871

Guerra de espias fielding hope

Embed Size (px)

Citation preview

Deliciosa novela de espionajeambientada en los años 30. Anteriora la segunda guerra mundial, alestereotipo de James Bond y a losartilugios electrónicos. Cuando elespionaje era un duelo entrecaballeros. Con el sabor y laelegancia de la época. Escrita poruno de los maestros de la narrativa.

Secretos internacionales y pasionessecretas están en juego en unaguerra de ingenios explosivos entreuna agente de espionaje hermosapero siniestra y el héroe más

singular que jamás ha usado unacapa o cargado un puñal. Detrás desu indiferencia displicente. Debajode su afectado hastío, había unaastucia insospechada que lepermitiría burlar a… «Mystery».

Fielding Hope

Guerra de espias

ePub r1.0elagarde 06.02.14

Título original: Marie Arnaud, spyFielding Hope, 1934Traducción: J. TovarRetoque de portada: elagarde

Editor digital: elagardeePub base r1.0

Capítulo I

—ERES UN VERDADERO ASNO.—Sí, tío.—Y no sólo eso; eres un

perfecto idiota, un cabezahueca, un mentecatoafeminado.

—Sí, tío.—Eres atolondrado, ocioso,

inútil. Puedes gastar dinero sinprovecho alguno más rápidoque cualquiera otra persona,real o imaginaria. Conocesprobablemente a todas lascoristas de la ciudad. Te vistes

como maniquí, sin originalidadalguna.

»Eres de lo más moderadoen todo lo que haces: fumaspoco, dices pocas palabrotas,bebes poco; hasta las mujerescon que te he visto son pocas.Bueno; después de estadescripción, ¿qué piensas de timismo?

Hartley sonrió conamabilidad.

—Que soy digno sobrino demi tío.

El comandante Withamlanzó un bufido.

—Justamente la clase derespuesta tonta que esperabade ti. Dime, ¿hay alguien entodo el mundo que no sepa laclase de bicho que eres?

—Si acaso lo hay —repusoel sobrino, alzándose dehombros—, no tardaría endarse cuenta. Baje la voz, tío,el ruido es ensordecedor.

—¡No me importa! Quieroque todo el mundo sepa lo quepienso de ti. No me haráscallar tú, mocoso insolente. Elcaso es que toda la gente quete conoce o ha oído hablar de

ti piensa que eres un reverendoimbécil; ¿estás de acuerdo, ono?

—Lo que usted dice es lapura verdad, aunque expuestaen forma poco diplomática.

—En ese caso —elcomandante Witham bajó depronto la voz—, eresexactamente el hombre quenecesito. Tengo una misiónpara ti.

Hartley Witham miró a sutío con sonriente extrañeza. Elrepentino cambio de actitud lehizo abandonar su plácida

condescendencia.—¡Qué diablos…! —empezó,

pero no pudo decir nada más,porque, tras breve pausa, elcomandante volvió a hablar.

—Escúchame, Hartley.Escúchame unos momentos.No me interrumpas. Tú y yotenemos la misma sangre enlas venas. Venimos de losmismos antepasados; tusabuelos fueron mis padres.

»Tu madre, pobrecita, erademasiado buena para vivir eneste mundo. Era un ángel,llena de pureza e inocencia.

Murió al darte a luz. Tú, pormala suerte, heredaste algo desu dulzura; y lo que en unamujer es la más maravillosa delas características, en unhombre es debilidad.

»Tu padre, con el corazóndestrozado, se dedicó encuerpo y alma a ganar dinero:aquí intervino de nuevo tumala suerte. Durante los diezaños siguientes, amasó unafortuna; luego, murió sin teneroportunidad de gastarla; ycomo buen tonto, te la dejópara que hicieras con ella lo

que desearas. No es deextrañarse que hayas salidocomo saliste: tu madre teheredó dulzura; tu padre,dinero. Dos buenosingredientes que dieron comoresultado un tipo sin oficio nibeneficio.

—Tío…—Te dije que no me

interrumpieras. Déjameterminar. Te he dicho muchasverdades dolorosas, pero ahoravoy a revelarte un pequeñosecreto mío.

»He esperado… He dejado

que hicieras cuanto se te vinoen gana, pero ahora tienes quecambiar.

El comandante Withamhizo una pausa para encenderun enorme puro. Hartley loobservó alelado, tratando deponer en orden suspensamientos. ¿Qué habíapasado con el tío escandalosoy regañón que conocía desdesus primeros años? Se habíaido; había desaparecido comola flama de una cerilla.

Era difícil reconciliar alantiguo comandante Witham

con el hombre alerta en que sehabía transformado. Su vozera completamente distinta:baja y sibilante. Sus ojos eranastutos y brillantes; su porteerguido y marcial.

Hartley se dio cuenta de queel comandante había vuelto atomar la palabra.

—Quizá yo tenga en parte laculpa de que tengas lareputación que tienes. En vezde intentar cambiarla, heechado leña al fuego. ¿Tepreguntas acaso por qué lohice? La verdad, no lo sé bien;

fue por instinto, creo. Sentíque llegaría la ocasión deaprovechar tus defectos.

»Al notar en tu adolescenciael camino que deseabas tomar,te dejé seguir por él; sólo mepreocupé por qué nodescuidaras demasiado tusestudios… Todo eso perteneceal pasado. Volvamos alpresente.

»Tú no sabes a qué mededico, ¿verdad, Hartley? ¡Ahí,veo que te sorprendes! Teníasla impresión de que era unocioso como tú, ¿verdad?

Siempre pensaste que no hacíanada. Te equivocabas.

»Cuando me retiré delejército, no lo hice con laintención de dormirme en mislaureles. Nada de eso. Me retiréporque me ofrecieron unimportante puesto, el cualdesempeño hoy día. Escucha,Hartley: soy el jefe del«Servicio Secreto Británico».

Hubo un dramático silencio.«¡Tío Jim, jefe del ServicioSecreto!». No, imposible, erauna broma, un chiste pesado.El rostro de Hartley expresó

sus pensamientos y elcomandante negó con lacabeza.

—Es la verdad, Hartley.Poco a poco, Hartley se dio

cuenta de que su tío hablabaen serio, y sintió una rarainquietud. Todas sus ideasanteriores caían por tierra,hechas pedazos.

—No me extraña que noquieras creerme —rio elcomandante Witham—. Hastaahora has creído que yo no eramás que un señor gritón,bueno en el fondo, pero un

poco…, bueno, ya sabes. ¿Noes cierto? Me alegro quepensaras eso; es lo que yoquería que creyeras. Durantemuchos años he llevado unavida de engaño; todo el tiempohe estado actuando.

»Tú estuviste en la guerrade 1914, «la guerra paraacabar con las guerras». ¡Bah!Qué tontería. Dios sabe que side los ingleses dependiera,habría paz eterna, pero el testode Europa es un hervidero deintrigas, y hoy más que nunca.Cuando el armisticio se firmó,

el gobierno británico creyó quela paz estaba realmenteasegurada. Pocos días después,un espía desembarcó ennuestras costas. Lo mandabauna de nuestras nacionesaliadas; por el momento, noimporta cuál.

»Las autoridades sufrieronuna desagradable sorpresa.Desde ese día, supieron que lapaz permanente no es sino unaquimera, un hermoso sueño.Aceptando con tristeza estehecho, tuvieron que manteneren funciones su servicio de

espionaje, y yo tuve el honorde ser nombrado su jefesecreto.

»Voy a hacerte unaconfidencia: hay más espíasahora que antes de la guerra.Como es natural, la mayoría sepreocupan de la aviación. Es eldepartamento en que másprogresos se esperan, de modoque espías de todas lasnaciones zumban alrededor denuestros aeropuertos comomoscas rondando la miel.

»Por supuesto, nosotrosestamos al día. Nuestros

agentes trabajan en todos lospaíses extranjeros; si llega ahaber otra guerra, la nacióncon menos espías será la quemás sufra.

»En los viejos días (antes dela primera guerra mundial), apesar de lo que se dice,Alemania tenía un sistema deespionaje muy deficiente; elmás débil, quizá, de todas laspotencias que participaron enla guerra. No es exageradodecir que esta desventajacontribuyó grandemente a suderrota. Yo en lo personal creo

(y no soy el único) que hasta elúltimo momento Alemaniapensó que Inglaterra semantendría al margen de lacontienda; así de malfuncionaban sus espías.

»Ha aprendido la lección:los actuales espías alemanesson infinitamente astutos.Francia, Italia, Rusia…, todoel mundo tiene espías aquí. Nolos culpo; sólo trato decontrarrestarlos lo mejorposible, y de pagarles en lamisma moneda. Es unaamistosa competencia de

ingenios, excepto para losespías atrapados.

»Perdona esta largaexplicación, Hartley, pero yavoy llegando al grano. Dije quehoy día hay más espías quenunca, pero debes comprenderque este espionaje no se limitaa las tres fuerzas en discordia,sino que abarca los secretosdiplomáticos, y más aún, elcomercio interior y exterior.Sin embargo, hay un espía quesobresale por encima de todos.Y ese espía es una mujer.

—¡Una mujer! —exclamó el

atónito Hartley.—No te sorprendas tanto,

Hartley. Cada día hay máselementos femeninos en laslabores de espionaje. Perocontinuemos. Nosotros lehemos dado a esa mujer elnombre, o, mejor dicho, elsobrenombre, de «Mystery».

»¡Mystery! Parece unmelodrama policiaco, ya sé,pero, como pronto verás, elnombre es completamenteadecuado.

»Haciendo a un lado losmuchos misterios que la

rodean, hay un dato extraño yextraordinario. «Mystery»,hasta donde he podidoaveriguar, no trabaja paraningún país en especial, sinopara cualquiera, quizá para elque le paga mejor. En otraspalabras, trabaja en formaindependiente. ¡Qué te parece,Hartley: un agente secretoindependiente!

»¿Quién es, qué es, cuántosaños tiene, cuál es sunacionalidad? Todas estaspreguntas deben responderseantes de que podamos poner

coto a sus actividades. Heaquí, en pocas palabras, porqué le hemos puesto «Mystery».Para nosotros (y no hablo sólode la Oficina de AsuntosExtranjeros, sino también denuestro propio servicio secreto)sigue siendo tan misteriosacomo el primer día que secruzó en nuestro camino.

»Ignoramos si trabaja sola osi tiene secuaces. Por reglageneral, los espías no trabajanen equipo, pero en este caso,algunos de sus planes han sidotan maravillosos que parece

increíble que ella sola los hayallevado a cabo.

»Pero, por otra parte, nuncaha dejado el menor rastro, y esdudoso que una banda de dos,tres o cuatro personas puedaocultar tan bien sus huellas.

—¿Cómo saben que se tratade una mujer? —interrumpióHartley.

—No lo sabemos a cienciacierta, pero tenemos razonespara suponerlo. Hace algúntiempo, hubo un brillantegolpe de espionaje conectadocon un nuevo gas venenoso. El

inventor vivía en un pequeñopueblecito del condado deKent. Estuvo experimentandodurante años, y un díarecibimos una carta donde nosnotificaba haber descubiertoun nuevo gas. Nuestroshombres fueron al pueblo convarios expertos, realizaron laspruebas de rigor y decidieronque valía la pena comprar lafórmula.

»Estábamos a punto dehacerlo cuando nuestrosagentes en París, Bruselas yBerlín reportaron que los tres

gobiernos estaban realizandoexperimentos con el mismogas. Acusamos al inventor detraición múltiple, pero él negótenazmente todos los cargos,insistiendo en que alguien lehabía robado la fórmula.

»Para probar su buena fe,regaló la fórmula al gobierno yno quiso aceptar un solocentavo, pero rehusó contestaruna sola pregunta.

»Lo vigilamos día y noche,pero sin ningún resultado,hasta que uno de nuestrosagentes lo oyó hablar dormido,

y por algunas palabras sueltasdedujo que el inventor habíatenido una aventura sinimportancia con cierta mujer,y que sospechaba de ella comola ladrona.

El comandante calló y sealzó de hombros.

—Esas son, prácticamente,todas las pistas que tenemos.

Hartley frunció el ceño.—Sí; pero supongo que debe

haber más razones parasospechar que esa mujer, la tal«Mystery», tuvo que ver enposteriores acontecimientos de

índole semejante, ¿no es así?El comandante Witham

meneó la cabeza.—No hay evidencia

concreta a este respecto, peroestamos convencidos de queen algún lugar de Europa hayuna mujer que tiene en jaqueno sólo a nuestro gobierno,sino a muchos más. No haysecreto que no sea capaz deaveriguar. Se desliza de unlado a otro como sombraintangible, que nadie puedeapresar, y vende los secretosvitales de una nación a las

naciones vecinas.»Nuestros hombres se han

esforzado al máximo pordescubrir una pista, pero sin elmenor éxito. «Mystery» es unaincógnita completa, fugazcomo el mercurio, evasivacomo una anguila. No creasque somos los únicos enperseguirla. Los francesestienen a siete de sus mejoresagentes en pos de ella, y losespías alemanes la buscan sincesar.

De pronto, el comandanteWitham calló.

—¿No te has aburrido deescuchar?

—Prosiga, tío —repusoHartley con tono impaciente.

El comandante sonrió enforma sombría. Había unextraño brillo en su mirada.

—Supongo que tendráscuriosidad por saber adónde vatodo esto. Pronto lo verás.

»Desde hace unos meses,hay pláticas entre Inglaterra ylos Estados Unidos, cuyoobjeto es, creo sinceramente,el tratado más maravilloso dela historia mundial: una

alianza ofensiva y defensivaentre ambas potencias.Imagínate nada más, Hartley.Si tal alianza llega acelebrarse, las naciones dehabla inglesa serían unaespecie de policía mundial. Nohabría más guerras, porqueentre los Estados Unidos y elImperio Británicocontrolaríamos todo el dinerodel mundo, y además,tendríamos preponderancianaval.

»¡Las naciones de hablainglesa, aliadas en pro de la

paz mundial! Podrían serjueces imparciales encualquier querellainternacional, y su fallo seríaapoyado, en caso necesario,por fuerzas armadas queapoyaran a la nación atacada.

»¿Qué país en sus cincosentidos se lanzaría a pelearcontra los Estados Unidos y elImperio Británico sin contar ala nación que originalmenteagredió?

—¿Y si los Estados Unidos yel Imperio llegan a pelear entresí? —Hartley no pudo reprimir

la pregunta.—Sería muy difícil que eso

ocurriera. Cuando dos amigostienen una diferencia, laarreglan pacíficamente.

»Pero esto no viene al caso.No sé nada del tratadopropuesto, pero,indudablemente, se hanprevisto todas las posiblesdificultades. Lo que meinteresa más es que fuentes deconfianza nos informan que«Mystery» sabe lo de la alianzay se dispone a obtener copiasde todos los documentos

relativos a ella.»Bajo circunstancias

normales, no sería difícilimpedir tal cosa, perodesafortunadamente hay uneslabón débil, y por lo quesabemos de ella, «Mystery» notardará en hallarlo.

”Por razones que no esnecesario enumerar, lapróxima conversación sobre laalianza tendrá lugar en París,y hay que enviar allí ciertospapeles antes del miércolesentrante.

»Son papeles de vital

importancia. La fuerza denuestro ejército, de nuestramarina y nuestra aviación;nuestras reservas monetarias;las opiniones de nuestrascolonias; nuestro programa dearmamento. Sin estos datosnuestros representantes nopueden realizar pláticas.

»Y ahora te aclararé todo:tú, Hartley, eres el hombre quehe escogido para que lleve esosdocumentos a París.

Hubo un silencio absoluto,roto sólo por el grave sonidodel reloj que estaba sobre la

chimenea.El comandante Witham

miró tensamente a su sobrino.En un desesperado azar habíaapostado su reputación, sucarrera, el futuro de su patria.¿Y si su instinto le fallaba?¿Hacía bien en confiar enHartley? ¿Era éste un hombrede verdad, o sólo el tonto queaparentaba ser? ¿Sabríaguardar el secreto, o sepondría nervioso y lotraicionaría?

El momento era grave ydecisivo. La boca del

comandante Witham estabaseca y salada; sus nerviosvibraban y su corazónpalpitaba con ansiedad.

Mientras tanto, Hartleymeditaba acerca de lo queacababa de oír. Nadie mejorque él sabía que, desde laguerra, su vida había sidocompletamente ociosa e inútil;nadie conocía con másclaridad la reputación de quegozaba.

Sabía muy bien lo que susamigos pensaban de él: que eraun buen tipo, pero asustadizo y

perezoso. No podía tomarles amal esta opinión, ya quenunca les había dado motivopara pensar de otra manera. Legustaba su vida ociosa;vegetaba saludable y feliz.

¿Por qué, entonces, su tíolo escogía para tan delicadamisión? No pudo hallarrespuesta alguna a estapregunta, y la formuló en vozalta:

—¿Por qué me escogió a mí,tío? ¿Por qué no manda a unode sus agentes, o a alguien deScotland Yard, o de los

emisarios reales?—Porque tengo miedo de

«Mystery». Es capaz de conocera todos mis agentes. Los deScotland Yard tampocoservirían; cualquiera puedereconocerlos a tres calles dedistancia. Necesito unmensajero refinado, de aspectoinocente. A los emisariosreales los conoce también todoel mundo.

»Necesito una persona deconfianza, que al mismotiempo de la impresión de quenadie sería capaz de

encomendarle documentos detan vital importancia. ¿Quiénpuede merecerme másconfianza que mi propiosobrino?

—¿Por qué no va usted enpersona, tío?

—Por si alguien sospechaque pertenezco al ServicioSecreto.

—Pero ese alguien, ¿nosospecharía también de susobrino?

El comandante bajó lavista.

—Perdona mi franqueza,

Hartley, pero ¿quién en elmundo entero podríasospechar de…, de ti?

Hartley rio, y en su risahabía un timbre de amargura.

—Ya veo —dijo—. Ya veo.Soy un idiota tan perfecto,como usted mismo ha dicho,que ni el espía más listo deluniverso sería capaz de creerque se me han confiado esospapeles.

—Lo siento, Hartley, pero…Hartley levantó la mano.—No se disculpe, tío. La

verdad no peca, pero…

—¡No es la verdad!Hartley alzó la vista.—¿Qué quiere usted decir?—Si yo creyera todo lo que

se dice de ti, ¿te confiaría unsecreto tan importante? Elhecho de que lo haga deberíademostrarte la fe que tengo enti. ¿Aceptas la misión,Hartley? Hazlo por mí.

El joven no necesitóresponder. Un firme apretón demanos selló el pacto. Elcomandante Witham se sintióseguro de que su sobrino haríalo mejor que pudiera. Faltaba

ver hasta dónde llegaban suscapacidades.

Capítulo II

APARENTEMENTE, HARTLEYWITHAM era el mismo desiempre cuando, la tardesiguiente, caminaba conindolencia por la calle Bond,sonriendo placenteramente asus muchas amistades yrespondiendo los saludos de losmuchos funcionarios que loreconocían.

Pero la realidad era muyotra. La mente de Hartley noacababa aún de reponerse delimpacto sufrido el día anterior.

Desde el momento en que sutío hizo la dramáticarevelación, Hartley habíaestado pensandofrenéticamente, como nuncaen su vida.

Sentía como si una manogigantesca, alzándolo, lohubiera agitado como unsalero para luego dejarlo denuevo. Aún se hallabaestremecido por laexperiencia, aunque suemoción predominante era…,era… No podía expresarla conpalabras, pero era una mezcla

de orgullo, patriotismo ysatisfacción.

De algún modo que ni élmismo se explicaba, se habíadeslizado, al terminar laguerra, hacia una existenciadespreocupada. Como teníamucho dinero y nada de queocuparse, a excepción delcriquet, el polo y, en elinvierno, el rugby, se dejóarrastrar por la marea. Enforma insidiosa, su mente fueablandándose; le costabatrabajo concentrarse, pensarseriamente. Se convirtió en un

producto típico de lacivilización mecanizada.

No dejó de darse cuenta deesta sutil degeneración, peroestaba demasiado satisfecho,era demasiado perezoso paralibrarse de ella. Sólo hastaahora su tío lo había sacadodel cómodo pantano.

¡El tío Jim! Hartley sonreíaal pensar en el comandante.Era, prácticamente, su únicopariente, pero siempre lo habíaconsiderado un viejo seco eirascible, algo aburrido ytotalmente anticuado.

¡Buen Dios! ¡Pensar que elcomandante había engañado atodo el mundo con tantahabilidad! Qué espléndidoactor era.

Al pensar en elcomandante, Hartley sintió untibio afecto. De modo quehabía una persona que creía enél, que adivinaba suscualidades, hacía a un lado sudisfraz de idiota despreocupadoy descubría su verdadera yrecia personalidad.

Hartley estaría eternamenteagradecido por todo aquello; y

además, haría hasta loimposible por merecer laconfianza de su tío, por probarsu valer.

Mezclado entre estospensamientos, que se repetíanuna y otra vez en círculovicioso, surgía un problemaque lo desconcertaba: el decómo llevar los papeles a París.¿Sería su ingenio superior alde «Mystery»? ¿Teníasuficiente inteligencia paracontrarrestar los planes queella y su banda podían usarcontra él?

Cada vez que estas ideasacudían, Hartley se reía deellas. ¿Acaso no había sidoelegido como emisario por larazón de que nadie en absolutosospecharía de él?Seguramente el comandanteWitham suponía que podríallegar a la capital francesa sinninguna molestia.

Más, a pesar de estasgarantías, el problemacontinuaba hostigándolo, yterminó por preguntarse si elmotivo de ello no sería undeseo profundo; si acaso él, en

lo más íntimo de su corazón,abrigaba la esperanza de tenerocasión de probar su ingeniocontra el de «Mystery».

El lunes siguiente, una horaantes de partir de la estaciónVictoria, visitó a su tío pararecibir las últimasinstrucciones.

—Y bien, ¿cómo te sientes,muchacho? —saludóafablemente el comandanteWitham.

—En perfectas condiciones,tío, y ansioso de emprender elviaje.

—Ya sé que no necesitopreguntarte si conoces a París.—Hartley sonrió—. No,¿verdad? Eso pensé. Bueno, heaquí la valija. Como ves, tienetres cerraduras, pero parece unsimple maletín, por fuera y pordentro. Sin embargo, tienedoble fondo. Mira.

Así diciendo, tocó algúnresorte oculto y el fondo falsose levantó, poniendo aldescubierto un pequeño hueco,apenas lo suficientementegrande para contener lospapeles.

El comandante Withamsacó éstos del bolsillo de suSaco, los guardó y cerró lacavidad. Luego, volteó abuscar las llaves; cuando lashalló, ya Hartley estabaempacando cuidadosamente suropa.

Terminada tal operación, eltío tomó la valija.

—No necesito mencionarque las cerraduras y las llavesde esta valija son especiales.Existen únicamente dosllaves. Una la tengo yo, la otrael embajador inglés. Cuando

cierre yo la valija, no podrásabrirla hasta que la entreguesa la embajada. No te preocupespor la aduana; te dejarán pasarsin ninguna dificultad, pues lavalija lleva contraseñadiplomática. Sir Henry, elembajador, la abrirá y sacarálos papeles. Eso será todo;podrás irte a tu hotel con lasatisfacción de haber servidobien a tu patria. Bueno,muchacho, te deseo la mejorde las suertes…, y recuerda,ten cuidado con «Mystery».

Rio, y Hartley le hizo eco.

—Puede usted confiar enmí, tío —dijo, extendiendo lamano.

—Ya lo sé, muchacho —respondió el otro con ojosbrillantes—. Pero no tepreocupes. «Mystery» nisiquiera imagina la verdad.

La estación Victoria estabarepleta de vacacionistasansiosos de disfrutar lasúltimas semanas de sol. Laplataforma donde esperaba eltren continental era un centrode animada actividad.

En años remotos, siempre

había un sitio donde los ojosde Hartley brillaban con unaluz ansiosa y resplandeciente,donde sus pasos cobrabaninesperada elasticidad y surostro se veía más alerta, másvivo. Tal sitio era una estaciónllena de gente. Desde su niñez,recordaba Hartley, su sangreparecía estremecerse de gozoante las muchas sensacionesproporcionadas por unaestación de ferrocarril.

Se sentía feliz escuchandocómo las locomotoras jalabanentre resoplidos su pesada

carga, mirando cómo el blancovapor se mezclaba, bajo lostechos de vidrio sucios dehollín, con el humo negropardusco.

Había estantes repletos delibros, con las últimas novelasy hermosas reediciones de losclásicos. Había una larga filaante la ventanilla de boletos, ytodos los rostros sonreían,resplandecientes de felicidadanticipada.

Esta vez, como siempre, elpanorama lo llenó de placer, ydepositando su saco y su

abrigo en un asiento al fondod e l pullman, junto con lapreciosa valija, descendió denuevo a la plataforma y paseóde un lado a otro, vigilando dereojo su equipaje.

Vio una apresurada figuraque le pareció vagamentefamiliar; y al acercarse,reconoció a Dilly Carruthers.

—¡Hola, Dilly!Hacía casi un año que no se

veían, pues ella se había ido avivir al campo, con su padre.

—¡Hartley! —chilló Dilly—.¿Pe dónde sales?

—Estaba escondido bajo laplataforma —sonrió él.

—Querido Hartley, siguesigual que siempre —murmuróDilly—. ¿Vas en este tren?

Él asintió y se apresuró apreguntar:

—¿Y tú?—No —contestó ella,

aparentando tristeza—. Vine adespedir a una amiga… Ah, allíviene.

En esos momentos llegóotra mujer. Echándole unarápida ojeada, Hartley pensóque, o mucho se equivocaba, o

era francesa.—Marie. —Dilly, tan

impulsiva como de costumbre,jaló la manga de su amiga—,ven a que te presente.Mademoiselle Marie Arnaud…;el señor Hartley Witham.

—Mucho gusto —saludó,graciosamente, mademoiselleArnaud—. Dilly me ha contadomucho de usted.

Hablaba sin ningún acentoextranjero; su voz era músicapara los oídos. Hartley sonrió.

—Nada bueno, supongo.—¡Hartley, eres un grosero!

Además, parece que estuvieraspescando cumplidos.

El silbato dejó escapar suchillido reverberante.Despidiéndose rápidamente deHartley, mademoiselle Arnaudabrazó a su amiga y subió altren.

Cuando Hartley ocupó sulugar, el asiento de enfrenteestaba aún vacío, pero no loestuvo por mucho rato; uno odos segundos después, laazafata del pullman condujo ala francesa allí.

Mademoiselle Arnaud se

sentó. Luego, alzando la vista,vio quién estaba frente a ella,y una sonrisa iluminó surostro.

—Extraña coincidencia —murmuró.

—Feliz coincidencia —corrigió él.

Lentamente el tren fueganando velocidad. Hartleynotó que los ojos demademoiselle Arnaud mirabancon nostalgia a la estación querápidamente se alejaba. Sepreguntó si la partida laentristecía.

No deseando conversar, sepuso a leer su periódico, y paracuando llegó a la últimapágina, el viaje casiterminaba. Bajó el periódico ysus ojos viajaron por el carro,para luego detenerse en lafrancesa.

Ella lo observaba conatención.

—Es usted un hombreextraño. Se pasa el viajeleyendo, y hay por lo menostres mujeres bonitas en esteCarro.

En elocuente respuesta,

Hartley se alzó de hombros.—¿De modo que las mujeres

no le interesan?—En absoluto —replicó él.Ella rio suavemente.—Monsieur, su brusquedad

sólo puede equipararse a sufranqueza.

Hartley cambióinmediatamente de tono.

—Mademoiselle, reciba mismás humildes disculpas.Contesté groseramente, perohe de confesarle que mispensamientos estaban lejos…,bueno, no muy lejos.

—Eso imaginé. ¿No pensabausted en aquella dama que estáa su izquierda, del otro lado delpasillo? Su cabello cortocontrasta admirablemente consu monóculo de carey.

—Es usted observadora,mademoiselle. Cierto; pensabaque ese espécimen es un típicoejemplo de la mujer moderna.¿Por qué quieren portarsecomo hombres? ¿Acaso noestán satisfechas con los milencantos que la naturaleza lesotorgó? ¿Para qué destruiresos encantos con sus

ridículos intentos demasculinidad? Mientras máspasa el tiempo, sus ideas,hábitos y costumbres vanvolviéndose más y másmasculinos, y, en mi humildeopinión, menos y menosencantadores.

—¿Me permite usted,monsieur, preguntarle quéconstituye, en su opinión, elencanto femenino?

Hartley se alzó de hombros.—Es una pregunta difícil de

responder, mademoiselle. Elencanto es tan abstracto, tan

etéreo, casi me atrevería adecir tan psicológico, queencuentro muy difícildefinirlo, incluso con respectoal efecto que en lo personal meproduce, ya no digamos al queproduce en otros hombres.

»Es obvio que todo hombreve a la mujer en una luzdistinta, con una miradadiferente. Alguien diríaatracción en vez de encanto;alguien más, calor hogareño.Hay muchos atributosdistintos, tales como ternura,dulzura, simpatía; tantos que

no me atrevo a enumerarlos.Pero, para mí, y probablementepara todos los hombres engeneral, la primera cualidadque debe tener una mujerencantadora es… el misterio.

Marie Arnaud mirósorprendida a su compañero deviaje.

—Empieza usted ainteresarme, monsieur. Esextraño que un inglés digatales cosas.

Hartley dejó escapar suprimera risa de la tarde.

—¿De modo que también

usted cree en las mentiras quese cuentan de nosotros?

—¿Mentiras? —la jovennegó con la cabeza—. No,monsieur, no son mentiras. Austedes los ingleses no lesinteresan las mujeres. Cuandose casan, no buscan unacompañera, sino un ama dellaves, o una esclava. Si les vamal en los negocios, sedesquitan con su esposa. EnInglaterra, los hombres estánunidos, dispuestos, en casonecesario, a hacer la guerracontra las mujeres.

»Ustedes viven,básicamente, en relación conlos demás hombres. Lo másimportante para ustedes sonsus deportes, sus clubes.Cuando bailan, piensan sóloque la gente los está mirando,y que deben bailarcorrectamente. No debendejarse llevar por sus impulsos,pues la gente seescandalizaría. Dígame pues,señor inglés, ¿tengo o no larazón?

—Mademoiselle, usted,como todo el mundo, cree que

los ingleses somos fríos ycalculadores. No es verdad. Elinglés ama con tanta pasióncomo los franceses, con laúnica diferencia de queesconde esa pasión y ni por unmomento pierde el dominio desí mismo. Cierto, como usteddice, que no vive pensando enlas mujeres. Más que una diosaen su pedestal, rodeada dehomenajes, la mujer es para élun buen camarada. Hay milargumentos, mil ejemplos; ladiscusión sería infinita.

»Mademoiselle, con todo

respeto le digo que no estoy deacuerdo con usted en lo que serefiere a los hombres de estepaís. Sin embargo, si lo queusted dijo hubiera sido acercade las mujeres inglesas, mehabría apresurado a concederletoda la razón, y a explicarleque ésta es la causa por la cualhan dejado de interesarme. Estriste. Han pasado los tiemposen que las mujeres eranfemeninas, tenían formasdelicadas y esculturales. Hoydía, gracias a la práctica delgolf, el tenis y la danza, son

tan atléticas como el que más.Usan la ropa más atrevida quepueden, destruyendo todoposible misterio. Al jactarse desu sexo y desafiar al hombre,se colocan al mismo nivel queél, en vez de vivir en el altopináculo qué les corresponde.

—Usted tiene su mujerideal, ¿verdad? Como lamayoría de los ingleses.

Hartley titubeó.—Pues…Ella sonrió, mirándolo con

los más bellos ojos obscurosque Hartley había visto en su

vida.—¿Conque sí? Déjeme

describírsela. Tendrá…, déjemever, como tres o cuatro añosmenos que usted. Suapariencia… juzgo que en estesentido no es usted demasiadoexigente. Cuando encuentre sumujer ideal, se enamorará deella seria y profundamente,con esa pasión exclusiva de losingleses; las cualidadesexternas no le importarán.

»En cambio, las cualidadesinternas son decisivas. Sumujer ideal deberá ser

inteligente, amable, eintensamente femenina. Porgrande que sea el amor queusted le tenga, nunca se lodemostrará; pero, por otrolado, se sentirá desilusionadosi ella no expresa sin tapujosel cariño que siente por usted.Monsieur, perdóneme, perocreo que posee usted su buenaración de egoísmo masculino.Dígame, señor Witham, ¿fuecorrecta mi descripción de sumujer ideal?

Hartley se sintiómortificado. Todo lo que ella

decía era la más pura de lasverdades. Pensamientos ysueños que él creía ocultos enel rincón más íntimo de sucerebro, eran ahora reveladoscon la mayor facilidad por unamuchacha que acababa deconocerlo.

—Mademoiselle —exclamó,no sin cierta amargura—, haleído usted mis pensamientosmás secretos como si fueranun libro abierto.

Marie rio, suavemente.—Monsieur, al principio

creí que usted era un hombre

de mundo. Pensé que sucinismo con respecto a lasmujeres, del todo justificado,desgraciadamente, provenía dela experiencia. Pero meequivoqué: su desinterés por elsexo opuesto no se debe a queha conocido demasiadasmujeres, sino a que conoce ademasiado pocas. Su mujerideal es, simplemente, lahermana gemela de aquéllaque todo hombre sueña.

Hartley no contestó. Lohabían desenmascarado deltodo, y esto no le gustaba.

Pero, al mismo tiempo sentíaun extraño interés por lamuchacha sentada frente a él.

Haciendo retroceder unpoco su memoria, recordóhaber dicho que no teníainterés alguno en el sexoopuesto, y sin embargo, poralguna razón misteriosa,estaba claramente interesadoen Marie Arnaud. ¿Por qué?, sepreguntó, y la respuesta vinoinmediatamente, haciéndoloestremecerse de emoción.Porque Marie Arnaud emanabaun aire de misterio.

¡Misterio! ¿Sería estoverdad, o un simple productode su imaginación desbocada?

Frunció el ceño. Quétonterías estaba pensando.¿Cómo podía ser misteriosaMarie? ¿Por qué le había dadoesa impresión? Sin embargo…No había olvidado el momentoen que se miraron a los ojos.En ese incidente había basadotodas sus flamantes teorías,pues la expresión latente en elfondo de aquellas pupilas casinegras era inescrutable. Podíaser risa, tristeza, desprecio, o

ninguna de estas tres cosas, oincluso una mezcla de las tres.

En el pálido brillo de lasluces de la plataforma, Hartleymiró a la muchacha con granatención.

Su perfil reflejabatranquilidad meditabunda; susfacciones eranextraordinariamentesimétricas. Acaso lo únicolamentable fuera que talsimetría sugería la existenciade una arroganciaincompatible con el carácterque la joven demostraba.

Hartley se sintió másdesconcertado que antes.Había conocido muchachasmás hermosas que Marie;había hablado con personasmás interesantes, mucho másinstruidas e inteligentes, y sinembargo, no podía negar queella lo intrigaba.

Era una nueva sensación, yal pensar en ella sus labios seretorcieron convulsivamente,conteniendo una pequeñasonrisa. ¡Verse cautivado, porfin!

¡Cautivado! Se enderezó en

el asiento y frunció el ceño.¿Qué tonterías estabapensando? Su sonrisa seevaporó, y en instintivomovimiento de defensa, sumirada se apartó de la joven.

Volviéndose hacia laventanilla, trató deconcentrarse en el paisaje quedesfilaba ante él. Tuvo éxitodurante un rato, pero luego,sin saber cómo, suspensamientos se centraronuna vez más en Marie Arnaud.

¿Por qué era distinta? ¿Porqué salía siempre ganando si

uno la comparaba con mujeresmás hermosas o más listas?

Hartley notó la presencia deun sutil perfume, cuyo aromarecordaba el campo. Violetas,lirios del valle, jazmines… No;no era ninguna flor enespecial, sino más bien laesencia del olor de laprimavera, la dulzura delrocío, la fragancia del tomillosilvestre y del heno reciéncortado. Reclinándose contrael respaldo, cerró los ojos enun esfuerzo por analizar elhechizante aroma, pero sin

éxito alguno. El perfume deMarie Arnaud, como la mismaMarie, tenía un encantomisterioso e intangible.

Se dio cuenta de que ellaestaba inclinada sobre él.

—¡No frunza así el ceño,señor Witham! Es malopreocuparse.

—Su perfume es delicioso,mademoiselle —replicó él.

—¿Sí? Muchas gracias,monsieur, Me lo preparanespecialmente.

Hubiera debido suponerlo; elaroma era tan semejante a ella

que era imposible imaginar queotra mujer lo usara.

Pero ahora él, a su vez, vioque ella fruncía levemente elceño. Rio por lo bajo, y ella lomiró con ojos interrogantes.

—No soy el único que sepreocupa. También usted,mademoiselle, está perplejapor algo.

—Pues sí, monsieur, nopuedo negarlo. Pienso enusted. Según me habían dichoDilly y otras personas, usted…,usted perdonará mi franqueza,monsieur —él agitó la mano

asintiendo—, usted tiene lareputación de ser, comodecimos en el pintorescodialecto parisino, un blagueur.¿Conoce la palabra? Significaun hombre tonto eirresponsable.

—Me insulta usteddelicadamente, mademoiselle.

Ella sonrió.—¡Acaso sí! Pero, alors, lo

que quiero decirle es que ahoratengo de usted otra impresión.Lo he oído hablar largo ytendido, con gran sabiduría ysentido común. Empiezo a

creer que su reputación esfalsa… Pero ¿por qué se ponetan serio de repente?

Como el agua de una presareventada, la conciencia de loque había hecho llenó todo elser de Hartley, haciéndoloestremecerse. Habíatraicionado la confianzadepositada en él, revelando suverdadera personalidad sinrecordar que su tío lo habíaelegido precisamente por sudisfraz de tonto. Hacía añosque no hablaba tanto; suconversación había sido, hasta

ahora, bajo cualesquieracircunstancias, simplechachareo; más que nada porno haber encontrado nunca aalguien que le simpatizara losuficiente como para hablarlecon sinceridad.

Durante años había sidosuperficial, había conservadosu disfraz, y ahora, cuandotodo dependía de que loconservara, cuando le habíanconfiado secretos de Estado, sehabía quitado la careta deindiferencia así como así,mostrando su verdadero rostro

a una muchacha que acababade conocer.

Ahora, demasiado tarde,comprendió el hondosignificado de las palabras delcomandante:

»Actúa; actúa. Haz el bufón;deja que el mundo crea lo queya piensa de ti.

En estos momentos, Hartleyse dio cuenta de laimportancia que ese consejotenía. Antes no le había hechomucho caso, porque pensabaque le sería fácil seguirlo. Peroahora, cuando apenas una

hora atrás le había sidoencomendada una granresponsabilidad, había olvidadopor completo toda precaución,había fracasado.

Mentalmente se reprochabacon amargura: ¡Qué imbécil!¡Qué imbécil!

—¿Qué pasa, monsieur?,¿le comió la lengua el gato?

Marie fruncía el ceño.Hartley se ruborizó. ¿Cuántotiempo la había dejadohablando sola? Entonces sepreguntó si no sería aúnposible reparar el daño.

—Lo…, lo siento,mademoiselle. Me dejé llevarpor mis pensamientos. Olvidédónde estaba. ¿Cuánto tiempohe estado chachareando? Debode haberla aburrido. Dilly diceque la aburro en formahorrible. Buena chica estaDilly, no sé por qué usa esepeinado. Parece de colegiala,¿verdad? ¿Conoció usted alhermano de Dilly,mademoiselle? Un tipoexcelente. Caray, una vez lo virealizar un tiro de golf que…,pero eso no ha de interesarle a

usted. ¿Juega usted golf?¡Hermoso juego! ¿Tendré elplacer de verla en el barco?

Ella sonrió extrañamente.—Ya llegamos a Dover,

monsieur —dijo, sin responderla pregunta.

En el momento siguiente,marchaba por el corredor enpos del encargado del pullman,habiéndose inclinadoligeramente ante Hartley alponerse de pie. Hartley sepreguntó si se habíaequivocado al pensar que, enese momento, los labios de la

muchacha formaronsilenciosamente las palabrasau revoir.

Capítulo III

CON EL ESPÍRITU aliviado porsus propios reproches, Hartleybajó del tren, y con semblantesoñador se encaminó al barco.Ya sin Marie, se sentía casicomo antes; incluso caminabacon más pereza.

—¿Sillas, señor? —preguntóun marinero.

—Dos —murmuró él; yentonces recordó que sóloquería una. Definitivamente,algo raro le pasaba. Decualquier manera, deseó que

Marie viniese a sentarse juntoa él. Mientras tanto, podíaponer su valija en la silladesocupada.

Durante los veinte minutossiguientes, reinó una ruidosaconmoción. Los pasajerossubían a bordo en torrentes.Los marineros corrían de unlado a otro proporcionándolessillas. Los cargadores delmuelle caminabantambaleantes bajo grandespilas de baúles y maletas.

Con mirada ansiosa,Hartley escrutaba los rostros

de todos los que pasaban,esperando ver en cualquiermomento aquél que estabaindeleblemente grabado en sumemoria. Había hombres ymujeres de todas lasnacionalidades; un grupo deasombradas personascaminaban cómo ovejasperdidas, guiados por unhombre de uniforme. Susequipajes, cubiertos debrillantes etiquetas, losidentificaban como turistas.

Había italianos, franceses,americanos, alemanes; había

ricos trotamundos, soldados enasueto…, ¡pero nada de MarieArnaud!

Hartley miró su valija ysoltó una maldición. De nohaber sido por ella, hubierapodido revisar todo el barco.Pero no se atrevía a dejarla.

La corriente humana cesó;casi todo el mundo estabainstalado en su silla. Pocossegundos después, una ligeravibración anunció que el barcose había puesto enmovimiento.

El viaje a través del canal

duraba una hora, pero aHartley le pareció eterno.Caminaba de un lado a otro,sin perder de vista su valija.Incluso le pagó a un marineropara que buscara a Marie,describiéndosela lo mejor quepudo, pero todos sus esfuerzosresultaron vanos. O la joven seescondía, o había alquilado uncamarote.

Hartley fue el primero endescender del barco, y su valijafue la primera en cruzar laaduana. Luego, se paró en elumbral a esperar, pero aunque

permaneció allí hasta oír elsilbato del tren no vio rastroalguno de Marie. El últimopasajero atravesó la puerta; eltren se dispuso a partir.Hartley lo abordó, pensandoque por alguna razón Marie nohabía alcanzado el barco.

Pronto halló su lugar, queestaba reservado conanticipación, pero vio condisgusto que el carro iba lleno.Comparó la travesía con elviaje a Dover —un asientocómodo, una mesita enfrente,y, por supuesto, Marie—; como

era de esperarse, el trenfrancés salió perdiendo.

Hartley había encargadouna comida para la primeraronda de cena; ahora se alegróde ello, pues tenía hambre.Pero al ver que todos suscompañeros de carro estabancenando al mismo tiempo queél, deseó haber esperado hastala segunda o tercera ronda.

Sin embargo, la comida erabastante buena, y le dio algoque hacer durante casi trescuartos de hora.

Después, regresó a su

asiento. Uno tras otro, losdemás pasajeros siguieron suejemplo, y pronto elcompartimiento estuvo llenootra vez.

Ya había anochecido.Hartley se asomó a laventanilla y no pudo ver másque el reflejo de suscompañeros de viaje, de modoque se dispuso a leer un libro.

Habiendo avanzado cuatropáginas descubrió súbitamenteque no había asimilado unasola frase. Disgustado, cerró eltomo y, no teniendo nada que

hacer, se puso a observar a lagente que lo rodeaba.

Enfrente de él había unhombre con el aspecto delfrancés típico, probablementecomerciante o arquitecto, conapariencia próspera.Evidentemente viajaba solo.No hablaba con nadie, y ellibro que leía era, a juzgar porel título, bastantepornográfico.

Junto al francés iba unapareja de edad madura yaspecto extraordinariamentearistócrata. Ricos, de seguro;

sus ropas eran de la mejorcalidad. La mujer eramaravillosa; su esbelta siluetase debía seguramente a uncorsé, pero de cualquier modoera magnífica.

Al lado de Hartley viajabaun hombre de nacionalidaddudosa. Hartley pensó que erainglés o alemán, o quizá sueco.Leía un periódico italiano, perono parecía pertenecer aninguna raza latina.

Tras mucho meditarlo,Hartley se decidió porInglaterra, y estuvo tentado de

ofrecerle al hombre un cigarropara ver si tales deduccioneseran correctas. Abandonandola idea, volvió su atenciónhacia la última pasajera,sentada al otro lado delsupuesto inglés.

Pudo mirarla con másatención que a los otros, yaque a éstos debía mirarlosdirectamente y la cortesía leimpedía hacerlo durante unlapso prolongado; en cambio,el rostro de la mujer sereflejaba en el cristal con todaclaridad y él podía observarlo a

sus anchas.Tendría alrededor de

sesenta años, pero era evidenteque había cuidado su belleza,pues, aunque su piel mostrabasombras y arrugas, poseía unanotable tersura juvenil.

Su ropa era sencilla, perolimpia y cuidada. Sobre sucabello blanco como la nievehabía un sombrerito. El rostrole recordaba a Hartley algo;revisando su memoria, pensóen una película. ¿Era acasoactriz?

Pero no; no tenía el tipo.

Además, hablaba a menudocon la pareja aristócrata. Eraquizá la madre de alguno deellos, o la vieja nana de lafamilia.

Hartley bostezó. ¡Qué calorsofocante hacía en el carro! Esraro, pensó, que siendo losfranceses tan amantes del airelibre, se preocupen tan pocopor la ventilación de sushabitaciones y transportes.

¿Cómo podían soportaraquel horrible bochorno?Hartley parpadeó y luego cenólos ojos, sólo para volver a

abrirlos un segundo después.No podía, no debía dormirse.

Alzó la vista hacia lacanastilla de equipajes. Suvalija parecía segura.

Los párpados le pesaban;pensamientos absurdosacudían a su mente. Si todasaquellas personas supieran loque la valija contenía; si todasfueran espías y de repente, enun momento dado, se lanzaransobre él… De nada le valdríadefenderse. Podían, porejemplo, agarrarlo entre todos,ponerle sobre la cara un paño

empapado en cloroformo, y encuestión de segundos loreducirían a la impotenciaabsoluta.

No; era estúpido. Alguienvería la escena desde elcorredor…, a menos que la luzestuviera apagada. Si uno deellos apagaba la luz… Desde elcorredor brillantementeiluminado, no podría versenada de lo que pasara en elcompartimiento obscuro.

