión por el mal ymantenerla. Las visiones que percibía alatacar a mis víctimas se hicieron cada

vez más intensas. Comencé a verbrillantes colores cuando me abalanzabasobre un incauto. A veces, veía esoscolores danzando en torno a misvíctimas antes de atacarlas. Algunoshombres caminan seguidos de unassombras teñidas de rojo, y otros emananuna potente luz de color naranja. La irade mis víctimas más rastreras y tenacesa menudo se plasmaba en un resplandoramarillo vivo que me cegaba, meabrasaba, tanto en el momento deatacarlas como mientras les chupaba lasangre hasta acabar con ellas.

Al principio, yo era un asesinoviolento e impulsivo. Tras habermedepositado Marius en un nido deasesinos, me puse manos a la obra con

una furia desmedida, sacando a mispresas de una taberna o una posada demala muerte, acorralándolas en la calley destrozándoles el cuello como si yofuera un perro rabioso. Bebía con talavidez que con frecuencia les estallabael corazón. Una vez que el corazón hadejado de latir, una vez que la personaha muerto, no puedes seguir bebiendo susangre. De modo que es un mal sistema.

Pero mi maestro, a pesar de susnobles discursos sobre las virtudes delos humanos y su insistencia en quedebíamos asumir nuestrasresponsabilidades, me enseñó a matarcon elegancia.

—Tómatelo con calma —meaconsejaba mientras caminábamos junto

a los estrechos canales por dondemerodeaban nuestras posibles presas.Viajábamos en góndola, aguzandonuestros oídos sobrenaturales paracaptar alguna conversación interesante—. La mayoría de las veces no tienesque entrar en una casa para atraer a unavíctima. Quédate fuera, afánate enadivinar los pensamientos del individuo,arrójale un cebo silencioso. Si adivinassus pensamientos, es casi seguro que élrecibirá tu mensaje. Puedes atraerlo sinpalabras, ejercer una atracciónirresistible con el poder de tu mente. Ycuando salga, arrójate sobre él.

»No es necesario hacerle sufrir, nisiquiera derramar su sangre. Abraza a tuvíctima, ámala. Acaricíala despacio y

clava tus dientes en ella con precaución.Luego bebe tan lentamente como puedas.De este modo su corazón seguirálatiendo hasta que hayas terminado.

»En cuanto a las visiones, y esoscolores que dices ver, trata de sacarprovecho de ello. Deja que la víctima ensu agonía te revele cuanto pueda sobresí.

Si percibes unas imágenes de sutrayectoria vital, obsérvalas, saboréalas.Sí, saboréalas. Devóralas lentamente, aligual que su sangre. En cuanto a loscolores, deja que penetren en ti. Dejaque toda la experiencia te inunde. Esdecir, muéstrate a la vez activo y pasivo.Haz el amor a tu víctima. Y permaneceatento para percibir el momento en que

su corazón deja de latir. En esosmomentos experimentarás una innegablesensación orgiástica, pero prescinde deello.

»Abandona el cadáver en cuantohayas terminado, o lame los restos desangre que tenga la víctima en el cuellopara disimular las huellas de tus dientes.Te resultará más fácil con una gota de tusangre en la punta de la lengua. EnVenecia los cadáveres abundan. No esnecesario que te molestes en deshacertede él. Pero cuando vayas en busca deuna presa en las aldeas cercanas, debesenterrar los restos de tu víctima.

Yo me afanaba en asimilar esaslecciones. Cuando cazábamos juntos,experimentaba un placer indescriptible.

No tardé en darme cuenta de que Mariushabía obrado con torpeza durante losasesinatos que había cometido enpresencia mía antes de mitransformación. Comprendí, como creohaber puntualizado en este relato, que éldeseaba que yo me compadeciera deesas víctimas, deseaba infundirmehorror. Quería que yo considerara lamuerte como una abominación. Perodebido a mi juventud, mi amor por él yla violencia que había padecido en micorta existencia mortal, yo no habíareaccionado como él deseaba.

Sea como fuere, lo cierto es que élera un asesino mucho más hábil que yo.A menudo atacábamos juntos a la mismavíctima; mientras yo bebía del cuello de

nuestra presa, él chupaba la sangre quebrotaba de su muñeca. A veces preferíasostener con fuerza a la víctima mientrasyo bebía toda su sangre.

Dada mi condición de novato,sentía ganas de beber sangre todas lasnoches. Podía pasar tres o cuatro sin iren busca de una víctima, y a veces lohacía, pero a la quinta noche deabstenerme, lo cual hacía para ponermea prueba, me sentía tan débil que nopodía levantarme del sarcófago. Estosignificaba que, cuando estaba solo,tenía que matar al menos cada cuatronoches.

Mis primeros meses como vampirofueron una orgía. Cada vez que mecobraba una víctima, sentía una emoción

más intensa, más alucinante y deliciosaque la anterior. El mero hecho decontemplar un cuello desnudo meprovocaba tal excitación que meconvertía en una bestia, incapaz derazonar o contenerme. Cuando abría losojos en la fría y pétrea oscuridad,imaginaba carne humana. La sentía enmis manos, la deseaba, y la noche noofrecía para mí más aliciente que elpoder apoderarme de una víctimapropiciatoria que satisficiera mi ansia.

Durante un buen rato después dehaber matado a mi víctima,experimentaba una exquisita y vibrantesensación mientras su fragante sangrellegaba a todos los rincones de micuerpo, infundiendo su espléndido calor

a mi rostro.Esto, y sólo esto, bastaba para

absorber todo mi interés, a pesar de mijuventud.

Sin embargo, Marius no estabadispuesto a dejar que su joven eimpulsivo depredador se regodeara conla sangre de sus víctimas sin más afánque saciar su sed cada noche.

—Tienes que aplicarte en laslecciones de historia, filosofía y derecho—me dijo—. No estás destinado aasistir a la Universidad de Padua. Estásdestinado a perdurar.

De modo que después de cumplirnuestras macabras misiones, cuandoregresábamos al palacio, mi maestro meobligaba a estudiar. Deseaba poner

cierta distancia entre Riccardo, los otrosy yo, con el fin de que no sospecharan elcambio que yo había experimentado.

Marius me dijo que miscompañeros estaban «informados» delcambio, aunque no se hubieranpercatado de ello. Sus cuerpos sabíanque yo ya no era humano, aunque susmentes tardarían un tiempo en asimilarese hecho.

—Muéstrales cortesía, amor ytolerancia, pero manten las distancias —me advirtió Marius—. Para cuandologren asimilar ese hecho impensable, túles habrás asegurado que no eres suenemigo, sino que sigues siendoAmadeo, el compañero que aman, y queaunque tú te hayas transformado, tu

actitud hacia ellos no ha cambiado.Comprendí que el consejo de

Marius era oportuno. Mi cariño haciaRiccardo aumentó. En realidad queríamucho a todos mis compañeros.

—Pero, maestro —pregunté—, ¿note irrita que ellos sean más lentos dereflejos y más torpes que yo? Siento ungran cariño por ellos, sí, pero eso noquita para que los veas bajo una luz másnegativa que a mí.

—Amadeo —respondió el maestrosuavemente—, todos ellos morirán.

Su rostro mostraba una expresiónde profunda tristeza.

Lo sentí de forma inmediata y total,como lo sentía todo desde mitransformación. Eran unas sensaciones

que me asaltaban como un torrente y delas que extraía unas lecciones muyútiles.

Todos van a morir. Sí, y yo soyinmortal.

A partir de entonces me mostré muypaciente con ellos, observándolos conatención, aunque procurando que ellosno se percataran, recreándome en todoslo pormenores como si fueran unas avesexóticas porque... iban a morir.

Son muchas las cosas que deseodescribir, demasiadas. No encuentropalabras para explicar todo lo que se mereveló durante aquellos primeros meses,lo cual no hizo sino confirmarseposteriormente.

Contemplé unos procesos a cuál

más interesante; percibí el olor de lacorrupción, pero también presencié elmisterio y la magia del nacimiento ydesarrollo de organismos vivos. Todosesos procesos, tanto si conducían a lamaduración o a la tumba, me encantabany fascinaban, salvo el de ladesintegración de la mente humana.

Los estudios del ejercicio degobierno y leyes eran más complicados.Aunque leía a gran velocidad ycomprendía casi de inmediato lasintaxis, me costaba concentrarme entemas como la historia de la ley romanade los tiempos antiguos, y el gran códigodel emperador Justiniano, denominadoCorpus inris civilis, que según mimaestro era uno de los mejores códigos

legislativos que se habían escrito.—El mundo cada vez es mejor —

afirmó Marius—. Con el transcurso delos siglos, la civilización muestra unamayor afición por la justicia, loshombres se afanan en repartir la riquezaque antiguamente constituía el botín delos poderosos, y las artes se beneficiande este aumento de las libertades,haciéndose más imaginativas, másinnovadoras y más bellas.

Yo esto lo comprendía sóloteóricamente. No tenía ninguna fe niinterés en las leyes. En términosgenerales, despreciaba las idea de mimaestro. No pretendo decir que ledespreciaba a él, pero todo cuanto serefería a las leyes y las instituciones

legales y gubernamentales me inspirabanun desprecio tan violento que ni yomismo me lo explicaba.

Mi maestro me aseguró que locomprendía.

—Naciste en una tierra salvaje einculta —dijo—. Ojalá pudiera hacerteretroceder doscientos años en el tiempo,remontarte a los años antes de que Batu,hijo de Gengis Khan, saqueara lamagnífica ciudad de Rus de Kíev, a laépoca en que las cúpulas de Santa Sofíaeran doradas, y la gente estaba llena deingenuidad y esperanza.

—Estoy harto de oír hablar deestos tiempos gloriosos —repusesuavemente, pues no quería enojarlo—.Desde niño he oído infinidad de

historias sobre esa época. En la míseracabaña en la que vivíamos, a pocosmetros del gélido río, escuchaba esaszarandajas mientras tintaba junto alhogar. Nuestra casa estaba infestada deratas. Lo único hermoso que había enella eran los iconos y las canciones demi padre. En ese lugar no existía másque depravación, y estamos hablando,como bien sabes, de una tierra inmensa.No puedes imaginar lo grande que esRusia a menos que hayas estado allí, amenos que hayas viajado como hacíacon mi padre a través de los heladosbosques septentrionales hacia Moscú,Novgorod o Cracovia, en el este. —Medetuve unos momentos—. No quieropensar en esos tiempos ni en ese lugar

—declaré—. En Italia me pareceimposible haber sobrevivido en un lugarcomo Rusia.

—Amadeo, la evolución de lasleyes y el gobierno varía según lospaíses y las culturas. Yo elegí Venecia,como te expliqué hace tiempo, porque esuna gran república, y porque sus gentesestán muy compenetradas con la MadreTierra por el simple hecho de que sonmercaderes que ejercen el comercio.Amo la ciudad de Florencia debido aque su noble familia, los Médicis, sonbanqueros, no unos aristócratasholgazanes que se niegan a trabajar enaras de los privilegios que según ellosles ha concedido Dios. Las grandesciudades italianas se componen de

hombres que trabajan, hombres quecrean, y gracias a ello los sistemas sonmás humanos y los hombres y lasmujeres de todos los estamentossociales gozan de mayoresoportunidades de prosperar.

Esa conversación me deprimió.¿Qué me importaban a mí esas cosas?

—El mundo es tuyo, Amadeo —dijo el maestro—. Debes analizar losgrandes momentos de la historia. Alcabo de un tiempo el estado del mundoempezará a preocuparte, y comprobarás,como todos los seres mortales, que nopuedes cerrar los ojos ante ese hecho, ymenos tú.

—¿Por qué? —pregunté irritado—.Claro que puedo cerrar los ojos. ¿Qué

me importa que un hombre sea banqueroo mercader? ¿Qué me importa vivir enuna ciudad capaz de construir su flotamercante? Podría contemplar laspinturas de este palacio, maestro. Aúnno he examinado todos los detalles de Elcortejo de los Reyes Magos, y demuchas otras obras. Por no hablar detodas las pinturas que contiene estaciudad.

El maestro meneó la cabeza.—El estudio de la pintura te

llevará al estudio del hombre, y elestudio del hombre te llevará a lamentaro celebrar el estado del mundo de loshombres.

Yo no lo creía, pero no podíamodificar el plan de estudios. Tenía que

estudiar las materias que designara elmaestro.

Mi maestro poseía muchas dotes delas que yo carecía, pero me aseguró queyo lograría adquirirlas con el tiempo.Podía encender fuego con su mente,siempre y cuando las circunstanciasfueran favorables, es decir, podíaencender una antorcha preparada conbrea. Podía escalar un edificio con granfacilidad, sujetándose a los alféizares delas ventanas y trepando con airosos yágiles movimientos, y podía adentrarseen mar abierto a nado.

Como es lógico, su visión y su oídovampíricos eran más agudos ypoderosos que los míos; y a diferenciade él, que era capaz de sofocarlas de

inmediato, yo tenía que soportar amenudo la intromisión de unas vocesmuy molestas. Deseaba aprender aeliminarlas como hacia Marius, y meapliqué en ello, pues en ocasiones todaVenecia se convertía en una espantosacacofonía de voces y oraciones.

No obstante, el mayor poder queposeía Marius y yo no poseía era el devolar y recorrer inmensas distancias agran velocidad. Me lo había demostradoen muchas ocasiones, pero casi siempre,cuando me tomaba en sus brazos yascendíamos por el aire, me obligaba ataparme la cara o a bajar la cabeza paraque no viera dónde nos dirigíamos nicómo.

Yo no comprendía por qué se

mostraba tan reticente a enseñarme elmodo de adquirir ese poder. Por fin, unanoche, cuando Marius se negó atransportarnos por arte de magia a laisla del Lido para presenciar lasceremonias nocturnas de los fuegos deartificio y los barcos iluminados conantorchas, se lo pregunté.

—Es un poder terrorífico —respondió con frialdad—. Es terroríficosentirse desconectado de la Tierra. Alprincipio, corres el peligro de cometerun error con desastrosas consecuencias.A medida que adquieres más facilidad,el hecho de elevarte hasta alcanzar laatmósfera superior constituye unaexperiencia estremecedora no sólo parael cuerpo sino para el alma. Es un poder

inexplicable, sobrenatural.Era evidente que ese tema le hacía

sufrir.—Es la única facultad

auténticamente inhumana. Los humanosno pueden enseñarme a utilizarla coneficacia. Todos los demás poderes loshe aprendido de los humanos. Miescuela es el corazón humano, pero en loreferente a ese poder yo soy el mago; meconvierto en el brujo o el hechicero. Esun poder seductor, capaz deesclavizarte.

—¿Por qué? —pregunté.Marius no sabía qué responder. No

quería hablar del tema. Me miró un tantoenojado.

—No me asedies a preguntas,

Amadeo. A fin de cuentas, no estoyobligado a instruirte en estas artes.

—Tú me creaste, maestro, einsistes en que te obedezca. ¿Por qué ibaa leer la Historia de mis calamidadesde Abelardo y los escritos de Escoto enla Universidad de Oxford si tú no meobligaras a ello? —Me detuve. Recordéa mi padre, a quien siempre respondíacon descaro, propinándole fraseshirientes e insultos.

Ese recuerdo me entristeció.—Te ruego que me lo expliques,

maestro.Marius hizo un gesto para decir ¿te

crees que es tan simple?—De acuerdo —continuó—. Yo

puedo elevarme a gran altura en el aire,

y vuelo a mucha velocidad. Por logeneral, no puedo atravesar las nubes,sino que vuelo debajo de ellas. Pero memuevo tan rápidamente que el mundo seconvierte en una mancha borrosa.Cuando aterrizo, me encuentro en tierrasextrañas. Te aseguro que pese a la magiaque encierra, volar es una experienciaprofundamente aterradora. A veces,después de haber utilizado este poder,me siento perdido, mareado, sin sabercuáles son mis objetivos en esta vida nisi deseo seguir viviendo. Lastransiciones se producen con excesivarapidez. Esto es todo. Jamás habíahablado con nadie de esto; ahora lo hagocontigo, pero eres muy joven y nopuedes comprender a qué me refiero.

Llevaba razón. No lo comprendía.Sin embargo, al cabo de poco

tiempo, Marius expresó el deseo de queemprendiéramos un viaje más largo decuantos habíamos realizado hasta lafecha. En cuestión de pocas horas, entrelas primeras horas de la tarde y elanochecer, nos trasladamos a la lejanaciudad de Florencia. Yo no salía de miasombro.

Allí, en un mundo muy diferente delVéneto, paseando tranquilamente entreun tipo de italianos completamentedistintos, visitando iglesias y palaciosde un estilo que yo desconocía,comprendí por primera vez a qué serefería Marius.

Yo ya había estado en Venecia,

había acompañado a Marius cuando erasu aprendiz mortal, junto con otrosaprendices, pero lo que vi durante esabreve estancia no tenía comparación conlo que vi como vampiro. Ahora poseíaunos instrumentos de medición dignos deun dios menor.

Era de noche. La ciudad estabasometida al toque de queda habitual. Laspiedras de Florencia parecían másoscuras, sombrías, semejantes a unafortaleza, y las calles eran estrechas ylúgubres, puesto que no estabaniluminadas por unas cintas luminiscentescomo las nuestras. Los palacios deFlorencia no poseían los vistososornamentos morunos de los palacios deVenecia, el fulgor de las fantásticas

fachadas de piedra. Ocultaban suesplendor de puertas para adentro, comola mayoría de ciudades italianas. Contodo, la ciudad era rica, densa y estaballena de atractivos.

A fin de cuentas era Florencia, lacapital del hombre llamado Lorenzo elMagnífico, la sugestiva figura quepresidía la copia del gran mural quetenía Marius en su galería y que yo habíacontemplado la noche de mi oscurareencarnación, un hombre que habíamuerto hacía unos años.

Las calles estaban ilícitamenteconcurridas, pues había sonado el toquede queda, pero oscuras, repletas degrupos de hombres y mujeres quepaseaban por las calles duras y

asfaltadas. La Plaza de la Señoría, unade las más importantes de las numerosasplazas de la ciudad, mostraba un airesiniestro e inquietante.

Aquel día se había llevado a cabouna ejecución, lo cual no representabauna novedad en Florencia, ni tampoco enVenecia. El reo había muerto en lahoguera. Percibí el olor a leña y carnequemada, aunque habían eliminado todorastro de la ejecución antes delanochecer.

Esos espectáculos me repelían, locual no le ocurría a todo el mundo. Meaproximé a la escena con precaución,pues no deseaba que mis aguzadossentidos se vieran perturbados por algúnvestigio de esa barbarie.

Marius siempre advertía a suspupilos que no nos regodeáramos conesos espectáculos, y que si queríamossacar algún provecho de lo que veíamos,procuráramos colocarnos mentalmenteen el lugar de la víctima.

Tal como nos enseña la historia, lasmuchedumbres que asisten a lasejecuciones suelen ser despiadadas yescandalosas, mofándose de la víctima,sin duda por temor. Pues bien, a lospupilos de Marius siempre nos costabaun gran esfuerzo ponernos en lugar delhombre a quien iban a ahorcar o quemar.En resumen, el maestro nos habíaaguado la fiesta.

Como es natural, dado que estosritos se llevaban a cabo casi siempre de

día, Marius nunca había estado presente.Cuando entramos en la gran Plaza

de la Señoría, observé que a Marius ledisgustó comprobar que aún flotabanunas cenizas en el aire, así como losdesagradables olores.

También observé que pasábamosjunto a otras personas a gran velocidad,dos figuras envueltas en unas capasoscuras que se movían con insólitarapidez. Nuestros pies apenas emitían unsonido. Era el poder vampírico el quenos permitía movernos tan rápidamente,alejándonos de una mirada curiosa omortal con instintiva gracia.

—Se diría que somos invisibles —comenté a Marius—, que nada puedelastimarnos porque no pertenecemos a

este lugar y pronto lo abandonaremos.— Alcé la vista y contemplé lassombrías almenas de la plaza.

—Sí, pero recuerda que no somosinvisibles —murmuró él.

—¿A quién ajusticiaron hoy en estaplaza? La gente está llena de angustia ytemor. Escucha. Percibo una sensaciónde satisfacción, pero también de llanto.

Marius no respondió. Yo me sentíainquieto.

—¿A qué se debe esa angustia queflota en el ambiente? Es raro —dije—.La ciudad está muy silenciosa, enguardia.

—Hoy han ahorcado y luegoquemado a Savonarola, el granreformador. Gracias a Dios ya estaba

muerto cuando encendieron la hoguera.—¿Pides misericordia para

Savonarola? —pregunté perplejo. Estehombre, un gran reformador segúnalgunos, era maldecido por toda la genteque yo conocía. Se había dedicado acondenar todos los placeres de lossentidos, negando toda validez a laescuela que, según mi maestro, era laque nos enseñaba todo cuanto podíamosaprender en el mundo.

—Pido misericordia paracualquiera —contestó Marius. Meindicó que le siguiera y nos dirigimoshacia una calle que daba a la plaza,dejando atrás aquel macabro lugar.

—¿Incluso para este hombre, queconvenció a Botticelli para que arrojara

sus cuadros a la Hoguera de lasVanidades? —pregunté—. ¿Cuántasveces me has mostrado en tus copias dela obra de Botticelli algún detalle degran belleza que no querías que yoolvidara nunca?

—¿Vas a discutir conmigo hasta elfin del mundo? —me espetó Marius—.Me complace que mi sangre te hayadado renovadas fuerzas en todos losaspectos, pero ¿es preciso quecuestiones cada palabra que pronuncio?—Marius me miró furioso, dejando queel resplandor de las antorchas iluminarasu sonrisa burlona—. Algunosestudiantes creen en este método,convencidos de que a raíz de la pugnaconstante entre profesor y alumno surgen

grandes verdades. ¡Pero yo no! Yo creoque debes tratar de asimilar mislecciones por espacio de cinco minutosantes de lanzarte al contraataque.

—Por más que lo intentas noconsigues enfurecerte conmigo.

—¡Basta, estoy hecho un lío! —exclamó Marius en un tono como siblasfemara. Luego echó a andarrápidamente, dejándome atrás.

La pequeña calle florentina eraangosta como el pasadizo de un palacioen lugar de una calle urbana. Yo añorabalas brisas de Venecia, mejor dicho, lasañoraba mi cuerpo, por una cuestión decostumbre. Por lo demás, Florencia mefascinaba.

—No te enojes —dije—. ¿Por qué

se volvieron contra Savonarola?—Con el tiempo la gente es capaz

de volverse contra cualquiera.Savonarola aseguraba ser un profeta,inspirado por Dios, y que el fin delmundo era inminente. Es la cantinelamás aburrida del cristianismo, créeme.¡El fin del mundo! El cristianismo es unareligión basada en la noción de quevivimos los últimos días de la historiade la humanidad. Es una religión que seapoya en la capacidad de los hombresde olvidar todos los errores del pasadoy disponerse a afrontar otro inminentefin del mundo.

Yo sonreí, pero era una sonrisaamarga. Deseaba articular unpresentimiento, que el fin del mundo

siempre era inminente, y que estabainscrito en nuestros corazones, porqueéramos mortales, cuando de golperecordé que yo no era un ser mortal,salvo en tanto en cuanto el mundo esmortal.

En aquellos momentos comprendíde forma visceral aquella atmósfera defatalidad que había presidido miinfancia en Kíev. Vi de nuevo lascatacumbas cubiertas de lodo, y losmonjes semienterrados que me animabana convertirme en uno de ellos.

Traté de borrar esos pensamientosde mi mente. Qué resplandecienteaparecía Florencia cuando entramos enla amplia Plaza del Duomo, iluminadapor multitud de antorchas, y nos

detuvimos ante la catedral de SantaMaría del Fiore.

—Ah, al menos veo que midiscípulo me escucha de vez en cuando—dijo Marius con tono irónico—. Sí,estoy más que satisfecho de queSavonarola ya no exista. Pero el que mealegre de algo no significa que apruebela exhibición de crueldad de la historiahumana. Me gustaría que no fuera así. Elsacrificio público es grotesco en todoslos aspectos. Atonta los sentidos delpopulacho. En esta ciudad, más que enotras, constituye un espectáculo. Losflorentinos gozan con él, como nosotrosgozamos con nuestras regatas yprocesiones. Bien, Savonarola hamuerto ejecutado. Si alguna vez existió

un mortal que lo tenía merecido, eraSavonarola, por predecir el fin delmundo, maldecir a príncipes desde elpulpito y convencer a grandes pintorespara que inmolaran su obra. Que se vayaal infierno.

—Mira, maestro, el Baptisterio.Acerquémonos para contemplar suspuertas. La plaza está casi desierta.Vamos, quiero examinar los bronces —dije, tirando de su manga.

Marius me siguió, y dejó demascullar entre dientes, pero no parecíael mismo.

Lo que yo deseaba ver era la obraque ahora puede verse en Florencia, yde hecho, casi cada tesoro de estaciudad y de Venecia que describo aquí

puedes verlos en la actualidad. Sólotienes que ir allí. Los paneles de lapuerta que realizó Lorenzo Ghiberti meencantaron, pero estaba también otraobra más antigua, de Andrea Pisano,representando la vida de san JuanBautista, que no me quería perder.

Contemplé esas imágenes enbronce con una visión vampírica tanaguda que no pude por menos desuspirar de gozo.

Recuerdo ese momento con todaclaridad. Creo que en aquel instantecomprendí que nada podía herirme nientristecerme de nuevo, que habíadescubierto el bálsamo de la salvaciónen la sangre vampírica, y lo curioso esque ahora, cuando dicto esta historia,

sigo pensando lo mismo.Aunque ahora me siento

desdichado, y quizá siempre lo sea, creofirmemente en la extraordinariaimportancia de la carne. Mi mente evocalas palabras de D. H. Lawrence, elescritor del siglo XX, quien en susrelatos sobre Italia recuerda la imagende Blake de «Tigre, Tigre, que ardes enlos bosques de la noche». Lawrence loexpresó así:

Esta es la supremacía de la carne,que lo devora todo, y se transfigura enuna magnífica llama moteada, un bosqueardiendo.

Es una transfiguración en la llamaeterna, la transfiguración a través deléxtasis de la carne.

Pero he cometido una imprudenciaindigna de cualquier escritor que seprecie. He abandonado mi historia,como sin duda señalaría el vampiroLestat (quien quizás esté más dotado queyo, y enamorado de la imagen del tigrede William Blake en la noche, y queaunque se niegue a reconocerlo la hautilizado en el mismo sentido queBlake). Debo regresar rápidamente a laPlaza del Duomo, donde me he quedadode pie junto a Marius, admirando lamaravillosa obra de Ghiberti, capaz decantar en bronce sobre sibilas y santos.

Contemplamos todo esto concalma; Marius dijo que, junto conVenecia, Florencia era su ciudadpreferida, pues aquí habían florecido

numerosos e importantes movimientosartísticos.

—Pero no puedo prescindir delmar, ni siquiera aquí —declaró—. Ycomo puedes ver, esta ciudad ocultacelosa sus tesoros, mientras que enVenecia, las mismas fachadas de piedrade nuestros palacios se muestran sinrecato y en todo su esplendor bajo elresplandor de la luna a DiosTodopoderoso.

—¿Nosotros le servimos, maestro?—pregunté—. Sé que censuras a losmonjes que me educaron, y los desatinosde Savonarola, pero ¿acaso te proponesconducirme por otro camino de regresoa Dios?

—Así es, Amadeo —respondió

Marius—. No me gusta, como buenpagano que soy, confesarlo, por temor aque su complejidad sea malinterpretada.Pero es cierto. Hallo a Dios en lasangre. Hallo a Dios en la carne. No meparece una casualidad que el misteriosoJesucristo resida para siempre para susseguidores en la carne y la sangre quecontiene el pan de la Transfiguración.

Sus palabras me conmovieronprofundamente. Tuve la impresión deque el mismo sol al que yo habíarenunciado había tornado para iluminarla noche.

Entramos por una puerta lateral enla oscura catedral del Duomo. Yocontemplé durante unos minutos el largoespacio de su suelo de piedra hasta el

altar.¿Era posible que yo recuperara a

Jesucristo de otra forma? Quizá no habíarenunciado a Él para siempre. Traté detransmitir estos inquietantespensamientos a mi maestro. Recuperar aJesucristo... de otra forma. No podíaexplicarlo.

—Se me traban las palabras,tropiezo con ellas —me lamenté.

—Todos tropezamos, Amadeo —repuso Marius—. Incluso los que entranen la historia. El concepto de un SerTodopoderoso viene de lejos; suspalabras y los principios que se leatribuyen se remontan a muchos siglos.Así, el predicador puritano se apoderade Jesucristo por un lado; el eremita de

las catacumbas de barro por otro, eincluso el espléndido Lorenzo deMédicis, quien sin duda celebraría a suSeñor en oro, pinturas y mosaicos.

—Pero ¿es Jesucristo el Diosviviente? —murmuré.

No hubo respuesta.Sentí una profunda angustia en el

alma. Marius me tomó la mano ypropuso que nos dirigiéramosapresuradamente al Monasterio de SanMarcos.

—Ésta es la casa sagrada quealbergaba a Savonarola —me explicó—. Entraremos sigilosamente, sin quesus píos habitantes se den cuenta.

Sabía que Marius deseabamostrarme la obra del pintor llamado

Fra Angélico, muerto hacía tiempo, quehabía trabajado toda su vida en estemonasterio, un monje pintor, como talvez yo estaba destinado a ser, allá en ellúgubre Monasterio de las Cuevas.

Al cabo de unos segundos,aterrizamos en silencio sobre la húmedahierba del claustro rectangular de SanMarcos, el sereno jardín rodeado porlas loggias de Michelozzo, a salvodentro de sus muros.

De inmediato llegaron a mivampírico oído numerosas oraciones,las agitadas plegarias de los hermanosque habían sido leales o partidarios deSavonarola. Me llevé las manos a lacabeza como si este absurdo gestohumano pudiera indicar a Dios que ya no

soportaba aquella algarabía.Mi maestro interrumpió mi

recepción de pensamientos con voztranquilizadora.

—Ven —dijo, tomándome la mano—. Entraremos en las celdas una trasotra. Hay suficiente luz para quecontemples las obras de este monje.

—¿O sea que este Fra Angélicopintó las celdas donde ahora duermenlos monjes? —Yo creía que sus obrasestaban en la capilla y en otras salaspúblicas o comunales.

—Por esto quiero que veas estasobras —repuso mi maestro.

Subimos una escalera hasta llegar aun amplio corredor de piedra. Mariushizo que se abriera la primera puerta sin

mayores dificultades. Penetramos rápiday sigilosamente, sin despertar al monjeque yacía hecho un ovillo sobre su durocamastro, con su sudorosa cabezaapoyada en la almohada.

—No le mires el rostro —dijo elmaestro en voz baja—. Si lo haces,verás las pesadillas que padece. Quieroque admires la pared. ¡Fíjate! ¿Qué teparece?

Lo comprendí en el acto. El arte deFray Giovanni, llamado Angélico enhonor de su talento sublime, consistía enuna extraña mezcla del arte sensual denuestra época y el arte piadoso y caducode antaño.

Contemplé las espléndidas yelegantes imágenes del arresto de Jesús

en el Huerto de Getsemaní. Las figurasesbeltas y planas me recordaban lasimágenes alargadas y elásticas del iconoruso, pero los rostros aparecíansuavizados y conmovidos por unaprofunda emoción. Todos los seresplasmados en esta pintura parecíanimbuidos de una gran bondad, no sóloNuestro Señor, condenado a sertraicionado por uno de sus discípulos,sino los apóstoles, el desdichadosoldado, vestido con una cota de malla,con la mano extendida para arrestar alSeñor, y los soldados que observaban laescena.

Me sentí fascinado por estainconfundible bondad, esta inocenciaque todos compartían, la sublime

compasión por parte del artista haciatodos los protagonistas de este trágicodrama que propiciaría la salvación delmundo.

Marius me condujoapresuradamente a otra celda. De nuevo,la puerta se abrió a una orden suya, sinque el ocupante de la celda, que dormíaplácidamente, se percatara de nuestrapresencia.

La pintura mostraba también elHuerto de Getsemaní y a Jesús antes desu arresto, sólo entre sus apóstoles, queestaban dormidos, implorando a suPadre celestial que le diera fuerzas. Denuevo observé la comparación con elantiguo estilo en el que yo, un niño ruso,me había desenvuelto a la perfección.

Los pliegues de la ropa, la utilización dearcos, el halo que rodeaba las cabezas,la atención al detalle. Todo ello estabaligado al pasado; sin embargo, la pinturairradiaba un calor italiano, el innegableamor del artista italiano por lahumanidad de todos los personajes,inclusive Nuestro Señor.

Marius y yo nos trasladamos de unacelda a otra. Avanzamos y retrocedimosa través de la vida de Jesús, visitando laemotiva escena de la SagradaEucaristía, en la que Jesús repartía elpan que contenía su cuerpo y su sangrecomo si fuera la sagrada hostia queadministra el sacerdote durante la misa;y luego el Sermón de la Montaña, en elque las rocas suavemente onduladas que

rodeaban a Nuestro Señor y sus oyentesparecían hechas de tejido al igual que suairosa túnica.

Cuando llegamos a la Crucifixión,en la que Nuestro Señor confiaba a sumadre a san Juan Bautista, me conmovióla angustia plasmada en el rostro delSeñor. Qué expresión tan contemplativadentro de su desesperación mostraba elsemblante de la Virgen; qué resignado elsanto que aparecía junto a ella, con susuave rostro florentino semejante a otrasmil figuras pintadas en esta ciudad, conun breve flequillo y una barba castañoclara.

Justo cuando parecía habercomprendido perfectamente laslecciones de mi maestro, nos deteníamos

ante otra pintura y sentía un vínculo aúnmás potente con los antiguos tesoros demi infancia y el sereno e incandescenteesplendor del monje dominico que habíapintado estos muros. Al cabo de un rato,abandonamos este hermoso lugar llenode lágrimas y oraciones musitadas.

Regresamos a Venecia, viajando através de la fría noche plagada demurmullos. Llegamos a casa a tiempo desentarnos un rato a la cálida luz de lasuntuosa alcoba y charlar.

—¿Te has percatado de unadiferencia fundamental? —preguntóMarius. Estaba sentado ante elescritorio. Mojó la pluma en la tinta ysiguió escribiendo mientras hablaba,volviendo la enorme página de

pergamino de su diario—. En la lejanaKíev, las celdas eran de tierra, húmeda ypura, pero oscura y omnívora, la bocaque devora toda vida y acabaría porarruinar todo el arte.

Me estremecí. Miré a Mariusmientras me frotaba los brazos paradesentumecerlos.

—Pero en Florencia, ¿qué legó elsutil maestro Fra Angélico a sushermanos? ¿Unos magníficos cuadrospara hacerles evocar el sufrimiento deNuestro Señor?

Marius escribió unas líneas antesde proseguir.

—Fra Angélico no se recata dedeleitar tu vista, de ofrecerte todos loscolores que Dios te ha concedido la

facultad de contemplar, pues te ha dadodos ojos, Amadeo; no estabas destinadoa permanecer encerrado en la lóbregatierra.

Reflexioné largo rato. Saber esoteóricamente era una cosa, pero recorrerlas silenciosas y apacibles celdas delmonasterio, contemplar los principiosde mi maestro plasmados por el monje,era otra muy distinta.

—Ésta es una época gloriosa —dijo Marius suavemente—. Una épocaen la que todo lo bueno que existía entiempos pasados ha sido redescubierto,y se le ha otorgado una nueva forma.¿Me preguntas si Cristo es el Señor?Pienso que es posible, Amadeo, porquetodas sus enseñanzas se basaban en el

amor, tal como sus apóstoles, acaso sinreparar en ello, nos han demostrado...

Yo aguardé, pues sabía que elmaestro no había concluido. Lahabitación era dulcemente cálida, pulcray alegre. Conservo en mi corazón laimagen de Marius en aquel momento, mialto y rubio maestro. Llevaba la capaechada hacia atrás para mover confacilidad la mano con la que sostenía lapluma, con su lozano rostro pensativo ysus ojos azules fijos en el infinito, comosi buscaran la verdad más allá de laépoca presente y todas las épocas en lasque él había vivido. El grueso libroestaba apoyado en un atril portátil,colocado en un ángulo sobre el queincidía la luz. El pequeño tintero

reposaba en un portatintero de plataricamente labrada. Los pesadoscandelabros situados detrás de él, consus ocho velas gruesas que se derretíana medida que se iban consumiendo,ostentaban un sinfín de querubinesesculpidos en relieve en la plataexquisitamente trabajada, agitando lasalas, tal vez en un intento de alzar elvuelo, sus rostros de mejillasrechonchas vueltos hacia un lado y otro,mostrando unos ojos grandes de miradasatisfecha bajo unos rizos que caíansobre su frente como serpentinas.

Parecía como si el reducidopúblico compuesto por los querubinescontemplara y escuchara a Mariusmientras hablaba; sus diminutos rostros

enmarcados en plata observaban laescena con expresión indiferente,inmunes a las gotas de cera pura deabejas que se fundía y deslizaba por lasvelas.

—No puedo vivir sin esta belleza—dije de pronto, sin aguardar a queMarius terminara de hablar—. La vidame resulta insoportable sin ella. Diosmío, tú me has mostrado el infierno, quereside a mis espaldas, en la tierra dondenací.

Marius oyó mi breve oración, mipequeña confesión, mi súplicadesesperada.

—Si Cristo es el Señor —dijo,retomando el tema inicial, la lección deldía—, este misterio cristiano es un

milagro maravilloso... —Observé quetenía los ojos llenos de lágrimas—. Elmero hecho de pensar que el Señor bajóa la Tierra y se hizo hombre paraconocernos, para comprendernos... ¿QuéDios, creado a imagen y semejanza delhombre, es mejor que este Dios que sehizo hombre? ¡Sí, mi respuesta es sí, tuCristo, su Cristo, el Cristo de los monjesde Kíev es el Señor! Pero ten siemprepresente las mentiras que dicen en sunombre, y los actos malvados quecometen... Savonarola invocó su nombrecuando alabó al enemigo extranjero queatacó Florencia, y quienes quemaron aSavonarola por considerarlo un falsoprofeta, quienes encendieron los troncosbajo su cuerpo suspendido de una soga,

ellos también invocaron el nombre deCristo Nuestro Señor.

Estallé en llanto.Marius guardó silencio, tal vez por

respeto a mí, o para poner en orden susideas. Luego mojó la pluma de nuevo enel tintero y se puso a escribir durantelargo rato, mucho más deprisa que losmortales, pero con gran destreza yelegancia, sin tachar una sola palabra.

Por fin dejó la pluma, me miró ysonrió.

—Deseaba mostrarte estas cosas.Nunca se trata de un plan prefijado.Deseaba que vieras esta noche lospeligros que encierra la facultad devolar, que comprobaras lo fácil que estransportarnos a nosotros mismos a otros

lugares, y que esta sensación de entrar ysalir sin mayores problemas esengañosa, una trampa que debemosevitar. Pero ya ves, las cosas han idopor otros derroteros...

Yo no respondí.—Quería infundirte un poco de

miedo —dijo Marius.—Descuida, cuando llegue el

momento estaré aterrorizado —repuselimpiándome la nariz con el dorso de lamano—. Sé que puedo adquirir estafacultad, estoy convencido. De momentome contento con pensar en esteespléndido don, el cual de pronto hahecho que me asalte un pensamientosiniestro.

—¿Qué ocurre? —preguntó Marius

amablemente—. Tu rostro angelical, aligual que los rostros pintados por FraAngélico, no fue creado para reflejarpensamientos tristes. ¿A qué se debeesta sombra que observo en él? ¿Quépensamiento siniestro es ése?

—Llévame de regreso allí, maestro—contesté. Temblaba un poco, pero lodije—. Utilicemos tu poder pararecorrer kilómetros y más kilómetros através de Europa. Vayamos al norte.Llévame de regreso a esa tierra cruelque se ha convertido en un purgatorio enmi imaginación. Llévame a Kíev.

Marius tardó unos minutos enresponder.

Estaba a punto de amanecer.Marius se ajustó la capa y la túnica, se

levantó de la silla y me condujoescaleras arriba hasta el tejado.

Vimos las distantes aguas delAdriático, pálidas bajo el resplandor dela luna y las estrellas, más allá delhabitual bosque de mástiles de losbarcos amarrados en el puerto. En lasislas distantes brillaban unas lucecitas.Soplaba una brisa impregnada de sal, defrescura marítima y de una deliciosacualidad que sólo se aprecia cuando unopierde temor al mar.

—La tuya es una petición muyvaliente, Amadeo. Si lo deseas,partiremos mañana.

—¿Has viajado alguna vez a unlugar tan lejano?

—En kilómetros, en el espacio, sí,

muchas veces —respondió Marius—.Pero nunca en pos de la respuesta quebusca otro.

Marius me abrazó y me llevó alpalacio donde se ocultaba nuestratumba. Cuando llegamos a la suciaescalera de piedra, donde dormían losmendigos, sentí un frío que me calabalos huesos. Bajamos la escalera,sorteando los cuerpos tumbados en ella,y llegamos a la entrada del sótano.

—Enciende la antorcha, señor —lerogué—. Estoy aterido de frío. Quierocontemplar el oro que nos rodea.

—Ahí lo tienes —respondióMarius.

Nos hallábamos en nuestra cripta,ante los dos ornados sarcófagos. Apoyé

la mano en la tapa del ataúd que mecorrespondía y de pronto me asaltó otropresentimiento: que todo cuanto amabaperduraría poco tiempo.

Marius debió de percatarse de eseinstante de vacilación. Pasó la manoderecha a través de la llama de laantorcha y me tocó la mejilla con susdedos calientes. Luego me besó dondeme había acariciado, sobre la piel aúncaliente, y su beso era cálido.

10Tardamos cuatro noches en llegar a

Kíev.Sólo íbamos en busca de una presa

en las primeras horas del día antes delalba.

Construimos nuestras tumbas en

cementerios, en las mazmorras de viejoscastillos abandonados y en sepulcros enlos sótanos de viejas y dilapidadasiglesias que las gentes profanabanguardando en ellas sus animales y suheno.

Podría contarte muchas historiasrelacionadas con este viaje, sobre lasnobles fortalezas que visitábamos antesdel amanecer, de las agrestes aldeas enlas montañas donde hallábamos almalhechor en su guarida.

Naturalmente, Marius veíalecciones en todo ello. Me enseñó lofácil que era hallar un escondite yaprobaba la velocidad a la que memovía a través del espeso bosque. Notemía irrumpir en unos primitivos

asentamientos para saciar mi sed. Mefelicitó por no arredrarme ante lososcuros y polvorientos nidos de huesossobre los que yacíamos durante el día,recordándome que esos cementerios,que ya habían sido expoliados, no solíanser frecuentados por nadie, ni siquiera ala luz del sol.

Nuestras elegantes ropasvenecianas no tardaron en mancharse detierra, pero Marius y yo llevábamosunas gruesas capas forradas de piel paraabrigarnos durante el viaje, las cualesnos cubrían por completo. Hasta en esovio Marius una lección, esto es, quedebíamos tener presente lo frágiles queeran nuestras prendas y la escasaprotección que nos ofrecían. Los

hombres mortales olvidan lucir susropas con ligereza y que éstas sirvenúnicamente para cubrirse. Los vampirosno debemos olvidarlo jamás, puesdependemos más que los mortales denuestra vestimenta.

La última mañana antes de quellegáramos a Kíev, ya me habíafamiliarizado con los pedregososbosques septentrionales. El rigurosoinvierno del norte nos rodeaba. Noshabíamos topado con uno de losrecuerdos que más me intrigaban: lapresencia de nieve.

—Ya no me duele cuando la toco—comenté, oprimiendo contra mimejilla un puñado de aquella deliciosanieve—. No me pongo a tiritar nada más

contemplarla. Es como una hermosamanta que cubre incluso las poblacionesy aldeas más pobres. Mira, maestro,fíjate cómo refleja la luz incluso de lasestrellas más débiles.

Nos hallábamos en los límites de latierra que los hombres llaman la Hordade Oro, las estepas meridionales deRusia, que durante doscientos años,desde la conquista de Gengis Khan,habían constituido un peligro para ellabriego y con frecuencia la muerte delejército o el caballero.

Rus de Kíev comprendía antañoesta fértil y hermosa pradera que seextendía hasta Oriente, casi hastaEuropa, y hacia el sur hasta la ciudad deKíev, donde había nacido yo.

—La última etapa la cubriremos enun suspiro —dijo el maestro—.Partiremos mañana por la noche paraque, cuando llegues a tu hogar, estésdescansado.

Nos detuvimos sobre un escarpadorisco y contemplamos la hierba que semecía bajo el viento a nuestros pies. Porprimera vez en todas las noches desdeque me había convertido en vampiro,sentí una profunda añoranza por el sol.Deseaba contemplar esta tierra a la luzdel sol. No me atrevía a confesárselo ami maestro, para que no me tomara porun ingrato.

La última noche me desperté pocodespués del anochecer. Habíamoshallado un lugar donde ocultarnos

debajo del suelo de una iglesia en unaaldea que estaba desierta. Las crueleshordas mongolas, que habían destruidomi patria una y otra vez, habían prendidofuego a esta aldea, reduciéndola acenizas, según me había contado Marius,y la iglesia ni siquiera poseía un techo.No quedaba ningún habitante para retirarlas piedras del suelo con el fin deaprovechar el espacio o construir otroedificio, de modo que bajamos por unadestartalada escalera para acostarnosentre los monjes que habían sidosepultados allí hacía mil años.

Al alzarme de la tumba, vi unrectángulo de cielo a través del espacioque había quedado tras haber retiradomi maestro una losa, sin duda una

lápida, para que yo subiera a través deél. Sin pensármelo dos veces, doblé lasrodillas y, haciendo acopio de todas misfuerzas, me impulsé hacia arriba como sifuera capaz de volar, pasé a través de laabertura y aterricé de pie.

Marius, que invariablemente selevantaba antes que yo, me aguardabasentado cerca de allí. Al vermeaparecer, emitió una risa de satisfacción.

—¿Te guardabas este truco paraeste momento? —preguntó.

Eché una ojeada a mi alrededor,cegado por el resplandor de la nieve.Sentí terror al contemplar estos pinoshelados que habían brotado entre lasruinas de la aldea. Apenas podíaarticular palabra.

—No —repuse—. No sabía quepodía hacerlo. No sé qué altura puedosalvar de un salto ni cuánta fuerzaposeo. Al parecer, te ha complacido.

—Claro, ¿por qué no iba acomplacerme? Deseo que seas tan fuerteque nadie pueda lastimarte jamás.

—¿Quién iba a lastimarme,maestro? Viajamos por el mundo anuestras anchas, pero ¿quién sabeadonde vamos ni cuándo volvemos?

—Existen otros, Amadeo. Aquí

mismo. Si lo deseo puedo oírlos, perotengo motivos fundados para no desearoírlos.

Comprendí lo que quería decir.—¿Te refieres a que si abres tu

mente para oírlos, ellos se percatarán deque estás aquí?

—Así es, don listillo. ¿Estásdispuesto para visitar tu hogar?

Cerré los ojos. Me santigüé segúnnuestra vieja costumbre, tocando mihombro derecho antes que el izquierdo,y pensé en mi padre. Nos hallábamos enlos páramos y mi padre se levantó en susilla, apoyando los pies en los estribos,empuñó el gigantesco arco que sólo élpodía tensar, como el mítico Ulises, ydisparó una flecha tras otra contra los

hombres que nos perseguían; cabalgabacon una destreza que nada tenía queenvidiar a la de los turcos o los tártaros.Mi padre colocaba flecha tras flecha enel arco, las cuales extraía con un gestorápido del estuche que llevaba a laespalda, y las disparaba a través de lahierba mientras su montura avanzaba agalope tendido. Su barba roja se agitabaal viento y el cielo mostraba un colorazul tan límpido, tan maravilloso, que...

Interrumpí la oración quepronunciaba en silencio y tropecé. Elmaestro se apresuró a sostenerme.

—Reza, tu misión concluiráenseguida —dijo.

—Bésame —le rogué—. Necesitotu amor, abrázame como haces siempre.

Necesito que me reconfortes. Guíame.Pero abrázame, así. Deja que apoye lacabeza en ti. Te necesito. Sí, deseo quetodo termine rápidamente, y llevar acasa en mi mente todas las lecciones queextraiga de esta experiencia.

Marius sonrió.—¿Tu casa es ahora Venecia? ¿No

es muy pronto para tomar esta decisión?—No, estoy convencido de ello. Lo

que yace más allá es mi tierra natal,pero no es mi hogar. ¿Nos vamos?

Marius me tomó en brazos y echó avolar. Yo cerré los ojos, renunciando aechar una última ojeada a las inmóvilesestrellas. Sintiéndome seguro en susbrazos, me quedé dormido, pero nosoñé.

De pronto me depositó en el suelo.Enseguida reconocí esta elevada y

sombría colina, y el bosque de roblesdesnudos de hojas con sus troncosnegros y helados y sus esqueléticasramas. Más abajo vi las relucientesaguas del Dniéper. El corazón me dio unvuelco. Miré a mi alrededor, tratando dedistinguir las dilapidadas torres de laciudad, la ciudad que llamábamos laCiudad de Vladimir, que era la antiguaKíev.

A unos metros de donde mehallaba, donde antes se alzaban lasmurallas de la ciudad, vi unos montonesde cascotes.

Eché a andar seguido por Marius.Trepé sobre los montones de cascotes y

caminé entre las iglesias en ruinas, unasiglesias que habían poseído unesplendor legendario, antes de que BatuKhan quemara la ciudad en el año 1240.

Yo me había criado entre esta selvade antiguas iglesias y monasteriosderruidos, apresurándome a oír misa ennuestra catedral de Santa Sofía, uno delos pocos monumentos que los mongolesno habían destruido. En su tiempo, habíaconstituido un magnífico espectáculocon sus cúpulas doradas que se elevabansobre las otras iglesias; decían que eramás imponente que la otra iglesia delmismo nombre en la lejanaConstantinopla, pues sus dimensioneseran mayores y contenía una grancantidad de tesoros.

Lo que yo había conocido ahora noera sino una majestuosa ruina, unacascara rota.

No me apeteció entrar en la iglesia.Me bastaba contemplarla desde elexterior, porque ahora comprendí, traslos años felices que había vivido enVenecia, lo que esta iglesia habíarepresentado antes. Comprendí porhaber contemplado los espléndidosmosaicos y cuadros bizantinos quealbergaba San Marcos, y la antiguaiglesia bizantina de la isla veneciana deTorcello, la magnitud de los tesoros quehabían existido en este lugar. Alrecordar las bulliciosas multitudes deVenecia, sus estudiantes, intelectuales,letrados y mercaderes, sentí deseos de

aplicar unas pinceladas de vitalidad aesta desolada escena.

El suelo estaba cubierto por unaespesa capa de nieve, y pocos rusossalían a estas gélidas horas de la tarde.De modo que Marius y yo pudimosgozar caminando tranquilamente porestos parajes sin tener temor a caer ylastimarnos como los mortales.

Nos detuvimos frente a un largobloque de almenas derruidas, unainforme balaustrada bajo la nieve, ydesde allí contemplé la ciudad quellamábamos Podil, la única ciudad enKíev que se mantenía en pie, donde mehabía criado en una rústica vivienda detroncos y arcilla, situada a pocos metrosdel río. Contemplé los techados de paja

cubiertos de nieve purificadora, laschimeneas que humeaban y las tortuosascallejuelas repletas de nieve. Lasviviendas y otros edificios, construidosantaño junto al río en apretadas hileras,habían logrado sobrevivir a un incendiotras otro y a los salvajes ataques de lostártaros.

Era una población compuesta pormercaderes, comerciantes y artesanos,todos vinculados al río y a los tesorosque éste traía de Oriente; y el dinero quealgunos estaban dispuestos a pagar porlas mercancías el río lo transportabahacia el sur, hacia el mundo europeo.

Mi padre, el indómito cazador,comerciaba con pieles de oso que élmismo traía del interior, del inmenso

bosque que se extendía nacía el norte.Mi padre vendía todo tipo de pieles deanimales: zorro, martas, castor ycordero; tal era su fortaleza y su suerteque ningún hombre ni ninguna mujer denuestra familia se vieron nuncaobligados a vender sus trabajos ylabores para comprar comida. Sipasábamos hambre, era porque elinvierno devoraba los alimentos, y nohabía carne ni nada que mi padrepudiera adquirir con su oro.

Desde las almenas percibí el hedorque emanaba de Podil, la Ciudad deVladimir. Apestaba a pescado podrido,a ganado, a carne putrefacta, a lodo delrío.

Me arrebujé en la capa y soplé

para eliminar la nieve que se habíadepositado sobre mis labios. Luegoobservé de nuevo las sombrías cúpulasde la catedral que se recortaban sobre elcielo.

—Sigamos adelante, acerquémonosal castillo del voievoda. —Es eseedificio de madera, que en Italia nadieconfundiría con un palacio ni un castillo.

Marius asintió e hizo un gesto paracalmarme, para indicarme que no ledebía ninguna explicación por haberletraído a este desolado lugar donde yohabía nacido.

El voievoda era nuestrogobernante, y en mis tiempos éste habíasido el príncipe Miguel de Lituania.Ignoraba quién ostentaba ahora ese

cargo.Me sorprendió utilizar esa palabra.

En mis fúnebres visiones, no eraconsciente del lenguaje, y nunca habíapronunciado la extraña palabra«voievoda», que significa gobernante.Sin embargo, lo había visto con todaclaridad luciendo su sombrero negroredondo, su gruesa chaqueta negra deterciopelo y sus botas de fieltro.

Eché a andar, seguido de Marius.Nos acercamos al edificio bajo yalargado, más parecido a una fortalezaque un castillo, compuesto por unosgigantescos troncos. Sus murosdescribían una airosa curva en la partesuperior; sus múltiples torres estabanrematadas por unos tejados de cuatro

pisos. Distinguí el tejado central, unaenorme cúpula de madera de cinco ladosque se recortaba sobre el cieloestrellado. Junto al gigantesco portal y alo largo de los muros exteriores delrecinto ardían unas antorchas. Todas lasventanas estaban cerradas a cal y cantopara impedir que penetrara el invierno yla noche.

De niño yo había creído que ésteera el edificio más imponente queexistía en el mundo cristiano.

No nos costó el menor esfuerzohipnotizar a los guardias con unaspalabras suaves y unos movimientosrápidos, pasar frente a ellos y penetraren el castillo.

Entramos a través de un almacén

situado en la parte posterior del edificioy nos dirigimos sigilosamente hacia unlugar desde el cual poder espiar alpequeño grupo de nobles y caballerosataviados con túnicas ribeteadas de pielque se hallaban congregados en el GranSalón, debajo de las vigas desnudas deltecho de madera, alrededor de un fuegocrepitante.

Estaban sentados sobre unaresplandeciente masa de alfombrasturcas, en unos grandes sillones rusoscuyos grabados geométricos no me erandesconocidos. Bebían en copas de oroel vino servido por dos criados vestidosde cuero, y sus largas túnicas ceñidascon un cinturón, de color azul, rojo yoro, eran tan rutilantes como la multitud

de dibujos que exhibían las alfombras.Unos tapices europeos adornaban

los toscos muros estucados; se tratabade las inevitables escenas de caza en losinmensos bosques de Francia, Inglaterray la Toscana. El sencillo festín,compuesto por pollo y carne asada,estaba dispuesto sobre una mesa largailuminada por numerosas velas.

En la habitación hacía tanto fríoque los distinguidos caballeros lucíanunos característicos gorros rusos depiel.

Qué exótico me había parecido enmi infancia cuando mi padre me llevabaa saludar al príncipe Miguel, quien leestaba profundamente agradecido porsus valerosas hazañas al abatir

suculentos animales en los páramos, oentregar valiosas mercancías a losaliados del príncipe Miguel en losfuertes lituanos ubicados en el oeste.

No obstante, eran europeos, y nome infundían respeto alguno.

Mi padre me había explicado queno eran sino lacayos del Khan, quepagaban por el derecho a gobernarnos.

—Nadie se opone a esos ladrones—decía mi padre—. Deja que cantensus canciones de honor y valor. Nosignifican nada. Escucha las cancionesque canto yo.

Mi padre conocía muchascanciones.

A pesar de su vigor como jinete, sudestreza con el arco y la flecha, y la

fuerza bruta que exhibía con la espada,mi padre era muy habilidoso a la horade pulsar con sus dedos largos y finoslas cuerdas de una vieja arpa y cantarcon gracia las canciones narrativas delos viejos tiempos, cuando Kíev era unagran capital cuyas iglesias rivalizabancon las de Bizancio y sus tesorosasombraban al mundo.

Al poco rato decidí marcharme.Eché un último vistazo a esos hombresque sostenían sus copas de vinodoradas, sus elegantes botas de pielapoyadas sobre unos escabeles turcos,sus espaldas encorvadas y sus sombrasreptando por las paredes. De improviso,sin que ellos hubieran reparado ennuestra presencia, Marius y yo salimos

de allí.Había llegado el momento de

dirigirnos a otra ciudad construida sobreuna colina, Pechersk, a cuyos pies sehallaban las numerosas catacumbas delMonasterio de las Cuevas.

Me eché a temblar de sólo pensaren él. Temí que la boca del monasteriome engulliría y permanecería sepultadopara siempre en las húmedas entrañas dela Madre Tierra, buscandoincesantemente la luz de las estrellas,sin poder salir.

Sin embargo, me dirigí hacia allí,caminando lentamente a través del barroy la nieve, y de nuevo, con la pasmosa yágil gracia de un vampiro, entré en elmonasterio, seguido por Marius. Hice

saltar silenciosamente los cerrojos conmi asombrosa fuerza, levanté las puertasal abrirlas para evitar que su pesohiciera crujir los goznes y atravesé lassalas a tal velocidad que los ojos de unmortal sólo habrían percibido unas fríassombras, suponiendo que hubieranpercibido algo.

El aire era cálido y apacible, perola memoria me indicó que el ambienteno había sido tan maravillosamentecálido para un joven mortal. En la saladonde copiaban manuscritos, a lahumeante luz de una lámpara de aceitede mala calidad, vi a unos hermanosinclinados sobre sus pupitres,trabajando sobre sus textos, como si laimprenta fuera un invento que no les

concernía.Reconocí los textos sobre los que

trabajaban: el Paterikón del Monasteriode las Cuevas de Kíev, que conteníaunos espléndidos relatos sobre losfundadores del monasterio y susnumerosos y pintorescos santos.

En esta sala, trabajando sobre esetexto, yo había aprendido a leer y aescribir. Avancé pegado a la pared paraobservar más de cerca la página quecopiaba un monje, sujetando con lamano izquierda el vetusto volumen quecopiaba.

Yo conocía esa parte del Paterikónde memoria. Era la historia de Isaac.Unos le habían engañado, presentándoseante él disfrazados de hermosos ángeles,

e incluso habían fingido ser Jesucristo.Cuando Isaac cayó en la trampa, losdemonios se pusieron a bailar de gozoen torno suyo y a mofarse de él. Perodespués de entregarse a la meditación ya la penitencia, Isaac se enfrentó a esosdemonios.

El monje mojó la pluma en eltintero y escribió las palabras quepronunció Isaac:

Cuando me engañasteis, haciéndoospasar por Jesucristo y unos ángeles,demostrasteis ser indignos de ese rango.Pero ahora mostráis vuestro aspectoverdadero...

Aparté el rostro. No leí el resto delpárrafo. Allí, oculto entre las sombrasdel muro, habría podido permanecer

eternamente sin que descubrieran mipresencia. Leí lentamente las otraspáginas que el monje había copiado, lascuales había dejado para que se secaran.Hallé un pasaje anterior que jamás habíaolvidado, el cual describía a Isaac,retirado del mundo, yaciendo inmóvil ysin probar bocado durante dos años:

Pues Isaac estaba muy débil demente y cuerpo y no podía volverse delado, levantarse o sentarse; permanecíatendido de costado, y los gusanos seacumulaban debajo de sus muslos,debido a los excrementos y la orina.

Los demonios, con sus engaños,habían obligado a Isaac a hacer estapenitencia. Yo había confiado enexperimentar esas tentaciones, visiones,

alucinaciones y penitencia cuandoingresé aquí de niño.

Percibí el sonido de la plumadeslizándose sobre el papel. Me retiré,sin ser visto por los monjes, como sijamás hubiera venido. Me volví ycontemplé a mis hermanos.

Estaban demacrados, vestidos conunos hábitos de tosca lana, apestaban asudor y a porquería, y llevaban lacabeza rapada. Sus largas barbas eranralas y no se las habían peinado.

Creí reconocer a uno de ellos, aquien incluso había amado, pero era unrecuerdo muy remoto y no merecía lapena pensar en ello.

Confié a Marius, que permanecíafielmente a mi lado como una sombra,

que no habría podido soportar aquellaexistencia, pero ambos sabíamos queeso era mentira. Lo más probable es quela hubiera soportado, y habría muertosin conocer otro universo que aquél.

Penetré en el primero de los doslargos túneles donde los monjes estabanenterrados, con los ojos cerrados ysujetándome al muro de barro, tratandode percibir los sueños y las oracionesde quienes yacían sepultados vivos enaras del amor de Dios.

Era tal cual lo había imaginado, talcomo lo recordaba. Oí las palabras queme resultaban familiares, ya nomisteriosas, musitadas en eslavón. Vi lasimágenes de rigor. Sentí la vigorosallama de la autentica devoción y

misticismo, la cual había brotado deldébil fuego de una vida de renuncia ysacrificio.

Agaché la cabeza y apoyé la sienen el barro. Ansiaba hallar al niño,aquel tan puro de alma que abría estasceldas para llevar a los eremitas lasuficiente comida y agua para quesiguieran vivos. Pero no pude hallarlo,me fue imposible. Me daba rabia queese niño hubiera tenido que sufrir eneste lugar, demacrado, desesperado,sumido en la más abyecta ignorancia,cuyo único goce sensual en la vida eraobservar cómo resplandecían loscolores del icono.

Emití un gemido, volví la cabeza ycaí estúpidamente en brazos de Marius.

—No llores, Amadeo —meconsoló con ternura.

Luego me apartó el pelo de lafrente y me enjugó las lágrimas con elpulgar.

—Despídete de este lugar, hijomío.

Yo asentí con la cabeza.En menos de un segundo nos

hallamos fuera. Yo no dije nada. Mariusme siguió. Bajé por la ladera hacia laciudad construida a orillas del río.

El olor del río era muy intenso, aligual que el hedor de los humanos. Alpoco rato, llegué a la casa en la que mehabía criado. De pronto aquello mepareció una locura. ¿Qué pretendía?¿Medir todo esto con unos patrones

nuevos? ¿Confirmarme a mí mismo quecomo un niño mortal yo no tenía lamenor posibilidad de salvarme?

Dios mío, no existía justificaciónpor haberme convertido en lo que soy,un vampiro impío que se alimenta delujo y oropel del perverso mundoveneciano, lo sabía perfectamente.¿Acaso era esto un fatuo ejercicio deautojustificación? No, era otra cosa laque me atraía hacia la casa alargada yrectangular, como tantas otras, susgruesos muros de arcilla divididos portroncos, cubierta por un techado decuatro pisos del que pendían unoscarámbanos, esta amplia y tosca casaque era mi hogar.

Tan pronto como llegamos a ella,

me deslicé sigilosamente junto a susmuros laterales. La nieve se habíatransformado en agua; el agua del ríocorría por la calle y se filtraba por todoslos resquicios, como cuando yo eraniño. El agua se filtró en mis hermosasbotas venecianas cosidas a mano. Sinembargo, no logró congelar mis piescomo antaño, porque yo derivaba ahorami fuerza de unos dioses desconocidosen este lugar, unas criaturas de las queestos inmundos labriegos, entre loscuales me había contado, no habían oídohablar jamás.

Apoyé la cabeza contra el ásperomuro, como había hecho en elmonasterio, pegándome a la argamasacomo si su solidez pudiera protegerme y

transmitirme todo cuanto yo deseabasaber. A través de un pequeño orificioentre los desconchones de arcilla vi,bajo el resplandor de las velas y la luzmás intensa de las lámparas, una familiasentada al calor de la amplia estufa depiedra.

Yo conocía a esas personas, aunqueno recordaba algunos de los nombres.Sabía que eran parientes míos, y conocíael espacio que compartían.

No obstante, deseaba ver más alláde esta pequeña reunión familiar. Queríasaber si esas personas estaban bien, sidespués de aquel fatídico día, cuandome habían raptado y sin duda habíanasesinado a mi padre en los páramos,mis parientes habían logrado seguir

adelante con su característico vigor.Deseaba saber, quizá, qué oracionespronunciaban cuando recordaban aAndrei, el niño que tenía la habilidad depintar unos iconos de extraordinariaperfección, unos iconos no creados pormanos humanas.

Oí el sonido del arpa dentro de lacasa, y cantos. La voz pertenecía a unode mis tíos, un hombre tan joven quepodría haber sido mi hermano. Sellamaba Borys, y ya de niño habíamostrado grandes dotes para el canto,pues era capaz de memorizar las viejasleyendas, o sagas, de los caballeros yhéroes, y en estos momentos cantaba unacanción, rítmica y trágica, sobre uno deesos personajes. Era el arpa de mi

padre, una arpa pequeña y antigua, yBorys pulsaba sus cuerdas al tiempo quedesgranaba la historia de una feroz yfatídica batalla para conquistar laantigua y noble ciudad de Kíev.

Escuché las conocidas cadenciasque habían sido transmitidas por nuestropueblo de cantante a cantante durantecientos de años. Alcé la mano yarranqué un pedacito de argamasa. Vi através del pequeño orificio el rincóndonde yo pintaba los iconos, justoenfrente del lugar donde estabancongregados mis parientes en torno alfuego que ardía en la estufa.

¡Ah, qué espectáculo! Entredocenas de cabos de velas y lámparasllenas de grasa que ardían aparecían

dispuestos más de veinte iconos, algunosmuy antiguos y oscurecidos por el pasodel tiempo en sus marcos de oro, otrosradiantes, como si hubieran cobradovida ayer mismo a través del poderdivino. Entre los iconos vi numerososhuevos pintados, unos huevosexquisitamente decorados con diversoscolores y dibujos que yo recordaba bien.Muchas veces había observado a lasmujeres decorando estos huevossagrados de Pascua, aplicándoles ceracaliente fundida con sus plumas demadera para dibujar las cintas, lasestrellas, las cruces o las líneas querepresentaban los cuernos del carnero, oel símbolo que representaba la mariposao la cigüeña. Después de aplicar la cera,

sumergían el huevo en un tinte frío de uncolor asombrosamente intenso. Existíauna infinita variedad, y una infinitaposibilidad de significados, en estossimples dibujos y signos.

Guardaban estos huevos frágiles ybellamente decorados para curar a losenfermos, o para protegerse contra lastormentas. Yo había ocultado esoshuevos en un huerto para que tuviéramosuna buena cosecha. Un día coloqué unode esos huevos sobre la puerta de lacasa a la que había ido a vivir mihermana de recién casada.

Existía una historia muy bonitasobre esos huevos decorados, según lacual en tanto en cuanto observáramosesta costumbre, mientras existieran estos

huevos, el mundo estaría a salvo delmonstruo del mal que pretendía venir ydevorarlo todo.

Me complació ver esos huevosdispuestos en el rincón de los iconos,como de costumbre, entre los rostrossagrados. Lamenté el hecho de habermeolvidado de esta costumbre, lo cualinterpreté como el anuncio de que iba aocurrir una tragedia.

Sin embargo, los rostros sagradosacapararon mi atención y me olvidé detodo lo demás. Vi el rostro de Cristoresplandeciendo a la luz del fuego, mibrillante adusto Cristo, tal como lohabía pintado tantas veces. Yo habíapintado un gran número de iconos, peroéste era idéntico al que había perdido

aquel día entre la elevada hierba delpáramo.

Eso era imposible. ¿Cómo podíaalguien recuperar el icono que yo habíaperdido al caer en manos de lostártaros? No, debía de tratarse de otroicono, pues tal como he dicho, yo habíapintado un sinfín de iconos antes de quemis padres reunieran el valor suficientepara llevarme con los monjes. Toda laaldea estaba llena de iconos pintadospor mí. Mi padre se había ufanado enregalar varios al príncipe Miguel, yhabía sido precisamente el príncipequien había dicho que convenía que losmonjes comprobaran mis dotes parapintar iconos.

Qué expresión tan adusta mostraba

Nuestro Señor comparado con lastiernas imágenes de Cristo pintada porFra Angélico o el noble y acongojadoseñor plasmado por Bellini. Sinembargo, mi Cristo irradiaba el calorque le había conferido mi amor. Habíasido pintado amorosamente al viejoestilo ruso, compuesto de líneas severasy colores sombríos, al estilo de mitierra. Y rezumaba amor, el amor que yocreía que me había dado.

Sentía náuseas. Noté la mano de mimaestro sobre mi hombro. No me obligóa alejarme de allí, como yo temía quehiciera. Se limitó a abrazarme y apoyarla mejilla contra mi cabello.

Decidí marcharme, pues ya habíavisto suficiente. No obstante, en aquel

momento sonó la música. Me fijé en unamujer que estaba ahí, ¿mi madre tal vez?No, era más joven, era mi hermanaAnya, convertida ya en una mujer, quecomentó con voz enojada que mi padrepodría volver a cantar si ocultaban todaslas botellas de vino y lograban quedejara de beber.

Mi tío Borys soltó una carcajada.Iván era un borracho incorregible, dijoBorys, era incapaz de regenerarse y notardaría en morir, estaba envenenado porel alcohol, el licor fino que obtenía delos comerciantes a quienes les vendíalos objetos que robaba de esta casa, y elvino peleón que le daban loscampesinos a quienes hostigaba yzurraba, haciendo gala de su apodo de

«terror del pueblo».Sentí que se me erizaba el vello.

