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Tex ts tas eticas

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1 Textos de las distintas teorías éticas.

 

TEXTO 1 “Pues no violas otra cosa, dirían, sino los pactos y los acuerdos que con nosotras mismas

hiciste, no por necesidad ni habiendo sido engañado ni obligado a decidir en poco tiempo, sino en setenta años, en los que te fue posible ir a otro lugar, si no te agradábamos o no te parecían justos los acuerdos. Sin embargo, tú no preferiste ni Lacedemonia ni Creta, las cuales siempre dices que están bien gobernadas, ni tampoco ninguna otra ciudad griega ni bárbara, sino que de ésta has estado ausente menos que los cojos, los ciegos y los demás lisiados. De este modo, es evidente que la ciudad y nosotras, las leyes, te agradábamos más a ti que a los demás atenienses. ¿A quién le agradaría una ciudad sin leyes? ¿No vas a permanecer fiel ahora a lo acordado? Sí nos obedecerás, Sócrates, y así no quedarás en ridículo marchándote de la ciudad. Reflexiona, pues. Si violas estos acuerdos y delinques en algo de esto, ¿qué bien te producirás a ti mismo o a tus amigos? Pues, es poco más o menos evidente que también tus amigos corren el riesgo de ser desterrados y de ser privados de la ciudadanía, o de perder sus bienes. Tú mismo, en primer lugar, si vas a alguna de las ciudades más próximas, a Tebas o a Megara, pues ambas están bien regidas, llegarás, Sócrates, como enemigo de su régimen político, y cuantos se preocupan de sus propias ciudades te mirarán con recelo, considerándote destructor de las leyes, y así confirmarás la opinión de los jueces, de manera que parecerá que su sentencia fue justa; pues, el que es destructor de las leyes, fácilmente parecería también que es corruptor de jóvenes y de hombres insensatos. ¿Rehuirás acaso las ciudades bien regidas y los hombres más honrados? Y haciendo esto, ¿valdrá la pena vivir? O te acercarás y tendrás la desvergüenza de dialogar con ellos, pero ¿con qué razonamientos, Sócrates? ¿Acaso con los mismos de aquí, que la virtud y la justicia son lo más estimable para los hombres, así como las costumbres y las leyes? ¿No crees que parecerá vergonzosa la conducta de Sócrates? Hay que creer que sí. ¿O bien te alejarás de estos lugares y te irás a Tesalia con los huéspedes de Critón? Allí sin duda hay mucho libertinaje y desenfreno, y quizás les guste oírte de qué modo tan gracioso huiste de la cárcel, poniéndote un disfraz, o envuelto en una piel o usando cualquier otro método habitual para los fugitivos, cambiando además tu apariencia exterior. ¿No habrá nadie que pregunte por qué un hombre viejo, al que le queda poco tiempo de vida, como es natural, tuvo el descaro de desear vivir tan tenazmente, violando las leyes más importantes? Quizás no, si no ofendes a nadie. En caso contrario, oirás muchas cosas indignas de ti. Ciertamente, vivirás adulando a todos y siendo su esclavo; pues, ¿qué harás allí sino darte a la buena vida como si hubieras viajado a Tesalia para ir a un banquete? ¿Dónde se nos quedarán aquellos razonamientos acerca de la justicia y las restantes formas de virtud? Pero, ¿es a causa de tus hijos por lo que quieres vivir, para criarlos y educarlos? ¿Cómo? ¿Llevándotelos a Tesalia los vas a criar y a educar allí, haciéndolos extranjeros para que también obtengan de ti ese beneficio? ¿O no es eso, sino que educándose aquí se van a criar y a educar mejor, si tú estás vivo, aunque no estés tú con ellos? Ciertamente, tus amigos se ocuparán de ellos. ¿Es que se preocuparán de ellos si partes hacia Tesalia, y si vas al Hades, no? Si, en efecto, existe alguna deuda de los que afirman que son tus amigos, es necesario creer que sí que los cuidarán. En fin, Sócrates, obedécenos a nosotras, que te hemos criado, y ni a tus hijos ni a tu vida ni a ninguna otra cosa estimes en más que a la justicia, para que, al llegar al Hades, puedas alegar en tu defensa esto ante los que allí gobiernan. Pues aquí, es evidente que obrar de tal modo ni para ti ni para ninguno de los tuyos es mejor, ni más justo ni más piadoso, ni tampoco será mejor cuando llegues allí. Si te marchas ahora, te vas habiendo sido condenado injustamente no por nosotras, las leyes, sino por los hombres. En cambio, si huyes de forma tan vergonzosa, devolviendo injuria por injuria, mal por mal, habiendo quebrantado tus acuerdos y tus pactos con nosotras, y habiendo hecho daño a los que menos conviene, a ti mismo, a tus amigos, a la patria y a nosotras, entonces nosotras, mientras vivas, estaremos irritadas contigo, y allí, en el Hades, nuestras hermanas las leyes no te recibirán bien, sabiendo que intentaste destruirnos en la medida de tus fuerzas. Vamos, que no te convenza Critón a hacer lo que dice más que nosotras.” Has de saber, querido amigo Critón, que yo creo oír esto, como los coribantes creen oír las flautas, y en mí retumba el eco de estas palabras y hace que no pueda oír las demás. Y además, al menos en lo que por ahora a mí me parece bien, si dices algo en contra, hablarás en vano. Sin embargo, si crees que puedes conseguir algo más, habla.