Qué ridículas tonteríasestaba pensando. Espías,ataques…, ¿era posible que la

anciana de cabello blancoatacara a alguien? ¿Tenía carade espía el marido aristócratao su mujer? Acaso elarquitecto, o el hombre delperiódico italiano… Hartley riopara sí mismo.

La gente alzó la vista y lomiró, y él se dio cuenta de quehabía reído en voz alta.Ruborizándose, volvió elrostro.

— D e s p i e r t e , monsieur.Despierte.

Hartley abrió sussoñolientos ojos, sólo paravolverlos a cerrar en el acto.

—¡Oh! Vete, Jennings.Déjame dormir otra hora.

La respuesta fue otraviolenta sacudida.

— D e s p i e r t e , monsieur.Despierte.

¡Jennings hablandofrancés! ¡Qué demonios…!Hartley despertó por completo.El tren estaba detenido; lasúnicas personas en el carroeran él mismo y un sonrienteempleado ferroviario.

Su memoria volvió con larapidez del rayo. Alzando lamirada hacia su preciosavalija, exhaló un suspiro dealivio. Estaba tal como lahabía dejado.

Dio al empleado unagenerosa propina. Con la valijaen la mano, caminó hacia lasalida, y una vez fuera de laestación, llamó un taxi. En eltrayecto a la embajada,empezó a jugar con lascerraduras de la valija. Ésta seabrió de pronto.

Su ropa estaba en desorden.

Con febril conmoción la sacó yoprimió el resorte secreto. Elfondo falso se alzó, pero elhueco estaba vacío; el sobreque contenía los papeles habíadesaparecido.

Lo habían derrotado. Y lossospechosos eran todos losocupantes de sucompartimiento.

Quedó un rato con lamirada fija. ¿Qué iría a decirsu tío? Empezó a sonreír, peroen ese momento percibió untenue olor a perfume.

Agachándose, olfateó el

interior de su valija. Sí; nohabía duda. El forro habíaestado en contacto con unperfume; un perfume queHartley había olido antes. Eraun aroma delicado, querecordaba al de las violetas, loslirios del valle… ¡Por supuesto!Se trataba de un perfume quehabía percibido ese día por vezprimera: el perfume fabricadoexclusivamente paraMademoiselle Marie Arnaud.

En la embajada, Hartley fueconducido directamente a laoficina del embajador. Y allí

recibió una sorpresa. Al ladodel embajador esperaba su tío.

El comandante Withamsonreía alegremente; nuncahabía lucido tan satisfecho. Elcorazón de Hartley se encogió.

—Bien, muchacho, conquellegaste sano y salvo —saludó—. Sin duda te sorprenderáencontrarme aquí.

—Es que decidí darte unasorpresa. Vine a felicitarte porel éxito de tu misión, y acelebrarlo junto contigo.Tomaremos unas copas juntos,¿eh? ¿Qué dices, muchacho?

Pásame la valija.Hartley obedeció sin

pronunciar palabra. Elcomandante sacó unas llaves.

—No necesitas llaves, tío.La valija está abierta.

—¿Eh? ¿Qué dices? —exclamó el comandante comosi no pudiera dar crédito a susoídos—. Estás bromeando,muchacho.

Empujó la cerradura, que seabrió instantáneamente.Entonces, el comandante supolo que había sucedido.

—Conque te derrotaron,

Hartley. «Mystery» ha vuelto asalirse con la suya —dijo,calmadamente—. Debí haberlosupuesto. Es una bruja, unaverdadera maga. Cuéntame.

Hartley narró su historia:cómo se quedó dormido, cómoal despertar la valija había sidosaqueada…, pero no dijo nimedia palabra acerca de MarieArnaud ni de su perfume.

—No pretendo buscarexcusas, tío —declaró jaraterminar—. Mi descuido fuecriminal.

El comandante negó con la

cabeza.—No, Hartley, no fue

descuido. No te atormentes;muchos hombres con másexperiencia que tú han sidoincapaces de derrotar laastucia de «Mystery».

—Pero dormirme en vez decuidar la valija…

—Muchacho, te dormisteporque te dieron una droga.Cenaste, ¿verdad? Tomastecafé.

Hartley asintió. Su tío alzólos hombros.

—¡Te drogaron! —dijo-Pero

no te preocupes, hiciste lomejor que pudiste; aunquehayas fracasado…

—¡Fracasado! —dijoHartley, con voz calmada—.¿Quién dice que fracasé?

Hubo un silencio; laatmósfera, tensa, parecíacargada de electricidad.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, atónito, elcomandante Witham.

—No fracasé —declaróHartley, en tono triunfal.

—¡No comprendo! —su tíoagitó las manos con aire

desalentado.—Querido tío, a veces un

espejo sirve para algo más quepara decorar una chimenea.Por ejemplo, sólo durante unbreve momento, el criado deusted se descuidó.

Hartley hizo una pausa.—Sí, sí; prosigue.—Lo vi asomarse a donde

estábamos. Eso despertó missospechas. Pensé que seríabueno tomar precauciones.Recordará haber puesto lospapeles en el compartimientosecreto. Luego se volvió para

buscar las llaves. En esosbreves momentos, substituí lospapeles. Cuando usted sevolvió de nuevo, yo estabaempacando mi ropa, como sinada. En otras palabras, lospapeles que «Mystery» robó, sies qué ella fue la culpable, noeran más que cosas mías sinningún valor; poemas, una odos cartas…, pero ¿quéocurre?

Se incorporó, alarmado. Elcomandante respiraba condificultad; su rostro tenía untinte violáceo. Cuando

recuperó el aliento, gruñó:—¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío!Hartley no había pensado

que sus buenas nuevastendrían este efecto. Se dijoahora que hubiera debido darcon más calma el informe desu triunfo.

Acercándose a su tío lepalmeó el hombro.

—¡No resulté tan malodespués de todo!, ¿verdad, tío?

El comandante lo miró conexpresión de ira.

—¡Eres un tonto, unperfecto imbécil! Has

fracasado. Los papeles que tedi eran falsos; yo quería que«Mystery» los robara. ¿Creesque de no haber sido asíhubiera escogido a un idiotacomo tú? Por supuesto, no sete ocurrió que lo más lógicoera mandar por avión losdocumentos verdaderos. No mehables, por amor de Dios. ¡Oh,maldita sea!

Pero Hartley no teníaninguna intención de hablar.Ni hubiera podido hacerlo.

Capítulo IV

LA ANCHA LLANURA se extendíapor varios kilómetros; luego,su horizonte se alzabasuavemente y se disolvía en elcielo azul grisáceo de lamadrugada. Allí, al borde de lallanura, cerca del umbrosobosque que la interrumpía,estaba Hartley Witham.

Con ojos intrigados mirabaalgo distante; algo que semovía caprichosamente entrela niebla y parecía un enormepájaro indeciso, incapaz de

decidir qué dirección debíatomar.

Pero Hartley conocía muypoco las aves de su propio país,y menos aún las de Francia; demodo que observaba conadmiración. El gran pájaro semovía con rapidezinconcebible; volaba casi alras del suelo para elevarsevertiginosamente hasta unaaltura de cien o doscientosmetros; permanecía quietoalgunos minutos y luego, conla misma velocidad, se alejabahasta perderse de vista, para

regresar en el acto y volver adescender.

Esto prosiguió durante unosdiez minutos, y luego, Hartleyse dio cuenta de que el ave seacercaba hacia él, rauda comoel viento. No tardó en percibirun levísimo ruido de motores.El tal pájaro era en realidad unaeroplano.

El aparato se acercaba albosque, y su sonido se ibahaciendo más fuerte. Aun así,Hartley se maravilló de losilencioso que era. Ahoraestaba sobre su cabeza, y no

hacía más ruido que el escapede un auto normal. De elevarsea una altura mayor,probablemente nadie lo oyerapasar.

Y no era éste su únicoatributo maravilloso. Conasombrosa brusquedadaminoró su velocidad dehuracán, y con grácilmovimiento descendió a tierra,casi en picada.

Fascinado, Hartley miró elaeroplano que ronroneabasuavemente a medio kilómetrode distancia. Sabía ya, sin

sombra de duda, qué era lo queacababa de presenciar. Setrataba nada menos que de lassecretas maniobras de pruebade un avión, un aparatomaravilloso que volaba casicomo las aves, un inventoadelantado varios años a todoslos demás en velocidad, diseñoe importancia militar.

Lentamente, la expresiónde interés Se desvaneció,dando paso a la tristeza, puesHartley recordó que no era ensu propio país donde, poraccidente, había asistido a

esta prueba secreta, sino enFrancia. Por lo tanto, el aviónera francés. Qué lástima quetan maravilloso invento noperteneciera a Inglaterra. Conun escuadrón de talesaeroplanos, la defensa de laisla volvería a serinexpugnable.

Al pensar esto, Hartleyrecordó a su tío. ¡Su tío! Sinduda, el comandante debía sernotificado de la existencia delaeroplano, siendo como erajefe del Servicio SecretoBritánico.

Los ojos de Hartleybrillaron. Quizá ésta era laoportunidad de probarle alcomandante que su sobrino noera tan tonto. Si gracias aHartley se conseguían losplanos del avión, nadie seatrevería a llamarlo idiota.

Hartley quedó absorto ensus pensamientos. ¡Qué grantonto había resultado porquerer hacerse el listo! Pero élno tenía la culpa. Elcomandante había aparentadotenerle confianza, y a estaconfianza Hartley había

respondido con creces;mostrando una inesperadaastucia y rapidez depensamiento, había logradoburlar a sus misteriososenemigos.

Que al hacerlo hubiesenulificado los cuidadososplanes de su tío, no era culpade nadie más que de éste. ¡Si elcomandante hubiera confiadoverdaderamente en él, en vezde simular hacerlo!

Los días que precedieron asu viaje a Francia habían sidocelestiales. La misión lo había

sacado de su apatía; más aún,lo hizo descubrir en sí mismocapacidades insospechadas.Nunca, desde la guerra, sehabía divertido tanto. Existíaen él un oculto amor por laaventura y el peligro; en elfondo, amaba la lucha… Y estoera lo que el comandante nohabía tenido en cuenta.

El aeroplano se elevó comouna flecha, y la mente deHartley fue llamadabruscamente al presente. Elsecreto de la misteriosa navedebía, a cualquier costo,

llevarse a Inglaterra. Tenía quenotificar en el acto alcomandante. Estuvo a puntode salir corriendo paraalcanzar el Rápido a París,pero una vocecilla empezó asusurrarle al oído insidiosassugerencias, regocijadasproposiciones. Su boca formóuna sonrisa divertida. ¿Por quédecirle a su tío? ¡Quizá él solopudiera obtener los planos!

Permaneció mirando alfrente, sus ojos fijos en elavión que se alejaba. Unaextraña emoción lo inundaba,

haciendo vibrar sus músculos.A su alrededor flotaba el dulcearoma de un jardín, un olorindescriptible, mezcla deespliego, violeta y jazmín.

Sonrió a más no poder; sucuerpo se estremecía conextraño deseo, su corazónlatía tan fuerte que casi losofocaba. Aspiró hondamente,y la delicada sutileza delperfume se mezcló con lafrescura de la madrugada, quellenó sus pulmones y sucuerpo.

—¿Reconoce el perfume,

monsieur?Una suave risa, como

musical campanilleo. Hartleyse volvió. Sus ojos brillabancon un destello triunfal.

—¡Mademoiselle Arnaud! —saludó, con una inclinación—.Este inesperado encuentro mellena de placer.

—¡Inesperado! —repitió ella,con imperceptible ironía. No laprolongó; acto seguido desvióla conversación—. Me hubierasorprendido menosencontrarme con usted enParís, monsieur.

—Y yo más, dijo él,sonriendo.

Ella alzó las cejas.—Pero si a mí me encanta

París, monsieur.—Hace dos días usted viajó

hasta Dover, pero no abordó elbarco que cruza el canal.

Ella observó el bosque quese extendía a su izquierda.

—¿Qué lo hace pensar talcosa?

—La busqué por todaspartes.

—¿Por qué, monsieur?—Porque deseaba gozar el

placer de su compañía. Teníala esperanza de continuarnuestra conversación.

Marie sonrió.—Estoy sorprendida,

monsieur. Cambió usted detema con tanta brusquedadque pensé que la seriedad lohabía aburrido.

La protesta temblóindignada sobre sus labios,pero la contuvo al ver latrampa. Recordó las palabrasde su tío, hipócritas sin duda,pero ciertas a pesar de ello.

Si se desenmascaraba una

vez más ante «Mystery», si ledaba ocasión de pensar que eraen realidad diferente de lo quetodo mundo creía, ¿de qué leserviría creerse digno deingresar al Servicio Secreto?Tenía que actuar, para que«Mystery» pensara que sólo porsuerte había ganado (en lo quea ella se refería) el primerasalto; que el cambio depapeles se debía más aldescuido que a la astucia.

Sabía que el criado de su tíohabría presentado a «Mystery»un reporte completo. De modo

que, a no dudarlo, ella estabaal tanto de lo que el propiocomandante pensaba de susobrino. Esta sería una batallade ingenios entre «Mystery» yél.

—Fue grosero de mi parte —repuso cándidamente, paraconfirmar los cargos que ellale hacía—, pero algo me llamóla atención.

»Sabe usted —prosiguió, entono confidencial—, una mujerbonita siempre me hace hablarmás de la cuenta, y cuando mepongo demasiado serio, me

duele la cabeza.El ceño de Marie se frunció

ligeramente, y Hartley sonriópara sí. Supuso que la jovenestaba recordando laconversación sostenida en elpullman, y su preguntasiguiente confirmó talsospecha.

—Monsieur, ¿dice ustedsiempre la verdad?

Hartley aparentósorprenderse.

—Sólo cuando es necesario.La frase era un comentario

común, digno de la clase de

persona que él aparentaba ser.Por lo menos eso creyóHartley, y quizá Marie Arnaudcayó en el engaño. Sinembargo, él hubiera jurado queen sus frases siguientes habíaun matiz de burla.

—La última vez que nosvimos, me dijo usted que lasmujeres no le interesaban enabsoluto. Ahora, me dice quelas mujeres bonitas lo hacenhablar más de la cuenta.

Hartley rio levemente.—¿Son tan incompatibles

esas dos observaciones,

mademoiselle?—Tal vez no, monsieur.

¿Quiere usted decir que,aunque las mujeres lo hacenhablar, sigue sin interesarse enellas?

Él asintió afablemente,aunque el tono de la preguntalo hirió.

—Ése era exactamente mic a so , mademoiselle…, hastaantes de conocerla a usted.

¡Cuánto hubiera deseadopoder pronunciar esas palabrasen serio! Pero tuvo que decirlasen tono ligero, convirtiéndolas

así en un cortés embuste.La miró, tratando de

descubrir el efecto que susfrases habían producido, peroel hermoso rostro noexpresaba ninguna reacción, yaunque Hartley notó que lajoven se hallaba pensandolaboriosamente, no pudo nisiquiera imaginar cuáles seríansus pensamientos.

Por su parte, él pensó en locurioso de esta reunión. Cadauno sabía el secreto del otro.Hartley estaba seguro de queMarie era «Mystery». Marie

sabía que él trabajaba para elServicio Secreto; sin embargo,él llevaba la ventaja, puestenía pruebas definitivas deque ella era «Mystery»; ella, encambio, no conseguía aúndescubrir si Hartley era unsimulador excepcionalmentelisto, o un verdadero tonto.

Por si esto fuera poco,Hartley estaba al tanto de queella conocía su secreto,mientras que Marie no teníapor qué sospechar que élconocía el suyo. En esemomento, el joven tenía dos

triunfos en la manga…, y sipodía convencer a lamuchacha de que sólo era untonto, tendría tres.

Pero otra idea acudió a sucerebro. ¿Cómo había podidoMarie ganar el sobrenombre de«Mystery»? De seguro su tíobromeaba al decir que docenasde espías británicos, franceses,alemanes y norteamericanosllevaban años buscándola sinningún éxito. ¿Qué demisterioso había en ella si él,un simple aficionado, pudodescubrir su identidad pocas

horas después de conocerla?¿Era todo aquello parte de

las mentiras del comandante?;¿era su romántica historiaacerca de «Mystery» nada másque un engaño? ¡Pero no!Hartley recordó la cara quehabía puesto el comandante alenterarse de la victoria de susobrino. Era indudable que elviejo Withman tenía miedo, dela astuta espía.

—¡Y yo lo he hechocambiar! ¿Puedo saber por qué,monsieur?

No hay mentira más

increíble que la misma verdad.Hartley la dijo, sin poder evitarque su voz asumiera un tonocálido.

—Porque usted es diferente,Mademoiselle; completamentedistinta de las demás mujeres;porque en usted hay algo queme atrae más de lo que mehan atraído todas las mujeresque conocí hasta ahora.

Una sonrisa incrédula agitólos labios de Marie.

—¡Cuánto honor, monsieur!¡Pensar que no sólo lo hehecho hablar, sino que,

además, lo he interesado!Hartley miró hacia otro

lado, y sintió los ojos de lajoven recorrer su perfil,tratando de averiguar laverdad. Sonrió para sí mismo,pensando que los honores deeste duelo verbal podían yaconsiderarse suyos. A juzgarpor su voz, Marie estabadesconcertada; en su tonohabía habido un leve matizinterrogativo, matiz queseguramente, creía Hartley,existía, asimismo, en suspensamientos.

Se preguntó qué habría ellapensado de saber que laspalabras de él eran sinceras.

—¡Mademoiselle! No esjusto que se burle de mí. Hablosinceramente. ¡Se lo juro!

Le costó trabajo hablar envoz alta; las palabras le salíandel corazón y tendían aexpresarse en tierno susurro.Pero brotaban de sus labios enforma tan espontánea, que suinterlocutora cayó en elengaño.

Marie rio suavemente.—Acaso algún día pueda

darle oportunidad de probar subuena fe, monsieur…, enalgún sitio más apropiado queéste.

De nuevo el ligero tono depregunta. Marie lo estabasondeando con delicadeza,tratando de averiguar elporqué de su presencia allí.

La bruma de la madrugadase disolvía lentamente, y el solempezaba a asomarse porencima de las distintasmontañas. El aeroplano habíadesaparecido, pero,escuchando con atención,

Hartley pudo oír su levísimoruido.

Simultáneamente, se leocurrió por vez primera unapregunta que lo sobresaltó:¿Qué hacía allí «Mystery»?¿Cómo había ocurrido laextraordinaria coincidencia deque se encontraran de estamanera, tan de mañana, en unlugar a ciento cincuentakilómetros de París?

El zumbido del aeroplano lehizo pensar que tal vez nofuera una coincidencia, almenos en lo que a ella se

refería. Recordó la ironía conque la joven había repetido lapalabra «inesperado»,refiriéndose a su encuentro.

«¡Inesperado!». ¡No para«Mystery»! Como maríposillasalrededor de una vela, losagentes secretos de todo elmundo estarían, sin duda,revoloteando en torno deaquella región, tratando deobtener informes acerca delnuevo aeroplano; y entre ellosno podía faltar, de ningunamanera, la espía másinteligente del mundo,

«Mystery».La situación había sido

humorística desde el principio,pero ahora se convirtió en unafarsa delirante. Hartley estabaallí por pura casualidad, peroobviamente Marie no lo creíaasí. Hartley se dio cuenta deque, ante los ojos de la joven,él había ido por la mismarazón que ella: para obtenerlos planos del maravillosoavión.

¡Con razón estabaextrañada! Hartley se sintióseguro de que estaba pensando

en él, tratando de desentrañarsu contradictoria conducta.

Una vez más, dijo la verdad:—No es un paisaje muy

apropiado para la seriedad,¿verdad? Estoy alojado conunos amigos en el Chateau deBrenninçaux. Dormí mal todala noche; luego, salí a tomarun poco de aire. Llegué hastaaquí, y cuando me hallabacontemplando la salida del sol,aparece usted como por arte demagia. Voilá.

—¿Contemplando la salidadel sol, monsieur? —Marie

alzó la vista; en sus pupilashabía un brillo travieso—.¿Sólo eso estabacontemplando?

Hartley quedó atónito antela audaz pregunta. Parecíainconcebible que Marietraicionara así suspensamientos. ¿Se trataría deuna trampa?

—Pues no, ahora que ustedlo dice, no era sólo el sol —repuso con naturalidad—. Mepuse a mirar un aeroplano queandaba brincoteando por allí.Volaba bastante rápido.

No sabía si la respuesta quehabía dado era la adecuada. Noestaba acostumbrado a estejuego verbal.

—¡Claro que volaba rápido,monsieur! Es el avión másveloz del mundo.

Hartley hizo un gesto deasombro.

—¡Caray! Suena de lo másinteresante. Lástima; debíhaberle prestado másatención.

Su lamentación era sincera.Pero esperaba remediar la faltaen un futuro no muy lejano.

Miró su reloj, con airetitubeante, y Marie adivinó suspensamientos.

—¿Hora de su desayuno,señor Witham? —preguntó.

Él esbozó una tímidasonrisa.

—Este clima siempre meabre el apetito —murmuró,como disculpándose—. Peropuedo acompañarla…, este…, asu hospedaje…

Se interrumpió, comoinvadido por la cortedad. Mariele sonrió.

—Claro que, sí, monsieur.

Me encantará gozar de sucompañía. Vámonos en elacto.

Él titubeó.—Este…, ¿dónde se hospeda

usted?—En el mismo lugar que

usted —respondió ella,dulcemente—. En el Chateaude Brenninçaux.

Capítulo V

EL COMANDANTE WITHAM alzóla vista sorprendido cuando susobrino entró al cuarto queocupaba en un lujoso hotelparisino.

—Caramba, Hartley, noesperaba tu visita. Te creí enBrenninçaux, con los Stael.¿Qué haces aquí tan pronto?

—Vine sólo por este día,para hablar con usted dealgunos asuntos —replicóHartley, instalándose en uncómodo sillón.

—Ya sé; necesitas dinero —gruñó el comandante.

Hartley sonrió.—Querido tío, apuesto a que

en este momento yo tengo másdinero en el bolsillo que usted.

—Menos mal. Pensé que tehabía dado por derrochar.Bueno, ¿de qué se trata?

Hartley miró de reojo alcomandante.

—¿Tuvo fiesta anoche, tío?—Sí, maldita sea. Fue… —se

interrumpió bruscamente, ymiró con suspicacia a Hartley—. ¿Qué insinúas?

El joven rio.—Nada, tío; que bebió usted

un poco más de la cuenta.—Puede ser. Nadie es más

tonto que un viejo tonto. Bebíwhisky y champaña, y esamezcla es más que suficientepara derribar a cualquiera.Pero ya me siento mejor.

—Me alegro.Hartley hizo una pausa,

pero sólo por breves segundos.Ya que estaba aquí,despacharía su asunto lo másrápido posible.

—Tío —dijo—, quiero

ingresar al Servicio Secreto.—¿Qué dices? —exclamó,

atónito, el comandanteWitham—. Debes de estar loco,Hartley.

—¿Por qué? —preguntó,calmadamente, el joven.

—¿Por qué? —repitió elcomandante. Hizo una pausapara rascarse la barbilla;luego, respondió, con voz débil—: Pues no sé bien por qué.Supongo que dices eso sóloporque no estás bien enteradode cómo andan las cosas.Muchacho, te aconsejo que

olvides esos planes.Hartley frunció el ceño.—Pero ¿por qué, tío? —

insistió—. Deme al menos unarazón.

—Hay miles de razones. Enprimer lugar, el peligro. Laprofesión más peligrosa delmundo es la de espía. A pesarde que los agentes secretostrabajan para el gobierno, nocuentan con ningunagarantía. Si son apresados porun gobierno extranjero, denada les vale pedir auxilio a supatria. Tienen que pasar varios

años en prisión…, y eso si nohay guerra, pues en tal casoson fusilados en el acto.

—Olvidas, tío, que estuve enla guerra.

—Sí, estuviste, y te portastemagníficamente, pero la cosaaquí es muy distinta. No es lomismo encarar un batallónalemán que estar solo, rodeadode enemigos ocultos, perdidoen la obscuridad. Además, unespía no sólo tiene que temerlas fuerzas organizadas de losotros países, sino también lasfuerzas secretas, el

contraespionaje.»Si uno de nuestros agentes

aparece muerto en un callejón,no hay nada que hacer. Elasesino escapará, y la policíadel país en cuestión no haránada por atraparlo. Elespionaje es un juego sucio,aunque, Dios lo sabe, algunosde nuestros hombres soncaballeros de la cabeza a lospies, y hacen todo por elbienestar de su patria. Sonhéroes desconocidos que noesperan recompensa alguna.

Hartley asintió, con aire

meditabundo.—Todo cuanto dices, tío, es

muy interesante, pero no medisuade de ingresar alservicio…, si quieresaceptarme. Antes al contrario,la idea me atrae más quenunca.

El comandante miró condesconcierto a su sobrino.Abrió la boca como para deciralgo; luego, la volvió a cerrar ypasó un rato hundido en lameditación, mirándose lasuñas. Cuando por fin habló,fue para continuar la

conversación.—Piensas demasiado rápido,

Hartley. Aún no termino. Otracosa importante es que todosnuestros agentes son hombresy mujeres expertos yentrenados. No los escogemosasí como así, y la mayor partede las veces no usamos espíasingleses. ¡Ah! Veo que teasombras. ¿Sabías, Hartley,que antes de la guerra, unagran proporción de nuestrosagentes eran alemanes? ¿Porqué?, te preguntarás. Porquelos alemanes son los mejores

espías del mundo, y porquepodíamos confiar en ellos.

»Desde luego, no losmandábamos a espiar a supropia patria. Eso hubierapodido resultar fatal, puesfácilmente nos hubierantraicionado. Pero eran de granutilidad en Rusia, Noruega,Suecia, y la mayoría de lasnaciones de Europa oriental.En Francia usábamos rusos, yen Italia y España, franceses.

»Lo más extraordinario delcaso es que los alemanes quetrabajaban para nosotros eran

mejores espías que los quetrabajaban para su propio país.Se cree comúnmente que antesde la guerra, Alemania tenía lamejor y más extensa red deespionaje de todo el mundo.Pero tal cosa es mentira…Bueno, todo esto no viene alcaso. Mi…, mi intención noera decirte un discurso; sólodeseaba que comprendiesesque…, que debo ser franco,Hartley; los miembros delServicio Secreto tienen que serpersonas preparadas, astutas,inteligentes. Si no poseen

estas cualidades, y muchasotras, acaban frente alparedón. Me duele decírtelo,Hartley, pero la verdad es quesi tú fueras espía, te fusilaríanantes de dos semanas.

Hartley sonrió, conamargura.

—¿Y toda la fe que usteddecía tenerme?

Ruborizándose, elcomandante esquivó la miradaacusadora de su sobrino.

—Lo siento, muchacho —murmuró—. Como te dije, elespionaje es un juego muy

sucio, y a veces uno tiene queolvidarse de sus sentimientosen aras del deber.

Hubo una pausa. Amboshombres se concentraron ensus propios pensamientos.Finalmente, Hartley habló:

—Dime, tío, ¿qué razonestuviste exactamente parahacer lo que hiciste en elasunto de los papeles? ¿Porqué me cubriste de elogios,aparentando confiar en mí,cuando todo el tiempo mecreías un perfecto idiota, ypensabas aprovechar eso?

—Estás resentido, Hartley.Supongo que no puedoreprochártelo. Tuve muchasbuenas razones para todo loque hice. ¡Escucha! Supe que«Mystery» se había enterado dela alianza entre Inglaterra ylos Estados Unidos, y queestaba usando todos los mediosa su alcance para obtenerinformación al respecto.Teniendo en cuenta su enormeastucia (nunca hay quesubestimar a los contrarios,muchacho), temí que tuvieraéxito, de manera que decidí

despistarla.»Falsifiqué un juego de

papeles. Calculé que siconseguía que «Mystery» losrobara, pensando que erangenuinos, ganaríamos eltiempo necesario para que laalianza se concertara sinmolestia alguna.

»El próximo paso erapreparar el robo. Desde luego,lo mejor era que «Mystery»robara los papeles al mensajeroque debía llevarlos a París;pero ¿qué mensajero sería ése?Si usaba un agente secreto,

«Mystery» sospecharíainmediatamente en caso deobtener los papeles condemasiada facilidad.

»Lo mismo pasaría con unemisario real, e inclusoconmigo mismo, y en general,con cualquier persona que«Mystery» conociera. Entonces,pensé en ti. Sabía que podíaconfiarte mi secreto; créeme,Hartley; pero, por lo demás…,pues, no tenía mucha fe en ti.Calculé que no podrías evitarcometer algún error, que poruno u otro método «Mystery»

lograría quitarte los papeles. Elresultado era seguro: ¿cómopodías tú, un novicio,enfrentarte con alguien como«Mystery»? —El comandantealzó los hombros—. Meequivoqué. Fuiste capaz deburlarla, Hartley, y por esodebes ser felicitado. Lástimaque al triunfar hayas destruidomis cuidadosos planes. Lospapeles están ahora en París ydeben volver pronto a Londres.Espero que «Mystery» no nosgane el segundo asalto.

—Yo en tu lugar, tío,

mandaría esos papeles aLondres lo más pronto posible—dijo Hartley, con vozcalmada.

El comandante Withamalzó rápidamente la vista.

—¿Qué quieres decir?—Que ahora es buen tiempo

para hacerlo, mientras«Mystery» está ocupada en otraparte, tratando de conseguirlos planos del avión Maurcot.

—¡Buen Dios, muchacho!¿Qué sabes del avión Maurcot,y de «Mystery»?

Hartley rio.

—Para ser un imbécil, sémuchas cosas, ¿no es así, tío?Sé, por ejemplo, que Maurcotha inventado un aeroplano tanmaravilloso que, comparadocon él, el mejor aviónexistente no es más que unlento caracol. El aviónMaurcot puede doblar sus alascomo un pájaro, volar a casiquinientos kilómetros porhora, elevarseperpendicularmente, y si vuelaa más de cien metros dealtura, no es sólo casisilencioso, sino también

invisible.»Puedo decirle, asimismo,

que «Mystery» se encuentra enestos momentos a menos detreinta kilómetros del hangarMaurcot. Está hospedada conunos amigos que conoce desdehace cinco años.

Mudo de asombro, incapazde creer lo que oía, elcomandante miró a su sobrino.

—¿Qué…, qué…; cómodemonios…, cómo supiste todoeso? —tartamudeó, nervioso.

Hartley abrió su cigarrera,eligió un cigarro y lo encendió

con molesta lentitud.Exhalando una bocanada dehumo, replicó:

—Pero, supongo que susespías ya lo han informado detodos estos detalles, ¿no esasí?

El comandante miró aljoven durante varios segundos,sin pronunciar palabra. Eracomo si estuviera meditandomuchos problemascomplicados. Cuando volvió ahablar, su voz era nuevamentecalmada y llana.

—Bueno —dijo—, es hora de

que pongas las cartas sobre lamesa. Empiezo a notar que meequivoqué de cabo a rabo aljuzgarte, Hartley. Ahora teestás vengando de ello, pero,como ya dije, no puedoreprochártelo. En estosinstantes me doy cuenta deque lo que te dije en Inglaterraera verdad: bajo tu afectadaindiferencia, bajo tu aparenteapatía, hay algo que nuncasospeché.

»Eso me complace más de loque puedo expresar enpalabras. Tu padre, muchacho,

era hermano mío, y un hombremagnífico. No sabes cómo meha dolido verte perder tiempoen compañía de esos jóvenestontos que creen que el mundono es más que un gran salónde baile. Supongamos que medices algo más acerca de tusdescubrimientos.

Había una gran sinceridaden la voz del comandante. Noestaba actuando esta vez.Hartley sintió un gran afectopor aquel caballero de cabellogris que con tanto éxitoengañaba a todo el mundo.

—Muy bien, tío. Antes quenada, será necesario recordarel día en que usted empacó losdocumentos falsos. Como ya ledije, vi que su criado nosespiaba, y llevé a cabo mipequeña treta de substitución.

»En los momentos en quemi tren iba a salir, meencontré con una vieja amiga.Había ido a la estación adespedir a una amiga suya, queregresaba a Francia. Nospresentó, y luego, por extrañacoincidencia… —Hartley seinterrumpió y soltó una risita

—. No, supongo que no debe dehaber sido coincidencia.Bueno, el caso es que estamuchacha y yo quedamossentados uno frente al otro.Nos embarcamos en unaconversación muy interesante,en la que, para decir la verdad,comencé de inmediato adelatarme.

»Tío, esa hermosamademoiselle (no importa sunombre) tenía cierta cualidadque me atraíairrevocablemente. Hastaentonces, no había sido

precisamente un misántropo,pero poco me faltaba. Y heaquí que, por primera vez envarios años, una mujer logracautivar mi interés. Esocambió por completo miconducta; empezamos a hablaren serio, largo y tendido.Demasiado tarde recordé mipapel, mi personalidad deidiota…; no quiero lanzarleninguna indirecta, tío. Aquellaconversación no tuvoimportancia, excepto por unacosa: durante ella, noté que lajoven usaba un perfume

extraordinario, que parecíaparte esencial de su persona.

»Era una mezcla astuta ygloriosa de espliego, lirio delvalle, violeta; de todos losaromas que llenan el másflorido de los jardines. Erainconfundible, por su… sumisterio, su peculiar textura.¡Exquisito e inolvidable!

»Cuando el tren llegó aDover, perdí de vista a lamuchacha en medio delajetreo, y aunque la busquécuanto pude, me resultóimposible hallarla a bordo del

barco.»El resto ya lo sabe usted, a

excepción de un pequeñodetalle. Al abrir la valija ynotar la desaparición de lospapeles, percibí un aromapeculiar: el aroma del perfumeque la francesa del tren usaba.

De un salto, el comandantese levantó de su silla y,atravesando el aposento degrandes zancadas, se plantófrente a su sobrino.

—Por todos los santos,¿significa eso que…?

—¡Qué conozco la identidad

de «Mystery»!El comandante tragó saliva

repetidas veces; luego, se dejócaer en una silla, respirandopesadamente.

—Buen Dios —gruñó—, ypensar que yo llevo añostratando de averiguarla.

Movió la cabeza repetidasveces, expresando su disgusto.Hartley trató de consolarlo.

—Anímese, tío —sonrió—; lamayor parte de los grandesdescubrimientos se han hechopor accidente.

El comandante Witham se

rascó la barbilla, como hacíasiempre que tenía una duda.

—De todos modos, Hartley,hay algo raro en lo delperfume. «Mystery» noacostumbra cometer errores.Pero prosigue; supongo quetendrás algo más que decirme.

—Bastante. Llegamos ahoraal día en que fui de visita alChateau de los Stael. Comousted estaba tan disgustadoconmigo, decidí perderme devista por un rato, así queacepté la incitación que Staelme hizo a Brenninçaux. Eso

fue hace una semana.»La noche de ayer hubo una

fiesta que no terminó sinohasta las tres de la madrugada.A esa hora estaba yocansadísimo, y mareado detanto fumar; sin embargo, nopodía dormir. Finalmente,decidí salir a respirar airefresco. Me vestí, y un cuartode hora después caminaba porel bosque de Brenninçaux.

»A1 otro lado de este bosquehay una gran llanura sincultivar; el terreno es malo,según me han dicho. Me

detuve al entrar en ella, yestaba a punto de regresarcuando me llamaron laatención las extrañasacrobacias de algo que tomépor un enorme pájaro.

A continuación Hartleyrelató lo que había sucedidodespués; su encuentro con lamuchacha, que en realidad era«Mystery», y finalmente sudescubrimiento de que amboseran huéspedes de la mismapersona.

—Ella había llegado alChateau la noche anterior,

pero como tenía jaqueca seacostó inmediatamente; por lomenos, esa fue la excusa quedio. Por eso no nos vimos en lafiesta. De modo que ahora, tío,ya le he dicho toda la verdad.

El comandante negó con lacabeza.

—No toda aún, muchacho.¿Cuál es el nombre de lamuchacha?

Hartley cerró con fuerza loslabios.

—No, tío. Ese secreto mepertenece.

El viejo lo miró con

sorpresa durante unosinstantes; luego emitió unacorta risa.

—¿No me estabas diciendohace unos minutos quequieres, ingresar al ServicioSecreto? ¿Te parece que tuconducta es la de un buenagente? Aparentemente, hasmalinterpretado la palabra«secreto».

Hartley se ruborizó.—Pero, tío, el asunto es

mío. Quiero…, quiero lucharcontra ella utilizando susmismas armas, derrotarla con

mis propias fuerzas. Soy elprimero en descubrir suidentidad; tengo derecho aconservar en secreto midescubrimiento.

La expresión delcomandante se suavizó.

—Comprendo lo que sientes,Hartley, pero los miembros delServicio Secreto noacostumbramos hacer esascosas. Supongamos que al salirde aquí mueresrepentinamente; que teatropella un camión; que eltaxi dónde vas se voltea. La

muerte ataca cuando menos sele espera. ¿Te llevarías elsecreto a la tumba, enperjuicio de tu patria?

—¡Mademoiselle MarieArnaud!

Las palabras brotaron desus labios casi contra supropia voluntad. Estuvo apunto de lamentar suimpulsivo viaje a París.

Durante la conversación,Hartley había asombrado a sutío repetidas veces, pero ahorale tocó a él el tumo desorprenderse. Sin tener

ninguna idea exacta sobre elasunto, esperaba que al oír larevelación el comandantesonreiría triunfalmente, orepetiría el nombre consolemnidad…, en fin, quehiciera cualquier cosa, exceptolo que hizo.

Durante un momento reinóel silencio; acto seguido, lahabitación se llenó de alegrescarcajadas. El comandante seestremecía convulsivamente,incapaz de contener la risa.

Sólo al ver a Hartleylevantarse y caminar con paso

airado hacia la puerta, secalmó un poco.

—Un momento, muchacho—llamó, mientras Hartleyhacía girar el picaporte—. Losiento, Hartley, pero te hasequivocado por completo.Mademoiselle Arnaud es lahija del embajador francés enInglaterra.

Capítulo VI

DURANTE EL VIAJE de regreso aBrenninçaux, Hartley se viosumergido en un mar depensamientos. Al principiointentó leer un periódico, peropronto tal cosa le resultóimposible. El recuerdo de lascarcajadas de su tío loasaltaba una y otra vez, y encada ocasión con másamargura.

Qué ridículo estabahaciendo. Todo lo que hacía opensaba resultaba equivocado.

Era absurdo pensar quehubiera podido ingresar alServicio Secreto…, y sinembargo…

Dos veces había olido elperfume de Marie Arnaud, y sehallaba dispuesto a jurar queera el mismo que habíaimpregnado su valija. De esoestaba absolutamente seguro.¿No era acaso pruebasuficiente de que Marie y«Mystery» eran la mismapersona?

Sin embargo, lasconsideraciones de su tío no

dejaban de ser verdaderas. Enrespuesta a las acaloradasaseveraciones de Hartley, elcomandante Witham habíahecho notar, sabiamente, queaunque mademoiselle Arnaudcreyera que el perfume sedestilaba para su usoexclusivo, no era difícil que deuno u otro modo, acaso através de la mediación de unempleado deshonesto, el aromafuese a parar a otrostocadores.

Era extraño que MarieArnaud no hubiera estado en el

barco que cruzaba el canal;pero aquí tampoco habíaevidencia definitiva queconfirmase el hecho. Elmarinero que la buscó pudomuy bien comprender mal ladescripción hecha por Hartley,y haber pasado junto a lamuchacha sin reconocerla.

Pero, a pesar de todo,Hartley conservaba laimpresión de que lascircunstancias que rodeaban aMarie eran bastantepeculiares. El germen de laduda estaba firmemente

enraizado en él, y le eraimposible rechazarlo.

La indecisión luchaba conla determinación. Por un lado,el sentido común leaconsejaba olvidarsedefinitivamente de todo lorelacionado con el espionaje,con los secretos de Estado,con «Mystery»; pero otra facetade su carácter protestabavivamente. Existía un misterioque él debía resolver. Laaventura lo llamaba y lacuriosidad lo urgía a engrosarlas filas de los agentes

secretos. Sólo el temor devolver a ponerse en ridículo leordenaba desistir.

Se encontraba aúnembebido en esa lucha cuandoel Rápido, quedesvergonzadamentecontradecía su nombre, llegó ala estación de Brenninçaux.Archivando por el momento elproblema, Hartley tomó unmaltratado taxi Renault paraque lo llevara al Chateau.

Una vez allí, se enteró deque la ya numerosa cantidadde huéspedes había sido

aumentada. El recién llegadoera americano; Hartley adivinósu nacionalidad aun antes deoírlo hablar.

Cuando Hartley entró, suanfitriona, madame de Stael,acudió a saludarlo.

—¿Ya de regreso, Hartley?No te esperaba tan pronto.

—Su castillo es demasiadoencantador para alejarse de éldurante mucho tiempo,madame —repuso Hartley congalantería.

Ella sonrió, agitando undedo en señal de reprobación.

—Hartley, dijiste eso comosi de veras lo creyeras. Peroven, quiero presentarte a unviejo amigo mío, que acaba dellegar. Capitán Wilberforce,permítame presentarle al señorHartley Witham, de Londres.Hartley, te presento al capitánWilberforce, ex oficial delejército norteamericano.

—Mucho gusto, señorWitham.

Ambos se estrecharon lamano.

—Hartley, mon ami, el chefrequiere mi presencia. Te pido

por favor que entretengas alcapitán Wilberforce hasta lahora de cenar.

Así diciendo, la vivazanfitriona se alejó rumbo adesconocidas regiones delenorme Chateau.

Hartley se volvió hacia elotro.

—¿Juega usted billar,capitán?

—Más o menos.—¡Magnífico! Madame de

Stael ha instalado una mesainglesa. ¿Jugamos una partidade cien puntos?

—Por supuesto.Durante el juego, los dos

hombres charlaron, y de esamanera, poco a poco, Hartleyfue sabiendo la historia delamericano. El capitánWilberforce había conocido amadame de Stael durante laguerra, mientras desempeñabauna comisión militar. Habíasido uno de los primeros endesembarcar en 1917, yparticipó en la batalla de SaintMihiel.

¿Resultó herido? ¡No! Salióde la guerra ileso, excepto por

un pulgar infectado, a resultasde abrir una lata de carne deres. Sí; se había retirado delservicio, y planeaba pasar elresto de su vidavagabundeando por Europa.

¡El resto de su vida! Hartleylo miró de reojo. El americanono aparentaba más de treintay cinco o cuarenta años; erademasiado joven para hablarasí.

Por alguna obscura razón,Hartley empezó a sentir unclaro interés por el hombre deNueva York, de modo que,

obedeciendo sus impulsos,observó al capitán lo mejorque pudo.

Wilberforce era alto;mediría alrededor de un metroochenta y cinco. Su cuerpo eraatlético y bien proporcionado.

Tenía abundante cabellera,pero ésta empezaba ya avolverse gris, como es comúnentre los americanos. Dentrode algunos años, calculóHartley, estaría yacompletamente blanca. Susfacciones eran enérgicas,aunque demasiado anchas.

Juzgando por su acento,Hartley sospechó que habíanacido en el sur de los EstadosUnidos. Esta teoría no tardó enverse confirmada, cuandoWilberforce habló de su niñezen Louisiana.

La partida terminó con unaligera ventaja en favor deHartley.

—Magnífico juego, señorWitham. Me debe usted eldesquite. Pero ahora debo ir acambiarme. Tardo mucho másen hacerlo que cuando erajoven —terminó Wilberforce,

como en disculpa.¡De nuevo hablando como si

fuera un anciano! A pesar delcabello entrecano, Hartley,habiendo charlado largamentecon él, estaba seguro de que, alo más, tendría cuarenta ycinco años.

Ascendieron juntos lamonumental escalera, y alllegar al primer piso, sedespidieron. Hartley caminóhacia su recámara; el capitánWilberforce siguió su caminohacia el siguiente piso.

Cuando Hartley terminó de

bañarse y de vestirse, faltabansólo quince minutos para quesonara el gong que anunciabala cena. El joven descendió ala planta baja, pues no queríaestar a solas con suspensamientos. Además, teníala esperanza de ver a Marie.Pensó que volviendo a platicarcon ella, sabría a cienciacierta a qué atenerse.

Ninguno de los otroshuéspedes estaba a la vista;Hartley decidió ir al salón debillar a practicar un poco.

Al abrir la puerta, oyó un

murmullo de voces que seinterrumpió súbitamente, ycon aguda intuición se diocuenta de que habían estadohablando de él. En lahabitación estaban Marie y elcapitán Wilberforce.

Casi inmediatamentesiguieron hablando: sepusieron a comentar unexcelente tiro que, según ellos,mademoiselle Arnaud acababade lograr, y la absolutanaturalidad de sus vocesparecía indicar que lassospechas de Hartley eran

injustas, pero el joven estabaseguro de hallarse en lo cierto.

Marie fue la primera enverlo.

—¡Ah! ¡He aquí al señorWitham! ¿Dónde se habíausted metido? No lo veía desdenuestro «accidental» encuentrode esta madrugada. Temíhaberlo asustado.

Subrayó la palabra«accidental». ¿Por qué razón?

Hartley pensó que tratabade comunicarle un mensaje alcapitán Wilberforce. ¡O quizáestaba sólo bromeando!

—Fui a París,mademoiselle. Para decir laverdad, el tonto de misirviente, al hacer mi maletaen Londres, empacó un pijamaviejo y roto que yo desde hacetiempo quería tirar. Meavergoncé tanto de él que tuveque ir a comprar otro.

—¿Fue usted a París sólopara comprar un pijama? —Wilberforce lo miró concuriosidad, y una levísimasonrisa extendió sus labios.Luego se volvió hacia Marie;los dos se miraron de una

manera extraña, cargada designificados indescifrables.

Hartley no dejó de notaresta acción inconsciente. Concada segundo que pasaba, másy más sospechas setransformaban en certezas;ahora estaba seguro de que elcapitán Wilberforce pertenecíaa la banda de «Mystery» y queMarie, contra todo lo quepudiera decir el comandanteWitham, era «Mystery» enpersona.

Teniendo ya dos adversariosen vez de uno, Hartley debería

actuar aún con más cuidadoque antes. Los otros noolvidarían que ya los habíaburlado una vez, yseguramente abrigaríansospechas con respecto a suvenida al Chateau.