¿Iván, mi padre, estaba vivo? ¿Vivo paramorir de nuevo de forma deshonrosa?¿Acaso no le habían asesinado lostártaros en el páramo?

Sin embargo, al cabo de unosinstantes todo pensamiento y comentariosobre mi padre se esfumó de la cabezade aquellos patanes. Mi tío cantó otracanción, una canción para bailar. Nadiebailaba en esta casa, estaban demasiadocansados después de trabajar, y lasmujeres semiciegas mientras seguíanremendando la ropa que yacía en unmontón en su regazo. Pero la música losanimó y uno de ellos, un chico másjoven que yo cuando me morí, mi

hermanito, dijo en voz baja una plegariapor mi padre, rogando al Señor que mipadre no se helara esta noche, como lehabía ocurrido tantas veces, al caerseborracho sobre la nieve.

—Haz que regrese a casa —musitóel niño.

De pronto oí decir a Marius a misespaldas, con el fin de calmarme y ponerlas cosas en orden:

—Sí, todo indica que es cierto. Tupadre vive.

Antes de que pudiera detenerme,me dirigí hacia la entrada y abrí lapuerta. Fue una barbaridad, unaimprudencia, debí pedirle permiso aMarius, pero siempre fui, como te hedicho, un discípulo rebelde. Tenía que

hacerlo.Una ráfaga de aire invadió la casa.

Las figuras sentadas al amor de lalumbre se estremecieron y searrebujaron en sus prendas de piel. Elaire atizó el fuego que ardía en la estufade piedra, haciendo que las llamas seencabritaran.

Yo sabía que debía quitarme elsombrero, que en este caso consistía enla capucha de mi capa, y que debíaacercarme al rincón de los iconos ysantiguarme, pero no lo hice.

De hecho, para ocultarme, meenfundé la capucha al tiempo quecerraba la puerta. Me apoyé contra ellay sostuve la capa frente a mi boca, deforma que sólo se veían mis ojos y un

mechón de pelo cobrizo.—¿Por qué se ha aficionado Iván a

la bebida? —pregunté, recordando lavieja lengua rusa—. Iván era el hombremás fuerte de esta población. ¿Dóndeestá?

Todos me miraron con recelo,indignados por aquella intromisión. Elfuego que ardía en la estufa crepitaba ydanzaba saturado de aire fresco. Elrincón de los iconos semejaba un grupode llamas perfectas y radiantes, con susbrillantes imágenes y velas dispuestas alazar, un fuego de una naturaleza distintay eterna. El rostro de Cristo apareciócon toda claridad a la luz oscilante delas velas, con los ojos clavados en mí.

Mi tío se levantó y depositó el arpa

en manos de un chico joven que noreconocí. Vi en las sombras a unos niñosincorporados en sus lechos, abrigadoscon gruesos cobertores. Vi cómo meobservaban con sus ojos relucientes. Losotros, instalados frente al fuego, hicieroncausa común y se encararon conmigo.

Vi a mi madre, ajada y triste comosi hubieran transcurrido siglos desdeque yo me había marchado de su lado,una anciana achacosa sentada en unrincón, con las manos crispadas sobre lamanta que le cubría las rodillas. Laobservé detenidamente, tratando dedescifrar la causa de su deterioro.Desdentada, decrépita, con las manosagrietadas y relucientes de tantotrabajar, parecía una mujer que se

dirigía a pasos agigantados hacia lamuerte.

Se agolpó en mi mente un cúmulode pensamientos y palabras.

Ángel, demonio, visitante nocturno,terror de las tinieblas, ¿qué eres? Losotros alzaron las manosapresuradamente para hacer la señal dela cruz. Pero los pensamientos acudieronprestos y diáfanos en respuesta a mipregunta.

¿Quién no sabe que Iván el Cazadorse ha convertido en Ivan el Penitente,Iván el Borracho, Iván el Loco, debido aaquel fatídico día en el páramo cuandono logró impedir que los tártarosraptaran a su amado hijo Andrei?

Cerré los ojos. ¡Lo que le había

ocurrido a mi padre era peor que lamuerte! Yo no había imaginado, no mehabía atrevido a pensar que estuvieravivo, no lo quería lo suficiente paraconfiar en que hubiera sobrevivido, nisiquiera había pensado en qué habíasido de él. En Venecia abundaban losestablecimientos donde podía escribirleuna carta, una carta que los grandesmercaderes venecianos habrían llevadoa un puerto desde donde habría viajadopor los caminos por los quetransportaban el correo, que el Khanhabía mandado construir.

Yo lo sabía, el joven y egoístaAndrei lo sabía, conocía los detallesque podían sellar el pasado de formaque pudiera olvidarlo. Pude haber

escrito:Querida familia:Estoy vivo y me siento satisfecho,

pero no puedo regresar acasa. Envío un dinero para mis

hermanos, mis hermanas y mi madre.Pero en realidad, yo no lo sabía. El

pasado constituía un caos que no dejabade atormentarme. Cada vez que aparecíaen mi mente una de esas vividasimágenes, me sumía en una torturainenarrable.

Mi tío se plantó ante mí. Era tanalto y corpulento como mi padre. Ibabien vestido, con un jubón de cueroceñido con un cinturón y unas botas defieltro. Me observó con calma yexpresión severa.

—¿Quién eres y por qué irrumpesde esta forma en nuestra casa? —preguntó—. ¿Quién es este príncipe queestá ante mí? ¿Nos traes acaso unmensaje? Si es así, te perdonaremos porhaber partido la cerradura de nuestrapuerta.

Respiré hondo. No tenía máspreguntas. Sabía que podía hallar a Ivánel Borracho. Que estaba en la tabernacon los pescadores y los tratantes enpieles, pues ése era el único localcerrado que amaba casi tanto como suhogar.

Con la mano me palpé el cinturónen busca del talego que siempre llevabasujeto a él, lo arranqué y se lo entreguéal hombre. Él lo contempló perplejo.

Luego miró ofendido y retrocedió unpaso.

De golpe tuve la impresión de queaquel hombre se había convertido enparte de una imagen nítida ypormenorizada de aquella casa. Vi lacasa. Vi los muebles tallados a mano, elorgullo de la familia que los habíaconstruido, las cruces y los candelabrosde numerosos brazos tallados a mano. Vilos símbolos pintados en los marcos demadera de las puertas, y las baldassobre las que estaban dispuestos losdecorativos potes, cazos y cuencos deconfección casera.

Vi el orgullo de esa gente, de todala familia, de las mujeres que seufanaban de sus bordados y la habilidad

con que remendaban la ropa, y recordécon una sensación plácida yreconfortante la estabilidad y el calor desu vida cotidiana.

Sin embargo, era triste,espantosamente triste, comparado con elmundo que yo conocía.

Me acerqué a ese hombre y leofrecí de nuevo el talego.

—Te ruego que lo aceptes como unfavor hacia mí, para permitir que salvemi alma —dije, disimulando la voz y sinmostrar mi rostro—. Es de tu sobrinoAndrei. Está muy lejos, en el país al quele llevaron los tratantes de esclavos.Jamás regresará a casa. Pero está bien ydesea compartir con su familia una partede lo que posee. Me ha pedido que le

informe quién de vosotros vive y quiénha muerto. Si no te entrego este dinero, ysi tú no lo aceptas, cuando muera iré alinfierno.

Mis palabras no obtuvieron unarespuesta verbal, pero sus mentes metransmitieron lo que yo deseaba. Habíaconseguido averiguarlo todo. Sí, Ivánestaba vivo, y ahora, este extraño, lesdecía que Andrei también estaba vivo.Iván lloraba un hijo que no sólo vivíasino que había prosperado. La vida esuna tragedia, se mire como se mire. Laúnica certeza es que todos moriremos.

—Te lo suplico —insistí.Mi tío tomó el talego, pero no sin

cierta reticencia. Estaba lleno deducados de oro, que les permitiría

adquirir lo que necesitaran.Solté la esquina de la capa con la

que me cubría el rostro, me quité elguante izquierdo y luego los anillos quelucía en cada dedo de mi manoizquierda. Ópalos, ónices, amatistas,topacios, turquesas. Avancé entre elhombre y los jóvenes hasta un rincónsituado al otro lado de la estufa ydeposité las alhajas en el regazo de laanciana que había sido mi madre. Ellaalzó la vista y me miró.

Deduje que dentro de unos instantesmi madre me reconocería. Me apresuréa cubrirme el rostro de nuevo, pero conla mano izquierda extraje el cuchillo demi cinturón. Era una Misericorde, unapequeña daga que los guerreros llevan

consigo al campo de batalla pararematar a sus víctimas malheridas queagonizan. Era un objeto decorativo, másbien un complemento que un arma; suempuñadura de oro estaba cubierta deunas perlas perfectas.

—Es para ti —dije—. Para lamadre de Andrei, a quien le encantabasu collar de perlas de río. Acéptalo porla salvación del alma de Andrei. —Trasestas palabras deposité la daga a lospies de mi madre.

Luego hice una profundareverencia, casi rozando el suelo con lacabeza, y me fui sin mirar atrás,cerrando la puerta a mis espaldas, peropermanecí lo suficientemente cerca paraoírles levantarse de un salto y

apresurarse a contemplar los anillos y ladaga, y algunos para examinar lacerradura de la puerta.

Durante unos instantes experimentéuna intensa emoción, pero nada meimpediría hacer lo que debía hacer. Nome dirigía hacia Marius, pues habríasido una grosería pedirle que meapoyara o que aprobara mi decisión.Eché a caminar por la calle cubierta debarro y nieve hacia la taberna máscercana al río, donde supuse quehallaría a mi padre.

De niño había entrado pocas vecesen ese lugar, y sólo para llevarme a mipadre a casa. Apenas lo recordaba,salvo como un lugar donde se reuníanunos extraños para beber y blasfemar.

Era un edificio alto y alargado,construido con unos troncos toscos comomi casa, con una argamasa de barro, ylas inevitables grietas y orificios por losque se colaba el aire helado. Tenía untecho muy alto, de unos seis pisos paracompensar el peso de la nieve, y de losaleros pendían unos carámbanos, aligual que en mi casa.

Me maravillaba de que la gentepudiera vivir así, que este frío no losanimara a construir unas viviendas másrecias y duraderas. Pero en este lugarsiempre había ocurrido lo mismo: elinvierno feroz arrebataba a los pobres, alos enfermos y a los atribulados buenaparte de lo que poseían, y las brevesestaciones de primavera y el verano

apenas les daban nada, pero al final laresignación de estas gentes se convertíaen su mayor virtud.

Quizás estuviera equivocado enmis apreciaciones, y quizá meequivocaba ahora. Lo importante es queera un lugar desolado, y aunque no erafeo, pues la madera y el barro y la nievey la tristeza no son necesariamente feos,era un lugar desprovisto de belleza, aexcepción de los iconos y acaso laslejanas siluetas de las airosas cúpulasde Santa Sofía en lo alto de la colina,que se recortaban sobre el cielotachonado de estrellas. Y eso nobastaba.

Al entrar en la taberna, calculé quehabía unos veinte hombres, los cuales

charlaban entre sí con una camaraderíaque me sorprendió, dada la naturalezaespartana del lugar, que era poco másque un refugio contra la noche que losmantenía sanos y salvos en torno alfuego. Allí no había iconos parareconfortarlos, pero algunos cantaban, yestaba el inevitable arpista que pulsabalas cuerdas de su humilde instrumento, yotro hombre que tocaba una pequeñagaita.

Había muchas mesas, algunascubiertas con un mantel de lino y otrasdesnudas, en torno a las cuales sehallaban sentados los parroquianos.Algunos eran extranjeros, tal como yorecordaba. Tres italianos, segúncomprobé al oírlos hablar, genoveses

para más información. Pero dos de esoshombres habían acudido atraídos por elcomercio fluvial, lo que me dio aentender que Kíev se había convertidoen una ciudad pujante.

Detrás del mostrador habíanumerosos toneles de cerveza y vino,que el tabernero vendía en copas. Vimuchas frascas de vino italiano, sinduda costoso, y unas cajas de jerezespañol.

A fin de no llamar la atención,atravesé el local y me dirigí hacia unoscuro rincón situado a la izquierda,confiando en que nadie se fijara en unviajero europeo ataviado con elegantesropas, puesto que si de algo andabansobrados en Rusia era de pieles.

Estos hombres estaban demasiadoebrios para fijarse en mí. El tabernerofingió mostrarse interesado en el nuevocliente que acababa de entrar en suestablecimiento, pero al poco rato apoyóde nuevo la cabeza en la palma de lamano y se puso a roncar. La músicacontinuó sonando, otra vieja leyendarusa, pero mucho menos alegre que laque había cantado mi tío en casa, porquetuve la impresión de que el músicoestaba muy cansado.

Entonces vi a mi padre. Yacía bocaarriba, cuan largo era, sobre un tosco ygrasiento banco, vestido con su jubón decuero y envuelto en su gruesa capa depiel, cuidadosamente doblada sobre sucuerpo, como si los otros le hubieran

tapado para que no se resfriara al perderel conocimiento. Su capa era de piel deoso, lo cual indicaba que mi padre eraun hombre rico.

Emitía unos estentóreos ronquidosy apestaba a licor. Estaba sumido en unsueño etílico tan profundo que, cuandome arrodillé junto a él y contemplé surostro, no se despertó.

Tenía las mejillas más enjutasaunque sonrosadas, pero mostraba unaspecto demacrado, y su bigote y largabarba estaban salpicados de canas. Mepareció que había perdido bastante peloen las sienes, y que su frente aparecíamás despejada, pero quizá me engañara.La piel en torno a sus ojos estabaarrugada y oscura. No alcancé a ver sus

manos, pues las tenía ocultas debajo dela capa, pero observé que seguía siendoun hombre fuerte, de complexiónatlética, y que su afición a la bebida aúnno le había destruido.

De pronto tuve una turbadorasensación de su vitalidad; percibí elolor de su sangre y su vigor, como si mehubiera topado con una posible víctima.Borré esos pensamientos de mi mente yle miré con afecto, alegrándomesinceramente de que estuviera vivo. Mipadre había escapado con vida de aquelencuentro en el páramo con los tártaros,quienes parecían los mismos heraldosde la muerte.

Acerqué un taburete para sentarmeun rato junto a mi padre y observar su

rostro. No me había vuelto a poner elguante izquierdo.

Apoyé mi mano fría sobre su frente,ligeramente, pues no deseaba tomarmeexcesivas confianzas, y mi padre abriólos ojos lentamente. Tenía los ojosvidriosos e inyectados en sangre, perotan relucientes como de costumbre. Memiró suavemente y en silencio duranteun rato, como si no tuviera motivos paramoverse, como si yo fuera una visiónque se le había aparecido en sueños.

Noté que la capucha de mi capa sedeslizaba hacia atrás, pero no hice elmenor ademán para impedirlo. Yo noveía lo que veía mi padre, pero sabíaquién era: su hijo, con el rostro rasuradoy desprovisto de vello, como había

tenido su hijo cuando este hombre vivíacon él y le veía a diario, y una caballeracastaña y ondulada salpicada de nieve.

Al otro lado de la taberna, loscuerpos de los hombres constituían unasmeras siluetas que se recortaban sobreel inmenso resplandor del fuego; algunoscharlaban y otros cantaban. Y el vinocorría a raudales.

Nada se interponía entre mí y estemomento, entre mí y este hombre quehabía tratado de abatir a los tártaros,que había disparado una flecha tras otracontra sus enemigos mientras las flechasde éstos llovían sobre él sin lograrherirle.

—No te hirieron —murmuré—. Tequiero y ahora comprendo lo fuerte que

eras. —¿Era audible mi voz?Mi padre pestañeó y me miró al

tiempo que se pasaba la lengua por loslabios. Sus labios, de un vivo colorcoral, relucían entre su frondoso bigotey su poblada barba.

—Me hirieron —respondió convoz queda pero no débil—. Mealcanzaron en dos ocasiones, en el brazoy en el hombro. Pero no consiguieronmatarme, y se llevaron a Andrei. Yo caídel caballo pero me levanté. No mehirieron en las piernas. Eché a corrertras ellos sin cesar de disparar. Teníauna maldita flecha clavada aquí, en elhombro.

Sacó la mano de debajo de la capade piel y la apoyó en la curva oscura de

su hombro derecho.—No cesé de disparar contra ellos.

No noté que me habían herido. Luego losvi alejarse. Se llevaron al niño. No sé siestaba vivo. Lo ignoro. No creo que sehubieran molestado en llevárselo dehaber estado muerto. No dejaban dedisparar sus flechas. Caía una lluvia deflechas del cielo. Eran unos cincuentahombres. Mataron a todos misacompañantes. Les advertí que nodejaran de disparar, ni por un instante,que no se amilanaran, que no cesaran dedisparar contra aquellos salvajes, y quecuando se les acabaran las flechasdesenvainaran la espada y fueran a porellos, que se lanzaran a galope con lacabeza pegada a la de su montura y los

atacaran. Quizá hicieron lo que les dije.No lo sé.

Mi padre entornó los párpados ymiró a su alrededor. Deseabaincorporarse. Luego me miró y dijo:

—Dame un trago. Invítame a unacopa de buen vino. El tabernero tienejerez español. Cómprame una botella dejerez. Maldita sea, en los viejos tiemposesperaba a los comerciantes junto al río,y nunca tuve que pedirles que meinvitaran a una copa. Cómprame unabotella de jerez. Se nota que eres rico.

—¿Sabes quién soy? —pregunté.Mi padre me miró confundido. Ni

siquiera se le había ocurrido pensar enello.

—Vienes del castillo. Hablas con

acento lituano. Me tiene sin cuidadoquién seas. Cómprame una botella devino.

—¿Con acento lituano? —preguntésuavemente—. ¡Qué horror! Creo quehablo con acento veneciano, de lo cualme avergüenzo.

—¿Veneciano? No tienes por quéavergonzarte. Hicieron cuanto pudieronpor salvar Constantinopla. Todo se haido al carajo. El mundo terminará enllamas. Anda, cómprame una botella dejerez antes de que el tabernero las vendatodas.

Me levanté. Mientras pensaba en sillevaba dinero, apareció la figura oscuray silenciosa del maestro, el cual meentregó una botella de jerez español,

descorchada y lista para que mi padre laapurara. Suspiré. El olor no me decíanada, pero sabía que era un excelentejerez, lo que mi padre me había pedido.

A todo esto mi padre se habíasentado en el banco, con los ojosclavados en la botella que yo sostenía.Alargó la mano para tomar y se puso abeber con la misma avidez con la que yobebo la sangre de mis víctimas.

—Mírame bien —dije.—Este rincón está muy oscuro,

idiota —replicó mi padre—. ¿Cómoquieres que vea quién eres? Hummm,qué bueno es este jerez. Gracias.

De pronto se detuvo con la botellaa escasos centímetros de sus labios. Fueun gesto extraño, como si estuviera en el

bosque y acabara de ver a un oso o aotra fiera a punto de atacarlo. Mi padrese quedó inmóvil, sosteniendo la botellaen la mano, moviendo tan sólo los ojosal tiempo que me contemplaba de arribaabajo.

—Andrei —murmuró.—Estoy vivo, padre —dije

suavemente—. No me mataron. Mellevaron como botín y me vendieroncomo esclavo. Me llevaron en un barcoal sur y luego al norte, a la ciudad deVenecia, que es donde vivo ahora.

Los ojos de mi padre reflejabanuna hermosa serenidad. Estabademasiado borracho para rebelarse opara estallar de júbilo ante la sorpresa.La verdad se le reveló poco a poco,

cautivándolo; él asimiló todas susramificaciones: que yo no había sufrido,que era rico, que gozaba de buena salud.

—Yo estaba perdido, señor —expliqué en un suave susurro que sólo élpodía oír—. Estaba perdido, sí, pero mehalló un hombre bondadoso, que medevolvió la tranquilidad, y no he vueltoa sufrir desde entonces. He hecho unlargo viaje para decirte esto, padre. Nosabía que estabas vivo. No podíasoñarlo siquiera. Creí que habías muertoaquel día en que el mundo murió paramí. Y ahora he venido para decirte queno debes preocuparte nunca más por mí.

—Andrei —murmuró mi padre,pero su rostro no acusó cambio alguno,sólo un plácido asombro. Mi padre me

miró fijamente, sosteniendo la botellasobre las rodillas con ambas manos, sufornida espalda erecta, su cabello rojo ycano más largo de lo que yo recordabahaberlo visto nunca, fundiéndose con lapiel que adornaba su capa.

Era un hombre hermoso, muyhermoso. Yo necesitaba los ojos de unmonstruo para percatarme de ello.Necesitaba la vista de un demonio paraapreciar la fuerza que había en sus ojosjunto con la potencia de su corpulentafigura. Sólo los ojos inyectados ensangre delataban su debilidad.

—Debes olvidarme, padre —repuse—. Olvídame, como si los monjesme hubieran enviado al extranjero. Perorecuerda esto: gracias a ti jamás me

enterrarán en las fosas de barro delmonasterio. Quizá me ocurran otrasdesgracias, pero no sufriré esa suerte.Gracias a ti, por haberte opuesto, porhaberte presentado aquel día y exigirque te acompañara a cazar, que mecomportara como hijo tuyo que era.

Me volví para marcharme. Mipadre se levantó apresuradamente,sosteniendo la botella por el cuello conla mano izquierda, y me sujetó por lamuñeca con la derecha. Luego me atrajohacia él, como si yo fuera un simplemortal, con su proverbial fuerza, yoprimió los labios sobre mi coronilla.

¡Señor, no dejes que se percate!¡No dejes que intuya el cambio que heexperimentado! Yo estaba desesperado.

Cerré los ojos.Pero yo era joven, y no tan duro ni

frío como mi maestro, ni mucho menos.Y mi padre sólo sintió la suavidad de mipelo, y quizás una suavidad gélida comoel invierno en mi piel.

—¡Andrei, hijo mío, mi adorado yextraordinario hijo!

Me volví y le abracé con fuerzacon el brazo izquierdo. Le besé en lacabeza de una forma que jamás habríahecho de niño. Lo estreché contra micorazón.

—No bebas más, padre —lesusurré al oído—. Levántate ycompórtate como el cazador que hassido siempre. Sé tu mismo, padre.

—Nadie me creerá jamás, Andrei.

—¿Y quiénes son ellos para decirteeso si vuelves a ser el que siempre hassido, padre?

Ambos nos miramos a los ojos. Yomantuve la boca bien cerrada paraimpedir que mi padre viera los afiladosincisivos que me había procurado lasangre vampírica, unos dientesdiminutos y malévolos que un hombretan perspicaz como él, un cazador nato,vería sin duda.

Sin embargo, él no buscaba esedefecto en mí. Ansiaba sólo amor, yamor fue lo que nos dimos mutuamente.

—Debo irme, no tengo másremedio —dije—. He robado unosmomentos para venir a verte. Dile amadre que fui yo quien se presentó hace

un rato en la casa, que fui yo quien le dilas sortijas y a tu hermano el talego demonedas.

Me separé de mi padre y me sentéen el banco junto a él, quien habíaapoyado los pies en el suelo dispuesto alevantarse. Me quité el guante derecho yobservé los siete u ocho anillos quellevaba, todos ellos de oro o plataengarzados con piedras preciosas.Luego me los quité uno tras otro y losdeposité en su mano. Qué suave ycaliente tenía mi padre la mano, qué rojay palpitante.

—Tómalos porque yo tengoinfinidad de anillos. Te escribiré y teenviaré más, para que no tengas quehacer nada que no desees hacer, tan sólo

pasear a caballo, cazar y contar historiasjunto al fuego. Cómprate una buena arpacon estos anillos. Cómprales unos librosa los pequeños, o lo que te apetezca.

—No quiero esto; te quiero a ti.—Y yo te quiero a ti, padre, pero

este pequeño poder es cuanto tenemos.Le aferré la cabeza con ambas

manos, demostrando mi fuerza, quizásimprudentemente, obligándole apermanecer inmóvil mientras le besaba.Luego le di un largo y cálido abrazo yme levanté.

Salí de la habitación tanrepentinamente que mi padre sólo debióde ver que la puerta se cerraba.

Nevaba. Vi a mi maestro a pocosmetros y, tras reunirme con él, echamos

a andar colina arriba. No quería que mipadre saliera de la taberna y me viera.Deseaba alejarme de allí cuanto antes.

Cuando me disponía a rogar aMarius que abandonáramos Kíev a lavelocidad de los vampiros, vi una figuraque se dirigía apresuradamente hacianosotros. Era una mujer menuda,envuelta en una capa de lana ribeteadade piel que arrastraba por la nieve.Sostenía en los brazos un objetoreluciente.

Me paré en seco, mientras mimaestro aguardaba pacientemente. Erami madre que había venido a verme. Erami madre que se dirigía hacia la tabernaportando el icono, vuelto hacia mí, delCristo de expresión hosca, el que yo

había contemplado durante largo rato através de la rendija del muro de la casa.

Miré pasmado a mi madre. Ellaalzó el icono y me lo ofreció.

—Andrei —musitó.—Guárdalo, madre —repuse—.

Guárdalo para los pequeños. —Laestreché entre mis brazos y la besé. Quéaspecto tan avejentado y estropeadotenía. Se debía a los numerosos partos,que le habían minado las fuerzas, paraluego enterrar a las criaturas en unaspequeñas fosas en el suelo. Pensé en loshijos que había perdido mi madredurante mi adolescencia, y en los quehabían muerto antes de nacer yo. Ellalos llamaba sus ángeles, sus bebés, unascriaturas demasiado pequeñas para

sobrevivir.—Guárdalo para la familia —

insistí.—Como quieras, Andrei —

respondió mi madre. Me miró con susojos pálidos y llenos de dolor. Vi que semoría. De pronto comprendí que no sóloestaba estropeada debido a su avanzadaedad, ni a los numerosos partos. Mimadre padecía una enfermedad que laconsumía por dentro. Al mirarla sentíterror, terror por el resto de losmortales. Era una enfermedad propia dela época, común e inevitable.

—Adiós, ángel mío —me despedí.—Adiós, querido ángel —repuso

mi madre—. Siento una gran alegría enel corazón y en el alma al verte

convertido en un noble príncipe, perodime, ¿aún te santiguas como es debido?Muéstramelo.

Qué desesperación había en su voz.Mi madre deseaba saber si yo habíaconseguido esos privilegiosconvirtiéndome a la fe de Occidente.Ése era el significado de su pregunta.

—Me pones una prueba muysencilla, madre —respondí. Me santigüéa nuestro estilo, al estilo oriental,tocándome el hombro derecho antes queel izquierdo. Luego sonreí.

Ella asintió y extrajo un objeto delinterior de su capa de lana, soltándolosólo después de haberlo depositado enmi mano. Era un huevo de Pascuapintado de un intenso color rubí.

Era un huevo exquisitamentedecorado. Estaba rodeado por unaslargas cintas amarillas, y en el centrocreado por las cintas aparecía pintadauna rosa roja perfecta o estrella de ochopuntas.

Después de contemplarlo unosinstantes miré a mi madre y asentí.Saqué un pañuelo de fino hilo flamenco,envolví el huevo con cuidado en él yguardé el paquetito entre los pliegues demi camisa debajo de la chaqueta y lacapa.

Me incliné y besé a mi madre en susuave y seca mejilla.

—Madre, eres la alegría que aliviamis tristezas —dije—. Eso es lo querepresentas para mí.

—Mi dulce Andrei —musitó ella—. Ve con Dios.

Luego miró el icono. Deseaba queyo lo viera. Lo volvió hacia mí para queyo contemplara el resplandeciente rostrodorado de Dios, impasible y hermosocomo el día en que lo había pintado paraella. Pero no lo había pintado para ella.No, era el icono que yo portaba el día enque había partido con mi padre y losotros hacia el páramo.

¡Ah, qué maravilla que mi padrehubiera conseguido rescatarlo deaquella escena de muerte, dedestrucción! Pero ¿por qué no iba aconseguirlo? Era una proeza digna de unhombre como mi padre.

La nieve cayó sobre el icono

pintado, sobre el rostro solemne deNuestro Salvador, que había cobradovida bajo mi febril pincel como por artede magia, un rostro cuyos labiosapretados y suaves y ceño levementearrugado significaba amor. Cristo, miSeñor, presentaba una expresión aúnmás adusta en los mosaicos de SanMarcos. Pero Cristo, mi Señor, pintadoal estilo que fuere y con el aspecto quefuere, rebosaba amor hacia sus hijos.

La nieve caía en gruesos copos yparecía derretirse tan pronto comotocaba el rostro de Nuestro Señor.

Temí por ese frágil panel demadera, por esa reluciente imagenlacada, destinada a resplandecer durantetoda la eternidad. Mi madre también

pensó en ello, y se apresuró a ocultar elicono bajo su capa para protegerlo de lahumedad de la nieve.

Jamás volví a verlo.¿Es preciso a estas alturas que

alguien me pregunte qué significa paramí un icono? ¿Es preciso que alguien mepregunte por qué, cuando vi el rostro deDios grabado en el velo de la Verónica,cuando Dora sostuvo ante mí ese veloque el mismo Lestat había traído deJerusalén y de la hora de la pasión deCristo, desafiando las llamas delinfierno, caí de rodillas y exclamé: «¿Eséste el Señor?»

11El viaje desde Kíev se me antojó

un viaje hacia delante en el tiempo,

hacia el lugar al que yo pertenecía.A mi regreso, toda Venecia parecía

compartir el resplandor de la cámararevestida de oro en la que yo habíacreado mi sepultura. Deslumbrado, pasélas noches deambulando por la ciudad,con o sin Marius, aspirando el airefresco del Adriático y recorriendo lasespléndidas mansiones y palaciosgubernamentales a los que me habíaacostumbrado durante los últimos años.

Los oficios religiosos vespertinosme atraían como la miel atrae a lasmoscas. Absorbí con avidez la músicade los coros, los cánticos de lossacerdotes y sobre todo la actitudgozosa y sensual de los fieles como sifuera un bálsamo para las partes de mi

ser que el regreso al Monasterio de lasCuevas había dejado en carne viva.

Sin embargo, en mi fuero internoreservaba una tenaz y ardiente llama derespeto por los monjes rusos delMonasterio de las Cuevas. Tras habervislumbrado unas palabras del santohermano Isaac, caminé por aquel lugarimbuido de la memoria viviente de susenseñanzas: el hermano Isaac, profundocreyente en Dios, un eremita, unvisionario de espíritus, la víctima deldiablo y posteriormente su conquistadoren nombre de Jesucristo.

Yo poseía un alma religiosa, deello no cabía duda alguna, y me habíansido dadas dos modalidades depensamiento religioso; y ahora, al

rendirme a una guerra entre esas dosmodalidades, había entablado unabatalla conmigo mismo, pues aunque notenía la menor intención de renunciar alos lujos y las glorias de Venecia, larutilante belleza de las lecciones de FraAngélico y los pasmosos y espléndidoslogros de sus seguidores, los cualeshabían creado una belleza sin par enaras de Cristo, beatifiqué en silencio alperdedor de mi batalla, el bendito Isaac,quien, en mi mente pueril, imaginé quehabía seguido el auténtico camino delSeñor.

Marius estaba al tanto de mibatalla, sabía el influjo que Kíev ejercíasobre mí, y sabía la importancia crucialque esto suponía para mí. Comprendía

mejor que nadie que cada ser pelea consus ángeles y demonios, que cada sersucumbe a unos valores esenciales, a untema, por así decir, inseparable delhecho de vivir una existencia como esdebido.

Para nosotros, la vida eravampírica, pero era vida en todos losaspectos: una vida sensual, carnal. Nome ofrecía el medio de escapar de lascompulsiones y obsesiones que habíasentido como un joven mortal. Antesbien, esas compulsiones y obsesiones sehabían magnificado.

Al cabo de un mes de mi regreso,comprendí que había sentado el tono demi actitud hacia el mundo que merodeaba. Me deleitaría con la lujuriante

belleza de la pintura, la música y laarquitectura italianas, sí, pero lo haríacon el fervor de un santo ruso.Transformaría todas las experienciassensuales en bondad y pureza.

Aprendería, aumentaría misconocimientos, intensificaría micompasión por los mortales que merodeaban, y no cejaría nunca depresionar a mi alma para que alcanzaralo que yo consideraba bondad.

La bondad consistía ante todo enamabilidad, gentileza. Significaba nodesperdiciar nada. Significaba pintar,leer, estudiar, escuchar, incluso rezar,aunque no estaba seguro de a quién, yaprovechar cada oportunidad paramostrarme generoso con los mortales a

los que no mataba.En cuanto a los mortales que

mataría, me propuse hacerlo conmisericordiosa rapidez, convertirme enun auténtico maestro de la misericordia,sin causarles jamás dolor ni confusión,atrayendo a mis víctimas por medio delencanto inducido por mi voz melosa y laprofundidad que ofrecían mis ojos paradirigir miradas lánguidas, o por mediode un poder que al parecer poseía y eracapaz de utilizar, el poder de introducirmi mente en la del desdichado eimpotente mortal y ayudarle a crear unasimágenes consoladoras a fin de que lamuerte se convirtiera en el destello deuna llama de éxtasis, y luego un silenciodulcísimo.

Asimismo, me propuse gozar de lasangre, profundizar en la sensación queme producía, más allá de la turbulentanecesidad de mi sed, con el fin desaborear este líquido vital que sustraía amí víctima, y sentir plenamente lo queéste contenía y portaba a su últimodestino, el destino del alma mortal.

Mis lecciones con Marius seinterrumpieron durante un tiempo, peroun día él me comunicó suavemente quedebía reanudar mis estudios, quedeseaba que hiciéramos muchasactividades juntos.

—Yo sigo mi propio plan deestudios —repliqué—. Sabes que no hepermanecido ocioso durante mis paseospor la ciudad, que mi mente está tan

ávida de asimilar conocimientos yexperiencias como mi cuerpo. Lo sabesperfectamente. De modo que déjametranquilo.

—De acuerdo, pequeño maestro —respondió Marius con tono afable—,pero debes regresar a la escuela que hecreado para ti. Hay muchas cosas quedebes aprender.

Yo le di largas durante cinconoches. A la sexta, hacia media noche,mientras dormía en su lecho tras haberpasado la velada en la Plaza de SanMarcos donde se había celebrado unalegre festival, escuchando a losmúsicos y admirando a lossaltimbanquis, me sobresalté al sentir ungolpe de su látigo sobre mis

pantorrillas.—Despiértate, jovencito —dijo

Marius.Me volví y alcé la vista, asustado.

Marius se hallaba de pie junto a mí,sosteniendo el largo látigo, con losbrazos cruzados. Lucía una larga túnicacolor púrpura ceñida a la cintura y elcabello recogido en la nuca.

Yo me volví de espaldas. Supuseque Marius me había propinado unlatigazo para intimidarme y que, alcomprobar que no lo había logrado, medejaría tranquilo. Pero Marius volvió aasestarme un azote con el látigo, seguidopor una lluvia de feroces latigazos.

Sentí esos azotes como jamás loshabía sentido cuando era mortal. Yo era

más fuerte, más resistente a ellos, perodurante una fracción de segundo cadalatigazo traspasó mi guardiasobrenatural, provocándome un diminutoy exquisito estallido de dolor.

Yo estaba furioso. Traté delevantarme de la cama, dispuesto agolpear a Marius por tratarme de esaforma. Pero él apoyó una rodilla sobremi espalda y siguió azotándome hastaque grité de dolor.

Entonces Marius se incorporó altiempo que me alzaba por el cuello de lacamisa. Yo temblaba de ira y confusión.

—¿Quieres más? —preguntó.—No lo sé —respondí,

soltándome, lo cual él permitió con unapequeña sonrisa—. ¡Tal vez sí! ¡Tan

pronto te muestras profundamentepreocupado por mi corazón como metratas como si fuera un colegial! ¡No hayquién te entienda!

—Has tenido tiempo suficientepara llorar y para evaluar todo lo quehas recibido —replicó Marius—. Eshora de que te pongas de nuevo aestudiar. Siéntate ante el escritorio ydisponte a escribir. ¿O quieres otratanda de azotes?

—No permitiré que me trates deesta forma —protesté airadamente—.No hay ninguna necesidad. ¿Qué quieresque escriba? He escrito volúmenes enmi corazón. Crees que puedes obligarmea encajar en el monótono molde de undiscípulo obediente, crees que es lo

indicado para descifrar lospensamientos cataclísmicos que measaltan, crees que...

Marius me propinó un bofetón queme dejó aturdido. Cuando se me aclaróla vista, le miré a los ojos.

—Deseo que me prestes atención.Deseo que abandones tu actitudmeditabunda. Siéntate ante el escritorioy escribe un resumen de lo que el viaje aRusia ha supuesto para ti, y lo que vesahora aquí que antes no veías. Utiliza tusmejores sonrisas y metáforas y escríbelode forma concisa, pulcra y rápida.

—Qué tácticas tan groseras —mascullé. Pero me dolía todo el cuerpodebido a los latigazos. Era un dolordistinto del que siente un cuerpo mortal,

pero era desagradable y odiaba sentirlo.Me senté ante el escritorio. Iba a

escribir algo hiriente como: «Hecomprobado que soy el esclavo de untirano.» Pero cuando levanté los ojos yle vi de pie ante mí, sosteniendo ellátigo, cambié de parecer.

Él sabía que era el momento idealpara besarme, y me besó. Yo me dicuenta de que había alzado el rostropara que me besara antes de que élagachara la cabeza. Lo cual no ledetuvo.

Sentí una inmensa dicha alclaudicar ante él. Le rodeé los hombroscon un brazo.

Al cabo de unos momentos, Mariusse apartó y yo me puse a escribir una

frase tras otra, describiendo lo que heexplicado antes. Escribí sobre la batallaque se libraba en mi interior entre locarnal y lo ascético; escribí que mi almarusa pretendía alcanzar el grado mássublime de exaltación. Lo había halladoal pintar el icono, el cual, debido a subelleza, había satisfecho mi necesidadde lo sensual.

Mientras escribía, comprendí porprimera vez que el antiguo estilo ruso, elantiguo estilo bizantino, encarnaba unalucha entre lo sensual y lo ascético: lasfiguras contenidas, aplanadas,disciplinadas, rodeadas de una orgía decolor que deleitaba la vista al tiempoque representaba la negación de lossentidos.

Mientras yo escribía, Marius salióde la alcoba. Reparé en ello, pero no meimportó. Estaba enfrascado en mi tarea,y poco a poco dejé de analizar las cosasy empecé a relatar una vieja historia:

En los viejos tiempos, cuando losrusos no conocían a Jesucristo, el granpríncipe Vladimir de Kíev (en aquellaépoca Kíev era una espléndida ciudad)envió a unos emisarios a estudiar lastres religiones del Señor: la religiónmusulmana, que a esos hombres lespareció delirante y repulsiva; la religióndel papa de Roma, en la que esoshombres no hallaron gloria alguna; y elcristianismo de Bizancio. En la ciudadde Constantinopla los rusos pudieroncontemplar las magníficas iglesias en las

que los griegos católicos adoraban a suDios, unos edificios tan hermosos quelos emisarios de Vladimir no sabían sise hallaban en el cielo o si seguían en laTierra. Los rusos jamás habíancontemplado nada tan esplendoroso;estaban convencidos de que Dioshabitaba entre los hombres en la religiónde Constantinopla, y Rusia abrazó lareligión del cristianismo. Por tanto, fuela belleza la que dio origen a nuestraIglesia rusa.

Antiguamente, los hombreshallaban en Kíev lo que Vladimir habíatratado de recrear, pero ahora que Kíevse ha convertido en una ruina y losturcos se han apoderado de Santa Sofíade Constantinopla, es preciso venir a

Venecia para contemplar la granTheotokos, la virgen madre de Dios, ysu hijo el Pantokrator, el creador divinode todas las cosas. En Venecia hehallado, en los resplandecientesmosaicos dorados y en las musculosasimágenes de una nueva era, el milagroque llevó la luz de Cristo Nuestro Señora la tierra donde nací, la luz de CristoNuestro Señor que todavía arde en laslámparas del Monasterio de las Cuevas.

Dejé la pluma. Aparté la hoja,apoyé la cabeza en los brazos y rompí allorar suavemente en la penumbra de lasilenciosa alcoba. No me importaba queel maestro me azotara, me propinarapatadas o prescindiera de mí.

Al cabo de un rato, Marius regresó

para conducirme a nuestra cripta. Ahora,tras varios siglos, cuando echo la vistaatrás, me doy cuenta de que, alobligarme a escribir mis impresionesaquella noche, el maestro hizo que yorecordara para siempre las lecciones deaquellos días.

La noche siguiente, cuando Mariusleyó lo que yo había escrito, se mostrócontrito por haberme azotado. Confesóque le resultaba difícil no tratarme comoa un niño, aunque ya no fuera un niño.Dijo que yo le parecía un espíritu quehabía penetrado en el cuerpo de un niño:ingenuo y obsesionado con ciertostemas. Añadió que no había imaginadollegar a amarme tanto.

Por más que traté de mostrarme frío

y distante con él, debido a los latigazosque me había propinado, no lo conseguí.Antes bien, me maravilló que suscaricias, sus besos y sus abrazossignificaran para mí más que cuando yoera un ser mortal.

12Quisiera alejarme de esta imagen

feliz de Marius y de mí en Venecia ysituar esta historia en Nueva York, en laépoca moderna. Me gustaría trasladarmeal momento en la habitación en NuevaYork cuando Dora me mostró el velo dela Verónica, la reliquia que Lestat habíatraído de su viaje al infierno, pues asítendría una historia contada en dosmitades perfectas: sobre el niño que fuiy el adorador en el que me convertí, el

ser que soy ahora.Pero no puedo engañarme tan

fácilmente. Sé que lo que nos ocurrió aMarius y a mí en los meses quesiguieron a mi viaje a Rusia forma parteintegrante de mi vida.

No tengo más remedio queatravesar el Puente de los Suspiros demi vida, el largo y oscuro puente queabarca siglos de mi atormentadaexistencia y me conecta con la épocamoderna. El hecho de que ese pasajehaya sido tan bien descrito por Lestat nosignifica que yo pueda escipar sinañadir unas palabras de mi propiacosecha, y ante todo reconocer sinambages que durante trescientos añosme dejé cautivar por Dios.

Ojalá hubiera escapado a esasuerte. Ojalá Marius hubiera escapado alo que nos ocurrió. Ahora me doy cuentade que él sobrevivió a nuestraseparación con mayor inteligencia yfuerza que yo. Es evidente que él teníamuchos siglos y era muy sabio, mientrasque yo era todavía un niño.

Nuestros últimos meses en Veneciano estuvieron empañados por ningunapremonición de lo que iba a suceder.Marius se aplicó con vehemencia enenseñarme las lecciones esenciales.

Una de las más importantes eracómo pasar por un ser humano entremortales. Desde mi transformación, yoapenas había frecuentado a los otrosaprendices y había evitado a mi amada

Bianca, a quien debía una inmensadeuda de gratitud no sólo por la amistadque me había brindado sino por cuidarde mí cuando estuve tan enfermo.

Sin embargo, ahora debíaenfrentarme a Bianca, tal como me habíaordenado Marius. Yo era quien debíaescribirle una educada cartaexplicándole que, debido a mienfermedad, no había podido ir a verla.

Una tarde, después de un breverecorrido en busca de presas durante elcual bebí la sangre de dos víctimas,Marius y yo fuimos a visitarla cargadosde regalos. La encontramos rodeada porsus amigos italianos e ingleses.

Marius se había vestido para laocasión con un elegante traje azul oscuro

de terciopelo, con una capa del mismocolor, cosa insólita en él, y me habíapedido que me vistiera de azul celeste,el color que prefería para mí. Yollevaba una cesta de higos y tortas paraBianca.

Hallamos la puerta de su casaabierta, como de costumbre, y entramossigilosamente, pero ella reparó ennosotros de inmediato.

En cuanto la vi, sentí un intensodeseo de compartir unos minutos deintimidad con ella, esto es, de contarletodo lo que había sucedido.Naturalmente, eso estaba prohibido;Marius insistía en que yo debía aprendera amarla sin confiarle ningún secreto.

Bianca se levantó, se acercó a mí y

me abrazó, aceptando mis habitualesbesos ardientes. Me sentí rebosante desangre caliente; entonces comprendí porqué Marius había insistido en quematara a dos víctimas esta noche.

Bianca no sintió nada que leinfundiera temor. Me rodeó el cuello consus brazos suaves como la seda. Estabaradiante, ataviada con un traje de sedaamarillo y terciopelo verde oscurosobre una vaporosa túnica de coloramarillo salpicada con unas rosasbordadas. Lucía un generoso escote quemostraba sus hermosos y níveos pechos,como sólo una cortesana puedemostrarlos.

Cuando empecé a besarla,procurando ocultar mis afilados

incisivos, no sentí deseos de morderlaporque la sangre de mis víctimas habíansaciado mi apetito. La besé tan sólo conamor al tiempo que evocaba unosardientes y eróticos recuerdos y micuerpo demostraba la pasión que habíacompartido en ella en otras ocasiones.Deseaba acariciarle todo el cuerpo,como un ciego palparía una esculturapara contemplar cada curva de la mismacon sus manos.

—Veo que no sólo te has curado,sino que además te encuentras en unaforma espléndida —comentó Bianca—.Pasad, Marius y tú, nos sentaremos enotra salita.

Bianca hizo un gesto ambiguo a susconvidados, quienes apenas le prestaron

atención ocupados como estabancharlando, discutiendo y jugando a losnaipes en pequeños grupos. Bianca noscondujo a una salita más íntima contiguaa su alcoba, repleta de costosos sillonesy divanes tapizados de damasco, y nosinvitó a sentarnos.

Recordé que no debía acercarmedemasiado a las velas, sino utilizar lassombras para que ningún mortal tuvierala oportunidad de observar mi tez,distinta y perfecta desde mitransformación.

Esto no me resultó difícil, puespese a la afición de Bianca por la luz ysu pasión por los objetos lujosos, habíaencendido unos pocos candelabrosdiseminados por la habitación para

crear un ambiente más íntimo.Asimismo, yo sabía que la escasa

luz haría que el brillo de mis ojos fueramenos perceptible. Y a medida queconversara y me animara, adquiriría unaspecto más humano.

El silencio era peligroso paranosotros cuando nos hallábamos entremortales, según me había dicho Marius,porque cuando guardamos silencioadquirimos un aspecto perfecto ysobrenatural que repele un poco a losmortales, quienes intuyen que no somoslo que parecemos.

Yo seguí esas normas al pie de laletra, pero me inquietaba no podercontar a Bianca la transformación quehabía experimentado. Comencé a hablar.

Le expliqué que me había recuperadopor completo de mi enfermedad, peroque Marius, más sabio que cualquiermédico, me había ordenado reposo ysoledad. Cuando no había estado en lacama, había estado solo, esforzándomeen recobrar las fuerzas.

«Miente, pero procura que parezcaverídico», me había advertido Marius.Yo seguí sus consejos.

—Creí que te había perdido —dijoBianca—. Cuando me comunicasteis queAmadeo se estaba recuperando, alprincipio no os creí, Marius. Supuse quelo decíais para suavizar la inevitableverdad.

Qué bella era, una flor perfecta. Ibapeinada con raya en el medio, y sobre

las sienes caía un grueso mechón rubioadornado con una sarta de perlasenroscada y recogida en la nuca con unpasador engarzado con perlas. El restode la cabellera caía en unos buclesdorados sobre sus hombros, a loBotticelli.

—Tú le curaste tan completamentecomo habría hecho cualquier ser humano—repuso Marius—. Mi labor consistióen administrarle unos remedios que sóloyo conozco. Y dejar que éstos surtieranefecto. —Aunque se expresó consencillez, me pareció detectar una notade tristeza en su voz.

De golpe me embargó una terribletristeza. No podía revelar a Bianca loque yo era, ni lo distinta que ella me

parecía ahora, tan rebosante de sangrehumana y densamente opaca encomparación con nosotros, ni que su vozme parecía haber asumido un nuevotimbre puramente humano, que azuzabasuavemente mis sentidos con cadapalabra que pronunciaba.

—¡Cuánto me alegro de que ambosestéis aquí! Debéis venir más a menudo—dijo ella—. No dejéis que seproduzca de nuevo una separación tanlarga entre nosotros. Pensé en ir a veros,Marius, pero Riccardo me dijo quedeseabais paz y silencio. Yo estabadispuesta a cuidar de Amadeo porenfermo que estuviera.

—Lo sé, querida —repuso Marius—. Pero como he dicho, Amadeo

necesitaba reposar, y vuestra belleza esturbadora y vuestras palabras unestímulo más intenso de lo queimagináis. —No lo dijo para halagarla,sino como una confesión sincera.

Bianca meneó la cabeza con ciertopesar.

—He constatado que Venecia no esmi hogar a menos que estéis aquí —dijo,dirigiendo una mirada cautelosa hacia elsalón principal. Luego bajó la voz ycontinuó—: Marius, vos me habéislibrado de quienes me tenían dominada.

—Fue muy sencillo —respondió él—. De hecho, fue un placer. Quégroseros eran esos hombres, esosprimos tuyos, si no me equivoco,ansiosos de usar tu persona y tu fama de

mujer de gran belleza para promover susturbios negocios financieros.

Bianca se sonrojó. Alcé una manopara rogar a Marius que se anduvieracon cuidado con lo que decía. Yo habíaaveriguado que durante la matanza delos florentinos en la sala de banquetes,Marius había leído en las mentes de susvíctimas toda clase de pensamientos queyo ignoraba.

—¿Primos míos? Quizá —contestóBianca—. En cualquier caso, lo heolvidado. Eran un terror para quienescaían en la trampa de solicitarlescostosos préstamos y oportunidadespeligrosas, eso puedo afirmarlo sinningún género de duda. Han ocurridocosas muy extrañas, Marius, unas cosas

que yo no había previsto.Me encantaba la seriedad que

expresaba el delicado rostro de Bianca.Parecía demasiado hermosa para tenercerebro.

—He descubierto que soy más rica—dijo—, ya que puedo conservar lamayor parte de mi renta, y otros, enseñal de gratitud de que nuestrobanquero y nuestro chantajista hayadesaparecido, me han hecho un sinfín deregalos en oro y alhajas, sí, inclusiveeste collar de perlas marinas, todas deidéntico tamaño, un collar valiosísimo,por más que yo haya insistido cien vecesen que no he tenido nada que ver con elasunto.

—Pero ¿no temes que te acusen de

la muerte de esos individuos?—No tienen defensores ni parientes

que les lloren —se apresuró a responderBianca, depositando otro ramillete debesos en mi mejilla—. Hace un ratovinieron mis amigos del Gran Consejo,como hacen con frecuencia, para leermeunos poemas nuevos y descansar unpoco de sus clientes y las interminablesexigencias de sus familias. No, no creoque nadie vaya a acusarme de nada, ycomo todo el mundo sabe, la noche delos asesinatos yo estaba aquí encompañía de ese horripilante inglés, elque trató de matarte, Amadeo, quien porsupuesto...

—¿Qué? —pregunté.Marius me miró, achicando los

ojos, y se tocó la sien con un dedoenguantado. El gesto significaba «léeleel pensamiento». Pero yo no podíahacerle esa mala pasada a una mujer tanbonita como Bianca.

—El inglés —dijo ella—, el quedesapareció. Sospecho que se haahogado, que deambulaba borrachoperdido por la ciudad y se cayó a uncanal, o peor aún, en la laguna.

Naturalmente, mi maestro me habíadicho que se había ocupado de todas lasdificultades creadas por el inglés, peroyo no le había preguntado cómo lo habíahecho.

—¿Así que piensan que contratastea unos matones para liquidar a losflorentinos? —preguntó Marius a

Bianca.—Eso parece —respondió ella—.

Los hay que creen que también mandéque liquidaran al inglés. Me heconvertido en una mujer poderosa,Marius.

Ambos se echaron a reír. Mariustenía la risa profunda y metálica de unser sobrenatural, y la de Bianca era másaguda, densa y resonante debido a susangre humana.

Yo deseaba penetrar en la mente deBianca. Traté de hacerlo, pero desechéde inmediato esa idea. Me sentíacohibido, como me ocurría conRiccardo y los chicos con los que teníamás amistad. Me parecía una invasióntan cruel de la intimidad de una persona

que sólo utilizaba ese poder paraperseguir a los malvados que deseabamatar.

—Pero si te has sonrojado,Amadeo. ¿Qué ocurre? —preguntóBianca—. Tienes las mejillas rojascomo un tomate. Deja que las bese.¡Están ardiendo, como si te hubieravuelto a subir la fiebre!

—Mira sus ojos, ángel —tercióMarius—. Son límpidos como el aguacristalina.

—Tenéis razón —contestó Bianca,mirándome a los ojos con unacuriosidad tan franca y dulce que enaquellos momentos me parecióirresistible.

Aparté el tejido amarillo de su

túnica y el grueso terciopelo del vestidoexterno sin mangas color verde oscuro yla besé en el hombro desnudo.

—Sí, no cabe duda de que te hasrecuperado de tu enfermedad —musitóBianca oprimiendo sus labios húmedossobre mi oído.

Yo me aparté, ruborizado.Entonces la miré y penetré en su

mente. Le quité el broche de oro quellevaba prendido debajo del pecho yabrí el corpiño de su voluminoso trajede terciopelo verde oscuro. Contempléel pozo entre sus pechos semidesnudos.Sangre o no sangre, recordé haberexperimentado una violenta pasión porella, la cual sentí de nuevo de formaextrañamente difusa, no localizada en el

olvidado miembro, como antes. Deseétomar sus pechos y succionarloslentamente, excitándola, haciendo que sehumedeciera y emitiera un olor fragantepara mí. Bianca inclinó la cabeza haciaatrás. Yo me sonrojé hasta la raíz delpelo, sí, y experimenté una sensación tandeliciosa e intensa que estuve a punto dedesvanecerme.

Te deseo, te deseo ahora, quieroteneros a ti y a Marius en mi lecho,juntos, un hombre y un muchacho, undios y un querubín. Eso era lo que medecía la mente de Bianca, recordándometal como había aparecido ante ella lavez anterior. Me vi como si mecontemplara en un espejo ahumado, unjoven cubierto sólo con una camisa de

mangas amplias desabrochada, sentadoen los almohadones junto a ella,mostrando su órgano semierecto,ansioso de que ella le excitara aún máscon sus delicados labios o sus manoslargas y gráciles.

Deseché esos pensamientos de mimente y me concentré en los bellos ojosalmendrados de Bianca. Ella meobservó, no con recelo sino fascinada.

Sus labios no estaban burdamentepintados sino que presentaban un colorrosa subido natural, y sus largaspestañas, oscurecidas y rizadas sólo conuna pomada transparente, semejaban laspuntas de unas estrellas en torno a susojos radiantes.

Te deseo, te deseo ahora. Esos

eran sus pensamientos. Mis oídos lospercibieron con toda nitidez. Agaché lacabeza y alcé las manos.

—¡Ángel mío! —exclamó Bianca—. ¡Venid, los dos! —murmuró aMarius. Luego tomó mis manos y añadió—: Acompañadme.

Yo estaba seguro de que Marius nolo consentiría. Me había advertido queno permitiera que nadie me examinaradetenidamente. Pero Marius se levantódel sillón, se dirigió hacia la alcoba deBianca y abrió la puerta pintada dedoble hoja.

En los lejanos salones se oía elsonido de voces y risas. Uno de losconvidados comenzó a cantar. Otrotocaba el virginal. La algarabía era

incesante.Los tres nos acostamos en el lecho

de Bianca. Yo temblaba de pies acabeza. Observé que el maestro se habíaataviado con una camisa de gruesa seday un hermoso jubón de terciopelo azuloscuro en los que yo apenas habíareparado. Lucía unos relucientes ysedosos guantes de color azul oscuro,los cuales se amoldaban perfectamente asus dedos, las piernas enfundadas enunas suaves y gruesas medias decachemira y los pies en unos eleganteszapatos puntiagudos. «Se ha esmeradoen cubrir su dureza», pensé.

Tras apoyarse cómodamente en elcabecero del lecho, Marius no vaciló enayudar a Bianca a sentarse junto a él. Yo

me instalé junto a ella y miré al maestro.Cuando Bianca se volvió hacia mí,tomándome el rostro entre las manos ybesándome de nuevo apasionadamente,vi al maestro ejecutar un pequeño gestoque no le había visto hacer nunca.

Marius le levantó la cabellera y seinclinó como para besarla en la nuca.Bianca no dio muestras de habersepercatado de ello. Pero cuando Mariusse apartó, vi que tenía los labiosensangrentados. Luego, con un dedoenguantado, se restregó la sangre, lasangre de Bianca, unas pocas gotas deun arañazo superficial, por todo elrostro. Me pareció que le confería unresplandor vivo, pero a ella sin duda lecausaría una impresión muy distinta.

La sangre puso de relieve los porosde su piel, que hasta ahora habían sidoinvisibles, y las pocas arrugas que teníaalrededor de los ojos y la boca, lascuales solían ser imperceptibles. Ledaba un aspecto más humano, y servíade barrera a la mirada escrutadora deBianca, que se hallaba tan cerca de él.

—Por fin os tengo a los dos en milecho, como siempre soñé —dijo Biancasuavemente.

Marius se colocó frente a ella,rodeándola con un brazo, y empezó abesarla con tanto ardor como yo.Durante unos momentos me quedépasmado, rabioso de celos, pero Biancame aferró con la mano que tenía libre ehizo que me acostara junto a ella. Tras

separarse de Marius volvió la cabeza,aturdida de deseo, y me besó.

Marius se inclinó y me obligó aaproximarme más a Bianca, de formaque sentí sus suaves curvas contra micuerpo, el calor que brotaba de susvoluptuosos muslos.

Él se tendió sobre ella,ligeramente, para que su peso no ladañara, introdujo la mano derechadebajo de su falda y empezó aacariciarla entre las piernas.

«Qué gesto tan atrevido», pensé.Apoyé la cabeza en el hombro de Biancay contemplé sus turgentes pechos, y másabajo su pequeño y suave pubis, queMarius estrujaba en su mano.

Bianca olvidó todo decoro.

Mientras Marius la besaba en el cuello ylos pechos y le acariciaba sus partesíntimas, ella empezó a retorcerse y agemir de indisimulado placer; tenía laboca abierta, los párpados entornados ysu cuerpo húmedo emanaba una intensafragancia debido a la pasión que habíahecho presa en ella.

«Éste es el milagro —pensé—,hacer que un ser humano alcance esegrado de temperatura, que su cuerpoemita esos dulces aromas e incluso unintenso e invisible resplandor deemociones»; era como atizar un fuegohasta que alcanzara proporcionesgigantescas.

La sangre de mis víctimas seagolpó en mi rostro cuando besé a

Bianca. Parecía haberse convertido denuevo en sangre viva, calentada por mipasión, aunque mi pasión no tenía nadade demoníaca. Oprimí la boca sobre lapiel de su cuello, cubriendo el lugardonde la arteria aparecía como un ríoazul que nacía en su cabeza, pero noquise lastimarla. No sentí la necesidadde lastimarla. Al abrazarla, sólo sentíplacer. Introduje el brazo entre Bianca yMarius, para poder estrecharla contramí, mientras él seguía jugueteando conella, hundiendo los dedos en su tiernopubis.

—Me vuelves loca —murmuróella, moviendo la cabeza de un lado aotro. La almohada debajo de ella estabahúmeda, empapada con el perfume de su

cabello. Yo la besé en los labios. Biancaoprimió su boca contra la mía. Paraimpedir que su lengua descubriera misdientes vampíricos, introduje mi lenguaen su boca. Su boca inferior erainfinitamente dulce, tensa, húmeda.

—¡Ah, tesoro, dulce palomita! —repuso Marius con ternura,introduciendo los dedos en su vulva.

Bianca alzó las caderas, como silos dedos de Marius la obligaran aalzarlas.

—¡Que Dios me ampare! —murmuró, dando rienda suelta a toda supasión. Tenía el rostro congestionadodebido a la sangre que se agolpaba enlos capilares y el fuego rosáceo seextendió hasta sus senos. Aparté la

sábana y contemplé sus pechos teñidosde rojo, sus pezones tiesos y diminutoscomo pasas.

Cerré los ojos y permanecítumbado junto a ella, sintiéndolaagitarse sacudida por la pasión. Luegosu ardor comenzó a disminuir y se quedóadormecida. Volvió la cabeza. Su rostromostraba una expresión apacible. Suspárpados se amoldaban a la perfecciónsobre sus ojos cerrados. Bianca suspiróy entreabrió sus bonitos labios en ungesto del todo natural.

Marius apartó el cabello que lecaía sobre el rostro, los rizos rebeldesque estaban adheridos a sus húmedassienes, y la besó en la frente.

—Duerme, estás a salvo —dijo—.

Yo cuidaré siempre de ti. Tú salvaste aAmadeo —murmuró—. Le mantuvistevivo hasta que llegué yo.

Bianca volvió la cabeza lentamentehacia él y lo miró con los ojosrelucientes y adormilados.

—¿No soy lo bastante hermosapara que me ames sólo por mi belleza?— preguntó Bianca.

Comprendí que su preguntaencerraba cierta amargura, que le estabahaciendo una confidencia. Sentí suspensamientos con pasmosa nitidez.

—Te amo tanto si vas vestida deoro y adornada con perlas como si no,tanto si te expresas con ingenio y graciacomo si no, tanto si creas un ambientebien iluminado y elegante donde yo

pueda reposar como si no, te amo por elcorazón que posees, el cual secompadeció de Amadeo cuando túsabías que quienes conocían o amabanal inglés podían lastimarte, te amo por tuvalor y por lo que sabes sobre lasoledad.

Bianca le miró asombrada.—¿Por lo que sé sobre la soledad?

Sí, sé muy bien lo que significa estarcompletamente sola.

—Sí, mi dulce y valerosa Bianca, yahora sabes que yo te amo —murmuróMarius—. Siempre has sabido queAmadeo te amaba.

—Sí, te amo —musité abrazado aella.

—Bien, ahora sabes que yo

también te amo.Bianca observó a Marius con ojos

lánguidos.—Tengo muchas preguntas en la

punta de la lengua —dijo.—No son importantes —respondió

Marius. Luego la besó y creo que dejóque sus dientes rozaran la lengua deBianca—. Yo recojo todas tus preguntasy las desecho. Duerme, corazón virginal—le pidió—. Ama a quien desees, estása salvo en el amor que ambos sentimospor ti.

Era la señal de retirarnos.Me detuve a los pies del lecho

mientras Marius cubría a Bianca,alisando el embozo de la sábana de finohilo flamenco sobre la manta de lana

blanca, de tacto más áspero. Luego labesó de nuevo, pero ella parecía unaniña, tierna y a salvo, sumida en unprofundo sueño.

Una vez fuera, nos detuvimos juntoa un canal. Marius se llevó su manoenguantada a la nariz, saboreando lafragancia que emanaban sus dedos.

—Has aprendido mucho estanoche, ¿no es cierto? No puedes revelara Bianca quién eres. Pero ¿te das cuentade lo fácilmente que podrías hacerlo?

—Sí —contesté—. Pero sólo si nodeseo nada a cambio.

—¿Nada? —preguntó Mariusmirándome con aire de reproche—. Ellate ha dado afecto, lealtad, intimidad.¿Qué más podrías desear a cambio?

—Ahora nada —respondí—. Mehas instruido bien. Lo que yo tenía antesera su comprensión. Bianca era unespejo en el que yo podía contemplar miimagen y calibrar mi desarrollo. Peroella ya no puede ser ese espejo,¿verdad?

—En muchos aspectos, sí puede.Muéstrale lo que eres a través desimples gestos y palabras. No le cuenteshistorias de vampiros, pues sóloconseguirás trastornarla. Ella puedeconsolarte maravillosamente sin saberqué es lo que puede herirte. Ten presenteque si se lo revelas todo, la destruirás.Imagínalo.

Yo guardé silencio durante unosmomentos.

—Algo te ha ocurrido —dijoMarius—. Estás muy serio. Habla.

—¿No podríamos transformar aBianca en...?

—Ésta es otra lección, Amadeo. Larespuesta es no.

—Pero envejecerá, morirá...—Naturalmente, como todo ser

mortal. ¿Cuántos vampiros crees queexistimos en el mundo, Amadeo? ¿Quémotivos justificarían quetransformáramos a Bianca en una denuestra especie? ¿La querríamos comonuestra eterna compañera? ¿Nuestradiscípula? ¿Querríamos oír susdesesperados gritos en caso de que lasangre mágica la hiciera enloquecer?Esa sangre no está destinada a

cualquiera, Amadeo. Exige una granfuerza y preparación, unas cualidadesque tú posees, pero de las que Biancacarece.

Yo asentí. Comprendí a qué serefería Marius. No tuve que pensar en loque me había ocurrido, ni siquiera en latosca cuna rusa donde había nacido. Éltenía razón.

—Querrás compartir este podercon todos ellos —dijo Marius—. Peroaveriguarás que no puedes hacerlo.Averiguarás que cada uno de esos seresque crees comporta una terribleobligación, y un terrible peligro. Loshijos se rebelan contra sus progenitores,y con cada vampiro que crees crearás unser que vivirá para siempre amándote u

odiándote. Sí, odiándote.—No es necesario que sigas —

murmuré—. Lo sé. Lo comprendo.Regresamos juntos a casa, a las

habitaciones brillantemente iluminadasdel palacio.

Yo sabía lo que Marius deseaba demí, que frecuentara a mis viejos amigosentre los aprendices, que me mostraraespecialmente amable con Riccardo,quien se culpaba de la muerte de lospobres chicos desarmados que el ingléshabía asesinado aquel fatídico día.

—Finge, de este modo te harás másfuerte cada día —me susurró Marius aloído—. Atráelos con tu gentileza y tuamor, sin permitirte el lujo de unafranqueza excesiva. El amor lo resuelve

todo.13Durante los meses sucesivos

aprendí más de lo que puedo explicaraquí.

Me apliqué en mis estudios,prestando incluso atención al gobiernode la ciudad, que me pareció tanaburrido como cualquier gobierno, y leícon voracidad los grandes eruditoscristianos, completando mis lecturas conAbelardo, Escoto y otros pensadoresque Marius admiraba.

Marius halló para mí una grancantidad de literatura rusa, de modo quepor primera vez pude estudiar porescrito lo que conocía sólo a través delas canciones de mis tíos y mi padre. Al

principio, me resultó demasiadodoloroso ahondar en ello, pero Marius,con muy buen criterio, impuso suautoridad. El valor inherente delmaterial no tardó en superar misrecuerdos dolorosos, aumentando misconocimientos y comprensión de lahistoria.

Todos estos documentos estabanescritos en eslavo antiguo, la lenguaescrita de mi infancia, y al pococonseguí leerla con extraordinariafacilidad. Me deleitó el Cantar de lahueste de Igor, pero también meencantaban los escritos, traducidos delgriego, de san Juan Crisóstomo.Asimismo me fascinaban las historiasfantásticas del rey Salomón y el

descenso de la Virgen al infierno, unasobras que no formaban parte del NuevoTestamento aprobado pero que evocabanel alma rusa. Leí también nuestra grancrónica, The Tale of Bygone Years(Historia de tiempos pasados). Leítambién Orisson on the Downfall ofRussia (Orissón sobre la caída deRusia), y The Tale of the Destruction ofRiasan (Historia de la destrucción deRiazán).

Este ejercicio, la lectura de mishistorias nativas, me ayudó a situarlas ensu auténtica dimensión junto con el restode conocimientos que había adquirido.En suma, las liberó del reino de lossueños personales.

Poco a poco comprendí lo sabia

que era la decisión de Marius, a quieninformaba con entusiasmo de misprogresos. Le pedí más manuscritos eneslavo antiguo, y Marius meproporcionó Narrative of the PiousPrince Dovmont and his Courage(Relato del piadoso príncipe Dovmont)y The Heroic Deeds of Mercurius ofSmolensk (Las heroicas proezas deMercurio de Smolensk). Al cabo de untiempo llegué a considerar esas obrasescritas en eslavo antiguo unmaravilloso placer, las cuales seguíaleyendo después de mis clases, paradeleitarme con esas antiguas leyendas ycomponer a partir de las mismas unascanciones llenas de nostalgia.

A veces cantaba esas canciones a

los demás aprendices, cuando seacostaban. La lengua les parecía muyexótica, y a veces la pureza de la músicay mi deje de tristeza los hacía llorar.

Riccardo y yo volvimos a hacernosmuy amigos. Él nunca me preguntó cómoera que me había convertido en unacriatura nocturna como el maestro yjamás traté de explorar lasprofundidades de su mente.

Por supuesto, no habría dudado enhacerlo en caso de que mi seguridad o lade Marius hubiera estado en juego, peropreferí utilizar mis poderes vampíricospara disimular mi auténtica identidadante Riccardo, en quien hallé siempre unamigo leal y entregado sin reservas.

En una ocasión pregunté a Marius

qué opinaba Riccardo de nosotros.—Riccardo tiene conmigo una

deuda demasiado grande para cuestionarnada de lo que yo haga —respondióMarius, pero sin arrogancia ni orgullo.

—Eso significa que está mejoreducado que yo, ¿no es cierto? —pregunté—. Porque yo también estoy endeuda contigo y cuestiono todo lo quehaces.

—Eres un mocoso listo ydescarado, sí —contestó Marius con unapequeña sonrisa—. Un repulsivomercader ganó a Riccardo tras disputaruna partida de naipes con su padre, quesiempre estaba borracho y obligaba a suhijo a trabajar día y noche. Riccardo, alcontrario que tú, detestaba a su padre.

Tenía ocho años cuando yo le compré acambio de un collar de oro. Riccardohabía visto lo peor de unos hombres queno se dejaban conmover por la ternurainfantil. Tú mismo viste lo que ciertosindividuos son capaces de hacer con elcuerpo de un niño para satisfacer susapetitos. Riccardo, incapaz de creer queun niño de corta edad pudiera conmovero inspirar compasión a la gente, no creíaen nada hasta que yo le di seguridad, leinstruí y le expliqué en unos términosque él podía comprender que era mipríncipe.