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2 Textos de las distintas teorías éticas.

 

TEXTO 2 Réstanos ahora hablar en general de la felicidad, ya que la hemos hecho fin de los actos

humanos. Hemos dicho que la felicidad no es una disposición, ya que podría pertenecer a un hombre que pasara su vida durmiendo, viviendo con una vida vegetativa, e incluso a alguno que sufriera las peores desgracias. Debemos pues poner la felicidad en una actividad. Ahora bien, entre las actividades, unas son necesarias y deseables por otra cosa, y otras por sí mismas. Es evidente que la felicidad debe colocarse entre las actividades deseables Por sí mismas y no por otra cosa, ya que no carece de nada, sino que se basta a sí misma. Son deseables por sí mismas las actividades que no piden nada fuera de su mismo ejercicio. Tales parecen ser las acciones virtuosas, ya que obrar honesta y virtuosamente es de las cosas deseables por sí mismas. [...]

Si la felicidad es la actividad conforme con la virtud, es claro que es la que está conforme con la virtud más perfecta, es decir, la de [la facultad] más elevada. Ya se trate de la inteligencia o de otra facultad, y que esta facultad sea divina o lo que hay más divino en nosotros, la actividad de esta facultad, según su virtud propia, constituye la felicidad perfecta. Y ya hemos dicho que es contemplativa (teórica).

Esta afirmación parece que está de acuerdo tanto con nuestras explicaciones anteriores como con la verdad. Porque esta actividad es por sí misma la más elevada. Pues entre nuestras facultades la inteligencia [ocupa el primer puesto] y entre las cosas conocibles, aquellas de las que se ocupa la inteligencia. Además su acción es la más continua, pues podemos entregarnos a la contemplación de un modo más seguido que a una actividad práctica. Y puesto que creemos que el placer debe estar asociado a la felicidad, la más agradable de todas las actividades conformes a la virtud es, según opinión común, la que es conforme a la sabiduría. Parece pues que la filosofía lleva consigo placeres maravillosos tanto por su pureza como por su duración, y es evidente que la vida es más agradable para los que saben que para los que tratan de saber.

Por otra parte, la independencia (autarquía) de la que hemos hablado se encuentra muy particularmente en la vida contemplativa. Ciertamente el sabio, el justo, como todos los demás hombres, necesitan lo que es necesario para la vida. E incluso aunque estén provistos suficientemente de estos bienes, necesitan aún otra cosa: el justo necesita gentes en las que practicar su justicia; y lo mismo el valeroso, el moderado y todos los demás. Pero el sabio, incluso solo, puede entregarse a la contemplación, y tanto mejor cuanto más sabio es. Sin duda lo haría mejor aún si se asociase a otras personas. Pero es independiente en el más alto grado.

Y esta existencia es la única que puede amarse por sí misma: no tiene otro resultado que la contemplación, mientras que por la existencia práctica, además de la acción, procuramos siempre un resultado más o menos importante. Parece también que la felicidad está en el ocio. Ya que no nos privamos de él sino es con vistas a obtenerlo, y hacemos la guerra para vivir en paz. [...]