Debía actuar, disimular;debía convencer a MarieArnaud y a su cómplice de queera simplemente un peón, unapieza sin importancia en eljuego de ajedrez del espionaje.

—Sí —dijo en respuesta a lapregunta del capitán—. Es que,ven ustedes, salí a recorrer

todas las tiendas deBrenninçaux, pero no hallémás que unas horribles cosasde lana, y yo no uso más queseda.

—Extraño —meditó elcapitán—. Vi un pijama deseda en la tienda junto a laoficina del alcalde.

Por afortunadacoincidencia, también Hartleylo había visto.

—¡Ah!, dice usted ese verdelleno de florecitas. Pensé queel precio era demasiado alto, yen efecto, el que compré me

costó diez francos menos, asíque, después de todo, meconvino ir a París.

—¡Oh, la-lá! —exclamóMarie—. ¿Y el precio del viaje,señor inglés?

—¡Caray! —Hartley adoptóuna expresión de tontasorpresa—. Nunca pensé eneso. ¡Mon Dieu! Debí habercomprado el pijama verde.

Antes de que alguienpudiera decir otra cosa, se oyóel sonido de un gong distante.

—¡Hora de cenar! —exclamóMarie—. Vengan, caballeros.

Los dos me acompañarán; unode cada lado. Si alguno meaburre, ¡qué se cuide! Dejaré dehacerle caso y me pondré acharlar con el otro. ¡Ésta esuna competenciainternacional! ¡Arriba,Inglaterra; ánimo, EstadosUnidos!

Hizo una reverencia burlonaante cada uno de los hombres;luego, encabezó la marchahacia el comedor.

Hartley dijo la verdad alafirmar que había compradoun pijama en París. Saliendo

del hotel de su tío, caminó porl a Chausée d’Antin. Suatención fue atraída por unaprenda gris plata y malva.Investigando, vio que setrataba de «pajamas: trésorigináls». Incapaz de resistirla tentación, lo compró.

Al ponérselo esa noche, riopara sí. En el juego que estabajugando, una o dos mentirasno significaban nada enabsoluto; pero si la verdadpodía utilizarse, tanto mássatisfactorio.

Se contempló en el largo

espejo de pared. Sin ser unpetimetre ni un BeauBrummel, Hartley era apuesto.El pijama de seda le quedaba ala perfección, y la delicadatextura de la tela revelaba losfuertes músculos, y el ampliopecho.

Hartley se acostó. ¿Leer odormir? Decidió que no teníasueño, así que abrió un libro,otra de sus compras del día, yarrellanándose en el suavecolchón de plumas, sesumergió en la lectura de lamás reciente sensación

literaria de Francia.Emocionado por la historia,

intrigado por la maestría delautor, pasó de página a páginacon intenso interés, olvidandoel paso del tiempo. Sólo hastaque su reloj de viajecampanilleó tres vecessucesivas, se dio cuenta de queera hora de dormir.

De mala gana hizo a unlado el libro y apagó la luz.Hasta entonces notó que laspesadas cortinas de la ventanaestaban cerradas y obstruíanla entrada del aire fresco.

Se levantó perezosamente yfue hasta la ventana. ¡Caray!Ahora se daba cuenta del calorque hacía. Con diestromovimiento de muñeca apartólas cortinas, y vio que laventana también estabacerrada. Abriéndola, aspiró apleno pulmón el aire puro,oloroso a pino.

Un ligerísimo ruido lo hizoasomarse. Su corazón dio unsalto. A la mortecina luz de laluna nueva, alguien se alejabasigilosamente de la casa: unafigura femenina.

¡«Mystery»! Aunque no podíadiscernir si la vaga sombra erao no Marie, tuvoinstintivamente la seguridadde que era ella quien se alejabarápidamente. No necesitabapreguntarse las razones de taninusitada expediciónnocturna. ¿Podía haber algunaduda de que se hallabarelacionada con los planos delavión Maurcot?

Frenéticamente, Hartley sedespojó de su pijama, y enmenos de cinco minutos quedómás o menos vestido. Se

asomó a la ventana. Era fácilsaltar por allí, y como debajohabía un amplio antepecho,resultaría también sencillovolver a la recámara por elmismo camino.

Brincó, tocó tierra con ungolpe seco y echó a correr.Atravesando los terrenos delChateau, llegó al bosque quelos rodeaba. Una vez en laamistosa sombra se detuvo aescuchar, pero sin percibirsonido alguno. Maldijo para sí.Su retraso era sólo de cincominutos, pero ese breve lapso

podía representar una ventajade casi medio kilómetro, y enel espeso bosque, tal distanciasería mayor todavía.

¡La había perdido! Y nopodía hacer nada sinopermanecer ocioso mientrasque ella, seguramente, buscabalos planos de Maurcot. Erainútil esperar: nada había quehacer. Pensó y pensó,únicamente para volver a caeren la conclusión obvia.Ignorante de la dirección que«Mystery» había tomado,desconociendo el sitio donde

estaba el aeropuerto, nosabiendo dónde vivía Maurcot,el inventor, lo único que podíahacer era regresar a su lecho.

Sin embargo, renuente aadmitir la derrota, Hartley seinternó obstinadamente en elbosque, pisandocuidadosamente ydeteniéndose de vez en cuandoa tratar de escuchar el sonidode otros pasos. Pero los únicosruidos que oía eran el susurrarde los árboles y el movimientode los pequeños habitantes delbosque.

No estaba seguro de poderencontrar el camino deregreso, pero tal cosa no lepreocupaba mucho. Continuóavanzando, con la ligeraesperanza de que, por algúnextraordinario golpe de suerte,hallaría el rastro de la mujer.

Los dioses lo favorecieron:de repente, la vio.

Había llegado a un pequeñoclaro, donde se alzaba unadecrépita y sombría cabañaque posiblemente había sido enalguna época el hogar de uncarbonero. Súbitamente, una

mujer entró al claro por el ladoopuesto, y se acercó a dondeHartley estaba, pero al pasarfrente a la cabaña, se detuvo yentró. El joven dudó alobservar que caminaba conrapidez y que llevaba algoblanco entre las manos.

Cuando salió de nuevo, susmanos estaban vacías, y supaso era más calmado. Sinosar moverse, Hartley contuvoel aliento y esperó. Ella pasó amenos de cinco metros de él,sin notar su presencia, y sealejó en dirección del

Chateau. Hartley continuóinmóvil hasta perderlacompletamente de vista.

Evidentemente el golpehabía sido dado, los planos deMaurcot fueron hurtados y sehallaban en poder de«Mystery». Hartley gruñó. ¿Porqué, en nombre de Dios, porqué no se había preparado paraun suceso de esa índole?Hubiera debido suponer que«Mystery» efectuaría el hurtodurante la noche. Hubieradebido vigilar. Ahora era yademasiado tarde… ¿o no?

Inconscientemente, seirguió. ¿Era demasiado tarde?¿Había aún ocasión derecuperar los planos?

Intentó ponerse en el lugarde la muchacha. Ya en poderde los planos, ¿qué haría conellos? ¿Mandarlos por correo?Difícilmente. Lo más probableera, por lo tanto, que losconservara consigo durantetoda su estancia enBrenninçaux. O que se lospasara a otra persona. Elnombre saltó a su mente:¡Wilberforce! Cualquiera de los

dos que abandonara primeroBrenninçaux, se llevaría lospapeles. Hartley sonriósombríamente. Si paraentonces él no habíaconseguido apoderarse de ellos,se marcharía también, en elmismo tren.

Una sola cosa lo intrigaba.¿Por qué había entrado«Mystery» a la cabaña? Habíados razones posibles. Una,esconder los papeles en lasintimidades de su vestido; laotra, ocultarlos en algún lugarde la cabaña para recogerlos

después, antes de abandonarBrenninçaux.

Aparentemente la cabañaestaba desierta. Muy bien, enese caso la registraría de caboa rabo. Voltearía cada ladrillo,excavaría por todo el piso. Silo que buscaba no estaba allí,aguardaría una ocasiónconveniente para realizaranáloga búsqueda en lashabitaciones de Marie yWilberforce.

El futuro se le presentabaoptimista. Bajo lascircunstancias, tendría

forzosamente que triunfar ensu investigación.

La cabaña estaba vacía, talcomo Hartley habíasospechado. Acto seguido, conla ayuda de una lámparaabandonada allí(probablemente por los espías),buscó por todas partes, sinobtener resultado alguno. ¡Peroaún había dos recámaras queregistrar!

Capítulo VII

HARTLEY TUVO LA impresión deque, después de aquellaprimera velada, Marieesquivaba tanto a él como alcapitán Wilberforce, con locual dificultaba laparticipación del joven en eljuego de espionaje.

Hartley intentaba vigilar,no sólo a Marie, sino tambiéna Wilberforce, con el resultadode que, en más de una ocasión,perdió de vista a ambosdurante algún tiempo. Cuando

tal cosa sucedía, se maldecía así mismo, y luego maldecía asu tío. Si el comandante lohubiese tomado en serio, ahoratendría, como Marie, uncómplice que lo ayudara avigilar.

La oportunidad de registrarel cuarto de Marie se lepresentó una tarde. Todos loshabitantes del Chateau, conexcepción de él, habían ido avisitar una feria vecina. Conmeticuloso cuidado, Hartleyexaminó toda la recámara deMarie, sin encontrar lo que

buscaba. Luego hizo lo mismoen la habitación deWilberforce, y con el mismoresultado. Se sintiódecepcionado, pero novencido. Si los papeles noestaban en el Chateau, teníanque estar en la cabaña delbosque, astutamente ocultos.

Tarde o temprano, a nodudar, «Mystery» iría por ellos,probablemente de noche. Esasería la oportunidad deHartley, pues él, a su vez, lerobaría a ella los planos. ¡Quétriunfo!

Noche y día, Hartley soñabacon su éxito. Terminó porconvencerse casiabsolutamente de que le eraimposible fracasar.

Sin embargo, los díaspasaban sin que nadasucediera, hasta que por finHartley empezó a preguntarsecuánto tiempo más seatrevería a permanecer enBrenninçaux sin exceder loslímites de la hospitalidad.

Un jueves por la tarde,madame de Stael se acercó aél con expresión contrita.

—¿Qué crees, Hartley?Mademoiselle Arnaud se va élsábado en la mañana.

El corazón de Hartley dioun brinco. ¡El sábado en lamañana! ¿Qué significabaaquello? Deseó estar a solaspara meditar.

—Este…, ¡ah! ¿Qué se va?—repuso, distraídamente.

—¿No es acaso unavergüenza? ¡La muy mala! Lesupliqué que se quedara por lomenos otra semana. Es elalma de la fiesta, comoustedes los ingleses dicen.

Hartley, cher ami, ve si puedesconvencerla de que retrase supartida hasta el martes, o almenos hasta el lunes. Sólodurante el fin de semana.

Hartley sonrió. La idea deque él convenciera a «Mystery»de que se quedase en elChateau más tiempo erabastante humorística.

—Haré lo que pueda —prometió, impaciente porquedarse solo, pero laanfitriona tenía ganas decharlar.

Hartley tuvo que dar su

opinión sobre qué podíaorganizarse para el próximodomingo, sobre si Albertineestaba enamorada del hijo demonsieur Damon, sobrecuántos miles de francoscomprendía la dote deJacqueline.

Por fin, otro de loshuéspedes pasó por allí, yHartley fue relevado. Logróescapar a su recámara despuésde sólo quince minutos deconversación.

Se sentó frente a laventana, en una larga silla de

bejuco. Ante sus ojos, elamplio paisaje se desplegabapor kilómetros y kilómetros; asus pies, colina abajo, yacía eldiminuto caserío deBrenninçaux, cuyos escasoshabitantes subsistían casienteramente gracias alChateau, pues madame deStael hacía allí la totalidad desus compras.

¿Qué significaba la partidade «Mystery»? ¡Obviamente,una cosa importante! Eraevidente que la jovencalculaba poder ya llevarse los

planos con toda comodidad.Por tanto, tendría que ir asacarlos de su escondite esamisma noche, o el díasiguiente a más tardar. Habíaque vigilar sin descuidarse unsolo minuto, un solo segundo.

Afortunadamente, en lo quea la noche se refería, Hartleygozaba de un puesto deobservación favorable, pues surecámara estaba en el mismocorredor, y en el mismo ladode la casa, que la de MarieArnaud. De este modo, podíavigilar fácilmente la ventana

de la joven.¿Y Wilberforce?

¡Suponiendo que mientrasHartley estaba ocupadovigilando a Marie, elamericano fuera por losplanos! ¡Si tan sólo tuviera unayudante!, se lamentó Hartley.Pero no lo tenía, así quedepositó su confianza, o, mejordicho, su desconfianza, enMarie Arnaud.

Wilberforce era un misteriopara Hartley. El joven tenía laimpresión de que el americanolo vigilaba constante y

disimuladamente. Hartleyintentaba convencer al otro deque no era más que el idiotainsulso que todos decían, y aratos, juzgando por laexpresión de Wilberforce, teníala impresión de haberlologrado, pero esos momentosnunca duraban. Pronto, lasonrisa despectiva abandonabael ancho y enérgico rostro, ybajo la amable actitud decortesía. Hartley podía percibiruna curiosidad intensa ypenetrante.

Ese jueves no sucedió nada,

ni durante el día ni durante lanoche. También el viernestranscurrió sin novedad.Hartley comenzó adesalentarse. Quizá, despuésde todo, sus deducciones eranequivocadas; quizá «Mystery»había ya entregado los planosa algún desconocido mensajerosuyo.

El desaliento se convirtióen abatimiento, el abatimientoen desesperación. Si Marietenía aún esos papeles en supoder, se los quitaría de unmodo u otro. Ese día, Hartley

compró cloroformo en lapequeña farmacia de la aldea.

En la noche, hubo un baile.Un poderoso radio de ondacorta recogía del aire lamúsica, y las parejas bailabanal compás de una orquestalondinense.

Poco antes de que se hicieraun intermedio para servirrefrescos y bocadillos, Hartleybailó un vals con Marie. Enperfecto acuerdo, los pies deambos recorrieron el enceradopiso, mientras sus dueñoscharlaban como habían

charlado en el tren…, peroesta vez Hartley estaba enguardia.

—Cuando me vaya mañana,monsieur, ¿me echará ustedde menos? —dijo ella tras unrato.

—¿Necesita usted preguntareso? —imploró él.

—Claro que no. Usted nopuede responder más que «sí»,aunque sea por pura cortesía.

—Es una lástima que semarche antes del fin desemana. Es tan…, ¡tanrepentino!

Marie rio suavemente.— N o , monsieur, no es

repentino. Hace cinco nochesque decidí irme mañana. Pero¿qué le pasa?

—Nada; es que… tropecécon el pie de alguien —mintióHartley. ¡Hacía cinco noches!Precisamente la noche en quehabía robado los planos deMaurcot.

Dominándose, Hartleyprosiguió el diálogo:

—Ha de ser cómodo poderplanear las cosas con tantaanticipación. Yo nunca puedo

hacerlo. Generalmente hagotodo media hora después dehaber decidido hacerlo.

Ella le dirigió una miradatraviesa.

—Entonces, es posible queusted también se vayamañana.

—Más que posible.—Quizá hasta tengamos el

placer de viajar en el mismotren.

—Nada me complaceríamás.

—Estoy por convencerme deque usted tomará ese tren,

monsieur.—¿Le gustaría que lo

hiciera, Mademoiselle?Hartley hubiera podido jurar

que antes de responder Mariese acercó más a él.

—Mucho —dijo,suavemente, la joven—. Meencanta viajar acompañada.Sobre todo en los ferrocarrilesfranceses. Me siento más…¡segura!

—¿Le gusta, entonces,viajar con otra persona?

—O con otras —sonrió ella—. Mientras más, mejor.

Hartley se mordió el labioinferior. Marie estababurlándose de él; lo tratabacomo a un niño, como a unadolescente con pretensionesde tenorio. ¿Estaríaintentando provocarle celos?

Casi simultáneamente se leocurrió otra pregunta: ¿AcasoMarie se marchaba encompañía de alguien más?

—¡Qué curioso! —musitó,pensativo—. Madame de Staelme dijo que sólo usted se iba.

No se atrevió a mirarla a lacara. Presentía que de hacerlo

encontraría los grandes ojosobscuros, traviesamentemisteriosos, cínicamentesonrientes, regañándolo por latorpeza de su indirecta.

—Puede que Madame deStael no lo sepa todavía. Elcapitán Wilberforce es comousted: ¡impulsivo!

—¡Wilberforce! —Hartley sesobresaltó—. ¿Se va también?

—Es posible —murmuróella, con burla—. De hecho, esprobable.

El vals terminó, y Mariecambió de pareja para la

próxima pieza.Hartley pensó que era ya

indudable que la joven yWilberforce estaban encomplicidad, y que lo que teníaque pasar, pasaría esa noche.Se alegró de tener consigo elcloroformo.

El baile terminó alrededorde la medianoche. Cuando lasdoce y media sonaron en elreloj del salón, despertandofantásticos ecos, la casaestaba silenciosa. Loshuéspedes habían terminadode bailar y las inevitables

conversaciones de últimominuto habían concluido.

Hartley abriócautelosamente su puerta.Para salir de la casa por elcorredor, Marie tendría quepasar enfrente, y él la oiría.Pero lo más probable era quesaliese por la ventana, como laotra noche. El joven se sentófrente a su propia ventaría avigilar.

Una hora pasó; el reloj diola una y media. Hartleycomenzó a desesperarse.¿Había ya Marie recogido los

papeles? En tal caso, suúltima oportunidad seríaquitárselos. Ojalá Wilberforceno estuviera montando guardiaen alguna parte.

Después, Hartley sepreguntó por qué nunca se lehabía ocurrido que tal vezfuese Wilberforce el encargadode ir por los papeles. Pero sabíala respuesta a esa pregunta. Ajuzgar por lo poco que creíaconocer de «Mystery», éstausaría bien a sus subalternos,pero reservaría para sí el golpefinal, asumiría sola la

completa responsabilidad desus actividades. Era el cerebro,la cabeza de la banda deespías, y como tal, cuidaría enpersona los planos.

Hartley concluyóvelozmente sus preparativos.Metió en su bolsa un pañuelogrande, una diminuta botella yuna cuerda delgada perofuerte. Así armado, se dispusoa intentar la culminación desu contraespionaje. Iríasilenciosamente a la recámarade Marie, la cloroformaría, ypor segunda vez registraría sus

pertenencias.Se asomó por última vez a

la ventana. Cuando yaempezaba a retirarse, algosucedió. Un objeto largo ysinuoso como una serpientecayó de la ventana de Marie yquedó suspendido, moviéndoseligeramente con la brisa. ¡Unaescala de cuerda!

El corazón de Hartley seagitó con éxtasis. Por fin, lascosas empezaban a moverse, afavorecerlo. Observétensamente, y pocos segundosdespués vio una silueta

obscura brotar de la ventana ydescender la ondeanteescalera. Una vez en tierra,corrió hacia el límite norte delos terrenos del Chateau.

Esperando sólo hasta que seconsideró a salvo de ser visto,Hartley saltó una vez más porsu ventana, con la agilidad quesu gran afición a los deportesle había proporcionado.

La silueta habíadesaparecido, pero esta vezHartley sabía hacia dónde ir, ysiguió rápidamente el caminode Marie. Antes de avanzar

mucho, la vio vagamente, yaminoró el paso.

La persecución prosiguió através del obscuro bosque, paracesar de repente.Abruptamente, Marie sedetuvo, y Hartley vio la siluetade la cabaña. La muchachaentró y, pocos segundosdespués, una luz brilló a travésde la ventana.

¡Qué audacia! Hartley sesintió admirado de la sangrefría de «Mystery». Parecíaposeer todas, las cualidades deuna espía perfecta. A la vez, el

joven sonrió con satisfacción.Marie era lista, pero él no leiba a la zaga.

De pronto, se sobresaltó.Otra sombra misteriosa cruzófurtivamente frente a laventana iluminada. Hartley vioal hombre asomarse agazapadoy después erguirse. Reconocióal capitán Wilberforce.

La nueva complicación lodejó asombrado y estupefacto.¿Qué hacía allí el americano?En el segundo siguiente larespuesta se hizo obvia, yHartley sonrió burlándose de sí

mismo. «Mystery» era más listade lo que había pensado,aunque menos audaz.Wilberforce estaba allí paraservirle de guardaespaldas.

Tal suposición se vioconfirmada cuandoWilberforce abrió la puerta dela cabaña y entró. Hartleymaldijo. ¡Todos sus planestrastornados! ¿Cómo podríaahora obtener los papeles? Yacon «Mystery» sola hubieratenido dificultades, y con losdos juntos…

La noche era bastante

obscura, pero menos sombríaque sus pensamientos. Enaquellos momentos, Hartley seasomó a las profundidades delHades. En lo hondo de sucorazón existía un ocultoamor por su país; un ardientepatriotismo. No podíapermitirse fracasar en sumisión; tal fracaso significaríaquizá algún día la derrota deInglaterra: el aeroplanoMaurcot presentaba terriblesposibilidades. Y, a pesar detodo, el fracaso parecíainminente. Sólo un milagro

podría evitarlo.La puerta se abrió y

Wilberforce salió de la cabaña.A la luz que brotaba por laventana, se detuvo. En sumano había algunos papeles.Sacó de su bolsillo una carterade cuero. Guardando conmeticuloso cuidado lospapeles, volvió a esconder lacartera en su chaqueta. Luego,echó a andar hacia elChateau. Unos metros más ypasaría junto a Hartley.

En un destello, Hartley sedio cuenta de los muchos

nuevos aspectos que lasituación presentaba.Wilberforce no había venido acuidar a Marie, sino aencontrarse con ella. Lacabaña era el escenario de unacita durante la cual, pormotivos desconocidos, Mariehabía entregado los planos aWilberforce.

Hartley se dio cuentatambién de otra cosa. Elmilagro se había producido;debía aprovecharlo. Sacó de subolsillo el cloroformo y elpañuelo.

Tres pasos…, dos…, uno…Hartley saltó. —Con que de nuevo en

Londres, muchacho. ¿Qué tehizo regresar tan de repente?

—Casi nada, tío —dijoHartley con serenidad—.Únicamente los planos delavión Maurcot.

El comandante miró a susobrino con aspectosorprendido.

—Estás bromeando,Hartley, ¿verdad? —dijo,calmadamente.

Hartley esbozó una sonrisatriunfal.

—¿Eso crees? —preguntó.Sacó de su bolsillo una carterade cuero que había pertenecidoal capitán Wilberforce—.Toma, tío. Mira estos papeles.

Con un esfuerzo, elcomandante apartó los ojos desu sobrino. Frunciendo elceño, desplegó los planos y losestudió. Luego sonrió.

—¡Caramba, Hartley! Tienestoda la razón. Son los planosauténticos.

Hartley se sintió disgustado.

No quería elogios exorbitantes.Después de todo, había hecholo que hizo pensando en elbienestar de su patria. Pero, almenos, su tío hubiera podidodarle las gradas.

—Claro que lo son —dijo,irritado—. ¿No estás contentó?¿No te sirven de nada?

—Hubieran podido servirme,si… —el comandante hizo unapausa—, si… «Mystery» no noslos hubiera vendido haceexactamente cinco días. Y sitampoco, puedo agregar, leshubiera vendido réplicas

exactas a los gobiernos deItalia, Alemania, Rusia,Turquía y Estados Unidos. Miquerido muchacho, alguien teha jugado una broma.

Podría haber hablado, peroen ese instante vio algo que lohizo sentir un nudo en lagarganta. Hartley mirabafijamente al vacío; su rostroestaba pálido y tenso, y porcada una de sus mejillascorría, desapercibida, unapequeña lágrima.

Capítulo VIII

ERA AGRADABLE CAMINAR otravez por la calle Bond, pensóHartley al dirigirselánguidamente a su sastreríafavorita. Necesitaba un trajenuevo. La moda habíadecretado que el número debotones en las chaquetasmasculinas debía cambiar;ésta era una buena excusapara descartar el traje colorchocolate.

Tal cosa significabadescartar también camisas,

corbatas y calcetines quehacían juego con aquel traje,pero eso era lo de menos.Hartley tenía más dinero delque necesitaba, y además de supasión por la buena ropa, suúnica extravagancia consistíaen satisfacer un exquisitogusto de gourmet.

Tardó toda la mañana enelegir la tela y en hacersetomar medidas. Cuandoabandonó la sastrería, era yahora de almorzar. Se lepresentó el problema de a quérestaurante ir. Podía elegir

e n t r e el Gerronimo (sufavorito), el Francesca y elPerro Negro. No tardó enexcluir al Francesca. Laúltima vez que había comidoallí pidió Solé Meuniere y lesirvieron algo que más parecíaSolé Frite.

¿El Gerronimo o el PerroNegro? Lanzó al aire unamoneda y, atrapándoladiestramente, vio que habíadecidido en favor del PerroNegro, un restaurante pequeñoy encantador no lejos de laPlaza Picadilly, administrado

por ex coristas cuyashabilidades culinarias,aparentemente, eran mássolicitadas que sus esfuerzosartísticos.

La gente que hace susdecisiones por medio demonedas puede recibirextrañas sorpresas. En elrestaurante había sólo unlugar en una mesa para dospersonas. Hartley ocupó lasilla con un suspiro. Hubierapreferido una mesa para élsolo.

—Caramba, señor Witham,

qué pequeño es el mundo.Nunca pensé encontrármeloaquí, aunque debo decir que talcosa me agrada sobremanera.

Hartley frunció el ceño. Detodas las personas con quienesno deseaba tropezarse, las queocupaban los primeros lugaresde la lista eran mademoiselleMarie Arnaud y el capitánWilberforce.

—Buenas tardes, capitán. —Hartley sonrió cortésmente—.Lo creí aún en Brenninçaux.

Wilberforce rio.—Me marché de repente, sin

siquiera despedirme de nuestraencantadora anfitriona.Exactamente como hizo usted,señor Witham.

Hartley desmenuzódistraídamente un bollo.

—Sí; es que me llamaron deLondres. Tomé el tren de lamadrugada.

—Eso mismo hice yo, dosdías después.

—Entonces, ¿no se detuvoen París?

—Pues no. Londres tienemayores atractivos para mí, almenos por el momento. Tengo

la esperanza de recobrar algoque…, que perdí una noche.Por extraña coincidencia, lamisma noche en que usted semarchó.

—¡Su cartera! La tengoaquí…, y también lo quecontenía. ¿Quiere que se ladevuelva, capitán?

—¡Cómo! —Wilberforce miróa Hartley suspicazmente;luego, añadió, con lentitud—:Bromea usted, señor Witham.Lo reto a que ponga sus cartassobre la mesa.

Hartley alzó los hombros.

Sacó de su bolsillo una carterade cuero, y de ésta ciertospapeles. Luego, entregó ambascosas a Wilberforce.

—Gracias por el préstamo,capitán —dijo.

El otro quedóabsolutamente desconcertado.Miró los papeles, alzó la vistahacia Hartley, volvió aexaminar sus recobradaspropiedades.

—Debo…, debo admitir queno comprendo nada. ¿Por quédiablos me devuelve ustedestos papeles después de todo

el trabajo que se tomó paraquitármelos? ¡Ugh! Aún meparece oler el cloroformo.

—Le pido disculpas. Fue lomejor que pude conseguir.Pensé que sería menosdoloroso que un golpe en lacabeza.

—Cierto. —Wilberforce sellevó la mano al cráneo—.Hace dos años me dieron uno,y aún conservo la cicatriz.Pero…, perdone mi falta delucidez, señor Witham. Quizásea consecuencia de aquelinfernal anestésico. Ya que nos

hemos desenmascarado,¿puedo preguntarle a qué vieneeste juego? Supongo que yahizo circular copias.

Hartley sonrió levemente.—No, capitán. Eso se lo dejo

a usted y a su banda.—¡Banda! —Wilberforce

comenzaba a exasperarse—.Mire, señor Witham, ¿por quéno ser franco? Me estáhablando en acertijos. Deberecordar que, nosotros losyanquis, no estamosacostumbrados a todos losmétodos diplomáticos de

ustedes los europeos. Nosotrosdecimos francamente lo quepensamos, sea lo que sea; noacostumbramos andar conrodeos.

Hartley asintió con lacabeza. Sus ojos brillaban conira y sus labios estaban tensos.

—En ese caso, capitánWilberforce, seré franco. Ustedy «Mystery» se tomaronbastante trabajo para hacermequedar en ridículo. Pues bien,lo lograron, y si quiere sabermás acerca de mí, le diré queestoy cansado de jugar al

espía. Abandono la partida, ytodo lo que deseo es olvidarmede ella lo más pronto posible.

—Eso es hablar claro. Yo,por mi parte, me alegro de oírque se ha retirado. Es usteduno de los agentes más listosque me he encontrado. Pero ¿aqué viene eso que ha dicho de«Mystery»? Deje de fingir. Yasé que usted pertenece a subanda.

Hartley se inclinó porencima de la mesa, rechinandolos dientes.

—Mire, Wilberforce, admito

que usted me haya hechotonto una vez, pero le juro porDios que no lo conseguirá denuevo. Sabe usted muy bienque no trabajo con «Mystery»—rio con amargura—. Escierto que tuve la audacia decreer que podía luchar contraella, pero resulté tan inútilcomo un cero a la izquierda.De cualquier modo, ya estoyfuera del juego. ¿Qué pretendeusted con sus mentiras?

En vez de responder,Wilberforce permaneciómirándolo de una manera

extraña.—Entonces —preguntó tras

un rato—, si usted no es unode los cómplices de MarieArnaud, ¿quién es?

Hartley sonrióburlonamente.

—¿Insiste usted en suinocencia? ¡No soy nadie!Únicamente un pobre tontoque pretendió detener la locacarrera de «Mystery»; un locoidiota que quiso hacer algo porsu país…, y fracasó en formalamentable.

—¿Es usted, pues, un

agente del Servicio SecretoBritánico?

Hartley meneó la cabeza.—No, de ninguna manera.

Un simple aficionado. Pero noveo a qué vienen suspreguntas. Supongo que nopensará negar que usted sípertenece a la banda demademoiselle Arnaud.

—Claro que lo niego,absolutamente.

Hartley le lanzó una miradaincrédula.

—Entonces, ¿quién esusted? —preguntó lentamente.

—El capitán Wilberforce,del Servicio Secreto de losEstados Unidos.

La conversación se cortó, yuna mesera que, no deseandomolestarlos, había estadoesperando ese momento, seacercó rápidamente a Hartleyy le preguntó qué deseaba.

Hartley tomó el menú yescogió al azar algunosplatillos. Su mente estabademasiado llena depensamientos como para poderpreocuparse por la cuestión dela comida. Poco a poco el

aspecto humorístico de lasituación fue haciéndoseevidente, y una vez que lamuchacha hubo desaparecidopor la puerta de la cocina,Hartley se volvió de nuevohacia el capitán con unasonrisa en los labios.

—De manera que «Mystery»jugó con los dos… Nos hizocreernos enemigos.

—Eso parece.—Supongo que le hizo

concebir la sospecha de que yoera miembro de su banda, ¿noes así?

—Eso y más. ¡Dios mío!¡Qué gran actriz! Ni una solapalabra sospechosa, pero a losdiez minutos de haberloconocido a usted, yo estaba yacompletamente seguro de queera cómplice de ella.

Hartley conocía aquellasensación.

—Ahora ya sabe cómo fueque yo sospeché de usted.Oiga… La noche en que le robélos planos, ¿se los había ustedrobado a ella primero?

Wilberforce asintió.—Sí. Supuse que andaba

tras los planos de Maurcot, ycuando ese jueves me dijo quese iba el sábado e insinuó quetambién usted se marchaba…

Vio que Hartley sonreía.—¡Diablos! ¿Le dijo a usted

lo mismo? ¡Por Dios! Me quitoel sombrero ante ella.

»Bueno, como iba diciendo,al recibir esas noticias mepuse a pensar. Eché a andarmi materia gris y no tardémucho en llegar a laconclusión de que si nuestraamiga no había robado aún losplanos, tendría que hacerlo

antes del sábado.»Después de eso, mantuve

los ojos bien abiertos. No pasónada hasta el viernes en lanoche. Supuse entonces quealgo tenía que suceder durantelas horas que faltaban, así queprocuré quedarme afueracuando cerraron la casa. Y enefecto, acababan de dar las dosen el reloj de la aldea, cuandola dama bajó por una escala decuerda. La seguí y prontollegamos a una cabaña.

»Marie entró y encendió unalámpara. No pude menos que

maravillarme de su audacia.Fui hasta la ventana y measomé. La vi sola, con lospapeles en la mano. Ahora onunca, me dije, y, sacando unrevólver del bolsillo, entré apescarla con las manos en lamasa.

»Le quité los papeles antesde que pudiera reaccionar.Luego, eché a caminar haciae l Chateau. Y entonces, derepente, aparece usted, meaplica el cloroformo y mequita los papeles. ¿Le extrañaque lo haya tomado por el

guardaespaldas de «Mystery»?—En modo alguno —

admitió Hartley—. Yo pensé lomismo de usted.

—¡Vaya!Wilberforce miró la pared

opuesta del local. Hubo unsilencio mientras la meseraponía los platillos sobre elmantel. Luego,repentinamente, los ojos deWilberforce volvieron aenfocar a Hartley.

—Dígame, señor Witham, siusted no pertenece a la bandade mademoiselle Arnaud, ¿por

qué me devuelve estospapeles? ¿Los rechazó sugobierno? ¿Son acaso falsos?

Las pupilas de Hartleybrillaron.

—Es evidente que ustedignora el final de la historia.Los planos son de lo másauténtico, sólo que…, pues,que «Mystery» distribuyó copiasde ellos entre media docena depaíses, incluyendo el de usted,cosa de cinco días antes deque nosotros representáramosla comedia que ella mismahabía escrito, robando

dramáticamente una copiamás.

—¿Quiere usted decir que…que ella tenía ya desde anteslos planos de Maurcot?

Hartley asintió.—Bueno, verdaderamente…

—Wilberforce miró alrededor,se humedeció los labios, seaflojó la corbata—. ¡Caramba!Ojalá no hubiera damas encien metros a la redonda.Temo que lo que tengo ganasde decir sería demasiado fuertecomo para que los oídosfemeninos pudieran resistirlo.

—Sí, comprendo. Tieneusted todas mis simpatías. Amí la noticia me afectó enforma distinta. Me…, me quedémudo —apartó los ojos,recordando con claridaddespiadada su amargadesilusión—. Ahora ya sabeusted por qué me he retiradodel juego. No soyparticularmente sensible, peroya he hecho el tonto dos vecesseguidas y no quiero repetir lahazaña.

—¡Dos veces! —exclamóWilberforce con un matiz

interrogante en la voz—. ¿Sehabía batido ya antes conella?

Hartley se maldijo. Una vezmás, había hablado demasiado.Pero ¿importaba eso? No…, yano. Había renunciado a lalucha. Además, Wilberforce loconocía ya bien.

Contó rápidamente suhistoria, y al terminar quedóesperando las frasescompasivas del americano,Pero lo que oyó fue algodistinto.

—Caramba —expresó

Wilberforce—, está usteddiciendo estupideces, hombre.¿Cómo que hizo el tonto?¡Engañó a las mil maravillas a«Mystery»! ¿Cómo iba a saberque los planes de su tío eranque el engañado resultarausted? Señor Witham, para serespía aficionado, es ustedexcelente. ¿Por qué se rinde?

Prosiga la lucha contra«Mystery». Acabe con ella. Lehará usted un gran favor a supaís, y de paso al mío también.

»Algo está cocinándose enlos Estados Unidos en este

preciso momento, y si«Mystery» se entera de ello, lacosa será grave. Se trata dealgo que le conviene también aInglaterra, pero si ciertapotencia asiática llegara asaberlo… Por Dios, o muchome equivoco, o pagaráncarretadas de oro por obtenerciertos papeles.

»Mire, señor Witham, lepropongo que usted y yohagamos una especie dealianza para derrotar de unavez por todas a la famosa«Mystery». ¿Qué dice?

—¡Qué qué digo!Los labios de Hartley se

curvaron en una sonrisa. ¿Quépodía decir? A pesar de suspropósitos de olvidarse parasiempre del espionaje, sucorazón latió con fuerza alescuchar las palabras delamericano. La oferta era de lomás tentadora.

—Capitán Wilberforce,estoy con usted. Trato hecho.¡Venga esa mano!

Capítulo IX

UN MES DESPUÉS, Hartleyrecibió un cablegrama. Apartede la firma todo lo que elmensaje contenía era unapalabra: «Venga».

Wilberforce no lo llamaríapor ningún asunto sinimportancia. La palabra, pues,sólo podía significar una cosa.«Mystery» debía haberolfateado el secreto americanode que Wilberforce habíahablado en el restaurante y elpeligro de su ataque era

inminente.El cablegrama llegó a las

nueve y cuarto de la mañana.A las diez, Hartley estaba yaen las oficinas de VaporesUniversales, comprando unboleto para el barco: Olimpia.A las once se hallaba de nuevoen casa, dando instrucciones asu sirviente. Antes dealmorzar, había conseguido laimprescindible visa. Menos deveinticuatro horas después,estaba a bordo del vapor, encamino a Nueva York.

Faltaba una hora para el

almuerzo. Hartley recorría lacubierta, gozando laspunzantes bocanadas de airepuro, y desdeñando a lospasajeros que preferían mirarel mar desde la cubierta depaseo, protegida con gruesoscristales.

Se sentía enormementecontento. Aunque habíaviajado por toda Europa yvisitado el Cercano Oriente,nunca había estado en elNuevo Continente. Sinembargo, todos sus conocidosamericanos le simpatizaban en

extremo. Después de lassolemnes y rígidasconvenciones de losanticuados aristócrataseuropeos, y de losimpenetrables rostrosorientales, era un aliviocharlar con gente que seadelantaba a la época y poseíauna vivaz frescura, un tenazoptimismo, un gran apreciopor la libertad del individuo.

El oxígeno del aire yodadoimpregnaba todo su ser,haciéndolo sentirse másfresco; inconscientemente alzó

más la cabeza, respiró máshondo.

Terminando su paseo, seapoyó contra la barandilla ymiró cómo la tierra firmedesaparecía lentamente en elhorizonte. Las olas parecíanbrincotear gozosas,jugueteando con el viento, ylas gaviotas descendían enveloces arcos, graznandoruidosamente.

Había otras embarcacionesa la vista. Unas se distinguíancon claridad; otras eran merasmanchitas negras en la

distancia. La naturalezaentera parecía estar alegre yen paz, y Hartley sintió que ibaa disfrutar sobremanera losseis días que duraba el viaje.

Rumiaba aún esta agradableidea cuando el sonido del gongsubió hasta él, primerodistante, luego casidirectamente bajo sus pies, amedida que el camarerorecorría los corredores con sutintineante llamado.

Hora de almorzar. Hartleyrecordó que tenía hambre.Bajando apresurado a su

camarote, se peinó con uncepillo, y tras ratificar elnúmero de su mesa, fue alcomedor.

El almuerzo terminópronto. Satisfecho ya suapetito, Hartley dejó pasear sumirada por el recinto,mientras esperaba el café. Suscompañeros de mesa eranbastante aburridos; no le tomómucho tiempo averiguar que elreverendo Wellin-Smith, quienviajaba con su esposa y suhija, iba a los Estados Unidoscon el único y exclusivo

propósito de reunir el mayornúmero posible de datosfavorables sobre la prohibiciónalcohólica, implantada pocotiempo atrás por el gobiernoamericano. Hartley, quedetestaba a los puritanosprofesionales, no pudo resistirel impulso de pedir una copapara acompañar su café.

Las mesas estaban llenas,como es usual durante laprimera comida de un viaje. Deseguro habría suficientespersonas deseosas de unírselepara jugar bridge;

mentalmente, tomó nota delas que le parecían másprobables.

Ya había examinado todaslas mesas, excepto la delcapitán, que era mayor que lasotras y se hallaba en el centrodel salón.

Hartley recorrió con la vistaa los comensales. Entonces, derepente, tuvo la sensación deestar soñando. Parecíaimposible, y sin embargo…, eraverdad. Allí, mirándolo conojos brillantes, estabamademoiselle Marie Arnaud,

mejor conocida como«Mystery».

—Monsieur, el destinoparece empeñado en juntamos.

Hartley la miró con aireinocente, y sonrió.

—¿El destino,mademoiselle lascircunstancias?

Ella encogió los hombros.—Es lo mismo, monsieur.—No, mademoiselle, no es

lo mismo. El destino esinexorable, no puedecambiarse. Juega con nosotrossin que podamos oponerle

resistencia, arreglandonuestras vidas como mejor leparece. Las circunstancias…,este…, pueden ser artificiales.

Marie dejó escapar una levecarcajada.

—¿De modo que ustedpiensa que planeé este viajepor razones…, digamos,sospechosas?

—No me atrevería a decirtal cosa.

—Puedo enseñarle miboleto; verá usted que locompré hace tres semanas. ¿Elsuyo es, quizá, de fecha

anterior?Hartley se ruborizó.—Le pido perdones,

mademoiselle…, y también medisculpo ante el señor Destino.A pesar de lo que dije de él, veoahora que he sido incapaz deapreciar lo torcido de susramificaciones, lo tortuoso desus innumerables caminos.

—Habla usted conamargura, monsieur.

Hartley detuvo su paseo.—¿Y por qué no,

mademoiselle? A los hombresno les gusta hacer el ridículo,

mucho menos por culpa deuna mujer. Y la cosa es peor sital mujer es bella.

—¿De modo que usted creeque lo he hecho quedar enridículo? Sí, quizá tenga ustedrazón, o quizá haya tenido youna razón definida para hacerlo que hice. Sin embargo,monsieur, ¿cómo fue que cayóusted en la trampa? De nohaber tenido sus propiasrazones para ir al bosque esanoche, yo no me hubieraburlado de usted.

»El hecho de que haya caído

en mi trampa, monsieur, esprueba de que usted estaba enel juego de espionaje. Noestaba segura de tal cosa.Sospechaba más deWilberforce. Pero ya no tengoduda alguna sobre ninguno deustedes. El capitán Wilberforceme robó ciertos planos; yusted, a su vez, se los robó aél.

»Monsieur, es importantesaber a ciencia cierta quiénesson los amigos de una, yquiénes son los enemigos.¿Puede usted reprocharme el

haber querido averiguarlo?Además, debo confesarlo, medivertí enormemente.Monsieur, estoy cansada. ¿Nossentamos?

Durante todo el diálogoanterior, ambos habían estadopaseando por la cubierta, através de caminos obscuros,alumbrados aquí y allá porbrillantes lámparas adosadas ala pared. Abajo de ellos, en lascubiertas iluminadas yprotegidas del viento cada vezmás fuerte, los demáspasajeros deambulaban y

conversaban animadamente.Allí, en la cubierta superior,

donde estaban los botessalvavidas, el viento soplaba yhacía algo de frío, pero Hartleyy Marie habían preferido ir aese lugar, que al menos eramás discreto, más privado.

Hartley arrimó dos sillasplayeras. Sentándose, ambosse cubrieron con abrigadorasmantas y escucharon losruidos de la noche. La orquestahabía enmudecido; músicos ybailarines descansaban. En elremoto corazón del barco las

máquinas latíanincesantemente, pero susonido no ahogaba elmelancólico chapoteo de lasaguas, rudamente cortadas porla afilada proa del navío, ni loschillidos lastimeros de lasgaviotas.

Las sillas de los dos jóvenesestaban cerca; sus cabezascasi se tocaban. Una vez más,Hartley percibió la hermosa ymística fragancia que Mariesiempre exhalaba. Al mismotiempo que lo intrigaba, elatrayente aroma aceleraba

insidiosamente los latidos desu corazón.

—Mademoiselle —susurróHartley, suavemente—, ¿no escurioso que nos revelemos deesta maneta nuestrossecretos? Creí que los espíaseran muy reservados; nuncasoñé que se retaran tanabiertamente.

—No acostumbran hacerlo,monsieur, pero nosotros somosdistintos. Me enteré de queusted era espía el mismo díaen que su tío le encargó ciertamisión especial en París. Usted

se enteró de mi identidad, dela identidad de «Mystery», lanoche que olió mi perfume alabrir su valija.

—¿Usted…, usted sabíaque…, que yo sabía?

Hartley sintió un escalofrío.Marie parecía seromnisapiente.

—Por supuesto —repusoella, con sencillez—. Yo puseel perfume allí.

—¡Lo puso allí! —repitió él,atontado—. Pero…, ¿por qué?

—Ése es uno de los secretosque no pienso revelarle.

Quedaron en silencio por unrato, cada uno embebido ensus propios pensamientos.Pronto se reveló el tumbo quelos de Hartley habían tomado,pues su siguiente pregunta fue:

—Dígame, mademoiselle,¿por qué le dicen «Mystery»?

—Querido amigo, no puedodecírselo; ¡ése es otro de missecretos, de mis misterios!

Rio suavemente de supropio chiste. Hartley dijo,lentamente:

—Quisiera podercomprenderla.

—¡Oh, la-lá! —trinó ella,volviéndose hacia él—. ¿Porqué no olvida lo que soy, señoringlés? Tenemos cinco días deviaje por delante. Olvidemosnuestra ocupación, nuestrospaíses, nuestra enemistad,hasta que lleguemos a NuevaYork. Recordemos sólo quesomos… amigos.

Sonaron cinco campanadasen el puente de mando; unossegundos después se repitieron,procedentes de la proa y de lapopa.

Hartley sintió renacer

exactamente las mismassensaciones que Marie habíadespertado en él durante suprimer encuentro, en el tren.Entonces, como ahora, habíasentido una gradual atraccióncada vez más fuerte, queavasallaba su acostumbradodesinterés por las mujeres.

Al analizar sus emociones,se había dado cuenta de quetal insólita sensación se debíaal misterio que Marie poseía.Ahora, el misterio era másgrande que nunca, y comoconsecuencia, la atracción

aumentaba.A través del tragaluz, se

filtraban los rayos plateados dela luna. Hartley se volvióligeramente para mirar delleno a Marie, y vio que ellahabía hecho lo mismo.

El corazón de Hartley elevóun himno de gratitud a laluna. A la tenue luz, el rostrode la muchacha adquiría unbrillo etéreo que acentuaba subelleza.

—Mademoiselle —susurróHartley—, es usted muyhermosa.

Ella lo miró detenidamenteantes de hablar. Cuando porfin lo hizo, fue en voz baja.

—Dijo usted eso como…,como si hablara en serio.

—Nunca he hablado más enserio —confirmó él.