»Pero para responder a tu preguntacon más precisión, Riccardo cree quesoy un mago, y que he decididocompartir mis hechizos contigo. Sabe

que estabas a las puertas de la muertecuando te revelé mis secretos, un honorque no le he concedido a él ni a losotros, pues considero que podría tenergraves consecuencias. Él no pretendecompartir nuestros conocimientos. Yestá dispuesto a defendernos con suvida.

Yo acepté su respuesta. No sentíala necesidad de revelar mispensamientos y sentimientos más íntimosa Riccardo, como hacía con Bianca.

—Siento la necesidad deprotegerlo —le dije al maestro—.Confío en que él no se vea nuncaobligado a protegerme a mí.

—Yo también siento esa necesidad—repuso Marius—. Hacia todos ellos.

Dios concedió a tu inglés lamisericordia de no haber estado vivocuando regresé y comprobé que habíaasesinado a mis pequeños pupilos. Nosé lo que le habría hecho. El habertelastimado habría bastado para que yo lematara, pero asesinar en mi casa a dospobres criaturas movido por su orgullo ysu amargura, fue un hecho abominable.Tú habías hecho el amor con él y podíasmedir tus fuerzas con él, pero el únicopecado de esos niños inocentes fueinterponerse en su camino.

Yo asentí.—¿Qué hiciste con sus restos? —

pregunté.—Muy sencillo —respondió

Marius, encogiéndose de hombros—.

¿Por qué quieres saberlo? Yo tambiénsoy supersticioso. Le rompí en pedacitosy los esparcí a los cuatro vientos. Si lasviejas leyendas aciertan al afirmar quesu sombra implorará la restauración desu cuerpo, el alma de ese desaprensivovaga a merced del viento.

—Maestro, ¿qué será de nuestrassombras si nuestros cuerpos sondestruidos?

—Sólo Dios lo sabe, Amadeo. Yoconfieso ignorarlo. He vividodemasiado tiempo para pensar endestruirme. Mi suerte quizá sea la suertedel mundo físico. Es muy posible queprovengamos de la nada y regresemos ala nada. Pero de momento gocemos denuestros deseos de inmortalidad, al igual

que hacen los mortales.Yo acepté su explicación.El maestro se ausentó en dos

ocasiones del palacio, cuandoemprendió esos misteriosos viajes sobrelos que no solía darme ningún detalle.

Yo odiaba esas ausencias, perosabía que servían para poner a pruebamis nuevos poderes. En esas ocasionesyo tenía que llevar las riendas de la casade forma amable y discreta, salir solo enbusca de una presa e informar a Mariusa su regreso sobre lo que había hechocon mi tiempo libre.

A su regreso del segundo viaje,Marius ofrecía un aspecto cansado einsólitamente triste.

Me explicó, como en otras

ocasiones, que «aquellos a quienesdebía custodiar» parecían estartranquilos.

—¡Odio a esos seres,quienesquiera que sean! —protesté.

—¡No vuelvas a decir eso delantede mí, Amadeo! —gritó Marius. Jamásle había visto tan fuera de sí. Creo queera la primera vez que le veía realmentefurioso.

Marius avanzó hacia mí y yoretrocedí atemorizado. Pero cuando megolpeó en el rostro ya había recobradola compostura y el tortazo que me diome dejó alelado, pero no fue másviolento que de costumbre.

Yo lo encajé, tras lo cual le dirigíuna mirada exasperada y rabiosa.

—Te comportas como un niño —lereproché—, un niño que juega a ser elmaestro, obligándome a reprimir missentimientos y a soportar tus malostratos.

Por supuesto, tuve que haceracopio de todo mi valor para decirleeso, tanto más cuanto la cabeza me dabavueltas. Le miré con tal mueca dedesprecio que Marius soltó unacarcajada.

Yo también me eché a reír.—Pero ahora en serio, Marius —

dije, lanzándome a por todas—,¿quiénes son esos seres a los que terefieres? —Se lo pregunté coneducación y respeto. A fin de cuentas,era una pregunta sincera—. Has llegado

cansado y triste. No puedes negarlo.¿Quiénes son esos seres que deben sercustodiados?

—No me hagas más preguntas,Amadeo. A veces, poco antes del alba,cuando mis temores son másexacerbados, imagino que tenemos unosenemigos entre los de nuestra especie, yque rondan cerca de nosotros.

—¿Otros vampiros? ¿Tan fuertescomo tú?

—No, los seres que han aparecidoen los últimos años no son tan fuertescomo yo. Por eso han desaparecido.

Yo estaba intrigado. Marius sehabía referido en otras ocasiones a lanecesidad de impedir que otrosvampiros penetraran en nuestro

territorio, pero no había queridoprofundizar en el tema. Ahora parecíacomo si la tristeza le hubiera ablandadoy estuviera dispuesto a hablar.

—Pero imagino que existen otros, yque vendrán a turbar nuestra paz. Notienen una buena razón para hacerlo.Nunca la tienen. Lo harán porque deseanexplorar el Véneto, o porque hanformado un pequeño batallón decidido adestruirnos por gusto. Imagino... El caso,inteligente hijo y discípulo mío, es queno te cuento más detalles sobre estosantiguos misterios que losimprescindibles. De ese modo, nadiepodrá entrometerse en tu mente deaprendiz para descubrir sus secretosmás profundos, ni con tu cooperación sin

que tú te des cuenta, ni en contra de tuvoluntad.

—Si poseemos una historia dignade conocerla, señor, deberíascontármela. ¿A qué antiguos misterios terefieres? Me sepultas bajo montañas delibros sobre la historia de la humanidad.Me has obligado a aprender el griego,incluso la aburrida escritura egipcia quenadie conoce, me interrogasconstantemente sobre la suerte de laantigua Roma y la antigua Atenas y lasbatallas de cada cruzado que partió denuestras costas hacia Tierra Santa. Pero¿y nosotros?

—Siempre estamos aquí —respondió Marius—. Ya te lo he dicho.Nuestra historia es tan antigua como la

humanidad. Siempre hay un puñado deseres de nuestra especie vagando por elmundo, siempre peleando, por lo queconviene no tener trato con los demás,amar a uno o dos a lo sumo. Ésa esnuestra historia, lisa y llanamente.Espero que la escribas para mí en lascinco lenguas que has aprendido.

Marius se sentó en el lecho,malhumorado. Se recostó sobre losalmohadones apoyando las botascubiertas de barro en la colcha de raso.Estaba exhausto; tenía un aspectocuriosamente juvenil.

—Vamos, Marius —insistí,sentándome ante su escritorio—.Háblame de esos antiguos misterios.¿Quiénes son esos que deben ser

custodiados?—Ve a excavar nuestros panteones,

jovencito —respondió con tonosarcástico—. Allí hallarás las estatuasde los tiempos presuntamente paganos.Hallarás unos objetos tan útiles como«aquellos que deben ser custodiados».Déjame en paz. Alguna noche te hablaréde ello, pero de momento te explicarésólo lo que debes saber. Supongo que enmi ausencia te dedicarías a estudiar.Dime lo que has aprendido.

Marius me había pedido que leyeraa Aristóteles, no en los manuscritos queeran moneda corriente en la plaza, sinoen un antiguo texto que él poseía yafirmaba que estaba escrito en un griegomás puro. Yo lo había leído de cabo a

rabo.—Aristóteles —dije—. Santo

Tomás de Aquino... Ah, sí, los grandessistemas proporcionan un gran consuelo.Cuando vayamos a caer en ladesesperación, deberíamos creargrandes esquemas de la nada que nosrodea, y en lugar de caer en ladesesperación podremos aferramos alandamio que hemos construido, tanhueco como la nada, pero demasiadodetallado para poder despacharlo a laligera.

—Bravo —repuso Marius con unelocuente suspiro—. Quizás algunanoche en el lejano futuro adoptarás untalante más positivo, pero ya que temuestras tan animado y feliz, ¿quién soy

yo para quejarme?—Pero debemos provenir de algún

lugar —insistí machaconamente.Marius estaba demasiado

deprimido para responder. Por fin, trasun gran esfuerzo, se levantó de la cama yse dirigió hacia mí.

—Vamos —dijo—. Iremos enbusca de Bianca y la vestiremos dehombre. Trae tus mejores ropas.Necesita que la libremos durante un ratode esas habitaciones.

—Quizá te choque, señor, peroBianca, al igual que muchas mujeres, yatiene esa costumbre. A menudo se vistede chico para recorrer la ciudad sin quenadie la reconozca.

—Sí, pero no con nosotros —

replicó Marius—. Le mostraremos lospeores lugares —dijo, adoptando unaexpresión dramática de lo más cómica—. ¡Andando!

La idea me atrajo.Tan pronto como le contamos

nuestro pequeño plan, Bianca se mostróentusiasmada.

Irrumpimos en su casa cargadoscon un montón de prendas elegantes yella nos pidió que la acompañáramos asus aposentos mientras se vestía.

—¿Qué me habéis traído? Ah, demodo que esta noche debo hacermepasar por Amadeo. ¡Magnífico!

Bianca cerró la puerta del salóndonde se hallaban sus convidados,

quienes, como de costumbre, siguieroncharlando y riendo prescindiendo deella. Había varios hombres de pie entorno al virginal, mientras otrosdiscutían acaloradamente sobre lapartida de dados.

Bianca se quitó la ropa y apareciódesnuda como Venus al salir del mar.

Marius y yo la vestimos con unasmedias, una camisa y un jubón de colorazul. Mientras yo le ceñía el cinturón,Marius le recogió el cabello en un suavesombrero de terciopelo.

—Eres el chico más guapo delVéneto —dijo Marius, retrocediendopara contemplarla—. Sospecho quetendré que protegerte con mi vida.

—¿Vais a llevarme a los peores

tugurios de la ciudad? ¡Deseo conocerlos lugares más peligrosos! —exclamóBianca alzando los brazosexpresivamente—. Dadme mi puñal. Nopensaréis que voy a ir desarmada.

—Yo tengo las armas que precisas—respondió Marius. Había traído unaespada con un hermoso cinturón endiagonal decorado con diamantes queprendió a Bianca en la cadera—. Tratade desenvainarla. No es un florete con elque ejecutar unos pasos de danzamientras lo esgrimes, sino una espada deguerra. Andando.

Bianca asió la empuñadura con lasdos manos y desenfundó la espada conun solo movimiento.

—¡Ojalá tuviera un enemigo

dispuesto a morir! —exclamó.Marius y yo nos cruzamos una

mirada. No, ella no podía convertirse enuno de nosotros.

—Eso sería demasiado egoísta pornuestra parte —me susurró Marius aloído.

Me pregunto si Marius, de nohaberme encontrado moribundo despuésde mi duelo con el inglés, si no mehubiera acometido aquella enfermedadque me hacía sudar copiosamente, mehabría transformado en un vampiro.

Los tres descendimosapresuradamente los escalones depiedra que conducían al embarcadero,donde aguardaba nuestra góndolacubierta con un dosel.

Marius dio al gondolero las señas.—¿Estáis seguro que deseáis que

os lleve allí, maestro? —preguntó elgondolero, estupefacto pues conocía elbarrio donde los peores marinosextranjeros se congregaban paraemborracharse y pelear.

—Segurísimo —repuso Marius.Cuando comenzamos a deslizarnos

a través de las negras aguas, rodeé conun brazo a la delicada Bianca.Reclinado en los cojines, me sentíinvulnerable, inmortal, convencido deque nada podía derrotarnos a Marius nia mí, y que Bianca estaría siempre asalvo con nosotros.

¡Qué equivocado estaba!Después de nuestro viaje a Kíev

compartimos unos nueve meses dedicha. O quizá fueran diez, no recuerdoun acontecimiento ajeno a esta historiaque determine con precisión el númerode meses.

Tan sólo explicaré, antes de pasar arelatar el sangriento desastre, queBianca estuvo siempre con nosotrosdurante esos últimos meses.

Cuando no nos dedicábamos aespiar a los transeúntes, permanecíamosen nuestra casa, donde Marius pintabaretratos de Bianca, representándolacomo esta

a. o aquella diosa, como la bíblicaJudit con un Holofernes con la cabezadel florentino,

b. o como la Virgen María

contemplando arrobada al Niño Jesús,plasmada con la perfección de todas lasimágenes pintadas por el maestro.

Esos cuadros... Quizá perdurenalgunos.

Una noche, cuando todos dormíanmenos nosotros tres, Bianca, que sedisponía a tenderse en un diván mientrasMarius la pintaba, comentó:

—Me encanta vuestra compañía.No quiero regresar nunca a mi casa.

Ojalá que Bianca nos hubieraamado menos. Ojalá que no hubieraestado allí la fatídica noche de 1499,poco antes del fin de siglo, cuando elRenacimiento se hallaba en su apogeo,celebrado por artistas e historiadores,

ojalá que se hubiera encontrado en unlugar seguro cuando nuestro mundoestalló en llamas.

14Si has leído El vampiro Lestat, ya

sabes lo que ocurrió, pues hacedoscientos años se lo mostré todo aLestat en unas visiones. Lestat puso porescrito las imágenes que le mostré, eldolor que compartí con él. Aunque ahorame propongo revivir esos horrores,relatar la historia con mis propiaspalabras, existen ciertos pasajes queLestat ha descrito tan magistralmenteque no pueden mejorarse, por lo que devez en cuando me remitiré a ellos.

Comenzó de repente. Aldespertarme, vi que Marius había alzado

la tapa del sarcófago. A sus espaldasardía una antorcha situada en el muro.

—Apresúrate, Amadeo, ya estánaquí. Quieren quemar nuestra casa.

—¿Quiénes son, maestro? ¿Porqué?

Marius me sacó del relucienteataúd y yo le seguí precipitadamente porla desvencijada escalera que conducíaal primer piso del edificio en ruinas.

Marius lucía su capa de terciopeloroja con capucha. Se movía a talvelocidad que me costó un gran esfuerzoseguirlo.

—¿Se trata de esos seres que debenser custodiados? —le pregunté.

Marius me rodeó los hombros conel brazo y nos elevamos hasta el tejado

de nuestro palacio.—No, hijo mío, se trata de una

panda de estúpidos vampiros,empeñados en destruir toda mi obra.Bianca está allí, a merced de esossalvajes, y también los chicos.

Penetramos a través de la puertadel tejado y bajamos por la escalinatade mármol. De los pisos inferioresbrotaba una densa humareda.

—¡Los chicos están gritando,maestro! —exclamé.

En aquel momento apareció Biancay echó a correr hacia los pies de laescalera.

—¡Marius! ¡Son unos demonios!¡Utiliza tus poderes, Marius! —gritó.Acababa de levantarse del lecho e iba

despeinada y con la ropa arrugada—.¡Marius! —Sus gritos resonaban por lostres pisos del palacio.

—¡Válgame Dios! ¡Todas lashabitaciones están ardiendo! —grité—.¡Debemos apagar el fuego! ¡Loscuadros, maestro!

Marius se arrojó sobre labalaustrada y aterrizó en el suelo, juntoa Bianca. Mientras yo corría paraalcanzarlo, vi a un grupo de figurasataviadas de negro y encapuchadas queavanzaban hacia él. Contempléhorrorizado cómo trataban de prenderfuego a su ropa con las antorchas queesgrimían mientras emitían unoshorripilantes chillidos e improperios.

Esos demonios salieron de todos

los rincones. Los gritos de losaprendices eran desgarradores.

Marius movió su brazo como unenorme molinete y derribó a susagresores, haciendo que las antorchasrodaran por el suelo. Luego envolvió aBianca en su capa.

—¡Van a matarnos! —gritó Bianca—. ¡Van a quemarnos vivos, Marius!¡Han asesinado a los chicos y han hechoprisioneros a los otros!

De pronto, antes de que losprimeros atacantes se hubieranincorporado, aparecieron otras figurasvestidas de negro. Todas tenían el rostroy las manos blancas como nosotros;todas poseían la sangre mágica.

¡Eran unos seres como nosotros!

Las figuras encapuchadas selanzaron sobre Marius, pero éste lasderribó de un manotazo. Los tapices delgran salón habían comenzado a arder.De las habitaciones contiguas brotaba unhumo oscuro y pestilente. La escaleraestaba inundada de humo. Una luzoscilante e infernal iluminó el palaciocomo si fuera de día.

Yo me lancé a la pelea contra losdemonios, los cuales me parecieronasombrosamente débiles. Recogí unaantorcha del suelo y me precipité sobreellos, obligándolos a retroceder,ahuyentándolos al igual que hacía elmaestro.

—¡Blasfemo, hereje! —me espetóuno—. ¡Adorador del diablo, pagano!

—gritó otro. Los agresores avanzaronhacia mí, pero yo me defendí prendiendofuego a sus ropas y haciendo quehuyeran despavoridos y chillando comoposesos hacia las aguas del canal.

Pero eran muchos. Mientraspeleábamos contra ellos irrumpieronotras siniestras figuras en el salón.

De pronto vi horrorizado queMarius empujaba a Bianca hacia lapuerta abierta del palacio.

—¡Corre, tesoro! ¡Aléjate de lacasa!

Marius atacó ferozmente a losdemonios que pretendían seguirla,echando a correr tras ella, y los derribóuno tras otro mientras trataban dedetenerla. Al cabo de unos instantes vi a

Bianca desaparecer a través de la puertaprincipal.

No tuve tiempo de comprobar sihabía conseguido ponerse a salvo, puesuna nueva pandilla de demonios searrojó sobre mí. Los tapices en llamascaían de las varas que los sostenían. Elsuelo estaba sembrado de estatuashechas añicos sobre el mármol. Dospequeños demonios me agarraron delbrazo izquierdo y casi lograronderribarme, pero yo abrasé el rostro deuno con la antorcha y prendí fuego alotro.

—¡Al tejado, Amadeo! —gritóMarius.

—¡Maestro, rescatemos loscuadros que están en el almacén! —

contesté.—Olvida los cuadros. Es

demasiado tarde. ¡Salid corriendo,chicos, alejaos de la casa, salvaos delfuego!

Tras obligar a los agresores aretroceder, Marius subió volando por laescalera y me llamó desde labalaustrada del piso superior.

—¡Vamos, Amadeo, deshazte deellos, te sobran fuerzas paraconseguirlo, lucha, hijo mío!

Al alcanzar el segundo piso, me virodeado por esos demonios. No bienquemaba a uno cuando otro seprecipitaba sobre mí, aferrándome porlas piernas y los brazos. No pretendíanprenderme fuego sino inmovilizarme, lo

que por fin consiguieron.—¡Déjame, maestro, sálvate! —

grité.Me revolví desesperadamente al

tiempo que asestaba patadas a diestro ysiniestro. Al alzar la cabeza, vi a Mariusen el piso superior, rodeado dedemonios, quienes aplicaron un centenarde antorchas a su voluminosa capa, a susrubios cabellos, a su rostro blanco yfurioso. Parecía un enjambre de insectosque, gracias a su elevado número y a susingeniosas tácticas, lograron por fininmovilizarlo. Al cabo de unos instantes,envuelto en el fragor de las gigantescasllamas, todo su cuerpo comenzó a arder.

—¡Marius! —grité una y otra vez,incapaz de apartar los ojos de él,

debatiéndome entre mis captores. Perocuando conseguía que me soltaran laspiernas otras manos frías y duras comoel acero me aferraban por los brazos,sujetándome con fuerza—. ¡Marius! —grité con toda la angustia y el terror queme embargaba.

Ninguno de los horrores que yohabía experimentado en la vida era taninenarrable, tan insoportable comocontemplar a mi maestro envuelto enllamas. Su largo y esbelto cuerpo sehabía convertido en una silueta negra ydurante breves segundos vi su perfil, conla cabeza inclinada hacia atrás, altiempo que su cabello rubio estallaba ysus dedos parecían unas arañas negrastrepando a través del fuego para aspirar

aire.—¡Marius! —chillé. Todo el

confort, toda la bondad, toda laesperanza ardía junto con aquella negrasilueta de la que yo no podía apartar losojos al tiempo que se consumía y perdíatoda forma perceptible.

¡Marius! Mi voluntad sucumbió.Lo que quedaba era un mero

vestigio, el cual, gobernado por unasegunda alma compuesta por sangremágica y poder, siguió luchandociegamente.

Arrojaron una red sobre mí, unamalla de acero tan pesada y fina que nopude ver nada, sólo sentirme atrapadoen esa red en la que unas manosenemigas me envolvieron. Después me

sacaron de la casa. Oí gritos a mialrededor y los pasos apresurados dequienes me transportaban, y al oír elaullido del viento, deduje que habíamosllegado a la playa.

Me encerraron en la bodega de unbarco; en mis oídos no dejaban de sonarlos lamentos de los moribundos. Losaprendices también habían sidocapturados. Me arrojaron entre ellos.Sentí sus cuerpos dúctiles y frenéticosamontonados sobre mí y junto a mí, y yo,envuelto en la red, no pude siquieraarticular unas palabras de consuelo, nopude tranquilizarlos.

Sentí cómo los remos seintroducían en el agua, produciendo elinevitable chapoteo, y la voluminosa

galera de madera se estremeció ycomenzó a deslizarse hacia el marabierto. Fue adquiriendo velocidadcomo si no existiera una noche quefrenara su travesía. Los remeros seguíanremando con una energía y potencia queunos hombres mortales no poseían,conduciendo el barco hacia el sur.

—Blasfemo —murmuró alguienjunto a mí.

Los jóvenes aprendices sollozabany rezaban.

—Cesad vuestras oracionespaganas —rezongó una voz fría ysobrenatural—. Sois los sirvientes delpagano Marius. Todos moriréis por lospecados de vuestro maestro.

Oí una siniestra risa que sonaba

como un tronar lejano sobre loslamentos quedos y húmedos de angustiay sufrimiento. Oí una carcajada seca yprolongada.

Cerré los ojos y me replegué en lomás profundo de mí mismo. Yacía en elsuelo de tierra del Monasterio de lasCuevas, un espectro de mí mismoinmerso en los recuerdos más seguros yterribles.

—Dios mío —murmuré sin moverlos labios—, sálvalos y te juro que meenterraré entre los monjes para siempre,renunciaré a todos los placeres, no haréotra cosa hora tras hora sino alabar tusanto nombre. Señor, apiádate de mí.Dios mío... —Pero cuando la locura delpánico hizo presa en mí, cuando perdí

toda noción del tiempo y el lugar,invoqué a Marius—: ¡Marius, por elamor de Dios! ¡Marius!

Alguien me golpeó. Un pie calzadoen una bota de cuero me golpeó en lacabeza. Otro me golpeó en las costillasy otro me pisoteó la mano. Estabarodeado por los pies de esos demonios,que no cesaban de propinarme patadas yde lastimarme. Mi cuerpo se ablandó. Vilos golpes como una serie de colores, ypensé con amargura: «Ah, qué colorestan bellos, sí, colores.» Entonces percibílos desgarradores lamentos de mishermanos. Ellos también sufrían estetormento. ¿Qué refugio mental teníanesos jóvenes y frágiles pupilos quehabían gozado del amor, los cuidados y

las enseñanzas del maestro a fin deprepararlos para el gran mundo, loscuales se hallaban ahora a merced deestos demonios cuyos designios yodesconocía, cuyos designios yacían másallá de todo cuanto yo pudiera concebir?

—¿Por qué nos hacéis esto? —murmuré.

—¡Para castigaros! —respondióuna voz suavemente—. Para castigaros atodos por vuestros actos vanos yblasfemos, por la vida impía ypecaminosa que habéis llevado. ¿Qué esel infierno comparado con eso,jovencito?

Ésas eran las palabras que losverdugos del mundo mortal repetían unay mil veces cuando conducían a los

herejes a la hoguera. «¿Qué es el fuegodel infierno comparado con este brevesufrimiento?» ¡Qué mentiras tanarrogantes, concebidas para justificarsus propios actos!

—¿Eso crees? —murmuró una voz—. Controla tus pensamientos,jovencito, a menos que quieras quedespojemos tu mente de todos suspensamientos. Quizá no vayas alinfierno, muchachito, pero padecerás untormento eterno. Tus noches de placeresy lujuria se han acabado. Ahora deberásenfrentarte a la verdad.

De nuevo me refugié en lo másprofundo de mi ser. Ya no tenía uncuerpo. Yacía en el monasterio, sobre latierra, sin sentir mi cuerpo. Me

concentré en las voces que percibíajunto a mí, unas voces tan dulces ydesesperadas. Reconocí a cada chicopor su nombre y comencé a contarloslentamente. Más de la mitad de nosotros,nuestro espléndido y angelical grupo depupilos, se hallaba en esta abominableprisión.

No oí a Riccardo, pero cuandonuestros captores cesaron durante unrato de atormentarnos, oí su voz.Entonaba una letanía en latín, en unmurmullo ronco y desesperado.

—Bendito sea Dios.Los otros se apresuraron a

responder:—Bendito sea su santo nombre.Los aprendices continuaron

pronunciado sus plegarias. Las voces sehicieron más débiles en el silencio hastaque sólo oí rezar a Riccardo.

Yo no pronuncié las respuestas derigor.

Riccardo siguió rezando, mientrassus compañeros dormían profundamente.Rezaba para consolarse, o quizá sólopara alabar al Señor. Pasó de la letaníaal Padrenuestro, y de esta oración a lasreconfortantes palabras del Avemaría,que repitió una y otra vez, como sirezara el Rosario, él solo, cautivo en labodega del barco.

Yo no le dije nada. Ni siquiera lecomuniqué que estaba allí. No podíasalvarlo. No podía consolarlo. No podíaexplicarle este atroz castigo que nos

había tocado en suerte. Ante todo, nopodía revelarle lo que había visto: anuestro gran maestro pereciendo en elsimple y eterno tormento del fuego.

Se apoderó de mí una agitaciónrayana a la desesperación. Dejé que mimente recuperara la imagen de Mariusardiendo, Marius convertido en unaantorcha viviente, retorciéndose entre elfuego, sus largos dedos alzándose haciael cielo como arañas entre las llamas decolor naranja. Marius había muerto;había perecido abrasado. No habíapodido luchar contra los numerososdemonios que le habían atacado. Yosabía lo que Marius habría dicho dehabérseme aparecido como un espectropara confortarme:

—Eran demasiados, Amadeo. Pormás que lo intenté, no pude detenerlos.

Me sumí en unos sueñosatormentados. El barco siguiónavegando a través de la noche,transportándome lejos de Venecia, de laruina de todo lo que yo creía, de todo loque amaba.

Me desperté al percibir unos cantosy el olor de la tierra, pero no era tierrarusa. Ya no navegábamos por el mar.Estábamos cautivos en tierra firme.

Atrapado en la red de acero,escuché las voces huecas ysobrenaturales que cantaban con odiosoentusiasmo el terrible himno, Dies Irae,día de ira.

El sonido grave de un tambor

realzaba el ritmo sincopado como si setratara de una canción destinada aacompañar un baile en lugar del terriblelamento del día del Juicio Final. Laspalabras en latín sonabanmachaconamente, refiriéndose al día enque todo el mundo quedaría reducido acenizas, cuando las grandes trompetasdel Señor anunciarían la apertura detodas las tumbas. La muerte y lanaturaleza se estremecerían. Todas lasalmas se congregarían, incapaces deocultar ya nada al Señor. Un ángel leeríaen el libro sagrado los pecados de todoslos mortales. La venganza caería sobretodos nosotros. ¿Quién estaría allí paradefendernos sino el Juez Supremo,nuestro Señor Mayestático? Nuestra

única esperanza que la piedad de Dios,el Dios que había muerto crucificadopor nosotros, que no dejaría que susacrificio fuera en vano.

Sí, unas palabras muy hermosas,pero brotaban de una boca pérfida, laboca de un ser que ni conocía elsignificado de éstas, que batía suresonante tambor como si participara enun festejo.

Transcurrió una noche. Estábamosenterrados y la siniestra y débil vozsiguió cantando al son del pequeño yalegre tambor como si pretendieraliberarnos de nuestra prisión.

Oí murmurar a los chicos mayores,tratando de consolar a los más jóvenes,y la voz firme de Riccardo

asegurándoles de que no tardarían enaveriguar lo que aquellos serespretendían, y quizá quedarían libres.

Sólo yo percibía los murmullos, lasrisotadas burlonas. Sólo yo sabíacuántos monstruos sobrenaturales nosacechaban, mientras nos conducían haciael resplandor de una hogueramonstruosa.

Unas manos me arrancaron la reden la que estaba cautivo. Rodé portierra, aferrándome a la hierba. Al alzarla vista, comprobé que nosencontrábamos en un inmenso claro,bajo unas rutilantes estrellas que nosobservaban con indiferencia. Reinaba unambiente veraniego y estábamosrodeados por unos gigantescos árbolesverdes. Sin embargo, el humo de lahoguera lo distorsionaba todo. Al vermelos chicos, encadenados unos a otros,

con la ropa desgarrada y sus rostroscubiertos de arañazos y sangre, sepusieron a gritar, pero un enjambre depequeños demonios encapuchados meapartaron de ellos y me sujetaron por lasmanos.

—¡No puedo ayudaros! —grité.Era egoísta, terrible. Fruto de miorgullo. Mi negativa sólo sirvió parasembrar el pánico entre ellos.

Vi a Riccardo, cubierto de heridascomo los otros, volverse de derecha aizquierda, tratando de tranquilizarlos,con las manos atadas delante, suchaquetilla hecha jirones.

Riccardo se volvió entonces haciamí y ambos contemplamos la enormeguirnalda de figuras ataviadas de negro

que nos rodeaban. ¿Podía Riccardodistinguir la blancura de sus rostros ysus manos? ¿Sabía instintivamentequiénes eran esos seres?

—¡Matadnos rápidamente si eso eslo que pretendéis! —gritó Riccardo—.No hemos hecho nada. No sabemosquiénes sois ni por qué nos habéiscapturado. Todos somos inocentes.

Su valor me conmovió, y traté deponer en orden mis pensamientos. Teníaque desechar mi último y horripilanterecuerdo del maestro, imaginarlo vivo, ypensar en lo que él me ordenaría quehiciera.

Los demonios eran mucho másnumerosos que nosotros, eso eraevidente. Detecté unas sonrisas en los

rostros de esas figuras encapuchadas,que aunque ocultaban sus ojos,mostraban sus bocas alargadas ytorcidas.

—¿Dónde está vuestro cabecilla?—pregunté, alzando la voz sobre elnivel de la potencia humana—. ¿No veisque estos jóvenes son unos simplesmortales? ¡Es a mí a quien debéispedirme cuentas!

Al oír mis palabras, la larga fila defiguras ataviadas de negro que merodeaban se unieron para murmurar ycuchichear entre sí. Los que custodiabana los aprendices encadenados cerraronfilas en torno a ellos. Y los otros, aquienes yo apenas lograba distinguir,arrojaron más leña y alquitrán a la

hoguera, como si el enemigo sedispusiera a entrar en acción.

Dos parejas de demonios sesituaron delante de los aprendices,quienes seguían gimiendo y sollozandosin percatarse de lo que ese gestosignificaba.

Yo lo comprendí en el acto.—¡No! ¡Es conmigo con quien

debéis hablar y razonar! —protesté,revolviéndome para soltarme de miscaptores. Pero éstos se echaron a reír.

De pronto sonaron de nuevo lostambores, mucho más fuerte que antes,como si un círculo de tamborileros nosrodeara a nosotros y la infernal hoguera.

Mientras los tambores sonaban alritmo sincopado del himno Dies Irae,

las figuras encapuchadas que nosrodeaban como una guirnalda seirguieron y enlazaron sus manos.Comenzaron a entonar en latín laspalabras que anunciaban el siniestro díadel Juicio Final. Los demonioscomenzaron a moverse ridiculamente,alzando las rodillas como si ejecutaranuna marcha, al tiempo que un centenarde voces escupía las palabras al ritmosostenido de una danza, mofándose delas tétricas palabras del himno.

A los tambores se unió el sonidoagudo de unas gaitas y el batir de unaspanderetas, hasta que todos losbailarines que nos rodeaban, con lasmanos enlazadas, comenzaron a oscilarde un lado a otro de cintura para arriba,

moviendo la cabeza y sonriendodiabólicamente mientras cantaban:

—¡Diiiieees iraaaaeee!El pánico hizo presa en mí, pero no

podía librarme de mis captores. Mepuse a gritar.

La primera pareja de bailarinesataviados de negro situados delante delos aprendices se abalanzaron sobre elprimero destinado al sacrificio, por másque el chico chillaba y se retorcíadesesperadamente, y lo lanzaron al aire.La segunda pareja de demonios loatraparon y, con una fuerza sobrenatural,arrojaron al desdichado joven a lahoguera. Su cuerpo voló por los airesdescribiendo un arco y aterrizó sobre elfuego.

Emitiendo unos gritosdesgarradores, el joven cayó entre lasllamas y desapareció. Los otrosaprendices, seguros de la suerte que lesaguardaba, rompieron a llorar y a gritarposesos, pero fue en vano.

Uno tras otro, todos los aprendicesfueron separados de sus compañeros yarrojados a las llamas.

Yo me debatí ferozmente,propinando patadas al suelo y a misoponentes. En una ocasión logréliberarme, pero tres de las diabólicasfiguras se apresuraron a sujetarme conunos dedos duros como el acero que mepellizcaban la carne.

—¡No hagáis eso! —gemí—. ¡Soninocentes! ¡No los matéis!

Pese a mis gritos estentóreos, oí losalaridos de los aprendices que moríandevorados por las llamas. «¡Sálvanos,Amadeo!», gritaban, pero ignoro si ésaseran las únicas palabras que gritaban enlos momentos postreros de su agonía. Alcabo de unos instantes todos losaprendices que seguían vivos, menos dela mitad del grupo original, se unieron aeste cántico: «¡Sálvanos, Amadeo!» Sinembargo, los demonios siguieronarrojándolos a la hoguera y al poco ratosólo quedó una cuarta parte de losaprendices del palacio, quienes sedebatían denodadamente entre las garrasde sus captores hasta ser lanzados aaquella muerte atroz.

Los tambores continuaban sonando,

acompañados por el ramplón ching,cbing, ching de las panderetas y lalánguida melodía de las chirimías. Lasvoces componían un siniestro coro quepronunciaba cada sílaba del himno comosi escupieran veneno.

—¿Lloras por tus compinches? —inquirió uno de los demonios que estabajunto a mí—. ¡Debiste liquidarlos ycomértelos a todos en nombre del amorde Dios!

—¡El amor de Dios! —le espeté—.¡Cómo te atreves a hablar sobre el amorde Dios, tú, un asesino de niños! —Mevolví y le propiné una patada, hiriéndolemucho más de lo que yo imaginé, pero,como de costumbre, otros tres guardiasocuparon su lugar.

Al poco sólo vi bajo el ferozresplandor del fuego a tres chicos derostro blanco como la cera, los tresaprendices más jóvenes del palacio,ninguno de los cuales emitió el menorsonido. Su silencio me impresionó, aligual que sus caritas húmedas ytemblorosas y sus ojos ofuscados eincrédulos, cuando fueron arrojados alas llamas.

Yo pronuncié sus nombres. Grité avoz en cuello:

—¡Vais al cielo, hermanos míos,donde Dios os acogerá en sus brazos!

Pero ¿cómo iban a oír sus oídosmortales mis palabras sobre el ruidoensordecedor de los cánticos?

De pronto me di cuenta de que

Riccardo no se encontraba entre losaprendices. Deduje que o bien se habíaescapado o le habían perdonado la vida,o le reservaban una suerte peor quemorir abrasado.

En aquel momento unas manos mearrastraron hacia la pira, interrumpiendomis reflexiones.

—¡Ahora te toca a ti, bravucón,pequeño Ganimedes de los blasfemos,descarado y arrogante querubín!

—¡No! —grité, clavando lostalones en tierra. Era impensable. Yo nopodía morir así; no podía perecer en lahoguera. Frenético, traté de razonarconmigo mismo: «Acabas de ver morir atus hermanos. ¿Por qué no vas tú acorrer la misma suerte?» Pero no podía

aceptar esa posibilidad, no, yo erainmortal. ¡No!

—¡Sí, tú, y te asarás en el fuegocomo ellos! ¿No hueles su carnechamuscada? ¿No hueles sus huesosabrasados?

Unas vigorosas manos me lanzaronen el aire, lo suficientemente alto paranotar la brisa que me revolvía el pelo, yal bajar la vista y contemplar la hogueraque ardía en el suelo, su calor abrasadorme chamuscó el rostro, el pecho y losbrazos.

Caí por el aire agitando las piernasy los brazos como un pelele, engullidopor el calor y el fragor de las infernalesllamas color naranja. «¡Voy a morir!»,pensé, suponiendo que pensara algo,

pero creo que lo único que sentí fuepánico, rindiéndome ante el inenarrabletormento que me aguardaba.

Unas manos me rescataron delmontón de leña que ardía debajo de mí.Me arrastraron por el suelo. Unos piespisotearon mis ropas para apagar lasllamas. Me arrancaron la camisa queestaba ardiendo. Me asfixiaba. Sentí queme dolía todo el cuerpo, el dolor atrozde la carne quemada, y cerré los ojos enun deliberado intento de perder elconocimiento y evadirme de aquellatortura. «Ven, maestro, ven a buscarmesi existe un paraíso para nosotros.»Imaginé a Marius abrasado, un esqueletocalcinado, pero éste tendió los brazospara abrazarme.

Al abrir los ojos, vi a un extrañojunto a mí. Yo yacía sobre la húmedaMadre Tierra, gracias a Dios; mismanos, rostro y pelo chamuscados aúnhumeaban. El extraño era alto, decomplexión atlética, moreno.

El extraño alzó sus manos fuertes,blancas, de nudillos gruesos, y se quitóla capucha, mostrando una espesa matade pelo negro. Tenía los ojos grandes,con el blanco perlado y las pupilasnegras como el azabache. Era unvampiro, al igual que los demás, pero deuna belleza y una presenciaextraordinarias. Me miró como siestuviera más interesado en mí que en símismo, aunque se sabía el centro detodas las miradas.

Sentí un pequeño estremecimientode gratitud, de que aquel extraño conesos ojos y esa boca sensual en forma dearco de Cupido, poseyera una razónhumana.

—¿Estás dispuesto a servir a Dios?—me preguntó. Tenía una voz culta yafable, y sus ojos no expresaban mofa—. Responde, ¿estás dispuesto a servira Dios? En caso contrario, tearrojaremos de nuevo al fuego.

Me dolía todo el cuerpo. No se meocurrió ningún pensamiento salvo quelas palabras que el extraño acababa depronunciar eran increíbles, no teníansentido, y por tanto no podíaresponderle.

En el acto, sus diabólicos

ayudantes me alzaron de nuevo, riendo yrepitiendo al son del incesante himno:

—¡A la hoguera! ¡A la hoguera!—¡No! —gritó el cabecilla—. Veo

en él un amor puro hacia nuestroSalvador. —Levantó la mano paraimponer su autoridad. Los demás sedetuvieron, sosteniéndome por laspiernas mientras me balanceaba en elaire.

—¿Eres bueno? —murmurédesesperado a la extraña figura—.¿Cómo es posible? —sollocé.

El extraño se inclinó sobre mí.¡Qué belleza tan excepcional! Suscarnosos labios formaban un arco deCupido perfecto, como he dicho, y alaproximar su rostro reparé en el color

intenso y natural que poseían, y en lasombra de una barba que sin duda sehabía afeitado por última vez en su vidade mortal, la cual cubría toda la parteinferior del rostro, confiriéndole lamáscara viril de un hombre. Su frenteamplia y despejada dejaba traslucir unoshuesos blancos que contrastaban con losrizos negros que caían airosamente desus sienes redondeadas y el pico deviuda situado en el centro de su frente,ofreciendo un espléndido marco a susemblante.

Sus ojos, como me ocurre siempre,fueron lo que más me atrajo, unos ojosgrandes, almendrados y luminosos.

—Hijo mío —murmuró el extraño—, ¿estaría yo dispuesto a sufrir estos

horrores si no fuera en nombre de Dios?Mis sollozos se redoblaron.Ya no temía miedo. El dolor no me

importaba. Era un dolor rojo y doradocomo las llamas de la hoguera querecorría mi cuerpo como si fuera unlíquido, pero aunque lo sentía, no melastimaba, no me importaba.

Sin protestar, con los ojoscerrados, dejé que me condujeran através de un pasadizo donde los pasosde quienes me transportaban emitían unsuave y quebradizo eco que reverberabacontra el techo bajo y los muros.

Cuando me depositaron en tierra,rodé por el suelo, pero comprobé contristeza que yacía sobre un nido deharapos en lugar de sentir la humedad y

frescura de la Madre Tierra que tantonecesitaba, pero al cabo de unosinstantes eso tampoco me importó.Apoyé la mejilla sobre los mugrientosharapos y me sumí en un profundosueño, como si me hubieran depositadoallí para que durmiera.

Mi piel abrasada era una parte demi persona, pero ya no formaba parte demí. Emití un prolongado suspiro,sabiendo, aunque no articulé esaspalabras en mi mente, que mis pobrescompañeros habían muerto y se hallabanen lugar seguro. No creí que el fuego loshubiera atormentado durante largo rato.No, sin duda habían sucumbidorápidamente a las llamas y habíanvolado al cielo como ruiseñores a través

de la humareda.Mis jóvenes compañeros ya no

pertenecían a la tierra y nadie podía yalastimarlos. Todas las cosas nobles queMarius había hecho por ellos, lostutores, los conocimientos que habíanadquirido, las lecciones que habíanaprendido, las clases de danza, las risas,las canciones, los cuadros que habíanpintado, todo había desaparecido, y susalmas habían subido al cielo impulsadaspor unas exquisitas alas blancas.

¿Los habría seguido yo? ¿Habríaacogido Dios en su dorado y nebulosocielo el alma de un vampiro? ¿Habríadejado yo atrás los pavorosos cánticosde esos demonios que cantaban en latínpara ascender al reino del canto

angelical?¿Por qué permitían esos seres que

me rodeaban que yo albergara esospensamientos? Sin duda eran capaces deadivinar mi pensamiento. Sentí lapresencia del cabecilla, el de ojosnegros, el poderoso. Quizásestuviéramos solos él y yo en este lugar.Si él pudiera darle algún sentido a esto,si pudiera otorgarle un significado yeliminar su monstruosidad, seconvertiría en un santo del Señor. Vi aunos monjes sucios y famélicos en lasgrutas.

Me tendí boca arriba,regodeándome con el dolor rojo ydorado que me bañaba, y abrí los ojos.

15

Una voz melosa y reconfortante medijo, dirigiéndose directamente a mí:

—Todas las obras fatuas de tumaestro se han quemado; de sus pinturasno queda sino un montón de cenizas. QueDios le perdone por utilizar sus donessublimes no al servicio de Dios sino alservicio del mundo, de la carne, deldiablo, sí, del diablo, aunque el diablosea nuestro abanderado, pues el malignoestá orgulloso de nosotros y satisfechode nuestro dolor; pero Marius sirvió aldiablo haciendo caso omiso de losdeseos de Dios, y la merced que nos haconcedido Dios permitiendo que enlugar de abrasarnos en las llamas delinfierno gobernemos en las sombras dela Tierra.

—Ah —murmuré—, ya comprendotu retorcida filosofía.

La voz no me reprendió.Poco a poco, aunque prefería oír

sólo esa voz, empecé a ver con másclaridad. En la tierra prensada queformaba un techo abovedado sobre micabeza distinguí unas calaverashumanas, calcinadas y cubiertas depolvo. Unas calaveras adheridas a latierra con mortero, de forma queconstituían todo el techado, como unasblancas conchas marinas. «Unas conchasde cerebros humanos —pensé—, pueseso es lo que queda, unos caparazonesque asoman a través de la tierraprensada, la cúpula que cubre el cerebroy los orificios negros y redondos que

antaño eran unos ojos gelatinosos, ágilescomo bailarines, atentos, prestos ainformar a la mente de los esplendoresdel mundo.»

Todo el techo estaba cubierto decalaveras, un techo abovedado formadopor calaveras; y en el punto donde eltecho se unía a los muros aparecía unahilera de huesos del muslo, y debajounos huesos humanos dispuestos deforma aleatoria, sin orden ni concierto,como piedras trabadas con mortero paraconstruir muros.

Todo estaba repleto de huesos eiluminado con velas. Sí, percibí el olorde las velas, de pura cera de abejas,como las que utilizan los ricos.

—No —dijo la voz con tono

pensativo—, más bien la iglesia, puesésta es la iglesia de Dios, aunque eldiablo es nuestro padre prior, el santofundador de nuestra orden. ¿Por qué noíbamos a utilizar cera de abejas? Es muytípico de un veneciano fatuo y mundanocomo tú el considerarlo un lujo,confundirlo con la riqueza en la que tehas regodeado como un cerdo serevuelca en sus excrementos.

Yo emití una risita.—Dame otra muestra de tu

generosa y estúpida lógica —respondí—. Deduzco que eres el Aquino deldiablo. Continúa.

—No te burles de mí —me implorócon tono de sinceridad—. Yo te salvédel fuego.

—De no haberlo hecho yo yaestaría muerto.

—¿Quieres morir abrasado?—No, no deseo sufrir esa suerte,

me horroriza pensar en ello, ni se ladeseo a nadie. Pero morir, sí.

—¿Y cuál crees que será tu destinosi mueres? ¿No es el fuego del infiernocincuenta veces más caliente que elfuego que encendimos para ti y tusamigos? Eres hijo del infierno; teconvertiste en ello desde el momento enque el blasfemo de Marius te trasfundiónuestra sangre. Nadie puede remediaresas circunstancias. Vives gracias a unasangre maldita, anómala y grata aSatanás, y grata a Dios porque necesita aSatanás para demostrar su bondad y

ofrecer a los seres humanos la opción deser buenos o malos.

Yo volví a reírme, pero con elmáximo respeto.

—Sois muchos —comenté.Al volver la cabeza, la luz de las

numerosas velas que me rodeaban medeslumbró, pero no era una luzdesagradable. Las llamas que bailabansobre las mechas eran muy distintas delas que habían devorado a mishermanos.

—¿Eran tus hermanos esosmortales arrogantes y consentidos? —preguntó él. Su voz no tembló en ningúnmomento.

—¿Es posible que creas todas lasidioteces que dices? —repliqué,

imitando su tono.Él se rió, emitió una risa discreta y

eclesial, como si estuviéramoscomentando en voz baja lo absurdo deun sermón. Sin embargo, la sagradahostia no se hallaba presente como lohabría estado en una iglesia consagrada,de modo que no era necesario bajar lavoz.

—Querido —dijo él—, sería muysencillo torturarte, doblegar tu arrogantemente y convertirte en un instrumentoque emite unos incesantes y estrepitososgritos. Sería facilísimo emparedartepara que tus alaridos no nos turbaran,sino que constituyeran unentretenimiento que aderezara nuestrasmeditaciones vespertinas. Pero no me

gustan esas cosas. Por eso soy un buenservidor del diablo; nunca me hangustado la crueldad y la maldad. Lasdesprecio, y si contemplara un crucifijo,rompería a llorar como cuando era unhombre mortal.

Cerré los ojos, renunciando a lasoscilantes llamas que salpicaban lapenumbra. Envié mi poder más fuerte yresistente hacia su mente, pero sólohallé una puerta cerrada a cal y canto.

—Sí, ésa es la imagen que utilizopara impedirte la entrada.Deplorablemente literal para un infielinculto. Pero a fin de cuentas tudedicación a Cristo se alimentó de loliteral y lo ingenuo, ¿no es así? Aquíviene alguien que te trae un regalo que

acelerará nuestro acuerdo.—¿Un acuerdo, señor? ¿A qué te

refieres?Yo también oí al otro. Un hedor

intenso y pestilente asaltó mis fosasnasales. No me moví ni abrí los ojos.Escuché al otro emitir esa risa grave yestentórea perfeccionada por los otrosque habían cantado el Dies Irae conimpecable entonación. Era un hedorinsoportable, a carne humana abrasada oalgo por el estilo. Me resultórepugnante. Volví la cabeza y traté decontener las náuseas. Podía aguantar elsonido y el dolor, pero no ese olorhediondo.

—Un regalo para ti, Amadeo —dijo el otro. Alcé la cabeza y miré a los

ojos a un vampiro formado como unjoven con el cabello tan rubio que eracasi blanco y el cuerpo alto y esbelto deun escandinavo. Sostenía una urna degrandes dimensiones con ambas manos.De repente la volcó.

—¡No, detente! —grité alzando lasmanos. Sabía lo que era, pero reaccionédemasiado tarde.

Un torrente de cenizas cayó sobremí. Grité, atragantándome, y me volví.No podía quitármelas de los ojos y laboca.

—Son las cenizas de tus hermanos,Amadeo —dijo el vampiro rubio,emitiendo una estridente carcajada.

Impotente, tendido boca abajo,cubriéndome las sienes con las manos,

me estremecí bajo el peso caliente delas cenizas. Por fin rodé por el suelo, meincorporé de rodillas y me levanté de unsalto. Al retroceder hacia la paredderribé un candelabro de hierro quesostenía numerosas velas. Las llamitasdanzaron ante mi vista nublada, las velascayeron sobre el lodo con un ruido seco.Yo levanté las manos para protegerme lacara.

—¿Qué ha sido de nuestra exquisitacompostura? —preguntó el vampiroescandinavo—. ¿Nos hemos convertidoen un querubín llorica? Así era como tellamaba tu maestro, ¿no? ¡Toma! —Elvampiro me agarró del brazo y con laotra mano trató de restregarme unpuñado de cenizas por el rostro.

—¡Condenado demonio! —grité,enloquecido de furia e indignación. Leagarré la cabeza con ambas manos y,haciendo acopio de todas mis fuerzas, sela retorcí, partiéndole todos los huesosdel cuello. Luego le asesté una patadacon el pie derecho.

El vampiro cayó de rodillas,gimiendo, vivo pese a haberle partido elcuello. Pero me juré que no viviríaintacto, y tras propinarle otra violentapatada con todo el peso de mi piederecho, le arranqué la cabeza. La pielse desgarró y desprendió de la carne yla sangre brotó a chorros de la profundaherida. Con un último tirón, le separé lacabeza del tronco por completo.

—¡Tienes un aspecto lamentable!

—me mofé, mirándole a los ojos. Laspupilas giraban frenéticamente—. Yoque tú preferiría morir. —Hundí losdedos de la mano izquierda en su pelo.Me volví en busca de una vela, tomé unacon la mano derecha, la arranqué delcandelero y se la hundí en las cuencasde los ojos una y otra vez hasta cegarlo.

»Ah, de modo que también puedehacerse de este modo —comenté,alzando la vista y parpadeando porqueel resplandor de las velas medeslumbraba.

Poco a poco conseguí distinguir sufigura. Su pelo negro y espeso le caía enunos bucles enmarañados sobre loshombros. Iba vestido con una amplia ylarga toga negra que rozaba las patas del

taburete sobre el que estaba sentado,levemente ladeado, perocontemplándome de forma que pudedistinguir sus facciones a la luz de lasvelas. Era un rostro noble y hermoso,con unos labios bien delineados ygraves como sus enormes ojos.

—Ese tipo nunca me cayó bien —dijo suavemente, arqueando las cejas—,pero debo reconocer que me hasimpresionado. No imaginé que loliquidarías tan rápidamente.

Yo me estremecí. Una temiblefrialdad se apoderó de mí, una cóleraimplacable y atroz que avivaba el dolor,la locura, la esperanza.

Odiaba la cabeza que sostenía enlas manos y deseaba arrojarla al suelo,

pero aún estaba viva. Las sanguinolentascuencas de sus ojos temblabanligeramente y la lengua se movía entrelos labios de un lado a otro.

—¡Es asquerosa! —exclamé.—Siempre decía unas cosas muy

raras —repuso el de pelo negro—. Erapagano, ¿comprendes? Cosa que túnunca fuiste. Quiero decir que creía enlos dioses de los bosques escandinavos,y que Thor giraba en torno al mundoblandiendo su martillo...

—¿Vas a seguir hablando sinparar? —pregunté—. Debería quemaresta cosa, ¿no?

El otro me dirigió una sonrisaencantadora e inocente.

—Eres un idiota por permanecer en

este lugar —observé. Las manos metemblaban de forma incontrolable.

Sin aguardar su respuesta, me volvíy tomé otra vela, tras haber apagado laprimera, y prendí fuego a la cabelleradel vampiro muerto. El hedor meprodujo náuseas. Emití un sonidosemejante al lloriqueo de un niño.

Dejé caer la cabeza en llamassobre el cuerpo decapitado cubierto poruna toga. Arrojé la vela a las llamaspara que la cera alimentara el fuego.Recogí las velas que yacían en el suelo,las arrojé también al fuego y retrocedípara esquivar el tremendo calor queemanaban los restos del difunto.

La cabeza comenzó a rodar entrelas llamas, o eso me pareció, de modo

que tomé el candelabro de hierro quehabía derribado y, utilizándolo a modode rastrillo, aplasté y machaqué la masade huesos y carne que ardía bajo lasllamas.

En el último momento el vampiroextendió los brazos y sus dedos securvaron y clavaron en las palmas de lasmanos. «¡Ah, vivir en ese estado!»,pensé con desaliento, acercando losbrazos al torso de un golpe con elrastrillo. El fuego apestaba a harapos y asangre humana, una sangre que sin dudaél había bebido, pero no percibí ningúnotro olor humano. De pronto reparé condesesperación que había encendido lapira funeraria de aquel tipo sobre lascenizas de mis amigos.

En fin, era lógico.—Os he vengado liquidando a uno

de ellos —dije, emitiendo un suspiro dedesánimo.

Arrojé el candelabro de hierro quehabía utilizado como rastrillo. Dejé losrestos del escandinavo abrasándoseentre las llamas. Era una habitaciónespaciosa. Me dirigí con paso cansino ydescalzo, pues mis zapatillas de fieltrose habían quemado, hacia un ampliorincón entre los candelabros de hierro,donde la grata y húmeda tierra era negray parecía limpia, y me tumbé de nuevoen ella, sin importarme que el vampirode pelo negro pudiera observarme a susanchas, puesto que me había tendidojusto delante de él.

—¿Conoces esos ritosescandinavos? —preguntó el otro comosi tal cosa, como si no hubiera ocurridonada fuera de lo normal—. Por lo vistoese Thor se dedica a girar continuamenteen torno a la Tierra con su martillo, y elcírculo se va estrechando, y más alláreside el caos, y nosotros estamos aquí,condenados a permanecer dentro delcírculo de calor que se va estrechando.¿No has oído hablar de ello? Ese tipoera un pagano, creado por unos magosrenegados que lo utilizaban para queasesinara a sus enemigos. Me alegro dehaberme librado de él.

Pero ¿por qué lloras?No respondí.Qué panorama tan descorazonador,

esta horrenda cámara con un techoabovedado formado por calaveras, estamultitud de velas que iluminaban sólolos restos de la muerte, y este ser, estehermoso ser de pelo negro y complexiónatlética que gobernaba entre este horror,sin sentir la muerte de uno de susservidores reducido a un montón dehuesos pestilentes y humeantes.

Imaginé que estaba en casa. Mehallaba a salvo en la alcoba de mimaestro. Estábamos sentados juntos. Élleía un texto en latín. Las palabras notenían importancia. Estábamos rodeadospor objetos propios de la civilización,unos objetos bellos y exquisitos; lastelas de la habitación habían sido tejidaspor manos humanas.

—Cosas vanas —comentó el delpelo negro—. Vanas y absurdas, pero túmismo lo comprenderás con el tiempo.Eres más fuerte de lo que imaginaba. Tucreador tenía siglos, nadie recuerda unaépoca en que no existiera Marius, ellobo solitario, que no permitía que nadiepusiera los pies en su territorio, Marius,el destructor de jóvenes.

—Que yo sepa sólo destruía a losmalvados —murmuré.

—Nosotros somos malvados, ¿noes cierto? Todos somos malvados. Demodo que él nos destruyó sin titubeos.Creía estar a salvo de nosotros. ¡Nosvolvió la espalda! No nos considerabadignos de sus atenciones, y derrochótoda su fuerza sobre un muchacho. Pero

debo reconocer que eres un muchachomuy hermoso.

En éstas oí un ruido, un rumorsiniestro, que no me era desconocido.Percibí el olor a ratas.

—Ah, sí, mis pupilas, las ratas —dijo el otro—. Siempre acuden a mí.¿Quieres verlas? Vuélvete y mírame, hazel favor. Deja de pensar en sanFrancisco, con sus aves y sus ardillas yel lobo pegado a él. Piensa en Santino ysus ratas.

Yo obedecí. Respiré hondo, mesenté en tierra y le miré. Sobre suhombro estaba sentada una enorme ratagris, besándole con su bigotudo hocicoen la oreja, la cola asomando sobre lacabeza del vampiro. Tenía otra rata

sentada sobre las rodillas, plácidamente,como hipnotizada, y otras congregadasen torno a sus pies.

Como si temiera moverse para noasustar a las ratas, el vampiro metió lamano en un cuenco que contenía migasde pan seco. Entonces percibí su olor,junto con el de las ratas. El vampiroofreció un puñado de migas a la rata queestaba posada sobre su hombro, la cuallas devoró con avidez y curiosadelicadeza. Luego el vampiro derramóunas migajas sobre su regazo, sobre lascuales se abalanzaron rápidamente tresratas.

—¿Crees que amo a estascriaturas? —preguntó el vampiro sinapartar la vista de mí, abriendo los ojos

exageradamente para realzar suspalabras. Su cabello negro caía sobresus hombros como un espeso yalborotado velo; su frente, lisa y blanca,resplandecía a la luz de las velas.

»¿Crees que me gusta vivir aquí, enlas entrañas de la Tierra? —preguntócon tristeza— ¿Debajo de la gran ciudadde Roma, donde la tierra absorbe laporquería de la repugnante multitud quehabita allí, y tener a estos bichos comoúnica compañía? ¿Crees que no fui unhombre de carne y hueso, o que, trashaber sufrido esta transformacióngracias al divino plan de DiosTodopoderoso, no envidio la vida que túllevabas junto a tu codicioso maestro?¿Acaso no tengo ojos para contemplar

los brillantes colores que tu maestroextendía sobre sus lienzos? ¿Crees queno me gustan los sonidos de la músicaimpía? —Tras esa perorata el vampiroemitió un suave y angustiado suspiro.

»¿Qué ha creado Dios o hapermitido que exista que seadesagradable en sí mismo? —continuóel vampiro—. El pecado no es repulsivoen sí mismo, sería absurdo pensarlo. Anadie le gusta el dolor. No nos quedamás remedio que soportarlo.

—¿Y todo esto? —pregunté. Teníaganas de vomitar, pero me contuve.Respiré hondo para dejar que todos losolores de esta cámara de los horrorespenetraran en mis pulmones y dejaran deatormentarme.

Me senté cómodamente, con laspiernas cruzadas para examinarlo. Melimpié los ojos para quitarme unascenizas.

—¿A qué viene? Tus argumentosme los conozco de memoria, pero ¿a quéviene este reino de vampiros ataviadoscon hábitos negros sacerdotales?

—Somos los defensores de laverdad —respondió el otrosinceramente.

—¡Por el amor de Dios! ¿Quién noes el defensor de la verdad? —repliquécon amargura—. ¡Mira, tengo las manosmanchadas con la sangre de tu hermanoen Cristo! Y tú, una burda imitación deun mortal que se alimenta de sangrehumana, te quedas ahí sentado tan

tranquilo, contemplando estos horrores ycharlando conmigo a la luz de estascaprichosas velas.

—Tienes una lengua muy afiladapara un jovencito de aspecto tan dulce— contestó el otro con frialdad, perodesconcertado—. Pareces tan dócil, contus suaves ojos castaños y tu pelo de unrojo oscuro otoñal, pero eres muy listo.

—¿Listo? ¡Vosotros quemasteis ami maestro! ¡Le destruisteis!¡Quemasteis a sus pupilos! Yo soyvuestro prisionero, ¿no es así? ¿Y asanto de qué? ¿Y te atreves a hablarmede Jesucristo? ¿Tú? ¿Tú? Responde,¿qué objeto tiene este cenagal asquerosoy delirante construido con barro y estasbenditas velas?

El vampiro se echó a reír. En lasesquinas de sus ojos aparecieron unasarruguitas y su rostro mostró unaexpresión dulce y jovial.

Su cabello, pese a tenerlo sucio yenredado, conservaba su brillosobrenatural. Qué hermoso sería depoder librarse de los dictados de estapesadilla.

—Nosotros somos los Hijos de lasTinieblas, Amadeo —me explicó conpaciencia—. Los vampiros hemos sidocreados para ser el azote del hombre, supeste. Formamos parte de los avatares ytribulaciones de este mundo; nosalimentamos de sangre, y matamos paramayor gloria de Dios, que desea poner aprueba a sus hijos.

—No digas disparates —repliqué,tapándome las orejas con las manos.

—Pero tú sabes que es cierto —insistió el otro sin alzar la voz—. Losabes al igual que me ves ataviado conesta toga y contemplas mi aposento.Estoy destinado a servir al SeñorViviente, al igual que lo estaban losmonjes de antaño antes de queaprendieran a decorar sus muros conpinturas eróticas.

—Lo que dices es una locura, no sépor qué lo haces —protesté. ¡Me negabaa recordar el Monasterio de las Cuevas!

—Lo hago porque aquí he halladomi propósito y el propósito de Dios, yno existe nada más sublime. ¿Preferiríasvivir condenado, solo, egoísta, sin un

propósito? ¿Estarías dispuesto arenunciar a unos designios tanmagníficos que ni el ser másinsignificante quedara fuera de ellos?¿Creíste que podrías vivir eternamentesin el esplendor de estos grandesdesignios, pugnando por negar laintervención divina en todas las cosasbellas que codiciabas y conseguías ?

Yo guardé silencio. No pienses enlos antiguos santos rusos. El otro,sensatamente, no insistió, sino queempezó a cantar suavemente, sin latípica cadencia demoníaca, el himnolatino...

Dies irae, dies illa Solvet saeclumin favilla Teste David cum SibyllaQuantus tremor est futurus...

En ese día de ira,la Tierra se convertirá en cenizas.Tal como David y Sibila han

anunciado,se producirá un gran temblor...—Y ese día, el día del Juicio Final,

nosotros, sus ángeles negros,cumpliremos la misión de conducir alinfierno a las almas perversas, según suvoluntad divina.

Yo le miré de nuevo.—Y luego el último ruego de este

himno, que Dios se apiade de nosotros,¿acaso su Pasión no fue por nosotros?

Canté suavemente en latín:Recordare, Jesu pie,Quod sum causa tuae viae...Recuerda, Jesús misericordioso,

que yo fui la causa de tu vía crucis...Continué, no obstante el desaliento

que sentía, aceptando plenamente aquelhorror.

—¿Qué monje del monasterio demi infancia no confiaba en reunirse undía con Dios? ¿Qué pretendes decirmeahora, que nosotros, los Hijos de lasTinieblas, le servimos sin esperanza dereunirnos con Él algún día?

El otro me miró desmoralizado.—Reza para que exista algún

secreto que no conocemos —murmuró.Luego fijó la mirada en el infinito comosi rezara—. ¿Cómo puede Él no amar aSatanás cuando Satanás le ha servido tanbien? ¿Cómo puede no amarnos anosotros? No lo comprendo, pero yo soy

lo que soy, es decir, esto, y tú eres comoyo. —El vampiro me miró arqueando denuevo las cejas ligeramente para realzarsu asombro—. Debemos servirle. De locontrarío, estamos perdidos.

El vampiro se levantó del taburetey avanzó hacia mí, sentándose en elsuelo frente a mí, con las piernascruzadas, y extendió su largo brazo paraapoyar la mano en mi hombro.

—Eres un ser espléndido —dije—.Y pensar que Dios te creó como a losjóvenes que destruísteis esta noche, unoscuerpos perfectos a los que prendisteisfuego.

El vampiro parecía profundamentetrastornado.

—Amadeo, asume otro nombre y

ven con nosotros, permanece connosotros. Te necesitamos. ¿Qué harás site quedas solo?

—Dime por qué matasteis a mimaestro.

El vampiro retiró la mano de mihombro y la dejó hacer sobre el regazoformado por la toga negra extendidasobre sus rodillas.

—Nos está prohibido utilizarnuestros talentos para deslumbrar a losmortales. Nos está prohibidoembaucarlos con nuestras habilidades.Nos está prohibido buscar el consuelode su compañía. Nos está prohibidoandar por lugares iluminados.

Nada de esto me sorprendió.—Somos unos monjes tan puros de

corazón como los de Cluny —explicó eldel pelo negro—. Nuestros monasteriosson estrictos y sagrados, cazamos ymatamos para perfeccionar el paraíso deNuestro Señor en cuanto valle delágrimas. —Se detuvo unos instantes y,adoptando un tono de voz más suave yreflexivo, continuó—: Somos como lasabejas que pican, y las ratas que robanel trigo; somos como la peste que seapodera de los jóvenes y los viejos, losseres hermosos o grotescos, con el finde que los hombres y las mujerestiemblen al constatar el poder de Dios.

El vampiro me miró, implorandomi comprensión.

—Las catedrales surgen del polvo—prosiguió— para que el hombre se

maraville del poder divino. Y loshombres esculpen en piedra la danzamacabra para demostrar que la vida esbreve. En el ejército de esqueletosenvueltos en siniestras capas negras queaparece tallado en un millar de portales,un millar de muros, se nos representaempuñando guadañas. Somos losseguidores de la muerte, cuyo cruelrostro aparece dibujado en un millón depequeños devocionarios que sostienenen sus manos los ricos y los pobres.

El vampiro abriódesmesuradamente los ojos, quemostraban una expresión soñadora.Luego echó un vistazo a su alrededor,contemplando la macabra celdaabovedada en la que nos hallábamos. En

las pupilas de sus ojos vi las oscilantesllamas de las velas. El vampiro cerrólos ojos unos momentos y al abrirlosparecían más claros, más luminosos.

—Tu maestro sabía esto —dijo contono contrito—. Lo sabía perfectamente.Pero pertenecía a una época pagana,rebelde y airada, que se negaba aaceptar la gracia de Dios. Él vio en ti lagracia de Dios, porque posees un almapura. Eres joven y tierno, abierto comola flor de la luna para asimilar la luz dela noche. Ahora nos odias, pero con eltiempo verás las cosas con másclaridad.

—No creo que vuelva a ver nadacon claridad —contesté—. Tengo frío,soy pequeño y en estos momentos no sé

nada sobre sentimientos, ni anhelos, nisiquiera odio. No te odio, aunquedebería odiarte. Me siento vacío. Deseomorir.

—Morirás cuando lo decida Dios,Amadeo, no tú —respondió el vampiro.Me miró con detenimiento y comprendíque no podía seguir ocultándole misrecuerdos sobre los monjes de Kíev,muriendo lentamente de hambre en susceldas, afirmando que debían tomaralgún sustento porque sólo Dios podíadecidir cuándo debían morir.

Traté de ocultar estospensamientos, me guardé estas pequeñasimágenes para mí y las encerré en lomás profundo de mi ser. No pensé ennada. Una sola palabra acudió a mi

lengua: horror, y luego el pensamientode que antes de ahora yo había sido unidiota.

En éstas apareció otro ser en lahabitación. Era un vampiro hembra.Entró a través de una puerta de madera,dejando que se cerrara suavemente a susespaldas, como habría hecho una buenamonja para evitar hacer un ruidoinnecesario. La vampiro se dirigió haciael otro y se situó detrás de él.

Su espesa caballera gris estabasucia y enmarañada, como la del otro,formando también un velo demaravilloso peso y densidad sobre sushombros. Iba cubierta con unos haraposantiguos. Lucía un cinturón apoyado enlas caderas, al igual que las mujeres de

antaño, que adornaba su ceñido vestidoy ponía de realce su esbelta cintura y suscaderas ligeramente amplias, como lostrajes de ceremonia que muestran lasfiguras talladas en piedra de lossarcófagos de los ricos. Tenía unos ojosenormes, al igual que el otro, queparecían querer absorber cada partículade luz que brillaba en la lóbrega celda.Tenía la boca carnosa y bien delineada,y los hermosos huesos de sus pómulos ysu mandíbula relucían bajo la sutil capade polvo plateado que la cubría. Lucíael cuello y el pecho casi desnudos.

—¿Va a convertirse en uno denosotros? —preguntó. Tenía una voz tanbella, tan tranquilizadora, que meconmovió—. He rezado por él. Le he

oído llorar en su interior, aunque noemita ningún sonido.

Aparté la vista. No podía sinosentirme repelido por ella, mi enemiga,que había asesinado a los seres que yoamaba.

—Sí —repuso Santino, el del pelonegro—. Permanecerá con nosotros, ypuede convertirse en un líder. Posee unagran fuerza. Ha matado a Alfredo. ¡Ah,fue magnífico contemplar cómo loliquidaba, con qué expresión de rabia ensu rostro aniñado!

La vampiro contempló por encimade mi hombro los restos del vampiroque había muerto abrasado. Ni yo mismosabía qué había quedado de él. No mevolví para mirarlo.

Un pesar profundo y amargosuavizó los rasgos de la vampiro. Quéhermosa debió de ser en vida; quéhermosa sería ahora sin esa capa depolvo que la cubría.

De pronto me dirigió una miradaacusadora, que al cabo de unos instantessuavizó.

—Unos pensamientos vanos, hijomío —dijo—. No vivo obsesionada conlos espejos, como tu maestro. Nonecesito terciopelo ni sedas para servira mi Señor. ¡Ah, Santino, fíjate en él, siparece una criatura! —La vampiro serefería a mí—. Hace siglos quizáshabría escrito unos versos en honor detanta belleza, asombrada de que hubieravenido a alegrar el rebaño de ovejas

negras del Señor, como un lirio en lastinieblas, un joven hado que la luz de laluna había depositado en la cuna de unalechera para cautivar al mundo con sumirada afeminada y su voz grave y viril.