Así pues, si entre las acciones conformes a la virtud, ocupan el primer lugar por su esplendor e importancia las acciones políticas y guerreras; si por el contrario suponen la ausencia de ocio; si persiguen un fin diferente y no son buscadas por sí mismas; en cambio la actividad de la inteligencia parece superar a las anteriores por su carácter contemplativo. No persigue ningún fin fuera de ella misma; lleva consigo un placer propio y perfecto porque aumenta aún su actividad. Y parecen resultar de esta actividad la posibilidad de bastarse a sí mismo, el ocio, la ausencia de fatiga en la medida en que le es posible al hombre, en una palabra, todos los bienes que se atribuyen al hombre feliz. Constituirá la felicidad perfecta del hombre si se prolonga durante toda su vida. Pues nada es imperfecto en las condiciones de la felicidad.

Sin embargo, tal existencia podría estar por encima de la condición humana. El hombre entonces ya no vive en cuanto hombre, sino en cuanto posee un carácter divino. Y cuanto difiere este carácter divino de lo que está compuesto, otro tanto esta actividad difiere de la que está conforme a toda otra virtud. Si la inteligencia es un carácter divino en lo que se refiere al hombre, una existencia conforme a la inteligencia será divina por lo que se refiere a la vida humana.

No debemos pues escuchar a los que nos aconsejan no cuidarnos más que de las cosas humanas, porque somos hombres, y porque somos mortales ocuparnos sólo de las cosas mortales. Sino que en la medida de lo posible debemos hacernos inmortales y hacerlo todo para vivir de conformidad con la parte más excelente de nosotros mismos, ya que, aunque sea pequeña por sus dimensiones, supera y en mucho a todas las cosas por su poder y dignidad. Además lo esencial de cada cual parece identificarse con este principio, ya que lo que manda es tan excelente. Y sería

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absurdo no elegir la vida de esta parte, sino la de otra. Por último, lo que hemos dicho anteriormente cobra aquí también todo su valor: lo que es propio a cada uno por naturaleza es lo mejor y más agradable para cada uno. Lo que le es propio al hombre es la vida de la inteligencia, ya que ésta constituye esencialmente al hombre. Y esta vida es también la más feliz.

TEXTO 3 Recordemos también que el futuro no es nuestro, pero tampoco puede decirse que no nos

pertenezca del todo. Por lo tanto no hemos de esperarlo como si tuviera que cumplirse con certeza, ni tenemos que desesperarnos como si nunca fuera a realizarse. Del mismo modo hay que saber que, de los deseos, unos son necesarios, los otros vanos, y entre los naturales hay algunos que son necesarios y otros tan sólo naturales. De los necesarios, unos son indispensables para conseguir la felicidad; otros, para el bienestar del cuerpo; otros, para la propia vida. De modo que, si los conocemos bien, sabremos relacionar cada elección o cada negativa con la salud del cuerpo o la tranquilidad del alma, ya que éste es el objetivo de una vida feliz, y con vistas a él realizamos todos nuestros actos, para no sufrir ni sentir turbación. Tan pronto como lo alcanzamos, cualquier tempestad del alma se serena, y al hombre ya no le queda más que desear ni busca otra cosa para colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues el placerlo necesitamos cuando su ausencia nos causa dolor, pero, cuando no experimentamos dolor, tampoco sentimos necesidad de placer. Por este motivo afirmamos que el placeres el principio y fin de una vida feliz, porque lo hemos reconocido como un bien primero y congénito, a partir del cual iniciamos cualquier elección o aversión y a él nos referimos al juzgar los bienes según la norma del placer y del dolor. Y, puesto que éste es el bien primero y connatural, por ese motivo no elegimos todos los placeres, sino que en ocasiones renunciamos a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno aún mayor. Y muchos dolores los consideramos preferibles a los placeres si obtenemos un mayor placer cuanto más tiempo hayamos soportado el dolor. Cada placer, por su propia naturaleza, es un bien, pero no hay que elegirlos todos. De modo similar, todo dolor es un mal, pero no siempre hay que rehuir del dolor. Según las ganancias y los perjuicios hay que juzgar sobre el placer y el dolor, porque algunas veces el bien se torna en mal, y otras veces el mal es un bien.