—Qué manera tan deliciosade decirlo —suspiró Marie—.Monsieur, usted es un enigmapara mí. Su reputación, la vidaque ha llevado desde el final dela guerra…, no hablan muchoen su favor. ¿Por qué susamigos hablan de usted delmodo como lo hacen: no en

forma insultante, sino comolamentando algo?

—¡Un enigma! Los acertijosestán hechos para serresueltos, incluso en cincodías.

—¿Y los misterios? ¿Puedenelucidarse en tan cortotiempo?

Hartley no tuvo ocasión deresponder. En ese precisoinstante, un camarero seacercó a Marie. Le entregó unmensaje radiofónico. Mariemurmuró una disculpa y abrió,el sobre. Habiendo leído el

mensaje, dijo que debía ir acontestarlo; era urgente.

Bajó apresuradamente, yHartley ya no volvió a verlaesa noche.

Los siguientes días se

deslizaron con una rapidez queHartley nunca hubieraimaginado. Las horas decomida se sucedían unas aotras vertiginosamente, yaunque el aire marinodespertaba su apetitoenormemente, Hartley odiabacon salvaje intensidad el

sonido del gong.Cada comida significaba

una interrupción de su diálogocon Marie; una separación quepor lo menos duraba una hora,y frecuentemente más, pues aveces, Marie desaparecía en sucamarote no bien terminaba elpostre, y tardaba bastante ensalir.

Era la última noche abordo. Enfrente, se veían lucesparpadeantes que oscilaban:eran las boyas que marcabanla ruta hacia la bahía de NuevaYork. Anclarían dentro de

pocas horas.Hartley y Marie estaban

sentados, como de costumbre,en la cubierta superior,mirando la delgada raya deluz, formada por innumerablespuntitos brillantes, que yacíaante sus ojos. Long Island.

Hartley recibió consentimientos confusos suprimera visión de los EstadosUnidos. Por una parte, sesentía alegre como un niño alpensar que por la mañanadesembarcaría en el NuevoMundo. Pero, al mismo tiempo,

no olvidaba que ésta era suúltima noche con Marie.¿Cuándo volvería a verla?Tímidamente, se decidió aexpresar esta pregunta en vozalta.

—¿Quién sabe? —fue laalegre respuesta—. Esta nochesomos amigos; mañana, aldesembarcar, nos uniremos abandos opuestos. Quizá cuandovolvamos a vernos, sea comoenemigos.

—¡Dios no lo quiera!¿Bromea usted,mademoiselle?

Ella rio de la ansiosapregunta.

—Claro que bromeo, monami. ¿Por qué habíamos de serenemigos? ¿Acaso lo son lospolíticos que pertenecen apartidos distintos? ¿Acaso lospartidarios de un equipo defútbol odian a los partidariosdel equipo contrario?

—Tiene usted razón, peroaquí la cosa es diferente. Ustedtrabaja para un país, yotrabajo para otro.

—¿Sí? —preguntó ella, demodo extraño; luego, desvió el

curso de sus palabras—. Ahoraes usted quien se ponepesimista.

—Es que nuestras futurasrelaciones me interesanmuchísimo —exclamó él,apasionadamente—.Mademoiselle, ¿por qué tieneusted…, por qué tenemosnosotros que jugar de estemodo con nuestras vidas? ¿Nopuede usted abandonar estejuego de espionaje? Yo soy unagente libre. Pero si ustedquisiera, podría también…

Ella le puso un dedo sobre

los labios.—Silencio, monsieur. Lo

que usted dice es imposible.Hartley se preguntó si sus

oídos lo estarían engañando: lehabía parecido que en esabreve frase, la voz de Mariehabía sido mucho más fría queantes.

—¡Mademoiselle! ¿Hablausted en serio? ¿Qué lazosirrompibles la atan? Dígameloy yo la ayudaré, la protegeré…

—¡Basta, señor Witham, porfavor!

Esta vez no había lugar a

dudas. La voz de la jovenestaba impregnada de untimbre helado.

Las luces de Long Islandparpadeaban maliciosamente,al otro lado de las inquietasolas. ¡Ése era el mensaje debienvenida que Hartley recibía!¡Burla, desprecio! Apenas habíaaparecido tierra firme en elhorizonte, Marie habíacambiado. La camaraderíaexistente entre ellos se habíaroto; los dulces días del viajeno serían pronto más que unrecuerdo.

—Entonces…, ¿prefiereusted seguir siendo espía? ¿Leduele pensar en todo el dineroque dejaría de ganar siabandonara el juego?

Hartley hablaba condesprecio. Su fierotemperamento, desbordado,saltaba por encima de todacortesía y decencia.

Sin una sola palabra derespuesta, Marie apartó lasmantas y se incorporó. En latenue luz, Hartley la viomirarlo durante un segundo, yantes de que tuviera tiempo de

moverse, de levantarse a suvez, la vio volverse y bajar conpaso rápido.

Al seguirla oyó un sonidoque acaso era el débil eco deun sollozo, pero que tambiénpodía ser un chillido degaviota.

Desembarcaron comoenemigos: sin siquieradespedirse.

Capítulo X

—¡VAYA QUE ES usted rápido!Al descender de la pasarela,

Hartley sintió que alguien loagarraba del brazo. Wilberforceestaba junto a él,conduciéndolo hacia un rincóndiscreto.

—Bueno, ya que está ustedaquí, terminemos cuanto antescon los saludos. —Wilberforcesonrió y apretó la mano deHartley—. Bien venido a latierra de la libertad, al país delas barras y las estrellas,

etcétera. Espero que le gustenuestro continente. No es malsitio, una vez que uno seacostumbra a beber licorclandestino.

—Trataré de adaptarme —repuso Hartley—. También enInglaterra tenemos una o dosleyes absurdas.

—¡Ya lo creo! Me di cuenta.Pero en fin, no vino usted aquípara que charláramos sobre lossistemas legales. Dígame,¿cómo fue que llegó tanpronto?

—Gracias a la eficacia de

las comunicaciones modernas,el cable de usted me llegó a lahora del desayuno. Tuvetiempo de sacar pasaje para eldía siguiente.

—Magnífico. Losacontecimientos comienzan amoverse. Es bueno que estéusted aquí. La primera enponerse en movimiento fue«Mystery». Me enteré de que ibaa venir, y fue entonces cuandomandé el cablegrama.

—¿«Iba a venir»? Ya vino —dijo Hartley, calmadamente.

—¿Cómo diablos sabe usted

eso? Mi gente ha estadovigilando todos los barcos. Hade ser un error.

—No es ningún error,Wilberforce. Nuestra atractivaespía fue mi compañera deviaje.

—¡Por todos los infiernos! —Wilberforce se golpeó el muslo—. Eso significa que ella sabeque usted está aquí, ¿verdad?

Hartley sonrió levemente.—Mucho me temo que sí.Wilberforce maldijo. Luego,

rugió:—Eso es lo peor que pudo

haber pasado. Hice miles deplanes, pero todos dependíande una cosa: de que «Mystery»ignorara que nosotrosestábamos al tanto de suvenida. Ahora le será fácilburlarse de nosotros. ¡Malditasea!

Hartley notó que susnoticias habían disgustado alotro.

—Venga conmigo a mi hotely cuénteme toda la historia —sugirió.

Wilberforce asintió con lacabeza.

—Buena idea. Venga, haréque no lo entretengan muchoen la aduana.

Cumplió su palabra. Unsaludo aquí, una frase allá, y elequipaje de Hartley fueeximido de revisión y enviadoa su hotel.

Pocos minutos después, losdos hombres se hallabancómodamente instaladosfrente a una ventana quemiraba al gran Parque Central,y Wilberforce dio principio a sunarración:

—Supongo que te

preguntarás… Podemostutearnos, ¿verdad? Es muchomás cómodo. —Hartley asintió—. Bueno, como decía, nodudo que te preguntarás porqué te hice venir. Te lo dirépronto, pero antes deseohacerte una o dos preguntas.Eres un agente perfectamentelibre, ¿no? Esto es, el gobiernobritánico no te imponeninguna obligación, ¿verdad?

—Ninguna en absoluto.—¡Magnífico! Ahora bien, si

te dijera que tengo más fe en tique en mis propios

compatriotas, ¿aceptarías sertemporalmente milugarteniente, ingresar enforma extraoficial al ServicioSecreto de los Estados Unidos?

—Pues… —Hartley titubeó.—No respondas todavía. No

creas que no comprendo todoslos escrúpulos que surgen entu interior. Sólo deseo tuayuda para una cosa, paracontrarrestar las maniobras de«Mystery». Eso es todo.

»Como ya te dije, en estepaís se prepara algo que podríacausar una tormenta en cierto

país asiático. A pesar de todaslas precauciones tomadas,«Mystery» se enteró de ello; locual descubrimos sólo por unaextraordinaria racha de suerte.

»Antes de un mes, el asuntose resolverá en una u otraforma. Tiene que permanecersecreto durante ese tiempo,porque si no, lasconsecuencias seríangravísimas. ¿Qué dices?

De haber podido borrar desu memoria el recuerdo de lanoche anterior, tal vez Hartleyhubiera contestado en forma

diferente, pero una noche desombrías meditaciones habíaamargado su alma. Para Marie,el espionaje significa más quecualquier otra cosa, más quesu relación con Hartley. Estaidea enfurecía tanto al joven,que su único propósito ahora,era derrotar a «Mystery»,aunque tardase años enlograrlo.

—Que estoy contigo. Sóloquiero saber una cosa,Wilberforce: ¿Puedes darme tupalabra de honor de quecualquier cosa que pueda yo

hacer, estando a tus órdenes,no perjudicará, en modoalguno a mi patria?

—¡Absolutamente!—¡Magnífico! Entonces,

trato hecho. Lo único que medesconcierta es: ¿cómo puedoyo serte más útil que tuspropias gentes?

—Esperaba que mepreguntaras eso. ¡Escucha!Para ustedes los ingleses, elpeligro asiático es meramenteun pretexto para escribirnovelas de aventuras. Peronosotros, los americanos, y

sobre todo los quepertenecemos al ServicioSecreto, no desdeñamos elpeligro que yace al otro ladodel Pacífico.

»¿Sabías que hay paísesenemigos que tienen mapas decada metro cuadrado deCalifornia? Si estallara laguerra y lograrandesembarcar…; pero tú hasservido en el ejército. Nonecesito subrayar las ventajasque representa para el enemigola posesión de tales mapas.

»Muy pocos conocen los

hechos tal como son; y menosaún pueden comprender elpeligro futuro. Pero cuatro deestas personas se han unido:dos oficiales navales, unoficial del ejército, y unamisionera. Llenos de ardientepatriotismo, se han dedicadopor entero, durante todo el añopasado, a fraguar un plan parala defensa de los EstadosUnidos.

»Yo mismo sólo conozcovagamente tal plan; se refierea cierta isla del Pacífico.Dicho lugar sería ideal para

construir una base naval,aérea y submarina. Pertenecepor el momento a un paísextranjero. Mientras el plan semantenga en secreto, ese paíspuede vender la isla; si elmundo se entera, la Liga de lasNaciones puede protestar yprohibir la venta. Dirán que laidea de armar la isla podríaprovocar la guerra. Algunosestadistas de tu propio paíshan condenado, por la mismarazón, la base naval deSingapur.

»A cualquier costo, Estados

Unidos debe adquirir esa isla.Sabemos que los inglesesaprobarán el plan. Gracias aDios hay en Londres personasresponsables y honestas que sepreocupan realmente por servira su patria, y que se dancuenta del peligro.

»Durante el mes próximo,los cuatro autores del planexpondrán por escrito susrespectivas proposiciones, y,una vez hecho eso, los papelesserán enviados a Washington.Cada una de las cuatropersonas deberá contar con

Varios guardias, cada papeldebe protegerse, cada reunióntiene que mantenerse ensecreto. Nuestros agentessiguen actualmente a losinteresados, reportándose alcuartel general cada hora,durante toda la noche y todoel día.

»A pesar de estasprecauciones, tengo miedo de«Mystery». Necesito a alguienque la conozca, que esté altanto de sus métodos, quetenga suficiente imaginacióncomo para combatir sus

ataques. Tú eres el másadecuado para ayudarme,Witham, porque sólo tú y yoconocernos la identidad de«Mystery».

—Un momento —interrumpió Hartley—. ¿Porqué no le pasas el dato a tujefe?

Wilberforce hizo un gestode disgusto.

—Eso hice, y quedé enridículo. Parece ser que acusara Marie Arnaud es casi tanimposible como acusar a laesposa del presidente.

—Qué curioso.—¿Por qué?—Lo mismo me pasó a mí.El americano exhaló un

silbido de sorpresa.—¿Quién es esta

mademoiselle Arnaud para quenuestros respectivos gobiernosle tengan tanto respeto?

—La hija del embajadorfrancés en Londres.

—¿Sí? —Wilberforce fruncióel ceño—. No sabía eso. Así lascosas cambian, ¿no te parece?

—¿Por qué?—Es muy difícil que la hija

de un embajador se meta aespía. Además, ¿cómo iba unafrancesa a robar los secretosde su propio país paradivulgarlos por todo el mundo?

—¿Por qué no? —inquirióHartley, y con voz llena deamargura, agregó—: Hay genteque, con tal de obtener dinero,vendería su alma al diablo.

—Sí, claro… —musitóWilberforce, no muyconvencido. Tras pensar unrato, añadió—: Pero tengo laimpresión de que Marie Arnaudno es esa clase de persona.

Se frotó el mentón, conexpresión abstraída.

—Witham, empiezo a temerque nos hemos equivocado.

Hartley alzó los hombros.—¡No lo creo! ¿Piensas que

sea coincidencia el que hayallegado aquí justamente en losdías que esperabas a«Mystery»?

—Es difícil, ciertamente —la expresión de duda, sinembargo, no abandonó elrostro del americano—. Perono nos arriesgaremos. Sea o noMarie «Mystery», estaremos en

guardia. Mientras missuperiores me mandan a seguirpistas falsas, tú, como agenteindependiente, puedes vigilar aMarie de cerca. No hay tiempoque perder. ¿Cuándo quieresempezar?

—¿Por qué no ahoramismo?

—Magnífico. En unosminutos mis agentes meinformarán en qué hotel sehospeda Marie, y entonces…

—Sería mejor que la vigilaraotra persona —interrumpióHartley—. A mí me conoce

demasiado bien.

Capítulo XI

HABÍAN TRANSCURRIDO dossemanas del precioso mes.Hartley estaba sentado frentea la ventana de su cuarto,mirando la interminableprocesión de automóviles quedesfilaba frente al parque.Como de costumbre, pensabaen «Mystery». Que Hartleysupiera, hasta la fecha, Marieno había hecho nadasospechoso.

Los ayudantes de Hartleyeran dos ex detectives privados

que Wilberforce habíacontratado, pero el joven teníapoca confianza en ellos. Noporque parecieran inexpertos,al contrario, pero Hartleyestaba convencido de que a«Mystery» no le costaríaningún trabajo burlarlos.

Sin embargo, Hartley poseíaun minucioso reporte de todolo que Marie había hechodurante los pasados catorcedías, y esto lo tranquilizaba:era evidente que la muchachaaún no empezaba a «trabajar».

No había intentado vigilarla

en persona. En primer lugar,porque temía fracasar dealguna terrible manera, y, ensegundo, porque podía serreconocido y quedar enridículo.

Tenía algún tiempo de nover a Wilberforce. Dos díasdespués de la llegada deHartley, el capitán habíadesaparecido, dejándole unbreve mensaje: «Salí a seguiruna pista falsa».

Abandonado a sus propiosrecursos, Hartley experimentóuna creciente sensación de

incapacidad. ¿De qué servíaque, hora tras hora, susayudantes le informaran queMarie Arnaud se hallaba«comiendo sola en elrestaurante Algonquin», o«visitando a la señorita BettyTrevor, en el hotel Astor», o«durmiendo en sushabitaciones»?

Sólo había una forma devencer a «Mystery»:anticipándosele. ¿Y cómopodía lograrse esto? Sólo queMarie traicionara suspropósitos de una u otra

manera. Y tal contingenciapodía contarse probablementeentre las más improbables delmundo.

Por ejemplo, esa señoritaBetty Trevor, hospedada en elAstoz, ¿no era posible quefuese cómplice de Marie eneste golpe? ¿No era posible quelos planes estuvieran ya en supoder?

Había sólo un rayo de luz enestas tiniebla de inseguridad.Wilberforce había dicho que,hasta donde él sabía, lospapeles no se entregarían sino

hasta la última semana delmes.

Hubo un brusco golpe a lapuerta. Hartley, sobresaltado,fue a abrir. Un botones leentregó un telegrama que élabrió con dedos temblorosos.Se trataba de un mensaje deWilberforce: «Seguí pistahasta Buffalo. Espero cosaspronto».

Así que… ¡La junta secelebraría en Buffalo! ¡Y«Mystery» seguía aquí en NuevaYork! Incómodo, Hartley pasórevista a la situación. No podía

asociar los dos hechos.«Espero cosas pronto». Tuvo

que pensar un rato antes deaclarar la frase: lo queWilberforce esperaba era quealgo ocurriese.

¿Por qué estaba Marie taninactiva?, ¿por qué?, ¿porqué? Parecía haber una solarespuesta posible: porque yatenía sus planes hechos,porque sólo aguardaba elmomento oportuno paraponerlos en práctica.

Cuando tal momentollegara… Hartley oyó en su

interior la voz del demonio dela desesperación. Cuando talmomento llegara, ¿qué podríahacer él?

A pesar de la intensaemoción que lo dominaba, suspensamientos cambiaron decurso. ¿Por qué hacía Marieaquello? Si tan sólo las cosasfueran distintas… Recordó conpunzante nostalgia las veladaspasadas junto a ella a bordodel Olimpia.

Una vez más se vio sentadojunto a ella en la cubiertaazotada por el viento frío, tan

cerca que a través de lasgruesas mantas podía sentir latibieza del grácil cuerpo. Unavez más recordó el bello rostroalumbrado por la luna, lasuave voz con su casiimperceptible acentoextranjero.

Una por una, repasóaquellas noches, las másfelices de su vida, hasta que,inexorable como el paso deltiempo, la última acudió a sumemoria.

Sabía que se había portadoindebidamente, y esto lo

torturaba. Pero más torturanteera recordar cómo Marie nohabía vacilado en preferir sucarrera de espía al afecto quedecía sentir por él.

Los labios de Hartley setensaron en una muecasombría. Él había ofrecidopaz… y amor. Ella, rechazandoambas cosas, había declaradola guerra. Antes de poderproponer un nuevo pacto,Hartley debía luchar con ella yvencerla.

¡Vencerla! La idea sonabairónica a la luz de su presente

impotencia. Debía anticiparsea Marie, ponerse en su lugar…

El teléfono sonó. EraMurphy, uno de sus detectivesayudantes.

—Señor, la señorita Arnaudpiensa salir de Nueva York.Mandó al botones por un taxipara ir a la estaciónPennsylvania.

¡Acción, por fin!—No la pierdas de vista,

Murphy. Yo iréinmediatamente. Si puedollegar a tiempo, te buscaré. Sino, déjame recado con alguno

de los mozos. Prométele unabuena propina. ¿Adónde va aviajar Marie?

—No lo sé, señor, pero eltren para Filadelfia sale dentrode media hora.

—Magnífico. Voyinmediatamente.

Colgando el teléfono,recogió su sombrero y suimpermeable. Dos segundosdespués, había salido de sucuarto y esperaba el ascensor.Oprimió el botón parallamarlo, y vio en el indicadorque estaba cinco pisos arriba

del suyo.El aparato parecía estar

fijo. Hartley oprimió de nuevoel botón. El ascensor bajó,para detenerse en el pisosiguiente. Para el impacientéHartley, esta lentitudsignificaba un complot parahacerlo perder tiempo.

El ascensor llegó; la puertase abrió y Hartley entró. Alhacerlo, una fría ola de dudarecorrió su cuerpo¡Anticiparse! ¡Debíaanticiparse!, se recordó.

¡Ponerse en el lugar de

Marie! Eso haría. Si él fuera«Mystery» y supiera que estabaconstantemente vigilada,¿saldría de Nueva York conpocas precauciones?Definitivamente, no; haríatodo lo posible por despistar asus vigilantes.

Lógicamente, Marie estabahaciendo eso. Era indudableque iba a abandonar NuevaYork, pero ¿lo haría por laestación Pennsylvania?Hartley lo dudaba, y esta dudase volvió certeza en el brevetiempo que el ascensor

necesitó para alcanzar laplanta baja.

Al abrirse las puertas, eltelegrama de Wilberforceacudió a su memoria. Lareunión sería en Buffalo. ¿Aqué otro sitio podía ir«Mystery»?

Hartley entró a una cabinade teléfono y se comunicó, conSchulz, su otro ayudante.

—Schulz, nuestra joven seha puesto en marcha. Murphyla sigue en estos momentoshacia la estaciónPennsylvania. Creo que se

trata de un truco. Dime, ¿nosale pronto un tren paraBuffalo?

—No, señor; hasta dentro deuna hora y veinte minutos.

—No importa. Creo que missospechas son correctas. Ve ala estación Grand Central lomás rápido que puedas ymantente alerta; tengo laimpresión de que Marie irá allí,a tomar el tren para Buffalo,tras haber despistado aMurphy. Yo me reuniré contigoinmediatamente después dever a Murphy en la estación

Pennsylvania.Al subir a un taxi y darle la

dirección de la estaciónPennsylvania, había perdido yaquince valiosos minutos. Llegóa la terminal cuando el trenacababa de salir. Buscó entrela gente a Murphy. Estabaconvencido de que, habiendoperdido el rastro de Marie, eldetective lo esperaría allí parapedir nuevas órdenes.

No encontró a Murphy porninguna parte, pero, cuandomás desconcertado estaba, oyóque un mozo gritaba su

nombre. Se acercó.—¿Usted es el señor Hartley

Witham? Hay un mensaje parausted.

Hartley desdobló el papel, yleyó:

«Todo bien. M.A. sacóboleto para Filadelfia.Síganos. Me comunicarécon usted en el hotelStation».

Se mordió los labios condesaliento. Murphy no eratonto, no podía haberseequivocado. El único

equivocado era él mismo: susteorías se rompían comofrágiles burbujas.

Sin mucha esperanza, lepreguntó al mozo cuándohabía recibido la nota. Larespuesta confirmó laveracidad del mensaje:Murphy, no queriendo dejarnada al azar, esperó que eltren empezara a moverse parahacer el encargo.

Hartley regresó al taxi quelo aguardaba. Iría a notificar aSchulz de lo sucedido y luegoviajaría a Filadelfia.

Schulz lo esperaba en lafuente de sodas.

—Ni señas de la muchacha,patrón —reportó.

—No; me equivoqué porcompleto, Schulz. Tomó eltren de Filadelfia.

—¿Usted creía que iba aotra parte?

—Si tú supieras que teestaban vigilando, ¿saldrías dela ciudad tan abiertamente?

—Claro que no. Seguiríauna ruta tan enredada que niun sacacorchos podríaseguirme. Oiga, patrón, no

olvide que el tren se detiene enla Calle 125.

—¡Cómo! —exclamóHartley, volviéndose hacia elotro—. En ese caso, es posibleque Marie despiste a Murphy ycambie de trenes en esaparada.

—Usted lo ha dicho.La esperanza renació en el

corazón de Hartley. Quizá,después de todo, susdeducciones habían sidocorrectas.

—Compra dos boletos parael tren de Buffalo, Schulz. Si

Marie sube en la Calle 125, laseguimos. Si no, bajamos allí yregresamos a tomar el próximotren a Filadelfia.

Puntualmente, el expreso aBuffalo salió de la estaciónGrand Central por una víaparcialmente subterránea.Poco tiempo después, sedetuvo en la única parada queharía por varios kilómetros.Hartley y Schulz corrieronhacia la puerta.

Schulz hizo que el porteroabriera aún antes de que eltren acabara de detenerse.

Asomándose, paseó su vistapor el andén; luego, soltó ungruñido y se volvió haciaHartley.

—Nada, patrón. Un par dematrimonios y una ancianaque se parece a mi abuelita.

Hartley alzó los hombros,resignado. Empezaba aacostumbrarse al fracaso.

—No importa, Schulz. Serámejor que regresemos rápidoa…

Se interrumpiósúbitamente. En un destellorecordó cierto detalle. El día

que llevaba los papeles falsos aParís, viajó en compañía de…Sí: recordó el reflejo en elcristal. Una anciana vestidasencilla pero pulcramente, concabello blanco como la nieve,y un bonete.

Apartó a Schulz y se asomóél mismo. Dos carros adelante,un mozo ayudaba a la ancianaa subir. Una oleada de triunfoestremeció la sangre del joven.La anciana era la misma quehabía visto en el Rápido deParís: en otras palabras, era«Mystery» disfrazada.

¡LA PARTIDA estaba casiganada! En dos días más, lasdeliberaciones de los cuatropatriotas serían trasladadas alpapel, y entonces…

Escondido en un hotelito deNiágara, Hartley esperaba,fuera de la vista de «Mystery».No se atrevía a salir; Niágara,el paraíso de los reciéncasados, es un pueblorelativamente pequeño; en lacalle, correría grave riesgo deser reconocido por su rival.

Sin embargo, estaba

satisfecho. En primer lugar,tenía tiempo y ocasión depensar con claridad. Elmurmullo de las cercanascataratas hacía las veces demúsica suave. Además, Schulzera su explorador, puesvigilaba incesantemente aMarie; y Wilberforce lomantenía al tanto de lo queiba sucediendo en la reuniónsecreta.

Hartley estaba al tanto detodo lo que «Mystery» hacía;sabía que ya no se llamabaMarie Arnaud, sino Sarah

Price, y que su acento no eraya francés, sino cien porciento americano.

Este último dato preocupóseriamente a Hartley: ¿seríacapaz la muchacha dedisfrazar incluso su voz? ¿Quétal si la sospechosa ancianaresultaba a fin de cuentasinofensiva?

Pero tras una mañana demeditación, Hartley decidióolvidar esa posibilidad. Lasuerte estaba echada; habíaque esperar los resultados.

De este modo, pasaban los

días. Cada mañana los cuatropatriotas se reunían ensecreto, vigilados y rodeadospor agentes secretos. Cadamañana, una simpáticaanciana se sentaba en unabanca frente a las cataratas ytejía calcetines, mientrasSchulz la miraba de lejos,fumando su puro y gozando lomás que podía de estas«vacaciones».

«¡Anticiparse!». Estapalabra, firmemente plantadaen la mente de Hartley, echóraíces, pero no logró florecer.

A pesar de sus esfuerzos,Hartley no podía pensar nadaque ayudara a derrotardefinitivamente los planes de«Mystery».

Según Wilberforce, se habíatomado toda posibleprecaución para proteger lospreciosos planes, una vez quefueran trasladados al papel. Demanera que no había nada quehacer dentro de dos o tres días,hasta que los papelesestuvieran terminados, listospara ser enviados aWashington.

El rugido de las cataratasatraía a Hartley. No las habíavisto aún, y parecían llamarlo.Ansiaba recrear sus ojos en lastumultuosas aguas, en lasnubes de espuma, en los arcoiris multicolores. Llevado enalas del viento norte, elllamado de las cataratas secolaba por la ventana abierta,y Hartley se sentía agitado poruna extraña emoción.

Esto le producíaincomodidad. Por algunarazón, el ruido del agua lerecordaba el mar, y al pensar

en el mar, pensaba en los díaspasados con Marie a bordo delOlimpia.

Un nudo se formó en sugarganta. Aquellos recuerdos leresultaban dolorosos. Cincodías de felicidad completa, quea la luz de los eventosposteriores brillaba más aún.Hartley deseaba olvidarlos;recordar sólo que «Mystery» erauna espía, y que ni siquieratenía la excusa del patriotismopara serlo, sino robaba sólopara ganar dinero.

Ella y su banda eran…

Hartley frunció el ceño.¿Tendría una banda, despuésde todo? Nada parecíaconfirmar esa suposición.Hartley estaba casi seguro deque Marie no había recibidoayuda alguna en el robo de losplanos de Maurcot; además,Schulz estaba seguro de que,durante su estancia enNiágara, no había tenidocomunicación con nadie queno se hallara por encima detoda sospecha. La habíavigilado de cerca.

Quizá, después de todo,

trabajaba sola… Pero Hartleyno pudo concluir susmeditaciones al respecto, puesla puerta de su habitación seabrió súbitamente y Schulzentró, pálido y sudoroso.

—Patrón —gruñó—, la tipaha desaparecido.

—¡Demonios!Hartley susurró la

exclamación para sí mismo.Era imposible. Si la perdía devista ahora, en este momentocrítico, el desastre era casiinminente.

—¿Cómo que desapareció?

—preguntó con desánimo.—Sí, desapareció, se

esfumó, se evaporó sin dejarrastro. Esta mañana bajó alvestíbulo del hotel a la hora decostumbre y le compró algunasestampillas al encargado.Empezó a pegarlas en unascartas que llevaba, y viendoque le sobraba una, se extrañóy contó los sobres. Entoncesrio, dijo que había olvidadouna carta en su habitación,subió dizque a buscarla…, yeso es todo.

»Esperé hasta las once

menos cuarto, y cuando ya medisponía a interrogar alencargado, bajó una sirvientacon una carta en la mano. Sela dio al encargado, y él laabrió. ¿Sabe usted lo que era,patrón? Una nota que decíaque nuestra amiga habíadesalojado el cuarto. Tambiénhabía un billete de cincuentadólares.

»A menos que haya salidopor una ventana, tuvo quecruzar el vestíbulo; y no locruzó, yo estuve allí todo eltiempo. Desapareció, patrón, y

sólo Dios sabe dónde estará.¡Había que pensar rápido!

Tras enviar a Schulz ainvestigar todos los hoteles delpueblo y la estación delferrocarril, Hartley se sentó ameditar.

Una y otra vez repasó losplanes que se habían preparadopara custodiar a los cuatropatriotas y su labor. Gracias aWilberforce, conocía todos losdetalles, pero ninguno de ellosparecía ofrecer oportunidadalguna para que «Mystery» seadueñara de los papeles.

Dentro de dos días, lospatriotas se reunirían porúltima vez. Esa sería laocasión en que su trabajoquedaría trasladado al papel,listo para enviarse aWashington. Durante esaúltima sesión, nadieabandonaría el recinto ni porun instante. Agentes secretoscustodiarían todas las puertasy ventanas.

Cuando el trabajo estuvieralisto, la señorita Freebody, lamisionera, llevaría los papelesa Washington. Irían en una

valija cuya llave guardaríaWilberforce.

Durante todo el viaje, treshombres custodiarían a laseñorita Freebody; otros tres aWilberforce. A menos quedescarrilara el tren, oasesinara a los guardias,¿cómo podría «Mystery» lograrsu propósito?

El día iba volviéndosecaluroso. Hartley cerró losojos. La cabeza le dolía; sumente se hallaba fatigada.Hasta sus oídos llegabadébilmente el adormecedor

sonido de las cataratas.Cuando despertó, su mente

estaba en blanco, peroreanimada. Tuvo entonces unluminoso instante derevelación.

Súbitamente, Hartleysonrió. Por fin, se habíaanticipado a los planes de«Mystery».

Capítulo XII

WILBERFORCE Y HARTLEYesperaron hasta que la mujerentró al edificio, y luego, elamericano suspiró con alivio.Después de tantas fatigosashoras, estaban por fin enWashington y habían cumplidosu misión.

—Bueno, supongo que esospapeles ya están a salvo.Hemos derrotado a «Mystery».Ahora voy a echarme un buensueño. ¿Vienes conmigo?

—No, gracias. Voy a la

barbería; necesito unaafeitada.

—Yo también, pero mecaigo de sueño —llamó un taxi—. Diablos, cómo se tardaronesos tipos en escribir unoscuantos miles de palabras y endibujar dos o tres mapas.Llámame por teléfono en lanoche, Witham. Nos iremos deparranda para celebrar lavictoria.

Subiendo al taxi, agitó sucansada mano en señal dedespedida.

Hartley esperó a que el

coche de Wilberforce dieravuelta; luego llamó otro taxi.

—¿Quiere ganarsecincuenta dólares? —lepreguntó al conductor.

El hombre sonrióalegremente.

—¡Cincuenta! Claro que sí.¿Qué tengo que hacer?

Hartley dio susinstrucciones.

Diez minutos después,cuando la señorita Freebodysalió del edificio, no tuvoproblema para hallar taxi.

—Al hotel Astor —dijo

subiendo; y entonces, exclamó—: ¿Qué significa esto?

—Únicamente que yoalquilé este coche antes queusted, señora.

—Disculpe, caballero —dijola mujer, disponiéndose abajar.

—Un momento, por favor —exclamó Hartley, reteniéndola—. Nada me gustará más quegozar de su compañía. A decirverdad, debo confesarle algo.Soborné al conductor para quela esperara.

—¡Para que me esperara! No

comprendo —repuso ella,mirándolo fríamente.

—Bueno, para serle franco,deseaba hablar con usted, parapedirle la devolución de algoque pertenece…, este…, a otrapersona.

—Devolución…, otrapersona… No comprendo —lavoz de la señorita Freebodytemblaba un poco.

—En tal caso, será mejorque me explique. Me refiero,para ser preciso, a los papelesque usted acaba de robar decierta valija, y que se refieren

al plan de defensa de losEstados Unidos contra laamenaza asiática.

Hubo un silencio, roto sólopor el rítmico ronroneo delautomóvil. Hartley miró a lamujer. Ella tenía la vista fijaal frente, y su rostro inmóvildejaba traslucir una expresiónde desaliento. El joven sintióuna triunfante alegría.

—De modo que a «Mystery»no le gusta perder.

Se arrepintió de la hirientefrase en el mismo instante dedecirla, pero ya era demasiado

tarde. La mujer alzó la cabezacon gesto altivo, y Hartleysupo que nunca le perdonaríasu pedestre alardeo.

Esta idea ensombreció suentusiasmo. Acaso nuncavolviera a verla en toda suvida, y si la volvía a ver,tendría merecidos todos losdesprecios que ellaseguramente le haría.

—Mademoiselle… —quisodisculparse, pero callóavergonzado cuando la jovenlo miró a los ojos.

—Muy bien, señor detective,

¿no va a ponerme las esposas?—dijo ella con desdén.

Hartley había tenido laesperanza de que, viéndoseatrapada, se rindiera, pidiesemisericordia con lágrimas enlos ojos. La actitud desafiantele provocó ira.

—Sólo quiero los papeles,mademoiselle —repusosecamente.

—No comprendo, señorWitham —dijo ella confrialdad.

Hartley se alzó de hombros.—¿Por qué fingir,

mademoiselle? ¿Niega ustedhaberse apropiado de lospapeles que acabo demencionar?

—No niego nada.—Entonces, ¿qué es lo que

no comprende?—La petición que usted me

hace… —Marie dejó escaparuna cristiana carcajada—.Devolución…, monsieur, ¿creeusted sinceramente que voy adevolver esos papeles?

—Desde luego.—Entonces, lamentaré

desilusionarlo.

Hartley meneó la cabeza.—No, mademoiselle, porque

si usted no me da ahora mismolos papeles, la haré encarcelar.

Marie lanzó unaexclamación de sorpresa.

—¡Cómo se atreve, cómo seatreve! —tartamudeó. Luego,calmándose, preguntó concuriosidad—: ¿Cómo medescubrió?

—Mademoiselle, yotambién estaba en Niágara, ycuando usted se hizo ojo dehormiga, supe que habíallegado el momento de actuar.

Sólo había una manera deconocer sus planes: ponermeen su lugar. Eso hice, y derepente descubrí cuál era laúnica forma en que podíaadueñarse de los planes.

»Si de una manera u otra,podía usted suplantar a uno delos cuatro patriotas, el golpe leresultaría relativamente fácil.Si, más aún, podía usted tomarel lugar de la señoritaFreebody, la victoria era casisuya. Pero ¿cómo hacer esto?

»Obviamente, lasuplantación no se llevaría a

cabo sino hasta que todos losplanes estuvieran listos. Ustedsupuso que después de tantashoras de escribir y dibujar, lospatriotas querrían lavarse lasmanos. Esa fue la oportunidad.Fueron a lavarse, uno por uno,y usted esperó en el bañohasta que la mujer entró. Lamisionera que traspuso lapuerta era la verdadera; la quecasi en el acto se unió a losotros tres patriotas era usted,disfrazada.

»Confieso que todos estosdetalles los deduje después;

pero lo que importa es quedescubrí a tiempo la ideacentral. Usted cometió doserrores, mademoiselle, por laúnica razón de que se confiódemasiado. El primero es quehabía sólo tres toallas sucias,pero cuatro pares de manoslimpias. Entonces supe quemis sospechas eran correctas.Usted había suplantado a unode los patriotas.

»Solamente quedaba poraveriguar quién era elsuplantado. Hice queWilberforce obtuviera los

cuatro autógrafos, con elpretexto de su importanciahistórica. No porque creyeraque usted fuese malafalsificadora; conociéndola,estaba seguro de que habríaprevisto ese detalle. Pero,desafortunadamente parausted, el día era el 27 del mes,y al escribir la fecha usted sedelató. Llevada por el hábito,escribió usted el siete comotodos los franceses: con unapequeña rayita en medio. Supeentonces que, tal como yohabía creído, usted suplantaba

a la señorita Freebody.»Después de eso, ya no me

preocupé en lo más mínimo.Ignoro cómo y cuándo robóusted los papeles. Lo que sísabía era que se hallabademasiado vigilada como parapoder disponer de ellos antesde haber entregado la valijaaquí en Washington.

»De modo que esperé conpaciencia y luego me permitíjugarle esta pequeña broma.Ah ora , mademoiselle, demelos papeles:

Ella se irguió desafiante, el

rostro airado, los ojosrelampagueantes.

—No, no, no. Nunca.Hartley se asomó por la

ventana y dio una orden alconductor. El taxi se detuvo,dio media vuelta, y regresó porel camino por donde habíavenido.

—¿Adónde vamos? —susurró ella.

—De vuelta a la Oficina deGuerra —respondió él en tonocortante.

El taxi prosiguió su ruta.Pronto se detuvo en su punto

de partida.—Los papeles,

mademoiselle.Hartley oyó un apagado

sollozo, y a la luz quepenetraba del exterior, vio queel rostro de la muchachaestaba mortalmente pálido.

Ambos se miraron a losojos, y hubo un forcejeo devoluntades. Reuniendo toda sufuerza, Marie trató de abatir lamagnética personalidad deljoven, pero él resultó ser elmás fuerte. Tras unosmomentos, Marie buscó en sus

bolsillos, y, sacando lospapeles, se los entregó.

—¡Cómo lo odio! —murmuró.

Ya en poder de losdocumentos, Hartley se sintióde pronto inundado decompasión hacia el grácil serque acababa de domeñar, y lasviolentas palabras lo hirieron.

—Mademoiselle, comprendausted que no hago sinocumplir con mi deber —dijocon voz suplicante.

—¡Deber! ¿Qué sabe usteddel deber? Lo odio por lo que

ha hecho. Cree haber actuadobien. Todo lo contrario; hacausado innumerable daño.

—Nuestras opinionesdifieren, mademoiselle. Olvidausted que la he sorprendido,como se dice vulgarmente, conlas manos en la masa. Siquisiera, podría entregarla a lajusticia.

Ella sonrió desdeñosa.—Muy bien, señor patriota.

Cumpla con su deber.Entrégueme a ese policía de laesquina. Dígale: «Aquí estáuna espía; métala a la

cárcel». Ande; la patria sé loagradecerá.

Hartley no contestó, pero surostro adquirió una expresiónde dolor.

—Por favor,mademoiselle…

—¡Bah! —prosiguió ella—.No podrá usted entregarme, nisiquiera traicionar mi secreto.Seguirá usted siendo el únicoen saber mi identidad.«Mystery» seguirá siendo«Mystery».

Hartley quiso contradecirla,pero ella no le dio ocasión.

—No hable —dijo—. Ustedha obtenido los pápeles, perotambién yo he ganado unavictoria. Usted me recordarádurante mucho tiempo,pensará en mí, soñaráconmigo, y yo sólo me reiré deusted. Si acaso volvemos aencontrarnos, tenga cuidado,señor Witham. Recuerde quesigo siendo «Mystery». Hayalgunas cosas sobre mí queusted ignora todavía. Adiéu.

Con rápido movimiento,descendió del coche antes deque Hartley pudiera

impedírselo, y llamó otro taxi.Hartley se hundió en el

asiento. Había ganado, habíaderrotado por fin a «Mystery»,pero le era imposible sentirsesatisfecho. Al contrario, sesentía vil y despreciable,aunque ignoraba la razón.

Al llegar otra vez a NuevaYork, entregó los papeles alsorprendido Wilberforce.

A continuación, compró suboleto para Inglaterra y,regresando a su hotel, cenó yse acostó temprano.

Había comprado un diario

vespertino, y antes de apagarla luz paseó la vista por lasnoticias. Pero su mente estabaen otra parte. Marie Arnaudhabía tenido razón alpredecirle qué pensaría en ella,que soñaría en ella durantemucho tiempo…

De repente, vio el nombreante sí, sobre la página delperiódico. Al principio creyósufrir una ilusión de óptica:era una fantasía suya, unsueño.

Luego se dio cuenta de queno era así, de que el nombre

estaba verdaderamente allí,mencionado en una brevenoticia:

HIJA DE CONOCIDODIPLOMÁTICO, HERIDA EN

LONDRES

Fue Víctima de unAccidente Automovilístico,Informa NuestroCorresponsal Londinense.

Ayer en la mañana,mademoiselle MarieArnaud, hija delembajador francés en

Londres, resultó víctimade un accidenteautomovilístico, causadopor un vehículo de cargaque al patinar sobre elasfalto embistió el cocheque Mademoiselle Arnaudguiaba.

Sin embargo, losnumerosos amigos demademoiselle Arnaud,muchos de ellosamericanos, se alegraránde saber que,afortunadamente, las

heridas que la bella jovenrecibió fueron meramentesuperficiales. Se calculaque en menos de unasemana será dada dealta.

Hartley no pudo continuarleyendo. Su mente era uncaos. Si el periódico decía laverdad, y no había nada quehiciese pensar lo contrario,mademoiselle Marie Arnaudno era, después de todo,«Mystery».

Capítulo XIII

UNA VEZ DE REGRESO enLondres, Hartley salió arecorrer las librerías de la calleCharing Cross, que para élrepresentaban una inagotablefuente de placer. Hartleyamaba los libros con talpasión, que casi siempreregresaba de sus expedicionessin un solo centavo.

Sus gustos eran pocoespecializados. Comprabacualquier libro que le llamabala atención, sin fijarse en el

precio ni en el autor. Hubierasido difícil pensar en uncampo del saber humano queno estuviera representado poruno o más volúmenes en suextensa biblioteca.

En esta ocasión, llevaba yasiete u ocho libros bajo elbrazo cuando, al pasar frente aun aparador, vio un tomotitulado Misticismo ycatolicismo, por Hugh E. M.Stutfield. Sin titubear, aunquecon cierta dificultad debida asu carga, sacó de su bolsillomedia corona y entró a la

librería.Un hombrecillo provisto de

gruesos anteojos acudióinmediatamente a recibirlo.

—Buenas tardes, señor.—Buenas tardes —repuso

Hartley—. Quiero comprar unlibro de los que tiene usted enel aparador.

El hombrecillo sonrió, casifrotándose las manos de gusto.

—Muy bien, señor; ¿quélibro es? Se lo daré en el acto.

Hartley no pudo reprimiruna sonrisa. El librero teníatantas ganas de vender, que la

compra se volvía másplacentera.

—Misticismo y catolicismo—contestó.

El hombrecillo volvió asonreír ampliamente.

—Muy bien, señor; ¿en quéparte del aparador está?

—En el estante del fondo —explicó Hartley.

Acto seguido, la actitud delcomerciante cambió. Lasonrisa se borró de su rostro ysus ojos, tras los gruesoslentes, adquirieron unaexpresión suspicaz.

—Lo siento mucho, señor,pero no puedo venderle eselibro.

—¿Por qué no? —preguntóHartley, curioso—. La etiquetadice que cuesta media corona,y…

—No, no, señor; no está a laventa, disculpe usted.

—Entonces, ¿por quédiablos lo pone usted en elaparador? —inquirió Hartleycon cierta irritación.

El hombre pareció titubear.—Lo que ocurre —dijo luego

—; es que… estaba a la venta

hasta hace más o menosmedia hora; pero un cliente,uno de nuestros clientes másantiguos y asiduos, acaba detelefonear para que se loapartáramos. Por eso lo puseen ese estante, señor. Loslibros que se ponen en eseestante no se hallan a laventa.

Hartley encogió loshombros y abandonó lalibrería.

Probablemente, hubieraolvidado por completo elincidente, a no ser porque, una

semana después, volvió a pasarfrente a la misma librería.Recordó entonces la extrañaconducta del librero, yexaminó el estante de libros«vendidos». Había en él variostítulos nuevos, uno de loscuales era Los tiempos de laReina Ana, por JustinMacarthy. Hartley maldijopara sí: llevaba varios meses ala caza de aquel libro.

Suspirando con resignación,prosiguió su camino, pero apoco se detuvo. Acababa deocurrírsele que tal vez el

librero hubiera inventado elpretexto por razonespersonales; que lo del estanteespecial podía ser mentira.Sonrió traviesamente: paracomprobar si sus sospechaseran fundadas, trataría deadquirir Los tiempos de laReina Ana.

El viejecillo no estaba en lalibrería; Hartley fue atendidopor un joven pulcro yeficiente.

—Buenas tardes, señor —saludó éste.

Hartley respondió el saludo

y pidió el libro. El rostro deldependiente mostródesencanto.

—Lo siento, señor —dijo—,pero ha pedido usted uno delos pocos libros que no puedovenderle.

—¿Acaso ya está vendido?—No, señor, de ninguna

manera —fue la prontarespuesta—. Está a la venta,pero el señor Simmonds no leha puesto precio todavía, yhasta que no lo haga…

—¿Cuándo será eso? —inquirió Hartley.

—Mañana por la mañana,señor —explicó el muchacho.

—Trataré de pasar mañana—repuso Hartley, con tonocasual, y, seguido por lasprofusas disculpas deldependiente, abandonó ellocal.

El sistema de exhibir librospara luego negarse a venderloslo intrigaba sobremanera,sobre todo por la contradicciónentre las dos excusas quehabía recibido. Había oncelibros en el estante del fondo.La creciente curiosidad de

Hartley lo hizo anotar todoslos títulos. Decidió que al díasiguiente trataría nuevamentede comprar Los tiempos de laReina Ana.