Sus halagos me enfurecieron, perono soportaba perder en este infierno labelleza de su voz, su profunda dulzura.No me importaba lo que dijera. Alcontemplar su rostro pálido en el quenumerosas venas se habían convertidoen surcos esculpidos en piedra,comprendí que era demasiado vieja parami impetuosa violencia. Sin embargodeseaba matarla, sí, arrancarle la cabezadel tronco, sí, apuñalarla con las velas,sí. Furioso, tensando la mandíbula,pensé en esas cosas, y en él, en cómo le

despacharía, pues era mucho menosviejo que ella, tal como demostraba sucutis aceitunado, pero esos impulsosmurieron súbitamente como si un vientoseptentrional hubiera arrancado lacizaña de mi mente, un viento gélido queaniquilaba mi voluntad.

Ah, qué hermosos eran.—No renunciarás a la belleza —

dijo la vampiro con tono amable, quienquizás había captado mis pensamientospese a mis esfuerzos por ocultarlos—.Verás otra variante de la belleza, ásperay variopinta, cuando mates y contemplesese maravilloso diseño corporaltransformarse en una deslumbrante telade araña al tiempo que bebes su sangre,y unos pensamientos agonizantes caerán

sobre ti como gimoteantes velos paracegarte y convertirte en la escuela deesas pobres almas que envías a la gloriao a la perdición. Belleza, sí. Verásbelleza en las estrellas que seconvertirán en tu eterno consuelo. Y enla tierra, que te mostrará mil matices deoscuridad. Esa será la belleza quecontemplarás. Renunciarás a losestridentes colores del hombre y a ladesafiante luz de los ricos y los fatuos.

—No renuncio a nada —repliqué.Ella sonrió. Su rostro traslucía un

calor tibio e irresistible; su largacabellera canosa mostraba algún queotro rizo rebelde a la luz de las velas.

La vampiro miró a Santino.—Comprende perfectamente lo que

decimos —declaró—. Sin embargo,parece un niño travieso cuya ignoranciale lleva a burlarse de todo.

—Lo sabe, lo sabe —repuso elotro con extraña amargura. Dio decomer a sus ratas. Miró a la vampiro yluego a mí. Parecía meditar e inclusocomenzó a canturrear de nuevo el viejohimno gregoriano.

Oí a otros seres moviéndose en laoscuridad. A lo lejos sonaban todavíalos tambores, pero era un sonidoinsoportable. Contemplé el techo de lacámara donde nos encontrábamos, lascalaveras sin ojos y sin boca que nosobservaban con infinita paciencia.

Miré a Santino, sentado en el suelomeditabundo o enfrascado en sus

pensamientos, y a sus espaldas la altafigura de la vampiro cubierta conharapos, su cabello gris peinado conraya en medio, su rostro adornado conuna capa de polvo.

—¿Quiénes son esos seres quedeben ser custodiados, hijo mío? —mepreguntó ella.

Santino alzó la mano e hizo ungesto cansino.

—Él no sabe nada de eso,Allesandra. Te lo aseguro. Marius erademasiado listo para cometer la torpezade decírselo. Es absurdo darle tantasvueltas a esa vieja leyenda que hemosperseguido durante años. Los seres quedeben ser custodiados. Si esos seresdeben ser custodiados, ya no existen,

puesto que Marius ya no está aquí paracustodiarlos.

Un escalofrío me recorrió elcuerpo, el terror de romper a sollozardesconsoladamente, de dejar que elloslo vieran, no, era una abominación.Marius ya no estaba aquí...

Santino se apresuró a continuar,como si temiera por mí.

—Es la voluntad de Dios. Diosquiso que todos los edificios sederrumbaran, que todos los textos fueranrobados o quemados, que todos lostestigos que asistieron al misterio fuerandestruidos. Piensa en ello, Allesandra.Reflexiona. El tiempo ha sepultadotodas las palabras escritas por Mateo,Marcos, Lucas, Juan y Pablo. ¿Acaso

queda un solo pergamino que ostente larúbrica de Aristóteles? ¿O Platón? Ojaláposeyéramos uno de los fragmentos quearrojó al fuego cuando trabajabafebrilmente...

—¿Qué nos importan estas cosas,Santino? —preguntó Allesandra contono de reproche, pero cuando él agachóla cabeza ella le acarició el pelo,alisándoselo como si fuera su madre.

—Me refiero a que ésos son losdesignios de Dios —dijo Santino—, desu creación. Incluso lo que es esculpidoen piedra desaparece con el tiempo, ylas ciudades yacen bajo el fuego y lascenizas de montañas que estallan. Merefiero a que la tierra lo devora todo, yahora se lo ha llevado a él, a esta

leyenda, Marius, un ser mucho más viejoque todos los seres que hemos conocido,y con él han desaparecido sus preciosossecretos. Resígnate.

Junté las manos para impedir quetemblaran. No dije nada.

—Yo vivía en una hermosapoblación —prosiguió Santino en voztan baja que era casi un murmullo.Sostenía en brazos a una rata gorda ynegra a la que acariciaba como si fuerauna linda gatita, cuyos ojitospermanecían clavados en los suyos,incapaz de moverse, con la cola curvadacomo una guadaña hacia abajo—. Erauna población maravillosa, con unasmurallas altas y gruesas, donde todos losaños organizábamos una feria. Me faltan

palabras para describir el espléndidoespectáculo de los artículos queexhibían los mercaderes, y las gentes,jóvenes y ancianos, que acudían dealdeas vecinas y remotas para comprar,vender y divertirse. ¡Era un lugarperfecto! Pero la peste lo asoló. Llegó lapeste, sin respetar portal, tapia ni torre,invisible para los hombres del Señor,para el padre que araba en el campo y lamadre que atendía su huerto. La peste loarrasó todo, todo salvo a los másperversos. Me emparedaron entre losmuros de mi casa, junto con loscadáveres hinchados de mis hermanos yhermanas. Me halló un vampiro quebuscaba sangre con que alimentarse. Ysólo halló la mía, pese a que en la

población habían abundado loscadáveres.

—¿Acaso no renunciamos a nuestrahistoria mortal por amor a Dios? —preguntó Allesandra con sumo tactomientras seguía acariciándole la cabezay apartándole el pelo de la frente.

En los grandes ojos de Santino sereflejaban sus pensamientos y recuerdos;al hablar me miró, quizá sin vermesiquiera.

—Las murallas han desaparecido,han sucumbido bajo los árboles, lahierba y los montones de cascotes. Enlos castillos de los alrededorespodemos observar las piedras con lasque antaño fue construida la propiedadde nuestro señor, nuestra calle mayor,

nuestras mansiones nobles. La naturalezade este mundo establece que todas lascosas serán devoradas por el tiempo,que constituye una boca tan voraz comola que más.

Se hizo el silencio. Yo no cesabade temblar. Me dolía todo el cuerpo. Demis labios brotó un gemido. Miré adiestro y siniestro y agaché la cabeza,estrujándome las manos para noponerme a gritar.

Al cabo de un rato alcé la cabeza ydije:

—¡Me niego a serviros! Conozcovuestro juego. Conozco vuestrasescrituras, vuestra piedad, vuestraafición a la resignación. Sois comoarañas que tejéis unas trampas

complejas y siniestras, eso es todo; sólosabéis copular para procrear másvampiros, sólo sabéis tejer unas trampaspara atrapar a los incautos, como lasaves que construyen sus nidos conporquería sobre edificios de mármol.Adelante, seguid tejiendo vuestrasmentiras. ¡Os odio! ¡No os serviré!

Ambos me miraron con profundoamor.

—Pobre niño —dijo Allesandra,suspirando—. No has hecho sinoempezar a sufrir. ¿Por qué te empeñas ensufrir por orgullo en lugar de hacerlopor Dios?

—¡Yo os maldigo!Santino chasqueó los dedos. Fue un

gesto insignificante, pero de pronto

salieron de las sombras, a través de unaspuertas como bocas secretas y mudas enlos muros de arcilla, sus sirvientes,ataviados con unas togas, encapuchados,como los otros.

Me condujeron a rastras a unacelda compuesta por barrotes de hierroy muros de piedra y arcilla. Cuando tratéde excavar un agujero con las uñas parahuir a través de él, mis dedos toparoncon piedra revestida de hierro, y nopude seguir excavando.

Me tumbé en el suelo y rompí allorar. Lloré por mi maestro. No meimporta que alguien me oyera o seburlara de mí. Me tenía sin cuidado.Sólo pensaba en mi pérdida y en lomucho que había amado a mi maestro, y

al reparar en lo inmenso de ese amor,sentí en cierto modo su esplendor. Llorécon desconsuelo. Me revolqué sobre latierra. Clavé mis uñas en ella, laarranqué a puñados. Luego me quedéinmóvil, dejando que las lágrimasrodaran en silencio por mi rostro.

Allesandra se acercó a la celda yapoyó las manos en los barrotes.

—Pobre criatura —murmuró—.Estaré siempre a tu lado. No tienes másque decir mi nombre.

—¿Por qué? —contesté. Mi vozreverberó entre los pétreos muros de lacelda—. ¡Responde!

—¿Acaso los demonios no se amanen el infierno? —me replicó ella.

Transcurrió una hora. La noche era

fría.Sentí sed, una sed de sangre.Me quemaba las entrañas. Ella lo

sabía. Me senté de cuclillas, cabizbajo.Prefería morir antes que volver a bebersangre. Pero era lo único que veía, quesentía, que deseaba. Sangre.

La primera noche creí morir desed. La segunda, temí morir gritando. Latercera, sólo soñé con sangre entresollozos de desesperación, lamiendo laslágrimas de sangre que tenía en lasyemas de los dedos.

Al cabo de seis noches, cuando yano soportaba más mi sed, me trajeronuna víctima que luchó denodadamentepara escapar a su suerte.

Olí la sangre mientras la conducían

por el largo y negro pasadizo. La olíantes de percibir el resplandor de lasantorchas.

Arrojaron en mi celda a un jovenhediondo y musculoso, quien no cesabade propinarles patadas y maldecirlos,rugiendo y babeando como un poseso,chillando cada vez que le azuzaban conla antorcha para que se aproximara a mí.

Me levanté, casi demasiado débilpara sostenerme en pie, y me arrojésobre él, sobre su cálida y suculentacarne. Le desgarré el cuello, riendo ysollozando de gozo, y succioné hastaahogarme casi con la sangre que mellenaba la boca.

El joven cayó a mis pies,balbuciendo y gritando. La sangre

brotaba a borbotones de la arteria y sederramaba sobre mis labios y misdedos. Yo tenía los dedos tan delgadosque eran meros huesos. Bebí y bebíhasta que me harté. Todo el dolor, todala desesperación se desvaneció en lapura satisfacción de mi sed de sangre, enel puro, egoísta y odioso afán dedevorar aquella bendita sangre humana.

Los demonios dejaron que siguierasaciando mi glotonería, que gozara deaquel festín absurdo y salvaje.

Luego me desplomé de costado;noté que veía con más claridad en laoscuridad. Los muros que me rodeabanrelucían cubiertos pedacitos doradoscomo un firmamento estrellado. Miré ami víctima y comprobé que se trataba de

Riccardo, mi amado Riccardo, mibrillante y buen Riccardo: desnudo,sucio, un prisionero que habíanengordado en una pestilente celda debarro para esto.

Grité horrorizado. Aporreé losbarrotes y me golpeé la cabeza contraellos. Mis celadores de rostro blanco seacercaron apresuradamente a losbarrotes de mi celda pero luegoretrocedieron aterrorizados y meobservaron desde el otro lado deloscuro pasadizo. Caí de rodillas,sollozando amargamente.

Tomé el cadáver en brazos.—¡Bebe, Riccardo! —grité. Me

mordí la lengua y escupí la sangre en surostro grasiento y de mirada ausente.

Pero estaba muerto y vacío, y ellos sehabían ido dejándole allí para que sepudriera en este inmundo lugar, y paraque me pudriera yo junto a él.

Me puse a cantar Dies irae, diesilla. Al tiempo que cantaba, prorrumpíen carcajadas.

Tres noches más tarde, gritando yblasfemando, desmembré el hediondocadáver de Riccardo para arrojar lospedazos fuera de la celda. ¡Nosoportaba su presencia! Arrojé elhinchado tronco contra los barrotes unay otra vez, sollozando, incapaz departirlo en dos con el puño o el pie a finde que pasara a través de los mismos.Desesperado, me arrastré hasta unrincón para alejarme de aquel montón de

carne y huesos.En éstas apareció Allesandra.—¿Qué puedo decir para

consolarte, hijo mío? —Un murmulloincorpóreo en la oscuridad.

Junto a ella había otra figura:Santino. Al volverme, vi en un destellofugaz que sólo un vampiro es capaz deemitir a través de los ojos a Santinomeneando la cabeza con un dedo en loslabios, corrigiéndola suavemente.

—Debemos dejarlo solo —dijoSantino.

—¡Sangre! —grité, precipitándomehacia los barrotes. Extendí los brazoscon tal vehemencia que ambosretrocedieron espantados.

Al cabo de otras siete noches,

cuando yo estaba tan famélico que nisiquiera el olor de la sangre mereanimaba, depositaron en mis brazosuna víctima, un golfillo callejero que nocesaba de implorar misericordia.

—No temas —le susurré al oído,clavando rápidamente mis dientes en sucuello—. Hummmmm, confía en mí —murmuré, saboreando la sangre,succionándola lentamente, reprimiendouna carcajada de gozo y mientras mislágrimas de gratitud rodaban teñidas desangre por su carita—. Sueña, sueñacosas dulces. Acudirán unos santos asalvarte, ¿los ves?

Más tarde me tumbé, saciado, ycontemplé en el techo enlodado lasinfinitas estrellas de piedra dura y

reluciente o de hierro como el pedernalque estaban encajadas en la tierra. Volvíla cabeza para no ver el cadáver delpobre niño que había tendido conesmero, como si fueran a amortajarlo,junto al muro a mis espaldas.

Vi a una figura en mi celda, unafigura menuda. Vi su borrosa siluetacontra la pared, observándomefijamente. ¿Otro niño? Me levanté,perplejo. Su persona no emanaba ningúnolor. Me volví y miré el cadáver. Yacíaen el suelo tal como yo lo había dejado.Pero junto a la pared frente a mí estabael mismo niño en carne y hueso, menudo,pálido y perdido, sin quitarme ojo deencima.

—¿Cómo es posible? —musité.

La pobre criatura no podía hablar,sólo mirarme fijamente. Lucía la mismatoga blanca que llevaba su cadáver;tenía los ojos grandes, incoloros, demirada suave y pensativa.

Entonces oí un sonido distante,unos pasos en la larga catacumba queconducía a mi pequeña prisión. No eranlos pasos de un vampiro. Me incorporé,olfateando el aire para captar el aromade ese ser. Nada cambió en la húmeda yrancia atmósfera. El único olor que sepercibía en mi celda era el de la muerte,el del cadáver del pobre niño que yacíacomo un juguete roto en el suelo.

Clavé la vista en aquel espíritumenudo y tenaz.

—¿Qué haces aquí? —murmuré

desesperado—. ¿Por qué puedo verte?El espíritu movió los labios como

si quisiera hablar, pero sólo meneó lacabeza ligeramente, un gesto quedemostraba con penosa elocuencia suconfusión.

Los pasos se aproximaron. Denuevo traté de captar el olor de ese ser,pero no percibí nada, ni siquiera el olorpolvoriento de las togas de losvampiros, sólo los pasos que seacercaban. Por fin se acercó a losbarrotes la figura alta y sombría de unaanciana.

Comprendí que estaba muerta. Losabía. Sabía que estaba tan muerta comoel niño que yacía junto a la pared.

—Habladme, os lo ruego, os lo

suplico, os lo imploro. ¡Habladme! —grité.

Sin embargo, ninguno de los dosfantasmas podía apartar la vista uno delotro. El niño corrió a arrojarse en losbrazos de la mujer y ésta, volviéndosetras haber recuperado a su hijo, comenzóa desvanecerse al tiempo que sus piesemitían de nuevo el sonido seco yrasposo sobre el suelo duro de barroque había anunciado hacía unosmomentos su presencia.

—¡Miradme! —supliqué en vozbaja—. Al menos una vez.

La mujer se detuvo. Casi noquedaba nada de ella. Pero volvió lacabeza y fijó en mí la débil luz de susojos. Luego se esfumó en silencio, por

completo.Yo me incliné hacia atrás y extendí

el brazo en un gesto de abandono ydesesperación. Toqué el cadáver delniño que yacía junto a mí, todavía tibio.

No siempre veía sus fantasmas. Notraté de aprender el medio deconseguirlo.

No eran amigos míos esos espíritusque de vez en cuando aparecían en tornoa la escena de mi sangrienta destrucción;era una nueva maldición. No advertíaesperanza alguna en sus rostros cuandopasaban a través de esos momentos demi desesperación, cuando la sangre demi víctima aún estaba caliente dentro demí. No los rodeaba ninguna luz deesperanza. ¿Era el ayuno lo que me

había conferido este poder?No hablé a nadie de ello. En

aquella condenada celda, en aquelmaldito lugar donde mi alma se retorcíade dolor semana tras semana sinsiquiera el consuelo de un ataúd en elque refugiarse, los temí y acabéodiándolos.

Sólo el gran futuro me revelaríaque los otros vampiros, por reglageneral, nunca los veían. ¿Eramisericordia? Yo no lo sabía. Pero nodebo adelantarme a los hechos.

Permite que regrese a aquellaépoca intolerable, a aquella pesadilla.

Pasé unas veinte semanas sumidoen aquel tormento. No creía siquiera queaún existiera el mundo alegre y

fantástico de Venecia. Sabía que mimaestro estaba muerto. Lo sabía. Sabíaque todo lo que yo amaba había muerto.

Yo estaba muerto. A veces soñabaque estaba en mi hogar, en Kíev, en elMonasterio de las Cuevas, transformadoen santo. Luego me despertaba presa dela angustia.

Cuando Santino y Allesandra, lavampiro del pelo canoso, vinieron averme, se mostraron tan amables comode costumbre. Al verme en aquel estado,Santino se echó a llorar y dijo:

—Ven conmigo, ahora, debesponerte a estudiar con ahínco. Nisiquiera unos seres tan miserables comonosotros merecemos sufrir como túsufres. Ven, acompáñame.

Yo me arrojé en sus brazos y leofrecí mis labios. Agaché la cabeza paraoprimir el rostro contra su pecho, y alescuchar los latidos de su corazón,respiré hondo, como si hasta en aquelmomento se me hubiera negado inclusoel aire.

Allesandra apoyó suavemente susmanos frías y suaves en mis hombros.

—Pobre huérfano —dijo—. Estáscansado, has recorrido un largo caminoque te ha traído hasta nosotros.

Lo extraordinario era que todo loque me habían hecho me pareció unadesgracia que todos compartíamos, unacatástrofe común e inevitable.

La celda de Santino.Permanecí tendido en el suelo en

los brazos de Allesandra, que meacunaba y acariciaba el pelo.

—Deseo que salgas con nosotrosesta noche en busca de una presa —declaró Santino—. Ven conmigo, conAllesandra y conmigo. No dejaremosque los demás te atormenten. Estáshambriento, famélico, ¿no es así?

Así comenzó mi estancia con losHijos de las Tinieblas. Noche tras nochesalía a cazar en silencio con mis nuevoscompañeros, mis nuevos seres queridos,mi nuevo maestro y maestra, y al pocoestaba listo para comenzar mis nuevasclases en serio. Santino, mi maestro,junto con Allesandra, que le ayudaba devez en cuando, me nombraron su pupilo,un gran honor en aquella cueva de

vampiros, según se apresuraron ainformarme los otros en cuanto tuvieronoportunidad de hacerlo.

Averigüé lo que Lestat habíaescrito a partir de lo que yo le habíarevelado, las grandes leyes.

Uno, que nos formábamos en lasasambleas distribuidas por todo elmundo; que cada asamblea disponía deun líder, y que yo estaba destinado a serun líder, algo así como el padre prior deun convento, y que todos los asuntos deautoridad recaerían en mí. Sólo yo podíadeterminar el que un nuevo vampiropasara a ser uno de los nuestros; sólo yoestaba facultado para dirigir latransformación a fin de que se realizaracorrectamente.

Dos, jamás debíamos conceder elDon Oscuro, que así era como lollamábamos, a quienes no fueranhermosos, pues a un Dios justo lecomplacía que utilizáramos la sangreoscura sólo para esclavizar a los sereshermosos.

Tres, que un vampiro ancianojamás podía convertir a un novicio, puesnuestros poderes aumentan con el tiempoy el poder de los viejos es demasiadopotente para los jóvenes. Yo soy unejemplo de ello, creado por el último delos Hijos del Milenio, el gran y terribleMarius. Yo poseía la fuerza de undemonio en el cuerpo de un niño.

Cuatro, que ninguno de nosotrospodíamos destruir a otro compañero,

salvo el líder de la asamblea, que debíaestar dispuesto en todo momento adestruir al desobediente de su rebaño.Que todos los vampiros vagabundos,que no pertenecían a ninguna asamblea,debían ser destruidos de inmediato.

Cinco, cualquier vampiro querevelara su identidad o sus poderesmágicos a un mortal debía seraniquilado. Ningún vampiro debíaescribir jamás las palabras querevelaran esos secretos. El mundomortal jamás debía conocer el nombrede un vampiro, y cualquier prueba denuestra existencia que llegara a eseámbito debía ser eliminada a toda costa,junto con quienes habían cometido esaterrible violación de la voluntad de

Dios.Había otras cosas. Había otros

ritos, encantamientos, todo teñido de uncierto folclore.

—No entramos en las iglesias, puessi lo hacemos Dios nos aniquilará —declaró Santino—. No contemplamos uncrucifijo, y su mera presencia en unacadena en torno al cuello de una víctimabasta para salvar la vida de ese mortal.No miramos ni tocamos las medallas dela Virgen. Retrocedemos ante lasimágenes de los santos.

»Pero atacamos con un fuegosagrado a quienes no están protegidos.Gozamos bebiendo la sangre de nuestrasvíctimas cuando y donde nos apetece ycon crueldad; elegimos a nuestras presas

entre los inocentes y los más dotados debelleza y fortuna. Pero no alardeamosante el mundo sobre lo que hacemos, nientre nosotros.

»Los grandes castillos y tribunalesdel mundo nos están vedados, puesnunca, bajo ninguna circunstancia,debemos inmiscuirnos en el destino queCristo Nuestro Señor ha ordenado paraaquellos creados a su imagen ysemejanza, como tampoco lo hacen lassabandijas, ni el fuego, ni la peste.

»Somos una maldición de lassombras; somos un secreto. Somoseternos.

»Y una vez que hemos concluidonuestro trabajo para el Señor, nosretiramos sin el confort de las riquezas y

los lujos en unos lugares subterráneosbendecidos por nosotros mismos, y allí,a la luz del fuego y las velas, nosreunimos para rezar oraciones, cantarcanciones y bailar, sí, bailar junto alfuego, con el fin de reforzar nuestravoluntad, para compartir con nuestroshermanos y hermanas nuestro poder.

Transcurrieron seis largos mesesdurante los cuales me dediqué a estudiarestas cosas, durante los cuales meaventuré en los oscuros callejones deRoma para cazar con los demás, parasaciar mi sed con los seres abandonadospor la providencia que caían fácilmenteen mis manos.

Dejé de buscar una justificaciónpara mis sangrientas orgías. Dejé de

practicar el refinado arte de beber lasangre de mis víctimas sin causarlessufrimiento, dejé de ocultar aldesdichado mortal el horror de mirostro, mis frenéticas manos, mis fauces.

Una noche me desperté y vi queestaba rodeado por mis hermanos. Lamujer de pelo canoso me ayudó alevantarme de mi ataúd de plomo y meinformó de que debía acompañarlos.

Echamos a caminar bajo el cieloestrellado. Habían encendido una granhoguera, al igual que la noche en quehabían perecido mis hermanos mortales.

Soplaba un aire fresco impregnadodel perfume de las flores primaverales.Oí el canto del ruiseñor. A lo lejospercibí los sonidos y murmullos de la

populosa ciudad de Roma. Dirigí lavista hacia la ciudad. Vi sus sietecolinas tachonadas de lucesparpadeantes. Vi las nubes en lo alto,teñidas de oro, suspendidas sobre estosespléndidos faros diseminados por todala ciudad, como si la oscuridad de lanoche estuviera preñada.

Vi el círculo que habían formado entorno a la hoguera. Los Hijos de lasTinieblas se hallaban dispuestos en treshileras alrededor de la fogata. Santino,ataviado con una flamante y costosa togade terciopelo negro, lo cual constituíauna violación de nuestras estrictasnormas, se acercó y me besó en ambasmejillas.

—Vamos a enviarte lejos, al norte

de Europa —anunció—, a la ciudad deParís, pues el líder de la Asamblea hasucumbido, como todos acabaremossucumbiendo más pronto o más tarde, alfuego. Sus pupilos te esperan. Han oídohablar de tus hazañas, tu amabilidad, tupiedad y tu belleza. Serás su líder y susanto.

Mis hermanos se acercaron uno trasotro para besarme. Mis hermanas, cuyonúmero era inferior al de los varones,también depositaron unos besos en mismejillas.

Yo no dije nada. Permanecíinmóvil, escuchando el canto de las avesen los pinos, contemplando el cielonublado y preguntándome si llovería, sidescargaría la lluvia que me parecía

oler, limpia y pura, la única aguapurificadora que me estaba permitida, ladulce lluvia de Roma, suave y tibia.

—¿Juras solemnemente dirigir laasamblea según las normas de lasTinieblas tal como dicta Satanás y comodicta Dios, su Señor y Creador?

—Lo juro.—¿Juras obedecer todas las

órdenes que recibas de la asamblea deRoma?

—Lo juro...Palabras, palabras y más palabras.Arrojaron más leña al fuego. Los

tambores comenzaron a sonar. Al igualque los cantos solemnes.

Yo me eché a llorar. Entonces sentílos suaves brazos de Allesandra, su

suave y espesa cabellera gris sobre mimejilla.

—Iré contigo al norte, hijo mío —dijo Allesandra.

Conmovido, estreché con fuerza sucuerpo frío y duro mientras sollozabadesconsoladamente.

—Sí, sí, criatura —dijo ella—, mequedaré contigo. Soy vieja ypermaneceré a tu lado hasta que lleguela hora de someterme a la justicia deDios, como todos debemos hacer algúndía.

—¡Bailemos para celebrarlo! —propuso Santino—. ¡Satanás y Cristo,hermanos en la Casa del Señor, osentregamos esta alma perfecta!

Santino alzó los brazos.

Allesandra se apartó de mí, con losojos anegados en lágrimas. Sentí unainfinita gratitud hacia ella por haberdecidido acompañarme a fin de que nohiciera ese terrible viaje solo.¡Allesandra iba a acompañarme!¡Benditos fueran Satanás y el Dios quelo había creado!

Allesandra, alta, majestuosa, secolocó junto a Santino y alzó tambiénlos brazos agitando su caballera de unlado a otro.

—¡Que comience el baile! —exclamó.

El batir de los tambores seconvirtió en un rugido, las chirimíasemitieron su melancólico gemido y laspanderetas comenzaron a sonar de forma

machacona.Del apretado círculo formado por

los vampiros brotó un grito ronco yprolongado. Luego, todos enlazaron susmanos y comenzaron a bailar.

Me tomaron de la mano y meatrajeron hacia el círculo formado entorno a la fogata. Los bailarines tirabande mí hacia la derecha y la izquierda altiempo que giraban hacia un lado y elotro. De pronto la cadena se rompió ylas figuras comenzaron a brincar y aejecutar volteretas en el aire.

Sentí el viento en la nuca al tiempoque giraba y saltaba. Extendí los brazoscon increíble precisión para recibir lasmanos de los bailarines que tenía aambos lados y continuamos

meciéndonos hacia la derecha y luego laizquierda.

En lo alto, las silenciosas nubes seespesaron, curvándose y deslizándose através del encapotado cielo. En éstascomenzó a llover; su suave clamorquedó sofocado por las voces de losenloquecidos bailarines, el crepitar delfuego y el torrente de los tambores.

Lo oí. Me volví y salté en el airepara recibir la lluvia plateada que cayósobre mí como una bendición delplomizo cielo, las aguas bautismales delos malditos.

La música se intensificó. Un ritmobárbaro se apoderó de la ordenadacadena de bailarines. Bajo la lluvia y elinagotable resplandor de la gigantesca

hoguera, los vampiros alzaron losbrazos, gritando, retorciéndose,encogiendo las piernas y pateando elsuelo con la espalda encorvada. Degolpe se soltaron y comenzaron a girar ybrincar con frenesí, moviendo lascaderas sin cesar, con los brazosextendidos, la boca abierta, al tiempoque entonaban a voz en cuello el himnoDies trae, dies illa. ¡Oh, sí, sí, día deira, día de fuego!

Más tarde, mientras la lluvia seguíacayendo de forma solemne y regular,cuando la hoguera no era sino una ruinanegra, cuando todos se hubieronmarchado en busca de víctimas parasaciar su sed, cuando sólo unos pocos searremolinaron sobre la tierra negra del

sabbat, entonando sus oraciones presade un angustiado delirio, yo permanecítendido en silencio, con el rostroapoyado en tierra, dejando que la lluviame bañara.

Me pareció ver a los monjes delMonasterio de las Cuevas, quienes serieron de mí, pero amablemente.

—¿Qué te hizo pensar que podríashuir, Andrei? —me preguntaron—. ¿Note diste cuenta de que Dios te habíallamado?

—Alejaos, no estáis aquí, yo noestoy en ninguna parte. Estoy perdido enel sombrío erial de un invierno infinito.

Traté de imaginar a Dios, susagrado rostro, pero sólo vi aAllesandra, que me ayudó a levantarme.

Allesandra prometió hablarme de laépoca tenebrosa, antes de que Santinofuera creado, cuando ella recibió el DonOscuro en los bosques de Francia, elpaís al que íbamos a trasladarnos.

—Señor, escucha mi plegaria —musité ansioso de contemplar su benditorostro.

Sin embargo, esas cosas nosestaban vedadas, y no podíamoscontemplar jamás la imagen de Dios.Debíamos trabajar sin ese consuelo,hasta que la Tierra cesara de existir. Elinfierno es la ausencia de Dios.

¿Qué puedo decir paradefenderme? ¿Qué puedo decir?

Otros han relatado la historia decómo fui durante siglos el líder

indiscutible de la asamblea de París,que viví esos años en ignorancia y en lasombra, obedeciendo unas leyescaducas, hasta que dejé de recibirlascuando Santino y la asamblea romanadesaparecieron, y que entonces, cubiertode harapos y desesperado, me aferré a lavieja fe y a los viejos métodos mientrasotros se inmolaban en el fuego osimplemente desaparecían.

¿Qué puedo decir en defensa delconverso y el santo en el que meconvertí?

Durante trescientos años seguísiendo el ángel errante de Satanás, susicario con cara aniñada, sulugarteniente, su adorador. Allesandraestaba siempre a mi lado. Cuando otros

perecían o desertaban, Allesandra seocupaba de mantener viva la fe. Pero erami pecado, mi viaje, mi terrible locura,y debía cargar yo solo con ese fardohasta el fin de mis días.

Aquella última mañana en Roma,antes de partir hacia el norte, decidieroncambiarme el nombre.

Amadeo, que significa amado porDios, resultaba un nombre muy pocoapropiado para un Hijo de las Tinieblas,especialmente para el que iba aconvertirse en el jefe de la asamblea deParís.

De las diversas opciones que meofrecieron, Allesandra eligió el nombrede Armand.

Así fue como me convertí en

Armand.PARTE II

EL PUENTE DE LOS SUSPIROS

16Me niego a seguir comentando el

pasado. No me gusta. Me tiene sincuidado. ¿Cómo puedo relatarte algoque no me interesa? ¿Acaso te interesa ati?

El problema es que se ha escritodemasiado sobre mi pasado. Pero ¿y sino has leído esos libros? ¿Y si no te hasrecreado con las profusas descripcionesdel vampiro Lestat sobre mi persona ymis supuestos delirios y errores?

De acuerdo. Unas palabras más,

pero sólo para situarme en Nueva York,en el momento en que vi el velo de laVerónica, para que no tengas que leersus libros para ponerte al corriente, paraque te baste mi libro.

De acuerdo. Cruzaremos el Puentede los Suspiros.

Durante trescientos años, fui fiel alas viejas normas de Santino, aundespués de que el propio Santinohubiera desaparecido. Este vampiro quete habla no estaba muerto. Apareció enla era moderna, pletórico de salud,fuerte, silencioso y sin disculparse porlos credos que me había hecho tragar enel año 1500 antes de que me enviaran aParís.

Yo estaba loco en aquella época.

Dirigí con eficacia la asamblea de París,me convertí en el arquitecto y artífice desus ceremonias, sus estrambóticas ysiniestras letanías, sus sangrientosbautismos. Mi fuerza física aumentó deaño en año, como en el caso de todoslos vampiros; alimenté mis poderesvampíricos bebiendo con avidez lasangre de mis víctimas, pues era elúnico placer que concebía.

Atraía a los seres que mataba pormedio de unos encantamientos. Elegía alos más hermosos, los prometedores, losmás audaces y espléndidos para mifestín, transmitiéndoles unas visionesfantásticas para mitigar su temor y susufrimiento.

Estaba loco. Habiéndome sido

negados los lugares donde reinaba laluz, el consuelo de entrar en la iglesiamás humilde, empeñado en perfeccionarlos siniestros designios de nuestraespecie, vagaba como un espectrocubierto de polvo a través de lososcuros callejones de París,transformando la poesía y la música másnobles en una insensata barahúnda envirtud de la cera de piedad y fanatismoque me taponaba los oídos, ciego a laimponente majestuosidad de suscatedrales y palacios.

Dedicaba a la asamblea todo miamor; comentábamos en la oscuridad laforma de convertirnos en santos deSatanás, o si debíamos ofrecer a unhermoso y audaz envenenador nuestro

pacto demoníaco y convertirlo en uno delos nuestros.

En ocasiones yo pasaba de unalocura aceptable a un estado en el quesólo yo conocía los peligros. En micelda de tierra situada en las secretascatacumbas debajo de Los Inocentes, elinmenso cementerio de París dondehabíamos construido nuestra guarida,soñaba noche tras noche con algoextraño y sin sentido. ¿Qué había sidode aquel pequeño y hermoso tesoro queme había confiado mi madre? ¿Quéhabía sido del singular artefacto dePodil que ella había tomado del rincónreservado a los iconos y habíadepositado en mis manos, el huevopintado, el huevo escarlata decorado

con una estrella exquisitamente pintada?¿Dónde se encontraba ahora? ¿Quéhabía sido de él? ¿No lo había dejadoyo, envuelto en unas pieles en el ataúddorado que había sido mi morada? Pero¿habían ocurrido esas cosas que yo creíarecordar, esa vida en una ciudad repletade espléndidos palacios de piedrasblancas, relucientes canales y un dulce einmenso mar surcado por barcos velocesde airosa silueta, cuyos remos se movíanen perfecto unísono como si fueran unosorganismos vivos, esos barcos, esosmagníficos barcos pintados, decorados amenudo con flores, con unas velas de unblanco inmaculado? ¡No, no podía serreal! ¡Una alcoba dorada que conteníaun ataúd dorado! Y ese tesoro tan

especial, ese objeto frágil ymaravilloso, ese huevo pintado, esehuevo delicado y perfecto cuya cascarapintada contenía en su interior unamezcla perfecta, húmeda y misteriosa delíquidos vivos... ¡Ah, qué pensamientostan extraños! Pero ¿qué había sido deél? ¿Quién lo había encontrado?

Sin duda, lo había encontradoalguien. En caso contrario, seguía allí,oculto debajo de los fundamentos de unpalacio en una ciudad flotante, en unpanteón impermeable construido en laempapada tierra debajo de las aguas dela laguna. No, imposible. No podía estarallí. No pienses en ello. No pienses enque unas manos profanas se hayanapoderado de él. ¿Sabes, miserable

alma embustera? Jamás regresaste a eselugar, a esa ciudad junto al río por cuyascalles fluye un agua gélida, donde tupadre, un mito que te has inventado,bebió vino de tus manos y te perdonó elque te hubieras convertido en un negro ypotente pájaro alado, un ave nocturnaque vuela por encima de las cúpulas dela Ciudad de Vladimir, como si alguienhubiera roto ese huevo, ese huevoprodigiosa y maravillosamente pintadoque tu madre atesoraba y te regaló,partiendo la cascara cruelmente con elpulgar, y del pútrido líquido quecontenía, ese líquido pestilente, hubierasnacido tú, el ave nocturna que vuelasobre las humeantes chimeneas de Podil,sobre las cúpulas de la Ciudad de

Vladimir, más y más alto, deslizándosesobre los páramos, sobre el mundo,hacia este lúgubre bosque, este frondosoe infinito bosque del que jamás lograrásescapar, este lugar frío y desoladodonde habita el lobo hambriento, la ratavoraz, el gusano que se arrastra y lavíctima que grita desesperada.

Entonces aparecía Allesandra.—Despierta, Armand. Has vuelto a

tener esos sueños tan tristes, esos sueñosque preceden a la locura, no puedesabandonarme, hijo mío, temo la muertemás de lo que temo esto; no deseo estarsola, no puedes dirigirte hacia el fuego,no puedes marcharte y dejarme aquí.

No, no podía hacerlo. No tenía elvalor para dar ese paso. No tenía

esperanza de nada, aunque hacía siglosque no recibía órdenes de la asambleade Roma.

Sin embargo, llegó el fin de mislargos siglos al servicio de Satanás.

Apareció ataviado en terciopelorojo, como la capa que tanto amaba miantiguo maestro, Marius, un rey deensueño. Apareció caminando con pasoágil y airoso a través de las iluminadascalles de París como si lo hubieracreado Dios.

Era un joven vampiro, al igual queyo, hijo del mil setecientos, segúncalculan los entendidos, un vampirobrillante, descarado, torpe, alegre ybribón disfrazado de la guisa de unjoven, que había venido a apagar el

fuego sagrado que aún ardía en la fisurade mi alma y esparcir las cenizas a loscuatro vientos.

Era el vampiro Lestat. No fue culpasuya. De haber podido uno de nosotrosacabar con él una noche, liquidarlo consu propia y elegante espada y prenderlefuego, habríamos pasado unos cuantossiglos más sumidos en nuestra penosaignorancia.

Sin embargo, nadie era capaz deacabar con él, ya que era demasiadofuerte. Creado por un poderoso y antiguorenegado, un legendario vampirollamado Magnus, este Lestat, que habíacumplido veinte años mortales, unaristócrata rural errante y sin un centavoprocedente de las rústicas tierras de la

Auvernia, que había renunciado a latradición, a la respetabilidad y a todaesperanza de ocupar un puesto en lacorte, cosa que no ambicionaba puestoque no sabía leer ni escribir, y erademasiado descarado para servir a unrey o a una reina, convertido en unacelebridad rubia de espectáculos debulevar barato, amante de hombres ymujeres, un genio alegre, intrépido, conuna ambición sin límites, este Lestat,este joven de ojos azules insolentementepagado de sí mismo, se había quedadohuérfano la misma noche de su creacióna manos del antiguo monstruo que lehabía dado vida, quien le había legadouna fortuna oculta en la habitaciónsecreta de una destartalada torre

medieval, tras lo cual se había arrojadoen los reconfortantes brazos de lasllamas.

Este Lestat, que no sabía nadasobre antiguas asambleas y tradiciones,sobre delincuentes cubiertos de hollínque medraban bajo los cementerios y secreían con derecho a tildarle de hereje,un ser marginal, un bastardo de laSangre Oscura, que se paseaba porParís, solitario y atormentado debido asus dotes sobrenaturales, perorefocilándose con sus nuevos poderes,que bailaba en las Tullerías con lasmujeres más elegantes de la ciudad, nosólo gozaba asistiendo a lasrepresentaciones de ballet y teatro, nosólo se paseaba por los Lugares de Luz,

como los llamamos nosotros, sino quedeambulaba con aire nostálgico por lamisma catedral de Notre Dame de París,frente al altar mayor, sin que un rayodivino cayera sobre él y le abatiera.

Lestat nos destruyó. Me destruyó amí.

Allesandra, que para entoncesestaba tan loca como el resto de losviejos vampiros, sostuvo una divertidadiscusión con Lestat cuando yo learresté y le conduje ante nuestro tribunalsubterráneo para ser juzgado, tras locual ella también murió abrasada,dejándome ante un hecho obvio: quenuestras costumbres eran caducas, quenuestras supersticiones eran risibles,que nuestras togas negras eran ridiculas,

nuestra penitencia y sacrificiosabsurdos, nuestras creencias de queservíamos a Dios y al Diabloegocéntricas, ingenuas y estúpidas, ynuestra organización tan obsoleta en elalegre y ateo mundo parisino de la Edadde la Razón como le habría parecidosiglos atrás a mi amado Mariusveneciano.

Lestat era el niño bonito, risueño,el pirata que no respetaba nada ni anadie, que al poco partió de Europa enbusca de su propio territorio en lacolonia de Nueva Orleans en el NuevoMundo.

No me ofreció ninguna filosofíaconsoladora ese diácono de caraaniñada surgido de la más lóbrega

prisión, ese joven desprovisto de todacreencia, creado para lucir los atuendosde moda de la época y pasearse por lasavenidas principales de la ciudad comoyo había hecho hacía trescientos años enVenecia.

Mis seguidores, esos pocos aquienes yo no podía dominar y enviarcon amargura a las llamas, sedesenvolvían con asombro y torpeza ensu nueva libertad, una libertad queutilizaban para sustraer el oro de losbolsillos de sus víctimas, para lucirsedas y pelucas blancas empolvadas yasistir al esplendor del escenario teatral,la lustrosa armonía de un centenar deviolines, la destreza de unos actores querecitaban en verso.

¿Era éste nuestro destino, mepreguntaba mientras paseábamos por lastardes a través de atestados bulevares,mansiones señoriales e imponentessalones de baile?

Comíamos en salones con losmuros tapizados de raso, y reclinadossobre cojines de damasco en carruajesdorados. Adquiríamos magníficosataúdes, adornados con exquisitosgrabados y forrados de terciopelo, y porlas noches nos recogíamos en sótanosrevestidos de nogal y ornamentosdorados.

¿Qué iba a ser de nosotros?Estábamos diseminados, mis pupilos metemían y yo sabía que más tarde o mástemprano las vanidades y el torbellino

de la Ciudad de la Luz francesa losconduciría a cometer algún actotemerario o fatalmente destructivo.

Fue Lestat quien me proporcionó lasolución, el lugar donde mi enloquecidocorazón podía recobrar su ritmo normal,donde yo podía reunir a mis seguidorespara que recuperáramos en ciertamedida la cordura.

Antes de dejarme abandonado en elerial de mis viejas costumbres, Lestatme legó el teatro de bulevar en el queantiguamente él había sido el jovengalán de la Commedia dell'Arte. Todoslos actores humanos habíandesaparecido. No quedaba nada sino elelegante y acogedor local, con susalegres decorados y arco de proscenio

dorado, su telón de terciopelo y susbancos vacíos que esperaban volver allenarse de un público enfervorizado. Enél hallamos un refugio seguro dondeocultarnos tras la máscara de pintura yglamour que disimulaba a la perfecciónnuestra tez blanca y reluciente y nuestrafantástica gracia y destreza.

Nos convertimos en actores, en unacompañía teatral formada por inmortalesligados con el propósito de representarunas alegres y decadentes pantomimasante unos espectadores mortales quejamás sospecharon que esos actores detez blanca fueran más monstruosos quecualquier monstruo que presentáramosen nuestras pequeñas farsas o tragedias.

Así nació el Théátre des Vampires.

Yo, una cáscara hueca e inútil,vestido como un humano con menosderecho a reivindicar ese título quenunca en todos mis años de fracaso, meconvertí en su mentor.

Era lo menos que podía hacer paramis huérfanos de la vieja fe, quienes semostraban aturdidos y felices en estemundo ramplón y desalmado que seprecipitaba hacia la revolución política.

El motivo por el que dirigí esteteatro paladiano durante tanto tiempo,por qué permanecí año tras año con estacompañía teatral vampírica lo ignoro,sólo sé que lo necesitaba tanto comohabía necesitado a Marius y nuestra casaen Venecia, o a Allesandra y nuestraguarida situada debajo del cementerio

parisino de Los Inocentes. Necesitaba unlugar donde refugiarme antes del alba,donde sabía que los otros de mi especiepodían reposar a salvo.

Puedo afirmar sinceramente quemis seguidores vampiros menecesitaban.

Necesitaban creer en mi capacidadde liderazgo, y cuando la situación sepuso fea no los defraudé, sino que meapresuré a ejercer cierto control sobrelos torpes inmortales que de vez encuando nos ponían en peligro, mostrandopúblicamente sus poderessobrenaturales o una crueldad extrema, ymanejando con la habilidad matemáticade un idiota sabio nuestros negociosmundanos.

Yo me ocupaba de todo: losimpuestos, la recaudación de taquilla,las facturas, el combustible para lacalefacción, las candilejas y lapromoción de feroces fabuladores. Devez en cuando mi labor meproporcionaba un orgullo y unasatisfacción exquisitos.

Nuestra compañía creció enprestigio al tiempo que nuestro públicocreció en número. Los toscos bancosdieron paso a unos asientos deterciopelo, y las pantomimas baratas aunas representaciones más poéticas.

Muchas noches, cuando asistía a lafunción sentado solo en mi palco deterciopelo, mostrando el aspecto de uncaballero de fortuna embutido en los

estrechos pantalones de la época,luciendo un chaleco de seda estampaday una ceñida levita de lana de alegrecolorido, con el pelo recogido en lanuca con una cinta negra o cortado justopor encima de mi cuello blanco alto yalmidonado, pensaba en los siglosmalgastados con nuestros ritos rancios ynuestros sueños demoníacos como unorecuerda una larga y dolorosaenfermedad en una habitación oscurarodeado de medicinas amargas yencantamientos absurdos. No podía serverdad, era imposible que hubieraexistido esa desastrada banda demendigos depredadores que cantábamosa Satanás en la escarchada penumbra denuestra guarida.

Todas las vidas que yo habíavivido, todos los mundos que habíaconocido me parecían aún menossustanciales.

¿Qué se ocultaba debajo de miselegantes volantes, detrás de misplácidos y aquiescentes ojos? ¿Quiénera yo? ¿Acaso recordaba una llama máscálida que la que confería un resplandorplateado a mi leve sonrisa a quienes mela pedían? No recordaba a ningún serque hubiera vivido y respirado dentro demi cuerpo de movimientos ágiles ysilenciosos. Un crucifijo con sangrepintada, la edulcorada imagen de unaVirgen en un devocionario o hecha deporcelana color pastel... ¿Qué eran esosobjetos sino los burdos restos de una

época inculta e impenetrable cuandounos poderes que ahora habían perdidovigencia acechaban desde un cáliz deoro, o desde el terrorífico rostro sobreun resplandeciente altar?

Yo no sabía nada de eso. Lascruces arrancadas del cuello de lavirgen eran fundidas para confeccionarsortijas de oro, los rosarios, desechadosjunto con otros cachivaches mientrasunos dedos furtivos, los míos,arrancaban los botones de diamantes deuna víctima.

Yo me desarrollé durante las ochodécadas que duró el Théátre desVampires (resistimos la Revolución conasombrosa valentía y firmeza, así comolas protestas públicas contra nuestras

supuestamente frivolas y morbosasfunciones), y cultivé, mucho después deque el teatro hubiera desaparecido, hastabien entrado el siglo XX, una naturalezasilenciosa, secreta, dejando que mianiñado rostro engañara a misadversarios, a mis enemigos en potencia(rara vez los tomé en serio) y misesclavos vampiros.

Yo era el peor de los líderes, esoes, un líder frío e indiferente quesembraba el terror en los corazones detodo el mundo, pero no me molestaba enamar a nadie. Mantuve el Théátre desVampires, como lo llamábamos en ladécada de 1870, cuando un buen díaapareció Louis, el pupilo de Lestat, enbusca de las respuestas a las eternas

preguntas que su descarado e insolentecreador nunca le había proporcionado:¿De dónde provenimos los vampiros?¿Quién nos creó y con qué fin?

Ah, pero antes de que te explique lallegada del célebre e irresistiblevampiro Louis, y su menuda y exquisitaamante, la vampiro Claudia, permite quete relate un pequeño incidente que meocurrió a principios del siglo XIX.

Quizá no signifique nada; o quizásignifique traicionar la existenciasecreta de otro. No lo sé. Lo relatoporque se trata de una curiosa anécdotaque se refiere, aunque no puedoasegurarlo con certeza, a alguien quedesempeñó un dramático papel en estahistoria.

No puedo precisar el año en que seprodujo este pequeño acontecimiento.Sólo puedo decir que París se habíarendido ante la maravillosa y románticamúsica para piano de Chopin, que lasnovelas de George Sand causabansensación y que las mujeres habíanabandonado los ceñidos y lascivosvestidos de la época imperial para lucirlos voluminosos trajes de tafetán querealzaban su cintura de avispa quevemos con frecuencia en los viejos yrelucientes daguerrotipos.

El teatro gozaba de un auge, paraemplear la jerga moderna, y yo, sudirector, cansado de asistir a susrepresentaciones, paseaba una noche asolas por el bosque en las

inmediaciones de París, no lejos de unafinca campestre llena de voces alegres ycandelabros encendidos.

Fue allí donde me encontré conotro vampiro.

La reconocí de inmediato por susilencio, por su ausencia de aroma y lagracia casi divina con la que caminaba através del bosque, recogiendo con susmanos menudas y pálidas la vaporosacapa y la voluminosa falda mientras sedirigía como atraída por un imán hacialas ventanas brillantemente iluminadas.

Ella se percató de mi presenciacasi tan rápidamente como yo noté lasuya, lo cual, dada mi edad y mispoderes, me alarmó. Se detuvo en seco,sin volver la cabeza.

Aunque los feroces actoresvampiros del teatro conservaban suderecho de deshacerse de cualquiercolega que osara entrometerse en suterritorio, a mí, su líder, después de losaños que había vivido engañadopensando que era un santo, esas cosasme traían al fresco.

No pretendía lastimarla e,incautamente, le advertí con voz suave yafable, en francés:

—Es un territorio peligroso,querida. Los cazadores abundan porestos parajes. Le aconsejo que se dirijahacia una ciudad segura antes delamanecer.

Ningún humano pudo haber oídomis palabras.

Ella no respondió. Permanecióunos instantes con la cabeza agachada,cubierta con la capucha de tafetán.Luego se volvió, mostrando su rostrobajo los haces alargados de luz doradaque se filtraban a través de las ventanasde múltiples paneles.

Yo conocía a ese ser. Reconocí surostro. Estaba seguro.

En un terrible segundo, un segundofatídico, pensé que tal vez no me habíareconocido con mi pelo corto, mipantalón oscuro y mi levita de lana, eneste trágico momento en que trataba depasar por un hombre mortal, tan distintodel niño profusamente adornado consedas y alhajas que ella había conocido.¡Era imposible que me reconociera!

¿Por qué no pronuncié su nombre?¡Bianca!

No podía comprenderlo, no podíahacer que mi aletargado corazón sedespertara para gozar con lo que misojos me decían que era cierto, que aquelrostro exquisitamente ovalado rodeadopor una cabellera dorada y una capuchade tafetán era el suyo, sin duda alguna,enmarcado exactamente como antaño, yque era ella, la mujer cuyo rostro habíaquedado grabado en mi febril menteantes y después de que se me concedierael Don Oscuro.

Bianca.De pronto desapareció. Durante la

fracción de un segundo vi sus ojosvampíricos llenos de recelo, de alarma,

más temibles y amenazadores de lo queningún humano podría imaginar, y degolpe la figura se esfumó, desapareciódel bosque, de las inmediaciones, de losinmensos jardines que yo registréempecinadamente, meneando la cabeza,mascullando entre dientes: «No, esimposible, no puede ser. No.»

No volví a verla jamás.A estas alturas aún no sé si esa

criatura era Bianca o no, pero en elfondo de mi alma, un alma que hasanado y que ya no renuncia a laesperanza, creo que era ella. Larecuerdo perfectamente cuando sevolvió hacia mí en el bosque, y en esaimagen reside el último detalle queconfirma que se trataba de ella: porque

aquella noche en las afueras de París,lucía unas sartas de perlas entrelazadasen su rubio cabello. A Bianca leentusiasmaban las perlas, y le encantabalucirlas en el pelo. Y yo las vi a la luzque se filtraba por las ventanas de lacasa campestre, debajo de la sombraque proyectaba su capucha, unas sartasde diminutas perlas entrelazadas en sucabello, las cuales enmarcaban unabelleza florentina que yo jamás podréolvidar, tan delicada en su palidezvampírica como cuando aparecíailuminada por los colores de FrayFilippo Lippi.

Entonces no me dolió, ni metrastornó. Mi alma era demasiadopálida, estaba demasiado aturdida,

demasiado acostumbrada a verlo todocomo fragmentos en una serie de sueñosinconexos. Seguramente, no me permitíel lujo de creer que aquello habíaocurrido.

Ahora confío en que fuera ella,Bianca, y que alguien, cuya identidad sinduda adivinas, me confirme si se tratabao no de mi adorada cortesana.

¿Había sido obra de algún miembrode la odiosa y criminal asamblearomana, que la había perseguido a travésde la noche veneciana, se había sentidoseducido por ella hasta el extremo derenunciar a sus siniestros métodos y lahabía convertido en su amante? ¿O habíasido mi maestro quien, tras sobrevivir alhorrendo fuego, como sabemos que hizo,

fue en busca de ella porque necesitabaalimentarse de sangre y la convirtió enun ser inmortal para que le ayudara arecuperarse del terrorífico trance?

No me atrevo a formular a Mariusesta pregunta. Quizá tú lo hagas.Prefiero confiar en que fue ella y no oírnegativas que me hagan dudar de ello.

Tenía que contarte esto. Tenía quedecírtelo. Creo que era Bianca.

Pero regresemos al París de 1870,unas décadas más tarde, al momento enque Louis, el flamante vampiro delNuevo Mundo, atravesó mi puerta,buscando tristemente unas respuestas alas terribles preguntas de por quéestamos aquí, y con qué fin.

Lamento por Louis el que me

hiciera estas preguntas. Lo lamento pormí.

¿Quién podía burlarse con másfrialdad que yo de la idea de un sistemade redención para las criaturas de lanoche que, habiendo sido humanas,jamás podían ser absueltas defratricidio, de alimentarse de sangrehumana? Yo había conocido eldeslumbrante y astuto humanismo delRenacimiento, la temible recrudescenciadel ascetismo en la asamblea romana yel siniestro cinismo de la épocaromántica.

¿Qué podía decirle a Louis, estevampiro de dulce rostro, esta creaciónhumana del potente y osado Lestat, salvoque en el mundo hallaría la belleza

suficiente para sustentarlo, y que debíabuscar en su alma el valor para existir,si lo que deseaba era seguir viviendo sincontemplar unas imágenes de Dios o delDiablo que le proporcionaran una pazartificial o efímera?

Jamás relaté a Louis mi amargahistoria, pero le confesé el terrible yangustioso secreto de que en aquellafecha, 1870, tras haber existido duranteunos cuatrocientos años entre vampiros,no conocía a ninguno que fuera viejocomo yo.

Esa confesión me provocó unatremenda sensación de soledad, ycuando observé el atormentado rostro deLouis, cuando seguí su esbelta ydelicada figura a través del atestado y

caótico París del siglo XIX, comprendíque ese caballero moreno y ataviado denegro, delgado, tan exquisitamenteesculpido, de rasgos tan sensibles,constituía la seductora encarnación de latristeza que yo sentía.

Louis lamentaba la pérdida degracia de una generación humana. Yolamentaba la pérdida de gracia desiglos. Receptivo como era yo a losestilos de la época que habíanconfigurado a Louis, dándole su levitanegra, su elegante chaleco de sedablanca y su cuello alto de aspectosacerdotal adornado con chorreras deinmaculado lino, me enamoré de élperdidamente, y tras dejar el Théátre desVampires en ruinas (Louis le prendió

fuego con fundadas razones), medediqué a recorrer el mundo con él hastabien entrada esta época moderna.

El tiempo acabó por destruir elamor que nos profesábamos. El tiemposocavó nuestra grata intimidad. Eltiempo devoró la conversación o losplaceres que habíamos compartido.

Otro horrible e inevitable elementoparticipó en nuestra destrucción. Noquiero hablar de ello, pero ¿quién de losnuestros me permitirá que guardesilencio sobre la cuestión de Claudia, laniña vampiro que todos me acusan dehaber destruido?

Claudia. ¿Quién de los vampirosactuales para quienes dicto este relato,quién de los lectores modernos que lea

esta historia como una amena novela norecuerda la vibrante imagen de Claudia,la niña vampiro de rizos dorados creadapor Louis y Lestat una pérfida ytemeraria noche en Nueva Orleans, laniña vampiro cuya mente y alma eran taninmensas como la de una mujer inmortal,al tiempo que su cuerpo era el de unapreciosa y perfecta muñequita deporcelana francesa?

Diré, para que conste en acta, queClaudia fue asesinada por mi demoníacacompañía de actores y actrices, puescuando apareció en el Théátre desVampires con Louis, su contrito yarrepentido protector y amante, muchosdedujeron que Claudia había tratado deasesinar a su principal creador, el

vampiro Lestat. El asesinato o intento deasesinar al creador de uno era un delitocastigado con la muerte, y Claudia vinoa engrosar las filas de los condenadostan pronto como los miembros de laasamblea de París se percataron de suidentidad, un ser prohibido, una niñainmortal, demasiado pequeña,demasiado frágil pese a su encanto y suastucia para sobrevivir por sus propiosmedios. ¡Ah, pobre blasfema y bellacriatura! Su suave voz monótona, quebrotaba de unos labios diminutos queinvitaban a ser besados, meatormentarán eternamente.

No ordené su ejecución. Claudiapadeció una muerte más atroz de lo quenadie pueda imaginar, cuyos pormenores

no tengo fuerzas para relatar. Tan sólodiré que antes de ser encerrada en unacámara de ventilación revestida deladrillos para aguardar la sentencia deldios Febo, traté de concederle su mayordeseo, tener un cuerpo de mujer, unaforma acorde con la trágica dimensiónde su alma.

Pues bien, en mi torpe alquimia, enmi afán de cortar las cabezas a unoscuerpos y trasplantarlas a otros, fracaséestrepitosamente. Una noche en que mehaya embriagado con la sangre denumerosas víctimas y esté más dispuestoa confesarme que ahora, relataré misburdas y siniestras operaciones,ejecutadas con el empeño de un mago yla torpeza de un joven imberbe, y

describiré en todos sus atroces ygrotescos detalles la catástrofe decuerpos gimiendo y retorciéndose queprovoqué con mi bisturí y mi aguja ehilo quirúrgicos.

Digamos que Claudia volvió a serla misma, cubierta de monstruosascicatrices, una burda imitación de laniña angelical que había sido antes demis intentos, cuando una brutal mañanafue encerrada en la cámara mortal paraperecer con la mente lúcida. El fuegodivino destruyó la espantosa evidenciade mis operaciones satánicas,convirtiéndola en un monumento encenizas. No quedó prueba alguna de susúltimas horas dentro de la cámara detortura que constituía mi improvisado

laboratorio. Nadie habría averiguadojamás lo que relato aquí.

Durante muchos años su recuerdome atormentó. No lograba borrar de mimente la atroz imagen de su infantilcabeza coronada de rizos dorados fijadacon unos toscos puntos negros al cuerpoque no cesaba de retorcerse y moverseespasmódicamente de una vampirohembra cuya cabeza decapitada yo habíaarrojado al fuego.

¡Ah, qué desastre fue aquelexperimento! Un monstruo femenino concabeza de niña, incapaz de hablar,bailando en frenéticos círculos, lasangre brotando a borbotones de su bocacontraída en una mueca, los ojos enblanco, los brazos agitándose como los

huesos rotos de unas alas invisibles.Era un hecho que me juré no

revelar jamás a Louis de Pointe du Lac ya quienquiera que me interrogara.Prefería que creyeran que yo habíacondenado a Claudia sin ofrecerle laoportunidad de escapar ni de losvampiros del teatro ni del trágico dilemade su diminuta y seductora formaangelical de pechos incipientes y pielcomo la seda.

Claudia no estaba en condicionesde salvarse después del fracaso de lacarnicería que yo había perpetrado conella; era una prisionera sometida a lacrueldad del potro de tormento, una reaque sólo es capaz de sonreír conexpresión entre amarga y soñadora

mientras es conducida, rota ydesesperada, a la pira funeraria. Eracomo una paciente terminal, en elcubículo de muerte que apesta aantiséptico de un hospital moderno,liberada de las manos de unos médicosjóvenes y excesivamente diligentes,dispuesta a entregar su alma sobre unaalmohada blanca.

¡Basta! No quiero recordarlo. Meniego rotundamente.

Nunca la amé. No sabía cómo.Llevé a cabo mis planes con

sobrecogedora frialdad y unpragmatismo diabólico. Puesto quehabía sido condenada a muerte y portanto no era nada ni nadie, Claudiaconstituía el espécimen perfecto para

mis caprichos. Eso fue lo máshorroroso, lo que eclipsó toda fe que yohubiera podido reivindicarposteriormente en aras del noble valorde mis experimentos. Así pues, elsecreto permaneció encerrado en mí,Armand, que había asistido a siglos derefinadas e inenarrables atrocidades, unepisodio no apto para los delicadosoídos de un Louis desesperado, quejamás habría soportado lasdescripciones del tormento y ladegradación de Claudia, y que en sualma jamás logró sobrevivir a su cruelmuerte.

En cuanto a los otros, misestúpidos y cínicos pupilos, queescuchaban lascivamente a través de mi

puerta los gritos de mis víctimas, quequizás adivinaran el alcance de mifallida magia, perecieron a manos deLouis.

Todo el teatro pagó sudesesperación y su rabia, acasojustamente.

No soy quién para juzgar sucomportamiento. Yo no amaba a esosdecadentes y cínicos comediantesfranceses. Los seres a quienes habíaamado, y los que podía amar, estaban,salvo Louis de Pointe du Lac, fuera demi alcance.

Mi única obsesión era conseguir aLouis. Así pues, no me interpuse cuandoéste prendió fuego a la asamblea y alinfame teatro, atacando con llamas y

guadaña al amanecer, arriesgando supropia vida.

¿Por qué se vino conmigo despuésde estos trágicos episodios? ¿Cómo esposible que no odiara al ser a quienculpaba de la muerte de Claudia?

—Tú eras el líder de esa pandillade miserables, pudiste haberlos detenido— me dijo Louis.

¿Por qué permanecimos juntostantos años, vagando por el mundo comoelegantes fantasmas ataviados conencajes y prendas de terciopelo bajo laestridente luz eléctrica y la barahúndaelectrónica de la era moderna?

Louis permaneció conmigo porqueno tenía otro remedio. Era la únicaforma en que podía seguir existiendo.

Jamás tuvo el valor, ni nunca lo tendrá,de matarse.

Así, Louis resistió la muerte deClaudia, al igual que yo había resistidolos siglos de prisión, y los años deespectáculos baratos de bulevar, perocon el tiempo aprendió a vivir solo.

Louis, mi compañero, se consumióvoluntariamente, se secó como unahermosa rosa que se deshidrata en arenapara que conserve sus propiedades, superfume e incluso su tonalidad. Pese atoda la sangre que bebía, se convirtió enun ser seco, cínico, un extraño para símismo y para mí.

Como quiera que Louis comprendíamejor que nadie los límites de mideforme espíritu, me olvidó mucho antes

de despacharme, pero yo tambiénaprendí de él.

Durante breve tiempo, agobiado yconfundido por el mundo, yo tambiénviví solo, total y completamente solopor primera vez en mi vida.

Pero ¿quién de nosotros es capazde resistir solo? En mis horas másterribles, yo tuve el consuelo de laantigua monja de la vieja asamblea,Allesandra, o al menos la cháchara dequienes me tomaban por un pequeñosanto.

¿Por qué en esta última década delsiglo XX buscamos nuestra mutuacompañía sólo de vez en cuando paracambiar unas pocas palabras y frases decortesía? ¿Por qué estamos reunidos en

este viejo y polvoriento conventocompuesto por numerosas estancias demuros de piedra desiertas para llorar alvampiro Lestat? ¿Por qué los más viejosde nuestra especie acuden aquí paraasistir a la derrota más reciente yterrorífica de Lestat?

No soportamos estar solos. No loresistimos, como tampoco lo resistíanlos antiguos monjes, unos hombres quehabían renunciado a todo en nombre deJesucristo, pero que vivían encongregaciones para no estar solos, pesea imponerse las duras normas de unasceldas solitarias y un silencioininterrumpido. No soportaban vivirsolos.

Somos demasiados hombres y

mujeres; estamos formados a imagen ysemejanza del Creador, y qué podemosdecir sobre él con certeza excepto queÉl, quienquiera que sea (Cristo, Yahvé,Alá), nos creó porque ni siquiera Él, ensu infinita perfección, soportaba el estarsolo.

Con el tiempo concebí otro amornatural, hacia un joven mortal llamadoDaniel, a quien Louis había relatado suhistoria, publicada bajo el absurdo títulode Entrevista con el vampiro, a quienposteriormente convertí en vampiro porlos mismos motivos que Marius meconvirtió a mí en un vampiro hacetiempo: el joven, que había sido mi fielcompañero mortal, y sólo de vez encuando un intolerable pelmazo, estaba a

punto de morir.La creación de Daniel no constituye

en sí misma ningún misterio. La soledadsiempre nos lleva a hacer estas cosas.Sin embargo, yo estaba convencido deque los seres que nosotros creamossiempre nos detestan por ello. Con todo,no puedo decir que yo detestara aMarius, ni por haberme creado ni por nohaber regresado junto a mí paraasegurarme de que había sobrevivido alterrible fuego creado por la asamblearomana. Yo había preferido permanecerjunto a Louis que crear a otrosvampiros. Al poco de haber creado aDaniel, no tardaron en confirmarse mispeores sospechas.

Daniel, aunque vivaracho y

dinámico, aunque educado y amable, nosoporta mi compañía como yo tampocosoporto la suya. Dotado de mi poderosasangre, es capaz de enfrentarse acualquiera que cometa la imprudenciade estropear sus planes para una velada,un mes o un año, pero no es capaz deafrontar mi continua compañía, ni yo lasuya.

Transformé a Daniel, un morbosoromántico, en un auténtico asesino;plasmé en las células de su sangre elhorror que él creía adivinar en las mías.Forjé su rostro en la carne del primerjoven inocente al que tuvo que matarpara saciar su inevitable sed, lo cual mederribó del pedestal en el que me habíacolocado su enajenada, febril, poética y

exuberante mente mortal.No obstante, cuando perdí a Daniel

yo tenía a otros, es decir, cuando adquiría Daniel como pupilo neófito, le perdícomo amante mortal, y al cabo de untiempo me separé de él.

Tenía a otros porque, de nuevo porrazones que no puedo explicarme ni yomismo, creé otra asamblea, otrasucesora de la asamblea parisina de LosInocentes y el Théátre des Vampires, unelegante y moderno escondite para losmás viejos, los más experimentados, losmás resistentes de nuestra especie. Setrataba de un laberinto de lujosasestancias ocultas en el tipo de edificiomás indicado para pasar inadvertido, unmoderno hotel turístico y centro

comercial situado en una isla frente a lascostas de Miami, Florida, una isla dondelas luces jamás se apagaban y la músicanunca cesaba de sonar, una isla dondelos hombres y las mujeres acudían amillares en yates desde tierra firme paraexplorar sus costosas boutiques o hacerel amor en las opulentas, decadentes,espléndidas y elegantes suites yhabitaciones del hotel.

La «Isla Nocturna» fue mi creación,con su helipuerto y su puerto deportivo,sus casinos secretos e ilegales, susgimnasios con los muros de espejos ysus piscinas climatizadas, sus fuentes decristal, sus escaleras mecánicasplateadas, su emporio de deslumbrantesproductos, sus bares, tabernas, salones y

teatros donde yo, vestido con eleganteschaquetas de terciopelo, ceñidosvaqueros y enormes gafas de sol negras,el pelo cortado cada noche (pues de díarecupera su longitud «renacentista»),podía pasearme tranquilamente y deforma anónima, nadar entre losacogedores murmullos de los mortalesque me rodeaban y, cuando el hambreme acuciaba, buscar a un individuo queme deseara, un individuo que porrazones de salud, pobreza, cordura oenajenación mental deseara caer en lostentadores y jamás opresivos brazos dela muerte y perecer desangrado.

Confieso que no pasé hambre.Arrojaba a mis víctimas en las aguascálidas y límpidas del Caribe. Mi puerta

estaba abierta a cualquier vampirodispuesto a limpiarse las botas antes deentrar. Era como si hubieran vuelto losviejos tiempos de Venecia, cuando elpalacio de Bianca estaba abierto a todaslas damas y todos los caballeros, atodos los artistas, poetas, soñadores yconspiradores que se atrevieran apresentarse. Sin embargo, esos tiemposno habían vuelto.

No requirió los esfuerzos de unapandilla de vagabundos vestidos contogas negras para dispersar la asambleade la Isla Nocturna. Los que serefugiaron allí durante breve tiempoacabaron marchándose por su propiopie. A los vampiros no les gusta lacompañía de otros vampiros. Anhelan el

amor de otros inmortales, sí, siempre, lonecesitan, como necesitan los profundoslazos de lealtad que se estableceninevitablemente entre quienes se niegana convertirse en enemigos. Pero nodesean la compañía.

Mis espléndidos salones con murosde cristal en la Isla Nocturna no tardaronen vaciarse, y yo mismo comencé aausentarme durante semanas, e inclusomeses.

Aún sigue allí la Isla Nocturna.Sigue allí, y de vez en cuando regreso aella y me encuentro algún inmortalsolitario que se ha alojado en el hotelpara comprobar cómo nos va al resto denosotros, o acompañado por otrovampiro que ha venido a visitar la isla.