La autarquía la tenemos por un gran bien, no porque debamos siempre conformarnos con

poco, sino para que, si no tenemos mucho, con este poco nos baste, pues estamos convencidos de que de la abundancia gozan con mayor dulzura aquellos que mínimamente la necesitan, y que todo lo que la naturaleza reclama es fácil de obtener, y difícil lo que representa un capricho.

Los alimentos frugales proporcionan el mismo placer que los exquisitos, cuando satisfacen el

dolor que su falta nos causa, y el pan y el agua son motivo del mayor placer cuando de ellos se alimenta quien tiene necesidad.

TEXTO 4 El credo que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como fundamento de la

moral, sostiene que las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario de la felicidad. Se entiende por felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la ausencia de placer. Para dar una visión clara del criterio moral que establece esta teoría, habría que decir mucho más particularmente, qué cosas se incluyen en las ideas de dolor y placer, y hasta qué punto es ésta una cuestión patente. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida en que se apoya esta teoría de la moralidad: a saber, que el placer y la exención de dolor son las únicas cosas deseables como fines; y que todas las cosas deseables (que en la concepción utilitaria son tan numerosas como en cualquier otra), lo son o por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la prevención del dolor.

Ahora bien, esta teoría de la vida suscita un inveterado desagrado en muchas mentes, entre ellas, algunas de las más estimables por sus sentimientos e intenciones. Como dicen, suponer que la vida no tiene un fin más elevado que el placer -un objeto de deseo y persecución más noble- es

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un egoísmo y una vileza, es una doctrina digna sólo del cerdo, con quien fueron comparados despreciativamente los seguidores de Epicuro, en una época muy temprana; doctrina cuyos modernos defensores son objeto, a veces, de la misma cortés comparación por parte de sus detractores franceses, alemanes e ingleses.

Cuando se les ha atacado así, los epicúreos han contestado siempre que los que presentan a la naturaleza humana bajo un aspecto degradante no son ellos, sino sus acusadores, puesto que la acusación supone que los seres humanos no son capaces de otros placeres que los del cerdo. Si este supuesto fuera verdadero, la acusación no podría ser rechazada; pero entonces tampoco sería una acusación; porque si las fuentes del placer fueran exactamente iguales para el cerdo que para el hombre, la norma de vida que fuese buena para el uno sería igualmente buena para el otro. La comparación de la vida epicúrea con la de las bestias se considera degradante precisamente porque los placeres de una bestia no satisfacen la concepción de la felicidad de un ser humano. Los seres humanos tienen facultades más elevadas que los apetitos animales y, una vez que se han hecho conscientes de ellas, no consideran como felicidad nada que no incluya su satisfacción. Realmente, yo no creo que los epicúreos hayan deducido cabalmente las consecuencias del principio utilitario. Para hacer esto de un modo suficiente hay que incluir muchos elementos estoicos, así como cristianos. Pero no se conoce ninguna teoría epicúrea de la vida que no asigne a los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la imaginación, un valor mucho más alto en cuanto placeres, que a los de la mera sensación. Sin embargo, debe advertirse que la generalidad de los escritores utilitaristas ponen la superioridad de lo mental sobre lo corporal, principalmente en la mayor permanencia, seguridad y facilidad de adquisición de lo primero; es decir, más bien en sus ventajas circunstanciales que en su naturaleza intrínseca. Con respecto a estos puntos, los utilitaristas han probado completamente su tesis; pero, con la misma consistencia, podrían haberlo hecho con respecto a los otros, que están, por decirlo así, en un plano más elevado. Es perfectamente compatible que algunas clases de placer son más deseables y más valiosas que otras. Sería absurdo suponer que los placeres dependen sólo de la cantidad, siendo así que, al valorar todas las demás cosas, se toman en consideración la cualidad tanto como la cantidad.

Si se me pregunta qué quiere decir diferencia de cualidad entre los placeres, o qué hace que un placer, en cuanto placer, sea más valioso que otro, prescindiendo de su superioridad cuantitativa, sólo encuentro una respuesta posible; si, de dos placeres, hay uno al cual, independientemente de cualquier sentimiento de obligación moral, dan una decidida preferencia todos o casi todos los que tienen experiencia de ambos, ése es el placer más deseable. Si quienes tienen un conocimiento adecuado de ambos, colocan a uno tan por encima del otro, que, aun sabiendo que han de alcanzarlo con un grado de satisfacción menor, no lo cambian por ninguna cantidad del otro placer que su naturaleza les permite gozar, está justificado atribuirle al goce preferido una superioridad cualitativa tal, que la cuantitativa resulta, en comparación, de pequeña importancia.