Guardó la lista en subolsillo, y, al hacerlo, se diocuenta de que un hombreestaba parado junto a él. No lehubiera prestado la menoratención, a no ser porqueestaba haciendo precisamentelo que él acababa de hacer:copiando los títulos de loslibros.

Durante el resto del día,

Hartley meditó sobre elmisterio de la librería del viejo,pero no pudo hallar ningunasolución.

A la mañana siguiente, fuepor tercera vez a Simmonds yCía.; Compra y Venta deLibros; pero al mirar elaparador recibió una sorpresa.El estante no contenía yaninguno de los libros que habíavisto el día anterior; en lugarde éstos, había algunos tomosempastados de la colecciónPaíses del mundo.

Entrando, halló

nuevamente al viejecillo.Le preguntó en tono casual

si no tendría un ejemplar deBarco de estrellas, por A.T.Quiller-Couch, uno de loslibros que habían estado en elaparador veinticuatro horasatrás.

El librero pensó duranteunos segundos.

—Me parece que sí, señor —respondió cortésmente, y,arrastrando los pies,desapareció en la trastienda,para volver en menos de unminuto con el libro pedido—.

Un chelín y seis peniques,señor, si me hace el favor.

Hartley pagó y se fue. Demodo que el cuento de que loslibros del estante estabanapartados era mentira. Nohabía siquiera la posibilidad deque el ejemplar que acababa deadquirir fuese otro distinto;pues reconoció en el acto unamancha de tinta roja sobre lacubierta.

Varias veces durante el día,Hartley volvió a recordar lamisteriosa librería, pero, nohallando ninguna explicación

racional, se dijo queprobablemente estaba dándoleal asunto una importanciaexagerada, y decidió olvidarlo.

Tres días más tarde, elcomandante Witham regresóde la Riviera, donde habíaestado desde que Hartleyvolviera de los Estados Unidos.Hartley fue a visitarlo, y elviejo lo saludó con unagenuina sonrisa de alegría.

—¡Querido muchacho!¡Querido muchacho! Te felicitode todo corazón.

Hartley asumió un aire

levemente divertido.—¿Por qué me felicita, tío?

—preguntó—. No me voy acasar… todavía —agregó, trasbreve pausa.

El comandante chasqueó lalengua.

—¡La modestia ha sidosiempre una cualidad denuestra familia, Hartley! Peroya en serio, me refería al éxitoque alcanzaste en los EstadosUnidos. Buen golpe le asestastea «Mystery», muchacho.Magnífica labor la tuya, dignadel mejor espía británico. El

Servicio Secreto americano teha puesto por los cielos. Perocuéntame todo con tus propiaspalabras.

Hartley narró la historia desu más reciente escaramuzacon «Mystery». Cuandoterminó, su tío le dio alegrespalmadas en la espalda.

—Astuto plan el de«Mystery», muchacho; pero eltuyo fue más astuto aún. Deno haber sido por ti, hubierahabido un serio conflictointernacional en el queInglaterra hubiese quedado

inevitablemente complicada.El comandante hizo una

pausa, para luego preguntar:—Hartley, ¿quién llegó

primero a este país, tú o«Mystery»?

—Yo, claro; a menos queella haya venido volando.

—Te equivocas. A pesar deque mis hombres vigilaban lospuertos, ella debe de haberllegado uno o dos días antesque tú, porque ya hacomenzado a hacer de lassuyas.

—Pero no es posible, tío; yo

regresé en el primer barco, yestoy dispuesto a jurar que ellano estaba a bordo.

El comandante Witham seencogió de hombros.

—¡Y sin embargo, el caso esque los planos de nuestronuevo barco de guerra handesaparecido!

—¡Dios mío! —exclamóHartley—. ¿Es grave la cosa?

El viejo frunció los labios.—El Reina Ana es la última

palabra en barcos de guerra.Es como una gallina con suspollitos —notando la expresión

desconcertada de su sobrino,dejó escapar una risotada—.Aviones, muchacho; el ReinaAna es un barco capaz detransportar aeroplanos. Cómoquisiera recuperar esos planos.

Justamente veinticuatrohoras más tarde, un recuerdosúbito hizo que Hartley saltarade su asiento. El librero que senegaba a vender libros, lasexcusas contradictorias, lostítulos… El libro que habíacomprado se llamaba Barco deestrellas, y el que habíaquerido comprar era Los

tiempos de la Reina Ana. Podíaser sólo una coincidencia,pero…

Hartley revisó sus bolsillosfebrilmente, buscando la listade libros que había hechofrente al aparador. Hallándolapor fin, y esperando encontraralguna pista que comprobarasu insólita e improbable teoría,leyó los títulos en voz alta:

El cisne negro, por M.L.Skinner.

Secretario de Estado,por Stephen MacKenna.

La sombra de unaduda, por DouglasClaydon.

El caballo ansioso, porIan Hay.

El vendedor deperfume, por ThoraStowell.

Los diez pasos, porBeatrice Howard Maxwell.

Mil secretos, por JohnSelbome.

Plan de campaña, porF. Mabel Robinson.

Barco de estrellas, porA.T. Quiller-Couch.

Guerra en la sangre,por Austin Philips.

Los tiempos de laReina Ana, por JustinMacarthy.

Revisó la lista empezandopor el final. De los tres últimostítulos entresacó sin dificultadla frase «Barco de guerra ReinaAna».

¿Qué había antes de eso?Controlando a duras penas suexcitación, avanzó al revés porla lista. Plan de campaña.Obviamente, la palabra clave

era «plan». Mil secretos. Claro:«secretos planos». Los diezpasos. ¿«Diez secretos planos»?¿«Pasos secretos planos»?¿«Pasar secretos planos»?Ninguna de estas alternativassonaba lógica.

Pasaron quince minutosantes de que Hartley, en unbrillante rasgo de inspiración,substituyera «secretos» por«mil»; la frase «diez mil» seformó por sí misma. Elvendedor de perfume produjola palabra «vender»; El caballoansioso resultó también fácil

de desentrañar; los caballosnada tenían que ver aquí, lapalabra clave tenía que ser«ansioso».

Los tres primeros libroscostaron mucho más trabajo.Sólo tras largo rato, Hartleyrecordó que el Ministro deMarina se apellidaba Douglas,y que el Secretario de Estadono tenía que ver en el asunto,pero sí el secretario deDouglas. Sólo quedaba pordescifrar la primera palabra.Hartley dedujo que debía de serel nombre del secretario de

Douglas; Black (negro), Swan(cisne) o Skinner.

Con dedos temblorosos,Hartley escribió el mensajecompleto:

«Black (o Swan, oSkinner), secretario deDouglas, ansioso devender en diez mil libraslos planos del barco deguerra Reina Ana».

Hartley sonrió. Ahora queconocía la forma en que«Mystery» se comunicaba consus secuaces, podría participar

en el juego.

Capítulo XIV

LOS TOMOS DE PAÍSES delmundo habían desaparecidodel estante; en lugar de elloshabía nueve novelas.Lanzando una rápida miradaalrededor para asegurarse deque nadie lo observaba,Hartley copió los títulos.

Reunión de familia, porH. Miller.

Medianoche, porOctavus Roy Cohén.

Una casa en Norwood,

por William Patrick Kelly.Smith y los faraones,

por H. Ridder Haggard.La calle sin nombre,

por Samuel Fuller W.Róbeit Shenstone, por

W.D.H. Dawson.Dos y tres, por Jean

Stafford.Lunes en la mañana,

por Alan Sillitoe, Jr.Los siete magníficos,

por J.B. Sturges.

Pocos minutos después,estaba de nuevo en sus

aposentos, examinando lalista. Su teoría parecía serabsolutamente correcta: delprimer título sacó la palabra«reunión»; el segundo no podíasino indicar la hora de tal cita.

La tercera palabra era,seguramente, «casa»; la cuarta,«Smith»: «casa de Smith». Laquinta podía ser el principio deuna dirección: «calle». La sextasería, en tal caso, el nombre dela calle: Shenstone o Dawson.Luego, vendría forzosamente elnúmero: 23. De Lunes en lamañana sacó «lunes»; el último

título completaba la fecha:«lunes siete», a cuatro días dedistancia.

«Reunión a medianocheen la casa de Smith, calle

Shenstone o Dawson,número 23, el lunes

siete».

El mensaje era claro. Alegrepor su astucia, Hartley seincorporó y bailóanimadamente, hasta quedarexhausto. Entonces, al dejarsecaer en una silla, se fijó en undetalle que deshizo su

entusiasmo: el mensaje noindicaba en qué barrio estabala tal calle Shenstone oDawson.

El desaliento lo invadió: sinconocer el barrio, no podríanunca hallar la «casa deSmith». Había miles de Smithsen Londres. Y aún más, la casapodía estar en alguna otraciudad. Todo echado a perderpor un pequeño detalle.

Pero al reflexionar más afondo, se convenció de que supesimismo era exagerado. Si lagente que iba a asistir a la

reunión supiera dónde estaba«la casa de Smith», no hubierasido necesario que «Mystery»diera la dirección: «calleShenstone o Dawson, número23». Con poner «casa de Smith»hubiera sido suficiente. Conrenovada esperanza en elcorazón, Hartley se inclinósobre la mesa y procedió aexaminar la lista una vez más.

Tras un rato, golpeó lamesa con fuerza.

—Pero qué imbécil —murmuró.

Allí mismo, en la lista,

estaba el nombre del barrio:Norwood. «Casa en Norwood».¿Podía haber algo mássencillo?

Examinando rápidamente eldirectorio, vio confirmadas susdeducciones. En Norwoodexistía en verdad una calleShenstone.

La noche del lunes siete fuelluviosa. Durante todo el día,el cíelo estuvo nublado, perosólo hasta que Hartleyabandonó su casa paradirigirse a Norwood, lasgrandes gotas empezaron a

caer. Unos segundos después,se desató una tormenta.Hartley maldijo.

Llegó a Norwood empapado,y la monótona lluvia no dabaseñales de parar. De buenagana, el joven hubiera vuelto acasa, pero no podía perder estaoportunidad de descubrir lossecretos de «Mystery».

No tardó en hallar la calleShenstone. Era una avenidarecta, a lo largo de la cual sealineaban casas de aspectoagradable, rodeadas por sendosjardincitos.

La casa número 23 no sediferenciaba mucho de susvecinas. Era un edificio de dospisos, alto y cuidado.

Al llegar allí, Hartleyexaminó cuidadosamente losalrededores. Justamente frentea la casa 23, en el jardín de la22, había un enorme ciprés.Todo lo que Hartley tenía quehacer era saltar la verja sinque nadie lo viera, ycolocándose entre la verja y elárbol quedaría oculto, no sóloa la calle, sino a la casa, por sialguien llegaba a asomarse por

una ventana.Miró su reloj pulsera e hizo

un gesto de desagrado.Dominado por el entusiasmo yla impaciencia, había llegadouna hora antes de tiempo. Sinembargo, se consoló pensandoque era mejor llegar tempranoque tarde.

Podía estar seguro de queninguno de los conspiradoresllegaría durante los próximosveinte o treinta minutos, demodo que, como ya estaba tanmojado que un poco más deagua no podía tener ninguna

importancia, fue a explorar losalrededores.

Cosa de media horadespués, se halló nuevamentefrente a la casa 23. La calleestaba desierta. Puso la manosobre la verja y se preparó parasaltar, pero en esos momentosla puerta del número 19 seabrió, dejando escapar unchorro de luz, y un segundodespués alguien salió, atravesóel sendero de grava y echó aandar calle arriba. Hartleymaldijo por segunda vez enpocas horas. Sacando

apresuradamente una pipa,fingió encenderla hasta que elhombre desapareció.

Hartley esperó unossegundos más; luego, saltó laverja. Rápidamente buscó unbuen sitio para colocarse. Parasu deleite, halló un hueco enla verja a través del cual podíaespiar sin ser visto.

Mientras aguardaba conpaciencia la llegada de losconspiradores, se puso apensar en «Mystery». ¿Quiénera?, ¿qué era?, ¿por quépracticaba el espionaje en la

forma en que lo hacía? ¿Cuálera su objeto al robar secretosde todos los países? ¿Tratabaúnicamente de enriquecerse, oposeía, acaso, otros motivos?

Tras un rato, Hartley rio porlo bajo. ¿Cuántas veces sehabría hecho esas preguntas?Y, sin embargo, no lograbahallar las respuestas.

Sonrió amargamente. Lacruel profecía de «Mystery» secumplía al pie de la letra.Hartley pensabaconstantemente en ella. Acada momento, en forma

inesperada, venían a sumemoria aquellos rojos labios,aquellos ojos obscuros.

Desde aquella entrevista enel taxi, Hartley había estadodominado por un incesanteconflicto interno. Por unaparte, sentía remordimientospor lo que le había hecho a lajoven; por otro lado, sereprochaba el dar másimportancia a sussentimientos que al deber quetenía hacia su patria.

Olvidó la cruel lluvia, elrugiente viento, e incluso su

vigilancia. Una vez más se vioa bordo del Olimpia, sentadojunto a Marie en la cubiertasuperior. Una vez más lehabló, una vez más volvió a oírla risa ondeante y cristalina…

El reloj de una iglesiacercana dio las doce,devolviendo a Hartley a larealidad. Medianoche y nadiehabía entrado a la casa 23; lasventanas seguían obscuras eimpenetrables.

La lluvia empezó a arreciar,como si se burlara del joven.Hartley empezó a pensar que

tal vez todas sus teorías eransimples productos de unaimaginación febril; que elmensaje había sido puroinvento de él.

Pero ¿y el otro mensaje?¿Era también unacoincidencia? No, imposible.Tenía que estar en lo cierto.Seguiría esperando.

Esperó. Los minutospasaron lentamente. La casaseguía obscura; la calle estabadesierta. Hartley consultó sureloj: las doce y cinco. Arrugóel ceño, preocupado.

Doce y diez, doce y cuarto,y nada sucedía aún. Sólo habíauna explicación posible: lareunión había sido canceladapor alguna causa desconocida.El viaje de Hartley habíaresultado inútil.

El joven se incorporó condificultad; sus miembrosestaban envarados. Examinóla calle, aunque en su presenteestado de ánimo casi no lehubiera importado serdescubierto. No había nadie.Saltó la verja y, pensando quese había portado como un

tonto echó a caminar rumbo algaraje donde estaba su auto.

La calle Shenstone estaba aobscuras; era evidente que loshabitantes del barrio seacostaban temprano. Sólo enuna de las primeras casas seveía una ventana iluminada.Hartley se dijo que losinquilinos del número 5 eran,probablemente, los únicostrasnochadores en varioskilómetros a la redonda.

¿El número 5? Se detuvobruscamente. Al descifrar elmensaje, había asumido

arbitrariamente que «dos ytres» significaba «veintitrés»;ahora se dio cuenta de quetambién podía ser «cinco».

Se volvió hacia la casa queacababa de dejar atrás. Apartede la ventana iluminada, no seveía otro signo de vida. Tal vezen la parte trasera… Quedóinmóvil durante unossegundos; luego, se decidió.

—El mundo es de losvalientes —musitó para sí,echando a andar con pasofirme.

En la parte trasera de la

verja había una entrada deservicio. Pensando que por finel destino se ponía de su lado,Hartley la traspuso y avanzócautelosamente.

En esos momentos, oyó elruido de un automóvil que seacercaba. Poco después, elvehículo se detuvo frente a lacasa.

Oculto entre los matorralesdel jardín, Hartley vio que unhombre descendía, y trasdespedir al conductor,caminaba hasta la puertatrasera y tocaba el timbre.

Casi inmediatamente seencendió una luz. La puerta seabrió y Hartley oyó claramentela pregunta del recién llegado:

—¿Está en casa el doctorSmith?

Hartley aguzó el oído en unesfuerzo por escuchar laconversación, pero los doshombres hablaban en voz baja.Tras intercambiar algunasfrases inaudibles, entraron. Lapuerta se cerró; la luz seapagó.

Hartley tuvo ganas delanzar un grito de júbilo.

Ahora estaba absolutamentecierto de que la casa número 5era el sitio de reunión.

Agazapado, por temor deque hubiera alguien vigilandoa través de una ventana, seacercó a la casa. Rodeándola,encontró una ventana cuyascortinas, cerradas al descuido,dejaban pasar estrechos hacesde luz, que caían sobre elcésped húmedo.

La suerte lo favorecía.Evidentemente, losconspiradores estaban tanconfiados que no habían

tomado siquiera la precauciónde cerrar bien la ventana. Laventila superior estaba abierta,de modo que Hartley podría,además de ver, oír.

Se acercó sin producirsonido y atisbó por el espacioque las cortinas dejaban aldescubierto.

Capítulo XV

PARA SU SORPRESA ydesencanto, «Mystery» no séhallaba en la habitación.Había sólo cinco hombres,sentados alrededor de unamesa redonda. Ninguno deellos, a juzgar por su aspecto,era inglés; y el idioma quehablaban era francés.Habiendo establecido esto,Hartley dedicó todos susesfuerzos a escuchar laconversación.Afortunadamente, sabía el

suficiente francés como paracomprender casi todo lo que sedecía.

—… así que, como usted ve,herr Cattelmann, es unalástima que haya llegadoretrasado. Creí que habíadecidido finalmente no venir.

El hombre aludido se irguióorgullosamente.

—Querido Stratinoff,¿piensa usted que soy capaz defaltar a mi palabra?

El que había estadohablando primero, y que debíade ser Stratinoff, se apresuró a

disculparse.—Perdóneme, viejo amigo;

no debí decir eso. Lo que pasaes que estoy un pocopreocupado.

—¿Preocupado? ¿Por qué?—terció un hombre de voznasal. Hartley lo miró coninterés y se preguntó si seríaamericano.

Stratinoff meditó duranteunos segundos. Luego, se alzóde hombros.

—Probablemente no seanada —repuso—. Luego leexplicaré. Mientras tanto, herr

Cattelmann —prosiguió,volviéndose hacia el reciénllegado—, será mejor que ustedconozca inmediatamente misplanes. Antes que nada, debopreguntarle: ¿está de acuerdocon nuestra idea?

—Es una empresaarriesgadísima —contestóCattelmann, con airepensativo—. ¿Se dan ustedescuenta del efecto que tendrásobre el resto del mundo?

—Si los resultados hacenque otros países nos imiten, lacosa no podría ser mejor.

—Ja, ja; pero no nosaventuremos a tal grado en elfuturo; pensemos en elpresente. Usted es un idealista,Stratinoff; yo soy un hombrepráctico. Por ejemplo, ¿qué vaa hacer Inglaterra cuandoAlemania de el primer paso?

—Quisiera saberlo —confesóStratinoff—. Pero una cosa essegura: Inglaterra apoyará acualquier gobierno que leofrezca buenas relacionescomerciales.

—¿Y Francia? —inquirióCattelmann—. ¿No

aprovechará el pretexto paramandar nuevamente aAlemania su ejército deocupación?

—Herr Cattelmann, sihubiera usted llegado antes, nohubiera tenido que hacer esapregunta. Cuando suene lahora, Francia tendrásuficientes problemas propioscomo para desear inmiscuirseen la política alemana.

—¿Y los Estados Unidos? —insistió el alemán.

El hombre de voz nasal sedisponía a responder, pero

Stratinoff alzó la mano.—Querido herr Cattelmann

—dijo—. Esas preguntas sólonos hacen perder tiempo.Están previstas y contestadasaquí —señaló una pila depapeles, ordenadamentedispuesta sobre la mesa—.Éstos son mis proyectos,completos hasta el másinsignificante detalle.

—¿Desea usted discutirlosen esta reunión? —preguntó elalemán.

El ruso negó con la cabeza.—No; por ahora no, herr

Cattelmann. Antes derevelarlos, debo recibir órdenesde Budapest.

—¿Y mientras tanto?—Mientras tanto, he aquí

los planos que le dije. Están enclave, pero tenemos también—señaló otros papeles— lasinstrucciones paradescifrarlos. Estos papeles, y laclave, serán divididos en cincosecciones. Cada uno denosotros guardará una, y lacuidará aun a costa de supropia vida.

Cattelmann asintió.

—Comprendo. Los planos nopodrán reunirse, ni descifrarse,a menos que los cincovolvamos a reunimos.

—Exactamente.—Pero ¿por qué no confía

usted en nosotros? ¿Por quéno nos da a cada uno unacopia de los planos y de laclave? Así, podríamosestudiarlos detenidamente, ypara la próxima reunión losdiscutiríamos con másconocimiento de causa.

Stratinoff paseó la vista porlos presentes.

—Sí, confío en todosustedes, pero no podemosarriesgarnos. Por ejemplo, herrCattelmann, si usted murieradentro de una semana en unaccidente de automóvil, en unchoque de trenes, o por otrascausas, y alguien encontraraesos papeles entre sus ropas, oen su caja fuerte… —Stratinoffhizo una pausa y se alzó dehombros—. No necesitodecirles, queridos amigos, elpeligro que amenazaría almundo entero si esos papelescayeran en malas manos.

Mientras que así…Stratinoff tomó los papeles

y empezó a cortarlos con unastijeras.

Cattelmann se levantó yempezó a pasear por lahabitación, meneandolentamente la cabeza.

—Ojalá estemos haciendobien —murmuró, intranquilo—. Ojalá estemos haciendobien.

—Seguro que estamoshaciendo bien —aseveróStratinoff, pero el alemáncontinuó paseándose.

Tras un rato sacó unenorme pañuelo y se enjugó lafrente.

—Qué calor hace —asídiciendo, se acercórápidamente a la ventana yapartó las cortinas—. Un pocode aire… —empezó, y en elmomento siguiente lanzó unaatónita exclamación—: Gottsteh’ uns beií

Paralizados por la sorpresa,los dos hombres se miraron,inmóviles, durante algunosinstantes: Hartley agazapadotras los vidrios; y Cattelmann,

pálido, como si hubiera vistoun fantasma.

Stratinoff y Hartley semovieron simultáneamente. Elruso saltó de su silla con unbrusco movimiento y Hartleyechó a correr, pero resbaló ycayó.

Al levantarse, oyó que susperseguidores se acercaban porambos lados. No pudo sinocorrer a través del pradotrasero. Los hombres losiguieron, separándose pararodearlo.

De pronto, el prado acabó y

Hartley se encontró con unabarda. Empezó a trepar condesesperación y logró llegar ala cima en el momento en queStratinoff se disponía a cogerlodel pie.

Saltó. Hubo un ruido devidrios rotos, amplificado porla quietud nocturna. El jovenhabía caído sobre un cajón decristal, de los que se usan paraproteger del frío a laslegumbres. Al avanzar, rompiómás y más vidrios; la noche seanimó con el estruendo.

Por fin, sus pies tocaron

tierra firme. Estaba en otroprado. Hubo otro ruido devidrio roto: uno de losperseguidores había saltado.

Hartley cruzó el prado y viouna luz encenderse en la casafrente a él. Prosiguióciegamente su carrera, con laesperanza de hallar una salida.

Jadeaba pesadamente yempezaba a sentir el efecto desus dos caídas; si la caza sealargaba más, lo atraparíanfácilmente. Una ventana seabrió. Simultáneamente,Hartley vio ante sí la puerta de

la verja.Empujándola, salió a una

calle y encontró un cocheestacionado con el motor enmarcha.

Sin detenerse a pensar,subió, soltó los frenos y pusoen movimiento el vehículo.Hundió el acelerador hasta elfondo, y pocos minutosdespués, se hallaba lejos de laescena de su aventura,empezando a preguntarse, conhumorismo, qué excusa daríanStratinoff y sus colegas aldueño de las legumbres.

Juzgando que ya estaba asalvo, detuvo el coche, apagóel motor y comenzó a meditarsobre su presente situación.Por vez primera se dio cuentade que sus problemas nohabían terminado. En primerlugar, no tenía ni la másremota idea de dónde sehallaba; en segundo lugar,había robado un coche.

Era evidente que antes quenada tenía que abandonar elautomóvil. Doblando el ala desu sombrero, el cual seguíamilagrosamente sobre su

cabeza a pesar de todo loocurrido, abrió la portezuela, yestaba a punto de bajarcuando, repentinamente,percibió un perfume que nuncaolvidaría, un aroma que hizo asu corazón latir con fuerza.Sólo había una persona entodo el mundo que usaba eseperfume: «Mystery».

Quedó con la mirada fija alfrente, invadido por caóticospensamientos. ¿De dóndevenía la fragancia? ¿O era sóloproducto de su enloquecidaimaginación?

Pero no; era real, procedíade algún lugar cercano, de…Se volvió rápidamente.«Mystery» estaba reclinada enel asiento trasero del coche.Hartley lanzó unaexclamación, incapaz de darcrédito a sus ojos. ¿Estabavolviéndose loco? ¿Qué clasede alucinación era ésta?

—Buenas noches, señorWitham —dijo la muchacha,con voz fría—. ¿Me permitepreguntarle qué hace usted eneste coche? ¿Quiere ustedsecuestrarme, o se trata de un

simple robo?—Yo… —tartamudeó

Hartley, aún no recobrado deltodo—. Yo no… no sabía queusted estuviera allí.

—Ah, entonces sólo queríarobar el coche. Dígame, ¿setrata de un capricho de niñorico, o necesita usted dinero?

—Por amor de Dios,mademoiselle —explotó él—.¿Cree usted, acaso…? —Repentinamente, cambió detono—: Le juro que no sabíaque estuviera usted en elcoche. Me perseguían, lo vi…

Era mi única oportunidad deescape, y tuve queaprovecharla.

—Ah, vaya —bajó el tonodesdeñoso; Hartley percibió unleve matiz de curiosidad—.¿Estaba usted ensayando paraactuar en una película, o tratóde asaltar una casa?

—Sigue usted enojadaconmigo —señaló él.

—No; me es completamenteindiferente —repuso ella—.Hágame el favor de volver allevar este coche al sitio dedonde lo tomó. Mi doncella ha

de estar preocupada por mí.Claro —añadió, sarcástica—, sitiene usted alguna objeción…

—No tengo ninguna —respondió él, en tono seco, yechó a andar el motor.

Regresaron a través de lascalles obscuras. Hartley sentíauna enorme tristeza. Habíatenido la esperanza de que, alvolver a encontrarse con lajoven, ésta lo hubiera yaperdonado, del mismo modocomo él la había perdonado aella, Pero, evidentemente, sehabía equivocado.

A medio camino, se leocurrió una idea, y decidióponerla a prueba.

—A propósito —dijo—,espero que sus amigos no sehayan preocupado mucho porsu desaparición.

—¿Mis amigos? —inquirióella, con sorpresaaparentemente genuina.

—Me refiero a los señoresStratinoff y Cattelmann.

La muchacha se sobresaltó.—¿Stratinoff? ¿Qué sabe

usted de Stratinoff? —exclamó.

—Nada, pero esta noche oíparte de sus planes. Eso essuficiente para que hayadecidido luchar hasta lamuerte contra usted y suscómplices —declaró Hartley,con voz dura.

—¿Mis cómplices? —lajoven rio—. ¡A veces, señorWitham, se pasa usted de listo!

La burla de las frases lohizo comprender la verdad.

—¿Quiere usted decir que…,que no tiene nada que ver conellos?

—Soy su más acérrima

enemiga. Hace meses quelucho contra ellos, y seguiréluchando mientras me quedevida.

Hartley permaneció calladopor un momento, y luego,musitó para sí mismo:

—Eso es.—¿Es qué, señor Witham?—Stratinoff dijo que estaba

preocupado. Seguramente, acausa de usted.

Ella rio de buena gana.—¡Ojalá!—¿Quiénes son? ¿Cuáles

son sus planes? ¿De qué

manera piensan sorprender almundo entero?

—¿Está usted ya al tanto deeso, señor Witham? En esecaso, sabe tanto como yo.

—Pero si usted no conocelos planes de Stratinoff, ¿porqué lucha contra él?

—Perdóneme, pero eso esasunto mío.

—Pero —insistió él—,¿admite usted que estádispuesta a descubrir susplanes, con el fin defrustrarlos?

—Sí.

—Entonces, podríamos unirnuestras fuerzas.

Ella meditó durante unosmomentos. Luego, dijo:

—Si usted descubriera losplanes de estos individuos,¿qué haría usted? ¿Le contaríatodo a su tío?

—Desde luego.—En ese caso, no podemos

ser aliados.—¿Por qué no,

mademoiselle?—Porque no confío en

Inglaterra, ni en ningún otropaís. Si algún gobierno se

apodera de ese secreto, lousará, indudablemente, parasu propio provecho,perjudicando así al resto delmundo.

—¿Y si usted descubre elsecreto?

La muchacha titubeó,imperceptiblemente.

—Se lo venderé a cualquieraque desee comprarlo.

Hartley se sintió asqueadoante tal cinismo.

—Entonces, mademoiselle—dijo, con voz dura—,¿seguimos siendo enemigos?

—Eso parece —respondióella, con ligereza.

Hartley apretó los labios.—Sea, pues.La risa de la joven tintineó

por encima del sonido delmotor. Hartley aceleró,deseoso de separarse de ella lomás pronto posible, deolvidarla para siempre.

—¡Pobre de usted, señorWitham! —exclamó ella,compasiva—. Toma usted lacosa demasiado en serio.

Sofocado por la ira, Hartleyno pudo articular palabra. La

muchacha prosiguió:—Es usted demasiado

amable para ser espía;demasiado crédulo, demasiadoinglés. Nunca podrá triunfar.Además —su voz se hizo seriade repente—, está VanHoffmann.

—¿Van Hoffmann? —preguntó Hartley, sin poderdominar su curiosidad.

—Es el espía internacionalque menos escrúpulos tiene —repuso ella, lentamente—.Todos los gobiernos europeoslo buscan, pero es demasiado

astuto, demasiado sutil paradejarse atrapar.

—¿Y está también en esteasunto?

—Sí, aunque no sé quépapel juegue.

—Entonces, ¿esteHoffmann es una amenaza?

—¡Amenaza! Es poco decir.Van Hoffmann es un verdaderodemonio.

Una vez más, la voz de lajoven cambió; por primera vezen todo el diálogo adquirió untono suave y suplicante.Aquélla era la voz de «Mystery»

que Hartley amaba, no de lamujer que se burlaba de él y lodespreciaba.

—Hartley, Hartley, por tubien, olvida todo lo que hasvisto y oído esta noche. ¿Quépuedes hacer tú solo, sin apoyodel Servicio Secreto Británico,contra un hombre como VanHoffmann? No estás hechopara este tipo de trabajos. VanHoffmann te aplastará de unpisotón, como si fueras uninsecto.

Hartley no contestó. Laspalabras de la muchacha, en

vez de tener el efecto esperado;servían únicamente parafortalecer su decisión.Demostraría ser capaz deluchar, no sólo contra«Mystery» y el grupo deStratinoff, sino, asimismo,contra el diabólico VanHoffmann.

Rápidamente formó su plande campaña. Había cincohombres en aquellahabitación, y cada uno iba arecibir una porción delprograma de Stratinoff. Puesbien, Hartley seguiría a esos

hombres, uno por uno, todo eldía y toda la noche, hastatener oportunidad de robarleslos planos.

Abstraído en suspensamientos, apenas si notóla aproximación de un enormeautomóvil negro. Cuandoambos vehículos seemparejaron, Hartley se arrimóautomáticamente hacia laderecha. En el mismomomento hubo un destello yuna bala pasó silbando a pocoscentímetros de su cabeza.

Cuando Hartley se recobró

de la sorpresa, el otro carro sealejaba a gran velocidad. Seríainútil intentar perseguirlo.

—¡Dios mío! —murmuróHartley, involuntariamente—.¿Quién era ése?

—Ese —repusoconcisamente «Mystery»— eraVan Hoffmann.

Capítulo XVI

—¡CON UN… DEMONIO!El comandante Witham

miró a su sobrino conexpresión sorprendida yagraviada.

—¿Qué pasa, tío? —preguntó Hartley,amablemente—. ¿Se sienteusted mal?

El comandante se frotó losojos. Sentándose en la cama,se pasó una mano por elcabello y miró su pequeño relojdespertador.

—¡Siete y media! Bonitahora para venir a despertarme.Ningún ser civilizado está depie a esta hora.

—Además, me rasuré.El comandante Witham se

frotó la barbilla.—Yo también necesito una

afeitada, ¿no crees?—Fervientemente —

confirmó Hartley.—Bueno, en fin —el

comandante suspiró consatisfacción—, dormí bien todala noche, por una vez. Pero,dime ahora, querido

muchacho, ¿qué significa estavisita?

Hartley escogió, la silla máscómoda de la habitación, ysentándose en ella, encendióun cigarro.

—Tío —dijo—, ¿ha oídousted alguna vez el nombreVan Hoffmann?

El comandante pareciósobresaltarse un poco.

—Es conocidísimo ennuestra profesión. Pero ¿porqué preguntas? ¿Te interesasen él?

—Más o menos, teniendo en

cuenta que anoche trató dematarme.

—¡Buen Dios! —Elcomandante dio un salto—.¿Bromeas, Hartley?

—Nunca he hablado más enserio.

—Pero ¿por qué te atacóVan Hoffmann? ¿Qué hashecho para cruzarte en sucamino?

—Se lo diré dentro de unminuto, tío, pero antes quierohacerle una o dos preguntas.¿Ha oído alguna vez hablar deherr Cattelmann?

Tras pensar unosmomentos, el comandanteWitham meneó la cabeza.

—No —repuso.—¿Y de Stratinoff?—No.Hartley se frotó

pensativamente la barbilla.—Qué curioso —dijo—. Esos

dos caballeros, y otros trescuyos nombres ignoro por élmomento, fueron quienesrobaron los planos del ReinaAna. Puedo darle todas lasseñas que tengo; acaso aún seatiempo de recuperarlos.

El comandante achicó losojos y miró astutamente a susobrino.

—Veo que tienes algoimportante que decirme,Hartley. Vamos al grano.

Acto seguido, y sin ocultarnada, Hartley describió susaventuras y descubrimientosde los últimos días. Alterminar, lanzó a su tío unamirada interrogante.

El comandante suspiró.—Sólo Dios sabe qué

significa esto, Hartley. Nadamás puedo decir dos cosas:

primera, que tienes unextraordinario talento parameter las narices en lo que note concierne, y segunda, quecuando el río suena, piedraslleva. El hecho de que tanto«Mystery» como Van Hoffmannestuvieran anoche enNorwood, es suficiente paraconvencerme de que es hora,de que el Servicio SecretoBritánico preste más atencióna los caballeros quemencionaste. ¿De qué creesque se trate su plan?

—¿No será una alianza, tío?

El comandante Withamsonrió.

—¿Una alianza entreAlemania y Francia?, ¿entreAlemania y los EstadosUnidos? No lo creo, Hartley.

—O quizá estos cinco tipossean, digamos, representantescomerciales de sus diversasnaciones; ¿no intentarán, porejemplo, establecer unmonopolio petrolero mundial?

—Tu hipótesis es factible,Hartley, pero Van Hoffmannno se ocupa de asuntoscomerciales. Prefiere negocios

donde haya más dinero. Veoque te sorprendes, y no meextraña; se dice que elcomercio produce gananciasfabulosas, y ciertamente, elcapital de los grandesmonopolios mundiales escolosal. Pero aun así, dudo queuna empresa privada puedapermitirse pagar un cuarto demillón de libras solamente porun secreto; y ésa es la sumaque el gobierno alemán le pagóa Van Hoffmann por los planosdel nuevo submarino «Z».

Hubo una larga pausa,

durante la cual amboshombres se ocuparon de suspropios pensamientos.Finalmente, el silencio fueroto por el comandanteWitham.

—Hartley, quiero darte lasgracias por todo lo que hashecho; pero no sé ni quédecirte. Tu información puederesultamos de incalculablevalor.

—No se preocupe, tío —interrumpió Hartley—. Losactos son más elocuentes quelas palabras. Puede

demostrarme suagradecimiento… —hizo unapausa.

—¿Sí? —urgió elcomandante Witham.

—… nombrándome miembrooficial del Servicio SecretoBritánico.

El tío suspiró levemente.—Lo siento, Hartley, pero

tal cosa es absolutamenteimposible.

—¿Por qué? —inquirióHartley, ruborizándose—.Supongo que no va a repetirsus viejas razones; he pasado

por duras pruebas, y triunfadodonde sus famosos agentesfracasaron.

—No creas que temenosprecio, Hartley —respondió, bondadosamente, elviejo—. Al contrario, si lascircunstancias fuesen un pocodiferentes, nada me gustaríamás que contarte entre mishombres.

—Entonces —interrumpióHartley, con furia—, ¿porqué…?

—Un momento, muchacho,no te precipites. Tienes valor y

astucia. Éstas son cualidadesesenciales de un agentesecreto. Pero hay también otroatributo de importanciaprimordial, y de ese careces:entrenamiento.

—Lo sé, pero…—Pero nada. ¿Cuántos

idiomas hablas?Hartley se alzó de hombros

con impaciencia.—Sé bastante francés.—¿Algún otro?—Solamente latín —

murmuró el joven.—Ya ves, muchacho. A

decir verdad, el francés teayudaría, pero ¿cómo andas entrigonometría?

—¿Trigonometría? —Hartley alzó la vista consorpresa.

—Sí —confirmó su tío—.Trigonometría, fotografía,construcción naval, dibujo.Éstas son sólo algunas de lasmaterias que un agentesecreto debe dominar. Además,debe ser muy buen lector demapas, conocer todos losbarcos existentes, todas lasinsignias de aeroplano.

¿Conoces algo de armasnavales?, ¿sabes el sistema deseñales con banderas?,¿puedes decirme el nombre detodos los almirantes delmundo?

—Tiene razón, tío —musitóHartley—, y, sin embargo…

Hizo una pausa y puso atrabajar su cerebro. Entonces,su espalda se irguió, sus ojosse abrillantaron y su rostro sevolvió nuevamente hacia elcomandante en unmovimiento altivo.

—… sin embargo, tío, hay

algo muy importante. Esverdad que no estoy al tantode todos los temas que hamencionado, y que encualquier misión ordinariaresultaría completamenteinútil. Pero en lo que se refierea «Mystery» y a los cincomisteriosos conspiradores,ofrezco varias ventajas.Conozco a «Mystery». Conozcoa esos cinco hombres; los hevisto, los he oído hablar. Sillego a encontrarme con ellos,podré reconocerlos confacilidad. ¿Podría hacer eso

cualquiera de sus agentes?—Pues… no —confesó el

comandante.—Ande, tío —imploró

Hartley—, deme unaoportunidad. Deje que me hagacargo de este asunto. De todosmodos —una leve sonrisajugueteó sobre sus labios—,con o sin nombramiento deagente, pienso participar en eljuego, así que le conviene mástenerme bajo control, ¿no leparece?

—Es que… —comenzó sutío.

Hartley vio que tenía casiganada la discusión, e insistió:

—Ande; haga la prueba.De pronto, el comandante

sonrió.—Muy bien, Hartley. Te

daré una oportunidad.—Gracias, tío.La alegría de Hartley era

ilimitada. No hallaba palabraspara expresar suagradecimiento. Levantándoseen silencio, se acercó a lacama y estrechó la mano de sutío. Entonces, su entusiasmose tambaleó por un instante.

Se dio cuenta de que ahoraera, definitivamente un peónen el gran juego de ajedrezdiplomático.

Capítulo XVII

DURANTE LOS DÍAS siguientes asu ingreso en el ServicioSecreto Británico, Hartleyvisitó frecuentemente lalibrería de la calle CharingCross, pero el estante delfondo contenía sólo unrevoltijo de libros. A pesar deque Hartley combinó lostítulos de mil maneras, fueincapaz de descifrar un textocoherente, por lo que dedujoque Stratinoff no tenía por elmomento ningún mensaje que

transmitir a sus secuaces.Pero al octavo día, había un

nuevo conjunto de libros, y enpocos segundos, Hartley logrótraducir las siguientesinstrucciones:

«Órdenes de Budapestrecibidas; número dos,vaya a Montecarlo, hablecon el griego, indagueopiniones».

Hartley tronó los dedos conalegría. ¡Acción, por fin!Ignoraba quién era el «númerodos» y cuál podría ser el

nombre del «griego»; peropensó que no sería difícilaveriguarlo. El «número dos»debía de ser uno de los cincohombres que se habían reunidoen Norwood. En ese caso,Hartley no dejaría de verlo enMontecarlo, en el Hotel duParís, o en el Casino. Una vezhabiéndolo identificado, seríafácil vigilarlo día y noche, y,por su conducto, llegar al«griego».

Menos de veinticuatro horasdespués, Hartley viajaba haciael continente.

El soleado panorama deMontecarlo llenó de vibrantealegría las venas de Hartley.Había dejado tras sí unLondres sombrío y lluvioso; elviaje en barco fue penoso ydesagradable, y el trayecto entren a través de Franciaresultó peor aún: una lluviapertinaz envolvía al tren,obscureciendo el paisaje ycreando pretexto para quetodas las ventanas fuerancerradas, con lo que pronto laatmósfera se volvióirrespirable.

Además, había otro motivode contento. Hartley sabía quedentro de poco tendríaoportunidad de medir susfuerzas contra los cincoconspiradores, contra«Mystery» y contra VanHoffmann.

Tarde o temprano seencontraría con la muchacha.Se preguntó si no lo habríaperdonado ya. Durante suúltima entrevista,ciertamente, no se habíamostrado muy afectuosa,pero… Por milésima vez,

Hartley recordóinvoluntariamente la ternuracon que le había pedido que nointentara luchar contra unaorganización tan peligrosa. Poruna parte, ese recuerdo leproducía placer; por otra, lohumillaba. ¡Qué segura habíaestado la joven de que Hartleyfracasaría! Pero tenía quedemostrarle que era tan buenespía como ella.

Pensando que no debíahacerse conspicuo, Hartleyalquiló un cuarto en un hoteldel centro, relativamente

barato y desconocido. Acontinuación, después decambiarse, fue a los jardinesdel Casino.

Mientras recorría losfloridos senderos, silbaba parasí una vivaz melodía. Nunca sehabía sentido tan tranquilo;nunca, desde la guerra, habíaexperimentado la satisfacciónde estar haciendo algo querealmente valía la pena.

De este modo pasó mediahora, hasta que su reloj lerecordó que ya casi daban lascuatro. Se dirigió, pues, al

Café du Helder, y se instaló enuna mesa desde la que podíaver todo el local.

Ordenando un café concrema, examinó con disimuloa los demás clientes. Entreellos debía estar el hombredesconocido con quien teníacita.

Había alemanes y franceses,italianos e ingleses. Losdiversos idiomas seentremezclaban en el acogedorambiente. Casi todos formabanalegres grupos; únicamentedos hombres, además de él,

estaban solos. Pero ningunollevaba un clavel rojo en elojal.

Hartley frunció levementeel ceño. Siendo él mismo unmodelo de puntualidad, lemolestaba que alguien máscareciera de ella, yciertamente parecía que sucompatriota se habíaretrasado.

Pasó un cuarto de hora. Uninglés sentado cerca, a quienel joven había estadovigilando, pagó su cuenta y semarchó. Tomó su lugar otro

hombre, que más que inglésparecía alemán, pero tampocollevaba un clavel rojo.

Hartley se desconcertó. ¿Sehabría equivocado de fecha, dehora, de lugar? No, todo estabacorrecto. Quizá su relojestuviera adelantado, peroaunque así fuera, ya habíaestado esperando duranteveinte minutos.

Una vez más, examinó lasmesas, y súbitamente tuvo unsobresalto; Había alguien queestaba solo y que llevaba unclavel rojo; pero ese alguien no

era inglés, ni era un hombre.Este hecho lo hizo iniciar

una nueva cadena depensamientos. Por vez primerase le ocurrió que nunca lehabía sido sugerido que elagente con quien debíaencontrarse fuera denacionalidad inglesa o del sexomasculino: esto lo habíasupuesto él.

Meditabundo, se mordió ellabio inferior. Abordar a uñamujer desconocida podía serarriesgado, pero tenía quehacerlo. Se levantó de su mesa

y, acercándose a la mujer delclavel rojo, se quitó elsombrero e hizo una brevereverencia.

—Perdón, mademoiselle —dijo—, pero me parece que lahe visto en alguna otra parte.

La mujer lo miródespreocupadamente.

—¿Quién sabe, monsieur?Conozco a muchas personas.

:—¿Muchas, mademoiselle?¿Cómo ciento dieciséis?

Ella se encogió de hombros.—No sé, pero, por lo menos,

veintidós.

Hartley exhaló un suspirode alivio.

—¿Puedo tener el privilegiode tomar té con usted,mademoiselle?

—Sería un placer,monsieur, pero —la jovenlanzó una mirada al reloj depared— usted se ha retrasadoun poco en hablarme.

Hartley se apresuró a pedirdisculpas.

—Lo siento, mademoiselle;es que todo este tiempo heestado buscando a un hombre,compatriota, además.

Ella dejó escapar unadeliciosa risa.

—¿Es usted nuevo en elServicio, monsieur?

El joven se sonrojó un poco.—No soy más que un

aprendiz; hace apenas unasemana que ingresé.

Ella lo miróescrutadoramente.

—Perdone que se lo diga,monsieur, pero me sorprendeusted.

—¿Por qué?—Sé muy poco acerca de

mis colegas —contestó ella—,

pero de cualquier manera,nunca pensé que Inglaterraacostumbrara usar aprendicesen su Servicio Secreto —lanzándole una miradatraviesa a través de susgrandes pestañas negras,añadió—: En cuanto a misex o , monsieur, no tardaráusted en darse cuenta de quelas mujeres somos quienesfuncionamos mejor en estaprofesión.

—Supongo que sí —murmuró él, recordando a«Mystery»—. Pero ahora…

—Ahora debe ustedacompañarme a dar un paseo.

—Me encantará hacerlo —sonrió él, examinando laexótica belleza de su colegaespía, y pensando que lamisión iba a ser aún másagradable de lo que él habíacreído.

Durante la media horasiguiente, llegaron a conocerseb i e n . Mademoiselle SoniaIvanitch era una emigradarusa. Hija menor de unafamilia bien acomodada, habíasufrido, como muchas otras,

las crueles e inevitablesconsecuencias de unarevolución popular, y habíallegado a Francia sin uncentavo, acompañadasolamente por su madre.Afortunadamente, conoció aun oficial de la Oficina Inglesade Asuntos Extranjeros, quienle ofreció trabajo en el ServicioSecreto Británico.