Vendí la gigantesca empresa por unafortuna mortal, pero sigo siendo dueñode una villa de cuatro pisos (un clubprivado que se llama Il Villagio), consus secretas y profundas criptas en lasque son bienvenidos todos los de nuestraespecie.

No hay muchos, pero permite que teexplique quiénes son. Déjame que teexplique quién ha sobrevivido a lossiglos, quién ha resurgido después decentenares de años de misteriosaausencia, quién ha comparecido paraformar parte del censo no escrito de losmuertos vivientes modernos.

En primer lugar está Lestat, el autorde cuatro libros sobre su vida y obraque contienen todo cuanto podrías

desear saber sobre él y algunos denosotros. Lestat, el eterno rebelde ybromista. Un metro y ochenta y doscentímetros de estatura, un joven deveinte años cuando fue creado, congrandes ojos cálidos y azules y unaespectacular cabellera espesa y rubia, lamandíbula cuadrada, con una bocacarnosa y exquisitamente perfilada y unapiel oscurecida por una temporada en elsol que habría matado a un vampiromenos resistente, mujeriego, una fantasíasalida de la pluma de Osear Wilde,espejo de la moda, en ocasiones elvagabundo más osado, irrespetuoso ytronado, un lobo solitario, unrompecorazones, astuto, apodado«Príncipe Impertinente» por mi antiguo

maestro —imagínate, mi Marius, sí, miMarius, que había logrado sobrevivir alas antorchas de la asamblea romana—,apodado «Príncipe Impertinente» porMarius, aunque me gustaría saber en quécorte, por qué derecho divino y quésangre real. Lestat, que poseía la sangrede la más vieja de los nuestros, la Evade nuestra especie, un ser que habíasobrevivido unos seis o siete mil años asu Edén, un perfecto horror que, trashaberle sido conferido el poético títulode reina Akasha de aquellos que debenser custodiados, por poco destruye elmundo.

Lestat, un buen amigo, por quienhabría sacrificado mi vida inmortal,cuyo amor y compañía imploré en

multitud de ocasiones, vanidoso,fascinante, un insoportable pelmazo sinel cual no puedo existir.

Así es Lestat.Louis de Pointe du Lac, a quien ya

he descrito más arriba pero que siempreme divierte imaginar: delgado, algomenos alto que Lestat, su creador, con elpelo negro, el rostro enjuto y la tezblanquísima, con unos dedosasombrosamente largos y delicados yunos pies que no emiten el menorsonido. Louis, cuyos ojos verdesexpresan una profunda melancolía, laviva imagen de la resignación y latristeza, de voz suave, muy humano,débil, que ha vivido sólo doscientosaños, incapaz de adivinar el

pensamiento de los demás ni hechizar aotros salvo involuntariamente, lo cualpuede resultar de lo más cómico, uninmortal del que se enamoran losmortales. Louis, un asesinoindiscriminado porque no sabesatisfacer su sed sin matar, aunque esdemasiado débil para arriesgarse a quela víctima muera en sus brazos, y porqueno tiene ni orgullo ni vanidad que leobligue a establecer una jerarquía devíctimas seleccionadas, y por tanto mataa quien se cruza en su camino, al margende la edad, los atributos físicos o lascualidades concedidas por la naturalezao la providencia. Louis, un vampiroferoz y romántico, el tipo de criaturanocturna que acecha en las sombras de

la Ópera para escuchar a la Reina de laNoche de Mozart interpretar suconmovedora e irresistible aria.

Louis, que jamás ha desaparecido,a quien conocen los otros, fácil delocalizar y de abandonar; Louis, que seniega a crear a otros inmortales despuésde sus trágicas chapuzas con niñosvampíricos; Louis, que ha renunciado asu búsqueda de Dios, del Diablo, de laverdad e incluso del amor.

El dulce y polvoriento Louis, quelee a Kafka a la luz de una vela. Louis,empapado bajo la lluvia, en una elegantey desierta calle del centro urbano,contemplando en el escaparate de unatienda al joven y brillante actorLeonardo Di Caprio en el papel de

Romeo besando a su tierna y bellaJulieta (Claire Danes) en la pantalla deun televisor.

Gabrielle. De vez en cuandoaparece por ahí. Apareció en la IslaNocturna. Todos la odian. Es la madrede Lestat, a quien abandona durantesiglos sin hacer caso de sus periódicos yfrenéticos gritos de socorro, y aunque nopuede captarlos porque es menospotente que él, podría enterarse de ellosa través de otras mentes vampíricas quese apresuran a difundir la noticia portodo el mundo cada vez que Lestat seencuentra en apuros. Gabrielle, idénticaa Lestat, salvo que es una mujer, unamujer de los pies a la cabeza, es decir,que posee unos rasgos más acusados, la

cintura delgada, los pechos grandes, lamirada dulce, ladina e hipócrita, quecuando luce un traje de noche negro y elpelo suelto quita el hipo, aunque por logeneral presenta un aspecto polvorientoy asexuado vestida de cuero o con unsastre color caqui ceñido con uncinturón, un ser que pisa firme, unavampiro tan astuta y fría que ha olvidadolo que significa ser humano oexperimentar dolor. Deduzco que loolvidó de la noche a la mañana,suponiendo que alguna vez lo supiera.De mortal era uno de esos seres quesiempre se asombran ante las emocionesde los demás. Gabrielle, de voz suave,cruel por naturaleza, glacial, imponente,egoísta, aficionada a deambular por los

bosques nevados del norte, capaz dematar a gigantescos osos polares y tigresblancos, una vieja leyenda para ciertastribus primitivas, más semejante a unreptil prehistórico que a un ser humano.Bellísima, por supuesto, rubia y peinadacon una trenza que le cae por la espalda,de porte casi majestuoso cuando luceuna chaqueta estilo safari de cuero colorchocolate y un pequeño sombreroimpermeable, una asesina ágil, taimadae implacable, de aire reservado, quejamás suelta prenda. Gabrielle, inútilpara todos salvo para sí misma.Supongo que alguna noche le dirá algo aalguien.

Pandora, hija de dos milenios,consorte de mi amado Marius mil años

antes de que yo naciera. Una diosa hechade mármol sangrante, una poderosabelleza surgida del alma más profunda yantigua de la Italia romana, orgullosa,con el temple moral de la vieja clasesenatorial del mayor imperio que jamásha existido en Occidente. No la conozco.Su rostro ovalado resplandece bajo unmanto de cabello castaño y ondulado.Parece demasiado hermosa paralastimar a nadie. Se expresa con vozdelicada, posee unos ojos inocentes,implorantes; su rostro perfecto semuestra de improviso vulnerable,cálido, comprensivo, un misterio. Nocomprendo cómo Marius pudoabandonarla. Cuando luce una minifaldade seda y una esclava en el brazo

desnudo, hace que los hombres mortalesenloquezcan y que todas las mujeres laenvidien. En otras ocasiones, vestidacon un traje más largo y discreto, semueve como un espectro a través de lashabitaciones que la rodean como si éstasno fueran reales, y ella, el espíritu deuna bailarina, buscara un decoradoperfecto que sólo ella es capaz de hallar.Sus poderes rivalizan con los de Marius.Ha bebido en la fuente del Edén, esdecir, la sangre de la reina Akasha. Escapaz de convertir ciertos objetos secosy quebradizos en fuego con el poder desu mente, de levitar y desvanecerse en elcielo oscuro, de asesinar a cualquiervampiro joven que represente unaamenaza para ella; sin embargo, tiene un

aspecto inofensivo, decididamentefemenino aunque no sexual, una mujerpálida y melancólica que me inspira eldeseo de estrecharla entre mis brazos.

Santino, el viejo santo de Roma.Ha salido de todas las catástrofes de laera moderna con su belleza intacta; siguesiendo un ser fuerte y musculoso, de pielaceitunada aunque en el presente algomás pálida debido a la acción de lasangre mágica, con una espesa mata depelo negro y rizado que recorta cadanoche para proteger su anonimato, unvampiro nada vanidoso, siempreimpecablemente vestido de negro. Nopronuncia una palabra. Me mira ensilencio como si jamás hubiéramoscharlado de teología y de misticismo,

como si jamás hubiera destruido mifelicidad, quemando mi juventud yreduciéndola a un montón de cenizas,como si no fuera culpable de que micreador pasara un siglo convaleciente,como si no me hubiera arrebatado todoconsuelo. Quizá nos considera a ambosvíctimas de una poderosa moralidadintelectual, de la pasión por el conceptode propósito, dos seres perdidos,veteranos de la misma guerra.

En ocasiones adopta una expresiónastuta y rencorosa. Sabe mucho. Nosubestima los poderes de los viejos,quienes, tras renunciar a la invisibilidadsocial de siglos pasados, se paseanahora entre nosotros con todatranquilidad. Sus ojos negros me miran

sin pestañear, con una expresión pasiva.La sombra de una barba, fijada parasiempre en los pelillos negrosrecortados que asomaban a través de lapiel, resulta tan atractiva como siempre.En resumen, es un tipo de aspecto viril,aficionado a lucir una camisa blancadesabrochada para mostrar el vellonegro y rizado que le crece en el pecho,semejante al seductor vello que cubre lacarne visible de sus muñecas. Tambiénle gusta lucir recias chaquetas negrascon solapas de cuero o de piel, unosautomóviles deportivos negros quecorren a más de trescientos kilómetrospor hora y un encendedor de oro queapesta a líquido combustible, el cualenciende repetidas veces con el único

fin de observar la llama. Nadie sabedónde vive ni en qué momento se leocurrirá aparecer.

Santino. Eso es cuanto sé de él.Ambos nos mantenemos a unacaballerosa distancia. Sospecho que hasufrido lo suyo; no tengo el menorinterés en romper su reluciente yelegante caparazón para descubrir lasatroces tragedias que oculta. Siemprehay tiempo para conocer a Santino más afondo.

Ahora permite que describa a loslectores más virginales a mi maestro,Marius, tal como aparece ahora. En laactualidad, nos separan tanto tiempo ytantas experiencias que el abismo se haconvertido en un glaciar; nos

observamos a través de laresplandeciente blancura de ese erialinfranqueable, capaces sólo de hablarcon voz queda y educada, sin perdernunca los modales, la joven criatura queaparento ser, con un rostro demasiadodulce para ser auténtico; y él, el hombremundano y sofisticado, el erudito delmomento, el filósofo del siglo, elmoralista del milenio, el historiadorpara la eternidad.

Camina erguido como decostumbre, majestuoso dentro de suestilo del siglo XX, vestido con unaschaquetas de terciopelo que recuerdan lamagnífica indumentaria que lucía antaño.De vez en cuando se corta la melenalarga y rubia que lucía ufano en Venecia.

Es inteligente y agudo, amante de lassoluciones razonables, poseedor de unapaciencia infinita y una insaciablecuriosidad; se niega a doblegarse ante lasuerte que le aguarda a él, a nosotros, asu mundo. Nada es capaz de derrotarlo;forjado por el fuego y el tiempo, esdemasiado fuerte para sucumbir a loshorrores de la tecnología y losencantamientos de la ciencia. Ni losmicroscopios ni los ordenadores soncapaces de minar su fe en lo infinito,aunque los solemnes seres a quienesantaño debía custodiar, quienesencerraban la promesa de un significadoredentor, hace tiempo que han caído desus arcaicos tronos.

Yo le temo y no sé por qué. Quizá

temo amarlo de nuevo, pues al amarlo,lo necesitaría, y al necesitarlo,aprendería de él, y al aprender de él, meconvertiría de nuevo en su fiel pupilo,sólo para descubrir que la paciencia quemuestra hacia mí no puede suplantar lapasión que tiempo atrás ardía en susojos.

¡Necesito esa pasión! La necesito,sí. Pero no quiero seguir hablando de él.Logró sobrevivir durante dos mil años,entrando y saliendo de todo tipo deperipecias humanas sin rubor, elevandoel arte de ser humano a unos extremosexquisitos, mostrando una gracia infinitay la dignidad de la era augusta de unaRoma presuntamente invencible, en lacual había nacido.

Hay otros que en estos momentosno se hallan aquí conmigo, aunque hanestado en la Isla Nocturna, y volveré averlos. Están las viejas gemelas, Mekarey Maharet, guardianas de la fuente desangre primitiva de la que brota nuestravida, las raíces de la vid, por así decir,de las que florecemos de forma tanvistosa como pertinaz. Son nuestrasreinas de los condenados.

También está Jesse Reeves, unavampiro neófita del siglo XX creada porMaharet, el monstruo más antiguo y portanto deslumbrante a quien no conozco,pero que admiro profundamente. Pese ahaber aportado al mundo de losinmortales unos conocimientosvaliosísimos en materia de historia,

fenómenos paranormales, filosofía ylenguas, es una desconocida. ¿Ladevorará el fuego, como a tantos otrosque, cansados de la vida, son incapacesde aceptar la inmortalidad? ¿O leprocurará ese ingenio del siglo XX queposee una armadura radical eindestructible con que protegerse de loscambios inconcebibles que sabemos quevan a producirse?

Existen muchos otros, que selimitan a vagar por la Tierra, cuyasvoces oigo algunas noches. Además, hayunos seres remotos que no conocennuestras tradiciones y que, haciendo galade su hostilidad hacia nuestros escritos ydesprecio hacia nuestra historia, nosllaman «La Asamblea de los Eruditos»;

unos seres extraños, «no registrados»,de distintas edades, potencia y talante,que al ver en las estanterías de unalibrería un ejemplar de El vampiroLestat lo rompen y trituran hastaconvertirlo en polvo con sus poderosasy odiosas manos.

Prestan su sabiduría o su ingenio ala crónica de nuestro devenir en unfuturo impredecible. ¿Quién sabe?

De momento, deseo describir a otroprotagonista antes de proseguir con mirelato.

Se trata de ti, David Talbot, a quienapenas conozco, que escribes confuriosa rapidez todas las palabras quebrotan lenta y torpemente de mis labiosmientras te observo, fascinado por el

simple hecho de que estos sentimientosque he dejado que ardan tanto tiempo enmi interior los plasmes tú ahora en unapágina que parece eterna.

¿Qué eres tú, David Talbot, un serde más de siete décadas de edad encuanto a educación mortal, un erudito, unalma profunda y cariñosa? ¿Quién puedeadivinarlo? Lo que fuiste en vida, sabioen años, reforzado por repetidascalamidades y las cuatro estacionescompletas de la vida de un hombre en laTierra, fue transportado junto con todostus recuerdos y conocimientos, intactos,al espléndido cuerpo de un joven. Undía ese cuerpo, un precioso cáliz para elSanto Grial de tu propio ser, queconocía tan bien el valor de ambos

elementos, fue asaltado por su mejoramigo, el amable monstruo, el vampiroque te eligió como compañero de viajeen la eternidad al margen de tus deseos,nuestro estimado Lestat.

No imagino semejante violación.Estoy demasiado lejos de todahumanidad, puesto que jamás fui unhombre completo. En tu rostro observoel vigor y la belleza de angloindio depiel dorada cuyo cuerpo posees, y en tusojos, la serena y peligrosamentetemplada alma del anciano.

Tienes el pelo negro y suave,cortado por debajo de las orejas. Vistescon una vanidad sometida al austeroestilo británico. Me miras como si tucuriosidad fuera capaz de pillarme

desprevenido, cuando no es cierto.Si me hieres, te destruiré. No me

importa lo fuerte que seas, ni la sangreque te haya proporcionado Lestat. Sémás que tú. Aunque te muestre mi dolor,no lo hago necesariamente porque teamo. Lo hago por mí y por otros, por laidea de otros, por cualquiera que deseeleer esta historia, y para mis mortales,los dos pupilos que recogí hace poco,esos dos preciosos seres que marcan micapacidad para continuar adelante.

Sinfonía para Sybelle. Ése podríaser el título de esta confesión. Y al hacercuanto puedo por Sybelle, lo hagotambién por ti.

¿No te he contado suficiente sobremi pasado? ¿No es suficiente prólogo al

momento en Nueva York cuando vi elrostro de Cristo grabado en el velo? Ahícomienza el último capítulo de mi vidareciente. No hay más que contar. Yatienes el resto, y lo que procede ahora esel breve pero tremendo relato de lo queme ha traído hasta aquí.

Sé mi amigo, David. No pretendíadecirte esas cosas tan terribles. Lolamento en el alma. Necesito que medigas que puedo continuar. Ayúdame contu experiencia. ¿No te basta? ¿Mepermites proseguir? Deseo oír la músicade Sybelle. Deseo hablar sobre misamados salvadores. No puedo calibrarlas dimensiones de esta historia. Sólo séque estoy dispuesto... He alcanzado elotro extremo del Puente de los Suspiros.

Es una decisión que yo mismo debotomar, lo sé, y tú esperas para escribirlo que yo te dicte.

Bien, pasemos al episodio delvelo.

Permite que me traslade al rostrode Cristo, como si subiera una cuesta enel remoto invierno nevado de Podil, alos pies de las desvencijadas torres dela Ciudad de Vladimir, para recoger enel Monasterio de las Cuevas la pintura yla madera sobre la que cobrará vida antemis ojos: Su Faz, Jesucristo, elRedentor, la efigie de Nuestro Señor.

PARTE III

APPASSIONATA

17

Yo no quería ir a reunirme con él.Era invierno, y estaba muy a gusto enLondres, recorriendo los teatros paraasistir a las obras de Shakespeare ydedicando las noches enteras a leer susobras teatrales y sus sonetos. Enaquellos momentos lo único que meinteresaba era Shakespeare. Lo habíaconocido a través de Lestat. Cuandoestaba harto de desesperarme, abría suslibros y me ponía a leer.

Sin embargo, me había llamadoLestat. Estaba asustado, o eso decía. Yotenía que acudir. La última vez que

Lestat había estado en un apuro, yo nohabía podido ir en su ayuda. Existe unahistoria sobre eso, pero mucho menosimportante que la que narro ahora.

Yo sabía que el mero contacto conél podía destruir mi bien ganada paz deespíritu, pero Lestat deseaba que fuera yyo debía acudir.

Lo encontré primero en NuevaYork, aunque él no lo sabía y no podíahaberme conducido a una peortempestad de nieve aunque hubieraquerido. Aquella noche Lestat mató a unmortal, una víctima de la que se habíaenamorado, como solía hacer de untiempo aquí (elegir a las celebridadesprotagonistas de delitos sonados yasesinatos atroces) y acechar sus

movimientos la noche anterior al festín.Me pregunté qué querría de mí. Tú

estabas allí, David. Podías haberleayudado. Al menos eso me pareció.Dado que eras un vampiro neófito, nooíste su llamada de socorrodirectamente, pero él consiguió darcontigo y ambos, unos perfectos ysofisticados caballeros, os reunisteispara comentar en voz baja los últimostemores de Lestat.

Cuando volví a encontrarme conLestat, éste se hallaba en NuevaOrleans. Me explicó el asunto de formaclara y concisa. Tú estabas presente. Eldiablo se le había presentado disfrazadode hombre mortal. El diablo era capazde modificar su forma, apareciendo

como un ser horripilante con unas alaspalmeadas y pezuñas o bajo la guisa deun hombre vulgar y corriente. Lestat noparaba de contar esas historias. Eldiablo le había hecho una terrible oferta,le había propuesto que él, Lestat, seconvirtiera en su ayudante al servicio deDios.

¿Recuerdas la serenidad con querespondí a su historia, a sus preguntas, asus peticiones de consejo? Le dije sinambages que era una locura obrar comolo hacía él, creer que cualquier serdescarnado le decía la verdad.

Ahora ya sabes los daños queprovocó Lestat con esta extraña ymaravillosa fábula. ¿De modo que eldiablo quería convertirlo en su infernal

ayudante y por tanto en servidor deDios? Me entraron ganas de echarme areír, o de llorar, y arrojarle en cara quehubo una época en la que yo también mehabía creído un santo del mal, cubiertode harapos y tintando en el crudoinvierno parisino mientras perseguía amis víctimas por la ciudad, todo paramayor honor y gloria de Dios.

No obstante, él ya lo sabía. No eranecesario ahondar en la herida, robarleel protagonismo que, siendo como eraLestat una estrella rutilante, lecorrespondía siempre.

Charlamos en tono civilizado bajolos robles cubiertos de musgo. Tú lerogaste que fuera prudente. Como esnatural, él hizo caso omiso de nuestros

consejos.En esa historia participaba también

Dora, una encantadora mortal que vivíaen este mismo edificio, este viejoconvento de ladrillo, hija del hombre alque Lestat había perseguido y asesinado.

Cuando Lestat nos pidió que nosocupáramos de ella, me enojé, pero sóloun poco. Yo también me he enamoradode mortales. Tengo varias historias querelatar a ese respecto. En estosmomentos estoy enamorado de Sybelle yde Benjamin, mis pupilos, y en el lejanopasado he sido un misterioso trovadorpara otros mortales.

De acuerdo, Lestat estabaenamorado de Dora, había apoyado lacabeza en su pecho mortal, deseaba

succionar la sangre de su útero, que paraella no representaría ningún perjuicio,estaba enamorado como un colegial,enloquecido, atormentado por elfantasma del padre de Dora y cortejadopor el mismo Príncipe del Mal.

En cuanto a ella, ¿qué puedo decirde Dora? Poseía el poder de un Rasputíny el rostro de una novicia, cuando enrealidad era una teóloga y no unamística, una fanática telepredicadora yno una visionaria, cuyas ambicioneseclesiales habrían hecho palidecer a lossan Pedro y san Pablo juntos, y que, porsupuesto, es como todas las flores queLestat ha recogido en el Jardín Salvajede este mundo: una criatura hermosa yseductora, un glorioso ejemplar de la

Creación de Dios, con el cabello negrocomo ala de cuervo, la boca carnosa,unas mejillas de porcelana y lasimpresionantes piernas de una ninfa.

Desde luego, yo me di cuenta deque Lestat había abandonado este mundoen el mismo momento en que ocurrió. Losentí. Yo estaba en Nueva York, muycerca de él, y sabía que tú teencontrabas también allí. Ambosprocurábamos en la medida de loposible no perderlo de vista. De golpeLestat se esfumó engullido por latormenta, despareció de la atmósferaterrestre como si jamás hubiera estadoahí.

Puesto que eras un vampiro neófito,no te diste cuenta del perfecto silencio

que se hizo cuando él desapareció. Nonotaste el vacío que se produjo aldesvanecerse Lestat de todas las cosasminúsculas y materiales en las que antesreverberaban los latidos de su corazón.

Yo sí me di cuenta, y paradistraernos a ambos te propuse visitar ala desdichada mortal que debía de estardestrozada por la muerte de su padre amanos del monstruo bebedor de sangre,rubio y apuesto que se había convertidoen su confidente y amigo.

No fue difícil ayudar a Dora esanoche breve pero memorable en la quese produjo un horror tras otro sinsolución de continuidad: eldescubrimiento del asesinato de supadre, su sórdida vida convertida en la

comidilla de medio mundo por losmágicos medios de comunicación.

Me parece que ocurrió hace unsiglo, no hace poco tiempo, cuando nostrasladamos al sur, a estas habitacionesque contenían el legado de su padrecompuesto de crucifijos y estatuas, unosiconos que yo manipulé con absolutafrialdad, como si jamás hubiera amadoesos tesoros.

Me parece que fue hace un siglocuando me vestí de punta en blanco paraella, adquiriendo en un elegantecomercio de la Quinta Avenida unaestilosa chaqueta de terciopelo rojo, unacamisa de poeta, como dicen ahora, dealgodón almidonado con volantes deencaje, y para rematar el conjunto un

pantalón con pinzas de lana negra y unasrelucientes botas con una hebilla en eltobillo, para acompañarla a identificarla cabeza decapitada de su padre bajo laestridente luz fluorescente de un inmensoy abarrotado depósito de cadáveres.

Una buena cosa de esta últimadécada del siglo XX es que cualquierhombre, sea cual fuera su edad, puedelucir el pelo largo.

Me parece que fue hace un siglocuando me peiné mi cabellera, espesa yrizada e insólitamente limpia, paraDora.

Me parece que fue hace un siglocuando sostuvimos en nuestros brazos aesa cautivadora brujita con el cuellolargo como un cisne y el pelo corto,

mientras lloraba la muerte de su padre ynos asediaba a preguntas, unas preguntasfebriles, diabólicamente inteligentes ydesapasionadas, sobre nuestra siniestranaturaleza, como si un cursilloacelerado en la anatomía del vampiropudiera cerrar el ciclo de horrores queamenazaba su salud física y mental ehiciera que regresara su cruel ydespreciable padre.

No, Dora no rezaba para queregresara Roger; creía firmemente en laomnisciencia y misericordia divina.Además, el hecho de contemplar lacabeza decapitada de una personatrastorna a cualquiera, aunque la cabezaesté congelada. Por si fuera poco, unperro había arrancado de un bocado un

trozo de la cabeza de Roger antes delmacabro hallazgo, y debido a lasestrictas normas forenses modernas de«no tocar», Roger ofrecía un aspectoque me impresionó incluso a mí.(Recuerdo que la ayudante del forensecomentó con tristeza que yo erademasiado joven para contemplarsemejante cosa. Me tomó por el hermanomenor de Dora. Era una mujerencantadora. Quizá merezca la penaaventurarse de vez en cuando en elmundo oficialmente mortal para que ledigan a uno que es «un hombrecito muyvaliente» en lugar de un ángel deBotticelli, la etiqueta que me habíancolgado mis colegas inmortales.)

Lo que Dora ambicionaba era el

regreso de Lestat. ¿Qué otra cosa lepermitiría librarse de nuestro hechizosino una última bendición impartida porel propio príncipe heredero?

Me detuve ante el oscuro ventanaldel apartamento ubicado en unrascacielos, y contemplé la densa capade nieve que cubría la Quinta Avenida,esperando y rezando con ella, deseandoque el gigantesco globo terráqueo de miviejo enemigo no estuviera tan vacío,pensando ingenuamente que con eltiempo el misterio de su desaparición seresolvería, como todos los milagros, contristeza y pequeñas pérdidas, medianteunas pequeñas revelaciones que meinfluirían en la misma medida en que mehabía influido todo desde aquella lejana

noche en Venecia, cuando mi maestro yyo nos separamos para siempre,permitiéndome simplemente fingir mejorque estaba vivo.

Yo no temía por Lestat. Noconfiaba en que viviera una aventuraapasionante, pero estaba convencido deque más tarde o más tempranoaparecería para contarnos una historiafantástica. Era lo típico de Lestat, puesnadie es capaz de exagerar como él susespectaculares peripecias. Esto no quitapara que haya cambiado más de una vezde forma, asumiendo un cuerpo humano.Sé que lo ha hecho. Esto no quita paraque despertara a nuestra temible madrediosa, Akasha; me consta que lo hizo.Esto no quita para que destruyera mi

vieja y supersticiosa asamblea en losextravagantes años anteriores a laRevolución Francesa. Ya te lo hecontado.

Es su forma de describir las cosasque le ocurren lo que me irrita, suempeño en ligar un incidente a otrocomo si todos esos hechos siniestros yaleatorios constituyeran los eslabonesde una importante cadena. No lo son.Son meras peripecias, y él lo sabe. Sinembargo, Lestat convierte el simplehecho de pillarse un dedo en unespectáculo barato

¡El James Bond de los vampiros, elSam Spade de sus propias páginas! Uncantante de rock pegando alaridos sobreun escenario mortal durante dos horas, y

gracias a ello, retirándose con unmontón de grabaciones que le hanproporcionado unos repugnantesbeneficios de las agencias humanashasta esta misma noche.

Lestat tiene la habilidad deconvertir sus tribulaciones en unatragedia, y de perdonarse absolutamentetodo en cada párrafo confesional que hasalido de su pluma.

En realidad, no se lo reprocho. Merevienta que en estos momentos yazca encoma en el suelo de esta capilla,contemplando su propio silencio, peseal círculo de pupilos que le rodea por elmismo motivo que yo, para comprobarpor sí mismos si la sangre de Cristo leha transformado y él no representa una

espléndida manifestación de laTransustanciación. Pero de ese tema meocuparé más adelante.

Lamento haberme extendido en miperorata. Conozco los motivos por losque siento rencor hacia Lestat, y medesahogo tratando de derribar sureputación, golpeando su inmensidadcon ambos puños.

Me ha enseñado demasiado. Él meha traído hasta este momento, a estelugar, desde el cual te dicto mi pasadocon una coherencia y una calma que mehabrían resultado imposibles antes deacudir en su ayuda con su preciosoMemnoch el Diablo y su pequeña yvulnerable Dora.

Hace doscientos años, Lestat me

arrebató las ilusiones, las mentiras y lasexcusas, y me arrojó a las aceras deParís desnudo para que hallara elcamino de regreso a la gloria y elestrellato que antaño había conocidopero que por desgracia había perdido.

Mientras aguardábamos en elbonito apartamento situado en unrascacielos sobre la catedral de SanPatricio, yo no podía adivinar que iba aarrebatarme muchas otras cosas, y leodio porque no imagino mi alma sin él,y, debiéndole todo lo que soy y lo quesé, no consigo despertarlo de su frígidosueño.

Vayamos por partes. ¿De qué sirveque regrese ahora a la capilla, apoyemis manos en él y le ruegue que meescuche, cuando permanece tendido enel suelo, inmóvil, como si le hubieraabandonado toda cordura y no puedarecuperarla jamás?

No puedo aceptarlo. Me niego. Seha agotado mi paciencia; he perdido elenajenamiento que constituía miconsuelo. Este momento me resultaintolerable...

No obstante, tengo muchas cosasque contarte. Debo relatarte lo queocurrió cuando vi el velo, y cuando elsol se abatió sobre mí, y lo que es peor,lo que vi cuando por fin di con Lestat yle abracé para beber su sangre.

Sí, no debo desviarme de mi relato.Ahora comprendo por qué Lestatencadena todos los episodios de suexistencia. No es por orgullo. Es pornecesidad. Esta historia no puederelatarse sin que un eslabón esté unido aotro, y nosotros, pobres huérfanos deltiempo que transcurre inexorablemente,no conocemos otro sistema de medirlosino a través de la secuencia. Arrojado aun abismo nevado, a un mundo peor queel vacío, alargué la mano en busca deuna cadena a la que aferrarme. ¡Dios,cuando caía en aquel abismo habríadado cualquier cosa por asir una cadenametálica!

Lestat regresó inopinadamente, a ti,a Dora y a mí.

Era la tercera mañana, poco antesdel amanecer. Oí cerrarse con violenciael portal del rascacielos de cristal, yluego ese sonido, ese sonido cuyovolumen se intensifica con cada año quetranscurre: los latidos de su corazón.

¿Quién de nosotros se levantóprimero de la mesa? Yo estaba tanaterrorizado que no podía moverme.Lestat entró a una velocidadsupersónica, emitiendo unas fraganciassalvajes, a tierra y bosque. Traspasótodas las barreras como si lepersiguieran quienes le habían raptado,aunque no había nadie tras él. Irrumpióen el apartamento solo, cerrando lapuerta de un portazo y plantándose antenosotros, más horrible de lo que yo

podía imaginar, más destrozado de loque yo jamás le había visto en suspequeñas derrotas.

Dora, enamorada, corrió hacia él, yLestat, desesperado y necesitado decariño humano la abrazó con tal fuerzaque temí que la asfixiara.

—Estás a salvo, cariño —exclamóella, esforzándose en convencerle.

Pero bastaba con mirar a Lestatpara comprender que aquello no habíaterminado, por más que murmuráramoslas mismas palabras huecas paraquitarle hierro al asunto.

18Parecía surgido del mismo infierno.

Llevaba un solo zapato, el otro pieestaba descalzo; tenía la chaqueta

desgarrada y el pelo alborotado y llenode pinchos, hojas secas y trocitos deflores.

En los brazos llevaba un paqueteplano envuelto en un lienzo, apretadocontra su pecho, como si portara eldestino del mundo entero bordado en él.

Pero lo peor, lo más trágico, eraque le habían arrancado un ojo, y lacuenca de sus vampíricos párpados secontraía y agitaba al tratar de cerrarse,negándose a aceptar esa horrendadeformidad en un cuerpo que en elmomento de transformarse en inmortalera perfecto.

Yo deseaba abrazarlo, consolarle,decirle que no importa dónde hubieraestado ni lo que había ocurrido, que

ahora estaba a salvo con nosotros, peroera imposible calmarlo.

Un profundo agotamiento nos salvóa todos del inevitable relato. Tuvimosque buscar unos rincones oscuros paraprotegernos del insidioso sol. Teníamosque esperar a la noche siguiente paraque Lestat nos contara lo ocurrido.

Sin soltar el paquete, rechazandotoda ayuda, Lestat se encerró en suherida. Yo no tuve más remedio quedejarlo.

Aquella mañana, cuando me tumbéen mi lugar de reposo, a salvo enaquella oscuridad pulcra y moderna, meeché a llorar como un niño al pensar enel aspecto que ofrecía Lestat. ¿Por quéno había acudido en su ayuda? ¿Por qué

tenía que verlo en aquel lamentableestado cuando me había llevado tantasdolorosas décadas cimentar mi amoreterno hacia él?

En una ocasión, hace cien años,Lestat se había presentado en el Théátredes Vampires tras la pista de sus pupilosrenegados, el dulce y gentil Louis y ladesdichada niña. Yo no me habíacompadecido de él al ver su pielcubierta de cicatrices debidas a losinútiles y torpes intentos de Claudia dematarlo.

Yo le amaba, sí, pero lo que Lestathabía sufrido era un mero accidentefísico que su pérfida sangre no tardaríaen curar, y sabía por nuestras tradicionesque, al curarse, Lestat adquiriría una

fuerza mayor de la que le proporcionaríael sereno discurrir del tiempo.

No obstante, yo veía ahora en surostro la destrucción del alma, y elespectáculo de su único ojo azul,reluciendo en su cara manchada ydeforme, era insoportable.

No recuerdo si hablamos o no,David. Sólo recuerdo que la mañanatranscurrió rápidamente. Tampocorecuerdo si lloraste, pues yo estabademasiado conmocionado para fijarmeen eso. En cuanto al paquete que portabaLestat en sus brazos, no tengo ni remotaidea de lo que podía ser. Ni siquierapensé en ello.

Lestat entró en la salita delapartamento al caer la noche siguiente,

una noche estrellada durante unos brevesinstantes antes de que comenzara anevar. Se había lavado y vestido, ysupuse que las heridas de su pie ya sehabían curado. Lucía unos zapatosnuevos.

Sin embargo, nada podía suavizarla grotesca imagen de su rostro, losrasguños producidos por unas uñas o uninstrumento afilado que rodeaban lacuenca vacía del ojo que había perdido.Lestat se sentó.

Me miró y esbozó una sonrisaencantadora que iluminó su rostro.

—No temas por mí, mi pequeñoArmand —dijo—. Es por todos nosotrospor quienes debemos temer. Yo ya nosoy nada. Nada.

Yo le expuse mi plan en voz baja.—Deja que baje a la calle y le robe

un ojo a un mortal, a un ser malvado quehaya desperdiciado todos los atributosfísicos que le concedió Dios. Deja quelo coloque en tu cuenca vacía. Tu sangrelo bañará y recuperarás la vista. Losabes tan bien como yo. En ciertaocasión presenciaste ese milagro en lapersona de la vieja Maharet, cuando éstale robó los ojos a un mortal y recobró lavista. Estoy dispuesto a hacerlo. Notardaré nada, y en cuanto me hayaapoderado del ojo, yo mismo haré dedoctor y te lo colocaré en la cuenca. Telo ruego.

Pero Lestat meneó la cabeza y mebesó en la mejilla.

—¿Por qué me amas después detodo lo que te he hecho? —preguntó. Supiel tostada por el sol poseía unabelleza innegable, y la cuenca del ojoque había perdido parecía observarme através de la estrecha rendija con unmisterioso poder capaz de transmitir suvisión a su corazón. Era un serextraordinariamente atractivo, radiante;su rostro emitía un resplandor rojizocomo si hubiera contemplado unpoderoso misterio.

»Es cierto, lo he visto —prosiguióél, rompiendo a llorar—. Lo he visto, ydebo contaros toda la historia. Creedme,como creéis en lo que visteis anoche, lasflores silvestres adheridas a mi cabello,los cortes... Fijaos en mis manos, las

heridas aún no han cicatrizado del todo.Os suplico que me creáis.

En aquel momento interviniste tú,David.

—Cuéntanoslo todo, Lestat.Estamos impacientes por oír la historia.¿Dónde se apoderó de ti ese demoniollamado Memnoch?

Qué tono tan reconfortante yrazonable tenía tu voz, David, al igualque ahora. Creo que fuiste creado paraesto, para razonar, para obligarnos, si seme permite esa conjetura, a contemplarnuestras catástrofes a la luz de laconciencia moderna. Pero podemoshablar de estas cosas muchas otrasnoches.

Permite que me remita a la escena

anterior, cuando los tres estábamossentados en unas sillas chinas lacadas ennegro en torno a una gruesa mesa decristal. Al entrar, Dora se quedóimpresionada por el aspecto que ofrecíaLestat, sobre cuya presencia sus sentidosmortales no le habían advertido. Quéguapa estaba con su pelo negro cortadoa lo chico, dejando su nuca aldescubierto y realzando su cuello decisne. Su largo y esbelto cuerpo estabaenfundado en una túnica amplia colorpúrpura, sin cinturón, que se adheríaexquisitamente a sus pequeños pechos ysus bien torneados muslos. «Parece unángel del Señor — pensé— estaheredera de la cabeza decapitada delnarcotraficante de su padre. Con cada

paso que da nos enseña unas doctrinasque harían que los dioses paganos de lalujuria se apresuraranentusiásticamente.»

En torno a su pálido y delicadocuello lucía un crucifijo tan diminutoque parecía un insecto dorado colgadode una cadena ingrávida formada porminúsculos eslabones confeccionadospor las hadas. «¿Qué representan ahoraesos objetos sagrados, suspendidossobre senos suaves y lechosos, sino unoscachivaches baratos?», pensé conamargura, observando fría ydesapasionadamente su belleza. Susvoluminosos pechos, el canalillo queasomaba por el escote de su sencillovestido, hablaban elocuentemente sobre

Dios y la divinidad. No obstante, elmayor adorno que lucía Dora enaquellos momentos era el conmovedor yprofundo amor que sentía hacia él, laausencia de temor al contemplar surostro mutilado, la gracia de sus pálidosbrazos al estrechar contra sí a Lestat, tansegura de sí misma y agradecida depoder abrazar su cuerpo dúctil. Mealegré de que Dora le amara.

—¿De modo que el príncipe de lasmentiras te contó una historia fantástica?—preguntó Dora sin poder reprimir eltemblor de su voz—. ¿De modo que tellevó a su infierno y te envió de regresoa la Tierra? Cuéntanos cómo es elinfierno, explícanos por qué debemostemerlo. Dinos por qué estás asustado,

aunque en estos momentos veo en turostro algo mucho peor que el temor.

Lestat asintió como dándole larazón. Luego se levantó, apartó la sillachina y comenzó a pasearse de un lado aotro de la habitación estrujándose lasmanos, el inevitable preludio a lanarración de su historia.

—Escuchad todo cuanto voy adeciros antes de juzgarme —declaró,observándonos a los tres, quienespermanecíamos sentados alrededor de lamesa, un reducido público impacientepor oír su relato y dispuesto a hacer loque él nos pidiera. Luego clavó su ojoen ti, David, el intelectual inglés vestidocon un traje de mezclilla que realzaba tuaspecto viril. A pesar del evidente amor

que le profesabas le observabas conmirada crítica, dispuesto a evaluar suspalabras con tu natural sabiduría.

Lestat empezó a hablar. Pasó variashoras hablando sin parar. Las palabrasbrotaban de sus labios con vehemencia ya borbotones, en ocasionesatropelladamente, obligándole adetenerse para recuperar el resuello;pero nunca interrumpió su relato, sinoque continuó contándonos la historia desu aventura durante aquella larga noche.

Sí, Memnoch el Diablo le habíaconducido al infierno, pero era uninfierno concebido por Memnoch, unpurgatorio en el que las almas de todoslos individuos que habían vividoacudían voluntariamente para refugiarse

del caos en el que los había sumido lamuerte. En ese infernal purgatorio, alenfrentarse a todos sus actos, aprendíanuna lección insoportable, las infinitasconsecuencias de cada acto que habíancometido. Asesino y madre, golfillosvagabundos asesinados en su presuntainocencia y soldados bañados en lasangre que empapaba el campo debatalla, todos eran admitidos en estehorripilante lugar invadido de humo yfuego sulfúreo, pero sólo paracontemplar las terribles heridas que susmanos coléricas o torpes habían causadoa otros, para asomarse al interior de lasalmas y los corazones de otros seres aquienes habían lastimado.

Todo horror constituía un

espejismo en ese lugar, pero el peorhorror era la persona de DiosEncarnado, que había permitido laexistencia de esta Escuela Final paraaquellos dignos de entrar en su Paraíso.Eso también lo había contempladoLestat, el cielo vislumbrado un millónde veces por santos y moribundos,repleto de árboles y flores eternamentefragantes e infinitas torres de cristalocupadas por seres felices, desprovistosde su carne mortal, e innumerables corosde ángeles que cantaban.

Era una vieja historia, demasiadovieja. Había sido relatada numerosasveces, esa historia del cielo y suspuertas abiertas, de Dios nuestroCreador derramando su luz infinita

sobre aquellos que lograban ascenderpor la mítica escalera para incorporarsea su corte celestial.

¿Cuántos mortales que despiertande una experiencia cercana a la muertehan tratado de explicar esos mismosprodigios?

¿Cuántos santos han declaradohaber visto este indescriptible y eternoEdén?

Qué astutamente había expuestoMemnoch su caso para reclamar lacompasión mortal por su pecado,alegando que él y sólo él se habíaenfrentado a un Dios indiferente y cruel,rogándole que contemplara con ojosmisericordiosos a la raza de sereshumanos que, por medio de su generoso

amor, había logrado engendrar unasalmas dignas de suscitar el interés delTodopoderoso.

Esa había sido la caída de Lucifer,como la estrella matutina, del cielo: unángel implorando misericordia para loshijos y las hijas de los hombres quepresentaban ahora los semblantes y loscorazones de ángeles.

—Dadles el paraíso, Señor,concedédselo cuando hayan aprendidoen mi escuela a amar todo cuanto habéiscreado.

Esta aventura ha llenado un libroentero. La historia de Memnoch elDiablo no puede condensarse en unospocos e injustos párrafos.

Este fue el resumen que escuché

mientras me hallaba sentado en aquellafría salita en Nueva York, contemplandode vez en cuando, más allá de Lestat,que no paraba de caminar arriba yabajo, el cielo cubierto por un mantoblanco de nieve que mitigaba, bajo elincesante parloteo de Lestat, el rumor dela ciudad que se extendía a nuestrospies, al tiempo que trataba de aplacar elangustioso temor que me invadía: eltemor de provocarle una decepción alrecordarle que no había hecho más quedar forma al místico viaje de un millarde santos utilizando un sistema másnovedoso y ameno.

Así pues, que una escuela havenido a suplantar esos círculos defuego eterno que el poeta Dante

describió de una forma que sobrecoge allector, e incluso el tierno Fra Angélicopintó el infierno en el que unos mortalesdesnudos se bañan en las llamas quepadecerán eternamente.

Una escuela, un lugar de esperanza,una promesa de redención losuficientemente noble para acogernosincluso a nosotros, los hijos de la noche,entre cuyos pecados se cuentan tantosasesinatos como los cometidos por losantiguos hunos o mongoles.

¡Qué imagen tan dulce la de estesingular más allá, donde los horrores delmundo natural se achacan a un Diossabio pero distante, y la caprichosa obradel diablo aparece plasmada conpasmosa inteligencia!

¡Ojalá que todos los poemas y laspinturas del mundo fueran un espejo quereflejaran esta espléndida yesperanzadora imagen!

Pudo haberme entristecido; pudohaberme deprimido hasta el extremo dehacerme agachar la cabeza, incapaz demirarle.

Sin embargo, uno de los episodiosde su relato, que para él no habíarepresentado sino un encuentro fugaz, meimpactó más que el resto de la historia yquedó grabado en mi mente, de formaque mientras él continuaba hablando, nologré apartarlo de mi pensamiento: elhecho de que él, Lestat, hubiera bebidola sangre de Jesucristo cuando se dirigíaal Calvario. Que él, Lestat, hubiera

hablado con ese Dios Encarnado, quienpor voluntad propia había ido alencuentro de esa muerte tan atroz en elGólgota. Que él, Lestat, un temeroso ytembloroso testigo presencial hubierasido obligado a detenerse en lasestrechas y polvorientas callejuelas delantiguo Jerusalén para ver pasar aNuestro Señor, y que ese Señor, nuestroSeñor Viviente, con la cruz sujetamediante unas correas a sus hombros,hubiera ofrecido su cuello a Lestat, eldiscípulo elegido.

¡Ah, qué fantasía, qué locura defantasía! No esperaba sentirme tandolido por un episodio de la historianarrada por Lestat. No esperaba sentiresa sensación abrasadora en el pecho,

esa crispación en la garganta de la queno podían brotar las palabras. Yo nodeseaba eso. La única salvación de micorazón herido era pensar en lo extrañoy absurdo que resultaba que esa imagen(Jerusalén, la calle polvorienta, laairada multitud, Dios sangrando, azotadoy cojeando bajo el peso de la cruz)incluyera la vieja y dulce leyenda de unamujer extendiendo un velo para enjugarel rostro ensangrentado de Cristo,recibiendo su imagen para toda laeternidad.

No es preciso ser un erudito,David, para saber que esos santosfueron creados por otros santos a lolargo de los siglos para presentarsecomo actores y actrices elegidos para

representar la Pasión en una aldea.¡Verónica! Verónica, cuyo nombresignifica «icono verdadero».

A todo esto nuestro héroe, nuestroLestat, nuestro Prometeo, con el veloque le había entregado el mismo Dios,había huido del vasto y terrible reino delcielo y el infierno y de las estaciones dela Cruz gritando «¡no, me niego!», yhabía regresado, jadeando, corriendocomo un loco a través de las callesnevadas de Nueva York, para reunirsecon nosotros y dejar atrás aquellaespantosa aventura.

La cabeza me daba vueltas. En miinterior se libraba una guerra feroz. Nopodía mirarle.

Lestat continuó con su relato,

recreándose en los pormenores,refiriéndose por enésima vez al cielozafirino y al canto de los ángeles,discutiendo consigo mismo, contigo ycon Dora. La conversación asumió untono estridente, semejante a cuando sequiebra un objeto de cristal. Yo no podíasoportarlo.

¿Lestat había bebido la sangre deCristo? ¿Sus labios, sus inmundoslabios, habían succionado la sangre deCristo, convirtiéndose en un monstruosociborio? ¿La sangre de Cristo?

—¡Deja que beba tu sangre, Lestat!—grité de pronto—. ¡Déjame beber lasangre que contiene la de Él! —Yo nodaba crédito a mi ansia, midesesperación—. Deja que beba tu

sangre, Lestat, deja que la busque con milengua y mi corazón. Te lo ruego, nopuedes negarme ese momento deintimidad. Si era Cristo... si realmenteera... —Pero no pude terminar la frase.

—Estás loco, criatura, desvarías—contestó él—. Lo único queaveriguarás si clavas los dientes en micuello es lo que aprendemos de lasvisiones que vemos a través de todasnuestras víctimas. Averiguarás lo que yocreo haber visto. Averiguarás lo quecreo que me fue revelado. Averiguarásque creo en Cristo, pero sólo eso.

Lestat meneó la cabeza y me miródecepcionado.

—No, averiguaré lo que deseosaber —protesté. Me levanté de la mesa;

las manos me temblaban—. Concédemeese abrazo, Lestat, y jamás volveré apedirte nada. Deja que oprima mislabios sobre tu cuello, deja que ponga aprueba tu relato. ¡Deja que beba tusangre!

—Me partes el corazón, pequeñoidiota —replicó él con los ojos llenosde lágrimas—. Siempre lo has hecho.

—¡No me juzgues! —grité.Lestat continuó hablando,

dirigiéndose sólo a mí con su mente ycon su voz. Yo no sabía si los demáspodían oírle, pero yo le oí. No heolvidado una sola de sus palabras.

—¿Y qué si era la sangre de Dios,Armand —preguntó—, y no una mentiratitánica? ¿Qué crees que hallarías dentro

de mí? Ve a misa por la mañana y elige atus víctimas entre las personas que seacercan al altar a comulgar. ¡Imagínate,Armand, sería fantástico que a partir deahora te alimentaras únicamente decomulgantes! Cualquiera de ellos teproporcionará la sangre de Cristo. Teaseguro que no creo en esos espíritus, enDios, en Memnoch, son una pandilla deembusteros. Ya te he dicho que me neguéa participar en ese juego. Me negué aquedarme, huí de su maldita escuela,perdí un ojo durante la pelea quesostuve con los perversos ángeles queno cesaban de arañarme mientras yotrataba de huir. ¿Deseas la sangre deCristo? Pues aprovecha que haoscurecido y ve a la misa del pescador,

aparta de un empellón al adormiladosacerdote del altar y arrebata de susbenditas manos el cáliz. ¡Hazlo!

»¡La sangre de Cristo! —continuóLestat, su rostro un ojo enorme que memiraba fija e implacablemente—. Sialguna vez ingerí esa sangre, mi cuerpola ha disuelto y fundido como la cera deabeja devora la mecha. Tú lo sabes.¿Qué queda de Cristo en el vientre desus fieles cuando abandonan la iglesia?

—No —repuse—. Pero nosotrosno somos humanos —musité, tratando demitigar con mi tono suave su airadavehemencia—. ¡Te aseguro que loaveriguaré, Lestat! Era su sangre, no elpan y el vino transustanciados. Susangre, Lestat, y sé que está dentro de ti.

Deja que la beba, te lo ruego. Deja quela beba para que pueda olvidar todasesas malditas cosas que nos has contado.¡Te lo suplico!

Me contuve para no abalanzarmesobre él y obligarle a acatar mivoluntad, sin importarme su legendariafuerza, sus violentos estallidos de genio.Sentí deseos de aferrarle por el cuello yforzarle a doblegarse. Deseaba beber susangre... Pero eran unos pensamientosestúpidos y vanos. Toda su historia eraestúpida y vana. Sin embargo, me encarécon él y le espeté:

—¿Por qué no aceptaste? ¿Por quéno fuiste con Memnoch si él podíalibrarte de este espantoso infierno quecompartimos en la Tierra?

«Dejaron que te escaparas», dijistetú, David, interviniendo con un pequeñoademán de súplica de tu mano derecha.

No obstante, yo no tenía pacienciapara un análisis o una inevitableinterpretación. No podía borrar aquellaimagen de la mente: Nuestro Señorsangrando, con la cruz sujeta a sushombros, y ella, la Verónica, esta dulcefigura de ficción, sosteniendo el velo ensus manos. ¡Cómo es posible quesemejante fantasía haya calado de formaprofunda en las mentes de la gente!

—¡Atrás! —gritó Lestat—. El veloestá en mi poder. Ya os lo dije. Cristome lo entregó. Verónica me lo entregó.Me lo llevé del infierno de Memnoch,cuando sus secuaces trataron de

arrebatármelo.Apenas oí sus palabras. El velo, el

velo auténtico, ¿qué truco era éste? Medolía la cabeza. La misa del pescador.Deseaba asistir a ella, suponiendo quecelebraran esa misa en la catedral deSan Patricio. Estaba cansado de estahabitación rodeada por unos ventanalesdentro de un rascacielos, aislada delsabor del viento y la refrescantehumedad de la nieve.

¿Por qué retrocedió Lestat hacia lapared? ¿Qué sacó del bolsillo de suchaqueta? ¡El velo! ¡Un truco baratopara rematar esta magistral locura!

Alcé la cabeza y recorrí con lavista la noche nevada que se extendíamás allá del cristal, hasta que por fin

clavé los ojos en mi objetivo: el lienzodesdoblado que sostenía Lestat, con lacabeza agachada, mostrándolo con unaactitud tan reverente como la mismaVerónica.

—¡Señor! —musité. Todo el mundose había desvanecido en unas espiralesingrávidas de sonido y luz. Yo le vi allí—. Señor.

Vi su rostro, ni pintado, niestampado, ni grabado por algúningenioso medio mecánico en lasdiminutas fibras del fino lienzo blanco,sino ardiendo con una llama que noconsumía el vehículo que contenía sucalor. Señor, mi Señor hecho Hombre,mi Señor, mi Cristo, el Hombre con unacorona de espinas, con el cabello

castaño largo y enmarañado, empapadoen sangre, y unos ojos negros grandes ypensativos que me miraban fijamente,los dulces y resplandecientes portalesdel alma de Dios, tan radiantes en suinconmensurable amor que toda poesíase desvanece ante él, y una boca suave ysedosa cuya sencilla expresión nopretende cuestionar ni juzgar, abiertapara inspirar en silencio ydolorosamente una débil bocanada deaire en el momento en que la mujer leacerque el velo para aliviar sus atrocessufrimientos.

Rompí a llorar. Me tapé la bocacon la mano, pero no pude contener mispalabras.

—¡Cristo, mi trágico Cristo! —

murmuré—. ¡No creado por manoshumanas! — exclamé—. ¡No creado porel hombre! —Qué desesperacióncontenían mis palabras, débiles, llenasde tristeza—. El rostro de este Hombre,el rostro de Dios hecho Hombre. Estásangrando. ¡Por el amor de Dios,miradlo!

Pero mis labios no emitieronsonido alguno. No podía moverme, nipodía respirar. Había caído postrado derodillas, conmocionado e impotente. Noquería apartar jamás mis ojos de él. Nodeseaba otra cosa que contemplarlo.Sólo deseaba contemplarlo a Él, y lo vi,y mi imaginación retrocedió variossiglos hasta detenerse en el rostro delSeñor iluminado por la luz de la

lámpara de barro en la casa de Podil; surostro me observaba desde el panel quesostenía yo con manos temblorosas entrelas velas de la sala de documentos en elMonasterio de las Cuevas, un rostrocomo jamás había contemplado en losmuros de Venecia o Florencia, donde lohabía buscado con desesperacióndurante tanto tiempo.

Su rostro, su rostro viril imbuidode gracia divina, mi trágico Señorobservándome desde los brazos de mimadre en la calle cubierta de nieve ybarro de Podil, mi amado Señor ensangrante Majestad.

No me importó lo que dijo Dora.No me importó que se pusiera a gritar susagrado nombre. Me tenía sin cuidado.

Yo sabía lo que sabía.Cuando Dora proclamó su fe,

cuando arrebató el velo de manos deLestat y salió corriendo del apartamentocon él, yo salí tras ella, siguiéndola aella y el velo, aunque en el santuario demi corazón no me moví. No moví unmúsculo.

Una gran quietud se apoderó de mimente; no importaba que mis piernas nome respondieran.

No importaba que Lestat forcejearacon Dora, advirtiéndole que no debíacreer esa patraña, ni que los tres noshalláramos en los escalones de lacatedral y que la nieve cayera como unaespléndida bendición desde un cieloinvisible e insondable.

No importaba que estuviera a puntode salir el sol, una bola ardiente yplateada sobre la cúpula formada porunas nubes que se fundían.

Ya podía morirme.Le había visto, y todo lo demás (las

palabras de Memnoch y su esperpénticoDios, los ruegos de Lestat insistiendo enque huyéramos, en que nos ocultáramosantes de que la mañana nos devorara atodos) carecía de importancia.

Ya podía morirme.—No creado por manos humanas

—musité.Una multitud se agolpó en torno

nuestro frente a la puerta de la catedral.Del interior de la iglesia brotó unaráfaga de aire cálido y delicioso. No

tenía importancia.—¡El velo, el velo!—exclamaron.

¡Lo habían visto! Habían visto el rostrodel Señor.

Los desesperados ruegos de Lestateran cada vez más débiles.

La mañana se abatió sobre nosotroscon su estridente luz blanca yabrasadora, deslizándose sobre lostejados, haciendo que la noche cuajaraen un millar de muros de cristal,desencadenando lentamente sumonstruoso esplendor.

—Yo os pongo por testigos —dije,abriendo los brazos para recibir lacegadora luz, esta plateada muerteardiente como la lava—. ¡El pecadormuere por Él! ¡El pecador va a Él!

Arrójame al infierno, Señor, si ésaes tu voluntad. Me has dado el cielo. Mehas mostrado tu rostro.

Y tu rostro era humano.19Salí despedido hacia arriba. El

dolor que sentí era total, abrasador, queaniquilaba toda voluntad y poder paramodificar la trayectoria. Una explosiónen mi interior me impulsó hacia arriba,hacia la luz nevada y perlada que habíacaído sobre mí como un torrente, comode costumbre, desde un ojo amenazador,derramando sus infinitos rayos sobre elpanorama urbano, hasta convertirse enuna ola sísmica de luz abrasadora eingrávida que se extendía sobre todaslas cosas grandes y pequeñas.

Seguí ascendiendo, girando comosi la fuerza de la explosión interior nocejara en su intensidad, y comprobéhorrorizado que mis ropas se habíanquemado y que de mi cuerpo emanaba unhumo que se confundía con el viento quese arremolinaba a mi alrededor.

Contemplé mi cuerpo, mis piernasy mis brazos desnudos y extendidos,recortándose contra la cegadora luz.Tenía la carne abrasada, negra,reluciente, adherida a los tendones de micuerpo, pegada al amasijo de músculosque envolvían mis huesos.

El dolor alcanzó un puntoinsoportable, pero por increíble queparezca no me importó; me dirigía haciami muerte, y este interminable tormento

carecía de importancia. Yo era capaz desoportarlo todo, incluso el intenso ardorque sentía en los ojos, sabiendo que notardarían en fundirse o estallar en estehorno de luz solar, y que toda la carne sedesprendería de mi cuerpo.

Súbitamente, la escena cambió. Elrugido del viento se disipó, los ojosdejaron de escocerme y vi con claridad.En torno de mí sonó un gigantesco corode himnos que me era familiar. Mehallaba ante un altar, y al alzar la vista,contemplé una iglesia abarrotada defieles. Sus columnas pintadas se erguíancomo abigarrados árboles de la masa debocas que cantaban y ojos que mirabanmaravillados.

Por doquier, a diestro y siniestro,

vi esta inmensa e infinita congregación.La iglesia no estaba sostenida por unosmuros, y las elevadas cúpulas,decoradas con el oro más puro yrefulgente y unos santos y ángelesesculpidos, daban paso al vasto, etéreoe ilimitado cielo azul.

Aspiré el perfume del incienso. Ami alrededor, unas campanas menudas ydoradas tañeron al unísono, emitiendouna sucesión de delicadas melodías. Elhumo hizo que me escocieran los ojos,pero dulcemente, al igual que lafragancia del incienso llenaba mi nariz yhacía que me lloraran los ojos; mi vistapercibió todo cuanto gusté, toqué y oí.

Extendí los brazos y vi que estabanenvueltos en unas mangas largas,

ribeteadas de oro, por cuyos bordesasomaban unas muñecas cubiertas con elsuave vello de un hombre mortal. Esasmanos eran mías, sí, pero unas manosmuchos años más allá del punto mortalen que la vida había quedado fijada enmí. Eran las manos de un hombre.

De mi boca brotó una canción,resonando sola y potente sobre lacongregación, y las voces del coro sealzaron en respuesta a ella, y entoné denuevo mi convicción, una profundaconvicción que me había calado hasta eltuétano.

—Cristo ha venido. La encarnaciónha comenzado en todas las cosas y todoslos hombres y mujeres, y continuaráeternamente.

Era una canción tan perfecta quelas lágrimas rodaron por mis mejillas; ycuando agaché la cabeza y junté lasmanos, contemplé ante mí el pan y elvino, una hogaza que sería bendecida ypartida, y el vino en el cáliz de oro quesería transformado.

—¡Este es el cuerpo de Jesucristo,y ésta es la sangre que ha derramado pornosotros ahora y antes y siempre, y encada momento en que estamos vivos! —canté. Apoyé las manos sobre la hogazay la alcé, y una intensa luz brotó de ella,y los fieles entonaron con voz potente elhimno de alabanza más dulce.

Tomé el cáliz. Lo sostuve en altomientras las campanas tañían en loscampanarios, que se arracimaban junto a

las torres de esta inmensa iglesia,prolongándose a lo largo de muchoskilómetros en todos los sentidos. Elmundo entero se había convertido en unagloriosa multitud de iglesias; junto a míseguían tañendo las campanitas doradas.

Percibí de nuevo una vaharada deincienso. Tras depositar el cáliz sobre elaltar, observé el mar de rostros que seextendía ante mí. Volví la cabeza haciala derecha y la izquierda; luego alcé lavista y contemplé los mosaicos que sedisipaban y confundían con las elevadasnubes blancas que se deslizaban por elcielo.

Vi las cúpulas doradas bajo elfirmamento, y los tejados que seextendían hasta el infinito de Podil.

Comprendí que era la Ciudad deVladimir en todo su esplendor, y que mehallaba en el gran santuario de SantaSofía. Habían retirado todas lasmamparas que me hubieran separado dela gente. Las otras iglesias que en miinfancia no constituían sino un montónde ruinas habían recuperado sumagnificencia; y las cúpulas doradas deKíev absorbían la luz solar y la emitíancon la potencia de un millón de planetasbañados por el fuego eterno de un millónde estrellas.

—¡Mi Señor, Dios mío! —exclamé. Bajé la vista y contemplé losexquisitos bordados de mis ropajes, deraso verde, bordados con hilosmetálicos de oro puro.

A cada lado tenía a mis hermanosen Cristo, unos individuos barbudos deojos resplandecientes que me ayudabany cantaban los himnos que yo entonaba,confundiéndose nuestras voces, pasandode un himno a otro en unas notas quecasi me parecía ver ascendiendo ante míhacia el etéreo firmamento.

—¡Dádselo! ¡Dádselo porquetienen hambre! —exclamé. Partí lahogaza con las manos. La partí por lamitad, luego en cuartos, que me apresuréa partir en unos pedacitos que depositésobre la reluciente bandeja dorada.

Todos los fieles subieron losescalones y alargaron sus manos tiernasy sonrosadas para recibir los pedazos depan, que yo distribuí tan rápidamente

como pude, un pedazo tras otro, sindejar que cayera una miga, repartiendoel pan entre las docenas, los centenaresde personas que se aglomeraban ante elaltar con tal impaciencia que apenasdejaban que los que ya habíancomulgado regresaran a sus bancos.

El desfile de fieles erainterminable, pero los himnos nocesaron. Las voces, mudas ante el altar,silenciadas mientras los comulgantesdevoraban el pan, al poco estallaron denuevo jubilosas.

El pan era eterno.Partí la suave corteza una y otra

vez y deposité los trozos de pan en laspalmas de las manos extendidas en unaactitud airosa e implorante.

—Tomad, éste es el cuerpo deCristo —declaré.

A mi alrededor se alzaban unasformas oscuras y oscilantes quebrotaban del resplandeciente suelodorado y plateado. Eran troncos deárboles, cuyas ramas se curvaban haciaarriba y luego descendían hacia mí; y delas ramas se desprendieron unas hojas yunos frutos que cayeron sobre el altar,sobre la bandeja dorada y el pansagrado convertido en una enorme pilade fragmentos.

—¡Recogedlos! —ordené. Tomélas verdes y delicadas hojas y lasfragantes bayas y las deposité en lasmanos impacientes tendidas hacia mí. Albajar la vista, vi deslizarse a través de

mis dedos unos granos de trigo, queofrecí a los fieles, unos granos de trigoque vertí en sus bocas abiertas.

Un sinfín de hojas verdes cayó porel aire en silencio, hasta el extremo deque el delicado y brillante colorido tiñóla atmósfera, un silencio interrumpidode pronto por el aleteo de unasdiminutas aves. Un millón de gorrionesascendieron hacia el firmamento. Unmillón de pinzones alzaron el vuelo, susalas menudas y extendidas iluminadaspor el radiante sol.

—Eternamente, para siempre, encada célula y cada átomo —recé—. LaEncarnación —dije—. Y el Señor habitóentre nosotros. —Mis palabrasresonaron en la iglesia como si estuviera

cubierta por un tejado, un tejado quehacía que reverberaran las notas de micanción, aunque nuestro único tejado erael cielo raso.

La multitud se agolpó en torno alaltar. Mis hermanos desaparecieron amedida que miles de manos tirabansuavemente de sus vestimentas,apartándolos de la mesa de Dios. Yoestaba rodeado por unos rostros ávidosde tomar el pan que yo repartía, deapoderarse de los granos de trigo y lasbayas a puñados, de apoderarse inclusode las delicadas hojas verdes que sehabían desprendido de los árboles.

Junto a mí estaba mi madre, mihermosa madre de mirada triste,luciendo un bonito tocado bordado que

cubría su espesa cabellera gris; susojillos surcados de arrugas estaban fijosen mí, y en sus temblorosas manos, susdedos resecos y vacilantes, sostenía lamás espléndida de las ofrendas: loshuevos pintados. Aquellos preciososhuevos, pintados de rojo y azul, amarilloy dorado, decorados con unas franjas dediamantes y guirnaldas de floressilvestres, relucían en su lacadoesplendor como unas inmensas gemaspulidas.

En el centro de la ofrenda de mimadre, esta ofrenda que ella sosteníacon brazos temblorosos y arrugados,yacía el huevo que tiempo atrás mehabía confiado, un huevo ligero, crudo,exquisitamente pintado de rojo rubí con

una estrella dorada en el centro delóvalo, este maravilloso huevo que sinduda era su mejor creación, su mayorlogro después de pasar horasdecorándolo con cera caliente y tintehirviendo.

No se había perdido, en ningúnmomento. Allí estaba. Sin embargo,ocurría algo extraño. Lo oí con todanitidez. Incluso pese a las potentesvoces de los fieles que cantaban pudeoírlo, un pequeño sonido en el interiordel huevo, un pequeño aleteo, unpequeño grito.

—Madre —dije tomando el huevode sus manos. Sosteniéndolo con ambasmanos, oprimí los pulgares sobre lafrágil cáscara.

—¡No lo hagas, hijo mío! —exclamó mi madre—. ¡No, hijo mío, no!—gritó.

Pero era demasiado tarde. Lacáscara pintada se rompió bajo lapresión de mis pulgares y de susfragmentos salió un pájaro, un hermosopájaro adulto con unas alas blancascomo la nieve, un diminuto picoamarillo y unos ojos brillantes y negroscomo el azabache. Un prolongadosuspiro escapó de mis labios.

El pájaro surgió del interior delhuevo, desplegando sus alas blancas yperfectas, abriendo su pequeño picopara emitir un chillido agudo. Actoseguido, tras liberarse de la cáscara quele aprisionaba, echó a volar sobre las

cabezas de los fieles, a través de lasuave lluvia de hojas verdes y de losgorriones que revoloteaban por elinterior de la iglesia, a través delglorioso clamor de las campanas.

Las campanas doblaron con talímpetu que agitaron las hojas queflotaban en la atmósfera, haciendo quelas elevadas columnas se estremecieran,que la multitud se balanceara de un ladoa otro y cantara con todas sus fuerzaspara estar en perfecto unísono con elresonante tañido emitido por lasgargantas doradas de las campanas.

El pájaro desapareció. Era libre.—Cristo ha nacido —musité—.

Cristo se ha alzado. Cristo está en elcielo y en la Tierra. Cristo está con

nosotros.Sin embargo, nadie pudo oír mi

voz, mi voz íntima. ¿Qué importaba? Elmundo entero cantaba la misma canción.

Una mano tiró bruscamente de mimanga blanca. Me volví. Inspiré airepara gritar, pero el terror me impidióemitir el menor sonido.

Un hombre, surgido de la nada,estaba junto a mí, tan cerca que nuestrosrostros casi rozaban. Me miró conexpresión hosca. Reconocí su pelo y subarba rojizos, sus feroces e impíos ojosazules. Reconocí a mi padre, pero no erami padre sino una horrenda y poderosapresencia que poseía el semblante de mipadre, plantado junto a mí, un coloso encomparación conmigo, sin quitarme ojo,

retándome con su poder y su tremendaestatura.

El extraño alargó el brazo y golpeóel cáliz con el dorso de la mano. El cálizosciló unos segundos y cayó al suelo,derramándose el vino consagrado sobrelos pedazos de pan, manchando elmantel dorado del altar.

—¡No puedes hacer eso! —grité—.¡Qué desastre! —¿Es que nadie me oíagritar sobre las voces del coro? ¿Es quenadie me oía gritar sobre el tañido delas campanas?

Yo estaba solo. Me encontraba enuna habitación moderna, de pie bajo untecho de yeso blanco. Era una habitacióndoméstica.

Era yo mismo, un hombre más bien

bajo y delgado, luciendo miacostumbrada melena rizada yalborotada, una chaqueta de terciopelocolor púrpura y unos volantes de encajeblanco. Me apoyé contra la pared,conmocionado y mudo, sabiendo tansólo que cada partícula de este lugar,cada partícula de mi ser, era tan sólida yreal como hacía una fracción desegundo.

La alfombra que pisaba era tan realcomo las hojas que habían caído comocopos de nieve a través de la inmensacatedral de Santa Sofía, y mis manos,mis manos juveniles y desprovistas devello, eran tan reales como las manosdel sacerdote que yo era hacía unosinstantes, que había partido el pan.

Un angustiado sollozo brotó de mislabios, un angustiado grito que mehorrorizó. De no emitirlo, habría dejadode respirar, y este cuerpo, maldito osagrado, mortal o inmortal, puro ocorrupto, habría estallado.

En éstas percibí una música que metranquilizó. Una música que searticulaba lentamente, limpia y hermosa,muy distinta del incesante y magníficocoro que acababa de oír.

Del silencio surgieron unas notasdiscretas, perfectamente formadas, unamultitud de maravillosos sonidos quecaían en cascada y se expresaban conprecisión y elocuencia, encontraposición a la inundación desonidos que yo tanto amaba.

¡Ah! Pensar que tan sólo diez dedoseran capaces de extraer estos sonidos deun instrumento de madera en el que losmartillos percutían, con un movimientorígido y persistente, sobre un arpa debronce compuesta por unas cuerdastensadas.