TEXTO 5 Por consiguiente, todo ser racional debe obrar como si fuera por sus máximas un miembro

legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de tales máximas es: obra como si tu máxima debiera servir al mismo tiempo de ley universal para todos los seres racionales. Un reino de los fines sólo es posible, pues, por analogía con un reino de la naturaleza; aquél, según máximas, es decir, reglas que se pone a sí mismo; éste, según leyes de causas eficientes mecánicas. No obstante, al conjunto de la naturaleza, aunque es considerada una máquina, se le da el nombre de reino de la naturaleza en cuanto que tiene referencia a los seres racionales como fines suyos. Tal reino de los fines sería realmente realizado por máximas, cuya regla prescribe el imperativo categórico a todos los seres racionales, si tales máximas fueran seguidas universalmente. Ahora bien, aunque el ser racional no puede contar con que, porque él mismo siga puntualmente esa máxima, por eso mismo los demás habrán de ser fieles a la misma; aunque tampoco puede contar con que el reino de la naturaleza y la ordenación finalista que contiene (y en la que él mismo está incluido) habrán de coincidir con un posible reino de los fines realizado por él mismo y satisfacer así su esperanza de felicidad, etc., sin embargo, la ley que dicta obra siguiendo las máximas de un miembro legislador en un posible reino de fines, conserva toda su fuerza porque manda categóricamente. Y aquí justamente está la paradoja: en que solamente la dignidad del

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hombre como naturaleza racional, sin considerar ningún otro fin o provecho a conseguir por ella, es decir, sólo el respeto por una pura idea debe servir, no obstante, como ineludible precepto de la voluntad, y precisamente en esta independencia de la máxima con respecto a todos los demás estímulos consiste su grandeza, así como la dignidad de todo sujeto racional consiste en ser miembro legislador en un reino de fines, puesto que, de otro modo, tendría que representarse solamente como sometido a la ley natural de sus necesidades.

TEXTO 6 Queda en pie la cuestión de por qué la explicación que la ética del discurso da del punto de

vista moral o de la imparcialidad del juicio moral recurriendo a un procedimiento, habría de poder considerarse expresión adecuada de nuestras intuiciones morales, las cuales no son algo procedimental, sino algo sustancial.

Morales llamaré a todas las intuiciones que nos informan acerca del mejor modo de comportarnos para contrarrestar mediante la consideración y el respeto la extrema vulnerabilidad de las personas. Pues, desde un punto de vista antropológico, la moral puede entenderse como un mecanismo protector que sirve de compensación a la vulnerabilidad estructuralmente inscrita en las formas de vida socioculturales. Vulnerables en este sentido y, por tanto, moralmente necesitados de atención y consideración son los seres que sólo pueden individuarse por vía de socialización. La individuación espacio-temporal de la especie humana en ejemplares particulares no viene regulada por un mecanismo genético que directamente vaya de la especie al individuo particular. Antes bien, los sujetos capaces de lenguaje y acción sólo se constituyen como individuos porque al crecer como miembros de una particular comunidad de lenguaje se introducen en un mundo de la vida intersubjetivamente compartido.

En los procesos comunicativos se forman y mantienen cooriginalmente la identidad del individuo y la del colectivo. Pues con el sistema de pronombres personales, el uso del lenguaje orientado al entendimiento, que caracteriza a la interacción socializadora, lleva inscrita una inmisericorde coerción que obliga al sujeto a individuarse; y es a través de ese mismo medio que representa el lenguaje cotidiano como a la vez se impone la intersubjetividad que sirve de soporte al proceso de socialización.