El tío de Hartley, al hablarde Sonia, decía únicamentecomo «el número 22», peroparecía contarla entre susagentes más hábiles y

confiables. Ahora que laconocía, Hartley pudo ver porqué. Joven, hermosa y vivaz,Sonia era una excelentecompañera, y por si eso fuerapoco, era tambiéninteligentísima. Hablaba yescribía cinco idiomas a laperfección, y su astucia yagudeza mental podíancompararse favorablementecon las de cualquier hombre.

Hartley le contó algunascosas acerca de sí mismo.Narró sus encuentros con«Mystery», sin ocultar nada

más que el amor que por ellasentía. Pero, a juzgar por suexpresión picará, Sonia loadivinó.

Cuando Hartley terminó surelato, la muchacha riocontagiosamente.

—Monsieur, creo que ustedes un hombre maravilloso… yun poco inocente.

Hartley se ruborizó.—Quizá sea mejor que le

cuente ahora las razones porlas cuales vine a Montecarlo —dijo, con semblante serio.

—Sí, sí, monsieur; debemos

ponemos a trabajar —asintióella, y su rostro adquirió unaexpresión solemne y atenta.

Hartley narró la reunión enNorwood. Ella escuchópensativamente y esperó a queterminara para preguntar:

—¿Stratinoff? ¿Está ustedseguro de que ése es el nombrecorrecto?

—Segurísimo.—¿Podría describírmelo?—Es alto, medirá como uno

noventa; hombros encorvados,cabello entrecano, bigote,barba como de emperador, ojos

de artista.Sonia frunció las cejas.—Sí, ése es el Stratinoff que

yo conozco.—¿Se sorprende usted?—Sí —admitió ella

lentamente—. No puedoimaginarme a Stratinoff comoparte del Consejo de los Cinco,y mucho menos como el jefe.Creí que las conspiraciones lecausaban horror. Es, enrealidad, un artista; sus ojos lodelatan.

—¿No lo ha visto usteddesde la Revolución?

—No.—Quizá el cambio social lo

afectó, cambió su manera dever la vida.

Ella suspiró.—No sería difícil. Lo que

sucedió en Rusia fuedemasiado terrible hasta paralas mentes más equilibradas;debe de haber sido peor aúnpara un sensible idealistacomo Stratinoff.

Hartley fue asaltado poruna súbita idea, que expresótímidamente.

—Perdone la pregunta,

mademoiselle, pero si Rusia esel centro de esta vastaconspiración, como pareceserlo, ¿no tendrá ustedescrúpulos en…, en lucharcontra ella?

—Al contrario —respondióella con voz dura—. La RusiaSoviética no significa nadapara mí. Odio a mi país, omejor dicho, lo que mi país esahora. Antes de la Revoluciónteníamos casas, tierras,dinero. Ya no tenemos nada; yal pensar que nuestramansión, la mansión que mi

bisabuelo construyó, es ahorauna escuela para sucios niñoscampesinos, me dan ganas dellorar. Claro, si algún día lamonarquía se restableciera yRusia volviera a ser lo que eraantes… —suspiró hondamente—. Rusia, mi Rusia querida, enmanos del populacho…

Hubo un silencio. Luego,Sonia se irguió y preguntó confirmeza:

—Monsieur, ¿cuál es elobjeto de esta conspiraciónmundial?

—No lo sé —confesó Hartley

—. Eso es lo que debemosaveriguar.

—¿Los dos solos?Hartley meneó la cabeza.—Los agentes 77 y 91

trabajan a mis órdenes. Tieneninstrucciones de reportarsecada fin de semana. Ella lomiró boquiabierta.

—¿Dice usted que haderrotado una vez a «Mystery»?

—Sí.—¿Y que el jefe puso a otros

dos agentes bajo su autoridad?—Sí —repuso él,

desconcertado.

Sonia rio suavemente.—¡Monsieur! ¡Y se dice

usted un aprendiz!

Capítulo XVIII

DURANTE ALGUNOS DÍAS,Hartley visitó asiduamente losjardines del Casino, esperandoque el «número dos» delConsejo de los Cinco hiciera suaparición.

Por las noches, entraba alCasino, visitando primero laópera y luego las salas dejuego. En varias ocasiones vioa mademoiselle Sonia, pero,como ambos habían acordado,ninguno dio señas dereconocer al otro.

Nada sucedió hasta la sextanoche. Hartley asistió a laópera, pero no pudo reconocera nadie entre el público, asíque, después del primer acto,salió a mirar el juego.

Como de costumbre, suspesquisas carecieron de éxito;ni en las mesas de ruleta ni enlas de baraja reconoció alnúmero dos. Terminando surecorrido, decidió ir al ClubDeportivo. Fue hacia la saliday el portero se preparó aabrirle, pero en esos momentosalguien empujó la puerta desde

el exterior. Un segundodespués, «Mystery» entraba enel Casino.

Los ojos de Hartley seiluminaron. Impulsivamente seadelantó, y con voz alegre,exclamó:

—¡Mademoiselle! ¡Por finllega usted! He estadoesperándola.

Ligeramente ruborizada,ella lo miró durante un breveinstante, para luego proseguirsu camino sin contestar elsaludo.

Incapaz de creer que la

joven lo hubiera ignoradodeliberadamente, Hartley lamiró alejarse. De pronto, ellase detuvo, titubeó y volvió elrostro. El optimista Hartleyinterpretó esto como una semidisculpa, y se acercóapresuradamente.

—Mademoiselle —dijo,suavemente—, ¿no me haperdonado usted todavía?

Ella lo miró con enojo.—Monsieur —protestó,

fríamente.—Mademoiselle, por favor;

seamos amigos.

La expresión de lamuchacha no se suavizó enabsoluto.

—Haga el favor de dejar demolestarme, monsieur, si noquiere que llame a un policía.

Hartley enrojeció.—Comprendo,

mademoiselle. Prefiere ustedla guerra. Muy bien, acepto sureto.

Con estas dramáticaspalabras, se inclinóligeramente y abandonó elrecinto.

Con el corazón dolorido,

paseó repetidas veces por laterraza, luchando por ordenarsus tumultuosospensamientos.

A lo lejos, en el mar,brillaban las luces de un lujosovapor de pasajeros que seacercaba lentamente a tierra.A los pies de Hartley, un trenpasó resoplando, con rumbo aNiza. Hasta la terraza llegabanlas notas de un vals. PeroHartley no percibía nada deesto; sólo podía pensar una yotra vez que la mujer queamaba lo habla rechazado por

completo.Gradualmente, los

pensamientos del joven seaclararon, y su furiosasorpresa se convirtió endeterminación. Ya que«Mystery» quería guerra, se ladaría. Lucharía con ella enforma inmisericorde; laobligaría a reconocer su error.

A la mañana siguiente,Hartley se despertó tarde. Elúnico botones del hotel fue aavisarle que un señor queríaverlo urgentemente.

—Hazlo pasar —ordenó

Hartley.Se levantó, se puso una

bata y se cepillóvigorosamente el cabello. Nobien había concluido estospreparativos, un francéspequeño y moreno entró a suaposento.

—¿Es usted monsieurHartley?

Hartley asintió,completamente desconcertado.¿Qué querría ese hombre?

— P e r d ó n , monsieur —continuó el francés—, pero meparece que lo he visto en

alguna otra parte.¡Uno de sus ayudantes!

Hartley observó detenidamenteal otro.

—Quién sabe, monsieur;conozco a muchas personas.

— ¿ M u c h a s , monsieur?¿Cómo setenta y siete?

Hartley dio la contraseña yel visitante se sentó.

—Me han ordenadopresentarme a usted y esperarsus instrucciones, monsieur.Me llamo Durand…, por elmomento.

Hartley ofreció al hombre

un cigarro.—Y yo —contestó— me

llamo Smith.Durand sonrió.—Qué coincidencia,

monsieur; ambos tenemosnombres muy comunes.

Poniéndose serio, preguntó:—¿Y ahora, monsieur?—No estoy seguro. Por el

momento, las cosas estáncalmadas.

Pero entonces se le ocurrióque Durand podía serle útil.Era importante saber en quéhotel se hospedaba

mademoiselle Arnaud. Desdeluego, era posible que usaseotro nombre, pero había quearriesgarse.

En pocos minutos dio susinstrucciones a Durand, y éstelas llevó a cabo con rapidezasombrosa, pues volvió cuandoHartley apenas habíaterminado de vestirse.

—Había una mademoiselleArnaud en el Riviera Palace,monsieur.

—¡Ajá!—Pero ya partió rumbo a

París.

Hartley se sobresaltó.—¿Está usted seguro? —

murmuró.—Completamente,

monsieur. Vi cómo subían suequipaje al tren.

Absolutamentedesconcertado ante estainesperada acción de«Mystery», Hartley trató dededucir cuál era la causa deella. Al verla en el Casino, eljoven había pensado quepronto ocurriría algo, que elnúmero dos había llegado ya, ono tardaría en llegar. ¿Qué

significaba la súbita partida dela muchacha?

—¿Sabe usted cuántotiempo ha estado aquímademoiselle Arnaud? —preguntó.

—Sólo como seis días,monsieur.

Seis días, el mismo tiempoque él, y sin embargo no lahabía visto hasta la nocheanterior. Desde luego, tal cosano importaba mucho,posiblemente había sido sólomala suerte.

El problema principal era:

¿por qué había regresado lajoven a París justamentecuando el número dos podíallegar en cualquier momento?¿Significaba aquello quedespués de todo, el número dosno llegaría? ¿Habría cambiadode planes el Consejo de losCinco?

Hartley tamborileó sobre lamesa con los dedos. ¿Quéhacer? ¿Quedarse enMontecarlo, o seguir a«Mystery» a París?

Se levantó abruptamente,diciendo:

—Debo pensar bien esto.Véame más tarde;almorzaremos juntos.

—Monsieur… —empezó elotro con sorpresa, y suexpresión, más bien alarmada,hizo que Hartley recordara susinstrucciones.

—Cierto —se disculpó—;olvidaba que no deben vemosjuntos más de lo necesario.Entonces, nos veremos estanoche, en la Salle Privée.

Caminando rápidamentehacia Mónaco, Hartley trató dedesentrañar las razones del

comportamiento de «Mystery»;mientras más pensaba, másparecía alejarse de larespuesta.

Intrigado y profundamentepreocupado, regresó por elcamino bajo, rodeando labahía, y se dirigióinconscientemente a laestación del ferrocarril, puesalgún impulso oculto loimpelía a verificar el horariode los trenes que iban a París.

Mientras hacía esto, untren llegó a la estación, y unao dos veintenas de pasajeros

descendieron.Hartley los observó por un

rato, sin mucho interés, y sedisponía a apartar la vistacuando la interrogante que lohabía estado martirizando seresolvió de pronto. No habíanecesidad de seguir a «Mystery»a París, porque en esosprecisos momentos el númerodos descendía del tren yentregaba su boleto alcobrador. Era herrCattelmann.

Capítulo XIX

DURANTE LOS DÍAS siguientes,no pasó nada extraordinario.Con la eficaz ayuda de susasistentes, Hartley mantuvouna estricta vigilancia sobreherr Cattelmann, pero envano: el alemán pasaba losdías en un ocio tan placenteroy completo como todos losotros afortunados turistas detodas las partes del mundo quese hallaban en esa épocavisitando uno de los lugaresmás bellos del planeta.

Durante el día nadaba, ojugaba golf, o acudía aescuchar la excelente orquestaqué, por las tardes, tocaba enla terraza del Casino. Durantelas noches, jugabamoderadamente en las diversasmesas.

Por los reportes que recibía,Hartley sabía que, Cattelmannhacía migas con varioscompatriotas suyos, conalgunos franceses e ingleses,pero que no había hablado connadie que tuviera aspecto,acento o nombre griego.

Mientras tanto, no sedesperdiciaba ocasión algunapara tratar de obtener losfragmentos de plano que elalemán tenía en su poder. Dosveces los agentes de Hartleyentraron a su habitación yrevisaron escrupulosamentecada rincón y cada prenda deropa, más en vano. Sin duda,Cattelmann llevaba los papelessiempre consigo.

Una semana después, lasituación cambió. Hartley viola primera señal de que elclímax estaba cercano:

«Mystery» reapareció enMontecarlo.

Hartley la vio una noche enel Casino, jugando a lascartas. Creyendo que la jovenno había notado su presencia,se retiró discretamente yregresó con prontitud a suhotel. Una vez allí, llamó aDurand.

El francés llegó en menosde media hora, con ojosbrillantes de anticipación.

—¿Tiene usted noticias,monsieur? —preguntó,dándole la mano.

—Sí. Esta noche he visto enel Casino a una dama en laque estoy grandementeinteresado… —Viendo un brillomalicioso en los expresivosojos de Durand, Hartley añadiósecamente—: Por motivosoficiales, desde luego.

—Mais naturellement,monsieur.

—Usted sabe ya el nombrede esa dama, o mejor dicho, sus e u d ó n i m o . MademoiselleArnaud.

Durand pareciósorprenderse un poco.

—¿La mademoiselle Arnaudque marchó a París hace unasemana?

Hartley asintió.—Sí. Es una dama a la que

es positivamente necesariovigilar todo el día…, y toda lanoche. ¿Puedo confiarle eseencargo?

—Ciertamente, monsieur.—Antes que nada, por

supuesto, debemos localizarla.—Eso será fácil, monsieur.—Magnífico. Avíseme

apenas lo haya hecho. ¿No haynada nuevo acerca de

Cattelmann?Durand hizo un gesto de

molestia.—Nada, monsieur. Se porta

tan inocentemente como unniño recién nacido.

—¿No ha concertado aúnuna cita?

—Que yo sepa, no,monsieur.

Hartley tamborileóimpaciente con los dedos.

—Verá Durand, hace ya casiuna semana que llegó, y sinembargo no da señales deponerse a trabajar.

Los ojos del joven se fijaroncon intensidad en un cuadroque representaba una escenade ópera, pero suspensamientos estaban en otraparte. Tras un rato, dijo:

—Durand, no voy a esperarmás. Estamos perdiendotiempo. Cattelmann llevaconsigo esos papeles, apostaríami vida a que los lleva, y si nose los quitamos pronto,alguien más lo hará: «Mystery»,o bien, Van Hoffmann.

—«Mystery»… VanHoffmann. —Durand se

enderezó en su asiento conuna sacudida—. ¿Qué quiereusted decir, monsieur? ¿Porqué menciona a «Mystery», laespía más escurridiza delmundo? ¿Está acasocomplicada en este asunto? ¿YVan Hoffmann también? ¡MonDieu!

»¿Sabe usted que a VanHoffmann se le achacan dosasesinatos? No hay pruebas,desde luego; es demasiadoastuto para dejar pistas. Sinembargo, uno de nuestrosagentes desapareció

misteriosamente. Andaba traslos planos de una fortaleza. Loúltimo que supimos de él eraque había logrado obtenerlos.Después de eso, ni medrapalabra. Nadie lo ha vuelto aver desde entonces.

—Pero, Van Hoffmann…¿Qué tuvo que ver con ladesaparición de ese agente?

—Quién sabe, monsieur.Pero fue Van Hoffmann quien,tras un tiempo, vendió esosplanos al gobierno alemán. Nose sabe nada de VanHoffmann, monsieur, pero sí

se piensa mucho.Hartley miró agudamente a

su aliado.—¿Le atemoriza la idea de

enfrentarse con VanHoffmann, monsieur Durand?

El francés se sonrojó y susojos brillaron de furia. Hartleyse disculpó apresuradamente,antes de que el otro tuviesetiempo de protestar:

— P e r dó n em e , monsieur.Usted es un hombre valiente.No debí decir eso. ¿Acepta misdisculpas?

Hartley extendió la diestra.

El francés cambió deexpresión y, tomando la manoofrecida, la estrechó con calor.

—Ya he olvidado suspalabras…, además —el rostrode Durand se endureció—, elagente desaparecido era amigomío. Tengo una cuenta quesaldar con Van Hoffmann.

Hubo un breve silencio.—Y ahora, monsieur —dijo

Durand, de nuevo en tonoligero—, ¿qué hacemos conrespecto a Cattelmann? Lo queusted dice es verdad: si no lequitamos los papeles, Van

Hoffmann lo hará. ¿Puedohacerle una sugerencia? —agregó, en tono ansioso.

—Por supuesto, Durand. Lanecesito.

—Es un truco viejo,monsieur, pero rara vez falla.Los hombres son hombres; unacara bonita, una cita en lugaradecuado, un vaso de vinoespecialmente preparado…, ylisto. Podría resultar sencillo.

—¿Podría?— S í , monsieur. Herr

Cattelmann no es ningúntonto. Quizá esos papeles

están a mil kilómetros de aquí;tal vez sospeche el truco y alacudir a la cita deje los papelesen el hotel, por aquello de que«hombre precavido vale pordos».

—Pero podemos prevenir esacontingencia.

—Exactamente, registrandosu habitación por segunda vez.Pero, monsieur, si «Mystery» yVan Hoffmann supieran queCattelmann está aquí,adondequiera que vaya elalemán irán dos, tresseguidores…

—¡Buen Dios! —Hartley segolpeó la rodilla—. Nuncapensé en esto.

Gruñó para sí: bonitoagente secreto estabaresultando. Luego dijo en vozalta:

—Y «Mystery» sabe queCattelmann está aquí.

—¿Cómo lo sabe usted,monsieur?

—Porque «Mystery» estáaquí, en Montecarlo.

—¡Aquí! ¡Mon Dieu! Pero,monsieur, ¿cómo sabe ustedque está aquí? ¿Cuánto tiempo

hace que llegó?Hartley lo miró con

sorpresa.—Eso es lo que usted ha

prometido averiguar, Durand.—¿Yo?—Sí. Hablo de

mademoiselle Marie Arnaud.Durante algunos segundos

el rostro del francés expresósorpresa, pero luego pasó a laincredulidad, y finalmente a lasonrisa. Tras un rato, Durandrio suavemente.

—Ustedes los inglesesbromean aun en peligro de

muerte.—No bromeo, Durand.Durand le lanzó una mirada

escrutadora.—Es cierto, monsieur —dijo

luego—. Usted no bromea. Peroha cometido un gran error.

—Ningún error… —empezóHartley.

—Un gran error —repitióDurand, interrumpiéndolo—.Mademoiselle Arnaud es lahija de nuestro más grandepatriota, que está deembajador en el país de usted.La idea de que una joven así

sea espía es completamenteimposible. Perdóneme,monsieur, pero creo que lo quepasa es que usted tiene uninterés personal en ella.

Y nada de lo que Hartleydijo pudo hacer que Durandcambiara de opinión.

Evidentemente, era inútiltratar de persuadir acualquiera de que MarieArnaud era «Mystery». Pero¿qué otra posibilidad había?La muchacha que Hartleyconocía como «Mystery» habíasalido poco tiempo atrás de

Montecarlo, y esa muchachahabía estado registrada en elhotel con el nombre de MarieArnaud. Tanto Dilly Carruthersc o m o madame de Stael laconocían como Marie Arnaud.

Y sin embargo, MarieArnaud había sufrido unaccidente automovilístico enLondres, justamente en losdías en que Hartley luchabacon «Mystery» en los EstadosUnidos. Nadie podía estar endos continentes al mismotiempo; ¿cuál era pues laverdad? Como de costumbre,

el asunto se volvía másconfuso mientras más tratabaHartley de esclarecerlo.Haciendo un esfuerzo, dejó depensar en él para meditarsobre Cattelmann.

¿Tenía razón Durand?¿Sería una mujer buen anzuelopara pescar al alemán? Talidea sugirió otra. ¿Quién mejorque Sonia Ivanitch, agentenúmero 22, para seducir a unhombre? Si Sonia lograbaconcertar una cita a solas conCattelmann, podría obtener lospapeles.

Hartley mandó llamar aSonia, y a la mañana siguientela muchacha apareció en ellugar de la cita, envuelta enun vestido ajustado querevelaba a las mil maravillassu esbelta figura. Al verla,Hartley sonrió para sí. ¡Si elalemán era capaz de resistiruna belleza así, sería porqueestaba ciego! Durante un brevemomento, Hartley casi tuvoenvidia de Cattelmann.

Tras explicar rápidamentela idea de Durand, preguntó:

—¿Cree usted que sea un

plan factible?—Sin duda, monsieur. Pero

si tanto «Mystery» como loshombres de Van Hoffmannestán vigilando a Cattelmann,lo difícil no será robar lospapeles, sino llegar al lugar dela cita sin que nuestrosenemigos se enteren.

—¿Piensa usted querescatarían a Cattelmann?

— N o , monsieur —Soniasonrió traviesamente—. No, deninguna manera. Después dedarse cuenta de cuáles sonnuestros planes, nos dejarán

llevarlos a cabo. Esperarán aque tengamos los papeles yentonces Van Hoffmannmostrará su juego.

—Pero ¿cómo? —preguntóHartley con curiosidad.

—Nos quitará los planos apunta de revólver —repusoSonia, sombría—. Recuerdeusted, monsieur, que paranuestros propios propósitos,tendremos que buscar un sitiosolitario para llevar allí aCattelmann.

—Pero ¿si Durand y yoestuviésemos allí?

Sonia negó con la cabeza.—De nada serviría,

monsieur. Media docena dehombres no bastarían paracontener a Van Hoffmann.

—Exagera usted,mademoiselle —protestóHartley—. ¿Acaso este VanHoffmann viaja en compañíade un ejército?

—No necesita hacerlo; tienecontactos que nosotros nisoñamos. El mundo del hampainternacional es para él unlibro abierto. Sólo tiene quehacer una seña y dos o tres

docenas de hombres se ponena sus órdenes.

—Pero ¿por qué?—Cincuenta por ciento

chantaje y cincuenta porciento dinero, supongo. VanHoffmann conoce a la mitadde los criminales europeos;sabe de ellos lo suficiente paramandarlos a prisión, o alcadalso.

—Magnífico rival tenemos—musitó Hartley, y rio—. Decualquier modo,mademoiselle, la situacióntiene su aspecto cómico.

—Francamente, monsieur,ustedes los ingleses medesconciertan. Nunca pierdensu sentido del humor.

Los ojos de Hartleybrillaban de risa contenida.

—Según lo que usted dice,mademoiselle, en el momentoen que despojemos a herrCattelmann de los planos, VanHoffmann aparecerá con suspandilleros y nos despojarán asu vez. ¿No es así?

—Más o menos, monsieur.—Exactamente. Pero ¿qué

haría mientras tanto «Mystery»

si también ella apareciera consu banda? —Hartley rio denuevo—. Habría toda unaguerra, como no se ha visto nientre los pandilleros deChicago.

De repente, Hartley se pusoserio.

—Por Dios, mademoiselle;eso me da una idea.

Ella alzó el rostro, atenta.—¿Cuál es, monsieur?Hartley no contestó. Tenía

la mirada fija en un puntoindefinido. Sonia no repitió lapregunta por miedo de

perturbar sus pensamientos.De pronto, los ojos del joven

se iluminaron triunfalmente, yluego se detuvieron en Sonia.

—Escuche, mademoiselle…

Capítulo XX

EN MENOS DE dos días, Soniaconsiguió ser presentada conherr Cattelmann. Para latercera noche, el alemánlamentaba ya fervientementelos años que había pasado sinconocer a la encantadoramuchacha, de manera que éstatuvo poca dificultad en hacerque la invitara a cenar.

—Me encantaría cenar conusted, herr Cattelmann —confesó—, pero no sé si seríaprudente. ¿Qué tal si mi papá

se enterara de nuestra cita?No tardará en llegar aMontecarlo, y…

—En ese caso, mientrasmás pronto, mejor —interrumpió el ansioso alemán.

Ella unió las manos enactitud extática.

—Sería delicioso —susurró—, pero no me atrevo. Sisupiera usted lo estrictos queson los padres rusos.

Y si vamos a cualquiera delos restaurantes másconocidos, no faltaría algúnamigo que me viera…

Como un náufrago que seasiera a un clavo ardiente,herr Cattelmann insistió:

—En ese caso,mademoiselle, podríamosbuscar un lugar discreto, unpequeño y distante restaurantedonde cenar juntos, los dossolos; donde nadie nos vea…

Así diciendo, le besóapasionadamente la mano.

—Casi me convence usted—musitó ella lánguidamente.

—Por favor, por favor,mademoiselle, acepte usted.

—Pero si acepto, ¿adónde

podemos ir?El rostro de Cattelmann

expresó desencanto.—Sí, es verdad. ¿Adónde

podríamos ir? —repitióimpotente.

Los ojos de Sonia brillaronmaliciosamente.

—Sé de un lugar que quizá…—empezó con timidez.

—Dígame —urgió él.—No, querido amigo, no le

diré más que es un restaurantediminuto y encantador ocultoen el bosque de pinos quebordea la Grande Corniche. La

cocina, querido herr, esperfecta, y el vino… exquis.Por favor, déjeme conservareste pequeño secreto —terminó, mirándoloimplorante.

—Será como usted dice, siacepta que vayamos allímañana a las diez y media dela noche.

—No puedo resistirme antetan encantadora insistencia.—Sonia asintió con la cabeza—. Mañana en la noche,pues… Pero ojalá que mi papáno se entere nunca de nuestra

osadía, herr Cattelmann.Mientras tanto, durante

esta escaramuza preliminar,Sonia descubrió que estabasiendo cuidadosa ydiscretamente seguida. Nosabía si el hombre que a cadamomento veía cerca de ellapertenecía a las fuerzas de VanHoffmann o a las de «Mystery»,pero eso era lo de menos.

Sonia tuvo buen cuidado deque su perseguidor la vierahablar con Hartley, pues eraparte esencial del plan quetanto Van Hoffmann como

«Mystery» supieran la relaciónexistente entre ambos.

De manera que, cuando a lasiguiente noche telefoneó aHartley para decirle que iba acenar con herr Cattelmann, lamuchacha tenía la completaseguridad que este mensajesería debidamente reportadopor su seguidor.

Herr Cattelmann no pudocontener su impaciencia.Llegó al hotel media horaantes de la cita. Habiendodado su nombre aldependiente, se sentó en un

sillón cercano y empezó ajuguetear, nervioso, con losceniceros y los adornos deporcelana.

Sonia estaba ya lista desdehacía quince minutos, perosabía que era importante nosalir rumbo al restauranteantes de la hora convenida.

—Dígale a herr Cattelmannque tenga la bondad de esperarun rato —contestó cuando eldependiente le telefoneó—. Notardaré más de cinco minutos.

A las diez y media en punto,se levantó de la cama donde

había estado descansando.Dando un último toque a supeinado y a su maquillaje,abrió su baúl y extrajo unrevólver pequeño y elegante,pero perfectamente funcional.Lo metió en su bolso y bajó alvestíbulo.

Al verla, el impacienterostro de herr Cattelmann setranquilizó como por encanto.Embelesado, miró acercarse ala muchacha. Tan embebidoestaba contemplándola, quecasi olvidó su acostumbradainclinación cortés. La radiante

belleza de Sonia lo llenaba deemoción indescriptible.

—Mademoiselle —murmuró—, está usted divina,encantadora, es usted unsueño.

Los elogios complacieron aSonia, pero al mismo tiempo leprodujeron cierta tristeza. HerrCattelmann era simpático, y sisólo las circunstanciashubieran sido diferentes, siesta fuera una cita verdaderaen vez de una trampa…

—Exagera usted, mi queridoherr —repuso, sonriéndole con

toda la magia de sus radiantespupilas.

—Al contrario,mademoiselle —insistió él congalantería—, cualquier cosaque pudiera decir no llegaría aser ni la cuarta parte de larealidad. Pero vayámonos; laimpaciencia de brindar por subelleza me consume.

Le ofreció el brazo y Sonia,tomándolo, se preguntócuántos segundos tardaría elhombre de barba negra, que sehallaba al otro lado delvestíbulo, en comunicarse con

su jefe.Sonia dio las instrucciones

necesarias al chófer de herrCattelmann, y se reclinó enlos cojines del automóvil conaparente despreocupación,pero debajo del maravillosovestido que la cubría, sucorazón latía con frenéticaangustia, no por el peligro queella misma podría correrdurante las próximas horas,sino porque todo resultaracomo Hartley había planeado.Si fracasaban esta vez,probablemente nunca tendrían

otra oportunidad.El coche atravesó las

animadas calles deMontecarlo; luego fue dejandoatrás las luces y las casas.Viajaban por la MoyenneCorniche. El vehículoavanzaba rápido, demasiadorápido para el gusto de Sonia.La joven puso la mano sobre elbrazo de Cattelmann ypreguntó suavemente:

—¿No le parece que vamosdemasiado rápido, herrCattelmann?

—¿Demasiado rápido? ¿No

le gusta a usted la velocidad?—Me gusta, sí, pero éste no

es el momento adecuado. Lanoche es tan bella. Me pareceuna lástima…

La insinuación era clara.Lleno de deleite, Cattelmannllamó al chófer por el tubo deaire y le dijo algunas palabrasen alemán. En el acto, elcoche aminoró su marcha,hasta avanzar a menos detreinta kilómetros por hora.Herr Cattelmann tomó entrelas suyas la mano de Sonia.

—Este hermoso restaurante

suyo, escondido entre lospinos…, ¿dónde estáexactamente? —preguntó—.Debo darle nuevasinstrucciones a mi chófer.

—Tome usted; las escribí enesta hoja.

El alemán tomó el papel y,sin mirarlo, abrió la ventanillaintermedia y lo entregó a suchófer. Mientras tanto, Soniaaprovechó para volverse. Trasellos, a unos quinientos metrosde distancia, avanzaba otrocoche. Sonia notó consatisfacción que, contra la

costumbre de los vehículos querecorrían aquel caminoestrecho y sinuoso, ésteviajaba con las luces bajas.

Ronroneando dulcemente elauto continuó su caminohacia Eze, antigua y decrépitafortaleza, precariamenteinstalada en la cumbre de unacolina rocosa.

Al llegar a Eze, el chófer deCattelmann abandonó laMoyenne Corniche para tomarun ascendente caminosecundario. Menos de unminuto después, el coche de

las luces bajas siguió suejemplo, y Sonia sonrió parasí. No había la menor duda: losseguían.

Todo sucedía de acuerdocon lo planeado.

Tras un rato, el coche sedetuvo y Sonia vio que habíanllegado a su destino.

Cattelmann miró alrededorcon aire de duda.

—¿Es aquí? —preguntó—.No veo luces.

—Exactamente, queridoherr. Es el restaurante Coqd’Or. Muy íntimo —susurró

ella suavemente.Una sonrisa iluminó el

rostro de Cattelmann.—¡Ah! —exclamó sonriente.—Es una antigua casa,

transformada en restaurante—explicó Sonia—. En el día, elpaisaje es maravilloso; y aunde noche… Venga usted.

—Un momento —pidióCattelmann al ver que suchófer le hacía señas—.¿Dónde puede Carlestacionarse?

Sonia jugó con un botón deCattelmann.

—¿Por qué no se va? —sugirió suavemente—. Podríaregresar por nosotros dentro detres o cuatro horas.

Herr Cattelmann rioencantado.

—¡Ya oíste, Carl!El chófer se despidió, y,

ocultando una sonrisa, pisó elacelerador. La pareja observócómo la luz roja desaparecíaen la distancia.

—¿Y ahora? —urgió él.Ella lo guio por un sendero

de grava, débilmentealumbrado por una lámpara

que colgaba de un árbolcercano. Siguieron estecamino hasta que, cosa decien metros después, fuerondetenidos por una pesada cercade hierro.

—¡Mire! —gritó, ella—. ¿Noes magnífico?

A sus pies, la colina seprecipitaba abruptamentehacia la obscuridad. Muy lejos,en todas direcciones,parpadeaban las luces de lasdistantes villas. Más allápodían ver las luces rojas yverdes de la bahía de

Montecarlo, y unconglomerado de destellos quedenotaban la ciudad en sí. A laderecha, la luz blanca del farode St. Jean-Cap-Ferrat;flotando sobre el mar, las lucesde un vapor encaminado alOriente, o quizá a Australia.

—Es maravilloso —susurróél, aunque no se hallaba muyimpresionado que digamos.Para su modo de ser, laobscuridad y las lucesdistantes tenían poco deromántico. Hubiese preferidouna orquesta, un salón

abundantemente alumbrado yserviles meseros.

Tal vez, por el tono de suvoz, Sonia adivinó esto.

—El restaurante le gustará—prometió—. Es tan chic, tanfuturista. Pero… —titubeó—,pero cerca de aquí hay unaenramada, herr Cattelmann.Allí podríamos estarabsolutamente solos.

—Lo que usted diga,querida.

—Entonces, vamos a laenramada, herr Cattelmann.Nadie nos verá, a excepción

del mesero.—Cierto —repuso el alemán,

dándose cuenta de que la cenaiba a ser aún más placenterade lo que había creído.

Siguiendo el senderollegaron a la enramada, unaconstrucción de maderacubierta de flores y alumbradapor luces ocultas. En unamesa, puesta para dospersonas, resplandecían másflores, cubiertos de plata y unmantel blanco como la nieve.

Sonia suspiró levemente,emocionada por el encanto del

lugar: Hartley había hechobien las cosas, a pesar del pocotiempo de que dispuso.

Herr Cattelmann se sintióigualmente complacido. Ahoraque lo pensaba bien, estaenramada era sumamenteromántica. Respirópesadamente al imaginar unaagradable cena.

Ayudó a Sonia a quitarse elabrigo, y ambos se sentaron.

—¿Y ahora?Ella señaló un pequeño

botón que había junto a lamesa.

—¿Llamo al mesero? —preguntó.

Cattelmann asintió. Soniaoprimió el timbre. Unossegundos después, Durand, conchaqueta blanca y cabelloenvaselinado, apareció.

—Buenas noches, madame;buenas noches, monsieur.

Al inspeccionar el menú yla lista de vinos, la felicidad deherr Cattelmann creció. Sehallaba tan ocupadoescogiendo los platillos, que nooyó el eco de un automóvildeteniéndose y luego

arrancando de nuevo. Perotanto Sonia como Durand loescucharon y se miraron entresí.

Sonia no sabía quién era elchef contratado por Hartley,pero resultó ser una verdaderamaravilla. Lo único que Sonialamentó durante aquella cena,fue el no poder disfrutarla porcompleto, olvidando lo quetendría que ocurrir después.Sin embargo, herr Cattelmannse mostraba enormementesatisfecho.

Los helados habían sido

servidos y terminados cuando,inclinándose discretamenteante herr Cattelmann, elmesero inquirió:

—¿Café y fine champagne,monsieur?

El alemán asintió.—Exactamente.El café resultó digno

epílogo de la maravillosa cena.Cattelmann lo saboreóextasiado.

—Si el coñac es igual debueno… —musitó.

Con diestro movimientovació la copa. Una nube de

desencanto obscureció surostro.

—Querida —se quejó—, lacena está arruinada. Esecoñac… —se estremeció.

Sonia se mostró contrita.—Le diremos al mesero que

le traiga otro —dijo,oprimiendo el botón.

Durand se acercó. Sus ojosbrillaban risueños.

—¿Llamaban ustedes?—El coñac de monsieur era

malo, mesero —dijo Sonia.—No lo beba entonces,

monsieur. Abriré otra botella.

—Ya lo bebí —interrumpióherr Cattelmann, hosco—.Tenía un sabor fuerte,demasiado fuerte. Pero sí, abrausted otra botella: necesitoalgo para quitarme el sabor.

La comedia se representóhasta el fin. Durand trajo unanueva dotación de coñac.Probándolo, esta vez con másprecaución, Cattelmannchasqueó los labios.

—¡Ah! Mucho mejor —anunció, y, suspirandosatisfecho, se volvió haciaSonia—. Ahora, querida,

charlemos. ¿Por qué no se…,por qué no te acercas un pocoa mí?

Sonia cumplió el deseo delalemán: deseaba estar tancerca de él como fuera posible.

Los minutos pasaron. Laconversación fue haciéndosemás y más amorosa, pero pocoa poco las frases del alemánfueron haciéndoseininteligibles, sus ojos secerraron. Con un esfuerzo, losvolvió a abrir, pero sólo por unmomento. Cerrándolos denuevo, dejó caer la cabeza

sobre el pecho.No había un minuto que

perder. Sonia actuórápidamente. Sus ágiles dedosexploraron los bolsillos delalemán, y no hallando nada,revisaron el forro de lasdiversas partes de su ropa,hasta que finalmente algocrujió. Sonia tomó un cuchillode la mesa y rasgó el forro.

Cuando se enderezónuevamente, tenía unospapeles en la mano. Seincorporó de un salto y quisoavanzar hacia el sendero, pero

en ese momento cuatrohombres salieron de laobscuridad, rodeándola. Conun grito de terror, Soniaretrocedió hasta tocar la mesa.

—La felicito, mademoiselleIvanitch —dijo uno de loshombres con burlona risa—.Ha triunfado usted en sumisión.

—¿Qué quiere usteddecir…?, ¿qué hacen ustedesaquí? —preguntó ella connerviosismo.

El hombre rio de nuevo.—Dejémonos de

f ing imientos, mademoiselleIvanitch. Usted sabe tan biencomo yo que Van Hoffmannquiere esos papeles que ustedacaba de robarle a herrCattelmann.

Hizo una pausa paraencender un cigarro, y luegocontinuó:

—Nosotros tuvimos lamisma idea que ustedes hanllevado a cabo, perodesgraciadamente noconocíamos a ningunamuchacha tan atractiva comousted. De manera que

pensamos que lo mejor eradejarla a usted encargarse delasunto.

—¿Y? —preguntó Sonia,desafiante.

—Y tuvo usted éxito, peromucho me temo que los frutosde la victoria no sean parausted. Debo pedirle, con todoel dolor de mi corazón, que meentregue en el acto esospapeles.

—¿Y si rehúso?El hombre se alzó de

hombros.—No será usted tan

estúpida, mademoiselle. Mirea su alrededor. Nosotros somoscuatro, usted no tendría másayuda que la del mesero.

Sonia se mordió los labioshasta que casi le sangraron.Miró desesperada de un lado aotro, pero no había la menorposibilidad de escape.

El hombre la observaba ensilencio.

—Ya ve usted,mademoiselle —prosiguiócalmadamente—; está usted ennuestro poder. Van Hoffmannnunca pierde.

— P er dó n e m e , monsieur,pero por esta vez se equivocausted.

La interrupción fue taninesperada que por unossegundos el hombre quedóparalizado de sorpresa. Luegose volvió bruscamente, y alhacerlo se encontró frente aun revólver firmementesostenido por «Mystery».

—¿Qué diablos…? —empezócon ira.

«Mystery» alzó la mano.—Antes de enojarse,

monsieur —dijo dulcemente—,

mire por favor en torno suyo.Otros seis revólveres,

empuñados por seis hombresde aspecto agresivo,encañonaban a todo el grupo,desde el subalterno de VanHoffmann hasta elinconsciente herr Cattelmann.Los ojos de Marelli brillaroncon rabia.

—¿Quién es usted?—Por si le interesa —replicó

la muchacha—, me dicen«Mystery».

—¡Dios mío!—Si fuera usted cortés,

signor Marelli —bromeó«Mystery»—, diría «¡diosa mía!».

Marelli no contestó.«Mystery» se volvió haciaSonia.

—Lo lamento,mademoiselle Ivanitch, perodebo privarla de esos papeles.

Temblando de emoción,Sonia entregó su presa a«Mystery», y luego apartó elrostro para ocultar laslágrimas que corrían por susmejillas.

—Gracias —dijo,suavemente, «Mystery», y

volviéndose hacia Marelli,añadió, con voz dura—: Dígalea su jefe que mientras yo vivalucharé contra él —dio mediavuelta, y ordenó—: Tú, Jean, ytú, Charles, vigílenlos hastaque yo toque el claxon tresveces. Luego, reúnanse connosotros.

Seguida por cuatro de sushombres, «Mystery»desapareció en la obscuridad,dejando tras sí un tenso grupo.Ligeramente encorvados, listospara entrar en acción, Jean yCharles encañonaban sin

titubeos a los furiosossecuaces de Van Hoffmann.Marelli y sus tres hombresestaban inmóviles, aguardandoel menor descuido de los otros.

Era como un cuadrofantástico, convertido endramática realidad por lasmiradas de odio que los rivalesintercambiaban: una escenaque Gustavo Doré hubiesepintado con deleite, unsombrío grabado en blanco ynegro.

Tras un rato, el intensosilencio se rompió: la bocina

de un auto sonó tres veces.Instantáneamente, Marelli sellevó la mano al bolsillo, peroCharles chasqueó la lenguareprobatoriamente, y Marelli,viendo que un revólver loapuntaba, permaneció inmóvil.Alerta, vigilando aún el menormovimiento de los hombres deMarelli, Jean y Charlesretrocedieron, paso a paso.

Luego, repentinamente,desaparecieron en laobscuridad. Al instante,Marelli y sus compinches selanzaron hacia el camino,

tropezando con árboles yarbustos. Un disparo derevólver resonó en el aire;luego, otro y otro más. En ladistancia, un auto se puso enmarcha; pocos segundosdespués, otro lo siguió.

Por fin, la calma y elsilencio retornaron. Soniaestaba sola con elinconsciente herr Cattelmann,que dormía echado de brucessobre la mesa.

Entonces, la muchachadejó escapar una risa histérica.Como respondiendo a una

señal, otra figura surgió de laobscuridad que rodeaba laenramada.

—Ahora los verdaderospapeles —pidió Hartley, convoz tranquila.

Sonia señaló al alemán.—En el bolsillo interior de

su saco, cosidos al forro —repuso, y luego, rio de nuevo,menos histéricamente, perocon más regocijo.

—El asalto, los disparos, lacacería en auto… Todo merecuerda una obra deShakespeare, monsieur.

—¿Shakespeare? —inquirióHartley, mientras se apoderabade un pequeño hato de papelescosido al forro de la chaquetadel alemán.

—Mucho ruido y pocasnueces —explicó Sonia.

Capítulo XXI

QUERIDO HARTLEY:Tus informaciones noshan sido de granutilidad. Ya estaba yo altanto de muchas cosas,aun antes de que tu cartallegara. A continuación,un breve resumen de loocurrido desde tupartida:Puse a un agente a vigilarconstantemente lalibrería. Nada ocurriósino hasta hace tres días.

Los libros fueroncambiados y mi agente metrajo la lista de títulos yautores. Eventualmente,dedujimos que habría unajunta anoche, en tal-y-taldirección. Puse a trabajara dos de mis mejoressubalternos, y uno deellos vio y oyó todo losucedido en la reunión.Más aún, pudo dibujar alos cuatro hombrespresentes (faltaba herrCattelmann, porsupuesto), de modo que

podremos reconocerlos enel futuro.La reunión fue corta,demasiado corta, ypudimos enteramos demuy pocas cosas.Stratinoff había recibidoun telegrama deCattelmann, dondeanunciaba que su partede los papeles había sidorobada. CuandoStratinoff dio tan tristesnoticias, uno de ellos, elamericano, exclamó:

«—¡DIOS mío! ¡Stratinoff,eso no puede ser verdad!».

A propósito, Hartley, miagente anotó toda laconversación entaquigrafía. Eso es algoque tú no hubieras podidohacer.

«—Lo es —repusoStratinoff».«—¡En ese caso, todosnuestros planes estánarruinados! —dijo DeLuze, un francés—. Si

falta una parte de losplanos, y más aún, unaparte de la clave secreta,¿cómo podremos descifrarlos planos? ¿Y de qué nosserviría descifrarlos sifalta un pedazo?».Al escuchar este largodiscurso, Stratinoff alzóla mano en señal deprotesta.«—Querido señor —repuso—, creo que subestimausted mi inteligencia.Hay una copia de losplanos y de la clave,

escondida en un lugarsecreto que sólo yoconozco».«—Entonces, ¿a qué vinotoda la pantomima decortar en cinco la clave ylos planos, y de hacer acada uno de nosotrosresponsable de unaparte?».«—Tuve muchas razonespara hacer eso —replicóStratinoff—. ¿No estamostodos igualmentecomplicados en nuestrovasto plan?».

«—Sí».«—Entonces, es justo quela responsabilidad sedivida en partes iguales.El día, no muy distante,espero, en que recibamosbuenas noticias deBudapest y de Atenas, nosreuniremos por últimavez, y podremos dar laseñal necesaria para quese inicien lasoperaciones».«—Pero todos nosotrosconocemos los planes —protestó el americano—;

son nuestros propiosplanes. ¿Por qué ponerlospor escrito, y arriesgarasí nuestro futuro y elfuturo de nuestroproyecto?».«—Porque —explicó el ruso— sólo una cosa puededarnos el éxito, y esacosa es, un comienzosimultáneo».«—Eso es cierto —convinoDe Luze».«—Y la señal para elcomienzo está en losplanos».

«—De los cuales nos hanrobado una quinta parte—interrumpió Morgan».«—Lo sé, y tal hechoayuda a probar el aciertoque tuve al dividir losplanos entre nosotros.Ustedes saben tan biencomo yo que estamosrodeados de enemigos. Sicualquiera de nosotrosrecibiera el encargo decustodiar todos losplanos, nuestros enemigosse concentrarían paraatacarlo a él. En cambio,

ya sepan o no que losplanos están divididos encinco, no puedenconcentrarse sobreninguno de nosotros.Deben vigilamos yespiamos a los cinco, ycomo dice el refrán: “Ladivisión interna causadebilidad”».«—Acaso tenga ustedrazón —convino elaustríaco—. Pero la copiaque usted mencionó, ¿nohay peligro de que laroben?».

«—Ninguno en absoluto,herr Wieland. Puedeusted tener la completaseguridad de que el díaen que nos reunamos porúltima vez, los planosyacerán sobre la mesa,ante nuestros ojos.Mientras tanto, dejemosque nuestros enemigosdividan sus energíasentre nosotros. Sinembargo, amigos míos,cada uno de nosotrosdebe proteger con su vidasu parte de los planos. En

el muy improbable casode que nuestros enemigosreunieran las cincoporciones, nuestrosproyectos seríananiquilados. Entre tanto,ya no me comunicaré conustedes por medio de loslibros. Es peligroso usarel mismo método durantemucho tiempo; procuraréinventar uno nuevo».«—¿Cómo sabremos cuálserá? —preguntó DeLuze».«—Todo a su debido

tiempo —contestó,calmadamente, el ruso».

Bueno, Hartley, pues esoes más o menos todo loque ocurrió en la últimareunión de Stratinoff ycompañía. Casi no valióla pena que nuestroagente se arriesgara. Másaún, sospecho que el ruso,que parece ser el jefe detodo el asunto, pensó quelo estaríamos espiando, ypor eso se condujo tancautelosamente.