Yo conocía esa canción, conocíaesa sonata para piano, me encantaba, yahora su furia me paralizó. LaAppassionata. Las notas recorrían todala escala formando unos maravillosos yágiles arpegios, descendiendo con furiapara producir un sonido staccato, comoun tamborileo, para luego ascender denuevo a una velocidad vertiginosa. Laalegre melodía continuó sonando,elocuente, festiva y totalmente humana,

exigiendo hacerse sentir y oír, exigiendoque prestásemos atención a suscomplejos giros y piruetas.

La Appassionata.En el furioso torrente de notas,

percibí el eco de la madera del piano;percibí la vibración de su gigantesca ytensa arpa de bronce. Percibí eldeslumbrante sonido de sus múltiplescuerdas. La música continuó sonando,turbulenta, atronadora, pura y perfecta,emitiendo unas notas ágiles ychasqueantes como un látigo. ¿Cómo esposible que unas manos humanas creeneste hechizo, que extraigan de unasteclas de marfil este torrente de notas,esta violenta y atronadora belleza?

La música cesó de repente.

Experimenté una angustia tan profundaque sólo fui capaz de cerrar los ojos ygemir por la desaparición de esas notaságiles y cristalinas, de esa depuradaprecisión, de ese increíble sonido queme había hablado, poniéndome portestigo, rogándome que compartiera ycomprendiera su intensa e imperiosafuria.

Me sobresalté al oír un grito. Abrílos ojos. La habitación donde mehallaba era espaciosa, repleta de lujososy caprichosos objetos: cuadrosenmarcados que llegaban al techo,grandes alfombras con diseños floralesque se extendían bajo las patas curvadasde sillas y mesas modernas, y el piano,el imponente piano del que había

procedido aquel sonido,resplandeciendo en medio de este caos,mostrando su larga hilera de teclasblancas y risueñas, un triunfo delcorazón, el alma, la mente.

Ante mí había un chico arrodilladoen el suelo, un joven árabe que lucía unalustrosa cabellera corta y rizada y unapequeña chilaba perfectamente cortada,es decir, una túnica de algodón. Teníalos ojos cerrados, y su rostro menudo yredondo apuntaba hacia arriba, aunqueno me vio; sus cejas negras estabanunidas en una expresión deconcentración al tiempo que movía loslabios con frenesí y pronunciaba unaspalabras en árabe que brotabanatropelladamente:

—Ven, demonio, o ángel, y detenlo,sal de la oscuridad, no me importa quiénseas con tal de que seas poderoso yvengativo; ven, sal de la luz y de lavoluntad de los dioses que no soportanver la opresión de los malvados.Detenlo antes de que mate a mi Sybelle.Detenlo, te lo pide Benjamin, el hijo deAbdulla, que te invoca para que tomesmi alma o mi vida a cambio, pero ven,seas lo que fueres, para salvar a miSybelle.

—¡Silencio! —grité. Jadeaba, teníala cara sudorosa y me temblaban loslabios—. ¿Qué quieres, di?

El niño abrió los ojos y me miró.Me vio. Su pequeño rostro redondo ybizantino parecía salido del muro de la

iglesia, pero era real y estaba allí; memiró y vio lo que deseaba ver.

—¡Mira, ángel! —gritó. El acentoárabe realzaba el tono agudo de su vozjuvenil—. ¿Es que no ves con esos ojostan grandes y bonitos que tienes?

Claro que lo vi. Comprendí alinstante lo que sucedía. Ella, una mujerjoven, Sybelle, trataba de aferrarse alpiano para impedir que el individuo laderribara de la banqueta, con las manosextendidas para asir el teclado, loslabios apretados para contener elalarido que pugnaba por brotar de suslabios, su pelo rubio desparramadosobre los hombros. El hombre que lagolpeaba y zarandeaba, que no cesabade gritar, le propinó de pronto un

puñetazo que la derribó de la banqueta ehizo que cayera de espaldas. Sybellelanzó un grito y quedó tendida como unpelele sobre la alfombra.

—La Appassionata, laAppassionata —gruñó el hombre, untipo alto y corpulento como un oso conun genio endemoniado—. No quiero oíresa música, me niego, no permitiré queme hagas esto. ¡Es mi vida! —rugiócomo un toro—. ¡No dejaré que sigas!

El chico se levantó de un salto y meaferró por las muñecas. Yo le aparté y lemiré desconcertado mientras él sujetabamis puños de terciopelo.

—Detenlo, ángel. ¡Detenlo, diablo!No quiero que siga golpeándola. Lamatará. ¡Detenlo, diablo, Sybelle es

buena!Sybelle se incorporó de rodillas.

Su pelo, semejante a un velo rasgado, letapaba la cara. Una mancha de sangrecubría un lado de su estrecha cintura,una mancha que había embebido eltejido estampado con flores.

Yo miré indignado al hombre, queretrocedió. Alto, con la cabeza rapada ylos ojos saltones, se cubrió los oídoscon las manos y la maldijo:

—¡Loca! ¡Perra estúpida! ¿Es queno tengo una vida? ¿No tengo justicia?¿No tengo unos sueños?

Sin embargo, Sybelle apoyó denuevo las manos sobre el teclado y atacóel segundo movimiento de laAppassionata como si nadie la hubiera

interrumpido. Sus manos golpeaban lasteclas produciendo una furiosa sucesiónde notas tras otra, como si éstas nohubieran escrito con otro propósito queel de responder a ese hombre,desafiarle, gritar «no me detendré, nome detendré»...

Vi en el acto lo que iba a ocurrir.El hombre se volvió furioso, pero sólopara dejar que la rabia alcanzara supunto álgido. La miró con los ojosdesorbitados, la boca contraída en unrictus de angustia. En sus labios sedibujó una sonrisa letal.

Sybelle siguió tocando, oscilandode un lado al otro al ritmo de la música,sacudiendo su melena, con el rostroalzado, sin necesidad de ver las teclas

que tocaba ni dirigir el movimiento desus manos que volaban sobre el teclado,sin perder en ningún momento el controldel torrente.

Los labios cerrados de Sybelleemitieron un suave y monótonocanturreo, a tono con la melodía quearrancaba a las teclas. La joven arqueóla espalda e inclinó la cabeza haciadelante, dejando que su melena cayerasobre el dorso de sus manos. Continuótocando con pasión, ora expresandoturbulencia, ora certidumbre, oranegación, ora desafío, ora afirmación...

El individuo avanzó hacia ella.El chico, desesperado, se interpuso

de un salto entre ellos, y el individuo loapartó con tal violencia que lo arrojó al

suelo.Pero antes de que el individuo

pudiera agarrarla por los hombros, antesde que pudiera tocar siquiera a Sybelle,que había iniciado de nuevo el primermovimiento de la Appassionata,poniendo nuevamente de manifiesto todoel poder de esta maravillosa sonata, yole sujeté y le obligué a volverse haciamí.

—¿Es que pretendes matarla? —murmuré—. ¡Ya veremos si loconsigues!

—¡Sí! —contestó él; tenía la carasudorosa y sus ojos saltones relucían—.¡Deseo matarla! Me ha enfurecido hastael extremo de hacerme perder la razón.¡Juro que morirá! —El hombre estaba

tan furibundo que ni siquiera mepreguntó qué hacía yo allí. Trató deapartarme a un lado y clavó de nuevo lavista en Sybelle—. ¡Maldita seas,Sybelle! ¡Deja de tocar! ¡No soporto esamúsica!

Agitando su melena hacia un lado yotro, Sybelle continuó tocando,desgranando unos acordes que evocabande nuevo un espíritu turbulento.

Yo obligué al individuo aretroceder, con mi mano izquierdasujetándole por el hombro y la derechaapartándole la barbilla, al tiempo que leclavaba los dientes en el cuello,abriéndole la arteria y llenándome laboca con su sangre. Era caliente y densay estaba llena de odio, de amargura, de

sus malditos sueños y sus fantasías devenganza.

¡Ah! ¡Qué caliente estaba! La bebícon avidez, viéndolo todo, lo mucho quela había amado y fomentado su afición;ella era su hermana, una joven de grantalento; él, el hermano astuto de lenguaviperina, sin el menor oído para lamúsica, pero que había conducido aSybelle hacia la cumbre de su preciadoy refinado universo, hasta que una vulgartragedia había interrumpido el ascensoimparable de Sybelle, quien habíaperdido la razón y había vuelto laespalda a su hermano, a los recuerdos, asu ambición, encerrándose a cal y cantopara llorar a las víctimas de esatragedia, sus amados padres, los

primeros en aplaudirla, quienes habíansufrido un accidente de automóvil en unacarretera llena de curvas que atravesabaun oscuro y lejano valle, pocas nochesantes del mayor triunfo que habíacosechado Sybelle, su debut como geniodel piano ante el mundo entero.

Vi el vehículo de sus padrescircular a gran velocidad a través de laoscuridad; oí al hermano de Sybelle,sentado en el asiento posterior, charlar,su hermana sentada junto a él,profundamente dormida. Vi el automóvilchocar con otro turismo. Vi las estrellasen lo alto presenciar el accidente comounos testigos crueles y silenciosos.

Vi los cuerpos destrozados, sinvida. Vi el rostro atónito de Sybelle, de

pie en el arcén de la carretera, indemnepero con la ropa desgarrada. Oí a suhermano emitir un grito horrorizado. Leoí soltar una sarta de palabrotas, incapazde asimilar el alcance de la tragedia. Lacarretera estaba sembrada de fragmentosde cristal que relucían a la luz de losfaros. Vi los ojos de Sybelle, sus ojosazul celeste. Vi cómo se cerraba sucorazón.

Mi víctima había muerto. Cuandole solté cayó al suelo. Estaba tan muertocomo sus padres en aquel caluroso ydesierto lugar. Estaba muerto,descalabrado, y nunca más volvería ahacer daño a Sybelle, jamás volvería atirarle de su largo pelo rubio, ni agolpearla, ni a interrumpirla mientras

tocaba el piano.La habitación estaba dulcemente

silenciosa, a excepción del sonido delpiano. Sybelle tocaba de nuevo el tercermovimiento, oscilando suavemente alcompás del pasaje más apacibles que alcomienzo, sus pasos corteses y medidos.

El chico estaba loco de alegría.Luciendo su menuda y elegante chilaba,descalzo, su cabeza redonda cubierta deespesos rizos negros, parecía un ángelárabe que no cesaba de brincar y bailar.

—¡Está muerto, está muerto! —exclamó. Palmoteo de gozo, se frotó lasmanos y volvió a palmotear. Luegoarrojó los brazos al aire y repitió una yotra vez—: ¡Está muerto, está muerto,está muerto, jamás volverá a hacerle

daño, ni a fastidiarla, él sí que estáfastidiado, está muerto y bien muerto!

Sin embargo, ella no le oyó. Siguiótocando, ejecutando unas notas lentas ygraves, canturreando suavemente. Luegoentreabrió los labios para entonar unacanción monosilábica.

Yo estaba repleto de la sangre delindividuo. Sentí cómo invadía micuerpo. La saboreé hasta la última gota.Después de recuperar el aliento debidoal esfuerzo de haberla consumido tanrápidamente, me dirigí lenta ysilenciosamente, como si Sybellepudiera oírme enfrascada como estabaen su música, me coloqué al otro ladodel piano y la observé.

Qué rostro tan menudo y tierno

tenía, tan juvenil con esos ojos enormes,profundos y azul celeste. Pero tenía lacara llena de moratones y la mejillacubierta de rasguños. La sien estabasembrada de heridas diminutas comocabezas de alfileres, donde el individuole había arrancado un mechón de pelo dela raíz.

A Sybelle eso no le preocupaba.Los moratones verde negruzcos de susbrazos le traían sin cuidado. Continuótocando como si tal cosa.

Qué cuello tan delicado tenía, pesea la huella negruzca e hinchada de losdedos del individuo, y qué hombros tanairosos, pequeños y huesudos, apenascapaces de sostener las mangas del sutilvestido de algodón floreado. Las cejas

rubias y bien delineadas realzaban suexpresión de concentración mientrastocaba, sin ver otra cosa que lamelodiosa e intensa música queinterpretaba; tan sólo sus dedos largos ylimpios confirmaban su titánica eindómita fuerza.

Sybelle alzó la vista hacia mí ysonrió como si hubiera visto algo quemomentáneamente le había complacido;luego inclinó la cabeza una, dos, tresveces, siguiendo el acelerado compás dela música, como si asintiera.

—Sybelle —musité. Me llevé losdedos a los labios, los besé y le arrojéel beso, mientras sus dedos seguíanvolando sobre el teclado.

Al cabo de unos instantes su visión

se nubló, echó la cabeza hacia atrás yatacó las notas con la furia y velocidadque exigía el movimiento. La sonatavolvió a cobrar una vida triunfal.

De golpe algo más poderoso que laluz del sol se apoderó de mí. Era unpoder tan total que me envolvió porcompleto y me engulló, aislándome de lahabitación, del mundo, del sonido delpiano, de mis sentidos.

—¡Noooo! ¡No me lleves ahora! —grité. Pero una negrura inmensa y vacíadevoró el sonido.

Sentí que volaba, ingrávido, misbrazos abrasados y negros extendidos,inmerso en un infierno de insoportabledolor. «Este no puede ser mi cuerpo»,sollocé al contemplar la carne negra y

coriácea adherida a mis músculos, lostendones de mis brazos, mis uñas rotas yennegrecidas como fragmentos decuerno quemado.

—¡No es mi cuerpo! —grité—.¡Madre mía, ayúdame! ¡Ayúdame,Benjamín...!

Empecé a caer. Sólo un Ser podíaayudarme ahora.

—¡Dios mío, dame valor! —supliqué—. Dios mío, si ha comenzado,dame valor. No puedo renunciar a mirazón. Dime dónde estoy, Dios mío,indícame lo que ocurre, dónde está laiglesia, dónde están el pan y el vino,dónde está ella. ¡Ayúdame, Señor!

Seguí precipitándome en el vacío.Vi las torres de cristal, las rejas de las

ventanas cegadas, los tejados, lasafiladas torres. Caí a través del ásperoviento que aullaba. Caí a través de unferoz torrente de nieve. Nada podíadetener mi caída. Observé la figurainconfundible de Benjamín junto a unaventana, su manita sujeta a la cortina,sus ojos negros fijos en mí durante unafracción de segundo, su bocaentreabierta, como un pequeño ángelárabe. Seguí descendiendo por elespacio. La piel de mis piernas searrugó y encogió hasta el extremo de nopoder doblarlas, tensándose en mi rostrohasta impedirme abrir la boca. En éstas,con un espantoso estallido de dolor,aterricé de golpe sobre la nieve.

Abrí los ojos, abrasados por el

fuego.El sol brillaba en lo alto.—¡Voy a morir! —murmuré—. Voy

a morir.En este último momento en que un

calor abrasador paraliza mis miembros,cuando el mundo entero ha desaparecidoy no queda nada, oigo una música. ¡Oigoa Sybelle ejecutando las últimas notasde la Appassionatal ¡Sí, la oigo! ¡Oigosu tumultuosa canción!

20No morí, ni mucho menos.

Me desperté al oírla tocar, pero

ella y su piano estaban muy lejos. En lasprimeras horas del anochecer, cuando eldolor alcanzó su punto álgido, utilicé el

sonido de su música, la búsqueda de esesonido, para no gritar enloquecidoporque nada podía aliviar aquel dolorlacerante.

Sepultado en la nieve, no podíamoverme, no veía nada, salvo lo que mimente veía si yo utilizaba ese poder,pero como deseaba morir, no lo utilicé.Me limité a escuchar a Sybelle tocandola Appassionata, y a veces cantaba conella en mis sueños.

Durante la primera noche y lasegunda, me entretuve escuchándola,cuando ella se sentaba a tocar el piano.Dejaba de tocar durante horas, quizápara dormir, no lo sé. Luego empezabade nuevo y yo con ella.

La seguí a través de los tres

movimientos de la sonata hastaaprendérmelos de memoria, como debíade conocerlos ella. Me percaté de lasvariaciones que ella introducía en sumúsica; no había una frase musical queinterpretara siempre de idéntica forma.

Oí a Benjamin llamarme, oí su vozaguda y juvenil hablando muy deprisa, alestilo neoyorquino, diciendo:

—Aún tienes un asunto pendientecon nosotros, ángel. ¿Qué vamos a hacercon él? Vuelve, ángel. Te darécigarrillos. Tengo un montón deestupendos cigarrillos. Anda, vuelve.Era una broma, ángel. Ya se que túmismo puedes conseguir los cigarrillosque te apetezcan. Pero es un engorro quenos hayas dejado el cadáver. Vuelve,

ángel.Durante ciertas horas no los oí. Mi

mente no tenía la fuerza de alcanzarlospor vía telepática, ver uno a través delos ojos del otro. Era imposible. Habíaperdido ese poder.

Yacía mudo y en silencio, tanquemado por todo lo que había visto yexperimentado como por la luz solar,dolorido y vacío, con la mente y elcorazón insensibles, salvo por el amorque sentía hacia Benjamin y Sybelle. Eramuy fácil, en mi profundadesesperación, amar a dos hermososextraños, una muchacha loca y un niñorevoltoso con mucha calle, de los quenadie se preocupaba. El haber matado alhermano de Sybelle no tenía ninguna

historia. Lo había liquidado y ya está. Eldolor de todo lo demás conteníaquinientos años de historia.

Durante ciertas horas, cuando sólome hablaba la ciudad, la inmensa,atestada, vibrante y escandalosa urbe deNueva York, con su eterno tráfico,incluso bajo una espesa nevada, con susinfinitas capas de voces y vidas queascendían hasta la meseta en la queyacía yo, y más allá, mucho más allá, enunas torres como el mundo jamás hacontemplado antes de esta época.

Yo me daba cuenta de esas cosas,pero no sabía cómo interpretarlas. Sabíaque la nieve que me cubría era cada vezmás espesa, y dura, y no comprendíacómo algo como el hielo podía alejar de

mí los rayos del sol.«Sin duda voy a morir —pensé—.

Si no es mañana, al otro.» Pensé enLestat sosteniendo el velo. Pensé en elrostro del Señor. Pero había perdido lacapacidad de entusiasmarme. Habíaperdido toda esperanza.

«Voy a morir —pensé. Cadamañana pensaba—: Voy a morir.» Sinembargo, no fue así.

En la ciudad, a mis pies, oí a otrosde mi especie. No me esforcé en oírlos,de modo que no percibí suspensamientos, sino sólo sus palabras devez en cuando. Lestat y David estabanallí, creían que yo había muerto ylloraban mi muerte. Pero Lestat teníaproblemas mucho más graves porque

Dora y el mundo le habían arrebatado elvelo, y la ciudad estaba abarrotada decreyentes. La catedral apenas podíacontrolar a las multitudes.

Acudieron otros inmortales, losjóvenes, los débiles y en ocasiones, pordesgracia, los más ancianos, deseososde presenciar el milagro, colándose porlas noches en la iglesia entre los fielesmortales para contemplar el velo conojos enajenados.

A veces hablaban sobre el pobreArmand o el valeroso Armand o sanArmand, quien llevado de su devoción aCristo crucificado se había inmolado alas puertas de esta iglesia.

En ocasiones ellos hacían lomismo, y poco antes de que saliera el

sol, yo tenía que oír sus postreras ydesesperadas oraciones mientrasaguardaban la luz mortal. ¿Tuvieron mássuerte que yo? ¿Hallaron consuelo en losbrazos de Dios? ¿O gritaban de dolor, undolor tan intenso como el que sentía yo,irremisiblemente abrasados e incapacesde salvarse, o estaban tan perdidoscomo yo, unos despojos humanos tiradosen un callejón o sobre un remoto tejado?No, iban y venían, sea cual fuere susuerte.

Qué pálido me parecía todo, quélejano. Lo sentía por Lestat, el que sehubiera molestado en llorar por mí, peroyo iba a morir aquí. Tarde o tempranomoriría en este lugar. Lo que habíacontemplado en el momento en que

había ascendido hacia el sol carecía deimportancia. Iba a morir, y no habíavuelta de hoja.

Las voces electrónicas traspasabanla noche nevada y hablaban del milagro,de que el rostro de Cristo sobre unlienzo de hilo había curado a enfermos yhabía dejado su impronta sobre otroslienzos. Luego se produjo la discusiónentre clérigos y los escépticos, unabarahúnda tremenda.

Seguí el sentido de nada. Sufrí.Tenía todo el cuerpo abrasado. No podíaabrir los ojos, y cuando lo intentaba, laspestañas me los arañaban,provocándome un dolor insoportable.Aguardaba oírla en la oscuridad.

Más pronto o más tarde,

ineludiblemente, oía su magníficamúsica, con sus nuevas y prodigiosasvariaciones. En esos momentos nada meimportaba, ni el misterio de dónde mehallaba, ni lo que había visto, ni lo queLestat y David se proponían hacer.

No fue hasta la séptima noche querecuperé por completo el sentido, ycomprendí la horrorosa situación en laque me encontraba.

Lestat había desaparecido, al igualque David. Habían cerrado la iglesia. Através de los comentarios de losmortales averigüé que se habían llevadoel velo.

Oía las mentes de toda la ciudad,un tumulto insoportable. Me aislé de él,temiendo al inmortal errante que trataría

de localizarme en cuanto captara unachispa de mi mente telepática. Nosoportaba la perspectiva de que unosinmortales extraños trataran derescatarme. No soportaba la idea de susrostros, sus preguntas, su posiblepreocupación o cruel indiferencia. Meoculté de ellos, encerrado en mi carnelacerada y tensada. Sin embargo, los oí,como oí las voces mortales que losrodeaban, hablando sobre milagros,redención y el amor de Cristo.

Por lo demás, tenía suficiente enque pensar a propósito de mi actualsituación y qué la había provocado.

Yo yacía sobre un tejado. Ahí esdonde había aterrizado, pero no bajo elcielo raso, como pudiera haber confiado

o supuesto. Por el contrario, mi cuerpohabía rodado por una pendiente deplancha metálica y había quedadoalojado en un maltrecho y oxidadosaliente, sepultado bajo repetidasnevadas.

¿Cómo había ido a parar ahí? Melo imaginaba.

Voluntariamente, y tras el primerestallido de mi sangre bajo la luz delsol, había salido disparado hacia arriba,hasta alcanzar una gran altura. Durantesiglos había aprendido a ascender porlos aires hasta la estratosfera y movermepor ella con toda facilidad, pero nuncahabía forzado el límite. En mi afán demorir, había realizado un esfuerzotitánico para alcanzar el cielo. Mi caída

se había producido desde unainconmensurable altura.

El tejado sobre el que yacíacorrespondía a un edificio vacío,abandonado, peligroso, desprovisto decalefacción y corriente eléctrica.

Del pozo metálico de la escalera yde sus desvencijadas habitaciones noemanaba el menor sonido. De vez encuando el viento golpeaba la estructura,como si se tratara de un gigantescoórgano, y cuando Sybelle no tocaba elpiano me dedicaba a escuchar esamúsica, cerrando los oídos a la intensacacofonía de la ciudad que se extendíamás arriba, más abajo, más allá dedonde me encontraba.

De vez en cuando unos mortales se

colaban en los pisos inferiores deledificio, despertando renovadasesperanzas en mí. ¿Sería uno de ellos lobastante idiota como para subir al tejadoy permitir que me arrojara sobre él ybebiera la sangre que precisaba paraabandonar este saliente que me protegíay entregarme a los implacables rayos delsol? Tal como me hallaba ahora, el solapenas podía alcanzarme. Tan sólo unaluz blanca de escasa intensidad mechamuscaba a través del manto de nieveen el que estaba envuelto, y a medidaque se alargaban las noches el nuevodolor se confundía con el resto y sesuavizaba.

No obstante, nadie subía nunca altejado.

Iba a ser una muerte lenta, muylenta. Quizá tuviera que esperar a quellegara el calor y fundiera la nieve.

Así, cada mañana, al tiempo queaguardaba impaciente la muerte,aceptaba resignado el hecho dedespertarme, quizá más abrasado, peromás oculto debido a las tormentasinvernales, tal como había permanecidooculto desde mi caída a los centenaresde ventanas iluminadas desde las que sedivisaba este tejado.

Cuando todo estaba en silencio,cuando Sybelle dormía y Benji dejabade espiarme y dirigirse a mí desde laventana, ocurría lo peor. Me ponía apensar, con frialdad e indiferencia, enlas extrañas cosas que me habían

ocurrido mientras me precipitaba en elvacío, porque era incapaz de pensar ennada más.

Qué real me había parecido el altarde Santa Sofía y el pan que habíapartido con mis manos. Habíaexperimentado muchas cosas que ya nopodía recordar ni expresar con palabras,unas cosas que no puedo articular enesta narración ni siquiera cuando tratode recordar la historia.

Real. Tangible. Había sentido eltacto del mantel del altar y había vistoderramarse el vino, y unos momentosantes había visto el pájaro salir delhuevo. Percibí el ruido de la cascara alpartirse. Percibí la voz de mi madre, ytodo lo demás.

No obstante, mi mente rechazabaesas cosas. No las quería. Mi celopecaba de frágil. Había desaparecido, aligual que las noches con mi maestro enVenecia, como los años en que habíarecorrido mundo con Louis, como losalegres meses en la Isla Nocturna, comolos largos y vergonzosos siglos pasadoscon los Hijos de las Tinieblas, cuandoyo me había comportado como unimbécil, un imbécil rematado.

Podía pensar en el velo, eso sí, yen el cielo. Podía pensar en el momentoen que me hallaba frente al altar obrandoel milagro con el cuerpo de Cristo enmis manos. Sí, podía pensar en ello,pero la totalidad era demasiadoespantosa; yo no había muerto, no tenía a

Memnoch rogándome que me convirtieraen su ayudante, ni a Cristo con losbrazos extendidos, con su siluetarecortada sobre la luz infinita de Dios.

Era más agradable pensar enSybelle, recordar que su habitacióndecorada con suntuosas alfombras turcasde color rojo y azul e inmensos cuadroscubiertos con una leve capa de lacaoscura habían sido tan reales comoSanta Sofía o Kíev, pensar en su pálidorostro ovalado cuando se había vueltopara mirarme, en el súbito resplandor desus ojos húmedos, perspicaces.

Una noche, cuando logré abrir losojos, cuando los párpados se alzaronsobre las órbitas y pude ver a través delpastel blanco de nieve que yacía sobre

mí, me percaté de que había empezado acurarme.

Traté de flexionar los brazos.Conseguí levantarlos un poco, haciendoque la envoltura de nieve se partiera conun extraordinario sonido eléctrico.

El sol no podía alcanzarme aquí, almenos no lo suficiente para neutralizarla furia sobrenatural de la sangre quecontenía mi cuerpo. ¡Ah, Dios!Quinientos años haciéndome más y másfuerte, nacido de la sangre de Marius, unmonstruo desde el primer momento queignoraba el alcance de su fuerza.

Durante unos momentos sentí unarabia y una desesperación como jamáshabía experimentado en mi vida. Eldolor candente que devoraba mi cuerpo

no podía ser peor.Entonces Sybelle comenzó a tocar

la Appassionata, y todo lo demáscareció de importancia.

Nada volvería a ser importantehasta que su música cesara. La noche eramás templada que de costumbre, ya quela nieve se había derretido un poco.Daba la impresión de que no habíaningún mortal por las inmediaciones. Yosabía que se habían llevado el velo alVaticano. ¿Qué motivo tenían ya losmortales para acudir a este lugar?

Pobre Dora. Las noticias de lanoche decían que le habían arrebatadosu premio. Roma deseaba examinar elvelo. Las historias de Dora sobre unosextraños ángeles rubios fueron

publicadas por la prensasensacionalista, y ella ya no estaba aquí.

En un momento de insólita osadía,dejé que la música de Sybelle ablandarami corazón, y volviendo la cabeza todolo que pude, pese al dolor que mecausaba la postura, envié mi visióntelepática como si fuera una partecarnosa de mi ser, una lengua falta devigor, para ver a través de los ojos deBenjamin la habitación donde ambos sehallaban.

A través de un maravillosoresplandor dorado, vi los muros llenosde pinturas rodeados por pesadosmarcos, vi a mi hermosa Sybelle,vestida con una bata blanca de gasa ycalzada con unas zapatillas raídas,

tocando el piano. ¡Qué música tan noble!Y a Benjamin, su pequeño defensor, conel ceño fruncido, fumándose uncigarrillo negro, con las manos en lanuca, paseándose de un lado a otro,descalzo, meneando la cabeza ymascullando:

—¡Te he dicho que volvieras,ángel!

Yo sonreí. Las arrugas en mismejillas me dolían como si alguien lashubiera hecho con la punta de uncuchillo afilado. Cerré mi ojotelepático. Me quedé adormecidoescuchando los furiosos crescendos delpiano. Por otra parte, Benjamín habíapresentido algo; su mente ingenua, muydistinta de la sofisticada mentalidad

occidental, había captado una chispa demi poder telepático.

Entonces tuve otra visión, muynítida, muy especial e insólita, la cual nopude pasar por alto. Volví de nuevo lacabeza, haciendo que el hielo seagrietara. Mantuve los ojos bienabiertos. Más arriba vi la imagenborrosa de unas torres iluminadas.

Un inmortal en la ciudad estabapensando en mí, alguien que se hallabalejos, a muchas manzanas de la catedral,que estaba cerrada. Presentí deinmediato la remota presencia de dospoderosos vampiros, unos vampiros queyo conocía, los cuales se habíanenterado de mi muerte y se lamentabande ella con amargura mientras llevaban

a cabo una importante tarea.La situación entrañaba cierto

riesgo. Si trataba de verlos mearriesgaba a que captaran mucho másque una chispa de mi poder telepáticoque Benjamin había percibido alinstante. Pero, que yo supiera, en laciudad no quedaba ningún vampirosalvo ellos, y quería averiguar por quése movían con tanto empeño y sigilo.

Transcurrió una hora. Sybelle habíadejado de tocar. Ellos, los poderososvampiros, seguían merodeando por ahí,de modo que decidí arriesgarme.

Agucé mi vista desencarnada y notardé en constatar que podía ver a uno através de los ojos del otro, pero no a lainversa. El motivo era bien simple.

Agucé más la vista y me percaté de quemiraba a través de los ojos de Santino,el jefe de la antigua asamblea romana; elotro era Marius, mi creador, cuya menteestaba vinculada a la mía para siempre.

Ambos se movían sigilosamentepor el interior de un enorme edificiopúblico, vestidos como unos caballerosde la época con elegantes trajes colorazul marino, cuellos blancosalmidonados y corbatas de seda. Ambosse habían cortado el pelo en deferenciaa la moda que imperaba entre losejecutivos. Sin embargo, no merodeabanpor los pasillos de una empresa,hechizando aunque de forma inofensivaa cualquier mortal que pudieraimportunarlos, sino que era un centro

médico. Comprendí en el acto elpropósito que los había llevado allí.

Merodeaban por el laboratorioforense de la ciudad, y aunque se habíanentretenido lo suyo en recoger unosdocumentos y guardarlos en sus pesadosmaletines, en estos momentos sededicaban a retirar nerviosa yapresuradamente de las cámarasrefrigeradas los restos de los vampirosquienes, siguiendo mi ejemplo, sehabían entregado a merced del sol.

Por supuesto, habían decididorequisar cuantos datos poseía el mundosobre nosotros, extrayendo de unosgrandes cajones semejantes a ataúdeslos restos de los vampiros, queguardaban en unas sencillas y

relucientes bolsas de plástico. Arrojaronen ellas huesos, cenizas e inclusodientes. Luego sacaron de unosarchivadores unas bolsitas de plásticoque contenían los restos de ropa.

Mi corazón latía aceleradamente.Me moví en mi lecho de hielo y éstecrujió de nuevo. Cálmate, corazón.Veamos. Un volante de encaje, el gruesosatén veneciano, un poco quemado enlos bordes, y unos fragmentos deterciopelo rojo. Sí, eran mis pobresropas las que sacaron delcompartimiento debidamente etiquetadodel archivador y metieron en las bolsas.

Marius se detuvo. Yo volví lacabeza y orienté mi mente hacia otrolugar. No me veas; si me ves y te

presentas aquí, juro por Dios que...¿Qué? No tengo ni fuerzas paramoverme. No tengo fuerzas paraescapar. ¡ Ah, Sybelle!, toca para mí, telo ruego, tengo que evadirme de estapesadilla.

Pero luego, al recordar que era mimaestro, que sólo podía localizarme através de la mente más débil y confusade su compañero, Santino, noté que loslatidos de mi corazón se aplacaban.

Del banco de la memoria recienteextraje la música de Sybelle y laenmarqué con números, cifras y fechas,todos los datos que había recopilado alo largo de los siglos hasta conocerla aella: que fue Beethoven quien escribióla dulce y magistral obra que ella

interpretaba, la Sonata número 23 en famenor, Op. 57. Piensa en eso, piensa enBeethoven. Imagina una noche en la fríaciudad de Viena (tuve que imaginarlapues en realidad no sabía nada de ella),piensa en Beethoven componiendo sumúsica, anotándola con una ruidosapluma que araña el papel, aunqueprobablemente él no percibe ese sonido.Y piensa con una sonrisa, sí con unadolorosa sonrisa que hace que sangre turostro, en que le llevaban a su casa unpiano tras otro, pues tocaba con tal furia,tal afán de perfección, que rompía elteclado.

Ella, mi bonita Sybelle, era su hijasolícita, golpeando con sus poderososdedos las teclas con una fuerza que sin

duda a Beethoven le habría complacidode haber podido vislumbrar en el futuroremoto, entre sus frenéticos discípulos yadoradores, a esta exquisita yperturbada joven.

Esta noche hacía menos frío. Elhielo comenzaba a fundirse. Erainnegable. Apreté los labios y alcé denuevo la mano derecha. Se habíaproducido un hueco en el que podíamover los dedos de mi mano derecha.

Pero no podía olvidarme de ellos,esa extraña pareja de vampiros, el queme había creado y el que había tratadode destruirle, Marius y Santino. Teníaque averiguar qué hacían en estosmomentos. Con cautela, envié mi débil ytentativo rayo de poder telepático, y al

cabo de unos instantes los habíalocalizado.

Se hallaban frente de unincinerador en las entrañas del edificio,arrojando a las crepitantes llamas delfuego todas las pruebas que habíanlogrado reunir, una bolsa tras otra deplástico.

Qué raro que no quisieran examinarellos mismos esos fragmentos bajo elmicroscopio. Aunque bien pensado, yalo habrían hecho otros. Por otra parte,¿qué necesidad tenían de analizar loshuesos y los dientes de quienes habíanardido en el infierno cuando podíancortar un fragmento de tejido de sublanca mano y examinarlo bajo elmicroscopio al tiempo que su mano

cicatrizaba milagrosamente, tal comomis heridas estaban cicatrizando enestos instantes?

Me detuve en esa visión. Vi elborroso sótano donde se encontraban,las vigas sobre sus cabezas.Concentrando todo mi poder en esaimagen, contemplé el rostro de Santino,preocupado, afable, el ser que habíadestruido la única juventud que pudehaber tenido. Vi a mi antiguo maestroobservando las llamas casi connostalgia.

—Hemos terminado —anuncióMarius con voz suave y a la parautoritaria, expresándose en un italianoperfecto—. Ya no nos queda nada porhacer aquí.

—Destruye el Vaticano y roba elvelo —repuso Santino—. ¿Qué derechotienen ellos a reclamarlo?

Sólo percibí la reacción de Marius,su desconcierto, seguido por una sonrisaamable y cortés.

—¿Por qué? —preguntó como si notuviera secretos para el otro—. ¿Quéimportancia tiene ese velo paranosotros, amigo mío? ¿Crees que con éllograremos hacer que recupere eljuicio? Discúlpame, Santmo, pero eresmuy joven.

¿Lograr que recupere el juicio? Sinduda se referían a Lestat. No existía otroposible significado. Forzando mi suerte,exploré la mente de Santino paraaveriguar todo lo que sabía. Lo que vi

me horrorizó, pero no me alejé de esaimagen.

Mi Lestat, que nunca había sido deellos, se había vuelto completamenteloco a consecuencia de esta espantosaepopeya, y había sido hecho prisioneropor el más viejo de nuestra especie,quien había decretado que si Lestat nocesaba de armar jaleo, o sea, de poneren peligro nuestro secreto, seríadestruido, como sólo el más ancianopodía decretar, y nadie podía intercederpor él.

¡No, eso es imposible! Me retorcí ygemí de rabia y desesperación. El dolorque experimenté me provocó unasdescargas luminosas de color rojo,violeta y naranja. No había visto esos

colores desde que me había precipitadoen el vacío. Deduje que habíacomenzado a recuperar los sentidos,pero ¿para qué? ¡Se proponían destruir aLestat! Lestat estaba prisionero, comoyo lo había estado hacía siglos en lascatacumbas de Santino, en Roma. ¡Dios,esto era peor que el fuego del sol, quever a aquel miserable golpear el dulcerostro de mejillas regordetas de Sybelley arrojarla al suelo! Sentí una rabia queme ahogaba.

Pero el daño, aunque insignificante,estaba hecho.

—¡Vamos, larguémonos de aquí! —exclamó Santino—. Algo va mal, lopresiento, aunque no sabría explicártelo.Tengo la sensación como si alguien

estuviera cerca de nosotros y al mismotiempo lejos, como si un ser tanpoderoso como yo mismo hubiera oídomis pisadas a lo lejos.

Marius lo miró con expresiónamable, intrigado, sin alarmarse.

—Esta noche Nueva York nospertenece —respondió. Luegocontempló con cierta aprensión la bocadel horno por última vez—. A menosque una parte de su espíritu, tan tenaz envida, se haya aferrado a sus volantes deencaje y a sus prendas de terciopelo.

Yo cerré los ojos. ¡Dios, deja quecierre mi mente, que la selle porcompleto!

Marius siguió hablando,traspasando con su voz el frágil

caparazón de mi conciencia.—Nunca he creído en esas cosas

—dijo—. En cierto modo, nosotrossomos como la eucaristía, ¿no crees?Somos el cuerpo y la sangre de unmisterioso dios sólo en tanto en cuantonos atengamos a la forma elegida. ¿Quéson unos mechones de pelo cobrizo yunos fragmentos de encaje chamuscado?Él ya no existe.

—No te comprendo —confesóSantino suavemente—. Si crees quenunca le amé, te equivocas.

—Vamos —dijo Marius—. Hemosconcluido nuestra tarea. No queda nirastro de ellos. Pero prométeme en tuvieja alma católica que no irás en buscadel velo. Lo han contemplado un millón

de ojos, Santino, y no ha ocurrido nadade particular. El mundo sigue siendo elmundo, los niños mueren en cadacuadrante bajo el cielo, de hambre ysoledad.

No podía continuar arriesgándome.Me alejé de esa imagen, escrutando lanoche como un rayo luminoso, buscandoalgún mortal que hubiera visto salir aMarius y Santino del edificio en el quehabían llevado a cabo su importantelabor, pero éstos lo habían abandonadorápida y sigilosamente.

Noté que se alejaban. Sentí larepentina ausencia de su aliento, supulso, y deduje que el viento se loshabía llevado.

Por fin, al cabo de una hora, dejé

que mi ojo examinara las estancias queellos habían recorrido.

Todo estaba en orden. Los pobres yconfusos técnicos y guardas, a quieneslos pálidos espectros de otra dimensiónhabían hechizado suavemente mientrascumplían su siniestra misión, se habíanrecobrado sin mayores problemas.

Por la mañana descubrirían el roboy los artículos que faltaban, y el milagrode Dora sufriría otro duro golpe quemermaría su credibilidad.

Estaba disgustado; emití unossollozos secos y roncos, incapaz dehacer que acudieran las lágrimas.

Creo que en cierta ocasión vi en elreflejo del hielo mi mano, una garragrotesca, más parecida a un objeto

desollado que quemado, tan negro yreluciente como recordaba haberloimaginado o visto.

Entonces me asaltó un misterio.¿Cómo pude haber asesinado al hermanode mi pobre Sybelle? Sin duda era unafantasía. ¿Cómo pude haberlo ejecutadorápida y fríamente mientras me elevabay caía bajo el peso del sol matutino?

Si eso no había sucedido, si yo nohabía matado y succionado la sangre deldespreciable y vengativo hermano deSybelle, tanto ésta como mi pequeñobeduino debían de ser también un sueño.¡Dios mío! ¿Qué nuevos horrores meaguardaban?

La noche alcanzó su hora máscruel. Unos lejanos relojes situados en

habitaciones con muros de yeso pintadosdieron la hora. Unas ruedas circulabansobre la nieve. Alcé de nuevo la mano,con lo que se produjo el inevitablecrujido y chasquido. El hielo que merodeaba se rompió en mil pedazos,como fragmentos de cristal.

Levanté los ojos y contemplé lasrefulgentes estrellas. Qué hermosas sonestas guardianas de las torres de cristalcon sus cuadrados dorados de luz fijos,dispuestas en razón de su jerarquía a lolargo y ancho del vasto firmamento parapuntear la etérea negrura de la nocheinvernal. Aquí viene el viento tirano,silbando a través de los cristalinoscañones que se extienden sobre estepequeño lecho donde yace abandonado

un demonio, contemplando con la visiónrobada a un alma superior las brillantesluces de la ciudad que se reflejan en lasnubes. ¡Ah, estrellas, cuánto os heodiado y envidiado por proseguirimplacables vuestro curso en elespantoso vacío!

Sin embargo, ahora no odiaba nada.Mi dolor era una purga que me habíalibrado de todo sentimiento indigno.Observé cómo se nublaba el cielo,convirtiéndose durante un silencio yespléndido momento en un diamante;luego la suave bruma asumió de nuevoel resplandor dorado de las farolas yenvió como respuesta una ligera nevada.

Me tocó el rostro. Me tocó la manoextendida. Me tocó todo el cuerpo a

medida que sus diminutos coposmágicos se derretían.

—Ahora saldrá el sol —murmuré,como si un ángel guardián me estrecharaentre sus brazos—. Sus rayos melocalizarán a través de este pequeño ydestartalado toldo de hojalata ytransportará mi alma a unos abismos dedolor aún más profundos.

En aquel momento una vozprotestó. Una voz que suplicó que noocurriera. Era la mía, por supuesto, ¿porqué no iba a engañarme? Estaba loco sicreía que podía soportar las quemadurasque había sufrido y que las podíaaguantar de nuevo conscientemente.

Sin embargo, no era mi voz, sino lade Benjamin, que estaba rezando. Dirigí

mis ojos descarnados hacia él y le vi.Estaba arrodillado en la habitacióndonde ella dormía como un melocotónmaduro y suculento, acostada entre lassuaves y arrugadas ropas de la cama.

—¡Oh, ángel, Dybbuk! ¡Ayúdanos!Una vez viniste. Ven otra vez. Me irritaque no acudas.

¿Cuántas horas faltan para queamanezca, jovencito?, susurré en suoreja, delicada como una pequeñaconcha. ¡Como si yo no lo supiera!

—¡Dybbuk! —exclamó Benjamin—. ¿Eres tú quien me habla? ¡Despierta,Sybelle!

Recapacita antes de despertarla.Soy un ser horripilante que vaga por laTierra. No soy el ser resplandeciente

que viste cómo amaba a vuestroenemigo y bebía su sangre al tiempoque gozaba, contemplaba la belleza deSybelle y tu euforia. Soy un monstruoque he venido a cobrar la deuda quehabéis contraído conmigo, un insulto avuestros inocentes ojos. Ten por seguro,jovencito, que seré vuestro parasiempre si me hacéis este favor, si venísa mí, si me socorréis, si me ayudáis,porque mi voluntad me ha abandonado,y estoy solo, y deseo recuperarme perono puedo hacerlo yo solo, y mis añosno significan ya nada, y tengo miedo.

Benjamin se levantó y miró lalejana ventana, a través de la cual yo lehabía visto observarme por sus ojosmortales, pero a través de la cual no

podía verme ahora, tendido como estabasobre un tejado situado más abajo delelegante apartamento que él compartíacon mi ángel. Benjamin cuadró loshombros y arrugó el ceño, asumiendouna expresión seria. En aquel instante,con sus negras cejas fruncidas en ungesto de profunda concentración, era laviva imagen de un querubín que yo habíavisto pintado en un muro bizantino.

—¡No tienes más que decir lo quedeseas, Dybbuk, e iré a reunirmecontigo! —declaró Benjamin,blandiendo su puño menudo peropoderoso—. ¿Dónde estás, Dybbuk, quétemes que no podamos vencer juntos?¡Despierta, Sybelle! ¡Nuestro divinoDybbuk ha regresado y nos necesita!

21Iban a venir a buscarme. Era el

edificio situado junto al suyo, un montónde ruinas. Benjamin lo conocía. A travésde unos débiles murmullos telepáticos lerogué que trajera un martillo y un picopara romper el hielo que quedaba y unasgrandes y mullidas mantas con las queenvolverme.

Yo sabía que no pesaba nada.Girando dolorosamente los brazos, logrépartir otro fragmento del hielo que mecubría. Me palpé la cabeza con unamano semejante a una garra y comprobéque me había vuelto a crecer el pelo, tanespeso y cobrizo como antes. Sostuve unmechón bajo la luz, pero mi brazo nosoportó el lacerante dolor y lo dejé caer,

incapaz de cerrar ni mover mis dedosdeformes y resecos.

Tenía que realizar unencantamiento, al menos cuando llegaranBenjamin y Sybelle. No quería quecontemplaran al ser en el que me habíaconvertido, un monstruo negro ycorreoso. Ningún mortal podría resistirverme en este estado, por amables quefueran las palabras que brotaran de mislabios. Debía protegerme.

Dado que no tenía un espejo,¿cómo sabía yo el aspecto quepresentaba ni lo que debía hacer? Teníaque soñar, soñar con los viejos tiemposen Venecia cuando había podidocontemplar mi belleza en el espejo delsastre y transmitir esa visión a las

mentes de mis jóvenes amigos, aunquerequiriera toda la fuerza que yo poseía;sí, eso era lo que debía hacer, aparte dedarles algunas instrucciones.

Permanecí inmóvil, observando lossuaves y cálidos copos de nieve, tandistintos de la terrible ventisca que sehabía producido antes. No me atrevía autilizar mis poderes para seguir suspasos.

En éstas oí el estruendo de uncristal al romperse y un portazo, seguidopor unos pasos irregulares yapresurados por la escalera metálica,tropezando en los rellanos.

Mi corazón latía aceleradamente, ycada pequeña convulsión me producíaun dolor intenso, como si mi sangre me

abrasara.De pronto la puerta de acero del

terrado se abrió bruscamente y los oícorrer hacia mí. Bajo la tenue yfantasmagórica luz de los rascacielosque me rodeaban, vi sus figurasmenudas; ella semejante a un hada, y élun niño que no debía de tener más dedoce años, apresurándose hacia mí.

¡Sybelle! Salió al terrado sinabrigo, con el pelo suelto y enmarañado,hecho una pena, y Benjamín vestido consu delgada chilaba de hilo. Peroportaban una amplia manta con quecubrirme, y yo me apresuré a invocaruna visión.

Dame al niño que yo era, dame mimejor traje de raso verde y mis volantes

de encaje, dame mis medias y mis botascon cordones, y deja que mi cabellopresente un aspecto limpio y lustroso.

Abrí los ojos lentamente y miré auno y a otra, observando sus pequeñosrostros pálidos y arrobados. Parecíandos vagabundos de la noche ahíplantados en la nieve que comenzaba aderretirse.

—¡Nos tenías muy preocupados,Dybbuk! —exclamó Benjamín con tonoagitado—. ¡Qué hermoso eres!

—No creas en lo que ves,Benjamín —repuse—. Apresuraos,partid el hielo con vuestras herramientasy tapadme con la manta.

Fue Sybelle quien empuñó conambas manos el martillo de hierro con

un mango de madera y descargó uncontundente golpe sobre el hielo,rompiendo de inmediato la suave capasuperior. Benjamin comenzó a partir elhielo rápidamente, como si se hubieraconvertido en una pequeña máquina,golpeando con el pico a diestro ysiniestro, desmenuzándolo, haciendo quelos fragmentos de hielo volaran en todasdirecciones.

El viento agitó el pelo de Sybelle,que se le metía en los ojos. Tenía unoscopos de nieve adheridos a lospárpados.

Yo sostuve la imagen, un niñodesvalido, vestido con un traje de raso,las manos suaves y sonrosadas con laspalmas hacia arriba, incapaz de

ayudarlos.—No llores, Dybbuk —declaró

Benjamín, agarrando un pedazo enormede hielo con ambas manos—. Nosotroste sacaremos de aquí, no llores, ahoraeres nuestro. Ya te tenemos.

Benjamín arrojó a un lado lasrelucientes e irregulares planchas dehielo. Él mismo parecía estar congelado,más sólido que el hielo, observándomeal tiempo que sus labios dibujaban una«O» de asombro.

—¡Pero si estás cambiando decolor, Dybbuk! —exclamó, alargando lamano para tocar mi ilusorio rostro.

—No hagas eso, Benji —lereprendió Sybelle.

Era la primera vez que yo oía su

voz, y observé la firme y valerosaserenidad que reflejaba su pálidosemblante. El viento hacía que los ojosle lagrimearan, pero ella no perdió lacompostura. Retiró uno trocitos de hieloque yo tenía pegados en el pelo.

Sentí un terrible escalofrío queapagó mi calor, sí, pero al mismo tiempohizo que rodaran unas lágrimas por mismejillas. ¿Eran de sangre?

—No me miréis —dije—. Benji,Sybelle, apartad la vista de mí. Dadmela manta.

Sybelle achicó los ojos y siguióobservándome perpleja,desobedeciendo mis órdenes, sinpestañear, sujetando con una mano elcuello de su delgada bata de algodón

para protegerse del viento, la otrasuspendida sobre mi cabeza.

—¿Qué te ha ocurrido desde queacudiste a nosotros? —preguntó contono afectuoso—. ¿Quién te ha hechoeso?

Tragué saliva e hice que retornarala visión. La invoqué con todos losporos de mi cuerpo, como si éste fuerauna agencia de aliento.

—No vuelvas a hacerlo —dijoSybelle—. Te debilita y sufres mucho.

—Me curaré, tesoro —respondí—.Te lo prometo. No tendré siempre esteaspecto, me recuperaré enseguida. Perosacadme de este terrado. Sacadme deeste gélido lugar y llevadme donde elsol no pueda alcanzarme. Fue el sol

quien me quemó. Sólo el sol. Tendréisque transportarme en brazos. No puedoandar, ni siquiera arrastrarme. Soy unacriatura nocturna. Ocultadme en laoscuridad.

—Basta, no digas más —contestóBenji.

Al abrir los ojos, contemplé unagigantesca ola de mar azul y relucientesobre mí, como si me envolviera elcielo estival. Sentí la suave textura delterciopelo, e incluso eso me produjodolor en mi piel abrasada, pero era undolor soportable gracias a los tiernoscuidados de Benji y Sybelle, y por esto,por sentir sus manos solícitas, su amor,yo estaba dispuesto a soportarlo todo.

Entre ambos me levantaron del

suelo y me abrigaron con la manta. Yosabía que no pesaba, pero me disgustabaestar tan desvalido.

—¿No soy lo suficientementeligero para que podáis transportarme enbrazos? —pregunté. Incliné la cabezainclinada hacia atrás y contemplé denuevo la nieve, y confié en que cuandose me aclarara la vista podríacontemplar también las estrellas en loalto, inmóviles y silenciosas más alládel resplandor de un diminuto planeta.

—No temas —musitó Sybelle,acercando los labios a la manta.

Me percaté de que de su sangremanaba un aroma intenso y espeso comola miel.

Sosteniéndome entre ambos, Benji

y Sybelle atravesaron a toda prisa elterrado. Me había librado de la nieve yel hielo que laceraba mi piel, era libre,probablemente para siempre. No podíapensar en su sangre. No podía permitirque este cuerpo abrasado y hambrientose saliera con la suya. Era inconcebible.

Bajamos por la escalera metálica,doblando una y otra esquina. Los pasitosde los jóvenes resonaban sobre losescalones de acero mientras yo tratabade encajar las sacudidas que padecía midolorido cuerpo. Contemplé el techo dela escalera, y de pronto me abrumó elolor de la sangre de los dos jóvenes,confundiéndose una con otra, y cerré losojos y crispé mis puños abrasados,percibiendo el crujir de mi piel

correosa. Me clavé las uñas en laspalmas de las manos.

—Descuida, no dejaremos quecaigas —me susurró Sybelle al oído—.No vamos lejos. ¡Dios mío, qué aspectotienes! ¡Estás completamente quemadopor el sol!

—No le mires —terció Benji,enojado—. ¡Apresúrate! ¿Crees que unDybbuk tan poderoso como él no sabe loque estás pensando? Vamos, apresúrate.

Llegamos a la planta baja deledificio, a la ventana que habían roto.Sybelle me tomó en sus brazos,sosteniéndome debajo de la cabeza y delas rodillas. Oí la voz de Benji algo másalejada, pues ya no reverberaba entrelos muros del edificio.

—Ya está, ya puedes entregármelo.—Qué furioso y excitado parecía Benji.Sybelle atravesó la ventana,sosteniéndome en brazos, eso sí lo noté,aunque mi astuta mente de Dybbukestaba tan agotada que sólo reparé en eldolor y en la sangre, y de nuevo en eldolor y en la sangre, mientras ambosjóvenes echaban a correr a través de unlargo y oscuro callejón desde el que yono alcanzaba a ver el cielo.

Qué dulce era ese movimientooscilante, como si me meciera, mispiernas abrasadas balanceándose en elaire y el suave tacto de los dedos deSybelle a través de la manta; todo eraperversamente maravilloso. Ya noexperimentaba dolor, tan sólo unas

sensaciones. La manta cayó sobre mirostro.

Benji y Sybelle avanzaronapresuradamente sobre la nieve. Benjiresbaló en una ocasión y soltó un grito,pero Sybelle se apresuró a sostenerlo yel chico suspiró aliviado.

Qué laborioso era para ellosavanzar a través de la nievetransportándome en brazos. Tenían prisapor llegar a casa.

Entramos en el hotel donde ambosjóvenes vivían. Una ráfaga de aire acrey cálido se apresuró a acogernos tanpronto como se abrió la puerta y antesde cerrarse. Los ágiles pasos deSybelle, que lucía unos bonitoszapatitos, y de Benji, que caminaba

apresuradamente calzado con unassandalias, resonaron por el pasillo

En el momento de entrar en elascensor, Benji y Sybelle comprimieronmi cuerpo, alzando mis rodillas y eltorso, lo cual me provocó un espasmo dedolor que me recorrió las piernas y laespalda. Me mordí la lengua parareprimir un grito. El dolor no meimportaba. El ascensor, que olía amotores antiguos y aceite de toda lavida, inició su laborioso ascenso entresacudidas y convulsiones.

—Ya estamos en casa, Dybbuk —murmuró Benji, derramando su cálidoaliento sobre mi mejilla al tiempo queintroducía la manita debajo de la mantay acariciaba mi dolorido cuero

cabelludo—. Estamos a salvo, te hemosrescatado y estás con nosotros.

Percibí el clic de unas cerraduras,unos pasos sobre el suelo entarimado, elaroma de incienso y velas, un perfumeintenso de mujer, de pulimento paramuebles, de viejos y agrietados cuadrosal óleo, la dulce y penetrante fraganciade unos lirios recién cortados.

Benji y Sybelle me tendieronsuavemente sobre un mullido lecho,aflojando la manta que me envolvía paraque me hundiera en la colcha de seda yterciopelo; las almohadas parecíanfundirse debajo de mi cabeza.

Era el alborotado nido sobre el queyo había visto a Sybelle, con el ojo demi mente, acostada con un camisón

blanco, bañada en un dorado resplandor,profundamente dormida tras los horroresque había vivido hacía un rato.

—No me quitéis la manta —dije.Sabía que mi pequeño amigo se moríade ganas de hacerlo.

Haciendo caso omiso de mi ruego,Benji retiró la manta suavemente. Yotraté de aferrarla con mi manoinservible, para que no me descubrierael rostro, pero sólo logré flexionar misdedos abrasados.

Benji y Sybelle permanecieron depie junto al lecho, observándome. La luzdanzaba a su alrededor, confundiéndosecon el calor de la estancia, iluminando aesas dos frágiles figuras, la joven deporcelana con el rostro enjuto y una piel

blanca como la nieve de la que habíadesaparecido todo rastro de losmoratones, y el pequeño árabe, el niñobeduino, pues ahora me percaté de queeso es lo que era. Ambos contemplaronsin temor a un ser que debía resultarhorripilante para unos ojos humanos.

—¡Tienes la piel brillante! —comentó Benji—. ¿Te duele?

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Sybelle quedamente, como sitemiera herirme con el sonido de su voz.Se cubrió la boca con las manos. La luzarrancaba unos reflejos a los rebeldesmechones de pelo rubio y lacio; teníalos brazos azulados debido al frío quehacía fuera y no dejaba de tiritar. Pobrecriatura, tan menuda y delicada. Tenía el

camisón arrugado, un camisón dealgodón blanco, bordado con flores yribeteado con un grueso encaje, laprenda perfecta para una virgen. Susojos rebosaban afecto y comprensión.

—No conoces mi alma, ángel mío—dije—. Soy un ser perverso. Dios senegó a acogerme, al igual que el diablo.Me dirigí hacia el sol para entregarlesmi alma. Lo hice por amor, sin temor alfuego del infierno ni al dolor. Pero estaTierra ha sido mi purgatorio terrenal. Nosé cómo acudí a vosotros la primeravez. No sé qué poder me concedió esosbreves segundos para plantarme en estahabitación e interponerme entre tupersona y la muerte que estaba a puntode abatirse sobre ti.

—No, no —murmuró Sybelle convoz trémula. Sus ojos resplandecían enla penumbra de la habitación—. Él nome habría matado.

—¡Desde luego que lo habríahecho! —insistí. Benjamin pronunció lasmismas palabras al unísono.

—Estaba borracho y no sabía loque hacía —espetó Benjamin furioso—.Tenía unas manos grandes, torpes ycrueles, y no le importaba hacerte daño.La última vez que te golpeó te quedastetendida en este lecho como muertadurante dos horas. ¿Acaso crees que elDybbuk mató a tu hermano sin motivo?

—Creo que Benji dice la verdad,bonita mía —dije. Respirabatrabajosamente y cada palabra que

articulaba me costaba un esfuerzotitánico. De repente ansié mirarme en unespejo. Me revolví en el lecho,desesperado, pero al instante me quedérígido debido al dolor que meprovocaba el menor movimiento.

Ambos jóvenes se asustaron.—¡No te muevas, Dybbuk! —me

rogó Benji—. ¡Sybelle, trae todas lasbufandas de seda, rápido! Leenvolveremos en ellas.

—¡No! —murmuré—. Tapadmecon la colcha. Si queréis verme elrostro, dejadlo descubierto, pero cubridel resto de mi cuerpo. O...

—¿O qué, Dybbuk?—Alzadme para que vea qué

aspecto tengo. Acercadme un espejo

alargado.Los jóvenes guardaron silencio,

perplejos. La larga melena rubia deSybelle caía lacia sobre sus generosospechos. Benji se mordió el labio.

La habitación estaba inundada decolorido. Contemplé la seda azul quecubría el yeso de los muros, losmontones de alegres almohadonesbordados que me rodeaban, el flecodorado, y más allá, las oscilanteslágrimas del candelabro, que exhibíantodos los colores del arco iris. Mepareció oír el melodioso murmullo delcristal cuando las lágrimas rozaban entresí. Tuve la impresión, en mi trastornadamente, de que jamás había contempladosemejante esplendor, que había olvidado

en todos mis años de existencia lodeslumbrante y exquisito que era eluniverso.

Cerré los ojos, dejando que segrabara en mi corazón la imagen de laestancia. Inspiré aire, luchando contra elaroma de sangre y la dulce y purafragancia de los lirios que meembargaba.

—¿Me dejas ver esas flores? —musité. ¿Tendría los labioschamuscados? ¿Podían Benji y Sybellever mis afilados incisivos, tal vezamarillentos debido al fuego? Mepareció flotar entre las sedas sobre lasque yacía. Flotaba, sí, y tuve lasensación de que podía abandonarme alos sueños, pues estaba a salvo. Los

lirios estaban junto a mí. Alcé la mano.Al sentir el tacto de los pétalos, unaslágrimas rodaron por mis mejillas.¿Eran lágrimas de sangre? Rogué a Diosque no lo fueran, pero oí a Benji emitiruna exclamación de estupor y a Sybellemurmurar unas palabras paratranquilizarlo.

—Yo era un chico de diecisieteaños, según creo recordar, cuandoocurrió — expliqué—. Sucedió hacecientos de años. Yo era muy joven. Mimaestro era muy cariñoso; no creía queexistieran seres malvados. Creía quepodíamos alimentarnos de losperversos. Si yo no hubiera estado apunto de morir, mi transformación no sehabría producido tan pronto. Él deseaba

que yo conociera muchas cosas, queestuviera preparado.

Abrí los ojos. Benji y Sybelle meobservaban fascinados. Vieron almuchacho que había sido yo. El caso esque yo no lo había hecho adrede.

—Qué guapo eres —comentó Benji—. Y tan refinado, Dybbuk.

—Jovencito —respondí con unsuspiro, sintiendo que la frágil quimeraque había forjado a mi alrededor seesfumaba—, de ahora en adelante quieroque me llames por mi nombre; no mellamo Dybbuk. Supongo que sacaste esenombre de los hebreos de Palestina.

Benji se echó a reír. No retrocedióespantado cuando yo recuperé mi formaprimitiva.

—Dime cómo te llamas —dijo.Yo le complací.—Armand —intervino Sybelle—,

¿qué podemos hacer por ti? Si no tesirven las bufandas de seda,utilizaremos unos ungüentos, de áloe;eso aliviará tus quemaduras.

Yo emití una breve y suavecarcajada, pero sin ánimo de burla.

—Mi áloe es la sangre, niña.Necesito un hombre malvado, un hombreque merezca morir. ¿Cómo puedo darcon él?

—¿Para qué necesitas su sangre?—preguntó Benji, sentándose en ellecho. Se sentó sobre mí y me escrutócomo si yo fuera la criatura másfascinante que jamás hubiera visto—.

¿Sabes, Armand?, eres negro como elbetún, pareces hecho de cuero negro,como esas gentes que pescan de lospantanos en Europa, todo reluciente. Elmero hecho de contemplarte representauna lección en materia de músculos.

—Basta, Benji —dijo Sybelle,tratando de reprimir su tono de censura ysu inquietud—. Debemos pensar en laforma de proporcionarle un hombremalvado.

—¿Lo dices en serio? —inquirióBenji, mirándola. Sybelle seguía de pie,con las manos unidas como si estuvierarezando—. Eso no es difícil. Lo difíciles deshacernos más tarde del cuerpo. —El niño se volvió hacia mí y preguntó—:¿Sabes lo que hicimos con el hermano

de Sybelle?Ella se tapó los oídos con las

manos y agachó la cabeza. ¿Cuántasveces había hecho yo ese mismo gestocuando temía que una sarta de palabras eimágenes pudieran destruirme?

—Todo tu cuerpo reluce, Armand—comentó Benji—. Puedo conseguirteun hombre malvado en un santiamén.¿Quieres un hombre malvado? Tracemosun plan.

El niño se inclinó sobre mí como sipretendiera escrutar mi mente. De prontome di cuenta de que observaba misincisivos.

—No te acerques tanto, Benji —leadvertí—. Llévatelo de aquí, Sybelle.

—Pero ¿qué he hecho?

—Nada —contestó Sybelle. Luegobajó la voz y añadió con evidentenerviosismo—: Tiene hambre.

—Retira la colcha, por favor —dije—. Mírame y deja que me mire entus ojos como si me mirara en un espejo.Quiero ver el aspecto horripilante queofrezco.

—Hummm, creo que estás loco,Armand —respondió Benji—. O algopor el estilo.

Sybelle se inclinó y retiró concuidado la colcha, dejando todo micuerpo al descubierto.

Yo penetré en su mente. Era peorde lo que había imaginado. Presentabael reluciente y horrendo aspecto de uncadáver extraído de un pantano, tal

como había dicho Benji, a lo que habíaque añadir una espesa mata de pelorojizo, unos enormes ojos brillantes ycastaños desprovistos de párpados yunos dientes blancos perfectamentealineados debajo y encima de unoslabios arrugados como una pasa. Sobrela piel negra y correosa de mi rostroaparecían unos gruesos regueros rojosproducidos por mis lágrimas de sangre.

Volví la cabeza y la sepulté en laalmohada. Sybelle volvió a cubrirme.

—Esta situación no puedecontinuar, más por vosotros que por mí—declaré—. No se trata de transformarmi imagen a cada momento, pues cuantomás tiempo contemplarais mi verdaderafisonomía antes os acostumbraríais a

ella. No, esto no puede seguir así.—Lo que tú digas —repuso

Sybelle, sentándose junto a mí—. ¿Tegusta que apoye mi mano fresca en tufrente? ¿Te gusta que te acaricie el pelo?

Achiqué el único ojo que mequedaba y la miré.

Su cuello largo y esbelto temblaba,al igual que el resto de su bello y enjutocuerpo. Tenía los pechos voluptuosos,firmes. A sus espaldas, iluminado por elcálido resplandor de la habitación, vi elpiano. Pensé en esos dedos finos ysuaves tocando las teclas. Oí en miimaginación la melodía de laAppassionata.

En éstas percibí un ruido seco, unchasquido y un clic, seguido de la

exquisita fragancia de un buen tabaco.Benji comenzó a pasearse de un

lado al otro de la habitación, detrásSybelle, sosteniendo un cigarrillo negroen los labios.

—Tengo un plan —dijo,expresándose con desenvoltura pese asostener el cigarrillo entre los labios—.Bajo a la calle. Me encuentro con untipo malvado al cabo de dos segundos.Le cuento que estoy solo en esteapartamento, en el hotel, con un tipoborracho, un baboso chiflado, quetenemos un montón de cocaína paravender y que no sé qué hacer parasacármela de encima.

Yo me eché a reír pese al dolor. Elpequeño beduino se encogió de hombros

y sostuvo las manos en alto, con laspalmas hacia arriba, mientras seguíadando unas caladas al cigarrillo,envuelto en una nube mágica de humo.

—¿Qué te parece? Te aseguro quedará resultado. Sé juzgar el carácter deun hombre. Entonces tú, Sybelle, teapartas para que yo pueda conducir aese tipo despreciable, ese saco deporquería que ha caído en la trampa quele he tendido, hasta la cama, y le pongola zancadilla para que caiga sobre ellade bruces, así, y el tipo cae en tusbrazos, Armand. ¿Qué te parece miplan?

—¿Y si algo sale mal? —pregunté.—En ese caso mi hermosa Sybelle

le asesta un golpe en la cabeza con el

martillo.—Se me ocurre otra treta —dije—,

aunque el plan que has ideado esincreíblemente brillante. Le dices que lacocaína se oculta debajo de la colcha,en unas bolsitas de plástico dispuestassobre la cama, y si no se traga el anzueloy se acerca para comprobarlo, nuestrahermosa Sybelle retira la colcha ycuando ese individuo vea al monstruoque yace en este lecho, se largará deaquí sin tratar de vengarse de nadie.

—¡Sí, sí! —exclamó Sybelle,palmoteando de gozo. Sus ojos pálidos yluminosos parecían más grandes de lohabitual.

—Es perfecto —reconoció Benji.—Pero no te lleves ni un centavo.

¡Ojalá tuviéramos un poco de eseperverso polvo blanco para utilizar decebo!

—Sí que tenemos —repuso Sybelle—. Tenemos un poco que estaba en losbolsillos de mi hermano. —Me miró conaire pensativo, ausente, como sirepasara el plan a través de su losmecanismos perfectamente engrasadosde su tierna y dúctil mente—. Lequitamos todo lo que llevaba encimapara que cuando hallaran su cadáver nopudieran identificarlo fácilmente. EnNueva York la policía encuentra muchoscadáveres abandonados. Aunque nopuedes imaginarte lo que nos costóarrastrarlo.

—¡Sí, tenemos ese perverso polvo

blanco! —exclamó Benji, abrazando aSybelle. Luego salió apresuradamentede la habitación y regresó al cabo de uninstante con una pequeña pitillera deplata extraplana.

—Déjala ahí para que pueda olersu contenido —dije, sospechando queninguno de los dos jóvenes sabía porcierto que contenía cocaína.

Benji abrió la tapa de la pitillerade plata. En su interior, en una bolsita deplástico, doblada con increíble esmero,se hallaba el polvo que emanabaexactamente el aroma que yo pretendíaque emanara. Era inútil que probara unpoco con la punta de la lengua, pues elazúcar me habría parecido que tenía elmismo sabor.

—Muy bien. Pero vacía la mitaddel contenido en el fregadero, para quequede sólo un poco, y deja la pitilleraaquí, no sea que te topes con un imbécildispuesto a matarte para robártelo.

Sybelle se estremeció, alarmada.—Yo iré contigo, Benji.—No, eso sería una temeridad —

repliqué—. En caso de peligro le serámás fácil escapar si va solo.

—Tienes razón —contestó Benji,dando una última calada al cigarrillo yaplastándolo en un enorme cenicerojunto a la cama, en el que había otradocena de colillas esperando a sucompañera—. ¿Cuántas veces tengo querepetírtelo cuando salgo por la noche apor tabaco? ¡Nunca me haces caso!

Benji desapareció antes de queSybelle pudiera reaccionar. Oí correr elchorro del grifo del fregadero. Benji seestaba deshaciendo de la mitad de lacocaína. Eché un vistazo alrededor de lahabitación, tratando de no pensar en lasuculenta sangre de mi ángel guardián.

—Algunas personas son buenas pornaturaleza —comenté—, y les gustaayudar a los demás. Tú eres una deellas, Sybelle. No descansaré mientrasvivas. Estaré siempre junto a ti, paraprotegerte y devolverte el favor que mehas hecho.