Cuanto más se diferencian las estructuras de un mundo de la vida, con tanta más claridad se ve cómo la creciente capacidad de autodeterminación del sujeto individuado va entretejida con una creciente integración en redes cada vez más densas de dependencias sociales. Cuanto más progresa la individuación, tanto más se ve envuelto el sujeto particular en una red cada vez más densa y sutil de recíprocas posibilidades de desamparo e indefensión, y de correspondientes necesidades de protección que implican un sinnúmero de riesgos. La persona sólo desarrolla un centro interior en la medida en que a la vez se extraña de sí en relaciones interpersonales comunicativamente establecidas. Ello explica el riesgo, por así decir, constitucional y la vulnerabilidad crónica a que está sometida la identidad, que son incluso superiores a la palpable posibilidad de merma y quebranto a que está sujeta la integridad del cuerpo y de la vida.

Las éticas de la compasión se percataron muy bien de que esta profunda vulnerabilidad hace menester se garantice la atención y consideración recíprocas. Y esta atención y consideración han de estar dirigidas simultáneamente, así a la integridad de la persona individual, como al vital tejido de relaciones de reconocimiento recíproco, en las que sólo mutuamente pueden las personas estabilizar su quebradiza identidad. Ninguna persona puede afirmar su identidad por sí sola. Ello ni siquiera se logra en el desesperado acto de suicidio, que los estoicos ensalzaron como signo de la soberana autodeterminación del sujeto superindividuado y aislado. Las certeras reacciones de la conciencia hacen columbrar al entorno más próximo que ese acto, en apariencia el más solitario de todos, no sea quizás otra cosa que una consumación del destino que supuso una exclusión del mundo de la vida intersubjetivamente compartido, destino que, por tanto, es responsabilidad de todos.

Como las morales están cortadas a la medida de la posibilidad de quebranto de seres que se individúan por socialización, han de cumplir siempre dos tareas a la par: hacen valer la intangibilidad de los individuos exigiendo igual respeto a la dignidad de cada uno; pero en la misma medida protegen también las relaciones intersubjetivas de reconocimiento recíproco por las que los individuos se mantienen como miembros de una comunidad.

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A estos dos aspectos complementarios responden el principio de justicia y el principio de solidaridad. Mientras que el primero exige igual respeto e iguales derechos para cada individuo, el segundo reclama empatía y preocupación por el bienestar del prójimo. La justicia en el sentido moderno se refiere a la libertad subjetiva de individuos incanjeables. En cambio, la solidaridad se refiere a la eudaimonía de individuos implicados y hermanados en una forma de vida intersubjetivamente compartida. William K. Frankena (1908—1994) habla de principle of justice, es decir, de principio de igualdad de trato, y de principle of benevolence, que nos manda fomentar el bien común, evitar los daños y hacer el bien. Pero la ética del discurso explica por qué ambos principios provienen de una y la misma raíz de la moral, justo de la vulnerabilidad necesitada de compensación que caracteriza a seres que sólo pueden individuarse por vía de socialización, de suerte que la moral no puede proteger lo uno sin lo otro, no puede proteger los derechos del individuo sin proteger a la vez el bien de la comunidad a que el individuo pertenece.

El motivo básico de las éticas de la compensación puede desarrollarse hasta un punto en que se ve clara la conexión interna de ambos principios morales que hasta ahora en filosofía moral han supuesto siempre puntos de partida para tradiciones opuestas. Las éticas del deber se han especializado en el principio de justicia, las éticas de los bienes se han especializado en el bien común. Pero ya Hegel se percató de que se yerra la unidad del fenómeno moral básico cuando se aíslan ambos aspectos oponiendo un principio a otro. El concepto de eticidad de Hegel parte, por tanto, de una crítica a dos unilateralizaciones que resultan simétricas. Hegel se vuelve contra el universalismo abstracto de la justicia, tal como viene expresado en los planteamientos individualistas de la Edad Moderna, así en el derecho natural racional, como en la ética kantiana; pero con la misma decisión rechaza el particularismo concreto del bien común tal como se expresa en la ética de la polis de Aristóteles o en la ética tomista de los bienes. La ética del discurso hace suya esta intención básica de Hegel para desempeñarla con medios kantianos.

La afirmación que acabo de hacer se vuelve menos sorprendente si se tiene en cuenta que los discursos, en los que las pretensiones de validez que se han tornado problemáticas se tratan como hipótesis, representan una especie de acción comunicativa que se ha vuelto reflexiva. Así, el contenido normativo de los presupuestos de la argumentación está tomado simplemente de las presuposiciones de la acción orientada al entendimiento, sobre las que, por así decir, los discursos se asientan.