Quisiera saber cuál es elproyecto de estos tipos.Debe de ser algo bastanteimportante einmensamente lucrativo,porque, de otra manera,«Mystery» y Van Hoffmannno estarían luchando tanacaloradamente. Estamosvigilando de cerca a todoslos conspiradores: unalemán, un francés, unamericano, un ruso y unitaliano, ¡qué esperannoticias de Hungría y deGrecia!

Maldita sea, parece unaliga de naciones. Piensanomás, Hartley, lo quepasaría si ese pequeñogrupo de países se unierapara jugar con el mundo.Imagínate, Rusia yAlemania, con el apoyomonetario de los EstadosUnidos y ayudados porFrancia.Prosigue tu misión,Hartley. Ahora sé losuficiente paragarantizarte el másamplio de los apoyos.

Buena suerte, muchacho.

Tu afectuoso tío.

JAMES WITHAM

P.D. Supongo que yasabrás qué hacer con estacarta una vez que lahayas leído condetenimiento: quémala, yluego pulveriza lascenizas. Dale una copa almensajero que te laentregó, y envíalo deregreso.

Mientras más pensabaHartley en la carta de su tío,más apreciaba la sutileza deStratinoff. Indudablemente, elruso sabía que era posible quela reunión fuera espiada; dehecho, el que hubieradescartado el método usual decomunicación era una pruebade esto.

Resultaba fácil deducir queStratinoff, sabiendo que todala conversación seríareportada en diversas partesaun antes de terminada lanoche, había mencionado

deliberadamente el hecho deque, si todas las cincoporciones de los planos sereunieran, sus enemigosconocerían todo su proyecto.De esta manera, se habíaasegurado de que sus enemigoscontinuarían tratando deobtener los planos completos.Por otra parte, si sólo seobtuvieran cuatro de las cincoporciones, resultarían inútiles,y Stratinoff, por su parte,conservaba una copiacompleta en un escondite quesólo él conocía.

Entonces, pensó Hartley,¿por qué no concentrarse envigilar a Stratinoff? Larespuesta era obvia. Unhombre lo suficientementeastuto y temerario paradesafiar abiertamente a susenemigos, sabría proteger lacopia a la perfección.

Sin embargo, la carta delcomandante Witham conteníaun dato seguro. Probaba, sinlugar a dudas, que Stratinoffera el único organizador ydirector de la conspiración.Aparentemente, cada uno de

los otros había hecho unaparte de los planes, pero fueStratinoff quien consolidó esaspartes y formuló los detallesfinales.

Hartley hallaba difícildecidir a cuál de los cuatroconspiradores debía atacarprimero. ¿Morgan, elamericano?; ¿De Luze, elfrancés?; ¿Wieland, elaustríaco?, ¿o Stratinoff, elruso? Por supuesto, ignorabaactualmente dóndelocalizarlos, pero tenía lacerteza de que tarde o

temprano «Mystery» o VanHoffmann lo guiarían en ladirección acertada. Lo mejorera pagarles en su propiamoneda. De la misma formaen que ellos habían seguido aSonia Ivanitch para apoderarsede los papeles de Cattelmann,Hartley los seguiría ahora,para llegar hasta la próximavíctima.

Al recordar a Van Hoffmanny a «Mystery», Hartley rio parasus adentros. ¿Quién habríaganado, finalmente, en lalucha por los papeles falsos?

Probablemente «Mystery». Tuvouna ventaja de segundos sobreMarelli, y, además, tenía doshombres más. Pero la caceríaseguramente había resultadointeresante.

El buen humor de Hartleyfue ligeramente disminuido porla reflexión de que, a menosque alguno de sus rivaleslograra reunir las cinco partesdel plan, no sabría nunca latrampa en que había caído.Porque Hartley se volvía cadavez un espía más experto. Lospapeles que él había preparado,

y que Sonia sacó de su vestidoaparentando arrancarlos delforro de la chaqueta de herrCattelmann, estaban en clave.El mismo Hartley habíainventado dicha clave, ygenerosamente, había añadidoparte de las instrucciones paradescifrarla.

Mientras más pensaba, másse convencía de que, a menosque su tío le informara delparadero de uno u otro de losconspiradores, lo mejor quepodía hacer era vigilar decerca a Van Hoffmann y a

«Mystery».

Capítulo XXII

DOS DÍAS MÁS TARDE, Durandfue a visitar a Hartley, quien lorecibió alegremente.

—¿Trae usted noticias,Durand?

Durand meneó la cabeza.—Me temo que no,

monsieur. He venido a verloporque estoy…, pues,preocupado.

—¿Por qué? —inquirióHartley.

—Monsieur, susinstrucciones han sido

cumplidas al pie de la letra.Contraté seis hombres deconfianza, que no se ocupanmás que de vigilar a la mujerque usted llama «Mystery»…

—¿Tiene usted dudastodavía, Durand, después de loque vio aquella noche en elCoq d’Or?

Durand hizo un gesto vago.—No puedo comprenderlo,

monsieur. Hubiera jurado quemademoiselle Arnaud sehallaba por encima de todasospecha.

—Sin embargo, yo le

aseguro que Marie Arnaud es«Mystery».

—Estoy a las órdenes deusted, monsieur. Mis opinionespersonales no importan. Comodecía, he arreglado las cosasde manera que ni un solosegundo pasa, en el día o en lanoche, sin que «Mystery» estébien vigilada.

—Excelentes noticias,Durand.

—Debieran serlo, monsieur,pero no lo son.

—¿Qué quiere usted decir?—Que «Mystery» logra

transmitir a su lugartenienteciertas órdenes, por algúnmedio desconocido paranosotros.

—¿Cómo lo sabe?—Porque el hombre salió

rumbo a París esta mañanatemprano, monsieur, y estoyseguro de que no lo habríahecho sin tener órdenes.

Hartley meditó unossegundos antes de responder.

—Creo que tiene ustedrazón, Durand. Entonces,«Mystery» debe de tener algúnmedio desconocido de

transmitir mensajes sin quenuestros vigilantes se enteren.

—Sí, eso supongo, perofrancamente no sé de quémanera pueda hacerlo. Si mepermite decirlo, monsieur, soyun experto en estos asuntos;sé cómo arreglar las cosas,cómo disponer a misayudantes de modo que lapersona vigilada no puedatelefonear, no pueda escribiruna carta, no pueda hacernada ni ir a ninguna parte sinque yo, eventualmente, meentere de lo que se dijo

durante la conversacióntelefónica o de lo que conteníala carta o de lo que la personahizo o de adónde fue…

—No suena fácil, Durand.—No lo es, monsieur. Pero

con dinero, todo puedelograrse.

—Casi todo.—Casi todo, monsieur,

como usted dice. Parece quepor esta vez he fallado. Tengoen mi poder un reporte, demedianoche a medianoche, detodo lo que hace mademoiselleArnaud. En todo este tiempo

no escribió una carta, no hizoun telefonema, ni habló conalguien, sin que mis hombressupieran lo que se dijo.

—Entonces, ¿habló conotras personas?

—Desde luego, monsieur;habló con su recamarera, conlos camareros, con el gerentedel hotel; en la noche jugó enel Casino y habló con elcroupier, pero todo lo que dijoes demasiado inocente paraque pueda ocultar un mensaje.

—Entonces debemos estarequivocados al pensar que

Franco, su lugarteniente, saliórumbo a París por órdenessuyas.

—Eso hubiera pensado yo,monsieur, pero hay un detalle.

—¿Cuál?—Uno de mis hombres logró

oír que este Franco le decía aun cómplice: «Voy a París porórdenes de “Mystery”».

—¡Buen Dios! ¿Oyó suhombre algo más?

—Por desgracia, no.—Entonces, parece que, a

pesar de todos los esfuerzosque hizo usted para escoger a

sus ayudantes, Durand, éstosresultan incapaces.

Durand asintió, condesaliento.

—Eso me temo, monsieur.Y, sin embargo…, no imaginocómo pudo «Mystery»transmitir sus órdenes.

Hartley apretó los labioscon determinación.

—Redoble su vigilancia,Durand; el que Franco hayasalido súbitamente hacia Paríspuede anunciar algo. Mientrastanto, si me necesita, estaréen el Casino.

Noche tras noche, Hartleyvisitaba aquel último reductode todos los visitantes de laRiviera. La cosmopolitaclientela lo atraía, y así,mientras pasabaagradablemente el tiempo,tenía la esperanza dereconocer a uno u a otro de losconspiradores.

Caminó por las ampliassalas, jugando en variasmesas. A veces ganaba, peromás frecuentemente perdía.Pasó una hora, y cuandopensaba en marcharse, se

detuvo súbitamente: a pesar desí mismo, se sentíaabsurdamente contento.

Sentada a una de las mesas,jugando con fichas de diezfrancos, estaba «Mystery».

El primer impulso deHartley fue alejarserápidamente, pero una vozinterior lo hizo decidir otracosa. Se quedaría un rato yvigilaría a la muchacha. Seacercó a la mesa, hasta quedarfrente a ella. La jovendepositaba su apuesta y seguíacon interés el girar de la

ruleta, pero al parecer no leimportaba si ganaba o perdía.

Durante algún rato, Hartleyla miró desapercibido, pero,finalmente, la intuición de lamuchacha la hizo alzar lavista.

Al verlo, los hermosos ojosadquirieron una expresiónamable e invitadora. Hartleyestuvo a punto de sonreír, peroentonces recordó cómo lohabía tratado ella durante suanterior encuentro. Sin darseapenas cuenta de lo que estabahaciendo, la miró con frío

desprecio.El leve rubor que invadía

las mejillas de la jovendesapareció en el acto,dejándolas intensamentepálidas. Su mirada se enfrió;luego, descendiódespectivamente. Hartleyarrepentido de sucomportamiento, deseó que latierra se lo tragara.

De buena gana se hubieramarchado, pero el orgullo lodetuvo. A pesar de que sesentía indignado tanto contra«Mystery» como contra sí

mismo, continuó observandoel juego. Gracias a esta especiede desafío, permaneció allímás tiempo del que pensaba, ypor esta razón se fijó de prontoen un hombre que estabasentado a su izquierda.

El número tres acababa desalir, y por simplecoincidencia, Hartley estabaen esos momentos mirando porencima del hombro del otro.Como varios jugadores, éstetenía un cuadernillo dondeanotar los números ganadores.Pero, para sorpresa de Hartley,

en vez de añadir el tres a su yalarga lista de números,escribió el quince.

Hartley frunció el ceñolevemente. El error eracompletamente estúpido. Pormuy poco francés que supiera,el hombre no podía haberconfundido trois con quinze,Pero, en fin, eso era asunto deél.

Sin embargo, la curiosidadde Hartley se había avivado. Laruleta giró de nuevo. Ganó eltreinta y dos. Hartley casilanzó un silbido de sorpresa al

ver que el hombre anotaba elonce.

Esto continuó durantecinco minutos. Sólo hasta queel número siete ganó, elhombre escribió el númerocorrecto. Simultáneamente,Hartley notó que «Mystery»había ganado cosa detrescientos cincuenta francos.

«Extraña coincidencia» —meditó Hartley, ociosamente,pero de pronto, una extrañaidea brilló en su mente. No eraposible… y sin embargo…

Tras dar una propina al

croupier, Marie Arnaud apostóal número cinco.Inmediatamente, los ojos deHartley se fijaron en elcuadernillo del jugador a suizquierda. Ganó el trece, peroel hombre escribió el cinco. Ala próxima vuelta, «Mystery»apostó al diez, y el jugadoranotó diez.

No había ya lugar a dudas,Hartley había descubierto lamanera en que «Mystery»transmitía mensajes a sussubalternos.

A la noche siguiente, por

primera vez en una semana,Hartley no fue al Casino. Envez de ello, envió a Durand,disfrazado, mientras élpermanecía en el hotel,esperando ansiosamente. Pocodespués de medianoche,Durand llegó.

—Aquí tiene, monsieur —dijo, entregando un trozo depapel.

Casi arrebatándoselo,Hartley lo puso sobre la mesa.

—Ya pensé una clave —anunció—. Por principio decuentas, asumo que «Mystery»

usa el método acostumbrado;eso es: 1, representa A; 2,representa B; 3, representa C,etcétera. Si los númerosrepresentan otra clave,nuestro trabajo será muchomás difícil, pero espero que no.Es difícil que ella hayapensado en tomar tantasprecauciones; su sistema esdemasiado ingenioso.

Miró la lista de números queDurand le había entregado.

«3 15 13 16 18 5 14 419 17 21 5 13 15 18 7 1

14 22 1 1 18 18 9 22 5 2018 5 19 16 18 15 3 8 1 914 5 13 5 14 20 19 21 1822 5 9 12 12 5 26 20 1521 19 12 5 19 8 15 20 512 19 19 15 9 7 14 5 2119 5 13 5 14 20 5 20 1721 1 14 4 9 12 1 21 18 118 5 19 5 18 22 5 21 14 53 8 1 13 2 18 5 4 9 20 3 89 14 7 1 20 21 13 1 4 18 58 15 20 5 12 5 20 12 5 1421 13 5 18 15 4 5 12 1 3 81 13 2 18 5 16 1 18 12 519 13 15 25 5 14 19 8 1 29 20 21 5 12 19.»

—Tres, quince, trece,dieciséis. Déjeme ver… —yescribió: COMP—. Comp —repitió, en voz alta—. ¡Malditasea! —exclamó, bruscamente—. Parece que es una clavedifícil, después de todo. Peroveamos cómo se ve el mensajecompleto.

Durante los siguientescinco minutos, convirtiórápidamente los números enletras. Al terminal, miró condesaliento el mensaje:

COMPRENDSQUEMORGANVAARRIVETRESPROCHAINEMENT

SURVEILLEZTOUSLESHOTELSSOIGNEUSEMENTETQUANDILAURARESERVEUNECHAMBREDITESMOILENOMDELHOTELETLENUMERODELACHAMBREPARLESMOVENSHABITUELS

—Esto no tiene ningúnsentido, Durand.

Durand se acercó a mirar.—Sí lo tiene, monsieur —

exclamó, con regocijo, trasunos segundos—. Es unmensaje en francés. Espere,dividiré las palabras.

Rápidamente, colocó trazosde lápiz para separar laspalabras.

—He aquí el resultado —

anunció, devolviendo el papela Hartley:

COMPRENDS QUEMORGAN VA ARRIVÉTRÉS PROCHAINEMENTSUIVEILLEZ TOUS LESHÓTELS SOIGNEUSEMENTET QUAND IL AURARESERVÉ UNE CHAMBREDITES MOI LE NOM DEL’HÓTEL ET LE NUMERODE LA CHAMBRE PAR LESMOVENS HABITUÉLS

Hartley soltó un silbido.—En otras palabras,

Durand, «Mystery» ha sabidoque Morgan llegará muypronto; su subalterno debevigilar cuidadosamente todoslos hoteles, y cuando Morganreserve un cuarto, deberáinformarla del nombre delhotel y del número del cuarto.Se comunicará con ella por elmedio habitual, ¿y cuáldemonios es? —añadió.

Durand se alzó de hombros.—Pueden tener cien

métodos, monsieur, o quizásus hombres contestan losmensajes de la misma manera

en que ella se comunica conellos.

—Apostando a determinadosnúmeros.

—Si, monsieur.Hartley miró la lista de

números; luego, la traducción;luego, nuevamente losnúmeros. De pronto, unanueva idea le vino a la mente,y tomando un lápiz, empezó acontar.

—Ciento sesenta y dos —dijo, tras un rato—. Hay unacosa segura, Durand, y ésa esque «Mystery» no tiene que

preocuparse en lo más mínimopor el dinero. Para enviar estemensaje tuvo que apostarciento sesenta y dos veces; enotras palabras, gastó milseiscientos veinte francos, osea, aproximadamente veintelibras inglesas. Le hubieraresultado más baratotelefonear dos veces a NuevaYork.

—No necesariamente,monsieur; resulta plausibleque, al apostar a tantosnúmeros, «Mystery» hayaganado una o dos veces; con

tres ganancias, reuniría milfrancos.

—Cierto, Durand, pero esono altera el hecho de que,cuando «Mystery» envía unmensaje en esta forma, nopuede contar con las posiblesganancias, sino que debe irpreparada a perder en cadaocasión; Me pregunto cuántoscientos de libras se habrán yagastado en estos mensajes, ycuántos más se gastarán.

—Y de aquí en adelante,inútilmente.

Hartley sonrió,

soñadoramente.—Es verdad, Durand. Ahora

que sabemos sus medios decomunicación, sólo tenemosque vigilar constantemente lasmesas… —hubo una pausa. Elrostro de Hartley adquirió unaexpresión sería—. Sabe,Durand, esto me hace pensarque una especie de Providenciavigila los asuntos de loshombres.

—¿En qué sentido?—Piense usted nada más en

lo ingenioso que es enviar unmensaje bajo los ojos de miles

de gentes, incluso bajo los ojosde nuestros propios espías. Y,sin embargo, a pesar de quenuestra probabilidad dedescubrir el truco erainsignificante, lo hemoslogrado, por una simplecoincidencia.

Durand era demasiadofilosófico para discutir.

—Así es la vida —musitó, entono casual.

Capítulo XXIII

DE MODO QUE MORGAN, elamericano, iba rumbo aMontecarlo. Buenas noticiasque, al mismo tiempo,resultaban inexplicables.Hartley había imaginado queMontecarlo, como escenario dela catástrofe de herrCattelmann, sería el últimositio del mundo en atraer aotro de los conspiradores; loque había ocurrido una vezpodía fácilmente repetirse.

Hartley sólo pudo pensar

dos explicaciones posibles,ninguna de las cuales parecíaadecuada. La primera, que herrCattelmann se habíaatemorizado o que se habíaretirado de la conspiración, yque por esa causa Morganhabía sido comisionado paraver al misterioso griego cuyallegada Cattelmann habíaestado esperando. La segunda,que el sitio elegido para lareunión final se hallaba quizáen algún punto de la Riviera.

Sin embargo, lo esencial eraque Morgan se dirigía al

principado, y que tal cosarequería prepararse y estudiarla situación. En primer lugar,«Mystery» sabía de la llegada deMorgan. En segundo, alproducirse ésta, tanto VanHoffmann como «Mystery»harían cuanto estuviera a sualcance por apoderarse de lospapeles que el americano teníaa su cargo. En tercero,resultaba improbable queMorgan cayera en la mismatrampa que Cattelmann. Encuarto, tampoco era probableque el americano llevara

consigo los papeles: gatoescaldado huye del agua fría.Entonces, ¿cómo los llevaría?¿Y cómo quitárselos? Hartleyse perdió en un mar deconjeturas y de planes inútiles,ya que, hacia cualquier parteque mirara, lo único que veíaclaro era el hecho de que debíaapoderarse de la segundaporción de papeles.

Tenía que anticiparse, comohabía hecho en los EstadosUnidos, cuando por vezprimera logró vencer a«Mystery». ¡Anticiparse!

Suponiendo que él tuviera quellevar ciertos papeles, sabiendoque los espías lo acechabanconstantemente, esperandouna oportunidad dequitárselos, ¿qué haría?

No los llevaría en supersona, desde luego. Menosaún en el equipaje. ¡Cuántasveces habían sus hombresrevisado las maletas de herrCattelmann! Obviamente,Morgan sería losuficientemente listo comopara prever esa posibilidad.¿Entonces?

Por varios minutos, lamente de Hartley permanecióen blanco, pero luego se leocurrió súbitamente una ideaque valdría la pena seguir. SiMorgan llegaba en Coche, ensu propio coche, no seríaimposible qué hubiera ocultadolos papeles en algún lugar delvehículo: en los cojines, quizá,o en la llanta de repuesto.Además, si con él iba unchófer de confianza, eratambién posible que éste fuesequien guardara los papeles;pero esta posibilidad, hubo de

admitir Hartley, era más bienremota.

Por lo demás…, pues no; esoera todo. Hartley quedóconvencido de que habíacalculado todas lasposibilidades. Faltaba ahoraver si Morgan llegaba enautomóvil o en tren.

Una semana después,Hartley y Durand se reunieronen la habitación del primero.Hartley parecía abatido, y elfrancés, debido a su cambiantetemperamento, se veíafrancamente triste. Hablaba

hundido en su silla, con uncigarro en la boca,gesticulando a menudo.

Por su parte, Hartley,sentado frente a la mesa,garabateaba en una hoja depapel: figuras ridículas yformas de seres imposibles,que no representabanabsolutamente nada, exceptouna válvula de escape para losreprimidos sentimientos deljoven.

—¿Está usted seguro,Durand —preguntó, tras unrato—, de que sus dos hombres

no desperdiciaron una solaoportunidad?

Durand meneó la cabeza.—Si hay una sola tuerca de

ese coche que no hayamosexaminado, donaré mediomillón de francos al hospitalmás cercano. Ya le dije,monsieur, que entre los tresrevisamos cada centímetrocuadrado de ese automóvil.Quitamos todas las llantas, lasinspeccionamos y las volvimosa poner. Punzamos cadacentímetro de los cojines coninstrumentos especiales. Hasta

miramos dentro del tanque degasolina, por si losdocumentos estaban dentro deuna envoltura impermeable.

—¿Y el radiador?—Sí, monsieur, incluso el

radiador.—¿No había una lata extra

de gasolina?Durand sonrió, ligeramente.— S í , monsieur, y sólo

contenía gasolina.—¿Y en las ranuras de los

vidrios?—Nada, monsieur —repuso

Durand, con tono un poco

impaciente—. Nada tampocodebajo, encima o en medio delas tablas del piso, ni en eltecho del coche.

—¿No había mapas?— T r e s , monsieur, pero

tampoco ocultaban nada.—Entonces hemos

fracasado, Durand.—Sin duda alguna.—En ese caso, Durand, debo

haberme equivocado en misdeducciones. Ahora sabemosque los papeles no están ni enel cuarto de Morgan, ni en suautomóvil. ¿Qué posibilidad

queda? Sólo que los lleveencima. A pesar de lo ocurridoa herr Cattelmann, Morgandebe de haber decidido correrel riesgo de cargarlos en susropas.

—¿Probaremos otra vez elmétodo de mademoiselleIvanitch? —preguntó Durand,sin mucha animación.

—Van Hoffmann hatrabajado ya en ese sentido,pero sus posibilidades de éxitoson escasas.

—Entonces, ¿qué hacer?—No sé. Pero…

Sus palabras fueroninterrumpidas por el sonido delteléfono. Levantándose,Hartley cogió el auricular.

—¿Bueno?La respuesta fue larga.

Durand, mirando el rostro deHartley, supo que se trataba demalas noticias.

Hartley colgó lentamente elteléfono.

—No hay más que hacer —exclamó, deprimido.

—¿Sucede algo, monsieur?—Lo peor, Durand. Morgan

acaba de ser atropellado por un

automóvil en la Rué de laPaix, y lo llevan al hospital.

—¿Está… muerto?—Creo que no. El número

61 cree que sus heridas sonmuy leves, posiblemente sólose trata de un desmayo.

Hartley hizo una pausa,embebido en suspensamientos.

—En ese caso, pronto serecobrará.

—Probablemente, pero lograve del caso es que el cocheque lo atropelló y el coche quelo lleva al hospital, es… el

coche de Van Hoffmann.—¡Mon Dieu! Ahora

comprendo. Mientras lo llevanal hospital…

Durand calló, no creyendonecesario completar la frase.

—Exacto —exclamóHartley, con amargura—.Podemos estar bien seguros deque Van Hoffmann tiene ya lospapeles.

Esa noche, Hartley fue enpersona a las salas de juego. Alentrar, la primera persona quevio fue a «Mystery», perofingiendo ignorarla, se sentó a

una mesa distante, decidido aprobar su suerte a la ruleta.

Al principio, apostómetódica y cuidadosamente,pero cierto hado maligno hadecretado que nadie que estéde mal humor puede ganar enel juego. Hartley perdió variasvueltas, y mientras másperdía, más audaz ydescuidado se volvía.

Viendo desaparecer suprovisión de fichas, cambió unbillete de mil francos. Lasnuevas fichas corrieron lamisma suerte. Desafiante,

Hartley cambió otro billete.Pero afortunadamente no

era muy terco, y cuando portercera vez se quedó sinfichas, se incorporó, y trasechar un vistazo a la mesa deMarie Arnaud, para verificarque Durand estaba allívigilando a la muchacha, salióa los frescos y olorososjardines del Casino.

Poco después regresó a suhotel y subió a su cuarto.Convencido de que Durandtendría poco o nada quereportar, se quitó el traje de

etiqueta y se puso un pijamabrillante.

Envuelto en una bata,recogió un periódico inglés yempezó a leer, pero sólo logróhacerlo por unos segundos. Losojos le ardían por el humo delas salas de juego, y suspensamientos eran demasiadocaóticos y pesimistas comopara permitirle concentrarseen las noticias. Finalmente,abandonó el intento de leer y,reclinando la cabeza contra elrespaldo de su sillón, cerró losojos.

No supo nada más, hastaque Durand lo despertó convoz excitada.

— ¡ D e s p i e r t e , monsieurWitham, despierte! ¡Por elamor de Dios, despierte rápido!

Hartley despierto en el acto.—¿Qué pasa? —preguntó.—Escuche este mensaje de

«Mystery» a uno de sussubalternos.

«Glitzer reporta queVan Hoffmann falló;Morgan debe de guardarlos papeles en otra parte.

Prunier interrogó a lasenfermeras. Morgan sigueinconsciente, pero no hadicho nada. Ya estárecobrándose».

Hartley chasqueó la lengua.—Magníficas nuevas. No se

ha perdido en este juego, hastaque alguien más ha ganado.Todo el día he estado de malhumor, y ahora resulta queseguimos igual que antes.

Durand no compartió suentusiasmo.

—Sí y no, monsieur.

Hartley se sorprendió.—¿Quiere usted decir que

estamos peor?—Casi, monsieur. Si esos

papeles no están en el cochede Morgan, ni en suhabitación, ni los llevabaconsigo, ¿dónde están?

—Me parece haber oídoantes esa pregunta —murmuróHartley.

—¿Sabe usted lo que creo,monsieur? Que no trajo esospapeles.

—Entonces, ¿qué hizo conellos?

—Quizá los puso en unbanco, o en una caja fuerte enLondres o en París.

Hartley meneó la cabeza.—Pensé también en esa

posibilidad, pero no creo quesea correcta, por la siguienterazón: Morgan ha sido vigiladomuy cuidadosamente. Dehaber depositado esos papelesen Londres o París, no creoque Van Hoffmann o «Mystery»estuvieran aquí. Estaríandonde estuvieran los papeles,haciendo todo lo posible porapoderarse de ellos.

—Quizá tenga usted razón—asintió Durand—, pero en esecaso…

—¿Dónde están los papeles?—terminó Hartley,burlonamente.

Durand rio.—No me atrevía a repetir yo

mismo la pregunta.Hubo un silencio, durante el

cual los dos hombres trataronde hallar un rayo de luz en lasituación. Los minutospasaron. El cuarto se llenó dehumo de cigarros, sin quenadie hablara.

Por fin, a falta de algomejor que hacer, Hartleyrevisó nuevamente el mensajecifrado de «Mystery», perohabiéndolo hecho por dosveces sin descubrir nadanuevo, lo arrojó, y,levantándose de su silla, fuehasta la ventana, y miró lanoche.

«Anticiparse». ¿Cómo?¿Cuáles habían sido lospensamientos de Morgan alplanear el modo de burlar a losenemigos que lo rodeaban? Pormilésima vez, Hartley se puso

en el lugar de Morgan. ¿Quéhacer con los capeles? Teníaque haber un modo deocultarlos. Una caja fuertesería, ciertamente, un sitioseguro.

Hartlev asintió. Sí; Morganpodría haber pensado en usaruna caja fuerte. Pero no habíallevado a cabo esa idea,porque, en ese caso, VanHoffmann o «Mystery» sehubieran enterado. Además,¿si la última reunión fuera aser en Montecarlo? Morgantenía que haber traído esos

papeles, para depositarlos,probablemente, en un banco oen una caja fuerte aquí enMontecarlo. Y esto último nolo había hecho.

Irritado, Hartley se volviónuevamente a Durand.

—¿Qué haría usted, en ellugar de Morgan, para ocultaresos papeles, Durand?

—Ojalá nunca tenga quehacerlo.

—Pero ¿suponiendo quetuviera?

Durand alzó los hombros.—¡Haría que me protegiera

el ejército!—Gracias, es usted una

gran ayuda. Y si el ejército seoponía, supongo que enviaríausted los papeles por correo.En tal caso… ¡Dios mío! —Hartley miró a Durand conuna expresión estupefacta, queluego cambió rápidamente,para convertirse en alegre—.Durand, eso es exactamente loque yo haría. Dejaría que laoficina de correos me guardaralos papeles. Los enviaría deLondres a París, y luego deParís a Montecarlo; los

enviaría a «entregar enventanilla» y los dejaría en elcorreo hasta que fuera hora dellevarlos a la reunión secretadel comité.

Después de pensar unosmomentos, Durand se animóen igual forma.

—Sí; ¡mon Dieu! Tieneusted razón.

—Durand, tenemos quecomprobar esa idea. ¿Cuántotiempo cree usted que pasaráantes de que Van Hoffmann o«Mystery» den también conella?

—Una o dos horas —repusoDurand secamente.

—En ese caso, tenemos queactuar rápidamente.

—¿Qué hacemos?—En la mañana, cuando

abra el correo, habrá dos, oquizá tres, personas esperando,para recoger una carta enviadaa «Morgan, entregar enventanilla, Montecarlo».

—En ese caso, sería buenoque fuéramos a formarnos deuna vez, para ser los primerosen la fila.

—Usted no me comprende.

Lo esencial es laidentificación. ¿Qué tal si elencargado de correos le pide alinteresado que se identifique?

—¡Mon Dieu! ¿Qué presentesu pasaporte?

—Sí. De un modo u otro,debemos robar el pasaporte deMorgan ahora mismo, antes deque Van Hoffmann o «Mystery»piensen en hacer lo mismo.

—Pero si conseguimos elpasaporte, ¿quién fingirá serMorgan? Por regla general, lasfotografías de pasaporte sonmuy malas, pero algunas se

parecen extraordinariamenteal dueño del pasaporte. ¿Si lafoto de Morgan cayese en talcategoría?

—Debemos arriesgamos, yademás, yo tengo una ventaja:hablo francés con acentoinglés, y mi aspecto podría serel de un americano. Encambio, Durand, usted, porejemplo, ¿podría fingirseamericano?

—¡Dios no lo quiera! —exclamó Durand horrorizado—. Muy bien, monsieur. Pero¿si «Mystery» va a buscar el

pasaporte y se da cuenta deque ya ha sido robado?

—También a eso debemosarriesgamos. Vaya, Durand, yconsiga ese pasaporte por lasbuenas o por las malas.Mientras tanto, yo trataré derecordar todo lo que pueda deMorgan, aunque sólo lo vi unavez, durante breves minutos.

Durand tardó dos horas,pero finalmente regresó,triunfante. Hartley no lepreguntó cómo había logradosu empresa. Era suficiente queel pasaporte estuviera en sus

manos.El alba se acercaba a gran

velocidad, pero Hartley nopensaba en dormir. Con elpasaporte ante sí, estudiaba lafotografía de Morgan ycalculaba las posibilidades desuplantarlo. Por fin, decidióque, si la luz de la oficina decorreos no era muy buena,tendrá éxito. Su estatura eracasi igual a la del americano.Morgan tenía el cabelloplateado, pero eso podíaarreglarse con un poco depolvo facial. Lo mismo valía

para las cejas. El color de losojos no podía cambiarse, peroera poco probable que losempleados se fijaran muydetenidamente.

A las cinco de la mañana,los preparativos habíanconcluido, y hasta Durandhizo a un lado su escepticismopara admitir que lasprobabilidades de éxito eranbuenas.

Las horas se deslizabanmolestamente lentas. Los doshombres conversaban condesgano y fumaban un cigarro

tras otro.Llegó el momento.

Poniéndose un sombrero defieltro con el ala doblada haciaabajo y abotonándose elimpermeable (por suerte estaballoviznando) sobre la barbilla,Hartley salió del hotel sindespertar, aparentemente,sospecha alguna.

Caminó hasta la oficina decorreos y llegó un minutoantes de que abrieran. Unarápida mirada alrededor leconvenció de que, al menospor lo que se veía, nadie venía

en misión similar a la suya.Poco después, la oficina se

abrió. Entrando con airedespreocupado, Hartley fuehasta la ventanilla de«entregas de ventanilla».

La muchacha tras elmostrador lo miró indignada,como si no quisiera hablarle,pero finalmente Hartley oyóun renuente:

—¿Sí, monsieur?—Ustedes tienen una carta

para mí, para «entregar enventanilla» —anunció él en supeor francés.

—¿Su nombre, monsieur?—J.S. Morgan —repuso

Hartley, entregando elpasaporte robado.

La muchacha echó unvistazo al documento y luegodesapareció. Pocos segundosdespués estaba de regreso, conun paquete de buen tamaño.Entonces abrió el pasaporte yempezó a estudiarlodetenidamente. Hartley temióhaber despertado sospechas.Pero la muchacha no queríamás que perder tiempo. Trasun rato, le entregó el paquete,

y el libro de firmas.Por suerte, su pluma fuente

no tenía tinta, porqueinconscientemente empezó aescribir la «H» de «Hartley».Probó de nuevo, y tras escribirla firma debida, salió de laoficina con los papeles en elbolsillo.

Por segunda vez en eltriángulo de batalla formadopor «Mystery», Van Hoffmann yél mismo, Hartley había salidovictorioso.

Rebosante de felicidad,echó a andar camino al hotel.

Un momento después, sintióun doloroso golpe en lanuca…, y se sumergió en lainconsciencia.

Capítulo XXIV

UNA JAQUECA HORRIBLE, unconfuso murmullo de voces,gotas de agua. Estasimpresiones se registrabandébilmente en la mente deHartley, con tanta vaguedadque no podía relacionarlas nidefinirlas.

Tras un tiempo, sinembargo, su cabeza se aclaróun poco, y los objetosadquirieron sus contornos. Elsonido de las voces dejó de serun murmullo confuso para

convertirse en palabrasinteligibles que,inconscientemente, Hartleyempezó a escuchar conatención.

Alguien decía en francés:—Pero ¿cómo iba yo a

saber, mademoiselle? Claro,que sabía que no era Morgan,pero pensé que era uno de losagentes de Van Hoffmann.

De nuevo las gotas sobre surostro, como si alguien loestuviera rociando con aguatibia.

—No creo que muera,

mademoiselle —prosiguió lamisma voz—. Le pegué duro,pero tiene el cráneo resistente.Además, no había otrasolución. Si hubiera esperadoun minuto más, una docena decosas nos hubiera podidoimpedir raptarlo, como hemoshecho. ¿Si hubiera luchado?

—Supongo que tienes razón—dijo una voz desolada. Unavoz de mujer que Hartley creyóreconocer.

—Vete. Regresa dentro dediez minutos. Si para entoncesno ha recobrado el

conocimiento, llamaré undoctor.

—Pero, mademoiselle, seríademasiado arriesgado.

—¡Basta, Jules!Hartley oyó el ruido de

pasos que se alejaban. Luego,silencio. Gradualmente, se diocuenta de que su cabezareposaba en el regazo dealguien. Entonces, sintió quedos brazos lo rodeaban y unamejilla suave se acercaba a lasuya, mientras una voz dulcemurmuraba a su oído:

—Por favor, no mueras,

Hartley, por favor. Te amodemasiado. No debes morir.Oh, Dios mío, haz que serecupere. Lo amo tanto.

Hartley no se movió; sesentía incapaz de moverse,aunque todo su cuerpo estaballeno de una felicidad que lohacía olvidar temporalmenteel dolor. Había reconocido lavoz. Pertenecía a la mujer quesignificaba todo para él:«Mystery».

Quiso abrir los ojos ymirarla, quiso abrir la boca ydejar escapar sus propias

declaraciones de amor, perocierto sentimiento intuitivo lohizo contenerse. No queríaapenar a la muchacha.Permaneció quieto e inmóvil,aunque sus pensamientossaltaban loca y alegremente.

Durante todo un minuto lajoven siguió abrazándolo.Luego, enderezándose,depositó su cabeza en el suelocon gran delicadeza.

Inconscientemente, a causadel dolor, Hartley se agitó yabrió los ojos, sólo para volvera cerrarlos inmediatamente,

pues la luz era como una dagapara sus pupilas.

Sus movimientos nopasaron desapercibidos. Marierio, trémula de felicidad, ymurmuró:

—Oh, gracias, Dios mío.Está vivo.

Luego, alzando la voz,llamó:

—¡Jules!Hartley oyó acercarse los

pasos de Jules.—¿Sí, mademoiselle?—Empieza a recobrar el

conocimiento —anunció día,

gozosa.—Magnífico. En tal caso,

mademoiselle, debemos irnosya.

—Supongo que sí —dijo ella,dubitativa—. Pero debemosdejar a alguien que lo vigilehasta que llegue de nuevo alhotel. ¿Comprendes, Jules?

—Así se hará,mademoiselle.

De pronto, Hartley recordó.¡Los papeles! ¿Se los habíaquitado «Mystery»? Moviéndoseun poco, logró tocar con sumano izquierda el bolsillo

donde había ocultado lospapeles. Casi suspiró de alivioal ver que aún estaban allí.Aparentemente, «Mystery» loshabía olvidado con el susto dedescubrir quién era él.

—Sí, sus mejillas vanrecobrando el color. Ven,Jules, debemos irnos ya.

—Sí, mademoiselle.El sonido de los pasos

desapareció en la distancia.Tras un rato larguísimo,Hartley se decidió a abrir losojos. El sol lo golpeó de lleno,pero tras unos segundos se

acostumbró a la luz, pudiendoentonces ver que yacía enmedio de un campo. Se levantótambaleante, sólo para sufriruna nueva punzada de dolorque lo hizo arrodillarse.

Poco a poco, el dolor pasó.Hartley miró alrededor.Bosques y campos, montañascubiertas de vides, y en ladistancia, el mar. Estaba enlas montañas que miran aMónaco.

Sin atreverse a mirar lospapeles que llevaba en subolsillo, caminó hasta La

Turbie, el pueblo más cercano.Allí buscó un restaurante y

bebió una reanimante taza decafé negro. Tras un cortodescanso, tomó el funicularque descendía rumbo aMontecarlo.

Una vez en la ciudad, tomóun taxi, y pocos minutosdespués estaba de nuevo en suhabitación.

Durand lo esperaba conrostro ansioso.

—Monsieur, he estadoterriblemente preocupado.Empezaba a temer que algo le

hubiera ocurrido.—Algo me ocurrió —repuso

Hartley, y rio con profundaalegría.

Durand lo miró, lleno decuriosidad.

—¿Qué quiere usted decir,monsieur?

—Ya se lo diré un día,Durand, un día cercano,cuando lo invite a micasamiento.

El rostro de Durandresplandeció con una sonrisa.

— ¡ V a y a , monsieur! —exclamó picarescamente—.

¿Puedo felicitarlo?—Pues todavía no —repuso

Hartley con cierta duda—. Enfin, hablemos de negocios.

—¿Tiene usted los papeles,monsieur?

Hartley golpeó su bolsillo.—Aquí, Durand.Sacó los papeles… y se

quedó mirándolos fijamente.La expresión feliz que habíallenado su rostro fue siendosubstituida por una de furia ydesconcierto. Los papeles quehabía sacado de su bolsillo noeran más que hojas en blanco.

Sólo en una de ellas había unbreve mensaje:

«Lo siento, Hartley,pero»…

«Mystery» había empatadola cuenta de triunfos.

Capítulo XXV

LOS DOS DÍAS SIGUIENTESpasaron sin novedad. No huboningún movimiento en elcampo enemigo. Durand nopudo reportar ningún nuevomensaje de «Mystery». Hartleyse preguntaba con temor siesto significaba que no habíamensajes que transmitir, o que«Mystery» había cambiado demétodo de comunicación.

El tercer día, sin embargo,fue bastante agitado.

En la mañana, Hartley

recibió un telegrama en clavede su tío. Después dedescifrarlo, leyó:

¿Has tenido más éxitos?Nuestros agentes europeosreportan inquietudgeneral en varios países.Temo que las operacionesvayan a iniciarse enbreve. Mientras tanto,alguien se impacienta. DeLuze fue atacado a tirosla noche pasada. HansWieland amaneciómoribundo hoy en

Bruselas. Sus últimaspalabras fueron que lehabían robado lospapeles. Stratinoffdesapareciócompletamente. Un agentenuestro que lo seguía vioque un auto lo atropelló yluego lo recogió. No haynoticias de él en ningúnhospital. Sospechamosque el accidente fuepreparado. ¿Has visto aStratinoff? Te mando máshombres, pues creo queVenecia será la escena del

estallido. Tal vezStratinoff esté ya allí.Mantente encomunicación conmigo.Mucha suerte.

WITHAM

¡Wieland, el austríaco,asesinado! Hartley no tuvoduda alguna sobre quién era elculpable: Van Hoffmann.«Mystery» seguía enMontecarlo, y además, nuncase rebajaría, bajo ningunacircunstancia, a asesinar aalguien.

—¿Qué efecto cree ustedque tenga la muerte delaustríaco sobre la misteriosaconspiración? —preguntóDurand al saber las nuevas.

—En mi opinión personal,ninguno. Creo que mientrasStratinoff esté sano y salvo, noimporta lo que les suceda a losdemás. Sin duda, Stratinoffusó a los otros para prepararsus planes, pero no le importamucho lo que les suceda. Laprueba de ello es que dividiólos planes en cinco, y sinembargo conservó una copia

completa para sí mismo.Stratinoff es a quien debemoslocalizar. Si en verdad se hallaen Niza, o en algún otro sitiode la Riviera, lo hallaremostarde o temprano.

—Quizá tarde, monsieur.—¿Qué quiere usted decir?—Van Hoffmann está

poniéndose impaciente, ycuando eso ocurre… ¡Diosayude a quien se cruza en sucamino!

—Pero tal vez se de cuentade que por el momento nopuede hacer nada. Si tiene los

papales de Wieland, entoncescada uno de nosotros poseeuna parte de los planos, y esaparte sola no puede servimospara maldita la cosa.

Antes de que Durandpudiera continuar laconversación, el teléfono sonóviolentamente. Hartley locontestó y oyó la voz deldependiente del hotel.

—¿Monsieur Witham?—Sí.—Una dama desea verlo,

monsieur.Hartley alzó las cejas: la

dama no podía ser Sonia, puestras el asunto del Coq d’Or sehabía ido a descansar.

—¿Una dama? ¿Quién?—Mademoiselle Marie

Arnaud.Hartley tragó saliva.—Hágala subir

inmediatamente.Colgó lentamente el

teléfono y miró a Durand.—«Mystery» viene a hablar

conmigo —anunció.—¡Mon Dieu! —exclamó

Durand, alelado; pero no tardóen recobrarse—. Querrá verlo a

solas, seguramente. Me iréantes de que tengaoportunidad de verme.Regresaré más tarde.

Hartley asintió.—Perfecto —dijo.La puerta se cerró tras

Durand y Hartley corrió alespejo. Como de costumbre,estaba limpio y elegante, perosu nerviosismo lo hizoarreglarse la corbata, elcabello, la ropa.

Alguien llamódiscretamente.

—Adelante —dijo él.

La puerta se abrió para darpaso a «Mystery». Luego, secerró de nuevo.

Hartley miró a lamuchacha: ¡qué hermosa era!

Y pensar que esos ojosadorables habían llorado porél, y que sus lágrimas habíancaído sobre su rostro…

—Pero, Hartley, ¿no me vasa pedir que me siente?

Hartley avanzó, confuso.—Estaba en la luna… Es

que… —arrimó una silla—.Siéntate, por favor.

Cuando ella obedeció, él

arrimó otra silla y se sentóenfrente, mirando a la jovencon una intensidad imposiblede reprimir, esperando ver ensus ojos brillo amoroso.

Pero no pudo hallarlo;calmada y distante, Marie noparecía más que una amiga.

—¿Te sorprendes de verme?—preguntó tras un rato.

—Sí, pero también mealegro.

Los ojos de la muchachacintilaron.

—Gracias —murmuró.Hubo otra pausa.

—Realmente, Hartley, eresuna persona difícil de tratar —dijo ella por fin.

—¿Por qué?—Te niegas a ayudarme.

¿Por qué no preguntas a quévine?

—Usted…, tú me lo dirás sinque lo pregunte —respondió élcon aire ingenuo.

—Claro, pero, de todosmodos, me siento incómoda.

—¿Incómoda? ¿Por qué?—Por tener que humillar mi

orgullo.Hartley arrugó la frente.

—No comprendo.—Tu actitud, la última vez

que nos vimos, Hartley, erabastante poco amable.

—¿La última vez? —preguntó él, acentuandoinvoluntariamente la palabrade en medio.

Ella se ruborizó un poco.—En la sala de juego del

Casino, cuando…, cuando meignoraste —sus labiostemblaban ligeramente.

Hartley bajó los ojos.—Me porté como un bruto

—masculló—. No puedo

perdonármelo aún.—Pero ¿por qué hiciste eso,

Hartley? Aunque somosenemigos hasta cierto punto,sigamos siendo amables,aunque sólo sea por cortesía.

—¡Amables! Pero,mademoiselle… Marie…, creíque no deseabas volver ahablarme.

Marie frunció el ceño,mientras Hartley proseguíacon amargura:

—¿Has olvidado que unasnoches antes nos encontramosen la puerta del Casino y me

amenazaste con llamar a lapolicía si seguíamolestándote?

—¿Yo? —empezó ella, yluego cambió de tono—: Losiento; te pido me perdones yolvides mis palabras.

Hartley sonrió con alegría.—Hace tiempo que te

perdoné, Marie, y en cuanto aolvidar tus crueles palabras…,eso será fácil ahora.

—¿Ahora? —repitió ella contemor.

Sus mejillas se sonrojaron ysu firme mirada titubeó;

Hartley supo que estabarecordando aquella mañana enque, llorosa, había expresadoel amor que sentía por él. Pero,por el momento, Hartley nodebía revelarle que habíaescuchado sus tiernas frases.

—Quiero decir, ahora quesomos nuevamente amigos —repuso.

—Sí —dijo ella, con alivioevidente—, somos nuevamenteamigos. Me alegro. Pero —suvoz se hizo impersonal, suactitud fría— he venido a quehablemos de negocios.