Ella sonrió, y yo la mirémaravillado.

Su enjuto rostro, de labios biendelineados, mostraba una sonrisa

radiante, como si el abandono y el dolorjamás hubieran hecho mella en él.

—¿Serás mi ángel guardián,Armand? —preguntó Sybelle.

—Siempre.—Me marcho —terció Benji. Con

un chasquido y un clic, encendió otrocigarrillo. Debía de tener unos pulmonescomo unos sacos de carbón—. Voy asumergirme en la noche. Pero ¿y si esehijo de perra está enfermo o sucio o...?

—Me da lo mismo. La sangre essangre. Tú tráelo aquí. No trates deponerle la zancadilla. Espera a que seacerque a la cama y cuando alargue lamano para levantar la colcha, tú,Sybelle, te apresuras a retirarla y tú,Benji, le das un empujón con todas tus

fuerzas para que ese tipo tropiece con elborde de la cama, se dé un golpe en laespinilla y caiga en mis brazos. Y ya esmío.

Benji se dirigió hacia la puerta.—Espera —murmuré.¿Pensaba en mi afán de beber

sangre? Observé el rostro silencioso yrisueño de Sybelle y luego miré a Benji,echando humo como una pequeñalocomotora, vestido tan sólo con ladichosa chilaba para defenderse de losrigores del invierno.

—Es preciso hacerlo —me dijoSybelle. Luego mirando a Benji con ojoscomo platos y expresión preocupada—.Elige a un hombre realmente malvado,Benji. Un hombre que trate de robarte y

matarte.—Sé adonde ir —respondió Benji,

esbozando una picara sonrisa—.Vosotros jugad bien vuestras cartascuando yo regrese. ¡Tápalo, Sybelle! Noestéis pendientes del reloj. ¡No ospreocupéis por mí!

El pequeño beduino salió delapartamento. La pesada puerta se cerróautomáticamente detrás de él.

No tardaría en estar aquí. Unasangre espesa, roja.

No tardaría en estar aquí, unasangre caliente y deliciosa, que yobebería del individuo hasta dejarloseco.

Estaría aquí dentro de pocossegundos.

Cerré los ojos y, al abrirlos, dejéque la habitación asumiera su formahabitual, con las cortinas color azulceleste en todas las ventanas, las cualescaían en unos gruesos pliegues hasta elsuelo, y la alfombra decorada con unaguirnalda ovalada de grandes rosas.Ella, esta joven delgada como un palo,me miraba y sonreía dulcemente, comosi el crimen que esta noche iba acometerse aquí no la afectara lo másmínimo.

Sybelle se arrodilló junto a mí,peligrosamente cerca, y me acarició denuevo el pelo con delicadeza. Sussuaves pechos, no reprimidos en unsostén, me rozaron el brazo.

Adiviné sus pensamientos con tanta

facilidad como si leyera la palma de sumano, penetrando a través de lasnumerosas capas de su conciencia,contemplando el oscuro y tortuosocamino que discurría a través del Valledel Jordán, y a sus padres circulando aexcesiva velocidad en la oscuridad, ylas cerradas curvas, y los conductoresárabes que circulaban en sentidocontrario a una velocidad aún mayor,hasta producirse la inevitable colisión,el tremendo encontronazo de los faros.

—Para comer el pescado del marde Galilea —dijo Sybelle, apartando lamirada—. Fue idea mía ir allí. Meapetecía comer pescado fresco. íbamosa permanecer un día más en TierraSanta. Mis padres dijeron que Nazaret

estaba muy lejos de Jerusalén. «PuesJesús caminó sobre las aguas», protesté.Siempre me había parecido una historiamuy extraña. ¿La conoces?

—Sí —contesté.—Que caminaba sobre el agua,

como si hubiera olvidado que losapóstoles estaban allí y que alguienpodía verlo; y ellos, que estaban en labarca, dijeron: «¡Señor!», y Él sesorprendió. Un milagro muy extraño,como si todo hubiera sucedido... porcasualidad. Yo quería ir allí. Meapetecía comer pescado fresco reciénsacado del mar, las mismas aguas en lasque habían pescado Pedro y los otros.Fue idea mía. No digo que fuera culpamía que murieran mis padres, pero fue

idea mía. Al día siguiente íbamos aregresar a casa, para mi gran noche en elCarnegie Hall. Mi compañíadiscográfica había decidido grabar elconcierto en vivo. Yo ya había grabadoun disco, que había tenido más éxito delo previsto. Pero esa noche... esa nochenunca ocurrió. Yo iba a tocar laAppassionata. Era lo único que meinteresaba. Me encantan las otrassonatas, el Claro de Luna, la Patética,pero mi preferida es la Appassionata.Mi padre y mi madre se sentían muyorgullosos. Pero mi hermano era el quediscutía con todos, el que se ocupaba deque yo llegara puntualmente a los sitios,de la sala de conciertos, del espacio, deque me dieran un buen piano, de los

maestros que quería que me dieranclase. Él era el que bregaba con todos,no tenía vida propia, y todos vimoscómo iba a acabar. Hablábamos de ellopor las noches, a la hora de cenar, ledecíamos que tenía que labrarse supropia vida, que no convenía quetrabajara para mí, pero mi hermanodecía que yo iba a necesitarle durantemuchos años, que no imaginaba lomucho que iba a necesitarle. Él seocupaba de las grabaciones, de lasactuaciones, del repertorio y de mishonorarios. Decía que no podíamosfiarnos de los agentes. Según decía, yono podía imaginarme lo alto que llegaríaen mi carrera.

Sybelle se detuvo, ladeando la

cabeza, mostrando una expresión seriapero natural.

—No fue una decisión que tomé,¿comprendes? —dijo—. No queríahacer nada. Ellos habían muerto. Menegué a salir. No quería atender elteléfono. No quería tocar otra pieza. Noquería escuchar a mi hermano. Noquería hacer planes. No quería comer.No quería cambiarme de ropa. Sóloquería tocar continuamente laAppassionata.

—Comprendo —repusesuavemente.

—Mi hermano trajo a Benji paraque se ocupara de mí. Me pregunto dedónde lo sacó. Creo que lo compró,¿sabes?, que compró a Benji con dinero

contante y sonante...—Lo sé.—Creo que eso es lo que sucedió.

Mi hermano decía que no podía dejarmesola, ni siquiera en el Rey David,

el hotel donde...—Sí.—... porque decía que me plantaba

delante de la ventana desnuda, o que nodejaba entrar a la sirvienta en lahabitación, y que me ponía a tocar elpiano a las tantas de la noche y no ledejaba dormir. Así pues, consiguió aBenji. Quiero mucho a Benji.

—Lo sé.—Siempre hago lo que dice Benji.

Mi hermano nunca se atrevió a ponerlela mano encima. Fue hace poco cuando

empezó a hacerme daño. Antes selimitaba a darme algún que otro bofetón,o una patada, o me tiraba del pelo. Meagarraba del pelo con una mano y mearrojaba al suelo. Lo hacía a menudo.Pero no se atrevía a pegar a Benji. Sabíaque si le pegaba yo me habría puesto agritar como una loca. A veces, cuandoBenji trataba de impedir que memaltratara... Pero de eso no estoy

segura porque estaba aturdida. Lacabeza me dolía.

—Lo comprendo —dije yo. Porsupuesto, él había pegado a Benji.

Sybelle se quedó pensativa, ensilencio, con los ojos como platos y

relucientes, pero no llenos delágrimas ni a punto de llorar. —Tú y yo

nos parecemos —murmuró,observándome. Su mano reposaba

junto a mi mejilla y oprimióligeramente la yema del dedo índicesobre mi rostro.

—¿Que nos parecemos? —pregunté—. ¿Te has vuelto loca?

—Somos unos monstruos —contestó Sybelle—. Unas criaturasextrañas.

Yo sonreí. Pero ella no sonrió, sinoque asumió una expresión soñadora.

—Me alegré mucho cuando viniste—confesó—. Yo sabía que él estabamuerto. Lo comprendí cuando te situasteal otro lado del piano y me miraste. Locomprendí cuando te quedaste allíescuchándome. Me alegré de que

existiera alguien capaz de matarlo.—Hazlo por mí —afirmé.—¿Qué? —preguntó Sybelle—. Yo

haría cualquier cosa por ti, Armand.—Siéntate al piano y tócala para

mí. Toca la Appassionata.—Pero el plan... —replicó ella en

voz baja, perpleja—. Ese tipo malvadoque

va a venir... —Deja que Benji y yonos ocupemos de esto. No te vuelvas.Limítate a seguir

tocando la Appassionata.—Te lo ruego —insistió Sybelle

suavemente.—¿Pero por qué? —pregunté—.

¿Qué ganas de pasar un mal rato?—No lo entiendes —repuso ella,

mirándome con sus enormes ojos—.¡Quiero

contemplarlo!22Benji acababa de entrar en el

portal. El sonido distante de su voz,inaudible para Sybelle, eliminó alinstante el dolor de todas las superficiesde mi cuerpo.

—Como te comentaba —dijo Benji—, está debajo del cadáver, y noqueremos levantarlo, me refiero alcadáver, y como tú eres policía, deldepartamento de narcóticos, nos dijeronque te ocuparías del asunto...

Yo me eché a reír. El chico sehabía esmerado. Miré de nuevo aSybelle, que me observaba con

expresión decidida, una expresión deprofunda inteligencia y reflexión.

—Tápame el rostro con la colcha—ordené—, y aléjate de la cama. Benjinos ha traído a un auténtico príncipe debribones. Apresúrate.

Sybelle obedeció. Yo olía ya lasangre de la víctima, aunque aún estabasubiendo en el ascensor, charlando conBenji en voz baja.

—De modo que esa chica y tútenéis ese material en el apartamentocomo quien dice por casualidad, ¿eh?¿Seguro que no hay nadie más metido enel asunto?

¡Ah, qué ejemplar! Detecté alasesino en su voz.

—Te lo he contado todo —

respondió Benji con toda naturalidad—.Ayúdanos a salimos de este apuro, noquiero que la policía venga aquí —murmuró—. Este es un hotel decente.¿Cómo iba yo a figurarme que ese tipoiba a palmarla aquí? Nosotros noutilizamos ese material, sólo te pido quete lleves el cadáver de aquí. Te advierto

que...El ascensor se abrió al llegar a

nuestra planta.—... el cadáver está bastante

maltrecho, no vaya a ser que te pongas avomitar encima de mí cuando lo

veas. —¡Cómo voy a vomitarte encima!—farfulló la víctima entre dientes. Oísus

apresuradas pisadas sobre la

alfombra.Benji se entretuvo un rato buscando

la llave, fingiendo que no la encontraba.—Sybelle —dijo para advertirnos

de su llegada—. Abre la puerta, Sybelle.—No lo hagas —le advertí en voz

baja.—Por supuesto que no —repuso

ella con voz melosa.Los mecanismos de la recia

cerradura cedieron.—Conque resulta que ese tipo la

palma aquí y os deja ese material...—No exactamente —contestó Benji

—, pero hemos hecho un trato y esperoque lo cumplas.

—Oye, mira, pedazo de mierda, yono he hecho ningún trato contigo.

—De acuerdo, llamaré a la policía.Te conozco. Toda la gente del bar teconoce, sabe quién eres. Te pasas el díaallí. ¿Qué piensas hacer, listillo?¿Matarme?

La puerta se cerró tras ellos. Elolor de la sangre del individuo inundó elapartamento. Estaba repleto de brandy yel veneno de la cocaína circulabatambién por sus venas, pero nada de esoimpediría que yo saciara mi sedpurificadora. Apenas pude contenerme.Sentí que mis miembros se tensabandebajo de la colcha y traté deflexionarlos.

—¡Vaya con la princesita! —comentó el tipo, deduzco que al ver aSybelle. Ésta no respondió.

—Déjala en paz. Mira debajo de lacolcha. Acércate, Sybelle. Vamos, haz loque te digo.

—¿Ahí debajo? ¿Pretendesdecirme que el cadáver está ahí debajo,y que la cocaína está debajo delcadáver?

—¿Cuántas veces tengo querepetírtelo? —preguntó Benji, sin dudaencogiéndose de hombros, un gestocaracterístico de él—. ¿Qué es lo que nocomprendes? ¿Quieres la cocaína sí ono? Yo te la regalo. Te harás muypopular en tu bar favorito. Vamos,Sybelle, ese tipo dice primero que va aayudarnos, luego se niega, nos da largas,total, el típico funcionario cabrón...

—¿A quién llamas tú cabrón,

chaval? —preguntó el hombre confingida afabilidad. El aroma del brandyse hacía más intenso—. ¡Menudovocabulario para un chico tan joven!¿Qué edad tienes? ¿Cómo demoniosentraste en el país? ¿Vas siempre vestidocon ese camisón?

—Sí, hombre, como Lawrence deArabia —replicó Benji—. Ven aquí,Sybelle.

Yo no quería que Sybelle se acerca.Quería que se mantuviera lo más alejadaposible de ellos. Sybelle no se movió,de lo cual me alegré.

—Me gusta la ropa que llevo —dijo Benji. Percibí una dulce vaharadade tabaco negro—. ¿Qué quieres, queme vista con vaqueros como todos los

chicos americanos? Mi gente se viste asídesde que Mahoma fue al desierto.

—No hay nada como el progreso—comentó el hombre, emitiendo unacarcajada grave y ronca.

El hombre se acercó a la cama conpaso rápido. El olor de la sangre era tanintenso que todos los poros de mi pielabrasada se abrieron para recibirla.

Utilicé una ínfima parte de mifuerza para formar una imagen telepáticade él a través de los ojos de Sybelle yBenji: era un individuo alto, con losojos castaños, de piel blanca y un tantocetrina, las mejillas enjutas, pelocastaño y ralo, vestido con un trajeitaliano confeccionado a medida delustrosa seda negra, una camisa blanca y

unos gemelos de brillantes. Estabanervioso, no dejaba de flexionar losdedos de las manos, no podía estarsequieto, en su mente bullía una serie deconfusas sensaciones, una mezcla desentido del humor, cinismo y peligrosacuriosidad. Sus ojos revelaban codicia yafición a la juerga. Todo ello estabaaderezado por una marcada crueldad yuna vena de locura provocada por suafición a la cocaína. Lucía susasesinatos con el orgullo con que lucíasu elegante traje y las lustrosas botasmarrones que calzaba.

Sybelle se acercó a la cama; elaroma dulce y penetrante de su carnepura se confundía con el olor másintenso que emanaba el individuo. Sin

embargo, era su sangre lo que yoansiaba, una sangre que hizo que mireseca boca se hiciera agua. Apenaspude contener un suspiro de gozo bajo lacolcha. Mis rígidos y doloridosmiembros estaban a punto de ponerse abailar de alegría.

El rufián estaba examinando lahabitación, mirando a diestro y siniestroa través de las puertas abiertas,aguzando el oído para percibir otrasvoces, pensando en si convenía registrareste espacioso apartamento de hotel,atestado de objetos y cachivaches, antesde pasar al asunto que lo había traídoaquí. No paraba de mover los dedos. Enun rápido y silencioso fias, capté por víatelepática que había esnifado la cocaína

que había adquirido Benji, y quedeseaba más.

—Eres una señorita muy guapa —comentó a Sybelle.

—¿Quiere que levante la colcha?—preguntó ella.

Percibí el olor del pequeñorevólver que el tipo llevaba oculto en subota negra de cuero, y la otra pistola,que llevaba en un estuche en el sobaco,emanaba unos olores metálicosclaramente distintos. También noté quellevaba dinero, el inconfundible olorrancio del papel moneda.

—Vamos, tío, ¿no te atreves alevantar la colcha? —preguntó Benji—.¿Quieres que lo haga yo? No tienes másque decírmelo. ¡Te aseguro que vas allevarte una buena sorpresa!

—Ahí debajo no hay nadie —dijoel otro con tono despectivo—. ¿Por quéno nos sentamos y charlamos un rato?

Vosotros no vivís aquí, a que no. Creoque vuestros hijos necesitan unosconsejos paternales.

—El cadáver está quemado —comentó Benji—. No vayas adesmayarte.

—¿Quemado? —preguntó elhombre.

Sybelle extendió súbitamente sumano fina y larga y retiró la colcha.Sentí sobre mi piel una ráfaga de airefresco. Contemplé al hombre, queretrocedió apresuradamente.

—¡Dios! —exclamó el hombre convoz ronca y entrecortada.

Mi cuerpo dio un salto atraído poraquella suculenta fuente de sangre comouna grotesca marioneta suspendida de un

sinfín de hilos que se movíanrápidamente. Me arrojé sobre él, leclavé mis chamuscadas uñas en elcuello, le rodeé con el otro brazo en uníntimo y doloroso abrazo, lamiendo lasangre que manaba de los rasguños quele había causado al lanzarme sobre él, y,haciendo caso omiso del lacerante dolorque reflejaba mi rostro, abrí la boca y leclavé los colmillos.

Lo tenía en mi poder. Ni suestatura, ni su fuerza, ni su poderosotorso, ni sus enormes manazas tratandode lastimar mi carne le sirvieron denada. Lo tenía en mi poder. Bebí unlargo trago de sangre y creí que iba adesvanecerme, pero mi cuerpo no estabadispuesto a consentirlo. Mi cuerpo

estaba adherido al suyo como un animaldotado de voraces tentáculos.

De inmediato, sus desquiciados yluminosos pensamientos me mostraronun torbellino de rutilantes imágenesneoyorquinas, unas imágenes deindiscriminada crueldad y grotescohorror, de exacerbada energíaprovocada por drogas y siniestrahilaridad. Dejé que esas imágenes meinundaran. No podía acabar con élrápidamente. Necesitaba ingerir hasta laúltima gota de su sangre, y para eso erapreciso que su corazón siguiera latiendo,que no se detuviera.

No recordaba haber saboreadojamás una sangre tan potente, tan dulce ysalada al mismo tiempo; por más que

rebuscara en mi memoria no recordabahaber experimentado nunca unasensación tan deliciosa, el éxtasis desaciar mi sed, de aplacar mi hambre, dehacer que mi soledad se disolviera eneste cálido e íntimo abrazo, en el que elsonido de mi trabajosa respiración mehabría horrorizado de haber reparado enello.

Mientras gozaba de mi festín,emitía unos ruidos espantosos,obscenos. Mis dedos masajeaban susgruesos músculos, mi nariz estabapegada a su cuidada piel, lavada con unjabón perfumado.

—Hummm, te amo, no te haríadaño por nada en el mundo... ¿Losientes? Qué sensación tan dulce,

¿verdad? —murmuré sobre el lago de sumagnífica sangre—. Hummm, sí, quédulce es, mejor que el brandy más caro,hummm...

El individuo, conmocionado,estupefacto, capituló, rindiéndose aldelirio que yo alimentaba con cadapalabra que pronunciaba. Le desgarré elcuello con los dientes, ensanchando laherida, rompiendo la arteria porcompleto. La sangre brotaba aborbotones.

Sentí un exquisito escalofrío queme recorría la espalda; se deslizó por laparte posterior de mis brazos, misnalgas y mis piernas. Era una mezcla dedolor y placer mientras la sangrecaliente y vigorosa penetraba en las

microfibras de mi maltrecha carne,revitalizando los músculos debajo de laabrasada piel, filtrándose hasta elmismo tuétano de los huesos. Necesitabamás.

—Mantente vivo, no mueras, noquiero que mueras —susurré, frotandomis dedos sobre su cuero cabelludo,sintiendo por fin que eran unos dedoshumanos, no los dedos pterodáctilos queeran hacía unos momentos. Estabancalientes. Sentí de nuevo el fuego, elfuego abrasador en mis chamuscadosmiembros; esta vez tenía que producirsela muerte, no podía resistirlo más, habíaalcanzado una cima y ahora me invadíaun dolor sordo, intenso, reconfortante.

Con los carrillos inflados y

sonrojados, seguí devorando el preciosolíquido que se deslizaba por mi gargantasin la menor dificultad.

—Sí, mantente vivo, eres tan fuerte,tan maravillosamente fuerte — murmuré—. Hummm, no, no te vayas... todavíano, aún no ha llegado el momento.

Las rodillas del individuo sedoblaron y cayó lentamente sobre laalfombra, y yo con él, arrastrándolesuavemente hacia el borde de la cama, ydejando luego que cayera junto a mí, deforma que yacíamos abrazados comoamantes. Su cuerpo contenía más sangre,mucha más de la que yo podía haberingerido en circunstancias normales,más de lo que podía haber deseado.

Incluso en las raras ocasiones en

que, siendo yo un vampiro neófito ycodicioso, en que me había apoderadode dos o tres víctimas cada noche, nuncahabía bebido tanta sangre de ninguna deellas. Apuré los oscuros y deliciososposos, succionando los mismos vasossanguíneos en unos dulces coágulos quese disolvieron sobre mi lengua.

—Eres increíble, increíble.Sin embargo, su corazón no resistió

más. Latía a un ritmo pausado einevitablemente mortal. Mordí la piel desu rostro y la desgarré sobre la frente,succionando la suculenta masa de vasossanguíneos que cubrían su cráneo. Habíatanta sangre detrás de los tejidos delrostro... Succioné las fibras y traschupar todo su contenido las escupí,

viendo cómo caían al suelo cual unmontón de despojos.

Deseaba devorar su corazón y sucerebro. Había visto hacerlo a losvampiros ancianos. En cierta ocasiónhabía visto a la Pandora romana devorarincluso el corazón de una víctima.

Decidí hacer lo mismo. Asombradode ver mi mano completamente formadaaunque de un color marrón oscuro, puselos dedos rígidos hasta convertir mimano en una espada mortal y se la clavéen el pecho, desgarrando la piel ypartiendo las costillas, traspasando lossuaves tejidos hasta apoderarme delcorazón, tal como había visto hacer aPandora, y bebí de él. ¡Ah, estabarebosante de sangre! Esto era magnífico.

Lo chupé hasta dejarlo seco y luego loarrojé al suelo.

Permanecí tendido e inmóvil juntoa él, con la mano derecha apoyada en sunuca, la cabeza inclinada sobre supecho, respirando de formaentrecortada, como si suspirara. Lasangre bailaba en mi interior. Misbrazos y piernas se movíanespasmódicamente. Todo mi cuerpoestaba sacudido por unas convulsionesque me nublaban la vista: la imagen delos restos exangües de mi víctimaaparecía ante mí de forma intermitente,al igual que la habitación.

—Qué hermano tan dulce —murmuré—. Querido y dulce hermano.—Me tumbé boca arriba. Percibí el

rugido de su sangre en mis oídos, notécómo se deslizaba por mi cuerocabelludo, produciéndome un cosquilleoen las mejillas y en las palmas de lasmanos. Ah, era una sangre espléndida,suculenta como pocas...

—Conque un tipo malvado, ¿eh? —oí decir a Benji a lo lejos, en el mundode los vivos.

A lo lejos, en una dimensión dondela gente tocaba el piano y los niñosbailaban, vi a Sybelle y a Benji, de pie,como dos figuritas recortablesiluminadas por la oscilante luz de lahabitación, observándome fijamente; él,el pequeño bribón del desierto con suelegante cigarrillo negro, fumando yrelamiéndose los labios con las cejas

arqueadas, y ella parecía flotar,mostrando una expresión tan enérgica ydecidida como antes, impasible, como silo que acababa de presenciar no lahubiera impresionado lo más mínimo.

Me incorporé de rodillas y,sujetándome en el borde de la cama, mepuse de pie y me planté ante elladesnudo.

Ella me miró y sonrió; sus ojosemitían una intensa luz grisácea.

—Magnífico —musitó.—¿Magnífico? —pregunté. Alcé

las manos y me aparté el pelo de la cara—. Mostradme un espejo. Apresuraos.Tengo sed. Vuelvo a tener sed.

Mi transformación habíacomenzado; esto iba en serio. Contemplé

estupefacto mi imagen en el espejo. Yohabía visto a muchos vampirosdestruidos, pero cada cual se destruyede una determinada manera, y yo, porunos motivos alquímicos que noalcanzaba a comprender, me habíaconvertido en un ser de color marrónoscuro, el mismo color del chocolate,con unos ojos extraordinarios comoópalos blancos dotados de unas pupilascastaño rojizas. Tenía las tetillas negrascomo pasas, las mejillas enjutas, lascostillas perfectamente definidas debajode mi reluciente piel, y las venas, unaspoderosas venas llenas de vida,destacaban en mis brazos y mispantorrillas. Mi cabello, por supuesto,nunca había presentado un aspecto tan

lustroso, abundante, juvenil y natural.Abrí la boca. Sentía una sed

tremenda. Toda mi carne revitalizadacantaba de sed o me maldecía por ella.Era como si un millar de célulasaplastadas y mudas cantaran pidiendosangre.

—Necesito más. La necesito. No osacerquéis a mí. —Pasé apresuradamentejunto a Benji, que estaba tan excitadoque casi se puso a dar brincos.

—¿Qué quieres? ¿Qué puedohacer? Iré a buscarte a otro.

—No, iré yo mismo.Me incliné sobre la víctima y le

aflojé la corbata de seda. Luego ledesabroché apresuradamente los botonesde la camisa.

Benji comenzó de inmediato adesabrocharle el cinturón. Sybelle, derodillas junto a él, le quitó las botas.

—Cuidado con la pistola —dijepreocupado—. Aléjate de él, Sybelle.

—Ya me he fijado en la pistola —replicó ella en tono de reproche. Ladepositó en el suelo, con cuidado, comosi se tratara de un pescado reciéncapturado que temiera que se leescapara. Luego despojó a la víctima delos calcetines—. Estas ropas te irángrandes, Armand.

—¿Puedes prestarme unos zapatos,Benji? Tengo los pies pequeños.

Me levanté y me puse rápidamentela camisa de la víctima, abrochando losbotones con una velocidad pasmosa.

—No os quedéis ahí mirándomecomo pasmarotes; traedme unos zapatos— dije. Me enfundé el pantalón, subí lacremallera de la bragueta, y con ayudade las ágiles manos de Sybelle, meabroché el cinturón de cuero,apretándomelo todo lo que pude. Yaestaba vestido.

Sybelle se arrodilló frente a mí,rodeada por el inmenso círculo floreadoque formaba su vestido en el suelo, yenrolló los bordes del pantalón sobremis pies tostados y desnudos.

Yo introduje las manos a través delos puños adornados con los costososgemelos de brillantes sin necesidad dedesabrocharlos.

Benji dejó caer frente a mí unos

elegantes zapatos negros, unosmocasines de Bally que ese divinogolfillo ni siquiera había estrenado.Sybelle tomó un calcetín paracolocármelo en el pie. Benji tomó elotro.

Me puse la chaqueta y estaba listopara salir. El dulce cosquilleo que sentíaen las venas había cesado. Sentí denuevo dolor, un dolor acuciante, como sime atravesara todo el cuerpo un hilo defuego, y la bruja que sostenía la agujatirara cada vez más fuerte del hilo parahacerme temblar.

—Una toalla, tesoros, una toallavieja, vulgar y corriente. No, dejadloestar, no a estas alturas del siglo,olvidaos.

Contemplé con desprecio la carnecerúlea del cadáver. Este yacía con losojos fijos en el techo; los pelitos negrosde las fosas nasales destacaban contra lapiel exangüe, sus dientes amarillosasomaban entre sus pálidos labios. Elvello de su pecho era un amasijoempapado del sudor de su muerte, yjunto a la enorme y profunda heridayacía el despojo de su corazón,estrujado hasta extraerle la última gotade sangre. Ah, ésa era la perversaprueba que yo debía ocultar a los ojosde todo el mundo por un problema deprincipio.

Tomé los restos de su corazón y losintroduje de nuevo en la cavidad delpecho. Luego escupí sobre la herida y la

froté con los dedos.—¡Fíjate, Sybelle, la herida está

cicatrizando! —exclamo Benji atónito.—Sólo un poco —contesté—. Está

demasiado frío, demasiado vacío.Miré a mi alrededor. Vi la billetera

del individuo, papeles, una bolsa decuero, un montón de billetes verdessujetos con una elegante pinza de plata.Lo recogí todo. Me metí el dinero en unbolsillo y lo demás en el otro. ¿Quéotras pertenencias tenía? Cigarrillos,una peligrosa navaja automática y laspistolas, sí, las pistolas. Guardé esosobjetos en los bolsillos de mi chaqueta.

Tragándome las náuseas, me agachéy tomé en brazos a aquel repugnanteindividuo blanco y flácido, luciendo sus

ridículos calzoncillos de seda y sucostoso reloj de oro. Estaba recobrandomis viejas fuerzas, de eso no cabía duda.El hombre pesaba, pero podía haberlotransportado fácilmente sobre loshombros.

—¿Qué vas a hacer? ¿Dónde irás?—preguntó Sybelle—. No puedesabandonarnos, Armand.

—¡Debes regresar! —apostillóBenji—. Dame ese reloj, no tires elreloj de ese hombre.

—Calla, Benji —murmuró Sybelle—. Sabes perfectamente que te hecomprado unos relojes estupendos. Nolo toques, Armand ¿Que podemos hacerpara ayudarte? —preguntóaproximándose a mí—. ¡Mira! —

exclamó, señalando el brazo del cadáverque colgaba justo debajo de mi cododerecho—. Se ha hecho la manicura. Nodeja de ser chocante.

—Oh, sí, ese tipo se cuidabamucho —repuso Benji—. Ese reloj valecinco mil dólares.

—Olvídate del reloj —replicóSybelle—. No queremos nada suyo. —Luego volvió a mirarme y añadió—:Sigues cambiando, Armand. Tienes lacara más llena.

—Sí, y me duele —contesté yo—.Esperadme. Preparadme una habitaciónoscura. Volveré en cuanto me hayaalimentado. Debo ir a alimentarme, abeber más y más sangre para que securen las heridas que me quedan.

Abridme la puerta.—Miraré a ver si hay alguien —

dijo Benji, dirigiéndose rápida ysolícitamente hacia la puerta.

Salí al pasillo, transportando enbrazos al desdichado cadáver; susbrazos inertes se balanceaban y megolpeaban suavemente.

Vaya pinta tenía yo con aquellaropa que me sobraba por todas partes.Parecía un escolar chiflado aficionado ala poesía que se dedica a recorrer losmercadillos de ropa de segunda mano enbusca de alguna ganga y me habíacalzado mis mejores zapatos para ver sipescaba alguna prenda de un artista delrock.

—Aquí no hay nadie, mi joven

amigo —dije—. Son las tres de lamañana y los clientes del hotel duermen.Y si la memoria no me falla, ésa debe deser la puerta de incendios, la que estásituada al final del pasillo, ¿no es así?

—¡Qué listo eres, Armand! ¡Meencantas! —exclamó Benji achicandosus ojos negros. Se puso a brincar ensilencio sobre la moqueta del pasillo—.¡Dame el reloj! —murmuró.

—No —contesté—. Sybelle tienerazón. Es rica, y yo soy rico, al igual quetú. No te comportes como un pordiosero.

—Te esperaremos, Armand —dijoSybelle desde la puerta— Entra ahoramismo, Benji.

—¡Mírala, ya se ha despertado!¡No para de hablar! «Benji, entra ahora

mismo», dice. ¿No tienes nada mejorque hacer que meterte conmigo, guapa,como por ejemplo tocar el piano?

Sybelle no pudo reprimir una brevecarcajada. Yo sonreí. ¡Que extrañapareja formaban esos dos! No creían nilo que veían, pero eso era muy típico eneste siglo. Me pregunté cuándoempezarían a ver, y después de habervisto lo que hay, cuándo se pondrían agritar.

—Adiós, queridos míos —medespedí—. Estad preparados paracuando regrese.

—Volverás, ¿no es cierto Armand?—preguntó Sybelle. Tenía los ojosllenos de lágrimas—. Lo has prometido.

Me quedé perplejo.

—Pero Sybelle —repuse—. ¿Quées lo que las mujeres desean oír a otrashoras y esperan lo que haga falta hastaoírlo? Te amo.

Los dejé y eché a correr escalerasabajo, trasladando el cadáver al otrohombro cuando su peso me dolía. Eldolor iba y venía. Al salir el aire fríome abrasó la piel.

—Tengo hambre —murmuré. ¿Quéiba a hacer con él? Estaba demasiadodesnudo para transportarlo por la QuintaAvenida.

Le quité el reloj porque era laúnica seña de identificación quellevaba, y casi vomitando de ascodebido a la proximidad de sus fétidosrestos, le arrastré por una mano a toda

velocidad por un callejón desierto, através de una callejuela y anduve porotra acera.

Caminé desafiando el vientogélido, sin detenerme a observar a lasborrosas figuras que caminabantorpemente a través de la húmedaoscuridad, ni fijarme en un automóvilque avanzaba lentamente sobre elmojado y reluciente asfalto.

En pocos segundos recorrí dosmanzanas, y al hallar un oportunocallejón, provisto de una elevada verjapara impedir la entrada de lospordioseros por la noche, me encaramérápidamente a los barrotes y arrojé losrestos de mi víctima al otro extremo delcallejón. Su cadáver aterrizó sobre la

nieve que comenzaba a fundirse. Por finme había deshecho de él.

Ahora tenía que ir en busca desangre. No tenía tiempo para el viejojuego de atraer a quienes deseaba quemurieran, a esos que anhelaban miabrazo, a esos que estaban enamoradosdel remoto paraje de la muerte del queno sabían nada.

Avancé apresuradamente,trastabillando, vestido como un payaso,con una chaqueta de seda que me veníados tallas grande, un pantalón con losbajos enrollados, la larga melenaocultando mi rostro, como un pobrechico ofuscado, perfecto para tu navaja,tu pistola, tu puño.

No me llevó mucho tiempo dar con

una víctima. La primera fue un borracho,un desgraciado con el que me topé y queme asedió a preguntas antes de sacar lacentelleante navaja y tratar declavármela. Yo le acorralé contra laesquina de un edificio y le chupé lasangre como un glotón.

El siguiente fue un jovendesesperado, cubierto de llagassupurantes, que había matado en dosocasiones para conseguir la heroína quenecesitaba tanto como necesitaba yo lasangre maldita que circulaba por susvenas. Esta vez bebí más pausadamente.

Las peores cicatrices de mi cuerpo,las más rebeldes, se rindieron no sinresistencia, produciéndome dolor,escozor, disolviéndose lentamente. Pero

la sed, la sed no me dejaba vivir. Misentrañas se retorcían como si sedevoraran. Sentía un dolor lacerante enlos ojos.

La ciudad fría y húmeda, llena deruidos persistentes y huecos, adquirióuna mayor nitidez. Oí voces a muchasmanzanas de distancia, y unos pequeñosaltavoces electrónicos situados enrascacielos. Vi más allá de las nubes lasauténticas e incontables estrellas. Mehabía recuperado casi por completo.

«¿Con quién nos toparemosahora?», me pregunté en aquella horadesierta y desolada anterior alamanecer, cuando la nieve se funde en elaire templado, y las luces de neón se hanapagado, y los periódicos mojados

vuelan por el aire como hojas a travésde un bosque desnudo y helado.

Saqué del bolsillo los preciososobjetos que habían pertenecido a miprimera víctima y los arrojé en diversoscontenedores de basura.

Un último asesino, te lo ruego,providencia, concédemelo, cuando aúnestoy a tiempo; éste no tardó enaparecer: un imbécil que se apeó de unvehículo mientras el conductoraguardaba con el motor en marcha.

—¿Por qué habéis tardado tanto?¿Qué ha ocurrido? —me preguntó elconductor.

—Nada —respondí, dejando caer asu amigo al suelo. Me acerqué a laventanilla y miré al conductor. Era tan

cruel y estúpido como su compañero.Levantó la mano para protegerse, peroestaba impotente y era demasiado tarde.Le tumbé sobre el asiento de cuero ybebí su sangre por puro placer, un placerexquisito e increíble.

Eché a caminar lentamente a travésde la noche, con los brazos extendidos,los ojos alzados al cielo.

De las rejillas negras diseminadassobre el resplandeciente asfalto brotabael vapor puro y blanco de localessubterráneos bien caldeados. Lasrelucientes bolsas de basura componíanun fantástico y moderno espectáculo enlas esquinas de las aceras de color grispizarroso.

Unos jóvenes arbolitos, cubiertos

con hojas perennes semejantes a brevestrazos de pluma de un color verdeintenso, doblaban sus frágiles troncosbajo el viento que gemía. Los elevadosportales de cristal de edificios confachada de granito contenían el radianteesplendor de unos vestíbulos suntuosos.Los escaparates de los comerciosmostraban sus refulgentes diamantes, suslustrosas pieles y sus abrigos y vestidosde impecable corte lucidos por unosmaniquíes de peltre elegantementepeinados y sin rostro.

La catedral era un lugar oscuro,silencioso, cuyas torres y antiguos arcosojivales aparecían cubiertos de hielo; laacera donde me había detenido lamañana en que el sol me había atrapado

aparecía limpia.Me detuve un rato allí, con los ojos

cerrados, tratando acaso de evocar elprodigio y el celo, el valor y la gloriosaesperanza.

Sin embargo, en lugar de ello,escuché las notas claras, brillantes ycristalinas de la Appassionata.Turbulenta, atronadora, deslizándosevertiginosamente, la retumbante músicavino para conducirme a casa. Yo laseguí.

El reloj del vestíbulo del hotel diolas seis. La oscuridad invernal sefundiría dentro de unos minutos al igualque el hielo que me había aprisionadoen el tejado. El largo y pulido mostradorde recepción estaba desierto, iluminado

por una luz tenue.En un espejo colgado en la pared,

rodeado por un marco dorado rococó, vimi imagen: pálido, ceniciento, sin tacha.Cómo se habían divertido conmigosucesivamente el sol y el hielo, la furiadel primero congelada de inmediato porla implacable crueldad del segundo. Noquedaba ni una cicatriz en la piel que sehabía abrasado hasta los músculos. Yoera un objeto intacto, sellado y sólido,que contenía un dolor infinito,restaurado, con unas uñasresplandecientes y blancas, y unaspestañas rizadas que enmarcaban unosojos castaños; mi vestimenta era unesperpéntico montón de prendascostosas, manchadas, que no

correspondían a la talla de este viejo,familiar y rudo querubín.

Nunca me había alegrado decontemplar mi rostro excesivamentejuvenil, mi barbilla imberbe, mis manosdemasiado suaves y delicadas. Pero enaquellos momentos habría agradecido alos dioses de antaño que me hubieranprocurado unas alas.

La música continuaba sonandoarriba, imponente, impregnada detragedia y lujuria y un espíritu indómito.Me entusiasmaba. ¿Qué otra persona enel mundo era capaz de tocar esta sonatacomo ella, ejecutando cada frase con lafrescura de las canciones que cantantoda su vida unos pájaros que conocensólo ese tipo de melodías?

Miré a mi alrededor. Era un lugarelegante, caro, decorado con frisos demadera y unas cómodas poltronas, y lasllaves de las habitaciones dispuestas enpequeños taquilleras de madera oscuraadosados a la pared.

En el centro del espacio se erguíaun enorme jarrón de flores, la infaliblemarca de fábrica de los hoteles antiguosde Nueva York, sobre una mesa redondade mármol negro. Me acerqué, arranquéun lirio rosa con una garganta teñida derojo oscuro y unos pétalos con el bordeexterior de color amarillo, y subísilenciosamente la escalera parareunirme con mis pupilos.

Sybelle no dejó de tocar cuandoBenji me abrió la puerta.

—Tienes buen aspecto, ángel —dijo Benji.

Sybelle continuó tocando,moviendo la cabeza sin afectación haciauno y otro lado, en perfecta sintonía conla sonata.

Benji me condujo a través de unaserie de habitaciones con los murosenyesados y elegantemente decoradas.La mía era demasiado suntuosa,murmuré al contemplar la colcha depunto de cruz y los antiguosalmohadones bordados de oro. Tan sóloansiaba la grata oscuridad.

—Ésta es la más sencilla quetenemos —repuso Benji, encogiéndosede hombros.

Se había cambiado de ropa y lucía

una túnica de lino blanca con unasrayitas azules, como las que yo habíavisto con frecuencia en los paísesárabes. Llevaba unos calcetines blancosy unas sandalias marrones. Fumaba supequeño cigarrillo turco y me observó através del humo.

—Me has traído el reloj, ¿no esasí? —preguntó, asintiendo con lacabeza, lleno de sarcasmo y picardía.

—No —contesté, metiéndome lamano en el bolsillo—. Pero puedesquedarte con el dinero. Dime, ya que tupequeña mente es un medallón queoculta tantos secretos y yo no poseo lallave, ¿te vio alguien traer aquí a esesinvergüenza armado con una placa yunas pistolas?

—Lo veo continuamente —respondió Benji, haciendo un gestoambiguo con la mano—. Salimos del barpor separado. Maté a dos pájaros de unapedrada. Soy muy listo.

—¿De qué le conocías? —pregunté, depositando el pequeño lirioen su mano.

—El hermano de Sybelle lecompraba heroína. Ese poli era el únicotipo que debió de echarlo de menos —explicó Benji con una risotada. Secolocó el lirio detrás de la orejaizquierda, entre sus espesos rizosnegros, y luego se puso a juguetear conun diminuto ciborio—. ¿No te parecegenial? Nadie preguntará dónde se hametido.

—Conque dos pájaros de unapedrada, ¿eh? Vaya, vaya —dije—. Nosé por qué tengo la impresión de que nome lo has contado todo.

—Pero nos ayudarás, ¿no es cierto?—Desde luego. Soy muy rico, ya os

lo he dicho. Lo arreglaré todo. Tengo uninstinto infalible para los negocios.Hace tiempo era dueño de un magníficoteatro en una ciudad lejana, yposteriormente de una isla llena deelegantes tiendas y otras amenidades. Alo que parece, soy un monstruo enmuchos campos. Jamás volveréis atemer nada.

—Eres realmente hermoso, ¿sabes?—comentó Benji, arqueando una ceja yguiñando un ojo. Dio una calada a su

apetitoso cigarrillo y me lo ofreció. Enla mano izquierda sostenía el lirio asalvo de cualquier percance.

—No puedo. Sólo bebo sangre —contesté—. A grandes rasgos soy unvampiro corriente y vulgar. Necesito laoscuridad para protegerme de la luz deldía, que no tardará en producirse. Nodebéis tocar esta puerta.

—¡Ja! —rió Benji con expresiónpicara—. ¡Eso es lo que dije a Sybelle!—El pequeño árabe dirigió la vistahacia la salita con cara de resignación—. Le dije que teníamos que robarenseguida un ataúd para ti, pero ella dijoque no, que ya te ocuparías tú de eso.

—Tenía razón. Me basta coninstalarme en una habitación oscura, lo

cual no significa que no me gusten losataúdes. Me gustan mucho.

—¿Puedes convertirnos a nosotrosen unos vampiros?

—Jamás. Decididamente no. Soispuros de corazón y estáis llenos de vida,y yo no tengo ese poder. No puedehacerse. Es imposible.

—Entonces ¿quién te creó a ti? —preguntó el niño.

—Nací de un huevo negro —repuse—. Como todos los vampiros.

Benji soltó una risita despectiva.—Bueno, el resto ya lo has visto —

dije—. ¿Por qué no creer en la partemás atractiva?

Benji sonrió, dio otra calada alpitillo y me miró con expresión

socarrona.El piano emitió unas tumultuosas

cascadas de notas, las cuales se fundíantan rápidamente como nacían, como losúltimos y sutiles copos de nieve eninvierno, que se disipan antes de caersobre las aceras.

—¿Puedo besarla antes dedormirme? —inquirí.

Benji ladeó la cabeza y se encogióde hombros.

—Si no le gusta, no dejará de tocarel tiempo suficiente para decirlo —contestó.

Yo entré de nuevo en la salita. Quéordenado estaba todo, el inmenso cuadrode suntuosos paisajes franceses con susnubes doradas y cielo de cobalto, los

jarrones chinos sobre unos pedestales,las gruesas cortinas de terciopelo quependían de unas estrechas varas debronce frente a las estrechas ventanas.Lo vi todo simultáneamente, inclusive ellecho en el que había yacido, cubiertoahora con un edredón nuevo y unosalmohadones bordados con rostrosantiguos.

Ella, el diamante central, vestidacon una larga bata de franela blancaadornada con unos volantes en lasmuñecas, y el borde ribeteado conencaje irlandés antiguo, tocando sulustroso piano de cola con dedos ágilese infalibles; su cabello emitía un amplioy suave resplandor amarillo sobre sushombros.

Besé su perfumada cabellera y sutierno cuello. Contemplé su juvenilsonrisa y sus relucientes ojos mientrasseguía tocando, con la cabeza ladeada,rozando la parte delantera de michaqueta.

Le rodeé el cuello con mis brazos.Ella se apoyó ligeramente contra mí.Luego la estreché por la cintura con losbrazos cruzados. Sentí sus hombrosmoviéndose contra mí mientras susdedos volaban sobre el teclado.

Tímidamente, me puse a canturrearla canción en voz baja, con la bocacerrada, y ella me imitó.

—La Appassionata —le susurré aloído. Me eché a llorar. No queríatocarla con sangre. Era demasiado

limpia, demasiado bonita. Volví lacabeza.

Ella se inclinó hacia delante. Susmanos atacaron con furia las turbulentasnotas finales.

De pronto se hizo el silencio, tancristalino como la música que lo habíaprecedido.

Sybelle se volvió y me abrazó confuerza, y pronunció unas palabras que yojamás había oído pronunciar a un mortalen mi larga vida inmortal:

—Te amo, Armand.23Huelga decir que ambos son unos

compañeros ideales.Ni Benji ni Sybelle se mostraron en

absoluto preocupados por los

asesinatos. Yo no me lo explicaba. Lespreocupaban otras cosas, como la paz enel mundo, el sufrimiento de los sin techodurante el gélido invierno de NuevaYork, el precio de las medicinas paralos pobres y la terrible situación entreIsrael y Palestina, que estaban siempreen guerra. Sin embargo, los horrores quehabían presenciado con sus propios ojosles importaban un comino. No lespreocupaba que yo matara cada nochepara conseguir sangre, que era de loúnico que me alimentaba, ni que yo fuerauna criatura unida por mi mismanaturaleza a la destrucción humana.

Les tenía sin cuidado la muerte delhermano de Sybelle (el cual por ciertose llamaba Fox, pero prefiero omitir el

apellido de mi bella pupila).De hecho, si este texto ve alguna

vez la luz del mundo real, tendrás quecambiar tanto su nombre de pila como elde Benjamin.

No obstante, eso ya no me importa.No puedo pensar en la suerte quecorrerán estas páginas, salvo paraindicar que están dedicadas a ella, comoya te he comentado, y si se me permitedeseo titularlas Sinfonía para Sybelle.

No es que amara menos a Benji,pero no siento hacia él un afán deprotección tan acusado. Sé que Benjitendrá una vida interesante y llena deaventuras, al margen de lo que puedaocurrimos a mí o a Sybelle, e incluso lostiempos que corran. Tiene la naturaleza

flexible y resistente de los beduinos. Esun auténtico hijo de las tiendas decampaña y las arenas del desierto,aunque en su caso, la vivienda era unamísera chabola de ladrillo de cenizassituada en las afueras de Jerusalén,donde Benji inducía a los turistas aposar para unas fotos junto a él y a unapestoso y malhumorado camello por unprecio exorbitado.

Benji había sido secuestrado porFox bajo los ilícitos términos de uncontrato de esclavitud a largo plazo porel que Fox había pagado al padre delchico cinco mil dólares. El acuerdoincluía un pasaporte falso deemigración. Benji era sin duda el geniode la tribu, no tenía claro si deseaba

regresar a casa y había aprendido en lascalles de Nueva York a robar, a fumar ya decir palabrotas, por ese orden.Aunque juraba por lo más sagrado queno sabía leer, resultó que sí sabía, yempezó a hacerlo de forma obsesiva encuanto yo comencé a surtirle de libros.

Lo cierto es que sabía leer elinglés, el hebreo y el árabe, ya que deniño había aprendido a leer periódicosen los tres idiomas.

A Benji le encantaba ocuparse deSybelle. Se preocupaba de que comieralo suficiente, bebiera leche y secambiara de ropa cuando ninguna deesas tareas suscitaban el interés de lajoven. Benji se ufanaba de ser capaz deconseguir para Sybelle lo que

necesitara, independientemente de loque le ocurriera a ella.

Él era quien trataba con el personaldel hotel, quien daba propinas a lascamareras, quien charlaba con elrecepcionista, a quien le contó unafantástica historia sobre el paradero deldifunto Fox, quien se había convertidoen la fabulosa saga ideada por Benji enun intrépido viajero y fotógrafoaficionado; él era quien hablaba con elafinador de pianos, el cual acudía unavez a la semana porque el piano deSybelle estaba situado frente a laventana, expuesto al sol y al frío, yporque Sybelle lo aporreaba con unafuria que habría impresionado al mismoBeethoven. Benji se encargaba de hablar

por teléfono con el banco, cuyosempleados creían que él era su hermanomayor, David, y quien pasaba por cajapuntualmente para retirar dinero como elpequeño Benji.

A las pocas noches de hablar con élme convencí de que podría darle unaeducación tan esmerada como me habíadado Manus a mí, y que llegado elmomento el chico elegiría a quéuniversidad quena asistir, qué profesiónquería estudiar y qué aficiones yactividades le atraían. No queríaimponer mi voluntad. Pero al cabo deuna semana empecé a soñar en enviarloa un internado del que saldría hecho unconquistador social de la Costa Este,vestido con el clásico blazer azul

marino con botones dorados.Le amo lo suficiente como para

despedazar a quienquiera que pretendaponerle una mano encima.

Pero entre Sybelle y yo existe unaafinidad que a menudo elude a mortalese inmortales a lo largo de todas susvidas. Conozco a Sybelle. La conozcobien. La conocí cuando la oí tocar porprimera vez, y la conozco ahora, y yo noestaría aquí contigo si ella no estuvierabajo la protección de Marius. MientrasSybelle viva, jamás me separaré de ella,y nada de lo que me pida se lo negaré.

Cuando Sybelle muera, padeceréuna angustia indecible, pero tendré quesoportarlo. No tengo más remedio. Nosoy la criatura que era cuando contemplé

el velo de la Verónica, cuando me dirigíhacia el sol.

Soy otro ser, y ese ser se haenamorado total y profundamente deSybelle y de Benjamin, y no puedo hacernada para remediarlo.

Por supuesto, soy consciente de queme nutro de ese amor, de que me sientomás feliz de lo que jamás me sentí entoda mi existencia inmortal, de que headquirido una gran fuerza gracias a misdos compañeros. La situación es casidemasiado perfecta para ser otra cosaque accidental.

Sybelle no está loca, ni muchomenos, y creo comprenderlaperfectamente. Sybelle está obsesionadacon una cosa, con tocar el piano. Desde

el primer momento en que puso lasmanos sobre un teclado no ha deseadootra cosa, y su «carrera», tangenerosamente planificada por susorgullosos padres y por el ambiciosoFox, nunca representó gran cosa paraella.

De haber sido pobre y haber tenidoque luchar en la vida, quizás habría sidoindispensable para ella obtener elreconocimiento del público a fin demantener su relación amorosa con elpiano, ya que ello le habría procurado laforma de evadirse de la rutina diaria ylas trampas domésticas. Pero Sybellenunca fue pobre, y le tiene auténtica ycompletamente sin cuidado el que lagente la oiga tocar el piano o no.

Sybelle sólo necesita escucharseella misma, y saber que no molesta aotras personas.

En el antiguo hotel, constituidoprincipalmente por habitaciones quealquilan por días, y un puñado declientes lo suficientemente ricos paraalojarse allí año tras año, como en elcaso de la familia de Sybelle, ésta puedetocar el piano día y noche sin molestar anadie.

Después de la trágica muerte de suspadres, después de perder a los dosúnicos testigos que habían asistido decerca a su desarrollo como pianista,Sybelle se negó a seguir colaborandocon los planes de Fox para promover sucarrera.

Todo eso lo comprendíprácticamente desde el principio. Locomprendía en su obsesiva repetición dela Sonata número 23, y creo que si tú laoyeras tocarla, también locomprenderías. Deseo que la oigastocar.

A Sybelle no la intimida que lagente se acerque para escucharla, ni leimponen los estudios de grabación. Siotras personas gozan oyéndola tocar elpiano y se lo dicen, ella se muestraencantada, pero se lo toma con filosofía.«Ah, de modo que a ti también te gustaesa sonata —piensa—. Qué hermosa es,¿verdad?» Eso fue lo que me dijo consus ojos y su sonrisa la primera vez queme acerqué a ella.

Supongo que antes de continuar conesta historia —tengo más cosas quecontar sobre mis pupilos— deberíaresponder a la pregunta que sin duda tehaces: ¿Cómo conseguí acercarme aella? ¿Qué hacía yo en su apartamentoaquella fatídica mañana, cuando Dorahablaba a la enardecida multitud queabarrotaba la catedral sobre el velomilagroso, y yo, propulsado por lasangre que circulaba por mis venas amodo de combustible, ascendía como uncohete hacia el cielo?

No lo sé. Podría ofrecerte unastediosas explicaciones de caráctersobrenatural sobre el hecho, las cualesparecen extraídas de los tomos escritospor los miembros de la Sociedad

dedicada al estudio de fenómenosparanormales, o los guiones de la senede televisión titulada Expediente X,protagonizada por los agentes Mulder yScully. O como el expediente secreto delcaso que se conserva en los archivos dela orden de detectives clarividentesllamada Talamasca.

A grandes rasgos, así es como loveo. Tengo unos poderes increíblementepotentes para realizar toda clase deencantamientos, para dislocar mi visióny transmitir mi imagen a través de ladistancia, para incidir en la materiapróxima o invisible. Deduzco queaquella mañana, mientras viajaba hacialas nubes, debí de utilizar esos poderes.Quizá los sacara en un momento de

terrible sufrimiento, cuando estabaenloquecido y no sabía lo que mesucedía. Quizá fuera una última ydesesperada negativa a aceptar laposibilidad de la muerte, o la espantosasituación, cercana a la muerte, en la queme encontraba.

Esto es, tras haber aterrizado en eltejado, abrasado y padeciendo unostormentos inenarrables, tuve que buscaruna vía de escape mental, proyectar miimagen y mi fuerza hacia el apartamentode Sybelle el tiempo suficiente paramatar a su hermano. Es sabido que losespíritus son capaces de ejercer lasuficiente presión sobre la materia paramodificarla. Quizá fuera eso lo que hice,proyectarme yo mismo en forma de

espíritu, topar con la sustancia que eraFox y matarlo.

No obstante, sinceramente no locreo. Te explicaré por qué.

En primer lugar, aunque Sybelle yBenjamin no son expertos en el tema,pese a sus conocimientos y aparentefrialdad cuando hablamos de ellos, porlo que respecta a la muerte y análisisforense del cuerpo de Fox, ambosinsisten en que el cadáver estabaexangüe cuando se deshicieron de él. Enel cuello presentaba unas pequeñasheridas como producidas por unosincisivos. En suma, ambos estánconvencidos de que yo estaba allí, enuna forma sustancial, y que bebí lasangre de Fox.

Una imagen proyectada no puedehacer eso, al menos que yo sepa. Nopuede devorar la sangre de todo unsistema circulatorio y luego disolverse,regresando a la cicatrícula de la queprovino. No, eso es imposible.

Como es lógico, Sybelle y Benjipodrían equivocarse. ¿Qué saben ellossobre sangre y cadáveres? Pero el casoes que dejaron que Fox siguiera tendidoen la alfombra, muerto, por espacio dedos días, mientras ellos aguardaban elregreso del Dybbuk o ángel, que estabanseguros de que los ayudaría. En esetiempo, la sangre de un cuerpo humanose acumula en la parte inferior delcadáver, un cambio que ambos jóvenessin duda notarían, pero no lo notaron.

¡Ah, me duele la cabeza de tantocavilar! El caso es que no sé cómollegué a su apartamento, ni por qué. Nosé qué ocurrió. Lo único que sé, comoya he comentado, es que toda aquellaexperiencia, todo cuanto vi y sentí en lagran catedral restaurada de Kíev, unlugar inconcebible, fue tan real como loque presencié en el apartamento deSybelle.

Hay otro pequeño punto, y aunquepequeño es crucial. Después de que yomatara a Fox, Benji vio mi cuerpoabrasado caer del cielo. Me vio, al igualque yo le vi a él, desde la ventana.

Existe una terrible posibilidad: yoiba a morir aquella mañana; iba aocurrir con toda certeza. Mi ascenso

estuvo propiciado por una inmensafuerza de voluntad y el inmenso amorque profeso a Dios, sobre el cual no mecabe la menor duda en estos instantes enque te dicto estas palabras.

Sin embargo, quizás en el momentocrucial, me faltó valor. Me falló micuerpo. Y al buscar un lugar donderefugiarme del sol, el medio de soslayarmi martirio, me topé con la gravesituación entre Sybelle y su hermano, yal sentir la necesidad que ella tenía demí, comencé a caer hacia el tejado sobreel que la nieve y el hielo me cubrieronrápidamente. Mi visita a Sybelle pudohaber sido, según esta interpretación, tansólo una quimera fugaz, una poderosaproyección de mi ser, como ya he dicho,

el deseo de satisfacer la necesidad deayuda de esta joven desconocida yvulnerable a quien su hermano sedisponía a propinar una paliza mortal.

En cuanto a Fox, yo le maté, sin lamenor duda. Pero murió a causa deltemor, de un fallo cardíaco,posiblemente, de la presión de mismanos invisibles sobre su frágil cuello,a causa del poder de la telequinesia o lahipnosis. No obstante, como he dichoantes, no lo creo.

Yo estuve en la catedral de Kíev.Yo rompí el huevo con mis pulgares. Yovi cómo el pájaro salía volando.

Sé que mi madre estuvo a mi lado yque mi padre derribó el cáliz. Lo séporque no hay una parte de mí que pudo

haber imaginado eso. También lo séporque los colores que vi entonces y lamúsica que oí no se componían de nadaque yo hubiera experimentado jamás.

No existe ningún otro sueño del queyo haya oído hablar sobre el que puedadecir esto. Cuando dije misa en laCiudad de Vladimir, me encontraba enuna dimensión formada por unosingredientes que mi imaginación no tienea su disposición.

No quiero decir más al respecto.Es demasiado terrible y angustioso eltratar de analizarlo. Yo no lo busqué, almenos conscientemente; no tenía unpoder consciente sobre ello,simplemente ocurrió.

Si fuera posible, lo olvidaría por

completo. Me siento tanextraordinariamente feliz con Sybelle yBenji que deseo olvidarlo todo mientrasellos vivan. Sólo deseo estar con ellos,como lo he estado desde la noche que tehe descrito.

Como comprenderás, me tomé mitiempo en venir aquí. Después de habervuelto a incorporarme a las filas de losinmortales, me resultó muy fácildiscernir a partir de las mentes errantesde otros vampiros que Lestat estaba asalvo aquí en su prisión, y que te estabadictando toda la historia de lo que lehabía ocurrido con Dios Encarnado ycon Memnoch el Diablo.

Me resultó muy fácil discernir, sinrevelar mi presencia, que todo un mundo

de vampiros me lloraban con unaangustia y un dolor mayores de lo quepude haber imaginado.

Así pues, sabiendo que Lestatestaba a salvo, perplejo pero aliviadopor el misterioso hecho de que le habíasido devuelto el ojo que le habíansustraído, nada me impedía quedarmecon Sybelle y con Benji, y eso es lo quehice.

Con Benji y con Sybelle mereincorporé al mundo de una forma queno había hecho desde que mi vampiropupilo, el único, Daniel Molloy, mehabía abandonado. Mi amor por Danielnunca había sido completamente sincero,sino muy posesivo, y mezclado con miodio hacia el mundo en general y con mi

confusión ante la desconcertante eramoderna que había comenzado a abrirseante mis ojos cuando emergí, a finalesdel siglo XVIII, de las catacumbassituadas debajo de París.

A Daniel tampoco le interesaba elmundo, y había acudido a mí en busca denuestra Sangre Oscura, su cerebroinundado de historias tan macabrascomo grotescas que le había relatadoLouis de Pointe du Lac. En mi afán derodearle de lujos, sólo conseguíempacharlo con golosinas mortales, deforma que acabó renunciando a lasriquezas que le ofrecía y se convirtió enun vagabundo. Loco, deambulando porlas calles cubierto con harapos, Danielse aisló del mundo hasta el punto casi de

morir, y yo, débil, confuso, atormentadopor su belleza y enamorado del hombrevivo y no del vampiro en el que podíaconvertirse, conseguí atraerlo hastanosotros sólo gracias a la eficacia delTruco Oscuro, pues de otro modo Danielhabría muerto sin remisión.

Posteriormente no me convertí enun Marius para él. Todo resultó tal comoyo había previsto: Daniel me odiabaprofundamente por haberle iniciado enla Muerte Viviente, por haberlotransformado en una noche a la vez en uninmortal y en un asesino sistemático.

Como hombre mortal, Daniel notenía ni idea del precio que nosotrospagamos por lo que somos, y no queríasaber la verdad; huía de ella,

entregándose a sueños temerarios yarriesgadas aventuras.

Ocurrió lo que yo me temía. Alobligarlo a ser mi compañero, leconvertí en un siervo que meconsideraba a todas luces un monstruo.

Nunca gozamos de unos momentosde inocencia, nunca saboreamos laprimavera. Nunca hubo una oportunidad,por hermosos que fueran los jardinesbañados en luz crepuscular por los quepaseábamos. Nuestras almas no estabansintonizadas, nuestros deseos secontraponían y nuestros resentimientoseran demasiado comunes y estabandemasiado regados para que seprodujera la última floración.

Ahora es distinto.

Permanecí dos meses en NuevaYork con Sybelle y Benji, viviendocomo no había vivido desde aquellaslejanas noches con Marius en Venecia.

Sybelle es rica, como creo que yahe comentado, pero con ciertas ytediosas limitaciones. Percibe una rentaque le permite pagar el alquiler de suexorbitante apartamento y las comidasque encarga a diario al servicio dehabitaciones, con un margen paracomprarse ropas elegantes, entradaspara conciertos de música sinfónica yalgún que otro capricho.

Yo soy fabulosamente rico. Demodo que lo primero que hice, con granplacer, fue cubrir a Sybelle y a Benji detodos los lujos que tiempo atrás había

ofrecido, con creces, a Daniel Molloy.Ellos se mostraron encantados.

Sybelle, cuando no tocaba el piano,no se negaba a acompañarnos a Benji ya mí a visitar exposiciones de pintura,asistir a conciertos o a la ópera. Elballet le entusiasmaba, y le complacíallevar a Benji a los mejoresrestaurantes, donde el pequeño árabemaravillaba a los camareros con su vozaguda y entusiasta y la encantadoracadencia con que recitaba los nombresde los platos, franceses o italianos, ypedía vinos de determinadas añadas,que los camareros le servían sinreparos, pese a las bienintencionadasleyes que prohiben servir bebidasalcohólicas a menores de edad.

Yo también gozaba con todo esto,como es natural, y me encantócomprobar que Sybelle se tomaba ciertointerés, aunque esporádico y superficial,en vestirme, en elegir para mí laschaquetas, camisas y demás prendas enlas tiendas que visitábamos, señalandolas que le gustaban con el dedo, y enseleccionar de las bandejas forradas deterciopelo toda clase de sortijasengarzadas con gemas, gemelos, cadenasy pequeños crucifijos de oro y rubíes,una pinza de oro para el dinero y demásobjetos.

Yo ya había practicado ese juegomagistral con Daniel Molloy. Sybelle lojugó conmigo con ese aire evanescenteque posee, dejando que yo me ocupe del

prosaico tema de pasar por caja.En cuanto a mí, gozo

extraordinariamente llevando a Benjiconmigo a todas partes como si fuera unmuñeco, consiguiendo que luzca, almenos durante un par de horas, laselegantes ropas occidentales que lecompro.

Formamos un trío singular, cuandoacudimos los tres a cenar a Lutéce o aSparks (yo no pruebo bocado, porsupuesto): Benji con su inmaculadatúnica del desierto, o ataviado con unimpecable traje hecho a medida consolapas estrechas, una camisa blanca yuna vistosa corbata; yo vestido con mihabitual, y aceptable, chaqueta deterciopelo y chorreras de encaje antiguo;

y Sybelle con los hermosos vestidos queinundan su ropero, unas prendas que lehabían comprado su madre y Fox, con elcuerpo ceñido para realzar susgenerosos pechos y cintura pequeña, unafalda amplia que se mueve airosamenteen torno a sus largas y prodigiosaspiernas, y el dobladillo losuficientemente alto para revelar laespléndida curva y firmeza de supantorrilla cuando introduce sus piesenfundados en unas medias negras enunas sandalias con tacón de aguja. Lamata de pelo corto y rizado de Benjienmarca su rostro atezado y enigmáticocomo un halo bizantino, Sybelle lucesiempre su cabellera suelta, y mi pelo harecuperado su aspecto renacentista, con

unos bucles largos y rebeldes de los quesiempre me he sentido íntimamentesatisfecho.

El placer mayor que meproporciona Benji es ocuparme de sueducación. Desde un principiosostuvimos unas conversaciones muysesudas sobre la historia y el mundo,tumbados en la alfombra delapartamento, examinando mapasmientras hablábamos sobre el progresode Oriente y Occidente, y las inevitablesinfluencias que han ejercido sobre lahistoria humana el clima, la cultura y lageografía. Benji no deja de hacercomentarios durante los telediarios,llamando a cada presentador por sunombre de pila, descargando furiosos

puñetazos sobre la mesa para mostrar sudesacuerdo con las iniciativas de loslíderes mundiales y lamentándose en vozalta de las muertes de grandes princesasy personajes humanitarios. Benji escapaz de mirar las noticias sin dejar dehablar, comer palomitas, fumarse uncigarrillo y canturrear de formaintermitente la melodía que toca Sybelle,sin desafinar, todo ello más o menossimultáneamente.

Si me quedo abstraídocontemplando la lluvia como si hubieravisto un fantasma, Benji me da unosgolpes en el brazo y pregunta: «¿Quéhacemos, Armand? Esta noche estrenantres películas estupendas. Qué fastidio,estoy hecho un lío, porque si vamos al

cine nos perderemos el recital dePavarotti en el Met y me llevaré undisgusto de muerte.»

Muchas veces Benji y yo vestimosa Sybelle, quien nos observa como siestuviéramos chiflados. Cuando se baña,nos sentamos junto a ella para hacerlecompañía, porque si no le hablamos escapaz de quedarse dormida en la bañera,o simplemente nos quedamos ahí durantehoras, derramando agua con la esponjasobre sus magníficos pechos.

A veces las únicas palabras queSybelle pronuncia en toda la noche sonfrases como: «Átate los cordones de loszapatos, Benji», o «Benji ha robadounas bandejas de plata; oblígale arestituirlas, Armand», o con inopinado

asombro: «Qué calor hace, ¿verdad?»Jamás he relatado a nadie mi

historia como te la cuento a ti aquí yahora, pero en ocasiones, durante misconversaciones con Benji, le he contadomuchas cosas que me dijo Marius, sobrela naturaleza humana, la historia delderecho, la pintura y la música. Fuedurante esas conversaciones,principalmente, cuando comprendí lomucho que yo había cambiado en esosdos últimos meses.

Aquel viejo terror oscuro que meahogaba ha desaparecido. Ya nocontemplo la historia como un panoramatrufado de desastres, como hacía antes; ya menudo recuerdo las generosas yoptimistas predicciones de Marius,

quien aseguraba que el mundo mejora;que la guerra, pese a los conflictos queobservamos a nuestro alrededor, hacaído en desuso entre los dirigentesmundiales, y que pronto caerá en desusoen el Tercer Mundo, como ha ocurridoen Occidente; que daremos de comer alos hambrientos, alojamiento a los sintecho y cuidaremos de quienes precisanamor.

En el caso de Sybelle, la educacióny las conversaciones no constituyen laesencia de nuestro amor, sino laintimidad que compartimos. No meimporta que a veces no diga nada, nopenetro en su mente. Sybelle noconsiente que nadie lo haga.

Yo la acepto a ella y su obsesión

con la Appassionata de forma tanincondicional como ella me acepta a míy mi naturaleza. Hora tras hora, nochetras noche, la escucho tocar el piano,percibiendo en cada ocasión lospequeños cambios de intensidad yexpresión que ejecutan sus dedos.Debido a ellos, con el tiempo me heconvertido en el único oyente de cuyapresencia es consciente Sybelle.

Poco a poco he pasado a formarparte de la música de Sybelle.Permanezco sentado junto a ella,escuchando las frases y los movimientosde la Appassionata. Permanezco sentadojunto a ella sin pedirle nunca nada salvoque haga lo que desea hacer, lo cualhace de forma magistral. Eso es lo único

que deseo que Sybelle haga por mí: loque a ella le apetezca.

Si algún día Sybelle desea«adquirir mayor fortuna y prestigio antelos ojos de los hombres», yo lefacilitaré el camino. O si desea estarsola, no me verá ni me oirá. Lo que elladesee, yo se lo daré.

Si algún día se enamora de unhombre o de una mujer mortal, yo harélo que ella me pida. Puedo vivir en lasombra eternamente, adorándola, porquelas sombras no me deprimen cuandoestoy junto a ella.

Sybelle a menudo me acompañacuando salgo en busca de una presa. Legusta verme alimentarme y matar. Nocreo haber permitido a ningún mortal

hacer eso. A veces Sybelle trata deayudarme a desembarazarme de losrestos o confundir las pruebas de lacausa de la muerte, pero soy muy fuerte,ágil y capaz de hacer eso yo solo, por loque ella se limita a observarme.

A Benji no suelo llevarlo conmigoen esas ocasiones porque se excitamucho, y no es un espectáculo que leconvenga presenciar. A Sybelle no leafecta lo más mínimo.