El verdadero núcleo del derecho natural racional puede salvarse, por tanto, con la tesis de que todas las morales coinciden en una cosa: todas coinciden en extraer del propio medio que representa la interacción lingüísticamente mediada, al que los sujetos socializados deben su vulnerabilidad, también los puntos de vista centrales que permiten una compensación de esa debilidad y vulnerabilidad. Todas las morales giran en torno al trato igual, a la solidaridad y al bien común; pero éstas son ideas básicas que derivan todas ellas de las condiciones de simetría y de las expectativas de reciprocidad que caracterizan a la acción comunicativa, es decir, que cabe encontrarlas inscritas en lo que mutuamente se atribuyen y de consuno mutuamente se suponen los implicados en una práctica cotidiana orientada al entendimiento. Ahora bien, dentro de la práctica comunicativa cotidiana estas presuposiciones del empleo del lenguaje orientado al entendimiento sólo tienen un alcance limitado.

En el reconocimiento recíproco de sujetos capaces de responder de sus actos, que orientan su acción por pretensiones de validez, están ya in nuce las ideas de igualdad de trato y solidaridad; pero estas obligaciones normativas no superan los límites del concreto mundo de la vida de una etnia, de una polis o de un Estado. La estrategia de la ética del discurso de obtener los contenidos de una moral universalista a partir de los presupuestos universales de la argumentación tiene perspectivas de éxito precisamente porque el discurso representa una forma de comunicación más exigente, que apunta más allá de las formas de vida concretas, en que las presuposiciones de la acción orientada al entendimiento se generalizan, abstraen y des-limitan, es decir, se extienden a una comunidad ideal de comunicación que incluye a todos los sujetos capaces de lenguaje y de acción.

Estas consideraciones sólo tienen por fin aclarar por qué me cabe esperar que la ética del discurso logre acertar con algo sustancial valiéndose de un concepto procedimental e incluso pueda hacer valer la interna conexión de los aspectos que representan la justicia y el bien común, que las éticas del deber y los bienes trataron por separado. Pues el discurso práctico, en virtud de sus

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exigentes propiedades pragmáticas, puede garantizar una formación de la voluntad común, transparente a sí misma, de suerte que se dé satisfacción a los intereses de cada individuo sin que se rompa el lazo social que une objetivamente a cada uno con todos.

Pues como participante en la argumentación cada uno se ve remitido a sí mismo y se representa a sí mismo y permanece, sin embargo, inserto en un contexto universal; esto es lo que quiere decir Karl-Otto Apel con la expresión comunidad ideal de comunicación. En el discurso no se rompe el lazo social de pertenencia comunitaria aun cuando el acuerdo que de todos se exige apunte por encima de los límites de cada comunidad concreta.

El acuerdo alcanzado discursivamente depende tanto del sí o del no insustituibles de cada individuo, como de la superación de su perspectiva egocéntrica. Sin la irrestricta libertad individual que representa la capacidad de tomar postura frente a pretensiones de validez susceptibles de crítica, un asentimiento fácticamente obtenido no puede tener verdaderamente carácter general; sin la capacidad de cada uno de ponerse solidariamente en el lugar del otro no puede llegarse en absoluto a una solución que merezca el asentimiento general.

El proceso de formación discursiva de la voluntad colectiva da cuenta de la interna conexión de ambos aspectos: de la autonomía de individuos incanjeables y de su inserción en formas de vida intersubjetivamente compartidas. Los iguales derechos de los individuos y el igual respeto por su dignidad personal vienen sostenidos por una red de relaciones interpersonales y de relaciones de reconocimiento recíproco. Por otra parte, la calidad de una vida en común no se mide sólo por el grado de solidaridad y el nivel de bienestar, sino también por el grado en que en el interés general se contemplan por igual a los intereses de cada individuo. La ética del discurso amplía frente a Kant el concepto deontológico de justicia a aquellos aspectos estructurales de la vida buena que desde el punto de vista general de la socialización comunicativa cabe destacar de la totalidad concreta de las formas de vida siempre particulares, sin caer por ello en los dilemas metafísicos de neoaristotelismo.”