¿Recuerdas la noche que nosencontramos en mi coche,cuando huías de Stratinoff?

—Por supuesto.—¿Has olvidado que

sugeriste la posibilidad dealiamos?

—Por supuesto que no. Perotú te rehusaste firmemente.

—Sí, Hartley; me rehusé porla razón que entonces te di,que no confío en el gobiernoinglés ni en ningún otrogobierno del mundo. Sinembargo, ahora vengo arectificar esa negativa.

—¿Quieres que seamosaliados?

Ella asintió.—Pero, Marie —explicó él,

con tristeza—, las cosas no…,no han cambiado. Yo…, bueno,tú has de saberlo ya; trabajopara el Servicio SecretoBritánico, y no puedotraicionar a mi patria. Digo, esque…

—No te pido que cambiestus opiniones, Hartley. Vengoa decirte que he cambiado lasmías.

—¿Quieres decir que ya

confías en Inglaterra?—Quisiera poder decir que

sí, pero debo serte franca. Nome gusta la idea de queInglaterra se apropie delsecreto de Stratinoff, peroprefiero eso a que VanHoffmann triunfe.

—¿Tanto así odias aInglaterra? —inquirió él,desconcertado.

—Por supuesto que no —protestó ella—. Amo aInglaterra…, y a los ingleses —añadió con voz suave—. Amotambién a Francia, pero

escúchame, Hartley: tampocome gustaría que el gobiernofrancés se apropiara delsecreto. Los gobiernos estáncompuestos por políticos.

—Pero hasta los políticospueden ser patriotas.

—Sí, y mientras máspatriotas son, más dañocausan al mundo. Pero no eshora de discusiones, Hartley.Estoy dispuesta a entregartelos planos si luchamos juntoscontra Van Hoffmann. VanHoffmann es una amenazapara el mundo, y si lo tuviera a

mi merced, no vacilaría enmatarlo a sangre fría.

—¿Es tan temible comodices?

—Más, mucho más. Es undemonio, un ser sin piedad.Carece de moralidad, deescrúpulos, de honor. El dineroes su único dios. Una vidahumana le importa menos queun billete de mil francos, y novacilaría en provocar unanueva guerra mundial si talcosa pudiera serle de provecho.Dinero, dinero… ¡Dios mío, delo que es capaz ese hombre por

el dinero! Ya te digo, lomataría tranquilamente. Peroa veces le temo.

Hartley tomó la mano deMarie y dijo, suavemente:

—Marie, no sé qué diga mitío, pero de ahora en adelantesomos aliados. Dios sabe quenecesitamos serlo. Hoy recibínoticias.

Ella alzó la cara,sobresaltada.

—¿Noticias? ¿De VanHoffmann?

—Sí y no. Wieland ha sidoasesinado, y despojado de sus

papeles.—¡Dios mío! Entonces, Van

Hoffmann tiene ahora unaquinta parte de los planos, ytal vez dos.

—¿Por qué tal vez dos?«Mystery» se sonrojó

ligeramente.—Yo tenía dos partes…Calló, como avergonzada.

Hartley habló por ella:—Sí, una que le quitaste a

Sonia Ivanitch y otra que merobaste a mí.

—Sí, Hartley —asintió ellacon los ojos bajos—, pero

escucha: una de esas partes esfalsa. Temo que de una formau otra Van Hoffmann seposesionó del original, y medejó la falsificación.

—¿Crees que Van Hoffmannes el único capaz de hacer esascosas?

La sorpresa alumbró los ojosde Marie.

—Hartley, ¿quieres decirque tú tienes los papelesverdaderos?

—Sí —sonrió él—. Lospapeles que le quitaste a SoniaIvanitch eran falsos. Los

verdaderos seguían en el sacode herr Cattelmann.

—¡Oh! —A pesar de lascircunstancias, Marie no pudocontener la risa—. ¡Oh,Hartley, eso fue brillante!

Y pensar que Van Hoffmanny yo peleamos en tal forma poresos papeles. Entonces, VanHoffmann tiene una parte delos planos, yo otra y tú otra.

—Sí. Parece un empate,¿verdad?

—Exacto. Pero lo que medices me tranquiliza. Escucha,Hartley, ahora que somos

aliados, ¿por qué noabandonamos la esperanza dedescubrir los planes deStratinoff? Nunca podríamoshacerlo sin la parte que VanHoffmann tiene, y nopodremos quitársela mientrasvivamos.

—¿Entonces?—Conformémonos con

impedir que Van Hoffmann seentere del secreto. En otraspalabras, destruyamosnuestras partes de los planos.Así derrotaremos a VanHoffmann.

—Pero le dejaremos campolibre a Stratinoff.

—Supongo que sí.—¿Y qué sería peor: dejar

que Stratinoff prosiga suconspiración, o dejar que VanHoffmann descubra todo?

«Mystery» se encogió dehombros.

—Quizá Stratinoff fracase…—No lo creo. Ya empieza

sus preparativos.—¿Qué? —exclamó Marie

con voz súbitamente ansiosa.Hartley le contó todo lo que

el cablegrama de su tío

contenía. Al terminar, vio quela muchacha estabamortalmente pálida.

—Hartley —dijo Marie, convoz apagada—. Stratinoff no…,no ha desaparecido por supropia voluntad.

—¿Qué quieres decir?—Mucho me temo que esté

en manos de Van Hoffmann.—Pero ¿de qué utilidad le

sería eso a Van Hoffmann?—Si Stratinoff conoce los

planos completos de laconspiración…

—Los conoce —aseveró

Hartley.—Entonces estamos

perdidos. Antes de muchosdías, Van Hoffmann lo sabrátodo.

—Pero ¿será Stratinoff tantonto como para decírselo? —espetó Hartley.

—Me temo que no tendrámás remedio —respondió Mariecon voz apagada.

Capítulo XXVI

LOS SIGUIENTES DÍAS fuerontensos y angustiosos. Loshombres de Marie y los deDurand se dedicaron aregistrar Niza de arriba abajo,esperando hallar una pista deStratinoff.

La mañana del tercer día,Marie anunció que habíaconseguido la ayuda de lapolicía francesa. Cuando elasombrado Hartley le preguntócómo había logrado talmilagro, ella se limitó a

sonreír.Mientras tanto, Hartley

recibió tres cablegramas de sutío, todos preguntandofrenéticamente si tenía algunanoticia que reportar, yañadiendo que, por su parte, elcoronel Witham no sabía nadanuevo.

La tarde del tercer día, otrocablegrama más llegó. Eralargo, y Hartley tardó más deuna hora en descifrarlo.

Creemos que Stratinofffue secuestrado por

agentes de Van Hoffmann.Tememos que lo sacaronde Inglaterra en un yateprivado que salió deSouthampton el día 13 ala medianoche. Hemoscomprobado que el mismoyate llegó a El Havre eldía siguiente y fuerecibido por un cocheRenault. Un inválido fuesacado del yate y metidoen el coche. Hemosdescubierto una posibleconexión entre VanHoffmann y el dueño del

yate. Hemos puestonuestros mejores hombresa buscar el Renault. Mecomunicaré contigo detiempo en tiempo.

WITHAM

Cuando «Mystery» se enteródel contenido del cable,asintió.

—Eso me temía. ¿En quésitio de Europa estará ahoraese Renault? Espera, Hartley,voy a hacer unas llamadastelefónicas.

Menos de veinticuatro horas

después, Hartley se enteró delresultado de esas llamadas.

—La policía francesa haseguido el rastro del Renaulthasta Aix-en-Provence. Tu tíotenía razón, Hartley: la Rivieraserá el escenario del últimoacto de este drama.

—No necesariamente —objetó Hartley—. El Renaultpuede haber seguido hastaalgún puerto, Montecarlo, porejemplo, o Niza, o Cannes, yluego haber entregado al pobreinválido a otro yate. A estahora, Stratinoff puede estar

preso en Italia, España oÁfrica del Norte.

—Tienes razón, Hartley.Gracias a Dios, podemos ponera prueba tu teoría.

Doce horas más tarde,Marie tuvo buenas nuevas: deningún puerto delMediterráneo había zarpado unyate sospechoso.

—Puedes estar seguro,Hartley, de que Stratinoff estáa menos de cien kilómetros dedistancia.

Hartley se alzó de hombros.—Eso no ayuda mucho.

Puede estar en un millón desitios.

—Por supuesto, pero es másfácil revisar cien kilómetrosque mil kilómetros —afirmóella con impaciencia.

Hartley siguió desalentado.—Supongo que sí —musitó

—. Pero ya casi pasa unasemana. Pronto serádemasiado tarde.

La mañana del octavo día,en la Rué Carnot, Hartley secruzó con Marelli, que iba encompañía de otro hombre.

Marelli hablaba, pero

Hartley no entendió lo quedecía, pues el lenguaje queusaba era italiano. Hartleydesconocía totalmente eseidioma, y solo un par depalabras quedaron fijas en sumemoria: Gallo d’oro.

—Qué curioso —reflexionóHartley—. ¿Será el nombre deuna casa?

Luego rio de sí mismo; eraidiota pensar que, justamentecuando Marelli pasaba a sulado, hubiese mencionado elnombre del sitio al que, talvez, Van Hoffmann había

llevado a Stratinoff.De este modo, olvidó

completamente el encuentrocon Marelli, y sólo lo recordóvarias horas después, cuandoDurand mencionó Italia.

—A propósito, Durand,¿sabe usted italiano?

—Sí, monsieur.—Dios mío, los ingleses

somos unos incultoscomparados con los franceses.Casi todos hablan cuatro ocinco idiomas. Pero lo quedeseaba preguntarle es:¿conoce usted las palabras

gallo d’oro?— S í , monsieur. Significa

«gallo de oro».—¿Gallo de oro? —repitió

Hartley, meditabundo—. ¿Porqué hablaría Marelli de ungallo?

—¿Marelli? —preguntóDurand en el acto—. ¿De quése trata, monsieur?

Hartley le contó.—¡Mon Dieu! Probablemente

sea una pista, monsieur.—¿En qué sentido?—Traduzca usted al francés

en lugar de al inglés,

monsieur.—¿Coq d’Or? ¡Dios mío! —

Hartley dio un salto—. Perono, Durand, imposible.Probablemente hablaba delencuentro que tuvo allí con«Mystery».

—Es posible, monsieur,pero no debemos dejar escaparninguna posibilidad. Hemoshecho todo lo que está anuestro alcance, sinresultados. ¿Por qué no ver sila suerte ha queridoayudarnos?

—De acuerdo, pero ¿cómo

puede estar Stratinoff en elCoq d’Or? Ese sitio no existe;compré la casa y el terrenosólo para disfrazarlos derestaurante y atrapar aCattelmann.

—¿Y qué pasó después conla casa, monsieur?

—He estado tratando devolverla a vender.

—¿Con éxito?—Que yo sepa, no. Una

agencia está a cargo delasunto.

—¿Por qué no llamarla,monsieur, y preguntar si ha

habido ofertas de compra?Hartley asintió,

descolgando el teléfono.—Sí, señor Witham —fue la

respuesta que recibió—; hacecomo dos semanas, un posiblecliente visitó la Villa BellaVista, pero no ha vuelto acomunicarse con nosotros.Cuando lo haga, le avisaremos.

Después de colgar, Hartleyse volvió hacia Durand.

—Empiezo a pensar quetiene usted razón —dijo, y lopuso al tanto de laconversación.

—Yo estoy seguro —repusoDurand con tono sombrío, yluego agregó, con renuenteadmiración—: ¡Sacre nom!Qué audacia de tipo…, ¡y quéastucia! ¿Cómo se nos iba aocurrir buscar a Stratinoff ennuestra propia villa?

Hartley rio.—Cierto; seguramente

calculó que no volveríamos porallí. Pero qué increíble golpe desuerte: de no haber sido por miencuentro con Marelli… Creoque después de todo, Durand,la Providencia está de nuestra

parte.—Eso está por verse —

comentó secamente Durand.—Cuéntame todo lo

referente al Coq d’Or —pidióMarie.

Había pasado menos de unahora, porque al ver la teoría deDurand casi totalmentecomprobada, Hartley habíaconvocado a Marie a unconsejo de guerra.

—Bien; empezaré por elprincipio. Recordarás que herrCattelmann estaba vigiladotanto por mis hombres como

por los tuyos y los de VanHoffmann. La competencia eradura. Dios, cuántas horas pasépensando cómo ganarla…

—Y la ganaste, Hartley —interrumpió Marie con unasonrisa maliciosa.

—Pura suerte. Me costómucho trabajo dar con la idea,pero una vez que laencontré…, bueno, ya conoceslos detalles.

—Demasiado bien —interpoló Marie.

Hartley sonrió complacido.—Sí. Bueno, ya desarrollado

mi plan, debía hallar el sitiopara ponerlo en práctica.Primero pensé en servirme dealgún dueño de restaurante,sobornarlo y usar uno de suscompartimientos privados,pero decidí que era muchoarriesgarse. Finalmente, lleguéa la conclusión de que lo mejorque podía hacer era compraralguna propiedad, y adaptarlatemporalmente comorestaurante. No tardé en hallarla Villa Bella Vista.

»Es una villa vieja ydescuidada, situada en medio

de un bosque de pinos quemide más o menos veinteacres. Además, tres cuartaspartes de la propiedad estánrodeadas por un abismo decien metros. El sitio era, pues,ideal para mis propósitos. Sólopuede llegarse a él por uncamino estrecho quedesemboca en Eze.

»No perdí tiempo encomprar la propiedad, y luegola transformé en unrestaurante: Parcialmente,claro: el invernadero, y uncuarto que preparé por si el

clima hacía imposible que herrCattelmann y Sonia cenaranal aire libre.

»Terminado el incidente,desmonté el disfraz, dejando lacasa tal y como había estadoantes. Desde entonces, heestado tratando de volverla avender.

—¿Y es allí donde VanHoffmann ha instalado sucuartel general? —Hartleyasintió—. ¡Qué perfectaastucia! En primer lugar, es elúltimo sitio en dondehubiéramos pensado buscarlo,

y, en segundo, puededefenderlo fácilmente, sintemor de ser sorprendido.

Hartley frunció el ceño.—Eso me temo —dijo,

preocupado—. Con sólo apostartres o cuatro buenos tiradores,la casa es inexpugnable.

—Hartley, ¿sabes a cienciacierta que Van Hoffmann estáen la Villa Bella Vista?

Hartley meneó la cabeza.—Todavía no. Pero uno de

mis hombres volará sobre lapropiedad en aeroplano, parabuscar signos de vida.

—Magnífico —aprobó Marie—. Y suponiendo que VanHoffmann esté allí, yStratinoff también, prisionero,¿qué hacemos?

Hartley tardó unossegundos en responder.

—La verdad es que no mehe atrevido aún a pensar eneso —confesó luego; mirando aMarie con esperanza, añadió—:Marie, tú lograste que lapolicía te ayudara a buscar elcoche Renault…, ¿no podríashacer que atacara la villa?

—Imposible —repuso ella

con firmeza—. Obtuve laayuda de la policía sólo porquetengo un amigo entre loscomandantes, que cree quemis razones para investigar elRenault eran privadas.Hartley, si la policía se mezclaen este asunto, el gobiernofrancés descubrirá todo.

—Pero ¿no quedamos enque cualquier cosa erapreferible a que Van Hoffmannse enterara del secreto?

Marie titubeó.—Cierto —murmuró, como

hablando consigo misma—.

Pero ¿no hay alguna manerade que nosotros solos podamosderrotar a Van Hoffmann?

—Podríamos asaltar la villa,tenemos suficientes hombres.Pero la policía no tardaría enenterarse y todo resultaríaigual.

Cuando «Mystery» sedisponía a hablar de nuevo, elteléfono sonó.

—Perdón —dijo Hartleyrápidamente, y alzó elauricular.

Al oír el mensaje, sus ojosbrillaron. Poco rato después,

colgó el teléfono y encarónuevamente a sus amigos.

—El piloto vio a doshombres en la propiedad.

—Si la villa está rodeada debosque, puede haber docenasmás, ocultos a la vista.

—Exactamente.—Van Hoffmann está allí, y

Stratinoff también. Lo sé, lopresiento —exclamó Marie,excitada—. Por fin nosenfrentaremos.

Hartley se maravilló ante lafebril impaciencia querepentinamente había asaltado

a «Mystery». Era la primera vezque la veía tan exaltada.

—Pero, Marie —protestó—,la cosa no es enfrentarse aVan Hoffmann, sino rescatar aStratinoff.

Las palabras produjeron elefecto de un viento fresco.Calmándose, Marie asintió condeliberación.

—Es verdad, Hartley.Debemos pensar en Stratinoff,no en Van Hoffmann. Mi odiopor ese hombre me haceolvidar todo lo demás. ¿Hasexaminado detenidamente la

propiedad?—Naturalmente. Sabía que

luchaba contra ti, y no podíadejar nada al descuido.

—Me alegro que ahoraestemos peleando juntos —dijoella impulsivamente, con unaadorable sonrisa—. Oye,Hartley, ¿dices queja propiedadestá rodeada en sus trescuartas partes por unacantilado?

—Sí.—¿Por un acantilado

inaccesible?Hartley pensó

cuidadosamente antes deresponder.

—Esa impresión tuve —admitió—, pero el alpinismonunca ha sido mi fuerte. ¿Porqué preguntas?

—Supón que fuera posiblellegar a la villa escalando elacantilado: ¿crees que VanHoffmann está prevenidocontra esa contingencia?

—Por lo que he oído de VanHoffmann, es capaz de prevercualquier contingencia. Pero,por otro lado… —mentalmente, Hartley volvió a

ver la villa y sintió unaexaltación naciente; elentusiasmo de Marie eracontagioso—. Sí; si poneguardias sobre el acantilado,serán pocos. Mientras máspienso, más me parece posiblellegar a la villa por esecamino. No creo que VanHoffmann tome muy en serioesa posibilidad.

—Y podemos distraerlo —añadió ella rápidamente—. Simandamos a algunos denuestros hombres a merodearpor los alrededores de la villa,

Van Hoffmann concentraríasus fuerzas en el bosque paraprevenir un posible ataque.

—Sí, sí —afirmó él conanimación—, y mientrastanto, nosotros escalaremos elacantilado, y por medio de unataque sorpresivo, podremosliberar a Stratinoff. Pero,Marie —de repente, suentusiasmo pareció enfriarse—, se necesitarán alas parasubir esa pendiente.

—Eso está por verse,Hartley. Escucha. En lasmontañas de Peille hay un

anciano amigo mío que puedeayudamos. Es desde su niñezun alpinista experto. Nosguiará para subir esosacantilados.

—Pero nosotros sólo somosaficionados —protestó Hartley.

—Lo sé —dijo ella—, y Juleslo sabrá también. Pero, decualquier modo, nos hallará uncamino.

—¿En la obscuridad?—En la obscuridad. Jules

ha viajado demasiadas leguas,de Italia a Suiza y a Francia,como para no saber trepar

acantilados en la obscuridad.

Capítulo XXVII

MENOS DE CUARENTA Y OCHOhoras después, cuatroautomóviles salían deMontecarlo y subían por laMoyenne Carniche. Luego, sedirigieron rápidamente a Eze,y allí tomaron un caminosecundario.

Los cuatro autos sedetuvieron, y de ellos bajaronalgunos hombres y una mujer:Marie Arnaud. Jules, alpinistay contrabandista, estaba allítambién.

—Ahora tú das las órdenes,Jules —declaró Marie.

—Muy bien, mademoiselle—el hombre se quitórespetuosamente su viejosombrero—. Como usted medijo, examiné el terreno hoy, ycreo que podremos llegar a laVilla Bella Vista. Venga,mademoiselle, yo iré adelante.Pero dígales a todos que bajoninguna circunstancia debenhacer el menor ruido.

El anciano, increíblementefuerte y ágil para su edad,echó a andar por una vereda.

Los demás lo siguieron.Recorrieron casi un kilómetrode terreno escabroso; loshombres tropezaron variasveces y hubieran maldecido deno ser por las órdenes depermanecer en silencio.

—Finalmente, Jules sedetuvo, y en voz baja y suave,se dirigió a «Mystery»:

—Mire, mademoiselle; justoa nuestros pies está laMoyenne Corniche. Sobrenuestras cabezas está la VillaBella Vista. Dígale a sushombres que se aten fuerte el

uno al otro.Los hombres sacaron

fuertes cuerdas y pronto todosestuvieron atados a la cinturade sus compañeros. Jules erael primero de la cadena; seguíaHartley, y tras él venía«Mystery».

—¿Empezamos ya,mademoiselle? —preguntóJules.

Ella asintió.—Si.—¿Está nerviosa,

mademoiselle?—Sí, pero no tengo miedo.

—¡Bien! Me gusta suvalentía.

Para todos, excepto Jules,los próximos sesenta minutosformaron una hora depesadilla, de miedo y terror, deresbalones y dedos raspados.Mientras más ascendían, lentay cuidadosamente, másconciencia cobraban delespacio infinito que parecíarodearlos por arriba, por abajo,a la derecha y a la izquierda.Un resbalón y caerían: veinte,treinta, cuarenta metros, paradespedazarse contra las rocas.

Bajo sus pies, sobre suscabezas, las piedras sedesprendían y rodaban haciaabajo, despertando aterradoresecos.

A pesar de todo, sinembargo, el ascenso no fue tandifícil como Hartley habíatemido. Tras los primeros diezminutos, Jules halló unaespecie de vereda primitiva.Hartley pensó que quizá, entiempos remotos, la villa habíasido una fortaleza, y estavereda ya casi inexistente era,probablemente, un camino

secreto para llegar a ella.Por fin alcanzaron lo que,

en la obscuridad, parecía seruna amplia comisa, yacercando su boca al oído deHartley, Jules susurró:

—Los terrenos de la villaestán a unos metros denuestras cabezas, monsieur.Enfrente hay escaleras.Atraviesan un túnel de mediokilómetro que desemboca enun macizo de arbustos. Hecumplido mi misión,monsieur; ¿cuáles son susinstrucciones?

Acercándose a Marie,Hartley repitió el mensaje deJules.

—Dile a Jules que espereaquí —ordenó ella—. Losdemás subiremos por el túnelhasta la villa. Habla con Julesmientras yo comunico lasinstrucciones a los demás.

Las instrucciones pasaronde boca en boca mientras loshombres se liberaban de lacuerda. Por fin, todosestuvieron listos, cogidos de lamano.

—Guíame a la escalera,

Jules —pidió Hartley.—Sí, monsieur —replicó el

montañés, tomándolo de lamano.

Avanzaron unos cientos demetros y se detuvieron.

—Aquí está la escalera.Toque, monsieur.

Jules guio su mano, yHartley palpó los escalones quetenían que ascender. Sacandode su bolsillo un reloj concarátula luminosa, vio quedebían esperar todavía uncuarto de hora antes de iniciarel camino: el éxito del ataque

verdadero dependía delelemento tiempo.

Al enterarse de esto loshombres, se relajaron;sabiendo que tenían quinceminutos de descanso,olvidaron su nerviosismo. Lasmanos rígidas, listas paradesenfundar revólveres, sedoblaron plácidamente.

Los minutos pasarondespacio, como arrastrándose.La espera resultaba aún peorpor el hecho de que no podíanconversar. Acaso el único felizera Hartley, que tenía a Marie

junto a sí y podía oler su dulcefragancia, ese aromainolvidable que recordaba unjardín, y que tan importanteparte había jugado en la luchaentre ambos.

Pero ahora esa lucha habíaacabado: eran aliados. Eranmás que eso, pues ahoraHartley sabía que ella loamaba tanto como él a ella.Ansiaba abrazarla y besar susprovocativos labios, pero noera hora de romances; esovendría después, cuandohubiesen rescatado a

Stratinoff.Por fin llegó la hora cero.

Con un leve siseo, Hartleyalertó a sus hombres, que unavez más se pusieron rígidos ycautelosos.

Guiando al grupo, el jovensubió por las escaleras,toscamente labradas en laroca, hasta que su cabezachocó contra algo. Entoncesempujó. La puerta resistió alprincipio, pero Hartley aplicómás presión. La salida seabrió, y Hartley vio sobre sucabeza las brillantes estrellas y

el cielo obscuro.Cautelosamente, subió los

últimos escalones. Alrededorde sí, podía sentir, más quever, los espesos arbustos queocultaban la entrada secretade la Villa Bella Vista.Deteniéndose únicamente paraayudar a Marie a subir,comenzó a atravesar losarbustos.

Fue un camino lento ytrabajoso; finalmente, se sintióal aire libre. La mano de Marielo asía de la chaqueta. Hartleyresopló con alivio y avanzó

unos pasos.Entonces, se sintió

apresado por cuatro brazos.Incapaz de moverse, abrió laboca para gritar unaadvertencia, pero una quintamano lo amordazó con ungrueso pedazo de tela.

Capítulo XXVIII

—BIENVENIDO, SEÑOR HARTLEYWITHAM, y bienvenida ustedtambién, «Mystery», conocida aveces con el nombre demademoiselle Marie Arnaud.Nombre falso, me permitoaclarar, pues ambos sabemosque la verdadera Marie Arnaudes la hija del embajadorfrancés.

Van Hoffmann se inclinóburlonamente ante sus doscautivos, atados fuertemente ados sillas, en una de las

habitaciones de la villaabandonada. Por vez primera,Hartley veía ante sí el rostrodel espía más temido y odiadodel mundo. Van Hoffmann eracorpulento, inmenso. Susmanos largas denotaban granfuerza, pero, al mismo tiempo,estaban cuidadosamentemanicuradas. Su rostro era unespejo de gran poder mental,pero también delataba elcinismo y la inmoralidad de suposeedor.

—Bien, henos aquí, amigos,los tres rivales, o mejor dicho,

tres ex rivales, porque yo soyel triunfador, y ustedes losderrotados.

—Todavía no, VanHoffmann —replicó Marie, condesdén.

—Quizá todavía no,mademoiselle —admitió VanHoffmann, alzandodespreocupadamente loshombros—. Sólo es cuestión detiempo. ¿Puede darme ustedalguna razón por la que novaya yo a ser el triunfador?

—Muchas —respondió ella,con calma—. No puede triunfar

si no obtiene las cincoporciones de ciertodocumento. Ya ve usted quehablo con franqueza.

—Es usted muy inteligente—aplaudió el hombre—; muyinteligente. Pero ¿por qué creeusted que no puedo obtenertodas esas cinco porciones?

—Por la sencilla razón, VanHoffmann, de que una de ellascayó en mis manos, y paraevitar que cayera en las suyas,la destruí antes de iniciar estaexpedición.

Van Hoffmann rio.

—Eso es un tributo a mispoderes, mademoiselle, peropermítame decirle que meimporta poco. Por desgraciapara él, Stratinoff hizo unduplicado de ese documentoque tan cuidadosamentedividió en cinco partes.

—Lo sé, pero usted no tieneese duplicado.

—No lo tengo —admitió él,calmadamente—. Pero… tengoa Stratinoff.

—Eso sospechábamos.—Y de allí su pequeña

expedición. —Van Hoffmann

sacudió la cabeza—.Mademoiselle, acaba usted dehacerme un tributo, pero ¿porqué me menospreció pensandoque no hallaría la entradasecreta? Cuando…, este…,tomé prestada esta villa demonsieur Hirtley Witham, nodejé nada al azar. Revisécuidadosamente cada rincónde la casa y cada metrocuadrado del terreno, comocualquier buen general hubierahecho.

»Por alguna razón, elmacizo de arbustos despertó

mis sospechas, y al investigar,encontré la puerta secreta.Pensé que seguramenteustedes, con su gran astucia —el brillo burlón de sus ojoscontradecía sus palabras—descubrirían esa manera deentrar. De modo que instalé unaparatito eléctrico muyparecido a las alarmas contrarobos. En el momento queustedes y sus hombresentraron al túnel, el timbresonó. Acto seguido, puse a mishombres alrededor de losarbustos y esperé a que ustedes

salieran para tener el placer decapturarlos uno por uno.Victoria incruenta, deboadmitir, pero victoria al fin yal cabo.

Hartley sintió un odio ciegohacia aquel hombre perversoque con tanta frialdad semofaba de ellos,aprovechándose de suimpotencia. Tan grande era lafuria del joven, su rabiosafrustración, que anheló estarlibre para golpear, patear,matar al hombre que tansarcásticamente se reía de él.

—¿Tiene usted a Stratinoff?¿Y de qué le servirá eso, puedosaber?

Hartley se maravilló queMarie conservara en tal formala calma.

—Es obvio, mademoiselle.Stratinoff es la única personaen todo el mundo que conocelos planos completos de laorganización creada por él.

—Pero no se los dirá.—Yo creo que sí,

mademoiselle.La malevolencia latente en

las palabras de Van Hoffmann

hizo que Marie seestremeciera.

—¿Qué lo hace pensar talcosa? —inquirió.

A pesar de que hablaba contranquilidad, Hartley notó quesu voz temblaba un poco,como si la muchacha supierade antemano la respuesta querecibiría.

—Tengo plena confianza enmis métodos, mademoiselle.Son sencillos, y a veces tardanalgún tiempo en dar frutos, aveces mucho tiempo, pero, enúltima instancia, son

infalibles. Al menos, claro,cuando el paciente esmanejado con habilidad. Losinquisidores, por supuesto, noeran siempre todo locuidadosos que debían; a vecesmataban al reo antes de lograrque confesara sus herejías. Yosoy más precavido.

El horror de lasimplicaciones fue demasiadoincluso para Marie. La jovencerró los ojos, y un diminutogruñido brotó por entre suslabios apretados.

—¡Es usted una bestia, una

bestia cruel! —exclamóHartley, casi escupiendo laspalabras.

—Francamente, monsieurWitham, no lo creí tanmelodramático. Ese tipo deconversación murió hace unsiglo. Pero hablábamos deStratinoff. Admito que haresultado muy terco; casiparece que le gusta la tortura.Desde luego, está en muymalas condiciones, pero creoque esta noche alcanzaré eléxito. Esta noche sabré todoslos secretos de la organización

de Stratinoff. —Van Hoffmannhizo una pausa, y miró a Marie—. Supongo, mademoiselle,que usted sabe qué era lo queStratinoff planeaba.

Incapaz de hablar, Marienegó con la cabeza.

—¿No? Me sorprende usted.Tendré mucho gusto en decirlelo que he averiguado hastaahora de Stratinoff y de suConsejo de los Cinco.Probablemente se sorprendausted al saber, mademoiselle,que estos cinco hombres:Stratinoff, De Luze, Morgan,

Cattelmann y Wieland, noeran conspiradores; al menos,no creían serlo. Desde supunto de vista, eran idealistas.Seguramente muchaspersonas, incluso tal vezu s t e d , mademoiselle, leshubieran dado la razón.

»¿Ve usted?, los pobres eranantirrepublicanos. Amaban lamonarquía con todas lasfuerzas de su ser. Según ellos,el socialismo y sus derivadosson una amenaza para elmundo. De acuerdo con susideas, los reyes reciben el

poder por derecho divino, y,por lo tanto, atacarlos es nadamenos que una blasfemia.

»Así pues, estos pobresidealistas inventaron unbonito proyecto, conrepercusiones mundiales. Talproyecto tenía como fin volvera implantar la monarquía entoda Europa. Los Borbonesregresarían al trono deFrancia; la casa de Hapsburgorecibiría de nuevo la sagradacorona de san Esteban, losHohenzoller ocuparían otravez los palacios reales de

Berlín y Potsdam, y losRomanoff derrocarían elgobierno soviético de Rusia.

»Se trataba de un planf a n t á s t i c o , mademoiselle,pero, créame: por los pocosdetalles que conozco, erainteligente, notablementeinteligente. Trataría de evitartodo derramamiento de sangre.Estos idealistas palidecían alpensar en el hermoso líquidorojo corriendo por las calles.

»Su arma principal sería eldinero. Lo usarían parasobornar y corromper a quien

fuera necesario. Contaban conel apoyo de numerosasinstituciones bancarias, lascuales, además, fomentaríanuna crisis monetaria: la gente,empobrecida y hambrienta, seuniría prontamente acualquier partido que pudieraofrecerle mejores tiempos,mejor comercio, mejorindustria.

»Como verá usted, sé algo;pero estoy seguro de que entrelo que Stratinoff me diga,habrá muchas sorpresas. Sí, sí—rio, malignamente—,

muchas sorpresas.—¿Y piensa usted impedir

este complot monárquico? —preguntó Hartley, atónito—.¿Está usted al servicio de losintereses republicanos?

—¿Impedir el complot? Diosno lo quiera. Al contrario,monsieur, pienso ponerlo enpráctica.

—Pero…, pero en ese caso,¿por qué no ofreció susservicios a Stratinoff? ¿Porqué raptarlo y…, y…? —Hartley no pudo terminar lafrase.

—¿Y torturarlo? —sonrió,cínicamente, Van Hoffmann—.Por la simple y sencilla razón,amigo inglés, de que mis ideaspara la rebelión son muydistintas. Un poco de sangreno me asusta; al contrario,pienso que en Europa haydemasiados habitantes. Unmillón de muertos solucionaríamagníficamente el problemade la sobrepoblación.

—¡Dios mío! —exclamó lapálida Marie—. ¡Es usted undemonio!

Hartley meneó la cabeza.

—Supongo que soy tonto,Marie. Todavía no acabó decomprender.

—No me sorprende, Hartley;sólo conociendo más a VanHoffmann podrías apreciar losinfernales abismos de su alma.Ahora lo veo todo claro.Mientras que el plan deStratinoff no buscaba más queun cambio pacífico degobierno, el de Van Hoffmanncreará un caos, y en ese caosél ganará millones y millones.

»Hay vampiros humanosque gozan de la guerra, porque

para ellos representa riquezas.Oh, Hartley, si el plan deStratinoff se hiciera realidad, yVan Hoffmann conociera losdetalles…, ¡no me atrevo apensar en lo que pasaría!

Van Hoffmann no se alteró.—Me halaga usted,

mademoiselle Arnaud, peroadmitiré que ha logradoadivinar la verdad. Más, ¿porqué dice usted «si el plan deStratinoff se hiciera realidad»?Se hará realidad,mademoiselle, yo meencargaré de eso. Stratinoff

me dirá todo, y usted,mademoiselle Arnaud, y usted,monsieur Hartley Witham,tendrán el honor de oírlotambién.

—¡No, no! ¡Dios mío, no! —gimió Marie.

Van Hoffmann dejó escaparuna risotada cruel.

—¿Por qué se opone,mademoiselle? Será unespectáculo único, que acasojamás tendrá ocasión de verotra vez.

La expresión sonrientedesapareció de su rostro.

—Empecemos —dijo,bruscamente—; ya he perdidobastante tiempo enconversaciones sin sentido.

Fue a la puerta y la abrió.Hartley pudo ver un guardia defiero aspecto.

—Traigan a Stratinoff —ordenó Van Hoffmann, y elhombre asintió y desapareció.

Pocos minutos después,llamaron a la puerta. VanHoffmann abrió, y sussecuaces metieron una camillacon ruedas. Sobre ella, atadode pies y manos, yacía el

impotente Stratinoff.Al ver su rostro, Hartley se

estremeció. Era el rostro,magro y pálido, de un hombreque deseaba la muerte, quehabía sufrido tanto dolor quesu resistencia estaba a puntode romperse. Hartley apenaspudo reconocer en él alhombre que había visto aquellanoche en Norwood, hablandocon sus compañerosmonárquicos.

Avanzando hasta el hombreindefenso, Van Hoffmann losacudió rudamente.

—Por última vez, Stratinoff,¿vas a revelar los planes de turebelión? Para comodidad demis amigos, puedes responderen inglés.

Stratinoff abrió la boca ytrató de hablar. Sus labios semovieron sin que una solapalabra brotara de ellos. Trasun rato, desistió del esfuerzo ymovió la cabeza en sentidonegativo.

Este espíritu de resistenciapareció enfurecer a VanHoffmann.

—¡Estúpido! —gritó—. Ya te

lo advertí. Si no contestasahora, te quemaré los piespoco a poco, hasta que lohagas.

Dio algunas órdenes en unidioma extranjero, y pocodespués, uno de sus hombrestrajo un soplete encendido. Alverlo, Marie chilló de nuevo.

—¡No! Por favor, por favor,Van Hoffmann, no haga eso.¡Dios mío! ¡No puede hacerlo,no puede!

—¿Qué no puedo? —repusoVan Hoffmann, cruelmente—.Quítale las botas y los

calcetines.El hombre a quien se dirigía

la orden obedeció en el acto.Van Hoffmann cogió el sopletey apuntó la flama hacia lospies desnudos del hombreatado.

—Por última vez, Stratinoff,¿vas a hablar?

La única respuesta fue unmovimiento de cabeza.

Lanzando una maldición enidioma extranjero, VanHoffmann acercó el soplete.Stratinoff soltó un aullido dedolor. Marie se desmayó,

horrorizada.—¡Por Dios, que hablarás! —

rugió Van Hoffmann.—¡Por Dios, que no hablará!La firme voz, que hablaba

inglés con marcado acentoamericano, llegó de la puerta.En el umbral había un hombreacompañado de un policía.Ambos empuñaban revólveres,encañonando a Van Hoffmanny a su secuaz.

Los siguientes minutosfueron vertiginosos. Duranteunos instantes reinó unsilencio absoluto. El

asombrado Van Hoffmannmiraba a los recién llegados,apagando mecánicamente elsoplete. De pronto, Hartleysoltó una exclamación:

—¡Pero si es Wilberforce!Wilberforce apartó los ojos

de Van Hoffmann para dirigiruna sonrisa a Hartley. Fue sóloun momento, pero bastó. Deun puñetazo, Van Hoffmannrompió el foco, dejando lahabitación en completaobscuridad. Hubo variosdisparos de revólveres, y casisimultáneamente, sonaron

descargas procedentes delexterior.

Hartley apenas se diocuenta de lo que pasaba. En lahabitación, los disparoscesaron; se oyó el sonido deuna carrera, de dos cuerposque chocaban. Luego, silencio.Pero afuera, el tumulto crecía.Duró varios minutos, y luego,fue apagándose poco a poco.

Ahora, el silencio eracompleto. Pero pocos minutosdespués, fue roto por unaspisadas, y por una voz quedecía:

—Calma, Hartley, hijo mío;voy para allá con la luz.

Entonces, la luz brilló denuevo, y Hartley vio el rostroafable y sonriente deWilberforce.

Capítulo XXIX

HABÍA PASADO UNA SEMANA.Sentados a una mesa, en unode los restaurantes alineadosfrente al mar, a lo largo de laPromenada des Etats-Unis, enNiza, Wilberforce, Hartley yMarie cenaban juntos. Hartleyestaba hablando.

—¿Entonces, Wilberforce?Llevas siete díasprometiéndonos la historia.¿Cómo llegaste a rescatarnosen el momento preciso?

Wilberforce rio,

alegremente.—Muy bien, les contaré,

pero no fue ningún milagro. Laexplicación es breve. Uno denuestros hombres, allá en losEstados Unidos, vio queMorgan era seguido por unagente de Van Hoffmann.Obviamente, Van Hoffmannestaba interesado en Morgan,así que nosotros nosinteresamos también. Yo recibíel encargo de seguirlo.

»Cuando descubrí queMorgan tenía otros dosperseguidores, empecé a

investigar, y no me tomómucho tiempo descubrir queusted, mademoiselle Arnaud, ytú, Hartley, también seinteresaban por micompatriota. Puse a unsubalterno a vigilar a Morgan,y me dediqué a seguirte a ti.

—¡No es cierto!—Sí lo es, hijo mío; tú me

habías ayudado una vez, yquería pagarte el favor.

—Y bien que me lo pagaste.—Fue fácil. Continué

siguiéndote hasta la noche enque trepaste por el acantilado

de la Villa Bella Vista. Fui trasde ti, y vi cómo Van Hoffmannte capturaba. Sabiendo que esono presagiaba nada bueno,corrí por unos policías… y¡voilá!

—Uno de estos díasintentaré expresarte miagradecimiento, pero,mientras tanto…

—No lo intentes. Esinnecesario.

—Gracias. —Hartleyextendió su diestra, yWilberforce la estrechó confuerza—. Y ahora —preguntó

luego el joven—, ¿qué hay deStratinoff?

El rostro de Wilberforceadquirió una expresión seria.

—Murió esta mañana; pobreamigo. Una de las balas le dioen el pecho. Los doctoresdicen que hubieran podidosalvarlo si no hubiese estadoen tan lastimosa condición.

»Quizá todo sea para bien,porque con su muerte, el plande que me hablaste, Hartley, seinvalida por completo; ya nohabrá ninguna rebeliónmonárquica. Hartley meneó la

cabeza.—No. ¿Y Van Hoffmann?Wilberforce rio, con

amargura.—Logró escaparse;

seguramente a estas horas estápreparando una nueva hazaña.Pero ahora —miró su relojpulsera; luego, con malicia,volvió sus pupilas haciaHartley y Marie— debo irme —concentró su atención en lamuchacha—. Hartley me dijoque deseaba hablar con usted.

Se alejó rápidamente, antesde que los otros pudieran decir

algo.Esquivando los ojos de

Hartley, Marie preguntó, conaparente despreocupación:

—¿Qué quiso decir?—Yo…, yo nunca le dije

nada —tartamudeó Hartley.Luego, su rostro se iluminó—.Pero, de todos modos, tengoque hablarte. Marie, ¿quierescasarte conmigo?

Poco tiempo después, unveloz automóvil regresaba deNiza a Montecarlo por laMoyenne Corniche.

—¿De veras vas a

abandonar este asunto delespionaje, Marie? —preguntóHartley, tiernamente.

—Sí —murmuró ella, convoz suave.

—¿Por qué te metiste a él,en primer lugar? —preguntóél.

—¿No te has dado cuentatodavía?

Hartley negó con la cabeza.—No del todo.—No debo darte detalles,

Hartley, porque la laborseguirá adelante, pero el casoes que organicé una sociedad

secreta de espías, por asíllamarlos, cuyo propósitoprimordial es descubrirsecretos internacionalesrelativos a cualquier invenciónque pueda ser usada con finesbélicos, para distribuirlos entretodas las potencias mundiales.

—Lo sé. Pero ¿por quérazón?

—Porqué, como ya te heexplicado, mi opinión es queno habrá otra guerra sininguna nación se fortalece algrado de amenazar a las otrasnaciones. La envidia es una de

las causas de la guerra.Nuestra sociedad secretacuenta con el apoyo deprominentes personajesinternacionales, tantopolíticos como clérigos yartistas, gente de buena fe queestá dispuesta a hacercualquier cosa para que elmundo no sufra nuevamentelos horrores de la guerra.

—¿Por esa razón hasdescubierto tantos secretos?

—Sí.—Con razón mi tío te dice

«Mystery». Pero ahora,

«Mystery», dime, ¿cuál es tuverdadero nombre?

Ella pareció asombrarse.—Pero si lo sabes, Hartley.—Te conozco como

«Mystery», te conozco cómomademoiselle Marie Arnaud.Ahora que ya no eres, por lomenos para mí, «Mystery», nopuedo decirte así, y, ¿de quésirve que te diga Marie Arnaud,si sé que no eres MarieArnaud?

—Pero sí lo soy, tonto.—¿Eres Marie Arnaud?—Sí.

—Pero ¿cómo puede ser? —preguntó él, desconcertado—.Cuando estabas en NuevaYork, Marie Arnaud estaba enun hospital londinense,recuperándose de unaccidente.

Ella rio, alegremente.—Los nombres no son como

las huellas digitales.Hartley. Puede haber más

de una Marie Arnaud en elmundo.

—¿Quieres decir que eresotra Marie Arnaud, no la hijadel embajador francés en

Londres?—Exacto. Es más, soy su

prima hermana.—¡Oh! Conque eso era.—Y te diré otro secreto,

Hartley, pero no lo divulgues.Marie simpatiza con nuestrasociedad secreta, y algunos delos secretos que he descubiertome los ha revelado ella.

Durante varios cientos demetros, Hartley meditó sobrelo que acababa de oír. Derepente, recordó otra cosa.

—¡Ah! Pequeña bruja, sabíaque tenía algo que aclarar

contigo. ¿Por qué te portastetan mal conmigo aquellaMoche en el Casino deMontecarlo?

Marie volvió a reír.—Ésa no era yo, era mi

prima. Sabes, nos parecemosmucho, aunque si alguien nosve juntas notainmediatamente la diferencia.

Hartley rio a su vez.—Con razón se ofendió. Ah,

bueno. Me pregunto qué dirámi tío al saber que voy acasarme con «Mystery».

Ella permaneció en

silencio. Tras un rato, Hartleyla miró, intrigado.

—¿Qué ocurre, Marie?—Estaba pensando —dijo

ella, calmadamente.—¿Y qué pensabas?—Que llevamos una hora

comprometidos y aún no mehas besado.

Después, ya no tuvo tiempode pensar.

FIN

GRAHAM MONTAGUE JEFFRIES -Nombre real del autor (1900-1982).BRUCE GRAEME - Seudónimo (conel cual escribió la serie: «CamisaNegra»).FIELDING HOPE - Seudónimo.

Nace en Londres, Inglaterra el 23 demayo de 1900, de padres de algunos

medios. Fue educado en academiasprivadas. Cuando tenía dieciocho años,Graeme vio acción en la Primera GuerraMundial con el Regimiento decarabineros de la Reina en Westminster.Cuando terminó la guerra, su principalpreocupación se convirtió en laescritura, y adoptó el nom de plume(pseudónimo) de Bruce Graeme. En1925, se casó con Lorna Louch, con laque tuvo un hijo y una hija. (El hijoseguiría el ejemplo de Graeme y empezóescribir misterios bajo el seudónimo deRoderic Graeme). A finales de 1920,Graeme aprendió valiosas leccionessobre el crimen, así como acerca de la

escritura, cuando trabajaba comoreportero para el Middlesex CountyTimes en Ealing, Inglaterra. En 1919 yen la década de 1940, trabajó comoproductor de cine.

Poco después de su matrimonio,Graeme publicó su primera obra, LaBelle Laurine (1926). Esta aventura demisterio fue seguido por más de uncentenar de novelas de misterio, unaserie de historias cortas no cobradas, yvarias obras de no ficción. Aunquemucho más apreciado en su nativa GranBretaña que en el extranjero, Graemellegó a publicar en algunas edicionesamericanas. Se convirtió en miembro

fundador de la Asociación de Escritoresde Delito.

Muere en Londres en 1982, nuevedías antes de cumplir ochenta y dos añosde edad.