Podría contarte muchas otrashazañas, sobre cómo nos ocupamos delos pormenores de la desaparición delhermano de Sybelle, sobre cómotransferí inmensas sumas de dinero anombre de Sybelle y establecí unosfondos fiduciarios con todas las

garantías para Benji, sobre cómo adquirípara Sybelle un importante paquete deacciones en el hotel en el que vive,sobre cómo he instalado en suapartamento, inmenso para ser unapartamento de hotel, otros magníficospianos que ella goza tocando, sobrecómo he dispuesto para mí, a unadistancia prudencial del apartamento, uncubil provisto de un ataúd ilocalizable,inviolable e indestructible, en el que merefugio de vez en cuando, aunque estoymás acostumbrado a dormir en lapequeña habitación donde me instalaronBenji y Sybelle por primera vez, en laque han colocado unos gruesoscortinajes sobre la ventana que da a laescalera.

Pero dejemos eso.Ya sabes lo que deseaba que

supieras.Lo único que resta es situar esta

historia en el momento presente, en elatardecer del día de hoy, cuando mepresenté aquí, cuando penetré en laguarida de los vampiros, flanqueado pormi hermano y mi hermana, para visitarpor fin a Lestat.

24Todo eso resulta un tanto simple,

¿no es cierto? Me refiero a mitransformación del entusiasta chiquilloplantado en el porche de la catedral alfeliz monstruo que una noche primaveralen Nueva York decidió que habíallegado el momento de trasladarse al sur

para visitar a un viejo amigo.Ya sabes por qué vine aquí.Empezaré por el principio de esta

noche. Cuando llegué tú estabas en lacapilla. Me saludaste con francacordialidad, satisfecho de comprobarque yo estaba vivo e indemne. Louiscasi rompió a llorar.

Los otros, unos jóvenes de aspectopoco recomendable que se agolparon anuestro alrededor, dos chicos y unamuchacha, si no recuerdo mal, no séquiénes eran, y sigo sin saberlo, sóloque al cabo de un rato desaparecieron.

Me horroricé al ver a Lestattendido en el suelo, abandonado, y a sumadre, Gabrielle, observándole desdeun rincón con frialdad, como observa

todo y a todos, como si jamás hubieraexperimentado unos sentimientoshumanos.

Me horrorizó ver merodeando poraquí a esos jóvenes vagabundos, y quiseproteger a Sybelle y a Benji de esosseres. No temí que vieran a los clásicosentre nosotros, a los legendarios, a losguerreros (tú, nuestro estimado Louis,incluso a Gabrielle, y menos aún aPandora y a Marius, que estaban todospresentes).

Sin embargo, no quería que mispupilos vieran a esa basura imbuida denuestra sangre, y me pregunté, confiesoque con arrogancia y vanidad, comosuelo hacer en esos momentos, cómo eraposible que esos mocosos indeseables

se hubieran convertido en vampiros.¿Quién los había creado, por qué ycuándo?

En estos casos se despierta en mí elferoz Hijo de las Tinieblas, el jefe de laasamblea ubicada bajo el cementerio deParís, que decretaba cuándo y cómodebía administrarse la Sangre Oscura y,ante todo, a quién. Pero ese viejo hábitode autoridad es, en el mejor de loscasos, fraudulento y engorroso.

Yo odiaba a esos parias porqueobservaban a Lestat como si éste fueraun fenómeno de feria, lo cual no estabadispuesto a consentir. Sentí rabia, elrepentino deseo de destruirlos.

No obstante, en la actualidad noexisten unas normas entre nosotros que

nos autoricen a cometer esos actosimpulsivos. ¿Quién era yo paraorganizar un motín bajo tu techo? Enaquellos momentos yo no sabía quevivías aquí, pero eras el encargado decustodiar la morada del maestro, yhabías permitido que entraran esosrufianes, y tres o cuatro más que sepresentaron poco después y tuvieron lacara dura de formar un círculo en torno aLestat, aunque, según observé, ningunode ellos tuvo el valor de acercarse a él.

Por supuesto, todos mostraron unagran curiosidad por Sybelle y Benjamin.

Les dije discretamente quepermanecieran detrás de mí y que no semovieran de mi lado. A Sybelle leentusiasmó comprobar que teníais un

piano, el cual ofrecía un nuevo sonido asu sonata. En cuanto a Benji, se paseabacomo un pequeño samurai,contemplando a los monstruos que lerodeaban con ojos como platos, aunquecon la boca fruncida y una expresiónseria y orgullosa.

La capilla me pareció muyhermosa. ¿Cómo podía ser de otramanera? Los muros encalados ofrecíanun aspecto blanco y puro, y el techoligeramente abovedado, como en lasiglesias antiguas; en un extremo delmuro hay una cavidad dondeantiguamente estaba instalado el altar,una especie de caja de resonancia quehace que las pisadas resuenen por todoeste lugar.

Había visto las vidrierasiluminadas desde la calle. Aunquecarecen de figuras, son muy hermosascon sus vivos colores azul, rojo yamarillo, y sus sencillos dibujos enforma de serpentina. Me gustan losnombres escritos con letras negras delos mortales que hace tiempo que handesaparecido y en cuya memoria habéisinstalado cada ventana. Me gustan lasantiguas estatuas de yeso que habéiscolocado en distintos puntos, que yomismo te ayudé a sacar del apartamentode Nueva York y enviar al sur.

No las había contemplado condetenimiento; solía protegerme de susojos de cristal como si fueranbasiliscos. Pero me detuve entonces

para observarlas.Estaba la dulce y sufrida santa Rita,

con su hábito negro y su toca blanca, conesa terrible llaga en la frente que pareceun tercer ojo. Estaba la bonita y risueñaTeresa de Lisíeux, la florecilla de Jesús,que sostiene su crucifijo y un ramo derosas en los brazos.

Estaba santa Teresa de Ávila,tallada en madera y exquisitamentepintada, con los ojos dirigidos hacia elcielo, la mística, sosteniendo en la manouna pluma que indica que es doctora dela Iglesia.

Estaba san Luis de Francia, con suregia corona; san Francisco, como nopodía faltar, vestido con el humildehábito marrón del monje, rodeado de

animales domesticados; y algunos otroscuyos nombres me avergüenza confesarque desconozco.

Lo que más me impresionó, másaún que esas estatuas que parecenguardianes de una historia muy antigua ysagrada, fueron los cuadros colgados enlos muros que muestran el camino deJesús hacia el Calvario: las estacionesde la cruz. Alguien los había colocadopor orden, quizás incluso antes de quenosotros viniéramos a este lugar.

Adiviné que habían sido pintadosal óleo sobre cobre, y que poseían unestilo renacentista, cuando menos quetrata de imitarlo, pero que a mí meresulta del todo natural y me entusiasma.

De inmediato, el temor que había

permanecido latente en mí durante lassemanas que había vivido feliz en NuevaYork salió a flote. No, no era temor sinomás bien pánico.

«Señor», musité. Me volví ycontemplé el rostro de Jesús clavado enla cruz, por encima de la cabeza deLestat.

Fue un momento tremendamenteangustioso. La imagen del velo de laVerónica se superpuso a lo quecontemplé allí en la madera tallada.Estoy convencido de ello. Meencontraba de nuevo en Nueva York, yDora sostenía el velo en alto paramostrármelo.

Observé los bellos ojos de Jesús,enmarcados por las ojeras,

perfectamente fijados sobre el lienzo,como si formaran parte del mismo perono hubieran sido absorbidos por él, y lasrayas oscuras que representan sus cejas;sobre su mirada firme y bondadosadiscurrían unas gotas de sangre causadaspor la corona de espinas. Observé suslabios entreabiertos, como si pudieranllenarse tomos enteros con lo que teníaque decir.

Sobresaltado, me percaté de queGabrielle, de pie junto a los escalonesdel altar, me miraba fijamente con susojos grises y glaciales, y me apresuré acerrar mi mente y digerir la llave. Noestaba dispuesto a dejar que penetraraen mí ni en mis pensamientos. Sentí unamanifiesta hostilidad hacia todos los que

se hallaban en la habitación.En éstas apareció Louis. Se mostró

muy feliz de que yo no hubiera perecido.Louis tenía algo que decir. Sabía que yoestaba preocupado y le inquietaba lapresencia de los demás. Presentaba suhabitual aspecto de asceta, vestido conun traje negro de impecable corte perocubierto de polvo, y una camisa blancatan delgada y raída que parecía unatelaraña en lugar de un tejido de hilo yencaje.

—Los dejamos entrar porque, si nolo hacemos, se ponen a merodear por ellugar como chacales y lobos, y no hayforma de ahuyentarlos. Vienen, ven aLestat y se marchan. Ya sabes lo quepretenden.

Yo asentí. No tuve el valor dereconocer que yo había acudidomotivado por el mismo deseo. No habíadejado de pensar en ello, ni por uninstante, bajo el inmenso ritmo de todocuanto me había sucedido desde quehabía hablado con Lestat la última nochede mi antigua existencia.

Deseaba su sangre. Deseababeberla. Con calma, se lo dije a Louis.

—Él te destruirá —murmuró Louis.Tenía las mejillas arreboladas de terror.Miró con una expresión cargada designificado a la gentil y silenciosaSybelle, que me sujetaba de la mano, y aBenjamin, que observaba a Louis conojos brillantes y llenos de entusiasmo—.No puedes arriesgarte, Armand. Uno de

ellos se aproximó demasiado. Lestat ledestrozó. Fue un gesto rápido,automático. Posee un brazo como depiedra viva y lo despedazó allí mismo,en el suelo. No te acerques, ni lointentes siquiera.

—¿Los mayores, los más fuertes,no lo han intentado nunca?

Fue Pandora quien respondió. Noshabía estado observando, jugando en lassombras. Yo había olvidado lo hermosaque era en un estilo discreto y muybásico.

Llevaba su espeso cabello castañopeinado hacia atrás, como una sombradetrás de su esbelto cuello. Presentabaun aspecto lustroso y atractivo porque sehabía untado el rostro con un ungüento

oscuro para parecer más humana. Susojos emanaban fuerza y energía. Apoyóuna mano sobre mi brazo, en un gestotípicamente femenino. Ella también semostró feliz de verme vivo.

—Ya sabes dónde se encuentraLestat —dijo en tono implorante—.Armand, es un horno de poder y nadiesabe lo que es capaz de hacer.

—¿Nunca has pensado en ello,Pandora? ¿No se te ha ocurrido nuncabeber la sangre de su cuello y buscar lavisión de Cristo mientras la bebías? ¿Ysi en su interior residiera la pruebainfalible de que bebió la sangre deDios?

—Pero, Armand, Cristo nunca fuemi Dios.

Era así de simple, brutal,definitivo.

Pandora emitió un suspiro, perosólo porque estaba preocupada por mí.

—Yo no reconocería a tu Cristoaunque estuviera dentro de Lestat —dijosonriendo.

—No lo comprendes —repuse—.A Lestat le ocurrió algo cuando fuimoscon ese espíritu llamado Memnoch y élregresó con el velo. Yo lo vi. Vi... elpoder que contiene.

—Viste una quimera —replicóLouis con tono afable.

—No, vi el poder —insistí. Luego,en un momento, dudé de lo que acababade decir. Los largos pasillos de lahistoria se extendían ante mí,

serpenteantes, y me vi sumido en laoscuridad, portando una sola vela,buscando los iconos que yo habíapintado. Y lo lamentable, trivial,absurdo de aquella búsqueda medestrozó el alma.

Me di cuenta de que había asustadoa Sybelle y a Benji, quienes me mirabanfijamente. Nunca me habían visto enaquel estado.

Los abracé y estreché contra mí.Antes de venir esta noche había ido enbusca de una presa, para estar fuerte, ysabía que mi piel exhalaba un agradablecalor. Besé a Sybelle en sus labiossonrosados y luego besé a Benji en lacabeza.

—No me esperaba eso de ti,

Armand —protestó Benji—. Nunca medijiste que creías en ese velo.

—¿Y tú, jovencito? —repuse envoz baja porque no quería montar unespectáculo delante de los otros—.¿Acaso entraste en la catedral paracontemplarlo cuando estuvo expuestoallí?

—Sí, y te digo lo mismo que te hadicho esta señora tan guapa —contestóBenji, encogiéndose de hombros, comoera habitual en él—. Nunca fue mi dios.

—Míralos, acechando comochacales —comentó Louis suavemente.Estaba demacrado y temblabaligeramente. No había satisfecho suapetito para permanecer aquí de guardia—. Creo que ha llegado el momento de

arrojarlo de aquí, Pandora —dijo conuna voz incapaz de intimidar ni al almamás apocada.

—Deja que contemplen lo que hanvenido a ver —murmuró Pandorafríamente—. Quizá no dispongan demucho tiempo para gozar delespectáculo. Nos hacen la vida muydifícil, nos ponen en ridículo, y no hacennunca nada por nadie, ni vivo ni muerto.

Me pareció una amenaza divina yconfié en que Pandora fuera capaz decargárselos a todos, pero sabía quemuchos Hijos del Milenio pensaban lomismo sobre los seres semejantes a mí.A todo esto, yo había demostrado unaimpertinencia colosal al presentarmeaquí, sin que nadie me lo hubiera

autorizado, con mis pupilos paracontemplar a Lestat postrado en el suelo.

—Esos dos están a salvo connosotros —afirmó Pandora como sihubiera leído mi atribulada mente—.Todos se alegran de verte, tanto losjóvenes como los ancianos —añadió,haciendo un pequeño gesto para incluir atodos los presentes en la habitación—.Algunos no quieren salir de la sombra,pero han oído hablar de ti. No queríanque desaparecieras.

—Nadie queríamos quedesaparecieras —apostilló Louis en unarrebato de emoción—. Me parece unsueño que hayas regresado. Todos lopresentíamos, oímos decir que te habíanvisto en Nueva York, tan apuesto y

vigoroso como siempre. Pero tenía queverte con mis propios ojos para creerlo.

Asentí en señal de gratitud por esaspalabras. Pero no dejaba de pensar en elvelo. Alcé la vista y observé al Cristode madera clavado en la cruz, y luego lafigura postrada de Lestat.

En aquel momento entró Marius.—¡Estás indemne, no te has

abrasado! —exclamó temblando—.¡Hijo mío!

Lucía la vieja y raída capa grissobre los hombros, pero en aquelmomento no me percaté de ello. Mariusme abrazó de nuevo, obligando a mipupila y a mi pupilo a apartarse. Pero nose alejaron mucho. Supongo que setranquilizaron cuando me vieron abrazar

a Marius y besarle en las mejillas y enla boca, como solíamos hacerantiguamente. Tenía un aspectoespléndido, tan suavemente lleno deamor.

—Si estás decidido a intentarlo, yome haré cargo de estos mortales paraque nada malo les ocurra —dijo. Habíaleído todo el guión que yo guardaba enmi corazón. Sabía que estaba empeñadoen hacerlo—. ¿Qué puedo decir paraimpedírtelo?

Moví la cabeza para indicar queperdía el tiempo. Estaba obsesionado,ardía en deseos de hacerlo. Entregué aSybelle y a Benji a su cuidado.

Me acerqué a Lestat y me plantédelante de él, es decir, a su izquierda,

puesto que yacía a mi derecha. Mearrodillé rápidamente, sorprendido antelo frío que estaba el mármol, olvidandola humedad que hacía aquí, en NuevaOrleans, y lo peligrosas que son lascorrientes de aire.

Me arrodillé, apoyé las manos enel suelo y le observé. Descansabaplácidamente, ambos ojos azules ycristalinos, idénticos, como si lehubieran arrancado uno. Me miró conexpresión ausente, sin pestañear, unavacía expresión como surgida de unacrisálida muerta.

Tenía el pelo alborotado y lleno depolvo. Ni siquiera su vieja y odiosamadre se había acercado para peinarlo,lo cual me enfureció. En un gélido

arrebato de emoción, Gabrielle meespetó:

—No deja que nadie le toque,Armand. —Su voz distante resonó entoda la capilla—. Si lo intentas, locomprobarás por ti mismo.

Yo la miré. Estaba sentada yapoyada contra la pared, con las rodillasencogidas y abrazándoselas. Lucía suacostumbrado y raído traje británicocolor caqui, compuesto por un pantalónrecto y una chaqueta estilo safari, por elque era más o menos famosa, manchadodespués de correr tantas aventuras en laselva. Su pelo rubio era tan amarillo ybrillante como el de Lestat, peinado enuna trenza que le colgaba por la espalda.

Gabrielle se levantó

inopinadamente, furiosa, y avanzó haciamí. Sus botas de cuero resonaron deforma desagradable e irrespetuosa.

—¿Qué te hace pensar que losespíritus que vio eran dioses? —inquirió—. ¿Qué te hace pensar que lasjugarretas de esos seres que se creensuperiores y nos manipulan a su antojono son sino unas tretas, y nosotros tansólo unas bestias, desde el más humildehasta el más noble de los seres quecaminan por la Tierra? — Gabrielle sedetuvo a pocos pasos de Lestat y cruzólos brazos sobre el pecho—. Él tentó aalgo o a alguien. Esa entidad no pudoresistirse a él. ¿Y qué pasó? Dímelo tú.Deberías saberlo.

—No lo sé —respondí suavemente

—. Déjame en paz.—Conque ésas tenemos, ¿eh? Yo te

diré lo que pasó. Una joven llamadaDora, una líder religiosa, según dicen,que predicaba las virtudes de asistir alos débiles y a los desfavorecidos,perdió los papeles. ¡Eso es lo queocurrió! Sus sermones, basados en lacaridad y entonados con otro tono paraque todo el mundo los escuchara,quedaron anulados por el rostroensangrentado de un dios sanguinario.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.Me enfurecía que Gabrielle viera laverdad tan nítidamente, pero no podíaresponderle ni cerrarle la boca. Melevanté.

—Regresaron a las catedrales en

tropel —continuó Gabrielle en tonodespectivo—, para recuperar unateología arcaica, ridicula e inútil que alparecer tú has olvidado.

—Lo sé muy bien —repusesuavemente—. Me deprimes. ¿Qué te hehecho? Tan sólo me he arrodillado juntoa él.

—Pero te propones hacer muchomás que eso, y tus lágrimas me ofenden— replicó ella.

En éstas oí a alguien a mis espaldashablarle a Gabrielle. Supuse que eraPandora, pero no estaba seguro. Depronto, en un súbito flas evanescente,caí en la cuenta de todos los que sehabían refocilado con mi sufrimiento,pero no me importó.

—¿Qué pretendías, Armand? —preguntó Gabrielle astuta y cruelmente.Su rostro estrecho y ovalado era muyparecido al de Lestat, pero al mismotiempo distinto. Él nunca se habíamostrado tan ajeno a todo sentimiento,tan abstracto en su ira como ella ahora—. ¿Crees que verás lo que él vio, o quela sangre de Cristo aparecerá ante tipara que la saborees con la lengua?¿Quieres que te cite un pasaje delcatecismo?

—No es necesario, Gabrielle —respondí de nuevo con suavidad. Laslágrimas me cegaban.

—El pan y el vino constituyen elCuerpo y la Sangre en tanto sigan siendoesas especies, Armand; pero cuando

dejan de ser pan y vino dejan de ser elCuerpo y la Sangre. ¿Qué crees que es lasangre de Cristo que tiene en su interior?¿Acaso crees que ha conservado supoder mágico pese al motor de sucorazón que devora la sangre de losmortales como si ésta fuera el mero aireque respira?

No respondí. Pensé en silencio, enmi fuero interno: «No fue el pan y elvino; fue su sangre, la sangre bendita deDios, y se la dio Él mismo de camino alCalvario, a este ser que yace aquí.»

Tragué saliva para disipar mitristeza y mi cólera por habermeobligado Gabrielle a confesármelo a mímismo. Decidí ir en busca de mis pobresSybelle y Benji, pues sabía por su aroma

que seguían en la habitación. ¿Por quéno se los había llevado Marius? Estabaclaro. Marius deseaba ver lo que haríayo.

—No me digas que se trata de unproblema de fe —dijo Gabrielle con vozsocarrona, meneando la cabeza—. Tepresentas aquí dudando como santoTomás para clavar tus dientesensangrentados en la herida.

—¡Basta, te lo suplico! —murmuré,alzando las manos—. Déjame intentarlo,déjale que me lastime si puede, y luegolárgate.

No estaba convencido de lo queacababa de decir, no sentí ningún poderen mis palabras, sólo humildad y unatristeza inenarrable.

Pero a ella sí le impresionaron. Porprimera vez su rostro mostró unaexpresión compungida, sus ojosenrojecieron y se llenaron de lágrimas yapretó los labios.

—Pobre criatura perdida, pobreArmand —dijo Gabrielle—. Lo sientopor ti. Me alegré al saber que habíassobrevivido al sol.

—En ese caso yo te perdono,Gabrielle —respondí—, por todas lascosas crueles que me has dicho.

Gabrielle me observó conexpresión pensativa y al cabo de unosinstantes asintió lentamente. Luego alzólas manos, retrocedió silenciosamente yocupó de nuevo su lugar, sentándose enlos escalones del altar y apoyando la

cabeza contra el comulgatorio. Encogiólas piernas como antes y me miró con elrostro en sombra.

Yo aguardé. Gabrielle permanecióinmóvil, en silencio. Los ocupantes de lacatedral no emitieron el menor sonido.Oí los latidos acompasados del corazónde Sybelle y la respiración entrecortadade Benji, pero se encontraban a variosmetros de mí.

Miré a Lestat, el cual seguía en lamisma posición, con un mechón de pelosobre el ojo derecho. Tenía el brazoderecho extendido y los dedos curvadoshacia arriba. No se percibía el menormovimiento de su cuerpo, ni siquiera suspulmones al respirar, ni un suspiro através de sus poros.

Me arrodillé de nuevo junto a él.Alargué la mano y sin dudar ni titubearle aparté el pelo del rostro.

Sentí el estupor que mi ademánhabía provocado en los otros. Los oísuspirar y emitir una breve exclamaciónde asombro.

Lentamente, le acaricié el pelo conternura, y observé, estupefacto pero ensilencio, que una de mis lágrimas habíacaído sobre su rostro.

Era una lágrima roja pero acuosa,transparente, que se deslizó sobre lacurva de su pómulo y desapareció en elhueco debajo de éste.

Me aproximé más a él,volviéndome hacia un lado paracontemplarlo de frente, con la mano

apoyada en su cabello. Luego extendí laspiernas hacia atrás, tumbándome junto aél, y apoyé el rostro sobre su brazoextendido.

De nuevo percibí unasexclamaciones de estupor y unossuspiros; yo traté de impedir que elorgullo contaminara el amor que sentíami corazón.

No era un amor diferenciado nidefinido, sino simplemente amor, elamor que yo quizá podía sentir por unapersona a la que había matado o a la quehabía succionado su sangre, o con quienme había cruzado en la calle, o a quienconocía y valoraba tanto como a él.

El peso de su dolor se me antojóinimaginable, y en mi mente concebí una

noción del mismo que abarcaba latragedia que todos habíamos sufrido,quienes matan para vivir, y se nutren dela muerte tal como decreta la mismaTierra, y están condenados a serconscientes de ello, y sabenmilimétricamente hasta qué punto todaslas cosas que nos alimentan languidecenlentamente hasta desaparecer. Dolor, undolor mucho mayor que elremordimiento, e infinitamente másculpable, un dolor demasiado intensopara que lo soporte el mundo.

Me incorporé. Apoyé el peso sobreun codo y deslicé los dedos de la manoderecha suavemente por su cuello.Oprimí lentamente los labios sobre supiel blanca y sedosa y aspiré el viejo e

inconfundible sabor y aroma de supersona, un aroma dulzón e indefinible ypersonal, compuesto por todas sus dotesfísicas y las que le fueron concedidasposteriormente, y oprimí mis colmillos através de su piel para saborear susangre.

En aquel momento no eraconsciente de hallarme en la capilla, nooí suspiros escandalizados niexclamaciones reverentes. No oí nada, ysin embargo sabía lo que ocurría a mialrededor. Lo sabía como si aquel lugartangible no fuera sino un fantasma, pueslo único real era su sangre.

Era espesa como la miel, con unsabor profundo e intenso, un jarabe paralos mismos ángeles.

Al beber gemí de gozo, sintiendo elcalor abrasador de aquella sangre, tandistinta de la sangre humana. Con cadalatido acompasado de su poderosocorazón brotaba un nuevo chorro desangre, hasta que me llenó la boca y sedeslizó por mi garganta sin tener queesforzarme en tragarla; y el sonido de sucorazón se hizo más y más fuerte, y unresplandor rojizo me nubló la vista, y através de ese resplandor vi un granremolino de polvo.

De la nada surgió de pronto unabarahúnda de voces, mezclada con unaarena ácida que me escoció los ojos.Era un lugar en el desierto, antiguo ylleno de cosas comunes que olían queapestaban, a sudor, a porquería, a

muerte. Las voces gritaban y resonabanpor los sucios muros que me rodeaban.Las voces se superponían unas a otras,emitiendo exclamaciones despectivas,befas, alaridos de horror y ásperosretazos de frases blasfemas expresadascon indiferencia que sonaban sobre unosgritos desgarradores y terribles de dolory alarma.

Me vi estrujado por los cuerposque me rodeaban, pugnando porliberarme, sintiendo el sol que abrasabami brazo extendido. Comprendía laspalabras que oía a mi alrededor, unavieja lengua expresada por medio degritos y gemidos mientras me esforzabaen aproximarme a la fuente de aqueltumulto provocado por una masa

grotesca y sudorosa que me empujaba deun lado a otro y me impedía avanzar.

Temí morir aplastado por esoshombres andrajosos, de piel áspera, yesas mujeres cubiertas con un velovestidas con toscas ropas de confeccióncasera, que no cesaban de empujarmecon los codos y de pisarme. Noalcanzaba a ver lo que ocurría frente amí. Extendí los brazos, ensordecido porlos gritos y las perversas y ferocescarcajadas, y de pronto, como pordecreto, la multitud se separó ycontemplé la sensacional obra de arte.

Era Él, cubierto con una túnicablanca y desgarrada, ese personaje cuyorostro había visto estampado en lasfibras del velo. Los brazos sujetos con

unas gruesas e irregulares cadenas dehierro a la pesada y monstruosa cruz,encorvado debido al peso, el cabellocolgando a ambos lados de su rostrolacerado y entumecido. La sangrecausada por la corona de espinas lenublaba los ojos, que mantenía abiertos,sin pestañear.

Él me miró, asombrado,ligeramente desconcertado. Mecontempló detenidamente, como si no lerodeara una multitud, como si de vez encuando el soldado no hiciera restallar unlátigo sobre su espalda y su cabezaagachada. Me miró fijamente, con elpelo enmarañado y empapado en sangre,los párpados llagados y sangrando.

—¡Señor! —exclamé.

Creo que alargué las manos haciaél, pues eran mis manos menudas ypálidas las que vi pugnando por tocarleel rostro.

—¡Señor! —exclamé de nuevo.Él me observó, inmóvil, sus ojos

fijos en los míos, las manos suspendidasde las cadenas de hierro, los labioschorreando sangre.

De pronto noté un contundentegolpe que me precipitó hacia delante. Surostro llenaba todo mi campo visual, surostro constituía la medida de todocuanto alcanzaba a ver: su pielmanchada y rota, sus pestañas negras,húmedas y enmarañadas, las grandes yrelucientes órbitas de sus ojos con laspupilas negras.

Se aproximó más y más. La sangrese deslizaba sobre sus gruesas cejas ysus mejillas demacradas. Abrió la bocay emitió un sonido, un suspiro seguidodel ronco murmullo de su respiración,que fue cobrando intensidad a medidaque su rostro se hacía más grande,perdiendo sus facciones, convirtiéndoseen la suma de todos sus colores vagos yborrosos, al tiempo que el sonido seconvertía en un rugido nítido yensordecedor.

Grité aterrorizado. La multitud meempujó hacia atrás. Sin embargo,mientras contemplaba aquella figurafamiliar y el antiguo marco de su rostrocon su corona de espinas, el rostro sefue agrandando hasta adquirir

proporciones gigantescas, haciéndosemás borroso, y de pronto me pareció quese abatía sobre mí y sofocaba mi rostrocon un peso inmenso y total.

Grité. Me sentía impotente,ingrávido, incapaz de respirar. Gritécomo jamás había gritado en toda mimiserable vida, emitiendo un grito tanestentóreo que el rugido reverberó enmis oídos, pero la visión siguióaproximándose a mí, la gigantesca eineludible masa que había sido surostro.

—¡Oh, Señor! —grité con todas lasfuerzas de mis pulmones abrasados. Oíel rugido del viento.

Sentí un golpe en la parte posteriorde la cabeza tan violento que me partió

el cráneo. Oí el chasquido del hueso alpartirse. Sentí un chorro viscoso desangre deslizándose por mi cuello.

Abrí los ojos. Miré al frente. Mehallaba en el otro extremo de la capilla,apoyado contra el muro encalado, conlas piernas estiradas, los brazoscolgando a los costados y la cabezaardiendo debido al dolor producido porel golpe contra el muro.

Lestat no se había movido. Yoestaba seguro de ello.

No era preciso que lo dijera nadie.No fue él quien me arrojó contra elmuro.

Caí de bruces, colocando un brazodebajo de la cabeza para amortiguar elgolpe. Me di cuenta de que estaba

rodeado de pies, de que Louis estabacerca de mí, de que incluso se habíaaproximado Gabrielle, y me di cuentatambién de que Marius se llevaba aSybelle y a Benjamín de allí.

En el denso silencio percibí tansólo la aguda vocecita de Benjamin alpreguntar:

—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Qué hapasado? El rubio no le golpeó. Yo lo vi.No le golpeó. Él no...

Oculté el rostro, empapado enlágrimas, me tapé la cabeza con manostemblorosas para que no vieran miamarga sonrisa, aunque era imposibleocultar mis sollozos.

Lloré durante largo rato. Luego,poco a poco, la herida de mi cabeza

comenzó a cicatrizar, como yo sabía queocurriría. La pérfida sangre subió a lasuperficie de mi piel, produciéndome uncosquilleo mientras cumplía su pérfidalabor, cosiendo la carne como undiabólico rayo láser.

Alguien me entregó un pañuelo. Mepareció que emanaba un leve aroma aLouis, pero no estaba seguro de ello.Transcurrió mucho rato, quizás una hora,antes de que me lo pasara por la carapara enjugarme la sangre. Transcurrióotra hora, una hora de tranquilidad,durante la cual algunos de los presentesse retiraron discretamente, antes de queyo me incorporara, apoyando la espaldaen el muro. La cabeza ya no me dolía, laherida había desaparecido, y la sangre

reseca no tardaría en desprenderse.Le miré durante largo rato, en

silencio. Sentí frío, soledad, angustia.Nada de lo que los otros murmurabanllegó a mis oídos. No observé ningúngesto ni movimiento a mi alrededor.

En el sanctasanctórum de mi mente,repasé despacio, con precisión, todocuanto había visto y oído, todo lo queacabo de relatarte.

Por fin me levanté, regresé junto aél y le miré.

Gabrielle me dijo algo, unaspalabras duras y crueles, pero no las oí.Sólo percibí el sonido, la cadencia,como si su viejo acento francés, que yohabía oído mil veces, fuera una lenguaque yo desconociera.

Me arrodillé y le besé el pelo.Lestat no se movió. No varió de postura.Yo no temía que lo hiciera, ni tampococonfiaba en que lo hiciera. Le besé denuevo en la mejilla. Luego me levanté,me limpié las manos en el pañuelo queaún sostenía y me marché.

Creo que permanecí sumido en unaespecie de letargo durante largo rato. Degolpe recordé algo que Dora habíadicho hacía mucho tiempo, sobre unaniña que había muerto en el ático, sobreun pequeño fantasma y unas ropasviejas.

Aferrándome a ese recuerdo,temeroso de que se disipara, logréencaminarme hacia la escalera.

Fue allí donde al cabo de unos

minutos me encontré contigo. Ahora yasabes, para bien o para mal, lo que vi ylo que no vi.

Así concluye mi sinfonía. Permiteque la firme. Cuando hayas terminado decopiarla, entregaré mi transcripción aSybelle. Y quizá también a Benji. Con elresto puedes hacer lo que te plazca.

25Esto no es un epílogo. Es el último

capítulo de un relato que creí que habíaconcluido. Lo escribo de mi puño yletra. Será breve, pues no queda ningúndrama en mí y debo manipular con sumocuidado los escuetos pormenores de estahistoria.

Quizá más adelante se me ocurranlas palabras precisas para ahondar en

los detalles de lo ocurrido, pero demomento sólo soy capaz de describirloescuetamente.

No abandoné el convento despuésde escribir mi nombre en la copia queDavid ha redactado fielmente. Erademasiado tarde.

La noche se había consumido enpalabras, y tuve que retirarme a una delas celdas de ladrillo secretas del lugarque David me había mostrado, un lugardonde Lestat había estado presoanteriormente, y allí, tumbado en elsuelo, en la oscuridad, excitado por todolo que había relatado a David, y másagotado de lo que jamás me habíasentido, me quedé inmediata yprofundamente dormido poco antes del

alba.Cuando oscureció me levanté, me

alisé la ropa y regresé a la capilla. Mearrodillé y besé a Lestat con un afectosin reservas, al igual que había hecho lanoche anterior. No reparé en si habíaalguien presente.

Siguiendo las instrucciones deMarius, me alejé del convento, bañadopor las primeras luces violeta delcrepúsculo, confiado, admirando lasflores, atento a oír los acordes de lasonata de Sybelle que me conducirían ala casa indicada.

Al cabo de unos segundos percibíla música, las distantes pero rápidasfrases del Allegro assai, o primermovimiento, de la conocida canción de

Sybelle.Esta la tocaba con insólita

precisión, una nueva y lánguida cadenciaque otorgaba a la pieza una poderosaautoridad rojo rubí que me entusiasmó.

Me alegró comprobar que no habíaaterrorizado a mi joven pupila. Estabaperfectamente, tal vez enamorada de lalánguida y húmeda belleza de NuevaOrleans, como nos ha ocurrido a tantos.

Me dirigí apresuradamente haciami destino y por fin me detuve, un tantodespeinado debido al viento, frente a unenorme edificio de ladrillo de tres pisosen Metairie, un suburbio «campestre» deNueva Orleans próximo a la ciudad conun aire prodigiosamente remoto.

Los gigantescos robles que Marius

me había descrito rodeaban estamansión americana, y, tal como me habíaasegurado, todas las puertas de doblehoja compuestas por unos relucientespaneles de madera estaban abiertas paradejar pasar la brisa nocturna.

Pisé la hierba alta y suave. A travésde todas las ventanas brillaba una luzespléndida, tan necesaria para Marius,al tiempo que brotaban las notas de laAppassionata, la cual se deslizaba conextraordinaria gracia hacia el segundomovimiento, Andante con motto, quepromete ser uno de los segmentos másplácidos de la obra, pero que no tardaen adquirir la misma furia que el restode la sonata.

Me detuve en seco para escucharla.

Jamás había oído unas notas tanlímpidas y translúcidas, tan brillantes yexquisitamente definidas. Traté, porpuro gozo, de adivinar las diferenciasentre esta ejecución y las muchas quehabía escuchado anteriormente. Todaseran distintas, mágicas y profundamenteconmovedoras, pero ésta eraincreíblemente espectacular, de unabelleza sin par, realzada por elmagnífico piano de cola que tocabaSybelle.

Durante unos instantes experimentéuna extraña tristeza, el terrible yangustioso recuerdo de lo que habíavisto al beber la noche anterior la sangrede Lestat. Me recreé en él,inocentemente, por así decirlo, y luego,

con un suspiro de satisfacción,comprendí que no tenía que hablar anadie de ello, que se lo había dictadotodo a David, y que cuando él meentregara mis copias, yo las confiaría alos seres que amaba, quienes sin dudadesearían saber lo que yo habíapresenciado.

En cuanto a mí, no trataría dedescifrarlo. No podía. Estabaconvencido de que quienquiera quefuera la persona a la que me habíaencontrado de camino al Calvario, tantosi era real como producto de misremordimientos, no había querido queyo le viera y me había apartado conmonstruosa violencia. En efecto, lasensación de rechazo era tan total que

me costaba creer que hubiera sido capazde describir aquella escena a David.

Era preciso borrar esas ideas de mimente. Tras aniquilar todo eco deaquella experiencia, me recreé de nuevocon la música de Sybelle, de pie bajolos robles, sintiendo la sempiterna brisadel río, que llega a todas partes en estelugar, refrescando y serenándome yhaciendo que sintiera que la Tierraofrecía una irreprimible belleza, inclusoa un ser como yo.

La música del tercer movimientofue adquiriendo intensidad hastaalcanzar su deslumbrante climax, y creíque se me iba a partir el corazón.

Fue entonces, cuando sonaron losúltimos compases, que me percaté de

algo que era obvio desde el principio.No era Sybelle quien interpretaba

esa música. No podía ser ella. Yoconocía todos los matices de suinterpretación de esta sonata. Conocía suforma de expresarse, las cualidadestonales que arrancaba a las notas.Aunque sus interpretaciones eraninfinitamente espontáneas, yo conocía sumúsica, al igual que uno conoce la formade escribir de otra persona o el estilo dela obra de un pintor. La persona quetocaba no era Sybelle.

De golpe comprendí la verdad. EraSybelle, pero una Sybelle que ya no eraSybelle.

Durante unos segundos me negué acreerlo. Sentí que mi corazón había

dejado de latir.Luego entré en la casa, con paso

rápido y furioso, resuelto a nodetenerme ante nada ni nadie hasta quese hubieran confirmado mis sospechas.

A los pocos instantes lo contemplécon mis propios ojos. Estaban reunidosen una habitación espléndida: lahermosa y esbelta figura de Pandora,ataviada con un vestido de seda marrón,ceñido en la cintura al antiguo estilogriego, Marius con una chaquetainformal de terciopelo y un pantalón deseda, y mis hijos, mis hermosos pupilos,Benji radiante con su túnica blanca,bailando descalzo y enloquecido por lahabitación, con las manos extendidascomo si quisiera asir el aire, y Sybelle,

mi preciosa Sybelle, con los brazosdesnudos y vestida con un traje de sedarosa vivo, sentada al piano, su largocabello desparramado sobre la espalda,atacando de nuevo el primermovimiento.

Todos ellos, sin excepción, eranvampiros.

Apreté los dientes y me tapé laboca para impedir que mis bramidosdespertaran al mundo. Emití unosrugidos de rabia y dolor, sofocados pormis flácidas manos.

Grité una sola y desafiante sílabauna y otra vez: «¡No, no, no!» No podíaarticular otra palabra, gritar otra frase,hacer otra cosa. Llorédesconsoladamente.

Me mordí la mano hasta que medolió el maxilar; mis manos temblabancomo las alas de un ave que no mepermitía cerrar la boca por completo, yde mis ojos brotaban unas lágrimas tangruesas y abundantes como cuando beséa Lestat.

¡No, no, no, no!De pronto extendí las manos,

crispándolas en unos puños, dispuesto aemitir un grito semejante al rugido de untoro herido, pero Marius me agarró confuerza, estrechándome contra sí yobligándome a sepultar el rostro contrasu pecho.

Yo me debatí entre sus brazos paraliberarme, le propiné una patada contodas mis fuerzas, le golpeé con los

puños.—¡Cómo pudiste hacerlo! —

bramé.Sus manos me sujetaron la cabeza

en una trampa de la que no podíaescapar y sus labios me cubrieron debesos, unos besos que me repugnaban yde los que trataba de zafarme con gestosfrenéticos y desesperados.

—¿Cómo has podido hacerlo?¿Cómo te has atrevido? ¿Cómo has sidocapaz de hacer eso?

Por fin logré apartarme losuficiente para descargar un puñetazotras otro sobre su pecho.

Pero ¿de qué servía? Qué débiles eineficaces eran mis puños encomparación con su fuerza. Qué

impotentes y absurdos e insignificanteseran mis gestos. Marius se mantuvoimpasible, encajando mis golpes. Surostro expresaba una indecible tristeza;tenía los ojos secos pero llenos de amor.

—¿Cómo pudiste hacerlo? —repetía yo una y otra vez.

De pronto Sybelle se levantó delpiano y corrió hacia mí con los brazosextendidos. Y Benji, que habíacontemplado la escena, también echó acorrer hacia mí, y ambos me estrecharonsuavemente en sus tiernos brazos.

—No te enfurezcas, Armand, no tepongas triste —me susurró Sybelle aloído—. ¡Mi magnífico Armand, nodebes estar triste! No te enojes. Nosquedaremos junto a ti para siempre.

—¡Estamos junto a ti! —exclamóBenji—. Él hizo la magia. No tuvimosque nacer de unos huevos negros.¡Aquello fue una historia que noscontaste, Dybbuk! Nunca moriremos,Armand, nunca nos pondremosenfermos, nunca sentiremos dolor nitemor. —El niño comenzó a brincar dealegría y ejecutó otra pirueta, pasmado yriendo ante su nuevo vigor, ante el hechode saltar tan alto y tan airosamente—.¡Somos muy felices, Armand!

—¡Sí, te ruego que no te enojes! —dijo Sybelle suavemente con su vozdulce y profunda—. Te quiero mucho,Armand, te quiero con locura. Teníamosque hacerlo. Era preciso. Teníamos quehacerlo para permanecer siempre junto a

ti.Mis manos ardían en deseos de

acariciarla, tranquilizarla, y cuando ellasepultó la frente en mi cuello,abrazándome con fuerza, no fui capaz detocarla, de abrazarla, de calmarla.

—Te quiero, Armand, te adoro,sólo vivo para ti y permaneceré siemprea tu lado —declaró Sybelle.

Yo asentí y traté de hablar, pero fueen vano. Sybelle besó mis lágrimas.Empezó a besarlas rápida ydesesperadamente.

—Basta, no llores, no llores más—repitió una y otra vez con voz queda,angustiada—. Te queremos, Armand.

—¡Somos muy felices, Armand! —exclamó Benji—. ¡Mírame, Armand!

Ahora podremos bailar junto al son desu música. Podremos hacerlo todojuntos. Hemos ido juntos en busca devíctimas. —Benji se acercó a mí ydobló las rodillas, como si se dispusieraa dar un brinco de alegría para subrayarsus palabras. Luego suspiró y me arrojóde nuevo los brazos al cuello—. PobreArmand, estás confundido, lleno de unossueños absurdos. ¿Es que no locomprendes, Armand?

—Te amo —musité con voz apenasaudible al oído de Sybelle. Murmuré denuevo esas palabras, y entonces miresistencia se vino abajo y la abracé conternura y acaricié con manos ávidas supiel blanca y sedosa y su hermoso,reluciente y vigoroso cabello.

Mientras la estrechaba contra mipecho, susurré:

—No tiembles, te amo, te amo.Extendí la mano derecha y atraje a

Benji hacia mí.—Y tú, bribón, ya me lo contarás

todo más adelante. Ahora deja que teabrace. Deja que te abrace.

Yo estaba tiritando. Tiritaba deangustia. Sybelle y Benji me abrazaronde nuevo con ternura, para que entraraen calor.

Por fin, después de darle unaspalmaditas y de despedirme de ellos conunos besos, retrocedí y me dejé caer,agotado, en un amplio sillón de épocatapizado de terciopelo.

Me dolía la cabeza y noté que se

me humedecían de nuevo los ojos, perohice acopio de todas mis fuerzas y metragué las lágrimas para no disgustar amis pupilos.

Sybelle se sentó al piano ycomenzó a tocar de nuevo la sonata. Estavez ejecutó las notas en un maravillosotono monosilábico de soprano, y Benjise puso de nuevo a bailar, girando ybrincando con los pies desnudos,siguiendo maravillosamente el ritmo dela música de Sybelle.

Me incliné hacia delante y apoyé lacabeza en las manos. Deseaba que elcabello me cayera sobre el rostro y meocultara de todas las miradas curiosas,pero aunque espesa, no era más que unamata de pelo.

Noté una mano sobre mi hombro yme tensé, pero no dije nada, pues temíaponerme de nuevo a llorar y a maldecircon todas mis fuerzas. Así pues, guardésilencio.

—No pretendo que lo comprendas—murmuró Marius.

Me enderecé. Marius estaba junto amí, sentado en el brazo del sillón. Memiró detenidamente.

Yo asumí una expresión amable,deshaciéndome en sonrisas, y meexpresé con una voz tan aterciopelada yplácida que nadie podía haberimaginado que hablaba de otra cosa quede amor.

—¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Porqué lo hiciste? ¿Tanto me odias? No me

mientas. No me vengas con estupidecesque sabes que no me tragaré. No memientas para proteger a Pandora o aellos. Yo me ocuparé de ellos y losamaré siempre. Pero no me mientas. Lohiciste por venganza, ¿no es así,maestro? ¿Lo hiciste para vengarte?

—¿Cómo puedes creer eso? —replicó Marius con una voz queexpresaba también amor puro, una vozque me hablaba de amor con tonosincero y un rostro implorante—. Sialguna vez hice algo por amor, ha sidoesto. Lo hice por amor y por ti. Lo hicepor todas las injusticias que cometícontigo, por toda la soledad que haspadecido, por todos los horrores que elmundo descargó sobre ti cuando eras

demasiado joven e ingenuo para lucharcontra ellos y estabas demasiadohundido para entablar una batalla con elcorazón esperanzado. Lo hice por ti.

—Mientes, mientes en tu corazón—contesté—, si no con tu lengua. Lohiciste por despecho, y acabas dedemostrármelo. Lo hiciste para vengarteporque yo no era el pupilo que queríasque fuera. Yo no era el alumnoaventajado y rebelde capaz de plantarcara a Santino y a su pandilla demonstruos, y al cabo de los siglos volvía decepcionarte cuando después de verel velo me dirigí hacia el sol. Lo hicistepor eso. Lo hiciste por despecho yamargura y porque te sentíasdecepcionado, y lo más horroroso es

que tú mismo no te das cuenta. Nopudiste soportar que mi corazónestallara de gozo al ver contemplar lafaz de Dios grabada en el velo. Nosoportas que este pupilo que tú habíassacado de un prostíbulo veneciano yhabías alimentado con tu propia sangre,ese niño al que instruiste con tus libros ytus manos, gritara el nombre de Dioscuando vio su faz sobre el velo.

—No, eso está tan lejos de serverdad que me rompe el corazón —repuso Marius, meneando la cabeza.Con los ojos secos, blanco como lacera, su rostro era la viva imagen deldolor, parecía un cuadro que él mismohubiera pintado—. Lo hice porque elloste aman como nadie te ha amado. Son

libres, poseen una generosidad deespíritu y una profunda inteligencia queimpide que te teman a ti y lo que tú eres.Lo hice porque esos jóvenes se hanforjado en el mismo horno que yo,dotados de una gran astucia yresistencia. Lo hice porque la locura noha derrotado a Sybelle, y la pobreza y laignorancia no ha derrotado a Benji. Lohice porque ellos eran tus elegidos, unosseres perfectos, y sabía que tú no loharías, y que ellos acabarían odiándote,como tú me odiaste a mí por resistirme aconcederte el don que ansiabas, ypreferías que se alejaran de tu lado operecieran antes que claudicar.

»Ahora son tuyos. Nada os separa.Es mi sangre, antigua y potente, que los

ha dotado de un poder que hace que seanunos dignos compañeros tuyos y no lapálida sombra de tu alma que era Louis.

»No existe entre vosotros unabarrera entre el maestro y el pupilo, túconocerás los secretos que albergan ensus corazones y ellos los tuyos.

Hubiera dado cualquier cosa porcreerlo.

Deseaba estar solo, alejarme deMarius. Al pasar frente a mis pupilos,sonreí cariñosamente a Benji y besésuavemente a Sybelle. Me retiré aljardín, solo, deteniéndome bajo unapareja de gigantescos robles.

Sus gigantescas raíces se alzabandel suelo formando unos pequeñosmontículos de madera dura y áspera.

Apoyé los pies sobre este escabrosolugar y la cabeza contra el roble máscercano.

Las ramas se inclinaban hacia elsuelo y formaban un velo que meocultaba, como había deseado quehiciera mi pelo. Me sentía protegido y asalvo en las sombras que proyectaban.Estaba sereno, pero tenía el corazón rotoy la mente trastornada, y sólo tenía quecontemplar a través de la puerta abiertaa mis dos ángeles vampiros de piellechosa, enmarcados por la radianteiluminación de la casa, para echarme denuevo a llorar.

Marius permaneció largo rato en elumbral de una puerta distante. No memiró. Y cuando yo miré a Pandora, la vi

sentada en otro antiguo y amplio sillónde terciopelo, tensa, como dispuesta adefenderse de un terrible dolor,posiblemente nuestra única discusión.

Por fin Marius se enderezó yavanzó hacia mí. Creo que tuvo quehacer acopio de toda su fuerza devoluntad para dar aquel paso. Su rostroexpresaba cierto enojo e incluso orgullo.

A mí me tenía sin cuidado.Se plantó ante mí sin mediar

palabra, como si se hubiera acercadopara afrontar lo que yo tuviera que decir.

—¿Por qué no dejaste queconservaran sus vidas? —le espeté—.Al margen de lo que pensaras de mí y demis locuras, ¿por qué no dejaste queconservaran lo que la naturaleza les

había concedido? ¿Por qué tuviste queentrometerte? ¡Tú, precisamente tú!

Marius no respondió, pero yo noestaba dispuesto a consentir que callara.

Suavizando el tono para no alarmara los demás, continué.

—En mis épocas más negras —dije—, tus palabras me daban aliento. Nome refiero a los siglos en que eraesclavo de un credo diabólico y unagrotesca quimera. Me refiero a mástarde, cuando hube salido de aquelsótano, respondiendo al desafío deLestat, y leí lo que Lestat hacía escritosobre ti, y luego lo oí de tus propioslabios. Fuiste tú, maestro, quien hizo quevislumbrara un retazo del maravillosouniverso que se extendía a mi alrededor,

un universo que no pude haberimaginado en la tierra ni en la época enque nací.

No podía contenerme. Me detuvepara recuperar el aliento y escuchar lamúsica de Sybelle, y al percatarme de lohermosa que era, melancólica, expresivae insólitamente misteriosa, estuve apunto de echarme a llorar de nuevo.Pero no podía consentirlo. Tenía aúnmucho que decir, al menos eso creía.

—Fuiste tú, maestro, quien dijisteque nos movíamos en un mundo dondelas antiguas religiones basadas en lasuperstición y la violencia habíanperdido vigencia. Dijiste que vivíamosen una época en que el mal ya noaspiraba a ocupar un lugar necesario.

Recuerda, maestro, que le dijiste aLestat que no había un credo ni uncódigo que justificara nuestra existencia,que los hombres saben ahora lo que esel mal, y el mal real es el hambre, lapobreza, la ignorancia, la guerra y elfrío. Tú mismo dijiste estas cosas,maestro, con más elegancia y elocuenciaque yo. Éstos eran los noblesrazonamientos que empleabas cuandodiscutías con nosotros, con los másruines de nuestra especie, proclamandola santidad y la preciosa gloria de estemundo natural y humano. Fuiste tú quiendefendía el alma humana, afirmando quehabía adquirido una mayorespiritualidad y nobleza de sentimientos,que los hombres ya no vivían

deslumhrados por el glamour de laguerra sino que habían descubierto unascosas que antes estaban reservadas a lospoderosos y los ricos, y que ahoraestaban al alcance de todos. Fuiste túquien dijiste que una nueva iluminación,una nueva razón, ética y misericordia,había resurgido después de lostenebrosos siglos regidos por unasreligiones sanguinarias, para emanar nosólo su luz sino su calor.

—Basta, Armand, no digas nadamás —me rogó Marius. Lo dijo con tonoamable pero firme—. Recuerdo esaspalabras. Recuerdo todo lo que dije.Pero ya no creo esas cosas.

Me quedé estupefacto. Me asombróla increíble sencillez con que renegaba

de lo que había afirmado una y milveces. No me cabía en la cabeza, y sinembargo le conocía lo suficiente parasaber que hablaba en serio.

Marius me observó fijamente.—Antes lo creía, sí. Pero no era

una convicción basada en la razón y laobservación de la humanidad, como yopensaba. Nunca lo fue, y cuando locomprendí, cuando vi lo que erarealmente, un fanatismo ciego,desesperado e irracional, esaconvicción se vino abajo súbita ycompletamente.

»Dije esas cosas, Armand, porquequería creer que eran ciertas. Eran supropio credo, el credo de lo racional, elcredo de lo ateo, el credo de lo lógico,

el credo del sofisticado senador romanoque no quería ver las nauseabundasrealidades del mundo que le circundaba,porque si reconocía lo que veía en lamiseria de sus hermanos y sus hermanas,se habría vuelto loco.

Marius se detuvo para recobrar elresuello y continuó, volviéndose deespaldas a la habitación brillantementeiluminada, como para proteger a losvampiros neófitos del ardor de suspalabras, como yo deseaba que hiciera.

—Conozco la historia, la he leídocomo otros leen la Biblia, y nodescansaré hasta haber hallado todas lashistorias que se han escrito y podemosconocer, hasta que haya descifrado loscódigos de todas las culturas que hayan

dejado unas sugestivas pruebas que yopueda arrancar de la tierra, piedra,papiro o arcilla.

»Pero mi optimismo era absurdo,yo era un ignorante, tan ignorante comoacusaba a otros de serlo, me negaba aver los horrores que me rodeaban, lopeor de este siglo, este siglo de la razón,unos horrores como jamás han existidoen la historia de la la humanidad.

»No tienes más que echar la vistaatrás para comprobar que lo que digo escierto, hijo mío. Repasa la época doradade Kíev, que sólo conocías a través decanciones después de que los mongoleshubieran quemado las catedrales yasesinado a la población como si fueranganado, al igual que hicieron en todo

Rus de Kíev durante doscientos años.Repasa las crónicas de toda Europa yverás que en todas partes había guerra,en Tierra Santa, en los bosques deFrancia y Alemania, en la fértil tierrainglesa, sí, la bendita Inglaterra, y encada rincón asiático del globo.

¿Por qué me había engañadodurante tanto tiempo? ¿Es que no veíaesos pastizales rusos, las ciudadesquemadas? ¡Toda Europa pudo habersucumbido a Gengis Khan! ¡Las grandescatedrales inglesas habían sidoreducidas a un montón de cascotes porel arrogante rey Enrique!

Los libros de los mayas arrojados alas llamas por los sacerdotes españoles.Los incas, los aztecas, los olmecas,

numerosos pueblos de todas lasnaciones, habían sido aniquilados...

—Es un horror tras otro, y ya nopuedo seguir fingiendo que no los veo.Cuando veo a millones de personasmorir en las cámaras de gas debido alcapricho de un austríaco desquiciado,cuando veo tribus africanas enterasmasacradas y las aguas de sus ríosrebosantes de cadáveres hinchados,cuando veo la hambruna cobrarse lavida de poblaciones enteras en una erade glotona abundancia, no puedo seguircreyendo en esas pláticas.

»No puedo precisar qué hechoacabó con mi autoengaño. No sé quéhorror arrancó la máscara de mismentiras. ¿Acaso los millones que

morían de hambre en Ucrania,prisioneros de su dictador, o los milesque perecieron debido al veneno nuclearvertido desde el cielo sobre los campos,unas pobres gentes que no gozaban de laprotección de los poderes gobernantesque antaño les habían matado dehambre? ¿Fueron quizá los monasteriosdel noble Nepal, unas ciudadelas demeditación y gracia que habíanpermanecido en pie durante miles deaños, más antiguos incluso que yomismo y toda mi filosofía, destruidospor un ejército de codiciososmilitaristas enzarzados en una batalla sincuartel contra los monjes ataviados consus hábitos color azafrán, y los valiososlibros que arrojaron al fuego, y las

campanas antiguas que fundieron paraque no siguieran llamando a las gentes aorar? Y todo esto en el espacio dedécadas hasta el día de hoy, mientras lasnaciones occidentales bailaban en susdiscotecas y se bebían su licor,comentando de pasada la triste suertedel lejano Dalai Lama y apresurándose acambiar de canal.

»No sé lo que fue. Quizá fueran losmillones de chinos, japoneses,camboyanos, hebreos, ucranianos,polacos, rusos, kurdos... ¡Dios, laletanía es interminable! No tengo fe, heperdido el optimismo, no creo en losmétodos de la razón ni la ética. No tereprocho que te detuvieras en losescalones de la catedral, con los brazos

extendidos hacia su Dios que todo losabe y es todo perfección.

»No sé nada porque sé demasiado,no comprendo muchas cosas y jamás lascomprenderé. Pero tú me enseñaste, másque todos los seres que he conocido, queel amor es necesario, tan necesariocomo la lluvia y las flores y los árboles,como la comida para el niñohambriento, y la sangre para losdepredadores y carroñeros que somoslos de nuestra especie. Necesitamos elamor, y sólo el amor puede hacernosolvidar y perdonar todas las salvajadas.

»De modo que saqué a tus pupilosde su fabuloso y prometedor mundomoderno, con sus enfermas ydesesperadas masas. Los saqué y les

concedí el único poder que poseo. Lohice por ti. Les concedí tiempo, eltiempo para hallar quizás una respuestaque los mortales que viven en la épocapresente jamás hallarán.

»Esto es todo. Yo sabía queprotestarías, que sufrirías, pero tambiénsabía que cuando yo hubiera terminadomi labor, serían tuyos y los amarías, ysabía que los necesitabasdesesperadamente. De modo que a partirde ahora están unidos a la serpiente, alleón y al lobo, y son muy superiores alpeor de los hombres que han demostradoen esta época ser unos monstruoscolosales, y libres para alimentarse deforma selectiva en un mundo sembradode maldad capaz de engullir las malas

hierbas que ellos deseen eliminar.Entre nosotros se hizo el silencio.Me quedé pensativo durante largo

rato, pues no quise precipitarme ahablar.

Sybelle había dejado de tocar, y yosabía que estaba preocupada por mí yque me necesitaba: lo sentí, sentí elpoderoso impulso de su alma vampírica.Dentro de unos momentos me acercaríaa ella.

Sin embargo, aún quería decirleunas cuantas cosas a Marius:

—Debiste confiar en ellos,maestro, darles una oportunidad. Almargen de lo que pienses sobre elmundo, debiste concederles laoportunidad de vivir el tiempo que les

correspondía en este mundo. Era sumundo y su tiempo.

Marius meneó la cabeza como si sesintiera decepcionado conmigo, y unpoco cansado, y comoquiera que habíaresuelto estos temas en su mente hacíatiempo, quizás antes de que yoapareciera anoche, estaba dispuesto adejarme marchar.

—Siempre serás mi hijo, Armand—dijo con una gran dignidad—. Todocuanto poseo de mágico y divino estáligado a lo humano y siempre lo estará.

—Debiste concederles su hora. Tuamor por mí no te autorizaba a firmar susentencia de muerte, su admisión a unmundo extraño e inexplicable. Quizá noseamos peores que los humanos, según

tú, pero debiste guardarte tus opiniones.Debiste dejarlos en paz.

Era suficiente.Además, en aquel momento

apareció David. Llevaba una copia de latranscripción en la que habíamos estadotrabajando, pero ése no era su problema.Se dirigió hacia nosotros pausadamente,anunciando su presencia de modoevidente para darnos ocasión de guardarsilencio, lo cual hicimos.

Yo me volví hacia él, sin poderreprimirme.

—¿Sabías que iba a suceder esto?¿Estabas presente cuando él lo hizo?

—No —respondió David conexpresión solemne.

—Gracias —dije.

—Esos jóvenes te necesitan —comentó David—. Marius es su creador,pero te pertenecen a ti.

—Lo sé —repuse—. Me marcho.Haré lo que deba hacer.

Marius extendió la mano y me tocóen el hombro. De golpe me di cuenta deque el maestro estaba a punto de perderla compostura.

Cuando habló, lo hizo con voztrémula y embargado por la emoción.Detestaba la tormenta que se habíadesatado en su interior y estaba muyafectado por el disgusto que me habíacausado. No obstante, aunque locomprendí con toda claridad, no meprocuró ninguna satisfacción.

—Ahora me odias, y quizá tengas

razón. Sabía que llorarías, peroreconozco que te he juzgado mal. Hayalgo de lo que no me había percatado.

—¿A qué te refieres, maestro? —pregunté con un tono entre ácido ymelodramático.

—Los amabas de forma generosa—respondió Marius—. Pese a suscuriosos defectos, y su chocanteperversidad, no se sentían obligadoshacia ti. Quizá los amaras másrespetuosamente que yo a ti.

Parecía sinceramente asombrado.Yo me limité a asentir con la

cabeza. No estaba seguro de que Mariusestuviera en lo cierto. Nunca habíapuesto a prueba mi dependencia deBenji y Sybelle, pero no quise decírselo.

—Armand —dijo Marius—, sabesque puedes quedarte aquí todo el tiempoque desees.

—Celebro que me lo digas, porquequizá lo haga —respondí—. A ellos lesencanta este lugar, y yo estoy cansado.De modo que gracias por tu oferta.

—Una cosa más —dijo Marius—,y te lo digo de todo corazón.

—¿Qué, maestro?David estaba junto a nosotros, de

lo cual me alegré, pues frenaba mislágrimas.

—Sinceramente no sé cómoresponder a esto, y te lo pregunto contoda humildad —prosiguió Marius—.Cuando viste el velo, ¿qué es lo queviste exactamente? No me refiero a

Cristo, o a Dios, o si se trataba de unmilagro. Me refiero a si viste el rostrodel ser, empapado en sangre, que dioorigen a una religión culpable de másguerras y más crueldad que ningún otrocredo. No te enojes conmigo, te loruego, sólo deseo que me lo expliques.¿Qué es lo que viste? ¿Un magníficorecordatorio de los iconos que pintabasantaño? ¿O un rostro impregnado deamor y no de sangre? Dime si era amoren lugar de sangre. Deseo saberlosinceramente.

—Me haces una pregunta muyantigua y muy simple —repuse—, ydesde mi punto de vista no sabes nada.Me preguntas cómo es posible que fuerami Señor, en vista de tu opinión sobre el

mundo y sabiendo lo que sabes sobre losEvangelios y los Testamentos redactadosen su nombre. Asimismo te extraña queyo crea en todo ello puesto que tú no locrees, ¿me equivoco?

Marius asintió.—En efecto. Me lo pregunto

porque te conozco. Y sé que la fe es algoque tú no posees.

Su respuesta me dejó perplejo.Pero comprendí que tenía razón.

Sonreí. De pronto sentí unaexcitante y trágica satisfacción.

—Te comprendo —dije—. Y teresponderé. Vi a Cristo. Una especie deluz teñida de sangre. Una personalidad,un ser humano, una presencia quepresentí que conocía. No era el Señor

Dios Padre Todopoderoso ni el creadordel universo y de todo el mundo. Y noera el Salvador ni el Redentor de unospecados inscritos en mi alma antes deque yo naciera. No era la SegundaPersona de la Santísima Trinidad, ni elteólogo disertando desde el MonteSagrado. No representaba ninguna deesas cosas para mí. Quizá para los otros,pero no para mí.

—Entonces ¿quién era, Armand?—preguntó David—. Me has contado tuhistoria, llena de maravillas ysufrimiento, y sin embargo no lo sé.¿Cuál era el concepto del Señor cuandopronunciabas esa palabra?

—Señor... —repetí—. No significalo que tú crees. Se pronuncia en un tono

excesivamente íntimo y cálido. Es comoun secreto y un nombre sagrado. Señor.

Tras una breve pausa continué:—Él es el Señor, sí, pero sólo en

tanto en cuanto es el símbolo de algoinfinitamente más accesible, algoinfinitamente más significativo que ungobernante

o un rey o un señor.De nuevo dudé unos instantes antes

de proseguir, tratando de hallar laspalabras que expresaran totalmente lasinceridad de mis sentimientos.

—Él era... mi hermano —dije—.Sí. Eso es lo que era, mi hermano, y elsímbolo de todos los hermanos, y poreso era el Señor, y por eso su corazón esamor puro. Te burlas de lo que digo,

recelas de mis palabras. Reconozco quees más fácil sentirlo que verlo. Él era unhombre como yo. Y quizá para muchosde nosotros, para millones de seres, esoes cuanto representa. Todos somos hijose hijas de alguien y él fue hijo dealguien. Fue humano, al margen de si eso no es Dios, y sufrió, y lo hizo por unacausa que él creía que era pura yuniversalmente justa. Y eso significa quesu sangre también puede ser la mía.¡Debe de serlo! Y quizás ésa sea lafuente de su magnificencia para lospensadores como yo. Dijiste que yo notenía fe. Es cierto. No creo en títulos nileyendas ni jerarquías creados por otrosseres como nosotros. Él no creó unajerarquía. Él era la esencia misma. Vi en

Él una magnificencia por motivos muysimples. ¡Era de carne y hueso! Y podíatransformarse en pan y vino paraalimentar a toda la Tierra. Tú no locomprendes. Eres incapaz decomprenderlo. En tu mundo se han tejidodemasiadas mentiras en torno a Él. Yo lovi antes de haber oído hablar tanto deÉl. Lo veía cuando contemplaba losiconos en mi casa, y cuando pintaba suimagen, mucho antes de conocer todossus nombres. No puedo quitármelo delpensamiento. Y nunca podré.

No tenía más que decir.Marius y David estaban claramente

asombrados, pero lo que les había dichono los había dejado excesivamenteimpresionados; tuve la sensación de que

analizaban mis palabras de formaerrónea, aunque no puedo estar seguro.

En cualquier caso, no me importabalo que pensaran. No era un hechoparticularmente positivo el que mehubieran formulado esas preguntas nique yo me hubiera esforzado enexplicarles la verdad.

Vi en mi imaginación el viejoicono, el que mi madre me habíaentregado aquel día en Kíev: laEncarnación. Imposible de explicarsegún la filosofía de ellos. Me preguntési el horror de mi vida consistía en que,hiciera lo que hiciere y fuera dondefuere, siempre lo comprendería. LaEncarnación. Una especie de luz teñidade sangre.

Deseaba quedarme a solas,alejarme de ellos.

Sybelle me esperaba, lo cual erainfinitamente más importante, y fui aabrazarla.

Conversamos durante horas,Sybelle, Benji y yo. Al cabo de un ratose acercó Pandora, trastornada peroprocurando disimularlo, y se puso acharlar animadamente con nosotros. Mástarde se unieron a nosotros Marius yDavid.

Nos hallábamos sentados en uncírculo sobre el césped, bajo lasestrellas. En bien de los dos jóvenes, meesforcé en poner buena cara y hablamossobre cosas hermosas y lugares quedeseábamos visitar, y de las maravillas

que Marius y Pandora habían visto, y devez en cuando discutíamos sobre temassin importancia.

Dos horas antes del amanecer, nosseparamos. Sybelle fue a sentarse solaen un rincón del jardín, contemplandolas flores ensimismada. Benji habíadescubierto que era capaz de leer a unavelocidad sobrenatural y se dedicó asaquear la biblioteca, que eraimpresionante.

David, sentado ante el escritorio deMarius, corregía los errores de sintaxisy abreviaturas de la transcripción,esmerándose en pulir la copia que habíahecho apresuradamente para mí.

Marius y yo estábamos sentadosdebajo de un roble; yo apoyé mi hombro

en el suyo.No hablábamos.Observábamos lo que nos rodeaba,

escuchando quizá las mismas cancionesde la noche.

Yo deseaba que Sybelle tocara denuevo el piano. No solía permanecertanto rato sin tocar, y me apetecía oírtocar de nuevo la sonata.

Fue Marius quien se percató de unruido extraño y se tensó, alarmado.

Al cabo de unos instantes se relajó.—¿Qué ocurre? —pregunté.—Un ruido sin importancia. No he

podido... descifrarlo —repuso Marius,apoyando de nuevo el hombro contra elmío.

Casi de inmediato vi a David alzar

la vista del manuscrito. En éstasapareció Pandora, caminando con pasolento y cansino hacia una de las puertasiluminadas.

Entonces percibí el sonido, ytambién Sybelle, pues se volvió hacia lapuerta del jardín. Hasta Benji, al oír elruido, se dignó dejar el libro a medioleer y se dirigió hacia la puerta, congesto irritado, para comprobar quéocurría y controlar la situación.

Al principio creí que mis ojos meengañaban, pero enseguida reconocí laidentidad de la figura que se acercó a lapuerta del jardín, la abrió y cerrósilenciosamente a sus espaldas con unbrazo rígido y deforme.

Avanzó renqueando hacia la luz que

caía sobre el césped a nuestros pies;parecía víctima de un tremendocansancio y falta de práctica de algo tansencillo como caminar.

Me quedé estupefacto. Nadieconocíamos sus intenciones. Ninguno denosotros nos movimos.

Era Lestat, que presentaba unaspecto tan desastrado y polvorientocomo cuando yacía en el suelo de lacapilla. Por lo que deduje, de su menteno emanaba pensamiento alguno y susojos reflejaban asombro, confusión ycansancio. Se plantó ante nosotros y nosmiró de hito en hito. Cuando me levantéapresuradamente para abrazarlo, seacercó y me habló al oído.

Se expresó con voz temblorosa y

débil debido a la falta de uso,suavemente; su aliento apenas me rozóla piel.

—Sybelle —dijo.—¿Sí, qué quieres decirme sobre

ella, Lestat? —pregunté, sosteniendo susmanos tan firme y cariñosamente comopude.

—Sybelle —repitió—. ¿Crees queaccederá a tocar la sonata para mí si túse lo pides? La Appassionata.

Retrocedí un paso y contemplé susojos azules, ofuscados.

—Desde luego —respondí, presade una gran excitación y emoción—.Estoy seguro de que accederá. ¡Sybelle!

Ella se volvió y lo observósorprendida mientras Lestat cruzaba el

césped hacia la casa. Pandora se apartópara cederle paso, y todos leobservamos en respetuoso silenciocuando se sentó junto al piano, deespaldas a la pata derecha del mismo,con las piernas encogidas y la cabezaapoyada sobre sus brazos. Luego cerrólos ojos.

—¿Quieres tocar la sonata para él,Sybelle? La Appassionata. Te lo ruego.

Por supuesto, ella aceptó sinvacilar.

8,12h 6 de enero de 1998 LittleChristmas